(1899)
Joseph Conrad
1857-1924
A través de un personaje ficticio (el viejo
marinero "Marlow"), Joseph Conrad describe una travesía por el río Congo en
busca del señor "Kurtz" que es el jefe de una explotación de marfil. El
encuentro con Kurtz, será la confirmación de la hipócrita actitud colonialista y
pone en tela de juicio su carácter de cruzada moral y comercial. El director de
cine Francis Ford Coppola se basó en este breve relato para su película
Apocalypse Now, que si bien estaba ambientada en la guerra de Vietnam, mantenía
el espíritu del relato de Conrad.
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(Numero de palabras: 38.777)
pág
1
I
El Nellie, un bergantín de considerable
tonelaje, se inclinó hacia el ancla sin una sola vibración de las velas y
permaneció inmóvil. El flujo de la marea había terminado, casi no soplaba
viento y, como había que seguir río abajo, lo único que quedaba por hacer
era detenerse y esperar el cambio de la marea.
El estuario del Támesis se prolongaba frente
a nosotros como el comienzo de un interminable camino de agua. A lo lejos
el cielo y el mar se unían sin ninguna interferencia, y en el espacio
luminoso las velas curtidas de los navíos que subían con la marea parecían
racimos encendidos de lonas agudamente triangulares, en los que
resplandecían las botavaras barnizadas. La bruma que se extendía por las
orillas del río se deslizaba hacia el mar y allí se desvanecía suavemente.
La oscuridad se cernía sobre Gravesend, y
más lejos aún, parecía condensarse en una lúgubre capa que envolvía la
ciudad más grande y poderosa del universo. El director de las compañías
era a la vez nuestro capitán y nuestro anfitrión. Nosotros cuatro
observábamos con afecto su espalda mientras, de pie en la proa,
contemplaba el mar. En todo el río no se veía nada que tuviera la mitad de
su aspecto marino. Parecía un piloto, que para un hombre de mar es la
personificación de todo aquello en que puede confiar. Era difícil
comprender que su oficio no se encontrara allí, en aquel estuario
luminoso, sino atrás, en la ciudad cubierta por la niebla.
Existía entre nosotros, como ya lo he dicho
en alguna otra parte, el vínculo del mar. Además de mantener nuestros
corazones unidos durante largos periodos de separación, tenía la fuerza de
hacernos tolerantes ante las experiencias personales, y aun ante las
convicciones de cada uno. El abogado el mejor de los viejos camaradas
tenía, debido a sus muchos años y virtudes, el único almohadón de la
cubierta y estaba tendido sobre una manta de viaje. El contable había
sacado la caja de dominó y construía formas arquitectónicas con las
fichas. Marlow, sentado a babor con las piernas cruzadas, apoyaba la
espalda en el palo de mesana. Tenía las mejillas hundidas, la tez
amarillenta, la espalda erguida, el aspecto ascético; con los brazos
caídos, vueltas las manos hacia afuera, parecía un ídolo. El director,
satisfecho de que el ancla hubiese agarrado bien, se dirigió hacia
nosotros y tomó asiento. Cambiamos unas cuantas palabras perezosamente.
Luego se hizo el silencio a bordo del yate. Por una u otra razón no
comenzábamos nuestro juego de dominó. Nos sentíamos meditabundos,
dispuestos sólo a una plácida meditación. El día terminaba en una
serenidad de tranquilo y exquisito fulgor. El agua brillaba pacíficamente;
el cielo, despejado, era una inmensidad benigna de pura luz; la niebla
misma, sobre los pantanos de Essex, era como una gasa radiante colgada de
las colinas, cubiertas de bosques, que envolvía las orillas bajas en
pliegues diáfanos.
Sólo las brumas del oeste, extendidas sobre
las regiones superiores, se volvían a cada minuto más sombrías, como si
las irritara la proximidad del sol.
Y por fin, en un imperceptible y elíptico
crepúsculo, el sol descendió, y de un blanco ardiente pasó a un rojo
desvanecido, sin rayos y sin luz, dispuesto a desaparecer súbitamente,
herido de muerte por el contacto con aquellas tinieblas que cubrían a una
multitud de hombres.
Inmediatamente se
produjo un cambio en las aguas; la serenidad se volvió menos brillante
pero más profunda. El viejo río reposaba tranquilo, en toda su anchura, a
la caída del día, después de siglos de buenos servicios prestados a la
raza que poblaba sus márgenes, con la tranquila dignidad de quien sabe que
constituye un camino que lleva a los más remotos lugares de la tierra.
Contemplamos aquella corriente venerable no en el vívido flujo de un breve
día que llega y parte para siempre, sino en la augusta luz de una memoria
perenne. Y en efecto, nada le resulta más fácil a un hombre que ha, como
comúnmente se dice, "seguido el mar" con reverencia y afecto, que evocar
el gran espíritu del pasado en las bajas regiones del Támesis. La marea
fluye y refluye en su constante servicio, ahíta de recuerdos de hombres y
de barcos que ha llevado hacia el reposo del hogar o hacia batallas
marítimas. Ha conocido y ha servido a todos los hombres que han honrado a
la patria, desde sir Francis Drake hasta sir John Franklin, caballeros
todos, con título o sin título... grandes caballeros andantes del mar.
Había transportado a todos los navíos cuyos nombres son como
resplandecientes gemas en la noche de los tiempos, desde el Golden Hind,
que volvía con el vientre colmado de tesoros, para ser visitado por su
majestad, la reina, y entrar a formar parte de un relato monumental,
hasta el Erebus y el Terror,
destinados a otras conquistas, de las que nunca volvieron. Había conocido
a los barcos y a los hombres. Aventureros y colonos partidos de Deptford,
Greenwich y Erith; barcos de reyes y de mercaderes; capitanes, almirantes,
oscuros traficantes animadores del comercio con Oriente, y "generales"
comisionados de la flota de la India. Buscadores de oro, enamorados de la
fama: todos ellos habían navegado por aquella corriente, empuñando la
espada y a veces la antorcha, portadores de una chispa del fuego sagrado.
¡Qué grandezas no habían flotado sobre la corriente de aquel río en su
ruta al misterio de tierras desconocidas!... Los sueños de los hombres, la
semilla de organizaciones internacionales, los gérmenes de los imperios.
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2
El sol se puso. La oscuridad descendió sobre
las aguas y comenzaron a aparecer luces a lo largo de la orilla. El faro
de Chapman, una construcción erguida sobre un trípode en una planicie
fangosa, brillaba con intensidad. Las luces de los barcos se movían en el
río, una gran vibración luminosa ascendía y descendía. Hacia el oeste, el
lugar que ocupaba la ciudad monstruosa, se marcaba, de un modo siniestro
en el cielo, una tiniebla que parecía brillar bajo el sol, un resplandor
cárdeno bajo las estrellas.
—Y también éste —dijo de pronto Marlow— ha
sido uno de los lugares oscuros de la tierra.
De entre nosotros era el único que aún
"seguía el mar". Lo peor que de él podía decirse era que no representaba a
su clase. Era un marino, pero también un vagabundo, mientras que la
mayoría de los marinos llevan, por así decirlo, una vida sedentaria. Sus
espíritus permanecen en casa y puede decirse que su hogar —el barco— va
siempre con ellos; así como su país, el mar. Un barco es muy parecido a
otro y el mar es siempre el mismo. En la inmutabilidad de cuanto los
circunda, las costas extranjeras, los rostros extranjeros, la variable
inmensidad de vida se desliza imperceptiblemente, velada, no por un
sentimiento de misterio, sino por una ignorancia ligeramente desdeñosa, ya
que nada resulta misterioso para el marino a no ser la mar misma, la
amante de su existencia, tan inescrutable como el destino.
Por lo demás, después de sus horas de
trabajo, un paseo ocasional, o una borrachera ocasional en tierra firme,
bastan para revelarle los secretos de todo un continente, y por lo general
decide que ninguno de esos secretos vale la pena de ser conocido. Por eso
mismo los relatos de los marinos tienen una franca sencillez: toda su
significación puede encerrarse dentro de la cáscara de una nuez. Pero
Marlow no era un típico hombre de mar (si se exceptúa su afición a relatar
historias), y para él la importancia de un relato no estaba dentro de la
nuez sino afuera, envolviendo la anécdota de la misma manera que el
resplandor circunda la luz, a semejanza de uno de esos halos neblinosos
que a veces se hacen visibles por la iluminación espectral de la claridad
de la luna.
A nadie pareció sorprender su comentario.
Era típico de Marlow. Se aceptó en silencio; nadie se tomó ni siquiera la
molestia de refunfuñar. Después dijo, muy lentamente:
—Estaba pensando en épocas remotas, cuando
llegaron por primera vez los romanos a estos lugares, hace diecinueve
siglos... el otro día... La luz iluminó este río a partir de entonces.
¿Qué decía, caballeros? Sí, como una llama que corre por una llanura, como
un fogonazo del relámpago en las nubes. Vivimos bajo esa llama temblorosa.
¡Y ojalá pueda durar mientras la vieja tierra continúe dando vueltas! Pero
la oscuridad reinaba aquí aún ayer. Imaginad los sentimientos del
comandante de un hermoso... ¿cómo se llamaban?... trirreme del
Mediterráneo, destinado inesperadamente a viajar al norte. Después de
atravesar a toda prisa las Galias, teniendo a su cargo uno de esos
artefactos que los legionarios (no me cabe duda de que debieron haber sido
un maravilloso pueblo de artesanos) solían construir, al parecer por
centenas en sólo un par de meses, si es que debemos creer lo que hemos
leído. Imaginadlo aquí, en el mismo fin del mundo, un mar color de plomo,
un cielo color de humo, una especie de barco tan fuerte como una
concertina, remontando este río con aprovisionamientos u órdenes, o con lo
que os plazca.
Bancos de arena, pantanos, bosques,
salvajes. Sin los alimentos a los que estaba acostumbrado un hombre
civilizado, sin otra cosa para beber que el agua del Támesis. Ni vino de
Falerno ni paseos por tierra. De cuando en cuando un campamento militar
perdido en los bosques, como una aguja en medio de un pajar.
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3
Frío, niebla, bruma,
tempestades, enfermedades, exilio, muerte acechando siempre tras los
matorrales, en el agua, en el aire. ¡Deben haber muerto aquí como las
moscas! Oh, sí, nuestro
comandante debió haber pasado por todo eso, y sin duda debió haber salido
muy bien librado, sin pensar tampoco demasiado en ello salvo después,
cuando contaba con jactancia sus hazañas. Era lo suficientemente hombre
como para enfrentarse a las tinieblas. Tal vez lo alentaba la esperanza de
obtener un ascenso en la flota de Ravena, si es que contaba con buenos
amigos en Roma y sobrevivía al terrible clima. Podríamos pensar también en
un joven ciudadano elegante con su toga; tal vez habría jugado demasiado,
y venía aquí en el séquito de un prefecto, de un cuestor, hasta de un
comerciante, para rehacer su fortuna. Un país cubierto de pantanos,
marchas a través de los bosques, en algún lugar del interior la sensación
de que el salvajismo, el salvajismo extremo, lo rodea... toda esa vida
misteriosa y primitiva que se agita en el bosque, en las selvas, en el
corazón del hombre salvaje. No hay iniciación para tales misterios. Ha de
vivir en medio de lo incomprensible, que también es detestable. Y hay en
todo ello una fascinación que comienza a trabajar en él. La fascinación de
lo abominable. Podéis imaginar el pesar creciente, el deseo de escapar, la
impotente repugnancia, el odio.
Hizo una pausa.
—Tened en cuenta —comenzó de nuevo,
levantando un brazo desde el codo, la palma de la mano hacia afuera, de
modo que con los pies cruzados ante sí parecía un Buda predicando, vestido
a la europea y sin la flor de loto en la mano—, tened en cuenta que
ninguno de nosotros podría conocer esa experiencia. Lo que a nosotros nos
salva es la eficiencia... el culto por la eficiencia. Pero aquellos
jóvenes en realidad no tenían demasiado en qué apoyarse. No eran
colonizadores; su administración equivalía a una pura opresión y nada más,
imagino. Eran conquistadores, y eso lo único que requiere es fuerza bruta,
nada de lo que pueda uno vanagloriarse cuando se posee, ya que la fuerza
no es sino una casualidad nacida de la debilidad de los otros. Se
apoderaban de todo lo que podían. Aquello era verdadero robo con
violencia, asesinato con agravantes en gran escala, y los hombres hacían
aquello ciegamente, como es natural entre quienes se debaten en la
oscuridad. La conquista de la tierra, que por lo general consiste en
arrebatársela a quienes tienen una tez de color distinto o narices
ligeramente más chatas que las nuestras, no es nada agradable cuando se
observa con atención. Lo único que la redime es la idea. Una idea que la
respalda: no un pretexto sentimental sino una idea; y una creencia
generosa en esa idea, en algo que se puede enarbolar, ante lo que uno
puede postrarse y ofrecerse en sacrificio...
Se interrumpió. Unas llamas se deslizaban en
el río, pequeñas llamas verdes, rojas, blancas, persiguiéndose y
alcanzándose, uniéndose y cruzándose entre sí, otras veces separándose
lenta o rápidamente. El tráfico de la gran ciudad continuaba al acentuarse
la noche sobre el río insomne. Observábamos el espectáculo y esperábamos
con paciencia. No se podía hacer nada más mientras no terminara la marea.
Pero sólo después de un largo silencio, volvió a hablar con voz
temblorosa:
—Supongo que recordaréis que en una época
fui marino de agua dulce, aunque por poco tiempo.
Comprendimos que, antes de que empezara el
reflujo, estábamos predestinados a escuchar otra de las inacabables
experiencias de Marlow.
—No quiero aburriros demasiado con lo que me
ocurrió personalmente —comenzó, mostrando en ese comentario la debilidad
de muchos narradores de aventuras que a menudo parecen ignorar las
preferencias de su auditorio—. Sin embargo, para que podáis comprender el
efecto que todo aquello me produjo es necesario que sepáis cómo fui a dar
allá, qué es lo que vi y cómo tuve que remontar el río hasta llegar al
sitio donde encontré a aquel pobre tipo. Era en el último punto navegable,
la meta de mi expedición. En cierto modo pareció irradiar una especie de
luz sobre todas las cosas y sobre mis pensamientos. Fue algo bastante
sombrío, digno de compasión... nada extraordinario sin embargo... ni
tampoco muy claro. No, no muy claro. Y sin embargo parecía arrojar una
especie de luz.
"Acababa yo de volver,
como recordaréis, a Londres, después de una buena dosis de Océano Índico,
de Pacífico y de Mar de China; una dosis más que suficiente de Oriente,
seis años o algo así, y había comenzado a holgazanear, impidiéndoos
trabajar, invadiendo vuestras casas, como si hubiera recibido la misión
celestial de civilizaros. Por un breve periodo aquello resultaba
excelente, pero después de cierto tiempo comencé a fatigarme de tanto
descanso. Entonces empecé a buscar un
barco; hubiera aceptado hasta el trabajo más
duro de la tierra. Pero los barcos parecían no fijarse en mí, y también
ese juego comenzó a cansarme.
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4
"Debo decir que de muchacho sentía pasión
por los mapas. Podía pasar horas enteras reclinado sobre Sudamérica,
África o Australia, y perderme en los proyectos gloriosos de la
exploración. En aquella época había en la tierra muchos espacios en
blanco, y cuando veía uno en un mapa que me resultaba especialmente
atractivo (aunque todos lo eran), solía poner un dedo encima y decir:
cuando crezca iré aquí.
Recuerdo que el Polo Norte era uno de esos
espacios. Bueno, aún no he estado allí, y creo que ya no he de intentarlo.
El hechizo se ha desvanecido. Otros lugares estaban esparcidos alrededor
del ecuador, y en toda clase de latitudes sobre los dos hemisferios. He
estado en algunos de ellos y... bueno, no es el momento de hablar de eso.
Pero había un espacio, el más grande, el más vacío por así decirlo, por el
que sentía verdadera pasión.
"En verdad ya en aquel tiempo no era un
espacio en blanco. Desde mi niñez se había llenado de ríos, lagos,
nombres. Había dejado de ser un espacio en blanco con un delicioso
misterio, una zona vacía en la que podía soñar gloriosamente un muchacho.
Se había convertido en un lugar de tinieblas. Había en él especialmente un
río, un caudaloso gran río, que uno podía ver en el mapa, como una inmensa
serpiente enroscada con la cabeza en el mar, el cuerpo ondulante a lo
largo de una amplia región y la cola perdida en las profundidades del
territorio. Su mapa, expuesto en el escaparate de una tienda, me fascinaba
como una serpiente hubiera podido fascinar a un pájaro, a un pajarillo
tonto. Entonces recordé que había sido creada una gran empresa, una
compañía para el comercio en aquel río. ¡Maldita sea! Me dije que no
podían desarrollar el comercio sin usar alguna clase de transporte en
aquella inmensidad de agua fresca. ¡Barcos de vapor! ¿Por qué no intentaba
yo encargarme de uno? Seguí caminando por Fleet Street, pero no podía
sacarme aquella idea de la cabeza. La serpiente me había hipnotizado.
"Como todos sabéis, aquella compañía
comercial era una sociedad europea, pero yo tengo muchas relaciones que
viven en el continente, porque es más barato y no tan desagradable como
parece, según cuentan.
"Me desconsuela tener que admitir que
comencé a darles la lata. Aquello era completamente nuevo en mí. Yo no
estaba acostumbrado a obtener nada de ese modo, ya lo sabéis. Siempre
seguí mi propio camino y me dirigí por mis propios pasos a donde me había
propuesto ir. No hubiera creído poder comportarme de ese modo, pero estaba
decidido en esa ocasión a salirme con la mía. Así que comencé a darles la
lata. Los hombres dijeron 'mi querido amigo' y no hicieron nada.
Entonces, ¿podéis creerlo?, me dediqué a
molestar a las mujeres. Yo, Charlie Marlow, puse a trabajar a las
mujeres... para obtener un empleo. ¡Santo cielo! Bueno, veis, era una idea
lo que me movía. Tenía yo una tía, un alma querida y entusiasta.
Me escribió: 'Será magnífico. Estoy
dispuesta a hacer cualquier cosa, todo lo que esté en mis manos por ti. Es
una idea gloriosa. Conozco a la esposa de un alto funcionario de la
administración, también a un hombre que tiene gran influencia allí',
etcétera. Estaba dispuesta a no parar hasta conseguir mi nombramiento como
capitán de un barco fluvial, si tal era mi deseo.
"Por supuesto que obtuve
el nombramiento, y lo obtuve muy pronto. Al parecer la compañía había
recibido noticias de que uno de los capitanes había muerto en una riña con
los nativos. Aquélla era mi oportunidad y me hizo sentir aún más ansiedad
por marcharme. Sólo muchos meses más tarde, cuando intenté rescatar lo que
había quedado del cuerpo, me enteré de que aquella riña había surgido a
causa de un malentendido sobre unas gallinas. Sí, dos gallinas negras.
Fresleven se llamaba aquel joven..., era un danés. Pensó que lo habían
engañado en la compra, bajó a tierra y comenzó a pegarle con un palo al
jefe de la tribu. Oh, no me sorprendió ni pizca enterarme de eso y oír
decir al mismo tiempo que Fresleven era la criatura más dulce y pacífica
que había caminado alguna vez sobre dos piernas. Sin duda lo era; pero
había pasado ya un par de años al servicio de la noble causa, sabéis, y
probablemente sintió al fin la necesidad de afirmar ante sí mismo su
autoridad de algún modo. Por eso golpeó sin piedad al viejo negro,
mientras una multitud lo observaba con estupefacción, como fulminada por
un rayo, hasta que un hombre, el hijo del jefe según me dijeron,
desesperado al oír chillar al anciano, intentó detener con una lanza al
hombre blanco y por supuesto
lo atravesó con gran facilidad por entre los omóplatos. Entonces la
población se internó en el bosque, esperando toda clase de calamidades.
Por su parte, el vapor que Fresleven comandaba abandonó también el lugar
presa del pánico, gobernado, creo, por el maquinista. Después nadie
pareció interesarse demasiado por los restos de Fresleven, hasta que yo
llegué y busqué sus huellas. No podía dejar ahí el cadáver. Pero cuando al
fin tuve la oportunidad de ir en busca de los huesos de mi predecesor,
resultó que la hierba que crecía a través de sus costillas era tan alta
que cubría sus huesos. Estaban intactos. Aquel ser sobrenatural no había
sido tocado después de la caída. La aldea había sido abandonada, las
cabañas se derrumbaban con los techos podridos. Era evidente que había
ocurrido una catástrofe. La población había desaparecido.
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Enloquecidos por el terror, hombres, mujeres
y niños se habían dispersado por el bosque y no habían regresado. Tampoco
sé qué pasó con las gallinas; debo pensar que la causa del progreso las
recibió de todos modos. Sin embargo, gracias a ese glorioso asunto obtuve
mi nombramiento antes de que comenzara a esperarlo. Me di una prisa enorme
para aprovisionarme, y antes de que hubieran pasado cuarenta y ocho horas
atravesaba el canal para presentarme ante mis nuevos patrones y firmar el
contrato. En unas cuantas horas llegué a una ciudad que siempre me ha
hecho pensar en un sepulcro blanqueado. Sin duda es un prejuicio. No tuve
ninguna dificultad en hallar las oficinas de la compañía. Era la más
importante de la ciudad, y todo el mundo tenía algo que ver con ella. Iban
a crear un gran imperio en ultramar, las inversiones no conocían límite.
"Una calle recta y estrecha profundamente
sombreada, altos edificios, innumerables ventanas con celosías venecianas,
un silencio de muerte, hierba entre las piedras, imponentes garajes
abovedados a derecha e izquierda, inmensas puertas dobles, pesadamente
entreabiertas. Me introduje por una de esas aberturas, subí una escalera
limpia y sin ningún motivo ornamental, tan árida como un desierto, y abrí
la primera puerta que encontré. Dos mujeres, una gorda y la otra
raquítica, estaban sentadas sobre sillas de paja, tejiendo unas madejas de
lana negra. La delgada se levantó, se acercó a mí, y continuó su tejido
con los ojos bajos. Y sólo cuando pensé en apartarme de su camino, como
cualquiera de ustedes lo habría hecho frente a un sonámbulo, se detuvo y
levantó la mirada. Llevaba un vestido tan liso como la funda de un
paraguas. Se volvió sin decir una palabra y me precedió hasta una sala de
espera.
"Di mi nombre y miré a mi alrededor. Una
frágil mesa en el centro, sobrias sillas a lo largo de la pared, en un
extremo un gran mapa brillante con todos los colores del arco iris. En
aquel mapa había mucho rojo, cosa que siempre resulta agradable de ver,
porque uno sabe que en esos lugares se está realizando un buen trabajo, y
una excesiva cantidad de azul, un poco de verde, manchas color naranja, y
sobre la costa oriental una mancha púrpura para indicar el sitio en que
los alegres pioneros del progreso bebían jubilosos su cerveza. De todos
modos, yo no iba a ir a ninguno de esos colores. A mí me correspondía el
amarillo. La muerte en el centro. Allí estaba el río, fascinante,
mortífero, como una serpiente. ¡Ay! Se abrió una puerta, apareció una
cabeza de secretario, de cabellos blancos y expresión compasiva; un
huesudo dedo índice me hizo una señal de admisión en el santuario. En el
centro de la habitación, bajo una luz difusa, había un pesado escritorio.
Detrás de aquella estructura emergía una visión de pálida fofez enfundada
en un frac. Era el gran hombre en persona.
Tenía seis pies y medio de estatura, según
pude juzgar, y su mano empuñaba un lapicero acostumbrado a la suma de
muchos millones. Creo que me la tendió, murmuró algo, pareció satisfecho
de mi francés. Bon voyage.
"Cuarenta y cinco segundos después me
hallaba nuevamente en la sala de espera acompañado del secretario de
expresión compasiva, quien, lleno de desolación y simpatía, me hizo firmar
algunos documentos. Según parece, me comprometía entre otras cosas a no
revelar ninguno de los secretos comerciales. Bueno, no voy a hacerlo.
"Empecé a sentirme
ligeramente a disgusto. No estoy acostumbrado, ya lo sabéis, a tales
ceremonias. Había algo fatídico en aquella atmósfera. Era exactamente como
si hubiera entrado a formar parte de una conspiración, no sé, algo que no
era del todo correcto. Me sentí dichoso de poder retirarme. En el cuarto
exterior las dos mujeres seguían tejiendo febrilmente sus estambres de
lana negra. Llegaba gente, y la más joven de las mujeres se paseaba de un
lado a otro haciéndolos
entrar
en la sala de espera. La vieja seguía sentada en el asiento; sus amplias
zapatillas reposaban en un calentador de pies y un gato dormía en su
regazo. Llevaba una cofia blanca y almidonada en la cabeza, tenía una
verruga en una mejilla y unos lentes con montura de plata en el extremo de
la nariz. Me lanzó una mirada por encima de los cristales. La rápida e
indiferente placidez de aquella mirada me perturbó. Dos jóvenes con
rostros cándidos y alegres eran piloteados por la otra en aquel momento; y
ella lanzó la misma mirada rápida de indiferente sabiduría.
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Parecía saberlo todo sobre ellos y también
sobre mí. Me sentí invadido por un sentimiento de importancia. La mujer
parecía desalmada y fatídica. Con frecuencia, lejos de allí, he pensado en
aquellas dos mujeres guardando las puertas de la
Oscuridad, tejiendo sus lanas negras como
para un paño mortuorio, la una introduciendo, introduciendo siempre a los
recién llegados en lo desconocido, la otra escrutando las caras alegres e
ingenuas con sus ojos viejos e impasibles. Ave, viejas hilanderas de lana
negra. Morituri te salutant. No a muchos pudo volver a verlos una segunda
vez, ni siquiera a la mitad.
"Yo debía visitar aún al doctor. 'Se trata
sólo de una formalidad', me aseguró el secretario, con aire de participar
en todas mis penas. Por consiguiente un joven, que llevaba el sombrero
caído sobre la ceja izquierda, supongo que un empleado (debía de haber
allí muchísimos empleados aunque el edificio parecía tan tranquilo como si
fuera una casa en el reino de la muerte), salió de alguna parte, bajó la
escalera y me condujo a otra sala. Era un joven desaseado, con las mangas
de la chaqueta manchadas de tinta, y su corbata era grande y ondulada
debajo de un mentón que por su forma recordaba un zapato viejo. Era muy
temprano para visitar al doctor, así que propuse ir a beber algo. Entonces
mostró que podía desarrollar una vena de jovialidad. Mientras tomábamos
nuestros vermuts, él glorificaba una y otra vez los negocios de la
compañía, y entonces le expresé accidentalmente mi sorpresa de que no
fuera allá. En seguida se enfrió su entusiasmo. 'No soy tan tonto como
parezco, les dijo Platón a sus discípulos', recitó sentenciosamente. Vació
su vaso de un solo trago y nos levantamos.
"El viejo doctor me tomó el pulso, pensando
evidentemente en alguna otra cosa mientras lo hacía. 'Está bien, está bien
para ir allá', musitó, y con cierta ansiedad me preguntó si le permitía
medirme la cabeza. Bastante sorprendido le dije que sí.
Entonces sacó un instrumento parecido a un
compás calibrado y tomó las dimensiones por detrás y delante, de todos
lados, apuntando unas cifras con cuidado. Era un hombre de baja estatura,
sin afeitar y con una levita raída que más bien parecía una gabardina.
Tenía los pies calzados con zapatillas y me pareció desde el primer
momento un loco inofensivo. 'Siempre pido permiso, velando por los
intereses de la ciencia, para medir los cráneos de los que parten hacia
allá', me dijo.
'¿Y también cuando vuelven?', pregunté.
'Nunca los vuelvo a ver', comentó, 'además, los cambios se producen en el
interior, sabe usted.' Se río como si hubiera dicho alguna broma
placentera. 'De modo que va usted a ir. Debe ser interesante.' Me lanzó
una nueva mirada inquisitiva e hizo una nueva anotación. '¿Ha habido algún
caso de locura en su familia?', preguntó con un tono casual. Me sentí
fastidiado.
'¿También esa pregunta tiene algo que ver
con la ciencia?' 'Es posible', me respondió sin hacer caso de mi
irritación, 'a la ciencia le interesa observar los cambios mentales que se
producen en los individuos en aquel sitio, pero...' '¿Es usted
alienista?', lo interrumpí. 'Todo médico debería serlo un poco', respondió
aquel tipo original con tono imperturbable. 'He formado una pequeña
teoría, que ustedes, señores, los que van allá, me deberían ayudar a
demostrar. Ésta es mi contribución a los beneficios que mi país va a
obtener de la posesión de aquella magnífica colonia.
La riqueza se la dejo a los demás. Perdone
mis preguntas, pero usted es el primer inglés a quien examino.' Me
apresuré a decirle que de ninguna manera era yo un típico inglés. 'Si lo
fuera, no estaría conversando de esta manera con usted.' 'Lo que dice es
bastante profundo, aunque probablemente equivocado', dijo riéndose. 'Evite
usted la irritación más que los rayos solares. Adiós. ¿Cómo dicen ustedes,
los ingleses? Good-bye. ¡Ah! Good-bye. Adieu. En el trópico hay que
mantener sobre todas las cosas la calma.' Levantó el índice e hizo la
advertencia: 'Du calme, du calme. Adieu.'
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"Me quedaba todavía algo por hacer,
despedirme de mi excelente tía. La encontré triunfante. Me ofreció una
taza de té. Fue mi última taza de té decente en muchos días. Y en una
habitación muy confortable, exactamente como os podéis imaginar el salón
de una dama, tuvimos una larga conversación junto a la chimenea. En el
curso de sus confidencias, resultó del todo evidente que yo había sido
presentado a la mujer de un alto funcionario de la compañía, y quién sabe
ante cuántas personas más, como una criatura excepcionalmente dotada, un
verdadero hallazgo para la compañía, un hombre de los que no se encuentran
todos los días. ¡Cielos! ¡Yo iba a hacerme cargo de un vapor de dos
centavos! De cualquier manera parecía que yo era considerado como uno de
tantos trabajadores, pero con mayúsculas. Algo así como un emisario de la
luz, como un individuo apenas ligeramente inferior a un apóstol. Una
enorme cantidad de esas tonterías corría en los periódicos y en las
conversaciones de aquella época, y la excelente mujer se había visto
arrastrada por la corriente. Hablaba de 'liberar a millones de ignorantes
de su horrible destino', hasta que, palabra, me hizo sentir verdaderamente
incómodo. Traté de insinuar que lo que a la compañía le interesaba era su
propio beneficio.
"'Olvidas, querido Charlie, que el
trabajador merece también su recompensa', dijo ella con brío. Es
extraordinario comprobar cuán lejos de la realidad pueden situarse las
mujeres. Viven en un mundo propio, y nunca ha existido ni podrá existir
nada semejante. Es demasiado hermoso; si hubiera que ponerlo en pie se
derrumbaría antes del primer crepúsculo. Alguno de esos endemoniados
hechos con que nosotros los hombres nos las hemos tenido que ver desde el
día de la creación, surgiría para echarlo todo a rodar.
"Después de eso fui abrazado; mi tía me
recomendó que llevara ropas de franela, me hizo asegurarle que le
escribiría con frecuencia, y al fin pude marcharme. Ya en la calle, y no
me explico por qué, experimenté la extraña sensación de ser un impostor.
Y lo más raro de todo fue que yo, que estaba
acostumbrado a largarme a cualquier parte del mundo en menos de
veinticuatro horas, con menos reflexión de la que la mayor parte de los
hombres necesitan para cruzar una calle, tuve un momento, no diría de
duda, pero sí de pausa ante aquel vulgar asunto. La mejor manera de
explicarlo es decir que durante uno o dos segundos sentí como si en vez de
ir al centro de un continente estuviera a punto de partir hacia el centro
de la tierra.
"Me embarqué en un barco
francés, que se detuvo en todos los malditos puertos que tienen allá, con
el único propósito, según pude percibir, de desembarcar soldados y
empleados aduanales. Yo observaba la costa. Observar una costa que se
desliza ante un barco equivale a pensar en un enigma. Está allí ante uno,
sonriente, torva, atractiva, raquítica, insípida o salvaje, muda siempre,
con el aire de murmurar: 'Ven y me descubrirás.' Aquella costa era casi
informe, como si estuviera en proceso de creación, sin ningún rasgo
sobresaliente. El borde de una selva colosal, de un verde tan oscuro que
llegaba casi al negro, orlada por el blanco de la resaca, corría recta
como una línea tirada a cordel, lejos, cada vez más lejos, a lo largo de
un mar azul, cuyo brillo se enturbiaba a momentos por una niebla baja.
Bajo un sol feroz, la tierra parecía resplandecer y chorrear vapor. Aquí y
allá apuntaban algunas manchas grisáceas o blancuzcas agrupadas en la
espuma blanca, con una bandera a veces ondeando sobre ellas. Instalaciones
coloniales que contaban ya con varios siglos de existencia y que no eran
mayores que una cabeza de alfiler sobre la superficie intacta que se
extendía tras ellas. Navegábamos a lo largo de la costa, nos deteníamos,
desembarcábamos soldados, continuábamos, desembarcábamos empleados de
aduana para recaudar impuestos en algo que parecía un páramo olvidado por
Dios, con una casucha de lámina y un asta podrida sobre ella;
desembarcábamos aún más soldados, para cuidar de los empleados de aduana,
supongo. Algunos, por lo que oí decir, se ahogaban en el rompiente, pero,
fuera o no cierto, nadie parecía preocuparse demasiado. Eran arrojados a
su destino y nosotros continuábamos nuestra marcha. La costa parecía ser
la misma cada día, como si no nos hubiésemos movido; sin embargo, dejamos
atrás diversos lugares, centros comerciales con nombres como Gran Bassam,
Little Popo; nombres que parecían pertenecer a alguna sórdida farsa
representada ante un telón siniestro. Mi ociosidad de pasajero, mi
aislamiento entre todos aquellos hombres con quienes nada tenía en común,
el mar lánguido y aceitoso, la oscuridad uniforme de la costa, parecían
mantenerme al margen de la verdad de las cosas, en el estupor de una
penosa e indiferente desilusión. La voz de la resaca, oída de cuando en
cuando, era un auténtico
placer, como las palabras de un hermano. Era algo natural, que tenía razón
de ser y un sentido. De vez en cuando un barco que venía de la costa nos
proporcionaba un momentáneo contacto con la realidad. Los remeros eran
negros.
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8
Desde lejos podía vislumbrarse el blanco de
sus ojos. Gritaban y cantaban; sus cuerpos estaban bañados de sudor; sus
caras eran como máscaras grotescas; pero tenían huesos, músculos, una
vitalidad salvaje, una intensa energía en los movimientos, que era tan
natural y verdadera como el oleaje a lo largo de la costa.
No necesitaban excusarse por estar allí.
Contemplarlos servía de consuelo. Durante algún tiempo pude sentir que
pertenecía todavía a un mundo de hechos naturales, pero esta creencia no
duraría demasiado. Algo iba a encargarse de destruirla. En una ocasión, me
acuerdo muy bien, nos acercamos a un barco de guerra anclado en la costa.
No había siquiera una cabaña, y sin embargo disparaba contra los
matorrales. Según parece los franceses libraban allí una de sus guerras.
Su enseña flotaba con la flexibilidad de un trapo desgarrado. Las bocas de
los largos cañones de seis pulgadas sobresalían de la parte inferior del
casco. El oleaje aceitoso y espeso levantaba al barco y lo volvía a bajar
perezosamente, balanceando sus espigados mástiles. En la vacía inmensidad
de la tierra, el cielo y el agua, aquella nave disparaba contra el
continente. ¡Paf!, haría uno de sus pequeños cañones de seis pulgadas;
aparecería una pequeña llama y se extinguiría; se esfumaría una ligera
humareda blanca; un pequeño proyectil silbaría débilmente y nada habría
ocurrido. Nada podría ocurrir. Había un aire de locura en aquella
actividad; su contemplación producía una impresión de broma lúgubre. Y esa
impresión no desapareció cuando alguien de a bordo me aseguró con toda
seriedad que allí había un campamento de aborígenes (¡los llamaba
enemigos!), oculto en algún lugar fuera de nuestra vista.
"Le entregamos sus cartas (me enteré de que
los hombres en aquel barco solitario morían de fiebre a razón de tres por
día) y proseguimos nuestra ruta. Hicimos escala en algunos otros lugares
de nombres grotescos, donde la alegre danza de la muerte y el comercio
continuaba desenvolviéndose en una atmósfera tranquila y terrenal, como en
una catacumba ardiente. A lo largo de aquella costa informe, bordeada de
un rompiente peligroso, como si la misma naturaleza hubiera tratado de
desalentar a los intrusos, remontamos y descendimos algunos ríos,
corrientes de muerte en vida, cuyos bordes se pudrían en el cieno, y cuyas
aguas, espesadas por el limo, invadían los manglares contorsionados que
parecían retorcerse hacia nosotros, en el extremo de su impotente
desesperación. En ningún lugar nos detuvimos el tiempo suficiente como
para obtener una impresión precisa, pero un sentimiento general de estupor
vago y opresivo se intensificó en mí. Era como un fatigoso peregrinar en
medio de visiones de pesadilla.
"Pasaron más de treinta días antes de que
viera la boca del gran río. Anclamos cerca de la sede del gobierno, pero
mi trabajo sólo comenzaría unas doscientas millas más adentro. Tan pronto
como pude, llegué a un lugar situado treinta millas arriba.
"Tomé pasaje en un pequeño vapor. El capitán
era sueco, y cuando supo que yo era marino me invitó a subir al puente.
Era un joven delgado, rubio y lento, con una cabellera y porte
desaliñados. Cuando abandonamos el pequeño y miserable muelle, meneó la
cabeza en ademanes despectivos y me preguntó: '¿Ha estado viviendo aquí?'
Le dije que sí. 'Estos muchachos del gobierno son un grupo excelente',
continuó hablando el inglés con gran precisión y considerable amargura.
'Es gracioso lo que algunos de ellos pueden
hacer por unos cuantos francos al mes.
Me asombra lo que les ocurre cuando se
internan río arriba.' Le dije que pronto esperaba verlo con mis propios
ojos. '¡Vaya!', exclamó. Luego me dio por un momento la espalda mirando
con ojo vigilante la ruta. 'No esté usted tan seguro.
Hace poco recogí a un hombre colgado en el
camino. También era sueco.' '¿Se colgó? ¿Por qué, en nombre de Dios?',
exclamé. Él seguía mirando con preocupación el río. '¿Quién puede saberlo?
¡Quizás estaba harto del sol! ¡O del país!'
"Al fin se abrió ante
nosotros una amplia extensión de agua. Apareció una punta rocosa,
montículos de tierra levantados en la orilla, casas sobre una colina,
otras con techo metálico, entre las excavaciones o en un declive. Un ruido
continuo producido por las caídas de agua dominaba esa escena de
devastación habitada. Un grupo de hombres, en su mayoría negros desnudos,
se movían como hormigas. El
muelle se proyectaba sobre el río. Un crepúsculo cegador hundía todo
aquello en un resplandor deslumbrante. 'Ésa es la sede de su compañía',
dijo el sueco, señalando tres barracas de madera sobre un talud rocoso.
'Voy a hacer que le suban el equipaje.
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¿Cuatro bultos, dice usted? Bueno, adiós.'
"Pasé junto a un caldero que estaba tirado
sobre la hierba, llegué a un sendero que conducía a la colina. El camino
se desviaba ante las grandes piedras y ante unas vagonetas tiradas boca
abajo con las ruedas al aire. Faltaba una de ellas. Parecía el caparazón
de un animal extraño. Encontré piezas de maquinaria desmantelada, y una
pila de rieles mohosos. A mi izquierda un macizo de árboles producía un
lugar umbroso, donde algunas cosas oscuras parecían moverse. Yo
pestañeaba; el sendero era escarpado. A la derecha oí sonar un cuerno y vi
correr a un grupo de negros. Una pesada y sorda detonación hizo
estremecerse la tierra, una bocanada de humo salió de la roca; eso fue
todo. Ningún cambio se advirtió en la superficie de la roca. Estaban
construyendo un ferrocarril. Aquella roca no estaba en su camino; sin
embargo aquella voladura sin objeto era el único trabajo que se llevaba a
cabo.
"Un sonido metálico a mis espaldas me hizo
volver la cabeza. Seis negros avanzaban en fila, ascendiendo con esfuerzo
visible el sendero. Caminaban lentamente, el gesto erguido, balanceando
pequeñas canastas llenas de tierra sobre las cabezas. Aquel sonido se
acompasaba con sus pasos. Llevaban trapos negros atados alrededor de las
cabezas y las puntas se movían hacia adelante y hacia atrás como si fueran
colas. Podía verles todas las costillas; las uniones de sus miembros eran
como nudos de una cuerda. Cada uno llevaba atado al cuello un collar de
hierro, y estaban atados por una cadena cuyos eslabones colgaban entre
ellos, con un rítmico sonido. Otro estampido de la roca me hizo pensar de
pronto en aquel barco de guerra que había visto disparar contra la tierra
firme. Era el mismo tipo de sonido ominoso, pero aquellos hombres no
podían, ni aunque se forzara la imaginación, ser llamados enemigos. Eran
considerados como criminales, y la ley ultrajada, como las bombas que
estallaban, les había llegado del mar cual otro misterio igualmente
incomprensible. Sus pechos delgados jadeaban al unísono. Se estremecían
las aletas violentamente dilatadas de sus narices. Los ojos contemplaban
impávidamente la colina. Pasaron a seis pulgadas de donde yo estaba sin
dirigirme siquiera una mirada, con la más completa y mortal indiferencia
de salvajes infelices.
Detrás de aquella materia prima, un negro
amasado, el producto de las nuevas fuerzas en acción, vagaba con
desaliento, llevando en la mano un fusil. Llevaba una chaqueta de uniforme
a la que le faltaba un botón, y al ver a un hombre blanco en el camino, se
llevó con toda rapidez el fusil al hombro. Era un acto de simple
prudencia; los hombres blancos eran tan parecidos a cierta distancia que
él no podía decir quién era yo. Se tranquilizó pronto y con una sonrisa
vil, y una mirada a sus hombres, pareció hacerme partícipe de su confianza
exaltada. Después de todo, también yo era una parte de la gran causa, de
aquellos elevados y justos procedimientos.
"En lugar de seguir subiendo, me volví y
bajé a la izquierda. Me proponía dejar que aquella cuerda de criminales
desapareciera de mi vista antes de que llegara yo a la cima de la colina.
Ya sabéis que no me caracterizo por la delicadeza; he tenido que combatir
y sé defenderme. He tenido que resistir y algunas veces atacar (lo que es
otra forma de resistencia) sin tener en cuenta el valor exacto, en
concordancia con las exigencias del modo de vida que me ha sido propio. He
visto el demonio de la violencia, el demonio de la codicia, el demonio del
deseo ardiente, pero, ¡por todas las estrellas!, aquéllos eran unos
demonios fuertes y lozanos de ojos enrojecidos que cazaban y conducían a
los hombres, sí, a los hombres, repito. Pero mientras permanecía de pie en
el borde de la colina, presentí que a la luz deslumbrante del sol de aquel
país me llegaría a acostumbrar al demonio blando y pretencioso de mirada
apagada y locura rapaz y despiadada. Hasta dónde podía llegar su insidia
sólo lo iba a descubrir varios meses después y a unas mil millas río
adentro. Por un instante quedé amedrentado, como si hubiese oído una
advertencia. Al fin, descendí la colina, oblicuamente, hacia la arboleda
que había visto.
"Evité un gran hoyo
artificial que alguien había abierto en el declive, cuyo objeto me
resultaba imposible adivinar. No se trataba ni de una cantera ni de una
mina de arena. Era simplemente un hoyo. Podía relacionarse con el
filantrópico deseo de proporcionar alguna ocupación a los
criminales. No lo sé. Después estuve casi a
punto de caer por un estrecho barranco, no mucho mayor que una cicatriz en
el costado de la colina. Descubrí que algunos tubos de drenaje importados
para los campamentos de la compañía habían sido dejados allí. Todos
estaban rotos. Era un destrozo lamentable. Al final llegué a la arboleda.
Me proponía descansar un momento a su sombra, pero en cuanto llegué tuve
la sensación de haber puesto el pie en algún tenebroso círculo del
infierno. Las cascadas estaban cerca y el ruido de su caída,
precipitándose ininterrumpida, llenaba la lúgubre quietud de aquel
bosquecillo (donde no corría el aire, ni una hoja se movía) con un sonido
misterioso, como si la paz rota de la tierra herida se hubiera vuelto de
pronto audible allí.
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"Unas figuras negras gemían, inclinadas,
tendidas o sentadas bajo los árboles, apoyadas sobre los troncos, pegadas
a la tierra, parcialmente visibles, parcialmente ocultas por la luz
mortecina, en todas las actitudes de dolor, abandono y desesperación que
es posible imaginar. Explotó otro barreno en la roca, y a continuación
sentí un ligero temblor de tierra bajo los pies. El trabajo continuaba.
¡El trabajo! Y aquél era el lugar adonde algunos de los colaboradores se
habían retirado para morir.
"Morían lentamente... eso estaba claro. No
eran enemigos, no eran criminales, no eran nada terrenal, sólo sombras
negras de enfermedad y agotamiento, que yacían confusamente en la tiniebla
verdosa. Traídos de todos los lugares del interior, contratados
legalmente, perdidos en aquel ambiente extraño, alimentados con una comida
que no les resultaba familiar, enfermaban, se volvían inútiles, y entonces
obtenían permiso para arrastrarse y descansar allí. Aquellas formas
moribundas eran libres como el aire, tan tenues casi como él. Comencé a
distinguir el brillo de los ojos bajo los árboles. Después, bajando la
vista, vi una cara cerca de mis manos. Los huesos negros reposaban
extendidos a lo largo, con un hombro apoyado en el árbol, y los párpados
se levantaron lentamente, los ojos sumidos me miraron, enormes y vacuos,
una especie de llama blanca y ciega en las profundidades de las órbitas.
Aquel hombre era joven al parecer, casi un
muchacho, aunque como sabéis con ellos es difícil calcular la edad. Lo
único que se me ocurrió fue ofrecerle una de las galletas del vapor del
buen sueco que llevaba en el bolsillo. Los dedos se cerraron lentamente
sobre ella y la retuvieron; no hubo otro movimiento ni otra mirada.
Llevaba un trozo de estambre blanco atado alrededor del cuello. ¿Por qué?
¿Dónde lo había podido obtener? ¿Era una insignia, un adorno, un amuleto,
un acto propiciatorio?
¿Había alguna idea relacionada con él? Aquel
trozo de hilo blanco llegado de más allá de los mares resultaba de lo más
extraño en su cuello.
"Junto al mismo árbol estaban sentados otros
dos haces de ángulos agudos con las piernas levantadas. Uno, la cabeza
apoyada en las rodillas, sin fijar la vista en nada, miraba al vacío de un
modo irresistible e intolerante; su hermano fantasma reposaba la frente,
como si estuviera vencido por una gran fatiga. Alrededor de ellos estaban
desparramados los demás, en todas las posiciones posibles de un colapso,
como una imagen de una matanza o una peste. Mientras yo permanecía
paralizado por el terror, una de aquellas criaturas se elevó sobre sus
manos y rodillas, y se dirigió hacia el río a beber. Bebió, tomando el
agua con la mano, luego permaneció sentado bajo la luz del sol, cruzando
las piernas, y después de un rato dejó caer la cabeza lanuda sobre el
esternón.
"No quise perder más tiempo bajo aquella
sombra y me apresuré a dirigirme al campamento. Cerca de los edilicios
encontré a un hombre vestido con una elegancia tan inesperada que en el
primer momento llegué a creer que era una visión. Vi un cuello alto y
almidonado, puños blancos, una ligera chaqueta de alpaca, pantalones
impecables, una corbata clara y botas relucientes. No llevaba sombrero.
Los cabellos estaban partidos, cepillados, aceitados, bajo un parasol a
rayas verdes sostenido por una mano blanca. Era un individuo asombroso;
llevaba un portaplumas tras la oreja.
"Estreché la mano de aquel ser milagroso, y
me enteré de que era el principal contable de la compañía, y de que toda
la contabilidad se llevaba en ese campamento. Dijo que había salido un
momento para tomar un poco de aire fresco.
Aquella expresión sonó
de un modo extraordinariamente raro, con todo lo que sugería de una
sedentaria vida de oficina. No tendría que mencionar para nada ahora a
aquel individuo, a no ser que fue a sus labios a los que oí pronunciar por
vez primera el nombre de la persona tan
indisolublemente ligada a mis recuerdos de
aquella época. Además sentí respeto por aquel individuo. Sí, respeto por
sus cuellos, sus amplios puños, su cabello cepillado. Su aspecto era
indudablemente el de un maniquí de peluquería, pero en la inmensa
desmoralización de aquellos territorios, conseguía mantener esa
apariencia. Eso era firmeza. Sus camisas almidonadas y las pecheras
enhiestas eran logros de un carácter firme. Había vivido allí cerca de
tres años, y, más adelante, no pude dejar de preguntarle cómo lograba
ostentar aquellas prendas. Se sonrojó ligeramente y me respondió con
modestia: 'He logrado adiestrar a una de las nativas del campamento. Fue
difícil. Le disgustaba hacer este trabajo.' Así que aquel hombre había
logrado realmente algo. Vivía consagrado a sus libros, que llevaba con un
orden perfecto.
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"Todo lo demás que había en el campamento
estaba presidido por la confusión; personas, cosas, edificios. Cordones de
negros sucios con los pies aplastados llegaban y volvían a marcharse; una
corriente de productos manufacturados, algodón de desecho, cuentas de
colores, alambres de latón, era enviado a lo más profundo de las
tinieblas, y a cambio de eso volvían preciosos cargamentos de marfil.
"Tuve que esperar en el campamento diez
días, una eternidad. Vivía en una choza dentro del cercado, pero para
lograr apartarme del caos iba a veces a la oficina del contable. Estaba
construida con tablones horizontales y tan mal unidos que, cuando él se
inclinaba sobre su alto escritorio, se veía cruzado desde el cuello hasta
los talones por estrechas franjas de luz solar. No era necesario abrir la
amplia celosía para ver. También allí hacía calor. Unos moscardones gordos
zumbaban endiabladamente y no picaban sino que mordían. Por lo general me
sentaba en el suelo, mientras él, con su aspecto impecable (llegaba hasta
a usar un perfume ligero), encaramado en su alto asiento, escribía,
anotaba. A veces se levantaba para hacer ejercicio. Cuando colocaron en su
oficina un catre con un enfermo (un inválido llegado del interior), se
mostró moderadamente irritado. 'Los quejidos de este enfermo', dijo,
'distraen mi atención. Sin concentración es extremadamente fácil cometer
errores en este clima.'
"Un día comentó, sin levantar la cabeza: 'En
el interior se encontrará usted con el señor Kurtz.' Cuando le pregunté
quién era el señor Kurtz, me respondió que era un agente de primera clase,
y viendo mi desencanto ante esa información, añadió lentamente, dejando la
pluma: 'Es una persona notable.' Preguntas posteriores me hicieron saber
que el señor Kurtz estaba por el momento a cargo de una estación comercial
muy importante en el verdadero país del marfil, en el corazón mismo, y que
enviaba tanto marfil como todos los demás agentes juntos.
"Empezó a escribir de nuevo. El enfermo
estaba demasiado grave para quejarse. Las moscas zumbaban en medio del
silencio.
"De pronto se oyó un murmullo creciente de
voces y fuertes pisadas. Había llegado una caravana. Un rumor de sonidos
extraños penetró desde el otro lado de los tablones. Todo el mundo hablaba
a la vez, y en medio del alboroto se dejó oír la voz quejumbrosa del
agente jefe 'renunciando a todo' por vigésima vez en ese día... El
contable se levantó lentamente. '¡Qué horroroso estrépito!', dijo. Cruzó
la habitación con paso lento para ver al hombre enfermo y volviéndose
añadió: 'Ya no oye' '¡Cómo!
¿Ha muerto?', le pregunté, sobresaltado.
'No, aún no', me respondió con calma. Luego, aludiendo con un movimiento
de cabeza al tumulto que se oía en el patio del campamento, añadió:
'Cuando se tienen que hacer las cuentas correctamente, uno llega a odiar a
estos salvajes, a odiarlos mortalmente.' Permaneció pensativo por un
momento. 'Cuando vea al señor Kurtz', continuó, 'dígale de mi parte que
todo está aquí', señaló al escritorio, 'registrado satisfactoriamente. No
me gusta escribirle... con los mensajeros que tenemos nunca se sabe quién
va a recibir la carta... en esa
Estación Central.' Me miró fijamente con
ojos afectuosos: 'Oh, él llegará muy lejos, muy lejos. Pronto será alguien
en la administración. Allá arriba, en el Consejo de Europa, sabe usted...
quieren que lo sea.'
"Volvió a sumirse en su labor. Afuera el
ruido había cesado, y, al salir, me detuve en la puerta. En medio del
revoloteo de las moscas, el agente que volvía a casa estaba tendido
ardiente e insensible; el otro, reclinado sobre sus libros, hacía
perfectos registros de transacciones perfectamente correctas; y cincuenta
pies más debajo de la puerta podía ver las inmóviles fronteras del foso de
la muerte.
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"Al día siguiente abandoné por fin el
campamento, con una caravana de sesenta hombres, para recorrer un tramo de
doscientas millas.
"No es necesario que os cuente lo que fue
aquello. Veredas, veredas por todas partes. Una amplia red de veredas que
se extendía por el jardín vacío, a lo largo de amplías praderas, praderas
quemadas, a través de la selva, subiendo y bajando profundos barrancos,
subiendo y bajando colinas pedregosas asoladas por el calor.
Y una soledad absoluta. Nadie. Ni siquiera
una cabaña. La población había desaparecido mucho tiempo atrás. Bueno, si
una multitud de negros misteriosos, armados con toda clase de armas
temibles, emprendiera de pronto el camino de Deal a Gravesend con
cargadores a ambos lados soportando pesados fardos, imagino que todas las
granjas y casas de los alrededores pronto quedarían vacías.
Sólo que en aquellos
lugares también las habitaciones habían desaparecido. De cualquier modo,
pasé aún por algunas aldeas abandonadas. Hay algo patéticamente pueril en
las ruinas cubiertas de maleza. Día tras día, el continuo paso arrastrado
de sesenta pares de pies desnudos junto a mí, cada par cargado con un
bulto de sesenta libras. Acampar, cocinar, dormir, levantar el campamento,
emprender nuevamente la marcha. De cuando en cuando un hombre muerto
tirado en medio de los altos yerbajos a un lado del sendero, con una
cantimplora vacía y un largo palo junto a él. A su alrededor, y encima de
él, un profundo silencio. Tal vez en una noche tranquila, el redoble de
tambores lejanos, apagándose y aumentando, un redoble amplio y lánguido;
un sonido fantástico, conmovedor, sugestivo y salvaje que expresaba tal
vez un sentimiento tan profundo como el sonido de las campanas en un país
cristiano. En una ocasión un hombre blanco con un uniforme desabrochado,
acampado junto al sendero con una escolta armada de macilentos zanzíbares,
muy hospitalario y festivo, por no decir ebrio, se encargaba, según nos
dijo, de la conservación del camino. No puedo decir que yo haya visto
ningún camino, ni ninguna obra de conservación, a menos que el cuerpo de
un negro de mediana edad con un balazo en la frente con el que tropecé
tres millas más adelante pudiera considerarse como tal. Yo iba también con
un compañero blanco, no era mal sujeto, pero demasiado grueso y con la
exasperante costumbre de fatigarse en las calurosas pendientes de las
colinas, a varias millas del más mínimo fragmento de sombra y agua. Es un
fastidio, sabéis, llevar la propia chaqueta sobre la cabeza de otro hombre
como si fuera un parasol mientras recobraba el sentido. No pude contenerme
y en una ocasión le pregunté por qué había ido a parar a aquellos lugares.
Para hacer dinero, por supuesto. '¿Para qué otra cosa cree usted?', me
dijo desdeñosamente. Después tuvo fiebre y hubo que llevarlo en una hamaca
colgada de un palo. Como pesaba ciento veinte kilos, tuve dificultades sin
fin con los cargadores. Ellos protestaban, amenazaban con escapar,
desaparecer por la noche con la carga... era casi motín. Una noche lancé
un discurso en inglés ayudándome de gestos, ninguno de los cuales pasó
inadvertido por los sesenta pares de ojos que tenía frente a mí, y a la
mañana siguiente hice que la hamaca marchara delante de nosotros. Una hora
más tarde todo el asunto fracasaba en medio de unos matorrales... el
hombre, la hamaca, quejidos, cobertores, un horror. El pesado palo le
había desollado la nariz. Yo estaba dispuesto a matar a alguien, pero no
había cerca de nosotros ni la sombra de un cargador. Me acordé de las
palabras del viejo médico: 'A la ciencia le interesa observar los cambios
mentales que se producen en los individuos en aquel sitio.' Sentí que me
comenzaba a convertir en algo científicamente interesante. Sin embargo,
todo esto no tiene importancia. Al decimoquinto día volví a ver nuevamente
el gran río, y llegué con dificultad a la Estación Central. Estaba situada
en un remanso, rodeada de maleza y de bosque, con una cerca de barro
maloliente a un lado y a los otros tres una valla absurda de juncos. Una
brecha descuidada era la única entrada. Una primera ojeada al lugar
bastaba para comprender que era el diablo el autor de aquel espectáculo.
Algunos hombres blancos con palos largos en las manos surgieron
desganadamente entre los edificios, se acercaron para echarme una ojeada y
volvieron a desaparecer en alguna parte. Uno de ellos, un muchacho de
bigote negro, robusto e impetuoso, me informó con gran volubilidad y
muchas digresiones, cuando le dije quién era, que mi vapor se hallaba en
el fondo del río. Me quedé estupefacto. ¿Qué, cómo, por qué? ¡Oh!, no
había de qué preocuparse. El director en persona se encontraba allí. Todo
estaba en orden. '¡Se portaron
espléndidamente! ¡Espléndidamente! Debe usted ir a ver en seguida al
director general. Lo está esperando', me dijo con cierta agitación.
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"No comprendí de inmediato la verdadera
significación de aquel naufragio. Me parece que la comprendo ahora, pero
tampoco estoy seguro... al menos no del todo. Lo cierto es que cuando
pienso en ello todo el asunto me parece demasiado estúpido, y sin embargo
natural. De todos modos... Bueno, en aquel momento se me presentaba como
una maldición. El vapor había naufragado. Había partido hacía dos días con
súbita premura por remontar el río, con el director a bordo, confiando la
nave a un piloto voluntario, y antes de que hubiera navegado tres horas
había encallado en unas rocas, y se había hundido junto a un banco de
arena. Me pregunté qué tendría que hacer yo en ese lugar, ahora que el
barco se había hundido. Para decirlo brevemente, mi misión consistió en
rescatar el barco del río. Tuve que ponerme a la obra al día siguiente.
Eso, y las reparaciones, cuando logré llevar todas las piezas a la
estación, consumieron varios meses.
"Mi primera entrevista con el director fue
curiosa. No me invitó a sentarme, a pesar de que yo había caminado unas
veinte millas aquella mañana. El rostro, los modales y la voz eran
vulgares. Era de mediana estatura y complexión fuerte. Sus ojos, de un
azul normal, resultaban quizá notablemente fríos, seguramente podía hacer
caer sobre alguien una mirada tan cortante y pesada como un hacha. Pero
incluso en aquellos instantes, el resto de su persona parecía desmentir
tal intención. Por otra parte, la expresión de sus labios era indefinible,
furtiva, como una sonrisa que no fuera una sonrisa. Recuerdo muy bien el
gesto, pero no logro explicarlo. Era una sonrisa inconsciente, aunque
después dijo algo que la intensificó por un instante.
Asomaba al final de sus frases, como un
sello aplicado a las palabras más anodinas para darles una significación
especial, un sentido completamente inescrutable. Era un comerciante común
empleado en aquellos lugares desde su juventud, eso es todo. Era
obedecido, a pesar de que no inspiraba amor ni odio, ni siquiera respeto.
Producía una sensación de inquietud. ¡Eso
era! Inquietud. No una desconfianza definida, sólo inquietud, nada más. Y
no podéis figuraros cuán efectiva puede ser tal... tal... facultad.
Carecía de talento organizador, de iniciativa, hasta de sentido del orden.
Eso era evidente por el deplorable estado que presentaba la estación. No
tenía cultura, ni inteligencia. ¿Cómo había logrado ocupar tal puesto? Tal
vez por la única razón de que nunca enfermaba. Había servido allí tres
periodos de tres años...
Una salud triunfante en medio de la derrota
general de los organismos constituye por sí misma una especie de poder.
Cuando iba a su país con licencia se entregaba a un desenfreno en gran
escala, pomposamente. Marinero en tierra, aunque con la diferencia de que
lo era sólo en lo exterior. Eso se podía deducir por la conversación
general. No era capaz de crear nada, mantenía sólo la rutina, eso era
todo. Pero era genial. Era genial por aquella pequeña cosa que era
imposible deducir en él. Nunca le descubrió a nadie ese secreto. Es
posible que en su interior no hubiera nada. Esta sospecha lo hacía a uno
reflexionar, porque en el exterior no había ningún signo. En una ocasión
en que varias enfermedades tropicales hablan reducido al lecho a casi
todos los 'agentes' de la estación, se le oyó decir: 'Los hombres que
vienen aquí deberían carecer de entrañas.' Selló la frase con aquella
sonrisa que lo caracterizaba, como si fuera la puerta que se abría a la
oscuridad que él mantenía oculta. Uno creía ver algo... pero el sello
estaba encima. Cuando en las comidas se hastió de las frecuentes querellas
entre los blancos por la prioridad en los puestos, mandó hacer una inmensa
mesa redonda para la que hubo que construir una casa especial. Era el
comedor de la estación. El lugar donde él se sentaba era el primer puesto,
los demás no tenían importancia. Uno sentía que aquélla era su convicción
inalterable. No era cortés ni descortés. Permanecía tranquilo. Permitía
que su
'muchacho', un joven negro de la costa,
sobrealimentado, tratara a los blancos, bajo sus propios ojos, con una
insolencia provocativa.
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"En cuanto me vio
comenzó a hablar. Yo había estado demasiado tiempo en camino. Él no podía
esperar. Había tenido que partir sin mí. Había que revisar las estaciones
del interior. Habían sido tantas las dilaciones en los últimos tiempos que
ya no sabía quién había muerto y quién seguía con vida, cómo andaban las
cosas, etcétera. No prestó ninguna atención a mis explicaciones, y,
mientras jugaba con una barra
de lacre, repitió varias veces que la situación era muy grave, muy grave.
Corrían rumores de que una estación importante tenía dificultades y de que
su jefe, el señor Kurtz, se encontraba enfermo. Esperaba que no fuera
verdad. El señor Kurtz era... Yo me sentía cansado e irritado. ¡A la horca
con el tal Kurtz!, pensaba. Lo interrumpí diciéndole que ya en la costa
había oído hablar del señor Kurtz. '¡Ah! ¡De modo que se habla de él allá
abajo!', murmuró. Luego continuó su discurso, asegurándome que el señor
Kurtz era el mejor agente con que contaba, un hombre excepcional, de la
mayor importancia para la compañía; por consiguiente yo debía tratar de
comprender su ansiedad. Se hallaba, según decía, 'muy, muy intranquilo'.
Lo cierto era que se agitaba sobre la silla y exclamaba: '¡Ah, el señor
Kurtz!' En ese momento rompió la barra de lacre y pareció confundirse ante
el accidente. Después quiso saber cuánto tiempo me llevaría rehacer el
barco. Volví a interrumpirlo. Estaba hambriento, sabéis, y seguía de pie,
por lo que comencé a sentirme como un salvaje.
'¿Cómo puedo afirmar nada?', le dije. 'No he
visto aún el barco. Seguramente se necesitarán varios meses.' La
conversación me parecía de lo más fútil. '¿Varios meses?', dijo. 'Bueno,
pongamos tres meses antes de que podamos salir. Habrá que hacerlo en ese
tiempo.' Salí de su cabaña (vivía solo en una cabaña de barro con una
especie de terraza) murmurando para mis adentros la opinión que me había
merecido. Era un idiota charlatán. Más tarde tuve que modificar esta
opinión, cuando comprobé para mi asombro la extraordinaria exactitud con
que había señalado el tiempo necesario para la obra.
"Me puse a trabajar al día siguiente, dando,
por decirlo así, la espalda a la estación. Sólo de ese modo me parecía que
podía mantener el control sobre los hechos redentores de la vida. Sin
embargo, algunas veces había que mirar alrededor; veía entonces la
estación y aquellos hombres que caminaban sin objeto por el patio bajo los
rayos del sol. En algunas ocasiones me pregunté qué podía significar
aquello.
Caminaban de un lado a otro con sus absurdos
palos en la mano, como una multitud de peregrinos embrujados en el
interior de una cerca podrida. La palabra marfil permanecía en el aire, en
los murmullos, en los suspiros. Me imagino que hasta en sus oraciones. Un
tinte de imbécil rapacidad coloreaba todo aquello, como si fuera la
emanación de un cadáver. ¡Por Júpiter! Nunca en mi vida he visto nada tan
irreal. Y en el exterior, la silenciosa soledad que rodeaba ese claro en
la tierra me impresionaba como algo grande e invencible, como el mal o la
verdad, que esperaban pacientemente la desaparición de aquella fantástica
invasión.
"¡Oh, qué meses aquellos! Bueno, no importa.
Ocurrieron varias cosas. Una noche una choza llena de percal, algodón
estampado, abalorios y no sé qué más, se inflamó en una llamarada tan
repentina que se podía creer que la tierra se había abierto para permitir
que un fuego vengador consumiera toda aquella basura. Yo estaba fumando mi
pipa tranquilamente al lado de mi vapor desmantelado, y vi correr a todo
el mundo con los brazos en alto ante el resplandor, cuando el robusto
hombre de los bigotes llegó al río con un cubo en la mano y me aseguró que
todos 'se portaban espléndidamente, espléndidamente'. Llenó el cubo de
agua y se largó de nuevo a toda prisa. Pude ver que había un agujero en el
fondo del cubo.
"Caminé río arriba. Sin
prisa. Mirad, aquello había ardido como si fuera una caja de cerillas.
Desde el primer momento no había tenido remedio. La llama había saltado a
lo alto, haciendo retroceder a todo el mundo, y después de consumirlo todo
se había apagado. La cabaña no era más que un montón de ascuas y cenizas
candentes. Un negro era azotado cerca del lugar. Se decía que de alguna
manera había provocado el incendio; fuera cierto o no, gritaba
horriblemente. Volví a verlo días después, sentado a la sombra de un
árbol; parecía muy enfermo, trataba de recuperarse; más tarde se levantó y
se marchó, y la selva muda volvió a recibirlo en su seno. Mientras me
acercaba al calor vivo desde la oscuridad, me encontré a la espalda de dos
hombres que hablaban entre sí. Oí que pronunciaban el nombre de Kurtz y
que uno le decía al otro: 'Deberías aprovechar este incidente
desgraciado.' Uno de los hombres era el director. Le deseé buenas noches.
'¿Ha visto usted algo parecido? Es increíble', dijo y se marchó. El otro
hombre permaneció en el lugar. Era un agente de primera categoría, joven,
de aspecto distinguido, un poco reservado, con una pequeña barba bifurcada
y nariz aguileña. Se mantenía al margen de los demás agentes, y éstos a su
vez decían que era un espía al
servicio del director. En lo que a mí respecta, no había cambiado nunca
una palabra con él. Comenzamos a conversar y sin darnos cuenta nos fuimos
alejando de las ruinas humeantes.
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Después me invitó a acompañarlo a su cuarto,
que estaba en el edificio principal de la estación. Encendió una cerilla,
y pude advertir que aquel joven aristócrata no sólo tenía un tocador
montado en plata sino una vela entera, toda suya. Se suponía que el
director era el único hombre que tenía derecho a las velas. Las paredes de
barro estaban cubiertas con tapices indígenas; una colección de lanzas,
azagayas, escudos, cuchillos, colgaba de ellas como trofeos. Según me
habían informado, el trabajo confiado a aquel individuo era la fabricación
de ladrillos, pero en toda la estación no había un solo pedazo de
ladrillo, y había tenido que permanecer allí desde hacía más de un año,
esperando. Al parecer no podía construir ladrillos sin un material, no sé
qué era, tal vez paja. Fuera lo que fuese, allí no se conseguía, y como no
era probable que lo enviaran de Europa, no resultaba nada claro comprender
qué esperaba. Un acto de creación especial, tal vez. De un modo u otro
todos esperaban, todos (bueno, los dieciséis o veinte peregrinos)
esperaban que algo ocurriera; y les doy mi palabra de que aquella espera
no parecía nada desagradable, dada la manera en que la aceptaban, aunque
lo único que parecían recibir eran enfermedades, de eso podía darme
cuenta. Pasaban el tiempo murmurando e intrigando unos contra otros de un
modo completamente absurdo. En aquella estación se respiraba un aire de
conspiración, que, por supuesto, no se resolvía en nada. Era tan irreal
como todo lo demás, como las pretensiones filantrópicas de la empresa,
como sus conversaciones, como su gobierno, como las muestras de su
trabajo. El único sentimiento real era el deseo de ser destinado a un
puesto comercial donde poder recoger el marfil y obtener el porcentaje
estipulado.
Intrigaban, calumniaban y se detestaban sólo
por eso, pero en cuanto a mover aunque fuese el dedo meñique, oh, no.
¡Cielos santos!, hay algo después de todo en el mundo que permite que un
hombre robe un caballo mientras que otro ni siquiera puede mirar un
ronzal. Robar un caballo directamente, pase. Quien lo hace tal vez pueda
montarlo. Pero hay una manera de mirar un ronzal que incitaría al piadoso
de los santos a dar un puntapié.
"Yo no tenía idea de por qué aquel hombre
deseaba mostrarse sociable conmigo, pero mientras conversábamos me pareció
de pronto que aquel individuo trataba de llegar a algo, a un hecho real, y
que me interrogaba. Aludía constantemente a Europa, a las personas que
suponía que yo conocía allí, dirigiéndome preguntas insinuantes sobre mis
relaciones en la ciudad sepulcral. Sus ojos pequeños brillaban como discos
de mica, llenos de curiosidad, aunque procuraba conservar algo de su
altivez. Al principio su actitud me sorprendió, pero muy pronto comencé a
sentir una intensa curiosidad por saber qué se proponía obtener de mí. Me
era imposible imaginar qué podía despertar su interés. Era gracioso ver
cómo luchaba en el vacío, porque lo cierto es que mi cuerpo estaba lleno
sólo de escalofríos y en mi cabeza no había otra cosa fuera de aquel
condenado asunto del vapor hundido. Era evidente que me consideraba como
un desvergonzado prevaricador. Al final se enfadó y, para disimular un
movimiento de furia y disgusto, bostezó. Me levanté. Entonces pude ver un
pequeño cuadro al óleo en un marco, representando a una mujer envuelta en
telas y con los ojos vendados, que llevaba en la mano una antorcha
encendida. El fondo era sombrío, casi negro. La mujer permanecía inmóvil y
el efecto de la luz de la antorcha en su rostro era siniestro.
"Eso me retuvo, y él permaneció de pie por
educación, sosteniendo una botella vacía de champaña (para usos
medicinales) con la vela colocada encima. A mi pregunta, respondió que el
señor Kurtz lo había pintado, en esa misma estación, hacía poco más de un
año, mientras esperaba un medio de trasladarse a su estación comercial.
'Dígame, por favor', le pedí, '¿quién es ese
señor Kurtz?'
"'El jefe de la estación interior',
respondió con sequedad, mirando hacia otro lado.
'Muchas gracias', le dije riendo, 'y usted
es el fabricante de ladrillos de la Estación
Central. Eso todo el mundo lo sabe.' Por un
momento permaneció callado. 'Es un prodigio', dijo al fin. 'Es un emisario
de la piedad, la ciencia y el progreso, y sólo el diablo sabe de qué más.
Nosotros necesitamos', comenzó de pronto a declamar, 'para realizar la
causa que Europa nos ha confiado, por así decirlo, inteligencias
superiores, gran simpatía, unidad de propósitos.' '¿Quién ha dicho eso?',
pregunté.
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'Muchos de ellos', respondió. 'Algunos hasta
lo escriben; y de pronto llegó aquí él, un ser especial, como debe usted
saber.' '¿Por qué debo saberlo?', lo interrumpí, realmente sorprendido. Él
no me prestó ninguna atención. 'Sí, hoy día es el jefe de la mejor
estación, el año próximo será asistente en la dirección, dos años más y...
pero me atrevería a decir que usted sabe en qué va a convertirse dentro de
un par de años. Usted forma parte del nuevo equipo... el equipo de la
virtud. La misma persona que lo envió a él lo ha recomendado muy
especialmente a usted. Oh, no diga que no.
Yo tengo mis propios ojos, sólo en ellos
confío.' La luz se hizo en mí. Las poderosas amistades de mi tía estaban
produciendo un efecto inesperado en aquel joven.
Estuve a punto de soltar una carcajada.
'¿Lee usted la correspondencia confidencial de la compañía?', le pregunté.
No pudo decir una palabra. Me resultó muy divertido.
'Cuando el señor Kurtz', continué
severamente, 'sea director general, no va usted a tener oportunidad de
hacerlo.'
"Apagó la vela de pronto y salimos. La luna
se había levantado. Algunas figuras negras vagaban alrededor, echando agua
sobre los escombros de los que salía un sonido silbante. El vapor ascendía
a la luz de la luna, el negro golpeado gemía en alguna parte. '¡Qué
escándalo hace ese animal!', dijo el hombre infatigable de los bigotes,
quien de pronto apareció a nuestro lado. 'De algo le servirá.
Trasgresión... castigo... ¡plaf! Sin piedad, sin piedad. Es la única
manera. Eso prevendrá cualquier otro incendio en el futuro. Le acabo de
decir al director... 'Se fijó en mi acompañante e inmediatamente pareció
perder la energía: '¿Todavía levantado?', dijo con una especie de afecto
servil. 'Bueno, es natural. Peligro... agitación', y se desvaneció.
Llegué hasta la orilla del río y el otro me
acompañó. Oí un chirriante murmullo:
'¡Montón de inútiles, seguid!' Podía ver a
los peregrinos en grupitos, gesticulando, discutiendo. Algunos tenían
todavía los palos en la mano. Yo creo que llegaban a acostarse con
aquellos palos. Del otro lado de la empalizada la selva se erguía
espectral a la luz de la luna, y a través del incierto movimiento, a
través de los débiles ruidos de aquel lamentable patio, el silencio de la
tierra se introducía en el corazón de todos... su misterio, su grandeza,
la asombrosa realidad de su vida oculta. El negro castigado se lamentaba
débilmente en algún lugar cercano, y luego emitió un doloroso suspiro que
hizo que mis pasos tomaran otra dirección. Sentí que una mano se
introducía bajo mi brazo. 'Mi querido amigo', dijo el tipo, 'no quiero que
me malinterprete, especialmente usted, que verá al señor Kurtz mucho antes
de que yo pueda tener ese placer. No quisiera que se fuera a formar una
idea falsa de mi disposición...'
"Dejé continuar a aquel Mefistófeles de
pacotilla; me pareció que de haber querido hubiera podido traspasarlo con
mi índice y no habría encontrado sino un poco de suciedad blanduzca en su
interior. Se había propuesto, sabéis, ser ayudante del director, y la
llegada posible de aquel Kurtz lo había sobresaltado tanto como al mismo
director general. Hablaba precipitadamente y yo no traté de detenerlo.
Apoyé la espalda sobre los restos del vapor, colocado en la orilla, como
el esqueleto de algún gran animal fluvial. El olor del cieno, del cieno
primigenio, ¡por Júpiter!, estaba en mis narices, la inmovilidad de
aquella selva estaba ante mis ojos; había manchas brillantes en la negra
ensenada. La luna extendía sobre todas las cosas una fina capa de plata,
sobre la fresca hierba, sobre el muro de vegetación que se elevaba a una
altura mayor que el muro de un templo, sobre el gran río, que resplandecía
mientras corría anchurosamente sin un murmullo. Todo aquello era
grandioso, esperanzador, mudo, mientras aquel hombre charlaba banalmente
sobre sí mismo.
Me pregunté si la quietud del rostro de
aquella inmensidad que nos contemplaba a ambos significaba un buen
presagio o una amenaza. ¿Qué éramos nosotros, extraviados en aquel lugar?
¿Podíamos dominar aquella cosa muda, o sería ella la que nos manejaría a
nosotros? Percibí cuán grande, cuán inmensamente grande era aquella cosa
que no podía hablar, y que tal vez también fuera sorda. ¿Qué había allí?
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Sabía que parte del
marfil llegaba de allí y había oído decir que el señor Kurtz estaba allí.
Había oído ya bastante. ¡Dios es testigo! Pero sin embargo aquello no
producía en mí ninguna imagen; igual que si me hubiesen dicho que un ángel
o un demonio vivían allí. Creía en aquello de la misma manera en que
cualquiera de vosotros podría creer que existen habitantes en el planeta
Marte. Conocí una vez a un fabricante de velas escocés que estaba
convencido, firmemente convencido, de
que había habitantes en Marte. Si se le
interrogaba sobre la idea que tenía sobre su aspecto y su comportamiento,
adoptaba una expresión tímida y murmuraba algo sobre que 'andaban a cuatro
patas'. Si alguien sonreía, aquel hombre, aunque pasaba de los sesenta,
era capaz de desafiar al burlón a duelo. Yo no hubiera llegado tan lejos
como a batirme por Kurtz, pero por causa suya estuve casi a punto de
mentir. Vosotros sabéis que odio, detesto, me resulta intolerable la
mentira, no porque sea más recto que los demás, sino porque sencillamente
me espanta. Hay un tinte de muerte, un sabor de mortalidad en la mentira
que es exactamente lo que más odio y detesto en el mundo, lo que quiero
olvidar. Me hace sentir desgraciado y enfermo, como la mordedura de algo
corrupto. Es cuestión de temperamento, me imagino. Pues bien, estuve cerca
de eso al dejar que aquel joven estúpido creyera lo que le viniera en gana
sobre mi influencia en Europa. Por un momento me sentí tan lleno de
pretensiones como el resto de aquellos embrujados peregrinos. Sólo porque
tenía la idea de que eso de algún modo iba a resultarle útil a aquel señor
Kurtz a quien hasta el momento no había visto... ya entendéis. Para mí era
apenas un nombre. Y en el nombre me era tan imposible ver a la persona
como lo debe ser para vosotros. ¿Lo veis? ¿Veis la historia? ¿Veis algo?
Me parece que estoy tratando de contar un sueño... que estoy haciendo un
vano esfuerzo, porque el relato de un sueño no puede transmitir la
sensación que produce esa mezcla de absurdo, de sorpresa y aturdimiento en
un rumor de revuelta y rechazo, esa noción de ser capturados por lo
increíble que es la misma esencia de los sueños." Marlow permaneció un
rato en silencio.
—... No, es imposible; es imposible
comunicar la sensación de vida de una época determinada de la propia
existencia, lo que constituye su verdad, su sentido, su sutil y penetrante
esencia. Es imposible. Vivimos como soñamos... solos.
Volvió a hacer otra pausa como
reflexionando. Después añadió:
—Por supuesto, en esto vosotros podréis ver
más de lo que yo podía ver entonces.
Me veis a mí, a quien conocéis...
La oscuridad era tan profunda que nosotros,
sus oyentes, apenas podíamos vernos unos a otros. Hacía ya largo rato que
él, sentado aparte, no era para nosotros más que una voz. Nadie decía una
palabra. Los otros podían haberse dormido, pero yo estaba despierto.
Escuchaba, escuchaba aguardando la sentencia, la palabra que pudiera
servirme de pista en la débil angustia que me inspiraba aquel relato que
parecía formularse por sí mismo, sin necesidad de labios humanos, en el
aire pesado y nocturno de aquel río.
—Sí, lo dejé continuar —volvió a decir de
nuevo Marlow— y que pensara lo que le diera la gana sobre los poderes que
existían detrás de mí. ¡Lo hice! ¡Y detrás de mí no había nada! No había
nada salvo aquel condenado, viejo y maltrecho vapor sobre el que me
apoyaba, mientras él hablaba fluidamente de la necesidad que tenía cada
hombre de progresar. "Cuando alguien llega aquí, usted lo sabe, no es para
contemplar la luna", me dijo. El señor Kurtz era un "genio universal",
pero hasta un genio encontraría más fácil trabajar con "instrumentos
adecuados y hombres inteligentes". Él no fabricaba ladrillos. ¿Por qué?
Bueno, había una imposibilidad material que lo impedía, como yo muy bien
sabía, y si trabajaba como secretario del director era porque ningún
hombre inteligente puede rechazar absurdamente la confianza que en él
depositan sus superiores. ¿Me daba yo cuenta? Sí, me daba cuenta. ¿Qué más
quería yo? Lo que realmente quería eran remaches, ¡cielo santo!,
¡remaches!, para poder continuar el trabajo y tapar aquel agujero.
Remaches. En la costa había cajas llenas de ellos, cajas amontonadas,
rajadas, herrumbrosas. En aquella estación de la colina uno tropezaba con
un remache desprendido a cada paso que daba. Algunos habían rodado hasta
el bosque de la muerte. Uno podía llenarse los bolsillos de remaches sólo
con molestarse en recogerlos; y en cambio donde eran necesarios no se
encontraba uno solo. Teníamos chapas que nos podían servir, pero nada con
qué poder ajustarlas. Cada semana el mensajero, un negro solo, con un saco
de cartas al hombro, dejaba la estación para dirigirse a la costa. Y
varias veces a la semana una caravana llegaba de la costa con productos
comerciales, percal horriblemente teñido que daba escalofríos de sólo
mirar, cuentas de cristal de las que podía comprarse un cuarto de galón
por un penique, pañuelos de algodón estrafalariamente estampados. Y nunca
remaches. Tres negros hubieran podido transportar todo lo necesario para
poner a flote aquel vapor.
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"Se estaba poniendo confidencial, pero me
imagino que al no encontrar ninguna respuesta de mi parte debió haberse
exasperado, ya que consideró necesario informarme que no temía a Dios ni
al diablo, y mucho menos a los hombres. Le dije que podía darme perfecta
cuenta, pero que lo que yo necesitaba era una determinada cantidad de
remaches... y que en realidad lo que el señor Kurtz hubiera pedido, si
estuviese informado de esa situación, habrían sido los remaches. Y él
enviaba cartas a la costa cada semana... 'Mi querido señor' gritó, 'yo
escribo lo que me dictan.' Seguí pidiendo remaches. Un hombre inteligente
tiene medios para obtenerlos. Cambió de modales. De pronto adoptó un tono
frío y comenzó a hablar de un hipopótamo. Me preguntó si cuando dormía a
bordo (permanecía allí noche y día), no tenía yo molestias. Un viejo
hipopótamo tenía la mala costumbre de salir de noche a la orilla y errar
por los terrenos de la estación. Los peregrinos solían salir en pelotón y
descargar sus rifles sobre él. Algunos velaban toda la noche esperándole.
Sin embargo había sido una energía
desperdiciada. 'Ese animal tiene una vida encantada, y eso sólo se puede
decir de las bestias de este país. Ningún hombre, ¿me entiende usted?,
ningún hombre tiene aquí el mismo privilegio', dijo.
Permaneció un momento a la luz de la luna
con su delicada nariz aguileña un poco ladeada, y los ojos de mica
brillantes, sin pestañear. Después se despidió secamente y se retiró a
grandes zancadas. Me di cuenta de que estaba turbado y enormemente
confuso, lo que me hizo alentar mayores esperanzas de las que había
abrigado en los días anteriores. Me servía de consuelo apartar a aquel
tipo para volver a mi influyente amigo, el roto, torcido, arruinado,
desfondado barco de vapor.
Subí a bordo. Crujió bajo mis pies como una
lata de bizcochos Hunley & Palmer vacía que hubiera recibido un puntapié
en un escalón. No era sólido, mucho menos bonito, pero había invertido en
él demasiado trabajo como para no quererlo. Ningún amigo influyente me
hubiera servido mejor. Me había dado la oportunidad de moverme un poco y
descubrir lo que podía hacer. No, no me gusta el trabajo.
Prefiero ser perezoso y pensar en las bellas
cosas que pueden hacerse. No me gusta el trabajo, a ningún hombre le
gusta, pero me gusta lo que hay en el trabajo, la ocasión de encontrarse a
sí mismo. La propia realidad, eso que sólo uno conoce y no los demás, que
ningún otro hombre puede conocer. Ellos sólo pueden ver el espectáculo, y
nunca pueden decir lo que realmente significa.
"No me sorprendió ver a una persona sentada
en la cubierta, con las piernas colgantes sobre el barro. Mirad, mis
relaciones eran buenas con los pocos mecánicos que había en la estación, y
a los que los otros peregrinos naturalmente despreciaban; me imagino que
por la rudeza de sus modales. Era el capataz, un fabricante de marmitas,
buen trabajador, un individuo seco, huesudo, de rostro macilento, con ojos
grandes y mirada intensa. Tenía un aspecto preocupado. Su cabeza era tan
calva como la palma de mi mano; parecía que los cabellos, al caer, se le
habían pegado a la barbilla y que habían prosperado en aquella nueva
localidad, pues la barba le llegaba a la cintura. Era un viudo con seis
hijos (los había dejado a cargo de una hermana suya al emprender el viaje)
y la pasión de su vida eran las palomas mensajeras. Era un entusiasta y un
conocedor. Deliraba por las palomas. Después del horario de trabajo
acostumbraba ir a veces al barco a conversar sobre sus hijos, y sobre las
palomas. En el trabajo, cuando se debía arrastrar por el barro bajo la
quilla del vapor, recogía su barba en una especie de servilleta blanca que
llevaba para ese propósito, con unas cintas que ataba tras las orejas. Por
las noches se le podía ver inclinado sobre el río, lavando con sumo
cuidado esa envoltura en la corriente, y tendiéndola después solemnemente
sobre una mata para que se secara.
"Le di una palmada en la espalda y exclamé:
'Vamos a tener remaches.' Se puso de pie y exclamó: '¿No? ¡Remaches!',
como si no pudiera creer a sus oídos. Luego, añadió en voz baja: 'Usted...
¿Eh?' No sé por qué nos comportábamos como lunáticos. Me lleve un dedo a
la nariz inclinando la cabeza misteriosamente. '¡Bravo por usted!',
exclamó, chasqueando sus dedos sobre la cabeza y levantando un pie.
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Comencé a bailotear.
Saltábamos sobre la cubierta de hierro. Un ruido horroroso salió de aquel
casco arrumbado y el bosque virgen desde la otra margen del río lo envió
de vuelta en un eco atronador a la estación dormida. Aquello debió hacer
levantar a algunos peregrinos en sus cabañas. Una figura oscura apareció
en el portal de la cabaña del director, desapareció, y luego, un segundo o
dos después, también la puerta desapareció. Nos detuvimos y el silencio
interrumpido por nuestro
zapateo volvió de nuevo a nosotros desde los lugares más remotos de la
tierra. El gran muro de vegetación, una masa exuberante y confusa de
troncos, ramas, hojas, guirnaldas, inmóviles a la luz de la luna, era como
una tumultuosa invasión de vida muda, una ola arrolladora de plantas,
apiladas, con penachos, dispuestas a derrumbarse sobre el río, a barrer la
pequeña existencia de todos los pequeños hombres que, como nosotros,
estábamos en su seno. Y no se movía. Una explosión sorda de grandiosas
salpicaduras y bufidos nos llegó de lejos, como si un ictiosaurio se
estuviera bañando en el resplandor del gran río. 'Después de todo', dijo
el fabricante de marmitas, en tono razonable, '¿por qué no iban a darnos
los remaches?' ¡En efecto, por qué no! No conocía ninguna razón para que
no los tuviésemos. 'Llegarán dentro de unas tres semanas', le dije en tono
confidencial.
"Pero no fue así. En lugar de remaches
tuvimos una invasión, un castigo, una visita.
Llegó en secciones durante las tres semanas
siguientes; cada sección encabezada por un burro en el que iba montado un
blanco con traje nuevo y zapatos relucientes, un blanco que saludaba desde
aquella altura a derecha e izquierda a los impresionados peregrinos. Una
banda pendenciera de negros descalzos y desarrapados marchaba tras el
burro; un equipaje de tiendas, sillas de campaña, cajas de lata, cajones
blancos y fardos grises eran depositados en el patio, y el aire de
misterio parecía espesarse sobre el desorden de la estación. Llegaron
cinco expediciones semejantes, con el aire absurdo de una huida
desordenada, con el botín de innumerables almacenes y abundante acopio de
provisiones que uno podría pensar habían sido arrancadas de la selva para
ser repartidas equitativamente. Era una mezcla indecible de cosas, útiles
en sí, pero a las cuales la locura humana hacía parecer como el botín de
un robo.
"Aquella devota banda se daba a sí misma el
nombre de Expedición de
Exploradores El dorado. Parece ser que todos
sus miembros habían jurado guardar secreto. Su conversación, de cualquier
manera, era una conversación de sórdidos filibusteros. Era un grupo
temerario pero sin valor, voraz sin audacia, cruel sin osadía. No había en
aquella gente un átomo de previsión ni de intención seria, y ni siquiera
parecían saber que esas cosas son requeridas para el trabajo en el mundo.
Arrancar tesoros a las entrañas de la tierra
era su deseo, pero aquel deseo no tenía detrás otro propósito moral que el
de la acción de unos bandidos que fuerzan una caja fuerte. No sé quién
costearía los gastos de aquella noble empresa, pero un tío de nuestro
director era el jefe del grupo.
"Por su exterior parecía el carnicero de un
barrio pobre, y sus ojos tenían una mirada de astucia somnolienta.
Ostentaba un enorme vientre sobre las cortas piernas, y durante el tiempo
que aquella banda infestó la estación sólo habló con su sobrino.
Podía uno verlos vagando durante el día por
todas partes, las cabezas unidas en una interminable confabulación.
"Renuncié a molestarme más por el asunto de
los remaches. La capacidad humana para esa especie de locura es más
limitada de lo que vosotros podéis suponer. Me dije: 'A la horca con
todos.' Y dejé de preocuparme. Tenía tiempo en abundancia para la
meditación, y de vez en cuando dedicaba algún pensamiento a Kurtz. No me
interesaba mucho. No. Sin embargo, sentía curiosidad por saber si aquel
hombre que había llegado equipado con ideas morales de alguna especie
lograría subir a la cima después de todo, y cómo realizaría el trabajo una
vez que lo hubiese conseguido."
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II
—Una noche, mientras estaba tendido en la
cubierta de mi vapor, oí voces que se acercaban. Eran el tío y el sobrino
que caminaban por la orilla del río. Volví a apoyar la cabeza sobre el
brazo, y estaba a punto de volverme a dormir, cuando alguien dijo casi en
mi oído:
"Soy tan inofensivo como un niño, pero no me
gusta que me manden. ¿Soy el director o no lo soy? Me ordenaron enviarlo
allí. Es increíble..." Me di cuenta de que ambos se hallaban en la orilla,
al lado de popa, precisamente debajo de mi cabeza.
No me moví; no se me
ocurrió moverme. Estaba amodorrado. "Es muy desagradable", gruñó el tío.
"Él había pedido a la administración que le enviaran allí", dijo el otro,
"con la idea de demostrar lo que era capaz de hacer. Yo recibí
instrucciones al respecto. Debe tener una influencia tremenda. ¿No te
parece terrible?" Ambos convinieron en que aquello era terrible; después
hicieron observaciones extrañas: la lluvia... el buen tiempo... un
hombre... el Consejo... por la nariz...
Fragmentos de frases absurdas que me
hicieron salir de mi estado de somnolencia. De modo que estaba en pleno
uso de mis facultades mentales cuando el tío dijo: "El clima puede
eliminar esa dificultad. ¿Está solo allá?" "Sí", respondió el director.
"Me envió a su asistente, con una nota redactada más o menos en estos
términos: 'Saque usted a este pobre diablo del país, y no se moleste en
enviarme a otras personas de esta especie. Prefiero estar solo a tener a
mi lado la clase de hombres de que ustedes pueden disponer.' Eso fue hace
ya más de un año.
¿Puedes imaginarte desfachatez semejante?"
"¿Y nada a partir de entonces?", preguntó el otro con voz ronca. "Marfil",
masculló el sobrino, "a montones... y de primera clase. Grandes
cargamentos; todo para fastidiar, me parece." "¿De qué manera?" preguntó
un rugido sordo. "Facturas", fue la respuesta. Se podía decir que aquella
palabra había sido disparada. Luego se hizo el silencio. Habían estado
hablando de Kurtz.
"Para entonces yo estaba del todo despierto.
Permanecía acostado tal como estaba, sin cambiar de postura. '¿Cómo ha
logrado abrirse paso todo ese marfil?', explotó de pronto el más anciano
de los dos, que parecía muy contrariado. El otro explicó que había llegado
en una flotilla de canoas, a las órdenes de un mestizo inglés que Kurtz
tenía a su servicio. El mismo Kurtz, al parecer, había tratado de hacer el
viaje, por encontrarse en ese tiempo la estación desprovista de víveres y
pertrechos, pero después de recorrer unas trescientas millas había
decidido de pronto regresar, y lo hizo solo, en una pequeña canoa con
cuatro remeros, dejando que el mestizo continuara río abajo con el marfil.
Los dos hombres estaban sorprendidos ante semejante proceder. Trataban de
encontrar un motivo que explicara esa actitud. En cuanto a mí, me pareció
ver por primera vez a Kurtz. Fue un vislumbre preciso: la canoa, cuatro
remeros salvajes; el blanco solitario que de pronto le daba la espalda a
las oficinas principales, al descanso, tal vez a la idea del hogar, y
volvía en cambio el rostro hacia lo más profundo de la selva, hacia su
campamento vacío y desolado. Yo no conocía el motivo. Era posible que sólo
se tratara de un buen sujeto que se había entusiasmado con su trabajo. Su
nombre, sabéis, no había sido pronunciado ni una sola vez durante la
conversación. Se referían a 'aquel hombre'. El mestizo que, según podía yo
entender, había realizado con gran prudencia y valor aquel difícil viaje
era invariablemente llamado 'ese canalla'. El 'canalla' había informado
que 'aquel hombre' había estado muy enfermo; aún no se había restablecido
del todo... Los dos hombres debajo de mí se alejaron unos pasos; paseaban
de un lado a otro a cierta distancia. Escuché: 'puesto militar...
médico... doscientas millas... ahora completamente solo... plazos
inevitables... nueve meses... ninguna noticia... extraños rumores'.
Volvieron a acercarse. Precisamente en esos momentos decía el director:
'Nadie, que yo sepa, a menos que sea una especie de mercader ambulante, un
tipo malvado que les arrebata el marfil a los nativos.
"¿De quién hablaban ahora? Pude deducir que
se trataba de algún hombre que estaba en el distrito de Kurtz y cuya
presencia era desaprobada por el director. 'No nos veremos libres de esos
competidores de mala fe hasta que colguemos a uno para escarmiento de los
demás', dijo. 'Por supuesto', gruñó el otro. '¡Deberías colgarlo! ¿Por qué
no? En este país se puede hacer todo, todo. Eso es lo que yo sostengo;
aquí nadie puede poner en peligro tu posición. ¿Por qué? Porque resistes
el clima. Sobrevives a todos los demás. El peligro está en Europa. Pero
antes de salir tuve la precaución de...'
"Se alejaron y sus voces se convirtieron en
un murmullo. Después volvieron a elevarse. 'Esta extraordinaria serie de
retrasos no es culpa mía. He hecho todo lo que he podido.' 'Es una
lástima', suspiró el viejo. 'Y esa peste absurda que es su conversación'
rugió el otro. 'Me molestó mucho cuando estaba aquí: «Cada estación
debería ser como un faro en medio del camino, que iluminara la senda hacia
cosas mejores; un centro comercial, por supuesto, pero también de
humanidad, de mejoras, de instrucción.» ¡Habrase visto semejante asno! ¡Y
quiere ser director! ¡No, es como...!'
"El exceso de indignación lo hizo sofocarse.
Yo levanté un poco la cabeza. Me sorprendió ver lo cerca que estaban,
justo debajo de mí. Habría podido escupir sobre sus sombreros. Miraban el
suelo, absortos en sus pensamientos. El director se fustigaba la pierna
con una fina varita. Su sagaz pariente levantó de pronto la cabeza.
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'¿Y te has encontrado
bien todo el tiempo, desde que llegaste?', preguntó. El otro pareció
sobresaltarse. '¿Quién? ¿Yo? ¡Oh, perfectamente, perfectamente! Pero el
resto... ¡santo cielo!, todos
enfermos. Se mueren tan rápidamente que no tengo casi tiempo de mandarlos
fuera de la región... ¡Es increíble!' 'Hum. Así es precisamente', gruñó el
tío. 'Ah, muchacho, confía en eso... te lo digo, confía en eso.' Le vi
extender un brazo que más bien parecía una aleta y señalar hacia la selva,
la ensenada, el barco, el río; parecía sellar con un gesto vil ante la
iluminada faz de la tierra un pacto traidor con la muerte en acecho, el
mal escondido, las profundas tinieblas del corazón humano. Fue tan
espantoso que me puse en pie de un salto y miré hacia atrás, al lindero de
la selva, como esperando encontrar una respuesta a ese negro intercambio
de confidencias. Ya sabéis que a veces uno llega a abrigar las más locas
ideas. Una profunda calma rodeaba a aquellas dos figuras con su ominosa
paciencia, esperando el paso de una invasión fantástica.
"Los dos hombres maldijeron a la vez, de
puro miedo creo yo... Después pretendieron no saber nada de mi existencia
y volvieron a la estación. El sol estaba bajo; e inclinados hacia
adelante, uno al lado del otro, parecían tirar a duras penas, colina
arriba, de sus dos sombras grotescas, de longitud irregular, que se
arrastraban lentamente tras ellos sobre la hierba espesa, sin inclinar una
sola brizna.
"Unos días más tarde la Expedición El dorado
se internó en la paciente selva, que se cerró sobre ellos como el mar
sobre un buzo. Algún tiempo después nos llegaron noticias de que todos los
burros habían muerto. No sé nada sobre la suerte que corrieron los otros
animales, los menos valiosos. No me cabe duda de que, como el resto de
nosotros, encontraron su merecido. No hice averiguaciones. Me excitaba
enormemente la perspectiva de conocer muy pronto a Kurtz. Cuando digo muy
pronto, hablo en términos relativos. Dos meses pasaron desde el momento en
que dejamos la ensenada hasta nuestra llegada a la orilla de la estación
de Kurtz.
"Remontar aquel río era como volver a los
inicios de la creación cuando la vegetación estalló sobre la faz de la
tierra y los árboles se convirtieron en reyes. Una corriente vacía, un
gran silencio, una selva impenetrable. El aire era caliente, denso,
pesado, embriagador. No había ninguna alegría en el resplandor del sol.
Aquel camino de agua corría desierto, en la penumbra de las grandes
extensiones. En playas de arena plateada, los hipopótamos y los cocodrilos
tomaban el sol lado a lado. Las aguas, al ensancharse, fluían a través de
archipiélagos boscosos; era tan fácil perderse en aquel río como en un
desierto, y tratando de encontrar el rumbo se chocaba todo el tiempo
contra bancos de arena, hasta que uno llegaba a tener la sensación de
estar embrujado, lejos de todas las cosas una vez conocidas... en alguna
parte... lejos de todo... tal vez en otra existencia. Había momentos en
que el pasado volvía a aparecer, como sucede cuando uno no tiene ni un
momento libre, pero aparecía en forma de un sueño intranquilo y
estruendoso, recordado con asombro en medio de la realidad abrumadora de
aquel mundo extraño de plantas, y agua, y silencio. Y aquella inmovilidad
de vida no se parecía de ninguna manera a la tranquilidad. Era la
inmovilidad de una fuerza implacable que envolvía una intención
inescrutable. Y lo miraba a uno con aire vengativo. Después llegué a
acostumbrarme.
Y al acostumbrarme dejé de verla; no tenía
tiempo. Debía estar todo el tiempo tratando de adivinar el cauce del
canal; tenía que adivinar, más por inspiración que por otra cosa, las
señales de los bancales ocultos, descubrir las rocas sumergidas.
Aprendí a rechinar los dientes sonoramente
antes de que el corazón me estallara cuando rozábamos algún viejo tronco
infernal que hubiera podido terminar con la vida de aquel vapor de
hojalata y ahogar a todos los peregrinos. Necesitaba encontrar todos los
días señales de madera seca que pudiéramos cortar todas las noches para
alimentar las calderas al día siguiente. Cuando uno tiene que estar
pendiente de ese tipo de cosas, los meros incidentes de la superficie, la
realidad, sí, la realidad digo, se desvanece. La verdad íntima se oculta,
por suerte, por suerte.
Pero yo la sentía durante todo el tiempo.
Sentía con frecuencia aquella inmovilidad misteriosa que me contemplaba,
que observaba mis artimañas de mono, tal como os observa a vosotros,
camaradas, cuando trabajáis en vuestros respectivos cables por... cuánto
es... media corona la vuelta."
—Intenta ser más cortés, Marlow —gruñó una
voz, y supe que por lo menos había otro auditor tan despierto como yo.
—Perdón. ¿En realidad,
qué importa el precio si la cosa está bien hecha? Vosotros desempeñáis muy
bien vuestros oficios. Yo tampoco he hecho mal el mío desde que logré que
no naufragara aquel vapor en mi primer viaje. Todavía me asombro de ello.
Imaginad a un hombre con los ojos
vendados obligado a conducir un vehículo por
un mal camino. Lo que puedo deciros es que sudé y temblé de verdad durante
aquel viaje. Después de todo, para un marino, que se rompa el fondo de la
cosa que se supone flota todo el tiempo bajo su vigilancia es el pecado
más imperdonable.
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Puede que nadie se entere, pero él no olvida
el porrazo, ¿no es cierto? Es un golpe en el mismo corazón. Uno lo
recuerda, lo sueña, despierta a media noche para pensar en él, años
después, y vuelve a sentir escalofríos. No pretendo decir que aquel vapor
flotara todo el tiempo. Más de una vez tuvo que vadear un poco, con veinte
caníbales chapoteando alrededor de él y empujando. Durante el viaje
habíamos enganchado una tripulación con algunos de esos muchachos.
¡Excelentes tipos aquellos caníbales! Eran hombres con los que se podía
trabajar, y aún hoy les estoy agradecido. Y, después de todo, no se
devoraban los unos a los otros en mi presencia; llevaban consigo una
provisión de carne de hipopótamo, que una vez podrida hizo llegar a mis
narices todo el misterio de la selva. ¡Puuuf! Aún puedo olerla. Llevaba a
bordo al director y a tres o cuatro peregrinos con sus palos. Eso era
todo. Algunas veces nos acercábamos a una estación próxima a la orilla,
pegada a las faldas de lo desconocido; los blancos salían de sus cabañas
con grandes expresiones de alegría, de sorpresa, de bienvenida. Me
parecían muy extraños.
Tenían todo el aspecto de haber sido
víctimas de un hechizo. La palabra marfil flotaba un buen rato en el aire,
y luego seguíamos de nuevo en medio del silencio, a lo largo de inmensas
extensiones desiertas, alrededor de mansos recodos, entre los altos muros
de nuestro camino sinuoso, que resonaba en profundos ruidos al pesado
golpe de nuestra rueda de popa. Árboles, árboles, millones de árboles,
masas inmensas de ellos, elevándose hacia las alturas; y a sus pies,
navegando junto a la orilla, contra la corriente, se deslizaba aquel vapor
lisiado, como se arrastra un escarabajo perezoso sobre el suelo de un
elevado pórtico. Uno tenía por fuerza que sentirse muy pequeño, totalmente
perdido, y sin embargo aquel sentimiento no era deprimente. Después de
todo, por muy pequeño que fuera, aquel sucio animalillo seguía
arrastrándose, y eso era lo que se le pedía. A dónde imaginaban
arrastrarse los peregrinos, eso sí que no lo sé. Hacia algún lugar del que
esperaban obtener algo, creo. En cuanto a mí, el escarabajo se arrastraba
exclusivamente hacia Kurtz.
Pero cuando el casco comenzó a hacer agua
nos arrastramos muy lentamente.
Aquellas grandes extensiones se abrían ante
nosotros y volvían a cerrarse, como si la selva hubiera puesto poco a poco
un pie en el agua para cortarnos la retirada en el momento del regreso.
Penetramos más y más espesamente en el corazón de las tinieblas. Allí
había verdadera calma. A veces, por la noche, un redoble de tambores,
detrás de la cortina vegetal, corría por el río, se sostenía débilmente,
se prolongaba, como si revoloteara en el aire por encima de nuestras
cabezas, hasta la primera luz del día. Si aquello significaba guerra, paz
u oración es algo que no podría decir. La aurora se anunciaba por el
descenso de una desapacible calma; los leñadores dormían, sus hogueras se
extinguían; el chasquido de una rama lo podía llenar a uno de sobresalto.
Éramos vagabundos en medio de una tierra prehistórica, de una tierra que
tenía el aspecto de un planeta desconocido. Nos podíamos ver a nosotros
mismos como los primeros hombres tomando posesión de una herencia maldita,
sobreviviendo a costa de una angustia profunda de un trabajo excesivo.
Pero, de pronto, cuando luchábamos para cruzar un recodo, podíamos
vislumbrar unos muros de juncos técnicos de hierba puntiagudos, un
estallido de gritos, un revuelo de músculos negros, una multitud de manos
que palmoteaban, de pies que pateaban, de cuerpos en movimiento, de ojos
furtivos, bajo la sombra de pesados e inmóviles follajes. El vapor se
movía lenta y dificultosamente al borde de un negro e incomprensible
frenesí. ¿Nos maldecía, nos imprecaba, nos daba la bienvenida el hombre
prehistórico? ¿Quién podría decirlo? Estábamos incapacitados para
comprender todo lo que nos rodeaba; nos deslizábamos como fantasmas,
asombrados y con un pavor secreto, como pueden hacerlo los hombres cuerdos
ante un estallido de entusiasmo en una casa de orates. No podíamos
entender porque nos hallábamos muy lejos, y no podíamos recordar porque
viajábamos en la noche de los primeros tiempos, de esas épocas ya
desaparecidas, que dejan con dificultades alguna huella... pero ningún
recuerdo.
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"La tierra no parecía la
tierra. Nos hemos acostumbrado a verla bajo la imagen encadenada de un
monstruo conquistado, pero allí... allí podía vérsela como algo monstruoso
y libre. Era algo no terrenal y los hombres eran... No, no se podía decir
inhumanos. Era algo peor, sabéis, esa sospecha
de que no fueran inhumanos. La idea surgía
lentamente en uno. Aullaban, saltaban, se colgaban de las lianas, hacían
muecas horribles, pero lo que en verdad producía estremecimiento era la
idea de su humanidad, igual que la de uno, la idea del remoto parentesco
con aquellos seres salvajes, apasionados y tumultuosos. Feo, ¿no? Sí, era
algo bastante feo. Pero si uno era lo suficientemente hombre debía admitir
precisamente en su interior una débil traza de respuesta a la terrible
franqueza de aquel estruendo, una tibia sospecha de que aquello tenía un
sentido en el que uno (uno, tan distante de la noche de los primeros
tiempos) podía participar. ¿Por qué no? La mente del hombre es capaz de
todo, porque todo está en ella, tanto el pasado como el futuro. ¿Qué había
allí, después de todo? Alegría, miedo, tristeza, devoción, valor,
cólera... ¿Quién podía saberlo?... Pero había una verdad, una verdad
desnuda de la capa del tiempo. Dejemos que los estúpidos tiemblen y se
estremezcan... El que es hombre sabe y puede mirar aquello sin pestañear.
Pero tiene que ser por lo menos tan hombre como los que había en la
orilla. Debe confrontar esa verdad con su propia y verdadera esencia...
con su propia fuerza innata. Los principios no bastan.
Adquisiciones, vestidos, bonitos harapos...
harapos que velarían a la primera sacudida. No, lo que se requiere es una
creencia deliberada. ¿Hay allí algo que me llama, en esa multitud
demoníaca? Muy bien. La oigo, lo admito, pero también tengo una voz y para
bien o para mal no puedo silenciarla. Por supuesto, un necio con puro
miedo y finos sentimientos está siempre a salvo. ¿Quién protesta? ¿Os
preguntáis si también bajé a la orilla para aullar y danzar? Pues no, no
lo hice. ¿Nobles sentimientos, diréis? ¡Al diablo con los nobles
sentimientos! No tenía tiempo para ellos. Tenía que mezclar albayalde con
tiras de mantas de lana para tapar los agujeros por donde entraba el agua.
Tenía que estar al tanto del gobierno del barco, evitar troncos, y hacer
que marchara aquella caja de hojalata por las buenas o por las malas. Esas
cosas poseen la suficiente verdad superficial como para salvar a un hombre
sabio. A ratos tenía, además, que vigilar al salvaje que llevaba yo como
fogonero. Era un espécimen perfeccionado; podía encender una caldera
vertical. Allí estaba, debajo de mí y, palabra de honor, mirarlo resultaba
tan edificante como ver a un perro en una parodia con pantalones y
sombrero de plumas, paseando sobre sus patas traseras. Unos meses de
entrenamiento habían hecho de él un muchacho realmente eficaz. Observaba
el regulador de vapor y el carburador de agua con un evidente esfuerzo por
comprender, tenía los dientes afilados también, pobre diablo, y el cabello
lanudo afeitado con arreglo a un modelo muy extraño, y tres cicatrices
ornamentales en cada mejilla. Hubiera debido palmotear y golpear el suelo
con la planta de los pies, y en vez de ello se esforzaba por realizar un
trabajo, iniciarse en una extraña brujería, en la que iba adquiriendo
nuevos conocimientos. Era útil porque había recibido alguna instrucción;
lo que sabía era que si el agua desaparecía de aquella cosa transparente,
el mal espíritu encerrado en la caldera mostraría su cólera por la
enormidad de su sed y tomaría una venganza terrible. Y así sudaba,
calentaba y observaba el cristal con temor (con un talismán improvisado,
hecho de trapos, atado a un brazo, y un pedazo de hueso del tamaño de un
reloj, colocado entre la encía y el labio inferior), mientras las orillas
cubiertas de selva se deslizaban lentamente ante nosotros, el pequeño
ruido quedaba atrás y se sucedían millas interminables de silencio... Y
nosotros nos arrastrábamos hacia Kurtz. Pero los troncos eran grandes, el
agua traidora y poco profunda, la caldera parecía tener en efecto un
demonio hostil en su seno, y de esa manera ni el fogonero ni yo teníamos
tiempo para internarnos en nuestros melancólicos pensamientos.
"A unas cincuenta millas de la estación
interior encontramos una choza hecha de cañas y, sobre ella, un mástil
inclinado y melancólico, con los restos irreconocibles de lo que había
sido una bandera ondeando sobre él, y al lado un montón de leña,
cuidadosamente apilado. Aquello constituía algo inesperado. Bajamos a la
orilla, y sobre la leña encontramos una tablilla con algunas palabras
borrosas. Cuando logramos descifrarlas, leímos: 'Leña para ustedes.
Apresúrense. Deben acercarse con precauciones. 'Había una firma, pero era
ilegible. No era la de Kurtz. Era una palabra mucho más larga.
Apresúrense. ¿Adónde? ¿Remontando el río? ¿Acercarse con precauciones? No
lo habíamos hecho así. Pero la advertencia no podía ser para llegar a
aquel lugar, ya que nadie tendría conocimiento de su existencia. Algo
anormal encontraríamos más arriba. ¿Pero qué, y en qué cantidad? Ése era
el problema. Comentamos despectivamente la imbecilidad de aquel estilo
telegráfico. Los arbustos cercanos no nos dijeron nada, y tampoco nos
permitieron ver muy lejos.
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Una cortina destrozada de sarga roja colgaba
a la entrada de la cabaña, y rozaba tristemente nuestras caras. El
interior estaba desmantelado, pero era posible deducir que allí había
vivido no hacía mucho tiempo un blanco. Quedaba aún una tosca mesa, una
tabla sobre dos postes un montón de escombros en un rincón oscuro y, cerca
de la puerta, un libro que recogí inmediatamente. Había perdido la
cubierta y las páginas estaban muy sucias y blandas, pero el lomo había
sido recientemente cosido con cuidado, con hilo de algodón blanco que aún
conservaba un aspecto limpio. El título era Una investigación sobre
algunos aspectos de náutica, y el autor un tal Towsen o Towson, capitán al
servicio de su majestad. El contenido era bastante monótono, con diagramas
aclaratorios y múltiples láminas con figuras. El ejemplar tenía una
antigüedad de unos sesenta años. Acaricié aquella impresionante antigualla
con la mayor ternura posible, temeroso de que fuera a disolverse en mis
manos. En su interior, Towson o Towsen investigaba seriamente la
resistencia de tensión de los cables y cadenas empleados en los aparejos
de los barcos, y otras materias semejantes. No era un libro apasionante,
pero a primera vista se podía ver una unidad de intención, una honrada
preocupación por realizar seriamente el trabajo, que hacía que aquellas
páginas, concebidas tantos años atrás, resplandecieran con una luminosidad
no provocada sólo por el interés profesional. El sencillo y viejo marino,
con su disquisición sobre cadenas y tuercas, me hizo olvidar la selva y
los peregrinos, en una deliciosa sensación de haber encontrado algo
inconfundiblemente real. El que un libro semejante se encontrara allí era
ya bastante asombroso, pero aún lo eran más las notas marginales, escritas
a lápiz, con referencia al texto. ¡No podía creer en mis propios ojos!
Estaban escritas en lenguaje cifrado. Sí, aquello parecía una clave.
Imaginad a un hombre que llevara consigo un libro de esa especie a aquel
lugar perdido del mundo, lo estudiara e hiciera comentarios en lenguaje
cifrado. Era un misterio de lo más extravagante.
"Desde hacía un rato era vagamente
consciente de cierto ruido molesto, y al alzar los ojos vi que la pila de
leña había desaparecido, y que el director, junto con todos los
peregrinos, me llamaba a voces desde la orilla del río. Me metí el libro
en un bolsillo.
Puedo aseguraros que arrancarse de su
lectura era como separarse del abrigo de una vieja y sólida amistad.
"Volví a poner en marcha la inválida
máquina. 'Debe de ser ese miserable comerciante, ese intruso', exclamó el
director, mirando con malevolencia hacia el sitio que habíamos dejado
atrás. 'Debe ser inglés', dije yo. 'Eso no lo librará de meterse en
dificultades si no es prudente', murmuró sobriamente el director. Y yo
comenté con fingida inocencia que en este mundo nadie está libre de
dificultades.
"La corriente era ahora más rápida. El vapor
parecía estar a punto de emitir su último suspiro; las aspas de las ruedas
batían lánguidamente el agua. Yo esperaba que aquél fuera el último
esfuerzo, porque a decir verdad temía a cada momento que aquella
desvencijada embarcación no pudiera ya más. Me parecía estar contemplando
las últimas llamadas de una vida. Sin embargo, seguíamos avanzando. A
veces tomaba como punto de referencia un árbol, situado un poco más
arriba, para medir nuestro avance hacia Kurtz, pero lo perdía
invariablemente antes de llegar a él. Mantener la vista fija durante tanto
tiempo era una labor demasiado pesada para la paciencia humana. El
director mostraba una magnífica resignación.
Yo me impacientaba, me encolerizaba y
discutía conmigo mismo sobre la posibilidad de hablar abiertamente con
Kurtz. Pero antes de poder llegar a una conclusión, se me ocurrió que
tanto mi silencio como mis declaraciones eran igualmente fútiles. ¿Qué
importancia podía tener que él supiera o ignorara la situación? ¿Qué
importaba quién fuera el director? A veces tenemos esos destellos de
perspicacia. Lo esencial de aquel asunto yacía muy por debajo de la
superficie, más allá de mi alcance y de mi poder de meditación.
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"Hacia la tarde del
segundo día creíamos estar a unas ocho millas de la estación de Kurtz. Yo
quería continuar, pero el director me dijo con aire grave que la
navegación a partir de aquel punto era tan peligrosa que le parecía
prudente, ya que el sol estaba a punto de ocultarse, esperar allí hasta la
mañana siguiente. Es más, insistió en la advertencia de que nos
acercáramos con prudencia. Sería mejor hacerlo a la luz del día y no en la
penumbra del crepúsculo o en plena oscuridad. Aquello era bastante
sensato. Ocho millas significaban cerca de tres horas de navegación, y yo
había visto ciertos rizos
sospechosos en el curso superior del río. No obstante, aquel retraso me
produjo una indecible contrariedad, y sin razón, ya que una noche poco
podía importar después de tantos meses. Como teníamos leña en abundancia y
la palabra precaución no nos abandonaba, detuve el barco en el centro del
río. El cauce era allí angosto, recto, con altos bordes, como una
trinchera de ferrocarril. La oscuridad comenzó a cubrirnos antes de que el
sol se pusiera. La corriente fluía rápida y tersa, pero una silenciosa
inmovilidad cubría las márgenes. Los árboles vivientes, unidos entre sí
por plantas trepadoras, así como todo arbusto vivo en la maleza, parecían
haberse convertido en piedra, hasta la rama más delgada, hasta la hoja más
insignificante. No era un sueño, era algo sobrenatural, como un estado de
trance. Uno miraba aquello con asombro y llegaba a sospechar si se habría
vuelto sordo. De pronto se hizo la noche, súbitamente, y también nos dejó
ciegos. A eso de las tres de la mañana saltó un gran pez, y su fuerte
chapoteo me sobresaltó como si hubiera sido disparado por un cañón. Una
bruma blanca, caliente, viscosa, más cegadora que la noche, empañó la
salida del sol. Ni se disolvía, ni se movía. Estaba precisamente allí,
rodeándonos como algo sólido. A eso de las ocho o nueve de la mañana
comenzó a elevarse como se eleva una cortina. Pudimos contemplar la
multitud de altísimos árboles, sobre la inmensa y abigarrada selva, con el
pequeño sol resplandeciente colgado sobre la maleza. Todo estaba en una
calma absoluta, y después la blanca cortina descendió otra vez,
suavemente, como si se deslizara por ranuras engrasadas. Ordené que se
arrojara de nuevo la cadena que habíamos comenzado a halar. Y antes de que
hubiera acabado de descender, rechinando sordamente, un aullido, un
aullido terrible como de infinita desolación, se elevó lentamente en el
aire opaco. Cesó poco después. Un clamor lastimero, modulado con una
discordancia salvaje, llenó nuestros oídos. Lo inesperado de aquel grito
hizo que el cabello se me erizara debajo de la gorra. No sé qué impresión
les causó a los demás: a mí me pareció como si la bruma misma hubiera
gritado; tan repentinamente y al parecer desde todas partes se había
elevado a la vez aquel grito tumultuoso y luctuoso. Culminó con el
estallido acelerado de un chillido exorbitante, casi intolerable, que al
cesar nos dejó helados en una variedad de actitudes estúpidas, tratando
obstinadamente de escuchar el silencio excesivo, casi espantoso, que
siguió.
"'¡Dios mío! ¿Qué es esto?', murmuró junto a
mí uno de los peregrinos, un hombrecillo grueso, de cabellos arenosos y
rojas patillas, que llevaba botas con suelas de goma y un pijama color de
rosa recogido en los tobillos. Otros dos se quedaron boquiabiertos por un
minuto, luego se precipitaron a la pequeña cabina, para salir al siguiente
instante, lanzando miradas tensas y con los rifles preparados en la mano.
Nada podíamos ver más allá del vapor: veíamos su punta borrosa como si
estuviera a punto de disolverse, y una línea brumosa, de quizás dos pies
de anchura, a su alrededor. Nada más. El resto del mundo no existía para
nuestros ojos y oídos. Aquello era nuestra tierra de nadie. Todo se había
ido, desaparecido, barrido, sin dejar murmullo ni sombras detrás.
"Me adelanté y ordené
que acortaran la cadena, con objeto de poder levar anclas y poner en
marcha el vapor si se hacía necesario. '¿Nos atacarán?', murmuró una voz
amedrentada. 'Nos asesinarán a todos en medio de esta niebla' murmuró
otro. Los rostros se crispaban por la tensión, las manos temblaban
ligeramente, los ojos olvidaban el parpadeo. Era curioso ver el contraste
entre los blancos y los negros de nuestra tripulación, tan extranjeros
como nosotros en aquella parte del río, aunque sus hogares estuvieran a
sólo una distancia de ochocientas millas de aquel lugar. Los blancos, como
es natural terriblemente sobresaltados, tenían además el aspecto de
sentirse penosamente sorprendidos por aquel oprobioso recibimiento. Los
otros tenían una expresión de alerta, de interés natural en los
acontecimientos, pero sus rostros aparentaban sobre todo tranquilidad,
incluso había uno o dos cuyas dentaduras brillaban mientras tiraban de la
cadena. Algunos cambiaron breves, sobrias frases, que parecían resolver el
asunto satisfactoriamente. Su jefe, un joven de amplio pecho, vestido
severamente con una tela orlada, azul oscuro, con feroces agujeros nasales
y el cabello artísticamente arreglado en anillos aceitosos, estaba en pie
a mi lado. '¡Ajá!', dije sólo por espíritu de compañerismo. '¡Cogedlos!',
exclamó, abriendo los ojos inyectados de sangre y con un destello de sus
dientes puntiagudos. 'Cogedlos y dádnoslos.' '¿A vosotros?', pregunté.
'¿Qué haríais con ellos?' 'Nos los comeríamos', dijo tajantemente y,
apoyando un codo en la borda, miró hacia afuera, a la bruma, en una
actitud digna y profundamente meditativa. No me cabe duda de que me habría
sentido profundamente horrorizado si no se me hubiese ocurrido que
tanto él como sus muchachos debían de
estar muy hambrientos; el hambre seguramente se había acumulado durante el
último mes.
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Habían sido contratados
por seis meses (no creo que ninguno de ellos tuviera una noción clara del
tiempo como la tenemos nosotros después de innumerables siglos;
pertenecían aún a los comienzos del tiempo, no tenían ninguna experiencia
heredada que les indicara lo que eso era) y, por supuesto, mientras
existiera un pedazo de papel escrito de acuerdo con alguna ley absurda, o
de cualquier otro precepto (redactados río abajo), no cabía en la cabeza
preocuparse sobre su sustento. Era cierto que habían embarcado con carne
podrida de hipopótamo, que no podía de cualquier manera durar demasiado
tiempo, aun en el caso de que los peregrinos no hubieran arrojado, en
medio de una riña desagradable, gran parte de ella por la borda. Parecía
un proceder arbitrario, pero en realidad se trataba de una situación de
legítima defensa. No se puede respirar carne de hipopótamo podrida al
despertar, al dormir y al comer, y a la vez conservar el precario asidero
a la existencia. Además, se les daba tres pedazos de alambre de cobre a la
semana, cada uno de nueve pulgadas de longitud. En teoría aquella moneda
les permitiría comprar sus provisiones en las aldeas a lo largo del río.
¡Pero hay que ver cómo funcionaba aquello! O no había aldeas, o la
población era hostil, o el director que, como el resto de nosotros, se
alimentaba a base de latas de conserva que ocasionalmente nos ofrecían
carne de viejo macho cabrío, se negaba a que el vapor se detuviera por
alguna razón más o menos recóndita. De modo que, a menos que se
alimentaran con el alambre mismo o que lo convirtieran en anzuelos para
pescar, no veo de qué podía servirles aquel extravagante salario. Debo
decir que se les pagaba con una regularidad digna de una gran y honorable
empresa comercial. Por lo demás, lo único comestible (aunque no tuviera
aspecto de serlo) que vi en su posesión eran unos trozos de una materia
como pasta medio cocida, de un color de lavanda sucia, que llevaban
envuelta en hojas y de la cual de vez en cuando arrancaban un pedazo, paro
tan pequeño que parecía más bien arrancado para ser mirado que con un
propósito serio de sustento. ¿Por qué en nombre de todos los roedores
diablos del hambre no nos atacaron (eran treinta para cinco) y se dieron
con nosotros un buen banquete? Es algo que todavía hoy me asombra. Eran
hombres grandes, vigorosos, sin gran capacidad para meditar en las
consecuencias, valientes, fuertes aún entonces, aunque su piel había
perdido ya el brillo y sus músculos se habían ablandado. Comprendí que
alguna inhibición, uno de esos secretos humanos que desmienten la
probabilidad de algo, estaba en acción. Los miré con un repentino aumento
de interés, y no porque pensara que podía ser devorado por ellos dentro de
poco, aunque debo reconocer que fue entonces cuando precisamente vi, bajo
una nueva luz, por decirlo así, el aspecto enfermizo de los peregrinos, y
tuve la esperanza, sí, positivamente tuve la esperanza de que mi aspecto
no fuera ¿cómo diría?, tan poco apetitoso. Fue un toque de vanidad
fantástica, muy de acuerdo con la sensación de sueño que llenaba todos mis
días en aquel entonces. Quizá me sintiera también un poco afiebrado. Uno
no puede vivir llevándose los dedos eternamente al pulso. Tenía siempre
'un poco de fiebre', o un poco de algo; los arañazos juguetones de la
selva, las bromas preliminares a un ataque serio, que se presentó a su
debido tiempo. Sí, lo miré como lo podríais hacer vosotros ante cualquier
ser humano, con una curiosidad ante sus impulsos, motivaciones, capacidad,
debilidades, cuando son puestos a prueba por una inexorable necesidad
física. ¿Represión? Pero, ¿de qué tipo? ¿Era superstición, disgusto,
paciencia, miedo, o una especie de honor primitivo? Ningún miedo logra
resistir al hambre, ni hay paciencia que pueda soportarla. La repugnancia
sencillamente desaparece cuando llega el hambre, y en cuanto a la
superstición, creencias, y lo que vosotros podríais llamar principios,
pesan menos que una hoja en medio de la brisa. ¿Sabéis lo diabólica que
puede ser una inanición prolongada, su tormento exasperante, los negros
pensamientos que producen, su sombría y envolvente ferocidad? Bueno, yo
sí. Le hace perder al hombre toda su fortaleza innata para luchar
dignamente contra el hambre. Indudablemente es más fácil enfrentarse con
la desgracia, con el deshonor, con la perdición del alma, que con el
hambre prolongada. Es triste, pero cierto. Y aquellos sujetos, además, no
tenían ninguna razón en la tierra para abrigar algún escrúpulo.
¡Represión! Del mismo modo podría yo esperar represión de una hiena que
deambulara entre los cadáveres de un campo de batalla. Pero allí, frente a
mí, estaban los hechos, el hecho asombroso que podía ver, como un pliegue
de un enigma inexplicable, un misterio mayor, si pienso bien en ello, que
aquella curiosa e inexplicable nota de desesperación y
dolor en el clamor salvaje que nos había
llegado de las márgenes del río, más allá de la ciega blancura de la
bruma.
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"Dos peregrinos discutían en murmullos
apresurados sobre cuál de las orillas estaba ocupada. 'A la izquierda.'
'No, no. ¿Cómo se te ocurre? Están a la derecha, por supuesto.' 'Esto es
muy serio', oí que decía el director detrás de mí. 'Lamentaría que le
hubiera ocurrido algo al señor Kurtz antes de que lleguemos.' Me volví a
mirarlo y no me cupo la menor duda de que hablaba con sinceridad. Era
precisamente de esa especie de hombres que saben guardar las apariencias.
Aquél era su freno. Pero cuando dijo algo sobre la posibilidad de seguir
en el acto, ni siquiera me tomé la molestia de responder. Tanto yo como él
sabíamos que eso era imposible. En cuanto perdiéramos nuestro único punto
de apoyo, el fondo, quedaríamos completamente en el aire, en el espacio.
No podíamos decir adónde iríamos, si hacia arriba o hacia abajo, o hacia
los lados, hasta que llegáramos a alguna de las márgenes, y entonces ni
siquiera podríamos decir en cuál estábamos. Por supuesto no hice ningún
movimiento. No podéis imaginar un sitio más abominable para un naufragio.
O nos ahogaríamos enseguida, o pereceríamos después de una u otra manera.
'Le autorizo a correr todos los riesgos', dijo, después de un breve
silencio.
'Me niego a correr ninguno', dije
tajantemente. Y era la respuesta que él esperaba, aunque el tono quizá lo
sorprendiera. 'Bueno, debo ceder a su juicio. Usted es el capitán', dijo,
con pronunciada cortesía. Hice un movimiento con el hombro en señal de
reconocimiento y miré hacia la niebla. ¿Cuánto podía durar? Era un
espectáculo desesperante. La aproximación a aquel Kurtz que extraía el
marfil de aquella maldita selva estaba rodeada de tantos peligros como la
visita a una princesa encantada, dormida en un castillo fabuloso. '¿Cree
usted que nos atacarán?', preguntó el director en tono confidencial.
"Yo no pensaba que fueran a atacarnos, por
varias razones obvias. La espesa niebla era una de ellas. Si se alejaban
de la orilla en sus piraguas, se encontrarían perdidos en el río, igual
que nosotros si intentábamos movernos. No obstante, yo había considerado
que la selva de ambas orillas era absolutamente impenetrable y a pesar de
ello había allí ojos que nos habían visto. La selva en ambas márgenes del
río era con toda certidumbre muy espesa, pero la maleza podía por lo visto
ser penetrada. Sin embargo, yo no había visto canoas en ninguna parte, y
mucho menos cerca del barco. Pero lo que hacía que me resultara
inconcebible la idea de un ataque era la naturaleza del sonido. Los gritos
que habíamos escuchado no tenían el carácter feroz que precede a una
intención hostil inmediata. A pesar de lo inesperados, salvajes y
violentos que fueron, me habían dejado una impresión de irresistible
tristeza. La contemplación del vapor había llenado a aquellos salvajes, a
saber por qué razón, de un dolor desenfrenado. El peligro, si existía,
expliqué, residía en la proximidad de una gran pasión humana
desencadenada. Hasta el dolor más agudo puede al fin desahogarse en
violencia, aunque por lo general tome la forma de apatía...
"¡Debería haber visto la
mirada fija de aquellos peregrinos! No se atrevían a sonreír, o a
rebatirme, pero estoy seguro de que creían que me había vuelto loco, por
el miedo, tal vez. Les dirigí casi una conferencia. Queridos amigos, de
nada valía asustarse. ¿Mantenerse en guardia? Bueno, ya podían imaginar
que yo observaba la niebla esperando señales de que se abriera, como un
gato puede observar a un ratón, pero nuestros ojos no nos servían de nada,
era igual que si estuviéramos enterrados a varias millas de profundidad en
un montón de algodón en rama. Así me sentía yo, fastidiado, acalorado,
sofocado. Además, todo lo que decía, por extraño que sonara, era
absolutamente cierto. Lo que nosotros considerábamos como un ataque era
realmente un intento de rechazo. La acción distaba mucho de ser agresiva,
ni siquiera era defensiva en el sentido clásico. Se había iniciado bajo la
presión de la desesperación, y en esencia era puramente protectora.
"Aquello tuvo lugar, por decirlo así, dos horas después de que se
levantara la niebla, y su principio, aproximadamente, fue una milla y
media antes de llegar a la estación de Kurtz. Precisamente acabábamos de
ser sacudidos en un recodo, cuando vi una isla, una colina herbosa de un
verde deslumbrante, en medio de la corriente. Era lo único que se veía,
pero cuando nuestro horizonte se ensanchó vi que era la cabeza de un
amplio banco de arena, o más bien de una cadena de pequeñas porciones de
tierra que se extendían a flor de agua. Estaban descoloridas, junto a la
superficie, y todo el grupo parecía estar bajo el agua, exactamente de la
manera en que puede verse la columna
vertebral de un hombre bajo la piel de la
espalda. Podíamos dirigirnos a la derecha o a la izquierda. Por supuesto
yo no conocía ningún paso. Ambas márgenes tenían el mismo aspecto, la
profundidad parecía ser la misma.
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Pero como me habían informado de que la
estación estaba situada en la parte occidental, tomé naturalmente el paso
más próximo a esa orilla. "No bien acabábamos de entrar, cuando advertí
que era mucho más estrecho de lo que había previsto. A nuestra izquierda
se extendía, sin interrupción, el largo banco de arena, y a la derecha una
orilla elevada y abrupta, densamente cubierta de maleza. Los árboles se
agrupaban en filas apretadas. Las ramas colgaban sobre la corriente, y, de
cuando en cuando, el gran tronco de un árbol se proyectaba rígidamente en
ella. Era ya por la tarde, el aspecto del bosque era lúgubre y una amplia
franja de sombra caía sobre el agua. En esa sombra bogábamos muy
lentamente, como ya podéis imaginar. Dirigí el vapor cerca de la orilla,
donde el agua era más profunda, según me informaba el palo de sonda.
"Uno de mis hambrientos y pacientes amigos
sondeaba desde la proa, exactamente debajo de mí. Aquel barco de vapor era
exactamente como un lanchón con una cubierta. En la cubierta había dos
casetas de madera de teca, con puertas y ventanas. La caldera estaba en el
extremo anterior, y la maquinaria en la popa. Sobre todo aquello se tendía
una techumbre ligera sostenida por vigas. La chimenea emergía de aquel
techo, y enfrente de la chimenea una pequeña cabina de tablas delgadas
albergaba al piloto. Había en su interior un lecho, dos sillas de campaña,
una escopeta cargada, colgada de un rincón, una pequeña mesa y la rueda
del timón. Tenía una amplia puerta al frente con postigos a ambos lados.
Tanto la puerta como las ventanas estaban siempre abiertas, como es
natural. Yo pasaba los días en el punto extremo de aquella cubierta, junto
a la puerta. De noche dormía, o trataba de hacerlo, sobre el techo. Un
negro atlético procedente de alguna tribu de la costa, y educado por mi
desdichado predecesor, era el timonel. Llevaba un par de pendientes de
bronce, una tela azul lo envolvía de la cintura a los tobillos, y tenía
una alta opinión de sí mismo. Era el imbécil menos sosegado que haya visto
jamás.
Guiaba con cierto sentido común el barco si
uno permanecía cerca de él, pero tan pronto como se sentía no observado
era inmediatamente presa de una abyecta pereza y era capaz de dejar que
aquel vapor destartalado tomara la dirección que quisiera.
"Estaba yo mirando hacia el palo de sonda,
muy disgustado al comprobar que sobresalía cada vez un poco más, cuando vi
que el hombre abandonaba su ocupación y se tendía sobre cubierta, sin
preocuparse siquiera de subir a bordo el palo, seguía sujetándolo con la
mano, y el palo flotaba en el agua. Al mismo tiempo el fogonero, al que
también podía ver debajo de mí, se sentó bruscamente ante la caldera y
hundió la cabeza entre las manos. Yo estaba asombrado. Después miré
rápidamente hacia el río, donde vi un tronco de árbol sumergido. Unas
varas, unas varas pequeñas, volaban alrededor; zumbaban ante mis narices,
caían cerca de mí e iban a estrellarse en la cabina de pilotaje. Pero a la
vez el río, la playa, la selva, estaban en calma, en una calma perfecta.
Sólo podía oír el estruendoso chapoteo de la rueda, en la popa, y el
zumbido de aquellos objetos. ¡Por Júpiter, eran flechas! ¡Nos estaban
disparando! Entré rápidamente en la cabina a cerrar las ventanas que daban
a la orilla del río. El estúpido timonel, con las manos en las cabillas
del timón, levantaba las rodillas, golpeaba el suelo con los pies, y se
mordía los labios como un caballo sujeto por el freno. ¡El muy imbécil!
Estábamos haciendo eses a menos de diez pies de la playa. Al asomarme para
cerrar las ventanas, me incliné a la derecha y pude ver un rostro entre
las hojas, a mi misma altura, mirándome fija y ferozmente.
Y entonces, súbitamente, como si se hubiera
removido un velo ante mis ojos, descubrí en la maleza, en el seno de las
oscuras tinieblas, pechos desnudos, brazos, piernas, ojos brillantes. La
maleza hervía de miembros humanos en movimiento, lustrosos, bronceados.
Las ramas se estremecían, se inclinaban, crujían. De ahí salían las
flechas. Cerré el postigo.
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"'Guía en línea recta',
le dije al timonel. Su cabeza miraba con rigidez hacia adelante, los ojos
giraban, y continuaba levantando y bajando los pies lentamente. Tenía
espuma en la boca. '¡Mantén la calma!', le ordené furioso. Pero era igual
que si le hubiera ordenado a un árbol que no se inclinara bajo la acción
del viento. Me lancé hacia afuera. Debajo de mí se oía un estruendo de
pies sobre la cubierta metálica y exclamaciones confusas. Una voz gritó:
'¿No puede dar la vuelta?' Percibí un
obstáculo en forma de V delante del barco,
en el agua. ¿Qué era aquello? ¿Otro tronco? Una descarga de fusilería
estalló a mis pies. Los peregrinos habían disparado sus winchesters,
rociando de plomo la maleza. Se elevó una humareda que fue avanzando
lentamente hacia adelante. Lancé un juramento. Ya no podía ver el
obstáculo. Yo permanecía de pie, en la puerta, observando las nubes de
flechas que caían sobre nosotros. Podían estar envenenadas, pero por su
aspecto no podía uno pensar que llegaran a matar a un gato. La maleza
comenzó a aullar, y nuestros caníbales emitieron un grito de guerra. El
disparo de un rifle a mis espaldas me dejó sordo. Eché una ojeada por
encima de mi hombro; la cabina del piloto estaba aún llena de humo y
estrépito cuando di un salto y agarré el timón. Aquel imbécil negro lo
había soltado para abrir la ventana y disparar un Martini-Henry. Estaba de
pie ante la ventana abierta y resplandeciente. Le ordené a gritos que
volviera, mientras corregía en ese mismo instante la desviación del barco.
No había modo de dar la vuelta. El obstáculo estaba muy cerca, frente a
nosotros, bajo aquella maldita humareda. No había tiempo que perder, así
que viré directamente hacia la orilla donde sabía que el agua era
profunda.
"Avanzábamos lentamente a lo largo de
espesas selvas en un torbellino de ramas rotas y hojas caídas. Los
disparos de abajo cesaron, como yo había previsto que sucedería tan pronto
como quedaran vacíos los cargadores. Eché atrás la cabeza ante un súbito
zumbido que atravesó la cabina, entrando por una abertura de los postigos
y saliendo por la otra. El estúpido timonel agitaba su rifle descargado y
gritaba hacia la orilla. Vi vagas formas humanas que corrían, saltaban, se
deslizaban a veces muy claras, a veces incompletas, para desvanecerse
luego. Una cosa grande apareció en el aire delante del postigo, el rifle
cayó por la borda y el hombre retrocedió rápidamente, me miró por encima
del hombro, de una manera extraña, profunda y familiar, y cayó a mis pies.
Golpeó dos veces un costado del timón con la cabeza, y algo que parecía un
palo largo repiqueteó a su lado y arrastró una silla de campaña. Parecía
que, después de arrancar aquello a alguien de la orilla, el esfuerzo le
hubiera hecho perder el equilibrio. El humo había desaparecido, estábamos
libres del obstáculo, y al mirar hacia adelante pude ver que después de
unas cien yardas o algo así podría alejar el barco de la orilla. Pero mis
pies sintieron algo caliente y húmedo y tuve que mirar qué era. El hombre
había caído de espaldas y me miraba fijamente, sujetando con ambas manos
el palo. Era el mango de una lanza que, tras pasar por la abertura del
postigo, le había atravesado por debajo de las costillas. La punta no se
llegaba a ver; le había producido una herida terrible.
Tenía los zapatos llenos de sangre, y un
gran charco se iba extendiendo poco a poco, de un rojo oscuro y brillante,
bajo el timón. Sus ojos me miraban con un resplandor extraño. Estalló una
nueva descarga. El negro me miró ansiosamente, sujetando la lanza como
algo precioso, como si temiera que intentara quitársela. Tuve que hacer un
esfuerzo para apartar mis ojos de su presencia y atender al timón. Busqué
con una mano el cordón de la sierra, y tiré de él a toda prisa produciendo
silbido tras silbido. El tumulto de los gritos hostiles y guerreros se
calmó inmediatamente, y entonces, de las profundidades de la selva, surgió
un lamento trémulo y prolongado. Expresaba dolor, miedo y una absoluta
desesperación, como podría uno imaginar que iba a seguir a la pérdida de
la última esperanza en la tierra.
Hubo una gran conmoción entre la maleza;
cesó la lluvia de flechas; hubo algunos disparos sueltos. Luego se hizo el
silencio, en el cual el lánguido jadeo de la rueda de popa llegaba con
claridad a mis oídos. Acababa de dirigir el timón a estribor, cuando el
peregrino del pijama color de rosa, acalorado y agitado, apareció en el
umbral. 'El director me envía...', comenzó a decir en tono oficial y se
detuvo. '¡Dios mío!', dijo, fijando la vista en el herido.
"Los dos blancos permanecíamos frente a él,
y su mirada lustrosa e inquisitiva nos envolvía. Os aseguro que era como
si quisiera hacernos una pregunta en un lenguaje incomprensible, pero
murió sin emitir un sonido, sin mover un miembro, sin crispar un músculo.
Sólo al final, en el último momento, como en respuesta a una señal que
nosotros no podíamos ver, o a un murmullo que nos era inaudible, frunció
pesadamente el rostro, y aquel gesto dio a su negra máscara mortuoria una
expresión inconcebiblemente sombría, envolvente y amenazadora. El brillo
de su mirada interrogante se marchitó rápidamente en una vaguedad
vidriosa.
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"'¿Puede usted gobernar
el timón?', pregunté ansiosamente al peregrino. El pareció dudar, pero lo
sujeté por un brazo, y él comprendió al instante que yo le daba una orden,
le gustara o no. Para decir
la
verdad sentía la ansiedad casi morbosa de cambiarme los zapatos y los
calcetines. 'Está muerto', exclamó aquel sujeto, enormemente impresionado.
'Indudablemente', dije yo, tirando como un loco de los cordones de mis
zapatos, 'y por lo que puedo ver imagino que también el señor Kurtz estará
ya muerto en estos momentos.'
"Aquél era mi pensamiento dominante. Era un
sentimiento en extremo desconsolador, como si mi inteligencia comprendiera
que me había esforzado por obtener algo que carecía de fundamento. No
podía sentirme más disgustado que si hubiera hecho todo ese viaje con el
único propósito de hablar con Kurtz. Hablar con...
Tiré un zapato por la borda, y percibí que
aquello precisamente era lo que había estado deseando... hablar con Kurtz.
Hice el extraño descubrimiento de que nunca me lo había imaginado en
acción, sabéis, sino hablando. No me decía: ahora ya no podré verlo, ahora
ya no podré estrecharle la mano, sino: ahora ya no podré oírlo. El hombre
aparecía ante mí como una voz. Aquello no quería decir que lo disociara
por completo de la acción. ¿No había yo oído decir en todos los tonos de
los celos y la admiración que había reunido, cambiado, estafado y robado
más marfil que todos los demás agentes juntos? Aquello no era lo
importante. Lo importante era que se trataba de una criatura de grandes
dotes, y que entre ellas, la que destacaba, la que daba la sensación de
una presencia real, era su capacidad para hablar, sus palabras, sus dotes
oratorias, su poder de hechizar, de iluminar, de exaltar, su palpitante
corriente de luz, o aquel falso fluir que surgía del corazón de unas
tinieblas impenetrables.
"Lancé el otro zapato al fondo de aquel
maldito río. Pensé: '¡Por Júpiter, todo ha terminado! Hemos llegado
demasiado tarde. Ha desaparecido... Ese don ha desaparecido, por obra de
alguna lanza, flecha o mazo. Después de todo, nunca oiré hablar a ese
individuo.' Y mi tristeza tenía una extravagante nota de emoción igual a
la que había percibido en el doliente aullido de aquellos salvajes de la
selva. De cualquier manera, no hubiera podido sentirme más desolado si me
hubieran despojado violentamente de una creencia o hubiera errado mi
destino en la vida... ¿A qué vienen esos resoplidos? ¿Os parece absurdo?
Bueno, muy bien, es absurdo.
¡Cielo santo! ¿No debe un hombre siempre...?
En fin, dadme un poco de tabaco.
"Hubo una pausa de profundo silencio, luego
brilló una cerilla, y apareció la delgada cara de Marlow, fatigada,
hundida, surcada de arrugas de arriba abajo, con los párpados caídos, con
un aspecto de atención concentrada. Y mientras daba vigorosas chupadas a
su pipa, el rostro parecía avanzar y retirarse en la oscuridad, con las
oscilaciones regulares de aquella débil llama. La cerilla se apagó.
—¡Absurdo! —exclamó—. Eso es lo peor cuando
trata uno de expresar algo... Aquí estáis todos muy tranquilos, en un
viejo barco bien anclado. Tenéis un carnicero en la esquina, un policía en
la otra. Disfrutáis, además, de excelente apetito, y de una temperatura
normal. ¿Me oís? Normal, desde principios hasta finales de año. Y entonces
vais y decís: ¡Absurdo! ¡Claro que es absurdo! Pero, queridos amigos, ¿qué
podéis esperar de un hombre que por puro nerviosismo había arrojado por la
borda un par de zapatos nuevos? Ahora que pienso en ello, me sorprende no
haber derramado lágrimas. Por lo general estoy orgulloso de mi fortaleza.
Pero me sentí como herido por un rayo ante la idea de haber perdido el
inestimable privilegio de escuchar al excepcional Kurtz. Por supuesto,
estaba equivocado. Aquel privilegio me estaba reservado. Oh, sí, y oí más
de lo suficiente. Puedo decir que yo tenía razón. Él era una voz. Era poco
más que una voz. Y lo oí, a él, a eso, a esa voz, a otras voces, todos
ellos eran poco más que voces. El mismo recuerdo que guardo de aquella
época me rodea, impalpable, como una vibración agonizante de un vocerío
inmenso, enloquecido, atroz, sórdido, salvaje, o sencillamente
despreciable, sin ninguna clase de sentido. Voces, voces... incluso la de
la muchacha... Pero... Permaneció en silencio durante largo rato.
—Finalmente logré formar
el fantasma de sus méritos gracias a una mentira — comenzó a decir de
pronto—. ¡La muchacha! ¿Cómo? ¿He mencionado ya a la muchacha? ¡Oh, ella
está completamente fuera de todo aquello! Ellas, las mujeres quiero decir,
están fuera de aquello, deberían permanecer al margen. Las deberíamos
ayudar a permanecer en este hermoso mundo que les es propio y asumir
nosotros la peor parte. Sí, ella está al margen de aquello. Debíais haber
oído a aquel cadáver desenterrado que era Kurtz decir "mi prometida".
Entonces hubierais percibido por
completo qué lejos se hallaba ella de todo.
¡Y aquel pronunciado hueso frontal del señor Kurtz! Dicen que a veces el
cabello continúa creciendo, pero aquel... aquel espécimen, era
impresionantemente calvo. La calva le había acariciado la cabeza; y se la
había convertido en una bola, una bola de marfil.
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La había acariciado y la había blanqueado.
Había acogido a Kurtz, lo había amado, abrazado, se le había infiltrado en
las venas, había consumido su carne, había sellado su alma con la suya por
medio de ceremonias inconcebibles de alguna iniciación diabólica. Lo había
convertido en su favorito, mimado y adulado. ¿Marfil? Ya lo creo. Montañas
de marfil. La vieja cabaña de barro reventaba de él. Vosotros habríais
supuesto que no había dejado un solo colmillo encima o debajo de la tierra
en toda la región. "La mayor parte es fósil", observó desdeñosamente el
director.
Era tan fósil como lo puedo ser yo, pero él
llamaba fósil a todo lo que había estado enterrado. Según parece los
negros enterraban a veces los colmillos, y por lo visto no habían
enterrado aquella cantidad a la profundidad necesaria para contrariar el
hado del dotado señor Kurtz. Llenamos el vapor y tuvimos que apilar una
buena cantidad en cubierta. Así él pudo verlo y disfrutarlo mientras aún
pudo ver, porque el aprecio de aquel material permaneció vivo en él hasta
el final. Debían oírlo, cuando decía "mi marfil". Oh, sí, yo pude oírlo:
"Mi marfil, mi prometida, mi estación, mi río, mi..." Todo le pertenecía.
Aquello me hizo retener el aliento en espera de que la barbarie estallara
en una prodigiosa carcajada que llegara a sacudir hasta las estrellas.
Todo le pertenecía... pero aquello no significaba nada. Lo importante era
saber a quién pertenecía él, cuántos poderes de las tinieblas lo
reclamaban como suyo. Aquella reflexión producía escalofríos. Era
imposible, y además a nadie beneficiaría, tratar de imaginarlo. Había
ocupado un alto sitial entre los demonios de la tierra... lo digo
literalmente. Nunca lo entenderéis. ¿Cómo podríais entenderlo, teniendo
como tenéis los pies sobre un pavimento sólido, rodeados de vecinos
amables siempre dispuestos a agasajaros o auxiliaros, caminando
delicadamente entre el carnicero y el policía, viviendo bajo el santo
terror del escándalo, la horca y los manicomios? ¿Cómo poder imaginar
entonces a qué determinada región de los primeros siglos pueden conducir
los pies de un hombre libre en el camino de la soledad, de la soledad
extrema donde no existe policía, el camino del silencio, el silencio
extremo donde jamás se oye la advertencia de un vecino generoso que se
hace eco de la opinión pública? Estas pequeñas cosas pueden constituir una
enorme diferencia. Cuando no existen, se ve uno obligado a recurrir a su
propia fuerza innata, a su propia integridad. Por supuesto puede uno ser
demasiado estúpido para desviarse... demasiado obtuso para comprender que
lo han asaltado los poderes de las tinieblas. Estoy seguro, ningún tonto
ha hecho un pacto con el diablo sobre su alma; puede que el tonto sea
demasiado tonto, o el diablo demasiado diablo, no lo sé. O puede ser uno
una criatura tempestuosamente exaltada y quedar sordo y ciego para todo lo
demás, menos para las visiones y sonidos celestiales. Entonces la tierra
se convierte en una estación de tránsito... Si es para bien o para mal, no
pretendo saberlo. Pero la mayor parte de nosotros no somos ni una cosa ni
otra. La tierra para nosotros es un lugar donde vivir, donde debemos
llenarnos de visiones, sonidos, olores; donde debemos respirar un aire
viciado por la carne podrida de un hipopótamo, por así decirlo, y no
contaminarnos. Y entonces, ¿lo veis?, entra en juego la fuerza personal,
la confianza en la propia capacidad para cavar un agujero oculto donde
esconder la materia esencial, el poder de devoción, no hacia uno mismo
sino hacia el trabajo oscuro y aplastante. Y eso es bastante difícil.
Creedme, no trato de disculpar, ni siquiera explicar, trato sólo de ver al
señor Kurtz... a la sombra del señor Kurtz. Aquel espíritu iniciado en el
fondo de la nada me honró con sus asombrosas confidencias antes de
desvanecerse definitivamente. Gracias al hecho de hablar inglés conmigo.
El Kurtz original se había educado en gran parte en Inglaterra y —como él
mismo solía decir— sus simpatías estaban depositadas en el sitio correcto.
Su madre era medio inglesa, su padre medio francés. Toda Europa participó
en la educación de Kurtz.
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Poco a poco me fui
enterando de que, muy acertadamente, la Sociedad para la Eliminación de
las Costumbres Salvajes le había confiado la misión de hacer un informe
que le sirviera en el futuro como guía. Y lo había escrito. Yo lo he
visto, lo he leído. Era elocuente, vibrante de elocuencia, pero demasiado
idealista, a mi juicio. Diecisiete páginas de escritura apretada había
llenado en sus momentos libres. Eso debió haber sido antes de que sus,
digamos nervios, se vieran afectados, y lo
llevaran a presidir ciertas danzas a media
noche que terminaban con ritos inexpresables, los cuales, según pude
deducir por lo que oí en varias ocasiones, eran ofrecidos en su honor. ¿Me
entendéis? Como tributo al señor Kurtz. Pero aquel informe era una
magnífica pieza literaria. El párrafo inicial sin embargo, a la luz de una
información posterior, podría calificarse de ominoso. Empezaba
desarrollando la teoría de que nosotros, los blancos, desde el punto de
evolución a que hemos llegado "debemos por fuerza parecerles a ellos (los
salvajes) seres sobrenaturales: nos acercamos a ellos revestidos con los
poderes de una deidad', y otras cosas por el estilo... "Por el simple
ejercicio de nuestra voluntad podemos ejercer un poder para el bien
prácticamente ilimitado", etcétera. Ese era el tono; me llegó a cautivar.
Su argumentación era magnífica, aunque
difícil de recordar. Me dio la noción de una inmensidad exótica gobernada
por una benevolencia augusta. Me hizo estremecer de entusiasmo. Las
palabras se desencadenaban allí con el poder de la elocuencia... Eran
palabras nobles y ardientes. No había ninguna alusión práctica que
interrumpiera la mágica corriente de las frases, salvo que una especie de
nota, al pie de la última página, escrita evidentemente mucho más tarde
con mano temblorosa, pudiera ser considerada como la exposición de un
método. Era muy simple, y, al final de aquella apelación patética a todos
los sentimientos altruistas, llegaba a deslumbrar, luminosa y terrible,
como un relámpago en un cielo sereno: "¡Exterminad a estos bárbaros!" Lo
curioso era que, al parecer, había olvidado todo lo relacionado con aquel
importante post-scriptum, porque más tarde, cuando en cierto modo logró
volver en sí, me suplicó en repetidas ocasiones que velara celosamente por
"mi planfeto" (así lo llamaba), ya que estaba seguro de que en el futuro
podía influir beneficiosamente en su carrera. Tenía yo entonces una amplia
información sobre esas cosas, y, además, como luego resultó, me tocaría a
mí conservar su memoria.
Ya he hecho lo bastante como para concederme
el indiscutible derecho de depositarla, si quiero, para su eterno reposo,
en el cajón de basura del progreso, entre todos los gatos muertos de la
civilización. Pero entonces, veis, yo no podía elegir. No será olvidado.
Fuera lo que fuese, no era un ser común. Poseía el poder de encantar o
asustar a las almas rudimentarias con ritos de brujería que organizaba en
su honor. Podía llenar también las estrechas almas de los peregrinos con
amargos recelos: tenía además un amigo devoto, había conquistado un alma
en el mundo que no era rudimentaria ni estaba viciada por la rapacidad.
No, no logro olvidarlo, aunque no estoy dispuesto a afirmar que fuera
digno de la vida que perdimos al ir en su busca. Yo echaba atrozmente de
menos a mí difunto timonel; lo echaba de menos, ya en los momentos en que
su cuerpo estaba tendido en la cabina de pilotaje. Tal vez juzguéis
bastante extraño ese pesar por un salvaje que no contaba más que un grano
de arena en un Sahara negro. Bueno, había hecho algo, había guiado el
barco. Durante meses yo lo había tenido a mis espaldas, como una ayuda, un
instrumento. Era una especie de socio. Conducía el barco y yo tenía que
preocuparme de sus deficiencias, y de esa manera un vínculo sutil se había
creado, del cual fui consciente sólo cuando se rompió. Y la íntima
profundidad de la mirada que me dirigió cuando recibió aquel golpe aún
vive en mi memoria, como una súplica de un parentesco lejano, afirmado en
el momento supremo.
"¡Pobre tonto! ¡Si
hubiera dejado en paz aquella ventana! Pero no podía estarse quieto, igual
que Kurtz, igual que un árbol sacudido por el viento. Tan pronto como me
puse un par de zapatillas secas, lo arrastré afuera, después de arrancar
de su costado la lanza, operación que debo confesar ejecuté con los ojos
cerrados. Sus talones rebotaron en el pequeño escalón de la puerta; sus
hombros oprimieron mi pecho. Lo abracé por detrás desesperadamente. ¡Oh,
era pesado, pesado!, ¡más de lo que hubiera podido imaginar que pesara
cualquier hombre! Luego, sin más, lo tiré por la borda. La corriente lo
arrastró como si fuera una brizna de hierba; vi el cuerpo volverse dos
veces antes de perderlo de vista para siempre. Los peregrinos y el
director se habían reunido en cubierta junto a la cabina de pilotaje,
graznando como una bandada de urracas excitadas, y hubo un murmullo
escandalizado por mi despiadado proceder. Para qué deseaban conservar a
bordo aquel cuerpo es algo que no logro adivinar. Tal vez para
embalsamarlo. Pero también oí otro murmullo, y muy siniestro, en la
cubierta inferior. Mis amigos, los leñadores, estaban igualmente
escandalizados y con mayor razón, aunque admito que esa razón era del todo
inadmisible. ¡Oh, sí! Yo había decidido que si el cuerpo de mi timonel
debía ser devorado, sólo serían los peces quienes se beneficiaran de
él. En vida había sido un
timonel bastante incompetente, pero ahora que estaba muerto podía
constituir una tentación de primera clase, y posiblemente la causa de
algunos trastornos serios.
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Además, estaba ansioso por tomar el timón,
porque el hombre del pijama color de rosa daba muestras de ser
desesperadamente ineficaz para aquel trabajo.
"Eso hice precisamente, después de haber
realizado aquel sencillo funeral. Íbamos a media velocidad, manteniéndonos
en medio de la corriente. Yo escuchaba las conversaciones que tenían lugar
a mis espaldas. Habían renunciado a Kurtz, renunciado a la estación. Kurtz
habría muerto; la estación habría sido quemada, etcétera. El peregrino
pelirrojo estaba fuera de sí ante el pensamiento de que por lo menos aquel
Kurtz había sido debidamente vengado. '¿No es cierto? Debemos haber hecho
una magnífica matanza entre los matorrales. ¿Eh? ¿Qué piensan? ¿Digan?'
Bailaba de júbilo. ¡El pequeño y sanguinario mendigo color jengibre! ¡Y
casi se había desvanecido al ver el cadáver del piloto! No pude contenerme
y le dije: 'Al menos produjo usted una gloriosa cantidad de humo.' Yo
había podido ver, por la forma en que las copas de los arbustos crujían y
volaban, que casi todos los disparos habían sido demasiado altos. No es
posible dar en el blanco a menos que apunten y tiren desde el hombro, pero
aquellos tipos tiraban con el arma apoyada en la cadera y los ojos
cerrados. La retirada, sostuve, y en eso tenía toda la razón, había sido
provocada por el pitido de la sirena. En ese momento se habían olvidado de
Kurtz y aullaban a mi lado con protestas de indignación. El director
estaba junto al timón, murmurándome confidencialmente la necesidad de
escapar río abajo antes de que oscureciera, cuando vi a distancia un claro
en el bosque y los contornos de una especie de edificio. '¿Qué es esto?',
pregunté. Dio una palmada sorprendido. '¡La estación!', gritó. Me acerqué
a la orilla inmediatamente, aunque conservando la navegación a media
velocidad. "A través de mis gemelos vi el declive de una colina con unos
cuantos árboles y el terreno enteramente libre de maleza. En la cima se
veía un amplio y deteriorado edificio, semioculto por la alta hierba. Los
grandes agujeros del techo puntiagudo se observaban desde lejos como
manchas negras. La selva y la maleza formaban el fondo. No había
empalizada ni tapia de ninguna especie, pero era posible que hubiera
habido antes una, ya que cerca de la casa pude ver media docena de postes
delgados alineados, toscamente adornados, con la parte superior decorada
con unas bolas redondas y talladas. Los barrotes, o cualquier cosa que
hubiera habido entre ellos, habían desaparecido. Por supuesto el bosque lo
rodeaba todo. La orilla del río estaba despejada, y junto al agua vi a un
blanco bajo un sombrero parecido a una rueda de carro. Nos hacía señas
insistentes con el brazo. Al examinar los lindes del bosque de arriba
abajo, tuve casi la seguridad de ver movimientos, formas humanas
deslizándose aquí y allá. Me fui acercando con prudencia, luego detuve las
máquinas y dejé que el barco avanzara hacia la orilla. El hombre de la
playa comenzó a gritar, llamándonos a tierra. 'Hemos sido atacados', gritó
el director. 'Lo sé, lo sé. No hay problema', gritó el otro en respuesta,
tan alegre como se lo puedan imaginar. 'Vengan, no hay problema. Me siento
feliz.'
"Su aspecto me recordaba algo, algo que
había visto antes. Mientras maniobraba para atracar, me preguntaba: '¿A
quién se parece este tipo?' De pronto encontré el parecido. Era como un
arlequín. Sus ropas habían sido hechas de un material que probablemente
había sido holanda cruda, pero estaban cubiertas de remiendos por todas
partes, parches brillantes, azules, rojos y amarillos, remiendos en la
espalda, remiendos en el pecho, en los codos, en las rodillas; una faja de
colores alrededor de la chaqueta, bordes escarlatas en la parte inferior
de los pantalones. La luz del sol lo hacia parecer un espectáculo
extraordinariamente alegre y maravillosamente limpio, porque permitía ver
con cuánto esmero habían sido hechos aquellos remiendos. Una cara imberbe,
adolescente, muy agradable, sin ningún rasgo característico, una nariz
despellejada, pequeños ojos azules, sonrisas y fruncimientos de la frente,
se mezclaban en su rostro como el sol y la sombra en una llanura asolada
por el viento.
'Cuidado, capitán',
exclamó. 'Anoche tiraron allí un tronco.' '¿Qué? ¡Otro obstáculo!'
Confieso que lancé maldiciones en una forma vergonzosa. Estuve a punto de
agujerear mi cascarón al concluir aquel viaje encantador. El arlequín de
la orilla dirigió hacia mí su pequeña nariz respingada. '¿Es usted
inglés?', me preguntó con una sonrisa. '¿Y usted?', le grité desde el
timón. Las sonrisas desaparecieron, movió la cabeza como apesadumbrado por
mi posible desilusión. Luego volvió a
iluminársele el rostro. '¡No importa!', me
gritó animadamente. '¿Llegamos a tiempo?', le pregunté. 'Él está allá
arriba', respondió, y señaló con la cabeza la colina. De pronto su aspecto
se volvió lúgubre. Su cara parecía un cielo de otoño, ensombrecido un
momento, para despejarse al siguiente.
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"Cuando el director, escoltado por los
peregrinos, armados todos hasta los dientes, se dirigieron a la casa,
aquel individuo subió a bordo. 'Puedo decirle que no me gusta nada esto',
le dije. 'Los nativos están escondidos entre los matorrales.' Me aseguró
confiadamente que no había ningún problema. 'Son gente sencilla', añadió.
'Bueno, estoy contento de que hayan llegado. Me he pasado todo el tiempo
tratando de mantenerlos tranquilos.' 'Pero usted me ha dicho que no había
problema', exclamé. '¡Oh, no querían hacer daño!', dijo. Y como yo me le
quedé mirando con estupor, se corrigió al instante: 'Bueno, no
exactamente.' Después añadió con vivacidad: '¡Dios mío, esta cabina
necesita una buena limpieza!' Y me recomendó tener bastante vapor en la
caldera para hacer sonar la sirena en caso de que se produjera alguna
dificultad. 'Un buen silbido podrá hacer más por usted que todos los
rifles. Son gente sencilla', volvió a repetir. Charlaba tan abundantemente
que me abrumó. Parecía querer compensar una larga jornada de silencio, y
en realidad admitió, sonriendo, que tal era su caso. '¿No habla usted con
el señor Kurtz?' 'Con ese hombre no se habla, se le escucha', exclamó con
severa exaltación. 'Pero ahora...' Agitó un brazo y en un abrir y cerrar
de ojos se sumió en el silencio más absoluto. Luego pareció volver a
resurgir, se posesionó de mis dos manos, y las sacudió repetidamente,
mientras exclamaba: 'Hermano marino... honor, satisfacción... deleite...
me presento... ruso... hijo de un arcipreste... gobierno de Tambov...
¿Qué? ¡Tabaco! ¡Tabaco inglés, el excelente tabaco inglés! Bueno, esto es
fraternidad. ¿Fuma usted? ¿Dónde hay un marino que no fume?' "La pipa lo
tranquilizó, y gradualmente fui sabiendo que se había escapado de la
escuela, se había embarcado en un barco ruso, escapó nuevamente, sirvió
por algún tiempo en barcos ingleses, se reconcilió con el arcipreste.
Insistió en ese punto. Pero cuando se es joven debían verse cosas,
adquirir experiencia, ideas, ensanchar la inteligencia. '¿Aquí?', lo
interrumpí. 'Nunca puede uno decir dónde. Aquí encontré al señor Kurtz',
dijo jovialmente solemne y con expresión de reproche. Después permanecí en
silencio. Al parecer había persuadido a una casa de comercio holandesa de
la costa para que lo equipara con provisiones y mercancías, y había
partido hacia el interior con el corazón ligero y sin mayor idea de lo que
podría ocurrirle de la que pudiera tener un bebé. Había vagado solo por el
río por espacio de dos años, separado de hombres y de cosas. 'No soy tan
joven como parezco.
Tengo veinticinco años', dijo. 'Al comienzo
el viejo Van Shuyten me quería mandar al diablo', relató con profundo
regocijo, 'pero yo no me apartaba de él. Hablaba, hablaba, hasta que al
fin tuvo miedo de que llegara a hablar de la pata trasera de su perro
favorito, así que me dio algunos productos baratos y unos fusiles, y me
dijo que esperaba no volver a ver mi rostro nunca más. ¡Ah, el buen viejo
holandés, Van Shuyten! Hace un año le envié un pequeño lote de marfil, así
que no podrá decir que he sido un bandido cuando vuelva. Espero que lo
haya recibido. De todos modos me da lo mismo. Apilé un poco de leña para
ustedes. Aquélla era mi vieja casa. ¿La ha visto?'
"Le di el libro de Towson. Hizo ademán de
besarme, pero se contuvo. 'El último libro que me quedaba y pensé que lo
había perdido', dijo mirándome extasiado. 'Le ocurren tantos accidentes a
un hombre cuando va errando solo por el mundo, sabe usted. A veces
zozobran las canoas, a veces hay necesidad de partir a toda prisa, porque
el pueblo se enfada.' Pasó las hojas con los dedos. '¿Son anotaciones en
ruso?', le pregunté. Afirmó con un movimiento de cabeza. 'Creí que estaban
en clave.' Se río; luego volvió a quedarse serio. 'Tuve mucho trabajo para
tratar de mantener a raya a esta gente' dijo. '¿Querían matarle?',
pregunté. '¡Oh, no!', exclamó, y se contuvo. '¿Por qué nos atacaron?',
insistí. Dudó antes de responder. Al fin lo hizo: 'No quieren que se
marche.' '¿No quieren?', pregunté con curiosidad. Asintió con una
expresión llena de misterio y de sabiduría. 'Se lo vuelvo a decir',
exclamó, 'ese hombre ha ensanchado mi mente.' Abrió los brazos y me miró
con sus pequeños ojos azules, perfectamente redondos."
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35
III
—Me le quedé mirando,
perdido en el asombro. Allí estaba delante de mí, en su traje de colores,
como si hubiera desertado de una troupe de saltimbanquis, entusiasta,
fabuloso. Su misma existencia era algo improbable, inexplicable y a la vez
anonadante. Era un problema insoluble.
Resultaba inconcebible ver cómo había
conseguido ir tan lejos, cómo había logrado sobrevivir, por qué no
desaparecía instantáneamente. "Fui un poco más lejos", dijo, "cada vez un
poco más lejos, hasta que he llegado tan lejos que no sé cómo podré
regresar alguna vez. No me importa.
Ya habrá tiempo para ello. Puedo
arreglármelas. Usted llévese a Kurtz pronto, pronto..." El hechizo de la
juventud envolvía aquellos harapos de colores, su miseria, su soledad, la
desolación esencial de sus fútiles andanzas. Durante meses, durante años,
su vida no había valido lo que uno puede adquirir en un día, y allí
estaba, galante, despreocupadamente vivo, indestructible según las
apariencias, sólo en virtud de su juventud y de su irreflexiva audacia. Me
sentí seducido por algo parecido a la admiración y la envidia. La aventura
lo estimulaba, emanaba un aire de aventura. Con toda seguridad no deseaba
otra cosa que la selva y el espacio para respirar y para transitar.
Necesitaba existir, y moverse hacia adelante, hacia los mayores riesgos
posibles, y con los más mínimos elementos. Si el espíritu absolutamente
puro, sin cálculo, ideal de la aventura, había tomado posesión alguna vez
de un ser humano, era de aquel joven remendado. Casi sentí envidia por la
posesión de aquella modesta y pura llama. Parecía haber consumido todo
pensamiento de sí y tan completamente que, incluso cuando hablaba, uno
olvidaba que era él (el hombre que se tenía frente a los ojos) quien había
vivido todas aquellas experiencias. Sin embargo, no envidié su devoción
por Kurtz. Él no había meditado sobre ella. Le había llegado y la aceptó
con una especie de vehemente fatalismo. Debo decir que me parecía la cosa
más peligrosa de todas las que le habían ocurrido.
"Se habían unido inevitablemente, como dos
barcos anclados uno junto al otro, que acaban por rozar sus bordes.
Supongo que Kurtz deseaba tener un oyente, porque en cierta ocasión,
acampados en la selva, habían hablado toda la noche, o más probablemente
Kurtz había hablado toda la noche. 'Hablamos de todo', dijo el joven,
transportado por sus recuerdos. 'Olvidé que existía algo semejante al
sueño. Me pareció que la noche duraba menos de una hora. ¡De todo! ¡De
todo!... También del amor...' '¡Ah!, ¿así que le habló de amor?', le dije,
muy divertido. 'No, no de lo que usted piensa', exclamó con pasión. 'Habló
en términos generales. Me hizo ver cosas... cosas...'
"Levantó los brazos. En aquel momento
estábamos sobre cubierta, y el capataz de mis leñadores, que se hallaba
cerca, volvió hacia él su mirada densa y brillante. Miré a mi alrededor, y
no sé por qué, pero puedo aseguraros que nunca antes, nunca, aquella
tierra, el río, la selva, la misma bóveda de ese cielo tan
resplandeciente, me habían parecido tan desesperados y oscuros, tan
implacables frente a la fragilidad humana. '¿Y a partir de entonces ha
estado con él?', le pregunté.
"Al contrario. Parecía que sus relaciones se
habían roto profundamente por diversas causas. Él había, me informó con
orgullo, procurado asistir a Kurtz durante dos enfermedades (aludía a ello
como se puede aludir a una hazaña audaz), pero, por regla general, Kurtz
deambulaba solo, aun en las profundidades de la selva. 'Muy a menudo,
cuando venía a esta estación, debía esperar días y días antes de que él
volviera', me dijo. 'Pero valía la pena esperarlo en esas ocasiones.'
'¿Qué hacía él en esas ocasiones? ¿Explorar o qué?', quise saber. 'Oh, sí,
por supuesto. Llegó a descubrir gran cantidad de aldeas, un lago
además...' No sabía exactamente en qué dirección; era peligroso preguntar
demasiado. La mayor parte de las veces emprendía esas expediciones en
busca de marfil. 'Pero no tenía ya para entonces mercancías con las que
negociar', objeté. 'Todavía ahora le quedan algunos cartuchos', respondió,
mirando hacia otro lado. 'Para decirlo claramente, se apoderó del país',
dije. Él asintió. 'Aunque seguramente no lo haría solo', concluí. Murmuró
algo respecto a los pueblos que rodeaban el lago. 'Kurtz logró que la
tribu lo siguiera, ¿no es cierto?', sugerí.
"Se intranquilizó un poco. 'Lo adoraban',
dijo. El tono de aquellas palabras fue tan extraordinario que lo miré con
fijeza. Era curioso comprobar su mezcla de deseo y resistencia a hablar de
Kurtz. Aquel hombre llenaba su vida, ocupaba sus pensamientos, movía sus
emociones. '¿Qué puede usted esperar?', estalló. 'Llegó a ellos con
truenos y relámpagos, y ellos jamás habían visto nada semejante... nada
tan terrible. Él podía ser realmente terrible. No se puede juzgar al señor
Kurtz como a un hombre ordinario. ¡No, no, no! Para darle a usted una
idea, no me importa decírselo, pero un día quiso disparar contra mí
también, aunque yo no lo juzgo por eso.'
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'¿Disparar contra
usted?', pregunté. '¿Por qué?' 'Bueno, yo tenía un pequeño lote de marfil
que el jefe de la aldea situada cerca de mi casa me había dado. Sabe
usted, yo solía cazar para ellos. Pues
Kurtz lo quiso, y era incapaz de atender a
otras razones. Declaró que me mataría si no le entregaba el marfil y
desaparecía de la región, porque él podía hacerlo, y quería hacerlo, y no
había poder sobre la tierra que pudiera impedirle matar a quien se le
antojara. Y era cierto. Así que le entregué el marfil. ¡Qué me importaba!
Pero no me marché. No, no podía abandonarlo. Por supuesto, tuve que ser
prudente, hasta que volvimos a ser amigos de nuevo por algún tiempo.
Entonces padeció su segunda enfermedad. Después de eso me vi obligado a
evitarle, pero no me preocupaba. Él pasaba la mayor parte del tiempo en
las aldeas del lago. Cuando regresaba al río, a veces se acercaba a mí,
otras era necesario que yo tuviera cuidado. Aquel hombre sufría demasiado.
Odiaba todo esto y sin embargo no podía marcharse. Cuando tuve una
oportunidad, le supliqué que tratara de partir mientras fuera aún posible.
Le ofrecí acompañarlo en el viaje de regreso. Decía que sí, y luego se
quedaba. Volvía a salir a cazar marfil, desaparecía durante semanas
enteras, se olvidaba de sí mismo cuando estaba entre esas gentes, se
olvidaba de sí mismo, sabe usted.'
"'¿Cómo? ¡Debía estar loco!', dije. Él
protestó con indignación. El señor Kurtz no podía estar loco. Si yo
hubiera podido oírlo hablar, sólo dos días atrás, no me atrevería a
insinuar semejante cosa... Cogí mis binoculares mientras hablábamos, y
enfoqué la costa, pasando y repasando rápidamente por el lindero del
bosque, a ambos lados y detrás de la casa. Saber que había gente escondida
dentro de aquellos matorrales, tan silenciosos y tranquilos como la casa
en ruinas de la colina, me ponía nervioso. No había señales sobre la faz
de la naturaleza de esa historia extraña que me había sido, más que
relatada, sugerida por exclamaciones desoladas, encogimientos de hombros,
frases interrumpidas, insinuaciones que terminaban en profundos suspiros.
La maleza permanecía inmóvil, como una máscara pesada, como la puerta
cerrada de una prisión. Nos miraba con un aire de conocimiento oculto, de
paciente expectación, de inexpugnable silencio. El ruso me explicaba que
sólo recientemente había vuelto el señor Kurtz al río, trayendo consigo a
aquellos hombres de la tribu del lago. Había estado ausente durante varios
meses (haciéndose adorar, supongo), y había vuelto inesperadamente, con la
intención al parecer de hacer una excursión por las orillas del río.
Evidentemente el ansia de marfil se había apoderado de (¿cómo llamarlas?)
sus aspiraciones menos materiales. Sin embargo, había empeorado de pronto.
'Oí decir que estaba en cama, desamparado, así que remonté el río. Me
aventuré a hacerlo', dijo el ruso. 'Se encuentra muy mal, muy mal.'
"Dirigí los binoculares hacia la casa. No se
veían señales de vida, pero allí estaba el techo arruinado, la larga pared
de barro sobresaliendo por encima de la hierba, con tres pequeñas ventanas
cuadrangulares, de un tamaño distinto. Todo aquello parecía al alcance de
mi mano. Después hice un movimiento brusco y uno de los postes que
quedaban de la desaparecida empalizada apareció en el campo visual de los
gemelos. Recordad que he dicho que me habían llamado la atención, a
distancia, los intentos de ornamentación que contrastaban con el aspecto
ruinoso del lugar. En aquel momento pude tener una visión más cercana, y
el primer resultado fue hacerme echar hacia atrás la cabeza, como si
hubiese recibido un golpe. Entonces examiné con mis lentes cuidadosamente
cada poste, y comprobé mi error. Aquellos bultos redondos no eran motivos
ornamentales sino simbólicos. Eran expresivos y enigmáticos, asombrosos y
perturbadores, alimento para la mente y también para los buitres, si es
que había alguno bajo aquel cielo, y de todos modos para las hormigas, que
eran lo suficientemente industriosas como para subir al poste. Hubieran
sido aún más impresionantes, aquellas cabezas clavadas en las estacas, si
sus rostros no hubiesen estado vueltos hacia la casa. Sólo una, la primera
que había contemplado, miraba hacia mí. No me disgustó tanto como podríais
imaginar.
El salto hacia atrás que había dado no había
sido más que un movimiento de sorpresa. Yo había esperado ver allí una
bola de madera, ya sabéis. Volví a enfocar deliberadamente los gemelos
hacia la primera que había visto. Allí estaba, negra, seca, consumida, con
los párpados cerrados... Una cabeza que parecía dormitar en la punta de
aquel poste, con los labios contraídos y secos, mostrando la estrecha
línea de la dentadura. Sonreía, sonreía continuamente ante un interminable
y jocoso sueño.
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37
"No estoy revelando
ningún secreto comercial. En efecto, el director dijo más tarde que los
métodos del señor Kurtz habían constituido la ruina de aquella región. No
puedo opinar al respecto, pero quiero dejar claramente sentado que no
había nada provechoso en el hecho de que esas cabezas
permanecieran allí. Sólo mostraban que el
señor Kurtz carecía de frenos para satisfacer sus apetitos, que había algo
que faltaba en él, un pequeño elemento que, cuando surgía una necesidad
apremiante, no podía encontrarse en su magnífica elocuencia. Si él era
consciente de esa deficiencia, es algo que no puedo decir. Creo que al
final llegó a advertirla, pero fue sólo al final. La selva había logrado
poseerlo pronto y se había vengado en él de la fantástica invasión de que
había sido objeto. Me imagino que le había susurrado cosas sobre él mismo
que él no conocía, cosas de las que no tenía idea hasta que se sintió
aconsejado por esa gran soledad... y aquel susurro había resultado
irresistiblemente fascinante. Resonó violentamente en su interior porque
tenía el corazón vacío... Dejé los gemelos, y la cabeza que había parecido
estar lo suficientemente cerca como para poder hablar con ella, pareció
saltar de pronto a una distancia inaccesible.
"El admirador del señor Kurtz estaba un poco
cabizbajo. Con una voz apresurada y confusa, comenzó a decirme que no se
había atrevido a quitar aquellos símbolos, por así llamarlos. No tenía
miedo de los nativos; no se moverían a menos que el señor Kurtz se lo
ordenara. Su ascendiente sobre ellos era extraordinario. Los campamentos
de aquella gente rodeaban el lugar y sus jefes iban diariamente a
visitarlo. Se hubieran arrastrado... 'No quiero saber nada de las
ceremonias realizadas para acercarse al señor Kurtz', grité.
"Es curioso, pero en aquel momento tuve la
sensación de que aquellos detalles resultarían más intolerables que las
cabezas que se secaban sobre los postes, frente a las ventanas del señor
Kurtz. Después de todo, aquello no era sino un espectáculo salvaje,
mientras que yo me sentía de pronto transportado a una región oscura de
sutiles horrores, donde un salvajismo puro y sin complicaciones era un
alivio positivo, algo que tenía derecho a existir, evidentemente, bajo la
luz del sol. El joven me miró con sorpresa. Supongo no concebía que para
mí el señor Kurtz no fuera un ídolo.
Olvidaba que yo no había escuchado ninguno
de aquellos espléndidos monólogos sobre, ¿sobre qué?, el amor, la
justicia, la conducta del hombre, y otras cosas por el estilo. Si hubiera
tenido necesidad de arrastrarse ante el señor Kurtz, lo hubiera hecho como
el salvaje más auténtico de todos ellos. Yo no tenía idea de la situación,
el ruso me dijo que aquellas cabezas eran cabezas de rebeldes. Le ofendió
extraordinariamente mi risa. ¡Rebeldes! ¿Cuál sería la próxima definición
que debía yo oír? Había oído hablar de enemigos, criminales,
trabajadores... ahora de rebeldes. Aquellas cabezas rebeldes me parecían
muy apaciguadas desde sus postes.
"'Usted no sabe cómo ha fatigado esta vida
al señor Kurtz', gritó su último discípulo.
'Bueno, ¿y a usted?', le dije. '¡A mí! ¡A
mí! Yo soy un hombre sencillo. No tengo grandes ideas. No quiero nada de
nadie. ¿Cómo puede compararme con...?'
Apenas acertaba a expresar sus sentimientos,
de pronto se detuvo. 'No comprendo', gimió. 'He hecho todo lo posible para
conservarle con vida, y eso es suficiente. Yo no he participado en todo
esto. No tengo ninguna capacidad para ello. Durante meses no ha habido
aquí ni una gota de medicina ni un bocado para un hombre enfermo.
Había sido vergonzosamente abandonado. Un
hombre como él, con aquellas ideas.
¡Vergonzosamente! ¡Vergonzosamente! Yo no he
dormido durante las últimas diez noches...'
"Su voz se perdió en la calma de la tarde.
Las amplias sombras de la selva se habían deslizado colina abajo mientras
conversábamos, llegando más allá de la ruinosa cabaña, más allá de la
hilera de postes simbólicos. Todo aquello estaba en la penumbra, mientras
nosotros, abajo, estábamos aún bajo los rayos del sol, y el espacio del
río extendido ante la parte aún no sombreada brillaba con un fulgor
tranquilo y deslumbrante, con una faja de sombra oscura y lóbrega encima y
abajo. No se veía un alma viviente en la orilla. Los matorrales no se
movían.
"De pronto, tras una esquina de la casa
apareció un grupo de hombres, como si hubieran brotado de la tierra.
Avanzaban en una masa compacta, con la hierba hasta la cintura, llevando
en medio unas parihuelas improvisadas. Instantáneamente, en aquel paisaje
vacío, se elevó un grito cuya estridencia atravesó el aire tranquilo como
una flecha aguda que volara directamente del corazón mismo de la tierra,
y, como por encanto, corrientes de seres humanos, de seres humanos
desnudos, con lanzas en las manos, con arcos y escudos, con miradas y
movimientos salvajes, irrumpieron en la estación, vomitados por el bosque
tenebroso y plácido. Los arbustos se movieron, la hierba se sacudió por
unos momentos, luego todo quedó tranquilo, en una tensa inmovilidad.
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"'Si ahora no les dice lo que debe decirles,
estamos todos perdidos', dijo el ruso a mis espaldas. El grupo de hombres
con las parihuelas se había detenido a medio camino, como petrificado. Vi
que el hombre de la camilla se semincorporaba, delgado, con un brazo en
alto, apoyado en los hombros de los camilleros.
'Esperemos que el hombre que sabe hablar tan
bien del amor en general, encuentre alguna razón particular para salvarnos
esta vez', dije.
"Presentía amargamente el absurdo peligro de
nuestra situación, como si el estar a merced de aquel atroz fantasma fuera
una necesidad vergonzosa. No podía oír ningún sonido, pero a través de los
gemelos vi el brazo delgado extendido imperativamente, la mandíbula
inferior en movimiento, los ojos de aquella aparición que brillaban
sombríos a lo lejos, en su cabeza huesuda, que oscilaba con grotescas
sacudidas. Kurtz... Kurtz, eso significa pequeño en alemán, ¿no es cierto?
Bueno el nombre era tan cierto como todo lo demás en su vida y en su
muerte. Parecía tener por lo menos siete pies de estatura. La manta que lo
cubría cayó y su cuerpo surgió lastimoso y descarnado como de una mortaja.
Podía ver la caja torácica, con las costillas bien marcadas. Era como si
una imagen animada de la muerte, tallada en viejo marfil, hubiese agitado
la mano amenazadora ante una multitud inmóvil de hombres hechos de oscuro
y brillante bronce. Le vi abrir la boca; lo que le dio un aspecto
indeciblemente voraz, como si hubiera querido devorar todo el aire, toda
la tierra, y todos los hombres que tenía ante sí. Una voz profunda llegó
débilmente hasta el barco. Debía de haber gritado. Repentinamente cayó
hacia atrás. La camilla osciló cuando los camilleros caminaron de nuevo
hacia adelante, y al mismo tiempo observé que la multitud de salvajes se
desvanecía con movimientos del todo imperceptibles, como si el bosque que
había arrojado súbitamente aquellos seres se los hubiera tragado de nuevo,
como el aliento es atraído en una prolongada aspiración.
"Algunos peregrinos, detrás de las
parihuelas, llevaban preparadas las armas: dos escopetas, un rifle pesado
y un ligero revólver carabina; los rayos de aquel Júpiter lastimoso. El
director se inclinaba sobre él y murmuraba algo mientras caminaba. Lo
colocaron en uno de los pequeños camarotes, el espacio justo para una cama
y una o dos sillas de campaña. Le habíamos llevado su correspondencia
atrasada, y un montón de sobres rotos y cartas abiertas se esparcía sobre
la cama. Su mano vagaba débilmente sobre esos papeles. Me asombraba el
fuego de sus ojos y la serena languidez de su expresión. No parecía ser
tan grande el agotamiento que había producido en él la enfermedad. No
parecía sufrir. Aquella sombra parecía satisfecha y tranquila, como si por
el momento hubiera saciado todas sus emociones.
"Arrugó una de las cartas, y, mirándome
directamente a la cara, me dijo: 'Me alegro'.
Alguien le había escrito sobre mí. Aquellas
recomendaciones especiales volvían a aparecer de nuevo. El volumen de su
voz, que emitió sin esfuerzo, casi sin molestarse en mover los labios, me
asombró. ¡Qué voz! ¡Qué voz! Era grave, profunda y vibrante, a pesar de
que el hombre no parecía emitir un murmullo. Sin embargo, tenía la
suficiente fuerza como para casi acabar con todos nosotros, como vais a
oír.
"El director volvió a aparecer
silenciosamente en el umbral de la puerta. Salí en seguida y él corrió la
cortina detrás de mí. El ruso, observado con curiosidad por los
peregrinos, miraba hacia la playa. Seguí la dirección de su mirada.
"Oscuras formas humanas podían verse a
distancia, deslizándose frente al tenebroso borde de la selva, y cerca del
río dos figuras de bronce apoyadas en largas picas estaban en pie a la luz
del sol, las cabezas tocadas con fantásticos gorros de piel moteada; un
par de guerreros inmóviles en un reposo estatutario. De derecha a
izquierda, a lo largo de la orilla iluminada, se movía una salvaje y
deslumbrante figura femenina.
"La mujer caminaba con
pasos mesurados, envuelta en una tela rayada, guarnecida de flecos,
pisando el suelo orgullosamente, con un ligero sonido metálico y un
resplandor de bárbaros ornamentos. Mantenía la cabeza erguida, sus
cabellos estaban arreglados en forma de yelmo, llevaba anillos de bronce
hasta las rodillas, pulseras de bronce hasta los codos, innumerables
collares de abalorios en el cuello; objetos estrambóticos, amuletos,
presentes de hechiceros, que colgaban sobre ella, que brillaban y
temblaban a cada paso que daba. Debía de tener encima objetos con valor de
varios colmillos de elefante. Era feroz y soberbia, de ojos salvajes y
espléndidos; había
algo
siniestro y majestuoso en su lento paso... Y en la quietud que envolvió
repentinamente toda aquella tierra doliente, la selva inmensa, el cuerpo
colosal de la fecunda y misteriosa vida parecía mirarla, pensativa, como
si contemplara la imagen de su propia alma tenebrosa y apasionada.
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"Llegó frente al barco y se detuvo de cara
hacia nosotros. La larga sombra de su cuerpo llegaba hasta el borde del
agua. Su rostro tenía un trágico y feroz aspecto de tristeza salvaje y de
un mudo dolor mezclado con el temor de alguna decisión apenas formulada
con la que luchaba. De pie, inmóvil, nos miraba como la misma selva, con
aire de cobijar algún proyecto inescrutable. Dejó transcurrir un minuto
entero, y entonces dio un paso hacia adelante. Se oyó un ligero
repiqueteo, brilló el metal dorado, oscilaron los flecos de la túnica, y
entonces se detuvo como si el corazón le hubiera fallado. El joven que
estaba a mi lado refunfuñó algo. Los peregrinos murmuraron a mis espaldas.
Ella nos miró a todos como si su vida dependiera de la dureza e
inflexibilidad de su mirada. De pronto abrió los brazos desnudos y los
elevó rígidos por encima de su cabeza como en un deseo indómito de tocar
el cielo, y al mismo tiempo las tinieblas se precipitaron de golpe sobre
la tierra, pasaron velozmente sobre el río, envolviendo el barco en un
abrazo sombrío. Un silencio formidable acompañó la escena.
"Se dio vuelta lentamente, comenzó a caminar
por la orilla y se dirigió hacia los arbustos de la izquierda. Sólo una
vez sus ojos volvieron a contemplarnos, en la oscuridad de la espesura,
antes de desaparecer.
'Si hubiera insistido en subir a bordo, creo
que realmente habría disparado contra ella', dijo el hombre de los
remiendos, con gran nerviosismo. 'He arriesgado mi vida todos los días
durante la última quincena tratando de mantenerla fuera de la casa. Un día
logró entrar y armó un gran escándalo debido a unos miserables harapos que
yo había recogido del almacén para remendar mis ropas. Debió haberle
parecido un robo. Al menos eso imagino, porque estuvo hablando durante una
hora y señalándome de vez en cuando. Yo no entiendo el dialecto de esta
tribu. Por fortuna para mí, Kurtz se sentía ese día demasiado enfermo como
para hacerle caso, de otro modo lo hubiera pasado muy mal. No comprendo...
No... es demasiado para mí.
Bueno, ahora todo ha pasado.'
"En ese momento escuché la profunda voz de
Kurtz detrás de la cortina: '¡Salvarme!... Salvar el marfil querrá usted
decir. Usted interrumpe mis planes.
¡Enfermo! ¡Enfermo! No tan enfermo como a
usted le gustaría creer. No importa. Yo llevaré a cabo mis proyectos... Yo
volveré. Le mostraré lo que puede hacerse. Usted, con sus pequeñas ideas
mezquinas... usted interfiere ahora en mi trabajo. Yo regresaré. Yo...'
"El director salió. Me hizo el honor de
cogerme por un brazo y llevarme aparte. 'Está muy mal, muy mal', dijo.
Consideró necesario suspirar, pero prescindió de mostrarse afligido.
'Hemos hecho por él todo lo que hemos podido, ¿no es cierto? Pero no
podemos dejar de reconocer que el señor Kurtz ha hecho más daño que bien a
la compañía. No ha entendido que el tiempo no está aún maduro para
emprender una acción vigorosa. Cautela, cautela, ése es mi principio.
Debemos ser todavía cautos. Esta región quedará cerrada para nosotros por
algún tiempo. ¡Deplorable! En conjunto, el comercio va a sufrir mermas. No
niego que hay una cantidad considerable de marfil... en su mayor parte
fósil. Debemos salvarlo a toda costa, pero mire usted cuán precaria es
nuestra situación... ¿Todo por qué? Porque el método es inadecuado.'
'¿Llama usted a eso', dije yo, mirando hacia la orilla, 'un método
inadecuado?' 'Sin duda', declaró con ardor. '¿Usted no?'
"'Yo no llego a considerarlo un método',
murmuré después de un momento.
'Exactamente', exclamó.
'Yo ya preveía todo esto. Demuestra una absoluta falta de juicio. Es mi
deber comunicarlo al lugar oportuno.' 'Oh', dije, 'aquel tipo... ¿cómo se
llama?... el fabricante de ladrillos, podrá hacerle un buen informe.'
Pareció turbarse por un momento. Tuve la sensación de no haber respirado
nunca antes una atmósfera tan vil, y mentalmente me dirigí a Kurtz en
busca de alivio, sí, es verdad, en busca de alivio. 'De cualquier manera
pienso que el señor Kurtz es un hombre notable', dije con énfasis. El
director se sobresaltó, dejó caer sobre mí una mirada pesada y luego
respondió en voz baja: 'Era.' Y me volvió la espalda. Mi hora de
favoritismo había pasado; me encontraba unido a Kurtz como partidario de
métodos para los cuales el momento aún no estaba maduro. ¡Métodos
inadecuados! ¡Ah, pero de cualquier manera era algo poder elegir entre las
pesadillas! "En realidad yo
había optado por la selva, no por el señor Kurtz, quien, debía admitirlo,
no servía ya sino para ser enterrado. Y por un momento me pareció que yo
también estaba enterrado en una amplia tumba llena de secretos indecibles.
Sentí un peso intolerable que oprimía mi pecho, el olor de la tierra
húmeda, la presencia invisible de la corrupción victoriosa, las tinieblas
de la noche impenetrable... El ruso me dio un golpecito en el hombro. Lo
oí murmurar y balbucear algo: 'Hermano marino... no puedo ocultar el
conocimiento de asuntos que afectarán la reputación del señor Kurtz.'
Esperé que continuara. Para él, evidentemente Kurtz no estaba al borde de
la tumba. Sospecho que, para él, el señor Kurtz era inmortal. 'Bueno',
dije finalmente, 'hable. Como usted puede ver, en cierto sentido soy amigo
del señor Kurtz.'
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"Declaró con bastante formalidad que si no
tuviéramos la misma profesión, él se hubiera reservado ese asunto para sí
mismo sin importarle las consecuencias.
'Sospecho', dijo, 'que hay cierta mala
voluntad activa hacia mí por parte de esos blancos que...' 'Tiene usted
toda la razón', le dije, recordando cierta conversación que por casualidad
había oído. 'El director piensa que debería usted ser colgado.' Mostró tal
preocupación ante esa noticia que al principio me divirtió. 'Lo mejor será
que despeje pronto el camino', dijo con seriedad. 'No puedo hacer nada más
por Kurtz ahora, y ellos pronto encontrarán alguna excusa. ¿Qué podría
detenerlos? Hay un puesto militar a trescientas millas de aquí.' 'Bueno, a
mi juicio lo mejor que podría usted hacer es marcharse, si cuenta con
amigos entre los salvajes de la región.'
'Muchos', dijo. 'Son gente sencilla, y yo no
quiero nada, usted ya lo sabe.' Estaba de pie; se mordía los labios.
Después continuó: 'No quiero que les ocurra nada a estos blancos, pero
naturalmente pensaba en la reputación del señor Kurtz, usted es un hermoso
marino y...' 'Muy bien', le dije después de un rato. 'En lo que a mí se
refiere, la reputación del señor Kurtz está a salvo.' Y no sabía con
cuánta exactitud estaba hablando en ese momento.
"Me informó, bajando la voz, que había sido
Kurtz quien había ordenado el ataque al vapor. 'Odiaba a veces la idea de
ser sacado de aquí... y además... Pero yo no entiendo estas cosas. Soy un
hombre sencillo. Pensó que eso les asustaría, que renunciarían ustedes,
considerándolo muerto. No pude detenerle. Oh, este último mes ha sido
terrible para mí.' 'Muy bien', le dije. 'Ahora está bien.' 'Sí', murmuró
sin parecer demasiado convencido. 'Gracias', le dije. 'Tendré los ojos
bien abiertos.'
'Pero tenga cuidado, ¿eh?', me imploró con
ansiedad. 'Sería terrible para su reputación que alguien aquí...' Le
prometí completa discreción con gran seriedad.
'Tengo una canoa y tres negros esperándome
no muy lejos de aquí. Me marcho. ¿Me podría dar usted unos cuantos
cartuchos Martini-Henry?' Pude y se los di, con la debida reserva. Tomó un
puñado de tabaco. 'Entre marinos, usted sabe, buen tabaco inglés.' En la
parte de la timonera se volvió hacia mí. 'Diga, ¿no tiene por casualidad
un par de zapatos que le sobre? ¡Mire!' Levantó un pie. Las suelas estaban
atadas con cordones anudados en forma de sandalias, debajo de los pies
desnudos. Saqué un viejo par que él miró con admiración antes de meterlo
bajo el brazo izquierdo. Uno de sus bolsillos (de un rojo brillante)
estaba lleno de cartuchos, del otro (azul marino) asomaba el libro de
Towson. Parecía considerarse excelentemente bien equipado para un nuevo
encuentro con la selva. '¡Oh, nunca, nunca volveré a encontrar un hombre
semejante!', dijo. 'Debía haberlo oído recitar poemas, algunos eran suyos,
¿se imagina? ¡Poemas!' Hizo girar los ojos ante el recuerdo de aquellos
poemas. '¡Ha ampliado mi mente!' 'Adiós', le dije. Nos estrechamos las
manos y se perdió en la noche. A veces me pregunto si realmente lo habré
visto alguna vez. Si es posible que haya existido un fenómeno de esa
especie.
"Cuando desperté poco
después de media noche, su advertencia vino a mi memoria con la
insinuación de un peligro, que parecía, en aquella noche estrellada, lo
bastante real como para que me levantara a mirar a mi alrededor. En la
colina habían encendido una fogata, iluminando parcialmente una esquina de
la cabaña. Uno de los agentes, con un piquete formado con nuestros negros,
armados en esa ocasión, montaba guardia ante el marfil. Pero en las
profundidades de la selva, rojos centelleos oscilantes, que parecían
hundirse y surgir del suelo entre confusas formas de columnas de intensa
negrura, mostraban la posición exacta del campo donde los adoradores del
señor Kurtz sostenían su inquieta vigilia. El monótono redoble de un
tambor llenaba el aire con golpes sordos y con una vibración prolongada.
El continuo zumbido de muchos hombres que
cantaban algún conjuro sobrenatural salía
del negro y uniforme muro vegetal, como un zumbido de abejas sale de una
colmena, y tenía un efecto extraño y narcotizante sobre mis sentidos
aletargados. Creo que empecé a dormitar, apoyado en la barandilla, hasta
que un repentino brote de alaridos, una erupción irresistible de un hasta
ese momento reprimido y misterioso frenesí, me despertó y me dejó por el
momento totalmente aturdido. Miré por casualidad hacia el pequeño
camarote. Había una luz en su interior, pero el señor Kurtz no estaba
allí.
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"Supongo que hubiera lanzado un grito de
haber dado crédito a mis ojos. Pero al principio no les creí... ¡Aquello
me parecía tan decididamente imposible! El hecho es que estaba yo del todo
paralizado por un miedo total; era una especie de terror puro y abstracto,
sin ninguna conexión con cualquier evidencia de peligro físico. Lo que
hacía tan avasalladora aquella emoción era... ¿cómo podía definirlo?... el
golpe moral que recibí, como si algo a la vez monstruoso, intolerable de
concebir y odioso al alma, me hubiera sido impuesto inesperadamente.
Aquello duró sin duda alguna sólo una mínima fracción de segundo, y
después el sentimiento habitual de común y mortal peligro, la posibilidad
de un ataque repentino y de una carnicería o algo por el estilo que me
parecía estar en el aire fue recibida por mí como algo agradable y
reconfortante. Me tranquilicé hasta tal punto que no di la voz de alarma.
"Había un agente envuelto en un chaquetón,
durmiendo en una silla, a unos tres pies de donde yo estaba. Los gritos no
lo habían despertado; roncaba suavemente. Le dejé entregado a su sueño y
bajé a tierra. Yo no traicionaba a Kurtz; estaba escrito que nunca había
de traicionarle, estaba escrito que debía ser leal a la pesadilla que
había elegido. Me sentía impaciente por tratar con aquella sombra por mi
cuenta, solo... Y hasta el día de hoy no logro comprender por qué me
sentía tan celoso de compartir con los demás la peculiar negrura de esa
experiencia.
"Tan pronto como llegué a la orilla, vi un
rastro... un rastro amplio entre la hierba.
Recuerdo la exaltación con que me dije: 'No
puede andar; se está arrastrando a cuatro patas. Ya lo tengo.' La hierba
estaba húmeda por el rocío. Yo caminaba rápidamente con los puños
cerrados. Imagino que tenía la vaga idea de darle una paliza cuando lo
encontrara. No sé. Tenía algunos pensamientos imbéciles. La vieja que
tejía con el gato penetraba en mi memoria como una persona sumamente
inadecuada en el extremo de aquel asunto. Vi a una fila de peregrinos,
disparando chorros de plomo con los winchesters apoyados en la cadera.
Pensé que no volvería al barco, y me imaginé viviendo solitario y sin
armas en medio de la selva hasta una edad avanzada. Futilezas por el
estilo, sabéis. Recuerdo que confundí el batir de los tambores con el de
mi propio corazón, y que me agradaba su tranquila regularidad.
"Seguí el rastro... luego me detuve a
escuchar. La noche era muy clara; un espacio azul oscuro, brillante de
rocío y luz de estrellas, en el que algunos bultos negros permanecían muy
tranquilos. Me pareció vislumbrar algo que se movía delante de mí.
Estaba extrañamente seguro de todo aquella
noche. Abandoné el rastro y corrí en un amplio semicírculo (supongo que en
realidad me estaba riendo de mis propias argucias) a fin de aparecer
frente a aquel bulto, a aquel movimiento que yo había visto... si es que
en realidad había visto algo. Estaba cercando a Kurtz como si se tratara
de un juego infantil.
"Llegué donde él estaba y, de no haber sido
porque me oyó acercarme, lo hubiera podido atrapar enseguida. Logró
levantarse a tiempo. Se puso en pie, inseguro, largo, pálido, confuso,
como un vapor exhalado por la tierra, se tambaleó ligeramente, brumosa y
silenciosamente delante de mí, mientras que a mi espalda las fogatas
brillaban entre los árboles y el murmullo de muchas voces brotaba del
bosque. Lo había aislado hábilmente, pero en ese momento, al hacerle
frente y recobrar los sentidos, advertí el peligro en toda su verdadera
proporción. De ninguna manera había pasado. ¿Y si él comenzaba a gritar?
Aunque apenas podía tenerse en pie, su voz era aún bastante vigorosa.
'¡Márchese, escóndase!',
dijo con aquel tono profundo. Era terrible. Miré a mis espaldas. Estábamos
a unas treinta yardas de distancia de la fogata más próxima. Una figura
negra se levantó, cruzó en amplias zancadas, con sus largas piernas
negras, levantando sus largos brazos negros, ante el resplandor del fuego.
Tenía cuernos... una cornamenta de antílope, me parece, sobre la cabeza.
Algún hechicero, algún brujo, sin duda; tenía un aspecto realmente
demoníaco. '¿Sabe usted lo que está haciendo?', murmuré. 'Perfectamente',
respondió, elevando la voz para decir aquella única
palabra. Aquella voz resonó lejana y fuerte
a la vez, como una llamada a través de una bocina. Pensé que si comenzaba
a discutir estábamos perdidos. Por supuesto no era el momento para
resolver el conflicto a puñetazos, aparte de la natural aversión que yo
sentía a golpear aquella sombra... aquella cosa errante y atormentada. 'Se
perderá usted, se perderá completamente' murmuré. A veces uno tiene esos
relámpagos de inspiración, ya sabéis. Yo había dicho la verdad, aunque de
hecho él no podía perderse más de lo que ya lo estaba en aquel momento,
cuando los fundamentos de nuestra amistad se asentaron para durar... para
durar... para durar... hasta el fin... más allá del fin.
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"'Yo tenía planes inmensos', murmuró con
indecisión. 'Sí', le dije, 'pero si intenta usted gritar le destrozaré la
cabeza con...' Vi que no había ni un palo ni una piedra cerca. 'Lo
estrangularé', me corregí. 'Me hallaba en el umbral de grandes cosas',
suplicó con una voz plañidera, con una avidez de tono que hizo que la
sangre se me helara en las venas. 'Y ahora por ese estúpido canalla...'
'Su éxito en Europa está asegurado en todo caso', afirmé con resolución.
No me hubiera gustado tener que estrangularlo..., y de cualquier modo
aquello no habría tenido ningún sentido práctico.
Intenté romper el hechizo, el denso y mudo
hechizo de la selva, que parecía atraerle hacia su seno despiadado
despertando en él olvidados y brutales instintos, recuerdos de pasiones
monstruosas y satisfechas. Estaba convencido de que sólo eso lo había
llevado a dirigirse al borde de la selva, a la maleza, hacia el resplandor
de las fogatas, el sonido de los tambores, el zumbido de conjuros
sobrenaturales.
Sólo eso había seducido a su alma forajida
hasta más allá de los límites de las aspiraciones lícitas. Y, ¿os dais
cuenta?, lo terrible de la situación no estaba en que me dieran un golpe
en la cabeza, aunque tenía una sensación muy viva de ese peligro también,
sino en el hecho de que tenía que vérmelas con un hombre ante quien no
podía apelar a ningún sentimiento elevado o bajo. Debía, igual que los
negros, invocarlo a él, a él mismo, a su propia exaltada e increíble
degradación. No había nada por encima ni por debajo de él, y yo lo sabía.
Se había desprendido de la tierra. ¡Maldito sea! Había golpeado la tierra
hasta romperla en pedazos. Estaba solo, y yo frente a él no sabía si
pisaba tierra o si flotaba en el aire. Os he dicho a vosotros que
hablamos, he repetido las frases que pronunciamos... pero, ¿qué sentido
tiene todo esto? Eran palabras comunes, cotidianas, los familiares, vagos
sonidos cambiados al despertar de cada día. ¿Y qué sentido tenían? Existía
detrás, en mi espíritu, la terrible sugestión de palabras oídas en sueños,
frases murmuradas en pesadillas. ¡Un alma! Si hay alguien que ha luchado
con un alma yo soy ese hombre. Y no es que estuviera discutiendo con un
lunático. Lo creáis o no, el hecho es que su inteligencia seguía siendo
perfectamente lúcida... concentrada, es cierto, sobre él mismo con
horrible intensidad, y sin embargo con lucidez. Y en eso estribaba mi
única oportunidad, fuera, por supuesto, de matarlo allí, lo que no hubiera
resultado bien debido al ruido inevitable. Pero su alma estaba loca. Al
quedarse solo en la selva, había mirado a su interior, y ¡cielos!, puedo
afirmarlo, había enloquecido.
Yo tuve (debido a mis pecados, imagino) que
pasar la prueba de mirar también dentro de ella. Ninguna elocuencia
hubiera podido marchitar tan eficazmente la fe en la humanidad como su
estallido final de sinceridad. Luchó consigo mismo, también.
Lo vi... lo oí. Vi el misterio inconcebible
de un alma que no había conocido represiones, ni fe, ni miedo, y que había
luchado, sin embargo, ciegamente, contra sí misma. Conservé la cabeza
bastante bien, pero cuando lo tuve ya tendido en el lecho, me enjugué la
frente, mientras mis piernas temblaban como si acabara de transportar
media tonelada sobre la espalda hasta la cima de una colina. Y sin embargo
sólo había sostenido su brazo huesudo apoyado en mis hombros; no era mucho
más pesado que un niño.
"Cuando al día siguiente
partimos a mediodía, la multitud, de cuya presencia tras la cortina de
árboles había sido agudamente consciente todo el tiempo, volvió a salir de
la maleza, llenó el patio de la estación, cubrió el declive de la colina
con una masa de cuerpos desnudos que respiraban, que se estremecían,
bronceados. Remonté un poco el río, luego viré y navegué con la corriente.
Dos mil ojos seguían las evoluciones del demonio del río, que chapoteaba
dando golpes impetuosos, azotando el agua con su cola terrible y
esparciendo humo negro por el aire. Frente a la primera fila, a lo largo
del río, tres hombres, cubiertos de un fango rojo brillante de los pies a
la cabeza, se contoneaban impacientes. Cuando llegamos de nuevo frente a
ellos, miraban al río, pateaban,
movían sus cuerpos enrojecidos; sacudían
hacia el feroz demonio del río un manojo de plumas negras, una piel
repugnante con una cola colgante, algo que parecía una calabaza seca. Y a
la vez gritaban periódicamente series extrañas de palabras que no se
parecían a ningún sonido humano, y los profundos murmullos de la multitud
interrumpidos de pronto eran como los responsos de alguna letanía
satánica.
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"Transportamos a Kurtz a la cabina del
piloto: allí había más aire. Tendido sobre el lecho, miraba fijamente por
los postigos abiertos. Hubo un remolino en la masa de cuerpos humanos, y
la mujer de la cabeza en forma de yelmo y las mejillas teñidas corrió
hasta la orilla misma de la corriente. Él tendió las manos, gritó algo,
toda aquella multitud salvaje continuó el grito en un coro rugiente,
articulado, rápido e incesante.
"'¿Entiende lo que dicen?', le pregunté.
"Él continuaba mirando hacia el exterior,
más allá de mí, con ferocidad, con ojos ardientes, añorantes, con una
expresión en que se mezclaban la avidez y el odio. No respondió. Pero vi
una sonrisa, una sonrisa de indefinible significado, aparecer en sus
labios descoloridos, que un momento después se crisparon convulsivamente.
'Por supuesto', dijo lentamente, en sílabas
entrecortadas, como si las palabras se le hubieran escapado por obra y
gracia de una fuerza sobrenatural.
"Tiré del cordón de la sirena, y lo hice
porque vi a los peregrinos en la cubierta preparar sus rifles con el aire
de quien se dispone a participar en una alegre francachela. Ante el súbito
silbido, hubo un movimiento de abyecto terror en aquella apiñada masa de
cuerpos. 'No haga usted eso, no lo haga. ¿No ve que los ahuyenta usted?',
gritó alguien desconsoladamente desde cubierta. Tiré de cuando en cuando
del cordón. Se separaban y corrían, saltaban, se agachaban, se apartaban,
se evadían del terror del sonido. Los tres tipos embadurnados de rojo se
habían tirado boca abajo, en la orilla, como si hubieran sido fusilados.
Sólo aquella mujer bárbara y soberbia no vaciló siquiera, y extendió
trágicamente hacia nosotros sus brazos desnudos, sobre la corriente oscura
y brillante.
"Y entonces la imbécil multitud que se
apiñaba en cubierta comenzó su pequeña diversión y ya no pude ver nada más
debido al humo.
"La oscura corriente corría rápidamente
desde el corazón de las tinieblas, llevándonos hacia abajo, hacia el mar,
con una velocidad doble a la del viaje en sentido inverso. Y la vida de
Kurtz corría también rápidamente, desintegrándose, desintegrándose en el
mar del tiempo inexorable. El director se sentía feliz, no tenía ahora
preocupaciones vitales. Nos miraba a ambos con una mirada comprensiva y
satisfecha; el asunto se había resuelto de la mejor manera que se podía
esperar. Yo veía acercarse el momento en que me quedaría solo debido a mi
apoyo a los métodos inadecuados. Los peregrinos me miraban
desfavorablemente. Se me contaba ya, por así decirlo, entre los muertos.
Me resulta extraña la manera en que acepté aquella asociación inesperada;
aquella elección de pesadillas pesaba sobre mí en la tenebrosa tierra
invadida por aquellos mezquinos y rapaces fantasmas.
"Kurtz peroraba. ¡Qué voz! ¡Qué voz! Resonó
profundamente hasta el mismo fin. Su fortaleza sobrevivió para ocultar
entre los magníficos pliegues de su elocuencia la estéril oscuridad de su
corazón. ¡Pero él luchaba, luchaba! Su cerebro desgastado por la fatiga
era visitado por imágenes sombrías... imágenes de riquezas y fama que
giraban obsequiosamente alrededor de su don inextinguible de noble y
elevada expresión. Mi prometida, mi estación, mi carrera, mis ideas...
aquellos eran los temas que le servían de material para la expresión de
sus elevados sentimientos. La sombra del Kurtz original frecuentaba la
cabecera de aquella sombra vacía cuyo destino era ser enterrada en el seno
de una tierra primigenia. Pero tanto el diabólico amor como el odio
sobrenatural de los misterios que había penetrado luchaban por la posesión
de aquella alma saciada de emociones primitivas, ávida de gloria falsa, de
distinción fingida y de todas las apariencias de éxito y poder.
"A veces era
lamentablemente pueril. Deseaba encontrarse con reyes que fueran a
recibirlo en las estaciones ferroviarias, a su regreso de algún espantoso
rincón del mundo, donde tenía el proyecto de realizar cosas magnas. 'Usted
les muestra que posee algo verdaderamente aprovechable y entonces no habrá
limites para el reconocimiento de su capacidad', decía. 'Por supuesto debe
tener siempre en cuenta los
motivos, los motivos correctos.' Las largas extensiones que eran siempre
como una misma e igual extensión, se deslizaban ante el barco con su
multitud de árboles seculares que miraban pacientemente a aquel desastroso
fragmento de otro mundo, el apasionado de los cambios, las conquistas, el
comercio, las matanzas y las bendiciones. Yo miraba hacia adelante,
llevando el timón. 'Cierre los postigos', dijo Kurtz repentinamente un
día. 'No puedo tolerar ver todo esto.' Lo hice. Hubo un silencio. '¡Oh,
pero todavía te arrancaré el corazón!', le gritó a la selva invisible.
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"El barco se averió (como había temido), y
tuvimos que detenernos para repararlo en la punta de una isla. Fue esa
demora lo primero que provocó las confidencias de Kurtz. Una mañana me dio
un paquete de papeles y una fotografía. Todo estaba atado con un cordón de
zapatos. 'Guárdeme esto', me pidió. 'Aquel imbécil (aludía al director) es
capaz de hurgar en mis cajas cuando no me doy cuenta.' Por la tarde volví
a verle. Estaba acostado sobre la espalda, con los ojos cerrados. Me
retiré sin ruido, pero le oí murmurar: 'Vive rectamente, muere, muere...'
Lo escuché. Pero no hubo nada más. ¿Estaba ensayando algún discurso en
medio del sueño, o era un fragmento de una frase de algún artículo
periodístico? Había sido periodista, e intentaba volver a serlo. '...Para
poder desarrollar mis ideas. Es un deber.'
"La suya era una oscuridad impenetrable. Yo
le miraba como se mira, hacia abajo, a un hombre tendido en el fondo de un
precipicio, al que no llegan nunca los rayos del sol. Pero no tenía
demasiado tiempo que dedicarle porque estaba ayudando al maquinista a
desarmar los cilindros dañados, a fortalecer las bielas encorvadas, y
otras cosas por el estilo. Vivía en una confusión infernal de herrumbre:
limaduras, tuercas, clavijas, llaves, martillos, barrenos, cosas que
detesto porque jamás me he logrado entender bien con ellas. Estaba
trabajando en una pequeña fragua que por fortuna teníamos a bordo;
trabajaba asiduamente con mi pequeño montón de limaduras, a menos que
tuviera escalofríos demasiado fuertes y no pudiera tenerme en pie...
"Una noche al entrar en la cabina con una
vela me alarmé al oírle decir con voz trémula: 'Estoy acostado aquí en la
oscuridad esperando la muerte.' La luz estaba a menos de un pie de sus
ojos. Me esforcé en murmurar: '¡Tonterías!' Y permanecí a su lado, como
traspasado.
"No he visto nunca nada semejante al cambio
que se operó en sus rasgos, y espero no volver a verlo. No es que me
conmoviera. Estaba fascinado. Era como si se hubiera rasgado un velo. Vi
sobre ese rostro de marfil la expresión de sombrío orgullo, de implacable
poder, de pavoroso terror... de una intensa e irremediable desesperación.
¿Volvía a vivir su vida, cada detalle de deseo, tentación y entrega,
durante ese momento supremo de total lucidez? Gritó en un susurro a alguna
imagen, a alguna visión, gritó dos veces, un grito que no era más que un
suspiro: '¡Ah, el horror! ¡El horror!'
"Apagué de un soplo la vela y salí de la
cabina. Los peregrinos estaban almorzando en el comedor, y ocupé un sitio
frente al director, que levantó los ojos para dirigirme una mirada
interrogante, que yo logré ignorar con éxito. Se echó hacia atrás, sereno,
con esa sonrisa peculiar con que sellaba las profundidades inexpresadas de
su mezquindad. Una lluvia continua de pequeñas moscas corría sobre la
lámpara, sobre el mantel, sobre nuestras manos y caras. De pronto el
muchacho del director introdujo su insolente cabeza negra por la puerta y
dijo en un tono de maligno desprecio: 'Señor Kurtz... él, muerto.'
"Todos los peregrinos salieron
precipitadamente para verlo. Yo permanecí allí, y terminé mi cena. Creo
que fui considerado como un individuo brutalmente duro. Sin embargo, no
logré comer mucho. Había allí una lámpara... luz... y afuera una oscuridad
bestial. No volví a acercarme al hombre notable que había pronunciado un
juicio sobre las aventuras de su espíritu en esta tierra. La voz se había
ido. ¿Qué más había habido allí? Pero por supuesto me enteré de que al día
siguiente los peregrinos enterraron algo en un foso cavado en el fango.
"Y luego casi tuvieron que sepultarme a mí.
"Sin embargo, como podéis ver, no fui a reunirme allí con Kurtz. No fue
así.
Permanecí aquí, para
soñar la pesadilla hasta el fin, y para demostrar mi lealtad hacia Kurtz
una vez más. El destino. ¡Mi destino! ¡Es curiosa la vida... ese
misterioso arreglo de lógica implacable con propósitos fútiles! Lo más que
de ella se puede esperar es cierto conocimiento de uno mismo... que
llega demasiado tarde... una cosecha
de inextinguibles remordimientos. He luchado a brazo partido con la
muerte.
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Es la contienda menos estimulante que podéis
imaginar. Tiene lugar en un gris impalpable, sin nada bajo los pies, sin
nada alrededor, sin espectadores, sin clamor, sin gloria, sin un gran
deseo de victoria, sin un gran temor a la derrota, en una atmósfera
enfermiza de tibio escepticismo, sin demasiada fe en los propios derechos,
y aún menos en los del adversario. Si tal es la forma de la última
sabiduría, la vida es un enigma mayor de lo que alguno de nosotros piensa.
Me hallaba a un paso de aquel trance y sin embargo descubrí, con
humillación, que no tenía nada que decir. Por esa razón afirmo que Kurtz
era un hombre notable. Él tenía algo que decir. Lo decía. Desde el momento
en que yo mismo me asomé al borde, comprendí mejor el sentido de su
mirada, que no podía ver la llama de la vela, pero que era lo
suficientemente amplia como para abrazar el universo entero, lo
suficientemente penetrante como para introducirse en todos los corazones
que baten en la oscuridad. Había resumido, había juzgado. '¡El horror!'
Era un hombre notable.
Después de todo, aquello expresaba cierta
creencia. Había candor, convicción, una nota vibrante de rebeldía en su
murmullo, el aspecto espantoso de una verdad apenas entrevista... una
extraña mezcla de deseos y de odio. Y no es mi propia agonía lo que
recuerdo mejor: una visión de grisura sin forma colmada de dolor físico, y
un desprecio indiferente ante la disipación de todas las cosas, incluso de
ese mismo dolor. ¡No! Es su agonía lo que me parece haber vivido. Cierto
que él había dado el último paso, había traspuesto el borde, mientras que
a mí me había sido permitido volver sobre mis pasos. Tal vez toda la
diferencia estribe en eso; tal vez toda la sabiduría, toda la verdad, toda
la sinceridad, están comprimidas en aquel inapreciable momento de tiempo
en el que atravesamos el umbral de lo invisible. Tal vez! Me gustaría
pensar que mi resumen no fuera una palabra de desprecio indiferente. Mejor
fue su grito..., mucho mejor. Era una victoria moral pagada por las
innumerables derrotas, por los terrores abominables y las satisfacciones
igualmente abominables. ¡Pero era una victoria! Por eso permanecí leal a
Kurtz hasta el final y aún más allá, cuando mucho tiempo después volví a
oír, no su voz, sino el eco de su magnífica elocuencia que llegaba a mí de
un alma tan translúcidamente pura como el cristal de roca.
"No, no me enterraron, aunque hay un periodo
de tiempo que recuerdo confusamente, con un asombro tembloroso, como un
paso a través de algún mundo inconcebible en el que no existía ni
esperanza ni deseo. Me encontré una vez más en la ciudad sepulcral, sin
poder tolerar la contemplación de la gente que se apresuraba por las
calles para extraer unos de otros un poco de dinero, para devorar su
infame comida, para tragar su cerveza malsana, para soñar sus sueños
insignificantes y torpes. Era una infracción a mis pensamientos. Eran
intrusos cuyo conocimiento de la vida constituía para mí una pretensión
irritante, porque estaba seguro de que no era posible que supieran las
cosas que yo sabía. Su comportamiento, que era sencillamente el
comportamiento de los individuos comunes que iban a sus negocios con la
afirmación de una seguridad perfecta, me resultaba tan ofensivo como las
ultrajantes ostentaciones de insensatez ante un peligro que no se logra
comprender.
No sentía ningún deseo de demostrárselo,
pero tenía a veces dificultades para contenerme y no reírme en sus caras,
tan llenas de estúpida importancia. Me atrevería a decir que no estaba yo
muy bien en aquella época. Vagaba por las calles (tenía algunos negocios
que arreglar) haciendo muecas amargas ante personas respetables. Admito
que mi conducta era inexcusable, pero en aquellos días mi temperatura rara
vez era normal. Los esfuerzos de mi querida tía para restablecer 'mis
fuerzas' me parecían algo del todo inadecuado. No eran mis fuerzas las que
necesitaban restablecerse, era mi imaginación la que necesitaba un
sedante.
Conservaba el paquete de
papeles que Kurtz me había entregado, sin saber exactamente qué debía
hacer con ellos. Su madre había muerto hacía poco, asistida, como supe
después, por su prometida. Un hombre bien afeitado, con aspecto oficial y
lentes de oro, me visitó un día y comenzó a hacerme algunas preguntas, al
principio veladas, luego suavemente apremiantes, sobre lo que él daba en
llamar 'ciertos documentos'. No me sorprendió, porque yo había tenido dos
discusiones con el director a ese respecto. Me había negado a ceder el más
pequeño fragmento de aquel paquete, y adopté la misma actitud ante el
hombre de los lentes de oro. Me hizo algunas amenazas veladas y
arguyó con acaloramiento que la
compañía tenía derecho a cada ápice de información sobre sus
'territorios'.
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Según él, el conocimiento del señor Kurtz
sobre las regiones inexploradas debía ser por fuerza muy amplio y
peculiar, dada su gran capacidad y las deplorables circunstancias en que
había sido colocado. Sobre eso, le aseguré que el conocimiento del señor
Kurtz, aunque extenso, no tenía nada que ver con los problemas comerciales
o administrativos. Entonces invocó el nombre de la ciencia.
Sería una pérdida incalculable que...
etcétera. Le ofrecí el informe sobre la 'Supresión de las Costumbres
Salvajes', con el post-scriptum borrado. Lo cogió ávidamente, pero terminó
por dejarlo a un lado con un aire de desprecio. 'No es esto lo que
teníamos derecho a esperar', observó. 'No espere nada más', le dije. 'Se
trata sólo de cartas privadas.'
"Se retiró, emitiendo algunas vagas amenazas
de procedimientos legales, y no le vi más. Pero otro individuo, diciéndose
primo de Kurtz, apareció dos días más tarde, ansioso por oír todos los
detalles sobre los últimos momentos de su querido pariente.
Incidentalmente, me dio a entender que Kurtz había sido en esencia un gran
músico. 'Hubiera podido tener un éxito inmenso', dijo aquel hombre, que
era organista, creo, con largos y lacios cabellos grises que le caían
sobre el cuello grasiento de la chaqueta. No tenía yo razón para poner en
duda aquella declaración, y hasta el día de hoy soy incapaz de decir cuál
fue la profesión de Kurtz, si es que tuvo alguna... cuál fue el mayor de
sus talentos. Lo había considerado como un pintor que escribía a veces en
los periódicos, o como un periodista a quien le gustaba pintar, pero ni
siquiera el primo (que no dejaba de tomar rapé durante la conversación)
pudo decirme cuál había sido exactamente su profesión. Se había tratado de
un genio universal. Sobre este punto estuve de acuerdo con aquel viejo
tipo, que entonces se sonó estruendosamente la nariz con un gran pañuelo
de algodón y se marchó con una agitación senil, llevándose algunas cartas
de familia y recuerdos sin importancia. Por último apareció un periodista
ansioso por saber algo de la suerte de su 'querido colega'. Aquel
visitante me informó que la esfera propia de Kurtz era la política en su
aspecto popular. Tenía cejas pobladas y rectas, cabello áspero, muy corto,
un monóculo al extremo de una larga cinta, y cuando se sintió expansivo
confesó su opinión de que Kurtz en realidad no sabía escribir, pero,
¡cielos!, qué manera de hablar la de aquel hombre. Electrizaba a las
multitudes.
Tenía fe, ¿ve usted?, tenía fe. Podía
convencerse y llegar a creer cualquier cosa, cualquier cosa. Hubiera
podido ser un espléndido dirigente para un partido extremista. '¿Qué
partido?', le pregunté. 'Cualquier partido', respondió. 'Era un... un
extremista. 'Inquirió si no estaba yo de acuerdo, y asentí. Sabía yo, me
preguntó, qué lo había inducido a ir a aquel lugar. 'Sí', le dije, y
enseguida le entregué el famoso informe para que lo publicara, si lo
consideraba pertinente. Lo hojeó apresuradamente, mascullando algo todo el
tiempo. Juzgó que 'podía servir', y se retiró con el botín.
"De manera que me quedé al fin con un manojo
de cartas y el retrato de una joven.
Me causó impresión su belleza... o, mejor
dicho, la belleza de su expresión. Sé que la luz del sol también puede
contribuir a la mentira, sin embargo uno podía afirmar que ninguna
manipulación de la luz y de la sombra podía haber inventado los delicados
y veraces rasgos de aquellas facciones. Parecía estar dispuesta a escuchar
sin ninguna reserva mental, sin sospechas, sin ningún pensamiento para sí
misma.
Decidí ir yo mismo a devolver esas cartas.
¿Curiosidad? Sí, y tal vez también algún otro sentimiento. Todo lo que
había pertenecido a Kurtz había pasado por mis manos: su alma, su cuerpo,
su estación, sus proyectos, su marfil, su carrera. Sólo quedaba su
recuerdo y su prometida, y en cierto modo quería también relegar eso al
pasado... para entregar personalmente todo lo que de él permanecía en mí a
ese olvido que es la última palabra de nuestro destino común. No me
defiendo. No tenía una clara percepción de lo que realmente quería. Tal
vez era un impulso de inconsciente lealtad, o el cumplimiento de una de
esas irónicas necesidades que acechan en la realidad de la existencia
humana. No lo sé. No puedo decirlo, pero fui.
"Pensaba que su recuerdo
era como los otros recuerdos de los muertos que se acumulan en la vida de
cada hombre... una vaga huella en el cerebro de las sombras que han caído
en él en su rápido tránsito final. Pero ante la alta y pesada puerta,
entre las elevadas casas de una calle tan tranquila y
decorosa como una avenida bien cuidada en un
cementerio, tuve una visión de él en la camilla, abriendo la boca
vorazmente como tratando de devorar toda la tierra y a toda su población
con ella.
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Vivió entonces ante mí, vivió tanto como
había vivido alguna vez... Una sombra insaciable de apariencia espléndida,
de realidad terrible, una sombra más oscura que las sombras de la noche,
envuelta notablemente en los pliegues de su brillante elocuencia. La
visión pareció entrar en la casa conmigo: las parihuelas, los fantasmales
camilleros, la multitud salvaje de obedientes adoradores, la oscuridad de
la selva, el brillo de la lejanía entre los lóbregos recodos, el redoble
de tambores, regular y apagado como el latido de un corazón... el corazón
de las tinieblas vencedoras. Fue un momento de triunfo para la selva, una
irrupción invasora y vengativa, que me pareció que debía guardar sólo para
la salvación de otra alma. Y el recuerdo de lo que había oído decir allá
lejos, con las figuras cornudas deslizándose a mis espaldas, ante el
brillo de las fogatas, dentro de los bosques pacientes, aquellas frases
rotas que llegaban hasta mí, volvieron a oírse en su fatal y terrible
simplicidad. Recordé su abyecta súplica, sus abyectas amenazas, la escala
colosal de sus viles deseos, la mezquindad, el tormento, la tempestuosa
agonía de su espíritu. Y más tarde me pareció ver su aire sosegado y
displicente cuando me dijo un día: 'Esta cantidad de marfil es ahora
realmente mía. La compañía no pagó nada por ella. Yo la he reunido a costa
de grandes riesgos personales. Temo que intenten reclamarla como suya. ¡Hmm!
Es un caso difícil. ¿Qué cree usted que deba hacer? ¿Resistir? ¿Eh? Lo
único que pido es justicia...' Lo único que quería era justicia... sólo
justicia. Llamé al timbre ante una puerta de caoba en el primer piso, y,
mientras esperaba, él parecía mirarme desde los cristales, mirarme con esa
amplia y extensa mirada con que había abrazado, condenado, aborrecido todo
el universo. Me pareció oír nuevamente aquel grito: '¡Ah! el horror! ¡El
horror!' "Caía el crepúsculo. Tuve que esperar en un amplio salón con tres
grandes ventanas, que iban del suelo al techo, semejantes a tres columnas
luminosas y acortinadas.
Las patas curvas y doradas y los respaldos
de los muebles brillaban bajo el reflejo de la luz. La alta chimenea de
mármol ostentaba una blancura fría y monumental. Un gran piano hacía su
aparición masiva en una esquina; con oscuros destellos en las superficies
planas como un sombrío y pulimentado sarcófago. Se abrió una puerta, se
cerró. Yo me puse de pie.
"Vino hacia mí, toda de negro, con una
cabeza pálida. Parecía flotar en la oscuridad.
Llevaba luto. Hacía más de un año que él
había muerto, más de un año desde que las noticias habían llegado, pero
parecía que ella pensaba recordarlo y llorarlo siempre. Tomó mis manos
entre las suyas y murmuró: 'Había oído decir que venía usted.'
"Advertí que no era muy joven..., quiero
decir que no era una muchacha. Tenía una capacidad madura para la
confianza, para el sufrimiento. La habitación parecía haberse
ensombrecido, como si toda la triste luz de la tarde nublada se hubiera
concentrado en su frente. Su cabellera clara, su pálido rostro, sus cejas
delicadamente trazadas, parecían rodeados por un halo ceniciento desde el
que me observaban sus ojos oscuros. Su mirada era sencilla, profunda,
confiada y leal.
Llevaba la cabeza como si estuviera
orgullosa de su tristeza, como si pudiera decir: 'Sólo yo sé llorarle como
se merece. Pero mientras permanecíamos aún con las manos estrechadas,
apareció en su rostro una expresión de desolación tan intensa que percibí
que no era una de esas criaturas que se convierten en juguete del tiempo.
Para ella él había muerto apenas ayer. Y, ¡por Júpiter!, la impresión fue
tan poderosa que a mí también me pareció que hubiera muerto sólo ayer, es
más, en ese mismo momento. Los vi juntos en ese mismo instante... la
muerte de él, el dolor de ella... ¿me comprendéis? Los vi juntos, los oí
juntos. Ella decía en un suspiro profundo: 'He sobrevivido', mientras mis
oídos parecían oír con toda claridad, mezclado con el tono de reproche
desesperado de ella, el grito en el que él resumía su condenación eterna.
Me pregunté, con una sensación de pánico en el corazón, como si me hubiera
equivocado al penetrar en un sitio de crueles y absurdos misterios que un
ser humano no puede tolerar, qué hacía yo ahí. Me indicó una silla.
Nos sentamos. Coloqué el paquete en una
pequeña mesa y ella puso una mano sobre él. 'Usted lo conoció bien',
murmuró, después de un momento de luctuoso silencio.
"'La intimidad surge rápidamente allá',
dije. 'Le conocí tan bien como es posible que un hombre conozca a otro.'
"'Y lo admiraba', dijo. 'Era imposible
conocerlo y no admirarlo. ¿No es cierto?'
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"'Era un hombre notable', dije, con
inquietud. Luego, ante la exigente fijeza de su mirada que parecía espiar
las palabras en mis mismos labios, proseguí: 'Era imposible no...'
"'Amarlo, concluyó ansiosamente,
imponiéndome silencio, reduciéndome a una estupefacta mudez. '¡Es muy
cierto! ¡Muy cierto! ¡Piense que nadie lo conocía mejor que yo! ¡Yo merecí
toda su noble confianza! Lo conocí mejor que nadie.'
"'Lo conoció usted mejor que nadie', repetí.
Y tal vez era cierto. Pero ante cada palabra que pronunciaba, la
habitación se iba haciendo más oscura, y sólo su frente, tersa y blanca,
permanecía iluminada por la inextinguible luz de la fe y el amor.
"'Usted era su amigo', continuó. 'Su amigo',
repitió en voz un poco más alta. 'Debe usted haberlo sido, ya que él le
entregó esto y lo envió a mí. Siento que puedo hablar con usted... y, ¡oh!...
debo hablar. Quiero que usted, usted que oyó sus últimas palabras, sepa
que he sido digna de él... No se trata de orgullo... Sí. De lo que me
enorgullezco es de saber que he podido entenderlo mejor que cualquier otra
persona en el mundo... Él mismo me lo dijo. Y desde que su madre murió no
he tenido a nadie... a nadie... para... para...
"Yo escuchaba. La oscuridad se hacía más
profunda. Ni siquiera estaba seguro de que él me hubiera dado el paquete
correcto. Tengo la firme sospecha de que, según sus deseos, yo debía haber
cuidado de otro paquete de papeles, que, después de su muerte, vi examinar
al director bajo la lámpara. Y la joven hablaba, aliviando su dolor en la
certidumbre de mi simpatía; hablaba de la misma manera en que beben los
hombres sedientos. Le oí decir que su compromiso con Kurtz no había sido
aprobado por su familia. No era lo suficientemente rico, o algo así. Y, en
efecto, no sé si no había sido pobre toda su vida. Me había dado a
entender que había sido la impaciencia de una pobreza relativa lo que le
había llevado allá.
"'¿Quién, quién que lo hubiera oído hablar
una sola vez no se convertía en su amigo?', decía. 'Atraía a los hombres
hacia él por lo que había de mejor en ellos.' Me miró con intensidad. 'Es
el don de los grandes hombres', continuó, y el sonido de su voz profunda
parecía tener el acompañamiento de todos los demás sonidos, llenos de
misterios, desolación y tristeza que yo había oído en otro tiempo: el
murmullo del río el susurro de la selva sacudida por el viento, el zumbido
de las multitudes, el débil timbre de las palabras incomprensibles
gritadas a distancia, el aleteo de una voz que hablaba desde el umbral de
unas tinieblas eternas. '¡Pero usted lo ha oído! ¡Usted lo sabe!',
exclamó.
"'¡Sí, lo sé', le dije con una especie de
desesperación en el corazón, pero incliné la frente ante la fe que veía en
ella, ante la grande y redentora ilusión que brillaba con un resplandor
sobrenatural en las tinieblas, en las tinieblas triunfantes de las que no
hubiera yo podido defenderla... de las que tampoco me hubiera yo podido
defender.
"'¡Qué pérdida ha sido para mí... para
nosotros!', se corrigió con hermosa generosidad. Y añadió en un murmullo:
'Para el mundo.' Los últimos destellos del crepúsculo me permitieron ver
el brillo de sus ojos, llenos de lágrimas que no caerían. 'He sido muy
feliz, muy afortunada. Demasiado feliz. Demasiado afortunada por un breve
tiempo. Y ahora soy desgraciada... para toda la vida.'
"Se levantó; su brillante cabello pareció
atrapar toda la luz que aún quedaba en un resplandor de oro. Yo también me
levanté.
"'Y de todo esto', continuó tristemente, 'de
todo lo que prometía, de toda su grandeza, de su espíritu generoso y su
noble corazón no queda nada... nada más que un recuerdo. Usted y yo...'
"'Lo recordaremos siempre', añadí con
premura. "'¡No!', gritó ella. 'Es imposible que todo esto se haya perdido,
que una vida como la suya haya sido sacrificada sin dejar nada, sino
tristeza. Usted sabe cuán amplios eran sus planes. También yo estaba
enterada de ellos, quizás no podía comprenderlos, pero otros los conocían.
Algo debe quedar. Por lo menos sus palabras no han muerto.'
"'Sus palabras permanecerán', dije.
"'Y su ejemplo', susurró, más bien para sí
misma. 'Los hombres le buscaban; la bondad brillaba en cada uno de sus
actos. Su ejemplo...'
"'Es cierto', dije, 'también su ejemplo. Sí,
su ejemplo. Me había olvidado.'
"'Pero yo no. Yo no puedo... no puedo
creer... no aún. No puedo creer que nunca más volveré a verlo, que nadie
lo va a volver a ver, nunca, nunca, nunca.'
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"Extendió los brazos como si tratara de asir
una figura que retrocediera, con las pálidas manos enlazadas, a través del
marchito y estrecho resplandor de la ventana.
¡No verlo nunca! Yo lo veía con bastante
claridad en ese momento. Yo veré aquel elocuente fantasma mientras viva,
de la misma manera en que la veré a ella, una sombra trágica y familiar,
parecida en ese gesto a otra sombra, trágica también, cubierta de amuletos
sin poder, que extendía sus brazos desnudos frente al reflejo de la
infernal corriente, de la corriente que procedía de las tinieblas. De
pronto dijo en voz muy baja: 'Murió como había vivido.'
"'Su fin', dije yo, con una rabia sorda que
comenzaba a apoderarse de mí, 'fue en todo sentido digno de su vida.'
"'Y yo no estuve con él', murmuró. Mi cólera
cedió a un sentimiento de infinita piedad.
"'Todo lo que pudo hacerse...', murmuré.
"'¡Ah, pero yo creía en él más que cualquier
otra persona en el mundo, más que su propia madre, más que... que él
mismo! ¡Él me necesitaba! ¡A mí! Yo hubiera atesorado cada suspiro, cada
palabra, cada gesto, cada mirada.'
"Sentí un escalofrío en el pecho. 'No, no',
dije con voz sorda.
"'Perdóneme, he padecido tanto tiempo en
silencio... en silencio... ¿Estuvo usted con él... hasta el fin? Pienso en
su soledad. Nadie cerca que pudiera entenderlo como yo hubiera podido
hacerlo. Tal vez nadie que oyera...'
"'Hasta el fin', dije temblorosamente. 'Oí
sus últimas palabras...' Me detuve lleno de espanto.
"'Repítalas', murmuró con un tono
desconsolado. 'Quiero... algo... algo... para poder vivir.'
"Estaba a punto de gritarle: '¿No las oye
usted?' La oscuridad las repetía en un susurro que parecía aumentar
amenazadoramente como el primer silbido de un viento creciente. '¡Ah, el
horror! ¡El horror!'
"'Su última palabra... para vivir con ella',
insistía. '¿No comprende usted que yo lo amaba... lo amaba?'
"Reuní todas mis fuerzas y hablé lentamente.
"'La última palabra que pronunció fue el
nombre de usted.'
"Oí un ligero suspiro y mi corazón se detuvo
bruscamente, como si hubiera muerto por un grito triunfante y terrible,
por un grito de inconcebible triunfo, de inexplicable dolor. '¡Lo sabía!
¡Estaba segura!...' Lo sabía. Estaba segura. La oí llorar; ocultó el
rostro entre las manos. Me parecía que la casa iba a derrumbarse antes de
que yo pudiera escapar, que los cielos caerían sobre mi cabeza. Pero nada
ocurrió. Los cielos no se vienen abajo por semejantes tonterías. ¿Se
habrían desplomado, me pregunto, si le hubiera rendido a Kurtz la justicia
que le debía? ¿No había dicho él que sólo quería justicia? Pero me era
imposible. No pude decírselo a ella. Hubiera sido demasiado siniestro..."
Marlow calló, se sentó aparte, concentrado y
silencioso, en la postura de un Buda en meditación. Durante un rato nadie
se movió.
—Hemos perdido el primer reflujo —dijo de
pronto el director.
Yo levanté la cabeza. El mar estaba cubierto
por una densa faja de nubes negras, y la tranquila corriente que llevaba a
los últimos confines de la tierra fluía sombríamente bajo el cielo
cubierto... Parecía conducir directamente al corazón de las inmensas
tinieblas.
FIN