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El Príncipe
Nicolás Maquiavelo
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Enlace a Capítulos
I - II
- III -
IV -
V - VI -
VII - VIII -
IX -
X -
XI -
XII -
XIII -
XIV - XV -
XVI -
XVII -
XVIII -
XIX
- XX -
XXI -
XXII -
XXIII - XIV -
XXV - XXVI
ÍNDICE
CAPÍTULOS
I. De las distintas clases
de principados y de la forma en que se adquieren
II. De los principados
hereditarios
III. De los principados
mixtos
IV. Por qué el reino de
Darío, ocupado por Alejandro, no se sublevó contra los sucesores de éste después
de su muerte
V. De qué modo hay que
gobernar las ciudades o principados que, antes de ser ocupados, se regían por
sus propias leyes
VI. De los principados
nuevos que se adquieren con las armas propias y el talento personal
VII. De los principados
nuevos que se adquieren con armas y fortuna de otros
VIII. De los que llegaron
al principado mediante crímenes
IX. Del principado civil
X. Como deben medirse las
fuerzas de todos los principados
XI. De los principados
eclesiásticos
XII. De las distintas
clases de milicias y de los soldados mercenarios
XIII. De los soldados
auxiliares, mixtos y propios
XIV. De los deberes de un
príncipe para con la milicia
XV. De aquellas cosas por
las cuales los hombres y especialmente los príncipes, son alabados o censurados
XVI. De la prodigalidad y
de la avaricia
XVII. De la crueldad y la
clemencia; y si es mejor ser amado que temido, o ser temido que amado
XVIII. De que modo los
príncipes deben cumplir sus promesas
XIX. De que modo debe
evitarse ser despreciado y odiado
XX. Si las fortalezas, y
muchas otras cosas que los príncipes hacen con frecuencia son útiles o no
XXI. Como debe comportarse
un príncipe para ser estimado
XXII. De los secretarios
del príncipe
XXIII. Como huir de los
aduladores
XXIV. Por que los
príncipes de Italia perdieron sus estados
XXV. Del poder de la
fortuna de las cosas humanas y de los medios para oponérsele
XXVI. Exhortación a
liberar a Italia de los bárbaros
Introducción
Los que desean
congraciarse con un príncipe suelen presentársele con aquello que reputan por
más precioso entre lo que poseen, o con lo que juzgan más ha de agradarle; de
ahí que se vea que muchas veces le son regalados caballos, armas, telas de oro,
piedras preciosas y parecidos adornos dignos de su grandeza. Deseando, pues,
presentarme ante Vuestra Magnificencia con algún testimonio de mi sometimiento,
no he encontrado entre lo poco que poseo nada que me sea más caro o que tanto
estime como el conocimiento de las acciones de los hombres, adquirido gracias a
una larga experiencia de las cosas modernas y a un incesante estudio de las
antiguas.¹ Acciones que luego de examinar y meditar durante mucho tiempo y con
gran seriedad, he encerrado en un corto volumen, que os dirijo.
Y aunque juzgo esta obra
indigna de Vuestra Magnificencia, no por eso confío menos en que sabréis
aceptarla, considerando que no puedo haceros mejor regalo que poneros en
condición de poder entender, en brevísimo tiempo, todo cuanto he aprendido en
muchos años y a costa de tantos sinsabores y peligros. No he adornado ni
hinchado esta obra con cláusulas interminables, ni con palabras ampulosas y
magníficas, ni con cualesquier atractivos o adornos extrínsecos, cual muchos
suelen hacer con sus cosas; ² porque he querido, o que nada la honre, o que sólo
la variedad de la materia y la gra- vedad del tema la hagan grata. No quiero que
se mire como presunción el que un hombre de humilde cuna se atreva a examinar y
criticar el gobierno de los príncipes. Porque así como aquellos que dibujan un
paisaje se colocan en el llano para apreciar mejor los montes y los lugares
altos, y para apreciar mejor el llano escalan los montes,³ así para conocer bien
la naturaleza de los pueblos hay que ser príncipe, y para conocer la de los
príncipes hay que pertenecer al pueblo.
Acoja, pues, Vuestra
Magnificencia este modesto obsequio con el mismo ánimo con que yo lo hago; si lo
lee y medita con atención, descubrirá en él un vivísimo deseo mío: el de que
Vuestra Magnificencia llegue a la grandeza que el destino y sus virtudes le
auguran. Y si Vuestra Magnificencia, desde la cúspide de su altura, vuelve
alguna vez la vista hacia este llano, comprenderá cuán inmerecidamente soporto
una grande y constante malignidad de la suerte.
1 Las dos escuelas de los
grandes hombres. (Cristina de Suecia.)
2 Como Tácito y Gibbon
(G).
3 Con esto empecé y con
ello conviene empezar. Se conoce mucho mejor el fondo de los valles cuando se
está en la cumbre de la montaña (RC).
CAPÍTULO I
DE LAS DISTINTAS CLASES DE
PRINCIPADOS Y DE LA FORMA EN QUE SE ADQUIEREN
Todos los Estados, todas
las dominaciones que han ejercido y ejercen soberanía sobre los hombres, han
sido y son repúblicas o principados. Los principados son, o hereditarios, cuando
una misma familia ha reinado en ellos largo tiempo, o nuevos. Los nuevos, o lo
son del todo, como lo fue Milán bajo Francisco Sforza, o son como miembros
agregados al Estado hereditario del príncipe que los adquiere, como es el reino
de Nápoles para el rey de España. Los dominios así adquiridos están
acostumbrados a vivir bajo un príncipe o a ser libres; y se adquieren por las
armas propias o por las ajenas, por la suerte o por la virtud.
CAPÍTULO II
DE LOS PRINCIPADOS
HEREDITARIOS
Dejaré a un lado el
discutir sobre las repúblicas porque ya en otra ocasión lo he hecho
extensamente. Me dedicaré solo a los principados, para ir tejiendo la urdimbre
de mis opiniones y establecer cómo pueden gobernarse y conservarse tales
principados.
En primer lugar, me parece
que es más fácil conservar un Estado hereditario, acostumbrado a una dinastía,
que uno nuevo, ya que basta con no alterar el orden establecido por los
príncipes anteriores, y contemporizar después con los cambios que puedan
producirse. De tal modo que, si el príncipe es de mediana inteligencia, se
mantendrá siempre en su Estado, a menos que una fuerza arrolladora lo arroje de
él; y aunque así sucediese, sólo, tendría que esperar; para reconquistarlo, a
que el usurpador sufriera. el primer tropiezo.
Tenemos en Italia, por
ejemplo, al duque de Ferrara, que no resistió los asaltos de los venecianos en
el 84 (1484) ni los del papa Julio en el 10 (1510), por motivos distintos de la
antigüedad de su soberanía en el dominio. Porque el príncipe natural tiene menos
razones y menor necesidad de ofender: de donde es lógico que sea más amado; y a
menos que vicios excesivos le atraigan el odio, es razonable que le quieran con
naturalidad los suyos. Y en la antigüedad y continuidad de la dinastía se borran
los recuerdos y los motivos que la trajeron, pues un cambio deja siempre la
piedra angular para la edificación de otro.
CAPÍTULO III
DE LOS PRINCIPADOS MIXTOS
Pero las dificultades
existen en los principados nuevas. Y si no es nuevo del todo, sino como miembro
agregado a un conjunto anterior, que puede llamarse así mixto, sus
incertidumbres nacen en primer lugar de una natural dificultad que se encuentra
en todos los principados nuevos. Dificultad que estriba en que los hombres
cambian con gusto de Señor, creyendo mejorar; y esta creencia los impulsa a
tornar las armas contra él; en lo cual se engañan, pues luego la experiencia les
enseña que han empeorado. Esto resulta de otra necesidad natural y común que
hace que el príncipe se vea obligado a ofender a sus nuevos súbditos, con tropas
o con mil vejaciones que el acto de la conquista lleva consigo. De modo que
tienes por enemigos a todos los que has ofendido al ocupar el principado, y no
puedes conservar como amigos a los que te han ayudado a conquis- tarlo, porque
no puedes satisfacerlos como ellos esperaban, y puesto que les estás obligado,
tampoco puedes emplear medicinas fuertes contra ellos; porque siempre, aunque se
descanse en ejércitos poderosísimos, se tiene necesidad de la colaboración de
los “provincianos” para entrar en una provincia. Por estas razones, Luis XII,
rey de Francia, ocupó rápidamente a Milán, y rápidamente lo perdió; y bastaron
la primera vez para arrebatárselo las mismas fuerzas de Ludovico Sforza; porque
los pueblos que le habían abierto las puertas, al verse defraudados en las
esperanzas que sobre el bien futuro habían abrigado, no podían soportar con
resignación las imposiciones del nuevo príncipe.
Bien es cierto que los
territorios rebelados se pierden con más dificultad cuando se conquistan por
segunda vez, porque el señor, aprovechándose de la rebelión, vacila me- nos en
asegurar su poder castigando a los delincuentes, vigilando a los sospechosos y
reforzando las partes más débiles. De modo que, si para hacer perder Milán a
Francia bastó la primera vez un duque Ludovico que hiciese un poco de ruido en
las fronteras, para hacérselo perder la segunda se necesitó que todo el mundo se
concertase en su contra, y que sus ejércitos fuesen aniquilados y arrojados de
Italia, lo cual se explica por las razones antedichas.
Desde luego, Francia
perdió a Milán tanto la primera como la segunda vez. Las razones generales de la
primera ya han sido discurridas; quedan ahora las de la segunda, y queda el ver
los medios de que disponía o de que hubiese podido disponer alguien que se
encontrara en el lugar de Luis XII para conservar la conquista mejor que él.
Estos Estados, que al
adquirirse se agregan a uno más antiguo, o son de la misma provincia y de la
misma lengua, o no lo son. Cuando lo son, es muy fácil conservarlos, sobre todo
cuando no están acostumbrados a vivir libres, y para afianzarse en el poder,
basta con haber borrado la línea del príncipe que los gobernaba, porque, por lo
demás, y siempre que se respeten sus costumbres y las ventajas de que gozaban,
los hombres permanecen sosegados, como se ha visto en el caso de Borgoña,
Bretaña, Gascuña y Normandía, que están sujetas a Francia desde hace tanto
tiempo; y aun cuando hay alguna diferencia de idioma, sus costumbres son
parecidas y pueden convivir en buena armonía. Y quien los adquiera, si desea
conservarlos, debe tener dos cuidados: primero, que la descendencia del anterior
príncipe desaparezca; después, que ni sus leyes ni sus tributos sean alterados.
Y se verá que en brevísimo tiempo el principal adquirido pasa a constituir un
solo y mismo cuerpo con el principado conquistador.
Pero cuando se adquieren
Estados en una provincia con idioma, costumbres y organización diferentes,
surgen entonces las dificultades y se hace precisa mucha suerte y mucha
habilidad para conservarlos; y uno de los Señores y más eficaces remedios sería
que la persona que los adquiera fuese a vivir en ellos.
Esto haría más segura y
más duradera la posesión. Como ha hecho el Turco con Grecia; ya que, a despecho
de todas las disposiciones tomadas para conservar aquel Estado, no habría
conseguido retenerlo si no hubiese ido a establecerse allí. Porque, de esta
manera, se ven nacer los desórdenes y se los puede reprimir con prontitud; pero,
residiendo en otra parte, se entera uno cuando ya son grandes y no tienen
remedio. Además, los representantes del príncipe no pueden saquear la provincia,
y los súbditos están mis satisfechos porque pueden recurrir a él fácilmente y
tienen más oportunidades para amarlo, si quieren ser buenos, y para temerlo, si
quieren proceder de otra manera. Los extranjeros que desearan apoderarse del
Estado tendrían más respeto; de modo que, habitando en él, solo con muchísima
dificultad podrá perderlo.
Otro buen remedio es
mandar colonias a uno o dos lugares que sean como llaves de aquel Estado; porque
es preciso hacer esto o mantener numerosas tropas. En las colo- nías no se gasta
mucho, y con esos pocos gastos se las gobierna y conserva, y sólo se perjudica a
aquellos a quienes se arrebatan los campos y las casas para darlos a los nuevos
habitantes, que forman una mínima parte de aquel Estado. Y como los damnificados
son pobres y andan dispersos, jamás pueden significar peligro; y en cuanto a los
demás, como por una parte no tienen motivos para considerarse perjudicados, y
por la otra temen incurrir en falta y exponerse a que les suceda lo que a los
despojados, se quedan tranquilos. Concluyo que las colonias no cuestan, que son
más fieles y entrañan menos peligro; y que los damnificados no pueden causar
molestias, porque son pobres y están aislados, como ya he dicho.
Ha de notarse, pues, que a
los hombres hay que conquistarlos o eliminarlos, porque si se vengan de las
ofensas leves, de las graves no pueden; así que la ofensa que se ha- ga al
hombre debe ser tal, que le resulte imposible vengarse.
Si en vez de las colonias
se emplea la ocupación militar, el gasto es mucho mayor, porque el mantenimiento
de la guardia absorbe las rentas del Estado y la adquisición se convierte en
pérdida, y, además, se perjudica e incomoda a todos con el frecuente cambio del
alojamiento de las tropas. Incomodidad y perjuicio que todos sufren, y por los
cuales todos se vuelven enemigos; y son enemigos que deben temerse, aun cuando
permanezcan encerrados en sus casas. La ocupación militar es, pues, desde
cualquier punto de vista, tan inútil como útiles son las colonias.
El príncipe que anexe una
provincia de costumbres, lengua y organización distintas a las de la suya, debe
también convertirse en paladín y defensor de los vecinos menos po- derosos,
ingeniarse para debilitar a los de mayor poderío y cuidarse de que, bajo ningún
pretexto, entre en su Estado un extranjero tan poderoso como él. Porque siempre
su- cede que el recién llegado se pone de parte de aquellos que, por ambición o
por miedo, están descontentos de su gobierno, como ya se vio cuando los etolios
llamaron a los romanos a Grecia: los invasores entraron en las demás provincias
llamados por sus propios habitantes. Lo que ocurre comúnmente es que, no bien un
extranjero poderoso entra en una provincia, se le adhieren todos los que sienten
envidia del que es más fuerte entre ellos, de modo que el extranjero no necesita
gran fatiga para ganarlos a su causa, ya que en seguida y de buena gana forman
un bloque con el Estado invasor. Sólo tiene que preocuparse de que después sus
aliados no adquieran demasiada fuerza y autori- dad, cosa que puede hacer
fácilmente con sus tropas, que abatirán a los poderosos y lo dejarán árbitro
único de la provincia. El que, en lo que a esta parte se refiere, no gobierne
bien perderá muy pronto lo que hubiere conquistado, y aun cuando lo conserve,
tropezará con infinitas dificultades y obstáculos.
Los romanos, en las
provincias de las cuales se hicieron dueños, observaron perfectamente estas
reglas. Establecieron colonias, respetaron a los menos poderosos sin aumentar su
poder, avasallaron a los poderosos y no permitieron adquirir influencia en el
país a los extranjeros poderosos. Y quiero que me baste lo sucedido en la
provincia de Grecia como ejemplo. Fueron respetados acayos y etolios, fue
sometido el reino de los macedonios, fue expulsado Antíoco, y nunea los méritos
que hicieron acayos o etolios les llevaron a permitirles expansión alguna, ni
las palabras de Filipo los indujeron a tenerlo como amigo sin someterlo, ni el
poder de Antíoco pudo hacer que consintiesen en darle ningún Estado en la
provincia. Los romanos hicieron en estos casos lo que todo príncipe prudente
debe hacer, lo cual no consiste simplemente en preocuparse de los desórdenes
presentes, sino también de los futuros, y de evitar los primeros a cualquier
precio. Porque previniéndolos a tiempo se pueden remediar con facilidad; pero si
se espera que progresen, la medicina llega a deshora, pues la enfermedad se ha
vuelto incurable. Sucede lo que los médicos dicen del tísico: que al principio
su mal es difícil de conocer, pero fácil de curar, mientras que, con el
transcurso del tiempo, al no haber sido conocido ni atajado, se vuelve fácil de
conocer, pero difícil de curar. Así pasa en las cosas del Estado: los males que
nacen en él, cuando se los descubre a tiempo, lo que sólo es dado al hombre
sagaz, se los cura pronto; pero ya no tienen remedio cuando, por no haberlos
advertido, se los deja crecer hasta el punto de que todo el mundo los ve.
Pero como los romanos
vieron con tiempo los inconvenientes, los remediaron siempre, y jamás les
dejaron seguir su curso por evitar una guerra, porque sabían que una guerra no
se evita, sino que se difiere para provecho ajeno. La declaración, pues, a
Filipo y a Antíoco en Grecia, para no verse obligados a sostenerla en Italia; y
aunque entonces podían evitarla tanto en una como en otra parte, no lo
quisieron. Nunca fueron partidarios de ese consejo, que está en boca de todos
los sabios de nuestra época: “hay que esperarlo todo del tiempo”; prefirieron
confiar en su prudencia y en su valor, no ignorando que el tiempo puede traer
cualquier cosa consigo, y que puede engendrar tanto el bien como el mal, y tanto
el mal como el bien.
Pero volvamos a Francia y
examinemos si se ha hecho algo de lo dicho. Hablaré, no de Carlos, sino de Luis,
es decir, de aquel que, por haber dominado más tiempo en Ita- lia, nos ha
permitido apreciar mejor su conducta. Y se verá cómo ha hecho lo contrario de lo
que debe hacerse para conservar un Estado de distinta nacionalidad.
El rey Luis fue llevado a
Italia por la ambición de los venecianos, que querían, gracias a su
intervención, conquistar la mitad de Lombardía. Yo no pretendo censurar la
decisión tomada por el rey, porque si tenía el propósito de empezar a
introducirse en Italia, y carecía de amigos, y todas las puertas se le cerraban
a causa de los desmanes del rey Carlos, no podía menos que aceptar las amistades
que se le ofrecían. Y habría triunfado en su designio si no hubiese cometido
error alguno en sus medidas posteriores. Conquistada, pues, la Lombardía, el rey
pronto recobró para Francia la reputación que Carlos le había hecho perder.
Génova cedió; los florentinos le brindaron su amistad; el marqués de Mantua, el
duque de Ferrara, los Bentivoglio, la señora de Furli, los señores de Faenza de
Pésaro, de Rímini, de Camerino y de Piombino, los luqueses, los paisanos y los
sieneses, todos trataron de convertirse en sus amigos. Y entonces pudieron
comprender los venecianos la temeridad de su ocurrencia: para apoderarse de dos
ciudades de Lombardía, hicieron al rey dueño de las dos terceras partes de
Italia.
Considérese ahora con qué
facilidad el rey podía conservar su influencia en Italia, con tal de haber
observado las reglas enunciadas y defendido a sus amigos, que, por ser numerosos
y débiles, y temer unos a los venecianos y otros a la Iglesia, estaban siempre
necesitados de su apoyo; y por medio de ellos contener sin dificultad a los
pocos enemigos grandes que quedaban. Pero pronto obró al revés en Milán, al
ayudar al papa Alejandro para que ocupase la Romaña. No advirtió de que con esta
medida perdía a sus amigos y a los que se habían puesto bajo su protección, y al
par que debilitaba sus propias fuerzas, engrandecía a la Iglesia, añadiendo
tanto poder temporal al espiritual, que ya bastante autoridad le daba. Y
cometido un primer error, hubo que seguir por el mismo camino; y para poner fin
a la ambición de Alejandro e impedir que se convir- tiese en señor de Toscana,
se vio obligado a volver a Italia. No le bastó haber engrandecido a la Iglesia y
perdido a sus amigos, sino que, para gozar tranquilo del reino de Nápoles, lo
compartió con el rey de España; y donde él era antes árbitro único, puso un
compañero para que los ambiciosos y descontentos de la provincia tuviesen a
quien recurrir; y donde podía haber dejado a un rey tributario, llamó a alguien
que podía echarlo a él.
El ansia de conquista es,
sin duda, un sentimiento muy natural y común, y siempre que lo hagan los que
pueden, antes serán alabados que censurados; pero cuando intentan hacerlo a toda
costa los que no pueden, la censura es lícita. Si Francia podía, pues, con sus
fuerzas apoderarse de Nápoles, debía hacerlo., y si no podía, no debía
dividirlo. Si el reparto que hizo de Lombardía con los venecianos era excusable
porque le permitió entrar en Italia, lo otro, que no estaba justificado por
ninguna necesidad, es reprobable.
Luis cometió, pues, cinco
faltas: aniquiló a los débiles, aumentó el poder de un poderoso de Italia,
introdujo en ella a un extranjero más poderoso aún, no se estableció en el
territorio conquistado y no fundó colonias. Y, sin embargo, estas faltas, por lo
menos en vida de él podían no haber traído consecuencias desastrosas si no
hubiese co- metido la sexta, la de despojar de su Estado a los venecianos.
Porque, en vez de hacer fuerte a la iglesia y de poner a España en Italia, era
muy razonable y hasta necesario que las sometiese; pero cometido el error, nunca
debió consentir en la ruina de los venecianos, pues poderosos como eran, habrían
mantenido a los otros siempre distantes de toda acción contra Lombardía, ya
porque no lo hubiesen permitido sino para ser ellos mismos los dueños, ya porque
los otros no hubiesen querido arrebatársela a Francia para dársela a los
venecianos, y para atacar a ambos a la vez les hubiera faltado audacia. Y si
alguien dijese que el rey Luis cedió la Romaña a Alejandro Nápoles a España para
evitar la guerra, contestaría con las razones arriba enunciadas: que para evitar
una guerra nunca se debe dejar que un desorden siga su curso, porque no se la
evita, sino se la posterga en perjuicio propio. Y si otros alegasen que el rey
había prometido al papa ejecutar la empresa en su favor para obtener la
disolución de su matrimonio y el capelo de Ruán, respondería con lo que más
adelante se dirá acerca de la fe de los príncipes y del modo de observarla.
El rey Luis ha perdido,
pues, la Lombardía por no haber seguido ninguna de las normas que siguieron los
que conquistaron provincias y quisieron conservarlas. No se trata de milagro
alguno, sino de un hecho muy natural y lógico. Así se lo dije en Nantes al
cardenal de Ruán mientras que “el Valentino” como era llamado por el pueblo
César Borgia, hijo del papa Alejandro, ocupaba la Romaña. Como me dijera el
cardenal de Ruán que los italianos no entendían nada de las cosas de la guerra,
yo tuve que contestarle que los franceses entendían menos de las que se refieren
al Estado, porque de lo contrario no hubiesen dejado que la iglesia adquiriese
tanta influencia. Y ya se ha visto cómo, después de haber contribuido a crear la
grandeza de la Iglesia y de España en Italia, Francia fue arruinada por ellas.
De lo cual se infiere una regla general que rara vez o nunca falla: que el que
ayuda a otro a hacerse poderoso causa su propia ruina. Porque es natural que el
que se ha vuelto poderoso recele de la misma astucia o de la misma fuerza
gracias a las cuales se lo ha ayudado.
CAPÍTULO IV
POR QUÉ EL REINO DE DARÍO,
OCUPADO POR ALEJANDRO, NO SE SUBLEVÓ CONTRA LOS SUCESORES DE ÉSTE DESPUÉS DE SU
MUERTE
Consideradas las
dificultades que encierra el conservar un Estado recientemente adquirido,
alguien podría preguntarse con asombro a qué se debe que, hecho Alejandro Magno
dueño de Asia en pocos años, y muerto apenas ocupada, sus sucesores, en
circunstancias en que hubiese sido muy natural que el Estado se rebelase, lo
retuvieron on sus manos, sin otros obstáculos que los que por ambición surgieron
entre ellos. Contesto que todos los principados de que se guarda memoria han
sido gobernados de dos modos distintos: o por un príncipe que elige de entre sus
siervos, que lo son todos, los ministros que lo ayudarán a gobernar, o por un
príncipe asistido por nobles que, no a la gracia del señor, sino a la antigüedad
de su linaje, deben la posición que ocupan. Estos nobles tienen Estados y
súbditos propios, que los reconocen por señores y les tienen natural afección.
Mientras que, en los Estados gobernados por un príncipe asistido por siervos, el
príncipe goza de mayor autoridad: porque en toda la provincia no se reconoce
soberano sino a él, y si se obedece a otro, a quien además no se tienen
particular amor, sólo se lo hace por tratarse de un ministro y magistrado del
príncipe.
Los ejemplos de estas dos
clases de gobierno se hallan hoy en el Gran Turco y en el rey de Francia. Toda
Turquía esta gobernada por un solo señor, del cual los demás habitantes son
siervos; un señor que divide su reino en sanjacados, nombra sus administradores
y los cambia y reemplaza a su antojo. En cambio, el rey de Francia está rodeado
por una multitud de antiguos nobles que tienen sus prerrogativas, que son reco-
nocidos y amados por sus súbditos y que son dueños de un Estado que el rey no
puede arrebatarles sin exponerse. Así, si se examina uno y otro gobierno, se
verá que hay, en efecto, dificultad para conquistar el Estado del Turco, pero
que, una vez conquistado, es muy fácil conservarlo. Las razones de la dificultad
para apoderarse del reino del Turco residen en que no se puede esperar ser
llamado por los príncipes del Estado, ni confiar en que su rebelión facilitará
la empresa. Porque, siendo esclavos y deudores del príncipe, no es nada fácil
sobornarlos, y aunque se lo consiguiese, de poca utilidad sería, ya que, por las
razones enumeradas, los traidores no podrían arrastrar consigo al pueblo. De
donde quien piense en atacar al Turco reflexione antes en que hallará el Estado
unido, y confíe más en sus propias fuerzas que en las intrigas ajenas. Pero una
vez vencido y derrotado en campo abierto de manera que no pueda rehacer sus
ejércitos, ya no hay que temer sino a la familia del príncipe; y extinguida
ésta, no queda nadie que signifique peligro, pues nadie goza de crédito en el
pueblo; y como antes de la victoria el vencedor no podía esperar nada de los
ministros del príncipe, nada debe temer después de ella.
Lo contrario sucede en los
reinos organizados como el de Francia, donde, si te atraes a algunos de los
nobles, que siempre existen descontentos y amigos de las mudanzas, fácil te será
entrar. Estos, por las razones ya dichas, pueden abrirte el camino y facilitarte
la conquista; pero si quieres mantenerla, tropezarás después con infinitas
dificultades y tendrás que luchar contra los que te han ayudado y contra los que
has oprimido. No bastará que extermines la raza del príncipe: quedarán los
nobles, que se harán cabe- cillas de los nuevos movimientos, y como no podrás
conformarlos ni matarlos a todos, perderás el Estado en la primera oportunidad
que se les presente
Ahora, si se medita sobre
la naturaleza del gobierno de Darío se advertirá que se parecía mucho al del
Turco. Por eso fue preciso que Alejandro fuera a su encuentro y le derribara en
campaña. Después de la victoria, y muerto Darío, Alejandro quedó dueño tranquilo
del Estado, por las razones discurridas. Y si los sucesores hubiesen perma-
necido unidos, habrían podido gozar en paz de la conquista, porque no hubo en el
reino otros tumultos que los que ellos mismos suscitaron. Pero es imposible
gozar con tanta seguridad de un Estado organizado como el de Francia. Por
ejemplo, los numerosos principados que había en España, Italia y Grecia explican
las frecuentes revueltas contra los romanos; y mientras perduró el recuerdo de
su existencia, los romanos nunca estuvieron seguros de su conquista; pero una
vez el recuerdo borrado, se convirtieron, gracias a la duración y al poder de su
Imperio, en sus seguros dominadores. Y así después pudieron, peleándose entre
sí, sacar la parte que les fue posible en aquellas provincias, de acuerdo con la
autoridad que tenían en ellas; porque, habiéndose extinguido la familia de sus
antiguos señores, no se reconocían otros dueños que los ro- manos. Considerando,
pues, estas cosas, no se asombrará nadie de la facilidad con que Alejandro
conservó el Imperio de Asia, y de la dificultad con que los otros conservaron lo
adquirido, como Pirro y muchos otros. Lo que no depende de la poca o mucha
virtud del conquistador, sino de la naturaleza de lo conquistado.
CAPÍTULO V
DE QUÉ MODO HAY QUE
GOBERNAR LAS CIUDADES O PRINCIPADOS QUE, ANTES DE SER OCUPADOS, SE REGÍAN POR
SUS PROPIAS LEYES
Hay tres modos de
conservar un Estado que, antes de ser adquirido, estaba acostumbrado a regirse
por sus propias leyes y a vivir en libertad: primero, destruirlo., después,
radicarse en él; por último, dejarlo regir por sus leyes, obligarlo a pagar un
tributo y establecer un gobierno compuesto por un corto número de personas, para
que se encargue de velar por la conquista. Como ese gobierno sabe que nada puede
sin la amistad y poder del príncipe, no ha de reparar en medios para conservarle
el Estado. Porque nada hay mejor para conservar -si se la quiere conservar- una
ciudad acostumbra- da a vivir libre que hacerla gobernar por sus mismos
ciudadanos.
Ahí están los espartanos y
romanos corno ejemplo de ello. Los espartanos ocuparon a Atenas y Tebas, dejaron
en ambas ciudades un gobierno oligárquico, y, sin embargo, las perdieron. Los
romanos, para conservar a Capua, Cartago y Numancia, las arrasaron, y no las
perdieron. Quisieron conservar a Grecia como lo habían hecho los espartanos,
dejándole sus leyes y su libertad, y no tuvieron éxito: de modo que se vieron
obligados a destruir muchas ciudades de aquella provincia para no perderla.
Porque, en verdad, el único medio seguro de dominar una ciudad acostumbrada a
vivir libre es destruirla. Quien se haga dueño de una ciudad así y no la
aplaste, espere a ser aplastado por ella. Sus rebeliones siempre tendrán por
baluarte el nombre de libertad y sus antiguos estatutos, cuyo hábito nunca podrá
hacerle perder el tiempo ni los beneficios. Por mu- cho que se haga y se prevea,
si los habitantes no se separan ni se dispersan, nadie se olvida de aquel nombre
ni de aquellos estatutos, y a ellos inmediatamente recurren en cualquier
contingencia, como hizo Pisa luego de estar un siglo bajo el yugo florentino.
Pero cuando las ciudades o provincias están acostumbradas a vivir bajo un
príncipe, y por la extinción de éste y su linaje queda vacante el gobierno, como
por un lado los habitantes están habituados a obedecer y por otro no tienen a
quién, y no se ponen de acuerdo para elegir a uno de entre ellos, ni saben vivir
en libertad, y por último tampoco se deciden a tomar las armas contra el
invasor, un príncipe puede fácilmente conquistarlas y retenerlas. En las
repúblicas, en cambio, hay más vida, más odio, más ansias de venganza. El
recuerdo de su antigua libertad no les concede, no puede concederles un solo
momento de reposo. Hasta tal punto que el mejor camino es destruirlas o
radicarse en ellas.
CAPÍTULO VI
DE LOS PRINCIPADOS NUEVOS
QUE SE ADQUIEREN CON LAS ARMAS PROPIAS Y EL TALENTO PERSONAL
Nadie se asombre de que,
al hablar de los principados de nueva creación y de aquellos en los que sólo es
nuevo el príncipe, traiga yo a colación ejemplos ilustres. Los hombres siguen
casi siempre el camino abierto por otros y se empeñan en imitar las acciones de
los demás. Y aunque no es posible seguir exactamente el mismo camino ni alcanzar
la perfección del modelo, todo hombre prudente debe entrar en el camino seguido
por los grandes e imitar a los que han sido excelsos, para que, si no los iguala
en virtud, por lo menos se les acerque; y hacer como los arqueros
experimentados, que, cuando tienen que dar en blanco muy lejano, y dado que
conocen el alcance de su arma, apuntan por sobre él, no para llegar a tanta
altura, sino para acertar donde se lo proponían con la ayuda de mira tan
elevada.
Los principados de nueva
creación, donde hay un príncipe nuevo, son más o menos difíciles de conservar
según que sea más o menos hábil el príncipe que los adquiere. Y dado que el
hecho de que un hombre se convierta de la nada en príncipe presupone
necesariamente talento o suerte, es de creer que una u otra de estas dos cosas
allana, en parte, muchas dificultades. Sin embargo, el que menos ha confiado en
el azar es siempre el que más tiempo se ha conservado en su conquista. También
facilita enormemente las cosas el que un príncipe, al no poseer otros Estados,
se vea obligado a establecerse en el que ha adquirido. Pero quiero referirme a
aquellos que no se convir- tieron en príncipes por el azar, sino por sus
virtudes. Y digo entonces que, entre ellos, loa más ilustres han sido Moisés,
Ciro, Rómulo, Teseo y otros no menos grandes. Y aunque Moisés sólo fue un simple
agente de la voluntad de Dios, merece, sin embargo, nuestra admiración, siquiera
sea por la gracia que lo hacia digno de hablar con Dios. Pero también son
admirables Ciro y todos los demás que han adquirido o fundado reinos; y si
juzgamos sus hechos y su gobierno, hallaremos que no deslucen ante los de
Moisés, que tuvo tan gran preceptor. Y si nos detenemos a estudiar su vida y sus
obras, descubriremos que no deben a la fortuna sino el haberles proporcionado la
ocasión propicia, que fue el material al que ellos dieron la forma conveniente.
Verdad es que, sin esa ocasión, sus méritos de nada hubieran valido; pero
también es cierto que, sin sus méritos, era inútil que la ocasión se presentara.
Fue, pues, necesario que Moisés hallara al pueblo de Israel esclavo y oprimido
por los egipcios para que ese pueblo, ansioso de salir de su sojuzgamiento, se
dispusiera a seguirlo. Se hizo menester que Rómulo no pudiese vivir en Alba y
estuviera expuesto desde su nacimiento, para que llegase a ser rey de Roma y
fundador de su patria. Ciro tuvo que ver a los persas descontentos de la
dominación de los medas, y a los medas flojos e indolentes como consecuencia de
una larga paz. No habría podido Teseo poner de manifiesto sus virtudes si no
hubiese sido testigo de la dispersión de los atenienses. Por lo tanto, estas
ocasiones permitieron que estos hombres realizaran felizmente sus designios, y,
por otro lado, sus méritos permitieron que las ocasiones rindieran provecho, con
lo cual llenaron de gloria y de dicha a sus patrias.
Los que, por caminos
semejantes a los de aquéllos, se convierten en príncipes adquieren el principado
con dificultades, pero lo conservan sin sobresaltos. Las dificultades nacen en
parte de las nuevas leyes y costumbres que se ven obligados a im- plantar para
fundar el Estado y proveer a su seguridad. Pues debe considerarse que no hay
nada más difícil de emprender, ni más dudoso de hacer, triunfar, ni más
peligroso de manejar, que el introducir nuevas leyes. Se explica: el innovador
se transforma en enemigo de todos los que se beneficiaban con las leyes
antiguas, y no se granjea sino la amistad tibia de los que se beneficiarán con
las nuevas. Tibieza en éstos, cuyo origen es, por un lado, el temor a los que
tienen de su parte a la legislación antigua, y por otro, la incredulidad de los
hombres, que nunca fían en las cosas nuevas hasta que ven sus frutos. De donde
resulta que, cada vez que los que son enemigos tienen oportunidad para atacar,
lo hacen enérgicamente, y aquellos otros asumen la defensa con tibieza, de modo
que se expone uno a caer con ellos. Por consiguiente, si se quiere analizar bien
esta par- te, es preciso ver si esos innovadores lo son por si mismos, o si
dependen de otros; es decir, si necesitan recurrir a la súplica para realizar su
obra, o si pueden imponerla por la fuerza. En el primer caso, fracasan siempre,
y nada queda de sus intenciones, pero cuando sólo dependen de sí mismos y pueden
actuar con la ayuda de la fuerza, entonces rara vez dejan de conseguir sus
propósitos. De donde se explica que todos los profetas armados hayan triunfado,
y fracasado todos los que no tenían armas. Hay que agregar, además, que los
pueblos son tornadizos; y que, si es fácil convencerlos de algo, es difícil
mantenerlos fieles a esa convicción, por lo cual conviene estar preparados de
tal manera, que, cuando ya no crean, se les pueda hacer creer por la fuerza.
Moisés, Ciro, Teseo y Rómulo no habrían podido hacer respetar sus estatutos
durante mucho tiempo si hubiesen estado desarmados. Como sucedió en nuestros a
Fray Jerónimo Savonarola, que fracasó en sus innovaciones en cuanto la gente
empezó a no creer en ellas, pues se encontró con que carecía de medios tanto
para mantener fieles en su creencia a los que habían creído como para hacer
creer a los incrédulos. Hay que reconocer que estos revolucionarios tropiezan
con serias dificultades, que todos los peligros surgen en su camino y que sólo
con gran valor pueden superarlos; pero vencidos los obstáculos, y una vez que
han hecho desaparecer a los que tenían envidia de sus virtudes, viven poderosos,
seguros, honrados y felices.
A tan excelsos ejemplos
hay que agregar otro de menor jerarquía, pero que guarda cierta proporción con
aquéllos y que servirá para todos los de igual clase. Es el de Hierón de
Siracusa, que de simple ciudadano llegó a ser príncipe sin tener otra deuda con
el azar que la ocasión; pues los siracusanos, oprimidos, lo nombraron su
capitán, y fue entonces cuando hizo méritos suficientes para que lo eligieran
príncipe. Y a pesar de no ser noble, dio pruebas de tantas virtudes, que quien
ha escrito de él ha dicho: “quod nihil illi deerat ad regnandum praeter regnum”.
Licenció el antiguo ejército y creó uno nuevo; dejó las amistades viejas y se
hizo de otras; y así, rodeado por soldados y amigos adictos, pudo construir
sobre tales cimientos cuanto edificio quiso; y lo que tanto le había costado
adquirir, poco le costó conservar.
CAPÍTULO VII
DE LOS PRINCIPADOS NUEVOS
QUE SE ADQUIEREN CON ARMAS Y FORTUNA DE OTROS
Los que sólo por la suerte
se convierten en príncipes poco esfuerzo necesitan para llegar a serlo, pero no
se mantienen sino con muchísimo. Las dificultades no surgen en su camino, porque
tales hombres vuelan, pero se presentan una vez instalados. Me refiero a los que
compran un Estado o a los que lo obtienen como regalo, tal cual suce- dió a
muchos en Grecia, en las ciudades de Jonia y del Helesponto, donde fueron hechos
príncipes por Darío a fin de que le conservasen dichas ciudades para su
seguridad y gloria; y como sucedió a muchos emperadores que llegaban al trono
corrompiendo los soldados. Estos príncipes no se sostienen sino por la voluntad
y la fortuna --cosas ambas mudables e inseguras-- de quienes los elevaron; y no
saben ni pueden conservar aquella dignidad. No saben porque, si no son hombres
de talento y virtudes superiores, no es presumible que conozcan el arte del
mando, ya que han vivido siempre como simples ciudadanos; no pueden porque
carecen de fuerzas que puedan serles adictas y fieles. Por otra parte, los
Estados que nacen de pronto, como todas las cosas de la naturaleza que brotan y
crecen precozmente, no pueden tener raíces ni sostenes que los defiendan del
tiempo adverso; salvo que quienes se han convertido en forma tan súbita en
príncipes se pongan a la altura de lo que la fortuna ha depositado en sus manos,
y sepan prepararse inmediatamente para conservarlo, y echen los cimientos que
cualquier otro echa antes de llegar al principado.
Acerca de estos dos modos
de llegar a ser príncipe --por méritos o por suerte--, quiero citar dos ejemplos
que perduran en nuestra memoria: el de Francisco Sforza y el de César Borgia.
Francisco, con los medios que correspondían y con un gran talento, de la nada se
convirtió en duque de Milán, y conservó con poca fatiga lo que con mil afanes
había conquistado. En el campo opuesto, César Borgia, llamado duque Valentino
por el vulgo, adquirió el Estado con la fortuna de su padre, y con la de éste lo
perdió, a pesar de haber empleado todos los medios imaginables y de haber hecho
todo lo que un hombre prudente y hábil debe hacer para arraigar en un Estado que
se ha obtenido con armas y apoyo ajenos. Porque, como ya he dicho, el que no
coloca los cimientos con anticipación podría colocarlos luego si tiene talento,
aun con riesgo de disgustar al arquitecto y de hacer peligrar el edificio. Si se
examinan los progresos del duque, se verá que ya había echado las bases para su
futura grandeza; y creo que no es superfluo hablar de ello, porque no sabría qué
mejores consejos dar a un príncipe nuevo que el ejemplo de las medidas tomadas
por él. Que si no le dieron el resultado apetecido, no fue culpa suya, sino
producto de un extraordinario y extremado rigor de la suerte.
Para hacer poderoso al
duque, su hijo, tenía Alejandro VI que luchar contra grandes dificultades
presentes y futuras. En primer lugar, no veía manera de hacerlo señor de algún
Estado que no fuese de la Iglesia; y sabía, por otra parte, que ni el duque de
Milán ni los venecianos le consentirían que desmembrase los territorios de la
Iglesia, porque ya Faenza y Rímini estaban bajo la protección de los venecianos.
Y después veía que los ejércitos de Italia, y especialmente aquellos de los que
hubiera podido servirse, estaban en manos de quienes debían temer el
engrandecimiento del papa; y mal podía fiarse de tropas mandadas por los Orsini,
los Colonna y sus aliados. Era, pues, necesario remover aquel estado de cosas y
desorganizar aquellos territorios para apoderarse sin riesgos de una parte de
ellos. Lo que le fue fácil, porque los venecianos, movidos por otras razones,
habían invitado a los franceses a volver a Italia; lo cual no sólo no impidió,
sino facilitó con la disolución del primer matrimonio del rey Luis. De suerte
que el rey entró en Italia con la ayuda de los venecianos y el consentimiento de
Alejandro. Y no había llegado aún a Milán cuando el papa obtuvo tropas de aquél
para la empresa de la Romaña, a la que nadie se opuso gracias a la autoridad del
rey. Adquirida, pues, la Romaña por el duque, y derrotados los Colonna, se
presentaban dos obstáculos que impedían conservarla y seguir adelante, uno, sus
tropas, que no le parecían adictas; el otro, la voluntad de Francia. Temía que
las tropas de los Orsini, de las cuales se había valido, le faltasen en el
momento preciso, y no sólo le impidiesen conquistar más, sino que le arrebatasen
lo conquistado; y otro tanto temía del rey. Tuvo una prueba de lo que sospechaba
de los Orsini cuando, después de la toma de Faenza, asaltó a Bolonia, en cuyas
circunstancias los vio batirse con frialdad. En lo que respecta al rey,
descubrió sus intenciones cuando, ya dueño del ducado de Urbino, se vio obligado
a renunciar a la conquista de Toscana por su intervención. Y entonces decidió no
depender más de la fortuna y las armas ajenas. Lo primero que hizo fue debilitar
a los Orsini y a los Colonna en Roma, ganándose a su causa a cuantos nobles les
eran adictos, a los cuales señaló crecidos sueldos y honró de acuerdo con sus
méritos con mandos y administraciones, de modo que en pocos meses el afecto que
tenían por aquéllos se volvió por entero hacia el duque. Después de lo cual, y
dispersado que, hubo a los Colonna, esperó la ocasión de terminar con los
Orsini. Oportunidad que se presentó bien y que él aprovechó mejor. Los Orsini,
que muy tarde habían comprendido que la grandeza del duque y de la Iglesia
generaba su ruina, celebraron una reunión en Magione, en el territorio de
Perusa, de la que nacieron la rebelión de Urbino, los tumultos de Romaña y los
infinitos peligros por los cuales atravesó el duque; pero éste supo conjurar
todo con la ayuda de los franceses. Y restaurada su autoridad, el duque, que no
podía fiarse de los franceses ni de los demás fuerzas extranjeras, y que no se
atrevía a desafiarlas, recurrió a la astucia; y supo disimular tan bien sus
propósitos, que los Orsini, por intermedio del señor Paulo -a quien el duque
colmó de favores para conquistarlo, sin escatimarle dinero, trajes ni caballos-,
se reconciliaron inmediatamente, hasta tal punto, que su candidez los llevó a
caer en sus manos en Sinigaglia. Exterminados, pues, estos jefes y convertidos
los partidarios de ellos en amigos suyos, el duque tenía construidos sólidos
cimientos para su poder futuro, máxime cuando poseía toda la Romaña y el ducado
de Urbino y cuando se había ganado la buena voluntad de esos pueblos, a los
cuales empezaba a gustar el bienestar de su gobierno.
Y porque esta parte es
digna de mención y de ser imitada por otros, conviene no pasarla por alto.
Cuando el duque se encontró con que la Romaña conquistada estaba bajo el mando
de señores ineptos que antes despojaban a sus súbditos que los gobernaban, y que
más les daban motivos de desunión que de unión, por lo cual se sucedían
continuamente los robos, las riñas y toda clase de desórdenes, juzgó necesario,
si se quería pacificarla y volverla dócil a la voluntad del príncipe, dotarla de
un gobierno severo. Eligió para esta misión a Ramiro de Orco, hombre cruel y
expeditivo, a quien dio plenos poderes. En poco tiempo impuso éste su autoridad,
restableciendo la paz y la unión. Juzgó entonces el duque innecesaria tan
excesiva autoridad, que podía hacerse odiosa, y creó en el centro de la
provincia, bajo la presidencia de un hombre virtuosísimo, un tribunal civil en
el cual cada ciudadano tenía su abogado. Y como sabía que los rigores pasados
habían engendrado algún odio contra su persona, quiso demostrar, para aplacar la
animosidad de sus súbditos y atraérselos, que, si algún acto de crueldad se
había cometido, no se debía a él, sino a la salvaje naturaleza del ministro. Y
llegada la ocasión, una mañana lo hizo exponer en la plaza de Cesena, dividido
en dos pedazos clavados en un palo y con un cuchillo cubierto de sangre al lado.
La ferocidad de semejante espectáculo dejó al pueblo a la vez satisfecho y
estupefacto. Pero volvamos al punto de partida. Encontrábase el duque bastante
poderoso y a cubierto en parte de todo peligro presente, luego de haberse armado
en la necesaria medida y de haber aniquilado los ejércitos que encerraban
peligro inmediato, pero le faltaba, si quería continuar sus conquistas, obtener
el respeto del rey de Francia, pues sabía que el rey, aunque advertido tarde de
su error, trataría de subsanarlo. Empezó por ello a buscarse amistades nuevas, y
a mostrarse indeciso con los franceses cuando estos se dirigieron al reino de
Nápoles para luchar contra los españoles que sitiaban a Gaeta. Y si Alejandro
hubiese vivido aún, su propósito de verse libre de ellos no habría tardado en
cumplirse. Este fue su comportamiento en lo que se refiere a los hechos
presentes. En cuanto a los futuros, tenía sobre todo que evitar que el nuevo
sucesor en el Papado fuese enemigo suyo y le quitase lo que Alejandro le había
dado. Y pensó hacerlo por cuatro medios distintos: primero, exterminando a todos
los descendientes de los señores a quienes había despojado, para que el papa no
tuviera oportunidad de restablecerlos. Segundo, atrayéndose a todos los nobles
de Roma, para oponerse, con su ayuda, a los designios del papa. Tercero,
reduciendo el Colegio a su voluntad, hasta donde pudiese. Cuarto, adquiriendo
tanto poder, antes que el papa muriese, que pudiera por sí mismo resistir un
primer ataque. De estas cuatro cosas, ya había realizado tres a la muerte de
Alejandro, la cuarta estaba concluida. Porque señores despojados mató a cuantos
pudo alcanzar, y muy pocos se salvaron; y contaba con nobles romanos ganados a
su causa; y en el Colegio gozaba de gran influencia. Y por lo que toca a las
nuevas conquistas, tramaba apoderarse de Toscana, de la cual ya poseía a Perusa
y Piombino, aparte de Pisa, que se había puesto bajo su protección. Y en cuanto
no tuviese que guardar más miramientos con los franceses (que de hecho no tenía
por qué guardárselos, puesto que ya los franceses habían sido despojados del
Reino por los españoles, y que unos y otros necesitaban comprar su amistad), se
echaría sobre Pisa. Después de lo cual Luca y Siena no tardarían en ceder,
primero por odio contra los florentinos, y después por miedo al duque; y los
florentinos nada podrían hacer. Si hubiese logrado esto (aunque fuera el mismo
año de la muerte de Alejandro), habría adquirido tanto poder y tanta autoridad,
que se hubiera sostenido por sí solo, y no habría dependido más de la fortuna ni
de las fuerzas ajenas, sino de su poder y de sus méritos.
Pero Alejandro murió cinco
años después de que el hijo empezara a desenvainar la espada. Lo dejaban con tan
sólo un Estado afianzado: el de Romaña, y con todos los demás en el aire, entre
dos poderosos ejércitos enemigos, y enfermo de muerte. Pero había en el duque
tanto vigor de alma y de cuerpo, tan bien sabía cómo se gana y se pierde a los
hombres, y los cimientos que echara en tan poco tiempo eran tan sólidos, que, a
no haber tenido dos ejércitos que lo rodeaban, o simplemente a haber estado
sano, se hubiese sostenido contra todas las dificultades. Y si los cimientos de
su poder eran seguros o no, se vio en seguida, pues la Romaña lo esperó más de
un mes: y, aunque estaba medio muerto, nada se intentó contra él, a pesar de que
los Baglioni, los Vitelli y los Orsini habían ido allí con ese propósito; y si
no hizo papa a quien quería, obtuvo por lo menos que no lo fuera quien él no
quería que lo fuese. Pero todo le hubiese sido fácil a no haber estado enfermo a
la muerte de Alejandro. El mismo me dijo, el día en que elegido Julio II, que
había previsto todo lo que podía suceder a la muerte de su padre, y para todo
preparado remedio; pero que nunca había pensado que en semejante circunstancia
él mismo podía hallarse moribundo.
No puedo, pues, censurar
ninguno de los actos del duque; por el contrario, me parece que deben imitarlos
todos aquellos que llegan al trono mediante la fortuna y las armas ajenas.
Porque no es posible conducirse de otro modo cuando se tienen tanto valor y
tanta ambición. Y si sus propósitos no se realizaron, tan sólo fue por su
enfermedad y por la brevedad de la vida de Alejandro. El príncipe nuevo que crea
necesario defenderse de enemigos, conquistar amigos, vencer por la fuerza o por
el fraude, hacerse amar o temer de los habitantes, respetar y obedecer por los
soldados, matar a los que puedan perjudicarlo, reemplazar con nuevas las leyes
antiguas, ser severo y amable, magnánimo y liberal, disolver las milicias
infieles, crear nuevas, conservar la amistad de reyes y príncipes de modo que lo
favorezcan de buen grado o lo ataquen con recelos; el que juzgue indispensable
hacer todo esto, digo, no puede hallar ejemplos más recientes que los actos del
duque. Sólo se lo puede criticar en lo que respecta a la elección del nuevo
pontífice, porque, si bien no podía hacer nombrar a un papa adicto, podía
impedir que lo fuese este o aquel de los cardenales, y nunca debió consentir en
que fuera elevado al Pontificado alguno de los cardenales a quienes había
ofendido o de aquellos que, una vez papas, tuviesen que temerle. Pues los
hombres ofenden por miedo o por odio. Aquellos a quienes había ofendido eran,
entre otros, el cardenal de San Pedro, Advíncula, Colonna, San Jorge y Ascanio;
todos los demás, si llegados al solio, debían temerle, salvo el cardenal de
Ambaise dado su poder, que nacía del de Francia, y los españoles ligados a él
por alianza y obligaciones recíprocas. Por consiguiente, el duque debía tratar
ante todo de ungir papa a un español, y, a no serle posible, aceptar al cardenal
de Arnboise antes que el de San Pedro Advíncula. Pues se engaña quien cree que
entre personas eminentes los beneficios nuevos hacen olvidar las ofensas
antiguas. Se equivocó el duque en esta elección, causa última de su definitiva
ruina.
CAPÍTULO VIII
DE LOS QUE LLEGARON AL
PRINCIPADO MEDIANTE CRÍMENES
Pero puesto que hay otros
dos modos de llegar a príncipe que no se pueden atribuir enteramente a la
fortuna o a la virtud, corresponde no pasarlos por alto, aunque sobre ellos se
discurra con más detenimiento donde se trata de las repúblicas. Me refiero,
primero, al caso en que se asciende al principado por un camino de perversidades
y delitos; y después, al caso en que se llega a ser príncipe por el favor de los
conciudadanos. Con dos ejemplos, uno antiguo y otro contemporáneo, ilustraré el
primero de estos modos, sin entrar a profundizar demasiado en la cuestión,
porque creo que bastan para los que se hallan en la necesidad de imitarlos.
El siciliano Agátocles,
hombre no sólo de condición oscura, sino baja y abyecta, se convirtió en rey de
Siracusa. Hijo de un alfarero, llevó una conducta reprochable en todos los
períodos de su vida; sin embargo, acompañó siempre sus maldades con tanto ánimo
y tanto vigor físico que entrado en la milicia llegó a ser, ascendiendo grado
por grado, pretor de Siracusa. Una vez elevado a esta dignidad, quiso ser
príncipe y obtener por la violencia, sin debérselo a nadie, lo que de buen grado
le hubiera sido concedido. Se puso de acuerdo con el cartaginés Amílcar, que se
hallaba con sus ejércitos en Sicilia, y una mañana reunió al pueblo y al Senado,
como si tuviese que deliberar sobre cosas relacionadas con la república, y a una
señal convenida sus soldados mataron a todos los senadores y a los ciudadanos
mis ricos de Siracusa. Ocupó entonces y supo conservar como príncipe aquella
ciudad, sin que se encendiera ninguna guerra civil por su causa. Y aunque los
cartagineses lo sitiaron dos veces y lo derrotaron por último, no sólo pudo
defender la ciudad, sino que, dejando parte de sus tropas para que contuvieran a
los sitiadores, con el resto invadió el África; y en poco tiempo levantó el
sitio de Siracusa y puso a los cartagineses en tales aprietos, que se vieron
obligados a pactar con él, a conformarse con sus posesiones del África y a
dejarle la Sicilia. Quien estudie, pues, las acciones de Agátocles y juzgue sus
méritos muy poco o nada encontrará que pueda atribuir a la suerte; no adquirió
la soberanía por el favor de nadie, como he dicho más arriba, sino merced a sus
grados militares, que se había ganado a costa de mil sacrificios y peligros; y
se mantuvo en mérito a sus enérgicas y temerarias medidas. Verdad que no se
puede llamar virtud el matar a los conciudadanos, el traicionar a los amigos y
el carecer de fe, de piedad y de religión, con cuyos medios se puede adquirir
poder, pero no gloria. Pero si se examinan el valor de Agátocles al arrastrar y
salir triunfante de los peligros y su grandeza de alma para soportar y vencer
los acontecimientos adversos, no se explica uno por qué tiene que ser
considerado inferior a los capitanes más famosos. Sin embargo, su falta de
humanidad, sus crueldades y maldades sin número, no consienten que se lo coloque
entre los hombres ilustres. No se puede, pues, atribuir a la fortuna o a la
virtud lo que consiguió sin la ayuda de una ni de la otra.
En nuestros tiempos, bajo
el papa Alejandro VI, Oliverotto da Fermo, huérfano desde corta edad, fue
educado por uno de sus tíos maternos, llamado Juan Fogliani, y confiado después,
en su primera juventud, a Pablo Vitelli, a fin de que llegase, gracias a sus
enseñanzas, a ocupar un grado elevado en las armas. Muerto Pablo, pasó a militar
bajo Vitellozzo, su hermano, y en poco tiempo, como era inteligente y de
espíritu y cuerpo gallardos, se convirtió en el primer hombre de su ejército.
Pero como le pareció indigno servir a los demás, pensó apoderarse de Fermo con
el consentimiento de Vitellozzo y la ayuda de algunos habitantes de la ciudad a
quienes era más cara la esclavitud que la libertad de su patria. Escribió a Juan
Fogliani diciéndole que, luego de tantos años de ausencia, deseaba ver de nuevo
a su patria y a él, y, en parte, también conocer el estado de su patrimonio; y
que, como no se había fatigado sino por conquistar gloria, quería, para
demostrar a sus compatriotas que no había perdido el tiempo, entrar con todos
los honores y acompañado por cien caballeros, amigos y servidores suyos.
Rogábale, pues, que tratase de que los ciudadanos de Fermo lo acogiesen de un
modo honroso, que con ello no sólo lo honraba a él, sino que se honraba a sí
mismo, ya que había sido su maestro. No olvidó Juan ninguno de los honores
debidos a su sobrino, y lo hizo recibir dignamente por los ciudadanos de Fermo,
en cuyas casas se alojó con su comitiva. Transcurridos algunos días, y preparado
todo cuanto era necesario para su premeditado crimen, Oliverotto dio un banquete
solemne al que invitó a Juan Fogliani y a los principales hombres de Ferno.
Después de consumir los manjares y de concluir con los entretenimientos que son
de use en tales ocasiones, Oliverotto, deliberadamente, hizo recaer la
conversación, dando ciertos peligrosos argumentos, sobre la grandeza y los actos
del papa Alejandro y de César, su hijo; y como a esos argumentos contestaron
Juan y los otros, se levantó de pronto diciendo que convenía hablar de
semejantes temas en lugar más seguro, y se retiró a una habitación a la cual lo
siguieron Juan y los demás ciudadanos. Y aún éstos no habían tomado asiento
cuando de algunos escondrijos salieron soldados que dieron muerte a Juan y a
todos los demás. Consumado el crimen, montó Oliverotto a caballo, atravesó la
ciudad y sitió en su palacio al magistrado supremo. Los ciudadanos no tuvieron
entonces más remedio que someterse y constituir un gobierno del cual Oliverotto
se hizo nombrar jefe. Muertos todos los que hubieran podido significar un
peligro para él, se preocupó por reforzar su poder con nuevas leyes civiles y
militares, de manera que, durante el año que gobernó, no sólo estuvo seguro en
Fermo, sino que se hizo temer por todos los vecinos. Y habría sido tan difícil
de derrocar como Agátocles si no se hubiese dejado engañar por César Borgia y
prender, junto con los Orsini y los Vitelli, en Sinigaglia, donde, un año
después de su parricidio, fue estrangulado en compañía de Vitellozzo, su maestro
en hazañas y crímenes.
Podría alguien preguntarse
a qué se debe que, mientras Agátocles y otros de su calaña, a pesar de sus
traiciones y rigores sin número, pudieron vivir durante mucho tiempo y a
cubierto de su patria, sin temer conspiraciones, y pudieron a la vez defenderse
de los enemigos de afuera, otros, en cambio, no sólo mediante medidas tan
extremas no lograron conservar su Estado en épocas dudosas de guerra, sino
tampoco en tiempos de paz. Creo que depende del buen o mal uso que se hace de la
crueldad. Llamaría bien empleadas a las crueldades (si a lo malo se lo puede
llamar bueno) cuando se aplican de una sola vez por absoluta necesidad de
asegurarse, y cuando no se insiste en ellas, sino, por el contrario, se trata de
que las primeras se vuelvan todo lo beneficiosas posible para los súbditos. Mal
empleadas son las que, aunque poco graves al principio, con el tiempo antes
crecen que se extinguen. Los que observan el primero de estos procedimientos
pueden, como Agátocles, con la ayuda de Dios y de los hombres, poner, algún
remedio a su situación, los otros es imposible que se conserven en sus Estados.
De donde se concluye que, al apoderarse de un Estado, todo usurpador debe
reflexionar sobre los crímenes que le es preciso cometer, y ejecutarlos todos a
la vez, para que no tenga que renovarlos día a día y, al no verse en esa
necesidad, pueda conquistar a los hombres a fuerza de beneficios. Quien procede
de otra manera, por timidez o por haber sido mal aconsejado, se ve siempre
obligado a estar con el cuchillo en la mano, y mal puede contar con súbditos a
quienes sus ofensas continuas y todavía recientes llenan de desconfianza. Porque
las ofensas deben inferirse de una sola vez para que, durando menos, hieran
menos; mientras que los beneficios deben proporcionarse poco a poco, a fin de
que se saboreen mejor. Y, sobre todas las cosas, un príncipe vivirá con sus
súbditos de manera tal, que ningún acontecimiento, favorable o adverso, lo haga
variar; pues la necesidad que se presenta en los tiempos difíciles y que no se
ha previsto, tú no puedes remediarla; y el bien que tú hagas ahora de nada sirve
ni nadie te lo agradece, porque se considera hecho a la fuerza.
CAPÍTULO IX
DEL PRINCIPADO CIVIL
Trataremos ahora del
segundo caso: aquel en que un ciudadano, no por crímenes ni violencia, sino
gracias al favor de sus compatriotas, se convierte en príncipe. El Estado así
constituido puede llamarse principado civil. El llegar a él no depende por
completo de los méritos o de la suerte; depende, más bien, de una cierta
habilidad propiciada por la fortuna, y que necesita, o bien del apoyo del
pueblo, o bien del de los nobles. Porque en toda ciudad se encuentran estas dos
fuerzas contrarias, una de las cuales lucha por mandar y oprimir a la otra, que
no quiere ser mandada ni oprimida. Y del choque de las dos corrientes surge uno
de estos tres efectos, o principado, o libertad, o licencia.
El principado pueden
implantarlo tanto el pueblo como los nobles, según que la ocasión se presente a
uno o a otros. Los nobles, cuando comprueban que no pueden resistir al pueblo,
concentran toda la autoridad en uno de ellos y lo hacen príncipe, para poder, a
su sombra, dar rienda suelta a sus apetitos. El pueblo, cuando a su vez
comprueba que no puede hacer frente a los grandes, cede su autoridad a uno y lo
hace príncipe para que lo defienda. Pero el que llega al principado con la ayuda
de los nobles se mantiene con más dificultad que el que ha llegado mediante el
apoyo del pueblo, porque los que lo rodean se consideran sus iguales, y en tal
caso se le hace difícil mandarlos y manejarlos como quisiera. Mientras que el
que llega por el favor popular es única autoridad, y no tiene en derredor a
nadie o casi nadie que no esté dispuesto a obedecer. Por otra parte, no puede
honradamente satisfacer a los grandes sin lesionar a los demás; pero, en cambio,
puede satisfacer al pueblo, porque la finalidad del pueblo es más honesta que la
de los grandes, queriendo éstos oprimir, y aquél no ser oprimido.
Agréguese a esto que un
príncipe jamás podrá dominar a un pueblo cuando lo tenga por enemigo, porque son
muchos los que lo forman; a los nobles, como se trata de pocos, le será fácil.
Lo peor que un príncipe puede esperar de un pueblo que no lo ame es el ser
abandonado por él; de los nobles, si los tiene por enemigos, no sólo debe temer
que lo abandonen, sino que se rebelen contra él; pues, más astutos y
clarividentes, siempre están a tiempo para ponerse en salvo, a la vez que no
dejan nunca de congratularse con el que esperan resultará vencedor. Por último,
es una necesidad para el príncipe vivir siempre con el mismo pueblo, pero no con
los mismos nobles, supuesto que puede crear nuevos o deshacerse de los que
tenía, y quitarles o concederles autoridad a capricho.
Para aclarar mejor esta
parte en lo que se refiere a los grandes, digo que se deben considerar en dos
aspectos principales: o proceden de tal manera que se unen por completo a su
suerte, o no. A aquellos que se unen y no son rapaces, se les debe honrar y
amar; a aquellos que no se unen, se les tiene que considerar de dos maneras: si
hacen esto por pusilanimidad y defecto natural del ánimo, entonces tú debes
servirte en especial de aquellos que son de buen criterio, porque en la
prosperidad te honrarán y en la adversidad no son de temer, pero cuando no se
unen sino por cálculo y por ambición, es señal de que piensan más en sí mismos
que en ti, y de ellos se debe cuidar el prín- cipe y temerles como si se tratase
de enemigos declarados, porque esperarán la adversidad para contribuir a su
ruina.
El que llegue a príncipe
mediante el favor del pueblo debe esforzarse en conservar su afecto, cosa fácil,
pues el pueblo sólo pide no ser oprimido. Pero el que se convierta en príncipe
por el favor de los nobles y contra el pueblo procederá bien si so empeña ante
todo en conquistarlo, lo que sólo le será fácil si lo toma bajo su protección. Y
dado que los hombres se sienten más agradecidos cuando reciben bien de quien
sólo esperaban mal, se somete el pueblo más a su bienhechor que si lo hubiese
conducido al principado por su voluntad. El príncipe puede ganarse a su pueblo
de muchas maneras, que no mencionaré porque es imposible dar reglas fijas sobre
algo que varía tanto según las circunstancias. Insistiré tan sólo en que un
príncipe necesita contar con la amistad del pueblo, pues de lo contrario no
tiene remedio en la adversidad.
Nabis, príncipe de los
espartanos, resistió el ataque de toda Grecia y de un ejército romano invicto, y
le bastó, surgido el peligro, asegurarse de muy pocos para defender contra
aquéllos su patria y su Estado, que si hubiese tenido por enemigo al pueblo, no
le bastara. Y que no se pretenda desmentir mi opinión con el gastado proverbio
de que quien confía en el pueblo edifica sobre arena; porque el proverbio sólo
es verdadero cuando se trata de un simple ciudadano que confía en el pueblo como
si el pueblo tuviese el deber de liberarlo cuando los enemigos o las autoridades
lo oprimen. Quien así lo interpretara se engañaría a menudo, como los Gracos en
Roma y Jorge Scali en Florencia. Pero si es un príncipe quien confía en él, y un
príncipe valiente que sabe mandar, que no se acobarda en la adversidad y
mantiene con su ánimo y sus medidas el ánimo de todo su pueblo, no sólo no se
verá nunca defraudado, sino que se felicitará de haber depositado en é su
confianza.
Estos principados
peligran, por lo general, cuando quieren pasar de principado civil a principado
absoluto; pues estos príncipes gobiernan por sí mismos o por intermedio de
magistrados. En el último caso, su permanencia es más insegura y peligrosa,
porque depende de la voluntad de los ciudadanos que ocupan el cargo de
magistrados, los cuales, y sobre todo en, épocas adversas, pueden arrebatarle
muy fácilmente el poder, ya dejando de obedecerle, ya sublevando al pueblo
contra ellos. Y el príncipe, rodeado de peligros, no tiene tiempo para asumir la
autoridad absoluta, ya que los ciudadanos y los súbditos, acostumbrados a
recibir órdenes nada más que de los magistrados, no están en semejantes trances
dispuestos a obedecer las suyas. Y no encontrará nunca, en los tiempos dudosos,
gentes en quien poder confiar, puesto que tales príncipes no pueden tomar como
ejemplo lo que sucede en tiempos normales, cuando los ciudadanos tienen
necesidad del Estado, y corren y prometen y quieren morir por él, porque la
muerte está lejana; pero en los tiempos adversos, cuando el Estado tiene
necesidad de los ciudadanos, hay pocos que quieran acudir en su ayuda. Y esta
experiencia es tanto más peligrosa cuanto que no puede intentarse sino una vez.
Por ello, un príncipe hábil debe hallar una manera por la cual sus ciudadanos
siempre y en toda ocasión tengan necesidad del Estado y de él. Y así le serán
siempre fieles.
CAPÍTULO X
COMO DEBEN MEDIRSE LAS
FUERZAS DE TODOS LOS PRINCIPADOS
Conviene, al examinar la
naturaleza de estos principados, hacer una consideración más, a saber; si un
príncipe posee un Estado tal que pueda, en caso necesario, sostenerse por sí
mismo, o sí tiene, en tal caso, que recurrir a la ayuda de otros. Y para aclarar
mejor este punto, digo que considero capaces de poder sostenerse por sí mismos a
los que, o por abundancia de hombres o de dinero, pueden levantar un ejército
respetable y presentar batalla a quien quiera que se atreva a atacarlos; y
considero que tienen siempre necesidad de otros a los que no pueden presentar
batalla al enemigo en campo abierto, sino que se ven obligados a refugiarse
dentro de sus muros para defenderlos. Del primer caso ya se ha hablado, y se
agregará más adelante lo que sea oportuno. Del segundo caso no se puede decir
nada, salvo aconsejar a los príncipes que fortifiquen y abastezcan la ciudad en
que residen y que se despreocupen de la campaña. Quien tenga bien fortificada su
ciudad, y con respecto a sus súbditos se haya conducido de acuerdo con lo ya
expuesto y con lo que expondré más adelante, difícilmente será asaltado; porque
los hombres son enemigos de las empresas demasiado arriesgadas, y no puede
reputarse por fácil el asalto a alguien que tiene su ciudad bien fortificada y
no es odiado por el pueblo. Las ciudades de Alemania son libérrimas; tienen poca
campaña, y obedecen al empe- rador cuando les place, pues no le temen, así como
no temen a ninguno de los poderosos que las rodean. La razón es simple: están
tan bien fortificadas que no puede menos de pensarse que el asedio sería arduo y
prolongado. Tienen muros y fosos adecuados, tanta artillería como necesitan, y
guardan en sus almacenes lo necesario para beber, comer y encender fuego durante
un año; aparte de lo cual, y para poder mantener a los obreros sin que ello sea
una carga para el erario público, disponen siempre de trabajo para un año en
esas obras que son el nervio y la vida de la ciudad. Por último, tienen en alta
estima los ejercicios militares, que reglamentan con infinidad de ordenanzas.
Un príncipe, pues, que
gobierne una plaza fuerte, y a quien el pueblo no odie, no puede ser atacado;
pero si lo fuese, el atacante se vería obligado a retirarse sin gloria, porque
son tan variables las cosas de este mundo que es imposible que alguien
permanezca con sus ejércitos un año sitiando ociosamente una ciudad. Y al que me
pregunte si el pueblo tendría paciencia, y el largo asedio y su propio interés
no le harán olvidar al príncipe, contesto que un príncipe poderoso y valiente
superará siempre estas dificultades, ya dando esperanzas a sus súbditos de que
el mal no durará mucho, ya infundiéndoles terror con la amenaza de las
vejaciones del enemigo, o ya asegurándose diestramente de los que le parezcan
demasiado osados. Añadiremos a esto que es muy probable que el enemigo devaste y
saquee la comarca a su llegada, que es cuando los ánimos están más caldeados y
más dispuestos a la defensa; momento propicio para imponerse, porque, pasados
algunos días, cuando los ánimos se hayan enfriado, los daños estarán hechos, las
desgracias se habrán sufrido y no quedará ya remedio alguno. Los súbditos se
unen por ello más estrechamente a su príncipe, como si el haber sido incendiadas
sus casas y devastadas sus posesiones en defensa del señor obligará a éste a
protegerlos. Está en la naturaleza de los hombres el quedar reconocidos lo mismo
por los beneficios que hacen que por los que reciben. De donde, si se considera
bien todo, no será difícil a un príncipe sabio mantener firme el ánimo de sus
ciudadanos durante el asedio, siempre y cuando no carezcan de víveres ni de
medios de la defensa.
CAPÍTULO XI
DE LOS PRINCIPADOS
ECLESIASTICOS
Sólo nos resta discurrir
sobre los principados eclesiásticos, respecto a los cuales todas las
dificultades existen antes de poseerlos, pues se adquieren o por valor o por
suerte, y se conservan sin el uno ni la otra, dado que se apoyan en antiguas
instituciones religiosas que son tan potentes y de tal calidad, que mantienen a
sus príncipes en el poder sea cual fuere el modo en que éstos procedan y vivan.
Estos son los únicos que
tienen Estados y no los defienden; súbditos, y no los gobiernan. Y los Estados,
a pesar de hallarse indefensos, no les son arrebatados, y los súbditos, a pesar
de carecer de gobierno, no se preocupan, ni piensan, ni podrían sustraerse a su
soberanía. Son, por consiguiente, los (únicos principados seguros y felices.
Pero como están regidos por leyes superiores, inasequibles a la mente humana, y
como han sido inspirados por el Señor, sería oficio de hombre presuntuoso y
temerario el pretender hablar de ellos. Sin embargo, si alguien me preguntase a
qué se debe que la Iglesia haya llegado a adquirir tanto poder temporal, ya que
antes de Alejandro, no sólo las potencias italianas, sino hasta los nobles y
señores de menor importancia respetaban muy poco su fuerza temporal, mientras
que ahora ha hecho temblar a un rey de Francia y aun pudo arrojarlo de Italia, y
ha arruinado a los venecianos, no consideraría inútil recordar las
circunstancias, aunque sean bastante conocidas.
Antes que Carlos, rey de
Francia, entrase en Italia, esta provincia estaba bajo la dominación del papa,
de los venecianos, del rey de Nápoles, del duque de Milán y de los florentinos.
Estas potencias debían tener dos cuidados principales: evitar que un ejército
extranjero invadiese a Italia y procurar que ninguna de ellas preponderara. Los
que despertaban más recelos eran los venecianos y el papa. Para contener a
aquéllos era necesaria una coalición de todas las demás potencias, como se hizo
para la defensa de Ferrara. Para contener al papa, bastaban los nobles romanos,
que, divididos en dos facciones, los Orsini y los Colonna, disputaban
continuamente y acudían a las armas a la vista misma del pontífice, con lo cual
la Santa Sede estaba siempre débil y vacilante. Y aunque alguna vez surgiese un
papa enérgico, como lo fue Sixto, ni la suerte ni la experiencia pudieron
servirle jamás de manera decisiva, a causa de la brevedad de su vida, pues los
diez años que, como término medio, vive un papa bastaban apenas para debilitar
una de las facciones. Y si, por ejemplo, un papa había casi conseguido
exterminar a los Colonna, resurgian éstos bajo otro enemigo de los Orsini, a
quienes tampoco había tiempo para hacer desaparecer por completo; por todo lo
cual las fuerzas temporales del papa eran poco temidas en Italia. Vino por fin
Alejandro VI y probó, como nunca lo había probado ningún pontífice, de cuánto
era capaz un papa con fuerzas y dinero; pues tomando al duque Valentino por
instrumento, y la llegada de los franceses como motivo, hizo todas esas cosas
que he contado al hablar sobre las actividades del duque. Y aunque su propósito
no fue engrandecer a la Iglesia, sino al duque, no es menos cierto que lo que
realizó redundó en beneficio de la Iglesia, la cual, después de su muerte y de
la del duque, fue heredera de sus fatigas. Lo sucedió el papa Julio, quien, con
una Iglesia engrandecida y dueña de toda la Romaña, con los nobles romanos
dispersos por las persecuciones de Alejandro, y abierto el camino para
procurarse dinero, cosa que nunca había ocurrido antes de Alejandro, no sólo
mantuvo las conquistas de su predecesor, sino que las acrecentó; y después de
proponerse la adquisición de Bolonia, la ruina de los venecianos y la expulsión
de los franceses de Italia lo llevó a cabo con tanta más gloria cuando que lo
hizo para engrandecer la Iglesia y no a ningún hombre. Dejó las facciones Orsini
y Colonna en el mismo estado en que las encontró, y aunque ambas tuvieron jefes
capaces de rebelarse, se quedaron quietas por dos razones: primero, por la
grandeza de la Iglesia, que los atemorizaba, y después, por carecer de
cardenales que perteneciesen a sus partidos, origen siempre de discordia entre
ellos. Que de nuevo se repetirán toda vez que tengan cardenales que los
representen, pues éstos fomentan dentro y fuera de Roma la creación de partidos
que los nobles de una y otra familia se ven obligados a apoyar. Por lo cual cabe
decir que las disensiones y disputas entre los nobles son originadas por la
ambición de los prelados. Ha hallado, pues, Su Santidad el papa León una Iglesia
potentísima; y se puede esperar que así como aquéllos la hicieron grande por las
armas, éste la hará aún más poderosa y venerable por su bondad y sus mil otras
virtudes.
CAPÍTULO XII
DE LAS DISTINTAS CLASES DE
MILICIAS Y DE LOS SOLDADOS MERCENARIOS
Después de haber
discurrido detalladamente sobre la naturaleza de los principados de los cuales
me había propuesto tratar, y de haber señalado en parte las causas de su
prosperidad o ruina y los medios con que muchos quisieron adquirirlos y
conservarlos, réstame ahora hablar de las formas de ataque y defensa que pueden
ser necesarias en cada uno de los Estados a que me he referido.
Ya he explicado antes cómo
es preciso que un príncipe eche los cimientos de su poder, porque, de lo
contrario, fracasaría inevitablemente. Y los cimientos indispensables a todos
los Estados, nuevos, antiguos o mixtos, son las buenas leyes y las buenas
tropas; y como aquéllas nada pueden donde faltan éstas, y como allí donde hay
buenas tropas por fuerza ha de haber buenas leyes, pasaré por alto las leyes y
hablaré de las tropas.
Digo, pues, que las tropas
con que un príncipe defiende sus Estados son propias, mercenarias, auxiliares o
mixtas. Las mercenarias y auxiliares son inútiles y peligrosas; y el príncipe
cuyo gobierno descanse en soldados mercenarios no estará nunca seguro ni
tranquilo, porque están desunidos, porque son ambiciosos, desleales, valientes
entre los amigos, pero cobardes cuando se encuentran frente a los enemigos;
porque no tienen disciplina, como tienen temor de Dios ni buena fe con los
hombres; de modo que no se difiere la ruina sino mientras se difiere la ruptura;
y ya durante la paz despojan a su príncipe tanto como los enemigos durante la
guerra, pues no tienen otro amor ni otro motivo que los lleve a la batalla que
la paga del príncipe, la cual, por otra parte, no es suficiente para que deseen
morir por él. Quieren ser sus soldados mientras el príncipe no hace la guerra;
pero en cuanto la guerra sobreviene, o huyen o piden la baja. Poco me costaría
probar esto, pues la ruina actual de Italia no ha sido causada sino por la
confianza depositada durante muchos años en las tropas mercenarias, que hicieron
al principio, y gracias a ciertos jefes, algunos progresos que les dieron fama
de bravas; pero que demostraron lo que valían en cuanto aparecieron a la vista
ejércitos extranjeros. De tal suerte que Carlos, rey de Francia, se apoderó de
Italia con un trozo de tiza. Y los que afirman que la culpa la tenían nuestros
pecados, decían la verdad, aunque no se trataba de los pecados que imaginaban,
sino de los que he expuesto. Y como estos pecados los cometieron los príncipes,
sobre ellos recayó el castigo.
Quiero dejar mejor
demostrada la ineficacia de estos ejércitos. Los capitanes mercenarios o son
hombres de mérito o no lo son; no se puede confiar en ellos si lo son porque
aspirarán siempre a forjar su propia grandeza, ya tratando de someter al
príncipe su señor, ya tratando de oprimir a otros al margen de los designios del
príncipe; y mucho menos si no lo son, pues con toda seguridad llevarán al
príncipe a la ruina Y a quien objetara que esto podría hacerlo cualquiera,
mercenario o no, replicaría con lo siguiente: que un principado o una república
deben tener sus milicias propias; que, en un principado el príncipe debe dirigir
las milicias en persona y hacer el oficio de capitán; y en las repúblicas, un
ciudadano; y si el ciudadano nombrado no es apto, se lo debe cambiar; y si es
capaz para el puesto, sujetarlo por medio de leyes. La experiencia enseña que
sólo los príncipes y repúblicas armadas pueden hacer grandes progresos, y que
las armas mercenarias sólo acarrean daños. Y es más difícil que un ciudadano
someta a una república que está armada con armas propias que una armada con
armas extranjeras.
Roma y Esparta se
conservaron libres durante muchos siglos porque estaban armadas. Los suizos son
muy libres porque disponen de armas propias. De las armas mercenarias de la
antigüedad son un ejemplo los cartagineses, los cuales estuvieron a punto de ser
sometidos por sus tropas mercenarias, después de la primera guerra con los
romanos, a pesar de que los cartagineses tenían por jefes a sus mismos
conciudadanos. Filipo de Macedonia, nombrado capitán de los tebanos a la muerte
de Epaminondas, les quitó la libertad después de la victoria. Los milaneses,
muerto el duque Felipe, tomaron a sueldo a Francisco Sforza para combatir a los
venecianos; y Sforza venció al enemigo en Caravaggio y se alió después con él
para sojuzgar a los milaneses, sus amos. El padre de Francisco Sforza, estando
al servicio de la reina Juana de Nápoles, la abandonó inespera- damente; y ella,
al quedar sin tropas que la defendiesen, se vio obligada, para no perder el
reino, a entregarse en manos del rey de Aragón. Y si los florentinos y
venecianos extendieron sus dominios gracias a esas milicias, y si sus capitanes
los defendieron en vez de someterlos, se debe exclusivamente a la suerte; porque
de aquellos capitales a los que podían temer, unos no vencieron nunca, otros
encontraron oposición y los (últimos orientaron sus ambiciones hacia otra parte.
En el número de los primeros se contó Juan Aucut, cuya fidelidad mal podía
conocerse cuando nunca obtuvo una victoria., pero nadie dejará de reconocer que,
si hubiese triunfado, quedaban los florentinos librados a su discreción.
Francisco Sforza tuvo siempre por adversario a los Bracceschi, y se vigilaron
mutuamente; al fin, Francisco volvió sus miras hacia la Lombardía, y Braccio
hacia la Iglesia y el reino de Nápoles.
Pero atendamos a lo que ha
sucedido hace poco tiempo. Los florentinos nombraron capitán de sus milicias a
Pablo Vitelli, varón muy prudente que, de condición modesta, había llegado a
adquirir gran fama. A haber tomado a Pisa, los florentinos se hubiesen visto
obligados a sostenerlo, porque estaban perdidos si se pasaba a los enemigos, y
si hubieran querido que se quedara, habrían debido obedecerle. Si se consideran
los procedimientos de los venecianos, se verá que obraron con seguridad y gloria
mientras hicieron la guerra con sus propios soldados, lo que sucedió antes que
tentaran la suerte en tierra firme, cuando contaban con nobles y plebeyos que
defendían lo suyo; pero bastó que empezaran a combatir en tierra firme para que
dejaran aquella virtud y adoptaran las costumbres del resto de Italia. Al
principio de sus empresas por tierra firme, nada tenían que temer de sus
capitanes, así por lo reducido del Estado como por la gran reputación de que
gozaban; pero cuando bajo Carmagnola el territorio se fue ensanchando, notaron
el error en que habían caído. Porque viendo que aquel hombre, cuya capacidad
conocían después de haber derrotado al duque de Milán, hacia la guerra con tanta
tibieza, comprendieron que ya nada podía esperarse de él, puesto que no lo
quería; y dado que no podían licenciarlo, pues perdían lo que habían
conquistado, no les quedaba otro recurso, para vivir seguros, que matarlo.
Tuvieron luego por capitanes a Bartolomé de Bérgamo, a Roberto de San Severino,
al conde de Pitigliano y a otros de quienes no tenían que temer las victorias,
sino las derrotas, como les sucedió luego en Vaili, donde en un día perdieron lo
que con tanto esfuerzo habían conquistado en ochocientos años. Porque estas
milicias, o traen lentas, tardías y mezquinas adquisiciones, o súbitas y
fabulosas pérdidas.
Y ya que estos ejemplos me
han conducido a referirme a Italia, estudiemos la historia de las tropas
mercenarias que durante tantos años la gobernaron, y remontémonos a los tiempos
más antiguos, para que, vistos su origen y sus progresos, puedan corregirse
mejor los errores.
Es de saber que, en épocas
no recientes, cuando el emperador empezó a ser arrojado de Italia y el poder
temporal del papa acrecentarse, Italia se dividió en gran número de Estados;
porque muchas de las grandes ciudades tomaron las armas contra sus señores, que,
favorecidos antes por el emperador, las tenían avasalladas; y el papa, para
beneficiarse, ayudó en cuanto pudo a esas rebeliones. De donde Italia pasó casi
por entero a las manos de la Iglesia y de varias repúblicas -pues algunas de las
ciudades ha- bían nombrado príncipes a sus ciudadanos-; y como estos sacerdotes
y estos ciudadanos no conocían el arte de la guerra, empezaron a tomar
extranjeros a sueldo. El primero que dio reputación a estas milicias fue
Alberico de Conio, de la Romaña, a cuya escuela pertenecen, entre otros, Braccio
y Sforza, que en sus tiempos fueron árbitros de Italia. Tras ellos vinieron
todos los que hasta nuestros tiempos han dirigido esas tropas. Y el resultado de
su virtud lo hallamos en esto: que Italia fue recorrida libremente por Carlos,
saqueada por Luis, violada por Fernando e insultada por los suizos. El método
que estos capitanes siguieron para adquirir reputación fue primero el de
quitarle importancia a la infantería. Y lo hicieron porque, no poseyendo tierras
y teniendo que vivir de su industria, con pocos infantes no podían imponerse y
les era imposible alimentar a muchos, mientras que, con un número reducido de
jinetes, se veían honrados sin que fuese un problema el proveer a su
sustentación. Las cosas habían llegado a tal extremo, que en un ejército de
veinte mil hombres no había dos mil infantes. Por otra parte, se habían
ingeniado para ahorrarse y ahorrar a sus soldados la fatiga y el miedo con la
consigna de no matar en las refriegas, sino tomar prisioneros, sin degollarlos.
No asaltaban de noche las ciudades, ni los campesinos atacaban las tiendas; no
levantaban empalizadas ni abrían fosos alrededor del campamento, ni vivían en él
durante el invierno. Todas estas cosas, permitidas por sus códigos militares,
las inventaron ellos, como he dicho, para evitarse fatigas y peligros. Y con
ellas condujeron a Italia a la esclavitud y a la deshonra.
CAPÍTULO XIII
DE LOS SOLDADOS
AUXILIARES, MIXTOS Y PROPIOS
Las tropas auxiliares,
otras de las tropas inútiles de que he hablado, son aquellas que se piden a un
príncipe poderoso para que nos socorra y defienda, tal como hizo en estos
últimos tiempos el papa Julio, cuando, a raíz del pobre papel que le tocó
representar con sus tropas mercenarias en la empresa de Ferrara, tuvo que acudir
a las auxiliares y convenir con Fernando, rey de España, que éste iría en su
ayuda con sus ejércitos. Estas tropas pueden ser útiles y buenas para sus amos,
pero para quien las llama son casi siem- pre funestas; pues si pierden, queda
derrotado, y si gana, se convierte en su prisionero. Y aunque las historias
antiguas están llenas de estos ejemplos, quiero, sin embargo, de- tenerme en el
caso reciente de Julio II, que no pudo haber cometido imprudencia mayor para
conquistar a Ferrara que el entregarse por completo en manos de un extranjero.
Pero su buena estrella hizo surgir una tercera causa, que, de lo contrario,
hubiera pagado las consecuencias de su mala elección. Porque derrotados sus
auxiliares en Ravena, aparecieron los suizos, que, contra la opinión de todo el
mundo, incluso la suya, pusieron en fuga a los vencedores, de modo que no quedó
prisionero de los enemigos, que habían huido, ni de los auxiliares, ya que había
triunfado con otras tropas. Los florentinos, que carecían de ejércitos propios,
trajeron diez mil franceses para conquistar a Pisa; y esta resolución les hizo
correr más peligros de los que corrieran nunca en ninguna época. El emperador de
Constantinopla, para ayudar a sus vecinos, puso en Grecia diez mil turcos, los
cuales, una vez concluida la guerra, se negaron a volver a su patria; de donde
empezó la servidumbre de Grecia bajo el yugo de los infieles.
Se concluye de esto que
todo el que no quiera vencer no tiene más que servirse de esas tropas, muchísimo
más peligrosas que las mercenarias, porque están perfectamente unidas y obedecen
ciegamente a sus jefes, con lo cual la ruina es inmediata; mientras que las
mercenarias, para someter al príncipe, una vez que han triunfado, necesitan
esperar tiempo y ocasión, pues no constituyen un cuerpo unido y, por añadidura,
están a sueldo del príncipe. En ellas, un tercero a quien el príncipe haya hecho
jefe no puede cobrar en seguida tanta autoridad como para perjudicarlo. En suma,
en las tropas mercenarias hay que temer sobre todo las derrotas; en las
auxiliares, los triunfos.
Por ello, todo príncipe
prudente ha desechado estas tropas y se ha refugiado en las propias, y ha
preferido perder con las suyas a vencer con las otras, considerando que no es
victoria verdadera la que se obtiene con armas ajenas. No me cansaré nunca de
elogiar a César Borgia y su conducta. Empezó el duque por invadir la Romaña con
tropas auxiliares, todos soldados franceses, y con ellas tomó a Imola y Forli.
Pero no pareciéndoles seguras, se volvió a las mercenarias, según él menos
peligrosas; y tomó a sueldo a los Orsini y los Vitelli. Por último, al notar que
también éstas eran inseguras, infieles y peligrosas, las disolvió y recurrió a
las propias. Y de la diferencia que hay entre esas distintas milicias se puede
formar una idea considerando la autoridad que tenía el duque cuando sólo contaba
con los franceses y cuando se apoyaba en los Orsini y Vitelli, y la que tuvo
cuando se quedó con sus soldados y descansó en sí mismo: que era, sin duda
alguna, mucho mayor, porque nunca fue tan respetado como cuando se vio que era
el único amo de sus tropas.
Me había propuesto no
salir de los ejemplos italianos y recientes; pero no quiero olvidarme de Hierón
de Siracusa, ya que en otra parte lo he citado. Convertido, como expliqué, en
jefe de los ejércitos de Siracusa, advirtió en seguida de la inutilidad de las
milicias mercenarias, cuyos jefes tenían los mismos defectos que nuestros
italianos; y como no creía conveniente conservarlas ni licenciarlas, eliminó a
sus jefes. E hizo la guerra con sus tropas y no con las ajenas. Quiero también
recordar un episodio del Viejo Testamento que viene muy al caso. Ofreciéndose
David a Saúl para combatir a Goliat, provocador filisteo, Saúl, para darle
valor, lo armó con sus armas; pero una vez que se vio cargado con éstas, David
las rechazó, diciendo que con ellas no podría sacar partido de sí mismo y que
prefería ir al encuentro del enemigo con su honda y su cuchillo.
En fin, sucede siempre que
las armas ajenas o se caen de los hombros del príncipe, o le pesan, o le
oprimen. Carlos VII, padre del rey Luis XI, una vez que con su fortuna y valor
liberó a Francia de los ingleses, conoció esta necesidad de armarse con sus
propias armas y ordenó en su reino la creación de milicias de caballería e
infantería. Después, el rey Luis, su hijo, disolvió las de infantería y empezó a
tomar a sueldo a suizos, error que, renovado por otros, es, como ahora se ve, el
motivo de los males de aquel reino. Porque al acreditar a los suizos,
desacreditó todas sus armas, ya que hizo desaparecer la infantería y depender la
caballería de las tropas ajenas. Acostumbrada ésta a ir a la guerra en compañía
de los suizos, no cree poder vencer sin ellos. Lo cual explica que los franceses
no puedan contra los suizos, y que sin los suizos no se atrevan a enfrentar a
otros. Los ejércitos de Francia son, pues, mixtos, dado que se componen de
tropas mercenarias y propias; y, en su conjunto, son mucho mejores que las
milicias exclusivamente mercenarias o exclusivamente auxiliares, pero muy
inferiores a las propias. Bastará el ejemplo citado para hacer comprender que el
reino de Francia sería hoy invencible si se hubiese respetado la disposición de
Carlos; pero la escasa perspicacia de los hombres hace que comiencen algo que
parece bueno por el hecho de que no manifiesta el veneno que esconde debajo,
como he dicho que sucede con la tisis.
Por lo tanto, aquel que en
un principado no descubre los males sino una vez nacidos, no es verdaderamente
sabio; pero ésta es virtud que tienen pocos. Si se examinan las causas de la
decadencia del Imperio Romano, se advierte que la principal estribó en empezar a
tomar a sueldo a los godos, pues desde entonces las fuerzas del imperio fueron
debilitándose, y toda la virtud que ellas perdían la adquirían los otros.
Concluyo, pues, que sin
milicias propias no hay principado seguro; más aún: está por completo en manos
del azar, al carecer de medios de defensa contra la adversidad. Que fue siempre
opinión y creencia de los hombres prudentes “quod nihil sit tam infirmum aut
instabile, quam: fama potentiae non sua vi nixa” Y milicias propias son las
compuestas, o por súbditos, o por ciudadanos, o por servidores del príncipe. Y
no será difícil rodearse de ellas si se siguen los ejemplos de los cuatro a
quienes he citado, y se examina la forma en que Filipo, padre de Alejandro
Magno, y muchas repúblicas y príncipes organizaron sus tropas. Conducta a la
cual me remito por entero.
CAPÍTULO XIV
DE LOS DEBERES DE UN
PRÍNCIPE PARA CON LA MILICIA
Un príncipe no debe tener
otro objeto ni pensamiento ni preocuparse de cosa alguna fuera del arte de la
guerra y lo que a su orden y disciplina corresponde, pues es lo único que
compete a quien manda. Y su virtud es tanta, que no sólo conserva en su puesto a
los que han nacido príncipes, sino que muchas veces eleva a esta dignidad a
hombres de condición modesta; mientras que, por el contrario ha, hecho perder el
Estado a príncipes que han pensado más en las diversiones que en las armas. Pues
la razón principal de la pérdida de un Estado se halla siempre en el olvido de
este arte, en tanto que la condi- ción primera para adquirirlo es la de ser
experto en él.
Francisco Sforza, por
medio de las armas, llegó a ser duque de Milán, de simple ciudadano que era; y
sus hijos, por escapar a las incomodidades de las armas, de duques pasaron a ser
simples ciudadanos. Aparte de otros males que trae, el estar desarmado hace
despreciable, vergüenza que debe evitarse por lo que luego explicaré. Porque
entre uno armado y otro desarmado no hay comparación posible, y no es razonable
que quien esté armado obedezca de buen grado a quien no lo está, y que el
príncipe desarmado se sienta seguro entre servidores armados, porque, desdeñoso
uno y desconfiado el otro, no es posible que marchen de acuerdo. Por todo ello,
un príncipe que, aparte de otras desgracias, no entienda de cosas militares, no
puede ser estimado por sus soldados ni puede confiar en ellos.
En consecuencia, un
príncipe jamás debe dejar de ocuparse del arte militar, y durante los tiempos de
paz debe ejercitarse más que en los de guerra; lo cual puede hacer de dos modos:
con la acción y con el estudio. En lo que atañe a la acción, debe, además de
ejercitar y tener bien organizadas sus tropas, dedicarse constantemente a la
caza con el doble objeto de acostumbrar el cuerpo a las fatigas y de conocer la
naturaleza de los terrenos, la altitud de las montañas, la entrada de les
valles, la situación de las llanuras, el curso de los ríos y la extensión de los
pantanos. En esto último pondrá muchísima seriedad, pues tal estudio presta dos
utilidades: primero, se aprende a conocer la región donde se vive y a defenderla
mejor; después, en virtud del conocimiento práctico de una comarca, se hace más
fácil el conocimiento de otra donde sea necesario actuar, porque las colinas,
los valles, las llanuras, los ríos y los pantanos que hay, por ejemplo, en
Toscana, tienen cierta similitud con los de las otras provincias, de manera que
el conocimiento de los terrenos de una provincia sirve para el de las otras. El
príncipe que carezca de esta pericia carece de la primera cualidad que distingue
a un capitán, pues tal condición es la que enseña a dar con el enemigo, a tomar
los alojamientos, a conducir los ejércitos, a preparar un plan de batalla y a
atacar con ventaja.
Filopémenes, príncipe de
los aqueos, tenía, entre otros méritos que los historiadores le concedieron, el
de que en los tiempos de paz no pensaba sino en las cosas que incumben a la
guerra; y cuando iba de paseo por la campaña, a menudo se detenía y discurría
así con los amigo “Si el enemigo estuviese en aquella colina y nosotros nos
encontrásemos aquí con nuestro ejército, ¿de quién sería la ventaja? ¿Cómo
podríamos ir a su encuentro, conservando el orden? Si quisiéramos retirarnos,
¿cómo deberíamos proceder? ¿Y cómo los perseguiríamos, si los que se retirasen
fueran ellos?” Y les proponía, mientras caminaba, todos los casos que pueden
presentársele a un ejército; escuchaba sus opiniones, emitía la suya y la
justificaba. Y gracias a este continuo razonar, nunca, mientras guió sus
ejércitos, pudo surgir accidente alguno para el que no tuviese remedio previsto.
En cuanto al ejercicio de
la mente, el príncipe debe estudiar la Historia, examinar las acciones de los
hombres ilustres, ver cómo se han conducido en la guerra, analizar el por qué de
sus victorias y derrotas para evitar éstas y tratar de lograr aquéllas; y sobre
todo hacer lo que han hecho en el pasado algunos hombres egregios que, tomando a
los otros por modelos, tenían siempre presentes sus hechos más celebrados. Como
se dice que Alejandro Magno hacia con Aquiles, César con Alejandro, Escipión con
Ciro. Quien lea la vida de Ciro, escrita por Jenofonte, reconocerá en la vida de
Escipión la gloria que le reportó el imitarlo, y cómo, en lo que se refiere a
castidad, afabilidad, clemencia y liberalidad, Escipión se ciñó por completo a
lo que Jenofonte escribió de Ciro. Esta es la conducta que debe observar un
príncipe prudente: no permanecer inactivo nunca en los tiempos de paz, sino, por
el contrario, hacer acopio de enseñanzas para valerse de ellas en la adversidad,
a fin de que, si la fortuna cambia, lo halle preparado para resistirle.
CAPÍTULO XV
DE AQUELLAS COSAS POR LAS
CUALES LOS HOMBRES Y ESPECIALMENTE LOS PRÍNCIPES, SON ALABADOS O CENSURADOS
Queda ahora por analizar
cómo debe comportarse un príncipe en el trato con súbditos y amigos. Y porque sé
que muchos han escrito sobre el tema, me pregunto, al escribir ahora yo, si no
seré tachado de presuntuoso, sobre todo al comprobar que en esta materia me
aparto de sus opiniones. Pero siendo mi propósito escribir cosa útil para quien
la entiende, me ha parecido más conveniente ir tras la verdad efectiva de la
cosa que tras su apariencia. Porque muchos se han imaginado como existentes de
veras a repúblicas y principados que nunca han sido vistos ni conocidos; porque
hay tanta diferencia entre cómo se vive y cómo se debería vivir, que aquel que
deja lo que se hace por lo que debería hacerse marcha a su ruina en vez de
beneficiarse., pues un hombre que en todas partes quiera hacer profesión de
bueno es inevitable que se pierda entre tantos que no lo son. Por lo cual es
necesario que todo príncipe que quiera mantenerse aprenda a no ser bueno, y a
practicarlo o no de acuerdo con la necesidad.
Dejando, pues, a un lado
las fantasías, y preocupándonos sólo de las cosas reales, digo que todos los
hombres, cuando se habla de ellos, y en particular los príncipes, por ocupar
posiciones más elevadas, son juzgados por algunas de estas cualidades que les
valen o censura o elogio. Uno es llamado pródigo, otro tacaño (y empleo un
término toscano, porque “avaro”, en nuestra lengua, es también el que tiende a
enriquecerse por medio de la rapiña, mientras que llamamos “tacaño” al que se
abstiene demasiado de gastar lo suyo); uno es considerado dadivoso, otro rapaz;
uno cruel, otro clemente; uno traidor, otro leal; uno afeminado y pusilánime,
otro decidido y animoso; uno humano, otro soberbio; uno lascivo, otro casto; uno
sincero, otro astuto; uno duro, otro débil; uno grave, otro frívolo; uno
religioso, otro incrédulo, y así sucesivamente. Sé que no habría nadie que no
opinase que sería cosa muy loable que, de entre todas las cualidades nombradas,
un príncipe poseyese las que son consideradas buenas; pero como no es posible
poseerlas todas, ni observarlas siempre, porque la naturaleza humana no lo
consiente, le es preciso ser tan cuerdo que sepa evitar la vergüenza de aquellas
que le significarían la pérdida del Estado, y, sí puede, aun de las que no se lo
harían perder; pero si no puede no debe preocuparse gran cosa, y mucho menos de
incurrir en la infamia de vicios sin los cuales difícilmente podría salvar el
Estado, porque si conside- ramos esto con frialdad, hallaremos que, a veces, lo
que parece virtud es causa de ruina, y lo que parece vicio sólo acaba por traer
el bienestar y la seguridad.
CAPÍTULO XVI
DE LA PRODIGALIDAD Y DE LA
AVARICIA
Empezando por las primeras
de las cualidades nombradas, digo que estaría bien ser tenido por pródigo. Sin
embargo, la prodigalidad, practicada de manera que se sepa que uno es pródigo,
perjudica; y por otra parte, si se la practica virtuosamente y tal como se la
debe practicar, la prodigalidad no será conocida y se creerá que existe el vicio
contrario. Pero como el que quiere conseguir fama de pródigo entre los hombres
no puede pasar por alto ninguna clase de lujos, sucederá siempre que un príncipe
así acostumbrado a proceder consumirá en tales obras todas sus riquezas y se
verá obligado, a la postre, si desea conservar su reputación, a imponer
excesivos tributos, a ser riguroso en el cobro y a hacer todas las cosas que hay
que hacer para procurarse dinero. Lo cual empezará a tornarle odioso a los ojos
de sus súbditos, y nadie lo estimará, ya que se habrá vuelto pobre. Y como con
su prodigalidad ha perjudicado a muchos y beneficiado a pocos, se resentirá al
primer inconveniente y peligrará al menor riesgo. Y si entonces advierte su
falla y quiere cambiar de conducta, será tachado de tacaño.
Ya que un príncipe no
puede practicar públicamente esta virtud sin que se perjudique, convendrá, si es
sensato, que no se preocupe si es tildado de tacaño; porque, con el tiempo, al
ver que con su avaricia le bastan las entradas para defenderse de quien le hace
la guerra, y puede acometer nuevas empresas sin gravar al pueblo, será tenido
siempre por más pródigo, pues practica la generosidad con todos aquellos a
quienes no quita, que son innumerables, y la avaricia con todos aquellos a
quienes no da, que son pocos.
En nuestros tiempos sólo
hemos visto hacer grandes cosas a los hombres considerados tacaños; los demás
siempre han fracasado. El papa Julio II, después de servirse del nombre de
pródigo para llegar al Pontificado, no se cuidó a fin de poder hacer la guerra,
de conservar semejante fama. El actual rey de Francia ha sostenido tantas
guerras sin imponer tributos extraordinarios a sus súbditos porque, con su
extremada economía, proveyó a los superfluos. El actual rey España, si hubiera
sido espléndido, no habría realizado ni vencido en tantas empresas.
En consecuencia, un
príncipe debe reparar poco --con tal de que ello le permita defenderse, no robar
a los súbditos, no volverse pobre y despreciable, no mostrarse expoliador--en
incurrir en el vicio de tacaño; porque éste es uno de los vicios que hacen
posible reinar. Y si alguien dijese: “Gracias a su prodigalidad, César llegó al
imperio, y muchos otros, por haber sido y haberse ganado fama de pródigos,
escalaron altísimas posiciones”, contestaría: “O ya eres príncipe, o estas en
camino de serlo; en el primer caso, la liberalidad es perniciosa; en el segundo,
necesaria. Y César era uno de los que querían llegar al principado de Roma; pero
si después de lograrlo hubiese sobrevivido y no so hubiera moderado en los
gastos, habría llevado el imperio a la ruina”. Y si alguien replicase: “Ha
habido muchos príncipes, reputados por liberalísimos, que hicieron grandes cosas
con las armas” diría yo: “O el príncipe gasta lo suyo y lo de los súbditos, o
gasta lo ajeno; en el primer caso debe ser medido, en el otro, no debe cuidarse
del despilfarro. Porque el príncipe que va con sus ejércitos y que vive del
botín, de los saqueos y de las contribuciones, necesita de esa esplendidez a
costa de los enemigos, ya que de otra manera los soldados no lo seguirían. Con
aquello que no es del príncipe ni de sus súbditos se puede ser extremadamente
generoso, como lo fueron Ciro, César y Alejandro; porque el derrochar lo ajeno,
antes concede que quita reputación; sólo el gastar lo de uno perjudica. No hay
cosa que se consuma tanto a sí misma como la prodigalidad, pues cuanto más se la
practica más se pierde la facultad de practicarla; y se vuelve el príncipe pobre
y despreciable, o, si quiere escapar de la pobreza, expoliador y odioso. Y si
hay algo que deba evitarse, es el ser despreciado y odioso, y a ambas cosa
conduce la prodigalidad. Por lo tanto, es más prudente contentarse con el tilde
de tacaño que implica una vergüenza sin odio, que, por ganar fama de pródigo,
incurrir en el de expoliador, que implica una vergüenza con odio.
CAPÍTULO XVII
DE LA CRUELDAD Y LA
CLEMENCIA; Y SI ES MEJOR SER AMADO QUE TEMIDO, O SER TEMIDO QUE AMADO
Paso a las otras
cualidades ya cimentadas y declaro que todos los príncipes deben desear ser
tenidos por clementes y no por crueles. Y, sin embargo, deben cuidarse de
emplear mal esta clemencia, César Borgia era considerado cruel, pese a lo cual
fue su crueldad la que impuso el orden en la Romaña, la que logró su unión y la
que la volvió a la paz y a la fe. Que, si se examina bien, se verá que Borgia
fue mucho más clemente que el pueblo florentino, que para evitar ser tachado de
cruel, dejó destruir a Pistoya. Por lo tanto, un príncipe no debe preocuparse
porque lo acusen de cruel, siempre y cuando su crueldad tenga por objeto el
mantener unidos y fieles a los súbditos; porque con pocos castigos ejemplares
será más clemente que aquellos que, por excesiva clemencia, dejan multiplicar
los desórdenes, causas de matanzas y saqueos que perjudican a toda una
población, mientras que las medidas extremas adoptadas por el príncipe sólo van
en contra de uno. Y es sobre todo un príncipe nuevo el que no debe evitar los
actos de crueldad, pues toda nueva dominación trae consigo infinidad de
peligros. Así se explica que Virgilio ponga en boca de Dido:
Res dura et regni novitas
me talia (cogunt
Moliri, et
late fines custode tueri.
Sin embargo, debe ser
cauto en el creer y el obrar, no tener miedo de sí mismo y proceder con
moderación, prudencia y humanidad, de modo que una excesiva confianza no lo
vuelva imprudente, y una desconfianza exagerada, intolerable.
Surge de esto una
cuestión: si vale más ser amado que temido, o temido que amado. Nada mejor que
ser ambas cosas a la vez; pero puesto que es difícil reunirlas y que siempre ha
de faltar una, declaro que es más seguro ser temido que amado. Porque de la
generalidad de los hombres se puede decir esto: que son ingratos, volubles,
simuladores, cobardes ante el peligro y ávidos de lucro. Mientras les haces
bien, son completamente tuyos: te ofrecen su sangre, sus bienes, su vida y sus
hijos, pues --- como antes expliqué ---ninguna necesidad tienes de ello; pero
cuando la necesidad se presenta se rebelan. Y el príncipe que ha descansado por
entero en su palabra va a la ruina al no haber tomado otras providencias; porque
las amistades que se adquieren con el dinero y no con la altura y nobleza de
alma son amistades merecidas, pero de las cuales no se dispone, y llegada la
oportunidad no se las puede utilizar. Y los hombres tienen menos cuidado en
ofender a uno que se haga amar que a uno que se haga temer; porque el amor es un
vínculo de gratitud que los hombres, perversos por naturaleza, rompen cada vez
que pueden beneficiarse; pero el temor es miedo al castigo que no se pierde
nunca. No obstante lo cual, el príncipe debe hacerse temer de modo que, si no se
granjea el amor, evite el odio, pues no es imposible ser a la vez temido y no
odiado; y para ello bastará que se abstenga de apoderarse de los bienes y de las
mujeres de sus ciudadanos y súbditos, y que no proceda contra la vida de alguien
sino cuando hay justificación conveniente y motivo manifiesto; pero sobre todo
abstenerse de los bienes ajenos, porque los hombres olvidan antes la muerte del
padre que la pérdida del patrimonio. Luego, nunca faltan excusas para despojar a
los demás de sus bienes, y el que empieza a vivir de la rapiña siempre encuentra
pretextos para apoderarse de lo ajeno, y, por el contrario, para quitar la vida,
son más raros y desaparecen con más rapidez.
Pero cuando el príncipe
está al frente de sus ejércitos y tiene que gobernar a miles de soldados, es
absolutamente necesario que no se preocupe si merece fama de cruel, porque sin
esta fama jamás podrá tenerse ejército alguno unido y dispuesto a la lucha.
Entre las infinitas cosas admirables de Aníbal se cita la de que, aunque contaba
con un ejército grandísimo, formado por hombres de todas las razas a los que
llevó a combatir en tierras extranjeras, jamás surgió discordia alguna entre
ellos ni contra el príncipe, así en la mala como en la buena fortuna. Y esto no
podía deberse sino a su crueldad inhumana, que, unida a sus muchas otras
virtudes, lo hacía venerable y terrible en el concepto de los soldados; que, sin
aquélla, todas las demás no le habrían bastado para ganarse este respeto. Los
historiadores poco reflexivos admiran, por una parte, semejante orden, y, por la
otra, censuran su razón principal. Que si es verdad o no que las demás virtudes
no le habrían bastado puede verse en Escipión ---hombre de condiciones poco
comunes, no sólo dentro de su boca, sino dentro de toda la historia de la
humanidad---, cuyos ejércitos se rebelaron en España. Lo cual se produjo por
culpa de su excesiva clemencia, que había dado a sus soldados más licencia de la
que a la disciplina militar convenía. Falta que Fabio Máximo le reprochó en el
Senado, llamándolo corruptor de la milicia romana. Los locrios, habiendo sido
ultrajados por un enviado de Escipión, no fueron desagraviados por éste ni la
insolencia del primero fue castigada naciendo todo de aquel su blando carácter.
Y a tal extremo, que alguien que lo quiso justificar ante el Senado dijo que
pertenecía a la clase de hombres que saben mejor no equivocarse que enmendar las
equivocaciones ajenas. Este carácter, con el tiempo habría acabado por empañar
su fama y su honor, a haber llegado Escipión al mando absoluto; pero como estaba
bajo las órdenes del Senado, no sólo quedó escondida esta mala cualidad suya,
sino que se convirtió en su gloria.
Volviendo a la cuestión de
ser amado o temido, concluyo que, como el amar depende de la voluntad de los
hombres y el temer de la voluntad del príncipe, un príncipe prudente debe
apoyarse en lo suyo y no en lo ajeno, pero, como he dicho, tratando siempre de
evitar el odio.
CAPÍTULO XVIII
DE QUE MODO LOS PRÍNCIPES
DEBEN CUMPLIR SUS PROMESAS
Nadie deja de comprender
cuán digno de alabanza es el príncipe que cumple la palabra dada, que obra con
rectitud y no con doblez; pero la experiencia nos demuestra, por lo que sucede
en nuestros tiempos, que son precisamente los príncipes que han hecho menos caso
de la fe jurada, envuelto a los demás con su astucia y reído de los que han
confiado en su lealtad, los únicos que han realizado grandes empresas.
Digamos primero que hay
dos maneras de combatir: una, con las leyes; otra, con la fuerza. La primera es
distintiva del hombre; la segunda, de la bestia. Pero como a menudo la primera
no basta, es forzoso recurrir a la segunda. Un príncipe debe saber entonces
comportarse como bestia y como hombre. Esto es lo que los antiguos escritores
enseñaron a los príncipes de un modo velado cuando dijeron que Aquiles y muchos
otros de los príncipes antiguos fueron confiados al centauro Quirón para que los
criara y educase. Lo cual significa que, como el preceptor es mitad bestia y
mitad hombre, un príncipe debe saber emplear las cualidades de ambas
naturalezas, y que una no puede durar mucho tiempo sin la otra.
De manera que, ya que se
ve obligado a comportarse como bestia, conviene que el príncipe se transforma en
zorro y en león, porque el león no sabe protegerse de las trampas ni el zorro
protegerse de los lobos. Hay, pues, que ser zorro para conocer las trampas y
león para espantar a los lobos. Los que sólo se sirven de las cualidades del
león demuestran poca experiencia. Por lo tanto, un príncipe prudente no debe
observar la fe jurada cuando semejante observancia vaya en contra de sus
intereses y cuando hayan desaparecido las razones que le hicieron prometer. Si
los hombres fuesen todos buenos, este precepto no sería bueno; pero como son
perversos, y no la observarían contigo, tampoco tú debes observarla con ellos.
Nunca faltaron a un príncipe razones legitimas para disfrazar la inobservancia.
Se podrían citar innumerables ejemplos modernos de tratados de paz y promesas
vueltos inútiles por la infidelidad de los príncipes. Que el que mejor ha sabido
ser zorro, ése ha triunfado. Pero hay que saber disfrazarse bien y ser hábil en
fingir y en disimular. Los hombres son tan simples y de tal manera obedecen a
las necesidades del momento, que aquel que engaña encontrará siempre quien se
deje engañar.
No quiero callar uno de
los ejemplos contemporáneos. Alejandro VI nunca hizo ni pensó en otra cosa que
en engañar a los hombres, y siempre halló oportunidad para hacerlo. Jamás hubo
hombre que prometiese con más desparpajo ni que hiciera tantos juramentos sin
cumplir ninguno; y, sin embargo, los engaños siempre le salieron a pedir de
boca, porque conocía bien esta parte del mundo.
No es preciso que un
príncipe posea todas las virtudes citadas, pero es indispensable que aparente
poseerlas. Y hasta me atreveré a decir esto: que el tenerlas y practicarlas
siempre es perjudicial, y el aparentar tenerlas, útil. Está bien mostrarse
piadoso, fiel, humano, recto y religioso, y asimismo serlo efectivamente; pero
se debe estar dispuesto a irse al otro extremo si ello fuera necesario. Y ha de
tenerse presente que un príncipe, y sobre todo un príncipe nuevo, no puede
observar todas las cosas gracias a las cuales los hombres son considerados
buenos, porque, a menudo, para conservarse en el poder, se ve arrastrado a obrar
contra la fe, la caridad, la humanidad y la religión. Es preciso, pues, que
tenga una inteligencia capaz de adaptarse a todas las circunstancias, y que,
como he dicho antes, no se aparte del bien mientras pueda, pero que, en caso de
necesidad, no titubee en entrar en el mal.
Por todo esto un príncipe
debe tener muchísimo cuidado de que no le brote nunca de los labios algo que no
esté empapado de las cinco virtudes citadas, y de que, al verlo y oírlo, parezca
la clemencia, la fe, la rectitud y la religión mismas, sobre todo esta última.
Pues los hombres, en general, juzgan más con los ojos que con las manos, porque
todos pueden ver, pero pocos tocar. Todos ven lo que pareces ser, mas pocos
saben lo que eres; y estos pocos no se atreven a oponerse a la opinión de la
mayoría, que se escuda detrás de la majestad del Estado. Y en las acciones de
los hombres, y particularmente de los príncipes, donde no hay apelación posible,
se atiende a los resultados. Trate, pues, un príncipe de vencer y conservar el
Estado, que los medios siempre serán honorables y loados por todos; porque el
vulgo se deja engañar por las apariencias y por el éxito; y en el mundo sólo hay
vulgo, ya que las minorías no cuentan sino cuando las mayorías no tienen donde
apoyarse. Un príncipe de estos tiempos, a quien no es oportuno nombrar, jamás
predica otra cosa que concordia y buena fe; y es enemigo acérrimo de ambas, ya
que, si las hubiese observado, habría perdido más de una vez la fama y las
tierras.
CAPÍTULO XIX
DE QUE MODO DEBE EVITARSE
SER DESPRECIADO Y ODIADO
Como de entre las
cualidades mencionadas ya hablé de las mis importantes, quiero ahora, bajo este
título general, referirme brevemente a las otras. Trate el príncipe de huir de
las cosas que lo hagan odioso o despreciable, y una vez logrado, habrá cumplido
con su deber y no tendrá nada que temer de los otros vicios. Hace odioso, sobre
todo, como ya he dicho antes, el ser expoliador y el apoderarse de los bienes y
de las mujeres de los súbditos, de todo lo cual convendrá abstenerse. Porque la
mayoría de los hombres, mientras no se ven privados de sus bienes y de su honor,
viven contentos; y el príncipe queda libre para combatir la ambición de los
menos que puede cortar fácilmente y de mil maneras distintas. Hace despreciable
el ser considerado voluble, frívolo, afeminado, pusilánime e irresoluto,
defectos de los cuales debe alejarse como una nave de un escollo, e ingeniarse
para que en sus actos se reconozca grandeza, valentía, seriedad y fuerza. Y con
respecto a los asuntos privados de los súbditos, debe procurar que sus fallos
sean irrevocables y empeñarse en adquirir tal autoridad que nadie piense en
engañarlo ni envolverlo con intrigas.
El príncipe que conquista
semejante autoridad es siempre respetado, pues difícilmente se conspira contra
quien, por ser respetado, tiene necesariamente ser bueno y querido por los
suyos. Y un príncipe debe temer dos cosas: en el interior, que se le subleven
los súbditos; en el exterior, que le ataquen. Las potencias extranjeras. De
éstas se defenderá con buenas armas y buenas alianzas, y siempre tendrá buenas
alianzas el que tenga buenas armas, así como siempre en el interior estarán
seguras las cosas cuando lo estén en el exterior, a menos que no hubiesen sido
previamente perturbadas por una conspiración. Y aun cuando los enemigos de
afuera amenazasen, si ha vivido como he aconsejado y no pierda la presencia de
espíritu resistirá todos los ataques, como he aconsejado que hizo el espartano
Nabis. En lo que se refiere a los súbditos, y a pesar de que no exista amenaza
extranjera alguna, ha de cuidar que no conspiren secretamente; pero de este
peligro puede asegurarse evitando que lo odien o lo desprecien y, como ya antes
he repetido, empeñándose por todos los medios en tener satisfecho al pueblo.
Porque el no ser odiado por el pueblo es uno de los remedios más eficaces de que
dispone un príncipe contra las conjuraciones. El conspirador siempre cree que el
pueblo quedará contento con la muerte del príncipe, y jamás, si sospecha que se
producirá el efecto contrario, se decide a tomar semejante partido, pues son
infinitos los peligros que corre el que conspira. La experiencia nos demuestra
que hubo muchísimas conspiraciones y que muy pocas tuvieron éxito. Porque el que
conspira no puede obrar solo ni buscar la complicidad de los que no cree
descontentos; y no hay descontento que no se regocije en cuanto le hayas
confesado tus propósitos, porque de la revelación de tu secreto puede esperar
toda clase de beneficios; es preciso que, sea muy amigo tuyo o enconado enemigo
del príncipe para que, al hallar en una parte ganancias seguras y en la otra
dudosas y llenas de peligro, te sea, leal. Y para reducir el problema a, sus
últimos términos, declaro que de parte del conspirador sólo hay recelos,
sospechas y temor al castigo, mientras que el príncipe cuenta con la majestad
del principado, con las leyes y con la ayuda de los amigos, de tal manera que,
si se ha granjeado la simpatía popular, es imposible que haya alguien que sea
tan temerario como para conspirar. Pues si un conspirador está por lo común
rodeado de peligros antes de consumar el hecho, lo estará aún más después de
ejecutarlo, porque no encontrará amparo en ninguna parte.
Sobre este particular
podrían citarse innumerables ejemplos; pero me daré por satisfecho con mencionar
uno que pertenece a la época de nuestros padres. Micer Aníbal Bentivoglio,
abuelo del actual micer Aníbal, que era príncipe de Bolonia, fue asesinado por
los Canneschi, que se habían conjurado contra él, no quedando de los suyos más
que micer Juan, que era una criatura. Inmediatamente después de semejante crimen
se sublevó el pueblo y exterminó a todos los Canneschi. Esto nace de la
simpatía, popular que la casa de los Bentivoglio tenía en aquellos tiempos, y
que fue tan grande que, no quedando de ella nadie en Bolonia que pudiese, muerto
Aníbal, regir el Estado, y habiendo inicios de que en Florencia existía un
descendiente de los Bentivoglio, que se consideraba hasta entonces hijo de
cerrajero, vinieron los boloñeses en su busca a Florencia y le entregaron el
gobierno de aquella ciudad la que fue gobernada por él hasta que micer Juan hubo
llegado a una edad adecuada par asumir el mando.
Llego, pues, a la
conclusión de que un príncipe, cuando es apreciado por el pueblo, debe cuidarse
muy poco de las conspiraciones; pero que debe temer todo y a todos cuando lo
tienen por enemigo y es aborrecido por él. Los Estados bien organizados y los
príncipes sabios siempre han procurado no exasperar a los nobles y, a la vez,
tener satisfecho y contento al pueblo. Es éste uno de los puntos a que más debe
atender un príncipe.
En la actualidad, entre
los reinos bien organizados, cabe nombrar el de Francia, que cuenta con muchas
instituciones buenas que están al servicio de la libertad y de la seguridad del
rey, de las cuales la primera es el Parlamento. Como el que organizó este reino
conocía, por una parte, la ambición y la violencia de los poderosos y la
necesidad de tenerlos como de una brida para corregirlos y, por la otra, el odio
a los nobles que el temor hacía nacer en el pueblo ---temor que había que hacer
desaparecer---, dispuso que no fuese cuidado exclusivo del rey esa tarea, para
evitarle los inconvenientes que tendría con los nobles si favorecía al pueblo y
los que tendría con el pueblo si favorecía a los nobles. Creó entonces un tercer
poder que, sin responsabilidades para el rey, castigase a los nobles y
beneficiase al pueblo. No podía tomarse medida mejor ni más juiciosa, ni que
tanto proveyese a la seguridad del rey y del reino. De donde puede extraerse
esta consecuencia digna de mención: que los príncipes deben encomendar a los
demás las tareas gravosas y reservarse las agradables. Y vuelvo a repetir que un
príncipe debe estimar a los nobles, pero sin hacerse odiar por el pueblo.
Acaso podrá parecer a
muchos que el ejemplo de la vida y muerte de ciertos emperadores romanos
contradice mis opiniones, porque hubo quienes, a pesar de haberse conducido
siempre virtuosamente y de poseer grandes cualidades, perdieron el imperio o,
peor aún, fueron asesinados por sus mismos súbditos, conjurados en su contra.
Para contestar a estas objeciones examinaré el comportamiento de algunos
emperadores y demostraré que las causas de su ruina no difieren de las que he
expuesto, y mientras tanto, recordaré los hechos más salientes de la Historia de
aquellos tiempos. Me limitaré a tomar a los emperadores que se sucedieron desde
Marco el Filósofo hasta Maximino: Marco, su hijo Cómodo, Pertinax, Juliano,
Severo, su hijo Antonio Caracalla, Macrino, Heliogábalo, Alejandro y Maximino.
Pero antes conviene hacer notar que, mientras los príncipes de hoy sólo tienen
que luchar contra la ambición de los nobles y la violencia de los pueblos, los
emperadores romanos tenían que hacer frente a una tercera dificultad: la codicia
y la crueldad de sus soldados, motivo de la ruina de muchos. Porque era difícil
dejar a la vez satisfechos a los soldados y al pueblo, pues en tanto que el
pueblo amaba la paz y a los príncipes sosegados, las tropas preferían a los
príncipes belicosos, violentos, crueles y rapaces, y mucho más si lo eran contra
el pueblo, ya que así duplicaban la ganancia y tenían ocasión de deshogar su
codicia y su perversidad. Esto explica por qué los emperadores que carecían de
autoridad suficiente para contener a unos y a los otros siempre fracasaban; y
explica también por qué la mayoría, y sobre todo los que subían al trono por
herencia, una vez conocida la imposibilidad de dejar satisfechas a ambas partes,
se decidían por los soldados, sin importarles pisotear al pueblo. Era el partido
lógico: cuando el príncipe no puede evitar ser odiado por una de las dos partes,
debe inclinarse hacia el grupo más numeroso, y cuando esto no es posible,
inclinarse hacia el más fuerte. De ahí que los emperadores -que al serlo por
razones ajenas al derecho tenían necesidad de apoyos extraordinarios- buscasen
contentar a los soldados antes que al pueblo; lo cual, sin embargo, podía
resultarles ventajoso o no según que supiesen o no ganarse y conserver su
respeto. Por tales motivos, Marco, Pertinax y Alejandro, a pesar de su vida
moderada, a pesar de ser amantes de la justicia, enemigos de, la crueldad,
humanitarios y benévolos, tuvieron todos, salvo Marco, triste fin. Y Marco vivió
y murió amado gracias a que llegó al trono por derecho de herencia, sin
debérselo al pueblo ni a los soldados., y a que, como estaba adornado de muchas
virtudes que lo hacían venerable, tuvo siempre, mientras vivió, sometidos a unos
y a otros a su voluntad, y nunca fue odiado ni despreciado. Pero Pertinax fue
hecho emperador contra el parecer de los soldados, que, acostumbrados a vivir en
la mayor licencia bajo Cómodo, no podían tolerar la vida virtuosa que aquél
pretendía imponerles; y por esto fue odiado. Y como al odio se agregó al
desprecio que inspiraba su vejez, pereció en los comienzos mismos de su reinado.
Y aquí se debe señalar que
el odio se gana tanto con las buenas acciones como con las perversas, por cuyo
motivo, como dije antes, un príncipe que quiere conservar el poder es a menudo
forzado a no ser bueno, porque cuando aquel grupo, ya sea pueblo, soldados o
nobles, del que tú juzgas tener necesidad para mantenerte, está corrompido, te
conviene seguir su capricho para satisfacerlo, pues entonces las buenas acciones
serían tus enemigas.
Detengámonos ahora en
Alejandro, hombre de tanta bondad que, entre los elogios que se le tributaron,
figura el de que en catorce años que reinó no hizo matar a nadie sin juicio
previo; pero su fama de persona débil y que se dejaba gobernar por su madre le
acarreó el desprecio de los soldados, que se sublevaron y lo mataron.
Por el contrario, Cómodo,
Severo, Antonio Caracalla y Maximino fueron ejemplos de crueldad y despotismo
llevados al extremo. Para congraciarse con los soldados, no ahorraron ultrajes
al pueblo. Y todos, a excepción de Severo, acabaron mal. Severo, aunque oprimió
al pueblo, pudo reinar felizmente en mérito al apoyo de los soldados y a sus
grandes cualidades, que lo hacían tan admirable a los ojos del pueblo y del
ejército que éste quedaba reverente y satisfecho, y aquél, atemorizado y
estupefacto. Y como sus acciones fueron notables para un príncipe nuevo, quiero
explicar brevemente lo bien que supo proceder como zorro y como león, cuyas
cualidades, como ya he dicho, deben ser imitadas por todos los príncipes.
Enterado de que el
emperador Juliano era un cobarde, Severo convencía al ejército que estaba bajo
su mando en Esclavonia de que era necesario ir a Roma para vengar la muerte de
Pertinax, a quien los pretorianos habían asesinado. Y con este pretexto, sin dar
a conocer sus aspiraciones al imperio, condujo al ejército contra Roma y estuvo
en Italia antes que se hubiese tenido noticia de su partida. Una vez en Roma,
dio muerte a Juliano; y el Senado, lleno de espanto, lo eligió emperador. Pero
para adueñarse del Estado quedaban aún a Severo dos dificultades, la primera en
Oriente, donde Níger, jefe de los ejércitos asiáticos, se habla hecho proclamar
emperador; la segunda en Occidente, donde se hallaba Albino, quien también tenía
pretensiones al imperio. Y como juzgaba peligroso declararse a la vez enemigo de
los dos, resolvió atacar a Níger y engañar a Albino, para lo cual escribió a
éste que, elegido emperador por el Senado, quería compartir el trono con él; le
mandó el título de césar y, por acuerdo del Senado, lo convirtió en su colega,
distinción que Albino aceptó sin vacilar. Pero una vez que hubo vencido y muerto
a Níger, y pacificadas las cosas en Oriente, volvió a Roma y se quejó al Senado
de que Albino, olvidándose de los beneficios que le debía, había tratado
vilmente de matarlo, por lo cual era preciso que castigara su ingratitud. Fue
entonces a buscarlo a las Galias y le quitó la vida y el Estado.
Quien examine, pues,
detenidamente las acciones de Severo, verá que fue un feroz león y un zorro muy
astuto, y advertirá que todos le temieron y respetaron y que el ejército no lo
odió; y no se asombrará de que él, príncipe nuevo, haya podido ser amo de un
imperio tan vasto, porque su ilimitada autoridad lo protegió siempre del odio
que sus depredaciones podían haber hecho nacer en el pueblo.
Pero Antonino, su hijo,
también fue hombre, de cualidades que lo hacían admirable en el concepto del
pueblo y grato en el de los soldados. Varón de genio guerrero, durísimo a la
fatiga, enemigo de la molicie y de los placeres de la mesa, no podía menos de
ser querido por todos los soldados. Sin embargo, su ferocidad era tan grande e
inaudita que, después de innumerables asesinatos aislados, exterminó a gran
parte del pueblo de Roma y a todo el de Alejandría. Por este motivo se hizo
odioso a todo el mundo, empezó a ser temido por los mismos que lo rodeaban y a
la postre fue muerto por un centurión en presencia de todo el ejército. Conviene
notar al respecto no está en manos de ningún príncipe evitar esta clase de
atentados, producto de la firme decisión de un hombre de carácter, porque al que
no le importa morir no le asusta quitar la vida a otro, pero no los tema el
príncipe, pues son rarísimos, y preocúpese, en cambio, por no inferir ofensas
graves a nadie que esté junto a él para el servicio del Estado. Es lo que no
hizo Antonino, ya que, a pesar de haber asesinado en forma ignominiosa a un
hermano del centurión, y de amenazar a éste diariamente con lo mismo, lo
conservaba en su guardia particular: tranquilidad temeraria que tenía que
traerle la muerte, y se la trajo.
Pasemos a Cómodo, a quien,
por ser hijo de Marco y haber recibido el imperio en herencia, fácil le hubiera
sido conservarlo, dado que con sólo seguir las huellas de su padre hubiese
tenido satisfecho a pueblo y ejército. Pero fue un hombre cruel y brutal que,
para desahogar su ansia de rapiña contra el pueblo, trató de captarse la
benevolencia de las tropas permitiéndoles toda clase de licencias; por otra
parte, olvidado de la dignidad que investía, bajo muchas veces a la arena para
combatir con los gladiadores y cometió vilezas incompatibles con la majestad
imperial, con lo cual se acarreó el desprecio de los soldados. De modo que,
odiado por un grupo y aborrecido por el otro, fue asesinado a consecuencia de
una conspiración.
Nos quedan por examinar
las cualidades de Maximino. Fastidiadas las tropas por la inactividad de
Alejandro, de quien ya he hablado, elevaron al imperio, una vez muerto éste, a
Maximino, hombre de espíritu extraordinariamente belicoso, que no se conservó en
el poder mucho tiempo porque hubo dos cosas que lo hicieron odioso y
despreciable: la primera, su baja condición, pues nadie ignoraba que había sido
pastor en Tracia, y esto producía universal disgusto; la otra, su fama de
sanguinario; había diferido su marcha a Roma para tomar posesión del mando, y en
el intervalo, había cometido, en Roma y en todas partes del imperio, por
intermedio de sus prefectos, un sinfín de depredaciones. Menospreciado por la
bajeza de su origen y odiado por el temor a su ferocidad, era natural que todo
el mundo se sintiese inquieto y, en consecuencia, que el África se rebelase y
que el Senado y luego el pueblo de Roma y toda Italia conspirasen contra él. Su
propio ejército, mientras sitiaba a Aquilea sin poder tomarla, cansado de sus
crueldades y temiéndolo menos al verlo rodeado de tantos enemigos, se plegó al
mo- vimiento y lo mató.
No quiero referirme a
Heliogábalo, Macrino y Juliano, que, por ser harto despreciables, tuvieron
pronto fin, y atenderé a las conclusiones de este discurso. Los príncipes
actuales no se encuentran ante la dificultad de tener que satisfacer en forma
desmedida a los soldados; pues aunque haya que tratarlos con consideración, el
caso es menos grave dado que estos príncipes no tienen ejércitos propios,
vinculados estrechamente con los gobiernos y las administraciones provinciales,
como estaban los ejércitos del Imperio Romano. Y si entonces había que
inclinarse a satisfacer a los soldados antes que al pueblo, se explica, porque
los soldados eran más poderosos que el pueblo; mientras que ahora todos los
príncipes, salvo el Turco y el Sultán tienen que satisfacer antes al pueblo que
a los soldados, porque aquél puede más que éstos. Excepto al Turco, que, por
estar siempre rodeado por doce mil infantes y quince mil jinetes, de los cuales
dependen la seguridad y la fuerza del reino, necesita posponer toda otra
preocupación a la de conservar la amistad de las tropas. Del mismo modo,
conviene que el Sultán, cuyo reino está por completo en manos del ejército,
conserve las simpatías de éste sin tener consideraciones para con el pueblo. Y
adviértase que este Estado del Sultán es muy distinto de todos los principados y
sólo parecido al pontificado cristiano, al que no puede llamársele principado
hereditario ni principado nuevo, porque no son los hijos del príncipe viejo los
herederos y futuros príncipes, sino el elegido para ese puesto por los que
tienen autoridad.. Y como se trata de una institución antigua, no le corresponde
el nombre de principado nuevo, aparte de que no se encuentran en él los
obstáculos que existen en los nuevos, pues si bien el príncipe es nuevo, la
constitución del Estado es antigua y el gobernante recibido como quien lo es por
derecho hereditario.
Pero volvamos a nuestro
asunto. Cualquiera que meditase este discurso hallaría que la causa de la ruina
de los emperadores citados ha sido el odio o el desprecio, y descubriría a qué
se debe que, mientras parte de ellos procedieron de un modo y parte de otro, en
ambos modos hubo dichosos y desgraciados. Pertinax y Alejandro fracasaron
porque, siendo príncipes nuevos, quisieron imitar a Marco, que había llegado al
imperio por derecho de sucesión; y lo mismo le sucedió a Caracalla, Cómodo y
Maximino al intentar seguir las huellas de Severo cuando carecían de sus
cualidades. Se concluye de esto que un príncipe nuevo en un principado nuevo no
puede imitar la conducta de Marco ni tampoco seguir los pasos de Severo, sino
que debe tomar de éste las cualidades necesarias para fundar un Estado, y, una
vez establecido y firme, las cualidades de aquél que mejor tiendan a
conservarlo.
CAPÍTULO XX
SI LAS FORTALEZAS, Y
MUCHAS OTRAS COSAS QUE LOS PRÍNCIPES HACEN CON FRECUENCIA SON ÚTILES O NO
Hubo príncipes que, para
conservar sin inquietudes el Estado, desarmaron a sus súbditos; príncipes que
dividieron los territorios conquistados; príncipes que favorecieron a sus mismos
enemigos; príncipes que se esforzaron por atraerse a aquellos que les inspiraban
recelos al comienzo de su gobierno; príncipes, en fin, que construyeron
fortalezas, y príncipes que las arrasaron. Y aunque sobre todas estas cosas no
se pueda dictar sentencia sin conocer las características del Estado donde
habría de tomarse semejante resolución, hablaré, sin embargo, del modo más
amplio que la materia permita.
Nunca sucedió que un
príncipe nuevo desarmase a sus súbditos; por el contrario, los armó cada vez que
los encontró desarmados. De este modo, las armas del pueblo se convirtieron en
las del príncipe, los que recelaban se hicieron fieles, los fieles continuaron
siéndolo y los súbditos se hicieron partidarios. Pero como no es posible armar a
todos los súbditos, resultan favorecidos aquellos a quienes el príncipe arma, y
se puede vivir más tranquilo con respecto a los demás; por esta distinción, de
que se reconocen deudores al príncipe, los primeros se consideran más obligados
a él, y los otros lo disculpan comprendiendo que es preciso que gocen de más
beneficios los que tienen más deberes y se exponen a más peligros. Pero cuando
se los desarma, se empieza por ofenderlos, puesto que se les demuestra que, por
cobardía o desconfianza, se tiene poca fe en su lealtad; y cualquiera de estas
dos opiniones engendra odio contra el príncipe. Y como el príncipe no puede
quedar desarmado, es forzoso que recurra a las milicias mercenarias, de cuyos
defectos ya he hablado; pero aun cuando sólo tuviesen virtudes, no pueden ser
tantas como para defenderlo de los enemigos poderosos y de los súbditos
descontentos. Por eso, como he dicho, un príncipe nuevo en un principado nuevo
no ha dejado nunca de organizar su ejército según lo prueban los ejemplos de que
está llena la Historia. Ahora bien: cuando un príncipe adquiera un Estado nuevo
que añade al que ya poseía, entonces sí que conviene que desarme a sus nuevos
súbditos, excepción hecha de aquellos que se declararon partidarios suyos
durante la conquista; y aun a éstos, con el transcurso del tiempo y aprovechando
las ocasiones que se le brinden, es preciso debilitarlos y reducirlos a la
inactividad y arreglarse de modo que el ejército del Estado se componga de los
soldados que rodeaban al príncipe en el Estado antiguo.
Nuestros antepasados, y
particularmente los que tenían fama de sabios, solían decir que para conservar a
Pistoya bastaban las disensiones, y para conservar a Pisa, las fortalezas; por
tal motivo, y para gobernarlas más fácilmente, fomentaban la discordia en las
tierras sometidas, medida muy lógica en una época en que las fuerzas de Italia
estaban equilibradas., pero no me parece que pueda darse hoy por precepto,
porque no creo que las divisiones traigan beneficio alguno; al contrario, juzgo
inevitable que las ciudades enemigas se pierdan en cuanto el enemigo se
aproxime, pues siempre el partido más débil se unirá a las fuerzas externas, y
el otro no podrá resistir.
Movidos por estas razones,
según creo, los venecianos fomentaban en las ciudades conquistadas la creación
de guelfos y gibelinos, y aunque no los dejaban llegar al derramamiento de
sangre, alimentaban, sin embargo, estas discordias entre ellos, a fin de que,
ocupados en sus diferencias, no se uniesen contra el enemigo común. Pero, como
hemos visto, este proceder se volvió en su contra, pues, derrotados en Vailá,
uno de los partidos cobró valor y les arrebató todo el Estado. Semejantes
recursos inducen a sospechar la existencia de alguna debilidad en el príncipe,
porque un príncipe fuerte jamás tolerará tales divisiones, que podrán serle
útiles en tiempos de paz, cuando, gracias a ellas, manejará más fácilmente a sus
súbditos, pero que mostrarán su ineficacia en cuando sobrevenga la guerra.
Indudablemente, los
príncipes son grandes cuando superan las dificultades y la oposición que se les
hace. Por esta razón, y sobre todo cuando quiere hacer grande a un príncipe
nuevo, a quien le es más necesario adquirir fama que a uno hereditario, la
fortuna le suscita enemigos y guerras en su contra para darle oportunidad de que
las supere y pueda, sirviéndose de la escala que los enemigos le han traído,
elevarse a mayor altura. Y hasta hay quienes afirman que un príncipe hábil debe
fomentar con astucia ciertas resistencias para que, al aplastarlas, se
acreciente su gloria.
Los príncipes, sobre todo
los nuevos, han hallado más consecuencia y más utilidad en aquellos que al
principio de su gobierno les eran sospechosos que en aquellos en quienes
confiaban. Pandolfo Petrucci, príncipe de Siena, gobernaba su Estado más con los
que le habían sido sospechosos que con los otros. Pero de este punto no se
pueden extraer conclusiones generales porque varían según el caso. Sólo diré
esto: que los hombres que al principio de un reinado han sido enemigos, si su
carácter es tal que para continuar la lucha necesitan apoyo ajeno, el príncipe
podrá siempre y muy fácilmente conquistarlos a su causa; y lo servirán con tanta
más fidelidad cuanto que saben que les es preciso borrar con buenas obras la
mala opinión en que se los tenía; y así el príncipe saca de ellos más provecho
que de los que, por serle demasiado fieles, descuidan sus obligaciones.
Y puesto que el tema lo
exige, no dejaré de recordar al príncipe que adquiera un Estado nuevo mediante
la ayuda de los ciudadanos que examine bien el motivo que impulsó a éstos a
favorecerlo, porque si no se trata de afecto natural, sino de descontento con la
situación anterior del Estado, difícil y fatigosamente podrá conservar su
amistad, pues tampoco él podrá contentarlos. Con los ejemplos que los hechos
antiguos y modernos proporcionan, medítese serenamente en la razón de todo esto,
y se verá que es más fácil conquistar la amistad de los enemigos, que lo son
porque estaban satisfechos con el gobierno anterior, que la de los que, por
estar descontentos, se hicieron amigos del nuevo príncipe y lo ayudaron a
conquistar el Estado.
Los príncipes, para
conservarse más seguramente en el poder, acostumbraron construir fortalezas que
fuesen rienda y freno para quienes se atreviesen a obrar en su contra, y refugio
seguro para ellos en caso de un ataque imprevisto. Alabo esta costumbre de los
antiguos. Pero repárese en que en estos tiempos se ha visto a Nicolás Vitelli
arrasar dos fortalezas en Cittá di Castello para conservar la plaza. Guido
Ubaldo, duque de Urbino, al volver a sus Estados de donde lo arrojó César
Borgia, destruyó hasta los cimientos todas las fortalezas de aquella provincia,
convencido de que sin ellas sería más difícil arrebatarle el Estado. Lo mismo
hicieron los Bentivoglio al volver a Bolonia. Por consiguiente, las fortalezas
pueden ser útiles o no según los casos, pues si en unas ocasiones favorecen, en
otras perjudican. Podría resolverse la cuestión de esta manera: el príncipe que
teme más al pueblo que a los extranjeros debe construir fortalezas; pero el que
teme más a los extranjeros que al pueblo debe pasarse sin ellas. El castillo
levantado por Francisco Sforza en Milán ha traído y traerá más sinsabores a la
casa Sforza que todas las revueltas que se produzcan en el Estado. Pero, en
definitiva, no hay mejor fortaleza que el no ser odiado por el pueblo, porque si
el pueblo aborrece al príncipe, no lo salvarán todas las fortalezas que posea,
pues nunca faltan al pueblo, una vez que ha empuñado las armas, extranjeros que
lo socorran.
En nuestros tiempos no se
ha visto que hayan favorecido a ningún príncipe, salvo a la condesa de Forli,
después de la muerte del conde Jerónimo, su marido; porque gracias a ellas pudo
escapar al furor popular, esperar el socorro de Milán y recuperar el Estado.
Pero entonces las circunstancias eran tales que los extranjeros no podían
auxiliar al pueblo. Y después su fortaleza de nada le sirvió, cuando César
Borgia la asaltó y el pueblo se plegó a él por odio a la condesa. Por lo tanto,
mucho más seguro le hubiera sido, entonces y siempre, no ser odiada por el
pueblo que tener fortalezas.
Consideradas, pues, estas
cosas, elogiaré tanto a quien construya fortalezas como a quien no las
construya, pero censuraré a todo el que, confiando en las fortalezas, tenga en
poco el ser odiado por el pueblo.
CAPÍTULO XXI
COMO DEBE COMPORTARSE UN
PRÍNCIPE PARA SER ESTIMADO
Nada hace tan estimable a
un príncipe como las grandes empresas y el ejemplo de raras virtudes. Prueba de
ello es Fernando de Aragón, actual rey de España, a quien casi puede llamarse
príncipe nuevo, pues de rey sin importancia se ha convertido en el primer
monarca de la cristiandad. Sus obras, como puede comprobarlo quien las examine,
han sido todas grandes, y algunas extraordinarias. En los comienzos de su
reinado tomó por asalto a Granada, punto de partida de sus conquistas. Hizo la
guerra cuando estaba en paz con los vecinos, y, sabiendo que nadie se opondría,
distrajo con ella la atención de los nobles de Castilla, que, pensando en esa
guerra, no pensaban en cambios políticos, y por este medio adquirió autoridad y
reputación sobre ellos y sin que ellos se diesen cuenta. Con dinero del pueblo y
de la Iglesia pudo mantener sus ejércitos, a los que templó en aquella larga
guerra y que tanto lo honraron después. Más tarde, para poder iniciar empresas
de mayor envergadura, se entregó, sirviéndose siempre de la iglesia, a una
piadosa persecución y despojó y expulsó de su reino a los “marranos”. No puede
haber ejemplo más admirable y maravilloso. Con el mismo pretexto invadió el
África, llevó a cabo la campaña de Italia y últimamente atacó a Francia, porque
siempre meditó y realizó hazañas extraordinarias que provocaron el constante
estupor de los súbditos y mantuvieron su pensamiento ocupado por entero en el
éxito de sus aventuras. Y estas acciones suyas nacieron de tal modo una tras
otra que no dio tiempo a los hombres para poder preparar con tranquilidad algo
en su perjuicio.
También concurre en
beneficio del príncipe el hallar medidas sorprendentes en lo que se refiere a la
administración, como se cuenta que las hallaba Bernabé de Milán. Y cuando
cualquier súbdito hace algo notable, bueno o malo, en la vida civil, hay que
descubrir un modo de recompensarlo o castigarlo que dé amplio tema de
conversación a la gente. Y, por encima de todo, el príncipe debe ingeniarse por
parecer grande e ilustre en cada uno de sus actos.
Asimismo se estima al
príncipe capaz de ser amigo o enemigo franco, es decir, al que, sin temores de
ninguna índole, sabe declararse abiertamente en favor de uno y en contra de
otro. El abrazar un partido es siempre más conveniente que el permanecer
neutral. Porque si dos vecinos poderosos se declaran la guerra, el príncipe
puede encontrarse en uno de esos casos: que, por ser adversarios fuertes, tenga
que temer a cualquier cosa de los dos que gane la guerra, o que no; en uno o en
otro caso siempre le será más útil decidirse por una de las partes y hacer la
guerra. Pues, en el primer caso, si no se define, será presa del vencedor, con
placer y satisfacción del vencido; y no hallará compasión en aquél ni asilo en
éste, porque el que vence no quiere amigos sospechosos y que no le ayuden en la
adversidad, y el que pierde no puede ofrecer ayuda a quien no quiso empuñar las
armas y arriesgarse en su favor.
Antíoco, llamado a Grecia
por los etoilos para arrojar de allí a los romanos, mandó embajadores a los
acayos, que eran amigos de los romanos, para convencerlos de que permaneciesen
neutrales. Los romanos por el contrario, les pedían que tomaran armas a su
favor. Se debatió el asunto en el consejo de los acayos, y cuando el enviado de
Antíoco solicitó neutralidad, el representante romano replicó “Quod autem isti
dicunt non interponendi vos bello, nihil magis alienum rebus vestris est, sine
gratia, sine dignitate, praemium victoris eritis”.
Y siempre verás que aquel
que no es tu amigo te exigirá la neutralidad, y aquel que es amigo tuyo te
exigirá que demuestres tus sentimientos con las armas. Los príncipes
irresolutos, para evitar los peligros presentes, siguen las más de las veces el
camino de la neutralidad, y las más de las veces fracasan. Pero cuando el
príncipe se declara valientemente por una de las partes, si triunfa aquella a la
que se une, aunque sea poderosa y él quede a su discreción, estarán unidos por
un vínculo de reconocimiento y de afecto; y los hombres nunca son tan malvados
que dando prueba de tamaña ingratitud, lo sojuzguen. Al margen de esto, las
victorias nunca son tan decisivas como para que el vencedor no tenga que guardar
algún miramiento, sobre todo con respecto a la justicia. Y si el aliado pierde,
el príncipe será amparado, ayudado por él en la medida de lo posible y se hará
compañero de una fortuna que puede resurgir. En el segundo caso, cuando los que
combaten entre sí no pueden inspirar ningún temor, mayor es, la necesidad de
definirse, pues no hacerlo significa la ruina de uno de ellos, al que el
príncipe, si fuese prudente, debería salvar, porque si vence queda a su
discreción, y es imposible que con su ayuda no venza.
Conviene advertir que un
príncipe nunca debe aliarse con otro más poderoso para atacar a terceros, sino,
de acuerdo con lo dicho, cuando las circunstancias lo obligan, porque si
venciera queda en su poder, y los príncipes deben hacer lo posible por no quedar
a disposición de otros. Los venecianos, que, pudiendo abstenerse de intervenir,
se aliaron con los franceses contra el duque de Milán, labraron su propia ruina.
Pero cuando no se puede evitar, como sucedió a los florentinos en oportunidad
del ataque de los ejércitos del papa y de España contra la Lombardía, entonces,
y por las mismas razones expuestas, el príncipe debe someterse a los
acontecimientos. Y que no se crea que los Estados pueden inclinarse siempre por
partidos seguros; por el contrario, piénsese que todos son dudosos; porque
acontece en el orden de las cosas que, cuando se quiere evitar un inconveniente,
se incurre en otro. Pero la prudencia estriba en saber conocer la naturaleza de
los inconvenientes y aceptar el menos malo por bueno.
El príncipe también se
mostrará amante de la virtud y honrará a los que se distingan en las artes.
Asimismo, dará seguridades a los ciudadanos para que puedan dedicarse
tranquilamente a sus profesiones, al comercio, a la agricultura y a cualquier
otra actividad; y que unos no se abstengan de embellecer sus posesiones por
temor a que se las quiten, y otros de abrir una tienda por miedo a los
impuestos. Lejos de esto, instituirá premios para recompensar a quienes lo hagan
y a quienes traten, por cualquier medio, de engrandecer la ciudad o el Estado.
Todas las ciudades están divididas en gremios o corporaciones a las cuales
conviene que el príncipe conceda su atención. Reúnase de vez en vez con ellos y
dé pruebas de sencillez y generosidad, sin olvidarse, no obstante, de la
dignidad que inviste, que no debe faltarle en, ninguna ocasión.
CAPÍTULO XXII
DE LOS SECRETARIOS DEL
PRÍNCIPE
No es punto carente de
importancia la elección de los ministros, que será buena o mala según la cordura
del príncipe. La primera opinión que se tiene del juicio de un príncipe se funda
en los hombres que lo rodean: si son capaces y fieles, podrá reputárselo por
sabio, pues supo hallarlos capaces y mantenerlos fieles; pero cuando no lo son,
no podrá considerarse prudente a un príncipe que el primer error que comete lo
comete en esta elección.
No había nadie que, al
saber que Antonio da Venafro era ministro de Pandolfo Petrucci, príncipe de
Siena, no juzgase hombre muy inteligente a Pandolfo por tener por ministro a
quien tenía. Pues hay tres clases de cerebros: el primero discierne por sí; el
segundo entiende lo que los otros disciernen, y el tercero no discierne ni
entiende lo que los otros disciernen. El primero es excelente, el segundo bueno
y el tercero inútil. Era, pues, absolutamente indispensable que, si Pandolfo no
se hallaba en el primer caso, se hallase en el segundo. Porque con tal que un
príncipe tenga el suficiente discernimiento para darse cuenta de lo bueno o malo
que hace y dice, reconocerá, aunque de por sí no las descubra, cuáles son las
obras buenas y cuáles las malas de un ministro, y podrá corregir éstas y elogiar
las otras; y el ministro, que no podrá confiar en engañarlo, se conservará
honesto y fiel.
Para conocer a un ministro
hay un modo que no falla nunca. Cuando se ve que un ministro piensa más en él
que en uno y que en todo no busca sino su provecho, estamos en presencia de un
ministro que nunca será bueno y en quien el príncipe nunca podrá confiar. Porque
el que tiene en sus manos el Estado de otro jamás debe pensar en sí mismo, sino
en el príncipe, y no recordarle sino las cosas que pertenezcan a él. Por su
parte, el príncipe, para mantenerlo constante en su fidelidad, debe pensar en el
ministro. Debe honrarlo, enriquecerlo y colmarlo de cargos, de manera que
comprenda que no puede estar sin él, y que los muchos honores no le hagan desear
más honores, las muchas riquezas no le hagan ansiar más riquezas y los muchos
cargos le hagan temer los cambios políticos. Cuando los ministros, y los
príncipes con respecto a los ministros, proceden así, pueden confiar unos en
otros; pero cuando proceden de otro modo, las consecuencias son perjudiciales
tanto para unos como para otros.
CAPÍTULO XXIII
COMO HUIR DE LOS
ADULADORES
No quiero pasar por alto
un asunto importante, y es la falta en que con facilidad caen los príncipes si
no son muy prudentes o no saben elegir bien. Me refiero a los aduladores, que
abundan en todas las cortes. Porque los hombres se complacen tanto en sus
propias obras, de tal modo se engañan, que no atinan a defenderse de aquella
calamidad; y cuando quieren defenderse, se exponen al peligro de hacerse
despreciables. Pues no hay otra manera de evitar la adulación que el hacer
comprender a los hombres que no ofenden al decir la verdad; y resulta que,
cuando todos pueden decir la verdad, faltan al respeto. Por lo tanto, un
príncipe prudente debe preferir un tercer modo: rodearse de los hombres de buen
juicio de su Estado, únicos a los que dará libertad para decirle la verdad,
aunque en las cosas sobre las cuales sean interrogados y sólo en ellas. Pero
debe interrogarlos sobre todos los tópicos, escuchar sus opiniones con paciencia
y después resolver por sí y a su albedrío. Y con estos consejeros comportarse de
tal manera que nadie ignore que será tanto más estimado cuanto más libremente
hable. Fuera de ellos, no escuchar a ningún otro, poner en seguida en práctica
lo resuelto y ser obstinado en su cumplimiento. Quien no procede así se pierde
por culpa de los aduladores o, si cambia a menudo de parecer, es tenido en
menos.
Quiero a este propósito
citar un ejemplo moderno, Fray Lucas [Rinaldi], embajador ante el actual
emperador Maximiliano, decía, hablando de Su Majestad, que no pedía consejos a
nadie y que, sin embargo, nunca hacía lo que quería. Y esto precisamente por
proceder en forma contraria a la aconsejada. Porque el emperador es un hombre
reservado que no comunica a nadie sus pensamientos ni pide pareceres; pero como,
al querer ponerlos en práctica, empiezan a conocerse y descubrirse, y los que
los rodean opinan en contra, fácilmente desiste de ellos. De donde resulta que
lo que hace hoy lo deshace mañana, que no se entiende nunca lo que desea o
intenta hacer y que no se puede confiar en sus determinaciones.
Por este motivo, un
príncipe debe pedir consejo siempre, pero cuando él lo considere conveniente y
no cuando lo consideren conveniente los demás, por lo cual debe evitar que nadie
emita pareceres mientras no sea interrogado. Debe preguntar a menudo, escuchar
con paciencia la verdad acerca de las cosas sobre las cuales ha interrogado y
ofenderse cuando se entera de que alguien no se la ha dicho por temor. Se
engañan los que creen que un príncipe es juzgado sensato gracias a los buenos
consejeros que tiene en derredor y no gracias a sus propias cualidades. Porque
ésta es una regla general que no falla nunca un príncipe que no es sabio no
puede ser bien aconsejado y, por ende, no puede gobernar, a menos que se ponga
bajo la tutela de un hombre muy prudente que lo guíe en todo. Y aun en este
caso, duraría poco en el poder, pues el ministro no tardaría en despojarlo del
Estado. Y si pide consejo a más de uno, los consejos serán siempre distintos, y
un príncipe que no sea sabio no podrá conciliarlos. Cada uno de los conse- jeros
pensará en lo suyo, y él no podrá saberlo ni corregirlo. Y es imposible hallar
otra clase de consejeros, porque los hombres se comportarán siempre mal mientras
la necesidad no los obligue a lo contrario. De esto se concluye que es
conveniente que los buenos consejos, vengan de quien vinieren, nazcan de la
prudencia del príncipe y no la prudencia del príncipe de los buenos consejos.
CAPÍTULO XXIV
POR QUE LOS PRÍNCIPES DE
ITALIA PERDIERON SUS ESTADOS
Las reglas que acabo de
exponer, llevadas a la práctica con prudencia, hacen parecer antiguo a un
príncipe nuevo y lo consolidan y afianzan en seguida en el Estado como si fuese
un príncipe hereditario. Por la razón de que se observa mucho más celosamente la
conducta de un príncipe nuevo que la de uno hereditario, si los hombres la
encuentran virtuosa, se sienten más agradecidos y se apegan más a él que a uno
de linaje antiguo. Porque los hombres se ganan mucho mejor con las cosas
presentes que con las pasadas, y cuando en las presentes hallan provecho, las
gozan sin inquirir nada; y mientras el príncipe no se desmerezca en las otras
cosas, estarán siempre dispuestos a defenderlo. Así, el príncipe tendrá la doble
gloria de haber creado un principado nuevo y de haberlo mejorado y fortificado
con buenas leyes, buenas armas, buenos amigos y buenos ejemplos. Del mismo modo
que será doble la deshonra del que, habiendo nacido príncipe, pierde el trono
por su falta de prudencia.
Si se examina el
comportamiento de los príncipes de Italia que en nuestros tiempos perdieron sus
Estados, como el rey de Nápoles, el duque de Milán y algunos otros, se
advertirá, en primer lugar, en lo que se refiere a las armas, una falta común a
todos: la de haberse apartado de las reglas antes expuestas. Después se verá que
unos tuvieron al pueblo por enemigo, y que el que lo tuvo por amigo no supo
asegurarse de los nobles. Porque sin estas faltas no se pierden los Estados que
tienen recursos suficientes para permitir levantar un ejército de campaña.
Filipo de Macedonia, no el
padre de Alejandro, sino el que fue vencido por Tito Quincio, disponía de un
ejército reducido en comparación con el de los griegos y los romanos, que lo
atacaron juntos; sin embargo, como era guerrero y había sabido congraciarse con
el pueblo y contener a los nobles, pudo resistir una lucha de muchos años; y si
al fin perdió algunas ciudades, conservó, en cambio el reino.
Por consiguiente, estos
príncipes nuestros que ocupaban el poder desde hacía muchos años no acusen a la
fortuna por haberlo perdido, sino a su ineptitud. Como en épocas de paz nunca
pensaron que podrían cambiar las cosas (es defecto común de los hombres no
preocuparse por la tempestad durante la bonanza), cuando se presentaron tiempos
adversos, atinaron a huir y no a defenderse, y esperaron que el pueblo, cansado
de los ultrajes de los vencedores, volviese a llamarlos. Partido que es bueno
cuando no hay otros; pero está muy mal dejar los otros por ése, pues no debernos
dejarnos caer por el simple hecho de creer que habrá alguien que nos recoja.
Porque no lo hay; y si lo hay y acude, no es para salvación nuestra, dado que la
defensa ha sido indigna y no ha dependido de nosotros. Y las únicas defensas
buenas, seguras y durables son las que de- penden de uno mismo y de sus
virtudes.
CAPÍTULO XXV
DEL PODER DE LA FORTUNA DE
LAS COSAS HUMANAS Y DE LOS MEDIOS PARA OPONÉRSELE
No ignoro que muchos creen
y han creído que las cosas del mundo están regidas por la fortuna y por Dios, de
tal modo que los hombres más prudentes no pueden modificar- las; y, más aún, que
no tienen remedio alguno contra ellas. De lo cual podrían deducir que no vale la
pena fatigarse mucho en las cosas, y que es mejor dejarse gobernar por la
suerte. Esta opinión ha gozado de mayor crédito en nuestros tiempos por los
cambios extraordinarios, fuera de toda conjetura humana, que se han visto y se
ven todos los días.
Y yo, pensando alguna vez
en ello, me he sentido algo inclinado a compartir el mismo parecer. Sin embargo,
y a fin de que no se desvanezca nuestro libre albedrío, acepto por cierto que la
fortuna sea juez de la mitad de nuestras acciones, pero que nos deja gobernar la
otra mitad, o poco menos. Y la comparo con uno de esos ríos antiguos que cuando
se embravecen, inundan las llanuras, derriban los árboles y las casas y
arrastran la tierra de un sitio para llevarla a otro; todo el mundo huye delante
de ellos, todo el mundo cede a su furor. Y aunque esto sea inevitable, no obsta
para que los hombres, en las épocas en que no hay nada que temer, tomen sus
precauciones con diques y reparos, de manera que si el río crece otra vez, o
tenga que deslizarse por un canal o su fuerza no sea tan desenfrenada ni tan
perjudicial. Así sucede con la fortuna, que se manifiesta con todo su poder allí
donde no hay virtud preparada para resistirle y dirige sus ímpetus allí donde
sabe que no se han hecho diques ni reparos para contenerla. Y si ahora
contemplamos a Italia, teatro de estos cambios y punto que los ha engendrado,
veremos que es una llanura sin diques ni reparos de ninguna clase; y que si
hubiese estado defendida por la virtud necesaria, como lo están Alemania, España
y Francia, o esta inundación no habría provocado las grandes transformaciones
que ha provocado, o no se habría producido. Y que lo dicho sea suficiente sobre
la necesidad general de oponerse a la fortuna.
Pero ciñéndome más a los
detalles me pregunto por qué un príncipe que hoy vive en la prosperidad, mañana
se encuentra en la desgracia, sin que se haya operado ningún cambio en su
carácter ni en su conducta. A mi juicio, esto se debe, en primer lugar, a las
razones que expuse con detenimiento en otra parte, es decir, a que el príncipe
que confía ciegamente en la fortuna perece en cuanto en cuanto ella cambia. Creo
también que es feliz el que concilia su manera de obrar con la índole de las
circunstancias, y que del mismo modo es desdichado el que no logra armonizar una
cosa con la otra. Pues se ve que los hombres, para llegar al fin que se
proponen, esto es, a la gloria y las riquezas, proceden en forma distinta: uno
con cautela, el otro con ímpetu; uno por la violencia, el otro por la astucia;
uno con paciencia, el otro con su contrario; y todos pueden triunfar por medios
tan dispares. Se observa también que, de dos hombres cautos, el uno consigue su
propósito y el otro no, y que tienen igual fortuna dos que han seguido caminos
encontrados, procediendo el uno con cautela y el otro con ímpetu: lo cual no se
debe sino a la índole de las circunstancias, que concilia o no con la forma de
comportarse. De aquí resulta lo que he dicho: que dos que actúan de distinta
manera obtienen el mismo resultado; y que de dos que actúan de igual manera, uno
alcanza su objeto y el otro no. De esto depende asimismo el éxito, pues si las
circunstancias y los acontecimientos se presentan de tal modo que el príncipe
que es cauto y paciente se ve favorecido, su gobierno será bueno y él será
feliz; mas si cambian, está perdido, porque no cambia al mismo tiempo su
proceder. Pero no existe hombre lo suficientemente dúctil como para adaptarse a
todas las circunstancias, ya porque no puede desviarse de aquello a lo que la
naturaleza lo inclina, ya porque no puede resignarse a abandonar un camino que
siempre le ha sido próspero. El hombre cauto fracasa cada vez que es preciso ser
impetuoso. Que si cambiase de conducta junto con las circunstancias, no
cambiaría su fortuna.
El papa Julio II se
condujo impetuosamente en todas sus acciones, y las circunstancias se
presentaron tan de acuerdo con su modo de obrar que siempre tuvo éxito.
Considérese su primera empresa contra Bolonia, cuando aun vivía Juan Bentivoglio.
Los venecianos lo veían con desagrado, y el rey de España deliberaba con el de
Francia sobre las medidas por tomar; pero Julio II, llevado por su ardor y su
ímpetu, inició la expedición poniéndose él mismo al frente de las tropas.
Semejante paso dejó suspensos a España y a los venecianos; y éstos por miedo, y
aquélla con la esperanza de recobrar todo el reino de Nápoles, no se movieron;
por otra parte, el rey de Francia se puso de su lado, pues al ver que Julio II
había iniciado la campaña, y como quería ganarse su amistad para humillar a los
venecianos, juzgó no poder negarle sus tropas sin ofenderlo en forma manifiesta.
Así, pues, Julio II, con su impetuoso ataque, hizo lo que ningún pontífice
hubiera logrado con toda la prudencia humana; porque si él hubiera esperado para
partir de Roma a tener todas las precauciones tomadas y ultimados todos los
detalles, como cualquier otro pontífice hubiese hecho, jamás habría triunfado,
porque el rey de Francia hubiera tenido mil pretextos y los otros amenazado con
mil represalias. Prefiero pasar por alto sus demás acciones, todas iguales a
aquélla y todas premiadas por el éxito, pues la brevedad de su vida no le
permitió conocer lo contrario. Que, a sobrevenir circunstancias en las que fuera
preciso conducirse con prudencia, corriera a su ruina, pues nunca se hubiese
apartado de aquel modo de obrar al cual lo inclinaba su naturaleza.
Se concluye entonces que,
como la fortuna varía y los hombres se obstinan en proceder de un mismo modo,
serán felices mientras vayan de acuerdo con la suerte e infelices cuando estén
en desacuerdo con ella. Sin embargo, considero que es preferible ser impetuoso y
no cauto, porque la fortuna es mujer y se hace preciso, si se la quiere tener
sumisa, golpearla y zaherirla. Y se ve que se deja dominar por éstos antes que
por los que actúan con tibieza. Y, como mujer, es amiga de los jóvenes, porque
son menos prudentes y más fogosos y se imponen con más audacia.
CAPÍTULO XXVI
EXHORTACIÓN A LIBERAR A
ITALIA DE LOS BÁRBAROS
Después de meditar en todo
lo expuesto, me preguntaba si en Italia, en la actualidad, las circunstancias
son propicias para que un nuevo príncipe pueda adquirir gloría, esto es
necesario a un hombre prudente y virtuoso para instaurar una nueva forma de
gobierno, por la cual, hombre honrándose a sí mismo, hiciera la felicidad de los
italianos. Y no puede menos que responderme que eran tantas las circunstancias
que concurrían en favor de un príncipe nuevo, que difícilmente podría hallarse
momento más adecuado. Y si, como he dicho, fue preciso para que Moisés pusiera
de manifiesto sus virtudes que el pueblo de Israel estuviese esclavizado en
Egipto, y para conocer la grandeza de Ciro que los persas fuesen oprimidos por
los medas, y la excelencia de Teseo que los atenienses se dispersaran, del mismo
modo, para conocer la virtud de un espíritu italiano, era necesario que Italia
se viese llevada al extremo en que yace hoy, y que estuviese más esclavizada que
los hebreos, más oprimida que los persas y más desorganizada que los atenienses;
que careciera de jefe y de leyes, que se viera castigada, despojada, escarne-
cida e invadida, y que soportara toda clase de vejaciones. Y aunque hasta ahora
se haya notado en este o en aquel hombre algún destello de genio como para creer
que había sido enviado por Dios para redimir estas tierras, no tardó en
advertirse que la fortuna lo abandonaba en lo más alto de su carrera. De modo
que, casi sin un soplo de vida, espera Italia al que debe curarla de sus
heridas, poner fin a los saqueos de Lombardia y a las contribuciones del Reame y
de Toscana y cauterizar sus llagas desde tanto tiempo gangrenadas.
Vedla cómo ruega a Dios
que le envíe a alguien que la redima de esa crueldad e insolencia de los
bárbaros. Vedla pronta y dispuesta a seguir una bandera mientras haya quien la
empuña. Y no se ve en la actualidad en quien uno pueda confiar más que en
vuestra ilustre casa, para que con su fortuna y virtud, preferida de Dios y de
la Iglesia, de la cual es ahora príncipe, pueda hacerse jefe de esta redención.
Y esto no os parecerá difícil si tenéis presentes la vida y acciones de los
príncipes mencionados. Y aunque aquéllos fueron hombres raros y maravillosos, no
dejaron de ser hombres; y no tuvo ninguno ocasión tan favorable como la
presente; porque sus empresas no fueron más justas ni más fáciles que ésta, ni
Dios les fue más benigno de lo que lo es con vos. Que es justicia grande: iustum
enim est bellum quibus necessarium, et pia arma ubi nulla nisi in armis spes
est. Aquí hay disposición favorable; y donde hay disposición favorable no puede
haber grandes dificultades, y sólo falta que vuestra casa se inspire en los
ejemplos de los hombres que he propuesto por modelos. Además, se ven aquí
acontecimientos extraordinarios, sin precedentes, ejecutados por voluntad
divina: las aguas del mar se han separado, una nube os ha mostrado el camino, ha
brotado agua de la piedra y ha llovido maná; todo concurre a vuestro
engrandecimiento. A vos os toca lo demás. Dios no quiere hacerlo todo para no
quitarnos el libre albedrío ni la parte de gloria que nos corresponde.
No es asombroso que
ninguno de los italianos a quien he citado haya podido hacer lo que es de
esperar que haga vuestra ilustre casa, ni es extraño que después de tantas re-
voluciones y revueltas guerreras parezca extinguido el valor militar de nuestros
compatriotas. Pero se debe a que la antigua organización militar no era buena y
a que nadie ha sabido modificarla. Nada honra tanto a un hombre que se acaba de
elevar al poder como las nuevas leyes y las nuevas instituciones ideadas por él,
que si están bien cimentadas y llevan algo grande en sí mismas, lo hacen digno
de respeto y admiración. E Italia no carece de arcilla modelable. Que si falta
valor en los jefes, sóbrales a los soldados. Fijaos en los duelos y en las
riñas, y advertid cuán superiores son los italianos en fuerza, destreza y
astucia. Pero en las batallas, y por culpa exclusive de la debilidad de los
jefes, su papel no es nada brillante; porque los capaces no son obedecidos; y
todos se creen capaces, pero hasta ahora no hubo nadie que supiese imponerse por
su valor y su fortuna, y que hiciese ceder a les demás. A esto hay que atribuir
el que, en tantas guerras habidas durante los últimos veinte años, los ejércitos
italianos siempre hayan fracasado, como lo demuestran Taro, Alejandria, Capua,
Génova, Vailá, Bolonia y Mes- tri.
Si vuestra ilustre casa
quiere emular a aquellos eminentes varones que libertaron a sus países, es
preciso, ante todo, y como preparativo indispensable a toda empresa, que se
rodee de armas propias; porque no puede haber soldados más fieles, sinceros y
mejores que los de uno. Y si cada uno de ellos es bueno, todos juntos, cuando
vean que quien los dirige, los honra y los trata paternalmente es un príncipe en
persona, serán mejores. Es, pues, necesario organizar estas tropas para
defenderse, con el valor italiano, de los extranjeros. Y aunque las infanterías
suiza y española tienen fama de temibles, ambas adolecen de defectos, de manera
que un tercer orden podría no sólo contenerlas, sino vencerlas. Porque los
españoles no resisten a la caballería, y los suizos tienen miedo de la
infantería que se muestra tan porfiada como ellos en la batalla. De aquí que se
haya visto y volverá a verse que los españoles no pueden hacer frente a la
caballería francesa, y que los suizos se desmoronan ante la infantería española.
Y por más que de esto último no tengamos una prueba definitiva, podemos darnos
una idea por lo sucedido en la batalla de Ravena, donde la infantería española
dio la cara a los batallones alemanes, que siguen la misma táctica que los
suizos; pues los españoles, ágiles de cuerpo, con la ayuda de sus broqueles
habían penetrado por entre las picas de los alemanes y los acuchillaban sin
riesgo y sin que éstos tuviesen defensa, y a no haber embestido la caballería,
no hubiese quedado alemán con vida. Por lo tanto, conociendo los defectos de una
y otra infantería, es posible crear una tercera que resista a la caballería y a
la que no asusten los soldados de a pie, lo cual puede conseguirse con nuevas
armas y nueva disposición de los combatientes. Y no ha de olvidarse que son
estas cosas las que dan autoridad y gloria a un príncipe nuevo.
No se debe, pues, dejar
pasar esta ocasión para que Italia, después de tanto tiempo, vea por fin a su
redentor. No puedo expresar con cuánto amor, con cuánta sed de venganza, con
cuanta obstinada fe, con cuanta ternura, con cuántas lágrimas, sería recibido en
todas las provincias que han sufrido el aluvión de los extranjeros. ¿Qué puertas
se le cerrarían? ¿Qué pueblos negaríanle obediencia? ¿Qué envidias se le
opondrían? ¿Qué italiano le rehusaría su homenaje? A todos repugna esta
dominación de los bárbaros. Abrace, pues, vuestra ilustre familia esta causa con
el ardor y la esperanza con que se abrazan las causas justas, a, fin de que bajo
su enseña la patria se ennoblezca y bajo sus auspicios se realice la aspiración
de Petrarca:
Virtú contro a furore Prenderó
'arme; e fia ‘l conbatter corto, Chè l’antico valore Negl’itailici cuor non è
ancor morto.*
Virtú contro a furore
Prenderó 1'arme; e fia ‘l
conbatter
(corto,
Chè l’antico valore
Negl’itailici cuor non è
ancor morto.*
* La virtud tomará las
armas contra el atropello; el combate será breve, pues el antiguo valor en los
corazones italianos aún no ha muerto.
FIN
Príncipe,
de Nicolás Maquiavelo
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