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I /
II /
IV /
V / VII
/ VIII
/ XIII /
ÍNDICE
Presentación
PRIMERA PARTE
EL SISTEMA INTERNACIONAL
CAPÍTULOS
I. La paz de los cien años
II. Años veinte conservadores, años treinta
revolucionarios
SEGUNDA PARTE
GRANDEZA Y DECADENCIA DE LA ECONOMÍA DE
MERCADO
(1). «Satanic Mill» o la fábrica del diablo
CAPÍTULOS
III. Moradas versus mejoras
IV. Sociedades y sistemas económicos
V. La evolución del modelo de mercado
VI. El mercado autorregulador y las
mercancías ficticias: trabajo, tierra y dinero
VII. Speenhamland, 1795
VIII. Antecedentes y consecuentes
IX. Pauperismo y utopía
X. La economía política y el descubrimiento
de la sociedad
(2). La autoprotección de la sociedad.
XI. El hombre, la naturaleza y la
organización de la producción
XII. Nacimiento del credo liberal
XIII. Nacimiento del credo liberal: interés
de clase y cambio social
XIV. El mercado y el hombre
XV. El mercado y la naturaleza
XVI. El mercado y la organización de la
producción
XVII. La autorregulación en entredicho
XVIII. Tensiones de ruptura
TERCERA PARTE
LA TRANSFORMACIÓN EN MARCHA
CAPÍTULOS
XIX. Gobierno popular y economía de mercado
XX. La historia en e1 engranaje del cambio
social
XXI. La libertad en una sociedad compleja
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COMENTARIOS SOBRE LAS FUENTES
CAPÍTULO I
1. El equilibrio entre las potencias
2. La paz de los cien años
CAPÍTULO II
1. La ruptura del hilo de oro
2. Golpe pendular tras la primera guerra
mundial
3. Las finanzas y la paz
CAPÍTULO IV
1. Referencias bibliográficas sobre
«Sociedades y sistemas económicos»
CAPÍTULO V
1. Algunas referencias sobre la evolución del
modelo de mercado»
CAPÍTULO VII
1. La literatura de Speenhamlad
2. Textos de época sobre el pauperismo y las
antiguas leyes de pobres
3. Speenhamland y Viena
CAPÍTULO VIII
1. ¿Por qué no triunfó el proyecto de ley de
Whitbread?
CAPÍTULO XIII
1. Las «dos naciones» de Disraeli y el
problema de los pueblos de color
2. Comentario adicional. La ley sobre los
pobres y la organización del trabajo
ÍNDICE MATERIAS
ÍNDICE AUTORES
PRESENTACIÓN
LA GRAN TRANSFORMACIÓN
La gran transformación se publicó por vez
primera en Nueva York en 1944. Un año después se editó en Londres y desde
entonces ha sido traducido a varias lenguas.
Este ensayo de Karl Polanyi está escrito en
una encrucijada de la historia universal, cuando las grandes potencias
guerreaban por repartirse el mundo en zonas de influencia.
Polanyi hijo de padres húngaros nació en la
prodigiosa Viena de fin de siglo. Estudió Filosofía y Derecho en Budapest y
Viena.
Las principales tesis de La gran trasformación
surgieron de su trabajo en clases tutoriales durante el año académico 1939-40 en
los cursos organizados por la Worker's Educational Association.
Las consideraciones éticas y morales sustentan
sus investigaciones sociológicas precisamente porque son las urgencias del
presente y la resolución de problemas la razón de ser de sus ensayos. <<Se
trata, escribe, de buscar la verdad y cuando los tabúes de la tradición se
convierten en barreras que impiden el paso es preciso actuar conforme a los
postulados de la ética, pese a que los amantes de los compromisos y los
oportunistas denigren esta actitud>>
Tratado de economía y sociedad
En la Inglaterra de finales del siglo XVIII se
inició la Revolución Industrial y con ella tuvo lugar el momento fundacional de
una utopía económica capaz de reducir todos los elementos de la producción al
estado de mercancías. Las racionalizaciones de la economía política, promovidas
en un principio por los representantes de la ilustración escocesa, contagiaron
de optimismo a emprendedores hombres de negocios y a industriales que se
convirtieron en los predicadores de una nueva religión basada en la fe en el
progreso. La tesis fuerte que Polanyi defiende con argumentos bien avalados
documentalmente es la idea de que el liberalismo económico, quizás sin que lo
pretendiesen los liberales, promocionó el progreso al precio de la dislocación
social.
Los pioneros del absolutismo económico soñaron
con una sociedad sin trabas para el comercio de modo que viviese al ritmo
marcado por el desarrollo de un mercado autorregulador. Pero este pilar central
del credo liberal —que proporciona refuerzo y sentido a otras piezas
fundamentales del sistema de mercado del siglo XIX tales como el patrón-oro, el
equilibrio entre las potencias y el propio Estado liberal—, dejó a las
sociedades a merced de los vaivenes imprevisibles provocados por la
especulación, el afán de lucro y la libre competencia en los negocios.
Por primera vez en la historia de la humanidad
la sociedad se convertía en una simple función del sistema económico y flotaba
sin rumbo en un mar agitado por las pasiones y los intereses, como un corcho en
medio del océano. La tierra, los hombres y el dinero se vieron fagocitados por
el mercado y convertidos en simples mercancías para ser compradas y vendidas. La
naturaleza y los hombres, como cualquier otro objeto de compraventa sometido a
la ley de la oferta y de la demanda, quedaron al arbitrio de un sistema caótico
que ni tan siquiera conspicuos industriales, hábiles políticos y sagaces
financieros acertaban a gobernar. Las viejas formas de sociabilidad fueron
sacrificadas al nuevo ídolo del mercado autorregulador. Las territorialidades
locales fueron barridas y las sociedades se vieron despojadas de su soporte
humano y natural.
Vigencia de La gran transformación
En el momento actual, cuando Europa cuenta con
decenas de millones de parados, cuando se extiende el trabajo precario, la
inseguridad social, y crecen sin cesar las desigualdades entre los grupos y las
clases sociales, así como la distancia entre los países ricos y los pobres,
retornan los cánticos laudatorios al mercado, al individuo y a la cultura
empresarial en nombre de un redivivo neoliberalismo. Las multinacionales imponen
su ley a los gobiernos que, en un clima de internacionalización del capital, no
saben como resolver el dilema que el desempleo y la crisis generan en una
espiral infernal: promover la inversión de capitales y asegurar a los inversores
la obtención de excedentes al precio de un abaratamiento de la mano de obra,
contratación temporal, exenciones fiscales, limitación de derechos laborales y
sindicales, en suma imponiendo la degradación de las condiciones de empleo.
El principal mérito de la obra de Karl Polanyi
consiste en desemascarar históricamente ese chantaje económico que utiliza a la
sociedad como rehén. Es preciso romper el falso dilema planteado en términos
economicistas, descubrir en las nuevas apologías del mercado autorregulador el
retorno de los viejos fantasmas de una profunda crisis civilizatoria.
PRIMERA PARTE
EL SISTEMA INTERNACIONAL
CAPÍTULO I
LA PAZ DE LOS CIEN AÑOS
La civilización del siglo XIX se ha
derrumbado. Este libro trata de los orígenes políticos y económicos de este
suceso así como de la gran transformación que ha provocado.
La civilización del siglo XIX se asentaba
sobre cuatro instituciones. La primera era el sistema de equilibrio entre las
grandes potencias que, durante un siglo, impidió que surgiese entre ellas
cualquier tipo de guerra larga y destructora. La segunda fue el patrón- oro
internacional en tanto que símbolo de una organización única de la economía
mundial. La tercera, el mercado autorregulador que produjo un bienestar material
hasta entonces nunca soñado. La cuarta, en fin, fue el Estado liberal. Podemos
agrupar estas instituciones señalando que dos de ellas eran económicas y dos
políticas. Si adoptamos otro criterio de clasificación nos encontramos con que
dos eran nacionales y dos internacionales. Pero en todo caso estas cuatro
instituciones confieren a la historia de nuestra civilización sus principales
características.
El patrón-oro, entre todas ellas, ha sido
reconocido como de una importancia decisiva; su caída fue la causa inmediata de
la catástrofe. Cuando se desplomó, la mayoría de las otras instituciones ya
habían sido sacrificadas en un esfuerzo estéril para salvarlo.
La fuente y la matriz del sistema se
encuentran sin embargo en el mercado autorregulador. Es justamente su nacimiento
lo que hizo posible la formación de una civilización particular. El patrón-oro
fue pura y simplemente una tentativa para extender al ámbito internacional el
sistema del mercado interior; el sistema de equilibrio entre las potencias fue a
su vez una superestructura edificada sobre el patrón-oro que funcionaba, en
parte, gracias a él; y el Estado liberal fue, por su parte, una creación del
mercado autorregulador. La clave del sistema institucional del siglo XIX se
encuentra, pues, en las leyes que gobiernan la economía de mercado.
La tesis defendida aquí es que la idea de un
mercado que se regula a sí mismo era una idea puramente utópica. Una institución
como ésta no podía existir de forma duradera sin aniquilar la sustancia humana y
la naturaleza de la sociedad, sin destruir al hombre y sin transformar su
ecosistema en un desierto. Inevitablemente la sociedad adoptó medidas para
protegerse, pero todas ellas comprometían la autorregulación del mercado,
desorganizaban la vida industrial y exponían así a la sociedad a otros peligros.
Justamente este dilema obligó al sistema de mercado a seguir en su desarrollo un
determinado rumbo y acabó por romper la organización social que estaba basada en
él.
Esta explicación de una de las crisis más
profundas que han existido en la historia de la humanidad puede parecer
demasiado simple. Nada resulta más absurdo en apariencia que intentar reducir
una civilización, su sustancia y su ethos, a un número inmutable de
instituciones entre las cuales una sería la fundamental, así como partir de esta
comprobación para demostrar que la autodestrucción de esta civilización era un
hecho ineluctable derivado de una determinada cualidad técnica de su
organización económica. Las civilizaciones, como la vida misma, nacen de la
interacción de un gran número de factores independientes que, por regla general,
no pueden reducirse a instituciones claramente definidas. Tratar por tanto de
objetivar y definir un mecanismo institucional que explique la decadencia de una
civilización puede parecer una empresa disparatada. No obstante, esto es lo que
nosotros pretendemos hacer, y al hacerlo adaptamos conscientemente nuestro
objetivo a la extrema particularidad del problema a estudiar, ya que la
civilización del siglo XIX fue única en el sentido de que reposaba sobre un
mecanismo institucional muy determinado y específico.
Las explicaciones no resultarán aceptables a
no ser que ayuden a comprender el carácter imprevisto del cataclismo que
entonces tuvo lugar. En un momento dado, un torrente de acontecimientos se
precipitó sobre la humanidad como si las fuerzas del cambio hubiesen estado
contenidas durante un siglo. Una transformación social de carácter planetario
condujo a guerras de una intensidad sin precedentes, en el curso de las cuales
una veintena de Estados se destrozaron con estrépito. La silueta de nuevos
imperios surgió de un océano de sangre. Pero este hecho, de una violencia
demoníaca, no hizo más que ocultar una corriente de cambios rápidos y
silenciosos que, con frecuencia, engullen el pasado sin que tan sólo un
repliegue entorpezca su marcha. Un análisis razonado de la catástrofe debe dar
cuenta a la vez de esta acción tempestuosa y de esta disolución tranquila.
No emprendemos aquí un trabajo histórico. Lo
que investigamos no es una secuencia convincente de sucesos relevantes, sino una
explicación de su tendencia en función de las instituciones humanas. Nos
sentiremos pues con la libertad de detenernos en las escenas del pasado, con el
único objeto de proyectar luz sobre los problemas del presente. Analizaremos
detalladamente períodos críticos, y relegaremos casi completamente las fases
intermedias. Con este único objetivo nos adentraremos en territorios propios de
disciplinas diferentes.
Empezaremos por tratar el derrumbamiento del
sistema internacional. Intentaremos mostrar que el sistema de equilibrio entre
potencias no podía asegurar la paz una vez desestabilizada la economía mundial
sobre la que este sistema se asentaba. Esto explica el carácter brusco de la
ruptura y la inconcebible rapidez de la descomposición.
Si bien el desencadenante del hundimiento de
nuestra civilización ha sido el fracaso de la economía mundial, éste no ha sido
la única causa. Sus orígenes se remontan a hace más de cien años, a la conmoción
social y técnica producida cuando nació en Europa Occidental la idea de un
mercado autorregulador. Es en nuestra época cuando esta aventura se ha visto
consumada y con ella se cierra una fase específica de la historia de la
civilización industrial. En la última parte del libro nos ocuparemos del
mecanismo que ha guiado el cambio social y nacional en nuestra época.
Consideramos que, en términos generales, es preciso definir la condición
presente del hombre en función de los orígenes institucionales de la crisis.
En el siglo XIX se produjo un fenómeno sin
precedentes en los anales de la civilización occidental: los cien años de paz
comprendidos entre 1815 y 1914.
Si exceptuamos la guerra de Crimea
acontecimiento más o menos colonial Inglaterra, Francia, Prusia, Austria, Italia
y Rusia no entraron en guerra entre ellas más que dieciocho meses en total. Si
consideramos los dos siglos precedentes se obtiene para cada país una media de
sesenta o setenta años de guerras importantes. Pero incluso la más feroz de las
conflagraciones del siglo XIX, la guerra entre Francia y Prusia, de 1870-71,
finalizó en menos de un año cuando la nación vencida entregó una suma insólita a
título de indemnización, y ello sin que las monedas afectadas sufriesen ningún
cambio.
Este triunfo del pacifismo no excluye sin duda
la existencia de graves motivos de conflicto. Esta gran parada pacífica ha
estado acompañada de cambios casi continuos en la situación interior y exterior
de las naciones poderosas y de los grandes imperios. Durante la primera mitad
del siglo XIX las guerras civiles y las intervenciones revolucionarias y
contrarrevolucionarias estuvieron a la orden del día. En España, bajo el Duque
de Angulema, cien mil hombres tomaron Cádiz por asalto. En Hungría la revolución
magiar amenazó con destruir el propio imperio y fue definitivamente aplastada
por un ejército ruso que combatió en suelo húngaro. Intervenciones armadas en
Alemania, Bélgica, Polonia, Suiza, Dinamarca y Venecia pusieron de relieve la
omnipresencia de la Santa Alianza. Durante la segunda mitad del siglo XIX la
dinámica del progreso se vio liberada: los imperios otomano, egipcio y jerifiano
se desplomaron o fueron desmembrados; ejércitos de invasión obligaron a China a
abrir sus puertas a los extranjeros; y un gigantesco golpe de mano permitió el
reparto del continente africano. Simultáneamente dos potencias, los Estados
Unidos y Rusia, adquirieron una importancia mundial. Alemania e Italia
obtuvieron su unidad nacional. Bélgica, Grecia, Rumania, Bulgaria, Servia y
Hungría adquirieron o recobraron su lugar de Estados soberanos en el mapa
europeo. Una serie casi incesante de guerras abiertas acompañó la penetración de
la civilización industrial en el ámbito de las culturas en declive o de los
pueblos primitivos. Las conquistas militares rusas en Asia central, las
innumerables guerras de Inglaterra en la India y en África, las hazañas de
Francia en Egipto, Argelia, Túnez, Siria, Madagascar, Indochina y Siam crearon
entre las potencias problemas que, por regla general, únicamente la fuerza podía
arbitrar. Y, sin embargo, cada uno de estos conflictos permaneció localizado,
mientras que las grandes potencias bloqueaban, mediante su acción conjunta, o
hacían abortar, mediante compromisos innumerables, nuevas ocasiones de cambios
violentos. Los métodos podían cambiar, el resultado era siempre el mismo.
Mientras que en la primera mitad del siglo XIX el constitucionalismo se erigía
en estandarte y la Santa Alianza había suprimido la libertad en nombre de la
paz, a lo largo de la segunda mitad del siglo, los banqueros, ansiosos de hacer
negocios, impusieron constituciones a déspotas turbulentos y ello siempre en
nombre de la paz. De este modo, bajo formas distintas y en nombre de ideologías
permanentemente cambiantes unas veces en nombre del progreso y de la libertad,
otras invocando la autoridad del trono y del altar, a veces mediante la bolsa y
el carnet de cheques, otras sirviéndose de la corrupción y del trapicheo, en
ocasiones utilizando incluso el argumento moral y recurriendo a la opinión
ilustrada, y, por último, apelando al abordaje y a las bayonetas— se obtenía un
único y mismo resultado: se mantenía la paz.
Esta proeza casi milagrosa provenía del juego
de equilibrio entre las potencias que tuvo en este caso un resultado que
habitualmente no tiene. Este equilibrio normalmente obtiene un resultado
completamente diferente, es decir, la supervivencia de cada una de las potencias
implicadas. De hecho este juego de fuerzas se asienta en el postulado según el
cual tres unidades o más, capaces de ejercer poder, se comportarán siempre de
modo que se combine el poder de las unidades más débiles contra el crecimiento
de poder de la unidad más fuerte. En el territorio de la historia universal el
equilibrio entre potencias afectaba a los Estados, en la medida en que
contribuía a mantener su independencia. Este fin no se conseguía, sin embargo,
más que a través de una guerra continua entre asociados cambiantes. Un ejemplo
de esto es la práctica de los Estados ciudades de la Antigua Grecia o de la
Italia del Norte: guerras entre grupos cambiantes de combatientes mantuvieron la
independencia de estos Estados durante largos períodos. La acción de este mismo
principio salvaguardó durante más de doscientos años la soberanía de los Estados
que formaban Europa en la época del tratado de Münster y de Wetsfalia (1648).
Cuando, sesenta años más tarde, los signatarios del tratado de Utrecht
declararon que se adherían formalmente a este principio, constituyeron por este
medio un sistema y crearon así, tanto para el fuerte como para el débil,
garantías mutuas de supervivencia sirviéndose de la guerra. En el siglo XIX, el
mismo mecanismo condujo más bien a la paz que a la guerra, lo que plantea un
problema que supone un desafío para el historiador.
Adelantemos que el factor que supuso una
innovación radical fue la aparición de un partido de la paz muy activo.
Tradicionalmente un grupo de este tipo era considerado algo extraño al sistema
estatal. La paz, con sus consecuencias para las artes y los oficios, era
valorada habitualmente como algo equivalente a los simples ornamentos de la
vida. La Iglesia podía rezar por la paz del mismo modo que lo hacía por una
abundante cosecha, pero en lo que se refiere a la acción del Estado, éste no
dejaba de sostener la intervención armada. Los gobiernos subordinaban la paz a
la seguridad y a la soberanía, es decir, a objetivos que no podían conseguirse
más que recurriendo a medios extremos. Se consideraba que existían pocas cosas
más perjudiciales para una comunidad que la existencia en su seno de un grupo
organizado de partidarios de la paz. Todavía en la segunda mitad del siglo XVIII
Juan Jacobo Rousseau arremetía contra los negociantes por su falta de
patriotismo, ya que los consideraba sospechosos de preferir la paz a la
libertad.
Después de 1815 el cambio fue rápido y
completo. Los alborotos de la Revolución francesa reforzaron la marea ascendente
de la Revolución industrial para hacer del comercio pacífico un objetivo de
interés universal. Metternich proclama que lo que quieren los pueblos de Europa
no es la libertad, es la paz. Gentz califica a los patriotas de nuevos bárbaros.
La Iglesia y el trono emprenden la desnacionalización de Europa. Sus argumentos
parten de la ferocidad de la guerra bajo sus nuevas formas populares y del valor
enorme que representa la paz para las economías nacientes.
Los portavoces del nuevo «interés» por la paz
eran, como es habitual, aquellos que se beneficiaban más de ella, es decir, ese
cartel de soberanos y de señores feudales cuya situación patrimonial se veía
amenazada por la ola revolucionaria de patriotismo que anegaba el continente.
Durante casi un tercio de siglo la Santa Alianza proporcionó así la fuerza
coercitiva y la impulsión ideológica necesaria para una política de paz activa.
Sus ejércitos recorrían Europa reprimiendo a las minorías y yugulando a las
mayorías. Desde 1846 hasta aproximadamente 1871 «uno de los cuartos de siglo más
confusos y más densos de la historia europea» la paz fue no obstante menos
sólida, las fuerzas decadentes de la reacción se enfrentaron entonces con las de
la industrialización ascendente. En el cuarto de siglo que sucedió a la guerra
francoprusiana se asiste a un renacimiento del interés por la paz, representado
por una nueva y pujante entidad: el Concierto europeo.
Los intereses, sin embargo, al igual que las
intenciones, se quedan en un plano necesariamente platónico si ciertos resortes
sociales no los retraducen al ámbito político. Aparentemente faltaba este
instrumento de transformación. La Santa Alianza y el Concierto europeo no eran,
en última instancia, más que simples asociaciones de Estados soberanos
independientes; dependían pues del equilibrio entre las potencias y de sus
mecanismos de guerra. ¿Cómo preservar entonces la paz? Parece claro que todo
sistema de equilibrio entre las potencias implica una tendencia a impedir
aquellas guerras que nacen de la incapacidad de una determinada nación para
prever el realineamiento entre las potencias que se produciría como consecuencia
de su tentativa para modificar el statu quo. Bismarck es un ejemplo bien
conocido en este sentido, ya que fue él quien desconvocó en 1875, a partir de la
intervención de Rusia y Gran Bretaña, la campaña de prensa contra Francia (la
ayuda austriaca a esta nación era considerada segura): en esta ocasión el
Concierto europeo jugó en contra de Alemania que se encontró aislada. En 1877-78
Alemania fue incapaz de prevenir una guerra ruso turca, pero logró impedir que
se extendiese alimentando la envidia que sentía Inglaterra ante la idea de un
movimiento de Rusia hacia los Dardanelos: Alemania e Inglaterra apoyaron a
Turquía contra Rusia y salvaron así la paz. En el Congreso de Berlín se elaboró
un plan a largo plazo para la liquidación de las posesiones europeas en el
Imperio otomano lo que supuso suprimir la ocasión de guerras entre las grandes
potencias a pesar de todas las transformaciones ulteriores del statu quo, pues
las partes implicadas podían prácticamente conocer por anticipado, y con
seguridad, las fuerzas contra las que tendrían que librar batalla. En todos
estos casos la paz fue un agradable subproducto del sistema de equilibrio entre
las potencias.
También aconteció que cuando el futuro de
pequeñas potencias estaba en juego se evitaron guerras suprimiendo
deliberadamente las causas. Las pequeñas naciones eran mantenidas a raya con
mano férrea y se les impedía alterar el statu quo cuando esto podía precipitar
la guerra. En 1831 la invasión de Bélgica por los holandeses consiguió la
neutralización de ese país. En 1855 Noruega fue igualmente neutralizada. En 1867
Holanda vendió Luxemburgo a Francia y, ante la protesta de Alemania, Luxemburgo
se convirtió en un país neutral. En 1856 la integridad del Imperio otomano fue
declarada esencial para el equilibrio de Europa y el Concierto europeo intentó
mantener este Imperio. Cuando, después de 1878, se consideró necesaria su
desintegración para mantener ese mismo equilibrio, se procedió a su
desmembramiento de un modo igualmente metódico a pesar de que en ambos casos la
decisión implicaba la vida o la muerte de muchos pequeños pueblos. Entre 1852 y
1863 Dinamarca, y entre 1851 y 1856 Alemania, amenazaron con poner en peligro el
equilibrio cada vez que las grandes potencias forzaban a los pequeños Estados a
someterse. Las grandes potencias utilizaron pues la libertad de acción que les
ofrecía el sistema para servir a un interés común, que resultaba ser la paz.
Pero, a pesar de los ajustes oportunos de las
relaciones de fuerza, y a pesar de la aceptación impuesta a los pequeños Estados
de la maciza paz de los Cien Años, se estaba lejos de la prevención puntual de
las guerras. El desequilibrio internacional podía presentarse por innumerables
causas desde un conflicto de amor dinástico hasta la canalización de un río,
desde una controversia teológica hasta una invención técnica. El simple
incremento de la riqueza y de la población o, llegado el caso, su simple
disminución, podía desestabilizar a las fuerzas políticas y el equilibrio
exterior reflejaba invariablemente el equilibrio interior. Incluso un sistema
organizado de equilibrio entre las potencias no puede asegurar una paz que no se
vea permanentemente amenazada por la guerra, más que si es capaz de actuar
directamente sobre los factores internos y de prevenir el desequilibrio in statu
nascendi. Una vez que el movimiento de desequilibrio ha alcanzado dinamismo,
entonces únicamente la fuerza puede frenarlo. Es un hecho generalmente admitido
que, para asegurar la paz hay que eliminar las causas de la guerra, pero con
frecuencia se olvida que para conseguir esto es preciso disponer del flujo de la
vida en su origen mismo.
La Santa Alianza encontró el medio de lograrlo
con la ayuda de instrumentos propios. Los reyes y las aristocracias de Europa
formaban una internacional de parentesco y la iglesia romana les proporcionaba,
en Europa meridional y central, un cuerpo de funcionarios devotos que iban desde
el más elevado nivel de la escala al más bajo escalón de la sociedad. Las
jerarquías de la sangre y de la gracia se unieron convirtiéndose en un
instrumento de gobierno local eficaz que únicamente precisaba del apoyo de la
fuerza para garantizar la paz continental.
El Concierto europeo que sucedió a la Santa
Alianza, estaba desprovisto, sin embargo, de esos tentáculos feudales y
clericales. Como mucho, constituía una federación laxa cuya coherencia no podía
equipararse a la obra de arte realizada por Metternich. Era raro que se pudiese
convocar una reunión de grandes potencias, y sus envidias dejaban un amplio
campo a la intriga, al cambio de corrientes y al sabotaje diplomático. La acción
militar conjunta no era frecuente. Y, sin embargo, lo que la Santa Alianza con
su unidad perfecta de pensamiento y acción no había podido conseguir en Europa
más que mediante numerosas intervenciones armadas, la vaga entidad denominada
Concierto europeo lo consiguió a escala mundial gracias a una utilización menos
frecuente y menos opresiva de la fuerza. Para explicar este hecho sorprendente
es preciso suponer que, oculto en el interior del nuevo dispositivo, estaba en
actividad un poderoso resorte social capaz de desempeñar un papel comparable al
que habían desempeñado en el antiguo dispositivo las dinastías y los episcopados
a fin de hacer efectivo el interés de paz. Ese factor anónimo era la haute
finance.
Hasta el presente no se ha realizado una
investigación global sobre la naturaleza de la banca internacional en el siglo
XIX, por lo que apenas esta misteriosa institución surge del claroscuro de la
mitología político económica. Algunos han afirmado que se trataba de un simple
instrumento de los gobiernos; otros que los gobiernos eran los instrumentos de
su sed insaciable de beneficios; unos piensan que sembraba la discordia
internacional y otros que vehiculaba un cosmopolitismo afeminado que saboteaba
la fuerza de las naciones viriles. Nadie de los que así opinan se equivoca
completamente. Las altas finanzas, institución sui generis propia del último
tercio del siglo XIX y del primer tercio del siglo XX, funcionaron, durante este
período como el elemento de unión principal entre la organización política y la
organización económica mundiales. Esta institución proporcionó los instrumentos
de un sistema de paz internacional que fue construido con la ayuda de las
grandes potencias pese a que éstas, por sí solas, no habrían podido crearlo ni
mantenerlo. Mientras que el Concierto europeo únicamente actuaba de forma
intermitente, las altas finanzas funcionaban como un agente permanente de
carácter enormemente flexible. Independientes de los gobiernos particulares,
incluso de los más poderosos, las altas finanzas estaban en contacto con todos;
independientes de los bancos centrales, incluido el Banco de Inglaterra,
mantenían relaciones estrechas con ellos. Existían íntimas conexiones entre las
finanzas y la diplomacia, y ni la una ni las otras elaboraban el más mínimo plan
a largo plazo, ya fuese pacífico o belicoso, sin asegurarse de que existían
buenas disposiciones por ambas partes. Y, a pesar de todo, el secreto del
mantenimiento de la paz general residía, sin ninguna duda, en la posición, la
organización y las técnicas de las finanzas internacionales.
El personal, así como las motivaciones de este
cuerpo singular, le confería un estatuto que tenía sólidas raíces en la esfera
privada del interés estrictamente comercial. Los Rothschild no estaban sometidos
a ningún gobierno único. En tanto que familia encarnaban el principio abstracto
del internacionalismo. Su lealtad constituía un pilar allí donde el crédito, en
una economía mundial en rápido crecimiento, se había convertido en el único lazo
supranacional entre el poder político y el esfuerzo industrial. En último
término, su independencia respondía a las necesidades de la época, que reclamaba
la existencia de un agente internacional que inspirase una misma confianza a los
hombres de Estado nacionales y a los inversores internacionales: a esta
necesidad vital la extraterritorialidad metafísica de una dinastía de banqueros
judíos, domiciliada en las capitales de Europa, le proporcionó una solución casi
perfecta. Y no es que fuesen pacifistas, puesto que habían hecho su fortuna
financiando guerras; eran impermeables a las consideraciones morales y no
presentaban ninguna objeción frente a pequeñas guerras, breves o localizadas por
muy numerosas que fuesen. Pero si una guerra general entre las grandes potencias
afectaba a los fundamentos monetarios del sistema, sus negocios sufrirían las
consecuencias. La propia lógica de las cosas les había procurado la suerte de
verse obligados a mantener las condiciones necesarias para la paz general en el
corazón mismo de la transformación revolucionaria a la que estaban sometidos los
pueblos del planeta.
Desde el punto de vista de la organización,
las altas finanzas constituyeron el núcleo de una de las instituciones más
complejas que la historia humana haya producido. A pesar de su carácter
transitorio en razón de su universalidad, y a pesar de la profusión de sus
formas y de sus instrumentos, esta organización resulta únicamente comparable
con el conjunto de las actividades industriales y comerciales de la humanidad,
actividades de las que es en cierto modo el espejo y la contrapartida. Si
exceptuamos el centro internacional las altas finanzas propiamente dichas nos
encontramos con media docena de centros nacionales que gravitaban en torno a sus
bancos de emisión y a sus bolsas. Además, la banca internacional no se
contentaba simplemente con financiar a los gobiernos en sus aventuras guerreras
y pacíficas, sino que se ocupaba también de invertir en el extranjero,
concretamente en la industria, en los trabajos públicos y en la banca, así como
de conceder préstamos a largo plazo a sociedades extranjeras públicas y
privadas. Repitámoslo, las finanzas nacionales eran un microcosmos. Inglaterra
contaba, por su parte, con cerca de cincuenta tipos diferentes de bancos. La
organización bancaria de Francia y de Alemania también era específica y en cada
uno de estos países las prácticas del Ministerio de Finanzas, y sus relaciones
con las finanzas privadas, variaban del modo más sorprendente y con frecuencia
haciendo gala de gran sutileza y detalle. El mercado del dinero, al mismo tiempo
que respondía a las operaciones cotidianas y a otras especialidades de los
agentes de cambio, era el lugar de paso de una multitud de efectos comerciales,
de tratos con capitales extranjeros, de efectos puramente financieros. La red se
hacía cada vez más densa por la presencia de una variedad infinita de grupos
nacionales y de personalidades, cada uno con su particular prestigio y posición
social de autoridad, con sus clientes, sus activos en dinero y contratos, sus
inversores y su aura social.
Las altas finanzas no tenían la vocación de
ser un instrumento de paz. Esta función, como dirían los historiadores, la
asumieron accidentalmente, mientras que los sociólogos posiblemente preferirían
hablar de la ley de disponibilidad. El móvil de las altas finanzas era la
ganancia. Para conseguirla era preciso mantenerse en buenas relaciones con los
gobiernos cuyo objetivo era el poder y la conquista. Llegados a este punto
podemos descuidar sin temor la distinción entre poder político y poder
económico, así como entre los objetivos económicos y políticos de los gobiernos.
De hecho lo que caracterizaba a los Estados nación de esta época era la ausencia
de un fundamento real de esta distinción, pues cualesquiera que fuesen sus
objetivos, los gobiernos se esforzaban por conseguirlos mediante la utilización
y el desarrollo del poder nacional. Por otra parte la organización y el personal
de las altas finanzas eran internacionales, sin ser, por consiguiente,
completamente independientes de la organización nacional, ya que las altas
finanzas, en tanto que centro que estimulaba la participación de los banqueros
en las fusiones y consorcios, en los grupos de inversión, en los préstamos al
extranjero, en las redes del control financiero o en otras transacciones de
ambiciosa envergadura, estaban obligadas a buscar la cooperación con la banca
nacional, con el capital nacional, con las finanzas nacionales. Aunque éstas
últimas estuvieron generalmente menos sometidas al gobierno que la industria
nacional, se encontraban, en gran medida, bajo su dependencia, por lo que las
finanzas internacionales mostraron un vivo deseo de mantener contactos directos
con los propios gobiernos. Como, sin embargo en virtud de su posición, de su
personal, de su función privada y de sus relaciones, eran de hecho
independientes de tal o cual gobierno particular, se encontraban en situación de
ponerse al servicio de un nuevo interés, carente de organización propia y para
el que no existía ninguna otra institución disponible, y que, además, era de una
importancia vital para la comunidad: la paz. No se trata de la paz
incondicional, ni tampoco de una paz que implicaría la renuncia de las potencias
concernidas a la más mínima parcela de independencia, de soberanía, de gloria
adquirida o de aspiraciones para el futuro, sino de la paz susceptible de ser
obtenida sin tener que realizar sacrificios de ese tipo.
Así estaban las cosas. El poder prevalecía
sobre el beneficio. Por muy profunda que fuese la interpenetración entre ambos
dominios, a fin de cuentas era la guerra quien dictaba su ley al comercio.
Francia y Alemania, por ejemplo, eran naciones enemigas desde 1870, lo que no
excluía que existiesen entre ellas prudentes transacciones. Se formaban
consorcios bancarios circunstancialmente para conseguir objetivos transitorios;
los bancos comerciales alemanes tenían empresas situadas al otro lado de la
frontera, participaciones que no constaban en los balances; en el mercado de
préstamos a corto plazo los bancos franceses descontaban las letras de cambio y
concedían préstamos a corto plazo sobre garantías subsidiarias y comerciales.
Cuando existían inversiones directas, como sucedía en el caso del consorcio del
hierro y del carbón o en el de la fábrica Thyssen en Normandía, se limitaban a
regiones francesas bien delimitadas y sufrían el fuego permanente de las
críticas tanto nacionalistas como socialistas. Estas inversiones eran más
frecuentes en las colonias, como muestran los esfuerzos tenaces de Alemania para
asegurarse en Argelia mineral de alta calidad o la enmarañada historia de las
participaciones en Marruecos. De todos modos, el hecho cierto es que en ningún
momento, después de 1870, fue suprimida en la bolsa de París la prohibición
oficial, aunque tácita, que pesaba sobre los valores alemanes. Francia
simplemente «eligió no arriesgarse, a comprobar, como la fuerza del capital
recibido en préstamo» se volvía contra ella. Austria también era sospechosa:
durante la crisis marroquí de 1905-1906 la prohibición se extendió a Hungría;
los medios financieros parisinos clamaban por la admisión de los valores
húngaros, pero los medios industriales sostenían un gobierno firmemente opuesto
a hacer la menor concesión a un eventual antagonismo militar. La rivalidad
político diplomática continuó sin tregua. Cualquier iniciativa susceptible de
acrecentar el potencial del presunto enemigo chocaba con el veto del gobierno.
En ocasiones parecía que el conflicto había llegado a su fin, pero los medios
bien informados sabían que simplemente se había desplazado hacia puntos todavía
más profundos, disimulados bajo las buenas relaciones de superficie.
Pongamos otro ejemplo: las ambiciones de
Alemania en Oriente. Aquí de nuevo la política y las finanzas se entremezclan,
pero la política es la que prevalece. Tras un cuarto de siglo de querellas
peligrosas, Alemania e Inglaterra firmaron en junio de 1914 un compromiso global
sobre los ferrocarriles de Bagdad. Algunos piensan que demasiado tarde para
impedir la Gran Guerra. Otros han sostenido, por el contrario, que la firma de
este acuerdo probaba de forma concluyente que la guerra entre Inglaterra y
Alemania no había estado causada por el choque de dos expansionismos económicos.
Ninguna de estas dos opiniones responde realmente a los hechos: en realidad el
acuerdo dejaba sin resolver la cuestión principal. Seguía siendo imposible
prolongar la línea del ferrocarril alemán más allá de Basora sin el
consentimiento del gobierno británico, y las zonas económicas previstas en el
tratado no podían sino conducir en el futuro a una colisión frontal. Entre tanto
las grandes potencias continuaban preparándose para el Gran Día, el cual estaba
mucho más cerca de lo que pensaban.
Las finanzas internacionales tuvieron que
hacer frente a las ambiciones y a las intrigas contrarias de las grandes y de
las pequeñas potencias; sus proyectos se veían contrarrestados por las maniobras
diplomáticas, sus inversiones a largo plazo comprometidas, sus esfuerzos
constructivos frenados por el sabotaje político y por la obstrucción
subterránea. Las organizaciones bancarias nacionales, sin las cuales eran
impotentes se convertían con frecuencia en cómplices de sus propios gobiernos, y
no existía ningún plan sólido si antes no se fijaba el botín de cada
participante. Sucedía sin embargo, también frecuentemente, que estas finanzas
del poder no eran las víctimas, sino las beneficiarías de la diplomacia del
dólar, punta de lanza dura en el campo de las finanzas, ya que el éxito en los
negocios implicaba el uso implacable de la fuerza contra los países más débiles,
la corrupción generalizada de las administraciones atrasadas, la utilización
para conseguir sus fines de todos los medios clandestinos familiares a la jungla
colonial y semicolonial. Y, sin embargo, cayó en suerte a las altas finanzas por
determinación funcional el impedir las guerras generales. En estas guerras la
amplia mayoría de los que detentaban valores de Estado, así como los otros
inversores y negociantes, estaban condenados a ser los primeros perdedores,
sobre todo si las monedas se veían afectadas. La influencia ejercida por las
altas finanzas sobre las grandes potencias, fue constantemente favorable a la
paz europea; y como los propios gobiernos dependían por más de una razón de su
cooperación, esta influencia fue eficaz. En consecuencia el partido de la paz no
dejó de estar representado en los consejos del Concierto europeo en ningún
momento. Si a esto añadimos el crecimiento del interés por la paz en el interior
de cada nación, en la que la costumbre de invertir se había afianzado,
comenzaremos a comprender por qué la temible innovación representada por la paz
armada de docenas de Estados prácticamente movilizados, ha podido cernirse sobre
Europa desde 1871 hasta 1914 sin que en ese lapso de tiempo estallase una
conflagración devastadora.
Las finanzas (uno de los canales de
influencia) jugaron el papel de un poderoso moderador en los consejos y en las
políticas de un cierto número de pequeños Estados soberanos: los préstamos y su
renovación, dependían de sus créditos, y éstos de su buena conducta. Como el
comportamiento, en un régimen constitucional (los que no lo eran estaban mal
vistos) se refleja en el presupuesto, y como el valor exterior de la moneda no
puede ser disociado de la valoración concedida a ese presupuesto, los gobiernos
endeudados habían sido advertidos para que vigilasen cuidadosamente sus cambios
y evitasen determinadas políticas que podían poner en peligro la solidez de la
situación presupuestaria. Esta útil máxima se convertía en una regla de conducta
apremiante una vez que un país adoptaba el patrón-oro, lo que limitaba al máximo
las fluctuaciones tolerables. El patrón-oro y el constitucionalismo fueron los
instrumentos que llevaron la voz de la City de Londres a numerosos países
pequeños que habían adoptado esos símbolos de adhesión al nuevo orden
internacional. Si bien la Pax Britannica, para mantener su dominación, se vio
obligada a veces a echar mano de los prestigios amenazadores de los cañones de
los navíos de guerra, se impuso, sin embargo, mucho más frecuentemente tirando
de los hilos de la red monetaria internacional.
La influencia de las altas finanzas estaba
también asegurada por el hecho de que gestionaba oficiosamente las finanzas de
vastas regiones semicoloniales y entre ellas los imperios decadentes del Islam,
situados en la zona enormemente explosiva del Medio Oriente y del África del
Norte. Fue allí donde el trabajo cotidiano de los financieros jugó con los
factores sutiles que subyacen al orden internacional, proporcionando una
administración de facto a esas regiones inestables en donde la paz era muy
vulnerable. De este modo, las numerosas condiciones previas planteadas a las
inversiones de capital a largo plazo en esas regiones pudieron ser cumplidas
superando obstáculos casi insalvables. La epopeya de la construcción de los
ferrocarriles en los Balcanes, en Anatolia, Siria, Persia, Egipto, Marruecos y
China es una historia de resistencia física sembrada de incidentes que le dejan
a uno sin respiración: esta odisea recuerda las proezas del mismo tipo que
conoció el continente Norteamericano. El principal peligro que acechaba a los
capitalistas europeos no era sin embargo el fracaso técnico financiero sino la
guerra no una guerra entre países pequeños (se los podía aislar fácilmente), ni
una guerra declarada a un pequeño país por una gran potencia (accidente
frecuente y por lo general muy cómodo), sino una guerra general entre las mismas
grandes potencias. Europa no era un continente vacío y en ella habitaban por
millones viejos pueblos y pueblos jóvenes: todo nuevo ferrocarril debía
atravesar fronteras de una solidez variable y algunas de ellas podían verse
fatalmente debilitadas por este contacto, mientras que otras se veían reforzadas
de un modo importante. Únicamente la mano de hierro que las finanzas hacían
pesar sobre los gobiernos postrados de regiones atrasadas podía aplazar la
catástrofe. Cuando en 1875 Turquía incumplió sus compromisos financieros,
estallaron inmediatamente conflictos militares que duraron desde 1876 hasta
1878, año en el que se firmó el Tratado de Berlín. Durante los treinta y seis
años posteriores, la paz fue mantenida. Esta llamativa paz fue hecha efectiva
por el decreto de Muharren (1881) que estableció la Deuda otomana en
Constantinopla. Los representantes de las altas finanzas fueron los encargados
de gestionar el conjunto de las finanzas turcas. En numerosos casos, formulaban
compromisos entre las potencias; en otros, impedían a Turquía suscitar
dificultades por su propia cuenta; algunas veces, se convirtieron simplemente en
agentes políticos de las potencias; en fin, en todos los casos sirvieron a los
intereses financieros de los acreedores y, en la medida de lo posible, a los
capitalistas que intentaban obtener beneficios en Turquía. Esta tarea se
complicó enormemente por el hecho de que la Comisión de la Deuda era no tanto un
cuerpo representativo de intereses privados cuanto un organismo de derecho
público europeo en el que las altas finanzas se habían establecido únicamente de
un modo oficioso. Pero fue precisamente esta capacidad anfibia lo que les
permitió superar la fosa existente entre la organización política y la
organización económica de la época.
Ahora el comercio estaba ligado a la paz. En
el pasado la organización del comercio había sido militar y guerrera, era la
otra cara del pirata, del corsario, de la caravana armada, del cazador y del
cuatrero, de los comerciantes portadores de dagas, de la burguesía urbana
armada, de los aventureros y de los exploradores, de los colonos y de los
conquistadores, de los cazadores de hombres, de los traficantes de esclavos y de
los ejércitos coloniales de las compañías por contrata. Todo esto había sido,
sin embargo, olvidado. El comercio dependía desde ahora de un sistema monetario
internacional que no podía funcionar si se producía una guerra general. Para el
comercio era, pues, necesaria la paz, y las grandes potencias se esforzaban en
mantenerla. Pero, como hemos señalado, el sistema de equilibrio entre las
grandes naciones no podía por sí mismo asegurarla. Las finanzas internacionales
constituían una buena muestra, por su propia existencia, del principio de la
nueva dependencia en la que se encontraba el comercio en relación a la paz.
Nos hemos habituado a pensar con demasiada
facilidad la expansión del capitalismo como un proceso poco pacífico y a ver en
el capital financiero el principal instigador de innumerables crímenes
coloniales y de agresiones expansionistas. Sus relaciones íntimas con la
industria pesada hicieron a Lenin afirmar que el capital financiero era
responsable del imperialismo, y más concretamente, de luchas por las esferas de
influencia, por las concesiones, por los derechos de extraterritorialidad, así
como de las innumerables formas con las que las potencias occidentales ahogaban
a las regiones atrasadas a fin de invertir en ferrocarriles, trabajos públicos,
puentes y otras instalaciones permanentes de las que sacaban beneficios las
industrias pesadas. En realidad, el comercio y las finanzas fueron responsables
de numerosas guerras coloniales, pero se les debe también el haber evitado un
conflicto general. Sus relaciones con la industria pesada, que únicamente en
Alemania fueron particularmente estrechas, explican uno y otro fenómeno. El
capital financiero, organización que patrocinaba a la industria pesada, contaba
con suficientes amarras en las diversas ramas industriales para permitir que un
solo grupo determinase su política. Por cada interés vinculado a la guerra
existía una docena de ellos que se veían desfavorablemente afectados por ella.
El capital internacional estaba naturalmente avocado a ser el perdedor en caso
de guerra, pero las propias finanzas nacionales únicamente podían sacar
excepcionalmente beneficios como ocurrió con frecuencia con decenas de guerras
coloniales siempre y cuando los conflictos se mantuviesen localizados. Cada
guerra, o casi cada guerra, fue organizada por los financieros, pero éstos
organizaban también la paz.
La naturaleza al desnudo de este sistema
estrictamente pragmático, que se empeñaba con ahínco en evitar una guerra
general, al mismo tiempo que permitía el ejercicio tranquilo de los negocios a
través de una secuencia ininterrumpida de guerras menores, encontró su mejor
ilustración en los cambios que dicho sistema aportaba al derecho internacional.
En el mismo momento en que el nacionalismo y la industria tendían claramente a
una mayor ferocidad y generalización de las guerras, se elaboraban también
garantías efectivas para que el comercio pacífico pudiese continuar en tiempo de
guerra. Federico el Grande es conocido por haber rechazado en represalia
legitimar en 1752 el préstamo silesiano realizado por británicos. «Ninguna
tentativa de este tipo fue realizada de nuevo, dice Hershey. Las guerras de la
Revolución francesa nos ofrecen los últimos ejemplos importantes de confiscación
de bienes privados pertenecientes a sujetos enemigos que se encontraban en
territorio beligerante en el momento en que empezaron las hostilidades». Después
del comienzo de la guerra de Crimea, los navíos comerciales enemigos obtuvieron
permiso para abandonar los puertos, práctica a la que se adhirieron durante los
cincuenta años siguientes Prusia, Francia, Rusia, Turquía, España, Japón y
Estados Unidos. A partir de los comienzos de la guerra el comercio entre
beligerantes gozó de una indulgencia especial. Y así, por ejemplo, durante la
guerra hispanoamericana buques neutrales cargados de mercancías y pertenecientes
a los americanos que no provenían de contrabando de guerra, zarpaban hacia los
puertos españoles. Constituye un prejuicio pensar que las guerras del siglo
XVIII eran a todas luces menos destructivas que las del XIX. El siglo XIX, en lo
que se refiere al estatuto de los enemigos, a la devolución de los créditos
detentados por ciudadanos hostiles, a sus bienes, o al derecho de abandonar los
puertos del que gozaban los barcos comerciales del adversario, supuso un giro
decisivo en favor de medidas destinadas a salvaguardar el sistema económico en
tiempos de guerra. El siglo XX invertirá esta tendencia.
De esta forma, la nueva organización de la
vida económica sirvió de trasfondo a la paz de los Cien Años. En el primer
período, las clases medias nacientes fueron sobre todo una fuerza revolucionaria
que ponía en peligro la paz, como se puso de relieve en las conmociones
provocadas por Napoleón; precisamente contra este nuevo factor de conflictos
nacionales organizó la Santa Alianza su paz reaccionaria. En el segundo período,
salió victoriosa la nueva economía. En lo sucesivo las clases medias serán
portadoras de un interés por la paz mucho más poderoso que el de sus
predecesores reaccionarios, interés que mantenía el carácter nacional
internacional de la nueva economía. En ambos casos, sin embargo, el interés por
la paz no se hizo efectivo más que cuando se logró que el sistema de equilibrio
de las finanzas se pusiese a su servicio, al otorgar a este sistema órganos
sociales capaces de tratar directamente con las fuerzas interiores activas en el
campo de la paz. En tiempos de la Santa Alianza estos órganos eran la feudalidad
y los tronos, sostenidos por el poder espiritual y material de la Iglesia; en la
época del Concierto europeo lo fueron las finanzas internacionales y los
sistemas bancarios nacionales aliados a él. No es necesario insistir en esta
distinción. Durante la paz de los Treinta Años (1816-1848), Gran Bretaña
reclamaba ya la paz y el comercio, y la Santa Alianza no despreciaba la ayuda de
los Rothschild. Con el Concierto europeo, repitámoslo una vez más, las finanzas
internacionales necesitaron con frecuencia asentarse sobre sus relaciones
dinásticas y aristocráticas. Pero estos hechos tienden simplemente a reforzar
nuestra tesis, según la cual, la paz fue en cada ocasión salvaguardada no
simplemente gracias a la intervención de las cancillerías de las grandes
potencias, sino con la ayuda de organizaciones concretas puestas al servicio de
intereses generales. En otros términos, el sistema de equilibrio de las
potencias pudo hacer que se evitasen las conflagraciones generales únicamente
porque existía el trasfondo de la nueva economía. Pero la obra del Concierto
europeo fue incomparablemente más importante que la de la Santa Alianza, ya que,
si bien esta última mantuvo la paz en una región limitada sobre un continente
que no sufría cambios, el primero logró realizar la misma tarea a escala mundial
en un momento en el que el progreso social y económico cambiaba el mapa del
mundo. Este hecho político de envergadura fue el resultado de la formación de
una entidad específica, las altas finanzas, que sirvió de puente entre la
organización política y la organización económica de la vida internacional.
Debe de quedar claro pues, en la actualidad,
que la organización de la paz descansaba fundamentalmente en la organización
económica. Ambos tipos de organización estaban lejos no obstante de poseer una
coherencia similar. No se podría hablar de organización política mundial de la
paz más que en un sentido muy amplio, ya que el Concierto europeo era
esencialmente no tanto un sistema de paz cuanto un simple sistema de soberanías
independientes, protegidas por el mecanismo de la guerra. De la organización
económica mundial podría decirse lo contrario: debemos convenir que, a no ser
que queramos sacrificar la lucidez en aras de la práctica al reservar el término
organización a los órganos dotados de una dirección central que actúan por
mediación de sus propios funcionarios, nada habría podido ser más preciso que
los principios universalmente aceptados sobre los cuales se fundaba esta
organización, y nada más concreto que sus elementos materiales. Presupuestos y
armamentos, comercio exterior y aprovisionamiento de materias primas,
independencia y soberanía nacionales se encontraban ahora subordinadas a la
moneda y al crédito. Desde 1875 los precios mundiales de las materias primas
constituían la realidad central en la vida de millones de campesinos de la
Europa continental. Los hombres de negocios del mundo entero eran enormemente
sensibles cada día a las oscilaciones del mercado londinense del dinero y los
gobiernos discutían sus planes de futuro en función de la situación de los
mercados mundiales de capitales. Solo un insensato podría poner en duda el hecho
de que el sistema económico internacional constituía el eje de la existencia
material del género humano. Como ese sistema necesitaba la paz para funcionar,
el equilibrio entre las potencias fue puesto a su servicio. Si se hubiese
suprimido este sistema económico, el interés por la paz habría desaparecido de
la política. Eliminado este sistema, desaparecería la causa que suscitaba
semejante interés y la posibilidad misma de salvaguardar la paz. El éxito del
Concierto europeo, nacido de las necesidades de la nueva organización
internacional de la economía, debía inevitablemente llegar a su fin con la
disolución de la misma.
La era de Bismarck (1861-1890) conoció el
Concierto europeo en su máximo esplendor. En el curso de los dos decenios que
siguieron inmediatamente al ascenso de Alemania al estatuto de gran potencia,
esta nación fue la principal beneficiaria del interés por la paz. Alemania logró
abrirse camino hasta ocupar los primeros rangos en detrimento de Austria y de
Francia; la beneficiaba, pues, mantener el statu quo y evitar una guerra que no
podía ser más que una guerra de revancha dirigida contra ella. Bismarck propugnó
deliberadamente la idea de la paz como proyecto común de las potencias y esquivó
los compromisos que habrían podido coaccionar a Alemania a abandonar su posición
de potencia de paz. El canciller alemán se opuso a las ambiciones expansionistas
en los Balcanes y ultramar; empleó con constancia el arma del librecambio contra
Austria e incluso contra Francia; contrapesó las ambiciones de Rusia y de
Austria en los Balcanes, haciendo jugar el equilibrio entre las potencias,
permaneció asimismo en buenas relaciones con aliados potenciales y evitó las
situaciones susceptibles de implicar a Alemania en la guerra. El agresivo
conspirador de 1863-1870 se transformó en el honesto corredor de cambios de 1878
que desaprobaba las aventuras coloniales. Para servir a los intereses nacionales
de Alemania, Bismarck se puso conscientemente a la cabeza de lo que consideraba
que era la tendencia pacífica de la época.
A finales de los años 1870, sin embargo, el
período del librecambio (1846-1879) tocaba a su fin; la utilización efectiva del
patrón-oro por parte de Alemania señala los comienzos de una era de
proteccionismo y de expansión colonial Alemania reforzaba ahora su posición
estableciendo una sólida alianza con Austria Hungría e Italia. Poco tiempo
después Bismarck perdió la dirección de la política del Reich. A partir de este
momento Gran Bretaña pasó a ser el líder del partido de la paz en una Europa que
continuaba estando formada por un grupo de Estados soberanos independientes, y
que aún estaba por tanto sometida al equilibrio entre las potencias. En los años
1890 las altas finanzas alcanzaron su cénit y la paz parecía más segura que
nunca. En África los intereses británicos y franceses eran divergentes; en Asia
los británicos y los rusos entraban en competencia. El Concierto europeo seguía
funcionando de forma renqueante; a pesar de la Triple Alianza existían todavía
más de dos potencias independientes capaces de vigilarse entre sí con
escrupuloso cuidado. Pero esto no continuó así por mucho tiempo. En 1904 Gran
Bretaña firmó un acuerdo general con Francia sobre Marruecos y Egipto; dos años
más tarde estableció un compromiso con Persia y con Rusia y se formó la
contraalianza: el Concierto europeo, esa federación flexible de naciones
independientes, se vio en definitiva reemplazado por dos grupos de potencias
hostiles. El equilibrio de potencias como sistema había desaparecido a partir de
ese momento; su mecanismo había cesado de funcionar, pues solamente se mantenían
con fuerza dos grupos de potencias: ya no existía un tercer grupo para unirse
con uno de los otros dos con el fin de frenar a aquél que, cualquiera que fuese,
pretendiese incrementar su poder. Por la misma época los síntomas de la
disolución de las formas existentes de la economía mundial la rivalidad colonial
y la competencia por los mercados exóticos adquirieron una forma aguda. Las
altas finanzas perdían rápidamente su capacidad de evitar que las guerras se
extendiesen. La paz se mantuvo a duras penas todavía durante siete años, pero el
fin de la paz de los Cien Años, provocado por la desintegración de la
organización económica del siglo XIX, ya no fue más que una cuestión de tiempo.
Si aceptamos los hechos, tal y como han sido
descritos hasta aquí, la verdadera naturaleza de la organización económica
extraordinariamente artificial, sobre la que reposaba la paz, se convierte
entonces en algo de la máxima importancia para el historiador.
CAPÍTULO
II
AÑOS VEINTE CONSERVADORES, AÑOS TREINTA
REVOLUCIONARIOS
El derrumbamiento del patrón-oro internacional
constituyó el lazo invisible de unión entre la desintegración de la economía
mundial a comienzos del siglo XX y la transformación radical de una civilización
que se operó a lo largo de los años treinta. Si no se tiene conciencia de la
importancia vital de este factor, resulta imposible tener una visión adecuada
del mecanismo que condujo a Europa directamente a su ruina y de las condiciones
que explican por qué cosa verdaderamente pasmosa las formas y el contenido de
una civilización tenían que basarse en unos pilares tan frágiles.
Ha sido preciso que se produjese el fracaso
del sistema internacional bajo el que vivimos para que pudiésemos captar su
verdadera naturaleza. Casi nadie comprendía la función política del sistema
monetario internacional, y su terrorífica transformación repentina cogió a todo
el mundo por sorpresa. Y, sin embargo, el patrón-oro era el único pilar que
subsistía de la economía mundial tradicional; cuando se desplomó, los efectos
tenían por fuerza que ser inmediatos. Para los economistas liberales el
patrón-oro era una institución puramente económica, hasta el punto de que
rechazaban incluso considerarlo como parte de un mecanismo social. Esto explica
que los países democráticos hayan sido los últimos en darse cuenta de la
verdadera naturaleza de la catástrofe y los más lentos a la hora de combatir sus
efectos. Incluso cuando la catástrofe les había ya alcanzado, los dirigentes
únicamente vieron, tras el derrumbamiento del sistema internacional, una larga
evolución que, en el seno de los países más avanzados, había vuelto a un sistema
anacrónico. En otros términos, eran incapaces de entender entonces el fracaso de
la economía de mercado.
La transformación aconteció de un modo mucho
más abrupto del que ordinariamente nos imaginamos. La primera Guerra mundial y
las revoluciones que la siguieron pertenecían todavía al siglo XIX. El conflicto
de 1914-18 no hizo más que precipitar, agravándola desmesuradamente, una crisis
que dicha confrontación no había provocado. Pero en esa época no se podían
discernir las raíces del dilema; y los horrores y las devastaciones de la Gran
Guerra fueron percibidos por los supervivientes como la causa evidente de los
obstáculos para la organización internacional que habían surgido de forma tan
inesperada, ya que el sistema económico mundial y el sistema político dejaban de
golpe de funcionar, y las terribles heridas inflingidas por la Primera Guerra al
género humano aparecían como una explicación posible. En realidad los obstáculos
para la paz y la prosperidad surgidos tras la guerra tenían los mismos orígenes
que la propia Gran Guerra. La disolución del sistema económico mundial, que
había comenzado hacia 1900, era la causa de la tensión política que desembocó en
la explosión de 1914. La salida de la guerra y los Tratados, al eliminar la
concurrencia alemana, atenuaron superficialmente esta tensión, al mismo tiempo
que agravaron las causas y, en consecuencia, acrecentaron inmensamente las
dificultades políticas y económicas para mantener la paz.
Los Tratados mostraban, desde el punto de
vista político, una contradicción fatal. Mediante el desarme unilateral de las
naciones vencidas hacían inviable toda posible reconstrucción del sistema de
equilibrio entre las potencias, ya que el poder es una condición indispensable
para un sistema de este tipo. En vano Ginebra intentó la restauración de este
sistema en el interior de un Concierto europeo ampliado y mejorado: la Sociedad
de Naciones. En vano el pacto de la Sociedad de Naciones proyectaba medidas
concretas para la consulta y la acción conjuntas: la condición previa esencial,
la de la existencia de potencias independientes, ya no existía ahora. La
Sociedad de Naciones no pudo nunca llegar realmente a fundarse; no se hizo
efectivo nunca el artículo 16 sobre la aplicación de los Tratados, ni el
artículo 19 sobre su revisión pacífica. La única solución viable al problema
candente de la paz la restauración del sistema de equilibrio entre las potencias
estaba por tanto al margen de las soluciones posibles; tanto era así que el
público no comprendía cuál era el verdadero objetivo de los hombres de Estado
más constructivos de los años veinte, ni tampoco que se continuase viviendo en
un estado de confusión casi indescriptible. Ante el turbador hecho del desarme
de un grupo de naciones, mientras que el otro grupo continuaba armado situación
que impedía cualquier paso constructivo en dirección a la organización de la
paz, prevaleció una actitud emotiva en virtud de la cual la Sociedad de Naciones
se convirtió de forma misteriosa en la mensajera de una era de paz que
únicamente precisaba frecuentes estímulos verbales para convertirse en
permanente. En América se había extendido la idea de que las cosas habrían
tomado un giro diferente si los Estados Unidos se hubiesen adherido a la
Sociedad de Naciones: nada podía probar mejor que no había conciencia de las
debilidades orgánicas del llamado sistema de posguerra. Y digo llamado porque,
si las palabras significan algo, se podría decir que Europa carecía entonces del
más mínimo sistema político. Un puro y simple statu quo de este tipo no podía,
pues, durar más que el tiempo que tardan en agotarse físicamente las partes. No
es, por tanto, sorprendente que el retorno al sistema del siglo XIX se
presentase como la única salida posible. Entre tanto el Consejo de la Sociedad
Europea pudo al menos funcionar como una especie de directorio europeo, muy
próximo al Concierto europeo en época de auge, aunque sólo fuese por la regla
fatal de la unanimidad que convertía a un pequeño Estado protestón en arbitro de
la paz mundial. El absurdo dispositivo del desarme definitivo de los países
vencidos hacía difícil cualquier tipo de solución constructiva. Ante este
desastroso estado de cosas, la única vía a seguir era la de establecer un orden
internacional dotado de un poder organizado capaz de trascender la soberanía
nacional. Sin embargo esta opción estaba totalmente alejada del horizonte de la
época. Ningún país de Europa, por no hablar de los Estados Unidos, estaba
dispuesto a someterse a un sistema de este tipo.
Desde el punto de vista económico, la política
de Ginebra, que trabajaba por la restauración de la economía mundial como
segunda línea de defensa de la paz, resultaba mucho más coherente, pues incluso
si se hubiese conseguido restablecer el sistema de equilibrio entre las
potencias, éste no habría contribuido a la paz más que si se hubiese restaurado
el sistema monetario internacional. Sin la estabilidad de los cambios, sin la
libertad de comercio, los gobiernos de las distintas naciones, como ocurrió en
el pasado, no encontraban más que un interés menor en la paz y no estaban
dispuestos a defenderla cuando algunos de sus intereses fundamentales se veían
comprometidos. Woodrow Wilson parece haber sido el primero entre los hombres de
Estado de la época que se dio cuenta de que la interdependencia existente entre
la paz y el comercio garantizaba no sólo el comercio, sino también la paz. No
resulta sorprendente que la Sociedad de Naciones haya combatido obstinadamente
para reconstruir la organización internacional de las monedas y el crédito como
única salvaguarda posible de la paz entre Estados soberanos, y que el mundo se
fundase, como nunca con anterioridad lo había estado, en las altas finanzas. J.
P. Morgan había reemplazado a N. M. Rothschild como demiurgo de un siglo XIX
rejuvenecido.
Si nos guiamos por los criterios de ese siglo,
el primer decenio de la postguerra aparecía como una era revolucionaria: visto
desde nuestra perspectiva reciente fue justamente lo contrario. El perfil de
este decenio fue profundamente conservador y refleja la convicción casi
universal de que sólo el restablecimiento del sistema anterior a 1914,
«realizado ahora sobre bases sólidas», podía volver a traer la paz y la
prosperidad. En realidad, el fracaso de este esfuerzo por volver al pasado fue
lo que promovió la transformación de los años treinta. Por muy espectaculares
que fuesen las revoluciones y las contrarrevoluciones en el decenio de
postguerra, representaban simples reacciones mecánicas a la derrota militar o,
como mucho, un relanzamiento sobre la escena de Europa central y oriental del
drama liberal y constitucional familiar a la civilización occidental; únicamente
en los años treinta elementos enteramente nuevos se incorporarán al panorama de
la historia europea.
Pese a su teatralidad, las sublevaciones y
contra-sublevaciones que tuvieron lugar desde 1917 a 1920 en Europa central y
oriental fueron simplemente rodeos para reconstruir los regímenes que habían
sucumbido en el campo de batalla. Cuando la humareda contrarrevolucionaria se
disipó se fue consciente de que los sistemas políticos de Budapest, Viena y
Berlín no eran muy diferentes de los que existían antes de la guerra. Este fue
el caso, grosso modo, de Finlandia, los Estados Bálticos, Polonia, Austria,
Hungría, Bulgaria, e incluso Italia y Alemania hasta mediados de los años
veinte. En determinados países se realizaron grandes progresos en el campo de la
independencia nacional y de la reforma agraria progresos que conoció toda Europa
occidental desde 1889; Rusia en este sentido no constituía una excepción. La
tendencia de la época consistía simplemente en establecer o restablecer— el
sistema comúnmente asociado a los ideales de las revoluciones inglesa, americana
y francesa. No solamente Hindenburg y Wilson se situaron en esta continuada
tradición occidental sino también Lenin y Trotski.
A comienzos de los años treinta, el cambio se
produjo bruscamente. Los acontecimientos que lo marcaron fueron el abandono del
patrón-oro por parte de Gran Bretaña, los planes quinquenales en Rusia, el
lanzamiento del New Deal, la revolución nacionalsocialista en Alemania y la
desintegración de la Sociedad de Naciones en beneficio de los imperios
autárquicos. Mientras que al final de la Gran Guerra prevalecían los ideales del
siglo XIX, y su influencia dominó durante los años veinte, al consumarse los
años treinta todo vestigio de estos ideales había desaparecido del sistema
internacional y, salvo raras excepciones, las naciones vivían en un marco
internacional completamente nuevo.
Nuestra tesis es que la causa fundamental de
la crisis fue la amenaza del derrumbamiento del sistema económico internacional.
Este, desde principios de siglo, había funcionado esporádicamente ya que la Gran
Guerra y los Tratados habían contribuido a consumar su ruina. El hecho resultó
evidente en los años veinte, cuando no existía una sola crisis interna en Europa
que no alcanzase su apogeo ligada a una cuestión de economía exterior. Los
observadores de la política agruparon a partir de entonces a los diversos
países, no por continentes sino en función de su grado de adhesión a una moneda
sólida. Rusia había sorprendido al mundo al destruir el rublo, cuyo valor había
sido reducido a la nada por la simple vía de la inflación. Para incumplir el
Tratado Alemania repitió esta misma maniobra desesperada; la expropiación de los
rentistas que de ello se derivó, sentó las bases de la revolución nazi. El
prestigio de Ginebra descansaba en el éxito, en la ayuda que había prestado a
Austria y a Hungría para reequilibrar sus monedas, y Viena se convirtió en la
Meca de los economistas liberales tras el brillante éxito de su operación sobre
la corona austriaca, aunque, desgraciadamente, ésta no sobrevivió. En Bulgaria,
en Grecia, en Finlandia, en Letonia, Lituania, Estonia, Polonia y Rumania el
restablecimiento de las monedas permitió a la contrarrevolución intentar
alcanzar el poder. En Bélgica, Francia e Inglaterra, la izquierda fue expulsada
del ámbito de los negocios en nombre de la ortodoxia monetaria. Una secuencia
casi ininterrumpida de crisis monetarias ligó a los Balcanes indigentes con los
ricos Estados Unidos por mediación del sistema internacional de crédito,
dispositivo elástico que transmitía las tensiones provocadas por las monedas
imperfectamente recuperadas desde Europa Oriental a Europa Occidental, en un
primer momento, y desde Europa Occidental a los Estados Unidos más tarde. Por
último, los propios Estados Unidos sufrieron los efectos de la prematura
estabilización de las monedas europeas. El desplome final había comenzado.
El primer choque se produjo en el ámbito
nacional. Algunas monedas, como la rusa, la alemana, la austriaca y la húngara,
fueron barridas en el espacio de un año. Pero, aparte del ritmo sin precedentes
con que cambiaba el valor de las monedas, el hecho era que ese cambio tenía
lugar en una economía totalmente monetarizada. Se inició así en el seno de la
sociedad humana un proceso celular cuyos efectos eran ajenos a cualquier
experiencia conocida. Tanto en el interior como en el exterior el debilitamiento
de las monedas significaba la dislocación. Las naciones se encontraron separadas
de sus vecinas como por un abismo. Al mismo tiempo, las diversas capas de la
población se veían afectadas de un modo completamente distinto y con frecuencia
opuesto: la clase media intelectual fue literalmente pauperizada mientras que
los tiburones de las finanzas amasaban, por el contrario, fortunas escandalosas.
Había entrado en escena un factor de una fuerza integradora y desintegradora
incalculable.
La «fuga de capitales» era un novum. Ni en
1848, ni en 1866, ni, incluso en 1871, se había asistido a una situación
semejante. Y, sin embargo, su papel fatal se hizo patente en el derrocamiento de
los gobiernos de la izquierda francesa —liberal— en 1925 y en 1938, y en la
formación de un movimiento fascista en Alemania.
La moneda se había convertido en el eje de las
políticas nacionales. En una economía monetaria moderna nadie podía dejar de
experimentar cotidianamente el retraimiento o la expansión del instrumento por
antonomasia de medida financiero, el valor de la moneda. Las poblaciones
adquirieron conciencia del fenómeno. Las masas calculaban de antemano el efecto
de la inflación sobre sus ingresos reales; en todas partes hombres y mujeres
parecían ver en una moneda estable la suprema necesidad de la sociedad humana.
Pero esta conciencia era inseparable del reconocimiento de que los fundamentos
de la moneda podían depender de factores políticos situados más allá de las
fronteras nacionales. Y así el bouleversement social que destruyó la confianza
en la estabilidad inherente al agente monetario hizo también estallar la ingenua
idea de que podía existir una soberanía financiera en una economía
interdependiente. A partir de ahora las crisis interiores ligadas a la moneda
tenderán a suscitar graves problemas en el exterior.
La creencia en el patrón-oro era el artículo
de fe por antonomasia de la época. Credo ingenuo para unos, criticado por otros,
y también, credo satánico aceptado en la carne y rechazado en el espíritu. En
todo caso se trataba de la misma creencia: si los billetes de banco tienen valor
es porque representan al oro; que este último tenga valor porque, como pensaban
los socialistas, lo incorpora del trabajo, o, porque es útil o raro, como
mantenía la doctrina ortodoxa, el hecho es que por una vez todos coincidían en
la misma creencia. La guerra entre el Cielo y el Infierno se planteaba al margen
de la cuestión monetaria y de ahí la milagrosa coincidencia entre capitalistas y
socialistas. Ricardo y Marx se estrechaban la mano; el siglo XIX no tuvo ninguna
duda sobre ello. Bismarck y Lassalle, John Stuart Mill y Henry George, Philip
Snowden y Calvino Coolidge, Mises y Trotski profesaban esta misma fe. Karl Marx
se habían esforzado mucho en demostrar que los utópicos bonos del trabajo de
Proudhon (destinados a reemplazar a la moneda) reposaban sobre una ilusión. Das
Kapital admitía en su forma ricardiana la teoría de la moneda como mercancía. El
bolchevique ruso Sokolnikov fue el primer hombre de Estado de la postguerra que
restableció la paridad de la moneda de su país con el oro. El socialdemócrata
alemán Hilferding puso a su partido en peligro convirtiéndose en el abogado
indoblegable de sólidos principios monetarios. El socialdemócrata austríaco Otto
Bauer aprobó los principios monetarios que sentaban la base para la restauración
de la corona intentada por su implacable adversario Seipel. El socialista inglés
Philip Snowden se enfrentó con el partido laborista cuando consideró que la
libra esterlina no estaba segura en manos de sus compañeros, y el Duce hizo
grabar en piedra la paridad de la lira en 90 y juró morir para defenderla.
Resultaría difícil encontrar la menor divergencia sobre este punto entre las
posiciones de Hoover y las de Lenin, entre las de Churchill y las de Mussolini.
A decir verdad el carácter esencial del patrón-oro para el funcionamiento del
sistema económico internacional de la época era el único dogma compartido por
los hombres de todas las naciones y de todas las clases, de todas las creencias
religiosas y de todas las filosofías sociales. Cuando la humanidad puso en juego
todo su valor para reconstruir su existencia en ruinas, esta creencia constituyó
la realidad invisible a la que pudo asirse la voluntad de vivir.
Este esfuerzo, que fracasó, fue el más
completo que el mundo haya conocido jamás. En Austria, Hungría, Bulgaria,
Finlandia, Rumania, Grecia la estabilización de las monedas, que estaban casi
completamente destruidas, no fue solamente un acto de fe por parte de esos
pequeños países pobres que se reducían literalmente a morir de hambre para
conseguir alcanzar las cimas doradas, sino que también sometió a sus poderosos y
ricos padrinos los países vencedores de Europa occidental a una severa prueba.
Mientras las monedas de los vencedores fluctuaron, la tensión no se puso de
manifiesto, ya que éstos continuaron haciendo préstamos como antes de la guerra
a otros países y contribuyeron así a mantener las economías de las naciones
vencidas. Pero cuando Gran Bretaña y Francia retornaron al oro, el peso de sus
intercambios estabilizados comenzó a hacerse sentir. La silenciosa preocupación
por la seguridad de la libra terminó por afectar a la posición de los Estados
Unidos, país dirigente en materia de oro. Esta preocupación más allá del
Atlántico hizo entrar a América de forma inesperada en la zona de peligro. Es
preciso entender bien este punto que parece un problema técnico. En 1927 el
apoyo de América a la libra esterlina implicaba que los Estados Unidos
mantuviesen bajas tasas de interés para evitar grandes movimientos de capital
entre Nueva York y Londres. En consecuencia, la Federal Reserve Board prometió a
la banca de Inglaterra mantener sus tasas a un bajo nivel; pero pronto la propia
América necesitó tasas elevadas, pues su propio sistema de precios comenzaba a
sufrir una peligrosa inflación (este hecho quedaba velado por la existencia de
un nivel de precios estables, mantenido a pesar de los costes enormemente
reducidos). Cuando, tras siete años de prosperidad, el habitual reequílibrio de
la balanza provocó en 1929 un derrumbamiento de las cotizaciones que debía de
haberse producido desde hacía tiempo, las cosas se agravaron enormemente por la
existencia de esta críptoinflación. Los deudores, arruinados por la deflación,
percibieron pronto la caída del crédito, golpeado por la inflación. Era un mal
augurio. En 1933, adoptando un gesto instintivo de liberalización, Norteamérica
abandonó el oro y desapareció el último vestigio de la economía mundial
tradicional. Aunque nadie o casi nadie se dieron cuenta en la época de la
profunda significación de este hecho, la historia cambió entonces de rumbo.
Durante más de diez años la restauración del
patrón-oro había sido el símbolo de la solidaridad mundial. De Bruselas a
Ginebra, de Londres a Locarno y Lausana se celebraron innumerables conferencias
con el fin de cimentar las bases políticas necesarias para obtener monedas
estables. A la propia Sociedad de Naciones se había sumado la Oficina
Internacional del Trabajo, en parte para igualar las condiciones de la
competencia entre las naciones, de tal forma que el comercio se liberalizase sin
poner en peligro los niveles de vida. La moneda constituía el centro de las
campañas lanzadas por Wall Street para controlar el problema de las
transferencias y para comercializar primero y movilizar después las
indemnizaciones. Ginebra preconizaba un proceso de saneamiento en el curso del
cual las presiones combinadas de la City de Londres y de los juristas
monetaristas neoclásicos de Viena se ponían al servicio del patrón-oro. Todas
las iniciativas internacionales tenían, en definitiva, este mismo objetivo,
mientras que por regla general los gobiernos nacionales adaptaban sus políticas
y en particular las que se referían al comercio exterior, los préstamos, la
banca y las divisas a la necesidad de salvaguardar la moneda. A pesar de que
todos estaban de acuerdo en que la estabilidad de las monedas dependía en último
término de la liberalización de los cambios, todo el mundo, si exceptuamos los
librecambistas dogmáticos, eran conscientes de que había que adoptar
inmediatamente medidas que restringirían inevitablemente el comercio exterior y
los pagos al extranjero. En la mayoría de los países, y para responder al mismo
conjunto de circunstancias, se adoptaron cupos para las exportaciones,
moratorias y acuerdos de estabilización, sistemas de conversión y tratados
bilaterales de comercio, dispositivos de intercambio, embargos a las
exportaciones de capitales, fondos de regularización de los cambios y control
del comercio exterior. El fantasma de la autarquía planeaba, sin embargo, sobre
estas medidas adoptadas para proteger la moneda, pues aunque la intención
manifiesta era liberar el comercio, el efecto real provocaba su estrangulación.
Los gobiernos en lugar de acceder a los mercados mundiales, con su acción,
prohibían a sus países todo tipo de relaciones internacionales, y hubo que
realizar sacrificios cada vez más importantes para conservar, aunque sólo fuese
al mínimo, una corriente comercial. Los frenéticos esfuerzos realizados para
proteger el valor exterior de la moneda, en tanto que instrumento de comercio
con el extranjero, encaminaron a los pueblos, contra su voluntad, hacia una
economía autárquica. Todo el arsenal de medidas restrictivas radicalmente
distante de los principios de la economía tradicional, fue en realidad el
resultado de una voluntad conservadora de retorno al librecambio.
Esta tendencia se vio completamente trastocada
por el derrumbamiento definitivo del patrón-oro. Los sacrificios realizados para
restaurarlo eran necesarios una vez más para poder vivir sin él. Las mismas
instituciones destinadas a frenar la vida y el comercio con el fin de mantener
un sistema monetario estable, eran utilizadas ahora para adaptar la vida de la
industria a la ausencia permanente de dicho sistema. Muy posiblemente ésta es la
razón por la que la estructura mecánica y técnica de la industria moderna
sobrevivió al choque provocado por la caída del patrón-oro, pues, en su lucha
para conservarlo, el mundo se había preparado inconscientemente al tipo de
esfuerzos y de organizaciones necesarias para adaptarse a su ausencia. Pero el
objetivo era ahora completamente distinto, opuesto. En los países que habían
sufrido más durante un combate prolongado por conseguir lo inalcanzable, el
relajamiento de la tensión liberó fuerzas titánicas. Ni la Sociedad de Naciones,
ni las altas finanzas internacionales sobrevivieron al patrón-oro. Desaparecido
éste el interés por la paz organizado por la Sociedad de Naciones, así como sus
principales agentes de ejecución los Rothschild y los Morgan desaparecieron de
la escena política. La ruptura del hilo de oro que los unía fue la señal de una
revolución mundial.
El fracaso del patrón-oro no sirve, sin
embargo, más que para fijar la fecha de un suceso demasiado importante como para
haber sido causado por él. En una gran parte del mundo la crisis tuvo por
compañía inseparable la destrucción total de las instituciones nacionales de la
sociedad del siglo XIX. Esas instituciones fueron en todas partes objeto de una
transformación y de un remodelamiento tan intenso que resultaron casi
irreconocibles. El Estado Liberal se vio reemplazado en numerosos países por
dictaduras totalitarias y la institución central del siglo XIX, la producción
fundada sobre mercados libres, fue sustituida por nuevas formas de economía.
Mientras que naciones poderosas refundían los propios moldes de pensamiento y se
lanzaban a una guerra para someter al mundo en nombre de concepciones
radicalmente nuevas de la naturaleza del universo, otras, todavía más poderosas,
se unieron en defensa de la libertad que adquirió entre sus manos una
significación hasta entonces insólita. El fracaso del sistema internacional, a
pesar de que había desencadenado esta transformación, no podría dar cuenta de su
profundidad, ni de su contenido. Y si bien es cierto que podemos quizás explicar
el carácter súbito de este acontecimiento, también resulta muy probable que las
razones de fondo que lo originaron permanezcan para nosotros en el misterio.
No fue un accidente el que hizo que esta
transformación estuviese acompañada de guerras caracterizadas por una intensidad
sin precedentes. La historia se deslizaba hacia un radical cambio social. El
futuro de las naciones estaba ligado a su capacidad de transformación
institucional. Esta simbiosis no era algo excepcional en la historia: si los
grupos nacionales poseen sus propios orígenes y si, por su parte, las
instituciones sociales tienen los suyos, cuando se trata de luchar por la
supervivencia resulta lógico que grupos nacionales e instituciones sociales se
sostengan mutuamente. Un conocido ejemplo de esta simbiosis es la unión
existente entre el capitalismo y las naciones ribereñas del Atlántico. La
Revolución comercial, tan estrechamente ligada al auge del capitalismo, se
convirtió para Portugal, España, Holanda, Francia, Inglaterra y los Estados
Unidos en el vehículo del poder. Cada uno de estos países se benefició de las
ocasiones que le ofrecía este amplio y profundo movimiento, mientras que el
propio capitalismo se extendió por el planeta gracias a la mediación de estas
potencias en auge.
Esta ley se cumple también a la inversa. Una
nación puede encontrarse en desventaja en su lucha por la supervivencia al estar
sus instituciones, o una parte de ellas, en plena decadencia: el patrón-oro fue,
durante la Segunda Guerra mundial, un buen ejemplo de este tipo de dispositivo
en declive. Por otra parte, países que se oponen al statu quo por razones
propias son capaces de descubrir con rapidez las debilidades del orden
institucional existente y de plantearse la creación de instituciones mejor
adaptadas a sus intereses. Potencian así la destrucción de lo que se desmorona y
se suben al carro que camina en su misma dirección. Se podría pensar que estas
naciones están en el origen del proceso de cambio social, mientras que en
realidad se benefician de él hasta el punto de alterar su tendencia con el fin
de servir mejor a sus propios intereses.
Esto fue lo que ocurrió con Alemania que, una
vez vencida, se encontró en situación de percibir los defectos ocultos del orden
del siglo XIX y de utilizar ese saber para acelerar la destrucción de dicho
orden. Una especie de siniestra superioridad intelectual se alió a aquellos
hombres de Estado que, en los años treinta, aplicaron su inteligencia a esta
tarea de dislocación que en consonancia con su intención de someter la realidad
a las tendencias de su política llegó con frecuencia incluso hasta la
elaboración de nuevos métodos en materia de finanzas, de comercio, de guerra y
de organización social. Estos mismos problemas, sin embargo y conviene insistir
en ello, no habían sido producidos por los gobiernos que los utilizaron en su
propio provecho. Eran problemas reales objetivamente existentes y continuarán
siendo los nuestros, sea cual sea la suerte de cada país considerado
individualmente. Una vez más la distinción entre la Primera y la Segunda Guerra
mundial resulta evidente: la Primera era todavía, conforme al tipo de guerra del
siglo XIX, un simple conflicto entre potencias desencadenado por la debilidad
del sistema de equilibrio; la Segunda, sin embargo, pone ya de manifiesto una
conmoción a escala mundial.
Este marco nos permitirá diferenciar las
desgarradoras historias nacionales que acontecieron en este período de
transformación social que se estaba produciendo a gran escala. Y entonces
resultará más fácil percibir de que modo Alemania, Rusia, Gran Bretaña y los
Estados Unidos, en tanto que nacionalidades de poder, se beneficiaron o
sufrieron en relación al proceso social subyacente. Lo mismo se puede decir en
lo que se refiere al proceso social: fascismo y socialismo encontraron un vector
en el auge de potentes nacionalidades concretas que contribuyeron a extender su
filosofía. Alemania y Rusia se convirtieron respectivamente en los
representantes para todo el mundo del fascismo y del comunismo. Resulta
imposible evaluar la verdadera dimensión de esos movimientos sociales si no se
reconoce en ellos, para bien o para mal, su carácter trascendente y también si
se los desgaja de los intereses nacionales desarrollados al servicio de esos
movimientos.
El papel desempeñado en la Segunda Guerra
mundial por Alemania o Rusia, o también por Italia, el Japón, Gran Bretaña o los
Estados Unidos, a pesar de que forma parte de la historia universal no es el
objetivo directo de este libro. Sin embargo, el fascismo y el socialismo han
sido, por el contrario, fuerzas esenciales en la transformación institucional
que aquí tratamos de analizar. Es preciso considerar el élan vital que
oscuramente condujo al pueblo ruso y al pueblo alemán a reivindicar una parte
más importante en la historia de la raza humana, ya que constituye un hecho que
pertenece a las condiciones en las que se desarrolló la historia de la que nos
ocupamos; la significación del fascismo, del socialismo y del New Deal dependen
de esta misma historia.
Todo lo dicho nos conduce a formular la tesis
que trataremos de probar: los orígenes del cataclismo, que conoció su cénit en
la Segunda Guerra mundial, residen en el proyecto utópico del liberalismo
económico consistente en crear un sistema de mercado autorregulador. Esta tesis
permite, a mi juicio, delimitar y comprender ese sistema de poderes casi míticos
que supone, ni más ni menos, el equilibrio entre las potencias, el patrón-oro y
el Estado Liberal; en suma, esos pilares fundamentales de la civilización del
siglo XIX, se erigían todos sobre el mismo basamento, adoptaban, en definitiva,
la forma que les proporcionaba una única matriz común: el mercado
autorregulador.
Esta afirmación puede parecer excesiva e
incluso chocante por su grosero materialismo. Pero la particularidad de la
civilización a cuyo derrumbe hemos asistido era precisamente que reposaba sobre
cimientos económicos. Otras sociedades y otras civilizaciones se vieron también
limitadas por las condiciones materiales de existencia: es un rasgo común a toda
vida humana en realidad a toda vida, sea ésta religiosa o no, materialista o
espiritualista. Todos los tipos de sociedades están sometidos a factores
económicos. Pero únicamente la civilización del siglo XIX fue económica en un
sentido diferente y específico, ya que optó por fundarse sobre un móvil, el de
la ganancia, cuya validez es muy raramente conocida en la historia de las
sociedades humanas: de hecho nunca con anterioridad este rasgo había sido
elevado al rango de justificación de la acción y del comportamiento en la vida
cotidiana. El sistema de mercado autorregulador deriva exclusivamente de este
principio.
El mecanismo que el móvil de la ganancia puso
en marcha únicamente puede ser comparado por sus efectos a la más violenta de
las explosiones de fervor religioso que haya conocido la historia. En el espacio
de una generación, toda la tierra habitada se vio sometida a su corrosiva
influencia. Como todo el mundo sabe alcanzó su madurez en Inglaterra, en el
curso de la primera mitad del siglo XIX, en el surco labrado por la Revolución
industrial. Se extendió por el Continente europeo y por América alrededor de
unos cincuenta años más tarde. En Inglaterra, en el Continente e, incluso, en
América, opciones semejantes dieron a los problemas cotidianos una forma que
acabó por convertirse en modelo, cuyos rasgos principales eran idénticos en
todos los países de la civilización occidental. Para encontrar los orígenes del
cataclismo al que nos referimos, es preciso que realicemos un recorrido por las
etapas de grandeza y de decadencia de la economía de mercado.
La sociedad de mercado nació en Inglaterra y,
sin embargo, fue en Europa continental en donde sus debilidades engendraron las
complicaciones más trágicas. Para comprender el fascismo alemán hemos de
retornar a la Inglaterra de Ricardo. El siglo XIX, y nunca se insistirá
demasiado en ello, fue el siglo de Inglaterra. La Revolución industrial fue un
suceso inglés. La economía de mercado, el librecambio y el patrón-oro fueron
invenciones inglesas. En los años veinte estas instituciones se vinieron abajo
en todas partes en Alemania, en Italia o en Austria las cosas fueron simplemente
más políticas y más dramáticas. Pero cualesquiera que hayan sido el decorado y
el grado de temperatura de los episodios finales, es en Inglaterra, el país
natal de la Revolución industrial, en donde hay que estudiar los factores de
larga duración que han causado el derrumbe de esta civilización.
SEGUNDA PARTE
GRANDEZA Y DECADENCIA DE LA ECONOMIA DE
MERCADO.
I. «Satanic Mill» o la fábrica del diablo
CAPÍTULO
III
MORADAS VERSUS MEJORAS
En el corazón de la Revolución industrial del
siglo XVIII se puede comprobar un perfeccionamiento casi milagroso de los
instrumentos de producción y a la vez una dislocación catastrófica de la vida
del pueblo.
Intentaremos desentrañar cuáles fueron los
factores que determinaron las formas adoptadas por esta dislocación tal y como
se manifestó en su peor aspecto en la Inglaterra de mediados del siglo pasado.
¿En qué consistió satanic mill, este molino del diablo, que aplastó a los
hombres y los transformó en masas? ¿Qué grado de responsabilidad tuvieron las
nuevas condiciones materiales? ¿Cuál fue también el grado de responsabilidad de
las coacciones económicas que operaban en estas nuevas condiciones? ¿En virtud
de qué mecanismo se destruyó el viejo tejido social y se intentó, con tan escaso
acierto, una nueva integración del hombre y de la naturaleza? En ningún otro
lugar la filosofía liberal ha conocido un fracaso más patente que en su
incomprensión del problema del cambio. Se creía en la espontaneidad, y se creía
en ella hasta la sensiblería. Para valorar el cambio se recurría constantemente
al sentido común; con solicitud mística se aceptaban resignadamente las
consecuencias de la mejoría económica, por muy graves que éstas pudiesen ser. Se
comenzó desacreditando las verdades elementales de la ciencia y de la
experiencia políticas para más tarde olvidarlas. La necesidad de ralentizar en
la medida de lo posible un proceso de cambio no dirigido, cuando se considera
que su ritmo es demasiado rápido para salvaguardar el bienestar de la
colectividad, es algo que no debería precisar de una explicación detallada. Este
tipo de verdades corrientes en la política tradicional, y que con frecuencia no
hacen más que reflejar las enseñanzas de una filosofía social heredada de los
antiguos, fueron borradas del pensamiento de las gentes instruidas del siglo XIX
mediante el efecto corrosivo de un utilitarismo grosero, aliado a una confianza
sin discernimiento en las pretendidas virtudes de la autocicatrización del
crecimiento ciego.
El liberalismo económico fue incapaz de leer
la historia de la Revolución industrial, porque se obstinó en juzgar los
acontecimientos sociales desde una perspectiva económica. Para ilustrar este
punto volveremos a algo que puede parecer a primera vista un asunto un tanto
lejano: el cercado de los campos y la conversión de las tierras de labranza en
pastos, en la Inglaterra del primer período Tudor, momento en el que los campos
y las tierras comunales fueron rodeados de setos por los señores, viéndose así
condados enteros amenazados de despoblación. Nuestro objetivo, al evocar la
triste situación en la que enclosures y conversions sumieron al pueblo, es
mostrar, en primer lugar, que se puede establecer un paralelismo entre las
devastaciones originadas por cercados benéficos y las que resultaron de la
Revolución industrial; y, en segundo lugar y de forma más extensa, esclarecer
las opciones con las que tiene que enfrentarse una comunidad víctima de las
angustias de una mejora económica no dirigida.
Las enclosures constituían una mejora evidente
a condición de que los campos no se convirtiesen en pastos. La tierra cercada
adquiría un valor dos o tres veces superior a la que no lo estaba. Y allí donde
se mantuvo la labranza, el empleo no decayó y el aprovisionamiento de alimentos
aumentó de forma clara. El rendimiento de la tierra se acrecentaba de un modo
manifiesto, particularmente cuando se la arrendaba.
La conversión de tierras de labranza en
pastos para las ovejas no era tampoco totalmente perjudicial para una región si
se exceptúa la destrucción de ciertas viviendas y la reducción de empleo que
conllevaba. A partir de la segunda mitad del siglo XV el trabajo a domicilio
comenzó a extenderse y, un siglo más tarde, comenzó a ser uno de los rasgos
distintivos del campo. La lana procedente del pastoreo proporcionaba trabajo a
los pequeños colonos y a los campesinos sin tierra obligados a abandonar la
labranza, y los nuevos centros de la industria lanera aseguraron ingresos a un
cierto número de artesanos.
Únicamente en una economía de mercado y esto
es lo que importa se pueden mantener tales efectos compensatorios. Si no existe
esta economía, la actividad extremadamente rentable de la cría del ganado bovino
y de la venta de su lana puede arruinar el país. Las ovejas, que «transformaban
la arena en oro», podían también muy bien transformar el oro en arena. Tal fue
la desventura que conoció, en definitiva, la riqueza de España en el siglo XVII,
cuyo suelo erosionado no se recuperó jamás de la expansión desmesurada de la
crianza de ganado lanar.
Un documento oficial de 1607, destinado a ser
utilizado por los Señores del Reino, plantea en una sola frase rotunda el
problema del cambio social: «El hombre pobre verá colmados sus deseos: la
vivienda; y el gentilhombre no verá peligrar los suyos: las mejoras». Esta
fórmula parece admitir, como si se tratase de un hecho natural, aquello que
constituye la esencia del progreso meramente económico: mejorar al precio de la
conmoción social. Pero también evoca la trágica necesidad que impulsa al pobre a
agarrarse a su choza, condenado por el deseo del rico a mejorar las cosas
públicas que revierten en su propio beneficio privado.
Es precisamente en este sentido en el que se
dice que las enclosures significaban una revolución de los ricos contra los
pobres. Los señores y los nobles cambiaban completamente el orden social y
quebrantaban los viejos derechos y costumbres, utilizando en ocasiones la
violencia y casi siempre las presiones y la intimidación. En sentido estricto,
robaban su parte de los bienes comunales a los pobres y destruían las casas que
éstos, gracias a la fuerza indoblegable de la costumbre, habían considerado
durante mucho tiempo como algo que les pertenecía a ellos y a sus herederos. El
tejido de la sociedad se desgarraba; las aldeas abandonadas y las casas en
ruinas constituían un buen testimonio de la violencia con la que la revolución
arrasaba, poniendo en peligro las defensas del país, devastando sus pueblos,
diezmando su población, transformando en polvo una tierra agotada, hostigando a
sus habitantes y transformándolos, de honestos labradores que habían sido, en
una turba de mendigos y ladrones. Es cierto que sólo algunas regiones se vieron
afectadas por este proceso, pero las negras sombras amenazaban con hacerse cada
vez más densas hasta el punto de generalizar la catástrofe. Contra esta plaga el
Rey y su Consejo, los cancilleres y los obispos defendían el bienestar de la
comunidad y, por qué no, la sustancia humana y natural de la sociedad. Lucharon
contra la despoblación casi sin cesar durante un siglo y medio desde 1490 (a más
tardar) hasta 1640. La contrarrevolución puso en peligro al Lord protector
Somerset, borró del código las leyes sobre las enclosures y estableció la
dictadura de los señores del pastoreo tras la derrota de la rebelión de Kett y
la consiguiente masacre de muchos miles de campesinos. Se acusó a Somerset, con
razón, de haber incitado a los campesinos rebeldes con su firme denuncia de las
enclosures.
Casi cien años más tarde surgió entre los
mismos adversarios un segundo enfrentamiento, pero los que cercaban ahora las
fincas eran ricos propietarios campesinos y negociantes afortunados, más que
señores y nobles. La alta política, tanto laica como eclesiástica, entraba así a
formar parte del uso deliberado que hacía la Corona de sus prerrogativas para
impedir los cercados, y de la utilización no menos deliberada de la cuestión de
las enclosures para reforzar su posición frente a la gentry en una lucha
constitucional en virtud de la cual Strafford y Laud llegaron a ser condenados a
muerte por el Parlamento. Pero esta política no era reaccionaria únicamente
desde el punto de vista industrial, sino también desde el punto de vista
político; por otra parte, las enclosures se destinaban, con más frecuencia que
antaño, a la labranza en vez de al pastoreo. En poco tiempo la marea de la
guerra civil engulló para siempre la política de los Tudor y de los primeros
Estuardo.
Los historiadores del siglo XIX han sido
unánimes a la hora de condenar esta política considerándola demagógica e incluso
claramente reaccionaria. Sus simpatías se decantaban naturalmente del lado del
Parlamento, y éste había tomado partido por los que cercaban las tierras. H. de
B. Gibbins amigo ardiente, por otra parte, del pueblo bajo, escribía: «Estas
disposiciones protectoras fueron, sin embargo, como lo son generalmente los
textos de protección, perfectamente inútiles». Innes se manifestó de forma
todavía más clara: «Las soluciones habituales penalizar el vagabundeo e intentar
hacer que la industria penetre en terrenos que no le son favorables, así como
orientar los capitales hacia inversiones menos lucrativas con el fin de
proporcionar empleo fracasaron..., como pasa siempre». Gairdner no dudó en
invocar las ideas del librecambio como si de «leyes económicas» se tratase: «Las
leyes económicas no eran naturalmente tenidas en cuenta, y se intentaba mediante
la legislación impedir que las moradas de los labradores fuesen destruidas por
los propietarios, quienes consideraban rentable dedicar las tierras de labor a
pastos con el fin de aumentar la producción de la lana. La frecuente repetición
de estos decretos mostraba bien hasta qué punto resultaban ineficaces en la
práctica». Un economista de la talla de Heckscher se mostró recientemente
convencido de que, en términos generales, la explicación del mercantilismo se
basaba en la comprensión insuficiente que esta corriente tenía de la complejidad
de los fenómenos económicos, problema que necesitaba del paso de varios siglos
para que la inteligencia humana llegase a entenderlo. En realidad la legislación
contra las enclosures no parece haber detenido el curso de su desarrollo, ni
tampoco haberlo obstaculizado seriamente. John Hales, que destaca sobre todos
por el fervor con que defiende los principios de los hombres de la Commonwealth,
admitía que había resultado imposible recoger testimonios contra los cercadores
de tierras frecuentemente elegidos como miembros de jurados y cuyo número de
«servidores y de subordinados era tan grande que ningún tribunal podía
constituirse sin ellos». El simple hecho de trazar un surco a través de un campo
permitía a veces al señor que infringía la ley evitar la condena. Cuando los
intereses privados prevalecen de forma clara sobre la justicia se considera que
es un signo inequívoco de la ineficacia de la legislación y, por tanto, se alega
la victoria de la tendencia contra la cual la obstrucción legal ha sido inútil
como una prueba inequívoca de la pretendida utilidad de «un intervencionismo
reaccionario». Este tipo de opiniones, sin embargo, impide totalmente entrar en
la cuestión de fondo. ¿Por qué la victoria final de una tendencia tendría que
probar la ineficacia de los esfuerzos destinados a frenar el progreso? ¿Por qué
no considerar que es justamente eso que se ha obtenido, es decir, la reducción
del ritmo del cambio, la prueba de que esas medidas han alcanzado su objetivo?
En esta perspectiva lo que antes era ineficaz para contener una evolución ya no
resulta tan ineficaz como se pensaba. Muchas veces el ritmo del cambio tiene más
importancia que su dirección, aunque también es frecuente que en aquellas
ocasiones en que ésta no depende de nuestra voluntad se pueda, sin embargo,
regular el ritmo de las transformaciones que se están produciendo.
La creencia en el progreso espontáneo nos hace
necesariamente incapaces de percibir el papel del gobierno en la vida económica,
que consiste frecuentemente en modificar la velocidad del cambio, acelerándolo o
frenándolo, según los casos. Si consideramos que ese ritmo es inalterable o, aún
peor, si pensamos que constituye un sacrilegio modificarlo entonces ya no hay
lugar para ningún tipo de intervención. Las enclosures ofrecen un buen ejemplo
de ello. Considerándolo retrospectivamente, nada parece más natural en Europa
Occidental que la tendencia al progreso económico y, por consiguiente, la
eliminación de técnicas agrícolas uniformes, que habían sido mantenidas
artificialmente, de parcelas de terreno dispuestas en mosaico y de la
institución de los bienes comunales. Por lo que se refiere a Inglaterra, es
cierto que el desarrollo de la industria de la lana fue un triunfo para el país,
que condujo de hecho a la creación de la industria algodonera en tanto que
vehículo de la Revolución industrial. Además es evidente que, para que se
incrementasen los telares a domicilio, era preciso que aumentase la producción
nacional de lana. Estos hechos son suficientes para hacernos reconocer que el
paso de las tierras de labranza a los pastos y el movimiento de las enclosures
que acompañó a esta transformación iban en el sentido del crecimiento económico.
Y no obstante si no hubiese sido por la política constante de los hombres de
Estado bajo los Tudor y los primeros Estuardo, el ritmo de este progreso habría
podido conducir a la ruina y llegar a orientar el proceso mismo en una dirección
de degeneración más que en un sentido constructivo, ya que, en el fondo, lo que
se jugaba en torno a este ritmo era saber si los desposeídos podrían adaptarse a
nuevas condiciones de existencia sin sufrir un daño mortal tanto humano y
económico como físico y moral. La cuestión era saber si encontrarían empleo en
los nuevos ámbitos que se abrían ligados directamente al cambio y si los efectos
del aumento de las importaciones, inducido por las exportaciones, permitiría a
quienes habían perdido su empleo a causa del cambio encontrar nuevos medios de
subsistencia.
La respuesta dependía en cada caso de los
ritmos relativos del cambio y de la adaptación. La teoría económica nos hablará
en términos de « a largo plazo», pero esta perspectiva resulta inadmisible.
Cuando se plantean así las cosas se prejuzga la cuestión dando por sentada la
hipótesis de que estos sucesos tuvieron lugar o se produjeron en una economía de
mercado. Por muy natural que esto nos parezca esta hipótesis no es sostenible:
la economía de mercado, lo olvidamos con demasiada facilidad, es una estructura
institucional que no ha existido en otras épocas, sino únicamente en la nuestra,
e incluso en este último caso no es generalizable a todo el planeta. Pero,
incluso sin admitir esta hipótesis, las consideraciones a largo plazo están
desprovistas de sentido. Si el efecto inmediato de un cambio es deletéreo,
entonces, hasta que no se pruebe lo contrarío, su efecto final será también
deletéreo. Si la conversión de tierras arables en pastos supuso la destrucción
de un número determinado de casas, la desaparición de una cantidad determinada
de empleos y la disminución de los alimentos de producción local, entonces,
hasta que no se pruebe lo contrario, esos efectos deben considerarse
definitivos, lo que no excluye que se tengan en cuenta los posibles efectos
producidos por el aumento de las exportaciones en la renta de los propietarios
agrícolas, así como las posibilidades de creación de empleo en virtud del
crecimiento de la oferta local de lana que de ello se deriva, así como los
posibles usos que los propietarios podían hacer de sus nuevos ingresos en
inversiones o en gastos suntuarios. El ritmo del cambio, comparado con el de la
adaptación, decidirá qué es en realidad lo que debe ser considerado en el
resultado neto del cambio. En ningún caso sin embargo podemos suponer que las
leyes del mercado funcionaban, hasta que no se pruebe la existencia de un
mercado autorregulador. Exclusivamente en el marco institucional de la economía
de mercado son pertinentes las leyes del mercado. Y no fueron los hombres de
Estado de la Inglaterra de los Tudor quienes se apartaron de los hechos, sino
los economistas modernos, quienes criticaron a esos mismos políticos
presuponiendo la existencia de un sistema de mercado.
Si Inglaterra soportó sin graves daños la
calamidad de las enclosures, se debió a que los Tudor y los primeros Estuardo
utilizaron el poder de la Corona para modular el proceso de desarrollo económico
hasta que éste fuese socialmente soportable, y ello sirviéndose a la vez del
poder del gobierno central para socorrer a las víctimas de la transformación e
intentando canalizar dicho proceso de forma que sus efectos fuesen menos
devastadores. Las ideas de las cancillerías y de las courts of prerogative no
eran en absoluto conservadoras: se asentaban en la concepción científica del
nuevo arte de gobernar que favorecía la inmigración de artesanos extranjeros,
implantaba con rapidez las nuevas técnicas, adoptaba métodos estadísticos así
como un lenguaje preciso en la redacción de los informes, despreciaba
tradiciones y costumbres, se oponía a los derechos consuetudinarios, recortaba
los privilegios eclesiásticos e ignoraba los derechos heredados. Si se puede
decir que la innovación es revolucionaria, entonces ellos fueron los
revolucionarios de la época. Su objetivo era el bienestar del común de los
mortales, magnificado en el poder y la grandeza del Soberano. El futuro, sin
embargo, pertenecía al constitucionalismo y al Parlamento. El gobierno de la
Corona dejó paso al gobierno de una clase: la que introdujo el progreso
industrial y comercial. El gran principio constitucional se fusionó con la
revolución política y ésta desposeyó a la Corona que, en esta época, había
perdido casi todas sus facultades creadoras, mientras que su función de
protección ya no era esencial para un país que había sobrevivido a la tempestad
de la transición. A partir de ahora, la política financiera de la Corona
limitaba indebidamente el poder del país y comenzaba a restringir el comercio.
Para conservar sus prerrogativas, los abusos de la Corona llegaban incluso a
causar desequilibrios en los recursos de la nación. Muy inteligentemente se
ocupó del problema de la mano de obra y de la industria y con gran prudencia
impuso límites al movimiento de las enclosures. Esta fue la última acción que la
Corona llevó a feliz término, lo cual suele olvidarse en la medida en que los
capitalistas y los patronos de la clase media en ascenso eran las principales
víctimas de sus actividades protectoras. Habrá que esperar dos siglos para que
Inglaterra goce de una administración social tan eficaz y ordenada como la que
destruyó la Commonwealth. Hay que reconocer que, a partir de entonces, existía
una menor necesidad de esta clase de administración paternalista. Pero, al menos
en un sentido, la ruptura provocó un enorme daño, ya que contribuyó a borrar de
la memoria de la nación los horrores sufridos en el período de las enclosures y
el éxito alcanzado por el Estado en su lucha contra los peligros de la
despoblación. Posiblemente esto permite explicar por qué no se comprendió la
naturaleza profunda de la crisis cuando, ciento cincuenta años más tarde, una
catástrofe análoga amenazó la vida y el bienestar del país bajo la forma de
Revolución industrial.
Fue entonces, una vez más, cuando se produjo
en Inglaterra un acontecimiento peculiar; fue entonces cuando el comercio
marítimo originó un movimiento que afectó a todo el país; y de nuevo mejoras
realizadas a gran escala causaron desastres sin precedente en los modos de vida
de las clases populares. El proceso estaba entonces en sus comienzos y los
trabajadores se apretujaban ya en esos nuevos lugares de desolación, las
llamadas ciudades industriales inglesas. Los habitantes del campo se habían
convertido en los habitantes deshumanizados de los tugurios. La familia se
encontraba en vías de destrucción y grandes extensiones del país desaparecían
rápidamente bajo montañas de ceniza y de chatarra vomitadas por las «fábricas
del diablo». Escritores de todas las opiniones y partidos, conservadores y
liberales, capitalistas y socialistas, han hablado indefectiblemente de las
condiciones sociales bajo la Revolución industrial, describiéndolas como un
verdadero abismo de degradación humana.
Hasta ahora, nadie ha avanzado una explicación
satisfactoria de este acontecimiento. Los contemporáneos creyeron haber
descubierto la clave de todos los males en las leyes de bronce que gobernaban
las relaciones entre la riqueza y la pobreza y que denominaron ley de los
salarios y ley de la población. Estas leyes han sido, sin embargo, refutadas. La
explotación fue propuesta como otra explicación tanto de la riqueza como de la
pobreza, pero era incapaz de dar cuenta del hecho de que los salarios fuesen más
elevados en los tugurios industriales que en el resto de las regiones y que, en
su conjunto, continuasen aumentando todavía durante un siglo. También se han
alegado un conjunto complejo de causas que, una vez más, resultaron
insatisfactorias.
La solución que proponemos dista de ser
simple. De hecho, la mayor parte de este libro está dedicada a este problema.
Pensamos que una avalancha de dislocaciones sociales, mucho más fuertes que las
que tuvieron lugar en la época de las enclosures, se cernió sobre Inglaterra;
esta catástrofe estuvo acompañada de un amplio movimiento de mejoras económicas;
un mecanismo institucional completamente nuevo comenzaba a actuar sobre la
sociedad occidental; sus peligros, cuando surgieron, afectaron a lo que hay de
más vital y que nunca antes se había visto yugulado. La historia de la
civilización del siglo XIX fue construida en gran medida por las tentativas
realizadas para proteger a la sociedad contra los estragos de este mecanismo. La
Revolución industrial fue simplemente el inicio de una revolución tan extremista
y radical como todas las que habían enardecido el espíritu de los sectarios, sin
embargo el nuevo credo era plenamente materialista y proclamaba que todos los
problemas humanos podían ser resueltos por medio de una cantidad ilimitada de
bienes materiales.
Esta historia ha sido narrada innumerables
veces: se ha hablado de la acción recíproca entre la expansión de los mercados,
la presencia del carbón y del hierro así como de un clima húmedo favorable a la
industria algodonera, la ingente multitud de desposeídos por las nuevas
enclosures del siglo XVIII, la existencia de instituciones libres, la invención
de máquinas y otras muchas causas que provocaron la Revolución industrial. Se ha
demostrado de forma concluyente que ninguna causa particular merece ser separada
de la cadena causal y distinguida como la causa verdadera de este
acontecimiento, tan repentino como inesperado.
¿Cómo definir sin embargo esta Revolución
específica? ¿Cuál era su característica fundamental? ¿Acaso consistía en la
expansión de las pequeñas ciudades industriales, la aparición de tugurios
urbanos, las interminables jornadas de trabajo de los niños, los bajos salarios
de determinadas categorías de obreros, el aumento de la tasa de crecimiento
demográfico, la concentración de industrias? A nuestro juicio, y esta es la
hipótesis que avanzamos, todo esto es simplemente el resultado de un único
cambio fundamental: la creación de una economía de mercado. No se puede pues
captar plenamente la naturaleza de esta institución si no se analiza bien cuál
es el efecto de las máquinas sobre una sociedad comercial. No queremos afirmar
que la maquinaria fuese la causa de lo que después aconteció, pero sí insistir
en el hecho de que, desde que se instalaron máquinas y complejos industriales
destinados a producir en una sociedad comercial, la idea de un mercado
autorregulador estaba destinada a nacer.
Cuando una sociedad agraria y comercial
empieza a utilizar máquinas especializadas, sus efectos se dejan necesariamente
sentir. Este tipo de sociedad se compone de agricultores y de comerciantes que
compran y venden el producto de la tierra. Difícilmente esta sociedad puede
adaptarse a una producción basada en herramientas e instalaciones
especializadas, a no ser que incorpore esta producción a la compra y a la venta.
El comerciante es el único agente disponible para emprender esta tarea y es
capaz de llevarla a cabo en la medida en que esta actividad no le obliga a
perder dinero. Venderá los bienes del mismo modo que vendía en otras
circunstancias las mercancías a los clientes, pero se los procurará de un modo
diferente, es decir, no tanto comprándolos ya hechos sino adquiriendo el trabajo
y la materia prima necesarios. A esos dos elementos, asociados en función de las
consignas del comerciante, hay que añadir servicios de los que tendrá también
que ocuparse, dando todo ello como resultado el nuevo producto. Este esquema no
sirve solamente para describir la industria a domicilio o putting out, sino
cualquier industria del capitalismo industrial y, entre ellas, las de nuestro
tiempo. Todo este proceso implica importantes consecuencias para el sistema
social.
Como las máquinas complejas son caras,
solamente resultan rentables si producen grandes cantidades de mercancías No se
las puede hacer funcionar sin pérdidas, más que si se asegura la venta de los
bienes producidos, para lo cual se requiere que la producción no se interrumpa
por falta de materias primas, necesarias para la alimentación de las máquinas.
Para el comerciante, esto significa que todos los factores implicados en la
producción tienen que estar en venta, es decir, disponibles en cantidades
suficientes para quien esté dispuesto a pagarlos. Si esta condición no se
cumple, la producción realizada con máquinas especializadas se convierte en un
riesgo demasiado grande, tanto para el comerciante, que arriesga su dinero, como
para la comunidad en su conjunto, que depende ahora de una producción
ininterrumpida para sus rentas, sus empleos y su aprovisionamiento.
Todas estas condiciones no se dan
espontáneamente, sin embargo, en una sociedad agrícola: hay que crearlas. El
hecho de que esta creación siga una progresión, no afecta en nada al carácter
sorprendente de los cambios que ello implica. La transformación supone en los
miembros de la sociedad una mutación radical de sus motivaciones: el móvil de la
ganancia debe sustituir al de la subsistencia. Todas las transacciones se
convierten en transacciones monetarias, y éstas exigen, a su vez, que se
introduzca un medio de cambio en cada fase de articulación de la vida
industrial. Todas las rentas deben proceder de la venta de una cosa o de otra y,
cualquiera que sea la verdadera fuente de los ingresos de una persona, se los
debe considerar como resultantes de una venta. La simple expresión «sistema de
mercado», de la que nos servimos para designar el modelo institucional que hemos
descrito, no quiere decir otra cosa. Pero la particularidad más sorprendente de
este sistema reside en que, una vez que se ha establecido, hay que permitirle
que funcione sin intervención exterior. Los beneficios ya no están garantizados,
y el comerciante debe hacer sus beneficios en el mercado. Los precios deben de
ser libres para fijarse por sí mismos. Este sistema autorregulador de mercado es
lo que se ha denominado «economía de mercado».
En relación a la economía anterior, la
transformación que condujo a este sistema es tan total que se parece más a la
metamorfosis del gusano de seda en mariposa que a una modificación que podría
expresarse en términos de crecimiento y de evolución continua. Comparemos, por
ejemplo, las actividades de venta del comerciante productor con sus actividades
de compra. Sus ventas se refieren únicamente a productos manufacturados: el
tejido social no se verá pues afectado directamente, tanto si encuentra como si
no encuentra compradores. Pero lo que compra son materias primas y trabajo, es
decir, parte de la naturaleza y del hombre. De hecho, la producción mecánica en
una sociedad comercial supone nada menos que la transformación de la sustancia
natural y humana de la sociedad en mercancías. La conclusión, aunque resulte
singular, es inevitable, pues el fin buscado solamente se puede alcanzar a
través de esta vía. Es evidente que la dislocación provocada por un dispositivo
semejante amenaza con desgarrar las relaciones humanas y con aniquilar el
hábitat natural del hombre. Ese peligro estaba efectivamente presente, y no
percibiremos su verdadero carácter si no nos detenemos a examinar las leyes que
gobiernan el mecanismo de un mercado autorregulador.
CAPÍTULO
IV
SOCIEDADES Y SISTEMAS ECONÓMICOS
Antes de pasar a discutir sobre las leyes que
gobiernan una economía de mercado, tal y como intentó crear el siglo XIX,
debemos de captar bien cuáles son las extraordinarias condiciones que
constituyen la base de un sistema semejante.
La economía de mercado supone un sistema
autorregulador de mercados. Para emplear términos un poco más técnicos, se trata
de una economía gobernada por los precios del mercado y únicamente por ellos.
Sólo en este sentido se puede decir que un sistema de este tipo, capaz de
organizar la totalidad de la vida económica sin ayuda o intervención exterior,
es autorregulador. Estas someras indicaciones deberían bastar para mostrar la
naturaleza absolutamente inédita de esta aventura en la historia de la raza
humana.
Precisemos un poco más lo que queremos decir.
Ninguna sociedad podría sobrevivir, incluso por poco tiempo, sin poseer una
economía, sea ésta de un tipo o de otro. Pero hasta nuestra época, ninguna
economía de las que han existido estuvo, ni siquiera por asomo, bajo la
dependencia del mercado. A pesar de los cánticos laudatorios de carácter
universitario que se dejaron oír a lo largo del siglo XIX, las ganancias y
beneficios extraídos de los cambios jamás habían desempeñado con anterioridad un
papel tan importante en la economía humana. Pese a que la institución del
mercado había sido, desde el final de la Edad de piedra, un hecho corriente en
las sociedades, su papel en la vida económica siempre había sido secundario.
Queremos insistir en este aspecto con la
máxima fuerza que nos proporcionan sólidas razones. Un pensador de la talla de
Adam Smith ha señalado que la división del trabajo en la sociedad dependía de la
existencia de mercados o, como él decía, de la «propensión del hombre a cambiar
bienes por bienes, bienes por servicios y unas cosas por otras». De esta frase
surgiría más tarde el concepto de «hombre económico». Se puede decir, con mirada
retrospectiva, que ninguna interpretación errónea del pasado se reveló nunca
como una mejor profecía del futuro. Y ello es así porque, si bien hasta la época
de Adam Smith esta propensión no se había manifestado a gran escala aún en la
vida de ninguna de las comunidades observadas, y hasta entonces había sido como
máximo un rasgo secundario de la vida económica, cien años más tarde un sistema
industrial estaba en plena actividad en la mayor parte del planeta, lo que
significaba, práctica y teóricamente, que el género humano estaba dirigido en
todas sus actividades económicas por no decir también políticas, intelectuales y
espirituales por esta única propensión particular. En la segunda mitad del siglo
XIX Herbert Spencer, que únicamente tenía un conocimiento superficial de la
economía, llegó a identificar el principio de la división del trabajo con el
trueque y el intercambio, y, cincuenta años más tarde Ludwig von Mises y Walter
Lippmann retomaban esta misma idea falsa. A partir de entonces la discusión fue
inútil. Un magma de autores especialistas en economía política, historia social,
filosofía política y sociología general habían seguido el ejemplo de Smith y
habían hecho de su paradigma del salvaje entregado al trueque un axioma de sus
ciencias respectivas. De hecho, las ideas de Adam Smith sobre la psicología
económica del primer hombre eran tan falsas como las de Rousseau sobre la
psicología política del buen salvaje. La división del trabajo, fenómeno tan
antiguo como la sociedad, proviene de las diferencias relativas a los sexos, a
la geografía y a las capacidades individuales; y la pretendida tendencia del
hombre al trueque y al intercambio es casi completamente apócrifa. La historia y
la etnografía han mostrado la existencia de distintos tipos de economías que, en
su mayor parte, cuentan con la institución de los mercados; sin embargo, ni la
historia ni la etnografía han tenido conocimiento de ninguna otra economía
anterior a la nuestra que, incluso aproximativamente, estuviese dirigida y
regulada por los mercados. El esbozo de la historia de los sistemas económicos y
de los mercados, sobre la que nos detendremos por separado, tratará de probar de
forma más concluyente esta afirmación. Como veremos, el papel jugado por los
mercados en la economía interior de los diferentes países ha sido, hasta una
época reciente, insignificante: el cambio radical que representa el paso a una
economía dominada por el mercado se percibirá mejor sobre este trasfondo.
Para comenzar, debemos desprendernos de
ciertos prejuicios del siglo XIX que subyacen a la hipótesis de Adam Smith
relativos a la pretendida predilección del hombre primitivo por las actividades
lucrativas. Como su axioma servía mucho más para predecir el futuro inmediato
que para explicar un lejano pasado, sus discípulos se vieron sumidos en una
extraña actitud en relación a los comienzos de la historia humana. A primera
vista, los datos disponibles parecían indicar más bien que la psicología del
hombre primitivo, lejos de ser capitalista, era, de hecho, comunista (más tarde
hubo que reconocer que se trataba también de un error). El resultado fue que los
especialistas de la historia económica mostraron una tendencia a limitar su
preocupación por este período para pasar a considerar la etapa relativamente
reciente de la historia, en la que se podía encontrar el trueque y el
intercambio a una escala considerable de este modo la economía primitiva quedó
relegada a la prehistoria. Este modo de presentar las cosas indujo a inclinar
inconscientemente la balanza en favor de una psicología de mercado, pues
resultaba posible creer que, en el espacio relativamente breve de algunos siglos
pasados, todo había concurrido a crear lo que al fin fue creado: un sistema de
mercado. Fue así como otras tendencias no fueron tenidas en cuenta y quedaron
anuladas. Para corregir esta perspectiva unilateral habría sido preciso acoplar
la historia económica y la antropología social, pero ha existido un rechazo
contumaz hacia un enfoque de este tipo.
No podemos continuar de momento desarrollando
este punto. El hábito de ver en los diez mil últimos años, y en la organización
de las primeras sociedades, un simple preludio de la verdadera historia de
nuestra civilización, que comenzaría en 1776, con la publicación de La riqueza
de las naciones, ha quedado superado, por utilizar un calificativo suave.
Nuestra época ha vivido el final de este episodio y, al intentar evaluar las
opciones de futuro, estamos obligados a refrenar nuestra inclinación natural a
seguir los caminos en los que creyeron nuestros padres. La misma prevención que
empujó a la generación de Adam Smith a considerar al hombre primitivo como un
ser inclinado al trueque y al pago en especie, ha incitado a sus sucesores a
desinteresarse totalmente del primer hombre, pues se sabía que éste no se había
dedicado a estas loables pasiones. La tradición de los economistas clásicos, que
intentaron fundar la ley del mercado en pretendidas tendencias inscritas en el
nombre en estado de naturaleza, fue sustituida por una ausencia total de interés
por las culturas del hombre «no civilizado», ya que no tenían nada que ver, en
suma, con la comprensión de los problemas de nuestra época.
Esta actitud subjetiva respecto a las primeras
civilizaciones no debería constituir un reclamo para el espíritu científico. Se
han exagerado demasiado las diferencias que existen entre pueblos civilizados y
«no civilizados», particularmente en el terreno económico. Según los
historiadores, las formas de vida industrial en la Europa agrícola no diferían
mucho, hasta una época reciente, de las que existían hace miles de años. Desde
la introducción del arado que es esencialmente una gruesa azada tirada por
animales, hasta comienzos de la época moderna, los métodos de la agricultura
permanecieron sustancialmente idénticos en la mayor parte de Europa Occidental y
Central. De hecho, en esas regiones los progresos de la civilización han sido
sobre todo políticos, intelectuales y espirituales; en cuanto a las condiciones
materiales, la Europa Occidental del año 1100 después de Cristo apenas llegó a
alcanzar el estadio que había conseguido el mundo romano mil años antes. Incluso
más tarde el cambio se hizo efectivo mucho más fácilmente a través de los
canales de la política, la literatura, las artes, y especialmente de la religión
y del saber, que de la industria. En el aspecto económico la Europa medieval se
encontraba, en gran parte, al mismo nivel que Persia, la India o la China de la
Antigüedad y no podía sin duda alguna rivalizar en riqueza y en cultura con el
Nuevo Imperio Egipcio que la precedía en dos mil años. Entre los historiadores
modernos de la economía, Max Weber fue el primero que protestó por el olvido de
la economía primitiva, realizado con el pretexto de que ésta no tenía relación
con la cuestión de los móviles y de los mecanismos de las sociedades
civilizadas. Los trabajos de antropología social probaron más tarde que Max
Weber tenía toda la razón, ya que, si alguna conclusión se impone con toda
nitidez, tras los estudios recientes sobre las primeras sociedades, es el
carácter inmutable de hombre en tanto que ser social. En todo tiempo y lugar sus
dones naturales reaparecieron en las sociedades con una consecuencia
sorprendente, y las condiciones necesarias para la supervivencia de la sociedad
humana parecían ser inalterablemente las mismas.
El descubrimiento más destacable de la
investigación histórica y antropológica reciente es el siguiente: por lo general
las relaciones sociales de los hombres engloban su economía. El hombre actúa, no
tanto para mantener su interés individual de poseer bienes materiales, cuanto
para garantizar su posición social, sus derechos sociales, sus conquistas
sociales. No concede valor a los bienes materiales más que en la medida en que
sirven a este fin. Ni el económicos específicos, relativos a la posesión de
bienes. Más bien cada etapa de ese proceso se articula sobre un determinado
número de intereses sociales que garantizan, en definitiva, que cada etapa sea
superada. Esos intereses son muy diferentes en una pequeña comunidad de
cazadores o de pescadores y en una extensa sociedad despótica, pero, en todos
los casos, el sistema económico será gestionado en función de móviles no
económicos.
Resulta fácil explicarlo en términos de
supervivencia. Veamos, por ejemplo, el caso de una sociedad tribal. El interés
económico del individuo triunfa raramente, pues la comunidad evita a todos sus
miembros morir de hambre, salvo si la catástrofe cae sobre ella, en cuyo caso
los intereses que se ven amenazados son una vez más de orden colectivo y no de
carácter individual. Por otra parte, el mantenimiento de los lazos sociales es
esencial y ello por varias razones. En primer lugar, porque, si el individuo no
observa el código establecido del honor o de la generosidad, se separa de la
comunidad y se convierte en un paria. En segundo lugar, porque todas las
obligaciones sociales son a largo plazo recíprocas, por lo que, al observarlas,
cada individuo sirve también del mejor modo posible, «en un toma y daca», a sus
propios intereses. Esta situación debe de ejercer sin duda una continua presión
sobre cada individuo para que elimine de su conciencia el interés económico
personal, hasta el punto de que lo puede incapacitar, en numerosos casos pero de
ningún modo en todos, para captar las implicaciones de sus propios actos sólo en
función de su interés. Esta actitud se ve reforzada por la frecuencia de
actividades en común, tales como el reparto de la comida procedente de recogidas
comunes, o la participación en el botín obtenido a través de una expedición
tribal lejana y peligrosa. El precio otorgado a la generosidad es tan grande
cuando se lo mide por el patrón del prestigio social, que todo comportamiento
ajeno a la preocupación por uno mismo adquiere relevancia. El carácter del
individuo tiene poco que ver con esta cuestión. El hombre puede ser bueno o
malo, social o asocial, envidioso o generoso en relación con un conjunto de
valores variables. No proporcionar a nadie motivos para estar celoso es de hecho
un principio general de la distribución ceremonial o del acto de elogiar
públicamente al que obtiene buenas cosechas en su huerto (salvo si las consigue
demasiado bien, en cuyo caso se le puede dejar decaer con todo derecho,
sirviéndose del pretexto de que es víctima de la magia negra). Las pasiones
humanas, buenas o malas, están simplemente orientadas hacia fines no económicos.
La ostentación ceremonial sirve para estimular al máximo la emulación, y la
costumbre del trabajo en común tiende a situar a un nivel muy alto los criterios
cuantitativos y cualitativos. Todos los intercambios se efectúan a modo de dones
gratuitos que se espera sean pagados de la misma forma, aunque no necesariamente
por el mismo individuo —procedimiento minuciosamente articulado y perfectamente
mantenido gracias a métodos elaborados de publicidad, a ritos mágicos y a la
creación de «dualidades» que ligan los grupos mediante obligaciones mutuas lo
que podría explicar por sí mismo la ausencia de la noción de ganancia e,
incluso, la de una riqueza que no esté constituida exclusivamente por objetos
que tradicionalmente servían para incrementar el prestigio social.
En este bosquejo de los rasgos generales, que
caracterizan a una comunidad de la Melanesia occidental, no hemos tenido en
cuenta su organización sexual y territorial en relación a la cual la costumbre,
la ley, la magia y la religión ejercen su influencia, porque nuestra única
intención era mostrar cómo los pretendidos móviles económicos encuentran su
razón de ser en el marco de la vida social. Y es precisamente sobre este punto
negativo sobre el que están de acuerdo los etnógrafos modernos: la ausencia del
móvil del lucro, la ausencia del principio del trabajo remunerado, del principio
del mínimo esfuerzo, y más concretamente, la ausencia de toda institución
separada y diferente fundada sobre móviles económicos. Pero, en este caso, ¿cómo
se asegura el orden en el campo de la producción y la distribución?
Esencialmente la respuesta nos la proporcionan dos principios de comportamiento
que a primera vista no suelen ser asociados con la economía: la reciprocidad y
la redistribución. Entre los habitantes de las islas Trobriand, de la Melanesia
occidental, y de los que nos serviremos para ilustrar este tipo de economía, la
reciprocidad juega sobre todo un papel en lo que concierne a la organización
sexual de la sociedad, es decir, la familia y el parentesco. Por su parte, la
redistribución concierne principalmente a todos aquellos que dependen de un
mismo jefe y, por tanto, tiene un carácter territorial. Abordemos estos
principios separadamente.
El cuidado de la familia de la mujer y de los
niños está a cargo de los padres matrilineales. El hombre que provee las
necesidades de su hermana y de la familia de ésta, dándoles lo mejor de su
cosecha, obtendrá con ello fundamentalmente reputación por su buena conducta,
pero, a cambio, no recogerá más que muy pocas ventajas materiales inmediatas. Si
es negligente en el cumplimiento de estas funciones, lo que primero se deteriora
es justamente su reputación. El principio de reciprocidad funcionará en benéfico
de su mujer y de los hijos de ésta, y le asegurará así la compensación económica
por su gesto de virtud cívica. Cuando se expone la comida, a la vez en el propio
huerto y ante el granero del destinatario, se asegura que la alta calidad de la
cosecha sea conocida por todos. Está claro para todos que la economía del huerto
y de la casa implica este tipo de relaciones sociales, basadas en la sabia
gestión y en el civismo. El principio general de la reciprocidad contribuye a
asegurar a la vez la producción y la subsistencia de la familia.
El principio de redistribución no es menos
eficaz. Una parte considerable de todo lo producido en la isla es enviado, por
los jefes de las aldeas, al jefe que lo almacena. Pero, como toda la actividad
en común gira en torno a los festines, a las danzas y otras ocasiones que tienen
los isleños, tanto de encontrarse unos con otros, como de agasajar a sus vecinos
de las otras islas (fiestas en las que el producto del comercio a larga
distancia es distribuido, en las que se hacen regalos que son entregados y
devueltos según las reglas de la etiqueta y en las que el jefe entrega a cada
uno los presentes habituales), la enorme importancia del sistema de
almacenamiento es evidente. Desde el punto de vista económico se asegura con
ello una parte fundamental del sistema existente de división del trabajo, del
comercio con el extranjero, de los impuestos para actividades públicas y de
reservas para los tiempos de guerra. Pero estas funciones, que son las de un
sistema económico propiamente dicho, han sido completamente absorbidas por
experiencias enormemente vivas que ofrecen una sobreabundancia de motivaciones
no económicas para cada acto realizado en el marco del sistema social
globalmente considerado.
Los principios de comportamiento de este tipo
no pueden, sin embargo, aplicarse más que si los modelos institucionales
existentes se prestan a ello. Sin archivos y sin una compleja administración,
tanto la reciprocidad como la redistribución, no son capaces de asegurar el
funcionamiento de un sistema económico, a no ser que la organización de las
sociedades en cuestión responda a las exigencias de una solución parecida
gracias a modelos tales como la simetría y la centralidad.
La reciprocidad se ve enormemente facilitada
por el modelo institucional de la simetría, rasgo frecuente de la organización
social de los pueblos sin escritura. La «dualidad» sorprendente que comprobamos
en las subdivisiones tribales se presta al emparejamiento de las relaciones
individuales y gracias a ello favorece la circulación de bienes y servicios,
aunque no existan archivos. La división en mitades que caracteriza a la sociedad
salvaje y que tiende a suscitar «un semejante» a cada subdivisión, resulta de
los actos de reciprocidad sobre los que reposa el sistema, al mismo tiempo que
dicha división contribuye a la realización de esos actos. Sabemos pocas cosas
sobre el origen de «la dualidad»; pero en las islas Trobriand cada poblado
costero parece tener su contrarréplica en uno del interior, de tal forma que un
importante intercambio de frutos del árbol del pan y de pescados, por muy
disfrazado que se encuentre bajo la distribución recíproca de dones y a pesar de
su carácter irregular en el tiempo, puede organizarse sin enfrentamientos. Del
mismo modo, en el comercio kula, cada individuo tiene su correspondiente en otra
isla, lo que personaliza las relaciones de reciprocidad hasta un grado
sorprendente. Si no fuese por la frecuencia del modelo simétrico en las
subdivisiones de la tribu, en el emplazamiento de los campamentos, en las
relaciones intertribales, resultaría imposible una reciprocidad general que se
apoyase sobre el funcionamiento a largo plazo en un conjunto de actos distintos.
Lo mismo ocurre con el modelo institucional de
la centralidad, presente hasta cierto punto en todos los grupos humanos y que
explica la recolección, el almacenamiento y la redistribución de bienes y
servicios. Por lo general, los miembros de una tribu de cazadores entregan su
pieza de caza al headman con el fin de que la distribuya. Habitualmente la caza
supone que su producto, resultado de un esfuerzo colectivo, sea irregular. En
estas condiciones, a no ser que el grupo se viese condenado a disolverse después
de cada cacería, no existe otro método de reparto practicable. Por lo tanto, en
todas las economías que reposan en los productos de la naturaleza, por muy
numeroso que sea el grupo, existe esta necesidad. Y, cuanto más grande sea el
territorio y más variados los productos, en mayor medida la redistribución
tendrá por efecto una división real del trabajo, puesto que ésta debe ayudar a
unir entre sí a grupos de productores geográficamente diferenciados.
La simetría y la centralidad responden, en un
cincuenta por ciento cada una, a las necesidades de reciprocidad y de
redistribución: modelos institucionales y principios de comportamiento se
ajustan mutuamente. Y, en la medida en que la organización social permanezca en
esta vía, no entra en juego ninguna necesidad del móvil económico individual. No
hay por qué temer que el individuo ahorre sus esfuerzos; la división del trabajo
estará automáticamente asegurada; las obligaciones económicas serán desempeñadas
debidamente; y, sobre todo, se dispondrá, con ocasión de cada fiesta pública, de
los medios materiales para hacer profusión de un escaparate de abundancia. En
una comunidad de este tipo la idea de beneficio está excluida y está mal visto
remolonear y escatimar esfuerzos; el don gratuito es alabado como una virtud; la
supuesta inclinación al trueque, al pago en especie y al canje, no se manifiesta
en absoluto. De hecho, el sistema económico es una simple función de la
organización social.
De todo esto no cabe deducir que los
principios socioeconómicos de este tipo están reservados a las formas de actuar
de los primitivos o a las pequeñas comunidades, y que una economía sin lucro y
sin mercado tiene que ser necesariamente simple. En Melanesia occidental, el
circuito kula, fundado sobre el principio de la reciprocidad, es una de las
transacciones comerciales más refinadas que conoce la humanidad; y la
redistribución estaba presente a escala gigantesca en la civilización de las
pirámides.
Las islas Trobriand pertenecen a un
archipiélago que dibuja más o menos un círculo, en el que una parte importante
de la población consagra una porción considerable de su tiempo a realizar el
comercio kula. Y decimos bien «comercio», a pesar de que no median beneficios,
ya sean monetarios o en especie, a pesar de que ningún bien sea acumulado ni
poseído en permanencia; a pesar, también, de que sea haciendo regalos como se
obtiene placer por los bienes que se han recibido; a pesar, en fin, de que
ningún regateo, ningún trueque, ningún cambio entren en juego y de que todas las
actividades estén totalmente reguladas por el ceremonial y la magia. A pesar de
todo esto, se trata de comercio, y los indígenas de este archipiélago emprenden
periódicamente grandes expediciones con el fin de proporcionar un cierto tipo de
objetos de valor a los habitantes de islas lejanas, con los que entran en
contacto, girando en el sentido de las agujas de un reloj sobre el círculo
aproximativo que forma el archipiélago, a la vez que organizan otras
expediciones que llevan otro tipo de objetos de valor a las islas a las que se
accede girando en el sentido inverso. A la larga, los dos conjuntos de objetos
brazaletes de conchas blancas y collares de conchas rojas de fabricación
tradicional dan la vuelta al archipiélago y este trayecto puede durar hasta diez
años. Existen, además, generalmente en el comercio kula compañeros individuales
que intercambian dones kula de brazaletes y de collares de igual valor, que
pertenecieron preferentemente a personas distinguidas. Pues bien, el intercambio
sistemático y organizado de objetos de valor, trasportados a largas distancias,
es lo que justamente se define como comercio, a pesar de que este conjunto
complejo funcione exclusivamente según las reglas de la reciprocidad. Funciona
así un sistema complicado en el que intervienen el tiempo, el espacio y las
personas que cubre centenares de kilómetros y varias decenas de años, y pone en
relación a centenares de individuos y en el que se ponen en juego millares de
objetos totalmente distintos. Ahora bien, este sistema funciona sin archivos ni
administración y sin que intervenga ningún móvil de ganancia o de trueque. Lo
que domina el comportamiento social no es la propensión al trueque, sino la
reciprocidad. El resultado es, sin embargo, un prodigioso logro «organizativo»
en el terreno económico. Sería muy interesante preguntarse si en el mundo
moderno la organización del mercado, incluso la más avanzada y dotada de la más
exacta contabilidad, sería capaz de realizar tan perfectamente esta tarea en el
caso de que proyectase llevarla a cabo. Muy posiblemente los negociantes se
sentirían abrumados y, no consiguiendo obtener beneficios normales, preferirían
retirarse a tener que enfrentarse con innumerables monopolistas que compran y
venden objetos individuales y tener que someterse a las extravagantes
restricciones asociadas a cada transacción.
La redistribución posee también una historia
larga y variada que llega hasta los tiempos modernos. Tanto del Bergdama, cuando
regresa de su expedición de caza, como de la mujer que viene de recoger las
raíces, frutos u hojas, se espera que ofrezcan la mayor parte de su botín para
beneficio de la comunidad. En la práctica, esto supone que el producto de su
actividad es compartido con las otras personas que viven con ellos. En estos
casos prevalece la idea de reciprocidad: lo que se aporta hoy será recompensado
con lo que se recibe mañana. En ciertas tribus, sin embargo, existe un
intermediario jefe o miembro eminente del grupo que recoge y distribuye los
víveres, especialmente si es necesario almacenarlos. En esto consiste la
redistribución en sentido estricto. Las consecuencias sociales de un método de
distribución semejante pueden, evidentemente, ser de gran alcance, ya que las
sociedades no son todas tan democráticas como las formadas por cazadores
primitivos. Cuando la redistribución es realizada por una familia influyente, un
individuo situado por encima del resto, una aristocracia dirigente o un grupo de
burócratas, la forma que adopta la redistribución de bienes será con frecuencia
un medio utilizado para intentar acrecentar su poder político. En el caso del
potlatch de los Kwakiutl, el jefe consigue honores especiales al exhibir las
pieles que constituyen su riqueza y al distribuirlas; pero, si procede así, es
también para someter a los destinatarios a una obligación, para convertirlos en
sus deudores y, en definitiva, en sus clientes.
Todas las economías de gran escala que reposan
en los productos de la naturaleza han sido gestionadas con la ayuda del
principio de redistribución. El reinado de Hammurabi en Babilonia y, más
concretamente, el Nuevo Imperio egipcio eran despotismos centralizados de tipo
burocrático fundados en una economía de esta clase. El mantenimiento de la
familia patriarcal se reproducía a gran escala, mientras que se reducían sus
modos «comunistas» de distribución, lo que implicaba raciones netamente
diferenciadas. Un gran número de almacenes estaban listos para recibir los
productos del trabajo agrícola, ya fuese éste el pastoreo, la caza, la
fabricación de pan, cerveza, la alfarería, los tejidos o cualquier otro. El
producto era minuciosamente registrado y, a no ser que fuese consumido
inmediatamente, se transfería a almacenes cada vez mayores hasta que llegaba a
la administración central, situada en la Corte del faraón. Había almacenes
diferentes para los tejidos, las obras de arte, los objetos ornamentales, los
productos de belleza, la platería y la guardarropía real. Existían también
enormes graneros, arsenales y bodegas de vino.
La redistribución, sin embargo, a la escala
practicada por los constructores de pirámides no se limitó a las economías que
desconocían la moneda. A decir verdad, todos los reinos arcaicos utilizaban
monedas de metal para el pago de los impuestos y de los salarios, aunque para el
resto recurrían a pagos en especie extraídos de los graneros y almacenes de todo
tipo y distribuían así los bienes de uso y de consumo más variados, en especial
a la parte no productiva de la población, es decir, a los funcionarios, a los
militares y a la clase ociosa. Tal fue el sistema practicado en la Antigua
China, en el Imperio de los Incas, en los Reinos de la India y también en
Babilonia. En estos países, al igual que en otras numerosas civilizaciones,
caracterizadas por un gran éxito económico, una compleja división de trabajo fue
puesta en práctica a través del mecanismo de redistribución.
Este principio vale también para el sistema
feudal. En África, en las sociedades estratificadas en función de las etnias,
han existido en ocasiones capas superiores formadas por pastores instalados
entre los agricultores que utilizaban todavía la azada. Los dones recibidos por
los pastores en esta organización social son sobre todo agrícolas cereales,
cerveza, mientras que los que ellos distribuyen pueden consistir en animales y
en particular corderos o cabras. En este caso existe división de trabajo entre
las diversas capas de la sociedad, aunque por lo general desigual, y la
distribución puede disimular con frecuencia un cierto grado de explotación, pese
a que, al mismo tiempo, la simbiosis es benéfica para el nivel de vida de los
dos grupos sociales, en razón de las ventajas que se derivan de una división
perfeccionada del trabajo. Políticamente estas sociedades viven en régimen de
feudalidad, ya sea el ganado o la tierra el valor privilegiado. Existen
«verdaderos feudos de ganado en África Oriental». Por ello Thurnwald, a quien
seguimos de cerca en la cuestión de la redistribución, ha podido afirmar que la
feudalidad suponía en todas partes la existencia de un sistema de
redistribución. Únicamente en condiciones muy desarrolladas y en circunstancias
excepcionales este sistema se convierte, ante todo, en un sistema político: es
lo que ocurrió en Europa Occidental, en donde el cambio fue provocado por la
necesidad que tenía el vasallo de ser protegido, y en donde los dones se
transformaron en tributos feudales.
Estos ejemplos muestran que la redistribución
tiene también tendencia a englobar el sistema económico propiamente dicho en las
relaciones sociales. A nuestro juicio, en términos generales, el proceso de
redistribución forma parte del régimen político dominante, ya sea éste la tribu,
la ciudad estado, el despotismo, la feudalidad fundada en el ganado o en la
tierra. La producción y la distribución de bienes se organizan en torno a la
recolección, el almacenamiento y la redistribución, mientras que el jefe, el
templo, el déspota o el señor se sitúan en el centro de este modelo. Como las
relaciones del grupo dirigente con los dirigidos difieren en función de la
naturaleza de los fundamentos del poder político, el principio de la
redistribución supone móviles individuales tan variados como el reparto
libremente consentido del animal por los cazadores y el miedo al castigo que
impulsa al fellahin a pagar sus impuestos en especie.
En esta presentación hemos ignorado
deliberadamente la distinción esencial entre sociedad homogénea y sociedad
estratificada, es decir, entre sociedades que están en su conjunto socialmente
unificadas y las que están divididas entre dirigentes y dirigidos. El estatuto
relativo de los esclavos y de los amos puede estar muy distante del de los
miembros libres e iguales de algunas tribus de cazadores y, por consiguiente,
los móviles de las dos sociedades serán completamente diferentes; sin embargo es
muy posible que la organización de su sistema económico esté fundada en los
mismos principios, aunque ello vaya acompañado de rasgos culturales muy
diferentes, resultado de las relaciones humanas tan distintas que se imbrican en
el sistema económico.
El tercer principio, destinado a jugar un gran
papel histórico, y que denominaremos principio de la administración doméstica,
consiste en producir para uso propio. Los griegos lo denominaban oikonomia que
está en el origen de la palabra «economía». La etnografía nos enseña que no hay
que creer que la producción de una persona o de un grupo por cuenta propia y
para sí sea más antigua que la reciprocidad o la redistribución. Al contrario,
tanto la tradición ortodoxa como las teorías más recientes sobre este tema, se
han visto categóricamente refutadas. El salvaje individualista que cultiva y
caza por su propia cuenta o la de su familia no ha existido jamás. La práctica
consistente en proveer las necesidades del propio hogar se convierte, en
realidad, en un rasgo de la vida económica únicamente en los sistemas agrícolas
avanzados; pero incluso en estos casos esta práctica no tiene nada en común ni
con el móvil del lucro ni con la institución de los mercados. Su modelo es el
grupo cerrado. Cualesquiera que sean las entidades tan diferentes que forman la
unidad autárquica familia, aldea o casa señorial el principio es invariablemente
el mismo, a saber, producir y almacenar para satisfacer las necesidades de los
miembros del grupo. Este principio tiene aplicaciones tan amplias como las de la
reciprocidad o la redistribución. La naturaleza del núcleo institucional es
indiferente: puede ser el sexo, como ocurre en la familia patriarcal, el lugar,
en el caso de la aldea, o el poder político, en el caso de la casa señorial,
pero la organización interna del grupo no cuenta. Esta puede ser tan despótica
como la familia romana o tan democrática como la zadruga de los eslavos del sur,
tan amplia como los grandes territorios de los magnates carolingios o tan
reducida como el terruño medio del campesino de Europa Occidental. La necesidad
de comercio o de mercado no se hace sentir tampoco de un modo más fuerte que en
el caso de la reciprocidad o de la redistribución.
Hace más de dos mil años ya Aristóteles
intentó comprender y clasificar estos sistemas. Si echamos una mirada hacia
atrás desde las alturas en rápida decadencia de una economía de mercado que se
extiende al mundo entero, debemos admitir que la famosa distinción que el
filósofo hace, en el capítulo introductorio de su Política, entre la
administración doméstica propiamente dicha y la adquisición del dinero o
crematística, probablemente sea la más profética indicación que se haya dado en
las ciencias sociales; todavía en la actualidad sigue siendo sin duda el mejor
análisis sobre el tema. Aristóteles subraya que la producción de uso, en
oposición a la dirigida al lucro, es la esencia de la administración doméstica
propiamente dicha; sin embargo, sostiene que producir accesoriamente para el
mercado no implica necesariamente suprimir la autarquía de la casa, en la medida
en que esta producción será de todas formas asumida por la granja doméstica con
el fin de subsistir, ya sea bajo la forma de ganado o de granos; la venta de los
excedentes no destruye, pues, necesariamente la base de la administración
doméstica. Sólo un espíritu dotado de un genial buen sentido podía sostener,
como hizo Aristóteles, que el lucro era un móvil específico de la producción
destinada al mercado; que el factor dinero introducía un elemento nuevo en la
situación y que, no obstante, mientras los mercados y el dinero fuesen simples
accesorios para el gobierno de una casa, por otra parte autárquico, el principio
de la producción de uso podría seguir actuando. No existe duda alguna acerca de
que tuvo razón en lo que se refiere a este punto, si bien no supo ver la
importancia de los mercados en una época en la que la economía griega se había
vuelto dependiente del comercio al por mayor y de los capitales en empréstito.
Ese fue el siglo en el que Délos y Rodas se convirtieron en centros de seguros
de los fletes, de préstamos marítimos y de girobanking; en comparación con esta
situación es posible que Europa Occidental, mil años más tarde, ofreciese la
imagen misma del primitivismo. Por su parte, el director del college de Balliol,
Jowett, se equivocaba totalmente cuando creía que su Inglaterra victoriana
comprendía mejor que Aristóteles la naturaleza de la diferencia entre la
administración doméstica y la adquisición del dinero. Disculpaba a Aristóteles
reconociendo que «los objetos de saber que se refieren al hombre se confunden
unos con otros; y, en la época de Aristóteles no se distinguían claramente».
Efectivamente, Aristóteles no ha visto con claridad las implicaciones de la
división del trabajo y sus relaciones con los mercados y el dinero, ni ha
comprendido con precisión cómo se podía utilizar el dinero a modo de crédito o
de capital: hasta aquí las críticas de Jowett son fundadas. Pero es el director
de Balliol y no Aristóteles quien no ha sabido captar las consecuencias humanas
de este acto: ganar dinero. Fue incapaz de comprender que la distinción entre el
principio de uso y el de beneficio estaba en la base de esta civilización
totalmente diferente, de la cual Aristóteles había previsto exactamente las
grandes líneas, dos mil años antes de su emergencia, a partir de la economía
rudimentaria de mercado que conocía, mientras que Jowett, que la tenía ante sus
ojos, no se apercibía de su existencia. Al denunciar el principio de la
producción centrada en el beneficio «como algo no natural al hombre», como sin
bornes y sin límites, Aristóteles ponía de hecho el dedo sobre la llaga: el
divorcio entre un móvil económico aislado y las relaciones sociales a las que
estas limitaciones eran inherentes.
Se puede afirmar, en general, que todos los
sistemas económicos que conocemos, hasta el final del feudalismo en Europa
Occidental, estaban organizados siguiendo los principios de la reciprocidad, de
la redistribución, de la administración doméstica, o de una combinación de los
tres. Estos principios se institucionalizaron gracias a la ayuda de una
organización social que utilizaba los modelos de la simetría, de la centralidad
y de la autarquía entre otros. En este marco, la producción y la distribución
ordenada de bienes estaban aseguradas gracias a la existencia de toda clase de
móviles individuales, disciplinados por los principios generales de
comportamiento. Y, entre estas motivaciones, el beneficio no ocupa el primer
puesto. La costumbre y el derecho, la magia y la religión impulsaban de consuno
al individuo a conformarse a reglas de conducta que, en definitiva, le permitían
funcionar en el sistema económico.
A este respecto el período grecorromano, pese
al enorme desarrollo de su comercio, no ha representado una ruptura. Se
caracterizó por la gran escala a que eran distribuidos los granos por la
administración romana en el seno de una economía fundada, sin embargo, en la
administración doméstica; no fue por lo tanto una excepción a esta regla que
prevaleció hasta finales de la Edad Media, y en virtud de la cual los mercados
no jugaban un papel importante en el sistema económico, ya que predominaban
entonces otros modelos institucionales.
A partir del siglo XVI, los mercados fueron a
la vez numerosos e importantes. Se convirtieron en una de las principales
preocupaciones del Estado en el ámbito mercantil, por lo que no existía el menor
signo que anunciase entonces la ingerencia creciente y dominante de los mercados
sobre la sociedad humana. Más bien, al contrario, la reglamentación y el
ordenancismo eran más estrictos que nunca, por lo que no existía ni tan siquiera
la idea de un mercado autorregulador. Para comprender el paso repentino que tuvo
lugar durante el siglo XIX a un tipo completamente nuevo de economía, es preciso
que hagamos ahora un rodeo por la historia del mercado, institución
prácticamente olvidada hasta ahora en nuestro examen de los sistemas económicos
del pasado.
CAPÍTULO V
LA EVOLUCIÓN DEL MODELO DE MERCADO
El papel dominante que juegan los mercados en
la economía capitalista, así como la importancia fundamental que en dicha
economía se concede al principio del trueque o del intercambio, nos obliga a
realizar una pesquisa minuciosa sobre la naturaleza y el origen de los mercados
que nos ayude a desembarazarnos de las supersticiones económicas del siglo XIX.
El trueque, el pago en especie y el canje
constituyen un principio de comportamiento económico que, para ser eficaz,
depende del modelo de mercado. Un mercado es un lugar de encuentro con fines de
trueque o de compraventa. Si este modelo no existiese, aunque sólo fuese de
forma local, la propensión al trueque dispondría únicamente para poder
realizarse de un terreno insuficiente, de tal forma que no podría dar origen a
los precios. Del mismo modo que la reciprocidad se sustenta en un modelo
simétrico de organización, y que la redistribución se ve facilitada por un
cierto grado de centralización, se puede decir que el principio del trueque
depende, para ser eficaz, del modelo de mercado, de modo semejante a como la
administración doméstica se basa en la autarquía. Ahora bien, si la
reciprocidad, la redistribución o la administración doméstica pueden existir en
una sociedad sin que ello signifique adquirir un papel predominante, también el
principio del trueque puede ocupar un lugar subalterno en una sociedad en la que
priman otros principios. En otros aspectos, no obstante, el principio del
trueque no puede ser comparado estrictamente con los otros principios
mencionados. El modelo del mercado, con el que este principio está asociado, es
mucho más específico que la simetría, la centralidad y la autarquía quienes en
contraste con él, son simples «rasgos» y no generan instituciones dedicadas a
una función única. La simetría no es nada más que un dispositivo sociológico que
no engendra instituciones independientes, sino que simplemente proporciona a las
ya existentes un modelo al que pueden conformarse (que el modelo de una tribu o
de un pueblo sea simétrico o no, no implica ninguna institución distintiva). Por
su parte, la centralidad, pese a que con frecuencia crea instituciones
distintas, no supone ningún móvil por el cual la nueva institución tenga
necesariamente que adquirir determinados rasgos específicos (el jefe de una
aldea o un personaje oficial de importancia pueden, por ejemplo, asegurar
indiferentemente todo tipo de funciones políticas, militares, religiosas o
económicas). La autarquía económica, por último, no es más que un rasgo
accesorio de un grupo cerrado.
El modelo del mercado, en la medida en que
está íntimamente unido a un móvil particular que le es propio el del pago en
especie o el trueque, es capaz de crear una institución específica, más
precisamente, es capaz de crear el mercado. A fin de cuentas ésta es la razón
por la que el control del sistema económico por el mercado tiene irresistibles
efectos en la organización de la sociedad en su conjunto: esto significa
simplemente que la sociedad es gestionada en tanto que auxiliar del mercado. En
lugar de que la economía se vea marcada por las relaciones sociales, son las
relaciones sociales quienes se ven encasilladas en el interior del sistema
económico. La importancia vital del factor económico para la existencia de la
sociedad excluye cualquier otro tipo de relación, pues, una vez que el sistema
económico se organiza en instituciones separadas, fundadas sobre móviles
determinados y dotadas de un estatuto especial, la sociedad se ve obligada a
adoptar una determinada forma que permita funcionar a ese sistema siguiendo sus
propias leyes. Es justamente en este sentido en el que debe ser entendida la
conocida afirmación de que una economía de mercado únicamente puede funcionar en
una sociedad de mercado.
El paso de los mercados aislados a una
economía de mercado, y el de los mercados regulados a un mercado autorregulador,
son realmente de una importancia capital. El siglo XIX que saludó este hecho
como si se hubiese alcanzado la cumbre de la civilización o lo vituperó
considerándolo una excrescencia cancerosa imaginó ingenuamente que esta
evolución era el resultado natural de la expansión de los mercados, sin darse
cuenta de que la transformación de los mercados en un sistema autorregulador,
dotado de un poder inimaginable, no resultaba de una tendencia a proliferar por
parte de los mercados, sino que era más bien el efecto de la administración en
el interior del cuerpo social de estimulantes enormemente artificiales a fin de
responder a una situación creada por el fenómeno no menos artificial del
maquinismo. No se reconoció entonces que el modelo de mercado en cuanto tal era
por naturaleza limitado y poco proclive a extenderse, como se deduce claramente
de las investigaciones modernas sobre este tema.
«No se encuentran mercados en todas partes. Su
ausencia, a la vez que indica un cierto aislamiento y una tendencia de las
sociedades a replegarse sobre sí mismas, no permite concluir que el mercado sea
un producto de la evolución natural». Esta frase neutra tomada de Economics in
Primitive Communities de Thurnwald, resume los resultados más importantes de la
investigación moderna sobre esta cuestión. Otro autor repite a propósito de la
moneda lo mismo que decía Thurnwald de los mercados: «El simple hecho de que una
tribu utilizase moneda la diferenciaba muy poco, desde el punto de vista
económico, de otras tribus situadas al mismo nivel cultural que no la
utilizaban». Podemos intentar extraer de tales afirmaciones algunas de las
consecuencias más llamativas.
La presencia o la ausencia de mercados o
monedas no afecta necesariamente al sistema económico de una sociedad primitiva
he aquí una afirmación que refuta ese mito del siglo XIX, según el cual la
moneda era una invención cuya aparición, al crear mercados, aceleraba la
división del trabajo y favorecía la propensión natural del hombre al trueque, al
pago en especie y al cambio, por lo que transformaba inevitablemente una
sociedad. En realidad, la historia económica ortodoxa se basaba en una
concepción enormemente exagerada de la importancia concedida a los mercados. Un
«cierto aislamiento» o, posiblemente, una «tendencia al repliegue» es el único
rasgo económico que se puede rigurosamente inferir de la ausencia del mercado;
su presencia o su ausencia no ofrecen diferencias en lo que se refiere a la
organización interna de una economía.
Las razones de todo ello son muy simples. Los
mercados son instituciones que funcionan principalmente en el exterior y no en
el interior de una economía. Son lugares de encuentro del comercio a larga
distancia. Los mercados locales propiamente dichos tienen una repercusión
limitada. Además, ni los mercados a larga distancia ni los locales son
verdaderamente concurrenciales de donde se deriva, para ambos casos, la
debilidad de la presión que se ejerce en favor de la creación de un comercio
territorial, de lo que se denomina un mercado interior o nacional. Afirmar esto
significa enfrentarse a una hipótesis que los economistas clásicos han
considerado axiomática; y, sin embargo, estas afirmaciones se deducen de los
hechos tal y como aparecen a la luz de las investigaciones recientes.
La verdad es que la lógica es casi opuesta a
los razonamientos que subyacen a la doctrina clásica. La enseñanza ortodoxa
partía de la propensión del individuo al trueque, de donde se deducía la
necesidad de mercados locales, así como la división del trabajo. De todo ello se
concluía la necesidad del comercio, hasta llegar al comercio exterior del que
forma parte el comercio a larga distancia. Pero si tenemos en cuenta las
investigaciones actuales nos veremos obligados a invertir el orden del
razonamiento: el verdadero punto de partida es el comercio a larga distancia,
resultado de la localización geográfica de los bienes y de la «división del
trabajo» nacida de esta localización. El comercio a larga distancia origina
muchas veces mercados, instituciones que implican trueques y, si se utiliza la
moneda, compras y ventas, dando así ocasión a algunos individuos a poner en
práctica su pretendida propensión a trocar y a comerciar.
El rasgo dominante de esta teoría es que el
comercio encuentra su origen en una esfera exterior que no guarda relación con
la organización interna de la economía: «La aplicación de los principios
observados en la caza, a la obtención de bienes que se encuentran fuera de los
límites del distrito, condujo a determinadas formas de intercambio que,
posteriormente, nosotros tendemos a identificar con el comercio». Para buscar
los orígenes del comercio hay que partir de la obtención de bienes a distancia,
como ocurre con la caza. «Los Dieri de Australia central hacen todos los años,
entre julio y agosto, una expedición hacia el sur para conseguir el ocre rojo
que utilizan para pintarse el cuerpo. (...) Sus vecinos, los Yantruwunta,
organizan parecidas expediciones para ir a buscar en los Flinders Hills, a una
distancia de 800 kilómetros, ocre rojo y también placas de gres destinadas a
triturar, granos de cereales. En ambos casos es preciso, a veces, entablar
combates para obtener estos productos, si los habitantes autóctonos de estas
tierras presentan resistencia a la salida de esos productos». Este tipo de
razzias o de caza del tesoro está evidentemente más próximo del bandidaje y de
la piratería que de lo que nosotros solemos considerar comercio, ya que se trata
de un asunto esencialmente unilateral. En muchas ocasiones, esta práctica no se
convierte en bilateral en suma, no se establece «un cierto tipo de intercambio»
más que tras los chantajes que ejercen por la fuerza los habitantes locales o
mediante dispositivos de reciprocidad como es el caso del circuito kula, de las
giras de visita de los Pangwe de África occidental, o entre los Kpelle, cuyo
jefe monopoliza el comercio exterior haciendo regalos a los invitados que vienen
de afuera. Bien es verdad que, estas visitas utilizando nuestros propios
términos, no los suyos son auténticamente, y no accidentalmente, viajes
comerciales. El intercambio de bienes se practica siempre, sin embargo, bajo la
forma de regalos recíprocos y también a través de las visitas que se hacen unos
a otros. Podemos, pues, concluir que, si bien las comunidades humanas no parecen
haberse abstenido nunca del comercio exterior, este comercio no suponía
necesariamente la existencia de mercados. En sus orígenes, el comercio exterior
está más próximo a la aventura, a la exploración, la caza, la piratería y la
guerra, que al trueque. Este comercio puede, por tanto, no implicar ni la paz ni
la bilateralidad, y, aun en ese caso, se organiza habitualmente en función del
principio de reciprocidad y no en función del trueque.
La transición hacia el trueque pacífico nos
obliga a distinguir dos cosas, el trueque y la paz. Como hemos indicado
anteriormente, es posible que una expedición tribal tenga que plegarse a las
condiciones fijadas por el poder local, quien puede extraer de esta expedición
del exterior algunas contrapartidas. Este tipo de relaciones, aunque no sea por
completo pacífico, puede dar lugar al trueque: la apropiación unilateral se
transforma en traspaso bilateral. La otra vía es la del «comercio silencioso»,
como el que acontece en la sabana africana, en donde el riesgo de combate es
neutralizado gracias a una tregua organizada, y en donde se introduce el
comercio, con toda la discreción deseable, como un elemento de paz y de
confianza.
Todos sabemos que, en un estadio ulterior, los
mercados ocupan una posición predominante en la organización del comercio
exterior. Pero, desde el punto de vista económico, los mercados exteriores son
algo muy distinto de los mercados locales o los mercados interiores. No se
distinguen únicamente por el tamaño, sino que también sus orígenes y funciones
son diferentes. El comercio exterior es un asunto de transporte. Lo que es
determinante es la ausencia de ciertos productos en una región determinada: el
cambio de paños ingleses por vinos portugueses es un ejemplo. El comercio local
se limita a los bienes de la región, que no soportan el transporte por ser
demasiado pesados, voluminosos o perecederos. Así, el comercio exterior y el
comercio local dependen ambos de la distancia geográfica: el primero reservado
únicamente a los bienes que pueden soportarla y el segundo a los que no pueden.
En este sentido se puede decir que estos tipos de comercio son complementarios.
Los intercambios locales entre la ciudad y el campo, el comercio exterior entre
dos zonas climáticas diferentes, se fundan en este principio. Este tipo de
comercio no tiene por qué implicar la concurrencia, y si esta última amenazase
con desorganizarlo no existe ninguna contradicción en eliminarla. Al contrario
del comercio exterior y del comercio local, el comercio interior es
esencialmente concurrencial: excluidos los intercambios complementarios, implica
un gran número de intercambios, en los cuales se ofrecen bienes semejantes y de
orígenes diversos que entran en concurrencia entre sí. Por consiguiente,
únicamente con la aparición del comercio nacional o internacional la competencia
tiende a ser reconocida como un principio general del comercio.
Estos tres tipos de comercio no difieren tan
solo por su función económica, se distinguen también por su origen. Hemos
hablado de los inicios del comercio exterior. Los mercados nacieron lógicamente
allí donde los transportes debían de detenerse vados, puertos de mar, ríos, o
allí donde se encontraban los trayectos de dos expediciones por vía terrestre.
Los «puertos» nacieron en los lugares de trasbordo de Europa es todavía un
ejemplo de creación de un tipo determinado de mercado para el comercio a larga
distancia; otro ejemplo es el de paños en Inglaterra. Pero mientras que las
ferias y mercados de paños desaparecieron de una vez con una celeridad que debe
desconcertar al evolucionista dogmático, el portus estaba destinado a jugar un
enorme papel en la creación de las ciudades en Europa occidental. Y, sin
embargo, incluso cuando se fundaban ciudades en los lugares de mercados
exteriores, los mercados locales permanecían con frecuencia, distinguiéndose no
solamente por su función, sino también por su organización. Ni el puerto, ni la
feria, ni la venta de paños generó mercados interiores o nacionales. ¿Dónde
debemos pues buscar su origen? Puede parecer natural que, existiendo los
trueques individuales, éstos con el tiempo hubiesen conducido a la formación de
mercados locales que, una vez en funcionamiento, conducirían casi por desarrollo
natural a la creación de mercados interiores o nacionales.
Ninguna de estas dos suposiciones, sin
embargo, está fundada. Por regla general, se ha comprobado que los trueques o
cambios individuales no conducen a la creación de mercados en las sociedades en
las que predominan otros principios de comportamiento económico. Actos de este
tipo son corrientes en casi todas las variantes de las sociedades primitivas,
pero se los considera como secundarios, pues no proporcionan aquello que es
necesario para vivir. En los vastos sistemas antiguos de distribución, actos de
trueque y mercados locales no tenían por lo general más que un papel subalterno.
Esto es válido también allí donde regía la reciprocidad: en este caso los
trueques quedan habitualmente enmarcados en relaciones a largo plazo que suponen
la confianza, situación que tiende a hacer olvidar el carácter bilateral de la
transacción. Los factores limitativos provienen de todos los puntos del
horizonte sociológico: costumbre y ley, religión y magia contribuyen también al
resultado, que consiste en limitar los cambios relativos a las personas y a los
objetos, el momento y la ocasión. Comúnmente quien realiza el trueque entra
simplemente en un tipo específico de transacción en el que los objetos y el
equivalente de su valor constituyen un punto de partida. Utu, en la lengua de
los Tikopia 4, designa este equivalente tradicional en tanto que parte de un
cambio recíproco. Lo que, en el pensamiento del siglo XVIII parecía ser el rasgo
esencial del cambio el elemento voluntarista de la negociación, y el regateo que
traducía también el supuesto móvil del trueque, únicamente desempeña un pequeño
papel en la transacción real. Suponiendo que este móvil esté en el origen del
procedimiento, raramente se pone de manifiesto.
El procedimiento habitual es más bien el de
dar libre curso a la motivación opuesta. El donante puede simplemente dejar caer
el objeto sobre el suelo y el receptor hacer como si lo recogiese por azar, es
decir, dejar a uno de sus acólitos el cuidado de hacerlo en su lugar. Nada sería
más contrario al comportamiento socialmente aceptado que examinar lo que se
acaba de recibir a modo de contrapartida. Podemos sospechar con toda
verosimilitud que esta actitud refinada no responde a una auténtica falta de
interés por el aspecto material de la transacción, por lo que cabría pensar que,
en realidad, el ceremonial del trueque responde a un fenómeno de neutralización
destinado a limitar la amplitud de las transacciones A decir verdad, y si
tenemos en cuenta los datos disponibles, sería temerario afirmar que los
mercados locales nunca se desarrollaron a partir de trueques individuales. Por
muy oscuros que sean sus inicios se puede sin embargo afirmar que, desde el
comienzo, esta institución ha estado acompañada de unas determinadas garantías
destinadas a proteger la organización económica dominante de la sociedad contra
la ingerencia de las prácticas del mercado. La paz del mercado quedaba asegurada
a costa de rituales y ceremonias que restringían su radio de acción, a la vez
que garantizaban su capacidad de funcionar en los estrechos límites que le eran
asignados. El resultado más importante de los mercados el nacimiento de las
ciudades y de la civilización urbana fue, en realidad la consecuencia de una
paradójica evolución, pues las ciudades, vástagos de los mercados, fueron no
solamente su parapeto protector sino también el instrumento que les impedía
extenderse al campo y ganar así terreno en la organización económica dominante
de la sociedad. Posiblemente son los dos sentidos del verbo «contener» lo que
expresa mejor esta doble función de las ciudades en relación a los mercados, la
de protegerlos y la de impedir su extensión.
La disciplina del mercado era aún más estricta
que la del trueque, rodeado a su vez de tabúes destinados a impedir que este
tipo de relaciones humanas usurpase las funciones de la organización económica
propiamente dicha. Veamos un ejemplo tomado del país Chaga: «Hay que ir
regularmente al mercado los días de mercado. Si cualquier suceso impide que el
mercado se celebre en un día determinado o en más, los negocios no podrán
reiniciarse hasta que el lugar en el que se celebra el mercado no haya sido
purificado (...). Cada afrenta que acontezca en el mercado y lleve consigo
efusión de sangre precisará una expiación inmediata. A partir de ese momento
ninguna mujer podrá abandonar el mercado, ni tocar a ninguna de las mercancías,
que deberán ser lavadas antes de llevarlas y de utilizarlas para alimentarse.
Como mínimo, una cabra deberá ser sacrificada inmediatamente. Una expiación más
costosa y más importante sería necesaria si una mujer pariese o abortase en el
mercado. En este caso, sería preciso el sacrificio de un animal que dé leche.
Además de esto, habría que purificar la granja del jefe con la sangre
sacrificial de una vaca lechera. Todas las mujeres del país, distrito por
distrito, debían de ser asperjadas». Parece claro que reglas de este tipo no
facilitaban la extensión de los mercados.
Resulta sorprendente comprobar que el mercado
local típico, en el que las mujeres de su casa se procuran lo que necesitan a
diario y donde los productores de granos y de legumbres, así como los artesanos
locales, ofrecen sus artículos a la venta, no varía cualesquiera sean la época y
el lugar. No es solamente en las sociedades primitivas donde las aglomeraciones
de este tipo se han generalizado, sino que subsistieron casi sin cambios hasta
la mitad del siglo XVIII en los países más avanzados de Europa occidental.
Constituyen una característica de la vida local y difieren muy poco unas de
otras: en poco se diferencian los mercados que responden a la vida tribal de
África central, los de una cité de la Francia merovingia o el de un pueblo
escocés de la época de Adam Smith. Lo que es verdad para los pueblos lo es
también para la ciudad. Los mercados locales son esencialmente mercados de
vecindad y, por mucha importancia que tengan para la vida de la comunidad, nada
indica, en todo caso, que el sistema económico dominante se modele a partir de
ellos. Estos mercados no han constituido el punto de partida del mercado
interior o nacional.
De hecho, el comercio interior ha sido creado
en Europa occidental por la intervención del Estado. Hasta la época de la
Revolución comercial, lo que podría parecernos comercio nacional no era sino
municipal. La Hansa no pertenecía a los comerciantes alemanes; era una
corporación de oligarcas del comercio que poseían puertos de enganche en una
serie de ciudades del Mar del Norte y del Báltico. Lejos de «nacionalizar» la
vida económica alemana, la Hansa separó deliberadamente al país del comercio. El
comercio de Amberes o de Hamburgo, de Venecia o de Lyon no era de ningún modo
holandés, alemán, italiano o francés. Londres tampoco constituía una excepción:
su comercio era tan poco «inglés» como Lübeck «alemán». Un mapa comercial de la
Europa de esta época, para ser exacto, únicamente tendría que mostrar ciudades y
dejar el campo en blanco, pues éste, en lo que concierne al comercio organizado,
era prácticamente como si no existiese. Las pretendidas naciones eran
simplemente unidades políticas y aún así muy laxas formadas desde el punto de
vista económico por innumerables familias autosuficientes de todos los tamaños y
por modestos mercados locales situados en las aldeas. El comercio se limitaba a
las comunas organizadas que lo aseguraban, bien de un modo local, bajo la forma
del comercio de vecindad, bien bajo la forma del comercio a larga distancia. Los
dos tipos de comercio estaban estrictamente separados y ninguno de ellos tenía
la posibilidad de penetrar en las zonas rurales.
Para el evolucionista, que piensa que las
cosas siempre se engendran con gran facilidad unas a otras, puede resultar
escandaloso que el comercio local y el comercio a larga distancia estén tan
definitivamente separados. Y, sin embargo, este hecho específico proporciona la
clave de la historia social de la vida urbana en Europa occidental y tiende a
apuntalar fuertemente lo que hemos dicho acerca del origen de los mercados,
deducido de las condiciones reinantes en las economías primitivas. Quizás la
división neta que hemos trazado entre el comercio local y el comercio a larga
distancia pueda parecer demasiado rígida, en particular en la medida en que nos
ha conducido a esta conclusión un tanto sorprendente: a saber, que ni el
comercio a larga distancia ni el comercio local habían engendrado el comercio
interior de los tiempos modernos. Esto no nos dejaba aparentemente otra opción,
para conseguir una explicación, que buscarla en el deus ex machina de la
intervención estatal. Vamos a comprobar que, también en este caso, las
investigaciones recientes apoyan nuestras conclusiones. Pero antes de pasar a
ello, tracemos someramente la historia de la civilización urbana en la forma que
adopta debido al peculiar desnivel existente entre comercio local y el comercio
a larga distancia en los límites de la ciudad medieval.
Esta discrepancia estuvo en realidad en el
centro de la institución de las ciudades medievales La ciudad era una
organización de burgueses. Únicamente ellos tenían derecho de ciudadanía y el
sistema reposaba en la distinción entre burgueses y no burgueses, y, por
supuesto, ni los campesinos ni los comerciantes de otras ciudades eran
burgueses. Pero mientras que la influencia militar y política de la ciudad
permitía mantener a raya a los campesinos de los contornos, esta autoridad no
podía ejercerse contra los comerciantes extranjeros. Los burgueses se
encontraban por tanto en una posición muy diferente, según se tratase del
comercio local o del comercio a larga distancia.
La reglamentación de los productos
alimenticios implicaba la aplicación de métodos tales como la publicidad
obligatoria de las transacciones y la exclusión de intermediarios, métodos que
servían para controlar el comercio y para evitar la subida de los precios. Esta
reglamentación, sin embargo, era únicamente eficaz para el comercio establecido
entre la ciudad y sus comarcas inmediatas. En cuanto al comercio a larga
distancia, la situación era completamente diferente. Las especias, salazones y
vinos tenían que ser transportados desde enormes distancias, lo que implicaba la
intervención del comerciante extranjero y la aceptación de sus métodos, propios
del comercio capitalista al por mayor. Este tipo de comercio quedaba fuera de la
reglamentación local y lo máximo que se podía hacer era excluirlo, en la medida
de lo posible, del mercado local. La prohibición absoluta de comerciar al
detalle que se imponía a los comerciantes extranjeros pretendía justamente
lograr este fin. Cuanto mayor era el volumen del comercio al por mayor del
capitalista, más estricta se hacía la imposición de su exclusión de los mercados
locales en donde habría podido figurar como importador.
Para los artículos industriales, la separación
entre comercio local y comercio a larga distancia era aún mayor, pues, en esta
clase de comercio, toda la organización de la producción destinada a la
exportación estaba comprometida. Esto está en relación con la naturaleza misma
de las corporaciones de oficios, en cuyo marco está organizada la producción
industrial. En el mercado local la producción estaba reglamentada en función de
las necesidades de los productores: se limitaba a la remuneración. Este
principio no se aplicaba por supuesto a las exportaciones: en este caso, los
intereses de los productores no fijaban límite alguno a la producción. De aquí
se seguía que, si el comercio local estaba estrictamente reglamentado, la
producción destinada a la exportación no dependía más que formalmente de las
corporaciones. La industria exportadora dominante en la época el comercio de
tejidos estaba de hecho organizada sobre la base capitalista del trabajo
asalariado.
La reacción de la vida urbana ante un capital
móvil que amenazaba con desintegrar las instituciones de la ciudad consistió
fundamentalmente en separar de forma cada vez más estricta el comercio local y
el comercio de exportación. Para evitar el peligro del capital móvil la ciudad
medieval prototípica no intentó colmar el desnivel que separaba a un mercado
local, controlable en sus aspectos aleatorios, de un comercio a larga distancia
que resultaba incontrolable. Por el contrario, presentó cara directamente al
peligro aplicando, con el más extremo rigor, esta política de exclusión y de
protección que constituía su razón de ser.
Esto significaba en la práctica que las
ciudades suprimían todos los obstáculos posibles para la formación de este
mercado nacional o interior que reclamaba el capitalista mayorista. A partir de
entonces el principio de un comercio local no concurrencial y de un comercio a
larga distancia, asimismo no concurrencial y realizado de ciudad en ciudad, era
mantenido y, de este modo, los burgueses impedían por todos los medios a su
disposición la absorción de las zonas rurales en el espacio del comercio, así
como la instauración de la libertad de comercio entre las ciudades del país. Fue
esta evolución la que impulsó al Estado territorial a adoptar un protagonismo
como instrumento de la «nacionalización» del mercado y como creador del comercio
interior.
En los siglos XV y XVI la acción deliberada
del Estado impuso el sistema mercantil al proteccionismo más encarnizado de
ciudades y principados. El mercantilismo destruyó el particularismo superado del
comercio local e intermunicipal haciendo saltar las barreras que separaban estos
dos tipos de comercio no concurrencial, dejando así el campo libre a un mercado
nacional que ignoraba cada vez más la distinción entre la ciudad y el campo, así
como la distinción entre las diversas ciudades y provincias.
El sistema mercantilista era de hecho una
respuesta a numerosos desafíos. Desde el punto de vista político, el Estado
centralizado era una creación nueva, nacida de esa revolución comercial que
había desplazado desde el Mediterráneo a las costas del Atlántico el centro de
gravedad del mundo Occidental, forzando así a los pueblos atrasados de los
grandes países agrícolas a organizarse para el comercio. En política exterior,
la necesidad del momento exigía la creación de una potencia soberana; la
política mercantilista suponía, por tanto, que los recursos de todo el
territorio nacional fuesen puestos al servicio de objetivos de poder con miras
al exterior. En política interior, la unificación de los países, troceados por
el particularismo feudal y municipal, constituía el subproducto necesario de una
empresa semejante. Desde el punto de vista económico, el instrumento de
unificación fue el capital, es decir, los recursos privados disponibles bajo la
forma de dinero atesorado y, por tanto, recursos particularmente apropiados para
el desarrollo del comercio. En fin, el paso del sistema municipal tradicional al
territorio más vasto del Estado proporcionó las técnicas administrativas sobre
las que reposaba la política económica del gobierno central. En Francia, donde
las corporaciones de oficios tendían a convertirse en órganos de Estado, el
sistema de las corporaciones se generalizó por todo el país. En Inglaterra,
donde la decadencia de las ciudades fortificadas había debilitado mortalmente
este sistema, se industrializó el campo sin el control de las guildas mientras
que, en los dos países, oficios y comercio se extendieron por todo el territorio
de la nación y se convirtieron en la forma dominante de la actividad económica.
Precisamente en esta situación residen los orígenes de la política comercial
interior del mercantilismo.
El recurso a la intervención del Estado había
liberado, como hemos señalado, al comercio de los límites que le imponían la
ciudad y sus privilegios; se puso así fin a dos peligros estrechamente
imbricados que la ciudad había afrontado con éxito: el monopolio y la
concurrencia. La posibilidad de que la concurrencia derivase en monopolio era un
hecho del que se era bien consciente en la época; al mismo tiempo, el monopolio
era entonces más temido que lo fue posteriormente, pues afectaba con frecuencia
a las necesidades de la vida y se transformaba por tanto fácilmente en un
peligro para la comunidad. El remedio administrado fue la reglamentación total
de la vida económica, pero esta vez a escala nacional y no simplemente a nivel
municipal. Lo que para nuestra mentalidad podría pasar fácilmente por ser una
exclusión a corto plazo de la concurrencia, era en realidad el medio de
garantizar el funcionamiento de los mercados en las condiciones dadas, ya que
toda intrusión de compradores o de vendedores esporádicos en el mercado estaba
avocada a destruir su equilibrio y a contrariar a los compradores y vendedores
habituales, por lo que se produciría como resultado un colapso funcional. Los
antiguos proveedores ya no ofrecían sus mercancías, pues no podían estar seguros
de que éstas les reportarían una ganancia justa y el mercado, abandonado, sin
suficientes provisiones, pasaba a convertirse en presa fácil del monopolista. En
un menor grado los mismos peligros existían también respecto a la demanda, ya
que una caída rápida de la misma podía suscitar la formación de un monopolio.
Cada vez que el Estado adoptaba medidas para desembarazar al mercado de
restricciones particularistas, de concesiones y de prohibiciones, ponía en
peligro el sistema organizado de producción y de distribución, amenazado desde
entonces por la concurrencia no reglamentada y por la irrupción del comerciante
fraudulento que «saqueaba» el mercado sin ofrecer a cambio ninguna garantía de
permanencia. Se explica así que los nuevos mercados nacionales fuesen,
inevitablemente, concurrenciales únicamente hasta un cierto punto, pues lo que
prevaleció fue el elemento tradicional de la reglamentación y no el elemento
nuevo de la concurrencia El hogar autárquico del campesino que trabajaba para su
subsistencia siguió constituyendo la amplia base del sistema económico, en vías
de integrarse en grandes unidades nacionales gracias a la formación del mercado
interior. Este mercado nacional se instauraba a partir de entonces,
confundiéndose en parte con el mercado interior y situándose al lado de los
mercados locales y extranjeros. A la agricultura se había venido a añadir ahora
el comercio interior sistema de mercado relativamente aislado que era por
completo compatible con el principio de la economía doméstica que dominaba
entonces en las zonas rurales. Concluimos así nuestro cuadro sinóptico de la
historia del mercado hasta la época de la Revolución industrial. La etapa
siguiente de la historia de la humanidad vivió, como todos sabemos, una
tentativa para establecer un único gran mercado autorregulador. Nada en el
mercantilismo, sin embargo, presagiaba, a partir de su política particular de
Estado nación occidental, ese desarrollo único en su género. La «liberación» del
comercio que se debe al mercantilismo desgajó simplemente el comercio del
localismo, pero al mismo tiempo extendió el campo de la reglamentación. El
sistema económico estaba entonces sumergido en las relaciones sociales
generales. Los mercados no eran más que una dimensión accesoria de un marco
institucional que la autoridad social controlaba y reglamentaba más que nunca.
CAPÍTULO
VI
EL MERCADO AUTORREGULADOR Y LAS MERCANCÍAS
FICTICIAS: TRABAJO, TIERRA Y DINERO
La rápida aproximación que acabamos de
realizar al sistema económico y a los mercados considerados separadamente,
muestra que, hasta nuestra época contemporánea, los mercados han sido únicamente
elementos secundarios de la vida económica. En términos generales, se puede
afirmar que el sistema económico estaba integrado en el sistema social, por lo
que, cualquiera que fuese el principio de funcionamiento de la economía, éste no
resultaba incompatible con la presencia del modelo del mercado. El principio del
trueque o del intercambio, subyacente al modelo de mercado, no mostraba ninguna
tendencia a crecer en detrimento del resto. Allí donde los mercados se
desarrollaron con la máxima fuerza, como ocurrió en el sistema mercantil,
prosperaron bajo la dirección de una administración centralizada que,
correlativamente, favorecía la autarquía en los hogares campesinos y en la vida
nacional. En realidad, reglamentación y mercados se desarrollaron juntos. El
mercado autorregulador era algo desconocido: la aparición de la idea de
autorregulación representa, sin duda alguna, una inversión radical de la
tendencia que era entonces la del desarrollo. Únicamente a la luz de estos
hechos se pueden comprender realmente las hipótesis extraordinarias sobre las
que reposa una economía de mercado.
Una economía de mercado es un sistema
económico regido, regulado y orientado únicamente por los mercados. La tarea de
asegurar el orden en la producción y la distribución de bienes es confiada a ese
mecanismo autorregulador. Lo que se espera es que los seres humanos se comporten
de modo que pretendan ganar el máximo dinero posible: tal es el origen de una
economía de este tipo. Dicha economía implica la existencia de mercados en los
que la oferta de bienes disponibles (comprendidos los servicios) a un precio
determinado será equivalente a una demanda de igual precio; supone la presencia
del dinero que funciona como poder adquisitivo en las manos de quien lo posee.
La producción se regirá, pues, por los precios, ya que de los precios dependen
los beneficios de quienes orientan la producción; y también la distribución de
bienes dependerá de los precios, pues los precios conforman los ingresos, y
gracias a ellos los bienes producidos son distribuidos entre los miembros de la
sociedad. Si se admiten estas hipótesis, tanto la producción como la
distribución de los bienes quedan aseguradas únicamente por los precios.
La autorregulación implica que toda la
producción está destinada a la venta en el mercado y que todos los ingresos
provienen de ella. Existen, en consecuencia, mercados para todos los elementos
de la industria, no sólo para los bienes (entre los que figuran siempre los
servicios), sino también para el trabajo, la tierra y el dinero cuyos precios
son denominados respectivamente precios de mercancías, salario, renta
territorial o «renta», e interés. Estos mismos términos indican que los precios
forman los ingresos: el interés es el precio de la utilización del dinero y
constituye los ingresos de quienes están en posición de ofrecerlo; el arriendo
es el precio de la utilización de la tierra y constituye los ingresos de quienes
la arriendan; el salario es el precio de la utilización de la fuerza de trabajo
y constituye los ingresos de quienes la venden; en fin, los precios de las
mercancías o de los productos hacen posibles los ingresos de quienes los venden,
siendo el beneficio en realidad la renta resultante de dos conjuntos de precios:
el de los bienes producidos y, por otra parte, su coste, es decir el precio de
los bienes necesarios para su producción. Si se cumplen estas condiciones, todos
los ingresos provienen de las ventas realizadas en el mercado y son suficientes
para comprar todos los bienes producidos.
Existe otro grupo de condiciones que
conciernen al Estado y a su política. No se debe permitir nada que obstaculice
la formación de los mercados, y no hay que permitir que los ingresos se formen
más que a través de la venta. Asimismo, el ajuste de los precios a los cambios
de la situación del mercado no debe ser objeto de ninguna intervención, trátese
de precios relativos a bienes, trabajo, tierra o dinero. Conviene, pues, no
solamente que existan mercados para todos los elementos de la industria, sino
también que no se arbitre ninguna medida o política que pueda influir en el
funcionamiento del mercado. No se pueden fijar o reglamentar los precios, ni
tampoco la oferta ni la demanda. Únicamente interesan las políticas y las
medidas que contribuyan a asegurar la autorregulación del mercado, a crear las
condiciones que hagan del mercado el único poder organizador en materia
económica.
Para captar plenamente todo lo que esto
significa, volvamos por un momento al sistema mercantil que tanto ha favorecido
el desarrollo de los mercados nacionales. En el sistema feudal y en el de las
corporaciones la tierra y el trabajo estaban en función de la organización
social (el dinero aún no se había convertido en un factor fundamental de la
industria). La tierra, elemento cardinal del orden feudal, era la base del
sistema militar, judicial, administrativo y político; su estatuto y su función
estaban determinados mediante normas jurídicas, usos y costumbres.
La cuestión de saber si su posesión era o no
transferible y en caso de que lo fuese a quién y con qué restricciones, qué
implicaban los derechos de propiedad, cómo había que usar determinados tipos de
tierra, todas estas cuestiones estaban al margen de la organización de la compra
y de la venta y estaban sometidas a un conjunto totalmente diferente de
reglamentaciones institucionales.
Lo mismo ocurría con la organización del
trabajo. En el sistema de las corporaciones, como en todos los otros sistemas
económicos que lo precedieron históricamente, los móviles y las condiciones de
las actividades productoras formaban parte de la organización general de la
sociedad. Las relaciones entre maestros, oficiales y aprendices, las condiciones
de trabajo, el número de aprendices, los salarios de los obreros, todo esto
estaba reglamentado por la costumbre y por la autoridad de la corporación y de
la ciudad. El sistema mercantil no hizo más que unificar esas reglas, mediante
la ley, como ocurrió en Inglaterra, o mediante la «nacionalización» de los
gremios, como sucedió en Francia. En cuanto a la tierra, su estatuto feudal
únicamente fue abolido en la medida en que estaba ligado a privilegios
municipales. Por lo demás, tanto en Inglaterra como en Francia, se mantuvo extra
commercium. Hasta 1789 la propiedad de la tierra permaneció siendo en Francia la
fuente de privilegios sociales. En Inglaterra, incluso más tarde, el derecho de
costumbre relativo a la tierra continuó siendo esencialmente el de la Edad
Media. El mercantilismo, a pesar de su tendencia a la comercialización, no
cuestionó jamás las garantías que protegían al trabajo y a la tierra, esos dos
elementos fundamentales de la producción, e impidió que se convirtiesen en
artículos de comercio. En Inglaterra, la «nacionalización» de la legislación del
trabajo realizada por el Estatuto de los artesanos (1563) y por la Ley de pobres
(1601) colocó al trabajo fuera de la zona peligrosa. De hecho la política de los
Tudor contra las enclosures, así como la de los Estuardo, supuso una protesta
constante contra el principio de la utilización lucrativa de la propiedad de la
tierra.
El mercantilismo, por muy enérgicamente que
haya reivindicado la comercialización como política nacional, concibió los
mercados de forma exactamente contraria al espíritu de la economía de mercado.
La gran extensión de la intervención del Estado en la industria, que entonces
tuvo lugar, lo pone en evidencia. Sobre este punto no existía ninguna diferencia
entre mercantilistas y feudales, entre planificadores coronados e intereses
establecidos, entre burócratas centralizadores y particularistas conservadores.
El único desacuerdo que existía entre ellos se circunscribía a los métodos de
reglamentación: gremios, ciudades y provincias invocaban la costumbre y el uso,
mientras que la nueva autoridad estatal prefería las leyes y los decretos. Todos
eran igualmente hostiles, sin embargo, a la idea de comercializar el trabajo y
la tierra, hostiles pues a la condición necesaria para que surgiese la economía
de mercado. Corporaciones de oficios y privilegios feudales fueron abolidos en
Francia en 1790, en Inglaterra no se abolió hasta 1813-14 el Estatuto de los
artesanos y hubo que esperar hasta 1834 para la abrogación de la Ley de pobres.
En estos dos países hubo que esperar al último decenio del siglo XVIII para
poder debatir la creación de un mercado de trabajo libre. En cuanto a la idea de
una autorregulación de la vida económica ésta superaba con mucho el horizonte de
la época. El mercantilismo quería desarrollar los recursos del país y conseguir
a la vez el pleno empleo, sirviéndose de los oficios y del comercio. Desde su
perspectiva, la organización tradicional de la tierra y del trabajo eran algo
dado. En este sentido, estaba tan alejado de las ideas modernas como lo estaba
su soporte político, es decir su creencia en el poder absoluto de un déspota
ilustrado, en nada modulada por concepciones democráticas. Y, del mismo modo que
el paso a un sistema democrático y representativo suponía un cambio radical y
total de la tendencia de la época, también la sustitución del mercado regulado
por mercados autorregulados, constituyó, a finales del siglo XVIII, una
transformación completa de la estructura de la sociedad.
Un mercado autorregulador exige nada menos que
la división institucional de la sociedad en una esfera económica y en una esfera
política. Esta dicotomía no es de hecho más que la simple reafirmación, desde el
punto de vista de la sociedad en su conjunto, de la existencia de un mercado
autorregulador. Podríamos fácilmente suponer que esta separación en dos esferas
existió en todas las épocas y en todos los tipos de sociedad. Una afirmación
semejante, sin embargo, sería falsa. Es cierto que ninguna sociedad puede
existir sin que exista un sistema, de la clase que sea, que asegure el orden en
la producción y en la distribución de bienes, pero esto no implica la existencia
de instituciones económicas separadas, ya que, normalmente, el orden económico
es simplemente una función al servicio del orden social en el que está
operativamente integrado. Como hemos mostrado, no ha existido ni en el sistema
tribal ni en la feudalidad o en el mercantilismo un sistema económico separado
de la sociedad. La sociedad del siglo XIX, en la que la actividad económica
estaba aislada y funcionaba por móviles económicos muy diferentes, constituyó de
hecho una innovación singular. Este modelo institucional únicamente podía
funcionar sometiendo de alguna manera a la sociedad a sus exigencias, pues una
economía de mercado no puede existir más que en una sociedad de mercado. A
partir de consideraciones generales hemos llegado a esta conclusión
desarrollando nuestro análisis sobre el modelo del mercado. Por el momento no
podemos precisar más nuestras tesis. Una economía de mercado supone todos los
elementos de la industria —trabajo, tierra y dinero— aglutinados. En una
economía de mercado el dinero constituye también un elemento esencial de la vida
industrial y su inclusión en el mecanismo del mercado tiene, como veremos,
consecuencias institucionales de gran alcance. El trabajo no es, sin embargo, ni
más ni menos que los propios seres humanos que forman la sociedad; y la tierra
no es más que el medio natural en el que cada sociedad existe. Incluir al
trabajo y a la tierra entre los mecanismos del mercado supone subordinar a las
leyes del mercado la sustancia misma de la sociedad.
A partir de aquí ya podemos enfrentarnos de
una forma más concreta a la naturaleza institucional de la economía de mercado y
a los peligros que dicha economía conlleva para la sociedad. Describiremos, en
primer lugar, los métodos que permiten al dispositivo del mercado controlar y
orientar en la realidad los elementos de la vida industrial. En segundo lugar,
trataremos de calibrar la envergadura de los efectos que un tal mecanismo supone
para la sociedad sometida a su acción.
El concepto de mercancía constituye el
mecanismo del mercado que permite articular los diferentes elementos de la vida
industrial. Las mercancías son definidas aquí empíricamente, como objetos
producidos para la venta en el mercado; y los mercados son también empíricamente
definidos como contactos efectivos entre compradores y vendedores. Por
consiguiente, cada elemento de la industria es considerado como algo que ha sido
producido para la venta, pues entonces y sólo entonces será sometido al
mecanismo de la oferta y de la demanda en interacción con los precios. Esto
significa en la práctica que deben de existir mercados para todos los elementos
de la industria, y que, en esos mercados, cada uno de esos elementos se organiza
en un grupo de oferta y en un grupo de demanda, y que cada elemento tiene un
precio que actúa recíprocamente sobre la oferta y la demanda. Esos mercados son
muy numerosos y están en comunicación recíproca formando un gran mercado único.
El punto fundamental es el siguiente: trabajo,
tierra y dinero son componentes esenciales de la industria; dichos componentes
deben de estar también organizados en mercados; estos mercados forman en
realidad una parte absolutamente fundamental del sistema económico. Es evidente,
no obstante, que trabajo, tierra y dinero no son mercancías, en el sentido de
que, en lo que a estos tres elementos se refiere, el postulado según el cual
todo lo que se compra y se vende debe de haber sido producido para la venta, es
manifiestamente falso. En otros términos, si nos atenemos a la definición
empírica de la mercancía, se puede decir que trabajo, tierra y dinero no son
mercancías. El trabajo no es más que la actividad económica que acompaña a la
propia vida la cual, por su parte, no ha sido producida en función de la venta,
sino por razones totalmente distintas, y esta actividad tampoco puede ser
desgajada del resto de la vida, ni puede ser almacenada o puesta en circulación.
La tierra por su parte es, bajo otra denominación, la misma naturaleza que no es
producida por el hombre; en fin, el dinero real es simplemente un signo del
poder adquisitivo que, en líneas generales, no es en absoluto un producto sino
una creación del mecanismo de la banca o de las finanzas del Estado. Ninguno de
estos tres elementos trabajo, tierra y dinero han sido producidos para la venta,
por lo que es totalmente ficticio describirlos como mercancías.
Esta ficción, sin embargo, permite organizar
en la realidad los mercados de trabajo, de tierra y de capital. Estos son de
hecho comprados y vendidos en el mercado, y su oferta y demanda poseen
magnitudes reales hasta el punto de que, cualquier medida, cualquier política
que impidiese la formación de estos mercados, pondría ipso facto en peligro la
autorregulación del sistema. La ficción de la mercancía proporciona por
consiguiente un principio de organización de importancia vital que concierne al
conjunto de la sociedad y que afecta a casi todas sus instituciones del modo más
diverso. Este principio obliga a prohibir cualquier disposición o comportamiento
que pueda obstaculizar el funcionamiento efectivo del mecanismo del mercado,
construido sobre la ficción de la mercancía.
En lo que concierne al trabajo, la tierra y el
dinero el mencionado postulado carece de fundamento. Permitir que el mecanismo
del mercado dirija por su propia cuenta y decida la suerte de los seres humanos
y de su medio natural, e incluso que de hecho decida acerca del nivel y de la
utilización del poder adquisitivo, conduce necesariamente a la destrucción de la
sociedad. Y esto es así porque la pretendida mercancía denominada «fuerza de
trabajo» no puede ser zarandeada, utilizada sin ton ni son, o incluso ser
inutilizada, sin que se vean inevitablemente afectados los individuos humanos
portadores de esta mercancía peculiar. Al disponer de la fuerza de trabajo de un
hombre, el sistema pretende disponer de la entidad física, psicológica y moral
«humana» que está ligada a esta fuerza. Desprovistos de la protectora cobertura
de las instituciones culturales, los seres humanos perecerían, al ser
abandonados en la sociedad: morirían convirtiéndose en víctimas de una
desorganización social aguda, serían eliminados por el vicio, la perversión, el
crimen y la inanición. La naturaleza se vería reducida a sus elementos, el
entorno natural y los paisajes serían saqueados, los ríos polucionados, la
seguridad militar comprometida, el poder de producir alimentos y materias primas
destruido. Y, para terminar, la administración del poder adquisitivo por el
mercado sometería a las empresas comerciales a liquidaciones periódicas, pues la
alternancia de la penuria y de la superabundancia de dinero se mostraría tan
desastrosa para el comercio como lo fueron las inundaciones y los períodos de
sequía para la sociedad primitiva. Los mercados de trabajo, de tierra y de
dinero, son sin ninguna duda esenciales para la economía de mercado. No
obstante, ninguna sociedad podría soportar, incluso por un breve lapso de
tiempo, los efectos de semejante sistema fundado sobre ficciones groseras, a no
ser que su sustancia humana y natural, así como su organización comercial,
estuviesen protegidas contra las devastaciones de esta fábrica del diablo. El
carácter extraordinariamente artificial de la economía de mercado reside en el
hecho de que el propio proceso de producción está organizado bajo la forma de
compra y venta. Ningún otro modo de organizar la producción para el mercado es
posible en una sociedad comercial. A finales de la Edad Media, la producción
industrial destinada a la exportación estaba organizada por ricos burgueses, que
la aseguraban en sus ciudades estableciendo una directa vigilancia. Más tarde,
en la sociedad mercantil, fueron los comerciantes quienes organizaron la
producción y ésta ya no se limitó a las ciudades: la época de la industria a
domicilio era también la época de la industria doméstica, en la que las materias
primas las proporcionaba el comerciante capitalista, que dirigía el proceso de
producción como si se tratase de una empresa puramente comercial. Así pues, la
producción industrial fue puesta, sin equívocos y a gran escala, bajo la
dirección organizadora del comerciante. Este conocía el mercado, el volumen y
también la calidad de la demanda, por lo que podía también garantizar los
artículos que fundamentalmente estaban hechos de lana, tintes y, a veces, eran
realizados con máquinas de tejer o de calcetar utilizadas por los trabajadores a
domicilio. Cuando escaseaban los artículos, quien más sufría las consecuencias
era el cottager, pues su empleo desaparecía momentáneamente. Ninguna instalación
costosa, sin embargo, se veía directamente afectada, por lo que el comerciante
no corría graves riesgos al garantizar la responsabilidad de la producción.
Durante siglos, este sistema creció en poder y extensión, hasta el momento en el
que, en un país como Inglaterra, la industria de la lana industria nacional—
cubrió vastas regiones del país en el que la producción estaba organizada por
los fabricantes de paños. Señalemos que quienes compraban y vendían contribuían
también a la producción: no hace falta buscar ninguna otra caracterización de
este hecho. Crear bienes no suponía poseer el estado de ánimo favorable a la
reciprocidad que implica la ayuda mutua, ni la preocupación que siente el jefe
de familia por aquéllos que dependen de él para satisfacer sus necesidades, ni
el orgullo que muestra el artesano en el ejercicio de su oficio, ni la
satisfacción que proporciona una buena reputación, bastaba simplemente con
poseer el móvil de la ganancia, tan familiar al hombre cuya profesión es comprar
y vender. Hasta finales del siglo XVIII, la producción industrial, en Europa
Occidental, fue un simple apéndice del comercio. Durante el tiempo en que la
máquina no fue más que un útil poco costoso y poco especializado, la situación
continuó siendo la misma. El simple hecho de que el cottager tuviese la
posibilidad de producir en el mismo tiempo cantidades muy superiores a las de
antaño, podía incitarlo a utilizar las máquinas para acrecentar sus ganancias;
sin embargo, este hecho no afectaba necesariamente a la organización de la
producción. El hecho de que las máquinas baratas fuesen de la propiedad del
obrero o del comerciante, aunque suponía diferencias en la posición social de
las dos partes y modificaba seguramente las ganancias del obrero que ganaba más
si poseía sus propios instrumentos de trabajo, no obligaba al comerciante a
transformarse en capitalista industrial o a limitarse a prestar su dinero a
quienes lo eran. La circulación de bienes raramente se detenía. La mayor
dificultad continuaba siendo el aprovisionamiento de materias primas, que se
interrumpía en ocasiones, sin que se pudiese evitar. Pero, incluso en ese caso,
no se trataba de una gran pérdida para el comerciante propietario de las
máquinas. No fue, pues, tanto la llegada de la máquina en cuanto tal, como la
invención de máquinas y de instalaciones complejas y por consiguiente
especializadas, lo que transformó completamente la relación del comerciante con
la producción. La nueva organización de la producción fue introducida por el
comerciante hecho que determina por completo el curso de esta transformación,
pero la utilización de máquinas y de instalaciones complejas implicaba también
la puesta en práctica del sistema de fábrica y, además, una modificación
decisiva de la importancia relativa del comercio y de la industria en favor de
esta última. La producción industrial dejó de ser un elemento secundario del
comercio, que el comerciante había organizado como una empresa de compra y de
venta, para convertirse a partir de ahora en una inversión a largo plazo, con
todos los riesgos que ello implica. Estos riesgos resultaban únicamente
aceptables si la continuidad de la producción se veía razonablemente asegurada.
A medida que la producción industrial se hacía
más compleja, eran más numerosos los elementos de la industria cuya previsión
era necesario garantizar. De entre ellos, tres eran, por supuesto, de una
importancia primordial: el trabajo, la tierra y el dinero. En una sociedad
comercial la oferta de estos tres elementos únicamente podía quedar organizada
de un modo muy determinado: debían estar disponibles para ser comprados. Era
preciso, pues, ordenarlo todo a fin de que pudiesen ser comprados en el mercado
como cualquier otra mercancía. La extensión del mecanismo del mercado a estos
elementos de la industria fue la consecuencia inevitable de la introducción del
sistema de fábrica en una sociedad comercial. Trabajo, tierra y dinero tenían
que ser elementos puestos en venta.
Todo esto concurría a crear la necesidad de
un sistema de mercado. Sabemos bien que en tal sistema los beneficios están
asegurados únicamente cuando la autorregulación está asegurada por mercados
concurrenciales independientes. El desarrollo del sistema de fábrica, que
organizó como una parte del proceso de compra y venta al trabajo, la tierra y el
dinero, se veía obligado, por consiguiente, a transformar estos bienes en
mercancías con el fin de asegurar la producción. Y a la vez, por supuesto,
resultaba imposible convertirlos realmente en mercancías, ya que no habían sido
producidos para ser vendidos en el mercado. La ficción en virtud de la cual esto
tenía que ser así se convirtió, sin embargo, en el principio organizador de la
sociedad. De esos tres elementos ocupa un papel aparte el trabajo: labores el
término técnico que designa a los seres humanos desde el momento en que no son
empleadores sino empleados. De ello se sigue a partir de ahora que la
organización del trabajo debía de cambiar sincrónicamente con la organización
del sistema de mercado. Ahora bien, cuando se habla de organización del trabajo
se designan con otro nombre las formas de vida de las gentes del pueblo, lo que
significa que el desarrollo del sistema de mercado necesariamente tenía que ir
acompañado de un cambio en la organización de la propia sociedad. Esta se
convertía por completo en un apéndice del sistema económico.
Recordemos el paralelismo que habíamos
señalado entre el vendaval causado por las enclosures en la historia de
Inglaterra y la catástrofe social que siguió a la Revolución industrial. Las
mejoras, decíamos, presentaban como contrapartida, en líneas generales, el
precio de una conmoción social. Si el ritmo de esta conmoción es muy rápido, la
comunidad se ve condenada a sucumbir a lo largo del proceso. Los Tudor y los
primeros Estuardo salvaron a Inglaterra de la suerte que corrió España regulando
el proceso de cambio, de tal modo que éste resultase soportable, y con el fin de
canalizar sus efectos hacia vías menos destructoras. Pero nadie salvó al bajo
pueblo de Inglaterra de la conmoción causada por la Revolución industrial. Una
fe ciega en el progreso espontáneo se apoderó de los espíritus, y los más
ilustrados alentaron con un fanatismo sectario un cambio social sin límites y
sin reglas. Los efectos que de aquí se derivaron para la vida de las gentes
superaron en horror cualquier descripción. A decir verdad, la sociedad se habría
visto aniquilada, si no fuese porque los contramovimientos de defensa
amortiguaron la acción de ese mecanismo autodestructor.
Es así como la historia social del siglo XIX
fue el resultado de un doble movimiento: la extensión del sistema del mercado,
en lo que se refiere a las mercancías auténticas, estuvo acompañada de una
reducción en lo que respecta a las mercancías ficticias. Por una parte, los
mercados se extendieron por toda la superficie del planeta y la cantidad de
bienes aumentó en proporciones increíbles, pero por otra, toda una red de
medidas y de políticas hicieron surgir poderosas instituciones destinadas a
detener la acción del mercado en lo que concierne al trabajo, a la tierra y al
dinero. A la vez que la organización de mercados mundiales de mercancías, de
capitales y de divisas, bajo la égida del patrón-oro, impulsaba de un modo sin
precedentes el mecanismo de los mercados, nacía un movimiento subterráneo para
resistir a los perniciosos efectos de una economía sometida al mercado. La
sociedad se protegía de los peligros inherentes a un sistema de mercado
autorregulador: tal fue la característica global de la historia de esta época.
CAPÍTULO
VII
SPEENHAMLAND, 1795
La sociedad del siglo XVIII resistió
inconscientemente a todo aquello que pretendía reducirla a un simple apéndice
del mercado. Resultaba inconcebible una economía de mercado que no comportase un
mercado de trabajo, pero la creación de semejante mercado, concretamente en la
civilización rural de Inglaterra, suponía nada menos que la destrucción masiva
de las bases tradicionales de la sociedad. Durante el período más activo de la
Revolución industrial, desde 1795 hasta 1834, la Ley de Speenhamland logró
impedir la creación en Inglaterra de un mercado de trabajo.
En el nuevo sistema industrial, el mercado de
trabajo fue de hecho el último mercado organizado, y esta última etapa no fue
franqueada más que cuando la economía de mercado estaba lista para expandirse, y
cuando se comprobó que la ausencia de un mercado de trabajo era para las clases
populares un mal aún peor que las calamidades que acompañarían su
institucionalización. En definitiva, el mercado libre de trabajo, a pesar de los
métodos inhumanos que se utilizaron para crearlo, se manifestó financieramente
rentable para todos los interesados.
Fue entonces, y sólo entonces, cuando el
problema esencial se hizo visible. Las ventajas económicas de un mercado libre
de trabajo no podían compensar la destrucción social que dicho mercado generaba.
Era preciso introducir una reglamentación de un nuevo tipo que protegiese
también el trabajo, aunque esta vez, en contra del funcionamiento del propio
mecanismo del mercado. A pesar de que las nuevas instituciones protectoras,
tales como los sindicatos y las leyes sobre las fábricas, respondían en la
medida de lo posible a las exigencias del mecanismo económico, intervenían
también en su regulación y podían terminar por destruir el sistema.
La Ley de Speenhamland ocupa una posición
estratégica en la lógica de conjunto de esta evolución.
En Inglaterra la tierra y el dinero fueron
movilizados junto con el trabajo. Este último no podía formar un mercado
nacional, al estar obstaculizado por estrictas restricciones jurídicas que
afectaban a la movilidad física de los trabajadores, puesto que éstos estaban
prácticamente afincados en sus parroquias. El Act of Settlement de 1662 Ley de
domicilio, que regulaba lo que se ha denominado la servidumbre parroquial, no
decayó hasta 1795: esta medida habría hecho posible la formación de un mercado
nacional de trabajo si la ley de Speenhamland, o «sistema de socorros», no
hubiese sido promulgada exactamente en esa misma fecha. Esta ley iba justamente
en la dirección contraria: pretendía reforzar poderosamente el sistema
paternalista de la organización del trabajo legado por los Tudor y los Estuardo.
Los magistrados de Berkshire, reunidos el 6 de mayo de 1795, época de gran
escasez, en la posada del Pelícano en Speenhamland, cerca de Newbury, decidieron
que era necesario conceder subsidios complementarios de acuerdo con un baremo
establecido a partir del precio del pan, si bien era también necesario asegurar
a los pobres unos ingresos mínimos independientemente de sus ganancias. Veamos
textualmente lo que decía la famosa recomendación de los magistrados: Cuando la
hogaza de un galón de pan de una determinada calidad «cueste un chelín, entonces
cada pobre y persona industriosa tendrá para su sustento tres chelines por
semana, concedidos bien en razón de su trabajo o del de su familia, bien como
subsidio extraído del impuesto para los pobres, y para el sustento de su mujer y
de cada miembro de su familia un chelín y seis peniques; cuando la hogaza de un
galón cueste un chelín y seis peniques, entonces recibirá el indigente cuatro
chelines por semana más un chelín y diez peniques; por cada penique en que se
incremente el precio del pan por encima de un chelín, recibirá tres peniques
para él y uno para el resto de su familia». Las cifras variaron un poco en
función de las comarcas, pero en la mayor parte de los casos se adoptó el baremo
de Speenhamland. Se trataba de una medida de urgencia desde la perspectiva de la
época y su instauración no tuvo carácter oficial. A pesar de que comúnmente se
la denomina «ley», este baremo nunca fue sometido a votación. Ello no impidió,
sin embargo, que llegase a ser con gran celeridad la ley del país, vigente en la
mayor parte de las comarcas e, incluso más tarde, en un cierto número de
distritos manufactureros. En realidad, la innovación social y económica que esta
medida suponía era nada menos que el «derecho a vivir», y hasta su abrogación en
1834 impidió eficazmente la formación de un mercado concurrencial del trabajo.
Dos años antes, en 1832, la clase media se había abierto la vía hacia el poder,
en parte para sortear este obstáculo de la nueva economía capitalista. De hecho
nada podía ser más evidente: el sistema salarial exigía imperativamente la
abolición del «derecho a vivir» tal y como había sido proclamado en Speenhamland,
pues en el nuevo régimen del hombre económico, nadie trabajaba por un salario si
podía ganarse la vida sin hacer nada.
Otro síntoma de la anulación del método de
Speenhamland fue mucho menos percibido por la mayor parte de los autores del
siglo XIX, y es que el sistema salarial debía de ser universalizado en interés
de los propios asalariados, aunque ello supusiese privarlos del derecho a
subsistir que les había sido reconocido por ley. Se comprueba así que «el
derecho a vivir» era una trampa.
La paradoja era simplemente aparente. En
principio, Speenhamland significaba que la ley sobre los pobres debía ser
aplicada con generosidad, pero, sin embargo, se le dio un sentido totalmente
contrario al de su primera intención. Según la ley isabelina los pobres se veían
forzados a trabajar por un salario cualquiera que fuese su cuantía, y únicamente
quienes no podían encontrar trabajo tenían derecho a un subsidio; ningún socorro
estaba previsto ni era concedido a modo de complemento salarial. Según la Ley de
Speenhamland, un hombre podía recibir socorros, incluso cuando poseía un empleo,
siempre y cuando su salario fuese inferior a la renta familiar establecida de
acuerdo con un baremo. Por esto ningún trabajador tenía interés en satisfacer a
su patrono, ya que su renta era la misma independientemente del salario
acordado. Las cosas no eran diferentes más que en aquellos casos en los que el
salario realmente pagado superaba la cantidad fijada por el baremo, pero este
caso era más bien raro en el campo, pues el propietario podía encontrar
trabajadores por un salario irrisorio; podía pagar muy poco, ya que el subsidio
extraído del impuesto incrementaba la renta de los trabajadores de acuerdo con
el baremo. En el lapso de pocos años, la productividad del trabajo descendió
progresivamente al nivel de la de los indigentes, y ello supuso una razón
suplementaria para que los patronos no aumentasen los salarios por encima de lo
que establecía el baremo. En aquellos casos en los que el trabajo no llegaba a
alcanzar una cierta intensidad, una eficacia y un esmero por encima de un
determinado nivel, no se podía distinguir ni de la sinecura ni de una actividad
mantenida para salvaguardar las apariencias. A pesar de que en principio el
trabajo fue algo siempre impuesto, en la práctica los socorros a domicilio se
generalizaron, e incluso cuando se los administraba en el seno de los asilos
para pobres, la ocupación forzada de los pensionistas apenas merecía el nombre
de trabajo. En nombre de un paternalismo robustecido se abandonaba la
legislación de los Tudor. La generalización de los socorros a domicilio, la
introducción del complemento salarial incrementado por diferentes subsidios para
la esposa y los niños, en fin, cada una de esas pensiones subiendo y bajando a
la vez que los precios del pan, suponían un espectacular retorno, respecto al
trabajo, de ese mismo principio regulador que se estaba a punto de eliminar
rápidamente del conjunto de vida industrial.
Nunca una medida fue más universalmente
popular. Los padres quedaban libres de ocuparse de sus hijos, y éstos ya no
dependían de sus padres; los patronos podían reducir los salarios a voluntad y
los obreros, ocupados u ociosos, estaban al abrigo del hambre; las personas
humanitarias aplaudieron la medida considerándola un acto de misericordia,
cuando no de justicia, y los egoístas se consolaban pensando al menos que si no
era misericordiosa tampoco era liberal. Hasta los contribuyentes tardaron en
comprender lo que sucedería con sus impuestos en un sistema que proclamaba el
«derecho a vivir», un sistema en el que un hombre, ganase o no un salario,
podría subsistir.
A la larga el resultado fue desastroso. Si
bien fue preciso que transcurriese cierto tiempo para que el bajo pueblo
perdiese todo amor propio, hasta el punto de preferir el socorro de los
indigentes a un salario, el salario subvencionado con fondos públicos estaba
avocado a caer tan bajo que necesariamente se vería reducido a proporcionar una
vida on the rates pagada por el contribuyente. Las gentes del campo se
pauperizaron poco a poco; como decía el refrán «un día on the rates, siempre on
the rates». Sin el efecto prolongado del sistema de subsidios, no se podría
explicar la degradación humana y social que tuvo lugar en los inicios del
capitalismo.
El episodio de Speenhamland reveló a los
habitantes del país hegemónico en ese siglo la verdadera naturaleza de la
aventura social en la que se embarcaban. Ni los gobernantes ni los gobernados
olvidaron jamás las lecciones extraídas de ese momento de ilusoria felicidad. Si
todo el mundo vio en la Reform Bill de 1832 y en la Poor Law Amendment Bill de
1834 el punto de partida del capitalismo moderno, fue porque estas disposiciones
legales pusieron fin al reinado del terrateniente caritativo y a su sistema de
socorros. La tentativa llevada a cabo para crear un orden capitalista
desprovisto del mercado de trabajo había fracasado estrepitosamente. Las leyes
que gobernaban este orden se habían visto ratificadas y habían puesto de
manifiesto su antagonismo radical con el principio del paternalismo. El rigor de
estas leyes era ahora evidente y quienes las habían violado habían sido
cruelmente castigados.
Bajo Speenhamland, la sociedad estaba
desgarrada por dos influencias opuestas, una emanaba del paternalismo y protegía
el trabajo contra los peligros del sistema de mercado, la otra organizaba los
elementos de la producción incluida la tierra en un sistema de mercado,
despojaba así al bajo pueblo de su antiguo estatuto y lo obligaba a ganar su
vida poniendo su trabajo en venta y ello suprimiendo al trabajo su valor
mercantil. Nacía entonces una nueva clase de patronos, pero se impedía la
constitución de una clase correspondiente de trabajadores. Una gigantesca nueva
ola de enclosures movilizaba la tierra y daba vida a un proletariado rural a
quien la « mala administración de la legislación de pobres» impedía ganarse la
vida mediante su trabajo. No resulta extraordinario que los contemporáneos se
sintiesen aterrados por las contradicciones aparentes existentes entre un
crecimiento casi milagroso de la producción y el hecho de que las masas pasasen
prácticamente hambre. A partir de 1834, existía como opinión generalizada que
adoptaba tintes apasionados entre numerosos pensadores que era preferible
cualquier cosa a la persistencia de Speenhamland. Era necesario, o bien destruir
las máquinas, como habían intentado hacer los ludditas, o bien crear un
verdadero mercado de trabajo. Fue así como la humanidad se vio forzada a seguir
el rumbo de un experimento utópico.
No es esta la ocasión de extendernos sobre la
economía de Speenhamland a la que nos referiremos más adelante. A primera vista,
el «derecho a vivir» tendría que haber significado el final rotundo del trabajo
asalariado. El salario corriente tendría que haber caído progresivamente hasta
llegar a cero, lo que obligaría a cargarlo enteramente a la parroquia y habría
puesto al descubierto el absurdo del dispositivo. Se trataba, sin embargo, de
una época esencialmente precapitalista en la que las personas del pueblo poseían
todavía una mentalidad tradicional y en la que los comportamientos distaban de
depender exclusivamente de los móviles monetarios. La gran mayoría de los
campesinos eran propietarios arrendadores o colonos vitalicios que preferían
cualquier tipo de existencia al estatuto de indigentes, aún cuando dicho
estatuto no se viese todavía penalizado, como sucedió posteriormente, con
incapacidades pesadas e ignominiosas. Si los trabajadores hubiesen tenido la
libertad de asociarse para favorecer sus intereses, el sistema de socorros
habría podido evidentemente tener un efecto contrario en la normativa de los
salarios, ya que la acción sindical habría podido extraer grandes ventajas de
los socorros a los parados, proporcionados por una administración tan liberal de
la ley de pobres. A esto se debe probablemente la promulgación de las injustas
leyes de 1799-1800 contra las coaliciones, difícilmente explicables de otro
modo, puesto que en términos generales los magistrados de Berkshire y los
miembros del Parlamento se preocupaban, tanto unos como otros, de la situación
económica de los pobres y, además la agitación política se había calmado desde
1797. Se podría sostener que la intervención paternalista de Speenhamland
implicaba las leyes contra las coaliciones, nueva intervención sin la cual
Speenhamland habría podido tener por efecto el aumento de los salarios en lugar
de hacerlos descender, como realmente ocurrió. Speenhamland, en connivencia con
las leyes contra las coaliciones, cuya abrogación no tuvo lugar hasta un cuarto
de siglo más tarde, produjo como resultado irónico que la traducción financiera
del «derecho a vivir» se materializase en la ruina de las personas a las que ese
«derecho» debía, en principio, socorrer. Para las generaciones posteriores nada
habría resultado más evidente que la incompatibilidad recíproca entre
instituciones tales como el «derecho a vivir» y el sistema salarial, o, en otros
términos, la imposibilidad en la que se encontraba el orden capitalista para
funcionar mientras los salarios estuviesen subvencionados con fondos públicos.
Los contemporáneos no comprendieron, sin embargo, este orden que ellos mismos
estaban promoviendo. Únicamente cuando se derivó de él un grave deterioro de la
capacidad productiva de las masas verdadera calamidad nacional que obstaculizaba
el progreso de la civilización mecánica se impuso la necesidad en la conciencia
colectiva de abolir el derecho incondicional que tenían los pobres a un socorro.
Y así, si bien la economía compleja de Speenhamland quedaba al margen de la
capacidad de comprensión de los más competentes observadores de la época, sus
efectos se imponían con una evidencia irresistible: la subvención a los salarios
era portadora de un vicio específico puesto que, como por milagro, perjudicaba a
aquéllos mismos llamados a beneficiarse de ella.
Las trampas del sistema de mercado no se
manifestaron directamente de forma inmediata. Para comprender bien esto debemos
distinguir las diversas vicisitudes por las que pasaron los trabajadores en
Inglaterra desde comienzos del maquinismo: en primer lugar, las del período de
Speenhamland, desde 1795 hasta 1834; en segundo lugar, las adversidades surgidas
como consecuencia de la ley que reformaba las disposiciones jurídicas existentes
sobre los pobres, fenómeno que acaeció en el decenio siguiente a 1834; en tercer
lugar, los efectos aleatorios del mercado concurrencial del trabajo desde 1834
hasta el momento en el que el reconocimiento de los sindicatos, que tuvo lugar
entorno a 1870, permitió una protección suficiente. Desde el punto de vista
cronológico Speenhamland precedió a la economía de mercado, el decenio de la
reforma de la legislación sobre los pobres constituyó una etapa transitoria
hacia esta economía y, por fin, el último período que recubre parcialmente el
anterior, corresponde a la economía de mercado propiamente dicha. Estos tres
períodos son claramente diferentes. Speenhamland pretendía impedir la
proletarización del pueblo llano o, al menos, frenarla. El resultado fue lisa y
llanamente la pauperización de las masas que, durante el proceso, perdieron casi
sus rasgos humanos.
En 1834, la reforma de la legislación sobre
los pobres eliminó este obstáculo para la formación del mercado de trabajo: el
«derecho a vivir» fue abolido. La crueldad científica emanada de la ley de
reformas, que tuvo lugar entre los años 1830 y 1840, chocó tan abiertamente con
el sentimiento público y generó entre los hombres de la época protestas tan
vehementes, que la posteridad se hizo una idea deformada de la situación. Es
cierto que numerosos pobres, los más necesitados, quedaron abandonados a su
propia suerte cuando fueron suprimidos los socorros a domicilio, y también es
cierto que entre ellos los «pobres vergonzantes», demasiado orgullosos para
entrar en los hospicios que se habían convertido en las residencias de la
vergüenza, sufrieron las más amargas consecuencias. Muy posiblemente no se
perpetró en la época moderna un acto tan implacable de reforma social. Al
pretender simplemente establecer un criterio de indigencia auténtica con la
prueba de fuego de las workhouses, multitudes de vidas se vieron aplastadas.
Benéficos filántropos promovieron fríamente la tortura psicológica y la pusieron
dulcemente en práctica, ya que la consideraban un medio para engrasar los
engranajes del molino del trabajo. La mayor parte de las quejas provenían, sin
embargo, de la brutalidad con la que había sido extirpada una vieja institución
y de la precipitación con la que se había practicado una transformación radical.
Disraeli denunció esta «inconcebible revolución» en la vida de las gentes. Sin
embargo, si se considera la cuestión desde el punto de vista de las rentas en
dinero exclusivamente, se podría comprobar que la condición de las clases
populares había mejorado.
Los problemas del tercer período fueron
incomparablemente más profundos. Las atrocidades burocráticas cometidas contra
los pobres por las autoridades encargadas de aplicar la nueva ley centralizada
sobre la pobreza, que se prolongaron los diez años siguientes a 1834, no fueron
más que algo esporádico, algo irrelevante, si se las compara con los efectos
globales provocados por el mercado de trabajo, la más poderosa de todas las
instituciones modernas. La amenaza que entonces surgió fue análoga, por su
amplitud, a la de Speenhamland, con la diferencia importante de que ahora no era
tanto la ausencia, cuanto la presencia de un mercado concurrencial del trabajo,
lo que constituía la raíz del peligro. Si Speenhamland había impedido la
aparición de una clase obrera, el mercado de trabajo se constituía a partir de
ahora con los pobres en el trabajo y bajo la presión de un mecanismo inhumano.
Speenhamland había considerado a los hombres como animales sin gran valor, el
mercado de trabajo, por su parte, presuponía que esos hombres debían cuidar de
sí mismos, y ello cuando todo les era adverso. Si Speenhamland representa el
envilecimiento de una miseria protegida, a partir de la formación del mercado de
trabajo el trabajador se encontrará sin abrigo en la sociedad. Speenhamland
había abusado de los valores del localismo, de la familia y de lo rural, pero,
desde la formación del mercado de trabajo el hombre estará desgajado de su hogar
y de sus familiares, separado de sus raíces y de todo entorno con sentido para
él. En resumen, si Speenhamland representaba el pudrimiento de la inmovilidad,
el riesgo que ahora surgía era morir de frío.
Fue necesario esperar a 1844 para que se
constituyese en Inglaterra un mercado concurrencial de trabajo; no se puede pues
decir que el capitalismo industrial haya existido en tanto que sistema social
antes de esta fecha. La autoprotección de la sociedad se instaura, no obstante,
casi de inmediato: se asiste a la aparición de las leyes sobre las fábricas, de
la legislación social y de un movimiento obrero, político y sindical. Y fue
precisamente a lo largo de esta tentativa para conjurar los peligros
absolutamente nuevos del mecanismo del mercado, cuando el movimiento de
protección entró inevitablemente en conflicto con la autorregulación del
sistema. No es exagerado afirmar que la historia social del siglo XIX estuvo
determinada por la lógica del sistema de mercado propiamente dicho a partir de
su liberación mediante la reforma de las leyes de pobres en 1834. El punto de
partida, pues, de esta dinámica fue la Ley de Speenhamland. Cuando afirmamos que
estudiar Speenhamland es estudiar el nacimiento de la civilización del siglo XIX,
no solamente tenemos en cuenta sus efectos económicos y sociales, la influencia
determinante de dichos efectos en la historia política moderna, sino también el
hecho de que nuestra conciencia social se formó en este molde, y éste es un
hecho que la generación de hoy suele desconocer con frecuencia. El personaje del
indigente, olvidado prácticamente después, dominaba entonces un debate que
dejará una marca tan fuerte como la de otros sucesos históricos más
espectaculares. Si la Revolución Francesa era deudora del pensamiento de
Voltaire y de Diderot, de Quesnay y de Rousseau, el debate en torno a las leyes
de pobres forma los espíritus de Bentham y de Burke, de Godwin, Malthus, Ricardo
y Marx, de Robert Owen, John Stuart Mill, Darwin y Spencer, quienes compartieron
con la Revolución de 1789 el parentesco espiritual de la civilización del siglo
XIX. Durante los decenios posteriores a Speenhamland y a la reforma de las leyes
de pobres, el espíritu del hombre, preso de una nueva inquietud, se dirigió
hacia la propia comunidad: la revolución que los jueces de Berkshire habían
intentado contener inútilmente, y que la ley de reforma había al fin logrado
hacer estallar, permitió a los hombres dirigir sus miradas hacia su propio ser
colectivo, como si antes hubiesen minusvalorado su presencia. Se descubrió así
un mundo cuya existencia no se había sospechado con anterioridad, el de las
leyes que gobiernan una sociedad compleja, ya que, si bien la sociedad que
emerge en un primer momento, en este sentido nuevo y distinto, es la del ámbito
económico, se trata sin embargo de la sociedad en su totalidad.
La forma bajo la cual la realidad que estaba
naciendo se presentó a nuestra conciencia fue la de la economía política. Sus
asombrosas regularidades, sus contradicciones espectaculares tenían que ser
integradas en los esquemas de la filosofía y de la teología para hacerlas
asimilables a significaciones humanas. La obstinación de los hechos, las leyes
inexorables y brutales que parecían abolir nuestra libertad debían, de un modo o
de otro, ser reconciliadas con ella. Y este proceso constituyó el motor de las
fuerzas metafísicas en las que se amparaban en secreto positivistas y
utilitaristas. Una esperanza sin límites y una desesperanza también ilimitada,
dirigidas hacia las regiones inexploradas de las posibilidades humanas, fue la
respuesta ambivalente a estas terribles limitaciones. Una esperanza una visión
de perfectibilidad, nacida de la pesadilla, provocada por la ley de la población
y la de los salarios, se encarnó en la idea de un progreso tan estimulante que
parecía justificar las amplias y penosas transformaciones futuras, y en una
desesperanza que debía manifestarse como un agente de transformación todavía más
poderoso.
El hombre tuvo que resignarse a su ruina
temporal: estaba avocado a interrumpir la procreación de su especie o a
condenarse conscientemente a la liquidación por la guerra, la peste, el hambre y
el vicio. La pobreza era la naturaleza que sobrevivía en la sociedad; el que la
cuestión de la cantidad limitada de alimentos y el número ilimitado de hombres
se haya planteado en el momento mismo en el que llovía del cielo la promesa de
un crecimiento sin límites de nuestras riquezas, hace aun más amarga esta
ironía.
Fue así como el descubrimiento de la sociedad
se integró en el universo espiritual del hombre, pero ¿cómo traducir en términos
de vida esa nueva realidad, la sociedad? Se adoptaron, a modo de orientadores
prácticos, los principios morales de la armonía y del conflicto, incorporándolos
a la fuerza y violentado enormemente un modelo social que los contradecía casi
en su totalidad. La armonía, se decía, era inherente a la economía; los
intereses del individuo y los de la comunidad eran en definitiva los mismos,
pese a que esta armoniosa autorregulación exigía que el individuo respetase la
ley económica, incluso cuando ésta intentaba destruirlo. El conflicto, por su
parte, también aparecía como algo propio de la economía, ya fuese la
concurrencia entre los individuos o la lucha de clases, pese a que dicho
conflicto pudiese manifestarse como el único vehículo de una armonía más
profunda e inmanente a la sociedad presente, es decir, futura.
El pauperismo, la economía política y el
descubrimiento de la sociedad estaban estrechamente ligados entre sí. El
pauperismo llamaba la atención sobre ese hecho incomprensible, en virtud del
cual la pobreza aparecía como la otra cara de la abundancia. No se trataba, sin
duda, de la única paradoja desconcertante que la sociedad industrial planteaba
al hombre moderno. Este penetró en su nueva residencia histórica a través de la
puerta de la economía, y fue precisamente esta circunstancia fortuita lo que
proporcionó al materialismo de la época una aureola de prestigio. Tanto a
Ricardo como a Malthus nada les parecía más real que los bienes materiales. A
sus ojos, las leyes del mercado trazaban los límites de las posibilidades
humanas. Godwin creía, sin embargo, en posibilidades ilimitadas, por lo que tuvo
que rechazar las leyes del mercado; pero estaba reservado a Owen el
descubrimiento de que las posibilidades estaban limitadas no tanto por las leyes
del mercado, cuanto por las de la propia sociedad. Fue él el único que fue capaz
de discernir, tras el velo de la economía de mercado, esa realidad a punto de
nacer: la sociedad. Pero sus puntos de vista fueron olvidados durante un siglo.
Mientras tanto, el sentido de la vida en una
sociedad compleja fue explorado, excavando el subsuelo de la pobreza. La entrada
de la economía política en el campo de lo universal tuvo lugar siguiendo dos
perspectivas opuestas: la del progreso y la perfectibilidad por una parte, la
del determinismo y la condenación por otra. Su traducción práctica se realizó
también siguiendo dos direcciones opuestas: el principio de la armonía y de la
autorregulación por una parte, el de la concurrencia y el conflicto por otra.
Estas contradicciones contenían en germen el liberalismo económico y, también,
la conceptualización en términos de lucha de clases. Un nuevo conjunto de ideas
penetró en nuestra conciencia con la rotundidad inexorable de un acontecimiento
natural.
CAPÍTULO VIII
ANTECEDENTES Y CONSECUENTES
El sistema de Speenhamland no fue en sus
inicios más que un trámite. Y, sin embargo, pocas instituciones han ejercido una
influencia más decisiva que él sobre el destino de toda una civilización, aunque
había que hacerlo desaparecer antes de que la nueva era comenzase. Producto
típico de una época de cambio, Speenhamland merece la atención de todos los que
estudian hoy los asuntos humanos.
En el sistema mercantil inglés la organización
del trabajo se basaba en la Ley de pobres y en el Estatuto de los artesanos.
Hablar de «ley de pobres» para designar las disposiciones promulgadas entre 1536
y 1601 es un error manifiesto; estas leyes, así como sus posteriores enmiendas,
representaban en realidad la mitad del código inglés del trabajo, y la otra
mitad estaba formada por el Estatuto de los artesanos de 1563. Dicho Estatuto se
refería a los trabajadores, mientras que la legislación sobre los pobres estaba
dirigida a lo que hoy denominaríamos parados y personas sin ocupación
(exceptuando viejos y niños). Como hemos señalado, se añadió a estas medidas
posteriormente la Ley de domicilio de 1662 que se refería al lugar de residencia
legal de los individuos y restringía al máximo su movilidad. (La clara
distinción entre trabajadores, parados y personas sin empleo es, por supuesto,
anacrónica ya que implica la existencia de un sistema moderno de salarios,
sistema que no se impuso hasta doscientos cincuenta años más tarde: si
utilizamos estos términos en esta presentación general es en función de una
mayor simplicidad).
La organización del trabajo establecida por el
Estatuto de los artesanos reposaba sobre tres pilares: la obligación de
trabajar, un aprendizaje de siete años y la evaluación anual de los salarios por
funcionarios públicos. Esta ley conviene señalarlo iba dirigida tanto a los
trabajadores agrícolas como a los artesanos y se aplicaba en distritos rurales y
en ciudades. Durante ochenta años fue observada minuciosamente y, más tarde, las
cláusulas relativas al aprendizaje cayeron parcialmente en desuso: afectaban
únicamente a los oficios tradicionales y dejaron de aplicarse a las nuevas
industrias, como por ejemplo la del algodón. Tras la Restauración (1660), se
suspendieron también en una gran parte del país las evaluaciones anuales de los
salarios en función del coste de la vida. Las cláusulas relativas a las
evaluaciones no fueron oficialmente abrogadas hasta 1813, y las relativas a los
salarios hasta 1814. Las normativas del aprendizaje, sin embargo, sobrevivieron
en muchos aspectos al Estatuto y todavía en la actualidad constituyen la
práctica general de los oficios cualificados en Inglaterra. En el campo, la
obligación de trabajar desapareció progresivamente. Se puede, por tanto, decir
que, durante los dos siglos y medio en cuestión, el Estatuto de los artesanos
fijó las grandes líneas de una organización del trabajo fundada en los
principios de la reglamentación y del paternalismo.
El Estatuto de los artesanos se completaba,
pues, con la legislación sobre los pobres. El término «pobre» puede originar
confusiones a los modernos, para quienes poor y pauper se asemejan mucho. En
realidad los gentilhombres ingleses consideraban que eran pobres todas las
personas que no poseían rentas suficientes para vivir en la ociosidad. Poor era
pues un término prácticamente sinónimo de pueblo. Y éste, a su vez, comprendía a
todas las clases, excepto a la de los propietarios de tierras (no existía
comerciante próspero que no comprase tierras). El término pobre designaba a la
vez a los que pasaban necesidad y a todo el pueblo; incluía, pues, evidentemente
a los indigentes, pero no se refería exclusivamente a ellos. En una sociedad que
proclamaba que en su seno había sitio para todo cristiano, había que ocuparse de
los viejos, de los enfermos y de los huérfanos. Pero, sobre todo, estaban los
pobres válidos, los que nosotros denominaremos parados por suponer que tenían la
posibilidad de ganarse la vida mediante el trabajo manual si pudiesen encontrar
un empleo. La mendicidad estaba severamente castigada, y el vagabundeo, en caso
de reincidencia era considerado una infracción capital. La Ley de pobres de 1601
ordenaba que el pobre válido fuese puesto al trabajo, de modo que ganase su
sustento, que estaba asegurado por la parroquia. Los socorros fueron puestos
claramente bajo la responsabilidad de las parroquias, que recibieron el poder de
recaudar las sumas necesarias mediante tasas o impuestos locales. Estos
gravámenes afectaban a todos los propietarios y arrendatarios, fuesen ricos o
no, según fuese el alquiler de la tierra o de las casas que ocupaban.
El Estatuto de los artesanos y la legislación
de pobres formaron conjuntamente lo que podría denominarse un código del
trabajo. Las leyes de pobres eran no obstante administradas localmente: cada
parroquia unidad muy pequeña adoptaba sus propias disposiciones para aplicar al
trabajo a los pobres válidos, así como para mantener asilos, socorrer a los
huérfanos y colocar a los niños sin recursos en el aprendizaje. Cuidaban además
a los ancianos y enfermos, enterraban a los muertos que carecían de medios y
cada parroquia fijaba su baremo de tasas. Todo esto parece una gran tarea, pero
con frecuencia la realidad era más modesta: muchas parroquias carecían de asilo,
y muchas otras no habían previsto ninguna medida para ocupar provechosamente a
los desocupados útiles. La pereza de los contribuyentes locales, la indiferencia
de los vigilantes de pobres, la dureza de quienes obtenían beneficios con el
pauperismo viciaban de mil maneras el funcionamiento de la ley. Pero, a pesar de
todo, las casi 16.000 instancias encargadas de aplicar la legislación sobre los
pobres en el país consiguieron, en términos generales, conservar intacto el
tejido social de la vida de los pueblos.
La organización del desempleo y de los
socorros dirigidos a los pobres a escala local constituía una clara anomalía en
un sistema nacional de trabajo. El peligro que corría una parroquia bien
administrada de verse asaltada por los indigentes profesionales era tanto mayor
cuanto más variadas eran las disposiciones de pobres. Tras la Restauración, se
votó el Act of Settlement and Removal para proteger a las «mejores» parroquias
de la afluencia de pobres. Pasado un siglo, Adam Smith arremetió contra esta Ley
porque inmovilizaba a la gente e impedía a los individuos encontrar trabajos
útiles, al tiempo que impedía al capitalista encontrar trabajadores. Sólo la
buena voluntad del magistrado local y de las autoridades parroquiales podían
permitir que un hombre residiese en una parroquia que no era la suya; de otro
modo, podía ser objeto de expulsión, incluso si poseía buena reputación y
contaba con un empleo. La igualdad y la libertad, fundamento del estatuto
jurídico de los individuos, estaban por consiguiente sometidas a limitaciones
draconianas. Iguales ante la ley y libres para disponer de sí mismos, no tenían
la libertad de escoger su profesión o la de sus hijos, ni la de establecerse
donde les apeteciese; y estaban obligados a trabajar. El conjunto formado por
los dos grandes cuerpos legales isabelinos citados y por la Ley de domicilio
constituyó a la vez una carta de libertad para el pueblo y la consagración de
sus incapacidades legales.
La Revolución industrial estaba ya bastante
desarrollada cuando, en 1795, las necesidades de la industria eran cada vez más
imperiosas, cuando la Ley de 1662 fue parcialmente abolida al igual que la
servidumbre parroquial, a la vez que se restablecía la movilidad física del
trabajador. A partir de entonces era posible crear un mercado de trabajo a
escala nacional. Exactamente ese mismo año se instituyó, como es bien sabido,
una práctica de la administración de las leyes de pobres que suponía el abandono
del principio isabelino del trabajo forzado. Speenhamland aseguró el «derecho a
vivir»; se generalizó la ayuda a los salarios, a lo que se añadió la ayuda a las
familias estos socorros debían de ser concedidos a domicilio, es decir, sin
enviar a los beneficiarios a las workhouses. Por muy ajustado que fuese el
baremo de los subsidios era suficiente para asegurar la subsistencia más
elemental. Se trataba de un retorno al espíritu de reglamentación y a un
paternalismo a ultranza, justo en el momento en el que a simple vista parecía
que la máquina de vapor exigía la libertad a grandes voces y cuando las máquinas
reclamaban brazos humanos. La Ley de Speenhamland coincidió, por lo tanto, en el
tiempo con la desaparición de la Ley de domicilio. La contradicción resultaba
flagrante: la Ley de domicilio era abolida porque la Revolución industrial
exigía una reserva nacional de obreros que se ofreciesen a trabajar a cambio de
un salario, mientras que Speenhamland erigía en norma general que ningún hombre
debía temer al hambre y que la parroquia lo mantendría a él y a su familia,
cualquiera que fuese la escasez de sus recursos. Las dos políticas industriales
eran, pues, totalmente contradictorias. ¿Qué otra cosa se podría esperar del
simultáneo desarrollo de su aplicación que no fuese una atrocidad social? La
generación de Speenhamland no tuvo, sin embargo, conciencia de lo que estaba
sucediendo. En los albores de la más grande revolución industrial de la historia
no era perceptible ningún signo, ningún presagio. El capitalismo llegó sin haber
sido anunciado previamente. Nadie había previsto la aparición de una industria
fundada en la máquina, que se convirtió así en una completa sorpresa. De hecho,
Inglaterra esperó durante un tiempo una permanente recesión del comercio
exterior y, cuando los obstáculos cedieron, una irresistible cuchilla segó la
hierba del viejo mundo dejando el campo libre a una economía planetaria.
Nadie sin embargo, hasta 1850, fue capaz de
anunciar con certeza este nuevo panorama. Se entiende así cómo la recomendación
de los magistrados de Speenhamland responde a una ignorancia de lo que implicaba
globalmente la evolución a la que debían hacer frente. Se puede tener la
impresión retrospectiva de que intentaron lo imposible y de que, aún más, lo
consiguieron por medios cuyas contradicciones internas deberían haber sido
percibidas en la época de un modo claro. De hecho, consiguieron alcanzar su
objetivo, que era el de proteger a los pueblos de la dislocación, mientras los
efectos de su política únicamente resultaron desastrosos en ámbitos que no
habían previsto. La política de Speenhamland fue el resultado de una fase
específica de la creación de un mercado de la fuerza de trabajo, y hay que
comprenderla a la luz de la idea que se hacían de la situación quienes estaban
en posición de formular una política semejante. Considerado desde este ángulo,
el sistema de socorros aparece como un dispositivo urdido por el poder de los
propietarios de tierras para responder a una situación en la que la movilidad
física ya no podía ser negada a la mano de obra, mientras que el squire deseaba
evitar esa conmoción de las condiciones locales aumento de salarios incluido que
suponía la aceptación de un mercado nacional libre del trabajo.
Así pues, la dinámica de Speenhamland se
nutrió de las propias circunstancias que hicieron posible su origen. El aumento
del pauperismo rural fue el primer síntoma del desbarajuste que se avecinaba.
Nadie, sin embargo, parecía ser consciente de ello en la época. Nada era
entonces menos evidente que la relación entre la pobreza rural y el impacto del
comercio mundial. Los contemporáneos no tenían ninguna razón para establecer
lazos de unión entre el número de pobres de las parroquias y el desarrollo del
comercio por los Siete Mares. Normalmente se atribuía el incremento inexplicable
del número de pobres a los métodos utilizados por la administración de las leyes
de pobres, explicación para la que no faltaban razones. En realidad, más allá de
las apariencias, el siniestro crecimiento del pauperismo rural estaba
directamente relacionado con la tendencia de la historia económica en general.
Esta relación, sin embargo, apenas resultaba entonces perceptible. Decenas de
autores exploraron los canales de los que se servían los pobres para infiltrarse
en los pueblos y resulta sorprendente tanto el número como la diversidad de
razones aducidas para explicar este fenómeno. Pese a ello, sólo unos pocos
intelectuales pusieron el dedo en la llaga para señalar los síntomas
premonitorios de las dislocaciones que nosotros acostumbramos a asociar a la
Revolución industrial. Hasta 1785, la población inglesa no tuvo conciencia de
ninguno de los grandes cambios de la vida económica, si exceptuamos el
crecimiento irregular del comercio y el incremento del pauperismo.
¿De dónde provienen los pobres? Esta es la
cuestión que se planteaban un gran número de publicaciones, cada vez más
abundantes a medida que avanzaba el siglo XIX. Difícilmente se podía esperar que
las causas del pauperismo y los medios para combatirlo quedasen bien
diferenciados unos de otros en una literatura dominada por la creencia de que,
si bien sólo podían atenuarse los males más aparentes del pauperismo, éste
terminaría por desaparecer completamente. Hay un punto en el que todos parecían,
no obstante, estar de acuerdo y es la gran diversidad de causas que servían para
explicar de hecho este fenómeno. Entre ellas, pueden señalarse las siguientes:
la penuria de cereales; los salarios agrícolas demasiado elevados, que
provocaban el aumento de los precios de los productos alimenticios; los salarios
agrícolas demasiado bajos; salarios urbanos demasiado altos; la irregularidad
del empleo en las ciudades; la desaparición de la pequeña propiedad agrícola; la
incapacidad del trabajador urbano para los trabajos rurales; la negativa de los
agricultores a pagar salarios más altos; el miedo que tenían los propietarios
agrícolas a que se redujesen los arrendamientos si se pagaban salarios más
altos; la incapacidad de las workhouses para competir con las máquinas; la
ausencia de economía doméstica; los alojamientos incómodos; los regímenes
alimenticios fundados en estrechos prejuicios; la toxicomanía.
Algunos autores echaban la culpa a una nueva
raza de grandes ovejas; otros consideraban que los culpables eran los caballos
que debían de ser reemplazados por bueyes y no faltaban los que opinaban que
existían demasiados perros. Algunos creían que los pobres debían de comer menos
pan y beber más de todo; mientras que otros estimaban que, incluso si se
alimentaban con «el mejor pan », « no se les debía de echar en cara ». Se
pensaba que el té ponía en peligro la salud de muchos pobres, mientras que la
«cerveza casera» la restablecía. Los más convencidos afirmaban que el té no era
mejor que el peor de los alcoholes. Cuarenta años más tarde, Harriet Martineau
pensaba todavía que para reducir el pauperismo había que predicar las ventajas
de la renuncia al hábito de tomar el té. Es cierto que numerosos autores
deploraban el desarraigo provocado por las enclosures, mientras que otros
insistían en el daño que causaban al empleo rural las fluctuaciones por las que
atravesaban los obreros de las manufacturas. Pero la impresión que, en términos
generales, prevaleció, fue que el pauperismo constituía un fenómeno sui generis,
una enfermedad social debida a todo tipo de causas, la mayor parte de las cuales
se habían agudizado por la incapacidad de la legislación sobre los pobres para
proporcionar el remedio adecuado.
La respuesta correcta era seguramente que la
agravación del pauperismo y el aumento de las tasas respondían al crecimiento de
lo que hoy denominaríamos el paro invisible. Este hecho no resultaba evidente en
una época en la que el propio empleo era, por regla general, invisible, como
necesariamente tenía que ser, hasta cierto punto, tratándose de la industria a
domicilio. Subsisten, sin embargo, cuestiones como la siguiente: ¿Cómo explicar
ese aumento del número de parados y de subempleados? ¿Por qué los signos
anunciadores de los cambios inminentes de la industria escaparon a la
observación de los contemporáneos más lúcidos? La explicación reside en primer
lugar en las excesivas fluctuaciones que sufrió el comercio en un primer momento
y que no salieron a la luz. Si el incremento del comercio en términos absolutos
daba cuenta del incremento del empleo, las fluctuaciones explicaban, mucho
mejor, por su parte, el paro. Pero, cuando la elevación del nivel general del
empleo era lenta, el aumento del paro y del subempleo tendía a ser más rápido.
De este modo, la formación de lo que Friedrich Engels ha denominado el ejército
industrial de reserva, tuvo un peso mucho más considerable que la creación del
ejército industrial propiamente dicho. Todo este proceso tuvo una consecuencia
importante: resultaba fácil pasar por alto que existía una relación entre el
paro y el aumento del comercio global. Si algunas veces se percibía que el
crecimiento del desempleo se debía a las fuertes fluctuaciones del comercio, no
se percibía que estas fluctuaciones participaban de un proceso subyacente cuya
amplitud era todavía mayor, es decir, el crecimiento general de un comercio
fundado cada vez más en las manufacturas. Para los contemporáneos no parecía
existir una relación entre estas manufacturas, esencialmente urbanas y el fuerte
crecimiento del número de pobres en el campo.
El crecimiento del conjunto del comercio hizo
que se inflase el volumen del empleo, mientras que la división territorial del
trabajo, a la que se sumaban las fluctuaciones fuertes del comercio, condujo a
una grave desorganización de los oficios tanto en los pueblos como en las
ciudades, lo que supuso un rápido incremento del desempleo. El rumor decía que
se encontraban lejos, en otros lugares, elevados salarios, si bien los pobres no
estaban contentos ya con los que les aseguraba la agricultura y empezaron a
cobrar aversión a estos salarios mal retribuidos. Las regiones industriales en
esta época aparecían como un país nuevo, otra América que atraía a los
emigrantes por millares. La emigración iba acompañada habitualmente de una
importante emigración de retorno. El hecho de que existiese este reflujo hacia
el campo parece confirmar la hipótesis de que no se produjo una disminución
absoluta de la población rural. Así se asiste a un desarraigo acumulativo de la
población, a medida que diferentes grupos se dejan atraer durante períodos
variables por el empleo industrial y comercial, grupos que eran más tarde
abandonados a la deriva, lo que los reconducía a su hábitat rural de origen.
Una gran parte de los desgastes sociales
causados al campo inglés provinieron, en primer lugar, de la acción
desorganizadora que el comercio ejerció directamente sobre el propio campo. La
Revolución agraria precedió claramente a la Revolución industrial. El cierre de
las tierras comunales, las enclosures, y las concentraciones de tierras que
acompañaron a un nuevo progreso importante de los métodos agrícolas, tuvieron un
poderoso efecto de cambio. La guerra contra los cottages, la absorción de sus
huertos y de sus tierras colindantes, así como la confiscación del terreno de
uso de las tierras comunales, privaron a la industria a domicilio de sus dos
principales pilares: las ganancias familiares y el soporte agrícola. Mientras la
industria a domicilio estuvo complementada por las facilidades y las comodidades
provenientes de un pequeño huerto, de un trozo de terreno o de los derechos de
pasto, el trabajador no dependía enteramente de sus ganancias en dinero: el
campo de patatas o las ocas, una vaca o, incluso, un asno en las tierras
comunales constituían otro panorama; y las ganancias familiares jugaban el papel
de una especie de seguro contra el paro. Era, pues, inevitable que la
racionalización de la agricultura cortase las raíces del trabajador y pusiese en
peligro su seguridad social.
En las ciudades, los efectos de esta nueva
plaga que era la fluctuación del empleo se manifestaban claramente. Se pensaba
generalmente que el trabajo en la industria carecía de futuro. «Los obreros que
hoy tienen pleno empleo pueden encontrarse mañana en la calle mendigando su
pan...» escribía David Davies, quien añadía además: «La incertidumbre de la
situación de los trabajadores es el resultado más perverso de estas
innovaciones».
«Cuando una ciudad que tiene una manufactura
se ve privada de ella, sus habitantes sufren, por decirlo así, una parálisis, y
se convierten instantáneamente en una clientela para los socorros parroquiales.
Pero el mal no muere con esta generación...». En efecto, durante este mismo
tiempo, la división del trabajo ejerce su venganza, y resulta así vano que el
artesano sin trabajo regrese a su pueblo, ya que «el tejedor no sabe emplear sus
manos en otra cosa». La irreversibilidad fatal de la urbanización producía el
hecho que Adam Smith había previsto, cuando describía al trabajador industrial
como intelectualmente inferior al más pobre de los trabajadores de la tierra, ya
que estos últimos podían, por lo general, dedicarse a cualquier tarea. Sin
embargo, hasta la época en que Adam Smith publica su Riqueza de las naciones, el
pauperismo no había aumentado de forma alarmante.
A lo largo de los veinte años siguientes, el
panorama se modificó a gran velocidad. Burke, en los Thoughts and Details on
Scarcity que presentó a Pitt en 1795, admitía que a pesar del progreso general
había existido «un reciente ciclo desafortunado de veinte años». En realidad,
durante los diez años que siguieron a la guerra de los Siete Años 1763, el
desempleo aumentó de manera notable y con él los socorros a domicilio. Por
primera vez se comprobó que un boom comercial iba acompañado de síntomas de una
creciente necesidad entre los pobres. Esta aparente contradicción se iba a
convertir en Occidente, para la siguiente generación, en el más inquietante de
los fenómenos que de forma persistente se manifestaban en la vida social. El
espectro de la superpoblación comenzaba a inquietar las conciencias. William
Townsend en su Dissertation on the Poor Laws lanzó el siguiente aviso: «Si
exceptuamos la especulación, resulta un hecho comprobado en Inglaterra que
disponemos de más almas de las que podemos alimentar y de muchas más de las que
podríamos emplear útilmente en el actual sistema jurídico». En 1776, Adam Smith
reflejaba el sentimiento de un progreso tranquilo. Townsend, que escribía diez
años más tarde, veía ya avecinarse el filo de la guadaña.
Y, sin embargo, muchos acontecimientos iban a
producirse antes del día en el que un hombre tan alejado de la política y tan
favorecido por el éxito como el escocés Telford – constructor de puentes y
hombre realista diese libre curso a amargas lamentaciones y declarase que había
que esperar muy pocos cambios de las formas habituales de gobierno y que la
revolución era la única esperanza. Estas reflexiones se produjeron cinco años
después de las reflexiones optimistas de Adam Smith. Un solo ejemplar de los
Derechos del hombre y del ciudadano de Paine, que Telford envió a su pueblo de
origen, provocó un motín. París catalizaba entonces la fermentación de Europa.
Canning estaba convencido de que la
legislación sobre los pobres había salvado a Inglaterra de una revolución.
Pensaba concretamente en los años de 1790 y en las guerras con Francia. Una
nueva fiebre de cercados hizo descender el nivel de vida de los pobres en las
zonas rurales. J. H. Clapham, apologista de estas enclosures, reconoció «la
sorprendente coincidencia entre las regiones en las que los salarios tuvieron el
aumento más sistemático procedente de los impuestos para los pobres y aquellas
que contaban con el mayor número de enclosures». En otros términos, si no
hubiese sido por la ayuda a los salarios, los pobres se habrían encontrado por
debajo del mínimo nivel de subsistencia en amplias zonas de la Inglaterra rural.
Los incendios de almiares causaban estragos. El Popgun Plot encontró una amplia
resonancia. Los motines eran frecuentes, y los rumores de asonadas más
frecuentes aún. En Hampshire y también en otros lugares los tribunales
amenazaron con aplicar la pena de muerte a quienes intentasen «hacer descender
por la fuerza el precio de las mercancías, tanto en el mercado como en los
caminos». Al mismo tiempo, los magistrados del mismo condado reclamaban, sin
embargo, insistentemente la concesión general de subvenciones a los salarios. La
hora de la acción preventiva, evidentemente, había llegado.
¿Cómo explicar que entre todas las posibles
vías de salida se eligiese entonces la que se reveló más tarde como la más
impracticable? Consideremos la situación y los intereses en juego. El squire y
el pastor gobernaban el pueblo. Townsend resume el panorama del momento cuando
afirma que el gentleman terrateniente mantenía las manufacturas «a la distancia
conveniente», pues «consideraba que las manufacturas fluctúan; que la ventaja
que puede sacar de ellas es muy inferior a la carga que implica para sus
bienes...». Esta carga consistía principalmente en dos efectos, aparentemente
contradictorios, que provocaban las manufacturas: el incremento del pauperismo y
el aumento de los salarios. Esos dos efectos, sin embargo, no eran
contradictorios más que si se suponía la existencia de un mercado concurrencial
del trabajo, que habría generado la tendencia a la disminución del paro
reduciendo los salarios de quienes tenían un empleo. En ausencia de tal mercado
la Ley de domicilio estaba todavía vigente, pauperismo y salarios podían
aumentar simultáneamente. En estas condiciones, el «coste social» del desempleo
urbano repercutía en primer lugar en los pueblos de origen, a los que con
frecuencia retornaban los parados. Los elevados salarios de las ciudades
constituían un peso mucho más gravoso sobre la economía rural. Los salarios
agrícolas eran superiores a lo que el farmer podía soportar, aunque inferiores a
lo que permitía al obrero agrícola subsistir. Parece evidente que el propietario
agrícola no podía competir con los salarios urbanos. Por otra parte, existía
generalmente un acuerdo tácito sobre la necesidad de abolir o al menos de
dulcificar la Ley de domicilio, de tal modo que se ayudase a los trabajadores a
encontrar empleo y a los patronos a encontrar trabajadores. Se estimaba que esto
acrecentaría en todas partes la productividad del trabajo y haría disminuir el
peso real de los salarios. Pero la cuestión inmediata de la diferencia de
salarios entre el campo y la ciudad se haría mucho más apremiante para el
primero si se permitía que los salarios «encontrasen su propio nivel». El flujo
y reflujo del empleo industrial, en alternancia con los espasmos del desempleo,
conmocionaban más que nunca la vida de las comunidades rurales. Era preciso
construir un dique que protegiese a las comarcas rurales de la riada producida
por la subida de salarios. Había que encontrar métodos para defender la vida
rural de la dislocación social, reforzar la autoridad tradicional, impedir la
sangría de la mano de obra rural y aumentar los salarios agrícolas sin apremiar
demasiado al agricultor. La ley de Speenhamland fue el instrumento apropiado.
Arrojada en las turbulentas aguas de la Revolución industrial, estaba condenada
a provocar un remolino económico. El squire, cuyos intereses prevalecían en el
pueblo, estimaba sin embargo que esta ley, por sus efectos sociales, servía
perfectamente para afrontar la situación. Desde el punto de vista de la
administración de la legislación sobre los pobres, Speenhamland representó un
cruel paso atrás. La experiencia de doscientos cincuenta años había mostrado que
la parroquia era una unidad demasiado pequeña para administrar la Ley de pobres,
ya que no se podía hacer frente de un modo idóneo al problema planteado por los
indigentes mientras no se distinguiese entre los pobres válidos, por una parte,
y los niños, enfermos y viejos, por otra. Es como si en la actualidad un
ayuntamiento intentase gestionar por sí solo el seguro de desempleo, o como si
este seguro se confundiese con la ayuda a los jubilados. En suma, únicamente
durante cortos períodos, la administración de la Ley de pobres resultó más o
menos eficaz y ello cuando era a la vez nacional y diferenciada. Uno de estos
períodos es el que va de 1590 a 1640, bajo Burleigh y Laúd, cuando la Corona
administró la Ley de pobres por medio de los jueces de paz y cuando se lanzó un
ambicioso programa de construcción de albergues al mismo tiempo que se imponía
la obligación de trabajar. La Commonwealth (16421660) destruyó no obstante de
nuevo lo que entonces se denunció como el gobierno personal de la Corona; por
ironías del destino la Restauración completó la obra de la Commonwealth. La Ley
de domicilio de 1662 confirió por largo tiempo a la Ley de pobres la base
restringida de la parroquia ya que hasta el tercer decenio del siglo XVIII la
legislación dejó de interesarse por la pobreza. En fin, en 1772 comenzaron los
esfuerzos en una perspectiva diferenciadora. Workhouses, distintas de las
poorhouses locales, debían ser construidas entre varias parroquias. Se autorizó
la concesión circunstancial de socorros a domicilio, porque para entrar en las
workhouses era preciso demostrar previamente que se padecía necesidad. En 1782,
con la Ley Gilbert, se hizo un gran esfuerzo para ampliar las unidades
administrativas, promoviendo la creación de parroquias unidas. En esta época, se
pidió que las parroquias buscasen empleos a las personas útiles de la comarca.
Esta política debía de completarse mediante socorros a domicilio e, incluso,
mediante complementos salariales, con el fin de que disminuyese el coste de los
socorros a los pobres útiles. A pesar de que la creación de uniones de
parroquias no era obligatoria, sino simplemente aconsejada, suponía un progreso
hacia unidades administrativas mayores, así como en vistas a la diferenciación
de las diversas categorías de pobres asistidos. La Ley Gilbert, a pesar de los
defectos del sistema, fue por tanto una tentativa en la buena vía, y, mientras
los socorros a domicilio y los complementos salariales no fuesen más que
auxiliares de una legislación social positiva, no tenían por qué resultar
fatales para una solución racional. Speenhamland puso punto final al movimiento
de reforma. Al generalizar los socorros a domicilio y los complementos
salariales, esta ley no siguió los pasos, como se ha afirmado erróneamente, de
la Ley Gilbert, sino que invirtió totalmente la tendencia y demolió por completo
el sistema legal isabelino relativo a los pobres. La distinción tan
trabajosamente conseguida entre workhouse y poorhouse carecía, pues, ya de
sentido. Las diversas categorías de indigentes y de pobres útiles se
confundieron a partir de ahora en una masa indiferenciada de pobreza
dependiente. De hecho se produjo todo lo contrario a un proceso de
diferenciación: la workhouse se fundió con la poorhouse y ésta última tendió
progresivamente a desaparecer; de nuevo la parroquia fue la única y última
unidad de ese verdadero broche de oro de degeneración institucional.
Speenhamland tuvo incluso como efecto el
refuerzo de la autoridad del squire y del pastor, en la medida en que tal cosa
fuese aún posible. La «beneficencia indiscriminada del poder», que los
inspectores de pobres tanto deploraban, no hubiese podido ejercerse mejor que en
esa especie de «socialismo tory», en el que los jueces de paz manejaban este
poder de beneficencia, mientras que era la clase media rural quien soportaba el
peso de los impuestos locales. La mayor parte de la yeomanry había desaparecido
desde hacía tiempo con las vicisitudes de la Revolución agrícola, y a los ojos
de los potentados agrícolas, los arrendatarios vitalicios y los propietarios
únicos ocupantes que quedaban tendían a confundirse con los cottagers y los que
poseían parcelas, formando todos ellos una clase social. Dichos potentados no
distinguían muy bien entre los necesitados y aquellos con recursos que en un
momento dado podían encontrarse en un estado de necesidad; desde la atalaya en
la que contemplaban la dura vida del pueblo no parecía que existiese una línea
de demarcación clara entre los pobres y los indigentes, y, después de un mal
año, no se sorprendían quizás excesivamente al saber que un pequeño farmer
tendría que vivir «de los impuestos» después de haberse visto arruinado. En
realidad, estos casos no eran frecuentes, pero la posibilidad misma de que se
produjesen ponía de evidencia el hecho de que un cierto número de contribuyentes
eran pobres. En general, la relación que existía entre el contribuyente y el
indigente era un tanto parecida a la que existe en nuestra época entre el que
tiene un empleo y el parado; distintos sistemas de seguros hacen recaer en el
que trabaja la carga de mantener al parado temporal. El contribuyente típico sin
embargo no tenía habitualmente derecho a los socorros, y el obrero agrícola
medio no pagaba tasas. Desde el punto de vista político, Speenhamland reforzó
las ventajas que el squire tenía sobre los pobres del pueblo, mientras que
debilitó las que tenía la clase media rural.
El elemento más irracional del sistema era la
economía propiamente dicha. A la pregunta «¿quién paga Speenhamland?» resultaba
difícil encontrarle una respuesta. Lo fundamental de la carga incumbía
directamente por supuesto a los contribuyentes, pero los agricultores obtenían
una compensación parcial con los bajos salarios que debían de pagar a sus
obreros bajos salarios que provenían directamente del sistema de Speenhamland;
por otra parte, el farmer obtenía con frecuencia la devolución de una parte de
sus impuestos, siempre que estuviese dispuesto a emplear a un campesino que, de
otro modo, tendría que ser socorrido. De aquí se deriva la tendencia a poner al
amparo del sistema las cocinas y los corrales de granjas superpobladas de brazos
inútiles, entre los que no faltaban los poco esforzados. Por lo que se refiere
al trabajo realizado por quienes eran de hecho asistidos, se lo podía obtener
todavía más barato. Tenían con frecuencia que trabajar esporádicamente en
diferentes lugares como roundsmen, pagados únicamente con alimentos o vendidos
al mejor postor en los corrales del pueblo por algunos peniques al día. El valor
de este trabajo forzado, por así decir servil, es otra cuestión. Para coronar
este sistema se atribuían a veces a los pobres ayudas domiciliarias, mientras
que los propietarios de los cottages sin escrúpulos hacían dinero pidiendo por
estos alojamientos insalubres alquileres desorbitados; era probable además que
las autoridades del pueblo cerrasen los ojos ante esta situación siempre que se
pagasen los impuestos sobre estos tugurios. Es evidente que semejante
entrecruzamiento de intereses mina todo el sentido de las responsabilidades
económicas y favorece todo tipo de pequeñas corrupciones.
Speenhamland, sin embargo, en un sentido más
amplio resultó rentable. Este sistema se inició como una forma de ayuda a los
salarios, aparentemente para beneficio de los asalariados, pero de hecho los
recursos públicos se utilizaron para subvencionar a los patronos. El sistema de
subsidios produjo como principal efecto el descenso de los salarios por debajo
del nivel de subsistencia. En las regiones completamente pauperizadas, los
agricultores no contrataban a trabajadores agrícolas poseedores todavía de una
parcela de tierra, «puesto que ningún poseedor de bienes tenía derecho a los
socorros parroquiales y el salario normal era tan bajo que, sin algún tipo de
subsidio, no era suficiente para un hombre casado». El resultado fue que, en
determinadas regiones, sólo quienes se beneficiaban de un subsidio tenían la
posibilidad de ser empleados, mientras que quienes intentaban vivir al margen de
las ayudas de los contribuyentes y ganar la vida con su propio esfuerzo no
encontraban fácilmente trabajo. En el conjunto del país, sin embargo, la mayoría
de los trabajadores pertenecía sin duda alguna a este último grupo y los
propietarios, en tanto que clase, obtenían con ello un beneficio suplementario
puesto que se beneficiaban de la debilidad de los salarios, sin tener que
remediar la situación teniendo que recurrir al producto de los impuestos. Un
sistema tan antieconómico estaba condenado a la larga a afectar a la
productividad del trabajo, y a provocar una disminución de los salarios normales
y, en fin, hasta del propio baremo fijado por los magistrados en beneficio de
los pobres. En los años 1820, el baremo del pan fue de hecho rebajado en
diversos condados, y los miserables ingresos de los pobres se vieron así todavía
más mermados. Entre 1815 y 1830 el baremo de Speenhamland que era, poco más o
menos, el mismo para todo el país, sufrió la amputación de casi un tercio
(también esta reducción fue prácticamente universal)... Clapham se pregunta si
la rémora total de los impuestos ha sido tan pesada como parecen hacernos creer
las protestas que surgieron de un modo bastante inesperado. Y tiene razón, pues
si el aumento de los impuestos fue espectacular, hasta el punto de que debió ser
percibido en determinadas regiones como si se tratase de una calamidad, parece
muy probable que lo que ha dado origen a la exaltación crítica no fue tanto el
propio impuesto, cuanto el efecto económico de la ayuda a los salarios sobre la
productividad del trabajo. La Inglaterra meridional, que fue la que más
duramente sufrió las consecuencias, no llegaba a gastar el 3,3% de sus rentas en
impuestos para los pobres carga que Clapham estimaba muy soportable, si se tiene
en cuenta que una parte considerable de esta suma «iba a parar a los pobres bajo
forma de salario». De hecho, en los años 1830, el monto total de los impuestos
no dejó de disminuir y, teniendo en cuenta el aumento del bienestar nacional, es
probable que su peso relativo disminuyese todavía más rápidamente. En 1818, las
cantidades realmente gastadas en socorros a los pobres representaban en total
cerca de ocho millones de libras; en 1826, habían descendido progresivamente
hasta alcanzar la cifra de menos de seis millones, mientras que la renta
nacional crecía rápidamente. Y, a pesar de todo, las críticas contra
Speenhamland eran cada vez más virulentas pues, según parece, la deshumanización
de las masas empezaba a paralizar la vida nacional y, concretamente, a
obstaculizar las energías de la propia industria.
Speenhamland precipitó una catástrofe social.
Nos hemos acostumbrado a rechazar las sombrías descripciones de los inicios del
capitalismo, como si se tratasen de simples pretextos para ablandar fácilmente
los corazones. No hay nada que justifique, sin embargo, semejante actitud. El
cuadro que pinta Harriet Martineau, ardiente apóstol de la reforma de la Ley de
pobres, coincide con el de los propagandistas cartistas, organizadores de una
revuelta contra esta misma ley. Los hechos publicados en el famoso Repon of the
Commission on the Poor Law (1834), que preconizaba la inmediata abolición de la
Ley de Speenhamland, habrían podido servir como material a la campaña de Dickens
contra la política de esta Comisión. Ni Charles Kingsley ni Friedrich Engels, ni
Blake, ni Carlyle se equivocaron al afirmar que la imagen del hombre se había
visto profanada por una terrible catástrofe. Y, más impresionante aún que los
gritos de sufrimiento y de cólera modulados por poetas y filántropos, fue el
silencio glacial que mantuvieron Malthus y Ricardo sobre las escenas que
hicieron posible el nacimiento de su filosofía de maldición secular.
La conmoción social provocada por la máquina,
las condiciones en las que el hombre se veía condenado a partir de ahora a
servirla, tuvieron numerosas consecuencias, sin duda ninguna fatales. La
civilización rural de Inglaterra carecía de ese medio urbano del que surgieron
más tarde las ciudades industriales del continente europeo. En las nuevas
ciudades no existía una burguesía urbana establecida, ninguno de esos núcleos de
artesanos y obreros, de respetables pequeños burgueses y ciudadanos por cuyo
tamiz habrían podido asimilarse esos groseros laborers que, atraídos por los
altos salarios o expulsados de la tierra por las intrigas de los cercadores,
trajinaban en las primeras fábricas. La ciudad industrial de los Midlands y del
Noroeste era un desierto cultural; sus tugurios no hacían más que reflejar la
ausencia de tradiciones y la carencia de ese respeto por uno mismo que convierte
a un hombre en ciudadano. Arrojado en el triste barrizal de la miseria, el
campesino emigrante, es decir, el antiguo yeoman, o el copyholder se
transformaban rápidamente en indefinibles animales del fango. Y no es porque
estuviesen mal pagados ni, incluso, porque trabajasen demasiado tiempo cosa que
ocurrió con frecuencia y hasta el exceso, sino porque vivían ahora en
condiciones materiales que eran la negación misma de lo que se entiende por
forma humana de vida. Los negros de las selvas africanas, que se encontraban
apiñados en sótanos y que apestaban, palpitantes, en las bodegas de un navío
negrero, han podido sentir algo parecido a lo que ellos sentían. Pero, sin
embargo, todo esto no era irremediable. En la medida en que un hombre tuviese un
estatuto al que agarrarse, un modelo fijado por sus padres o por sus amigos
podía luchar para conservarlo y estar a gusto consigo mismo. Ahora bien, en el
caso del laborer esto sólo podía realizarse de una manera: constituyéndose en
miembro de una nueva clase. Si no era capaz de ganar su vida con su propio
trabajo, ya no era un trabajador, sino más bien un indigente. La suprema
abominación de Speenhamland consistió justamente en reducirlo artificialmente a
este estado. Un ambiguo acto de humanitarismo impidió que los laborers se
instituyesen en clase económica y los privó así del único medio para evitar la
suerte a la que estaban condenados por la gran máquina económica.
Speenhamland fue un instrumento fatal de la
desmoralización popular. Si una sociedad humana es una máquina que produce por
sí misma las condiciones para perpetuar los modelos sobre los que ha sido
construida, Speehamland fue un autómata destinado a destruir los modelos
susceptibles de fundar cualquier tipo de sociedad. Esta ley no hizo más que
promover el tiro al blanco y estimular a quienes pretendían sacar partido de su
supuesta deficiencia; enmascaró bajo formas seductoras el pauperismo y lo
promovió precisamente en el momento crítico en el que los hombres intentaban
evitar la suerte de los miserables. Una vez que el hombre entraba en un asilo
fracasaba generalmente si él y su familia habían pasado algún tiempo «viviendo
de los socorros», quedaba aprisionado en una trampa de la que difícilmente podía
ya salir. La cortesía y el amor propio nacidos de una tradición se degradaban
rápidamente en la promiscuidad de la poorhouse, en donde cada uno debía cuidar
de que no se lo considerase en mejor situación que a su vecino por miedo a verse
obligado a buscar trabajo en lugar de remolonear sin hacer nada gracias a la
asistencia comunal. «El impuesto para los pobres se había convertido en un botín
público (...). Para obtener su parte, los brutos maltrataban a los
administradores, los libertinos mostraban sus hijos bastardos a los que había
que alimentar, los perezosos se cruzaban de brazos y esperaban el momento
adecuado para beneficiarse, los muchachos y muchachas sin cultura se casaban,
los cazadores furtivos, ladrones y prostitutas la obtenían mediante
intimidación, los jueces rurales la prodigaban para hacerse populares y los
guardianes por comodidad. Así funcionaban los fondos de socorros (...)». «En
lugar del número necesario de trabajadores para cultivar la tierra, el
agricultor empleaba el doble, ya que los salarios eran pagados en gran parte a
partir de los impuestos. Estos obreros no estaban bajo su autoridad trabajaban o
no a su aire, dejaban que se degradase la calidad de la tierra y evitaban a la
vez que se empleasen mejores laborers, que habrían trabajado más duramente para
conservar su independencia. De este modo, los mejores caían al bajo nivel de los
peores; el cottager contribuyente, tras haber luchado en vano, iba a solicitar
un subsidio a la caja parroquial (...)». Así describe la situación Harriet
Martineau. Los tímidos liberales que escribieron más tarde han sido ingratos con
este apóstol de su propio credo que los precedió y que escribía con franqueza.
Y, sin embargo, incluso sus exageraciones, criticadas por sus sucesores, ponían
de relieve lo que estaba sucediendo. Harriet Martineau pertenecía a esa clase
media que vivía con dificultades y a quien su pobreza decente hacía más sensible
para percibir la complejidad moral de la legislación sobre los pobres.
Comprendía y expresaba claramente la necesidad que tenía la sociedad de una
nueva clase, una clase de «trabajadores independientes». Eran los héroes de sus
sueños y llega hasta poner en boca de un parado crónico, que rechaza los
socorros, las siguientes palabras dirigidas con orgullo a uno de sus colegas que
ha optado por ellos: «esta es mi posición y desafío a quien se atreva a
menospreciarme. Podría colocar a mis hijos en medio de la nave de la iglesia y
desafiar a quien se burlase de ellos y se riese de su posición social. Es
posible que existan personas más sabias y más ricas que yo, pero no más
honorables». Los notables de la clase dirigente aún no se habían dado cuenta de
que tenían necesidad de esta nueva clase de hombres. Martineau subrayaba «el
error vulgar de la aristocracia, que imaginaba que únicamente existía una clase
en la sociedad por debajo de la afortunada clase con la que se veía obligada a
establecer negocios». Lord Eldon deploraba, por su parte, al igual que otros más
precavidos, que «se incluyese bajo una sola rúbrica (las clases bajas) a todas
las personas situadas por debajo de los banqueros más ricos: manufactureros,
comerciantes, artesanos, obreros e indigentes (...). Como afirmaba Martineau con
pasión, de la diferenciación entre estas dos últimas categorías dependía el
futuro de la sociedad. «Fuera de la distinción entre soberano y sujeto, escribe,
no existe en Inglaterra diferencia social tan amplia como la que separa al
trabajador independiente del indigente, y confundirlos constituye una
manifestación de ignorancia, inmoralidad y ausencia de visión política».
Evidentemente, tales manifestaciones no corresponden en nada a los hechos;
Speenhamland había anulado la diferencia entre estos dos grupos sociales. Se
trataba, más bien, de la afirmación de una política que se basaba en una
previsión profética. Esta política era la de los comisarios de la reforma de la
legislación de pobres; la profecía anunciaba un mercado de trabajo libre y
concurrencial que tendría como consecuencia la formación de un proletariado
industrial. La abolición de Speenhamland fue la auténtica partida de nacimiento
de la clase obrera moderna, a quien sus inmediatos intereses destinaban a
convertirse en la clase protectora de la sociedad frente a los peligros
inherentes a la civilización de la máquina. Pero, cualquiera que fuese el futuro
reservado a esta clase, se puede decir que en la historia aparecieron a la vez
la economía de mercado y la clase obrera. El odio hacia los socorros públicos,
la desconfianza hacia la acción del Estado, el acento puesto en la
respetabilidad y la independencia permanecieron durante generaciones siendo las
características del obrero británico.
La abolición de Speenhamland fue obra de una
nueva clase social que hacía su entrada en la escena de la historia: la
burguesía inglesa. Los propietarios agrícolas no podían llevar a cabo la tarea
de transformar la sociedad en economía de mercado. Antes de que esta
transformación se iniciase con buen pie era necesario abolir decenas de leyes y
votar decenas de otras nuevas. El Parlamentary Reform Bill de 1832 privó a los
burgos en descomposición de su representación y concedió definitivamente el
poder, en la Cámara de los Comunes, a los plebeyos. Su primera gran medida de
reforma fue la abolición de Speenhamland. En la actualidad, cuando percibimos
bien hasta que punto los métodos paternalistas que implicaba esta ley se habían
incorporado a la vida del país, podemos comprender mejor por qué los partidarios
de la reforma, incluso los más radicales, dudaron a la hora de proponer un
período de transición inferior a diez o quince años. En realidad, la reforma se
produjo con tal brusquedad que resulta absurda la leyenda según la cual los
ingleses hacen las cosas paso a paso, leyenda cultivada inmediatamente después,
cuando se necesitaron argumentos contra una reforma radical. El choque brutal
causado por este acontecimiento se convirtió durante generaciones en una
pesadilla para la clase obrera inglesa. Esta operación, tan desgarradora, debe
su éxito, sin embargo, a la profunda convicción de amplias capas de la
población, incluidos los obreros, que creían que el sistema que aparentemente
los ayudaba en realidad los despojaba, y que el «derecho a vivir» era la
enfermedad que conducía a la muerte.
La nueva ley establecía que en el futuro no se
concedería ningún socorro a domicilio. La administración de los socorros debería
ser nacional y diferenciada. En este sentido constituyó también una reforma
completa. Naturalmente se puso fin a la ayuda a los salarios. El examen de
entrada a las workhouses fue restablecido, aunque en un sentido nuevo. Ahora el
candidato tenía que decidir si estaba tan desprovisto de recursos como para
tener que frecuentar por su propia voluntad un albergue que deliberadamente
había sido convertido en un espacio del horror. La workhouse se vio
estigmatizada, y residir en ella se convirtió en una tortura moral y
psicológica, en su interior se cumplimentaban las exigencias de higiene y
decencia, utilizadas en realidad como pretexto para llevar a cabo otras
desposesiones. Ya no eran los jueces de paz ni los inspectores locales quienes
debían de aplicar la ley, sino autoridades con competencias más amplias los
guardianes que ejercían una vigilancia central de carácter dictatorial. Incluso
la muerte de un indigente se convirtió en un acto en el cual, sus propios
semejantes, renunciaban a la solidaridad.
En 1834, el capitalismo industrial estaba a
punto de ponerse en marcha y la reforma de la legislación de pobres dio la señal
de salida. La Ley de Speenhamland, que había protegido a la Inglaterra rural y
por tanto a la población trabajadora en general contra la fuerza del mecanismo
de mercado, corroía a la sociedad hasta la médula. En el momento de su
abolición, masas enormes de trabajadores parecían más bien espectros que pueblan
las noches de pesadillas que seres humanos. Pero, si los obreros estaban
físicamente deshumanizados, las clases poseedoras estaban moralmente degradadas.
La unidad tradicional de una sociedad cristiana dejaba paso, en el caso de los
ricos, al rechazo a reconocer su responsabilidad en la situación en la que se
encontraban sus semejantes. Las «Dos Naciones» comenzaban a configurarse. Para
asombro de los espíritus reflexivos, una riqueza inaudita iba acompañada
inseparablemente de una pobreza también insólita. Los eruditos proclamaban al
unísono que se había descubierto una ciencia que no dejaba ninguna duda acerca
de las leyes que gobernaban el mundo de los hombres. En nombre de la autoridad
de estas leyes, desapareció de los corazones la compasión, y una determinación
estoica a renunciar a la solidaridad humana, en nombre de la mayor felicidad del
mayor número posible de hombres, adquirió el rango de una religión secular.
El mecanismo del mercado se fortalecía y
reclamaba a grandes voces la necesidad de alcanzar su culmen: era necesario que
el trabajo de los hombres se convirtiese en una mercancía. El paternalismo
reaccionario había intentado en vano oponerse a esta necesidad. Liberados de los
horrores de Speenhamland, los hombres se precipitaron ciegamente hacia el
refugio de una utópica economía de mercado.
CAPÍTULO
IX
PAUPERISMO Y UTOPÍA
El problema de la pobreza gravitaba en torno a
dos temas estrechamente ligados entre sí: el pauperismo y la economía política.
Aunque tenemos la intención de tratar separadamente su impacto sobre la
conciencia moderna, ambos forman parte de un todo indivisible: el descubrimiento
de la sociedad.
Hasta la época de Speenhamland había sido
imposible encontrar una respuesta satisfactoria al enigma de la pobreza. Existía
no obstante entre los pensadores del siglo XVIII una opinión común: la
indisolubilidad existente entre pauperismo y progreso. No es en las regiones
desérticas o en las naciones más bárbaras en donde se encuentra el mayor número
de pobres sino, como escribía John M'Farlane en 1782, en aquellas más fértiles y
civilizadas. El economista italiano Giammaria Ortes formula el axioma de que la
riqueza dé una nación corresponde a su población; y que su miseria corresponde a
su riqueza (1774). Incluso Adam Smith escribe, con su prudente estilo, que los
salarios más elevados no se dan en los países más ricos. M'Farlane no avanza,
pues, una opinión insólita cuando manifiesta su convicción de que, ahora que
Inglaterra se aproxima al cénit de su grandeza, «el número de pobres continuará
en aumento».1 Para un inglés, prever la estagnación del comercio consiste
simplemente en hacerse eco de una opinión generalizada, pues, si bien fue
sorprendente el crecimiento de las exportaciones durante el medio siglo que
precedió a 1782, más llamativos fueron aún los altibajos del comercio. Este
comenzaba por entonces a rehacerse del marasmo que había reducido la cifra de
exportaciones al nivel que presentaba casi un siglo antes. Para los
contemporáneos, la gran expansión del comercio y el aparente crecimiento de la
prosperidad nacional, que habían seguido a la guerra de los Siete Años,
expresaban clara y llanamente que tras Portugal, España, Holanda y Francia, le
había llegado su hora a Inglaterra. Este crecimiento rápido pertenecía ya al
pasado y no existía razón alguna para creer que continuarían las mejoras, ese
progreso que simplemente parecía ser la consecuencia de una guerra ganada. Como
ya hemos señalado, casi todo el mundo esperaba una disminución del comercio.
En realidad, la prosperidad estaba allí, a la
vuelta de la esquina, una prosperidad de proporciones gigantescas destinada a
convertirse en una nueva forma de vida y ello no sólo para un país, sino para
toda la humanidad. Ni los hombres de Estado, ni los economistas habían tenido,
sin embargo, la menor premonición de lo que se avecinaba. Por lo que se refiere
a los hombres de Estado, su indiferencia pudo prolongarse, ya que durante dos
generaciones todavía el crecimiento vertiginoso de las cifras del comercio no
hizo más que atenuar la miseria popular. Pero, en el caso de los economistas,
esta imprevisión fue particularmente funesta, puesto que elaboraron el conjunto
de su sistema teórico durante esta riada de «anormalidad», justo cuando un
formidable crecimiento del comercio y de la producción estaban acompañados de un
enorme aumento de la miseria humana los fenómenos aparentes sobre los que se
fundaron los principios de Malthus, de Ricardo y James Mill reflejaban
únicamente tendencias paradójicas que prevalecieron durante un período de
transición claramente definido.
La situación era ciertamente desconcertante.
Los pobres habían hecho su primera aparición en Inglaterra en la primera mitad
del siglo XVI. Se manifestaron en tanto que individuos no ligados a las casas
señoriales o a «una autoridad feudal», y su transformación progresiva en una
clase de trabajadores libres fue el producto, a la vez, de la feroz persecución
del vagabundeo y del impulso que recibió la industria del país, enormemente
apoyada por la expansión continua del comercio exterior. Durante el siglo XVII
el pauperismo es mencionado con mucha menos frecuencia, y hasta la tajante
medida que supuso la Ley de domicilio se adoptó sin mediar una discusión
pública. Cuando a finales de este siglo se retomó la discusión, la utopía de
Tomás de Moro y las antiguas leyes de pobres databan ya de más de ciento
cincuenta años, de tal forma que la disolución de los monasterios y la rebelión
de Kett estaban ya olvidadas desde hacía tiempo. Durante este periodo siempre
habían existido, aquí y allá, el cercamiento y el acaparamiento de tierras, por
ejemplo bajo el reinado de Carlos I, pero en términos generales las nuevas
clases ya estaban asentadas. Además, mientras que a mediados del siglo XVI los
pobres constituían un peligro para la sociedad sobre la que se abalanzaban como
si se tratara de un ejército enemigo, a finales del siglo XVII su presencia se
circunscribía casi exclusivamente al ámbito de la fiscalidad local. Por otra
parte, la sociedad ya no era una sociedad semifeudal sino una sociedad
semicomercial, en la que sus miembros representativos eran partidarios del
trabajo y no podían aceptar la opinión medieval según la cual la pobreza no era
un problema, ni tampoco la de los afortunados cercadores de tierras que opinaban
que los parados eran simplemente perezosos que no querían trabajar. A partir de
este momento las ideas sobre el pauperismo comenzaron a reflejar una perspectiva
filosófica que sustituía a las viejas cuestiones teológicas sobre el tema. Las
opiniones sobre los pobres coinciden cada vez más con las ideas sobre la
existencia. De ahí la diversidad y la aparente confusión de esas ideas, pero
también su interés excepcional para la historia de nuestra civilización.
Los cuáqueros, que han sido los pioneros en la
exploración de las modernas posibilidades de existencia, han sido los primeros
en reconocer que el paro involuntario debía de ser el resultado de algún defecto
existente en la organización del trabajo. Con la misma sólida fe que tenían en
sus métodos y en sus negocios aplicaron a sus pobres el principio del «ayúdate a
ti mismo», principio colectivo que practicaban ocasionalmente como objetores de
conciencia, cuando querían evitar mantener a las autoridades pagando su pensión
en la cárcel. Lawson, un cuáquero lleno de celo, publicó un Appeal to the
Parliament Concerning the Poor that there be no beggar in England a modo de
manifiesto en el que se proponía establecer bolsas de trabajo en el sentido que
tienen actualmente las oficinas de empleo. Esto ocurría en 1660. Diez años
antes, Henry Robinson había propuesto la creación de una «Oficina de direcciones
y encuentros». El gobierno de la Restauración favoreció, sin embargo, métodos
más realistas; la Ley de domicilio de 1682 iba directamente a contracorriente de
todo el sistema racional de bolsas de trabajo que habrían podido crear un
mercado de trabajo más amplio; la domiciliación (settlement), término utilizado
por vez primera en dicha Ley, ligaba el trabajo a la parroquia.
Tras la Gloriosa Revolución (1688) la
filosofía cuáquera encontró en John Bellers un verdadero adivino del curso que
iban a seguir las ideas sociales en un futuro muy próximo. Su propuesta de
establecer Colleges of lndustry, que data de 1695, surgió en la atmósfera de las
asambleas de menesterosos, en las que las estadísticas servían muchas veces para
dar una precisión científica a las acciones religiosas de asistencia 2; de este
modo, el tiempo de ocio obligado de los pobres podría reportar beneficios. Este
proyecto no se basa en los principios de una bolsa de trabajo sino en algo muy
diferente, en el intercambio de trabajo. En el primer caso la idea era encontrar
a alguien que emplease al parado, mientras que en el segundo los trabajadores no
tenían necesidad de un patrón, siempre y cuando pudiesen intercambiar
directamente sus trabajos. Como decía Bellers «el trabajo de los pobres es la
mina de los ricos», ¿por qué entonces no podían los pobres satisfacer sus
necesidades explotando esas riquezas en beneficio propio, obteniendo incluso
beneficios suplementarios? Bastaba con organizarlos en un College o corporación
en el que pudiesen realizar sus trabajos en común. Este proyecto ha estado en el
centro de todo el pensamiento socialista ulterior sobre la pobreza, ya se trate
de las Villages of Union de Owen, de los falansterios de Fourier, de los Bancos
de cambio de Proudhon, de los talleres nacionales de Louis Blanc, de los
Nationale Werkstátten de Lassalle, o incluso de los planes quinquenales de
Estalin.
El libro de Bellers contenía en germen la
mayoría de las proposiciones que han tenido que ver con la solución de este
problema desde que comenzaron a producirse las grandes conmociones creadas por
las máquinas en la sociedad moderna. «Esta asociación, este College, va a hacer
del trabajo y no del dinero el criterio a través del cual se van a evaluar toda
las cosas necesarias». Estaba prevista la formación de un «College de todo tipo
de oficios útiles en el que los trabajadores producirían sin descanso unos para
otros». La relación entre bonos de trabajo, ayuda y cooperación es
significativa. Los trabajadores, en número de trescientos, debían de mantenerse
a sí mismos y trabajar en común para ganarse estrictamente la subsistencia; «lo
que trabajasen de más debía de ser pagado». Es así como se combinaban las
raciones de subsistencia con una paga en función de los resultados obtenidos. En
el caso de algunas experiencias poco importantes de ayuda, el suplemento
económico iba a parar a la Asamblea de menesterosos y se gastaba en otros
miembros de la comunidad cuáquera. Este suplemento llegó a adquirir un gran
futuro: la idea nueva del beneficio era la panacea de esta época. ¡El proyecto
nacional de Bellers para la asistencia a los parados iba de hecho a convertirse
en la base misma del beneficio para los capitalistas! En el mismo año de 1696,
John Cary lanzó la Bristol Corporation for the Poor que, tras algunos éxitos al
principio, no consiguió proporcionar beneficios al igual que ocurrió con todas
las otras empresas del mismo género. Las propuestas de Bellers se basaban sin
embargo en la misma hipótesis que el sistema de tasas de trabajo ideado por John
Locke, según el cual los pobres de los pueblos debían de ser asignados a los
pagadores de impuestos locales para trabajar para ellos en un número
proporcional a la cuantía de sus contribuciones. Este fue el origen del sistema,
condenado al fracaso, de los roundsmen practicado bajo la Ley Gilbert. La idea
de que se podía acabar con el pauperismo se había implantado firmemente en las
conciencias.
Fue exactamente un siglo más tarde cuando
Jeremy Bentham, el más prolífico de todos los proyectistas sociales, discurrió
el plan de utilizar a gran escala a los indigentes para poner en funcionamiento
un mecanismo inventado por su hermano Samuel, todavía más imaginativo que él,
con el fin de trabajar la madera y el metal. «Bentham, dice Sir Leslie Stephen,
se había asociado a su hermano para inventar una máquina de vapor. De pronto se
les ocurrió la idea de emplear, en lugar del vapor, a los prisioneros». Esto
sucedía en 1794; pocos años después existía ya el plan panóptico de Bentham
gracias al cual las prisiones podían ser diseñadas para ser vigiladas con pocos
gastos y eficazmente. Decidió así aplicar a su fábrica esta idea, pero el lugar
de los prisioneros lo ocuparían los pobres. Pronto el invento de los hermanos
Bentham se convirtió en un plan general para resolver la cuestión social. La
decisión de los magistrados de Speenhamland, la propuesta de un salario mínimo
realizada por Whitbread, el proyecto de ley de Pitt, que se conoció en círculos
privados y estaba destinado a reformar la legislación de pobres, habían
convertido al pauperismo en un tema de actualidad entre los hombres de Estado.
Bentham, cuyas críticas al proyecto de Ley de Pitt se decía que habían provocado
la retirada de éste, se alistó en las filas de los Annals de Arthur Young y
formuló elaboradas propuestas (1797). Sus IndustryHouses, siguiendo el plan del
Panóptico cinco pisos divididos en doce sectores para la explotación del trabajo
de los pobres asistidos, debían ser dirigidas por un consejo de administración
central con sede en la capital que tendría por modelo el consejo de
administración de la Banca de Inglaterra; en dicho consejo tendrían voz todos
los miembros que poseyesen una parte equivalente a cinco o diez libras. Un texto
publicado pocos años más tarde decía: «una única autoridad debe de ser la
encargada de administrar los organismos de los pobres en todo el Sur de
Inglaterra, y una única fundación ha de encargarse de los gastos... Esta
autoridad será la de una sociedad de acciones la cual se denominará por ejemplo
Compañía nacional de caridad». Se deberían construir al menos doscientas
cincuenta IndustryHouses con cerca de quinientos mil pensionistas. El plan se
acompañaba de un análisis detallado de las diferentes categorías de parados y
anticipaba en más de un siglo los resultados de otros investigadores en este
campo. El espíritu clasificador de Bentham es una de las mejores muestras de sus
capacidades para el realismo. Distinguía los «trabajadores sin puesto de
trabajo», despedidos recientemente de un trabajo, de aquellos que no podían
encontrar empleo a causa de un «estancamiento accidental»; distinguía el
«estancamiento periódico» de los trabajadores de estación de los «trabajadores
neutralizados al convertirse en superfluos por la invención de las máquinas» o,
en términos todavía más modernos, de las personas en paro técnico; un último
grupo estaba formado por la «mano de obra desmovilizada», otra categoría moderna
puesta de relieve en la época de Bentham por la guerra contra Francia. La
categoría más significativa fue no obstante la de «estancamiento accidental» ya
mencionada, que, no sólo comprendía a los artesanos y a los artistas que
ejercían oficios «dependientes de la moda», sino también a un grupo mucho más
importante formado por los que estaban en el paro «tras el cierre generalizado
de las manufacturas». El plan de Bentham consistía nada menos que en sacar a
flote el ritmo de los negocios mediante la comercialización del paro a gran
escala.
Robert Owen reeditó en 1819 los planes de
Bellers, que contaban con más de ciento veinte años, con el fin de instituir los
Colleges of Industry. La crisis esporádica había adoptado ahora las proporciones
de un torrente de miseria. Sus Villages of Union se diferenciaban
fundamentalmente de las instituciones de Bellers en que eran mucho más grandes y
en que para la misma extensión de terreno (480 hectáreas) se servía de 1.200
personas. Entre los miembros del comité, que exhortaban a suscribir este plan
eminentemente experimental para resolver el problema del paro, figuraba un tal
David Ricardo que no era precisamente el más desconocido experto. No se
presentó, sin embargo, ningún suscriptor. Un poco más tarde el francés Charles
Fourier se vio ridiculizado al esperar, día tras día, por un promotor que se
decidiese a invertir en su plan del Falansterio, fundado en ideas muy semejantes
a las que patrocinaba uno de los más grandes expertos financieros de la época.
¿Acaso la firma de Robert Owen en New Lanark que contaba con Jeremy Bentham como
socio capitalista no se hizo célebre en el mundo entero gracias al éxito
económico de su proyecto filantrópico? Todavía no había una opinión definitiva
sobre la pobreza, ni era muy bien aceptado el extraer beneficio de los pobres.
Owen retomó de Bellers la idea de los bonos de
trabajo y la aplicó en 1832 en su National Equitable Labor Exchange, pero
fracasó. El principio, muy próximo, del automantenimiento económico de las
clases laboriosas una idea también de Bellers había inspirado dos años antes el
movimiento de las TradesUnions. Las TradesUnions eran una asociación general de
todos los oficios, de cualquier género que fuesen sin exceptuar los oficiales y
maestros de taller, que pretendían vertebrar la sociedad mediante
manifestaciones pacíficas. ¿Quién habría podido creer que se iban a convertir en
el embrión de todas las tentativas violentas del Gran Sindicato Único cien años
más tarde? En los planes para pobres apenas se puede distinguir entre
sindicalismo, capitalismo, socialismo y anarquismo. La Banca de Cambio de
Proudhon, primer gran gesto práctico del anarquismo filosófico que tuvo lugar en
1848, ha sido esencialmente un retoño de la experiencia de Owen. Marx, el
socialista de Estado, atacó con acritud las ideas de Proudhon y reclamó la
acción del Estado para proporcionar los capitales necesarios a ese tipo de
proyectos colectivistas, entre los que pasaron a la historia los de Louis Blanc
y Lassalle.
¿Por qué no se conseguía obtener dinero de los
indigentes? La razón era fundamentalmente económica y no encerraba ningún gran
misterio. Ciento cincuenta años antes Daniel Defoe la había expresado con
claridad en un folleto publicado en 1704 que bloqueó la discusión esbozada por
Bellers y Locke. Defoe insistía en el hecho de que, si los pobres eran
socorridos no querrían trabajar por un salario y que, si se los ponía a trabajar
para fabricar mercancías en instituciones públicas, se produciría como resultado
el paro en las manufacturas privadas. Su panfleto llevaba un título diabólico
Giving Alms no Charity and employing the Poor a Grievance to de Nation. Este
texto fue seguido por la fábula burlesca más conocida que el Dr. Mandeville
dedicó a las abejas cuya comunidad es próspera porque promueve la vanidad y la
envidia, el vicio y el consumo ostentoso. Pero mientras que el gracioso Dr.
Mandeville disfrutaba con una superficial parábola, el panfletario Defoe
planteaba uno de los problemas fundamentales de la nueva economía política. Su
ensayo fue rápidamente olvidado, si se exceptúan algunos círculos de la «base
política», pues así se denominaban en el siglo XVIII los problemas de
mantenimiento del orden, mientras que la parábola bastante superficial de
Mandeville excitaba la imaginación de hombres tan importantes como Berkeley,
Hume y Adam Smith. Evidentemente, en la primera mitad del siglo XVIII los bienes
muebles constituían un asunto de moral, mientras que no ocurría lo mismo con la
pobreza. Las clases puritanas se oponían a las formas feudales de manifiesto
despilfarro que su conciencia condenaba, considerándolas lujos y vicio, mientras
que tuvieron que reconocer, no sin resistencias, que, al igual que las abejas de
Mandeville, el comercio y la artesanía decaían rápidamente sin estos males.
Posteriormente, estos ricos comerciantes se tranquilizaron en lo que se refiere
a la moralidad de los negocios: las nuevas manufacturas de algodón no servían
para ostentación de los ociosos sino para satisfacer cotidianas necesidades
monótonas, y se crearon formas sutiles de despilfarro que pretendían ser menos
ostentosas pese a que eran aún más inútiles que las antiguas. La sátira de Defoe
sobre los peligros que se corren al socorrer a los pobres no era lo
suficientemente tópica como para penetrar en las conciencias preocupadas por los
riesgos morales de la riqueza; la Revolución industrial no había llegado aún. No
obstante, a su manera, la paradoja de Defoe anticipaba las perplejidades que se
avecinaban: «dar limosna no es hacer caridad» pues, al suprimir el aguijón del
hambre, se obstaculizan la producción y se crea simple y llanamente la escasez;
«emplear a los pobres es hacer un daño a la nación» ya que al crear empleos
públicos se aumenta la superabundancia de bienes en el mercado y se adelanta la
ruina de los negociantes privados. El cuáquero John Bellers y el periodista
oportunista Daniel Defoe, el santo y el cínico, en algún remoto lugar a
comienzos del siglo XVIII suscitaron cuestiones a las que, tras más de dos
siglos de trabajo y reflexión, de esperanzas y de sufrimientos, se iban a
aportar soluciones.
En la época de Speenhamland la verdadera
naturaleza del pauperismo aún permanecía oculta al entendimiento de los hombres.
Existía todavía un acuerdo unánime en pensar que era deseable que la población
fuese numerosa, lo más numerosa posible, puesto que el poder del Estado
consistía en el número de hombres. Se aceptaban también sin dificultad las
ventajas del trabajo a bajo precio, puesto que únicamente así las manufacturas
podían prosperar. Además, sin los pobres ¿dónde encontrar equipamientos para los
navíos y soldados para hacer la guerra? A pesar de todo, la pregunta sobre si el
pauperismo no era en realidad un mal estaba planteada. En todo caso ¿por qué los
indigentes no podían ser utilizados en beneficio del interés público del mismo
modo que de forma evidente servían a los intereses privados? No se podía dar
ninguna respuesta convincente a estas cuestiones. Por casualidad Defoe encontró
la verdad que, setenta años más tarde, no se sabe si comprendió Adam Smith: el
sistema de mercado no se había desarrollado aún y no se veía por tanto su
debilidad intrínseca. Ni la nueva riqueza, ni la nueva pobreza resultaban, por
tanto, comprensibles en aquella época.
La sorprendente convergencia existente entre
los proyectos de autores tan diferentes como Bellers el cuáquero, Owen el ateo y
Bentham el utilitarista, muestran que la cuestión estaba todavía en estado de
crisálida. Owen, socialista, creía apasionadamente en la igualdad de los hombres
y en sus derechos inscritos en la naturaleza, mientras que Bentham, por su
parte, despreciaba el igualitarismo, se reía de los derechos del hombre y se
inclinaba decididamente por el laissez faire. Y, sin embargo, los
«paralelogramos» de Owen se asemejan tan estrechamente a las IndustryHouses de
Bentham que uno podría pensar que habían constituido su única inspiración, si
olvidásemos lo que debe a Bellers. Estos hombres estaban los tres convencidos de
que una organización adecuada del trabajo de los parados debía de producir
beneficios. Bellers, el humanitario, esperaba emplear estos excedentes
principalmente, para aliviar a otros miserables; Bentham, el utilitarista
liberal, quería transferirlos a los accionistas; mientras que Owen, el
socialista, deseaba devolvérselos a los propios parados. Sus diferencias
expresan, sobre todo, los signos casi imperceptibles de discrepancias futuras,
mientras que sus ilusiones comunes manifiestan la misma concepción radicalmente
errónea de la naturaleza del pauperismo, en una economía dé mercado a punto de
nacer. Su principal diferencia, en el lapso de tiempo que los separa, consistía
en que el número de pobres se incrementaba de forma continua: en 1696, momento
en el que escribía Bellers, la cifra total de los impuestos locales se acercaba
a cuatrocientas mil libras; en 1796, cuando Bentham criticó el proyecto de Ley
de Pitt, superaba los dos millones; y en 1818, cuando Robert Owen apareció en
escena, la cifra se acercaba ya a los ocho millones de libras. Durante los
ciento veinte años que separan a Bellers de Owen, la población se había
posiblemente triplicado, pero los impuestos locales aumentaron veinte veces más.
El pauperismo se había convertido en una amenaza, pero su sentido no estaba
todavía claro para nadie.
CAPÍTULO X
LA ECONOMÍA POLÍTICA Y EL DESCUBRIMIENTO DE LA
SOCIEDAD
Para que el siglo XIX entrase en escena fue
preciso que se entendiese bien el significado de la pobreza. El momento de
ruptura se sitúa en torno al año 1780. En la gran obra de Adam Smith la
existencia de los pobres aún no constituye un problema. La cuestión será
evocada, diez años más tarde, de un modo muy general en la Dissertation on the
Poor Laws de Townsend y, durante siglo y medio, constituirá una preocupación
constante.
El cambio de atmósfera entre Adam Smith y
Townsend resulta verdaderamente sorprendente. Con el primero se cierra una época
que se había abierto con los inventores del Estado, Tomas Moro y Maquiavelo,
Lutero y Calvino; el segundo pertenece a ese siglo XIX durante el cual Ricardo y
Hegel descubrieron, desde posiciones opuestas, la existencia de una sociedad que
no está sometida a las leyes del Estado sino que, más bien por el contrario,
somete al Estado a sus propias leyes. Es cierto que Adam Smith analizó la
riqueza material como un campo específico de estudio, y también es verdad que,
puesto que lo hizo con un gran realismo, fundó una nueva ciencia, la economía.
La riqueza, a pesar de todo, constituye para él simplemente un aspecto de la
vida de la colectividad, a cuyos objetivos permanece subordinada; la riqueza es
un atributo de las naciones que luchan por la vida en la historia y no puede ser
disociada de ellas. Para Adam Smith, una variable de los factores que gobiernan
la riqueza de las naciones es el estado del país en su conjunto, su situación de
progreso, estacionaria o en declive. Otra variable es la necesidad primordial de
la seguridad, así como la necesidad del equilibrio entre las potencias; y otra
es también, la política del gobierno que favorece a la ciudad o al campo, a la
industria o a la agricultura. Adam Smith considera, pues, que la cuestión de la
riqueza puede ser planteada únicamente en el interior de una estructura política
determinada. Por riqueza entiende el bienestar material del «gran cuerpo del
pueblo». Nada en su obra deja traslucir que sean los intereses económicos de los
capitalistas los que imponen su ley a la sociedad, ni que sean los portavoces en
la tierra de la divina providencia, que gobierna el mundo económico como si se
tratase de una entidad separada. La esfera económica, según él, no está sometida
todavía a leyes autónomas que nos proporcionen un criterio del bien y del mal.
Smith ve la riqueza de las naciones como una
función de la vida nacional, física y moral; por esto su política naval se
adaptó perfectamente al Acta de navegación de Cronwell y, también por eso, sus
ideas sobre la sociedad humana se armonizaron con el sistema de los derechos
naturales de John Locke. A su juicio nada indica la presencia en la sociedad de
una esfera económica que podría llegar a convertirse en la fuente de la ley
moral y de las normas políticas. El interés personal nos sugiere pura y
simplemente aquello que, intrínsecamente, también beneficiará a los demás, de
modo semejante a como el interés personal del carnicero nos permite
beneficiarnos de una cena. Un optimismo general impregna todo su pensamiento, ya
que las leyes que gobiernan la parte económica del universo están en perfecta
armonía con el destino del hombre, como ocurre con todas aquellas que gobiernan
otros ámbitos. Ninguna «mano invisible» intenta imponernos los ritos del
canibalismo en nombre del interés personal. La dignidad del hombre es la de un
ser moral que, en tanto que tal, es miembro del orden cívico de la familia, del
Estado y de la «gran sociedad de la humanidad». Razón y humanidad fijan un
límite al trabajo a destajo; emulación y ganancia deben cederles el paso. Lo que
es natural es lo que está en conformidad con los principios inherentes al
espíritu humano, y el orden natural es aquél que está en armonía con estos
principios. Smith excluyó conscientemente del problema de la riqueza la
naturaleza en su sentido físico. «Cualesquiera que sean el suelo, el clima o la
extensión de un territorio de un determinado país, la abundancia o la escasez de
lo que se produce cada año debe de depender, en esta situación particular, de
dos circunstancias», a saber, la habilidad de los trabajadores y la proporción
entre los miembros útiles y los miembros ociosos de la sociedad. Únicamente se
tienen, pues, en cuenta los factores humanos, no los factores naturales.
Deliberadamente excluye, al comienzo mismo de su libro, los factores biológicos
y físicos. Los sofismas de los fisiócratas le han servido de advertencia, pues
en virtud de su predilección por la agricultura éstos se sintieron inclinados a
confundir la naturaleza física con la naturaleza del hombre, lo que les obligó a
defender que únicamente la tierra era verdaderamente creadora. Nada está más
alejado de la mentalidad de Adam Smith que esta glorificación de la physis. La
economía política debe ser una ciencia del hombre, ha de ocuparse de lo que es
consustancial al hombre, y no a la naturaleza.
Diez años más tarde, la Dissertation de
Townsend girará en torno al problema de las cabras y los perros. La escena se
desarrolla en la isla de Robinson Crusoe, en el Pacífico, a lo largo de la costa
de Chile. En esta isla Juan Fernández desembarcó algunas cabras que le
proporcionarían carne en el caso de que algún día retornase. Las cabras se
multiplicaron con una celeridad bíblica y se convirtieron en una reserva
alimenticia cómoda para los corsarios, principalmente ingleses, que
obstaculizaban el tráfico español. Para destruirlas, las autoridades españolas
soltaron en la isla un perro y una perra que, también ellos, se multiplicaron
ampliamente con el tiempo e hicieron disminuir el número de cabras que les
servían de alimento. «Así pues se restableció un nuevo equilibrio, escribe
Townsend. Los individuos más débiles de las dos especies fueron los primeros en
pagar su deuda con la naturaleza; los más activos y vigorosos se mantuvieron con
vida». Y a esto añade: «Es la cantidad de alimento lo que regula el número de
individuos de la especie humana».
Señalemos que no se ha conseguido mostrar la
veracidad de esta historia mediante una investigación bien documentada. Juan
Fernández parece que desembarcó las cabras, pero los legendarios perros son
descritos como dulces gatitos por William Funnell y, ni los perros ni los gatos,
que se sepa, se multiplicaron; además, las cabras vivían en macizos rocosos
inaccesibles, mientras que abundaban en las playas sobre este punto todo el
mundo está de acuerdo gruesas y sebosas focas que habrían constituido una presa
mucho más tentadora para los perros salvajes. De todos modos, el paradigma no
depende de un soporte empírico real. La falta de autenticidad histórica no es
óbice en absoluto para que Malthus y Darwin se hayan inspirado en esta historia:
Malthus la conoció a través de Condorcet y Darwin a través de Malthus. Sin
embargo, ni la teoría de la selección natural de Darwin, ni las leyes de
población de Malthus habrían podido llegar a ejercer una influencia apreciable
en la sociedad moderna, si Townsend no hubiese deducido de las cabras y de los
perros la siguientes máximas que deseaba aplicar en la reforma de las leyes de
pobres: «El hambre domesticará a los animales más feroces, enseñará a los más
perversos la decencia y la civilidad, la obediencia y la sujeción. En general,
únicamente el hambre puede espolear y aguijonear (a los pobres) para obligarlos
a trabajar; y, pese a ello, nuestras leyes han decretado que nunca deben pasar
hambre. Las leyes, hay que reconocerlo han dispuesto también que hay que
obligarlos a trabajar. Pero la fuerza de la ley encuentra numerosos obstáculos,
violencia y alboroto; mientras que la fuerza engendra mala voluntad y no inspira
nunca un buen y aceptable servicio, el hambre no es sólo un medio de presión
pacífico, silencioso e incesante, sino también el móvil más natural para la
asiduidad y el trabajo; el hambre hace posibles los más poderosos esfuerzos, y
cuando se sacia, gracias a la liberalidad de alguien, consigue fundamentar de un
modo durable y seguro la buena voluntad y la gratitud. El esclavo debe ser
forzado a trabajar, pero el hombre libre debe ser dejado a su propio arbitrio y
a su discreción, debe ser protegido en el pleno disfrute de sus bienes, sean
éstos grandes o pequeños, y castigado cuando invade la propiedad de su vecino».
He aquí un nuevo punto de partida para la
ciencia política. Al abordar la comunidad de los hombres por el lado animal,
Townsend cortacircuitó la supuesta cuestión inevitable acerca de los fundamentos
del gobierno, y, al hacerlo, introdujo un nuevo concepto legal en los asuntos
humanos, el de las leyes de la Naturaleza. El punto de vista geométrico adoptado
por Hobbes, así como el deseo ferviente que tenían Hume y Hartley, Quesnay y
Helvetius de encontrar leyes newtonianas en la sociedad, había sido algo
meramente metafórico: ardían en deseos de descubrir una ley tan universal para
la sociedad como lo era para la naturaleza la de la gravitación, pero se
imaginaban una ley humana, por ejemplo, una fuerza mental como el miedo para
Hobbes, la asociación en la psicología para Hartley, el interés personal en
Quesnay o la búsqueda de la utilidad en Helvetius. No se complicaban demasiado:
Quesnay, al igual que Platón, consideraba, en ocasiones, al hombre desde el
punto de vista del criador y Adam Smith no desconocía, sin duda, la relación
existente entre los salarios efectivos y la oferta de trabajo a largo plazo.
Aristóteles ya había mostrado, sin embargo, que únicamente los dioses o los
animales pueden vivir fuera de la sociedad, y el hombre no es ni dios, ni
animal. El abismo entre el hombre y la bestia forma parte también del
pensamiento cristiano; ninguna incursión en el terreno de los hechos
psicológicos puede confundir las teorías teológicas sobre las raíces
espirituales de la república de los hombres. Si Hobbes considera al hombre como
un lobo para el hombre, es porque fuera de la sociedad los hombres se comportan
como lobos, no porque exista el menor factor biológico común entre los nombres y
los lobos. A fin de cuentas esto ocurre porque aún no se ha concebido una
sociedad que se identifique con la ley y el gobierno.
Ahora bien, en la isla de Juan Fernández no
hay ni ley ni gobierno, y, sin embargo, existe un equilibrio entre las cabras y
los perros; este equilibrio está asegurado por la dificultad que encuentran los
perros en devorar a las cabras que se refugian en la parte rocosa de la isla,
así como por los inconvenientes que encuentran éstas para desplazarse al abrigo
de los perros. Para mantener este equilibrio no es necesario un gobierno, ya que
se mantiene por el hambre que atenaza a unos y la escasez de alimentos que
sufren los otros. Hobbes ha sostenido que un déspota es necesario porque los
hombres son como alimañas; Townsend insiste en el hecho de que son realmente
bestias y que, por esta razón precisamente, se necesita un gobierno mínimo.
Desde esta nueva perspectiva, se puede considerar a la sociedad como formada por
dos castas: los propietarios y los trabajadores. El número de éstos últimos
queda limitado por la cantidad de alimentos y, mientras se mantenga la
propiedad, el hambre los obligará a trabajar. No se necesitan magistrados, ya
que el hambre impone una disciplina más perfecta que la magistratura. Apelar a
ésta, señala Townsend con ironía, equivaldría «a sustituir la autoridad más
fuerte por la autoridad más débil».
Estos nuevos fundamentos se adaptan
estrechamente a la sociedad que está a punto de nacer. Desde mediados del siglo
XVIII se desarrollan los mercados nacionales; el precio del grano ya no es local
sino regional, lo que supone que la moneda es generalmente empleada y que los
artículos son ampliamente vendidos en el mercado. Los precios del mercado y las
rentas, comprendidas la renta de la tierra y los salarios, muestran una
considerable estabilidad. Los fisiócratas fueron los primeros que señalaron
estas regularidades, pero fueron incapaces de integrarlas en un esquema de
conjunto teórico, pues las servidumbres feudales estaban todavía en uso en
Francia y el trabajo era frecuentemente semiservil, de tal modo que, por lo
general, ni la renta ni los salarios eran fijados por el mercado. En la época de
Adam Smith, sin embargo, las zonas rurales inglesas se habían convertido en
parte integrante de una sociedad comercial; el arriendo que había que pagar a
los propietarios agrícolas, así como los salarios de los trabajadores del campo,
mostraban una clara dependencia respecto a los precios. Los salarios o los
precios eran establecidos por las autoridades únicamente con carácter
excepcional. Y, sin embargo, en este nuevo orden extraño, las viejas clases de
la sociedad continuaban existiendo, adoptando, más o menos, las viejas
jerarquías, por más que sus incapacidades y privilegios legales hubiesen
desaparecido. Aunque la ley no obligase al jornalero a servir al granjero, ni a
éste a proporcionar al propietario una situación de abundancia, jornaleros y
granjeros actuaban como si esta inclinación existiese. ¿Cuál es la ley que
destina al obrero a obedecer a un patrón, pese a que no mantiene con él ningún
lazo legal? ¿Cuál es la fuerza que separa a las clases de la sociedad, como si
se tratase de especies diferentes de seres humanos? ¿Qué es, en fin, lo que
mantiene el equilibrio y el orden en esta colectividad humana, que no invoca, ni
siquiera tolera, la intervención del gobierno político? El ejemplo de las cabras
y de los perros parecía ofrecer una respuesta. La naturaleza biológica del
hombre aparecía como el sustrato básico de una sociedad, que no era de orden
político. Aconteció así que los economistas abandonaron pronto los fundamentos
humanistas de Adam Smith y adoptaron los de Townsend. La Ley de la población de
Malthus y la Ley de los rendimientos decrecientes, tal y como la formula
Ricardo, hacen de la fecundidad humana y de la fertilidad del suelo los
elementos constitutivos del nuevo territorio cuya existencia ha sido
descubierta. La sociedad económica nació como algo separado del Estado político.
Las circunstancias en las que se llegó al
conocimiento de la existencia de ese agregado de seres humanos que es una
sociedad compleja fueron de gran importancia para la historia de las ideas del
siglo XIX. En la medida en que la sociedad que se estaba formando no era más que
el sistema de mercado, la sociedad de los hombres corría el peligro de verse
desplazada y fundada sobre pilares profundamente extraños al mundo moral al que
hasta entonces había pertenecido el cuerpo político. El problema aparentemente
irresoluble del pauperismo forzaba a Malthus y a Ricardo a asumir el naturalismo
de Townsend.
Burke aborda de forma decidida la cuestión del
pauperismo desde el ángulo de la seguridad pública. La situación en las Indias
Occidentales le había convencido del peligro que suponía mantener una importante
población de esclavos sin adoptar ninguna precaución adecuada para la seguridad
de sus amos blancos, y ello tanto más si se tiene en cuenta que los negros eran
frecuentemente autorizados a llevar armas. Piensa que consideraciones del mismo
tipo pueden aplicarse al número cada vez más numeroso de parados de la
metrópoli, dado que el gobierno no dispone de efectivos policiales. Burke,
aunque es un defensor a ultranza de las tradiciones patriarcales, se adhiere
apasionadamente al liberalismo económico por considerarlo la respuesta al
candente problema administrativo del pauperismo. Las autoridades locales se
beneficiaban gustosas de las inesperadas demandas de las filaturas de algodón,
que reclamaban niños indigentes cuyo aprendizaje corría a cargo de la parroquia.
Centenares de ellos fueron reclamados por los manufactureros para ser empleados
muchas veces en lugares remotos del país. Por lo general, las nuevas ciudades
manifestaban una sed insaciable por los pobres, y hasta las fábricas estaban
dispuestas a pagar para emplearlos. Los adultos eran asignados a cualquier
patrón dispuesto a mantenerlos, del mismo modo que se los empleaba al servicio
de los granjeros de la parroquia siguiendo una modalidad del sistema de
roundsman. Resultaba más caro encerrarlos que mantenerlos en las «prisiones sin
delito», como se denominaba a veces a las workhouses. Desde el punto de vista
administrativo, esto significaba que «la autoridad más persistente y minuciosa
del patrón» 2 ocupaba el lugar del gobierno y de la parroquia para obligar a la
gente a trabajar.
Está claro que se planteaba así una cuestión
de ciencia política. ¿Por qué convertir a los pobres en una carga pública y
hacer de su manutención una obligación parroquial si, a fin de cuentas, la
parroquia se descarga de su obligación poniendo a los pobres útiles en manos de
los empresarios capitalistas quienes, deseosos de llenar sus fábricas, llegan
incluso a ofrecer dinero para que les sean adjudicados? ¿No indica esto
claramente que, para forzar a los pobres a ganar su sustento, existe otro método
menos costoso que el parroquial? La solución consistía en abolir la legislación
isabelina sin reemplazarla por ninguna otra. Nada de salarios fijos, ni de
socorros para los parados útiles, pero tampoco salarios mínimos ni nada que
garantizase «el derecho a vivir». Hay que tratar el trabajo como lo que es, una
mercancía que debe recibir su precio del mercado. Las leyes del comercio son las
leyes de la naturaleza y, por consiguiente, las leyes de Dios. ¿Acaso no es esto
la apelación del magistrado más débil al más fuerte, de la justicia de paz a las
omnipotentes angustias del hambre? Para el político y el administrador, el
laissez faire era simplemente un principio que aseguraba el mantenimiento de la
ley y del orden al menor precio y con el mínimo esfuerzo. En cuanto el mercado
se haga cargo de los pobres, las cosas irán sobre ruedas. En este punto el
racionalista Bentham está de acuerdo con el tradicionalista Burke. El cálculo
del sufrimiento y del placer obliga a que no se infrinja ningún sufrimiento
evitable. Si el hambre puede hacer el trabajo, no se necesita ningún otro tipo
de sanción. A la pregunta «¿en qué medida la ley afecta a la subsistencia?»,
Bentham responde: «en nada, directamente». La pobreza es la naturaleza que
sobrevive en la sociedad; su sanción física es el hambre. «En la medida en que
la fuerza de la sanción física es suficiente, la utilización de una sanción
política resultaría superflua». Lo único que se necesita es un tratamiento
«científico y económico» de los pobres. Bentham se opone radicalmente al Bill de
Pitt sobre la ley de pobres, que supondría retornar a una promulgación legal del
sistema de Speenhamland, puesto que permite a la vez una asistencia a domicilio
y complementos salariales. Pero Bentham, a diferencia de sus discípulos, no era
en esta época ni un liberal rígido en economía ni un demócrata. Sus
IndustryHouses constituyen una pesadilla de minuciosa administración utilitaria
reforzada con todas las sutilezas de una gestión científica. Sostiene que estas
instituciones serán siempre necesarias porque la comunidad no puede
desinteresarse por completo de la suerte de los indigentes. Bentham cree que la
pobreza forma parte de la abundancia. «En el más elevado estado de prosperidad
social, escribe, la gran masa de los ciudadanos poseerá probablemente escasos
recursos al margen del trabajo cotidiano y, por consiguiente, estará siempre
próxima a la indigencia...». Recomienda, en consecuencia, «establecer una
contribución regular para las necesidades de la indigencia, pese a que, de esta
forma, «en teoría la necesidad disminuye, resintiéndose entonces la industria».
Añade esto lamentándose, puesto que, desde el punto de vista utilitarista, la
tarea del gobierno es acrecentar la necesidad para hacer eficaz la sanción
física del hambre Aceptar el hecho de que una semiindigencia de la masa de los
ciudadanos es el precio a pagar para alcanzar el estado más elevado de
prosperidad puede responder a muy diferentes actitudes humanas. Townsend
consigue equilibrar sus sentimientos entregándose a los prejuicios y al
sentimentalismo. Los pobres son imprevisores porque ésta es una ley de la
naturaleza; en efecto, el trabajo servil, sórdido e innoble, no se realizaría si
tal ley no existiese. ¿Qué sería de la patria si no se pudiese contar con los
pobres? «¿Qué otra cosa, aparte del desamparo y la pobreza, podría empujar a las
clases inferiores del pueblo a afrontar todos los horrores que les esperan en el
océano tempestuoso o en los campos de batalla?». Esta demostración de férreo
patriotismo resulta sin embargo compatible son sentimientos más tiernos. Eso sí,
en todo caso la asistencia a los pobres debe ser completamente abolida. Las
leyes de pobres «provienen de principios absurdos, como el de pretender
conseguir algo que es impracticable tanto por naturaleza como por la
organización del mundo». Pero, ¿cuándo la suerte de los indigentes se deja en
manos de los provistos de fortuna, quién puede dudar que «la única dificultad»
consiste en limitar el ímpetu filantrópico de estos últimos? ¿No son los
sentimientos de caridad mucho más nobles que los que se derivan de las rigurosas
obligaciones legales? «¿Existe algo más hermoso en la naturaleza que el dulce
contento de la beneficencia?» Townsend compara esta piedad a la fría
insensibilidad de un «despacho parroquial de socorros», que no conoce más que
situaciones en las que se intercambia una «ingenua expresión de gratitud sincera
por favores inesperados». «Cuando los pobres se ven obligados a cultivar la
amistad del rico, éste no dejará de sentir inclinación por mitigar la miseria
del pobre...» Quien lea la descripción relativa a la vida privada de las «Dos
Naciones» lo tendrá muy claro: inconscientemente su educación sentimental se
deriva más de la isla de las cabras y los perros que de la Inglaterra
victoriana. Edmund Burke es un nombre de talla muy distinta. Allí donde figuras
como Townsend fracasan sin gran estruendo, Burke lo hace a lo grande. Su talento
transforma el hecho brutal en tragedia y el sentimentalismo en un halo de
misticismo. «Cuando aparentamos mostrar piedad por esos pobres, por esas
personas que deben trabajar ya que de otro modo el mundo no podría subsistir,
nos burlamos de la condición humana». Vale más esto, sin duda, que la grosera
indiferencia, las lamentaciones vacías o la hipocresía de la compasiva elevación
moral. Pero la valentía de esta actitud realista es puesta en entredicho por la
imperceptible suficiencia con la que Burke confiere a las escenas una pompa
aristocrática. El resultado de esta forma supera la crueldad de Herodes y
subestima las posibilidades de una reforma realizada en el momento oportuno.
Podemos imaginar con verosimilitud que, si Burke hubiese vivido, el proyecto de
ley de reforma del Parlamento de 1832, que puso fin al Antiguo Régimen, no
habría podido ser promulgado más que tras una sangrienta revolución evitable. Y,
sin embargo, Burke habría podido replicar, una vez que las masas se vieron
condenadas por las leyes de la economía política a padecer la miseria con la
siguiente cuestión: ¿qué otra cosa es la idea de igualdad más que un señuelo
cruel para incitar a la humanidad a destruirse a sí misma? Bentham no poseía ni
la suficiente dulzura de un Townsend ni el historicismo no demasiado irracional
de un Burke. Para Bentham, que creía en la razón y en la reforma, el imperio de
la ley social recientemente descubierto aparecía más bien como un «no man's land»
al que aspiraba para experimentar el utilitarismo. Al igual que Burke, se opuso
al determinismo zoológico y rechazó el predominio de la economía sobre la
política propiamente dicha. Aunque fue autor de un Essay on Usury y de un Manual
of Political Economy, no era más que un aficionado en esta ciencia y no llegó a
aportar a la economía la importante contribución que se esperaba del
utilitarismo, es decir, la tesis de que el valor proviene de la utilidad. En
lugar de esto la psicología asociacionista lo empujó a soltar las bridas de sus
desmesuradas facultades imaginativas como ingeniero de la sociedad. El
librecambio no significaba para Bentham más que uno de los dispositivos de la
mecánica social. La principal correa de transmisión de la Revolución industrial
no era la invención técnica, sino la invención social. La ciencia de la
naturaleza no ha proporcionado contribuciones decisivas al arte de la ingeniería
hasta que transcurrió más de un siglo, bastante después del final de la
Revolución industrial. El conocimiento de las leyes generales de la naturaleza,
para aquéllos que construían puentes o canales, que diseñaban motores o
máquinas, no ha sido de utilidad hasta que las nuevas ciencias aplicadas se
constituyeron en mecánica y en química. Telford, que fundó la Sociedad de
Ingenieros Civiles y la presidió durante toda su vida, impedía el ingreso en
dicha sociedad a quienes habían estudiado la física, y, según afirma Sir David
Brewster, no había aprendido nunca los elementos de la geometría. Los triunfos
de la ciencia de la naturaleza habían sido teóricos en el sentido estricto del
término y no podían compararse, por su importancia práctica, a los de las
ciencias sociales de la época. Y la ciencia debía a los resultados de estas
últimas ciencias el prestigio de que gozaba en relación a la rutina y a la
tradición y, cosa increíble para nosotros, la ciencia de la naturaleza adquiría
entonces una enorme consideración a través de sus relaciones con las ciencias
humanas. El descubrimiento de la economía fue una revelación revolucionaria, que
aceleró enormemente la transformación de la sociedad y el establecimiento de un
sistema de mercado, mientras que las máquinas, que tuvieron una importancia
decisiva, fueron invenciones de artesanos incultos, algunos de los cuales casi
no sabían leer ni escribir. Era, pues, a la vez justo y conveniente no atribuir
a las ciencias de la naturaleza, sino a las ciencias sociales, la paternidad de
la revolución mecánica que sometió la naturaleza al hombre.
Bentham estaba convencido, por su parte, de
haber descubierto una nueva ciencia social, la de la moral y la legislación.
Esta ciencia debía de estar fundada en el principio de utilidad, que permite
cálculos exactos ayudada por la psicología asociacionista. La ciencia,
precisamente porque resultaba eficaz dentro de la esfera de los asuntos humanos,
presentaba invariablemente en la Inglaterra del siglo XVIII el carácter de un
arte práctico fundado en el conocimiento empírico. La necesidad de semejante
actitud pragmática resultaba verdaderamente apabullante. Como no se disponía de
estadísticas, muchas veces resultaba imposible afirmar si la población estaba en
vías de aumentar o de disminuir, cuál era la tendencia de la balanza del
comercio exterior, o qué clase de población tenía más posibilidades de imponerse
como grupo social. A veces, sólo mediante conjeturas se podía afirmar si la
riqueza del país estaba en un momento de auge o de decadencia, cuál era la causa
de la existencia de los pobres, en qué estado estaba el crédito, la banca o los
beneficios. Lo que se entendía ante todo por «ciencia» era un modo empírico de
abordar este tipo de cuestiones y, por tanto, no se reducía a lo meramente
especulativo e histórico. En la medida en que los intereses prácticos eran
naturalmente de la mayor importancia, le correspondía a la ciencia proponer
métodos para reglamentar y organizar el amplio campo de los nuevos fenómenos.
Hemos visto hasta qué punto los santos (los puritanos) se sentían incapaces de
explicar la verdadera naturaleza de la pobreza y con qué ingenio pusieron en
práctica iniciativas personales para combatirla; la noción de beneficio fue
aclamada como si se tratase de una panacea para los más diversos males; nadie
podía afirmar si el pauperismo era un buen o un mal signo; los científicos
directores de las workhouses estaban desconsolados por su incapacidad para
obtener dinero con el trabajo de los pobres; Robert Owen había conseguido su
fortuna dirigiendo sus fábricas según los principios de una filosofía
consciente, y hemos señalado también cómo otras experiencias, en las que
parecían intervenir las mismas técnicas de iniciativa personal e ilustración,
habían fracasado lastimosamente, hundiendo así a sus autores filántropos en una
profunda perplejidad. Si hubiésemos ampliado nuestras observaciones sobre el
pauperismo al ámbito del crédito, del dinero en metálico, de los monopolios, del
ahorro, de los seguros, las inversiones, las finanzas públicas o las prisiones,
la educación y las loterías, habríamos mostrado fácilmente nuevos tipos de
arriesgadas operaciones para cada una de estas cuestiones.
Este período finaliza alrededor de 1832, fecha
dé la muerte de Bentham; los fabricantes de proyectos industriales de los años
1840 son de hecho simples promotores de operaciones muy concretas, pero ya no
son los supuestos descubridores de nuevas aplicaciones de los principios
universales de la mutualidad, la confianza, los riesgos y otros factores de la
mentalidad empresarial humana. Los hombres de negocios creían, sin embargo,
conocer cuál era la forma que debía adoptar su actividad. Era raro que se
informasen acerca de la naturaleza del dinero antes de fundar un banco. Desde
entonces los ingenieros sociales se reclutan únicamente de entre las personas
originales y los impostores y, a pesar de ello, se los encuentra con mucha
frecuencia tras las rejas. El diluvio de sistemas industriales y bancarios que,
desde Paterson y John Law hasta Pereire, ha inundado las bolsas de proyectos de
sectarios religiosos, sociales y académicos ya no es más que un pequeño
riachuelo. Las ideas analíticas están en baja entre quienes se encuentran
aprisionados por la rutina de los negocios. La exploración de la sociedad es
cosa hecha, al menos eso es lo que se piensa; ya no quedan territorios vírgenes
en el mapa humano. Un hombre del carácter de Bentham ya no será posible a lo
largo del siglo. Una vez que la organización del mercado ha dominado la vida
industrial, todos los otros ámbitos institucionales se han visto subordinados a
este modelo, por lo que ya no hay lugar para quienes consagran su ingenio a la
fabricación de «artefactos» sociales.
El Panóptico de Bentham no era simplemente
«un molino que muele a los pillos para transformarlos en personas honestas y los
transforma de perezosos en laboriosos» 7, sino que debía también proporcionar
dividendos como los del Banco de Inglaterra. Bentham se convirtió en el garante
de propuestas tan diversas como un sistema perfeccionado de patentes, sociedades
limitadas, recuento decenal de la población, creación de un Ministerio de la
salud, billetes con interés para generalizar el ahorro, un frigidarium para las
legumbres y las frutas, manufacturas de armas que funcionaban según nuevos
principios técnicos que se servían en ocasiones de trabajos forzados o del
realizado por pobres asistidos, un centro crestomático en régimen de externado
para enseñar el utilitarismo a la alta burguesía, un registro general de
propiedades inmobiliarias, un sistema de contabilidad pública, reformas de la
instrucción pública, un estado civil uniforme, supresión de la usura, abandono
de las colonias, uso de contraceptivos para mantener a bajo nivel el impuesto
para los pobres, la comunicación entre el Atlántico y el Pacífico que sería obra
de una sociedad de accionistas, etc. Algunos de estos proyectos entrañaban
multitud de pequeñas reformas: por ejemplo en las IndrustryHouses se acumulaban
las innovaciones para la mejora y explotación del hombre fundadas en los
resultados de la psicología asociacionista. Mientras que Townsend y Burke
relacionaban el libre cambio con el quietismo legislativo, Bentham no encontraba
en el libre cambio ningún obstáculo para realizar múltiples reformas.
Antes de pasar a la respuesta dada en 1789 por
Malthus a Godwin, que marca el comienzo de la economía clásica propiamente
dicha, recordemos brevemente esta época. Godwin había escrito De la justicia
política para refutar las Reflexiones sobre la Revolución francesa de Burke
(1790). Esta obra apareció inmediatamente antes de la ola de represión que se
inició con la suspensión del habeas corpus (1794) y la persecución de las
Correspondence Societies democráticas. En este momento Inglaterra estaba en
guerra con Francia y el Terror hacía de la «democracia» un sinónimo de
revolución social. En Inglaterra, el movimiento democrático, inaugurado por el
sermón del Dr. Price denominado «De la vieja judería» (1789) y que alcanzó su
culmen literario con los Derechos del hombre de Paine (1791), se limitaba, sin
embargo, al terreno político; el descontento de los pobres trabajadores no
encontraba eco en este movimiento; en cuanto a la cuestión de la legislación
sobre los pobres, apenas se hacía alusión a ella en los panfletos que pedían a
grandes voces el sufragio universal y parlamentos anuales. De hecho, fue en el
campo de las leyes de pobres en donde se produjo el movimiento decisivo de los
squires, bajo la forma del sistema de Speenhamland. La parroquia se atrincheró
tras una artificial cortina de humo, al abrigo de la cual pervivió veinte años
después de Waterloo. Las desastrosas consecuencias de los actos de represión
política de los años 1790, motivados por el pánico, habrían sido superadas
pronto si se tratase únicamente de ellas, pero el proceso de degeneración que
arrastraba el sistema de Speenhamland dejó en el país una marca indeleble. La
squirearchy se prolongó así durante cuarenta años, agotando para las gentes del
pueblo todos sus resortes de resistencia. He aquí lo que sobre ello escribió
Mantoux: «Las clases propietarias, cuando se lamentaban del peso cada vez mayor
del impuesto para los pobres, olvidaban que estaban pagando una especie de
seguro contra la revolución; la clase trabajadora, cuando se contentaba con el
porcentaje congruo que se le ofrecía, no percibía que dicho porcentaje se
obtenía de lo que eran sus legítimas ganancias, ya que el efecto inevitable de
los seguros en dinero consistía en mantener los salarios al nivel más bajo, de
hacerlos descender incluso por debajo de las necesidades más elementales de los
asalariados. El granjero o el manufacturero contaban con la parroquia para
completar la diferencia entre lo que pagaban a sus obreros y lo que les hacía
falta para vivir. ¿Por qué se impuso un gasto que podía ser fácilmente cargado a
la cuenta de los contribuyentes? Los asistidos de las parroquias, por su parte,
se contentaban con un salario bajo y esta mano de obra barata suponía una
competencia insostenible para el trabajo no subvencionado. Se llegaba así a un
resultado paradójico: el denominado impuesto de pobres representaba una economía
para el patrón y una pérdida para el trabajador, que no pedía nada de la caridad
pública. El juego implacable de los intereses convertía una ley de beneficencia
en una ley de bronce» Mi tesis es que la nueva ley de los salarios y de la
población se basa en esta ley de bronce. El propio Malthus, al igual que Burke y
Bentham, era un acérrimo adversario del sistema de Speenhamland y clamaba por la
completa abolición de las leyes de pobres. Ninguno de estos autores había
previsto que el sistema de Speenhamland haría descender los salarios al nivel de
subsistencia e, incluso, por debajo de ese nivel. Esperaban, por el contrario,
que los salarios aumentarían necesariamente o que, al menos, se mantendrían
artificialmente, lo que hubiera muy bien podido producirse sin las leyes contra
las coaliciones. Esta falsa previsión nos ayuda a comprender que no atribuyesen
el bajo nivel de los salarios rurales al sistema de Speenhamland que era su
verdadera causa, sino que lo considerasen como una prueba irrefutable de lo que
entonces se llamaba la ley de bronce de los salarios. Debemos, pues, centrarnos
ahora en la fundación de la nueva ciencia económica.
El naturalismo de Townsend no era sin duda la
única base posible de esta nueva ciencia, la economía política. La existencia de
una sociedad económica se manifestaba en la regularidad de los precios y en la
estabilidad de los ingresos que dependían de estos precios; la ley económica
habría podido muy bien, por tanto, estar fundada directamente sobre los precios.
Lo que condujo a los economistas ortodoxos a buscar sus fundamentos en el
naturalismo fue la miseria de la gran masa de productores que resulta
inexplicable de otra forma y que, como sabemos hoy, nunca habría podido
derivarse de las leyes del antiguo mercado. Los hechos, en general, a los ojos
de las personas de la época, eran, sin embargo, los siguientes: en el pasado el
pueblo formado por los trabajadores había vivido casi siempre en el límite de la
indigencia (al menos, si nos fiamos de los variables testimonios de época); a
partir de la introducción de las máquinas, estos trabajadores no habían nunca
superado el nivel de subsistencia; y ahora que la sociedad económica comenzaba
al fin a perfilarse, era indudable que decenio tras decenio, el nivel de vida
material de los pobres trabajadores no mejoraba en absoluto, cuando no
empeoraba.
Si la evidencia patente de los hechos ha
indicado en alguna ocasión una dirección clara, éste fue el caso de la ley de
bronce de los salarios: el nivel de mera subsistencia en el que viven
efectivamente los obreros es el resultado de una ley que tiende a mantener sus
salarios tan bajos que impide para ellos cualquier nivel normal. Esta
apariencia, naturalmente, no solamente resulta engañosa, sino que, además,
supone un absurdo desde la perspectiva de una teoría coherente de los precios y
de las rentas en el capitalismo. En último término, esta falsa apariencia ha
impedido fundar la ley de los salarios en alguna regla racional del
comportamiento humano, lo que ha supuesto que fuese deducida de hechos
naturalistas: la fecundidad del hombre y del suelo, tal y como la presenta la
Ley de la población de Malthus combinada con la Ley de los rendimientos
decrecientes. La dimensión naturalista de los fundamentos de la economía
ortodoxa es consecuencia de las condiciones creadas, sobre todo, por el sistema
de Speenhamland.
De lo dicho se sigue que ni Ricardo ni Malthus
han comprendido el funcionamiento del sistema capitalista. Fue preciso que
transcurriese un siglo, tras la publicación de La riqueza de las naciones, para
tener clara conciencia de que, en un sistema de mercado, los factores de
producción participan del producto y que, cuando el producto aumenta, su parte
absoluta se ve obligada a crecer Aunque Adam Smith, que junto con Locke, adoptó
un falso punto de partida, pretendió buscar los orígenes de valor en el trabajo,
su sentido de las realidades le impidió felizmente ser coherente consigo mismo.
Fue ésta la razón por la que mantuvo ideas confusas sobre algunos aspectos de
los precios, a la vez que afirmaba, con insistencia y con razón, que ninguna
sociedad puede ser floreciente cuando una gran mayoría de sus miembros son
pobres y miserables. Lo que ahora nos parece una perogrullada era entonces, sin
embargo, una paradoja. La opinión personal de Smith es que la abundancia
universal tiene necesariamente que llegar al pueblo; es imposible que la
sociedad sea cada vez más rica y el pueblo cada vez más pobre. Desgraciadamente,
durante mucho tiempo esta opinión no parecía verse corroborada por los hechos, y
como los teóricos deben de tener en cuenta los hechos, Ricardo se empeñó en
sostener que, cuanto más progresa una sociedad más difícil será conseguir el
alimento y más se enriquecerán los propietarios agrícolas, que explotarán a
capitalistas y a trabajadores. Sostuvo también que los intereses de los
capitalistas y de los trabajadores se encuentran fatalmente en oposición, pero
que dicha oposición carece en realidad de consecuencias; ocurre lo mismo con los
salarios de los trabajadores que no pueden superar el nivel de subsistencia,
aunque, de todos modos, los beneficios no van a variar prácticamente. En el
fondo, todas estas afirmaciones contienen una parte de verdad, pero, como
explicación del capitalismo, resultan irreales y abstrusas. Hay que tener en
cuenta, sin embargo, que los hechos, en su configuración misma, adoptaban formas
contradictorias, hasta el punto de que aún hoy nos resulta difícil desenredar la
maraña. No es sorprendente, pues, que se haya tenido que recurrir al deus ex
machina de la propagación de los animales y las plantas en un sistema científico
del que los autores pretendían deducir las leyes de la producción y de la
distribución, aplicadas no tanto al comportamiento de animales y plantas cuanto
al comportamiento humano.
Pasemos revista rápidamente a las
consecuencias que se derivan del hecho de que los fundamentos de la teoría
económica hayan sido erigidos durante el período de Speenhamland, que confirió
la apariencia de una economía de mercado a lo que en realidad era un capitalismo
sin mercado de trabajo.
En primer lugar, la teoría económica de los
economistas clásicos es esencialmente confusa. El paralelismo entre la riqueza y
el valor introduce los más molestos pseudo problemas en casi todas las áreas de
la economía ricardiana. La teoría de los fondos salariales, heredada de Adam
Smith, es una abundante fuente de malentendidos. Si se exceptúan algunas teorías
particulares tales como la de la renta, la de la fijación de precios y salarios
y la del comercio exterior, sobre las cuales realiza profundos comentarios, su
teoría consiste en tentativas desesperadas para obtener conclusiones categóricas
respecto a cuestiones definidas de una forma vaga, con el fin de explicar el
comportamiento de los precios, la formación de las rentas, el proceso de
producción, la influencia de los costes en los precios, el nivel de beneficios,
de los salarios y del interés, cuestiones que, en su mayoría, siguen estando tan
oscuras como al principio.
En segundo lugar, dadas las condiciones en las
que se planteaban los problemas, no era posible llegar a ningún otro resultado.
Ningún sistema coherente hubiera podido explicar los hechos, pues éstos no
formaban parte de un único sistema, sino que eran en realidad el resultado de la
acción simultánea ejercida sobre el cuerpo social por dos sistemas que se
excluían mutuamente, a saber, una economía de mercado a punto de nacer y una
reglamentación paternalista en la esfera más importante de los factores de
producción, el trabajo.
En tercer lugar, la solución descubierta por
los economistas clásicos ha tenido consecuencias de gran envergadura para la
comprensión de la naturaleza de la sociedad económica. A medida que se iban
comprendiendo progresivamente las leyes que gobiernan una economía de mercado,
estas leyes eran colocadas bajo la autoridad de la Naturaleza misma. La Ley de
los rendimientos decrecientes era una ley de la fisiología vegetal. La Ley
malthusiana de la población reflejaba la relación existente entre la fecundidad
del hombre y la del suelo. En los dos casos entraban en juego las fuerzas de la
Naturaleza, el instinto sexual de los animales y el desarrollo de la vegetación
en una tierra determinada. Se invocaba el mismo principio del que se había
servido Townsend para aplicarlo a las cabras y a los perros: existe un límite
natural más allá del cual los seres humanos no pueden multiplicarse, y este
límite viene dado por la cantidad de alimentos disponibles. Malthus, al igual
que Townsend, concluyó que los especimenes superfluos serán eliminados; mientras
que las cabras son devoradas por los perros, éstos se ven condenados a morir de
hambre al carecer de alimentos. Para Malthus el freno represivo consiste en la
destrucción de los ejemplares excedentes por medios de la fuerza brutal de la
Naturaleza. Pero los seres humanos son destruidos también por causas diferentes
a la del hambre: la guerra, las epidemias y los vicios, que son asimilados a las
fuerzas de la Naturaleza. Hablando con propiedad, esta asimilación resulta
incoherente puesto que las fuerzas sociales se ven convertidas en responsables
del mantenimiento del equilibrio exigido por la Naturaleza. Malthus, sin
embargo, habría podido responder a esta crítica diciendo que en caso de que las
guerras y los vicios no existiesen es decir en una comunidad virtuosa— el número
de personas que morirían de hambre sería muy superior al de las que
sobrevivirían en razón de sus virtudes pacíficas. Esencialmente la sociedad
económica se funda en la triste realidad de la naturaleza; si el hombre
desobedece las leyes que gobiernan esta sociedad, el feroz verdugo estrangulará
la progenitura del imprevisor. Las leyes de una sociedad competitiva son así
situadas bajo la coartada de la ley de la jungla.
La verdadera significación del problema
obsesivo generado por la pobreza se revela ahora con claridad: la sociedad
económica está sometida a leyes que no son leyes humanas. La sima que separa a
Adam Smith de Townsend se ha visto ampliada hasta el punto de convertirse en un
abismo; se manifiesta así una dicotomía que marca profundamente el nacimiento de
la conciencia del siglo XIX. A partir de este momento, el naturalismo asedia a
las ciencias del hombre, y la reintegración de la sociedad en el mundo de los
hombres se convierte en el objetivo buscado con persistencia a lo largo del
tiempo por el pensamiento social. La economía marxiana, en esta línea de
razonamiento, ha sido una tentativa esencialmente fallida para alcanzar este
objetivo; su fracaso se debe a que Marx se adhirió demasiado estrechamente a
Ricardo y a las tradiciones de la economía liberal.
Los economistas clásicos, por su parte,
también sienten la necesidad de esta reintegración. Malthus y Ricardo no son en
absoluto indiferentes a la situación de los pobres, pero sus humanitarias
preocupaciones obligan a una falsa teoría a adentrarse por caminos todavía más
tortuosos. La ley de bronce de los salarios contiene una cláusula de salvaguarda
bien conocida según la cual el nivel de subsistencia, por debajo del cual ni la
propia ley puede hacer caer los salarios, es tanto más elevado cuanto más
elevadas son las necesidades cotidianas de la clase obrera. En este «criterio de
miseria» funda Malthus sus esperanzas 10 y por eso intenta darlo a conocer por
todos los medios ya que únicamente así, según su parecer, pueden ser salvados de
las peores formas de la miseria aquéllos que, en virtud de su ley, están
destinados a convertirse en miserables. Ricardo por su parte, y por la misma
razón, desea que en todos los países los miembros de las clases laboriosas
adquieran el gusto por el confort y los placeres «y que sean estimulados con
todos los medios legales para que se esfuercen por conseguirlos». Ironía del
destino: para escapar a la ley de la Naturaleza los hombres son invitados a
asumir su propio nivel de hambre. Y, sin embargo, se trata sin duda alguna de
tentativas sinceras de los economistas clásicos para salvar a los pobres del
destino que sus propias teorías contribuyen a prepararles.
En el caso de Ricardo, la teoría contiene en
sí misma un elemento que contrapesa el naturalismo rígido. Este elemento, que
impregna todo su sistema y que está sólidamente fundado en su teoría del valor,
es el principio del trabajo. Ricardo completa lo que Locke y Smith habían
comenzado, la humanización del valor económico; lo que los fisiócratas habían
atribuido a la naturaleza, él lo reclama para el hombre. En un teorema erróneo,
pero de una inmensa transcendencia, confiere al trabajo la capacidad única de
constituir el valor, por lo que reduce así todas las transacciones imaginables
en una sociedad económica al principio del intercambio igual en una sociedad de
hombres libres.
En el interior mismo del sistema de Ricardo
coexisten el factor naturalista y el humanista que se disputan la supremacía en
una sociedad económica. La dinámica de esta situación tiene un poder aplastante.
El resultado es que el movimiento hacia un mercado concurrencial ha adquirido la
fuerza irresistible de un proceso de la naturaleza. En efecto, a partir de ahora
se creerá que el mercado autorregulador se deriva de las leyes inexorables de la
naturaleza y que es de una necesidad ineluctable que el mercado se vea liberado,
que se vea desembarazado de cualquier obstáculo. La creación de un mercado de
trabajo es un acto de vivisección practicado sobre el cuerpo social por quienes
se curtieron en el oficio gracias a la seguridad que únicamente la ciencia puede
proporcionar. Las leyes de pobres deben de desaparecer: he aquí una de sus
certezas. «Las leyes de la gravitación no son más ciertas que lo es la tendencia
que presentan las leyes de pobres a trocar la riqueza y el poder en miseria y
debilidad (...), hasta llegar a un punto en que las clases llegarán a alcanzar
una indigencia universal». Moralmente sería verdaderamente un cobarde quien,
sabiendo esto, no tuviese el coraje de salvar a la humanidad de ella misma
mediante la cruel operación que consiste en abolir los socorros a los pobres.
Justamente sobre este punto, Townsend, Malthus y Ricardo tienen una misma
opinión. Entre ellos pueden existir vehementes divergencias, en lo que se
refiere a los métodos y a las perspectivas, pero coinciden en oponerse a los
principios de la economía política que avalan el sistema de Speenhamland. Lo que
ha hecho del liberalismo económico una fuerza irresistible es esta convergencia
de opinión entre perspectivas diametralmente opuestas, ya que lo que aprueban
por igual el ultrarreformador Bentham y el ultratradicionalista Burke ha
adquirido automáticamente el carácter de evidencia.
Únicamente un hombre se dio cuenta de lo que
significaba esta experiencia, muy posiblemente porque sólo él, entre los grandes
pensadores de la época, poseía un conocimiento íntimo y práctico de la
industria, a la vez que estaba abierto a la reflexión. Ningún otro pensador se
adentró nunca en el territorio de la sociedad industrial tan profundamente como
lo hizo Robert Owen. Poseía una consciente lucidez para distinguir entre
sociedad y Estado, y aunque no mostraba ninguna animadversión contra este
último, en oposición a Godwin, esperaba del Estado pura y simplemente lo que se
le podía exigir: que interviniese útilmente para aliviar las desgracias de la
comunidad, pero no, por supuesto, para organizar la sociedad. Owen tampoco tenía
ninguna animosidad contra la máquina, a la que otorgaba un carácter neutral,
pero ni el mecanismo político del Estado, ni los engranajes técnicos de la
máquina le ocultaban el fenómeno: la sociedad. Rechazaba la perspectiva
zoológica a la hora de abordarla al rechazar las limitaciones malthusianas y
ricardianas, pero el eje de su pensamiento lo constituye su distanciamiento del
cristianismo a quien acusa de «individualización», es decir, de situar la
responsabilidad del carácter en el individuo mismo, y de negar así la realidad
de la sociedad y su omnipotente influencia en la formación del sujeto. La
verdadera significación de su ataque contra la individualización se encuentra en
su insistencia sobre el origen social de las motivaciones humanas: «El hombre
individualizado y todo aquello que es verdaderamente válido en el cristianismo
son cosas totalmente distintas e incapaces de unirse por toda la eternidad».
Owen supera y se sitúa más allá del cristianismo, precisamente por haber
descubierto la sociedad. Captó la siguiente verdad: puesto que la sociedad es
real, el hombre debe, a fin de cuentas, someterse a ella. Se podría decir que su
socialismo se funda en una reforma de la conciencia humana, que debe conseguirse
mediante el reconocimiento de la realidad de la sociedad. «Cuando una causa
cualquiera de nuestras desdichas, escribe, no puede suprimirse utilizando los
nuevos poderes que los hombres están alcanzando en la actualidad, éstos sabrán
que se trata de males necesarios e inevitables, y dejarán de lamentarse
inútilmente como si fuesen niños».
Owen debió de hacerse una idea un tanto
exagerada de esos poderes, ya que de otro modo no habría podido dar a entender a
los magistrados del condado de Lanark que la sociedad iba a tomar un nuevo rumbo
de modo inminente, a partir del «núcleo de la sociedad» que él había descubierto
en las comunidades rurales. Esta imaginación desbordante es el privilegio del
genio, sin el cual la humanidad no podría existir, puesto que no podría
comprenderse a sí misma. En su opinión, la ausencia del mal en la sociedad
presenta necesariamente límites que marcan la frontera de un inalienable
territorio de libertad, cuya importancia resulta ahora manifiesta. Owen tiene la
impresión de que este territorio no se hará visible hasta que el hombre haya
transformado la sociedad con la ayuda de nuevos poderes adquiridos. Será
entonces cuando el hombre deberá aceptar ese territorio con la madurez que
desconoce las pueriles lamentaciones.
En 1817 describe Robert Owen el rumbo
emprendido por las sociedades occidentales, y sus palabras resumen el problema
del siglo que comienza. Muestra los poderosos efectos de las manufacturas,
«cuando se las deja abandonadas a su suerte». «La difusión general de las
manufacturas por todo un país engendra un nuevo carácter entre sus habitantes. Y
en la medida en que este carácter se ha formado siguiendo un principio
totalmente desfavorable para la felicidad del individuo o el bienestar general,
producirá los más lamentables males y los más duraderos, a menos que las leyes
no intervengan y confieran una dirección contraria a esta tendencia». La
organización del conjunto de la sociedad sobre el principio de la ganancia y del
beneficio va a tener repercusiones de gran importancia. Owen formula estos
resultados en función del carácter humano, ya que el efecto más evidente del
nuevo sistema institucional consiste en destruir el carácter tradicional de las
poblaciones establecidas y en transformarlas en un nuevo tipo de hombre:
emigrante, nómada, sin amor propio ni disciplina, grosero y brutal, cuyo ejemplo
lo constituyen tanto el obrero como el capitalista. En términos generales,
piensa, pues, que el principio de la ganancia y del beneficio resulta pernicioso
para la felicidad del individuo y para la felicidad pública. De esta situación
se seguirán grandes males, a no ser que se consiga hacer fracasar las tendencias
intrínsecas de las instituciones de mercado: se precisa una orientación social
consciente que las leyes harán efectiva. Sí, es cierto que la condición de los
obreros, que él es el primero en detestar, es producto en parte del «sistema de
socorros en dinero». Pero, en lo esencial observa algo que es válido tanto para
los trabajadores de la ciudad como para los del campo, a saber, que «se
encuentran ahora en una situación infinitamente más degradada y miserable que
antes de que se introdujesen las manufacturas, de cuyo éxito dependen, sin
embargo, para su pura y simple subsistencia». Una vez más plantea la cuestión de
fondo, al poner el acento no tanto en las rentas cuanto en la degradación y en
la miseria. Y como causa primera de esta degradación señala, una vez más con
acierto, el hecho de que los obreros dependen exclusivamente de las manufacturas
para subsistir. Capta, pues, que lo que aparece sobre todo como un problema
económico es esencialmente un problema social. Desde el punto de vista
económico, el obrero se encuentra evidentemente explotado: no recibe lo que le
corresponde en el intercambio. Este es un hecho sin duda muy importante, pero no
lo es todo. A pesar de la explotación, el obrero puede, desde el punto de vista
financiero, encontrarse en una situación mejor que la que tenía con
anterioridad, lo que no es óbice para que un mecanismo, absolutamente
desfavorable al individuo y al bienestar general, cause estragos en su medio
social, en su entorno, arrase su prestigio en la comunidad, su oficio y,
destruya, en una palabra, sus relaciones con la naturaleza y con los hombres, en
las cuales estaba enraizada hasta entonces su existencia económica. La
Revolución industrial estaba en vías de provocar una conmoción social de
proporciones aterradoras, y el problema de la pobreza no representaba más que el
aspecto económico de este acontecimiento. Owen tenía razón cuando afirmaba que,
sin una intervención ni una orientación legislativa, se producirían males cada
vez más graves y permanentes.
En esta época no podía predecir que esta
autodefensa de la sociedad, por la que él clamaba de todo corazón, resultaría
incompatible con el funcionamiento mismo del sistema económico.
II. La autoprotección de la sociedad
CAPÍTULO
XI
EL HOMBRE, LA NATURALEZA Y LA ORGANIZACIÓN DE
LA PRODUCCIÓN
Durante un siglo, la dinámica de la sociedad
moderna se ha visto gobernada por un doble movimiento: el mercado se expandió de
un modo continuo, pero este movimiento coexistió con un contramovimiento que
controlaba esta expansión, orientándola hacia determinadas direcciones. Este
contramovimiento resultó de vital importancia para la protección de la sociedad,
pero fue a la vez compatible, en último término, con la autorregulación del
mercado y, por tanto, con el mismo sistema de mercado.
El sistema de mercado se desarrolló a saltos y
a golpes, engulló el espacio y el tiempo y, al crear la moneda bancaria, produjo
una dinámica hasta entonces desconocida. En el momento en el que alcanzó su
máxima extensión, hacia 1914, cada una de las partes del globo, todos sus
habitantes e, incluso, las generaciones venideras, las personas físicas, al
igual que esos inmensos cuerpos imaginarios denominados compañías, quedaron
integrados en su seno. Un nuevo modo de vida se adueñaba del planeta con una
pretensión de universalidad sin precedentes desde la época en que el
cristianismo había comenzado su andadura. Esta vez, sin embargo, el movimiento
se situaba en un plano puramente material. Simultáneamente se desarrollaba no
obstante un contramovimiento. No se trataba simplemente del habitual movimiento
de defensa generado por una sociedad que se enfrenta con el cambio, era más bien
una reacción contra una dislocación que atacaba a todo el edificio de la
sociedad y que sería capaz de destruir la organización misma de la producción
que el mercado había hecho nacer.
Robert Owen dio buenas muestras de un espíritu
penetrante: si se dejaba libre curso a la economía de mercado siguiendo sus
propias leyes, su desarrollo engendraría grandes daños y males irreversibles.
La producción es la interacción del hombre y
de la naturaleza; si este proceso debe ser organizado mediante un mecanismo
regulador de trueque y de cambio, entonces es preciso que el hombre y la
naturaleza entren en su órbita, es decir, que sean sometidos a la oferta y a la
demanda y tratados como mercancías, como bienes producidos para la venta.
Tal era precisamente lo que ocurría en un
sistema de mercado. Del hombre (bajo el nombre de trabajo) y de la naturaleza
(bajo el nombre de tierra) se hacían mercancías disponibles, cosas listas para
negociar, que podían ser compradas y vendidas en todas partes a un precio
denominado salario, en el caso de la fuerza del trabajo, y a un precio
denominado renta o arrendamiento, en lo que se refiere a la tierra. Existía un
mercado tanto para el trabajo como para la tierra, y la oferta y la demanda
quedaban reguladas en cada caso por el nivel de salarios y de rentas
respectivamente; la ficción de que el trabajo y la tierra eran productos para la
venta se mantenía constante. El capital invertido en las diversas combinaciones
de trabajo y tierra podía así circular de una rama a otra de la producción, tal
como lo exigía un equilibrio automático de las ganancias en las diferentes
ramas.
Ahora bien, mientras que la producción podía
en teoría organizarse de este modo, la ficción de la mercancía implicaba el
olvido de que abandonar el destino del suelo y de los hombres a las leyes del
mercado equivalía a aniquilarlos. Así pues, el contramovimiento consistió en
controlar la acción del mercado en aquello que concierne a esos factores de la
producción que son el trabajo y la tierra. Tal fue la principal función del
intervencionismo.
La organización de la producción estaba
también amenazada. La empresa individual, industrial, agrícola o comercial,
estaba en peligro en la medida en que se veía afectada por los movimientos de
los precios, puesto que, en un sistema de mercado, si los precios caen los
negocios sufren las consecuencias; a menos que todos los elementos del coste no
desciendan en la misma proporción, «las empresas en pleno funcionamiento» se ven
forzadas a liquidar, pese a que la caída de los precios puede deberse no tanto a
una caída general de los costes, cuanto al modo de organización del sistema
monetario. En realidad, como veremos, así sucedía en un mercado autorregulador.
El poder adquisitivo estaba, pues, en
principio marcado y reglamentado por la acción del propio mercado; es esto lo
que queremos decir cuando afirmamos que la moneda es una mercancía cuya cantidad
se rige por la oferta y la demanda de las mercancías que juegan el papel de
moneda: tal es la teoría clásica de la moneda, como es sabido. Según esta
doctrina, la moneda no es sino el nombre dado a una mercancía utilizada para el
cambio con más frecuencia que otras y que, por tanto, es adquirida
fundamentalmente para facilitar el intercambio. En nada afecta a lo dicho que se
utilicen para este fin pieles, cabezas de ganado, conchas u oro. El valor de los
objetos que juegan el papel de moneda está determinado como si fuesen materias
buscadas únicamente por su utilidad para servir de alimento, abrigo,
ornamentación y otros fines. El oro, cuando se utiliza como moneda está
gobernado exactamente por las mismas leyes que las otras mercancías en lo que
respecta a su valor, cantidad y movimientos. Cualquier otro tipo de intercambio
supondría la creación de moneda al margen del mercado; la acción que consiste en
crear esta moneda por parte de los bancos o del gobierno constituye una
ingerencia en la autorregulación del mercado. El punto crucial consiste en que
las mercancías utilizadas como moneda no son diferentes de las otras mercancías
y, por consiguiente, todas las teorías que confieren a la moneda cualquier otra
característica que no sea la de mercancía que puede ser empleada como medio de
intercambio, son intrínsecamente falsas. Esto significa también, y en
consecuencia, que si el oro es utilizado como moneda, los billetes de banco, en
el caso de que existan, deben representar al oro. La escuela de Ricardo ha
pretendido organizar, siguiendo precisamente esta doctrina, la creación de
moneda por el Banco de Inglaterra. De hecho, ningún otro método resultaba
pensable para evitar al sistema monetario una «ingerencia» del Estado y
salvaguardar la autorregulación del mercado.
Para los negocios la situación era, pues, muy
parecida a la de la sustancia natural y humana de la sociedad. El mercado
autorregulador era una amenaza para unos y para otros, por razones que,
esencialmente, eran las mismas. Se debía, sin duda, apelar a la legislación de
las fábricas y a las leyes sociales para poner a los trabajadores de la
industria al abrigo de las consecuencias de esta ficción «trabajo mercancía»;
era necesario defender los recursos naturales y la cultura rural de las
consecuencias provocadas por la ficción «mercancía», que se les aplicaba al
promulgar leyes agrarias y al instituir derechos arancelarios sobre los
productos agrícolas; pero también era verdad que se tenía necesidad del Banco
Central y de la gestión del sistema monetario, para proteger las manufacturas y
el resto de las empresas productivas de los males que implicaba la ficción
«dinero mercancía». No eran, pues, solamente los seres humanos y los recursos
naturales quienes debían ser colocados al abrigo de los efectos devastadores de
un mercado autorregulador, sino que también, y se trata de un hecho paradójico,
la propia organización de la producción capitalista debía ser protegida.
Retornemos de nuevo a lo que hemos denominado
el doble movimiento. Dicho movimiento puede ser definido como la acción de dos
principios organizadores en el interior de la sociedad, cada uno de los cuales
presenta específicos objetivos institucionales, cuenta con el apoyo de fuerzas
sociales determinadas y emplea métodos propios.
El primero es el principio del liberalismo
económico, que tiene por objetivo establecer un mercado autorregulador, que
cuenta con el apoyo de las clases comerciantes y que adopta como método
principal el librecambio; el segundo es el principio de la protección social,
que tiene como objetivo conservar al hombre y a la naturaleza así como a la
organización de la producción, que cuenta con el beneplácito de todos aquellos
que están directamente afectados por la acción deletérea del mercado
–especialmente, aunque no exclusivamente, la clase obrera y los propietarios de
tierras y que adopta como método la legislación protectora, las asociaciones
restrictivas y otros instrumentos de intervención.
La insistencia en las clases sociales es
importante. Los servicios prestados a la sociedad por los propietarios de
tierras, la clase media y la clase obrera han configurado toda la historia
social del siglo XIX. El papel que tenían que desempeñar estos grupos sociales
estaba marcado con nitidez, en la medida en que estaban disponibles para
desempeñar diversas funciones que se derivaban de la situación global de la
sociedad. Las clases medias eran las portadoras de la economía de mercado
naciente, su interés por los negocios era, en términos generales, paralelo al
interés general por la producción y el empleo; si los negocios eran pujantes,
existían posibilidades de empleo para todos y de rentas para los propietarios;
si los mercados estaban en expansión, las inversiones podían hacerse libre y
fácilmente; si la comunidad comercial competía con éxito en el extranjero, la
moneda se mantenía firme. Las clases comerciantes, por otra parte, no poseían
medios para percibir los peligros que implicaba la explotación de la fuerza
física de los trabajadores, la destrucción de la vida familiar, la devastación
del medio ambiente, la tala de bosques, la polución de los ríos, la
descualificación profesional, la ruptura de las tradiciones populares y la
degradación general de la existencia, incluidas la vivienda y las artes, así
como las innumerables formas de vida privada y pública que no intervenían
directamente en la obtención de beneficios. Las clases medias cumplían su
función adoptando una creencia casi sagrada en el carácter universalmente
benéfico del beneficio, incluso cuando esto las descalificaba para ser la
salvaguarda de otros intereses tan vitales para vivir bien como el desarrollo de
la producción. Entre estos límites se movían las posibilidades de otras clases
que no estaban dedicadas a poner en funcionamiento específicas máquinas costosas
o complicadas para la producción. En términos generales, fue a la aristocracia
terrateniente y al campesinado a quienes correspondió la tarea de defender las
cualidades marciales de la nación, que continuaban dependiendo en gran medida de
los hombres y del suelo; mientras que los trabajadores, por su parte, se
convertían, en mayor o menor medida, en los representantes de los intereses
humanos comunes que, a partir de entonces, se encontraban sin hogar ni lugar.
Cada clase social ha mantenido, no obstante, alguna que otra vez, incluso sin
saberlo, intereses más amplios que los suyos propios.
En el paso del siglo XIX al siglo XX el
sufragio universal estaba bastante extendido, la clase obrera era un factor
importante en el Estado; las clases comerciantes, por otra parte, cuyo poder en
el Parlamento comenzaba a ser criticado, eran conscientes de su poder político
derivado de su predominante papel en la industria. Esta localización concreta
del poder y de la influencia no provocó dificultades mientras el sistema de
mercado siguió funcionando sin grandes coacciones ni tensiones; pero cuando, por
razones que son inherentes a este sistema de mercado, dejó de suceder esto, y
cuando las tensiones entre las clases se acentuaron, la sociedad misma se vio
amenazada por un peligro: los partidos en pugna intentaban hacerse fuertes desde
el gobierno y desde los negocios, el Estado y la industria. Se usaba y abusaba
de dos funciones vitales para la sociedad, la política y la economía,
utilizándolas como armas en una lucha de intereses sectoriales. La crisis
fascista del siglo XX surgió de este peligroso callejón sin salida.
Nuestra intención es, pues, trazar las grandes
líneas del movimiento que ha configurado la historia social del siglo XIX desde
estos dos ángulos. El primero está constituido por el choque entre los
principios organizadores del liberalismo económico y los de la protección
social, del que se ha derivado una profunda tensión institucional; el segundo,
por el conflicto de clases que, al entrar en relación con el primero, ha
transformado la crisis en catástrofe.
CAPÍTULO
XII
NACIMIENTO DEL CREDO LIBERAL
El liberalismo económico ha sido el principio
organizador de una sociedad que se afanaba por crear un sistema de mercado. Lo
que nació siendo una simple inclinación en favor de los métodos no burocráticos,
se convirtió en una verdadera fe que creía en la salvación del hombre aquí abajo
gracias a un mercado autorregulador. Este fanatismo fue el resultado del súbito
recrudecimiento de la tarea en la que el liberalismo estaba comprometido: la
enormidad de los sufrimientos que había que infringir a seres inocentes, así
como el gran alcance de los cambios entrelazados que implicaba el
establecimiento del nuevo orden. La fe liberal recibió su fervor evangélico como
respuesta a las necesidades de una economía de mercado en pleno desarrollo.
Hacer remontar la política del laissez faire,
como frecuentemente se hace, al momento en el que por vez primera se utilizó
esta expresión en Francia a mediados del siglo XVIII, sería falsear la historia.
Se podría afirmar, sin miedo a equivocarse, que se necesitaron todavía dos
generaciones para que el liberalismo económico fuese algo más que una tendencia
episódica. A partir de los años 1820 adquirieron entidad los tres dogmas
libréales clásicos: el trabajo debe encontrar su precio en el mercado; la
creación de la moneda debe estar sometida a un mecanismo de autorregulación; las
mercancías deben circular libremente de país en país sin obstáculos ni
preferencias; en suma, los tres dogmas se resumen en el mercado de trabajo, el
patrón-oro y el librecambio.
Resultaría casi grotesco poner en boca de
Francois Quesnay consideraciones de este tipo. Todo lo que piden los
fisiócratas, en un mundo mercantil, es la libertad para exportar cereales, de
modo que se asegure una mejor renta a los granjeros, a los arrendatarios y a los
propietarios. En todo lo demás su «orden natural» no es más que un principio
rector para la reglamentación de la industria y de la agricultura mediante un
supuesto gobierno omnipotente y omnisciente. Las Máximes de Quesnay tienen por
objeto proporcionar a este gobierno las ideas que le permitirán transformar en
política práctica los principios del Tableau, sobre la base de datos
estadísticos que él pretende proporcionar periódicamente. La idea de un sistema
de mercado autorregulador no se le pasó por la cabeza.
También en Inglaterra el laissez faire es
interpretado en un sentido restrictivo; significa una producción libre de
reglamentaciones, que no se ocupa del comercio. Las manufacturas de algodón, esa
maravilla de la época, insignificantes en un primer momento, se convirtieron en
la principal industria exportadora del país y, sin embargo, la importación de
cotonadas estampadas continuó estando prohibida. A pesar del monopolio
tradicional del mercado interior se acordó conceder una prima a la exportación
de colicots y de muselinas. El proteccionismo estaba tan enraizado, que los
fabricantes de algodón de Manchester solicitaron en 1800 la prohibición de la
exportación de trigo, pese a que eran conscientes de que esto suponía una
pérdida de trabajo para ellos. Una ley promulgada en 1971 ampliaba las sanciones
a la exportación de los patrones y de su especificación. Los orígenes
librecambistas de la industria algodonera son un mito. Todo su interés se
resumía en no verse reglamentada en la esfera de la producción, pero todo lo que
se resumía a la libertad de los intercambios era considerado peligroso.
Se podría suponer que la libertad de
producción va a extenderse de un modo natural, desde el ámbito de la técnica
pura al del empleo de la mano de obra. La demanda de libertad de trabajo en
Manchester es, sin embargo, relativamente tardía. La industria algodonera nunca
había estado sometida al estatuto de los gremios y, por consiguiente, no se veía
afectada ni por las fijaciones anuales de los salarios, ni por las
reglamentaciones del aprendizaje.
Por otra parte la vieja legislación de pobres,
a la que con tanto celo se oponían los liberales modernos, prestaba buenos
servicios a los fabricantes, ya que no solamente les proporcionaba «aprendices
de parroquia», sino que también les permitía descargarse de su responsabilidad
en relación con los obreros que despedían, con lo que hacían recaer una buena
parte del peso del desempleo sobre los fondos públicos. Incluso el sistema de
Speenhamland no resultó al principio impopular entre los manufactureros del
algodón; la industria podía muy bien considerar los subsidios familiares como
una ayuda para mantener ese ejército de reserva del trabajo que necesitaba
imperiosamente para responder a las fluctuaciones de los negocios, siempre y
cuando el efecto moral de las prestaciones no redujese la capacidad de
producción del trabajador. En una época en la que las contratas en la
agricultura se hacían por años, era muy importante que la industria pudiese
disponer de esa reserva de mano de obra móvil en sus momentos de expansión. Se
explican así los ataques de los manufactureros contra la Ley de domicilio, que
ponía trabas a la movilidad física de la mano de obra. A pesar de todo, esta ley
no fue abolida hasta 1795, siendo entonces reemplazada por medidas mucho más
paternalistas todavía. El pauperismo continuó siendo algo ligado a los squires y
a las zonas rurales; e incluso aquellos que criticaban severamente el sistema de
Speenhamland, como Burke, Bentham o Malthus, se consideraban menos
representativos del progreso industrial que otros hombres que proponían sanos
principios de administración rural.
Habrá que esperar a los años 1830 para que el
liberalismo económico irrumpa en la escena social con un espíritu de cruzada
apasionado y para que el laissez faire se convierta en una fe militante. La
clase manufacturera presionaba para que las leyes de pobres fuesen reformadas,
puesto que impedían el nacimiento de una clase obrera industrial dependiente
económicamente del trabajo realizado. Nos damos cuenta ahora de la gran cantidad
de riesgos que implicaba la creación de un mercado libre de trabajo, así como de
la magnitud de la miseria que recayó sobre las víctimas de las mejoras. Desde
comienzos de los años 1830 se puede comprobar, en consecuencia, un cambio
radical de mentalidad. Una reedición de la Dissertatio de Townsend, publicada en
1817, contenía un prólogo en el que se alababa la clarividencia del autor cuando
arremetía contra las leyes de pobres y pedía su completo abandono; pero los
editores advertían acerca de los peligros de su «imprudente e irreflexiva»
propuesta, que consistía en suprimir la asistencia a los pobres en un plazo muy
breve, diez años. Los Príncipes de Ricardo, publicados en el mismo año,
insistían también en la necesidad de abolir el sistema de subsidios en metálico,
pero exhortaban insistentemente a hacerlo progresivamente. Pitt, discípulo de
Adam Smith, había rechazado esta idea debido a los sufrimientos que conllevaría
para los inocentes. Y todavía en 1829, Peel «se preguntaba si se podía suprimir
sin riesgos el sistema de socorros en metálico de otro modo que no fuese
progresivamente». Y, sin embargo, en 1832, tras la victoria política de la
burguesía, la propuesta de reforma de la legislación sobre los pobres se aprueba
en su formulación más radical y se acelera su aplicación, sin el menor período
de tregua. El librecambio se había coagulado y lanzaba un ataque de una
ferocidad inflexible.
El liberalismo económico, cuyo interés era
puramente académico, se envalentonó también y se convirtió en un activismo sin
límites en los dos campos de la organización industrial: la moneda y el
comercio. En ambos casos, el laissez faire se inflamó con una fe ferviente
cuando se advertía la inutilidad de cualquier solución que no fuese extrema.
El problema monetario fue patente para el
pueblo inglés, sobre todo bajo la forma de una elevación general del coste de la
vida. Los precios se duplicaron entre 1790 y 1815. Los salarios reales
disminuyeron y los negocios se vieron azotados por una crisis del comercio
exterior. Pero fue tras el pánico de 1825 cuando la necesidad de una moneda
sólida se convirtió en un principio del liberalismo económico; dicho de otro
modo, cuando los principios ricardianos habían calado profundamente tanto en las
mentes de los políticos como en las de los hombres de negocios, entonces fue
cuando se mantuvo el «patrón», a pesar de un número enorme de reveses
financieros. Esto significó el comienzo de esa fe indoblegable en el mecanismo
de pilotaje automático del patrón-oro, sin el cual el sistema de mercado no
habría podido despegar.
El librecambio internacional no exigía el más
mínimo acto de fe. Sus implicaciones eran absolutamente extravagantes. Esto
significaba que el revituallamiento de Inglaterra iba a depender de fuentes que
estaban en ultramar, que este país sacrificaría su agricultura si era necesario
y adoptaría una nueva forma de existencia, convirtiéndose en parte constitutiva
de una vaga unidad mundial apenas perfilada; esta comunidad planetaria debería
ser pacífica o, de otro modo, tendría que ser defendida por el poderío de la
flota de Gran Bretaña. La nación inglesa debería afrontar así la perspectiva de
continuas conmociones industriales con el firme sentimiento de superioridad,
basado en sus capacidades de invención y de producción. Aunque únicamente los
cereales puedan circular libremente en Gran Bretaña, se piensa que sus fábricas
serán capaces de vender más barato por todo el mundo. Los riesgos que hay que
correr merecen la pena si se tiene en cuenta la grandeza y la importancia de
estas propuestas. El no asumirlas plenamente conduciría, por el contrario, a una
ruina segura.
No comprenderemos, sin embargo, totalmente las
fuentes utópicas del dogma del laissez faire, hasta que no las estudiemos una
por una. Los tres principios forman un todo: un mercado de trabajo concurrencial,
un patrón-oro automático y el librecambio internacional. Los sacrificios que
conlleva la realización de uno de estos objetivos serían inútiles, o incluso más
que inútiles, si no se alcanzan los dos objetivos restantes. Estamos, pues, ante
el todo o nada.
Todo el mundo era capaz de percibir, por
ejemplo, que el patrón-oro encerraba el peligro de una deflación mortífera y
quizás también de una fatal contracción monetaria en caso de pánico. El
manufacturero no podía aceptar, pues, de buen grado esta política, más que si
veía asegurada una producción creciente a precios que le compensasen, en otros
términos, sólo si los salarios bajaban como mínimo de forma proporcional a la
caída general de los precios, de tal modo que se posibilitase la explotación de
un mercado mundial siempre en expansión. Fue así como el AntiCorn Law Bill de
1846 constituyó el corolario del Bank Act de Peel (1844); ambos suponían la
existencia de una clase obrera que, tras la reforma de las leyes de pobres, se
vería obligada, si no quería morir de hambre, a trabajar en cualquier tipo de
condiciones, quedando los salarios regulados por el precio del trigo. Las tres
grandes medidas formaban un todo coherente.
Ahora podemos abarcar con una sola mirada todo
el curso del liberalismo económico. Se necesitaba nada menos que un mercado
autorregulador a escala mundial para asegurar el funcionamiento de este pasmoso
mecanismo. Nada garantizaba que las industrias no protegidas no sucumbirían,
atenazadas por el oro, artífice del cambio que habían aceptado gustosamente, a
menos que se hiciesen depender los precios del trabajo del más barato de los
cereales que se pueda encontrar. La expansión del sistema de mercado en el siglo
XIX fue sinónima de la difusión simultánea del librecambio internacional, del
mercado concurrencial de trabajo y del patrón-oro; todos marchaban juntos y en
unión. No tiene, pues, nada de extraordinario que el liberalismo económico se
haya transformado en una religión secular desde el momento en que los grandes
peligros de esta aventura se hicieron evidentes.
El laissez faire no tenía nada de natural; los
mercados libres nunca se habrían formado si no se hubiese permitido que las
cosas funcionasen a su aire. Del mismo modo que las manufacturas de algodón
principal industria del librecambio fueron creadas con la ayuda de tarifas
proteccionistas, primas a la exportación y ayudas indirectas a los salarios, el
propio laissez faire fue impuesto por el Estado. Entre 1830 y 1850 se produjo no
sólo una gran eclosión de leyes que abolieron reglamentos restrictivos, sino
también un enorme crecimiento de funciones administrativas del Estado, dotado
ahora de una burocracia central capaz de desarrollar las tareas fijadas por los
portavoces del liberalismo. Para el utilitarista prototípico, el liberalismo
económico fue un proyecto social que debía ser puesto en práctica para felicidad
del mayor número de sujetos; el librecambio no era un método que permitiese
realizar una cosa, sino que era la misma cosa a realizar. Es cierto que la
legislación no podía hacer nada directamente si no era suprimiendo las
restricciones obstaculizadoras, pero eso no quiere decir que el gobierno no
pudiese hacer nada y, sobre todo, indirectamente. De hecho, el liberal
utilitarista vio en el gobierno al gran agente para conseguir el bienestar. En
lo que se refiere al bienestar material, ésta era la opinión de Bentham, la
influencia de la legislación «no es nada» si se la compara con la contribución
inconsciente del «Ministro de la Policía». De las tres cosas indispensables para
el éxito de la economía –inclinación, saber y poder, las personas privadas no
poseen más que la inclinación. Bentham enseña que el saber y el poder pueden ser
administrados mucho mejor y con menos gasto por el gobierno que por los
individuos privados. Es obligación del poder ejecutivo reunir estadísticas e
informaciones, potenciar la ciencia y la experimentación y proporcionar los
innumerables instrumentos que permitan la acción del gobierno. El liberalismo de
Bentham significa que la acción parlamentaria debe de ser reemplazada por la de
los órganos administrativos.
Los órganos administrativos abarcan una gran
extensión. La reacción no ha gobernado en Inglaterra, como sucedió en Francia,
utilizando métodos administrativos, sino que ha utilizado exclusivamente la
legislación parlamentaria para llevar a cabo la represión política. «Los
movimientos revolucionarios de 1785 y de 1815-1820 fueron combatidos mediante la
legislación del Parlamento y no a través de una acción departamental. La
suspensión de la ley de habeas corpus, la votación del Libel Act y de los Six
Acts de 1819, fueron graves medidas de coacción, sin embargo no presentan ningún
rasgo que permita asimilar esta administración con la que existe en el
continente europeo. La libertad personal, en la medida en que ha sido suprimida,
lo ha sido por las leyes del Parlamento y por su aplicación». Los representantes
de la economía liberal no habían adquirido prácticamente influencia sobre el
gobierno, en 1832, cuando la situación cambió totalmente en favor de los métodos
administrativos. «El resultado claro de la actividad legislativa que ha
caracterizado, con grados de intensidad diferente, el período que comienza en
1832, ha sido la construcción, pieza a pieza y trozo a trozo, de una máquina
administrativa enormemente compleja, que necesita constantemente ser reparada,
renovada, reconstruida y adaptada a las nuevas exigencias, al igual que las
instalaciones de una manufactura moderna». Este crecimiento de la administración
refleja el espíritu del utilitarismo. El fabuloso Panóptico de Bentham, una de
sus utopías más queridas, es una construcción en forma de estrella; desde su
centro los guardianes de prisiones pueden tener bajo la vigilancia más efectiva
a los más peligrosos ejemplares en gran número y con el menor gasto público. De
idéntico modo, en el Estado utilitario, su adorado principio de «inspeccionabilidad»
asegura que el Ministro, en la cúspide, tendrá bajo control efectivo a toda la
administración.
La vía del librecambio ha sido abierta, y
mantenida abierta, a través de un enorme despliegue de continuos
intervencionismos, organizados y dirigidos desde el centro.
Hacer que la «libertad simple y natural» de
Adam Smith sea compatible con las necesidades de la sociedad humana es un asunto
muy complicado. La complejidad de los artículos de innumerables leyes sobre las
enclosures lo pone de manifiesto, al igual que la extensión del control
burocrático exigida por la administración de las nuevas leyes de pobres, que, a
partir del reinado de Isabel, han sido efectivamente supervisadas por la
autoridad central; y también el crecimiento de la administración gubernamental,
inseparable a su vez de la meritoria tarea de poner en marcha una reforma
municipal. Y, sin embargo, todas esas ciudadelas de la ingerencia gubernamental
se erigieron con la intención de regular la liberalización de la tierra, el
trabajo y la administración municipal. Del mismo modo que la invención de
máquinas que economizasen trabajo no ha hecho disminuir, al contrario de lo que
se esperaba de ellas, sino que ha hecho aumentar la utilización del trabajo del
hombre, la introducción de mercados libres, lejos de suprimir normativas,
regulaciones e intervenciones, ha potenciado enormemente su alcance. Los
administradores tuvieron que estar muy en guardia para asegurar el libre
funcionamiento del sistema. Fue así como, incluso aquellos que deseaban
ardientemente liberar al Estado de funciones inútiles y cuya filosofía exigía la
restricción de sus actividades, se vieron obligados a otorgarle poderes, órganos
y nuevos instrumentos, necesarios para la institucionalización del laissez
faire.
Esta paradoja se ve superada por otra.
Mientras que la economía del librecambio constituía un producto de la acción
deliberada del Estado, las restricciones posteriores surgieron de un modo
espontáneo. El laissez faire fue planificado, pero no lo fue la planificación.
Hemos mostrado ya la verdad de la primera parte de esta aserción. Si alguna vez
ha existido una utilización consciente del poder ejecutivo al servicio de una
política deliberada dirigida por el gobierno, fue la emprendida por los
discípulos de Bentham en el heroico período del laissez faire. Por lo que se
refiere a la segunda parte de la aserción, Dicey, ese eminente liberal, fue el
primero que suscitó la cuestión: se impuso a sí mismo el trabajo de investigar
los orígenes de la tendencia «anti laissez faire» o, como él la denominaba, la
tendencia «colectivista»; indagó en la opinión pública inglesa esa inclinación,
cuya existencia era evidente desde finales de los años 1860. Su sorpresa fue que
no pudo encontrar rastros de la misma salvo en los propios actos legislativos.
Dicho de forma más precisa, no se puede encontrar el menor testimonio de una
«tendencia colectivista» en la opinión pública con anterioridad a las leyes
aprobadas en esa línea. Por lo que se refiere a una opinión «colectivista» más
tardía, Dicey concluye que la legislación «colectiva» puede haber constituido
sus primeras raíces. La clave de esta penetrante encuesta era la voluntad
deliberada de evitar que se ampliasen las funciones del Estado o que se limitase
la libertad individual, influyendo en quienes eran directamente responsables de
las normativas legislativas de los años 1870-1880. La punta de lanza legislativa
del movimiento de reacción contra un mercado autorregulador, tal como se estaba
desarrollando en los cincuenta años posteriores a 1860, muy espontánea en este
caso, no ha estado dirigida por la opinión sino que ha sido inspirada por un
espíritu puramente pragmático.
Los representantes de la economía liberal
deberían replantearse seriamente esto. Toda su filosofía social dependía de la
idea de que el laissez faire era un proceso natural, mientras que la posterior
legislación contra el laissez faire era el resultado de una acción deliberada,
orquestada por los que se oponían a los principios liberales. Estas dos
interpretaciones del doble movimiento, que se excluyen mutuamente, implican hoy,
y se puede afirmar esto sin exagerar, la verdad o la falsedad de la posición
liberal.
Autores liberales tales como Spencer, Sumner,
Mises y Lippmann proponen una descripción del doble movimiento que se asemeja
mucho a la que sostenemos aquí, aunque su interpretación es completamente
distinta. A mi juicio, el concepto de mercado autorregulador es utópico y su
desarrollo se ha visto frenado por la autodefensa realista de la sociedad. A su
juicio, sin embargo, cualquier tiempo de proteccionismo constituye un error
causado por la impaciencia, la codicia y la imprevisión; sin ese error, el
mercado habría sido capaz de resolver todas las dificultades existentes.
Dilucidar cuál de estas dos posiciones es la correcta es posiblemente el
problema más importante de la historia social reciente, puesto que en ello se
juega nada menos que la pretensión del liberalismo económico a convertirse en el
principio organizador fundamental de la sociedad. Antes de pasar a las
comprobaciones materiales es, pues, preciso formular la cuestión con mayor
precisión.
A nuestra época le ha tocado en suerte asistir
a las postrimerías del mercado autorregulador. En los años veinte el prestigio
del liberalismo económico alcanzó su cénit: centenas de millares de hombres
sufrieron el azote de la inflación; clases sociales y naciones enteras fueron
explotadas. Fue entonces cuando la estabilización de las monedas se convirtió en
el punto focal del pensamiento político de los pueblos y de los gobiernos; la
restauración del patrón-oro constituía el objetivo supremo de todos los
esfuerzos organizados en el terreno de la economía. La devolución de los
préstamos extranjeros y la vuelta a una moneda estable fueron consideradas la
piedra angular de la racionalidad política y se estimó que ningún sufrimiento
personal y ninguna usurpación de la soberanía constituían un sacrificio
demasiado grande para recuperar la integridad monetaria. Las privaciones de los
parados a quienes la deflación había hecho perder sus empleos, la precariedad de
los funcionarios despedidos sin concederles siquiera una miserable pensión, el
abandono de los derechos de la nación e, incluso, la pérdida de libertades
constitucionales fueron considerados un precio justo a pagar para responder a
las exigencias que suponía el mantener presupuestos saneados y monedas sólidas,
esos apriori del liberalismo económico.
Los años treinta han presenciado la
relativización de los valores absolutos de los años veinte. Tras algunos años,
durante los cuales las monedas se fortalecieron más o menos y se equilibraron
los presupuestos, los dos países más poderosos, Gran Bretaña y Estados Unidos,
se vieron en dificultades, abandonaron el patrón-oro y comenzaron a gestionar
sus monedas. Las deudas internacionales fueron devueltas en bloque, los más
ricos y respetables dejaron de mantener los dogmas del liberalismo económico. A
partir de 1935, Francia y otros Estados, que conservaban el patrón-oro, se
vieron obligados a abandonarlo por las presiones del Tesoro de Gran Bretaña y de
los Estados Unidos que, en otras épocas, habían sido los garantes celosos del
credo liberal.
En los años cuarenta, el liberalismo
económico sufrió una derrota todavía más aplastante. Pese a que Gran Bretaña y
los Estados Unidos se hubiesen desviado de la ortodoxia monetaria, conservaban
los principios y los métodos del liberalismo en la industria y el comercio, así
como en la organización general de la vida económica. Fue éste, como vamos a
ver, un factor que precipitó la guerra, pero también una desventaja en el
desarrollo de la misma, Puesto que el liberalismo económico había creado y
mantenido la ilusión de que las dictaduras estaban predestinadas a una
catástrofe económica. Esta convicción fue la causa de que los gobiernos
democráticos hayan sido los últimos en comprender las consecuencias de las
monedas intervenidas y del dirigismo comercial, a pesar de que ellos mismos, por
la fuerza de la situación, emplearon estos mismos métodos; además, la herencia
del liberalismo económico les impidió rearmarse en el buen momento en nombre del
equilibrio presupuestario y de la libre empresa que se suponía serían los únicos
asideros seguros de la fuerza económica en caso de guerra. La ortodoxia
presupuestaria y monetaria hizo que Gran Bretaña, que debía enfrentarse a una
guerra total, se adhiriese al principio estratégico tradicional de los
compromisos limitados; en los Estados Unidos, los intereses privados como los
del petróleo y el aluminio se parapetaron tras los tabúes del liberalismo en los
negocios y se resistieron con éxito, cuando fue preciso, a prepararse para una
situación de emergencia en la industria. Si no hubiese sido por la perseverancia
obstinada e interesada de los portavoces de la economía liberal en sus errores,
los representantes de la raza humana, así como las masas de hombres libres,
habrían estado mejor pertrechados para afrontar la ordalía de la época, e
incluso habrían podido evitar esa espantosa guerra.
Los dogmas seculares de una organización
social, que abarcaba al conjunto del mundo civilizado, no fueron eliminados por
los acontecimientos de un decenio. Tanto en Gran Bretaña como en los Estados
Unidos, millones de negocios y de empresas independientes debían su existencia
al principio del laissez faire. Su espectacular fracaso en determinados ámbitos
no supuso la supresión de su reconocimiento en otros. En realidad, su eclipse
parcial ha podido muy bien servir de refuerzo, pues ha permitido a sus
defensores sostener que sus dificultades, cualesquiera que fuesen, se debían a
la aplicación incompleta de dicho principio. Este es en realidad el último
argumento que le queda hoy al liberalismo económico. Sus defensores repiten con
variaciones infinitas que, sin la intervención de las políticas preconizadas por
quienes lo criticaban, el liberalismo habría mantenido sus promesas, y que los
responsables de nuestros males no son el sistema concurrencial y el mercado
autorregulador, sino las ingerencias en ese sistema y las intervenciones en el
mercado. Este argumento no se apoya únicamente en innumerables ataques recientes
a la libertad económica, sino también en el hecho indudable de que el movimiento
de expansión del sistema de mercados autorreguladores chocó en la segunda mitad
del siglo XIX con un persistente movimiento contrario que ha obstaculizado el
libre funcionamiento de esté tipo de economía.
Los partidarios de la economía liberal han
sido también capaces de formular un alegato que une el pasado y el presente en
un tono coherente, ya que ¿quién podría negar que la intervención del gobierno
en los negocios puede destruir la confianza? ¿Quién podría negar que algunas
veces existiría menos paro si no existiesen los subsidios de desempleo previstos
por la ley? ¿No perjudica la concurrencia de los trabajos públicos a los
negocios privados? ¿Las finanzas deficitarias acaso no pueden hacer peligrar las
inversiones privadas? ¿No debilita el paternalismo la iniciativa en el campo de
los negocios? Como todo esto sucede en nuestros días, seguramente sucedía
también en el pasado. Cuando, hacia 1870, comienza en Europa un movimiento
proteccionista general social y nacional ¿se puede dudar que dicho movimiento
obstaculizó y limitó el comercio? ¿No es cierto que las leyes sobre las
fábricas, los seguros sociales, la actividad municipal, los servicios médicos,
los servicios públicos, los derechos de aduana, las primas y los subsidios, los
cartels y los trust, los embargos sobre la inmigración, sobre los movimientos de
capitales y sobre las importaciones sin mencionar las restricciones menos
visibles de los movimientos de hombres, bienes y pagos, han debido actuar
también de frenos para el funcionamiento del sistema concurrencial, prolongando
las depresiones en los negocios, agravando el desempleo, aumentando el marasmo
financiero, disminuyendo el comercio y perjudicando gravemente al mecanismo
autorregulador del mercado? La raíz de todo el mal, afirman con insistencia los
liberales, está precisamente en esta ingerencia en la libertad de empleo, de
mercado y de moneda practicada por las diferentes escuelas del proteccionismo
social, nacional y monopolista a partir del último cuarto del siglo XIX. La
impía alianza de los sindicatos y de los partidos obreros con los manufactureros
monopolistas y los intereses de los propietarios agrícolas, que, en su codicia a
corto plazo, han unido sus fuerzas para hacer fracasar la libertad económica, ha
impedido que el mundo disfrute hoy de los frutos de un sistema casi automático
de creación de bienestar material. Los líderes liberales no han cesado de
repetir constantemente que la tragedia del siglo XIX proviene de la incapacidad
de los homres para seguir siendo fieles a la inspiración de los primeros
liberales; que la generosa iniciativa de sus antepasados ha sido contrarrestada
por las pasiones del nacionalismo y del antagonismo de clases, por los intereses
establecidos y, sobre todo, por la ceguera de los trabajadores que no han sabido
ver que una libertad económica completa era en último término beneficiosa a
todos los intereses humanos, comprendidos los suyos. Un gran progreso
intelectual y moral ha fracasado de este modo, a causa de las debilidades
intelectuales y morales de la masa del pueblo; las realizaciones del espíritu de
la Ilustración se han visto así reducidas a la nada por las fuerzas del egoísmo.
He aquí, en pocas palabras, los argumentos de los representantes de la economía
liberal. Dichos argumentos continuarán apropiándose del terreno de la discusión,
a no ser que sean claramente refutados.
Definamos con más precisión el objeto del
debate. Por lo general, se admite que el movimiento liberal, decidido a
generalizar el sistema de mercado, ha chocado con un movimiento contrario de
defensa que tendía a restringirlo. Nuestra propia tesis del doble movimiento se
apoya en una hipótesis parecida, pero, mientras que nosotros afirmamos que lo
que ha destruido la sociedad, en último término, es la absurdidad inherente a la
idea de un sistema de mercado autorregulador, los liberales acusan a los
factores más diversos de haber hecho fracasar una importante iniciativa. Su
incapacidad para aportar pruebas que demuestren que ha existido un esfuerzo
concertado de este tipo para obstaculizar el movimiento liberal les conduce a
dar por buena la hipótesis, como si se tratara de algo irrefutable, de la
existencia de una acción subterránea. El mito de la conspiración antiliberal es,
pues, común, bajo una u otra forma, a todas las interpretaciones liberales de
los sucesos que acontecieron desde 1870 a 1890. Habitualmente se considera que
el auge del nacionalismo y del socialismo ha sido la causa principal de las
transformaciones sufridas por el escenario internacional; las asociaciones de
manufactureros, los monopolistas, los grandes propietarios de tierras y los
sindicatos desempeñan, en consecuencia, el papel de los malos de la película. La
doctrina liberal, bajo su forma más espiritualizada, hipostasía el
funcionamiento de una ley dialéctica de la sociedad moderna que suprime todo
valor a los esfuerzos de la razón ilustrada, y se reduce, en su forma más burda,
a un ataque contra la democracia política a la que convierte en el resorte
principal del intervencionismo.
El testimonio de los hechos contradice la
tesis liberal de forma decisiva. La conspiración antiliberal es una pura
invención. La gran variedad de formas adoptadas por el contramovimiento
«colectivista» no se deben a una inclinación por el socialismo o el
nacionalismo, producto de intereses concertados, sino exclusivamente a intereses
sociales vitales de carácter más amplio, que se vieron afectados por el
mecanismo del mercado en expansión. Esto explica las reacciones, casi
universales, y con frecuencia de orden exclusivamente práctico, provocadas en
último término por la extensión del mercado. Los talantes intelectuales no han
desempeñado el menor papel en este proceso por lo que resulta inconsecuente la
idea preconcebida de los liberales en virtud de la cual afirman que existía una
fuerza ideológica tras el movimiento antiliberal. Es cierto que, en los años
1870 y 1880, tuvo lugar la decadencia del liberalismo ortodoxo y que se pueden
hacer remontar a esta época todos los problemas de hoy, pero es inexacto afirmar
que el paso al proteccionismo social y nacional fue debido a cualquier otra
causa que no fuese la manifestación de fragilidad y los peligros inherentes a un
sistema de mercado autorregulador. Esto se puede demostrar de varios modos.
En primer lugar, está la sorprendente
diversidad de ámbitos en los que se adoptaron medidas. Este hecho sería
suficiente para excluir la posibilidad de una acción concertada. Citemos algunas
intervenciones tomadas de una lista elaborada por Herbert Spencer en 1884,
cuando acusaba a los liberales de haber abandonado sus principios
sustituyéndolos por una «legislación restrictiva». La diversidad de temas no
podía ser mayor. En 1860 se concedió una autorización para que existiesen
«analistas de alimentos y bebidas que deberán ser pagados con los impuestos
locales»; a la que siguió una ley que preveía la «inspección de las fábricas que
funcionaban con gas»; una disposición legal sobre las minas, que establecía
penas contra «quienes empleasen niños menores de doce años que no frecuentasen
la escuela y no supiesen leer y escribir». En 1861, se concedió un poder «a los
administradores de las leyes de pobres para imponer la vacuna»; se aprobaron
juntas municipales «para fijar una tarifa para el alquiler de medios de
transporte»; algunos comités locales «recibieron el poder de imponer la
localización de los desagües, regular el riego de los campos y construir
abrevaderos para el ganado». En 1872, se promulgó una ley que prohibía «las
minas de carbón con un solo pozo»; otra ley concedía al comité de instrucción
médica el derecho exclusivo «a hacer pública una farmacopea, cuyos precios
serían fijados por la administración de finanzas». Spencer, horrorizado,
recopiló en diversas páginas la enumeración de estas medidas y de otras
similares. En 1863, se produjo la extensión de la «vacunación obligatoria a
Escocia e Irlanda». Se aprobó también una ley que nombraba inspectores para
verificar si «un alimento es nocivo o no para la salud»; otra sobre los
deshollinadores, con el fin de evitar la muerte de los niños empleados en
deshollinar chimeneas demasiado estrechas; otra sobre las enfermedades
contagiosas; otra, en fin, sobre bibliotecas públicas, concediendo poderes
locales «en virtud de los cuales una mayoría podía imponer a la minoría sus
libros». Spencer presenta todo esto como prueba irrefutable de una conspiración
antiliberal. Estas disposiciones, sin embargo, se refieren a algún problema
producido por las condiciones industriales modernas y su objetivo es
salvaguardar el interés público contra los peligros inherentes a las
condiciones, o en todo caso a los métodos, de los que se sirve el mercado. Para
una mentalidad libre de prejuicios, estas medidas prueban la naturaleza práctica
y pragmática del contramovimiento «colectivista». La mayoría de quienes
promovieron y votaron esas medidas eran convencidos partidarios del laissez
faire y no pretendían, en modo alguno, que su acuerdo para instaurar una brigada
de bomberos en Londres implicase una protesta contra los principios del
liberalismo económico. Al contrario, quienes proponían estas medidas
legislativas eran, por regla general, intransigentes adversarios del socialismo
o de cualquier forma de colectivismo.
En segundo lugar, el paso de soluciones
liberales a soluciones «colectivistas» se produjo en ocasiones de un modo
repentino, sin que aquellos que estaban comprometidos en el proceso de
elaboración de las leyes fuesen conscientes en absoluto de ello. Dicey invoca el
ejemplo clásico de la Ley de accidentes de trabajo, que trata de la
responsabilidad de los patronos en los daños sufridos por los obreros durante el
tiempo de trabajo. La historia de las diferentes leyes que han puesto esta idea
en práctica desde 1880 prueba que se ha mantenido constantemente el principio
individualista, según el cual la responsabilidad del patrono respecto a sus
empleados debe ser reglamentada de un modo estrictamente idéntico a la que
regula las responsabilidades de unos para con otros. En 1897, sin que la opinión
haya cambiado en absoluto, se convierte al patrono de repente en el asegurador
de sus obreros contra cualquier daño que sufran durante el trabajo: se trata de
una «legislación totalmente colectivista», como señala concretamente Dicey. Nada
podría probar mejor que no se trata de un cambio por intereses en juego o por
tendencias de la opinión lo que ha provocado la sustitución de un principio
liberal por un principio antiliberal, sino exclusivamente la evolución de las
condiciones en las que se había planteado el problema y se habían buscado
soluciones.
En tercer lugar, existe una prueba indirecta,
aunque bastante llamativa, proporcionada por la comparación de la evolución de
la situación en los diferentes países con configuraciones políticas e
ideológicas enormemente divergentes. La Inglaterra victoriana y la Prusia de
Bismarck eran diametralmente opuestas y ambas se diferenciaban notablemente de
la Francia de la III República o del Imperio de los Habsburgo. Cada uno de estos
países pasó, sin embargo, por un período de librecambio y de laissez faire,
seguido de otro de legislación antiliberal en lo que se refiere a la salud
pública, las condiciones de trabajo en las fábricas, el comercio municipal, los
seguros sociales, las subvenciones a los transportes, los servicios públicos,
las asociaciones comerciales, etc. Resultaría fácil elaborar un verdadero cuadro
sinóptico en el que se incluyesen las fechas en las que se produjeron cambios
análogos en los diferentes países. Las leyes sobre los accidentes de trabajo se
votaron en 1880 y 1897 en Inglaterra, en 1879 en Alemania, en 1887 en Austria,
en 1899 en Francia; la inspección de las fábricas se instauró en Inglaterra en
1883, en Prusia en 1853, en Austria en 1883, en Francia en 1874 y 1883. El
comercio municipal, comprendida la gestión de los servicios públicos, fue
introducido en Birmingham en los años 1870 por Joseph Chamberlaine que era un
disidente religioso y un capitalista; en la Viena imperial de 1890 por Karl
Lueger, que era un socialista católico y un perseguidor de judíos; asociaciones
locales lo adoptaron en los municipios alemanes y franceses. Las fuerzas que
apoyaban estas propuestas eran en algunos casos fuertemente reaccionarias y
antisocialistas, como por ejemplo en Viena; en otros casos eran «imperialistas»
y liberales, como en Birmingham; e, incluso, de la más pura cepa liberal, como
el alcalde de Lyon Edouard Herriot. En la Inglaterra protestante, gabinetes
conservadores y liberales trabajaron intermitentemente para promover la
legislación sobre el trabajo. En Alemania, católicos romanos y socialdemócratas
participaron en su realización; en Austria participó la Iglesia y sus
partidarios más militantes; en Francia lo hicieron los enemigos de la Iglesia,
así como fervientes anticlericales. Todos ellos fueron responsables de la
votación y aprobación de leyes casi idénticas. Fue así como, bajo las consignas
más variadas y los más diferentes móviles, una multitud de partidos de capas
sociales propusieron casi exactamente las mismas medidas en una serie de países
para enfrentarse a un gran número de problemas complejos. A primera vista nada
sería más absurdo deducir de ello que estuvieron animados secretamente de los
mismos presupuestos ideológicos o de los mismos alicortos intereses de grupo,
como proclama la leyenda de una conspiración antiliberal. Todo parece concurrir,
por el contrario, a reforzar la hipótesis de que fueron razones objetivas de
naturaleza material las que forzaron la mano de los legisladores.
En cuarto lugar, está el hecho significativo
de que en diferentes épocas los propios partidarios de la economía liberal
fueron los abogados defensores de hacer restricciones a la libertad de contrato
y al laissez faire en un determinado número de casos de gran importancia teórica
y práctica. Y, evidentemente, su móvil no ha podido ser un prejuicio
antiliberal. Recordemos, por ejemplo, la cuestión de las asociaciones obreras o
también la Ley sobre las sociedades comerciales. La primera se refiere a los
derechos de los trabajadores para ponerse de acuerdo con el fin de obtener alzas
salariales; la segunda, al derecho de los trusts, de los cartels y de otras
formas capitalistas de connivencia para hacer subir los precios. Se ha dicho,
con razón, que en ambos casos la libertad de contrato o el laissez faire eran
utilizados para restringir la libertad de comercio. Trátese de asociaciones
obreras para hacer subir los salarios, o de asociaciones comerciales para hacer
subir los precios, los interesados podían evidentemente emplear el principio del
laissez faire para restringir el mercado de trabajo o de otros bienes. Lo que
resulta extraordinariamente significativo es que, en ambos casos, liberales
consecuentes con sus ideas, tales como Lloyd George, Theodor Roosevelt, Thurman
Arnold o Walter Lippmann, subordinaron el laissez faire a la exigencia de un
mercado concurrencial libre. Todos ellos insistieron para obtener
reglamentaciones y restricciones, leyes y coacciones penales, sosteniendo, como
lo haría cualquier «colectivista», que los sindicatos o las corporaciones, según
el caso, «abusaban de la libertad de contrato». Teóricamente el laissez faire, o
la libertad de contrato, implica para los trabajadores la libertad de rechazar
el trabajo, ya sea individualmente o de forma solidaria si así lo deciden;
implica asimismo la libertad para los hombres de negocios de ponerse de acuerdo
sobre los precios de venta, sin ocuparse de los deseos de los consumidores. En
la práctica, sin embargo, esta libertad entra en conflicto con la institución de
un mercado autorregulado y, en este tipo de conflicto, el mercado autorregulado
tiene invariablemente la prioridad. Dicho de otro modo, cuando las necesidades
de un mercado autorregulador se manifiestan incompatibles con las exigencias del
laissez faire, el defensor de la economía liberal se vuelve contra el laissez
faire y prefiere como cualquier antiliberal los métodos denominados
colectivistas de reglamentación y de restricción. La Ley de las Trade Unions y
la legislación antitruts tienen su origen en esta actitud. Los propios
defensores de la economía liberal han utilizado regularmente métodos de este
tipo, de importancia decisiva en el campo de la organización industrial; no cabe
más prueba concluyente de que los métodos antiliberales o «colectivistas» son
inevitables en las condiciones existentes en la moderna sociedad industrial. He
aquí, por tanto, algunas pruebas que nos ayudan a aclarar el verdadero sentido
del término «intervencionismo» con el que los liberales suelen designar las
políticas que se oponen a las suyas, que muestran simplemente el estado de
confusión que sufren. Lo contrario del intervencionismo es el laissez faire, y
acabamos de ver que no se puede identificar el liberalismo económico y el
laissez faire aunque en el lenguaje corriente se utilicen indistintamente. El
liberalismo económico, hablando con propiedad, es el principio director de una
sociedad en la cual la industria está fundada sobre la institución de un mercado
"autorregulador. Es cierto que, una vez que este sistema está casi desarrollado,
se necesitan menos intervenciones de un determinado tipo; sin embargo, esto no
quiere decir, ni mucho menos, que sistema de mercado e intervención sean
términos que se excluyan mutuamente ya que, durante el tiempo que este sistema
no está en funcionamiento, los representantes de la economía liberal deben pedir
—y no dudarán en hacerlo que intervenga el Estado para establecerlo y, una vez
establecido, para mantenerlo. Los representantes de la economía liberal pueden,
pues, sin incoherencia por su parte, pedir al Estado que utilice la fuerza de la
ley e incluso reclamar el uso de la violencia, de la guerra civil, para
instaurar las condiciones previas a un mercado autorregulador. En Norteamérica,
el Sur echó mano de los argumentos del laissez faire para justificar la
esclavitud; el Norte recurrió a la intervención de las armas para establecer la
libertad del mercado de trabajo. La acusación de intervencionismo en boca de
autores liberales no es, por tanto, más que una consigna huera que implica la
renuncia o la aprobación de una única y misma serie de acciones según lo que
piensan de ellas. El único principio que pueden mantener sin incoherencia los
representantes de la economía liberal es el del mercado autorregulador, les
lleve o no a intervenir.
En resumen, el contramovimiento opuesto al
liberalismo económico y al laissez faire poseía todas las características
indudables de una reacción espontánea. Surgió en numerosos lugares sin relación
entre sí y sin qué se pueda encontrar un lazo de unión entre los intereses en
juego ni un sistema ideológico común. Incluso en la forma de resolver un solo y
único problema, como en el caso de los accidentes de trabajo, las soluciones
pasaron bruscamente de formas individualistas a «colectivistas», de formas
liberales a antiliberales, del laissez faire a formas intervencionistas, sin que
cambiasen en absoluto los intereses económicos, las influencias ideológicas o
las fuerzas políticas en juego, debido simplemente a que se comprendió cada vez
mejor en qué consistía el fondo del problema en cuestión. Se podría así mostrar
cómo el salto del laissez faire al «colectivismo», similar en diferentes países,
se produjo en una etapa concreta de su desarrollo industrial, poniendo en
evidencia la profundidad y la independencia de las causas subyacentes a este
proceso, causas que los partidarios de la economía liberal han atribuido un
tanto superficialmente a cambiantes estados de espíritu o a intereses diversos.
A fin de cuentas, el análisis revela que, incluso los defensores más radicales
del liberalismo económico, no han podido evitar la regla que hace del laissez
faire algo inaplicable en las condiciones existentes en una industria
desarrollada, ya que, en el caso crítico de la ley sindical y de las
reglamentaciones antitrusts, los liberales extremistas tuvieron que solicitar
del Estado todo tipo de intervenciones, con el fin de asegurar las condiciones
necesarias para el funcionamiento de un mercado autorregulador, enfrentándose a
los convenios monopolistas. El librecambio y la concurrencia, para poder
funcionar, exigieron ellos mismos la intervención. El mito liberal de la
conspiración «colectivista» de los años 1870 a 1890 no se ve, por tanto,
confirmado por los hechos. Pensamos que nuestra propia interpretación del doble
movimiento está sostenida por el testimonio de los hechos, ya que si la economía
de mercado representaba una amenaza para los componentes del cuerpo social, el
hombre y la naturaleza, tal como queda subrayado, era de esperar que toda clase
de gentes se sintiesen inclinadas a reclamar una cierta protección. Y esto es lo
que nosotros hemos comprobado. Pero, además, era también de esperar que esto se
produjese sin ninguna idea preconcebida por su parte, teórica o
intelectualmente, y fuese cual fuese su actitud hacia los principios en los que
se apoya una economía de mercado. Y de nuevo esto es lo que ha pasado. Además,
hemos propuesto la idea de que la historia comparada de los gobiernos podría
proporcionar un soporte casi experimental a nuestra tesis, si podíamos mostrar
que los intereses particulares eran independientes de las ideologías específicas
existentes en un determinado número de países diferentes. Y también, en este
sentido, hemos podido aportar sorprendentes testimonios. Por último, el
comportamiento de los propios liberales ha probado que el mantenimiento del
librecambio de un mercado autorregulador, lejos de excluir la intervención, la
ha exigido de hecho, y los liberales, ellos mismos, han invocado regularmente la
acción coactiva del Estado, como ponen de manifiesto los casos de la ley
sindical y las leyes antitrusts. De este modo, el testimonio de la historia es,
a nuestro juicio, de una importancia decisiva para dilucidar cuál de las dos
interpretaciones opuestas del doble movimiento es la correcta: la que sostiene
el liberalismo económico, según la cual su política nunca ha podido ser aplicada
puesto que ha sido sofocada por los sindicalistas de miras estrechas, los
intelectuales marxistas, los manufactureros codiciosos y los propietarios de
tierras reaccionarios; o la de sus críticos, que pueden aportar la universal
reacción «colectivista» contra la expansión de la economía del mercado durante
la segunda mitad del siglo XIX como una prueba concluyente del peligro al que
expone la sociedad el principio utópico de un mercado autorregulador.
CAPÍTULO XIII
NACIMIENTO DEL CREDO LIBERAL: INTERESES DE
CLASE Y CAMBIO SOCIAL
Es preciso desterrar el mito liberal de la
conspiración colectivista antes de analizar la verdadera base de las políticas
seguidas en el siglo XIX. Según esta leyenda, el proteccionismo habría sido la
pura y simple consecuencia del interés perverso de terratenientes,
manufactureros y sindicalistas, quienes, por puro egoísmo, rompieron la
maquinaria automática del mercado. Adoptando una posición muy distinta y por
supuesto desde tendencias políticas opuestas, las organizaciones marxistas
presentaron un razonamiento sobre este problema también sesgado. No vamos a
entrar aquí en el hecho de que la filosofía de Marx se haya centrado
esencialmente en la totalidad social y en la naturaleza no económica del hombre.
El propio Marx prolongó las doctrinas de Ricardo al definir las clases sociales
en términos económicos y, sin duda, la explotación económica ha sido un rasgo
característico de la edad burguesa.
Las teorías de Marx convertidas en marxismo
vulgar condujeron, no obstante, a una teoría poco matizada del desarrollo social
fundada en las clases sociales. La presión ejercida para obtener mercados o
zonas de influencia fue explicada con excesiva simpleza, atribuyéndola al móvil
del beneficio de un puñado de financieros. Se ha explicado el imperialismo como
una conspiración capitalista para incitar a los gobiernos a declarar guerras en
interés del big business. Se ha defendido que las guerras estaban provocadas por
esos intereses combinados con los de las fábricas de armas, que, milagrosamente,
habían alcanzado el poder de conducir a países enteros hacia políticas fatales
contrarias a sus intereses vitales. Liberales y marxistas estaban de hecho de
acuerdo en hacer derivar el movimiento proteccionista de la fuerza de intereses
partidistas, en explicar los derechos de aduana sobre los productos agrícolas
por la influencia política de propietarios reaccionarios, en hacer responsable
del crecimiento de las empresas monopolistas a la avidez de ganancia de los
magnates industriales y, en fin, en presentar la guerra como la consecuencia del
desenfreno especulativo.
La perspectiva de los defensores del
liberalismo económico encontró así un poderoso refuerzo en una alicorta teoría
de las clases. Al adoptar el punto de vista del antagonismo de clases, liberales
y marxistas mantuvieron posiciones similares. Apoyándose en una documentación
impermeable a cualquier tipo de crítica, establecieron perentoriamente que el
proteccionismo del siglo XIX era el resultado de una acción de clase y que dicha
acción servía principalmente a los intereses económicos de los miembros de las
clases en cuestión.
Apoyándose unos a otros consiguieron casi
oscurecer el fondo del problema e impedir que surgiese una visión de conjunto de
la sociedad de mercado y de la función del proteccionismo de esta sociedad.
En realidad, los intereses de clase no
proporcionan más que una explicación limitada de los movimientos a largo plazo
en la sociedad. El destino de las clases viene determinado con más frecuencia
por las necesidades de la sociedad que por las necesidades de las clases.
Admitamos que en una sociedad organizada de una determinada forma sea aplicable
la teoría de las clases, pero ¿que ocurriría si el propio edificio social
sufriese transformaciones? Una clase que carece ya de función puede
desintegrarse y verse suplantada rápidamente por otra nueva o por varias nuevas
clases. Además, las clases en lucha tendrán posibilidades de triunfar si son
capaces de obtener ayuda exterior y la obtendrán si sus miembros gestionan bien
objetivos fijados por intereses más amplios que los suyos propios. Así pues, si
no se considera la sociedad en su conjunto, no se puede comprender ni el
nacimiento de las clases, ni su muerte, ni sus objetivos en qué medida los
alcanzan, ni su cooperación, ni su antagonismo.
En líneas generales, la situación de la
sociedad depende muchas veces de causas externas, tales como una modificación
del clima, el rendimiento de las cosechas, la aparición de un nuevo enemigo, un
arma nueva utilizada por un antiguo enemigo, la emergencia de nuevos objetivos
comunitarios o el descubrimiento de nuevos métodos para alcanzar los objetivos
tradicionales. En último término, los intereses partidistas tienen que ser
puestos en relación con este tipo de situaciones si se quiere que su función
resulte clara en relación al cambio social.
Resulta indudable que los intereses de clase
juegan un papel esencial en las transformaciones sociales, ya que cualquier
forma de cambio con repercusiones amplias tiene que afectar de un modo diferente
a las distintas partes de la comunidad, aunque sólo sea por sus diferentes
situaciones geográficas o de equipamiento económico y cultural. Los intereses
partidistas constituyen así el vehículo normal del cambio social y político. Los
diversos sectores de la sociedad van a defender diferentes métodos de adaptación
incluidos los violentos en función de que las raíces del cambio radiquen en la
guerra, en el comercio, en invenciones revolucionarias o en ligeras
modificaciones de las condiciones naturales. Para defender sus intereses
adoptarán diferentes vías, aunque algunos grupos pueden señalar el camino a
seguir; y, justamente en la medida en que se puede designar a un sector o a
varios sectores como agentes de un cambio social, se podrá explicar cómo se ha
producido dicho cambio. La causa última, por tanto, radica en fuerzas exteriores
y el mecanismo del cambio es el que permite a la sociedad utilizar sus propios
recursos. El «desafío» se dirige a la sociedad en general, mientras que la
«respuesta» se produce por la mediación de grupos, sectores y clases.
Los intereses de clase, por sí solos, no
pueden proporcionar por tanto una explicación satisfactoria de ningún proceso
social a largo plazo. Y esto es así, en primer lugar, porque el proceso en
cuestión puede incluso decidir el futuro de la clase, y, además, porque los
intereses de una clase concreta determinan los objetivos y los fines que intenta
conseguir, sin determinar al mismo tiempo el éxito o el fracaso de los esfuerzos
realizados para alcanzarlos. En los intereses de clase no existe nada mágico que
asegure a los miembros de una clase el apoyo por parte de los miembros de otra,
a pesar de que ese tipo de apoyo se produzca continuamente. De hecho, el
proteccionismo es un buen ejemplo de ello. El problema, por tanto, no es saber
por qué los terratenientes, los manufactureros o los trade unionists pretendían
aumentar sus rentas mediante una acción proteccionista, sino por qué lo
consiguieron. El problema no consiste tampoco en saber por qué industriales y
obreros querían imponer monopolios para sus productos, sino por qué alcanzaron
este objetivo. Tampoco radica la cuestión en conocer por qué ciertos grupos
querían actuar de un modo semejante en varios países del continente, sino por
qué esos grupos existían en países muy diferentes en muchos aspectos y también
por qué consiguieron en todas partes lo que se proponían, del mismo modo que no
interesa tanto conocer por qué los cultivadores de trigo intentaban venderlo a
un precio elevado, cuanto las razones mediante las cuales lograron persuadir a
los compradores para que los ayudasen a hacer subir los precios.
En segundo lugar, está la doctrina totalmente
errónea de la naturaleza esencialmente económica de los intereses de clase.
Aunque la sociedad humana está evidentemente condicionada por factores
económicos, los móviles de los individuos sólo excepcionalmente están
determinados por el deseo de satisfacer necesidades materiales. El hecho de que
la sociedad del siglo XIX estuviese organizada sobre la hipótesis de que este
tipo de motivación económica podía considerarse de carácter universal,
constituye precisamente una característica peculiar de la época. Al analizar
esta sociedad conviene, pues, dejar un espacio relativamente amplio al juego de
los intereses económicos, pero debemos cuidarnos mucho de prejuzgar la cuestión,
que consiste en saber precisamente en qué medida una motivación tan inhabitual
ha podido producir semejantes efectos.
Asuntos puramente económicos, por ejemplo los
que se refieren a la satisfacción de las necesidades, tienen infinitamente menos
relación con el comportamiento de clase que las cuestiones de prestigio social.
La satisfacción de las necesidades puede ser, sin duda, el resultado de este
reconocimiento social y, más concretamente, bajo la forma de signos externos o
de recompensas. Pero los intereses de una clase están íntimamente vinculados de
modo directo al prestigio y al rango, al status y a la seguridad, es decir, no
son primordialmente económicos sino sociales.
Los sectores y los grupos que participaron
intermitentemente en el movimiento general tendente al proteccionismo, a partir
de 1870, no lo hicieron primordialmente por razones de interés económico. Las
«medidas colectivistas», adoptadas durante los años críticos revelan que el
interés de una sola clase nunca predominó, salvo en casos excepcionales, e,
incluso en estos casos, pocas veces se puede decir que se trataba de un interés
económico. Una ley que autorizaba a la administración de una ciudad a ocuparse
de la estética de los lugares públicos descuidados, seguramente tenía poco que
ver con «intereses económicos inmediatos». Lo mismo ocurría con las
reglamentaciones que exigían a los panaderos lavar con agua caliente y jabón la
panadería al menos una vez cada seis meses, o con una ley que obligaba a probar
los cables y las anclas. Estas medidas respondían simplemente a las necesidades
de una civilización industrial que no podían satisfacerse a través de los
métodos del mercado. La mayor parte de estas intervenciones no tenían que ver
directamente con los ingresos y presentaban con ellos simplemente una relación
indirecta. Y lo mismo puede decirse de las leyes que se referían a la salud, las
explotaciones rurales, las bibliotecas, las comunidades públicas, las
condiciones de trabajo en las fábricas y los seguros sociales. Esto es válido
asimismo para los servicios públicos, la educación, los transportes y otras
muchas cuestiones. Pero, incluso cuando entraban en juego intereses pecuniarios,
éstos tenían un interés secundario, ya que se trataba invariablemente de
cuestiones tales como el estatuto profesional, la seguridad, una vida más humana
y más larga, un medio ambiente más estable. De todos modos, no hay que
subestimar la importancia pecuniaria de algunas intervenciones características
de la época, como por ejemplo los derechos arancelarios o las indemnizaciones
por los accidentes de trabajo. Pero, incluso en estos casos, los intereses no
pecuniarios tenían también su peso. Los derechos arancelarios que suponían
beneficios para los capitalistas y salarios para los obreros significaban, en
ultimo termino, seguridad contra el paro, estabilización de las condiciones
regionales, seguros contra el cierre de industrias y, posiblemente y sobre todo,
permitían evitar la dolorosa pérdida de status que se produce inevitablemente
cuando se cambia a un trabajo que requiere menos habilidad y experiencia que el
que se desempeñaba con anterioridad.
Desde el momento en que hemos echado por la
borda esa idea fija de que los únicos intereses que pueden producir un efecto
son de carácter sectorial y no de interés general, desde el momento en que hemos
realizado una operación similar con el prejuicio, inseparable del anterior, que
consiste en limitar los intereses de los grupos humanos a sus ingresos
económicos, la amplitud y la importancia del movimiento proteccionista han
perdido para nosotros su carácter misterioso. Mientras que los intereses
pecuniarios son necesariamente el reflejo de las personas concernidas, los otros
intereses abarcan a un círculo más amplio; afectan a los individuos de numerosas
formas, en tanto que vecinos, miembros de una profesión, consumidores, peatones,
viajeros habituales del ferrocarril, deportistas, cazadores, jardineros,
pacientes, madres o amantes, y son, en consecuencia, susceptibles de ser
representados por prácticamente cualquier tipo de asociación local o funcional:
iglesias, ayuntamientos, cofradías, clubs, sindicatos, o, de forma más habitual,
por partidos políticos fundados en amplios principios de adhesión. Una idea
demasiado restrictiva del interés debe en efecto proporcionar una visión
deformada de la historia social y política, y ninguna definición puramente
pecuniaria de los intereses concede un lugar a la necesidad vital de protección
social, cuya representación está generalmente a cargo de las personas que
gestionan los intereses generales de la comunidad, es decir, en las condiciones
modernas, los gobiernos específicos. Y, justamente, debido a que no eran los
intereses económicos, sino los intereses sociales de las diferentes capas de la
población, los que estaban amenazados por el mercado, pudieron, personas
pertenecientes a diversas capas económicas, unir inconscientemente sus fuerzas
para hacer frente al peligro.
La acción de las fuerzas de clase ha
favorecido y obstaculizado a la vez, por tanto, la expansión del mercado. Dado
que, para establecerse el sistema de mercado necesitaba la producción de
máquinas, sólo las clases comerciantes estaban en posición de ponerse al frente
de esta primera transformación. Una nueva clase de empresarios nacía de los
residuos de clases más antiguas para hacerse cargo de un desarrollo que
estuviese en armonía con los intereses del conjunto de la colectividad. El papel
director en el movimiento expansionista provenía del empuje de los industriales,
los empresarios y los capitalistas, mientras que la defensa correspondía a los
terratenientes tradicionales y a la naciente clase obrera. Y así, en la
comunidad comerciante, mientras, el destino de los capitalistas consistía en
defender los principios estructurales del sistema de mercado, el papel de
defensor a ultranza del tejido social recaía en la aristocracia feudal por una
parte y en el naciente proletariado industrial por otra. Pero, mientras que los
propietarios agrícolas intentaban buscar la solución de todos los males en la
conservación del pasado, los obreros estaban hasta cierto punto en posición de
ir más allá de los límites de una sociedad de mercado y de adoptar soluciones de
futuro. Esto no quiere decir que el retorno al feudalismo o la proclamación del
socialismo formasen parte de las posibles líneas de acción, sino que indica las
direcciones completamente diferentes que los propietarios agrícolas y la clase
obrera tenían tendencia a seguir para solventar la situación de peligro. Si le
economía de mercado iba a desplomarse, como parecía ser el caso en cada crisis
grave, las clases propietarias agrarias podían intentar la vuelta a un régimen
militar o de paternalismo feudal, mientras que los obreros de las fábricas
tenían la oportunidad de establecer una república cooperativa de trabajo. En una
crisis, las «respuestas» podían señalar vías de solución excluyentes. Un simple
conflicto de intereses de clase, que en otro momento habría podido solucionarse
mediante un compromiso, adquiría así ahora una significación funesta.
Todo esto debería contenernos a la hora de
conferir demasiada importancia a los intereses económicos de una determinada
clase para explicar la historia. Interpretar así las cosas implicaría, de hecho,
plantear que las clases son algo dado y preexistente, cosa que resulta
únicamente verosímil en una sociedad indestructible. Pensar en estos términos
equivaldría a dejar fuera de juego esas fases críticas de la historia en las que
una civilización se desploma o está a punto de transformarse, o eludir esos
momentos en los que se forman nuevas clases, a veces en un lapso de tiempo muy
corto, a partir de las ruinas de viejas clases e, incluso, de elementos
exteriores tales como aventureros y extranjeros o grupos marginales. En una
determinada coyuntura histórica sucede con frecuencia que algunas clases surgen
simplemente en virtud de las necesidades del momento. En último término, la
relación que mantiene una clase con la sociedad en su conjunto es lo que
determina su papel en el drama, y su éxito depende de la amplitud y variedad de
recursos con los que cuenta para servir a intereses más amplios que los suyos. A
decir verdad, una política que persiga un interés de clase limitado no es ni
siquiera capaz de garantizar este interés y ésa es una regla que admite muy
pocas excepciones. A menos que no exista otra alternativa que seguir en la
sociedad establecida o dar un salto hacia la destrucción total, no se podrá
mantener en el poder una clase burdamente egoísta.
Para censurar sin paliativos la pretendida
conspiración colectivista, los portavoces de la economía liberal han llegado a
negar que la sociedad tuviese la menor necesidad de protección. Recientemente
han aplaudido las ideas de algunos científicos que rechazan la doctrina de la
Revolución industrial como una catástrofe que habría azotado a las desgraciadas
laboriosas clases de Inglaterra en torno a 1790. Según esos autores la clases
populares sufrieron mucho con un rápido deterioro del nivel de vida, pero, si se
hace un balance, estas clases se han sentido considerablemente más a gusto tras
la introducción del sistema de fábricas, y, en cuanto a sus miembros, nadie
puede negar que han aumentado con celeridad. A juzgar por el bienestar
económico, es decir por los salarios reales y las cifras de población criterio
generalmente aceptado estos autores piensan que el infierno del joven
capitalismo nunca ha existido; las clases laboriosas, lejos de ser explotadas,
se beneficiaron desde el punto de vista económico, y resulta evidentemente
imposible argumentar sobre la necesidad de protección económica contra un
sistema que ha beneficiado a todo el mundo.
Los críticos del liberalismo económico
quedaron desconcertados. Durante setenta años, tanto científicos como comisiones
estatales, habían denunciado los horrores de la Revolución industrial y una
pléyade de poetas, pensadores y escritores había condenado su crueldad. Se
consideraba como un hecho cierto que las masas se habían visto forzadas a
trabajar duro y a pasar hambre a causa de hombres que explotaban sin piedad su
debilidad. Se creía también que las enclosures habían privado a los habitantes
de los pueblos de sus casas y de sus parcelas de tierra y los habían arrojado al
mercado de trabajo creado por la reforma de las leyes de pobres. Se creía, en
fin, que la auténtica tragedia de los niños, obligados a veces a trabajar hasta
que se morían en las minas y en las fábricas, proporcionaba una de las más
espantosas pruebas de la miseria en que estaban sumidas las masas. La
explicación común de la Revolución industrial se basaba en realidad en el grado
de explotación que las enclosures del siglo XVIII habían posibilitado, así como
en los bajos salarios ofrecidos a los obreros sin albergue, que explicaban los
elevados beneficios de la industria algodonera y la rápida acumulación de
capital en manos de los primeros propietarios de manufacturas. Se les acusaba,
pues, de ejercer la explotación, una explotación sin límites de sus
conciudadanos que constituía la causa originaria de tantas miserias y
humillaciones. Ahora se pretende aparentemente negar todo esto. Historiadores de
la economía proclaman que la negra sombra que oscurecía los primeros decenios
del sistema de fábrica se ha volatilizado. ¿Cómo podía existir una catástrofe
social cuando se produjo indudablemente una mejoría económica? En realidad, una
calamidad social es, por supuesto, ante todo un fenómeno cultural y no un
fenómeno económico que se pueda evaluar mediante cifras económicas o
estadísticas demográficas. Las catástrofes culturales que afectan a amplias
capas de la población no pueden evidentemente ser muy frecuentes; pero la
Revolución industrial afectó a grandes masas por tratarse de un cataclismo, fue
un terremoto económico que transformó en menos de medio siglo a gran número de
campesinos ingleses, que constituían una población estable, en emigrantes
apáticos. Y aún cuando conmociones tan destructoras son excepcionales en la
historia de las clases, se producen con cierta asiduidad en la esfera de los
contactos culturales entre poblaciones de diferentes razas. Las condiciones son
intrínsicamente las mismas, la diferencia reside esencialmente en que una clase
social forma parte de una sociedad que habita en una misma área geográfica,
mientras que los contactos culturales se producen por lo general entre
sociedades establecidas en regiones geográficas diferentes. En ambos casos, el
contacto puede tener un efecto devastador sobre la parte más débil. La causa de
la degradación no es, pues, como muchas veces se supone, la explotación
económica, sino la desintegración del entorno cultural de las víctimas. El
proceso económico puede, por supuesto, servir de vehículo a la destrucción y,
casi siempre, la inferioridad económica hará ceder al más débil, pero la causa
directa de su derrota no es tanto de naturaleza económica cuanto causada por una
herida mortal inflingida a las instituciones en las que se encarna su existencia
social. El resultado es siempre el mismo, ya se trate de un pueblo o de una
clase, se pierde todo amor propio y se destruyen los criterios morales hasta que
el proceso desemboca en lo que se denomina el «conflicto cultural» o el cambio
de posición de una clase en el seno de una sociedad determinada.
Para quien estudia los comienzos del
capitalismo este paralelismo está cargado de sentido. Las condiciones en las que
viven en la actualidad algunas tribus indígenas de África se asemejan
indudablemente a las de las clases trabajadoras inglesas durante los primeros
años del siglo XIX. El cafre de África del Sur, un noble salvaje que,
socialmente hablando, se creía que contaba con más seguridad que nadie en su
kraal natal, se ha visto transformado en una variedad humana de animal
semidoméstico, vestido con «harapos asquerosos, horrorosos, que el hombre blanco
más degenerado se negaría a llevar» 2, en un ser indefinible sin dignidad ni
amor propio, un verdadero desecho humano. Esta descripción recuerda el retrato
que realizó Robert Owen de sus propios trabajadores cuando se dirigió a ellos en
New Lanark mirándoles directamente a los ojos, fría y objetivamente, como si se
tratase de un investigador en ciencias sociales y les explicó por qué se habían
convertido en una población degradada. La verdadera causa de su degradación no
podía ser mejor descrita que afirmando que vivían en un «vacío cultural»
expresión utilizada por un etnólogo para describir la causa de la degradación
cultural de algunas audaces tribus negras de África tras su contacto con la
civilización blanca. Su artesanía está en decadencia, las condiciones políticas
y sociales en que vivían fueron destruidas, están a punto de perecer por
aburrimiento por retomar la célebre expresión de Rivers o de malgastar su vida y
su sentido en el marasmo. Su propia cultura ya no les ofrece ningún objetivo
digno de esfuerzo o de sacrificio y el esnobismo y los prejuicios raciales les
destruyen las vías de acceso para participar adecuadamente en la cultura de los
invasores blancos. Sustituyamos la discriminación racial por la discriminación
social y surgen las «Dos Naciones» de los años 1840; el cafre es reemplazado por
el habitante de los tugurios, por el hombre derrotado de las novelas de
Kingsley.
Algunas personas dispuestas a admitir que la
vida en un vacío cultural no es vida parecen, sin embargo, esperar que las
necesidades de orden económico rellenen automáticamente ese vacío y hagan que la
vida resulte vivible en cualquier situación. Esta hipótesis es abiertamente
refutada por los resultados de la investigación etnológica. «Los objetivos por
los cuales trabajan los individuos, escribe Margaret Mead, están determinados
culturalmente y no son una respuesta del organismo a una situación exterior sin
definición cultural, como por ejemplo una simple carestía. El proceso que
convierte a un grupo de salvajes en mineros de una mina de oro, en la
tripulación de un barco, o simplemente lo despoja de cualquier capacidad de
reacción dejándolo morir en la indolencia a la orilla de un río lleno de peces,
puede parecer tan raro, tan extraño a la naturaleza de la sociedad y a su
funcionamiento normal, que se convierte en un funcionamiento patológico» y, sin
embargo, añade, «es lo que generalmente sucede en una población cuando se
produce una cambio violento generado desde el exterior, o simplemente causado
desde fuera...». Y concluye: «Este contacto brutal, estos sencillos pueblos
arrancados de su mundo moral, constituye un hecho que sucede con demasiada
frecuencia como para que el historiador de la sociedad no se lo plantee
seriamente».
Es posible que el historiador de la sociedad
sea incapaz de comprender lo que está ocurriendo. Puede continuar rechazando que
la fuerza elemental del contacto cultural, que en este momento está a punto de
revolucionar el mundo colonizado, es muy similar a la que hace un siglo dio
origen a las tristes escenas de los orígenes del capitalismo. Un etnólogo 5 ha
resumido así sus conclusiones generales: «Las poblaciones exóticas se encuentran
en el fondo, pese a numerosas divergencias, en las mismas desgraciadas
circunstancias en las que nosotros nos encontrábamos hace decenas o centenares
de años. Los nuevos dispositivos técnicos, el nuevo saber, las nuevas formas de
riqueza y de poder han reforzado la movilidad social, es decir, la emigración de
individuos, la grandeza y la decadencia de familias, la diferenciación de
grupos, de nuevas formas de liderazgo, de nuevos modelos de vida, de
apreciaciones diferentes». El espíritu penetrante de Thurnwald le ha permitido
reconocer que la catástrofe cultural de la sociedad negra de hoy día es muy
análoga a la de una gran parte de la sociedad blanca en los primeros días del
capitalismo. Únicamente el historiador de la sociedad parece no darse cuenta de
esta analogía.
Nada oscurece más eficazmente nuestra visión
de la sociedad que el prejuicio economicista. La explotación ha sido colocada en
el primer plano del problema colonial con tal persistencia que merece la pena
que nos detengamos en este punto. La explotación, además, en lo que se refiere
al hombre, ha sido perpetrada con tanta frecuencia, con tal contumacia y con tal
crueldad por el hombre blanco sobre las poblaciones atrasadas del mundo, que se
daría prueba de una total falta de sensibilidad si no se concediese a este
problema un lugar privilegiado cada vez que se habla del problema colonial. Pero
es precisamente esta insistencia sobre la explotación lo que tiende a ocultar a
nuestra mirada la cuestión todavía más importante de la decadencia cultural.
Cuando se define la explotación en términos estrictamente económicos, como una
inadecuación permanente de los intercambios, se puede dudar de que haya existido
en sentido estricto explotación. La catástrofe que sufre la comunidad indígena
es una consecuencia directa del desmembramiento rápido y violento de sus
instituciones fundamentales no vamos a ocuparnos ahora de que se haya utilizado
o no la fuerza en ese proceso. Dichas instituciones se ven dislocadas por la
imposición de la economía de mercado a una comunidad organizada de forma
completamente distinta; el trabajo y la tierra se convierten en mercancías, lo
que no es, una vez más, más que una fórmula abreviada para expresar la
aniquilación de todas y cada una de las instituciones culturales de una sociedad
orgánica. Los cambios ocurridos en la renta y en la población no pueden ser
comparados de ninguna forma con un proceso de este tipo. ¿Quién se atrevería,
por ejemplo, a negar que un pueblo que ha gozado de libertad en un determinado
momento de su historia y que ha sido sometido a la esclavitud ha sido explotado,
aun en el caso de que su nivel de vida, en un sentido un tanto artificial, haya
podido mejorar en el país en el que viven sus miembros como esclavos, si se lo
compara con el que tenía en la sabana natal? Y, sin embargo, negarlo equivaldría
a suponer que los indígenas de un país conquistado han sido dejados en libertad
y no han tenido que pagar demasiado caros los tejidos de algodón de calidad
inferior que les han sido impuestos, y que su miseria ha estado causada
«simplemente» por la dislocación de sus instituciones sociales.
Podemos recordar el célebre ejemplo de la
India. En la segunda mitad del siglo XIX, las masas hindúes no murieron de
hambre a causa de la explotación de Lancashire, sino que perecieron en gran
número porque fueron destruidas las comunidades de los pueblos hindúes. Es
cierto que esto ocurrió, sin duda, ocasionado por las fuerzas de la concurrencia
económica, es decir, porque mercancías fabricadas mecánicamente fueron
permanentemente vendidas más baratas que el chaddar tejido a mano. Esto
demuestra precisamente lo contrario de la explotación económica, puesto que el
dumping implica un precio demasiado barato. La causa real de la hambruna que
tuvo lugar en esos cincuenta últimos años fue el mercado libre de cereales
combinado con una ausencia local de ingresos. Las cosechas insuficientes forman
naturalmente parte del cuadro, pero se podían socorrer las zonas amenazadas
enviando cereales por tren; desgraciadamente la gente era incapaz de comprar los
cereales a precios que subían rápidamente, lo que en un mercado libre y a la vez
muy poco organizado tenía que conducir necesariamente a una situación de
penuria. En tiempos pasados existían pequeñas reservas locales por si se
producían malas cosechas, pero esta práctica desapareció o bien las reservas
fueron absorbidas por el mercado a gran escala. A esto se debe que la prevención
del hambre a partir de entonces potenciase los trabajos públicos, para permitir
a la población comprar a precios más elevados. Las tres o cuatro grandes
epidemias de hambre que diezmaron la India bajo la dominación británica, tras la
revuelta de los cipayos, no han sido, pues, la consecuencia ni de las
inclemencias climatológicas ni de la explotación, sino simplemente de la nueva
organización del mercado del trabajo y de la tierra que destruyó los viejos
pueblos sin resolver en realidad sus problemas. Bajo el régimen feudal y de la
comunidad rural, «nobleza obliga», la solidaridad del clan y la reglamentación
del mercado de cereales mitigaban las épocas de hambre; pero bajo el régimen de
mercado no se podía impedir, siguiendo las reglas del juego, que la gente
muriese de hambre. El término «explotación» describe bastante mal una situación
que evolucionó hacia formas verdaderamente graves desde que el despiadado
monopolio de la Compañía de Indias Orientales fue abolido y se introdujo en la
India el libre cambio. Con los monopolistas la situación había estado controlada
gracias a la organización arcaica de las zonas rurales, en las que se practicaba
la distribución gratuita de cereales; con la libertad y la igualdad comercial,
los hindúes perecieron por millones. Desde el punto de vista económico, es muy
posible que la India se haya visto beneficiada con esta innovación a largo plazo
así fue, pero, desde el punto de vista social, se ha visto sumida en el caos y
arrojada a la miseria y la decadencia moral.
En determinados casos al menos, lo que ha
supuesto el contacto cultural desintegrador es, por decirlo así, lo contrario de
la explotación. La distribución forzada de parcelas de tierra a los indios de
América del Norte en 1887, si nos atenemos a nuestros criterios calculadores,
benefició a cada uno de ellos individualmente, pero esta medida destruyó
prácticamente la existencia física de esta raza el caso más llamativo de
decadencia cultural que se conoce. La sensibilidad moral de John Collier
permitió reconstruir la situación casi medio siglo más tarde, cuando insistió en
la necesidad de un retorno a los territorios tribales: en nuestros días, los
indios de América del Norte han vuelto a ser de nuevo, al menos en determinados
territorios, una comunidad viva, y lo que ha producido este milagro no es la
mejora económica sino la restauración social. El impacto de un contacto cultural
devastador ha sido mostrado por el patético surgimiento de la famosa versión que
la Danza del Espíritu representa del juego de Manos de los Pawnee, hacia 1890,
exactamente en la época en la que la mejora de las condiciones económicas
convertía a la cultura aborigen de esos indios pieles rojas en algo anacrónico.
Además, las investigaciones etnológicas demuestran también que, incluso el hecho
de que la población aumente lo que constituye el segundo indicador económico, no
excluye necesariamente que se produzca una catástrofe cultural. En realidad, la
tasa de crecimiento natural de una población puede ser un indicador de vitalidad
cultural o de degradación cultural. El sentido original del término
«proletario», que liga fecundidad y mendicidad, expresa esta ambivalencia de un
modo sorprendente.
El prejuicio economicista ha sido la causa a
un tiempo de la tosca teoría de la explotación de los inicios del capitalismo y
de la falsa concepción, no menos tosca pero más aparentemente científica, que ha
negado posteriormente la existencia de una catástrofe social. Esta reciente
interpretación de la historia ha supuesto una ayuda significativa a la
rehabilitación de la economía del laissez faire. En efecto, si la economía
liberal no ha causado ningún desastre, entonces el proteccionismo, que ha
privado al mundo de las bondades de los mercados libres, se convierte en un
crimen gratuito. Se ha llegado, incluso, a reconsiderar el propio término de
«Revolución industrial», ya que implicaría una idea exagerada de lo que
fundamentalmente se pretende que ha sido un lento proceso de cambio. Estos
especialistas afirman con insistencia que lo único que ha ocurrido es que el
desarrollo progresivo de las fuerzas del progreso técnico han transformado la
vida de la gente; no dudan que esta transformación ha supuesto sufrimientos para
muchos individuos, pero, globalmente, la historia ha sido la de una mejora
continuada. Este resultado feliz se debe al funcionamiento casi inconsciente de
las fuerzas económicas, que han llevado a cabo su trabajo benefactor a pesar de
las intervenciones de la época. Semejante conclusión equivaldría simplemente a
negar que un peligro ha amenazado a la sociedad y que este peligro era el
resultado de la innovación económica. Si esta historia revisada de la Revolución
industrial diese cuenta de lo que realmente ocurrió, el movimiento
proteccionista habría carecido de toda justificación objetiva y el laissez faire
estaría plenamente legitimado. La ilusión materialista que concierne a la
naturaleza de la catástrofe social y cultural ha servido así para apuntalar la
leyenda según la cual los males de la época han sido causados por no haber
dejado desplegarse a toda vela al liberalismo económico.
En suma, no son grupos o clases aisladas
quienes constituyen los pilares de lo que se ha denominado movimiento
colectivista, pese a que en él hayan influido de forma decisiva los intereses de
clase entonces implicados. A fin de cuentas, lo que realmente ha tenido un peso
en los acontecimientos han sido los intereses de la sociedad en su conjunto,
aunque su defensa haya sido más prioritaria para unos sectores de la población
que para otros. Parece, pues, razonable resumir nuestra exposición del
movimiento proteccionista refiriéndonos no tanto a los intereses de clase cuanto
a aquellas dimensiones fundamentales de la sociedad que el mercado puso en
peligro.
Los principales puntos de fricción indican
cuáles eran las zonas vitales en peligro. El mercado de trabajo concurrencial
golpeó al portador de la fuerza de trabajo, es decir, al nombre. El librecambio
internacional amenazó, ante todo y sobre todo, a la más importante de las
industrias que dependían de la naturaleza, es decir, a la agricultura. El
patrón-oro puso en peligro las organizaciones de producción, cuyo funcionamiento
estaba subordinado al movimiento relativo de los precios. En cada uno de estos
territorios se han desarrollado mercados que suponían una amenaza latente para
determinados aspectos vitales de su existencia.
Los mercados de trabajo, tierra y dinero son
fáciles de distinguir, pero no sucede lo mismo con las partes de una cultura,
cuyo núcleo está formado, respectivamente, por seres humanos, por su medio
ambiente natural y por las organizaciones de producción. El hombre y la
naturaleza se funden prácticamente en la esfera cultural, y el aspecto
pecuniario de la empresa de producción no concierne más que a uno de los
intereses vitales desde el punto de vista social, a saber, la unidad y la
cohesión de la nación. Así pues, mientras que los mercados de esas mercancías
ficticias trabajo, tierra y dinero permanecían distintos y separados, las
amenazas que suponían para la sociedad no eran en absoluto separables.
A pesar de todo se pueden trazar las grandes
líneas del desarrollo institucional que tuvo lugar en la sociedad occidental a
lo largo de ochenta años críticos (1834-1914) analizando cada una de las zonas
en donde se localizaba el peligro. Desde el momento en que el hombre, la
naturaleza y la organización de la producción se vieron cuestionados, la
organización del mercado se convirtió en un peligro, lo que condujo a reclamar
protección a determinadas clases o grupos. En cada caso la considerable
distancia existente entre el desarrollo de Inglaterra, el del Continente europeo
y el de Norteamérica tuvo una gran importancia, y, no obstante, a pesar de estas
diferencias, a la vuelta del siglo el contramovimiento proteccionista había
creado una situación muy semejante en todos los países occidentales.
Nos ocuparemos por separado de la protección
del hombre, de la defensa de la naturaleza y de la protección de la organización
productiva: un movimiento de autopreservación cuyo resultado fue la aparición de
un tipo de sociedad más estrechamente unida, pero a la vez expuesta al peligro
de una ruptura total.
CAPÍTULO
XIV
EL MERCADO Y EL HOMBRE
Separar el trabajo de las otras actividades de
la vida y someterlo a las leyes del mercado equivaldría a aniquilar todas las
formas orgánicas de la existencia y a reemplazarlas por un tipo de organización
diferente, atomizada e individual.
Este plan de destrucción se llevó a cabo
mediante la aplicación del principio de la libertad de contrato. Es como si en
un momento dado se decidiese en la práctica que las organizaciones no
contractuales fundadas en el parentesco, la vecindad, el oficio o las creencias,
debían ser liquidadas, puesto que exigían la sumisión del individuo y limitaban
por tanto su libertad. Presentar este principio como una medida de no
ingerencia, como sostenían comúnmente los partidarios de la economía liberal,
equivalía a expresar pura y llanamente un prejuicio enraizado en un tipo muy
particular de ingerencia, a saber, la que destruye las relaciones no
contractuales entre individuos y les impide organizarse espontáneamente.
Las consecuencias de la institucionalización
de un mercado de trabajo resultan patentes hoy en los países colonizados. Hay
que forzar a los indígenas a ganarse la vida vendiendo su trabajo. Para ello es
preciso destruir sus instituciones tradicionales e impedirles que se
reorganicen, puesto que, en una sociedad primitiva, el individuo generalmente no
se siente amenazado de morir de hambre a menos que la sociedad en su conjunto se
encuentre en esa triste situación. En el sistema territorial de los cafres (kraat),
por ejemplo, «la miseria es imposible; resulta impensable que alguien no reciba
ayuda si la necesita». Ningún kwakiutl «ha corrido nunca el menor riesgo de
padecer hambre». «No existe hambre en las sociedades que viven en el límite del
nivel de subsistencia». Del mismo modo, se admitía también que en la comunidad
rural india se estaba al abrigo de padecer necesidad y, podemos añadir, que así
ocurría también en cualquier tipo de organización social europea hasta comienzos
del siglo XVI, cuando las ideas modernas sobre los pobres, propuestas por el
humanista Vives, fueron debatidas en la Sorbona. Y, puesto que el individuo no
corre el riesgo de morirse de hambre en las sociedades primitivas, se puede
afirmar que son en este sentido más humanas que la economía de mercado, y al
mismo tiempo que están menos ligadas a la economía. Como si se tratase de una
ironía del destino, la primera contribución del hombre blanco al mundo del
hombre negro fue esencialmente hacerle conocer el azote del hambre. Fue así como
el colonizador decidió derribar los árboles del pan, a fin de crear una penuria
artificial, o impuso un impuesto a los indígenas sobre sus chozas, para
forzarlos a vender su fuerza de trabajo. En ambos casos, el efecto es el mismo
que el producido por las enclosures de los Tudor con sus estelas de hordas
vagabundas. Un informe de la Sociedad de Naciones menciona, con el horror
consiguiente, la reciente aparición en la sabana africana de ese personaje
inquietante característico de la escena del siglo XVI europeo: «el hombre sin
raíces». Esta figura se la podía encontrar en el ocaso de la Edad Media
únicamente en los «intersticios» de la sociedad. Era, sin saberlo, el precursor
del trabajador nómada del siglo XIX 6 Ahora bien, lo que el blanco practica aún
hoy coyunturalmente en tierras lejanas, concretamente la demolición de las
estructuras sociales para obtener mano de obra, lo han hecho también los blancos
en el siglo XVIII sobre poblaciones blancas con los mismos objetivos. La visión
grotesca del Estado de Hobbes un Leviatán humano cuyo vasto cuerpo está hecho de
un número infinito de cuerpos humanos ha sido recreada, poco más o menos, por la
construcción del mercado de trabajo de Ricardo: una riada de vidas humanas cuya
capacidad está regulada por la cantidad de alimentos puestos a su disposición.
Pese a que Ricardo reconoció la existencia de una norma basada en la costumbre,
según la cual ningún salario obrero podría caer por debajo de un nivel
establecido, pensaba también que este límite no se aplicaría más que si el
trabajador se veía reducido a elegir entre morir de hambre u ofrecer su trabajo
en el mercado a un estipendio mínimo. Curiosamente, esto aclara una omisión de
los economistas clásicos que, de otro modo, permanecería inexplicable ¿por qué
estimaban que únicamente el aguijón del hambre era capaz de crear un mercado de
trabajo que funcionase y no el deseo de amasar ganancias elevadas? Una vez más
la experiencia colonial, también en este caso, ha confirmado las previsiones de
los economistas, ya que cuanto más crecen los salarios, menor es la inclinación
de los indígenas a esforzarse pues, a diferencia de los blancos, no están
presionados por sus valores culturales a ganar el mayor dinero posible. Esta
analogía resulta tanto más llamativa si se tiene en cuenta que los obreros de
los primeros tiempos del capitalismo también ellos aborrecían la fábrica en la
que se sentían degradados y torturados como el indígena que, con frecuencia, no
se ha resignado a trabajar a nuestra manera más que bajo la amenaza de castigo
corporal e incluso de la mutilación física. Los manufactureros de Lyon del siglo
XVIII recomendaban los bajos salarios especialmente por razones sociales Sólo un
obrero agotado por excesivo trabajo y oprimido, pensaban, renunciaría a
asociarse con sus camaradas y a rebelarse contra la condición de servidumbre
personal, en la que su amo podía obligarle a hacer todo lo que quería. La
coacción de la ley y la servidumbre parroquial en Inglaterra, los rigores de una
policía absolutista del trabajo en el Continente europeo, el trabajo bajo
coacción en la América de comienzos de la época industrial constituyeron las
condiciones previas para que existiese el trabajador voluntario. El último
estadio de este proceso ha sido alcanzado, sin embargo, con la aplicación de la
«sanción natural», el hambre. Para poder desencadenarla era preciso destruir la
sociedad orgánica que rechazaba la posibilidad de que los individuos muriesen de
hambre.
La protección de la sociedad correspondió en
primer lugar a los dirigentes que podían obligar a que se cumpliese su voluntad
directamente. Y, sin embargo, los representantes del liberalismo económico
suponen demasiado fácilmente que los dirigentes económicos pueden ejercer una
acción benéfica mientras que éste no es el caso de los dirigentes políticos.
Esta no parece haber sido la opinión de Adam Smith cuando recomendaba que una
autoridad británica directa reemplazase en la India la administración por una
compañía patentada. Los dirigentes políticos, afirmaba, tendrían intereses
paralelos a los de los gobernados, cuya riqueza contribuirían a incrementar sus
ingresos, mientras que los intereses de los comerciantes eran opuestos por
naturaleza a los de sus clientes.
Correspondió a los propietarios de tierras
ingleses, por interés y por inclinación, proteger la vida de las gentes del
pueblo contra la avalancha de la Revolución industrial. El sistema de
Speenhamland era un foso construido para defender la organización rural
tradicional en el momento en que la tormenta del cambio barría los campos y
convertía además a la agricultura en una industria precaria. Los squires fueron
los primeros, por su repugnancia natural a inclinarse ante las necesidades de
las ciudades manufactureras, en defender lo que sería luego el desgraciado
combate de todo un siglo. Su resistencia no fue sin embargo inútil, ya que les
evitó la ruina durante varias generaciones y les permitió readaptarse casi
completamente. Durante un lapso de tiempo crítico de cuarenta años, su
resistencia retrasó el progreso económico y cuando, en 1834, el Parlamento
surgido del Reforma Bill abolió el sistema de Speenhamland los propietarios de
tierras desplazaron su línea de resistencia hacia las leyes de la fábrica. La
Iglesia y los nobles excitaban entre tanto al pueblo contra los propietarios de
fábricas cuyo predominio convertía en irresistible la exigencia de alimentos
baratos y amenazaba así directamente con arruinar las rentas y los diezmos.
Oastler era, por una parte, «partidario de la Iglesia, tory y proteccionista» 8,
y, por otra, era también un humanitarista. Lo mismo ocurre, aunque varíen las
mezclas de estos ingredientes del socialismo tory, con otros grandes campeones
del movimiento fabril, tales como Sadler, Southey y lord Shaftesbury; pero la
premonición de amenazantes pérdidas pecuniarias que inspiraba al grueso de sus
partidarios no estaba demasiado fundada: los exportadores de Manchester
comenzaron a reclamar pronto a grandes gritos salarios más bajos, lo que suponía
el trigo menos caro la anulación del sistema de Speenhamland y el crecimiento de
las fábricas preparaban de hecho la vía al triunfo de la agitación AntiCorn Law
9, de 1846. Razones fortuitas, sin embargo, retrasaron la ruina de la
agricultura inglesa durante toda una generación. En ese momento Disraeli fundaba
el socialismo tory basándose en las protestas contra la reforma de las leyes de
pobres, y los propietarios de tierras inglesas imponían técnicas de vida
radicalmente nuevas a una sociedad industrial. La Ley de las diez horas de 1847,
saludada por Karl Marx como la primera victoria del socialismo, era obra de
reaccionarios ilustrados.
Los trabajadores, en sí mismos, no eran apenas
más que un factor en este gran movimiento que les permitió sobrevivir al Middle
Passage 10. Tenían casi tan poco que decir para decidir su propia suerte como el
cargamento negro de los navíos de Hawkins. Y es precisamente esta falta de
participación activa de la clase obrera inglesa en las decisiones sobre su
propio destino lo que ha determinado el curso adoptado por la historia social de
Inglaterra, y la ha hecho tan diferente, para bien o para mal, a la del
Continente europeo.
Existe algo extraño en la agitación
desordenada, los tanteos y las falsas maniobras de una clase a punto de nacer,
puesta al descubierto por la historia en su naturaleza profunda muchos años más
tarde. La clase obrera británica ha sido definida, desde el punto de vista
político, por la ley de reforma parlamentaria de 1832 que le ha negado el
derecho de voto, y, desde el punto de vista económico, por la ley de reforma de
la legislación sobre los pobres de 1834, que la ha excluido del ámbito de los
asistidos y la ha diferenciado de los indigentes. Durante un cierto tiempo,
aquellos que iban a formar la clase obrera industrial se preguntaron si su
emancipación no consistiría, después de todo, en volver a la vida rural y a las
condiciones propias de los artesanos. A lo largo de los veinte años que
siguieron a la instauración del sistema de Speenhamland, se esforzaron sobre
todo en detener la libre utilización de las máquinas, bien fuese mediante la
entrada en vigor de las cláusulas de aprendizaje del Estatuto de los artesanos,
o bien mediante acciones directas como las de los ludditas. Esta actitud de
mirar al pasado se prolonga bajo la forma de una corriente subterránea en todo
el movimiento oweniano hasta aproximadamente 1850, momento en el que la Ley de
las diez horas, el eclipse del cartismo y el comienzo de la edad de oro del
capitalismo sesgaron de raíz la visión del pasado. Hasta entonces, la naciente
clase obrera británica era un enigma para sí misma; únicamente siguiendo con
simpatía sus movimientos semiconscientes es posible calibrar la inmensa pérdida
que ha sufrido Inglaterra al impedir a su clase obrera participar, en pie de
igualdad, en la vida de la nación. Cuando el owenismo y el cartismo se apagaron,
Inglaterra había perdido casi totalmente esa sustancia a partir de la cual el
ideal anglosajón de una sociedad libre podría haberse construido para los siglos
venideros.
Incluso si el movimiento oweniano no hubiese
producido más que actividades locales de poca importancia, habría podido formar
un monumento a la imaginación creativa de la raza humana, y el cartismo, por su
parte, aunque jamás hubiese ido más allá de los límites de ese núcleo que
concibió la idea de una National Holiday para obtener los derechos del pueblo,
habría podido mostrar que todavía existían en el seno del pueblo personas
capaces de soñar sus propios sueños y que estaban a la altura de las
circunstancias en una sociedad que había perdido su forma humana. No sucedió,
sin embargo, ni una cosa ni la otra. El owenismo no era la inspiración de una
secta minúscula, ni el cartismo se limitaba tampoco a una élite política; ambos
movimientos estaban formados por centenas de millares de hombres de oficio y
artesanos, por trabajadores y obreros, y, con tal número de seguidores, llegaron
a ser comparables a los más grandes movimientos sociales de la historia moderna.
Y, sin embargo, pese a sus diferencias, ya que sus semejanzas existen únicamente
en lo que se refiere a la grandeza de su fracaso, sirvieron para probar hasta
qué punto resultaba inevitable desde el principio la necesidad de proteger al
hombre del mercado.
En sus orígenes, el movimiento oweniano no era
ni un movimiento político ni un movimiento obrero, sino que representaba las
aspiraciones de la gente del pueblo, golpeada por la irrupción de la fábrica, y
que quería descubrir una forma de existencia que convirtiese al hombre en dueño
y señor de la máquina. Esencialmente lo que pretendía este movimiento era algo
así como sortear el capitalismo. Esta fórmula resulta forzosamente un tanto
equívoca, puesto que entonces no se conocía aún el papel organizador del capital
ni la naturaleza de un mercado autorregulador, pero refleja posiblemente del
mejor modo posible la mentalidad de Owen, que no era sin duda un enemigo de las
máquinas. Pensaba que, pese a ellas, el hombre debía continuar siendo su propio
patrón. El principio de la cooperación o de la «unión» resolvería el problema de
la máquina sin sacrificar la libertad individual, ni la solidaridad social, ni
la dignidad del hombre, ni la simpatía por sus semejantes.
La fuerza de la doctrina de Owen reside en que
era eminentemente práctica, y en que, al mismo tiempo, sus métodos partían de
una valoración del hombre considerado como un todo. Por esto, aunque los
problemas estuviesen intrínsicamente relacionados con los que existían en la
vida cotidiana, tales como la calidad de la alimentación, el alojamiento, la
educación, el nivel de los salarios, el modo de evitar el desempleo, la
asistencia en caso de enfermedad y otros asuntos del mismo tipo, eran
perfectamente armonizables con las fuerzas morales puestas en juego para
resolverlos. La convicción de que bastaba con encontrar el método correcto para
que la existencia del hombre volviese a adquirir sentido, permitió que el
movimiento se adentrase en esos abismos interiores donde se forma la
personalidad. Raramente un movimiento social de esta envergadura llegó a
adquirir tal grado de intelectualidad. Las convicciones de quienes se sentían
comprometidos con él inspiraron incluso las actividades aparentemente más
triviales, de tal modo que ya no tenían necesidad de ninguna creencia
establecida. Su fe era verdaderamente profética, puesto que insistía en
restaurar valores y métodos que trascendían la economía de mercado.
La doctrina de Owen era una religión de la
industria, cuyo portador era la clase obrera más e iniciativas ha sido hasta
ahora inigualada. Esta doctrina ha significado prácticamente el comienzo del
moderno movimiento sindical. Se fundaron sociedades cooperativas que se ocupaban
esencialmente de vender a sus miembros al detalle. No se trataba, por supuesto,
de las habituales cooperativas de consumo, sino más bien de almacenes
financiados por personas entusiastas decididas a consagrar los beneficios de la
empresa a la realización de los planes owenianos y, preferentemente, a instalar
pequeñas colonias cooperativas. «Sus actividades se centraban en la educación y
en la propaganda, así como en el comercio; tenían como finalidad la creación de
una sociedad nueva a través de la asociación de sus esfuerzos. Las Unión Shops
montadas por miembros de los sindicatos tenían más bien el carácter de
cooperativas de productores; los artesanos en paro podían encontrar en ellas
trabajo o, en caso de huelga, ganar algo de dinero a modo de subsidio de huelga.
El Labour Exchange de Owen desarrollaba la ideal del almacén cooperativo con
unas características sui géneris. El centro de esta Bolsa o de este Bazar
radicaba en la confianza de la naturaleza complementaria de los oficios; al
satisfacer unos las necesidades de los otros se creía que los artesanos iban a
emanciparse del influjo aleatorio del mercado; más tarde se recurrió a los bonos
de trabajo que conocieron una notable difusión. Todo este dispositivo puede
parecemos hoy fantástico, pero en la época de Owen no solamente el carácter del
trabajo salarial sino también el de los billetes de banco eran todavía un ámbito
inexplorado. El socialismo no era esencialmente distinto de estos proyectos, de
esas invenciones que tanto abundaron en el movimiento benthamiano. No solamente
la oposición rebelde, sino también la respetable burguesía tenía entonces el
humor de experimentar. Jeremy Bentham invirtió su propio dinero en el plan
futurista de Owen en New Lanark y obtuvo dividendos con ello. Las Sociedades
owenianas propiamente dichas eran asociaciones o clubs destinados a mantener
planes de «colonias de cooperación», como las que hemos descrito cuando nos
hemos referido a la asistencia de los pobres; tal era el origen de las
cooperativas de productores agrícolas, una idea que tuvo una larga y
extraordinaria carrera. La primera organización nacional de productores con
fines sindicalistas ha sido la Operative Buildders Union, que intentó
reglamentar directamente el trabajo de la construcción al crear «construcciones
a la más amplia escala», al introducir una moneda propia y al demostrar que
existían los medios para llevar a cabo con éxito la «gran asociación para la
emancipación de las clases laboriosas». Las cooperativas de trabajadores
industriales del siglo XIX provienen de este
proyecto. A partir del sindicato o de la guilda de los obreros de la
construcción y de su «parlamento» nació la Consolidated Trades Union, todavía
más ambiciosa, que, durante un corto espacio de tiempo, contó con más de un
millón de obreros y artesanos en su federación libre de sindicatos y sociedades
cooperativas. Su idea consistía en hacer una revolución industrial por medios
pacíficos, lo que no nos parecerá contradictorio si recordamos que en el alba
mesiánica del movimiento de los trabajadores la conciencia de su misión se
consideraba que confería a sus aspiraciones un carácter irresistible. Los
mártires de Tolpuddle pertenecían a una sección rural de esta organización. Las
Regeneration Societies hacían propaganda para obtener una legislación en las
fábricas; y más tarde se fundaron las Ethical Societies, precursoras del
movimiento secularísta. La idea de resistencia no violenta se encontraba
plenamente desarrollada en el interior de estas instituciones. Al igual que el
saintsimonismo en Francia, el owenismo en Inglaterra presentó todos los signos
de la inspiración espiritual, pero, mientras que los saintsimonianos trabajaban
en favor de un renacimiento del cristianismo, Owen ha sido, entre los modernos
dirigentes de la clase obrera, el primer adversario del cristianismo. Las
cooperativas de consumidores de Gran Bretaña, que encontraron imitadores en el
mundo entero, constituyeron evidentemente los frutos prácticos más eminentes del
owenismo. El hecho de que su impulso se haya perdido o más bien se haya
mantenido en la esfera periférica del movimiento de consumidores ha sido la
mayor derrota sufrida por las fuerzas espirituales en la historia de la
Inglaterra industrial. Y, sin embargo, un pueblo que, tras la degradación
sufrida en el período de Speenhamland poseía aún la elasticidad necesaria para
realizar un esfuerzo creador tan lleno de imaginación y tan constante, debió
poseer un vigor intelectual y sentimental casi sin límites.
La doctrina de Owen, con su reivindicación del
hombre total, debía conservar aún rescoldos de esa herencia medieval de la vida
de los gremios que encontraba su expresión en la Guilda de la Construcción y en
el aspecto rural de su ideal social, las «colonias de cooperación». Dicha
doctrina, aunque es la fuente del socialismo moderno, no funda sus propuestas en
la cuestión de la propiedad, que no es más que el aspecto legal del capitalismo.
Al descubrir el nuevo fenómeno de la industria, como había hecho Saint simón,
aceptaba el desafío de la máquina, pero el rasgo característico de esta doctrina
consiste justamente en una voluntad de abordar los problemas desde el ángulo
social: se niega a aceptar la división de la sociedad en una esfera económica y
en una esfera política. Aceptar una esfera económica separada equivaldría a
reconocer el principio de la ganancia y del beneficio como fuerza organizadora
de la sociedad, a lo que Owen se opone tenazmente.
Su sensibilidad le permitió reconocer que la
incorporación de la máquina no era posible más que en una sociedad nueva. El
aspecto industrial de las cosas no se limitaba para él a lo económico tampoco
aceptaría una visión mercantil de la sociedad. New Lanark le había enseñado que
en la vida de un trabajador el salario no es más que un factor entre otros
muchos, tales como el medio natural, la vivienda, la calidad y los precios de
las mercancías, la estabilidad y la seguridad en el empleo las manufacturas de
New Lanark, al igual que otras empresas anteriores, continuaban pagando a sus
empleados incluso cuando no había trabajo. Pero la adaptación a esa nueva
sociedad suponía mucho más que esto, la educación de niños y adultos, las
medidas adoptadas para la diversión, la danza y la música, y la idea
generalmente aceptada de que jóvenes y viejos tenían criterios morales y
personales elevados era lo que creaba una atmósfera que confería un nuevo
estatuto a la población industrial en su conjunto. Millares de personas venían
de toda Europa (y también de América) a visitar New Lanark como si se tratase de
una reserva del futuro en la que se hubiese al fin realizado la imposible
promesa de hacer funcionar una fábrica con una población humana. Y, sin embargo,
la empresa de Owen pagaba salarios considerablemente más bajos que los que se
pagaban habitualmente en algunas ciudades vecinas. Los beneficios de New Lanark
provenían fundamentalmente de la fuerte productividad de un trabajo de más corta
duración, gracias a una excelente organización y a hombres que no estaban
fatigados; ventajas que se conseguían con el aumento de salarios reales que
suponían las generosas medidas adoptadas para hacer la vida más agradable. Estas
medidas explicaban por sí mismas los sentimientos de semiadulación que los
trabajadores sentían por Owen. De experiencias de este tipo extrajo Owen su
peculiar manera de abordar el problema de la industria, un modo social que
desbordaba lo económico.
Es preciso rendir otro homenaje a su gran
penetración: a pesar de ver las cosas desde arriba, conoció el impacto de los
hechos materiales concretos sobre la existencia de los trabajadores. Sus
sentimientos religiosos reaccionaban contra el trascendentalismo concreto de una
Hannah More y de sus Cheap Repository Tracts. Uno de ellos ponía como ejemplo a
una niña que trabajaba en una mina de Lancashire. A la edad de nueve años se la
obligó a descender a un pozo para trabajar en la extracción de carbón con su
hermano, que tenía dos años menos que ella. «Seguía con vivacidad a su padre en
su descenso por el pozo de la mina, se enterraba en las entrañas de la tierra y
allí, a una tierna edad, sin que importase su sexo, realizaba el mismo trabajo
que los mineros, una raza de hombres verdaderamente rudos, pero muy útiles a la
comunidad». Su padre murió en un accidente en el fondo de la mina ante los ojos
de sus hijos, su hija se presentó entonces para solicitar un empleo de
sirvienta, pero chocó con los prejuicios, por el hecho de haber trabajado como
minera y nadie la aceptó. Felizmente, un deseo consolador de la Providencia
convierte sus aflicciones en bendiciones, alguien observa su entereza y su
paciencia, solicita información de la mina, que proporciona sobre ella unos
informes maravillosos, y finalmente es aceptada en un hogar. «Esta historia,
concluye el folleto, puede enseñar a los pobres que es muy raro que se
encuentren en unas condiciones de vida tan lastimosas que les impidan alcanzar
un cierto grado de independencia siempre que decidan esforzarse, y que no puede
existir una situación tan mediocre que les impida practicar muchas nobles
virtudes». Las hermanas More gustaban de trabajar en medio de los trabajadores
famélicos pero rechazaban preocuparse por sus sufrimientos físicos; tendían a
resolver el problema material planteado por la industrialización concediendo
simplemente a los trabajadores un estatuto y una función que provenía de la
plenitud de su magnanimidad. Hannah More insistía en el hecho de que el padre de
su heroína era un miembro muy útil para la comunidad; el valor de su hija era
reconocido por los certificados expedidos por sus empleadores; creía pues que no
hacía falta nada más para el funcionamiento de una sociedad. Owen se distanció
de un cristianismo que renunciaba a la tarea de dominar el mundo de los hombres
y que prefería exaltar el estatuto y la función imaginarias de la miserable
heroína de Hannah More, en vez de mirar de frente la terrible revelación, que
transciende del Nuevo Testamento, de la condición humana en una sociedad
compleja. Nadie puede dudar de la sinceridad que inspira la conciencia de Hannah
More: cuanto más se plieguen los pobres a su condición degradada, con mayor
facilidad encontrarán las consolaciones celestes; y Hannah únicamente confía en
estas consolaciones, tanto en función de la salvación de los pobres, como del
buen funcionamiento de una sociedad de mercado en la que cree firmemente. Pero
estas cáscaras vacías del cristianismo, sobre las que vegetaba la vida interior
de los miembros más generosos de las altas clases de la sociedad, no constituían
más que un pobre contraste con la fe creadora de esta religión de la industria,
en el interior de la cual el pueblo de Inglaterra intentaba redimir a la
sociedad. El capitalismo se mostraba, por tanto, todavía con futuro.
El movimiento cartista se dirigía a un
conjunto de fuerzas tan diferentes que se habría podido predecir su emergencia a
partir del momento en el que el owenismo y sus iniciativas prematuras habían
prácticamente fracasado. Consistió en un esfuerzo puramente político que intentó
ejercer un influjo sobre el gobierno a través de canales constitucionales; su
tentativa para ejercer esta presión siguió la línea tradicional del Reform
Movement que había obtenido el derecho de voto para las clases medias. Los seis
puntos de la Carta exigían un sufragio popular efectivo. El rigor inflexible con
el que el Parlamento proveniente del Reform Bill rechazó esta extensión del
derecho de voto durante una tercera parte del siglo XIX, el uso de la fuerza
contra las masas que apoyaban la Carta, el horror de los liberales de los años
1840 a la idea de un gobierno popular, todo esto prueba que el concepto de
democracia era entonces algo extraño a la burguesía inglesa. Fue necesario que
la clase obrera aceptase el principio de una economía capitalista y que los
sindicatos hiciesen del funcionamiento sin sobresaltos de la industria su mayor
preocupación para que la burguesía concediese el derecho de voto a aquellos
obreros que estaban en las mejores condiciones, es decir, bastante tiempo
después del derrumbe del movimiento cartista, cuando se tuvo la certeza de que
los obreros no intentarían utilizar su derecho de voto en beneficio de sus
propias ideas. Si con esto se trataba de extender las formas de existencia de la
economía de mercado, estaba quizás justificado, ya que efectivamente ayudó a
superar los obstáculos que suponía la supervivencia de las formas de vida
orgánica y tradicionales en los trabajadores; pero si se trataba de algo
totalmente diferente, es decir, rehabilitar a las gentes del pueblo
desenraizadas por la Revolución industrial y admitirlas en el seno de una
cultura nacional común, esto no se consiguió. Su campaña por el derecho de voto,
en un momento en el que su capacidad para participar en el liderazgo había
sufrido ya irreparables daños, no podía restablecer la situación. Las clases
dirigentes habían cometido el error de extender el principio de una inflexible
dominación de clase a un tipo de civilización que exigía la unidad de la
sociedad, en lo que se refiere a la cultura y a la educación, para preservarla
de la degeneración.
El cartismo fue un movimiento político, por
tanto, de más fácil comprensión que la doctrina de Owen; pero no se puede
comprender bien su intensidad afectiva ni la amplitud de este movimiento sin
imaginarnos su época. En Europa, la Revolución se convierte en una institución
más a partir de 1789 y de 1830; en 1848 la fecha de la revuelta parisina había
sido anunciada en Berlín y en Londres con una precisión más propia del inicio de
una feria que de una insurrección social, y a partir de ella se produjeron
revoluciones subsidiarias inmediatamente en determinadas ciudades de Italia, en
Berlín, en Viena y en Budapest. En Londres, la tensión era también fuerte ya que
todos, incluidos los cartistas, esperaban una acción violenta para forzar al
Parlamento a conceder el derecho de voto al pueblo sólo podían votar menos del
15 por 100 de los adultos del sexo masculino. Nunca en la historia de Inglaterra
hubo una concentración semejante de fuerzas dispuestas a defender la ley y el
orden aquel 12 de abril de 1848; ese día, miles y miles de ciudadanos estaban
preparados, en calidad de special constables, es decir, de policías
suplementarios, para dirigir sus armas contra los cartistas. La Revolución
parisina del 48 se produjo demasiado tarde para que el movimiento popular inglés
alcanzase la victoria. En ese momento el espíritu de revuelta despertado por la
ley de Reforma de las leyes de pobres, por los sufrimientos de los Hangry
Forties, y por los años de escasez que van de 1840 a 1850, estaba ya a punto de
desaparecer; la ola del ascendente comercio producía más empleo y el capitalismo
comenzaba a mantener sus promesas. Los cartistas se dispersaron pacíficamente.
El Parlamento pospuso para más tarde el examen de su demanda, que fue rechazada
por una mayoría de cinco contra uno en la Cámara de los Comunes. Resultó inútil
que se hubiesen recogido millones de firmas, y que los cartistas se hubiesen
comportado como ciudadanos respetuosos con la ley. Sus vencedores terminaron de
aniquilar este movimiento ridiculizándolo. Se pone fin así a la mayor tentativa
política del pueblo de Inglaterra para hacer de este país una democracia
popular. Un año o dos después el cartismo había sido prácticamente casi
olvidado.
La Revolución industrial afectó al Continente
europeo medio siglo más tarde. La clase obrera no había sido en este caso
expulsada de la tierra por un movimiento de enclosures; el trabajador agrícola
semiservil, empujado, al contrario, por el atractivo de salarios más elevados y
por la vida urbana, había abandonado la casa señorial y emigrado hacia la
ciudad, donde se asoció a la pequeña burguesía tradicional y encontró
posibilidades para adquirir aires de ciudadano. Lejos de sentirse degradado, se
sentía realzado por su nuevo medio. Y, pese a que las condiciones de alojamiento
eran abominables y que el alcoholismo y la prostitución hicieron estragos en las
capas inferiores de las ciudades hasta comienzos del siglo XX, no existe, sin
embargo, ninguna comparación posible entre la catástrofe moral y cultural
sufrida por el cottager o el copyholder inglés, cuyos antepasados vivieron
desahogadamente, que se encontraron a punto de vagar sin esperanza por el fango
social y material de los tugurios que rodeaban cualquier fábrica, y los
trabajadores agrícolas eslovacos o incluso los de Pomerania, que se
transformaron, casi de un día para otro, de criados que dormían en los establos
en trabajadores industriales de una metrópoli moderna. Es muy posible que un
jornalero irlandés, escocés o del País de Gales viviesen una experiencia
parecida cuando deambulaba por las pequeñas calles de Manchester o de Liverpool,
pero el hijo del yeoman inglés o del cottager expulsado no tenían, sin duda, la
impresión de que se elevaba su status; el paleto recientemente emancipado del
Continente europeo no sólo tenía muchas posibilidades de ascender al nivel de la
pequeña burguesía artesanal y comerciante con sus viejas tradiciones culturales,
sino también al de la propia burguesía, que socialmente lo dominaba y que se
encontraba políticamente en el mismo barco y tan distante como él de la
verdadera clase dirigente. Las fuerzas de las clases en ascenso, clase media y
obrera, se habían aliado íntimamente contra la aristocracia feudal y el alto
clero católico. Los intelectuales, concretamente los estudiantes de las
universidades, cimentaban la unión de estas dos clases con su ataque común al
absolutismo y los privilegios. En Inglaterra las clases medias, squires y
mercaderes en el siglo XVIII, granjeros y comerciantes en el XIX, eran
suficientemente fuertes para hacer valer por sí mismas sus derechos e, incluso
en su esfuerzo casi revolucionario de 1832, no buscaron el apoyo de los
trabajadores. Además la aristocracia inglesa ha asimilado siempre a los más
ricos de los advenedizos y ha ampliado los rangos superiores de la jerarquía
social, mientras que en el Continente una aristocracia todavía semifeudal no
establecía fácilmente relaciones de parentesco con los hijos e hijas de la
burguesía, y la ausencia de la institución de la primogenitura la aislaba
herméticamente de las otras clases. Cada paso que se daba hacia la igualdad de
derechos y libertades beneficiaba tanto a la clase media como a la clase obrera.
Desde 1830, y posiblemente desde 1789, existía en Europa la tradición de que la
clase obrera participase en las batallas de la burguesía contra el feudalismo,
aunque sólo fuese como habitualmente se dice, para sentir luego la frustración
de verse privada de los frutos de la victoria. En todo caso, ya ganase o
perdiese la clase obrera, su experiencia adquiriría cada vez mayor valor y sus
objetivos alcanzaban un nivel político. Eso es lo que se denomina adquirir
conciencia de clase. Los ideólogos marxistas daban cuerpo a las grandes ideas
del trabajador urbano a quienes las circunstancias le habían enseñado a utilizar
su fuerza industrial y política como un arma de alta política. Mientras que el
obrero británico estaba en vías de adquirir una experiencia incomparable de los
problemas personales y sociales del sindicalismo, incluida la táctica y la
estrategia de la acción industrial, y dejaba a sus superiores velar por la
política nacional, el obrero de Europa central se convertía, desde el punto de
vista político, en un socialista y se habituaba a tratar problemas de Estado
bien es verdad que esos problemas concernían, sobre todo, a sus propios
intereses como ocurría con las leyes sobre la fábricas y la legislación social.
Si existió un retraso de cerca de medio siglo
que separa la industrialización de Gran Bretaña de la del Continente europeo,
existió un retraso todavía mucho más largo en lo que se refiere a la formación
de la unidad nacional. Italia y Alemania no alcanzaron más que durante la
segunda mitad del siglo XIX la etapa de unificación realizada siglos antes por
Inglaterra, y los pequeños Estados de Europa oriental la consiguieron todavía
mucho más tarde. En este proceso de construcción del Estado las clases obreras
jugaron un papel vital, lo que reforzó aún más su experiencia política. En la
era industrial ese proceso tenía necesariamente que incluir la política social.
Bismarck intentó unificar el segundo Reich llevando a cabo un plan histórico de
legislación social. La unidad italiana se vio acelerada por la nacionalización
de los ferrocarriles. En la Monarquía austrohúngara, conglomerado de razas y
pueblos, la Corona pidió en varias ocasiones a la clase obrera que la apoyase
para lograr sostener su obra de centralización y de unidad imperial. En esta
esfera tan amplia, también los partidos socialistas y los sindicatos, tan
influyentes en la legislación, tuvieron numerosas ocasiones de servir a los
intereses del obrero industrial.
Ideas materialistas preconcebidas han
difuminado las grandes líneas de la cuestión obrera. Los autores británicos
tardaron en comprender la terrible impresión que las condiciones del capitalismo
naciente de Lancashire habían producido en los observadores del Continente.
Llamaron la atención sobre el nivel de vida aún más bajo de numerosos artesanos
de la industria textil de Europa central, cuyas condiciones de trabajo eran con
frecuencia tan malas como las de sus camaradas ingleses. Este tipo de
comparaciones enmascara precisamente, sin embargo, el hecho llamativo del
elevado estatuto político y social del trabajador del Continente, si se lo
compara con el bajo estatuto del trabajador en Inglaterra. El trabajador europeo
no había pasado por la degradante pauperización del régimen de Speenhamland, por
lo que no admiten comparación las situaciones por las que ha pasado con la
experiencia punzante de la nueva ley de pobres. El estatuto de villano del
trabajador europeo se transformó o más bien se elevó en el de obrero de fábrica
y, muy pronto, en el de obrero con derecho a voto y sindicado. Escapó así a la
catástrofe cultural que irrumpió con la estela de la Revolución industrial.
Además la Europa continental se industrializó en un momento en el que la
adaptación a las nuevas técnicas de producción era ya posible, gracias casi
exclusivamente a la imitación de los métodos de protección social ingleses.
El obrero europeo tenía necesidad de una
protección, no tanto contra el impacto de la Revolución industrial en el sentido
social nunca ocurrió nada semejante en el Continente, sino más bien contra la
acción cotidiana de las condiciones de la fábrica y del mercado de trabajo. Con
la ayuda de la legislación social obtuvo fundamentalmente esta protección,
mientras que sus camaradas ingleses confiaban más en una asociación voluntaria
las Trade Unions y en su capacidad para monopolizar el trabajo. Los seguros
sociales llegaron relativamente mucho antes en el Continente que en Inglaterra.
Esta diferencia se explica fácilmente por la inclinación de los europeos hacia
la política y porque el derecho de voto se extendió relativamente pronto a la
clase obrera. Mientras que, desde el punto de vista económico, se sobreestima
con facilidad la diferencia entre los métodos de protección obligatorios y
voluntarios la legislación frente al sindicalismo, desde el punto de visa
político esta diferencia ha tenido grandes consecuencias. En el Continente los
sindicatos han sido una creación del partido político de la clase obrera; en
Inglaterra el partido político ha sido una creación de los sindicatos. Mientras
que en el Continente el sindicalismo se hacía más o menos socialista, en
Inglaterra el socialismo, incluso el político permanecía siendo fundamentalmente
sindicalista. Esta es la razón por la que el sufragio universal, que en
Inglaterra ha tenido tendencia a reforzar la unidad nacional, presenta en
ocasiones el efecto opuesto en Europa. Y es, sobre todo, en Europa y no en
Inglaterra donde se verificaron las inquietudes de Pitt y de Peel, de
Tocqueville y de Macaulay sobre los peligros que un gobierno popular implicaba
para el sistema económico.
Desde el punto de vista económico, los métodos
de protección social ingleses y europeos han producido resultados casi
idénticos. Lograron los efectos previstos: el estallido del mercado en el que se
compraba y vendía ese factor de producción conocido con el nombre de fuerza de
trabajo. Ese tipo de mercado no podía cumplir con su objetivo más que si los
salarios descendían de un modo paralelo a los precios. Desde el punto de vista
de los hombres, este postulado implicaba para el trabajador una extrema
inestabilidad en sus ganancias, una ausencia total de cualificación profesional,
una despiadada disposición a dejarse llevar de cualquier forma de un lado para
otro, en fin, una dependencia completa en relación a los caprichos del mercado.
Mises afirmaba con razón que si los trabajadores «no se comportaban como
sindicalistas, sino que reducían sus exigencias y cambiaban de domicilio y de
ocupación, siguiendo los dictados del mercado de trabajo, podrían terminar
encontrando trabajo». Esto resume la situación del trabajador en un sistema
basado en el postulado que confiere el carácter de mercancía al trabajo. No
corresponde a la mercancía decidir en donde va a ser vendida, qué uso se hará de
ella, a qué precio se le permitirá cambiar de mano o de qué modo será consumida
o destruida. «A nadie se le ha ocurrido, escribe este liberal consecuente, que
ausencia de salario sería una expresión más correcta que ausencia de trabajo,
pues de lo que carece la persona sin empleo no es del trabajo, sino de la
remuneración del trabajo». Mises tenía razón, pero no podía alardear de
originalidad; ciento cincuenta años antes que él el obispo Whately decía:
«cuando un hombre solicita trabajo, en realidad lo que pide no es trabajo, sino
un salario». Es pues cierto, técnicamente hablando, que «el paro en los países
capitalistas se debe a que la política tanto del gobierno como de los
sindicatos, tiende a mantener un nivel de salarios que no está en armonía con la
productividad del trabajo en tanto que tal». ¿Cómo podría existir paro, se
preguntaba Mises, si no es porque los trabajadores «no están dispuestos a
trabajar por el salario que podrían obtener en el mercado de trabajo al realizar
una tarea particular que son capaces de hacer y que están dispuestos a
ejecutar»? He aquí la aclaración de lo que quieren decir en realidad los
patronos cuando piden la movilidad del trabajo y la flexibilidad de los
salarios: en esto consiste precisamente lo que hemos definido más arriba como un
mercado en el que el trabajo de los hombres es una mercancía. El objeto natural
de toda protección social consistió en destruir este tipo de institución y hacer
imposible su existencia. En realidad, el mercado de trabajo no pudo mantener su
función principal más que a condición de que los salarios y las condiciones de
trabajo, las cualificaciones y los reglamentos fuesen de tal modo que
preservasen el carácter humano de esta supuesta mercancía, el trabajo. Cuando se
pretende, como sucede a veces, que la legislación social, las leyes sobre las
fábricas, los seguros de desempleo y, sobre todo, los sindicatos no han
obstaculizado la movilidad del trabajo y la flexibilidad de los salarios, se da
a entender que estas instituciones han fracasado totalmente en su finalidad, que
consistía precisamente en intervenir en las leyes de la oferta y la demanda en
lo que respecta al trabajo de los hombres y en retirarlos de la órbita del
mercado.
CAPÍTULO
XV
EL MERCADO Y LA NATURALEZA
Lo que nosotros denominamos la tierra es un
elemento de la naturaleza inexorablemente entrelazado con las instituciones del
hombre; la empresa más extraña de todas las emprendidas por nuestros antepasados
consistió quizás en aislar a la tierra y hacer de ella un mercado.
Tradicionalmente, la mano de obra y la tierra
no estaban separadas; la mano de obra formaba parte de la vida; la tierra
continuaba siendo una parte de la naturaleza; vida y naturaleza formaban un todo
articulado. La tierra estaba así ligada a las organizaciones fundadas en la
familia, el vecindario, el oficio y la creencia con la tribu y el templo, la
villa, la guilda y la iglesia. El Gran Mercado único es, por otra parte, un
dispositivo de la vida económica que engloba a los mercados como factores de
producción. Y, dado que estos factores son inseparables de los elementos que
constituyen las instituciones humanas, el hombre y la naturaleza, resulta
fácilmente visible que la economía de mercado implica una sociedad en la que las
instituciones se subordinan a las exigencias del mecanismo del mercado.
Esta proposición es utópica, no sólo en lo que
se refiere a la tierra sino también en lo que concierne a la mano de obra. La
función económica no es más que una de las numerosas funciones vitales de la
tierra. Esta proporciona su estabilidad a la vida del hombre, es el lugar en el
que habita, es una de las condiciones de su seguridad material, engloba el
paisaje y las estaciones. Nosotros podríamos imaginarnos con dificultad a un
hombre que viene al mundo sin brazos ni piernas, o, lo que es parecido, a un
hombre que arrastra su vida sin tierra. Sin embargo, separar la tierra del
hombre y organizar la sociedad con el fin de que satisfaga las exigencias de un
mercado inmobiliario, ha constituido una parte vital de la concepción utópica de
una economía de mercado.
Una vez más el verdadero significado de esta
empresa se pone de manifiesto en el ámbito de la colonización moderna. Lo
importante no es con frecuencia que el colonizador desee la tierra por su
riqueza o quiera simplemente obligar al indígena a que produzca un excedente de
alimentos y de materias primas, ni tampoco que el indígena trabaje directamente
bajo la vigilancia del colonizador o mediante alguna forma indirecta de
coacción; lo verdaderamente importantes es que, en todos estos casos sin
excepción, fue necesario ante todo destruir radicalmente el sistema social y
cultural del modo de vida indígena.
Existe una estrecha analogía entre la actual
situación colonial y la de Europa occidental de hace cien o doscientos años,
pero la movilización del suelo, que en los países exóticos ha tenido lugar en el
espacio concentrado de algunos años o decenios, pudo haber durado siglos en
Europa occidental.
El desafío provino del desarrollo de ciertas
formas de capitalismo que no eran puramente comerciales. Existió, comenzando por
la Inglaterra de los Tudor, un capitalismo agrícola que tenía necesidad de una
explotación individualizada de la tierra, lo que suponía reconversiones y
enclosures. Existió, desde comienzos del siglo XVIII, el capitalismo industrial
que, tanto en Francia como en Inglaterra, era fundamentalmente rural y
necesitaba terrenos para sus fábricas y para el alojamiento de sus obreros. El
desafío más fuerte de todos, que afectaba más a la utilización del suelo que a
la propiedad, tuvo lugar en el siglo XIX, con el desarrollo de las ciudades
industriales y su necesidad prácticamente ilimitada de alimentos y de materias
primas.
Desde un punto de vista superficial, las
respuestas a estos desafíos no se asemejan demasiado, aunque hayan existido
diferentes etapas en la subordinación de la superficie de la tierra a las
necesidades de una sociedad industrial. La primera etapa fue la de la
comercialización del suelo, que movilizó la renta feudal de la tierra. La
segunda la de la producción forzada de alimentos y de materias primas orgánicas,
para responder a las necesidades de una población industrial en rápido
crecimiento a escala nacional. La tercera, la de la extensión de este sistema de
producción de excedentes a los territorios de ultramar y a las colonias. Esta
última etapa introdujo al fin la tierra y sus productos en el marco de un
mercado autorregulador a escala mundial.
La comercialización del suelo no es sino otra
forma de denominar el derrumbamiento del feudalismo, que comenzó en el siglo XIV
en los centros urbanos de Occidente, y también en Inglaterra, y que finalizó
quinientos años más tarde durante las revoluciones europeas que abolieron los
restos que aún quedaban de la servidumbre. Separar al hombre del suelo
significaba disolver el cuerpo económico en sus elementos, de tal forma que cada
elemento pudiese situarse en la parte del sistema en la que sería más útil. El
nuevo sistema se estableció al principio coexistiendo con el viejo e intentó
asimilarlo y absorberlo, asegurándose el control sobre los suelos que aún
estaban regulados por lazos precapitalistas. La apropiación feudal de la tierra
fue abolida. «El objetivo consistía en eliminar todos los derechos de las
organizaciones de vecindad o de parentesco, concretamente la sucesión
aristocrática masculina, así como las pretensiones de la Iglesia derechos que
eximían a la tierra del comercio y de las hipotecas». Este objetivo se alcanzó
en parte mediante evoluciones que venían un poco de todas partes, por la guerra
y la conquista, por la acción legislativa, por la presión de la administración y
por la acción espontánea a pequeña escala de personas privadas. Todo esto se
realizó en un lapso largo de tiempo. En función de las medidas adoptadas para
regular el proceso, la dislocación, o bien fue rápidamente amortiguada, o bien
causó una herida abierta al cuerpo social. Los propios gobiernos introdujeron
poderosos factores de cambio y de adaptación. La desamortización de las tierras
de la Iglesia, por ejemplo, fue uno de los pilares fundamentales del Estado
moderno hasta la época del Risorgimento italiano y, además, uno de los
principales medios para transferir tierras a manos de personas privadas.
Los mayores cambios operados de golpe en esta
dirección han sido la Revolución francesa y las reformas benthamianas de los
años 1830 y 1840. «Existe, escribía Bentham, la condición más favorable para la
prosperidad de la agricultura cuando ya no existen mayorazgos, ni donaciones
inalienables, ni tierras comunales, ni derecho de retracto, ni diezmos». Esta
libertad de comerciar con las propiedades, y en particular con las propiedades
de tierras, constituye una parte esencial de la concepción benthamiana de la
libertad individual. Extender, de un modo o de otro, esta libertad fue el
objetivo y el efecto conseguido por leyes tales como los Prescriptions Acts, el
Inheritance Act, los Fines and Recovery Acts, el Real Property Act, la ley
general sobre las enclosures de 1801 y las que le siguieron 2, así como los Copy
hold Acts de 1841 a 1926. En Francia, y en la mayor parte de la Europa
continental, el código de Napoleón instituyó formas burguesas de propiedad
convirtiendo la tierra en un bien comercializable y a las hipotecas en un
contrato civil privado.
El segundo paso, que se solapa con el primero,
consistió en subordinar la tierra a las necesidades de una población urbana en
rápida expansión. Aunque el suelo no pueda ser físicamente movilizado, sí lo
pueden ser sus productos si así lo permiten la ley y los medios de transporte.
«Fue así como la movilidad de bienes compensó en cierto modo la falta de
movilidad interregional de los factores; o, lo que viene a ser lo mismo, el
comercio mitigó los inconvenientes de la incómoda distribución geográfica de los
medios de producción». Esta idea era totalmente ajena a la visión tradicional de
las cosas. «Ni en la Antigüedad, ni en la Alta Edad Media conviene insistir en
ello se vendían ni compraban normalmente los bienes de la vida cotidiana». El
excedente de grano estaba destinado a aprovisionar la región, y en particular a
sus ciudades; los mercados de trigo tenían, hasta el siglo XV, una organización
estrictamente regional. Pero el crecimiento de las ciudades empujó a los
propietarios de tierras a producir sobre todo para el mercado y, en Inglaterra,
el crecimiento de la metrópoli obligó a las autoridades a dulcificar las
restricciones impuestas al comercio de trigo, así como a permitir que este
comercio se hiciese regional, pero nunca nacional.
A fin de cuentas, la concentración de la
población en las ciudades industriales, que tuvo lugar en la segunda mitad del
siglo XVIII, modificó completamente la situación, primero a escala nacional, más
tarde a escala mundial.
La verdadera significación del librecambio
proviene de haber efectuado esta gran transformación. La movilización de los
productos de la tierra se extendió a las zonas rurales de las regiones
tropicales y subtropicales; la división del trabajo entre industria y
agricultura se generalizó a todo el planeta. En consecuencia, poblaciones de
zonas lejanas se vieron arrastradas por el torbellino de un cambio cuyos
orígenes les resultaban oscuros, mientras que las naciones europeas pasaban a
depender, en lo que se refiere a sus actividades cotidianas, de una integración
de la vida de la humanidad que aún no se había alcanzado. Con el librecambio
estallaron los nuevos y terribles riesgos de la interdependencia planetaria.
La defensa de la sociedad contra la
dislocación general ha sido tan amplia como un frente de ataque. Aunque el
derecho consuetudinario y la legislación hayan en ciertos momentos acelerado el
cambio, en otros lo frenaron. El derecho basado en la costumbre y el derecho
estatal no actuaron, sin embargo, necesariamente en la misma dirección en
determinadas coyunturas.
El derecho consuetudinario desempeñó un
importante papel positivo en la institucionalización del mercado de trabajo:
fueron los juristas, y no los economistas, los primeros en enunciar con energía
la teoría del trabajo como mercancía. También en las cuestiones sobre las
asociaciones de trabajadores y la ley de coaliciones el derecho favoreció un
mercado libre de trabajo, aunque ello supusiese restringir la libertad de
asociación de los trabajadores asociados.
Por lo que se refiere a la tierra, el derecho
consuetudinario cambió de función y, en vez de estimular el cambio, se opuso a
él. Durante los siglos XVI y XVII, este derecho insistió generalmente en la
legalidad del propietario para hacer mejoras en la tierra siempre que supusiesen
beneficios, aunque ello conllevase graves cambios en el hábitat y en el empleo.
En Europa continental este proceso de movilización implica, como ya sabemos, la
adopción del derecho romano, mientras que en Inglaterra el derecho
consuetudinario conseguía unir los derechos limitados de propiedad medievales
con la propiedad personal moderna sin sacrificar el principio del derecho
emitido por el juez, que era vital para la libertad constitucional. Desde el
siglo XVIII, sin embargo, el derecho consuetudinario de la tierra jugaba un
papel de mantenimiento del pasado y de oposición a la legislación modernizadora.
Así fue hasta que finalmente los benthamianos consiguieron imponerse y, entre
1830 y 1860, se extendió a la tierra la libertad de contrato. Esta poderosa
tendencia no se detuvo hasta los años 1870, cuando la legislación modificó
radicalmente su irresistible ascenso. El período «colectivista» había comenzado.
La inercia del derecho basado en la costumbre
se vio deliberadamente reforzada por leyes promulgadas expresamente para
proteger las viviendas y las ocupaciones de las clases rurales contra los
efectos de la libertad de contrato. Se hicieron grandes esfuerzos con el fin de
conseguir un cierto nivel de salubridad y de higiene en las viviendas de los
pobres, proporcionándoles parcelas de terreno y dándoles la oportunidad de
librarse de las chabolas y de respirar el aire puro de la naturaleza, el
gentleman’s park. Los colonos irlandeses, los habitantes de los tugurios
miserables de Londres, se vieron liberados de la opresión de las leyes del
mercado gracias a leyes destinadas a proteger su hábitat contra los engranajes
mortíferos del progreso, ese caballo de Atila. En Europa el derecho escrito y la
acción de la administración fueron los principales agentes que salvaron a los
colonos, a los campesinos y a los trabajadores agrícolas de los más violentos
efectos de la urbanización. Conservadores prusianos, como Rodbertus, cuyo
socialismo junker influyó en Marx, se asemejaban notablemente a los demócratas
torys ingleses.
En realidad el problema de la protección se
planteó para los agricultores de países y de continentes enteros. Si se dejaba
seguir su curso al librecambio internacional, se eliminarían enormes
contingentes de trabajadores agrícolas en cantidades cada vez mayores. Este
inevitable proceso de destrucción se vio fuertemente agravado por la
discontinuidad inherente al desarrollo de los medios modernos de transporte,
demasiado costosos para generalizarlos a nuevas regiones del planeta, a menos
que se pudiesen obtener grandes beneficios. Una vez que las grandes inversiones
necesarias para la construcción de barcos de vapor y de líneas férreas dieron
sus frutos, se abrieron continentes enteros y una avalancha de cereales cayó
sobre la pobre Europa. He aquí un hecho que contradecía el pronóstico clásico.
Ricardo había erigido en axioma que la tierra más fértil era la que se había
visto poblada primero. Este axioma fue impugnado de forma espectacular por los
ferrocarriles, que encontraron tierras más fértiles en las antípodas. Europa
central, enfrentada a una destrucción total de su sociedad rural, se vio forzada
a proteger a su campesinado promulgando leyes sobre los cereales.
Pero si bien los Estados organizados de Europa
eran capaces de protegerse contra las sacudidas del librecambio internacional,
los pueblos colonizados, desorganizados, no podían hacerlo. Sus revueltas contra
el imperialismo tenían como objetivo obtener el estatuto político que colocaría
a los pueblos de ultramar al abrigo de conmociones sociales causadas por las
políticas comerciales europeas. La protección que el hombre blanco podía
fácilmente autoprocurarse, en virtud del estatuto soberano de sus comunidades,
resultaba inaccesible para el hombre de color mientras no dispusiese de una
condición primordial: el gobierno político.
Las clases negociantes apadrinaron la
exigencia de movilización de la tierra. Cobden dejó consternados a los
propietarios agrícolas de Inglaterra cuando afirmó que la agricultura era un
«negocio», y que quienes estaban arruinados debían abandonar el campo. Las
clases obreras, por su parte, simpatizaron con el librecambio cuando se dieron
cuenta de que obligaba a descender los precios de los productos alimenticios.
Los sindicatos se convirtieron en los bastiones del antiagrarismo y el
socialismo revolucionario estigmatizó al campesinado mundial, considerándolo una
masa amorfa de reaccionarios. La división internacional del trabajo era, sin
ninguna duda, una fe progresista, y sus adversarios se reclutaban casi siempre
entre aquellos cuyo juicio estaba viciado por intereses personales o por una
escasa inteligencia natural. Los pocos intelectuales independientes y
desinteresados, que descubrían las falsedades de un librecambio sin
restricciones, eran demasiado poco numerosos como para ser influyentes.
El hecho de que no se reconociesen las
consecuencias de este sistema no pone en entredicho en absoluto su existencia
real. En efecto, la gran influencia ejercida por los intereses de la tierra en
Europa occidental y la supervivencia de formas de vida feudales en Europa
central y oriental durante el siglo XIX, se explican fácilmente por la función
de protección vital de estas fuerzas que retrasaron la movilización de la
tierra. La cuestión ha sido planteada en numerosas ocasiones: ¿qué es lo ha
permitido a la aristocracia feudal de Europa continental mantener su poder en el
Estado burgués, tras haber perdido las funciones militares, judiciales y
administrativas a las que debía su hegemonía? En ocasiones se ha propuesto como
explicación la teoría de los «residuos», según la cual instituciones u órganos
que no corresponden a ninguna función pueden continuar existiendo por inercia.
Sería, sin embargo, más exacto decir que una institución no sobrevive nunca a su
función cuando parece hacerlo se debe a que desempeña cualquier otra función, o
muchas otras, que no coinciden con la «función original». Es así como el
feudalismo y el conservadurismo agrícolas han mantenido su fuerza durante el
tiempo en que han servido para limitar los efectos desastrosos de la
movilización de la tierra. En esta época, los librecambistas habían olvidado que
la tierra formaba parte del territorio nacional, y que el carácter territorial
de la soberanía no era simplemente consecuencia de asociaciones sentimentales
sino de realidades materiales, incluidas las de orden económico.
«A diferencia de las poblaciones nómadas, el
agricultor se implica en mejoras localizadas en un espacio específico. Sin
dichas mejoras la vida humana se convierte en algo elemental, muy próxima a la
de los animales. ¡Qué gran papel jugaron esos perfeccionamientos en la historia
de los hombres! Las tierras aradas y cultivadas, las viviendas y otras
construcciones, los medios de comunicación, las múltiples instalaciones
necesarias para la producción, la industria y las minas, todas esas mejoras
permanentes y asentadas que enraizan una comunidad humana en el lugar en el que
habita no pueden improvisarse, sino que son fruto de un trabajo paciente,
constante y progresivo de generaciones, por lo que la colectividad no puede
permitirse el lujo de tirar por la borda ese patrimonio y comenzar de nuevo
desde cero. De ahí el carácter territorial de la soberanía que impregna nuestras
concepciones de la política» Durante un siglo, estas verdades evidentes fueron
objeto de burlas y chistes.
Podríamos fácilmente ampliar el argumento
económico para incluir en él las condiciones de seguridad ligadas a la
integridad del suelo y de sus recursos tales serían el vigor y la fuerza vital
de la población, la abundancia de reservas alimenticias, la cantidad y la
calidad de los instrumentos de defensa, e incluso el clima del país, que podría
sufrir la deforestación, la erosión, la desertización, condiciones que dependen
todas, a fin de cuentas, del factor tierra, pero que en ningún caso responden al
mecanismo de la oferta y de la demanda del mercado. En la medida en que un
sistema depende enteramente de las funciones del mercado para salvaguardar sus
necesidades vitales, si se quieren proteger los intereses comunes puestos en
peligro por ese sistema, se ha de recurrir necesariamente a fuerzas exteriores
al propio sistema de mercado. Esta manera de plantear las cosas está en armonía
con nuestra apreciación sobre las verdaderas raíces de la influencia de clase:
cuando se observan tendencias opuestas a las que dominan en una época, resulta
vano explicarlas por la influencia a su vez inexplicada de las clases
reaccionarias; nosotros preferimos decir que si esas clases ejercen una
influencia es porque sostienen, aunque sea incidentalmente, líneas de desarrollo
que sólo son aparentemente contrarias al interés general de la colectividad. El
hecho de que sus propios intereses se vean demasiado favorecidos por esta forma
de comportarse es ya una ilustración de esta verdad: las clases pretenden
obtener beneficios desproporcionados por los servicios que rinden a la
comunidad.
El sistema de Speenhamland fue un buen ejemplo
de ello. El squire que gobernaba el pueblo descubrió un modo de frenar el
incremento de los salarios rurales y el cambio que amenazaba a la estructura
tradicional de la vida comarcal. A largo plazo este método estaba avocado a
producir las consecuencias más nefastas. Los squires no habrían podido, pues,
mantener esta práctica si, al hacerlo no hubiesen ayudado al conjunto del país a
resistir al rodillo de la Revolución industrial.
En la Europa continental, una vez más, la
protección del campo constituía una necesidad. Las fuerzas intelectuales más
activas de la época estaban comprometidas, sin embargo, en una aventura que
focalizaba su atención: eran así incapaces de percibir la verdadera importancia
de la triste situación en la que se encontraban los agricultores. En estas
circunstancias, un grupo capaz de representar los intereses rurales amenazados
podía adquirir una influencia desproporcionada en relación al número de sus
miembros. El contramovimiento proteccionista consiguió, de hecho, estabilizar el
campo europeo y debilitar la emigración hacia la ciudad, que constituía el azote
de la época. La reacción obtuvo beneficios desempeñando una función de utilidad
social. Esta misma función, que había permitido a las clases reaccionarias
europeas servirse de sentimientos tradicionales en su lucha para obtener
derechos arancelarios sobre los productos agrícolas, fue responsable cincuenta
años más tarde en América del éxito de la T.V.A. y de otras técnicas sociales
progresistasLas mismas necesidades de la sociedad que beneficiaron a la
democracia en el Nuevo Mundo reforzaron la influencia de la aristocracia en el
Viejo.
La oposición a la movilización de la tierra
constituyó la trama sociológica de fondo de esta lucha entre el liberalismo y la
reacción, que tanto peso ha tenido en la historia política de la Europa
continental del siglo XIX. En este combate los militares y el alto clero eran
los aliados de las clases terratenientes, que habían perdido casi complemente
sus funciones más inmediatas en la sociedad. Esas clases se encontraban, pues,
en ese momento disponibles para cualquier solución reaccionaría frente al
«callejón sin salida» con que amenazaba la economía de mercado y su corolario,
el gobierno constitucional. La tradición se enfrentaba así a la ideología de las
libertades públicas y al régimen parlamentario.
En resumen, el liberalismo económico estaba
íntimamente ligado al Estado liberal, mientras que los intereses de los
terratenientes no lo estaban: tal es el origen de sus posiciones políticas
permanentes en la Europa continental, que provocó la contracorriente de la
política prusiana de Bismarck, alimentó la «revancha» clerical y militar en
Francia, reforzó la influencia de la aristocracia feudal en la Corte del Imperio
de los Habsburgo, convirtió a la Iglesia y al Ejército en los centinelas de
tronos a punto de desmoronarse. Puesto que esta relación se prolongó durante más
de dos generaciones, plazo que John Maynard Keynes definió un día como el
equivalente a la eternidad, se ha otorgado a la tierra y a la propiedad agrícola
una tendencia innata y partidista en favor de la reacción. La Inglaterra del
siglo XVIII, con sus teóricos librecambistas y pioneros en la agricultura, fue
olvidada del mismo modo que los acaparadores de la época de los Tudor y sus
métodos revolucionarios para obtener dinero con la tierra; los fisiócratas
propietarios de tierras de Francia y de Alemania, entusiastas defensores del
librecambio, fueron borrados de la memoria histórica por el prejuicio moderno
del embrutecimiento constante de la vida rural. Herbert Spencer, que simplemente
necesitaba una generación como muestra representativa de la eternidad,
identificaba superficialmente el militarismo con la reacción. Para él, la
capacidad de adaptación social y técnica mostrada recientemente por los
ejércitos nipones, rusos o nazis habría resultado inconcebible.
Estas ideas estaban estrechamente ligadas a su
época. Los resultados asombrosos de la economía de mercado se habían conseguido
al precio de grandes daños para las bases mismas de la sociedad. Las clases
feudales encontraron así una ocasión para recuperar parte de su prestigio
perdido, convirtiéndose en los abogados defensores de las virtudes de la tierra
y de quienes la cultivaban. En el romanticismo literario, la Naturaleza se había
aliado con el pasado; con los movimientos agrarios del siglo XIX, el feudalismo
intentó, con cierto éxito, reencontrar su pasado presentándose como el guardián
del hábitat natural del hombre, el suelo. Si el peligro no hubiese existido, la
estratagema no habría funcionado. El Ejército y la Iglesia ganaron también en
prestigio gracias a su capacidad para la «defensa de la ley y el orden», que
parecían ahora muy vulnerables, mientras que la clase burguesa dirigente no
estaba suficientemente pertrechada para responder a esta necesidad de la nueva
economía. El sistema de mercado era mucho más alérgico a los motines que
cualquier otro sistema económico conocido. Los gobiernos, bajo los Tudor, se
servían de los motines para llamar la atención sobre las quejas locales. Algunos
cabecillas podían ser detenidos, pero aparte de esto no se producían mayores
consecuencias. El nacimiento del mercado financiero significó una ruptura
completa con esta actitud. Tras 1797, las aglomeraciones sediciosas dejaron de
ser un rasgo popular de la vida londinense, ya que, poco a poco, fueron
sustituidas por mítines en donde, en principio al menos, se contaban con los
dedos de la mano a aquellos que en otros tiempos hubiesen desencadenado
alborotos violentos El rey de Prusia proclamó que el primer gran deber de esos
individuos era no alterar el orden público y se hizo célebre gracias a esa
paradoja que pronto se convirtió en una expresión corriente. En el siglo XIX,
los delitos contra el orden público, si eran perpetrados por muchedumbres
armadas, eran considerados una rebelión y un grave peligro para el Estado; y
cuando tenían lugar actos de este tipo, los valores se derrumbaban y los precios
descendían vertiginosamente. Una refriega con disparos en las calles de la
metrópoli podía suponer la destrucción de una parte sustanciosa del capital
nominal nacional. Las clases medias, sin embargo, no eran nada marciales: la
democracia popular estaba orgullosa de dar la palabra a las masas y, en el
Continente, la burguesía valoraba los recuerdos de su juventud revolucionaria
cuando se había enfrentado en las barricadas a una aristocracia tiránica. A fin
de cuentas se contaba con que el campesinado, menos contaminado por el virus
liberal, era la única capa social que defendería con su vida «la ley y el
orden»: una de las funciones de la reacción consistía en mantener a las clases
obreras en su lugar, de tal modo que los mercados no fuesen presa del pánico. Y,
aunque no se recurrió a la ayuda del campesinado más que muy raramente,
constituía una baza de los terratenientes el disponer del campesinado para
defender los derechos de la propiedad.
La historia de los años veinte de nuestro
siglo no podría explicarse sin tener esto en cuenta. Cuando la tensión creada en
Europa central por la guerra y la derrota hizo tambalearse el edificio de la
sociedad, únicamente la clase obrera seguía estando disponible para hacer
funcionar las cosas. Los sindicatos y los partidos demócratas se vieron
obligados en todas partes a tomar el poder: Austria, Hungría, Alemania llegaron
incluso a ser declaradas repúblicas, pese a que ninguno de estos países había
conocido hasta entonces la existencia de un partido republicano activo. Pero,
apenas desapareció el agudo peligro de la disolución, apenas los servicios de
los sindicatos resultaron superfluos, las clases medias intentaron suprimir a la
clase obrera el más mínimo peso en la vida pública. Tal era el panorama de la
fase contrarrevolucionaria de la postguerra. De hecho, no ha existido nunca el
menor peligro serio de régimen comunista, ya que los obreros estaban organizados
en partidos y en sindicatos activamente hostiles a los comunistas (Hungría había
tenido un episodio bolchevique que le había sido literalmente impuesto cuando la
defensa contra la invasión francesa no dejó otra elección al país). El peligro
no estaba, pues, en el bolchevismo, sino en que las leyes de la economía de
mercado no eran respetadas por los sindicatos y los partidos obreros en
situaciones críticas. En efecto, desde la perspectiva de una economía de
mercado, las interrupciones del orden público y de los hábitos del comercio, que
en otro sistema serían inofensivas, podían constituir una amenaza mortal 9, ya
que podían provocar el derrumbamiento del régimen económico del que dependía la
sociedad para subsistir. Esto es lo que explica el paso sorprendente, ocurrido
en algunos países, de una supuesta dictadura de los trabajadores, considerada
inminente, a una efectiva dictadura del campesinado. Durante los años veinte, el
campesinado determinó la política económica en algunos Estados en los que,
normalmente, jugaba sólo un papel modesto. Era entonces la única clase
disponible para mantener la ley y el orden, en el sentido moderno, intenso, de
la expresión.
El agrarismo brutal de Europa en la postguerra
clarifica indirectamente el tratamiento preferencial que se le ha concedido a la
clase campesina por razones políticas. Desde el movimiento Lappo de Finlandia
hasta la Heimwehr de Austria los campesinos se han manifestado como los
campeones de la economía de mercado, hecho que los ha convertido en fuerza
indispensable para la política. La escasez de los primeros años de postguerra, a
la que suele atribuirse su ascendiente, no tiene mucho que ver con esto. Por
ejemplo, Austria, para favorecer financieramente a los campesinos, tuvo que
hacer descender su nivel de vida alimenticio manteniendo al mismo tiempo los
derechos arancelarios sobre los cereales, pese a que dependía en gran medida de
las importaciones para sus necesidades alimenticias. Había que salvaguardar, al
precio que fuera, los intereses de los campesinos, incluso cuando el
proteccionismo agrícola podía suponer la miseria para los habitantes de las
ciudades, así como un coste de producción irracionalmente elevado para las
industrias exportadoras. La clase campesina, que hasta entonces no había tenido
casi influencia, obtuvo así un ascendiente totalmente desproporcionado, si se
tiene en cuenta su importancia económica. La fuerza que confirió al campesinado
una posición política inexpugnable ha sido el miedo al bolchevismo. Este miedo,
como ya hemos visto, no era sin embargo el miedo a una dictadura del
proletariado no existía nada en el horizonte que se pareciese, ni de lejos, a
esto, sino más bien el temor a que se viese paralizada la economía de mercado si
no se eliminaban de la escena política todas las fuerzas que, defendiendo sus
intereses, hubiesen podido rechazar las reglas de juego del mercado. Mientras
los campesinos constituyesen la única clase capaz de hacer frente a estas
fuerzas, su prestigio continuaría siendo grande y podrían de este modo
arrinconar a la clase media urbana. El Estado apenas había consolidado su poder
remontémonos más acá: los fascistas habían transformado apenas en tropas de
choque a la pequeña burguesía de las ciudades cuando la burguesía dejó de
depender del campesinado, cuyo prestigio decayó rápidamente. Una vez
neutralizado y subyugado «el enemigo interior» en la ciudad y en la fábrica, el
campesinado ha sido relegado a su antigua y modesta posición en la sociedad
industrial. La influencia de los grandes propietarios agrícolas no ha sufrido el
mismo eclipse, ya que contaron con un factor más constante que jugaba en su
favor: la creciente importancia militar de la autarquía agrícola. La Gran Guerra
había hecho comprender a todo el mundo claramente cuáles eran los datos
estratégicos fundamentales: se había confiado irreflexivamente en el mercado
mundial; y ahora, bajo el efecto del pánico, se empezaron a acumular las
capacidades de producción de los alimentos. La «reagrarización» de Europa
central, esbozada bajo el miedo a los bolcheviques, se protegía bajo el signo de
la autarquía. Y, al lado del argumento del «enemigo interior», existía ahora el
del «enemigo exterior». Los representantes de la economía liberal, como de
costumbre, veían en esto simplemente una aberración romántica provocada por
doctrinas económicas malsanas, mientras que, en realidad, sucesos políticos de
envergadura aparecían, incluso para las personas que carecían de grandes luces,
como una falta de adecuación de las consideraciones económicas frente a la
disolución inminente del sistema internacional. En Ginebra, la Sociedad de
Naciones se obstinaba en sus fútiles tentativas para convencer a los pueblos de
que estaban acumulando en función de peligros imaginarios, y que bastaría con
que todos actuasen de forma concertada para que el librecambio se viese
restaurado en beneficio de todos. En la atmósfera curiosamente crédula de la
época, muchos pensaban que era evidente que la solución del problema económico
cualquiera que fuese el sentido de la expresión no solamente aminoraba la
amenaza de guerra, sino que de hecho la alejaba para siempre. Una paz de Cien
Años había construido un muro insalvable de ilusión que impedía ver los hechos.
Aquellos autores que escribieron durante este período han sobresalido por su
falta de realismo: A.J. Toynbee consideraba que el Estado nación era un estrecho
prejuicio, Ludwig von Mises que la soberanía era una ilusión ridícula y Norman
Angelí que la guerra era un falso cálculo de negocios. La conciencia de que los
problemas políticos son esenciales se había debilitado más que en ningún otro
momento.
La lucha contra el librecambio se había
planteado en 1846 a propósito de las Corn Laws, y éste salió victorioso; se
batalló de nuevo ochenta años más tarde y esta vez el librecambio salió
perdiendo. El problema de la autarquía se cernía sobre la economía de mercado
desde sus comienzos. Los representantes de la economía liberal exorcizaban, en
consecuencia, el espectro de la guerra y sostenían ingenuamente su tesis
basándose en la hipótesis de una economía de mercado indestructible. No se
consideró suficientemente que sus demostraciones probaban simple y puramente la
enormidad del peligro al que se sometía a un pueblo que confiaba su seguridad a
una institución tan frágil como el mercado autorregulador. El movimiento en
favor de la autarquía de los años veinte fue esencialmente profético: mostraba
que era preciso adaptarse a la desaparición de un sistema.
La Gran Guerra puso de manifiesto el peligro y
los hombres actuaron en consecuencia, pero, como reaccionaban con diez años de
retraso, la relación causa efecto adquiría tintes irracionales. «¿Por que
protegerse contra peligros pasados?»: tal era el comentario de mucha gente. Esta
lógica equivocada no oscurecía simplemente la comprensión de la autarquía sino,
y lo que es aún más grave, también la del fascismo. A decir verdad, se
explicaban ambos apelando a las reacciones del espíritu humano cuando es
consciente de un peligro, pues el miedo permanece latente hasta que sus causas
han desaparecido.
Hemos dicho que las naciones europeas no se
repusieron nunca de la conmoción sufrida con la experiencia de la guerra, que
las obligó a afrontar peligros imprevistos ocasionados por la interdependencia.
En vano se rehizo el comercio, en vano enjambres de conferencias internacionales
exhibieron los idilios de la paz y en vano, por último, decenas de gobiernos se
declararon favorables a la libertad de cambios, pues ningún pueblo podía olvidar
que, a menos de poseer sus propios recursos en alimentación y en materias
primas, o de conseguirlos por vía militar, se vería condenado irremediablemente
a la impotencia, sin que nada pudiesen hacer una moneda saneada ni un crédito
inatacable. Era, pues, lógico que la constancia de esta consideración
fundamental imprimiese una determinada dirección a la política de las
colectividades. El origen de los peligros no había sido eliminado. ¿Por qué
confiar entonces en que desapareciese el miedo? Una ilusión semejante indujo a
error a los críticos del fascismo la gran mayoría, que lo han descrito como un
monstruo sin ninguna ratio política. Se decía que Mussolini se pavoneaba de
haberle ahorrado a Italia el bolchevismo, mientras que las estadísticas prueban
que la ola de huelgas había cesado un año antes de la marcha sobre Roma. Es
cierto que obreros armados ocupaban las fábricas en 1921, pero ¿era ésta una
razón para desarmarlos en 1923, cuando desde hacía tiempo habían dado pruebas de
cordura a la hora de reiniciar el trabajo? Hitler pretendía haber salvado a
Alemania del bolchevismo, pero se puede demostrar que la marea de desempleo que
se había producido antes de que fuese Canciller se había retirado ya antes de
que tomase el poder. Pretender, como se ha hecho, que fue él quien evitó lo que
no existía en el momento de su entronización política, contradice la ley causa
efecto que también debe ser válida en política.
En realidad, tanto en Alemania como en Italia
la historia de la inmediata postguerra ha mostrado que el bolchevismo no tenía
la menor posibilidad de éxito, pero ha probado también de forma concluyente que,
en circunstancias críticas, la clase obrera, sus sindicatos y sus partidos,
pueden no respetar las leyes del mercado que han convertido en algo absoluto la
libertad de contrato y santificado asimismo la propiedad privada. Esta
posibilidad podía producir los efectos más mortíferos sobre la sociedad,
desmovilizando a los inversores, impidiendo la acumulación de capital,
manteniendo los salarios a un nivel poco remunerador, poniendo en peligro la
moneda, minando el crédito extranjero, debilitando la confianza y paralizando la
empresa. El origen de este miedo latente no ha sido el peligro ilusorio de una
revolución comunista, sino el hecho innegable de que las clases obreras estaban
en situación de poder promover intervenciones de consecuencias posiblemente
desastrosas para el sistema de mercado, y es esto lo que en un momento crucial
se ha condensado, dando lugar al pánico fascista.
No se pueden separar claramente los peligros
que amenazan al hombre de los peligros que amenazan a la naturaleza. La reacción
de la clase obrera y la del campesinado han conducido, ambas, al proteccionismo;
la primera principalmente bajo la forma de la legislación social y de las leyes
sobre el trabajo de fábrica; la segunda bajo la forma de los derechos
arancelarios para los productos agrícolas y las leyes sobre el suelo. Existe,
sin embargo, una diferencia importante entre ellas: en situaciones críticas los
granjeros y los campesinos europeos defendieron el sistema de mercado que la
política de la clase obrera hacía peligrar. Mientras que la crisis del sistema,
originariamente inestable, estuvo provocada por las dos corrientes del
movimiento proteccionista, las capas sociales ligadas a la tierra estaban
inclinadas a establecer compromisos con el sistema de mercado, mientras que, por
su parte, la numerosa clase obrera no dudaba en romper sus reglas y en
desafiarlo abiertamente.
CAPÍTULO
XVI
EL MERCADO Y LA ORGANIZACIÓN DE LA PRODUCCIÓN
El propio mundo de los negocios capitalistas
tenía necesidad de ser protegido contra el funcionamiento sin restricciones del
mecanismo del mercado, hecho que debería servir para evitar las sospechas que a
veces despiertan términos como «hombre» y «naturaleza» en espíritus demasiado
intelectualizados que tienen tendencia a denunciar cualquier idea de la
protección del trabajo y de la tierra, asociándola a doctrinas anticuadas o
considerándola una forma de camuflaje de intereses adquiridos.
En realidad, tanto en lo que se refiere a la
empresa productiva como al hombre y a la naturaleza, el peligro era algo real y
objetivo. La necesidad de protección provenía de la forma específica en que
estaba organizada la oferta de la moneda en un sistema de mercado. El banco
central moderno ha sido, en efecto, un dispositivo destinado a proporcionar la
protección sin la cual el mercado habría destruido lo que engendró, las empresas
comerciales de todo tipo. A fin de cuentas, fue, no obstante, esta forma de
protección la que contribuyó de un modo más inmediato al derrumbamiento del
sistema internacional.
La dominancia del mercado hizo recaer peligros
bastante evidentes sobre la tierra y el trabajo, pero los riesgos que amenazaban
a los negocios no resultaron tan fácilmente perceptibles. Ahora bien, si los
beneficios dependen de los precios, las disposiciones monetarias de las que
dependen los precios deben tener una importancia vital para el funcionamiento de
todo el sistema, cuyo móvil son las ganancias. Mientras que a largo plazo las
variaciones de los precios de venta no deben afectar a los beneficios, puesto
que los costes se elevarán y descenderán proporcionalmente, no ocurre así a
corto plazo, ya que debe pasar un cierto tiempo antes de que cambien los precios
fijados contractualmente. El coste del trabajo es uno de ellos que, junto con
otros precios, será evidentemente establecido por contrato. Así pues, si por
razones monetarias el nivel de precios descendiese durante un período de tiempo
considerable, los negocios correrían el riesgo de derrumbarse, lo que supondría
la disolución de la organización de la producción así como una masiva
destrucción del capital. El peligro no estaba, pues, en los precios bajos sino
en una caída de los precios. Hume elaboró la teoría cuantitativa de la moneda al
descubrir que los negocios no se ven afectados cuando la masa monetaria se
divide por dos, puesto que los precios se ajustarán simplemente a la mitad de su
nivel anterior. Olvidaba que esta operación podía resultar fatal para los
negocios.
Esta es la razón, fácilmente comprensible, por
la que un sistema de moneda mercancía, tal como el mecanismo de mercado tiende a
producirlo, a no ser que medie una intervención exterior, es incompatible con la
producción industrial. La moneda mercancía es simplemente una mercancía que se
pone a funcionar como moneda; en principio, no se puede aumentar su masa bajo
pena de restringir la masa de las mercancías que no funcionan como moneda. En la
práctica corriente la moneda mercancía es de oro o de plata, por lo que se puede
aumentar su masa en un corto lapso de tiempo, pero a pequeña escala. Ahora bien,
una expansión de la producción y del comercio que no esté acompañada de un
aumento de la masa monetaria causará una caída de los precios; ese es
precisamente el tipo de deflación desastrosa 1929 que aún no hemos olvidado. La
escasez de dinero constituía un grave problema del que se lamentaban
permanentemente las comunidades comerciantes del siglo XVII. La utilización de
moneda fiduciaria se desarrolló bastante pronto, para colocar al comercio al
abrigo de las deflaciones forzadas que se derivaban de la utilización del dinero
en metálico cuando el volumen de los negocios crecía rápidamente. Ninguna
economía de mercado era posible sin esta moneda artificial.
La verdadera dificultad comenzó cuando, al
tener necesidad de tasas exteriores, de cambios estables, se introdujo, en la
época de las guerras napoleónicas, el patrón-oro. Los intercambios estables
fueron indispensables para la propia existencia de la economía inglesa. Londres
había pasado a convertirse en el centro financiero de un comercio mundial cada
día más importante. Pero únicamente la moneda mercancía podía cumplir este
objetivo, por la simple razón evidente de que la moneda fiduciaria, ya se
tratase de billetes de banco o de efectos descontables, no podía circular en
suelo extranjero. Fue así como el patrón-oro nombre dado a un sistema de moneda
mercancía internacional se impuso.
Ahora bien, como ya sabemos, el dinero en
metálico constituye una moneda poco adecuada para las necesidades interiores,
justamente porque es una mercancía cuya masa no se puede aumentar a voluntad. La
cantidad de oro disponible puede aumentar en un determinado tanto por 100 en el
espacio de un año, pero no puede tener un crecimiento desmesurado en un corto
espacio de tiempo, lo que podría ser necesario para realizar una súbita
expansión de las transacciones. En ausencia de moneda fiduciaria los negocios
tendrían, pues, que paralizarse en parte, ya que tendrían que realizarse a
precios mucho más bajos, lo que supondría una fuerte caída y la creación de
paro.
Tal era el problema, considerado desde el
ángulo más sencillo: la moneda mercancía era de vital importancia para la
existencia del comercio exterior; la moneda fiduciaria para la existencia del
comercio interior. ¿Hasta qué punto eran ambas compatibles? En las condiciones
del siglo XIX, el comercio exterior y el patrón-oro tenían una indiscutible
primacía sobre los negocios interiores. El funcionamiento del patrón-oro
obligaba al descenso de los precios en el país cada vez que las tasas de cambio
estaban amenazadas por la depreciación. Puesto que la deflación se produce por
restricciones del crédito, el funcionamiento de la moneda mercancía afectaba
directamente al crédito, lo que constituía una permanente peligro para los
negocios. De todos modos, resultaba impensable prescindir de la moneda
fiduciaria y poner únicamente en circulación la moneda mercancía, puesto que
esta solución habría empeorado aún más las cosas.
La creación de los bancos centrales atenuó en
gran medida esta deficiencia de la moneda de crédito. Al centralizar la oferta
del crédito, se podía evitar en un determinado país la dislocación general de
los negocios y del empleo, producto de la deflación, e intervenir de tal modo
que se frenase el golpe y se repartiese su incidencia sobre todo el país. La
banca tenía por función normal amortiguar los efectos inmediatos de la
disminución del oro sobre la circulación de billetes, así como los de la
disminución de la circulación de billetes sobre los negocios.
La banca podía utilizar diferentes métodos.
Podía paliar el vacío creado por pérdidas de oro a corto plazo mediante
préstamos también a corto plazo, y sustraerse así a los problemas creados por
las restricciones generales del crédito. Pero, incluso cuando dichas
restricciones resultaban inevitables, cosa que se producía con cierta
frecuencia, la acción de la banca tenía un efecto amortiguador: la elevación de
la tasa de descuento repartía los efectos de las restricciones en el conjunto de
la colectividad haciendo recaer el mayor peso de las mismas sobre las espaldas
más sólidas.
Consideremos un caso extremo: la transferencia
de pagos unilaterales de un país a otro. Esto podía plantearse cuando el primer
país consumía un tipo de alimentos que no eran producidos en su propio suelo
sino en el extranjero. El oro, que debía entonces ser enviado al extranjero a
cambio de los alimentos importados, habría servido de otro modo para realizar
pagos internos en el país y su salida debía provocar una caída de las ventas y
consiguientemente de los precios. Denominaremos a este tipo de deflación
«transaccional», puesto que se produce entre empresas específicas según los
negocios en los que tratan conjuntamente. La deflación alcanzará finalmente a
las empresas exportadoras y éstas obtendrán así la plusvalía de exportación que
representa una «verdadera» transferencia; pero el daño causado a la comunidad en
su conjunto será mucho más grande que el que era estrictamente necesario para
obtener esas plusvalías de exportación, puesto que siempre existen empresas que
les falta muy poco para poder exportar, el incentivo que necesitan para «pasar
la barrera» es una ligera reducción de los costes y esta reducción se puede
efectuar mucho más económicamente repartiendo una fina capa de deflación sobre
la totalidad del mundo de los negocios.
Esta era una de las funciones que realizaba el
banco central. La fuerte presión, ejercida por su política de descuento y de
open market, obligaba a bajar los precios interiores de modo más o menos
repartido y permitía a las empresas «dispuestas a exportar» reemprender o
aumentar sus exportaciones, de tal forma que únicamente las menos eficaces se
viesen obligadas a liquidar. Una «verdadera» transferencia se realizaba así con
un gasto menor, en términos de inestabilidad, que la que habría sido necesaria
para conseguir una plusvalía similar de exportación por el método irracional de
los choques aleatorios, frecuentemente catastróficos, transmitidos por los
estrechos canales de una «deflación transaccional».
A pesar de estos dispositivos destinados a
atenuar los efectos de la deflación, el resultado ha sido sin embargo, con
demasiada frecuencia, una completa desorganización de los negocios y, por
consiguiente, un paro masivo; esta es la más grave de las acusaciones que se
pueden hacer al patrón-oro.
El caso de la moneda presenta una real
analogía con el del trabajo y la tierra. Cuando, sirviéndose de una ficción, se
decidió que el trabajo y la tierra eran mercancías, se les obligó efectivamente
a entrar en el sistema de mercado, lo que implicaba al mismo tiempo exponer a la
sociedad a graves peligros. Con la entrada de la moneda en el sistema de
mercado, la amenaza iba dirigida ahora contra la empresa productora, cuya
existencia se veía en peligro en razón de la caída del nivel de precios causada
por la utilización de la moneda mercancía. También en este punto fue preciso
adoptar medidas de protección, cuyo resultado consistió en desequilibrar el
mecanismo autodirector del mercado.
El sistema del banco central redujo el
automatismo del patrón-oro a un puro simulacro. De hecho, este sistema
significaba una moneda gestionada a partir de un centro y esta gestión sustituyó
al mecanismo de autorregulación de la oferta de crédito, aunque esto no se haya
realizado siempre de un modo deliberado y consciente. Surgió así progresivamente
el reconocimiento de que el patrón-oro internacional no podría recuperar su
carácter autorregulador más que si los países abandonaban el banco central. El
único partidario constante del puro patrón-oro que realmente preconizó esta
medida desesperada fue Ludwig von Mises. Si se hubiese seguido su consejo, las
economías nacionales se habrían transformado en un montón de ruinas.
La confusión reinante en la teoría monetaria
se debía en gran parte a la separación de lo económico y de lo político, lo que
constituye una característica dominante de la sociedad de mercado. Durante más
de un siglo, la moneda fue considerada como una categoría puramente económica,
una mercancía utilizada para intercambios indirectos. Cuando el oro era la
mercancía preferida, entonces existía un patrón-oro. El calificativo de
internacional concedido a este patrón no tenía sentido, puesto que para el
economista no existían las naciones; las transacciones se efectuaban no tanto
entre naciones cuanto entre individuos, cuya afiliación política tenía tan poca
importancia como el color de sus ojos. Ricardo había inculcado a la Inglaterra
del siglo XIX la convicción de que la palabra «moneda» significaba un medio de
intercambio, que los billetes de banco no eran más que un asunto de
conveniencia, ya que su utilidad provenía de que eran más fáciles de manejar que
el oro, y que su valor procedía de la certeza de que su posesión proporcionaba
los medios para adquirir en cualquier momento la propia mercancía, es decir, el
oro. Se deducía así que el carácter nacional de las monedas no tenía
importancia, puesto que no eran más que símbolos diferentes para representar la
misma mercancía. Y, del mismo modo que no era juicioso que un Estado hiciese el
menor esfuerzo para adquirir el oro puesto que la distribución de esta mercancía
se regulaba por sí misma en el mercado mundial exactamente del mismo modo que
cualquier otra, menos lo era todavía imaginar que los símbolos, diferentes según
las naciones, tenían la menor relación con el bienestar social y la prosperidad
de los países en cuestión.
Ahora bien, la separación institucional de las
esferas política y económica nunca fue completa, y precisamente en materia de
moneda fue donde resultó ser más incompleta; el Estado, cuya moneda parecía
simplemente certificar el peso de las monedas, era, de hecho, el garante del
valor de la moneda fiduciaria que aceptaba en el cobro de impuestos y otros
pagos. Esta moneda no era en modo alguno un medio de cambio, sino un medio de
pago; no era una mercancía, sino un poder de compra; lejos de poseer una
utilidad en sí misma, era simplemente un símbolo que incorporaba un derecho
cuantificado a cosas que podían ser compradas. Está claro que una sociedad en la
que la distribución dependía de la posesión de este símbolo del poder
adquisitivo era un edificio completamente diferente de la economía de mercado.
No estamos naturalmente tratando aquí con
realidades, sino con esquemas conceptuales utilizados por imperativos de
clarificación. Una economía de mercado separada de la esfera política es
imposible, pero a pesar de ello la economía clásica, desde David Ricardo, se
basó sobre una construcción de este tipo, y sin ella sus conceptos y sus
hipótesis resultarían incomprensibles. Siguiendo este esquema, la sociedad
consiste en individuos que intercambian cosas y que poseen todo un surtido de
mercancías bienes, tierras, fuerza de trabajo y sus posibles combinaciones. La
moneda es simplemente una de las mercancías intercambiadas más frecuentemente
que ninguna otra y, por tanto, adquirida con el fin de utilizarla para hacer
intercambios. Semejante «sociedad» puede ser irreal, pero, sin embargo,
constituye el armazón del edificio del que partieron los economistas clásicos.
Una economía del poder adquisitivo nos ofrece
una imagen todavía más incompleta de la realidad '. Pero, a pesar de todo,
algunos de sus rasgos se aproximan más a nuestra sociedad real que el paradigma
de la economía de mercado. Intentemos imaginar una «sociedad» en la que cada
individuo posee una determinada cantidad de poder adquisitivo que le da derecho
a bienes en los que cada artículo está provisto de una etiqueta en la que figura
su precio. En este tipo de economía, el dinero no es una mercancía; el dinero no
tiene utilidad en sí mismo, sino que sólo puede ser utilizado para comprar
bienes marcados con un precio como ocurre en nuestros almacenes.
Mientras que en el siglo XIX el postulado de
la moneda mercancía era con mucho superior a su rival, cuando las instituciones
se adaptaron al esquema del mercado en muchos puntos esenciales, desde comienzos
del siglo XX, la noción de poder adquisitivo ha ido progresivamente ganando
terreno. La desintegración del patrón-oro hizo que dejase de existir
prácticamente la moneda mercancía para ser reemplazada sin conmociones por el
concepto de poder adquisitivo de la moneda.
Para poder pasar de los mecanismos y de los
conceptos a las fuerzas sociales en juego, hay que tener muy en cuenta que las
propias clases dominantes apoyaron la gestión de la moneda a través del banco
central. Evidentemente, no se consideraba que esto fuese una ingerencia en la
institución del patrón-oro, sino que, por el contrario, formaba parte de las
reglas de juego en las que el patrón-oro debía funcionar. Puesto que el
mantenimiento del patrón-oro se daba por hecho, ya que los mecanismos de los
bancos centrales no tenían derecho a intervenir y colocar al país fuera de la
zona del patrón-oro más bien al contrario la normativa suprema del banco era
siempre, y en cualquier circunstancia, atenerse al patrón-oro, parecía que
ninguna cuestión de principio estaba comprometida. Esto fue así mientras duraron
los movimientos del nivel de los precios implicados en un máximo del 2 al 3 por
100 respecto al oro. Desde el momento en que el movimiento de los precios
interiores, necesario para conservar la estabilidad de los cambios, fue más
amplio, cuando saltaba del 10 al 30 por 100, la situación cambió por completo.
Un descenso semejante del nivel de los precios iba a generalizar miseria y
destrucción. Las monedas estaban siendo gestionadas: el hecho iba a ser de una
importancia capital, puesto que esto quería decir que los métodos del banco
central eran un asunto político, es decir, que el cuerpo político podía adoptar
decisiones al respecto. Y, de hecho, el sistema del banco central tuvo una gran
importancia institucional, ya que la política monetaria se vio así englobada en
la esfera de lo político, de donde se derivaron inmensas consecuencias.
Se puede afirmar que estas consecuencias
fueron de dos clases. En lo que se refiere a los negocios internos, la política
monetaria era simplemente otra forma de intervencionismo, y los conflictos entre
las clases económicas tendieron a cristalizar en torno a este terreno tan
íntimamente ligado al patrón-oro y a los presupuestos en equilibrio. Como vamos
a ver, los conflictos internos de los años treinta giraron muchas veces en torno
a esta cuestión, que ha jugado un importante papel en el crecimiento del
movimiento antidemocrático.
En lo que se refiere a los negocios con el
extranjero, el papel de las monedas nacionales ha sido de una importancia
decisiva, pese a que en la época no se tuvo conciencia de ello. La filosofía
dominante del siglo XIX era pacifista e internacionalista: «en teoría», todas
las personas instruidas eran partidarias del librecambio y, con ciertas
reservas, también lo eran en la práctica. Esta manera de ver las cosas tenía por
supuesto un origen económico; de la esfera del trueque y del comercio surgió un
verdadero idealismo: por una suprema paradoja los deseos egoístas del hombre
potenciaban sus impulsos más generosos; pero, desde 1870, se ha podido observar
un cambio en los sentimientos sin que se produjese, sin embargo, una ruptura
equivalente en las ideas dominantes. El mundo continuaba creyendo en el
internacionalismo y en la interdependencia y conduciéndose al mismo tiempo en
función de los impulsos del nacionalismo y de la autarquía. El nacionalismo
liberal se transformaba en liberalismo nacional, con su marcada inclinación, en
el exterior, al proteccionismo y al imperialismo, y, en el interior, al
conservadurismo monopolista. En ninguna parte la contradicción resultaba más
evidente, y sin embargo menos consciente, que en el terreno monetario. En
efecto, la creencia dogmática en el patrón-oro continuaba conduciendo a los
hombres a una adhesión incondicional, mientras que en el mismo momento se ponían
en funcionamiento monedas fiduciarias, basadas en las soberanías de los diversos
sistemas de los bancos centrales. Se erigían así, sin saberlo, bajo la égida de
principios internacionales, los bastiones inatacables de un nuevo nacionalismo:
los bancos centrales de emisión. En realidad, el nuevo nacionalismo era el
corolario del nuevo internacionalismo. El patrón-oro internacional no podía ser
soportado por los países a los que supuestamente servía, a menos que dichos
países no estuviesen asegurados contra los peligros que amenazaban a las
comunidades que lo adoptaban. Las comunidades totalmente monetarizadas no
habrían podido resistir los efectos ruinosos de los cambios bruscos de los
niveles de los precios, necesarios para mantener intercambios estables, si el
choque no era amortiguado mediante una política del banco central independiente.
La moneda fiduciaria nacional era la garantía de esta seguridad relativa, ya que
permitía al banco central actuar como tapón entre la economía interior y la
economía exterior. Cuando la balanza de pagos estaba amenazada por la no
liquidez, las reservas y los préstamos extranjeros conseguirían poner fin a las
dificultades; cuando era necesario crear un equilibrio económico totalmente
nuevo que implicaba una caída del nivel de los precios interiores, la
restricción del crédito podía generalizarse de la manera más racional,
eliminando a los ineficaces y haciendo recaer el peso sobre los eficaces. La
ausencia de un mecanismo de este tipo habría hecho imposible a cualquier país
avanzado conservar el patrón-oro sin arriesgarse a la destrucción de su
bienestar, ya fuese en términos de producción de ingresos o de empleo.
La clase comerciante era la protagonista de la
economía de mercado, pero el banquero era el jefe recién estrenado de esta
clase. El empleo y los salarios dependían del carácter remunerador de los
negocios, pero éstos descansaban sobre intercambios estables y condiciones de
crédito saneadas, estando las unas y los otros a cargo del banquero. Ambos eran
inseparables, tal era su doctrina. Un presupuesto equilibrado y condiciones de
crédito interior estables presuponen la estabilidad de los cambios exteriores y
éstos no pueden ser estables a menos que en el interior el crédito esté saneado
y las finanzas equilibradas. En suma, la doble certeza del banquero implicaba
finanzas interiores saneadas y estabilidad exterior de la moneda. He aquí la
razón por la cual, cuando las unas y las otras perdieron su sentido, los
banqueros, en tanto que clase, fueron los últimos en percatarse de ello. No
resulta pues nada sorprendente que los banqueros internacionales hayan ejercido
una influencia predominante en los años veinte y que hayan sufrido un eclipse en
los años treinta. En los años veinte, el patrón-oro era considerado todavía como
la condición previa para recobrar de nuevo la estabilidad y la prosperidad, y,
en consecuencia, ninguna de las exigencias de sus guardianes profesionales, los
banqueros, era considerada demasiado pesada, puesto que prometía asegurar tasas
estables de intercambio. Cuando, a partir de 1929, se comprobó que semejante
proceso era imposible, surgió la imperativa necesidad de una moneda interna
estable, pero nadie estaba tan poco cualificado para satisfacerla como el
banquero.
El derrumbamiento de la economía de mercado ha
sido más brutal en el terreno monetario que en cualquier otro. Los derechos de
aduana sobre los productos agrícolas, que dificultaban la importación de los
productos procedentes del extranjero, dieron al traste con el librecambio; la
reducción y la reglamentación del mercado de trabajo ha limitado la posibilidad
de negociación simplemente a lo que la ley permitía decidir a las partes
afectadas. No obstante, ni en lo que se refiere al trabajo, ni en lo que se
refiere a la tierra, existió una fractura tan formal, rápida y completa en el
mecanismo del mercado como la que produjo en el terreno monetario. Tampoco
sucedió nada comparable para los otros mercados cuando abandonó el patrón-oro
Gran Bretaña el 21 de septiembre de 1931, ni incluso cuando América efectuó una
operación semejante en junio de 1933. En este momento, la gran crisis que había
comenzado en 1929 había barrido la mayor parte del comercio internacional; esto
no implicó cambios en los métodos, ni afectó a las ideas dominantes; pero el
fracaso último del patrón-oro fue el fracaso último de la economía de mercado.
El liberalismo económico había comenzado un
siglo antes y se había enfrentado a un contramovimiento proteccionista que, a
partir de entonces, obligaba a retroceder al último bastión de la economía de
mercado. Un nuevo conjunto de ideas directrices suplantaba al mundo del mercado
autorregulador. Para consternación de la gran mayoría de los contemporáneos, las
fuerzas insospechadas del liderazgo carismático y del aislamiento autárquico
explotaron y fundieron las sociedades en nuevos moldes.
CAPÍTULO XVII
LA AUTORREGULACIÓN EN ENTREDICHO
Durante el medio siglo que va desde 1879 a
1929 las sociedades occidentales se convirtieron en unidades con un tejido
social denso, sometidas a tensiones ocultas con poder y capacidad para
dislocarlo todo. El origen más inmediato de esta situación era que se veía
puesta en entredicho la autorregulación de la economía de mercado. En la medida
en que la sociedad estaba conformada de modo que se adaptase al mecanismo del
mercado, las imperfecciones en el funcionamiento de este último creaban y
acumulaban tensiones en el cuerpo social.
La autorregulación era de hecho cuestionada
por el proteccionismo. En cierto sentido está claro que los mercados son siempre
autorreguladores, puesto que tienden a producir un precio que permite vender y
se adapta a la demanda; por lo demás, esto sucede con todos los mercados, sean
libres o no. Pero, como ya hemos mostrado, un sistema de mercado autorregulador
supone algo muy diferente, a saber, mercados en los que se compran y venden los
elementos de la producción: el trabajo, la tierra y el dinero. Como el
funcionamiento de esos mercados amenaza con destruir la sociedad, la comunidad,
una acción de autodefensa ha pretendido justamente impedir que se estableciesen
o, una vez establecidos, intervenir en su libre funcionamiento.
Los partidarios de la economía liberal han
presentado a América como prueba concluyente de la capacidad de una economía de
mercado para funcionar. Durante un siglo, el trabajo, la tierra y el dinero se
negociaron en los Estados Unidos con una libertad absoluta, sin que ninguna
medida de protección social haya sido necesaria y, si se exceptúan las tarifas
arancelarias, la vida industrial se desarrolló sin recibir las molestias y los
obstáculos de la intervención gubernamental. Tal era la prueba que alegaban los
defensores del liberalismo. Evidentemente la conclusión era simple y clara:
trabajo libre, tierra libre y moneda libre. Hasta los años 1890, la «frontera»,
la zona virgen, no tenía límites, pues había siempre tierras libres. Hasta la
Gran Guerra las reservas de mano de obra poco cualificadas circularon libremente
', y hasta principios de este siglo no existían compromisos para mantener la
estabilidad de los cambios con el extranjero. Se continuaba disponiendo
libremente de reservas de tierra, de mano de obra y de dinero; por consiguiente,
no existía un sistema de mercado autorregulador. Durante el tiempo que se
mantuvieron estas condiciones, ni el hombre, ni la naturaleza, ni la
organización de los negocios tuvieron necesidad del tipo de protección que
únicamente puede proporcionar una intervención gubernamental.
Desde que desaparecieron estas condiciones, se
instaló la protección social. Los Estados Unidos recuperaron en poco tiempo el
siglo de retraso respecto a las medidas proteccionistas desarrolladas en Europa,
cuando ya fue imposible reemplazar libremente las capas menos cualificadas de
mano de obra sirviéndose de la inagotable reserva de los inmigrantes; así
ocurrió también cuando sus capas superiores no tenían la posibilidad de
instalarse libremente en la tierra, y cuando el suelo y los recursos naturales
se hicieron escasos y había que economizarlos, en fin, cuando el patrón-oro fue
introducido a fin de separar el dinero de la política y ligar el comercio
interior al comercio mundial: la protección del suelo y de quienes lo
cultivaban, la seguridad social para la mano de obra, producto del sindicalismo
y de la legislación, y el sistema de banco central, todo esto hizo su aparición
a gran escala. El proteccionismo monetario fue el primero en imponerse; la
creación del sistema de reserva federal tuvo como finalidad armonizar las
exigencias del patrón-oro con las necesidades regionales; se impuso después la
protección al trabajo y la tierra. Un decenio de prosperidad en los años veinte
fue suficiente para provocar una depresión tan terrible, en el transcurso de la
cual el New Deal levantó una empalizada en torno al trabajo y a la tierra más
sólida que las construidas en Europa. Fue así como América proporcionó la prueba
concluyente a nuestra tesis, tanto antes como después del intervencionismo: la
protección social es el complemento obligado de un mercado autorregulador.
En todas partes el proteccionismo estaba en
vías de convertirse en un caparazón para la unidad de la vida social que se
formaba. La nueva entidad se fundía en el molde de la nación, pero no se
asemejaba en nada, al margen de esto, a las formas sociales precedentes, a las
confiadas naciones del pasado. Las naciones de nuevo tipo, protegidas como
crustáceos, manifestaban su identidad a través de monedas nacionales fiduciarias
garantizadas por un tipo de soberanía más celosa y absoluta que ninguna de las
conocidas hasta entonces. Estas monedas estaban también bajo la luz de
proyectores exteriores, puesto que a partir de ellas se moldeaba el patrón-oro
internacional —principal instrumento de la economía mundial. Si a partir de
entonces el dinero gobernaba claramente el mundo, esta moneda estaba troquelada
con un cincel nacional.
Una insistencia tan fuerte en las naciones y
en las monedas debía resultar incomprensible a los representantes del
liberalismo que, por lo general, no entendían las características reales del
mundo en el que vivían. Si para ellos la nación era un anacronismo, las monedas
nacionales no les parecían siquiera dignas de atención. En la época liberal,
cualquier economista que se preciase de serlo no albergaba ninguna duda de que
esos pedazos de papel diferentes, con nombres diferentes, delimitados por
fronteras políticas, eran algo absurdo. Nada más simple que cambiar una
denominación por otra sirviéndose del mercado de cambios, institución que no
podía dejar de funcionar, puesto que, felizmente, no dependía de la dirección
del Estado ni de la de los políticos. Para los liberales, Europa occidental
caminaba hacia una nueva época ilustrada, y una de sus primeras bestias negras
era el concepto «tribal» de nación, cuya pretendida soberanía no era más que un
residuo de la mentalidad pueblerina. Hasta los años treinta, el Baedeker de la
economía contenía la información fidedigna de que la moneda era simplemente un
instrumento de cambio y, por tanto, secundaria. La actividad ciega del espíritu
comercial era insensible tanto a la nación como a la moneda. El librecambista
era nominalista respecto a estas dos realidades.
La conexión entre esas dos ideas era muy
significativa, pero de momento pasó desapercibida. De tiempo en tiempo surgían
críticas al librecambio, así como a las doctrinas ortodoxas de la moneda pero
nadie, o casi nadie, reconocía que estos dos conjuntos de doctrinas defendían la
misma causa desde ángulos diferentes y que si una era errónea también debía
serlo la otra. William Cunningham o Adolph Wagner pusieron de relieve los
aspectos falaces del librecambio cosmopolita, pero sin ligarlos a la moneda; por
otra parte, Macleod o Gesell atacaron a las teorías clásicas de la moneda, a la
vez que se adherían a un sistema comercial cosmopolita. La importancia
constitutiva de la moneda para consolidar la nación, comunidad económica y
política de la época, también pasó totalmente desapercibida a los autores
liberales ilustrados, al igual que les ocurrió a sus predecesores del siglo
XVIII con la historia. Tal era la posición de los más brillantes pensadores
económicos, desde Ricardo a Wieser, desde John Stuart Mill a Marshall y a
Wicksell, mientras que al común de los mortales instruidos se les había
inculcado la creencia de que ocuparse de los problemas económicos del país o de
la moneda era un signo de inferioridad. Combinar estas «ideas falsas» para
obtener las monstruosas afirmaciones de que las monedas nacionales jugaban un
papel vital en el mecanismo institucional de nuestra civilización, habría sido
considerado como una paradoja gratuita, sin sentido ni razón de ser.
En realidad, la nueva unidad nacional y la
nueva moneda nacional resultaban ser inseparables. La moneda proporcionó su
mecánica a los sistemas nacionales e internacionales y fue ella quien obligó a
entrar en el panorama de la época esas características tan peculiares que
confirieron a la ruptura un carácter tan brutal. El sistema monetario que servía
de base al crédito se había convertido, a la vez, en la línea de flotación de la
economía nacional y la internacional.
El proteccionismo atacaba en tres direcciones:
la tierra, el trabajo y el dinero; cada uno de estos factores jugaba un papel;
ahora bien, mientras que la tierra y el trabajo estaban ligados a determinadas
capas sociales muy amplias, como los obreros y los campesinos, el proteccionismo
monetario era, mucho más generalmente, un factor nacional en el que se fundían
con frecuencia intereses diversos formando un todo colectivo. Aunque la política
monetaria pudo servir tanto para dividir como para unir, en realidad el sistema
monetario era objetivamente la más poderosa de las fuerzas económicas para
vertebrar la nación.
En sus comienzos, el trabajo y la tierra
justificaron, respectivamente, la legislación social y los aranceles sobre los
cereales. Los agricultores protestaban contra las cargas de las que se
beneficiaban los obreros y que servían para aumentar los salarios, mientras que
los obreros, por su parte, se oponían a cualquier subida de precios de los
productos alimenticios. Pero, una vez en vigor las leyes sobre los cereales y
las leyes sobre el trabajo en Alemania desde comienzos de los años 1880,
resultaba difícil suprimir unas sin suprimir también las otras. Entre los
derechos arancelarios sobre los productos agrícolas y los derechos sobre los
productos industriales la relación era todavía muy estrecha. Desde que Bismarck
había popularizado la idea de un proteccionismo general 1879, la alianza
política entre los propietarios agrícolas y los industriales había sido una de
las características de la política alemana; para obtener beneficios privados de
estas protecciones arancelarias se utilizaban tanto métodos perfeccionados en
materia arancelaria como formación de cartels.
El proteccionismo interno y externo, social y
nacional, tendían a confundirse. La subida del coste de la vida, derivado de la
aplicación de las leyes sobre los cereales, incitaba al manufacturero a exigir
derechos arancelarios de protección que casi nunca dejaba de utilizar como
instrumento de la política de cartel. Los sindicatos, naturalmente, insistían en
obtener salarios más elevados para compensar así el incremento del coste de la
vida, y no podían casi protestar contra tarifas aduaneras que le permitían al
patrón hacer frente a una hoja salarial inflada. Pero, una vez que las cuentas
de la legislación social, basadas en un nivel de los salarios condicionado por
las tarifas aduaneras, quedaron fijadas, ya no se podía esperar razonablemente
de los patronos que soportasen la carga de esta legislación, a menos que ellos
también contasen con una protección continua. Tal es pues la frágil base sobre
la que se apoya la acusación de conspiración colectivista considerada
responsable del movimiento proteccionista. En realidad, en este tipo de
razonamiento se confunde el efecto con la causa. En sus comienzos el movimiento
era espontáneo y disperso, pero, una vez que se inició, necesariamente tenía que
conducir a crear intereses paralelos tendentes a perpetuarse.
Más importancia que estas semejanzas de
intereses tuvo el reparto uniforme de las condiciones reales creadas por los
efectos combinados de estas medidas. Aunque la vida era diferente en los
distintos países, como lo había sido hasta entonces, ahora se podía hacer
remontar la disparidad a actos precisos de intervención protectora, actos
legislativos y administrativos, ya que las condiciones de la producción y del
trabajo dependían a partir de ahora, en lo esencial, de los derechos
arancelarios, de los impuestos y de las leyes sociales. Incluso antes de que los
Estados Unidos y Gran Bretaña restringiesen la inmigración, el número de
inmigrantes que abandonaron el Reino Unido había mermado, pese a un elevado paro
y esto se debía, según el parecer más extendido, a que el clima general de la
madre patria había mejorado enormemente.
Los derechos de aduana y las leyes sociales
produjeron, sin embargo, un clima artificial, y la política monetaria creó el
equivalente a verdaderas condiciones atmosféricas artificiales, al variar
constantemente y afectar a cada uno de los miembros de la comunidad en sus
intereses más cercanos. El poder de integración de la política monetaria ha
superado con mucho todos los otros tipos de proteccionismo que contaban con un
aparato lento y pesado, ya que la protección monetaria ejercía una influencia
siempre activa y siempre cambiante. El objeto de reflexión del hombre de
negocios, del obrero sindicado, del ama de casa lo que decidían en su fuero
interno al preguntarse si el momento era favorable, el agricultor cuando hacía
sus planes para la recolección, los padres cuando se preguntaban por las
posibilidades de sus hijos, los enamorados cuando querían casarse, era definido
de una forma mucho más directa por la política monetaria del banco central que
por cualquier otro factor aislado. Y, si esto era cierto incluso con un moneda
estable, debía serlo mucho más cuando la moneda era inestable y era preciso
adoptar la decisión fatal de una inflación o de una deflación. La identidad de
la nación políticamente era establecida por el gobierno, económicamente
correspondía al banco central.
El sistema monetario, desde el punto de vista
internacional, adquiría todavía una mayor importancia, si eso fuese posible. La
libertad del dinero era, paradójicamente, el resultado de restricciones al
comercio, ya que, cuanto mayores eran los obstáculos para la circulación de
bienes y de hombres a través de las fronteras, más necesidad había de garantizar
eficazmente la libertad de los pagos. El dinero a corto plazo se desplazaba con
rapidez de un punto a otro del globo: las modalidades de pago internacionales
entre gobiernos y entre sociedades privadas o individuos estaban reglamentadas
de forma uniforme; rechazar deudas extranjeras e intentar traficar con las
garantías presupuestarias era considerado un delito, incluso si se trataba de
estados atrasados, que se castigaba con el exilio; se arrojaban a las tinieblas
exteriores a aquellos que no eran dignos de crédito. Se instauraron en todas
partes instituciones parecidas para resolver las cuestiones relacionadas con el
sistema monetario mundial: cuerpos representativos, constituciones escritas
definiendo su jurisdicción y reglamentando el establecimiento de presupuestos,
la promulgación de leyes, la ratificación de tratados, los métodos para contraer
obligaciones financieras, las reglas de contabilidad pública, los derechos de
los extranjeros, la jurisdicción de las cotizaciones, la domiciliación de las
letras de cambio y, en consecuencia, el estatuto de la banca de emisión, de los
tenedores de bonos extranjeros y de los acreedores de todo tipo. Todo esto
suponía un convenio en el uso de los billetes de banco y de la moneda, los
reglamentos postales y los métodos de bolsa y banca. Ningún gobierno, si se
exceptúan quizás a los más poderosos, podía permitirse transgredir los tabúes
monetarios. La moneda, en el orden internacional, era el país, y ningún país
podía existir, incluso por poco tiempo, al margen del sistema internacional.
El dinero, al contrario que los hombres y los
bienes, no estaba obstaculizado por ninguna medida y continuaba desarrollando su
capacidad para realizar negocios fuese cual fuese la distancia y el momento.
Cuanto más difícil parecía poder desplazar los objetos reales, más fácil
resultaba transmitir derechos sobre ellos. Mientras que el comercio de los
bienes y de los servicios se contraía y su balanza oscilaba de manera precaria,
la balanza de pagos mantenía casi automáticamente su liquidez con la ayuda de
préstamos a corto plazo, que jalonaban la tierra entera, y con operaciones de
consolidación que sólo registraban una pequeña parte de las transacciones
visibles. Los pagos, las deudas y los derechos no se veían afectados por las
barreras cada vez más altas construidas para regular los intercambios de bienes;
la flexibilidad y la generalización del mecanismo monetario internacional, en
rápido crecimiento, compensaba en cierto modo los canales cada vez más estrechos
por los que circulaba el comercio mundial. Cuando el comercio, a comienzos de
los años treinta, fue reducido a su mínima expresión, los préstamos
internacionales a corto plazo conocieron un grado insólito de movilidad. Y,
mientras funcionó el mecanismo de los movimientos internacionales de capitales y
de créditos a corto plazo, ningún desequilibrio del comercio real fue demasiado
grande para no poder ser superado mediante métodos contables. La dislocación
social se evitó gracias a los movimientos de crédito; con medios financieros se
puso remedio al desequilibrio económico.
En último término, lo que forzó la
intervención política fue la comprometida situación de la autorregulación del
mercado. Cuando el ciclo de los negocios dejó de funcionar y el empleo
descendió, cuando las importaciones estaban descompensadas en relación a las
exportaciones, cuando la reglamentación de las reservas bancarias amenazaba con
provocar el pánico en los negocios y los deudores extranjeros se negaron a
pagar, entonces los gobiernos tuvieron que responder a esta tensión. La vía de
la intervención sirvió para consolidar la unidad de la sociedad en aquellas
graves circunstancias.
¿Hasta qué punto el Estado fue el responsable
de la intervención? Eso dependió de cómo estaba constituida la esfera política y
del grado de miseria económica. Mientras el derecho de voto constituyó el
privilegio de unos pocos que ejercían una influencia política, el
intervencionismo resultó ser un problema mucho menos urgente que cuando el
sufragio universal convirtió al Estado en el órgano de millones de ciudadanos
gobernados fueron esos mismos gobernantes quienes tuvieron que soportar con
amargura, en el ámbito económico, el peso que sobre ellos hacían recaer los
gobernados. Mientras existía empleo suficiente, las rentas estaban aseguradas,
la producción era continua y se podía contar con un nivel de vida y con precios
estables, la presión intervencionista era entonces, por supuesto, mucho menor
que cuando un marasmo prolongado transformó la industria en un campo de ruinas
en donde yacían inertes máquinas inutilizadas y esfuerzos frustrados.
También desde el punto de vista internacional
se utilizaron métodos políticos para suplir la imperfecta autorregulación del
mercado. La teoría ricardiana del mercado y de la moneda presumía de no
reconocer la diferencia de estatuto existente entre los diversos países, según
sus diferentes capacidades de producción de riqueza, sus posibilidades de
exportación, su experiencia en el comercio, el transporte y la banca. Para la
teoría liberal, Gran Bretaña era simplemente un átomo entre otros muchos en el
universo del comercio y estaba a igual nivel que Dinamarca o Guatemala. En
realidad, el mundo contaba únicamente con un número limitado de países,
divididos en países que prestaban dinero y países deudores, países exportadores
y países semiautárquicos, países con exportaciones variadas y países que
dependían, para sus importaciones y préstamos extranjeros, de la venta de una
mercancía única, como el trigo o el café. La teoría podía ignorar este tipo de
diferencias, pero, en la práctica, no podían ser descuidadas del mismo modo.
Sucedió con frecuencia que los países de ultramar fueron incapaces de pagar sus
deudas extranjeras, o que su moneda se depreciaba quedando su solvencia en
entredicho; muchas veces se decidió restablecer el equilibrio por medios
políticos, interviniendo las propiedades de inversores extranjeros. En ninguno
de esos casos se podía esperar que la economía se sanearía por sí misma; y, sin
embargo, según la doctrina clásica, las cosas debían seguir sus propios
derroteros, se caminaba irremediablemente hacia la devolución del crédito, la
recuperación de la moneda y la devolución al extranjero de las pérdidas
ocasionadas. Pero, para que las cosas hubiesen sucedido así, habría sido preciso
al menos la participación casi equitativa de los países afectados en un sistema
mundial de división del trabajo, cosa que evidentemente no ocurría. Era inútil
esperar que de repente el país cuya moneda se había desplomado incrementase
automáticamente sus exportaciones y restableciese así su balanza de pagos, o que
su necesidad de capitales extranjeros le obligase a indemnizar al extranjero y a
retomar el servicio de su deuda. Ventas aún más importantes de café o de
nitratos, por ejemplo, podían desfondar el mercado y el negarse a pagar una
deuda extranjera con intereses usurarios podía parecer preferible a una
depreciación de la moneda nacional. El mecanismo del mercado mundial no podía
permitirse correr ese riesgo. Más bien se enviaban cañoneras, y el gobierno en
bancarrota, fraudulenta o no, se encontraba ante la alternativa de ver
bombardeado su país o de pagar sus deudas. No se disponía de ningún otro método
para asegurar los pagos, para evitar fuertes pérdidas y hacer que el sistema
siguiese funcionando. Prácticas similares se utilizaban para incitar a los
pueblos colonizados a reconocer las ventajas del comercio, cuando los indígenas
no percibían con suficiente rapidez, o no lo hacían en absoluto, el argumento
teóricamente infalible de las ventajas mutuas. Resultaba todavía más evidente
que se necesitaban métodos intervencionistas si la región en cuestión era rica
en materias primas necesarias para las manufacturas europeas. Ninguna armonía
preestablecida aseguraba, sin embargo, que existiese entre los indígenas una
necesidad irresistible de productos manufacturados europeos, pues sus deseos
naturales habían seguido hasta entonces una dirección muy distinta. Ninguna de
esas dificultades iba a salir a la luz en un sistema pretendidamente
autorregulador. Pero, cada vez con más frecuencia, las devoluciones de los
préstamos se hacían bajo la amenaza de una intervención armada, las rutas
comerciales permanecían expeditas con la ayuda de las cañoneras, el comercio
dependía de las banderas y éstas se adaptaban a las necesidades de los Estados
invasores: resultaba, pues, evidente que era preciso emplear instrumentos
políticos para mantener en equilibrio la economía mundial.
CAPÍTULO XVIII
TENSIONES DE RUPTURA
Esta uniformidad en las disposiciones
institucionales explica que los acontecimientos se hayan desarrollado, durante
el medio siglo que va desde 1879 a 1929, siguiendo un esquema sorprendentemente
uniforme que alcanzó dimensiones gigantescas.
Una variedad infinita de personalidades y de
tensiones subyacentes, de mentalidades y antecedentes históricos, le confirió un
color local y un acento específico a las vicisitudes sufridas por numerosos
países. Y, a pesar de todo, en la mayor parte del mundo la civilización estaba
hecha de la misma materia. Esta afinidad ha trascendido los rasgos culturales
comunes de personas que utilizaban formas de pensamiento similares, se divertían
de un modo semejante y recompensaban el esfuerzo de la misma forma. O, mejor
dicho, esta similitud se refería a los sucesos concretos que acontecían en el
contexto histórico de la vida, es decir, al componente ligado al tiempo de la
existencia colectiva. Un análisis de esas tensiones y de esas presiones
específicas debería servir para clarificar el mecanismo que originó el esquema
singularmente uniforme de la historia durante este período.
Resulta cómodo reagrupar las tensiones
siguiendo las principales áreas institucionales. En economía interior síntomas
muy diferentes de desequilibrio, como el descenso de la producción, del empleo y
de las ganancias, serán englobadas bajo el azote característico del desempleo.
En política interior, la lucha existente entre las fuerzas sociales que condujo
a un callejón sin salida la definiremos como la tensión entre las clases. Las
dificultades en el ámbito de la economía internacional, centradas en torno a lo
que se denominaba la balanza de pagos, y que incluían un debilitamiento de las
exportaciones, de las condiciones favorables para el comercio, la escasez de
materias primas y pérdidas en las inversiones extranjeras, las designaremos en
su conjunto sirviéndonos de una peculiar forma de conflicto, la presión sobre
los cambios. Por último, los problemas de la política internacional los
englobaremos bajo la rúbrica de rivalidades imperialistas.
Consideremos ahora un país que, en el curso de
una crisis económica, se encuentra azotado por el paro. Parece claro que todas
las medidas de política económica que pueden adoptar los bancos con el fin de
crear empleo están limitadas por las exigencias de la estabilidad de los
cambios. Los bancos no serán capaces de conceder créditos más amplios o por más
tiempo a la industria sin acudir al banco central que, por su parte, no les
concederá su apoyo, puesto que mantener una moneda saneada exige que se adopte
una vía de actuación contraria. Por otra parte, si la tensión pasa de la
industria al Estado los sindicatos pueden convencer a los partidos políticos más
próximos para que planteen la cuestión en el Parlamento, una política de
asistencia o de trabajos públicos verá limitada su amplitud por las exigencias
del equilibrio presupuestario, que es otra condición previa para la estabilidad
de los cambios. El patrón-oro va, pues, a frenar así de forma decidida la acción
del Tesoro, de un modo similar a como las limitaciones que se imponen a la
industria pesarán sobre la actividad del banco de emisión y del cuerpo
legislativo.
En el ámbito nacional la tensión provocada por
el paro puede recaer sobre la industria o sobre la esfera del Estado. Si, en un
caso concreto, la crisis se agrava por una depresión deflacionista sobre los
salarios, se puede entonces decir que el peso ha recaído principalmente sobre la
esfera económica. Si, por el contrario, esta pesada medida se evita mediante
obras públicas subvencionadas sirviéndose para ello de los derechos sucesorios,
la tensión más fuerte recaerá sobre la esfera política lo mismo ocurriría cuando
el descenso de los salarios se impone a los sindicatos mediante medidas
gubernamentales o atentando contra los derechos adquiridos. En el primer caso,
el de la presión deflacionista sobre los salarios, la tensión se mantuvo en el
interior del mercado y se manifestó por un desplazamiento de las rentas como
consecuencia de una modificación de los precios; en el segundo caso, el de los
trabajos públicos o de las restricciones impuestas a los sindicatos, se produjo
un desplazamiento del estatuto legal o de la fiscalidad, que afectó
principalmente a la posición política del grupo directamente implicado.
La tensión del paro, por otra parte, podría
haber superado los límites de la nación y afectar a los cambios exteriores. Esto
podía producirse tanto si los métodos empleados para combatir el paro eran de
orden político como económico. Con el patrón-oro que suponemos en vigor
cualquier medida gubernamental que provocase un déficit presupuestario podía
iniciar una depreciación de la moneda; si, por otra parte, se combatía el paro
extendiendo el crédito bancario, los precios interiores en alza golpearían las
exportaciones y afectarían así a la balanza de pagos. Tanto en un caso como en
el otro, los cambios se vendrían abajo y el país acusaría la presión sobre su
moneda.
La tensión creada por el paro podía provocar
también problemas con el exterior. En el caso de un país débil esto tuvo en
ocasiones muy graves consecuencias para su situación internacional. Su estatuto
se deterioró, sus derechos fueron suprimidos, se le impuso un control exterior y
sus aspiraciones nacionales fracasaron. Cuando se trata de Estados fuertes,
éstos pueden sortear las presiones disputándose los mercados exteriores, las
colonias, las zonas de influencia y otras formas de rivalidad imperialista.
Así, pues, las tensiones que emanan del
mercado se desplazan a un lado y a otro, desde el mismo mercado a otras zonas
institucionales que afectan, unas veces al funcionamiento del campo
gubernamental y, otras, al del patrón-oro o al sistema de equilibrio entre las
potencias. Cada uno de estos ámbitos poseía una independencia relativa y tendía
a restablecer su propio equilibrio. Cada vez que fracasaba en este intento de
reequilibración, el desequilibrio se extendía a las otras esferas. La relativa
autonomía de éstas favoreció la acumulación de las presiones, creando conflictos
que estallaron adoptando formas más o menos estereotipadas. El siglo XIX, al
menos esto es lo que nos imaginábamos, pretendió realizar la utopía liberal. En
realidad, dio origen a un número determinado de instituciones concretas cuyos
mecanismos lo regentaban todo.
Quien estuvo a punto de darse cuenta de la
verdadera situación fue un economista que, todavía en 1933, acusó a la política
proteccionista de la «mayoría aplastante de los gobiernos» planteando la
siguiente cuestión: ¿puede ser justa una política condenada unánimemente por
todos los expertos, por considerarla completamente equivocada, plagada de burdos
errores y contraria a todos los principios de la teoría económica? Su respuesta
fue un no categórico '. Se buscaría en vano en la literatura de la economía
liberal algo que se asemejase a una explicación de los hechos. Su única
respuesta era una continua riada de insultos contra los gobiernos, los políticos
y los hombres de Estado cuya ignorancia, ambición, carácter depredador y
prejuicios eran considerados los responsables de la política proteccionista
mantenida constantemente por una «aplastante mayoría». Resulta raro encontrar
una argumentación razonada sobre lo que estaba ocurriendo. Nunca desde la
escolástica, que depreciaba los hechos empíricos, habían alcanzado las ideas
preconcebidas una extensión semejante ni un orden de batalla tan terrible. El
único esfuerzo intelectual consistía en añadir al mito de la conspiración
proteccionista el de la locura imperialista.
La argumentación de los liberales, en la
medida en que adquiría una mayor precisión, afirmaba que en un determinado
momento, a comienzos de los años 1880, las pasiones imperialistas habían
comenzado a agitar los países occidentales y destruido el fecundo trabajo de los
pensadores económicos, por su apego sentimental a los prejuicios tribales. Estas
políticas sentimentales adquirieron progresivamente fuerza, conduciendo por
último a la Primera Guerra mundial. Las fuerzas de la Ilustración tuvieron la
posibilidad, después de la Gran Guerra, de restaurar el reino de la razón, pero
una inesperada explosión de imperialismo, concretamente en los nuevos pequeños
países, y más tarde también en los países «desfavorecidos», tales como Alemania,
Italia y Japón, invirtió la marcha del progreso. El hombre político, el «animal
astuto» había conquistado los centros cerebrales de la raza humana, Ginebra,
Wall Street y la City de Londres.
El imperialismo, en este ámbito de la teología
política popular, ocupa el puesto del viejo Adam. Los Estados y los Imperios
eran considerados congénitamente imperialistas; devorarían a sus vecinos sin el
menor remordimiento. La segunda parte de esta afirmación es cierta, pero no
sucede lo mismo con la primera, ya que si bien el imperialismo, sean cuales sean
los lugares y momentos de su aparición, no busca ninguna justificación de
carácter racional o moral para establecerse, es, no obstante, contrario a que
los Estados y los Imperios sean siempre expansionistas. Las asociaciones
territoriales, las ciudades, los Estados y los Imperios no presentan
necesariamente una avidez por extender sus límites. Pretender lo contrario es
confundir casos particulares con una ley general. De hecho, el capitalismo
moderno, al contrario generalmente de las ideas admitidas, comenzó con un largo
período de «contraccionismo», y sólo más tarde, a lo largo de su desarrollo,
tendió hacia el imperialismo.
El antiimperialismo ha sido promovido por Adam
Smith, que se adelantaba así no sólo a la Revolución americana sino también al
movimiento Little England del siglo siguiente. Las razones de la ruptura eran
económicas: la rápida expansión de los mercados, iniciada con la guerra de los
Siete Años, convirtió a los Imperios en algo trasnochado. Los descubrimientos
geográficos, combinados con los medios de transporte relativamente lentos,
habían favorecido las plantaciones de ultramar, pero las comunicaciones más
rápidas convirtieron a las colonias en un costoso lujo. Existía, además, otro
factor desfavorable a las plantaciones: las exportaciones eclipsaron en volumen,
a partir de entonces, a las importaciones, y el mercado ideal del comprador
cedió su puesto al del vendedor, que era posible gracias a un medio muy simple:
vender menos caro que sus competidores, comprendidos, en caso de fracaso, los
propios colonos. Una vez perdidas las colonias de la orilla atlántica, Canadá
consiguió con grandes esfuerzos seguir perteneciendo al Imperio 1837; el propio
Disraeli reclamaba la liquidación de las posesiones de África occidental; el
Estado de Orange intentaba en vano unirse al Imperio; y se rechazó
constantemente la admisión en él de determinadas islas del Pacífico que en la
actualidad se consideran pilares de la estrategia mundial. Los librecambistas y
los proteccionistas, los liberales y los tories más fogosos compartían la
convicción popular de que las colonias eran una mala jugada que implicaba
riesgos políticos y financieros. Todo aquel que era partidario de las colonias
entre 1780 y 1880 era considerado un representante del ancien regime. Las clases
medias denunciaban las guerras y las conquistas como formas dinásticas de
maquinación y adulaban con ramplonería el pacifismo (Francois Quesnay había sido
el primero en reivindicar para el laissez faire los laureles de la paz). Francia
y Alemania seguían las huellas de Inglaterra. La primera reducía de forma clara
su ritmo de expansión e, incluso, su imperialismo fue entonces más continental
que colonial. Bismarck rechazó con desdén la pérdida de una sola vida a cambio
de los Balcanes, y utilizó todo su peso e influencia en la propaganda
anticolonial. Esta era la actitud de los gobiernos en el momento en el que las
sociedades capitalistas estaban a punto de invadir continentes enteros, en el
momento en el que fue disuelta la Compañía de Indias por la intervención de
codiciosos exportadores de Lancashire, y cuando comerciantes anónimos de tejidos
a la pieza reemplazaron en la India a las espléndidas figuras de Warren Hastings
y de Clive. Los gobiernos se abstenían de intervenir. Canning se burlaba de la
idea de una intervención que beneficiase a los inversores agiotistas y a los
especuladores de ultramar. La separación existente entre la política y la
economía se generalizó entonces a los negocios internacionales. La reina Isabel
se resistió a establecer una distinción demasiado estricta entre sus rentas
personales y las de sus corsarios; Gladstone, por su parte, habría considerado
calumnioso que se dijese que la política exterior británica estaba al servicio
de los inversores en el extranjero. Permitir la confusión entre el poder del
Estado y los intereses comerciales no era una idea del siglo XIX, por el
contrario, los hombres de Estado de comienzos de la era victoriana habían
implantado la independencia de lo político y lo económico como una máxima de
conducta internacional. Sólo en casos perfectamente definidos podían los
representantes diplomáticos actuar en favor de los intereses privados de sus
conciudadanos; se desmentía públicamente que estas situaciones de excepción
fuesen subrepticiamente ampliadas, y, si se probaba que esto sucedía, eran
inmediatamente llamados al orden. Se mantenía, pues, el principio de la no
intervención del Estado en los negocios comerciales privados, no sólo de la
metrópoli sino también del extranjero. El gobierno nacional no estaba obligado a
intervenir en el comercio privado, ni tampoco se esperaba que los Ministros de
Asuntos Exteriores se ocupasen de los intereses privados en el extranjero más
que en el marco general de los intereses nacionales. Las inversiones se hacían
de forma privilegiada en la agricultura del propio país, y las inversiones en el
extranjero se seguían considerando como un juego arriesgado; se pensaba que las
pérdidas totales sufridas frecuentemente por los inversores se veían ampliamente
compensadas por las escandalosas condiciones del préstamo usurario.
El cambio se produjo de repente y esta vez de
modo simultáneo en todos los países occidentales más importantes. Alemania
necesitó medio siglo para recuperar el retraso respecto a Inglaterra, pero ahora
acontecimientos exteriores a escala mundial iban a afectar necesariamente y por
igual a todos los países comerciales. Uno de esos acontecimientos fue el
crecimiento en ritmo y en volumen del comercio internacional, así como la
movilización universal de la tierra, causada por el transporte en masa de
cereales y de materias primas agrícolas de una parte a otra del planeta a un
coste mínimo. Este seísmo económico cambió la vida de decenas de millones de
personas en las zonas rurales europeas. En espacio de pocos años el librecambio
se convirtió en cosa del pasado, y la expansión de la economía de mercado se
prolongó en condiciones nuevas.
Estas condiciones estaban ellas mismas
determinadas por el «doble movimiento». La concepción del comercio
internacional, que estaba entonces en vías de expandirse a un ritmo acelerado,
se veía obstaculizada por la creación de instituciones proteccionistas
destinadas a impedir la acción global del mercado. La crisis agrícola y la Gran
Depresión de 1873-1886 habían socavado la confianza en la capacidad de la
economía para reaccionar. A partir de ahora, no se podían crear instituciones
típicas de la economía de mercado más que si estaban reforzadas con medidas
proteccionistas, y ello tanto más si se tiene en cuenta que, a finales de 1870 y
principios de 1880, los países se transformaron en pocos años en unidades
organizadas, susceptibles de sufrir duramente las conmociones que conllevaba una
brusca adaptación a las necesidades del comercio exterior o de los cambios
exteriores. Fue así como el patrón-oro, vehículo principal de la expansión de la
economía de mercado, iba acompañado casi siempre de la aplicación de políticas
proteccionistas características de la época, tales como la legislación social o
las tarifas aduaneras.
En este aspecto, una vez más, la versión
tradicional de la conspiración colectivista, que nos presentan los defensores de
la economía liberal, no se ajusta a los hechos. El sistema del patrón-oro y el
librecambio no fracasaron por los esfuerzos desplegados por los propagandistas
egoístas de las tarifas aduaneras o de las leyes sociales, sino que, por el
contrario, fue la institucionalización del propio patrón-oro quien aceleró el
desarrollo de estas instituciones proteccionistas: cuanto más onerosos
resultaban los cambios fijos, mejor recibidas eran estas medidas. A partir de
este momento, las tarifas aduaneras, las leyes sobre las fábricas, así como una
activa política colonial, se convirtieron en las condiciones previas para la
estabilidad de la moneda exterior Gran Bretaña, con su inmensa superioridad en
el terreno industrial, es la excepción que confirma la regla. Los métodos de la
economía de mercado no podían ser aplicados con seguridad más que cuando
existían esas condiciones previas. Allí donde los métodos librecambistas se
impusieron sin que mediasen medidas protectoras, surgieron sufrimientos
indecibles propios de pueblos indefensos, como ocurrió con los países de
ultramar o semicoloniales.
En esto radica la clave de la aparente
paradoja del imperialismo: algunos países rechazaron comerciar conjuntamente y
sin diferencias cosa económicamente inexplicable y que parecía irracional y, en
vez de esto, intentaron anexionarse mercados en ultramar y comerciar con países
exóticos. La razón que los impulsó a actuar de este modo fue simplemente el
miedo a sufrir consecuencias similares a las que padecían los pueblos incapaces
de defenderse. La única diferencia consistía en que, mientras la población
tropical de la desgraciada colonia estaba sumida en una oscura miseria y en una
profunda decadencia, que llegaba incluso a la extinción física, el rechazo de
los países occidentales estaba provocado por un peligro menor pero
suficientemente real como para que se pretendiese evitar a cualquier precio. El
hecho de que la amenaza no fuese, como ocurriría en las colonias, esencialmente
económica, en nada cambiaba el problema: no existía ninguna razón, exceptuados
los prejuicios, para evaluar la disgregación social a partir de parámetros
económicos. En realidad pretender que una colectividad se mantuviese indiferente
al azote del paro, a las mutaciones de sus industrias y de sus oficios, con todo
el cortejo que ello conllevaba de torturas psicológicas y morales, y pretenderlo
simplemente porque a largo plazo los efectos económicos serían irrelevantes, era
suponer un absurdo.
La nación era, con frecuencia, a un tiempo el
receptor pasivo de las tensiones y su indicador activo. Cuando un acontecimiento
exterior de cualquier tipo suponía para el país una carga pesada, su mecanismo
interno comenzaba a funcionar como lo hacía habitualmente transfiriendo la
presión de la zona de la economía a la de la política y viceversa. Han existido
ejemplos significativos de ello durante la postguerra. Para algunos países de
Europa central, la derrota creó condiciones extraordinariamente artificiales que
suponían una violenta presión extranjera basada en la exigencia de las
reparaciones. Durante más de diez años, el panorama interior alemán estuvo
dominado por un desplazamiento del peso exterior entre la industria y el Estado;
de un lado, los salarios y los beneficios; del otro, las mejoras sociales y los
impuestos. La nación en su conjunto tenía que soportar el peso de las
reparaciones y la situación interior cambiaba en función del modo como el país
abordaba la tarea de repartir el peso de estas reparaciones (gobierno y mundo de
los negocios). La solidaridad nacional estaba anclada en el patrón-oro que
imponía la suprema obligación de mantener el valor exterior de la moneda. El
plan Dawes estaba expresamente destinado a salvar la moneda alemana y el plan
Young confirió un carácter absoluto a esta medida. El curso adoptado por la
política interior alemana durante este período resultaría ininteligible si no
existiese la obligación de conservar intacto el valor exterior del reichsmark.
La responsabilidad colectiva de la moneda creó el marco indestructible en el
interior del cual el mundo de los negocios, los partidos, la industria y el
Estado se adaptaron a la tensión. Lo que había soportado una Alemania vencida,
dado que había perdido la guerra, lo habían soportado voluntariamente todos los
demás pueblos hasta la Gran Guerra: la integración artificial de sus países,
presionados por la estabilidad de los cambios. Y únicamente puede explicar su
orgulloso consentimiento a cargar con esta cruz la resignación a las inevitables
leyes del mercado.
Se nos podría objetar que este esquema resulta
demasiado simple. La economía de mercado no ha comenzado de repente, los tres
tipos de mercados no se desarrollaron siguiendo el mismo ritmo, como si se
tratase de una troica; el proteccionismo no tuvo efectos paralelos en todos los
mercados, etc. Y esto es sin duda cierto, pero no se trata de esto.
Suele aceptarse comúnmente que el liberalismo
económico ha creado simple y puramente un mecanismo nuevo a partir de mercados
más o menos desarrollados, unificando diversos tipos de mercados diferentes ya
existentes y coordinando sus funciones en un todo único.
Se supone que la separación del trabajo y de
la tierra estaba ya muy avanzada en esta época, y que lo mismo sucedía con el
desarrollo de los mercados del dinero y del crédito. El presente estaba
completamente ligado al pasado y no se podía comprobar ninguna ruptura respecto
a él.
El cambio institucional, no obstante, se
produjo de un modo brusco y repentino. Su fase crítica coincidió con la creación
de un mercado de trabajo en Inglaterra, en el cual los trabajadores estaban
condenados a morir de hambre si no eran capaces de conformarse a las reglas del
trabajo asalariado. Desde el momento en que estas rigurosas medidas fueron
adoptadas, el mecanismo del mercado autorregulador se puso en funcionamiento.
Este mercado chocó tan violentamente con la sociedad que, casi de inmediato, y
sin que se viesen precedidas por el menor cambio en la opinión pública,
surgieron también poderosas reacciones de protección.
De este modo y, pese a que su naturaleza y su
origen eran muy diferentes, los mercados de los diversos componentes de la
industria se desarrollaron desde entonces paralelamente. Esto no habría podido
suceder de otra forma. Proteger al hombre, a la naturaleza y a la organización
de la producción era intervenir en los mercados del trabajo y de la tierra, así
como en el del modo de intercambio, el dinero, y, por tanto, comprometer ipso
facto la autorregulación del sistema. Y, dado que el objetivo de la intervención
era restaurar la vida de los hombres y su entorno, darles una cierta seguridad a
sus estilos de vida, dicha intervención tendía necesariamente a reducir la
flexibilidad de los salarios y la movilidad del trabajo, a proporcionar
estabilidad a los ingresos, continuidad a la producción, a favorecer la
regulación pública de los recursos naturales y la gestión de las monedas para
evitar cambios inquietantes en el nivel de los precios.
La depresión de 1873-1886 y la escasez
agrícola de los años 1870 acentuaron la tensión de forma permanente. En los
comienzos de la depresión, Europa se encontraba en los días felices del
librecambio. El nuevo Reich alemán había impuesto a Francia la cláusula de la
nación más favorecida entre los dos países, se había comprometido a suprimir los
derechos de aduana sobre el hierro en lingotes y había introducido el
patrón-oro. Al final de la depresión, Alemania había llegado a rodearse de
derechos protectores de aduana, había establecido una organización general de
cartels, había instaurado un sistema completo de seguros sociales y practicaba
políticas coloniales duras. El espíritu prusiano, que había sido el pionero del
librecambio, era evidentemente tan poco responsable del paso al proteccionismo
como lo había sido del «colectivismo». Los Estados Unidos tenían derechos
arancelarios todavía más elevados que Alemania y eran tan colectivistas a su
manera como ella; subvencionaban ampliamente la construcción de ferrocarriles de
largo recorrido y ponían en pie la formación de trusts mastodónticos.
Todos los países occidentales siguieron la
misma línea de actuación, fuese cual fuese su mentalidad y su historia. Con el
patrón-oro internacional se puso en práctica el más ambicioso de todos los
planes de mercado, que implicaba que los mercados fuesen totalmente
independientes de las autoridades nacionales. El comercio mundial, que suponía
desde ahora la vida sobre el planeta organizada a modo de un mercado
autorregulador que abarcaba el trabajo, la tierra y el dinero, contaba con el
patrón-oro como guardián de este autómata digno de Rabelais. Las naciones y los
pueblos no eran más que simples marionetas en un espectáculo del que ya no eran
en absoluto dueños. Se protegían del paro y de la inestabilidad con la ayuda de
bancos centrales y de derechos de aduana completados con leyes de inmigración.
Estos dispositivos estaban destinados a contrarrestar los efectos destructores
del librecambio y de las monedas establecidas y, en la medida en que cumplieron
este objetivo, intervinieron en el funcionamiento de estos mecanismos. Aunque
cada una de estas restricciones, considerada individualmente, tuvo sus
beneficios, cuyos superbeneficios o supersalarios recaían como un impuesto sobre
todos los otros ciudadanos, con frecuencia lo que se justificaba era el montante
de este impuesto y no la protección en sí misma. A la larga, se produjo una
caída general de los precios de la que se beneficiaron todos.
Estuviese o no justificada la protección, los
efectos de la intervención mostraron una debilidad del sistema de mercado
mundial. Los derechos de aduana sobre los productos importados de un determinado
país dificultaban las exportaciones de otro y lo forzaban a buscar mercados en
regiones que no estaban protegidas políticamente. El imperialismo económico era,
sobre todo, una lucha entre las potencias para gozar del privilegio de extender
su comercio en mercados sin protección política. La presión de la exportación se
veía reforzada por la riada para conseguir reservas de materias primas causada
por la fiebre manufacturera. Los Estados apoyaban a los ciudadanos que
comerciaban con países atrasados. Los negocios y la bandera nacional cabalgaban
juntos. Imperialismo y autarquía —para esta última las naciones se preparaban de
forma semiconsciente— constituían las tendencias dominantes de las potencias,
que dependían cada vez más, de un sistema económico mundial cada día más
inseguro. Pero a pesar de todo era imprescindible mantener estrictamente la
integridad del patrón-oro internacional. Esta fue una de las fuentes
institucionales de ruptura.
Una contradicción de este tipo se planteaba
también en el interior de las naciones. El proteccionismo contribuía a
transformar mercados concurrenciales en mercados monopolistas. Resultaba cada
vez más difícil describir los mercados como mecanismos autónomos y automáticos
de átomos en concurrencia. Los individuos se veían cada vez más sustituidos por
asociaciones, hombres y capitales ligados a grupos no concurrenciales. La
adaptación económica resultaba cada vez más larga y penosa. La autorregulación
de los mercados encontraba fuertes obstáculos. Por último, estructuras
inadaptadas de precios y de costes se vieron sumidas en la depresión. Un
equipamiento obsoleto retrasó la liquidación de inversiones que no eran
rentables, niveles de precios y de rentas inadecuados generaron tensiones
sociales. Cualquiera que fuese el mercado en cuestión, de trabajo, tierra o
dinero, la tensión iba a descender al ámbito de la economía, obligando a
utilizar medios políticos para restablecer el equilibrio. La separación
institucional de la esfera política y de la económica era, sin embargo, un
elemento constitutivo de la sociedad de mercado y, por tanto, debía de ser
mantenida por muy fuertes que fuesen las tensiones. Y esto constituyó otra de
las fuentes de conflicto que condujo también a la ruptura.
Nos estamos aproximando a la conclusión del
análisis realizado hasta aquí. Y, no obstante, una gran parte de nuestra
argumentación todavía no ha sido desarrollada, ya que si bien hemos conseguido
probar que, sin ningún género de dudas, en el corazón de la transformación se
encontraba el fracaso de la utopía del mercado, nos queda por exponer aún de qué
modo los acontecimientos reales se vieron determinados por esta transformación.
En cierto sentido se trata de una tarea
imposible, puesto que la historia no es el producto de un único factor. A pesar
de toda su riqueza y diversidad, el curso de la historia presenta, sin embargo,
situaciones y opciones recurrentes que explican que el tejido de los
acontecimientos de una época se mantenga semejante a sí mismo en términos
generales. Si somos capaces de explicar, en la medida de lo posible, las
regularidades que gobiernan las corrientes y contracorrientes existentes en
condiciones específicas, no tendremos necesidad de preocuparnos por los
remolinos periféricos e imprevisibles.
El mercado autorregulador fue el mecanismo que
proporcionó en el siglo XIX este tipo de condiciones cuyas exigencias debían
cumplirse tanto en la vida nacional como en la internacional. De este mecanismo
se han derivado dos características excepcionales de nuestra civilización: su
rígido determinismo y su carácter económico. La creencia general de la época
tuvo tendencia a ligar estas dos dimensiones y a suponer que el determinismo
provenía de la naturaleza de los móviles económicos, en virtud de los cuales
resultaba previsible que los individuos actuasen por intereses económicos. No
existe de hecho ninguna relación entre estas dos características. El
«determinismo», muy pronunciado en numerosos aspectos, fue simplemente la
consecuencia del mecanismo de una sociedad de mercado, con sus alternativas
previsibles cuya crudeza se atribuía equivocadamente al poder de los intereses
materialistas. El sistema oferta demanda precio tenderá siempre a equilibrarse
sean cuales sean los móviles de los individuos y es bien sabido que los móviles
económicos puros tienen mucho menos efecto sobre la mayoría de la gente que los
móviles llamados afectivos.
La humanidad se encontraba bajo el dominio no
tanto de móviles nuevos cuanto de mecanismos nuevos. En suma, la tensión surgió
del ámbito del mercado y desde él se extendió a la esfera política para recubrir
así a la sociedad en su conjunto. Pero, en el interior de las naciones,
consideradas individualmente, la tensión permaneció latente durante el tiempo en
el que la economía mundial continuó funcionando. Únicamente cuando desapareció
el último vestigio vivo de esas instituciones, el patrón-oro, la tensión interna
de las naciones se relajó. Estas podían hacer frente al fin a la nueva situación
de un modo muy diferente, que suponía adaptarse a la desaparición de la economía
mundial tradicional; cuando ésta se desintegró, la propia civilización de
mercado se vio también sepultada. Esto explica un hecho casi increíble: una
civilización quedó destrozada por la ciega acción de instituciones sin alma,
cuyo único objetivo era incrementar el bienestar material.
¿Cómo se produjo en realidad este proceso
fatal? ¿Cómo se tradujo en los acontecimientos políticos que constituyen el
núcleo de la historia? En esta fase final del derrumbamiento de la economía de
mercado, el conflicto entre las clases sociales desempeñó un papel decisivo.
TERCERA PARTE
LA TRANSFORMACIÓN EN MARCHA
CAPÍTULO
XIX
GOBIERNO POPULAR Y ECONOMÍA DE MERCADO
Cuando fracasó el sistema internacional en
1920, resurgieron las cuestiones casi olvidadas de comienzos del capitalismo. En
primer lugar, y ante todo, reapareció la del gobierno popular.
El ataque fascista contra la democracia
popular resucitó la cuestión del intervencionismo político que había acompañado
a la historia de la economía de mercado, ya que dicho intervencionismo no era
más que otra forma de denominar la separación de la esfera económica y política.
La cuestión del intervencionismo fue, en
principio, replanteada en relación con el trabajo por Speenhamland y la nueva
ley de pobres por una parte, y por la reforma del Parlamento y el cartismo, por
otra. El intervencionismo tuvo prácticamente la misma importancia para la tierra
y el dinero, pese a que los choques fuesen menos espectaculares en este campo
que en el del trabajo. En el Continente surgieron con un cierto retraso
dificultades similares en el ámbito del trabajo, la tierra y el dinero, lo que
hizo que los conflictos recayesen sobre un entorno más moderno desde el punto de
vista industrial, pero menos unificado desde el punto de vista social. La
separación de la esfera económica y política fue en todas partes el resultado de
una evolución similar. Tanto en Inglaterra como en la Europa continental, se
inició con el establecimiento de un mercado de trabajo concurrencial y la
democratización del Estado político.
Se ha considerado acertadamente el sistema de
Speenhamland como una intervención preventiva para impedir la creación de un
mercado de trabajo. El combate en favor de una Inglaterra industrial fue, en un
primer momento lanzado y también perdido en relación con Speenhamland. Los
economistas clásicos, en esta lucha acuñaron el eslogan del intervencionismo y
estigmatizaron Speenhamland, considerándolo una ingerencia artificial en un
sistema de mercado que en realidad no existía. Townsend, Malthus y Ricardo,
construyeron, apoyándose en los frágiles soportes de las leyes de pobres el
edificio de la economía clásica, el más formidable de los instrumentos
conceptuales de destrucción que hayan sido nunca utilizados contra un orden ya
caduco. El sistema de los subsidios protegió, sin embargo, durante una
generación más, las fronteras de las zonas rurales contra la atracción de los
elevados salarios urbanos. Huskisson y Peel, hacia mediados de los años 1820,
ampliaron las salidas del comercio exterior, la exportación de máquinas fue
autorizada, se levantó el embargo a las exportaciones de lana, se abolieron las
restricciones a la navegación, se facilitó la emigración y, a la revocación
formal del Estatuto de los artesanos sobre el aprendizaje y la fijación de
salarios, siguió la abolición de las leyes contra las coaliciones. La ley
desmoralizante de Speenhamland se extendió, sin embargo, de concejo en concejo,
impidiendo al trabajador realizar un trabajo honesto y haciendo de la idea misma
de trabajador independiente una incongruencia. Y, pese a que había llegado el
tiempo de un mercado de trabajo, la «ley» de los squires impidió su nacimiento.
El Parlamento surgido de la Reforma se dedicó
inmediatamente a abolir el sistema de subsidios. Se ha afirmado que la nueva ley
de pobres, destinada a cumplir este objetivo fue el más importante de los actos
de legislación social votados por la Cámara de los Comunes. El núcleo central de
esta proposición de ley consistía simplemente, sin embargo, en la abolición del
sistema de Speenhamland. Nada podría mostrar de forma más decisiva que, a partir
de ahora, se reconocía, como un hecho de importancia capital para toda la
estructura futura de la sociedad, la simple ausencia de intervención sobre el
mercado de trabajo. Esta fue y en esto consistió la raíz económica de la
tensión.
La Reforma del Parlamento de 1832 supuso, en
el plano político, una revolución pacífica. La enmienda de las leyes de pobres,
aprobada en 1834, modificó la estratificación del país y determinados elementos
fundamentales de la vida inglesa fueron reinterpretados siguiendo líneas
radicalmente nuevas. La nueva ley de pobres abolió la categoría general de
pobres, los «pobres» honrados o los «pobres laboriosos», términos despreciativos
escupidos por Burke. Los antiguos pobres eran ahora clasificados en indigentes
no aptos físicamente para el trabajo, cuyo destino eran las workhouses, y en
trabajadores independientes que ganarían su vida trabajando por un salario.
Apareció así sobre la escena social una nueva categoría de pobres totalmente
nueva: los parados. Mientras que los indigentes debían de ser socorridos, por el
bien de la humanidad, los parados no debían serlo por el bien de la industria.
En este sentido, resultaba irrelevante que el trabajador en paro no fuese
responsable de su situación. La cuestión no consistía en saber si el trabajador
había conseguido trabajo o no, en el caso de que lo hubiese verdaderamente
buscado, sino en que, a menos que el trabajador tuviese opción de elegir entre
morir de hambre o ir a la aborrecida workhouse, el sistema de salarios se
vendría abajo sumiendo así a la sociedad en la miseria y en el caos. Se
reconocía que esto equivalía a penalizar a los inocentes. La perversión y la
crueldad radicaban precisamente en emancipar al trabajador, con la explícita
intención de convertir en una amenaza real la posibilidad de morir de hambre.
Esta manera de proceder permite comprender ese sentimiento lúgubre, de
desolación, que percibimos en las obras de los economistas clásicos. Pero, para
cerrarles la puerta en las narices a los trabajadores sobrantes, desde ahora
encerrados en los confines del mercado de trabajo, el gobierno se encontraba
sometido a una legislación por la que se negaba a sí mismo empleando las
palabras de Harriet Matineau a proporcionar el menor socorro a las inocentes
víctimas, ya que esto constituía por parte del Estado una «violación de los
derechos del pueblo».
Cuando el movimiento cartista solicitó que los
desheredados pudiesen penetrar en el recinto del Estado, la separación de la
economía y de la política dejó de ser una cuestión académica para convertirse en
la condición irrefragable de la existencia de ese sistema de sociedad. Habría
sido una locura confiar la administración de la nueva legislación sobre los
pobres a los representantes de ese mismo pueblo al que estaba destinado ese
trato caracterizado por sus métodos científicos de tortura mental. Lord Macaulay
era simplemente consecuente consigo mismo cuando pedía en la Cámara de los
Lores, en uno de los discursos más elocuentes que pronunció este gran liberal,
el rechazo incondicional de la solicitud cartista en nombre de la institución de
la propiedad sobre la que descansaban las civilizaciones. Sir Robert Peel
consideró la Carta como una «acusación» a la Constitución. Cuanto más duramente
golpeaba el mercado de trabajo las vidas de los trabajadores, con más
insistencia reclamaban éstos el derecho de voto. La exigencia de un gobierno
popular constituyó la raíz política de la tensión.
En este contexto, el constitucionalismo
adquirió un sentido totalmente nuevo. Hasta entonces, las garantías
constitucionales contra las ingerencias ilegales en los derechos de propiedad
tenían por función proteger estos derechos de los actos arbitrarios de los
poderosos. Las concepciones de Locke no superaban los límites de la propiedad
territorial y comercial y éste simplemente pretendía prohibir actos arbitrarios
a la Corona, tales como las secularizaciones realizadas bajo Enrique VIII, el
robo del Tesoro bajo Carlos I o el golpe de mano a Hacienda bajo Carlos II. La
separación entre el gobierno y los negocios, en el sentido que le confería John
Locke, se produjo de un modo ejemplar en el texto constitutivo de creación, en
1694, de un Banco de Inglaterra independiente. El capital comercial había
triunfado en su duelo con la Corona.
Cien años más tarde, lo que había que proteger
ya no era tanto la propiedad comercial cuanto la propiedad industrial; y había
que defenderla, no de la Corona sino del pueblo. Sería un error aplicar
categorías del siglo XVII a situaciones del siglo XIX. La separación de poderes,
inventada por Montesquieu en 1748, era utilizada desde entonces para evitar que
el pueblo tuviese poder sobre su propia vida económica. La Constitución
americana, elaborada en un medio de agricultores y artesanos por una clase
dirigente consciente de lo que estaba ocurriendo en la escena industrial
inglesa, aisló totalmente la economía de la jurisdicción constitucional y situó,
en consecuencia, a la propiedad privada bajo la más poderosa protección que cabe
imaginar y creó la única sociedad de mercado del mundo legalmente fundada. A
pesar del sufragio universal, los electores americanos se sentían impotentes
ante los propietarios.
En Inglaterra, la ley no escrita en la
Constitución podía resumirse en «hay que negar a la clase obrera el derecho de
voto». Los dirigentes cartistas fueron encerrados en prisiones, sus seguidores,
que se contaban por millones, se vieron abofeteados por un cuerpo legislativo
que sólo representaba a una pequeña fracción de la población. Las autoridades
llegaron a considerar con frecuencia como un acto criminal el simple hecho de
exigir el derecho de voto. El sentido de conciliación, que generalmente se
atribuye al sistema británico como si se tratase de una de sus cualidades y que
en realidad es una invención tardía , no se manifestaba entonces en absoluto.
Para recoger los beneficios de la edad de oro del capitalismo fue necesario
esperar a que la clase obrera hubiese atravesado las Hungry Forties (alrededor
de 1840, años de escasez) para que surgiese una generación dócil. Hubo que
esperar a que la capa superior de los obreros cualificados crease sus
sindicatos, y se separase de la oscura masa de los trabajadores sumidos en la
pobreza, y a que los trabajadores hubiesen dado su aprobación al sistema que les
era impuesto por la nueva ley de pobres, para que la fracción de los mejor
pagados de entre ellos fuese autorizada a participar en los consejos de la
nación. Los cartistas habían combatido para obtener el derecho a detener la
rueda de molino del mercado que trituraba la vida del pueblo, pero únicamente se
concedieron derechos a los trabajadores cuando el lastimoso proceso de
adaptación ya se había consumado. Tanto en el interior como en el exterior de
Inglaterra, de Macaulay a Mises, de Spencer a Sumner, no existió un solo
militante liberal que se abstuviese de manifestar su firme convicción de que la
democracia del pueblo ponía al capitalismo en peligro.
Esto que sucedió respecto al trabajo, se
repitió en relación al dinero. En este ámbito, una vez más, los años veinte
estuvieron prefigurados por los años 1790. Bentham fue el primero que reconoció
que la inflación y la deflación eran ingerencias en el derecho de propiedad: la
primera era un impuesto sobre los negocios, la segunda una intervención en los
negocios. A partir de entonces, el trabajo y el dinero, el paro y la inflación
han pertenecido siempre, desde el punto de vista político, a la misma categoría.
Cobbett denunció al patrón-oro a la vez que denunciaba la nueva ley de pobres;
Ricardo los defendió sirviéndose de argumentos muy similares, pues al ser, tanto
el trabajo como el dinero, mercancías, el gobierno no tenía ningún derecho a
intervenir en ellas. Los banqueros que se oponían a la introducción del
patrón-oro, por ejemplo Atwood de Birmingham, se encontraban del mismo lado de
la trinchera que socialistas como Owen. Un siglo más tarde, Mises volvía a
repetir que el trabajo y el dinero no concernían en absoluto al gobierno, al
igual que ocurría con cualquier mercancía en el mercado. En la América del siglo
XVIII, que todavía no era una federación, el dinero barato era el equivalente de
Speenhamland, es decir, una concesión económica desmoralizante realizada por el
gobierno en respuesta al clamor popular. La Revolución francesa y su papel
moneda mostraron que el pueblo podía destruir el dinero, y la historia de los
Estados americanos no contribuyó a disipar esta sospecha. Burke identificaba la
democracia americana con problemas monetarios y Hamilton no temía sólo a las
facciones sino también a la inflación. Mientras que en la América del siglo XIX
las disputas de los populistas y de los partidarios de los greenbacks con los
magnates del Wall Street resultaban endémicas, en Europa la acusación de
inflacionismo no se convirtió en un argumento eficaz contra los cuerpos
legislativos democráticos hasta los años veinte, de donde se derivaron
consecuencias políticas de gran importancia. La protección social y la
intervención en el dinero no eran solamente cuestiones análogas sino muchas
veces idénticas. Desde el establecimiento del patrón-oro una subida del nivel
salarial, al igual que una inflación directa, ponía en peligro la moneda: ambas
podían hacer disminuir las exportaciones y, en último término, hacer caer los
cambios. Esta simple relación entre las dos formas fundamentales de intervención
constituyó el eje de la política de los años veinte. Los partidos que se
preocupaban por la seguridad de la moneda protestaban, tanto contra el
amenazante déficit presupuestario, como contra las políticas de dinero barato;
se oponían así a la «inflación del tesoro» y a «la inflación del crédito» o, más
concretamente, denunciaban las cargas sociales y los salarios elevados, los
sindicatos y los partidos obreros. Lo importante no era tanto la forma cuanto el
fondo. No había ninguna duda de que los subsidios ilimitados de desempleo podían
producir como efecto tanto un desequilibrio en la balanza presupuestaria, como
tasas de interés tan bajas como para inflar los precios lo que suponía también
consecuencias nefastas para los cambios. Gladstone había hecho del presupuesto
la conciencia de la nación británica. Para pueblos de menor envergadura, una
moneda estable podía ocupar su lugar, pues finalmente el resultado era muy
semejante. Cuando se trataba de reducir los salarios o los servicios sociales,
si esto no se hacía, las consecuencias eran inevitablemente fijadas por el
mecanismo del mercado. Desde el punto de vista adoptado en este estudio, el
gobierno nacional inglés jugó en 1931 a un nivel más modesto, la misma función
que el New Deal americano. Ambos países se sirvieron de estas medidas para
adaptarse, cada uno por su cuenta, a la gran transformación. El ejemplo
británico presenta, sin embargo, la ventaja de haber estado desprovisto de
factores complejos tales como conflictos civiles o cambios ideológicos, por lo
que nos ofrece los rasgos claves con mucha más claridad.
En Gran Bretaña, desde 1925, la moneda estaba
en una situación poco saneada. La vuelta al patrón-oro no se vio acompañada de
un ajuste correspondiente al nivel de precios, el cual estaba claramente por
debajo de la paridad mundial. Pocos fueron aquellos que se dieron cuenta de la
absurda vía en la que el gobierno y la banca, los partidos y los sindicatos se
habían embarcado de común acuerdo. Snowden, ministro de Hacienda en el primer
gobierno laborista (1924), fue un acérrimo partidario del patrón-oro, y, sin
embargo, fue incapaz de darse cuenta de que, al intentar restaurar la libra,
había comprometido a su partido a encajar una disminución de los salarios o a
perder el rumbo. Siete años más tarde, este mismo partido se encontró obligado
por el mismo Snowden a hacer ambas cosas. En el otoño de 1931, la sangría
continua de la depresión comenzó a afectar a la libra, y fue en vano que el
fracaso de la huelga general de 1926 hubiese garantizado que no habría una
ulterior elevación del nivel salarial, lo que no fue óbice para que se elevase
el peso económico de los servicios sociales, a causa concretamente de los
subsidios de desempleo concedidos incondicionalmente. No hacia falta un «golpe
de mano» de los banqueros golpe de mano que realmente existió para hacer
comprender claramente al país la alternativa entre, por una parte una moneda
saneada y presupuestos saneados y, por otra, servicios sociales mejores y una
moneda depreciada estuviese la depreciación producida por los salarios elevados
y por una caída de las exportaciones o simplemente por gastos financiados
mediante un déficit. Dicho en otros términos, había que optar entre una
reducción de los servicios sociales o un descenso de las tasas de intercambio.
Y, dado que el partido laborista era incapaz de decidirse por una de las dos
medidas la reducción era contraria a la línea política de los sindicatos y el
abandono del oro habría sido considerado un sacrilegio el partido laborista fue
barrido y los partidos tradicionales redujeron los servicios sociales y, a fin
de cuentas, abandonaron el oro. Se arrinconaron los subsidios de paro
incondicionales y se introdujo un control de los medios de vida. Al mismo
tiempo, las tradiciones políticas del país sufrieron un cambio significativo. Se
suspendió el sistema de los dos partidos y no se mostró ninguna prisa por
restablecerlo. Doce años más tarde, todavía seguía sin restablecerse y todo
parecía indicar que las cosas seguirían así durante un tiempo. El país, sin
sufrir una pérdida trágica en lo que se refiere a la libertad o al bienestar,
había dado un paso decisivo hacia una transformación al suspender el patrón-oro.
Durante la Segunda guerra mundial, este proceso estuvo ligado a cambios en los
métodos del capitalismo liberal; sin embargo, se consideraba que no serían
cambios permanentes, y, en consecuencia, no alejaron al país de la zona de
peligro.
En todos los países importantes de Europa se
puso en marcha un mecanismo similar que produjo efectos enormemente semejantes
entre sí. Los partidos socialistas tuvieron que abandonar el poder, en Austria
en 1923, en Bélgica en 1926 y en Francia en 1931, para poder «salvar la moneda».
Hombres de Estado como Seipel, Franqui, Poincaré o Brüning echaron a los
socialistas del gobierno, redujeron los servicios sociales e intentaron romper
la resistencia de los sindicatos mediante el ajuste salarial. Invariablemente,
la moneda estaba amenazada y, con la misma regularidad, se atribuía la
responsabilidad de ello a los salarios demasiado elevados y a los presupuestos
desequilibrados. Esta clase de simplificación no tenía en cuenta la diversidad
de problemas entonces existentes, que comprendían casi todas las cuestiones
posibles de política económica y financiera, incluidas las del comercio
exterior, la agricultura y la industria. Sin embargo, cuanto más estudiamos de
cerca estas cuestiones más claro se pone de manifiesto que, en último término,
la moneda y el presupuesto focalizaron las cuestiones pendientes entre los
patronos y los asalariados; el resto de la población se inclinaba a uno o a otro
de estos dos grupos.
La llamada experiencia Blum (1936) nos
proporciona otro ejemplo. El partido socialista estaba en el gobierno, pero con
la condición de que no se impusiese ningún embargo a las exportaciones de oro.
El New Deal francés no tenía ninguna posibilidad de salir victorioso ya que el
gobierno tenía las manos atadas respecto a la crucial cuestión de la moneda.
Este ejemplo es concluyente, ya que tanto en Francia como en Inglaterra, cuando
el partido socialista dejó de tener capacidad de acción, los partidos burgueses
abandonaron el patrón- oro sin más historias. Estos ejemplos muestran hasta qué
punto el postulado de una moneda sana ejercía un efecto mutilador en tendencias
políticas favorables al pueblo.
La experiencia americana nos proporciona la
misma lección, aunque de otro modo. Se habría podido lanzar el New Deal sin
abandonar el oro, pese a que en realidad los intercambios exteriores no tuviesen
casi importancia. Con el patrón-oro los dirigentes del mercado financiero
tuvieron a su cargo, dada la situación, el garantizar intercambios estables y un
crédito interior sano sobre los que descansaban en gran medida las finanzas del
Estado. La organización bancaria estaba en situación de obstaculizar en el
interior del país toda medida adoptada en la esfera económica si, con razón o
sin ella, esta medida no le agradaba. Los gobiernos, desde el punto de vista
político, debían pedir el parecer de los banqueros acerca de la moneda y el
crédito ya que eran los únicos que podían saber si una medida financiera ponía o
no en peligro el mercado de capitales y los cambios. El proteccionismo social no
condujo en este caso a un callejón sin salida debido a que los Estados Unidos
abandonaron el oro a tiempo, ya que, si bien esta medida no ofrecía más que
pequeñas ventajas técnicas y como además las razones de la administración eran
con frecuencia débiles, tuvo como resultado privar a Wall Street de cualquier
tipo de influencia política. El mercado financiero gobernó por medio del miedo.
El eclipse de Wall Street en los años treinta preservó a los Estados Unidos de
una catástrofe social similar a la de Europa continental.
El patrón-oro no era en el fondo un asunto de
política interior más que en los Estados Unidos, a causa de su independencia en
relación al comercio mundial y de su posición monetaria excesivamente fuerte.
Para otros países, abandonar el oro significaba dejar de participar en la
economía mundial. Posiblemente Gran Bretaña fue la única excepción, ya que por
su fuerte presencia en el comercio mundial había sido capaz de imponer las
modalidades de funcionamiento del sistema monetario internacional, haciendo
reposar, en gran medida, la carga del patrón-oro sobre otras espaldas. En países
como Alemania, Francia, Bélgica y Austria, no existía ninguna de estas
condiciones. Para ellos, destruir la moneda significaba romper sus lazos con el
mundo exterior y sacrificar así industrias tributarias de materias primas
importadas, desorganizar el comercio exterior sobre el que descansaba el empleo,
y todo esto sin tener la menor posibilidad de obligar a sus proveedores a
depreciar sus productos al mismo nivel y evitar así las consecuencias de una
caída del equivalente oro de su moneda, como hizo Gran Bretaña.
Los cambios constituían una palanca muy eficaz
para reducir el nivel de salarios. Antes de que los cambios obligasen a adoptar
decisiones, la cuestión de los salarios hizo aumentar por lo general la tensión
subterránea. Pero, cuando las leyes del mercado no fueron suficientes para
obligar a los reticentes asalariados a doblegarse, el mecanismo de cambios
extranjeros lo conseguía fácilmente. El indicador de la moneda sacaba a la luz
todos los efectos desfavorables de la política intervencionista de los
sindicatos sobre el mecanismo de mercado del que se admitían ahora, como algo
natural, sus congénitas debilidades, incluidas las del ciclo comercial.
En realidad, nada puede ilustrar mejor la
naturaleza utópica de una sociedad de mercado, que las absurdas condiciones
impuestas a la colectividad por la ficción del trabajo mercancía. Se consideraba
que la huelga, arma normal de negociación en la acción obrera, interrumpía, cada
vez más sin motivo, un trabajo socialmente útil y hacía disminuir además el
dividendo social del que en último término provenían los salarios. Las huelgas
de solidaridad eran consideradas de mal gusto, y las huelgas generales aparecían
como amenazas para la existencia de la comunidad. En realidad, las huelgas
realizadas en sectores de importancia vital y en los servicios públicos
utilizaban a los ciudadanos de rehenes a la vez que los dirigían hacia un
laberinto que no era sino el problema de la verdadera función de un mercado de
trabajo. El trabajo tenía que encontrar su precio en el mercado y todo precio
que no hubiese sido establecido de este modo era considerado no económico. En la
medida en que el trabajo asumió esta responsabilidad, se comportaba como un
elemento de la oferta de la economía «trabajo», que es lo que era, y rechazaba
venderse por debajo del precio que el comprador podía pagar. Esta idea llevada a
sus últimas consecuencias, significaba que la principal obligación del trabajo
era estar casi constantemente en huelga Esta proposición resultaba el colmo del
absurdo, a menos que se deduzca lógicamente de la teoría del trabajo mercancía.
La fuente de este desacuerdo entre la teoría y la práctica era, por supuesto,
que el trabajo no es verdaderamente una mercancía y que, si nos atenemos a
proporcionar trabajo simplemente para fijar su precio como se proporcionan el
resto de las mercancías en situaciones análogas, la sociedad se vería pronto
disuelta por la ausencia de medios de subsistencia. Lo que resulta más
sorprendente es que los economistas liberales hablan muy poco, o incluso no
hablan nunca de este aspecto de las cosas cuando se ocupan de la huelga.
Volvamos de nuevo a la realidad: el método de
fijar los salarios mediante la huelga sería un desastre para cualquier sociedad,
por no hablar de la nuestra tan orgullosa de su racionalidad utilitarista. En
realidad, el trabajador no tenía ninguna seguridad de empleo en este sistema de
empresa privada, circunstancia que implicaba un grave deterioro de su estatuto.
Si a ello añadimos la amenaza de un paro masivo, la función de los sindicatos se
convirtió en algo vital, tanto moral como culturalmente, para que la mayoría de
los trabajadores conservasen un nivel de vida mínimo. Está claro, por tanto, que
cualquier método de intervención que proporcionase una protección a los
trabajadores debía constituir un obstáculo para el funcionamiento del mercado
autorregulador, hasta llegar incluso a hacer disminuir los fondos de bienes de
consumo que podían adquirir con sus salarios.
Los problemas de fondo de una sociedad de
mercado han vuelto a manifestarse por una necesidad intrínseca: el
intervencionismo y la moneda. Estos problemas han ocupado el centro de la
política de los años veinte. El liberalismo económico y el intervencionismo
socialista han girado en torno a ellos dándoles diferentes respuestas.
El liberalismo económico ha hecho una suprema
apuesta a fin de restablecer la autorregulación del sistema, eliminando todas
las políticas intervencionistas que comprometían la libertad de los mercados de
tierra, trabajo y dinero. Pretendía nada menos que resolver, en circunstancias
críticas, un viejo problema existente desde hacía un siglo, formado por esos
tres principios fundamentales que eran el librecambio, el mercado libre de
trabajo y un patrón-oro que funcionase libremente. El liberalismo se convirtió
en la punta de lanza de una tentativa heroica destinada a restablecer el
comercio mundial, superar todos los obstáculos para la movilidad de la mano de
obra y restaurar los cambios estables. Este último objetivo tenía prioridad
sobre todo lo demás, pues, si no se recuperaba la confianza en las monedas, el
mecanismo del mercado no podía funcionar, en cuyo caso resultaba ilusorio
esperar que los Estados se dedicasen a proteger la vida del pueblo por todos los
medios a su disposición. Por propia lógica, esos medios hipotéticos eran
principalmente los derechos arancelarios y las leyes sociales destinadas a
proporcionar de forma duradera alimentación y empleo, en suma, esos medios eran
precisamente medidas de intervención que hacían impracticable un sistema
autorregulador.
Existía además otra razón, más inmediata, para
comenzar por restablecer el sistema monetario internacional: frente a mercados
desorganizados y frente a cambios inestables el crédito internacional jugaba
cada vez más una función vital. Antes de la Gran Guerra, los movimientos
internacionales de capitales diferentes de los ligados a las inversiones a largo
plazo no hacían más que contribuir a mantener la liquidez de la balanza de
pagos, pero, incluso en esta función, estaban estrechamente limitados por
consideraciones de carácter económico. No se concedían créditos más que a
aquellas personas dignas de confianza en el terreno de los negocios. A partir de
entonces la situación cambió totalmente: las deudas habían surgido por motivos
políticos tales como las reparaciones por daños de guerra, y los préstamos se
concedían por motivos semipolíticos, para permitir el pago de las reparaciones.
Pero también se concedían préstamos por razones de política económica, con
objeto de estabilizar los precios mundiales y de recuperar el patrón-oro. La
parte relativamente saneada de la economía mundial se servía del crédito para
tapar los agujeros que existían en las partes más desorganizadas de dicha
economía, independientemente de las condiciones de la producción y del comercio.
Se conseguía así artificialmente equilibrar las balanzas de pagos, los
presupuestos y los cambios, en un determinado número de países sirviéndose del
instrumento del crédito internacional, considerado omnipotente. Este mecanismo
estaba fundado, también él, en la esperanza de una vuelta a la estabilidad de
los cambios que, a su vez, era sinónimo de una vuelta al oro. Una cinta móvil de
una fuerza sorprendente contribuía a mantener una imagen de unidad en un sistema
económico a punto de desintegrarse; pero la condición para que esa cinta
resistiese sin problemas dependía de un oportuno retorno al oro.
Ginebra llevó a cabo algo que en cierto modo
resultaba sorprendente, y si no se hubiese tratado de un objetivo absolutamente
inalcanzable seguramente lo hubiese conseguido, ya que su tentativa para
alcanzarlo era a la vez adecuada, continua y decidida. Tal y como estaban las
cosas, sin embargo no hubo, probablemente, una intervención con resultados más
desastrosos que la de Ginebra. Y es justamente esta apariencia de fácil éxito lo
que más contribuyó a agravar los efectos del fracaso final. Entre 1923, año en
el que el marco alemán quedó pulverizado en espacio de pocos meses, y el inicio
de 1930, cuando todas las monedas importantes del mundo abandonaron el oro,
Ginebra utilizó el mecanismo del crédito internacional para hacer recaer el peso
de las economías de Europa oriental, que no estaban completamente estabilizadas,
sobre las espaldas de los vencedores occidentales en primer lugar, y sobre los
hombros más anchos de los Estados Unidos de América en segundo. El desplome se
produjo en América siguiendo su ciclo habitual, pero en el momento en el que se
desencadenó, la red financiera creada por Ginebra y el sistema bancario
anglosajón condujeron a la economía del planeta a este terrible naufragio.
Pero hay algo más, durante los años veinte,
según Ginebra, las cuestiones de organización social debían de estar totalmente
subordinadas a las necesidades del restablecimiento de la moneda. La deflación
constituía la primera urgencia; las instituciones internas de cada nación debían
adaptarse a la situación como mejor pudiesen. Había que dejar de momento para
más tarde la recuperación de los mercados interiores libres y también la del
Estado liberal. En efecto, en términos de la Delegación del oro, la deflación no
había conseguido «alcanzar a determinadas clases de bienes y de servicios , y no
había por tanto logrado introducir un nuevo equilibrio estable». Los gobiernos
debían intervenir para reducir los precios de los artículos de monopolio, para
reducir las bandas salariales aceptadas, para hacer descender los alquileres. El
ideal del deflacionista se convirtió en una «economía libre bajo un gobierno
fuerte».; pero, mientras que esta expresión era diáfana respecto a lo que se
entendía por gobierno, es decir, estado de excepción y suspensión de libertades
públicas, «economía libre» significaba prácticamente lo contrario de lo que
aparentemente se podría pensar, es decir, precios y salarios reajustados por el
gobierno aun cuando este reajuste se hizo para restablecer la libertad de los
cambios y de los mercados interiores. La primacía concedida a los cambios
implicaba un sacrificio que era nada más ni nada menos que el de los mercados
libres y el de los gobiernos libres, los dos pilares del capitalismo liberal.
Ginebra representaba así un cambio objetivo, pero no un cambio de métodos;
mientras que los gobiernos inflacionistas, condenados por Ginebra, subordinaban
la estabilidad de su moneda a la estabilidad de sus ingresos y del empleo, los
gobiernos deflacionistas, colocados en el poder por Ginebra, recurrían también a
las intervenciones para subordinar la estabilidad de los ingresos y del empleo a
la estabilidad de la moneda. El informe de la Delegación del oro de la Sociedad
de Naciones declaró, en 1932, que con la vuelta a la incertidumbre de los
cambios se había eliminado la principal conquista monetaria del pasado decenio.
Lo que no decía el informe era que en el transcurso de esos vanos esfuerzos
inflacionistas no se habían recuperado los mercados libres, pese a que los
gobiernos libres habían sido sacrificados. Los representantes de la economía
liberal, teóricamente opuestos tanto al intervencionismo como a la deflación,
habían hecho su elección y colocado el ideal de una moneda sana más alto que el
ideal de la no intervención. Haciendo esto obedecían a la lógica inherente a una
economía autorreguladora y, sin embargo, esta forma de proceder contribuyó a la
extensión de la crisis, ya que sobrecargó las finanzas con la presión
insoportable de conmociones económicas gigantescas y amontonó los déficits de
las distintas economías nacionales hasta el punto de hacer explotar lo que
quedaba de la división internacional del trabajo. Los representantes del
liberalismo económico sostuvieron con tal obstinación, durante los diez años
críticos, el intervencionismo autoritario al servicio de las políticas
deflacionistas, que desencadenaron pura y simplemente un debilitamiento decisivo
de las fuerzas democráticas, las cuales, si esto no hubiese ocurrido habrían
podido evitar la catástrofe fascista. Gran Bretaña y Estados Unidos, que eran,
no los servidores sino los dueños de la moneda, abandonaron suficientemente
temprano el oro lo que les permitió librarse de este peligro.
El socialismo es ante todo la tendencia
inherente a una civilización industrial para trascender el mercado
autorregulador subordinándolo conscientemente a una sociedad democrática. El
socialismo es la solución que surge directamente entre los trabajadores, quienes
no entienden por qué no ha de estar la producción directamente regulada, ni por
qué los mercados no han de ser un elemento útil, pero secundario, en una
sociedad libre. Desde el punto de vista de la comunidad en su conjunto, el
socialismo es simplemente una forma de continuar el esfuerzo para hacer de la
sociedad un sistema de relaciones realmente humanas entre las personas que, en
Europa occidental, ha estado siempre asociado a la tradición cristiana. Desde el
punto de vista del sistema económico, supone, por el contrario, una ruptura
radical con el pasado inmediato, en la medida en que rompe con la tentativa de
convertir los beneficios pecuniarios privados en el estímulo general de las
actividades productivas y, también en la medida en que no reconoce a las
personas privadas el derecho a disponer de los principales instrumentos de
producción. He aquí la razón por la que, en resumen, los partidos socialistas
tienen dificultades para reformar la economía capitalista, incluso cuando están
dispuestos a no tocar el sistema de propiedad. La simple posibilidad de que
estén dispuestos a hacerlo mina el tipo de confianza que es vital en la economía
liberal: la confianza absoluta en la continuidad de los títulos de propiedad. Si
bien es cierto que el contenido real de los derechos de propiedad puede ser
redefinido por el cuerpo legislativo, la seguridad de una continuidad formal es
esencial para el funcionamiento del sistema de mercado.
Después de la Gran Guerra, se produjeron dos
cambios que afectaron a la situación del socialismo. En primer lugar, el sistema
de mercado se mostró tan poco fiable que casi llegó a derrumbarse,
desfallecimiento que ni sus propios críticos esperaban; en segundo lugar, se
estableció en Rusia una economía socialista que representaba una vía totalmente
nueva, y pese a que las condiciones en las que se realizó esta experiencia hacen
que sea inaplicable para los países occidentales, la existencia misma de la
Rusia soviética ha ejercido en ellos una influencia profunda. Es cierto que la
Unión Soviética se convirtió al socialismo sin poseer industrias ni contar con
una población alfabetizada, ni tampoco con una tradición democrática, tres
condiciones previas, según las concepciones de Occidente, para que pueda existir
el socialismo. Estas diferencias han hecho que sus métodos y sus soluciones
resulten inaplicables en otros países, pero no impidieron al socialismo
convertirse en una potencia mundial. En el Continente, los partidos obreros han
sido siempre socialistas en sus perspectivas y todas las reformas que intentaron
realizar siempre resultaron sospechosas de servir a los objetivos socialistas.
En periodos de tranquilidad social, este tipo de sospechas podrían considerarse
injustificadas; los partidos socialistas de la clase obrera estaban
comprometidos, por lo general, en la reforma del capitalismo y no en derrocarlo
de un modo revolucionario. Pero, en el periodo crítico, la situación había
cambiado. Entonces, si los métodos normales no bastaban, se ensayaban nuevos
métodos que podían implicar, en el caso de los partidos obreros, la no
aceptación de los derechos de propiedad. Bajo la presión de un peligro
inminente, los partidos obreros podían precipitarse a adoptar medidas
socialistas o al menos consideradas como tales por los adeptos y defensores de
la empresa privada. La menor señal de ruptura podía sumir a los mercados en la
confusión y significar el comienzo de un pánico generalizado.
En tales condiciones, el habitual conflicto de
intereses existente entre patronos y asalariados adquirió un carácter
amenazante. Mientras que una divergencia de intereses económicos se saldaba
generalmente mediante un compromiso, las cosas cambiaban cuando intervenía la
separación entre la esfera económica y la política: se producían entonces
verdaderas colisiones de las que se derivaban graves consecuencias para la
comunidad. Los patronos eran los propietarios de las fábricas y de las minas,
eran pues las personas directamente responsables de asegurar la producción en la
sociedad en parte independientemente de su interés personal en los beneficios.
En principio, debían de recibir el apoyo de todos en su esfuerzo para mantener a
la industria en actividad. Por otra parte, los asalariados representaban una
amplia porción de la sociedad, y sus intereses coincidían en gran medida con los
de la comunidad. La clase trabajadora era la única clase disponible para
proteger los intereses de los consumidores, de los ciudadanos, en suma, de los
seres humanos en tanto que tales y, con el sufragio universal, su número le
confería una importancia preponderante en la esfera política. Sin embargo,
también el cuerpo legislativo y la industria tenían compromisos que cumplir con
la sociedad. Sus miembros debían contribuir a formar la voluntad común, velar
por el orden público, realizar programas a largo plazo tanto en el interior como
en el exterior. Ninguna sociedad compleja podía vivir sin que funcionasen un
cuerpo legislativo y un cuerpo ejecutivo de carácter político. Un conflicto
motivado por intereses de grupo tendría como resultado la paralización de los
órganos de la industria o del Estado o de ambos y representaba un peligro
inmediato para la sociedad.
Durante los años veinte, se materializó en la
vida social lo que hasta entonces era un posible peligro. El partido obrero se
acantonó en el Parlamente donde el número de sus elegidos le proporcionaba un
gran peso; los capitalistas convirtieron a la industria en una fortaleza desde
la que gobernaban el país. El bloque popular respondió interviniendo brutalmente
en los negocios sin tener en cuenta las necesidades por las que atravesaba la
industria. Los capitanes de la industria se ocupaban de alejar a la población de
su adhesión a los dirigentes que había elegido libremente, mientras que el
bloque democrático hacía la guerra al sistema industrial del que dependía la
subsistencia. Por último, llegó el momento en el que el sistema económico y el
político se vieron amenazados por una parálisis total. La población tenía miedo
y la función dirigente podía recaer en quienes ofrecían una salida fácil, fuese
cual fuese el precio a pagar. Los tiempos estaban maduros para la solución
fascista.
CAPÍTULO
XX
LA HISTORIA EN EL ENGRANAJE DEL CAMBIO SOCIAL
Si existió alguna vez un movimiento político
que respondiese a las necesidades de una situación objetiva, en vez de ser la
consecuencia de causas fortuitas, ese fue el fascismo. Al mismo tiempo, el
carácter destructor de la solución fascista era evidente. El fascismo proponía
un modo de escapar a una situación institucional sin salida que, esencialmente,
era la misma en un gran número de países, por lo que intentar aplicar este
remedio equivalía a extender por todas partes una enfermedad mortal. Así perecen
las civilizaciones. Se puede describir la solución fascista como el impasse en
el que se había sumido el capitalismo liberal para llevar a cabo una reforma de
la economía de mercado, realizada al precio de la extirpación de todas las
instituciones democráticas tanto en el terreno de las relaciones industriales
como en el político. El sistema económico, que amenazaba con romperse, debía así
recuperar fuerzas, mientras que las poblaciones quedarían sometidas a una
reeducación destinada a desnaturalizar el individuo y a convertirlo en un ser
incapaz de funcionar como un miembro responsable del cuerpo político. Esta
reeducación, que incluía dogmas propios de una religión política y que rechazaba
la idea de fraternidad humana en cualquiera de sus manifestaciones, se llevó a
cabo mediante un acto de conversión de masas impuesto a los recalcitrantes
mediante métodos científicos de tortura.
La aparición de un movimiento de este género
en los países industriales del globo, e incluso en un determinado número de
países poco industrializados, nunca debió de ser atribuida a causas locales, a
mentalidades nacionales o a historias locales, como pensaron con contumacia los
contemporáneos. El fascismo tenía tan poco que ver con la Gran Guerra como con
el Tratado de Versalles, con el militarismo junker o con el temperamento
italiano. El movimiento hizo su aparición en países victoriosos como Yugoslavia,
en países de temperamento nórdico como Finlandia y Noruega y en países de
temperamento meridional como Italia y España. En países de raza aria como
Inglaterra, Irlanda y Bélgica, o de raza no aria como Japón, Hungría y
Palestina, en países de tradición católica como Portugal y en países
protestantes como Holanda, en comunidades de estilo militar como Prusia y de
estilo civil como Austria, en viejas culturas como Francia y en culturas nuevas
como los Estados Unidos y los países de América Latina. A decir verdad, no
existió ningún trozo de tierra de tradición religiosa, cultural o nacional que
proporcionase a un país un carácter invulnerable frente al fascismo, una vez
reunidas las condiciones que hicieron posible su aparición.
Resulta relevante observar la escasa relación
existente entre su fuerza material y numérica y su eficacia política. El propio
término de «movimiento» es engañoso, puesto que implica una determinada forma de
encuadramiento o de participación personal en masa. Si existiese un rasgo
característico del fascismo sería que no dependía de ese tipo de manifestaciones
populares. Pese a que, por lo general, el fascismo tuvo por objetivo ser seguido
por las masas, su fuerza potencial no se manifiesta tanto por el número de sus
seguidores cuanto por la influencia de personas de alto rango, de quienes los
dirigentes fascistas se granjearon el apoyo: podían contar con su influencia
sobre la comunidad para protegerlos contra las consecuencias de un posible golpe
frustrado, con lo cual se neutralizaban los riesgos de una revolución.
Cuando un país se acercaba a una fase
fascista, presentaba una serie de síntomas, entre los que no figuraba
necesariamente un movimiento propiamente fascista. Citemos algunos otros signos
tan importantes como este: la difusión de filosofías irracionalistas, opiniones
heterodoxas sobre la moneda, críticas al sistema de partidos e infamias
dirigidas contra el «régimen», cualquiera que fuera su forma democrática.
Algunos de sus múltiples y diversos precursores fueron la denominada filosofía
universalista de Othmar Spann en Austria, la poesía de Stephan George y el
romanticismo cosmogónico de Ludwig Klages en Alemania, el vitalismo erótico de
D. H. Lawrence en Inglaterra y el culto del mito político de Georges Sorel en
Francia. Hitler fue conducido, por último, al poder por la camarilla feudal que
rodeaba al presidente Hindenburg, al igual que Mussolini y Primo de Rivera,
quienes consiguieron su ascensión gracias a sus soberanos respectivos.. Hitler
podía, sin embargo, apoyarse en un amplio movimiento; Mussolini en uno pequeño,
mientras que Primo de Rivera no contaba con un movimiento de apoyo. No se
produjo en ningún caso una verdadera revolución contra la autoridad constituida;
la táctica fascista consistía invariablemente en un simulacro de rebelión,
organizado con un acuerdo tácito de las autoridades, que pretendían haberse
visto desbordadas por la fuerza. Estas son las grandes líneas de un marco
complejo, en el que había que conferir un puesto a personajes tan variados como
el demagogo católico francotirador de Detroit, ciudad industrial, el «Kingfish»
de la retrasada Luisiana, los conspiradores del ejército japonés y los
saboteadores ucranianos antisoviéticos. El fascismo era una posibilidad política
siempre dispuesta, una reacción sentimental casi inmediata en todas las
comunidades industriales después de los años treinta. Al fascismo se lo puede
considerar como un impulso, una maniobra, más que un «movimiento», para indicar
la naturaleza impersonal de la crisis cuyos síntomas eran con frecuencia vagos y
ambiguos. Muchas veces no se sabía realmente si un discurso político, una obra
de teatro, un sermón, un desfile, una metafísica, una corriente artística, un
poema o el programa de un partido eran fascistas o no. No existía un criterio
general para definir el fascismo, ni tampoco para dilucidar si éste poseía una
doctrina en el sentido habitual del término. Todas sus formas organizadas
presentaban, sin embargo, rasgos significativos: la brusquedad con que aparecían
y desaparecían, para estallar con violencia tras un periodo indefinido de
latencia. Todo esto se adecua a la imagen de una fuerza social cuyas fases de
crecimiento y de declive corresponden a una situación objetiva.
Lo que nosotros hemos denominado, para ser
breves, «una situación fascista» no era más que la oportunidad típica de
victorias fascistas fáciles y totales. De repente, las formidables
organizaciones sindicales y políticas de los trabajadores y de otros partidarios
declarados de la libertad constitucional se dispersaban y grupos fascistas
minúsculos barrían lo que hasta entonces parecía constituir la fuerza
irresistible de los gobiernos, de los partidos y de los sindicatos democráticos.
Si una «situación revolucionaria» se caracteriza por la desintegración
psicológica y moral de todas las fuerzas de la resistencia, hasta el punto de
que un puñado de rebeldes mal armados son capaces de tomar por la fuerza las
ciudadelas dominadas por la reacción, entonces la «situación fascista» es muy
semejante, salvo que, en este caso, son los bastiones de la democracia y de las
libertades constitucionales quienes son derrotados; resulta llamativo el
carácter insuficiente de sus defensas. En Prusia, en julio de 1932 el gobierno
legal socialdemócrata, escudado en el poder legítimo, capituló ante la simple
amenaza de violencia institucional proferida por Herr von Papen. Cerca de seis
meses más tarde, Hitler tomó posesión pacíficamente de las posiciones mas
elevadas del poder, desde las que pronto lanzó un ataque revolucionario de
destrucción total contra las instituciones de la república de Weimar y los
partidos constitucionales. Pensar que es la potencia del movimiento la que creó
situaciones como ésta, es no darse cuenta de que, en este caso, fue la situación
la que dio origen al movimiento, y, por tanto, equivale a no extraer la lección
principal de los acontecimientos ocurridos en los últimos decenios.
El fascismo, como el socialismo, estaba
enraizado en una sociedad de mercado que se negaba a funcionar. Abarcaba, pues,
todo el planeta, su alcance era de escala mundial, universal en sus efectos; sus
consecuencias trascendían la esfera económica y engendraron una especie de gran
transformación de carácter claramente social. El fascismo irradió a casi todos
los ámbitos de la actividad humana, políticos o económicos, culturales o
filosóficos, artísticos o religiosos. Y, hasta un cierto punto, se fundió con
tendencias propias del lugar y de la esfera de actividad. Resulta imposible
comprender la historia de este periodo si no se diferencia el impulso fascista
subyacente, de las tendencias efímeras con las que su acción se fusionó en los
diferentes países.
En la Europa de los años veinte, dos de estas
tendencias figuraban de manera predominante y recubrían la configuración menos
clara, pero mucho más amplia, del fascismo: la contrarrevolución y el
revisionismo nacionalista. Estas tendencias se apoyaban de forma inmediata en
los tratados y las revoluciones de la postguerra; estaban estrictamente
determinadas y, se limitaban a sus objetos específicos, pero se podían confundir
fácilmente con el fascismo.
Las contrarrevoluciones formaban el habitual
retorno del péndulo político hacia un estado de cosas que había sido
violentamente trastocado. Estos desplazamientos habían sido característicos en
Europa a partir de la Commonwealth of England (1649-1660) por lo menos, y no
tenían más que relaciones limitadas con los procesos sociales de la época. En
los años veinte, se desarrollaron numerosas situaciones de este tipo, ya que las
sublevaciones que derrocaron a más de una docena de tronos en Europa central y
oriental no se producían tanto en apoyo a la democracia cuanto, en buena medida,
para resarcirse de la derrota. Hacer la contrarrevolución era una tarea
principalmente política, que retornó de forma espontánea a las clases y a los
grupos desposeídos, tales como las dinastías, las aristocracias, las iglesias,
los grandes industriales y los partidos a los que estos grupos sociales estaban
afiliados. Durante este periodo, las alianzas y los choques entre conservadores
y fascistas afectaron sobre todo al papel que correspondía jugar a los fascistas
en la empresa contrarrevolucionaria. Ahora bien, el fascismo era una tendencia
revolucionaria dirigida, tanto contra el conservadurismo, como contra las
fuerzas revolucionarias del socialismo en concurrencia con él. Esto no impidió a
los fascistas buscar el poder en el campo político, ofreciendo sus servicios a
la contrarrevolución; y si intentaron conseguir el poder fue porque el
conservadurismo era incapaz, según ellos, de cumplir esta tarea que era
indispensable realizar si se quería cortar el camino al socialismo. Los
conservadores, naturalmente, intentaron monopolizar las glorias de la
contrarrevolución o, en algunos casos como en Alemania, la realizaron ellos
solos. Privaron a los partidos de la clase obrera de toda influencia y de todo
poder sin hacer concesiones a los nazis. En Austria, de un modo semejante, los
socialistas cristianos (partido conservador) desarmaron en gran medida a los
trabajadores (1927), sin hacer la menor concesión a la «revolución de derechas».
Incluso en aquellos países en donde la participación fascista en la
contrarrevolución era inevitable, se instalaron gobiernos «fuertes» que
mantuvieron al margen al fascismo. Esto es lo que sucedió en Estonia en 1929, en
Finlandia en 1932 y en Letonia en 1934. Regímenes pseudo liberales quebraron
momentáneamente el poder del fascismo en 1922 en Hungría y en 1926 en Bulgaria.
Solamente en Italia los conservadores fueron incapaces de restablecer la
disciplina del trabajo en la industria sin proporcionar a los fascistas la
posibilidad de tomar el poder.
En los países vencidos por las armas, y
también en la Italia derrotada «psicológicamente», el problema nacional ocupaba
un primer plano. Existía ahí un problema innegable que había que resolver. El
desarme permanente de los países vencidos constituía una herida constantemente
abierta y más dolorosa que cualquier otra; en un mundo en el que la única
organización existente de derecho internacional, de orden internacional y de paz
internacional se fundaba en el equilibrio entre las potencias, un determinado
número de países se habían visto reducidos a la impotencia sin saber muy bien
qué tipo de sistema de equilibrio reemplazaría al que imperó hasta la Gran
Guerra. La Sociedad de Naciones representaba, en el mejor de lo casos, una
prolongación de dicho sistema; en realidad, ni siquiera estaba a la altura del
antiguo Concierto europeo, puesto que, a partir de entonces, las condiciones
previas para una difusión general del poder no existían. El naciente movimiento
fascista se puso al servicio, casi en todas partes, de la cuestión nacional; si
no hubiese «captado» esta función, no habría podido sobrevivir.
El fascismo utilizó, sin embargo, este función
como un trampolín y, en ocasiones jugó la baza pacifista y aislacionista. En
Inglaterra y en los Estados Unidos, estaba ligado al appeasement de los
partidarios de la política de concesiones; en Austria, la Heimwhr cooperaba con
diversos pacifistas católicos, y el fascismo católico era, por principio,
antinacionalista. Huey Long gobernador de la Luisiana en 1928, donde ejerció un
poder político dictatorial y fue senador en 1930 abiertamente opuesto Roosevelt
no necesitó conflictos fronterizos con el Mississippi o Texas para lanzar su
movimiento fascista. Movimientos similares en Holanda y en Noruega no eran, sin
embargo, nacionalistas, sino más bien traidores a la nación: Quisling fundador
del partido fascista noruego y miembro del gobierno de ocupación tras la
invasión alemana fue posiblemente un buen fascista, pero con toda seguridad no
fue un buen patriota.
En su lucha para conquistar el poder, el
fascismo se sentía completamente libre para despreciar o utilizar a su antojo
cuestiones locales. Su objetivo trascendía el marco político y económico: era de
carácter social. Se puede decir que este movimiento es una religión política al
servicio de un proceso de degeneración. En su periodo ascendente, se sirvió de
todas las teclas emocionales, pero, una vez victorioso, únicamente dejó subir al
carro de la victoria a un pequeño número de motivaciones; móviles, por otra
parte, muy peculiares. Si no distinguimos con claridad entre la pseudo
intolerancia manifestada en la época de lucha por el poder y su verdadera
intolerancia una vez alcanzado éste, no podremos comprender la diferencia sutil,
pero decisiva, que existe entre el simulacro nacionalista de algunos movimientos
fascistas durante la revolución y el no nacionalismo, específicamente
imperialista, al que se adhirieron tras la revolución.
Mientras que los conservadores consiguieron
por regla general conducir solos la revolución, los fascistas pocas veces fueron
capaces de solventar el problema nacional internacional. Brüning sostuvo en 1940
que él había solucionado la cuestión de las reparaciones y del desarme de
Alemania antes de que la «camarilla que rodeaba a Hindenburg» decidiese
derrocarlo y entregar el poder a los nazis; lo que había ocurrido es que éstos
no querían que él les arrebatase la gloria. Que las cosas hayan sucedido así o
de otro modo, tiene poca importancia, ya que la cuestión de la igualdad de
estatuto de Alemania no se limitaba en absoluto al desarme técnico, como Brüning
daba a entender, sino que implicaba la cuestión también vital de la
desmilitarización; además, no había más remedio que tener en cuenta la fuerza
que la diplomacia alemana extraía de la existencia de masas nazis entregadas a
una línea política radicalmente nacionalista. Los acontecimientos probaron de
modo concluyente que Alemania no habría podido obtener la igualdad de estatuto
sin que se produjese una ruptura revolucionaria: desde este ángulo, se ve con
toda claridad la terrible responsabilidad del nazismo, que ha enfangado a una
Alemania de libertad y de igualdad en una carrera de crímenes. Tanto en Alemania
como en Italia, el fascismo pudo apropiarse del poder gracias a que utilizó como
palanca para su propio lanzamiento las cuestiones nacionales no resueltas,
mientras que en Francia y en Gran Bretaña se vio debilitado de forma decisiva
por su antipatriotismo. En los pequeños países dependientes, el espíritu de
subordinación a una potencia extranjera se reveló como una baza para el
fascismo.
Como podemos observar, el fascismo europeo de
los años veinte se ligó exclusivamente de un modo accidental a tendencias
nacionalistas y contrarrevolucionarias. Se produjo así una simbiosis entre
movimientos que en su origen eran independientes, que se reforzaron unos a otros
dando la impresión de que existían entre ellos profundas semejanzas, cuando en
realidad eran muy distintos.
De hecho, el papel jugado por el fascismo ha
estado determinado por un único factor: el estado del sistema de mercado.
Durante el periodo transcurrido entre 1917-23,
los gobiernos solicitaron ocasionalmente a los fascistas que los ayudasen a
restablecer la ley y el orden: esto bastaría para hacer funcionar el sistema de
mercado. En este periodo el fascismo continuó siendo embrionario. Durante el
periodo comprendido entre 1924-29, el restablecimiento del sistema del mercado
parecía asegurado, y, durante este tiempo, el fascismo se desdibujó
completamente en tanto que fuerza política.
A partir de 1930, la economía de mercado entró
en crisis, y además en una crisis generalizada. En pocos años, el fascismo se
convirtió en una potencia mundial.
En el primer periodo, que abarca de 1917 a
1923 el fascismo no hizo más que recibir su certificado de nacimiento: fue
entonces cuando se creó esta denominación. En algunos países europeos, como
Finlandia, Lituania, Estonia, Letonia, Polonia, Rumania, Bulgaria, Grecia y
Hungría, se habían producido revoluciones agrarias o socialistas, mientras que
en otros países, entre los que figuraban Italia, Alemania y Austria, la clase
obrera industrial había adquirido un importante peso político. A fin de cuentas,
las contrarrevoluciones restablecieron el equilibrio interior de fuerzas. En la
mayor parte de los países, el campesinado se opuso a los obreros de las
ciudades; en otros, se inició un movimiento fascista en el que participaron como
fundadores oficiales representantes del ejército y la gentry, que sirvieron de
ejemplo al campesinado; en otros, como en Italia, los parados y la pequeña
burguesía se constituyeron en tropas fascistas. En todas partes se hablaba de lo
mismo, el mantenimiento del orden, pero no se planteaba una reforma radical;
dicho de otro modo, no existía ninguna señal de una posible revolución fascista.
Estos movimientos eran fascistas en su aspecto formal, es decir, en la medida en
que bandas civiles, formadas por elementos considerados irresponsables, hacían
uso de la violencia con la complicidad de las autoridades. La filosofía
antidemocrática del fascismo había nacido ya, pero no constituía todavía un
factor político. Trotski realizó un voluminoso informe sobre la situación
italiana en vísperas del Segundo Congreso del Komintern en 1920, pero ni
siquiera llega a mencionar el fascismo, pese a que los fasci existían desde
hacía algún tiempo. Fue preciso que trascurriesen al menos diez años todavía
para que el fascismo italiano, instalado desde hacía tiempo en el gobierno del
país, concibiese una especie de sistema social particular y propio.
En Europa y en los Estados Unidos, los años
veinticuatro y siguientes conocieron la irrupción de una prosperidad que, como
una ola tumultuosa, arrastraba todas las preocupaciones planteadas acerca de la
salud del sistema de mercado. Se impuso así un capitalismo restablecido. El
bolchevismo y el fascismo habían sido destruidos, salvo en regiones periféricas.
El Komintern declaró que la consolidación del capitalismo era una realidad.
Mussolini hizo un elogio del capitalismo liberal; todos los países importantes
estaban en plena expansión, salvo Gran Bretaña. Los Estados Unidos gozaban de
una prosperidad de leyenda y el Continente casi lo conseguía también. El golpe
de Hitler había sido neutralizado; Francia había evacuado el Ruhr; el marco
alemán se había rehecho como por un milagro; el plan Dawes había separado la
política de las reparaciones consiguientes a la Gran Guerra; Locarno estaba en
perspectiva, y Alemania iniciaba sus siete años de vacas gordas. Antes de
finalizar el año 1926, el patrón-oro reinaba de nuevo desde Moscú hasta Lisboa.
Fue en el tercer periodo, tras 1929, cuando la
verdadera significación del fascismo se hizo visible. Era evidente que el
sistema de mercado se encontraba en un callejón sin salida: hasta entonces el
fascismo no había sido prácticamente nada más que un rasgo característico del
gobierno autoritario de Italia que, si exceptuamos esto no difería demasiado de
los gobiernos de tipo más tradicional. A partir de ahora, surgía, sin embargo,
como una solución de recambio al problema de una sociedad industrial. Alemania
pasó a dirigir una revolución de envergadura europea y el alineamiento fascista
proporcionó a su lucha por el poder una dinámica que pronto abrazó los cinco
continentes. La historia se vio así atrapada en el engranaje del cambio social.
Un suceso casual, pero que no era del todo
accidental, inició la destrucción del sistema internacional. Un derrumbamiento
de los cambios en Wall Street adquirió enormes proporciones y determinó la
decisión de Gran Bretaña de abandonar el oro, y dos años más tarde Estados
Unidos siguió el mismo camino. Paralelamente la Conferencia sobre el desarme
dejó de reunirse y Alemania abandonó la Sociedad de Naciones en 1934.
Estos hechos simbólicos inauguraron una época
de cambios espectaculares en la organización del mundo. Tres potencias, Japón,
Alemania e Italia, se rebelaron contra el statu quo y sabotearon las
instituciones de paz que estaban a punto de desplomarse. Al mismo tiempo, la
organización efectiva de la economía mundial se negaba a funcionar. El
patrón-oro quedó fuera de servicio, al menos provisionalmente, por obra de sus
creadores anglosajones; las deudas extranjeras fueron rechazadas por considerar
que transgredían las leyes; los mercados de capitales y el comercio mundial
disminuyeron. El sistema político y el sistema económico del planeta se
desintegraban al mismo tiempo.
El cambio no era menos radical en el interior
de los propios países. Los sistemas de bipartidismo eran sustituidos por
gobiernos de partido único y, algunas veces, por gobiernos nacionales. Las
similitudes exteriores entre las dictaduras y los países que conservaban una
opinión pública democrática servían, sin embargo, pura y simplemente para poner
de relieve la suprema importancia de instituciones libres de discusión y de
decisión. Rusia adoptó la forma de un socialismo dictatorial. El capitalismo
liberal desapareció en los países que se preparaban para la guerra, como
Alemania, Japón e Italia y también, aunque en menor medida, en Estados Unidos y
Gran Bretaña. Existía, pues, una semejanza entre los regímenes nacientes, el
fascismo, el socialismo y el New Deal. Pero, de hecho, su fundamento común
consistía únicamente en el abandono de los principios del laissez faire.
La historia se había visto orientada y
encaminada por un suceso que era exterior a todas las naciones, y cada una de
ellas reaccionó frente a este desafío de acuerdo con su posición. Algunas
naciones se oponían al cambio; otras necesitaron tiempo para hacerle frente; y
algunas continuaron indiferentes. Además, buscaban soluciones en distintas
direcciones. Desde el punto de vista de la economía de mercado, sin embargo,
estas soluciones, con frecuencia radicalmente distintas, representaban
simplemente variantes.
Entre las naciones que estaban decididas a
servirse del cambio general para sus propios intereses, existía un grupo de
potencias descontentas, para quienes la desaparición del sistema de equilibrio
entre las potencias, incluso bajo la forma debilitada de la Sociedad de
Naciones, parecía ofrecerles una oportunidad única. Alemania estaba entonces
impaciente por apresurar la caída de la economía mundial tradicional, gracias a
la cual se mantenía en pie el orden internacional, y aceleró su derrumbe para
sacar ventaja a sus oponentes. Se desprendió deliberadamente del sistema
internacional del capitalismo, de la mercancía y de la moneda, de tal forma que
el mundo exterior ejerciese una influencia menor sobre ella cuando decidiese que
le resultaba más fácil incumplir sus obligaciones políticas. Propició la
autarquía económica para asegurarse así la libertad necesaria para realizar sus
planes de enorme envergadura. Derrochó sus reservas de oro, destruyó su crédito
exterior mediante el gratuito incumplimiento de sus obligaciones, e incluso, en
un determinado momento, redujo a cero su balanza de comercio exterior, pese a
que le era favorable. No se preocupó prácticamente de ocultar sus verdaderas
intenciones, ya que, ni Wall Street ni la City de Londres, ni Ginebra, se
imaginaban que los nazis contaban en realidad con la disolución final de la
economía del siglo XIX. Sir John Simón y Montagu Norman creían firmemente que,
en último término Schacht restablecería una economía ortodoxa: según ellos,
Alemania actuaba así en defensa propia y retornaría al redil cuando se viese
financieramente apoyada. Este tipo de ilusión persistió en Downing Street hasta
la época de Munich e, incluso, hasta más tarde. Mientras que su capacidad para
adaptarse a la disolución del sistema tradicional favorecía enormemente a
Alemania y a sus planes de complot, Gran Bretaña se encontraba en gran
desventaja, dado que continuaba intentando adaptarse al oro; su economía y sus
finanzas continuaron estando basadas sobre los principios de la estabilidad de
los cambios y de una moneda saneada; de ahí las limitaciones a las que tuvo que
someterse para su rearme. La autarquía alemana era una consecuencia de
consideraciones militares y políticas que provenían de su plan de salir al
encuentro de una transformación general, mientras que la estrategia y la
política extranjera de Gran Bretaña se veían frenadas por sus concepciones
financieras conservadoras. La estrategia de la guerra limitada reflejaba la
opinión de un mercado insular: éste se consideraba seguro mientras su marina
fuese lo suficientemente poderosa para asegurarle el aprovisionamiento que su
moneda saneada podía comprar en los Siete Mares. Hitler estaba ya en el poder
cuando, en 1933, el radical Duff Cooper abogaba por la reducción del presupuesto
del ejército de 1932: esta reducción se había efectuado para «hacer frente a la
bancarrota nacional, que era entonces considerada un peligro todavía mayor que
tener fuerzas militares ineficaces. Pasados más de tres años, Lord Halifax
sostenía que la paz podía obtenerse mediante retoques económicos y que no se
debía alterar el comercio, ya que cualquier ingerencia haría todavía más
difíciles esos arreglos. Halifax y Chamberlain, cuando definían la política
británica el mismo año de Munich, hablaban todavía de sus «balas de fusil
fabricadas con plata» y de los préstamos americanos tradicionales a Alemania. De
hecho, incluso después que Hitler hubiese pasado el Rubicón y ocupado Praga,
Lord Simón aprobaba en la Cámara de los Comunes la posición adoptada por Montagu
Norman en la transferencia a Hitler de la reserva de oro checoslovaca. Simón
estaba convencido de que la integridad del patrón-oro, a cuyo restablecimiento
consagraba toda su ciencia política, era lo más importante. Entonces se creyó
que la acción de Simón era el resultado de una política decidida de
conciliación. En realidad, era un homenaje al espíritu del patrón-oro, que
continuaba gobernando las perspectivas de los hombres importantes de la City de
Londres en cuestiones estratégicas y políticas. La misma semana en que estalló
la guerra, el Foreing Office, formuló, en respuesta a una comunicación verbal de
Hitler a Chamberlain, la política de Gran Bretaña en la línea de los préstamos
tradicionales de los americanos a Gran Bretaña. La falta de preparación militar
de Gran Bretaña se debía, sobre todo, a que se adhería a una economía liberal
del patrón-oro.
Alemania obtuvo con esto inmediatamente una
serie de ventajas, al igual que el que decapita a quien está condenado a muerte.
Su ventaja duró mientras la destrucción del sistema ya agotado del siglo XIX le
permitió permanecer en cabeza. La destrucción del capitalismo liberal, del
patrón-oro y de las soberanías absolutas fueron el resultado fortuito de sus
incursiones de pillaje. Adaptándose al aislamiento que ella misma había
provocado y, más tarde, con sus expediciones de venta de esclavos, puso en
marcha soluciones experimentales para ciertos problemas de la transformación.
Su mayor triunfo político fue, sin embargo, el
de ser capaz de obligar a los países del mundo a alinearse contra el
bolchevismo. Alemania extrajo los principales beneficios de la gran
transformación, convirtiéndose en cabecilla de esta solución del problema de la
economía de mercado, que, durante largo tiempo, parecía asegurar la adhesión
incondicional de las clases propietarias y, conviene recordarlo, no únicamente
de ellas. Si se acepta la hipótesis liberal y marxista de la primacía de los
intereses económicos de clase, Hitler debía ganar; pero, a la larga, se iba a
comprobar que la unidad social era más determinante que la unidad económica, y
la nación mas que la clase social.
La expansión de Rusia está ligada también al
papel que desempeñó en esta gran transformación. Desde 1917 a 1929, el miedo al
bolchevismo no era otra cosa que el temor al desorden que obstaculizaría
fatalmente la recuperación de una economía de mercado, que no podía funcionar
más que en una atmósfera de confianza sin reservas. En los diez años siguientes,
el socialismo se hizo realidad en Rusia. En lo que concierne a la tierra, ese
factor decisivo, la colectivización de las explotaciones agrícolas significaba
la sustitución de la economía de mercado por métodos cooperativos. Rusia, que
había sido simplemente la sede de una agitación revolucionaria dirigida contra
el mundo capitalista, apareció entonces como el representante privilegiado de un
nuevo sistema que podía reemplazar a la economía de mercado.
Por lo general, no nos damos cuenta de que los
bolcheviques, a pesar de que ellos mismos eran ardientes socialistas, rechazaban
obstinadamente «implantar el socialismo en Rusia». Sus convicciones marxistas
habrían impedido, por sí solas, una tentativa de este tipo en un país agrícola
atrasado. Pero, al margen del episodio absolutamente excepcional de lo que se ha
denominado el «comunismo de guerra» (1920), los dirigentes mantenían que la
revolución mundial debía surgir en la Europa occidental industrializada. El
socialismo en un solo país les habría parecido una contradicción in terminis y,
cuando esto sucedió, los viejos bolcheviques lo rechazaron casi unánimemente.
Pero fue precisamente esta desviación lo que se reveló como un éxito
sorprendente.
Si nos remontamos un cuarto de siglo en la
historia de Rusia, observamos que eso que denominamos Revolución rusa ha
consistido en realidad en dos revoluciones separadas; la primera ha encarnado
los ideales tradicionales de Europa occidental, mientras que la segunda forma
parte del desarrollo completamente nuevo de los años treinta. En realidad, la
Revolución de 1917-24 ha sido la última insurrección política europea que siguió
el modelo de la Commonwealth inglesa y de la Revolución francesa; la revolución,
que comenzó con la colectivización de la tierra, hacia 1930, constituyó el
primero de los grandes cambios sociales que han transformado nuestro mundo en
los años treinta. La primera Revolución rusa supuso la destrucción del
absolutismo, de la posesión feudal de las tierras y de la opresión racial,
convirtiéndose en verdadera heredera de 1789; la segunda revolución instauró una
economía socialista. Para expresarlo de un modo resumido, la primera fue pura y
simplemente un acontecimiento ruso, en la medida en que coronó un largo proceso
de desarrollo occidental sobre el suelo ruso, mientras que la segunda formaba
parte de una gran transformación, una transformación universal.
A primera vista, la Rusia de los años veinte
se mantenía aislada de Europa y trabajaba por su propia salvación. Un análisis
más profundo podría desmentir esta imagen superficial, ya que, entre los
factores que la obligaron a decidirse en los años que separan las dos
revoluciones, está el fracaso del sistema internacional. En 1924 el «comunismo
de guerra» era ya un incidente olvidado y Rusia había reinstalado un mercado
interior libre, de cereales, a la vez que mantenía en las elevadas manos del
Estado el comercio exterior y las industrias claves. Estaba entonces decidida a
incrementar su comercio exterior, que dependía ante todo de las exportaciones de
cereales, madera, pieles y de algunas otras materias primas orgánicas, cuyos
precios se derrumbaron estrepitosamente durante la crisis agrícola que precedió
al hundimiento general del comercio. Al ser incapaz de desarrollar su comercio
exterior en términos favorables, Rusia se vio obligada a limitar sus
importaciones de máquinas y, por tanto, a establecer una industria nacional;
esto, a su vez, afectó de un modo desfavorable a los intercambios existentes
entre el campo y la ciudad, lo que vulgarmente se conoce como un «recorte», hizo
aumentar así el antagonismo de los campesinos hacia el poder de los obreros de
las ciudades. La desintegración de la economía mundial acrecentó la tensión, lo
que dificultó la búsqueda de soluciones para solventar la cuestión agraria en
Rusia y precipitó la llegada del koljoz. El sistema político tradicional europeo
no conseguía garantizar la seguridad: este fracaso concurría, a su vez, a
acentuar más los mismos efectos, puesto que creaba una necesidad de armamento y
agravaba aún más la carga de una industrialización forzada. La ausencia del
sistema de equilibrio entre las potencias del siglo XIX, así como la incapacidad
en que se encontraba el mercado mundial para absorber los productos agrícolas
rusos, obligaron a Rusia a entrar a contracorriente en la vía de la
autosuficiencia. El socialismo en un solo país fue producto de la incapacidad de
la economía de mercado para proporcionar un lazo de unión entre todos los
países, y lo que apareció como la autarquía rusa no era sino la desaparición del
internacionalismo capitalista.
El fracaso del sistema internacional liberó
las energías de la historia: los raíles habían sido colocados por la fuerza de
las tendencias inherentes a una sociedad de mercado.
CAPÍTULO
XXI
LA LIBERTAD EN UNA SOCIEDAD COMPLEJA
La civilización del siglo XIX no fue destruida
por un ataque exterior o interior de los bárbaros; su vitalidad no se vio minada
ni por las devastaciones de la Primera Guerra mundial, ni por la rebelión de un
proletariado socialista o de una pequeña burguesía fascista. Su fracaso no fue
consecuencia de supuestas leyes de la economía, tales como la baja tendencial de
la tasa de ganancias, la del subconsumo o la de la superproducción. Su
desintegración fue mas bien el resultado de un conjunto de causas muy
diferentes: las medidas adoptadas por la sociedad para no verse aniquilada por
la acción del mercado autorregulador. Al margen de circunstancias excepcionales,
como las que reinaron en América del Norte en la época de la «frontera» abierta,
el conflicto entre el mercado y las exigencias elementales de una vida social
organizada le han conferido a este siglo su dinámica y producido tensiones y
presiones específicas que, finalmente, destruyeron esta sociedad. Las guerras
exteriores no hicieron más que acelerar su destrucción.
Tras un siglo de «mejoras ciegas», el hombre
restauró su «hábitat». Si no se quería dejar que el industrialismo pusiese en
peligro la especie humana, había que subordinarlo a las exigencias de la
naturaleza del hombre. La verdadera crítica que se puede formular a la sociedad
de mercado no es que se funde en lo económico en cierto sentido, toda sociedad,
cualquier sociedad, lo hace, sino que su economía descanse en el interés
personal. Una organización semejante de la vida económica es totalmente no
natural, en el sentido estrictamente empírico de que es excepcional. Los
pensadores del siglo XIX suponían que el hombre, en su actividad económica,
buscaba el beneficio, que su propensión materialista lo empujaba a optar por el
menor esfuerzo y a esperar una remuneración por su trabajo, en suma, que en su
actividad económica el hombre debía tender a adaptase a lo que ellos describían
como una racionalidad económica, y que los comportamientos contrarios a esta
racionalidad provenían de una intervención exterior. De aquí se deducía que los
mercados eran instituciones naturales, susceptibles de surgir espontáneamente
con tal de que se dejase libertad de acción a los hombres. Nada, por tanto, más
normal que un sistema económico constituido por mercados gobernados únicamente
por los precios, y una sociedad humana fundada en ellos que aparecía como el
objetivo del progreso. Lo importante no era tanto si esta sociedad era o no
deseable desde el punto de vista moral, cuanto si era realizable en la práctica
por considerar que estaba fundada en características inherentes al género
humano.
En realidad, como sabemos en la actualidad, el
comportamiento del hombre ya sea en estado primitivo o en las distintas fases
históricas de nuestra cultura, ha sido prácticamente lo opuesto de lo que los
pensadores del siglo XIX creían. La frase de Frank H. Knight «ningún móvil
específicamente humano es económico», se aplica no solamente a la vida social en
general, sino también a la vida económica. La tendencia al trueque, sobre la
cual Adam Smith fundamentaba su confianza para describir al hombre primitivo, no
es una tendencia común a todos los seres humanos en sus actividades económicas,
sino una inclinación muy poco frecuente. No solamente el testimonio de la
etnología moderna desmiente estas elucubraciones racionalistas, sino también la
historia del comercio y de los mercados, que es muy diferente de las teorías
propuestas por los sociólogos conciliadores del siglo XIX. La historia económica
muestra que los mercados nacionales no surgieron en absoluto porque se
emancipase la esfera económica progresiva y espontáneamente del control
gubernamental, sino que, más bien al contrario, el mercado fue la consecuencia
de una intervención consciente y muchas veces violenta del Estado, que impuso la
organización del mercado en la sociedad para fines no económicos. Y, cuando se
examina este proceso más de cerca, se comprueba que el mercado autorregulador
del siglo XIX difiere radicalmente de los mercados precedentes, incluso de su
predecesor más inmediato, en lo que se refiere al egoísmo económico como factor
fundamental de su regulación. La debilidad congénita de la sociedad del siglo
XIX no radica en que ésta fuese industrial, sino en que era una sociedad de
mercado. La civilización industrial continuará existiendo cuando la experiencia
utópica de un mercado autorregulador ya no sea más que un recuerdo. Muchos
piensan, sin embargo, que se trata de un proyecto desesperado, como para que
resulte creíble, fundamentar una civilización industrial en una nueva base
independiente del mercado. Temen un vacío institucional, o peor aún, la pérdida
de la libertad. ¿Tienen las cosas que suceder así necesariamente? Una gran parte
de los inmensos sufrimientos inseparables de un periodo de transición ya son
agua pasada. Con la dislocación social y económica de nuestra época, con las
trágicas vicisitudes de la crisis, las fluctuaciones monetarias, el paro masivo,
los cambios sociales, la destrucción espectacular de Estados históricos, parece
que ya hemos pasado lo peor. Sin saberlo, hemos pagado el precio del cambio. La
humanidad está lejos aún de haberse adaptado a la utilización de las máquinas y
quedan por acontecer grandes cambios; sin embargo, resulta tan imposible
restaurar el pasado, como trasladar nuestras actuales dificultades a otro
planeta. Una tentativa tan inútil, en lugar de eliminar las fuerzas demoníacas
de la agresión y de la conquista, prolongaría en realidad su supervivencia,
incluso tras su total derrota militar. Tan vanas intenciones proporcionarían la
ventaja, decisiva en política, a las fuerzas más reaccionarias, de representar
lo posible a pesar de que no resulte viable, incluso si se proyecta con las
mejores intenciones. El hundimiento del sistema tradicional no nos deja, sin
embargo, en el vacío. Y no es la primera vez en la historia que los remedios
contra el absurdo pueden contener los gérmenes de grandes instituciones
duraderas.
Asistimos en el interior de las naciones a una
evolución: el sistema económico ha dejado de ser la ley de la sociedad y se ha
restaurado la primacía de la sociedad sobre ese sistema. Esta evolución puede
producirse adoptando diferentes formas, democráticas y aristocráticas,
constitucionales y autoritarias, puede incluso surgir una forma totalmente
imprevista. Lo que para algunos países representa el futuro, es ya algo presente
en otros, lo que no excluye que algunos puedan encarnar aún el pasado. Pero el
resultado es el mismo para todos, el sistema de mercado ya no será más
autorregulador, ni tan siquiera, incluso en teoría, puesto que ya no abarcará al
trabajo, ni a la tierra, ni al dinero.
Establecer un mercado concurrencial del
trabajo supuso una transformación radical; sustraer el trabajo al mercado supone
una transformación no menos radical: el contrato salarial deja de ser un
contrato privado, salvo en aspectos secundarios y accesorios. Ya no son
simplemente las condiciones de fábrica, las horas de trabajo, ni las formas de
contrato las que están determinadas al margen del mercado, sino los propios
salarios de base; el papel que recayó en este sentido en los sindicatos, en el
Estado, y en otras instancias públicas, no depende únicamente del carácter de
estas instituciones, sino también del modo en el que está efectivamente
organizada la producción. Tal y como están las cosas, resulta inevitable y
deseable que las diferencias salariales continúen jugando un papel importante en
el sistema económico. Otros móviles diferentes, que no son puramente
pecuniarios, pueden prevalecer, sin embargo, de forma clara sobre el aspecto
estrictamente económico del trabajo.
Situar a la tierra fuera del mercado equivale,
dicho en otros términos, a incorporarla a determinadas instituciones: la
explotación rural, la cooperativa, la fábrica, los ayuntamientos, la escuela,
los parques, las reservas naturales, etc. No se sabe en qué medida la propiedad
individual de las explotaciones agrícolas subsistirá, pero es un hecho que los
contratos relativos a la tenencia de la tierra versarán sobre aspectos
accesorios, puesto que los puntos esenciales quedan fuera de la jurisdicción del
mercado. Lo mismo ocurre con los alimentos básicos y las materias primas
orgánicas brutas, puesto que ya no corresponde al mercado fijar sus precios. El
hecho de que continúen funcionando mercados concurrenciales para innumerables
tipos de productos no debe entorpecer la constitución de la sociedad, del mismo
modo que el hecho de fijar los precios del trabajo, de la tierra y de la moneda
fuera del mercado no constituye un atentado contra la función evaluadora de los
precios en lo que se refiere a los diferentes productos. Evidentemente estas
medidas modifican en profundidad la naturaleza de la propiedad, puesto que ya no
es necesario permitir que las rentas procedentes de los títulos de propiedad
crezcan sin límites con la coartada de asegurar el empleo, la producción y la
utilización de los recursos en la sociedad. Sustraer al mercado el control de la
moneda es algo que se practica hoy en todos los países. Aunque no nos hayamos
dado cuenta de ello, esto constituye un hecho real y habitual gracias a la
creación de depósitos: ahora bien, la crisis del patrón-oro de los años veinte
ha probado que los lazos existentes entre la moneda mercancía y la moneda
fiduciaria no se habían roto en absoluto. Tras la introducción de «finanzas
funcionales» en todos los Estados importantes, corresponde a los gobiernos
orientar las inversiones y regular las tasas de interés.
Únicamente desde el punto de vista del
mercado, que ha convertido al trabajo, la tierra y el dinero en mercancías, se
puede afirmar que estos componentes de la producción se han visto sustraídos al
mercado. Desde el punto de vista de la realidad humana, lo que se restaura al
derribar la ficción de la mercancía se encuentra de nuevo en todas las
direcciones de la brújula social. De hecho, la desintegración de una economía de
mercado uniforme está a punto de producir nuevas formas de sociedad. Además, el
fin de la sociedad de mercado no significa en absoluto ausencia de mercados.
Estos continúan asegurando de diferentes formas la libertad del consumidor,
indicando cómo se desplaza la demanda, influyendo sobre los ingresos del
productor y sirviendo de instrumento de contabilidad, dejando al mismo tiempo de
ser órganos de autorregulación económica.
La sociedad del siglo XIX, tanto en sus
procedimientos internacionales como interiores, estaba siendo ahogada por la
economía, el campo de los intercambios fijos con el extranjero coincidía con la
civilización. El equilibrio de las potencias era portador de paz durante el
tiempo en que estaban en vigor el patrón-oro y casi, en consecuencia, los
regímenes constitucionales. El sistema funcionaba por mediación de estas grandes
potencias, en primer lugar Gran Bretaña, que constituían el centro de las
finanzas mundiales y que pedían insistentemente que se estableciesen gobiernos
representativos en los países menos desarrollados. Estos gobiernos eran
necesarios para controlar las finanzas y las monedas de los países deudores, ya
que éstos últimos necesitaban presupuestos bien administrados que únicamente
podían controlar cuerpos responsables. Si los hombres de Estado, en general, no
explicitaban este tipo de consideraciones, se debían únicamente a que se
consideraba como algo natural que primasen las exigencias del patrón-oro. El
modelo de las instituciones monetarias y representativas, uniforme en el mundo
entero, era el resultado de la economía rígida de este periodo.
Esta situación confirió actualidad a dos
principios de la vida internacional del sigo XIX: la soberanía anárquica y la
intervención «justificada» en los negocios de otro país. Estos dos principios,
aparentemente contradictorios, estaban ligados uno al otro. Naturalmente, la
soberanía era una expresión puramente política, ya que, con un comercio exterior
no reglamentado y dominado por el patrón-oro, los gobiernos no tenían
atribuciones en lo que concernía a la economía internacional. No podían ni
querían inmiscuir a su país en lo concerniente a los negocios económicos: esta
era la posición jurídica. En realidad, únicamente los países que poseían un
sistema monetario dirigido por bancos centrales eran reconocidos como Estados
soberanos. Para los países occidentales poderosos, esta soberanía monetaria
nacional, sin límites ni restricciones, se combinaba con algo que era
exactamente su contrario, una presión inflexible para extender por todas partes
la red de la economía de mercado y de la sociedad de mercado. Como consecuencia
de esto, los pueblos del mundo poseyeron desde finales del siglo XIX
instituciones estandardizadas en un grado hasta entonces desconocido.
Este sistema resultaba incómodo a causa, a la
vez de su complejidad y de su universalidad. La soberanía anárquica constituía
un obstáculo para cualquier forma eficaz de cooperación internacional, como lo
ha puesto de relieve de forma espectacular la historia de la Sociedad de
Naciones; y la uniformidad obligada de los sistemas interiores se cernía como
una amenaza permanente sobre la libertad del desarrollo nacional, y más en
concreto en los países atrasados e incluso, a veces, en países avanzados que
eran débiles económicamente. La cooperación económica se limitaba a
instituciones privadas, tan mal fijadas y tan ineficaces como el librecambio,
mientras que nunca se planteó la colaboración real entre los pueblos, es decir,
entre gobiernos, ni tan siquiera se llegó a pensar en semejante cooperación.
Existían muchas probabilidades para que esta
situación hiciese rehacer sobre la política exterior dos exigencias
aparentemente incompatibles: imponer a los países amigos una cooperación más
estrecha de la que resultaba imaginable bajo el régimen de la soberanía del
siglo XIX, mientras que, al mismo tiempo, la existencia de mercados
reglamentados hace que los gobiernos nacionales sean más suspicaces que nunca
ante las injerencias extranjeras. Con la desaparición del mecanismo automático
del patrón-oro los gobiernos serían capaces, no obstante, de desembarazarse del
defecto más molesto de la soberanía absoluta: el rechazo a colaborar en la
economía internacional. Al mismo tiempo, resultaría posible tolerar de buen
grado que otras naciones proporcionasen a sus instituciones internas una forma
adecuada a sus intereses, trascendiendo así el pernicioso dogma del siglo XIX,
el dogma de la necesaria uniformidad de los regímenes interiores en la órbita de
la economía mundial. De las ruinas del viejo mundo se puede contemplar la
emergencia de las piedras angulares del nuevo: la colaboración económica entre
los Estados y la libertad de organizar a voluntad la vida nacional. En el
sistema constrictivo del librecambio no se habría podido imaginar ninguna de
estas posibilidades, lo que excluía cualquier tipo de cooperación entre
naciones. Mientras que existió la economía de mercado y el patrón-oro, la idea
de federación era considerada acertadamente como una pesadilla de centralización
y de uniformidad, pero el derrumbe de la economía de mercado podía significar
muy bien una real cooperación combinada con la libertad interior.
El problema de la libertad se plantea a dos
niveles diferentes: el nivel institucional y el nivel moral o religioso. Desde
el punto de vista institucional, se trata de equilibrar las libertades más
desarrolladas con las libertades que se habían visto recortadas; no se plantea
ninguna cuestión radicalmente nueva. Si profundizamos un poco más, lo que está
en cuestión es la posibilidad misma de la libertad. Se comprueba que los propios
medios destinados a mantener la libertad la alteran y la destruyen, por lo que
es preciso buscar en ese plano la clave del problema de la libertad en nuestra
época. Las instituciones encarnan las significaciones y los proyectos humanos;
no podemos hacer efectiva la libertad que deseamos a menos que comprendamos lo
que significa verdaderamente la libertad en una sociedad compleja.
Desde este punto de vista institucional, la
reglamentación extiende y restringe a la vez la libertad; lo único que tiene
sentido es la evaluación de las libertades perdidas y de las libertadas ganadas,
y esto tanto para las libertades jurídicas como para las libertades efectivas.
Las clases acomodadas gozan de la libertad que les proporciona el ocio en
seguridad y, en consecuencia, se interesan lógicamente menos por extender la
libertad en la sociedad que aquellas otras clases, que, por carecer de medios,
deben contentarse con un mínimo de libertad. Esto se manifiesta claramente desde
el momento en que surge la idea según la cual, mediante imposiciones, podrían
estar más equitativamente repartidas las rentas, las distracciones y la
seguridad. Aunque las restricciones se apliquen a todos, los privilegiados
tienen la tendencia a recibirlas peor, como si únicamente fuesen dirigidas
contra ellos. Hablan de esclavitud cuando en realidad de lo que se trata es de
extender a toda la población la libertad adquirida de la que sólo ellos
disfrutan. Inicialmente es muy posible que haya que reducir sus propios ocios y
su seguridad, y, por consiguiente, su libertad, pera elevar el nivel de libertad
en todo el país. Pero este tipo de desplazamientos, de reforma y de extensión de
las libertades, no debería servir de excusa para afirmar que la nueva situación
será necesariamente menos libre que la anterior.
Existen, sin embargo, libertades cuyo
mantenimiento es de suprema importancia. Estas libertades, como la paz, fueron
un subproducto del siglo XIX, y nosotros las hemos amado en sí mismas. La
separación institucional de lo político y lo económico, que se manifestó como un
peligro mortal para la sustancia de la sociedad, produjo casi automáticamente la
libertad al precio de la justicia y de la seguridad. Las libertades cívicas, la
empresa privada y el sistema salarial se fundieron en un modelo que favoreció la
libertad moral y la independencia intelectual. También las libertades jurídicas
y las libertades efectivas se fusionaron formando un sustrato común, del que no
se pueden separar netamente los elementos. Algunos de ellos implicaban males
tales como el paro y los negocios especulativos; otros pertenecían a las más
preciosas tradiciones del Renacimiento y de la Reforma. Debemos intentar
conservar por todos los medios a nuestro alcance estos insignes valores
heredados de la economía de mercado que se ha venido abajo. Seguramente se trata
de una gran tarea. Ni la libertad ni la paz podían verse institucionalizados en
esta economía, puesto que su objetivo era la creación de beneficios y de
bienestar, no la paz y la libertad. Si queremos tener alguna posibilidad de
poseer la paz y la libertad, tendremos que esforzarnos conscientemente para
alcanzarla; ambas deben de constituir los objetivos a elegir en las sociedades
hacia las que nos dirigimos. Tal podría ser muy bien la verdadera significación
del actual esfuerzo mundial para asegurar la paz y la libertad. ¿Hasta dónde
puede afirmarse la voluntad de paz, una vez que ha dejado de actuar el interés
por la paz surgido de la economía del siglo XIX? La respuesta a este
interrogante dependerá de como consigamos establecer un nuevo orden
internacional. En cuanto a la libertad personal, ésta existirá en la medida en
que creemos deliberadamente nuevas formas que garanticen su perpetuación y
también, digámoslo sin rodeos, su extensión. En una sociedad establecida, el
derecho a disentir debe estar protegido por las instituciones. El individuo debe
ser libre de seguir su conciencia, sin temor a los poderes administrativos de
los diferentes sectores de la vida social. Las ciencias y las artes deben
mantenerse siempre bajo la vigilancia de la república de las letras. Las
coacciones no deben nunca ser absolutas; habría que ofrecer «al objetor» un
espacio en el que pueda moverse, una «segunda opción» que le permita vivir. De
este modo, el derecho a la disidencia y a la diferencia estaría asegurado y se
convertiría en el signo de una sociedad libre.
Es preciso, pues, que no se dé un solo pasó
hacia la integración en la sociedad sin avanzar al mismo tiempo progresivamente
en el aumento de las libertades; las medidas de planificación deben incluir el
refuerzo de los derechos del individuo en sociedad. Es necesario que la ley haga
efectivos y aplicables los derechos ciudadanos, incluso cuando éstos se opongan
a poderes supremos, ya sean anónimos o personalizados. La verdadera manera de
responder a la amenaza de que la burocracia se convierta en fuente de abusos de
poder, es crear esferas de libertad discrecional protegidas por reglas
intocables, ya que por muy liberal que sea la práctica de la delegación de
poder, se producirá un refuerzo de acumulación y centralización de los poderes
y, por tanto, un peligro para la libertad individual. Y esto es también válido
para los órganos mismos de las comunidades democráticas, así como para las
asociaciones profesionales y los sindicatos, que tienen por función la
protección de los derechos de sus miembros. Su propio tamaño puede hacer que el
individuo se sienta impotente, aunque no tenga motivos para sospechar que existe
mala voluntad. Y esto vale, sobre todo, para los ciudadanos que por sus
opiniones y sus acciones chocan con las susceptibilidades de quienes detentan el
poder. Una simple declaración de derechos no basta, se necesitan instituciones
que permitan que los derechos se hagan realidad. El habeas corpas no debe ser el
último de los dispositivos constitucionales en virtud de los cuales la libertad
personal quede anclada en el derecho. Otros derechos ciudadanos, que hasta ahora
no habían sido reconocidos, deben ser añadidos al Bill of Rights. Estos derechos
deben prevalecer sobre cualquier autoridad, ya sea ésta estatal, municipal o
profesional. Encabezando la lista, debe de figurar el derecho del individuo a un
trabajo en condiciones jurídicamente reguladas, cualesquiera que sean sus
opiniones políticas o religiosas, su raza o su color, lo que supone la
existencia de garantías contra cualquier tipo de discriminación por muy sutil
que ésta pueda ser. Existieron tribunales industriales que protegieron a los
individuos frente a concentraciones de poder arbitrario, por ejemplo, en las
primeras compañías de ferrocarriles. Existieron también otros ejemplos de
posibles abusos de poder a los que se enfrentaron claramente los tribunales: el
Essential Works Order en Inglaterra o el freezing of labor en los Estados Unidos
durante el estado de excepción, que poseían un poder ilimitado para realizar
discriminaciones. En todos aquellos lugares en los que la opinión pública ha
defendido las libertades cívicas, existieron siempre tribunales o audiencias
capaces de defender la libertad personal. La libertad personal debe ser
mantenida al precio que sea incluso al de la eficacia en la producción, al de la
economía en el consumo o al de la racionalidad en la administración. Una
sociedad industrial puede permitirse ser libre.
La quiebra de la economía de mercado puede
suponer el comienzo de una era de libertades sin precedentes. La libertad
jurídica y la libertad efectiva pueden ser mayores y más amplias de lo que nunca
han sido. Reglamentar y dirigir puede convertirse en una forma de lograr la
libertad, no sólo para algunos sino para todos. No la libertad como algo
asociado al privilegio y viciada de raíz, sino la libertad en tanto que derecho
prescriptivo que se extiende más allá de los estrechos límites de la esfera
política, a la organización íntima de la sociedad misma. De este modo, a las
antiguas libertades y los antiguos derechos cívicos se añadirán nuevas
libertades para todos y engendradas por el ocio y la seguridad. La sociedad
industrial puede permitirse ser a la vez libre y justa.
Nos encontramos, a pesar de todo, con el
camino interceptado por un obstáculo moral. La planificación y el dirigismo son
acusados de constituir la negación de la libertad. La libre empresa y la
propiedad privada son declaradas partes esenciales de la libertad, y se dice que
ninguna sociedad constituida sobre estos pilares merece el nombre de libre. La
libertad creada por la reglamentación es denunciada como una no libertad. La
justicia, la libertad y el bienestar que esta reglamentación ofrece son
criticadas como un disfraz de la esclavitud. Los socialistas prometen en vano un
Reino de la libertad, ya que los medios determinan el fin: la URSS, que ha
utilizado la planificación, la reglamentación y el dirigismo, no ha puesto en
práctica todavía las libertades prometidas en su Constitución y, según opinan
los críticos, no lo hará posiblemente nunca. Pero, oponerse a las
reglamentaciones significa oponerse a la reforma. Para el representante del
liberalismo económico, la idea de libertad se traduce así en un puro y simple
alegato de la libre empresa que en la actualidad se ve reducida a una ficción
por la dura realidad de los gigantescos trusts y del principesco poder de los
monopolios—. Esto significa la plenitud de libertad para aquellos cuyos
ingresos, ocios y seguridad no tienen necesidad de ser mejorados y, una porción
congrua de libertad para el pueblo, que puede intentar hacer valer inútilmente
sus derechos democráticos para protegerse contra el poder de los ricos. Y esto
no es todo; en ninguna parte los partidarios de liberalismo económico han
logrado realmente restablecer la libre empresa, que estaba condenada al fracaso
por razones intrínsecas. Y se debe a sus esfuerzos el que los big business se
hayan instaurado en diversos países de Europa, así como algunas variantes del
fascismo, como por ejemplo en Austria. La planificación, la reglamentación y el
dirigismo que querían ver desterrados, por considerarlos un peligro para la
libertad, han sido utilizados por los acérrimos enemigos de la libertad para
aboliría totalmente. En consecuencia, la obstrucción de los liberales a toda
reforma que implicase planificación, reglamentación, y dirigismo, ha hecho que
fuese prácticamente inevitable la victoria del fascismo.
La privación total de libertad en el fascismo
es, hablando con propiedad, el resultado fatal de la filosofía liberal que
pretende que el poder y la coacción constituyen el mal, y la libertad exige que
no tengan cabida en la comunidad humana. Pero esto no es posible, como se pone
claramente de manifiesto en una sociedad compleja. Aparentemente sólo existen
dos posibilidades: continuar siendo fieles a una idea ilusoria de libertad y
negar la realidad de la sociedad, o bien aceptar esta realidad y rechazar la
idea de libertad. La primera solución es la de los defensores del liberalismo
económico; la segunda la del fascismo.
Inevitablemente se llega a la conclusión de
que la posibilidad misma de libertad está en entredicho. Si la reglamentación es
el único modo de extender y reforzar la libertad en una sociedad compleja, y
hacer uso de ese medio es consiguientemente contrario a la libertad, entonces
esa sociedad no puede ser libre.
Como puede observarse, en la raíz del dilema
se encuentra la significación de la libertad misma. La economía liberal orientó
nuestros ideales en una falsa dirección. Dicha economía parecía acercarse a la
realización de esperanzas intrínsecamente utópicas. Ninguna sociedad es posible
sin que exista el poder y la coacción, ni tampoco un mundo en el que no existen
relaciones de fuerza. La ilusión consistía en imaginarse una sociedad basada
únicamente en los deseos del hombre. Y, sin embargo, esta ilusión era la que
daba una imagen de la sociedad fundada en el mercado, la que establecía una
equivalencia entre la economía, las relaciones contractuales y la libertad. Así
se estimulaba la ilusión radical de que no existía nada en la sociedad humana
que no proviniese de los deseos de los individuos y que, por lo tanto, nada
podía ser cambiado si no era por su voluntad. La perspectiva tenía como marco al
mercado, que «fragmentaba» la vida en, por una parte, el sector del productor
cuyo territorio termina allí donde comienza el mercado y por otra, el sector del
consumidor para el que todos los bienes provienen del mercado. El primero
obtiene «libremente» sus ingresos del mercado, el segundo los gasta en él
«libremente». La sociedad en su conjunto permanecía invisible. El poder del
Estado no contaba en absoluto, ya que el mecanismo del mercado debía funcionar
tanto más flexiblemente cuanto más débil fuese ese poder. Ni los electores, ni
los propietarios, ni los productores, ni los consumidores podían ser
considerados responsables de estas brutales restricciones de la libertad, que
hicieron su aparición al mismo tiempo que el paro y la miseria. Un hombre
honesto podía pensar que no tenía responsabilidad alguna en las medidas de
fuerza del Estado, a las que, personalmente, rechazaba; ni en los sufrimientos
provocados por la economía de los que no había obtenido ninguna ventaja. «Se
bastaba a sí mismo», «no debía nada a nadie» y no estaba coaligado con el mal
que emanaba del poder y del valor económico. El hecho de no ser responsable de
todo esto parecía tan evidente, que podía negar su realidad en nombre de su
libertad.
Pero el poder y el valor económico son un
paradigma de la realidad social. No son el producto de los deseos humanos; y la
falta de cooperación es necesaria para implantarlos. La función del poder es
asegurar el grado de conformidad necesario para la supervivencia del grupo; su
fuente última es la opinión; y ¿quien puede impedir que existan distintas
opiniones? El valor económico asegura la utilidad de los bienes producidos; debe
de existir previamente a la decisión de producirlos; es un sello fijado a la
división de trabajo. La fuente del valor económico radica en las necesidades
humanas y en la escasez; y, ¿cómo se puede esperar que no prefiramos unas cosas
a las otras? Cualquier opinión, cualquier deseo nos convertirá, pues en
participantes de la creación de poder y de la constitución del valor económico.
Y no es concebible ninguna libertad para poder actuar de otro modo.
Hemos llegado así a la última etapa de nuestro
razonamiento.
Desembarazados de la utopía del mercado, nos
encontramos frente a frente con la realidad de la sociedad. Y esta es la línea
divisoria entre el liberalismo por una parte, el fascismo y el socialismo por
otra. La diferencia entre estos dos últimos no es esencialmente económica, es
moral y religiosa. Incluso en aquellos casos en los que profesan una economía
idéntica, no son sólo diferentes sino que encarnan, en realidad, principios
opuestos. Y el aspecto último en el que disienten es, una vez más, la libertad.
Los fascistas, al igual que los socialistas, aceptan la realidad de la sociedad
con la finalidad que el conocimiento de la muerte ha impreso en la conciencia
humana. El poder y la coacción forman parte de esa realidad y, por tanto, un
ideal que quiera desterrarlos de la sociedad queda invalidado. La cuestión que
los separa es saber si, a la luz de este conocimiento, la idea de libertad puede
ser o no mantenida; la libertad ¿es una palabra vacía, una tentación destinada a
destruir al hombre y sus obras, o bien el hombre puede reafirmar su libertad
frente a este conocimiento y esforzarse por ponerla en práctica en la sociedad
sin caer en el ilusionismo moral? Esta angustiosa pregunta resume la condición
humana. El espíritu y el contenido de este trabajo deberían proporcionar
elementos para una respuesta.
Hemos invocado lo que consideramos que eran
los tres hechos constitutivos de la conciencia del hombre occidental: el
conocimiento de la muerte, el conocimiento de la libertad, el conocimiento de la
sociedad. El primero, según la leyenda judía, fue revelado en la historia del
Antiguo Testamento. El segundo por las enseñanzas de Jesucristo tal y como nos
muestra el Nuevo Testamento. La tercera revelación surgió porque vivimos en una
sociedad industrial. Ningún gran nombre histórico está ligado a ella.
Posiblemente Robert Owen es quien estuvo más cerca de convertirse en su
portavoz. Es esta revelación el conocimiento de la sociedad lo que constituye la
conciencia del hombre moderno.
Los fascistas respondieron al conocimiento de
la sociedad en tanto que realidad, rechazando el postulado de la libertad. El
fascismo niega el descubrimiento cristiano de la unicidad del individuo y de la
unicidad de la humanidad. Tal es el origen de la disposición degenerativa que
anida en él.
Robert Owen fue el primero en darse cuenta que
los Evangelios ignoraban la realidad de la sociedad. Es lo que él denominaba «la
individualización» del hombre según el cristianismo, y creía que únicamente en
una república cooperativa «todo lo que es verdaderamente válido en el
cristianismo» podía dejar de estar separado del hombre. Owen reconocía que la
libertad que hemos recibido a través de las enseñanzas de Jesús, era inaplicable
en una sociedad compleja. Su socialismo asumía precisamente la exigencia de la
libertad en esta sociedad compleja. La era postcristiana de la civilización
occidental había comenzado; en ella los Evangelios resultaban insuficientes,
pese a que estaban en la base de nuestra civilización.
El descubrimiento de la sociedad supone el
final o el renacimiento de la libertad. Mientras que el fascista se resignaba a
abandonar la libertad y glorificaba el poder, que es la realidad de la sociedad,
el socialista se resigna a esta realidad y, a pesar de ella, asume la exigencia
de libertad. Es así como el hombre alcanza la madurez y se convierte en un ser
humano capaz de existir en una sociedad compleja. Podemos citar una vez más las
inspiradas palabras de Robert Owen: «si alguna de las causas del mal no puede
ser suprimida por los nuevos poderes que los hombres están a punto de adquirir,
éstos sabrán que son males necesarios e inevitables, y dejarán de lamentarse
inútilmente como si fuesen niños».
La resignación constituyó siempre la fuente de
la fuerza del hombre y de su nueva esperanza. El hombre ha aceptado la realidad
de la muerte y ha constituido sobre ella el sentido de su vida física. Se
resignó a la verdad de que existe un alma que perder y que existe algo peor que
la muerte, y en esto fundó su libertad. En nuestra época, se resigna a la
realidad de la sociedad que puede significar el final de esta libertad. Pero,
una vez más, la vida brota de la última resignación. Al aceptar sin
lamentaciones la realidad de la sociedad, el hombre encuentra un coraje
indoblegable y la fuerza necesaria para suprimir cualquier injusticia
susceptible de ser suprimida y luchar contra el más mínimo ataque a la libertad.
Mientras se mantenga fiel a su ingente tarea
de conseguir más libertad para todos, no existe razón para temer que el poder o
la planificación se opongan a él y destruyan la libertad que está en vías de
conseguirse por su mediación. Tal es el sentido de la libertad en una sociedad
compleja: nos proporciona toda la certeza que necesitamos para vivir.
COMENTARIOS SOBRE LAS FUENTES
CAPÍTULO
I
I. EL EQUILIBRIO ENTRE LAS POTENCIAS
1. La política de equilibrio entre las potencias
La política de equilibrio entre las potencias
es una institución nacional inglesa. Tiene un carácter puramente pragmático que
no hay que confundir ni con el fundamento, ni con el sistema de equilibrio entre
las potencias. Esta política fue la consecuencia de la situación insular de
Inglaterra frente a un litoral continental ocupado por comunidades dotadas de
una organización política. «Su naciente escuela de diplomacia, desde Wolsey a
Cecil, pretendió conseguir el equilibrio entre las potencias como la única
opción posible de seguridad para Inglaterra frente a los grandes Estados
continentales en fase de formación», afirma Trevelyan. Esta política se
instituyó, sin duda, con los Tudor, pero fue practicada tanto por sir William
Temple, como por Canning, Palmerston o sir Edward Grey, y se anticipó, en un
siglo al menos, a la aparición del sistema de equilibrio entre las potencias en
el Continente europeo. Se puso en práctica de un modo completamente
independiente a las doctrinas continentales propuestas por Fenelón o Vattel, que
la elevaron a categoría de principio. El desarrollo de este sistema favoreció
enormemente la política nacional inglesa, ya que le permitió organizar con mucha
más facilidad sus alianzas alternativas frente a las potencias dominantes en el
Continente. Los hombres de Estado británicos tuvieron tendencia, por tanto, a
favorecer la idea de que la política inglesa de equilibrio entre las potencias
no era en realidad más que una expresión del principio general del equilibrio y
que Inglaterra, al seguir esta vía política, no hacía más que desempeñar la
función que le correspondía en un sistema fundado sobre esas bases. La
especificidad inglesa, basada en su política de autodefensa, muy diferente de
cualquier principio general, no era desdibujada por estos hombres
deliberadamente. En su libro Twentyfive Years, 1892-1916, sir Edward Grey
escribía: «Gran Bretaña no se opuso, en teoría, al predominio de un grupo
poderoso en Europa, cuando éste parecía actuar en favor de la estabilidad y de
la paz. Más bien, por el contrario, sostuvo casi siempre este tipo de
estrategia. Únicamente cuando la potencia dominante pasó a ser agresiva, y
cuando Gran Bretaña tuvo la impresión de que sus propios intereses estaban
amenazados, hizo gravitar su política, más por instinto de conservación que de
modo deliberado, sobre lo que puede denominarse el equilibrio entre las
potencias». Inglaterra mantendría en consecuencia el desarrollo de un sistema de
equilibrio entre las potencias por su propio interés legítimo. Dos citas nos
muestran la confusión que implica esta manera de enfocar las cosas, confundiendo
dos referencias esencialmente diferentes sobre el equilibrio entre las naciones
poderosas. En 1787, Fox preguntaba indignado al Gobierno: «¿No puede Inglaterra
seguir manteniendo el equilibrio entre las potencias en Europa y al mismo tiempo
ser considerada como la protectora de sus libertades?». Reclamaba para
Inglaterra el título de paladín defensor del sistema de equilibrio entre las
potencias en Europa. Cuatro años más tarde Burke describía este mismo sistema
como «el derecho público de Europa» considerándolo como algo en vigor durante
dos siglos. Este tipo de identificaciones retóricas de la política nacional
inglesa con el sistema europeo de equilibrio dificultaba a los americanos
distinguir entre dos concepciones que resultaban tan nocivas para ellos la una
como la otra.
2. El equilibrio entre las potencias, ley histórica
Otro significado del equilibrio entre las
potencias se basa directamente en la naturaleza de las unidades de poder. Fue
Hume el primero en formularlo en el pensamiento moderno, pero lo que él había
conseguido expresar se volatilizó durante el eclipse casi total del pensamiento
político que siguió a la Revolución industrial. Hume reconocía que el fenómeno
era de naturaleza política y subrayaba que era independiente de los hechos
psicológicos o morales, ya que, cualesquiera que fuesen los móviles de los
actores, se verían obligados a actuar así siempre y cuando se comportasen como
personificaciones del poder. La experiencia muestra, escribe Hume, que «los
efectos son siempre los mismos, aunque el móvil sea una política prudente o la
competitividad envidiosa». F. Schuman, por su parte, dijo: «Si se supone un
sistema de Estados compuesto por tres unidades, A, B y C, es evidente que el
crecimiento del poder de uno cualquiera de ellos implica una disminución del
poder de los otros dos». De donde infiere que el equilibrio entre las potencias
« bajo su forma elemental está destinado a mantener la independencia de cada una
de las unidades del sistema de los Estados». Habría muy bien podido generalizar
el postulado para hacerlo aplicable a cualquier tipo de unidad de poder, fuesen
o no sistemas políticos organizados. Tal es en efecto la forma bajo la que
aparece el equilibrio entre las potencias en la sociología de la historia.
Toynbee, en su libro La historia. Un ensayo de interpretación, señala que las
unidades de poder se ven avocadas a expandirse en la periferia de los grupos de
poder más que en el centro, en donde las presiones son mayores. Estados Unidos,
Rusia y Japón, así como los dominios británicos, se extendieron prodigiosamente
en una época en la que cambios territoriales, incluso mínimos, resultaban
prácticamente imposibles en Europa central y occidental. Pirenne formula una ley
histórica similar, cuando subraya que, en comunidades relativamente poco
organizadas, se forma con frecuencia un núcleo de resistencia frente a la
presión exterior, en las regiones más alejadas de las zonas de poder. Y así, por
ejemplo, cita el caso de la formación del Reino de los francos por Pipino, que
tuvo lugar lejos, en el norte, o también la emergencia de la Prusia oriental
como centro organizador alemán. Se puede considerar en esta misma órbita la ley
del belga De Greef sobre el Estado tapón, que parece haber influido en la
escuela de Frederick Turner y contribuido a que se formase en el Oeste americano
el concepto de la «Bélgica nómada». Estos conceptos de equilibrio y de
desequilibrio entre las potencias son independientes de leyes morales o
psicológicas; se refieren únicamente al poder, lo que revela su naturaleza
política.
3. El equilibrio entre las potencias en tanto que principio y sistema
Una vez que se reconoce que un interés humano
es legítimo, se deriva de él una norma de conducta. Se reconoció desde 1648 el
interés que los Estados europeos tienen en conservar el statu quo establecido
por los tratados de Münster y Wesfalia, como lo había impuesto la solidaridad de
los dignatarios. El tratado de 1648 fue firmado prácticamente por todas las
potencias europeas que se comprometieron a defenderlo. El estatuto internacional
de Estados soberanos, como el de los Países Bajos y Suiza, datan de este
Tratado. A partir de entonces, los Estados podían suponer acertadamente que
cualquier modificación importante del statu quo tendría repercusiones en todos
los otros Estados. Tal es la forma rudimentaria del equilibrio entre las
potencias, en tanto que principio fundacional de la familia de naciones. Por
esta razón, no se pensaba que un Estado que actuaba siguiendo este principio se
comportaba de un modo hostil hacia una potencia que sospechaba, con razón o sin
ella, que pretendía modificar el statu quo. Por supuesto, este estado de cosas
iba a facilitar enormemente la formación de coaliciones opuestas a los cambios.
Este principio fundacional tardó en ser reconocido setenta y cinco años, hasta
que, en el Tratado de Utrech «ad conservandum in Europa equilibrium», los
territorios españoles fueron repartidos entre Borbones y Habsburgos. Mediante
este reconocimiento formal del principio, Europa fue progresivamente organizada
en un sistema que lo aceptaba como base.
Como la absorción o el dominio de pequeñas
naciones por potencias más fuertes y poderosas podía alterar el equilibrio entre
las potencias, la independencia de dichas naciones fue indirectamente
garantizada por este sistema. La organización de Europa a partir de 1648, e
incluso después de 1713, podía ser imprecisa, pero debe atribuirse al sistema de
equilibrio entre las potencias el mantenimiento de todos los Estados, grandes y
pequeños, a lo largo de un período de casi doscientos años. Innumerables guerras
se llevaron a cabo en su nombre, y aunque haya que considerarlas, sin excepción,
como inspiradas por estrategias de poder, en numerosos casos el resultado fue el
mismo que si esos países hubiesen actuado siguiendo el principio de la garantía
colectiva contra actos gratuitos de agresión. No existe otra explicación que dé
cuenta de la permanencia de entidades políticas desprovistas de poder como
Dinamarca, Holanda, Bélgica y Suiza durante largos períodos de tiempo y a pesar
de las fuerzas aplastantes que amenazaban sus fronteras. Lógicamente, la
distinción entre un principio y una organización fundada en él, un sistema, es
evidente. Pero no convendría, sin embargo, subestimar la eficacia de los
principios, incluso en una etapa de débil organización, es decir, cuando aún no
han alcanzado un nivel de institucionalización y se contentan simplemente con
proporcionar directrices a las prácticas cotidianas o a la costumbre admitida.
Europa se convirtió en un sistema sin poseer siquiera un centro fijo, reuniones
periódicas, funcionarios comunes o un código obligado de conducta, simplemente
porque las diversas cancillerías y los miembros de los cuerpos diplomáticos se
mantuvieron siempre en estrecha relación unos con otros. Su estricta tradición
en lo que se refiere a la regulación de informes, démarches, memorias realizadas
conjunta o separadamente, en términos idénticos o no eran todos ellos medios
para expresar situaciones de fuerza sin necesidad de convertirlas en crisis, a
la vez que se abrían nuevos cauces para establecer compromisos o, a fin de
cuentas, para actuar conjuntamente en el caso de que fracasasen las
negociaciones. En realidad, el derecho a intervenir conjuntamente en los asuntos
de los pequeños Estados, cuando los intereses legítimos de las potencias se
veían amenazados, no era otra cosa que la existencia de un directorio europeo
poco estructurado.
Muy posiblemente el pilar más sólido de este
sistema informal era el ingente número de negocios privados que se llevaban a
cabo, muchas veces bajo la forma de tratados comerciales o de cualquier otro
medio internacional dotado de eficacia por costumbre o tradición. Los gobiernos
y sus ciudadanos influyentes estaban atados de innumerables modos a los diversos
hilos financieros, económicos y jurídicos, a través de los cuales se producían
los intercambios internacionales. Una guerra local significaba pura y llanamente
una breve interrupción de algunas de esas transacciones, mientras que los
intereses enraizados en otras transacciones que permanecían definitivamente o al
menos temporalmente indemnes se imponían de un modo aplastante a los que
buscaban en los azares de la guerra los puntos débiles de sus enemigos. Esta
presión silenciosa del interés privado, que impregnaba toda la vida de las
comunidades civilizadas y que trascendía las barreras nacionales, era la
invisible y activa clavija de la reciprocidad internacional que proporcionaba al
principio del equilibrio entre las potencias sanciones eficaces, incluso cuando
éste no había adquirido aún la forma organizada de un Concierto europeo o de una
Sociedad de Naciones.
4. El equilibrio entre las potencias, ley histórica
D. HUME, «On the Balance of
Power», Works, vol. III, 1854, p. 364. F. SCHUMAN, International Polines, 1933,
p. 55. A.J. TOYNBEE, Study of History, vol. III, p. 302.
H. PIRENNE, Histoire de l'Europe
des invasions au 16" siécle, París, 1936.
BARNESBECKERBECKER, sobre De Greef, vol. II,
p. 871.
A. HOFMANN, Das deutsche Land un die deutsche
Geschichte, 1920. Véase también la escuela geopolítica de Haushofer.
En el otro polo: B. RusSELL,
Power; LASSWELL, Psychopathology and Poliíics; World Polines and Personal
Insecurity, y otras obras. Véase también ROSTOVTZEFF, Social and Economic
History ofthe Hellenistic World, cap. 4, Primera parte.
El equilibrio entre las potencias en tanto que
principio y sistema.
J. P. MAYER, Political Thought,
p. 464. VATTEL, Le Droit des gens, 1758.
A.S.HERSHEY, Essentials of
International Public Law and Organization,1927, pp. 567569.
D. P. HEATLEY, Diplomacy and the
Study of International Relations, 1919. L. OPPENHEIM, International Law.
La paz de los cien años LEATHES,
Modern Europe, Cambridge Modern History, vol. XII, chap. I. TOYNBEE, A. J.,
Study of History, vol. IV (C), pp. 142153.
SCHUMAN, F., International
Politics, Bk. I, chap. 2.
CLAPHAM, J. H. Economic
Development of Franee and Germany, 1815-1914, p. 3. ROBBINS, L., The Great
Depression (1934), p. 1.
LIPPMANN, W., The Good Society.
CUNNINGHAM, W., Growth of
English Industry and Commerce in Modem Times.
KNOWLES, L. C. A., Industrial
and Commercial Revolutions in Great Britainduring the 19lh Century (1927).
CARR, E. H., The 20 Years'
Crisis 1919-1939 (1940).
CROSSMAN, R. H. S., Government
and the Govemed (1939), p. 225. HAWTREY, R. G., The Economic Problem (1925), p.
265.
El ferrocarril de Bagdad Sobre el conflicto
solventado por el acuerdo angloalemán del 15 de junio de 1914 véase: BUELL, R.
L., International Relations (1929).
HAWTREY, R. G., The Economic
Problem (1925). MOWAT, R. B., The Concert of Europe (1930), p. 313.
STOLPER, G., This Age of Fable
(1942).
Para conocer la opinión
contraria: FAY, S. B.,
Origins ofthe World War, p. 312.
FEIS, H., Europe, The World's
Banker, 1870-1914(1930), pp. 355 y siguientes. El concierto europeo LANGER, W.
L., European Alliances and Alignments (1871-1890) (1931). SONTAG, R. J.,
European Diplomarte History (1871-1932) (1933).
ONKEN, H., The Germán Empire,
Cambridge Modern History, vol. XII. MAYER, J. P., Political Thought (1939), p.
464.
MOWAT, R. B., The Concert of
Europe (1930), p. 23.
PHILLIPS, W. A., The
Confederation of Europe 1914 (2.a ed, 1920). LASSWELL, H. D., Politics, p. 53.
MUIR, R., Nationalism and
lntemationalism (1917), p. 176. BUELL, R. L., InternationalRelation (1929), p.
512.
II. LA PAZ DE LOS CIEN AÑOS
1. Los hechos
Durante el siglo que va desde 1815a 1914 las
grandes potencias europeas no estuvieron en guerra entre ellas más que durante
muy breves períodos: seis meses en 1859, seis semanas en 1866 y nueve meses
entre 1870-1871. La guerra de Crimea, que duró exactamente dos años, tuvo un
carácter periférico y semicolonial, como reconocen de común acuerdo
historiadores como Clapham, Trevelyan, Toynbee y Binkley. Además, durante esta
guerra los bonos rusos que estaban en manos de los potentados ingleses fueron
muy estimados en Londres. La diferencia fundamental entre el siglo XIX y los
siglos precedentes es la que existe entre guerras generales ocasionales y la
ausencia completa de una guerra general. La afirmación del mayor Fuller de que
no existió un año sin guerra durante el siglo XIX, nos parece por tanto sin
ningún fundamento. Y cuando Quincy Wright compara el número de años de guerra de
los diferentes siglos, sin tener en cuenta la diferencia existente entre guerras
generales y guerras locales, nos parece que deja de lado una cuestión
importante.
2. El problema
El cese de las guerras comerciales, casi
continuas entre Inglaterra y Francia, que desembocaban con frecuencia en guerras
generales, exige especialmente alguna explicación. Esta está ligada a dos hechos
que pertenecen al terreno de la economía política: a) la desaparición del viejo
imperio colonial y b) el paso de la era del librecambio a la del patrón-oro
internacional. Mientras que los partidarios de la guerra perdían poder
rápidamente debido a las nuevas formas de comercio, los partidarios de la paz
hacían su aparición con fuerza, como consecuencia de la nueva moneda
internacional y de la estructura del crédito asociada al patrón-oro. El interés
de todas las economías nacionales consistía entonces en mantener monedas
estables y hacer funcionar los mercados mundiales de los que dependían ingresos
y empleos. Al expansionismo tradicional sucedió, pues, una tendencia
antiimperialista casi general en las grandes potencias hasta 1880. (Nos hemos
referido a ello en el capítulo 18). Parece, pues, que existió un hiato de más de
medio siglo (1815-1880) entre el período de las guerras comerciales, cuando se
pensaba que el desarrollo del comercio rentable afectaba a la política
extranjera, y un período más reciente, durante el cual los intereses de los
propietarios de bonos extranjeros y de los inversores directos no fueron
considerados como algo que legítimamente concernía a los ministros de asuntos
exteriores. Fue durante este medio siglo cuando se estableció la doctrina según
la cual los negocios privados no tenían por qué influir en los asuntos
exteriores; y únicamente al final de este período las cancillerías volvieron a
considerar que estas reivindicaciones eran admisibles, no sin fuertes reservas
provocadas por la nueva disposición de la opinión pública. Nuestra tesis es que
este cambio se debió al carácter del comercio, cuya amplitud y éxito, dadas las
condiciones del siglo XIX, ya no dependían de la política directa seguida por
las potencias; y que el retorno progresivo de la influencia de los negocios
sobre la política exterior se debía a un nuevo tipo de negocios cuyos intereses
iban más allá de las fronteras nacionales. Pero, mientras estos intereses fueron
pura y simplemente los de los corredores de bonos extranjeros, los gobiernos
dudaban mucho a la hora de dejarse influenciar por ellos ya que, durante mucho
tiempo, se consideraban los empréstitos extranjeros como meramente especulativos
en el sentido más estricto del término; las rentas se invertían en bonos
nacionales del Estado; ningún Estado pensaba que merecía la pena ayudar a los
naturales del país que estaban comprometidos en la arriesgada empresa de prestar
dinero a Estados ultramarinos de dudosa reputación. Canning rechazaba con
firmeza las reclamaciones de los inversores que esperaban que el gobierno
británico se interesase por sus pérdidas en el extranjero y rechazaba
categóricamente que por el hecho de que Gran Bretaña reconociese a las
repúblicas latinoamericanas, éstas reconociesen sus deudas extranjeras. La
célebre circular de Palmerston de 1848 es el primer signo de un cambio de
actitud que, sin embargo, no fue nunca muy lejos, ya que los intereses de los
negocios de la comunidad comercial estaban tan enormemente diseminados que el
gobierno no podía permitir que un pequeño capital invertido complicase el
desarrollo de los negocios de todo un imperio mundial. La política exterior se
interesó de nuevo por las empresas especulativas en el extranjero: y ello se
debió esencialmente a la desaparición del librecambio y del retorno a los
métodos del siglo XVIII. Pero, como el comercio había comenzado entonces a estar
estrechamente imbricado con inversiones extranjeras, cuyo carácter no era
especulativo sino normal, la política exterior volvió de nuevo a su línea
tradicional, que consistía en servir a los intereses comerciales de la
comunidad. No es tanto este proceso el que necesita una explicación, cuanto la
desaparición de intereses de este tipo mientras duró el mencionado hiato.
CAPÍTULO II
I. LA RUPTURA DEL HILO DE ORO
La estabilización forzada de las monedas
precipitó el derrumbamiento del patrón-oro. La punta de lanza del movimiento de
estabilización fue Ginebra, quien transmitió a los Estados más débiles desde el
punto de vista financiero las presiones ejercidas por la City de Londres y por
Wall Street.
Los países vencidos formaron el primer grupo
que estabilizó sus monedas, que habían sufrido tras la Primera Guerra mundial la
quiebra. El segundo estaba constituido por los países vencedores europeos
quienes, por lo general, estabilizaron sus monedas más tarde que el primer
grupo. El tercer grupo, los Estados Unidos, fue quien más se benefició del
retorno al patrón-oro.
Países vencidos.
Estabilizan sus monedas en las fechas. Rusia:
1923; Austria: 1923; Hungría: 1924; Alemania: 1924; Bulgaria: 1925; Finlandia:
1925; Estonia: 1926; Grecia: 1926; Polonia: 1926.
Países vencedores.
Abandona el patrón oro: /Estabiliza.
Gran Bretaña: 1925: :/1931.
Francia: 1926: / 1936.
Bélgica: 1926: / 1936.
Italia: 1926: / 1933.
Prestamista universal Abandona el patrón oro
Estados Unidos: 1933.
El desequilibrio del primer grupo recayó
durante un cierto tiempo en el segundo. Y, a partir del momento en que este
segundo grupo estabilizó su moneda, sus miembros necesitaron también apoyo, que
les fue proporcionado por el tercer grupo. Este grupo estaba formado por los
Estados Unidos, quienes sufrieron con mayor dureza el desequilibrio acumulativo
de la estabilización europea.
II. GOLPE PENDULAR TRAS LA PRIMERA GUERRA
MUNDIAL.
El cambio en el movimiento del péndulo tras la
Primera Guerra mundial fue rápido y general, pero de débil intensidad. En la
mayoría de los países de Europa central se produjo, en el período 1918-1923,
pura y simplemente una restauración conservadora a continuación de una república
democrática (o socialista), como consecuencia de la derrota; algunos años más
tarde gobiernos de partido único se habían instalado casi en todas partes. Y una
vez más el movimiento era bastante general.
III. LAS FINANZAS Y LA PAZ.
No existen prácticamente materiales
disponibles sobre el papel político jugado por las finanzas internacionales a lo
largo de la primera mitad del siglo XX. El libro de Corti sobre los Rothschild
no cubre más que el período anterior al Concierto europeo. Su participación en
el mercado de las acciones del Canal de Suez, la oferta realizada por los
Bleichroeder para financiar los emolumentos de guerra contraídos por Francia en
1871 mediante la emisión de un préstamo internacional, y las amplias
transacciones de la época del ferrocarril oriental no figuran en esta obra.
Trabajos históricos, como los de Langer y Sontag, no prestan más que una mínima
atención a las finanzas internacionales (el segundo no las incluye cuando
enumera los factores de paz); las anotaciones de Leathes en la Cambridge Modern
History constituyen casi una excepción. La crítica liberal independiente se
dirigió a mostrar, por una parte, la falta de patriotismo de los financieros y,
por otra, su tendencia a apoyar las tendencias proteccionistas e imperialistas
en detrimento del librecambio: entre estos autores figuran Lysis en Francia o J.
A. Hobson en Inglaterra. Dos obras marxistas, los estudios de Hilferding o
Lenin, pusieron de relieve las fuerzas imperialistas procedentes de los bancos
nacionales y su relación orgánica con la industria pesada. Sus argumentos,
además de limitarse estrictamente a Alemania, no son aplicables a la Banca
internacional.
La influencia de Wall Street sobre los sucesos
que tuvieron lugar en los años veinte parece ser demasiado reciente para que
pueda ser estudiada con objetividad. No existen casi dudas acerca de que su peso
jugó en la balanza, predominantemente del lado de la moderación y de la
mediación internacionales, desde la época de los tratados de paz hasta el plan
Dawes, el plan Young y la liquidación de las reparaciones en Lausana e incluso
más tarde. Publicaciones recientes tienden a conferir un espacio especial al
problema de las inversiones privadas, tal como sucede en la obra de Stanley que
excluye explícitamente los préstamos a los Estados, emitidos por otros Estados o
por inversores privados; esta restricción excluye de su interesante estudio una
apreciación general de las finanzas internacionales. El excelente trabajo de
Feis, en el que nos hemos inspirado abundantemente, abarca esta cuestión
prácticamente en su conjunto, pero se resiente también de la inevitable penuria
de materiales auténticos, ya que los archivos de las altas finanzas no son
todavía accesibles. El magnífico trabajo de Earle, Remer y Viner presenta
también las mismas limitaciones.
CAPÍTULO IV
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS SOBRE SOCIEDADES Y
SISTEMAS ECONÓMICOS
El siglo XIX pretendió establecer un sistema
económico autorregulador basado en el móvil de la ganancia individual. Hemos
defendido aquí que este proyecto era, por la propia naturaleza de las cosas,
imposible. Nos interesamos ahora simplemente por la manera deformada de
contemplar la vida y la sociedad que subyacía a este modo de plantear el
problema. Los pensadores del siglo XIX, por ejemplo, consideraban como algo
establecido que resultaba «natural» comportarse en el mercado como un
negociante, por lo que cualquier comportamiento distinto era considerado como un
comportamiento económico artificial, producto de una ingerencia en los instintos
del hombre; estos pensadores creían también que los mercados surgirían
espontáneamente, si se dejaba libre curso a la actividad de los hombres, y que
el tipo de sociedad resultante podía ser más o menos deseable, desde el punto de
vista moral, pero, desde el punto de vista práctico, estaba basada en caracteres
inmutables del género humano. Las recientes investigaciones prueban justamente
lo contrario desde diferentes perspectivas de las ciencias humanas, tales como
la antropología social, la economía de las sociedades primitivas, la historia de
las primeras civilizaciones y la historia general de la economía. En realidad,
no existen hipótesis antropológicas o sociológicas de la filosofía del
liberalismo económico explícitas o implícitas, que no hayan sido claramente
refutadas. Veamos a continuación algunas proposiciones en este sentido.
1. El afán de lucro no es algo «natural» al hombre
«Uno de los rasgos característicos de la
economía primitiva es la ausencia del menor deseo de sacar beneficio, ya sea de
la producción, ya sea del intercambio» (Thurnwald, Economics in Primitive
Communities, 1932, p. XIII. «Otra noción que conviene desacreditar, de una vez
por todas, es la del hombre económico primitivo que se encuentra en algunos
manuales de economía política» (Malinowski, Argonauts of the Western Pacific,
1930, p. 60).«Debemos rechazar los Idealtypen del liberalismo de Manchester, que
no son únicamente falsos desde el punto de vista teórico, sino también
histórico» (Brinkmann, «Das soziale System des Kapitalismus», en Grundriss der
Sozialó'konomik, IV, p. 11).
2. No es algo «natural» al hombre esperar una paga a cambio de su
trabajo
«La ganancia, que constituye el estímulo del
trabajo en las comunidades más desarrolladas, no desempeña nunca ese papel en el
medio indígena» (Malinowski, Argonauts, op. c, p. 156). «En las sociedades que
no han sufrido la influencia de la sociedad occidental, no se encuentra el
trabajo asociado a la idea de pago» (Lowie, «Social Organization», en
Encyclopedia of the Social Sciences, vol. XIV, p. 14). «En ningún lugar se
alquila o se vende el trabajo» (Thurnwald, Die menschliche Gesellschaft, libro
III, 1932, p. 169). Constituye un hecho general «tratar el trabajo como una
obligación que no exige una remuneración» (Firth, Primitive Economics of the New
Zealand Maori, 1929). «Incluso en la Edad Media, la remuneración del trabajo era
algo inaudito en el caso de los extranjeros».
«El extranjero no posee una relación personal
de vasallaje y, por tanto, debe trabajar para adquirir honor y reconocimiento».
Los menestrales, los que eran extranjeros, «aceptaban ser pagados y, por
consiguiente, eran despreciados» (Lowie, op. c).
3. Restringir el trabajo al mínimo posible no es «natural» al hombre
«Conviene observar que el trabajo no se limita
nunca al mínimo indispensable, sino que, bien sea por una inclinación natural o
por costumbres adquiridas, supera siempre la cantidad estrictamente necesaria
para la realización de una obra» (Thurnwald, Economics, op. c, p. 209). «El
trabajador tiene siempre tendencia a ir más allá de lo que es estrictamente
necesario» (Thurnwald, Die menschliche, op. c, p. 163).
4. Las motivaciones habituales del trabajador no son la ganancia sino
la reciprocidad, la competición, el placer de trabajar y el reconocimiento
social.
a) La reciprocidad: « La mayor parte de los
actos económicos, por no decir todos, pertenecen a la misma cadena de dones y
contra dones recíprocos que terminan por equilibrarse a largo plazo... El hombre
que desobedeciese repetidamente a los mandatos de la ley en sus transacciones
económicas no tardaría en encontrarse fuera del orden social económico, algo de
lo que todo el mundo es perfectamente consciente (Malinowski, Crime and Custom
in Savage Society, 1926, pp. 4041).
b) La competición: «La competición es
apasionada, la ejecución, pese a la uniformidad de su objetivo, es de calidad
variable... Se pugna por destacar en la ejecución de las tareas» (Goldenweiser,«
Loóse Ends of Theory on the Individual, Pattern, and Involution in Primitive
Society»,en Essays in Anthropology, 1936, p. 99). «Los hombres rivalizan entre
sí para ver quién trabaja más rápido, quién realiza la mejor tarea, levanta los
fardos más pesados de leña para llevarlos a la huerta o transporta más ñames
cosechados» (Malinowski, Argonauts, op. c, p. 61).
c) El placer de trabajar: « El trabajo en sí
mismo es uno de los rasgos constantes en la industria de los Maori» (Firth, «
Some Features of Primitive Industry»,E.J., vol. I, p. 17).
«Se dedica mucho tiempo y aplicación a
trabajos de acondicionamiento: mantenimiento de los huertos, desescombrar y
limpiar, edificar hermosas y sólidas empalizadas, procurarse gruesos y
resistentes rodrigones de ñames. Todos estos trabajos son, en cierto modo,
necesarios para que las plantas lleguen a madurar en buenas condiciones, pero no
cabe duda de que los indígenas se afanan en estas tareas mucho más de lo
indispensable» (Malinowski, Argonauts op.c. p. 59).
d) El reconocimiento social: «La perfección de
su huerto es el indicador general del valor social de una persona» (Malinowski,
Coral Gardetts and Their Magic, vol. II, 1935, p. 124).
«Se espera de cada uno de los miembros de la
comunidad que den muestras de un grado normal de laboriosidad» (Firth, Primitive
Polynesian Economy, 1939, p. 161). «Los habitantes de las Islas Andaman
consideran la pereza como un comportamiento antisocial» (RadcliffeBrown, The
Andaman Islanders). «Poner el propio trabajo a disposición de los demás no es
solamente un servicio económico, sino también un servicio social» (Firth, op. c,
p. 303).
5. El hombre es el mismo a lo largo de la historia
Linton, en su libro Study of Man, afirma que
hay que desconfiar de las teorías psicológicas sobre la determinación de la
personalidad y señala que «observaciones generales permiten concluir que todo el
abanico de tipos de personalidad existe en todas las sociedades... En otros
términos, una vez que el observador atraviesa la pantalla de las diferencias
culturales, encuentra que esas gentes son fundamentalmente como nosotros».
Thurnwald insiste en las semejanzas que presentan los hombres en todas las
etapas de su desarrollo: «La economía primitiva estudiada en este libro no se
diferencia en nada, en la medida en que se ocupa de las relaciones existentes
entre los hombres, de otras formas de economía, y se sustenta en los mismos
principios generales de la vida social» (Economics, p. 288). «Algunas emociones
colectivas de naturaleza elemental son esencialmente las mismas para todos los
seres humanos y explican la vuelta a configuraciones semejantes en su existencia
social» (Essays in Anthropology, p. 383). El libro de Ruth Benedict, Patterns of
Culture, se basa, a fin de cuentas, en una hipótesis del mismo tipo: «He hablado
como si el temperamento de los hombres permaneciese constante, como si en toda
sociedad estuviese potencialmente disponible, grosso modo, una distribución de
temperamentos semejantes y como si la cultura eligiese entre ellos en función de
sus propias pautas y formase a la gran mayoría de los individuos en el molde de
la conformidad. Por ejemplo, la experiencia del trance, si aceptamos esta
interpretación, es una potencialidad para un cierto número de individuos de
cualquier población. Cuando el trance se ve honrado y recompensado, una alta
proporción de individuos lo practicará o lo simulará». Malinowski mantuvo
constantemente la misma posición en su obra.
6. Los sistemas económicos, por regla general, están integrados en las
relaciones sociales; la distribución de los bienes materiales no responde a
motivaciones económicas.
La economía primitiva es «una ciencia social
que se interesa únicamente por los hombres en la medida en que constituyen los
engranajes solidarios de una misma máquina».
(Thurnwald, Economics, p. 12). Esto es
igualmente aplicable a la riqueza, el trabajo y el trueque. «La riqueza
primitiva no es de naturaleza económica, sino social» (Thurnwald, op. c). La
mano de obra es capaz de realizar un «trabajo eficaz», puesto que lo realiza «en
el marco de una acción organizada por fuerzas sociales» (Malinowski, Argonauts,
p. 157).
«El intercambio de bienes y servicios se lleva
a cabo casi siempre en el marco de una asociación duradera, ya sea en función de
lazos sociales específicos, ya sea vinculada a una determinada reciprocidad en
los negocios económicos» (Malinowski, Crime and Custom, p. 39).
Los dos grandes principios que gobiernan el
comportamiento económico parecen ser la reciprocidad y el stockage con
redistribución: «El conjunto de la vida tribal está dominado por el juego
permanente del toma y daca» (Malinowski, Argonauts, p. 167). «Dar hoy significa
recibir mañana. Tal es la consecuencia que se deriva del principio de
reciprocidad y que impregna todas las relaciones existentes entre los
primitivos» (Thurnwald, Economics, p. 106). Para facilitar esta reciprocidad
existirá una determinada «dualidad» institucional o una «simetría estructural»
en las sociedades salvajes en tanto que base indispensable de obligaciones
recíprocas (Malinowski, Crime and Custom, p. 25). «Entre los Bánaro la
repartición simétrica de sus lugares santos se funda en la estructura de su
sociedad, que es también simétrica» (Thurnwald, Die Gemeinde der Bánaro, 1921,
p. 378). Thurnwald descubrió que independientemente de este comportamiento en lo
que se refiere a los intercambios y los servicios mutuos, aunque en estrecha
relación con ellos, la práctica del almacenamiento y de la redistribución era
aplicable en líneas generales desde la tribu primitiva que vivía de la caza
hasta los más grandes Imperios. Los bienes se recogían de forma centralizada
para ser distribuidos posteriormente a los miembros de la comunidad de múltiples
formas. Por ejemplo, entre los pueblos de Melanesia y Polinesia «los reyes», en
tanto que representantes del primer clan, se apropiaban de todas las rentas y
las redistribuían posteriormente a la población como muestra de su generosidad»
(Thurnwald, Economics, p. XII). Esta función distributiva es una fuente
primordial del poder político de las organizaciones centrales (Thurnwald, op.c,
p. 107).
7. La búsqueda individual de alimentos para uso propio y para la propia
familia no formaba parte de la vida de los hombres primitivos.
Los clásicos suponían que el hombre
preeconómico debía de cuidar de sí mismo y de su familia. Este postulado fue
puesto de relieve por Carl Bücher en su obra pionera y desde entonces adquirió
gran predicamento. Las investigaciones recientes refutan unánimemente a Bücher
en este punto (Firth, Primitive Economics ofthe New Zealand Maori, pp. 12, 206,
350. Thurnwald,
Economics, p. 170, 268, y Die menschliche Gesellschaft, vol. III, p. 146.
Herskovits, The Economic Life of Primitive Peoples, 1940, p. 34.
Malinowski, Argonauts, p. 167,
nota).
8. La reciprocidad y la redistribución son principios de comportamiento
económico no solamente aplicables a las pequeñas comunidades primitivas sino
también a los grandes y ricos Imperios.
«El reparto tiene su historia particular, que
se inicia en la más primitiva tribu de cazadores».
«No ocurre lo mismo en las sociedades en las
que una estratificación más pronunciada se materializó en una época más
reciente...». «El contacto entre pastores y agricultores nos ofrece uno de los
más llamativos ejemplos de ello». «Las condiciones en las que el reparto se
lleva a cabo varían considerablemente en función de los países y de las
poblaciones, pero se puede observar que la función distributiva adquiere la
mayor importancia a medida que se incrementa el poder político de determinadas
familias, y que ascienden los déspotas. Los regalos de los campesinos se
convierten poco a poco en "tasas", que el jefe reparte como un producto entre
sus funcionarios y particularmente entre aquellos que están directamente
vinculados a su persona».
«Esta evolución implica nuevas complicaciones
en la organización del reparto» (...). «En todos los Estados arcaicos la antigua
China, el Imperio Inca, los reinos de la India, Egipto, Babilonia utilizaron
monedas de metal para el pago de tasas y de salarios, pero los pagos en especie
constituían la regla dominante, y el Soberano sacaba los bienes de los almacenes
en donde los conservaba para distribuirlos a los funcionarios, al ejército, en
suma, a la parte de la población improductiva: artículos de cerámica, vestidos,
joyas, esculturas, etc. En estos casos la distribución respondía a una función
económica fundamental» (Thurnwald, Economics, pp. 106-108).
«Cuando se habla de feudalismo, se piensa
inmediatamente en la Europa de la Edad Media..., sin embargo en las sociedades
estratificadas éste no tarda en hacer su aparición. La verdadera causa de la
feudalidad es el hecho de que la gran mayoría de las transacciones se efectúen
en especie y que el estrato superior reivindique para sí todo el ganado y toda
la tierra» (Thurnwald, op. c, p. 195).
CAPÍTULO
V
ALGUNAS REFERENCIAS SOBRE LA EVOLUCIÓN DEL
MODELO DEL MERCADO
El liberalismo económico se sustentaba en la
idea falsa de que sus prácticas y sus métodos eran la consecuencia natural de
una ley general del progreso. Para evitar fisuras en esta concepción, proyectaba
hacia el pasado los principios subyacentes al mercado autorregulador, de forma
que abarcasen al conjunto de la historia de la civilización humana. El efecto de
esta manera de proceder fue la deformación de la verdadera naturaleza y de la
génesis del comercio, los mercados y el dinero, hasta el punto de sembrar una
confusión total que impedía un análisis objetivo de estos fenómenos.
1. Los actos individuales de «trueque y cambio» se practican sólo
excepcionalmente en las sociedades primitivas.
«En el origen, el trueque era algo
completamente desconocido. El hombre primitivo, lejos de poseer una pasión por
el trueque, lo aborrecía» (Buecher, Die Entstehung der Volkwirtschaft, 1904, p.
109). «Es, por ejemplo, imposible expresar el valor de un anzuelo para pescar
bonito en función de una determinada cantidad de alimentos, puesto que no se
realizan intercambios de este tipo y los Tikopia los consideran como algo
extravagante... Cada género de objetos se adapta a un particular tipo de
situación social» (Firth, op. c, p. 340).
2. El comercio no se produce en el interior de una comunidad; es un
asunto exterior que pone en relación comunidades diferentes
«El comercio, en sus orígenes, es una
transacción entre grupos étnicos; no tiene lugar entre miembros de una misma
tribu o de una misma comunidad, sino que es, en las comunidades sociales más
antiguas, un fenómeno externo dirigido a tribus extranjeras» (Weber, General
Economic History, p. 195). «El comercio de la Edad Media, aunque parezca muy
extraño, se desarrolló desde sus comienzos no por influencia del comercio local,
sino del comercio de exportación » (Pirenne, Histoire economique et sociale du
Aloyen Age, p. 120). «... El comercio a larga distancia constituyó la
característica del renacimiento económico de la Edad Media» (Pirenne, Les villes
du Moyen Age, p. 90).
3. El comercio no depende de los mercados, se deriva del transporte
unilateral, ya sea pacífico o no.
Thumwald estableció que las formas más
antiguas de comercio consistían simplemente en procurarse y transportar objetos
a una cierta distancia. En definitiva, es esencialmente una expedición de caza;
depende, sobre todo, de la resistencia encontrada el que la expedición sea
guerrera, como sucede con la caza de esclavos o la piratería (Thurnwald,op.c,pp.
145,146). «La piratería fue la que inició el
comercio marítimo.Tanto entre los navegantes griegos de la época homérica como
entre los wikingos normandos la piratería se desarrolló de común acuerdo durante
largo tiempo» (Pirenne, Les villes du Moyen Age, p. 78).
4. La presencia o la ausencia de los mercados no constituye una
característica esencial; los mercados locales no tienen tendencia a crecer
« Los sistemas económicos que carecen de
mercados no tienen por qué poseer otras características comunes por ello» (Thurnwald,
Die menschliche Gesellschaft, vol. III, p. 137). En los primeros mercados «sólo
podían cambiarse, unas por otras, determinadas cantidades de determinados
objetos» (op. c, p. 137). «Thurnwald merece especiales alabanzas por haber
observado que la moneda y el comercio primitivos tienen esencialmente una
significación más social que económica» (Loeb, «The Distribution and Function of
Money in Early Society », en Essays in Anthropology, p. 153). Los mercados
locales no evolucionaron a partir del «comercio armado» o del «intercambio
silencioso», o de otras formas de comercio exterior, sino a partir de la «paz»
mantenida en los lugares de encuentro con el fin limitado de hacer intercambios
entre vecinos. «El destino de los mercados locales es, en efecto, procurar la
alimentación cotidiana de la población afincada en los lugares en los que se
realizan los mercados. De ahí su carácter semanal, su círculo de influencia muy
limitado y la restricción de su actividad a la compra y venta al detalle»
(Pirenne, «Le mouvement commercial jusqu'á la fin du XIIIe siécle», op. c, cap.
IV, p. 84). Los mercados locales, incluso en una época histórica más tardía, no
mostraron ninguna tendencia a crecer, a diferencia de las ferias. «El mercado
cubría las necesidades de la localidad y únicamente lo frecuentaban los
habitantes de las poblaciones vecinas; sus mercancías eran productos del campo y
utensilios de la vida de todos los días» (Lipson, The Economic History of
England, 1935, vol. I, p. 221). El comercio local «era habitualmente, en sus
comienzos, un oficio secundario para campesinos y personas dedicadas a la
industria doméstica, y constituía en general una ocupación de estación...»
(Weber, op. c, p. 195). «¿Puede admitirse, como parecería natural a primera
vista, que se haya formado poco a poco una clase comerciante en el seno de las
masas agrícolas? Nada permite afirmarlo» (Pirenne, Les villes, op. c, p. 80).
5. La división del trabajo no tiene su origen en el comercio o en el
intercambio, sino en hechos geográficos, en hechos biológicos y en otros hechos
no económicos
«La división del trabajo no es en absoluto,
como algunos teóricos parecen creer, consecuencia de una complejidad creciente
de la economía. Se debe, en primer lugar, biológicamente a las diferencias que
existen entre los sexos y las edades» (Thurnwald, Economics, p. 212). «La única
división del trabajo, o casi la única, es la que existe entre hombres y mujeres»
(Herskovits, op. c, p. 13). La división del trabajo puede derivarse de otra
forma de hechos biológicos; tal es el caso de la simbiosis de grupos étnicos
diferentes.
«El agrupamiento con base étnica se convierte
en un agrupamiento con una base social y profesional» por la formación de «una
capa superior» de la sociedad. «Se crea así una organización sustentada, por una
parte, en las contribuciones y los servicios de la clase inferior y, por otra,
en el poder distributivo de los jefes de familia de la clase dominante» (Thurnwald,
Economics, p. 86). Y es en estos procesos en donde encontramos uno de los
orígenes del Estado (Thurnwald, Sozialpsychische Ablaufe, p. 387).
6. La moneda no es una invención de importancia decisiva; su presencia
o su ausencia no crea necesariamente una diferencia esencial en el tipo de
economía
«El simple hecho de que una tribu se sirviese
de moneda la diferenciaba muy poco, desde el punto de vista económico, del resto
de las tribus que no la poseían» (Loeb, op. c, p. 154).
«Por poco que se utilizase la moneda, su
función era muy diferente de la que desempeña en nuestra civilización. Nunca
deja de ser una materia concreta y jamás se convierte en una representación
totalmente abstracta del valor» (Thurnwald, Econotnics, p. 107). Las
dificultades del trueque no desempeñaron ningún papel en la «invención» de la
moneda.
«Esta vieja idea de los economistas choca
frontalmente con las investigaciones etnológicas» (Loeb, op. c, p. 167, nota 6).
En razón de las utilizaciones específicas de las mercancías, que funcionan a
guisa de moneda, así como por su significación simbólica en tanto que atributos
del poder, resulta imposible considerar «la posesión económica desde un punto de
vista racionalista, parcial» (Thurnwald, Económica). La moneda puede, por
ejemplo, ser usada únicamente para el pago de salarios e impuestos, para pagar
una esposa, deudas de sangre o multas. «Los ejemplos que acabamos de citar nos
muestran que, en las sociedades que se encuentran en un estadio preestatal, el
valor atribuido a los objetos depende de la costumbre, del rango social de los
personajes importantes y de la naturaleza de las relaciones que éstos mantienen
con las clases bajas de las diversas comunidades» (Thurnwald, Economics, pp. 108
y 263).
La moneda, al igual que los mercados, es un
fenómeno esencialmente de carácter exterior; su significación para la comunidad
proviene principalmente de las relaciones comerciales.
«La idea de moneda es de ordinario introducida
desde el exterior» (Loeb, op. c, p. 156).
«La función de medio general de cambio de la
moneda tiene su origen en el comercio» (Weber, op. c, p. 238).
7. El comercio exterior no es en sus comienzos un comercio entre
individuos, sino un comercio entre colectividades
El comercio es una «empresa de grupo» que
concierne «a los artículos obtenidos colectivamente». Su origen radica en los
«viajes comerciales colectivos». «En las disposiciones adoptadas en función de
estas expediciones, que casi siempre presentan las características del comercio
exterior, se manifiesta el principio colectivista» (Thurnwald, Economics, p.
145). «En todo caso, el comercio más antiguo es una relación de intercambio
entre tribus extranjeras» (Weber, op. c, p. 195). El comercio medieval no era
evidentemente un comercio entre individuos, sino más bien un «comercio entre
algunas ciudades, un comercio intercomunal o intermunicipal» (Ashley, An
Introduction to English Economic History and Theory, parte I, «The Middle Ages»,
p. 102).
8. Las zonas rurales estaban en la Edad Media desvinculadas del
comercio
«Hasta el siglo XV las ciudades fueron los
únicos centros del comercio y de la industria, y esto hasta el punto de adquirir
caracteres absolutos» (Pirenne, Histoire économique et sociale du Moyen Age, p.
145). «La lucha contra los negociantes y los artesanos rurales se mantuvo, al
menos, durante setecientos u ochocientos años» (Heckscher, Mercantilism, 1935,
vol. I, p. 129). «En este sentido, el rigor va en aumento a medida que se
acentúa el gobierno "democrático"...». «Durante todo el siglo XIV, verdaderas
expediciones a mano armada recorrieron las aldeas de los entornos y se llevaron
los instrumentos de tejer o las prensas de los lagares que encontraron a su
paso» (Pirenne, op. c.., p. 130).
9. En la Edad Media no se practicó indiscriminadamente el comercio
entre ciudades
Un comercio intermunicipal suponía relaciones
preferenciales entre algunas ciudades o grupos de ciudades, como por ejemplo la
Hansa de Londres o la Hansa teutónica. Las relaciones entre esas ciudades
estaban regidas por los principios de la reciprocidad y de las represalias. En
el caso de que no se pagasen, por ejemplo, las deudas, los magistrados de la
ciudad acreedora se dirigían a los de la ciudad deudora y los requerían para que
hiciesen justicia. Deberían actuar como quisieran que actuasen los magistrados
de otra ciudad en su misma situación. Y, «si la deuda no era pagada, se
llevarían a cabo represalias contra los habitantes de esa ciudad» (Ashley, op.
c, parte I, p. 109).
10. El proteccionismo nacional era desconocido
«Por sus proyectos económicos apenas se pueden
distinguir los diferentes países existentes en el siglo XIII, ya que existían
menos barreras defensivas contra las relaciones sociales en el interior de los
límites de la Cristiandad que las existentes en la actualidad» (Cunningham,
Western Civilization in its Economic Aspects, vol. I, p. 3). Hasta el siglo XV,
no existen tarifas aduaneras en las fronteras políticas. «Con anterioridad no se
producía ninguna veleidad, para favorecer el comercio nacional poniéndolo al
abrigo de la concurrencia extranjera» (Pirenne, Histoire economique et sociale,
p. 79). El comercio «internacional» era libre en todas sus ramas (Power y Postan,
Studies in English Trade in the Fifteenth Century).
11. El mercantilismo impuso una mayor libertad de comercio a las
ciudades y a las provincias dentro de las fronteras nacionales
El primer volumen del libro de Heckscher,
Mercantilism, se titula Mercantilism as a Unifying System (1935). En este
sentido, el mercantilismo «se oponía a todo lo que restringía la vida económica
a un lugar específico y obstaculizaba el comercio en el interior del Estado» (Heckscher,
op. c, vol. II, p. 273). «Los dos aspectos de la vida política municipal, la
supresión de la población rural y la lucha contra la concurrencia de las
ciudades extranjeras entraban en conflicto con los objetivos económicos del
Estado» (Heckscher, op. c, vol. I, p. 131). «El mercantilismo nacionalizó al
país mediante la acción del comercio, que extendió las prácticas locales al
conjunto del territorio del Estado» (Pantlen, «Handel», en Handwórterbuch der
Staatswissenschaften, vol. VI, p. 281). Con frecuencia, la concurrencia era
propiciada artificialmente por el mercantilismo, con el fin de organizar los
mercados mediante una regulación automática de la oferta y la demanda» (Heckscher,
op. c). El primer autor moderno que reconoció la tendencia a la liberalización
del sistema mercantil fue Schmoller (1884).
12. El «reglamentismo medieval» constituyó un gran éxito
«La política de las ciudades en la Edad Media
fue probablemente la primera tentativa de Europa occidental, tras el declive del
Mundo Antiguo, para regular los aspectos económicos de la sociedad en función de
principios coherentes. Esta tentativa se vio coronada por un excepcional
éxito... El liberalismo económico o el laissez faire, en el momento de su
supremacía indiscutible, ofrecen posiblemente un éxito comparable, pero, en lo
que se refiere a su duración, el liberalismo no ha sido más que un pequeño
episodio evanescente comparado con la persistente tenacidad de la política de
las ciudades medievales» (Heckscher, op. c, p. 139). «Las ciudades consiguieron
una reglamentación tan maravillosamente adaptada a sus objetivos, que puede ser
considerada en su género una obra de arte. La economía urbana es digna de la
arquitectura gótica, de la que es contemporánea» (Pirenne, Les Villes, op. c, p.
152).
13. El mercantilismo extendió las prácticas municipales al territorio
nacional
«El resultado fue una política urbana
generalizada a zonas mucho más amplias: una especie de política municipal se
superpuso a una base estatal» (Heckscher, op. c, vol. I, p. 131).
14. El mercantilismo, una política que salió airosa
« El mercantilismo creó un sistema modélico de
satisfacción de las necesidades a la vez complejo y elaborado» (Buecher, op. c,
vol. I, p. 159). Los Reglaments de Colbert, con los que pretendía obtener una
buena calidad en la producción, lograron resultados «formidables» (Heckscher, op.
c, vol. I, p. 166). «La vida económica a escala nacional era sobre todo el
resultado de la centralización política» (Buecher, op. c, p. 157). Se debe
atribuir al sistema regulador del mercantilismo «la creación de un código y de
una disciplina del trabajo mucho más estrictos que los producidos por el
peculiar particularismo de las ciudades medievales, con sus limitaciones morales
y técnicas» (Brinkmann, «Das Soziale System des Kapitalismus», en Grundriss der
Sozialókonomik, Abt, IV).
CAPÍTULO VII
I. LA LITERATURA DE SPEENHAMLAND
Prácticamente sólo al principio y al final de
la época del capitalismo liberal existió la conciencia de la importancia
decisiva de Speenhamland. Evidentemente, antes y después de 1834 se hizo
referencia constantemente al «sistema de subsidios» y a la «perniciosa
administración de las leyes de pobres», cuya génesis se hacía remontar no tanto
a Speenhamland cuanto a la Ley Gilbert de 1782. Por otra parte, las
características específicas del sistema de Speenhamland eran desconocidas para
la mayoría de las gentes. En realidad, esto ocurre incluso hoy. Por lo general,
se considera todavía que se trataba simplemente de socorrer a los pobres sin
discriminación alguna, cuando en realidad su objetivo era algo muy distinto: la
finalidad fundamental consistía en proporcionar complementos sistemáticos a los
salarios. Los contemporáneos reconocieron, en parte, que este método chocaba
frontalmente con los principios legislativos de los Tudor, pero no se dieron
cuenta de que resultaba incompatible con el sistema salarial, que estaba a punto
de instituirse. Por su parte, los efectos prácticos de Speenhamland pasaron
desapercibidos hasta más tarde, cuando, combinados con las leyes contra las
coaliciones de 17991800, hicieron bajar los salarios y se convirtieron en una
subvención para los patronos.
Los economistas clásicos nunca hicieron el
menor esfuerzo por investigar los detalles del «sistema de subsidios», mientras
que sí lo hicieron en lo que respecta a la renta y a la moneda. Amalgamaron
todas las formas de socorros y subsidios a domicilio con las «leyes de pobres» e
insistieron en que éstas debían de ser completamente abolidas. Ni Townsend, ni
Malthus ni Ricardo, abogaron por una reforma de la legislación de pobres, sino
que pidieron claramente su abolición. Bentham, el único que llevó a cabo un
estudio sobre este problema, fue menos dogmático al tratarlo que al referirse a
otras cuestiones. Tanto él como Burke comprendieron algo que Pitt no percibió,
es decir, que lo verdaderamente nocivo eran los complementos al salario.
Engels y Marx no realizaron un estudio sobre
las leyes de pobres. Podemos pensar que, si lo hubiesen hecho, habrían podido
mostrar el carácter pseudo humanitario de un sistema que tenía fama de halagar
rastreramente los caprichos de los pobres, mientras que, en realidad, lo único
que conseguía era hacer descender sus salarios por debajo del nivel de
subsistencia (muy reforzado en este sentido por una ley antisindical). Se
otorgaba dinero público a los ricos para ayudarlos a obtener mayores beneficios
de los pobres. Pero, en la época de Marx y Engels, el enemigo era la nueva ley
de pobres, y Cobbett y los cartistas tenían tendencia a idealizar las viejas
leyes. Además, Engels y Marx estaban convencidos, con razón, de que si el
capitalismo tenía que llegar, la reforma de las leyes de pobres sería
inevitable. Fue así como dejaron escapar no solamente algunas cuestiones
controvertidas de primer orden, sino también el argumento por el cual
Speenhamland reforzaba su sistema teórico: el capitalismo es incapaz de
funcionar sin un mercado libre de trabajo.
En lo que se refiere a las siniestras
descripciones de Speenhamland, Harriet Martineau se inspiró profundamente en
páginas clásicas del Poor Law Repon (1834). Los Gould y los Baring que
financiaron los lujosos pequeños volúmenes en los que Harriet intentó ilustrar a
los pobres sobre el carácter inevitable de su miseria estaba profundamente
convencida de que su miseria era inevitable y de que únicamente el conocimiento
de las leyes de la economía política podría hacer más soportable su suerte, no
habrían podido encontrar para sus creencias un abogado más sincero y, en
términos generales, mejor informado (Illustrations to Political Economy, 1831,
vol. III; y también The
Parish y The Hatnlet, en Poor Laws and Paupers, 1834).
Harriet escribió su libro Thirty Years Peace
1816-1846 en un tono menos apasionado, en el que mostraba más simpatía por los
cartistas que interés por recordar a su maestro Bentham (vol. III, p. 489, y
vol. IV, p. 453). Su crónica finaliza con este expresivo pasaje: «Actualmente,
aquellos de entre nosotros que posean más inteligencia y corazón se han ocupado
de esta importante cuestión de los derechos del trabajo, y han asumido las
impresionantes amenazas procedentes del extranjero que prohíben dejarla de lado,
pues el más ligero desliz puede significar la ruina para todos.
¿Será posible que no encontremos una
solución? Esa solución podría muy bien ser el eje central del próximo período de
la historia de Inglaterra, y será entonces, más que ahora, cuando se pondrá de
manifiesto que en su preparación reside el principal interés del período
procedente a la paz de los Treinta Años». Se trataba de una profecía retardada.
En el período siguiente de la historia de Inglaterra la cuestión del trabajo
dejó de existir, pero reapareció en los años 1870 y, medio siglo más tarde,
significaría «la ruina para todos». Evidentemente era mucho más fácil en 1840
que en 1940 discernir el origen de este problema en los principios que
gobernaban la ley de reforma de la legislación sobre los pobres.
Durante toda la Era victoriana, y más tarde,
ni un filósofo ni un solo historiador se ocuparon de la mezquina economía de
Speenhamland. Entre los tres historiadores del benthamismo, sir Leslie Stephen
no se molestó siquiera en estudiarla en detalle; Elie Halévy fue el primero que
reconoció el papel clave de la ley de pobres en el radicalismo filosófico, pero
sobre la economía de Speenhamland tenía ideas muy confusas. En el tercer
estudio, el de Dicey, la omisión es todavía más sorprendente. En su incomparable
análisis de las relaciones existentes entre el derecho y la opinión pública
trata el laissez faire y el colectivismo como la urdimbre y la trama de la
textura. El propio proyecto, a su juicio, procedía de las tendencias de la
industria y de los negocios de la época, es decir, de instituciones que
conformaban la vida económica. Nadie habría podido insistir con su fuerza sobre
el papel dominante ejercido por el pauperismo en la opinión pública y la
importancia de la reforma de la legislación sobre los pobres en el conjunto del
sistema legislativo de Bentham. Y, sin embargo, estaba desconcertado por la
importancia crucial que los discípulos de Bentham, en su proyecto legislativo,
asignaban a la reforma de las leyes de pobres, y creía realmente que lo que se
cuestionaba era el peso de los impuestos locales en la industria. Historiadores
del pensamiento económico de la talla de Schumpeter o Mitchell analizaron los
conceptos de los economistas clásicos sin hacer referencia a la situación
originada por Speenhamland.
La Revolución industrial se convirtió en un
objeto de la historia económica a partir de las conferencias de Arnold Toynbee
(1881). Para Toynbee el socialismo tory fue el responsable de Speenhamland y de
«su principio de la protección del pobre por el rico». Por esta época, William
Cunningham se interesó por este mismo proceso, que, como por encanto, adquirió
vida; pero era sólo una voz que hablaba en el desierto. Cuando Mantoux (1907),
que pudo beneficiarse de la obra maestra de Cunningham (1881), se refiere a
Speenhamland, lo hace simplemente para tratar de «otra reforma» o «de algo
curioso», y le atribuye el efecto de «arrojar a los pobres al mercado de
trabajo» (The Industrial Revolution in the Eighteen Century, p. 438). Beer, cuya
obra es un monumento en honor a los inicios del socialismo inglés, apenas hace
referencia a las leyes de pobres.
Fue preciso esperar a que los Hammond (1991)
tuviesen la visión de una civilización nueva introducida por la Revolución
industrial para que se redescubriese Speenhamland. Para ellos este sistema forma
parte, no tanto de la historia económica, cuanto de la historia social. Los Webb
(1927) continuaron este trabajo y plantearon la cuestión de las condiciones
políticas y económicas previas a Speenhamland, conscientes de que así trataban
la génesis de los problemas sociales de nuestro propio tiempo.
J. H. Clapharn intentó realizar un informe
contra lo que podría denominarse la forma institucional de abordar la historia
económica, representada por Engels, Marx, Toynbee, Cunningham, Mantoux y, más
recientemente, los Hammond. Se negó a tratar el sistema de Speenhamland como
institución y lo estudió pura y simplemente como un rasgo característico de la
«organización agraria» del país (vol. I, cap. 4). Dicha perspectiva resulta,
como mínimo, insuficiente, puesto que es precisamente la extensión de ese
sistema a las ciudades lo que supuso su quiebra. Además, separa completamente el
efecto de Speenhamland sobre los impuestos locales de la cuestión de los
salarios y se refiere a esta última con el título de «Actividades económicas del
Estado». De nuevo su aproximación resulta artificial, al no considerar la
economía de Speenhamland desde el punto de vista de la clase patronal que se
beneficiaba de los bajos salarios tanto o más de lo que perdía con los
impuestos. Pero Clapham respeta totalmente los hechos, lo que compensa su
tratamiento erróneo de la institución. Y es el primero que muestra el efecto
decisivo de las «enclosures de guerra» en la región en la que se introdujo el
sistema de Speenhamland, así como el nivel real de caída de los salarios
producidos por este sistema.
Los partidarios de la economía liberal fueron
los que pusieron de manifiesto de forma permanente la total incompatibilidad
existente entre Speenhamland y el sistema salarial. Fueron los únicos en darse
cuenta que, en un sentido amplio, toda forma de protección del trabajo implicaba
en cierta medida poner en marcha el principio intervencionista de Speenhamland.
Spencer lanzó la acusación de «makewages» (los sistemas de subsidios se
denominaban en esta parte del país complementos salariales) contra todas las
prácticas «colectivistas», término que generalizó sin dificultad a la educación
pública, a la vivienda, a los campos de deportes, etc. Dicey resumía en
1913sucriticaalOM.AgePension5.i4c/en los siguientes términos: «En esencia, no es
más que una nueva forma de asistencia a domicilio para los pobres». Si esta era
la opinión de Dicey, es natural que Mises sostenga que, «mientras se concedan
subsidios de paro, seguirá existiendo paro» (Libemlisms, 1927, p. 484;
Nationalókonomie, 1940, p. 720). Walter Lippmann, en su libro GoodSociety
(1937), intenta distanciarse de Spencer, pero sólo para acercarse a Mises.
Lippmann y Mises reflejaban la reacción liberal frente al proteccionismo de los
años veinte y treinta. No hay duda de que muchas de las características de la
situación de esos años recordaban a Speenhamland. En Austria, los subsidios de
desempleo eran subvencionados por un Tesoro en bancarrota; en Gran Bretaña, los
«subsidios ampliados de paro» no se distinguían de la asistencia pública; en
América se habían lanzado la Work Progress Administration y la Public Work
Administration. Sir Alfred Mond, director de las Industrias Químicas Imperiales,
pedía de hecho en vano en 1926 que la patronal inglesa fuese subvencionada por
los fondos de paro para «compensar» los salarios, lo que según su opinión
contribuiría a hacer aumentar el empleo. El capitalismo, tanto en lo que se
refiere al paro, como a la moneda, se enfrentaba, en las angustias de la muerte,
a los problemas aún no resueltos y heredados desde sus comienzos.
II. TEXTOS DE ÉPOCA SOBRE EL PAUPERISMO Y LAS
ANTIGUAS LEYES DE POBRES
ACLAND, Compulsory Savings Plans
(1786).
ANÓNIMO, Considerations on
Several Proposals Laiely Made for the Better Maintenance of the Poor. (2.a ed.,
1752). ANÓNIMO, A New Plan for the Better Maintenance of the Poor of England
(1784). An Address to the Public from the Philanthropic Society, instituted in
17 88 for the Prevention of Crimes and the Reform of the Criminal Poor (1788).
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Poor (1790). BELSHAM, Will, Remarles on the Bill for the Better Support and
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BENTHAM, J., Pauper Management
Improved (18 02).
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febrero de 1797.
BURKE, E., Thoughts and Details
on Scarcity (1795). COWE, James, Religious and Philanthropic Truts (1797).
CRUMPLE, Samuel, M. D., An
Essay on the Best Means of Providing Employment for the People (1793).
DEFOH, Daniel, Giving Alms No
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DYER, George, A Dissertation on
the Theory and Practice of Benevolence (1795).
DYER, George, The Complaints of
the Poor People of England (1792) EDÉN, On the Poor (1797), 3 vol. [The State of
the poor, or an History of the labouring classes in England... Londres, J.
Davies, 1797].
GILBERT, Thomas, Plan for the
Better Relief and Employment ofthe Poor (1781). GODWIN, William, Thoughts
Occasioned by the Perusal of Dr. Parr's Spiritual Sermón, Preached at Christ
Church April 15,1800 (Londres, 1801). HAMPSHIRE, State ofthe Poor (1795).
HAMPSHIRE MAGISTRATE (E. Poulter),
Comments on the Poor Bill (1797). HOWLETT, Rév. J., Examination ofMr. Pitt's
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Displayed (Londres 1800), p. 20. JONES, Edw., The Prevention ofPoverty (1796).
LUSON, Hewling, Inferior Polines:
or, Considerations on the Wretchedness and Profligacy on the Poor (17 86).
M'FARLANE, John, D. D., Enquiñes
Concerning the Poor (1782). MARTINEAU, H., The Parish (1833).
MARTINEAU, H., The Hamlet
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Thirty Years Peace (1849), 3 vol. MARTINEAU,H., Illustrations of Political
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MASSIE, J., A Plan... Penitent
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D., A Charge, Isle ofEly (1799).
OWEN, Robert, Report to the
Committee of the Association for the Relief of the Manufacturing and Labouring
Poor (1818).
PAINE, Th., Agrarian Justice
(1797). PEW, Rich., Observations (1783).
PITT, Wm Morton, An Address to
the Landed Interest of the defic. Of Habitation and Fuel for the Use ofthe Poor
(1797). Plan ofa Public Charity, A (1790), «On Starving», a sketch. First Report
of the Society for Bettering the Condition and Increasing the Comforts of the
Poor. Second Report of the Society for Bettering the Condition of the Poor
(1797).
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the Poor (1793), 2 vol. [Londres, W. Richardson, 1797]. SABATIER, Wm., Esq., A
Treatise on Poverty (1797). [Londres, J. Stockdale].
SAUNDERS, Robert, Observations.
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ST. GILES IN THE FIELD, Vestry
of the United Parishes of, Criticism of«Bill for the Better Support and
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SUFFOLK GENTLEMAN , /I Letter on
the Poor Rates and the High Pnce of Provisions (1795). [TOWNSEND, Wm.],
Dissertation on the PoorLaws 1786 by A WellWisher of Mankind.
VANCOUVER, John, Causes and
Production of Poverty (1796). WILSON, Rév. Edw., Observations on the Present
State ofthe Poor (1795). WOOD, J., Letter to Sir William Pulteney (on Pitt's
Bill) (1797).
YOUNG, Sir W., Poor Houses and
Workhouses (1796).
Algunos textos modernos ASHLEY,
Sir W. J., An Introduction to English Economic History and Theory (1931).
BELASCO, Ph. S., «John Bellers, 16541725», Economics, juin 1925.
BELASCO, Ph. S., «The Labour
Exchange Idea in the 17th Century», Ec, J.,vol. I, p. 275. BLACKMORE, J. S., et
Mellonie, F. C, Family Endowment and the Birthrate in the Early 19th Century,
vol. I.
CLAPHAM, J. H., Economic History
of Modern Britain, vol. I, 1926.
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Political Economy, Art. «Poor Law», 1925. WEBB, S. et B., English Local
Government, vol. 79, «Poor Law History». WEBB, Sidney, «Social Movements», C.
Ai. H., vol. XII, pp. 730 765.
III SPEENHAMLAND Y VIENA
El autor se sintió tentado en un principio a
estudiar Speenhamland y sus efectos en los economistas clásicos a través de la
situación económica y social de Austria tras la Gran Guerra, por considerarla
muy reveladora.
En Austria, en un entorno claramente
capitalista, un ayuntamiento socialista instauró un régimen que fue duramente
atacado por los representantes de la economía liberal. No cabe ninguna duda que
algunas de las políticas intervencionistas practicadas en dicho ayuntamiento
eran incompatibles con los engranajes de una economía de mercado. Sin embargo,
las discusiones políticas no llegaron a agotar una cuestión que era
esencialmente social y no económica.
Viena fue el centro de una serie de
acontecimientos. Durante la mayor parte de los quince años que siguieron a la
Guerra de 1914-18, en Austria el seguro contra el paro era ampliamiente
subvencionado con fondos públicos, extendiéndose así indefinidamente los
socorros a domicilio; los alquileres eran fijados con subidas muy pequeñas y el
Ayuntamiento de Viena construyó sin fines lucrativos grandes casas de alquiler,
consiguiendo el capital necesario para ello mediante impuestos. Mientras no se
pagasen complementos salariales, los servicios sociales de todo tipo previstos,
por muy modestos que fuesen, habrían podido permitir de hecho una caída excesiva
de los salarios, si no fuese porque existía un movimiento sindical muy
desarrollado que encontraba por supuesto un soporte sólido en los subsidios
generalizados de paro. Desde el punto de vista económico, un sistema de este
tipo resultaba evidentemente anormal. Los alquileres, limitados hasta el punto
de dejar de ser rentables, eran incompatibles con el sistema existente de
empresa privada y más concretamente con la industria de la construcción. Además,
durante los primeros años, la protección social instaurada en un país
empobrecido comprometía la estabilidad de la moneda: las políticas
inflacionistas e intervencionistas se daban la mano.
En último término, Viena, al igual que
Speenhamland, sucumbió a los fuertes ataques políticos potentemente alimentados
con argumentos puramente económicos. Las agitaciones políticas de 1832 en
Inglaterra y de 1934 en Austria estaban destinadas a liberar el mercado de
trabajo de la intervención proteccionista. Ni los pueblos del squire, ni la
Viena de la clase obrera, podían mantenerse aislados indefinidamente del mundo
que los rodeaba.
Es evidente sin embargo que estos dos períodos
intervencionistas presentan una gran diferencia entre ellos. En 1795 la
población inglesa debía de ser protegida de una dislocación debida al progreso
económico: el extraordinario desarrollo de las manufacturas urbanas; la clase
obrera vienesa en 1918 debía, a su vez, ser protegida contra los efectos de una
regresión económica provocada por la guerra, la derrota y el caos de la
industria. Speenhamland condujo, en último término, a una crisis en la
organización del trabajo que abrió la vía a una nueva era de prosperidad,
mientras que la victoria de la Heimwehr en Austria formaba parte de una
catástrofe total del sistema nacional y social.
Lo que nos interesa subrayar aquí es la
enorme diferencia que existe entre el efecto cultural y moral de los dos tipos
de intervención: la tentativa llevada a cabo en Speenhamland para prevenir la
irrupción de la economía de mercado y la experiencia realizada en Viena para
intentar trascender completamente esta economía. Mientras que Speenhamland
supuso un verdadero desastre para las clases populares, Viena supuso uno de los
triunfos culturales más espectaculares de la historia de Occidente. El año 1795
produjo un envilecimiento sin precedentes de las clases laboriosas, a quienes se
les impidió alcanzar el nuevo estatuto de trabajadores de la industria; por su
parte, 1918 fue el punto de partida para una recuperación moral e intelectual,
también sin precedentes, de las condiciones de una clase obrera muy desarrollada
que, bajo la protección del sistema vienes, resistió los efectos degradantes de
una grave dislocación económica y consiguió alcanzar un nivel que no ha sido
superado por las masas populares de ninguna otra sociedad industrial.
Está claro que esta diferencia se debía al
aspecto social de la situación, distinto de su aspecto económico, pero ¿captaban
bien los economistas ortodoxos en qué consistía la economía del
intervencionismo? Los partidarios de la economía liberal pretendían, en
realidad, que el régimen de Viena no constituía más que otro ejemplo de la «mala
administración de la legislación de pobres», otro «sistema de subsidios» que
estaba pidiendo a voces el férreo barrido de los economistas clásicos. Sin
embargo, ¿estos pensadores no estaban inducidos al error por la situación
relativamente duradera creada por Speenhamland? Con frecuencia acertaron en lo
que se refería al futuro, ya que su profunda intuición les ayudaba a
imaginárselo, pero se equivocaron completamente en lo que respecta a su propia
época. Las investigaciones modernas han probado que no merecen esa reputación de
sólido sentido común con la que están aureolados. Malthus interpretó
erróneamente las necesidades de su época; si sus tendenciosas advertencias sobre
los peligros de la superpoblación hubiesen surtido su efecto sobre los jóvenes
matrimonios a los que adoctrinaba personalmente, se habría producido, como dice
T. H. Marshall «el golpe de gracia al progreso económico». Ricardo expuso de un
modo equivocado los hechos de la controversia sobre la moneda y el papel de la
Banca de Inglaterra, y fue incapaz de captar las verdaderas causas de
depreciación de la moneda que, como sabemos bien en la actualidad, consistían
sobre todo en pagos políticos y en dificultades para hacer transferencias. Si
Gran Bretaña hubiese hecho caso del Bullion Report, habría perdido la guerra
contra Napoleón y «el Imperio no existiría hoy».
Fue así como la experiencia vienesa y sus
semejanzas con Speenhamland, si bien sirvió para acercar a algunos a las
concepciones de los economistas clásicos, condujo a otros a dudar de ellos.
CAPÍTULO VIII
I. ¿POR QUE NO TRIUNFO EL PROYECTO DE LEY DE
WHITBREAD?
La única política que habría podido reemplazar
a la de Speenhamland parece haber sido el proyecto de ley de Whitbread,
presentado en el invierno de 1795. En este proyecto se pedía que se generalizase
el Estatuto de los artesanos de 1563, de tal forma que sirviese para determinar
los salarios mínimos a partir de una estimación anual. Según su autor, esta
medida conservaba la regla isabelina de la estimación de los salarios,
extendiéndola desde los salarios mínimos hasta los salarios máximos e impidiendo
así que se muriese la gente de hambre en las zonas rurales. Este proyecto
respondía evidentemente a las necesidades de esta situación de urgencia, y se
puede destacar que los parlamentarios de Suffolk, por ejemplo, lo apoyaron,
mientras que los magistrados de esta misma localidad habían aprobado el
principio de Speenhamland en una reunión en la que el propio Arthur Young estaba
presente; a los ojos de un profano, no debía de existir demasiada diferencia
entre estas dos medidas y ello no es sorprendente. Ciento treinta años más
tarde, cuando el plan Mond (1926) propuso utilizar los fondos del paro para
complementar los salarios de la industria, el público tuvo dificultades para
comprender la diferencia económica existente entre la ayuda a los parados y la «aidinwages»,
es decir, los complementos de salario de los trabajadores.
En 1795, sin embargo, la opción que se
dilucidaba era entre los salarios mínimos y los complementos salariales. Se
percibían mejor las diferencias entre las dos políticas si se las relacionaba
con la abolición coetánea del Act of Settlement de 1662. La abrogación de esta
ley creó la posibilidad de un mercado de trabajo nacional, cuyo objetivo
principal era permitir que los salarios «encontrasen su propio nivel». La
tendencia del proyecto de ley de Whitbread sobre los salarios mínimos era
contraria a la abolición del Act of Settlement, mientras que la tendencia de la
ley de Speenhamland no lo era. Extendiendo la aplicación de la ley de pobres de
1601 en sustitución del Estatuto de los artesanos de 1563 (como sugería
Whitbread), los squires retornaban al paternalismo, sobre todo en lo que se
refería a las aldeas, y bajo formas tales que no debían implicar la menor
intervención en el juego del mercado, pero haciendo sentir su peso a la hora de
inutilizar su mecanismo de determinación de los salarios. Nunca se admitió
abiertamente que esta pretendida aplicación de la ley de pobres era en realidad
un rechazo total al principio isabelino de la obligación de trabajar.
Las consideraciones pragmáticas predominaban
entre quienes apadrinaron la Ley de Speenhamland. El reverendo Edward Wilson,
canónigo de Windsor y juez de paz de Berkshire probablemente fue él quien
propuso la ley expuso su parecer en un folleto en el que se declaraba
categóricamente en favor del laissez faire. «El trabajo, como todo lo que existe
en el mercado, siempre alcanzó su precio, sin que la ley se inmiscuyese en
ello», afirmaba. Posiblemente habría resultado más apropiado para un magistrado
inglés decir, por el contrario, que nunca, en ninguna época, el trabajo encontró
su valor sin que interviniese la ley. Las cifras muestran, sin embargo, señala
una vez más el canónigo Wilson, que los salarios no aumentaron tan rápidamente
como el precio del trigo, por lo que somete de nuevo a la consideración de la
magistratura A Measure for the Quantum of Relief to be granted to the Poor. Esta
ayuda ascendía a cinco chelines por semana para una familia compuesta por el
marido, la mujer y un hijo. En el prospecto de este pequeño folleto se podía
leer lo siguiente: «La sustancia de este folleto ha sido propuesta a la Asamblea
del Condado, en Newbury, el 6 de mayo último». Como ya sabemos la Magistratura
fue más lejos que el canónigo: acordó por unanimidad un baremo de cinco chelines
y seis peniques.
CAPÍTULO XIII
I. LAS DOS NACIONES DE DISRAELI Y EL PROBLEMA
DE LOS PUEBLOS DE COLOR
Numerosos autores han insistido sobre las
semejanzas que existen entre los problemas coloniales y los de comienzos del
capitalismo. Pero no han sido capaces de continuar la analogía en la otra
dirección, es decir, de esclarecer la situación de las clases más pobres de
Inglaterra de hace cien años describiéndolas como lo que eran: los indígenas
destribalizados y degradados de su época.
La razón por la que no se ha señalado esta
semejanza evidente radica, a nuestro parecer, en el prejuicio liberal que
confiere una importancia predominante e inmerecida a los aspectos económicos de
procesos que fundamentalmente no son económicos, puesto que ni la degradación
racial que existe en determinadas regiones coloniales en la actualidad, ni la
deshumanización análoga de los trabajadores de hace cien años son, en su
esencia, económicas.
1. Un contacto cultural destructor no es primordialmente un fenómeno
económico.
La mayor parte de las sociedades indígenas
están a punto actualmente de sufrir una rápida transformación forzada que
únicamente puede ser comparada a los violentos cambios producidos por una
revolución, afirma L. P. Mayr. Y, si bien los móviles de los invasores son
claramente económicos, y el derrumbe de la sociedad primitiva está causado, sin
duda, con frecuencia por la destrucción de sus instituciones económicas, el
hecho llamativo es que las nuevas instituciones económicas no llegan a ser
asimiladas por la cultura indígena que, en consecuencia, se desintegra sin ser
reemplazada por ningún otro sistema coherente de valores.
La primera de las tendencias destructoras
inherentes a las instituciones occidentales es «la paz en una gran región», que
destruye «la vida del clan, la autoridad patriarcal, el entrenamiento militar de
la juventud, que impide casi totalmente la emigración de clanes o de tribus» (Thurnwald,
Black and White in East África: The Fabric of a New Civilization, 1935, p. 394).
«La guerra debía haber conferido a la vida indígena un ímpetu del que
desgraciadamente carece en estos tiempos de paz...». La abolición de los
combates hace disminuir la población, ya que la guerra causaba muy pocos
muertos, mientras que su ausencia significa que se pierden costumbres y
ceremonias vivificantes y que la vida del poblado se convierte, en consecuencia,
en una vida monótona y de una apatía malsana (F. E. Williams, Depopulation of
the Suam District, 1933, «Anthropology» Report, n.° 13, p. 43). Es necesario
comparar esta situación a la «existencia llena de alegría, de animación y de
excitación» de los indígenas en su medio cultural tradicional (Goldenweiser,
Loóse Ends, p. 99).
El verdadero peligro es, retomando la
expresión de Goldenweiser, el de un «intervalo entre culturas» (Goldenweiser,
Anthropology, 1937, p. 429). Sobre este punto existe prácticamente unanimidad.
«Las antiguas barreras están a punto de desaparecer y no se vislumbra ninguna
otra directriz» (Thurnwald, Black and White, p. 111). «Mantener una comunidad en
la que la acumulación de bienes se considera antisocial e integrarla en la
cultura blanca contemporánea, es intentar armonizar dos sistemas institucionales
incompatibles» (Wissel, en su Introducción a M. Mead, The Changing Culture of an
Iridian Tribe, 1932). «Los inmigrantes que aportan una cultura pueden llegar a
extender la cultura aborigen pero pueden fracasar cuando se trata de extender o
de asimilar a sus portadores» (PittRivers, «The Effect on Native Races of
Contact with European Civilization», en Man, vol. XXVII, 1927). Podemos, por
último, retomar la cruda expresión de Lesser sobre otra víctima más de la
civilización industrial: «De la madurez cultural, en tanto que Pawnee, han sido
reducidos a la minoría cultural, en tanto que hombres blancos» (The Pawnee Ghost
Dance Hand Game, p. 44).
Esta condición de muertos vivientes no se debe
a la explotación económica en el sentido comúnmente aceptado del término, según
el cual explotación significa beneficiarse económicamente del trabajo de otro,
aunque esté sin duda en relación íntima con las transformaciones de la situación
económica ligadas a la propiedad territorial, a la guerra, al matrimonio, etc.,
transformaciones que afectan a un gran número de costumbres sociales, de hábitos
y tradiciones de todo tipo. Cuando se introduce por la fuerza una economía
monetaria en las regiones de África occidental, en las que la población está
diseminada, no es la insuficiencia de salarios lo que hace que los indígenas «no
puedan comprar alimentos para reemplazar a los que no han cultivado, ya que
nadie posee alimentos sobrantes para vendérselos» (Mayr, An African People in
the Twentieth Century, 1934, p. 5). Sus instituciones implican otra escala de
valores; estos indígenas son a la vez ahorrativos y carecen de mentalidad
mercantil. «Pedirán por un producto el mismo precio cuando el mercado está
saturado que cuando dicho producto escasea y, por tanto, realizarán largos
desplazamientos empleando mucho tiempo y energía para ahorrar una pequeña suma
en sus compras» (Mary H. Kingsley, West African Studies, p. 339). Una subida de
los salarios conduce con frecuencia al absentismo. Se decía de los Indios
Zapotecas de Tehuantepec que trabajaban la mitad menos a cincuenta centavos por
día que a veinticinco. Este paradójico hecho fue casi general durante los
primeros tiempos de la Revolución industrial en Inglaterra.
El indicador económico de las tasas de
población no nos es de mucha más utilidad que los salarios. Goldenweiser
confirma la célebre observación hecha en Melanesia por PittRivers: los indígenas
reducidos a la miseria cultural pueden estar «a punto de morir de aburrimiento».
F. E. Williams, un misionero que trabajó en esta región, escribió que la
«influencia del factor psicológico sobre la tasa de mortalidad» es fácilmente
comprensible.
«Numerosos observadores han subrayado la
facilidad o la sorprendente rapidez con la que puede morir un indígena». Cuando
los intereses y las actividades que antes realizaba son destruidos, el indígena
sucumbe al abatimiento. Su poder de resistencia se ve aniquilado como resultado
de este proceso y se convierte con facilidad en presa de cualquier enfermedad» (op.
c, p. 43). Todo esto no tiene nada que ver con la presión ejercida por la
necesidad económica. «En este sentido se puede afirmar que una elevada tasa de
crecimiento de población puede ser a la vez un síntoma de vitalidad o de
degradación cultural» (Frank Lorimer, Observations on the Trena of Iridian
Population in the UnitedStates.p. 11).
El proceso de degradación cultural
exclusivamente se puede detener mediante medidas sociales que no coinciden con
el nivel de vida económico, por ejemplo, restableciendo la propiedad tribal de
la tierra o preservando a la comunidad de la influencia de los métodos
capitalistas del mercado. Como escribía John Collier en 1942 «la separación del
indio de su tierra, esto es lo que ha significado para él un golpe mortal». El
General Allotement Act de 1887 «individualizaba» la tierra de los indios; la
desintegración de su cultura, que se derivó de ello, supuso una pérdida de casi
sus tres cuartos partes, es decir, de noventa millones de acres. El Indian
Reorganization Act de 1934 restableció los dominios de las tribus y salvó a la
comunidad india devolviendo vida a su cultura.
En África nos encontramos con una situación
similar. Las formas de la propiedad agrícola constituyen el centro del interés,
puesto que de ellas depende directamente la organización social. Aunque
surgieron conflictos económicos (impuestos y alquileres elevados, bajos
salarios), éstos constituían exclusivamente formas disfrazadas de presión para
obligar a los indígenas a abandonar su cultura tradicional y forzarlos así a
adaptarse a los métodos de la economía de mercado, es decir, a trabajar a cambio
de un salario y a vender sus mercancías en el mercado. Fue así, siguiendo este
proceso, como determinadas tribus indígenas, por ejemplo los cafres, y aquellos
que habían emigrado a la ciudad, perdieron sus costumbres ancestrales y se
convirtieron en una muchedumbre sin energía, «en animales semidomésticos» entre
los que pululaban vagabundos, ladrones y prostitutas —institución inexistente
hasta entonces entre ellos, en fin, en algo que se asemejaba mucho a la masa de
la población inglesa pauperizada entre 17951834.
2. La degradación humana de las clases laboriosas en los inicios del
capitalismo fue el resultado de una catástrofe social inconmensurable en
términos económicos.
En 1816, Robert Owen observaba que sus
trabajadores «estaban obligados a ser colectivamente miserables, cualquiera que
fuese su salario» (To the British Manufacturers, p. 146). Conviene recordar que
Adam Smith esperaba que los trabajadores desarraigados de su tierra perdiesen
todo tipo de interés intelectual. Y M'Farlane preveía que «cada día será más
difícil encontrar a personas del pueblo que sepan leer y contar» (Enquiries
Concerning the Poor, 1782, pp. 249 250). Una generación más tarde, Owen atribuía
la degradación de los trabajadores a una «infancia abandonada» y «al agotamiento
por cansancio», lo que los convertía en personas «incapaces por su ignorancia,
de utilizar bien los elevados salarios cuando los conseguían». Owen, por su
parte, les daba bajos salarios y elevaba su estatuto creando artificialmente
para ellos un entorno cultural totalmente nuevo. Los vicios predominantes entre
la masa del pueblo eran, por lo general, los mismos que caracterizan a las
poblaciones de color envilecidas por un contacto cultural desintegrador: el
derroche, la prostitución, el robo, la imprevisión y la falta de empuje y de
respeto por uno mismo. Al extenderse como una mancha de aceite, la economía de
mercado destruía el tejido tradicional de la sociedad rural, la comunidad de los
pueblos, la familia, las viejas formas de propiedad agrícola, las costumbres y
los criterios sobre los que se sustentaba la vida en un entorno cultural. La
protección dispensada por Speenhamland no había hecho más que empeorar las
cosas. Hacia 1830, la catástrofe social en la que se veían sumidas las clases
populares era tan total como la que sufren en la actualidad algunas tribus
africanas. Una sola y única persona, el eminente sociólogo negro, Charles S.
Johnson invirtió la analogía entre el envilecimiento racial y la degradación de
clase, aplicándolo a esta última: «En Inglaterra, en donde la Revolución
industrial iba muy por delante del resto de Europa, el caos social que siguió a
la reorganización draconiana de la economía transformó a los niños depauperados
en esa carne de cañón que más tarde iban a ser los esclavos africanos... Las
racionalizaciones que entonces sirvieron para legitimar la trata de niños eran
casi idénticas a las que se utilizaron para justificar la trata de esclavos» («Race
Relations and Social Change», en E. Thompson, Race, Relations and the Race
Probíem, 1939, p. 274).
II. COMENTARIO ADICIONAL
LA LEY SOBRE LOS POBRES Y LA ORGANIZACIÓN DEL
TRABAJO
La ley sobre los pobres y la organización del
trabajo aún no se han estudiado las implicaciones en toda su extensión del
sistema de speenhamland, sus orígenes, sus efectos y las razones por las que fue
bruscamente paralizado. Veamos algunos de estos aspectos
1. ¿Hasta qué punto la Ley de Speenhamland era una medida de guerra?.
Desde un punto de vista estrictamente
económico, no se puede afirmar, como se ha hecho en ocasiones, que Speenhamland
haya sido una medida de guerra. Los contemporáneos no indican ninguna relación
entre el nivel salarial y el estado de guerra. En la medida en que se ha podido
comprobar una elevación de los salarios, se puede afirmar que el movimiento
había comenzado antes de la guerra. La Circular Letter de 1795 de Arthur Young,
cuyo objeto era determinar los efectos de las malas cosechas en el precio del
trigo, contenía la siguiente cuestión (punto IV): «¿Cuál ha sido la subida (en
el caso de que haya existido) de los salarios de los obreros agrícolas, en
relación al período precedente?». Resulta significativo que quienes respondieron
a esta cuestión no concedieron un sentido preciso a la expresión «período
precedente». Las referencias variaban entre los tres y los cincuenta años tres
años: J. Boys, p. 97. De tres a cuatro años: J. Boys, p. 90. Diez años: Informes
de Shropshire, Middlesex, Cambridgeshire. De diez a quince años: Sussex y
Hampshire. De diez a quince años: E. Harris. Veinte años: J. Boys, p. 86. De
treinta a cuarenta años: William Pitt. Cincuenta años: Rev. J. Howlett.
No ha habido nadie que fijase este período en
dos años, que fue el tiempo de duración de la guerra con Francia, que estalló en
febrero de 1793. De hecho ninguno de los informantes llega siquiera a
mencionarla.
Además, para responder al incremento del
pauperismo provocado por una mala cosecha y por condiciones atmosféricas
desfavorables que hacían aumentar el paro, el método ordinario consistía: 1.°en
hacer colectas locales para socorrer a los afectados y en la distribución de
alimentos y de leña para el fuego gratuitos o a precios reducidos; 2.º dar
trabajo. Por lo general los salarios permanecían idénticos; durante un período
de crisis semejante, 178889, se proporcionó localmente trabajo a un precio más
bajo de lo habitual (J. Harvey, «Worcestershire», en Ann of Agr., vol. XXII,
1789, p. 132. Ver también E. Holmes, «Cruckton», op. c, p. 196).
Se ha supuesto, sin embargo, acertadamente que
la guerra tuvo al menos una influencia indirecta en la adopción del sistema de
Speenhamland. En realidad, dos puntos flacos del sistema de mercado en vías de
rápida expansión se habían visto agravados por la guerra y contribuyeron a crear
la situación de la que surgió Speenhamland: 1.º la tendencia de los precios de
los cereales a fluctuar; 2.º el efecto muy nocivo de los motines sobre estas
fluctuaciones. Ya no se podía esperar que el mercado de granos, que había sido
liberalizado desde hacía poco, fuese capaz de resistir la tensión de la guerra y
las amenazas del bloqueo; tampoco se veía libre de los miedos causados por el
hábito adquirido de organizar manifestaciones que eran interpretadas como un mal
presagio. Bajo el sistema considerado regulador, las manifestaciones pacíficas
habían sido más o menos consideradas por las autoridades centrales como
indicadores de la escasez local, que había que regular con suavidad; a partir de
ahora, estas manifestaciones van a ser denunciadas como una causa de la escasez
y como un peligro económico, no sólo para los propios pobres, sino también para
la colectividad en su conjunto. Arthur Young publicó un manifiesto sobre las
Consequences of rioting on account of the high prices of food provisions y
Hannah More contribuyó a difundir opiniones parecidas en uno de sus poemas
didácticos titulado The Riot or, Halfa loaf is better than no bread, que había
que entonar siguiendo la melodía de A Cobbler there was. Su respuesta a las amas
de casa no hacía más que poner en verso lo que Young había dicho en un diálogo
imaginario: «¿Vamos a permanecer sentados hasta que muramos de hambre?». «No,
por supuesto que no, debéis quejaros y actuar de tal modo que no se agrave el
mal que padecéis». E insistía en que no existía el menor peligro de escasez ni
de hambre «con tal de que nos desembaracemos de los motines». No faltaban
motivos para inquietarse, pues el aprovisionamiento de cereales era muy sensible
a los movimientos de pánico. Además, la Revolución francesa confería una
connotación amenazadora, incluso a las manifestaciones pacíficas. Aunque el
temor a un aumento de los salarios fuese, sin duda alguna, la causa económica de
Speenhamland, se puede afirmar que, en la medida en que existía la guerra, la
situación tenía implicaciones mucho más sociales y políticas que económicas.
2. Sir William Young y la dulcificación de la ley de domicilio
Dos importantes leyes sobre los pobres datan
de 1795: Speenhamland y la dulcificación de la «servidumbre parroquial». Resulta
difícil creer que se trata de una simple coincidencia. En lo que se refiere a la
movilidad del trabajo, su efecto fue, en cierta medida, opuesto, ya que,
mientras que la segunda ley hacía más atractivo para el trabajador el deambular
a la búsqueda de empleo, la primera amortiguaba los imperativos de esta
búsqueda. Si utilizamos las cómodas expresiones de pull y de push empleadas en
ocasiones en los estudios sobre emigración, mientras que el pull del lugar de
destino aumentaba, el push del lugar de nacimiento disminuía. De este modo, el
peligro de un desenraizamiento de gran envergadura de la mano de obra rural,
resultante de la revisión de la Ley de 1662, fue, sin duda, atenuado por
Speenhamland. Desde el punto de vista de la administración de las leyes de
pobres, las dos medidas eran claramente complementarias, ya que el
debilitamiento de la Ley de 1662 implicaba el riesgo que debía precisamente
evitar, el que las «mejores» parroquias se viesen invadidas por los pobres. Sin
Speenhamland esto habría podido realmente producirse. Los contemporáneos
aludieron pocas veces a esta relación, lo que no resulta muy sorprendente si se
tiene en cuenta que, incluso la Ley de 1662, se votó sin discusión pública. Esta
convicción, sin embargo, debía de estar presente para Sir William Young, quien
propuso, por dos veces, las dos medidas conjuntamente. En 1795, defendió la
enmienda de la Ley de domicilio, al tiempo que fue el promotor del proyecto de
ley de 1796, que incorporaba el principio de Speenhamland. Ya en 1788, había
defendido en vano estas dos medidas. Había propuesto la abolición de la Ley de
domicilio casi en los mismos términos que lo hizo en 1795, sosteniendo al mismo
tiempo medidas para socorrer a los pobres, consistentes en instaurar un mínimo
vital, cuyas dos terceras partes serían pagadas por el patrón y el tercio
restante mediante impuestos (Nicholson, History of the Poor Laws, vol. II). Fue
necesario, no obstante, que se produjese una mala cosecha y luego la guerra con
Francia, para que estos principios prevaleciesen.
3. Los efectos de los elevados salarios urbanos en la comunidad rural
El pull de la ciudad provocó un aumento de los
salarios rurales y, al mismo tiempo, contribuyó a vaciar el campo de su reserva
de mano de obra agrícola. De estas dos calamidades estrechamente ligadas entre
sí, la segunda tuvo un mayor peso. La existencia de una reserva adecuada de mano
de obra tenía una importancia vital para la agricultura, que necesitaba de
muchos más brazos en primavera y en octubre que en la muerta estación de
invierno. Ahora bien, en una sociedad tradicional con estructura orgánica, el
hecho de que estuviese disponible esta reserva de mano de obra no era
simplemente un asunto de nivel salarial, sino, sobre todo, del entorno
institucional, que es quien determina el status de la parte más pobre de la
población. En casi todas las sociedades conocidas se encuentran arreglos de tipo
legal que hacen que los trabajadores rurales estén a disposición de los
propietarios agrícolas para que los empleen en los períodos de mayor actividad.
Este es el punto crucial de la situación
creada en la comunidad rural por el incremento de los salarios urbanos, una vez
que el status cedió su puesto al contractus. Antes de la Revolución industrial
existían importantes reservas de mano de obra en el campo: la industria
doméstica, ocupaba al hombre durante el invierno, dejándolo disponible, a él y a
su mujer, para trabajar los campos en la primavera y en el otoño. La Ley de
domicilio, por otra parte, mantenía prácticamente a los pobres en una
servidumbre parroquial y, en consecuencia, en dependencia de los granjeros del
lugar. Existían también otras formas diferentes mediante las cuales las leyes de
pobres hacían del trabajador residente un obrero dócil: así, por ejemplo, el
sistema de comparecencia o el de los roundsmen. Según los reglamentos de las
distintas Houses of lndustry, se podía castigar cruelmente a un indigente no
sólo de forma indiscriminada, sino incluso en secreto; todo aquel que solicitaba
socorros podía ser detenido y enviado a la House of Industry si las autoridades,
que tenían el derecho de entrar por la fuerza en su casa durante el día,
encontraban que «era indigente y debía ser socorrido» (31 Geo. III c. 78). En
estas instituciones la tasa de mortalidad era terrorífica, a lo que hay que
añadir la situación en la que se encontraban los jornaleros del norte de
Inglaterra y de Escocia, que eran pagados en especie y obligados a ayudar al
trabajo del campo en cualquier momento, así como las múltiples dependencias que
implicaban los tied cottages y las disposiciones que no concedían la propiedad
de la tierra a los pobres más que de forma fugaz, todo lo cual nos permite
estimar más o menos cuál era este ejército de reserva, esta mano de obra
invisible y dócil que los patronos rurales tenían a su disposición. Además de la
cuestión de los salarios estaba también la cuestión de mantenimiento de un
ejército agrícola de reserva. La importancia relativa de estas dos cuestiones
puede haber variado según las épocas. La introducción de Speenhamland está
íntimamente ligada al temor que tenían los propietarios rurales de que
aumentasen los salarios, y la expansión rápida del sistema de subsidios durante
los últimos años de la crisis agrícola (después de 1815), estuvo probablemente
determinada por la misma causa. En contrapartida, a comienzos de los años 1830,
cuando la comunidad de propietarios agrícolas casi unánimemente pidió que se
conservase el sistema de subsidios, no se debió a que temiesen ver aumentar los
salarios, sino a que deseaban tener a su disposición una cantidad suficiente de
mano de obra. De todas formas, no han debido olvidar totalmente esta
consideración, en particular durante el largo período de prosperidad excepcional
que va desde 1792 a 1813, durante el cual el precio medio del trigo no cesó de
subir y se distanció notablemente del precio del trabajo. La preocupación
constante que estaba en el trasfondo de Speenhamland no eran los salarios, sino
la oferta de mano de obra.
Puede parecer un tanto artificial intentar
establecer una distinción entre estos dos conjuntos de motivaciones, ya que
podía esperarse que una elevación de los salarios conllevase una mayor oferta de
mano de obra. Puede constatarse, sin embargo, a través de pruebas fehacientes,
cuál era, en ciertos casos, de entre estas dos preocupaciones la que predominaba
en la mente de los propietarios agrícolas.
Existen abundantes testimonios que muestran,
en primer lugar, que, incluso en el caso de los residentes pobres, los patronos
agrícolas eran contrarios a cualquier forma de empleo exterior que pudiese
influir en que los obreros estuviesen menos disponibles para realizar un trabajo
agrícola ocasional. Uno de los testigos del Informe de 1834 acusa a los
residentes pobres de ir a «pescar arenques y caballas y ganar una libra por
semana, mientras que sus familiares siguen siendo una carga para la parroquia.
Cuando vuelven, se les emprisiona, pero da lo mismo, en la medida en que se les
suelta en el momento en que el trabajo está bien pagado...» (p. 33). El mismo
testigo se lamenta porque «los patronos agrícolas no pueden encontrar con
frecuencia un número suficiente de trabajadores para los trabajos de primavera y
octubre» (Informe de Henry Stuart, App. A, Pt. I, p. 334A).
En segundo lugar, está la capital cuestión de
la distribución de parcelas. Los propietarios eran unánimes a la hora de afirmar
que no existía nada más seguro para mantener a un hombre y a su familia off the
rates (para que no viviese a costa del contribuyente) que darle un trozo de
tierra. Sin embargo, nada pudo persuadirlos, ni siquiera la carga de los
impuestos comunales, para que aceptasen alguna forma de distribución de parcelas
que permitiese que el residente pobre dependiese menos del trabajo ocasional
agrícola.
Este fenómeno exige una cierta atención. Desde
1833, la comunidad de propietarios agrícolas manifestó la inquebrantable
voluntad de mantener el sistema de Speenhamland. Citemos algunos pasajes del
Informe de los delegados de la ley de pobres (Poor Law Commissioners Report): el
sistema de subsidios significaba «trabajo barato, recolecciones hechas con
rapidez» (Power). «Sin el sistema de subsidios, los propietarios no podrían
probablemente continuar cultivando la tierra» (Cowell). «Los propietarios desean
que sus hombres estén en el registro de los pobres» (J. Mann). «Los grandes
terratenientes, en particular, no querían que (los impuestos para los pobres) se
redujesen. Mientras han funcionado los impuestos, siempre han encontrado los
brazos de más que necesitaban, y cuando se pone a llover pueden enviarlos a la
parroquia...» (un testigo de los propietarios). Las personas responsables de la
parroquia son «contrarias a cualquier medida que permita al trabajador ser
independiente y no tener que acudir a la asistencia parroquial, la cual,
manteniéndolo dentro de sus límites, lo tiene disponible cuando lo necesita para
un trabajo urgente». Manifiestan que «los salarios elevados y los trabajadores
libres los aniquilarían» (Pringle). Persistentemente se opusieron, pues, a toda
medida destinada a distribuir parcelas a los pobres que les permitiese una mayor
independencia. Parcelas de tierra que los salvarían de la miseria y los
mantendrían en condiciones de vida decentes, en las que conservarían el respeto
a sí mismos y les permitirían salir de las filas del ejército de reserva
necesario para la industria agrícola. Majendie, que preconizaba la distribución
de parcelas, recomendaba que fuesen trozos de tierra de un cuarto de acre.
Pensaba que no debía superarse esta extensión, ya que «los habitantes tienen
miedo de convertir a los trabajadores en independientes». Power, que era también
partidario de estas medidas, afirmaba: «Los propietarios agrícolas protestan, en
general, contra la distribución de parcelas, ya que son reacios a que se hagan
deducciones de sus propiedades; tienen que ir a buscar sus abonos más lejos y
protestan contra una mayor independencia de sus obreros».
Okeden, por su parte, proponía parcelas de la
sexta parte de un acre, ya que, en su opinión, «esto proporcionaría el mismo
tiempo libre que la rueda y la rueca, la lanzadera y las agujas de calcetar»
cuando las familias que practican la industria rural están en plena actividad.
Lo expuesto pone de manifiesto la verdadera
función del sistema de subsidios para la comunidad de los propietarios
agrícolas: asegurar una reserva de pobres residentes, disponibles en cualquier
momento. Por otra parte, Speenhamland crea de este modo la ficción de un
excedente de población rural, que en realidad no existía.
4. El sistema de subsidios en las ciudades industriales
Speenhamland se concibió, ante todo, como una
medida destinada a aliviar el malestar rural. Esto no quiere decir, sin embargo,
que esta ley se limitase al campo, ya que los burgos de mercado formaban parte
de él. Desde comienzos de los años 1830, en la zona característica de
Speenhamland, la mayor parte de los burgos habían instaurado el sistema
propiamente dicho de los subsidios. El condado de Hereford, por ejemplo, que
estaba clasificado desde el punto de vista de excedente de población como
«bueno», contaba con seis ciudades, sobre seis, que reconocían haber recurrido a
los métodos de Speenhamland (cuatro «con seguridad» y cuatro «probablemente»),
mientras que en el «malo», Sussex, había tres ciudades sobre las doce del
condado que no lo habían adoptado, y nueve que sí lo habían hecho.
La situación era naturalmente muy diferente en
las pequeñas ciudades industriales del Norte o del NordOeste. Hasta 1834, el
número de pobres dependientes era considerablemente más débil en las ciudades
industriales que en el campo, donde, incluso antes de 1795, la proximidad de las
manufacturas mostraba la tendencia a un fuerte crecimiento del número de
indigentes. En 1789, el reverendo John Howlett argumentaba de forma convincente
contra «el error general según el cual la proporción de pobres en las grandes
ciudades y en los burgos industriales muy poblados era más alta que en las
simples parroquias, ya que sucede todo lo contrario» (Artnals of Agriculture, V,
XI, p. 6, 1789).
Desconocemos, por desgracia, cuál era con
exactitud la situación en los nuevos burgos industriales. Los delegados de la
ley de pobres estaban molestos por el peligro considerado inminente de la
extensión de los métodos de Speenhamland a las ciudades industriales. Se
reconocía que «los condados del Norte estaban menos afectados por ellas», pero
se afirmaba, sin embargo, que «incluso en las ciudades, se aplican en un grado
espantoso», afirmación poco probada por los hechos. Es cierto que en Manchester
o en Oldham se daban ayudas ocasionalmente a personas sanas y a empleados a
tiempo completo. En Preston, si creemos lo que escribía Henderson, se había
oído, en las reuniones de los contribuyentes locales, a un indigente que «se
había acogido a la parroquia, al verse reducido su salario a una libra y
dieciocho chelines por semana». Las comunidades de Salford, Padiham y Ulverston,
estaban también clasificadas entre aquellas que practicaban «regularmente» el
método de ayuda a los salarios. Y lo mismo sucedía con Wigan, en lo que se
refería a tejedores e hiladores. En Nottingham, los bajos se vendían a precio de
coste, lo que reportaba «un beneficio» a los manufactureros gracias,
evidentemente, a los complementos salariales pagados con los impuestos locales.
Y Henderson, al hablar de Preston, veía ya cómo este sistema nefasto «arrollaría
en su avance los intereses privados para defenderse». Según el Informe de los
delegados de la ley de pobres, este sistema dominaba menos en las ciudades,
simplemente «porque los capitalistas manufactureros forman una pequeña parte de
los contribuyentes y, en consecuencia, tienen menos influencia sobre las
autoridades que los terratenientes en el campo».
Parece probable, sea cual haya sido la
situación a corto plazo, que, a largo plazo, existían distintas razones que
jugaban contra la aceptación general del sistema de subsidios para los empleados
de la industria.
Una de estas razones era la falta de eficacia
del trabajo de los indigentes. La industria del algodón funcionaba sobre todo
mediante el trabajo a la pieza, o trabajo a destajo como se decía entonces. En
consecuencia, incluso en la agricultura «los registrados en la parroquia,
degradados e ineficaces» trabajaban tan mal que «cuatro o cinco eran
equivalentes a uno en el trabajo a destajo» (Select Committee on Laborers' Wages,
H. of C. 4, VI, 1824, p. 4). El Informe de los delegados de la ley de pobres
subrayaba que el trabajo a la pieza podía permitir la utilización del método de
Speenhamland, sin destruir necesariamente «la eficacia del trabajador de las
manufacturas», las cuales podían así «obtener realmente trabajo a bajo precio».
Esto implica que los bajos salarios de los trabajadores agrícolas no suponían
necesariamente un trabajo barato, ya que la ineficacia del trabajador se
compensaba con el bajo precio de su trabajo para el patrón.
Existe, además, otro factor que tendía a que
el empresario no apoyase el sistema de Speenhamland: el riesgo de que los
concurrentes pudiesen producir a un costo salarial mucho más bajo con las ayudas
a los salarios. Esta amenaza no afectaba al agricultor que vendía en un mercado
ilimitado, pero podía trastornar mucho más al propietario de una fábrica urbana.
El Informe de los delegados de la ley de pobres decía que «un manufacturero de
Macclesfield podía encontrarse frente a gentes que vendían a precios más bajos
que los suyos y, en consecuencia, arruinarse por la mala administración de la
ley de pobres en Essex». Para William Cunningham, la importancia de la Ley de
1834 se basa sobre todo en su efecto «nacionalizador» sobre la administración de
las leyes de pobres, suprimiendo así un serio obstáculo en el camino del
desarrollo de los mercados nacionales. Una tercera objeción al sistema de
Speenhamland debió de tener un peso todavía mayor que las dos anteriores en los
círculos capitalistas: su tendencia a impedir que «la vasta masa inerte de mano
de obra sobrante» se incorporase al mercado de trabajo urbano (Redford). A
finales de los años 1830, existía una fuerte demanda de mano de obra por parte
de los manufactureros urbanos; las trade unions de Doherty iniciaron una
agitación a gran escala; era el comienzo del movimiento oweniano que condujo a
las huelgas y al lockout más importantes conocidos hasta entonces por
Inglaterra.
Desde el punto de vista de los patronos,
existían, pues, tres poderosos argumentos a la larga contra Speenhamland: su
efecto nocivo sobre la productividad del trabajo, su tendencia a crear
variaciones en los costes en las distintas zonas del país y el hecho de
entretener en el campo «charcos estancados de mano de obra» (Webb),
contribuyendo así a reforzar el monopolio al trabajo de los trabajadores de las
ciudades. Ninguna de estas condiciones habría tenido mucho peso para un patrón
individual o incluso para un grupo localizado de patronos que debían de ser
sensibles a las ventajas de un bajo coste salarial, no sólo para obtener
beneficios, sino también para ayudarles a competir con los manufactureros de
otras ciudades. Sin embargo los empresarios, en tanto que clase, comenzaron a
ver las cosas bajo otro ángulo cuando se apercibieron con el tiempo de que lo
que era beneficioso para un patrono o para un grupo de patronos, podía encerrar
un peligro para ellos considerados colectivamente. Y de hecho, fue la extensión,
a comienzos de los años 1830, del sistema de subsidios a las ciudades
industriales del Norte, incluso bajo una forma atenuada, lo que provocó una
opinión generalizada contra Speenhamland y condujo a una reforma a escala
nacional.
Los testimonios indican que existió una
política urbana, más o menos consciente, orientada hacia la formación de un
ejército de reserva industrial en las ciudades, esencialmente para hacer frente
a las vivas fluctuaciones de la actividad económica. No existía, pues, desde
este punto de vista, casi diferencia entre las ciudades y el campo. Y así, al
igual que las autoridades de las zonas rurales preferían impuestos elevados en
vez de salarios altos, las urbanas eran contrarias, ellas también, a reenviar a
los indigentes no residentes a los lugares donde estaban domiciliados. Los
patronos rurales y urbanos estaban en cierta medida en concurrencia para
repartirse el ejército de reserva. Fue durante la larga y grave crisis de
mediados de 1840 cuando se volvió impracticable mantener la mano de obra
mediante los impuestos para pobres. E, incluso entonces, los patronos rurales y
urbanos adoptaron el mismo comportamiento: comienza el traslado a gran escala de
los indigentes fuera de las ciudades industriales, al mismo tiempo que,
paralelamente, los terratenientes «limpiaron las aldeas». En ambos casos el
objetivo era similar, disminuir el número de pobres residentes (Redford, p.
111).
5. Primacía de la ciudad sobre el campo
Nuestra hipótesis es que Speenhamland fue un
movimiento defensivo de la comunidad rural frente a la amenaza que representaba
una elevación de los salarios en la ciudad, lo que suponía la primacía de la
ciudad sobre el campo en lo que se refiere al ciclo industrial. Se puede
comprobar que esto es así, al menos en lo que se refiere a la crisis de 183745.
Un estudio estadístico riguroso realizado en 1847 puso de manifiesto que esta
depresión se inició en los burgos industriales del Noroeste, para extenderse
luego a las comarcas agrícolas en donde la salida de la crisis comenzó
claramente más tarde que en las zonas industriales. Las cifras muestran que «la
presión que atenazó primero a los distritos manufactureros se acantonó en último
lugar en los agrícolas». En este estudio, las zonas manufactureras estaban
representadas por Lancashire y por West Riding del Yorkshire, que contaban con
una población de 201.000 habitantes, mientras que los distritos agrícolas
estaban representados por Northumberland, Norfolk, Suffolk, Cambridgeshire,
Buckshire, Berkshire, Hertshire, Wiltshire y Devonshire, con una población de
208.000 habitantes (ambas zonas contaban con 548 «Unions» en la clasificación de
la ley de pobres). En los distritos manufactureros, la situación comenzó a
mejorar en 1842, cuando se produjo un lento decrecimiento del pauperismo, que
pasó del 29,37 por 100 al 16,72 por 100, seguido de una disminución positiva en
1842; en 1844, el porcentaje pasa a ser del 15,26 por 100 y del 12,24 por 100 en
1845. En contraste claro con este proceso, la situación no comenzó a mejorar en
los distritos rurales hasta 1845, con una disminución del 9,08 por 100. En cada
caso, la proporción de las inversiones de la ley de pobres se calculó en función
de la cifra global de la población; ésta fue censada separadamente para cada
condado y cada año (J. T. Danson, «Condition of the People of the U.K., 18391847
», Journal of Stat. Soc, vol. XI, 1848, p. 101).
6. Despoblación y superpoblación del campo
Inglaterra era el único país de Europa en el
que la administración del trabajo era uniforme, tanto para la ciudad como para
el campo. Estatutos como los de 1563 ó de 1662 habían sido aplicados tanto en
las parroquias rurales como en las urbanas, y los jueces de paz administraban
también la ley en todo el país. Esta situación se debía a la vez a la
industrialización precoz del campo y a la industrialización tardía de las zonas
urbanas. No existía una barrera administrativa entre la organización del trabajo
en la ciudad y en el campo, como ocurría en el Continente. He aquí la razón por
la que resultaba tan fácil a la mano de obra, según parece, circular del campo a
la ciudad y de la ciudad al campo. Se evitaron así los dos rasgos más
calamitosos de la demografía de Europa Occidental: la despoblación brutal de las
zonas rurales, como consecuencia de la emigración del campo a la ciudad, y la
irreversibilidad de ese proceso de emigración, que suponía también el
des-enraizamiento de las personas que se habían ido a trabajar a la ciudad.
Landflucht, así era como se denominaba este fenómeno que suponía un gran
cataclismo y que desde la segunda mitad del siglo XIX aterrorizaba a la
comunidad agrícola de Europa central. En lugar de esto, encontramos en
Inglaterra algo semejante a una oscilación de la población que se mueve en
función de los empleos en el campo y en la ciudad. Es como si una gran parte de
la población se hubiese mantenido en suspenso: de ahí la dificultad, por no
decir la imposibilidad, de seguir el movimiento de emigración interior.
Recordemos además la configuración del país, rodeado de puertos por todas partes
que hacían inútil la emigración lejana, y comprenderemos cómo la administración
de la ley de pobres no encontró grandes dificultades para adaptarse a las
exigencias de la organización nacional del trabajo. La parroquia rural pagaba
con frecuencia subsidios a indigentes no residentes que tenían un empleo en una
ciudad cercana, haciéndoles llegar los socorros en dinero al lugar en el que
habitaban; por otra parte, las ciudades manufactureras proporcionaban a veces
socorros a pobres residentes que carecían de domicilio en la ciudad. Únicamente
con carácter excepcional las autoridades urbanas realizaron traslados en masa,
como ocurrió entre 1841 y 1843. De los 12.628 pobres trasladados en esas fechas
desde 19 ciudades manufactureras del Norte, únicamente el 1 por 100 tenía su
domicilio, según Redford, en los nueve distritos agrícolas. (Si los condados de
Redford se sustituyen por los nueve «distritos típicamente agrícolas» elegidos
por Danson en 1848, el resultado varía sólo ligeramente, pasando del 1 al 1,3
por 100). Como ha demostrado Redford, existía muy poca emigración de larga
distancia y una gran parte del ejército de reserva del trabajo era mantenida a
disposición de los patronos mediante socorros concedidos con liberalidad en los
pueblos y en las ciudades manufactureras. No es, pues, sorprendente que se
produjese al mismo tiempo una «superpoblación» en el campo y en la ciudad,
mientras que en realidad, en períodos álgidos, los manufactureros del Lancashire
se veían obligados a importar de forma masiva mano de obra irlandesa, y los
granjeros se lamentaban de que eran incapaces de hacer frente a la recolección
de las cosechas y que ni uno sólo de los trabajadores del campo podía emigrar.
ÍNDICE DE MATERIAS
Accidentes de trabajo.
Act of settlemení (Ley de domicilio)
Administración doméstica (oeconomia).
África colonias condiciones de vida de los
indígenas efectos producidos por los blancos sobre la cultura indígena.
Agrarismo Agricultura Alemania.
Algodón (industria del) Altas finanzas
Aluminio (industria del) América del Norte.
América Latina y fascismo.
AntiCombination Law (Leyes contra las
coaliciones) AntiCom Law Bill.
Aprendizaje Argelia.
Artesanos (estatuto de los) Asambleas de
menesterosos Asia.
Australianos (aborígenes) Austria.
Babilonia.
Bagdad (ferrocarriles de) Balcanes Banca/banco
Basora.
Bélgica.
Beneficio.
Berkshire (magistrados del) Berlín.
Bolchevismo.
Budapest Bulgaria Burgués (de las ciudades)
Burguesía.
Cafres Cambio.
Cambios (tasa de) Campesinado Canadá.
Capital Capitalismo Cartel.
Cartismo.
Centralidad (véase reciprocidad) City de
Londres Civilización.
Clase obrera (véase trabajo) Clases.
Clases medias Clero.
Código de Napoleón Colectivismo Colleges
oflndustry Colonias.
Comercialización del suelo Comercio.
Commonwealth.
Compañía de las Indias Orientales Complementos
salariales Comunismo (véase Bolchevismo) Concierto Europeo.
Congreso de Berlín.
Congreso del Komintern.
«Conspiración colectivista» Constitución
Constitucionalismo Contrarevolución Cooperativas.
Com Laws Corporaciones Crédito.
Crisis (véase Depresiones) Cristianismo.
Cuáqueros Checoslovaquia China Dardanelos
Deflación Deforestación Democracia Depresiones.
Derecho consuetudinario.
«Derecho a vivir».
Derechos de aduana (véase también
Proteccionismo) Despoblación.
Dinamarca Diplomacia Economía Liberal.
De mercado (véase Mercado y Economía Liberal)
Política.
Sistemas Teoría Egipto Enclosures.
Equilibrio entre las potencias.
Esclavos España.
Estado centralizado Estado liberal Estados
ciudades Estados Unidos Estonia.
Estuardo (política de los) Europa.
Europa central Europa occidental Europa
oriental Explotación Exportaciones.
Fábricas Fascismo Ferrocarriles Feudalismo
Finlandia Fisiócratas Francia.
Fuga de capitales Ginebra.
Sociedad de Naciones Gobierno popular.
Gran Bretaña(véase también Inglaterra) Grecia.
Guerra.
Primera guerra mundial Segunda guerra mundial
Guerra de Crimea.
Guerra hispanoamericana.
Rabeas corpus.
Hansa Holanda.
Humanidad (véase Sociedad) Hungría.
Iglesia católica Inmigración Imperialismo
Imperios.
Importaciones(véase Derechos de aduana)
Impuestos.
Impuestos para los pobres Incas.
India Indios Indochina Industria.
Industry Houses Inflación Inglaterra.
Instituciones internacionales (véase también
Equilibrio entre las potencias) Estado liberal.
Mercados autorreguladores y Patrón-oro).
Intercambios (véase también Trueque)
Internacionalismo Intervencionismo Inversiones en el extranjero.
Irlanda Italia Japón Jesucristo.
Jubilación de los trabajadores Komintern
(véase Congreso del).
Kraal.
Kula.
Lana (industria de la) Laissezfaire.
Ley contra las coaliciones Ley de domicilio.
Leyes económicas Leyes de pobres.
Leyes sobre las fábricas Liberalismo económico
Libertad.
Librecambio Londres Luddismo Lyon Madagascar
Manufacturas Máquinas Marruecos Materialismo.
Materias primas Melanesia Mercado Economía de
Sistema de.
Mercado autorregulador Mercados.
HO.
Mercados de Trabajo Mercancías Mercantilismo
Moneda Nacionalismo Nazismo.
New Deal New Lanark Noruega.
Obreros (Partidos) Owenismo Pacífico (islas
del) Pacifismo Panóptico.
París.
Parliamentary Reform Act ; Paro.
Paternalismo Patrón-oro Pauperismo Paz.
Paz de los Cien Años Paz de los Treinta Años
Petróleo (Industria del) Piratería.
Población (Ley de la).
Pobres (véase Leyes de pobres) Polinesia.
Portugal Precio.
Producción (Organización de la) Proletario.
Proteccionismo Puritanos Reciprocidad
Redistribución República de Weimar Revolución comercial.
Revolución francesa.
Revolución industrial Revolución
nacionalsocialista Revolución rusa.
Riqueza.
Rothschild (familia) Rumania.
Rusia Salarios Santa Alianza.
Seguros sociales.
Sindicatos (véase también Trade Unions)
Sistema internacional.
Socialdemócratas Socialismo Sociedad.
Sociedad de Naciones Socorros a domicilio
Speenhamland Subsidios.
Sufragio universal Suiza.
Teoría económica (véase Economía) Then
(fábrica de los).
Tierra Tikopia Totalitarismo Trabajo.
Trabajo de los niños.
Trade Unions (véase Sindicatos) Tratados
Berlín.
Utrecht Münster.
Wetsfalia.
Tobriandeses.
Trueque (véase también Intercambios Comercio
Mercados) Tudor (período de los).
Turquía Utopía Vacunación Venecia Viena
Villagesof Union.
Wall Street.
Weimar (véase República)
Whitbread.
Yugoslavia Zapotecas.
ÍNDICE DE AUTORES
ACLAND (John).
ANGELL (Norman) APPLEGARTH
(Robert) ARISTÓTELES.
ARNOLD (Thurman) ASHLEY (sir
William James) BARNESBECKERBECKER.
BARNES (Donald Grove) BAUER(OUO)
BELASCO(P S) BELLERS (John) BELSHAM(WÍ) BENEDICT (Ruth).
BENTHAM (Jeremy) BENTHAM (Sir
Samuel).
BlSMARCKSCHÓNHAUSEN (OttO Eduard
Leopold Príncipe Von).
BLAKE (William).
BLANC (Louis) BLUM (León)
BORKENAU (Franz).
BREWSTER (sir David) BRINKMANN
(C) BRÜNING (John) BÜCHER (K) BUECHER (Cari) BUELL(R L).
BURKE (Edmund) BURLEIGH CALVINO
(Jean) CANNAN (E).
CANNING (Charles John) CARLYLE
(Thomas) CARR(E H).
CARY(John) CHAMBERLAIN (Neville)
CLAPHAM (J H).
CLIVE.
COBBETT (William) COBDEN
(Richard) COLÉ (GD H) COLLIER (John).
CONDORCET (Marie Jean marqués
DE) COOKE (Edward).
COOLIDGE (Calvin) COOPER (Alfred
DufQ CORTI (Egon Caesar) COWE (James) COWELL CROSMANN (R H).
CRUMPLE (Samuel).
CUNNINGHAM (William) DANSON.
DARWIN (Charles) DA VIES (David) DEFOE
(Daniel) DICEY (A V).
DICKENS (Charles) DIDEROT
(Denis).
DISRAELI (Benjamíner conde de
BEACONSFIELD) DRUCKER (Peter F).
DYER (George) ELDON(lord) ENGELS
(Friedrich) EULENBURG (F) EULENBURG (R) FAY(SB).
FELS (H) FENELON FIRTH(R).
FOURIER (Francois Marie Charles)
Fox (Charles James) FRANQUI (Emile).
FUNNELL (William) GAIRDNER(J).
GENTZ (Friedrich VON) GEORGE
(Henry) GEORGE (Stephan) GESELL (Silvio) GIBBINS (H DE B).
GILBERT (Thomas) GLADSTONE
(William Ewart) GODWIN (William) GOLDENWEISER (A).
GREY (sir Edward).
HADLEY (A T) HALES (John).
HAMMOND (Barbara) HARTLEY
(David).
HASTINGS (Warren) HAWTREY (G R)
HAYES (C A) HAZLITT (W) HECKSMER (E F) HEGEL(G W) HELVÉTIUS (Cl A) HENDERSON (H
D).
HERRIOT (Edouard) HERSHEY (A S)
HERSKOVITS (M J) HEYMANN (H) HILFERDING (Rudolf) HlNDENBURG Paul.
VON BENECKENDORFF UND VON HlRST
(J).
HOBBES (Thomas) HOBSON (J A)
HOFMANN (A) HOLMES (E) HOOVER (H Ch) HOWLETT (Rév J).
HUME (David) HUSKISSON (William)
ILBERT.
INNES (A D).
JAMES (Isaac) JONES (Edward)
JOWETT (Benjamin).
KEYNES (John Maynard) KINGSLEY
(Charles) KlNGSLEY (Mary H).
KLAGES (Ludwig) KNIGHT (Frank H)
KNOWLES (L C A) LANGER (W L).
LASSALLE (Ferdinand) LASSWELL (H
D).
LAW (John) LAWRENCE (D H).
LAWSON LEATHES sir Stanley
Mordaunt LENIN.
LESSER (Alexander) LINTON
(Ralph) LIPPMANN (Walter) LIPSON (Ephraim) LLOYD GEORGE David LOCKE (John).
LOEB (E M).
LONG (Huey «Kingfisher») LORIMER
(Frank).
LOWIE (Robert Harry) LUEGER
(Karl).
LUSON (Hewling) LUTERO (Martin)
MACAULAY (Thomas B) MACLEOD.
MAGENDIE MAIR (L P).
MALINOWSKI (Bronislav) MALTHUS
(Thomas Robert).
MANDEVILLE (Bernard).
MANN(J) MANTOUX(P L) MAQUIAVELO.
MARSHALL (Dorothy) MARSHALL (T
H).
MARTINEAU (Harriet) MARX (Karl)
MAYER(J P).
MEAD (Margaret) MELLÓME (F C)
MEREDITH (H O).
METERNICH (Klemens Wenzel
Nepomuk Lotahr príncipe DE) MCFARLANE (John).
MILL (James).
MlLL (John STUART) MILLINS (Mrs
S G).
MISES (Ludwig VON) MITCHELL(WC).
MOND (sir Alfred).
MONTESQUIEU (Charles DE SEGONDAT DE).
MORE (Hannah) MORGAN (John
Pierpont) MORO (T).
MOWAT(R B).
MUIR (Ramsay) NASMITH (James)
NICHOLSON.
NORMAN (Montague) OHLIN (B).
OKEDEN ONKEN(H) OPPENHEM (L).
ORTES (Giammaria).
OWEN (Robert) PAINE (Thomas).
PALGRAVE (Sir Robert Harry
Inglis) PALMERSTON (Henry John TEMPLE.
PANTLEN (Hermann) PAPEN (Franz
VON) PATERSON.
PEEL (Robert) PENROSE(E F).
PEREIRE PEW (Richard) PHILLIPS
(W A) PIRENNE (Henri).
PIIT (William).
PlTT (William Morton) PITTRIVERS
PLATÓN.
POINCARÉ (Raymond) POLANYI
(Karl) POSTAN (M M).
POSTLETHWAYT (Malachy).
POWER (Eileen Edna) PRICE (Dr)
PRINGLE.
PROUDHON (PierreJoseph) QUESNAY
(Francois) QUISLING (Vidkun) RADCLIFFEBROWN RAUSCHNING (H) REDFORD.
REDLICH.
REMER (Charles Frederick)
RICARDO (David) RIVERS.
ROBBINS (L) .
ROBINSON (Henry).
RODBERTUS (Johann Karl) ROGERS
(Wood) ROOSEVELT (Th) ROSTOVTZEFF (M I).
ROTHSCHILD (Nathan Meyer)
ROUSSEAU (JeanJacques) RUGGIES (Theodore) RUSSELL (Bertrand) SABATIER (William)
SADLER (Michael Thomas) SAGNAC(Ph).
SAINTLÉGER (A DE).
SAINTSIMÓN (Claude Henri conde
DE) SAUNDERS (Robert).
SCHACHT (Hjalmar) SCHAFER (Félix).
SCHMOLLER (Gustav Friedrich VON)
SCHUMAN (F).
SCHUMPETER (Joseph Alois) SEIPEL
.
(SHAFTESBURY (Anthony ASHLEY
COOPER ° conde DE) SHERER (J G).
SIMÓN (Lord).
SIMÓN (Sir John) SMITH (Adam).
SNOWDEN (Philip) SOKOLMKOFF (G
Y).
SOMERSET (Lord Protector) SONTAG
(R J).
SOREL (Georges) SOUTHEY
(Robert).
SPANN (Othmar).
SPENCER (Herbert) " STALEY
(Eugene) STEPHEN (Sir Leslie) STOLPER(G).
SUMNER (William Graham) TAWNEY
(R H).
TELFORD (Thomas) TEMPLE (Sir
William) THOMPSON (E) THURNWALD (R C).
TOCQUEVILLE (Charles Henri DE)
TOWNSEND (William).
TOYNBEE (A V) TREVELYAN (G M) TROTSKI (León).
TURNER (Frederick) ULLOA (Antonio DE) USHER.
VATTEL (Emmeriche DE) VINER (Charles).
VIVES (Juan Luis).
VOLTAIRE (Francois Marie AROUET
DE) WAFER (Lionel).
WAGNER (Adolph) WEBB (Sidney et
Beatrice) WEBER (Max) WHITBREAD WICKSELL (Knut).
WHESER (Friedrich Freiherr VON)
WILLIAMS (F E).
WILSON (Rév Edward) WILSON
(Woodrow).
WISSEL (Clark).
WOOD (J).
WRIGHT (Quincy) YOUNG (Arthur)
YOUNG (Sir W).