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LA GRAN TRANSFORMACIÓN

Critica del liberalismo económico 1944

Karl Polanyi


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 ÍNDICE

Presentación

 

PRIMERA PARTE

EL SISTEMA INTERNACIONAL

 

CAPÍTULOS

I. La paz de los cien años

II. Años veinte conservadores, años treinta revolucionarios

 

SEGUNDA PARTE

GRANDEZA Y DECADENCIA DE LA ECONOMÍA DE MERCADO

 

(1).  «Satanic Mill» o la fábrica del diablo

CAPÍTULOS

III. Moradas versus mejoras

IV. Sociedades y sistemas económicos

V. La evolución del modelo de mercado

VI. El mercado autorregulador y las mercancías ficticias: trabajo, tierra y dinero

VII. Speenhamland, 1795

VIII. Antecedentes y consecuentes

IX. Pauperismo y utopía

X. La economía política y el descubrimiento de la sociedad

 (2).  La autoprotección de la sociedad.

XI. El hombre, la naturaleza y la organización de la producción

XII. Nacimiento del credo liberal

XIII. Nacimiento del credo liberal: interés de clase y cambio social

XIV. El mercado y el hombre

XV. El mercado y la naturaleza

XVI. El mercado y la organización de la producción

XVII. La autorregulación en entredicho

XVIII. Tensiones de ruptura

 

TERCERA PARTE

LA TRANSFORMACIÓN EN MARCHA

 

CAPÍTULOS

XIX. Gobierno popular y economía de mercado

XX. La historia en e1 engranaje del cambio social

XXI. La libertad en una sociedad compleja

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COMENTARIOS SOBRE LAS FUENTES

CAPÍTULO I

1. El equilibrio entre las potencias

2. La paz de los cien años

CAPÍTULO II

1. La ruptura del hilo de oro

2. Golpe pendular tras la primera guerra mundial

3. Las finanzas y la paz

CAPÍTULO IV

1. Referencias bibliográficas sobre «Sociedades y sistemas económicos»

CAPÍTULO V

1. Algunas referencias sobre la evolución del modelo de mercado»

CAPÍTULO VII

1. La literatura de Speenhamlad

2. Textos de época sobre el pauperismo y las antiguas leyes de pobres

3. Speenhamland y Viena

CAPÍTULO VIII

1. ¿Por qué no triunfó el proyecto de ley de Whitbread?

CAPÍTULO XIII

1. Las «dos naciones» de Disraeli y el problema de los pueblos de color

2. Comentario adicional. La ley sobre los pobres y la organización del trabajo

ÍNDICE MATERIAS

ÍNDICE AUTORES

 


 

PRESENTACIÓN

LA GRAN TRANSFORMACIÓN

 

 La gran transformación se publicó por vez primera en Nueva York en 1944. Un año después se editó en Londres y desde entonces ha sido traducido a varias lenguas.

Este ensayo de Karl Polanyi está escrito en una encrucijada de la historia universal, cuando las grandes potencias guerreaban por repartirse el mundo en zonas de influencia.

Polanyi hijo de padres húngaros nació en la prodigiosa Viena de fin de siglo. Estudió Filosofía y Derecho en Budapest y Viena.

Las principales tesis de La gran trasformación surgieron de su trabajo en clases tutoriales durante el año académico 1939-40 en los cursos organizados por la Worker's Educational Association.

Las consideraciones éticas y morales sustentan sus investigaciones sociológicas precisamente porque son las urgencias del presente y la resolución de problemas la razón de ser de sus ensayos. <<Se trata, escribe, de buscar la verdad y cuando los tabúes de la tradición se convierten en barreras que impiden el paso es preciso actuar conforme a los postulados de la ética, pese a que los amantes de los compromisos y los oportunistas denigren esta actitud>>

 

Tratado de economía y sociedad

En la Inglaterra de finales del siglo XVIII se inició la Revolución Industrial y con ella tuvo lugar el momento fundacional de una utopía económica capaz de reducir todos los elementos de la producción al estado de mercancías. Las racionalizaciones de la economía política, promovidas en un principio por los representantes de la ilustración escocesa, contagiaron de optimismo a emprendedores hombres de negocios y a industriales que se convirtieron en los predicadores de una nueva religión basada en la fe en el progreso. La tesis fuerte que Polanyi defiende con argumentos bien avalados documentalmente es la idea de que el liberalismo económico, quizás sin que lo pretendiesen los liberales, promocionó el progreso al precio de la dislocación social.

Los pioneros del absolutismo económico soñaron con una sociedad sin trabas para el comercio de modo que viviese al ritmo marcado por el desarrollo de un mercado autorregulador. Pero este pilar central del credo liberal —que proporciona refuerzo y sentido a otras piezas fundamentales del sistema de mercado del siglo XIX tales como el patrón-oro, el equilibrio entre las potencias y el propio Estado liberal—, dejó a las sociedades a merced de los vaivenes imprevisibles provocados por la especulación, el afán de lucro y la libre competencia en los negocios.

Por primera vez en la historia de la humanidad la sociedad se convertía en una simple función del sistema económico y flotaba sin rumbo en un mar agitado por las pasiones y los intereses, como un corcho en medio del océano. La tierra, los hombres y el dinero se vieron fagocitados por el mercado y convertidos en simples mercancías para ser compradas y vendidas. La naturaleza y los hombres, como cualquier otro objeto de compraventa sometido a la ley de la oferta y de la demanda, quedaron al arbitrio de un sistema caótico que ni tan siquiera conspicuos industriales, hábiles políticos y sagaces financieros acertaban a gobernar. Las viejas formas de sociabilidad fueron sacrificadas al nuevo ídolo del mercado autorregulador. Las territorialidades locales fueron barridas y las sociedades se vieron despojadas de su soporte humano y natural.

 

Vigencia de La gran transformación

En el momento actual, cuando Europa cuenta con decenas de millones de parados, cuando se extiende el trabajo precario, la inseguridad social, y crecen sin cesar las desigualdades entre los grupos y las clases sociales, así como la distancia entre los países ricos y los pobres, retornan los cánticos laudatorios al mercado, al individuo y a la cultura empresarial en nombre de un redivivo neoliberalismo. Las multinacionales imponen su ley a los gobiernos que, en un clima de internacionalización del capital, no saben como resolver el dilema que el desempleo y la crisis generan en una espiral infernal: promover la inversión de capitales y asegurar a los inversores la obtención de excedentes al precio de un abaratamiento de la mano de obra, contratación temporal, exenciones fiscales, limitación de derechos laborales y sindicales, en suma imponiendo la degradación de las condiciones de empleo.

El principal mérito de la obra de Karl Polanyi consiste en desemascarar históricamente ese chantaje económico que utiliza a la sociedad como rehén. Es preciso romper el falso dilema planteado en términos economicistas, descubrir en las nuevas apologías del mercado autorregulador el retorno de los viejos fantasmas de una profunda crisis civilizatoria.

 


PRIMERA PARTE

EL SISTEMA INTERNACIONAL

 

CAPÍTULO I

LA PAZ DE LOS CIEN AÑOS

 

La civilización del siglo XIX se ha derrumbado. Este libro trata de los orígenes políticos y económicos de este suceso así como de la gran transformación que ha provocado.

La civilización del siglo XIX se asentaba sobre cuatro instituciones. La primera era el sistema de equilibrio entre las grandes potencias que, durante un siglo, impidió que surgiese entre ellas cualquier tipo de guerra larga y destructora. La segunda fue el patrón- oro internacional en tanto que símbolo de una organización única de la economía mundial. La tercera, el mercado autorregulador que produjo un bienestar material hasta entonces nunca soñado. La cuarta, en fin, fue el Estado liberal. Podemos agrupar estas instituciones señalando que dos de ellas eran económicas y dos políticas. Si adoptamos otro criterio de clasificación nos encontramos con que dos eran nacionales y dos internacionales. Pero en todo caso estas cuatro instituciones confieren a la historia de nuestra civilización sus principales características.

El patrón-oro, entre todas ellas, ha sido reconocido como de una importancia decisiva; su caída fue la causa inmediata de la catástrofe. Cuando se desplomó, la mayoría de las otras instituciones ya habían sido sacrificadas en un esfuerzo estéril para salvarlo.

La fuente y la matriz del sistema se encuentran sin embargo en el mercado autorregulador. Es justamente su nacimiento lo que hizo posible la formación de una civilización particular. El patrón-oro fue pura y simplemente una tentativa para extender al ámbito internacional el sistema del mercado interior; el sistema de equilibrio entre las potencias fue a su vez una superestructura edificada sobre el patrón-oro que funcionaba, en parte, gracias a él; y el Estado liberal fue, por su parte, una creación del mercado autorregulador. La clave del sistema institucional del siglo XIX se encuentra, pues, en las leyes que gobiernan la economía de mercado.

La tesis defendida aquí es que la idea de un mercado que se regula a sí mismo era una idea puramente utópica. Una institución como ésta no podía existir de forma duradera sin aniquilar la sustancia humana y la naturaleza de la sociedad, sin destruir al hombre y sin transformar su ecosistema en un desierto. Inevitablemente la sociedad adoptó medidas para protegerse, pero todas ellas comprometían la autorregulación del mercado, desorganizaban la vida industrial y exponían así a la sociedad a otros peligros. Justamente este dilema obligó al sistema de mercado a seguir en su desarrollo un determinado rumbo y acabó por romper la organización social que estaba basada en él.

Esta explicación de una de las crisis más profundas que han existido en la historia de la humanidad puede parecer demasiado simple. Nada resulta más absurdo en apariencia que intentar reducir una civilización, su sustancia y su ethos, a un número inmutable de instituciones entre las cuales una sería la fundamental, así como partir de esta comprobación para demostrar que la autodestrucción de esta civilización era un hecho ineluctable derivado de una determinada cualidad técnica de su organización económica. Las civilizaciones, como la vida misma, nacen de la interacción de un gran número de factores independientes que, por regla general, no pueden reducirse a instituciones claramente definidas. Tratar por tanto de objetivar y definir un mecanismo institucional que explique la decadencia de una civilización puede parecer una empresa disparatada. No obstante, esto es lo que nosotros pretendemos hacer, y al hacerlo adaptamos conscientemente nuestro objetivo a la extrema particularidad del problema a estudiar, ya que la civilización del siglo XIX fue única en el sentido de que reposaba sobre un mecanismo institucional muy determinado y específico.

Las explicaciones no resultarán aceptables a no ser que ayuden a comprender el carácter imprevisto del cataclismo que entonces tuvo lugar. En un momento dado, un torrente de acontecimientos se precipitó sobre la humanidad como si las fuerzas del cambio hubiesen estado contenidas durante un siglo. Una transformación social de carácter planetario condujo a guerras de una intensidad sin precedentes, en el curso de las cuales una veintena de Estados se destrozaron con estrépito. La silueta de nuevos imperios surgió de un océano de sangre. Pero este hecho, de una violencia demoníaca, no hizo más que ocultar una corriente de cambios rápidos y silenciosos que, con frecuencia, engullen el pasado sin que tan sólo un repliegue entorpezca su marcha. Un análisis razonado de la catástrofe debe dar cuenta a la vez de esta acción tempestuosa y de esta disolución tranquila.

No emprendemos aquí un trabajo histórico. Lo que investigamos no es una secuencia convincente de sucesos relevantes, sino una explicación de su tendencia en función de las instituciones humanas. Nos sentiremos pues con la libertad de detenernos en las escenas del pasado, con el único objeto de proyectar luz sobre los problemas del presente. Analizaremos detalladamente períodos críticos, y relegaremos casi completamente las fases intermedias. Con este único objetivo nos adentraremos en territorios propios de disciplinas diferentes.

Empezaremos por tratar el derrumbamiento del sistema internacional. Intentaremos mostrar que el sistema de equilibrio entre potencias no podía asegurar la paz una vez desestabilizada la economía mundial sobre la que este sistema se asentaba. Esto explica el carácter brusco de la ruptura y la inconcebible rapidez de la descomposición.

Si bien el desencadenante del hundimiento de nuestra civilización ha sido el fracaso de la economía mundial, éste no ha sido la única causa. Sus orígenes se remontan a hace más de cien años, a la conmoción social y técnica producida cuando nació en Europa Occidental la idea de un mercado autorregulador. Es en nuestra época cuando esta aventura se ha visto consumada y con ella se cierra una fase específica de la historia de la civilización industrial. En la última parte del libro nos ocuparemos del mecanismo que ha guiado el cambio social y nacional en nuestra época. Consideramos que, en términos generales, es preciso definir la condición presente del hombre en función de los orígenes institucionales de la crisis.

En el siglo XIX se produjo un fenómeno sin precedentes en los anales de la civilización occidental: los cien años de paz comprendidos entre 1815 y 1914.

Si exceptuamos la guerra de Crimea acontecimiento más o menos colonial Inglaterra, Francia, Prusia, Austria, Italia y Rusia no entraron en guerra entre ellas más que dieciocho meses en total. Si consideramos los dos siglos precedentes se obtiene para cada país una media de sesenta o setenta años de guerras importantes. Pero incluso la más feroz de las conflagraciones del siglo XIX, la guerra entre Francia y Prusia, de 1870-71, finalizó en menos de un año cuando la nación vencida entregó una suma insólita a título de indemnización, y ello sin que las monedas afectadas sufriesen ningún cambio.

Este triunfo del pacifismo no excluye sin duda la existencia de graves motivos de conflicto. Esta gran parada pacífica ha estado acompañada de cambios casi continuos en la situación interior y exterior de las naciones poderosas y de los grandes imperios. Durante la primera mitad del siglo XIX las guerras civiles y las intervenciones revolucionarias y contrarrevolucionarias estuvieron a la orden del día. En España, bajo el Duque de Angulema, cien mil hombres tomaron Cádiz por asalto. En Hungría la revolución magiar amenazó con destruir el propio imperio y fue definitivamente aplastada por un ejército ruso que combatió en suelo húngaro. Intervenciones armadas en Alemania, Bélgica, Polonia, Suiza, Dinamarca y Venecia pusieron de relieve la omnipresencia de la Santa Alianza. Durante la segunda mitad del siglo XIX la dinámica del progreso se vio liberada: los imperios otomano, egipcio y jerifiano se desplomaron o fueron desmembrados; ejércitos de invasión obligaron a China a abrir sus puertas a los extranjeros; y un gigantesco golpe de mano permitió el reparto del continente africano. Simultáneamente dos potencias, los Estados Unidos y Rusia, adquirieron una importancia mundial. Alemania e Italia obtuvieron su unidad nacional. Bélgica, Grecia, Rumania, Bulgaria, Servia y Hungría adquirieron o recobraron su lugar de Estados soberanos en el mapa europeo. Una serie casi incesante de guerras abiertas acompañó la penetración de la civilización industrial en el ámbito de las culturas en declive o de los pueblos primitivos. Las conquistas militares rusas en Asia central, las innumerables guerras de Inglaterra en la India y en África, las hazañas de Francia en Egipto, Argelia, Túnez, Siria, Madagascar, Indochina y Siam crearon entre las potencias problemas que, por regla general, únicamente la fuerza podía arbitrar. Y, sin embargo, cada uno de estos conflictos permaneció localizado, mientras que las grandes potencias bloqueaban, mediante su acción conjunta, o hacían abortar, mediante compromisos innumerables, nuevas ocasiones de cambios violentos. Los métodos podían cambiar, el resultado era siempre el mismo. Mientras que en la primera mitad del siglo XIX el constitucionalismo se erigía en estandarte y la Santa Alianza había suprimido la libertad en nombre de la paz, a lo largo de la segunda mitad del siglo, los banqueros, ansiosos de hacer negocios, impusieron constituciones a déspotas turbulentos y ello siempre en nombre de la paz. De este modo, bajo formas distintas y en nombre de ideologías permanentemente cambiantes unas veces en nombre del progreso y de la libertad, otras invocando la autoridad del trono y del altar, a veces mediante la bolsa y el carnet de cheques, otras sirviéndose de la corrupción y del trapicheo, en ocasiones utilizando incluso el argumento moral y recurriendo a la opinión ilustrada, y, por último, apelando al abordaje y a las bayonetas— se obtenía un único y mismo resultado: se mantenía la paz.

Esta proeza casi milagrosa provenía del juego de equilibrio entre las potencias que tuvo en este caso un resultado que habitualmente no tiene. Este equilibrio normalmente obtiene un resultado completamente diferente, es decir, la supervivencia de cada una de las potencias implicadas. De hecho este juego de fuerzas se asienta en el postulado según el cual tres unidades o más, capaces de ejercer poder, se comportarán siempre de modo que se combine el poder de las unidades más débiles contra el crecimiento de poder de la unidad más fuerte. En el territorio de la historia universal el equilibrio entre potencias afectaba a los Estados, en la medida en que contribuía a mantener su independencia. Este fin no se conseguía, sin embargo, más que a través de una guerra continua entre asociados cambiantes. Un ejemplo de esto es la práctica de los Estados ciudades de la Antigua Grecia o de la Italia del Norte: guerras entre grupos cambiantes de combatientes mantuvieron la independencia de estos Estados durante largos períodos. La acción de este mismo principio salvaguardó durante más de doscientos años la soberanía de los Estados que formaban Europa en la época del tratado de Münster y de Wetsfalia (1648). Cuando, sesenta años más tarde, los signatarios del tratado de Utrecht declararon que se adherían formalmente a este principio, constituyeron por este medio un sistema y crearon así, tanto para el fuerte como para el débil, garantías mutuas de supervivencia sirviéndose de la guerra. En el siglo XIX, el mismo mecanismo condujo más bien a la paz que a la guerra, lo que plantea un problema que supone un desafío para el historiador.

Adelantemos que el factor que supuso una innovación radical fue la aparición de un partido de la paz muy activo. Tradicionalmente un grupo de este tipo era considerado algo extraño al sistema estatal. La paz, con sus consecuencias para las artes y los oficios, era valorada habitualmente como algo equivalente a los simples ornamentos de la vida. La Iglesia podía rezar por la paz del mismo modo que lo hacía por una abundante cosecha, pero en lo que se refiere a la acción del Estado, éste no dejaba de sostener la intervención armada. Los gobiernos subordinaban la paz a la seguridad y a la soberanía, es decir, a objetivos que no podían conseguirse más que recurriendo a medios extremos. Se consideraba que existían pocas cosas más perjudiciales para una comunidad que la existencia en su seno de un grupo organizado de partidarios de la paz. Todavía en la segunda mitad del siglo XVIII Juan Jacobo Rousseau arremetía contra los negociantes por su falta de patriotismo, ya que los consideraba sospechosos de preferir la paz a la libertad.

Después de 1815 el cambio fue rápido y completo. Los alborotos de la Revolución francesa reforzaron la marea ascendente de la Revolución industrial para hacer del comercio pacífico un objetivo de interés universal. Metternich proclama que lo que quieren los pueblos de Europa no es la libertad, es la paz. Gentz califica a los patriotas de nuevos bárbaros. La Iglesia y el trono emprenden la desnacionalización de Europa. Sus argumentos parten de la ferocidad de la guerra bajo sus nuevas formas populares y del valor enorme que representa la paz para las economías nacientes.

Los portavoces del nuevo «interés» por la paz eran, como es habitual, aquellos que se beneficiaban más de ella, es decir, ese cartel de soberanos y de señores feudales cuya situación patrimonial se veía amenazada por la ola revolucionaria de patriotismo que anegaba el continente. Durante casi un tercio de siglo la Santa Alianza proporcionó así la fuerza coercitiva y la impulsión ideológica necesaria para una política de paz activa. Sus ejércitos recorrían Europa reprimiendo a las minorías y yugulando a las mayorías. Desde 1846 hasta aproximadamente 1871 «uno de los cuartos de siglo más confusos y más densos de la historia europea» la paz fue no obstante menos sólida, las fuerzas decadentes de la reacción se enfrentaron entonces con las de la industrialización ascendente. En el cuarto de siglo que sucedió a la guerra francoprusiana se asiste a un renacimiento del interés por la paz, representado por una nueva y pujante entidad: el Concierto europeo.

Los intereses, sin embargo, al igual que las intenciones, se quedan en un plano necesariamente platónico si ciertos resortes sociales no los retraducen al ámbito político. Aparentemente faltaba este instrumento de transformación. La Santa Alianza y el Concierto europeo no eran, en última instancia, más que simples asociaciones de Estados soberanos independientes; dependían pues del equilibrio entre las potencias y de sus mecanismos de guerra. ¿Cómo preservar entonces la paz? Parece claro que todo sistema de equilibrio entre las potencias implica una tendencia a impedir aquellas guerras que nacen de la incapacidad de una determinada nación para prever el realineamiento entre las potencias que se produciría como consecuencia de su tentativa para modificar el statu quo. Bismarck es un ejemplo bien conocido en este sentido, ya que fue él quien desconvocó en 1875, a partir de la intervención de Rusia y Gran Bretaña, la campaña de prensa contra Francia (la ayuda austriaca a esta nación era considerada segura): en esta ocasión el Concierto europeo jugó en contra de Alemania que se encontró aislada. En 1877-78 Alemania fue incapaz de prevenir una guerra ruso turca, pero logró impedir que se extendiese alimentando la envidia que sentía Inglaterra ante la idea de un movimiento de Rusia hacia los Dardanelos: Alemania e Inglaterra apoyaron a Turquía contra Rusia y salvaron así la paz. En el Congreso de Berlín se elaboró un plan a largo plazo para la liquidación de las posesiones europeas en el Imperio otomano lo que supuso suprimir la ocasión de guerras entre las grandes potencias a pesar de todas las transformaciones ulteriores del statu quo, pues las partes implicadas podían prácticamente conocer por anticipado, y con seguridad, las fuerzas contra las que tendrían que librar batalla. En todos estos casos la paz fue un agradable subproducto del sistema de equilibrio entre las potencias.

También aconteció que cuando el futuro de pequeñas potencias estaba en juego se evitaron guerras suprimiendo deliberadamente las causas. Las pequeñas naciones eran mantenidas a raya con mano férrea y se les impedía alterar el statu quo cuando esto podía precipitar la guerra. En 1831 la invasión de Bélgica por los holandeses consiguió la neutralización de ese país. En 1855 Noruega fue igualmente neutralizada. En 1867 Holanda vendió Luxemburgo a Francia y, ante la protesta de Alemania, Luxemburgo se convirtió en un país neutral. En 1856 la integridad del Imperio otomano fue declarada esencial para el equilibrio de Europa y el Concierto europeo intentó mantener este Imperio. Cuando, después de 1878, se consideró necesaria su desintegración para mantener ese mismo equilibrio, se procedió a su desmembramiento de un modo igualmente metódico a pesar de que en ambos casos la decisión implicaba la vida o la muerte de muchos pequeños pueblos. Entre 1852 y 1863 Dinamarca, y entre 1851 y 1856 Alemania, amenazaron con poner en peligro el equilibrio cada vez que las grandes potencias forzaban a los pequeños Estados a someterse. Las grandes potencias utilizaron pues la libertad de acción que les ofrecía el sistema para servir a un interés común, que resultaba ser la paz.

Pero, a pesar de los ajustes oportunos de las relaciones de fuerza, y a pesar de la aceptación impuesta a los pequeños Estados de la maciza paz de los Cien Años, se estaba lejos de la prevención puntual de las guerras. El desequilibrio internacional podía presentarse por innumerables causas desde un conflicto de amor dinástico hasta la canalización de un río, desde una controversia teológica hasta una invención técnica. El simple incremento de la riqueza y de la población o, llegado el caso, su simple disminución, podía desestabilizar a las fuerzas políticas y el equilibrio exterior reflejaba invariablemente el equilibrio interior. Incluso un sistema organizado de equilibrio entre las potencias no puede asegurar una paz que no se vea permanentemente amenazada por la guerra, más que si es capaz de actuar directamente sobre los factores internos y de prevenir el desequilibrio in statu nascendi. Una vez que el movimiento de desequilibrio ha alcanzado dinamismo, entonces únicamente la fuerza puede frenarlo. Es un hecho generalmente admitido que, para asegurar la paz hay que eliminar las causas de la guerra, pero con frecuencia se olvida que para conseguir esto es preciso disponer del flujo de la vida en su origen mismo.

La Santa Alianza encontró el medio de lograrlo con la ayuda de instrumentos propios. Los reyes y las aristocracias de Europa formaban una internacional de parentesco y la iglesia romana les proporcionaba, en Europa meridional y central, un cuerpo de funcionarios devotos que iban desde el más elevado nivel de la escala al más bajo escalón de la sociedad. Las jerarquías de la sangre y de la gracia se unieron convirtiéndose en un instrumento de gobierno local eficaz que únicamente precisaba del apoyo de la fuerza para garantizar la paz continental.

El Concierto europeo que sucedió a la Santa Alianza, estaba desprovisto, sin embargo, de esos tentáculos feudales y clericales. Como mucho, constituía una federación laxa cuya coherencia no podía equipararse a la obra de arte realizada por Metternich. Era raro que se pudiese convocar una reunión de grandes potencias, y sus envidias dejaban un amplio campo a la intriga, al cambio de corrientes y al sabotaje diplomático. La acción militar conjunta no era frecuente. Y, sin embargo, lo que la Santa Alianza con su unidad perfecta de pensamiento y acción no había podido conseguir en Europa más que mediante numerosas intervenciones armadas, la vaga entidad denominada Concierto europeo lo consiguió a escala mundial gracias a una utilización menos frecuente y menos opresiva de la fuerza. Para explicar este hecho sorprendente es preciso suponer que, oculto en el interior del nuevo dispositivo, estaba en actividad un poderoso resorte social capaz de desempeñar un papel comparable al que habían desempeñado en el antiguo dispositivo las dinastías y los episcopados a fin de hacer efectivo el interés de paz. Ese factor anónimo era la haute finance.

Hasta el presente no se ha realizado una investigación global sobre la naturaleza de la banca internacional en el siglo XIX, por lo que apenas esta misteriosa institución surge del claroscuro de la mitología político económica. Algunos han afirmado que se trataba de un simple instrumento de los gobiernos; otros que los gobiernos eran los instrumentos de su sed insaciable de beneficios; unos piensan que sembraba la discordia internacional y otros que vehiculaba un cosmopolitismo afeminado que saboteaba la fuerza de las naciones viriles. Nadie de los que así opinan se equivoca completamente. Las altas finanzas, institución sui generis propia del último tercio del siglo XIX y del primer tercio del siglo XX, funcionaron, durante este período como el elemento de unión principal entre la organización política y la organización económica mundiales. Esta institución proporcionó los instrumentos de un sistema de paz internacional que fue construido con la ayuda de las grandes potencias pese a que éstas, por sí solas, no habrían podido crearlo ni mantenerlo. Mientras que el Concierto europeo únicamente actuaba de forma intermitente, las altas finanzas funcionaban como un agente permanente de carácter enormemente flexible. Independientes de los gobiernos particulares, incluso de los más poderosos, las altas finanzas estaban en contacto con todos; independientes de los bancos centrales, incluido el Banco de Inglaterra, mantenían relaciones estrechas con ellos. Existían íntimas conexiones entre las finanzas y la diplomacia, y ni la una ni las otras elaboraban el más mínimo plan a largo plazo, ya fuese pacífico o belicoso, sin asegurarse de que existían buenas disposiciones por ambas partes. Y, a pesar de todo, el secreto del mantenimiento de la paz general residía, sin ninguna duda, en la posición, la organización y las técnicas de las finanzas internacionales.

El personal, así como las motivaciones de este cuerpo singular, le confería un estatuto que tenía sólidas raíces en la esfera privada del interés estrictamente comercial. Los Rothschild no estaban sometidos a ningún gobierno único. En tanto que familia encarnaban el principio abstracto del internacionalismo. Su lealtad constituía un pilar allí donde el crédito, en una economía mundial en rápido crecimiento, se había convertido en el único lazo supranacional entre el poder político y el esfuerzo industrial. En último término, su independencia respondía a las necesidades de la época, que reclamaba la existencia de un agente internacional que inspirase una misma confianza a los hombres de Estado nacionales y a los inversores internacionales: a esta necesidad vital la extraterritorialidad metafísica de una dinastía de banqueros judíos, domiciliada en las capitales de Europa, le proporcionó una solución casi perfecta. Y no es que fuesen pacifistas, puesto que habían hecho su fortuna financiando guerras; eran impermeables a las consideraciones morales y no presentaban ninguna objeción frente a pequeñas guerras, breves o localizadas por muy numerosas que fuesen. Pero si una guerra general entre las grandes potencias afectaba a los fundamentos monetarios del sistema, sus negocios sufrirían las consecuencias. La propia lógica de las cosas les había procurado la suerte de verse obligados a mantener las condiciones necesarias para la paz general en el corazón mismo de la transformación revolucionaria a la que estaban sometidos los pueblos del planeta.

Desde el punto de vista de la organización, las altas finanzas constituyeron el núcleo de una de las instituciones más complejas que la historia humana haya producido. A pesar de su carácter transitorio en razón de su universalidad, y a pesar de la profusión de sus formas y de sus instrumentos, esta organización resulta únicamente comparable con el conjunto de las actividades industriales y comerciales de la humanidad, actividades de las que es en cierto modo el espejo y la contrapartida. Si exceptuamos el centro internacional las altas finanzas propiamente dichas nos encontramos con media docena de centros nacionales que gravitaban en torno a sus bancos de emisión y a sus bolsas. Además, la banca internacional no se contentaba simplemente con financiar a los gobiernos en sus aventuras guerreras y pacíficas, sino que se ocupaba también de invertir en el extranjero, concretamente en la industria, en los trabajos públicos y en la banca, así como de conceder préstamos a largo plazo a sociedades extranjeras públicas y privadas. Repitámoslo, las finanzas nacionales eran un microcosmos. Inglaterra contaba, por su parte, con cerca de cincuenta tipos diferentes de bancos. La organización bancaria de Francia y de Alemania también era específica y en cada uno de estos países las prácticas del Ministerio de Finanzas, y sus relaciones con las finanzas privadas, variaban del modo más sorprendente y con frecuencia haciendo gala de gran sutileza y detalle. El mercado del dinero, al mismo tiempo que respondía a las operaciones cotidianas y a otras especialidades de los agentes de cambio, era el lugar de paso de una multitud de efectos comerciales, de tratos con capitales extranjeros, de efectos puramente financieros. La red se hacía cada vez más densa por la presencia de una variedad infinita de grupos nacionales y de personalidades, cada uno con su particular prestigio y posición social de autoridad, con sus clientes, sus activos en dinero y contratos, sus inversores y su aura social.

Las altas finanzas no tenían la vocación de ser un instrumento de paz. Esta función, como dirían los historiadores, la asumieron accidentalmente, mientras que los sociólogos posiblemente preferirían hablar de la ley de disponibilidad. El móvil de las altas finanzas era la ganancia. Para conseguirla era preciso mantenerse en buenas relaciones con los gobiernos cuyo objetivo era el poder y la conquista. Llegados a este punto podemos descuidar sin temor la distinción entre poder político y poder económico, así como entre los objetivos económicos y políticos de los gobiernos. De hecho lo que caracterizaba a los Estados nación de esta época era la ausencia de un fundamento real de esta distinción, pues cualesquiera que fuesen sus objetivos, los gobiernos se esforzaban por conseguirlos mediante la utilización y el desarrollo del poder nacional. Por otra parte la organización y el personal de las altas finanzas eran internacionales, sin ser, por consiguiente, completamente independientes de la organización nacional, ya que las altas finanzas, en tanto que centro que estimulaba la participación de los banqueros en las fusiones y consorcios, en los grupos de inversión, en los préstamos al extranjero, en las redes del control financiero o en otras transacciones de ambiciosa envergadura, estaban obligadas a buscar la cooperación con la banca nacional, con el capital nacional, con las finanzas nacionales. Aunque éstas últimas estuvieron generalmente menos sometidas al gobierno que la industria nacional, se encontraban, en gran medida, bajo su dependencia, por lo que las finanzas internacionales mostraron un vivo deseo de mantener contactos directos con los propios gobiernos. Como, sin embargo en virtud de su posición, de su personal, de su función privada y de sus relaciones, eran de hecho independientes de tal o cual gobierno particular, se encontraban en situación de ponerse al servicio de un nuevo interés, carente de organización propia y para el que no existía ninguna otra institución disponible, y que, además, era de una importancia vital para la comunidad: la paz. No se trata de la paz incondicional, ni tampoco de una paz que implicaría la renuncia de las potencias concernidas a la más mínima parcela de independencia, de soberanía, de gloria adquirida o de aspiraciones para el futuro, sino de la paz susceptible de ser obtenida sin tener que realizar sacrificios de ese tipo.

Así estaban las cosas. El poder prevalecía sobre el beneficio. Por muy profunda que fuese la interpenetración entre ambos dominios, a fin de cuentas era la guerra quien dictaba su ley al comercio. Francia y Alemania, por ejemplo, eran naciones enemigas desde 1870, lo que no excluía que existiesen entre ellas prudentes transacciones. Se formaban consorcios bancarios circunstancialmente para conseguir objetivos transitorios; los bancos comerciales alemanes tenían empresas situadas al otro lado de la frontera, participaciones que no constaban en los balances; en el mercado de préstamos a corto plazo los bancos franceses descontaban las letras de cambio y concedían préstamos a corto plazo sobre garantías subsidiarias y comerciales. Cuando existían inversiones directas, como sucedía en el caso del consorcio del hierro y del carbón o en el de la fábrica Thyssen en Normandía, se limitaban a regiones francesas bien delimitadas y sufrían el fuego permanente de las críticas tanto nacionalistas como socialistas. Estas inversiones eran más frecuentes en las colonias, como muestran los esfuerzos tenaces de Alemania para asegurarse en Argelia mineral de alta calidad o la enmarañada historia de las participaciones en Marruecos. De todos modos, el hecho cierto es que en ningún momento, después de 1870, fue suprimida en la bolsa de París la prohibición oficial, aunque tácita, que pesaba sobre los valores alemanes. Francia simplemente «eligió no arriesgarse, a comprobar, como la fuerza del capital recibido en préstamo» se volvía contra ella. Austria también era sospechosa: durante la crisis marroquí de 1905-1906 la prohibición se extendió a Hungría; los medios financieros parisinos clamaban por la admisión de los valores húngaros, pero los medios industriales sostenían un gobierno firmemente opuesto a hacer la menor concesión a un eventual antagonismo militar. La rivalidad político diplomática continuó sin tregua. Cualquier iniciativa susceptible de acrecentar el potencial del presunto enemigo chocaba con el veto del gobierno. En ocasiones parecía que el conflicto había llegado a su fin, pero los medios bien informados sabían que simplemente se había desplazado hacia puntos todavía más profundos, disimulados bajo las buenas relaciones de superficie.

Pongamos otro ejemplo: las ambiciones de Alemania en Oriente. Aquí de nuevo la política y las finanzas se entremezclan, pero la política es la que prevalece. Tras un cuarto de siglo de querellas peligrosas, Alemania e Inglaterra firmaron en junio de 1914 un compromiso global sobre los ferrocarriles de Bagdad. Algunos piensan que demasiado tarde para impedir la Gran Guerra. Otros han sostenido, por el contrario, que la firma de este acuerdo probaba de forma concluyente que la guerra entre Inglaterra y Alemania no había estado causada por el choque de dos expansionismos económicos. Ninguna de estas dos opiniones responde realmente a los hechos: en realidad el acuerdo dejaba sin resolver la cuestión principal. Seguía siendo imposible prolongar la línea del ferrocarril alemán más allá de Basora sin el consentimiento del gobierno británico, y las zonas económicas previstas en el tratado no podían sino conducir en el futuro a una colisión frontal. Entre tanto las grandes potencias continuaban preparándose para el Gran Día, el cual estaba mucho más cerca de lo que pensaban.

Las finanzas internacionales tuvieron que hacer frente a las ambiciones y a las intrigas contrarias de las grandes y de las pequeñas potencias; sus proyectos se veían contrarrestados por las maniobras diplomáticas, sus inversiones a largo plazo comprometidas, sus esfuerzos constructivos frenados por el sabotaje político y por la obstrucción subterránea. Las organizaciones bancarias nacionales, sin las cuales eran impotentes se convertían con frecuencia en cómplices de sus propios gobiernos, y no existía ningún plan sólido si antes no se fijaba el botín de cada participante. Sucedía sin embargo, también frecuentemente, que estas finanzas del poder no eran las víctimas, sino las beneficiarías de la diplomacia del dólar, punta de lanza dura en el campo de las finanzas, ya que el éxito en los negocios implicaba el uso implacable de la fuerza contra los países más débiles, la corrupción generalizada de las administraciones atrasadas, la utilización para conseguir sus fines de todos los medios clandestinos familiares a la jungla colonial y semicolonial. Y, sin embargo, cayó en suerte a las altas finanzas por determinación funcional el impedir las guerras generales. En estas guerras la amplia mayoría de los que detentaban valores de Estado, así como los otros inversores y negociantes, estaban condenados a ser los primeros perdedores, sobre todo si las monedas se veían afectadas. La influencia ejercida por las altas finanzas sobre las grandes potencias, fue constantemente favorable a la paz europea; y como los propios gobiernos dependían por más de una razón de su cooperación, esta influencia fue eficaz. En consecuencia el partido de la paz no dejó de estar representado en los consejos del Concierto europeo en ningún momento. Si a esto añadimos el crecimiento del interés por la paz en el interior de cada nación, en la que la costumbre de invertir se había afianzado, comenzaremos a comprender por qué la temible innovación representada por la paz armada de docenas de Estados prácticamente movilizados, ha podido cernirse sobre Europa desde 1871 hasta 1914 sin que en ese lapso de tiempo estallase una conflagración devastadora.

Las finanzas (uno de los canales de influencia) jugaron el papel de un poderoso moderador en los consejos y en las políticas de un cierto número de pequeños Estados soberanos: los préstamos y su renovación, dependían de sus créditos, y éstos de su buena conducta. Como el comportamiento, en un régimen constitucional (los que no lo eran estaban mal vistos) se refleja en el presupuesto, y como el valor exterior de la moneda no puede ser disociado de la valoración concedida a ese presupuesto, los gobiernos endeudados habían sido advertidos para que vigilasen cuidadosamente sus cambios y evitasen determinadas políticas que podían poner en peligro la solidez de la situación presupuestaria. Esta útil máxima se convertía en una regla de conducta apremiante una vez que un país adoptaba el patrón-oro, lo que limitaba al máximo las fluctuaciones tolerables. El patrón-oro y el constitucionalismo fueron los instrumentos que llevaron la voz de la City de Londres a numerosos países pequeños que habían adoptado esos símbolos de adhesión al nuevo orden internacional. Si bien la Pax Britannica, para mantener su dominación, se vio obligada a veces a echar mano de los prestigios amenazadores de los cañones de los navíos de guerra, se impuso, sin embargo, mucho más frecuentemente tirando de los hilos de la red monetaria internacional.

La influencia de las altas finanzas estaba también asegurada por el hecho de que gestionaba oficiosamente las finanzas de vastas regiones semicoloniales y entre ellas los imperios decadentes del Islam, situados en la zona enormemente explosiva del Medio Oriente y del África del Norte. Fue allí donde el trabajo cotidiano de los financieros jugó con los factores sutiles que subyacen al orden internacional, proporcionando una administración de facto a esas regiones inestables en donde la paz era muy vulnerable. De este modo, las numerosas condiciones previas planteadas a las inversiones de capital a largo plazo en esas regiones pudieron ser cumplidas superando obstáculos casi insalvables. La epopeya de la construcción de los ferrocarriles en los Balcanes, en Anatolia, Siria, Persia, Egipto, Marruecos y China es una historia de resistencia física sembrada de incidentes que le dejan a uno sin respiración: esta odisea recuerda las proezas del mismo tipo que conoció el continente Norteamericano. El principal peligro que acechaba a los capitalistas europeos no era sin embargo el fracaso técnico financiero sino la guerra no una guerra entre países pequeños (se los podía aislar fácilmente), ni una guerra declarada a un pequeño país por una gran potencia (accidente frecuente y por lo general muy cómodo), sino una guerra general entre las mismas grandes potencias. Europa no era un continente vacío y en ella habitaban por millones viejos pueblos y pueblos jóvenes: todo nuevo ferrocarril debía atravesar fronteras de una solidez variable y algunas de ellas podían verse fatalmente debilitadas por este contacto, mientras que otras se veían reforzadas de un modo importante. Únicamente la mano de hierro que las finanzas hacían pesar sobre los gobiernos postrados de regiones atrasadas podía aplazar la catástrofe. Cuando en 1875 Turquía incumplió sus compromisos financieros, estallaron inmediatamente conflictos militares que duraron desde 1876 hasta 1878, año en el que se firmó el Tratado de Berlín. Durante los treinta y seis años posteriores, la paz fue mantenida. Esta llamativa paz fue hecha efectiva por el decreto de Muharren (1881) que estableció la Deuda otomana en Constantinopla. Los representantes de las altas finanzas fueron los encargados de gestionar el conjunto de las finanzas turcas. En numerosos casos, formulaban compromisos entre las potencias; en otros, impedían a Turquía suscitar dificultades por su propia cuenta; algunas veces, se convirtieron simplemente en agentes políticos de las potencias; en fin, en todos los casos sirvieron a los intereses financieros de los acreedores y, en la medida de lo posible, a los capitalistas que intentaban obtener beneficios en Turquía. Esta tarea se complicó enormemente por el hecho de que la Comisión de la Deuda era no tanto un cuerpo representativo de intereses privados cuanto un organismo de derecho público europeo en el que las altas finanzas se habían establecido únicamente de un modo oficioso. Pero fue precisamente esta capacidad anfibia lo que les permitió superar la fosa existente entre la organización política y la organización económica de la época.

Ahora el comercio estaba ligado a la paz. En el pasado la organización del comercio había sido militar y guerrera, era la otra cara del pirata, del corsario, de la caravana armada, del cazador y del cuatrero, de los comerciantes portadores de dagas, de la burguesía urbana armada, de los aventureros y de los exploradores, de los colonos y de los conquistadores, de los cazadores de hombres, de los traficantes de esclavos y de los ejércitos coloniales de las compañías por contrata. Todo esto había sido, sin embargo, olvidado. El comercio dependía desde ahora de un sistema monetario internacional que no podía funcionar si se producía una guerra general. Para el comercio era, pues, necesaria la paz, y las grandes potencias se esforzaban en mantenerla. Pero, como hemos señalado, el sistema de equilibrio entre las grandes naciones no podía por sí mismo asegurarla. Las finanzas internacionales constituían una buena muestra, por su propia existencia, del principio de la nueva dependencia en la que se encontraba el comercio en relación a la paz.

Nos hemos habituado a pensar con demasiada facilidad la expansión del capitalismo como un proceso poco pacífico y a ver en el capital financiero el principal instigador de innumerables crímenes coloniales y de agresiones expansionistas. Sus relaciones íntimas con la industria pesada hicieron a Lenin afirmar que el capital financiero era responsable del imperialismo, y más concretamente, de luchas por las esferas de influencia, por las concesiones, por los derechos de extraterritorialidad, así como de las innumerables formas con las que las potencias occidentales ahogaban a las regiones atrasadas a fin de invertir en ferrocarriles, trabajos públicos, puentes y otras instalaciones permanentes de las que sacaban beneficios las industrias pesadas. En realidad, el comercio y las finanzas fueron responsables de numerosas guerras coloniales, pero se les debe también el haber evitado un conflicto general. Sus relaciones con la industria pesada, que únicamente en Alemania fueron particularmente estrechas, explican uno y otro fenómeno. El capital financiero, organización que patrocinaba a la industria pesada, contaba con suficientes amarras en las diversas ramas industriales para permitir que un solo grupo determinase su política. Por cada interés vinculado a la guerra existía una docena de ellos que se veían desfavorablemente afectados por ella. El capital internacional estaba naturalmente avocado a ser el perdedor en caso de guerra, pero las propias finanzas nacionales únicamente podían sacar excepcionalmente beneficios como ocurrió con frecuencia con decenas de guerras coloniales siempre y cuando los conflictos se mantuviesen localizados. Cada guerra, o casi cada guerra, fue organizada por los financieros, pero éstos organizaban también la paz.

La naturaleza al desnudo de este sistema estrictamente pragmático, que se empeñaba con ahínco en evitar una guerra general, al mismo tiempo que permitía el ejercicio tranquilo de los negocios a través de una secuencia ininterrumpida de guerras menores, encontró su mejor ilustración en los cambios que dicho sistema aportaba al derecho internacional. En el mismo momento en que el nacionalismo y la industria tendían claramente a una mayor ferocidad y generalización de las guerras, se elaboraban también garantías efectivas para que el comercio pacífico pudiese continuar en tiempo de guerra. Federico el Grande es conocido por haber rechazado en represalia legitimar en 1752 el préstamo silesiano realizado por británicos. «Ninguna tentativa de este tipo fue realizada de nuevo, dice Hershey. Las guerras de la Revolución francesa nos ofrecen los últimos ejemplos importantes de confiscación de bienes privados pertenecientes a sujetos enemigos que se encontraban en territorio beligerante en el momento en que empezaron las hostilidades». Después del comienzo de la guerra de Crimea, los navíos comerciales enemigos obtuvieron permiso para abandonar los puertos, práctica a la que se adhirieron durante los cincuenta años siguientes Prusia, Francia, Rusia, Turquía, España, Japón y Estados Unidos. A partir de los comienzos de la guerra el comercio entre beligerantes gozó de una indulgencia especial. Y así, por ejemplo, durante la guerra hispanoamericana buques neutrales cargados de mercancías y pertenecientes a los americanos que no provenían de contrabando de guerra, zarpaban hacia los puertos españoles. Constituye un prejuicio pensar que las guerras del siglo XVIII eran a todas luces menos destructivas que las del XIX. El siglo XIX, en lo que se refiere al estatuto de los enemigos, a la devolución de los créditos detentados por ciudadanos hostiles, a sus bienes, o al derecho de abandonar los puertos del que gozaban los barcos comerciales del adversario, supuso un giro decisivo en favor de medidas destinadas a salvaguardar el sistema económico en tiempos de guerra. El siglo XX invertirá esta tendencia.

De esta forma, la nueva organización de la vida económica sirvió de trasfondo a la paz de los Cien Años. En el primer período, las clases medias nacientes fueron sobre todo una fuerza revolucionaria que ponía en peligro la paz, como se puso de relieve en las conmociones provocadas por Napoleón; precisamente contra este nuevo factor de conflictos nacionales organizó la Santa Alianza su paz reaccionaria. En el segundo período, salió victoriosa la nueva economía. En lo sucesivo las clases medias serán portadoras de un interés por la paz mucho más poderoso que el de sus predecesores reaccionarios, interés que mantenía el carácter nacional internacional de la nueva economía. En ambos casos, sin embargo, el interés por la paz no se hizo efectivo más que cuando se logró que el sistema de equilibrio de las finanzas se pusiese a su servicio, al otorgar a este sistema órganos sociales capaces de tratar directamente con las fuerzas interiores activas en el campo de la paz. En tiempos de la Santa Alianza estos órganos eran la feudalidad y los tronos, sostenidos por el poder espiritual y material de la Iglesia; en la época del Concierto europeo lo fueron las finanzas internacionales y los sistemas bancarios nacionales aliados a él. No es necesario insistir en esta distinción. Durante la paz de los Treinta Años (1816-1848), Gran Bretaña reclamaba ya la paz y el comercio, y la Santa Alianza no despreciaba la ayuda de los Rothschild. Con el Concierto europeo, repitámoslo una vez más, las finanzas internacionales necesitaron con frecuencia asentarse sobre sus relaciones dinásticas y aristocráticas. Pero estos hechos tienden simplemente a reforzar nuestra tesis, según la cual, la paz fue en cada ocasión salvaguardada no simplemente gracias a la intervención de las cancillerías de las grandes potencias, sino con la ayuda de organizaciones concretas puestas al servicio de intereses generales. En otros términos, el sistema de equilibrio de las potencias pudo hacer que se evitasen las conflagraciones generales únicamente porque existía el trasfondo de la nueva economía. Pero la obra del Concierto europeo fue incomparablemente más importante que la de la Santa Alianza, ya que, si bien esta última mantuvo la paz en una región limitada sobre un continente que no sufría cambios, el primero logró realizar la misma tarea a escala mundial en un momento en el que el progreso social y económico cambiaba el mapa del mundo. Este hecho político de envergadura fue el resultado de la formación de una entidad específica, las altas finanzas, que sirvió de puente entre la organización política y la organización económica de la vida internacional.

Debe de quedar claro pues, en la actualidad, que la organización de la paz descansaba fundamentalmente en la organización económica. Ambos tipos de organización estaban lejos no obstante de poseer una coherencia similar. No se podría hablar de organización política mundial de la paz más que en un sentido muy amplio, ya que el Concierto europeo era esencialmente no tanto un sistema de paz cuanto un simple sistema de soberanías independientes, protegidas por el mecanismo de la guerra. De la organización económica mundial podría decirse lo contrario: debemos convenir que, a no ser que queramos sacrificar la lucidez en aras de la práctica al reservar el término organización a los órganos dotados de una dirección central que actúan por mediación de sus propios funcionarios, nada habría podido ser más preciso que los principios universalmente aceptados sobre los cuales se fundaba esta organización, y nada más concreto que sus elementos materiales. Presupuestos y armamentos, comercio exterior y aprovisionamiento de materias primas, independencia y soberanía nacionales se encontraban ahora subordinadas a la moneda y al crédito. Desde 1875 los precios mundiales de las materias primas constituían la realidad central en la vida de millones de campesinos de la Europa continental. Los hombres de negocios del mundo entero eran enormemente sensibles cada día a las oscilaciones del mercado londinense del dinero y los gobiernos discutían sus planes de futuro en función de la situación de los mercados mundiales de capitales. Solo un insensato podría poner en duda el hecho de que el sistema económico internacional constituía el eje de la existencia material del género humano. Como ese sistema necesitaba la paz para funcionar, el equilibrio entre las potencias fue puesto a su servicio. Si se hubiese suprimido este sistema económico, el interés por la paz habría desaparecido de la política. Eliminado este sistema, desaparecería la causa que suscitaba semejante interés y la posibilidad misma de salvaguardar la paz. El éxito del Concierto europeo, nacido de las necesidades de la nueva organización internacional de la economía, debía inevitablemente llegar a su fin con la disolución de la misma.

La era de Bismarck (1861-1890) conoció el Concierto europeo en su máximo esplendor. En el curso de los dos decenios que siguieron inmediatamente al ascenso de Alemania al estatuto de gran potencia, esta nación fue la principal beneficiaria del interés por la paz. Alemania logró abrirse camino hasta ocupar los primeros rangos en detrimento de Austria y de Francia; la beneficiaba, pues, mantener el statu quo y evitar una guerra que no podía ser más que una guerra de revancha dirigida contra ella. Bismarck propugnó deliberadamente la idea de la paz como proyecto común de las potencias y esquivó los compromisos que habrían podido coaccionar a Alemania a abandonar su posición de potencia de paz. El canciller alemán se opuso a las ambiciones expansionistas en los Balcanes y ultramar; empleó con constancia el arma del librecambio contra Austria e incluso contra Francia; contrapesó las ambiciones de Rusia y de Austria en los Balcanes, haciendo jugar el equilibrio entre las potencias, permaneció asimismo en buenas relaciones con aliados potenciales y evitó las situaciones susceptibles de implicar a Alemania en la guerra. El agresivo conspirador de 1863-1870 se transformó en el honesto corredor de cambios de 1878 que desaprobaba las aventuras coloniales. Para servir a los intereses nacionales de Alemania, Bismarck se puso conscientemente a la cabeza de lo que consideraba que era la tendencia pacífica de la época.

A finales de los años 1870, sin embargo, el período del librecambio (1846-1879) tocaba a su fin; la utilización efectiva del patrón-oro por parte de Alemania señala los comienzos de una era de proteccionismo y de expansión colonial Alemania reforzaba ahora su posición estableciendo una sólida alianza con Austria Hungría e Italia. Poco tiempo después Bismarck perdió la dirección de la política del Reich. A partir de este momento Gran Bretaña pasó a ser el líder del partido de la paz en una Europa que continuaba estando formada por un grupo de Estados soberanos independientes, y que aún estaba por tanto sometida al equilibrio entre las potencias. En los años 1890 las altas finanzas alcanzaron su cénit y la paz parecía más segura que nunca. En África los intereses británicos y franceses eran divergentes; en Asia los británicos y los rusos entraban en competencia. El Concierto europeo seguía funcionando de forma renqueante; a pesar de la Triple Alianza existían todavía más de dos potencias independientes capaces de vigilarse entre sí con escrupuloso cuidado. Pero esto no continuó así por mucho tiempo. En 1904 Gran Bretaña firmó un acuerdo general con Francia sobre Marruecos y Egipto; dos años más tarde estableció un compromiso con Persia y con Rusia y se formó la contraalianza: el Concierto europeo, esa federación flexible de naciones independientes, se vio en definitiva reemplazado por dos grupos de potencias hostiles. El equilibrio de potencias como sistema había desaparecido a partir de ese momento; su mecanismo había cesado de funcionar, pues solamente se mantenían con fuerza dos grupos de potencias: ya no existía un tercer grupo para unirse con uno de los otros dos con el fin de frenar a aquél que, cualquiera que fuese, pretendiese incrementar su poder. Por la misma época los síntomas de la disolución de las formas existentes de la economía mundial la rivalidad colonial y la competencia por los mercados exóticos adquirieron una forma aguda. Las altas finanzas perdían rápidamente su capacidad de evitar que las guerras se extendiesen. La paz se mantuvo a duras penas todavía durante siete años, pero el fin de la paz de los Cien Años, provocado por la desintegración de la organización económica del siglo XIX, ya no fue más que una cuestión de tiempo.

Si aceptamos los hechos, tal y como han sido descritos hasta aquí, la verdadera naturaleza de la organización económica extraordinariamente artificial, sobre la que reposaba la paz, se convierte entonces en algo de la máxima importancia para el historiador.

 


 

CAPÍTULO II

AÑOS VEINTE CONSERVADORES, AÑOS TREINTA REVOLUCIONARIOS

 

El derrumbamiento del patrón-oro internacional constituyó el lazo invisible de unión entre la desintegración de la economía mundial a comienzos del siglo XX y la transformación radical de una civilización que se operó a lo largo de los años treinta. Si no se tiene conciencia de la importancia vital de este factor, resulta imposible tener una visión adecuada del mecanismo que condujo a Europa directamente a su ruina y de las condiciones que explican por qué cosa verdaderamente pasmosa las formas y el contenido de una civilización tenían que basarse en unos pilares tan frágiles.

Ha sido preciso que se produjese el fracaso del sistema internacional bajo el que vivimos para que pudiésemos captar su verdadera naturaleza. Casi nadie comprendía la función política del sistema monetario internacional, y su terrorífica transformación repentina cogió a todo el mundo por sorpresa. Y, sin embargo, el patrón-oro era el único pilar que subsistía de la economía mundial tradicional; cuando se desplomó, los efectos tenían por fuerza que ser inmediatos. Para los economistas liberales el patrón-oro era una institución puramente económica, hasta el punto de que rechazaban incluso considerarlo como parte de un mecanismo social. Esto explica que los países democráticos hayan sido los últimos en darse cuenta de la verdadera naturaleza de la catástrofe y los más lentos a la hora de combatir sus efectos. Incluso cuando la catástrofe les había ya alcanzado, los dirigentes únicamente vieron, tras el derrumbamiento del sistema internacional, una larga evolución que, en el seno de los países más avanzados, había vuelto a un sistema anacrónico. En otros términos, eran incapaces de entender entonces el fracaso de la economía de mercado.

La transformación aconteció de un modo mucho más abrupto del que ordinariamente nos imaginamos. La primera Guerra mundial y las revoluciones que la siguieron pertenecían todavía al siglo XIX. El conflicto de 1914-18 no hizo más que precipitar, agravándola desmesuradamente, una crisis que dicha confrontación no había provocado. Pero en esa época no se podían discernir las raíces del dilema; y los horrores y las devastaciones de la Gran Guerra fueron percibidos por los supervivientes como la causa evidente de los obstáculos para la organización internacional que habían surgido de forma tan inesperada, ya que el sistema económico mundial y el sistema político dejaban de golpe de funcionar, y las terribles heridas inflingidas por la Primera Guerra al género humano aparecían como una explicación posible. En realidad los obstáculos para la paz y la prosperidad surgidos tras la guerra tenían los mismos orígenes que la propia Gran Guerra. La disolución del sistema económico mundial, que había comenzado hacia 1900, era la causa de la tensión política que desembocó en la explosión de 1914. La salida de la guerra y los Tratados, al eliminar la concurrencia alemana, atenuaron superficialmente esta tensión, al mismo tiempo que agravaron las causas y, en consecuencia, acrecentaron inmensamente las dificultades políticas y económicas para mantener la paz.

Los Tratados mostraban, desde el punto de vista político, una contradicción fatal. Mediante el desarme unilateral de las naciones vencidas hacían inviable toda posible reconstrucción del sistema de equilibrio entre las potencias, ya que el poder es una condición indispensable para un sistema de este tipo. En vano Ginebra intentó la restauración de este sistema en el interior de un Concierto europeo ampliado y mejorado: la Sociedad de Naciones. En vano el pacto de la Sociedad de Naciones proyectaba medidas concretas para la consulta y la acción conjuntas: la condición previa esencial, la de la existencia de potencias independientes, ya no existía ahora. La Sociedad de Naciones no pudo nunca llegar realmente a fundarse; no se hizo efectivo nunca el artículo 16 sobre la aplicación de los Tratados, ni el artículo 19 sobre su revisión pacífica. La única solución viable al problema candente de la paz la restauración del sistema de equilibrio entre las potencias estaba por tanto al margen de las soluciones posibles; tanto era así que el público no comprendía cuál era el verdadero objetivo de los hombres de Estado más constructivos de los años veinte, ni tampoco que se continuase viviendo en un estado de confusión casi indescriptible. Ante el turbador hecho del desarme de un grupo de naciones, mientras que el otro grupo continuaba armado situación que impedía cualquier paso constructivo en dirección a la organización de la paz, prevaleció una actitud emotiva en virtud de la cual la Sociedad de Naciones se convirtió de forma misteriosa en la mensajera de una era de paz que únicamente precisaba frecuentes estímulos verbales para convertirse en permanente. En América se había extendido la idea de que las cosas habrían tomado un giro diferente si los Estados Unidos se hubiesen adherido a la Sociedad de Naciones: nada podía probar mejor que no había conciencia de las debilidades orgánicas del llamado sistema de posguerra. Y digo llamado porque, si las palabras significan algo, se podría decir que Europa carecía entonces del más mínimo sistema político. Un puro y simple statu quo de este tipo no podía, pues, durar más que el tiempo que tardan en agotarse físicamente las partes. No es, por tanto, sorprendente que el retorno al sistema del siglo XIX se presentase como la única salida posible. Entre tanto el Consejo de la Sociedad Europea pudo al menos funcionar como una especie de directorio europeo, muy próximo al Concierto europeo en época de auge, aunque sólo fuese por la regla fatal de la unanimidad que convertía a un pequeño Estado protestón en arbitro de la paz mundial. El absurdo dispositivo del desarme definitivo de los países vencidos hacía difícil cualquier tipo de solución constructiva. Ante este desastroso estado de cosas, la única vía a seguir era la de establecer un orden internacional dotado de un poder organizado capaz de trascender la soberanía nacional. Sin embargo esta opción estaba totalmente alejada del horizonte de la época. Ningún país de Europa, por no hablar de los Estados Unidos, estaba dispuesto a someterse a un sistema de este tipo.

Desde el punto de vista económico, la política de Ginebra, que trabajaba por la restauración de la economía mundial como segunda línea de defensa de la paz, resultaba mucho más coherente, pues incluso si se hubiese conseguido restablecer el sistema de equilibrio entre las potencias, éste no habría contribuido a la paz más que si se hubiese restaurado el sistema monetario internacional. Sin la estabilidad de los cambios, sin la libertad de comercio, los gobiernos de las distintas naciones, como ocurrió en el pasado, no encontraban más que un interés menor en la paz y no estaban dispuestos a defenderla cuando algunos de sus intereses fundamentales se veían comprometidos. Woodrow Wilson parece haber sido el primero entre los hombres de Estado de la época que se dio cuenta de que la interdependencia existente entre la paz y el comercio garantizaba no sólo el comercio, sino también la paz. No resulta sorprendente que la Sociedad de Naciones haya combatido obstinadamente para reconstruir la organización internacional de las monedas y el crédito como única salvaguarda posible de la paz entre Estados soberanos, y que el mundo se fundase, como nunca con anterioridad lo había estado, en las altas finanzas. J. P. Morgan había reemplazado a N. M. Rothschild como demiurgo de un siglo XIX rejuvenecido.

Si nos guiamos por los criterios de ese siglo, el primer decenio de la postguerra aparecía como una era revolucionaria: visto desde nuestra perspectiva reciente fue justamente lo contrario. El perfil de este decenio fue profundamente conservador y refleja la convicción casi universal de que sólo el restablecimiento del sistema anterior a 1914, «realizado ahora sobre bases sólidas», podía volver a traer la paz y la prosperidad. En realidad, el fracaso de este esfuerzo por volver al pasado fue lo que promovió la transformación de los años treinta. Por muy espectaculares que fuesen las revoluciones y las contrarrevoluciones en el decenio de postguerra, representaban simples reacciones mecánicas a la derrota militar o, como mucho, un relanzamiento sobre la escena de Europa central y oriental del drama liberal y constitucional familiar a la civilización occidental; únicamente en los años treinta elementos enteramente nuevos se incorporarán al panorama de la historia europea.

Pese a su teatralidad, las sublevaciones y contra-sublevaciones que tuvieron lugar desde 1917 a 1920 en Europa central y oriental fueron simplemente rodeos para reconstruir los regímenes que habían sucumbido en el campo de batalla. Cuando la humareda contrarrevolucionaria se disipó se fue consciente de que los sistemas políticos de Budapest, Viena y Berlín no eran muy diferentes de los que existían antes de la guerra. Este fue el caso, grosso modo, de Finlandia, los Estados Bálticos, Polonia, Austria, Hungría, Bulgaria, e incluso Italia y Alemania hasta mediados de los años veinte. En determinados países se realizaron grandes progresos en el campo de la independencia nacional y de la reforma agraria progresos que conoció toda Europa occidental desde 1889; Rusia en este sentido no constituía una excepción. La tendencia de la época consistía simplemente en establecer o restablecer— el sistema comúnmente asociado a los ideales de las revoluciones inglesa, americana y francesa. No solamente Hindenburg y Wilson se situaron en esta continuada tradición occidental sino también Lenin y Trotski.

 A comienzos de los años treinta, el cambio se produjo bruscamente. Los acontecimientos que lo marcaron fueron el abandono del patrón-oro por parte de Gran Bretaña, los planes quinquenales en Rusia, el lanzamiento del New Deal, la revolución nacionalsocialista en Alemania y la desintegración de la Sociedad de Naciones en beneficio de los imperios autárquicos. Mientras que al final de la Gran Guerra prevalecían los ideales del siglo XIX, y su influencia dominó durante los años veinte, al consumarse los años treinta todo vestigio de estos ideales había desaparecido del sistema internacional y, salvo raras excepciones, las naciones vivían en un marco internacional completamente nuevo.

Nuestra tesis es que la causa fundamental de la crisis fue la amenaza del derrumbamiento del sistema económico internacional. Este, desde principios de siglo, había funcionado esporádicamente ya que la Gran Guerra y los Tratados habían contribuido a consumar su ruina. El hecho resultó evidente en los años veinte, cuando no existía una sola crisis interna en Europa que no alcanzase su apogeo ligada a una cuestión de economía exterior. Los observadores de la política agruparon a partir de entonces a los diversos países, no por continentes sino en función de su grado de adhesión a una moneda sólida. Rusia había sorprendido al mundo al destruir el rublo, cuyo valor había sido reducido a la nada por la simple vía de la inflación. Para incumplir el Tratado Alemania repitió esta misma maniobra desesperada; la expropiación de los rentistas que de ello se derivó, sentó las bases de la revolución nazi. El prestigio de Ginebra descansaba en el éxito, en la ayuda que había prestado a Austria y a Hungría para reequilibrar sus monedas, y Viena se convirtió en la Meca de los economistas liberales tras el brillante éxito de su operación sobre la corona austriaca, aunque, desgraciadamente, ésta no sobrevivió. En Bulgaria, en Grecia, en Finlandia, en Letonia, Lituania, Estonia, Polonia y Rumania el restablecimiento de las monedas permitió a la contrarrevolución intentar alcanzar el poder. En Bélgica, Francia e Inglaterra, la izquierda fue expulsada del ámbito de los negocios en nombre de la ortodoxia monetaria. Una secuencia casi ininterrumpida de crisis monetarias ligó a los Balcanes indigentes con los ricos Estados Unidos por mediación del sistema internacional de crédito, dispositivo elástico que transmitía las tensiones provocadas por las monedas imperfectamente recuperadas desde Europa Oriental a Europa Occidental, en un primer momento, y desde Europa Occidental a los Estados Unidos más tarde. Por último, los propios Estados Unidos sufrieron los efectos de la prematura estabilización de las monedas europeas. El desplome final había comenzado.

 El primer choque se produjo en el ámbito nacional. Algunas monedas, como la rusa, la alemana, la austriaca y la húngara, fueron barridas en el espacio de un año. Pero, aparte del ritmo sin precedentes con que cambiaba el valor de las monedas, el hecho era que ese cambio tenía lugar en una economía totalmente monetarizada. Se inició así en el seno de la sociedad humana un proceso celular cuyos efectos eran ajenos a cualquier experiencia conocida. Tanto en el interior como en el exterior el debilitamiento de las monedas significaba la dislocación. Las naciones se encontraron separadas de sus vecinas como por un abismo. Al mismo tiempo, las diversas capas de la población se veían afectadas de un modo completamente distinto y con frecuencia opuesto: la clase media intelectual fue literalmente pauperizada mientras que los tiburones de las finanzas amasaban, por el contrario, fortunas escandalosas. Había entrado en escena un factor de una fuerza integradora y desintegradora incalculable.

La «fuga de capitales» era un novum. Ni en 1848, ni en 1866, ni, incluso en 1871, se había asistido a una situación semejante. Y, sin embargo, su papel fatal se hizo patente en el derrocamiento de los gobiernos de la izquierda francesa —liberal— en 1925 y en 1938, y en la formación de un movimiento fascista en Alemania.

La moneda se había convertido en el eje de las políticas nacionales. En una economía monetaria moderna nadie podía dejar de experimentar cotidianamente el retraimiento o la expansión del instrumento por antonomasia de medida financiero, el valor de la moneda. Las poblaciones adquirieron conciencia del fenómeno. Las masas calculaban de antemano el efecto de la inflación sobre sus ingresos reales; en todas partes hombres y mujeres parecían ver en una moneda estable la suprema necesidad de la sociedad humana. Pero esta conciencia era inseparable del reconocimiento de que los fundamentos de la moneda podían depender de factores políticos situados más allá de las fronteras nacionales. Y así el bouleversement social que destruyó la confianza en la estabilidad inherente al agente monetario hizo también estallar la ingenua idea de que podía existir una soberanía financiera en una economía interdependiente. A partir de ahora las crisis interiores ligadas a la moneda tenderán a suscitar graves problemas en el exterior.

La creencia en el patrón-oro era el artículo de fe por antonomasia de la época. Credo ingenuo para unos, criticado por otros, y también, credo satánico aceptado en la carne y rechazado en el espíritu. En todo caso se trataba de la misma creencia: si los billetes de banco tienen valor es porque representan al oro; que este último tenga valor porque, como pensaban los socialistas, lo incorpora del trabajo, o, porque es útil o raro, como mantenía la doctrina ortodoxa, el hecho es que por una vez todos coincidían en la misma creencia. La guerra entre el Cielo y el Infierno se planteaba al margen de la cuestión monetaria y de ahí la milagrosa coincidencia entre capitalistas y socialistas. Ricardo y Marx se estrechaban la mano; el siglo XIX no tuvo ninguna duda sobre ello. Bismarck y Lassalle, John Stuart Mill y Henry George, Philip Snowden y Calvino Coolidge, Mises y Trotski profesaban esta misma fe. Karl Marx se habían esforzado mucho en demostrar que los utópicos bonos del trabajo de Proudhon (destinados a reemplazar a la moneda) reposaban sobre una ilusión. Das Kapital admitía en su forma ricardiana la teoría de la moneda como mercancía. El bolchevique ruso Sokolnikov fue el primer hombre de Estado de la postguerra que restableció la paridad de la moneda de su país con el oro. El socialdemócrata alemán Hilferding puso a su partido en peligro convirtiéndose en el abogado indoblegable de sólidos principios monetarios. El socialdemócrata austríaco Otto Bauer aprobó los principios monetarios que sentaban la base para la restauración de la corona intentada por su implacable adversario Seipel. El socialista inglés Philip Snowden se enfrentó con el partido laborista cuando consideró que la libra esterlina no estaba segura en manos de sus compañeros, y el Duce hizo grabar en piedra la paridad de la lira en 90 y juró morir para defenderla. Resultaría difícil encontrar la menor divergencia sobre este punto entre las posiciones de Hoover y las de Lenin, entre las de Churchill y las de Mussolini. A decir verdad el carácter esencial del patrón-oro para el funcionamiento del sistema económico internacional de la época era el único dogma compartido por los hombres de todas las naciones y de todas las clases, de todas las creencias religiosas y de todas las filosofías sociales. Cuando la humanidad puso en juego todo su valor para reconstruir su existencia en ruinas, esta creencia constituyó la realidad invisible a la que pudo asirse la voluntad de vivir.

Este esfuerzo, que fracasó, fue el más completo que el mundo haya conocido jamás. En Austria, Hungría, Bulgaria, Finlandia, Rumania, Grecia la estabilización de las monedas, que estaban casi completamente destruidas, no fue solamente un acto de fe por parte de esos pequeños países pobres que se reducían literalmente a morir de hambre para conseguir alcanzar las cimas doradas, sino que también sometió a sus poderosos y ricos padrinos los países vencedores de Europa occidental a una severa prueba. Mientras las monedas de los vencedores fluctuaron, la tensión no se puso de manifiesto, ya que éstos continuaron haciendo préstamos como antes de la guerra a otros países y contribuyeron así a mantener las economías de las naciones vencidas. Pero cuando Gran Bretaña y Francia retornaron al oro, el peso de sus intercambios estabilizados comenzó a hacerse sentir. La silenciosa preocupación por la seguridad de la libra terminó por afectar a la posición de los Estados Unidos, país dirigente en materia de oro. Esta preocupación más allá del Atlántico hizo entrar a América de forma inesperada en la zona de peligro. Es preciso entender bien este punto que parece un problema técnico. En 1927 el apoyo de América a la libra esterlina implicaba que los Estados Unidos mantuviesen bajas tasas de interés para evitar grandes movimientos de capital entre Nueva York y Londres. En consecuencia, la Federal Reserve Board prometió a la banca de Inglaterra mantener sus tasas a un bajo nivel; pero pronto la propia América necesitó tasas elevadas, pues su propio sistema de precios comenzaba a sufrir una peligrosa inflación (este hecho quedaba velado por la existencia de un nivel de precios estables, mantenido a pesar de los costes enormemente reducidos). Cuando, tras siete años de prosperidad, el habitual reequílibrio de la balanza provocó en 1929 un derrumbamiento de las cotizaciones que debía de haberse producido desde hacía tiempo, las cosas se agravaron enormemente por la existencia de esta críptoinflación. Los deudores, arruinados por la deflación, percibieron pronto la caída del crédito, golpeado por la inflación. Era un mal augurio. En 1933, adoptando un gesto instintivo de liberalización, Norteamérica abandonó el oro y desapareció el último vestigio de la economía mundial tradicional. Aunque nadie o casi nadie se dieron cuenta en la época de la profunda significación de este hecho, la historia cambió entonces de rumbo.

Durante más de diez años la restauración del patrón-oro había sido el símbolo de la solidaridad mundial. De Bruselas a Ginebra, de Londres a Locarno y Lausana se celebraron innumerables conferencias con el fin de cimentar las bases políticas necesarias para obtener monedas estables. A la propia Sociedad de Naciones se había sumado la Oficina Internacional del Trabajo, en parte para igualar las condiciones de la competencia entre las naciones, de tal forma que el comercio se liberalizase sin poner en peligro los niveles de vida. La moneda constituía el centro de las campañas lanzadas por Wall Street para controlar el problema de las transferencias y para comercializar primero y movilizar después las indemnizaciones. Ginebra preconizaba un proceso de saneamiento en el curso del cual las presiones combinadas de la City de Londres y de los juristas monetaristas neoclásicos de Viena se ponían al servicio del patrón-oro. Todas las iniciativas internacionales tenían, en definitiva, este mismo objetivo, mientras que por regla general los gobiernos nacionales adaptaban sus políticas y en particular las que se referían al comercio exterior, los préstamos, la banca y las divisas a la necesidad de salvaguardar la moneda. A pesar de que todos estaban de acuerdo en que la estabilidad de las monedas dependía en último término de la liberalización de los cambios, todo el mundo, si exceptuamos los librecambistas dogmáticos, eran conscientes de que había que adoptar inmediatamente medidas que restringirían inevitablemente el comercio exterior y los pagos al extranjero. En la mayoría de los países, y para responder al mismo conjunto de circunstancias, se adoptaron cupos para las exportaciones, moratorias y acuerdos de estabilización, sistemas de conversión y tratados bilaterales de comercio, dispositivos de intercambio, embargos a las exportaciones de capitales, fondos de regularización de los cambios y control del comercio exterior. El fantasma de la autarquía planeaba, sin embargo, sobre estas medidas adoptadas para proteger la moneda, pues aunque la intención manifiesta era liberar el comercio, el efecto real provocaba su estrangulación. Los gobiernos en lugar de acceder a los mercados mundiales, con su acción, prohibían a sus países todo tipo de relaciones internacionales, y hubo que realizar sacrificios cada vez más importantes para conservar, aunque sólo fuese al mínimo, una corriente comercial. Los frenéticos esfuerzos realizados para proteger el valor exterior de la moneda, en tanto que instrumento de comercio con el extranjero, encaminaron a los pueblos, contra su voluntad, hacia una economía autárquica. Todo el arsenal de medidas restrictivas radicalmente distante de los principios de la economía tradicional, fue en realidad el resultado de una voluntad conservadora de retorno al librecambio.

Esta tendencia se vio completamente trastocada por el derrumbamiento definitivo del patrón-oro. Los sacrificios realizados para restaurarlo eran necesarios una vez más para poder vivir sin él. Las mismas instituciones destinadas a frenar la vida y el comercio con el fin de mantener un sistema monetario estable, eran utilizadas ahora para adaptar la vida de la industria a la ausencia permanente de dicho sistema. Muy posiblemente ésta es la razón por la que la estructura mecánica y técnica de la industria moderna sobrevivió al choque provocado por la caída del patrón-oro, pues, en su lucha para conservarlo, el mundo se había preparado inconscientemente al tipo de esfuerzos y de organizaciones necesarias para adaptarse a su ausencia. Pero el objetivo era ahora completamente distinto, opuesto. En los países que habían sufrido más durante un combate prolongado por conseguir lo inalcanzable, el relajamiento de la tensión liberó fuerzas titánicas. Ni la Sociedad de Naciones, ni las altas finanzas internacionales sobrevivieron al patrón-oro. Desaparecido éste el interés por la paz organizado por la Sociedad de Naciones, así como sus principales agentes de ejecución los Rothschild y los Morgan desaparecieron de la escena política. La ruptura del hilo de oro que los unía fue la señal de una revolución mundial.

El fracaso del patrón-oro no sirve, sin embargo, más que para fijar la fecha de un suceso demasiado importante como para haber sido causado por él. En una gran parte del mundo la crisis tuvo por compañía inseparable la destrucción total de las instituciones nacionales de la sociedad del siglo XIX. Esas instituciones fueron en todas partes objeto de una transformación y de un remodelamiento tan intenso que resultaron casi irreconocibles. El Estado Liberal se vio reemplazado en numerosos países por dictaduras totalitarias y la institución central del siglo XIX, la producción fundada sobre mercados libres, fue sustituida por nuevas formas de economía. Mientras que naciones poderosas refundían los propios moldes de pensamiento y se lanzaban a una guerra para someter al mundo en nombre de concepciones radicalmente nuevas de la naturaleza del universo, otras, todavía más poderosas, se unieron en defensa de la libertad que adquirió entre sus manos una significación hasta entonces insólita. El fracaso del sistema internacional, a pesar de que había desencadenado esta transformación, no podría dar cuenta de su profundidad, ni de su contenido. Y si bien es cierto que podemos quizás explicar el carácter súbito de este acontecimiento, también resulta muy probable que las razones de fondo que lo originaron permanezcan para nosotros en el misterio.

No fue un accidente el que hizo que esta transformación estuviese acompañada de guerras caracterizadas por una intensidad sin precedentes. La historia se deslizaba hacia un radical cambio social. El futuro de las naciones estaba ligado a su capacidad de transformación institucional. Esta simbiosis no era algo excepcional en la historia: si los grupos nacionales poseen sus propios orígenes y si, por su parte, las instituciones sociales tienen los suyos, cuando se trata de luchar por la supervivencia resulta lógico que grupos nacionales e instituciones sociales se sostengan mutuamente. Un conocido ejemplo de esta simbiosis es la unión existente entre el capitalismo y las naciones ribereñas del Atlántico. La Revolución comercial, tan estrechamente ligada al auge del capitalismo, se convirtió para Portugal, España, Holanda, Francia, Inglaterra y los Estados Unidos en el vehículo del poder. Cada uno de estos países se benefició de las ocasiones que le ofrecía este amplio y profundo movimiento, mientras que el propio capitalismo se extendió por el planeta gracias a la mediación de estas potencias en auge.

Esta ley se cumple también a la inversa. Una nación puede encontrarse en desventaja en su lucha por la supervivencia al estar sus instituciones, o una parte de ellas, en plena decadencia: el patrón-oro fue, durante la Segunda Guerra mundial, un buen ejemplo de este tipo de dispositivo en declive. Por otra parte, países que se oponen al statu quo por razones propias son capaces de descubrir con rapidez las debilidades del orden institucional existente y de plantearse la creación de instituciones mejor adaptadas a sus intereses. Potencian así la destrucción de lo que se desmorona y se suben al carro que camina en su misma dirección. Se podría pensar que estas naciones están en el origen del proceso de cambio social, mientras que en realidad se benefician de él hasta el punto de alterar su tendencia con el fin de servir mejor a sus propios intereses.

Esto fue lo que ocurrió con Alemania que, una vez vencida, se encontró en situación de percibir los defectos ocultos del orden del siglo XIX y de utilizar ese saber para acelerar la destrucción de dicho orden. Una especie de siniestra superioridad intelectual se alió a aquellos hombres de Estado que, en los años treinta, aplicaron su inteligencia a esta tarea de dislocación que en consonancia con su intención de someter la realidad a las tendencias de su política llegó con frecuencia incluso hasta la elaboración de nuevos métodos en materia de finanzas, de comercio, de guerra y de organización social. Estos mismos problemas, sin embargo y conviene insistir en ello, no habían sido producidos por los gobiernos que los utilizaron en su propio provecho. Eran problemas reales objetivamente existentes y continuarán siendo los nuestros, sea cual sea la suerte de cada país considerado individualmente. Una vez más la distinción entre la Primera y la Segunda Guerra mundial resulta evidente: la Primera era todavía, conforme al tipo de guerra del siglo XIX, un simple conflicto entre potencias desencadenado por la debilidad del sistema de equilibrio; la Segunda, sin embargo, pone ya de manifiesto una conmoción a escala mundial.

Este marco nos permitirá diferenciar las desgarradoras historias nacionales que acontecieron en este período de transformación social que se estaba produciendo a gran escala. Y entonces resultará más fácil percibir de que modo Alemania, Rusia, Gran Bretaña y los Estados Unidos, en tanto que nacionalidades de poder, se beneficiaron o sufrieron en relación al proceso social subyacente. Lo mismo se puede decir en lo que se refiere al proceso social: fascismo y socialismo encontraron un vector en el auge de potentes nacionalidades concretas que contribuyeron a extender su filosofía. Alemania y Rusia se convirtieron respectivamente en los representantes para todo el mundo del fascismo y del comunismo. Resulta imposible evaluar la verdadera dimensión de esos movimientos sociales si no se reconoce en ellos, para bien o para mal, su carácter trascendente y también si se los desgaja de los intereses nacionales desarrollados al servicio de esos movimientos.

 El papel desempeñado en la Segunda Guerra mundial por Alemania o Rusia, o también por Italia, el Japón, Gran Bretaña o los Estados Unidos, a pesar de que forma parte de la historia universal no es el objetivo directo de este libro. Sin embargo, el fascismo y el socialismo han sido, por el contrario, fuerzas esenciales en la transformación institucional que aquí tratamos de analizar. Es preciso considerar el élan vital que oscuramente condujo al pueblo ruso y al pueblo alemán a reivindicar una parte más importante en la historia de la raza humana, ya que constituye un hecho que pertenece a las condiciones en las que se desarrolló la historia de la que nos ocupamos; la significación del fascismo, del socialismo y del New Deal dependen de esta misma historia.

Todo lo dicho nos conduce a formular la tesis que trataremos de probar: los orígenes del cataclismo, que conoció su cénit en la Segunda Guerra mundial, residen en el proyecto utópico del liberalismo económico consistente en crear un sistema de mercado autorregulador. Esta tesis permite, a mi juicio, delimitar y comprender ese sistema de poderes casi míticos que supone, ni más ni menos, el equilibrio entre las potencias, el patrón-oro y el Estado Liberal; en suma, esos pilares fundamentales de la civilización del siglo XIX, se erigían todos sobre el mismo basamento, adoptaban, en definitiva, la forma que les proporcionaba una única matriz común: el mercado autorregulador.

Esta afirmación puede parecer excesiva e incluso chocante por su grosero materialismo. Pero la particularidad de la civilización a cuyo derrumbe hemos asistido era precisamente que reposaba sobre cimientos económicos. Otras sociedades y otras civilizaciones se vieron también limitadas por las condiciones materiales de existencia: es un rasgo común a toda vida humana en realidad a toda vida, sea ésta religiosa o no, materialista o espiritualista. Todos los tipos de sociedades están sometidos a factores económicos. Pero únicamente la civilización del siglo XIX fue económica en un sentido diferente y específico, ya que optó por fundarse sobre un móvil, el de la ganancia, cuya validez es muy raramente conocida en la historia de las sociedades humanas: de hecho nunca con anterioridad este rasgo había sido elevado al rango de justificación de la acción y del comportamiento en la vida cotidiana. El sistema de mercado autorregulador deriva exclusivamente de este principio.

El mecanismo que el móvil de la ganancia puso en marcha únicamente puede ser comparado por sus efectos a la más violenta de las explosiones de fervor religioso que haya conocido la historia. En el espacio de una generación, toda la tierra habitada se vio sometida a su corrosiva influencia. Como todo el mundo sabe alcanzó su madurez en Inglaterra, en el curso de la primera mitad del siglo XIX, en el surco labrado por la Revolución industrial. Se extendió por el Continente europeo y por América alrededor de unos cincuenta años más tarde. En Inglaterra, en el Continente e, incluso, en América, opciones semejantes dieron a los problemas cotidianos una forma que acabó por convertirse en modelo, cuyos rasgos principales eran idénticos en todos los países de la civilización occidental. Para encontrar los orígenes del cataclismo al que nos referimos, es preciso que realicemos un recorrido por las etapas de grandeza y de decadencia de la economía de mercado.

La sociedad de mercado nació en Inglaterra y, sin embargo, fue en Europa continental en donde sus debilidades engendraron las complicaciones más trágicas. Para comprender el fascismo alemán hemos de retornar a la Inglaterra de Ricardo. El siglo XIX, y nunca se insistirá demasiado en ello, fue el siglo de Inglaterra. La Revolución industrial fue un suceso inglés. La economía de mercado, el librecambio y el patrón-oro fueron invenciones inglesas. En los años veinte estas instituciones se vinieron abajo en todas partes en Alemania, en Italia o en Austria las cosas fueron simplemente más políticas y más dramáticas. Pero cualesquiera que hayan sido el decorado y el grado de temperatura de los episodios finales, es en Inglaterra, el país natal de la Revolución industrial, en donde hay que estudiar los factores de larga duración que han causado el derrumbe de esta civilización.

 


SEGUNDA PARTE

GRANDEZA Y DECADENCIA DE LA ECONOMIA DE MERCADO.

I. «Satanic Mill» o la fábrica del diablo

 

CAPÍTULO III

MORADAS VERSUS MEJORAS

 

En el corazón de la Revolución industrial del siglo XVIII se puede comprobar un perfeccionamiento casi milagroso de los instrumentos de producción y a la vez una dislocación catastrófica de la vida del pueblo.

Intentaremos desentrañar cuáles fueron los factores que determinaron las formas adoptadas por esta dislocación tal y como se manifestó en su peor aspecto en la Inglaterra de mediados del siglo pasado. ¿En qué consistió satanic mill, este molino del diablo, que aplastó a los hombres y los transformó en masas? ¿Qué grado de responsabilidad tuvieron las nuevas condiciones materiales? ¿Cuál fue también el grado de responsabilidad de las coacciones económicas que operaban en estas nuevas condiciones? ¿En virtud de qué mecanismo se destruyó el viejo tejido social y se intentó, con tan escaso acierto, una nueva integración del hombre y de la naturaleza? En ningún otro lugar la filosofía liberal ha conocido un fracaso más patente que en su incomprensión del problema del cambio. Se creía en la espontaneidad, y se creía en ella hasta la sensiblería. Para valorar el cambio se recurría constantemente al sentido común; con solicitud mística se aceptaban resignadamente las consecuencias de la mejoría económica, por muy graves que éstas pudiesen ser. Se comenzó desacreditando las verdades elementales de la ciencia y de la experiencia políticas para más tarde olvidarlas. La necesidad de ralentizar en la medida de lo posible un proceso de cambio no dirigido, cuando se considera que su ritmo es demasiado rápido para salvaguardar el bienestar de la colectividad, es algo que no debería precisar de una explicación detallada. Este tipo de verdades corrientes en la política tradicional, y que con frecuencia no hacen más que reflejar las enseñanzas de una filosofía social heredada de los antiguos, fueron borradas del pensamiento de las gentes instruidas del siglo XIX mediante el efecto corrosivo de un utilitarismo grosero, aliado a una confianza sin discernimiento en las pretendidas virtudes de la autocicatrización del crecimiento ciego.

El liberalismo económico fue incapaz de leer la historia de la Revolución industrial, porque se obstinó en juzgar los acontecimientos sociales desde una perspectiva económica. Para ilustrar este punto volveremos a algo que puede parecer a primera vista un asunto un tanto lejano: el cercado de los campos y la conversión de las tierras de labranza en pastos, en la Inglaterra del primer período Tudor, momento en el que los campos y las tierras comunales fueron rodeados de setos por los señores, viéndose así condados enteros amenazados de despoblación. Nuestro objetivo, al evocar la triste situación en la que enclosures y conversions sumieron al pueblo, es mostrar, en primer lugar, que se puede establecer un paralelismo entre las devastaciones originadas por cercados benéficos y las que resultaron de la Revolución industrial; y, en segundo lugar y de forma más extensa, esclarecer las opciones con las que tiene que enfrentarse una comunidad víctima de las angustias de una mejora económica no dirigida.

Las enclosures constituían una mejora evidente a condición de que los campos no se convirtiesen en pastos. La tierra cercada adquiría un valor dos o tres veces superior a la que no lo estaba. Y allí donde se mantuvo la labranza, el empleo no decayó y el aprovisionamiento de alimentos aumentó de forma clara. El rendimiento de la tierra se acrecentaba de un modo manifiesto, particularmente cuando se la arrendaba.

 La conversión de tierras de labranza en pastos para las ovejas no era tampoco totalmente perjudicial para una región si se exceptúa la destrucción de ciertas viviendas y la reducción de empleo que conllevaba. A partir de la segunda mitad del siglo XV el trabajo a domicilio comenzó a extenderse y, un siglo más tarde, comenzó a ser uno de los rasgos distintivos del campo. La lana procedente del pastoreo proporcionaba trabajo a los pequeños colonos y a los campesinos sin tierra obligados a abandonar la labranza, y los nuevos centros de la industria lanera aseguraron ingresos a un cierto número de artesanos.

Únicamente en una economía de mercado y esto es lo que importa se pueden mantener tales efectos compensatorios. Si no existe esta economía, la actividad extremadamente rentable de la cría del ganado bovino y de la venta de su lana puede arruinar el país. Las ovejas, que «transformaban la arena en oro», podían también muy bien transformar el oro en arena. Tal fue la desventura que conoció, en definitiva, la riqueza de España en el siglo XVII, cuyo suelo erosionado no se recuperó jamás de la expansión desmesurada de la crianza de ganado lanar.

Un documento oficial de 1607, destinado a ser utilizado por los Señores del Reino, plantea en una sola frase rotunda el problema del cambio social: «El hombre pobre verá colmados sus deseos: la vivienda; y el gentilhombre no verá peligrar los suyos: las mejoras». Esta fórmula parece admitir, como si se tratase de un hecho natural, aquello que constituye la esencia del progreso meramente económico: mejorar al precio de la conmoción social. Pero también evoca la trágica necesidad que impulsa al pobre a agarrarse a su choza, condenado por el deseo del rico a mejorar las cosas públicas que revierten en su propio beneficio privado.

Es precisamente en este sentido en el que se dice que las enclosures significaban una revolución de los ricos contra los pobres. Los señores y los nobles cambiaban completamente el orden social y quebrantaban los viejos derechos y costumbres, utilizando en ocasiones la violencia y casi siempre las presiones y la intimidación. En sentido estricto, robaban su parte de los bienes comunales a los pobres y destruían las casas que éstos, gracias a la fuerza indoblegable de la costumbre, habían considerado durante mucho tiempo como algo que les pertenecía a ellos y a sus herederos. El tejido de la sociedad se desgarraba; las aldeas abandonadas y las casas en ruinas constituían un buen testimonio de la violencia con la que la revolución arrasaba, poniendo en peligro las defensas del país, devastando sus pueblos, diezmando su población, transformando en polvo una tierra agotada, hostigando a sus habitantes y transformándolos, de honestos labradores que habían sido, en una turba de mendigos y ladrones. Es cierto que sólo algunas regiones se vieron afectadas por este proceso, pero las negras sombras amenazaban con hacerse cada vez más densas hasta el punto de generalizar la catástrofe. Contra esta plaga el Rey y su Consejo, los cancilleres y los obispos defendían el bienestar de la comunidad y, por qué no, la sustancia humana y natural de la sociedad. Lucharon contra la despoblación casi sin cesar durante un siglo y medio desde 1490 (a más tardar) hasta 1640. La contrarrevolución puso en peligro al Lord protector Somerset, borró del código las leyes sobre las enclosures y estableció la dictadura de los señores del pastoreo tras la derrota de la rebelión de Kett y la consiguiente masacre de muchos miles de campesinos. Se acusó a Somerset, con razón, de haber incitado a los campesinos rebeldes con su firme denuncia de las enclosures.

Casi cien años más tarde surgió entre los mismos adversarios un segundo enfrentamiento, pero los que cercaban ahora las fincas eran ricos propietarios campesinos y negociantes afortunados, más que señores y nobles. La alta política, tanto laica como eclesiástica, entraba así a formar parte del uso deliberado que hacía la Corona de sus prerrogativas para impedir los cercados, y de la utilización no menos deliberada de la cuestión de las enclosures para reforzar su posición frente a la gentry en una lucha constitucional en virtud de la cual Strafford y Laud llegaron a ser condenados a muerte por el Parlamento. Pero esta política no era reaccionaria únicamente desde el punto de vista industrial, sino también desde el punto de vista político; por otra parte, las enclosures se destinaban, con más frecuencia que antaño, a la labranza en vez de al pastoreo. En poco tiempo la marea de la guerra civil engulló para siempre la política de los Tudor y de los primeros Estuardo.

Los historiadores del siglo XIX han sido unánimes a la hora de condenar esta política considerándola demagógica e incluso claramente reaccionaria. Sus simpatías se decantaban naturalmente del lado del Parlamento, y éste había tomado partido por los que cercaban las tierras. H. de B. Gibbins amigo ardiente, por otra parte, del pueblo bajo, escribía: «Estas disposiciones protectoras fueron, sin embargo, como lo son generalmente los textos de protección, perfectamente inútiles». Innes se manifestó de forma todavía más clara: «Las soluciones habituales penalizar el vagabundeo e intentar hacer que la industria penetre en terrenos que no le son favorables, así como orientar los capitales hacia inversiones menos lucrativas con el fin de proporcionar empleo fracasaron..., como pasa siempre». Gairdner no dudó en invocar las ideas del librecambio como si de «leyes económicas» se tratase: «Las leyes económicas no eran naturalmente tenidas en cuenta, y se intentaba mediante la legislación impedir que las moradas de los labradores fuesen destruidas por los propietarios, quienes consideraban rentable dedicar las tierras de labor a pastos con el fin de aumentar la producción de la lana. La frecuente repetición de estos decretos mostraba bien hasta qué punto resultaban ineficaces en la práctica». Un economista de la talla de Heckscher se mostró recientemente convencido de que, en términos generales, la explicación del mercantilismo se basaba en la comprensión insuficiente que esta corriente tenía de la complejidad de los fenómenos económicos, problema que necesitaba del paso de varios siglos para que la inteligencia humana llegase a entenderlo. En realidad la legislación contra las enclosures no parece haber detenido el curso de su desarrollo, ni tampoco haberlo obstaculizado seriamente. John Hales, que destaca sobre todos por el fervor con que defiende los principios de los hombres de la Commonwealth, admitía que había resultado imposible recoger testimonios contra los cercadores de tierras frecuentemente elegidos como miembros de jurados y cuyo número de «servidores y de subordinados era tan grande que ningún tribunal podía constituirse sin ellos». El simple hecho de trazar un surco a través de un campo permitía a veces al señor que infringía la ley evitar la condena. Cuando los intereses privados prevalecen de forma clara sobre la justicia se considera que es un signo inequívoco de la ineficacia de la legislación y, por tanto, se alega la victoria de la tendencia contra la cual la obstrucción legal ha sido inútil como una prueba inequívoca de la pretendida utilidad de «un intervencionismo reaccionario». Este tipo de opiniones, sin embargo, impide totalmente entrar en la cuestión de fondo. ¿Por qué la victoria final de una tendencia tendría que probar la ineficacia de los esfuerzos destinados a frenar el progreso? ¿Por qué no considerar que es justamente eso que se ha obtenido, es decir, la reducción del ritmo del cambio, la prueba de que esas medidas han alcanzado su objetivo? En esta perspectiva lo que antes era ineficaz para contener una evolución ya no resulta tan ineficaz como se pensaba. Muchas veces el ritmo del cambio tiene más importancia que su dirección, aunque también es frecuente que en aquellas ocasiones en que ésta no depende de nuestra voluntad se pueda, sin embargo, regular el ritmo de las transformaciones que se están produciendo.

La creencia en el progreso espontáneo nos hace necesariamente incapaces de percibir el papel del gobierno en la vida económica, que consiste frecuentemente en modificar la velocidad del cambio, acelerándolo o frenándolo, según los casos. Si consideramos que ese ritmo es inalterable o, aún peor, si pensamos que constituye un sacrilegio modificarlo entonces ya no hay lugar para ningún tipo de intervención. Las enclosures ofrecen un buen ejemplo de ello. Considerándolo retrospectivamente, nada parece más natural en Europa Occidental que la tendencia al progreso económico y, por consiguiente, la eliminación de técnicas agrícolas uniformes, que habían sido mantenidas artificialmente, de parcelas de terreno dispuestas en mosaico y de la institución de los bienes comunales. Por lo que se refiere a Inglaterra, es cierto que el desarrollo de la industria de la lana fue un triunfo para el país, que condujo de hecho a la creación de la industria algodonera en tanto que vehículo de la Revolución industrial. Además es evidente que, para que se incrementasen los telares a domicilio, era preciso que aumentase la producción nacional de lana. Estos hechos son suficientes para hacernos reconocer que el paso de las tierras de labranza a los pastos y el movimiento de las enclosures que acompañó a esta transformación iban en el sentido del crecimiento económico. Y no obstante si no hubiese sido por la política constante de los hombres de Estado bajo los Tudor y los primeros Estuardo, el ritmo de este progreso habría podido conducir a la ruina y llegar a orientar el proceso mismo en una dirección de degeneración más que en un sentido constructivo, ya que, en el fondo, lo que se jugaba en torno a este ritmo era saber si los desposeídos podrían adaptarse a nuevas condiciones de existencia sin sufrir un daño mortal tanto humano y económico como físico y moral. La cuestión era saber si encontrarían empleo en los nuevos ámbitos que se abrían ligados directamente al cambio y si los efectos del aumento de las importaciones, inducido por las exportaciones, permitiría a quienes habían perdido su empleo a causa del cambio encontrar nuevos medios de subsistencia.

La respuesta dependía en cada caso de los ritmos relativos del cambio y de la adaptación. La teoría económica nos hablará en términos de « a largo plazo», pero esta perspectiva resulta inadmisible. Cuando se plantean así las cosas se prejuzga la cuestión dando por sentada la hipótesis de que estos sucesos tuvieron lugar o se produjeron en una economía de mercado. Por muy natural que esto nos parezca esta hipótesis no es sostenible: la economía de mercado, lo olvidamos con demasiada facilidad, es una estructura institucional que no ha existido en otras épocas, sino únicamente en la nuestra, e incluso en este último caso no es generalizable a todo el planeta. Pero, incluso sin admitir esta hipótesis, las consideraciones a largo plazo están desprovistas de sentido. Si el efecto inmediato de un cambio es deletéreo, entonces, hasta que no se pruebe lo contrarío, su efecto final será también deletéreo. Si la conversión de tierras arables en pastos supuso la destrucción de un número determinado de casas, la desaparición de una cantidad determinada de empleos y la disminución de los alimentos de producción local, entonces, hasta que no se pruebe lo contrario, esos efectos deben considerarse definitivos, lo que no excluye que se tengan en cuenta los posibles efectos producidos por el aumento de las exportaciones en la renta de los propietarios agrícolas, así como las posibilidades de creación de empleo en virtud del crecimiento de la oferta local de lana que de ello se deriva, así como los posibles usos que los propietarios podían hacer de sus nuevos ingresos en inversiones o en gastos suntuarios. El ritmo del cambio, comparado con el de la adaptación, decidirá qué es en realidad lo que debe ser considerado en el resultado neto del cambio. En ningún caso sin embargo podemos suponer que las leyes del mercado funcionaban, hasta que no se pruebe la existencia de un mercado autorregulador. Exclusivamente en el marco institucional de la economía de mercado son pertinentes las leyes del mercado. Y no fueron los hombres de Estado de la Inglaterra de los Tudor quienes se apartaron de los hechos, sino los economistas modernos, quienes criticaron a esos mismos políticos presuponiendo la existencia de un sistema de mercado.

Si Inglaterra soportó sin graves daños la calamidad de las enclosures, se debió a que los Tudor y los primeros Estuardo utilizaron el poder de la Corona para modular el proceso de desarrollo económico hasta que éste fuese socialmente soportable, y ello sirviéndose a la vez del poder del gobierno central para socorrer a las víctimas de la transformación e intentando canalizar dicho proceso de forma que sus efectos fuesen menos devastadores. Las ideas de las cancillerías y de las courts of prerogative no eran en absoluto conservadoras: se asentaban en la concepción científica del nuevo arte de gobernar que favorecía la inmigración de artesanos extranjeros, implantaba con rapidez las nuevas técnicas, adoptaba métodos estadísticos así como un lenguaje preciso en la redacción de los informes, despreciaba tradiciones y costumbres, se oponía a los derechos consuetudinarios, recortaba los privilegios eclesiásticos e ignoraba los derechos heredados. Si se puede decir que la innovación es revolucionaria, entonces ellos fueron los revolucionarios de la época. Su objetivo era el bienestar del común de los mortales, magnificado en el poder y la grandeza del Soberano. El futuro, sin embargo, pertenecía al constitucionalismo y al Parlamento. El gobierno de la Corona dejó paso al gobierno de una clase: la que introdujo el progreso industrial y comercial. El gran principio constitucional se fusionó con la revolución política y ésta desposeyó a la Corona que, en esta época, había perdido casi todas sus facultades creadoras, mientras que su función de protección ya no era esencial para un país que había sobrevivido a la tempestad de la transición. A partir de ahora, la política financiera de la Corona limitaba indebidamente el poder del país y comenzaba a restringir el comercio. Para conservar sus prerrogativas, los abusos de la Corona llegaban incluso a causar desequilibrios en los recursos de la nación. Muy inteligentemente se ocupó del problema de la mano de obra y de la industria y con gran prudencia impuso límites al movimiento de las enclosures. Esta fue la última acción que la Corona llevó a feliz término, lo cual suele olvidarse en la medida en que los capitalistas y los patronos de la clase media en ascenso eran las principales víctimas de sus actividades protectoras. Habrá que esperar dos siglos para que Inglaterra goce de una administración social tan eficaz y ordenada como la que destruyó la Commonwealth. Hay que reconocer que, a partir de entonces, existía una menor necesidad de esta clase de administración paternalista. Pero, al menos en un sentido, la ruptura provocó un enorme daño, ya que contribuyó a borrar de la memoria de la nación los horrores sufridos en el período de las enclosures y el éxito alcanzado por el Estado en su lucha contra los peligros de la despoblación. Posiblemente esto permite explicar por qué no se comprendió la naturaleza profunda de la crisis cuando, ciento cincuenta años más tarde, una catástrofe análoga amenazó la vida y el bienestar del país bajo la forma de Revolución industrial.

Fue entonces, una vez más, cuando se produjo en Inglaterra un acontecimiento peculiar; fue entonces cuando el comercio marítimo originó un movimiento que afectó a todo el país; y de nuevo mejoras realizadas a gran escala causaron desastres sin precedente en los modos de vida de las clases populares. El proceso estaba entonces en sus comienzos y los trabajadores se apretujaban ya en esos nuevos lugares de desolación, las llamadas ciudades industriales inglesas. Los habitantes del campo se habían convertido en los habitantes deshumanizados de los tugurios. La familia se encontraba en vías de destrucción y grandes extensiones del país desaparecían rápidamente bajo montañas de ceniza y de chatarra vomitadas por las «fábricas del diablo». Escritores de todas las opiniones y partidos, conservadores y liberales, capitalistas y socialistas, han hablado indefectiblemente de las condiciones sociales bajo la Revolución industrial, describiéndolas como un verdadero abismo de degradación humana.

Hasta ahora, nadie ha avanzado una explicación satisfactoria de este acontecimiento. Los contemporáneos creyeron haber descubierto la clave de todos los males en las leyes de bronce que gobernaban las relaciones entre la riqueza y la pobreza y que denominaron ley de los salarios y ley de la población. Estas leyes han sido, sin embargo, refutadas. La explotación fue propuesta como otra explicación tanto de la riqueza como de la pobreza, pero era incapaz de dar cuenta del hecho de que los salarios fuesen más elevados en los tugurios industriales que en el resto de las regiones y que, en su conjunto, continuasen aumentando todavía durante un siglo. También se han alegado un conjunto complejo de causas que, una vez más, resultaron insatisfactorias.

La solución que proponemos dista de ser simple. De hecho, la mayor parte de este libro está dedicada a este problema. Pensamos que una avalancha de dislocaciones sociales, mucho más fuertes que las que tuvieron lugar en la época de las enclosures, se cernió sobre Inglaterra; esta catástrofe estuvo acompañada de un amplio movimiento de mejoras económicas; un mecanismo institucional completamente nuevo comenzaba a actuar sobre la sociedad occidental; sus peligros, cuando surgieron, afectaron a lo que hay de más vital y que nunca antes se había visto yugulado. La historia de la civilización del siglo XIX fue construida en gran medida por las tentativas realizadas para proteger a la sociedad contra los estragos de este mecanismo. La Revolución industrial fue simplemente el inicio de una revolución tan extremista y radical como todas las que habían enardecido el espíritu de los sectarios, sin embargo el nuevo credo era plenamente materialista y proclamaba que todos los problemas humanos podían ser resueltos por medio de una cantidad ilimitada de bienes materiales.

Esta historia ha sido narrada innumerables veces: se ha hablado de la acción recíproca entre la expansión de los mercados, la presencia del carbón y del hierro así como de un clima húmedo favorable a la industria algodonera, la ingente multitud de desposeídos por las nuevas enclosures del siglo XVIII, la existencia de instituciones libres, la invención de máquinas y otras muchas causas que provocaron la Revolución industrial. Se ha demostrado de forma concluyente que ninguna causa particular merece ser separada de la cadena causal y distinguida como la causa verdadera de este acontecimiento, tan repentino como inesperado.

¿Cómo definir sin embargo esta Revolución específica? ¿Cuál era su característica fundamental? ¿Acaso consistía en la expansión de las pequeñas ciudades industriales, la aparición de tugurios urbanos, las interminables jornadas de trabajo de los niños, los bajos salarios de determinadas categorías de obreros, el aumento de la tasa de crecimiento demográfico, la concentración de industrias? A nuestro juicio, y esta es la hipótesis que avanzamos, todo esto es simplemente el resultado de un único cambio fundamental: la creación de una economía de mercado. No se puede pues captar plenamente la naturaleza de esta institución si no se analiza bien cuál es el efecto de las máquinas sobre una sociedad comercial. No queremos afirmar que la maquinaria fuese la causa de lo que después aconteció, pero sí insistir en el hecho de que, desde que se instalaron máquinas y complejos industriales destinados a producir en una sociedad comercial, la idea de un mercado autorregulador estaba destinada a nacer.

Cuando una sociedad agraria y comercial empieza a utilizar máquinas especializadas, sus efectos se dejan necesariamente sentir. Este tipo de sociedad se compone de agricultores y de comerciantes que compran y venden el producto de la tierra. Difícilmente esta sociedad puede adaptarse a una producción basada en herramientas e instalaciones especializadas, a no ser que incorpore esta producción a la compra y a la venta. El comerciante es el único agente disponible para emprender esta tarea y es capaz de llevarla a cabo en la medida en que esta actividad no le obliga a perder dinero. Venderá los bienes del mismo modo que vendía en otras circunstancias las mercancías a los clientes, pero se los procurará de un modo diferente, es decir, no tanto comprándolos ya hechos sino adquiriendo el trabajo y la materia prima necesarios. A esos dos elementos, asociados en función de las consignas del comerciante, hay que añadir servicios de los que tendrá también que ocuparse, dando todo ello como resultado el nuevo producto. Este esquema no sirve solamente para describir la industria a domicilio o putting out, sino cualquier industria del capitalismo industrial y, entre ellas, las de nuestro tiempo. Todo este proceso implica importantes consecuencias para el sistema social.

Como las máquinas complejas son caras, solamente resultan rentables si producen grandes cantidades de mercancías No se las puede hacer funcionar sin pérdidas, más que si se asegura la venta de los bienes producidos, para lo cual se requiere que la producción no se interrumpa por falta de materias primas, necesarias para la alimentación de las máquinas. Para el comerciante, esto significa que todos los factores implicados en la producción tienen que estar en venta, es decir, disponibles en cantidades suficientes para quien esté dispuesto a pagarlos. Si esta condición no se cumple, la producción realizada con máquinas especializadas se convierte en un riesgo demasiado grande, tanto para el comerciante, que arriesga su dinero, como para la comunidad en su conjunto, que depende ahora de una producción ininterrumpida para sus rentas, sus empleos y su aprovisionamiento.

Todas estas condiciones no se dan espontáneamente, sin embargo, en una sociedad agrícola: hay que crearlas. El hecho de que esta creación siga una progresión, no afecta en nada al carácter sorprendente de los cambios que ello implica. La transformación supone en los miembros de la sociedad una mutación radical de sus motivaciones: el móvil de la ganancia debe sustituir al de la subsistencia. Todas las transacciones se convierten en transacciones monetarias, y éstas exigen, a su vez, que se introduzca un medio de cambio en cada fase de articulación de la vida industrial. Todas las rentas deben proceder de la venta de una cosa o de otra y, cualquiera que sea la verdadera fuente de los ingresos de una persona, se los debe considerar como resultantes de una venta. La simple expresión «sistema de mercado», de la que nos servimos para designar el modelo institucional que hemos descrito, no quiere decir otra cosa. Pero la particularidad más sorprendente de este sistema reside en que, una vez que se ha establecido, hay que permitirle que funcione sin intervención exterior. Los beneficios ya no están garantizados, y el comerciante debe hacer sus beneficios en el mercado. Los precios deben de ser libres para fijarse por sí mismos. Este sistema autorregulador de mercado es lo que se ha denominado «economía de mercado».

En relación a la economía anterior, la transformación que condujo a este sistema es tan total que se parece más a la metamorfosis del gusano de seda en mariposa que a una modificación que podría expresarse en términos de crecimiento y de evolución continua. Comparemos, por ejemplo, las actividades de venta del comerciante productor con sus actividades de compra. Sus ventas se refieren únicamente a productos manufacturados: el tejido social no se verá pues afectado directamente, tanto si encuentra como si no encuentra compradores. Pero lo que compra son materias primas y trabajo, es decir, parte de la naturaleza y del hombre. De hecho, la producción mecánica en una sociedad comercial supone nada menos que la transformación de la sustancia natural y humana de la sociedad en mercancías. La conclusión, aunque resulte singular, es inevitable, pues el fin buscado solamente se puede alcanzar a través de esta vía. Es evidente que la dislocación provocada por un dispositivo semejante amenaza con desgarrar las relaciones humanas y con aniquilar el hábitat natural del hombre. Ese peligro estaba efectivamente presente, y no percibiremos su verdadero carácter si no nos detenemos a examinar las leyes que gobiernan el mecanismo de un mercado autorregulador.

 


 

CAPÍTULO IV

SOCIEDADES Y SISTEMAS ECONÓMICOS

 

Antes de pasar a discutir sobre las leyes que gobiernan una economía de mercado, tal y como intentó crear el siglo XIX, debemos de captar bien cuáles son las extraordinarias condiciones que constituyen la base de un sistema semejante.

La economía de mercado supone un sistema autorregulador de mercados. Para emplear términos un poco más técnicos, se trata de una economía gobernada por los precios del mercado y únicamente por ellos. Sólo en este sentido se puede decir que un sistema de este tipo, capaz de organizar la totalidad de la vida económica sin ayuda o intervención exterior, es autorregulador. Estas someras indicaciones deberían bastar para mostrar la naturaleza absolutamente inédita de esta aventura en la historia de la raza humana.

Precisemos un poco más lo que queremos decir. Ninguna sociedad podría sobrevivir, incluso por poco tiempo, sin poseer una economía, sea ésta de un tipo o de otro. Pero hasta nuestra época, ninguna economía de las que han existido estuvo, ni siquiera por asomo, bajo la dependencia del mercado. A pesar de los cánticos laudatorios de carácter universitario que se dejaron oír a lo largo del siglo XIX, las ganancias y beneficios extraídos de los cambios jamás habían desempeñado con anterioridad un papel tan importante en la economía humana. Pese a que la institución del mercado había sido, desde el final de la Edad de piedra, un hecho corriente en las sociedades, su papel en la vida económica siempre había sido secundario.

Queremos insistir en este aspecto con la máxima fuerza que nos proporcionan sólidas razones. Un pensador de la talla de Adam Smith ha señalado que la división del trabajo en la sociedad dependía de la existencia de mercados o, como él decía, de la «propensión del hombre a cambiar bienes por bienes, bienes por servicios y unas cosas por otras». De esta frase surgiría más tarde el concepto de «hombre económico». Se puede decir, con mirada retrospectiva, que ninguna interpretación errónea del pasado se reveló nunca como una mejor profecía del futuro. Y ello es así porque, si bien hasta la época de Adam Smith esta propensión no se había manifestado a gran escala aún en la vida de ninguna de las comunidades observadas, y hasta entonces había sido como máximo un rasgo secundario de la vida económica, cien años más tarde un sistema industrial estaba en plena actividad en la mayor parte del planeta, lo que significaba, práctica y teóricamente, que el género humano estaba dirigido en todas sus actividades económicas por no decir también políticas, intelectuales y espirituales por esta única propensión particular. En la segunda mitad del siglo XIX Herbert Spencer, que únicamente tenía un conocimiento superficial de la economía, llegó a identificar el principio de la división del trabajo con el trueque y el intercambio, y, cincuenta años más tarde Ludwig von Mises y Walter Lippmann retomaban esta misma idea falsa. A partir de entonces la discusión fue inútil. Un magma de autores especialistas en economía política, historia social, filosofía política y sociología general habían seguido el ejemplo de Smith y habían hecho de su paradigma del salvaje entregado al trueque un axioma de sus ciencias respectivas. De hecho, las ideas de Adam Smith sobre la psicología económica del primer hombre eran tan falsas como las de Rousseau sobre la psicología política del buen salvaje. La división del trabajo, fenómeno tan antiguo como la sociedad, proviene de las diferencias relativas a los sexos, a la geografía y a las capacidades individuales; y la pretendida tendencia del hombre al trueque y al intercambio es casi completamente apócrifa. La historia y la etnografía han mostrado la existencia de distintos tipos de economías que, en su mayor parte, cuentan con la institución de los mercados; sin embargo, ni la historia ni la etnografía han tenido conocimiento de ninguna otra economía anterior a la nuestra que, incluso aproximativamente, estuviese dirigida y regulada por los mercados. El esbozo de la historia de los sistemas económicos y de los mercados, sobre la que nos detendremos por separado, tratará de probar de forma más concluyente esta afirmación. Como veremos, el papel jugado por los mercados en la economía interior de los diferentes países ha sido, hasta una época reciente, insignificante: el cambio radical que representa el paso a una economía dominada por el mercado se percibirá mejor sobre este trasfondo.

Para comenzar, debemos desprendernos de ciertos prejuicios del siglo XIX que subyacen a la hipótesis de Adam Smith relativos a la pretendida predilección del hombre primitivo por las actividades lucrativas. Como su axioma servía mucho más para predecir el futuro inmediato que para explicar un lejano pasado, sus discípulos se vieron sumidos en una extraña actitud en relación a los comienzos de la historia humana. A primera vista, los datos disponibles parecían indicar más bien que la psicología del hombre primitivo, lejos de ser capitalista, era, de hecho, comunista (más tarde hubo que reconocer que se trataba también de un error). El resultado fue que los especialistas de la historia económica mostraron una tendencia a limitar su preocupación por este período para pasar a considerar la etapa relativamente reciente de la historia, en la que se podía encontrar el trueque y el intercambio a una escala considerable de este modo la economía primitiva quedó relegada a la prehistoria. Este modo de presentar las cosas indujo a inclinar inconscientemente la balanza en favor de una psicología de mercado, pues resultaba posible creer que, en el espacio relativamente breve de algunos siglos pasados, todo había concurrido a crear lo que al fin fue creado: un sistema de mercado. Fue así como otras tendencias no fueron tenidas en cuenta y quedaron anuladas. Para corregir esta perspectiva unilateral habría sido preciso acoplar la historia económica y la antropología social, pero ha existido un rechazo contumaz hacia un enfoque de este tipo.

No podemos continuar de momento desarrollando este punto. El hábito de ver en los diez mil últimos años, y en la organización de las primeras sociedades, un simple preludio de la verdadera historia de nuestra civilización, que comenzaría en 1776, con la publicación de La riqueza de las naciones, ha quedado superado, por utilizar un calificativo suave. Nuestra época ha vivido el final de este episodio y, al intentar evaluar las opciones de futuro, estamos obligados a refrenar nuestra inclinación natural a seguir los caminos en los que creyeron nuestros padres. La misma prevención que empujó a la generación de Adam Smith a considerar al hombre primitivo como un ser inclinado al trueque y al pago en especie, ha incitado a sus sucesores a desinteresarse totalmente del primer hombre, pues se sabía que éste no se había dedicado a estas loables pasiones. La tradición de los economistas clásicos, que intentaron fundar la ley del mercado en pretendidas tendencias inscritas en el nombre en estado de naturaleza, fue sustituida por una ausencia total de interés por las culturas del hombre «no civilizado», ya que no tenían nada que ver, en suma, con la comprensión de los problemas de nuestra época.

Esta actitud subjetiva respecto a las primeras civilizaciones no debería constituir un reclamo para el espíritu científico. Se han exagerado demasiado las diferencias que existen entre pueblos civilizados y «no civilizados», particularmente en el terreno económico. Según los historiadores, las formas de vida industrial en la Europa agrícola no diferían mucho, hasta una época reciente, de las que existían hace miles de años. Desde la introducción del arado que es esencialmente una gruesa azada tirada por animales, hasta comienzos de la época moderna, los métodos de la agricultura permanecieron sustancialmente idénticos en la mayor parte de Europa Occidental y Central. De hecho, en esas regiones los progresos de la civilización han sido sobre todo políticos, intelectuales y espirituales; en cuanto a las condiciones materiales, la Europa Occidental del año 1100 después de Cristo apenas llegó a alcanzar el estadio que había conseguido el mundo romano mil años antes. Incluso más tarde el cambio se hizo efectivo mucho más fácilmente a través de los canales de la política, la literatura, las artes, y especialmente de la religión y del saber, que de la industria. En el aspecto económico la Europa medieval se encontraba, en gran parte, al mismo nivel que Persia, la India o la China de la Antigüedad y no podía sin duda alguna rivalizar en riqueza y en cultura con el Nuevo Imperio Egipcio que la precedía en dos mil años. Entre los historiadores modernos de la economía, Max Weber fue el primero que protestó por el olvido de la economía primitiva, realizado con el pretexto de que ésta no tenía relación con la cuestión de los móviles y de los mecanismos de las sociedades civilizadas. Los trabajos de antropología social probaron más tarde que Max Weber tenía toda la razón, ya que, si alguna conclusión se impone con toda nitidez, tras los estudios recientes sobre las primeras sociedades, es el carácter inmutable de hombre en tanto que ser social. En todo tiempo y lugar sus dones naturales reaparecieron en las sociedades con una consecuencia sorprendente, y las condiciones necesarias para la supervivencia de la sociedad humana parecían ser inalterablemente las mismas.

El descubrimiento más destacable de la investigación histórica y antropológica reciente es el siguiente: por lo general las relaciones sociales de los hombres engloban su economía. El hombre actúa, no tanto para mantener su interés individual de poseer bienes materiales, cuanto para garantizar su posición social, sus derechos sociales, sus conquistas sociales. No concede valor a los bienes materiales más que en la medida en que sirven a este fin. Ni el económicos específicos, relativos a la posesión de bienes. Más bien cada etapa de ese proceso se articula sobre un determinado número de intereses sociales que garantizan, en definitiva, que cada etapa sea superada. Esos intereses son muy diferentes en una pequeña comunidad de cazadores o de pescadores y en una extensa sociedad despótica, pero, en todos los casos, el sistema económico será gestionado en función de móviles no económicos.

Resulta fácil explicarlo en términos de supervivencia. Veamos, por ejemplo, el caso de una sociedad tribal. El interés económico del individuo triunfa raramente, pues la comunidad evita a todos sus miembros morir de hambre, salvo si la catástrofe cae sobre ella, en cuyo caso los intereses que se ven amenazados son una vez más de orden colectivo y no de carácter individual. Por otra parte, el mantenimiento de los lazos sociales es esencial y ello por varias razones. En primer lugar, porque, si el individuo no observa el código establecido del honor o de la generosidad, se separa de la comunidad y se convierte en un paria. En segundo lugar, porque todas las obligaciones sociales son a largo plazo recíprocas, por lo que, al observarlas, cada individuo sirve también del mejor modo posible, «en un toma y daca», a sus propios intereses. Esta situación debe de ejercer sin duda una continua presión sobre cada individuo para que elimine de su conciencia el interés económico personal, hasta el punto de que lo puede incapacitar, en numerosos casos pero de ningún modo en todos, para captar las implicaciones de sus propios actos sólo en función de su interés. Esta actitud se ve reforzada por la frecuencia de actividades en común, tales como el reparto de la comida procedente de recogidas comunes, o la participación en el botín obtenido a través de una expedición tribal lejana y peligrosa. El precio otorgado a la generosidad es tan grande cuando se lo mide por el patrón del prestigio social, que todo comportamiento ajeno a la preocupación por uno mismo adquiere relevancia. El carácter del individuo tiene poco que ver con esta cuestión. El hombre puede ser bueno o malo, social o asocial, envidioso o generoso en relación con un conjunto de valores variables. No proporcionar a nadie motivos para estar celoso es de hecho un principio general de la distribución ceremonial o del acto de elogiar públicamente al que obtiene buenas cosechas en su huerto (salvo si las consigue demasiado bien, en cuyo caso se le puede dejar decaer con todo derecho, sirviéndose del pretexto de que es víctima de la magia negra). Las pasiones humanas, buenas o malas, están simplemente orientadas hacia fines no económicos. La ostentación ceremonial sirve para estimular al máximo la emulación, y la costumbre del trabajo en común tiende a situar a un nivel muy alto los criterios cuantitativos y cualitativos. Todos los intercambios se efectúan a modo de dones gratuitos que se espera sean pagados de la misma forma, aunque no necesariamente por el mismo individuo —procedimiento minuciosamente articulado y perfectamente mantenido gracias a métodos elaborados de publicidad, a ritos mágicos y a la creación de «dualidades» que ligan los grupos mediante obligaciones mutuas lo que podría explicar por sí mismo la ausencia de la noción de ganancia e, incluso, la de una riqueza que no esté constituida exclusivamente por objetos que tradicionalmente servían para incrementar el prestigio social.

En este bosquejo de los rasgos generales, que caracterizan a una comunidad de la Melanesia occidental, no hemos tenido en cuenta su organización sexual y territorial en relación a la cual la costumbre, la ley, la magia y la religión ejercen su influencia, porque nuestra única intención era mostrar cómo los pretendidos móviles económicos encuentran su razón de ser en el marco de la vida social. Y es precisamente sobre este punto negativo sobre el que están de acuerdo los etnógrafos modernos: la ausencia del móvil del lucro, la ausencia del principio del trabajo remunerado, del principio del mínimo esfuerzo, y más concretamente, la ausencia de toda institución separada y diferente fundada sobre móviles económicos. Pero, en este caso, ¿cómo se asegura el orden en el campo de la producción y la distribución? Esencialmente la respuesta nos la proporcionan dos principios de comportamiento que a primera vista no suelen ser asociados con la economía: la reciprocidad y la redistribución. Entre los habitantes de las islas Trobriand, de la Melanesia occidental, y de los que nos serviremos para ilustrar este tipo de economía, la reciprocidad juega sobre todo un papel en lo que concierne a la organización sexual de la sociedad, es decir, la familia y el parentesco. Por su parte, la redistribución concierne principalmente a todos aquellos que dependen de un mismo jefe y, por tanto, tiene un carácter territorial. Abordemos estos principios separadamente.

El cuidado de la familia de la mujer y de los niños está a cargo de los padres matrilineales. El hombre que provee las necesidades de su hermana y de la familia de ésta, dándoles lo mejor de su cosecha, obtendrá con ello fundamentalmente reputación por su buena conducta, pero, a cambio, no recogerá más que muy pocas ventajas materiales inmediatas. Si es negligente en el cumplimiento de estas funciones, lo que primero se deteriora es justamente su reputación. El principio de reciprocidad funcionará en benéfico de su mujer y de los hijos de ésta, y le asegurará así la compensación económica por su gesto de virtud cívica. Cuando se expone la comida, a la vez en el propio huerto y ante el granero del destinatario, se asegura que la alta calidad de la cosecha sea conocida por todos. Está claro para todos que la economía del huerto y de la casa implica este tipo de relaciones sociales, basadas en la sabia gestión y en el civismo. El principio general de la reciprocidad contribuye a asegurar a la vez la producción y la subsistencia de la familia.

El principio de redistribución no es menos eficaz. Una parte considerable de todo lo producido en la isla es enviado, por los jefes de las aldeas, al jefe que lo almacena. Pero, como toda la actividad en común gira en torno a los festines, a las danzas y otras ocasiones que tienen los isleños, tanto de encontrarse unos con otros, como de agasajar a sus vecinos de las otras islas (fiestas en las que el producto del comercio a larga distancia es distribuido, en las que se hacen regalos que son entregados y devueltos según las reglas de la etiqueta y en las que el jefe entrega a cada uno los presentes habituales), la enorme importancia del sistema de almacenamiento es evidente. Desde el punto de vista económico se asegura con ello una parte fundamental del sistema existente de división del trabajo, del comercio con el extranjero, de los impuestos para actividades públicas y de reservas para los tiempos de guerra. Pero estas funciones, que son las de un sistema económico propiamente dicho, han sido completamente absorbidas por experiencias enormemente vivas que ofrecen una sobreabundancia de motivaciones no económicas para cada acto realizado en el marco del sistema social globalmente considerado.

Los principios de comportamiento de este tipo no pueden, sin embargo, aplicarse más que si los modelos institucionales existentes se prestan a ello. Sin archivos y sin una compleja administración, tanto la reciprocidad como la redistribución, no son capaces de asegurar el funcionamiento de un sistema económico, a no ser que la organización de las sociedades en cuestión responda a las exigencias de una solución parecida gracias a modelos tales como la simetría y la centralidad.

La reciprocidad se ve enormemente facilitada por el modelo institucional de la simetría, rasgo frecuente de la organización social de los pueblos sin escritura. La «dualidad» sorprendente que comprobamos en las subdivisiones tribales se presta al emparejamiento de las relaciones individuales y gracias a ello favorece la circulación de bienes y servicios, aunque no existan archivos. La división en mitades que caracteriza a la sociedad salvaje y que tiende a suscitar «un semejante» a cada subdivisión, resulta de los actos de reciprocidad sobre los que reposa el sistema, al mismo tiempo que dicha división contribuye a la realización de esos actos. Sabemos pocas cosas sobre el origen de «la dualidad»; pero en las islas Trobriand cada poblado costero parece tener su contrarréplica en uno del interior, de tal forma que un importante intercambio de frutos del árbol del pan y de pescados, por muy disfrazado que se encuentre bajo la distribución recíproca de dones y a pesar de su carácter irregular en el tiempo, puede organizarse sin enfrentamientos. Del mismo modo, en el comercio kula, cada individuo tiene su correspondiente en otra isla, lo que personaliza las relaciones de reciprocidad hasta un grado sorprendente. Si no fuese por la frecuencia del modelo simétrico en las subdivisiones de la tribu, en el emplazamiento de los campamentos, en las relaciones intertribales, resultaría imposible una reciprocidad general que se apoyase sobre el funcionamiento a largo plazo en un conjunto de actos distintos.

Lo mismo ocurre con el modelo institucional de la centralidad, presente hasta cierto punto en todos los grupos humanos y que explica la recolección, el almacenamiento y la redistribución de bienes y servicios. Por lo general, los miembros de una tribu de cazadores entregan su pieza de caza al headman con el fin de que la distribuya. Habitualmente la caza supone que su producto, resultado de un esfuerzo colectivo, sea irregular. En estas condiciones, a no ser que el grupo se viese condenado a disolverse después de cada cacería, no existe otro método de reparto practicable. Por lo tanto, en todas las economías que reposan en los productos de la naturaleza, por muy numeroso que sea el grupo, existe esta necesidad. Y, cuanto más grande sea el territorio y más variados los productos, en mayor medida la redistribución tendrá por efecto una división real del trabajo, puesto que ésta debe ayudar a unir entre sí a grupos de productores geográficamente diferenciados.

La simetría y la centralidad responden, en un cincuenta por ciento cada una, a las necesidades de reciprocidad y de redistribución: modelos institucionales y principios de comportamiento se ajustan mutuamente. Y, en la medida en que la organización social permanezca en esta vía, no entra en juego ninguna necesidad del móvil económico individual. No hay por qué temer que el individuo ahorre sus esfuerzos; la división del trabajo estará automáticamente asegurada; las obligaciones económicas serán desempeñadas debidamente; y, sobre todo, se dispondrá, con ocasión de cada fiesta pública, de los medios materiales para hacer profusión de un escaparate de abundancia. En una comunidad de este tipo la idea de beneficio está excluida y está mal visto remolonear y escatimar esfuerzos; el don gratuito es alabado como una virtud; la supuesta inclinación al trueque, al pago en especie y al canje, no se manifiesta en absoluto. De hecho, el sistema económico es una simple función de la organización social.

De todo esto no cabe deducir que los principios socioeconómicos de este tipo están reservados a las formas de actuar de los primitivos o a las pequeñas comunidades, y que una economía sin lucro y sin mercado tiene que ser necesariamente simple. En Melanesia occidental, el circuito kula, fundado sobre el principio de la reciprocidad, es una de las transacciones comerciales más refinadas que conoce la humanidad; y la redistribución estaba presente a escala gigantesca en la civilización de las pirámides.

Las islas Trobriand pertenecen a un archipiélago que dibuja más o menos un círculo, en el que una parte importante de la población consagra una porción considerable de su tiempo a realizar el comercio kula. Y decimos bien «comercio», a pesar de que no median beneficios, ya sean monetarios o en especie, a pesar de que ningún bien sea acumulado ni poseído en permanencia; a pesar, también, de que sea haciendo regalos como se obtiene placer por los bienes que se han recibido; a pesar, en fin, de que ningún regateo, ningún trueque, ningún cambio entren en juego y de que todas las actividades estén totalmente reguladas por el ceremonial y la magia. A pesar de todo esto, se trata de comercio, y los indígenas de este archipiélago emprenden periódicamente grandes expediciones con el fin de proporcionar un cierto tipo de objetos de valor a los habitantes de islas lejanas, con los que entran en contacto, girando en el sentido de las agujas de un reloj sobre el círculo aproximativo que forma el archipiélago, a la vez que organizan otras expediciones que llevan otro tipo de objetos de valor a las islas a las que se accede girando en el sentido inverso. A la larga, los dos conjuntos de objetos brazaletes de conchas blancas y collares de conchas rojas de fabricación tradicional dan la vuelta al archipiélago y este trayecto puede durar hasta diez años. Existen, además, generalmente en el comercio kula compañeros individuales que intercambian dones kula de brazaletes y de collares de igual valor, que pertenecieron preferentemente a personas distinguidas. Pues bien, el intercambio sistemático y organizado de objetos de valor, trasportados a largas distancias, es lo que justamente se define como comercio, a pesar de que este conjunto complejo funcione exclusivamente según las reglas de la reciprocidad. Funciona así un sistema complicado en el que intervienen el tiempo, el espacio y las personas que cubre centenares de kilómetros y varias decenas de años, y pone en relación a centenares de individuos y en el que se ponen en juego millares de objetos totalmente distintos. Ahora bien, este sistema funciona sin archivos ni administración y sin que intervenga ningún móvil de ganancia o de trueque. Lo que domina el comportamiento social no es la propensión al trueque, sino la reciprocidad. El resultado es, sin embargo, un prodigioso logro «organizativo» en el terreno económico. Sería muy interesante preguntarse si en el mundo moderno la organización del mercado, incluso la más avanzada y dotada de la más exacta contabilidad, sería capaz de realizar tan perfectamente esta tarea en el caso de que proyectase llevarla a cabo. Muy posiblemente los negociantes se sentirían abrumados y, no consiguiendo obtener beneficios normales, preferirían retirarse a tener que enfrentarse con innumerables monopolistas que compran y venden objetos individuales y tener que someterse a las extravagantes restricciones asociadas a cada transacción.

La redistribución posee también una historia larga y variada que llega hasta los tiempos modernos. Tanto del Bergdama, cuando regresa de su expedición de caza, como de la mujer que viene de recoger las raíces, frutos u hojas, se espera que ofrezcan la mayor parte de su botín para beneficio de la comunidad. En la práctica, esto supone que el producto de su actividad es compartido con las otras personas que viven con ellos. En estos casos prevalece la idea de reciprocidad: lo que se aporta hoy será recompensado con lo que se recibe mañana. En ciertas tribus, sin embargo, existe un intermediario jefe o miembro eminente del grupo que recoge y distribuye los víveres, especialmente si es necesario almacenarlos. En esto consiste la redistribución en sentido estricto. Las consecuencias sociales de un método de distribución semejante pueden, evidentemente, ser de gran alcance, ya que las sociedades no son todas tan democráticas como las formadas por cazadores primitivos. Cuando la redistribución es realizada por una familia influyente, un individuo situado por encima del resto, una aristocracia dirigente o un grupo de burócratas, la forma que adopta la redistribución de bienes será con frecuencia un medio utilizado para intentar acrecentar su poder político. En el caso del potlatch de los Kwakiutl, el jefe consigue honores especiales al exhibir las pieles que constituyen su riqueza y al distribuirlas; pero, si procede así, es también para someter a los destinatarios a una obligación, para convertirlos en sus deudores y, en definitiva, en sus clientes.

Todas las economías de gran escala que reposan en los productos de la naturaleza han sido gestionadas con la ayuda del principio de redistribución. El reinado de Hammurabi en Babilonia y, más concretamente, el Nuevo Imperio egipcio eran despotismos centralizados de tipo burocrático fundados en una economía de esta clase. El mantenimiento de la familia patriarcal se reproducía a gran escala, mientras que se reducían sus modos «comunistas» de distribución, lo que implicaba raciones netamente diferenciadas. Un gran número de almacenes estaban listos para recibir los productos del trabajo agrícola, ya fuese éste el pastoreo, la caza, la fabricación de pan, cerveza, la alfarería, los tejidos o cualquier otro. El producto era minuciosamente registrado y, a no ser que fuese consumido inmediatamente, se transfería a almacenes cada vez mayores hasta que llegaba a la administración central, situada en la Corte del faraón. Había almacenes diferentes para los tejidos, las obras de arte, los objetos ornamentales, los productos de belleza, la platería y la guardarropía real. Existían también enormes graneros, arsenales y bodegas de vino.

La redistribución, sin embargo, a la escala practicada por los constructores de pirámides no se limitó a las economías que desconocían la moneda. A decir verdad, todos los reinos arcaicos utilizaban monedas de metal para el pago de los impuestos y de los salarios, aunque para el resto recurrían a pagos en especie extraídos de los graneros y almacenes de todo tipo y distribuían así los bienes de uso y de consumo más variados, en especial a la parte no productiva de la población, es decir, a los funcionarios, a los militares y a la clase ociosa. Tal fue el sistema practicado en la Antigua China, en el Imperio de los Incas, en los Reinos de la India y también en Babilonia. En estos países, al igual que en otras numerosas civilizaciones, caracterizadas por un gran éxito económico, una compleja división de trabajo fue puesta en práctica a través del mecanismo de redistribución.

Este principio vale también para el sistema feudal. En África, en las sociedades estratificadas en función de las etnias, han existido en ocasiones capas superiores formadas por pastores instalados entre los agricultores que utilizaban todavía la azada. Los dones recibidos por los pastores en esta organización social son sobre todo agrícolas cereales, cerveza, mientras que los que ellos distribuyen pueden consistir en animales y en particular corderos o cabras. En este caso existe división de trabajo entre las diversas capas de la sociedad, aunque por lo general desigual, y la distribución puede disimular con frecuencia un cierto grado de explotación, pese a que, al mismo tiempo, la simbiosis es benéfica para el nivel de vida de los dos grupos sociales, en razón de las ventajas que se derivan de una división perfeccionada del trabajo. Políticamente estas sociedades viven en régimen de feudalidad, ya sea el ganado o la tierra el valor privilegiado. Existen «verdaderos feudos de ganado en África Oriental». Por ello Thurnwald, a quien seguimos de cerca en la cuestión de la redistribución, ha podido afirmar que la feudalidad suponía en todas partes la existencia de un sistema de redistribución. Únicamente en condiciones muy desarrolladas y en circunstancias excepcionales este sistema se convierte, ante todo, en un sistema político: es lo que ocurrió en Europa Occidental, en donde el cambio fue provocado por la necesidad que tenía el vasallo de ser protegido, y en donde los dones se transformaron en tributos feudales.

Estos ejemplos muestran que la redistribución tiene también tendencia a englobar el sistema económico propiamente dicho en las relaciones sociales. A nuestro juicio, en términos generales, el proceso de redistribución forma parte del régimen político dominante, ya sea éste la tribu, la ciudad estado, el despotismo, la feudalidad fundada en el ganado o en la tierra. La producción y la distribución de bienes se organizan en torno a la recolección, el almacenamiento y la redistribución, mientras que el jefe, el templo, el déspota o el señor se sitúan en el centro de este modelo. Como las relaciones del grupo dirigente con los dirigidos difieren en función de la naturaleza de los fundamentos del poder político, el principio de la redistribución supone móviles individuales tan variados como el reparto libremente consentido del animal por los cazadores y el miedo al castigo que impulsa al fellahin a pagar sus impuestos en especie.

En esta presentación hemos ignorado deliberadamente la distinción esencial entre sociedad homogénea y sociedad estratificada, es decir, entre sociedades que están en su conjunto socialmente unificadas y las que están divididas entre dirigentes y dirigidos. El estatuto relativo de los esclavos y de los amos puede estar muy distante del de los miembros libres e iguales de algunas tribus de cazadores y, por consiguiente, los móviles de las dos sociedades serán completamente diferentes; sin embargo es muy posible que la organización de su sistema económico esté fundada en los mismos principios, aunque ello vaya acompañado de rasgos culturales muy diferentes, resultado de las relaciones humanas tan distintas que se imbrican en el sistema económico.

El tercer principio, destinado a jugar un gran papel histórico, y que denominaremos principio de la administración doméstica, consiste en producir para uso propio. Los griegos lo denominaban oikonomia que está en el origen de la palabra «economía». La etnografía nos enseña que no hay que creer que la producción de una persona o de un grupo por cuenta propia y para sí sea más antigua que la reciprocidad o la redistribución. Al contrario, tanto la tradición ortodoxa como las teorías más recientes sobre este tema, se han visto categóricamente refutadas. El salvaje individualista que cultiva y caza por su propia cuenta o la de su familia no ha existido jamás. La práctica consistente en proveer las necesidades del propio hogar se convierte, en realidad, en un rasgo de la vida económica únicamente en los sistemas agrícolas avanzados; pero incluso en estos casos esta práctica no tiene nada en común ni con el móvil del lucro ni con la institución de los mercados. Su modelo es el grupo cerrado. Cualesquiera que sean las entidades tan diferentes que forman la unidad autárquica familia, aldea o casa señorial el principio es invariablemente el mismo, a saber, producir y almacenar para satisfacer las necesidades de los miembros del grupo. Este principio tiene aplicaciones tan amplias como las de la reciprocidad o la redistribución. La naturaleza del núcleo institucional es indiferente: puede ser el sexo, como ocurre en la familia patriarcal, el lugar, en el caso de la aldea, o el poder político, en el caso de la casa señorial, pero la organización interna del grupo no cuenta. Esta puede ser tan despótica como la familia romana o tan democrática como la zadruga de los eslavos del sur, tan amplia como los grandes territorios de los magnates carolingios o tan reducida como el terruño medio del campesino de Europa Occidental. La necesidad de comercio o de mercado no se hace sentir tampoco de un modo más fuerte que en el caso de la reciprocidad o de la redistribución.

Hace más de dos mil años ya Aristóteles intentó comprender y clasificar estos sistemas. Si echamos una mirada hacia atrás desde las alturas en rápida decadencia de una economía de mercado que se extiende al mundo entero, debemos admitir que la famosa distinción que el filósofo hace, en el capítulo introductorio de su Política, entre la administración doméstica propiamente dicha y la adquisición del dinero o crematística, probablemente sea la más profética indicación que se haya dado en las ciencias sociales; todavía en la actualidad sigue siendo sin duda el mejor análisis sobre el tema. Aristóteles subraya que la producción de uso, en oposición a la dirigida al lucro, es la esencia de la administración doméstica propiamente dicha; sin embargo, sostiene que producir accesoriamente para el mercado no implica necesariamente suprimir la autarquía de la casa, en la medida en que esta producción será de todas formas asumida por la granja doméstica con el fin de subsistir, ya sea bajo la forma de ganado o de granos; la venta de los excedentes no destruye, pues, necesariamente la base de la administración doméstica. Sólo un espíritu dotado de un genial buen sentido podía sostener, como hizo Aristóteles, que el lucro era un móvil específico de la producción destinada al mercado; que el factor dinero introducía un elemento nuevo en la situación y que, no obstante, mientras los mercados y el dinero fuesen simples accesorios para el gobierno de una casa, por otra parte autárquico, el principio de la producción de uso podría seguir actuando. No existe duda alguna acerca de que tuvo razón en lo que se refiere a este punto, si bien no supo ver la importancia de los mercados en una época en la que la economía griega se había vuelto dependiente del comercio al por mayor y de los capitales en empréstito. Ese fue el siglo en el que Délos y Rodas se convirtieron en centros de seguros de los fletes, de préstamos marítimos y de girobanking; en comparación con esta situación es posible que Europa Occidental, mil años más tarde, ofreciese la imagen misma del primitivismo. Por su parte, el director del college de Balliol, Jowett, se equivocaba totalmente cuando creía que su Inglaterra victoriana comprendía mejor que Aristóteles la naturaleza de la diferencia entre la administración doméstica y la adquisición del dinero. Disculpaba a Aristóteles reconociendo que «los objetos de saber que se refieren al hombre se confunden unos con otros; y, en la época de Aristóteles no se distinguían claramente». Efectivamente, Aristóteles no ha visto con claridad las implicaciones de la división del trabajo y sus relaciones con los mercados y el dinero, ni ha comprendido con precisión cómo se podía utilizar el dinero a modo de crédito o de capital: hasta aquí las críticas de Jowett son fundadas. Pero es el director de Balliol y no Aristóteles quien no ha sabido captar las consecuencias humanas de este acto: ganar dinero. Fue incapaz de comprender que la distinción entre el principio de uso y el de beneficio estaba en la base de esta civilización totalmente diferente, de la cual Aristóteles había previsto exactamente las grandes líneas, dos mil años antes de su emergencia, a partir de la economía rudimentaria de mercado que conocía, mientras que Jowett, que la tenía ante sus ojos, no se apercibía de su existencia. Al denunciar el principio de la producción centrada en el beneficio «como algo no natural al hombre», como sin bornes y sin límites, Aristóteles ponía de hecho el dedo sobre la llaga: el divorcio entre un móvil económico aislado y las relaciones sociales a las que estas limitaciones eran inherentes.

Se puede afirmar, en general, que todos los sistemas económicos que conocemos, hasta el final del feudalismo en Europa Occidental, estaban organizados siguiendo los principios de la reciprocidad, de la redistribución, de la administración doméstica, o de una combinación de los tres. Estos principios se institucionalizaron gracias a la ayuda de una organización social que utilizaba los modelos de la simetría, de la centralidad y de la autarquía entre otros. En este marco, la producción y la distribución ordenada de bienes estaban aseguradas gracias a la existencia de toda clase de móviles individuales, disciplinados por los principios generales de comportamiento. Y, entre estas motivaciones, el beneficio no ocupa el primer puesto. La costumbre y el derecho, la magia y la religión impulsaban de consuno al individuo a conformarse a reglas de conducta que, en definitiva, le permitían funcionar en el sistema económico.

A este respecto el período grecorromano, pese al enorme desarrollo de su comercio, no ha representado una ruptura. Se caracterizó por la gran escala a que eran distribuidos los granos por la administración romana en el seno de una economía fundada, sin embargo, en la administración doméstica; no fue por lo tanto una excepción a esta regla que prevaleció hasta finales de la Edad Media, y en virtud de la cual los mercados no jugaban un papel importante en el sistema económico, ya que predominaban entonces otros modelos institucionales.

A partir del siglo XVI, los mercados fueron a la vez numerosos e importantes. Se convirtieron en una de las principales preocupaciones del Estado en el ámbito mercantil, por lo que no existía el menor signo que anunciase entonces la ingerencia creciente y dominante de los mercados sobre la sociedad humana. Más bien, al contrario, la reglamentación y el ordenancismo eran más estrictos que nunca, por lo que no existía ni tan siquiera la idea de un mercado autorregulador. Para comprender el paso repentino que tuvo lugar durante el siglo XIX a un tipo completamente nuevo de economía, es preciso que hagamos ahora un rodeo por la historia del mercado, institución prácticamente olvidada hasta ahora en nuestro examen de los sistemas económicos del pasado.

 


 

CAPÍTULO V

LA EVOLUCIÓN DEL MODELO DE MERCADO

 

El papel dominante que juegan los mercados en la economía capitalista, así como la importancia fundamental que en dicha economía se concede al principio del trueque o del intercambio, nos obliga a realizar una pesquisa minuciosa sobre la naturaleza y el origen de los mercados que nos ayude a desembarazarnos de las supersticiones económicas del siglo XIX.

El trueque, el pago en especie y el canje constituyen un principio de comportamiento económico que, para ser eficaz, depende del modelo de mercado. Un mercado es un lugar de encuentro con fines de trueque o de compraventa. Si este modelo no existiese, aunque sólo fuese de forma local, la propensión al trueque dispondría únicamente para poder realizarse de un terreno insuficiente, de tal forma que no podría dar origen a los precios. Del mismo modo que la reciprocidad se sustenta en un modelo simétrico de organización, y que la redistribución se ve facilitada por un cierto grado de centralización, se puede decir que el principio del trueque depende, para ser eficaz, del modelo de mercado, de modo semejante a como la administración doméstica se basa en la autarquía. Ahora bien, si la reciprocidad, la redistribución o la administración doméstica pueden existir en una sociedad sin que ello signifique adquirir un papel predominante, también el principio del trueque puede ocupar un lugar subalterno en una sociedad en la que priman otros principios. En otros aspectos, no obstante, el principio del trueque no puede ser comparado estrictamente con los otros principios mencionados. El modelo del mercado, con el que este principio está asociado, es mucho más específico que la simetría, la centralidad y la autarquía quienes en contraste con él, son simples «rasgos» y no generan instituciones dedicadas a una función única. La simetría no es nada más que un dispositivo sociológico que no engendra instituciones independientes, sino que simplemente proporciona a las ya existentes un modelo al que pueden conformarse (que el modelo de una tribu o de un pueblo sea simétrico o no, no implica ninguna institución distintiva). Por su parte, la centralidad, pese a que con frecuencia crea instituciones distintas, no supone ningún móvil por el cual la nueva institución tenga necesariamente que adquirir determinados rasgos específicos (el jefe de una aldea o un personaje oficial de importancia pueden, por ejemplo, asegurar indiferentemente todo tipo de funciones políticas, militares, religiosas o económicas). La autarquía económica, por último, no es más que un rasgo accesorio de un grupo cerrado.

El modelo del mercado, en la medida en que está íntimamente unido a un móvil particular que le es propio el del pago en especie o el trueque, es capaz de crear una institución específica, más precisamente, es capaz de crear el mercado. A fin de cuentas ésta es la razón por la que el control del sistema económico por el mercado tiene irresistibles efectos en la organización de la sociedad en su conjunto: esto significa simplemente que la sociedad es gestionada en tanto que auxiliar del mercado. En lugar de que la economía se vea marcada por las relaciones sociales, son las relaciones sociales quienes se ven encasilladas en el interior del sistema económico. La importancia vital del factor económico para la existencia de la sociedad excluye cualquier otro tipo de relación, pues, una vez que el sistema económico se organiza en instituciones separadas, fundadas sobre móviles determinados y dotadas de un estatuto especial, la sociedad se ve obligada a adoptar una determinada forma que permita funcionar a ese sistema siguiendo sus propias leyes. Es justamente en este sentido en el que debe ser entendida la conocida afirmación de que una economía de mercado únicamente puede funcionar en una sociedad de mercado.

El paso de los mercados aislados a una economía de mercado, y el de los mercados regulados a un mercado autorregulador, son realmente de una importancia capital. El siglo XIX que saludó este hecho como si se hubiese alcanzado la cumbre de la civilización o lo vituperó considerándolo una excrescencia cancerosa imaginó ingenuamente que esta evolución era el resultado natural de la expansión de los mercados, sin darse cuenta de que la transformación de los mercados en un sistema autorregulador, dotado de un poder inimaginable, no resultaba de una tendencia a proliferar por parte de los mercados, sino que era más bien el efecto de la administración en el interior del cuerpo social de estimulantes enormemente artificiales a fin de responder a una situación creada por el fenómeno no menos artificial del maquinismo. No se reconoció entonces que el modelo de mercado en cuanto tal era por naturaleza limitado y poco proclive a extenderse, como se deduce claramente de las investigaciones modernas sobre este tema.

«No se encuentran mercados en todas partes. Su ausencia, a la vez que indica un cierto aislamiento y una tendencia de las sociedades a replegarse sobre sí mismas, no permite concluir que el mercado sea un producto de la evolución natural». Esta frase neutra tomada de Economics in Primitive Communities de Thurnwald, resume los resultados más importantes de la investigación moderna sobre esta cuestión. Otro autor repite a propósito de la moneda lo mismo que decía Thurnwald de los mercados: «El simple hecho de que una tribu utilizase moneda la diferenciaba muy poco, desde el punto de vista económico, de otras tribus situadas al mismo nivel cultural que no la utilizaban». Podemos intentar extraer de tales afirmaciones algunas de las consecuencias más llamativas.

La presencia o la ausencia de mercados o monedas no afecta necesariamente al sistema económico de una sociedad primitiva he aquí una afirmación que refuta ese mito del siglo XIX, según el cual la moneda era una invención cuya aparición, al crear mercados, aceleraba la división del trabajo y favorecía la propensión natural del hombre al trueque, al pago en especie y al cambio, por lo que transformaba inevitablemente una sociedad. En realidad, la historia económica ortodoxa se basaba en una concepción enormemente exagerada de la importancia concedida a los mercados. Un «cierto aislamiento» o, posiblemente, una «tendencia al repliegue» es el único rasgo económico que se puede rigurosamente inferir de la ausencia del mercado; su presencia o su ausencia no ofrecen diferencias en lo que se refiere a la organización interna de una economía.

Las razones de todo ello son muy simples. Los mercados son instituciones que funcionan principalmente en el exterior y no en el interior de una economía. Son lugares de encuentro del comercio a larga distancia. Los mercados locales propiamente dichos tienen una repercusión limitada. Además, ni los mercados a larga distancia ni los locales son verdaderamente concurrenciales de donde se deriva, para ambos casos, la debilidad de la presión que se ejerce en favor de la creación de un comercio territorial, de lo que se denomina un mercado interior o nacional. Afirmar esto significa enfrentarse a una hipótesis que los economistas clásicos han considerado axiomática; y, sin embargo, estas afirmaciones se deducen de los hechos tal y como aparecen a la luz de las investigaciones recientes.

La verdad es que la lógica es casi opuesta a los razonamientos que subyacen a la doctrina clásica. La enseñanza ortodoxa partía de la propensión del individuo al trueque, de donde se deducía la necesidad de mercados locales, así como la división del trabajo. De todo ello se concluía la necesidad del comercio, hasta llegar al comercio exterior del que forma parte el comercio a larga distancia. Pero si tenemos en cuenta las investigaciones actuales nos veremos obligados a invertir el orden del razonamiento: el verdadero punto de partida es el comercio a larga distancia, resultado de la localización geográfica de los bienes y de la «división del trabajo» nacida de esta localización. El comercio a larga distancia origina muchas veces mercados, instituciones que implican trueques y, si se utiliza la moneda, compras y ventas, dando así ocasión a algunos individuos a poner en práctica su pretendida propensión a trocar y a comerciar.

El rasgo dominante de esta teoría es que el comercio encuentra su origen en una esfera exterior que no guarda relación con la organización interna de la economía: «La aplicación de los principios observados en la caza, a la obtención de bienes que se encuentran fuera de los límites del distrito, condujo a determinadas formas de intercambio que, posteriormente, nosotros tendemos a identificar con el comercio». Para buscar los orígenes del comercio hay que partir de la obtención de bienes a distancia, como ocurre con la caza. «Los Dieri de Australia central hacen todos los años, entre julio y agosto, una expedición hacia el sur para conseguir el ocre rojo que utilizan para pintarse el cuerpo. (...) Sus vecinos, los Yantruwunta, organizan parecidas expediciones para ir a buscar en los Flinders Hills, a una distancia de 800 kilómetros, ocre rojo y también placas de gres destinadas a triturar, granos de cereales. En ambos casos es preciso, a veces, entablar combates para obtener estos productos, si los habitantes autóctonos de estas tierras presentan resistencia a la salida de esos productos». Este tipo de razzias o de caza del tesoro está evidentemente más próximo del bandidaje y de la piratería que de lo que nosotros solemos considerar comercio, ya que se trata de un asunto esencialmente unilateral. En muchas ocasiones, esta práctica no se convierte en bilateral en suma, no se establece «un cierto tipo de intercambio» más que tras los chantajes que ejercen por la fuerza los habitantes locales o mediante dispositivos de reciprocidad como es el caso del circuito kula, de las giras de visita de los Pangwe de África occidental, o entre los Kpelle, cuyo jefe monopoliza el comercio exterior haciendo regalos a los invitados que vienen de afuera. Bien es verdad que, estas visitas utilizando nuestros propios términos, no los suyos son auténticamente, y no accidentalmente, viajes comerciales. El intercambio de bienes se practica siempre, sin embargo, bajo la forma de regalos recíprocos y también a través de las visitas que se hacen unos a otros. Podemos, pues, concluir que, si bien las comunidades humanas no parecen haberse abstenido nunca del comercio exterior, este comercio no suponía necesariamente la existencia de mercados. En sus orígenes, el comercio exterior está más próximo a la aventura, a la exploración, la caza, la piratería y la guerra, que al trueque. Este comercio puede, por tanto, no implicar ni la paz ni la bilateralidad, y, aun en ese caso, se organiza habitualmente en función del principio de reciprocidad y no en función del trueque.

La transición hacia el trueque pacífico nos obliga a distinguir dos cosas, el trueque y la paz. Como hemos indicado anteriormente, es posible que una expedición tribal tenga que plegarse a las condiciones fijadas por el poder local, quien puede extraer de esta expedición del exterior algunas contrapartidas. Este tipo de relaciones, aunque no sea por completo pacífico, puede dar lugar al trueque: la apropiación unilateral se transforma en traspaso bilateral. La otra vía es la del «comercio silencioso», como el que acontece en la sabana africana, en donde el riesgo de combate es neutralizado gracias a una tregua organizada, y en donde se introduce el comercio, con toda la discreción deseable, como un elemento de paz y de confianza.

Todos sabemos que, en un estadio ulterior, los mercados ocupan una posición predominante en la organización del comercio exterior. Pero, desde el punto de vista económico, los mercados exteriores son algo muy distinto de los mercados locales o los mercados interiores. No se distinguen únicamente por el tamaño, sino que también sus orígenes y funciones son diferentes. El comercio exterior es un asunto de transporte. Lo que es determinante es la ausencia de ciertos productos en una región determinada: el cambio de paños ingleses por vinos portugueses es un ejemplo. El comercio local se limita a los bienes de la región, que no soportan el transporte por ser demasiado pesados, voluminosos o perecederos. Así, el comercio exterior y el comercio local dependen ambos de la distancia geográfica: el primero reservado únicamente a los bienes que pueden soportarla y el segundo a los que no pueden. En este sentido se puede decir que estos tipos de comercio son complementarios. Los intercambios locales entre la ciudad y el campo, el comercio exterior entre dos zonas climáticas diferentes, se fundan en este principio. Este tipo de comercio no tiene por qué implicar la concurrencia, y si esta última amenazase con desorganizarlo no existe ninguna contradicción en eliminarla. Al contrario del comercio exterior y del comercio local, el comercio interior es esencialmente concurrencial: excluidos los intercambios complementarios, implica un gran número de intercambios, en los cuales se ofrecen bienes semejantes y de orígenes diversos que entran en concurrencia entre sí. Por consiguiente, únicamente con la aparición del comercio nacional o internacional la competencia tiende a ser reconocida como un principio general del comercio.

Estos tres tipos de comercio no difieren tan solo por su función económica, se distinguen también por su origen. Hemos hablado de los inicios del comercio exterior. Los mercados nacieron lógicamente allí donde los transportes debían de detenerse vados, puertos de mar, ríos, o allí donde se encontraban los trayectos de dos expediciones por vía terrestre. Los «puertos» nacieron en los lugares de trasbordo de Europa es todavía un ejemplo de creación de un tipo determinado de mercado para el comercio a larga distancia; otro ejemplo es el de paños en Inglaterra. Pero mientras que las ferias y mercados de paños desaparecieron de una vez con una celeridad que debe desconcertar al evolucionista dogmático, el portus estaba destinado a jugar un enorme papel en la creación de las ciudades en Europa occidental. Y, sin embargo, incluso cuando se fundaban ciudades en los lugares de mercados exteriores, los mercados locales permanecían con frecuencia, distinguiéndose no solamente por su función, sino también por su organización. Ni el puerto, ni la feria, ni la venta de paños generó mercados interiores o nacionales. ¿Dónde debemos pues buscar su origen? Puede parecer natural que, existiendo los trueques individuales, éstos con el tiempo hubiesen conducido a la formación de mercados locales que, una vez en funcionamiento, conducirían casi por desarrollo natural a la creación de mercados interiores o nacionales.

 Ninguna de estas dos suposiciones, sin embargo, está fundada. Por regla general, se ha comprobado que los trueques o cambios individuales no conducen a la creación de mercados en las sociedades en las que predominan otros principios de comportamiento económico. Actos de este tipo son corrientes en casi todas las variantes de las sociedades primitivas, pero se los considera como secundarios, pues no proporcionan aquello que es necesario para vivir. En los vastos sistemas antiguos de distribución, actos de trueque y mercados locales no tenían por lo general más que un papel subalterno. Esto es válido también allí donde regía la reciprocidad: en este caso los trueques quedan habitualmente enmarcados en relaciones a largo plazo que suponen la confianza, situación que tiende a hacer olvidar el carácter bilateral de la transacción. Los factores limitativos provienen de todos los puntos del horizonte sociológico: costumbre y ley, religión y magia contribuyen también al resultado, que consiste en limitar los cambios relativos a las personas y a los objetos, el momento y la ocasión. Comúnmente quien realiza el trueque entra simplemente en un tipo específico de transacción en el que los objetos y el equivalente de su valor constituyen un punto de partida. Utu, en la lengua de los Tikopia 4, designa este equivalente tradicional en tanto que parte de un cambio recíproco. Lo que, en el pensamiento del siglo XVIII parecía ser el rasgo esencial del cambio el elemento voluntarista de la negociación, y el regateo que traducía también el supuesto móvil del trueque, únicamente desempeña un pequeño papel en la transacción real. Suponiendo que este móvil esté en el origen del procedimiento, raramente se pone de manifiesto.

El procedimiento habitual es más bien el de dar libre curso a la motivación opuesta. El donante puede simplemente dejar caer el objeto sobre el suelo y el receptor hacer como si lo recogiese por azar, es decir, dejar a uno de sus acólitos el cuidado de hacerlo en su lugar. Nada sería más contrario al comportamiento socialmente aceptado que examinar lo que se acaba de recibir a modo de contrapartida. Podemos sospechar con toda verosimilitud que esta actitud refinada no responde a una auténtica falta de interés por el aspecto material de la transacción, por lo que cabría pensar que, en realidad, el ceremonial del trueque responde a un fenómeno de neutralización destinado a limitar la amplitud de las transacciones A decir verdad, y si tenemos en cuenta los datos disponibles, sería temerario afirmar que los mercados locales nunca se desarrollaron a partir de trueques individuales. Por muy oscuros que sean sus inicios se puede sin embargo afirmar que, desde el comienzo, esta institución ha estado acompañada de unas determinadas garantías destinadas a proteger la organización económica dominante de la sociedad contra la ingerencia de las prácticas del mercado. La paz del mercado quedaba asegurada a costa de rituales y ceremonias que restringían su radio de acción, a la vez que garantizaban su capacidad de funcionar en los estrechos límites que le eran asignados. El resultado más importante de los mercados el nacimiento de las ciudades y de la civilización urbana fue, en realidad la consecuencia de una paradójica evolución, pues las ciudades, vástagos de los mercados, fueron no solamente su parapeto protector sino también el instrumento que les impedía extenderse al campo y ganar así terreno en la organización económica dominante de la sociedad. Posiblemente son los dos sentidos del verbo «contener» lo que expresa mejor esta doble función de las ciudades en relación a los mercados, la de protegerlos y la de impedir su extensión.

La disciplina del mercado era aún más estricta que la del trueque, rodeado a su vez de tabúes destinados a impedir que este tipo de relaciones humanas usurpase las funciones de la organización económica propiamente dicha. Veamos un ejemplo tomado del país Chaga: «Hay que ir regularmente al mercado los días de mercado. Si cualquier suceso impide que el mercado se celebre en un día determinado o en más, los negocios no podrán reiniciarse hasta que el lugar en el que se celebra el mercado no haya sido purificado (...). Cada afrenta que acontezca en el mercado y lleve consigo efusión de sangre precisará una expiación inmediata. A partir de ese momento ninguna mujer podrá abandonar el mercado, ni tocar a ninguna de las mercancías, que deberán ser lavadas antes de llevarlas y de utilizarlas para alimentarse. Como mínimo, una cabra deberá ser sacrificada inmediatamente. Una expiación más costosa y más importante sería necesaria si una mujer pariese o abortase en el mercado. En este caso, sería preciso el sacrificio de un animal que dé leche. Además de esto, habría que purificar la granja del jefe con la sangre sacrificial de una vaca lechera. Todas las mujeres del país, distrito por distrito, debían de ser asperjadas». Parece claro que reglas de este tipo no facilitaban la extensión de los mercados.

Resulta sorprendente comprobar que el mercado local típico, en el que las mujeres de su casa se procuran lo que necesitan a diario y donde los productores de granos y de legumbres, así como los artesanos locales, ofrecen sus artículos a la venta, no varía cualesquiera sean la época y el lugar. No es solamente en las sociedades primitivas donde las aglomeraciones de este tipo se han generalizado, sino que subsistieron casi sin cambios hasta la mitad del siglo XVIII en los países más avanzados de Europa occidental. Constituyen una característica de la vida local y difieren muy poco unas de otras: en poco se diferencian los mercados que responden a la vida tribal de África central, los de una cité de la Francia merovingia o el de un pueblo escocés de la época de Adam Smith. Lo que es verdad para los pueblos lo es también para la ciudad. Los mercados locales son esencialmente mercados de vecindad y, por mucha importancia que tengan para la vida de la comunidad, nada indica, en todo caso, que el sistema económico dominante se modele a partir de ellos. Estos mercados no han constituido el punto de partida del mercado interior o nacional.

De hecho, el comercio interior ha sido creado en Europa occidental por la intervención del Estado. Hasta la época de la Revolución comercial, lo que podría parecernos comercio nacional no era sino municipal. La Hansa no pertenecía a los comerciantes alemanes; era una corporación de oligarcas del comercio que poseían puertos de enganche en una serie de ciudades del Mar del Norte y del Báltico. Lejos de «nacionalizar» la vida económica alemana, la Hansa separó deliberadamente al país del comercio. El comercio de Amberes o de Hamburgo, de Venecia o de Lyon no era de ningún modo holandés, alemán, italiano o francés. Londres tampoco constituía una excepción: su comercio era tan poco «inglés» como Lübeck «alemán». Un mapa comercial de la Europa de esta época, para ser exacto, únicamente tendría que mostrar ciudades y dejar el campo en blanco, pues éste, en lo que concierne al comercio organizado, era prácticamente como si no existiese. Las pretendidas naciones eran simplemente unidades políticas y aún así muy laxas formadas desde el punto de vista económico por innumerables familias autosuficientes de todos los tamaños y por modestos mercados locales situados en las aldeas. El comercio se limitaba a las comunas organizadas que lo aseguraban, bien de un modo local, bajo la forma del comercio de vecindad, bien bajo la forma del comercio a larga distancia. Los dos tipos de comercio estaban estrictamente separados y ninguno de ellos tenía la posibilidad de penetrar en las zonas rurales.

Para el evolucionista, que piensa que las cosas siempre se engendran con gran facilidad unas a otras, puede resultar escandaloso que el comercio local y el comercio a larga distancia estén tan definitivamente separados. Y, sin embargo, este hecho específico proporciona la clave de la historia social de la vida urbana en Europa occidental y tiende a apuntalar fuertemente lo que hemos dicho acerca del origen de los mercados, deducido de las condiciones reinantes en las economías primitivas. Quizás la división neta que hemos trazado entre el comercio local y el comercio a larga distancia pueda parecer demasiado rígida, en particular en la medida en que nos ha conducido a esta conclusión un tanto sorprendente: a saber, que ni el comercio a larga distancia ni el comercio local habían engendrado el comercio interior de los tiempos modernos. Esto no nos dejaba aparentemente otra opción, para conseguir una explicación, que buscarla en el deus ex machina de la intervención estatal. Vamos a comprobar que, también en este caso, las investigaciones recientes apoyan nuestras conclusiones. Pero antes de pasar a ello, tracemos someramente la historia de la civilización urbana en la forma que adopta debido al peculiar desnivel existente entre comercio local y el comercio a larga distancia en los límites de la ciudad medieval.

Esta discrepancia estuvo en realidad en el centro de la institución de las ciudades medievales La ciudad era una organización de burgueses. Únicamente ellos tenían derecho de ciudadanía y el sistema reposaba en la distinción entre burgueses y no burgueses, y, por supuesto, ni los campesinos ni los comerciantes de otras ciudades eran burgueses. Pero mientras que la influencia militar y política de la ciudad permitía mantener a raya a los campesinos de los contornos, esta autoridad no podía ejercerse contra los comerciantes extranjeros. Los burgueses se encontraban por tanto en una posición muy diferente, según se tratase del comercio local o del comercio a larga distancia.

La reglamentación de los productos alimenticios implicaba la aplicación de métodos tales como la publicidad obligatoria de las transacciones y la exclusión de intermediarios, métodos que servían para controlar el comercio y para evitar la subida de los precios. Esta reglamentación, sin embargo, era únicamente eficaz para el comercio establecido entre la ciudad y sus comarcas inmediatas. En cuanto al comercio a larga distancia, la situación era completamente diferente. Las especias, salazones y vinos tenían que ser transportados desde enormes distancias, lo que implicaba la intervención del comerciante extranjero y la aceptación de sus métodos, propios del comercio capitalista al por mayor. Este tipo de comercio quedaba fuera de la reglamentación local y lo máximo que se podía hacer era excluirlo, en la medida de lo posible, del mercado local. La prohibición absoluta de comerciar al detalle que se imponía a los comerciantes extranjeros pretendía justamente lograr este fin. Cuanto mayor era el volumen del comercio al por mayor del capitalista, más estricta se hacía la imposición de su exclusión de los mercados locales en donde habría podido figurar como importador.

Para los artículos industriales, la separación entre comercio local y comercio a larga distancia era aún mayor, pues, en esta clase de comercio, toda la organización de la producción destinada a la exportación estaba comprometida. Esto está en relación con la naturaleza misma de las corporaciones de oficios, en cuyo marco está organizada la producción industrial. En el mercado local la producción estaba reglamentada en función de las necesidades de los productores: se limitaba a la remuneración. Este principio no se aplicaba por supuesto a las exportaciones: en este caso, los intereses de los productores no fijaban límite alguno a la producción. De aquí se seguía que, si el comercio local estaba estrictamente reglamentado, la producción destinada a la exportación no dependía más que formalmente de las corporaciones. La industria exportadora dominante en la época el comercio de tejidos estaba de hecho organizada sobre la base capitalista del trabajo asalariado.

La reacción de la vida urbana ante un capital móvil que amenazaba con desintegrar las instituciones de la ciudad consistió fundamentalmente en separar de forma cada vez más estricta el comercio local y el comercio de exportación. Para evitar el peligro del capital móvil la ciudad medieval prototípica no intentó colmar el desnivel que separaba a un mercado local, controlable en sus aspectos aleatorios, de un comercio a larga distancia que resultaba incontrolable. Por el contrario, presentó cara directamente al peligro aplicando, con el más extremo rigor, esta política de exclusión y de protección que constituía su razón de ser.

Esto significaba en la práctica que las ciudades suprimían todos los obstáculos posibles para la formación de este mercado nacional o interior que reclamaba el capitalista mayorista. A partir de entonces el principio de un comercio local no concurrencial y de un comercio a larga distancia, asimismo no concurrencial y realizado de ciudad en ciudad, era mantenido y, de este modo, los burgueses impedían por todos los medios a su disposición la absorción de las zonas rurales en el espacio del comercio, así como la instauración de la libertad de comercio entre las ciudades del país. Fue esta evolución la que impulsó al Estado territorial a adoptar un protagonismo como instrumento de la «nacionalización» del mercado y como creador del comercio interior.

En los siglos XV y XVI la acción deliberada del Estado impuso el sistema mercantil al proteccionismo más encarnizado de ciudades y principados. El mercantilismo destruyó el particularismo superado del comercio local e intermunicipal haciendo saltar las barreras que separaban estos dos tipos de comercio no concurrencial, dejando así el campo libre a un mercado nacional que ignoraba cada vez más la distinción entre la ciudad y el campo, así como la distinción entre las diversas ciudades y provincias.

El sistema mercantilista era de hecho una respuesta a numerosos desafíos. Desde el punto de vista político, el Estado centralizado era una creación nueva, nacida de esa revolución comercial que había desplazado desde el Mediterráneo a las costas del Atlántico el centro de gravedad del mundo Occidental, forzando así a los pueblos atrasados de los grandes países agrícolas a organizarse para el comercio. En política exterior, la necesidad del momento exigía la creación de una potencia soberana; la política mercantilista suponía, por tanto, que los recursos de todo el territorio nacional fuesen puestos al servicio de objetivos de poder con miras al exterior. En política interior, la unificación de los países, troceados por el particularismo feudal y municipal, constituía el subproducto necesario de una empresa semejante. Desde el punto de vista económico, el instrumento de unificación fue el capital, es decir, los recursos privados disponibles bajo la forma de dinero atesorado y, por tanto, recursos particularmente apropiados para el desarrollo del comercio. En fin, el paso del sistema municipal tradicional al territorio más vasto del Estado proporcionó las técnicas administrativas sobre las que reposaba la política económica del gobierno central. En Francia, donde las corporaciones de oficios tendían a convertirse en órganos de Estado, el sistema de las corporaciones se generalizó por todo el país. En Inglaterra, donde la decadencia de las ciudades fortificadas había debilitado mortalmente este sistema, se industrializó el campo sin el control de las guildas mientras que, en los dos países, oficios y comercio se extendieron por todo el territorio de la nación y se convirtieron en la forma dominante de la actividad económica. Precisamente en esta situación residen los orígenes de la política comercial interior del mercantilismo.

El recurso a la intervención del Estado había liberado, como hemos señalado, al comercio de los límites que le imponían la ciudad y sus privilegios; se puso así fin a dos peligros estrechamente imbricados que la ciudad había afrontado con éxito: el monopolio y la concurrencia. La posibilidad de que la concurrencia derivase en monopolio era un hecho del que se era bien consciente en la época; al mismo tiempo, el monopolio era entonces más temido que lo fue posteriormente, pues afectaba con frecuencia a las necesidades de la vida y se transformaba por tanto fácilmente en un peligro para la comunidad. El remedio administrado fue la reglamentación total de la vida económica, pero esta vez a escala nacional y no simplemente a nivel municipal. Lo que para nuestra mentalidad podría pasar fácilmente por ser una exclusión a corto plazo de la concurrencia, era en realidad el medio de garantizar el funcionamiento de los mercados en las condiciones dadas, ya que toda intrusión de compradores o de vendedores esporádicos en el mercado estaba avocada a destruir su equilibrio y a contrariar a los compradores y vendedores habituales, por lo que se produciría como resultado un colapso funcional. Los antiguos proveedores ya no ofrecían sus mercancías, pues no podían estar seguros de que éstas les reportarían una ganancia justa y el mercado, abandonado, sin suficientes provisiones, pasaba a convertirse en presa fácil del monopolista. En un menor grado los mismos peligros existían también respecto a la demanda, ya que una caída rápida de la misma podía suscitar la formación de un monopolio. Cada vez que el Estado adoptaba medidas para desembarazar al mercado de restricciones particularistas, de concesiones y de prohibiciones, ponía en peligro el sistema organizado de producción y de distribución, amenazado desde entonces por la concurrencia no reglamentada y por la irrupción del comerciante fraudulento que «saqueaba» el mercado sin ofrecer a cambio ninguna garantía de permanencia. Se explica así que los nuevos mercados nacionales fuesen, inevitablemente, concurrenciales únicamente hasta un cierto punto, pues lo que prevaleció fue el elemento tradicional de la reglamentación y no el elemento nuevo de la concurrencia El hogar autárquico del campesino que trabajaba para su subsistencia siguió constituyendo la amplia base del sistema económico, en vías de integrarse en grandes unidades nacionales gracias a la formación del mercado interior. Este mercado nacional se instauraba a partir de entonces, confundiéndose en parte con el mercado interior y situándose al lado de los mercados locales y extranjeros. A la agricultura se había venido a añadir ahora el comercio interior sistema de mercado relativamente aislado que era por completo compatible con el principio de la economía doméstica que dominaba entonces en las zonas rurales. Concluimos así nuestro cuadro sinóptico de la historia del mercado hasta la época de la Revolución industrial. La etapa siguiente de la historia de la humanidad vivió, como todos sabemos, una tentativa para establecer un único gran mercado autorregulador. Nada en el mercantilismo, sin embargo, presagiaba, a partir de su política particular de Estado nación occidental, ese desarrollo único en su género. La «liberación» del comercio que se debe al mercantilismo desgajó simplemente el comercio del localismo, pero al mismo tiempo extendió el campo de la reglamentación. El sistema económico estaba entonces sumergido en las relaciones sociales generales. Los mercados no eran más que una dimensión accesoria de un marco institucional que la autoridad social controlaba y reglamentaba más que nunca.

 


 

CAPÍTULO VI

EL MERCADO AUTORREGULADOR Y LAS MERCANCÍAS FICTICIAS: TRABAJO, TIERRA Y DINERO

 

La rápida aproximación que acabamos de realizar al sistema económico y a los mercados considerados separadamente, muestra que, hasta nuestra época contemporánea, los mercados han sido únicamente elementos secundarios de la vida económica. En términos generales, se puede afirmar que el sistema económico estaba integrado en el sistema social, por lo que, cualquiera que fuese el principio de funcionamiento de la economía, éste no resultaba incompatible con la presencia del modelo del mercado. El principio del trueque o del intercambio, subyacente al modelo de mercado, no mostraba ninguna tendencia a crecer en detrimento del resto. Allí donde los mercados se desarrollaron con la máxima fuerza, como ocurrió en el sistema mercantil, prosperaron bajo la dirección de una administración centralizada que, correlativamente, favorecía la autarquía en los hogares campesinos y en la vida nacional. En realidad, reglamentación y mercados se desarrollaron juntos. El mercado autorregulador era algo desconocido: la aparición de la idea de autorregulación representa, sin duda alguna, una inversión radical de la tendencia que era entonces la del desarrollo. Únicamente a la luz de estos hechos se pueden comprender realmente las hipótesis extraordinarias sobre las que reposa una economía de mercado.

Una economía de mercado es un sistema económico regido, regulado y orientado únicamente por los mercados. La tarea de asegurar el orden en la producción y la distribución de bienes es confiada a ese mecanismo autorregulador. Lo que se espera es que los seres humanos se comporten de modo que pretendan ganar el máximo dinero posible: tal es el origen de una economía de este tipo. Dicha economía implica la existencia de mercados en los que la oferta de bienes disponibles (comprendidos los servicios) a un precio determinado será equivalente a una demanda de igual precio; supone la presencia del dinero que funciona como poder adquisitivo en las manos de quien lo posee. La producción se regirá, pues, por los precios, ya que de los precios dependen los beneficios de quienes orientan la producción; y también la distribución de bienes dependerá de los precios, pues los precios conforman los ingresos, y gracias a ellos los bienes producidos son distribuidos entre los miembros de la sociedad. Si se admiten estas hipótesis, tanto la producción como la distribución de los bienes quedan aseguradas únicamente por los precios.

La autorregulación implica que toda la producción está destinada a la venta en el mercado y que todos los ingresos provienen de ella. Existen, en consecuencia, mercados para todos los elementos de la industria, no sólo para los bienes (entre los que figuran siempre los servicios), sino también para el trabajo, la tierra y el dinero cuyos precios son denominados respectivamente precios de mercancías, salario, renta territorial o «renta», e interés. Estos mismos términos indican que los precios forman los ingresos: el interés es el precio de la utilización del dinero y constituye los ingresos de quienes están en posición de ofrecerlo; el arriendo es el precio de la utilización de la tierra y constituye los ingresos de quienes la arriendan; el salario es el precio de la utilización de la fuerza de trabajo y constituye los ingresos de quienes la venden; en fin, los precios de las mercancías o de los productos hacen posibles los ingresos de quienes los venden, siendo el beneficio en realidad la renta resultante de dos conjuntos de precios: el de los bienes producidos y, por otra parte, su coste, es decir el precio de los bienes necesarios para su producción. Si se cumplen estas condiciones, todos los ingresos provienen de las ventas realizadas en el mercado y son suficientes para comprar todos los bienes producidos.

Existe otro grupo de condiciones que conciernen al Estado y a su política. No se debe permitir nada que obstaculice la formación de los mercados, y no hay que permitir que los ingresos se formen más que a través de la venta. Asimismo, el ajuste de los precios a los cambios de la situación del mercado no debe ser objeto de ninguna intervención, trátese de precios relativos a bienes, trabajo, tierra o dinero. Conviene, pues, no solamente que existan mercados para todos los elementos de la industria, sino también que no se arbitre ninguna medida o política que pueda influir en el funcionamiento del mercado. No se pueden fijar o reglamentar los precios, ni tampoco la oferta ni la demanda. Únicamente interesan las políticas y las medidas que contribuyan a asegurar la autorregulación del mercado, a crear las condiciones que hagan del mercado el único poder organizador en materia económica.

Para captar plenamente todo lo que esto significa, volvamos por un momento al sistema mercantil que tanto ha favorecido el desarrollo de los mercados nacionales. En el sistema feudal y en el de las corporaciones la tierra y el trabajo estaban en función de la organización social (el dinero aún no se había convertido en un factor fundamental de la industria). La tierra, elemento cardinal del orden feudal, era la base del sistema militar, judicial, administrativo y político; su estatuto y su función estaban determinados mediante normas jurídicas, usos y costumbres.

La cuestión de saber si su posesión era o no transferible y en caso de que lo fuese a quién y con qué restricciones, qué implicaban los derechos de propiedad, cómo había que usar determinados tipos de tierra, todas estas cuestiones estaban al margen de la organización de la compra y de la venta y estaban sometidas a un conjunto totalmente diferente de reglamentaciones institucionales.

Lo mismo ocurría con la organización del trabajo. En el sistema de las corporaciones, como en todos los otros sistemas económicos que lo precedieron históricamente, los móviles y las condiciones de las actividades productoras formaban parte de la organización general de la sociedad. Las relaciones entre maestros, oficiales y aprendices, las condiciones de trabajo, el número de aprendices, los salarios de los obreros, todo esto estaba reglamentado por la costumbre y por la autoridad de la corporación y de la ciudad. El sistema mercantil no hizo más que unificar esas reglas, mediante la ley, como ocurrió en Inglaterra, o mediante la «nacionalización» de los gremios, como sucedió en Francia. En cuanto a la tierra, su estatuto feudal únicamente fue abolido en la medida en que estaba ligado a privilegios municipales. Por lo demás, tanto en Inglaterra como en Francia, se mantuvo extra commercium. Hasta 1789 la propiedad de la tierra permaneció siendo en Francia la fuente de privilegios sociales. En Inglaterra, incluso más tarde, el derecho de costumbre relativo a la tierra continuó siendo esencialmente el de la Edad Media. El mercantilismo, a pesar de su tendencia a la comercialización, no cuestionó jamás las garantías que protegían al trabajo y a la tierra, esos dos elementos fundamentales de la producción, e impidió que se convirtiesen en artículos de comercio. En Inglaterra, la «nacionalización» de la legislación del trabajo realizada por el Estatuto de los artesanos (1563) y por la Ley de pobres (1601) colocó al trabajo fuera de la zona peligrosa. De hecho la política de los Tudor contra las enclosures, así como la de los Estuardo, supuso una protesta constante contra el principio de la utilización lucrativa de la propiedad de la tierra.

El mercantilismo, por muy enérgicamente que haya reivindicado la comercialización como política nacional, concibió los mercados de forma exactamente contraria al espíritu de la economía de mercado. La gran extensión de la intervención del Estado en la industria, que entonces tuvo lugar, lo pone en evidencia. Sobre este punto no existía ninguna diferencia entre mercantilistas y feudales, entre planificadores coronados e intereses establecidos, entre burócratas centralizadores y particularistas conservadores. El único desacuerdo que existía entre ellos se circunscribía a los métodos de reglamentación: gremios, ciudades y provincias invocaban la costumbre y el uso, mientras que la nueva autoridad estatal prefería las leyes y los decretos. Todos eran igualmente hostiles, sin embargo, a la idea de comercializar el trabajo y la tierra, hostiles pues a la condición necesaria para que surgiese la economía de mercado. Corporaciones de oficios y privilegios feudales fueron abolidos en Francia en 1790, en Inglaterra no se abolió hasta 1813-14 el Estatuto de los artesanos y hubo que esperar hasta 1834 para la abrogación de la Ley de pobres. En estos dos países hubo que esperar al último decenio del siglo XVIII para poder debatir la creación de un mercado de trabajo libre. En cuanto a la idea de una autorregulación de la vida económica ésta superaba con mucho el horizonte de la época. El mercantilismo quería desarrollar los recursos del país y conseguir a la vez el pleno empleo, sirviéndose de los oficios y del comercio. Desde su perspectiva, la organización tradicional de la tierra y del trabajo eran algo dado. En este sentido, estaba tan alejado de las ideas modernas como lo estaba su soporte político, es decir su creencia en el poder absoluto de un déspota ilustrado, en nada modulada por concepciones democráticas. Y, del mismo modo que el paso a un sistema democrático y representativo suponía un cambio radical y total de la tendencia de la época, también la sustitución del mercado regulado por mercados autorregulados, constituyó, a finales del siglo XVIII, una transformación completa de la estructura de la sociedad.

Un mercado autorregulador exige nada menos que la división institucional de la sociedad en una esfera económica y en una esfera política. Esta dicotomía no es de hecho más que la simple reafirmación, desde el punto de vista de la sociedad en su conjunto, de la existencia de un mercado autorregulador. Podríamos fácilmente suponer que esta separación en dos esferas existió en todas las épocas y en todos los tipos de sociedad. Una afirmación semejante, sin embargo, sería falsa. Es cierto que ninguna sociedad puede existir sin que exista un sistema, de la clase que sea, que asegure el orden en la producción y en la distribución de bienes, pero esto no implica la existencia de instituciones económicas separadas, ya que, normalmente, el orden económico es simplemente una función al servicio del orden social en el que está operativamente integrado. Como hemos mostrado, no ha existido ni en el sistema tribal ni en la feudalidad o en el mercantilismo un sistema económico separado de la sociedad. La sociedad del siglo XIX, en la que la actividad económica estaba aislada y funcionaba por móviles económicos muy diferentes, constituyó de hecho una innovación singular. Este modelo institucional únicamente podía funcionar sometiendo de alguna manera a la sociedad a sus exigencias, pues una economía de mercado no puede existir más que en una sociedad de mercado. A partir de consideraciones generales hemos llegado a esta conclusión desarrollando nuestro análisis sobre el modelo del mercado. Por el momento no podemos precisar más nuestras tesis. Una economía de mercado supone todos los elementos de la industria —trabajo, tierra y dinero— aglutinados. En una economía de mercado el dinero constituye también un elemento esencial de la vida industrial y su inclusión en el mecanismo del mercado tiene, como veremos, consecuencias institucionales de gran alcance. El trabajo no es, sin embargo, ni más ni menos que los propios seres humanos que forman la sociedad; y la tierra no es más que el medio natural en el que cada sociedad existe. Incluir al trabajo y a la tierra entre los mecanismos del mercado supone subordinar a las leyes del mercado la sustancia misma de la sociedad.

A partir de aquí ya podemos enfrentarnos de una forma más concreta a la naturaleza institucional de la economía de mercado y a los peligros que dicha economía conlleva para la sociedad. Describiremos, en primer lugar, los métodos que permiten al dispositivo del mercado controlar y orientar en la realidad los elementos de la vida industrial. En segundo lugar, trataremos de calibrar la envergadura de los efectos que un tal mecanismo supone para la sociedad sometida a su acción.

El concepto de mercancía constituye el mecanismo del mercado que permite articular los diferentes elementos de la vida industrial. Las mercancías son definidas aquí empíricamente, como objetos producidos para la venta en el mercado; y los mercados son también empíricamente definidos como contactos efectivos entre compradores y vendedores. Por consiguiente, cada elemento de la industria es considerado como algo que ha sido producido para la venta, pues entonces y sólo entonces será sometido al mecanismo de la oferta y de la demanda en interacción con los precios. Esto significa en la práctica que deben de existir mercados para todos los elementos de la industria, y que, en esos mercados, cada uno de esos elementos se organiza en un grupo de oferta y en un grupo de demanda, y que cada elemento tiene un precio que actúa recíprocamente sobre la oferta y la demanda. Esos mercados son muy numerosos y están en comunicación recíproca formando un gran mercado único.

El punto fundamental es el siguiente: trabajo, tierra y dinero son componentes esenciales de la industria; dichos componentes deben de estar también organizados en mercados; estos mercados forman en realidad una parte absolutamente fundamental del sistema económico. Es evidente, no obstante, que trabajo, tierra y dinero no son mercancías, en el sentido de que, en lo que a estos tres elementos se refiere, el postulado según el cual todo lo que se compra y se vende debe de haber sido producido para la venta, es manifiestamente falso. En otros términos, si nos atenemos a la definición empírica de la mercancía, se puede decir que trabajo, tierra y dinero no son mercancías. El trabajo no es más que la actividad económica que acompaña a la propia vida la cual, por su parte, no ha sido producida en función de la venta, sino por razones totalmente distintas, y esta actividad tampoco puede ser desgajada del resto de la vida, ni puede ser almacenada o puesta en circulación. La tierra por su parte es, bajo otra denominación, la misma naturaleza que no es producida por el hombre; en fin, el dinero real es simplemente un signo del poder adquisitivo que, en líneas generales, no es en absoluto un producto sino una creación del mecanismo de la banca o de las finanzas del Estado. Ninguno de estos tres elementos trabajo, tierra y dinero han sido producidos para la venta, por lo que es totalmente ficticio describirlos como mercancías.

Esta ficción, sin embargo, permite organizar en la realidad los mercados de trabajo, de tierra y de capital. Estos son de hecho comprados y vendidos en el mercado, y su oferta y demanda poseen magnitudes reales hasta el punto de que, cualquier medida, cualquier política que impidiese la formación de estos mercados, pondría ipso facto en peligro la autorregulación del sistema. La ficción de la mercancía proporciona por consiguiente un principio de organización de importancia vital que concierne al conjunto de la sociedad y que afecta a casi todas sus instituciones del modo más diverso. Este principio obliga a prohibir cualquier disposición o comportamiento que pueda obstaculizar el funcionamiento efectivo del mecanismo del mercado, construido sobre la ficción de la mercancía.

En lo que concierne al trabajo, la tierra y el dinero el mencionado postulado carece de fundamento. Permitir que el mecanismo del mercado dirija por su propia cuenta y decida la suerte de los seres humanos y de su medio natural, e incluso que de hecho decida acerca del nivel y de la utilización del poder adquisitivo, conduce necesariamente a la destrucción de la sociedad. Y esto es así porque la pretendida mercancía denominada «fuerza de trabajo» no puede ser zarandeada, utilizada sin ton ni son, o incluso ser inutilizada, sin que se vean inevitablemente afectados los individuos humanos portadores de esta mercancía peculiar. Al disponer de la fuerza de trabajo de un hombre, el sistema pretende disponer de la entidad física, psicológica y moral «humana» que está ligada a esta fuerza. Desprovistos de la protectora cobertura de las instituciones culturales, los seres humanos perecerían, al ser abandonados en la sociedad: morirían convirtiéndose en víctimas de una desorganización social aguda, serían eliminados por el vicio, la perversión, el crimen y la inanición. La naturaleza se vería reducida a sus elementos, el entorno natural y los paisajes serían saqueados, los ríos polucionados, la seguridad militar comprometida, el poder de producir alimentos y materias primas destruido. Y, para terminar, la administración del poder adquisitivo por el mercado sometería a las empresas comerciales a liquidaciones periódicas, pues la alternancia de la penuria y de la superabundancia de dinero se mostraría tan desastrosa para el comercio como lo fueron las inundaciones y los períodos de sequía para la sociedad primitiva. Los mercados de trabajo, de tierra y de dinero, son sin ninguna duda esenciales para la economía de mercado. No obstante, ninguna sociedad podría soportar, incluso por un breve lapso de tiempo, los efectos de semejante sistema fundado sobre ficciones groseras, a no ser que su sustancia humana y natural, así como su organización comercial, estuviesen protegidas contra las devastaciones de esta fábrica del diablo. El carácter extraordinariamente artificial de la economía de mercado reside en el hecho de que el propio proceso de producción está organizado bajo la forma de compra y venta. Ningún otro modo de organizar la producción para el mercado es posible en una sociedad comercial. A finales de la Edad Media, la producción industrial destinada a la exportación estaba organizada por ricos burgueses, que la aseguraban en sus ciudades estableciendo una directa vigilancia. Más tarde, en la sociedad mercantil, fueron los comerciantes quienes organizaron la producción y ésta ya no se limitó a las ciudades: la época de la industria a domicilio era también la época de la industria doméstica, en la que las materias primas las proporcionaba el comerciante capitalista, que dirigía el proceso de producción como si se tratase de una empresa puramente comercial. Así pues, la producción industrial fue puesta, sin equívocos y a gran escala, bajo la dirección organizadora del comerciante. Este conocía el mercado, el volumen y también la calidad de la demanda, por lo que podía también garantizar los artículos que fundamentalmente estaban hechos de lana, tintes y, a veces, eran realizados con máquinas de tejer o de calcetar utilizadas por los trabajadores a domicilio. Cuando escaseaban los artículos, quien más sufría las consecuencias era el cottager, pues su empleo desaparecía momentáneamente. Ninguna instalación costosa, sin embargo, se veía directamente afectada, por lo que el comerciante no corría graves riesgos al garantizar la responsabilidad de la producción. Durante siglos, este sistema creció en poder y extensión, hasta el momento en el que, en un país como Inglaterra, la industria de la lana industria nacional— cubrió vastas regiones del país en el que la producción estaba organizada por los fabricantes de paños. Señalemos que quienes compraban y vendían contribuían también a la producción: no hace falta buscar ninguna otra caracterización de este hecho. Crear bienes no suponía poseer el estado de ánimo favorable a la reciprocidad que implica la ayuda mutua, ni la preocupación que siente el jefe de familia por aquéllos que dependen de él para satisfacer sus necesidades, ni el orgullo que muestra el artesano en el ejercicio de su oficio, ni la satisfacción que proporciona una buena reputación, bastaba simplemente con poseer el móvil de la ganancia, tan familiar al hombre cuya profesión es comprar y vender. Hasta finales del siglo XVIII, la producción industrial, en Europa Occidental, fue un simple apéndice del comercio. Durante el tiempo en que la máquina no fue más que un útil poco costoso y poco especializado, la situación continuó siendo la misma. El simple hecho de que el cottager tuviese la posibilidad de producir en el mismo tiempo cantidades muy superiores a las de antaño, podía incitarlo a utilizar las máquinas para acrecentar sus ganancias; sin embargo, este hecho no afectaba necesariamente a la organización de la producción. El hecho de que las máquinas baratas fuesen de la propiedad del obrero o del comerciante, aunque suponía diferencias en la posición social de las dos partes y modificaba seguramente las ganancias del obrero que ganaba más si poseía sus propios instrumentos de trabajo, no obligaba al comerciante a transformarse en capitalista industrial o a limitarse a prestar su dinero a quienes lo eran. La circulación de bienes raramente se detenía. La mayor dificultad continuaba siendo el aprovisionamiento de materias primas, que se interrumpía en ocasiones, sin que se pudiese evitar. Pero, incluso en ese caso, no se trataba de una gran pérdida para el comerciante propietario de las máquinas. No fue, pues, tanto la llegada de la máquina en cuanto tal, como la invención de máquinas y de instalaciones complejas y por consiguiente especializadas, lo que transformó completamente la relación del comerciante con la producción. La nueva organización de la producción fue introducida por el comerciante hecho que determina por completo el curso de esta transformación, pero la utilización de máquinas y de instalaciones complejas implicaba también la puesta en práctica del sistema de fábrica y, además, una modificación decisiva de la importancia relativa del comercio y de la industria en favor de esta última. La producción industrial dejó de ser un elemento secundario del comercio, que el comerciante había organizado como una empresa de compra y de venta, para convertirse a partir de ahora en una inversión a largo plazo, con todos los riesgos que ello implica. Estos riesgos resultaban únicamente aceptables si la continuidad de la producción se veía razonablemente asegurada.

A medida que la producción industrial se hacía más compleja, eran más numerosos los elementos de la industria cuya previsión era necesario garantizar. De entre ellos, tres eran, por supuesto, de una importancia primordial: el trabajo, la tierra y el dinero. En una sociedad comercial la oferta de estos tres elementos únicamente podía quedar organizada de un modo muy determinado: debían estar disponibles para ser comprados. Era preciso, pues, ordenarlo todo a fin de que pudiesen ser comprados en el mercado como cualquier otra mercancía. La extensión del mecanismo del mercado a estos elementos de la industria fue la consecuencia inevitable de la introducción del sistema de fábrica en una sociedad comercial. Trabajo, tierra y dinero tenían que ser elementos puestos en venta.

 Todo esto concurría a crear la necesidad de un sistema de mercado. Sabemos bien que en tal sistema los beneficios están asegurados únicamente cuando la autorregulación está asegurada por mercados concurrenciales independientes. El desarrollo del sistema de fábrica, que organizó como una parte del proceso de compra y venta al trabajo, la tierra y el dinero, se veía obligado, por consiguiente, a transformar estos bienes en mercancías con el fin de asegurar la producción. Y a la vez, por supuesto, resultaba imposible convertirlos realmente en mercancías, ya que no habían sido producidos para ser vendidos en el mercado. La ficción en virtud de la cual esto tenía que ser así se convirtió, sin embargo, en el principio organizador de la sociedad. De esos tres elementos ocupa un papel aparte el trabajo: labores el término técnico que designa a los seres humanos desde el momento en que no son empleadores sino empleados. De ello se sigue a partir de ahora que la organización del trabajo debía de cambiar sincrónicamente con la organización del sistema de mercado. Ahora bien, cuando se habla de organización del trabajo se designan con otro nombre las formas de vida de las gentes del pueblo, lo que significa que el desarrollo del sistema de mercado necesariamente tenía que ir acompañado de un cambio en la organización de la propia sociedad. Esta se convertía por completo en un apéndice del sistema económico.

Recordemos el paralelismo que habíamos señalado entre el vendaval causado por las enclosures en la historia de Inglaterra y la catástrofe social que siguió a la Revolución industrial. Las mejoras, decíamos, presentaban como contrapartida, en líneas generales, el precio de una conmoción social. Si el ritmo de esta conmoción es muy rápido, la comunidad se ve condenada a sucumbir a lo largo del proceso. Los Tudor y los primeros Estuardo salvaron a Inglaterra de la suerte que corrió España regulando el proceso de cambio, de tal modo que éste resultase soportable, y con el fin de canalizar sus efectos hacia vías menos destructoras. Pero nadie salvó al bajo pueblo de Inglaterra de la conmoción causada por la Revolución industrial. Una fe ciega en el progreso espontáneo se apoderó de los espíritus, y los más ilustrados alentaron con un fanatismo sectario un cambio social sin límites y sin reglas. Los efectos que de aquí se derivaron para la vida de las gentes superaron en horror cualquier descripción. A decir verdad, la sociedad se habría visto aniquilada, si no fuese porque los contramovimientos de defensa amortiguaron la acción de ese mecanismo autodestructor.

Es así como la historia social del siglo XIX fue el resultado de un doble movimiento: la extensión del sistema del mercado, en lo que se refiere a las mercancías auténticas, estuvo acompañada de una reducción en lo que respecta a las mercancías ficticias. Por una parte, los mercados se extendieron por toda la superficie del planeta y la cantidad de bienes aumentó en proporciones increíbles, pero por otra, toda una red de medidas y de políticas hicieron surgir poderosas instituciones destinadas a detener la acción del mercado en lo que concierne al trabajo, a la tierra y al dinero. A la vez que la organización de mercados mundiales de mercancías, de capitales y de divisas, bajo la égida del patrón-oro, impulsaba de un modo sin precedentes el mecanismo de los mercados, nacía un movimiento subterráneo para resistir a los perniciosos efectos de una economía sometida al mercado. La sociedad se protegía de los peligros inherentes a un sistema de mercado autorregulador: tal fue la característica global de la historia de esta época.

 


 

CAPÍTULO VII

SPEENHAMLAND, 1795

 

La sociedad del siglo XVIII resistió inconscientemente a todo aquello que pretendía reducirla a un simple apéndice del mercado. Resultaba inconcebible una economía de mercado que no comportase un mercado de trabajo, pero la creación de semejante mercado, concretamente en la civilización rural de Inglaterra, suponía nada menos que la destrucción masiva de las bases tradicionales de la sociedad. Durante el período más activo de la Revolución industrial, desde 1795 hasta 1834, la Ley de Speenhamland logró impedir la creación en Inglaterra de un mercado de trabajo.

En el nuevo sistema industrial, el mercado de trabajo fue de hecho el último mercado organizado, y esta última etapa no fue franqueada más que cuando la economía de mercado estaba lista para expandirse, y cuando se comprobó que la ausencia de un mercado de trabajo era para las clases populares un mal aún peor que las calamidades que acompañarían su institucionalización. En definitiva, el mercado libre de trabajo, a pesar de los métodos inhumanos que se utilizaron para crearlo, se manifestó financieramente rentable para todos los interesados.

Fue entonces, y sólo entonces, cuando el problema esencial se hizo visible. Las ventajas económicas de un mercado libre de trabajo no podían compensar la destrucción social que dicho mercado generaba. Era preciso introducir una reglamentación de un nuevo tipo que protegiese también el trabajo, aunque esta vez, en contra del funcionamiento del propio mecanismo del mercado. A pesar de que las nuevas instituciones protectoras, tales como los sindicatos y las leyes sobre las fábricas, respondían en la medida de lo posible a las exigencias del mecanismo económico, intervenían también en su regulación y podían terminar por destruir el sistema.

La Ley de Speenhamland ocupa una posición estratégica en la lógica de conjunto de esta evolución.

En Inglaterra la tierra y el dinero fueron movilizados junto con el trabajo. Este último no podía formar un mercado nacional, al estar obstaculizado por estrictas restricciones jurídicas que afectaban a la movilidad física de los trabajadores, puesto que éstos estaban prácticamente afincados en sus parroquias. El Act of Settlement de 1662 Ley de domicilio, que regulaba lo que se ha denominado la servidumbre parroquial, no decayó hasta 1795: esta medida habría hecho posible la formación de un mercado nacional de trabajo si la ley de Speenhamland, o «sistema de socorros», no hubiese sido promulgada exactamente en esa misma fecha. Esta ley iba justamente en la dirección contraria: pretendía reforzar poderosamente el sistema paternalista de la organización del trabajo legado por los Tudor y los Estuardo. Los magistrados de Berkshire, reunidos el 6 de mayo de 1795, época de gran escasez, en la posada del Pelícano en Speenhamland, cerca de Newbury, decidieron que era necesario conceder subsidios complementarios de acuerdo con un baremo establecido a partir del precio del pan, si bien era también necesario asegurar a los pobres unos ingresos mínimos independientemente de sus ganancias. Veamos textualmente lo que decía la famosa recomendación de los magistrados: Cuando la hogaza de un galón de pan de una determinada calidad «cueste un chelín, entonces cada pobre y persona industriosa tendrá para su sustento tres chelines por semana, concedidos bien en razón de su trabajo o del de su familia, bien como subsidio extraído del impuesto para los pobres, y para el sustento de su mujer y de cada miembro de su familia un chelín y seis peniques; cuando la hogaza de un galón cueste un chelín y seis peniques, entonces recibirá el indigente cuatro chelines por semana más un chelín y diez peniques; por cada penique en que se incremente el precio del pan por encima de un chelín, recibirá tres peniques para él y uno para el resto de su familia». Las cifras variaron un poco en función de las comarcas, pero en la mayor parte de los casos se adoptó el baremo de Speenhamland. Se trataba de una medida de urgencia desde la perspectiva de la época y su instauración no tuvo carácter oficial. A pesar de que comúnmente se la denomina «ley», este baremo nunca fue sometido a votación. Ello no impidió, sin embargo, que llegase a ser con gran celeridad la ley del país, vigente en la mayor parte de las comarcas e, incluso más tarde, en un cierto número de distritos manufactureros. En realidad, la innovación social y económica que esta medida suponía era nada menos que el «derecho a vivir», y hasta su abrogación en 1834 impidió eficazmente la formación de un mercado concurrencial del trabajo. Dos años antes, en 1832, la clase media se había abierto la vía hacia el poder, en parte para sortear este obstáculo de la nueva economía capitalista. De hecho nada podía ser más evidente: el sistema salarial exigía imperativamente la abolición del «derecho a vivir» tal y como había sido proclamado en Speenhamland, pues en el nuevo régimen del hombre económico, nadie trabajaba por un salario si podía ganarse la vida sin hacer nada.

Otro síntoma de la anulación del método de Speenhamland fue mucho menos percibido por la mayor parte de los autores del siglo XIX, y es que el sistema salarial debía de ser universalizado en interés de los propios asalariados, aunque ello supusiese privarlos del derecho a subsistir que les había sido reconocido por ley. Se comprueba así que «el derecho a vivir» era una trampa.

La paradoja era simplemente aparente. En principio, Speenhamland significaba que la ley sobre los pobres debía ser aplicada con generosidad, pero, sin embargo, se le dio un sentido totalmente contrario al de su primera intención. Según la ley isabelina los pobres se veían forzados a trabajar por un salario cualquiera que fuese su cuantía, y únicamente quienes no podían encontrar trabajo tenían derecho a un subsidio; ningún socorro estaba previsto ni era concedido a modo de complemento salarial. Según la Ley de Speenhamland, un hombre podía recibir socorros, incluso cuando poseía un empleo, siempre y cuando su salario fuese inferior a la renta familiar establecida de acuerdo con un baremo. Por esto ningún trabajador tenía interés en satisfacer a su patrono, ya que su renta era la misma independientemente del salario acordado. Las cosas no eran diferentes más que en aquellos casos en los que el salario realmente pagado superaba la cantidad fijada por el baremo, pero este caso era más bien raro en el campo, pues el propietario podía encontrar trabajadores por un salario irrisorio; podía pagar muy poco, ya que el subsidio extraído del impuesto incrementaba la renta de los trabajadores de acuerdo con el baremo. En el lapso de pocos años, la productividad del trabajo descendió progresivamente al nivel de la de los indigentes, y ello supuso una razón suplementaria para que los patronos no aumentasen los salarios por encima de lo que establecía el baremo. En aquellos casos en los que el trabajo no llegaba a alcanzar una cierta intensidad, una eficacia y un esmero por encima de un determinado nivel, no se podía distinguir ni de la sinecura ni de una actividad mantenida para salvaguardar las apariencias. A pesar de que en principio el trabajo fue algo siempre impuesto, en la práctica los socorros a domicilio se generalizaron, e incluso cuando se los administraba en el seno de los asilos para pobres, la ocupación forzada de los pensionistas apenas merecía el nombre de trabajo. En nombre de un paternalismo robustecido se abandonaba la legislación de los Tudor. La generalización de los socorros a domicilio, la introducción del complemento salarial incrementado por diferentes subsidios para la esposa y los niños, en fin, cada una de esas pensiones subiendo y bajando a la vez que los precios del pan, suponían un espectacular retorno, respecto al trabajo, de ese mismo principio regulador que se estaba a punto de eliminar rápidamente del conjunto de vida industrial.

Nunca una medida fue más universalmente popular. Los padres quedaban libres de ocuparse de sus hijos, y éstos ya no dependían de sus padres; los patronos podían reducir los salarios a voluntad y los obreros, ocupados u ociosos, estaban al abrigo del hambre; las personas humanitarias aplaudieron la medida considerándola un acto de misericordia, cuando no de justicia, y los egoístas se consolaban pensando al menos que si no era misericordiosa tampoco era liberal. Hasta los contribuyentes tardaron en comprender lo que sucedería con sus impuestos en un sistema que proclamaba el «derecho a vivir», un sistema en el que un hombre, ganase o no un salario, podría subsistir.

A la larga el resultado fue desastroso. Si bien fue preciso que transcurriese cierto tiempo para que el bajo pueblo perdiese todo amor propio, hasta el punto de preferir el socorro de los indigentes a un salario, el salario subvencionado con fondos públicos estaba avocado a caer tan bajo que necesariamente se vería reducido a proporcionar una vida on the rates pagada por el contribuyente. Las gentes del campo se pauperizaron poco a poco; como decía el refrán «un día on the rates, siempre on the rates». Sin el efecto prolongado del sistema de subsidios, no se podría explicar la degradación humana y social que tuvo lugar en los inicios del capitalismo.

El episodio de Speenhamland reveló a los habitantes del país hegemónico en ese siglo la verdadera naturaleza de la aventura social en la que se embarcaban. Ni los gobernantes ni los gobernados olvidaron jamás las lecciones extraídas de ese momento de ilusoria felicidad. Si todo el mundo vio en la Reform Bill de 1832 y en la Poor Law Amendment Bill de 1834 el punto de partida del capitalismo moderno, fue porque estas disposiciones legales pusieron fin al reinado del terrateniente caritativo y a su sistema de socorros. La tentativa llevada a cabo para crear un orden capitalista desprovisto del mercado de trabajo había fracasado estrepitosamente. Las leyes que gobernaban este orden se habían visto ratificadas y habían puesto de manifiesto su antagonismo radical con el principio del paternalismo. El rigor de estas leyes era ahora evidente y quienes las habían violado habían sido cruelmente castigados.

Bajo Speenhamland, la sociedad estaba desgarrada por dos influencias opuestas, una emanaba del paternalismo y protegía el trabajo contra los peligros del sistema de mercado, la otra organizaba los elementos de la producción incluida la tierra en un sistema de mercado, despojaba así al bajo pueblo de su antiguo estatuto y lo obligaba a ganar su vida poniendo su trabajo en venta y ello suprimiendo al trabajo su valor mercantil. Nacía entonces una nueva clase de patronos, pero se impedía la constitución de una clase correspondiente de trabajadores. Una gigantesca nueva ola de enclosures movilizaba la tierra y daba vida a un proletariado rural a quien la « mala administración de la legislación de pobres» impedía ganarse la vida mediante su trabajo. No resulta extraordinario que los contemporáneos se sintiesen aterrados por las contradicciones aparentes existentes entre un crecimiento casi milagroso de la producción y el hecho de que las masas pasasen prácticamente hambre. A partir de 1834, existía como opinión generalizada que adoptaba tintes apasionados entre numerosos pensadores que era preferible cualquier cosa a la persistencia de Speenhamland. Era necesario, o bien destruir las máquinas, como habían intentado hacer los ludditas, o bien crear un verdadero mercado de trabajo. Fue así como la humanidad se vio forzada a seguir el rumbo de un experimento utópico.

No es esta la ocasión de extendernos sobre la economía de Speenhamland a la que nos referiremos más adelante. A primera vista, el «derecho a vivir» tendría que haber significado el final rotundo del trabajo asalariado. El salario corriente tendría que haber caído progresivamente hasta llegar a cero, lo que obligaría a cargarlo enteramente a la parroquia y habría puesto al descubierto el absurdo del dispositivo. Se trataba, sin embargo, de una época esencialmente precapitalista en la que las personas del pueblo poseían todavía una mentalidad tradicional y en la que los comportamientos distaban de depender exclusivamente de los móviles monetarios. La gran mayoría de los campesinos eran propietarios arrendadores o colonos vitalicios que preferían cualquier tipo de existencia al estatuto de indigentes, aún cuando dicho estatuto no se viese todavía penalizado, como sucedió posteriormente, con incapacidades pesadas e ignominiosas. Si los trabajadores hubiesen tenido la libertad de asociarse para favorecer sus intereses, el sistema de socorros habría podido evidentemente tener un efecto contrario en la normativa de los salarios, ya que la acción sindical habría podido extraer grandes ventajas de los socorros a los parados, proporcionados por una administración tan liberal de la ley de pobres. A esto se debe probablemente la promulgación de las injustas leyes de 1799-1800 contra las coaliciones, difícilmente explicables de otro modo, puesto que en términos generales los magistrados de Berkshire y los miembros del Parlamento se preocupaban, tanto unos como otros, de la situación económica de los pobres y, además la agitación política se había calmado desde 1797. Se podría sostener que la intervención paternalista de Speenhamland implicaba las leyes contra las coaliciones, nueva intervención sin la cual Speenhamland habría podido tener por efecto el aumento de los salarios en lugar de hacerlos descender, como realmente ocurrió. Speenhamland, en connivencia con las leyes contra las coaliciones, cuya abrogación no tuvo lugar hasta un cuarto de siglo más tarde, produjo como resultado irónico que la traducción financiera del «derecho a vivir» se materializase en la ruina de las personas a las que ese «derecho» debía, en principio, socorrer. Para las generaciones posteriores nada habría resultado más evidente que la incompatibilidad recíproca entre instituciones tales como el «derecho a vivir» y el sistema salarial, o, en otros términos, la imposibilidad en la que se encontraba el orden capitalista para funcionar mientras los salarios estuviesen subvencionados con fondos públicos. Los contemporáneos no comprendieron, sin embargo, este orden que ellos mismos estaban promoviendo. Únicamente cuando se derivó de él un grave deterioro de la capacidad productiva de las masas verdadera calamidad nacional que obstaculizaba el progreso de la civilización mecánica se impuso la necesidad en la conciencia colectiva de abolir el derecho incondicional que tenían los pobres a un socorro. Y así, si bien la economía compleja de Speenhamland quedaba al margen de la capacidad de comprensión de los más competentes observadores de la época, sus efectos se imponían con una evidencia irresistible: la subvención a los salarios era portadora de un vicio específico puesto que, como por milagro, perjudicaba a aquéllos mismos llamados a beneficiarse de ella.

Las trampas del sistema de mercado no se manifestaron directamente de forma inmediata. Para comprender bien esto debemos distinguir las diversas vicisitudes por las que pasaron los trabajadores en Inglaterra desde comienzos del maquinismo: en primer lugar, las del período de Speenhamland, desde 1795 hasta 1834; en segundo lugar, las adversidades surgidas como consecuencia de la ley que reformaba las disposiciones jurídicas existentes sobre los pobres, fenómeno que acaeció en el decenio siguiente a 1834; en tercer lugar, los efectos aleatorios del mercado concurrencial del trabajo desde 1834 hasta el momento en el que el reconocimiento de los sindicatos, que tuvo lugar entorno a 1870, permitió una protección suficiente. Desde el punto de vista cronológico Speenhamland precedió a la economía de mercado, el decenio de la reforma de la legislación sobre los pobres constituyó una etapa transitoria hacia esta economía y, por fin, el último período que recubre parcialmente el anterior, corresponde a la economía de mercado propiamente dicha. Estos tres períodos son claramente diferentes. Speenhamland pretendía impedir la proletarización del pueblo llano o, al menos, frenarla. El resultado fue lisa y llanamente la pauperización de las masas que, durante el proceso, perdieron casi sus rasgos humanos.

En 1834, la reforma de la legislación sobre los pobres eliminó este obstáculo para la formación del mercado de trabajo: el «derecho a vivir» fue abolido. La crueldad científica emanada de la ley de reformas, que tuvo lugar entre los años 1830 y 1840, chocó tan abiertamente con el sentimiento público y generó entre los hombres de la época protestas tan vehementes, que la posteridad se hizo una idea deformada de la situación. Es cierto que numerosos pobres, los más necesitados, quedaron abandonados a su propia suerte cuando fueron suprimidos los socorros a domicilio, y también es cierto que entre ellos los «pobres vergonzantes», demasiado orgullosos para entrar en los hospicios que se habían convertido en las residencias de la vergüenza, sufrieron las más amargas consecuencias. Muy posiblemente no se perpetró en la época moderna un acto tan implacable de reforma social. Al pretender simplemente establecer un criterio de indigencia auténtica con la prueba de fuego de las workhouses, multitudes de vidas se vieron aplastadas. Benéficos filántropos promovieron fríamente la tortura psicológica y la pusieron dulcemente en práctica, ya que la consideraban un medio para engrasar los engranajes del molino del trabajo. La mayor parte de las quejas provenían, sin embargo, de la brutalidad con la que había sido extirpada una vieja institución y de la precipitación con la que se había practicado una transformación radical. Disraeli denunció esta «inconcebible revolución» en la vida de las gentes. Sin embargo, si se considera la cuestión desde el punto de vista de las rentas en dinero exclusivamente, se podría comprobar que la condición de las clases populares había mejorado.

Los problemas del tercer período fueron incomparablemente más profundos. Las atrocidades burocráticas cometidas contra los pobres por las autoridades encargadas de aplicar la nueva ley centralizada sobre la pobreza, que se prolongaron los diez años siguientes a 1834, no fueron más que algo esporádico, algo irrelevante, si se las compara con los efectos globales provocados por el mercado de trabajo, la más poderosa de todas las instituciones modernas. La amenaza que entonces surgió fue análoga, por su amplitud, a la de Speenhamland, con la diferencia importante de que ahora no era tanto la ausencia, cuanto la presencia de un mercado concurrencial del trabajo, lo que constituía la raíz del peligro. Si Speenhamland había impedido la aparición de una clase obrera, el mercado de trabajo se constituía a partir de ahora con los pobres en el trabajo y bajo la presión de un mecanismo inhumano. Speenhamland había considerado a los hombres como animales sin gran valor, el mercado de trabajo, por su parte, presuponía que esos hombres debían cuidar de sí mismos, y ello cuando todo les era adverso. Si Speenhamland representa el envilecimiento de una miseria protegida, a partir de la formación del mercado de trabajo el trabajador se encontrará sin abrigo en la sociedad. Speenhamland había abusado de los valores del localismo, de la familia y de lo rural, pero, desde la formación del mercado de trabajo el hombre estará desgajado de su hogar y de sus familiares, separado de sus raíces y de todo entorno con sentido para él. En resumen, si Speenhamland representaba el pudrimiento de la inmovilidad, el riesgo que ahora surgía era morir de frío.

Fue necesario esperar a 1844 para que se constituyese en Inglaterra un mercado concurrencial de trabajo; no se puede pues decir que el capitalismo industrial haya existido en tanto que sistema social antes de esta fecha. La autoprotección de la sociedad se instaura, no obstante, casi de inmediato: se asiste a la aparición de las leyes sobre las fábricas, de la legislación social y de un movimiento obrero, político y sindical. Y fue precisamente a lo largo de esta tentativa para conjurar los peligros absolutamente nuevos del mecanismo del mercado, cuando el movimiento de protección entró inevitablemente en conflicto con la autorregulación del sistema. No es exagerado afirmar que la historia social del siglo XIX estuvo determinada por la lógica del sistema de mercado propiamente dicho a partir de su liberación mediante la reforma de las leyes de pobres en 1834. El punto de partida, pues, de esta dinámica fue la Ley de Speenhamland. Cuando afirmamos que estudiar Speenhamland es estudiar el nacimiento de la civilización del siglo XIX, no solamente tenemos en cuenta sus efectos económicos y sociales, la influencia determinante de dichos efectos en la historia política moderna, sino también el hecho de que nuestra conciencia social se formó en este molde, y éste es un hecho que la generación de hoy suele desconocer con frecuencia. El personaje del indigente, olvidado prácticamente después, dominaba entonces un debate que dejará una marca tan fuerte como la de otros sucesos históricos más espectaculares. Si la Revolución Francesa era deudora del pensamiento de Voltaire y de Diderot, de Quesnay y de Rousseau, el debate en torno a las leyes de pobres forma los espíritus de Bentham y de Burke, de Godwin, Malthus, Ricardo y Marx, de Robert Owen, John Stuart Mill, Darwin y Spencer, quienes compartieron con la Revolución de 1789 el parentesco espiritual de la civilización del siglo XIX. Durante los decenios posteriores a Speenhamland y a la reforma de las leyes de pobres, el espíritu del hombre, preso de una nueva inquietud, se dirigió hacia la propia comunidad: la revolución que los jueces de Berkshire habían intentado contener inútilmente, y que la ley de reforma había al fin logrado hacer estallar, permitió a los hombres dirigir sus miradas hacia su propio ser colectivo, como si antes hubiesen minusvalorado su presencia. Se descubrió así un mundo cuya existencia no se había sospechado con anterioridad, el de las leyes que gobiernan una sociedad compleja, ya que, si bien la sociedad que emerge en un primer momento, en este sentido nuevo y distinto, es la del ámbito económico, se trata sin embargo de la sociedad en su totalidad.

La forma bajo la cual la realidad que estaba naciendo se presentó a nuestra conciencia fue la de la economía política. Sus asombrosas regularidades, sus contradicciones espectaculares tenían que ser integradas en los esquemas de la filosofía y de la teología para hacerlas asimilables a significaciones humanas. La obstinación de los hechos, las leyes inexorables y brutales que parecían abolir nuestra libertad debían, de un modo o de otro, ser reconciliadas con ella. Y este proceso constituyó el motor de las fuerzas metafísicas en las que se amparaban en secreto positivistas y utilitaristas. Una esperanza sin límites y una desesperanza también ilimitada, dirigidas hacia las regiones inexploradas de las posibilidades humanas, fue la respuesta ambivalente a estas terribles limitaciones. Una esperanza una visión de perfectibilidad, nacida de la pesadilla, provocada por la ley de la población y la de los salarios, se encarnó en la idea de un progreso tan estimulante que parecía justificar las amplias y penosas transformaciones futuras, y en una desesperanza que debía manifestarse como un agente de transformación todavía más poderoso.

El hombre tuvo que resignarse a su ruina temporal: estaba avocado a interrumpir la procreación de su especie o a condenarse conscientemente a la liquidación por la guerra, la peste, el hambre y el vicio. La pobreza era la naturaleza que sobrevivía en la sociedad; el que la cuestión de la cantidad limitada de alimentos y el número ilimitado de hombres se haya planteado en el momento mismo en el que llovía del cielo la promesa de un crecimiento sin límites de nuestras riquezas, hace aun más amarga esta ironía.

Fue así como el descubrimiento de la sociedad se integró en el universo espiritual del hombre, pero ¿cómo traducir en términos de vida esa nueva realidad, la sociedad? Se adoptaron, a modo de orientadores prácticos, los principios morales de la armonía y del conflicto, incorporándolos a la fuerza y violentado enormemente un modelo social que los contradecía casi en su totalidad. La armonía, se decía, era inherente a la economía; los intereses del individuo y los de la comunidad eran en definitiva los mismos, pese a que esta armoniosa autorregulación exigía que el individuo respetase la ley económica, incluso cuando ésta intentaba destruirlo. El conflicto, por su parte, también aparecía como algo propio de la economía, ya fuese la concurrencia entre los individuos o la lucha de clases, pese a que dicho conflicto pudiese manifestarse como el único vehículo de una armonía más profunda e inmanente a la sociedad presente, es decir, futura.

 El pauperismo, la economía política y el descubrimiento de la sociedad estaban estrechamente ligados entre sí. El pauperismo llamaba la atención sobre ese hecho incomprensible, en virtud del cual la pobreza aparecía como la otra cara de la abundancia. No se trataba, sin duda, de la única paradoja desconcertante que la sociedad industrial planteaba al hombre moderno. Este penetró en su nueva residencia histórica a través de la puerta de la economía, y fue precisamente esta circunstancia fortuita lo que proporcionó al materialismo de la época una aureola de prestigio. Tanto a Ricardo como a Malthus nada les parecía más real que los bienes materiales. A sus ojos, las leyes del mercado trazaban los límites de las posibilidades humanas. Godwin creía, sin embargo, en posibilidades ilimitadas, por lo que tuvo que rechazar las leyes del mercado; pero estaba reservado a Owen el descubrimiento de que las posibilidades estaban limitadas no tanto por las leyes del mercado, cuanto por las de la propia sociedad. Fue él el único que fue capaz de discernir, tras el velo de la economía de mercado, esa realidad a punto de nacer: la sociedad. Pero sus puntos de vista fueron olvidados durante un siglo.

Mientras tanto, el sentido de la vida en una sociedad compleja fue explorado, excavando el subsuelo de la pobreza. La entrada de la economía política en el campo de lo universal tuvo lugar siguiendo dos perspectivas opuestas: la del progreso y la perfectibilidad por una parte, la del determinismo y la condenación por otra. Su traducción práctica se realizó también siguiendo dos direcciones opuestas: el principio de la armonía y de la autorregulación por una parte, el de la concurrencia y el conflicto por otra. Estas contradicciones contenían en germen el liberalismo económico y, también, la conceptualización en términos de lucha de clases. Un nuevo conjunto de ideas penetró en nuestra conciencia con la rotundidad inexorable de un acontecimiento natural.

 


 

CAPÍTULO VIII

ANTECEDENTES Y CONSECUENTES

 

El sistema de Speenhamland no fue en sus inicios más que un trámite. Y, sin embargo, pocas instituciones han ejercido una influencia más decisiva que él sobre el destino de toda una civilización, aunque había que hacerlo desaparecer antes de que la nueva era comenzase. Producto típico de una época de cambio, Speenhamland merece la atención de todos los que estudian hoy los asuntos humanos.

En el sistema mercantil inglés la organización del trabajo se basaba en la Ley de pobres y en el Estatuto de los artesanos. Hablar de «ley de pobres» para designar las disposiciones promulgadas entre 1536 y 1601 es un error manifiesto; estas leyes, así como sus posteriores enmiendas, representaban en realidad la mitad del código inglés del trabajo, y la otra mitad estaba formada por el Estatuto de los artesanos de 1563. Dicho Estatuto se refería a los trabajadores, mientras que la legislación sobre los pobres estaba dirigida a lo que hoy denominaríamos parados y personas sin ocupación (exceptuando viejos y niños). Como hemos señalado, se añadió a estas medidas posteriormente la Ley de domicilio de 1662 que se refería al lugar de residencia legal de los individuos y restringía al máximo su movilidad. (La clara distinción entre trabajadores, parados y personas sin empleo es, por supuesto, anacrónica ya que implica la existencia de un sistema moderno de salarios, sistema que no se impuso hasta doscientos cincuenta años más tarde: si utilizamos estos términos en esta presentación general es en función de una mayor simplicidad).

La organización del trabajo establecida por el Estatuto de los artesanos reposaba sobre tres pilares: la obligación de trabajar, un aprendizaje de siete años y la evaluación anual de los salarios por funcionarios públicos. Esta ley conviene señalarlo iba dirigida tanto a los trabajadores agrícolas como a los artesanos y se aplicaba en distritos rurales y en ciudades. Durante ochenta años fue observada minuciosamente y, más tarde, las cláusulas relativas al aprendizaje cayeron parcialmente en desuso: afectaban únicamente a los oficios tradicionales y dejaron de aplicarse a las nuevas industrias, como por ejemplo la del algodón. Tras la Restauración (1660), se suspendieron también en una gran parte del país las evaluaciones anuales de los salarios en función del coste de la vida. Las cláusulas relativas a las evaluaciones no fueron oficialmente abrogadas hasta 1813, y las relativas a los salarios hasta 1814. Las normativas del aprendizaje, sin embargo, sobrevivieron en muchos aspectos al Estatuto y todavía en la actualidad constituyen la práctica general de los oficios cualificados en Inglaterra. En el campo, la obligación de trabajar desapareció progresivamente. Se puede, por tanto, decir que, durante los dos siglos y medio en cuestión, el Estatuto de los artesanos fijó las grandes líneas de una organización del trabajo fundada en los principios de la reglamentación y del paternalismo.

 El Estatuto de los artesanos se completaba, pues, con la legislación sobre los pobres. El término «pobre» puede originar confusiones a los modernos, para quienes poor y pauper se asemejan mucho. En realidad los gentilhombres ingleses consideraban que eran pobres todas las personas que no poseían rentas suficientes para vivir en la ociosidad. Poor era pues un término prácticamente sinónimo de pueblo. Y éste, a su vez, comprendía a todas las clases, excepto a la de los propietarios de tierras (no existía comerciante próspero que no comprase tierras). El término pobre designaba a la vez a los que pasaban necesidad y a todo el pueblo; incluía, pues, evidentemente a los indigentes, pero no se refería exclusivamente a ellos. En una sociedad que proclamaba que en su seno había sitio para todo cristiano, había que ocuparse de los viejos, de los enfermos y de los huérfanos. Pero, sobre todo, estaban los pobres válidos, los que nosotros denominaremos parados por suponer que tenían la posibilidad de ganarse la vida mediante el trabajo manual si pudiesen encontrar un empleo. La mendicidad estaba severamente castigada, y el vagabundeo, en caso de reincidencia era considerado una infracción capital. La Ley de pobres de 1601 ordenaba que el pobre válido fuese puesto al trabajo, de modo que ganase su sustento, que estaba asegurado por la parroquia. Los socorros fueron puestos claramente bajo la responsabilidad de las parroquias, que recibieron el poder de recaudar las sumas necesarias mediante tasas o impuestos locales. Estos gravámenes afectaban a todos los propietarios y arrendatarios, fuesen ricos o no, según fuese el alquiler de la tierra o de las casas que ocupaban.

El Estatuto de los artesanos y la legislación de pobres formaron conjuntamente lo que podría denominarse un código del trabajo. Las leyes de pobres eran no obstante administradas localmente: cada parroquia unidad muy pequeña adoptaba sus propias disposiciones para aplicar al trabajo a los pobres válidos, así como para mantener asilos, socorrer a los huérfanos y colocar a los niños sin recursos en el aprendizaje. Cuidaban además a los ancianos y enfermos, enterraban a los muertos que carecían de medios y cada parroquia fijaba su baremo de tasas. Todo esto parece una gran tarea, pero con frecuencia la realidad era más modesta: muchas parroquias carecían de asilo, y muchas otras no habían previsto ninguna medida para ocupar provechosamente a los desocupados útiles. La pereza de los contribuyentes locales, la indiferencia de los vigilantes de pobres, la dureza de quienes obtenían beneficios con el pauperismo viciaban de mil maneras el funcionamiento de la ley. Pero, a pesar de todo, las casi 16.000 instancias encargadas de aplicar la legislación sobre los pobres en el país consiguieron, en términos generales, conservar intacto el tejido social de la vida de los pueblos.

La organización del desempleo y de los socorros dirigidos a los pobres a escala local constituía una clara anomalía en un sistema nacional de trabajo. El peligro que corría una parroquia bien administrada de verse asaltada por los indigentes profesionales era tanto mayor cuanto más variadas eran las disposiciones de pobres. Tras la Restauración, se votó el Act of Settlement and Removal para proteger a las «mejores» parroquias de la afluencia de pobres. Pasado un siglo, Adam Smith arremetió contra esta Ley porque inmovilizaba a la gente e impedía a los individuos encontrar trabajos útiles, al tiempo que impedía al capitalista encontrar trabajadores. Sólo la buena voluntad del magistrado local y de las autoridades parroquiales podían permitir que un hombre residiese en una parroquia que no era la suya; de otro modo, podía ser objeto de expulsión, incluso si poseía buena reputación y contaba con un empleo. La igualdad y la libertad, fundamento del estatuto jurídico de los individuos, estaban por consiguiente sometidas a limitaciones draconianas. Iguales ante la ley y libres para disponer de sí mismos, no tenían la libertad de escoger su profesión o la de sus hijos, ni la de establecerse donde les apeteciese; y estaban obligados a trabajar. El conjunto formado por los dos grandes cuerpos legales isabelinos citados y por la Ley de domicilio constituyó a la vez una carta de libertad para el pueblo y la consagración de sus incapacidades legales.

La Revolución industrial estaba ya bastante desarrollada cuando, en 1795, las necesidades de la industria eran cada vez más imperiosas, cuando la Ley de 1662 fue parcialmente abolida al igual que la servidumbre parroquial, a la vez que se restablecía la movilidad física del trabajador. A partir de entonces era posible crear un mercado de trabajo a escala nacional. Exactamente ese mismo año se instituyó, como es bien sabido, una práctica de la administración de las leyes de pobres que suponía el abandono del principio isabelino del trabajo forzado. Speenhamland aseguró el «derecho a vivir»; se generalizó la ayuda a los salarios, a lo que se añadió la ayuda a las familias estos socorros debían de ser concedidos a domicilio, es decir, sin enviar a los beneficiarios a las workhouses. Por muy ajustado que fuese el baremo de los subsidios era suficiente para asegurar la subsistencia más elemental. Se trataba de un retorno al espíritu de reglamentación y a un paternalismo a ultranza, justo en el momento en el que a simple vista parecía que la máquina de vapor exigía la libertad a grandes voces y cuando las máquinas reclamaban brazos humanos. La Ley de Speenhamland coincidió, por lo tanto, en el tiempo con la desaparición de la Ley de domicilio. La contradicción resultaba flagrante: la Ley de domicilio era abolida porque la Revolución industrial exigía una reserva nacional de obreros que se ofreciesen a trabajar a cambio de un salario, mientras que Speenhamland erigía en norma general que ningún hombre debía temer al hambre y que la parroquia lo mantendría a él y a su familia, cualquiera que fuese la escasez de sus recursos. Las dos políticas industriales eran, pues, totalmente contradictorias. ¿Qué otra cosa se podría esperar del simultáneo desarrollo de su aplicación que no fuese una atrocidad social? La generación de Speenhamland no tuvo, sin embargo, conciencia de lo que estaba sucediendo. En los albores de la más grande revolución industrial de la historia no era perceptible ningún signo, ningún presagio. El capitalismo llegó sin haber sido anunciado previamente. Nadie había previsto la aparición de una industria fundada en la máquina, que se convirtió así en una completa sorpresa. De hecho, Inglaterra esperó durante un tiempo una permanente recesión del comercio exterior y, cuando los obstáculos cedieron, una irresistible cuchilla segó la hierba del viejo mundo dejando el campo libre a una economía planetaria.

Nadie sin embargo, hasta 1850, fue capaz de anunciar con certeza este nuevo panorama. Se entiende así cómo la recomendación de los magistrados de Speenhamland responde a una ignorancia de lo que implicaba globalmente la evolución a la que debían hacer frente. Se puede tener la impresión retrospectiva de que intentaron lo imposible y de que, aún más, lo consiguieron por medios cuyas contradicciones internas deberían haber sido percibidas en la época de un modo claro. De hecho, consiguieron alcanzar su objetivo, que era el de proteger a los pueblos de la dislocación, mientras los efectos de su política únicamente resultaron desastrosos en ámbitos que no habían previsto. La política de Speenhamland fue el resultado de una fase específica de la creación de un mercado de la fuerza de trabajo, y hay que comprenderla a la luz de la idea que se hacían de la situación quienes estaban en posición de formular una política semejante. Considerado desde este ángulo, el sistema de socorros aparece como un dispositivo urdido por el poder de los propietarios de tierras para responder a una situación en la que la movilidad física ya no podía ser negada a la mano de obra, mientras que el squire deseaba evitar esa conmoción de las condiciones locales aumento de salarios incluido que suponía la aceptación de un mercado nacional libre del trabajo.

Así pues, la dinámica de Speenhamland se nutrió de las propias circunstancias que hicieron posible su origen. El aumento del pauperismo rural fue el primer síntoma del desbarajuste que se avecinaba. Nadie, sin embargo, parecía ser consciente de ello en la época. Nada era entonces menos evidente que la relación entre la pobreza rural y el impacto del comercio mundial. Los contemporáneos no tenían ninguna razón para establecer lazos de unión entre el número de pobres de las parroquias y el desarrollo del comercio por los Siete Mares. Normalmente se atribuía el incremento inexplicable del número de pobres a los métodos utilizados por la administración de las leyes de pobres, explicación para la que no faltaban razones. En realidad, más allá de las apariencias, el siniestro crecimiento del pauperismo rural estaba directamente relacionado con la tendencia de la historia económica en general. Esta relación, sin embargo, apenas resultaba entonces perceptible. Decenas de autores exploraron los canales de los que se servían los pobres para infiltrarse en los pueblos y resulta sorprendente tanto el número como la diversidad de razones aducidas para explicar este fenómeno. Pese a ello, sólo unos pocos intelectuales pusieron el dedo en la llaga para señalar los síntomas premonitorios de las dislocaciones que nosotros acostumbramos a asociar a la Revolución industrial. Hasta 1785, la población inglesa no tuvo conciencia de ninguno de los grandes cambios de la vida económica, si exceptuamos el crecimiento irregular del comercio y el incremento del pauperismo.

¿De dónde provienen los pobres? Esta es la cuestión que se planteaban un gran número de publicaciones, cada vez más abundantes a medida que avanzaba el siglo XIX. Difícilmente se podía esperar que las causas del pauperismo y los medios para combatirlo quedasen bien diferenciados unos de otros en una literatura dominada por la creencia de que, si bien sólo podían atenuarse los males más aparentes del pauperismo, éste terminaría por desaparecer completamente. Hay un punto en el que todos parecían, no obstante, estar de acuerdo y es la gran diversidad de causas que servían para explicar de hecho este fenómeno. Entre ellas, pueden señalarse las siguientes: la penuria de cereales; los salarios agrícolas demasiado elevados, que provocaban el aumento de los precios de los productos alimenticios; los salarios agrícolas demasiado bajos; salarios urbanos demasiado altos; la irregularidad del empleo en las ciudades; la desaparición de la pequeña propiedad agrícola; la incapacidad del trabajador urbano para los trabajos rurales; la negativa de los agricultores a pagar salarios más altos; el miedo que tenían los propietarios agrícolas a que se redujesen los arrendamientos si se pagaban salarios más altos; la incapacidad de las workhouses para competir con las máquinas; la ausencia de economía doméstica; los alojamientos incómodos; los regímenes alimenticios fundados en estrechos prejuicios; la toxicomanía.

Algunos autores echaban la culpa a una nueva raza de grandes ovejas; otros consideraban que los culpables eran los caballos que debían de ser reemplazados por bueyes y no faltaban los que opinaban que existían demasiados perros. Algunos creían que los pobres debían de comer menos pan y beber más de todo; mientras que otros estimaban que, incluso si se alimentaban con «el mejor pan », « no se les debía de echar en cara ». Se pensaba que el té ponía en peligro la salud de muchos pobres, mientras que la «cerveza casera» la restablecía. Los más convencidos afirmaban que el té no era mejor que el peor de los alcoholes. Cuarenta años más tarde, Harriet Martineau pensaba todavía que para reducir el pauperismo había que predicar las ventajas de la renuncia al hábito de tomar el té. Es cierto que numerosos autores deploraban el desarraigo provocado por las enclosures, mientras que otros insistían en el daño que causaban al empleo rural las fluctuaciones por las que atravesaban los obreros de las manufacturas. Pero la impresión que, en términos generales, prevaleció, fue que el pauperismo constituía un fenómeno sui generis, una enfermedad social debida a todo tipo de causas, la mayor parte de las cuales se habían agudizado por la incapacidad de la legislación sobre los pobres para proporcionar el remedio adecuado.

La respuesta correcta era seguramente que la agravación del pauperismo y el aumento de las tasas respondían al crecimiento de lo que hoy denominaríamos el paro invisible. Este hecho no resultaba evidente en una época en la que el propio empleo era, por regla general, invisible, como necesariamente tenía que ser, hasta cierto punto, tratándose de la industria a domicilio. Subsisten, sin embargo, cuestiones como la siguiente: ¿Cómo explicar ese aumento del número de parados y de subempleados? ¿Por qué los signos anunciadores de los cambios inminentes de la industria escaparon a la observación de los contemporáneos más lúcidos? La explicación reside en primer lugar en las excesivas fluctuaciones que sufrió el comercio en un primer momento y que no salieron a la luz. Si el incremento del comercio en términos absolutos daba cuenta del incremento del empleo, las fluctuaciones explicaban, mucho mejor, por su parte, el paro. Pero, cuando la elevación del nivel general del empleo era lenta, el aumento del paro y del subempleo tendía a ser más rápido. De este modo, la formación de lo que Friedrich Engels ha denominado el ejército industrial de reserva, tuvo un peso mucho más considerable que la creación del ejército industrial propiamente dicho. Todo este proceso tuvo una consecuencia importante: resultaba fácil pasar por alto que existía una relación entre el paro y el aumento del comercio global. Si algunas veces se percibía que el crecimiento del desempleo se debía a las fuertes fluctuaciones del comercio, no se percibía que estas fluctuaciones participaban de un proceso subyacente cuya amplitud era todavía mayor, es decir, el crecimiento general de un comercio fundado cada vez más en las manufacturas. Para los contemporáneos no parecía existir una relación entre estas manufacturas, esencialmente urbanas y el fuerte crecimiento del número de pobres en el campo.

El crecimiento del conjunto del comercio hizo que se inflase el volumen del empleo, mientras que la división territorial del trabajo, a la que se sumaban las fluctuaciones fuertes del comercio, condujo a una grave desorganización de los oficios tanto en los pueblos como en las ciudades, lo que supuso un rápido incremento del desempleo. El rumor decía que se encontraban lejos, en otros lugares, elevados salarios, si bien los pobres no estaban contentos ya con los que les aseguraba la agricultura y empezaron a cobrar aversión a estos salarios mal retribuidos. Las regiones industriales en esta época aparecían como un país nuevo, otra América que atraía a los emigrantes por millares. La emigración iba acompañada habitualmente de una importante emigración de retorno. El hecho de que existiese este reflujo hacia el campo parece confirmar la hipótesis de que no se produjo una disminución absoluta de la población rural. Así se asiste a un desarraigo acumulativo de la población, a medida que diferentes grupos se dejan atraer durante períodos variables por el empleo industrial y comercial, grupos que eran más tarde abandonados a la deriva, lo que los reconducía a su hábitat rural de origen.

Una gran parte de los desgastes sociales causados al campo inglés provinieron, en primer lugar, de la acción desorganizadora que el comercio ejerció directamente sobre el propio campo. La Revolución agraria precedió claramente a la Revolución industrial. El cierre de las tierras comunales, las enclosures, y las concentraciones de tierras que acompañaron a un nuevo progreso importante de los métodos agrícolas, tuvieron un poderoso efecto de cambio. La guerra contra los cottages, la absorción de sus huertos y de sus tierras colindantes, así como la confiscación del terreno de uso de las tierras comunales, privaron a la industria a domicilio de sus dos principales pilares: las ganancias familiares y el soporte agrícola. Mientras la industria a domicilio estuvo complementada por las facilidades y las comodidades provenientes de un pequeño huerto, de un trozo de terreno o de los derechos de pasto, el trabajador no dependía enteramente de sus ganancias en dinero: el campo de patatas o las ocas, una vaca o, incluso, un asno en las tierras comunales constituían otro panorama; y las ganancias familiares jugaban el papel de una especie de seguro contra el paro. Era, pues, inevitable que la racionalización de la agricultura cortase las raíces del trabajador y pusiese en peligro su seguridad social.

En las ciudades, los efectos de esta nueva plaga que era la fluctuación del empleo se manifestaban claramente. Se pensaba generalmente que el trabajo en la industria carecía de futuro. «Los obreros que hoy tienen pleno empleo pueden encontrarse mañana en la calle mendigando su pan...» escribía David Davies, quien añadía además: «La incertidumbre de la situación de los trabajadores es el resultado más perverso de estas innovaciones».

«Cuando una ciudad que tiene una manufactura se ve privada de ella, sus habitantes sufren, por decirlo así, una parálisis, y se convierten instantáneamente en una clientela para los socorros parroquiales. Pero el mal no muere con esta generación...». En efecto, durante este mismo tiempo, la división del trabajo ejerce su venganza, y resulta así vano que el artesano sin trabajo regrese a su pueblo, ya que «el tejedor no sabe emplear sus manos en otra cosa». La irreversibilidad fatal de la urbanización producía el hecho que Adam Smith había previsto, cuando describía al trabajador industrial como intelectualmente inferior al más pobre de los trabajadores de la tierra, ya que estos últimos podían, por lo general, dedicarse a cualquier tarea. Sin embargo, hasta la época en que Adam Smith publica su Riqueza de las naciones, el pauperismo no había aumentado de forma alarmante.

A lo largo de los veinte años siguientes, el panorama se modificó a gran velocidad. Burke, en los Thoughts and Details on Scarcity que presentó a Pitt en 1795, admitía que a pesar del progreso general había existido «un reciente ciclo desafortunado de veinte años». En realidad, durante los diez años que siguieron a la guerra de los Siete Años 1763, el desempleo aumentó de manera notable y con él los socorros a domicilio. Por primera vez se comprobó que un boom comercial iba acompañado de síntomas de una creciente necesidad entre los pobres. Esta aparente contradicción se iba a convertir en Occidente, para la siguiente generación, en el más inquietante de los fenómenos que de forma persistente se manifestaban en la vida social. El espectro de la superpoblación comenzaba a inquietar las conciencias. William Townsend en su Dissertation on the Poor Laws lanzó el siguiente aviso: «Si exceptuamos la especulación, resulta un hecho comprobado en Inglaterra que disponemos de más almas de las que podemos alimentar y de muchas más de las que podríamos emplear útilmente en el actual sistema jurídico». En 1776, Adam Smith reflejaba el sentimiento de un progreso tranquilo. Townsend, que escribía diez años más tarde, veía ya avecinarse el filo de la guadaña.

 Y, sin embargo, muchos acontecimientos iban a producirse antes del día en el que un hombre tan alejado de la política y tan favorecido por el éxito como el escocés Telford – constructor de puentes y hombre realista diese libre curso a amargas lamentaciones y declarase que había que esperar muy pocos cambios de las formas habituales de gobierno y que la revolución era la única esperanza. Estas reflexiones se produjeron cinco años después de las reflexiones optimistas de Adam Smith. Un solo ejemplar de los Derechos del hombre y del ciudadano de Paine, que Telford envió a su pueblo de origen, provocó un motín. París catalizaba entonces la fermentación de Europa.

Canning estaba convencido de que la legislación sobre los pobres había salvado a Inglaterra de una revolución. Pensaba concretamente en los años de 1790 y en las guerras con Francia. Una nueva fiebre de cercados hizo descender el nivel de vida de los pobres en las zonas rurales. J. H. Clapham, apologista de estas enclosures, reconoció «la sorprendente coincidencia entre las regiones en las que los salarios tuvieron el aumento más sistemático procedente de los impuestos para los pobres y aquellas que contaban con el mayor número de enclosures». En otros términos, si no hubiese sido por la ayuda a los salarios, los pobres se habrían encontrado por debajo del mínimo nivel de subsistencia en amplias zonas de la Inglaterra rural. Los incendios de almiares causaban estragos. El Popgun Plot encontró una amplia resonancia. Los motines eran frecuentes, y los rumores de asonadas más frecuentes aún. En Hampshire y también en otros lugares los tribunales amenazaron con aplicar la pena de muerte a quienes intentasen «hacer descender por la fuerza el precio de las mercancías, tanto en el mercado como en los caminos». Al mismo tiempo, los magistrados del mismo condado reclamaban, sin embargo, insistentemente la concesión general de subvenciones a los salarios. La hora de la acción preventiva, evidentemente, había llegado.

¿Cómo explicar que entre todas las posibles vías de salida se eligiese entonces la que se reveló más tarde como la más impracticable? Consideremos la situación y los intereses en juego. El squire y el pastor gobernaban el pueblo. Townsend resume el panorama del momento cuando afirma que el gentleman terrateniente mantenía las manufacturas «a la distancia conveniente», pues «consideraba que las manufacturas fluctúan; que la ventaja que puede sacar de ellas es muy inferior a la carga que implica para sus bienes...». Esta carga consistía principalmente en dos efectos, aparentemente contradictorios, que provocaban las manufacturas: el incremento del pauperismo y el aumento de los salarios. Esos dos efectos, sin embargo, no eran contradictorios más que si se suponía la existencia de un mercado concurrencial del trabajo, que habría generado la tendencia a la disminución del paro reduciendo los salarios de quienes tenían un empleo. En ausencia de tal mercado la Ley de domicilio estaba todavía vigente, pauperismo y salarios podían aumentar simultáneamente. En estas condiciones, el «coste social» del desempleo urbano repercutía en primer lugar en los pueblos de origen, a los que con frecuencia retornaban los parados. Los elevados salarios de las ciudades constituían un peso mucho más gravoso sobre la economía rural. Los salarios agrícolas eran superiores a lo que el farmer podía soportar, aunque inferiores a lo que permitía al obrero agrícola subsistir. Parece evidente que el propietario agrícola no podía competir con los salarios urbanos. Por otra parte, existía generalmente un acuerdo tácito sobre la necesidad de abolir o al menos de dulcificar la Ley de domicilio, de tal modo que se ayudase a los trabajadores a encontrar empleo y a los patronos a encontrar trabajadores. Se estimaba que esto acrecentaría en todas partes la productividad del trabajo y haría disminuir el peso real de los salarios. Pero la cuestión inmediata de la diferencia de salarios entre el campo y la ciudad se haría mucho más apremiante para el primero si se permitía que los salarios «encontrasen su propio nivel». El flujo y reflujo del empleo industrial, en alternancia con los espasmos del desempleo, conmocionaban más que nunca la vida de las comunidades rurales. Era preciso construir un dique que protegiese a las comarcas rurales de la riada producida por la subida de salarios. Había que encontrar métodos para defender la vida rural de la dislocación social, reforzar la autoridad tradicional, impedir la sangría de la mano de obra rural y aumentar los salarios agrícolas sin apremiar demasiado al agricultor. La ley de Speenhamland fue el instrumento apropiado. Arrojada en las turbulentas aguas de la Revolución industrial, estaba condenada a provocar un remolino económico. El squire, cuyos intereses prevalecían en el pueblo, estimaba sin embargo que esta ley, por sus efectos sociales, servía perfectamente para afrontar la situación. Desde el punto de vista de la administración de la legislación sobre los pobres, Speenhamland representó un cruel paso atrás. La experiencia de doscientos cincuenta años había mostrado que la parroquia era una unidad demasiado pequeña para administrar la Ley de pobres, ya que no se podía hacer frente de un modo idóneo al problema planteado por los indigentes mientras no se distinguiese entre los pobres válidos, por una parte, y los niños, enfermos y viejos, por otra. Es como si en la actualidad un ayuntamiento intentase gestionar por sí solo el seguro de desempleo, o como si este seguro se confundiese con la ayuda a los jubilados. En suma, únicamente durante cortos períodos, la administración de la Ley de pobres resultó más o menos eficaz y ello cuando era a la vez nacional y diferenciada. Uno de estos períodos es el que va de 1590 a 1640, bajo Burleigh y Laúd, cuando la Corona administró la Ley de pobres por medio de los jueces de paz y cuando se lanzó un ambicioso programa de construcción de albergues al mismo tiempo que se imponía la obligación de trabajar. La Commonwealth (16421660) destruyó no obstante de nuevo lo que entonces se denunció como el gobierno personal de la Corona; por ironías del destino la Restauración completó la obra de la Commonwealth. La Ley de domicilio de 1662 confirió por largo tiempo a la Ley de pobres la base restringida de la parroquia ya que hasta el tercer decenio del siglo XVIII la legislación dejó de interesarse por la pobreza. En fin, en 1772 comenzaron los esfuerzos en una perspectiva diferenciadora. Workhouses, distintas de las poorhouses locales, debían ser construidas entre varias parroquias. Se autorizó la concesión circunstancial de socorros a domicilio, porque para entrar en las workhouses era preciso demostrar previamente que se padecía necesidad. En 1782, con la Ley Gilbert, se hizo un gran esfuerzo para ampliar las unidades administrativas, promoviendo la creación de parroquias unidas. En esta época, se pidió que las parroquias buscasen empleos a las personas útiles de la comarca. Esta política debía de completarse mediante socorros a domicilio e, incluso, mediante complementos salariales, con el fin de que disminuyese el coste de los socorros a los pobres útiles. A pesar de que la creación de uniones de parroquias no era obligatoria, sino simplemente aconsejada, suponía un progreso hacia unidades administrativas mayores, así como en vistas a la diferenciación de las diversas categorías de pobres asistidos. La Ley Gilbert, a pesar de los defectos del sistema, fue por tanto una tentativa en la buena vía, y, mientras los socorros a domicilio y los complementos salariales no fuesen más que auxiliares de una legislación social positiva, no tenían por qué resultar fatales para una solución racional. Speenhamland puso punto final al movimiento de reforma. Al generalizar los socorros a domicilio y los complementos salariales, esta ley no siguió los pasos, como se ha afirmado erróneamente, de la Ley Gilbert, sino que invirtió totalmente la tendencia y demolió por completo el sistema legal isabelino relativo a los pobres. La distinción tan trabajosamente conseguida entre workhouse y poorhouse carecía, pues, ya de sentido. Las diversas categorías de indigentes y de pobres útiles se confundieron a partir de ahora en una masa indiferenciada de pobreza dependiente. De hecho se produjo todo lo contrario a un proceso de diferenciación: la workhouse se fundió con la poorhouse y ésta última tendió progresivamente a desaparecer; de nuevo la parroquia fue la única y última unidad de ese verdadero broche de oro de degeneración institucional.

 Speenhamland tuvo incluso como efecto el refuerzo de la autoridad del squire y del pastor, en la medida en que tal cosa fuese aún posible. La «beneficencia indiscriminada del poder», que los inspectores de pobres tanto deploraban, no hubiese podido ejercerse mejor que en esa especie de «socialismo tory», en el que los jueces de paz manejaban este poder de beneficencia, mientras que era la clase media rural quien soportaba el peso de los impuestos locales. La mayor parte de la yeomanry había desaparecido desde hacía tiempo con las vicisitudes de la Revolución agrícola, y a los ojos de los potentados agrícolas, los arrendatarios vitalicios y los propietarios únicos ocupantes que quedaban tendían a confundirse con los cottagers y los que poseían parcelas, formando todos ellos una clase social. Dichos potentados no distinguían muy bien entre los necesitados y aquellos con recursos que en un momento dado podían encontrarse en un estado de necesidad; desde la atalaya en la que contemplaban la dura vida del pueblo no parecía que existiese una línea de demarcación clara entre los pobres y los indigentes, y, después de un mal año, no se sorprendían quizás excesivamente al saber que un pequeño farmer tendría que vivir «de los impuestos» después de haberse visto arruinado. En realidad, estos casos no eran frecuentes, pero la posibilidad misma de que se produjesen ponía de evidencia el hecho de que un cierto número de contribuyentes eran pobres. En general, la relación que existía entre el contribuyente y el indigente era un tanto parecida a la que existe en nuestra época entre el que tiene un empleo y el parado; distintos sistemas de seguros hacen recaer en el que trabaja la carga de mantener al parado temporal. El contribuyente típico sin embargo no tenía habitualmente derecho a los socorros, y el obrero agrícola medio no pagaba tasas. Desde el punto de vista político, Speenhamland reforzó las ventajas que el squire tenía sobre los pobres del pueblo, mientras que debilitó las que tenía la clase media rural.

El elemento más irracional del sistema era la economía propiamente dicha. A la pregunta «¿quién paga Speenhamland?» resultaba difícil encontrarle una respuesta. Lo fundamental de la carga incumbía directamente por supuesto a los contribuyentes, pero los agricultores obtenían una compensación parcial con los bajos salarios que debían de pagar a sus obreros bajos salarios que provenían directamente del sistema de Speenhamland; por otra parte, el farmer obtenía con frecuencia la devolución de una parte de sus impuestos, siempre que estuviese dispuesto a emplear a un campesino que, de otro modo, tendría que ser socorrido. De aquí se deriva la tendencia a poner al amparo del sistema las cocinas y los corrales de granjas superpobladas de brazos inútiles, entre los que no faltaban los poco esforzados. Por lo que se refiere al trabajo realizado por quienes eran de hecho asistidos, se lo podía obtener todavía más barato. Tenían con frecuencia que trabajar esporádicamente en diferentes lugares como roundsmen, pagados únicamente con alimentos o vendidos al mejor postor en los corrales del pueblo por algunos peniques al día. El valor de este trabajo forzado, por así decir servil, es otra cuestión. Para coronar este sistema se atribuían a veces a los pobres ayudas domiciliarias, mientras que los propietarios de los cottages sin escrúpulos hacían dinero pidiendo por estos alojamientos insalubres alquileres desorbitados; era probable además que las autoridades del pueblo cerrasen los ojos ante esta situación siempre que se pagasen los impuestos sobre estos tugurios. Es evidente que semejante entrecruzamiento de intereses mina todo el sentido de las responsabilidades económicas y favorece todo tipo de pequeñas corrupciones.

Speenhamland, sin embargo, en un sentido más amplio resultó rentable. Este sistema se inició como una forma de ayuda a los salarios, aparentemente para beneficio de los asalariados, pero de hecho los recursos públicos se utilizaron para subvencionar a los patronos. El sistema de subsidios produjo como principal efecto el descenso de los salarios por debajo del nivel de subsistencia. En las regiones completamente pauperizadas, los agricultores no contrataban a trabajadores agrícolas poseedores todavía de una parcela de tierra, «puesto que ningún poseedor de bienes tenía derecho a los socorros parroquiales y el salario normal era tan bajo que, sin algún tipo de subsidio, no era suficiente para un hombre casado». El resultado fue que, en determinadas regiones, sólo quienes se beneficiaban de un subsidio tenían la posibilidad de ser empleados, mientras que quienes intentaban vivir al margen de las ayudas de los contribuyentes y ganar la vida con su propio esfuerzo no encontraban fácilmente trabajo. En el conjunto del país, sin embargo, la mayoría de los trabajadores pertenecía sin duda alguna a este último grupo y los propietarios, en tanto que clase, obtenían con ello un beneficio suplementario puesto que se beneficiaban de la debilidad de los salarios, sin tener que remediar la situación teniendo que recurrir al producto de los impuestos. Un sistema tan antieconómico estaba condenado a la larga a afectar a la productividad del trabajo, y a provocar una disminución de los salarios normales y, en fin, hasta del propio baremo fijado por los magistrados en beneficio de los pobres. En los años 1820, el baremo del pan fue de hecho rebajado en diversos condados, y los miserables ingresos de los pobres se vieron así todavía más mermados. Entre 1815 y 1830 el baremo de Speenhamland que era, poco más o menos, el mismo para todo el país, sufrió la amputación de casi un tercio (también esta reducción fue prácticamente universal)... Clapham se pregunta si la rémora total de los impuestos ha sido tan pesada como parecen hacernos creer las protestas que surgieron de un modo bastante inesperado. Y tiene razón, pues si el aumento de los impuestos fue espectacular, hasta el punto de que debió ser percibido en determinadas regiones como si se tratase de una calamidad, parece muy probable que lo que ha dado origen a la exaltación crítica no fue tanto el propio impuesto, cuanto el efecto económico de la ayuda a los salarios sobre la productividad del trabajo. La Inglaterra meridional, que fue la que más duramente sufrió las consecuencias, no llegaba a gastar el 3,3% de sus rentas en impuestos para los pobres carga que Clapham estimaba muy soportable, si se tiene en cuenta que una parte considerable de esta suma «iba a parar a los pobres bajo forma de salario». De hecho, en los años 1830, el monto total de los impuestos no dejó de disminuir y, teniendo en cuenta el aumento del bienestar nacional, es probable que su peso relativo disminuyese todavía más rápidamente. En 1818, las cantidades realmente gastadas en socorros a los pobres representaban en total cerca de ocho millones de libras; en 1826, habían descendido progresivamente hasta alcanzar la cifra de menos de seis millones, mientras que la renta nacional crecía rápidamente. Y, a pesar de todo, las críticas contra Speenhamland eran cada vez más virulentas pues, según parece, la deshumanización de las masas empezaba a paralizar la vida nacional y, concretamente, a obstaculizar las energías de la propia industria.

Speenhamland precipitó una catástrofe social. Nos hemos acostumbrado a rechazar las sombrías descripciones de los inicios del capitalismo, como si se tratasen de simples pretextos para ablandar fácilmente los corazones. No hay nada que justifique, sin embargo, semejante actitud. El cuadro que pinta Harriet Martineau, ardiente apóstol de la reforma de la Ley de pobres, coincide con el de los propagandistas cartistas, organizadores de una revuelta contra esta misma ley. Los hechos publicados en el famoso Repon of the Commission on the Poor Law (1834), que preconizaba la inmediata abolición de la Ley de Speenhamland, habrían podido servir como material a la campaña de Dickens contra la política de esta Comisión. Ni Charles Kingsley ni Friedrich Engels, ni Blake, ni Carlyle se equivocaron al afirmar que la imagen del hombre se había visto profanada por una terrible catástrofe. Y, más impresionante aún que los gritos de sufrimiento y de cólera modulados por poetas y filántropos, fue el silencio glacial que mantuvieron Malthus y Ricardo sobre las escenas que hicieron posible el nacimiento de su filosofía de maldición secular.

La conmoción social provocada por la máquina, las condiciones en las que el hombre se veía condenado a partir de ahora a servirla, tuvieron numerosas consecuencias, sin duda ninguna fatales. La civilización rural de Inglaterra carecía de ese medio urbano del que surgieron más tarde las ciudades industriales del continente europeo. En las nuevas ciudades no existía una burguesía urbana establecida, ninguno de esos núcleos de artesanos y obreros, de respetables pequeños burgueses y ciudadanos por cuyo tamiz habrían podido asimilarse esos groseros laborers que, atraídos por los altos salarios o expulsados de la tierra por las intrigas de los cercadores, trajinaban en las primeras fábricas. La ciudad industrial de los Midlands y del Noroeste era un desierto cultural; sus tugurios no hacían más que reflejar la ausencia de tradiciones y la carencia de ese respeto por uno mismo que convierte a un hombre en ciudadano. Arrojado en el triste barrizal de la miseria, el campesino emigrante, es decir, el antiguo yeoman, o el copyholder se transformaban rápidamente en indefinibles animales del fango. Y no es porque estuviesen mal pagados ni, incluso, porque trabajasen demasiado tiempo cosa que ocurrió con frecuencia y hasta el exceso, sino porque vivían ahora en condiciones materiales que eran la negación misma de lo que se entiende por forma humana de vida. Los negros de las selvas africanas, que se encontraban apiñados en sótanos y que apestaban, palpitantes, en las bodegas de un navío negrero, han podido sentir algo parecido a lo que ellos sentían. Pero, sin embargo, todo esto no era irremediable. En la medida en que un hombre tuviese un estatuto al que agarrarse, un modelo fijado por sus padres o por sus amigos podía luchar para conservarlo y estar a gusto consigo mismo. Ahora bien, en el caso del laborer esto sólo podía realizarse de una manera: constituyéndose en miembro de una nueva clase. Si no era capaz de ganar su vida con su propio trabajo, ya no era un trabajador, sino más bien un indigente. La suprema abominación de Speenhamland consistió justamente en reducirlo artificialmente a este estado. Un ambiguo acto de humanitarismo impidió que los laborers se instituyesen en clase económica y los privó así del único medio para evitar la suerte a la que estaban condenados por la gran máquina económica.

Speenhamland fue un instrumento fatal de la desmoralización popular. Si una sociedad humana es una máquina que produce por sí misma las condiciones para perpetuar los modelos sobre los que ha sido construida, Speehamland fue un autómata destinado a destruir los modelos susceptibles de fundar cualquier tipo de sociedad. Esta ley no hizo más que promover el tiro al blanco y estimular a quienes pretendían sacar partido de su supuesta deficiencia; enmascaró bajo formas seductoras el pauperismo y lo promovió precisamente en el momento crítico en el que los hombres intentaban evitar la suerte de los miserables. Una vez que el hombre entraba en un asilo fracasaba generalmente si él y su familia habían pasado algún tiempo «viviendo de los socorros», quedaba aprisionado en una trampa de la que difícilmente podía ya salir. La cortesía y el amor propio nacidos de una tradición se degradaban rápidamente en la promiscuidad de la poorhouse, en donde cada uno debía cuidar de que no se lo considerase en mejor situación que a su vecino por miedo a verse obligado a buscar trabajo en lugar de remolonear sin hacer nada gracias a la asistencia comunal. «El impuesto para los pobres se había convertido en un botín público (...). Para obtener su parte, los brutos maltrataban a los administradores, los libertinos mostraban sus hijos bastardos a los que había que alimentar, los perezosos se cruzaban de brazos y esperaban el momento adecuado para beneficiarse, los muchachos y muchachas sin cultura se casaban, los cazadores furtivos, ladrones y prostitutas la obtenían mediante intimidación, los jueces rurales la prodigaban para hacerse populares y los guardianes por comodidad. Así funcionaban los fondos de socorros (...)». «En lugar del número necesario de trabajadores para cultivar la tierra, el agricultor empleaba el doble, ya que los salarios eran pagados en gran parte a partir de los impuestos. Estos obreros no estaban bajo su autoridad trabajaban o no a su aire, dejaban que se degradase la calidad de la tierra y evitaban a la vez que se empleasen mejores laborers, que habrían trabajado más duramente para conservar su independencia. De este modo, los mejores caían al bajo nivel de los peores; el cottager contribuyente, tras haber luchado en vano, iba a solicitar un subsidio a la caja parroquial (...)». Así describe la situación Harriet Martineau. Los tímidos liberales que escribieron más tarde han sido ingratos con este apóstol de su propio credo que los precedió y que escribía con franqueza. Y, sin embargo, incluso sus exageraciones, criticadas por sus sucesores, ponían de relieve lo que estaba sucediendo. Harriet Martineau pertenecía a esa clase media que vivía con dificultades y a quien su pobreza decente hacía más sensible para percibir la complejidad moral de la legislación sobre los pobres. Comprendía y expresaba claramente la necesidad que tenía la sociedad de una nueva clase, una clase de «trabajadores independientes». Eran los héroes de sus sueños y llega hasta poner en boca de un parado crónico, que rechaza los socorros, las siguientes palabras dirigidas con orgullo a uno de sus colegas que ha optado por ellos: «esta es mi posición y desafío a quien se atreva a menospreciarme. Podría colocar a mis hijos en medio de la nave de la iglesia y desafiar a quien se burlase de ellos y se riese de su posición social. Es posible que existan personas más sabias y más ricas que yo, pero no más honorables». Los notables de la clase dirigente aún no se habían dado cuenta de que tenían necesidad de esta nueva clase de hombres. Martineau subrayaba «el error vulgar de la aristocracia, que imaginaba que únicamente existía una clase en la sociedad por debajo de la afortunada clase con la que se veía obligada a establecer negocios». Lord Eldon deploraba, por su parte, al igual que otros más precavidos, que «se incluyese bajo una sola rúbrica (las clases bajas) a todas las personas situadas por debajo de los banqueros más ricos: manufactureros, comerciantes, artesanos, obreros e indigentes (...). Como afirmaba Martineau con pasión, de la diferenciación entre estas dos últimas categorías dependía el futuro de la sociedad. «Fuera de la distinción entre soberano y sujeto, escribe, no existe en Inglaterra diferencia social tan amplia como la que separa al trabajador independiente del indigente, y confundirlos constituye una manifestación de ignorancia, inmoralidad y ausencia de visión política». Evidentemente, tales manifestaciones no corresponden en nada a los hechos; Speenhamland había anulado la diferencia entre estos dos grupos sociales. Se trataba, más bien, de la afirmación de una política que se basaba en una previsión profética. Esta política era la de los comisarios de la reforma de la legislación de pobres; la profecía anunciaba un mercado de trabajo libre y concurrencial que tendría como consecuencia la formación de un proletariado industrial. La abolición de Speenhamland fue la auténtica partida de nacimiento de la clase obrera moderna, a quien sus inmediatos intereses destinaban a convertirse en la clase protectora de la sociedad frente a los peligros inherentes a la civilización de la máquina. Pero, cualquiera que fuese el futuro reservado a esta clase, se puede decir que en la historia aparecieron a la vez la economía de mercado y la clase obrera. El odio hacia los socorros públicos, la desconfianza hacia la acción del Estado, el acento puesto en la respetabilidad y la independencia permanecieron durante generaciones siendo las características del obrero británico.

La abolición de Speenhamland fue obra de una nueva clase social que hacía su entrada en la escena de la historia: la burguesía inglesa. Los propietarios agrícolas no podían llevar a cabo la tarea de transformar la sociedad en economía de mercado. Antes de que esta transformación se iniciase con buen pie era necesario abolir decenas de leyes y votar decenas de otras nuevas. El Parlamentary Reform Bill de 1832 privó a los burgos en descomposición de su representación y concedió definitivamente el poder, en la Cámara de los Comunes, a los plebeyos. Su primera gran medida de reforma fue la abolición de Speenhamland. En la actualidad, cuando percibimos bien hasta que punto los métodos paternalistas que implicaba esta ley se habían incorporado a la vida del país, podemos comprender mejor por qué los partidarios de la reforma, incluso los más radicales, dudaron a la hora de proponer un período de transición inferior a diez o quince años. En realidad, la reforma se produjo con tal brusquedad que resulta absurda la leyenda según la cual los ingleses hacen las cosas paso a paso, leyenda cultivada inmediatamente después, cuando se necesitaron argumentos contra una reforma radical. El choque brutal causado por este acontecimiento se convirtió durante generaciones en una pesadilla para la clase obrera inglesa. Esta operación, tan desgarradora, debe su éxito, sin embargo, a la profunda convicción de amplias capas de la población, incluidos los obreros, que creían que el sistema que aparentemente los ayudaba en realidad los despojaba, y que el «derecho a vivir» era la enfermedad que conducía a la muerte.

La nueva ley establecía que en el futuro no se concedería ningún socorro a domicilio. La administración de los socorros debería ser nacional y diferenciada. En este sentido constituyó también una reforma completa. Naturalmente se puso fin a la ayuda a los salarios. El examen de entrada a las workhouses fue restablecido, aunque en un sentido nuevo. Ahora el candidato tenía que decidir si estaba tan desprovisto de recursos como para tener que frecuentar por su propia voluntad un albergue que deliberadamente había sido convertido en un espacio del horror. La workhouse se vio estigmatizada, y residir en ella se convirtió en una tortura moral y psicológica, en su interior se cumplimentaban las exigencias de higiene y decencia, utilizadas en realidad como pretexto para llevar a cabo otras desposesiones. Ya no eran los jueces de paz ni los inspectores locales quienes debían de aplicar la ley, sino autoridades con competencias más amplias los guardianes que ejercían una vigilancia central de carácter dictatorial. Incluso la muerte de un indigente se convirtió en un acto en el cual, sus propios semejantes, renunciaban a la solidaridad.

En 1834, el capitalismo industrial estaba a punto de ponerse en marcha y la reforma de la legislación de pobres dio la señal de salida. La Ley de Speenhamland, que había protegido a la Inglaterra rural y por tanto a la población trabajadora en general contra la fuerza del mecanismo de mercado, corroía a la sociedad hasta la médula. En el momento de su abolición, masas enormes de trabajadores parecían más bien espectros que pueblan las noches de pesadillas que seres humanos. Pero, si los obreros estaban físicamente deshumanizados, las clases poseedoras estaban moralmente degradadas. La unidad tradicional de una sociedad cristiana dejaba paso, en el caso de los ricos, al rechazo a reconocer su responsabilidad en la situación en la que se encontraban sus semejantes. Las «Dos Naciones» comenzaban a configurarse. Para asombro de los espíritus reflexivos, una riqueza inaudita iba acompañada inseparablemente de una pobreza también insólita. Los eruditos proclamaban al unísono que se había descubierto una ciencia que no dejaba ninguna duda acerca de las leyes que gobernaban el mundo de los hombres. En nombre de la autoridad de estas leyes, desapareció de los corazones la compasión, y una determinación estoica a renunciar a la solidaridad humana, en nombre de la mayor felicidad del mayor número posible de hombres, adquirió el rango de una religión secular.

El mecanismo del mercado se fortalecía y reclamaba a grandes voces la necesidad de alcanzar su culmen: era necesario que el trabajo de los hombres se convirtiese en una mercancía. El paternalismo reaccionario había intentado en vano oponerse a esta necesidad. Liberados de los horrores de Speenhamland, los hombres se precipitaron ciegamente hacia el refugio de una utópica economía de mercado.

 


 

CAPÍTULO IX

PAUPERISMO Y UTOPÍA

 

El problema de la pobreza gravitaba en torno a dos temas estrechamente ligados entre sí: el pauperismo y la economía política. Aunque tenemos la intención de tratar separadamente su impacto sobre la conciencia moderna, ambos forman parte de un todo indivisible: el descubrimiento de la sociedad.

Hasta la época de Speenhamland había sido imposible encontrar una respuesta satisfactoria al enigma de la pobreza. Existía no obstante entre los pensadores del siglo XVIII una opinión común: la indisolubilidad existente entre pauperismo y progreso. No es en las regiones desérticas o en las naciones más bárbaras en donde se encuentra el mayor número de pobres sino, como escribía John M'Farlane en 1782, en aquellas más fértiles y civilizadas. El economista italiano Giammaria Ortes formula el axioma de que la riqueza dé una nación corresponde a su población; y que su miseria corresponde a su riqueza (1774). Incluso Adam Smith escribe, con su prudente estilo, que los salarios más elevados no se dan en los países más ricos. M'Farlane no avanza, pues, una opinión insólita cuando manifiesta su convicción de que, ahora que Inglaterra se aproxima al cénit de su grandeza, «el número de pobres continuará en aumento».1 Para un inglés, prever la estagnación del comercio consiste simplemente en hacerse eco de una opinión generalizada, pues, si bien fue sorprendente el crecimiento de las exportaciones durante el medio siglo que precedió a 1782, más llamativos fueron aún los altibajos del comercio. Este comenzaba por entonces a rehacerse del marasmo que había reducido la cifra de exportaciones al nivel que presentaba casi un siglo antes. Para los contemporáneos, la gran expansión del comercio y el aparente crecimiento de la prosperidad nacional, que habían seguido a la guerra de los Siete Años, expresaban clara y llanamente que tras Portugal, España, Holanda y Francia, le había llegado su hora a Inglaterra. Este crecimiento rápido pertenecía ya al pasado y no existía razón alguna para creer que continuarían las mejoras, ese progreso que simplemente parecía ser la consecuencia de una guerra ganada. Como ya hemos señalado, casi todo el mundo esperaba una disminución del comercio.

En realidad, la prosperidad estaba allí, a la vuelta de la esquina, una prosperidad de proporciones gigantescas destinada a convertirse en una nueva forma de vida y ello no sólo para un país, sino para toda la humanidad. Ni los hombres de Estado, ni los economistas habían tenido, sin embargo, la menor premonición de lo que se avecinaba. Por lo que se refiere a los hombres de Estado, su indiferencia pudo prolongarse, ya que durante dos generaciones todavía el crecimiento vertiginoso de las cifras del comercio no hizo más que atenuar la miseria popular. Pero, en el caso de los economistas, esta imprevisión fue particularmente funesta, puesto que elaboraron el conjunto de su sistema teórico durante esta riada de «anormalidad», justo cuando un formidable crecimiento del comercio y de la producción estaban acompañados de un enorme aumento de la miseria humana los fenómenos aparentes sobre los que se fundaron los principios de Malthus, de Ricardo y James Mill reflejaban únicamente tendencias paradójicas que prevalecieron durante un período de transición claramente definido.

La situación era ciertamente desconcertante. Los pobres habían hecho su primera aparición en Inglaterra en la primera mitad del siglo XVI. Se manifestaron en tanto que individuos no ligados a las casas señoriales o a «una autoridad feudal», y su transformación progresiva en una clase de trabajadores libres fue el producto, a la vez, de la feroz persecución del vagabundeo y del impulso que recibió la industria del país, enormemente apoyada por la expansión continua del comercio exterior. Durante el siglo XVII el pauperismo es mencionado con mucha menos frecuencia, y hasta la tajante medida que supuso la Ley de domicilio se adoptó sin mediar una discusión pública. Cuando a finales de este siglo se retomó la discusión, la utopía de Tomás de Moro y las antiguas leyes de pobres databan ya de más de ciento cincuenta años, de tal forma que la disolución de los monasterios y la rebelión de Kett estaban ya olvidadas desde hacía tiempo. Durante este periodo siempre habían existido, aquí y allá, el cercamiento y el acaparamiento de tierras, por ejemplo bajo el reinado de Carlos I, pero en términos generales las nuevas clases ya estaban asentadas. Además, mientras que a mediados del siglo XVI los pobres constituían un peligro para la sociedad sobre la que se abalanzaban como si se tratara de un ejército enemigo, a finales del siglo XVII su presencia se circunscribía casi exclusivamente al ámbito de la fiscalidad local. Por otra parte, la sociedad ya no era una sociedad semifeudal sino una sociedad semicomercial, en la que sus miembros representativos eran partidarios del trabajo y no podían aceptar la opinión medieval según la cual la pobreza no era un problema, ni tampoco la de los afortunados cercadores de tierras que opinaban que los parados eran simplemente perezosos que no querían trabajar. A partir de este momento las ideas sobre el pauperismo comenzaron a reflejar una perspectiva filosófica que sustituía a las viejas cuestiones teológicas sobre el tema. Las opiniones sobre los pobres coinciden cada vez más con las ideas sobre la existencia. De ahí la diversidad y la aparente confusión de esas ideas, pero también su interés excepcional para la historia de nuestra civilización.

Los cuáqueros, que han sido los pioneros en la exploración de las modernas posibilidades de existencia, han sido los primeros en reconocer que el paro involuntario debía de ser el resultado de algún defecto existente en la organización del trabajo. Con la misma sólida fe que tenían en sus métodos y en sus negocios aplicaron a sus pobres el principio del «ayúdate a ti mismo», principio colectivo que practicaban ocasionalmente como objetores de conciencia, cuando querían evitar mantener a las autoridades pagando su pensión en la cárcel. Lawson, un cuáquero lleno de celo, publicó un Appeal to the Parliament Concerning the Poor that there be no beggar in England a modo de manifiesto en el que se proponía establecer bolsas de trabajo en el sentido que tienen actualmente las oficinas de empleo. Esto ocurría en 1660. Diez años antes, Henry Robinson había propuesto la creación de una «Oficina de direcciones y encuentros». El gobierno de la Restauración favoreció, sin embargo, métodos más realistas; la Ley de domicilio de 1682 iba directamente a contracorriente de todo el sistema racional de bolsas de trabajo que habrían podido crear un mercado de trabajo más amplio; la domiciliación (settlement), término utilizado por vez primera en dicha Ley, ligaba el trabajo a la parroquia.

Tras la Gloriosa Revolución (1688) la filosofía cuáquera encontró en John Bellers un verdadero adivino del curso que iban a seguir las ideas sociales en un futuro muy próximo. Su propuesta de establecer Colleges of lndustry, que data de 1695, surgió en la atmósfera de las asambleas de menesterosos, en las que las estadísticas servían muchas veces para dar una precisión científica a las acciones religiosas de asistencia 2; de este modo, el tiempo de ocio obligado de los pobres podría reportar beneficios. Este proyecto no se basa en los principios de una bolsa de trabajo sino en algo muy diferente, en el intercambio de trabajo. En el primer caso la idea era encontrar a alguien que emplease al parado, mientras que en el segundo los trabajadores no tenían necesidad de un patrón, siempre y cuando pudiesen intercambiar directamente sus trabajos. Como decía Bellers «el trabajo de los pobres es la mina de los ricos», ¿por qué entonces no podían los pobres satisfacer sus necesidades explotando esas riquezas en beneficio propio, obteniendo incluso beneficios suplementarios? Bastaba con organizarlos en un College o corporación en el que pudiesen realizar sus trabajos en común. Este proyecto ha estado en el centro de todo el pensamiento socialista ulterior sobre la pobreza, ya se trate de las Villages of Union de Owen, de los falansterios de Fourier, de los Bancos de cambio de Proudhon, de los talleres nacionales de Louis Blanc, de los Nationale Werkstátten de Lassalle, o incluso de los planes quinquenales de Estalin.

El libro de Bellers contenía en germen la mayoría de las proposiciones que han tenido que ver con la solución de este problema desde que comenzaron a producirse las grandes conmociones creadas por las máquinas en la sociedad moderna. «Esta asociación, este College, va a hacer del trabajo y no del dinero el criterio a través del cual se van a evaluar toda las cosas necesarias». Estaba prevista la formación de un «College de todo tipo de oficios útiles en el que los trabajadores producirían sin descanso unos para otros». La relación entre bonos de trabajo, ayuda y cooperación es significativa. Los trabajadores, en número de trescientos, debían de mantenerse a sí mismos y trabajar en común para ganarse estrictamente la subsistencia; «lo que trabajasen de más debía de ser pagado». Es así como se combinaban las raciones de subsistencia con una paga en función de los resultados obtenidos. En el caso de algunas experiencias poco importantes de ayuda, el suplemento económico iba a parar a la Asamblea de menesterosos y se gastaba en otros miembros de la comunidad cuáquera. Este suplemento llegó a adquirir un gran futuro: la idea nueva del beneficio era la panacea de esta época. ¡El proyecto nacional de Bellers para la asistencia a los parados iba de hecho a convertirse en la base misma del beneficio para los capitalistas! En el mismo año de 1696, John Cary lanzó la Bristol Corporation for the Poor que, tras algunos éxitos al principio, no consiguió proporcionar beneficios al igual que ocurrió con todas las otras empresas del mismo género. Las propuestas de Bellers se basaban sin embargo en la misma hipótesis que el sistema de tasas de trabajo ideado por John Locke, según el cual los pobres de los pueblos debían de ser asignados a los pagadores de impuestos locales para trabajar para ellos en un número proporcional a la cuantía de sus contribuciones. Este fue el origen del sistema, condenado al fracaso, de los roundsmen practicado bajo la Ley Gilbert. La idea de que se podía acabar con el pauperismo se había implantado firmemente en las conciencias.

 Fue exactamente un siglo más tarde cuando Jeremy Bentham, el más prolífico de todos los proyectistas sociales, discurrió el plan de utilizar a gran escala a los indigentes para poner en funcionamiento un mecanismo inventado por su hermano Samuel, todavía más imaginativo que él, con el fin de trabajar la madera y el metal. «Bentham, dice Sir Leslie Stephen, se había asociado a su hermano para inventar una máquina de vapor. De pronto se les ocurrió la idea de emplear, en lugar del vapor, a los prisioneros». Esto sucedía en 1794; pocos años después existía ya el plan panóptico de Bentham gracias al cual las prisiones podían ser diseñadas para ser vigiladas con pocos gastos y eficazmente. Decidió así aplicar a su fábrica esta idea, pero el lugar de los prisioneros lo ocuparían los pobres. Pronto el invento de los hermanos Bentham se convirtió en un plan general para resolver la cuestión social. La decisión de los magistrados de Speenhamland, la propuesta de un salario mínimo realizada por Whitbread, el proyecto de ley de Pitt, que se conoció en círculos privados y estaba destinado a reformar la legislación de pobres, habían convertido al pauperismo en un tema de actualidad entre los hombres de Estado. Bentham, cuyas críticas al proyecto de Ley de Pitt se decía que habían provocado la retirada de éste, se alistó en las filas de los Annals de Arthur Young y formuló elaboradas propuestas (1797). Sus IndustryHouses, siguiendo el plan del Panóptico cinco pisos divididos en doce sectores para la explotación del trabajo de los pobres asistidos, debían ser dirigidas por un consejo de administración central con sede en la capital que tendría por modelo el consejo de administración de la Banca de Inglaterra; en dicho consejo tendrían voz todos los miembros que poseyesen una parte equivalente a cinco o diez libras. Un texto publicado pocos años más tarde decía: «una única autoridad debe de ser la encargada de administrar los organismos de los pobres en todo el Sur de Inglaterra, y una única fundación ha de encargarse de los gastos... Esta autoridad será la de una sociedad de acciones la cual se denominará por ejemplo Compañía nacional de caridad». Se deberían construir al menos doscientas cincuenta IndustryHouses con cerca de quinientos mil pensionistas. El plan se acompañaba de un análisis detallado de las diferentes categorías de parados y anticipaba en más de un siglo los resultados de otros investigadores en este campo. El espíritu clasificador de Bentham es una de las mejores muestras de sus capacidades para el realismo. Distinguía los «trabajadores sin puesto de trabajo», despedidos recientemente de un trabajo, de aquellos que no podían encontrar empleo a causa de un «estancamiento accidental»; distinguía el «estancamiento periódico» de los trabajadores de estación de los «trabajadores neutralizados al convertirse en superfluos por la invención de las máquinas» o, en términos todavía más modernos, de las personas en paro técnico; un último grupo estaba formado por la «mano de obra desmovilizada», otra categoría moderna puesta de relieve en la época de Bentham por la guerra contra Francia. La categoría más significativa fue no obstante la de «estancamiento accidental» ya mencionada, que, no sólo comprendía a los artesanos y a los artistas que ejercían oficios «dependientes de la moda», sino también a un grupo mucho más importante formado por los que estaban en el paro «tras el cierre generalizado de las manufacturas». El plan de Bentham consistía nada menos que en sacar a flote el ritmo de los negocios mediante la comercialización del paro a gran escala.

Robert Owen reeditó en 1819 los planes de Bellers, que contaban con más de ciento veinte años, con el fin de instituir los Colleges of Industry. La crisis esporádica había adoptado ahora las proporciones de un torrente de miseria. Sus Villages of Union se diferenciaban fundamentalmente de las instituciones de Bellers en que eran mucho más grandes y en que para la misma extensión de terreno (480 hectáreas) se servía de 1.200 personas. Entre los miembros del comité, que exhortaban a suscribir este plan eminentemente experimental para resolver el problema del paro, figuraba un tal David Ricardo que no era precisamente el más desconocido experto. No se presentó, sin embargo, ningún suscriptor. Un poco más tarde el francés Charles Fourier se vio ridiculizado al esperar, día tras día, por un promotor que se decidiese a invertir en su plan del Falansterio, fundado en ideas muy semejantes a las que patrocinaba uno de los más grandes expertos financieros de la época. ¿Acaso la firma de Robert Owen en New Lanark que contaba con Jeremy Bentham como socio capitalista no se hizo célebre en el mundo entero gracias al éxito económico de su proyecto filantrópico? Todavía no había una opinión definitiva sobre la pobreza, ni era muy bien aceptado el extraer beneficio de los pobres.

Owen retomó de Bellers la idea de los bonos de trabajo y la aplicó en 1832 en su National Equitable Labor Exchange, pero fracasó. El principio, muy próximo, del automantenimiento económico de las clases laboriosas una idea también de Bellers había inspirado dos años antes el movimiento de las TradesUnions. Las TradesUnions eran una asociación general de todos los oficios, de cualquier género que fuesen sin exceptuar los oficiales y maestros de taller, que pretendían vertebrar la sociedad mediante manifestaciones pacíficas. ¿Quién habría podido creer que se iban a convertir en el embrión de todas las tentativas violentas del Gran Sindicato Único cien años más tarde? En los planes para pobres apenas se puede distinguir entre sindicalismo, capitalismo, socialismo y anarquismo. La Banca de Cambio de Proudhon, primer gran gesto práctico del anarquismo filosófico que tuvo lugar en 1848, ha sido esencialmente un retoño de la experiencia de Owen. Marx, el socialista de Estado, atacó con acritud las ideas de Proudhon y reclamó la acción del Estado para proporcionar los capitales necesarios a ese tipo de proyectos colectivistas, entre los que pasaron a la historia los de Louis Blanc y Lassalle.

¿Por qué no se conseguía obtener dinero de los indigentes? La razón era fundamentalmente económica y no encerraba ningún gran misterio. Ciento cincuenta años antes Daniel Defoe la había expresado con claridad en un folleto publicado en 1704 que bloqueó la discusión esbozada por Bellers y Locke. Defoe insistía en el hecho de que, si los pobres eran socorridos no querrían trabajar por un salario y que, si se los ponía a trabajar para fabricar mercancías en instituciones públicas, se produciría como resultado el paro en las manufacturas privadas. Su panfleto llevaba un título diabólico Giving Alms no Charity and employing the Poor a Grievance to de Nation. Este texto fue seguido por la fábula burlesca más conocida que el Dr. Mandeville dedicó a las abejas cuya comunidad es próspera porque promueve la vanidad y la envidia, el vicio y el consumo ostentoso. Pero mientras que el gracioso Dr. Mandeville disfrutaba con una superficial parábola, el panfletario Defoe planteaba uno de los problemas fundamentales de la nueva economía política. Su ensayo fue rápidamente olvidado, si se exceptúan algunos círculos de la «base política», pues así se denominaban en el siglo XVIII los problemas de mantenimiento del orden, mientras que la parábola bastante superficial de Mandeville excitaba la imaginación de hombres tan importantes como Berkeley, Hume y Adam Smith. Evidentemente, en la primera mitad del siglo XVIII los bienes muebles constituían un asunto de moral, mientras que no ocurría lo mismo con la pobreza. Las clases puritanas se oponían a las formas feudales de manifiesto despilfarro que su conciencia condenaba, considerándolas lujos y vicio, mientras que tuvieron que reconocer, no sin resistencias, que, al igual que las abejas de Mandeville, el comercio y la artesanía decaían rápidamente sin estos males. Posteriormente, estos ricos comerciantes se tranquilizaron en lo que se refiere a la moralidad de los negocios: las nuevas manufacturas de algodón no servían para ostentación de los ociosos sino para satisfacer cotidianas necesidades monótonas, y se crearon formas sutiles de despilfarro que pretendían ser menos ostentosas pese a que eran aún más inútiles que las antiguas. La sátira de Defoe sobre los peligros que se corren al socorrer a los pobres no era lo suficientemente tópica como para penetrar en las conciencias preocupadas por los riesgos morales de la riqueza; la Revolución industrial no había llegado aún. No obstante, a su manera, la paradoja de Defoe anticipaba las perplejidades que se avecinaban: «dar limosna no es hacer caridad» pues, al suprimir el aguijón del hambre, se obstaculizan la producción y se crea simple y llanamente la escasez; «emplear a los pobres es hacer un daño a la nación» ya que al crear empleos públicos se aumenta la superabundancia de bienes en el mercado y se adelanta la ruina de los negociantes privados. El cuáquero John Bellers y el periodista oportunista Daniel Defoe, el santo y el cínico, en algún remoto lugar a comienzos del siglo XVIII suscitaron cuestiones a las que, tras más de dos siglos de trabajo y reflexión, de esperanzas y de sufrimientos, se iban a aportar soluciones.

En la época de Speenhamland la verdadera naturaleza del pauperismo aún permanecía oculta al entendimiento de los hombres. Existía todavía un acuerdo unánime en pensar que era deseable que la población fuese numerosa, lo más numerosa posible, puesto que el poder del Estado consistía en el número de hombres. Se aceptaban también sin dificultad las ventajas del trabajo a bajo precio, puesto que únicamente así las manufacturas podían prosperar. Además, sin los pobres ¿dónde encontrar equipamientos para los navíos y soldados para hacer la guerra? A pesar de todo, la pregunta sobre si el pauperismo no era en realidad un mal estaba planteada. En todo caso ¿por qué los indigentes no podían ser utilizados en beneficio del interés público del mismo modo que de forma evidente servían a los intereses privados? No se podía dar ninguna respuesta convincente a estas cuestiones. Por casualidad Defoe encontró la verdad que, setenta años más tarde, no se sabe si comprendió Adam Smith: el sistema de mercado no se había desarrollado aún y no se veía por tanto su debilidad intrínseca. Ni la nueva riqueza, ni la nueva pobreza resultaban, por tanto, comprensibles en aquella época.

La sorprendente convergencia existente entre los proyectos de autores tan diferentes como Bellers el cuáquero, Owen el ateo y Bentham el utilitarista, muestran que la cuestión estaba todavía en estado de crisálida. Owen, socialista, creía apasionadamente en la igualdad de los hombres y en sus derechos inscritos en la naturaleza, mientras que Bentham, por su parte, despreciaba el igualitarismo, se reía de los derechos del hombre y se inclinaba decididamente por el laissez faire. Y, sin embargo, los «paralelogramos» de Owen se asemejan tan estrechamente a las IndustryHouses de Bentham que uno podría pensar que habían constituido su única inspiración, si olvidásemos lo que debe a Bellers. Estos hombres estaban los tres convencidos de que una organización adecuada del trabajo de los parados debía de producir beneficios. Bellers, el humanitario, esperaba emplear estos excedentes principalmente, para aliviar a otros miserables; Bentham, el utilitarista liberal, quería transferirlos a los accionistas; mientras que Owen, el socialista, deseaba devolvérselos a los propios parados. Sus diferencias expresan, sobre todo, los signos casi imperceptibles de discrepancias futuras, mientras que sus ilusiones comunes manifiestan la misma concepción radicalmente errónea de la naturaleza del pauperismo, en una economía dé mercado a punto de nacer. Su principal diferencia, en el lapso de tiempo que los separa, consistía en que el número de pobres se incrementaba de forma continua: en 1696, momento en el que escribía Bellers, la cifra total de los impuestos locales se acercaba a cuatrocientas mil libras; en 1796, cuando Bentham criticó el proyecto de Ley de Pitt, superaba los dos millones; y en 1818, cuando Robert Owen apareció en escena, la cifra se acercaba ya a los ocho millones de libras. Durante los ciento veinte años que separan a Bellers de Owen, la población se había posiblemente triplicado, pero los impuestos locales aumentaron veinte veces más. El pauperismo se había convertido en una amenaza, pero su sentido no estaba todavía claro para nadie.

 


 

CAPÍTULO X

LA ECONOMÍA POLÍTICA Y EL DESCUBRIMIENTO DE LA SOCIEDAD

 

Para que el siglo XIX entrase en escena fue preciso que se entendiese bien el significado de la pobreza. El momento de ruptura se sitúa en torno al año 1780. En la gran obra de Adam Smith la existencia de los pobres aún no constituye un problema. La cuestión será evocada, diez años más tarde, de un modo muy general en la Dissertation on the Poor Laws de Townsend y, durante siglo y medio, constituirá una preocupación constante.

El cambio de atmósfera entre Adam Smith y Townsend resulta verdaderamente sorprendente. Con el primero se cierra una época que se había abierto con los inventores del Estado, Tomas Moro y Maquiavelo, Lutero y Calvino; el segundo pertenece a ese siglo XIX durante el cual Ricardo y Hegel descubrieron, desde posiciones opuestas, la existencia de una sociedad que no está sometida a las leyes del Estado sino que, más bien por el contrario, somete al Estado a sus propias leyes. Es cierto que Adam Smith analizó la riqueza material como un campo específico de estudio, y también es verdad que, puesto que lo hizo con un gran realismo, fundó una nueva ciencia, la economía. La riqueza, a pesar de todo, constituye para él simplemente un aspecto de la vida de la colectividad, a cuyos objetivos permanece subordinada; la riqueza es un atributo de las naciones que luchan por la vida en la historia y no puede ser disociada de ellas. Para Adam Smith, una variable de los factores que gobiernan la riqueza de las naciones es el estado del país en su conjunto, su situación de progreso, estacionaria o en declive. Otra variable es la necesidad primordial de la seguridad, así como la necesidad del equilibrio entre las potencias; y otra es también, la política del gobierno que favorece a la ciudad o al campo, a la industria o a la agricultura. Adam Smith considera, pues, que la cuestión de la riqueza puede ser planteada únicamente en el interior de una estructura política determinada. Por riqueza entiende el bienestar material del «gran cuerpo del pueblo». Nada en su obra deja traslucir que sean los intereses económicos de los capitalistas los que imponen su ley a la sociedad, ni que sean los portavoces en la tierra de la divina providencia, que gobierna el mundo económico como si se tratase de una entidad separada. La esfera económica, según él, no está sometida todavía a leyes autónomas que nos proporcionen un criterio del bien y del mal.

Smith ve la riqueza de las naciones como una función de la vida nacional, física y moral; por esto su política naval se adaptó perfectamente al Acta de navegación de Cronwell y, también por eso, sus ideas sobre la sociedad humana se armonizaron con el sistema de los derechos naturales de John Locke. A su juicio nada indica la presencia en la sociedad de una esfera económica que podría llegar a convertirse en la fuente de la ley moral y de las normas políticas. El interés personal nos sugiere pura y simplemente aquello que, intrínsecamente, también beneficiará a los demás, de modo semejante a como el interés personal del carnicero nos permite beneficiarnos de una cena. Un optimismo general impregna todo su pensamiento, ya que las leyes que gobiernan la parte económica del universo están en perfecta armonía con el destino del hombre, como ocurre con todas aquellas que gobiernan otros ámbitos. Ninguna «mano invisible» intenta imponernos los ritos del canibalismo en nombre del interés personal. La dignidad del hombre es la de un ser moral que, en tanto que tal, es miembro del orden cívico de la familia, del Estado y de la «gran sociedad de la humanidad». Razón y humanidad fijan un límite al trabajo a destajo; emulación y ganancia deben cederles el paso. Lo que es natural es lo que está en conformidad con los principios inherentes al espíritu humano, y el orden natural es aquél que está en armonía con estos principios. Smith excluyó conscientemente del problema de la riqueza la naturaleza en su sentido físico. «Cualesquiera que sean el suelo, el clima o la extensión de un territorio de un determinado país, la abundancia o la escasez de lo que se produce cada año debe de depender, en esta situación particular, de dos circunstancias», a saber, la habilidad de los trabajadores y la proporción entre los miembros útiles y los miembros ociosos de la sociedad. Únicamente se tienen, pues, en cuenta los factores humanos, no los factores naturales. Deliberadamente excluye, al comienzo mismo de su libro, los factores biológicos y físicos. Los sofismas de los fisiócratas le han servido de advertencia, pues en virtud de su predilección por la agricultura éstos se sintieron inclinados a confundir la naturaleza física con la naturaleza del hombre, lo que les obligó a defender que únicamente la tierra era verdaderamente creadora. Nada está más alejado de la mentalidad de Adam Smith que esta glorificación de la physis. La economía política debe ser una ciencia del hombre, ha de ocuparse de lo que es consustancial al hombre, y no a la naturaleza.

Diez años más tarde, la Dissertation de Townsend girará en torno al problema de las cabras y los perros. La escena se desarrolla en la isla de Robinson Crusoe, en el Pacífico, a lo largo de la costa de Chile. En esta isla Juan Fernández desembarcó algunas cabras que le proporcionarían carne en el caso de que algún día retornase. Las cabras se multiplicaron con una celeridad bíblica y se convirtieron en una reserva alimenticia cómoda para los corsarios, principalmente ingleses, que obstaculizaban el tráfico español. Para destruirlas, las autoridades españolas soltaron en la isla un perro y una perra que, también ellos, se multiplicaron ampliamente con el tiempo e hicieron disminuir el número de cabras que les servían de alimento. «Así pues se restableció un nuevo equilibrio, escribe Townsend. Los individuos más débiles de las dos especies fueron los primeros en pagar su deuda con la naturaleza; los más activos y vigorosos se mantuvieron con vida». Y a esto añade: «Es la cantidad de alimento lo que regula el número de individuos de la especie humana».

Señalemos que no se ha conseguido mostrar la veracidad de esta historia mediante una investigación bien documentada. Juan Fernández parece que desembarcó las cabras, pero los legendarios perros son descritos como dulces gatitos por William Funnell y, ni los perros ni los gatos, que se sepa, se multiplicaron; además, las cabras vivían en macizos rocosos inaccesibles, mientras que abundaban en las playas sobre este punto todo el mundo está de acuerdo gruesas y sebosas focas que habrían constituido una presa mucho más tentadora para los perros salvajes. De todos modos, el paradigma no depende de un soporte empírico real. La falta de autenticidad histórica no es óbice en absoluto para que Malthus y Darwin se hayan inspirado en esta historia: Malthus la conoció a través de Condorcet y Darwin a través de Malthus. Sin embargo, ni la teoría de la selección natural de Darwin, ni las leyes de población de Malthus habrían podido llegar a ejercer una influencia apreciable en la sociedad moderna, si Townsend no hubiese deducido de las cabras y de los perros la siguientes máximas que deseaba aplicar en la reforma de las leyes de pobres: «El hambre domesticará a los animales más feroces, enseñará a los más perversos la decencia y la civilidad, la obediencia y la sujeción. En general, únicamente el hambre puede espolear y aguijonear (a los pobres) para obligarlos a trabajar; y, pese a ello, nuestras leyes han decretado que nunca deben pasar hambre. Las leyes, hay que reconocerlo han dispuesto también que hay que obligarlos a trabajar. Pero la fuerza de la ley encuentra numerosos obstáculos, violencia y alboroto; mientras que la fuerza engendra mala voluntad y no inspira nunca un buen y aceptable servicio, el hambre no es sólo un medio de presión pacífico, silencioso e incesante, sino también el móvil más natural para la asiduidad y el trabajo; el hambre hace posibles los más poderosos esfuerzos, y cuando se sacia, gracias a la liberalidad de alguien, consigue fundamentar de un modo durable y seguro la buena voluntad y la gratitud. El esclavo debe ser forzado a trabajar, pero el hombre libre debe ser dejado a su propio arbitrio y a su discreción, debe ser protegido en el pleno disfrute de sus bienes, sean éstos grandes o pequeños, y castigado cuando invade la propiedad de su vecino».

He aquí un nuevo punto de partida para la ciencia política. Al abordar la comunidad de los hombres por el lado animal, Townsend cortacircuitó la supuesta cuestión inevitable acerca de los fundamentos del gobierno, y, al hacerlo, introdujo un nuevo concepto legal en los asuntos humanos, el de las leyes de la Naturaleza. El punto de vista geométrico adoptado por Hobbes, así como el deseo ferviente que tenían Hume y Hartley, Quesnay y Helvetius de encontrar leyes newtonianas en la sociedad, había sido algo meramente metafórico: ardían en deseos de descubrir una ley tan universal para la sociedad como lo era para la naturaleza la de la gravitación, pero se imaginaban una ley humana, por ejemplo, una fuerza mental como el miedo para Hobbes, la asociación en la psicología para Hartley, el interés personal en Quesnay o la búsqueda de la utilidad en Helvetius. No se complicaban demasiado: Quesnay, al igual que Platón, consideraba, en ocasiones, al hombre desde el punto de vista del criador y Adam Smith no desconocía, sin duda, la relación existente entre los salarios efectivos y la oferta de trabajo a largo plazo. Aristóteles ya había mostrado, sin embargo, que únicamente los dioses o los animales pueden vivir fuera de la sociedad, y el hombre no es ni dios, ni animal. El abismo entre el hombre y la bestia forma parte también del pensamiento cristiano; ninguna incursión en el terreno de los hechos psicológicos puede confundir las teorías teológicas sobre las raíces espirituales de la república de los hombres. Si Hobbes considera al hombre como un lobo para el hombre, es porque fuera de la sociedad los hombres se comportan como lobos, no porque exista el menor factor biológico común entre los nombres y los lobos. A fin de cuentas esto ocurre porque aún no se ha concebido una sociedad que se identifique con la ley y el gobierno.

Ahora bien, en la isla de Juan Fernández no hay ni ley ni gobierno, y, sin embargo, existe un equilibrio entre las cabras y los perros; este equilibrio está asegurado por la dificultad que encuentran los perros en devorar a las cabras que se refugian en la parte rocosa de la isla, así como por los inconvenientes que encuentran éstas para desplazarse al abrigo de los perros. Para mantener este equilibrio no es necesario un gobierno, ya que se mantiene por el hambre que atenaza a unos y la escasez de alimentos que sufren los otros. Hobbes ha sostenido que un déspota es necesario porque los hombres son como alimañas; Townsend insiste en el hecho de que son realmente bestias y que, por esta razón precisamente, se necesita un gobierno mínimo. Desde esta nueva perspectiva, se puede considerar a la sociedad como formada por dos castas: los propietarios y los trabajadores. El número de éstos últimos queda limitado por la cantidad de alimentos y, mientras se mantenga la propiedad, el hambre los obligará a trabajar. No se necesitan magistrados, ya que el hambre impone una disciplina más perfecta que la magistratura. Apelar a ésta, señala Townsend con ironía, equivaldría «a sustituir la autoridad más fuerte por la autoridad más débil».

Estos nuevos fundamentos se adaptan estrechamente a la sociedad que está a punto de nacer. Desde mediados del siglo XVIII se desarrollan los mercados nacionales; el precio del grano ya no es local sino regional, lo que supone que la moneda es generalmente empleada y que los artículos son ampliamente vendidos en el mercado. Los precios del mercado y las rentas, comprendidas la renta de la tierra y los salarios, muestran una considerable estabilidad. Los fisiócratas fueron los primeros que señalaron estas regularidades, pero fueron incapaces de integrarlas en un esquema de conjunto teórico, pues las servidumbres feudales estaban todavía en uso en Francia y el trabajo era frecuentemente semiservil, de tal modo que, por lo general, ni la renta ni los salarios eran fijados por el mercado. En la época de Adam Smith, sin embargo, las zonas rurales inglesas se habían convertido en parte integrante de una sociedad comercial; el arriendo que había que pagar a los propietarios agrícolas, así como los salarios de los trabajadores del campo, mostraban una clara dependencia respecto a los precios. Los salarios o los precios eran establecidos por las autoridades únicamente con carácter excepcional. Y, sin embargo, en este nuevo orden extraño, las viejas clases de la sociedad continuaban existiendo, adoptando, más o menos, las viejas jerarquías, por más que sus incapacidades y privilegios legales hubiesen desaparecido. Aunque la ley no obligase al jornalero a servir al granjero, ni a éste a proporcionar al propietario una situación de abundancia, jornaleros y granjeros actuaban como si esta inclinación existiese. ¿Cuál es la ley que destina al obrero a obedecer a un patrón, pese a que no mantiene con él ningún lazo legal? ¿Cuál es la fuerza que separa a las clases de la sociedad, como si se tratase de especies diferentes de seres humanos? ¿Qué es, en fin, lo que mantiene el equilibrio y el orden en esta colectividad humana, que no invoca, ni siquiera tolera, la intervención del gobierno político? El ejemplo de las cabras y de los perros parecía ofrecer una respuesta. La naturaleza biológica del hombre aparecía como el sustrato básico de una sociedad, que no era de orden político. Aconteció así que los economistas abandonaron pronto los fundamentos humanistas de Adam Smith y adoptaron los de Townsend. La Ley de la población de Malthus y la Ley de los rendimientos decrecientes, tal y como la formula Ricardo, hacen de la fecundidad humana y de la fertilidad del suelo los elementos constitutivos del nuevo territorio cuya existencia ha sido descubierta. La sociedad económica nació como algo separado del Estado político.

Las circunstancias en las que se llegó al conocimiento de la existencia de ese agregado de seres humanos que es una sociedad compleja fueron de gran importancia para la historia de las ideas del siglo XIX. En la medida en que la sociedad que se estaba formando no era más que el sistema de mercado, la sociedad de los hombres corría el peligro de verse desplazada y fundada sobre pilares profundamente extraños al mundo moral al que hasta entonces había pertenecido el cuerpo político. El problema aparentemente irresoluble del pauperismo forzaba a Malthus y a Ricardo a asumir el naturalismo de Townsend.

Burke aborda de forma decidida la cuestión del pauperismo desde el ángulo de la seguridad pública. La situación en las Indias Occidentales le había convencido del peligro que suponía mantener una importante población de esclavos sin adoptar ninguna precaución adecuada para la seguridad de sus amos blancos, y ello tanto más si se tiene en cuenta que los negros eran frecuentemente autorizados a llevar armas. Piensa que consideraciones del mismo tipo pueden aplicarse al número cada vez más numeroso de parados de la metrópoli, dado que el gobierno no dispone de efectivos policiales. Burke, aunque es un defensor a ultranza de las tradiciones patriarcales, se adhiere apasionadamente al liberalismo económico por considerarlo la respuesta al candente problema administrativo del pauperismo. Las autoridades locales se beneficiaban gustosas de las inesperadas demandas de las filaturas de algodón, que reclamaban niños indigentes cuyo aprendizaje corría a cargo de la parroquia. Centenares de ellos fueron reclamados por los manufactureros para ser empleados muchas veces en lugares remotos del país. Por lo general, las nuevas ciudades manifestaban una sed insaciable por los pobres, y hasta las fábricas estaban dispuestas a pagar para emplearlos. Los adultos eran asignados a cualquier patrón dispuesto a mantenerlos, del mismo modo que se los empleaba al servicio de los granjeros de la parroquia siguiendo una modalidad del sistema de roundsman. Resultaba más caro encerrarlos que mantenerlos en las «prisiones sin delito», como se denominaba a veces a las workhouses. Desde el punto de vista administrativo, esto significaba que «la autoridad más persistente y minuciosa del patrón» 2 ocupaba el lugar del gobierno y de la parroquia para obligar a la gente a trabajar.

Está claro que se planteaba así una cuestión de ciencia política. ¿Por qué convertir a los pobres en una carga pública y hacer de su manutención una obligación parroquial si, a fin de cuentas, la parroquia se descarga de su obligación poniendo a los pobres útiles en manos de los empresarios capitalistas quienes, deseosos de llenar sus fábricas, llegan incluso a ofrecer dinero para que les sean adjudicados? ¿No indica esto claramente que, para forzar a los pobres a ganar su sustento, existe otro método menos costoso que el parroquial? La solución consistía en abolir la legislación isabelina sin reemplazarla por ninguna otra. Nada de salarios fijos, ni de socorros para los parados útiles, pero tampoco salarios mínimos ni nada que garantizase «el derecho a vivir». Hay que tratar el trabajo como lo que es, una mercancía que debe recibir su precio del mercado. Las leyes del comercio son las leyes de la naturaleza y, por consiguiente, las leyes de Dios. ¿Acaso no es esto la apelación del magistrado más débil al más fuerte, de la justicia de paz a las omnipotentes angustias del hambre? Para el político y el administrador, el laissez faire era simplemente un principio que aseguraba el mantenimiento de la ley y del orden al menor precio y con el mínimo esfuerzo. En cuanto el mercado se haga cargo de los pobres, las cosas irán sobre ruedas. En este punto el racionalista Bentham está de acuerdo con el tradicionalista Burke. El cálculo del sufrimiento y del placer obliga a que no se infrinja ningún sufrimiento evitable. Si el hambre puede hacer el trabajo, no se necesita ningún otro tipo de sanción. A la pregunta «¿en qué medida la ley afecta a la subsistencia?», Bentham responde: «en nada, directamente». La pobreza es la naturaleza que sobrevive en la sociedad; su sanción física es el hambre. «En la medida en que la fuerza de la sanción física es suficiente, la utilización de una sanción política resultaría superflua». Lo único que se necesita es un tratamiento «científico y económico» de los pobres. Bentham se opone radicalmente al Bill de Pitt sobre la ley de pobres, que supondría retornar a una promulgación legal del sistema de Speenhamland, puesto que permite a la vez una asistencia a domicilio y complementos salariales. Pero Bentham, a diferencia de sus discípulos, no era en esta época ni un liberal rígido en economía ni un demócrata. Sus IndustryHouses constituyen una pesadilla de minuciosa administración utilitaria reforzada con todas las sutilezas de una gestión científica. Sostiene que estas instituciones serán siempre necesarias porque la comunidad no puede desinteresarse por completo de la suerte de los indigentes. Bentham cree que la pobreza forma parte de la abundancia. «En el más elevado estado de prosperidad social, escribe, la gran masa de los ciudadanos poseerá probablemente escasos recursos al margen del trabajo cotidiano y, por consiguiente, estará siempre próxima a la indigencia...». Recomienda, en consecuencia, «establecer una contribución regular para las necesidades de la indigencia, pese a que, de esta forma, «en teoría la necesidad disminuye, resintiéndose entonces la industria». Añade esto lamentándose, puesto que, desde el punto de vista utilitarista, la tarea del gobierno es acrecentar la necesidad para hacer eficaz la sanción física del hambre Aceptar el hecho de que una semiindigencia de la masa de los ciudadanos es el precio a pagar para alcanzar el estado más elevado de prosperidad puede responder a muy diferentes actitudes humanas. Townsend consigue equilibrar sus sentimientos entregándose a los prejuicios y al sentimentalismo. Los pobres son imprevisores porque ésta es una ley de la naturaleza; en efecto, el trabajo servil, sórdido e innoble, no se realizaría si tal ley no existiese. ¿Qué sería de la patria si no se pudiese contar con los pobres? «¿Qué otra cosa, aparte del desamparo y la pobreza, podría empujar a las clases inferiores del pueblo a afrontar todos los horrores que les esperan en el océano tempestuoso o en los campos de batalla?». Esta demostración de férreo patriotismo resulta sin embargo compatible son sentimientos más tiernos. Eso sí, en todo caso la asistencia a los pobres debe ser completamente abolida. Las leyes de pobres «provienen de principios absurdos, como el de pretender conseguir algo que es impracticable tanto por naturaleza como por la organización del mundo». Pero, ¿cuándo la suerte de los indigentes se deja en manos de los provistos de fortuna, quién puede dudar que «la única dificultad» consiste en limitar el ímpetu filantrópico de estos últimos? ¿No son los sentimientos de caridad mucho más nobles que los que se derivan de las rigurosas obligaciones legales? «¿Existe algo más hermoso en la naturaleza que el dulce contento de la beneficencia?» Townsend compara esta piedad a la fría insensibilidad de un «despacho parroquial de socorros», que no conoce más que situaciones en las que se intercambia una «ingenua expresión de gratitud sincera por favores inesperados». «Cuando los pobres se ven obligados a cultivar la amistad del rico, éste no dejará de sentir inclinación por mitigar la miseria del pobre...» Quien lea la descripción relativa a la vida privada de las «Dos Naciones» lo tendrá muy claro: inconscientemente su educación sentimental se deriva más de la isla de las cabras y los perros que de la Inglaterra victoriana. Edmund Burke es un nombre de talla muy distinta. Allí donde figuras como Townsend fracasan sin gran estruendo, Burke lo hace a lo grande. Su talento transforma el hecho brutal en tragedia y el sentimentalismo en un halo de misticismo. «Cuando aparentamos mostrar piedad por esos pobres, por esas personas que deben trabajar ya que de otro modo el mundo no podría subsistir, nos burlamos de la condición humana». Vale más esto, sin duda, que la grosera indiferencia, las lamentaciones vacías o la hipocresía de la compasiva elevación moral. Pero la valentía de esta actitud realista es puesta en entredicho por la imperceptible suficiencia con la que Burke confiere a las escenas una pompa aristocrática. El resultado de esta forma supera la crueldad de Herodes y subestima las posibilidades de una reforma realizada en el momento oportuno. Podemos imaginar con verosimilitud que, si Burke hubiese vivido, el proyecto de ley de reforma del Parlamento de 1832, que puso fin al Antiguo Régimen, no habría podido ser promulgado más que tras una sangrienta revolución evitable. Y, sin embargo, Burke habría podido replicar, una vez que las masas se vieron condenadas por las leyes de la economía política a padecer la miseria con la siguiente cuestión: ¿qué otra cosa es la idea de igualdad más que un señuelo cruel para incitar a la humanidad a destruirse a sí misma? Bentham no poseía ni la suficiente dulzura de un Townsend ni el historicismo no demasiado irracional de un Burke. Para Bentham, que creía en la razón y en la reforma, el imperio de la ley social recientemente descubierto aparecía más bien como un «no man's land» al que aspiraba para experimentar el utilitarismo. Al igual que Burke, se opuso al determinismo zoológico y rechazó el predominio de la economía sobre la política propiamente dicha. Aunque fue autor de un Essay on Usury y de un Manual of Political Economy, no era más que un aficionado en esta ciencia y no llegó a aportar a la economía la importante contribución que se esperaba del utilitarismo, es decir, la tesis de que el valor proviene de la utilidad. En lugar de esto la psicología asociacionista lo empujó a soltar las bridas de sus desmesuradas facultades imaginativas como ingeniero de la sociedad. El librecambio no significaba para Bentham más que uno de los dispositivos de la mecánica social. La principal correa de transmisión de la Revolución industrial no era la invención técnica, sino la invención social. La ciencia de la naturaleza no ha proporcionado contribuciones decisivas al arte de la ingeniería hasta que transcurrió más de un siglo, bastante después del final de la Revolución industrial. El conocimiento de las leyes generales de la naturaleza, para aquéllos que construían puentes o canales, que diseñaban motores o máquinas, no ha sido de utilidad hasta que las nuevas ciencias aplicadas se constituyeron en mecánica y en química. Telford, que fundó la Sociedad de Ingenieros Civiles y la presidió durante toda su vida, impedía el ingreso en dicha sociedad a quienes habían estudiado la física, y, según afirma Sir David Brewster, no había aprendido nunca los elementos de la geometría. Los triunfos de la ciencia de la naturaleza habían sido teóricos en el sentido estricto del término y no podían compararse, por su importancia práctica, a los de las ciencias sociales de la época. Y la ciencia debía a los resultados de estas últimas ciencias el prestigio de que gozaba en relación a la rutina y a la tradición y, cosa increíble para nosotros, la ciencia de la naturaleza adquiría entonces una enorme consideración a través de sus relaciones con las ciencias humanas. El descubrimiento de la economía fue una revelación revolucionaria, que aceleró enormemente la transformación de la sociedad y el establecimiento de un sistema de mercado, mientras que las máquinas, que tuvieron una importancia decisiva, fueron invenciones de artesanos incultos, algunos de los cuales casi no sabían leer ni escribir. Era, pues, a la vez justo y conveniente no atribuir a las ciencias de la naturaleza, sino a las ciencias sociales, la paternidad de la revolución mecánica que sometió la naturaleza al hombre.

Bentham estaba convencido, por su parte, de haber descubierto una nueva ciencia social, la de la moral y la legislación. Esta ciencia debía de estar fundada en el principio de utilidad, que permite cálculos exactos ayudada por la psicología asociacionista. La ciencia, precisamente porque resultaba eficaz dentro de la esfera de los asuntos humanos, presentaba invariablemente en la Inglaterra del siglo XVIII el carácter de un arte práctico fundado en el conocimiento empírico. La necesidad de semejante actitud pragmática resultaba verdaderamente apabullante. Como no se disponía de estadísticas, muchas veces resultaba imposible afirmar si la población estaba en vías de aumentar o de disminuir, cuál era la tendencia de la balanza del comercio exterior, o qué clase de población tenía más posibilidades de imponerse como grupo social. A veces, sólo mediante conjeturas se podía afirmar si la riqueza del país estaba en un momento de auge o de decadencia, cuál era la causa de la existencia de los pobres, en qué estado estaba el crédito, la banca o los beneficios. Lo que se entendía ante todo por «ciencia» era un modo empírico de abordar este tipo de cuestiones y, por tanto, no se reducía a lo meramente especulativo e histórico. En la medida en que los intereses prácticos eran naturalmente de la mayor importancia, le correspondía a la ciencia proponer métodos para reglamentar y organizar el amplio campo de los nuevos fenómenos. Hemos visto hasta qué punto los santos (los puritanos) se sentían incapaces de explicar la verdadera naturaleza de la pobreza y con qué ingenio pusieron en práctica iniciativas personales para combatirla; la noción de beneficio fue aclamada como si se tratase de una panacea para los más diversos males; nadie podía afirmar si el pauperismo era un buen o un mal signo; los científicos directores de las workhouses estaban desconsolados por su incapacidad para obtener dinero con el trabajo de los pobres; Robert Owen había conseguido su fortuna dirigiendo sus fábricas según los principios de una filosofía consciente, y hemos señalado también cómo otras experiencias, en las que parecían intervenir las mismas técnicas de iniciativa personal e ilustración, habían fracasado lastimosamente, hundiendo así a sus autores filántropos en una profunda perplejidad. Si hubiésemos ampliado nuestras observaciones sobre el pauperismo al ámbito del crédito, del dinero en metálico, de los monopolios, del ahorro, de los seguros, las inversiones, las finanzas públicas o las prisiones, la educación y las loterías, habríamos mostrado fácilmente nuevos tipos de arriesgadas operaciones para cada una de estas cuestiones.

Este período finaliza alrededor de 1832, fecha dé la muerte de Bentham; los fabricantes de proyectos industriales de los años 1840 son de hecho simples promotores de operaciones muy concretas, pero ya no son los supuestos descubridores de nuevas aplicaciones de los principios universales de la mutualidad, la confianza, los riesgos y otros factores de la mentalidad empresarial humana. Los hombres de negocios creían, sin embargo, conocer cuál era la forma que debía adoptar su actividad. Era raro que se informasen acerca de la naturaleza del dinero antes de fundar un banco. Desde entonces los ingenieros sociales se reclutan únicamente de entre las personas originales y los impostores y, a pesar de ello, se los encuentra con mucha frecuencia tras las rejas. El diluvio de sistemas industriales y bancarios que, desde Paterson y John Law hasta Pereire, ha inundado las bolsas de proyectos de sectarios religiosos, sociales y académicos ya no es más que un pequeño riachuelo. Las ideas analíticas están en baja entre quienes se encuentran aprisionados por la rutina de los negocios. La exploración de la sociedad es cosa hecha, al menos eso es lo que se piensa; ya no quedan territorios vírgenes en el mapa humano. Un hombre del carácter de Bentham ya no será posible a lo largo del siglo. Una vez que la organización del mercado ha dominado la vida industrial, todos los otros ámbitos institucionales se han visto subordinados a este modelo, por lo que ya no hay lugar para quienes consagran su ingenio a la fabricación de «artefactos» sociales.

 El Panóptico de Bentham no era simplemente «un molino que muele a los pillos para transformarlos en personas honestas y los transforma de perezosos en laboriosos» 7, sino que debía también proporcionar dividendos como los del Banco de Inglaterra. Bentham se convirtió en el garante de propuestas tan diversas como un sistema perfeccionado de patentes, sociedades limitadas, recuento decenal de la población, creación de un Ministerio de la salud, billetes con interés para generalizar el ahorro, un frigidarium para las legumbres y las frutas, manufacturas de armas que funcionaban según nuevos principios técnicos que se servían en ocasiones de trabajos forzados o del realizado por pobres asistidos, un centro crestomático en régimen de externado para enseñar el utilitarismo a la alta burguesía, un registro general de propiedades inmobiliarias, un sistema de contabilidad pública, reformas de la instrucción pública, un estado civil uniforme, supresión de la usura, abandono de las colonias, uso de contraceptivos para mantener a bajo nivel el impuesto para los pobres, la comunicación entre el Atlántico y el Pacífico que sería obra de una sociedad de accionistas, etc. Algunos de estos proyectos entrañaban multitud de pequeñas reformas: por ejemplo en las IndrustryHouses se acumulaban las innovaciones para la mejora y explotación del hombre fundadas en los resultados de la psicología asociacionista. Mientras que Townsend y Burke relacionaban el libre cambio con el quietismo legislativo, Bentham no encontraba en el libre cambio ningún obstáculo para realizar múltiples reformas.

Antes de pasar a la respuesta dada en 1789 por Malthus a Godwin, que marca el comienzo de la economía clásica propiamente dicha, recordemos brevemente esta época. Godwin había escrito De la justicia política para refutar las Reflexiones sobre la Revolución francesa de Burke (1790). Esta obra apareció inmediatamente antes de la ola de represión que se inició con la suspensión del habeas corpus (1794) y la persecución de las Correspondence Societies democráticas. En este momento Inglaterra estaba en guerra con Francia y el Terror hacía de la «democracia» un sinónimo de revolución social. En Inglaterra, el movimiento democrático, inaugurado por el sermón del Dr. Price denominado «De la vieja judería» (1789) y que alcanzó su culmen literario con los Derechos del hombre de Paine (1791), se limitaba, sin embargo, al terreno político; el descontento de los pobres trabajadores no encontraba eco en este movimiento; en cuanto a la cuestión de la legislación sobre los pobres, apenas se hacía alusión a ella en los panfletos que pedían a grandes voces el sufragio universal y parlamentos anuales. De hecho, fue en el campo de las leyes de pobres en donde se produjo el movimiento decisivo de los squires, bajo la forma del sistema de Speenhamland. La parroquia se atrincheró tras una artificial cortina de humo, al abrigo de la cual pervivió veinte años después de Waterloo. Las desastrosas consecuencias de los actos de represión política de los años 1790, motivados por el pánico, habrían sido superadas pronto si se tratase únicamente de ellas, pero el proceso de degeneración que arrastraba el sistema de Speenhamland dejó en el país una marca indeleble. La squirearchy se prolongó así durante cuarenta años, agotando para las gentes del pueblo todos sus resortes de resistencia. He aquí lo que sobre ello escribió Mantoux: «Las clases propietarias, cuando se lamentaban del peso cada vez mayor del impuesto para los pobres, olvidaban que estaban pagando una especie de seguro contra la revolución; la clase trabajadora, cuando se contentaba con el porcentaje congruo que se le ofrecía, no percibía que dicho porcentaje se obtenía de lo que eran sus legítimas ganancias, ya que el efecto inevitable de los seguros en dinero consistía en mantener los salarios al nivel más bajo, de hacerlos descender incluso por debajo de las necesidades más elementales de los asalariados. El granjero o el manufacturero contaban con la parroquia para completar la diferencia entre lo que pagaban a sus obreros y lo que les hacía falta para vivir. ¿Por qué se impuso un gasto que podía ser fácilmente cargado a la cuenta de los contribuyentes? Los asistidos de las parroquias, por su parte, se contentaban con un salario bajo y esta mano de obra barata suponía una competencia insostenible para el trabajo no subvencionado. Se llegaba así a un resultado paradójico: el denominado impuesto de pobres representaba una economía para el patrón y una pérdida para el trabajador, que no pedía nada de la caridad pública. El juego implacable de los intereses convertía una ley de beneficencia en una ley de bronce» Mi tesis es que la nueva ley de los salarios y de la población se basa en esta ley de bronce. El propio Malthus, al igual que Burke y Bentham, era un acérrimo adversario del sistema de Speenhamland y clamaba por la completa abolición de las leyes de pobres. Ninguno de estos autores había previsto que el sistema de Speenhamland haría descender los salarios al nivel de subsistencia e, incluso, por debajo de ese nivel. Esperaban, por el contrario, que los salarios aumentarían necesariamente o que, al menos, se mantendrían artificialmente, lo que hubiera muy bien podido producirse sin las leyes contra las coaliciones. Esta falsa previsión nos ayuda a comprender que no atribuyesen el bajo nivel de los salarios rurales al sistema de Speenhamland que era su verdadera causa, sino que lo considerasen como una prueba irrefutable de lo que entonces se llamaba la ley de bronce de los salarios. Debemos, pues, centrarnos ahora en la fundación de la nueva ciencia económica.

 El naturalismo de Townsend no era sin duda la única base posible de esta nueva ciencia, la economía política. La existencia de una sociedad económica se manifestaba en la regularidad de los precios y en la estabilidad de los ingresos que dependían de estos precios; la ley económica habría podido muy bien, por tanto, estar fundada directamente sobre los precios. Lo que condujo a los economistas ortodoxos a buscar sus fundamentos en el naturalismo fue la miseria de la gran masa de productores que resulta inexplicable de otra forma y que, como sabemos hoy, nunca habría podido derivarse de las leyes del antiguo mercado. Los hechos, en general, a los ojos de las personas de la época, eran, sin embargo, los siguientes: en el pasado el pueblo formado por los trabajadores había vivido casi siempre en el límite de la indigencia (al menos, si nos fiamos de los variables testimonios de época); a partir de la introducción de las máquinas, estos trabajadores no habían nunca superado el nivel de subsistencia; y ahora que la sociedad económica comenzaba al fin a perfilarse, era indudable que decenio tras decenio, el nivel de vida material de los pobres trabajadores no mejoraba en absoluto, cuando no empeoraba.

Si la evidencia patente de los hechos ha indicado en alguna ocasión una dirección clara, éste fue el caso de la ley de bronce de los salarios: el nivel de mera subsistencia en el que viven efectivamente los obreros es el resultado de una ley que tiende a mantener sus salarios tan bajos que impide para ellos cualquier nivel normal. Esta apariencia, naturalmente, no solamente resulta engañosa, sino que, además, supone un absurdo desde la perspectiva de una teoría coherente de los precios y de las rentas en el capitalismo. En último término, esta falsa apariencia ha impedido fundar la ley de los salarios en alguna regla racional del comportamiento humano, lo que ha supuesto que fuese deducida de hechos naturalistas: la fecundidad del hombre y del suelo, tal y como la presenta la Ley de la población de Malthus combinada con la Ley de los rendimientos decrecientes. La dimensión naturalista de los fundamentos de la economía ortodoxa es consecuencia de las condiciones creadas, sobre todo, por el sistema de Speenhamland.

De lo dicho se sigue que ni Ricardo ni Malthus han comprendido el funcionamiento del sistema capitalista. Fue preciso que transcurriese un siglo, tras la publicación de La riqueza de las naciones, para tener clara conciencia de que, en un sistema de mercado, los factores de producción participan del producto y que, cuando el producto aumenta, su parte absoluta se ve obligada a crecer Aunque Adam Smith, que junto con Locke, adoptó un falso punto de partida, pretendió buscar los orígenes de valor en el trabajo, su sentido de las realidades le impidió felizmente ser coherente consigo mismo. Fue ésta la razón por la que mantuvo ideas confusas sobre algunos aspectos de los precios, a la vez que afirmaba, con insistencia y con razón, que ninguna sociedad puede ser floreciente cuando una gran mayoría de sus miembros son pobres y miserables. Lo que ahora nos parece una perogrullada era entonces, sin embargo, una paradoja. La opinión personal de Smith es que la abundancia universal tiene necesariamente que llegar al pueblo; es imposible que la sociedad sea cada vez más rica y el pueblo cada vez más pobre. Desgraciadamente, durante mucho tiempo esta opinión no parecía verse corroborada por los hechos, y como los teóricos deben de tener en cuenta los hechos, Ricardo se empeñó en sostener que, cuanto más progresa una sociedad más difícil será conseguir el alimento y más se enriquecerán los propietarios agrícolas, que explotarán a capitalistas y a trabajadores. Sostuvo también que los intereses de los capitalistas y de los trabajadores se encuentran fatalmente en oposición, pero que dicha oposición carece en realidad de consecuencias; ocurre lo mismo con los salarios de los trabajadores que no pueden superar el nivel de subsistencia, aunque, de todos modos, los beneficios no van a variar prácticamente. En el fondo, todas estas afirmaciones contienen una parte de verdad, pero, como explicación del capitalismo, resultan irreales y abstrusas. Hay que tener en cuenta, sin embargo, que los hechos, en su configuración misma, adoptaban formas contradictorias, hasta el punto de que aún hoy nos resulta difícil desenredar la maraña. No es sorprendente, pues, que se haya tenido que recurrir al deus ex machina de la propagación de los animales y las plantas en un sistema científico del que los autores pretendían deducir las leyes de la producción y de la distribución, aplicadas no tanto al comportamiento de animales y plantas cuanto al comportamiento humano.

Pasemos revista rápidamente a las consecuencias que se derivan del hecho de que los fundamentos de la teoría económica hayan sido erigidos durante el período de Speenhamland, que confirió la apariencia de una economía de mercado a lo que en realidad era un capitalismo sin mercado de trabajo.

En primer lugar, la teoría económica de los economistas clásicos es esencialmente confusa. El paralelismo entre la riqueza y el valor introduce los más molestos pseudo problemas en casi todas las áreas de la economía ricardiana. La teoría de los fondos salariales, heredada de Adam Smith, es una abundante fuente de malentendidos. Si se exceptúan algunas teorías particulares tales como la de la renta, la de la fijación de precios y salarios y la del comercio exterior, sobre las cuales realiza profundos comentarios, su teoría consiste en tentativas desesperadas para obtener conclusiones categóricas respecto a cuestiones definidas de una forma vaga, con el fin de explicar el comportamiento de los precios, la formación de las rentas, el proceso de producción, la influencia de los costes en los precios, el nivel de beneficios, de los salarios y del interés, cuestiones que, en su mayoría, siguen estando tan oscuras como al principio.

En segundo lugar, dadas las condiciones en las que se planteaban los problemas, no era posible llegar a ningún otro resultado. Ningún sistema coherente hubiera podido explicar los hechos, pues éstos no formaban parte de un único sistema, sino que eran en realidad el resultado de la acción simultánea ejercida sobre el cuerpo social por dos sistemas que se excluían mutuamente, a saber, una economía de mercado a punto de nacer y una reglamentación paternalista en la esfera más importante de los factores de producción, el trabajo.

En tercer lugar, la solución descubierta por los economistas clásicos ha tenido consecuencias de gran envergadura para la comprensión de la naturaleza de la sociedad económica. A medida que se iban comprendiendo progresivamente las leyes que gobiernan una economía de mercado, estas leyes eran colocadas bajo la autoridad de la Naturaleza misma. La Ley de los rendimientos decrecientes era una ley de la fisiología vegetal. La Ley malthusiana de la población reflejaba la relación existente entre la fecundidad del hombre y la del suelo. En los dos casos entraban en juego las fuerzas de la Naturaleza, el instinto sexual de los animales y el desarrollo de la vegetación en una tierra determinada. Se invocaba el mismo principio del que se había servido Townsend para aplicarlo a las cabras y a los perros: existe un límite natural más allá del cual los seres humanos no pueden multiplicarse, y este límite viene dado por la cantidad de alimentos disponibles. Malthus, al igual que Townsend, concluyó que los especimenes superfluos serán eliminados; mientras que las cabras son devoradas por los perros, éstos se ven condenados a morir de hambre al carecer de alimentos. Para Malthus el freno represivo consiste en la destrucción de los ejemplares excedentes por medios de la fuerza brutal de la Naturaleza. Pero los seres humanos son destruidos también por causas diferentes a la del hambre: la guerra, las epidemias y los vicios, que son asimilados a las fuerzas de la Naturaleza. Hablando con propiedad, esta asimilación resulta incoherente puesto que las fuerzas sociales se ven convertidas en responsables del mantenimiento del equilibrio exigido por la Naturaleza. Malthus, sin embargo, habría podido responder a esta crítica diciendo que en caso de que las guerras y los vicios no existiesen es decir en una comunidad virtuosa— el número de personas que morirían de hambre sería muy superior al de las que sobrevivirían en razón de sus virtudes pacíficas. Esencialmente la sociedad económica se funda en la triste realidad de la naturaleza; si el hombre desobedece las leyes que gobiernan esta sociedad, el feroz verdugo estrangulará la progenitura del imprevisor. Las leyes de una sociedad competitiva son así situadas bajo la coartada de la ley de la jungla.

La verdadera significación del problema obsesivo generado por la pobreza se revela ahora con claridad: la sociedad económica está sometida a leyes que no son leyes humanas. La sima que separa a Adam Smith de Townsend se ha visto ampliada hasta el punto de convertirse en un abismo; se manifiesta así una dicotomía que marca profundamente el nacimiento de la conciencia del siglo XIX. A partir de este momento, el naturalismo asedia a las ciencias del hombre, y la reintegración de la sociedad en el mundo de los hombres se convierte en el objetivo buscado con persistencia a lo largo del tiempo por el pensamiento social. La economía marxiana, en esta línea de razonamiento, ha sido una tentativa esencialmente fallida para alcanzar este objetivo; su fracaso se debe a que Marx se adhirió demasiado estrechamente a Ricardo y a las tradiciones de la economía liberal.

Los economistas clásicos, por su parte, también sienten la necesidad de esta reintegración. Malthus y Ricardo no son en absoluto indiferentes a la situación de los pobres, pero sus humanitarias preocupaciones obligan a una falsa teoría a adentrarse por caminos todavía más tortuosos. La ley de bronce de los salarios contiene una cláusula de salvaguarda bien conocida según la cual el nivel de subsistencia, por debajo del cual ni la propia ley puede hacer caer los salarios, es tanto más elevado cuanto más elevadas son las necesidades cotidianas de la clase obrera. En este «criterio de miseria» funda Malthus sus esperanzas 10 y por eso intenta darlo a conocer por todos los medios ya que únicamente así, según su parecer, pueden ser salvados de las peores formas de la miseria aquéllos que, en virtud de su ley, están destinados a convertirse en miserables. Ricardo por su parte, y por la misma razón, desea que en todos los países los miembros de las clases laboriosas adquieran el gusto por el confort y los placeres «y que sean estimulados con todos los medios legales para que se esfuercen por conseguirlos». Ironía del destino: para escapar a la ley de la Naturaleza los hombres son invitados a asumir su propio nivel de hambre. Y, sin embargo, se trata sin duda alguna de tentativas sinceras de los economistas clásicos para salvar a los pobres del destino que sus propias teorías contribuyen a prepararles.

En el caso de Ricardo, la teoría contiene en sí misma un elemento que contrapesa el naturalismo rígido. Este elemento, que impregna todo su sistema y que está sólidamente fundado en su teoría del valor, es el principio del trabajo. Ricardo completa lo que Locke y Smith habían comenzado, la humanización del valor económico; lo que los fisiócratas habían atribuido a la naturaleza, él lo reclama para el hombre. En un teorema erróneo, pero de una inmensa transcendencia, confiere al trabajo la capacidad única de constituir el valor, por lo que reduce así todas las transacciones imaginables en una sociedad económica al principio del intercambio igual en una sociedad de hombres libres.

En el interior mismo del sistema de Ricardo coexisten el factor naturalista y el humanista que se disputan la supremacía en una sociedad económica. La dinámica de esta situación tiene un poder aplastante. El resultado es que el movimiento hacia un mercado concurrencial ha adquirido la fuerza irresistible de un proceso de la naturaleza. En efecto, a partir de ahora se creerá que el mercado autorregulador se deriva de las leyes inexorables de la naturaleza y que es de una necesidad ineluctable que el mercado se vea liberado, que se vea desembarazado de cualquier obstáculo. La creación de un mercado de trabajo es un acto de vivisección practicado sobre el cuerpo social por quienes se curtieron en el oficio gracias a la seguridad que únicamente la ciencia puede proporcionar. Las leyes de pobres deben de desaparecer: he aquí una de sus certezas. «Las leyes de la gravitación no son más ciertas que lo es la tendencia que presentan las leyes de pobres a trocar la riqueza y el poder en miseria y debilidad (...), hasta llegar a un punto en que las clases llegarán a alcanzar una indigencia universal». Moralmente sería verdaderamente un cobarde quien, sabiendo esto, no tuviese el coraje de salvar a la humanidad de ella misma mediante la cruel operación que consiste en abolir los socorros a los pobres. Justamente sobre este punto, Townsend, Malthus y Ricardo tienen una misma opinión. Entre ellos pueden existir vehementes divergencias, en lo que se refiere a los métodos y a las perspectivas, pero coinciden en oponerse a los principios de la economía política que avalan el sistema de Speenhamland. Lo que ha hecho del liberalismo económico una fuerza irresistible es esta convergencia de opinión entre perspectivas diametralmente opuestas, ya que lo que aprueban por igual el ultrarreformador Bentham y el ultratradicionalista Burke ha adquirido automáticamente el carácter de evidencia.

Únicamente un hombre se dio cuenta de lo que significaba esta experiencia, muy posiblemente porque sólo él, entre los grandes pensadores de la época, poseía un conocimiento íntimo y práctico de la industria, a la vez que estaba abierto a la reflexión. Ningún otro pensador se adentró nunca en el territorio de la sociedad industrial tan profundamente como lo hizo Robert Owen. Poseía una consciente lucidez para distinguir entre sociedad y Estado, y aunque no mostraba ninguna animadversión contra este último, en oposición a Godwin, esperaba del Estado pura y simplemente lo que se le podía exigir: que interviniese útilmente para aliviar las desgracias de la comunidad, pero no, por supuesto, para organizar la sociedad. Owen tampoco tenía ninguna animosidad contra la máquina, a la que otorgaba un carácter neutral, pero ni el mecanismo político del Estado, ni los engranajes técnicos de la máquina le ocultaban el fenómeno: la sociedad. Rechazaba la perspectiva zoológica a la hora de abordarla al rechazar las limitaciones malthusianas y ricardianas, pero el eje de su pensamiento lo constituye su distanciamiento del cristianismo a quien acusa de «individualización», es decir, de situar la responsabilidad del carácter en el individuo mismo, y de negar así la realidad de la sociedad y su omnipotente influencia en la formación del sujeto. La verdadera significación de su ataque contra la individualización se encuentra en su insistencia sobre el origen social de las motivaciones humanas: «El hombre individualizado y todo aquello que es verdaderamente válido en el cristianismo son cosas totalmente distintas e incapaces de unirse por toda la eternidad». Owen supera y se sitúa más allá del cristianismo, precisamente por haber descubierto la sociedad. Captó la siguiente verdad: puesto que la sociedad es real, el hombre debe, a fin de cuentas, someterse a ella. Se podría decir que su socialismo se funda en una reforma de la conciencia humana, que debe conseguirse mediante el reconocimiento de la realidad de la sociedad. «Cuando una causa cualquiera de nuestras desdichas, escribe, no puede suprimirse utilizando los nuevos poderes que los hombres están alcanzando en la actualidad, éstos sabrán que se trata de males necesarios e inevitables, y dejarán de lamentarse inútilmente como si fuesen niños».

Owen debió de hacerse una idea un tanto exagerada de esos poderes, ya que de otro modo no habría podido dar a entender a los magistrados del condado de Lanark que la sociedad iba a tomar un nuevo rumbo de modo inminente, a partir del «núcleo de la sociedad» que él había descubierto en las comunidades rurales. Esta imaginación desbordante es el privilegio del genio, sin el cual la humanidad no podría existir, puesto que no podría comprenderse a sí misma. En su opinión, la ausencia del mal en la sociedad presenta necesariamente límites que marcan la frontera de un inalienable territorio de libertad, cuya importancia resulta ahora manifiesta. Owen tiene la impresión de que este territorio no se hará visible hasta que el hombre haya transformado la sociedad con la ayuda de nuevos poderes adquiridos. Será entonces cuando el hombre deberá aceptar ese territorio con la madurez que desconoce las pueriles lamentaciones.

En 1817 describe Robert Owen el rumbo emprendido por las sociedades occidentales, y sus palabras resumen el problema del siglo que comienza. Muestra los poderosos efectos de las manufacturas, «cuando se las deja abandonadas a su suerte». «La difusión general de las manufacturas por todo un país engendra un nuevo carácter entre sus habitantes. Y en la medida en que este carácter se ha formado siguiendo un principio totalmente desfavorable para la felicidad del individuo o el bienestar general, producirá los más lamentables males y los más duraderos, a menos que las leyes no intervengan y confieran una dirección contraria a esta tendencia». La organización del conjunto de la sociedad sobre el principio de la ganancia y del beneficio va a tener repercusiones de gran importancia. Owen formula estos resultados en función del carácter humano, ya que el efecto más evidente del nuevo sistema institucional consiste en destruir el carácter tradicional de las poblaciones establecidas y en transformarlas en un nuevo tipo de hombre: emigrante, nómada, sin amor propio ni disciplina, grosero y brutal, cuyo ejemplo lo constituyen tanto el obrero como el capitalista. En términos generales, piensa, pues, que el principio de la ganancia y del beneficio resulta pernicioso para la felicidad del individuo y para la felicidad pública. De esta situación se seguirán grandes males, a no ser que se consiga hacer fracasar las tendencias intrínsecas de las instituciones de mercado: se precisa una orientación social consciente que las leyes harán efectiva. Sí, es cierto que la condición de los obreros, que él es el primero en detestar, es producto en parte del «sistema de socorros en dinero». Pero, en lo esencial observa algo que es válido tanto para los trabajadores de la ciudad como para los del campo, a saber, que «se encuentran ahora en una situación infinitamente más degradada y miserable que antes de que se introdujesen las manufacturas, de cuyo éxito dependen, sin embargo, para su pura y simple subsistencia». Una vez más plantea la cuestión de fondo, al poner el acento no tanto en las rentas cuanto en la degradación y en la miseria. Y como causa primera de esta degradación señala, una vez más con acierto, el hecho de que los obreros dependen exclusivamente de las manufacturas para subsistir. Capta, pues, que lo que aparece sobre todo como un problema económico es esencialmente un problema social. Desde el punto de vista económico, el obrero se encuentra evidentemente explotado: no recibe lo que le corresponde en el intercambio. Este es un hecho sin duda muy importante, pero no lo es todo. A pesar de la explotación, el obrero puede, desde el punto de vista financiero, encontrarse en una situación mejor que la que tenía con anterioridad, lo que no es óbice para que un mecanismo, absolutamente desfavorable al individuo y al bienestar general, cause estragos en su medio social, en su entorno, arrase su prestigio en la comunidad, su oficio y, destruya, en una palabra, sus relaciones con la naturaleza y con los hombres, en las cuales estaba enraizada hasta entonces su existencia económica. La Revolución industrial estaba en vías de provocar una conmoción social de proporciones aterradoras, y el problema de la pobreza no representaba más que el aspecto económico de este acontecimiento. Owen tenía razón cuando afirmaba que, sin una intervención ni una orientación legislativa, se producirían males cada vez más graves y permanentes.

En esta época no podía predecir que esta autodefensa de la sociedad, por la que él clamaba de todo corazón, resultaría incompatible con el funcionamiento mismo del sistema económico.

 


 

II. La autoprotección de la sociedad

CAPÍTULO XI

EL HOMBRE, LA NATURALEZA Y LA ORGANIZACIÓN DE LA PRODUCCIÓN

 

Durante un siglo, la dinámica de la sociedad moderna se ha visto gobernada por un doble movimiento: el mercado se expandió de un modo continuo, pero este movimiento coexistió con un contramovimiento que controlaba esta expansión, orientándola hacia determinadas direcciones. Este contramovimiento resultó de vital importancia para la protección de la sociedad, pero fue a la vez compatible, en último término, con la autorregulación del mercado y, por tanto, con el mismo sistema de mercado.

El sistema de mercado se desarrolló a saltos y a golpes, engulló el espacio y el tiempo y, al crear la moneda bancaria, produjo una dinámica hasta entonces desconocida. En el momento en el que alcanzó su máxima extensión, hacia 1914, cada una de las partes del globo, todos sus habitantes e, incluso, las generaciones venideras, las personas físicas, al igual que esos inmensos cuerpos imaginarios denominados compañías, quedaron integrados en su seno. Un nuevo modo de vida se adueñaba del planeta con una pretensión de universalidad sin precedentes desde la época en que el cristianismo había comenzado su andadura. Esta vez, sin embargo, el movimiento se situaba en un plano puramente material. Simultáneamente se desarrollaba no obstante un contramovimiento. No se trataba simplemente del habitual movimiento de defensa generado por una sociedad que se enfrenta con el cambio, era más bien una reacción contra una dislocación que atacaba a todo el edificio de la sociedad y que sería capaz de destruir la organización misma de la producción que el mercado había hecho nacer.

Robert Owen dio buenas muestras de un espíritu penetrante: si se dejaba libre curso a la economía de mercado siguiendo sus propias leyes, su desarrollo engendraría grandes daños y males irreversibles.

 La producción es la interacción del hombre y de la naturaleza; si este proceso debe ser organizado mediante un mecanismo regulador de trueque y de cambio, entonces es preciso que el hombre y la naturaleza entren en su órbita, es decir, que sean sometidos a la oferta y a la demanda y tratados como mercancías, como bienes producidos para la venta.

Tal era precisamente lo que ocurría en un sistema de mercado. Del hombre (bajo el nombre de trabajo) y de la naturaleza (bajo el nombre de tierra) se hacían mercancías disponibles, cosas listas para negociar, que podían ser compradas y vendidas en todas partes a un precio denominado salario, en el caso de la fuerza del trabajo, y a un precio denominado renta o arrendamiento, en lo que se refiere a la tierra. Existía un mercado tanto para el trabajo como para la tierra, y la oferta y la demanda quedaban reguladas en cada caso por el nivel de salarios y de rentas respectivamente; la ficción de que el trabajo y la tierra eran productos para la venta se mantenía constante. El capital invertido en las diversas combinaciones de trabajo y tierra podía así circular de una rama a otra de la producción, tal como lo exigía un equilibrio automático de las ganancias en las diferentes ramas.

Ahora bien, mientras que la producción podía en teoría organizarse de este modo, la ficción de la mercancía implicaba el olvido de que abandonar el destino del suelo y de los hombres a las leyes del mercado equivalía a aniquilarlos. Así pues, el contramovimiento consistió en controlar la acción del mercado en aquello que concierne a esos factores de la producción que son el trabajo y la tierra. Tal fue la principal función del intervencionismo.

La organización de la producción estaba también amenazada. La empresa individual, industrial, agrícola o comercial, estaba en peligro en la medida en que se veía afectada por los movimientos de los precios, puesto que, en un sistema de mercado, si los precios caen los negocios sufren las consecuencias; a menos que todos los elementos del coste no desciendan en la misma proporción, «las empresas en pleno funcionamiento» se ven forzadas a liquidar, pese a que la caída de los precios puede deberse no tanto a una caída general de los costes, cuanto al modo de organización del sistema monetario. En realidad, como veremos, así sucedía en un mercado autorregulador.

El poder adquisitivo estaba, pues, en principio marcado y reglamentado por la acción del propio mercado; es esto lo que queremos decir cuando afirmamos que la moneda es una mercancía cuya cantidad se rige por la oferta y la demanda de las mercancías que juegan el papel de moneda: tal es la teoría clásica de la moneda, como es sabido. Según esta doctrina, la moneda no es sino el nombre dado a una mercancía utilizada para el cambio con más frecuencia que otras y que, por tanto, es adquirida fundamentalmente para facilitar el intercambio. En nada afecta a lo dicho que se utilicen para este fin pieles, cabezas de ganado, conchas u oro. El valor de los objetos que juegan el papel de moneda está determinado como si fuesen materias buscadas únicamente por su utilidad para servir de alimento, abrigo, ornamentación y otros fines. El oro, cuando se utiliza como moneda está gobernado exactamente por las mismas leyes que las otras mercancías en lo que respecta a su valor, cantidad y movimientos. Cualquier otro tipo de intercambio supondría la creación de moneda al margen del mercado; la acción que consiste en crear esta moneda por parte de los bancos o del gobierno constituye una ingerencia en la autorregulación del mercado. El punto crucial consiste en que las mercancías utilizadas como moneda no son diferentes de las otras mercancías y, por consiguiente, todas las teorías que confieren a la moneda cualquier otra característica que no sea la de mercancía que puede ser empleada como medio de intercambio, son intrínsecamente falsas. Esto significa también, y en consecuencia, que si el oro es utilizado como moneda, los billetes de banco, en el caso de que existan, deben representar al oro. La escuela de Ricardo ha pretendido organizar, siguiendo precisamente esta doctrina, la creación de moneda por el Banco de Inglaterra. De hecho, ningún otro método resultaba pensable para evitar al sistema monetario una «ingerencia» del Estado y salvaguardar la autorregulación del mercado.

Para los negocios la situación era, pues, muy parecida a la de la sustancia natural y humana de la sociedad. El mercado autorregulador era una amenaza para unos y para otros, por razones que, esencialmente, eran las mismas. Se debía, sin duda, apelar a la legislación de las fábricas y a las leyes sociales para poner a los trabajadores de la industria al abrigo de las consecuencias de esta ficción «trabajo mercancía»; era necesario defender los recursos naturales y la cultura rural de las consecuencias provocadas por la ficción «mercancía», que se les aplicaba al promulgar leyes agrarias y al instituir derechos arancelarios sobre los productos agrícolas; pero también era verdad que se tenía necesidad del Banco Central y de la gestión del sistema monetario, para proteger las manufacturas y el resto de las empresas productivas de los males que implicaba la ficción «dinero mercancía». No eran, pues, solamente los seres humanos y los recursos naturales quienes debían ser colocados al abrigo de los efectos devastadores de un mercado autorregulador, sino que también, y se trata de un hecho paradójico, la propia organización de la producción capitalista debía ser protegida.

Retornemos de nuevo a lo que hemos denominado el doble movimiento. Dicho movimiento puede ser definido como la acción de dos principios organizadores en el interior de la sociedad, cada uno de los cuales presenta específicos objetivos institucionales, cuenta con el apoyo de fuerzas sociales determinadas y emplea métodos propios.

El primero es el principio del liberalismo económico, que tiene por objetivo establecer un mercado autorregulador, que cuenta con el apoyo de las clases comerciantes y que adopta como método principal el librecambio; el segundo es el principio de la protección social, que tiene como objetivo conservar al hombre y a la naturaleza así como a la organización de la producción, que cuenta con el beneplácito de todos aquellos que están directamente afectados por la acción deletérea del mercado –especialmente, aunque no exclusivamente, la clase obrera y los propietarios de tierras y que adopta como método la legislación protectora, las asociaciones restrictivas y otros instrumentos de intervención.

La insistencia en las clases sociales es importante. Los servicios prestados a la sociedad por los propietarios de tierras, la clase media y la clase obrera han configurado toda la historia social del siglo XIX. El papel que tenían que desempeñar estos grupos sociales estaba marcado con nitidez, en la medida en que estaban disponibles para desempeñar diversas funciones que se derivaban de la situación global de la sociedad. Las clases medias eran las portadoras de la economía de mercado naciente, su interés por los negocios era, en términos generales, paralelo al interés general por la producción y el empleo; si los negocios eran pujantes, existían posibilidades de empleo para todos y de rentas para los propietarios; si los mercados estaban en expansión, las inversiones podían hacerse libre y fácilmente; si la comunidad comercial competía con éxito en el extranjero, la moneda se mantenía firme. Las clases comerciantes, por otra parte, no poseían medios para percibir los peligros que implicaba la explotación de la fuerza física de los trabajadores, la destrucción de la vida familiar, la devastación del medio ambiente, la tala de bosques, la polución de los ríos, la descualificación profesional, la ruptura de las tradiciones populares y la degradación general de la existencia, incluidas la vivienda y las artes, así como las innumerables formas de vida privada y pública que no intervenían directamente en la obtención de beneficios. Las clases medias cumplían su función adoptando una creencia casi sagrada en el carácter universalmente benéfico del beneficio, incluso cuando esto las descalificaba para ser la salvaguarda de otros intereses tan vitales para vivir bien como el desarrollo de la producción. Entre estos límites se movían las posibilidades de otras clases que no estaban dedicadas a poner en funcionamiento específicas máquinas costosas o complicadas para la producción. En términos generales, fue a la aristocracia terrateniente y al campesinado a quienes correspondió la tarea de defender las cualidades marciales de la nación, que continuaban dependiendo en gran medida de los hombres y del suelo; mientras que los trabajadores, por su parte, se convertían, en mayor o menor medida, en los representantes de los intereses humanos comunes que, a partir de entonces, se encontraban sin hogar ni lugar. Cada clase social ha mantenido, no obstante, alguna que otra vez, incluso sin saberlo, intereses más amplios que los suyos propios.

En el paso del siglo XIX al siglo XX el sufragio universal estaba bastante extendido, la clase obrera era un factor importante en el Estado; las clases comerciantes, por otra parte, cuyo poder en el Parlamento comenzaba a ser criticado, eran conscientes de su poder político derivado de su predominante papel en la industria. Esta localización concreta del poder y de la influencia no provocó dificultades mientras el sistema de mercado siguió funcionando sin grandes coacciones ni tensiones; pero cuando, por razones que son inherentes a este sistema de mercado, dejó de suceder esto, y cuando las tensiones entre las clases se acentuaron, la sociedad misma se vio amenazada por un peligro: los partidos en pugna intentaban hacerse fuertes desde el gobierno y desde los negocios, el Estado y la industria. Se usaba y abusaba de dos funciones vitales para la sociedad, la política y la economía, utilizándolas como armas en una lucha de intereses sectoriales. La crisis fascista del siglo XX surgió de este peligroso callejón sin salida.

Nuestra intención es, pues, trazar las grandes líneas del movimiento que ha configurado la historia social del siglo XIX desde estos dos ángulos. El primero está constituido por el choque entre los principios organizadores del liberalismo económico y los de la protección social, del que se ha derivado una profunda tensión institucional; el segundo, por el conflicto de clases que, al entrar en relación con el primero, ha transformado la crisis en catástrofe.

 


 

CAPÍTULO XII

NACIMIENTO DEL CREDO LIBERAL

 

El liberalismo económico ha sido el principio organizador de una sociedad que se afanaba por crear un sistema de mercado. Lo que nació siendo una simple inclinación en favor de los métodos no burocráticos, se convirtió en una verdadera fe que creía en la salvación del hombre aquí abajo gracias a un mercado autorregulador. Este fanatismo fue el resultado del súbito recrudecimiento de la tarea en la que el liberalismo estaba comprometido: la enormidad de los sufrimientos que había que infringir a seres inocentes, así como el gran alcance de los cambios entrelazados que implicaba el establecimiento del nuevo orden. La fe liberal recibió su fervor evangélico como respuesta a las necesidades de una economía de mercado en pleno desarrollo.

Hacer remontar la política del laissez faire, como frecuentemente se hace, al momento en el que por vez primera se utilizó esta expresión en Francia a mediados del siglo XVIII, sería falsear la historia. Se podría afirmar, sin miedo a equivocarse, que se necesitaron todavía dos generaciones para que el liberalismo económico fuese algo más que una tendencia episódica. A partir de los años 1820 adquirieron entidad los tres dogmas libréales clásicos: el trabajo debe encontrar su precio en el mercado; la creación de la moneda debe estar sometida a un mecanismo de autorregulación; las mercancías deben circular libremente de país en país sin obstáculos ni preferencias; en suma, los tres dogmas se resumen en el mercado de trabajo, el patrón-oro y el librecambio.

Resultaría casi grotesco poner en boca de Francois Quesnay consideraciones de este tipo. Todo lo que piden los fisiócratas, en un mundo mercantil, es la libertad para exportar cereales, de modo que se asegure una mejor renta a los granjeros, a los arrendatarios y a los propietarios. En todo lo demás su «orden natural» no es más que un principio rector para la reglamentación de la industria y de la agricultura mediante un supuesto gobierno omnipotente y omnisciente. Las Máximes de Quesnay tienen por objeto proporcionar a este gobierno las ideas que le permitirán transformar en política práctica los principios del Tableau, sobre la base de datos estadísticos que él pretende proporcionar periódicamente. La idea de un sistema de mercado autorregulador no se le pasó por la cabeza.

También en Inglaterra el laissez faire es interpretado en un sentido restrictivo; significa una producción libre de reglamentaciones, que no se ocupa del comercio. Las manufacturas de algodón, esa maravilla de la época, insignificantes en un primer momento, se convirtieron en la principal industria exportadora del país y, sin embargo, la importación de cotonadas estampadas continuó estando prohibida. A pesar del monopolio tradicional del mercado interior se acordó conceder una prima a la exportación de colicots y de muselinas. El proteccionismo estaba tan enraizado, que los fabricantes de algodón de Manchester solicitaron en 1800 la prohibición de la exportación de trigo, pese a que eran conscientes de que esto suponía una pérdida de trabajo para ellos. Una ley promulgada en 1971 ampliaba las sanciones a la exportación de los patrones y de su especificación. Los orígenes librecambistas de la industria algodonera son un mito. Todo su interés se resumía en no verse reglamentada en la esfera de la producción, pero todo lo que se resumía a la libertad de los intercambios era considerado peligroso.

 Se podría suponer que la libertad de producción va a extenderse de un modo natural, desde el ámbito de la técnica pura al del empleo de la mano de obra. La demanda de libertad de trabajo en Manchester es, sin embargo, relativamente tardía. La industria algodonera nunca había estado sometida al estatuto de los gremios y, por consiguiente, no se veía afectada ni por las fijaciones anuales de los salarios, ni por las reglamentaciones del aprendizaje.

Por otra parte la vieja legislación de pobres, a la que con tanto celo se oponían los liberales modernos, prestaba buenos servicios a los fabricantes, ya que no solamente les proporcionaba «aprendices de parroquia», sino que también les permitía descargarse de su responsabilidad en relación con los obreros que despedían, con lo que hacían recaer una buena parte del peso del desempleo sobre los fondos públicos. Incluso el sistema de Speenhamland no resultó al principio impopular entre los manufactureros del algodón; la industria podía muy bien considerar los subsidios familiares como una ayuda para mantener ese ejército de reserva del trabajo que necesitaba imperiosamente para responder a las fluctuaciones de los negocios, siempre y cuando el efecto moral de las prestaciones no redujese la capacidad de producción del trabajador. En una época en la que las contratas en la agricultura se hacían por años, era muy importante que la industria pudiese disponer de esa reserva de mano de obra móvil en sus momentos de expansión. Se explican así los ataques de los manufactureros contra la Ley de domicilio, que ponía trabas a la movilidad física de la mano de obra. A pesar de todo, esta ley no fue abolida hasta 1795, siendo entonces reemplazada por medidas mucho más paternalistas todavía. El pauperismo continuó siendo algo ligado a los squires y a las zonas rurales; e incluso aquellos que criticaban severamente el sistema de Speenhamland, como Burke, Bentham o Malthus, se consideraban menos representativos del progreso industrial que otros hombres que proponían sanos principios de administración rural.

Habrá que esperar a los años 1830 para que el liberalismo económico irrumpa en la escena social con un espíritu de cruzada apasionado y para que el laissez faire se convierta en una fe militante. La clase manufacturera presionaba para que las leyes de pobres fuesen reformadas, puesto que impedían el nacimiento de una clase obrera industrial dependiente económicamente del trabajo realizado. Nos damos cuenta ahora de la gran cantidad de riesgos que implicaba la creación de un mercado libre de trabajo, así como de la magnitud de la miseria que recayó sobre las víctimas de las mejoras. Desde comienzos de los años 1830 se puede comprobar, en consecuencia, un cambio radical de mentalidad. Una reedición de la Dissertatio de Townsend, publicada en 1817, contenía un prólogo en el que se alababa la clarividencia del autor cuando arremetía contra las leyes de pobres y pedía su completo abandono; pero los editores advertían acerca de los peligros de su «imprudente e irreflexiva» propuesta, que consistía en suprimir la asistencia a los pobres en un plazo muy breve, diez años. Los Príncipes de Ricardo, publicados en el mismo año, insistían también en la necesidad de abolir el sistema de subsidios en metálico, pero exhortaban insistentemente a hacerlo progresivamente. Pitt, discípulo de Adam Smith, había rechazado esta idea debido a los sufrimientos que conllevaría para los inocentes. Y todavía en 1829, Peel «se preguntaba si se podía suprimir sin riesgos el sistema de socorros en metálico de otro modo que no fuese progresivamente». Y, sin embargo, en 1832, tras la victoria política de la burguesía, la propuesta de reforma de la legislación sobre los pobres se aprueba en su formulación más radical y se acelera su aplicación, sin el menor período de tregua. El librecambio se había coagulado y lanzaba un ataque de una ferocidad inflexible.

El liberalismo económico, cuyo interés era puramente académico, se envalentonó también y se convirtió en un activismo sin límites en los dos campos de la organización industrial: la moneda y el comercio. En ambos casos, el laissez faire se inflamó con una fe ferviente cuando se advertía la inutilidad de cualquier solución que no fuese extrema.

El problema monetario fue patente para el pueblo inglés, sobre todo bajo la forma de una elevación general del coste de la vida. Los precios se duplicaron entre 1790 y 1815. Los salarios reales disminuyeron y los negocios se vieron azotados por una crisis del comercio exterior. Pero fue tras el pánico de 1825 cuando la necesidad de una moneda sólida se convirtió en un principio del liberalismo económico; dicho de otro modo, cuando los principios ricardianos habían calado profundamente tanto en las mentes de los políticos como en las de los hombres de negocios, entonces fue cuando se mantuvo el «patrón», a pesar de un número enorme de reveses financieros. Esto significó el comienzo de esa fe indoblegable en el mecanismo de pilotaje automático del patrón-oro, sin el cual el sistema de mercado no habría podido despegar.

El librecambio internacional no exigía el más mínimo acto de fe. Sus implicaciones eran absolutamente extravagantes. Esto significaba que el revituallamiento de Inglaterra iba a depender de fuentes que estaban en ultramar, que este país sacrificaría su agricultura si era necesario y adoptaría una nueva forma de existencia, convirtiéndose en parte constitutiva de una vaga unidad mundial apenas perfilada; esta comunidad planetaria debería ser pacífica o, de otro modo, tendría que ser defendida por el poderío de la flota de Gran Bretaña. La nación inglesa debería afrontar así la perspectiva de continuas conmociones industriales con el firme sentimiento de superioridad, basado en sus capacidades de invención y de producción. Aunque únicamente los cereales puedan circular libremente en Gran Bretaña, se piensa que sus fábricas serán capaces de vender más barato por todo el mundo. Los riesgos que hay que correr merecen la pena si se tiene en cuenta la grandeza y la importancia de estas propuestas. El no asumirlas plenamente conduciría, por el contrario, a una ruina segura.

No comprenderemos, sin embargo, totalmente las fuentes utópicas del dogma del laissez faire, hasta que no las estudiemos una por una. Los tres principios forman un todo: un mercado de trabajo concurrencial, un patrón-oro automático y el librecambio internacional. Los sacrificios que conlleva la realización de uno de estos objetivos serían inútiles, o incluso más que inútiles, si no se alcanzan los dos objetivos restantes. Estamos, pues, ante el todo o nada.

Todo el mundo era capaz de percibir, por ejemplo, que el patrón-oro encerraba el peligro de una deflación mortífera y quizás también de una fatal contracción monetaria en caso de pánico. El manufacturero no podía aceptar, pues, de buen grado esta política, más que si veía asegurada una producción creciente a precios que le compensasen, en otros términos, sólo si los salarios bajaban como mínimo de forma proporcional a la caída general de los precios, de tal modo que se posibilitase la explotación de un mercado mundial siempre en expansión. Fue así como el AntiCorn Law Bill de 1846 constituyó el corolario del Bank Act de Peel (1844); ambos suponían la existencia de una clase obrera que, tras la reforma de las leyes de pobres, se vería obligada, si no quería morir de hambre, a trabajar en cualquier tipo de condiciones, quedando los salarios regulados por el precio del trigo. Las tres grandes medidas formaban un todo coherente.

Ahora podemos abarcar con una sola mirada todo el curso del liberalismo económico. Se necesitaba nada menos que un mercado autorregulador a escala mundial para asegurar el funcionamiento de este pasmoso mecanismo. Nada garantizaba que las industrias no protegidas no sucumbirían, atenazadas por el oro, artífice del cambio que habían aceptado gustosamente, a menos que se hiciesen depender los precios del trabajo del más barato de los cereales que se pueda encontrar. La expansión del sistema de mercado en el siglo XIX fue sinónima de la difusión simultánea del librecambio internacional, del mercado concurrencial de trabajo y del patrón-oro; todos marchaban juntos y en unión. No tiene, pues, nada de extraordinario que el liberalismo económico se haya transformado en una religión secular desde el momento en que los grandes peligros de esta aventura se hicieron evidentes.

El laissez faire no tenía nada de natural; los mercados libres nunca se habrían formado si no se hubiese permitido que las cosas funcionasen a su aire. Del mismo modo que las manufacturas de algodón principal industria del librecambio fueron creadas con la ayuda de tarifas proteccionistas, primas a la exportación y ayudas indirectas a los salarios, el propio laissez faire fue impuesto por el Estado. Entre 1830 y 1850 se produjo no sólo una gran eclosión de leyes que abolieron reglamentos restrictivos, sino también un enorme crecimiento de funciones administrativas del Estado, dotado ahora de una burocracia central capaz de desarrollar las tareas fijadas por los portavoces del liberalismo. Para el utilitarista prototípico, el liberalismo económico fue un proyecto social que debía ser puesto en práctica para felicidad del mayor número de sujetos; el librecambio no era un método que permitiese realizar una cosa, sino que era la misma cosa a realizar. Es cierto que la legislación no podía hacer nada directamente si no era suprimiendo las restricciones obstaculizadoras, pero eso no quiere decir que el gobierno no pudiese hacer nada y, sobre todo, indirectamente. De hecho, el liberal utilitarista vio en el gobierno al gran agente para conseguir el bienestar. En lo que se refiere al bienestar material, ésta era la opinión de Bentham, la influencia de la legislación «no es nada» si se la compara con la contribución inconsciente del «Ministro de la Policía». De las tres cosas indispensables para el éxito de la economía –inclinación, saber y poder, las personas privadas no poseen más que la inclinación. Bentham enseña que el saber y el poder pueden ser administrados mucho mejor y con menos gasto por el gobierno que por los individuos privados. Es obligación del poder ejecutivo reunir estadísticas e informaciones, potenciar la ciencia y la experimentación y proporcionar los innumerables instrumentos que permitan la acción del gobierno. El liberalismo de Bentham significa que la acción parlamentaria debe de ser reemplazada por la de los órganos administrativos.

Los órganos administrativos abarcan una gran extensión. La reacción no ha gobernado en Inglaterra, como sucedió en Francia, utilizando métodos administrativos, sino que ha utilizado exclusivamente la legislación parlamentaria para llevar a cabo la represión política. «Los movimientos revolucionarios de 1785 y de 1815-1820 fueron combatidos mediante la legislación del Parlamento y no a través de una acción departamental. La suspensión de la ley de habeas corpus, la votación del Libel Act y de los Six Acts de 1819, fueron graves medidas de coacción, sin embargo no presentan ningún rasgo que permita asimilar esta administración con la que existe en el continente europeo. La libertad personal, en la medida en que ha sido suprimida, lo ha sido por las leyes del Parlamento y por su aplicación». Los representantes de la economía liberal no habían adquirido prácticamente influencia sobre el gobierno, en 1832, cuando la situación cambió totalmente en favor de los métodos administrativos. «El resultado claro de la actividad legislativa que ha caracterizado, con grados de intensidad diferente, el período que comienza en 1832, ha sido la construcción, pieza a pieza y trozo a trozo, de una máquina administrativa enormemente compleja, que necesita constantemente ser reparada, renovada, reconstruida y adaptada a las nuevas exigencias, al igual que las instalaciones de una manufactura moderna». Este crecimiento de la administración refleja el espíritu del utilitarismo. El fabuloso Panóptico de Bentham, una de sus utopías más queridas, es una construcción en forma de estrella; desde su centro los guardianes de prisiones pueden tener bajo la vigilancia más efectiva a los más peligrosos ejemplares en gran número y con el menor gasto público. De idéntico modo, en el Estado utilitario, su adorado principio de «inspeccionabilidad» asegura que el Ministro, en la cúspide, tendrá bajo control efectivo a toda la administración.

La vía del librecambio ha sido abierta, y mantenida abierta, a través de un enorme despliegue de continuos intervencionismos, organizados y dirigidos desde el centro.

Hacer que la «libertad simple y natural» de Adam Smith sea compatible con las necesidades de la sociedad humana es un asunto muy complicado. La complejidad de los artículos de innumerables leyes sobre las enclosures lo pone de manifiesto, al igual que la extensión del control burocrático exigida por la administración de las nuevas leyes de pobres, que, a partir del reinado de Isabel, han sido efectivamente supervisadas por la autoridad central; y también el crecimiento de la administración gubernamental, inseparable a su vez de la meritoria tarea de poner en marcha una reforma municipal. Y, sin embargo, todas esas ciudadelas de la ingerencia gubernamental se erigieron con la intención de regular la liberalización de la tierra, el trabajo y la administración municipal. Del mismo modo que la invención de máquinas que economizasen trabajo no ha hecho disminuir, al contrario de lo que se esperaba de ellas, sino que ha hecho aumentar la utilización del trabajo del hombre, la introducción de mercados libres, lejos de suprimir normativas, regulaciones e intervenciones, ha potenciado enormemente su alcance. Los administradores tuvieron que estar muy en guardia para asegurar el libre funcionamiento del sistema. Fue así como, incluso aquellos que deseaban ardientemente liberar al Estado de funciones inútiles y cuya filosofía exigía la restricción de sus actividades, se vieron obligados a otorgarle poderes, órganos y nuevos instrumentos, necesarios para la institucionalización del laissez faire.

Esta paradoja se ve superada por otra. Mientras que la economía del librecambio constituía un producto de la acción deliberada del Estado, las restricciones posteriores surgieron de un modo espontáneo. El laissez faire fue planificado, pero no lo fue la planificación. Hemos mostrado ya la verdad de la primera parte de esta aserción. Si alguna vez ha existido una utilización consciente del poder ejecutivo al servicio de una política deliberada dirigida por el gobierno, fue la emprendida por los discípulos de Bentham en el heroico período del laissez faire. Por lo que se refiere a la segunda parte de la aserción, Dicey, ese eminente liberal, fue el primero que suscitó la cuestión: se impuso a sí mismo el trabajo de investigar los orígenes de la tendencia «anti laissez faire» o, como él la denominaba, la tendencia «colectivista»; indagó en la opinión pública inglesa esa inclinación, cuya existencia era evidente desde finales de los años 1860. Su sorpresa fue que no pudo encontrar rastros de la misma salvo en los propios actos legislativos. Dicho de forma más precisa, no se puede encontrar el menor testimonio de una «tendencia colectivista» en la opinión pública con anterioridad a las leyes aprobadas en esa línea. Por lo que se refiere a una opinión «colectivista» más tardía, Dicey concluye que la legislación «colectiva» puede haber constituido sus primeras raíces. La clave de esta penetrante encuesta era la voluntad deliberada de evitar que se ampliasen las funciones del Estado o que se limitase la libertad individual, influyendo en quienes eran directamente responsables de las normativas legislativas de los años 1870-1880. La punta de lanza legislativa del movimiento de reacción contra un mercado autorregulador, tal como se estaba desarrollando en los cincuenta años posteriores a 1860, muy espontánea en este caso, no ha estado dirigida por la opinión sino que ha sido inspirada por un espíritu puramente pragmático.

Los representantes de la economía liberal deberían replantearse seriamente esto. Toda su filosofía social dependía de la idea de que el laissez faire era un proceso natural, mientras que la posterior legislación contra el laissez faire era el resultado de una acción deliberada, orquestada por los que se oponían a los principios liberales. Estas dos interpretaciones del doble movimiento, que se excluyen mutuamente, implican hoy, y se puede afirmar esto sin exagerar, la verdad o la falsedad de la posición liberal.

Autores liberales tales como Spencer, Sumner, Mises y Lippmann proponen una descripción del doble movimiento que se asemeja mucho a la que sostenemos aquí, aunque su interpretación es completamente distinta. A mi juicio, el concepto de mercado autorregulador es utópico y su desarrollo se ha visto frenado por la autodefensa realista de la sociedad. A su juicio, sin embargo, cualquier tiempo de proteccionismo constituye un error causado por la impaciencia, la codicia y la imprevisión; sin ese error, el mercado habría sido capaz de resolver todas las dificultades existentes. Dilucidar cuál de estas dos posiciones es la correcta es posiblemente el problema más importante de la historia social reciente, puesto que en ello se juega nada menos que la pretensión del liberalismo económico a convertirse en el principio organizador fundamental de la sociedad. Antes de pasar a las comprobaciones materiales es, pues, preciso formular la cuestión con mayor precisión.

A nuestra época le ha tocado en suerte asistir a las postrimerías del mercado autorregulador. En los años veinte el prestigio del liberalismo económico alcanzó su cénit: centenas de millares de hombres sufrieron el azote de la inflación; clases sociales y naciones enteras fueron explotadas. Fue entonces cuando la estabilización de las monedas se convirtió en el punto focal del pensamiento político de los pueblos y de los gobiernos; la restauración del patrón-oro constituía el objetivo supremo de todos los esfuerzos organizados en el terreno de la economía. La devolución de los préstamos extranjeros y la vuelta a una moneda estable fueron consideradas la piedra angular de la racionalidad política y se estimó que ningún sufrimiento personal y ninguna usurpación de la soberanía constituían un sacrificio demasiado grande para recuperar la integridad monetaria. Las privaciones de los parados a quienes la deflación había hecho perder sus empleos, la precariedad de los funcionarios despedidos sin concederles siquiera una miserable pensión, el abandono de los derechos de la nación e, incluso, la pérdida de libertades constitucionales fueron considerados un precio justo a pagar para responder a las exigencias que suponía el mantener presupuestos saneados y monedas sólidas, esos apriori del liberalismo económico.

Los años treinta han presenciado la relativización de los valores absolutos de los años veinte. Tras algunos años, durante los cuales las monedas se fortalecieron más o menos y se equilibraron los presupuestos, los dos países más poderosos, Gran Bretaña y Estados Unidos, se vieron en dificultades, abandonaron el patrón-oro y comenzaron a gestionar sus monedas. Las deudas internacionales fueron devueltas en bloque, los más ricos y respetables dejaron de mantener los dogmas del liberalismo económico. A partir de 1935, Francia y otros Estados, que conservaban el patrón-oro, se vieron obligados a abandonarlo por las presiones del Tesoro de Gran Bretaña y de los Estados Unidos que, en otras épocas, habían sido los garantes celosos del credo liberal.

 En los años cuarenta, el liberalismo económico sufrió una derrota todavía más aplastante. Pese a que Gran Bretaña y los Estados Unidos se hubiesen desviado de la ortodoxia monetaria, conservaban los principios y los métodos del liberalismo en la industria y el comercio, así como en la organización general de la vida económica. Fue éste, como vamos a ver, un factor que precipitó la guerra, pero también una desventaja en el desarrollo de la misma, Puesto que el liberalismo económico había creado y mantenido la ilusión de que las dictaduras estaban predestinadas a una catástrofe económica. Esta convicción fue la causa de que los gobiernos democráticos hayan sido los últimos en comprender las consecuencias de las monedas intervenidas y del dirigismo comercial, a pesar de que ellos mismos, por la fuerza de la situación, emplearon estos mismos métodos; además, la herencia del liberalismo económico les impidió rearmarse en el buen momento en nombre del equilibrio presupuestario y de la libre empresa que se suponía serían los únicos asideros seguros de la fuerza económica en caso de guerra. La ortodoxia presupuestaria y monetaria hizo que Gran Bretaña, que debía enfrentarse a una guerra total, se adhiriese al principio estratégico tradicional de los compromisos limitados; en los Estados Unidos, los intereses privados como los del petróleo y el aluminio se parapetaron tras los tabúes del liberalismo en los negocios y se resistieron con éxito, cuando fue preciso, a prepararse para una situación de emergencia en la industria. Si no hubiese sido por la perseverancia obstinada e interesada de los portavoces de la economía liberal en sus errores, los representantes de la raza humana, así como las masas de hombres libres, habrían estado mejor pertrechados para afrontar la ordalía de la época, e incluso habrían podido evitar esa espantosa guerra.

Los dogmas seculares de una organización social, que abarcaba al conjunto del mundo civilizado, no fueron eliminados por los acontecimientos de un decenio. Tanto en Gran Bretaña como en los Estados Unidos, millones de negocios y de empresas independientes debían su existencia al principio del laissez faire. Su espectacular fracaso en determinados ámbitos no supuso la supresión de su reconocimiento en otros. En realidad, su eclipse parcial ha podido muy bien servir de refuerzo, pues ha permitido a sus defensores sostener que sus dificultades, cualesquiera que fuesen, se debían a la aplicación incompleta de dicho principio. Este es en realidad el último argumento que le queda hoy al liberalismo económico. Sus defensores repiten con variaciones infinitas que, sin la intervención de las políticas preconizadas por quienes lo criticaban, el liberalismo habría mantenido sus promesas, y que los responsables de nuestros males no son el sistema concurrencial y el mercado autorregulador, sino las ingerencias en ese sistema y las intervenciones en el mercado. Este argumento no se apoya únicamente en innumerables ataques recientes a la libertad económica, sino también en el hecho indudable de que el movimiento de expansión del sistema de mercados autorreguladores chocó en la segunda mitad del siglo XIX con un persistente movimiento contrario que ha obstaculizado el libre funcionamiento de esté tipo de economía.

Los partidarios de la economía liberal han sido también capaces de formular un alegato que une el pasado y el presente en un tono coherente, ya que ¿quién podría negar que la intervención del gobierno en los negocios puede destruir la confianza? ¿Quién podría negar que algunas veces existiría menos paro si no existiesen los subsidios de desempleo previstos por la ley? ¿No perjudica la concurrencia de los trabajos públicos a los negocios privados? ¿Las finanzas deficitarias acaso no pueden hacer peligrar las inversiones privadas? ¿No debilita el paternalismo la iniciativa en el campo de los negocios? Como todo esto sucede en nuestros días, seguramente sucedía también en el pasado. Cuando, hacia 1870, comienza en Europa un movimiento proteccionista general social y nacional ¿se puede dudar que dicho movimiento obstaculizó y limitó el comercio? ¿No es cierto que las leyes sobre las fábricas, los seguros sociales, la actividad municipal, los servicios médicos, los servicios públicos, los derechos de aduana, las primas y los subsidios, los cartels y los trust, los embargos sobre la inmigración, sobre los movimientos de capitales y sobre las importaciones sin mencionar las restricciones menos visibles de los movimientos de hombres, bienes y pagos, han debido actuar también de frenos para el funcionamiento del sistema concurrencial, prolongando las depresiones en los negocios, agravando el desempleo, aumentando el marasmo financiero, disminuyendo el comercio y perjudicando gravemente al mecanismo autorregulador del mercado? La raíz de todo el mal, afirman con insistencia los liberales, está precisamente en esta ingerencia en la libertad de empleo, de mercado y de moneda practicada por las diferentes escuelas del proteccionismo social, nacional y monopolista a partir del último cuarto del siglo XIX. La impía alianza de los sindicatos y de los partidos obreros con los manufactureros monopolistas y los intereses de los propietarios agrícolas, que, en su codicia a corto plazo, han unido sus fuerzas para hacer fracasar la libertad económica, ha impedido que el mundo disfrute hoy de los frutos de un sistema casi automático de creación de bienestar material. Los líderes liberales no han cesado de repetir constantemente que la tragedia del siglo XIX proviene de la incapacidad de los homres para seguir siendo fieles a la inspiración de los primeros liberales; que la generosa iniciativa de sus antepasados ha sido contrarrestada por las pasiones del nacionalismo y del antagonismo de clases, por los intereses establecidos y, sobre todo, por la ceguera de los trabajadores que no han sabido ver que una libertad económica completa era en último término beneficiosa a todos los intereses humanos, comprendidos los suyos. Un gran progreso intelectual y moral ha fracasado de este modo, a causa de las debilidades intelectuales y morales de la masa del pueblo; las realizaciones del espíritu de la Ilustración se han visto así reducidas a la nada por las fuerzas del egoísmo. He aquí, en pocas palabras, los argumentos de los representantes de la economía liberal. Dichos argumentos continuarán apropiándose del terreno de la discusión, a no ser que sean claramente refutados.

Definamos con más precisión el objeto del debate. Por lo general, se admite que el movimiento liberal, decidido a generalizar el sistema de mercado, ha chocado con un movimiento contrario de defensa que tendía a restringirlo. Nuestra propia tesis del doble movimiento se apoya en una hipótesis parecida, pero, mientras que nosotros afirmamos que lo que ha destruido la sociedad, en último término, es la absurdidad inherente a la idea de un sistema de mercado autorregulador, los liberales acusan a los factores más diversos de haber hecho fracasar una importante iniciativa. Su incapacidad para aportar pruebas que demuestren que ha existido un esfuerzo concertado de este tipo para obstaculizar el movimiento liberal les conduce a dar por buena la hipótesis, como si se tratara de algo irrefutable, de la existencia de una acción subterránea. El mito de la conspiración antiliberal es, pues, común, bajo una u otra forma, a todas las interpretaciones liberales de los sucesos que acontecieron desde 1870 a 1890. Habitualmente se considera que el auge del nacionalismo y del socialismo ha sido la causa principal de las transformaciones sufridas por el escenario internacional; las asociaciones de manufactureros, los monopolistas, los grandes propietarios de tierras y los sindicatos desempeñan, en consecuencia, el papel de los malos de la película. La doctrina liberal, bajo su forma más espiritualizada, hipostasía el funcionamiento de una ley dialéctica de la sociedad moderna que suprime todo valor a los esfuerzos de la razón ilustrada, y se reduce, en su forma más burda, a un ataque contra la democracia política a la que convierte en el resorte principal del intervencionismo.

El testimonio de los hechos contradice la tesis liberal de forma decisiva. La conspiración antiliberal es una pura invención. La gran variedad de formas adoptadas por el contramovimiento «colectivista» no se deben a una inclinación por el socialismo o el nacionalismo, producto de intereses concertados, sino exclusivamente a intereses sociales vitales de carácter más amplio, que se vieron afectados por el mecanismo del mercado en expansión. Esto explica las reacciones, casi universales, y con frecuencia de orden exclusivamente práctico, provocadas en último término por la extensión del mercado. Los talantes intelectuales no han desempeñado el menor papel en este proceso por lo que resulta inconsecuente la idea preconcebida de los liberales en virtud de la cual afirman que existía una fuerza ideológica tras el movimiento antiliberal. Es cierto que, en los años 1870 y 1880, tuvo lugar la decadencia del liberalismo ortodoxo y que se pueden hacer remontar a esta época todos los problemas de hoy, pero es inexacto afirmar que el paso al proteccionismo social y nacional fue debido a cualquier otra causa que no fuese la manifestación de fragilidad y los peligros inherentes a un sistema de mercado autorregulador. Esto se puede demostrar de varios modos.

En primer lugar, está la sorprendente diversidad de ámbitos en los que se adoptaron medidas. Este hecho sería suficiente para excluir la posibilidad de una acción concertada. Citemos algunas intervenciones tomadas de una lista elaborada por Herbert Spencer en 1884, cuando acusaba a los liberales de haber abandonado sus principios sustituyéndolos por una «legislación restrictiva». La diversidad de temas no podía ser mayor. En 1860 se concedió una autorización para que existiesen «analistas de alimentos y bebidas que deberán ser pagados con los impuestos locales»; a la que siguió una ley que preveía la «inspección de las fábricas que funcionaban con gas»; una disposición legal sobre las minas, que establecía penas contra «quienes empleasen niños menores de doce años que no frecuentasen la escuela y no supiesen leer y escribir». En 1861, se concedió un poder «a los administradores de las leyes de pobres para imponer la vacuna»; se aprobaron juntas municipales «para fijar una tarifa para el alquiler de medios de transporte»; algunos comités locales «recibieron el poder de imponer la localización de los desagües, regular el riego de los campos y construir abrevaderos para el ganado». En 1872, se promulgó una ley que prohibía «las minas de carbón con un solo pozo»; otra ley concedía al comité de instrucción médica el derecho exclusivo «a hacer pública una farmacopea, cuyos precios serían fijados por la administración de finanzas». Spencer, horrorizado, recopiló en diversas páginas la enumeración de estas medidas y de otras similares. En 1863, se produjo la extensión de la «vacunación obligatoria a Escocia e Irlanda». Se aprobó también una ley que nombraba inspectores para verificar si «un alimento es nocivo o no para la salud»; otra sobre los deshollinadores, con el fin de evitar la muerte de los niños empleados en deshollinar chimeneas demasiado estrechas; otra sobre las enfermedades contagiosas; otra, en fin, sobre bibliotecas públicas, concediendo poderes locales «en virtud de los cuales una mayoría podía imponer a la minoría sus libros». Spencer presenta todo esto como prueba irrefutable de una conspiración antiliberal. Estas disposiciones, sin embargo, se refieren a algún problema producido por las condiciones industriales modernas y su objetivo es salvaguardar el interés público contra los peligros inherentes a las condiciones, o en todo caso a los métodos, de los que se sirve el mercado. Para una mentalidad libre de prejuicios, estas medidas prueban la naturaleza práctica y pragmática del contramovimiento «colectivista». La mayoría de quienes promovieron y votaron esas medidas eran convencidos partidarios del laissez faire y no pretendían, en modo alguno, que su acuerdo para instaurar una brigada de bomberos en Londres implicase una protesta contra los principios del liberalismo económico. Al contrario, quienes proponían estas medidas legislativas eran, por regla general, intransigentes adversarios del socialismo o de cualquier forma de colectivismo.

En segundo lugar, el paso de soluciones liberales a soluciones «colectivistas» se produjo en ocasiones de un modo repentino, sin que aquellos que estaban comprometidos en el proceso de elaboración de las leyes fuesen conscientes en absoluto de ello. Dicey invoca el ejemplo clásico de la Ley de accidentes de trabajo, que trata de la responsabilidad de los patronos en los daños sufridos por los obreros durante el tiempo de trabajo. La historia de las diferentes leyes que han puesto esta idea en práctica desde 1880 prueba que se ha mantenido constantemente el principio individualista, según el cual la responsabilidad del patrono respecto a sus empleados debe ser reglamentada de un modo estrictamente idéntico a la que regula las responsabilidades de unos para con otros. En 1897, sin que la opinión haya cambiado en absoluto, se convierte al patrono de repente en el asegurador de sus obreros contra cualquier daño que sufran durante el trabajo: se trata de una «legislación totalmente colectivista», como señala concretamente Dicey. Nada podría probar mejor que no se trata de un cambio por intereses en juego o por tendencias de la opinión lo que ha provocado la sustitución de un principio liberal por un principio antiliberal, sino exclusivamente la evolución de las condiciones en las que se había planteado el problema y se habían buscado soluciones.

En tercer lugar, existe una prueba indirecta, aunque bastante llamativa, proporcionada por la comparación de la evolución de la situación en los diferentes países con configuraciones políticas e ideológicas enormemente divergentes. La Inglaterra victoriana y la Prusia de Bismarck eran diametralmente opuestas y ambas se diferenciaban notablemente de la Francia de la III República o del Imperio de los Habsburgo. Cada uno de estos países pasó, sin embargo, por un período de librecambio y de laissez faire, seguido de otro de legislación antiliberal en lo que se refiere a la salud pública, las condiciones de trabajo en las fábricas, el comercio municipal, los seguros sociales, las subvenciones a los transportes, los servicios públicos, las asociaciones comerciales, etc. Resultaría fácil elaborar un verdadero cuadro sinóptico en el que se incluyesen las fechas en las que se produjeron cambios análogos en los diferentes países. Las leyes sobre los accidentes de trabajo se votaron en 1880 y 1897 en Inglaterra, en 1879 en Alemania, en 1887 en Austria, en 1899 en Francia; la inspección de las fábricas se instauró en Inglaterra en 1883, en Prusia en 1853, en Austria en 1883, en Francia en 1874 y 1883. El comercio municipal, comprendida la gestión de los servicios públicos, fue introducido en Birmingham en los años 1870 por Joseph Chamberlaine que era un disidente religioso y un capitalista; en la Viena imperial de 1890 por Karl Lueger, que era un socialista católico y un perseguidor de judíos; asociaciones locales lo adoptaron en los municipios alemanes y franceses. Las fuerzas que apoyaban estas propuestas eran en algunos casos fuertemente reaccionarias y antisocialistas, como por ejemplo en Viena; en otros casos eran «imperialistas» y liberales, como en Birmingham; e, incluso, de la más pura cepa liberal, como el alcalde de Lyon Edouard Herriot. En la Inglaterra protestante, gabinetes conservadores y liberales trabajaron intermitentemente para promover la legislación sobre el trabajo. En Alemania, católicos romanos y socialdemócratas participaron en su realización; en Austria participó la Iglesia y sus partidarios más militantes; en Francia lo hicieron los enemigos de la Iglesia, así como fervientes anticlericales. Todos ellos fueron responsables de la votación y aprobación de leyes casi idénticas. Fue así como, bajo las consignas más variadas y los más diferentes móviles, una multitud de partidos de capas sociales propusieron casi exactamente las mismas medidas en una serie de países para enfrentarse a un gran número de problemas complejos. A primera vista nada sería más absurdo deducir de ello que estuvieron animados secretamente de los mismos presupuestos ideológicos o de los mismos alicortos intereses de grupo, como proclama la leyenda de una conspiración antiliberal. Todo parece concurrir, por el contrario, a reforzar la hipótesis de que fueron razones objetivas de naturaleza material las que forzaron la mano de los legisladores.

En cuarto lugar, está el hecho significativo de que en diferentes épocas los propios partidarios de la economía liberal fueron los abogados defensores de hacer restricciones a la libertad de contrato y al laissez faire en un determinado número de casos de gran importancia teórica y práctica. Y, evidentemente, su móvil no ha podido ser un prejuicio antiliberal. Recordemos, por ejemplo, la cuestión de las asociaciones obreras o también la Ley sobre las sociedades comerciales. La primera se refiere a los derechos de los trabajadores para ponerse de acuerdo con el fin de obtener alzas salariales; la segunda, al derecho de los trusts, de los cartels y de otras formas capitalistas de connivencia para hacer subir los precios. Se ha dicho, con razón, que en ambos casos la libertad de contrato o el laissez faire eran utilizados para restringir la libertad de comercio. Trátese de asociaciones obreras para hacer subir los salarios, o de asociaciones comerciales para hacer subir los precios, los interesados podían evidentemente emplear el principio del laissez faire para restringir el mercado de trabajo o de otros bienes. Lo que resulta extraordinariamente significativo es que, en ambos casos, liberales consecuentes con sus ideas, tales como Lloyd George, Theodor Roosevelt, Thurman Arnold o Walter Lippmann, subordinaron el laissez faire a la exigencia de un mercado concurrencial libre. Todos ellos insistieron para obtener reglamentaciones y restricciones, leyes y coacciones penales, sosteniendo, como lo haría cualquier «colectivista», que los sindicatos o las corporaciones, según el caso, «abusaban de la libertad de contrato». Teóricamente el laissez faire, o la libertad de contrato, implica para los trabajadores la libertad de rechazar el trabajo, ya sea individualmente o de forma solidaria si así lo deciden; implica asimismo la libertad para los hombres de negocios de ponerse de acuerdo sobre los precios de venta, sin ocuparse de los deseos de los consumidores. En la práctica, sin embargo, esta libertad entra en conflicto con la institución de un mercado autorregulado y, en este tipo de conflicto, el mercado autorregulado tiene invariablemente la prioridad. Dicho de otro modo, cuando las necesidades de un mercado autorregulador se manifiestan incompatibles con las exigencias del laissez faire, el defensor de la economía liberal se vuelve contra el laissez faire y prefiere como cualquier antiliberal los métodos denominados colectivistas de reglamentación y de restricción. La Ley de las Trade Unions y la legislación antitruts tienen su origen en esta actitud. Los propios defensores de la economía liberal han utilizado regularmente métodos de este tipo, de importancia decisiva en el campo de la organización industrial; no cabe más prueba concluyente de que los métodos antiliberales o «colectivistas» son inevitables en las condiciones existentes en la moderna sociedad industrial. He aquí, por tanto, algunas pruebas que nos ayudan a aclarar el verdadero sentido del término «intervencionismo» con el que los liberales suelen designar las políticas que se oponen a las suyas, que muestran simplemente el estado de confusión que sufren. Lo contrario del intervencionismo es el laissez faire, y acabamos de ver que no se puede identificar el liberalismo económico y el laissez faire aunque en el lenguaje corriente se utilicen indistintamente. El liberalismo económico, hablando con propiedad, es el principio director de una sociedad en la cual la industria está fundada sobre la institución de un mercado "autorregulador. Es cierto que, una vez que este sistema está casi desarrollado, se necesitan menos intervenciones de un determinado tipo; sin embargo, esto no quiere decir, ni mucho menos, que sistema de mercado e intervención sean términos que se excluyan mutuamente ya que, durante el tiempo que este sistema no está en funcionamiento, los representantes de la economía liberal deben pedir —y no dudarán en hacerlo que intervenga el Estado para establecerlo y, una vez establecido, para mantenerlo. Los representantes de la economía liberal pueden, pues, sin incoherencia por su parte, pedir al Estado que utilice la fuerza de la ley e incluso reclamar el uso de la violencia, de la guerra civil, para instaurar las condiciones previas a un mercado autorregulador. En Norteamérica, el Sur echó mano de los argumentos del laissez faire para justificar la esclavitud; el Norte recurrió a la intervención de las armas para establecer la libertad del mercado de trabajo. La acusación de intervencionismo en boca de autores liberales no es, por tanto, más que una consigna huera que implica la renuncia o la aprobación de una única y misma serie de acciones según lo que piensan de ellas. El único principio que pueden mantener sin incoherencia los representantes de la economía liberal es el del mercado autorregulador, les lleve o no a intervenir.

En resumen, el contramovimiento opuesto al liberalismo económico y al laissez faire poseía todas las características indudables de una reacción espontánea. Surgió en numerosos lugares sin relación entre sí y sin qué se pueda encontrar un lazo de unión entre los intereses en juego ni un sistema ideológico común. Incluso en la forma de resolver un solo y único problema, como en el caso de los accidentes de trabajo, las soluciones pasaron bruscamente de formas individualistas a «colectivistas», de formas liberales a antiliberales, del laissez faire a formas intervencionistas, sin que cambiasen en absoluto los intereses económicos, las influencias ideológicas o las fuerzas políticas en juego, debido simplemente a que se comprendió cada vez mejor en qué consistía el fondo del problema en cuestión. Se podría así mostrar cómo el salto del laissez faire al «colectivismo», similar en diferentes países, se produjo en una etapa concreta de su desarrollo industrial, poniendo en evidencia la profundidad y la independencia de las causas subyacentes a este proceso, causas que los partidarios de la economía liberal han atribuido un tanto superficialmente a cambiantes estados de espíritu o a intereses diversos. A fin de cuentas, el análisis revela que, incluso los defensores más radicales del liberalismo económico, no han podido evitar la regla que hace del laissez faire algo inaplicable en las condiciones existentes en una industria desarrollada, ya que, en el caso crítico de la ley sindical y de las reglamentaciones antitrusts, los liberales extremistas tuvieron que solicitar del Estado todo tipo de intervenciones, con el fin de asegurar las condiciones necesarias para el funcionamiento de un mercado autorregulador, enfrentándose a los convenios monopolistas. El librecambio y la concurrencia, para poder funcionar, exigieron ellos mismos la intervención. El mito liberal de la conspiración «colectivista» de los años 1870 a 1890 no se ve, por tanto, confirmado por los hechos. Pensamos que nuestra propia interpretación del doble movimiento está sostenida por el testimonio de los hechos, ya que si la economía de mercado representaba una amenaza para los componentes del cuerpo social, el hombre y la naturaleza, tal como queda subrayado, era de esperar que toda clase de gentes se sintiesen inclinadas a reclamar una cierta protección. Y esto es lo que nosotros hemos comprobado. Pero, además, era también de esperar que esto se produjese sin ninguna idea preconcebida por su parte, teórica o intelectualmente, y fuese cual fuese su actitud hacia los principios en los que se apoya una economía de mercado. Y de nuevo esto es lo que ha pasado. Además, hemos propuesto la idea de que la historia comparada de los gobiernos podría proporcionar un soporte casi experimental a nuestra tesis, si podíamos mostrar que los intereses particulares eran independientes de las ideologías específicas existentes en un determinado número de países diferentes. Y también, en este sentido, hemos podido aportar sorprendentes testimonios. Por último, el comportamiento de los propios liberales ha probado que el mantenimiento del librecambio de un mercado autorregulador, lejos de excluir la intervención, la ha exigido de hecho, y los liberales, ellos mismos, han invocado regularmente la acción coactiva del Estado, como ponen de manifiesto los casos de la ley sindical y las leyes antitrusts. De este modo, el testimonio de la historia es, a nuestro juicio, de una importancia decisiva para dilucidar cuál de las dos interpretaciones opuestas del doble movimiento es la correcta: la que sostiene el liberalismo económico, según la cual su política nunca ha podido ser aplicada puesto que ha sido sofocada por los sindicalistas de miras estrechas, los intelectuales marxistas, los manufactureros codiciosos y los propietarios de tierras reaccionarios; o la de sus críticos, que pueden aportar la universal reacción «colectivista» contra la expansión de la economía del mercado durante la segunda mitad del siglo XIX como una prueba concluyente del peligro al que expone la sociedad el principio utópico de un mercado autorregulador.

 


 

CAPÍTULO XIII

NACIMIENTO DEL CREDO LIBERAL: INTERESES DE CLASE Y CAMBIO SOCIAL

 

Es preciso desterrar el mito liberal de la conspiración colectivista antes de analizar la verdadera base de las políticas seguidas en el siglo XIX. Según esta leyenda, el proteccionismo habría sido la pura y simple consecuencia del interés perverso de terratenientes, manufactureros y sindicalistas, quienes, por puro egoísmo, rompieron la maquinaria automática del mercado. Adoptando una posición muy distinta y por supuesto desde tendencias políticas opuestas, las organizaciones marxistas presentaron un razonamiento sobre este problema también sesgado. No vamos a entrar aquí en el hecho de que la filosofía de Marx se haya centrado esencialmente en la totalidad social y en la naturaleza no económica del hombre. El propio Marx prolongó las doctrinas de Ricardo al definir las clases sociales en términos económicos y, sin duda, la explotación económica ha sido un rasgo característico de la edad burguesa.

Las teorías de Marx convertidas en marxismo vulgar condujeron, no obstante, a una teoría poco matizada del desarrollo social fundada en las clases sociales. La presión ejercida para obtener mercados o zonas de influencia fue explicada con excesiva simpleza, atribuyéndola al móvil del beneficio de un puñado de financieros. Se ha explicado el imperialismo como una conspiración capitalista para incitar a los gobiernos a declarar guerras en interés del big business. Se ha defendido que las guerras estaban provocadas por esos intereses combinados con los de las fábricas de armas, que, milagrosamente, habían alcanzado el poder de conducir a países enteros hacia políticas fatales contrarias a sus intereses vitales. Liberales y marxistas estaban de hecho de acuerdo en hacer derivar el movimiento proteccionista de la fuerza de intereses partidistas, en explicar los derechos de aduana sobre los productos agrícolas por la influencia política de propietarios reaccionarios, en hacer responsable del crecimiento de las empresas monopolistas a la avidez de ganancia de los magnates industriales y, en fin, en presentar la guerra como la consecuencia del desenfreno especulativo.

La perspectiva de los defensores del liberalismo económico encontró así un poderoso refuerzo en una alicorta teoría de las clases. Al adoptar el punto de vista del antagonismo de clases, liberales y marxistas mantuvieron posiciones similares. Apoyándose en una documentación impermeable a cualquier tipo de crítica, establecieron perentoriamente que el proteccionismo del siglo XIX era el resultado de una acción de clase y que dicha acción servía principalmente a los intereses económicos de los miembros de las clases en cuestión.

 Apoyándose unos a otros consiguieron casi oscurecer el fondo del problema e impedir que surgiese una visión de conjunto de la sociedad de mercado y de la función del proteccionismo de esta sociedad.

En realidad, los intereses de clase no proporcionan más que una explicación limitada de los movimientos a largo plazo en la sociedad. El destino de las clases viene determinado con más frecuencia por las necesidades de la sociedad que por las necesidades de las clases. Admitamos que en una sociedad organizada de una determinada forma sea aplicable la teoría de las clases, pero ¿que ocurriría si el propio edificio social sufriese transformaciones? Una clase que carece ya de función puede desintegrarse y verse suplantada rápidamente por otra nueva o por varias nuevas clases. Además, las clases en lucha tendrán posibilidades de triunfar si son capaces de obtener ayuda exterior y la obtendrán si sus miembros gestionan bien objetivos fijados por intereses más amplios que los suyos propios. Así pues, si no se considera la sociedad en su conjunto, no se puede comprender ni el nacimiento de las clases, ni su muerte, ni sus objetivos en qué medida los alcanzan, ni su cooperación, ni su antagonismo.

En líneas generales, la situación de la sociedad depende muchas veces de causas externas, tales como una modificación del clima, el rendimiento de las cosechas, la aparición de un nuevo enemigo, un arma nueva utilizada por un antiguo enemigo, la emergencia de nuevos objetivos comunitarios o el descubrimiento de nuevos métodos para alcanzar los objetivos tradicionales. En último término, los intereses partidistas tienen que ser puestos en relación con este tipo de situaciones si se quiere que su función resulte clara en relación al cambio social.

Resulta indudable que los intereses de clase juegan un papel esencial en las transformaciones sociales, ya que cualquier forma de cambio con repercusiones amplias tiene que afectar de un modo diferente a las distintas partes de la comunidad, aunque sólo sea por sus diferentes situaciones geográficas o de equipamiento económico y cultural. Los intereses partidistas constituyen así el vehículo normal del cambio social y político. Los diversos sectores de la sociedad van a defender diferentes métodos de adaptación incluidos los violentos en función de que las raíces del cambio radiquen en la guerra, en el comercio, en invenciones revolucionarias o en ligeras modificaciones de las condiciones naturales. Para defender sus intereses adoptarán diferentes vías, aunque algunos grupos pueden señalar el camino a seguir; y, justamente en la medida en que se puede designar a un sector o a varios sectores como agentes de un cambio social, se podrá explicar cómo se ha producido dicho cambio. La causa última, por tanto, radica en fuerzas exteriores y el mecanismo del cambio es el que permite a la sociedad utilizar sus propios recursos. El «desafío» se dirige a la sociedad en general, mientras que la «respuesta» se produce por la mediación de grupos, sectores y clases.

Los intereses de clase, por sí solos, no pueden proporcionar por tanto una explicación satisfactoria de ningún proceso social a largo plazo. Y esto es así, en primer lugar, porque el proceso en cuestión puede incluso decidir el futuro de la clase, y, además, porque los intereses de una clase concreta determinan los objetivos y los fines que intenta conseguir, sin determinar al mismo tiempo el éxito o el fracaso de los esfuerzos realizados para alcanzarlos. En los intereses de clase no existe nada mágico que asegure a los miembros de una clase el apoyo por parte de los miembros de otra, a pesar de que ese tipo de apoyo se produzca continuamente. De hecho, el proteccionismo es un buen ejemplo de ello. El problema, por tanto, no es saber por qué los terratenientes, los manufactureros o los trade unionists pretendían aumentar sus rentas mediante una acción proteccionista, sino por qué lo consiguieron. El problema no consiste tampoco en saber por qué industriales y obreros querían imponer monopolios para sus productos, sino por qué alcanzaron este objetivo. Tampoco radica la cuestión en conocer por qué ciertos grupos querían actuar de un modo semejante en varios países del continente, sino por qué esos grupos existían en países muy diferentes en muchos aspectos y también por qué consiguieron en todas partes lo que se proponían, del mismo modo que no interesa tanto conocer por qué los cultivadores de trigo intentaban venderlo a un precio elevado, cuanto las razones mediante las cuales lograron persuadir a los compradores para que los ayudasen a hacer subir los precios.

En segundo lugar, está la doctrina totalmente errónea de la naturaleza esencialmente económica de los intereses de clase. Aunque la sociedad humana está evidentemente condicionada por factores económicos, los móviles de los individuos sólo excepcionalmente están determinados por el deseo de satisfacer necesidades materiales. El hecho de que la sociedad del siglo XIX estuviese organizada sobre la hipótesis de que este tipo de motivación económica podía considerarse de carácter universal, constituye precisamente una característica peculiar de la época. Al analizar esta sociedad conviene, pues, dejar un espacio relativamente amplio al juego de los intereses económicos, pero debemos cuidarnos mucho de prejuzgar la cuestión, que consiste en saber precisamente en qué medida una motivación tan inhabitual ha podido producir semejantes efectos.

 Asuntos puramente económicos, por ejemplo los que se refieren a la satisfacción de las necesidades, tienen infinitamente menos relación con el comportamiento de clase que las cuestiones de prestigio social. La satisfacción de las necesidades puede ser, sin duda, el resultado de este reconocimiento social y, más concretamente, bajo la forma de signos externos o de recompensas. Pero los intereses de una clase están íntimamente vinculados de modo directo al prestigio y al rango, al status y a la seguridad, es decir, no son primordialmente económicos sino sociales.

Los sectores y los grupos que participaron intermitentemente en el movimiento general tendente al proteccionismo, a partir de 1870, no lo hicieron primordialmente por razones de interés económico. Las «medidas colectivistas», adoptadas durante los años críticos revelan que el interés de una sola clase nunca predominó, salvo en casos excepcionales, e, incluso en estos casos, pocas veces se puede decir que se trataba de un interés económico. Una ley que autorizaba a la administración de una ciudad a ocuparse de la estética de los lugares públicos descuidados, seguramente tenía poco que ver con «intereses económicos inmediatos». Lo mismo ocurría con las reglamentaciones que exigían a los panaderos lavar con agua caliente y jabón la panadería al menos una vez cada seis meses, o con una ley que obligaba a probar los cables y las anclas. Estas medidas respondían simplemente a las necesidades de una civilización industrial que no podían satisfacerse a través de los métodos del mercado. La mayor parte de estas intervenciones no tenían que ver directamente con los ingresos y presentaban con ellos simplemente una relación indirecta. Y lo mismo puede decirse de las leyes que se referían a la salud, las explotaciones rurales, las bibliotecas, las comunidades públicas, las condiciones de trabajo en las fábricas y los seguros sociales. Esto es válido asimismo para los servicios públicos, la educación, los transportes y otras muchas cuestiones. Pero, incluso cuando entraban en juego intereses pecuniarios, éstos tenían un interés secundario, ya que se trataba invariablemente de cuestiones tales como el estatuto profesional, la seguridad, una vida más humana y más larga, un medio ambiente más estable. De todos modos, no hay que subestimar la importancia pecuniaria de algunas intervenciones características de la época, como por ejemplo los derechos arancelarios o las indemnizaciones por los accidentes de trabajo. Pero, incluso en estos casos, los intereses no pecuniarios tenían también su peso. Los derechos arancelarios que suponían beneficios para los capitalistas y salarios para los obreros significaban, en ultimo termino, seguridad contra el paro, estabilización de las condiciones regionales, seguros contra el cierre de industrias y, posiblemente y sobre todo, permitían evitar la dolorosa pérdida de status que se produce inevitablemente cuando se cambia a un trabajo que requiere menos habilidad y experiencia que el que se desempeñaba con anterioridad.

Desde el momento en que hemos echado por la borda esa idea fija de que los únicos intereses que pueden producir un efecto son de carácter sectorial y no de interés general, desde el momento en que hemos realizado una operación similar con el prejuicio, inseparable del anterior, que consiste en limitar los intereses de los grupos humanos a sus ingresos económicos, la amplitud y la importancia del movimiento proteccionista han perdido para nosotros su carácter misterioso. Mientras que los intereses pecuniarios son necesariamente el reflejo de las personas concernidas, los otros intereses abarcan a un círculo más amplio; afectan a los individuos de numerosas formas, en tanto que vecinos, miembros de una profesión, consumidores, peatones, viajeros habituales del ferrocarril, deportistas, cazadores, jardineros, pacientes, madres o amantes, y son, en consecuencia, susceptibles de ser representados por prácticamente cualquier tipo de asociación local o funcional: iglesias, ayuntamientos, cofradías, clubs, sindicatos, o, de forma más habitual, por partidos políticos fundados en amplios principios de adhesión. Una idea demasiado restrictiva del interés debe en efecto proporcionar una visión deformada de la historia social y política, y ninguna definición puramente pecuniaria de los intereses concede un lugar a la necesidad vital de protección social, cuya representación está generalmente a cargo de las personas que gestionan los intereses generales de la comunidad, es decir, en las condiciones modernas, los gobiernos específicos. Y, justamente, debido a que no eran los intereses económicos, sino los intereses sociales de las diferentes capas de la población, los que estaban amenazados por el mercado, pudieron, personas pertenecientes a diversas capas económicas, unir inconscientemente sus fuerzas para hacer frente al peligro.

La acción de las fuerzas de clase ha favorecido y obstaculizado a la vez, por tanto, la expansión del mercado. Dado que, para establecerse el sistema de mercado necesitaba la producción de máquinas, sólo las clases comerciantes estaban en posición de ponerse al frente de esta primera transformación. Una nueva clase de empresarios nacía de los residuos de clases más antiguas para hacerse cargo de un desarrollo que estuviese en armonía con los intereses del conjunto de la colectividad. El papel director en el movimiento expansionista provenía del empuje de los industriales, los empresarios y los capitalistas, mientras que la defensa correspondía a los terratenientes tradicionales y a la naciente clase obrera. Y así, en la comunidad comerciante, mientras, el destino de los capitalistas consistía en defender los principios estructurales del sistema de mercado, el papel de defensor a ultranza del tejido social recaía en la aristocracia feudal por una parte y en el naciente proletariado industrial por otra. Pero, mientras que los propietarios agrícolas intentaban buscar la solución de todos los males en la conservación del pasado, los obreros estaban hasta cierto punto en posición de ir más allá de los límites de una sociedad de mercado y de adoptar soluciones de futuro. Esto no quiere decir que el retorno al feudalismo o la proclamación del socialismo formasen parte de las posibles líneas de acción, sino que indica las direcciones completamente diferentes que los propietarios agrícolas y la clase obrera tenían tendencia a seguir para solventar la situación de peligro. Si le economía de mercado iba a desplomarse, como parecía ser el caso en cada crisis grave, las clases propietarias agrarias podían intentar la vuelta a un régimen militar o de paternalismo feudal, mientras que los obreros de las fábricas tenían la oportunidad de establecer una república cooperativa de trabajo. En una crisis, las «respuestas» podían señalar vías de solución excluyentes. Un simple conflicto de intereses de clase, que en otro momento habría podido solucionarse mediante un compromiso, adquiría así ahora una significación funesta.

Todo esto debería contenernos a la hora de conferir demasiada importancia a los intereses económicos de una determinada clase para explicar la historia. Interpretar así las cosas implicaría, de hecho, plantear que las clases son algo dado y preexistente, cosa que resulta únicamente verosímil en una sociedad indestructible. Pensar en estos términos equivaldría a dejar fuera de juego esas fases críticas de la historia en las que una civilización se desploma o está a punto de transformarse, o eludir esos momentos en los que se forman nuevas clases, a veces en un lapso de tiempo muy corto, a partir de las ruinas de viejas clases e, incluso, de elementos exteriores tales como aventureros y extranjeros o grupos marginales. En una determinada coyuntura histórica sucede con frecuencia que algunas clases surgen simplemente en virtud de las necesidades del momento. En último término, la relación que mantiene una clase con la sociedad en su conjunto es lo que determina su papel en el drama, y su éxito depende de la amplitud y variedad de recursos con los que cuenta para servir a intereses más amplios que los suyos. A decir verdad, una política que persiga un interés de clase limitado no es ni siquiera capaz de garantizar este interés y ésa es una regla que admite muy pocas excepciones. A menos que no exista otra alternativa que seguir en la sociedad establecida o dar un salto hacia la destrucción total, no se podrá mantener en el poder una clase burdamente egoísta.

 Para censurar sin paliativos la pretendida conspiración colectivista, los portavoces de la economía liberal han llegado a negar que la sociedad tuviese la menor necesidad de protección. Recientemente han aplaudido las ideas de algunos científicos que rechazan la doctrina de la Revolución industrial como una catástrofe que habría azotado a las desgraciadas laboriosas clases de Inglaterra en torno a 1790. Según esos autores la clases populares sufrieron mucho con un rápido deterioro del nivel de vida, pero, si se hace un balance, estas clases se han sentido considerablemente más a gusto tras la introducción del sistema de fábricas, y, en cuanto a sus miembros, nadie puede negar que han aumentado con celeridad. A juzgar por el bienestar económico, es decir por los salarios reales y las cifras de población criterio generalmente aceptado estos autores piensan que el infierno del joven capitalismo nunca ha existido; las clases laboriosas, lejos de ser explotadas, se beneficiaron desde el punto de vista económico, y resulta evidentemente imposible argumentar sobre la necesidad de protección económica contra un sistema que ha beneficiado a todo el mundo.

Los críticos del liberalismo económico quedaron desconcertados. Durante setenta años, tanto científicos como comisiones estatales, habían denunciado los horrores de la Revolución industrial y una pléyade de poetas, pensadores y escritores había condenado su crueldad. Se consideraba como un hecho cierto que las masas se habían visto forzadas a trabajar duro y a pasar hambre a causa de hombres que explotaban sin piedad su debilidad. Se creía también que las enclosures habían privado a los habitantes de los pueblos de sus casas y de sus parcelas de tierra y los habían arrojado al mercado de trabajo creado por la reforma de las leyes de pobres. Se creía, en fin, que la auténtica tragedia de los niños, obligados a veces a trabajar hasta que se morían en las minas y en las fábricas, proporcionaba una de las más espantosas pruebas de la miseria en que estaban sumidas las masas. La explicación común de la Revolución industrial se basaba en realidad en el grado de explotación que las enclosures del siglo XVIII habían posibilitado, así como en los bajos salarios ofrecidos a los obreros sin albergue, que explicaban los elevados beneficios de la industria algodonera y la rápida acumulación de capital en manos de los primeros propietarios de manufacturas. Se les acusaba, pues, de ejercer la explotación, una explotación sin límites de sus conciudadanos que constituía la causa originaria de tantas miserias y humillaciones. Ahora se pretende aparentemente negar todo esto. Historiadores de la economía proclaman que la negra sombra que oscurecía los primeros decenios del sistema de fábrica se ha volatilizado. ¿Cómo podía existir una catástrofe social cuando se produjo indudablemente una mejoría económica? En realidad, una calamidad social es, por supuesto, ante todo un fenómeno cultural y no un fenómeno económico que se pueda evaluar mediante cifras económicas o estadísticas demográficas. Las catástrofes culturales que afectan a amplias capas de la población no pueden evidentemente ser muy frecuentes; pero la Revolución industrial afectó a grandes masas por tratarse de un cataclismo, fue un terremoto económico que transformó en menos de medio siglo a gran número de campesinos ingleses, que constituían una población estable, en emigrantes apáticos. Y aún cuando conmociones tan destructoras son excepcionales en la historia de las clases, se producen con cierta asiduidad en la esfera de los contactos culturales entre poblaciones de diferentes razas. Las condiciones son intrínsicamente las mismas, la diferencia reside esencialmente en que una clase social forma parte de una sociedad que habita en una misma área geográfica, mientras que los contactos culturales se producen por lo general entre sociedades establecidas en regiones geográficas diferentes. En ambos casos, el contacto puede tener un efecto devastador sobre la parte más débil. La causa de la degradación no es, pues, como muchas veces se supone, la explotación económica, sino la desintegración del entorno cultural de las víctimas. El proceso económico puede, por supuesto, servir de vehículo a la destrucción y, casi siempre, la inferioridad económica hará ceder al más débil, pero la causa directa de su derrota no es tanto de naturaleza económica cuanto causada por una herida mortal inflingida a las instituciones en las que se encarna su existencia social. El resultado es siempre el mismo, ya se trate de un pueblo o de una clase, se pierde todo amor propio y se destruyen los criterios morales hasta que el proceso desemboca en lo que se denomina el «conflicto cultural» o el cambio de posición de una clase en el seno de una sociedad determinada.

Para quien estudia los comienzos del capitalismo este paralelismo está cargado de sentido. Las condiciones en las que viven en la actualidad algunas tribus indígenas de África se asemejan indudablemente a las de las clases trabajadoras inglesas durante los primeros años del siglo XIX. El cafre de África del Sur, un noble salvaje que, socialmente hablando, se creía que contaba con más seguridad que nadie en su kraal natal, se ha visto transformado en una variedad humana de animal semidoméstico, vestido con «harapos asquerosos, horrorosos, que el hombre blanco más degenerado se negaría a llevar» 2, en un ser indefinible sin dignidad ni amor propio, un verdadero desecho humano. Esta descripción recuerda el retrato que realizó Robert Owen de sus propios trabajadores cuando se dirigió a ellos en New Lanark mirándoles directamente a los ojos, fría y objetivamente, como si se tratase de un investigador en ciencias sociales y les explicó por qué se habían convertido en una población degradada. La verdadera causa de su degradación no podía ser mejor descrita que afirmando que vivían en un «vacío cultural» expresión utilizada por un etnólogo para describir la causa de la degradación cultural de algunas audaces tribus negras de África tras su contacto con la civilización blanca. Su artesanía está en decadencia, las condiciones políticas y sociales en que vivían fueron destruidas, están a punto de perecer por aburrimiento por retomar la célebre expresión de Rivers o de malgastar su vida y su sentido en el marasmo. Su propia cultura ya no les ofrece ningún objetivo digno de esfuerzo o de sacrificio y el esnobismo y los prejuicios raciales les destruyen las vías de acceso para participar adecuadamente en la cultura de los invasores blancos. Sustituyamos la discriminación racial por la discriminación social y surgen las «Dos Naciones» de los años 1840; el cafre es reemplazado por el habitante de los tugurios, por el hombre derrotado de las novelas de Kingsley.

Algunas personas dispuestas a admitir que la vida en un vacío cultural no es vida parecen, sin embargo, esperar que las necesidades de orden económico rellenen automáticamente ese vacío y hagan que la vida resulte vivible en cualquier situación. Esta hipótesis es abiertamente refutada por los resultados de la investigación etnológica. «Los objetivos por los cuales trabajan los individuos, escribe Margaret Mead, están determinados culturalmente y no son una respuesta del organismo a una situación exterior sin definición cultural, como por ejemplo una simple carestía. El proceso que convierte a un grupo de salvajes en mineros de una mina de oro, en la tripulación de un barco, o simplemente lo despoja de cualquier capacidad de reacción dejándolo morir en la indolencia a la orilla de un río lleno de peces, puede parecer tan raro, tan extraño a la naturaleza de la sociedad y a su funcionamiento normal, que se convierte en un funcionamiento patológico» y, sin embargo, añade, «es lo que generalmente sucede en una población cuando se produce una cambio violento generado desde el exterior, o simplemente causado desde fuera...». Y concluye: «Este contacto brutal, estos sencillos pueblos arrancados de su mundo moral, constituye un hecho que sucede con demasiada frecuencia como para que el historiador de la sociedad no se lo plantee seriamente».

Es posible que el historiador de la sociedad sea incapaz de comprender lo que está ocurriendo. Puede continuar rechazando que la fuerza elemental del contacto cultural, que en este momento está a punto de revolucionar el mundo colonizado, es muy similar a la que hace un siglo dio origen a las tristes escenas de los orígenes del capitalismo. Un etnólogo 5 ha resumido así sus conclusiones generales: «Las poblaciones exóticas se encuentran en el fondo, pese a numerosas divergencias, en las mismas desgraciadas circunstancias en las que nosotros nos encontrábamos hace decenas o centenares de años. Los nuevos dispositivos técnicos, el nuevo saber, las nuevas formas de riqueza y de poder han reforzado la movilidad social, es decir, la emigración de individuos, la grandeza y la decadencia de familias, la diferenciación de grupos, de nuevas formas de liderazgo, de nuevos modelos de vida, de apreciaciones diferentes». El espíritu penetrante de Thurnwald le ha permitido reconocer que la catástrofe cultural de la sociedad negra de hoy día es muy análoga a la de una gran parte de la sociedad blanca en los primeros días del capitalismo. Únicamente el historiador de la sociedad parece no darse cuenta de esta analogía.

Nada oscurece más eficazmente nuestra visión de la sociedad que el prejuicio economicista. La explotación ha sido colocada en el primer plano del problema colonial con tal persistencia que merece la pena que nos detengamos en este punto. La explotación, además, en lo que se refiere al hombre, ha sido perpetrada con tanta frecuencia, con tal contumacia y con tal crueldad por el hombre blanco sobre las poblaciones atrasadas del mundo, que se daría prueba de una total falta de sensibilidad si no se concediese a este problema un lugar privilegiado cada vez que se habla del problema colonial. Pero es precisamente esta insistencia sobre la explotación lo que tiende a ocultar a nuestra mirada la cuestión todavía más importante de la decadencia cultural. Cuando se define la explotación en términos estrictamente económicos, como una inadecuación permanente de los intercambios, se puede dudar de que haya existido en sentido estricto explotación. La catástrofe que sufre la comunidad indígena es una consecuencia directa del desmembramiento rápido y violento de sus instituciones fundamentales no vamos a ocuparnos ahora de que se haya utilizado o no la fuerza en ese proceso. Dichas instituciones se ven dislocadas por la imposición de la economía de mercado a una comunidad organizada de forma completamente distinta; el trabajo y la tierra se convierten en mercancías, lo que no es, una vez más, más que una fórmula abreviada para expresar la aniquilación de todas y cada una de las instituciones culturales de una sociedad orgánica. Los cambios ocurridos en la renta y en la población no pueden ser comparados de ninguna forma con un proceso de este tipo. ¿Quién se atrevería, por ejemplo, a negar que un pueblo que ha gozado de libertad en un determinado momento de su historia y que ha sido sometido a la esclavitud ha sido explotado, aun en el caso de que su nivel de vida, en un sentido un tanto artificial, haya podido mejorar en el país en el que viven sus miembros como esclavos, si se lo compara con el que tenía en la sabana natal? Y, sin embargo, negarlo equivaldría a suponer que los indígenas de un país conquistado han sido dejados en libertad y no han tenido que pagar demasiado caros los tejidos de algodón de calidad inferior que les han sido impuestos, y que su miseria ha estado causada «simplemente» por la dislocación de sus instituciones sociales.

Podemos recordar el célebre ejemplo de la India. En la segunda mitad del siglo XIX, las masas hindúes no murieron de hambre a causa de la explotación de Lancashire, sino que perecieron en gran número porque fueron destruidas las comunidades de los pueblos hindúes. Es cierto que esto ocurrió, sin duda, ocasionado por las fuerzas de la concurrencia económica, es decir, porque mercancías fabricadas mecánicamente fueron permanentemente vendidas más baratas que el chaddar tejido a mano. Esto demuestra precisamente lo contrario de la explotación económica, puesto que el dumping implica un precio demasiado barato. La causa real de la hambruna que tuvo lugar en esos cincuenta últimos años fue el mercado libre de cereales combinado con una ausencia local de ingresos. Las cosechas insuficientes forman naturalmente parte del cuadro, pero se podían socorrer las zonas amenazadas enviando cereales por tren; desgraciadamente la gente era incapaz de comprar los cereales a precios que subían rápidamente, lo que en un mercado libre y a la vez muy poco organizado tenía que conducir necesariamente a una situación de penuria. En tiempos pasados existían pequeñas reservas locales por si se producían malas cosechas, pero esta práctica desapareció o bien las reservas fueron absorbidas por el mercado a gran escala. A esto se debe que la prevención del hambre a partir de entonces potenciase los trabajos públicos, para permitir a la población comprar a precios más elevados. Las tres o cuatro grandes epidemias de hambre que diezmaron la India bajo la dominación británica, tras la revuelta de los cipayos, no han sido, pues, la consecuencia ni de las inclemencias climatológicas ni de la explotación, sino simplemente de la nueva organización del mercado del trabajo y de la tierra que destruyó los viejos pueblos sin resolver en realidad sus problemas. Bajo el régimen feudal y de la comunidad rural, «nobleza obliga», la solidaridad del clan y la reglamentación del mercado de cereales mitigaban las épocas de hambre; pero bajo el régimen de mercado no se podía impedir, siguiendo las reglas del juego, que la gente muriese de hambre. El término «explotación» describe bastante mal una situación que evolucionó hacia formas verdaderamente graves desde que el despiadado monopolio de la Compañía de Indias Orientales fue abolido y se introdujo en la India el libre cambio. Con los monopolistas la situación había estado controlada gracias a la organización arcaica de las zonas rurales, en las que se practicaba la distribución gratuita de cereales; con la libertad y la igualdad comercial, los hindúes perecieron por millones. Desde el punto de vista económico, es muy posible que la India se haya visto beneficiada con esta innovación a largo plazo así fue, pero, desde el punto de vista social, se ha visto sumida en el caos y arrojada a la miseria y la decadencia moral.

En determinados casos al menos, lo que ha supuesto el contacto cultural desintegrador es, por decirlo así, lo contrario de la explotación. La distribución forzada de parcelas de tierra a los indios de América del Norte en 1887, si nos atenemos a nuestros criterios calculadores, benefició a cada uno de ellos individualmente, pero esta medida destruyó prácticamente la existencia física de esta raza el caso más llamativo de decadencia cultural que se conoce. La sensibilidad moral de John Collier permitió reconstruir la situación casi medio siglo más tarde, cuando insistió en la necesidad de un retorno a los territorios tribales: en nuestros días, los indios de América del Norte han vuelto a ser de nuevo, al menos en determinados territorios, una comunidad viva, y lo que ha producido este milagro no es la mejora económica sino la restauración social. El impacto de un contacto cultural devastador ha sido mostrado por el patético surgimiento de la famosa versión que la Danza del Espíritu representa del juego de Manos de los Pawnee, hacia 1890, exactamente en la época en la que la mejora de las condiciones económicas convertía a la cultura aborigen de esos indios pieles rojas en algo anacrónico. Además, las investigaciones etnológicas demuestran también que, incluso el hecho de que la población aumente lo que constituye el segundo indicador económico, no excluye necesariamente que se produzca una catástrofe cultural. En realidad, la tasa de crecimiento natural de una población puede ser un indicador de vitalidad cultural o de degradación cultural. El sentido original del término «proletario», que liga fecundidad y mendicidad, expresa esta ambivalencia de un modo sorprendente.

El prejuicio economicista ha sido la causa a un tiempo de la tosca teoría de la explotación de los inicios del capitalismo y de la falsa concepción, no menos tosca pero más aparentemente científica, que ha negado posteriormente la existencia de una catástrofe social. Esta reciente interpretación de la historia ha supuesto una ayuda significativa a la rehabilitación de la economía del laissez faire. En efecto, si la economía liberal no ha causado ningún desastre, entonces el proteccionismo, que ha privado al mundo de las bondades de los mercados libres, se convierte en un crimen gratuito. Se ha llegado, incluso, a reconsiderar el propio término de «Revolución industrial», ya que implicaría una idea exagerada de lo que fundamentalmente se pretende que ha sido un lento proceso de cambio. Estos especialistas afirman con insistencia que lo único que ha ocurrido es que el desarrollo progresivo de las fuerzas del progreso técnico han transformado la vida de la gente; no dudan que esta transformación ha supuesto sufrimientos para muchos individuos, pero, globalmente, la historia ha sido la de una mejora continuada. Este resultado feliz se debe al funcionamiento casi inconsciente de las fuerzas económicas, que han llevado a cabo su trabajo benefactor a pesar de las intervenciones de la época. Semejante conclusión equivaldría simplemente a negar que un peligro ha amenazado a la sociedad y que este peligro era el resultado de la innovación económica. Si esta historia revisada de la Revolución industrial diese cuenta de lo que realmente ocurrió, el movimiento proteccionista habría carecido de toda justificación objetiva y el laissez faire estaría plenamente legitimado. La ilusión materialista que concierne a la naturaleza de la catástrofe social y cultural ha servido así para apuntalar la leyenda según la cual los males de la época han sido causados por no haber dejado desplegarse a toda vela al liberalismo económico.

En suma, no son grupos o clases aisladas quienes constituyen los pilares de lo que se ha denominado movimiento colectivista, pese a que en él hayan influido de forma decisiva los intereses de clase entonces implicados. A fin de cuentas, lo que realmente ha tenido un peso en los acontecimientos han sido los intereses de la sociedad en su conjunto, aunque su defensa haya sido más prioritaria para unos sectores de la población que para otros. Parece, pues, razonable resumir nuestra exposición del movimiento proteccionista refiriéndonos no tanto a los intereses de clase cuanto a aquellas dimensiones fundamentales de la sociedad que el mercado puso en peligro.

Los principales puntos de fricción indican cuáles eran las zonas vitales en peligro. El mercado de trabajo concurrencial golpeó al portador de la fuerza de trabajo, es decir, al nombre. El librecambio internacional amenazó, ante todo y sobre todo, a la más importante de las industrias que dependían de la naturaleza, es decir, a la agricultura. El patrón-oro puso en peligro las organizaciones de producción, cuyo funcionamiento estaba subordinado al movimiento relativo de los precios. En cada uno de estos territorios se han desarrollado mercados que suponían una amenaza latente para determinados aspectos vitales de su existencia.

Los mercados de trabajo, tierra y dinero son fáciles de distinguir, pero no sucede lo mismo con las partes de una cultura, cuyo núcleo está formado, respectivamente, por seres humanos, por su medio ambiente natural y por las organizaciones de producción. El hombre y la naturaleza se funden prácticamente en la esfera cultural, y el aspecto pecuniario de la empresa de producción no concierne más que a uno de los intereses vitales desde el punto de vista social, a saber, la unidad y la cohesión de la nación. Así pues, mientras que los mercados de esas mercancías ficticias trabajo, tierra y dinero permanecían distintos y separados, las amenazas que suponían para la sociedad no eran en absoluto separables.

A pesar de todo se pueden trazar las grandes líneas del desarrollo institucional que tuvo lugar en la sociedad occidental a lo largo de ochenta años críticos (1834-1914) analizando cada una de las zonas en donde se localizaba el peligro. Desde el momento en que el hombre, la naturaleza y la organización de la producción se vieron cuestionados, la organización del mercado se convirtió en un peligro, lo que condujo a reclamar protección a determinadas clases o grupos. En cada caso la considerable distancia existente entre el desarrollo de Inglaterra, el del Continente europeo y el de Norteamérica tuvo una gran importancia, y, no obstante, a pesar de estas diferencias, a la vuelta del siglo el contramovimiento proteccionista había creado una situación muy semejante en todos los países occidentales.

Nos ocuparemos por separado de la protección del hombre, de la defensa de la naturaleza y de la protección de la organización productiva: un movimiento de autopreservación cuyo resultado fue la aparición de un tipo de sociedad más estrechamente unida, pero a la vez expuesta al peligro de una ruptura total.

 


 

CAPÍTULO XIV

EL MERCADO Y EL HOMBRE

 

Separar el trabajo de las otras actividades de la vida y someterlo a las leyes del mercado equivaldría a aniquilar todas las formas orgánicas de la existencia y a reemplazarlas por un tipo de organización diferente, atomizada e individual.

Este plan de destrucción se llevó a cabo mediante la aplicación del principio de la libertad de contrato. Es como si en un momento dado se decidiese en la práctica que las organizaciones no contractuales fundadas en el parentesco, la vecindad, el oficio o las creencias, debían ser liquidadas, puesto que exigían la sumisión del individuo y limitaban por tanto su libertad. Presentar este principio como una medida de no ingerencia, como sostenían comúnmente los partidarios de la economía liberal, equivalía a expresar pura y llanamente un prejuicio enraizado en un tipo muy particular de ingerencia, a saber, la que destruye las relaciones no contractuales entre individuos y les impide organizarse espontáneamente.

Las consecuencias de la institucionalización de un mercado de trabajo resultan patentes hoy en los países colonizados. Hay que forzar a los indígenas a ganarse la vida vendiendo su trabajo. Para ello es preciso destruir sus instituciones tradicionales e impedirles que se reorganicen, puesto que, en una sociedad primitiva, el individuo generalmente no se siente amenazado de morir de hambre a menos que la sociedad en su conjunto se encuentre en esa triste situación. En el sistema territorial de los cafres (kraat), por ejemplo, «la miseria es imposible; resulta impensable que alguien no reciba ayuda si la necesita». Ningún kwakiutl «ha corrido nunca el menor riesgo de padecer hambre». «No existe hambre en las sociedades que viven en el límite del nivel de subsistencia». Del mismo modo, se admitía también que en la comunidad rural india se estaba al abrigo de padecer necesidad y, podemos añadir, que así ocurría también en cualquier tipo de organización social europea hasta comienzos del siglo XVI, cuando las ideas modernas sobre los pobres, propuestas por el humanista Vives, fueron debatidas en la Sorbona. Y, puesto que el individuo no corre el riesgo de morirse de hambre en las sociedades primitivas, se puede afirmar que son en este sentido más humanas que la economía de mercado, y al mismo tiempo que están menos ligadas a la economía. Como si se tratase de una ironía del destino, la primera contribución del hombre blanco al mundo del hombre negro fue esencialmente hacerle conocer el azote del hambre. Fue así como el colonizador decidió derribar los árboles del pan, a fin de crear una penuria artificial, o impuso un impuesto a los indígenas sobre sus chozas, para forzarlos a vender su fuerza de trabajo. En ambos casos, el efecto es el mismo que el producido por las enclosures de los Tudor con sus estelas de hordas vagabundas. Un informe de la Sociedad de Naciones menciona, con el horror consiguiente, la reciente aparición en la sabana africana de ese personaje inquietante característico de la escena del siglo XVI europeo: «el hombre sin raíces». Esta figura se la podía encontrar en el ocaso de la Edad Media únicamente en los «intersticios» de la sociedad. Era, sin saberlo, el precursor del trabajador nómada del siglo XIX 6 Ahora bien, lo que el blanco practica aún hoy coyunturalmente en tierras lejanas, concretamente la demolición de las estructuras sociales para obtener mano de obra, lo han hecho también los blancos en el siglo XVIII sobre poblaciones blancas con los mismos objetivos. La visión grotesca del Estado de Hobbes un Leviatán humano cuyo vasto cuerpo está hecho de un número infinito de cuerpos humanos ha sido recreada, poco más o menos, por la construcción del mercado de trabajo de Ricardo: una riada de vidas humanas cuya capacidad está regulada por la cantidad de alimentos puestos a su disposición. Pese a que Ricardo reconoció la existencia de una norma basada en la costumbre, según la cual ningún salario obrero podría caer por debajo de un nivel establecido, pensaba también que este límite no se aplicaría más que si el trabajador se veía reducido a elegir entre morir de hambre u ofrecer su trabajo en el mercado a un estipendio mínimo. Curiosamente, esto aclara una omisión de los economistas clásicos que, de otro modo, permanecería inexplicable ¿por qué estimaban que únicamente el aguijón del hambre era capaz de crear un mercado de trabajo que funcionase y no el deseo de amasar ganancias elevadas? Una vez más la experiencia colonial, también en este caso, ha confirmado las previsiones de los economistas, ya que cuanto más crecen los salarios, menor es la inclinación de los indígenas a esforzarse pues, a diferencia de los blancos, no están presionados por sus valores culturales a ganar el mayor dinero posible. Esta analogía resulta tanto más llamativa si se tiene en cuenta que los obreros de los primeros tiempos del capitalismo también ellos aborrecían la fábrica en la que se sentían degradados y torturados como el indígena que, con frecuencia, no se ha resignado a trabajar a nuestra manera más que bajo la amenaza de castigo corporal e incluso de la mutilación física. Los manufactureros de Lyon del siglo XVIII recomendaban los bajos salarios especialmente por razones sociales Sólo un obrero agotado por excesivo trabajo y oprimido, pensaban, renunciaría a asociarse con sus camaradas y a rebelarse contra la condición de servidumbre personal, en la que su amo podía obligarle a hacer todo lo que quería. La coacción de la ley y la servidumbre parroquial en Inglaterra, los rigores de una policía absolutista del trabajo en el Continente europeo, el trabajo bajo coacción en la América de comienzos de la época industrial constituyeron las condiciones previas para que existiese el trabajador voluntario. El último estadio de este proceso ha sido alcanzado, sin embargo, con la aplicación de la «sanción natural», el hambre. Para poder desencadenarla era preciso destruir la sociedad orgánica que rechazaba la posibilidad de que los individuos muriesen de hambre.

La protección de la sociedad correspondió en primer lugar a los dirigentes que podían obligar a que se cumpliese su voluntad directamente. Y, sin embargo, los representantes del liberalismo económico suponen demasiado fácilmente que los dirigentes económicos pueden ejercer una acción benéfica mientras que éste no es el caso de los dirigentes políticos. Esta no parece haber sido la opinión de Adam Smith cuando recomendaba que una autoridad británica directa reemplazase en la India la administración por una compañía patentada. Los dirigentes políticos, afirmaba, tendrían intereses paralelos a los de los gobernados, cuya riqueza contribuirían a incrementar sus ingresos, mientras que los intereses de los comerciantes eran opuestos por naturaleza a los de sus clientes.

Correspondió a los propietarios de tierras ingleses, por interés y por inclinación, proteger la vida de las gentes del pueblo contra la avalancha de la Revolución industrial. El sistema de Speenhamland era un foso construido para defender la organización rural tradicional en el momento en que la tormenta del cambio barría los campos y convertía además a la agricultura en una industria precaria. Los squires fueron los primeros, por su repugnancia natural a inclinarse ante las necesidades de las ciudades manufactureras, en defender lo que sería luego el desgraciado combate de todo un siglo. Su resistencia no fue sin embargo inútil, ya que les evitó la ruina durante varias generaciones y les permitió readaptarse casi completamente. Durante un lapso de tiempo crítico de cuarenta años, su resistencia retrasó el progreso económico y cuando, en 1834, el Parlamento surgido del Reforma Bill abolió el sistema de Speenhamland los propietarios de tierras desplazaron su línea de resistencia hacia las leyes de la fábrica. La Iglesia y los nobles excitaban entre tanto al pueblo contra los propietarios de fábricas cuyo predominio convertía en irresistible la exigencia de alimentos baratos y amenazaba así directamente con arruinar las rentas y los diezmos. Oastler era, por una parte, «partidario de la Iglesia, tory y proteccionista» 8, y, por otra, era también un humanitarista. Lo mismo ocurre, aunque varíen las mezclas de estos ingredientes del socialismo tory, con otros grandes campeones del movimiento fabril, tales como Sadler, Southey y lord Shaftesbury; pero la premonición de amenazantes pérdidas pecuniarias que inspiraba al grueso de sus partidarios no estaba demasiado fundada: los exportadores de Manchester comenzaron a reclamar pronto a grandes gritos salarios más bajos, lo que suponía el trigo menos caro la anulación del sistema de Speenhamland y el crecimiento de las fábricas preparaban de hecho la vía al triunfo de la agitación AntiCorn Law 9, de 1846. Razones fortuitas, sin embargo, retrasaron la ruina de la agricultura inglesa durante toda una generación. En ese momento Disraeli fundaba el socialismo tory basándose en las protestas contra la reforma de las leyes de pobres, y los propietarios de tierras inglesas imponían técnicas de vida radicalmente nuevas a una sociedad industrial. La Ley de las diez horas de 1847, saludada por Karl Marx como la primera victoria del socialismo, era obra de reaccionarios ilustrados.

Los trabajadores, en sí mismos, no eran apenas más que un factor en este gran movimiento que les permitió sobrevivir al Middle Passage 10. Tenían casi tan poco que decir para decidir su propia suerte como el cargamento negro de los navíos de Hawkins. Y es precisamente esta falta de participación activa de la clase obrera inglesa en las decisiones sobre su propio destino lo que ha determinado el curso adoptado por la historia social de Inglaterra, y la ha hecho tan diferente, para bien o para mal, a la del Continente europeo.

Existe algo extraño en la agitación desordenada, los tanteos y las falsas maniobras de una clase a punto de nacer, puesta al descubierto por la historia en su naturaleza profunda muchos años más tarde. La clase obrera británica ha sido definida, desde el punto de vista político, por la ley de reforma parlamentaria de 1832 que le ha negado el derecho de voto, y, desde el punto de vista económico, por la ley de reforma de la legislación sobre los pobres de 1834, que la ha excluido del ámbito de los asistidos y la ha diferenciado de los indigentes. Durante un cierto tiempo, aquellos que iban a formar la clase obrera industrial se preguntaron si su emancipación no consistiría, después de todo, en volver a la vida rural y a las condiciones propias de los artesanos. A lo largo de los veinte años que siguieron a la instauración del sistema de Speenhamland, se esforzaron sobre todo en detener la libre utilización de las máquinas, bien fuese mediante la entrada en vigor de las cláusulas de aprendizaje del Estatuto de los artesanos, o bien mediante acciones directas como las de los ludditas. Esta actitud de mirar al pasado se prolonga bajo la forma de una corriente subterránea en todo el movimiento oweniano hasta aproximadamente 1850, momento en el que la Ley de las diez horas, el eclipse del cartismo y el comienzo de la edad de oro del capitalismo sesgaron de raíz la visión del pasado. Hasta entonces, la naciente clase obrera británica era un enigma para sí misma; únicamente siguiendo con simpatía sus movimientos semiconscientes es posible calibrar la inmensa pérdida que ha sufrido Inglaterra al impedir a su clase obrera participar, en pie de igualdad, en la vida de la nación. Cuando el owenismo y el cartismo se apagaron, Inglaterra había perdido casi totalmente esa sustancia a partir de la cual el ideal anglosajón de una sociedad libre podría haberse construido para los siglos venideros.

Incluso si el movimiento oweniano no hubiese producido más que actividades locales de poca importancia, habría podido formar un monumento a la imaginación creativa de la raza humana, y el cartismo, por su parte, aunque jamás hubiese ido más allá de los límites de ese núcleo que concibió la idea de una National Holiday para obtener los derechos del pueblo, habría podido mostrar que todavía existían en el seno del pueblo personas capaces de soñar sus propios sueños y que estaban a la altura de las circunstancias en una sociedad que había perdido su forma humana. No sucedió, sin embargo, ni una cosa ni la otra. El owenismo no era la inspiración de una secta minúscula, ni el cartismo se limitaba tampoco a una élite política; ambos movimientos estaban formados por centenas de millares de hombres de oficio y artesanos, por trabajadores y obreros, y, con tal número de seguidores, llegaron a ser comparables a los más grandes movimientos sociales de la historia moderna. Y, sin embargo, pese a sus diferencias, ya que sus semejanzas existen únicamente en lo que se refiere a la grandeza de su fracaso, sirvieron para probar hasta qué punto resultaba inevitable desde el principio la necesidad de proteger al hombre del mercado.

En sus orígenes, el movimiento oweniano no era ni un movimiento político ni un movimiento obrero, sino que representaba las aspiraciones de la gente del pueblo, golpeada por la irrupción de la fábrica, y que quería descubrir una forma de existencia que convirtiese al hombre en dueño y señor de la máquina. Esencialmente lo que pretendía este movimiento era algo así como sortear el capitalismo. Esta fórmula resulta forzosamente un tanto equívoca, puesto que entonces no se conocía aún el papel organizador del capital ni la naturaleza de un mercado autorregulador, pero refleja posiblemente del mejor modo posible la mentalidad de Owen, que no era sin duda un enemigo de las máquinas. Pensaba que, pese a ellas, el hombre debía continuar siendo su propio patrón. El principio de la cooperación o de la «unión» resolvería el problema de la máquina sin sacrificar la libertad individual, ni la solidaridad social, ni la dignidad del hombre, ni la simpatía por sus semejantes.

La fuerza de la doctrina de Owen reside en que era eminentemente práctica, y en que, al mismo tiempo, sus métodos partían de una valoración del hombre considerado como un todo. Por esto, aunque los problemas estuviesen intrínsicamente relacionados con los que existían en la vida cotidiana, tales como la calidad de la alimentación, el alojamiento, la educación, el nivel de los salarios, el modo de evitar el desempleo, la asistencia en caso de enfermedad y otros asuntos del mismo tipo, eran perfectamente armonizables con las fuerzas morales puestas en juego para resolverlos. La convicción de que bastaba con encontrar el método correcto para que la existencia del hombre volviese a adquirir sentido, permitió que el movimiento se adentrase en esos abismos interiores donde se forma la personalidad. Raramente un movimiento social de esta envergadura llegó a adquirir tal grado de intelectualidad. Las convicciones de quienes se sentían comprometidos con él inspiraron incluso las actividades aparentemente más triviales, de tal modo que ya no tenían necesidad de ninguna creencia establecida. Su fe era verdaderamente profética, puesto que insistía en restaurar valores y métodos que trascendían la economía de mercado.

 La doctrina de Owen era una religión de la industria, cuyo portador era la clase obrera más e iniciativas ha sido hasta ahora inigualada. Esta doctrina ha significado prácticamente el comienzo del moderno movimiento sindical. Se fundaron sociedades cooperativas que se ocupaban esencialmente de vender a sus miembros al detalle. No se trataba, por supuesto, de las habituales cooperativas de consumo, sino más bien de almacenes financiados por personas entusiastas decididas a consagrar los beneficios de la empresa a la realización de los planes owenianos y, preferentemente, a instalar pequeñas colonias cooperativas. «Sus actividades se centraban en la educación y en la propaganda, así como en el comercio; tenían como finalidad la creación de una sociedad nueva a través de la asociación de sus esfuerzos. Las Unión Shops montadas por miembros de los sindicatos tenían más bien el carácter de cooperativas de productores; los artesanos en paro podían encontrar en ellas trabajo o, en caso de huelga, ganar algo de dinero a modo de subsidio de huelga. El Labour Exchange de Owen desarrollaba la ideal del almacén cooperativo con unas características sui géneris. El centro de esta Bolsa o de este Bazar radicaba en la confianza de la naturaleza complementaria de los oficios; al satisfacer unos las necesidades de los otros se creía que los artesanos iban a emanciparse del influjo aleatorio del mercado; más tarde se recurrió a los bonos de trabajo que conocieron una notable difusión. Todo este dispositivo puede parecemos hoy fantástico, pero en la época de Owen no solamente el carácter del trabajo salarial sino también el de los billetes de banco eran todavía un ámbito inexplorado. El socialismo no era esencialmente distinto de estos proyectos, de esas invenciones que tanto abundaron en el movimiento benthamiano. No solamente la oposición rebelde, sino también la respetable burguesía tenía entonces el humor de experimentar. Jeremy Bentham invirtió su propio dinero en el plan futurista de Owen en New Lanark y obtuvo dividendos con ello. Las Sociedades owenianas propiamente dichas eran asociaciones o clubs destinados a mantener planes de «colonias de cooperación», como las que hemos descrito cuando nos hemos referido a la asistencia de los pobres; tal era el origen de las cooperativas de productores agrícolas, una idea que tuvo una larga y extraordinaria carrera. La primera organización nacional de productores con fines sindicalistas ha sido la Operative Buildders Union, que intentó reglamentar directamente el trabajo de la construcción al crear «construcciones a la más amplia escala», al introducir una moneda propia y al demostrar que existían los medios para llevar a cabo con éxito la «gran asociación para la emancipación de las clases laboriosas». Las cooperativas de trabajadores

 industriales del siglo XIX provienen de este proyecto. A partir del sindicato o de la guilda de los obreros de la construcción y de su «parlamento» nació la Consolidated Trades Union, todavía más ambiciosa, que, durante un corto espacio de tiempo, contó con más de un millón de obreros y artesanos en su federación libre de sindicatos y sociedades cooperativas. Su idea consistía en hacer una revolución industrial por medios pacíficos, lo que no nos parecerá contradictorio si recordamos que en el alba mesiánica del movimiento de los trabajadores la conciencia de su misión se consideraba que confería a sus aspiraciones un carácter irresistible. Los mártires de Tolpuddle pertenecían a una sección rural de esta organización. Las Regeneration Societies hacían propaganda para obtener una legislación en las fábricas; y más tarde se fundaron las Ethical Societies, precursoras del movimiento secularísta. La idea de resistencia no violenta se encontraba plenamente desarrollada en el interior de estas instituciones. Al igual que el saintsimonismo en Francia, el owenismo en Inglaterra presentó todos los signos de la inspiración espiritual, pero, mientras que los saintsimonianos trabajaban en favor de un renacimiento del cristianismo, Owen ha sido, entre los modernos dirigentes de la clase obrera, el primer adversario del cristianismo. Las cooperativas de consumidores de Gran Bretaña, que encontraron imitadores en el mundo entero, constituyeron evidentemente los frutos prácticos más eminentes del owenismo. El hecho de que su impulso se haya perdido o más bien se haya mantenido en la esfera periférica del movimiento de consumidores ha sido la mayor derrota sufrida por las fuerzas espirituales en la historia de la Inglaterra industrial. Y, sin embargo, un pueblo que, tras la degradación sufrida en el período de Speenhamland poseía aún la elasticidad necesaria para realizar un esfuerzo creador tan lleno de imaginación y tan constante, debió poseer un vigor intelectual y sentimental casi sin límites.

La doctrina de Owen, con su reivindicación del hombre total, debía conservar aún rescoldos de esa herencia medieval de la vida de los gremios que encontraba su expresión en la Guilda de la Construcción y en el aspecto rural de su ideal social, las «colonias de cooperación». Dicha doctrina, aunque es la fuente del socialismo moderno, no funda sus propuestas en la cuestión de la propiedad, que no es más que el aspecto legal del capitalismo. Al descubrir el nuevo fenómeno de la industria, como había hecho Saint simón, aceptaba el desafío de la máquina, pero el rasgo característico de esta doctrina consiste justamente en una voluntad de abordar los problemas desde el ángulo social: se niega a aceptar la división de la sociedad en una esfera económica y en una esfera política. Aceptar una esfera económica separada equivaldría a reconocer el principio de la ganancia y del beneficio como fuerza organizadora de la sociedad, a lo que Owen se opone tenazmente.

 Su sensibilidad le permitió reconocer que la incorporación de la máquina no era posible más que en una sociedad nueva. El aspecto industrial de las cosas no se limitaba para él a lo económico tampoco aceptaría una visión mercantil de la sociedad. New Lanark le había enseñado que en la vida de un trabajador el salario no es más que un factor entre otros muchos, tales como el medio natural, la vivienda, la calidad y los precios de las mercancías, la estabilidad y la seguridad en el empleo las manufacturas de New Lanark, al igual que otras empresas anteriores, continuaban pagando a sus empleados incluso cuando no había trabajo. Pero la adaptación a esa nueva sociedad suponía mucho más que esto, la educación de niños y adultos, las medidas adoptadas para la diversión, la danza y la música, y la idea generalmente aceptada de que jóvenes y viejos tenían criterios morales y personales elevados era lo que creaba una atmósfera que confería un nuevo estatuto a la población industrial en su conjunto. Millares de personas venían de toda Europa (y también de América) a visitar New Lanark como si se tratase de una reserva del futuro en la que se hubiese al fin realizado la imposible promesa de hacer funcionar una fábrica con una población humana. Y, sin embargo, la empresa de Owen pagaba salarios considerablemente más bajos que los que se pagaban habitualmente en algunas ciudades vecinas. Los beneficios de New Lanark provenían fundamentalmente de la fuerte productividad de un trabajo de más corta duración, gracias a una excelente organización y a hombres que no estaban fatigados; ventajas que se conseguían con el aumento de salarios reales que suponían las generosas medidas adoptadas para hacer la vida más agradable. Estas medidas explicaban por sí mismas los sentimientos de semiadulación que los trabajadores sentían por Owen. De experiencias de este tipo extrajo Owen su peculiar manera de abordar el problema de la industria, un modo social que desbordaba lo económico.

Es preciso rendir otro homenaje a su gran penetración: a pesar de ver las cosas desde arriba, conoció el impacto de los hechos materiales concretos sobre la existencia de los trabajadores. Sus sentimientos religiosos reaccionaban contra el trascendentalismo concreto de una Hannah More y de sus Cheap Repository Tracts. Uno de ellos ponía como ejemplo a una niña que trabajaba en una mina de Lancashire. A la edad de nueve años se la obligó a descender a un pozo para trabajar en la extracción de carbón con su hermano, que tenía dos años menos que ella. «Seguía con vivacidad a su padre en su descenso por el pozo de la mina, se enterraba en las entrañas de la tierra y allí, a una tierna edad, sin que importase su sexo, realizaba el mismo trabajo que los mineros, una raza de hombres verdaderamente rudos, pero muy útiles a la comunidad». Su padre murió en un accidente en el fondo de la mina ante los ojos de sus hijos, su hija se presentó entonces para solicitar un empleo de sirvienta, pero chocó con los prejuicios, por el hecho de haber trabajado como minera y nadie la aceptó. Felizmente, un deseo consolador de la Providencia convierte sus aflicciones en bendiciones, alguien observa su entereza y su paciencia, solicita información de la mina, que proporciona sobre ella unos informes maravillosos, y finalmente es aceptada en un hogar. «Esta historia, concluye el folleto, puede enseñar a los pobres que es muy raro que se encuentren en unas condiciones de vida tan lastimosas que les impidan alcanzar un cierto grado de independencia siempre que decidan esforzarse, y que no puede existir una situación tan mediocre que les impida practicar muchas nobles virtudes». Las hermanas More gustaban de trabajar en medio de los trabajadores famélicos pero rechazaban preocuparse por sus sufrimientos físicos; tendían a resolver el problema material planteado por la industrialización concediendo simplemente a los trabajadores un estatuto y una función que provenía de la plenitud de su magnanimidad. Hannah More insistía en el hecho de que el padre de su heroína era un miembro muy útil para la comunidad; el valor de su hija era reconocido por los certificados expedidos por sus empleadores; creía pues que no hacía falta nada más para el funcionamiento de una sociedad. Owen se distanció de un cristianismo que renunciaba a la tarea de dominar el mundo de los hombres y que prefería exaltar el estatuto y la función imaginarias de la miserable heroína de Hannah More, en vez de mirar de frente la terrible revelación, que transciende del Nuevo Testamento, de la condición humana en una sociedad compleja. Nadie puede dudar de la sinceridad que inspira la conciencia de Hannah More: cuanto más se plieguen los pobres a su condición degradada, con mayor facilidad encontrarán las consolaciones celestes; y Hannah únicamente confía en estas consolaciones, tanto en función de la salvación de los pobres, como del buen funcionamiento de una sociedad de mercado en la que cree firmemente. Pero estas cáscaras vacías del cristianismo, sobre las que vegetaba la vida interior de los miembros más generosos de las altas clases de la sociedad, no constituían más que un pobre contraste con la fe creadora de esta religión de la industria, en el interior de la cual el pueblo de Inglaterra intentaba redimir a la sociedad. El capitalismo se mostraba, por tanto, todavía con futuro.

El movimiento cartista se dirigía a un conjunto de fuerzas tan diferentes que se habría podido predecir su emergencia a partir del momento en el que el owenismo y sus iniciativas prematuras habían prácticamente fracasado. Consistió en un esfuerzo puramente político que intentó ejercer un influjo sobre el gobierno a través de canales constitucionales; su tentativa para ejercer esta presión siguió la línea tradicional del Reform Movement que había obtenido el derecho de voto para las clases medias. Los seis puntos de la Carta exigían un sufragio popular efectivo. El rigor inflexible con el que el Parlamento proveniente del Reform Bill rechazó esta extensión del derecho de voto durante una tercera parte del siglo XIX, el uso de la fuerza contra las masas que apoyaban la Carta, el horror de los liberales de los años 1840 a la idea de un gobierno popular, todo esto prueba que el concepto de democracia era entonces algo extraño a la burguesía inglesa. Fue necesario que la clase obrera aceptase el principio de una economía capitalista y que los sindicatos hiciesen del funcionamiento sin sobresaltos de la industria su mayor preocupación para que la burguesía concediese el derecho de voto a aquellos obreros que estaban en las mejores condiciones, es decir, bastante tiempo después del derrumbe del movimiento cartista, cuando se tuvo la certeza de que los obreros no intentarían utilizar su derecho de voto en beneficio de sus propias ideas. Si con esto se trataba de extender las formas de existencia de la economía de mercado, estaba quizás justificado, ya que efectivamente ayudó a superar los obstáculos que suponía la supervivencia de las formas de vida orgánica y tradicionales en los trabajadores; pero si se trataba de algo totalmente diferente, es decir, rehabilitar a las gentes del pueblo desenraizadas por la Revolución industrial y admitirlas en el seno de una cultura nacional común, esto no se consiguió. Su campaña por el derecho de voto, en un momento en el que su capacidad para participar en el liderazgo había sufrido ya irreparables daños, no podía restablecer la situación. Las clases dirigentes habían cometido el error de extender el principio de una inflexible dominación de clase a un tipo de civilización que exigía la unidad de la sociedad, en lo que se refiere a la cultura y a la educación, para preservarla de la degeneración.

El cartismo fue un movimiento político, por tanto, de más fácil comprensión que la doctrina de Owen; pero no se puede comprender bien su intensidad afectiva ni la amplitud de este movimiento sin imaginarnos su época. En Europa, la Revolución se convierte en una institución más a partir de 1789 y de 1830; en 1848 la fecha de la revuelta parisina había sido anunciada en Berlín y en Londres con una precisión más propia del inicio de una feria que de una insurrección social, y a partir de ella se produjeron revoluciones subsidiarias inmediatamente en determinadas ciudades de Italia, en Berlín, en Viena y en Budapest. En Londres, la tensión era también fuerte ya que todos, incluidos los cartistas, esperaban una acción violenta para forzar al Parlamento a conceder el derecho de voto al pueblo sólo podían votar menos del 15 por 100 de los adultos del sexo masculino. Nunca en la historia de Inglaterra hubo una concentración semejante de fuerzas dispuestas a defender la ley y el orden aquel 12 de abril de 1848; ese día, miles y miles de ciudadanos estaban preparados, en calidad de special constables, es decir, de policías suplementarios, para dirigir sus armas contra los cartistas. La Revolución parisina del 48 se produjo demasiado tarde para que el movimiento popular inglés alcanzase la victoria. En ese momento el espíritu de revuelta despertado por la ley de Reforma de las leyes de pobres, por los sufrimientos de los Hangry Forties, y por los años de escasez que van de 1840 a 1850, estaba ya a punto de desaparecer; la ola del ascendente comercio producía más empleo y el capitalismo comenzaba a mantener sus promesas. Los cartistas se dispersaron pacíficamente. El Parlamento pospuso para más tarde el examen de su demanda, que fue rechazada por una mayoría de cinco contra uno en la Cámara de los Comunes. Resultó inútil que se hubiesen recogido millones de firmas, y que los cartistas se hubiesen comportado como ciudadanos respetuosos con la ley. Sus vencedores terminaron de aniquilar este movimiento ridiculizándolo. Se pone fin así a la mayor tentativa política del pueblo de Inglaterra para hacer de este país una democracia popular. Un año o dos después el cartismo había sido prácticamente casi olvidado.

La Revolución industrial afectó al Continente europeo medio siglo más tarde. La clase obrera no había sido en este caso expulsada de la tierra por un movimiento de enclosures; el trabajador agrícola semiservil, empujado, al contrario, por el atractivo de salarios más elevados y por la vida urbana, había abandonado la casa señorial y emigrado hacia la ciudad, donde se asoció a la pequeña burguesía tradicional y encontró posibilidades para adquirir aires de ciudadano. Lejos de sentirse degradado, se sentía realzado por su nuevo medio. Y, pese a que las condiciones de alojamiento eran abominables y que el alcoholismo y la prostitución hicieron estragos en las capas inferiores de las ciudades hasta comienzos del siglo XX, no existe, sin embargo, ninguna comparación posible entre la catástrofe moral y cultural sufrida por el cottager o el copyholder inglés, cuyos antepasados vivieron desahogadamente, que se encontraron a punto de vagar sin esperanza por el fango social y material de los tugurios que rodeaban cualquier fábrica, y los trabajadores agrícolas eslovacos o incluso los de Pomerania, que se transformaron, casi de un día para otro, de criados que dormían en los establos en trabajadores industriales de una metrópoli moderna. Es muy posible que un jornalero irlandés, escocés o del País de Gales viviesen una experiencia parecida cuando deambulaba por las pequeñas calles de Manchester o de Liverpool, pero el hijo del yeoman inglés o del cottager expulsado no tenían, sin duda, la impresión de que se elevaba su status; el paleto recientemente emancipado del Continente europeo no sólo tenía muchas posibilidades de ascender al nivel de la pequeña burguesía artesanal y comerciante con sus viejas tradiciones culturales, sino también al de la propia burguesía, que socialmente lo dominaba y que se encontraba políticamente en el mismo barco y tan distante como él de la verdadera clase dirigente. Las fuerzas de las clases en ascenso, clase media y obrera, se habían aliado íntimamente contra la aristocracia feudal y el alto clero católico. Los intelectuales, concretamente los estudiantes de las universidades, cimentaban la unión de estas dos clases con su ataque común al absolutismo y los privilegios. En Inglaterra las clases medias, squires y mercaderes en el siglo XVIII, granjeros y comerciantes en el XIX, eran suficientemente fuertes para hacer valer por sí mismas sus derechos e, incluso en su esfuerzo casi revolucionario de 1832, no buscaron el apoyo de los trabajadores. Además la aristocracia inglesa ha asimilado siempre a los más ricos de los advenedizos y ha ampliado los rangos superiores de la jerarquía social, mientras que en el Continente una aristocracia todavía semifeudal no establecía fácilmente relaciones de parentesco con los hijos e hijas de la burguesía, y la ausencia de la institución de la primogenitura la aislaba herméticamente de las otras clases. Cada paso que se daba hacia la igualdad de derechos y libertades beneficiaba tanto a la clase media como a la clase obrera. Desde 1830, y posiblemente desde 1789, existía en Europa la tradición de que la clase obrera participase en las batallas de la burguesía contra el feudalismo, aunque sólo fuese como habitualmente se dice, para sentir luego la frustración de verse privada de los frutos de la victoria. En todo caso, ya ganase o perdiese la clase obrera, su experiencia adquiriría cada vez mayor valor y sus objetivos alcanzaban un nivel político. Eso es lo que se denomina adquirir conciencia de clase. Los ideólogos marxistas daban cuerpo a las grandes ideas del trabajador urbano a quienes las circunstancias le habían enseñado a utilizar su fuerza industrial y política como un arma de alta política. Mientras que el obrero británico estaba en vías de adquirir una experiencia incomparable de los problemas personales y sociales del sindicalismo, incluida la táctica y la estrategia de la acción industrial, y dejaba a sus superiores velar por la política nacional, el obrero de Europa central se convertía, desde el punto de vista político, en un socialista y se habituaba a tratar problemas de Estado bien es verdad que esos problemas concernían, sobre todo, a sus propios intereses como ocurría con las leyes sobre la fábricas y la legislación social.

 Si existió un retraso de cerca de medio siglo que separa la industrialización de Gran Bretaña de la del Continente europeo, existió un retraso todavía mucho más largo en lo que se refiere a la formación de la unidad nacional. Italia y Alemania no alcanzaron más que durante la segunda mitad del siglo XIX la etapa de unificación realizada siglos antes por Inglaterra, y los pequeños Estados de Europa oriental la consiguieron todavía mucho más tarde. En este proceso de construcción del Estado las clases obreras jugaron un papel vital, lo que reforzó aún más su experiencia política. En la era industrial ese proceso tenía necesariamente que incluir la política social. Bismarck intentó unificar el segundo Reich llevando a cabo un plan histórico de legislación social. La unidad italiana se vio acelerada por la nacionalización de los ferrocarriles. En la Monarquía austrohúngara, conglomerado de razas y pueblos, la Corona pidió en varias ocasiones a la clase obrera que la apoyase para lograr sostener su obra de centralización y de unidad imperial. En esta esfera tan amplia, también los partidos socialistas y los sindicatos, tan influyentes en la legislación, tuvieron numerosas ocasiones de servir a los intereses del obrero industrial.

Ideas materialistas preconcebidas han difuminado las grandes líneas de la cuestión obrera. Los autores británicos tardaron en comprender la terrible impresión que las condiciones del capitalismo naciente de Lancashire habían producido en los observadores del Continente. Llamaron la atención sobre el nivel de vida aún más bajo de numerosos artesanos de la industria textil de Europa central, cuyas condiciones de trabajo eran con frecuencia tan malas como las de sus camaradas ingleses. Este tipo de comparaciones enmascara precisamente, sin embargo, el hecho llamativo del elevado estatuto político y social del trabajador del Continente, si se lo compara con el bajo estatuto del trabajador en Inglaterra. El trabajador europeo no había pasado por la degradante pauperización del régimen de Speenhamland, por lo que no admiten comparación las situaciones por las que ha pasado con la experiencia punzante de la nueva ley de pobres. El estatuto de villano del trabajador europeo se transformó o más bien se elevó en el de obrero de fábrica y, muy pronto, en el de obrero con derecho a voto y sindicado. Escapó así a la catástrofe cultural que irrumpió con la estela de la Revolución industrial. Además la Europa continental se industrializó en un momento en el que la adaptación a las nuevas técnicas de producción era ya posible, gracias casi exclusivamente a la imitación de los métodos de protección social ingleses.

El obrero europeo tenía necesidad de una protección, no tanto contra el impacto de la Revolución industrial en el sentido social nunca ocurrió nada semejante en el Continente, sino más bien contra la acción cotidiana de las condiciones de la fábrica y del mercado de trabajo. Con la ayuda de la legislación social obtuvo fundamentalmente esta protección, mientras que sus camaradas ingleses confiaban más en una asociación voluntaria las Trade Unions y en su capacidad para monopolizar el trabajo. Los seguros sociales llegaron relativamente mucho antes en el Continente que en Inglaterra. Esta diferencia se explica fácilmente por la inclinación de los europeos hacia la política y porque el derecho de voto se extendió relativamente pronto a la clase obrera. Mientras que, desde el punto de vista económico, se sobreestima con facilidad la diferencia entre los métodos de protección obligatorios y voluntarios la legislación frente al sindicalismo, desde el punto de visa político esta diferencia ha tenido grandes consecuencias. En el Continente los sindicatos han sido una creación del partido político de la clase obrera; en Inglaterra el partido político ha sido una creación de los sindicatos. Mientras que en el Continente el sindicalismo se hacía más o menos socialista, en Inglaterra el socialismo, incluso el político permanecía siendo fundamentalmente sindicalista. Esta es la razón por la que el sufragio universal, que en Inglaterra ha tenido tendencia a reforzar la unidad nacional, presenta en ocasiones el efecto opuesto en Europa. Y es, sobre todo, en Europa y no en Inglaterra donde se verificaron las inquietudes de Pitt y de Peel, de Tocqueville y de Macaulay sobre los peligros que un gobierno popular implicaba para el sistema económico.

Desde el punto de vista económico, los métodos de protección social ingleses y europeos han producido resultados casi idénticos. Lograron los efectos previstos: el estallido del mercado en el que se compraba y vendía ese factor de producción conocido con el nombre de fuerza de trabajo. Ese tipo de mercado no podía cumplir con su objetivo más que si los salarios descendían de un modo paralelo a los precios. Desde el punto de vista de los hombres, este postulado implicaba para el trabajador una extrema inestabilidad en sus ganancias, una ausencia total de cualificación profesional, una despiadada disposición a dejarse llevar de cualquier forma de un lado para otro, en fin, una dependencia completa en relación a los caprichos del mercado. Mises afirmaba con razón que si los trabajadores «no se comportaban como sindicalistas, sino que reducían sus exigencias y cambiaban de domicilio y de ocupación, siguiendo los dictados del mercado de trabajo, podrían terminar encontrando trabajo». Esto resume la situación del trabajador en un sistema basado en el postulado que confiere el carácter de mercancía al trabajo. No corresponde a la mercancía decidir en donde va a ser vendida, qué uso se hará de ella, a qué precio se le permitirá cambiar de mano o de qué modo será consumida o destruida. «A nadie se le ha ocurrido, escribe este liberal consecuente, que ausencia de salario sería una expresión más correcta que ausencia de trabajo, pues de lo que carece la persona sin empleo no es del trabajo, sino de la remuneración del trabajo». Mises tenía razón, pero no podía alardear de originalidad; ciento cincuenta años antes que él el obispo Whately decía: «cuando un hombre solicita trabajo, en realidad lo que pide no es trabajo, sino un salario». Es pues cierto, técnicamente hablando, que «el paro en los países capitalistas se debe a que la política tanto del gobierno como de los sindicatos, tiende a mantener un nivel de salarios que no está en armonía con la productividad del trabajo en tanto que tal». ¿Cómo podría existir paro, se preguntaba Mises, si no es porque los trabajadores «no están dispuestos a trabajar por el salario que podrían obtener en el mercado de trabajo al realizar una tarea particular que son capaces de hacer y que están dispuestos a ejecutar»? He aquí la aclaración de lo que quieren decir en realidad los patronos cuando piden la movilidad del trabajo y la flexibilidad de los salarios: en esto consiste precisamente lo que hemos definido más arriba como un mercado en el que el trabajo de los hombres es una mercancía. El objeto natural de toda protección social consistió en destruir este tipo de institución y hacer imposible su existencia. En realidad, el mercado de trabajo no pudo mantener su función principal más que a condición de que los salarios y las condiciones de trabajo, las cualificaciones y los reglamentos fuesen de tal modo que preservasen el carácter humano de esta supuesta mercancía, el trabajo. Cuando se pretende, como sucede a veces, que la legislación social, las leyes sobre las fábricas, los seguros de desempleo y, sobre todo, los sindicatos no han obstaculizado la movilidad del trabajo y la flexibilidad de los salarios, se da a entender que estas instituciones han fracasado totalmente en su finalidad, que consistía precisamente en intervenir en las leyes de la oferta y la demanda en lo que respecta al trabajo de los hombres y en retirarlos de la órbita del mercado.

 


 

CAPÍTULO XV

EL MERCADO Y LA NATURALEZA

 

Lo que nosotros denominamos la tierra es un elemento de la naturaleza inexorablemente entrelazado con las instituciones del hombre; la empresa más extraña de todas las emprendidas por nuestros antepasados consistió quizás en aislar a la tierra y hacer de ella un mercado.

Tradicionalmente, la mano de obra y la tierra no estaban separadas; la mano de obra formaba parte de la vida; la tierra continuaba siendo una parte de la naturaleza; vida y naturaleza formaban un todo articulado. La tierra estaba así ligada a las organizaciones fundadas en la familia, el vecindario, el oficio y la creencia con la tribu y el templo, la villa, la guilda y la iglesia. El Gran Mercado único es, por otra parte, un dispositivo de la vida económica que engloba a los mercados como factores de producción. Y, dado que estos factores son inseparables de los elementos que constituyen las instituciones humanas, el hombre y la naturaleza, resulta fácilmente visible que la economía de mercado implica una sociedad en la que las instituciones se subordinan a las exigencias del mecanismo del mercado.

Esta proposición es utópica, no sólo en lo que se refiere a la tierra sino también en lo que concierne a la mano de obra. La función económica no es más que una de las numerosas funciones vitales de la tierra. Esta proporciona su estabilidad a la vida del hombre, es el lugar en el que habita, es una de las condiciones de su seguridad material, engloba el paisaje y las estaciones. Nosotros podríamos imaginarnos con dificultad a un hombre que viene al mundo sin brazos ni piernas, o, lo que es parecido, a un hombre que arrastra su vida sin tierra. Sin embargo, separar la tierra del hombre y organizar la sociedad con el fin de que satisfaga las exigencias de un mercado inmobiliario, ha constituido una parte vital de la concepción utópica de una economía de mercado.

Una vez más el verdadero significado de esta empresa se pone de manifiesto en el ámbito de la colonización moderna. Lo importante no es con frecuencia que el colonizador desee la tierra por su riqueza o quiera simplemente obligar al indígena a que produzca un excedente de alimentos y de materias primas, ni tampoco que el indígena trabaje directamente bajo la vigilancia del colonizador o mediante alguna forma indirecta de coacción; lo verdaderamente importantes es que, en todos estos casos sin excepción, fue necesario ante todo destruir radicalmente el sistema social y cultural del modo de vida indígena.

Existe una estrecha analogía entre la actual situación colonial y la de Europa occidental de hace cien o doscientos años, pero la movilización del suelo, que en los países exóticos ha tenido lugar en el espacio concentrado de algunos años o decenios, pudo haber durado siglos en Europa occidental.

El desafío provino del desarrollo de ciertas formas de capitalismo que no eran puramente comerciales. Existió, comenzando por la Inglaterra de los Tudor, un capitalismo agrícola que tenía necesidad de una explotación individualizada de la tierra, lo que suponía reconversiones y enclosures. Existió, desde comienzos del siglo XVIII, el capitalismo industrial que, tanto en Francia como en Inglaterra, era fundamentalmente rural y necesitaba terrenos para sus fábricas y para el alojamiento de sus obreros. El desafío más fuerte de todos, que afectaba más a la utilización del suelo que a la propiedad, tuvo lugar en el siglo XIX, con el desarrollo de las ciudades industriales y su necesidad prácticamente ilimitada de alimentos y de materias primas.

Desde un punto de vista superficial, las respuestas a estos desafíos no se asemejan demasiado, aunque hayan existido diferentes etapas en la subordinación de la superficie de la tierra a las necesidades de una sociedad industrial. La primera etapa fue la de la comercialización del suelo, que movilizó la renta feudal de la tierra. La segunda la de la producción forzada de alimentos y de materias primas orgánicas, para responder a las necesidades de una población industrial en rápido crecimiento a escala nacional. La tercera, la de la extensión de este sistema de producción de excedentes a los territorios de ultramar y a las colonias. Esta última etapa introdujo al fin la tierra y sus productos en el marco de un mercado autorregulador a escala mundial.

La comercialización del suelo no es sino otra forma de denominar el derrumbamiento del feudalismo, que comenzó en el siglo XIV en los centros urbanos de Occidente, y también en Inglaterra, y que finalizó quinientos años más tarde durante las revoluciones europeas que abolieron los restos que aún quedaban de la servidumbre. Separar al hombre del suelo significaba disolver el cuerpo económico en sus elementos, de tal forma que cada elemento pudiese situarse en la parte del sistema en la que sería más útil. El nuevo sistema se estableció al principio coexistiendo con el viejo e intentó asimilarlo y absorberlo, asegurándose el control sobre los suelos que aún estaban regulados por lazos precapitalistas. La apropiación feudal de la tierra fue abolida. «El objetivo consistía en eliminar todos los derechos de las organizaciones de vecindad o de parentesco, concretamente la sucesión aristocrática masculina, así como las pretensiones de la Iglesia derechos que eximían a la tierra del comercio y de las hipotecas». Este objetivo se alcanzó en parte mediante evoluciones que venían un poco de todas partes, por la guerra y la conquista, por la acción legislativa, por la presión de la administración y por la acción espontánea a pequeña escala de personas privadas. Todo esto se realizó en un lapso largo de tiempo. En función de las medidas adoptadas para regular el proceso, la dislocación, o bien fue rápidamente amortiguada, o bien causó una herida abierta al cuerpo social. Los propios gobiernos introdujeron poderosos factores de cambio y de adaptación. La desamortización de las tierras de la Iglesia, por ejemplo, fue uno de los pilares fundamentales del Estado moderno hasta la época del Risorgimento italiano y, además, uno de los principales medios para transferir tierras a manos de personas privadas.

 Los mayores cambios operados de golpe en esta dirección han sido la Revolución francesa y las reformas benthamianas de los años 1830 y 1840. «Existe, escribía Bentham, la condición más favorable para la prosperidad de la agricultura cuando ya no existen mayorazgos, ni donaciones inalienables, ni tierras comunales, ni derecho de retracto, ni diezmos». Esta libertad de comerciar con las propiedades, y en particular con las propiedades de tierras, constituye una parte esencial de la concepción benthamiana de la libertad individual. Extender, de un modo o de otro, esta libertad fue el objetivo y el efecto conseguido por leyes tales como los Prescriptions Acts, el Inheritance Act, los Fines and Recovery Acts, el Real Property Act, la ley general sobre las enclosures de 1801 y las que le siguieron 2, así como los Copy hold Acts de 1841 a 1926. En Francia, y en la mayor parte de la Europa continental, el código de Napoleón instituyó formas burguesas de propiedad convirtiendo la tierra en un bien comercializable y a las hipotecas en un contrato civil privado.

El segundo paso, que se solapa con el primero, consistió en subordinar la tierra a las necesidades de una población urbana en rápida expansión. Aunque el suelo no pueda ser físicamente movilizado, sí lo pueden ser sus productos si así lo permiten la ley y los medios de transporte. «Fue así como la movilidad de bienes compensó en cierto modo la falta de movilidad interregional de los factores; o, lo que viene a ser lo mismo, el comercio mitigó los inconvenientes de la incómoda distribución geográfica de los medios de producción». Esta idea era totalmente ajena a la visión tradicional de las cosas. «Ni en la Antigüedad, ni en la Alta Edad Media conviene insistir en ello se vendían ni compraban normalmente los bienes de la vida cotidiana». El excedente de grano estaba destinado a aprovisionar la región, y en particular a sus ciudades; los mercados de trigo tenían, hasta el siglo XV, una organización estrictamente regional. Pero el crecimiento de las ciudades empujó a los propietarios de tierras a producir sobre todo para el mercado y, en Inglaterra, el crecimiento de la metrópoli obligó a las autoridades a dulcificar las restricciones impuestas al comercio de trigo, así como a permitir que este comercio se hiciese regional, pero nunca nacional.

A fin de cuentas, la concentración de la población en las ciudades industriales, que tuvo lugar en la segunda mitad del siglo XVIII, modificó completamente la situación, primero a escala nacional, más tarde a escala mundial.

La verdadera significación del librecambio proviene de haber efectuado esta gran transformación. La movilización de los productos de la tierra se extendió a las zonas rurales de las regiones tropicales y subtropicales; la división del trabajo entre industria y agricultura se generalizó a todo el planeta. En consecuencia, poblaciones de zonas lejanas se vieron arrastradas por el torbellino de un cambio cuyos orígenes les resultaban oscuros, mientras que las naciones europeas pasaban a depender, en lo que se refiere a sus actividades cotidianas, de una integración de la vida de la humanidad que aún no se había alcanzado. Con el librecambio estallaron los nuevos y terribles riesgos de la interdependencia planetaria.

La defensa de la sociedad contra la dislocación general ha sido tan amplia como un frente de ataque. Aunque el derecho consuetudinario y la legislación hayan en ciertos momentos acelerado el cambio, en otros lo frenaron. El derecho basado en la costumbre y el derecho estatal no actuaron, sin embargo, necesariamente en la misma dirección en determinadas coyunturas.

El derecho consuetudinario desempeñó un importante papel positivo en la institucionalización del mercado de trabajo: fueron los juristas, y no los economistas, los primeros en enunciar con energía la teoría del trabajo como mercancía. También en las cuestiones sobre las asociaciones de trabajadores y la ley de coaliciones el derecho favoreció un mercado libre de trabajo, aunque ello supusiese restringir la libertad de asociación de los trabajadores asociados.

Por lo que se refiere a la tierra, el derecho consuetudinario cambió de función y, en vez de estimular el cambio, se opuso a él. Durante los siglos XVI y XVII, este derecho insistió generalmente en la legalidad del propietario para hacer mejoras en la tierra siempre que supusiesen beneficios, aunque ello conllevase graves cambios en el hábitat y en el empleo. En Europa continental este proceso de movilización implica, como ya sabemos, la adopción del derecho romano, mientras que en Inglaterra el derecho consuetudinario conseguía unir los derechos limitados de propiedad medievales con la propiedad personal moderna sin sacrificar el principio del derecho emitido por el juez, que era vital para la libertad constitucional. Desde el siglo XVIII, sin embargo, el derecho consuetudinario de la tierra jugaba un papel de mantenimiento del pasado y de oposición a la legislación modernizadora. Así fue hasta que finalmente los benthamianos consiguieron imponerse y, entre 1830 y 1860, se extendió a la tierra la libertad de contrato. Esta poderosa tendencia no se detuvo hasta los años 1870, cuando la legislación modificó radicalmente su irresistible ascenso. El período «colectivista» había comenzado.

La inercia del derecho basado en la costumbre se vio deliberadamente reforzada por leyes promulgadas expresamente para proteger las viviendas y las ocupaciones de las clases rurales contra los efectos de la libertad de contrato. Se hicieron grandes esfuerzos con el fin de conseguir un cierto nivel de salubridad y de higiene en las viviendas de los pobres, proporcionándoles parcelas de terreno y dándoles la oportunidad de librarse de las chabolas y de respirar el aire puro de la naturaleza, el gentleman’s park. Los colonos irlandeses, los habitantes de los tugurios miserables de Londres, se vieron liberados de la opresión de las leyes del mercado gracias a leyes destinadas a proteger su hábitat contra los engranajes mortíferos del progreso, ese caballo de Atila. En Europa el derecho escrito y la acción de la administración fueron los principales agentes que salvaron a los colonos, a los campesinos y a los trabajadores agrícolas de los más violentos efectos de la urbanización. Conservadores prusianos, como Rodbertus, cuyo socialismo junker influyó en Marx, se asemejaban notablemente a los demócratas torys ingleses.

En realidad el problema de la protección se planteó para los agricultores de países y de continentes enteros. Si se dejaba seguir su curso al librecambio internacional, se eliminarían enormes contingentes de trabajadores agrícolas en cantidades cada vez mayores. Este inevitable proceso de destrucción se vio fuertemente agravado por la discontinuidad inherente al desarrollo de los medios modernos de transporte, demasiado costosos para generalizarlos a nuevas regiones del planeta, a menos que se pudiesen obtener grandes beneficios. Una vez que las grandes inversiones necesarias para la construcción de barcos de vapor y de líneas férreas dieron sus frutos, se abrieron continentes enteros y una avalancha de cereales cayó sobre la pobre Europa. He aquí un hecho que contradecía el pronóstico clásico. Ricardo había erigido en axioma que la tierra más fértil era la que se había visto poblada primero. Este axioma fue impugnado de forma espectacular por los ferrocarriles, que encontraron tierras más fértiles en las antípodas. Europa central, enfrentada a una destrucción total de su sociedad rural, se vio forzada a proteger a su campesinado promulgando leyes sobre los cereales.

Pero si bien los Estados organizados de Europa eran capaces de protegerse contra las sacudidas del librecambio internacional, los pueblos colonizados, desorganizados, no podían hacerlo. Sus revueltas contra el imperialismo tenían como objetivo obtener el estatuto político que colocaría a los pueblos de ultramar al abrigo de conmociones sociales causadas por las políticas comerciales europeas. La protección que el hombre blanco podía fácilmente autoprocurarse, en virtud del estatuto soberano de sus comunidades, resultaba inaccesible para el hombre de color mientras no dispusiese de una condición primordial: el gobierno político.

 Las clases negociantes apadrinaron la exigencia de movilización de la tierra. Cobden dejó consternados a los propietarios agrícolas de Inglaterra cuando afirmó que la agricultura era un «negocio», y que quienes estaban arruinados debían abandonar el campo. Las clases obreras, por su parte, simpatizaron con el librecambio cuando se dieron cuenta de que obligaba a descender los precios de los productos alimenticios. Los sindicatos se convirtieron en los bastiones del antiagrarismo y el socialismo revolucionario estigmatizó al campesinado mundial, considerándolo una masa amorfa de reaccionarios. La división internacional del trabajo era, sin ninguna duda, una fe progresista, y sus adversarios se reclutaban casi siempre entre aquellos cuyo juicio estaba viciado por intereses personales o por una escasa inteligencia natural. Los pocos intelectuales independientes y desinteresados, que descubrían las falsedades de un librecambio sin restricciones, eran demasiado poco numerosos como para ser influyentes.

El hecho de que no se reconociesen las consecuencias de este sistema no pone en entredicho en absoluto su existencia real. En efecto, la gran influencia ejercida por los intereses de la tierra en Europa occidental y la supervivencia de formas de vida feudales en Europa central y oriental durante el siglo XIX, se explican fácilmente por la función de protección vital de estas fuerzas que retrasaron la movilización de la tierra. La cuestión ha sido planteada en numerosas ocasiones: ¿qué es lo ha permitido a la aristocracia feudal de Europa continental mantener su poder en el Estado burgués, tras haber perdido las funciones militares, judiciales y administrativas a las que debía su hegemonía? En ocasiones se ha propuesto como explicación la teoría de los «residuos», según la cual instituciones u órganos que no corresponden a ninguna función pueden continuar existiendo por inercia. Sería, sin embargo, más exacto decir que una institución no sobrevive nunca a su función cuando parece hacerlo se debe a que desempeña cualquier otra función, o muchas otras, que no coinciden con la «función original». Es así como el feudalismo y el conservadurismo agrícolas han mantenido su fuerza durante el tiempo en que han servido para limitar los efectos desastrosos de la movilización de la tierra. En esta época, los librecambistas habían olvidado que la tierra formaba parte del territorio nacional, y que el carácter territorial de la soberanía no era simplemente consecuencia de asociaciones sentimentales sino de realidades materiales, incluidas las de orden económico.

«A diferencia de las poblaciones nómadas, el agricultor se implica en mejoras localizadas en un espacio específico. Sin dichas mejoras la vida humana se convierte en algo elemental, muy próxima a la de los animales. ¡Qué gran papel jugaron esos perfeccionamientos en la historia de los hombres! Las tierras aradas y cultivadas, las viviendas y otras construcciones, los medios de comunicación, las múltiples instalaciones necesarias para la producción, la industria y las minas, todas esas mejoras permanentes y asentadas que enraizan una comunidad humana en el lugar en el que habita no pueden improvisarse, sino que son fruto de un trabajo paciente, constante y progresivo de generaciones, por lo que la colectividad no puede permitirse el lujo de tirar por la borda ese patrimonio y comenzar de nuevo desde cero. De ahí el carácter territorial de la soberanía que impregna nuestras concepciones de la política» Durante un siglo, estas verdades evidentes fueron objeto de burlas y chistes.

Podríamos fácilmente ampliar el argumento económico para incluir en él las condiciones de seguridad ligadas a la integridad del suelo y de sus recursos tales serían el vigor y la fuerza vital de la población, la abundancia de reservas alimenticias, la cantidad y la calidad de los instrumentos de defensa, e incluso el clima del país, que podría sufrir la deforestación, la erosión, la desertización, condiciones que dependen todas, a fin de cuentas, del factor tierra, pero que en ningún caso responden al mecanismo de la oferta y de la demanda del mercado. En la medida en que un sistema depende enteramente de las funciones del mercado para salvaguardar sus necesidades vitales, si se quieren proteger los intereses comunes puestos en peligro por ese sistema, se ha de recurrir necesariamente a fuerzas exteriores al propio sistema de mercado. Esta manera de plantear las cosas está en armonía con nuestra apreciación sobre las verdaderas raíces de la influencia de clase: cuando se observan tendencias opuestas a las que dominan en una época, resulta vano explicarlas por la influencia a su vez inexplicada de las clases reaccionarias; nosotros preferimos decir que si esas clases ejercen una influencia es porque sostienen, aunque sea incidentalmente, líneas de desarrollo que sólo son aparentemente contrarias al interés general de la colectividad. El hecho de que sus propios intereses se vean demasiado favorecidos por esta forma de comportarse es ya una ilustración de esta verdad: las clases pretenden obtener beneficios desproporcionados por los servicios que rinden a la comunidad.

El sistema de Speenhamland fue un buen ejemplo de ello. El squire que gobernaba el pueblo descubrió un modo de frenar el incremento de los salarios rurales y el cambio que amenazaba a la estructura tradicional de la vida comarcal. A largo plazo este método estaba avocado a producir las consecuencias más nefastas. Los squires no habrían podido, pues, mantener esta práctica si, al hacerlo no hubiesen ayudado al conjunto del país a resistir al rodillo de la Revolución industrial.

En la Europa continental, una vez más, la protección del campo constituía una necesidad. Las fuerzas intelectuales más activas de la época estaban comprometidas, sin embargo, en una aventura que focalizaba su atención: eran así incapaces de percibir la verdadera importancia de la triste situación en la que se encontraban los agricultores. En estas circunstancias, un grupo capaz de representar los intereses rurales amenazados podía adquirir una influencia desproporcionada en relación al número de sus miembros. El contramovimiento proteccionista consiguió, de hecho, estabilizar el campo europeo y debilitar la emigración hacia la ciudad, que constituía el azote de la época. La reacción obtuvo beneficios desempeñando una función de utilidad social. Esta misma función, que había permitido a las clases reaccionarias europeas servirse de sentimientos tradicionales en su lucha para obtener derechos arancelarios sobre los productos agrícolas, fue responsable cincuenta años más tarde en América del éxito de la T.V.A. y de otras técnicas sociales progresistasLas mismas necesidades de la sociedad que beneficiaron a la democracia en el Nuevo Mundo reforzaron la influencia de la aristocracia en el Viejo.

La oposición a la movilización de la tierra constituyó la trama sociológica de fondo de esta lucha entre el liberalismo y la reacción, que tanto peso ha tenido en la historia política de la Europa continental del siglo XIX. En este combate los militares y el alto clero eran los aliados de las clases terratenientes, que habían perdido casi complemente sus funciones más inmediatas en la sociedad. Esas clases se encontraban, pues, en ese momento disponibles para cualquier solución reaccionaría frente al «callejón sin salida» con que amenazaba la economía de mercado y su corolario, el gobierno constitucional. La tradición se enfrentaba así a la ideología de las libertades públicas y al régimen parlamentario.

En resumen, el liberalismo económico estaba íntimamente ligado al Estado liberal, mientras que los intereses de los terratenientes no lo estaban: tal es el origen de sus posiciones políticas permanentes en la Europa continental, que provocó la contracorriente de la política prusiana de Bismarck, alimentó la «revancha» clerical y militar en Francia, reforzó la influencia de la aristocracia feudal en la Corte del Imperio de los Habsburgo, convirtió a la Iglesia y al Ejército en los centinelas de tronos a punto de desmoronarse. Puesto que esta relación se prolongó durante más de dos generaciones, plazo que John Maynard Keynes definió un día como el equivalente a la eternidad, se ha otorgado a la tierra y a la propiedad agrícola una tendencia innata y partidista en favor de la reacción. La Inglaterra del siglo XVIII, con sus teóricos librecambistas y pioneros en la agricultura, fue olvidada del mismo modo que los acaparadores de la época de los Tudor y sus métodos revolucionarios para obtener dinero con la tierra; los fisiócratas propietarios de tierras de Francia y de Alemania, entusiastas defensores del librecambio, fueron borrados de la memoria histórica por el prejuicio moderno del embrutecimiento constante de la vida rural. Herbert Spencer, que simplemente necesitaba una generación como muestra representativa de la eternidad, identificaba superficialmente el militarismo con la reacción. Para él, la capacidad de adaptación social y técnica mostrada recientemente por los ejércitos nipones, rusos o nazis habría resultado inconcebible.

Estas ideas estaban estrechamente ligadas a su época. Los resultados asombrosos de la economía de mercado se habían conseguido al precio de grandes daños para las bases mismas de la sociedad. Las clases feudales encontraron así una ocasión para recuperar parte de su prestigio perdido, convirtiéndose en los abogados defensores de las virtudes de la tierra y de quienes la cultivaban. En el romanticismo literario, la Naturaleza se había aliado con el pasado; con los movimientos agrarios del siglo XIX, el feudalismo intentó, con cierto éxito, reencontrar su pasado presentándose como el guardián del hábitat natural del hombre, el suelo. Si el peligro no hubiese existido, la estratagema no habría funcionado. El Ejército y la Iglesia ganaron también en prestigio gracias a su capacidad para la «defensa de la ley y el orden», que parecían ahora muy vulnerables, mientras que la clase burguesa dirigente no estaba suficientemente pertrechada para responder a esta necesidad de la nueva economía. El sistema de mercado era mucho más alérgico a los motines que cualquier otro sistema económico conocido. Los gobiernos, bajo los Tudor, se servían de los motines para llamar la atención sobre las quejas locales. Algunos cabecillas podían ser detenidos, pero aparte de esto no se producían mayores consecuencias. El nacimiento del mercado financiero significó una ruptura completa con esta actitud. Tras 1797, las aglomeraciones sediciosas dejaron de ser un rasgo popular de la vida londinense, ya que, poco a poco, fueron sustituidas por mítines en donde, en principio al menos, se contaban con los dedos de la mano a aquellos que en otros tiempos hubiesen desencadenado alborotos violentos El rey de Prusia proclamó que el primer gran deber de esos individuos era no alterar el orden público y se hizo célebre gracias a esa paradoja que pronto se convirtió en una expresión corriente. En el siglo XIX, los delitos contra el orden público, si eran perpetrados por muchedumbres armadas, eran considerados una rebelión y un grave peligro para el Estado; y cuando tenían lugar actos de este tipo, los valores se derrumbaban y los precios descendían vertiginosamente. Una refriega con disparos en las calles de la metrópoli podía suponer la destrucción de una parte sustanciosa del capital nominal nacional. Las clases medias, sin embargo, no eran nada marciales: la democracia popular estaba orgullosa de dar la palabra a las masas y, en el Continente, la burguesía valoraba los recuerdos de su juventud revolucionaria cuando se había enfrentado en las barricadas a una aristocracia tiránica. A fin de cuentas se contaba con que el campesinado, menos contaminado por el virus liberal, era la única capa social que defendería con su vida «la ley y el orden»: una de las funciones de la reacción consistía en mantener a las clases obreras en su lugar, de tal modo que los mercados no fuesen presa del pánico. Y, aunque no se recurrió a la ayuda del campesinado más que muy raramente, constituía una baza de los terratenientes el disponer del campesinado para defender los derechos de la propiedad.

La historia de los años veinte de nuestro siglo no podría explicarse sin tener esto en cuenta. Cuando la tensión creada en Europa central por la guerra y la derrota hizo tambalearse el edificio de la sociedad, únicamente la clase obrera seguía estando disponible para hacer funcionar las cosas. Los sindicatos y los partidos demócratas se vieron obligados en todas partes a tomar el poder: Austria, Hungría, Alemania llegaron incluso a ser declaradas repúblicas, pese a que ninguno de estos países había conocido hasta entonces la existencia de un partido republicano activo. Pero, apenas desapareció el agudo peligro de la disolución, apenas los servicios de los sindicatos resultaron superfluos, las clases medias intentaron suprimir a la clase obrera el más mínimo peso en la vida pública. Tal era el panorama de la fase contrarrevolucionaria de la postguerra. De hecho, no ha existido nunca el menor peligro serio de régimen comunista, ya que los obreros estaban organizados en partidos y en sindicatos activamente hostiles a los comunistas (Hungría había tenido un episodio bolchevique que le había sido literalmente impuesto cuando la defensa contra la invasión francesa no dejó otra elección al país). El peligro no estaba, pues, en el bolchevismo, sino en que las leyes de la economía de mercado no eran respetadas por los sindicatos y los partidos obreros en situaciones críticas. En efecto, desde la perspectiva de una economía de mercado, las interrupciones del orden público y de los hábitos del comercio, que en otro sistema serían inofensivas, podían constituir una amenaza mortal 9, ya que podían provocar el derrumbamiento del régimen económico del que dependía la sociedad para subsistir. Esto es lo que explica el paso sorprendente, ocurrido en algunos países, de una supuesta dictadura de los trabajadores, considerada inminente, a una efectiva dictadura del campesinado. Durante los años veinte, el campesinado determinó la política económica en algunos Estados en los que, normalmente, jugaba sólo un papel modesto. Era entonces la única clase disponible para mantener la ley y el orden, en el sentido moderno, intenso, de la expresión.

El agrarismo brutal de Europa en la postguerra clarifica indirectamente el tratamiento preferencial que se le ha concedido a la clase campesina por razones políticas. Desde el movimiento Lappo de Finlandia hasta la Heimwehr de Austria los campesinos se han manifestado como los campeones de la economía de mercado, hecho que los ha convertido en fuerza indispensable para la política. La escasez de los primeros años de postguerra, a la que suele atribuirse su ascendiente, no tiene mucho que ver con esto. Por ejemplo, Austria, para favorecer financieramente a los campesinos, tuvo que hacer descender su nivel de vida alimenticio manteniendo al mismo tiempo los derechos arancelarios sobre los cereales, pese a que dependía en gran medida de las importaciones para sus necesidades alimenticias. Había que salvaguardar, al precio que fuera, los intereses de los campesinos, incluso cuando el proteccionismo agrícola podía suponer la miseria para los habitantes de las ciudades, así como un coste de producción irracionalmente elevado para las industrias exportadoras. La clase campesina, que hasta entonces no había tenido casi influencia, obtuvo así un ascendiente totalmente desproporcionado, si se tiene en cuenta su importancia económica. La fuerza que confirió al campesinado una posición política inexpugnable ha sido el miedo al bolchevismo. Este miedo, como ya hemos visto, no era sin embargo el miedo a una dictadura del proletariado no existía nada en el horizonte que se pareciese, ni de lejos, a esto, sino más bien el temor a que se viese paralizada la economía de mercado si no se eliminaban de la escena política todas las fuerzas que, defendiendo sus intereses, hubiesen podido rechazar las reglas de juego del mercado. Mientras los campesinos constituyesen la única clase capaz de hacer frente a estas fuerzas, su prestigio continuaría siendo grande y podrían de este modo arrinconar a la clase media urbana. El Estado apenas había consolidado su poder remontémonos más acá: los fascistas habían transformado apenas en tropas de choque a la pequeña burguesía de las ciudades cuando la burguesía dejó de depender del campesinado, cuyo prestigio decayó rápidamente. Una vez neutralizado y subyugado «el enemigo interior» en la ciudad y en la fábrica, el campesinado ha sido relegado a su antigua y modesta posición en la sociedad industrial. La influencia de los grandes propietarios agrícolas no ha sufrido el mismo eclipse, ya que contaron con un factor más constante que jugaba en su favor: la creciente importancia militar de la autarquía agrícola. La Gran Guerra había hecho comprender a todo el mundo claramente cuáles eran los datos estratégicos fundamentales: se había confiado irreflexivamente en el mercado mundial; y ahora, bajo el efecto del pánico, se empezaron a acumular las capacidades de producción de los alimentos. La «reagrarización» de Europa central, esbozada bajo el miedo a los bolcheviques, se protegía bajo el signo de la autarquía. Y, al lado del argumento del «enemigo interior», existía ahora el del «enemigo exterior». Los representantes de la economía liberal, como de costumbre, veían en esto simplemente una aberración romántica provocada por doctrinas económicas malsanas, mientras que, en realidad, sucesos políticos de envergadura aparecían, incluso para las personas que carecían de grandes luces, como una falta de adecuación de las consideraciones económicas frente a la disolución inminente del sistema internacional. En Ginebra, la Sociedad de Naciones se obstinaba en sus fútiles tentativas para convencer a los pueblos de que estaban acumulando en función de peligros imaginarios, y que bastaría con que todos actuasen de forma concertada para que el librecambio se viese restaurado en beneficio de todos. En la atmósfera curiosamente crédula de la época, muchos pensaban que era evidente que la solución del problema económico cualquiera que fuese el sentido de la expresión no solamente aminoraba la amenaza de guerra, sino que de hecho la alejaba para siempre. Una paz de Cien Años había construido un muro insalvable de ilusión que impedía ver los hechos. Aquellos autores que escribieron durante este período han sobresalido por su falta de realismo: A.J. Toynbee consideraba que el Estado nación era un estrecho prejuicio, Ludwig von Mises que la soberanía era una ilusión ridícula y Norman Angelí que la guerra era un falso cálculo de negocios. La conciencia de que los problemas políticos son esenciales se había debilitado más que en ningún otro momento.

La lucha contra el librecambio se había planteado en 1846 a propósito de las Corn Laws, y éste salió victorioso; se batalló de nuevo ochenta años más tarde y esta vez el librecambio salió perdiendo. El problema de la autarquía se cernía sobre la economía de mercado desde sus comienzos. Los representantes de la economía liberal exorcizaban, en consecuencia, el espectro de la guerra y sostenían ingenuamente su tesis basándose en la hipótesis de una economía de mercado indestructible. No se consideró suficientemente que sus demostraciones probaban simple y puramente la enormidad del peligro al que se sometía a un pueblo que confiaba su seguridad a una institución tan frágil como el mercado autorregulador. El movimiento en favor de la autarquía de los años veinte fue esencialmente profético: mostraba que era preciso adaptarse a la desaparición de un sistema.

La Gran Guerra puso de manifiesto el peligro y los hombres actuaron en consecuencia, pero, como reaccionaban con diez años de retraso, la relación causa efecto adquiría tintes irracionales. «¿Por que protegerse contra peligros pasados?»: tal era el comentario de mucha gente. Esta lógica equivocada no oscurecía simplemente la comprensión de la autarquía sino, y lo que es aún más grave, también la del fascismo. A decir verdad, se explicaban ambos apelando a las reacciones del espíritu humano cuando es consciente de un peligro, pues el miedo permanece latente hasta que sus causas han desaparecido.

Hemos dicho que las naciones europeas no se repusieron nunca de la conmoción sufrida con la experiencia de la guerra, que las obligó a afrontar peligros imprevistos ocasionados por la interdependencia. En vano se rehizo el comercio, en vano enjambres de conferencias internacionales exhibieron los idilios de la paz y en vano, por último, decenas de gobiernos se declararon favorables a la libertad de cambios, pues ningún pueblo podía olvidar que, a menos de poseer sus propios recursos en alimentación y en materias primas, o de conseguirlos por vía militar, se vería condenado irremediablemente a la impotencia, sin que nada pudiesen hacer una moneda saneada ni un crédito inatacable. Era, pues, lógico que la constancia de esta consideración fundamental imprimiese una determinada dirección a la política de las colectividades. El origen de los peligros no había sido eliminado. ¿Por qué confiar entonces en que desapareciese el miedo? Una ilusión semejante indujo a error a los críticos del fascismo la gran mayoría, que lo han descrito como un monstruo sin ninguna ratio política. Se decía que Mussolini se pavoneaba de haberle ahorrado a Italia el bolchevismo, mientras que las estadísticas prueban que la ola de huelgas había cesado un año antes de la marcha sobre Roma. Es cierto que obreros armados ocupaban las fábricas en 1921, pero ¿era ésta una razón para desarmarlos en 1923, cuando desde hacía tiempo habían dado pruebas de cordura a la hora de reiniciar el trabajo? Hitler pretendía haber salvado a Alemania del bolchevismo, pero se puede demostrar que la marea de desempleo que se había producido antes de que fuese Canciller se había retirado ya antes de que tomase el poder. Pretender, como se ha hecho, que fue él quien evitó lo que no existía en el momento de su entronización política, contradice la ley causa efecto que también debe ser válida en política.

En realidad, tanto en Alemania como en Italia la historia de la inmediata postguerra ha mostrado que el bolchevismo no tenía la menor posibilidad de éxito, pero ha probado también de forma concluyente que, en circunstancias críticas, la clase obrera, sus sindicatos y sus partidos, pueden no respetar las leyes del mercado que han convertido en algo absoluto la libertad de contrato y santificado asimismo la propiedad privada. Esta posibilidad podía producir los efectos más mortíferos sobre la sociedad, desmovilizando a los inversores, impidiendo la acumulación de capital, manteniendo los salarios a un nivel poco remunerador, poniendo en peligro la moneda, minando el crédito extranjero, debilitando la confianza y paralizando la empresa. El origen de este miedo latente no ha sido el peligro ilusorio de una revolución comunista, sino el hecho innegable de que las clases obreras estaban en situación de poder promover intervenciones de consecuencias posiblemente desastrosas para el sistema de mercado, y es esto lo que en un momento crucial se ha condensado, dando lugar al pánico fascista.

No se pueden separar claramente los peligros que amenazan al hombre de los peligros que amenazan a la naturaleza. La reacción de la clase obrera y la del campesinado han conducido, ambas, al proteccionismo; la primera principalmente bajo la forma de la legislación social y de las leyes sobre el trabajo de fábrica; la segunda bajo la forma de los derechos arancelarios para los productos agrícolas y las leyes sobre el suelo. Existe, sin embargo, una diferencia importante entre ellas: en situaciones críticas los granjeros y los campesinos europeos defendieron el sistema de mercado que la política de la clase obrera hacía peligrar. Mientras que la crisis del sistema, originariamente inestable, estuvo provocada por las dos corrientes del movimiento proteccionista, las capas sociales ligadas a la tierra estaban inclinadas a establecer compromisos con el sistema de mercado, mientras que, por su parte, la numerosa clase obrera no dudaba en romper sus reglas y en desafiarlo abiertamente.

 


 

CAPÍTULO XVI

EL MERCADO Y LA ORGANIZACIÓN DE LA PRODUCCIÓN

 

El propio mundo de los negocios capitalistas tenía necesidad de ser protegido contra el funcionamiento sin restricciones del mecanismo del mercado, hecho que debería servir para evitar las sospechas que a veces despiertan términos como «hombre» y «naturaleza» en espíritus demasiado intelectualizados que tienen tendencia a denunciar cualquier idea de la protección del trabajo y de la tierra, asociándola a doctrinas anticuadas o considerándola una forma de camuflaje de intereses adquiridos.

En realidad, tanto en lo que se refiere a la empresa productiva como al hombre y a la naturaleza, el peligro era algo real y objetivo. La necesidad de protección provenía de la forma específica en que estaba organizada la oferta de la moneda en un sistema de mercado. El banco central moderno ha sido, en efecto, un dispositivo destinado a proporcionar la protección sin la cual el mercado habría destruido lo que engendró, las empresas comerciales de todo tipo. A fin de cuentas, fue, no obstante, esta forma de protección la que contribuyó de un modo más inmediato al derrumbamiento del sistema internacional.

La dominancia del mercado hizo recaer peligros bastante evidentes sobre la tierra y el trabajo, pero los riesgos que amenazaban a los negocios no resultaron tan fácilmente perceptibles. Ahora bien, si los beneficios dependen de los precios, las disposiciones monetarias de las que dependen los precios deben tener una importancia vital para el funcionamiento de todo el sistema, cuyo móvil son las ganancias. Mientras que a largo plazo las variaciones de los precios de venta no deben afectar a los beneficios, puesto que los costes se elevarán y descenderán proporcionalmente, no ocurre así a corto plazo, ya que debe pasar un cierto tiempo antes de que cambien los precios fijados contractualmente. El coste del trabajo es uno de ellos que, junto con otros precios, será evidentemente establecido por contrato. Así pues, si por razones monetarias el nivel de precios descendiese durante un período de tiempo considerable, los negocios correrían el riesgo de derrumbarse, lo que supondría la disolución de la organización de la producción así como una masiva destrucción del capital. El peligro no estaba, pues, en los precios bajos sino en una caída de los precios. Hume elaboró la teoría cuantitativa de la moneda al descubrir que los negocios no se ven afectados cuando la masa monetaria se divide por dos, puesto que los precios se ajustarán simplemente a la mitad de su nivel anterior. Olvidaba que esta operación podía resultar fatal para los negocios.

Esta es la razón, fácilmente comprensible, por la que un sistema de moneda mercancía, tal como el mecanismo de mercado tiende a producirlo, a no ser que medie una intervención exterior, es incompatible con la producción industrial. La moneda mercancía es simplemente una mercancía que se pone a funcionar como moneda; en principio, no se puede aumentar su masa bajo pena de restringir la masa de las mercancías que no funcionan como moneda. En la práctica corriente la moneda mercancía es de oro o de plata, por lo que se puede aumentar su masa en un corto lapso de tiempo, pero a pequeña escala. Ahora bien, una expansión de la producción y del comercio que no esté acompañada de un aumento de la masa monetaria causará una caída de los precios; ese es precisamente el tipo de deflación desastrosa 1929 que aún no hemos olvidado. La escasez de dinero constituía un grave problema del que se lamentaban permanentemente las comunidades comerciantes del siglo XVII. La utilización de moneda fiduciaria se desarrolló bastante pronto, para colocar al comercio al abrigo de las deflaciones forzadas que se derivaban de la utilización del dinero en metálico cuando el volumen de los negocios crecía rápidamente. Ninguna economía de mercado era posible sin esta moneda artificial.

La verdadera dificultad comenzó cuando, al tener necesidad de tasas exteriores, de cambios estables, se introdujo, en la época de las guerras napoleónicas, el patrón-oro. Los intercambios estables fueron indispensables para la propia existencia de la economía inglesa. Londres había pasado a convertirse en el centro financiero de un comercio mundial cada día más importante. Pero únicamente la moneda mercancía podía cumplir este objetivo, por la simple razón evidente de que la moneda fiduciaria, ya se tratase de billetes de banco o de efectos descontables, no podía circular en suelo extranjero. Fue así como el patrón-oro nombre dado a un sistema de moneda mercancía internacional se impuso.

Ahora bien, como ya sabemos, el dinero en metálico constituye una moneda poco adecuada para las necesidades interiores, justamente porque es una mercancía cuya masa no se puede aumentar a voluntad. La cantidad de oro disponible puede aumentar en un determinado tanto por 100 en el espacio de un año, pero no puede tener un crecimiento desmesurado en un corto espacio de tiempo, lo que podría ser necesario para realizar una súbita expansión de las transacciones. En ausencia de moneda fiduciaria los negocios tendrían, pues, que paralizarse en parte, ya que tendrían que realizarse a precios mucho más bajos, lo que supondría una fuerte caída y la creación de paro.

Tal era el problema, considerado desde el ángulo más sencillo: la moneda mercancía era de vital importancia para la existencia del comercio exterior; la moneda fiduciaria para la existencia del comercio interior. ¿Hasta qué punto eran ambas compatibles? En las condiciones del siglo XIX, el comercio exterior y el patrón-oro tenían una indiscutible primacía sobre los negocios interiores. El funcionamiento del patrón-oro obligaba al descenso de los precios en el país cada vez que las tasas de cambio estaban amenazadas por la depreciación. Puesto que la deflación se produce por restricciones del crédito, el funcionamiento de la moneda mercancía afectaba directamente al crédito, lo que constituía una permanente peligro para los negocios. De todos modos, resultaba impensable prescindir de la moneda fiduciaria y poner únicamente en circulación la moneda mercancía, puesto que esta solución habría empeorado aún más las cosas.

La creación de los bancos centrales atenuó en gran medida esta deficiencia de la moneda de crédito. Al centralizar la oferta del crédito, se podía evitar en un determinado país la dislocación general de los negocios y del empleo, producto de la deflación, e intervenir de tal modo que se frenase el golpe y se repartiese su incidencia sobre todo el país. La banca tenía por función normal amortiguar los efectos inmediatos de la disminución del oro sobre la circulación de billetes, así como los de la disminución de la circulación de billetes sobre los negocios.

La banca podía utilizar diferentes métodos. Podía paliar el vacío creado por pérdidas de oro a corto plazo mediante préstamos también a corto plazo, y sustraerse así a los problemas creados por las restricciones generales del crédito. Pero, incluso cuando dichas restricciones resultaban inevitables, cosa que se producía con cierta frecuencia, la acción de la banca tenía un efecto amortiguador: la elevación de la tasa de descuento repartía los efectos de las restricciones en el conjunto de la colectividad haciendo recaer el mayor peso de las mismas sobre las espaldas más sólidas.

Consideremos un caso extremo: la transferencia de pagos unilaterales de un país a otro. Esto podía plantearse cuando el primer país consumía un tipo de alimentos que no eran producidos en su propio suelo sino en el extranjero. El oro, que debía entonces ser enviado al extranjero a cambio de los alimentos importados, habría servido de otro modo para realizar pagos internos en el país y su salida debía provocar una caída de las ventas y consiguientemente de los precios. Denominaremos a este tipo de deflación «transaccional», puesto que se produce entre empresas específicas según los negocios en los que tratan conjuntamente. La deflación alcanzará finalmente a las empresas exportadoras y éstas obtendrán así la plusvalía de exportación que representa una «verdadera» transferencia; pero el daño causado a la comunidad en su conjunto será mucho más grande que el que era estrictamente necesario para obtener esas plusvalías de exportación, puesto que siempre existen empresas que les falta muy poco para poder exportar, el incentivo que necesitan para «pasar la barrera» es una ligera reducción de los costes y esta reducción se puede efectuar mucho más económicamente repartiendo una fina capa de deflación sobre la totalidad del mundo de los negocios.

Esta era una de las funciones que realizaba el banco central. La fuerte presión, ejercida por su política de descuento y de open market, obligaba a bajar los precios interiores de modo más o menos repartido y permitía a las empresas «dispuestas a exportar» reemprender o aumentar sus exportaciones, de tal forma que únicamente las menos eficaces se viesen obligadas a liquidar. Una «verdadera» transferencia se realizaba así con un gasto menor, en términos de inestabilidad, que la que habría sido necesaria para conseguir una plusvalía similar de exportación por el método irracional de los choques aleatorios, frecuentemente catastróficos, transmitidos por los estrechos canales de una «deflación transaccional».

 A pesar de estos dispositivos destinados a atenuar los efectos de la deflación, el resultado ha sido sin embargo, con demasiada frecuencia, una completa desorganización de los negocios y, por consiguiente, un paro masivo; esta es la más grave de las acusaciones que se pueden hacer al patrón-oro.

El caso de la moneda presenta una real analogía con el del trabajo y la tierra. Cuando, sirviéndose de una ficción, se decidió que el trabajo y la tierra eran mercancías, se les obligó efectivamente a entrar en el sistema de mercado, lo que implicaba al mismo tiempo exponer a la sociedad a graves peligros. Con la entrada de la moneda en el sistema de mercado, la amenaza iba dirigida ahora contra la empresa productora, cuya existencia se veía en peligro en razón de la caída del nivel de precios causada por la utilización de la moneda mercancía. También en este punto fue preciso adoptar medidas de protección, cuyo resultado consistió en desequilibrar el mecanismo autodirector del mercado.

El sistema del banco central redujo el automatismo del patrón-oro a un puro simulacro. De hecho, este sistema significaba una moneda gestionada a partir de un centro y esta gestión sustituyó al mecanismo de autorregulación de la oferta de crédito, aunque esto no se haya realizado siempre de un modo deliberado y consciente. Surgió así progresivamente el reconocimiento de que el patrón-oro internacional no podría recuperar su carácter autorregulador más que si los países abandonaban el banco central. El único partidario constante del puro patrón-oro que realmente preconizó esta medida desesperada fue Ludwig von Mises. Si se hubiese seguido su consejo, las economías nacionales se habrían transformado en un montón de ruinas.

La confusión reinante en la teoría monetaria se debía en gran parte a la separación de lo económico y de lo político, lo que constituye una característica dominante de la sociedad de mercado. Durante más de un siglo, la moneda fue considerada como una categoría puramente económica, una mercancía utilizada para intercambios indirectos. Cuando el oro era la mercancía preferida, entonces existía un patrón-oro. El calificativo de internacional concedido a este patrón no tenía sentido, puesto que para el economista no existían las naciones; las transacciones se efectuaban no tanto entre naciones cuanto entre individuos, cuya afiliación política tenía tan poca importancia como el color de sus ojos. Ricardo había inculcado a la Inglaterra del siglo XIX la convicción de que la palabra «moneda» significaba un medio de intercambio, que los billetes de banco no eran más que un asunto de conveniencia, ya que su utilidad provenía de que eran más fáciles de manejar que el oro, y que su valor procedía de la certeza de que su posesión proporcionaba los medios para adquirir en cualquier momento la propia mercancía, es decir, el oro. Se deducía así que el carácter nacional de las monedas no tenía importancia, puesto que no eran más que símbolos diferentes para representar la misma mercancía. Y, del mismo modo que no era juicioso que un Estado hiciese el menor esfuerzo para adquirir el oro puesto que la distribución de esta mercancía se regulaba por sí misma en el mercado mundial exactamente del mismo modo que cualquier otra, menos lo era todavía imaginar que los símbolos, diferentes según las naciones, tenían la menor relación con el bienestar social y la prosperidad de los países en cuestión.

Ahora bien, la separación institucional de las esferas política y económica nunca fue completa, y precisamente en materia de moneda fue donde resultó ser más incompleta; el Estado, cuya moneda parecía simplemente certificar el peso de las monedas, era, de hecho, el garante del valor de la moneda fiduciaria que aceptaba en el cobro de impuestos y otros pagos. Esta moneda no era en modo alguno un medio de cambio, sino un medio de pago; no era una mercancía, sino un poder de compra; lejos de poseer una utilidad en sí misma, era simplemente un símbolo que incorporaba un derecho cuantificado a cosas que podían ser compradas. Está claro que una sociedad en la que la distribución dependía de la posesión de este símbolo del poder adquisitivo era un edificio completamente diferente de la economía de mercado.

No estamos naturalmente tratando aquí con realidades, sino con esquemas conceptuales utilizados por imperativos de clarificación. Una economía de mercado separada de la esfera política es imposible, pero a pesar de ello la economía clásica, desde David Ricardo, se basó sobre una construcción de este tipo, y sin ella sus conceptos y sus hipótesis resultarían incomprensibles. Siguiendo este esquema, la sociedad consiste en individuos que intercambian cosas y que poseen todo un surtido de mercancías bienes, tierras, fuerza de trabajo y sus posibles combinaciones. La moneda es simplemente una de las mercancías intercambiadas más frecuentemente que ninguna otra y, por tanto, adquirida con el fin de utilizarla para hacer intercambios. Semejante «sociedad» puede ser irreal, pero, sin embargo, constituye el armazón del edificio del que partieron los economistas clásicos.

Una economía del poder adquisitivo nos ofrece una imagen todavía más incompleta de la realidad '. Pero, a pesar de todo, algunos de sus rasgos se aproximan más a nuestra sociedad real que el paradigma de la economía de mercado. Intentemos imaginar una «sociedad» en la que cada individuo posee una determinada cantidad de poder adquisitivo que le da derecho a bienes en los que cada artículo está provisto de una etiqueta en la que figura su precio. En este tipo de economía, el dinero no es una mercancía; el dinero no tiene utilidad en sí mismo, sino que sólo puede ser utilizado para comprar bienes marcados con un precio como ocurre en nuestros almacenes.

Mientras que en el siglo XIX el postulado de la moneda mercancía era con mucho superior a su rival, cuando las instituciones se adaptaron al esquema del mercado en muchos puntos esenciales, desde comienzos del siglo XX, la noción de poder adquisitivo ha ido progresivamente ganando terreno. La desintegración del patrón-oro hizo que dejase de existir prácticamente la moneda mercancía para ser reemplazada sin conmociones por el concepto de poder adquisitivo de la moneda.

Para poder pasar de los mecanismos y de los conceptos a las fuerzas sociales en juego, hay que tener muy en cuenta que las propias clases dominantes apoyaron la gestión de la moneda a través del banco central. Evidentemente, no se consideraba que esto fuese una ingerencia en la institución del patrón-oro, sino que, por el contrario, formaba parte de las reglas de juego en las que el patrón-oro debía funcionar. Puesto que el mantenimiento del patrón-oro se daba por hecho, ya que los mecanismos de los bancos centrales no tenían derecho a intervenir y colocar al país fuera de la zona del patrón-oro más bien al contrario la normativa suprema del banco era siempre, y en cualquier circunstancia, atenerse al patrón-oro, parecía que ninguna cuestión de principio estaba comprometida. Esto fue así mientras duraron los movimientos del nivel de los precios implicados en un máximo del 2 al 3 por 100 respecto al oro. Desde el momento en que el movimiento de los precios interiores, necesario para conservar la estabilidad de los cambios, fue más amplio, cuando saltaba del 10 al 30 por 100, la situación cambió por completo. Un descenso semejante del nivel de los precios iba a generalizar miseria y destrucción. Las monedas estaban siendo gestionadas: el hecho iba a ser de una importancia capital, puesto que esto quería decir que los métodos del banco central eran un asunto político, es decir, que el cuerpo político podía adoptar decisiones al respecto. Y, de hecho, el sistema del banco central tuvo una gran importancia institucional, ya que la política monetaria se vio así englobada en la esfera de lo político, de donde se derivaron inmensas consecuencias.

Se puede afirmar que estas consecuencias fueron de dos clases. En lo que se refiere a los negocios internos, la política monetaria era simplemente otra forma de intervencionismo, y los conflictos entre las clases económicas tendieron a cristalizar en torno a este terreno tan íntimamente ligado al patrón-oro y a los presupuestos en equilibrio. Como vamos a ver, los conflictos internos de los años treinta giraron muchas veces en torno a esta cuestión, que ha jugado un importante papel en el crecimiento del movimiento antidemocrático.

En lo que se refiere a los negocios con el extranjero, el papel de las monedas nacionales ha sido de una importancia decisiva, pese a que en la época no se tuvo conciencia de ello. La filosofía dominante del siglo XIX era pacifista e internacionalista: «en teoría», todas las personas instruidas eran partidarias del librecambio y, con ciertas reservas, también lo eran en la práctica. Esta manera de ver las cosas tenía por supuesto un origen económico; de la esfera del trueque y del comercio surgió un verdadero idealismo: por una suprema paradoja los deseos egoístas del hombre potenciaban sus impulsos más generosos; pero, desde 1870, se ha podido observar un cambio en los sentimientos sin que se produjese, sin embargo, una ruptura equivalente en las ideas dominantes. El mundo continuaba creyendo en el internacionalismo y en la interdependencia y conduciéndose al mismo tiempo en función de los impulsos del nacionalismo y de la autarquía. El nacionalismo liberal se transformaba en liberalismo nacional, con su marcada inclinación, en el exterior, al proteccionismo y al imperialismo, y, en el interior, al conservadurismo monopolista. En ninguna parte la contradicción resultaba más evidente, y sin embargo menos consciente, que en el terreno monetario. En efecto, la creencia dogmática en el patrón-oro continuaba conduciendo a los hombres a una adhesión incondicional, mientras que en el mismo momento se ponían en funcionamiento monedas fiduciarias, basadas en las soberanías de los diversos sistemas de los bancos centrales. Se erigían así, sin saberlo, bajo la égida de principios internacionales, los bastiones inatacables de un nuevo nacionalismo: los bancos centrales de emisión. En realidad, el nuevo nacionalismo era el corolario del nuevo internacionalismo. El patrón-oro internacional no podía ser soportado por los países a los que supuestamente servía, a menos que dichos países no estuviesen asegurados contra los peligros que amenazaban a las comunidades que lo adoptaban. Las comunidades totalmente monetarizadas no habrían podido resistir los efectos ruinosos de los cambios bruscos de los niveles de los precios, necesarios para mantener intercambios estables, si el choque no era amortiguado mediante una política del banco central independiente. La moneda fiduciaria nacional era la garantía de esta seguridad relativa, ya que permitía al banco central actuar como tapón entre la economía interior y la economía exterior. Cuando la balanza de pagos estaba amenazada por la no liquidez, las reservas y los préstamos extranjeros conseguirían poner fin a las dificultades; cuando era necesario crear un equilibrio económico totalmente nuevo que implicaba una caída del nivel de los precios interiores, la restricción del crédito podía generalizarse de la manera más racional, eliminando a los ineficaces y haciendo recaer el peso sobre los eficaces. La ausencia de un mecanismo de este tipo habría hecho imposible a cualquier país avanzado conservar el patrón-oro sin arriesgarse a la destrucción de su bienestar, ya fuese en términos de producción de ingresos o de empleo.

La clase comerciante era la protagonista de la economía de mercado, pero el banquero era el jefe recién estrenado de esta clase. El empleo y los salarios dependían del carácter remunerador de los negocios, pero éstos descansaban sobre intercambios estables y condiciones de crédito saneadas, estando las unas y los otros a cargo del banquero. Ambos eran inseparables, tal era su doctrina. Un presupuesto equilibrado y condiciones de crédito interior estables presuponen la estabilidad de los cambios exteriores y éstos no pueden ser estables a menos que en el interior el crédito esté saneado y las finanzas equilibradas. En suma, la doble certeza del banquero implicaba finanzas interiores saneadas y estabilidad exterior de la moneda. He aquí la razón por la cual, cuando las unas y las otras perdieron su sentido, los banqueros, en tanto que clase, fueron los últimos en percatarse de ello. No resulta pues nada sorprendente que los banqueros internacionales hayan ejercido una influencia predominante en los años veinte y que hayan sufrido un eclipse en los años treinta. En los años veinte, el patrón-oro era considerado todavía como la condición previa para recobrar de nuevo la estabilidad y la prosperidad, y, en consecuencia, ninguna de las exigencias de sus guardianes profesionales, los banqueros, era considerada demasiado pesada, puesto que prometía asegurar tasas estables de intercambio. Cuando, a partir de 1929, se comprobó que semejante proceso era imposible, surgió la imperativa necesidad de una moneda interna estable, pero nadie estaba tan poco cualificado para satisfacerla como el banquero.

El derrumbamiento de la economía de mercado ha sido más brutal en el terreno monetario que en cualquier otro. Los derechos de aduana sobre los productos agrícolas, que dificultaban la importación de los productos procedentes del extranjero, dieron al traste con el librecambio; la reducción y la reglamentación del mercado de trabajo ha limitado la posibilidad de negociación simplemente a lo que la ley permitía decidir a las partes afectadas. No obstante, ni en lo que se refiere al trabajo, ni en lo que se refiere a la tierra, existió una fractura tan formal, rápida y completa en el mecanismo del mercado como la que produjo en el terreno monetario. Tampoco sucedió nada comparable para los otros mercados cuando abandonó el patrón-oro Gran Bretaña el 21 de septiembre de 1931, ni incluso cuando América efectuó una operación semejante en junio de 1933. En este momento, la gran crisis que había comenzado en 1929 había barrido la mayor parte del comercio internacional; esto no implicó cambios en los métodos, ni afectó a las ideas dominantes; pero el fracaso último del patrón-oro fue el fracaso último de la economía de mercado.

El liberalismo económico había comenzado un siglo antes y se había enfrentado a un contramovimiento proteccionista que, a partir de entonces, obligaba a retroceder al último bastión de la economía de mercado. Un nuevo conjunto de ideas directrices suplantaba al mundo del mercado autorregulador. Para consternación de la gran mayoría de los contemporáneos, las fuerzas insospechadas del liderazgo carismático y del aislamiento autárquico explotaron y fundieron las sociedades en nuevos moldes.

 


 

CAPÍTULO XVII

LA AUTORREGULACIÓN EN ENTREDICHO

 

Durante el medio siglo que va desde 1879 a 1929 las sociedades occidentales se convirtieron en unidades con un tejido social denso, sometidas a tensiones ocultas con poder y capacidad para dislocarlo todo. El origen más inmediato de esta situación era que se veía puesta en entredicho la autorregulación de la economía de mercado. En la medida en que la sociedad estaba conformada de modo que se adaptase al mecanismo del mercado, las imperfecciones en el funcionamiento de este último creaban y acumulaban tensiones en el cuerpo social.

La autorregulación era de hecho cuestionada por el proteccionismo. En cierto sentido está claro que los mercados son siempre autorreguladores, puesto que tienden a producir un precio que permite vender y se adapta a la demanda; por lo demás, esto sucede con todos los mercados, sean libres o no. Pero, como ya hemos mostrado, un sistema de mercado autorregulador supone algo muy diferente, a saber, mercados en los que se compran y venden los elementos de la producción: el trabajo, la tierra y el dinero. Como el funcionamiento de esos mercados amenaza con destruir la sociedad, la comunidad, una acción de autodefensa ha pretendido justamente impedir que se estableciesen o, una vez establecidos, intervenir en su libre funcionamiento.

Los partidarios de la economía liberal han presentado a América como prueba concluyente de la capacidad de una economía de mercado para funcionar. Durante un siglo, el trabajo, la tierra y el dinero se negociaron en los Estados Unidos con una libertad absoluta, sin que ninguna medida de protección social haya sido necesaria y, si se exceptúan las tarifas arancelarias, la vida industrial se desarrolló sin recibir las molestias y los obstáculos de la intervención gubernamental. Tal era la prueba que alegaban los defensores del liberalismo. Evidentemente la conclusión era simple y clara: trabajo libre, tierra libre y moneda libre. Hasta los años 1890, la «frontera», la zona virgen, no tenía límites, pues había siempre tierras libres. Hasta la Gran Guerra las reservas de mano de obra poco cualificadas circularon libremente ', y hasta principios de este siglo no existían compromisos para mantener la estabilidad de los cambios con el extranjero. Se continuaba disponiendo libremente de reservas de tierra, de mano de obra y de dinero; por consiguiente, no existía un sistema de mercado autorregulador. Durante el tiempo que se mantuvieron estas condiciones, ni el hombre, ni la naturaleza, ni la organización de los negocios tuvieron necesidad del tipo de protección que únicamente puede proporcionar una intervención gubernamental.

Desde que desaparecieron estas condiciones, se instaló la protección social. Los Estados Unidos recuperaron en poco tiempo el siglo de retraso respecto a las medidas proteccionistas desarrolladas en Europa, cuando ya fue imposible reemplazar libremente las capas menos cualificadas de mano de obra sirviéndose de la inagotable reserva de los inmigrantes; así ocurrió también cuando sus capas superiores no tenían la posibilidad de instalarse libremente en la tierra, y cuando el suelo y los recursos naturales se hicieron escasos y había que economizarlos, en fin, cuando el patrón-oro fue introducido a fin de separar el dinero de la política y ligar el comercio interior al comercio mundial: la protección del suelo y de quienes lo cultivaban, la seguridad social para la mano de obra, producto del sindicalismo y de la legislación, y el sistema de banco central, todo esto hizo su aparición a gran escala. El proteccionismo monetario fue el primero en imponerse; la creación del sistema de reserva federal tuvo como finalidad armonizar las exigencias del patrón-oro con las necesidades regionales; se impuso después la protección al trabajo y la tierra. Un decenio de prosperidad en los años veinte fue suficiente para provocar una depresión tan terrible, en el transcurso de la cual el New Deal levantó una empalizada en torno al trabajo y a la tierra más sólida que las construidas en Europa. Fue así como América proporcionó la prueba concluyente a nuestra tesis, tanto antes como después del intervencionismo: la protección social es el complemento obligado de un mercado autorregulador.

En todas partes el proteccionismo estaba en vías de convertirse en un caparazón para la unidad de la vida social que se formaba. La nueva entidad se fundía en el molde de la nación, pero no se asemejaba en nada, al margen de esto, a las formas sociales precedentes, a las confiadas naciones del pasado. Las naciones de nuevo tipo, protegidas como crustáceos, manifestaban su identidad a través de monedas nacionales fiduciarias garantizadas por un tipo de soberanía más celosa y absoluta que ninguna de las conocidas hasta entonces. Estas monedas estaban también bajo la luz de proyectores exteriores, puesto que a partir de ellas se moldeaba el patrón-oro internacional —principal instrumento de la economía mundial. Si a partir de entonces el dinero gobernaba claramente el mundo, esta moneda estaba troquelada con un cincel nacional.

Una insistencia tan fuerte en las naciones y en las monedas debía resultar incomprensible a los representantes del liberalismo que, por lo general, no entendían las características reales del mundo en el que vivían. Si para ellos la nación era un anacronismo, las monedas nacionales no les parecían siquiera dignas de atención. En la época liberal, cualquier economista que se preciase de serlo no albergaba ninguna duda de que esos pedazos de papel diferentes, con nombres diferentes, delimitados por fronteras políticas, eran algo absurdo. Nada más simple que cambiar una denominación por otra sirviéndose del mercado de cambios, institución que no podía dejar de funcionar, puesto que, felizmente, no dependía de la dirección del Estado ni de la de los políticos. Para los liberales, Europa occidental caminaba hacia una nueva época ilustrada, y una de sus primeras bestias negras era el concepto «tribal» de nación, cuya pretendida soberanía no era más que un residuo de la mentalidad pueblerina. Hasta los años treinta, el Baedeker de la economía contenía la información fidedigna de que la moneda era simplemente un instrumento de cambio y, por tanto, secundaria. La actividad ciega del espíritu comercial era insensible tanto a la nación como a la moneda. El librecambista era nominalista respecto a estas dos realidades.

La conexión entre esas dos ideas era muy significativa, pero de momento pasó desapercibida. De tiempo en tiempo surgían críticas al librecambio, así como a las doctrinas ortodoxas de la moneda pero nadie, o casi nadie, reconocía que estos dos conjuntos de doctrinas defendían la misma causa desde ángulos diferentes y que si una era errónea también debía serlo la otra. William Cunningham o Adolph Wagner pusieron de relieve los aspectos falaces del librecambio cosmopolita, pero sin ligarlos a la moneda; por otra parte, Macleod o Gesell atacaron a las teorías clásicas de la moneda, a la vez que se adherían a un sistema comercial cosmopolita. La importancia constitutiva de la moneda para consolidar la nación, comunidad económica y política de la época, también pasó totalmente desapercibida a los autores liberales ilustrados, al igual que les ocurrió a sus predecesores del siglo XVIII con la historia. Tal era la posición de los más brillantes pensadores económicos, desde Ricardo a Wieser, desde John Stuart Mill a Marshall y a Wicksell, mientras que al común de los mortales instruidos se les había inculcado la creencia de que ocuparse de los problemas económicos del país o de la moneda era un signo de inferioridad. Combinar estas «ideas falsas» para obtener las monstruosas afirmaciones de que las monedas nacionales jugaban un papel vital en el mecanismo institucional de nuestra civilización, habría sido considerado como una paradoja gratuita, sin sentido ni razón de ser.

En realidad, la nueva unidad nacional y la nueva moneda nacional resultaban ser inseparables. La moneda proporcionó su mecánica a los sistemas nacionales e internacionales y fue ella quien obligó a entrar en el panorama de la época esas características tan peculiares que confirieron a la ruptura un carácter tan brutal. El sistema monetario que servía de base al crédito se había convertido, a la vez, en la línea de flotación de la economía nacional y la internacional.

El proteccionismo atacaba en tres direcciones: la tierra, el trabajo y el dinero; cada uno de estos factores jugaba un papel; ahora bien, mientras que la tierra y el trabajo estaban ligados a determinadas capas sociales muy amplias, como los obreros y los campesinos, el proteccionismo monetario era, mucho más generalmente, un factor nacional en el que se fundían con frecuencia intereses diversos formando un todo colectivo. Aunque la política monetaria pudo servir tanto para dividir como para unir, en realidad el sistema monetario era objetivamente la más poderosa de las fuerzas económicas para vertebrar la nación.

En sus comienzos, el trabajo y la tierra justificaron, respectivamente, la legislación social y los aranceles sobre los cereales. Los agricultores protestaban contra las cargas de las que se beneficiaban los obreros y que servían para aumentar los salarios, mientras que los obreros, por su parte, se oponían a cualquier subida de precios de los productos alimenticios. Pero, una vez en vigor las leyes sobre los cereales y las leyes sobre el trabajo en Alemania desde comienzos de los años 1880, resultaba difícil suprimir unas sin suprimir también las otras. Entre los derechos arancelarios sobre los productos agrícolas y los derechos sobre los productos industriales la relación era todavía muy estrecha. Desde que Bismarck había popularizado la idea de un proteccionismo general 1879, la alianza política entre los propietarios agrícolas y los industriales había sido una de las características de la política alemana; para obtener beneficios privados de estas protecciones arancelarias se utilizaban tanto métodos perfeccionados en materia arancelaria como formación de cartels.

 El proteccionismo interno y externo, social y nacional, tendían a confundirse. La subida del coste de la vida, derivado de la aplicación de las leyes sobre los cereales, incitaba al manufacturero a exigir derechos arancelarios de protección que casi nunca dejaba de utilizar como instrumento de la política de cartel. Los sindicatos, naturalmente, insistían en obtener salarios más elevados para compensar así el incremento del coste de la vida, y no podían casi protestar contra tarifas aduaneras que le permitían al patrón hacer frente a una hoja salarial inflada. Pero, una vez que las cuentas de la legislación social, basadas en un nivel de los salarios condicionado por las tarifas aduaneras, quedaron fijadas, ya no se podía esperar razonablemente de los patronos que soportasen la carga de esta legislación, a menos que ellos también contasen con una protección continua. Tal es pues la frágil base sobre la que se apoya la acusación de conspiración colectivista considerada responsable del movimiento proteccionista. En realidad, en este tipo de razonamiento se confunde el efecto con la causa. En sus comienzos el movimiento era espontáneo y disperso, pero, una vez que se inició, necesariamente tenía que conducir a crear intereses paralelos tendentes a perpetuarse.

Más importancia que estas semejanzas de intereses tuvo el reparto uniforme de las condiciones reales creadas por los efectos combinados de estas medidas. Aunque la vida era diferente en los distintos países, como lo había sido hasta entonces, ahora se podía hacer remontar la disparidad a actos precisos de intervención protectora, actos legislativos y administrativos, ya que las condiciones de la producción y del trabajo dependían a partir de ahora, en lo esencial, de los derechos arancelarios, de los impuestos y de las leyes sociales. Incluso antes de que los Estados Unidos y Gran Bretaña restringiesen la inmigración, el número de inmigrantes que abandonaron el Reino Unido había mermado, pese a un elevado paro y esto se debía, según el parecer más extendido, a que el clima general de la madre patria había mejorado enormemente.

Los derechos de aduana y las leyes sociales produjeron, sin embargo, un clima artificial, y la política monetaria creó el equivalente a verdaderas condiciones atmosféricas artificiales, al variar constantemente y afectar a cada uno de los miembros de la comunidad en sus intereses más cercanos. El poder de integración de la política monetaria ha superado con mucho todos los otros tipos de proteccionismo que contaban con un aparato lento y pesado, ya que la protección monetaria ejercía una influencia siempre activa y siempre cambiante. El objeto de reflexión del hombre de negocios, del obrero sindicado, del ama de casa lo que decidían en su fuero interno al preguntarse si el momento era favorable, el agricultor cuando hacía sus planes para la recolección, los padres cuando se preguntaban por las posibilidades de sus hijos, los enamorados cuando querían casarse, era definido de una forma mucho más directa por la política monetaria del banco central que por cualquier otro factor aislado. Y, si esto era cierto incluso con un moneda estable, debía serlo mucho más cuando la moneda era inestable y era preciso adoptar la decisión fatal de una inflación o de una deflación. La identidad de la nación políticamente era establecida por el gobierno, económicamente correspondía al banco central.

El sistema monetario, desde el punto de vista internacional, adquiría todavía una mayor importancia, si eso fuese posible. La libertad del dinero era, paradójicamente, el resultado de restricciones al comercio, ya que, cuanto mayores eran los obstáculos para la circulación de bienes y de hombres a través de las fronteras, más necesidad había de garantizar eficazmente la libertad de los pagos. El dinero a corto plazo se desplazaba con rapidez de un punto a otro del globo: las modalidades de pago internacionales entre gobiernos y entre sociedades privadas o individuos estaban reglamentadas de forma uniforme; rechazar deudas extranjeras e intentar traficar con las garantías presupuestarias era considerado un delito, incluso si se trataba de estados atrasados, que se castigaba con el exilio; se arrojaban a las tinieblas exteriores a aquellos que no eran dignos de crédito. Se instauraron en todas partes instituciones parecidas para resolver las cuestiones relacionadas con el sistema monetario mundial: cuerpos representativos, constituciones escritas definiendo su jurisdicción y reglamentando el establecimiento de presupuestos, la promulgación de leyes, la ratificación de tratados, los métodos para contraer obligaciones financieras, las reglas de contabilidad pública, los derechos de los extranjeros, la jurisdicción de las cotizaciones, la domiciliación de las letras de cambio y, en consecuencia, el estatuto de la banca de emisión, de los tenedores de bonos extranjeros y de los acreedores de todo tipo. Todo esto suponía un convenio en el uso de los billetes de banco y de la moneda, los reglamentos postales y los métodos de bolsa y banca. Ningún gobierno, si se exceptúan quizás a los más poderosos, podía permitirse transgredir los tabúes monetarios. La moneda, en el orden internacional, era el país, y ningún país podía existir, incluso por poco tiempo, al margen del sistema internacional.

El dinero, al contrario que los hombres y los bienes, no estaba obstaculizado por ninguna medida y continuaba desarrollando su capacidad para realizar negocios fuese cual fuese la distancia y el momento. Cuanto más difícil parecía poder desplazar los objetos reales, más fácil resultaba transmitir derechos sobre ellos. Mientras que el comercio de los bienes y de los servicios se contraía y su balanza oscilaba de manera precaria, la balanza de pagos mantenía casi automáticamente su liquidez con la ayuda de préstamos a corto plazo, que jalonaban la tierra entera, y con operaciones de consolidación que sólo registraban una pequeña parte de las transacciones visibles. Los pagos, las deudas y los derechos no se veían afectados por las barreras cada vez más altas construidas para regular los intercambios de bienes; la flexibilidad y la generalización del mecanismo monetario internacional, en rápido crecimiento, compensaba en cierto modo los canales cada vez más estrechos por los que circulaba el comercio mundial. Cuando el comercio, a comienzos de los años treinta, fue reducido a su mínima expresión, los préstamos internacionales a corto plazo conocieron un grado insólito de movilidad. Y, mientras funcionó el mecanismo de los movimientos internacionales de capitales y de créditos a corto plazo, ningún desequilibrio del comercio real fue demasiado grande para no poder ser superado mediante métodos contables. La dislocación social se evitó gracias a los movimientos de crédito; con medios financieros se puso remedio al desequilibrio económico.

En último término, lo que forzó la intervención política fue la comprometida situación de la autorregulación del mercado. Cuando el ciclo de los negocios dejó de funcionar y el empleo descendió, cuando las importaciones estaban descompensadas en relación a las exportaciones, cuando la reglamentación de las reservas bancarias amenazaba con provocar el pánico en los negocios y los deudores extranjeros se negaron a pagar, entonces los gobiernos tuvieron que responder a esta tensión. La vía de la intervención sirvió para consolidar la unidad de la sociedad en aquellas graves circunstancias.

¿Hasta qué punto el Estado fue el responsable de la intervención? Eso dependió de cómo estaba constituida la esfera política y del grado de miseria económica. Mientras el derecho de voto constituyó el privilegio de unos pocos que ejercían una influencia política, el intervencionismo resultó ser un problema mucho menos urgente que cuando el sufragio universal convirtió al Estado en el órgano de millones de ciudadanos gobernados fueron esos mismos gobernantes quienes tuvieron que soportar con amargura, en el ámbito económico, el peso que sobre ellos hacían recaer los gobernados. Mientras existía empleo suficiente, las rentas estaban aseguradas, la producción era continua y se podía contar con un nivel de vida y con precios estables, la presión intervencionista era entonces, por supuesto, mucho menor que cuando un marasmo prolongado transformó la industria en un campo de ruinas en donde yacían inertes máquinas inutilizadas y esfuerzos frustrados.

 También desde el punto de vista internacional se utilizaron métodos políticos para suplir la imperfecta autorregulación del mercado. La teoría ricardiana del mercado y de la moneda presumía de no reconocer la diferencia de estatuto existente entre los diversos países, según sus diferentes capacidades de producción de riqueza, sus posibilidades de exportación, su experiencia en el comercio, el transporte y la banca. Para la teoría liberal, Gran Bretaña era simplemente un átomo entre otros muchos en el universo del comercio y estaba a igual nivel que Dinamarca o Guatemala. En realidad, el mundo contaba únicamente con un número limitado de países, divididos en países que prestaban dinero y países deudores, países exportadores y países semiautárquicos, países con exportaciones variadas y países que dependían, para sus importaciones y préstamos extranjeros, de la venta de una mercancía única, como el trigo o el café. La teoría podía ignorar este tipo de diferencias, pero, en la práctica, no podían ser descuidadas del mismo modo. Sucedió con frecuencia que los países de ultramar fueron incapaces de pagar sus deudas extranjeras, o que su moneda se depreciaba quedando su solvencia en entredicho; muchas veces se decidió restablecer el equilibrio por medios políticos, interviniendo las propiedades de inversores extranjeros. En ninguno de esos casos se podía esperar que la economía se sanearía por sí misma; y, sin embargo, según la doctrina clásica, las cosas debían seguir sus propios derroteros, se caminaba irremediablemente hacia la devolución del crédito, la recuperación de la moneda y la devolución al extranjero de las pérdidas ocasionadas. Pero, para que las cosas hubiesen sucedido así, habría sido preciso al menos la participación casi equitativa de los países afectados en un sistema mundial de división del trabajo, cosa que evidentemente no ocurría. Era inútil esperar que de repente el país cuya moneda se había desplomado incrementase automáticamente sus exportaciones y restableciese así su balanza de pagos, o que su necesidad de capitales extranjeros le obligase a indemnizar al extranjero y a retomar el servicio de su deuda. Ventas aún más importantes de café o de nitratos, por ejemplo, podían desfondar el mercado y el negarse a pagar una deuda extranjera con intereses usurarios podía parecer preferible a una depreciación de la moneda nacional. El mecanismo del mercado mundial no podía permitirse correr ese riesgo. Más bien se enviaban cañoneras, y el gobierno en bancarrota, fraudulenta o no, se encontraba ante la alternativa de ver bombardeado su país o de pagar sus deudas. No se disponía de ningún otro método para asegurar los pagos, para evitar fuertes pérdidas y hacer que el sistema siguiese funcionando. Prácticas similares se utilizaban para incitar a los pueblos colonizados a reconocer las ventajas del comercio, cuando los indígenas no percibían con suficiente rapidez, o no lo hacían en absoluto, el argumento teóricamente infalible de las ventajas mutuas. Resultaba todavía más evidente que se necesitaban métodos intervencionistas si la región en cuestión era rica en materias primas necesarias para las manufacturas europeas. Ninguna armonía preestablecida aseguraba, sin embargo, que existiese entre los indígenas una necesidad irresistible de productos manufacturados europeos, pues sus deseos naturales habían seguido hasta entonces una dirección muy distinta. Ninguna de esas dificultades iba a salir a la luz en un sistema pretendidamente autorregulador. Pero, cada vez con más frecuencia, las devoluciones de los préstamos se hacían bajo la amenaza de una intervención armada, las rutas comerciales permanecían expeditas con la ayuda de las cañoneras, el comercio dependía de las banderas y éstas se adaptaban a las necesidades de los Estados invasores: resultaba, pues, evidente que era preciso emplear instrumentos políticos para mantener en equilibrio la economía mundial.

 


 

CAPÍTULO XVIII

TENSIONES DE RUPTURA

 

Esta uniformidad en las disposiciones institucionales explica que los acontecimientos se hayan desarrollado, durante el medio siglo que va desde 1879 a 1929, siguiendo un esquema sorprendentemente uniforme que alcanzó dimensiones gigantescas.

Una variedad infinita de personalidades y de tensiones subyacentes, de mentalidades y antecedentes históricos, le confirió un color local y un acento específico a las vicisitudes sufridas por numerosos países. Y, a pesar de todo, en la mayor parte del mundo la civilización estaba hecha de la misma materia. Esta afinidad ha trascendido los rasgos culturales comunes de personas que utilizaban formas de pensamiento similares, se divertían de un modo semejante y recompensaban el esfuerzo de la misma forma. O, mejor dicho, esta similitud se refería a los sucesos concretos que acontecían en el contexto histórico de la vida, es decir, al componente ligado al tiempo de la existencia colectiva. Un análisis de esas tensiones y de esas presiones específicas debería servir para clarificar el mecanismo que originó el esquema singularmente uniforme de la historia durante este período.

Resulta cómodo reagrupar las tensiones siguiendo las principales áreas institucionales. En economía interior síntomas muy diferentes de desequilibrio, como el descenso de la producción, del empleo y de las ganancias, serán englobadas bajo el azote característico del desempleo. En política interior, la lucha existente entre las fuerzas sociales que condujo a un callejón sin salida la definiremos como la tensión entre las clases. Las dificultades en el ámbito de la economía internacional, centradas en torno a lo que se denominaba la balanza de pagos, y que incluían un debilitamiento de las exportaciones, de las condiciones favorables para el comercio, la escasez de materias primas y pérdidas en las inversiones extranjeras, las designaremos en su conjunto sirviéndonos de una peculiar forma de conflicto, la presión sobre los cambios. Por último, los problemas de la política internacional los englobaremos bajo la rúbrica de rivalidades imperialistas.

Consideremos ahora un país que, en el curso de una crisis económica, se encuentra azotado por el paro. Parece claro que todas las medidas de política económica que pueden adoptar los bancos con el fin de crear empleo están limitadas por las exigencias de la estabilidad de los cambios. Los bancos no serán capaces de conceder créditos más amplios o por más tiempo a la industria sin acudir al banco central que, por su parte, no les concederá su apoyo, puesto que mantener una moneda saneada exige que se adopte una vía de actuación contraria. Por otra parte, si la tensión pasa de la industria al Estado los sindicatos pueden convencer a los partidos políticos más próximos para que planteen la cuestión en el Parlamento, una política de asistencia o de trabajos públicos verá limitada su amplitud por las exigencias del equilibrio presupuestario, que es otra condición previa para la estabilidad de los cambios. El patrón-oro va, pues, a frenar así de forma decidida la acción del Tesoro, de un modo similar a como las limitaciones que se imponen a la industria pesarán sobre la actividad del banco de emisión y del cuerpo legislativo.

En el ámbito nacional la tensión provocada por el paro puede recaer sobre la industria o sobre la esfera del Estado. Si, en un caso concreto, la crisis se agrava por una depresión deflacionista sobre los salarios, se puede entonces decir que el peso ha recaído principalmente sobre la esfera económica. Si, por el contrario, esta pesada medida se evita mediante obras públicas subvencionadas sirviéndose para ello de los derechos sucesorios, la tensión más fuerte recaerá sobre la esfera política lo mismo ocurriría cuando el descenso de los salarios se impone a los sindicatos mediante medidas gubernamentales o atentando contra los derechos adquiridos. En el primer caso, el de la presión deflacionista sobre los salarios, la tensión se mantuvo en el interior del mercado y se manifestó por un desplazamiento de las rentas como consecuencia de una modificación de los precios; en el segundo caso, el de los trabajos públicos o de las restricciones impuestas a los sindicatos, se produjo un desplazamiento del estatuto legal o de la fiscalidad, que afectó principalmente a la posición política del grupo directamente implicado.

 La tensión del paro, por otra parte, podría haber superado los límites de la nación y afectar a los cambios exteriores. Esto podía producirse tanto si los métodos empleados para combatir el paro eran de orden político como económico. Con el patrón-oro que suponemos en vigor cualquier medida gubernamental que provocase un déficit presupuestario podía iniciar una depreciación de la moneda; si, por otra parte, se combatía el paro extendiendo el crédito bancario, los precios interiores en alza golpearían las exportaciones y afectarían así a la balanza de pagos. Tanto en un caso como en el otro, los cambios se vendrían abajo y el país acusaría la presión sobre su moneda.

La tensión creada por el paro podía provocar también problemas con el exterior. En el caso de un país débil esto tuvo en ocasiones muy graves consecuencias para su situación internacional. Su estatuto se deterioró, sus derechos fueron suprimidos, se le impuso un control exterior y sus aspiraciones nacionales fracasaron. Cuando se trata de Estados fuertes, éstos pueden sortear las presiones disputándose los mercados exteriores, las colonias, las zonas de influencia y otras formas de rivalidad imperialista.

Así, pues, las tensiones que emanan del mercado se desplazan a un lado y a otro, desde el mismo mercado a otras zonas institucionales que afectan, unas veces al funcionamiento del campo gubernamental y, otras, al del patrón-oro o al sistema de equilibrio entre las potencias. Cada uno de estos ámbitos poseía una independencia relativa y tendía a restablecer su propio equilibrio. Cada vez que fracasaba en este intento de reequilibración, el desequilibrio se extendía a las otras esferas. La relativa autonomía de éstas favoreció la acumulación de las presiones, creando conflictos que estallaron adoptando formas más o menos estereotipadas. El siglo XIX, al menos esto es lo que nos imaginábamos, pretendió realizar la utopía liberal. En realidad, dio origen a un número determinado de instituciones concretas cuyos mecanismos lo regentaban todo.

Quien estuvo a punto de darse cuenta de la verdadera situación fue un economista que, todavía en 1933, acusó a la política proteccionista de la «mayoría aplastante de los gobiernos» planteando la siguiente cuestión: ¿puede ser justa una política condenada unánimemente por todos los expertos, por considerarla completamente equivocada, plagada de burdos errores y contraria a todos los principios de la teoría económica? Su respuesta fue un no categórico '. Se buscaría en vano en la literatura de la economía liberal algo que se asemejase a una explicación de los hechos. Su única respuesta era una continua riada de insultos contra los gobiernos, los políticos y los hombres de Estado cuya ignorancia, ambición, carácter depredador y prejuicios eran considerados los responsables de la política proteccionista mantenida constantemente por una «aplastante mayoría». Resulta raro encontrar una argumentación razonada sobre lo que estaba ocurriendo. Nunca desde la escolástica, que depreciaba los hechos empíricos, habían alcanzado las ideas preconcebidas una extensión semejante ni un orden de batalla tan terrible. El único esfuerzo intelectual consistía en añadir al mito de la conspiración proteccionista el de la locura imperialista.

La argumentación de los liberales, en la medida en que adquiría una mayor precisión, afirmaba que en un determinado momento, a comienzos de los años 1880, las pasiones imperialistas habían comenzado a agitar los países occidentales y destruido el fecundo trabajo de los pensadores económicos, por su apego sentimental a los prejuicios tribales. Estas políticas sentimentales adquirieron progresivamente fuerza, conduciendo por último a la Primera Guerra mundial. Las fuerzas de la Ilustración tuvieron la posibilidad, después de la Gran Guerra, de restaurar el reino de la razón, pero una inesperada explosión de imperialismo, concretamente en los nuevos pequeños países, y más tarde también en los países «desfavorecidos», tales como Alemania, Italia y Japón, invirtió la marcha del progreso. El hombre político, el «animal astuto» había conquistado los centros cerebrales de la raza humana, Ginebra, Wall Street y la City de Londres.

El imperialismo, en este ámbito de la teología política popular, ocupa el puesto del viejo Adam. Los Estados y los Imperios eran considerados congénitamente imperialistas; devorarían a sus vecinos sin el menor remordimiento. La segunda parte de esta afirmación es cierta, pero no sucede lo mismo con la primera, ya que si bien el imperialismo, sean cuales sean los lugares y momentos de su aparición, no busca ninguna justificación de carácter racional o moral para establecerse, es, no obstante, contrario a que los Estados y los Imperios sean siempre expansionistas. Las asociaciones territoriales, las ciudades, los Estados y los Imperios no presentan necesariamente una avidez por extender sus límites. Pretender lo contrario es confundir casos particulares con una ley general. De hecho, el capitalismo moderno, al contrario generalmente de las ideas admitidas, comenzó con un largo período de «contraccionismo», y sólo más tarde, a lo largo de su desarrollo, tendió hacia el imperialismo.

El antiimperialismo ha sido promovido por Adam Smith, que se adelantaba así no sólo a la Revolución americana sino también al movimiento Little England del siglo siguiente. Las razones de la ruptura eran económicas: la rápida expansión de los mercados, iniciada con la guerra de los Siete Años, convirtió a los Imperios en algo trasnochado. Los descubrimientos geográficos, combinados con los medios de transporte relativamente lentos, habían favorecido las plantaciones de ultramar, pero las comunicaciones más rápidas convirtieron a las colonias en un costoso lujo. Existía, además, otro factor desfavorable a las plantaciones: las exportaciones eclipsaron en volumen, a partir de entonces, a las importaciones, y el mercado ideal del comprador cedió su puesto al del vendedor, que era posible gracias a un medio muy simple: vender menos caro que sus competidores, comprendidos, en caso de fracaso, los propios colonos. Una vez perdidas las colonias de la orilla atlántica, Canadá consiguió con grandes esfuerzos seguir perteneciendo al Imperio 1837; el propio Disraeli reclamaba la liquidación de las posesiones de África occidental; el Estado de Orange intentaba en vano unirse al Imperio; y se rechazó constantemente la admisión en él de determinadas islas del Pacífico que en la actualidad se consideran pilares de la estrategia mundial. Los librecambistas y los proteccionistas, los liberales y los tories más fogosos compartían la convicción popular de que las colonias eran una mala jugada que implicaba riesgos políticos y financieros. Todo aquel que era partidario de las colonias entre 1780 y 1880 era considerado un representante del ancien regime. Las clases medias denunciaban las guerras y las conquistas como formas dinásticas de maquinación y adulaban con ramplonería el pacifismo (Francois Quesnay había sido el primero en reivindicar para el laissez faire los laureles de la paz). Francia y Alemania seguían las huellas de Inglaterra. La primera reducía de forma clara su ritmo de expansión e, incluso, su imperialismo fue entonces más continental que colonial. Bismarck rechazó con desdén la pérdida de una sola vida a cambio de los Balcanes, y utilizó todo su peso e influencia en la propaganda anticolonial. Esta era la actitud de los gobiernos en el momento en el que las sociedades capitalistas estaban a punto de invadir continentes enteros, en el momento en el que fue disuelta la Compañía de Indias por la intervención de codiciosos exportadores de Lancashire, y cuando comerciantes anónimos de tejidos a la pieza reemplazaron en la India a las espléndidas figuras de Warren Hastings y de Clive. Los gobiernos se abstenían de intervenir. Canning se burlaba de la idea de una intervención que beneficiase a los inversores agiotistas y a los especuladores de ultramar. La separación existente entre la política y la economía se generalizó entonces a los negocios internacionales. La reina Isabel se resistió a establecer una distinción demasiado estricta entre sus rentas personales y las de sus corsarios; Gladstone, por su parte, habría considerado calumnioso que se dijese que la política exterior británica estaba al servicio de los inversores en el extranjero. Permitir la confusión entre el poder del Estado y los intereses comerciales no era una idea del siglo XIX, por el contrario, los hombres de Estado de comienzos de la era victoriana habían implantado la independencia de lo político y lo económico como una máxima de conducta internacional. Sólo en casos perfectamente definidos podían los representantes diplomáticos actuar en favor de los intereses privados de sus conciudadanos; se desmentía públicamente que estas situaciones de excepción fuesen subrepticiamente ampliadas, y, si se probaba que esto sucedía, eran inmediatamente llamados al orden. Se mantenía, pues, el principio de la no intervención del Estado en los negocios comerciales privados, no sólo de la metrópoli sino también del extranjero. El gobierno nacional no estaba obligado a intervenir en el comercio privado, ni tampoco se esperaba que los Ministros de Asuntos Exteriores se ocupasen de los intereses privados en el extranjero más que en el marco general de los intereses nacionales. Las inversiones se hacían de forma privilegiada en la agricultura del propio país, y las inversiones en el extranjero se seguían considerando como un juego arriesgado; se pensaba que las pérdidas totales sufridas frecuentemente por los inversores se veían ampliamente compensadas por las escandalosas condiciones del préstamo usurario.

El cambio se produjo de repente y esta vez de modo simultáneo en todos los países occidentales más importantes. Alemania necesitó medio siglo para recuperar el retraso respecto a Inglaterra, pero ahora acontecimientos exteriores a escala mundial iban a afectar necesariamente y por igual a todos los países comerciales. Uno de esos acontecimientos fue el crecimiento en ritmo y en volumen del comercio internacional, así como la movilización universal de la tierra, causada por el transporte en masa de cereales y de materias primas agrícolas de una parte a otra del planeta a un coste mínimo. Este seísmo económico cambió la vida de decenas de millones de personas en las zonas rurales europeas. En espacio de pocos años el librecambio se convirtió en cosa del pasado, y la expansión de la economía de mercado se prolongó en condiciones nuevas.

Estas condiciones estaban ellas mismas determinadas por el «doble movimiento». La concepción del comercio internacional, que estaba entonces en vías de expandirse a un ritmo acelerado, se veía obstaculizada por la creación de instituciones proteccionistas destinadas a impedir la acción global del mercado. La crisis agrícola y la Gran Depresión de 1873-1886 habían socavado la confianza en la capacidad de la economía para reaccionar. A partir de ahora, no se podían crear instituciones típicas de la economía de mercado más que si estaban reforzadas con medidas proteccionistas, y ello tanto más si se tiene en cuenta que, a finales de 1870 y principios de 1880, los países se transformaron en pocos años en unidades organizadas, susceptibles de sufrir duramente las conmociones que conllevaba una brusca adaptación a las necesidades del comercio exterior o de los cambios exteriores. Fue así como el patrón-oro, vehículo principal de la expansión de la economía de mercado, iba acompañado casi siempre de la aplicación de políticas proteccionistas características de la época, tales como la legislación social o las tarifas aduaneras.

En este aspecto, una vez más, la versión tradicional de la conspiración colectivista, que nos presentan los defensores de la economía liberal, no se ajusta a los hechos. El sistema del patrón-oro y el librecambio no fracasaron por los esfuerzos desplegados por los propagandistas egoístas de las tarifas aduaneras o de las leyes sociales, sino que, por el contrario, fue la institucionalización del propio patrón-oro quien aceleró el desarrollo de estas instituciones proteccionistas: cuanto más onerosos resultaban los cambios fijos, mejor recibidas eran estas medidas. A partir de este momento, las tarifas aduaneras, las leyes sobre las fábricas, así como una activa política colonial, se convirtieron en las condiciones previas para la estabilidad de la moneda exterior Gran Bretaña, con su inmensa superioridad en el terreno industrial, es la excepción que confirma la regla. Los métodos de la economía de mercado no podían ser aplicados con seguridad más que cuando existían esas condiciones previas. Allí donde los métodos librecambistas se impusieron sin que mediasen medidas protectoras, surgieron sufrimientos indecibles propios de pueblos indefensos, como ocurrió con los países de ultramar o semicoloniales.

En esto radica la clave de la aparente paradoja del imperialismo: algunos países rechazaron comerciar conjuntamente y sin diferencias cosa económicamente inexplicable y que parecía irracional y, en vez de esto, intentaron anexionarse mercados en ultramar y comerciar con países exóticos. La razón que los impulsó a actuar de este modo fue simplemente el miedo a sufrir consecuencias similares a las que padecían los pueblos incapaces de defenderse. La única diferencia consistía en que, mientras la población tropical de la desgraciada colonia estaba sumida en una oscura miseria y en una profunda decadencia, que llegaba incluso a la extinción física, el rechazo de los países occidentales estaba provocado por un peligro menor pero suficientemente real como para que se pretendiese evitar a cualquier precio. El hecho de que la amenaza no fuese, como ocurriría en las colonias, esencialmente económica, en nada cambiaba el problema: no existía ninguna razón, exceptuados los prejuicios, para evaluar la disgregación social a partir de parámetros económicos. En realidad pretender que una colectividad se mantuviese indiferente al azote del paro, a las mutaciones de sus industrias y de sus oficios, con todo el cortejo que ello conllevaba de torturas psicológicas y morales, y pretenderlo simplemente porque a largo plazo los efectos económicos serían irrelevantes, era suponer un absurdo.

La nación era, con frecuencia, a un tiempo el receptor pasivo de las tensiones y su indicador activo. Cuando un acontecimiento exterior de cualquier tipo suponía para el país una carga pesada, su mecanismo interno comenzaba a funcionar como lo hacía habitualmente transfiriendo la presión de la zona de la economía a la de la política y viceversa. Han existido ejemplos significativos de ello durante la postguerra. Para algunos países de Europa central, la derrota creó condiciones extraordinariamente artificiales que suponían una violenta presión extranjera basada en la exigencia de las reparaciones. Durante más de diez años, el panorama interior alemán estuvo dominado por un desplazamiento del peso exterior entre la industria y el Estado; de un lado, los salarios y los beneficios; del otro, las mejoras sociales y los impuestos. La nación en su conjunto tenía que soportar el peso de las reparaciones y la situación interior cambiaba en función del modo como el país abordaba la tarea de repartir el peso de estas reparaciones (gobierno y mundo de los negocios). La solidaridad nacional estaba anclada en el patrón-oro que imponía la suprema obligación de mantener el valor exterior de la moneda. El plan Dawes estaba expresamente destinado a salvar la moneda alemana y el plan Young confirió un carácter absoluto a esta medida. El curso adoptado por la política interior alemana durante este período resultaría ininteligible si no existiese la obligación de conservar intacto el valor exterior del reichsmark. La responsabilidad colectiva de la moneda creó el marco indestructible en el interior del cual el mundo de los negocios, los partidos, la industria y el Estado se adaptaron a la tensión. Lo que había soportado una Alemania vencida, dado que había perdido la guerra, lo habían soportado voluntariamente todos los demás pueblos hasta la Gran Guerra: la integración artificial de sus países, presionados por la estabilidad de los cambios. Y únicamente puede explicar su orgulloso consentimiento a cargar con esta cruz la resignación a las inevitables leyes del mercado.

Se nos podría objetar que este esquema resulta demasiado simple. La economía de mercado no ha comenzado de repente, los tres tipos de mercados no se desarrollaron siguiendo el mismo ritmo, como si se tratase de una troica; el proteccionismo no tuvo efectos paralelos en todos los mercados, etc. Y esto es sin duda cierto, pero no se trata de esto.

Suele aceptarse comúnmente que el liberalismo económico ha creado simple y puramente un mecanismo nuevo a partir de mercados más o menos desarrollados, unificando diversos tipos de mercados diferentes ya existentes y coordinando sus funciones en un todo único.

 Se supone que la separación del trabajo y de la tierra estaba ya muy avanzada en esta época, y que lo mismo sucedía con el desarrollo de los mercados del dinero y del crédito. El presente estaba completamente ligado al pasado y no se podía comprobar ninguna ruptura respecto a él.

El cambio institucional, no obstante, se produjo de un modo brusco y repentino. Su fase crítica coincidió con la creación de un mercado de trabajo en Inglaterra, en el cual los trabajadores estaban condenados a morir de hambre si no eran capaces de conformarse a las reglas del trabajo asalariado. Desde el momento en que estas rigurosas medidas fueron adoptadas, el mecanismo del mercado autorregulador se puso en funcionamiento. Este mercado chocó tan violentamente con la sociedad que, casi de inmediato, y sin que se viesen precedidas por el menor cambio en la opinión pública, surgieron también poderosas reacciones de protección.

De este modo y, pese a que su naturaleza y su origen eran muy diferentes, los mercados de los diversos componentes de la industria se desarrollaron desde entonces paralelamente. Esto no habría podido suceder de otra forma. Proteger al hombre, a la naturaleza y a la organización de la producción era intervenir en los mercados del trabajo y de la tierra, así como en el del modo de intercambio, el dinero, y, por tanto, comprometer ipso facto la autorregulación del sistema. Y, dado que el objetivo de la intervención era restaurar la vida de los hombres y su entorno, darles una cierta seguridad a sus estilos de vida, dicha intervención tendía necesariamente a reducir la flexibilidad de los salarios y la movilidad del trabajo, a proporcionar estabilidad a los ingresos, continuidad a la producción, a favorecer la regulación pública de los recursos naturales y la gestión de las monedas para evitar cambios inquietantes en el nivel de los precios.

La depresión de 1873-1886 y la escasez agrícola de los años 1870 acentuaron la tensión de forma permanente. En los comienzos de la depresión, Europa se encontraba en los días felices del librecambio. El nuevo Reich alemán había impuesto a Francia la cláusula de la nación más favorecida entre los dos países, se había comprometido a suprimir los derechos de aduana sobre el hierro en lingotes y había introducido el patrón-oro. Al final de la depresión, Alemania había llegado a rodearse de derechos protectores de aduana, había establecido una organización general de cartels, había instaurado un sistema completo de seguros sociales y practicaba políticas coloniales duras. El espíritu prusiano, que había sido el pionero del librecambio, era evidentemente tan poco responsable del paso al proteccionismo como lo había sido del «colectivismo». Los Estados Unidos tenían derechos arancelarios todavía más elevados que Alemania y eran tan colectivistas a su manera como ella; subvencionaban ampliamente la construcción de ferrocarriles de largo recorrido y ponían en pie la formación de trusts mastodónticos.

Todos los países occidentales siguieron la misma línea de actuación, fuese cual fuese su mentalidad y su historia. Con el patrón-oro internacional se puso en práctica el más ambicioso de todos los planes de mercado, que implicaba que los mercados fuesen totalmente independientes de las autoridades nacionales. El comercio mundial, que suponía desde ahora la vida sobre el planeta organizada a modo de un mercado autorregulador que abarcaba el trabajo, la tierra y el dinero, contaba con el patrón-oro como guardián de este autómata digno de Rabelais. Las naciones y los pueblos no eran más que simples marionetas en un espectáculo del que ya no eran en absoluto dueños. Se protegían del paro y de la inestabilidad con la ayuda de bancos centrales y de derechos de aduana completados con leyes de inmigración. Estos dispositivos estaban destinados a contrarrestar los efectos destructores del librecambio y de las monedas establecidas y, en la medida en que cumplieron este objetivo, intervinieron en el funcionamiento de estos mecanismos. Aunque cada una de estas restricciones, considerada individualmente, tuvo sus beneficios, cuyos superbeneficios o supersalarios recaían como un impuesto sobre todos los otros ciudadanos, con frecuencia lo que se justificaba era el montante de este impuesto y no la protección en sí misma. A la larga, se produjo una caída general de los precios de la que se beneficiaron todos.

Estuviese o no justificada la protección, los efectos de la intervención mostraron una debilidad del sistema de mercado mundial. Los derechos de aduana sobre los productos importados de un determinado país dificultaban las exportaciones de otro y lo forzaban a buscar mercados en regiones que no estaban protegidas políticamente. El imperialismo económico era, sobre todo, una lucha entre las potencias para gozar del privilegio de extender su comercio en mercados sin protección política. La presión de la exportación se veía reforzada por la riada para conseguir reservas de materias primas causada por la fiebre manufacturera. Los Estados apoyaban a los ciudadanos que comerciaban con países atrasados. Los negocios y la bandera nacional cabalgaban juntos. Imperialismo y autarquía —para esta última las naciones se preparaban de forma semiconsciente— constituían las tendencias dominantes de las potencias, que dependían cada vez más, de un sistema económico mundial cada día más inseguro. Pero a pesar de todo era imprescindible mantener estrictamente la integridad del patrón-oro internacional. Esta fue una de las fuentes institucionales de ruptura.

Una contradicción de este tipo se planteaba también en el interior de las naciones. El proteccionismo contribuía a transformar mercados concurrenciales en mercados monopolistas. Resultaba cada vez más difícil describir los mercados como mecanismos autónomos y automáticos de átomos en concurrencia. Los individuos se veían cada vez más sustituidos por asociaciones, hombres y capitales ligados a grupos no concurrenciales. La adaptación económica resultaba cada vez más larga y penosa. La autorregulación de los mercados encontraba fuertes obstáculos. Por último, estructuras inadaptadas de precios y de costes se vieron sumidas en la depresión. Un equipamiento obsoleto retrasó la liquidación de inversiones que no eran rentables, niveles de precios y de rentas inadecuados generaron tensiones sociales. Cualquiera que fuese el mercado en cuestión, de trabajo, tierra o dinero, la tensión iba a descender al ámbito de la economía, obligando a utilizar medios políticos para restablecer el equilibrio. La separación institucional de la esfera política y de la económica era, sin embargo, un elemento constitutivo de la sociedad de mercado y, por tanto, debía de ser mantenida por muy fuertes que fuesen las tensiones. Y esto constituyó otra de las fuentes de conflicto que condujo también a la ruptura.

Nos estamos aproximando a la conclusión del análisis realizado hasta aquí. Y, no obstante, una gran parte de nuestra argumentación todavía no ha sido desarrollada, ya que si bien hemos conseguido probar que, sin ningún género de dudas, en el corazón de la transformación se encontraba el fracaso de la utopía del mercado, nos queda por exponer aún de qué modo los acontecimientos reales se vieron determinados por esta transformación.

En cierto sentido se trata de una tarea imposible, puesto que la historia no es el producto de un único factor. A pesar de toda su riqueza y diversidad, el curso de la historia presenta, sin embargo, situaciones y opciones recurrentes que explican que el tejido de los acontecimientos de una época se mantenga semejante a sí mismo en términos generales. Si somos capaces de explicar, en la medida de lo posible, las regularidades que gobiernan las corrientes y contracorrientes existentes en condiciones específicas, no tendremos necesidad de preocuparnos por los remolinos periféricos e imprevisibles.

El mercado autorregulador fue el mecanismo que proporcionó en el siglo XIX este tipo de condiciones cuyas exigencias debían cumplirse tanto en la vida nacional como en la internacional. De este mecanismo se han derivado dos características excepcionales de nuestra civilización: su rígido determinismo y su carácter económico. La creencia general de la época tuvo tendencia a ligar estas dos dimensiones y a suponer que el determinismo provenía de la naturaleza de los móviles económicos, en virtud de los cuales resultaba previsible que los individuos actuasen por intereses económicos. No existe de hecho ninguna relación entre estas dos características. El «determinismo», muy pronunciado en numerosos aspectos, fue simplemente la consecuencia del mecanismo de una sociedad de mercado, con sus alternativas previsibles cuya crudeza se atribuía equivocadamente al poder de los intereses materialistas. El sistema oferta demanda precio tenderá siempre a equilibrarse sean cuales sean los móviles de los individuos y es bien sabido que los móviles económicos puros tienen mucho menos efecto sobre la mayoría de la gente que los móviles llamados afectivos.

La humanidad se encontraba bajo el dominio no tanto de móviles nuevos cuanto de mecanismos nuevos. En suma, la tensión surgió del ámbito del mercado y desde él se extendió a la esfera política para recubrir así a la sociedad en su conjunto. Pero, en el interior de las naciones, consideradas individualmente, la tensión permaneció latente durante el tiempo en el que la economía mundial continuó funcionando. Únicamente cuando desapareció el último vestigio vivo de esas instituciones, el patrón-oro, la tensión interna de las naciones se relajó. Estas podían hacer frente al fin a la nueva situación de un modo muy diferente, que suponía adaptarse a la desaparición de la economía mundial tradicional; cuando ésta se desintegró, la propia civilización de mercado se vio también sepultada. Esto explica un hecho casi increíble: una civilización quedó destrozada por la ciega acción de instituciones sin alma, cuyo único objetivo era incrementar el bienestar material.

¿Cómo se produjo en realidad este proceso fatal? ¿Cómo se tradujo en los acontecimientos políticos que constituyen el núcleo de la historia? En esta fase final del derrumbamiento de la economía de mercado, el conflicto entre las clases sociales desempeñó un papel decisivo.

 


 

TERCERA PARTE

LA TRANSFORMACIÓN EN MARCHA

 

CAPÍTULO XIX

GOBIERNO POPULAR Y ECONOMÍA DE MERCADO

 

Cuando fracasó el sistema internacional en 1920, resurgieron las cuestiones casi olvidadas de comienzos del capitalismo. En primer lugar, y ante todo, reapareció la del gobierno popular.

 El ataque fascista contra la democracia popular resucitó la cuestión del intervencionismo político que había acompañado a la historia de la economía de mercado, ya que dicho intervencionismo no era más que otra forma de denominar la separación de la esfera económica y política.

La cuestión del intervencionismo fue, en principio, replanteada en relación con el trabajo por Speenhamland y la nueva ley de pobres por una parte, y por la reforma del Parlamento y el cartismo, por otra. El intervencionismo tuvo prácticamente la misma importancia para la tierra y el dinero, pese a que los choques fuesen menos espectaculares en este campo que en el del trabajo. En el Continente surgieron con un cierto retraso dificultades similares en el ámbito del trabajo, la tierra y el dinero, lo que hizo que los conflictos recayesen sobre un entorno más moderno desde el punto de vista industrial, pero menos unificado desde el punto de vista social. La separación de la esfera económica y política fue en todas partes el resultado de una evolución similar. Tanto en Inglaterra como en la Europa continental, se inició con el establecimiento de un mercado de trabajo concurrencial y la democratización del Estado político.

Se ha considerado acertadamente el sistema de Speenhamland como una intervención preventiva para impedir la creación de un mercado de trabajo. El combate en favor de una Inglaterra industrial fue, en un primer momento lanzado y también perdido en relación con Speenhamland. Los economistas clásicos, en esta lucha acuñaron el eslogan del intervencionismo y estigmatizaron Speenhamland, considerándolo una ingerencia artificial en un sistema de mercado que en realidad no existía. Townsend, Malthus y Ricardo, construyeron, apoyándose en los frágiles soportes de las leyes de pobres el edificio de la economía clásica, el más formidable de los instrumentos conceptuales de destrucción que hayan sido nunca utilizados contra un orden ya caduco. El sistema de los subsidios protegió, sin embargo, durante una generación más, las fronteras de las zonas rurales contra la atracción de los elevados salarios urbanos. Huskisson y Peel, hacia mediados de los años 1820, ampliaron las salidas del comercio exterior, la exportación de máquinas fue autorizada, se levantó el embargo a las exportaciones de lana, se abolieron las restricciones a la navegación, se facilitó la emigración y, a la revocación formal del Estatuto de los artesanos sobre el aprendizaje y la fijación de salarios, siguió la abolición de las leyes contra las coaliciones. La ley desmoralizante de Speenhamland se extendió, sin embargo, de concejo en concejo, impidiendo al trabajador realizar un trabajo honesto y haciendo de la idea misma de trabajador independiente una incongruencia. Y, pese a que había llegado el tiempo de un mercado de trabajo, la «ley» de los squires impidió su nacimiento.

El Parlamento surgido de la Reforma se dedicó inmediatamente a abolir el sistema de subsidios. Se ha afirmado que la nueva ley de pobres, destinada a cumplir este objetivo fue el más importante de los actos de legislación social votados por la Cámara de los Comunes. El núcleo central de esta proposición de ley consistía simplemente, sin embargo, en la abolición del sistema de Speenhamland. Nada podría mostrar de forma más decisiva que, a partir de ahora, se reconocía, como un hecho de importancia capital para toda la estructura futura de la sociedad, la simple ausencia de intervención sobre el mercado de trabajo. Esta fue y en esto consistió la raíz económica de la tensión.

La Reforma del Parlamento de 1832 supuso, en el plano político, una revolución pacífica. La enmienda de las leyes de pobres, aprobada en 1834, modificó la estratificación del país y determinados elementos fundamentales de la vida inglesa fueron reinterpretados siguiendo líneas radicalmente nuevas. La nueva ley de pobres abolió la categoría general de pobres, los «pobres» honrados o los «pobres laboriosos», términos despreciativos escupidos por Burke. Los antiguos pobres eran ahora clasificados en indigentes no aptos físicamente para el trabajo, cuyo destino eran las workhouses, y en trabajadores independientes que ganarían su vida trabajando por un salario. Apareció así sobre la escena social una nueva categoría de pobres totalmente nueva: los parados. Mientras que los indigentes debían de ser socorridos, por el bien de la humanidad, los parados no debían serlo por el bien de la industria. En este sentido, resultaba irrelevante que el trabajador en paro no fuese responsable de su situación. La cuestión no consistía en saber si el trabajador había conseguido trabajo o no, en el caso de que lo hubiese verdaderamente buscado, sino en que, a menos que el trabajador tuviese opción de elegir entre morir de hambre o ir a la aborrecida workhouse, el sistema de salarios se vendría abajo sumiendo así a la sociedad en la miseria y en el caos. Se reconocía que esto equivalía a penalizar a los inocentes. La perversión y la crueldad radicaban precisamente en emancipar al trabajador, con la explícita intención de convertir en una amenaza real la posibilidad de morir de hambre. Esta manera de proceder permite comprender ese sentimiento lúgubre, de desolación, que percibimos en las obras de los economistas clásicos. Pero, para cerrarles la puerta en las narices a los trabajadores sobrantes, desde ahora encerrados en los confines del mercado de trabajo, el gobierno se encontraba sometido a una legislación por la que se negaba a sí mismo empleando las palabras de Harriet Matineau a proporcionar el menor socorro a las inocentes víctimas, ya que esto constituía por parte del Estado una «violación de los derechos del pueblo».

Cuando el movimiento cartista solicitó que los desheredados pudiesen penetrar en el recinto del Estado, la separación de la economía y de la política dejó de ser una cuestión académica para convertirse en la condición irrefragable de la existencia de ese sistema de sociedad. Habría sido una locura confiar la administración de la nueva legislación sobre los pobres a los representantes de ese mismo pueblo al que estaba destinado ese trato caracterizado por sus métodos científicos de tortura mental. Lord Macaulay era simplemente consecuente consigo mismo cuando pedía en la Cámara de los Lores, en uno de los discursos más elocuentes que pronunció este gran liberal, el rechazo incondicional de la solicitud cartista en nombre de la institución de la propiedad sobre la que descansaban las civilizaciones. Sir Robert Peel consideró la Carta como una «acusación» a la Constitución. Cuanto más duramente golpeaba el mercado de trabajo las vidas de los trabajadores, con más insistencia reclamaban éstos el derecho de voto. La exigencia de un gobierno popular constituyó la raíz política de la tensión.

En este contexto, el constitucionalismo adquirió un sentido totalmente nuevo. Hasta entonces, las garantías constitucionales contra las ingerencias ilegales en los derechos de propiedad tenían por función proteger estos derechos de los actos arbitrarios de los poderosos. Las concepciones de Locke no superaban los límites de la propiedad territorial y comercial y éste simplemente pretendía prohibir actos arbitrarios a la Corona, tales como las secularizaciones realizadas bajo Enrique VIII, el robo del Tesoro bajo Carlos I o el golpe de mano a Hacienda bajo Carlos II. La separación entre el gobierno y los negocios, en el sentido que le confería John Locke, se produjo de un modo ejemplar en el texto constitutivo de creación, en 1694, de un Banco de Inglaterra independiente. El capital comercial había triunfado en su duelo con la Corona.

Cien años más tarde, lo que había que proteger ya no era tanto la propiedad comercial cuanto la propiedad industrial; y había que defenderla, no de la Corona sino del pueblo. Sería un error aplicar categorías del siglo XVII a situaciones del siglo XIX. La separación de poderes, inventada por Montesquieu en 1748, era utilizada desde entonces para evitar que el pueblo tuviese poder sobre su propia vida económica. La Constitución americana, elaborada en un medio de agricultores y artesanos por una clase dirigente consciente de lo que estaba ocurriendo en la escena industrial inglesa, aisló totalmente la economía de la jurisdicción constitucional y situó, en consecuencia, a la propiedad privada bajo la más poderosa protección que cabe imaginar y creó la única sociedad de mercado del mundo legalmente fundada. A pesar del sufragio universal, los electores americanos se sentían impotentes ante los propietarios.

En Inglaterra, la ley no escrita en la Constitución podía resumirse en «hay que negar a la clase obrera el derecho de voto». Los dirigentes cartistas fueron encerrados en prisiones, sus seguidores, que se contaban por millones, se vieron abofeteados por un cuerpo legislativo que sólo representaba a una pequeña fracción de la población. Las autoridades llegaron a considerar con frecuencia como un acto criminal el simple hecho de exigir el derecho de voto. El sentido de conciliación, que generalmente se atribuye al sistema británico como si se tratase de una de sus cualidades y que en realidad es una invención tardía , no se manifestaba entonces en absoluto. Para recoger los beneficios de la edad de oro del capitalismo fue necesario esperar a que la clase obrera hubiese atravesado las Hungry Forties (alrededor de 1840, años de escasez) para que surgiese una generación dócil. Hubo que esperar a que la capa superior de los obreros cualificados crease sus sindicatos, y se separase de la oscura masa de los trabajadores sumidos en la pobreza, y a que los trabajadores hubiesen dado su aprobación al sistema que les era impuesto por la nueva ley de pobres, para que la fracción de los mejor pagados de entre ellos fuese autorizada a participar en los consejos de la nación. Los cartistas habían combatido para obtener el derecho a detener la rueda de molino del mercado que trituraba la vida del pueblo, pero únicamente se concedieron derechos a los trabajadores cuando el lastimoso proceso de adaptación ya se había consumado. Tanto en el interior como en el exterior de Inglaterra, de Macaulay a Mises, de Spencer a Sumner, no existió un solo militante liberal que se abstuviese de manifestar su firme convicción de que la democracia del pueblo ponía al capitalismo en peligro.

Esto que sucedió respecto al trabajo, se repitió en relación al dinero. En este ámbito, una vez más, los años veinte estuvieron prefigurados por los años 1790. Bentham fue el primero que reconoció que la inflación y la deflación eran ingerencias en el derecho de propiedad: la primera era un impuesto sobre los negocios, la segunda una intervención en los negocios. A partir de entonces, el trabajo y el dinero, el paro y la inflación han pertenecido siempre, desde el punto de vista político, a la misma categoría. Cobbett denunció al patrón-oro a la vez que denunciaba la nueva ley de pobres; Ricardo los defendió sirviéndose de argumentos muy similares, pues al ser, tanto el trabajo como el dinero, mercancías, el gobierno no tenía ningún derecho a intervenir en ellas. Los banqueros que se oponían a la introducción del patrón-oro, por ejemplo Atwood de Birmingham, se encontraban del mismo lado de la trinchera que socialistas como Owen. Un siglo más tarde, Mises volvía a repetir que el trabajo y el dinero no concernían en absoluto al gobierno, al igual que ocurría con cualquier mercancía en el mercado. En la América del siglo XVIII, que todavía no era una federación, el dinero barato era el equivalente de Speenhamland, es decir, una concesión económica desmoralizante realizada por el gobierno en respuesta al clamor popular. La Revolución francesa y su papel moneda mostraron que el pueblo podía destruir el dinero, y la historia de los Estados americanos no contribuyó a disipar esta sospecha. Burke identificaba la democracia americana con problemas monetarios y Hamilton no temía sólo a las facciones sino también a la inflación. Mientras que en la América del siglo XIX las disputas de los populistas y de los partidarios de los greenbacks con los magnates del Wall Street resultaban endémicas, en Europa la acusación de inflacionismo no se convirtió en un argumento eficaz contra los cuerpos legislativos democráticos hasta los años veinte, de donde se derivaron consecuencias políticas de gran importancia. La protección social y la intervención en el dinero no eran solamente cuestiones análogas sino muchas veces idénticas. Desde el establecimiento del patrón-oro una subida del nivel salarial, al igual que una inflación directa, ponía en peligro la moneda: ambas podían hacer disminuir las exportaciones y, en último término, hacer caer los cambios. Esta simple relación entre las dos formas fundamentales de intervención constituyó el eje de la política de los años veinte. Los partidos que se preocupaban por la seguridad de la moneda protestaban, tanto contra el amenazante déficit presupuestario, como contra las políticas de dinero barato; se oponían así a la «inflación del tesoro» y a «la inflación del crédito» o, más concretamente, denunciaban las cargas sociales y los salarios elevados, los sindicatos y los partidos obreros. Lo importante no era tanto la forma cuanto el fondo. No había ninguna duda de que los subsidios ilimitados de desempleo podían producir como efecto tanto un desequilibrio en la balanza presupuestaria, como tasas de interés tan bajas como para inflar los precios lo que suponía también consecuencias nefastas para los cambios. Gladstone había hecho del presupuesto la conciencia de la nación británica. Para pueblos de menor envergadura, una moneda estable podía ocupar su lugar, pues finalmente el resultado era muy semejante. Cuando se trataba de reducir los salarios o los servicios sociales, si esto no se hacía, las consecuencias eran inevitablemente fijadas por el mecanismo del mercado. Desde el punto de vista adoptado en este estudio, el gobierno nacional inglés jugó en 1931 a un nivel más modesto, la misma función que el New Deal americano. Ambos países se sirvieron de estas medidas para adaptarse, cada uno por su cuenta, a la gran transformación. El ejemplo británico presenta, sin embargo, la ventaja de haber estado desprovisto de factores complejos tales como conflictos civiles o cambios ideológicos, por lo que nos ofrece los rasgos claves con mucha más claridad.

En Gran Bretaña, desde 1925, la moneda estaba en una situación poco saneada. La vuelta al patrón-oro no se vio acompañada de un ajuste correspondiente al nivel de precios, el cual estaba claramente por debajo de la paridad mundial. Pocos fueron aquellos que se dieron cuenta de la absurda vía en la que el gobierno y la banca, los partidos y los sindicatos se habían embarcado de común acuerdo. Snowden, ministro de Hacienda en el primer gobierno laborista (1924), fue un acérrimo partidario del patrón-oro, y, sin embargo, fue incapaz de darse cuenta de que, al intentar restaurar la libra, había comprometido a su partido a encajar una disminución de los salarios o a perder el rumbo. Siete años más tarde, este mismo partido se encontró obligado por el mismo Snowden a hacer ambas cosas. En el otoño de 1931, la sangría continua de la depresión comenzó a afectar a la libra, y fue en vano que el fracaso de la huelga general de 1926 hubiese garantizado que no habría una ulterior elevación del nivel salarial, lo que no fue óbice para que se elevase el peso económico de los servicios sociales, a causa concretamente de los subsidios de desempleo concedidos incondicionalmente. No hacia falta un «golpe de mano» de los banqueros golpe de mano que realmente existió para hacer comprender claramente al país la alternativa entre, por una parte una moneda saneada y presupuestos saneados y, por otra, servicios sociales mejores y una moneda depreciada estuviese la depreciación producida por los salarios elevados y por una caída de las exportaciones o simplemente por gastos financiados mediante un déficit. Dicho en otros términos, había que optar entre una reducción de los servicios sociales o un descenso de las tasas de intercambio. Y, dado que el partido laborista era incapaz de decidirse por una de las dos medidas la reducción era contraria a la línea política de los sindicatos y el abandono del oro habría sido considerado un sacrilegio el partido laborista fue barrido y los partidos tradicionales redujeron los servicios sociales y, a fin de cuentas, abandonaron el oro. Se arrinconaron los subsidios de paro incondicionales y se introdujo un control de los medios de vida. Al mismo tiempo, las tradiciones políticas del país sufrieron un cambio significativo. Se suspendió el sistema de los dos partidos y no se mostró ninguna prisa por restablecerlo. Doce años más tarde, todavía seguía sin restablecerse y todo parecía indicar que las cosas seguirían así durante un tiempo. El país, sin sufrir una pérdida trágica en lo que se refiere a la libertad o al bienestar, había dado un paso decisivo hacia una transformación al suspender el patrón-oro. Durante la Segunda guerra mundial, este proceso estuvo ligado a cambios en los métodos del capitalismo liberal; sin embargo, se consideraba que no serían cambios permanentes, y, en consecuencia, no alejaron al país de la zona de peligro.

En todos los países importantes de Europa se puso en marcha un mecanismo similar que produjo efectos enormemente semejantes entre sí. Los partidos socialistas tuvieron que abandonar el poder, en Austria en 1923, en Bélgica en 1926 y en Francia en 1931, para poder «salvar la moneda». Hombres de Estado como Seipel, Franqui, Poincaré o Brüning echaron a los socialistas del gobierno, redujeron los servicios sociales e intentaron romper la resistencia de los sindicatos mediante el ajuste salarial. Invariablemente, la moneda estaba amenazada y, con la misma regularidad, se atribuía la responsabilidad de ello a los salarios demasiado elevados y a los presupuestos desequilibrados. Esta clase de simplificación no tenía en cuenta la diversidad de problemas entonces existentes, que comprendían casi todas las cuestiones posibles de política económica y financiera, incluidas las del comercio exterior, la agricultura y la industria. Sin embargo, cuanto más estudiamos de cerca estas cuestiones más claro se pone de manifiesto que, en último término, la moneda y el presupuesto focalizaron las cuestiones pendientes entre los patronos y los asalariados; el resto de la población se inclinaba a uno o a otro de estos dos grupos.

La llamada experiencia Blum (1936) nos proporciona otro ejemplo. El partido socialista estaba en el gobierno, pero con la condición de que no se impusiese ningún embargo a las exportaciones de oro. El New Deal francés no tenía ninguna posibilidad de salir victorioso ya que el gobierno tenía las manos atadas respecto a la crucial cuestión de la moneda. Este ejemplo es concluyente, ya que tanto en Francia como en Inglaterra, cuando el partido socialista dejó de tener capacidad de acción, los partidos burgueses abandonaron el patrón- oro sin más historias. Estos ejemplos muestran hasta qué punto el postulado de una moneda sana ejercía un efecto mutilador en tendencias políticas favorables al pueblo.

La experiencia americana nos proporciona la misma lección, aunque de otro modo. Se habría podido lanzar el New Deal sin abandonar el oro, pese a que en realidad los intercambios exteriores no tuviesen casi importancia. Con el patrón-oro los dirigentes del mercado financiero tuvieron a su cargo, dada la situación, el garantizar intercambios estables y un crédito interior sano sobre los que descansaban en gran medida las finanzas del Estado. La organización bancaria estaba en situación de obstaculizar en el interior del país toda medida adoptada en la esfera económica si, con razón o sin ella, esta medida no le agradaba. Los gobiernos, desde el punto de vista político, debían pedir el parecer de los banqueros acerca de la moneda y el crédito ya que eran los únicos que podían saber si una medida financiera ponía o no en peligro el mercado de capitales y los cambios. El proteccionismo social no condujo en este caso a un callejón sin salida debido a que los Estados Unidos abandonaron el oro a tiempo, ya que, si bien esta medida no ofrecía más que pequeñas ventajas técnicas y como además las razones de la administración eran con frecuencia débiles, tuvo como resultado privar a Wall Street de cualquier tipo de influencia política. El mercado financiero gobernó por medio del miedo. El eclipse de Wall Street en los años treinta preservó a los Estados Unidos de una catástrofe social similar a la de Europa continental.

El patrón-oro no era en el fondo un asunto de política interior más que en los Estados Unidos, a causa de su independencia en relación al comercio mundial y de su posición monetaria excesivamente fuerte. Para otros países, abandonar el oro significaba dejar de participar en la economía mundial. Posiblemente Gran Bretaña fue la única excepción, ya que por su fuerte presencia en el comercio mundial había sido capaz de imponer las modalidades de funcionamiento del sistema monetario internacional, haciendo reposar, en gran medida, la carga del patrón-oro sobre otras espaldas. En países como Alemania, Francia, Bélgica y Austria, no existía ninguna de estas condiciones. Para ellos, destruir la moneda significaba romper sus lazos con el mundo exterior y sacrificar así industrias tributarias de materias primas importadas, desorganizar el comercio exterior sobre el que descansaba el empleo, y todo esto sin tener la menor posibilidad de obligar a sus proveedores a depreciar sus productos al mismo nivel y evitar así las consecuencias de una caída del equivalente oro de su moneda, como hizo Gran Bretaña.

Los cambios constituían una palanca muy eficaz para reducir el nivel de salarios. Antes de que los cambios obligasen a adoptar decisiones, la cuestión de los salarios hizo aumentar por lo general la tensión subterránea. Pero, cuando las leyes del mercado no fueron suficientes para obligar a los reticentes asalariados a doblegarse, el mecanismo de cambios extranjeros lo conseguía fácilmente. El indicador de la moneda sacaba a la luz todos los efectos desfavorables de la política intervencionista de los sindicatos sobre el mecanismo de mercado del que se admitían ahora, como algo natural, sus congénitas debilidades, incluidas las del ciclo comercial.

 En realidad, nada puede ilustrar mejor la naturaleza utópica de una sociedad de mercado, que las absurdas condiciones impuestas a la colectividad por la ficción del trabajo mercancía. Se consideraba que la huelga, arma normal de negociación en la acción obrera, interrumpía, cada vez más sin motivo, un trabajo socialmente útil y hacía disminuir además el dividendo social del que en último término provenían los salarios. Las huelgas de solidaridad eran consideradas de mal gusto, y las huelgas generales aparecían como amenazas para la existencia de la comunidad. En realidad, las huelgas realizadas en sectores de importancia vital y en los servicios públicos utilizaban a los ciudadanos de rehenes a la vez que los dirigían hacia un laberinto que no era sino el problema de la verdadera función de un mercado de trabajo. El trabajo tenía que encontrar su precio en el mercado y todo precio que no hubiese sido establecido de este modo era considerado no económico. En la medida en que el trabajo asumió esta responsabilidad, se comportaba como un elemento de la oferta de la economía «trabajo», que es lo que era, y rechazaba venderse por debajo del precio que el comprador podía pagar. Esta idea llevada a sus últimas consecuencias, significaba que la principal obligación del trabajo era estar casi constantemente en huelga Esta proposición resultaba el colmo del absurdo, a menos que se deduzca lógicamente de la teoría del trabajo mercancía. La fuente de este desacuerdo entre la teoría y la práctica era, por supuesto, que el trabajo no es verdaderamente una mercancía y que, si nos atenemos a proporcionar trabajo simplemente para fijar su precio como se proporcionan el resto de las mercancías en situaciones análogas, la sociedad se vería pronto disuelta por la ausencia de medios de subsistencia. Lo que resulta más sorprendente es que los economistas liberales hablan muy poco, o incluso no hablan nunca de este aspecto de las cosas cuando se ocupan de la huelga.

Volvamos de nuevo a la realidad: el método de fijar los salarios mediante la huelga sería un desastre para cualquier sociedad, por no hablar de la nuestra tan orgullosa de su racionalidad utilitarista. En realidad, el trabajador no tenía ninguna seguridad de empleo en este sistema de empresa privada, circunstancia que implicaba un grave deterioro de su estatuto. Si a ello añadimos la amenaza de un paro masivo, la función de los sindicatos se convirtió en algo vital, tanto moral como culturalmente, para que la mayoría de los trabajadores conservasen un nivel de vida mínimo. Está claro, por tanto, que cualquier método de intervención que proporcionase una protección a los trabajadores debía constituir un obstáculo para el funcionamiento del mercado autorregulador, hasta llegar incluso a hacer disminuir los fondos de bienes de consumo que podían adquirir con sus salarios.

Los problemas de fondo de una sociedad de mercado han vuelto a manifestarse por una necesidad intrínseca: el intervencionismo y la moneda. Estos problemas han ocupado el centro de la política de los años veinte. El liberalismo económico y el intervencionismo socialista han girado en torno a ellos dándoles diferentes respuestas.

El liberalismo económico ha hecho una suprema apuesta a fin de restablecer la autorregulación del sistema, eliminando todas las políticas intervencionistas que comprometían la libertad de los mercados de tierra, trabajo y dinero. Pretendía nada menos que resolver, en circunstancias críticas, un viejo problema existente desde hacía un siglo, formado por esos tres principios fundamentales que eran el librecambio, el mercado libre de trabajo y un patrón-oro que funcionase libremente. El liberalismo se convirtió en la punta de lanza de una tentativa heroica destinada a restablecer el comercio mundial, superar todos los obstáculos para la movilidad de la mano de obra y restaurar los cambios estables. Este último objetivo tenía prioridad sobre todo lo demás, pues, si no se recuperaba la confianza en las monedas, el mecanismo del mercado no podía funcionar, en cuyo caso resultaba ilusorio esperar que los Estados se dedicasen a proteger la vida del pueblo por todos los medios a su disposición. Por propia lógica, esos medios hipotéticos eran principalmente los derechos arancelarios y las leyes sociales destinadas a proporcionar de forma duradera alimentación y empleo, en suma, esos medios eran precisamente medidas de intervención que hacían impracticable un sistema autorregulador.

Existía además otra razón, más inmediata, para comenzar por restablecer el sistema monetario internacional: frente a mercados desorganizados y frente a cambios inestables el crédito internacional jugaba cada vez más una función vital. Antes de la Gran Guerra, los movimientos internacionales de capitales diferentes de los ligados a las inversiones a largo plazo no hacían más que contribuir a mantener la liquidez de la balanza de pagos, pero, incluso en esta función, estaban estrechamente limitados por consideraciones de carácter económico. No se concedían créditos más que a aquellas personas dignas de confianza en el terreno de los negocios. A partir de entonces la situación cambió totalmente: las deudas habían surgido por motivos políticos tales como las reparaciones por daños de guerra, y los préstamos se concedían por motivos semipolíticos, para permitir el pago de las reparaciones. Pero también se concedían préstamos por razones de política económica, con objeto de estabilizar los precios mundiales y de recuperar el patrón-oro. La parte relativamente saneada de la economía mundial se servía del crédito para tapar los agujeros que existían en las partes más desorganizadas de dicha economía, independientemente de las condiciones de la producción y del comercio. Se conseguía así artificialmente equilibrar las balanzas de pagos, los presupuestos y los cambios, en un determinado número de países sirviéndose del instrumento del crédito internacional, considerado omnipotente. Este mecanismo estaba fundado, también él, en la esperanza de una vuelta a la estabilidad de los cambios que, a su vez, era sinónimo de una vuelta al oro. Una cinta móvil de una fuerza sorprendente contribuía a mantener una imagen de unidad en un sistema económico a punto de desintegrarse; pero la condición para que esa cinta resistiese sin problemas dependía de un oportuno retorno al oro.

Ginebra llevó a cabo algo que en cierto modo resultaba sorprendente, y si no se hubiese tratado de un objetivo absolutamente inalcanzable seguramente lo hubiese conseguido, ya que su tentativa para alcanzarlo era a la vez adecuada, continua y decidida. Tal y como estaban las cosas, sin embargo no hubo, probablemente, una intervención con resultados más desastrosos que la de Ginebra. Y es justamente esta apariencia de fácil éxito lo que más contribuyó a agravar los efectos del fracaso final. Entre 1923, año en el que el marco alemán quedó pulverizado en espacio de pocos meses, y el inicio de 1930, cuando todas las monedas importantes del mundo abandonaron el oro, Ginebra utilizó el mecanismo del crédito internacional para hacer recaer el peso de las economías de Europa oriental, que no estaban completamente estabilizadas, sobre las espaldas de los vencedores occidentales en primer lugar, y sobre los hombros más anchos de los Estados Unidos de América en segundo. El desplome se produjo en América siguiendo su ciclo habitual, pero en el momento en el que se desencadenó, la red financiera creada por Ginebra y el sistema bancario anglosajón condujeron a la economía del planeta a este terrible naufragio.

Pero hay algo más, durante los años veinte, según Ginebra, las cuestiones de organización social debían de estar totalmente subordinadas a las necesidades del restablecimiento de la moneda. La deflación constituía la primera urgencia; las instituciones internas de cada nación debían adaptarse a la situación como mejor pudiesen. Había que dejar de momento para más tarde la recuperación de los mercados interiores libres y también la del Estado liberal. En efecto, en términos de la Delegación del oro, la deflación no había conseguido «alcanzar a determinadas clases de bienes y de servicios , y no había por tanto logrado introducir un nuevo equilibrio estable». Los gobiernos debían intervenir para reducir los precios de los artículos de monopolio, para reducir las bandas salariales aceptadas, para hacer descender los alquileres. El ideal del deflacionista se convirtió en una «economía libre bajo un gobierno fuerte».; pero, mientras que esta expresión era diáfana respecto a lo que se entendía por gobierno, es decir, estado de excepción y suspensión de libertades públicas, «economía libre» significaba prácticamente lo contrario de lo que aparentemente se podría pensar, es decir, precios y salarios reajustados por el gobierno aun cuando este reajuste se hizo para restablecer la libertad de los cambios y de los mercados interiores. La primacía concedida a los cambios implicaba un sacrificio que era nada más ni nada menos que el de los mercados libres y el de los gobiernos libres, los dos pilares del capitalismo liberal. Ginebra representaba así un cambio objetivo, pero no un cambio de métodos; mientras que los gobiernos inflacionistas, condenados por Ginebra, subordinaban la estabilidad de su moneda a la estabilidad de sus ingresos y del empleo, los gobiernos deflacionistas, colocados en el poder por Ginebra, recurrían también a las intervenciones para subordinar la estabilidad de los ingresos y del empleo a la estabilidad de la moneda. El informe de la Delegación del oro de la Sociedad de Naciones declaró, en 1932, que con la vuelta a la incertidumbre de los cambios se había eliminado la principal conquista monetaria del pasado decenio. Lo que no decía el informe era que en el transcurso de esos vanos esfuerzos inflacionistas no se habían recuperado los mercados libres, pese a que los gobiernos libres habían sido sacrificados. Los representantes de la economía liberal, teóricamente opuestos tanto al intervencionismo como a la deflación, habían hecho su elección y colocado el ideal de una moneda sana más alto que el ideal de la no intervención. Haciendo esto obedecían a la lógica inherente a una economía autorreguladora y, sin embargo, esta forma de proceder contribuyó a la extensión de la crisis, ya que sobrecargó las finanzas con la presión insoportable de conmociones económicas gigantescas y amontonó los déficits de las distintas economías nacionales hasta el punto de hacer explotar lo que quedaba de la división internacional del trabajo. Los representantes del liberalismo económico sostuvieron con tal obstinación, durante los diez años críticos, el intervencionismo autoritario al servicio de las políticas deflacionistas, que desencadenaron pura y simplemente un debilitamiento decisivo de las fuerzas democráticas, las cuales, si esto no hubiese ocurrido habrían podido evitar la catástrofe fascista. Gran Bretaña y Estados Unidos, que eran, no los servidores sino los dueños de la moneda, abandonaron suficientemente temprano el oro lo que les permitió librarse de este peligro.

El socialismo es ante todo la tendencia inherente a una civilización industrial para trascender el mercado autorregulador subordinándolo conscientemente a una sociedad democrática. El socialismo es la solución que surge directamente entre los trabajadores, quienes no entienden por qué no ha de estar la producción directamente regulada, ni por qué los mercados no han de ser un elemento útil, pero secundario, en una sociedad libre. Desde el punto de vista de la comunidad en su conjunto, el socialismo es simplemente una forma de continuar el esfuerzo para hacer de la sociedad un sistema de relaciones realmente humanas entre las personas que, en Europa occidental, ha estado siempre asociado a la tradición cristiana. Desde el punto de vista del sistema económico, supone, por el contrario, una ruptura radical con el pasado inmediato, en la medida en que rompe con la tentativa de convertir los beneficios pecuniarios privados en el estímulo general de las actividades productivas y, también en la medida en que no reconoce a las personas privadas el derecho a disponer de los principales instrumentos de producción. He aquí la razón por la que, en resumen, los partidos socialistas tienen dificultades para reformar la economía capitalista, incluso cuando están dispuestos a no tocar el sistema de propiedad. La simple posibilidad de que estén dispuestos a hacerlo mina el tipo de confianza que es vital en la economía liberal: la confianza absoluta en la continuidad de los títulos de propiedad. Si bien es cierto que el contenido real de los derechos de propiedad puede ser redefinido por el cuerpo legislativo, la seguridad de una continuidad formal es esencial para el funcionamiento del sistema de mercado.

Después de la Gran Guerra, se produjeron dos cambios que afectaron a la situación del socialismo. En primer lugar, el sistema de mercado se mostró tan poco fiable que casi llegó a derrumbarse, desfallecimiento que ni sus propios críticos esperaban; en segundo lugar, se estableció en Rusia una economía socialista que representaba una vía totalmente nueva, y pese a que las condiciones en las que se realizó esta experiencia hacen que sea inaplicable para los países occidentales, la existencia misma de la Rusia soviética ha ejercido en ellos una influencia profunda. Es cierto que la Unión Soviética se convirtió al socialismo sin poseer industrias ni contar con una población alfabetizada, ni tampoco con una tradición democrática, tres condiciones previas, según las concepciones de Occidente, para que pueda existir el socialismo. Estas diferencias han hecho que sus métodos y sus soluciones resulten inaplicables en otros países, pero no impidieron al socialismo convertirse en una potencia mundial. En el Continente, los partidos obreros han sido siempre socialistas en sus perspectivas y todas las reformas que intentaron realizar siempre resultaron sospechosas de servir a los objetivos socialistas. En periodos de tranquilidad social, este tipo de sospechas podrían considerarse injustificadas; los partidos socialistas de la clase obrera estaban comprometidos, por lo general, en la reforma del capitalismo y no en derrocarlo de un modo revolucionario. Pero, en el periodo crítico, la situación había cambiado. Entonces, si los métodos normales no bastaban, se ensayaban nuevos métodos que podían implicar, en el caso de los partidos obreros, la no aceptación de los derechos de propiedad. Bajo la presión de un peligro inminente, los partidos obreros podían precipitarse a adoptar medidas socialistas o al menos consideradas como tales por los adeptos y defensores de la empresa privada. La menor señal de ruptura podía sumir a los mercados en la confusión y significar el comienzo de un pánico generalizado.

En tales condiciones, el habitual conflicto de intereses existente entre patronos y asalariados adquirió un carácter amenazante. Mientras que una divergencia de intereses económicos se saldaba generalmente mediante un compromiso, las cosas cambiaban cuando intervenía la separación entre la esfera económica y la política: se producían entonces verdaderas colisiones de las que se derivaban graves consecuencias para la comunidad. Los patronos eran los propietarios de las fábricas y de las minas, eran pues las personas directamente responsables de asegurar la producción en la sociedad en parte independientemente de su interés personal en los beneficios. En principio, debían de recibir el apoyo de todos en su esfuerzo para mantener a la industria en actividad. Por otra parte, los asalariados representaban una amplia porción de la sociedad, y sus intereses coincidían en gran medida con los de la comunidad. La clase trabajadora era la única clase disponible para proteger los intereses de los consumidores, de los ciudadanos, en suma, de los seres humanos en tanto que tales y, con el sufragio universal, su número le confería una importancia preponderante en la esfera política. Sin embargo, también el cuerpo legislativo y la industria tenían compromisos que cumplir con la sociedad. Sus miembros debían contribuir a formar la voluntad común, velar por el orden público, realizar programas a largo plazo tanto en el interior como en el exterior. Ninguna sociedad compleja podía vivir sin que funcionasen un cuerpo legislativo y un cuerpo ejecutivo de carácter político. Un conflicto motivado por intereses de grupo tendría como resultado la paralización de los órganos de la industria o del Estado o de ambos y representaba un peligro inmediato para la sociedad.

Durante los años veinte, se materializó en la vida social lo que hasta entonces era un posible peligro. El partido obrero se acantonó en el Parlamente donde el número de sus elegidos le proporcionaba un gran peso; los capitalistas convirtieron a la industria en una fortaleza desde la que gobernaban el país. El bloque popular respondió interviniendo brutalmente en los negocios sin tener en cuenta las necesidades por las que atravesaba la industria. Los capitanes de la industria se ocupaban de alejar a la población de su adhesión a los dirigentes que había elegido libremente, mientras que el bloque democrático hacía la guerra al sistema industrial del que dependía la subsistencia. Por último, llegó el momento en el que el sistema económico y el político se vieron amenazados por una parálisis total. La población tenía miedo y la función dirigente podía recaer en quienes ofrecían una salida fácil, fuese cual fuese el precio a pagar. Los tiempos estaban maduros para la solución fascista.

 


 

CAPÍTULO XX

LA HISTORIA EN EL ENGRANAJE DEL CAMBIO SOCIAL

 

Si existió alguna vez un movimiento político que respondiese a las necesidades de una situación objetiva, en vez de ser la consecuencia de causas fortuitas, ese fue el fascismo. Al mismo tiempo, el carácter destructor de la solución fascista era evidente. El fascismo proponía un modo de escapar a una situación institucional sin salida que, esencialmente, era la misma en un gran número de países, por lo que intentar aplicar este remedio equivalía a extender por todas partes una enfermedad mortal. Así perecen las civilizaciones. Se puede describir la solución fascista como el impasse en el que se había sumido el capitalismo liberal para llevar a cabo una reforma de la economía de mercado, realizada al precio de la extirpación de todas las instituciones democráticas tanto en el terreno de las relaciones industriales como en el político. El sistema económico, que amenazaba con romperse, debía así recuperar fuerzas, mientras que las poblaciones quedarían sometidas a una reeducación destinada a desnaturalizar el individuo y a convertirlo en un ser incapaz de funcionar como un miembro responsable del cuerpo político. Esta reeducación, que incluía dogmas propios de una religión política y que rechazaba la idea de fraternidad humana en cualquiera de sus manifestaciones, se llevó a cabo mediante un acto de conversión de masas impuesto a los recalcitrantes mediante métodos científicos de tortura.

La aparición de un movimiento de este género en los países industriales del globo, e incluso en un determinado número de países poco industrializados, nunca debió de ser atribuida a causas locales, a mentalidades nacionales o a historias locales, como pensaron con contumacia los contemporáneos. El fascismo tenía tan poco que ver con la Gran Guerra como con el Tratado de Versalles, con el militarismo junker o con el temperamento italiano. El movimiento hizo su aparición en países victoriosos como Yugoslavia, en países de temperamento nórdico como Finlandia y Noruega y en países de temperamento meridional como Italia y España. En países de raza aria como Inglaterra, Irlanda y Bélgica, o de raza no aria como Japón, Hungría y Palestina, en países de tradición católica como Portugal y en países protestantes como Holanda, en comunidades de estilo militar como Prusia y de estilo civil como Austria, en viejas culturas como Francia y en culturas nuevas como los Estados Unidos y los países de América Latina. A decir verdad, no existió ningún trozo de tierra de tradición religiosa, cultural o nacional que proporcionase a un país un carácter invulnerable frente al fascismo, una vez reunidas las condiciones que hicieron posible su aparición.

Resulta relevante observar la escasa relación existente entre su fuerza material y numérica y su eficacia política. El propio término de «movimiento» es engañoso, puesto que implica una determinada forma de encuadramiento o de participación personal en masa. Si existiese un rasgo característico del fascismo sería que no dependía de ese tipo de manifestaciones populares. Pese a que, por lo general, el fascismo tuvo por objetivo ser seguido por las masas, su fuerza potencial no se manifiesta tanto por el número de sus seguidores cuanto por la influencia de personas de alto rango, de quienes los dirigentes fascistas se granjearon el apoyo: podían contar con su influencia sobre la comunidad para protegerlos contra las consecuencias de un posible golpe frustrado, con lo cual se neutralizaban los riesgos de una revolución.

Cuando un país se acercaba a una fase fascista, presentaba una serie de síntomas, entre los que no figuraba necesariamente un movimiento propiamente fascista. Citemos algunos otros signos tan importantes como este: la difusión de filosofías irracionalistas, opiniones heterodoxas sobre la moneda, críticas al sistema de partidos e infamias dirigidas contra el «régimen», cualquiera que fuera su forma democrática. Algunos de sus múltiples y diversos precursores fueron la denominada filosofía universalista de Othmar Spann en Austria, la poesía de Stephan George y el romanticismo cosmogónico de Ludwig Klages en Alemania, el vitalismo erótico de D. H. Lawrence en Inglaterra y el culto del mito político de Georges Sorel en Francia. Hitler fue conducido, por último, al poder por la camarilla feudal que rodeaba al presidente Hindenburg, al igual que Mussolini y Primo de Rivera, quienes consiguieron su ascensión gracias a sus soberanos respectivos.. Hitler podía, sin embargo, apoyarse en un amplio movimiento; Mussolini en uno pequeño, mientras que Primo de Rivera no contaba con un movimiento de apoyo. No se produjo en ningún caso una verdadera revolución contra la autoridad constituida; la táctica fascista consistía invariablemente en un simulacro de rebelión, organizado con un acuerdo tácito de las autoridades, que pretendían haberse visto desbordadas por la fuerza. Estas son las grandes líneas de un marco complejo, en el que había que conferir un puesto a personajes tan variados como el demagogo católico francotirador de Detroit, ciudad industrial, el «Kingfish» de la retrasada Luisiana, los conspiradores del ejército japonés y los saboteadores ucranianos antisoviéticos. El fascismo era una posibilidad política siempre dispuesta, una reacción sentimental casi inmediata en todas las comunidades industriales después de los años treinta. Al fascismo se lo puede considerar como un impulso, una maniobra, más que un «movimiento», para indicar la naturaleza impersonal de la crisis cuyos síntomas eran con frecuencia vagos y ambiguos. Muchas veces no se sabía realmente si un discurso político, una obra de teatro, un sermón, un desfile, una metafísica, una corriente artística, un poema o el programa de un partido eran fascistas o no. No existía un criterio general para definir el fascismo, ni tampoco para dilucidar si éste poseía una doctrina en el sentido habitual del término. Todas sus formas organizadas presentaban, sin embargo, rasgos significativos: la brusquedad con que aparecían y desaparecían, para estallar con violencia tras un periodo indefinido de latencia. Todo esto se adecua a la imagen de una fuerza social cuyas fases de crecimiento y de declive corresponden a una situación objetiva.

Lo que nosotros hemos denominado, para ser breves, «una situación fascista» no era más que la oportunidad típica de victorias fascistas fáciles y totales. De repente, las formidables organizaciones sindicales y políticas de los trabajadores y de otros partidarios declarados de la libertad constitucional se dispersaban y grupos fascistas minúsculos barrían lo que hasta entonces parecía constituir la fuerza irresistible de los gobiernos, de los partidos y de los sindicatos democráticos. Si una «situación revolucionaria» se caracteriza por la desintegración psicológica y moral de todas las fuerzas de la resistencia, hasta el punto de que un puñado de rebeldes mal armados son capaces de tomar por la fuerza las ciudadelas dominadas por la reacción, entonces la «situación fascista» es muy semejante, salvo que, en este caso, son los bastiones de la democracia y de las libertades constitucionales quienes son derrotados; resulta llamativo el carácter insuficiente de sus defensas. En Prusia, en julio de 1932 el gobierno legal socialdemócrata, escudado en el poder legítimo, capituló ante la simple amenaza de violencia institucional proferida por Herr von Papen. Cerca de seis meses más tarde, Hitler tomó posesión pacíficamente de las posiciones mas elevadas del poder, desde las que pronto lanzó un ataque revolucionario de destrucción total contra las instituciones de la república de Weimar y los partidos constitucionales. Pensar que es la potencia del movimiento la que creó situaciones como ésta, es no darse cuenta de que, en este caso, fue la situación la que dio origen al movimiento, y, por tanto, equivale a no extraer la lección principal de los acontecimientos ocurridos en los últimos decenios.

El fascismo, como el socialismo, estaba enraizado en una sociedad de mercado que se negaba a funcionar. Abarcaba, pues, todo el planeta, su alcance era de escala mundial, universal en sus efectos; sus consecuencias trascendían la esfera económica y engendraron una especie de gran transformación de carácter claramente social. El fascismo irradió a casi todos los ámbitos de la actividad humana, políticos o económicos, culturales o filosóficos, artísticos o religiosos. Y, hasta un cierto punto, se fundió con tendencias propias del lugar y de la esfera de actividad. Resulta imposible comprender la historia de este periodo si no se diferencia el impulso fascista subyacente, de las tendencias efímeras con las que su acción se fusionó en los diferentes países.

En la Europa de los años veinte, dos de estas tendencias figuraban de manera predominante y recubrían la configuración menos clara, pero mucho más amplia, del fascismo: la contrarrevolución y el revisionismo nacionalista. Estas tendencias se apoyaban de forma inmediata en los tratados y las revoluciones de la postguerra; estaban estrictamente determinadas y, se limitaban a sus objetos específicos, pero se podían confundir fácilmente con el fascismo.

Las contrarrevoluciones formaban el habitual retorno del péndulo político hacia un estado de cosas que había sido violentamente trastocado. Estos desplazamientos habían sido característicos en Europa a partir de la Commonwealth of England (1649-1660) por lo menos, y no tenían más que relaciones limitadas con los procesos sociales de la época. En los años veinte, se desarrollaron numerosas situaciones de este tipo, ya que las sublevaciones que derrocaron a más de una docena de tronos en Europa central y oriental no se producían tanto en apoyo a la democracia cuanto, en buena medida, para resarcirse de la derrota. Hacer la contrarrevolución era una tarea principalmente política, que retornó de forma espontánea a las clases y a los grupos desposeídos, tales como las dinastías, las aristocracias, las iglesias, los grandes industriales y los partidos a los que estos grupos sociales estaban afiliados. Durante este periodo, las alianzas y los choques entre conservadores y fascistas afectaron sobre todo al papel que correspondía jugar a los fascistas en la empresa contrarrevolucionaria. Ahora bien, el fascismo era una tendencia revolucionaria dirigida, tanto contra el conservadurismo, como contra las fuerzas revolucionarias del socialismo en concurrencia con él. Esto no impidió a los fascistas buscar el poder en el campo político, ofreciendo sus servicios a la contrarrevolución; y si intentaron conseguir el poder fue porque el conservadurismo era incapaz, según ellos, de cumplir esta tarea que era indispensable realizar si se quería cortar el camino al socialismo. Los conservadores, naturalmente, intentaron monopolizar las glorias de la contrarrevolución o, en algunos casos como en Alemania, la realizaron ellos solos. Privaron a los partidos de la clase obrera de toda influencia y de todo poder sin hacer concesiones a los nazis. En Austria, de un modo semejante, los socialistas cristianos (partido conservador) desarmaron en gran medida a los trabajadores (1927), sin hacer la menor concesión a la «revolución de derechas». Incluso en aquellos países en donde la participación fascista en la contrarrevolución era inevitable, se instalaron gobiernos «fuertes» que mantuvieron al margen al fascismo. Esto es lo que sucedió en Estonia en 1929, en Finlandia en 1932 y en Letonia en 1934. Regímenes pseudo liberales quebraron momentáneamente el poder del fascismo en 1922 en Hungría y en 1926 en Bulgaria. Solamente en Italia los conservadores fueron incapaces de restablecer la disciplina del trabajo en la industria sin proporcionar a los fascistas la posibilidad de tomar el poder.

En los países vencidos por las armas, y también en la Italia derrotada «psicológicamente», el problema nacional ocupaba un primer plano. Existía ahí un problema innegable que había que resolver. El desarme permanente de los países vencidos constituía una herida constantemente abierta y más dolorosa que cualquier otra; en un mundo en el que la única organización existente de derecho internacional, de orden internacional y de paz internacional se fundaba en el equilibrio entre las potencias, un determinado número de países se habían visto reducidos a la impotencia sin saber muy bien qué tipo de sistema de equilibrio reemplazaría al que imperó hasta la Gran Guerra. La Sociedad de Naciones representaba, en el mejor de lo casos, una prolongación de dicho sistema; en realidad, ni siquiera estaba a la altura del antiguo Concierto europeo, puesto que, a partir de entonces, las condiciones previas para una difusión general del poder no existían. El naciente movimiento fascista se puso al servicio, casi en todas partes, de la cuestión nacional; si no hubiese «captado» esta función, no habría podido sobrevivir.

El fascismo utilizó, sin embargo, este función como un trampolín y, en ocasiones jugó la baza pacifista y aislacionista. En Inglaterra y en los Estados Unidos, estaba ligado al appeasement de los partidarios de la política de concesiones; en Austria, la Heimwhr cooperaba con diversos pacifistas católicos, y el fascismo católico era, por principio, antinacionalista. Huey Long gobernador de la Luisiana en 1928, donde ejerció un poder político dictatorial y fue senador en 1930 abiertamente opuesto Roosevelt no necesitó conflictos fronterizos con el Mississippi o Texas para lanzar su movimiento fascista. Movimientos similares en Holanda y en Noruega no eran, sin embargo, nacionalistas, sino más bien traidores a la nación: Quisling fundador del partido fascista noruego y miembro del gobierno de ocupación tras la invasión alemana fue posiblemente un buen fascista, pero con toda seguridad no fue un buen patriota.

En su lucha para conquistar el poder, el fascismo se sentía completamente libre para despreciar o utilizar a su antojo cuestiones locales. Su objetivo trascendía el marco político y económico: era de carácter social. Se puede decir que este movimiento es una religión política al servicio de un proceso de degeneración. En su periodo ascendente, se sirvió de todas las teclas emocionales, pero, una vez victorioso, únicamente dejó subir al carro de la victoria a un pequeño número de motivaciones; móviles, por otra parte, muy peculiares. Si no distinguimos con claridad entre la pseudo intolerancia manifestada en la época de lucha por el poder y su verdadera intolerancia una vez alcanzado éste, no podremos comprender la diferencia sutil, pero decisiva, que existe entre el simulacro nacionalista de algunos movimientos fascistas durante la revolución y el no nacionalismo, específicamente imperialista, al que se adhirieron tras la revolución.

Mientras que los conservadores consiguieron por regla general conducir solos la revolución, los fascistas pocas veces fueron capaces de solventar el problema nacional internacional. Brüning sostuvo en 1940 que él había solucionado la cuestión de las reparaciones y del desarme de Alemania antes de que la «camarilla que rodeaba a Hindenburg» decidiese derrocarlo y entregar el poder a los nazis; lo que había ocurrido es que éstos no querían que él les arrebatase la gloria. Que las cosas hayan sucedido así o de otro modo, tiene poca importancia, ya que la cuestión de la igualdad de estatuto de Alemania no se limitaba en absoluto al desarme técnico, como Brüning daba a entender, sino que implicaba la cuestión también vital de la desmilitarización; además, no había más remedio que tener en cuenta la fuerza que la diplomacia alemana extraía de la existencia de masas nazis entregadas a una línea política radicalmente nacionalista. Los acontecimientos probaron de modo concluyente que Alemania no habría podido obtener la igualdad de estatuto sin que se produjese una ruptura revolucionaria: desde este ángulo, se ve con toda claridad la terrible responsabilidad del nazismo, que ha enfangado a una Alemania de libertad y de igualdad en una carrera de crímenes. Tanto en Alemania como en Italia, el fascismo pudo apropiarse del poder gracias a que utilizó como palanca para su propio lanzamiento las cuestiones nacionales no resueltas, mientras que en Francia y en Gran Bretaña se vio debilitado de forma decisiva por su antipatriotismo. En los pequeños países dependientes, el espíritu de subordinación a una potencia extranjera se reveló como una baza para el fascismo.

Como podemos observar, el fascismo europeo de los años veinte se ligó exclusivamente de un modo accidental a tendencias nacionalistas y contrarrevolucionarias. Se produjo así una simbiosis entre movimientos que en su origen eran independientes, que se reforzaron unos a otros dando la impresión de que existían entre ellos profundas semejanzas, cuando en realidad eran muy distintos.

De hecho, el papel jugado por el fascismo ha estado determinado por un único factor: el estado del sistema de mercado.

Durante el periodo transcurrido entre 1917-23, los gobiernos solicitaron ocasionalmente a los fascistas que los ayudasen a restablecer la ley y el orden: esto bastaría para hacer funcionar el sistema de mercado. En este periodo el fascismo continuó siendo embrionario. Durante el periodo comprendido entre 1924-29, el restablecimiento del sistema del mercado parecía asegurado, y, durante este tiempo, el fascismo se desdibujó completamente en tanto que fuerza política.

A partir de 1930, la economía de mercado entró en crisis, y además en una crisis generalizada. En pocos años, el fascismo se convirtió en una potencia mundial.

En el primer periodo, que abarca de 1917 a 1923 el fascismo no hizo más que recibir su certificado de nacimiento: fue entonces cuando se creó esta denominación. En algunos países europeos, como Finlandia, Lituania, Estonia, Letonia, Polonia, Rumania, Bulgaria, Grecia y Hungría, se habían producido revoluciones agrarias o socialistas, mientras que en otros países, entre los que figuraban Italia, Alemania y Austria, la clase obrera industrial había adquirido un importante peso político. A fin de cuentas, las contrarrevoluciones restablecieron el equilibrio interior de fuerzas. En la mayor parte de los países, el campesinado se opuso a los obreros de las ciudades; en otros, se inició un movimiento fascista en el que participaron como fundadores oficiales representantes del ejército y la gentry, que sirvieron de ejemplo al campesinado; en otros, como en Italia, los parados y la pequeña burguesía se constituyeron en tropas fascistas. En todas partes se hablaba de lo mismo, el mantenimiento del orden, pero no se planteaba una reforma radical; dicho de otro modo, no existía ninguna señal de una posible revolución fascista. Estos movimientos eran fascistas en su aspecto formal, es decir, en la medida en que bandas civiles, formadas por elementos considerados irresponsables, hacían uso de la violencia con la complicidad de las autoridades. La filosofía antidemocrática del fascismo había nacido ya, pero no constituía todavía un factor político. Trotski realizó un voluminoso informe sobre la situación italiana en vísperas del Segundo Congreso del Komintern en 1920, pero ni siquiera llega a mencionar el fascismo, pese a que los fasci existían desde hacía algún tiempo. Fue preciso que trascurriesen al menos diez años todavía para que el fascismo italiano, instalado desde hacía tiempo en el gobierno del país, concibiese una especie de sistema social particular y propio.

En Europa y en los Estados Unidos, los años veinticuatro y siguientes conocieron la irrupción de una prosperidad que, como una ola tumultuosa, arrastraba todas las preocupaciones planteadas acerca de la salud del sistema de mercado. Se impuso así un capitalismo restablecido. El bolchevismo y el fascismo habían sido destruidos, salvo en regiones periféricas. El Komintern declaró que la consolidación del capitalismo era una realidad. Mussolini hizo un elogio del capitalismo liberal; todos los países importantes estaban en plena expansión, salvo Gran Bretaña. Los Estados Unidos gozaban de una prosperidad de leyenda y el Continente casi lo conseguía también. El golpe de Hitler había sido neutralizado; Francia había evacuado el Ruhr; el marco alemán se había rehecho como por un milagro; el plan Dawes había separado la política de las reparaciones consiguientes a la Gran Guerra; Locarno estaba en perspectiva, y Alemania iniciaba sus siete años de vacas gordas. Antes de finalizar el año 1926, el patrón-oro reinaba de nuevo desde Moscú hasta Lisboa.

Fue en el tercer periodo, tras 1929, cuando la verdadera significación del fascismo se hizo visible. Era evidente que el sistema de mercado se encontraba en un callejón sin salida: hasta entonces el fascismo no había sido prácticamente nada más que un rasgo característico del gobierno autoritario de Italia que, si exceptuamos esto no difería demasiado de los gobiernos de tipo más tradicional. A partir de ahora, surgía, sin embargo, como una solución de recambio al problema de una sociedad industrial. Alemania pasó a dirigir una revolución de envergadura europea y el alineamiento fascista proporcionó a su lucha por el poder una dinámica que pronto abrazó los cinco continentes. La historia se vio así atrapada en el engranaje del cambio social.

Un suceso casual, pero que no era del todo accidental, inició la destrucción del sistema internacional. Un derrumbamiento de los cambios en Wall Street adquirió enormes proporciones y determinó la decisión de Gran Bretaña de abandonar el oro, y dos años más tarde Estados Unidos siguió el mismo camino. Paralelamente la Conferencia sobre el desarme dejó de reunirse y Alemania abandonó la Sociedad de Naciones en 1934.

 Estos hechos simbólicos inauguraron una época de cambios espectaculares en la organización del mundo. Tres potencias, Japón, Alemania e Italia, se rebelaron contra el statu quo y sabotearon las instituciones de paz que estaban a punto de desplomarse. Al mismo tiempo, la organización efectiva de la economía mundial se negaba a funcionar. El patrón-oro quedó fuera de servicio, al menos provisionalmente, por obra de sus creadores anglosajones; las deudas extranjeras fueron rechazadas por considerar que transgredían las leyes; los mercados de capitales y el comercio mundial disminuyeron. El sistema político y el sistema económico del planeta se desintegraban al mismo tiempo.

El cambio no era menos radical en el interior de los propios países. Los sistemas de bipartidismo eran sustituidos por gobiernos de partido único y, algunas veces, por gobiernos nacionales. Las similitudes exteriores entre las dictaduras y los países que conservaban una opinión pública democrática servían, sin embargo, pura y simplemente para poner de relieve la suprema importancia de instituciones libres de discusión y de decisión. Rusia adoptó la forma de un socialismo dictatorial. El capitalismo liberal desapareció en los países que se preparaban para la guerra, como Alemania, Japón e Italia y también, aunque en menor medida, en Estados Unidos y Gran Bretaña. Existía, pues, una semejanza entre los regímenes nacientes, el fascismo, el socialismo y el New Deal. Pero, de hecho, su fundamento común consistía únicamente en el abandono de los principios del laissez faire.

La historia se había visto orientada y encaminada por un suceso que era exterior a todas las naciones, y cada una de ellas reaccionó frente a este desafío de acuerdo con su posición. Algunas naciones se oponían al cambio; otras necesitaron tiempo para hacerle frente; y algunas continuaron indiferentes. Además, buscaban soluciones en distintas direcciones. Desde el punto de vista de la economía de mercado, sin embargo, estas soluciones, con frecuencia radicalmente distintas, representaban simplemente variantes.

Entre las naciones que estaban decididas a servirse del cambio general para sus propios intereses, existía un grupo de potencias descontentas, para quienes la desaparición del sistema de equilibrio entre las potencias, incluso bajo la forma debilitada de la Sociedad de Naciones, parecía ofrecerles una oportunidad única. Alemania estaba entonces impaciente por apresurar la caída de la economía mundial tradicional, gracias a la cual se mantenía en pie el orden internacional, y aceleró su derrumbe para sacar ventaja a sus oponentes. Se desprendió deliberadamente del sistema internacional del capitalismo, de la mercancía y de la moneda, de tal forma que el mundo exterior ejerciese una influencia menor sobre ella cuando decidiese que le resultaba más fácil incumplir sus obligaciones políticas. Propició la autarquía económica para asegurarse así la libertad necesaria para realizar sus planes de enorme envergadura. Derrochó sus reservas de oro, destruyó su crédito exterior mediante el gratuito incumplimiento de sus obligaciones, e incluso, en un determinado momento, redujo a cero su balanza de comercio exterior, pese a que le era favorable. No se preocupó prácticamente de ocultar sus verdaderas intenciones, ya que, ni Wall Street ni la City de Londres, ni Ginebra, se imaginaban que los nazis contaban en realidad con la disolución final de la economía del siglo XIX. Sir John Simón y Montagu Norman creían firmemente que, en último término Schacht restablecería una economía ortodoxa: según ellos, Alemania actuaba así en defensa propia y retornaría al redil cuando se viese financieramente apoyada. Este tipo de ilusión persistió en Downing Street hasta la época de Munich e, incluso, hasta más tarde. Mientras que su capacidad para adaptarse a la disolución del sistema tradicional favorecía enormemente a Alemania y a sus planes de complot, Gran Bretaña se encontraba en gran desventaja, dado que continuaba intentando adaptarse al oro; su economía y sus finanzas continuaron estando basadas sobre los principios de la estabilidad de los cambios y de una moneda saneada; de ahí las limitaciones a las que tuvo que someterse para su rearme. La autarquía alemana era una consecuencia de consideraciones militares y políticas que provenían de su plan de salir al encuentro de una transformación general, mientras que la estrategia y la política extranjera de Gran Bretaña se veían frenadas por sus concepciones financieras conservadoras. La estrategia de la guerra limitada reflejaba la opinión de un mercado insular: éste se consideraba seguro mientras su marina fuese lo suficientemente poderosa para asegurarle el aprovisionamiento que su moneda saneada podía comprar en los Siete Mares. Hitler estaba ya en el poder cuando, en 1933, el radical Duff Cooper abogaba por la reducción del presupuesto del ejército de 1932: esta reducción se había efectuado para «hacer frente a la bancarrota nacional, que era entonces considerada un peligro todavía mayor que tener fuerzas militares ineficaces. Pasados más de tres años, Lord Halifax sostenía que la paz podía obtenerse mediante retoques económicos y que no se debía alterar el comercio, ya que cualquier ingerencia haría todavía más difíciles esos arreglos. Halifax y Chamberlain, cuando definían la política británica el mismo año de Munich, hablaban todavía de sus «balas de fusil fabricadas con plata» y de los préstamos americanos tradicionales a Alemania. De hecho, incluso después que Hitler hubiese pasado el Rubicón y ocupado Praga, Lord Simón aprobaba en la Cámara de los Comunes la posición adoptada por Montagu Norman en la transferencia a Hitler de la reserva de oro checoslovaca. Simón estaba convencido de que la integridad del patrón-oro, a cuyo restablecimiento consagraba toda su ciencia política, era lo más importante. Entonces se creyó que la acción de Simón era el resultado de una política decidida de conciliación. En realidad, era un homenaje al espíritu del patrón-oro, que continuaba gobernando las perspectivas de los hombres importantes de la City de Londres en cuestiones estratégicas y políticas. La misma semana en que estalló la guerra, el Foreing Office, formuló, en respuesta a una comunicación verbal de Hitler a Chamberlain, la política de Gran Bretaña en la línea de los préstamos tradicionales de los americanos a Gran Bretaña. La falta de preparación militar de Gran Bretaña se debía, sobre todo, a que se adhería a una economía liberal del patrón-oro.

Alemania obtuvo con esto inmediatamente una serie de ventajas, al igual que el que decapita a quien está condenado a muerte. Su ventaja duró mientras la destrucción del sistema ya agotado del siglo XIX le permitió permanecer en cabeza. La destrucción del capitalismo liberal, del patrón-oro y de las soberanías absolutas fueron el resultado fortuito de sus incursiones de pillaje. Adaptándose al aislamiento que ella misma había provocado y, más tarde, con sus expediciones de venta de esclavos, puso en marcha soluciones experimentales para ciertos problemas de la transformación.

Su mayor triunfo político fue, sin embargo, el de ser capaz de obligar a los países del mundo a alinearse contra el bolchevismo. Alemania extrajo los principales beneficios de la gran transformación, convirtiéndose en cabecilla de esta solución del problema de la economía de mercado, que, durante largo tiempo, parecía asegurar la adhesión incondicional de las clases propietarias y, conviene recordarlo, no únicamente de ellas. Si se acepta la hipótesis liberal y marxista de la primacía de los intereses económicos de clase, Hitler debía ganar; pero, a la larga, se iba a comprobar que la unidad social era más determinante que la unidad económica, y la nación mas que la clase social.

La expansión de Rusia está ligada también al papel que desempeñó en esta gran transformación. Desde 1917 a 1929, el miedo al bolchevismo no era otra cosa que el temor al desorden que obstaculizaría fatalmente la recuperación de una economía de mercado, que no podía funcionar más que en una atmósfera de confianza sin reservas. En los diez años siguientes, el socialismo se hizo realidad en Rusia. En lo que concierne a la tierra, ese factor decisivo, la colectivización de las explotaciones agrícolas significaba la sustitución de la economía de mercado por métodos cooperativos. Rusia, que había sido simplemente la sede de una agitación revolucionaria dirigida contra el mundo capitalista, apareció entonces como el representante privilegiado de un nuevo sistema que podía reemplazar a la economía de mercado.

Por lo general, no nos damos cuenta de que los bolcheviques, a pesar de que ellos mismos eran ardientes socialistas, rechazaban obstinadamente «implantar el socialismo en Rusia». Sus convicciones marxistas habrían impedido, por sí solas, una tentativa de este tipo en un país agrícola atrasado. Pero, al margen del episodio absolutamente excepcional de lo que se ha denominado el «comunismo de guerra» (1920), los dirigentes mantenían que la revolución mundial debía surgir en la Europa occidental industrializada. El socialismo en un solo país les habría parecido una contradicción in terminis y, cuando esto sucedió, los viejos bolcheviques lo rechazaron casi unánimemente. Pero fue precisamente esta desviación lo que se reveló como un éxito sorprendente.

Si nos remontamos un cuarto de siglo en la historia de Rusia, observamos que eso que denominamos Revolución rusa ha consistido en realidad en dos revoluciones separadas; la primera ha encarnado los ideales tradicionales de Europa occidental, mientras que la segunda forma parte del desarrollo completamente nuevo de los años treinta. En realidad, la Revolución de 1917-24 ha sido la última insurrección política europea que siguió el modelo de la Commonwealth inglesa y de la Revolución francesa; la revolución, que comenzó con la colectivización de la tierra, hacia 1930, constituyó el primero de los grandes cambios sociales que han transformado nuestro mundo en los años treinta. La primera Revolución rusa supuso la destrucción del absolutismo, de la posesión feudal de las tierras y de la opresión racial, convirtiéndose en verdadera heredera de 1789; la segunda revolución instauró una economía socialista. Para expresarlo de un modo resumido, la primera fue pura y simplemente un acontecimiento ruso, en la medida en que coronó un largo proceso de desarrollo occidental sobre el suelo ruso, mientras que la segunda formaba parte de una gran transformación, una transformación universal.

A primera vista, la Rusia de los años veinte se mantenía aislada de Europa y trabajaba por su propia salvación. Un análisis más profundo podría desmentir esta imagen superficial, ya que, entre los factores que la obligaron a decidirse en los años que separan las dos revoluciones, está el fracaso del sistema internacional. En 1924 el «comunismo de guerra» era ya un incidente olvidado y Rusia había reinstalado un mercado interior libre, de cereales, a la vez que mantenía en las elevadas manos del Estado el comercio exterior y las industrias claves. Estaba entonces decidida a incrementar su comercio exterior, que dependía ante todo de las exportaciones de cereales, madera, pieles y de algunas otras materias primas orgánicas, cuyos precios se derrumbaron estrepitosamente durante la crisis agrícola que precedió al hundimiento general del comercio. Al ser incapaz de desarrollar su comercio exterior en términos favorables, Rusia se vio obligada a limitar sus importaciones de máquinas y, por tanto, a establecer una industria nacional; esto, a su vez, afectó de un modo desfavorable a los intercambios existentes entre el campo y la ciudad, lo que vulgarmente se conoce como un «recorte», hizo aumentar así el antagonismo de los campesinos hacia el poder de los obreros de las ciudades. La desintegración de la economía mundial acrecentó la tensión, lo que dificultó la búsqueda de soluciones para solventar la cuestión agraria en Rusia y precipitó la llegada del koljoz. El sistema político tradicional europeo no conseguía garantizar la seguridad: este fracaso concurría, a su vez, a acentuar más los mismos efectos, puesto que creaba una necesidad de armamento y agravaba aún más la carga de una industrialización forzada. La ausencia del sistema de equilibrio entre las potencias del siglo XIX, así como la incapacidad en que se encontraba el mercado mundial para absorber los productos agrícolas rusos, obligaron a Rusia a entrar a contracorriente en la vía de la autosuficiencia. El socialismo en un solo país fue producto de la incapacidad de la economía de mercado para proporcionar un lazo de unión entre todos los países, y lo que apareció como la autarquía rusa no era sino la desaparición del internacionalismo capitalista.

El fracaso del sistema internacional liberó las energías de la historia: los raíles habían sido colocados por la fuerza de las tendencias inherentes a una sociedad de mercado.

 


 

CAPÍTULO XXI

LA LIBERTAD EN UNA SOCIEDAD COMPLEJA

 

La civilización del siglo XIX no fue destruida por un ataque exterior o interior de los bárbaros; su vitalidad no se vio minada ni por las devastaciones de la Primera Guerra mundial, ni por la rebelión de un proletariado socialista o de una pequeña burguesía fascista. Su fracaso no fue consecuencia de supuestas leyes de la economía, tales como la baja tendencial de la tasa de ganancias, la del subconsumo o la de la superproducción. Su desintegración fue mas bien el resultado de un conjunto de causas muy diferentes: las medidas adoptadas por la sociedad para no verse aniquilada por la acción del mercado autorregulador. Al margen de circunstancias excepcionales, como las que reinaron en América del Norte en la época de la «frontera» abierta, el conflicto entre el mercado y las exigencias elementales de una vida social organizada le han conferido a este siglo su dinámica y producido tensiones y presiones específicas que, finalmente, destruyeron esta sociedad. Las guerras exteriores no hicieron más que acelerar su destrucción.

Tras un siglo de «mejoras ciegas», el hombre restauró su «hábitat». Si no se quería dejar que el industrialismo pusiese en peligro la especie humana, había que subordinarlo a las exigencias de la naturaleza del hombre. La verdadera crítica que se puede formular a la sociedad de mercado no es que se funde en lo económico en cierto sentido, toda sociedad, cualquier sociedad, lo hace, sino que su economía descanse en el interés personal. Una organización semejante de la vida económica es totalmente no natural, en el sentido estrictamente empírico de que es excepcional. Los pensadores del siglo XIX suponían que el hombre, en su actividad económica, buscaba el beneficio, que su propensión materialista lo empujaba a optar por el menor esfuerzo y a esperar una remuneración por su trabajo, en suma, que en su actividad económica el hombre debía tender a adaptase a lo que ellos describían como una racionalidad económica, y que los comportamientos contrarios a esta racionalidad provenían de una intervención exterior. De aquí se deducía que los mercados eran instituciones naturales, susceptibles de surgir espontáneamente con tal de que se dejase libertad de acción a los hombres. Nada, por tanto, más normal que un sistema económico constituido por mercados gobernados únicamente por los precios, y una sociedad humana fundada en ellos que aparecía como el objetivo del progreso. Lo importante no era tanto si esta sociedad era o no deseable desde el punto de vista moral, cuanto si era realizable en la práctica por considerar que estaba fundada en características inherentes al género humano.

En realidad, como sabemos en la actualidad, el comportamiento del hombre ya sea en estado primitivo o en las distintas fases históricas de nuestra cultura, ha sido prácticamente lo opuesto de lo que los pensadores del siglo XIX creían. La frase de Frank H. Knight «ningún móvil específicamente humano es económico», se aplica no solamente a la vida social en general, sino también a la vida económica. La tendencia al trueque, sobre la cual Adam Smith fundamentaba su confianza para describir al hombre primitivo, no es una tendencia común a todos los seres humanos en sus actividades económicas, sino una inclinación muy poco frecuente. No solamente el testimonio de la etnología moderna desmiente estas elucubraciones racionalistas, sino también la historia del comercio y de los mercados, que es muy diferente de las teorías propuestas por los sociólogos conciliadores del siglo XIX. La historia económica muestra que los mercados nacionales no surgieron en absoluto porque se emancipase la esfera económica progresiva y espontáneamente del control gubernamental, sino que, más bien al contrario, el mercado fue la consecuencia de una intervención consciente y muchas veces violenta del Estado, que impuso la organización del mercado en la sociedad para fines no económicos. Y, cuando se examina este proceso más de cerca, se comprueba que el mercado autorregulador del siglo XIX difiere radicalmente de los mercados precedentes, incluso de su predecesor más inmediato, en lo que se refiere al egoísmo económico como factor fundamental de su regulación. La debilidad congénita de la sociedad del siglo XIX no radica en que ésta fuese industrial, sino en que era una sociedad de mercado. La civilización industrial continuará existiendo cuando la experiencia utópica de un mercado autorregulador ya no sea más que un recuerdo. Muchos piensan, sin embargo, que se trata de un proyecto desesperado, como para que resulte creíble, fundamentar una civilización industrial en una nueva base independiente del mercado. Temen un vacío institucional, o peor aún, la pérdida de la libertad. ¿Tienen las cosas que suceder así necesariamente? Una gran parte de los inmensos sufrimientos inseparables de un periodo de transición ya son agua pasada. Con la dislocación social y económica de nuestra época, con las trágicas vicisitudes de la crisis, las fluctuaciones monetarias, el paro masivo, los cambios sociales, la destrucción espectacular de Estados históricos, parece que ya hemos pasado lo peor. Sin saberlo, hemos pagado el precio del cambio. La humanidad está lejos aún de haberse adaptado a la utilización de las máquinas y quedan por acontecer grandes cambios; sin embargo, resulta tan imposible restaurar el pasado, como trasladar nuestras actuales dificultades a otro planeta. Una tentativa tan inútil, en lugar de eliminar las fuerzas demoníacas de la agresión y de la conquista, prolongaría en realidad su supervivencia, incluso tras su total derrota militar. Tan vanas intenciones proporcionarían la ventaja, decisiva en política, a las fuerzas más reaccionarias, de representar lo posible a pesar de que no resulte viable, incluso si se proyecta con las mejores intenciones. El hundimiento del sistema tradicional no nos deja, sin embargo, en el vacío. Y no es la primera vez en la historia que los remedios contra el absurdo pueden contener los gérmenes de grandes instituciones duraderas.

Asistimos en el interior de las naciones a una evolución: el sistema económico ha dejado de ser la ley de la sociedad y se ha restaurado la primacía de la sociedad sobre ese sistema. Esta evolución puede producirse adoptando diferentes formas, democráticas y aristocráticas, constitucionales y autoritarias, puede incluso surgir una forma totalmente imprevista. Lo que para algunos países representa el futuro, es ya algo presente en otros, lo que no excluye que algunos puedan encarnar aún el pasado. Pero el resultado es el mismo para todos, el sistema de mercado ya no será más autorregulador, ni tan siquiera, incluso en teoría, puesto que ya no abarcará al trabajo, ni a la tierra, ni al dinero.

Establecer un mercado concurrencial del trabajo supuso una transformación radical; sustraer el trabajo al mercado supone una transformación no menos radical: el contrato salarial deja de ser un contrato privado, salvo en aspectos secundarios y accesorios. Ya no son simplemente las condiciones de fábrica, las horas de trabajo, ni las formas de contrato las que están determinadas al margen del mercado, sino los propios salarios de base; el papel que recayó en este sentido en los sindicatos, en el Estado, y en otras instancias públicas, no depende únicamente del carácter de estas instituciones, sino también del modo en el que está efectivamente organizada la producción. Tal y como están las cosas, resulta inevitable y deseable que las diferencias salariales continúen jugando un papel importante en el sistema económico. Otros móviles diferentes, que no son puramente pecuniarios, pueden prevalecer, sin embargo, de forma clara sobre el aspecto estrictamente económico del trabajo.

Situar a la tierra fuera del mercado equivale, dicho en otros términos, a incorporarla a determinadas instituciones: la explotación rural, la cooperativa, la fábrica, los ayuntamientos, la escuela, los parques, las reservas naturales, etc. No se sabe en qué medida la propiedad individual de las explotaciones agrícolas subsistirá, pero es un hecho que los contratos relativos a la tenencia de la tierra versarán sobre aspectos accesorios, puesto que los puntos esenciales quedan fuera de la jurisdicción del mercado. Lo mismo ocurre con los alimentos básicos y las materias primas orgánicas brutas, puesto que ya no corresponde al mercado fijar sus precios. El hecho de que continúen funcionando mercados concurrenciales para innumerables tipos de productos no debe entorpecer la constitución de la sociedad, del mismo modo que el hecho de fijar los precios del trabajo, de la tierra y de la moneda fuera del mercado no constituye un atentado contra la función evaluadora de los precios en lo que se refiere a los diferentes productos. Evidentemente estas medidas modifican en profundidad la naturaleza de la propiedad, puesto que ya no es necesario permitir que las rentas procedentes de los títulos de propiedad crezcan sin límites con la coartada de asegurar el empleo, la producción y la utilización de los recursos en la sociedad. Sustraer al mercado el control de la moneda es algo que se practica hoy en todos los países. Aunque no nos hayamos dado cuenta de ello, esto constituye un hecho real y habitual gracias a la creación de depósitos: ahora bien, la crisis del patrón-oro de los años veinte ha probado que los lazos existentes entre la moneda mercancía y la moneda fiduciaria no se habían roto en absoluto. Tras la introducción de «finanzas funcionales» en todos los Estados importantes, corresponde a los gobiernos orientar las inversiones y regular las tasas de interés.

Únicamente desde el punto de vista del mercado, que ha convertido al trabajo, la tierra y el dinero en mercancías, se puede afirmar que estos componentes de la producción se han visto sustraídos al mercado. Desde el punto de vista de la realidad humana, lo que se restaura al derribar la ficción de la mercancía se encuentra de nuevo en todas las direcciones de la brújula social. De hecho, la desintegración de una economía de mercado uniforme está a punto de producir nuevas formas de sociedad. Además, el fin de la sociedad de mercado no significa en absoluto ausencia de mercados. Estos continúan asegurando de diferentes formas la libertad del consumidor, indicando cómo se desplaza la demanda, influyendo sobre los ingresos del productor y sirviendo de instrumento de contabilidad, dejando al mismo tiempo de ser órganos de autorregulación económica.

La sociedad del siglo XIX, tanto en sus procedimientos internacionales como interiores, estaba siendo ahogada por la economía, el campo de los intercambios fijos con el extranjero coincidía con la civilización. El equilibrio de las potencias era portador de paz durante el tiempo en que estaban en vigor el patrón-oro y casi, en consecuencia, los regímenes constitucionales. El sistema funcionaba por mediación de estas grandes potencias, en primer lugar Gran Bretaña, que constituían el centro de las finanzas mundiales y que pedían insistentemente que se estableciesen gobiernos representativos en los países menos desarrollados. Estos gobiernos eran necesarios para controlar las finanzas y las monedas de los países deudores, ya que éstos últimos necesitaban presupuestos bien administrados que únicamente podían controlar cuerpos responsables. Si los hombres de Estado, en general, no explicitaban este tipo de consideraciones, se debían únicamente a que se consideraba como algo natural que primasen las exigencias del patrón-oro. El modelo de las instituciones monetarias y representativas, uniforme en el mundo entero, era el resultado de la economía rígida de este periodo.

Esta situación confirió actualidad a dos principios de la vida internacional del sigo XIX: la soberanía anárquica y la intervención «justificada» en los negocios de otro país. Estos dos principios, aparentemente contradictorios, estaban ligados uno al otro. Naturalmente, la soberanía era una expresión puramente política, ya que, con un comercio exterior no reglamentado y dominado por el patrón-oro, los gobiernos no tenían atribuciones en lo que concernía a la economía internacional. No podían ni querían inmiscuir a su país en lo concerniente a los negocios económicos: esta era la posición jurídica. En realidad, únicamente los países que poseían un sistema monetario dirigido por bancos centrales eran reconocidos como Estados soberanos. Para los países occidentales poderosos, esta soberanía monetaria nacional, sin límites ni restricciones, se combinaba con algo que era exactamente su contrario, una presión inflexible para extender por todas partes la red de la economía de mercado y de la sociedad de mercado. Como consecuencia de esto, los pueblos del mundo poseyeron desde finales del siglo XIX instituciones estandardizadas en un grado hasta entonces desconocido.

Este sistema resultaba incómodo a causa, a la vez de su complejidad y de su universalidad. La soberanía anárquica constituía un obstáculo para cualquier forma eficaz de cooperación internacional, como lo ha puesto de relieve de forma espectacular la historia de la Sociedad de Naciones; y la uniformidad obligada de los sistemas interiores se cernía como una amenaza permanente sobre la libertad del desarrollo nacional, y más en concreto en los países atrasados e incluso, a veces, en países avanzados que eran débiles económicamente. La cooperación económica se limitaba a instituciones privadas, tan mal fijadas y tan ineficaces como el librecambio, mientras que nunca se planteó la colaboración real entre los pueblos, es decir, entre gobiernos, ni tan siquiera se llegó a pensar en semejante cooperación.

Existían muchas probabilidades para que esta situación hiciese rehacer sobre la política exterior dos exigencias aparentemente incompatibles: imponer a los países amigos una cooperación más estrecha de la que resultaba imaginable bajo el régimen de la soberanía del siglo XIX, mientras que, al mismo tiempo, la existencia de mercados reglamentados hace que los gobiernos nacionales sean más suspicaces que nunca ante las injerencias extranjeras. Con la desaparición del mecanismo automático del patrón-oro los gobiernos serían capaces, no obstante, de desembarazarse del defecto más molesto de la soberanía absoluta: el rechazo a colaborar en la economía internacional. Al mismo tiempo, resultaría posible tolerar de buen grado que otras naciones proporcionasen a sus instituciones internas una forma adecuada a sus intereses, trascendiendo así el pernicioso dogma del siglo XIX, el dogma de la necesaria uniformidad de los regímenes interiores en la órbita de la economía mundial. De las ruinas del viejo mundo se puede contemplar la emergencia de las piedras angulares del nuevo: la colaboración económica entre los Estados y la libertad de organizar a voluntad la vida nacional. En el sistema constrictivo del librecambio no se habría podido imaginar ninguna de estas posibilidades, lo que excluía cualquier tipo de cooperación entre naciones. Mientras que existió la economía de mercado y el patrón-oro, la idea de federación era considerada acertadamente como una pesadilla de centralización y de uniformidad, pero el derrumbe de la economía de mercado podía significar muy bien una real cooperación combinada con la libertad interior.

El problema de la libertad se plantea a dos niveles diferentes: el nivel institucional y el nivel moral o religioso. Desde el punto de vista institucional, se trata de equilibrar las libertades más desarrolladas con las libertades que se habían visto recortadas; no se plantea ninguna cuestión radicalmente nueva. Si profundizamos un poco más, lo que está en cuestión es la posibilidad misma de la libertad. Se comprueba que los propios medios destinados a mantener la libertad la alteran y la destruyen, por lo que es preciso buscar en ese plano la clave del problema de la libertad en nuestra época. Las instituciones encarnan las significaciones y los proyectos humanos; no podemos hacer efectiva la libertad que deseamos a menos que comprendamos lo que significa verdaderamente la libertad en una sociedad compleja.

Desde este punto de vista institucional, la reglamentación extiende y restringe a la vez la libertad; lo único que tiene sentido es la evaluación de las libertades perdidas y de las libertadas ganadas, y esto tanto para las libertades jurídicas como para las libertades efectivas. Las clases acomodadas gozan de la libertad que les proporciona el ocio en seguridad y, en consecuencia, se interesan lógicamente menos por extender la libertad en la sociedad que aquellas otras clases, que, por carecer de medios, deben contentarse con un mínimo de libertad. Esto se manifiesta claramente desde el momento en que surge la idea según la cual, mediante imposiciones, podrían estar más equitativamente repartidas las rentas, las distracciones y la seguridad. Aunque las restricciones se apliquen a todos, los privilegiados tienen la tendencia a recibirlas peor, como si únicamente fuesen dirigidas contra ellos. Hablan de esclavitud cuando en realidad de lo que se trata es de extender a toda la población la libertad adquirida de la que sólo ellos disfrutan. Inicialmente es muy posible que haya que reducir sus propios ocios y su seguridad, y, por consiguiente, su libertad, pera elevar el nivel de libertad en todo el país. Pero este tipo de desplazamientos, de reforma y de extensión de las libertades, no debería servir de excusa para afirmar que la nueva situación será necesariamente menos libre que la anterior.

Existen, sin embargo, libertades cuyo mantenimiento es de suprema importancia. Estas libertades, como la paz, fueron un subproducto del siglo XIX, y nosotros las hemos amado en sí mismas. La separación institucional de lo político y lo económico, que se manifestó como un peligro mortal para la sustancia de la sociedad, produjo casi automáticamente la libertad al precio de la justicia y de la seguridad. Las libertades cívicas, la empresa privada y el sistema salarial se fundieron en un modelo que favoreció la libertad moral y la independencia intelectual. También las libertades jurídicas y las libertades efectivas se fusionaron formando un sustrato común, del que no se pueden separar netamente los elementos. Algunos de ellos implicaban males tales como el paro y los negocios especulativos; otros pertenecían a las más preciosas tradiciones del Renacimiento y de la Reforma. Debemos intentar conservar por todos los medios a nuestro alcance estos insignes valores heredados de la economía de mercado que se ha venido abajo. Seguramente se trata de una gran tarea. Ni la libertad ni la paz podían verse institucionalizados en esta economía, puesto que su objetivo era la creación de beneficios y de bienestar, no la paz y la libertad. Si queremos tener alguna posibilidad de poseer la paz y la libertad, tendremos que esforzarnos conscientemente para alcanzarla; ambas deben de constituir los objetivos a elegir en las sociedades hacia las que nos dirigimos. Tal podría ser muy bien la verdadera significación del actual esfuerzo mundial para asegurar la paz y la libertad. ¿Hasta dónde puede afirmarse la voluntad de paz, una vez que ha dejado de actuar el interés por la paz surgido de la economía del siglo XIX? La respuesta a este interrogante dependerá de como consigamos establecer un nuevo orden internacional. En cuanto a la libertad personal, ésta existirá en la medida en que creemos deliberadamente nuevas formas que garanticen su perpetuación y también, digámoslo sin rodeos, su extensión. En una sociedad establecida, el derecho a disentir debe estar protegido por las instituciones. El individuo debe ser libre de seguir su conciencia, sin temor a los poderes administrativos de los diferentes sectores de la vida social. Las ciencias y las artes deben mantenerse siempre bajo la vigilancia de la república de las letras. Las coacciones no deben nunca ser absolutas; habría que ofrecer «al objetor» un espacio en el que pueda moverse, una «segunda opción» que le permita vivir. De este modo, el derecho a la disidencia y a la diferencia estaría asegurado y se convertiría en el signo de una sociedad libre.

Es preciso, pues, que no se dé un solo pasó hacia la integración en la sociedad sin avanzar al mismo tiempo progresivamente en el aumento de las libertades; las medidas de planificación deben incluir el refuerzo de los derechos del individuo en sociedad. Es necesario que la ley haga efectivos y aplicables los derechos ciudadanos, incluso cuando éstos se opongan a poderes supremos, ya sean anónimos o personalizados. La verdadera manera de responder a la amenaza de que la burocracia se convierta en fuente de abusos de poder, es crear esferas de libertad discrecional protegidas por reglas intocables, ya que por muy liberal que sea la práctica de la delegación de poder, se producirá un refuerzo de acumulación y centralización de los poderes y, por tanto, un peligro para la libertad individual. Y esto es también válido para los órganos mismos de las comunidades democráticas, así como para las asociaciones profesionales y los sindicatos, que tienen por función la protección de los derechos de sus miembros. Su propio tamaño puede hacer que el individuo se sienta impotente, aunque no tenga motivos para sospechar que existe mala voluntad. Y esto vale, sobre todo, para los ciudadanos que por sus opiniones y sus acciones chocan con las susceptibilidades de quienes detentan el poder. Una simple declaración de derechos no basta, se necesitan instituciones que permitan que los derechos se hagan realidad. El habeas corpas no debe ser el último de los dispositivos constitucionales en virtud de los cuales la libertad personal quede anclada en el derecho. Otros derechos ciudadanos, que hasta ahora no habían sido reconocidos, deben ser añadidos al Bill of Rights. Estos derechos deben prevalecer sobre cualquier autoridad, ya sea ésta estatal, municipal o profesional. Encabezando la lista, debe de figurar el derecho del individuo a un trabajo en condiciones jurídicamente reguladas, cualesquiera que sean sus opiniones políticas o religiosas, su raza o su color, lo que supone la existencia de garantías contra cualquier tipo de discriminación por muy sutil que ésta pueda ser. Existieron tribunales industriales que protegieron a los individuos frente a concentraciones de poder arbitrario, por ejemplo, en las primeras compañías de ferrocarriles. Existieron también otros ejemplos de posibles abusos de poder a los que se enfrentaron claramente los tribunales: el Essential Works Order en Inglaterra o el freezing of labor en los Estados Unidos durante el estado de excepción, que poseían un poder ilimitado para realizar discriminaciones. En todos aquellos lugares en los que la opinión pública ha defendido las libertades cívicas, existieron siempre tribunales o audiencias capaces de defender la libertad personal. La libertad personal debe ser mantenida al precio que sea incluso al de la eficacia en la producción, al de la economía en el consumo o al de la racionalidad en la administración. Una sociedad industrial puede permitirse ser libre.

La quiebra de la economía de mercado puede suponer el comienzo de una era de libertades sin precedentes. La libertad jurídica y la libertad efectiva pueden ser mayores y más amplias de lo que nunca han sido. Reglamentar y dirigir puede convertirse en una forma de lograr la libertad, no sólo para algunos sino para todos. No la libertad como algo asociado al privilegio y viciada de raíz, sino la libertad en tanto que derecho prescriptivo que se extiende más allá de los estrechos límites de la esfera política, a la organización íntima de la sociedad misma. De este modo, a las antiguas libertades y los antiguos derechos cívicos se añadirán nuevas libertades para todos y engendradas por el ocio y la seguridad. La sociedad industrial puede permitirse ser a la vez libre y justa.

Nos encontramos, a pesar de todo, con el camino interceptado por un obstáculo moral. La planificación y el dirigismo son acusados de constituir la negación de la libertad. La libre empresa y la propiedad privada son declaradas partes esenciales de la libertad, y se dice que ninguna sociedad constituida sobre estos pilares merece el nombre de libre. La libertad creada por la reglamentación es denunciada como una no libertad. La justicia, la libertad y el bienestar que esta reglamentación ofrece son criticadas como un disfraz de la esclavitud. Los socialistas prometen en vano un Reino de la libertad, ya que los medios determinan el fin: la URSS, que ha utilizado la planificación, la reglamentación y el dirigismo, no ha puesto en práctica todavía las libertades prometidas en su Constitución y, según opinan los críticos, no lo hará posiblemente nunca. Pero, oponerse a las reglamentaciones significa oponerse a la reforma. Para el representante del liberalismo económico, la idea de libertad se traduce así en un puro y simple alegato de la libre empresa que en la actualidad se ve reducida a una ficción por la dura realidad de los gigantescos trusts y del principesco poder de los monopolios—. Esto significa la plenitud de libertad para aquellos cuyos ingresos, ocios y seguridad no tienen necesidad de ser mejorados y, una porción congrua de libertad para el pueblo, que puede intentar hacer valer inútilmente sus derechos democráticos para protegerse contra el poder de los ricos. Y esto no es todo; en ninguna parte los partidarios de liberalismo económico han logrado realmente restablecer la libre empresa, que estaba condenada al fracaso por razones intrínsecas. Y se debe a sus esfuerzos el que los big business se hayan instaurado en diversos países de Europa, así como algunas variantes del fascismo, como por ejemplo en Austria. La planificación, la reglamentación y el dirigismo que querían ver desterrados, por considerarlos un peligro para la libertad, han sido utilizados por los acérrimos enemigos de la libertad para aboliría totalmente. En consecuencia, la obstrucción de los liberales a toda reforma que implicase planificación, reglamentación, y dirigismo, ha hecho que fuese prácticamente inevitable la victoria del fascismo.

La privación total de libertad en el fascismo es, hablando con propiedad, el resultado fatal de la filosofía liberal que pretende que el poder y la coacción constituyen el mal, y la libertad exige que no tengan cabida en la comunidad humana. Pero esto no es posible, como se pone claramente de manifiesto en una sociedad compleja. Aparentemente sólo existen dos posibilidades: continuar siendo fieles a una idea ilusoria de libertad y negar la realidad de la sociedad, o bien aceptar esta realidad y rechazar la idea de libertad. La primera solución es la de los defensores del liberalismo económico; la segunda la del fascismo.

Inevitablemente se llega a la conclusión de que la posibilidad misma de libertad está en entredicho. Si la reglamentación es el único modo de extender y reforzar la libertad en una sociedad compleja, y hacer uso de ese medio es consiguientemente contrario a la libertad, entonces esa sociedad no puede ser libre.

Como puede observarse, en la raíz del dilema se encuentra la significación de la libertad misma. La economía liberal orientó nuestros ideales en una falsa dirección. Dicha economía parecía acercarse a la realización de esperanzas intrínsecamente utópicas. Ninguna sociedad es posible sin que exista el poder y la coacción, ni tampoco un mundo en el que no existen relaciones de fuerza. La ilusión consistía en imaginarse una sociedad basada únicamente en los deseos del hombre. Y, sin embargo, esta ilusión era la que daba una imagen de la sociedad fundada en el mercado, la que establecía una equivalencia entre la economía, las relaciones contractuales y la libertad. Así se estimulaba la ilusión radical de que no existía nada en la sociedad humana que no proviniese de los deseos de los individuos y que, por lo tanto, nada podía ser cambiado si no era por su voluntad. La perspectiva tenía como marco al mercado, que «fragmentaba» la vida en, por una parte, el sector del productor cuyo territorio termina allí donde comienza el mercado y por otra, el sector del consumidor para el que todos los bienes provienen del mercado. El primero obtiene «libremente» sus ingresos del mercado, el segundo los gasta en él «libremente». La sociedad en su conjunto permanecía invisible. El poder del Estado no contaba en absoluto, ya que el mecanismo del mercado debía funcionar tanto más flexiblemente cuanto más débil fuese ese poder. Ni los electores, ni los propietarios, ni los productores, ni los consumidores podían ser considerados responsables de estas brutales restricciones de la libertad, que hicieron su aparición al mismo tiempo que el paro y la miseria. Un hombre honesto podía pensar que no tenía responsabilidad alguna en las medidas de fuerza del Estado, a las que, personalmente, rechazaba; ni en los sufrimientos provocados por la economía de los que no había obtenido ninguna ventaja. «Se bastaba a sí mismo», «no debía nada a nadie» y no estaba coaligado con el mal que emanaba del poder y del valor económico. El hecho de no ser responsable de todo esto parecía tan evidente, que podía negar su realidad en nombre de su libertad.

Pero el poder y el valor económico son un paradigma de la realidad social. No son el producto de los deseos humanos; y la falta de cooperación es necesaria para implantarlos. La función del poder es asegurar el grado de conformidad necesario para la supervivencia del grupo; su fuente última es la opinión; y ¿quien puede impedir que existan distintas opiniones? El valor económico asegura la utilidad de los bienes producidos; debe de existir previamente a la decisión de producirlos; es un sello fijado a la división de trabajo. La fuente del valor económico radica en las necesidades humanas y en la escasez; y, ¿cómo se puede esperar que no prefiramos unas cosas a las otras? Cualquier opinión, cualquier deseo nos convertirá, pues en participantes de la creación de poder y de la constitución del valor económico. Y no es concebible ninguna libertad para poder actuar de otro modo.

Hemos llegado así a la última etapa de nuestro razonamiento.

Desembarazados de la utopía del mercado, nos encontramos frente a frente con la realidad de la sociedad. Y esta es la línea divisoria entre el liberalismo por una parte, el fascismo y el socialismo por otra. La diferencia entre estos dos últimos no es esencialmente económica, es moral y religiosa. Incluso en aquellos casos en los que profesan una economía idéntica, no son sólo diferentes sino que encarnan, en realidad, principios opuestos. Y el aspecto último en el que disienten es, una vez más, la libertad. Los fascistas, al igual que los socialistas, aceptan la realidad de la sociedad con la finalidad que el conocimiento de la muerte ha impreso en la conciencia humana. El poder y la coacción forman parte de esa realidad y, por tanto, un ideal que quiera desterrarlos de la sociedad queda invalidado. La cuestión que los separa es saber si, a la luz de este conocimiento, la idea de libertad puede ser o no mantenida; la libertad ¿es una palabra vacía, una tentación destinada a destruir al hombre y sus obras, o bien el hombre puede reafirmar su libertad frente a este conocimiento y esforzarse por ponerla en práctica en la sociedad sin caer en el ilusionismo moral? Esta angustiosa pregunta resume la condición humana. El espíritu y el contenido de este trabajo deberían proporcionar elementos para una respuesta.

Hemos invocado lo que consideramos que eran los tres hechos constitutivos de la conciencia del hombre occidental: el conocimiento de la muerte, el conocimiento de la libertad, el conocimiento de la sociedad. El primero, según la leyenda judía, fue revelado en la historia del Antiguo Testamento. El segundo por las enseñanzas de Jesucristo tal y como nos muestra el Nuevo Testamento. La tercera revelación surgió porque vivimos en una sociedad industrial. Ningún gran nombre histórico está ligado a ella. Posiblemente Robert Owen es quien estuvo más cerca de convertirse en su portavoz. Es esta revelación el conocimiento de la sociedad lo que constituye la conciencia del hombre moderno.

Los fascistas respondieron al conocimiento de la sociedad en tanto que realidad, rechazando el postulado de la libertad. El fascismo niega el descubrimiento cristiano de la unicidad del individuo y de la unicidad de la humanidad. Tal es el origen de la disposición degenerativa que anida en él.

Robert Owen fue el primero en darse cuenta que los Evangelios ignoraban la realidad de la sociedad. Es lo que él denominaba «la individualización» del hombre según el cristianismo, y creía que únicamente en una república cooperativa «todo lo que es verdaderamente válido en el cristianismo» podía dejar de estar separado del hombre. Owen reconocía que la libertad que hemos recibido a través de las enseñanzas de Jesús, era inaplicable en una sociedad compleja. Su socialismo asumía precisamente la exigencia de la libertad en esta sociedad compleja. La era postcristiana de la civilización occidental había comenzado; en ella los Evangelios resultaban insuficientes, pese a que estaban en la base de nuestra civilización.

El descubrimiento de la sociedad supone el final o el renacimiento de la libertad. Mientras que el fascista se resignaba a abandonar la libertad y glorificaba el poder, que es la realidad de la sociedad, el socialista se resigna a esta realidad y, a pesar de ella, asume la exigencia de libertad. Es así como el hombre alcanza la madurez y se convierte en un ser humano capaz de existir en una sociedad compleja. Podemos citar una vez más las inspiradas palabras de Robert Owen: «si alguna de las causas del mal no puede ser suprimida por los nuevos poderes que los hombres están a punto de adquirir, éstos sabrán que son males necesarios e inevitables, y dejarán de lamentarse inútilmente como si fuesen niños».

La resignación constituyó siempre la fuente de la fuerza del hombre y de su nueva esperanza. El hombre ha aceptado la realidad de la muerte y ha constituido sobre ella el sentido de su vida física. Se resignó a la verdad de que existe un alma que perder y que existe algo peor que la muerte, y en esto fundó su libertad. En nuestra época, se resigna a la realidad de la sociedad que puede significar el final de esta libertad. Pero, una vez más, la vida brota de la última resignación. Al aceptar sin lamentaciones la realidad de la sociedad, el hombre encuentra un coraje indoblegable y la fuerza necesaria para suprimir cualquier injusticia susceptible de ser suprimida y luchar contra el más mínimo ataque a la libertad.

 Mientras se mantenga fiel a su ingente tarea de conseguir más libertad para todos, no existe razón para temer que el poder o la planificación se opongan a él y destruyan la libertad que está en vías de conseguirse por su mediación. Tal es el sentido de la libertad en una sociedad compleja: nos proporciona toda la certeza que necesitamos para vivir.

 


 

COMENTARIOS SOBRE LAS FUENTES

 

CAPÍTULO I

I. EL EQUILIBRIO ENTRE LAS POTENCIAS

 

1. La política de equilibrio entre las potencias

La política de equilibrio entre las potencias es una institución nacional inglesa. Tiene un carácter puramente pragmático que no hay que confundir ni con el fundamento, ni con el sistema de equilibrio entre las potencias. Esta política fue la consecuencia de la situación insular de Inglaterra frente a un litoral continental ocupado por comunidades dotadas de una organización política. «Su naciente escuela de diplomacia, desde Wolsey a Cecil, pretendió conseguir el equilibrio entre las potencias como la única opción posible de seguridad para Inglaterra frente a los grandes Estados continentales en fase de formación», afirma Trevelyan. Esta política se instituyó, sin duda, con los Tudor, pero fue practicada tanto por sir William Temple, como por Canning, Palmerston o sir Edward Grey, y se anticipó, en un siglo al menos, a la aparición del sistema de equilibrio entre las potencias en el Continente europeo. Se puso en práctica de un modo completamente independiente a las doctrinas continentales propuestas por Fenelón o Vattel, que la elevaron a categoría de principio. El desarrollo de este sistema favoreció enormemente la política nacional inglesa, ya que le permitió organizar con mucha más facilidad sus alianzas alternativas frente a las potencias dominantes en el Continente. Los hombres de Estado británicos tuvieron tendencia, por tanto, a favorecer la idea de que la política inglesa de equilibrio entre las potencias no era en realidad más que una expresión del principio general del equilibrio y que Inglaterra, al seguir esta vía política, no hacía más que desempeñar la función que le correspondía en un sistema fundado sobre esas bases. La especificidad inglesa, basada en su política de autodefensa, muy diferente de cualquier principio general, no era desdibujada por estos hombres deliberadamente. En su libro Twentyfive Years, 1892-1916, sir Edward Grey escribía: «Gran Bretaña no se opuso, en teoría, al predominio de un grupo poderoso en Europa, cuando éste parecía actuar en favor de la estabilidad y de la paz. Más bien, por el contrario, sostuvo casi siempre este tipo de estrategia. Únicamente cuando la potencia dominante pasó a ser agresiva, y cuando Gran Bretaña tuvo la impresión de que sus propios intereses estaban amenazados, hizo gravitar su política, más por instinto de conservación que de modo deliberado, sobre lo que puede denominarse el equilibrio entre las potencias». Inglaterra mantendría en consecuencia el desarrollo de un sistema de equilibrio entre las potencias por su propio interés legítimo. Dos citas nos muestran la confusión que implica esta manera de enfocar las cosas, confundiendo dos referencias esencialmente diferentes sobre el equilibrio entre las naciones poderosas. En 1787, Fox preguntaba indignado al Gobierno: «¿No puede Inglaterra seguir manteniendo el equilibrio entre las potencias en Europa y al mismo tiempo ser considerada como la protectora de sus libertades?». Reclamaba para Inglaterra el título de paladín defensor del sistema de equilibrio entre las potencias en Europa. Cuatro años más tarde Burke describía este mismo sistema como «el derecho público de Europa» considerándolo como algo en vigor durante dos siglos. Este tipo de identificaciones retóricas de la política nacional inglesa con el sistema europeo de equilibrio dificultaba a los americanos distinguir entre dos concepciones que resultaban tan nocivas para ellos la una como la otra.

 

2. El equilibrio entre las potencias, ley histórica

Otro significado del equilibrio entre las potencias se basa directamente en la naturaleza de las unidades de poder. Fue Hume el primero en formularlo en el pensamiento moderno, pero lo que él había conseguido expresar se volatilizó durante el eclipse casi total del pensamiento político que siguió a la Revolución industrial. Hume reconocía que el fenómeno era de naturaleza política y subrayaba que era independiente de los hechos psicológicos o morales, ya que, cualesquiera que fuesen los móviles de los actores, se verían obligados a actuar así siempre y cuando se comportasen como personificaciones del poder. La experiencia muestra, escribe Hume, que «los efectos son siempre los mismos, aunque el móvil sea una política prudente o la competitividad envidiosa». F. Schuman, por su parte, dijo: «Si se supone un sistema de Estados compuesto por tres unidades, A, B y C, es evidente que el crecimiento del poder de uno cualquiera de ellos implica una disminución del poder de los otros dos». De donde infiere que el equilibrio entre las potencias « bajo su forma elemental está destinado a mantener la independencia de cada una de las unidades del sistema de los Estados». Habría muy bien podido generalizar el postulado para hacerlo aplicable a cualquier tipo de unidad de poder, fuesen o no sistemas políticos organizados. Tal es en efecto la forma bajo la que aparece el equilibrio entre las potencias en la sociología de la historia. Toynbee, en su libro La historia. Un ensayo de interpretación, señala que las unidades de poder se ven avocadas a expandirse en la periferia de los grupos de poder más que en el centro, en donde las presiones son mayores. Estados Unidos, Rusia y Japón, así como los dominios británicos, se extendieron prodigiosamente en una época en la que cambios territoriales, incluso mínimos, resultaban prácticamente imposibles en Europa central y occidental. Pirenne formula una ley histórica similar, cuando subraya que, en comunidades relativamente poco organizadas, se forma con frecuencia un núcleo de resistencia frente a la presión exterior, en las regiones más alejadas de las zonas de poder. Y así, por ejemplo, cita el caso de la formación del Reino de los francos por Pipino, que tuvo lugar lejos, en el norte, o también la emergencia de la Prusia oriental como centro organizador alemán. Se puede considerar en esta misma órbita la ley del belga De Greef sobre el Estado tapón, que parece haber influido en la escuela de Frederick Turner y contribuido a que se formase en el Oeste americano el concepto de la «Bélgica nómada». Estos conceptos de equilibrio y de desequilibrio entre las potencias son independientes de leyes morales o psicológicas; se refieren únicamente al poder, lo que revela su naturaleza política.

 

3. El equilibrio entre las potencias en tanto que principio y sistema

Una vez que se reconoce que un interés humano es legítimo, se deriva de él una norma de conducta. Se reconoció desde 1648 el interés que los Estados europeos tienen en conservar el statu quo establecido por los tratados de Münster y Wesfalia, como lo había impuesto la solidaridad de los dignatarios. El tratado de 1648 fue firmado prácticamente por todas las potencias europeas que se comprometieron a defenderlo. El estatuto internacional de Estados soberanos, como el de los Países Bajos y Suiza, datan de este Tratado. A partir de entonces, los Estados podían suponer acertadamente que cualquier modificación importante del statu quo tendría repercusiones en todos los otros Estados. Tal es la forma rudimentaria del equilibrio entre las potencias, en tanto que principio fundacional de la familia de naciones. Por esta razón, no se pensaba que un Estado que actuaba siguiendo este principio se comportaba de un modo hostil hacia una potencia que sospechaba, con razón o sin ella, que pretendía modificar el statu quo. Por supuesto, este estado de cosas iba a facilitar enormemente la formación de coaliciones opuestas a los cambios. Este principio fundacional tardó en ser reconocido setenta y cinco años, hasta que, en el Tratado de Utrech «ad conservandum in Europa equilibrium», los territorios españoles fueron repartidos entre Borbones y Habsburgos. Mediante este reconocimiento formal del principio, Europa fue progresivamente organizada en un sistema que lo aceptaba como base.

Como la absorción o el dominio de pequeñas naciones por potencias más fuertes y poderosas podía alterar el equilibrio entre las potencias, la independencia de dichas naciones fue indirectamente garantizada por este sistema. La organización de Europa a partir de 1648, e incluso después de 1713, podía ser imprecisa, pero debe atribuirse al sistema de equilibrio entre las potencias el mantenimiento de todos los Estados, grandes y pequeños, a lo largo de un período de casi doscientos años. Innumerables guerras se llevaron a cabo en su nombre, y aunque haya que considerarlas, sin excepción, como inspiradas por estrategias de poder, en numerosos casos el resultado fue el mismo que si esos países hubiesen actuado siguiendo el principio de la garantía colectiva contra actos gratuitos de agresión. No existe otra explicación que dé cuenta de la permanencia de entidades políticas desprovistas de poder como Dinamarca, Holanda, Bélgica y Suiza durante largos períodos de tiempo y a pesar de las fuerzas aplastantes que amenazaban sus fronteras. Lógicamente, la distinción entre un principio y una organización fundada en él, un sistema, es evidente. Pero no convendría, sin embargo, subestimar la eficacia de los principios, incluso en una etapa de débil organización, es decir, cuando aún no han alcanzado un nivel de institucionalización y se contentan simplemente con proporcionar directrices a las prácticas cotidianas o a la costumbre admitida. Europa se convirtió en un sistema sin poseer siquiera un centro fijo, reuniones periódicas, funcionarios comunes o un código obligado de conducta, simplemente porque las diversas cancillerías y los miembros de los cuerpos diplomáticos se mantuvieron siempre en estrecha relación unos con otros. Su estricta tradición en lo que se refiere a la regulación de informes, démarches, memorias realizadas conjunta o separadamente, en términos idénticos o no eran todos ellos medios para expresar situaciones de fuerza sin necesidad de convertirlas en crisis, a la vez que se abrían nuevos cauces para establecer compromisos o, a fin de cuentas, para actuar conjuntamente en el caso de que fracasasen las negociaciones. En realidad, el derecho a intervenir conjuntamente en los asuntos de los pequeños Estados, cuando los intereses legítimos de las potencias se veían amenazados, no era otra cosa que la existencia de un directorio europeo poco estructurado.

Muy posiblemente el pilar más sólido de este sistema informal era el ingente número de negocios privados que se llevaban a cabo, muchas veces bajo la forma de tratados comerciales o de cualquier otro medio internacional dotado de eficacia por costumbre o tradición. Los gobiernos y sus ciudadanos influyentes estaban atados de innumerables modos a los diversos hilos financieros, económicos y jurídicos, a través de los cuales se producían los intercambios internacionales. Una guerra local significaba pura y llanamente una breve interrupción de algunas de esas transacciones, mientras que los intereses enraizados en otras transacciones que permanecían definitivamente o al menos temporalmente indemnes se imponían de un modo aplastante a los que buscaban en los azares de la guerra los puntos débiles de sus enemigos. Esta presión silenciosa del interés privado, que impregnaba toda la vida de las comunidades civilizadas y que trascendía las barreras nacionales, era la invisible y activa clavija de la reciprocidad internacional que proporcionaba al principio del equilibrio entre las potencias sanciones eficaces, incluso cuando éste no había adquirido aún la forma organizada de un Concierto europeo o de una Sociedad de Naciones.

 

4. El equilibrio entre las potencias, ley histórica

D. HUME, «On the Balance of Power», Works, vol. III, 1854, p. 364. F. SCHUMAN, International Polines, 1933, p. 55. A.J. TOYNBEE, Study of History, vol. III, p. 302.

H. PIRENNE, Histoire de l'Europe des invasions au 16" siécle, París, 1936. BARNESBECKERBECKER, sobre De Greef, vol. II, p. 871.

A. HOFMANN, Das deutsche Land un die deutsche Geschichte, 1920. Véase también la escuela geopolítica de Haushofer. En el otro polo: B. RusSELL, Power; LASSWELL, Psychopathology and Poliíics; World Polines and Personal Insecurity, y otras obras. Véase también ROSTOVTZEFF, Social and Economic History ofthe Hellenistic World, cap. 4, Primera parte.

El equilibrio entre las potencias en tanto que principio y sistema.

J. P. MAYER, Political Thought, p. 464. VATTEL, Le Droit des gens, 1758.

A.S.HERSHEY, Essentials of International Public Law and Organization,1927, pp. 567569.

D. P. HEATLEY, Diplomacy and the Study of International Relations, 1919. L. OPPENHEIM, International Law.

La paz de los cien años LEATHES, Modern Europe, Cambridge Modern History, vol. XII, chap. I. TOYNBEE, A. J., Study of History, vol. IV (C), pp. 142153.

SCHUMAN, F., International Politics, Bk. I, chap. 2.

CLAPHAM, J. H. Economic Development of Franee and Germany, 1815-1914, p. 3. ROBBINS, L., The Great Depression (1934), p. 1.

LIPPMANN, W., The Good Society.

CUNNINGHAM, W., Growth of English Industry and Commerce in Modem Times.

 KNOWLES, L. C. A., Industrial and Commercial Revolutions in Great Britainduring the 19lh Century (1927).

CARR, E. H., The 20 Years' Crisis 1919-1939 (1940).

CROSSMAN, R. H. S., Government and the Govemed (1939), p. 225. HAWTREY, R. G., The Economic Problem (1925), p. 265.

El ferrocarril de Bagdad Sobre el conflicto solventado por el acuerdo angloalemán del 15 de junio de 1914 véase: BUELL, R. L., International Relations (1929). HAWTREY, R. G., The Economic Problem (1925). MOWAT, R. B., The Concert of Europe (1930), p. 313. STOLPER, G., This Age of Fable (1942).

Para conocer la opinión contraria: FAY, S. B., Origins ofthe World War, p. 312.

FEIS, H., Europe, The World's Banker, 1870-1914(1930), pp. 355 y siguientes. El concierto europeo LANGER, W. L., European Alliances and Alignments (1871-1890) (1931). SONTAG, R. J., European Diplomarte History (1871-1932) (1933).

ONKEN, H., The Germán Empire, Cambridge Modern History, vol. XII. MAYER, J. P., Political Thought (1939), p. 464.

MOWAT, R. B., The Concert of Europe (1930), p. 23.

PHILLIPS, W. A., The Confederation of Europe 1914 (2.a ed, 1920). LASSWELL, H. D., Politics, p. 53.

MUIR, R., Nationalism and lntemationalism (1917), p. 176. BUELL, R. L., InternationalRelation (1929), p. 512.

 

II. LA PAZ DE LOS CIEN AÑOS

1. Los hechos

Durante el siglo que va desde 1815a 1914 las grandes potencias europeas no estuvieron en guerra entre ellas más que durante muy breves períodos: seis meses en 1859, seis semanas en 1866 y nueve meses entre 1870-1871. La guerra de Crimea, que duró exactamente dos años, tuvo un carácter periférico y semicolonial, como reconocen de común acuerdo historiadores como Clapham, Trevelyan, Toynbee y Binkley. Además, durante esta guerra los bonos rusos que estaban en manos de los potentados ingleses fueron muy estimados en Londres. La diferencia fundamental entre el siglo XIX y los siglos precedentes es la que existe entre guerras generales ocasionales y la ausencia completa de una guerra general. La afirmación del mayor Fuller de que no existió un año sin guerra durante el siglo XIX, nos parece por tanto sin ningún fundamento. Y cuando Quincy Wright compara el número de años de guerra de los diferentes siglos, sin tener en cuenta la diferencia existente entre guerras generales y guerras locales, nos parece que deja de lado una cuestión importante.

 

2. El problema

El cese de las guerras comerciales, casi continuas entre Inglaterra y Francia, que desembocaban con frecuencia en guerras generales, exige especialmente alguna explicación. Esta está ligada a dos hechos que pertenecen al terreno de la economía política: a) la desaparición del viejo imperio colonial y b) el paso de la era del librecambio a la del patrón-oro internacional. Mientras que los partidarios de la guerra perdían poder rápidamente debido a las nuevas formas de comercio, los partidarios de la paz hacían su aparición con fuerza, como consecuencia de la nueva moneda internacional y de la estructura del crédito asociada al patrón-oro. El interés de todas las economías nacionales consistía entonces en mantener monedas estables y hacer funcionar los mercados mundiales de los que dependían ingresos y empleos. Al expansionismo tradicional sucedió, pues, una tendencia antiimperialista casi general en las grandes potencias hasta 1880. (Nos hemos referido a ello en el capítulo 18). Parece, pues, que existió un hiato de más de medio siglo (1815-1880) entre el período de las guerras comerciales, cuando se pensaba que el desarrollo del comercio rentable afectaba a la política extranjera, y un período más reciente, durante el cual los intereses de los propietarios de bonos extranjeros y de los inversores directos no fueron considerados como algo que legítimamente concernía a los ministros de asuntos exteriores. Fue durante este medio siglo cuando se estableció la doctrina según la cual los negocios privados no tenían por qué influir en los asuntos exteriores; y únicamente al final de este período las cancillerías volvieron a considerar que estas reivindicaciones eran admisibles, no sin fuertes reservas provocadas por la nueva disposición de la opinión pública. Nuestra tesis es que este cambio se debió al carácter del comercio, cuya amplitud y éxito, dadas las condiciones del siglo XIX, ya no dependían de la política directa seguida por las potencias; y que el retorno progresivo de la influencia de los negocios sobre la política exterior se debía a un nuevo tipo de negocios cuyos intereses iban más allá de las fronteras nacionales. Pero, mientras estos intereses fueron pura y simplemente los de los corredores de bonos extranjeros, los gobiernos dudaban mucho a la hora de dejarse influenciar por ellos ya que, durante mucho tiempo, se consideraban los empréstitos extranjeros como meramente especulativos en el sentido más estricto del término; las rentas se invertían en bonos nacionales del Estado; ningún Estado pensaba que merecía la pena ayudar a los naturales del país que estaban comprometidos en la arriesgada empresa de prestar dinero a Estados ultramarinos de dudosa reputación. Canning rechazaba con firmeza las reclamaciones de los inversores que esperaban que el gobierno británico se interesase por sus pérdidas en el extranjero y rechazaba categóricamente que por el hecho de que Gran Bretaña reconociese a las repúblicas latinoamericanas, éstas reconociesen sus deudas extranjeras. La célebre circular de Palmerston de 1848 es el primer signo de un cambio de actitud que, sin embargo, no fue nunca muy lejos, ya que los intereses de los negocios de la comunidad comercial estaban tan enormemente diseminados que el gobierno no podía permitir que un pequeño capital invertido complicase el desarrollo de los negocios de todo un imperio mundial. La política exterior se interesó de nuevo por las empresas especulativas en el extranjero: y ello se debió esencialmente a la desaparición del librecambio y del retorno a los métodos del siglo XVIII. Pero, como el comercio había comenzado entonces a estar estrechamente imbricado con inversiones extranjeras, cuyo carácter no era especulativo sino normal, la política exterior volvió de nuevo a su línea tradicional, que consistía en servir a los intereses comerciales de la comunidad. No es tanto este proceso el que necesita una explicación, cuanto la desaparición de intereses de este tipo mientras duró el mencionado hiato.

 


 

CAPÍTULO II

I. LA RUPTURA DEL HILO DE ORO

La estabilización forzada de las monedas precipitó el derrumbamiento del patrón-oro. La punta de lanza del movimiento de estabilización fue Ginebra, quien transmitió a los Estados más débiles desde el punto de vista financiero las presiones ejercidas por la City de Londres y por Wall Street.

Los países vencidos formaron el primer grupo que estabilizó sus monedas, que habían sufrido tras la Primera Guerra mundial la quiebra. El segundo estaba constituido por los países vencedores europeos quienes, por lo general, estabilizaron sus monedas más tarde que el primer grupo. El tercer grupo, los Estados Unidos, fue quien más se benefició del retorno al patrón-oro.

Países vencidos.

Estabilizan sus monedas en las fechas. Rusia: 1923; Austria: 1923; Hungría: 1924; Alemania: 1924; Bulgaria: 1925; Finlandia: 1925; Estonia: 1926; Grecia: 1926; Polonia: 1926.

Países vencedores.

Abandona el patrón oro: /Estabiliza.

Gran Bretaña: 1925: :/1931.

Francia: 1926: / 1936.

Bélgica: 1926: / 1936.

Italia: 1926: / 1933.

Prestamista universal Abandona el patrón oro Estados Unidos: 1933.

El desequilibrio del primer grupo recayó durante un cierto tiempo en el segundo. Y, a partir del momento en que este segundo grupo estabilizó su moneda, sus miembros necesitaron también apoyo, que les fue proporcionado por el tercer grupo. Este grupo estaba formado por los Estados Unidos, quienes sufrieron con mayor dureza el desequilibrio acumulativo de la estabilización europea.

 

II. GOLPE PENDULAR TRAS LA PRIMERA GUERRA MUNDIAL.

El cambio en el movimiento del péndulo tras la Primera Guerra mundial fue rápido y general, pero de débil intensidad. En la mayoría de los países de Europa central se produjo, en el período 1918-1923, pura y simplemente una restauración conservadora a continuación de una república democrática (o socialista), como consecuencia de la derrota; algunos años más tarde gobiernos de partido único se habían instalado casi en todas partes. Y una vez más el movimiento era bastante general.

 

III. LAS FINANZAS Y LA PAZ.

No existen prácticamente materiales disponibles sobre el papel político jugado por las finanzas internacionales a lo largo de la primera mitad del siglo XX. El libro de Corti sobre los Rothschild no cubre más que el período anterior al Concierto europeo. Su participación en el mercado de las acciones del Canal de Suez, la oferta realizada por los Bleichroeder para financiar los emolumentos de guerra contraídos por Francia en 1871 mediante la emisión de un préstamo internacional, y las amplias transacciones de la época del ferrocarril oriental no figuran en esta obra. Trabajos históricos, como los de Langer y Sontag, no prestan más que una mínima atención a las finanzas internacionales (el segundo no las incluye cuando enumera los factores de paz); las anotaciones de Leathes en la Cambridge Modern History constituyen casi una excepción. La crítica liberal independiente se dirigió a mostrar, por una parte, la falta de patriotismo de los financieros y, por otra, su tendencia a apoyar las tendencias proteccionistas e imperialistas en detrimento del librecambio: entre estos autores figuran Lysis en Francia o J. A. Hobson en Inglaterra. Dos obras marxistas, los estudios de Hilferding o Lenin, pusieron de relieve las fuerzas imperialistas procedentes de los bancos nacionales y su relación orgánica con la industria pesada. Sus argumentos, además de limitarse estrictamente a Alemania, no son aplicables a la Banca internacional.

La influencia de Wall Street sobre los sucesos que tuvieron lugar en los años veinte parece ser demasiado reciente para que pueda ser estudiada con objetividad. No existen casi dudas acerca de que su peso jugó en la balanza, predominantemente del lado de la moderación y de la mediación internacionales, desde la época de los tratados de paz hasta el plan Dawes, el plan Young y la liquidación de las reparaciones en Lausana e incluso más tarde. Publicaciones recientes tienden a conferir un espacio especial al problema de las inversiones privadas, tal como sucede en la obra de Stanley que excluye explícitamente los préstamos a los Estados, emitidos por otros Estados o por inversores privados; esta restricción excluye de su interesante estudio una apreciación general de las finanzas internacionales. El excelente trabajo de Feis, en el que nos hemos inspirado abundantemente, abarca esta cuestión prácticamente en su conjunto, pero se resiente también de la inevitable penuria de materiales auténticos, ya que los archivos de las altas finanzas no son todavía accesibles. El magnífico trabajo de Earle, Remer y Viner presenta también las mismas limitaciones.

 


 

CAPÍTULO IV

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS SOBRE SOCIEDADES Y SISTEMAS ECONÓMICOS

El siglo XIX pretendió establecer un sistema económico autorregulador basado en el móvil de la ganancia individual. Hemos defendido aquí que este proyecto era, por la propia naturaleza de las cosas, imposible. Nos interesamos ahora simplemente por la manera deformada de contemplar la vida y la sociedad que subyacía a este modo de plantear el problema. Los pensadores del siglo XIX, por ejemplo, consideraban como algo establecido que resultaba «natural» comportarse en el mercado como un negociante, por lo que cualquier comportamiento distinto era considerado como un comportamiento económico artificial, producto de una ingerencia en los instintos del hombre; estos pensadores creían también que los mercados surgirían espontáneamente, si se dejaba libre curso a la actividad de los hombres, y que el tipo de sociedad resultante podía ser más o menos deseable, desde el punto de vista moral, pero, desde el punto de vista práctico, estaba basada en caracteres inmutables del género humano. Las recientes investigaciones prueban justamente lo contrario desde diferentes perspectivas de las ciencias humanas, tales como la antropología social, la economía de las sociedades primitivas, la historia de las primeras civilizaciones y la historia general de la economía. En realidad, no existen hipótesis antropológicas o sociológicas de la filosofía del liberalismo económico explícitas o implícitas, que no hayan sido claramente refutadas. Veamos a continuación algunas proposiciones en este sentido.

 

1. El afán de lucro no es algo «natural» al hombre

«Uno de los rasgos característicos de la economía primitiva es la ausencia del menor deseo de sacar beneficio, ya sea de la producción, ya sea del intercambio» (Thurnwald, Economics in Primitive Communities, 1932, p. XIII. «Otra noción que conviene desacreditar, de una vez por todas, es la del hombre económico primitivo que se encuentra en algunos manuales de economía política» (Malinowski, Argonauts of the Western Pacific, 1930, p. 60).«Debemos rechazar los Idealtypen del liberalismo de Manchester, que no son únicamente falsos desde el punto de vista teórico, sino también histórico» (Brinkmann, «Das soziale System des Kapitalismus», en Grundriss der Sozialó'konomik, IV, p. 11).

 

2. No es algo «natural» al hombre esperar una paga a cambio de su trabajo

«La ganancia, que constituye el estímulo del trabajo en las comunidades más desarrolladas, no desempeña nunca ese papel en el medio indígena» (Malinowski, Argonauts, op. c, p. 156). «En las sociedades que no han sufrido la influencia de la sociedad occidental, no se encuentra el trabajo asociado a la idea de pago» (Lowie, «Social Organization», en Encyclopedia of the Social Sciences, vol. XIV, p. 14). «En ningún lugar se alquila o se vende el trabajo» (Thurnwald, Die menschliche Gesellschaft, libro III, 1932, p. 169). Constituye un hecho general «tratar el trabajo como una obligación que no exige una remuneración» (Firth, Primitive Economics of the New Zealand Maori, 1929). «Incluso en la Edad Media, la remuneración del trabajo era algo inaudito en el caso de los extranjeros».

«El extranjero no posee una relación personal de vasallaje y, por tanto, debe trabajar para adquirir honor y reconocimiento». Los menestrales, los que eran extranjeros, «aceptaban ser pagados y, por consiguiente, eran despreciados» (Lowie, op. c).

 

3. Restringir el trabajo al mínimo posible no es «natural» al hombre

«Conviene observar que el trabajo no se limita nunca al mínimo indispensable, sino que, bien sea por una inclinación natural o por costumbres adquiridas, supera siempre la cantidad estrictamente necesaria para la realización de una obra» (Thurnwald, Economics, op. c, p. 209). «El trabajador tiene siempre tendencia a ir más allá de lo que es estrictamente necesario» (Thurnwald, Die menschliche, op. c, p. 163).

 

4. Las motivaciones habituales del trabajador no son la ganancia sino la reciprocidad, la competición, el placer de trabajar y el reconocimiento social.

a) La reciprocidad: « La mayor parte de los actos económicos, por no decir todos, pertenecen a la misma cadena de dones y contra dones recíprocos que terminan por equilibrarse a largo plazo... El hombre que desobedeciese repetidamente a los mandatos de la ley en sus transacciones económicas no tardaría en encontrarse fuera del orden social económico, algo de lo que todo el mundo es perfectamente consciente (Malinowski, Crime and Custom in Savage Society, 1926, pp. 4041).

b) La competición: «La competición es apasionada, la ejecución, pese a la uniformidad de su objetivo, es de calidad variable... Se pugna por destacar en la ejecución de las tareas» (Goldenweiser,« Loóse Ends of Theory on the Individual, Pattern, and Involution in Primitive Society»,en Essays in Anthropology, 1936, p. 99). «Los hombres rivalizan entre sí para ver quién trabaja más rápido, quién realiza la mejor tarea, levanta los fardos más pesados de leña para llevarlos a la huerta o transporta más ñames cosechados» (Malinowski, Argonauts, op. c, p. 61).

c) El placer de trabajar: « El trabajo en sí mismo es uno de los rasgos constantes en la industria de los Maori» (Firth, « Some Features of Primitive Industry»,E.J., vol. I, p. 17).

«Se dedica mucho tiempo y aplicación a trabajos de acondicionamiento: mantenimiento de los huertos, desescombrar y limpiar, edificar hermosas y sólidas empalizadas, procurarse gruesos y resistentes rodrigones de ñames. Todos estos trabajos son, en cierto modo, necesarios para que las plantas lleguen a madurar en buenas condiciones, pero no cabe duda de que los indígenas se afanan en estas tareas mucho más de lo indispensable» (Malinowski, Argonauts op.c. p. 59).

d) El reconocimiento social: «La perfección de su huerto es el indicador general del valor social de una persona» (Malinowski, Coral Gardetts and Their Magic, vol. II, 1935, p. 124).

 «Se espera de cada uno de los miembros de la comunidad que den muestras de un grado normal de laboriosidad» (Firth, Primitive Polynesian Economy, 1939, p. 161). «Los habitantes de las Islas Andaman consideran la pereza como un comportamiento antisocial» (RadcliffeBrown, The Andaman Islanders). «Poner el propio trabajo a disposición de los demás no es solamente un servicio económico, sino también un servicio social» (Firth, op. c, p. 303).

 

5. El hombre es el mismo a lo largo de la historia

Linton, en su libro Study of Man, afirma que hay que desconfiar de las teorías psicológicas sobre la determinación de la personalidad y señala que «observaciones generales permiten concluir que todo el abanico de tipos de personalidad existe en todas las sociedades... En otros términos, una vez que el observador atraviesa la pantalla de las diferencias culturales, encuentra que esas gentes son fundamentalmente como nosotros». Thurnwald insiste en las semejanzas que presentan los hombres en todas las etapas de su desarrollo: «La economía primitiva estudiada en este libro no se diferencia en nada, en la medida en que se ocupa de las relaciones existentes entre los hombres, de otras formas de economía, y se sustenta en los mismos principios generales de la vida social» (Economics, p. 288). «Algunas emociones colectivas de naturaleza elemental son esencialmente las mismas para todos los seres humanos y explican la vuelta a configuraciones semejantes en su existencia social» (Essays in Anthropology, p. 383). El libro de Ruth Benedict, Patterns of Culture, se basa, a fin de cuentas, en una hipótesis del mismo tipo: «He hablado como si el temperamento de los hombres permaneciese constante, como si en toda sociedad estuviese potencialmente disponible, grosso modo, una distribución de temperamentos semejantes y como si la cultura eligiese entre ellos en función de sus propias pautas y formase a la gran mayoría de los individuos en el molde de la conformidad. Por ejemplo, la experiencia del trance, si aceptamos esta interpretación, es una potencialidad para un cierto número de individuos de cualquier población. Cuando el trance se ve honrado y recompensado, una alta proporción de individuos lo practicará o lo simulará». Malinowski mantuvo constantemente la misma posición en su obra.

 

6. Los sistemas económicos, por regla general, están integrados en las relaciones sociales; la distribución de los bienes materiales no responde a motivaciones económicas.

La economía primitiva es «una ciencia social que se interesa únicamente por los hombres en la medida en que constituyen los engranajes solidarios de una misma máquina».

 (Thurnwald, Economics, p. 12). Esto es igualmente aplicable a la riqueza, el trabajo y el trueque. «La riqueza primitiva no es de naturaleza económica, sino social» (Thurnwald, op. c). La mano de obra es capaz de realizar un «trabajo eficaz», puesto que lo realiza «en el marco de una acción organizada por fuerzas sociales» (Malinowski, Argonauts, p. 157).

«El intercambio de bienes y servicios se lleva a cabo casi siempre en el marco de una asociación duradera, ya sea en función de lazos sociales específicos, ya sea vinculada a una determinada reciprocidad en los negocios económicos» (Malinowski, Crime and Custom, p. 39).

Los dos grandes principios que gobiernan el comportamiento económico parecen ser la reciprocidad y el stockage con redistribución: «El conjunto de la vida tribal está dominado por el juego permanente del toma y daca» (Malinowski, Argonauts, p. 167). «Dar hoy significa recibir mañana. Tal es la consecuencia que se deriva del principio de reciprocidad y que impregna todas las relaciones existentes entre los primitivos» (Thurnwald, Economics, p. 106). Para facilitar esta reciprocidad existirá una determinada «dualidad» institucional o una «simetría estructural» en las sociedades salvajes en tanto que base indispensable de obligaciones recíprocas (Malinowski, Crime and Custom, p. 25). «Entre los Bánaro la repartición simétrica de sus lugares santos se funda en la estructura de su sociedad, que es también simétrica» (Thurnwald, Die Gemeinde der Bánaro, 1921, p. 378). Thurnwald descubrió que independientemente de este comportamiento en lo que se refiere a los intercambios y los servicios mutuos, aunque en estrecha relación con ellos, la práctica del almacenamiento y de la redistribución era aplicable en líneas generales desde la tribu primitiva que vivía de la caza hasta los más grandes Imperios. Los bienes se recogían de forma centralizada para ser distribuidos posteriormente a los miembros de la comunidad de múltiples formas. Por ejemplo, entre los pueblos de Melanesia y Polinesia «los reyes», en tanto que representantes del primer clan, se apropiaban de todas las rentas y las redistribuían posteriormente a la población como muestra de su generosidad» (Thurnwald, Economics, p. XII). Esta función distributiva es una fuente primordial del poder político de las organizaciones centrales (Thurnwald, op.c, p. 107).

 

7. La búsqueda individual de alimentos para uso propio y para la propia familia no formaba parte de la vida de los hombres primitivos.

Los clásicos suponían que el hombre preeconómico debía de cuidar de sí mismo y de su familia. Este postulado fue puesto de relieve por Carl Bücher en su obra pionera y desde entonces adquirió gran predicamento. Las investigaciones recientes refutan unánimemente a Bücher en este punto (Firth, Primitive Economics ofthe New Zealand Maori, pp. 12, 206, 350. Thurnwald, Economics, p. 170, 268, y Die menschliche Gesellschaft, vol. III, p. 146. Herskovits, The Economic Life of Primitive Peoples, 1940, p. 34. Malinowski, Argonauts, p. 167, nota).

 

8. La reciprocidad y la redistribución son principios de comportamiento económico no solamente aplicables a las pequeñas comunidades primitivas sino también a los grandes y ricos Imperios.

«El reparto tiene su historia particular, que se inicia en la más primitiva tribu de cazadores».

«No ocurre lo mismo en las sociedades en las que una estratificación más pronunciada se materializó en una época más reciente...». «El contacto entre pastores y agricultores nos ofrece uno de los más llamativos ejemplos de ello». «Las condiciones en las que el reparto se lleva a cabo varían considerablemente en función de los países y de las poblaciones, pero se puede observar que la función distributiva adquiere la mayor importancia a medida que se incrementa el poder político de determinadas familias, y que ascienden los déspotas. Los regalos de los campesinos se convierten poco a poco en "tasas", que el jefe reparte como un producto entre sus funcionarios y particularmente entre aquellos que están directamente vinculados a su persona».

«Esta evolución implica nuevas complicaciones en la organización del reparto» (...). «En todos los Estados arcaicos la antigua China, el Imperio Inca, los reinos de la India, Egipto, Babilonia utilizaron monedas de metal para el pago de tasas y de salarios, pero los pagos en especie constituían la regla dominante, y el Soberano sacaba los bienes de los almacenes en donde los conservaba para distribuirlos a los funcionarios, al ejército, en suma, a la parte de la población improductiva: artículos de cerámica, vestidos, joyas, esculturas, etc. En estos casos la distribución respondía a una función económica fundamental» (Thurnwald, Economics, pp. 106-108).

«Cuando se habla de feudalismo, se piensa inmediatamente en la Europa de la Edad Media..., sin embargo en las sociedades estratificadas éste no tarda en hacer su aparición. La verdadera causa de la feudalidad es el hecho de que la gran mayoría de las transacciones se efectúen en especie y que el estrato superior reivindique para sí todo el ganado y toda la tierra» (Thurnwald, op. c, p. 195).

 


 

CAPÍTULO V

ALGUNAS REFERENCIAS SOBRE LA EVOLUCIÓN DEL MODELO DEL MERCADO

 El liberalismo económico se sustentaba en la idea falsa de que sus prácticas y sus métodos eran la consecuencia natural de una ley general del progreso. Para evitar fisuras en esta concepción, proyectaba hacia el pasado los principios subyacentes al mercado autorregulador, de forma que abarcasen al conjunto de la historia de la civilización humana. El efecto de esta manera de proceder fue la deformación de la verdadera naturaleza y de la génesis del comercio, los mercados y el dinero, hasta el punto de sembrar una confusión total que impedía un análisis objetivo de estos fenómenos.

 

1. Los actos individuales de «trueque y cambio» se practican sólo excepcionalmente en las sociedades primitivas.

«En el origen, el trueque era algo completamente desconocido. El hombre primitivo, lejos de poseer una pasión por el trueque, lo aborrecía» (Buecher, Die Entstehung der Volkwirtschaft, 1904, p. 109). «Es, por ejemplo, imposible expresar el valor de un anzuelo para pescar bonito en función de una determinada cantidad de alimentos, puesto que no se realizan intercambios de este tipo y los Tikopia los consideran como algo extravagante... Cada género de objetos se adapta a un particular tipo de situación social» (Firth, op. c, p. 340).

 

2. El comercio no se produce en el interior de una comunidad; es un asunto exterior que pone en relación comunidades diferentes

«El comercio, en sus orígenes, es una transacción entre grupos étnicos; no tiene lugar entre miembros de una misma tribu o de una misma comunidad, sino que es, en las comunidades sociales más antiguas, un fenómeno externo dirigido a tribus extranjeras» (Weber, General Economic History, p. 195). «El comercio de la Edad Media, aunque parezca muy extraño, se desarrolló desde sus comienzos no por influencia del comercio local, sino del comercio de exportación » (Pirenne, Histoire economique et sociale du Aloyen Age, p. 120). «... El comercio a larga distancia constituyó la característica del renacimiento económico de la Edad Media» (Pirenne, Les villes du Moyen Age, p. 90).

 

3. El comercio no depende de los mercados, se deriva del transporte unilateral, ya sea pacífico o no.

Thumwald estableció que las formas más antiguas de comercio consistían simplemente en procurarse y transportar objetos a una cierta distancia. En definitiva, es esencialmente una expedición de caza; depende, sobre todo, de la resistencia encontrada el que la expedición sea guerrera, como sucede con la caza de esclavos o la piratería (Thurnwald,op.c,pp.

145,146). «La piratería fue la que inició el comercio marítimo.Tanto entre los navegantes griegos de la época homérica como entre los wikingos normandos la piratería se desarrolló de común acuerdo durante largo tiempo» (Pirenne, Les villes du Moyen Age, p. 78).

 

4. La presencia o la ausencia de los mercados no constituye una característica esencial; los mercados locales no tienen tendencia a crecer

« Los sistemas económicos que carecen de mercados no tienen por qué poseer otras características comunes por ello» (Thurnwald, Die menschliche Gesellschaft, vol. III, p. 137). En los primeros mercados «sólo podían cambiarse, unas por otras, determinadas cantidades de determinados objetos» (op. c, p. 137). «Thurnwald merece especiales alabanzas por haber observado que la moneda y el comercio primitivos tienen esencialmente una significación más social que económica» (Loeb, «The Distribution and Function of Money in Early Society », en Essays in Anthropology, p. 153). Los mercados locales no evolucionaron a partir del «comercio armado» o del «intercambio silencioso», o de otras formas de comercio exterior, sino a partir de la «paz» mantenida en los lugares de encuentro con el fin limitado de hacer intercambios entre vecinos. «El destino de los mercados locales es, en efecto, procurar la alimentación cotidiana de la población afincada en los lugares en los que se realizan los mercados. De ahí su carácter semanal, su círculo de influencia muy limitado y la restricción de su actividad a la compra y venta al detalle» (Pirenne, «Le mouvement commercial jusqu'á la fin du XIIIe siécle», op. c, cap. IV, p. 84). Los mercados locales, incluso en una época histórica más tardía, no mostraron ninguna tendencia a crecer, a diferencia de las ferias. «El mercado cubría las necesidades de la localidad y únicamente lo frecuentaban los habitantes de las poblaciones vecinas; sus mercancías eran productos del campo y utensilios de la vida de todos los días» (Lipson, The Economic History of England, 1935, vol. I, p. 221). El comercio local «era habitualmente, en sus comienzos, un oficio secundario para campesinos y personas dedicadas a la industria doméstica, y constituía en general una ocupación de estación...» (Weber, op. c, p. 195). «¿Puede admitirse, como parecería natural a primera vista, que se haya formado poco a poco una clase comerciante en el seno de las masas agrícolas? Nada permite afirmarlo» (Pirenne, Les villes, op. c, p. 80).

 

5. La división del trabajo no tiene su origen en el comercio o en el intercambio, sino en hechos geográficos, en hechos biológicos y en otros hechos no económicos

«La división del trabajo no es en absoluto, como algunos teóricos parecen creer, consecuencia de una complejidad creciente de la economía. Se debe, en primer lugar, biológicamente a las diferencias que existen entre los sexos y las edades» (Thurnwald, Economics, p. 212). «La única división del trabajo, o casi la única, es la que existe entre hombres y mujeres» (Herskovits, op. c, p. 13). La división del trabajo puede derivarse de otra forma de hechos biológicos; tal es el caso de la simbiosis de grupos étnicos diferentes.

«El agrupamiento con base étnica se convierte en un agrupamiento con una base social y profesional» por la formación de «una capa superior» de la sociedad. «Se crea así una organización sustentada, por una parte, en las contribuciones y los servicios de la clase inferior y, por otra, en el poder distributivo de los jefes de familia de la clase dominante» (Thurnwald, Economics, p. 86). Y es en estos procesos en donde encontramos uno de los orígenes del Estado (Thurnwald, Sozialpsychische Ablaufe, p. 387).

 

6. La moneda no es una invención de importancia decisiva; su presencia o su ausencia no crea necesariamente una diferencia esencial en el tipo de economía

«El simple hecho de que una tribu se sirviese de moneda la diferenciaba muy poco, desde el punto de vista económico, del resto de las tribus que no la poseían» (Loeb, op. c, p. 154).

«Por poco que se utilizase la moneda, su función era muy diferente de la que desempeña en nuestra civilización. Nunca deja de ser una materia concreta y jamás se convierte en una representación totalmente abstracta del valor» (Thurnwald, Econotnics, p. 107). Las dificultades del trueque no desempeñaron ningún papel en la «invención» de la moneda.

«Esta vieja idea de los economistas choca frontalmente con las investigaciones etnológicas» (Loeb, op. c, p. 167, nota 6). En razón de las utilizaciones específicas de las mercancías, que funcionan a guisa de moneda, así como por su significación simbólica en tanto que atributos del poder, resulta imposible considerar «la posesión económica desde un punto de vista racionalista, parcial» (Thurnwald, Económica). La moneda puede, por ejemplo, ser usada únicamente para el pago de salarios e impuestos, para pagar una esposa, deudas de sangre o multas. «Los ejemplos que acabamos de citar nos muestran que, en las sociedades que se encuentran en un estadio preestatal, el valor atribuido a los objetos depende de la costumbre, del rango social de los personajes importantes y de la naturaleza de las relaciones que éstos mantienen con las clases bajas de las diversas comunidades» (Thurnwald, Economics, pp. 108 y 263).

La moneda, al igual que los mercados, es un fenómeno esencialmente de carácter exterior; su significación para la comunidad proviene principalmente de las relaciones comerciales.

«La idea de moneda es de ordinario introducida desde el exterior» (Loeb, op. c, p. 156).

«La función de medio general de cambio de la moneda tiene su origen en el comercio» (Weber, op. c, p. 238).

 

7. El comercio exterior no es en sus comienzos un comercio entre individuos, sino un comercio entre colectividades

El comercio es una «empresa de grupo» que concierne «a los artículos obtenidos colectivamente». Su origen radica en los «viajes comerciales colectivos». «En las disposiciones adoptadas en función de estas expediciones, que casi siempre presentan las características del comercio exterior, se manifiesta el principio colectivista» (Thurnwald, Economics, p. 145). «En todo caso, el comercio más antiguo es una relación de intercambio entre tribus extranjeras» (Weber, op. c, p. 195). El comercio medieval no era evidentemente un comercio entre individuos, sino más bien un «comercio entre algunas ciudades, un comercio intercomunal o intermunicipal» (Ashley, An Introduction to English Economic History and Theory, parte I, «The Middle Ages», p. 102).

 

8. Las zonas rurales estaban en la Edad Media desvinculadas del comercio

«Hasta el siglo XV las ciudades fueron los únicos centros del comercio y de la industria, y esto hasta el punto de adquirir caracteres absolutos» (Pirenne, Histoire économique et sociale du Moyen Age, p. 145). «La lucha contra los negociantes y los artesanos rurales se mantuvo, al menos, durante setecientos u ochocientos años» (Heckscher, Mercantilism, 1935, vol. I, p. 129). «En este sentido, el rigor va en aumento a medida que se acentúa el gobierno "democrático"...». «Durante todo el siglo XIV, verdaderas expediciones a mano armada recorrieron las aldeas de los entornos y se llevaron los instrumentos de tejer o las prensas de los lagares que encontraron a su paso» (Pirenne, op. c.., p. 130).

 

9. En la Edad Media no se practicó indiscriminadamente el comercio entre ciudades

Un comercio intermunicipal suponía relaciones preferenciales entre algunas ciudades o grupos de ciudades, como por ejemplo la Hansa de Londres o la Hansa teutónica. Las relaciones entre esas ciudades estaban regidas por los principios de la reciprocidad y de las represalias. En el caso de que no se pagasen, por ejemplo, las deudas, los magistrados de la ciudad acreedora se dirigían a los de la ciudad deudora y los requerían para que hiciesen justicia. Deberían actuar como quisieran que actuasen los magistrados de otra ciudad en su misma situación. Y, «si la deuda no era pagada, se llevarían a cabo represalias contra los habitantes de esa ciudad» (Ashley, op. c, parte I, p. 109).

 

10. El proteccionismo nacional era desconocido

«Por sus proyectos económicos apenas se pueden distinguir los diferentes países existentes en el siglo XIII, ya que existían menos barreras defensivas contra las relaciones sociales en el interior de los límites de la Cristiandad que las existentes en la actualidad» (Cunningham, Western Civilization in its Economic Aspects, vol. I, p. 3). Hasta el siglo XV, no existen tarifas aduaneras en las fronteras políticas. «Con anterioridad no se producía ninguna veleidad, para favorecer el comercio nacional poniéndolo al abrigo de la concurrencia extranjera» (Pirenne, Histoire economique et sociale, p. 79). El comercio «internacional» era libre en todas sus ramas (Power y Postan, Studies in English Trade in the Fifteenth Century).

 

11. El mercantilismo impuso una mayor libertad de comercio a las ciudades y a las provincias dentro de las fronteras nacionales

El primer volumen del libro de Heckscher, Mercantilism, se titula Mercantilism as a Unifying System (1935). En este sentido, el mercantilismo «se oponía a todo lo que restringía la vida económica a un lugar específico y obstaculizaba el comercio en el interior del Estado» (Heckscher, op. c, vol. II, p. 273). «Los dos aspectos de la vida política municipal, la supresión de la población rural y la lucha contra la concurrencia de las ciudades extranjeras entraban en conflicto con los objetivos económicos del Estado» (Heckscher, op. c, vol. I, p. 131). «El mercantilismo nacionalizó al país mediante la acción del comercio, que extendió las prácticas locales al conjunto del territorio del Estado» (Pantlen, «Handel», en Handwórterbuch der Staatswissenschaften, vol. VI, p. 281). Con frecuencia, la concurrencia era propiciada artificialmente por el mercantilismo, con el fin de organizar los mercados mediante una regulación automática de la oferta y la demanda» (Heckscher, op. c). El primer autor moderno que reconoció la tendencia a la liberalización del sistema mercantil fue Schmoller (1884).

 

12. El «reglamentismo medieval» constituyó un gran éxito

«La política de las ciudades en la Edad Media fue probablemente la primera tentativa de Europa occidental, tras el declive del Mundo Antiguo, para regular los aspectos económicos de la sociedad en función de principios coherentes. Esta tentativa se vio coronada por un excepcional éxito... El liberalismo económico o el laissez faire, en el momento de su supremacía indiscutible, ofrecen posiblemente un éxito comparable, pero, en lo que se refiere a su duración, el liberalismo no ha sido más que un pequeño episodio evanescente comparado con la persistente tenacidad de la política de las ciudades medievales» (Heckscher, op. c, p. 139). «Las ciudades consiguieron una reglamentación tan maravillosamente adaptada a sus objetivos, que puede ser considerada en su género una obra de arte. La economía urbana es digna de la arquitectura gótica, de la que es contemporánea» (Pirenne, Les Villes, op. c, p. 152).

 

13. El mercantilismo extendió las prácticas municipales al territorio nacional

«El resultado fue una política urbana generalizada a zonas mucho más amplias: una especie de política municipal se superpuso a una base estatal» (Heckscher, op. c, vol. I, p. 131).

 

14. El mercantilismo, una política que salió airosa

« El mercantilismo creó un sistema modélico de satisfacción de las necesidades a la vez complejo y elaborado» (Buecher, op. c, vol. I, p. 159). Los Reglaments de Colbert, con los que pretendía obtener una buena calidad en la producción, lograron resultados «formidables» (Heckscher, op. c, vol. I, p. 166). «La vida económica a escala nacional era sobre todo el resultado de la centralización política» (Buecher, op. c, p. 157). Se debe atribuir al sistema regulador del mercantilismo «la creación de un código y de una disciplina del trabajo mucho más estrictos que los producidos por el peculiar particularismo de las ciudades medievales, con sus limitaciones morales y técnicas» (Brinkmann, «Das Soziale System des Kapitalismus», en Grundriss der Sozialókonomik, Abt, IV).

 


 

CAPÍTULO VII

I. LA LITERATURA DE SPEENHAMLAND

Prácticamente sólo al principio y al final de la época del capitalismo liberal existió la conciencia de la importancia decisiva de Speenhamland. Evidentemente, antes y después de 1834 se hizo referencia constantemente al «sistema de subsidios» y a la «perniciosa administración de las leyes de pobres», cuya génesis se hacía remontar no tanto a Speenhamland cuanto a la Ley Gilbert de 1782. Por otra parte, las características específicas del sistema de Speenhamland eran desconocidas para la mayoría de las gentes. En realidad, esto ocurre incluso hoy. Por lo general, se considera todavía que se trataba simplemente de socorrer a los pobres sin discriminación alguna, cuando en realidad su objetivo era algo muy distinto: la finalidad fundamental consistía en proporcionar complementos sistemáticos a los salarios. Los contemporáneos reconocieron, en parte, que este método chocaba frontalmente con los principios legislativos de los Tudor, pero no se dieron cuenta de que resultaba incompatible con el sistema salarial, que estaba a punto de instituirse. Por su parte, los efectos prácticos de Speenhamland pasaron desapercibidos hasta más tarde, cuando, combinados con las leyes contra las coaliciones de 17991800, hicieron bajar los salarios y se convirtieron en una subvención para los patronos.

Los economistas clásicos nunca hicieron el menor esfuerzo por investigar los detalles del «sistema de subsidios», mientras que sí lo hicieron en lo que respecta a la renta y a la moneda. Amalgamaron todas las formas de socorros y subsidios a domicilio con las «leyes de pobres» e insistieron en que éstas debían de ser completamente abolidas. Ni Townsend, ni Malthus ni Ricardo, abogaron por una reforma de la legislación de pobres, sino que pidieron claramente su abolición. Bentham, el único que llevó a cabo un estudio sobre este problema, fue menos dogmático al tratarlo que al referirse a otras cuestiones. Tanto él como Burke comprendieron algo que Pitt no percibió, es decir, que lo verdaderamente nocivo eran los complementos al salario.

Engels y Marx no realizaron un estudio sobre las leyes de pobres. Podemos pensar que, si lo hubiesen hecho, habrían podido mostrar el carácter pseudo humanitario de un sistema que tenía fama de halagar rastreramente los caprichos de los pobres, mientras que, en realidad, lo único que conseguía era hacer descender sus salarios por debajo del nivel de subsistencia (muy reforzado en este sentido por una ley antisindical). Se otorgaba dinero público a los ricos para ayudarlos a obtener mayores beneficios de los pobres. Pero, en la época de Marx y Engels, el enemigo era la nueva ley de pobres, y Cobbett y los cartistas tenían tendencia a idealizar las viejas leyes. Además, Engels y Marx estaban convencidos, con razón, de que si el capitalismo tenía que llegar, la reforma de las leyes de pobres sería inevitable. Fue así como dejaron escapar no solamente algunas cuestiones controvertidas de primer orden, sino también el argumento por el cual Speenhamland reforzaba su sistema teórico: el capitalismo es incapaz de funcionar sin un mercado libre de trabajo.

En lo que se refiere a las siniestras descripciones de Speenhamland, Harriet Martineau se inspiró profundamente en páginas clásicas del Poor Law Repon (1834). Los Gould y los Baring que financiaron los lujosos pequeños volúmenes en los que Harriet intentó ilustrar a los pobres sobre el carácter inevitable de su miseria estaba profundamente convencida de que su miseria era inevitable y de que únicamente el conocimiento de las leyes de la economía política podría hacer más soportable su suerte, no habrían podido encontrar para sus creencias un abogado más sincero y, en términos generales, mejor informado (Illustrations to Political Economy, 1831, vol. III; y también The Parish y The Hatnlet, en Poor Laws and Paupers, 1834). Harriet escribió su libro Thirty Years Peace 1816-1846 en un tono menos apasionado, en el que mostraba más simpatía por los cartistas que interés por recordar a su maestro Bentham (vol. III, p. 489, y vol. IV, p. 453). Su crónica finaliza con este expresivo pasaje: «Actualmente, aquellos de entre nosotros que posean más inteligencia y corazón se han ocupado de esta importante cuestión de los derechos del trabajo, y han asumido las impresionantes amenazas procedentes del extranjero que prohíben dejarla de lado, pues el más ligero desliz puede significar la ruina para todos.

 ¿Será posible que no encontremos una solución? Esa solución podría muy bien ser el eje central del próximo período de la historia de Inglaterra, y será entonces, más que ahora, cuando se pondrá de manifiesto que en su preparación reside el principal interés del período procedente a la paz de los Treinta Años». Se trataba de una profecía retardada. En el período siguiente de la historia de Inglaterra la cuestión del trabajo dejó de existir, pero reapareció en los años 1870 y, medio siglo más tarde, significaría «la ruina para todos». Evidentemente era mucho más fácil en 1840 que en 1940 discernir el origen de este problema en los principios que gobernaban la ley de reforma de la legislación sobre los pobres.

Durante toda la Era victoriana, y más tarde, ni un filósofo ni un solo historiador se ocuparon de la mezquina economía de Speenhamland. Entre los tres historiadores del benthamismo, sir Leslie Stephen no se molestó siquiera en estudiarla en detalle; Elie Halévy fue el primero que reconoció el papel clave de la ley de pobres en el radicalismo filosófico, pero sobre la economía de Speenhamland tenía ideas muy confusas. En el tercer estudio, el de Dicey, la omisión es todavía más sorprendente. En su incomparable análisis de las relaciones existentes entre el derecho y la opinión pública trata el laissez faire y el colectivismo como la urdimbre y la trama de la textura. El propio proyecto, a su juicio, procedía de las tendencias de la industria y de los negocios de la época, es decir, de instituciones que conformaban la vida económica. Nadie habría podido insistir con su fuerza sobre el papel dominante ejercido por el pauperismo en la opinión pública y la importancia de la reforma de la legislación sobre los pobres en el conjunto del sistema legislativo de Bentham. Y, sin embargo, estaba desconcertado por la importancia crucial que los discípulos de Bentham, en su proyecto legislativo, asignaban a la reforma de las leyes de pobres, y creía realmente que lo que se cuestionaba era el peso de los impuestos locales en la industria. Historiadores del pensamiento económico de la talla de Schumpeter o Mitchell analizaron los conceptos de los economistas clásicos sin hacer referencia a la situación originada por Speenhamland.

La Revolución industrial se convirtió en un objeto de la historia económica a partir de las conferencias de Arnold Toynbee (1881). Para Toynbee el socialismo tory fue el responsable de Speenhamland y de «su principio de la protección del pobre por el rico». Por esta época, William Cunningham se interesó por este mismo proceso, que, como por encanto, adquirió vida; pero era sólo una voz que hablaba en el desierto. Cuando Mantoux (1907), que pudo beneficiarse de la obra maestra de Cunningham (1881), se refiere a Speenhamland, lo hace simplemente para tratar de «otra reforma» o «de algo curioso», y le atribuye el efecto de «arrojar a los pobres al mercado de trabajo» (The Industrial Revolution in the Eighteen Century, p. 438). Beer, cuya obra es un monumento en honor a los inicios del socialismo inglés, apenas hace referencia a las leyes de pobres.

Fue preciso esperar a que los Hammond (1991) tuviesen la visión de una civilización nueva introducida por la Revolución industrial para que se redescubriese Speenhamland. Para ellos este sistema forma parte, no tanto de la historia económica, cuanto de la historia social. Los Webb (1927) continuaron este trabajo y plantearon la cuestión de las condiciones políticas y económicas previas a Speenhamland, conscientes de que así trataban la génesis de los problemas sociales de nuestro propio tiempo.

J. H. Clapharn intentó realizar un informe contra lo que podría denominarse la forma institucional de abordar la historia económica, representada por Engels, Marx, Toynbee, Cunningham, Mantoux y, más recientemente, los Hammond. Se negó a tratar el sistema de Speenhamland como institución y lo estudió pura y simplemente como un rasgo característico de la «organización agraria» del país (vol. I, cap. 4). Dicha perspectiva resulta, como mínimo, insuficiente, puesto que es precisamente la extensión de ese sistema a las ciudades lo que supuso su quiebra. Además, separa completamente el efecto de Speenhamland sobre los impuestos locales de la cuestión de los salarios y se refiere a esta última con el título de «Actividades económicas del Estado». De nuevo su aproximación resulta artificial, al no considerar la economía de Speenhamland desde el punto de vista de la clase patronal que se beneficiaba de los bajos salarios tanto o más de lo que perdía con los impuestos. Pero Clapham respeta totalmente los hechos, lo que compensa su tratamiento erróneo de la institución. Y es el primero que muestra el efecto decisivo de las «enclosures de guerra» en la región en la que se introdujo el sistema de Speenhamland, así como el nivel real de caída de los salarios producidos por este sistema.

Los partidarios de la economía liberal fueron los que pusieron de manifiesto de forma permanente la total incompatibilidad existente entre Speenhamland y el sistema salarial. Fueron los únicos en darse cuenta que, en un sentido amplio, toda forma de protección del trabajo implicaba en cierta medida poner en marcha el principio intervencionista de Speenhamland. Spencer lanzó la acusación de «makewages» (los sistemas de subsidios se denominaban en esta parte del país complementos salariales) contra todas las prácticas «colectivistas», término que generalizó sin dificultad a la educación pública, a la vivienda, a los campos de deportes, etc. Dicey resumía en 1913sucriticaalOM.AgePension5.i4c/en los siguientes términos: «En esencia, no es más que una nueva forma de asistencia a domicilio para los pobres». Si esta era la opinión de Dicey, es natural que Mises sostenga que, «mientras se concedan subsidios de paro, seguirá existiendo paro» (Libemlisms, 1927, p. 484; Nationalókonomie, 1940, p. 720). Walter Lippmann, en su libro GoodSociety (1937), intenta distanciarse de Spencer, pero sólo para acercarse a Mises. Lippmann y Mises reflejaban la reacción liberal frente al proteccionismo de los años veinte y treinta. No hay duda de que muchas de las características de la situación de esos años recordaban a Speenhamland. En Austria, los subsidios de desempleo eran subvencionados por un Tesoro en bancarrota; en Gran Bretaña, los «subsidios ampliados de paro» no se distinguían de la asistencia pública; en América se habían lanzado la Work Progress Administration y la Public Work Administration. Sir Alfred Mond, director de las Industrias Químicas Imperiales, pedía de hecho en vano en 1926 que la patronal inglesa fuese subvencionada por los fondos de paro para «compensar» los salarios, lo que según su opinión contribuiría a hacer aumentar el empleo. El capitalismo, tanto en lo que se refiere al paro, como a la moneda, se enfrentaba, en las angustias de la muerte, a los problemas aún no resueltos y heredados desde sus comienzos.

 

II. TEXTOS DE ÉPOCA SOBRE EL PAUPERISMO Y LAS ANTIGUAS LEYES DE POBRES

ACLAND, Compulsory Savings Plans (1786).

ANÓNIMO, Considerations on Several Proposals Laiely Made for the Better Maintenance of the Poor. (2.a ed., 1752). ANÓNIMO, A New Plan for the Better Maintenance of the Poor of England (1784). An Address to the Public from the Philanthropic Society, instituted in 17 88 for the Prevention of Crimes and the Reform of the Criminal Poor (1788).

APPLEGARTH, Rob., A Plea for the Poor (1790). BELSHAM, Will, Remarles on the Bill for the Better Support and Maintenance of the Poor (1797).

BENTHAM, J., Pauper Management Improved (18 02).

BENTHAM, J., Observation on the Restrictive and Prohibitory Commercial System (1821). BENTHAM, J., Observations on the Poor Bill, introduced by the Right Honorable William Pitt; escrito en febrero de 1797.

BURKE, E., Thoughts and Details on Scarcity (1795). COWE, James, Religious and Philanthropic Truts (1797).

 CRUMPLE, Samuel, M. D., An Essay on the Best Means of Providing Employment for the People (1793).

DEFOH, Daniel, Giving Alms No Charity, and Employing the Poor a Grievance to the Nation (1704).

DYER, George, A Dissertation on the Theory and Practice of Benevolence (1795).

DYER, George, The Complaints of the Poor People of England (1792) EDÉN, On the Poor (1797), 3 vol. [The State of the poor, or an History of the labouring classes in England... Londres, J. Davies, 1797].

GILBERT, Thomas, Plan for the Better Relief and Employment ofthe Poor (1781). GODWIN, William, Thoughts Occasioned by the Perusal of Dr. Parr's Spiritual Sermón, Preached at Christ Church April 15,1800 (Londres, 1801). HAMPSHIRE, State ofthe Poor (1795).

HAMPSHIRE MAGISTRATE (E. Poulter), Comments on the Poor Bill (1797). HOWLETT, Rév. J., Examination ofMr. Pitt's Speech (1796).

JAMES, Isaac, Providence Displayed (Londres 1800), p. 20. JONES, Edw., The Prevention ofPoverty (1796).

LUSON, Hewling, Inferior Polines: or, Considerations on the Wretchedness and Profligacy on the Poor (17 86).

M'FARLANE, John, D. D., Enquiñes Concerning the Poor (1782). MARTINEAU, H., The Parish (1833).

MARTINEAU, H., The Hamlet (1833).

MARTINEAU,H., The History ofthe Thirty Years Peace (1849), 3 vol. MARTINEAU,H., Illustrations of Political Economy (1832 1834), 9 vol.

MASSIE, J., A Plan... Penitent Prostitutes. Foundling Hospital, Poor and Poor Laws (1758). NASMITH, JAMES, D. D., A Charge, Isle ofEly (1799).

OWEN, Robert, Report to the Committee of the Association for the Relief of the Manufacturing and Labouring Poor (1818).

PAINE, Th., Agrarian Justice (1797). PEW, Rich., Observations (1783).

PITT, Wm Morton, An Address to the Landed Interest of the defic. Of Habitation and Fuel for the Use ofthe Poor (1797). Plan ofa Public Charity, A (1790), «On Starving», a sketch. First Report of the Society for Bettering the Condition and Increasing the Comforts of the Poor. Second Report of the Society for Bettering the Condition of the Poor (1797).

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III SPEENHAMLAND Y VIENA

El autor se sintió tentado en un principio a estudiar Speenhamland y sus efectos en los economistas clásicos a través de la situación económica y social de Austria tras la Gran Guerra, por considerarla muy reveladora.

En Austria, en un entorno claramente capitalista, un ayuntamiento socialista instauró un régimen que fue duramente atacado por los representantes de la economía liberal. No cabe ninguna duda que algunas de las políticas intervencionistas practicadas en dicho ayuntamiento eran incompatibles con los engranajes de una economía de mercado. Sin embargo, las discusiones políticas no llegaron a agotar una cuestión que era esencialmente social y no económica.

Viena fue el centro de una serie de acontecimientos. Durante la mayor parte de los quince años que siguieron a la Guerra de 1914-18, en Austria el seguro contra el paro era ampliamiente subvencionado con fondos públicos, extendiéndose así indefinidamente los socorros a domicilio; los alquileres eran fijados con subidas muy pequeñas y el Ayuntamiento de Viena construyó sin fines lucrativos grandes casas de alquiler, consiguiendo el capital necesario para ello mediante impuestos. Mientras no se pagasen complementos salariales, los servicios sociales de todo tipo previstos, por muy modestos que fuesen, habrían podido permitir de hecho una caída excesiva de los salarios, si no fuese porque existía un movimiento sindical muy desarrollado que encontraba por supuesto un soporte sólido en los subsidios generalizados de paro. Desde el punto de vista económico, un sistema de este tipo resultaba evidentemente anormal. Los alquileres, limitados hasta el punto de dejar de ser rentables, eran incompatibles con el sistema existente de empresa privada y más concretamente con la industria de la construcción. Además, durante los primeros años, la protección social instaurada en un país empobrecido comprometía la estabilidad de la moneda: las políticas inflacionistas e intervencionistas se daban la mano.

En último término, Viena, al igual que Speenhamland, sucumbió a los fuertes ataques políticos potentemente alimentados con argumentos puramente económicos. Las agitaciones políticas de 1832 en Inglaterra y de 1934 en Austria estaban destinadas a liberar el mercado de trabajo de la intervención proteccionista. Ni los pueblos del squire, ni la Viena de la clase obrera, podían mantenerse aislados indefinidamente del mundo que los rodeaba.

Es evidente sin embargo que estos dos períodos intervencionistas presentan una gran diferencia entre ellos. En 1795 la población inglesa debía de ser protegida de una dislocación debida al progreso económico: el extraordinario desarrollo de las manufacturas urbanas; la clase obrera vienesa en 1918 debía, a su vez, ser protegida contra los efectos de una regresión económica provocada por la guerra, la derrota y el caos de la industria. Speenhamland condujo, en último término, a una crisis en la organización del trabajo que abrió la vía a una nueva era de prosperidad, mientras que la victoria de la Heimwehr en Austria formaba parte de una catástrofe total del sistema nacional y social.

 Lo que nos interesa subrayar aquí es la enorme diferencia que existe entre el efecto cultural y moral de los dos tipos de intervención: la tentativa llevada a cabo en Speenhamland para prevenir la irrupción de la economía de mercado y la experiencia realizada en Viena para intentar trascender completamente esta economía. Mientras que Speenhamland supuso un verdadero desastre para las clases populares, Viena supuso uno de los triunfos culturales más espectaculares de la historia de Occidente. El año 1795 produjo un envilecimiento sin precedentes de las clases laboriosas, a quienes se les impidió alcanzar el nuevo estatuto de trabajadores de la industria; por su parte, 1918 fue el punto de partida para una recuperación moral e intelectual, también sin precedentes, de las condiciones de una clase obrera muy desarrollada que, bajo la protección del sistema vienes, resistió los efectos degradantes de una grave dislocación económica y consiguió alcanzar un nivel que no ha sido superado por las masas populares de ninguna otra sociedad industrial.

Está claro que esta diferencia se debía al aspecto social de la situación, distinto de su aspecto económico, pero ¿captaban bien los economistas ortodoxos en qué consistía la economía del intervencionismo? Los partidarios de la economía liberal pretendían, en realidad, que el régimen de Viena no constituía más que otro ejemplo de la «mala administración de la legislación de pobres», otro «sistema de subsidios» que estaba pidiendo a voces el férreo barrido de los economistas clásicos. Sin embargo, ¿estos pensadores no estaban inducidos al error por la situación relativamente duradera creada por Speenhamland? Con frecuencia acertaron en lo que se refería al futuro, ya que su profunda intuición les ayudaba a imaginárselo, pero se equivocaron completamente en lo que respecta a su propia época. Las investigaciones modernas han probado que no merecen esa reputación de sólido sentido común con la que están aureolados. Malthus interpretó erróneamente las necesidades de su época; si sus tendenciosas advertencias sobre los peligros de la superpoblación hubiesen surtido su efecto sobre los jóvenes matrimonios a los que adoctrinaba personalmente, se habría producido, como dice T. H. Marshall «el golpe de gracia al progreso económico». Ricardo expuso de un modo equivocado los hechos de la controversia sobre la moneda y el papel de la Banca de Inglaterra, y fue incapaz de captar las verdaderas causas de depreciación de la moneda que, como sabemos bien en la actualidad, consistían sobre todo en pagos políticos y en dificultades para hacer transferencias. Si Gran Bretaña hubiese hecho caso del Bullion Report, habría perdido la guerra contra Napoleón y «el Imperio no existiría hoy».

 Fue así como la experiencia vienesa y sus semejanzas con Speenhamland, si bien sirvió para acercar a algunos a las concepciones de los economistas clásicos, condujo a otros a dudar de ellos.

 


 

CAPÍTULO VIII

I. ¿POR QUE NO TRIUNFO EL PROYECTO DE LEY DE WHITBREAD?

La única política que habría podido reemplazar a la de Speenhamland parece haber sido el proyecto de ley de Whitbread, presentado en el invierno de 1795. En este proyecto se pedía que se generalizase el Estatuto de los artesanos de 1563, de tal forma que sirviese para determinar los salarios mínimos a partir de una estimación anual. Según su autor, esta medida conservaba la regla isabelina de la estimación de los salarios, extendiéndola desde los salarios mínimos hasta los salarios máximos e impidiendo así que se muriese la gente de hambre en las zonas rurales. Este proyecto respondía evidentemente a las necesidades de esta situación de urgencia, y se puede destacar que los parlamentarios de Suffolk, por ejemplo, lo apoyaron, mientras que los magistrados de esta misma localidad habían aprobado el principio de Speenhamland en una reunión en la que el propio Arthur Young estaba presente; a los ojos de un profano, no debía de existir demasiada diferencia entre estas dos medidas y ello no es sorprendente. Ciento treinta años más tarde, cuando el plan Mond (1926) propuso utilizar los fondos del paro para complementar los salarios de la industria, el público tuvo dificultades para comprender la diferencia económica existente entre la ayuda a los parados y la «aidinwages», es decir, los complementos de salario de los trabajadores.

En 1795, sin embargo, la opción que se dilucidaba era entre los salarios mínimos y los complementos salariales. Se percibían mejor las diferencias entre las dos políticas si se las relacionaba con la abolición coetánea del Act of Settlement de 1662. La abrogación de esta ley creó la posibilidad de un mercado de trabajo nacional, cuyo objetivo principal era permitir que los salarios «encontrasen su propio nivel». La tendencia del proyecto de ley de Whitbread sobre los salarios mínimos era contraria a la abolición del Act of Settlement, mientras que la tendencia de la ley de Speenhamland no lo era. Extendiendo la aplicación de la ley de pobres de 1601 en sustitución del Estatuto de los artesanos de 1563 (como sugería Whitbread), los squires retornaban al paternalismo, sobre todo en lo que se refería a las aldeas, y bajo formas tales que no debían implicar la menor intervención en el juego del mercado, pero haciendo sentir su peso a la hora de inutilizar su mecanismo de determinación de los salarios. Nunca se admitió abiertamente que esta pretendida aplicación de la ley de pobres era en realidad un rechazo total al principio isabelino de la obligación de trabajar.

Las consideraciones pragmáticas predominaban entre quienes apadrinaron la Ley de Speenhamland. El reverendo Edward Wilson, canónigo de Windsor y juez de paz de Berkshire probablemente fue él quien propuso la ley expuso su parecer en un folleto en el que se declaraba categóricamente en favor del laissez faire. «El trabajo, como todo lo que existe en el mercado, siempre alcanzó su precio, sin que la ley se inmiscuyese en ello», afirmaba. Posiblemente habría resultado más apropiado para un magistrado inglés decir, por el contrario, que nunca, en ninguna época, el trabajo encontró su valor sin que interviniese la ley. Las cifras muestran, sin embargo, señala una vez más el canónigo Wilson, que los salarios no aumentaron tan rápidamente como el precio del trigo, por lo que somete de nuevo a la consideración de la magistratura A Measure for the Quantum of Relief to be granted to the Poor. Esta ayuda ascendía a cinco chelines por semana para una familia compuesta por el marido, la mujer y un hijo. En el prospecto de este pequeño folleto se podía leer lo siguiente: «La sustancia de este folleto ha sido propuesta a la Asamblea del Condado, en Newbury, el 6 de mayo último». Como ya sabemos la Magistratura fue más lejos que el canónigo: acordó por unanimidad un baremo de cinco chelines y seis peniques.

 


 

CAPÍTULO XIII

I. LAS DOS NACIONES DE DISRAELI Y EL PROBLEMA DE LOS PUEBLOS DE COLOR

Numerosos autores han insistido sobre las semejanzas que existen entre los problemas coloniales y los de comienzos del capitalismo. Pero no han sido capaces de continuar la analogía en la otra dirección, es decir, de esclarecer la situación de las clases más pobres de Inglaterra de hace cien años describiéndolas como lo que eran: los indígenas destribalizados y degradados de su época.

La razón por la que no se ha señalado esta semejanza evidente radica, a nuestro parecer, en el prejuicio liberal que confiere una importancia predominante e inmerecida a los aspectos económicos de procesos que fundamentalmente no son económicos, puesto que ni la degradación racial que existe en determinadas regiones coloniales en la actualidad, ni la deshumanización análoga de los trabajadores de hace cien años son, en su esencia, económicas.

 

1. Un contacto cultural destructor no es primordialmente un fenómeno económico.

 La mayor parte de las sociedades indígenas están a punto actualmente de sufrir una rápida transformación forzada que únicamente puede ser comparada a los violentos cambios producidos por una revolución, afirma L. P. Mayr. Y, si bien los móviles de los invasores son claramente económicos, y el derrumbe de la sociedad primitiva está causado, sin duda, con frecuencia por la destrucción de sus instituciones económicas, el hecho llamativo es que las nuevas instituciones económicas no llegan a ser asimiladas por la cultura indígena que, en consecuencia, se desintegra sin ser reemplazada por ningún otro sistema coherente de valores.

La primera de las tendencias destructoras inherentes a las instituciones occidentales es «la paz en una gran región», que destruye «la vida del clan, la autoridad patriarcal, el entrenamiento militar de la juventud, que impide casi totalmente la emigración de clanes o de tribus» (Thurnwald, Black and White in East África: The Fabric of a New Civilization, 1935, p. 394). «La guerra debía haber conferido a la vida indígena un ímpetu del que desgraciadamente carece en estos tiempos de paz...». La abolición de los combates hace disminuir la población, ya que la guerra causaba muy pocos muertos, mientras que su ausencia significa que se pierden costumbres y ceremonias vivificantes y que la vida del poblado se convierte, en consecuencia, en una vida monótona y de una apatía malsana (F. E. Williams, Depopulation of the Suam District, 1933, «Anthropology» Report, n.° 13, p. 43). Es necesario comparar esta situación a la «existencia llena de alegría, de animación y de excitación» de los indígenas en su medio cultural tradicional (Goldenweiser, Loóse Ends, p. 99).

El verdadero peligro es, retomando la expresión de Goldenweiser, el de un «intervalo entre culturas» (Goldenweiser, Anthropology, 1937, p. 429). Sobre este punto existe prácticamente unanimidad. «Las antiguas barreras están a punto de desaparecer y no se vislumbra ninguna otra directriz» (Thurnwald, Black and White, p. 111). «Mantener una comunidad en la que la acumulación de bienes se considera antisocial e integrarla en la cultura blanca contemporánea, es intentar armonizar dos sistemas institucionales incompatibles» (Wissel, en su Introducción a M. Mead, The Changing Culture of an Iridian Tribe, 1932). «Los inmigrantes que aportan una cultura pueden llegar a extender la cultura aborigen pero pueden fracasar cuando se trata de extender o de asimilar a sus portadores» (PittRivers, «The Effect on Native Races of Contact with European Civilization», en Man, vol. XXVII, 1927). Podemos, por último, retomar la cruda expresión de Lesser sobre otra víctima más de la civilización industrial: «De la madurez cultural, en tanto que Pawnee, han sido reducidos a la minoría cultural, en tanto que hombres blancos» (The Pawnee Ghost Dance Hand Game, p. 44).

Esta condición de muertos vivientes no se debe a la explotación económica en el sentido comúnmente aceptado del término, según el cual explotación significa beneficiarse económicamente del trabajo de otro, aunque esté sin duda en relación íntima con las transformaciones de la situación económica ligadas a la propiedad territorial, a la guerra, al matrimonio, etc., transformaciones que afectan a un gran número de costumbres sociales, de hábitos y tradiciones de todo tipo. Cuando se introduce por la fuerza una economía monetaria en las regiones de África occidental, en las que la población está diseminada, no es la insuficiencia de salarios lo que hace que los indígenas «no puedan comprar alimentos para reemplazar a los que no han cultivado, ya que nadie posee alimentos sobrantes para vendérselos» (Mayr, An African People in the Twentieth Century, 1934, p. 5). Sus instituciones implican otra escala de valores; estos indígenas son a la vez ahorrativos y carecen de mentalidad mercantil. «Pedirán por un producto el mismo precio cuando el mercado está saturado que cuando dicho producto escasea y, por tanto, realizarán largos desplazamientos empleando mucho tiempo y energía para ahorrar una pequeña suma en sus compras» (Mary H. Kingsley, West African Studies, p. 339). Una subida de los salarios conduce con frecuencia al absentismo. Se decía de los Indios Zapotecas de Tehuantepec que trabajaban la mitad menos a cincuenta centavos por día que a veinticinco. Este paradójico hecho fue casi general durante los primeros tiempos de la Revolución industrial en Inglaterra.

El indicador económico de las tasas de población no nos es de mucha más utilidad que los salarios. Goldenweiser confirma la célebre observación hecha en Melanesia por PittRivers: los indígenas reducidos a la miseria cultural pueden estar «a punto de morir de aburrimiento». F. E. Williams, un misionero que trabajó en esta región, escribió que la «influencia del factor psicológico sobre la tasa de mortalidad» es fácilmente comprensible.

«Numerosos observadores han subrayado la facilidad o la sorprendente rapidez con la que puede morir un indígena». Cuando los intereses y las actividades que antes realizaba son destruidos, el indígena sucumbe al abatimiento. Su poder de resistencia se ve aniquilado como resultado de este proceso y se convierte con facilidad en presa de cualquier enfermedad» (op. c, p. 43). Todo esto no tiene nada que ver con la presión ejercida por la necesidad económica. «En este sentido se puede afirmar que una elevada tasa de crecimiento de población puede ser a la vez un síntoma de vitalidad o de degradación cultural» (Frank Lorimer, Observations on the Trena of Iridian Population in the UnitedStates.p. 11).

El proceso de degradación cultural exclusivamente se puede detener mediante medidas sociales que no coinciden con el nivel de vida económico, por ejemplo, restableciendo la propiedad tribal de la tierra o preservando a la comunidad de la influencia de los métodos capitalistas del mercado. Como escribía John Collier en 1942 «la separación del indio de su tierra, esto es lo que ha significado para él un golpe mortal». El General Allotement Act de 1887 «individualizaba» la tierra de los indios; la desintegración de su cultura, que se derivó de ello, supuso una pérdida de casi sus tres cuartos partes, es decir, de noventa millones de acres. El Indian Reorganization Act de 1934 restableció los dominios de las tribus y salvó a la comunidad india devolviendo vida a su cultura.

En África nos encontramos con una situación similar. Las formas de la propiedad agrícola constituyen el centro del interés, puesto que de ellas depende directamente la organización social. Aunque surgieron conflictos económicos (impuestos y alquileres elevados, bajos salarios), éstos constituían exclusivamente formas disfrazadas de presión para obligar a los indígenas a abandonar su cultura tradicional y forzarlos así a adaptarse a los métodos de la economía de mercado, es decir, a trabajar a cambio de un salario y a vender sus mercancías en el mercado. Fue así, siguiendo este proceso, como determinadas tribus indígenas, por ejemplo los cafres, y aquellos que habían emigrado a la ciudad, perdieron sus costumbres ancestrales y se convirtieron en una muchedumbre sin energía, «en animales semidomésticos» entre los que pululaban vagabundos, ladrones y prostitutas —institución inexistente hasta entonces entre ellos, en fin, en algo que se asemejaba mucho a la masa de la población inglesa pauperizada entre 17951834.

 

2. La degradación humana de las clases laboriosas en los inicios del capitalismo fue el resultado de una catástrofe social inconmensurable en términos económicos.

En 1816, Robert Owen observaba que sus trabajadores «estaban obligados a ser colectivamente miserables, cualquiera que fuese su salario» (To the British Manufacturers, p. 146). Conviene recordar que Adam Smith esperaba que los trabajadores desarraigados de su tierra perdiesen todo tipo de interés intelectual. Y M'Farlane preveía que «cada día será más difícil encontrar a personas del pueblo que sepan leer y contar» (Enquiries Concerning the Poor, 1782, pp. 249 250). Una generación más tarde, Owen atribuía la degradación de los trabajadores a una «infancia abandonada» y «al agotamiento por cansancio», lo que los convertía en personas «incapaces por su ignorancia, de utilizar bien los elevados salarios cuando los conseguían». Owen, por su parte, les daba bajos salarios y elevaba su estatuto creando artificialmente para ellos un entorno cultural totalmente nuevo. Los vicios predominantes entre la masa del pueblo eran, por lo general, los mismos que caracterizan a las poblaciones de color envilecidas por un contacto cultural desintegrador: el derroche, la prostitución, el robo, la imprevisión y la falta de empuje y de respeto por uno mismo. Al extenderse como una mancha de aceite, la economía de mercado destruía el tejido tradicional de la sociedad rural, la comunidad de los pueblos, la familia, las viejas formas de propiedad agrícola, las costumbres y los criterios sobre los que se sustentaba la vida en un entorno cultural. La protección dispensada por Speenhamland no había hecho más que empeorar las cosas. Hacia 1830, la catástrofe social en la que se veían sumidas las clases populares era tan total como la que sufren en la actualidad algunas tribus africanas. Una sola y única persona, el eminente sociólogo negro, Charles S. Johnson invirtió la analogía entre el envilecimiento racial y la degradación de clase, aplicándolo a esta última: «En Inglaterra, en donde la Revolución industrial iba muy por delante del resto de Europa, el caos social que siguió a la reorganización draconiana de la economía transformó a los niños depauperados en esa carne de cañón que más tarde iban a ser los esclavos africanos... Las racionalizaciones que entonces sirvieron para legitimar la trata de niños eran casi idénticas a las que se utilizaron para justificar la trata de esclavos» («Race Relations and Social Change», en E. Thompson, Race, Relations and the Race Probíem, 1939, p. 274).

 

II. COMENTARIO ADICIONAL

LA LEY SOBRE LOS POBRES Y LA ORGANIZACIÓN DEL TRABAJO

La ley sobre los pobres y la organización del trabajo aún no se han estudiado las implicaciones en toda su extensión del sistema de speenhamland, sus orígenes, sus efectos y las razones por las que fue bruscamente paralizado. Veamos algunos de estos aspectos

 

1. ¿Hasta qué punto la Ley de Speenhamland era una medida de guerra?.

Desde un punto de vista estrictamente económico, no se puede afirmar, como se ha hecho en ocasiones, que Speenhamland haya sido una medida de guerra. Los contemporáneos no indican ninguna relación entre el nivel salarial y el estado de guerra. En la medida en que se ha podido comprobar una elevación de los salarios, se puede afirmar que el movimiento había comenzado antes de la guerra. La Circular Letter de 1795 de Arthur Young, cuyo objeto era determinar los efectos de las malas cosechas en el precio del trigo, contenía la siguiente cuestión (punto IV): «¿Cuál ha sido la subida (en el caso de que haya existido) de los salarios de los obreros agrícolas, en relación al período precedente?». Resulta significativo que quienes respondieron a esta cuestión no concedieron un sentido preciso a la expresión «período precedente». Las referencias variaban entre los tres y los cincuenta años tres años: J. Boys, p. 97. De tres a cuatro años: J. Boys, p. 90. Diez años: Informes de Shropshire, Middlesex, Cambridgeshire. De diez a quince años: Sussex y Hampshire. De diez a quince años: E. Harris. Veinte años: J. Boys, p. 86. De treinta a cuarenta años: William Pitt. Cincuenta años: Rev. J. Howlett.

No ha habido nadie que fijase este período en dos años, que fue el tiempo de duración de la guerra con Francia, que estalló en febrero de 1793. De hecho ninguno de los informantes llega siquiera a mencionarla.

Además, para responder al incremento del pauperismo provocado por una mala cosecha y por condiciones atmosféricas desfavorables que hacían aumentar el paro, el método ordinario consistía: 1.°en hacer colectas locales para socorrer a los afectados y en la distribución de alimentos y de leña para el fuego gratuitos o a precios reducidos; 2.º dar trabajo. Por lo general los salarios permanecían idénticos; durante un período de crisis semejante, 178889, se proporcionó localmente trabajo a un precio más bajo de lo habitual (J. Harvey, «Worcestershire», en Ann of Agr., vol. XXII, 1789, p. 132. Ver también E. Holmes, «Cruckton», op. c, p. 196).

Se ha supuesto, sin embargo, acertadamente que la guerra tuvo al menos una influencia indirecta en la adopción del sistema de Speenhamland. En realidad, dos puntos flacos del sistema de mercado en vías de rápida expansión se habían visto agravados por la guerra y contribuyeron a crear la situación de la que surgió Speenhamland: 1.º la tendencia de los precios de los cereales a fluctuar; 2.º el efecto muy nocivo de los motines sobre estas fluctuaciones. Ya no se podía esperar que el mercado de granos, que había sido liberalizado desde hacía poco, fuese capaz de resistir la tensión de la guerra y las amenazas del bloqueo; tampoco se veía libre de los miedos causados por el hábito adquirido de organizar manifestaciones que eran interpretadas como un mal presagio. Bajo el sistema considerado regulador, las manifestaciones pacíficas habían sido más o menos consideradas por las autoridades centrales como indicadores de la escasez local, que había que regular con suavidad; a partir de ahora, estas manifestaciones van a ser denunciadas como una causa de la escasez y como un peligro económico, no sólo para los propios pobres, sino también para la colectividad en su conjunto. Arthur Young publicó un manifiesto sobre las Consequences of rioting on account of the high prices of food provisions y Hannah More contribuyó a difundir opiniones parecidas en uno de sus poemas didácticos titulado The Riot or, Halfa loaf is better than no bread, que había que entonar siguiendo la melodía de A Cobbler there was. Su respuesta a las amas de casa no hacía más que poner en verso lo que Young había dicho en un diálogo imaginario: «¿Vamos a permanecer sentados hasta que muramos de hambre?». «No, por supuesto que no, debéis quejaros y actuar de tal modo que no se agrave el mal que padecéis». E insistía en que no existía el menor peligro de escasez ni de hambre «con tal de que nos desembaracemos de los motines». No faltaban motivos para inquietarse, pues el aprovisionamiento de cereales era muy sensible a los movimientos de pánico. Además, la Revolución francesa confería una connotación amenazadora, incluso a las manifestaciones pacíficas. Aunque el temor a un aumento de los salarios fuese, sin duda alguna, la causa económica de Speenhamland, se puede afirmar que, en la medida en que existía la guerra, la situación tenía implicaciones mucho más sociales y políticas que económicas.

 

2. Sir William Young y la dulcificación de la ley de domicilio

Dos importantes leyes sobre los pobres datan de 1795: Speenhamland y la dulcificación de la «servidumbre parroquial». Resulta difícil creer que se trata de una simple coincidencia. En lo que se refiere a la movilidad del trabajo, su efecto fue, en cierta medida, opuesto, ya que, mientras que la segunda ley hacía más atractivo para el trabajador el deambular a la búsqueda de empleo, la primera amortiguaba los imperativos de esta búsqueda. Si utilizamos las cómodas expresiones de pull y de push empleadas en ocasiones en los estudios sobre emigración, mientras que el pull del lugar de destino aumentaba, el push del lugar de nacimiento disminuía. De este modo, el peligro de un desenraizamiento de gran envergadura de la mano de obra rural, resultante de la revisión de la Ley de 1662, fue, sin duda, atenuado por Speenhamland. Desde el punto de vista de la administración de las leyes de pobres, las dos medidas eran claramente complementarias, ya que el debilitamiento de la Ley de 1662 implicaba el riesgo que debía precisamente evitar, el que las «mejores» parroquias se viesen invadidas por los pobres. Sin Speenhamland esto habría podido realmente producirse. Los contemporáneos aludieron pocas veces a esta relación, lo que no resulta muy sorprendente si se tiene en cuenta que, incluso la Ley de 1662, se votó sin discusión pública. Esta convicción, sin embargo, debía de estar presente para Sir William Young, quien propuso, por dos veces, las dos medidas conjuntamente. En 1795, defendió la enmienda de la Ley de domicilio, al tiempo que fue el promotor del proyecto de ley de 1796, que incorporaba el principio de Speenhamland. Ya en 1788, había defendido en vano estas dos medidas. Había propuesto la abolición de la Ley de domicilio casi en los mismos términos que lo hizo en 1795, sosteniendo al mismo tiempo medidas para socorrer a los pobres, consistentes en instaurar un mínimo vital, cuyas dos terceras partes serían pagadas por el patrón y el tercio restante mediante impuestos (Nicholson, History of the Poor Laws, vol. II). Fue necesario, no obstante, que se produjese una mala cosecha y luego la guerra con Francia, para que estos principios prevaleciesen.

 

3. Los efectos de los elevados salarios urbanos en la comunidad rural

El pull de la ciudad provocó un aumento de los salarios rurales y, al mismo tiempo, contribuyó a vaciar el campo de su reserva de mano de obra agrícola. De estas dos calamidades estrechamente ligadas entre sí, la segunda tuvo un mayor peso. La existencia de una reserva adecuada de mano de obra tenía una importancia vital para la agricultura, que necesitaba de muchos más brazos en primavera y en octubre que en la muerta estación de invierno. Ahora bien, en una sociedad tradicional con estructura orgánica, el hecho de que estuviese disponible esta reserva de mano de obra no era simplemente un asunto de nivel salarial, sino, sobre todo, del entorno institucional, que es quien determina el status de la parte más pobre de la población. En casi todas las sociedades conocidas se encuentran arreglos de tipo legal que hacen que los trabajadores rurales estén a disposición de los propietarios agrícolas para que los empleen en los períodos de mayor actividad.

Este es el punto crucial de la situación creada en la comunidad rural por el incremento de los salarios urbanos, una vez que el status cedió su puesto al contractus. Antes de la Revolución industrial existían importantes reservas de mano de obra en el campo: la industria doméstica, ocupaba al hombre durante el invierno, dejándolo disponible, a él y a su mujer, para trabajar los campos en la primavera y en el otoño. La Ley de domicilio, por otra parte, mantenía prácticamente a los pobres en una servidumbre parroquial y, en consecuencia, en dependencia de los granjeros del lugar. Existían también otras formas diferentes mediante las cuales las leyes de pobres hacían del trabajador residente un obrero dócil: así, por ejemplo, el sistema de comparecencia o el de los roundsmen. Según los reglamentos de las distintas Houses of lndustry, se podía castigar cruelmente a un indigente no sólo de forma indiscriminada, sino incluso en secreto; todo aquel que solicitaba socorros podía ser detenido y enviado a la House of Industry si las autoridades, que tenían el derecho de entrar por la fuerza en su casa durante el día, encontraban que «era indigente y debía ser socorrido» (31 Geo. III c. 78). En estas instituciones la tasa de mortalidad era terrorífica, a lo que hay que añadir la situación en la que se encontraban los jornaleros del norte de Inglaterra y de Escocia, que eran pagados en especie y obligados a ayudar al trabajo del campo en cualquier momento, así como las múltiples dependencias que implicaban los tied cottages y las disposiciones que no concedían la propiedad de la tierra a los pobres más que de forma fugaz, todo lo cual nos permite estimar más o menos cuál era este ejército de reserva, esta mano de obra invisible y dócil que los patronos rurales tenían a su disposición. Además de la cuestión de los salarios estaba también la cuestión de mantenimiento de un ejército agrícola de reserva. La importancia relativa de estas dos cuestiones puede haber variado según las épocas. La introducción de Speenhamland está íntimamente ligada al temor que tenían los propietarios rurales de que aumentasen los salarios, y la expansión rápida del sistema de subsidios durante los últimos años de la crisis agrícola (después de 1815), estuvo probablemente determinada por la misma causa. En contrapartida, a comienzos de los años 1830, cuando la comunidad de propietarios agrícolas casi unánimemente pidió que se conservase el sistema de subsidios, no se debió a que temiesen ver aumentar los salarios, sino a que deseaban tener a su disposición una cantidad suficiente de mano de obra. De todas formas, no han debido olvidar totalmente esta consideración, en particular durante el largo período de prosperidad excepcional que va desde 1792 a 1813, durante el cual el precio medio del trigo no cesó de subir y se distanció notablemente del precio del trabajo. La preocupación constante que estaba en el trasfondo de Speenhamland no eran los salarios, sino la oferta de mano de obra.

Puede parecer un tanto artificial intentar establecer una distinción entre estos dos conjuntos de motivaciones, ya que podía esperarse que una elevación de los salarios conllevase una mayor oferta de mano de obra. Puede constatarse, sin embargo, a través de pruebas fehacientes, cuál era, en ciertos casos, de entre estas dos preocupaciones la que predominaba en la mente de los propietarios agrícolas.

Existen abundantes testimonios que muestran, en primer lugar, que, incluso en el caso de los residentes pobres, los patronos agrícolas eran contrarios a cualquier forma de empleo exterior que pudiese influir en que los obreros estuviesen menos disponibles para realizar un trabajo agrícola ocasional. Uno de los testigos del Informe de 1834 acusa a los residentes pobres de ir a «pescar arenques y caballas y ganar una libra por semana, mientras que sus familiares siguen siendo una carga para la parroquia. Cuando vuelven, se les emprisiona, pero da lo mismo, en la medida en que se les suelta en el momento en que el trabajo está bien pagado...» (p. 33). El mismo testigo se lamenta porque «los patronos agrícolas no pueden encontrar con frecuencia un número suficiente de trabajadores para los trabajos de primavera y octubre» (Informe de Henry Stuart, App. A, Pt. I, p. 334A).

En segundo lugar, está la capital cuestión de la distribución de parcelas. Los propietarios eran unánimes a la hora de afirmar que no existía nada más seguro para mantener a un hombre y a su familia off the rates (para que no viviese a costa del contribuyente) que darle un trozo de tierra. Sin embargo, nada pudo persuadirlos, ni siquiera la carga de los impuestos comunales, para que aceptasen alguna forma de distribución de parcelas que permitiese que el residente pobre dependiese menos del trabajo ocasional agrícola.

Este fenómeno exige una cierta atención. Desde 1833, la comunidad de propietarios agrícolas manifestó la inquebrantable voluntad de mantener el sistema de Speenhamland. Citemos algunos pasajes del Informe de los delegados de la ley de pobres (Poor Law Commissioners Report): el sistema de subsidios significaba «trabajo barato, recolecciones hechas con rapidez» (Power). «Sin el sistema de subsidios, los propietarios no podrían probablemente continuar cultivando la tierra» (Cowell). «Los propietarios desean que sus hombres estén en el registro de los pobres» (J. Mann). «Los grandes terratenientes, en particular, no querían que (los impuestos para los pobres) se redujesen. Mientras han funcionado los impuestos, siempre han encontrado los brazos de más que necesitaban, y cuando se pone a llover pueden enviarlos a la parroquia...» (un testigo de los propietarios). Las personas responsables de la parroquia son «contrarias a cualquier medida que permita al trabajador ser independiente y no tener que acudir a la asistencia parroquial, la cual, manteniéndolo dentro de sus límites, lo tiene disponible cuando lo necesita para un trabajo urgente». Manifiestan que «los salarios elevados y los trabajadores libres los aniquilarían» (Pringle). Persistentemente se opusieron, pues, a toda medida destinada a distribuir parcelas a los pobres que les permitiese una mayor independencia. Parcelas de tierra que los salvarían de la miseria y los mantendrían en condiciones de vida decentes, en las que conservarían el respeto a sí mismos y les permitirían salir de las filas del ejército de reserva necesario para la industria agrícola. Majendie, que preconizaba la distribución de parcelas, recomendaba que fuesen trozos de tierra de un cuarto de acre. Pensaba que no debía superarse esta extensión, ya que «los habitantes tienen miedo de convertir a los trabajadores en independientes». Power, que era también partidario de estas medidas, afirmaba: «Los propietarios agrícolas protestan, en general, contra la distribución de parcelas, ya que son reacios a que se hagan deducciones de sus propiedades; tienen que ir a buscar sus abonos más lejos y protestan contra una mayor independencia de sus obreros».

 Okeden, por su parte, proponía parcelas de la sexta parte de un acre, ya que, en su opinión, «esto proporcionaría el mismo tiempo libre que la rueda y la rueca, la lanzadera y las agujas de calcetar» cuando las familias que practican la industria rural están en plena actividad.

Lo expuesto pone de manifiesto la verdadera función del sistema de subsidios para la comunidad de los propietarios agrícolas: asegurar una reserva de pobres residentes, disponibles en cualquier momento. Por otra parte, Speenhamland crea de este modo la ficción de un excedente de población rural, que en realidad no existía.

 

4. El sistema de subsidios en las ciudades industriales

Speenhamland se concibió, ante todo, como una medida destinada a aliviar el malestar rural. Esto no quiere decir, sin embargo, que esta ley se limitase al campo, ya que los burgos de mercado formaban parte de él. Desde comienzos de los años 1830, en la zona característica de Speenhamland, la mayor parte de los burgos habían instaurado el sistema propiamente dicho de los subsidios. El condado de Hereford, por ejemplo, que estaba clasificado desde el punto de vista de excedente de población como «bueno», contaba con seis ciudades, sobre seis, que reconocían haber recurrido a los métodos de Speenhamland (cuatro «con seguridad» y cuatro «probablemente»), mientras que en el «malo», Sussex, había tres ciudades sobre las doce del condado que no lo habían adoptado, y nueve que sí lo habían hecho.

La situación era naturalmente muy diferente en las pequeñas ciudades industriales del Norte o del NordOeste. Hasta 1834, el número de pobres dependientes era considerablemente más débil en las ciudades industriales que en el campo, donde, incluso antes de 1795, la proximidad de las manufacturas mostraba la tendencia a un fuerte crecimiento del número de indigentes. En 1789, el reverendo John Howlett argumentaba de forma convincente contra «el error general según el cual la proporción de pobres en las grandes ciudades y en los burgos industriales muy poblados era más alta que en las simples parroquias, ya que sucede todo lo contrario» (Artnals of Agriculture, V, XI, p. 6, 1789).

Desconocemos, por desgracia, cuál era con exactitud la situación en los nuevos burgos industriales. Los delegados de la ley de pobres estaban molestos por el peligro considerado inminente de la extensión de los métodos de Speenhamland a las ciudades industriales. Se reconocía que «los condados del Norte estaban menos afectados por ellas», pero se afirmaba, sin embargo, que «incluso en las ciudades, se aplican en un grado espantoso», afirmación poco probada por los hechos. Es cierto que en Manchester o en Oldham se daban ayudas ocasionalmente a personas sanas y a empleados a tiempo completo. En Preston, si creemos lo que escribía Henderson, se había oído, en las reuniones de los contribuyentes locales, a un indigente que «se había acogido a la parroquia, al verse reducido su salario a una libra y dieciocho chelines por semana». Las comunidades de Salford, Padiham y Ulverston, estaban también clasificadas entre aquellas que practicaban «regularmente» el método de ayuda a los salarios. Y lo mismo sucedía con Wigan, en lo que se refería a tejedores e hiladores. En Nottingham, los bajos se vendían a precio de coste, lo que reportaba «un beneficio» a los manufactureros gracias, evidentemente, a los complementos salariales pagados con los impuestos locales. Y Henderson, al hablar de Preston, veía ya cómo este sistema nefasto «arrollaría en su avance los intereses privados para defenderse». Según el Informe de los delegados de la ley de pobres, este sistema dominaba menos en las ciudades, simplemente «porque los capitalistas manufactureros forman una pequeña parte de los contribuyentes y, en consecuencia, tienen menos influencia sobre las autoridades que los terratenientes en el campo».

Parece probable, sea cual haya sido la situación a corto plazo, que, a largo plazo, existían distintas razones que jugaban contra la aceptación general del sistema de subsidios para los empleados de la industria.

Una de estas razones era la falta de eficacia del trabajo de los indigentes. La industria del algodón funcionaba sobre todo mediante el trabajo a la pieza, o trabajo a destajo como se decía entonces. En consecuencia, incluso en la agricultura «los registrados en la parroquia, degradados e ineficaces» trabajaban tan mal que «cuatro o cinco eran equivalentes a uno en el trabajo a destajo» (Select Committee on Laborers' Wages, H. of C. 4, VI, 1824, p. 4). El Informe de los delegados de la ley de pobres subrayaba que el trabajo a la pieza podía permitir la utilización del método de Speenhamland, sin destruir necesariamente «la eficacia del trabajador de las manufacturas», las cuales podían así «obtener realmente trabajo a bajo precio». Esto implica que los bajos salarios de los trabajadores agrícolas no suponían necesariamente un trabajo barato, ya que la ineficacia del trabajador se compensaba con el bajo precio de su trabajo para el patrón.

Existe, además, otro factor que tendía a que el empresario no apoyase el sistema de Speenhamland: el riesgo de que los concurrentes pudiesen producir a un costo salarial mucho más bajo con las ayudas a los salarios. Esta amenaza no afectaba al agricultor que vendía en un mercado ilimitado, pero podía trastornar mucho más al propietario de una fábrica urbana. El Informe de los delegados de la ley de pobres decía que «un manufacturero de Macclesfield podía encontrarse frente a gentes que vendían a precios más bajos que los suyos y, en consecuencia, arruinarse por la mala administración de la ley de pobres en Essex». Para William Cunningham, la importancia de la Ley de 1834 se basa sobre todo en su efecto «nacionalizador» sobre la administración de las leyes de pobres, suprimiendo así un serio obstáculo en el camino del desarrollo de los mercados nacionales. Una tercera objeción al sistema de Speenhamland debió de tener un peso todavía mayor que las dos anteriores en los círculos capitalistas: su tendencia a impedir que «la vasta masa inerte de mano de obra sobrante» se incorporase al mercado de trabajo urbano (Redford). A finales de los años 1830, existía una fuerte demanda de mano de obra por parte de los manufactureros urbanos; las trade unions de Doherty iniciaron una agitación a gran escala; era el comienzo del movimiento oweniano que condujo a las huelgas y al lockout más importantes conocidos hasta entonces por Inglaterra.

Desde el punto de vista de los patronos, existían, pues, tres poderosos argumentos a la larga contra Speenhamland: su efecto nocivo sobre la productividad del trabajo, su tendencia a crear variaciones en los costes en las distintas zonas del país y el hecho de entretener en el campo «charcos estancados de mano de obra» (Webb), contribuyendo así a reforzar el monopolio al trabajo de los trabajadores de las ciudades. Ninguna de estas condiciones habría tenido mucho peso para un patrón individual o incluso para un grupo localizado de patronos que debían de ser sensibles a las ventajas de un bajo coste salarial, no sólo para obtener beneficios, sino también para ayudarles a competir con los manufactureros de otras ciudades. Sin embargo los empresarios, en tanto que clase, comenzaron a ver las cosas bajo otro ángulo cuando se apercibieron con el tiempo de que lo que era beneficioso para un patrono o para un grupo de patronos, podía encerrar un peligro para ellos considerados colectivamente. Y de hecho, fue la extensión, a comienzos de los años 1830, del sistema de subsidios a las ciudades industriales del Norte, incluso bajo una forma atenuada, lo que provocó una opinión generalizada contra Speenhamland y condujo a una reforma a escala nacional.

Los testimonios indican que existió una política urbana, más o menos consciente, orientada hacia la formación de un ejército de reserva industrial en las ciudades, esencialmente para hacer frente a las vivas fluctuaciones de la actividad económica. No existía, pues, desde este punto de vista, casi diferencia entre las ciudades y el campo. Y así, al igual que las autoridades de las zonas rurales preferían impuestos elevados en vez de salarios altos, las urbanas eran contrarias, ellas también, a reenviar a los indigentes no residentes a los lugares donde estaban domiciliados. Los patronos rurales y urbanos estaban en cierta medida en concurrencia para repartirse el ejército de reserva. Fue durante la larga y grave crisis de mediados de 1840 cuando se volvió impracticable mantener la mano de obra mediante los impuestos para pobres. E, incluso entonces, los patronos rurales y urbanos adoptaron el mismo comportamiento: comienza el traslado a gran escala de los indigentes fuera de las ciudades industriales, al mismo tiempo que, paralelamente, los terratenientes «limpiaron las aldeas». En ambos casos el objetivo era similar, disminuir el número de pobres residentes (Redford, p. 111).

 

5. Primacía de la ciudad sobre el campo

Nuestra hipótesis es que Speenhamland fue un movimiento defensivo de la comunidad rural frente a la amenaza que representaba una elevación de los salarios en la ciudad, lo que suponía la primacía de la ciudad sobre el campo en lo que se refiere al ciclo industrial. Se puede comprobar que esto es así, al menos en lo que se refiere a la crisis de 183745. Un estudio estadístico riguroso realizado en 1847 puso de manifiesto que esta depresión se inició en los burgos industriales del Noroeste, para extenderse luego a las comarcas agrícolas en donde la salida de la crisis comenzó claramente más tarde que en las zonas industriales. Las cifras muestran que «la presión que atenazó primero a los distritos manufactureros se acantonó en último lugar en los agrícolas». En este estudio, las zonas manufactureras estaban representadas por Lancashire y por West Riding del Yorkshire, que contaban con una población de 201.000 habitantes, mientras que los distritos agrícolas estaban representados por Northumberland, Norfolk, Suffolk, Cambridgeshire, Buckshire, Berkshire, Hertshire, Wiltshire y Devonshire, con una población de 208.000 habitantes (ambas zonas contaban con 548 «Unions» en la clasificación de la ley de pobres). En los distritos manufactureros, la situación comenzó a mejorar en 1842, cuando se produjo un lento decrecimiento del pauperismo, que pasó del 29,37 por 100 al 16,72 por 100, seguido de una disminución positiva en 1842; en 1844, el porcentaje pasa a ser del 15,26 por 100 y del 12,24 por 100 en 1845. En contraste claro con este proceso, la situación no comenzó a mejorar en los distritos rurales hasta 1845, con una disminución del 9,08 por 100. En cada caso, la proporción de las inversiones de la ley de pobres se calculó en función de la cifra global de la población; ésta fue censada separadamente para cada condado y cada año (J. T. Danson, «Condition of the People of the U.K., 18391847 », Journal of Stat. Soc, vol. XI, 1848, p. 101).

 

6. Despoblación y superpoblación del campo

 Inglaterra era el único país de Europa en el que la administración del trabajo era uniforme, tanto para la ciudad como para el campo. Estatutos como los de 1563 ó de 1662 habían sido aplicados tanto en las parroquias rurales como en las urbanas, y los jueces de paz administraban también la ley en todo el país. Esta situación se debía a la vez a la industrialización precoz del campo y a la industrialización tardía de las zonas urbanas. No existía una barrera administrativa entre la organización del trabajo en la ciudad y en el campo, como ocurría en el Continente. He aquí la razón por la que resultaba tan fácil a la mano de obra, según parece, circular del campo a la ciudad y de la ciudad al campo. Se evitaron así los dos rasgos más calamitosos de la demografía de Europa Occidental: la despoblación brutal de las zonas rurales, como consecuencia de la emigración del campo a la ciudad, y la irreversibilidad de ese proceso de emigración, que suponía también el des-enraizamiento de las personas que se habían ido a trabajar a la ciudad. Landflucht, así era como se denominaba este fenómeno que suponía un gran cataclismo y que desde la segunda mitad del siglo XIX aterrorizaba a la comunidad agrícola de Europa central. En lugar de esto, encontramos en Inglaterra algo semejante a una oscilación de la población que se mueve en función de los empleos en el campo y en la ciudad. Es como si una gran parte de la población se hubiese mantenido en suspenso: de ahí la dificultad, por no decir la imposibilidad, de seguir el movimiento de emigración interior. Recordemos además la configuración del país, rodeado de puertos por todas partes que hacían inútil la emigración lejana, y comprenderemos cómo la administración de la ley de pobres no encontró grandes dificultades para adaptarse a las exigencias de la organización nacional del trabajo. La parroquia rural pagaba con frecuencia subsidios a indigentes no residentes que tenían un empleo en una ciudad cercana, haciéndoles llegar los socorros en dinero al lugar en el que habitaban; por otra parte, las ciudades manufactureras proporcionaban a veces socorros a pobres residentes que carecían de domicilio en la ciudad. Únicamente con carácter excepcional las autoridades urbanas realizaron traslados en masa, como ocurrió entre 1841 y 1843. De los 12.628 pobres trasladados en esas fechas desde 19 ciudades manufactureras del Norte, únicamente el 1 por 100 tenía su domicilio, según Redford, en los nueve distritos agrícolas. (Si los condados de Redford se sustituyen por los nueve «distritos típicamente agrícolas» elegidos por Danson en 1848, el resultado varía sólo ligeramente, pasando del 1 al 1,3 por 100). Como ha demostrado Redford, existía muy poca emigración de larga distancia y una gran parte del ejército de reserva del trabajo era mantenida a disposición de los patronos mediante socorros concedidos con liberalidad en los pueblos y en las ciudades manufactureras. No es, pues, sorprendente que se produjese al mismo tiempo una «superpoblación» en el campo y en la ciudad, mientras que en realidad, en períodos álgidos, los manufactureros del Lancashire se veían obligados a importar de forma masiva mano de obra irlandesa, y los granjeros se lamentaban de que eran incapaces de hacer frente a la recolección de las cosechas y que ni uno sólo de los trabajadores del campo podía emigrar.

 


 

ÍNDICE DE MATERIAS

Accidentes de trabajo.

Act of settlemení (Ley de domicilio) Administración doméstica (oeconomia).

África colonias condiciones de vida de los indígenas efectos producidos por los blancos sobre la cultura indígena.

Agrarismo Agricultura Alemania.

Algodón (industria del) Altas finanzas Aluminio (industria del) América del Norte.

América Latina y fascismo.

AntiCombination Law (Leyes contra las coaliciones) AntiCom Law Bill.

Aprendizaje Argelia.

Artesanos (estatuto de los) Asambleas de menesterosos Asia.

Australianos (aborígenes) Austria.

Babilonia.

Bagdad (ferrocarriles de) Balcanes Banca/banco Basora.

Bélgica.

Beneficio.

Berkshire (magistrados del) Berlín.

Bolchevismo.

Budapest Bulgaria Burgués (de las ciudades) Burguesía.

Cafres Cambio.

Cambios (tasa de) Campesinado Canadá.

Capital Capitalismo Cartel.

Cartismo.

Centralidad (véase reciprocidad) City de Londres Civilización.

Clase obrera (véase trabajo) Clases.

Clases medias Clero.

Código de Napoleón Colectivismo Colleges oflndustry Colonias.

Comercialización del suelo Comercio.

Commonwealth.

Compañía de las Indias Orientales Complementos salariales Comunismo (véase Bolchevismo) Concierto Europeo.

Congreso de Berlín.

Congreso del Komintern.

«Conspiración colectivista» Constitución Constitucionalismo Contrarevolución Cooperativas.

Com Laws Corporaciones Crédito.

Crisis (véase Depresiones) Cristianismo.

Cuáqueros Checoslovaquia China Dardanelos Deflación Deforestación Democracia Depresiones.

Derecho consuetudinario.

«Derecho a vivir».

Derechos de aduana (véase también Proteccionismo) Despoblación.

Dinamarca Diplomacia Economía Liberal.

De mercado (véase Mercado y Economía Liberal) Política.

Sistemas Teoría Egipto Enclosures.

Equilibrio entre las potencias.

Esclavos España.

Estado centralizado Estado liberal Estados ciudades Estados Unidos Estonia.

Estuardo (política de los) Europa.

Europa central Europa occidental Europa oriental Explotación Exportaciones.

Fábricas Fascismo Ferrocarriles Feudalismo Finlandia Fisiócratas Francia.

Fuga de capitales Ginebra.

Sociedad de Naciones Gobierno popular.

Gran Bretaña(véase también Inglaterra) Grecia.

Guerra.

Primera guerra mundial Segunda guerra mundial Guerra de Crimea.

Guerra hispanoamericana.

Rabeas corpus.

Hansa Holanda.

Humanidad (véase Sociedad) Hungría.

Iglesia católica Inmigración Imperialismo Imperios.

Importaciones(véase Derechos de aduana) Impuestos.

Impuestos para los pobres Incas.

India Indios Indochina Industria.

Industry Houses Inflación Inglaterra.

Instituciones internacionales (véase también Equilibrio entre las potencias) Estado liberal.

Mercados autorreguladores y Patrón-oro).

Intercambios (véase también Trueque) Internacionalismo Intervencionismo Inversiones en el extranjero.

Irlanda Italia Japón Jesucristo.

Jubilación de los trabajadores Komintern (véase Congreso del).

Kraal.

Kula.

Lana (industria de la) Laissezfaire.

Ley contra las coaliciones Ley de domicilio.

Leyes económicas Leyes de pobres.

Leyes sobre las fábricas Liberalismo económico Libertad.

Librecambio Londres Luddismo Lyon Madagascar Manufacturas Máquinas Marruecos Materialismo.

Materias primas Melanesia Mercado Economía de Sistema de.

Mercado autorregulador Mercados.

HO.

Mercados de Trabajo Mercancías Mercantilismo Moneda Nacionalismo Nazismo.

New Deal New Lanark Noruega.

Obreros (Partidos) Owenismo Pacífico (islas del) Pacifismo Panóptico.

París.

Parliamentary Reform Act ; Paro.

Paternalismo Patrón-oro Pauperismo Paz.

Paz de los Cien Años Paz de los Treinta Años Petróleo (Industria del) Piratería.

Población (Ley de la).

Pobres (véase Leyes de pobres) Polinesia.

Portugal Precio.

Producción (Organización de la) Proletario.

Proteccionismo Puritanos Reciprocidad Redistribución República de Weimar Revolución comercial.

Revolución francesa.

Revolución industrial Revolución nacionalsocialista Revolución rusa.

Riqueza.

Rothschild (familia) Rumania.

Rusia Salarios Santa Alianza.

Seguros sociales.

Sindicatos (véase también Trade Unions) Sistema internacional.

Socialdemócratas Socialismo Sociedad.

Sociedad de Naciones Socorros a domicilio Speenhamland Subsidios.

Sufragio universal Suiza.

Teoría económica (véase Economía) Then (fábrica de los).

Tierra Tikopia Totalitarismo Trabajo.

Trabajo de los niños.

Trade Unions (véase Sindicatos) Tratados Berlín.

Utrecht Münster.

Wetsfalia.

Tobriandeses.

Trueque (véase también Intercambios Comercio Mercados) Tudor (período de los).

Turquía Utopía Vacunación Venecia Viena Villagesof Union.

Wall Street.

Weimar (véase República) Whitbread.

Yugoslavia Zapotecas.

 


 

ÍNDICE DE AUTORES

 

ACLAND (John).

ANGELL (Norman) APPLEGARTH (Robert) ARISTÓTELES.

ARNOLD (Thurman) ASHLEY (sir William James) BARNESBECKERBECKER.

BARNES (Donald Grove) BAUER(OUO) BELASCO(P S) BELLERS (John) BELSHAM(WÍ) BENEDICT (Ruth).

BENTHAM (Jeremy) BENTHAM (Sir Samuel).

BlSMARCKSCHÓNHAUSEN (OttO Eduard Leopold Príncipe Von).

BLAKE (William).

BLANC (Louis) BLUM (León) BORKENAU (Franz).

BREWSTER (sir David) BRINKMANN (C) BRÜNING (John) BÜCHER (K) BUECHER (Cari) BUELL(R L).

BURKE (Edmund) BURLEIGH CALVINO (Jean) CANNAN (E).

CANNING (Charles John) CARLYLE (Thomas) CARR(E H).

CARY(John) CHAMBERLAIN (Neville) CLAPHAM (J H).

CLIVE.

COBBETT (William) COBDEN (Richard) COLÉ (GD H) COLLIER (John).

CONDORCET (Marie Jean marqués DE) COOKE (Edward).

COOLIDGE (Calvin) COOPER (Alfred DufQ CORTI (Egon Caesar) COWE (James) COWELL CROSMANN (R H).

CRUMPLE (Samuel).

CUNNINGHAM (William) DANSON.

DARWIN (Charles) DA VIES (David) DEFOE (Daniel) DICEY (A V).

DICKENS (Charles) DIDEROT (Denis).

DISRAELI (Benjamíner conde de BEACONSFIELD) DRUCKER (Peter F).

DYER (George) ELDON(lord) ENGELS (Friedrich) EULENBURG (F) EULENBURG (R) FAY(SB).

FELS (H) FENELON FIRTH(R).

FOURIER (Francois Marie Charles) Fox (Charles James) FRANQUI (Emile).

FUNNELL (William) GAIRDNER(J).

GENTZ (Friedrich VON) GEORGE (Henry) GEORGE (Stephan) GESELL (Silvio) GIBBINS (H DE B).

GILBERT (Thomas) GLADSTONE (William Ewart) GODWIN (William) GOLDENWEISER (A).

GREY (sir Edward).

HADLEY (A T) HALES (John).

HAMMOND (Barbara) HARTLEY (David).

HASTINGS (Warren) HAWTREY (G R) HAYES (C A) HAZLITT (W) HECKSMER (E F) HEGEL(G W) HELVÉTIUS (Cl A) HENDERSON (H D).

HERRIOT (Edouard) HERSHEY (A S) HERSKOVITS (M J) HEYMANN (H) HILFERDING (Rudolf) HlNDENBURG Paul.

VON BENECKENDORFF UND VON HlRST (J).

HOBBES (Thomas) HOBSON (J A) HOFMANN (A) HOLMES (E) HOOVER (H Ch) HOWLETT (Rév J).

HUME (David) HUSKISSON (William) ILBERT.

INNES (A D).

JAMES (Isaac) JONES (Edward) JOWETT (Benjamin).

KEYNES (John Maynard) KINGSLEY (Charles) KlNGSLEY (Mary H).

KLAGES (Ludwig) KNIGHT (Frank H) KNOWLES (L C A) LANGER (W L).

LASSALLE (Ferdinand) LASSWELL (H D).

LAW (John) LAWRENCE (D H).

LAWSON LEATHES sir Stanley Mordaunt LENIN.

LESSER (Alexander) LINTON (Ralph) LIPPMANN (Walter) LIPSON (Ephraim) LLOYD GEORGE David LOCKE (John).

LOEB (E M).

LONG (Huey «Kingfisher») LORIMER (Frank).

LOWIE (Robert Harry) LUEGER (Karl).

LUSON (Hewling) LUTERO (Martin) MACAULAY (Thomas B) MACLEOD.

MAGENDIE MAIR (L P).

MALINOWSKI (Bronislav) MALTHUS (Thomas Robert).

MANDEVILLE (Bernard).

MANN(J) MANTOUX(P L) MAQUIAVELO.

MARSHALL (Dorothy) MARSHALL (T H).

MARTINEAU (Harriet) MARX (Karl) MAYER(J P).

MEAD (Margaret) MELLÓME (F C) MEREDITH (H O).

METERNICH (Klemens Wenzel Nepomuk Lotahr príncipe DE) MCFARLANE (John).

MILL (James).

MlLL (John STUART) MILLINS (Mrs S G).

MISES (Ludwig VON) MITCHELL(WC).

MOND (sir Alfred).

MONTESQUIEU (Charles DE SEGONDAT DE).

MORE (Hannah) MORGAN (John Pierpont) MORO (T).

MOWAT(R B).

MUIR (Ramsay) NASMITH (James) NICHOLSON.

NORMAN (Montague) OHLIN (B).

OKEDEN ONKEN(H) OPPENHEM (L).

ORTES (Giammaria).

OWEN (Robert) PAINE (Thomas).

PALGRAVE (Sir Robert Harry Inglis) PALMERSTON (Henry John TEMPLE.

PANTLEN (Hermann) PAPEN (Franz VON) PATERSON.

PEEL (Robert) PENROSE(E F).

PEREIRE PEW (Richard) PHILLIPS (W A) PIRENNE (Henri).

PIIT (William).

PlTT (William Morton) PITTRIVERS PLATÓN.

POINCARÉ (Raymond) POLANYI (Karl) POSTAN (M M).

POSTLETHWAYT (Malachy).

POWER (Eileen Edna) PRICE (Dr) PRINGLE.

PROUDHON (PierreJoseph) QUESNAY (Francois) QUISLING (Vidkun) RADCLIFFEBROWN RAUSCHNING (H) REDFORD.

REDLICH.

REMER (Charles Frederick) RICARDO (David) RIVERS.

ROBBINS (L) .

ROBINSON (Henry).

RODBERTUS (Johann Karl) ROGERS (Wood) ROOSEVELT (Th) ROSTOVTZEFF (M I).

ROTHSCHILD (Nathan Meyer) ROUSSEAU (JeanJacques) RUGGIES (Theodore) RUSSELL (Bertrand) SABATIER (William) SADLER (Michael Thomas) SAGNAC(Ph).

SAINTLÉGER (A DE).

SAINTSIMÓN (Claude Henri conde DE) SAUNDERS (Robert).

SCHACHT (Hjalmar) SCHAFER (Félix).

SCHMOLLER (Gustav Friedrich VON) SCHUMAN (F).

SCHUMPETER (Joseph Alois) SEIPEL .

(SHAFTESBURY (Anthony ASHLEY COOPER ° conde DE) SHERER (J G).

SIMÓN (Lord).

SIMÓN (Sir John) SMITH (Adam).

SNOWDEN (Philip) SOKOLMKOFF (G Y).

SOMERSET (Lord Protector) SONTAG (R J).

SOREL (Georges) SOUTHEY (Robert).

SPANN (Othmar).

SPENCER (Herbert) " STALEY (Eugene) STEPHEN (Sir Leslie) STOLPER(G).

SUMNER (William Graham) TAWNEY (R H).

TELFORD (Thomas) TEMPLE (Sir William) THOMPSON (E) THURNWALD (R C).

TOCQUEVILLE (Charles Henri DE) TOWNSEND (William).

TOYNBEE (A V) TREVELYAN (G M) TROTSKI (León).

TURNER (Frederick) ULLOA (Antonio DE) USHER.

VATTEL (Emmeriche DE) VINER (Charles).

VIVES (Juan Luis).

VOLTAIRE (Francois Marie AROUET DE) WAFER (Lionel).

WAGNER (Adolph) WEBB (Sidney et Beatrice) WEBER (Max) WHITBREAD WICKSELL (Knut).

WHESER (Friedrich Freiherr VON) WILLIAMS (F E).

WILSON (Rév Edward) WILSON (Woodrow).

WISSEL (Clark).

WOOD (J).

WRIGHT (Quincy) YOUNG (Arthur) YOUNG (Sir W).

 


 

FIN

 

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