OBRAS ESCOGIDAS
STEFAN ZWEIG
(1981-1942)
ÍNDICE LA ESTRELLA SOBRE EL BOSQUE / LA CONDESA OSTROVSKA (1903)
CARTA DE UNA DESCONOCIDA (1922)
LOS OJOS DEL HERMANO ETERNO (1922) CAPÍTULO I
24 HORAS EN LA VIDA DE UNA MUJER (1927)
EL CANDELABRO ENTERRADO (1937)
EN UN LUGAR DE ÁFRICA / NOVELA AUTOBIOGRÁFICA CAPÍTULO I
LA IMPACIENCIA DEL CORAZÓN (1939)
LA ESTRELLA SOBRE EL BOSQUE (1903) STEFAN ZWEIG
LA CONDESA OSTROVSKA Un día, cuando el diligente y apuesto camarero
François se inclinó sobre el hombro de la bella condesa polaca Ostrovska,
sucedió algo extraño. Sólo duró un segundo y no fue un estremecimiento o un
sobresalto, un temblor o una emoción. Y, sin embargo, fue uno de esos segundos
que abarcan miles de horas y de días llenos de júbilo y tormento, como el vigor
vehemente de los grandes y fragorosos robles con todas sus ramas que se mecen y
sus copas que se inclinan está contenido en un solo granito de semilla. En ese
segundo no sucedió nada visible. François, el dúctil camarero del gran hotel de
la Riviera se inclinó aún más, para presentar con mayor comodidad la fuente al
cuchillo indeciso de la condesa. Pero su rostro descansó ese momento a pocos
centímetros de las ondas dulcemente rizadas y perfumadas de su cabeza, y,
cuando instintivamente alzó la mirada devota, sus ojos turbados vieron la suave
y luminosa línea blanca con la que su cuello surgía de esa marea oscura y se
perdía en el vestido rojo oscuro abullonado. Una llamarada color púrpura lo
invadió. Y el cuchillo vibró suavemente en la fuente, presa de un imperceptible
temblor. Aunque en ese segundo François intuyó las graves consecuencias de este
repentino hechizo, dominó hábilmente su agitación y siguió sirviendo con el
entusiasmo reservado y un poco galante de un garçon de buen gusto. Alargó la
fuente con movimiento medido al acompañante habitual de la condesa, un
aristócrata maduro dotado de una imperturbable elegancia, que relataba cosas
indiferentes con entonación refinadamente acentuada y en un francés cristalino.
Luego se apartó de la mesa sin alterar su mirada y su gesto. Estos minutos fueron el comienzo de un estado de
ensueño muy extraño y ferviente, de un sentimiento tan impetuoso y exaltado que
apenas le corresponde el término grave y noble de amor. Era ese amor, de
fidelidad canina y desprovisto de deseos, que los seres humanos generalmente no
experimentan en la flor de su vida, que sólo sienten las personas muy jóvenes o
muy ancianas. Un amor sin reflexión, que sólo sueña y no piensa. Olvidó por
completo ese injusto y, sin embargo, inalterable desprecio que incluso personas
inteligentes y circunspectas manifiestan hacia seres humanos que visten el frac
de camarero; no especuló sobre posibilidades y casualidades, sino que aumentó
en su sangre esa extraña inclinación hasta que su profundidad escapó a toda
burla y crítica. Su ternura no era la de las miradas secretamente alusivas y al
acecho, la temeridad de los gestos atrevidos que de repente se desata, la
pasión sin sentido de labios sedientos y manos temblorosas; era una aplicación
silenciosa, un prevalecer de aquellos pequeños servicios que son tanto más
excelsos y sagrados en su modestia cuanto que permanecen a sabiendas ocultos.
Después de la cena alisaba las arrugas del mantel delante de la silla de la
condesa con dedos tan tiernos y dulces como quien acaricia las manos queridas y
plácidas de una mujer; colocaba las cosas en su proximidad con simetría devota,
como si las dispusiera para una fiesta. Con el mayor cuidado llevaba las copas
que habían tocado sus labios a su estrecha y poco aireada buhardilla y de noche
las dejaba relucir a la luz perlada de la luna como si fueran joyas preciosas.
Constantemente era, desde cualquier rincón, el secreto observador de sus 2
movimientos y actividades. Bebía sus palabras como quien paladea lascivamente
un vino dulce y de perfume embriagador. y recogía las palabras y las órdenes
ávido como los niños la rápida pelota en el juego. Así su alma embelesada
introdujo en su pobre e indiferente vida un brillo cambiante y opulento. Nunca
se le ocurrió la sabia necesidad de trasponer todo el episodio a las palabras
frías y destructivas de la realidad de que el miserable camarero François amaba
a una condesa exótica y eternamente inalcanzable. Porque él no la sentía como realidad, sino como algo
excelso, muy lejano, que bastaba con su reflejo de la vida. Amaba el imperioso
orgullo de sus órdenes, el ángulo dominante de sus cejas negras que casi se
tocaban, el pliegue indómito alrededor de la boca fina, la gracia segura de sus
gestos. La sumisión le parecía a François algo natural y sentía como dicha la
proximidad humillante del servicio modesto, porque gracias a ella podía entrar
tan a menudo en el círculo seductor que rodeaba a su amada. Así despertó de repente en la vida de un hombre
sencillo un sueño, como una flor de jardín noble y cuidadosamente criada, que
florece en una carretera donde el polvo de los caminantes ahoga todos los
brotes. Era el vértigo de un ser sencillo, un sueño embriagador y narcótico en
medio de una vida fría y monótona. Y los sueños de seres como él son como
barcas sin timón, que van a la deriva presas de una voluptuosidad fluctuante
sobre aguas silenciosas y espejeantes, hasta que de pronto su quilla choca con
una sacudida seca en una orilla desconocida. La realidad, sin embargo, es más fuerte y sólida que
todos los sueños. Una noche el corpulento portero procedente del Waadtland le
dijo a François al pasar: «La Ostrovska se marcha mañana en el tren de las
ocho». Y luego añadió otros nombres sin importancia que él apenas escuchó.
Porque esas palabras se habían transformado en su cerebro en un confuso
remolino tumultuoso. Varias veces se pasó los dedos mecánicamente por la frente
afligida, como si quisiera apartar un sedimento pesado, que allí reposaba y
obnubilaba la razón. Dio unos pasos titubeantes. Inseguro y atemorizado cruzó
delante de un alto espejo de marco dorado, del que le salió al encuentro un
rostro mortalmente pálido y extraño. Los pensamientos no acudían a su mente,
estaban por así decir aprisionados tras un muro oscuro y nebuloso. Casi
inconsciente, descendió, agarrándose a la balaustrada, la amplia escalera hacia
el jardín sumido en sombras, en el que los altos pinos se erguían solitarios
como pensamientos sombríos. Su silueta intranquila dio unos inciertos pasos
más, como el vuelo bajo y tambaleante de un ave nocturna enorme y oscura, y por
fin se dejó caer en un banco, apoyando la cabeza en su frío respaldo. El
silencio era absoluto. A su espalda, entre los arbustos redondeados, relucía el
mar. Luces suaves y trémulas chispeaban sobre su superficie, y en el silencio
se perdía la monótona cantinela murmurante de lejanos rompientes. Y de pronto todo estaba claro, muy claro. Tan
dolorosamente claro que François casi sonrió. Todo había acabado,
sencillamente. La condesa Ostrovska se marcha a casa y el camarero François
queda atrás en su puesto. ¿Acaso era tan raro? ¿No se marchaban al cabo de dos,
tres o cuatro semanas todos los extranjeros que venían? Qué tontería no haberlo
pensado antes. Porque todo estaba tan claro como para reír o llorar. Y sus
pensamientos bullían y bullían. Mañana por la noche, en el tren de las ocho en
dirección a Varsovia. A Varsovia..., horas y horas a través de bosques y
valles, a través 3 de colinas y montañas, a través de estepas y ríos y
dinámicas ciudades. ¡Varsovia! ¡Qué lejos quedaba! No podía siquiera imaginar,
aunque sí sentir en lo más profundo, esa palabra orgullosa y amenazadora, dura
y lejana: Varsovia. Y él... Durante un segundo aleteó una pequeña y fantástica
esperanza. Podía seguirla. Y buscar empleo allí como criado, escribiente,
cochero, esclavo; estar allí en la calle como mendigo, todo menos estar tan
horriblemente lejos; al menos respirar el aliento de la misma ciudad, verla
quizá pasar, ver su sombra, al menos, su vestido y su cabello negro. Ya surgían
precipitadas visiones. Pero el momento era duro e implacable. François vio lo inalcanzable desnudo y claro. Calculó:
cien o doscientos francos ahorrados, en el mejor de los casos. No bastaban ni
para la mitad del camino. Y entonces ¿qué? Como a través de un velo desgarrado
vio de pronto su vida, presintió lo pobre, miserable y fea que indefectiblemente
sería de ahora en adelante. Años vacíos ejerciendo su profesión de camarero,
torturado por un insensato deseo, esa ridiculez iba a ser su futuro. Lo
recorrió un escalofrío. Y de pronto todas las cadenas de pensamientos
confluyeron arrebatadas e imparables. Había únicamente una posibilidad. Las copas de los árboles se mecían en una brisa apenas
perceptible. La noche oscura y negra se alzaba amenazadora ante él. Entonces se
alzó, seguro y sereno, del banco y se dirigió por la grava crujiente hacia el
gran edificio que dormía en blanco silencio. Debajo de una de sus ventanas hizo un alto. Estaba
ciega y sin un signo brillante de luz en el que se hubiera podido encender el
deseo soñador. Ahora su sangre circulaba con latidos tranquilos, y se alejó
como alguien al que ya nada confunde y engaña. En su cuarto se echó sin
agitación alguna sobre la cama y durmió con un sueño denso y sin imágenes hasta
la señal matutina del despertar. Al día siguiente, su comportamiento se ciñó por
completo a los límites de la deliberación meticulosamente definida y de la
calma forzada. Con fría indiferencia cumplió con sus obligaciones, y sus gestos
tenían una seguridad tan absoluta y tan despreocupada, que nadie hubiera
imaginado detrás de la máscara falaz la amarga decisión. Poco antes de la hora
de la cena, acudió con sus pequeños ahorros a la floristería más selecta y
compró flores exquisitas que en su espléndido colorido le sugerían palabras:
tulipanes del color del oro fogoso, que eran como la pasión; crisantemos
blancos de amplia corola, como sueños luminosos y exóticos; finas orquídeas,
las imágenes estilizadas del deseo, y unas soberbias rosas embriagadoras. Y
luego compró un valioso jarrón de cristal con destellos opalescentes. Los pocos
francos que aún le quedaban se los regaló al pasar, con un gesto rápido y
distraído, a un niño que pedía limosna. Luego volvió al hotel. Con solemnidad
melancólica colocó el jarrón con las flores delante del cubierto de la condesa,
que dispuso por última vez con voluptuoso y minucioso esmero. Llegó el momento de la cena. François sirvió la mesa
como siempre: reservado, silencioso y competente, sin alzar los ojos. Sólo al
final envolvió la silueta cimbreante y orgullosa de la condesa con una mirada
infinita, que ella no percibió. Nunca le había parecido tan bella como en esta
mirada última y libre de todo deseo. Luego se apartó con serenidad de la mesa,
sin gesto alguno de despedida, y abandonó la sala. Como un huésped ante el que
se inclinan los criados, atravesó los pasillos y descendió la elegante escalera
de recepción hasta la calle: era evidente que en ese momento dejaba atrás su
pasado. Delante del hotel se detuvo un segundo, indeciso; entonces empezó a
caminar, bordeando iluminadas villas y amplios jardines, siempre adelante como
un paseante ensimismado, sin saber adónde se dirigía. Así vagó inciertamente hasta el anochecer en un estado
de enajenación ensoñada. Ya no pensaba más en las cosas. Ni en las pasadas ni
en las inevitables. Ya no le daba vueltas a la idea de la muerte, como sin duda
en los últimos momentos el suicida circunspecto sopesa en la mano el brillante
y amenazador revólver de profundo ojo y lo vuelve a dejar en la mesa. Hacía
tiempo que se había sentenciado a sí mismo. Por su mente sólo pasaban imágenes
en raudo vuelo, como golondrinas de viaje. Primero, los días de la juventud
hasta aquella fatal hora de clase cuando una estúpida aventura lo propulsó
violentamente desde la perspectiva de un futuro prometedor a la confusión del
mundo. Luego los viajes incesantes, las dificultades por el sueldo, los
proyectos, una y otra vez fracasados, hasta que la gran oleada negra, que
llamamos el destino, quebró su orgullo y lo dejó abandonado en un puesto
indigno. Muchos recuerdos multicolores pasaron revoloteando por su mente. Por
fin relució el suave reflejo de los últimos días en sus sueños despiertos; y de
nuevo abrieron violentamente la oscura puerta de la realidad que debía
traspasar. Recordó que deseaba morir en ese mismo día. Durante un rato recapacitó sobre los muchos caminos
que conducen a la muerte, y comparó su respectiva amargura y su definitiva
prontitud. Hasta que lo traspasó un pensamiento. En su sombría cavilación se le
ocurrió un funesto símbolo: así como la condesa había arrasado inconsciente y
destructivamente su vida, así debía arrollar también su cuerpo. Ella misma lo
llevaría a cabo. Ella misma consumaría su obra. Y ahora sus pensamientos se
aceleraron con increíble seguridad. En algo menos de una hora, a las ocho,
salía el expreso que la llevaba a su encuentro. Se arrojaría debajo de sus
ruedas, se dejaría destrozar por la misma fuerza arrebatadora que le arrancaba
a la mujer de sus sueños. Se desangraría debajo de sus pies. Los pensamientos
galopaban y se perseguían jubilosos. François ya conocía el lugar. Más arriba,
al borde del bosque, donde las copas frondosas de los árboles oscurecían la
última vista sobre la cercana bahía. Miró el reloj: los segundos y los latidos
de su sangre casi marcaban el mismo ritmo. Era hora de ponerse en camino. Y
ahora, de repente, sus pasos cansinos se volvieron elásticos y decididos, con
ese ritmo duro y precipitado que el sueño mata en su avance. Agitado se
precipitó en el esplendoroso crepúsculo del anochecer meridional hacia el lugar
en el que, entre lejanas colinas cubiertas de bosque, el cielo aparecía
incrustado como una línea color púrpura. Y corrió hasta llegar a las vías del
tren, que relucían como dos líneas plateadas y le mostraban el camino. Lo
condujeron por una ruta sinuosa hacia la altura, a través de perfumados y
profundos valles, cuyos velos de niebla atenuaban plateados la luz cansina de
la luna; lo condujeron ascendiendo a las colinas, desde las que se veía lo
lejos que el mar vasto y nocturno refulgía con sus brillantes luces costeras. Y
le mostraron por fin el profundo bosque mecido por el inquieto viento, que
sumergió las vías en las sombras que se cernían. Ya era tarde cuando François llegó con respiración
entrecortada a la ladera oscura del bosque. Los árboles lo rodeaban lúgubres y
negros. Sólo arriba, entre las copas transparentes, asomaba la luz temblorosa y
pálida de la luna entre las ramas, que se 5 quejaban cuando la ligera brisa de
la noche las tomaba en sus brazos. De vez en cuando resonaban extrañas llamadas
de lejanos pájaros nocturnos en el apretado silencio. Los pensamientos se le
paralizaron por completo en esa aprensiva soledad. François sólo esperaba, esperaba y miraba fijamente si
allá abajo, en la curva de la primera serpentina ascendente, asomaba la luz
roja del tren. De vez en cuando consultaba nervioso el reloj y contaba los
segundos. Luego volvía a prestar atención al lejano grito del tren. Pero era
imaginación suya. El silencio era total. El tiempo parecía haberse congelado. Por fin brilló allá abajo la luz. En ese segundo
François sintió una sacudida en el corazón, aunque no hubiera podido decir si
de temor o de alegría. Con un movimiento impetuoso se tiró sobre las vías. Al
principio sólo sintió un instante el agradable frío de los raíles de hierro en
su sien. Luego aguzó el oído. El tren aún estaba lejos. Podía tardar algunos
minutos. Ahora no se oía nada excepto el susurro de los árboles en el viento.
Los pensamientos saltaban confusos. Y, de pronto, uno que permaneció clavado
como una dolorosa flecha en su corazón: que él moría por ella y que ella nunca
lo sabría. Que ni la más pequeña ola de su vida encrespada había tocado la de
ella. Que ella nunca sabría que una vida ajena había venerado la suya y se
había destrozado contra ella. Apenas perceptible y muy lejano se oía jadear por el
aire casi quieto el golpeteo rítmico de la máquina que remontaba la pendiente.
Pero el pensamiento seguía quemando con igual fuerza y atormentaba los últimos
minutos del moribundo. El tren se aproximaba más y más con su estrépito
metálico. Y entonces François abrió una vez más los ojos. Sobre él se extendía
un cielo mudo de un azul casi negro y las copas intranquilas de unos árboles. Y
sobre el bosque resplandecía una estrella blanca. Una estrella solitaria sobre
el bosque... Los raíles empezaron a vibrar suavemente y a zumbar bajo su
cabeza. Pero el pensamiento ardía como fuego en su corazón y en la mirada que
abarcaba toda la intensidad y la desesperación de su amor. Todo el deseo y esta
última dolorosa pregunta se volcaron en la estrella blanca y reluciente, que miraba
benignamente sobre él. El tren se aproximaba más y más. Y el moribundo envolvió
una vez más con una última e inefable mirada la estrella sobre el bosque. Luego
cerró los ojos. Los raíles temblaron y vibraron, la marcha estrepitosa del
presuroso tren se acercaba más y más y el bosque resonaba como grandes y
martilleantes campanas. La tierra pareció tambalearse. Aún un aturdidor
chirrido, un estruendo arremolinado, luego un estridente pitido, el grito de
animal asustado del silbato del tren y la queja disonante de un freno inútil. La bella condesa Ostrovska ocupaba en el tren un
compartimiento reservado. Desde el inicio del viaje leía una novela francesa,
mecida suavemente por el balanceo del vagón. El aire del estrecho habitáculo
era sofocante y estaba cargado del denso perfume de muchas flores a punto de
marchitarse. En las magníficas cestas de despedida los racimos de lilas blancas
ya dejaban caer la cabeza, cansinas como frutas excesivamente maduras, las
flores colgaban flácidas de sus tallos, y los cálices pesados y dilatados de
las rosas parecían consumirse en la nube caliente de los aromas embriagadores.
Un atosigante bochorno calentaba las pesadas oleadas de perfume, suspendidas
perezosas incluso en la presteza acelerada del tren. 6 De pronto, la condesa dejó caer el libro con dedos
fatigados. Ni ella misma sabía por qué. Una sensación misteriosa la invadió.
Sintió una presión sorda y dolorosa. Un dolor repentino, inexplicable y
angustioso se apoderó de su corazón. Creyó que iba a asfixiarse en el vaho
turbador y cálido de las flores. Y ese aterrador dolor no cedía, sentía cada
vibración de las ruedas veloces, la ciega marcha hacia delante la martirizaba
indeciblemente La asaltó un deseo fulminante de parar el impulso acelerado del
tren, de detenerlo ante el oscuro dolor hacia el que se precipitaba. Nunca en
su vida había sentido su corazón atenazado por algo tan horrible, invisible y
cruel como en esos segundos de dolor inconcebible y miedo inexplicable. Y esa
sensación se hizo más y más acuciante, y más apretada la presión alrededor de
su garganta. Como una plegaria surgió en ella el deseo de que el tren parara. Ahí, de repente, un estridente silbato, el grito
salvaje de aviso del tren y el quejido de los frenos con su lamentable
chirrido. Y el ritmo ralentizado de las ruedas aladas, más y más lento, luego
un tartamudeo mecánico y un golpe brusco. Con dificultad se acercó a la ventanilla para aspirar
a bocanadas el aire fresco. El cristal descendió ruidosamente. Afuera siluetas
negras, corriendo... Palabras al vuelo de múltiples voces: un suicida... Bajo
las ruedas... Muerto... En pleno campo... La condesa se estremece. Instintivamente su mirada se
alza hacia el cielo alto y silencioso y hacia los árboles negros mecidos por el
viento. Y sobre ellos una estrella solitaria sobre el bosque. La condesa siente
su mirada como una lágrima refulgente. La contempla y de pronto siente una
tristeza como nunca la ha sentido. Una tristeza llena de fuego y deseo, como
nunca existió en su vida... El tren reanuda lentamente su marcha. La condesa se
reclina en la esquina de su butaca y lágrimas silenciosas se deslizan por sus
mejillas. La angustia sorda ha desaparecido, ya sólo siente un profundo y
extraño dolor, cuyo origen busca explicarse en vano. Un dolor como el que tienen
los niños asustados, cuando despiertan en la noche oscura e impenetrable y
sienten que están por completo solos... FIN
CARTA DE UNA DESCONOCIDA
STEFAN ZWEIG
Después de una excursión de tres días por la montaña,
el famoso novelista R. Volvió a Viena por la mañana temprano, compró un diario
en la estación, y al hojearlo se dio cuenta de que era el día de su cumpleaños.
“Cuarenta y uno” pensó, y el hecho no le dio ni frío ni calor. Volvió a hojear
ligeramente el diario, y en un taxi se dirigió a su casa. El criado le informó
de las visitas que había tenido durante su ausencia, así como de las llamadas
telefónicas, y le entregó la correspondencia sobre una bandeja. Él la miró
distraído, abrió algunos sobres, cuyos remitentes le interesaban, y dejó a un
lado uno de letra desconocida, que le pareció muy voluminoso. Entretanto le
habían servido el té, y sentado cómodamente en una butaca, hojeó nuevamente el
diario y curioseó entre los sobres; encendió un cigarro y tomó otra vez la
carta que había apartado. La formaban, aproximadamente, dos docenas de carillas
llenas de una escritura muy estrecha, de letra femenina, desconocida y trazada
con alguna agitación; más bien parecía un original de imprenta que una carta.
Casi inconscientemente apretó el sobre entre sus dedos sospechando que dentro
había quedado alguna carta adjunta. Pero estaba vacío y carecía, lo mismo que
la extensa epístola, de la dirección del remitente y de la firma. “Es curioso “
pensó, y tomó nuevamente la carta entre sus manos. Arriba a manera de título,
aparecía escrito: “A ti, que nunca me has conocido”. Muy extrañado, se detuvo. ¿Tratábase de una carta
destinada efectivamente a él, o a una persona imaginaria? De pronto, saciando
su curiosidad, comenzó a leer: “Mi hijo ha muerto ayer. Durante tres días y
tres noches he estado luchando con la muerte, queriendo salvar esta pequeña y
tierna vida, y durante cuarenta horas he permanecido sentada junto a su cama,
mientras la gripe agitaba su pobre cuerpo, ardiente de fiebre día y noche. Al
final he caído desplomada. Mis ojos no podían ya más, y se me cerraban sin que
yo me diera cuenta. He dormido durante tres o cuatro horas en la dura silla, y
mientras dormía se lo ha llevado la muerte. Ahora está allí ese pobre, ese
querido niño, en su estrecha camita, tal como murió: únicamente le han cerrado
los ojos, aquellos ojos suyos, oscuros e inteligentes; le han cruzado las manos
sobre la camisa blanca, y cuatro velas arden a los costados de la cama. No me
atrevo a mirarle; no tengo valor para moverme, pues cuando tiemblan las llamas
de las bujías, las sombras se deslizan sobre su cara y sobre su boca cerrada,
dando la impresión de que sus rasgos se mueven, con lo cual podría yo pensar un
momento que no había muerto, que podía despertar para decirme con su voz clara
alguna palabra llena de cariño infantil. Pero sé que está muerto y no quiero
mirarle para no volver a abrigar una vana esperanza y verme de nuevo
desilusionada. Lo sé, lo sé; mi hijo ha muerto ayer y ahora no me queda en todo
el mundo nadie más que tú; tú, que no sabes nada de mí; tú, que entretanto te
distraes con tus asuntos o con otros hombres. Sólo te tengo a ti, que nunca me conociste, a quien
siempre he querido. “He tomado una quinta bujía y la he colocado en la
mesa, sobre la cual te escribo. Hago esto porque no puedo estar sola con mi
hijo muerto sin gritar lo que pesa sobre mi alma, ¿y a quién podría yo hablar
en esta hora terrible sino a ti, que has sido y aún lo eres todo para mí?
Quizás no pueda explicarme claramente, quizás no me comprendas; tengo pesada la
cabeza, siento un latido en las sienes y me duelen los miembros. Creo que tengo
fiebre; tal vez es la gripe que anda ahora de puerta en puerta, y esto último
sería lo mejor, pues así me iría con mi hijo sin necesidad de hacer nada contra
mí misma. De vez en cuando, algo oscuro se me pone delante de los ojos, y acaso
no pueda acabar esta carta; pero quiero reunir todas mis fuerzas para hablar
contigo esta sola vez, contigo, mi amor, que no me has conocido nunca. “Sólo a ti quiero hablarte, decírtelo todo por primera
vez; debes conocer toda mi vida, que ha sido siempre tuya y de la que nada has
sabido jamás. Pero este secreto mío, deberás conocerlo sólo después de mi
muerte, cuando ya no necesites contestarme, cuando esto que sacude mis
miembros, este escalofrío, signifique realmente el fin. Si he de continuar
viviendo haré pedazos esta carta y continuaré callando, como he callado
siempre. Cuando la tengas en tus manos será una muerta la que te cuente su
vida, su vida, que fue tuya desde su primera hasta su última hora. No debes
temer mis palabras; una muerta no quiere ya nada: ni amor, ni compasión, ni
consuelo. Sólo deseo algo de ti, y es que creas todo lo que mi dolor, que en ti
se refugia, te dice. Créeme todo; sólo ése es mi ruego; no se miente a la hora
de la muerte de un hijo único. “Quiero contarte toda mi vida, esta vida mía que en
realidad comenzó en día en que te conocí. Antes no hubo en ella sino algo
turbio, y fue como un rincón cualquiera lleno de cosas y hombres torpes,
cubierto de polvo y telarañas, de los cuales mi corazón no sabe nada. Cuando tú
llegaste, yo tenía trece años y vivía en la misma casa que habitas tú ahora, en
la misma casa en la que tienes tú ahora esta carta entre tus manos, como el
último aliento de mi vida; vivía en el mismo pasillo, justamente enfrente de tu
cuarto. Seguramente ya no te acuerdas de nosotras, de la pobre viuda de un
empleado ( siempre iba vestida de luto) y de su delgada niña. Vivíamos
tranquilamente, casi sumergidas en nuestra pobreza de pequeñas burguesas. Tal
vez nunca hayas oído nuestros nombres, pues no teníamos ninguna chapa en la
puerta, y nadie nos visitaba ni preguntaba por nosotras. Es verdad también que
ya hace mucho tiempo de esto: quince, dieciséis años; no, seguramente tú no lo
recuerdas, querido mío; pero yo, yo me acuerdo apasionadamente de cada detalle
y tengo presente como si fuese hoy, el día, mejor dicho la hora, en que oí
hablar de ti por primera vez y en que por primera vez te vi; ¡y cómo no
recordarlo, si entonces empezó para mí la vida! Consiente, querido, en que te
lo cuente todo, todo, desde el principio, te lo suplico, y no te fastidies de
oír mi relato, durante un cuarto de hora, pues yo no me he cansado de quererte
durante toda mi vida. “Antes que tu entrases en esa casa vivía en tu cuarto
gente mala y comprometedora. Por ser pobres, lo que más odiaban, era la pobreza
de los vecinos, la nuestra, ya que no queríamos tener nada en común con su baja
brutalidad. El esposo era un borracho y golpeaba a su mujer; a veces nos
despertaban durante la noche ruidos de sillas derribadas y de platos rotos; una
vez ella, corrió, ensangrentada y con el cabello revuelto, por la escalera, y
en su persecución, salió el hombre, hasta que los vecinos se asomaron a las
puertas y le amenazaron con llamar a la policía. Desde el primer día mi madre
quiso evitar toda relación con ellos, y me tenía prohibido hablar con sus
niños, los cuales se vengaban de mi orgullo siempre que se les presentaba
alguna ocasión. Cuando me encontraban en la calle, me dirigían palabras
obscenas, y una vez me pegaron con pedazos de una nieve endurecida, de tal modo
que la sangre corrió por mi frente. Por instinto, todos los demás vecinos de la
casa odiaban a aquella familia, y cuando les sucedió algo...-creo que el marido
fue encarcelado por robo- y tuvieron que mudarse de casa, respiramos todos de
satisfacción. Durante algunos días estuvo colocado el aviso en la puerta que
indicaba un cuarto desocupado, y luego lo quitó el portero, por quien se supo
en seguida que estaba alquilado. Fue entonces cuando oí tu nombre por primera
vez. A los pocos días llegaron los pintores y empapeladores para limpiar y
decorar el cuarto sucio y se pasaban todo el día martillando; pero mi madre
estaba muy contenta de que aquella gente sucia y escandalosa se hubiera mudado.
A ti, en persona, no te vi entonces, ni durante la mudanza, pues el traslado de
muebles fue vigilado por tu sirviente, pequeño y serio, de pelo gris, que
dirigía todo de una manera silenciosa. El hombre nos infundía respeto; en
primer lugar, porque un sirviente era algo nuevo en nuestro barrio, y luego,
por la cortesía con que trataba a todos, sin dar confianza ni establecer
familiaridad con las sirvientas. Desde el primer día saludó a mi madre con
respeto, como si se tratase de una gran dama, e incluso con nosotros, los
chicos, era siempre serio y cortés. Cuando pronunciaba tu nombre lo hacía
también muy respetuosamente, y al punto se echaba de ver que su afecto hacia
ti, era más que el corriente de un sirviente vulgar. Por eso quería yo al buen
viejo Juan, a pesar de envidiarle el que pudiera estar cerca de ti y servirte. “Te cuento toda esta historia, querido mío, para darte
a entender cómo desde el principio ejerciste una poderosa influencia sobre
aquella tímida niña que era yo. Antes de que tú mismo te hicieras presente en
mi vida, había ya un nimbo alrededor de ti, una aureola de riqueza, de un ser
especial y misterioso. Todos, en aquella casa del barrio bajo –quienes llevan
una vida estrecha sienten curiosidad hacia un recién llegado-, esperábamos con
impaciencia tu aparición. Y esta curiosidad aumentó en mí cuando una tarde, al
volver del colegio vi un carro de mudanzas delante de la puerta. Me detuve para
poder admirarlo todo, pues tus cosas eran tan diferentes a las nuestras, que no
las había visto nunca. Había ídolos indios, esculturas italianas, grandes
cuadros de vivos colores, y al final venían los libros, tantos y tan bonitos
como nunca había podido imaginarme. Los colocaron en la puerta, y allí mismo el
sirviente les fue quitando el polvo uno por uno. Me acerqué curiosa y
disimuladamente al montón que seguía creciendo; él no me despachó de allí, pero
tampoco me animó, y en tal situación no me atreví a tocarlos, aunque me daban
ganas de pasar los dedos por las encuadernaciones de blanco cuero. Me limité a
mirar tímidamente los títulos: eran libros franceses e ingleses y de algunos no
conocía el idioma. Me hubiera quedado mirándolos horas enteras, pero me llamó
mi madre. “Toda la tarde me la pasé pensando en ti, aun sin
conocerte todavía. Yo no tenía más que una decena de libros baratos,
encuadernados en cartón, usados y rotos; los quería mucho y los leía muchas
veces. Y entonces me preguntaba cómo sería el dueño de todos aquellos libros
soberbios, que los había leído todos, que comprendía tantos idiomas y que era,
al mismo tiempo que rico, tan instruido. Recordando aquel montón de libros
sentía hacia su dueño una especie de respeto sobrenatural. Trataba a solas de
imaginarme tu figura: tú eras un viejo de gafas y larga barba blanca, parecido
a nuestro viejo profesor de geografía, sólo que más bondadoso, más hermoso y de
más suave trato, pues no sé por qué ya entonces se me había metido en la cabeza
que debías ser buen mozo a pesar de tomarte por un viejo. Aquella noche, sin conocerte, soñé contigo por primera
vez. “Al día
siguiente comenzaste a habitar tu nuevo cuarto; pero aunque yo andaba
espiándote no te pude ver, lo cual aumentó mi curiosidad. Pero fin, al tercer
día te vi, y la sorpresa me emocionó, pues eras completamente distinto a la
idea que de ti me había hecho. Yo había soñado con un viejo de barbas,
bondadoso, y te me aparecías –tal como hoy todavía eres-tú el invariable, en
quien el tiempo no cambia. Llevabas un encantador traje deportivo gris, y
subías las escaleras deprisa, con los modales de un chico, saltando de dos en
dos los escalones. Llevabas el sombrero en la mano, y esto me permitió ver tu
cara llena de viveza, tu pelo rubio y tu rostro joven; en realidad, quedé
impresionada de admiración al comprobar hasta qué punto eras buen mozo, ágil y
elegante. Y -¿no es eso extraño?- desde aquel primer instante percibí que había
en ti dos hombres: uno joven, ligero, ardiente aficionado al juego y a la
aventura, y otro serio hasta el extremo, devoto de su arte, infinitamente
instruido. Sentí, sin darme cuenta, lo que todos sienten ante ti: que tienes
una doble vida, una de superficie clara y visible para todo el mundo, y otra
oculta que sólo tú conoces. Y tal dualidad, tal secreto de tu vida, me atrajo
–yo tenía trece años-de manera profunda. “Comprenderás, querido, ¡qué milagro, qué enigma lleno
de interés significabas para mí, todavía una niña! ¡Ver a un hombre por el cual
sentía respeto, que escribía libros, que era célebre en un mundo extraño al mío,
y presentarse este hombre en la figura de un joven de veinticinco años,
elegante y alegre! Debo decirte que desde aquel momento nada de la casa ni de
mi pequeño mundo infantil me interesó más que tú; que con la firme tenacidad de
una chica de trece años sólo me ocupé de tu existencia. Vigilaba tu persona y
observaba todas tus costumbres, examinaba a los hombres que te visitaban, y
todo ello, lejos de disminuir mi curiosidad, no hacía sino acrecentarla, ya que
la dualidad de tu vida se hacía cada vez más evidente en lo diversos que eran
tus visitantes. Llegaban jóvenes amigos tuyos en cuya compañía te reías con
satisfacción; llegaban estudiantes pobres o señores en automóvil, y una vez
llegó el director de la Opera, el gran director de orquesta, a quien yo, con
mucho respeto, había visto desde lejos ante su atril; otras veces eran chicas
jóvenes que todavía iban a la escuela de comercio, y entraban en tu casa
furtivamente y llenas de timidez; de una o de otra clase, eran muchas las
mujeres que te visitaban. Yo no me figuraba nada de particular, ni siquiera
cuando una mañana en que me dirigía al colegio, vi salir de tu cuarto a una
señora con un espeso velo- pues sólo era una niña- y tampoco me daba cuenta de
que la misma apasionada curiosidad con que me dedicaba a seguirte era ya amor. “Pero recuerdo, querido mío, el día y la hora en que
quedé para siempre enamorada de ti. Acababa de dar un paseo con una amiga del colegio y
estábamos las dos charlando delante de la puerta. Llegó un auto y descendiste
tú para entrar en tu cuarto. Algo dentro de mí me impulsó a abrir la puerta, y
nos cruzamos el uno con el otro. Me lanzaste una suave, cálida y envolvente
mirada, llena de ternura, me sonreíste –sí, no puedo decirlo de otra manera
afectuosamente, al mismo tiempo que decías en voz baja y casi familiar: “-¡
Muchas gracias, señorita!-“ Eso fue todo, querido, pero desde el instante en
que sentí la suavidad y ternura de tu mirada quedé locamente enamorada de ti.
Sólo más tarde he comprendido que esa mirada atrayente, y al mismo tiempo
desnuda; esa mirada de seductor nato que diriges a cualquier mujer que se halle
junto a ti, a la vendedora de tienda o a la sirvienta que abre la puerta; esa
mirada no es en ti consciente ni significa ninguna especial inclinación, sino que
tu ternura hacia todas las mujeres hace tu mirar siempre dulce y agradable.
Pero yo, una niña de trece años, lo ignoraba: me hallaba sumergida en fuego.
Pensaba que aquella ternura estaba dedicada a mí solamente, y en aquel
instante, en mi derredor, en lo íntimo de aquella criatura todavía a medio
formar, se despertó la mujer, una mujer enamorada de ti para siempre. “-¿ Quién es?-“ preguntó mi amiga. “Al punto no puede contenerme. Me resultaba imposible
pronunciar tu nombre; desde aquel momento habíase convertido para mí en algo
sagrado, en un secreto, y le contesté fríamente: “-¡Uno de los tantos que viven
aquí!-“ “-¿Y por qué- preguntó mi amiga en un son de burla y con toda malicia
de una niña curiosa-¿Te has puesto roja cuando te ha mirado?- “Yo sentí que sus
burlas rozaban mi secreto y me puse aún más sofocada. La turbación me impulsó a
la grosería: “-¡Idiota!- le dije furiosamente. “Me dieron ganas de matarla. Pero ella se echó a reír
más burlonamente todavía, yo sentí que lágrimas de ira impotente se me
agolpaban en los ojos. Me separé de ella y subí las escaleras. “Te quiero desde aquella hora. Sé que muchas mujeres
te han dicho esto mismo y que estás acostumbrado a manjares deliciosos. Pero
cree que nadie te ha amado con un amor tan de esclava, tan desinteresado, como
aquella niña que yo era y que siempre he seguido siendo para ti, pues nada en
el mundo se parece al amor, inadvertido para todos, de una chiquilla oscura;
amor sin esperanza, y tan servil, tan modesto, tan vigilante y apasionado como
jamás puede llegar a ser el de una mujer ya hecha que, aunque sin quererlo,
está llena de deseos y exigencias. Únicamente los niños solitarios pueden ir
acumulando todos sus amores; los demás van gastando sus sentimientos en charlas
mundanas; los van perdiendo en confidencias mutuas, pues han oído y leído mucho
acerca del amor como un juguete, y de él se jactan como los chicos de su primer
cigarrillo. Pero yo no tenía a nadie a quien confiarme, nadie podía instruirme
o guiarme: era una inexperta sin cuidado, y por lo mismo iba precipitada hacia
mi destino. Todo cuanto en mi interior iba brotando aspiraba sólo a ti, como
hacia el ser más íntimo. Mi padre había muerto hacía muchos años, mi madre me
parecía una extraña, siempre en sus eternos recuerdos de viuda pensionista;
odiaba el trato con las amigas del colegio, que tomaban a broma lo que para mí
era una pasión. Por lo mismo, todos mis sentimientos concentrados, no
compartidos con nadie, eran para ti. Tú significabas para mí -¡Cómo podré
explicarme, si cualquier comparación resulta pobre!,- tú eras para mí mi única
vida. Nada en mi existencia cobraba sentido sino refiriéndome a ti. Cambiaste toda mi existencia. Distraída y mediocre
colegiala hasta entonces, pasé a ser la primera; por la noche leía y leía
libros, pues sabía que a ti te gustaban, y un día, con asombro de mi madre,
comencé mis ejercicios de piano, pensando que quizá te agradara la música. Yo
misma hacía mis vestidos para presentarme con agradable aspecto, y un delantal
de colegio (un antiguo vestido de mi madre), que tenía en el lado izquierdo un
remiendo cuadrado, me resultaba odioso. Temía que lo vieses, y lo ocultaba bajo
la bolsa de los libros, al subir la escalera. ¡Qué tontas precauciones, pues
casi nunca me veías! “A pesar de todo, yo no hacía otra cosa que esperarte y
vigilarte. Había en nuestra puerta una ventana redonda por la cual yo veía la
tuya. Aquella ventana – no sonrías, querido, que aun hoy mismo no siento
vergüenza de aquellas horas- era el ojo del mundo para mí; en aquella antesala
fría, con miedo de que mi madre lo sospechase, permanecía sentada, con un libro
en las manos, tardes enteras, durante meses y años. Me hallaba siempre cerca de
ti, esperándote o siguiéndote; pero tú no podías darte cuenta, no podías
prestarme más atención que a la cuerda de tu reloj, que en la oscuridad de tu
bolsillo va contando pacientemente las horas; que te acompaña a todas partes
con sus imperceptibles latidos, semejantes a los del corazón y al que sólo muy
de cuando en cuando lanzas una hojeada entre millones de segundos. Sabía cuanto
a ti se refería; conocía todas tus costumbres, cada una de tus corbatas, cada
uno de tus trajes; distinguía a cada uno de tus muchos conocidos y los iba
clasificando en dos grupos: los que me eran simpáticos y los que no me
agradaban. Desde mis trece hasta mis dieciséis años todas las
horas de mi vida han sido para ti. ¡Ah, que tonterías hacía! Besaba el pestillo
que tu mano había tocado, levantaba la colilla de un cigarro tuyo como cosa
sagrada, porque había estado en tus labios. Cien veces cada tarde corría con un
pretexto cualquiera a la calle, para ver en qué lugar de tu habitación había
luz y sentir mejor tu presencia invisible. Durante las semanas en que andabas
viajando – se me paraba el corazón cada vez que veía al buen Juan con tu bolso
de viaje amarillo-, durante aquellas semanas, mi vida no tenía sentido y era
como si estuviese muerta... me volvía loca, me aburría y enfermaba,
esforzándome al mismo tiempo por que mi madre no notase mi desesperación ni mis
ojos irritados, deshechos de llorar. “Sé que todo esto son excesos; que son tonterías
infantiles todo lo que te cuento. Debía darme vergüenza; pero no me da porque
nunca mi amor por ti ha sido más puro y más apasionado que en aquellos excesos
de niña. Muchas horas y muchos días podría estar contándote de qué manera viví
junto a ti en aquella época, sin que tú me vieses; pues cuando te encontraba en
la escalera y no podía huir a tiempo, el miedo a tu ardiente mirada me hacía
bajar los ojos como quien se arroja al agua para no ser abrasado por una llama. Muchas horas y muchos días podría pasar contándote la
historia de aquellos años, repitiendo todo el calendario de tu vida; pero no
quiero aburrirte ni atormentarte. Sólo te voy a contar el más hermoso momento
de mi infancia, pidiéndote antes que no te rías de su pequeñez, pues para mí,
tan niña, significó algo infinito. Me parece que era domingo. Tú estabas de
viaje y tu sirviente iba arrastrando unas pesadas alfombras que acababa de
limpiar, hacia la puerta de tu cuarto. El pobre se fatigaba en su trabajo, y en
un momento de audacia me acerqué a él y le pregunté si me permitía ayudarle. Me
miró a sombrado, pero me lo aceptó, y así pude ver – imposible expresarte con
qué respeto y hasta con qué piadosa veneración- el interior de tu cuarto, tu
mundo, el escritorio ante el cual solías sentarte y sobre el cual había una
jarra de cristal azul con flores; tus armarios, tus libros, tus cuadros. No pasó de ser una fugaz ojeada a tu vida, pues tu
fiel Juan no me hubiese permitido seguramente un examen minucioso; pero en
aquel rápido mirar aspiré toda la atmósfera tuya que deseaba para respirar y
alimentar mis sueños durante día y noche. “Ese instante fugaz fue el más feliz de mi niñez.
Deseaba contártelo para que comprendas cómo se perdió una vida que de ti
dependía. También quiero relatarte lo que pasó en otro momento, poco después
del anterior. Por tu causa, -como ya lo he dicho- lo había olvidado todo,
incluso a mi madre, ya nada ni nadie me interesaba fuera de tu persona. No
prestaba la atención a un señor de cierta edad, un comerciante de Innsbruck,
algo pariente de mi madre, que venía a casa frecuentemente y en ocasiones se
quedaba bastante tiempo. Mejor dicho me alegraba que viniese; pues a veces
llevaba al teatro a mi madre, y así me quedaba yo sola, libre para pensar en ti
y observarte, lo cual constituía para mí la única felicidad. Un día me llamó mi
madre con ciertos modales enojosos; tenía que hablarme. Palidecí y comencé a
sentir los latidos de mi corazón; ¿Había sospechado o adivinado algo? Mi primer
pensamiento fuiste tú, el secreto que me unía al mundo. Pero mi madre, un poco
turbada ella misma, me besó –cosa que nunca hacía-, me sentó en el sofá y
empezó, con vacilaciones y con cierta vergüenza, a decirme, que su pariente,
que era viudo, había pedido su mano. Ella había decidido casarse sobre todo por
mí. Toda la sangre se me subió a la cabeza, sólo pensaba en ti. “-pero- le
pregunté-, ¿Nos quedaremos aquí?- “-No; iremos a Innsbruck.-“ ¡Fernando tiene
allí un chalet muy bonito! “No oí más. Algo muy oscuro se me puso delante de
los ojos. Más tarde supe que sufrí un desmayo, y que mi madre le había contado
a mi padrastro- quien aguardaba detrás de la puerta- que me había dado un
ataque, que empecé a retorcerme con los dedos muy separados, y que al fin caí
desplomada sin conocimiento. Es imposible expresarte lo que pasó en los días
siguientes; cómo me debatí contra una voluntad superior. Aún hoy, al
recordarlo, me tiembla la mano. Como no podía revelar el secreto, mi resistencia
parecía únicamente terquedad, malévola obstinación. Ya nadie me dio cuentas de
nada; todo sucedió a espaldas mías. Aprovechaban las horas en que yo estaba en
el colegio para ir haciendo la mudanza, y cada vez que regresaba a casa, todos
los muebles de ésta o de la otra pieza habían sido trasladados o vendidos. Vi
como nuestro cuarto, y con él mi vida, iba quedándose vacío, hasta que un día
los encargados del traslado sacaron lo último que faltaba. En las habitaciones
vacías sólo había ya baúles y dos camas plegables, para pasar la última noche,
pues al día siguiente sería la partida. “Ese último día sentí, sin tener que pensarlo, que ya
no podría vivir sino próxima a ti. Tú sólo eras mi salvación. No podré decir
exactamente lo que pensaba en aquellas horas de desesperación; pero si que de
pronto- mi madre había salido- me levanté tal como estaba, con mi vestido de
colegio y fui hacia tu puerta. No, no es que fui por mi voluntad; algo empujó
mis piernas que parecían sin movimiento, con las rodillas temblorosas hasta tu
puerta como hasta un imán. Ya te había dicho que no sabía exactamente lo que
quería: tal vez caer a tus pies y pedirte que me tuvieras junto a ti, como
criada, como esclava. Temo que te rías de este inocente cariño de una chiquilla
de quince años; pero no reirías, querido, si te dieses cuenta de cómo crucé el
pasillo helado, con un miedo que me impedía andar, y sin embargo, sintiéndome
empujada por una fuerza inexplicable; cómo mi brazo tiraba casi de mi cuerpo
inerte, cómo lo levanté temblando y –fue una lucha en una eternidad de
terribles segundos- apreté el botón del timbre. Todavía hoy tengo en mis oídos
su agudo sonido, y recuerdo también el silencio que siguió y durante el cual se
paró mi corazón y toda mi sangre, como aguardando tu llegada. Pero no viniste;
no acudió nadie. Probablemente tú habías salido y Juan estaba haciendo
algunos recados; entonces, a tientas, vibrando aún en mis oídos el sonido del
timbre, me volví a nuestro cuarto vacío y me dejé caer sobre un baúl, tan
abatida tan abatida de los cuatro pasos que había dado, como si hubiese andado
por la nieve durante varias horas. Peor bajo aquella extensión ardía aún la
decisión de verte, de hablarte antes que me separasen de ti. Te juro que no
había en mí ni un solo pensamiento voluptuoso; era todavía inocente,
precisamente porque sólo pensaba en ti; lo único que quería era verte por única
vez, asirme a ti. Toda la noche, toda aquella noche terrible te esperé, querido
mío. Apenas se hubo a costado y dormido mi madre, caminé hasta la antesala para
oírte regresar. Estuve aguardando toda la noche, una noche helada de enero. Me
sentía cansada, me dolían los miembros y no había una silla para sentarme;
entonces me acosté en el suelo frío. Tenía puesto un vestido muy delgado y no había
querido llevar allí ni una manta, temerosa de dormirme y dejar de oír tus
pasos. Encogía los pies y brazos temblando; a cada instante
tenía que levantarme, tal era el frío que hacía en aquella oscuridad terrible.
Pero te esperaba como a mi destino. “Al fin serían las dos o las tres de la madrugada- oí
que se abría la puerta, y momentos después, pasos en la escalera. Dejé de
sentir frío; cierto calor me invadió el cuerpo, y silenciosamente abrí la
puerta dispuesta a salirte al encuentro y caer a tus pies... No sé, tan niña
como era, lo que hubiese hecho en aquel instante. Los pasos se aproximaban y la
luz de una bujía temblaba. Agarraba el pestillo con mis manos, también
temblorosas. ¿Eras tú el que venía? Sí tú eras, querido mío, pero no venías
solo. Oí una risa contenida y alegre, el frufrú de un vestido de seda, y a ti,
que hablabas en voz baja. Volvías a casa con una mujer. “No sé cómo he podido sobrevivir a aquella noche. A la
mañana siguiente, a las ocho, me arrastraron a Innsbruck; ya no tenía fuerzas
para resistir. “Mi hijo murió anoche; ahora me quedaré sola
nuevamente. Mañana vendrán unos hombres vestidos de negro, extraños y toscos,
trayendo un ataúd, y dentro de él colocarán a mi pobre, mi único hijo. Quizás
lleguen también algunos amigos para ponerle encima unas pocas flores. Pero ¿qué
significan las flores en un ataúd? Intentarán consolarme con palabras, palabras
y palabras. Pero ¿de qué sirven las palabras? Sé que he de quedarme otra vez
sola, y nada hay más terrible que la soledad entre la gente. Bien lo he
experimentado en los dos años que he pasado en Innsbruck, desde mis dieciséis
hasta mis dieciocho años, en que he vivido como una desterrada en el seno de mi
familia. Mi padrastro, hombre serio y de pocas palabras, era bueno para mí y en
cuanto a mi madre, accedía como si quisiera reparar una injusticia, a todos mis
deseos. Se me acercaban algunos jóvenes, pero los despreciaba a todos con
terquedad apasionada. Lejos de ti no quería vivir feliz y contenta, y
voluntariamente me enterraba en un mundo oscuro, de tormento y de soledad. Me
negaba a estrenar vestidos de colores variados, así como ir al teatro, a
conciertos o de excursión en alegre compañía. Apenas salía a la calle, y
¿puedes creerme, querido mío, que viviendo en una pequeña ciudad durante dos
años, no llegué a conocer de ella más que unas diez calles? Deseaba estar
triste, y lo estaba; me castigaba en privaciones que yo misma me imponía. No quería distraerme de mi pasión, y mi único deseo
era pensar en ti. Permanecía sola en casa durante horas y días, sin más
quehacer que pensar, renovando siempre mil pequeños recuerdos; cada uno de
nuestros encuentros, cada una de mis esperas, pasando revista a todos ellos,
como en un teatro. Y así, de repetir a cada instante, mil y mil veces cada uno
de ellos, se me ha quedado en la memoria toda mi infancia y puedo sentir
ardientemente todos los minutos de mi pasado como si ayer mismo hubiesen
ocurrido. “Sólo en ti viví entonces. Compré todos tus libros; el
día en que tu nombre aparecía en algún periódico, era para mí el día festivo.
¿Quieres creerme que sé de memoria, línea a línea tus obras? Si alguien me
despertase una noche y me señalase una línea cualquiera, hoy, después de trece
años, sabría continuar yo como en sueños: te digo que cada una de tus palabras
ha sido para mí un evangelio y una oración. El mundo entero no existía sino en
cuanto se refería a ti: leía en los diarios de Viena las reseñas de los
conciertos y obras de teatro, pensando únicamente cuáles te interesarían, y al
llegar la noche, mis pensamientos te acompañaban; ahora- me decía- entra en la
sala; ahora se sienta. Lo imaginaba mil veces, porque te había visto una sola
vez en un concierto. “Pero ¿A qué relatarte este frenético cariño trágico y
desesperado de una niña abandonada? ¿A qué contárselo a quien nunca se lo
imaginó? Pero, realmente, ¿era yo entonces una niña? Tenía diecisiete,
dieciocho años, y los jóvenes comenzaban a mirarme al pasar por la calle, lo
cual me disgustaba, pues un sentimiento de amor hacia otro que no fueras tú me
parecía tan inconcebible, tan absurdo, que la sola idea se me figuraba un
crimen. Mi pasión por ti era la misma que años atrás, con la sola diferencia de
que al pasar el tiempo se había hecho más ardiente, más física, más femenina, y
aquello que no podía presentir la criatura que apretó el timbre de tu puerta,
llegó a ser mi pensamiento fijo: entregarme vivamente a ti. “Los que me
rodeaban me juzgaban tímida- pues guardaba mi secreto apretando los dientes-.
Pero se iba desarrollando en mí, una voluntad de hierro. Todos mis pensamientos
y propósitos se dirigían a lo mismo: volver a Viena, volver junto a ti. Y
conseguí que mi voluntad prevaleciera sobre la de los demás. Mi padrastro era
rico y me consideraba como a una hija suya. Pero yo insistía tenazmente en
ganarme la vida, y al fin obtuve permiso para marcharme a Viena, empleada en
una casa de confección, cuyo dueño era un pariente nuestro. “¿Tendré que decirte hacia dónde dirigí mis primeros
pasos al llegar a Viena? Dejé los baúles en la estación, subí precipitadamente
a un tranvía- se me figuraba que andaba muy despacio y me irritaba cada una de
sus paradas- y corrí hasta ponerme delante de tu casa. Tus ventanas estaban iluminadas, y mi corazón se puso
a cantar. Sólo en ese momento vivía la ciudad y vivía yo, pues estaba cerca de
ti, tú, mi sueño eterno. No podía imaginarme que, en realidad, tan lejos de ti
estaba en aquel instante, como antes, cuando nos separaban ríos y montañas, no
obstante ser un cristal delgado lo que se interponía entre tu persona y mi
brillante mirada. Me limitaba a mirar hacia arriba: allí estaba la luz, estaba
la casa, estabas tú, estaba mi vida. Durante dos años había soñado aquella hora
que estaba viviendo. Permanecí allí toda la tarde, toda una larga tarde
dulce y difuminada, hasta que la luz se apagó: entonces fui a mi habitación. “Así me pasaba todas las tardes delante de tu casa.
Trabajaba en la tienda hasta la seis; el trabajo era duro y penoso, pero me
gustaba porque la inquietud del negocio me impedía sentir demasiado
dolorosamente la mía. Y cuando al llegar la hora, se cerraban ruidosamente las
persianas, corría hacia mi amado puesto de observación. Mi único deseo era
verte, encontrarte siquiera una vez, distinguir tu cara una sola vez desde
lejos. Pasada una semana, poco más o menos, te encontré precisamente en un
momento inesperado; cuando yo estaba mirando a tu ventana, cruzaste tú la
calle. Y de repente yo me convertí en la niña de trece años, sentí que la
sangre me afluía a las mejillas; involuntariamente bajé la vista, a pesar de mi
vivo deseo de contemplar tu rostro, de sentir tu mirada y pasé por tu lado
apresurada. Luego me sentí avergonzada de aquella audacia infantil, pues me
daba perfecta cuenta de mi propósito: quería encontrarte, te buscaba, quería
ser reconocida por ti después de tantos años de ardiente anhelo; quería llamar
tu atención, quería ser tu amada. “Pero durante mucho tiempo no te fijaste en mi
persona, a pesar de acudir todas las tardes desafiando a veces remolinos de
nieve y el viento helado de Viena. Algunos días esperé varias horas sin
resultado; otros, salías acompañado por algún conocido; también te vi dos veces
en compañía de una mujer, y entonces sentí algo nuevo dentro de mí; un
sentimiento, hasta entonces desconocido, que se manifestaba en saltos bruscos
del corazón; se me destrozaba el alma viéndote pasar tan seguro de ti, del
brazo de una mujer extraña. No es que me sorprendiera, pues conocía desde mi
infancia a tus eternas visitantes; pero entonces sentía un dolor físico, nacía
en mí algo nuevo mezclado de hostilidad y de deseo, presenciando tu intimidad
con otra. Un día, llena de un orgullo que todavía tengo, no fui a tu casa.
¡Pero qué horrible fue aquella tarde! ¡Al día siguiente me encontraba otra vez
humildemente delante de tu puerta esperando, esperando, como lo he hecho
siempre ante tu vida, oculta para mí! “Al fin llegó una tarde en que te fijaste
en mi presencia. Te había yo visto desde lejos y hacía esfuerzos de voluntad
para no apartarme de tu camino. Quiso la fortuna que un carro obstruyese parte
de la calle, obligándote a pasar cerca de mí. Involuntaria y distraídamente, me
miraste, notaste mi intención, y al punto- aún me asusta el recuerdo- tu mirada
fue esa que dedicas a todas las mujeres, esa mirada tierna y envolvente que
desnuda, la misma mirada fija y larga que me había transformado, de niña en
mujer, en amante. Durante uno, dos, tres segundos, tu mirada se cruzó con la
mía, que yo no podía apartar de tu persona, y desapareciste. Me palpitaba el
corazón; inconscientemente debí retardar mi paso, y al volver la cabeza, presa
de invencible curiosidad, te vi parado, siguiéndome con tu mirada. Y por la manera de fijarte, con curiosidad e interés,
comprendí que no me reconocías. “Ni me reconociste entonces, ni me has reconocido
nunca. ¿Cómo podré, amor mío, describirte mi desilusión de aquel momento, de
aquella primera vez en que sentí mi sino de no ser reconocida; este destino que
acompaña toda mi vida- con el que muero al fin- de ser desconocida, siempre
desconocida para ti? ¿Cómo podré expresarte tal desilusión? Porque has de saber
que, durante los dos años pasados en Innsbruck, donde pensaba en ti a todas
horas, siempre que me imaginaba el instante de volver a verte, me lo pintaba de
distintas maneras: unas veces horrible y otras feliz, según mi estado de ánimo.
Soñaba todas las posibilidades; en los peores momentos me figuraba que tú no me
aceptarías por demasiado insignificante, por demasiado fea, por demasiado
pretenciosa; como una visionaria apasionada me había representado todas las
formas de tu frialdad y de tu indiferencia; pero sólo una cosa no había entrado
en mis cálculos, ni siquiera en las horas de mayor pesimismo: que ni te dieses
cuenta de mi existencia. Sí, hoy lo comprendo- tú en cambio, no has logrado
comprenderme-; el rostro de una niña, de una mujer, tiene que ser forzosamente,
para un hombre, algo extremadamente variable; a menudo no pasa de ser un
espejo, bien sea de pasión, de ingenuidad o de cansancio, cuya expresión se
borra pronto, como sucede con todas las imágenes de los espejos. A un hombre se
le puede ir de la memoria fácilmente la cara de una mujer, tanto más cuento que
la edad hace cambiar las luces y las sombras, y cada nuevo vestido es un marco
diferente. Las que se resignan son las verdaderamente iniciadas
en el secreto de la vida. Pero yo, la mujer que yo era en aquella época, no
alcanzaba a comprender tu falta de memoria, y a fuerza de ocuparme de ti había
llegado a creer que tú también debías ocuparte de mí, pensar en mí y esperarme.
¡Cómo hubiese podido vivir con la verdad de que no significaba nada para ti; de
que en tu memoria no había el menos recuerdo mío! Y aquel despertar ante tu
mirada que me indicaba tu olvido, que me decía que ningún hilo de recuerdo,
siquiera fuera sutil como el de una telaraña, ligaba tu vida a la mía, fue mi
primera caída en la realidad, el primer paso de mi destino. “Entonces no me reconociste; y cuando dos días más
tarde tu mirada se posó sobre mí con cierta familiaridad, tampoco viste en mí a
la muchacha que te había amado y a la que tú habías despertado, sino a la
bonita muchacha de dieciocho años que hace un par de días habías visto en el
mismo lugar. Me miraste agradablemente sorprendido, y una leve sonrisa anduvo
jugando por tus labios. Cruzaste y acortaste el paso; yo temblé, y en mi
interior hubo gritos de júbilo; recé para que me dirigieses la palabra. Sentí
que por primera vez era para ti una mujer viva; retardé por mi parte el paso, y
enseguida te sentí a mis espaldas. Sin volverme tuve la certidumbre de que por
primera vez iba a oír tu voz tan querida. Esta esperanza me paralizó y empecé a
temer que iba a detenerme sin remedio, cuando tú te pusiste ya a mi lado. Me
dirigiste la palabra de un modo sincero y alegre, tal como si fuésemos amigos
de años atrás.-¡Ah, tú no sabías ni has sabido nunca nada de mi vida!- Me
hablaste de una manera tan admirablemente limpia de reservas, que yo no podía
contestar fácilmente. Cruzamos toda la calle y me preguntaste si me gustaría
que comiésemos juntos, cosa que yo acepté. ¿Cómo hubiese podido negarte nada?
“Comimos en un pequeño restaurante. ¿Sabes dónde? ¡Ah, no; tu memoria aquella
tarde no se diferencia de otras muchas! Pues ¿Qué significaba yo para ti? Una
entre ciento, una aventura más en una cadena de aventuras. Y por otra parte,
¿Qué recuerdo pude dejar en ti? Hablé poco, porque era demasiado feliz
sintiéndome junto a ti, oyéndote hablar. No quería perder una sola palabra
tuya, con ninguna pregunta, con cualquier palabra tonta. Jamás olvidaré aquella
hora deliciosa, en que me colmabas de apasionado respeto, mostrándote tan
delicado, tan desenvuelto, y con tal tino, lejos de toda vulgar ternura, y tan
lleno de segura, de amistosa familiaridad, que hubieses ganado toda mi
voluntad, de no haber sido tuya de antemano. No puedes calcular lo feliz que me
hacías no echando por tierra los cinco años de mi ilusionada espera infantil.
Era tarde cuando salimos. A la puerta del restaurante me preguntaste si tenía
prisa o disponía todavía de tiempo. ¿Cómo podía yo ocultarte que estaba a tu
disposición? Te respondí que tenía tiempo todavía, y entonces me preguntaste,
tras una ligera vacilación, si quería acompañarte hasta tu casa, para conversar
allí un poco. “Con mucho gusto”, dije delatando mis sentimientos, y
pude notar que mi rápida aceptación te sorprendía, no sé si penosa o
agradablemente; de cualquier modo, te vi algo sorprendido. Hoy comprendo bien
tu sorpresa; hoy sé que entre las mujeres es costumbre, incluso cuando sienten
un ardiente deseo, comenzar por negar, fingir temor o indignación; dejarse
convencer por medio de súplicas conmovedoras, de mentiras, de juramentos y
promesas. Hoy sé que acaso únicamente las profesionales del amor, las
prostitutas, aceptan sin dudar, alegremente tales invitaciones, y quizá también
las niñas cándidas, las ingenuas adolescentes. Pero en mí-¿Cómo podrías dudar
de ello?- era únicamente la voluntad reconociéndose a sí misma, el deseo
ardiente y contenido durante miles de días, que se manifestaba en un solo
instante. El caso es que tú estabas sorprendido, y que yo empezaba a
interesarte. Yendo a tu lado me di cuenta de que me mirabas con curiosidad. Tu
intuición tan segura para todo lo humano, te decía que estabas ante algo
excepcional, que algún secreto había en aquella linda jovencita. Desperté tu
curiosidad y me di cuenta de ello por tu manera de preguntar, por aquella forma
envolvente, hecha para adivinar mi secreto. Llegamos a tu cuarto. Perdona querido, si te digo que
tú no puedes comprender lo que fue primero aquel paseo y luego aquella escalera
para mí: un vértigo, una confusión, una frenética felicidad, una dicha
deliciosa que casi me mataba. Todavía hoy me es imposible recordarlo sin
lágrimas, a pesar de que ya no me queda más que llorar. “Pero yo me defendía y me ocultaba; prefería parecer
una tonta a sacrificar mi secreto. “Imagínate que todo cuanto veía se hallaba impregnado
de mi pasión, y cada cosa se me aparecía como un símbolo de mi infancia, de mi
anhelo; la puerta donde te había aguardado miles de veces; la escalera en la
que resonaban tus pasos y en la que te vi por primera vez; la ventana a través
de la cual toda mi alma te había estado espiando; la estera de delante de tu
puerta, sobre la cual, en una ocasión, me había arrodillado; el ruido de la
llave que me había despertado; toda mi infancia, toda mi pasión animada en
aquellos pocos metros: allí estaba toda mi vida y toda ella caía sobre mí como
una tempestad en aquel instante, en que todo lo soñado se realizaba, porque iba
contigo, ¡Contigo a tu casa, a nuestra casa! Considera- parece una simpleza,
pero no puedo explicarme de otro modo- que para mí, la realidad, el mundo me
habían parecido cosas torpes y banales durante toda la vida hasta llegar a tu
puerta y que, traspasando aquel umbral, comenzaba el país encantado de los niños,
el reino de Aladino; considera que miles de veces había mirado con ardientes
miradas aquella puerta por la que entraba entonces vacilante. Tú puedes
presentir- pero nada más que presentir, pues nunca lo sabrás del todo, querido-
las horas de mi vida que palpitaron en aquel brevísimo instante. Pasé contigo
toda la noche. No te diste cuenta de que ningún hombre antes que tú había
contemplado y tocado mi cuerpo jamás. ¿Cómo hubieras podido sospecharlo, amor
mío, si yo no te oponía ninguna resistencia, si reprimía toda pudorosa
indecisión, con el sólo propósito de que no adivinases el secreto de mi amor,
que te hubiera asustado seguramente? Porque tú no concibes el amor sino como
una cosa ligera y juguetona, sin ninguna importancia; temes mezclarte en el destino
de una extraña; quieres gustar sin medida todas las alegrías del mundo, pero
rehuyes el sacrificio. ¡Amado mío, si ahora te declaro que era pura y virgen
cuando me entregué a ti, no tomes en mal sentido mis palabras! No te acuso de
nada, puesto que no me sedujiste, no me mentiste; fui yo misma la que me
ofrecí, la que me lancé a tu pecho, la que me arrojé a mi destino. No te
acusaré nunca, no; por el contrario, te lo agradeceré siempre pues aquella
noche fue para mí infinitamente hermosa y resplandeciente de alegría y me
encontraba como sumergida en felicidad. Al abrir los ojos en la oscuridad y
sentirte a mi lado me pareció extraño, no ver arriba estrellas, pues sentía tan
cerca el cielo. No, mi adorado, nunca, nunca me he arrepentido de aquella hora.
Todavía recuerdo que, mientras tú dormías y sentía yo tu aliento y me veía tan
cerca de ti en la oscuridad, lloraba de alegría. “Me fui por la mañana temprano. Tenía que ir a la
tienda, y, además, quería salir antes de que entrara el sirviente. Una vez vestida
ante ti, me abrazaste y te quedaste mirándome fijamente durante mucho tiempo;
¿era, quizás, que pasaba por tu memoria algún borroso recuerdo, o únicamente
que yo te parecía bonita y feliz? Enseguida me besaste en la boca, yo me alejé
y quise irme. Entonces me peguntaste: “¿No quieres llevarte algunas flores?”
Dije que sí. Tomaste cuatro rosas blancas de la jarra de cristal azul, que
estaba sobre tu escritorio-¡Ah, la conocía bien desde aquella única ojeada
furtiva que, siendo niña, pude lanzar a tu cuarto! Y me las diste. Las estuve
besando durante varios días. “Antes de separarnos habíamos convenido en reunirnos
otra tarde. Volví a tu casa y todo volvió a parecerme delicioso. Todavía me
concediste una tercera noche, y después me dijiste que tenías que
ausentarte-¡Oh, cómo odiaba tales viajes desde mi infancia!- y me prometiste
avisarme a tu regreso. Te di una dirección en la lista de Correos, pues no
quería decirte mi verdadero nombre. Guardaba mi secreto. De nuevo al
despedirnos me diste algunas rosas. “Día por día, durante dos meses, iba yo a
preguntar...; Pero no, ¿Para qué pintarte aquel tormento infernal, aquella
espera desesperada? No creas que te acuso: te quiero tal como eres, ardiente,
olvidadizo, generoso e infiel; te quiero sólo así, como eras y como eres
todavía. Habías regresado hace mucho tiempo, pues me lo decían tus ventanas
iluminadas, y no me escribías. No tengo una sola palabra escrita por ti, ni una
sola palabra en esta mi última hora, ni una palabra de ti, a quien he dedicado
toda mi vida. No he hecho más que esperar, esperar y no conseguir nada. Pero ni
me has llamado, ni me has escrito una sola palabra..., una sola palabra... “Mi hijo ha muerto ayer...;era también tuyo. Era tu
hijo también, querido mío; hijo de aquellas tres noches; te lo juro y nadie
miente a la sombra de la muerte. Era hijo nuestro, pues ningún hombre me tocó
desde aquella vez en que me entregué a ti, hasta el día en que salió de mi
vientre. Consideraba mi cuerpo como sagrado por el contacto tuyo. ¿Cómo hubiera
podido dividir mi persona entre tú, que lo eras todo para mí, y los demás que
pasaban junto a mí, banalmente? Era hijo nuestro, adorado niño, fruto de mi
amor consciente y de tu inconsciente y disipada ternura; hijo nuestro, nuestro
único hijo. Tú te preguntarás- tal vez asustado, sólo asombrado- por qué te he
ocultado la existencia de ese niño, mientras en efecto existía, y por qué sólo
hoy te hablo de él, hoy, cuando está ya en la inmensidad, durmiendo, durmiendo
para siempre; cuando se ha marchado para no volver más, ¡nunca más! Nunca me
hubieras creído, nunca hubieras creído a la mujer extraña que se te había
entregado sin reparo, sin resistencia alguna durante tres noches; nunca
hubieras creído a aquella anónima capaz de tanta fidelidad hacia ti, que eras tan
infiel, y jamás le hubieses reconocido, sin desconfianza, como hijo tuyo. “Ni aun en el caso de que mi afirmación te hubiese
parecido sincera, jamás hubieras podido desechar la secreta sospecha de que se
tratara de un intento de suplantar el hijo de un cualquiera por el de un hombre
rico. Hubieses tenido la sospecha y una sombra, una ligera desconfianza
hubiérase interpuesto entre tú y yo. En cuyo caso, yo te conozco, te conozco
mejor que tú mismo- sé que hubiera significado un peso en tu amor-pues sólo
quieres lo alegre y lo descuidado- el pensamiento de ser padre y de sentirte
responsable de la suerte de otro ser. Tú, que no has conocido más que la
libertad, te hubieses sentido ligado a mí. Y me hubieras-sí, contra tu
voluntad- odiado por esa misma ligadura. Quizá durante algunas horas, quizá
durante algunos minutos me maldecirías, y eso no podía aceptarlo mi orgullo; yo
quería que tú pensases en mí durante toda la vida, sin una sola nube que
ensombreciese el recuerdo. He preferido echarlo todo sobre mí, antes que
convertirme en una carga para ti y ser la única, entre todas las mujeres que
has conocido, en la que puedas pensar con amor y gratitud. Pero nunca has
pensado en mí, me has olvidado. “No te acuso, querido mío, no te acuso. Perdona si de
vez en cuando una palabra hiriente hacia tu corazón se desliza en mi pluma,
perdóname; mi hijo, nuestro hijo, está muerto bajo la luz vacilante de las
cuatro velas; he amenazado con mis puños a Dios y le he llamado asesino, pues
tengo mis sentidos locos y turbados. ¡Perdóname la queja! Sé que en el fondo
eres bondadoso y compasivo y que ayudas a cuantos reclaman tu auxilio, incluso
al más desconocido, pero tu bondad es muy curiosa; es una bondad que, en
efecto, está abierta para todos y al alcance de lo que cada uno pueda tomar,
pues ella es infinita, pero al mismo tiempo es indolente. Quiere que vayan
hasta ella a tomarla. Tú ayudas cuando se te quiere, cuando se te pide;
concedes tu auxilio por pudor, por debilidad, no por la alegría que da el
hacerlo. Más amor sientes- te lo digo francamente- por el hombre feliz que por
el atormentado. “Y a los hombres como tú, incluso a los mejores entre
ellos resulta difícil pedirles nada. Una vez siendo yo niña, vi a través del vidrio de mi
puerta como le dabas limosna a un mendigo. Se la diste apresuradamente, mucho
antes de que el mendigo te hubiera pedido nada. Se la diste con cierta
preocupación temerosa, como si huyeras de ver sus ojos. No he podido olvidar
aquella manera inquieta y a la vez tímida de dar limosna, huyendo de la
gratitud. Por eso nunca me he dirigido a ti. Tengo la seguridad de que me
hubieras ayudado en aquella época, aun no teniendo la seguridad de que se
trataba de tu hijo; me hubieras consolado, me hubieras dado dinero... mucho
dinero, pero siempre con el inquieto afán de apartar de ti lo desagradable. Sí,
creo que hubieras llegado a persuadirme de que me separase de mi hijo, y yo lo
hubiese hecho, porque, ¿qué podría negarte? Pero este hijo lo era todo para mí
por ser tuyo; eras tú mismo, pero no tú el feliz, el despreocupado que podría
escapárseme a cada momento, sino el dedicado- así lo creía- para siempre a mí,
el ligado de por vida a mí. En él podía sentir crecer tu vida en mis venas,
podía alimentarte, darte de beber, hacerte caricias, besarte cuando en mi alma
ardiera tal deseo. Ya ves, querido; por todo eso me sentía tan dichosa al saber
que iba a tener un hijo tuyo, y por ello lo callaba; así ya no te me podrías
escapar. “Si he de decirte la verdad, no todo fue felicidad
durante algunos meses, como antes lo había imaginado. Pasé también tormentos, y
me llené de asco ante la bajeza de los hombres. No era fácil la vida para mí. Durante el último
período de mi embarazo tuve que dejar de ir a la tienda para no llamar la
atención de mis parientes que podían avisar a mi familia. No quería pedir
dinero a mi madre, y viví, hasta dar a luz, vendiendo algunas alhajas. Una
semana antes del parto la lavandera me robó del armario las últimas y pocas
coronas que me quedaban, y me vi precisada a entrar en un hospital público.
Allí, hasta donde se arrastran las más pobres, las reprobadas, las olvidadas,
allí, en medio de la miseria, nació el niño, tu hijo. Aquello era para morirse;
todo era extraño, extraño a todo; estábamos ahí, extrañas entre nosotras; todas
solitarias y llenas de odio las unas contra las otras, sin que nos uniera más
que la común miseria y el tormento, hacinadas en aquella sala de cloroformo y
de sangre, de gritos y de quejidos. Todas las humillaciones y vergüenzas
físicas y morales que tiene que sufrir la pobreza, las sufrí yo, mezclada con
mujeres de la vida y enfermas en comunidad de suerte. Sufrí a aquellos médicos,
jóvenes y desvergonzados, que levantaban sonriendo sarcásticamente las sábanas
de las mujeres indefensas para tentarlas bajo pretexto de una falsa ciencia;
sufrí la avaricia de las enfermeras. ¡Oh, allí el pudor humano es crucificado
por las miradas, y amenazado por las palabras! Allí no éramos más que rótulos
en que se leían nuestros nombres, pues lo que quedaba en la cama se reducía a
un trozo de carne contraído de convulsiones, manoseado por los curiosos, objeto
de exhibición y de estudio. ¡Ah, las mujeres que en sus propias casas dan hijos
a sus maridos, que aguardan con impaciente ternura, no saben lo que significa
dar a luz, sola, indefensa y como sobre una mesa de experimentos! Todavía hoy,
cuando leo en algún libro la palabra “infierno”, no puedo menos de pensar
inmediatamente, y bien a mi pesar, en aquella sala llena de gemidos, de risas y
de gritos sangrientos en que sufrí como en un matadero del pudor. “Perdóname que hable de esto. Pero es sólo esta vez,
nunca más. He callado durante once años, y dentro de poco estaré muda para toda
una eternidad. Tenía que gritar una vez, gritar una vez lo caro que me ha
costado ese hijo de mi dicha y que ahora está ahí sin aliento. Había olvidado hacía mucho tiempo aquellas horas de
tortura, por la sonrisa, por la voz de mi hijo, por la felicidad; pero, ahora
muerto él, revive el tormento y tengo que gritarlo siquiera esta única vez.
Pero no te acuso a ti; no acuso más que a Dios, sólo a Dios, que ha permitido
este suplicio sin sentido. No te acuso a ti, te lo juro; jamás, ni en momentos
de ira, me he rebelado contra ti. Ni en aquella hora en que mi cuerpo se
retorcía de dolores y ardía de vergüenza bajo la mirada de los estudiantes de
la clínica, ni en aquel segundo en que el dolor desgarró mi alma, te acusé ante
Dios; nunca me he arrepentido de nuestras noches de amor; siempre he bendecido
la hora en que te cruzaste en mi camino; jamás he tenido un reproche para mi
amor por ti, y te he amado siempre... y si por ser tuya nuevamente tuviese que
volver a pasar por este infierno, iría a ti otra vez, aún sabiendo de antemano
lo que me esperaba; ¡Iría a ti, mi adorado, otras mil veces más!. “Mi hijo ha muerto ayer... tú no le has conocido.
Nunca ni en el casual y fugaz encuentro nuestro se ha posado tu mirada sobre
este pequeño ser en que tu ser florecía. Durante mucho tiempo, mientras tenía
un hijo tuyo, me escondí de ti; mi anhelo era menos doloroso, y llegó a
parecerme que te amaba con menos pasión; al menos no me hacía sufrir tanto
desde el instante en que tuve a tu hijo. No quería dividirme entre tú y él, y
por eso me consagré, no a ti, al hombre feliz y que vivía lejos de mí, sino a
la criatura a la que debía alimentar; a la que debía besar y abrazar. Me
parecía como si me encontrara a salvo de las pasadas inquietudes de mi destino,
salvada por este segundo tú, que era, en realidad, el mío; raras veces mis
sentimientos me empujaban humildemente junto a tu casa. Sólo hacía una cosa:
siempre al llegar tu cumpleaños te enviaba un ramo de rosas blancas exactamente
iguales a las que me diste después de nuestra primera noche de amor. En estos
diez u once años transcurridos, ¿Te has preguntado alguna vez quién te las
enviaba? ¿Has recordado alguna vez a aquélla a quien diste unas rosas iguales?
No lo sé ni lo sabré jamás. Enviártelas
desde un oscuro anonimato, hacer revivir aquella hora una vez cada año, era
para mí suficiente. “No has llegado a conocer a nuestro pobre hijo; hoy me
acuso de habértelo ocultado, pues lo hubieses querido. No le has llegado a
conocer, y no le has podido ver sonreír, cuando abriendo sus párpados, dejando
ver sus ojos negros e inteligentes- tus ojos-, lanzaba una luz alegre sobre mí
y sobre el mundo entero. ¡Ah, era tan alegre, tan encantador! Toda la gracia
ligera de tu carácter renovábase en él de manera infantil y en él se hallaba
también toda tu vida y tu ágil fantasía; durante horas enteras podía estar
jugando, como un enamorado, con un objeto cualquiera, como tú has jugado
siempre con la vida, y luego se le podía haber sentado ante sus libros en una
actitud seria, con las cejas fruncidas; cada día se parecía más a ti; incluso
comenzaba a desarrollarse en él esa dualidad de carácter propicia a la labor
seria y al juego, que tú tienes, y cuando más se te parecía, más lo quería.
Aprendía con rapidez y charlaba en francés como una cotorrita; sus cuadernos
eran los más limpios de la clase, ¡Estaba tan encantador y tan elegante con su
traje de terciopelo negro, o con el otro, blanco, de marinero! Por todas partes
donde íbamos resultaba siempre el más distinguido. En Grado, cuando paseábamos por la playa, todas las
señoras se paraban y acariciaban sus largos cabellos rubios, y en el Sennering,
cuando iba en trineo, todo el mundo se paraba para admirarle. ¡Era tan bonito,
tan suave, tan cortés! Cuando el año último entró como interno en el
Theresianum, llevaba su uniforme y su espada como un soladito del siglo XVIII;
ahora el pobre no tiene más que su camisa, y está allí con los labios pálidos y
las manos cruzadas. “Pero tal vez te preguntes cómo he podido criar a mi
hijo con tanto lujo, cómo he podido darle esa vida alegre de los niños ricos.
Querido mío, te hablo desde la oscuridad y no me avergüenzo de decírtelo; pero
no te asustes: querido mío, me he vendido. No he llegado a ser eso que se llama
una chica del arroyo, una mundana, pero me he vendido. Tenía amigos ricos y
galantes. Primeramente los busqué yo, y después me buscaron ellos, porque yo
era- ¿no lo habías notado?- una mujer muy bonita. Cada uno de aquellos a
quienes me entregaba me tomaba cariño; todos se enamoraban, todos se mostraban
adictos y me querían todos, excepto tú, amor mío. “¿Me desprecias desde que te he dicho que me he
vendido? No; sé que no me desprecias, sé que eres comprensivo, y entenderás
también que lo he hecho solamente por ti, por tu otro yo, por tu hijo. Desde
que estuve en el hospital probé el tormento que significa la miseria, me di
cuenta que en este mundo, el pobre siempre será el maltratado, el humillado, la
eterna víctima, y no quise, me costara lo que me costara, que tu hijo, radiante
de belleza, creciese en los bajos fondos de los patios humildes: sus tiernos
labios no debían emplear el lenguaje del arroyo, ni su cuerpo tan blanco,
ponerse esa triste ropa enmohecida de los pobres. Tu hijo debía tenerlo todo:
riqueza, facilidades, para elevarse hasta ti, hasta tu esfera de vida. “Por eso, y sólo por eso, querido mío, me vendí. No
era ello ningún sacrificio para mí, pues lo que se llama honor y vergüenza me
parecían cosas sin importancia. No me quería tú, tú a quien debía pertenecer mi
cuerpo, y, por lo tanto, me era indiferente lo que se hiciera de él. Las
caricias de los hombres y hasta sus más profundas pasiones no alcanzaban a
rozar mi corazón aunque llegase a estimar a algunos y su amor no correspondido
me conmoviese pensando en mi propio caso. Todos eran buenos para mí. Todos me
mimaban y todos me respetaban, especialmente un viudo, un marqués que se pasó
las horas a las puertas del Theresianum para conseguir la admisión de mi hijo
sin padre, de tu hijo; como a una hija me quería, por su parte. Tres o cuatro
veces me ofreció su mano; hoy podría yo ser marquesa, dueña de un castillo
encantador en el Tirol; podría vivir sin inquietudes; mi hijo hubiera tenido un
padre cariñoso, capaz de adorarle, y yo un marido bondadoso y distinguido; pero
no acepté sus proposiciones, no obstante habérmelas reiterado muchas veces y a
pesar de que negarle lo que me pedía me dolía a mí misma. Quizás fue una
locura, pues de otro modo hubiera vivido tranquilamente y mi hijo junto a mí;
pero -¿por qué no confesarlo?- no quería ligarme a nadie: quería conservarme
libre para ti, en todo momento. Vivía aún dentro de mí, el sueño de mi
infancia; acaso alguna vez me llamases, aunque sólo fuese por una hora. Y por
esa posible hora rehusé todo, con objeto de encontrarme n la libertad de acudir
a tu primera llamada. ¡Toda mi vida no ha sido otra cosa que una especie de tu
voluntad! “Y esa hora soñada llegó en realidad. ¡Pero tú no lo sabes ni puedes
sospecharlo, querido mío! Tampoco entonces me conociste; nunca, nunca me has
conocido. Ya antes te había encontrado a menudo en teatros, en conciertos, en
el Prater, en la calle, cada vez que te veía me palpitaba fuertemente el
corazón; pero tú pasabas sin advertirme. Es cierto que en lo exterior resultaba
muy otra; la niña tímida de los primeros tiempos, habíase convertido en una
mujer bonita, como decían mis amigos, cubierta de magníficas toilettes y
rodeada de admiradores. ¿Cómo podrías reconocer en mí a aquella tímida muchacha
que habías contemplado a la luz crepuscular de tu pieza? A veces, alguno de mis
acompañantes te saludaba, y tú, al contestarle, me mirabas; pero tu mirada era
la de un extraño: una mirada cortés y admirativa, pero sin reconocerme jamás.
En cierta ocasión, me acuerdo muy bien, ese olvido de mi persona fue para mí un
ardiente suplicio. Estaba yo en un palco de la Opera con algunos amigos, y tú
te encontrabas en el palco vecino. Se apagaron las luces y ya no pude ver más
tu cara, pero sentía tu aliento como en aquella otra noche, y sobre el
terciopelo de la barandilla descansaba tu mano; tu mano fina y elegante. Se
apoderó de mí el vivo deseo de inclinarme sobre ella y besarla humildemente. La
misma música no hacía sino excitarme, mi anhelo era cada vez más intenso, y
tuve que hacer terribles esfuerzos para contenerme: tan poderosamente atraía a
mis labios aquella mano adorada. Terminando el primer acto le pedí a mi amigo
que saliéramos. No podía soportar más tenerte junto a mí en la oscuridad, tan
cerca y tan lejano. “Pero llegó la hora, llegó una vez, la última vez en
mi pobre vida. Hace un año, justamente en el día de tu cumpleaños. Es curioso:
había estado pensando en ti todo el día, pues festejaba el aniversario de tu
nacimiento como una gran fiesta. Por la mañana temprano había salido a comprar
las rosas blancas que todos los años te enviaba en memoria de aquella hora
olvidada por ti. Por la tarde salí con mi hijo, fui al teatro, pues quería que
no dejase él de festejar el día, aunque no conociera su motivo. El día
siguiente lo pasé con un joven y rico fabricante de Bruenn, con quien vivía
desde hacía dos años, hombre que me adoraba y deseaba casarse conmigo, como los
otros, y cuyas proposiciones rechazaba yo, en apariencia sin razón, como las de
los otros; nos colmaba de mimos a mí y a mi hijo, sin regatear nada, y era
digno de ser amado por su bondad, un poco torpe y servil. Fuimos a un concierto donde encontramos gente muy
alegre, cenamos en un restaurante de la Ringstrasse, y en medio de las risas y
de la charla general le propuse ir a un dancing, el Tabarín. “Esos salones de baile con su alegría artificial y
alcohólica no me gustaban nada, y siempre que se me proponía acudir a uno de
ellos me negaba; pero esta vez –era como un poder mágico el que me impulsaba a
proponerlo yo- sentía un inexplicable deseo, como si algo extraordinario me
aguardase allí. Acostumbrados a complacerme, todos los amigos se levantaron enseguida;
fuimos al dancing, donde comenzamos a beber champaña y de repente se apoderó de
mí una furiosa, casi dolorosa alegría, como no había sentido nunca. Bebía y bebía,
acompañando las canciones frívolas de los demás, y sentía un ardiente deseo de
bailar o de dar gritos de júbilo. Pero de pronto- fue como si algo frío o
caliente se posase sobre mi corazón- tuve un sobresalto, como si recibiese un
golpe: en la mesa vecina estabas tú sentado con algunos amigos y me dirigías
una mirada admirativa y deseosa, esa mirada que siempre me ha estremecido hasta
el fondo de mi alma. Por primera vez, desde hacía diez años me mirabas de nuevo
con esa fuerza inconsciente, apasionada de tu ser. Temblé; casi se me cayo el
vaso de la mano. Por fortuna, mis compañeros no notaron mi turbación, que se
perdió entre la risa general y la música. Tu mirada se hizo más ardiente y me
sumergió en fuego. Yo no sabía si al fin me habías reconocido o si me deseabas
simplemente como a una mujer desconocida para ti, como a cualquier otra, como a
una completamente extraña. Se me agolpó la sangre en la cabeza y empecé a
contestar distraídamente a mis amigos. Indudablemente tú te habías dado cuenta
de la turbación que me producía tu mirada. Sin que los otros lo notasen, me
hiciste una seña para que te siguiera hacia el vestíbulo. Enseguida pagaste muy
gentilmente y te despediste de tus camaradas, no sin indicarme nuevamente que
me esperabas fuera. Yo temblaba como si tuviese fiebre, y ya no podía contestar
a las derechas ni dominar la excitación de mi sangre. Quiso la fortuna que una pareja de negros comenzara a
bailar taconeando ruidosamente y lanzando gritos agudos. Todos se volvieron a
mirarles, y yo aproveché aquel instante. Me levanté, dije a mi amigo que
volvería al poco rato y te seguí. “Estabas esperándome, en la antesala. Cuando llegué se
aclaró tu mirada y viniste a mi encuentro con una sonrisa. Noté enseguida que
no me reconocías, que no reconocías ni a la niña, ni a la mujer; me deseabas
otra vez como a alguien nuevo para ti, como una desconocida. “-¿También para mí puede usted disponer de una hora?-
me preguntaste con familiaridad. Pro el tono seguro en que me hablabas, comprendí que
me tomabas por una de tantas mujeres vulgares. “-Sí- respondí. “Era el mismo ‘sí’ de temblorosa complacencia con que
te había respondido en la calle, hacía diez años, a la luz del crepúsculo, la
muchacha que había sido yo. “-¿Y cuándo podríamos vernos?- me preguntaste. “Cuando te parezca- contesté sin ninguna clase de
rubor ante ti. “Me miraste un poco extrañado, con el mismo
desconfiado asombro y la misma curiosidad que en la ocasión pasada, cuando te
sorprendió mi precipitación de aceptar tu pedido. “-¿Podría ser ahora?- me preguntaste con un tono de
duda. “-¡Sí- contesté-, vamos! “Quise ir al guardarropa para
buscar mi abrigo. Me acordé que mi amigo se había quedado con el número
correspondiente a los abrigos de todo el grupo. No me era posible pedírselo sin
darle explicaciones de talladas, y por otra parte, no quería desaprovechar
aquella hora que desde hacía años esperaba con tanto ardor. No dudé ni un
segundo: me puse el echarpe y salí aquella noche húmeda y brumosa, sin
preocuparme del abrigo, sin preocuparme de aquel hombre bueno y cariñoso con
quien vivía desde hacía años y a quien iba a poner en ridículo delante de sus
amigos, abandonándole a la primera llamada de un desconocido. ¡Oh! Razonaba
perfectamente de la bajeza, de la ingratitud, de la infamia que cometía con
aquel amigo sincero; sentía que mi atracción era cobarde y que con mi locura desgarraba
mi vida; pero, ¿Qué significaba para mí la amistad, qué significaba la
existencia al lado de la impaciencia de sentir nuevamente tus labios y de oír
de nuevo la suavidad de tu palabra? Así te he amado; ahora puedo decírtelo,
ahora que todo ha pasado ya y que todo se acaba. Y creo que si recibiera una
llamada tuya en mi lecho de muerte, aún tendría fuerzas para levantarme y para
correr a tu lado. “Había un coche a la puerta y en él fuimos a tu casa.
Oí otra vez tu voz, sentí otra vez la ternura de tu proximidad y tuve el mismo
aturdimiento e infantil confusión que en la ocasión pasada. Por primera vez,
desde hacía diez años, volví a subir aquella escalera... No, no puedo
expresarte cómo sentí todo dos veces en aquellos instantes; los tiempos pasados
y los presentes, y sobre todo a ti, y siempre a ti. Poco había cambiado en tu
habitación: algunos nuevos cuadros, más libros, algunos muebles nuevos; pero
todo me saludó familiarmente. En el escritorio estaba la jarra de las rosas,
con mis rosas, las que yo te había enviado la víspera, día de tu cumpleaños,
como recuerdo de una a quien tú no recordabas, a quien no conocías ni siquiera
en aquel momento en que tan cerca nos hallábamos, las manos en las manos, los
labios sobre los labios. Pero me alegré de que cuidases mis flores: así, por lo
menos, había cerca de ti un aliento de mi ser, un hálito de mi amor. “Me tomaste en tus brazos. De nuevo pasé contigo toda
una noche encantadora; pero tampoco en la desnudez de mi cuerpo me conociste.
Me abandoné dichosa a tus caricias y pude comprobar que tu amorosa fogosidad no
establecía ninguna diferencia entre una verdadera amada y una mujer cualquiera;
comprobé que te brindabas con pródiga abundancia de tu ser. ¡Fuiste tan
cariñoso, tan tierno para mí, a quien habías encontrado en un lugar de recreo
nocturno; tan distinguido y al mismo tiempo tan sencillo! Otra vez, ciega de
felicidad, sentí la dualidad de tu persona, tu pasión intelectual y sexual que
desde niña me había intrigado. Jamás he conocido en ningún hombre tanta ternura
una tan grande explosión de su intimidad, apagada, sin embargo, después de un
olvido infinito y casi inhumano. Pero también yo me olvidé. ¿Quién era yo en la
oscuridad a tu lado? ¿Era la niña ardiente de otra época, era la madre de tu
hijo, o era una extraña? ¡Ah, todo me resultaba tan familiar, tan ya vivido y
al mismo tiempo tan nuevo en aquella apasionada noche! Recé porque nunca
terminase. “Pero llegó la mañana; nos levantamos tarde y me
convidaste a desayunar contigo. Tomamos en té que una mano invisible había servido en
la antesala y conversamos. Y de nuevo hablaste con aquella franqueza tuya,
evitando siempre toda indiscreción, sin curiosidad por conocer nada de mi vida.
No preguntaste cuál era mi nombre ni dónde vivía: de nuevo era yo para ti una
aventurera, un ser anónimo, una hora apasionada que se pierde en el humos del
olvido sin dejar el menor rastro tras de sí. Me dijiste que te proponías ir al
norte de África para pasar allí algunos meses; me eché a temblar en medio de mi
felicidad, pues de nuevo volví a sentir en mis oídos: todo pasado, y olvidada.
Me dieron ganas de arrojarme a tus pies gritando: ‘¡Llévame contigo, para que
al fin me conozcas, después de tantos años!’ Pero fui tan tímida, tan cobarde,
tan esclava, tan débil delante de ti, que me limité a decir: “-¡Qué lástima!
“Me miraste sonriendo y dijiste: “-¿De verdad te da pena? “Entonces se apoderó
de mí una especie de furia amorosa. Me levanté y me quedé mirándote fija y
prolongadamente. Enseguida te dije: “-También el hombre que yo adoro anda
siempre de viaje. “Miré fijamente tus pupilas. Todo mi ser temblaba.
“Ahora- me decía-, ahora me reconocerá”. Pero volviste a sonreír y me dijiste
en tono de consuelo: “Se vuelve siempre. “-Sí,
contesté-, se vuelve; pero cuando ya se ha olvidado. “Seguramente hubo algo extraño, algo apasionado en el
tono con que lo dije, pues al oírme te levantaste y te pusiste a contemplarme
asombrado y enternecido. Me pusiste las manos sobre los hombros y contestaste:
-Lo que es bueno no se olvida nunca; yo nunca me olvidaré de ti “al decirlo
sumergía tu mirada en mis ojos, como si quisieras fijar dentro de ti para
siempre mi imagen. Y al sentir cómo me penetraba aquella mirada que buscaba
dentro de mí, que absorbía todo mi ser, creí que se había desgarrado el velo
que te impedía ver. “¡Ahora me reconocerá, me reconocerá!”; toda mi alma
temblaba en ese pensamiento. “Pero no me conociste. No, no me reconociste; nunca te
había sido más extraña que en aquel momento, pues de otro modo..., de otro modo
no hubieses hecho lo que hiciste minutos después. Me habías besado, besado
apasionadamente. Tuve que arreglarme el peinado, y mientras estaba delante del
espejo vi- al verlo creí que me iba a desplomar de vergüenza y horror-, vi cómo
de una manera discreta metías algunos billetes en mi manguito. No sé cómo pude
reprimir un grito y contener el deseo de pegarte en aquel instante; ¡A mí, que
te amaba desde la infancia; a mí, a la madre de tu hijo; a mí me querías pagar
aquella noche! Yo no era a tus ojos más que una mujer del Tabarín, ¡Me habías
pagado! ¡No era bastante ser olvidada de ti y encima me humillabas! Tomé mi
sombrero, que estaba sobre el escritorio, al lado de la jarra en que se
hallaban las rosas blancas, mis rosas. Y entonces sentí el deseo irresistible de
probar nuevamente a despertar tus recuerdos. “-¿No te molestaría darme una de esas rosas blancas?
“-Con mucho gusto- dijiste tomando algunas. “-Pero quizá sean regalo de una mujer que te quiere-
dije. “-Tal vez- me contestaste-; no lo sé. Me las han enviado
y no sé quién; por eso las quiero tanto. “Me quedé mirándote. “-¿No será de alguna que tú has olvidado? “Me miraste
sorprendido. Y yo te miré silenciosamente. ‘¡Que me reconozca, que me
reconozca!’, gritaba mi mirada. Pero en tus ojos no había sino una especie de
amable e inconsciente sonrisa. Me besaste otra vez. No me reconociste. “Gané precipitadamente la puerta, pues sentía que las
lágrimas se me agolpaban en los ojos y no quería que las vieras tú. En la
antesala tropecé con tu sirviente, debido a mi apuro. Se apartó él rápidamente, abrió la puerta dejándome el
paso libre, y entonces, en aquel único segundo, ¿entiendes?, en aquel único
segundo, al mirar con mis ojos arrasados de lágrimas a aquel viejo, él me
reconoció, ese hombre que no me había visto nunca desde mi infancia. Me dieron
ganas de arrojarme a sus pies y besarle las manos. Saqué del manguito los
billetes que tú me habías metido y se los di. Se asustó y tembló; sólo en aquel
instante, quizá, el viejo me comprendió mejor que tú en una vida entera. Todos,
todos los hombres me han querido; todos han sido buenos para mí, menos tú, tú,
que me has olvidado; sólo tú, ¡que nunca me has conocido! “Mi hijo, nuestro
hijo, ha muerto; ahora no puedo querer a nadie en el mundo más que a ti. ¿Pero
quién eres tú para mí, tú que nunca me has conocido, que has pasado cerca de mí
como se pasa a la orilla de un arroyo, o sobre una piedra a la cual se pisa;
que siempre te vas lejos y me abandonas en una espera eterna? Una vez pensé
poder retenerte a ti, el siempre fugitivo, en tu hijo; pero era muy hijo tuyo:
durante la noche me ha abandonado cruelmente para emprender un viaje; me ha
olvidado y jamás volverá. Otra vez estoy sola, más sola que nunca, ya no tengo
nada, nada de ti, sé que si alguien pronunciase mi nombre en tu presencia no te
llamaría la atención. ¿Por qué no debo morir alegremente si estoy muerta ya?
¿Por qué no he de abandonarlo todo si tú me has dejado? No, querido, no me
quejo, no quiero lanzar mi tormento sobre la alegría de tu casa. No temas que
te moleste más; perdóname, pero siquiera una vez, en esta hora en que mi hijo
está muerto y abandonado, tenía que gritar mi dolor. Era preciso que esta vez
hablase contigo; pero en lo sucesivo vuelvo a ser muda, vuelvo a la oscuridad,
como siempre, para ti. Pero este grito no llegarás a oírlo mientras esté viva
todavía; sólo después de mi muerte recibirás este legado mío, el de una mujer
que te ha amado más que a nadie y a la que nunca has conocido, el de una que
siempre te ha esperado y a la que no has amado nunca. Tal vez me llames al oír
mi grito, y yo te seré infiel por primera vez; no te oiré desde mi tumba; no te
dejo ningún retrato, ningún recuerdo, como tampoco tú me lo has dejado; nunca
me reconocerás, nunca. Ha sido mi destino en la vida y lo será en la muerte.
No te quiero llamar en mi última hora; me marcho sin que sepas mi nombre no
conozcas mi rostro. Me muero en paz, pues tú te hallas lejos y mi muerte no te
hace sufrir. Si te doliese, no podría morir. “No puedo continuar ya escribiendo...; tengo la cabeza
tan pesada...; me duele el cuerpo, y tengo fiebre...; creo que tendré que
acostarme enseguida. Quizá todo ocurra muy pronto, quizá la muerte se muestre
benigna y no me permita ver cómo se llevan al niño... ya no puedo escribir más.
Adiós, querido, te estoy agradecida... A pesar de todo, todo ha ocurrido
bien... Te estoy agradecida hasta mi último aliento. Me siento mejor: te lo he
dicho ya todo, lo sabes todo ya- ya no solo es un pensamiento en ti-, sabes
cómo te he amado y este amor no te deja ningún sufrimiento. No notarás mi
falta; eso me consuela; nada cambiará en tu vida brillante y gozosa...; no te
molesto con mi muerte..., eso me consuela, querido mío. ¿Pero quién?... ¿Quién te mandará las rosas blancas en
tu cumpleaños? ¡Ah, la jarra estará vacía, el tenue aliento de mi vida que allí
estaba durante años, se habrá apagado. Óyeme, querido, te lo suplico... es mi
primer y último ruego...; hazme el favor de colocar rosas blancas en la jarra
el día de tu cumpleaños. Hazlo, querido, como otros mandan a decir una misa por
sus difuntos. Yo ya no creo en Dios y no quiero una misa; creo únicamente en
ti, sólo te amo a ti, y sólo quiero continuar viviendo en ti... ¡Ah, sólo un
día cada año y muy silenciosamente, como he vivido a tu lado!... Te ruego que
lo hagas, querido...; es mi premier y último ruego..., te lo agradezco..., te
quiero..., te adoro..., ¡adiós!” Terminó la carta con manos temblorosas.
Después reflexionó largamente. En su conciencia se clavó el recuerdo confuso de
una niña de la vecindad, de una muchacha, de una mujer en un establecimiento
nocturno; pero el recuerdo era indeciso y vago como una piedra que brilla y
tiembla en el fondo del agua sin que pueda concretarse su forma. Sombras que van y vienen, pero que no dibujan ninguna
imagen. Sentía reflejos de antiguos sentimientos, pero no recordaba. Era como
si hubiese soñado algunas figuras, soñado muchas veces y profundamente; pero
sólo en realidad. Su mirada cayó sobre la jarra azul puesta sobre el
escritorio. Estaba vacía, vacía por primera vez en su cumpleaños. Se asustó. Fue como si alguien invisible hubiese abierto de
repente la puerta y una fría corriente de otro mundo atravesara la habitación.
Sintió cerca una muerte y un amor inmortal: algo se extendió por su alma, y se
quedó pensando en la amante invisible, inmaterial y apasionada, como en una
música lejana. FIN
LOS OJOS DEL HERMANO ETERNO / 1922 STEFAN ZWEIG
La omisión de los hechos no nos libera de la acción. Ni por un solo momento nos quedamos libres de obrar. Bhagavad-gita, (Canto tercero)
Qué es la acción? ¿Qué es la no acción?
Estas interrogantes son las que turban con frecuencia
a los sabios. Hay que poner toda la atención para obrar. Hay que poner toda la atención para no obrar. Hay que estar atentos, porque en lo más profundo de la
no acción puede estar también la esencia del acto. Bhagavad-gita, (Capítulo cuarto)
CAPÍTULO I Muchos años antes de que el sublime Buda viviese sobre
la Tierra difundiendo la sabiduría entre sus discípulos, vivía en la comarca de
Birwag, regida por el rey Rajouta, un noble llamado Virata, pero conocido por
todos con el sobrenombre de El Rayo de la Espada. Era el más atrevido de todos
los guerreros y un cazador cuyas flechas no fallaban nunca. Su lanza no había
permanecido jamás ociosa, y, cuando sus brazos levantaban la espada, se oía
zumbar la hoja como un trueno en la tempestad. Virata tenía la frente despejada, sus ojos serenos
miraban con tranquila firmeza a los hombres, sus poderosos puños no se cerraban
jamás con injusta violencia y nunca su voz vibró estremecida por la ira. Servía como un fiel vasallo a su rey y sus esclavos le
servían con temeroso respeto, considerándole como al hombre más justo de todos
los hombres que habitaban entre las cinco corrientes del río. Aconteció que un día cayó sobre el rey a quien servía
Virata una gran desgracia. El cuñado del soberano, que gobernaba como administrador
la mitad del Imperio, ambicionaba apoderarse del trono y con este propósito
había ido seduciendo a los mejores guerreros del rey, haciéndoles ricos
presentes. Su elocuencia había conseguido atraerse a los sacerdotes encargados
de la custodia de las sagradas garzas reales, símbolo del poderío del monarca,
enseña milenaria de la raza de los Birwager. Una vez en poder de las sagradas
garzas y de los grandes elefantes, reunió a los guerreros, a todos los
descontentos de las montañas y, formando con ellos un gran ejército, se dispuso
a marchar contra la capital. Enterado el rey Rajouta de los traidores propósitos
del hermano de su mujer, llamó a sus hombres a la guerra. Desde la aurora hasta
la puesta del Sol resonaban por todas partes los grandes címbalos de cobre y
los blancos cuernos de marfil. Por las noches ardían las hogueras en las altas
torres de la ciudad, arrojando sobre las humildes chozas de los pescadores del
río una lluvia de ardientes chispas que resplandecían con una triste luz amarilla,
bajo la claridad serena de las estrellas, como signos de desgracia. A la llamada del rey acudieron muy pocos. La noticia
del robo de las simbólicas garzas había causado un gran desconcierto en el
corazón de los caudillos, y los principales jefes y los conductores de los
elefantes habían huido casi todos al campo enemigo. El rey miraba en vano en torno suyo en busca de
amigos. Había sido siempre un monarca implacable, severo en sus sentencias,
rapaz en la recaudación de los impuestos y cruel en la exigencia del servicio
personal. No quedaba ya en su palacio ninguno de los famosos guerreros ni de
los valientes capitanes; en torno suyo pululaba tan sólo una desaconsejada
tropa de esclavos y siervos.
En esta miserable situación el rey se acordó de
Virata. A las primeras llamadas del cuerno guerrero, ordenó a sus siervos que
tomasen la silla de mano de ébano y, acompañado de un fiel mensajero, fuese en
busca de Virata para llevársele a su palacio. Cuando Virata vio aparecer el
cortejo real, se inclinó hasta el suelo; pero el rey se dirigió hacia él no
como un monarca, sino humildemente como un suplicante, y le rogó que condujese
a su ejército contra el enemigo. Virata se inclinó de nuevo profundamente y le dijo:
-Obedeceré tu mandato, señor. No volveré a mi casa hasta que la hoguera de la
insurrección quede apagada bajo los pies de este tu esclavo. Virata reunió entonces a sus hijos, a sus parientes y
esclavos y, poniéndose al frente de sus hombres leales, salió en busca de los
rebeldes. Durante todo el día caminaron a través de las
espesuras del bosque, en dirección al río, en cuya opuesta orilla el numeroso
ejército enemigo había establecido su campamento. Al comprobar que eran en tan
gran número, los rebeldes se sentían seguros de la victoria y se hallaban ocupados
en derribar grandes árboles con objeto de construir un puente sobre el río y
poder pasar, a la mañana siguiente, a la otra ribera para inundar la tierra
como una gran marea y regarla con sangre. Virata, famoso y astuto cazador de tigres, conocía un vado
más arriba del lugar donde los rebeldes querían construir el puente, y durante
la noche hizo que sus hombres, uno a uno, fuesen pasando el río. Cuando los
tuvo a todos reunidos, cayeron invisibles sobre el enemigo, que dormía
tranquilamente. Una vez dentro del campamento, los hombres de Virata comenzaron
a agitar encendidos hachones, con lo cual los elefantes y los búfalos huyeron
espantados, las tiendas de campaña comenzaron a arder y los durmientes
despertaron poseídos de pánico. Virata entró el primero, como una tempestad, en la
tienda del enemigo del rey y, antes de que el durmiente tuviese tiempo de
alzarse sobresaltado, le había ya hundido por dos veces la hoja de la espada en
el pecho. El enemigo en masa saltó entonces en torno suyo. En la profunda
oscuridad, Virata no dic descanso a su espada: hería a un hombre en la frente,
a otro en el pecho todavía desnudo, a los que estaban tras él y a los que le
arremetían de frente. De pronto se hizo el silencio en torno suyo; se hallaba
como una sombra entre las sombras, firme en la entrada de la tienda, en cuyo
interior se hallaba el signo del dios, la simbólica blanca garza que quería
rescatar. Luego ya no aparecieron más enemigos; todos yacían en
torno suyo muertos o mudos de espanto. Lejos oía Virata los gritos de júbilo de
los vencedores, de sus fieles guerreros y siervos. Después comenzó la
persecución y se alejaron todos rápidamente. Entonces Virata
cayó de rodillas, silenciosamente, delante de la tienda, con la ensangrentada
espada en la mano, e inmóvil esperó que sus camaradas regresasen de su ardiente
cacería. Pronto llegó la madrugada. Detrás del bosque se
despertaba el día. Las palmeras se nimbaron con el oro de la aurora,
reflejándose en la corriente mansa del río como ardientes antorchas. Al Este
había nacido el Sol teñido de sangre. Virata se puso entonces de pie. Abandonó el campo de
batalla y, con las manos elevadas en alto, se acercó a la corriente del río.
Allí, con los ojos resplandecientes de chispas de luz, se inclinó en acción de
gracias. Después metió las manos en el agua para hacer
desaparecer la sangre que las teñía. Sintió su cabeza turbada por la rápida visión de la
corriente del río; se apartó entonces del agua y, envolviéndose en su ropaje,
con el rostro iluminado, se dirigió de nuevo a la tienda de campaña con objeto
de hacerse cargo de lo que durante la noche había sucedido. Los muertos yacían innumerables en torno de la tienda,
rígidos, con los ojos desorbitados, con los miembros rotos. El enemigo del rey
tenía la frente destrozada y a su alrededor aparecían abiertos los desleales
pechos de los que habían sido capitanes en la tierra de Birwager. Virata cerró los ojos y se apartó para contemplar a
los demás que habían caído en el campo de batalla. La mayoría yacían, medio
cubiertos con sus esteras y sus rostros le eran desconocidos. Eran esclavos de
las regiones del Sur, de rizados cabellos y negro rostro. Cuando Virata se aproximó al último cadáver, sintió
que su mirada se oscurecía. Sabía que era una de sus víctimas, uno de los que
había herido con su espada. Acercó su rostro al del muerto y reconoció a su
hermano mayor, Belangur, príncipe de las montañas, que había acudido en su
ayuda. Virata se agachó y puso su cabeza en el pecho del hermano. El corazón
había dejado de latir, los ojos estaban abiertos, y las negras pupilas le
miraban y parecían clavársele en el corazón. Entonces Virata sintió que su espíritu se
empequeñecía, se aniquilaba completamente, y, como un agonizante, se sentó
entre los muertos. Las negras pupilas de aquel hermano que había nacido de su
madre antes que él, continuaban mirándole fijamente y parecían acusarle. De pronto sonaron gritos en torno suyo. Después de la
persecución, como salvajes pájaros acudían sus siervos, llenos de alegría, en
busca del botín. Su contento fue inmenso cuando encontraron al enemigo del rey
tendido en la tienda y salvada la garza sagrada. Comenzaron todos a saltar frenéticamente en torno a la
tienda y acudieron luego a besar a Virata, sin preocuparse de los muertos que
les rodeaban y aclamándole con entusiasmo como al Rayo de la Espada. Luego fueron llegando más y más y todos juntos
comenzaron a recoger el botín, cargando tanto los carros que sus ruedas se
hundían profundamente en el barro y las barcas del río casi zozobraban a su peso. Un mensajero se lanzó al río, nadando presurosamente
para ir a dar la buena noticia al rey. Los demás no se apartaron del botín y
continuaron celebrando la victoria. Virata, silencioso, como hundido en un profundo sueño,
continuaba sentado en el mismo sitio. Sólo una vez levantó el rostro: cuando
sus vasallos quisieron despojar a los muertos de sus vestiduras. Entonces
Virata se puso rápidamente en pie y ordenó a los suyos que reuniesen maderos,
pusiesen sobre ellos los cadáveres y encendiesen una gran hoguera con objeto de
que las almas de los muertos pudiesen entrar purificadas en la eternidad. Los vasallos quedaron maravillados ante aquella orden.
Los traidores debían ser devorados por los chacales del bosque y sus osamentas
calcinadas por el sol. Tal era la ley que debía regir para los infieles. Pero la orden fue cumplida, y, cuando las llamas se
elevaron sobre los muertos, Virata arrojó perfumes y sándalo en la hoguera.
Luego desvió el rostro y permaneció silencioso hasta que la hoguera se hubo
convertido en brasas y las brasas en cenizas esparcidas por el suelo. Entre tanto, los esclavos habían terminado de
construir el puente que el día antes habían comenzado los partidarios del rival
del rey. Primero pasaron por él los guerreros, coronados con hojas de laurel;
luego siguieron los vasallos y la caballería de los príncipes. Virata dejó que se adelantasen, pues sus cantos y
alegría le oprimían el corazón. Luego se acercó a ellos y había un gran
contraste entre aquella alegría y su tristeza. Cuando Virata se halló a la
mitad del puente, se detuvo y contempló largo tiempo el agua que corría a uno y
otro lado. Todos los que se hallaban a una y otra orilla le
miraban sorprendidos. Entonces Virata desenvainó su espada, la elevó sobre
su cabeza como si quisiese dirigirla contra el cielo, después bajó su brazo
como muerto y, soltando la espada, la dejó caer al río. Inmediatamente de ambas orillas se lanzaron al agua
desnudos guerreros que, hundiéndose en la corriente, intentaron rescatar el
arma. Virata permaneció indiferente y comenzó a andar, con rostro sombrío,
entre las filas de sus maravillados vasallos. Ninguna palabra salió ya de sus
labios cuando, después, durante largas horas, la hueste vencedora fue avanzando
lentamente por los amarillos caminos de la patria. Estaban todavía
lejos las puertas de jaspe y las almenadas torres de Birwag, cuando apareció a
lo lejos una blanca nube de polvo que levantaba un cortejo de jinetes que se
iba aproximando. Cuando los jinetes divisaron al ejército vencedor, se
detuvieron inmediatamente y los vasallos tendieron sobre el camino grandes
alfombras, pues el rey que con ellos iba no debía jamás pisar el irisado polvo
desde su nacimiento hasta que la llama de su vida se apagase. Entonces el rey se aproximó encima de su anciano
elefante, rodeado de sus hijos. El elefante, obedeciendo a la aguijada, dobló
las rodillas y el rey descendió sobre el amplio tapiz. Virata avanzó hacia el monarca y quiso inclinarse
delante de su señor, pero el rey corrió hacia él y le abrazó estrechamente.
Jamás en las crónicas más antiguas se había consignado tal honor a un vasallo. Virata mando traer las garzas sagradas y, cuando las
blancas alas comenzaron a aletear, estalló un entusiasmo tan grande que los
corceles, asustados, se encabritaron y los conductores tuvieron que aplacar a
los elefantes con las aguijadas. Cuando el rey contempló los símbolos de la victoria
abrazó a Virata otra vez y éste dobló una rodilla. El rey tomó entonces en sus manos la espada del
heroico padre de Rajputah, guardada hacía siete veces setecientos años en la
cámara del tesoro real, la espada cuyo blanco puño era de marfil y en cuya
hoja, con ideogramas de oro, estaban escritas las misteriosas palabras de la
victoria, palabras que ya no podían descifrar los sabios ni los sacerdotes de
los grandes templos. El rey presentó a Virata la espada del héroe milenario
como prenda de su agradecimiento y como símbolo de que él era desde aquel
momento el más alto de sus guerreros y el supremo jefe de su ejército. Pero Virata inclinó su rostro y dijo: -Séarne
permitido suplicar benevolencia y hacer una petición al más valeroso de los
reyes. El rey le miró fijamente y dijo: -Tenla por concedida.
Levanta tu rostro. Si quieres incluso la mitad de mis garzas reales no tienes
más que pedirlo. Entonces Virata dijo: -Si es así, te ruego dispongas
que la espada sea devuelta a la cámara del tesoro. En lo más íntimo de mi
corazón he hecho voto de no coger jamás una espada. He matado a mi hermano, al
que nació en el mismo regazo que yo, al que jugaba conmigo en los brazos de mi
madre. El rey le miró sorprendido, permaneció un momento
silencioso y luego le dijo: -No importa. Sin espada serás el más alto de mis
guerreros; contigo mi Imperio se sentirá seguro contra todos los enemigos;
jamás ningún guerrero ha podido conducir como tú un ejército a la victoria.
Toma mi cinturón como enseña de tu poder y ese mi caballo para que todos te
reconozcan como a su jefe. Virata inclinó el rostro hacia el suelo y respondió:
-Un misterioso ser ha hablado a mi corazón y yo le he comprendido. He matado a
mi hermano y ahora sé que todo hombre que mata a otro hombre mata a un hermano
suyo. Yo no puedo ser caudillo en la guerra, pues en la espada está la fuerza y
la fuerza es enemiga del derecho. Quien tiene parte en el pecado de asesinato
es él mismo un asesino. Yo no quiero inspirar temor, prefiero conocer la
injusticia que se hace contra los débiles y comer el pan de los mendigos. Breve
es la vida en el eterno mudar de las cosas. Deja que la parte que me queda de vida
pueda vivirla como un justo. Por un instante el rostro del rey se oscureció. El
silencio reinaba en torno de ellos contrastando con el anterior alboroto. Todos
estaban sorprendidos, pues jamás en las más antiguas páginas de la historia se
había registrado que un guerrero rechazase una ofrenda de su rey. El rey miró entonces las sagradas garzas, signo de la
victoria, rescatadas por Virata, y su rostro se aclaró de nuevo. Luego dijo:
-Has sido el más poderoso, Virata, contra mis enemigos. Y ya que ahora no puedo
contar contigo para la guerra, quiero, a pesar de todo, tenerte a mi servicio.
Como un justo conoces la culpa y la repruebas. Sé entonces el más alto de mis
jueces y dicta tus sentencias en la escalinata de mi palacio; de esta manera la
verdad será enaltecida en mi mansión y el derecho reinará sobre mi país. Virata dobló la rodilla ante el rey en señal de
agradecimiento. El rey le hizo subir a uno de los elefantes de su séquito y se
encaminaron todos a la ciudad de las veintiséis torres, cuyo júbilo llegó hasta
ellos como un tempestuoso mar. CAPÍTULO II Desde la salida hasta la puesta del Sol administró
Virata justicia en nombre del rey, en lo alto de la escalinata de mármol
rosado, a la sombra del palacio. Sus palabras, como una balanza, fluctuaban
largo tiempo hasta que se les ponía un peso. Su mirada penetraba clarividente
en el alma de los culpables, y sus preguntas se hundían muy adentro, en lo más
profundo de la maldad, como un tejón en la oscuridad de la tierra. Sus palabras
eran rudas y jamás dejaba caer la sentencia en el mismo día. Siempre ponía el
frío espacio de la noche entre el interrogatorio y el fallo. Durante largas
horas, hasta la salida del Sol, sus familiares le oían ir y venir intranquilo
por la terraza de la casa, meditando sobre la justicia y la injusticia. Antes de decidirse a dictar una sentencia hundía su
frente y sus manos en el agua clara y fresca, para que sus palabras estuviesen
limpias del calor de la pasión. Y, cuando había hablado, preguntaba siempre a
los condenados si les parecía que se había cometido algún error. Ellos besaban
entonces el escalón de mármol rosado y se alejaban con la cabeza inclinada,
como si hubiesen oído la palabra de Dios. Y es que Virata jamás habló como un mensajero de la
muerte, no impuso jamás esta pena ni aun a los más culpables. Recordaba su
involuntario crimen y aborrecía la sangre. La lluvia acabó, pues, lavando las negras piedras que
habían goteado sangre, los pilones que se hallaban en torno de la fuente
milenaria de Rajputah y sobre los cuales el verdugo hacía inclinar las cabezas
de los reos para cercenarlas. Virata mandaba encerrar a los miserables
condenados a prisión en las lóbregas cárceles de piedra, o los enviaba al campo
a cortar piedras para las paredes de los jardines, o a los molinos de arroz,
junto al río, donde debían empujar las muelas en compañía de los viejos
elefantes. De este modo honraba la vida y los hombres le honraban
a él, pues jamás se veía injusticia en sus sentencias, negligencia en sus
preguntas ni ira en sus palabras. Desde muy lejos del país acudían los campesinos, en
carros tirados por búfalos, con objeto de que él allanase sus diferencias. Los
sacerdotes temían sus discursos y el rey sus consejos. Su fama crecía como el
joven bambú en el agua, recto y grácil, en una noche. Los hombres habían
olvidado aquel sobrenombre que le dieran de Rayo de la Espada, y en todas las
comarcas era conocido con el nombre de Rajputah, el de la Fuente de la
Justicia. Al sexto año de administrar justicia en la escalinata
de mármol rosado del palacio real, compareció ante Virata un joven delincuente
que pertenecía a la raza de los Kazar, raza salvaje que adoraba a los ídolos de
piedra. Sus pies estaban ensangrentados a causa de largos días de caminata, y
fuertes cuerdas ligaban estrechamente sus brazos. Los que le llevaban
prisionero, dando muestras de gran furor, con los ojos brillantes de cólera
bajo las oscuras cejas, le hicieron avanzar hacia la escalinata y le obligaron
a ponerse de rodillas delante del juez. Luego todos se inclinaron a su vez con
las manos en alto, pidiendo justicia. Virata miró sorprendido a los extranjeros. -¿Quiénes sois,
hermanos -les preguntó -y quién es ese que comparece atado ante mí? Parece que
venís de muy lejos. El más anciano de ellos se inclinó entonces
profundamente y dijo: -Somos campesinos, señor, pacíficos habitantes del Oeste.
Y éste que comparece atado es un monstruo que dio muerte a más hombres que
dedos tiene en las manos. Pretendía a la hija de un honrado vecino de nuestro
pueblo; pero como es un devorador de perros y un asesino de vacas, el padre se
negó a concedérsela como mujer, dándola en cambio como esposa a un honrado
comerciante. Entonces este monstruo, lleno de ira, se metió como un lobo en
nuestro rebaño y por la noche asesinó al padre y a sus tres hijos y, no
satisfecha su ira con esto, siempre que uno de los pastores de su víctima salía
por la noche para conducir el ganado a los pastos de la montaña, le asesinaba
también. De esta manera ha dado muerte a once hombres de nuestro pueblo, hasta
que todos nosotros nos reunimos y salimos a cazarle como una fiera. Y aquí le
traemos para que tú hagas justicia y nos libres de ese monstruo. Virata clavó la mirada en el hombre que permanecía
inmóvil, arrodillado a sus pies, con los miembros fuertemente atados con
cuerdas. - ¿Es verdad lo que esos me dicen? - le preguntó. -¿Quién eres? -preguntó a la vez el acusado- ¿Eres el
Rey? - Soy Virata, su siervo, y el siervo de la ley. Para expiar mis culpas
cuido de las culpa y me esfuerzo en distinguir lo verdadero de lo falso. El acusado permaneció un espacio silencioso. Luego le
miró con angustiosa mirada y le dijo: -¿Cómo puedes tú saber, por lo que te
dicen, lo que es verdad y lo que es falso? ¿Cómo puedes ser sabio si tu
sabiduría se fía tan sólo en las palabras de los hombres? -De tus palabras
puedo yo sacar mi respuesta, por tus palabras puedo yo conocer la verdad. El acusado le lanzó una mirada despreciativa. -Yo no tengo nada que ver con esos. Y tú, ¿cómo puedes
pretender saber lo que he hecho, si yo mismo no sé lo que mis manos hacen
cuando se apodera de mi alma la ira? Yo he hecho justicia al hombre que ha
vendido una mujer por dinero, he hecho justicia a sus hijos y a sus siervos.
Ellos reclaman contra mí. Yo les desprecio y desprecio también sus palabras. Al oír esto, la ira se apoderó de todos los que le
acompañaban y comenzaron a gritar reclamando justicia contra aquel que,
incluso, injuriaba al juez. Uno de ellos, lleno de furia, levantó el bastón
para asestarle un golpe, pero Virata dominó con un gesto su furia y con voz
tranquila volvió a interrogar a todos. Cuando recibía una contestación de los
demandantes, se dirigía al prisionero y le interrogaba a su vez sobre aquella
declaración. Entonces el acusado apretaba los dientes. sonreía con
malvada sonrisa y repetía: -¿Cómo intentas saber la verdad valiéndote de las
palabras de los demás? El sol del mediodía brillaba ya sobre sus cabezas cuando
Virata dic por terminado el interrogatorio. Se puso en pie y, según su
costumbre, manifestó que no dictaría la sentencia hasta el día siguiente. Al
oír esto, los demandantes elevaron las manos sobre sus cabezas. -Señor -dijeron -, hemos viajado durante siete días en
busca de tu dictado y necesitamos otros siete días para regresar a nuestro
país. No podemos esperar hasta mañana. Nuestro ganado estará ya sediento, sin
nadie que le conduzca a los abrevaderos, y los campos exigen nuestra labor.
Señor, esperamos ahora tu sentencia. Entonces Virata se volvió a sentar en el escalón y
permaneció meditando largo rato. Su rostro reflejaba un gran cansancio, su
espalda se inclinaba como abrumada por un enorme peso. Jamás le había
acontecido el tener que dictar una sentencia en el mismo día, sin haber
meditado antes profundamente sus palabras. Durante largo rato permaneció
inmóvil, en silencio. Las sombras de la noche iban ya llegando lentamente. Al fin se puso en pie y se dirigió a la fuente para
refrescar en ella su rostro y sus manos, para que de esta manera su palabra
estuviese limpia del calor de la pasión. Luego dijo: -¡Que mis palabras estén inspiradas por el
único deseo de la justicia! Sobre este hombre pesa la pena de muerte, puesto
que ha arrancado violentamente la vida a once hombres. Durante un año madura la
vida de un hombre encerrada en el regazo de la madre, así éste estará encerrado
un año en la oscuridad de la tierra por cada hombre que él ha matado. Y, como
ha derramado once veces la sangre de los hombres, once veces al año será
azotado hasta que la sangre salte de su piel, para que de esta manera pague la
cuenta de su maldad. Pero no quiero que se le quite la vida, pues la vida es de
los dioses y el hombre no puede disponer de lo que es de los dioses. Si mi
sentencia es justa, esta justicia será mi mayor recompensa. Después de estas palabras, Virata se sentó pesadamente
en el escalón y los demandantes besaron el peldaño rosado en señal de respeto. El condenado clavó entonces su negra mirada en el
juez. Virata le dijo: -Te pedí con dulzura que me ayudases
contra tus acusadores, pero tus labios han permanecido cerrados. Si hay un
error en mi sentencia, reclama ahora ante el eterno Dios, no ante mí, reclama
ante tu silencio. Yo quería ser benigno contigo. El condenado exclamó, entonces: -Yo no quiero tu
dulzura ni creo en ella. ¿Qué clase de benignidad es la tuya que me arranca de
un golpe la vida? -Yo no te he condenado a muerte. -Tú haces más que quitarme la vida, me privas de ella
con ferocidad. ¿Por qué no me condenas a muerte? He matado hombre
tras hombre y tú, en cambio, me dejas abandonado como una carroña en la
oscuridad de la tierra, porque tu corazón es cobarde ante la sangre y en tu
espíritu no hay fuerza. Tu ley es arbitraria. Tu sentencia no es sentencia, es
tortura. Mátame, puesto que he matado. -Ya te he juzgado y sentenciado. -¿Dónde está la medida de tu sentencia? ¿Qué medida
tienes, juez, para medir? ¿Quién te ha azotado a ti para que sepas lo que
significa el látigo? ¿Cómo puedes contar los años como si lo mismo fuesen tus
horas pasadas a la luz que las horas pasadas en la oscuridad de la tierra? ¿Has
estado alguna vez en la cárcel para que puedas darte cuenta de las primaveras
que arrancas a mi vida? ¡Eres un ignorante, no un juez! Solamente aquel que
interviene en la batalla sabe de ella, no aquel que la dirige desde lejos.
Únicamente quien ha experimentado el sufrimiento puede medir el sufrimiento.
Sólo el culpable puede medir tu orgullo para castigarle. Tú eres el más
culpable de todos. Yo me he visto cegado y arrebatado por la pasión de mi vida,
por la angustia de mi miseria; pero tú dispones a sangre fría de mi vida, me
mides con una medida que tu mano no tiene y con un peso que tu mano no ha
sostenido nunca. Estás en la silla de la justicia, pero no puedes sentarte en
ella como un juez. ¡Mides con la medida de la arbitrariedad! ¡Márchate de la
silla de la justicia, ignorante juez, y no juzgues a los hombres vivos con la
muerte de tus palabras! Los labios del condenado estaban pálidos de odio, y los
demás, al oírle, cayeron furiosamente sobre él. Pero Virata los separó con su
autoridad, se inclinó hacia el condenado y le dijo en voz baja: -No puedo
romper la sentencia que ha sido dictada en este escalón. Es muy posible que tú
hayas sido también un juez. Después de esto, Virata se alejó a toda prisa, y los
demás se apresuraron a cargar con cadenas al sentenciado. Virata volvió la
vista atrás y vio los ojos del condenado fijos en él, llenos de una malvada
luz, y sintió entonces que aquella mirada se hundía profundamente en su
corazón; le pareció, en aquel momento, que eran los ojos de su hermano muerto
los que le miraban, de aquel hermano que había dejado tendido ante la tienda de
campaña del rival del rey. Durante la noche, Virata permaneció sin decir palabra
alguna. La mirada de aquel extranjero permanecía clavada en su alma, como una
ardiente brasa. Sus familiares le oyeron durante la noche, hora tras
hora, ir y venir por la terraza de su casa, hasta que la aurora resplandeció
rosada entre las palmas. CAPÍTULO III Al amanecer se bañó Virata en el sagrado estanque del
templo, hizo después sus plegarias vuelto hacia el Oeste y luego entró en su
casa para ponerse la amarilla veste de gala. Los suyos se sorprendieron al
verle vestido con el traje de ceremonia, pero no se atrevieron a preguntarle
nada. Virata se encaminó al palacio del rey, que estaba
siempre abierto para él a cualquier hora del día o de la noche. Virata se
inclinó profundamente ante el monarca y tocó el borde de su vestido en señal de
que deseaba hacerle una petición. El rey le miró con ojos tranquilos y dijo: -Tu deseo
ha tocado el borde de mi vestido. Antes de que la formules en palabras, tu
petición ya está concedida. Virata volvió a inclinarse profundamente y dijo las
siguientes palabras: -Tú me pusiste en el sitio del más alto de tus jueces.
Durante siete años he administrado justicia en tu nombre, y después de todo ese
tiempo aún no he conseguido saber con certeza si la administro bien. Te ruego
que me concedas una luna de completo descanso para que, durante este tiempo,
pueda buscar el camino de la verdad. Concédeme que siga ese camino lejos de ti
y de los demás. Mi único deseo es obrar sin injusticia y vivir sin culpa. El rey respondió, sorprendido: -Falto de justicia
quedará mi reino hasta que vuelva a nacer la luna nueva. No quiero preguntarte
el camino que quieres seguir. Que él pueda conducirte a la verdad. Virata besó el suelo en señal de agradecimiento, hizo
una nueva inclinación y se marchó. CAPÍTULO IV Al anochecer, entró Virata en su casa y llamó a su
mujer y a sus hijos. -Por espacio de una luna -les dijo - no me veréis.
Despedíos de mí y no me preguntéis nada. La mujer le
miró llena de zozobra, los hijos le miraron dulcemente. Virata los besó en la frente y les dijo: -Recluíos
ahora en vuestras habitaciones. Que nadie me siga ni intente saber adónde voy
cuando haya salido de casa. No intentéis saber nada de mí hasta que aparezca en
el cielo la luna nueva. La mujer y los hijos inclinaron la cabeza y se fueron
en silencio. Virata se quitó el vestido de gala y se puso una negra
veste. Rezó algún tiempo ante la milenaria imagen de Dios, cogió unos
manuscritos de hoja de palmera y los arrolló y cerró como una carta. Luego
abandonó la casa, sumida en la oscuridad, y, saliendo a las afueras de la
ciudad. se encaminó hacia las rocas donde se hallaban abiertas
las profundas cuevas que servían de cárcel a los condenados. Al llegar allí llamó con recios golpes a la puerta,
hasta que el carcelero, dormido sobre una estera, se despertó sobresaltado y
acudió a ver quién era el que así llamaba. Entonces Virata le dijo: -Soy Virata, el supremo juez.
Vengo a ver al prisionero que fue encerrado ayer en la cueva. -Está encerrado en la más profundo, señor -manifestó
el carcelero-, en lo más hondo de la oscuridad de la cueva. ¿He de conducirte
hasta allí, señor? -Conozco el camino. Dame la llave y vuélvete a descansar.
Por la mañana encontrarás la llave junto a la puerta. No digas a nadie que me
has visto. El carcelero se inclinó ante Virata, le entregó la
llave y le ofreció una luz. Luego, como se le había ordenado, fue a tenderse de
nuevo sobre la estera. Virata abrió la puerta de cobre que cerraba la oquedad
de la roca y se hundió en las profundidades de la cárcel. Hacía ya más de cien años que los reyes Rajputabs
habían comenzado a encerrar allí a sus prisioneros. Los condenados debían trabajar
hendiendo, día por día, nuevos agujeros en la entraña de la tierra, abrir
nuevas guaridas en el frío y duro granito para que sirviesen de cubil a los
nuevos condenados que iban llegando a la cárcel. Antes de cerrar de nuevo la puerta, Virata lanzó una
última mirada al espacio celeste, cuajado de blancas y temblorosas estrellas;
luego cerró la puerta y quedó sumido en la más profunda y temerosa oscuridad.
Al golpetazo de la puerta la llama de su lámpara se estremeció como un animal
moribundo. A través de la puerta se oía aún el blando susurro del viento en los
árboles y la alegre gritería de los monos. En la primera cueva se oía todavía ese rumor perdido a
lo lejos. En la segunda cueva reinaba ya el terrible silencio, como en el fondo
del mar debajo del inmóvil y frío espejo del agua. Por las rocosas paredes
resbalaban lágrimas de humedad, no se respiraba ya el puro aire de la
superficie y, a medida que Virata iba andando, sus pasos resonaban en la
inmensa frialdad del silencio. En el quinto agujero, el más profundo bajo la tierra,
muy por debajo de la superficie donde las cimbreantes palmeras elevaban su
gracia hacia el cielo, se hallaba la celda del condenado. Virata entró en aquel
antro y elevó la lámpara sobre su cabeza. Oscuras masas de sombras se
confundían al incierto resplandor de la luz. Se oyó el rechinar de una cadena. Virata se inclinó
sobre el ser que yacía en el suelo. -¿Me reconoces ? -le preguntó. -Te conozco. Tú eres aquel que, sentado entre los
grandes señores, decidiste mi suerte. -Yo no soy ningún señor. Sólo soy un servidor del rey
y de la Justicia. He venido para servir a ésta. El prisionero elevó sus sombríos ojos y los clavó en
el rostro del juez. -¿Qué quieres de mí? Virata permaneció largo tiempo
silencioso. Luego dijo: -Yo te hice daño con mis palabras, pero tú también me
hiciste daño con las tuyas. Yo no sé si mi sentencia ha sido justa, pero sí sé
que en tus palabras estaba la verdad. No se puede medir con una medida que uno
no conoce. Yo he sido un ignorante y quiero convertirme en un sabio. He condenado a muchos cientos de hombres a esta
pavorosa cárcel y no sé nada de la cárcel. Quiero orientarme y aprender a ser
justo. Quiero que, al morirme, no haya culpa en mi alma. El condenado le miraba sorprendido y, de cuando en
cuando, sus cadenas sonaban suavemente. -Quiero saber lo que es la pena que tú sufres; quiero
que mi cuerpo conozca la mordedura del látigo, lo que son las horas de prisión
para el alma de un prisionero. Por espacio de una luna quiero permanecer en tu
lugar; quiero saber y pagar con esa experiencia mi culpa. Después podré dictar
mis sentencias con pleno conocimiento de su peso y de su crueldad. Entre tanto
permanecerás libre. Te daré la llave que te conducirá a la luz, serás libre
durante el espacio de una luna. Prométeme que luego volverás a buscarme a esta
oscuridad donde se habrá hecho la luz en mi sabiduría. El prisionero se puso vivamente en pie, las cadenas
pendían a lo largo de su cuerpo. -Júrame -continuó diciendo Virata-, por la despiadada
diosa de la venganza, que volverás. Si lo juras te daré la llave y mis propios
vestidos. Dejarás la llave cerca de la yácija del carcelero y podrás marcharte
libremente. Tu juramento te ligará al dios milenario y, cuando la Luna esté a
punto de terminar su círculo, irás a ver al rey y le entregarás este manuscrito
para que él quede informado de lo ocurrido y disponga según sea de justicia.
¿Juras ante el dios multiforme cumplir lo que te ordeno? -Lo juro -respondió el
prisionero, con voz que el temor hacía temblorosa. Virata le quitó las cadenas y IEE puso su propio
vestido sobre los hombros. -Aquí está mi vestido. Dame el tuyo. Cúbrete el rostro
para que ningún guardián pueda reconocerte. Toma ahora estas tijeras y córtame
el cabello y la barba para que yo tampoco pueda ser reconocido por nadie. El prisionero tomó las tijeras y, temblando, las metió
entre los cabellos del juez. Su mirada era suplicante, pero comenzó a cortar
como se le había ordenado. De pronto arrojó las tijeras al suelo y exclamó con
voz estridente: -Señor, no puedo soportar que tú sufras por mí. Yo he matado,
he derramado sangre con mi despiadada mano. Tu sentencia era justa. -No puedes volverte atrás, puesto que has jurado. Ni
yo tampoco, pues dentro de mí ha nacido la luz. Márchate como has prometido, y
el día de la luna nueva preséntate al rey, que él me liberará. Entonces habrá
nacido en mí la sabiduría, sabré lo que debo hacer con respecto a ti y mi
palabra estará libre de injusticia. Márchate. El prisionero se inclinó y besó la tierra. Pesadamente chirrió la puerta en la oscuridad. Una vez
más saltó la llama de la lámpara como un animal moribundo. Luego la noche se
precipitó sobre el tiempo. CAPÍTULO V Al día siguiente, por la mañana, Virata fue conducido
por los carceleros al campo que se hallaba situado delante de la puerta de la
ciudad y allí le azotaron, en cumplimiento de la sentencia dictada por el juez.
Nadie le había reconocido. Cuando el látigo mordió por primera vez su espalda
desnuda, Virata lanzó un grito; luego apretó fuertemente los dientes. Pero
cuando hubo recibido veintisiete golpes sintió que se le nublaba la vista y
perdió el sentido. Entonces se le llevaron otra vez al calabozo, como si fuese
un animal muerto. Al volver en sí, Virata se encontró de nuevo encerrado
en la oscuridad. Las heridas abiertas en su espalda le quemaban como
fuego. Sintió, sin embargo, en su frente una dulce frescura y respiró un suave
perfume de hierbas silvestres. Una mano se había posado sobre sus cabellos y
aquella caricia parecía que aliviaba sus sufrimientos. Lentamente abrió los
ojos y miró en torno. La mujer del carcelero estaba junto a él y humedecía su
frente. Virata la contempló sorprendido y vio que la estrella de la compasión
brillaba en los ojos de la mujer. A través de las torturas de su cuerpo, Virata
comprendió entonces el sentido del sufrimiento y el inmenso poderío del bien.
Dulcemente floreció en sus labios una sonrisa y ya no se dic cuenta de sus
padecimientos. Al día siguiente Virata pudo levantarse de su yácija y
tocar con sus manos las paredes del calabozo. Sentía como si un mundo nuevo
hubiese nacido en él, y cuando, al tercer día, se cicatrizaron sus heridas,
sintió que la fuerza volvía a su espíritu y a su cuerpo. Entonces permanecía
largas horas sentado, lleno de tranquilidad. Por las negras paredes resbalaban
las gotas de agua, lentamente, a lo largo del tiempo, rompiendo de cuando en
cuando el profundo silencio al caer sobre el suelo, como marcando pequeñas
partículas de aquel tiempo infinito que estaba compuesto de miles y miles de
días, que resbalaba día y noche, impasible, desde los más remotos tiempos de la
humanidad antigua. Dentro de él reinaba también el silencio, una profunda
oscuridad reinaba en su sangre; pero la sangre circulaba emanando recuerdos,
corriendo como una fuente mansa alimentando el tranquilo estanque del pasado,
sin oleajes, lleno de una infinita claridad, donde se reflejaban límpidas
imágenes a cuya contemplación su corazón permanecía suspenso. Jamás había
sentido su espíritu tan clarividente como en aquella contemplación del
espectáculo de las lejanías hundidas en el pasado. En aquella oscuridad, la mirada de Virata era de
clarividente, los recuerdos se alzaban ante él y precisaban sus formas. El
suave placer de la contemplación limpia de deseos se cernía sobre el resplandor
de los recuerdos, que se transfiguraban en mil formas, que se entremezclaban,
como los dispersos guijarros de la prisión bajo las manos acariciadoras del
prisionero. Entonces Virata evocaba la milenaria imagen del dios
de la fuerza y se sentía liberado de la servidumbre de la voluntad, muerto
entre los vivos y vivo en la muerte. Toda la angustia del pasado había
desaparecido y se sumergía en el suave deseo de la liberación de su cuerpo. Le
parecía que a cada momento se hundía más profundamente en la oscuridad, como
una negra raíz, como una piedra tan sólo, reposando fríamente impasible en la
ignorancia del ser. Durante dieciocho noches permaneció Virata sumido en
su contemplación, libre de las espinas de la vida. La bienaventuranza resplandecía
en torno suyo, comprendía que había cumplido su expiación; su culpa y su
fatalidad eran sólo como un sueño en el despertar de la sabiduría eterna. A la decimonona noche se sintió de pronto conmovido
por un repentino pensamiento, le pareció como si una ardiente aguja le
traspasase el cerebro. El espanto sacudió entonces su cuerpo y sus dedos
comenzaron a temblar en sus manos como las hojas en una rama. El hombre al que
había condenado podía ser infiel a su juramento, olvidarle, y él entonces
tendría que permanecer allí miles y miles de días hasta que su carne se
desprendiese de sus huesos y cayese al suelo y la lengua se le secase en el
eterno silencio. La voluntad, el ansia de vivir, saltó entonces dentro
de él como una pantera; se desencadenó en su espíritu una tempestad de
angustia, de confusión y de esperanzas. Ya no podía pensar en el milenario dios
de las mil formas, sino únicamente en sí mismo. Sus ojos se sentían hambrientos
de luz; sus piernas chocaban contra las duras piedras, querían andar, ir lejos,
saltar y correr. Con toda el ansia desesperada de sus sentidos pensaba en su
mujer, en sus hijos, en las riquezas del mundo, y su sangre hervía. Desde este día, sus recuerdos se ensombrecieron, se
alzaron como enemigos contra él, fueron como una tempestad que le envolvía. Y
él los buscaba, deseaba que los recuerdos le arrebatasen como una hoja muerta
hacia las resplandecientes horas pasadas en la libertad; que el tiempo corriese
y le acercase a la ansiada hora de la liberación. Pero en torno suyo reinaba
tan sólo el silencio, y en el gran naufragio era como un nadador que luchaba y
luchaba horas enteras. Las gotas de agua que resbalaban por las paredes le
parecía que iban cayendo en un tiempo eterno, sin fin. Desesperado, se alzaba
de su yácija y saltaba de un lado a otro, en la cueva llena de silencio;
alocadamente giraba como una peonza entre las paredes. Insultaba a las piedras,
maldecía a los dioses y al rey, con sus ensangrentadas uñas arañaba las rocas,
y daba golpes con el cráneo contra la puerta hasta que caía sin sentido al
suelo. Luego volvía en sí, despertaba, y como una rata rabiosa corría por todos
los ángulos de su celda. Desde este día hasta la luna nueva se consumió Virata
en su encierro. Rechazaba la comida miserable que le llevaba el carcelero.
No pensaba en nada; sus labios iban contando mecánicamente las gotas de agua
que caían en el tiempo sin fin, intentando distinguir un día de otro día, hasta
que de pronto la cabeza se inclinaba sobre su pecho pajo el pesado martillazo
del sueño. A los veintitrés días Virata oyó ruido más allá de la
puerta de su calabozo. Luego volvió a reinar el silencio. Después se oyeron
pasos, la puerta se abrió, una luz resplandeciente cegó sus ojos. Delante de
aquel ser enterrado en la oscuridad se hallaba el rey. El rey abrazó amorosamente a Virata y le dijo: -Me he
enterado de tu acción, que es la más grande de todas las que se rememoran en
los escritos de los antepasados. Como una estrella, resplandece muy alta sobre
la mezquindad de nuestra existencia. Sal afuera para que el fuego de Dios te
ilumine y los ojos puros del pueblo puedan contemplar a un hombre justo. Virata apartó sus manos de los ojos, pues la luz le
había herido como un aguijón, dejándole tan sólo ver la púrpura de su sangre.
Se puso en pie como un beodo y los siervos tuvieron que sostenerle. Luego, una
vez más sereno, dijo al rey: -Tú, rey, me has dado el nombre de justo; pero yo
sé que todo aquel que habla de justicia, que quiere hacer justicia, obra
injustamente y se llena de culpa. En estas profundidades hay multitud de
hombres que sufren con injusticia a causa de mi palabra. Sé ahora lo que les he
hecho sufrir y sé que no podré pagar sus sufrimientos. Te ruego que los mandes
poner en libertad antes de que yo salga. El rey ordenó que se liberase a los prisioneros. Luego
dijo a Virata: -Te sentabas en la escalinata de mi palacio para administrar
justicia como el más alto juez. Ahora eres un sabio, un caballero aleccionado
en la caballería de los sufrimientos; ahora, por lo tanto, debes sentarte a mi
lado para que yo pueda oír tus palabras y yo mismo llegue a ser sabio con tus
conocimientos sobre justicia. Virata abrazó las rodillas del rey en deseo de hacerle
una petición: -Déjame libre de mis cargas; yo ya no puedo administrar justicia,
pues sé que nadie puede ser juez, que es a Dios a quien corresponde castigar y
no a los hombres. El hombre que señala el destino a los otros hombres cae en
pecado y yo quiero vivir sin culpa. -Sea así -respondió el rey-; no serás juez, sino
consejero mío. Me aconsejarás en la guerra y en la paz, sobre la justicia de
los impuestos y gabelas, y así no me equivocaré en mis resoluciones. Otra vez Virata abrazó las rodillas del rey: -No me
des poder, pues el poder excita a la acción y cualquier acción puede ser justa o
no serlo respecto a su fin. Si te aconsejase la guerra, sembraría entonces la
muerte. Solamente puede ser justo aquel que no tiene parte en ninguna obra y
vive solo. Jamás he estado más cerca de la sabiduría que ahora que he vivido
aislado, sin la palabra de los hombres. Déjame vivir pacíficamente en mi casa,
sin más obligación que la del sacrificio a los dioses. De este modo estaré
limpio de culpa. El rey le dijo entonces, contrariado: -¿Cómo es
posible contradecir a un sabio? No está permitido torcer la voluntad de un
justo. Vive, pues, según tu voluntad. Será una honra para mi Imperio el que
dentro de sus límites viva un ser liberado de toda culpa. Una vez fuera de la cárcel, Virata se despidió del
rey. Sentía su espíritu liberado, regresaba a su hogar tranquilo, sin
preocupaciones de una pesada obligación. Detrás de sí oyó Virata un rumor de pasos de pies
desnudos. Se volvió y pudo ver al condenado cuyo suplicio había sufrido él.
Aquel hombre iba besando las huellas que dejaban en el polvo las sandalias de
Virata. Luego desapareció. Entonces floreció una sonrisa en los labios de Virata,
una sonrisa que no había vuelto a nacer en sus labios desde aquel día en que
los aterrados ojos del hermano muerto se habían clavado en él. Virata entró lleno de alegría en su casa. CAPÍTULO VI En su casa vivió Virata días llenos de luz. Al
despertarse elevaba una plegaria de agradecimiento por ver la claridad del
cielo en vez de las tinieblas, por contemplar los colores y sentir el perfume
de la tierra y la clara música de la mañana. Cada día era para él como un maravilloso regalo, y
sentía su propia vida dentro de sí como un prodigio, lo mismo que la dulce vida
de su mujer, la fuerte vida de sus hijos. Comprendía que sobre todo el Universo
se derramaba la bendición del dios milenario, y entonces Virata se sentía lleno
de noble orgullo al pensar que jamás causaría más daño a sus hermanos, que
jamás se movería como el enemigo de una de las mil formas del dios invisible. Durante todo el día leía los libros que contienen la
sabiduría y profundizaba en las formas de la devoción, concentrando su espíritu
en el deseo del bien a los pobres. Su espíritu permanecía sereno, su palabra era dulce y
los suyos le amaban como jamás le habían amado. Era la ayuda de los pobres y el consuelo de los
desgraciados. Ya no era conocido con los nombres de Rayo de la Espada ni Fuente
de la Justicia; todos le conocían con el nombre de Fecundo Campo de los
Consejos, y a él acudían para que dirimiese las diferencias y dificultades, no
como juez, sino como hombre de bondadosas palabras. Virata se sentía entonces feliz, pues sabía que un
consejo era mejor que una orden y una avenencia mejor que una sentencia. No sentenciaba a los hombres, los ayudaba, y
comprendía que su propia vida se había limpiado de toda culpa. Así llegó a la mitad de su existencia con espíritu
clarividente, y así pasaban para él los años uno tras otro, semejantes a un
solo y claro día. Su espíritu se iba haciendo cada vez más puro. Cuando
acudían a él para que dirimiese alguna diferencia, para que hiciese nacer la
paz entre dos contendientes, su espíritu apenas podía comprender que hubiese
tanta injusticia sobre la Tierra y que los hombres luchasen entre sí movidos
por los celos o por el amor propio, como si todos no disfrutasen por igual de
la vida y de los puros goces de la existencia. A nadie envidiaba y de nadie era
envidiado. Su casa se elevaba como una isla de paz en medio del tumulto de la
vida de los hombres, lejos del torrente de las pasiones y de la tempestad de
los deseos. Una tarde, al sexto año de su vida de paz, Virata se
sintió arrebatado de su contemplación al oír una gran gritería y ruido de
golpes. Salió corriendo de su estancia y vio que sus hijos azotaban
despiadadamente a un esclavo que se hallaba ante ellos de rodillas. El látigo
mordía las espaldas desnudas de aquel hombre hasta hacerle saltar la sangre. Los ojos del esclavo, desorbitados por el terror, se
clavaron en Virata y éste sintió en el fondo de su alma los ojos de su hermano
muerto que le miraban. Se interpuso entre el esclavo y sus hijos y preguntó qué
era lo que había sucedido. Pudo comprender, por las frases entrecortadas de sus
hijos, que le hablaban al mismo tiempo interrumpiéndose unos a otros, que aquel
esclavo, que estaba encargado de transportar agua en grandes cubos, desde la
fuente a la casa, muchas veces, en el ardor del mediodía, agotado por el
cansancio, se retrasaba en su trabajo, y que el día anterior, después de haber
sido castigado por su holgazanería, se había escapado. Los hijos de Virata habían montado a caballo y habían
salido en su persecución, consiguiendo cogerle más allá del río, cerca del
pueblo. Entonces le habían atado con una cuerda a la silla de
sus caballos y, medio arrastrándole y medio corriendo, con los pies destrozados
por las piedras, le habían traído prisionero, y no bastándoles este suplicio le
azotaban ahora despiadadamente, para que su castigo sirviese de ejemplo a los
demás esclavos, que contemplaban el suplicio temblándoles de miedo las
rodillas, hasta que Virata había llegado para interrumpir el castigo. Virata miró fijamente al esclavo. La arena, en tomo
suyo, se veía salpicada de sangre. Los ojos de la víctima estaban
desmesuradamente abiertos, como los de un perro atormentado, y Virata vio, en
la profundidad de aquellos negros ojos llenos de espanto, el mismo terror que
él había visto en las eternas noches de su calabozo. -Dejadle libre -ordenó a sus hijos-, su culpa ya está
pagada. El esclavo besó el polvo junto a los pies de Virata. Y
por primera vez mostraron los hijos descontento ante una orden de su padre. Virata volvió a su celda. Sin saber bien lo que hacía
se lavó la cara y las manos, y de pronto se dic cuenta, asustado, de que había
obrado como antaño, de que por primera vez había vuelto a proceder como juez y
había dictado una sentencia sobre un destino humano. Y por primera vez desde
hacía seis años, volvió a pasar toda una noche sin sueño. Permanecía
insomne, echado en la oscuridad, viendo los asustados ojos del esclavo que le
contemplaban (tal vez eran los ojos del hermano muerto), y se le aparecía luego
el furor de sus hijos. Entonces se preguntaba si éstos habían cometido una
injusticia con aquel esclavo. La sangre había teñido el suelo de su casa, el látigo
había flagelado a un ser vivo, y aquel castigo le causaba más sufrimiento, le
quemaba mucho más que cuando las colas del látigo le habían mordido como
culebras en sus propias espaldas. A ningún hombre libre podía aplicársele esta
pena, pues se hallaba bajo la protección especial de las leyes del rey; era
aquella una pena para los esclavos. Pero, esa ley del monarca, ¿era también una
ley del dios milenario? ¿Era justo que unos hombres viviesen completamente
libres y otros pendientes de una voluntad ajena? Virata se levantó de su lecho
y encendió la luz, y se puso a investigar en los libros de la sabiduría para
encontrar la razón. En ninguna parte pudo hallar su mirada el signo de la
diferencia entre un hombre y otro hombre. Sólo halló el orden de las castas y
de los estamentos, pero nada había en el sentido del dios milenario que
precisase las diferencias de amor entre los hombres. Sediento, procuró beber en
la fuente de la sabiduría, pero nada contestaba a su pregunta. Entonces arrojó
los libros y apagó la luz. Una vez las paredes de su estancia desaparecieron en
la oscuridad, comprendió Virata el misterio. No era su habitación lo que sus
ojos veían, era su propia cárcel, aquella cárcel terrible que él había
conocido, y comprendió que la libertad es el más esencial de los derechos del
hombre y nadie puede negarla, no sólo por toda una vida, ni siquiera por un
año. Ahora se daba cuenta de que había encerrado a sus
esclavos en el estrecho círculo de su propia voluntad, los había encadenado de
manera que ninguno de sus pasos pudiese ser jamás libre. La claridad se había
hecho en él. Ante aquel pensamiento su pecho respiraba liberado y dentro de su
profunda oscuridad se había hecho la luz. Hasta aquel momento no había comprendido que la culpa
estaba en él, que había sometido a los hombres a su voluntad, que los llamaba
esclavos contra todo derecho, que los hombres solamente debían obediencia al
eterno dios de las mil formas. Entonces se inclinó para elevar una plegaria: -Te doy
las gracias, dios de las mil formas, que un mensajero me envías en cada una de
ellas para que me liberen de la culpa, para que esté más cerca del camino de tu
voluntad. Haz que pueda comprenderte en los ojos suplicantes del hermano eterno
que a todas partes me acompañan y que sufra con sus sentimientos. Así mi vida
estará libre de toda culpa. El rostro de Virata estaba de nuevo lleno de luz. Con
puros ojos salió afuera para contemplar la noche y recibir el saludo de las
estrellas, y el suave viento de la primavera le acarició en el jardín a la
orilla del río. Cuando el Sol
se elevó en el horizonte, se bañó en el sagrado río y luego se dirigió a su
casa, donde los suyos se hallaban reunidos para la plegaria matinal. CAPÍTULO VII Saludó a toda su familia con dulce sonrisa. Ordenó que
las mujeres se retirasen a sus habitaciones y luego habló de esta manera a sus
hijos: -Vosotros sabéis que, desde hace años, solamente hay una preocupación en
mi alma: ser un hombre justo y vivir sin culpa sobre la Tierra. Pero ayer
aconteció que la sangre regó el suelo de mi casa, sangre de un ser vivo, de un
hombre, y yo quiero liberarme de esa sangre y hacer expiación alejado de la
sombra de mi casa. El esclavo que sufrió la pena tan dura debe ser puesto en
libertad y desde este mismo momento ir adonde más le plazca, para que de este
modo no pueda pedir justicia ante el Supremo Juez contra vosotros y contra mí. Los hijos permanecieron silenciosos y Virata
comprendió que sus palabras habían sido recibidas con hostilidad. -¿No respondéis a mis palabras? No quiero hacer nada
contra vosotros sin antes haberos escuchado. -Tú quieres dar la libertad a un culpable como premio
de su culpa - respondió el hijo mayor-. Tenemos muchos siervos en la casa y uno
menos no tiene importancia. Pero todo lo que realizan lo hacen porque están
atados con cadenas. Si dejas a ese libre, ¿cómo podrás conseguir que los demás
te obedezcan? -Si ellos no quieren obedecerme, debo entonces ponerlos en
libertad. No quiero torcer el destino de ningún hombre. Quien dispone de la
vida ajena cae en culpa. -Pero tú te olvidas de la ley -dijo el hijo segundo-.
Esos esclavos son de nuestra propiedad como la tierra, los árboles de esa
tierra y los frutos de esos árboles. Ellos te sirven y están atados a ti y tú
estás atado a ellos. La ley milenaria, nacida en lo más remoto de los tiempos,
dice: El esclavo no es dueño de su vida, sino siervo de su señor. -¡Hay también un derecho de Dios y este derecho es la
vida, la vida que él ha creado con el aliento de sus labios. Me has hablado
bien, pues yo he estado también ciego y creía estar liberado de mi culpa sin
pensar que he dispuesto de la vida ajena durante años. Ahora veo claramente y
puedo decir que un justo no puede tratar a los hombres como animales. Quiero dar a todos la libertad, para que de este modo
pueda vivir sin culpa sobre la Tierra. El furor ensombreció
la frente de sus hijos. Y el mayor de ellos respondió: -¿Quién regará las
sementeras? ¿Quién cultivará el arroz? ¿Quién conducirá los búfalos al campo?
¿Debemos nosotros convertirnos en esclavos y obedecer a tu voluntad? Tus mismas
manos, en tu larga vida, no se han acostumbrado al trabajo y no podrías ahora
acostumbrarte a él. El sudor ajeno es el que empleas tú cuando, para poder
dormir, te haces abanicar por el siervo. ¿Y tú quieres liberarlos a ellos para
que nosotros tengamos que sufrir, nosotros que somos tu propia sangre? ¿Debemos
nosotros uncirnos al arado tirado por búfalos y tirar de la cuerda en su lugar
para que ellos no sufran? También los búfalos han nacido del aliento del dios
de las mil formas. No quieras, padre, cambiar lo estatuido por él. No produce
la tierra por sí misma, es necesario que esté sometida a un poderío para que dé
frutos. El dominio es la ley que rige bajo las estrellas y no podemos
prescindir de él. -Yo, sin embargo, quiero prescindir del dominio, pues
el poder es una infracción del derecho y yo quiero vivir sobre la Tierra sin
cometer injusticias. -El poder abarca todas las cosas, sean hombres o
animales o la paciente tierra. Sobre lo que tú eres señor debes ejercer el
dominio. Quien posee está atado al destino de los hombres. -Yo, sin embargo, quiero liberarme de todo para no
caer en culpa. Por lo tanto, os ordeno que pongáis en libertad a los esclavos y
que vosotros mismos atendáis a nuestras necesidades. Los hijos le miraron con ira y apenas pudieron
contener sus improperios. Luego dijo el mayor: -Tú has dicho que no quieres
torcer el destino de ningún hombre. No quieres mandar sobre tus esclavos para
no caer en culpa y, sin embargo, nos mandas a nosotros y quieres cambiar
nuestra vida. ¿Dónde está el derecho de Dios y de los hombres?
Virata permaneció largo tiempo silencioso. Cuando elevó sus ojos vio que la
llama de la codicia ardía en las miradas de sus hijos. Entonces les dijo,
lentamente: -Me habéis mostrado lo que es justo. No quiero ejercer mi poder
sobre vosotros. Tomad mis bienes y repartíoslos según vuestra voluntad; no
quiero tener parte alguna en los bienes ni en la culpa. Habéis hablado
acertadamente: quien ejerce el poder priva de libertad a los demás y a su
propia alma antes que a todo. Quien quiere vivir sin culpa no puede compartir
los bienes, ni puede alimentarse con el trabajo ajeno, ni beber a costa del
sudor de otro, ni estar ligado al deseo de la mujer, ni sumirse en la pereza de
la hartura. Solamente quien vive solo vive con Dios, solamente quien posee la
pobreza lo posee todo. Yo deseo tan sólo estar cerca de Dios en la Tierra,
quiero vivir sin culpa. Tomad mi casa y mis bienes y repartíoslos en paz. Después de
decir esto, Virata dejó a sus hijos, que se quedaron profundamente
sorprendidos, sintiendo que la codicia ardía dentro de sus cuerpos. CAPÍTULO VIII Virata se encerró en su estancia y permaneció sordo a
todas las llamadas y exhortaciones. Cuando comenzaron a aparecer las primeras sombras de
la noche, se preparó para la larga caminata. Tomó un cayado, un saco, un hacha
de trabajo, un puñado de frutas para alimentarse y las hojas de palmera donde
se hallaban grabadas las máximas de la sabiduría y de la plegaria. Acortó sus
vestidos hasta las rodillas y calladamente abandonó la casa, sin despedirse de
su mujer ni de sus hijos, sin preocuparse de todos los bienes que dejaba. Caminó durante toda la noche para llegar hasta el río
donde, después de un amargo despertar, había tirado su espada, y pasó a la otra
orilla, que estaba completamente deshabitada y donde la tierra no había sido
jamás arañada por el arado. Al amanecer llegó a un lugar donde se elevaba un árbol
gigantesco. El río describía un amplio círculo en torno de aquel lugar, y una
multitud de pájaros, armando una gran algarabía, jugueteaban en la ribera sin
ningún temor. La claridad resplandecía en la corriente del río y una dulce
sombra reinaba bajo la copa del árbol. Una virginal maleza se extendía por
aquel paraje y viejos troncos de árboles caídos yacían en el suelo. Virata eligió
un pequeño cuadrado en medio del bosque y comenzó a construir allí una choza
para vivir en ella alejado de los hombres y de sus culpas. Durante cinco días trabajó penosamente en la
construcción de la choza, pues sus manos no estaban acostumbradas al trabajo.
Debía, además, atender a su subsistencia y buscar frutas para alimentarse. La
selva era espesa en torno de su choza y tuvo que rodearla de una empalizada
para que los hambrientos tigres no le asaltasen en la oscuridad de la noche.
Ninguna voz humana llegaba hasta aquel lugar para turbar su espíritu;
tranquilos pasaban los días como el agua del río, que manaba siempre nueva de
una misteriosa fuente. Solamente los pájaros acudían allí sin temor a aquel
hombre tranquilo, y pronto comenzaron a construir sus nidos en el techo de la
choza. El les ofrecía simientes de las grandes flores y de los dulces frutos.
Pronto saltaron confiados sobre sus manos, revoloteaban en torno de las palmas
cuando los llamaba, y se dejaban acariciar. Una vez
encontró Virata en el bosque a un joven mono que se había roto una pierna y
yacía en el suelo lanzando gritos como un chiquillo. Le llevó a su choza y le atendió cuidadosamente y, una
vez curado, el mono no se apartó de él y le sirvió como un esclavo. Virata era benigno con todos los animales, pero sabía
que también los animales ejercen el poder y la maldad como los hombres. Veía
cómo los cocodrilos se mordían unos a otros y se perseguían con furor; cómo los
pájaros cazadores hundían sus afilados picos en el río y ensartaban cruelmente
las pequeñas culebras. La ininterrumpida cadena de la destrucción que la
enemiga diosa había enroscado en torno del mundo aparecía ante sus ojos,
imponía su derecho, y contra ella nada podía la sabiduría. Durante un año, durante muchas lunas, no vio jamás a
un hombre. Una vez aconteció que un cazador, que seguía el rastro
de un elefante, llegó hasta el otro lado del río. Entonces aquel cazador pudo contemplar un espectáculo
insospechado: Envuelto en el amarillo resplandor de la tarde, se hallaba sentado,
ante una pequeña choza, un anciano de larga barba blanca. Los pájaros se
posaban pacíficamente en sus cabellos; y un mono, lanzando alegres chillidos,
llevaba bayas y nueces junto a sus pies. Aquel hombre elevó la mirada hacia la
copa de los árboles, allí donde los papagayos azules dejaban oír su gritería,
alzó una mano y una nube azul de pájaros fue a posarse inmediatamente sobre
ella. El cazador creyó entonces que se hallaba ante la
visión de un santo, tal como se describen esas visiones: Los animales hablan
con él en el lenguaje de los hombres, y las flores se abren en la huella de sus
pasos. Puede encender las estrellas con el soplo de sus
labios y hacer resplandecer la Luna con el aliento de su boca. Y el cazador abandonó su caza y regresó corriendo a la
ciudad para referir la aparición. Al día siguiente se había difundido ya la noticia por
toda la orilla opuesta del río; todos corrieron para contemplar la maravilla,
hasta que uno de ellos reconoció a Virata, a aquel que había abandonado su
patria, su casa y sus tierras, para vivir una vida de pureza. Pronto llegó la noticia hasta el rey, que no había
olvidado a aquel súbdito leal. Mandó inmediatamente que fuese armada una barca
con sus mejores remeros. La barca remontó rápidamente la corriente del río
hasta el lugar donde se hallaba la choza de Virata y, acercándose entonces a la
orilla, los remeros tendieron sobre el suelo una amplia alfombra bajo los pies
del rey, hasta donde se hallaba el anciano. Hacía un año y
seis lunas que Virata no había oído la voz de los hombres. Quedó espantado y
sorprendido a la vista de su visitante, olvidando la reverencia de los
vasallos. -Bien venido seas, rey mío. El rey le dijo entonces: Hace años que te permití que
siguieses tu camino según tu voluntad. Ahora he venido para contemplar cómo vive un justo y
aprender con su ejemplo. Virata hizo una profunda inclinación y respondió: -Mi
único deseo es vivir apartado de los hombres y permanecer limpio de toda culpa.
Solamente la soledad puede aleccionarnos. No sé si es sabiduría lo que hago,
sólo sé que siento una gran felicidad. No tengo nada que aconsejar ni nada que
aprender. La sabiduría del solitario es muy distinta de la sabiduría del mundo.
El estado de contemplación es muy distinto del estado de acción. -Pero solamente el contemplar cómo vive un justo es
una lección - respondió el rey-. Con sólo contemplar tu mirada me siento lleno
de bienestar y de paz. No quiero turbar más tu tranquilidad. Virata se inclinó profundamente otra vez. Y el rey le
dijo entonces: -¿Puedo satisfacer alguno de tus deseos en mi Imperio? ¿Quieres
que lleve alguna palabra a los tuyos? -Ya no hay nada mío, mi rey, sobre esta
Tierra. He olvidado ya que en otro tiempo tenía una casa entre las otras casas
y unos hijos entre los otros hijos. El que no tiene patria, tiene el mundo; el
que lo ha abandonado todo, tiene el más grande de los bienes; el que vive sin
culpa, tiene la paz. No tengo ningún deseo; solamente quiero permanecer sin
culpa sobre la Tierra. -Entonces acuérdate de mí en tus plegarias. -Doy gracias a Dios y también a ti y a todos los de
esta tierra, pues ellos son una parte de Dios y de su espíritu. Virata hizo una reverencia. La barca del rey se alejó
llevada por la corriente, y durante muchas lunas el solitario no volvió a oír la
voz de los hombres. CAPÍTULO IX Una vez más la fama de Virata extendió sus alas y voló
como un halcón blanco sobre la tierra. Hasta los más alejados pueblos y las más
apartadas chozas de los pescadores llegó la fama de aquel que había abandonado
su casa y sus bienes para vivir la verdadera vida de devoción, y los hombres
dieron a aquel ser temeroso de Dios los cuatro nombres de la Virtud: le
llamaron Estrella de la Soledad. Los sacerdotes glorificaban sus palabras en el templo
y el rey le alababa ante sus servidores. Cuando algún caballero quería dictar
alguna sentencia, comenzaba diciendo: Pueda ser mi palabra como la de Virata,
que vive en Dios y conoce toda sabiduría. Y aconteció más de una vez, al correr de los años, que
algún hombre que había llevado una vida de injusticias y comprendía de pronto
lo torcido de su existencia, abandonaba la casa y la patria y, repartiendo
todos sus bienes, se marchaba al bosque para vivir allí apartado del mundo en
una miserable choza. El ejemplo es lo que liga más sobre la Tierra, lo que ata
más a los hombres. Cada uno de esos hombres que querían llevar una vida de
justos, despertaba en otros el deseo de imitarle. Estos convertidos querían
llenar su vida que había estado vacía, purificar sus manos que estaban teñidas
en sangre, limpiar de culpa sus almas. Por eso se iban al apartamento, para
vivir en una choza, con el cuerpo desnudo por la pobreza, sumidos en la
devoción. Si se encontraban entre ellos, al ir a buscar frutos para
alimentarse, no se decían palabra alguna, no entablaban entre ellos ninguna
amistad, pero sus ojos sonreían alegremente y sus espíritus eran mensajeros de
paz. El pueblo conocía aquel bosque con el nombre de El
Bosque de los Cenobitas, y, ningún cazador perseguía hasta allí su caza para no
turbar la tranquilidad y manchar con sangre aquel lugar santo. Una mañana en que Virata se dirigía al bosque, vio que
uno de aquellos anacoretas se hallaba inmóvil, tendido sobre la tierra. Se
acercó a él y, al moverle para prestarle auxilio, vio que estaba muerto. Virata
cerró los ojos al cadáver y rezó una plegaria, intentando luego arrastrar aquel
cuerpo muerto hasta la espesura del bosque con objeto de darle sepultura bajo
un montón de piedras, para que así el alma de aquel hermano pudiese entrar
tranquila en el mundo de la transmigración. Pero la carga era demasiado pesada para sus brazos,
debilitados a causa de la parca alimentación. Entonces Virata vadeó el río y
fue a buscar ayuda al pueblo más cercano. Cuando los habitantes del pueblo vieron llegar a aquel
solitario y reconocieron en él a la Estrella de la Soledad, acudieron todos
para rendirle tributo de respeto y atender a lo que deseaba. Al paso de Virata, las mujeres se inclinaban ante él y
los niños le miraban inmóviles, llenos de sorpresa. Algunos hombres salieron
apresuradamente de sus casas para besar la veste del visitante y recibir su
bendición. Virata avanzó sonriendo entre aquella ola de gente, y
comprendía que un amor limpio y profundo había nacido en él hacia los hombres
desde que no estaba ligado a ellos. Cuando pasaba
por delante de la última casa del pueblo, rodeado de la multitud que le
expresaba su devoción, vio clavados en él los ojos de una mujer que le miraban
llenos de odio. Virata se estremeció de espanto, pues había olvidado ya, a través
de los años, los ojos llenos de terror de su hermano muerto. Virata volvió el rostro, pues, en la soledad, su
espíritu se había desacostumbrado a toda mirada enemiga. Luego pensó que era
muy posible que sus propios ojos hubiesen sufrido un error. Pero la mirada
estaba allí, profundamente negra, llena de rencor, clavada en él. Una vez dominada su inquietud, Virata se encaminó
hacia la casa en cuyo umbral aquella mujer le miraba como enemigo, y él se
sintió entonces dominado por aquellos ojos que parecían los ojos de un tigre
agazapado inmóvil en la espesura. Y Virata se preguntó entonces: ¿Cómo es posible que
esta mujer tenga algo que reprocharme, manifieste tanto odio contra mí, si no
la he visto nunca? Seguramente debe de estar equivocada. Con paso tranquilo se dirigió a la casa y golpeó la
puerta con la mano. En la oscuridad de la entrada sintió la presencia de
aquella mujer desconocida. Virata se inclinó humildemente como un mendigo. Entonces la mujer avanzó hacia él con su obscura y
turbia mirada de ira. -¿Qué vienes a buscar aquí? -preguntó. Virata miró atentamente el rostro de la mujer y en su
corazón renació la tranquilidad, pues entonces estuvo seguro de que no la había
visto nunca. Ella era muy joven y él hacía ya muchos años que se había apartado
del camino de los hombres. Jamás había podido cruzarse con ella en el sendero
de la vida y nada, por lo tanto, había podido hacer contra ella. -Quería darte el saludo de paz, mujer -respondió
Virata-. Y preguntarte por qué causa me miras con odio. ¿Qué tienes contra mí?
¿He podido hacer algo que te haya ofendido? -¿Qué me has hecho? -Y los labios
de la mujer se abrieron con una sonrisa malvada-. ¿Qué me has hecho? Nada, no
me has hecho nada: has convertido la abundancia de mi casa en miseria, me has
robado el amor y has hundido mi vida en la muerte. Vete, que no vuelva a ver tu
rostro; márchate, mi odio no podría contenerse por más tiempo. Virata la contempló suspenso. Tan terrible era aquella
mirada, que le pareció la mirada de la locura. Se apartó humildemente y le
dijo: -Yo no soy quien tú crees. Vivo apartado de los hombres y no llevo sobre
mí la culpa de haber torcido ningún destino humano. Tus ojos se equivocan. -Te conozco
perfectamente, te conozco como todos los demás; eres Virata, aquel que es conocido
con el sobrenombre de Estrella de la Soledad, aquel a quien glorifican con los
cuatro nombres de la Virtud. Pero mis labios no te glorificarán jamás; mi boca
clamará ante el Supremo Juez de los hombres hasta que se te haya hecho
justicia. Acércate y contempla lo que has hecho conmigo. Entonces aquella mujer cogió al sorprendido Virata y
la empujó dentro de la casa, abrió una puerta y le hizo entrar en una
habitación pequeña y obscura. Y llevándole hasta el rincón le hizo contemplar
algo que yacía inmóvil sobre una estera. Virata se inclinó y se apartó
rápidamente con un gesto de sorpresa. Allí, en el suelo. yacía el cadáver de un
niño y los ojos de aquel inocente muerto le miraron con aquella mirada
lamentable con que en otro tiempo le miraron los ojos de su hermano. Junto a él, la mujer sollozaba dolorosamente. -Es el tercero, el último nacido en mi seno, y también
tú le has asesinado, tú, a quien llaman el santo y el servidor de Dios. Y cuando Virata intentó rechazar aquellas acusaciones,
la mujer le empujó hacia otro lugar y le dijo: -Mira aquí el telar, el telar
vacío. Aquí trabajaba Paratika, mi marido, durante todo el día, tejiendo lino
blanco, y no había mejor tejedor en la comarca. Desde muy lejos venían a
encargarle trabajo, y con el trabajo atendíamos a nuestra subsistencia;
tranquilos eran nuestros días, pues Paratika era un hombre bueno y un
trabajador incansable. Evitaba siempre las malas compañías y educábamos a
nuestros hijos esperando que cuando serían hombres seguirían su ejemplo de bondad
y de trabajo. Un día se enteró él por un cazador (Dios debía haber permitido
que este extranjero no llegase jamás a nuestra casa) que un hombre había
abandonado su país, su casa y sus bienes, y apartándose de las cosas mundanas
se había ido a vivir en la soledad, en una choza construida por sus propias
manos. Desde aquel momento Paratika cayó en una profunda meditación, de cada
vez se mostraba más preocupado y pasaba días enteros sin pronunciar una sola
palabra. Hasta que una noche me desperté y vi que ya no estaba a mi lado. Se
había ido al bosque que es conocido con el nombre de El Bosque de los
Cenobitas, ese lugar donde tú moras para vivir en la soledad, junto a Dios,
olvidándonos a nosotros y olvidándose de que vivíamos de su trabajo. La pobreza entró entonces en nuestra casa; los hijos
no tuvieron pan; primero murió uno, luego otro y hoy el último yace también
muerto por tu culpa, pues tú le has matado. Para que tú estés más cerca de la
presencia de Dios, tres hijos de mis entrañas han sido enterrados en la dura
tierra. ¿Cómo puedes tú reparar esto? ¿Cómo no he de clamar contra ti ante el
Supremo Juez de los muertos, si has roto tú sus vidas arrojándolas al
sufrimiento con la misma indiferencia con que arrojas las migas de tu pan a los
pájaros? ¿Cómo puedes tú redimirte de ser la causa de que un hombre justo
abandonare su trabajo con el cual alimentaba a sus inocentes hijos? Virata
había palidecido, los labios le temblaban. -Yo no sabía esto; yo no sabía que hiciese daño a los
demás. Creía vivir solitario. -¿Dónde está, pues, tu sabiduría, sabio, si no sabías
eso, que ya saben los niños, que aquel que se aparta de sus deberes cae en
culpa? Tú no has sido más que un egoísta; solamente pensabas en ti mismo y no
en los demás; lo que era dulce para ti, ha sido para mí amargo; lo que era para
ti tu vida, ha sido para mis hijos la muerte. Virata permaneció un momento pensativo. Luego dijo,
humildemente: -Dices la verdad. Siempre hay en el dolor más sabiduría y verdad
que en toda la filosofía. Todo lo que sé lo he aprendido junto a los
desgraciados, y todo lo que he podido ver con la mirada que penetra en las
profundidades ha sido con los ojos del hermano eterno. No he sido un hombre
humilde ante Dios, como creía; he estado siempre lleno de orgullo, he podido comprender
esto a través de sufrimientos que jamás había experimentado. Perdóname, pues yo
no comprendía mi parte de culpa en tu desgracia e ignoraba que hubiese influido
en el destino de algunos de mis semejantes. El abstenerse de obrar es realizar
también un acto del cual uno puede hacerse culpable sobre la Tierra. El
solitario vive, a pesar de estar solo, con sus hermanos. Perdóname, mujer. Iré
al bosque en busca de Paratika para que renazca en vuestra casa la vida como en
el pasado. Virata se inclinó y besó humildemente el borde del
vestido de la mujer. Esta sintió desaparecer todo su odio y con ojos
sorprendidos contempló cómo se alejaba el solitario. CAPÍTULO X Virata regresó a su choza y durante toda la noche
contempló la blanca maravilla de las estrellas encendidas en la profundidad del
cielo. Llegó la aurora borrando las luces estelares y, como siempre, Virata
llamó a los pájaros para darles de comer. Luego cogió el cayado y regresó a la
ciudad. Apenas difundida la noticia de que el santo había
abandonado su soledad y se hallaba de nuevo entre los hombres, el pueblo se
lanzó a las calles para contemplarle. Algunos se sintieron llenos de temor
creyendo que su aparición podría ser presagio de alguna desgracia. A través de
la respetuosa ola de la muchedumbre, avanzaba Virata con una dulce sonrisa en
los labios y humildemente saludaba a los hombres; pero por primera vez en su
vida no pudo evitar que su mirada fuese severa. No pronunciaba palabra alguna. De esta manera llegó hasta el palacio del rey. Había pasado
ya la hora del consejo y el rey estaba solo. Virata compareció ante el monarca,
y éste, al verle, abrió los brazos para estrecharle contra sí. Pero Virata se
inclinó hasta tocar con la frente en el suelo y besó el borde de la veste del
rey en señal de que quería hacerle una petición. -Antes de que tus palabras formulen lo que quieres
pedirme, ya lo tienes concedido -dijo el rey-. Es una honra para mí el tener
poder para servir a un hombre prudente y ayudar a un sabio. -No me des estos nombres -respondió Virata-, pues mi
camino no ha sido nunca recto. Tú me desligaste de la obligación de servirte y
viví como un mendigo lejos de tu puerta. Quise liberarme de mis culpas y de la
responsabilidad de la acción, salir de la red de las cosas mundanas, de esa red
que ha sido tejida por los dioses. -Me es difícil comprender lo que dices -respondió el
rey-. ¿Cómo puedes haber procedido mal y caer en la culpa viviendo cerca de
Dios? -He ignorado todo lo malo que había. He ignorado que nuestros pies están
hundidos en la tierra y que nuestros actos deben ceñirse a la eterna ley.
También el dejar de actuar es obrar. No podía apartar de mí la mirada de los
ojos del hermano eterno, esas miradas eternas que nos hacen buenos o malos
contra nuestra voluntad. Por muchas razones soy culpable, pues me acercaba a
Dios y me apartaba de servirle en la vida. Era un egoísta, pues me preocupaba
tan sólo de alimentar mi vida sin servir a la de los demás. Quiero, pues,
volver a servirte. -No comprendo, Virata, tus palabras. Dime cuáles son
tus deseos para que pueda satisfacerlos. -Ya no quiero que mi voluntad quede libre. El que se
figura estar libre no tiene ninguna libertad; el que huye de la acción no huye
de la culpa. Solamente el que sirve a otros tiene libertad; es
libre tan sólo el que entrega su voluntad a los demás y pone su fuerza al
servicio de una obra sin preguntar nada. Solamente la mitad de lo que hacemos
es obra nuestra: el principio y el fin pertenecen a los dioses. Libérame de mi
voluntad, pues toda voluntad es confusión y toda obediencia es sabiduría. -No te comprendo. Me pides que te haga libre y me
pides que te ponga a mi servicio. Libres son los que mandan a los demás, pero
no aquellos que tienen que obedecer. No te comprendo. -Es natural que tu corazón no pueda comprender esto,
rey mío. ¿Cómo podrías ser rey si lo comprendieses? Los ojos del monarca se
obscurecieron llenos de ira. -¿Cómo puedes decir que el poderoso es tan poca cosa
ante Dios como el vasallo? -No hay nadie grande ni pequeño ante Dios. Solamente
quien sirve y somete su voluntad sin preguntar nada puede arrojar su culpa y
acercarse a Dios. Quien cree y piensa que es capaz de sojuzgar el mal con su
sabiduría, cae en la culpa. El rey miró a
Virata con severo rostro. -Entonces, ¿todos los servicios son iguales? ¿Tienen
todos la misma importancia ante Dios y ante los hombres? -Es muy posible, rey
mío, que algunos aparezcan como muy altos a los ojos de los hombres. Pero a los
ojos de Dios no existen diferencias. El rey miró fijamente a Virata durante largo tiempo.
El orgullo se rebelaba. Pero luego se aplacó contemplando los blancos cabellos
que caían sobre la arrugada frente del anciano que le hablaba, y pensó que con
el tiempo aquel hombre se había vuelto otra vez un niño. Entonces le dijo,
irónicamente, para probarle: -¿Quieres ser el guardián de los perros de mi
palacio? Virata inclinó su frente y besó humildemente el suelo en señal de
agradecimiento. CAPÍTULO XI Desde aquel día, el anciano que había sido conocido en
todo el país con los cuatro nombres de la Virtud, fue guardián de los perros
del palacio del rey y vivió confundido con los esclavos. Sus hijos se avergonzaron de él y procuraron
cobardemente aislar a los suyos para que no tuviesen que avergonzarse de su
sangre delante de los demás. Los sacerdotes le consideraron como un hombre
indigno y el pueblo se mostró sorprendido, solamente durante algunos días, de
que aquel anciano que en otro tiempo había sido el primer personaje del Imperio
fuese ahora el criado de una jauría de perros. Pero él parecía no preocuparse
de esto y muy pronto todos le olvidaron. Virata cumplió fielmente su servicio
desde la primera claridad de la mañana hasta el último resplandor de la tarde.
Cuidaba a los animales, rascaba su sarna, les llevaba la comida, arreglaba sus
yácijas y apaciguaba sus peleas. Pronto los perros le mostraron gran fidelidad
y amor y esto le llenaba de alegría. Su anciana boca, que antes había hablado a
los hombres, estaba ahora llena de sonrisas, y aquella vida tranquila le
colmaba de felicidad. La muerte se llevó al rey y otro rey vino. Este ya no
le conocía. Una vez ladró un perro al paso del monarca, y entonces éste,
furioso, golpeó al anciano con su bastón. Los demás hombres se habían olvidado también de la
pasada vida de Virata. Vino un día en
que la ancianidad de Virata llegó a su término, y murió en el establo de los
esclavos sin que nadie en el pueblo se acordase que aquel hombre había sido
glorificado con los cuatro nombres de la Virtud. Sus hijos se apresuraron a enterrarle y ningún
sacerdote cantó la plegaria de los muertos ante su cadáver.
Los perros aullaron durante
dos días y dos noches; luego se olvidaron también de Virata, cuyo nombre no
está escrito en las crónicas ni consignado en los libros de los sabios.
FIN
STEFAN ZWEIG 24 HORAS EN LA VIDA DE UNA MUJER
"Podrá ser una ilusión, mas quien
piensa resueltamente por encima
de lo existente y lo preexistente,
por lo menos se procura una
libertad personal frente a nuestra
época insensata.” Stefan Zweig
En Florencia, 1932
En una modesta pensión de la Riviera, donde residía,
diez años antes de la guerra, estalló en la mesa una violenta discusión, que,
exacerbando de pronto los ánimos, estuvo a punto de degenerar en reyerta
furiosa. La mayoría de los hombres tiene escasa imaginación.
Todo lo que no los afecta de inmediato y directamente, no hiere sus sentidos,
cual dura y afilada cuña, casi no logra excitarlos; mas si un día ante sus ojos
acontece algo insignificante, inmediatamente estallan apasionados. Entonces la
apatía se convierte en frenética vehemencia. Esto ocurrió entre las personas aburguesadas que se
sentaron a nuestra mesa, donde por lo común entregábamonos a pequeñas charlas
insubstanciales, para separarnos en cuanto terminaba la comida. El matrimonio
alemán tornaba a sus paseos y a sus fotografías, el danés apacible a su
aburrida pesca, la respetable dama inglesa a sus libros, el matrimonio italiano
escapaba a Montecarlo y yo perezosamente me hundía en una silla del jardín o
volvía a mis trabajos. Aquel día, en cambio, nos sentíamos todos poseídos de
viva irritación, y cuando alguno se levantaba repentinamente de la silla no lo
hacía con la acostumbrada cortesía, sino con acalorados ademanes que, como
dije, pronto adquirieron violentas formas. El caso que así alteró la placidez de nuestra pequeña
mesa redonda era, fuera de duda, muy singular. La pensión en que habitábamos
ofrecía, exteriormente, el aspecto de una villa aislada. ¡Ah, cuán maravillosa
era la perspectiva que se abría a nuestras miradas a través de las ventanas que
daban sobre la playa pequeña! Pero, en realidad, sólo se trataba de una
dependencia económica del gran Palace Hotel, con el que inmediatamente se
comunicaba por el jardín, de manera que vivíamos en constante relación con sus
huéspedes. El día anterior se había producido en el hotel un tremendo
escándalo. En el tren de mediodía, a las doce y veinte minutos (cito
exactamente la hora, pues se trata de un detalle importante para la explicación
de esta historia), había llegado un joven francés, quien alquiló una habitación
que daba al mar; esto, de su parte, revelaba ya una desahogada posición
económica. Mas este joven no sólo resultaba atrayente por su elegancia, sino
también, y muy en particular, por su belleza llena de simpatía: en su delicado
y femenino rostro, el bigote rubio y sedoso acariciaba los sensuales y cálidos
labios; sobre la frente los cabellos obscuros, suaves y ondulados, se
ensortijaban; y sus dulces ojos cautivaban con la mirada. . . Todo en él era
delicado. Amable, seductor, pero sin que hubiera ni afecto ni artificio. En el
primer momento, observado de lejos, parecía uno de esos maniquíes de cera,
rosados, echados hacia atrás, que vemos en las vidrieras de las grandes tiendas
de modas; los que, empuñando un bastón de fantasía, parecen representar el
ideal de la belleza masculina. Visto de cerca, desaparece esta primera
impresión, pues -¡caso raro!- su atractivo era sencillamente natural, innato,
como si emanara de su propio organismo. Al pasar, a todos saludaba de manera
sencilla y cordial. Resultaba, en efecto, agradable comprobar cómo su gracia
espontánea manifestábase en todo momento con naturalidad. Al encaminarse una
señora al guardarropa, acudía solícito a recogerle el abrigo; para cada niño
tenía una mirada cariñosa, una frase amable; mostrábase como persona accesible
y a la vez discreta; en resumen, resultaba uno de esos afortunados mortales
que, conscientes de que son simpáticos con la clara expresión de su faz y su
gracia juvenil, convierten esa seguridad en una nueva gracia. Entre los
huéspedes del hotel, que en su mayoría eran personas viejas y achacosas, su
presencia ejercía un saludable efecto, y con ese ímpetu propio de la juventud,
con esa agilidad y esa ansia de vivir de que suelen estar maravillosamente
dotadas ciertas personas, captábase en forma irresistible la simpatía de todos.
A las dos horas de su llegada ya jugaba al tenis con las dos hijas del
voluminoso y acaudalado fabricante de Lyon, Annette y Blanche, de doce y trece
años respectivamente, mientras la madre, madame Henriette, exquisita, fina, por
lo general muy retraída, contemplaba con plácida sonrisa a sus dos inexpertas
hijas, tan niñas aún, en tren de flirtear inconscientemente con el desconocido.
Por la noche, durante una hora, jugó con nosotros al ajedrez; nos refirió
incidentalmente y de modo discreto unas graciosas anécdotas; luego, reuniéndose
otra vez con madame Henriette, la acompañó en su paseo por la terraza,
ejercicio al que ella se entregaba todas las noches, mientras el esposo hacía
su partida de dominó con unos corresponsales. Ya tarde lo observé aún en la
penumbra de la oficina con la secretaria del hotel, en una charla íntima,
bastante sospechosa. A la mañana siguiente acompañó a la pesca a nuestro
compañero el danés, demostrando gran conocimiento sobre la materia; más tarde
habló de política con el comerciante de Lyon, demostrando ser muy divertido,
pues a menudo oíanse resonar las carcajadas del grueso señor. Después de la comida -es en absoluto indispensable,
para la exacta comprensión del asunto, dejar consignada con exactitud su
distribución del tiempo- estuvo sentado en el jardín aún durante una hora con
madame Henriette, con la que tomó el café; a continuación jugó otra vez al
tenis con las niñas, y charló con el matrimonio alemán unos instantes en el
"hall". Hacia las seis me encontré con él en la estación, cuando iba
yo a dejar una carta. Vino presurosamente a mi encuentro, diciéndome, con aire
de disculpa, que había sido llamado de improviso, pero que volvería dentro de un
par de días. A la hora de la cena realmente se le echó de menos, aunque sólo en
lo referente a su persona, pues en todas las mesas no se hablaba sino de él,
encomiando su manera de ser, tan simpática y alegre. A eso de las once de la
noche hallábame sentado en mi habitación terminando la lectura de un libro,
cuando de pronto, por la ventana abierta, en el jardín, escuché gritos y
llamadas inquietas. En el hotel observé desusada agitación. Alarmado, más que
curioso, salvé corriendo los quince pasos que me separaban del hotel y encontré
a los huéspedes y al personal de servicio presas de la mayor nerviosidad.
Madame Henriette, mientras con la acostumbrada puntualidad su marido jugaba al
dominó con los amigos de Ramur, había salido a dar su paseo habitual por la
terraza de ¡a playa y no había vuelto aún. Se temía que hubiese sido víctima de
algún desagradable accidente. Y el esposo, habitualmente tan reposado y lento,
corría ahora cual una fiera por la playa, clamando: "iHenriette!
íHenriette!". Su voz, desgarrada por la emoción, tenía algo de primitivo,
corno si friera el aullido de una bestia herida de muerte. Los mozos y grooms
subían y bajaban las escaleras sin atinar a nada; se despertó a todos los
huéspedes; se telefoneó a la policía. En medio de todo aquel bullicio
tropezábase con el grueso comerciante que iba de aquí para allá, con el chaleco
desabrochado, gritando, sollozando, clamando como un insensato:
"iHenriette! ¡Henriette!". Entretanto, allá arriba, las niñas se
habían despertado y, asomadas a la ventana, en camisones, llamaban
desoladamente a su madre, hasta que el consternado padre corrió hacia ellas
para tranquilizarlas. Luego ocurrió algo tan terrible que casi no puede
describirse, porque la naturaleza, en momento de violenta tensión, infunde a
los individuos actitudes de una expresión tan trágica que ni la imagen ni la
palabra pueden reproducirla con suficiente intensidad. De pronto, el adiposo y
pesado comerciante descendió los crujientes peldaños de la escalera con aspecto
completamente fatigado pero a la vez colérico. En la mano tenía una carta. -¡Llame otra vez a todos! -dijo con palabras
comprensibles al mayordomo-. ¡Ordene que se retiren! ¡Es inútil buscar! ¡Mi
mujer me ha abandonado! En aquel hombre mortalmente herido observábase un
esfuerzo para reprimirse, un esfuerzo de sobrehumana tensión ante todos los que
lo rodeaban y se empujaban para poder contemplarlo y que luego, de súbito,
sintiéndose atemorizados, avergonzados, turbados, fueron alejándose. Conservó
todavía fuerzas suficientes para pasar tambaleándose por delante de nosotros,
sin mirar a nadie, y luego apagar la luz del salón de lectura; después se oyó
su voluminoso cuerpo desplomarse pesadamente en un sillón; escuchándose un
sollozo salvaje, brutal, única forma en que puede llorar un hombre que no ha
llorado nunca. Esa congoja, ese dolor elemental ejercía sobre nosotros, aún
sobre los más superficiales, un aturdidor efecto. Ninguno de los camareros,
ninguno de los huéspedes a quienes acuciara la curiosidad, arriesgaba la menor
sonrisa o, al contrario, una palabra de consuelo. Silenciosos, avergonzados por
aquella brutal expresión de sentimiento, todos, uno después del otro, nos
retirarnos a nuestras habitaciones, mientras allá, en el oscuro salón,
continuaba gimiendo y agitándose convulso y completamente solo aquel hombre
dolorido. El hotel mientras tanto, fue apagando sus luces, entre ruidos,
murmullos, cuchicheos. . . hasta que quedó todo sumido en el silencio. Se comprenderá que un suceso tan fulminante y
deplorable, desarrollado ante nuestros ojos, era como para conmover
violentamente la sensibilidad de personas acostumbradas a una existencia
ociosa, exenta de preocupaciones. Pero la disputa que después estalló tan
vehemente en nuestra mesa llegando a los límites de la violencia, si bien tenía
como punto de partida el extraño incidente, en el fondo era una divergencia de
principios, una lucha enconada entre formas muy opuestas de sentir y concebir
la vida. Por indiscreción de una de las camareras que había leído la carta
-quizá el desesperado marido, ciego de cólera, después de estrujarla entre sus
manos, la arrojó al suelo, sin reparar en lo que hacía circuló con rapidez la
noticia de que madame Henriette no se había marchado sola, sino en compañía del
joven francés, lo que hizo que la simpatía por éste desapareciese rápidamente
entre la mayor parte de los huéspedes. Al punto quedó en evidencia que aquella
madame Bovary de tercer orden había cambiado su cachaciento marido provinciano
por el apuesto y elegante Adonis. Pero lo que en la pensión sorprendía
sobremanera era que ni el fabricante, ni sus hijas, ni la misma madame
Henriette, hubieran hasta entonces visto a ese Lovelace, y que por
consiguiente, las dos horas de conversación en la terraza y la hora que tomaron
café en el jardín fueron suficientes para decidir a una mujer de unos treinta y
tres años, de todos respetada a abandonar al esposo y a sus hijas para seguir a
un desconocido. Este hecho, en apariencia evidente, era generalmente rechazado
en nuestra mesa, considerándolo como una estratagema cual un pérfido engaño de
los amantes; no cabía duda de que madame Henriette hacía tiempo que sostenía
relaciones secretas con el joven, el cual había venido sólo para ultimar los
detalles de la huída; porque era, según ellos, absolutamente imposible que una
mujer decente, tras un efímero galanteo de dos horas, se fugase tan
descaradamente, a la primera indicación. Pero a mí me resultaba divertido
sostener una opinión opuesta y, por consiguiente, enérgicamente, la posibilidad
y hasta la verosimilitud de que una señora, luego de varios años de matrimonio,
decepcionada, hastiada, se sintiese íntimamente predispuesta a correr una
aventura de tal género. Debido a mi oposición inesperada, se generalizó la
discusión rápidamente subiendo de tono, en particular porque los dos
matrimonios, el alemán y el italiano, consideraban un desatino creer en el
" flechazo", y lo rechazaban con menosprecio ofensivo, como una
fantasía de novela de pésimo gusto. No hay para qué insistir aquí con todos los detalles
del curso borrascoso de una disputa desarrollada desde la sopa al postre: sólo
los profesionales de la mesa del hotel suelen mostrarse ingeniosos, y los
argumentos expuestos en el calor de una conversación de mesa son en su mayoría
superficiales, por lo mismo que surgen sin reflexión y a la ligera. También
resulta bastante difícil averiguar por qué motivo nuestra discusión rápidamente
adquirió aquella agresividad; la irritación, creo yo, debióse a que los dos
maridos, sin propósito deliberado, pretendían que sus respectivas esposas
escapaban a la posibilidad de llegar a tales caídas y peligros. Desgraciadamente, para defender este punto de vista,
no encontraron nada mejor para objetarme que declarar que sólo hablaba así
quien juzgase la psicología femenina según las conquistas fortuitas y fáciles
del soltero. Esto me irritó bastante; pero cuando la señora alemana salió
diciendo que de un lado estaban las mujeres honestas y del otro las de
temperamento de cocotte, entre las cuales, según ella, había que incluir a madame
Henriette, perdí la paciencia y me demostré, a mi vez, agresivo. Esta
resistencia a conocer la evidencia de que una mujer, en determinada hora de su
vida, malgrado su voluntad y la conciencia de su deber, se halla indefensa
frente a fuerzas misteriosas, revelaba miedo del propio instinto, temor del
demoníaco fondo de nuestra naturaleza. Y parece que muchas personas
experimentan no poca satisfacción al sentirse más fuertes, morales y puras, que
las que resultan "fáciles de seducir". Personalmente yo encuentro más
digno que una mujer ceda al instinto, en forma libre y apasionadamente, a que,
como por lo general ocurre, engañe al esposo en sus propios brazos y a ojos
cerrados. Esto dije yo, poco más o menos. Cuándo los demás, en
el fragor de la disputa, arreciaban en sus ataques contra la indefensa madame
Henriette, con más apasionamiento hacía yo su defensa, llegando, en verdad,
mucho más allá de mis íntimas convicciones. Esta exaltación fue una especie de
estocada a fondo para ambos matrimonios, los cuales, enfurecidos, formando un
cuarteto muy poco armonioso, lanzáronse sobre mí en forma tal, que el anciano
danés, jovial e indiferente por lo común, con el reloj en la mano, como si
actuara de árbitro en un partido de fútbol, fue amonestando a unos y otros
hasta que se vio en el trance de descargar un puñetazo sobre la mesa,
exclamando: "Gentleman, please!". Pero esto no surtía sino un efecto momentáneo. Por
tres veces uno de mis adversarios estuvo a punto de levantarse airado con el
rostro enrojecido, y sólo a duras penas logró calmarlo su esposa. En resumen,
unos minutos más y nuestra discusión hubiera terminado a golpes si, de pronto,
la señora de C., con la eficacia del aceite suavizador, no hubiese calmado las
encrespadas olas de la conversación. La señora C., la anciana dama inglesa, de blancos
cabellos, y gran distinción, era, tácitamente, la presidenta de honor de
nuestra mesa. Sentada en su lugar, erguido el cuerpo, siempre amable y cordial
con todos, por lo regular silenciosa a la vez que dispuesta a escuchar con
deferencia e interés, tenía un aspecto físico sumamente agradable. Una
maravillosa calma, un notable recogimiento reflejábase en su exterior
aristocráticamente reservado. Manteníase apartada de cada uno de nosotros hasta
un límite discreto, bien que mostraba, con tacto exquisito, a todos, su
personal estima y consideración: por lo regular se sentaba en el jardín con sus
libros, tocaba a menudo el piano, raramente se la veía en sociedad o en animada
conversación. Muy raramente se notaba su presencia y, sin embargo, sobre todos
nosotros ejercía un influjo especial. En cuanto ella hubo intervenido en
nuestra discusión, nos percatamos de que nos habíamos expresado con exceso de
acritud y destemplanza. La señora C. aprovechó el molesto silencio que se
produjo al levantarse bruscamente el señor alemán y trató de restablecer la paz
entre nosotros. Levantó de improviso sus ojos grises y claros, me miró un
instante irresoluta, para plantear después, con objetiva claridad, el problema
desde un punto de vista particular. -¿Usted cree, pues, si he entendido bien, que madame
Henriette, que una mujer, cualquiera que sea, sin habérselo propuesto, puede
lanzarse inconscientemente a una aventura repentina? ¿Cree que hay acciones que
una mujer una hora antes de cometerlas juzgaría imposibles y de las cuales no
llegaría a ser responsable? -Yo lo creo en absoluto, señora. -Así, en ese caso, todo juicio moral carecería por
completo de sentido, y toda transgresión a las buenas costumbres quedaría
justificada. Si, en realidad, usted cree que el crimen pasional, como dicen los
franceses, no es un crimen, ¿para qué existen los tribunales? No se precisa
mucha buena voluntad (y usted la posee hasta un grado asombroso, añadió
sonriendo levemente) para descubrir en cada crimen una pasión, y en cada pasión
la causa para disculparlo. El tono claro y casi jovial de sus palabras fue para
mí como un sedante, y adoptando a pesar mío, su aire objetivo, repuse medio en
serio: -La justicia sobre esas cosas seguramente procede con mayor severidad
que yo; está en el deber de vigilar despiadadamente las costumbres ya
establecidas y las convenciones legales; tiene la obligación de juzgar y no de
disculpar. Yo, no obstante, como persona privada, no veo por qué motivo he de
adoptar la actitud del juez; prefiero más bien actuar de defensor.
Personalmente, me produce mayor satisfacción comprender a los hombres y no
condenarlos. La señora C. me miró fijamente con sus ojos grises y
claros, y, al cabo, vaciló. Temí que no hubiera entendido, y me disponía a
repetirle en inglés lo dicho; pero, con singular seriedad, como si estuviésemos
en un examen, siguió preguntándome: -¿No encuentra, pues, odioso y despreciable
que una mujer abandone a su marido y a sus hijas para marcharse tras un hombre
cualquiera, de quien no sabe nada, ni si es digno de su amor? ¿Puede,
realmente, excusar conducta tan atolondrada y liviana en una mujer que, por
otra parte, ya no es una jovencita y que, al menos, por amor a sus hijitas,
debió preocuparse de su propia dignidad? -Repito, señora -insistí-, que, en
este caso, no quiero ni juzgar ni condenar. Puedo reconocer ante usted que he
estado un tanto exagerado: esa pobre madame Henriette no es, por cierto,
ninguna heroína, ni siquiera un espíritu aventurero, menos todavía una "grande
amoureuse''. Sólo la tengo por una mujer corriente, débil, la cual me merece
cierto respeto por haber tenido valor para obrar de acuerdo con su voluntad;
pero que me inspira aún mayor lástima porque indudablemente mañana mismo, si no
hoy, se sentirá profundamente desgraciada. Quizá ha obrado estúpida, locamente; pero nunca de una
manera ruin y vulgar. Lo mismo ahora que antes discutiré con cualquiera el
derecho a menospreciar a esa pobre desgraciada. -¿Siente todavía por ella idéntico respeto y la misma
consideración? ¿No establece diferencia alguna entre la dama respetable con la
cual conversaba usted anteayer, y esa otra que huyó ayer con un desconocido?
-Absolutamente ninguna diferencia; ni siquiera la más insignificante. -Is that so? Involuntariamente, la señora C. se
expresó en inglés parecía que la conversación le interesaba singularmente. Tras
un breve momento, en el cual permaneció pensativa, fijó en mí sus claros ojos
para interrogarme: -Si usted encontrase mañana en Niza, a madame Henriette, por
ejemplo, del brazo de ese joven, ¿la saludaría? -Naturalmente. -¿Hablaría con ella? -Naturalmente. -Y si estuviera... si estuviera usted casado, ¿se
atrevería a presentar a su esposa una mujer así, como si nada hubiese ocurrido?
-Naturalmente. -Would you really? -inquirió de nuevo, en inglés, con
una expresión escéptica y estupor evidente. -Surely I would -contesté también, sin darme cuenta,
en inglés. La señora C. calló. Parecía esforzarse en fijar su
pensamiento; de pronto mirándome, casi asombrada de su propio coraje, exclamó:
-I don't know if I would. Perhaps I might do it also. Y, poniendo fin a la conversación en forma definitiva
aunque sin grosería ni brusquedad, con ese aplomo tan difícil de describir y
que sólo es característico de los ingleses, se levantó y me ofreció con
amabilidad la mano. Gracias a su influencia volvió a imperar la paz; todos lo
agradecimos interiormente. Sintiéndonos aún enemigos, pudimos saludarnos con
una relativa cortesía, y la atmósfera, cargada peligrosamente, se despejó otra
vez, gracias a unas cuantas vulgares ocurrencias. Pese a qué la discusión parecía haber concluido de una
manera cortés, desde entonces subsistió entre mis adversarios y yo una levísima
hostilidad. El matrimonio alemán se mantuvo bastante reservado; el italiano, en
cambio, complacíase en interrogarme los días siguientes, con mordaz
insistencia, si había tenido noticia de la "cara signora Henrietta".
Pese a lo correcto de nuestro trato diario, algo de la cordialidad amable y
leal que presidiera antes nuestras comidas había desaparecido definitivamente. La ironía y la frialdad que demostraban mis
adversarios tornábase aún más sensible debido a la preferente y especial
cordialidad que me demostró la señora desde aquella discusión. Si antes se
encerraba en una extrema reserva, sin mostrarse dispuesta a conversar con sus
compañeros de mesa, salvo en las horas de la comida, ahora aprovechaba
cualquier coyuntura para conversar conmigo en el jardín, y hasta cabría decir
para distinguirme con su trato, ya que sus nobles y reservadas maneras hacían
aparecer toda relación con ella cual un favor especial. He de confesar con
franqueza que la dama parecía buscar mi compañía, no perdiendo oportunidad de
hablar conmigo, haciéndolo de una manera tan ostensible que, si no se hubiera
tratado de una dama anciana y de blancos cabellos, me habría hecho concebir tan
extraños como vanidosos pensamientos. Cada vez la conversación tenía
invariablemente el mismo punto de partida: madame Henriette. Parecía
experimentar una secreta satisfacción tachando de infiel y de falta de energía
moral a aquella que había olvidado sus deberes. Mas, al mismo tiempo, gozábase
también en lo invariable de mi simpatía hacia la indefensa y delicada mujer,
sin que nada me decidiese a volverme atrás en mis opiniones. En vista de que
nuestras conversaciones siempre derivaban hacia el mismo tema, terminé no
sabiendo qué pensar de esa extraña obsesión en que parecía descubrir una punta
de pesadumbre. Esto duró unos cinco o seis días, sin que ella
revelase con una sola palabra el motivo por el cual semejante tema revestía tal
importancia. Pero que tal era se evidenció completamente cuando, en el curso de
un paseo, declaré que mi estancia en la playa había llegado a su término y que
partiría dentro de un par de días. Fue entonces cuando su rostro, de ordinario impasible,
se contrajo repentinamente y en forma singular. Por sus ojos, de un gris
marino, fugazmente cruzó la sombra de una. nube. --¡Qué lástima! ¡Y yo que deseaba conversar aún de
tantas cosas con usted! Después de haber expresado así, determinada inquietud y
desasosiego hizome adivinar que, mientras hablaba, había estado pensando en
otra cosa, la cual debía preocuparla muy hondamente y la llevaba a
ensimismarse. Por fin pareció como si semejante actitud la molestara a ella
misma, por cuanto de pronto, en medio del silencio producido, resueltamente me
ofreció su mano. -Veo que no podré hablar con franqueza de lo que
deseaba. Prefiero escribirle. Y con paso más rápido que el de costumbre, se dirigió
hacia el hotel. En efecto, antes de la cena, aquella noche, encontré
en mi cuarto una carta suya escrita con enérgicos y claros trazos. Por
desgracia, siempre he sido un hombre distraído en lo que se refiere a la
conservación de las cartas recibidas en mis años mozos. No me es posible por lo
tanto, reproducir textualmente el original. Me limitaré sólo a dejar aquí
expresado el contenido más o menos aproximado de su pregunta respecto a si
podría referirme algo de su vida. El episodio -decía en la carta- databa de tan
antiguo que, ciertamente, casi no lo consideraba perteneciente a su vida
actual; y, además, el hecho de que yo debiera irme dentro de dos días hacíale
más fácil hablarme de un asunto que, desde hacía veinte años, la preocupaba y
torturaba vivamente. En el caso de que yo no considerase oportuna semejante
confidencia, me suplicaba que, al menos, le concediera una entrevista de una
hora. Semejante carta, de la cual no menciono aquí sino el
contenido estricto, me interesó extraordinariamente: la redacción inglesa
otorgábale un alto grado de claridad y de decisión fácil y, antes de encontrar
una fórmula que me satisficiera, debí romper tres borradores. Al fin quedó concebida en estos términos: "Para
mí constituye un gran honor que me otorgue usted semejante confianza. Le
prometo corresponder caballerosamente, en el caso de que usted así me lo
demande. Naturalmente, no debo pedirle que me relate más que lo que usted
desea. Pero cuanto me diga, dígamelo con total y estricta sinceridad, no ya por
mí, sino por usted misma. Le suplico crea que considero su confianza como un
honor muy especial". Mi carta llegó a su cuarto por la noche. A la mañana.
siguiente hallé la respuesta: "Usted tiene perfecta razón; la verdad a
medias carece de valor; sólo la tiene la que exponemos íntegramente. Me
esforzaré lo que sea necesario para no ocultar nada ni a usted ni a mí misma.
Venga después de cenar a mi habitación. A mis sesenta y, siete años me
considero a cubierto de toda maledicencia. Hablar en el jardín o en la
proximidad de otras personas no me sería posible. Puede usted creer de veras
que el decidirme a esto no ha sido para mí nada fácil". En todo el día nos encontramos aún en la mesa donde
charlamos de cosas indiferentes. En el jardín, en cambio, visiblemente turbada, evitó
cruzarse conmigo: hízome observar cómo aquella dama anciana, de cabellos
blancos, huía de mí por una avenida de pinos, atemorizada cual una jovencita. A la hora convenida llamé a la puerta de su cuarto la
que fue abierta inmediatamente. La habitación aparecía alumbrada por una tenue luz;
sólo la pequeña lámpara del velador proyectaba un cono de amarillenta luz entre
la oscuridad crepuscular del aposento. La señora C. apareció sin demostrar el
menor embarazo. Ofrecióme un sillón y se ubicó enfrente de m¡.
Con-mucha facilidad pude advertir que no había uno solo de sus movimientos que
no hubiese sido cuidadosamente preparado; pese a lo cual se produjo una pausa,
visiblemente contra su voluntad, una pausa de difícil solución y que fue
prolongándose por momentos, sin que me atreviera a cortarla con una sola
palabra, consciente de que en aquellos instantes una voluntad poderosa sostenía
una lucha violenta con una fuerte resistencia. Del salón nos llegaban, de vez en cuando, apagados,
los truncados acordes de un vais. Yo escuchaba con atención, como deseando
despojar a aquel silencio de algo de su molesta opresión. Demostrando darse
cuenta, ella, a su vez, de lo penoso de la pausa excesivamente prolongada, de
súbito hizo un gesto decisivo, y comenzó: --Únicamente la primera palabra es
difícil. Desde hace dos días me preparo para ser clara y franca en absoluto.
Espero que lo conseguiré. Por el momento, quizás no acierte usted a explicarse
por qué yo le refiero a usted, a un extraño, todas esas cosas. . . ¡Pero es que
no pasa un día y apenas unas horas sin que deje de pensar en aquel hecho! Puede
usted creer a esta mujer de edad avanzada cuando le declara que no hay nada más
insoportable que pasar toda una vida con la obsesión de un solo punto, de un
solo día de existencia. Porque todo cuanto voy a narrarle abarca sólo un
brevísimo espacio de veinticuatro horas en una vida de sesenta y siete años.
Con frecuencia me he dicho a mí misma, hasta volverme loca, que escasa
importancia tiene, dentro de una prolongada existencia, el haber obrado mal en
una única ocasión. Pero no podemos librarnos de eso que, con expresión bastante
vaga, llamamos "conciencia". Con todo, si hubiese llegado a sospechar
que un día oiría hablar a usted de modo tan objetivo sobre el caso de madame Henriette,
tal vez hubiera puesto fin al incesante cavilar, a la constante denigración de
mí misma, y me hubiera decidido de una vez a hablar libremente con alguien
sobre aquel único día de mi vida. Si en lugar de pertenecer a la religión
anglicana yo hubiera estado afiliada a la religión católica, entonces se me
hubiera presentado hace años la oportunidad de la confesión. Mas ese consuelo
nos está vedado a nosotros, y yo hoy voy a hacer este ensayo singular: hablarme
sinceramente a mí misma a la vez que le hablo a usted. Comprendo que todo esto
resulta muy extraño; pero usted aceptó sin vacilar mi proposición y por ello le
estoy sumamente agradecida. Bien. Ya le he dicho que sólo deseaba referirme a un
solo día de mi vida; el resto de ella me parece totalmente desprovisto de
importancia, sin interés para nadie. Lo que he visto hasta los cuarenta y dos años no se
aparta de lo común. Mis padres eran unos ricos terratenientes de Escocia;
poseían grandes fábricas y granjas, y, según la costumbre de la nobleza, la
mayor parte del año residíamos en nuestras haciendas, pasando la
"season" en Londres. Cuando tenía dieciocho años conocí en un salón a
mi marido; era el segundo hijo de la conocida familia de R., y había prestado
servicio militar durante diez años en la India. Nos casamos inmediatamente, y
llevamos la existencia exenta de preocupaciones propia de la gente de nuestra
clase: tres meses en Londres, tres en nuestras propiedades, y el resto del
tiempo viajando por Italia, España y Francia. Jamás enturbió la más leve sombra
nuestro matrimonio. Los dos hijos que tuvimos ya son adultos. Al llegar a los
cuarenta años, inesperadamente falleció mi esposo. En el ejército había
contraído una enfermedad del hígado, y después de dos semanas de horrible
angustia le perdí. El mayor de mis hijos estaba entonces en el ejército; el
menor se hallaba aún en el colegio; así es que me encontré sola completamente,
siendo esa soledad, para quien como yo se hallaba acostumbrada a la tierna y
solícita compañía de mi esposo, algo así como un tormento insoportable.
Permanecer un día más en la casa donde todo me recordaba la dolorosa pérdida
del ser querido, resultábame imposible. Decidí, pues, viajar intensamente
durante los años siguientes, y mientras mis hijos permanecieron solteros. Mi vida, en realidad, desde aquel momento me pareció
absolutamente insensata e inútil. El hombre con el cual durante veintitrés años
compartiera todos los instantes y todos los pensamientos, había desaparecido;
mis hijos casi no me necesitaban; y yo, además, temí amargar su juventud con mi
pesimismo y melancolía. Para mí misma no ambicionaba ni deseaba cosa alguna. Primero me fui a París. Allí, para disipar el tedio,
me dediqué a visitar establecimientos y museos. Mas, la ciudad y las cosas me
resultaban un tanto extrañas. Huí de la sociedad, pues no me era posible soportar
las compasivas miradas que cortésmente todos me dirigían al verme tan enlutada.
No llegaría a poder decirle cómo pasé aquellos días de vagabundeo. Sólo sé que
no tenía más deseo que el de morir; pero me faltaron las fuerzas para
precipitar este anhelo doloroso. Al cabo de dos años de luto, o sea, a la edad de
cuarenta y dos, hallándome en semejante estado de extrema atonía, huyendo de
una existencia carente de objetivo, a la que no había sabido sobreponerme,
llegué, sin saberlo casi, a Montecarlo. Diciendo todo con sinceridad, he de manifestar que eso
se debió al tedio, al afán de llenar el penoso vacío de mi corazón, el que no
puede nutrirse sino con los pequeños estímulos del mundo exterior. Cuanto mayor
era mi atonía, más intenso resultaba en mí el anhelo de hallarme allí donde la
vida se agitaba más febrilmente. Para el que se siente desasido de todo, la
inquietud apasionada de los otros le produce una conmoción en los nervios, cual
en el teatro o con la música. Por eso, también concurrí al Casino varias veces. Me
agradaba observar la inquieta fluctuación de la alegría o la consternación en
los rostros de la gente, mientras mi interior sólo era un espantoso desierto.
Además, mi esposo, sin pecar de frívolo, en vida complacióse en frecuentar, de
vez en cuando, las salas de juego, y así a mí me agradaba revivir fielmente,
con algo así como una piedad maquinal, todas sus costumbres de antaño. Fue
también allí donde comenzaron aquellas veinticuatro horas que para mí
resultaron más excitantes que todo juego, y que llegaron a turbar por largos
años mi existencia. Aquel día yo había almorzado con la duquesa de M.,
pariente de mi familia. Por la noche, después de cenar, no sintiéndome aún lo
bastante fatigada para marcharme a la cama, penetré en la sala de juego; y,
pese a que yo no jugaba, lentamente iba de una mesa a la otra observando de
manera especial a los grupos de jugadores allí reunidos. Digo de una manera
especial, refiriéndome a lo que me enseñaba mi marido un día en que me
lamentaba de lo aburrido que era contemplar constantemente las mismas caras:
mujeres avejentadas y entecas, que permanecían horas y horas como asustadas
antes de aventurar una ficha; profesionales astutos, cortesanas, aventureras,
toda esa turbia sociedad que, como usted sabe, no resulta tan pintoresca ni
romántica como se da en pintarla en las malas novelas, donde siempre aparece
como la "fleur d'élegance" y cual la muestra de la aristocracia de
Europa. Además, el Casino, hace veinte años, era mucho más atrayente que en el
presente:. En aquella época, circulaba el dinero en forma evidente, tangible y
verdaderamente desaforada. Los arrugados billetes, los dorados napoleones, las
arrogantes monedas de cinco francos, se amontonaban y corrían formando
remolinos por las mesas, cual en el más loco de los vértigos. En cambio, hoy un
público burgués, de agencia de viajes Cook, acaricia aburridamente las fichas
sin carácter del juego, a la moderna. Empero, entonces tampoco encontraba el
menor interés en la uniformidad de aquellos rostros extraños, hasta que cierto
día mi esposo, cuya secreta pasión era la quiromancia, la expresión de las
manos, me enseña una forma especial de mirar, que era, en realidad, más
interesante y que impresionaba y excitaba mucho más que el soporífero mariposeo
alrededor de las mesas. Consistía en no mirar nunca los rostros, sino el
cuadrilátero de la mesa, y sobre todo, no apartar la vista de las manos de los
jugadores y su manera particular de moverse. Ignoro si alguna vez usted habrá puesto, por
casualidad, exclusivamente su atención en el tapete verde, en el centro del
cual la bolita, como un borracho, vacila de un número a otro y dentro de cuyo
cuadrilátero, dividido en secciones, a modo de maná, llegan arrugados pedazos
de papel, redondas piezas de oro y plata, que después la raqueta del
"croupier", al igual que una fina guadaña, siega y arrastra hacia sí
o empuja, cual una gavilla, hacia el ganador. Observándolo desde esta especial
perspectiva, lo que varía sólo son las manos, la multitud de manos claras,
nerviosas y constantemente en actitud de espera en torno del tapete verde,
todas asomando por las cavernas de sus respectivas mangas, cada una de forma y
color diferente, unas desnudas, otras adornadas con anillos y pulseras
repiqueteantes, muchas velludas como si fueran de animales salvajes, otras
muchas húmedas y retorcidas como anguilas; y todas, empero, crispadas,
trémulas, poseídas por una terrible impaciencia. Sin querer, siempre pensaba en
la pista de las carreras en el momento en que en la línea de largada hay que
contener con fuerza a los excitados caballos para que no se salgan antes de
tiempo. Exactamente así temblaban y se agitaban las manos.
Todo puede adivinarse en esas manos en su manera de esperar, de coger, de
contraerse. Al codicioso se le conoce por su mano semejante a una garra; al
pródigo, por su mano blanca y floja; al calculador, por la muñeca firme; al
desesperado, por la mano temblorosa; cientos de temperamentos se descubren con
la rapidez del rayo, ya sea en la forma de coger el dinero, si lo estruja o lo
agita nerviosamente, si, abatido y con mano fatigada, hace indiferente una
apuesta en el tapete verde. Decir que al hombre se le descubre en el juego casi
es una vulgaridad; pero yo afirmo que todavía su mano le descubre mejor durante
el juego. Porque todos o casi la totalidad de los jugadores aprenden muy pronto
a dominar su rostro: todos, del cuello para arriba, llevan la máscara fría de
la impasibilidad: dominan y borran las arrugas que se forman en torno de la
boca: moderan su sobreexcitación apretando constantemente los dientes;
ocúltanse a sí mismos la visible inquietud; y, con los músculos en tensión,
imprimen al semblante una fingida indiferencia, que por momentos llega a adquirir
una aristocrática frialdad. Pero, por lo mismo que la tensión está tensamente
concentrada, se afanan en dominar la expresión del semblante, que es la parte
más visible del ser, y olvidan las manos, porque no saben que hay quienes las
observan y descubren en ellas todo lo que más arriba intentan disimular los
labios sonrientes y las miradas aparentemente tranquilas. Las manos, ponen, impúdicamente, al descubierto su
secreto. Porque llega un momento inevitable en que los dedos, a duras penas
dominados, en apariencia adormecidos, saldrán de su involuntaria indolencia; en
el angustioso segundo en que la bolita de la ruleta cae en la pequeña casilla y
se canta el número ganador; en ese instante, cada una de aquellas cien o ciento
cincuenta manos dibuja un involuntario movimiento, completamente individual,
personal, de instinto primitivo. Y cuando uno aprende y se acostumbra, como yo, debido
a la pasión de mi marido, a observar esa multitud de manos, la explosión
constantemente variable, diferente e inesperada del temperamento particular, de
cada persona, nos produce un efecto más emotivo que el teatro o la música. No es posible describir las mil maneras de mover las
manos en el juego: las hay cual de bestias salvajes; de velludos y curvados
dedos, que arrebatan el dinero forzosamente, otras, nerviosas, trémulas, con
las uñas pálidas, que casi no se atreven a avanzar; otras, nobles y a la vez
viles, tímidas y brutales, vivas y torpes; y otras, vacilantes... Cada una
actúa de modo diferente, porque expresa un temperamento distinto, excepción
hecha de las manos de los "croupiers". Las de éstos son máquinas
perfectas; junto a la exaltación viva de las otras, funcionan con objetiva
precisión, atareadas siempre y con absoluta indiferencia, cual si se tratara de
las llaves sonoras de un aparato calculador. Estas manos frías actúan de manera
que no sorprende mayormente por el contraste que hacen con sus obsesionadas y
apasionadas hermanas. Diríamos que visten uniforme cual policías en medio de
las oleadas de exaltación de una revuelta popular. Agregamos todavía el deleite personal que se
experimenta a los pocos días, una vez conocidas las costumbres y las pasiones
de cada una de las manos. Al poco tiempo hice distinciones entre ellas,
dividiéndolas, cual lo haría con las personas, en simpáticas y antipáticas; las
había que me resultaban tan asquerosas por su avidez y su torpeza, que siempre
apartaba la mirada de ellas cual ante una indecencia. Una mano nueva en la mesa
constituía para mí una aventura y un nuevo motivo de curiosidad. Á menudo
olvidaba mirar el rostro que, más arriba, asentaba sobre un cuello cual una
fría máscara inmóvil, sobre una camisa de smoking o un resplandeciente
descotado. Aquella noche, cuando entré, pasé de largo frente a
dos mesas atestadas de jugadores hasta llegar a una tercera. Preparaba ya unas
piezas de oro cuando escuché, en medio de esa pausa tan tensa en que parece
vibrar el silencio, esa pausa que se produce cada vez que la bola, mortalmente
fatigada, vacila entre los números, escuché, digo, frente a mí, un extraño
ruido, cual el crujido de unas articulaciones que se rompen. Quedé estupefacta.
En aquel instante vi dos manos (hasta me sobresalté), la derecha y la
izquierda, como jamás había visto; dos manos convulsas que, cual animales furiosos,
se acometían una a otra, dándose zarpazos y luchando entre sí de manera tal que
crujían las articulaciones de los dedos con el ruido seco de una nuez cascada.
Eran aquéllas unas manos dé singular belleza, extraordinariamente alargadas y
estrechas, aunque, al mismo tiempo, provistas de una sólida musculatura; muy
blancas, con las uñas pálidas y las puntas de los dedos finamente redondeadas.
Yo las hubiera contemplado toda la noche. Me sentía maravillada de aquellas
manos extraordinarias y únicas. Pero lo que en particular me impresionó fue el
frenesí, la expresión locamente apasionada y la manera de luchar una con otra.
Adiviné al punto que estaba ante un hombre abrumado, el cual contenía todo su
sufrimiento con la punta de los dedos para no dejarse aniquilar por él. Y en
aquel instante, en aquel instante preciso en que la bolita fue a caer con un
ruido seco en la casilla y el "croupier" cantaba el número, en aquel
segundo, las dos manos se separaron, cayendo desplomadas, como dos bestias alcanzadas
por un mismo tiro. Se abatieron realmente desfallecidas, inertes, con plástica
expresión de extenuación y de desengaño, cual heridas por el rayo, como una
existencia que se apagara, y en forma tal que no encuentro palabras para
expresarlo. Jamás había visto y nunca más veré manos tan elocuentes, en las que
cada músculo semejaba estar dotado de palabras y en las que el sufrimiento se
exhalaba de cada poro. Durante unos instantes permanecieron ambas sobre la
mesa, como aplastadas y muertas, igual que dos medusas arrojadas al borde de la
ribera. Después la derecha empezó a levantarse penosamente sobre la punta de
los dedos; temblaba, retrocedía, describía un movimiento de rotación en torno
de sí misma, vacilaba y se retorcía; por último, cogió nerviosa una ficha que,
indecisa, hizo rodar, como si fuera una ruedecita, entre el índice y el pulgar.
De súbito, arqueándose en un gesto felino, de pantera, lanzó., mejor dicho,
escupió la ficha de cien francos en el centro de la casilla negra. Luego, como
obedeciendo a una señal, la excitación apoderóse también de la inactiva mano
izquierda, que hasta entonces permaneciera adormecida; ésta se levantó, se
desesperó, se arrastró lentamente hacia la otra mano que yacía trémula y
fatigada aún de la jugada que acababa de arriesgar; y ambas permanecieron
juntas y horrorizadas, en tanto daban sobre la mesa suaves golpecitos con los
nudillos, cual dientes que la fiebre hiciera castañetear... ¡No, nunca jamás
había visto yo manos que hablaran con tan viva expresión y estuviesen poseídas
de una excitación, de una tensión tan espasmódica! Todo lo demás de aquel
enorme local: el murmullo de las salas, los gritos de los
"croupiers", el ir y venir de unos y otros, e inclusive aquella
bolita que ahora, arrojada de su escondrijo, saltaba como una endemoniada
dentro de la jaula redonda y bruñida como un parquet... toda aquella multitud vertiginosa llena de impresiones
relampagueantes y fugaces que influían crudamente sobre los nervios. me
parecieron muertas y petrificadas comparadas con aquellas dos manos trémulas,
jadeantes, impacientes, anhelantes y heladas, al lado de aquellas dos soberbias
manos frente a las cuales me sentía como hipnotizada. Al fin no pude más: necesitaba ver el rostro de la
persona a quien pertenecían las manos aquellas y, angustiosamente, porque
sentía miedo de ellas, mi mirada lentamente ascendió desde la manga hacia los
estrechos hombros. Y otra vez me estremecí, pues aquel rostro se expresaba con
el mismo lenguaje desenfrenado y fantásticamente sobreexcitado que las manos,
reflejaba igual cólera horrorizada en su expresión y la misma delicada y casi
femenina belleza. Jamás había visto un rostro semejante tan fuera de sí mismo,
y ofreciéndome la oportunidad de contemplarlo a mi antojo, cual una máscara,
cual una estatua que estuviera desprovista de ojos. Porque aquellas pupilas de
poseso no se movían un solo instante ni hacia la derecha ni hacia la izquierda.
Inmóviles, negras, bajo los párpados abiertos, eran como inanimadas bolas de
vidrio en las cuales se reflejaba el brillo de aquella otra, de color caoba,
que, enloquecida, rodaba y saltaba entre las casillas de la ruleta. Una vez
más, lo repito, nunca había visto un rostro tan interesante y de tal modo
fascinador. Pertenecía a un joven de unos veinticuatro años;
delgado, fino, bastante alto y, por consiguiente, muy expresivo. Exactamente
como las manos, aquel rostro ofrecía un aspecto no tan viril, sino más bien el
de un muchacho apasionado... Todo esto no lo observé sino más tarde, pues en aquel
momento su rostro se esfumaba por completo bajo una expresión descompuesta por
la avidez y la locura. La boca estrecha; anhelosa, entreabierta, dejaba medio
al descubierto la dentadura: a la distancia de diez pasos podía vérsele
rechinar febrilmente, mientras los labios permanecían entreabiertos e
inmóviles. Un rubio y húmedo mechón pegábasele sobre la frente, colgando cual
si fuera a caerse, y las aletas de su nariz vibraban con temblor
ininterrumpido, como en un movimiento invisible de pequeñas ondas bajo la piel.
Y la cabeza toda, echada hacia adelante, inclinábase más y más, sin darse
cuenta, en igual dirección, cual si fuera a dar contra el remolino de la bolita
y a hacerse añicos. Entonces me expliqué la rígida presión de las manos:
únicamente por obra de aquella presión podía mantenerse en pie, en perfecto
equilibrio, aquel cuerpo próximo a desplomarse. Nunca, repito, nunca había visto un rostro en el cual
se reflejase en forma tan abierta y tan impúdica, la pasión y el instinto. Yo
permanecía inmóvil, atraída por la alocada expresión tan intensamente como él
podía estarlo por los movimientos y los saltos de la bolita. A partir de ese
instarte no vi nada más en el salón. Todo me pareció vago, sordo, borroso,
oscuro, comparado con el fuego que brotaba de aquel rostro. Habiéndome olvidado
de la gente que me rodeaba, observé durante una hora únicamente a aquel hombre
así como cada uno de sus menores gestos. En determinado momento, el "croupier" hizo
avanzar veinte piezas de oro hacia aquellas anhelosas garras. Sus ojos
despidieron vivo resplandor, el crispado ovillo de sus manos se deshizo como
bajo una explosión, y los dedos, trémulos, se separaron saltando. En lo que
duró aquel segundo, el rostro pareció al punto iluminado y rejuvenecido, las
arrugas desaparecieron, los ojos comenzaron a brillar, el cuerpo, rígidamente
inclinado, se irguió, ágil, esbelto... Por primera vez se sentó blandamente, al
igual del jinete en la silla, movido por la alegría del triunfo; los dedos,
pueriles y vanidosos, jugaron con las redondas monedas, haciéndolas bailar y
tintinear unas contra otras. Luego, inquieto otra vez, volvió la cabeza y
recorrió con la mirada todo el tapete verde, así como el hocico olfateador del
sabueso en busca de una pista, para arrojar, de súbito y con un movimiento
brusco, todo el montón de monedas en uno de los cuadros. De inmediato volvió
aquel acecho y aquel estado de sobreexcitación. De nuevo vi en sus labios aquel
temblor brusco, eléctrico; de nuevo se le encogieron las manos, y su rostro de
adolescente se transformó bajo la angustiosa espera, hasta que, de pronto,
explosivamente la tensión se deshizo en desencanto: la faz febrilmente excitada
púsose marchita, lívida y envejecida, los ojos se apagaron cual consumidos por
el fuego, y todo en el espacio de un segundo, en cuanto la bolita fue a caer
dentro de un número que no era el aguardado. Había perdido. Unos segundos permaneció inmóvil, con una mirada de
estupidez, como si no hubiese comprendido; mas en seguida, al oír el primer
grito del "croupier", que sonó como un chasquido, sus dedos se
adelantaron otra vez con unas monedas. Pero ya había perdido la seguridad; primero colocó las
monedas en un cuadro; luego, pensándolo mejor, en otro, y, casi cuando la
bolita había empezado a rodar, obedeciendo a una repentina inspiración, arrojó
rápidamente y con trémula mano dos billetes más en el cuadro. Estas bruscas oscilaciones entre las pérdidas y las
ganancias se prolongaron una hora entera, poco más o menos. En todo aquel
tiempo no aparté ni un instante mi mirada del rostro de expresión siempre
variable al que afluían todas las pasiones. Mis ojos expertos, no perdieron nunca de vista
aquellas mágicas manos, cada uno de cuyos músculos expresaba plásticamente toda
la escala ascendente y descendente de los sentimientos humanos. Nunca en el
teatro había contemplado yo con tanto interés el rostro de un actor como miraba
entonces a aquel sobre el cual, como la luz y las sombras de un paisaje, en
constante desfile, se reflejaban todos los colores y sentimientos. Nunca, en
una sala de juego, habíase desvelado mi atención como ante el loco frenesí de
aquel desconocido. 5i alguien me hubiera observado en aquellos instantes,
habría tomado mi inmovilidad de acero por un caso de hipnosis. Realmente algo
de eso tenía mi estado de completo alelamiento. En fin., me era imposible
separar la mirada de aquella serie de gestos; y todo lo demás, todo cuanto
ocurría en la sala, con las luces, las risas, las personas, las miradas,
flotaba alrededor mío corno una humareda amarilla e informe, de la cual surgía
el rostro aquel que era cual una llama entre llamas. No sentía nada, no me percataba de nada, no notaba que
la gente se agolpaba en torno mío, ni veía otras manos que, como tentáculos, se
alargaban de pronto para lanzar o coger el dinero. No veía, tampoco, la bolita
saltarina, ni escuchaba la voz de los "croupiers"; y, sin embargo,
cual en un sueño, subyugada por el espectáculo, percatábame de todo cuanto
ocurría allí a través de aquellas manos tan sobremanera excitadas. Para saber
si la bolita caía en el rojo o en el negro, si rodaba o se detenía, no
necesitaba mirar la ruleta: pérdida o ganancia, esperanza o desilusión, una
tras otra, estas fases pasaban fulminantes a través de los nervios y gestos de
aquel rostro surcado por el ondear incesante de la pasión. Pero vino después el momento peligroso, momento que
hacía rato estaba temiendo sordamente, que se había cernido sobre mis nervios
como una tempestad y que, de pronto, los hizo estallar. Naturalmente la bolita,
con su suave ruido peculiar, había comenzado a rodar; nuevamente volvía a
palpitar aquel segundo en que doscientos labios contenían el aliento, hasta que
la voz del "croupier" anunciaba: "cero" mientras su raqueta
recogía ágilmente de todas partes las sonoras monedas y los arrugados billetes.
En aquel instante, las dos manos encogidas esbozaron un movimiento singular de
espanto; se abalanzaron dispuestas a hacer presa en algo inexistente, y
volvieron a abatirse exangües sobre la mesa, cediendo tan sólo a su peso de
gravedad, diríase que muertas por la fatiga. Mas luego, de pronto, volvieron a
animarse, se retiraron febrilmente de la mesa para dirigirse hacia su propio
cuerpo, y, a manera de gatos salvajes, treparon por el tronco, deslizándose por
arriba, por debajo, hacia la derecha, hacia la izquierda, palpando
nerviosamente todos los bolsillos por si- encerraban alguna olvidada moneda de
oro. Empero, siempre se retiraban sin resultado y siempre cada vez más
enardecidas, repetían la insensata y vana búsqueda, en tanto que, volviendo a
funcionar la ruleta, proseguían los otros su juego, sonaban las monedas,
movíanse las sillas y escuchábase en el salón el murmullo de mil ruidos
distintos. Poseída por el horror, yo temblaba; tuve también la sensación de que
mis propios dedos se desesperaban frenéticos buscando una moneda en los
bolsillos del arrugado traje. De pronto, el hombre aquel levantóse con rapidez,
como lo haría una persona que se sintiese repentinamente indispuesta y se
parara para no asfixiarse. Con el movimiento que hizo, la silla se cayó al
suelo, produciendo gran estrépito. Sin darse cuenta de esto, sin reparar en los
vecinos que entre atemorizados y estupefactos le cedieron el paso,
tambaleándose, se alejó de la sala, como enceguecido. En aquel momento me quedé pasmada, adiviné al punto
hacia dónde se encaminaba aquel individuo; iba hacia la muerte. El que de tal
manera se levanta no va al hotel, ni al bar, ni al lado de la mujer, ni a la
estación, ni a cualquier otro lugar donde hay un poco de vida, sino que se
precipita directamente en el abismo. El más indiferente habría adivinado que el
hombre aquel carecía de reservas, y no las tenía en casa, ni en el banco, ni en
ninguna otra parte y que, habiéndose encaminado al Casino con sus últimos
recursos, llevando su vida como postrera apuesta a la mesa de juego, ahora se
encaminaba a cualquier parte, sin duda, pero indudablemente fuera de la vida. Desde el principio temí y sospeché que se hallaba en
juego allí algo más importante que una mera pérdida o ganancia. Sin embargo,
solamente entonces esa certidumbre cruzó por mi mente como un negro rayo,
mostrándome cómo la vida desaparecía de repente ante sus ojos y la muerte
cubría con su palidez aquel rostro, hasta entonces rebosante de vida. Hasta tal
punto me sentía compenetrada con el mínimo de sus gestos que,
inconscientemente, tuve que asirme al borde de la mesa cuando vi que abandonaba
su sitio y se alejaba, tambaleándose. El temblor de su cuerpo hablase
comunicado al mío, cual antes ocurriera con la palpitación de sus arterias y la
tensión de sus nervios. Me sentí como arrebatada. ¡Debía seguirle! Y, extraños
a mi voluntad, mis pies echaron a andar. Obraba inconsciente, sólo movida por
una fuerza que era superior a mí misma, y tomando por un pasillo me encaminé a
la salida. El individuo se hallaba en el guardarropa; el empleado
le entregó el abrigo, mas los brazos ya no obedecían al joven, y el mismo
empleado debió prestarle ayuda, cual si se tratara de un paralítico. Le vi
buscar maquinalmente en los bolsillos del chaleco una moneda para la propina;
pero los dedos reaparecieron sin haber hallado nada, Entonces fue como si al
punto recordara todo, murmuró unas palabras y, tal cual hiciera al apartarse de
la mesa de juego, realizó un brusco movimiento hacia adelante, para descender
la escalinata del Casino tambaleándose como un borracho, seguido unos momentos
por la sonrisa, entre despreciativa y compasiva, del criado. Aquellos gestos me inspiraron tal compasión, que me
avergoncé de mirarle. Me aparté a un lado, entristecida de haber presenciado,
como desde el palco de un teatro, la desesperación de un infeliz desconocido.
Con todo, tornó a hacer presa en mí la inexplicable angustia. Prestamente
solicité mi abrigo y sin pensar en nada determinado, de un modo completamente
mecánico, impelida por el instinto en pos del desconocido, me hundí en las
tinieblas de la noche. Por un momento, la señora C. interrumpió su narración.
Se encontraba sentada, inmóvil, frente a mí, y con aquella su calma y serenidad
peculiares, sin hacer una pausa. Había hablado como únicamente lo hace quien se
ha preparado lenta e íntimamente, ordenando con cuidado los acontecimientos.
Por primera vez se detuvo; vaciló unos instantes y después, interrumpiendo su
relato, se dirigió directamente a mí: -He prometido a usted y a mí misma
-comenzó con cierta indecisión- contárselo todo, ajustándome a la más absoluta
sinceridad. Pero he de exigirle un crédito absoluto a esta sinceridad mía,
suplicándole no ver en mi conducta motivos secretos, los cuales, en caso de
existir, posiblemente no me avergonzarían, bien que en este caso sería
completamente erróneo suponer. He de recalcar que si corrí tras aquel jugador
infortunado no fue porque me sintiese enamorada ni poco ni mucho de él. No vi
en él más que a un ser humano, y, efectivamente, para mí, que era entonces una
mujer de cuarenta años, nunca más la mirada de un hombre tuvo interés después
del fallecimiento de mi esposo. Eso, para mí, había concluido en absoluto. Digo
esto porque, de otra manera, todo lo que sigue no lo comprendería usted en toda
su horrible verdad. Por otra parte, verdad es que me sería harto difícil
explicar con claridad el sentimiento que en forma tan irresistible me impulsó a
seguir entonces en pos de aquel desdichado. En mí había curiosidad, pero, ante
todo, un miedo terrible, o mejor dicho, temor de algo tremendo que desde los
primeros instantes advertí que estaba rondando al joven, invisiblemente. Pero
una categoría tal de sentimientos no se puede descomponer ni analizar en
particular porque chocan entre sí con tal confusión, de manera tan violenta,
tan furiosa, tan espontánea.. . No realicé, en verdad, nada más que ese gesto
instintivo de prestar auxilio, exactamente como cuando sostenemos a la criatura
que, en la calle, está por echarse bajo las ruedas de un automóvil. ¿Puede,
acaso, explicarse, que determinados individuos, que no saben siquiera nadar,
intenten arrojarse desde lo alto de un puente para salvar a uno que se ahoga?
Estos individuos se mueven sencillamente gracias a una fuerza mágica que los
impulsa antes de que tengan tiempo de darse cuenta de su insensata temeridad;
pues así, exactamente, sin meditarlo, sin una reflexión consciente, seguí en
pos de aquel desgraciado, desde la sala de juego hasta el vestíbulo del Casino,
y desde allí a la terraza. Tengo la seguridad de que ni usted ni nadie que
tuviese la mirada alerta de una persona sensible habría logrado resistir
aquella angustiosa curiosidad. No es posible suponer un aspecto más siniestro
que el presentado por aquel joven que contaba escasamente unos veinticinco años
y que, fatigado como un anciano, tambaleándose cual borracho, con el cuerpo
destrozado, pesadamente se arrastraba escaleras abajo hacia la terraza exterior
del Casino. Una vez allí, se dejó caer en un banco, como si tuviera el cuerpo de
plomo. Al observar aquella actitud, de nuevo presentí con espanto, que el joven
se hallaba al final de la vida. En aquella forma no suele desplomarse sino un
muerto o un hombre al cual ninguno de los músculos obedece ya a €a fuerza
vital. La cabeza, vuelta hacia un lado, apoyábase en el respaldo del banco, y
los brazos colgaban inertes. A la mortecina luz de los turbios faroles un
transeúnte lo habría confundido con un cadáver. No puedo explicar cómo se me
presentó esta visión, pero es lo cierto que súbitamente se proyectó allí
enfrente, palpable, evidente, horrible y terriblemente verdadera; así, cual un
cadáver, lo vi ante mí en aquel instante, convencida de que cargaba un revólver
en el bolsillo y de que, a la siguiente mañana, le hallarían tendido en aquel
banco o en otro cualquiera, inanimado y empapado en sangre. Su manera de desplomarse fue exactamente como la de
una piedra arrojada a€ abismo, y que hasta haber llegado al fondo no se
detiene. Jamás había visto yo una expresión de abatimiento y desesperación
expresada con un gesto tan humano y desgarrador. Ahora imagínese mi situación. Me hallaba a diez o
veinte pasos del banco sobre el cual aquel hombre yacía inmóvil y destrozado y
sin saber qué decidir; por un lado, movida por e€ deseo de prestar auxilio; y,
por otro, por el afán de huir, producto de la ingénita timidez y de la
educación recibida, que me vedaba dirigir la palabra a un desconocido en medio
de la calle. Los faroles brillaban débilmente bajo el cielo nublado. Sólo de
vez en cuando, y con prisa, pasaba algún transeúnte, pues ya era medianoche.
Casi me encontraba sola en el parque con aquel desventurado que quería
suicidarse. Cinco, diez veces concentré mis fuerzas disponiéndome a acercarme a
él; pero siempre me hizo retroceder cierta vergüenza o, quizá, el instintivo
presentimiento de que siempre los desesperados arrastran consigo a quienes
tratan de socorrerlos. En tales dudas y vacilaciones, me di cuenta cabal de lo
insensata y ridícula que era mi situación. Porque yo no podía ni hablar, ni alejarme,
ni abandonarlo. No sabía qué hacer. Espero que me creerá usted si declaro que, quizás, por
espacio de una hora, interminable hora, durante la cual millares y millares de
pequeñas ondas de mar invisible cortaban el tiempo, estuve paseándome vacilante
por la terraza, constantemente obsesionada por el espectáculo de total
aniquilamiento de aquel hombre. Decididamente, no poseía coraje suficiente para hablar
o para obrar. Quizá hubiera pasado toda la noche aguardando aún o me hubiera
decidido finalmente, movida por un prudente egoísmo, a regresar a mi casa. Sí,
creo que, incluso, a punto estuve de abandonar a aquel desdichado en manos de
su propia debilidad... Mas una fuerza superior salió al paso de mi
indecisión. Comenzó a llover. Durante toda la noche, el viento había acumulado
sobre el mar gruesos nubarrones primaverales preñados de agua. Por los
pulmones, por el corazón podía uno comprobar que la atmósfera se cargaba por
momentos. De pronto cayeron gruesas gotas sonoras a las que siguió una copiosa lluvia
que caía en densas madejas agitadas por el viento. Inmediatamente me guarecí
bajo la marquesina de un quiosco. Pese a que abrí el paraguas, las impetuosas
ráfagas del viento salpicaron de lluvia mi traje. En el rostro y en las manos
sentí el polvo líquido y frío que levantaban las gotas al chocar contra el
suelo. Bajo aquel furioso chaparrón, el infeliz permanecía
totalmente inmóvil en su banco. El recuerdo de aquella escena angustiosa me oprime,
aún hoy, la garganta. De todas las canaletas el agua caía a borbotones. De
la ciudad llegaba el ruido sordo de los coches. Por la derecha, por la
izquierda, los transeúntes envueltos en sus abrigos cruzaban corriendo. Todo
cuanto tenía dentro de sí algo de vida huía del chubasco, en busca de un lugar
dónde refugiarse. Por doquiera, tanto entre los hombres como entre los
animales, manifestábase la angustia ante la explosión de los elementos.
Únicamente aquella piltrafa humana estaba derrumbada, inmóvil en el banco. Ya
le dije que aquel hombre tenía el mágico poder de exteriorizar plásticamente,
con movimientos y gestos, todos sus estados interiores. Nada, sin embargo,
absolutamente nada sobre la tierra podría expresar de manera tan conmovedora la
desesperación, el abandono absoluto de sí mismo y la apariencia de la muerte
con aquella inmovilidad, con aquel estado inerte, inanimado, bajo la terrible
lluvia, con aquella fatiga demasiado extrema para permitirle levantarse y dar
los pocos pasos que le separaban de un techo protector, con aquella definitiva
indiferencia hacia la propia vida. Ningún escultor, ni pintor, ni Miguel Ángel
ni Dante, habíame hecho sentir jamás con semejante angustia el gesto de la
máxima desesperación, de la miseria definitiva de este mundo, como aquel hombre
que estaba vivo aún, y se dejaba azotar por los elementos por hallarse
demasiado abatido y destrozado para intentar un solo movimiento que le
permitiera guarecerse de ellos. Estas consideraciones bastaron para decidirme. ¡No
podía más! Veloz atravesé la líquida cortina de la lluvia y en cuanto llegué al
banco, sacudí aquel húmedo fardo humano. -¡Venga! -le dije, tomándole por un brazo. El brazo se mantenía inerte, penosamente levantado.
Pareció como si cierto movimiento fuese a iniciarse en él; pero desde luego, el
desgraciado no me entendía. -¡Venga! -repetí, sacudiéndole el brazo, esta vez casi
iracunda. Entonces se levantó lentamente, bamboleándose, sin
voluntad. -¿Qué hace usted? -preguntóme. No supe qué
contestarle, pues yo misma ignoraba dónde ir con él. Solo lejos de allí, lejos
del terrible y frío chubasco, lejos de aquella postración insensata y suicida,
lejos de aquel estado de extrema desesperación. Sin dejarle del brazo lo
arrastré hacía el quiosco, suponiendo que allí, bajo la estrecha marquesina, se
guarecería al menos de la lluvia que azotaba el viento. No sabía nada más, no
deseaba tampoco nada más. Sólo me interesaba poner a aquel hombre al abrigo de
la lluvia: por el momento no pensaba otra cosa. Y así, nos encontramos los dos, uno junto al otro, en
el reducido espacio que permanecía seco. Detrás de nosotros la puerta cerrada
del quiosco; encima, el techo demasiado pequeño para protegernos por completo
de !a pérfida, implacable y terrible lluvia, que, azotada por furiosas rachas
de viento, lanzaba torbellinos de frío contra nuestros rostros y empapaba
nuestros vestidos. La situación tornábase insoportable. No podía permanecer por
más tiempo junto a aquel desconocido chorreando agua, y por otra parte, no me
resignaba a abandonarlo sin una explicación, después de haberlo arrastrado
allí. Tenía que hacer algo. Me esforcé en meditar sobre la situación, y calculé
que lo mejor sería acompañarlo en un coche hasta su casa. A la mañana
siguiente, ya lo socorrería. Pensando así, pregunté a la persona que inmóvil,
mirando fijamente la negra noche, estaba junto a mí: -¿Dónde vive usted? -No
tengo casa... Esta misma noche llegué a Niza. No podemos ir a mi casa. Al punto
no comprendí la última frase. Sólo me di cuenta más tarde de que aquel hombre
me había confundido con... una "cocotte". Creyó ver en mí una de
tantas que, por la noche, rondan por el Casino, esperando sacar todavía algún
dinero a los jugadores afortunados o borrachos. Después de todo, no podía
suponer otra cosa. Ahora que se lo relato a usted comprendo cuánto de
inverosímil y de fantástica tenía mi situación. No podía pensar de otra manera,
ya que la forma de sacarle del banco y de forzarle á venir conmigo no era
propia de una señora. Empero, la idea no se me ocurrió entonces. Sólo más
tarde, demasiado tarde ya, comprobé el terrible error en que había incurrido
respecto de mi persona. De lo contrario, no habría proferido las palabras que
siguieron y que lo afianzaron más en su equivocación. Dije: -Puede buscarse un
cuarto en un hotel. Aquí no debe permanecer. Tiene que ir a cualquier parte. Entonces fue cuando repentinamente me di cuenta de su
lamentable error, pues él, sin mirarme y con expresión irónica, se resistió,
diciéndome: -No necesito habitación; no quiero nada. No pierdas el tiempo,
porque nada sacarás de mí. Estás equivocada; no tengo ni un céntimo. Las frases fueron pronunciadas en un tono tan extraño,
con tan lacerante indiferencia, y su manera de permanecer de pie, apoyándose
abrumado contra la pared, mojado de pies a cabeza, interiormente aniquilado, me
impresionó en forma tal que no tuve siquiera tiempo para sentirme tontamente
ofendida. Lo que desde el primer momento experimenté, en cuanto le vi salir de
la sala, tambaleándose, y !o que sentía constantemente en aquella hora
inverosímil, fue que un hombre joven y vigoroso, que alentaba aún, marchaba
hacia la muerte y que yo debía salvarlo. Me aproximé a él y le dije: -No se preocupe por el
dinero. ¡Venga! No debe permanecer aquí ni un momento más; yo le encontraré un
refugio... No se preocupe por nada. ¡Venga! ¡Sígame! Volvió la cabeza. Mientras
la lluvia repiqueteaba sordamente a nuestro alrededor y las canaletas
derramaban chorros de agua a nuestros pies, observó cómo en medio de la
oscuridad, por primera vez, trataba de ver mi rostro. Su cuerpo también pareció
despertar de su letargo. -Como quieras -dijo, cediendo-. A mí ya todo me
resulta indiferente... Después de todo, ¿por qué no? ¡Vamos! Abrí el paraguas y
él me agarró del brazo. Tan inesperada confianza me causó un efecto harto
desagradable. Me asusté, horrorizada hasta lo más profundo de mi corazón. Pero
no tuve el valor de prohibírselo. Si en aquellos instantes le hubiera
rechazado, se habría hundido en el abismo, y cuanto había logrado hasta
entonces habría resultado inútil. Regresamos a! Casino, que estaba sólo a pocos
pasos. Allí se me ocurrió lo que había que hacer con é!. Lo más práctico, pensé
prontamente, sería conducirlo a un hotel donde pudiera reposar, y darle dinero
para que regresara a su casa al siguiente día. No se me ocurrió nada más. Hice detener un coche que pasaba velozmente por
delante del Casino. Subimos. Cuando el cochero preguntó dónde debía conducirnos, no
supe, al punto, qué contestarle. Pero de pronto, percatándome de que el
individuo que estaba a mi lado, completamente mojado, no podía ser admitido en
ningún buen hotel, y sin sospechar siquiera, dada mi condición, la existencia
de alojamientos equívocos, grité al cochero: --¡Llévenos a cualquier hotel!
Indiferentemente, el cochero puso en movimiento el vehículo. A mi lado, el
desconocido guardaba silencio, mientras las ruedas traqueteaban y la lluvia
azotaba con furia los cristales. En el interior de aquella caja obscura como un
féretro, yo también, tenía la sensación de acompañar a un cadáver. Intenté
imaginar algo, dar con alguna palabra que mitigara el horror de la muda y
tenebrosa contigüidad. Nada se me ocurrió. Pocos minutos más tarde se detuvo el
vehículo; bajé yo la primera, y pagué el viaje al cochero, mientras mi
acompañante cerraba la portezuela. Nos hallábamos frente a la puerta de un
pequeño hotel desconocido. Una marquesina de vidrios nos protegía contra la
lluvia que continuaba cayendo con angustiosa monotonía en la noche
impenetrable. Cediendo a su pesadumbre, mi acompañante se apoyó
contra el muro involuntariamente. Su sombrero, sus ropas, empapadas en agua y
completamente arrugadas, chorreaban. Producía la impresión de un náufrago al
que acaban de salvar la vida. Alrededor del espacio reducido que ocupaba su
cuerpo formóse un pequeño charco. No obstante, él no hizo ni el mínimo gesto
para sacudir el agua, ni escurrir el sombrero, ni secarse las gotas que le
resbalaban por las mejillas. Estaba en absoluta pasividad. No alcanzo a explicarle
hasta qué punto me impresionaba semejante actitud de anonadamiento. Empero, algo había que decir. Metí la mano en mi
cartera. -Tome estos cien francos -dije-, alquile una
habitación y regrese mañana a Niza. El, con estupor, me miró. -Le vi en la sala de juego -agregué, observando su
vacilación-. Sé que lo ha perdido todo y temí que tratara de hacer un
disparate. No es para nadie una deshonra el aceptar una ayuda... ¡Vaya, tome!
El rechazó mi mano con una energía que hasta entonces no sospeché. -Eres buena -dijo-, pero no tires tu dinero. Ya no hay
por qué ayudarme. Que duerma o no esta noche, me es indiferente. Mañana todo
habrá concluido. No hay para qué ayudarme. -¡No, tiene que aceptar esto! -insistí-. Mañana
pensará de otro modo. Ahora, entre y acuéstese. A la luz del día las cosas
suelen cambiar de aspecto. Mas, casi con violencia, tornó a rechazar mi mano. -Deja -exclamó aún sordamente- Esto ya resulta
estúpido. Prefiero acabar conmigo, allá, en la playa, antes que manchar de
sangre la habitación de un hotel. Cien francos no significan para mí ninguna ayuda. ¡Mil
tampoco! Mañana regresaría a la sala de juego y no me iría hasta haberlo
perdido todo. ¿Para qué, pues, empezar de nuevo? Ya tengo suficiente. No podrá nunca imaginarse en qué forma aquella
tenebrosa manera de hablar me oprimía el corazón. Fíjese en mi situación. A dos
pasos de usted se halla un hombre joven, rebosante de vida, y usted sabe que,
si no pone en juego todos los recursos, aquel trozo de juventud que piensa,
habla y palpita, será un cadáver dentro de dos horas. Un colérico impulso, una
suerte de furia incontenible me movió a concluir con aquella insensata
resistencia. Le agarré del brazo: -¡Basta de tonterías! Usted subirá ahora
mismo; alquilará un _cuarto y mañana por la mañana vendré a buscarle para
acompañarle a la estación. Tiene que salir de aquí. No me sentiré tranquila
hasta que le vea en el tren. Cuando se es joven no se desprecia la vida sólo
por haber perdido unos cientos o miles de francos. Es una cobardía, un estúpido
acceso de pundonor producido por la ira y la amargura. Mañana me dará la razón. -¡Mañana! -repitióme él, con acento aún más tenebroso
e irónico-. ¡Mañana! ¡Si yo mismo lo supiera!... Incluso estoy sintiendo
curiosidad por saberlo. No; vete a tu casa, amiga mía; no te preocupes por mí,
ni gastes tu dinero. No pude dejarlo, empero. Era aquello como una
obsesión, una furia que me acometía. Violentamente le agarré la mano y dejé en ella unos
cuantos billetes. -Tiene que tomar este dinero y subir inmediatamente. Diciendo esto, oprimí el timbre con decisión. -Ya he llamado. En seguida saldrá el portero. Suba
usted. Acuéstese. Mañana a las nueve, le aguardaré aquí mismo, ante este hotel,
y le acompañaré hasta la estación. No se preocupe. Yo le facilitaré lo que sea
necesario para llegar a su casa. Pero ahora váyase a descansar y no piense en nada. En este instante se oyó dar una vuelta a la llave, y
el portero abrió: -Ven -dijo él, entonces, de súbito, con voz dura, enérgica y
amarga. Y cual si fuesen de acero, sus dedos crispados aprisionaron mi mano. Me
estremecí toda asustada; quedé como paralizada, herida por el rayo; perdí la
conciencia de mí misma. Quise apartarme... , desasirme.... mas no tuve
voluntad. Y yo:.. usted lo comprenderá.... experimentaba el bochorno y la
vergüenza de tener que luchar con un desconocido frente al portero que allí
estaba aguardando impaciente. Y así... me vi repentinamente dentro del hotel;
quise decir algo, pero la garganta no me obedecía... Aquellos dedos no soltaban
mi mano... advertí vagamente que subía por una escalera... Escuché luego el
ruido de una llave... Y, de pronto, me vi sola ante aquel desconocido, en el
cuarto extraño de un hotel cuyo nombre ignoro todavía... La señora C. interrumpió de nuevo, y súbitamente el
relato. Se levantó del sillón. Parecía que su voz iba a quebrarse. Volvióse hacia la
ventana, miró en silencio unos minutos por los cristales, o, quizá, sólo apoyó
la frente contra el frío vidrio. No me atreví a mirarla, pues comprendí el angustioso
dolor de la anciana. Permanecí, pues, en silencio, y así esperé hasta que
ella, con pasos lentos, tornó a sentarse junto a mí. -Bueno; ya le he dicho lo más difícil. Espero que
creerá sí le juro otra vez por todo lo más sagrado, por mi honor y por mis
hijos, que hasta aquel instante no había reparado en la posibilidad de una
unión con aquel desconocido; y que si llegué a caer fue de una manera
inconsciente, sin la intervención de mi voluntad. Me precipité en aquella
situación como quien, lo hace por un escotillón abierto inesperadamente en el
llano camino de mi existencia. Prometí confesarle a usted y decirme a mí misma toda
la verdad; repito pues, una vez más, que debido únicamente a un exaltado empeño
de auxiliarlo y no por ningún otro móvil, por ninguna inclinación personal, en
fin, sin segunda intención alguna, sin el menor presentimiento, vine a caer en
aquella aventura trágica y extraña. De cuanto ocurrió en la habitación durante la noche me
permitirá que no le hable; yo no he olvidado un solo segundo aquellas horas, ni
jamás llegaré a olvidarlas nunca. Porque aquella terrible noche luché por
salvar la vida al hombre, y tal lucha, repito, era de vida o muerte.
Nítidamente, a través de mis nervios, percibí que aquel desconocido,
sintiéndose perdido definitivamente, con la avidez y la angustia de un
condenado a muerte, afanábase en buscar aún un postrer auxilio. Se aferraba a mí como quien ve abierto el abismo a sus
pies. Yo concentré todas mis energías para lograr salvarle. Horas así no se
viven más que una sola vez en la vida. Entre millones y millones de personas,
sólo una se encontrará en circunstancias semejantes. Sin aquella horrible
casualidad, yo no hubiera sospechado jamás con cuánta avidez, con cuánta
desesperación, con cuán desesperante frenesí, el hombre que se siente perdido
se empeña todavía en sorber una vez más las rojas gotas de la vida. Apartada,
hacía 20 años, de las demoníacas fuerzas de la existencia, nunca habría
comprendido en qué forma magnífica y fantástica la naturaleza junta algunas
veces en fugaces instantes el calor y el frío, la muerte y la vida, la alegría
y el dolor. Aquella noche estuvo tan llena de luchas y de palabras, de pasión y
de cólera, de odio y de lágrimas, de promesas y de embriaguez, que me parece
que duró mil años. Hundidos en el abismo, dando tumbos, él deseando locamente
la muerte, yo absolutamente ajena a lo que había de acontecer, salimos los dos
de aquel tumulto mortal transformados, con otros sentidos y muy distintos
sentimientos. Mas no quiero hablar de eso, no puedo ni debo
describirlo. Sólo mencionaré aquel inconcebible minuto de mi despertar, por la
mañana. Salí de un sueño de plomo, de las profundidades de una noche que nunca
hubiera sospechado. Mucho demoré en abrir los ojos; cuando lo hice, lo primero
que vi fue, sobre mi cabeza, un techo que me era totalmente desconocido;
después, deslizando la mirada, una habitación odiosa, repelente, fea, extraña,
en la que, al punto no pude recordar cómo había entrado. Primeramente, intenté
persuadirme de que aquello era aún un sueño, un sueño más claro y transparente
que aquel otro, denso y confuso, del que acababa de salir... Pero por las
ventanas penetraba la luz del sol, una luz matutina, diáfana, absolutamente
real. De la calle llegaba el rumor de los coches y de los tranvías, el ruido de
la gente. No soñaba, no; sino que estaba despierta del todo. Me incorporé en el
lecho, y entonces... al volver la mirada a un lado... jamás llegaré a describir
mi terror, entonces vi, a mi lado, a un hombre extraño, desconocido
absolutamente; un hombre medio desnudo, del que nada recordaba. Nunca; aquel estado de terror, lo sé, no puede
describirse. Fue tal la impresión recibida, que me desplomé sin fuerzas. Pero
aquella súbita postración no fue tal como la hubiera deseado. Al contrario.
Conservando una perfecta lucidez, recordé en un instante todo; y todo me
pareció inexplicable. Ante la repugnancia y la vergüenza de verme junto a un
hombre desconocido, en el lecho extraño de un hotel sospechoso, no experimenté
más que un deseo: el de morir. Recuerdo perfectamente que mi corazón cesó de
palpitar, que mi respiración se paralizó cual si fuera a extinguirse mi
existencia; y mi conciencia, esa conciencia lúcida, que lo concibe todo y nada
comprende... Jamás sabré qué tiempo permanecí en aquella situación,
con todos mis miembros helados. Los muertos deben de yacer en sus ataúdes con
análoga rigidez. Yo, únicamente sé que supliqué a Dios que interpusiera
cualquier poder celestial para que aquello no fuera real, no fuera verdadero.
Pero mis sentidos superagudizados no me permitían engañarme: escuchaba a los
que hablaban en el cuarto inmediato; oí correr el agua; afuera, en el corredor,
escuchaba pisadas; y cada uno de estos ruidos me convencía en forma inexorable
de que me hallaba cruelmente despierta. No puedo saber cuánto duró tan terrible
estado; tales instantes no pueden medirse con las vulgares medidas de nuestra
existencia corriente. Pero, de pronto, me asaltó otro temor: el horrible temor
de que aquel desconocido, cuyo nombre y dirección en absoluto ignoraba,
despertara y me hablase. No quedaba sino un recurso: vestirme y huir antes de
que despertase. No ser vista nunca más por él, no cruzar con él ni una
sola palabra más. ¡Partir a tiempo, lejos, lejos, lejos! Retornar a mi vida. a
mi hotel; y luego tomar el primer aren y escapar para siempre de aquella ciudad
maldita, de aquel país. No tropezar nunca más con aquel individuo; no verlo
más, no tener a mi lado a ningún testigo, ningún delator, ningún cómplice...
Esta idea me arrancó de mi postración, sigilosamente, deslizándome
furtivamente, como una malhechora, avanzando palmo a palmo para no hacer ruido,
salté del lecho y tomé mis ropas. Me vestí temblando, temerosa de que se
despertara. .. Pronto estuve lista para partir... Sólo faltaba el sombrero, que
se hallaba al otro lado, a los pies de la cama. Al dirigirme allí, de
puntillas, no pude resistir la tentación; tuve que dirigir una mirada al rostro
de aquel hombre desconocido que había venido a interponerse en el camino de mi
vida como una piedra caída desde lo alto. Quería solamente dirigirle una simple
mirada, pero... ¡qué extraño!, el joven que allí estaba, durmiendo, érame
realmente desconocido. En el primer momento no logré reconocer el rostro de la
noche anterior. Pues los rasgos crispados, tumefactos y tirantes del individuo,
mortalmente excitados de la víspera, habían desaparecido enteramente... El
hombre que allí dormía mostraba un rostro diferente, infantil, pueril, radiante
de pureza y serenidad. Los labios que estaban anoche convulsos y apretados
contra los dientes, soñaban hoy tiernamente abiertos, dibujando casi una
sonrisa; el cabello sobre la tersa frente y una suave ondulación comunicaba el
tranquilo respirar del pecho al cuerpo en total reposo. Es posible que recuerde usted que le dije que nunca
había visto en un hombre tal expresión de avidez y de pasión tan intensa, tan
desmesuradamente execrable como en aquel desconocido descubierto en la mesa de
juego. Pues le diré, además, que nunca, ni en los niños de pecho, que, cuando
duermen, sonríen con una expresión de gozo angelical, nunca había visto una
expresión de tan pura serenidad, de sueño realmente tan venturoso. En el rostro
aquel adquirían forma exterior, con maravillosa plasticidad, todos los
sentimientos. En aquel instante asistía a un alejamiento paradisíaco de todas
las pesadumbres íntimas, a la liberación, a la salvación de un espíritu. Ante
aquel espectáculo sorprendente, parecióme que, cual un manto negro y pesado,
desprendíase de mi cuerpo toda la angustia, todo el temor. Y dejé de sentirme
avergonzada, experimentando casi una sensación de júbilo. Súbitamente, lo que
ofrecía de horrible y de inconcebible aquella situación mostró para mí un
sentido y una razón de ser. Me sentí contenta y orgullosa, pensando que aquel
hombre joven, bello, delicado, que sereno y silencioso allí dormía, como una
flor, quizá sin mi abnegada intervención, hubiera sido encontrado entre las
rocas, con el rostro partido, bañado en sangre, destrozado, sin vida y con los
ojos espantosamente abiertos. Yo lo había salvado. Y ahora -no puedo manifestarlo de otro modo-
contemplaba maternalmente a aquel muchacho dormido, a quien de nuevo -¡con
dolor, como a mis propios hijos!- había dado el ser. Y dentro de aquella habitación sucia y maloliente, en
aquel hotelucho repugnante, grasiento y turbio, tuve la impresión -le parecerá
ridículo lo que voy a decir- de que me hallaba en el interior de un templo,
bajo el efecto de una emoción beatífica y santa. De los instantes más
angustiosos de mi vida nació otro, fraternalmente intenso: un momento más
emotivo y luminoso. ¿Me moví demasiado? ¿Habría hablado sin darme cuenta?
No lo sé. El joven abrió los ojos de repente, mostrándose asombrado. Como yo,
parecía salir de un inmenso y tenebroso abismo. Retrocedí aterrada. Su mirada
atentamente recorría aquella habitación extraña; luego descubrió, maravillado,
mi presencia. Mas, antes que hablara o hubiera llegado a recordar, logré
dominar mi emoción. Tenía que impedir que dijera una palabra o hiciera alguna
confidencia. Nada de lo del día anterior o de la pasada noche tenía que
reproducirse, comentarse o ponerse en claro. -Debo marcharme -le dije rápidamente-. Quédese usted
aquí y vístase. A las doce me reuniré con usted en la puerta del Casino; yo me
ocuparé de todo. Y antes de que pudiera responder, salí, esta vez, para
no ver jamás aquella habitación; huí corriendo, sin volver la cabeza, abandoné
el hotel cuyo nombre ignoraba, exactamente como ignoraba el del hombre aquel
con quien había pasado la noche. La señora C. hizo una nueva pausa cortando por unos
instantes su relato; de su voz había desaparecido toda huella de excitación y
sufrimiento; cual un vehículo que lucha afanosamente para escalar una pendiente
y fuego, una vez en lo alto, rueda, fácil y ligero, así avanzaba, con las
palabras libres de toda pesadumbre, su curioso relato: -Perfectamente; marché a
toda prisa a mi hotel, a través de las calles inundadas de luz. La tempestad
había limpiado la niebla del firmamento, así como mi alma de todo sentimiento y
opresión. No debe usted olvidar que, después del fallecimiento de mi esposo,
había yo renunciado en absoluto a la vida. No podía tener conmigo a mis hijos,
y mi estimación hacia ellos era, incluso, harto relativa. Una existencia así, sin una finalidad determinada,
resulta una equivocación. Por primera vez, inesperadamente, se me presentaba
una misión que cumplir: había salvado la vida a un hombre y evitado su
aniquilamiento apelando a todas mis fuerzas. Sólo un pequeño detalle ahora
quedaba por resolver; pero la tarea debía llevarla a cabo a su debido tiempo.
Me apresuré, por lo tanto, a llegar a mi hotel. La mirada de asombro del portero al verme llegar a las
nueve de la mañana resbaló por mi cuerpo. Ni el menor asomo de vergüenza ni de
disgusto por lo ocurrido oprimía mi corazón. Antes bien, experimentaba como una
sensación de bienestar y exuberancia que hacía circular vivamente la sangre por
mis venas, cual si tornara en mí el anhelo de vivir y de pronto hubiera dado
con la razón de ser de mi existencia. Ya en mi habitación, cambié rápidamente
de vestido y, sin darme cuenta (no reparé en ello hasta más tarde), cambié mi
ropa de luto por otra de vivos colores. Luego me dirigí al Banco en busca de
dinero; corrí a la estación para informarme de la salida de los trenes, y con
una decisión que a mí misma llegaba a maravillarme, me dediqué a otras
diligencias y pormenores. No me quedaba por hacer nada más que ultimar la
partida y alcanzar la definitiva salvación del hombre que el destino había
puesto en mi camino. Desde luego, en mi nuevo encuentro con él se imponía
de mi parte un gran esfuerzo. Porque todo cuanto había acontecido la noche
anterior habíase desenvuelto en la oscuridad, en lo profundo de un abismo, al
modo de dos piedras que ruedan juntas por un torrente y violentamente chocan
una contra otra. Nos habíamos hablado cara a cara y no tenía siquiera la seguridad
de que el desconocido me reconociese. El día anterior todo había sido un azar,
una embriaguez; el arrebato de locura de dos seres que desvarían. Aquella
mañana, en cambio, tenía que entregarme a él más abiertamente, presentándole a
la luz del día mi rostro y mi persona, como un ser real y viviente. Pero todo se produjo más fácilmente de lo que yo me
imaginaba. A la hora convenida, cuando me dirigí al Casino, un hombre joven se
levantó rápidamente de un banco y corrió a mi encuentro. Fue tan espontáneo, tan
infantil, tan feliz en su expresión admirativa como en cada uno de sus
elocuentes gestos de la víspera. Voló hacia mí con un vivaz destello de alegría, de
reconocimiento y a la vez de respeto expresado en los ojos, los cuales
delicadamente bajó al ver los míos confusos ante su presencia. Raramente se
llega a observar la gratitud de los hombres; los agradecidos no saben por lo
común cómo exteriorizarlo, se sienten cohibidos, callan avergonzados y, con
harta frecuencia, desean ocultar sus sentimientos y se muestran con una extrema
torpeza. Pero en aquel joven al cual Dios había otorgado, según parece, la
facultad de exteriorizar todos sus sentimientos en una forma bella, espiritual
y plástica, el gesto expresivo de la gratitud irradiaba de todo su cuerpo como
una pasión. Inclinóse, tomándome la mano, y así, noblemente curvada la línea
gentil de su busto, se mantuvo por espacio de unos segundos depositando un
respetuoso beso que apenas me rozó los dedos. Luego, ya erguido otra vez, me
preguntó cómo seguía, me miró conmovido, y fue tal y tanta la corrección de
cada una de sus palabras, que al cabo de pocos minutos el resto de inquietud
que en mí subsistía, se desvaneció enteramente. Como un reflejo de la limpidez de nuestros
sentimientos, la Naturaleza quiso brillar en torno nuestro con su máximo
esplendor. El mar, ayer furiosamente agitado, permanecía ahora tan sereno,
silencioso e iluminado que cada una de las pulidas y blancas piedras del fondo
descubríase a nuestra mirada. El Casino, caverna infernal y siniestra, aparecía
con una brillantez morisca bajo el cielo diáfano. Y el quiosco, bajo cuya
marquesina la estrepitosa lluvia de la víspera nos obligó a cobijarnos, se
había trocado en una tienda de flores, que exhibía su policromía y cuya venta
atendía una joven de blusa encarnada. Invité al desconocido a almorzar conmigo en un pequeño
restaurante. Allí me narró su trágica aventura. Fue una cabal confirmación de
mi primera sospecha, cuando por vez primera vi sus manos trémulas y crispadas
sobre la mesa de juego. Pertenecía a una noble y antigua familia de la Polonia
austriaca. Cursaba la carrera diplomática en Viena y hacía un mes que había
pasado el primer examen con extraordinario éxito. Para celebrar ese
acontecimiento, un tío suyo, alto oficial del estado mayor, que vivía con él,
le llevó a las carreras de caballos. El tío, hombre afortunado en el juego,
ganó tres carreras seguidas, y con el dinero ganado fueron a cenar a un
restaurante de moda. Al día siguiente, como recompensa por el éxito logrado en
su primer examen, el padre le envió en un cheque la paga de una de sus
mensualidades. Dos días antes esa suma le hubiera parecido elevada; pero ahora,
después de la facilidad con que vio ganar una fortuna a su tío, la encontró
insignificante y reducida. Así, pues, después de la comida, volvió a las
carreras de caballos. Jugó anheloso y apasionado y quiso su suerte, o quizá su
mala suerte, que ganara el triple de la vez anterior. A partir de entonces se
apoderó de él la locura del juego; jugó en las carreras, en los cafés, en el
club, dejando de estudiar y consumiendo tiempo, nervios y, sobre todo, dinero.
No podía pensar ni dormir tranquilamente; no lograba dominarse a sí mismo. Una
vez, durante la noche, al regresar del club a su casa, creyendo haberlo perdido
todo, encontró todavía, mientras se desnudaba, olvidado un billete en uno de
los bolsillos del chaleco. No logró contenerse: volvió a vestirse y vagó por
los cafés hasta que, en uno de ellos, encontró a algunos jugadores. Allí
permaneció jugando hasta la madrugada. En otra oportunidad, una hermana casada
le ayudó a pagar sus deudas a los usureros, los cuales se mostraban siempre
dispuestos a conceder crédito al que sabían heredero de una rica familia
aristocrática. Durante cierto tiempo volvió a sonreírle la suerte; pero después
perdió indefectiblemente todos los días. Cuanto más perdía, más febrilmente
buscaba el desquite salvador, obligado como estaba por sus descubiertos
compromisos y sus palabras de honor empeñadas. Tiempo hacía que se había jugado
el reloj y sus trajes. Finalmente llegó a lo inevitable: robó de un armario a
una tía suya dos valiosos "boutons" que ella lucía raramente. Uno de
ellos lo empeñó por una suma considerable, la que logró cuadruplicar aquella
noche en el juego. Pero, en lugar de redimir la joya, continuó jugando y lo
perdió todo. A la hora de su partida el robo no había sido descubierto todavía,
así es que vendió también el segundo. Obedeciendo a una repentina inspiración,
salió para Montecarlo, donde en la ruleta esperaba hallar la soñada fortuna.
Aquí había vendido ya sus baúles, sus trajes, sus paraguas; no le restaba más
que el revólver con cuatro proyectiles y una cruz diminuta incrustada de
piedras preciosas, obsequio de su madrina, la duquesa X., de la cual no quería
desprenderse. Mas también aquella tarde había vendido la cruz por cincuenta
francos, sólo por probar, por la noche, en desesperado esfuerzo, una vez más, a
vida o muerte, el capricho veleidoso de la suerte. Todo me lo contaba-con la arrebatadora gracia en él
peculiar. Lo escuchaba conmovida, trastornada y con el ánimo oprimido; empero
ni un solo momento me asaltó la idea de indignarme ante el hecho de que el
hombre que se sentaba a mi lado fuese precisamente un ladrón. Si el día antes
cualquiera me hubiese dicho a mí, una dama intachable y que imponía en su trato
la máxima seriedad, que iba a sentarme a la mesa en compañía de un joven
desconocido, no mayor que mis propios hijos, y que había' robado unas joyas, lo
hubiese tomado por un loco. Mas, ni un solo momento, durante su relato,
experimenté el más leve sentimiento de repugnancia. Hablaba él con tanta
naturalidad y pasión, que su acto, más que un hecho delictuoso, semejaba la
descripción de un proceso febril o del curso de una enfermedad. Más todavía:
para quien, como yo, la víspera había obrado de una manera tan desastrosamente
inesperada en una persona de mi posición, la palabra "imposible"
parecía haber perdido de pronto su sentido. En aquellas dieciséis horas había
aprendido más de la realidad de la vida que en cuarenta años de apacible y
ejemplar existencia burguesa... No obstante, había algo que me atemorizaba en la
confesión del joven: me refiero a la mirada febril de sus ojos y que, cada vez
que hacía alusión a su pasión por el juego, contraía vivamente todos los
músculos de su rostro. Mientras se expresaba en esta forma, excitábase
nuevamente; con terrible claridad dibujábanse en la plástica expresión de su
semblante varios matices de alegría o de pesimismo. Inconscientemente, sus manos (admirables manos delgadas
y nerviosas), como cuando estaba en la mesa de juego, trocábanse en dos
animales de presa que se acometen uno a otro n se rehuyen mutuamente. Las veía
temblar desde la muñeca hasta la punta de los dedos, retorcerse, abatirse y
caer una sobre otra con energía, para separarse de golpe y volver a juntarse
formando como un ovillo. cuando hizo alusión al robo de los
"boutons", a pesar mío me estremecí. Entonces las manos, saltando con
rapidez propia del rayo; esbozaron el ademán del ladrón al apoderarse de un
objeto. Pude ver perfectamente cómo los dedos, muy abiertos, ávidamente,
agarraban las joyas ocultándolas presto en el hueco del puño. Y con un
sentimiento de terror indefinible llegué a reconocer que aquel hombre tenía
envenenada por la demoníaca pasión hasta la última gota de su sangre. Lo único que en el curso de su narración me
atemorizaba era, aquella esclava subordinación de su personalidad joven,
inteligente y despreocupada por naturaleza, a tan funesta pasión. Creí, por
consiguiente, que mi primer deber sería hablar bondadosamente al protegido que
de improviso se me había presentado, aconsejándole que se alejara cuanto antes
de Montecarlo, donde la tentación era más peligrosa, incitándole a que volviese
aquella misma noche a su casa antes de que se notase la desaparición de las
joyas y quedara destrozado para siempre su porvenir. Le prometí el dinero que
necesitara para realizar el viaje y para rescatar las joyas; pero sólo con una
condición: la de que partiera aquella noche y jurara por su honor no tocar
jamás un naipe ni arriesgar un céntimo en juegos de azar. No olvidaré nunca con qué expresión de gratitud,
primeramente humilde y luego ardiente, me escuchó aquel desconocido, caído en
el abismo; de qué modo bebía mis palabras cuando prometí ayudarlo. Por lo
pronto colocó sobre la mesa ambas manos para estrechar las mías con un gesto
inenarrable de adoración y al mismo tiempo de solemne promesa. En los
brillantes ojos, aunque un tanto extraviados, asomaron las lágrimas; todo su,
cuerpo se agitó nerviosamente, conmovido por un incontenible sentimiento de
felicidad. Con frecuencia he intentado describirle la capacidad expresiva y
única de sus gestos; mas, ése ni siquiera puedo intentar su descripción, por
cuanto reflejaba una felicidad ultraterrena, como difícilmente puede
ofrecérnosla un rostro humano. Tal expresión sólo es comparable a la sombra
blanca en la cual, al despertar de un sueño, a veces, creemos descubrir el
rostro de un ángel que se desvanece. ¿Y por qué no confesarlo? No logré resistir aquel
gesto. La gratitud nos torna felices porque son muy raras las ocasiones en que
se nos hace visible; toda delicadeza nos hace un efecto saludable, y para la
mía, fría y mesurada, semejante superabundancia de sentimiento implicaba algo
nuevo, agradable y felicísimo. Pero no era sólo aquel hombre caído y aniquilado sino
también el paisaje lo que, después del temporal de la víspera, se serenaba
mágicamente. Cuando abandonamos el restaurante, el mar, completamente
tranquilo, apareció con toda su magnificencia, bajo el vuelo de las gaviotas
cuyas siluetas fugaces se destacaban en el azul purísimo del cielo. Usted
conoce perfectamente la Riviera. Se nos presenta siempre bella, bien que monótona; a
todas horas brinda un panorama digno de una tarjeta postal. Muestra
indolentemente unos colores cansados, una belleza dormida y perezosa que,
indiferente, se deja acariciar por todas las miradas, belleza casi orienta¡ en
su inmutable y suntuosa disposición. Pero, algunas veces, muy de cuando en cuando, esa
belleza reavivase, brilla, avanza, diríamos, hacia nosotros en forma
imperativa, alhajada de colores vivos con encendidos destellos, victoriosa,
derramando en nosotros sus encantos policromos, ardiendo toda en sensualidad. Y
un día embriagador como éste, fue el siguiente al tempestuoso de la víspera;
las avenidas mostraban su blancura, lavadas por ¡a lluvia; el cielo, de un azul
turquesa; por doquiera los arbustos, cual antorchas de variados colores,
surgían entre húmeda y tierna verdura. Se diría que las montañas, desbordando
luz, de pronto habían avanzado, bajo aquel diáfano y espléndido cielo, hacia la
población pequeña y pulcra; era posible ver, exteriorizado, las maravillas
provocativas y estimulantes que brinda la naturaleza, así como lo
inconscientemente que nos atrae hacia ella. -Tomemos un coche -díjele-; demos una vuelta por la
"Corniche". El joven aceptó complacido. Por primera vez desde su
llegada, parecía haberse percatado del paisaje. Hasta aquel instante sólo había
conocido la atmósfera viciada del Casino, con aquella concurrencia odiosa y
envilecida que se congregaba alrededor de las mesas de juego, así como el mar
gris y embravecido de la noche anterior. Ahora, en vez, desplegábase ante
nosotros el abanico inmenso de la playa asoleada y las miradas vagaban
borrachas de lejanía en lejanía. Paseábamos lentamente (no había aún
automóviles en aquellos días) por la ruta carretera, pasando por delante de
innumerables chalets y deteniéndose ante perspectivas admirables. Cien veces,
frente a cada residencia, a cada chalet sombreado por verdes pinos, un
recóndito deseo apuntaba en mi mente: ¡Aquí podría vivir tranquila, feliz,
apartada del mundo! ¿Fui yo, en mi vida, alguna vez tan dichosa como en aquella
hora? No lo sé... A mi vera, en el coche, iba aquel joven, que ayer bajo la
zarpa de la fatalidad y de la muerte habla estado; y que, ahora, gozaba
maravillado del magnífico espectáculo. Parecía muchísimo más joven. Era como un adolescente,
hermosa y delicada criatura, de ojos risueños y juguetones y, al mismo tiempo,
saturados de respeto. En él lo que más me seducía era su delicadeza
espiritual. Si el coche marchaba cuesta arriba y se cansaban los caballos,
apeábase ágilmente para empujarlo por detrás. Si yo nombraba o señalaba alguna
flor por el camino, bajaba a buscármela. A un sapito que, maltrecho,
penosamente se arrastraba por la carretera, lo levantó y con sumo cuidado lo
colocó sobre el pasto del paseo para que no lo aplastara un coche. Mientras
tanto, íbame contando jovialmente las cosas más divertidas y graciosas.
Paréceme que aquella risa era como una liberación y que de no haber podido
reír, hubiera debido saltar, cantar, o realizar cualquier chiquillada. ¡Tanta
era su felicidad! Después, cuando nos hallamos en las alturas, ante una pequeña
aldea, se descubrió al punto., respetuoso. Me extrañé: ¿a quién saludaba,
inquirí, desconocido como era entre desconocidos? A mi pregunta sonrió
ligeramente, manifestando en tono de excusa que habíamos pasado por delante de
una iglesia y que en Polonia, su patria, como en todo país realmente católico;,
están desde la infancia acostumbrados a descubrirse al pasar frente a uno de
esos edificios. Tan delicada devoción religiosa conmovióme profundamente. Al mismo tiempo, como yo me acordase de la cruz de la
cual me habla hablado, le pregunté si, en efecto, era creyente. cuando asintió,
diciendo que esperaba participar de la gracia divina, tuve de pronto una idea,
ante aquellas palabras dichas con un tanto de pudor: --¡Párese! --grité al
cochero, y descendí del carruaje. El me siguió, entre confuso y sorprendido:
-¿A dónde vamos? Sólo respondí: -Venga conmigo. Con él retrocedí hasta la iglesia. Era una capilla de
ladrillo. Los muros interiores, pintados con cal, grises y desnudos, reflejaban
una claridad difusa: las puertas estaban completamente abiertas, proyectando en
la oscuridad un haz de luz amarillenta y cruda. Las sombras rodeaban el altar,
envuelto por un nimbo azulado. Dos velas parecían contemplar, con turbia mirada, a
través de la penumbra impregnada de incienso. Entramos. El se despojó del
sombrero, llevó la mano a la pila de agua bendita, se persignó y dobló la
rodilla frente al altar. Apenas se levantó lo atraje hacia mí, diciéndole:
-Arrodíllese ante e¡ altar o frente a cualquiera imagen sagrada y formule la
promesa de la cual hemos hablado antes. Asombrado, casi horrorizado, me contempló. Pero,
habiendo comprendido, se acercó rápidamente a un altar, hizo la señal de la
cruz y se arrodilló obediente. -Repita las palabras que voy a dictarle -ordené,
temblando yo misma de emoción-; diga: "Juro..." --Juro -repitió-, que
nunca más volveré a jugar por dinero; que nunca volveré a sacrificar mi vida ni
mi honor a la pasión del juego. Tembloroso repitió esas palabras: que resonaron
claramente en el ámbito del templo desierto. Luego -guardamos silencio, un
silencio tan profundo que claramente llegaba hasta nosotros del exterior el
murmullo de las ramas de los árboles agitados por el viento. De pronto aquel
joven cayó al suelo cual un penitente y comenzó a decir en polaco rápidas y
confusas palabras, agitado por un frenesí realmente insólito. Debía tratarse de
una plegaria, alguna exaltada plegaria en acción de gracias, pues a cada
momento su dolorosa confesión obligábale a inclinar humildemente la cabeza,
pronunciando cada vez con mayor exaltación aquellas extrañas palabras y
repitiendo constantemente una de ellas con fervor realmente indescriptible.
Nunca, ni antes ni después, he visto rezar de tal manera a una persona. Sus
crispadas manos arañaban el reclinatorio de madera; el cuerpo parecía agitado
por un huracán interior que ya le hacía erguirse poseído de loca excitación, ya
abatíase de nuevo contra el suelo. No veía ni oía. Toda su persona parecía encontrarse en otro mundo, en
un purgatorio o en el tránsito de elevación hacia una esfera superior. A¡ cabo
se levantó lentamente, se persignó y volvió la cabeza con esfuerzo. Sus
rodillas temblaban, su rostro estaba muy pálido, como el de un hombre
extenuado. Al mirarme, brillaron empero sus ojos y una sonrisa de pura y sincera
devoción avivó la expresión exaltada de su semblante. Se aproximó a mí,
inclinóse profundamente como suelen hacerlo los rusos, y tomó mis manos para
rozarlas devotamente con sus labios. -¡Dios la ha enviado! ¡Gracias! No supe qué decir.
Pero hubiera deseado que, de pronto, hubiera empezado a sonar el órgano
triunfalmente. Comprendí que había logrado todo cuanto anhelaba y que había
salvado para siempre a aquel joven. En cuanto salimos de la iglesia nos cegó la violenta
luz del día de mayo. Jamás me había parecido más bella la vida. Estuvimos aun
paseando por espacio de dos horas en coche por el pintoresco camino sobre la
cornisa rica en panoramas y que, a cada recodo; ofrece nuevos y encantadores
aspectos. Permanecíamos silenciosos. Al cabo de tales momentos de exaltación
sentimental una sola palabra nos parecía vana. Y cuando por casualidad mis
miradas tropezaban con las suyas, entonces, ruborizada, volvía la cabeza. Me
emocionaba con exceso el espectáculo de aquel milagro. A eso de las cinco de !a
tarde regresamos a Montecarlo. 'Yo tenía una cita con unos parientes, a la cual
no podía faltar. Sentía, por otra parte, en lo más intimo de mi ser, ¡a
necesidad de una pausa, de un reposo, que me aliviara de la tensión sentimental
con tanta violencia provocada. Había en mí excesiva felicidad. Por lo tanto' me era
necesario calmar una sobreexcitación que jamás hasta entonces había conocido en
mi vida. Rogué a mi acompañante que subiera conmigo a mi habitación del hotel.
Allí deposité en sus manos el dinero para el viaje y para que rescatara las
joyas. Convinimos en que él compraría el pasaje mientras yo efectuaba la
consabida visita a mis parientes. Después, por la noche, nos reuniríamos en el hall de
la estación media hora antes de la partida del tren de Génova, que lo
conduciría a su casa. Pero, en el momento preciso de entregarle yo los cinco
billetes, sus labios se pusieron intensamente pálidos: -¡No. . . nada de
dinero! ... ¡Se lo ruego! ... ¡Nada de dinero! . . . -exclamó entre dientes,
temblándole las manos-. No, no... dinero no.... no quiero, no puedo verlo -
repitió de nuevo, con vivo sentimiento de angustia y de repugnancia. Yo,
empero, acallé sus escrúpulos diciéndole que sólo se trataba de un préstamo y
que si le parecía bien, podía firmarme un recibo. -Sí, sí... un recibo -exclamó volviendo la vista a un
lado, mientras tomaba los billetes, que arrugó como algo despreciable. Luego
trazó rápidamente sobre un papel algunas palabras. Al levantar la mirada tenía la frente toda cubierta
por un sudor ardiente. Algo que pugnaba por salir al exterior debía anudarle la
garganta; y, después de haberme entregado aquel papel, bruscamente., con gran
alarma de mi parte, se arrodilló y besó el borde de mi vestido. Fue un gesto
indescriptible. Yo temblaba. Un extraño terror se apoderó de mí, me sentí
tremendamente turbada y sólo atiné a murmurar: -Soy sensible de su gratitud.
Pero ahora, ¡márchese! Por la noche, al sonar las siete, nos despedíamos en el
andén de la estación. Fijó en mí sus ojos, visiblemente emocionado. Por unos
instantes pensé que quería confiarme algo., por un momento me figuré que iba a
abrazarme. Mas, luego, de pronto, se inclinó de nuevo profundamente, muy
profundamente, y abandonó la estancia. Nuevamente interrumpió la señora C. su relato. Se
había levantado y, aproximándose a la ventana, contempló el exterior y así
permaneció largo rato. Vuelta de espaldas, en su silueta proyectada sobre la
ventana adiviné un ligero temblor. Mas volvióse resueltamente y las finas
manos, hasta entonces tranquilas, hicieron un movimiento enérgico, corno si
quisieran romper algo. Luego me miró con dureza, casi desafiándome, y empezó
otra vez, decidida: -He prometido ser con usted absolutamente leal y sincera.
Ahora es cuando comprendo cuán necesaria es esta promesa. Porque sólo ahora, en
este momento en que me esfuerzo por vez primera para explicar ordenadamente el
curso de aquellas horas y en encontrar las palabras exactas que expresan un
sentimiento que en tales circunstancias me pareció confuso v embrollado, ahora
es cuando comprendo, por vez primera, con absoluta claridad, lo que entonces no
sabía o me empeñé en ignorar. Por eso quiero decirme a mí misma y confesarle a
usted toda la verdad, de una manera franca y decidida. En los segundos en que el joven abandonó la habitación
y me quedé sola, algo semejante a un sordo vahído se apoderó de mí. Tuve la
sensación de haber recibido en el corazón un rudo golpe. Algo me había hecho
daño; mas no sabía o me resistía a saber por cuáles motivos la conmovedora
conducta respetuosa de mi protegido habíame herido hasta el extremo. Mas ahora, al esforzarme con orden perfecto y con
severidad al inquirir en mi, como en una persona extraña, lo que entonces
ocurriera, y al hacerlo en presencia de un testigo que no tolera ninguna
ocultación ni el escamoteo furtivo y cobarde de un sentimiento que pudiera
avergonzarme, ahora reconozco claramente que lo que me lastimó en lo más vivo
fue el desencanto. . . el desencanto de que el joven hubiese partido con tanta
facilidad, sin manifestar ninguna resistencia, así, sin el menor deseo de
permanecer a m¡ lado; que él, tan humilde y respetuoso, se conformara con
alejarse de mí a la primera insinuación... en vez de... en vez de llevarme consigo... ; que me
respetara, en fin, cual si fuera una santa aparecida en su camino y, en cambio,
no viera en mí a la mujer, toda emoción y deseo. Esto significó para mí aquel desencanto, desencanto
que no me confesé ni entonces ni más tarde. Mas la intuición de una mujer lo
adivina todo sin necesidad de palabras, casi inconscientemente. Porque... ya no
me engaño: si aquel hombre me hubiera abrazado y pedido que le siguiera hasta
el fin del mundo, no habría vacilado un segundo en deshonrar mi nombre y el de
mis hijos; hubiera partido con él, despreciando la opinión de todas mis
amistades e indiferente a todas las conveniencias sociales... hubiera partido
con él, ni más ni menos cual acaba de hacerlo madame Henriette con el joven
francés a quien e! día antes no conocía aún... y no hubiera preguntado hacia
dónde ni por cuánto tiempo, ni hubiese dirigido ni siquiera una sola mirada
sobre mi pasada existencia... Mi fortuna, mi honor, mi reputación, todo lo que
poseo, lo hubiera sacrificado por aquel hombre. . . Inclusive . me hubiera prestado a implorar limosna y
posiblemente no existe bajeza en el mundo que no hubiera perpetrado por él.
Todo cuanto consideramos pudor o respetabilidad entre !os hombres, lo habría
arrojado lejos de mí si él nada más que con una palabra, con un solo gesto,
hubiera intentado llevarme... iA tal punto me sentía seducida por él en
aquellos instantes! Pero, como dite antes, él no vio en mí a la mujer...
mientras yo, arda por él con enloquecida intensidad. esto lo comprobé por vez
primera en cuanto me hallé sola, cuando la pasión que provocara en mí su faz
iluminada y su rostro angelical se abatió obscuramente en el vacío, haciendo
latir en medio de la soledad un pecho abandonado. Poco más tarde; realizando un gran esfuerzo, me
levanté para concurrir a la reunión de mis parientes. Fue corno si me hubieran
echado un plúmbeo manto sobre mis hombros y temblase bajo su peso. Mis ideas
vacilaban al igual de mis pasos, cuando al fin decidí ir al otro hotel donde se
hospedaban mis amigos. Embargada por la tristeza permanecí en medio de la
animada charla de todos; y cada vez que por casualidad levantaba la mirada y
veía sus rígidos rostros, los cuales, comparados con el del joven, siempre
agitado y móvil como el vagar de las nubes, producíanme un nuevo
estremecimiento, me figuraba el efecto de máscaras de hielo y sentía estar
entre cadáveres dotados de palabras, tan opaca e inanimada, resultaba aquella
reunión. Mientras conversaba o echaba azúcar en mi taza, veía constantemente
aquel rostro cuya contemplación tanto me apasionaba y que -¡me horrorizaba el
pensarlo!- vería por última vez dentro de dos horas. Sin duda, inadvertidamente, debí exhalar un leve
suspiro o algún gemido, pues al instante vi inclinarse hacia mí a la prima de
mi marido que me preguntó si me hallaba indispuesta, ya que estaba pálida y
abatida. Esta inesperada pregunta me brindó un motivo para excusarme y
abandonar la reunión. Sentía, en efecto, una fuerte jaqueca y logré salir de
allí sin extrañeza de nadie. Inmediatamente acudí a mi hotel. En cuanto llegué,
experimenté de nuevo la impresión de soledad y de abandono. Me acometió el
ardiente deseo de volar hacia el joven que dentro de pocas horas iba a
abandonarme definitivamente. Recorrí de arriba abajo mi cuarto; abrí el
armario, me cambié de vestido; y, colocada frente al espejo, me contemplé ilusionada
con, la esperanza de que, de tal modo ataviada, lograría atraer las miradas del
joven. De súbito comprendí. ¡Hacerlo todo, pero no dejarle
partir! Esta resolución fue tomada en un violento segundo. Bajé a la portería
para avisar que saldría aquel mismo día en e¡ tren de la noche. Ahora, sólo una
cosa resultaba necesaria: darse prisa. Llamé a la sirvienta para que me ayudara
a arreglar mis cosas. El tiempo apremiaba. Mientras ambas rivalizábamos en ello para darnos
prisa, guardando en los baúles los vestidos y demás objetos de uso, iba
imaginando con profundo entusiasmo la próxima escena: le acompañaría hasta el
tren y luego, a último momento, en el último de todos, cuando extendiera la
mano para despedirme, de pronto, con gran sorpresa suya, yo subiría al vagón y
pasaría con él aquella noche y también las siguientes. . . Todas las que él
quisiera, todo el tiempo que se le antojara. La sangre palpitaba deliciosamente en mis venas. A
veces me reía, con gran asombro de la muchacha. Me daba cuenta perfecta de que
mis sentidos hallaban se en completo desorden. Cuando llegó el mozo para
retirar el equipaje, me quedé mirándolo, extrañada: me resultaba difícil pensar
en la realidad mientras mi espíritu estaba poseído por tan intensa emoción. El tiempo volaba. Eran cerca de las siete. Hubiera
sido preferible llegar a la estación veinte minutos antes de la salida del
tren... Pero consolábame pensando que toda aquella prisa no significaba una
despedida, puesto que había decidido acompañarlo todo el tiempo que él deseara. A la vez que el mozo cargaba el equipaje, apremiaba yo
al cajero del hotel para que me entregara la cuenta. Ya el "manager"
me había dado el vuelto y me disponía a salir, cuando sentí que una mano me
tocaba suavemente el brazo. Quedé helada. Era mi prima que, preocupada por mi
fingida indisposición, acudía a verme. Los ojos se me nublaron. No me era
posible atenderla, cada segundo de retraso significaba una pérdida fatal. Sin
embargo, la cortesía me obligaba, muy a pesar mío, a cambiar con ella unas palabras. ---Debes acostarte -insistió ella-, tienes fiebre. Probablemente la tenía, pues sentí latir las sienes y
con frecuencia veía cruzar por mis ojos esas sombras azules, oscilantes,
precursoras de un desvanecimiento. Me resistí, aparentando estar reconocida a
su interés, aún cuando cada una de sus palabras alteraba mis nervios y la
hubiera mandado de buena gana. a paseo. Pero ella no cejaba en sus
exhortaciones y prolongaba su visita. Me ofreció agua de Colonia, hube de
aceptar que me refrescase las sienes; y yo, mientras, iba contando los minutos,
pensaba en él y en el modo como podría esquivar acuella enojosa e intempestiva
solicitud. Cuanto mayor era mi impaciencia, tanto más sospechoso le parecía mi
aspecto; casi forzosamente quería obligarme a subir a mi alcoba y a acostarme.
Al punto, mientras hablábamos, vi el reloj del "hall": faltaban nada
más que dos minutos para que dieran las siete y media, y a las siete y treinta
y cinco partía el tren. Entonces, rápida, ásperamente, con la bruta frialdad
propia de una desesperación, extendí la mano hacia mi prima: -¡Adiós! Tengo que
salir inmediatamente. Sin reparar absolutamente en su asombro, sin volver la
cabeza, apartando a los criados del hotel que extrañados presenciaban la
escena, corrí hasta la puerta, hacia la calle, rumbo a la estación. Los
expresivos gestos del mozo que me aguardaba con el equipaje hiciéronme dar
cuenta, desde lejos, que el tiempo lo tenía contado. Con la rapidez de un rayo
acudí enloquecida hacia la entrada del andén; allí un empleado me cerró el
paso. ¡Me había olvidado el pasaje! Y mientras con violencia, procuraba
convencerle de que debía dejarme pasar, el tren se puso en movimiento. Quedé
inmóvil, temblando de pies a cabeza. Esperaba ver asomado a mi amigo en la
ventanilla para recoger al menos un ademán de despedida; mi último adiós. Pero,
entre tantos rostros y tantos empujones, no logré distinguir el suyo. Pasaron
los vagones cada vez con mayor rapidez y unos segundos más tarde mis ojos ya
sin luz sólo vieron una negra nube de humo. Sin duda, debí quedarme allí como una estatua de
piedra. ¡Dios sabe cuánto tiempo! El mozo, luego de hablarme en vano varias
veces, me tocó el brazo. Experimenté un leve sobresalto. Quería saber si el
equipo debía ser llevado otra vez al hotel. Fueron necesarios varios minutos
para que recobrara mi serenidad. ¡No, no podía volver al hotel después de aquella
ridícula y precipitada despedida! Ordené, entonces, al mozo que lo dejara en el
depósito de la estación. Necesitaba estar sola. Sólo más tarde, entre el
agitado ir y venir de la gente que, en los andenes, se empujaba y dispersaba,
produciendo un ruido ensordecedor, intenté recapacitar, con toda calma,
olvidarme de aquel desesperado y doloroso acceso de cólera, pesar y
abatimiento, pues -¿por qué no confesarlo?- me torturaba la idea de haber
perdido, por mi culpa, la ocasión de un último encuentro. Experimentaba deseos de gritar. ¡Cuán dolorosamente me
hería aquel súbito desenlace! Sólo las personas que han vivido absolutamente
extrañas a toda pasión, al verse presas de ella sufren estas tremendas y
repentinas explosiones, estas convulsiones como de avalanchas. En aquellos
momentos es como si años enteros de fuerzas no utilizadas se agolparan en el
propio corazón. Jamás, ni antes ni después, experimenté un estado tal de
sorpresa y de furiosa impotencia como en aquel instante, cuando, pronta a
entregarme a la más temeraria de las aventuras, dispuesta a dar un puntapié a
mi pasada vida de orden, de prudencia y de recato, tropezaba de pronto con una
muralla de insensatez, contra la cual mi pasión en vano golpeaba. Lo que entonces hice no podía ser sino completamente
insensato, definitivamente estúpido. Casi me avergüenza el confesarlo; pero me
he prometido y le he prometido no ocultar nada. Entonces comencé a buscarle de
nuevo... Es decir, le busqué de nuevo en mí misma, intentando revivir todos los
instantes que con él había pasado. Impulsada como por una fuerza violenta,
quise recorrer todos los sitios en que habíamos estado juntos e! día anterior:
el banco del jardín del que le arranqué arrastrándolo; la sala de juego, donde
por primera vez le vi, inclusive la inmunda pieza del hotel desconocido y
equívoco. Deseaba vivir una vez más las horas pasadas. Al siguiente día,
pasearía en coche por la Corniche, seguiría la misma ruta, con el propósito de
resucitar en mí el recuerdo de cada uno de sus gestos, de cada una de sus
palabras. Así de insensato e infantil era mi trastorno interior. Sin embargo,
no pude olvidar con cuánta fulminante rapidez habíanse precipitado sobre mí
aquellos acontecimientos... Yo no había sentido sino un rudo golpe. Luego,
arrancada bruscamente- de aquella tumultuosa sucesión de episodios, deseaba por
lo mismo que habían sido tan fugaces, revivirlos, gozarlos de nuevo uno a uno,
apelando a esa facultad embriagadora y mágica que es el recuerdo. ¡En fin! Que
éstas son cosas que se comprenden o no se comprenden. Quizá, para comprenderlas, se necesite un corazón;
apasionado... Primero fui a la sala de juego dispuesta a contemplar
la mesa donde se hallaba sentado, y allí imaginarme de nuevo sus manos entre
las otras. Entré. Su mesa era la de la izquierda, en el segundo salón. Me
parecía ver aún todos sus ademanes, cual una sonámbula, con los ojos cerrados y
las manos extendidas, hubiera encontrado el lugar donde se sentaba. Bien.
Entré, penetré en el salón. Y entonces... Cuando, desde la puerta, eché una
mirada hacia el confuso grupo de personas... me aconteció algo singular. Allí,
precisamente, en el mismo lugar donde yo me lo imaginaba, estaba... (¡espantosa
alucinación de la fiebre!) allí estaba él... Exactamente como el día anterior,
con los ojos fijos en la bolilla, pálido; convertido en un fantasma... i Mas,
era él... él... indudablemente él! De tal modo me sobresalté, que estuve a punto
de gritar. Pero logré dominar mis nervios frente a la visión absurda. Cerré los
ojos. -Estás loca. . . desvarías... experimentas los efectos
de la fiebre -me dije-. ¡No es posible! Hace media hora que ha abandonado
Montecarlo. Después, abrí otra vez los ojos. ¡Era horrible!
¡Estaba allí, sentado en su silla, no cabía duda! Hubiera reconocido sus manos
entre varios millones de manos distintas... ¡No, no soñaba! Era él realmente. No había partido
como me prometiera y jurara. Aquel loco había vuelto. El dinero que le había
dado para el pasaje y para rescatar las joyas lo había llevado a la mesa de
juego. Olvidado de todo, jugaba aquí, impulsado por la demoníaca pasión,
mientras mi pobre alma lloraba desesperadamente. Algo misterioso me empujó hacia adelante. La ira
nublábame los ojos; una ira roja, que me inspiraba terribles deseos de tomar
por el cuello al perjuro que tan cínicamente se había burlado de mi confianza,
de mis sentimientos y de mi abandono. Mas logré contenerme aún. Con calma deliberada me
aproximé a la mesa. Un señor, cortésmente, me ofreció su sitio. Quedé
frente al joven. Dos metros de paño verde nos separaban. Como si estuviera
sentada en una butaca, en un teatro, podía observar detenidamente su rostro, el
mismo rostro que dos horas antes viera radiante de gratitud, iluminado por el
resplandor de la divina gracia, y que ahora, de nuevo, convulsivamente,
consumíase en los fuegos infernales de la pasión. Sus manos, las mismas manos
que viera aquella misma tarde en la iglesia, aferrándose violentamente al
reclinatorio de madera, pronunciando un sagrado juramento, ahora aparecían como
dos garras, otra vez retorciéndose entre los billetes, cual dos voluptuosos
vampiros. Había ganado, tenía que haber ganado mucho. Ante él se levantaba una
enorme pila de fichas, de luises de oro y de billetes; una confusa mezcla de
dinero en la que sus dedos nerviosos y trémulos se alargaban y bañaban con
deleite. Veíale acariciar y doblar los billetes, hacer rodar las monedas, para
después, de pronto, siguiendo una corazonada, empuñar un montón de dinero y
arrojarlo en uno de los colores. Repentinamente las aletas de su nariz
empezaron a agitarse. La voz del "croupier" hacíale abrir los ojos,
que iban ahora, con un brillo de codicia, desde la apuesta hacia la rumorosa bolita.
Se hallaba como ausente de sí mismo, con los codos clavados en el tapete verde.
Su estado de locura exteriorizábase aún con mayor intensidad que en el día
anterior. Cada uno de sus movimientos mataba en mí aquellos otros que, como
imágenes luminosas sobre un fondo de oro, se proyectaban nítidamente en mi
interior. Estábamos a una distancia de dos metros uno de otro.
Yo le miraba fijamente, sin que él notara mi presencia. No me veía, ni veía a
nadie. Sus miradas no hacían más que seguir el juego de las apuestas y el
alocado rodar de la ruleta. En aquel solo círculo verde concentrados estaban
todos sus sentidos, que husmeaban la suerte cual fieras en procura de la presa.
El mundo, la humanidad toda reducíase, para aquel jugador enloquecido, a
aquella pequeña superficie cuadrangular del tapete verde. Yo sabía que
permanecería allí horas y horas, sin que tuviera el menor presentimiento de mi
presencia. Mas no pude soportar largo tiempo semejante situación.
Francamente decidida, di la vuelta a la mesa, me coloqué a sus espaldas y con
energía le toqué en el hombro. Su mirada se levantó, vacilante. Durante unos
segundos me miró como extrañado, vidriosas las pupilas, sin reconocerme, al
igual que un beodo a quien sacudiéramos penosamente para arrancarle de su error
y cuyos ojos estuvieran turbios. Cuando, al fin, logró reconocerme, su boca
abrióse trémula, me miró como encantado y, en voz queda, con aire de secreta
intimidad murmuró: -Todo va bien... Lo adiviné en cuanto entré y vi que él
estaba aquí. . . Lo adiviné al punto... No lo entendía. Sólo vi que estaba enloquecido por el
Juego: que lo había olvidado todo., sus promesas, su compromiso y su obligación
con los suyos. Pero aún en su delirio me sedujo de tal modo que, sin quererlo;
acepté de buen grado sus palabras y le pregunté que a quién aludía con sus
palabras. -A aquel señor, ese viejo conde ruso que sólo tiene un
brazo-murmuró muy cerca de mi para que nadie escuchara su mágico secreto-.
Fíjese. Es ése, el de cabellos blancos que tiene atrás a su criado. Gana
siempre. Lo observé ayer. Ha de conocer alguna combinación. Yo sigo siempre su
juego... También ayer ganó en todas las jugadas. . . sólo que yo caí en la
imprudencia de continuar jugando después que él se retiró... 'Sí, fue una
imprudencia... Ayer ganó unos veinte mil francos. . . Hoy también ha ganado en
todas las jugadas. Yo sigo siempre su juego... Ahora... Se interrumpió, dejó sin concluir la frase al escuchar
al "croupier", que lanzaba su penetrante grito de "Faltes votre
jeu!". Su mirada vagó inmediatamente lejos para detenerse en el sitio
donde, sereno y confiado, se sentaba el caballero ruso de barba blanca, quien
prudentemente, colocaba en el cuarto cuadro una moneda de oro y luego,
vacilante., otra segunda. Las nerviosas manos del joven tomaron varias monedas
de oro y las arrojaron en el mismo cuadro. Y cuando; un minuto más tarde, el
"croupiér" gritó: "¡Cero!" y su raqueta limpió con, un solo
movimiento toda la mesa, el joven siguió con la mirada, c cual si presenciase
un imposible, el dinero que huía lejos. ¿Cree usted que se volvió hacia mí? ¡Ni
por asomo! Me había olvidado completamente. Se hallaba como enajenado;
extraviarlo en otro mundo; sus sentidos sobreexcitados no reparaban más que en
el anciano conde ruso, quién, con entera indiferencia, tenía en sus manos otras
dos monedas de oro, vacilando, sin saber dónde colocarlas. Me resulta imposible describir la desesperanza y el
dolor que sentí. Pero calcule cuál sería mi estado de ánimo. Para aquel hombre
por el cual hubiera sacrificado toda mi vida, yo no significaba absolutamente
nada. Nuevamente me acometió un acceso de furor. Le sujeté por el brazo que levantaba en aquel momento:
__iLevántese en seguida! --le dije despacio, pero imperativamente--. Acuérdese
de lo prometido esta tarde en la iglesia. ¡Usted es un miserable, un perjuro!
Me miró con fijeza, perplejo, pálido. Sus ojos de pronto adquirieron la
expresión propia del perro vapuleado, temblaban sus labios. Pareció recordarlo
todo y fue como si el miedo se apoderara de él... -Sí, sí. . . -balbució-. ¡Oh, Dios mío!... Sí...
Recuerdo... Voy en seguida... ¡Perdóneme! Sus manos rápidas y vehementes
recogieron todo el dinero; mas inmediatamente vaciló: se contuvo, como si una
fuerza contraria lo hubiera paralizado. Su mirada se fijó otra vez en el conde
ruso, que se disponía a hacer otra apuesta. -Un momento. . . -y arrojó rápido cinco monedas de oro
en la misma casilla-. Sólo esta vez... ¡Se lo juro!... Voy con usted
inmediatamente... ¡Sólo esta vez y nada más! Calló. La bolita había comenzado a
rodar, y saltar, arrastrándolo consigo.. Otra vez aquel poseso se había
olvidado de mí y de sí mismo, entregándose en cuerpo y alma al torbellino de la
ruleta. De nuevo el "croupier" cantó e! número y de nuevo la raqueta
arrastró las cinco monedas de oro. Había perdido. Pero no se levantó. Me había
olvidado, ni más ni menos, como había olvidado la promesa y hasta las palabras
que pronunciara un minuto antes. Y, como siempre, su mano codiciosa revolvía el
dinero; y sus miradas ebrias no seguían otra dirección que la del anciano conde
ruso que en aquella forma magnetizaba su voluntad, despojándole de la suerte. Mi paciencia había terminado. Lo sacudí de nuevo; esta
vez con todas mis fuerzas: -¡Levántese, inmediatamente, en el acto!... ¡Ha
dicho que sólo una jugada más! Entonces aconteció algo inesperado. Se levantó
de pronto, en un arranque, y sus ojos me miraron, no ya de manera humilde y
cohibida, sino con furia loca y con los labios temblando de ira. -¡Déjeme en paz! -rugió-. ¡Márchese! Usted es la causa
de mi mala suerte. Así sucedió ayer y así sucede ahora. ¡Márchese, por favor!
Pero ante su exaltación, estalló también incontenible mi cólera. -¿Yo le traigo mala suerte? -le grité-. ¡Mentiroso,
ladrón! Usted me había jurado... Pero no logré terminar la frase. Aquel loco saltó de
su silla y me dio un empellón, indiferente al tumulto que se armaba. -¡Déjeme tranquilo! -exclamó á gritos-. ¡No estoy bajo
su tutela! ¡Tome... tome... tome su dinero!... -y con furia me lanzó un par de
billetes de cien francos-. ¡Ahora, déjeme tranquilo! Estas últimas palabras las
vociferó como un poseso, sin reparar en las personas que nos rodeaban. Todos
fijaban sus miradas en nosotros; reían, cuchicheando y señalándonos, de la sala
vecina acudieron algunos Curiosos. Me sentí como si me hubieran desnudado en
plena sala. . . -S Sílence, madame, s'Íl vous plait rogó con voz clara
y solemne el "croupier” mientras golpeaba en la mesa con la raqueta.
¡Aquello iba por mí! ¡La reconvención del miserable empleado iba contra mi!
Roja de vergüenza, indigna; a, corno una infeliz prostituta a la que se arroja
un puñado de monedas, me encontraba entre el cuchicheo de los curiosos. Cien,
doscientos impúdicos ojos se clavaron en mí, y precisamente en aquel momento:..
cuando desviaba la mirada para no ver tal cúmulo de bajezas y desvergüenzas,
mis ojos tropezaron con otros llenos de sorpresa... Eran los de mi prima que,
estupefacta, con la boca abierta. levantaba la mano en acción de terror. Intensa fue la sacudida que conmovió todo mi ser. Antes
que ella diera un paso y hubiera vencido su sorpresa, salí de la sala corriendo
y fui a parar precisamente al banco, al mismo banco, en el cual la noche antes
habíase desplomado el joven aquel. Lo mismo que él, sin fuerzas,-extenuada, me
desplomé en el duro asiento. Desde entonces acá, han transcurrido veinticinco años,
y, empero, se me hiela la sangre en las venas al recordar ahora en qué forma
fui humillada y destrozada por su burla y desprecio ante centenares de personas
extrañas. Siento dentro de mí, horrorizada, lo débil y miserable que debe ser
esa especie de substancia que vanidosamente llamamos alma, espíritu,
sentimiento, lo que llamamos dolor, cuando todo esto, aun manifestándose en un
grado extremo, no logra destruir el cuerpo ¡acerado... ¡Cuando se sobrevive a
horas semejantes en vez de morir y de aniquilarse como un árbol tronchado por
el rayo! . . . Sólo por breves momentos el dolor me atenazó los miembros, una
vez que caí pesadamente sobre el banco, perdida la respiración y experimentando
el voluptuoso desfallecimiento precursor de la muerte. Me repuse al punto,
pensando que todo dolor es cobarde, puesto que vacila ante el poderoso
imperativo de la oída que parece juntarse a muestra carne más intensamente que
todo dolor mortal lo está a nuestro espíritu. Automáticamente, fui recobrando las fuerzas; mas me
levanté de allí sin saber qué hacer. Recordé de pronto que mi equipaje estaba
en la estación y entonces se me ocurrió la idea de partir, de huir de aquel
maldito antro infernal. Sin reparar en nada ni en nadie, acudí a la estación y
una vez en ella, me informe de la hora de salida de.¡ primer tren para París.
Me dijeron que a las diez. Seguidamente me ocupé de mi equipaje. A las diez...
Precisamente a las diez se cumplían las veinticuatro horas desde el instante de
aquel maldito encuentro; veinticuatro horas tan llenas de variados y
contradictorios acontecimientos sentimentales, que mi mundo interior parecía
para siempre destrozado. Pero, de momento, sólo sentía retumbar en mis oídos
como un constante martilleo, con un ritmo continuo, esta sola frase: ¡Marchar
lejos! ¡Marchar lejos! ¡Marchar lejos! ¡Lejos de aquella ciudad maldita, lejos
de mí misma, para encerrarme en mi hogar y, rodeada de los míos, retornar a mi
vida anterior, a mi verdadera vida! Realicé de noche el viaje a París. Una vez
allí me trasladé de una estación a otra y salí directamente hacia Boulogne, de
Boulogne a Dover, de Dover a Londres, de Londres a la casa de mi hijo. Todo el
viaje lo efectué en un solo vuelo, sin meditar, sin reflexionar. Cuarenta y
ocho horas sin dormir, sin comer, sin hablar; cuarenta y ocho horas en las
cuales en todas las ruedas del tren parecía sonar esta única palabra:
"¡lejos!, ¡lejos!, ¡lejos!". Cuando, al fin, inesperadamente, penetré
en la casa de mi hijo, situada en el campo, todos se asustaron. Algo había en
mi aspecto que les hizo adivinar mi angustia. Mi hijo intentó besarme y
abrazarme. No se lo permití. Me horrorizaba la idea de que pudiese tocar unos
labios que consideraba manchados. Eludí toda pregunta y sólo pedí un baño, del
cual sentía absoluta necesidad, no ya para quitarme el polvo del viaje, sino
también para borrar de mi cuerpo hasta el más leve resto de mi pasión por aquel
loco, por aquel hombre indigno. Luego, casi arrastrándome, subí a mi habitación
y dormí doce, catorce horas de un sueño profundo, como nunca, ni antes ni
después, he dormido; un sueño merced al cual conozco lo que significa hallarse
sin vida, tendida dentro de un féretro. Mis familiares se ocuparon de mí como
de una enferma; esta ternura, empero, no me causaba más que dolor. Me
avergonzaban su veneración, su respeto, y en todo momento debía dominarme para
no descubrirles de qué ignominiosa manera les había engañado a todos,
olvidándolos, llevada por una pasión loca y extravagante. Sin finalidad determinada, más tarde me trasladé a una
pequeña ciudad francesa donde nadie me conociera. Sentíame obsesionada por la
idea de que toda persona podía descubrir, de una sola mirada, mi vergüenza, el
cambio que se había producido en mí y hasta qué punto estaba mi alma
mancillada. A veces, por la mañana, al despertarme, en mi lecho, experimentaba
un horrible miedo de abrir los ojos. Siempre, de nuevo, acudía ante mi
conciencia el recuerdo terrible de aquella noche en que desperté al lado de un
hombre desconocido y medio desnudo; y desde aquel momento, sin cesar, me
persiguió, igual que en aquella ocasión, el anhelo de morirme en el acto. El tiempo, no obstante, posee una fuerza profunda y la
vejez un singular poder para despojar de intensidad a los sentimientos. Vemos
aproximarse la muerte; su sombra negra se proyecta ante nuestros pasos, y,
entonces, los hechos nos resultan más amortiguados, no penetran con profundidad
en nuestros sentidos, pierden gran parte de su peligrosa violencia. Lentamente
llegué a cumplir los sesenta años... Después, al cabo de los años, encontrándome en una
fiesta de sociedad con un joven polaco "attaché" de la Embajada
austriaca, contestando a ciertas preguntas mías sobre la familia del muchacho
jugador, dijo que, diez años atrás, en Montecarlo, se les había suicidado un
hijo. La noticia no me produjo la menor impresión. El recuerdo no me causaba ya
dolor alguno y -¿para qué disimular nuestro egoísmo?- la noticia me proporcionó
cierto placer, por cuanto con ella desaparecía todo temor, el temor de
encontrarme nuevamente con él alguna vez. No existía, pues, ningún otro testigo contra mí sino
mis propios recuerdos. A partir de aquel instante sentíame más tranquila. La
vejez no implica más que cesar de sufrir por el pasado. Y quiero también ahora que comprenda por qué, de
súbito, me decidí a confesarle este episodio de mi propia vida. Cuando usted
defendía a la señora Henriette afirmando con decidida convicción que
veinticuatro horas eran más que suficientes para decidir la suerte de una
mujer, yo me sentí, además, agradecida porque por primera vez me veía
comprendida. Entonces pensé que, una vez que hubiera confesado el secreto que
pesaba sobre mi alma, quizá lograría librarla de esa opresión y de la
obsesionante necesidad de mirar hacia el pasado; inmediatamente, al siguiente
día, podría retornar a los lugares y penetrar incluso en la misma sala donde se
decidió mi destino, sin experimentar la menor sombra de odio ni hacia él ni
hacia mí misma. Y, en efecto, mi corazón parecía haberse libertado de la losa
que lo abrumaba, y ésta con todo su peso, se ha hundido en el pasado, para no
levantarse nunca más. Me ha hecho un gran bien el confesarle a usted eso: me
siento más ágil, casi gozosa... y le doy las gracias por ello. Luego de pronunciar estas palabras se levantó.
Comprendí que su relato había concluido. Un poco turbado y confuso quise
decirle algo; pero ella pareció adivinar mi esfuerzo y en el acto me disuadió:
-No; se lo suplico; no hable.. . No me responda nada, no me diga nada. Le estoy
profundamente agradecida, y... ¡buen viaje! De pie, ante mí, tendióme la mano.
Involuntariamente contemplé su rostro y entonces me sentí conmovido y
maravillado ante la expresión de la anciana señora que, amable y a la vez cohibida,
tenía ante mí. ¿Era, acaso, el reflejo de la antigua pasión? ¿El rubor, lo que
arrebolaba, de súbito, sus mejillas hasta la raíz del cabello? Estaba ante mí
cual una doncella candorosamente turbada, abochornada de sus recuerdos y de su
propia confidencia. Conmovido sincera y profundamente, quise testimoniarle, con
unas palabras, mi respeto; pero no pude hablar. Entonces me incliné, besando
respetuosamente la mano trémula y marchita cual una hoja de hierba en otoño.
FIN
EL CANDELABRO ENTERRADO
STEFAN ZWEIG
En un luminoso día de junio del año 455 acababa de
definirse sangrientamente en el Circo máximo de Roma, la lucha de dos gigantes
hérulos contra una jauría de jabalíes hircanos, cuando a la tercera hora de la
tarde empezó a cundir entre los miles de espectadores una creciente inquietud.
Primero sólo observaban los vecinos próximos que habían entrado a la tribuna
-ricamente adornada con tapices y estatuas- en que estaba sentado el emperador
Máximo rodeado por sus cortesanos, un mensajero cubierto de polvo, el cual,
evidentemente, acababa de apearse al cabo de una cabalgata arrebatada, y que,
apenas transmitida la nueva al emperador, éste se levantó, contra todo uso, en
mitad de la agitada lucha; le siguió con la misma sugestiva prisa, toda la
corte, y pronto desocupáronse también los asientos destinados a los senadores y
dignatarios. Tan precipitada partida debía tener un motivo importante. En vano
anunciaron nuevos toques estridentes de fanfarrias otra lucha con animales, y
en vano azuzóse contra las cortas navajas de los gladiadores a un león numídico
de negra melena, que atravesó con bramidos roncos la reja levantada; la oscura
nube del desasosiego, cubierta por la espuma pálida de rostros indagadores y
tímidamente agitados, se había levantado ya irresistiblemente y se expandió de
fila en fila. La gente saltó de sus asientos, señaló las tribunas
vacías de los nobles, preguntó y metió ruido, voceó y silbó; y de pronto se
divulgó, sin que se supiera quién lo había pronunciado primero, el rumor
confuso de que los vándalos, los temidos piratas del Mediterráneo, habían
anclado su poderosa flota en Portus y ya se hallaban en camino a la
despreocupada ciudad. ¡Los vándalos! Primero, la palabra corrió de boca en
boca, como cuchicheo macilento, luego de repente fue el grito agudamente
levantado: "¡Los bárbaros, los bárbaros!", retumbando en centenares,
en miles de voces por el redondel escalonado en piedra del circo, y ya se
abalanzaba, como empujada por una ráfaga de tempestad, la enorme multitud de hombres
en pánico furioso hacia la salida. Derrumbábase todo orden. Los guardias, los
soldados en servicio abandonaban sus puestos y huían con los demás; la gente
saltó las gradas, se abrió camino con los puños y espadas, pisoteó mujeres y
niños que chillaban, y en las salidas formáronse vociferantes y arremolinados
embudos de masas apretujadas. A los pocos minutos quedaba completamente barrido
el amplio circo que acababa de apretar a ochenta mil personas en un oscuro
bloque sonoro. Marmóreo, mudo y vacío, como una cantera abandonada, permanecía
el óvalo escalonado en el sol veraniego. Sólo quedaba en la arena -los gladiadores habían huido
ya detrás de los demás- el olvidado león, agitando la melena y bramando
provocativo al repentino vacío. Eran los vándalos. Mensajero tras mensajero llegaron
entonces excitados, y cada nueva era peor que la anterior. Habían desembarcado
de centenares de veleros y galeras, un pueblo ágil y movedizo; ya se
adelantaban relampagueantes al grueso del ejército en la carretera portuense,
los jinetes berberiscos y numídicos con albornoces blancos, sobre caballos
rápidos y de largo cuello; mañana, pasado mañana, las hordas de bandidos
estarían ya a las puertas de la ciudad, y nada estaba dispuesto para la
defensa. El ejército de mercenarios luchaba en algún lugar distante, cerca de
Ravena; las murallas de las fortificaciones estaban en ruinas desde que Alarico
arrasara la ciudad. Nadie pensaba en una resistencia. Los ricos y nobles disponían presurosos mulas y carros
para salvar con la vida por lo menos una parte de sus bienes. Pero ya era
tarde. Pues el pueblo no toleraba que en días de bonanza los señores lo
oprimiesen y que en la desgracia lo abandonaran cobardemente. Y cuando Máximo,
el emperador, se disponía a escapar del palacio con su comitiva, cayeron sobre
él primero maldiciones, y piedras después: finalmente se precipitó el populacho
amargado sobre el cobarde y mató en la vía a su mísero emperador, a golpes de
porras y hachas. Cerráronse luego, por cierto, las puertas como todas las
noches; pero con ello quedó el temor del todo encerrado en la ciudad; como un
podrido cenagal pesaba, respirando con dificultad, el presentimiento de algo
espantoso sobre las casas enmudecidas y sin luz, y como un cobertor asfixiante,
ahuecábase la oscuridad sobre la perdida ciudad que perecía de horror y
espanto; indiferentes y livianas, en cambio, brillaban las estrellas
eternamente displicentes; como todas las noches, colgaba la luna su cuerno
argentino en la bóveda azul del cielo. Desvelada y con los nervios vibrantes
permanecía Roma, y esperaba a los bárbaros como un condenado, la cabeza
apretada sobre el tajo, aguardando el golpe ineludible y ya iniciado. Despacio, seguros, decididos y victoriosos acercáronse
en tanto los vándalos desde el puerto por la abandonada vía romana. Los rubios,
melenudos guerreros germánicos, marchaban en perfecta formación, centuria tras
centuria, a bien aprendido paso militar, y delante de ellos disparaban
inquietos, montados en pelo y dando picadero con ágiles vueltas a sus hermosos
caballos de pura sangre, los pueblos tributarios del desierto, los númidas de
tez oscura y pelo de azabache. En el medio del cortejo jineteaba Genserico, el rey de
los vándalos. Sonreía displicentemente conforme, desde la montura, sobre su pueblo
en marcha. El viejo y experto guerrero sabía desde hacía mucho tiempo, por sus
espías, que no era de temer una seria resistencia, y que no se preparaba una
batalla campal decisiva, sino solamente un despojo sin peligro. En efecto; no
se mostraba ningún guerrero enemigo. Sólo en la Porta Portuensis, donde la bien
aplanada carretera del puerto llega al barrio céntrico de Roma, enfrentóse al
Rey el Papa Leo, adornado con todas las insignias y brillantemente rodeado por
todo el clero. El Papa Leo, aquel mismo anciano de barba canosa quien
sólo unos pocos años atrás había incitado tan gloriosamente al terrible Atila,
a que respetase a Roma, y a cuyo ruego había cedido en ese entonces el huno
pagano en incomprensible humildad. Genserico también se apeó de inmediato al
ver al majestuoso barba blanca, y rengueó cortésmente (su pie derecho era
corto), a su encuentro. Pero no besó la mano con el anillo de San Pedro, ni
dobló piadosamente la rodilla, ya que, como hereje arriano, consideraba al Papa
sólo como usurpador de la verdadera cristiandad; y acogió con fría altanería la
conjugadora arenga latina del Papa pidiéndole que perdonase a la santa ciudad. Que no se preocupase, le mandó decir por el
intérprete, nada de inhumano debía temerse de él, pues él mismo era guerrero y
cristiano. No incendiaría Roma ni la devastaría, a pesar de que esta ciudad,
ambiciosa de imperar, había arrasado miles y miles de ciudades, nivelándolas
con el suelo. Su generosidad respetaría tanto los bienes de la Iglesia como las
mujeres, y sólo haría botín "sine ferro et igne", según el derecho
del más fuerte y del vencedor. Pero ahora aconsejaba, y eso lo decía Genserico
en tono amenazador, mientras su caballerizo ya le sostenía el estribo, que le
abriesen sin la menor demora las puertas de Roma. Se hizo según las exigencias de Genserico. No se
blandió ninguna lanza, no se desenvainó ninguna espada. Una hora más tarde,
toda Roma pertenecía a los vándalos. Pero la triunfadora banda de piratas no
invadió la ciudad indefensa como una horda indomada. Los altos, fuertes y rubios guerreros, hicieron su
entrada por la "vía Triumphalis" en filas compactas, dominados por la
férrea mano imperativa de Genserico, y sólo fijaban su mirada curiosa en las
miles y miles de estatuas de ojos blancos que con sus labios mudos parecían
prometer buena presa. Genserico mismo se dirigió de inmediato al
"Palatium", la abandonada residencia del emperador. Pero no recibió
el planeado homenaje de los senadores que esperaban en temerosa hilera, ni hizo
preparar un festín: -apenas rozó con una mirada los regalos con que los
ciudadanos acaudalados esperaban aplacar su severidad -sino que de inmediato,
el riguroso soldado, inclinado sobre un mapa, trazó su plan para el más rápido
y al mismo tiempo más completo saqueo de la ciudad. Cada distrito fue sometido
a una centuria, y cada uno de los tenientes fue hecho responsable de la
disciplina de su gente. Pues lo que entonces se inició no fue un pillaje feroz
y desordenado, sino un robo frío, metódico. Primero, por orden de Genserico, cerráronse las
puertas de la enorme ciudad, en las que se apostaron centinelas a fin de que no
se escapase ni una sola presilla o moneda. Luego sus soldados confinaron las
embarcaciones, los carros, los animales de carga y obligaron a miles de esclavos
al servicio, con el propósito de que a toda prisa se pudieran trasladar al nido
de piratas africano, cuantos tesoros albergaba Roma. Sólo entonces comenzó el
saqueo metódico con fría y silenciosa exactitud. Despacio y metódicamente, tal
como un carnicero descuartiza un animal muerto, destripóse en esos trece días
la ciudad viviente, arrancándole pedazo tras pedazo de su cuerpo, que sólo se
contraía débilmente. Los distintos grupos pasaban de casa en casa, de templo en
templo, conducidos por uno de los nobles vándalos y acompañados por un
escribiente, y sacaron poco a poco todo lo que era valioso y movible, las
vasijas de oro y plata, las presillas, las monedas, las joyas, las cadenas de
ámbar traídas de los países del Norte, las pieles de Transilvania, la malaquita
póntica y las dagas labradas de Persia. Obligaron a los obreros a quitar
cuidadosamente el mosaico de las paredes de los templos y levantar las lozas
porfídicas de los peristilos. Todo se hizo premeditada, práctica y exactamente. Los
obreros bajaron con malacates los tiros broncíneos de los arcos de triunfo, a
fin de no deteriorarlos, e hicieron levantar por los esclavos ladrillo tras
ladrillo, el techo dorado del templo de "Júpiter Capitolinus", luego
de haber saqueado el edificio. Sólo las columnas metálicas demasiado grandiosas
como para ser cargadas apresuradamente, fueron rotas a martillazos y
serruchadas por mandato de Genserico, con objeto de ganar el metal. Calle tras
calle, casa tras casa fueron cuidadosamente limpiadas, y así que se hubieron
vaciado por entero las residencias de los vivos, forzáronse los
"tumuli", las moradas de los muertos. Violando sarcófagos pétreos
arrancaron los invasores peines cubiertos de piedras preciosas del cabello
palidecido de difuntas princesas, y los broches dorados de la osamenta
descarnada y los anillos con sello de los cadáveres, y aun robaron sus manos,
ávidas del "obulus" con que se enterraban los muertos, para que
pagasen al barquero por el viaje al otro reino. El botín íntegro de todos esos
saqueos aislados juntóse luego, en montones separados, en una plaza previamente
designada. Allí yacía la Victoria de alas doradas, junto al cofre adornado con
piedras preciosas que contenía la osamenta de un santo. y al lado de los dedos
de una noble dama. Barras de plata amontonáronse junto a vestidos de
púrpura, preciosos cristales, junto a tosco metal. El escribiente anotó cada
pieza con envaradas letras nórdicas en su largo pergamino para prestar al robo
una apariencia de legalidad; Genserico rengueaba, con su séquito, por el
tumulto, tocaba las piezas con el bastón, examinaba las joyas, sonreía y daba
muestras de aprobación. Miraba satisfecho cómo carro tras carro y barco tras
barco, abandonaron, cargados hasta el extremo, la ciudad. Pero no ardía ninguna
casa, no se vertía sangre humana. Silenciosos y regulares, tal como en una mina
suben y bajan los paternoster, vacíos los unos, llenos los otros, viajaban
durante trece días las hileras de carros del puerto al mar y del mar al puerto.
Repletos bajaban, vacíos volvían y ya jadeaban los bueyes y las mulas bajo la
carga, pues hasta donde llegaba la memoria jamás había sido saqueado tanto en
trece días como en este despojo vandálico. Durante trece días no se percibía en la ciudad con sus
millares de casas la voz humana. Nadie hablaba en alta voz. Nadie reía. Había
enmudecido la música de cuerdas en las casas, y en las iglesias no elevábase
cántico alguno. Sólo oíanse los martillazos con que se quitó lo
inmueble de su lugar, el ruido de columnas derribadas, el chirriar de carros
sobrecargados y el ronco mugir de los cansados animales a los que alcanzaba
siempre de nuevo el látigo de los verdugos. A veces lloraban los perros, a los
que, absorbido por el propio temor, se había olvidado de dar comida; de tarde
en tarde resonaba profundo un sonido de tumba sobre las murallas cuando se
revelaban las guardias. Pero los hombres, dentro de las casas, retenían la
respiración. Derribada yacía la ciudad, la triunfadora del mundo, y
cuando de noche pasaba el viento por las calles vacías, sonaba como el apagado
estertor de un herido que siente derramarse la última gota de sangre de sus
venas. En aquella decimatercera tarde del saqueo estaban
reunidos los judíos de la colectividad romana en casa de Moisés Abthalion, en
la orilla izquierda del Tíbet, allá donde el río amarillo dobla perezoso como
una serpiente saciada. Abthalion no era de los prohombres de la comunidad, ni
conocedor de la Sagrada Escritura, sino un viejo trabajador de temple; pero se
había elegido su casa para la reunión, porque el taller en la planta baja
ofrecía más lugar que las estrechas habitaciones angulosas. Desde hacía tres
días estaban cotidianamente sentados llevando sus blancos vestidos mortuorios y
rezando a la sombra de persianas cerradas entre los rollos colgados, los
lienzos enjabelgados y las anchas tinas, con una tenacidad sorda y casi
aturdida ya. Hasta entonces nada malo habían sufrido aún de los vándalos. Dos o
tres veces habían pasado grupos acompañados por nobles y escribientes por la
baja y estrecha callejuela de los judíos, donde la humedad causada por los
frecuentes desbordamientos quedaba adherida como esponja en las losas de las
casas y se precipitaba en frías lágrimas de las paredes derruidas; una mirada
de desprecio bastaba a los expertos salteadores para reconocer que no se podía
sacar botín alguno de tal miseria. Acá no brillaban peristilos artesonados con
mármol, ni triclíneos relampagueantes de oro; aquí no se conservaban estatuas y
vasijas de bronce. Por eso, los grupos ladrones, pasaban indiferentes y no
amenazaban pillaje ni imposición alguna. Y, sin embargo, estaban apesadumbrados
los corazones de los judíos de Roma, y se agruparon en presentimiento
atemorizado. Pues una desgracia para la ciudad, para el país que habitaban -lo
sabían desde generaciones y generaciones- tornábase siempre, al final, en
desgracia para ellos. Afortunados, los pueblos siempre los olvidaban y no se
fijaban en ellos. Entonces se adornaban los príncipes y edificaban y pensaban
en su magnificencia, y el populacho se divertía rudamente con cacerías y
juegos. Pero cada vez que sobrevenían miserias, se cargaba a ellos la culpa.
¡Ah, cuando vencían los enemigos, cuando se saqueaba una ciudad, cuando la
peste y otra enfermedad se extendía por los países! Todo el mal del mundo
-ellos lo sabían- tornábase inevitablemente en mal para ellos mismos, y no
ignoraban ellos desde hacía mucho tiempo, que no había manera de rebelarse
contra ese duro destino, pues siempre y en todas partes eran pocos, siempre y
en todas partes eran débiles y carentes de poder. Su única arma era la oración. Estaban, pues, reunidos los judíos de la comunidad de
Roma y oraban. El piadoso murmurar fluía silencioso y constante de sus barbas,
como delante de las ventanas el chapotear del Tiber, que estregaba tranquilo y
tenaz las tablas de las bateas y lavaba las orillas con su suave peregrinación.
Ninguno de los hombres miraba al otro, y sin embargo, movíanse al consuno sus
viejos hombros fatigados, mientras que cantando y hablando rezaban unos y los
mismos salmos que han rezado cien y mil veces antes que ellos, sus padres y los
padres y abuelos de sus padres. Los labios apenas sabían que hablaban, ni los
sentidos lo que sentían; ese zumbido quejumbroso y vacilante emanaba como de un
sueño oscuro y amodorrado. De repente se espantaron; un sacudimiento enderezó
bruscamente las espaldas encorvadas. La aldaba había golpeado fuerte contra la
puerta. Y siempre, ya lo tenían en la sangre, se asustaron de todo lo
repentino, los judíos en el extranjero. ¿Pero qué podía esperarse de bueno, cuando se abría
una puerta en la noche? El murmullo se desgarró, como cortado por una tijera;
más potente oíase, a través del silencio al río indiferentemente rumoroso.
Todos escucharon con la garganta apretada. Y nuevamente cayó la aldaba:
impaciente sacudió un puño la puerta exterior. "Ya voy", dijo como
para sí mismo Abthalión, y salió arrastrando los pies. La vela pegada a la mesa
inclinó su llama fugitiva en la corriente cortante de la puerta abierta; como
interiormente los corazones de todos aquellos hombres, temblaba la vela de
repente y fuerte. Sólo recobraron la respiración, cuando reconocieron al
que entraba. Era Hycanos ben Hillel, el tesorero de la imperial acuñadora de
oro, el orgullo de la colectividad, porque era el único judío al que se
permitía entrar al palacio del emperador. Por una gracia especial de la corte,
concedíasele el derecho de vivir del otro lado del Transtevere y de llevar
distinguidas vestimentas de color; pero entonces su capa estaba rota y su
rostro ensuciado. Todos le rodearon -pues esperaban que trajera un
mensaje- impacientes de que contara prontamente y, sin embargo, de antemano ya
azorados, porque presentían en su excitación una desgracia. Hycanos ben Hillel respiró profundamente. Se veía que
en su garganta quedaba anudada una palabra que se resistía a brotar. Finalmente
gimió: -Se acabó. Lo tienen. Lo han encontrado. -¿Qué han encontrado? ¿Quién han encontrado? Todos
jadearon en un grito. -El candelabro, la Menorah. Cuando llegaron los
bárbaros la mantenía oculta, entre las sobras de la cocina. Premeditadamente
dejé los demás objetos sagrados en el tesoro, la mesa con los panes benditos,
las cornetas de plata y el bastón de Aarón y los incensarios, pues demasiados
de los servidores sabían de nuestros tesoros como para que hubiera podido
ocultarlos todos. Sólo quería salvar a uno de los objetos del templo: el
candelabro de Moisés, el candelabro de la casa de Salomón; la Menorah. Y ya
habían saqueado todo el tesoro, ya quedaba vacía la cámara, ya no investigaban
más y se sentía seguro mi corazón de que por lo menos habíamos salvado para
nosotros ese único de los símbolos sagrados. Pero uno de los esclavos, ¡que su alma se seque! me
había espiado cuando guardé el candelabro y lo denunció a los bandidos, para comprar
así su propia libertad. Les señaló el lugar y ellos lo excavaron. Ahora está
robado todo lo que antaño se guardaba en el santísimo, en la casa de Dios, la
mesa y las vasijas y los frontales del sacerdote y la Menorah. Esta noche, hoy
mismo, llevan los vándalos el candelabro hasta los mares. Por un instante todos callaron. Luego surgió confuso
de las bocas empalidecidas grito tras grito: -¡El candelabro... ay... la
Menorah... el candelabro de Dios... ¡ay!... el candelabro de la mesa del
Señor... la Menorah!... Los judíos tambalearon los unos contra los otros como
ebrios, golpearon el pecho con los puños, se tomaban las caderas quejándose
como si los abrasara un dolor. Como repentinamente cegados, revolvíanse los
circunspectos ancianos. -¡Silencio! -ordenó de pronto con vigor una voz, y
todos enmudecieron en el acto. Pues fue el superior de la comunidad. el más
viejo, el más sabio. el que les impuso silencio. el gran intérprete de la
Escritura, Rabbi Eliéser, al que llamaban Kab ve Nake, el puro y claro. Tenía casi ochenta años, y blanca como la nieve cubría
la barba su rostro. Su frente estaba surcada por el doloroso arado del pensar
inexorable, pero el ojo había quedado bajo el mechón de las cejas, como una
estrella bondadoso y limpio. Levantó la mano, delgada amarillenta y arrugada
como los muchos pergaminos que había escrito, y cortó con ella el aire en
horizontal como si quisiera apartar el ruido cual humo molesto y crear un
espacio puro para un decir circunspecto. -¡Silencio! -repitió-. Los niños gritan de susto, los
hombres reflexionan. Sentaos todos y dejadme deliberar. El espíritu es más
activo si en tanto descansa el cuerpo. Los hombres se sentaron avergonzados sobre taburetes y
bancos. Rabbi Eliécer hablaba en voz baja a sus barbas y parecía deliberar
consigo mismo. -Ha sucedido una desgracia, una gran desgracia. Hace
mucho tiempo ya que nos han quitado los artefactos sagrados y a ninguno de
nosotros se ha permitido contemplarlos en el tesoro del emperador, con
excepción de solo éste. Hyrcanos ben Hillel. Pero, no obstante, sabíamos que
estaban a salvo desde los días de Tito. estaban acá y cerca de nosotros. Más
gentil nos parecía la extraña Roma cuando pensábamos que aquí descansaban, con
nosotros en una misma ciudad, los sacros objetos, que habían viajado a través
de mil años, que habían estado en Jerusalén y en Rabel y que siempre
retornaban. No nos dejaban depositar panes en la mesa sagrada y, no obstante,
cada vez que cortábamos un pan, pensábamos en ella. No nos dejaban poner luces
en el candelabro sagrado. Pero cada vez que encendíamos una luz recordábamos la
Menorah que estaba huérfana de luces en la casa extraña. No nos pertenecían los
objetos sagrados, pero los sabíamos seguros y a buen recaudo. Y ahora ha de
empezar otra vez la marcha del candelabro y no ha de ir a su hogar, según
esperábamos, sino que se lo llevan y quién sabe adónde. Pero no nos lamentemos.
Las quejas solas no remedian nada. Reflexionemos primero bien sobre todo. Los hombres escucharon taciturnos. con las frentes
inclinadas. La mano del viejo erraba por su barba. Ya seguía deliberando como
consigo mismo: -El candelabro es de oro puro, y muchas veces he pensado, ¿por
qué deseaba Dios que nuestra ofrenda fuera tan valiosa? ¿Por qué exigió de
Moisés que el candelabro sea de gran peso, de siete brazos y adornado con
coronas y flores labradas? Muchas veces pensé si ello no creaba un peligro,
pues siempre parte el mal de la riqueza, y sólo lo valioso atrae al ladrón.
Pero de nuevo reconozco cuán fatuo es nuestro pensar y que todo lo que Dios
manda tiene un sentido más allá de nuestro saber e inteligencia. Pues ahora
comprendo: sólo por haber sido valiosos, esos objetos sagrados se han
conservado a través de los tiempos. Si hubieran sido ordinario metal y trabajo
sencillo, los ladrones los hubieran destrozado distraídamente y los hubieran
fundido en espadas o cadenas. Pero así conservaron lo precioso por precioso,
sin sospechar de su santidad. Así un bandido los quita a otro y ninguno se
atreve a destruirlos, y cada uno de sus viajes los conduce de nuevo a Dios. Ahora dejadnos reflexionar. ¿Qué saben los bárbaros de
lo sagrado? Sólo ven que el candelabro es de oro. Si fuera posible halagar su
codicia, les daríamos el doble, el triple de su peso en oro y, quizás,
conseguiríamos comprarlo. No podemos luchar, los judíos; sólo en el sacrificio
reside nuestra fuerza. Tenemos que enviar mensajeros a todos los dispersos en
cada país, para que ayuden a rescatar, entre todos, lo sagrado. El doble, el
triple, debemos aportar este año en donaciones para el templo, el traje que
vestimos y el anillo que llevamos en el dedo. Hemos de readquirir los objetos sagrados así fuera por
el séptuplo de su peso en oro. Un gemido lo interrumpió. Hyrcanos ben Hillel alzó
afligido la vista. -Es en vano. Ya lo he tratado- dijo silencioso- Fue mi
primer pensamiento. Hablé a sus tasadores y escribientes, pero eran brutos
y crueles. Llegué hasta Genserico y le ofrecí elevado rescate. Escuchó gruñón y
movió impaciente el pie. Entonces perdí la razón e insistí y ponderé que el
candelabro había estado en el templo de Dios y que Tito lo había traído de
Jerusalén como lo más preciado de su triunfo. Sólo entonces comprendió el
bárbaro lo que había ganado y contestó, riendo descaradamente: "No
necesito vuestro oro. Tanto recogí aquí que puedo adoquinar los establos de mis
caballos y clavar piedras preciosas en sus cascos. Pero si el candelabro es en verdad el candelabro de
Salomón, entonces no tiene precio para mí. Si Tito lo llevó delante suyo en el
triunfo de Roma, entonces he de llevarlo yo en el triunfo sobre Roma. Si ha
servido a vuestro Dios, entonces debe servir ahora al Dios verdadero
¡Vete!", Y con estas palabras me despidió. -No debías haberte marchado. -¿Acaso me fui? Me arrodillé delante de él, abracé sus
rodillas. Pero su corazón era más duro aún que las tablillas férreas de sus
botas. Me arrojó como una piedra. Y luego me hicieron salir sus siervos a
golpes, de modo que apenas conservé la vida. Sólo entonces comprendieron porqué estaban hechas
jirones las prendas de Hyrcanos ben Hillel. Sólo entonces notaron el hilo de
sangre coagulada en su sien. Calados permanecían sentados y tan quietos que se
oía el lejano rechinar de los carros que seguían y seguían atravesando la
noche, y ahora también los roncos cuernos vandálicos extrañamente repetidos de
uno a otro extremo de la ciudad Después apagóse todo rumor. Todos pensaron lo
mismo: ¡El gran saqueo ha terminado, el candelabro está perdido! Rabbi Eliéser
alzó la vista penosa: -¿Esta noche, dices, se lo llevan? Esta noche. En un
carro lo llevan por la vía portuensis hasta las naves y, quizás, mientras
hablamos, ya inicia su viaje. Esos cuernos llamaron a la retaguardia. Mañana temprano lo cargarán en una embarcación. Rabbi Eliéser
inclinó la cabeza cada vez más profunda sobre la mesa. Parecía quedar dormido
al escuchar. Era como un ausente y no se apercibió de que los demás lo miraban
desasosegados. Luego levantó la frente y dijo: -Esta noche, dices. Bien.
Entonces también tenemos que ir nosotros. Todos se asombraron. Pero el anciano repitió, sereno y
decidido: -Tenemos que acompañarlo. Es nuestro deber. Recordad la Escritura y
sus mandamientos. Cuando viajaba el arca, partimos nosotros; sólo cuando
descansaba, nos era permitido descansar. Cuando viajan los signos de Dios,
nosotros debemos viajar con ellos. -¿Pero cómo hemos de cruzar el mar? No tenemos barcos. -Entonces iremos hasta el mar. Es el viaje de una
noche. En ese momento se levantó Hyrcanos: -Como siempre,
aconseja Rabbi Eliéser lo acertado. Tenemos que acompañarlo. Es una parte de nuestra ruta eterna, Cuando viajan el
arca y el candelabro, el pueblo, toda la comunidad debe viajar con ellos. Entonces salió de un rincón una débil vocecita tímida.
Simje, el carpintero, un hombre muy contrahecho, fue quien se lamentó medroso. -¿Y si nos prenden? A centenares de hombres han
llevado ya a la servidumbre. ¡Nos golpearán! Nos matarán. Venderán a nuestros
hijos, y nada se habrá conseguido y nada se habrá hecho. -¡Calla! -terció otro-. Y aparta tu temor. Si prenden
a uno de nosotros, estará preso. Si muere alguno, habrá muerto por lo sagrado.
Todos debemos ir, todos iremos. -Sí, todos, todos nosotros, -gritaron confusos a un
mismo tiempo. Mas Eliéser, el rabbi, hizo una señal para acallar las
voces. Nuevamente cerró los ojos, según era su costumbre cuando deseaba
reflexionar. Luego decidió: -Simje tiene razón. No lo injuriéis como cobarde y
endeble. Tiene razón; no todos deben arriesgar su vida y dirigirse insensatos
en la noche al encuentro de los piratas. Pues nada hay de más sagrado que la
vida. Dios no quiere que se malogre ni una sola inútilmente. Tiene razón Simje,
prenderían a los jóvenes y los convertirían en esclavos en la ciudad. Por eso
los hombres robustos y los niños, no deben salir con los demás en la noche. Pero otra cosa es con nosotros. Somos viejos, e inútil es para todos un anciano, y
sobre todo para sí mismo. No podemos remar en las galeras, los que apenas
tendríamos fuerza de cavar la tierra para nuestra propia sepultura, y hasta la
muerte, al sorprendernos, no gana gran cosa. A nosotros toca acompañar los
sagrados objetos. Que se reúnan, pues, y se dispongan para el viaje sólo
aquellos que tienen más de setenta años. Salieron fuera del gentío los ancianos, de ambas
barbas todos. Eran diez, y al unirse a ellos Rabbi Eliéser, el puro y claro,
eran once: los más jóvenes pensaron en los patriarcas del pueblo cuando vieron
juntos a los últimos de un tiempo ido, serenos y solemnes. Una vez más se
separó el Rabbi de ellos y retornó al otro grupo: -Los viejos, los ancianos
iremos: no temáis vosotros por nuestra suerte. Mas, ha de acompañarnos también
un niño, un muchacho, a fin de que sea testigo para la próxima y postpróxima
generación. Pronto moriremos, nuestra luz está medio consumida y en breve
enmudecerá nuestra voz. Pero que quede uno por años y años, uno que haya visto
con sus propios ojos el candelabro de la mesa del Señor. para que prosiga
viviendo la certeza de linaje en linaje y de generación en generación, de que
lo que consideramos lo más sagrado no está perdido para siempre, sino que sólo
sigue recorriendo su senda eterna. Un niño de corta edad debe acompañarnos,
aunque no comprenda el sentido, para que sea testigo. Todos callaron. Cada cual pensaba temeroso en su
propio hijo al que mandar a la noche y el peligro. Pero ya se había levantado
Abthalion el tintorero. -Voy a buscar a Benjamín. mi nieto. Siete años tiene
nada más, tantos años como brazos tiene el candelabro, y eso me parece una
señal. Preparaos entretanto para la caminata, tomad para el consumo todo cuanto
encontréis en mi casa; yo tengo al niño. Los ancianos se sentaron alrededor de la mesa, los más
jóvenes les sirvieron vino y pan. Pero antes de que quebrasen el pan, inició el Rabbi la
oración que en todos los tiempos pronunciaban los antepasados tres veces por
día. Y tres veces repitieron los viejos con sus delgadas voces decrépitas la
anhelante sentencia: "Misericordioso, quiera tu misericordia reconducir a
Jerusalén tu magnificencia y la atención del sacrificio". Luego de haber pronunciado por tres veces la oración,
los ancianos prepararon su marcha. Con calma y circunspección, como si
cumplieran un acto piadoso, quitáronse las chamarretas mortuorias, las
guardaron en un hatillo junto con el manto para la plegaria y las correas. Los
más jóvenes fueron, entretanto, en busca de pan y de frutas para el viaje, y de
fuertes bastones para su apoyo. Después, cada uno de los ancianos escribió
todavía en un pergamino lo que debía hacerse con sus bienes en el caso de que
no volviese, y los demás fueron testigos. Ínterin Abthalion, el tintorero, había subido por la
escalera de madera. Antes se había quitado las botas, pero como era un hombre
obeso y pesado, gimió la madera putrefacta bajo sus pasos. Abrió con cautela la
puerta de la habitación en la que dormían amontonados (pues eran pobres) su
esposa y la esposa de su hijo y los hijos y los nietos. A través de la
hendidura de los postigos cerrados penetraba un incierto resplandor de la luna,
húmedo y azulado como la neblina, y a pesar de que Abthalion caminaba todo lo
cuidadosamente posible sobre la punta de los pies, sintió que desde sus lechos
le miraban aterrados ojos fijos y que lo observaron su esposa y la mujer de su
hijo. -¿Qué pasa? -murmuró espantada una voz. Abthalion no contestó, sino que siguió palpando el
camino hacia el rincón izquierdo donde sabía estaba el lecho de Benjamín, el
nieto. Afectuoso inclinóse sobre la baja cama de paja. El niño dormía
profundamente, los puños como cerrados con cólera sobre el pecho: bravío y
apasionado debía ser su sueño. Abthalion le pasó la mano suavemente sobre el
cuello revuelto para despertarlo. El niño no despertó en el acto, más sus
sentidos debían haber percibido la caricia a través de la manta negra del
sueño, pues los puños se aflojaron, abriéronse sus labios tensos, inconsciente
sonrió el niño y extendió satisfecho y suave sus brazos. Abthalion sintió un sincero dolor por tener que sacar
a la inocente criatura de tan dulce reposo. No obstante, tomó al dormido y lo
zarandeó más fuerte. De inmediato se enderezó el niño y miró con ojos azorados
en derredor suyo: era un niño de sólo siete años, pero un niño judío en tierra
extraña y acostumbrado, por lo mismo, a asustarse cuando sucedía algo
inesperado. Así se asustó su padre a cada aldabonazo, así se atemorizaron todos
ellos, los viejos y sabios, cuando en la calle se leía un nuevo edicto, así se
estremecían cuando moría un emperador y le sucedía otro, pues malo y peligroso
era todo lo nuevo para la calleja de los judíos del Transtevere en la que él
había vivido su pequeña existencia. Aun no ha aprendido la escritura, mas ya
sabía eso: temer todo, todo en la Tierra. Fijó el niño su mirada confusa y rápidamente cubrióle
Abthalion la boca para que no gritara espantado. Pero apenas hubo el pequeño
reconocido al abuelo, cuando ya se calmó. Abthalión encorvóse sobre él y musitó, muy cercanos
los labios: -Toma tu vestido y tus zapatos, y ven. Pero, ¡silencio, que nadie
te oiga! De inmediato se levantó el niño. Advirtió su secreto y se
enorgulleció, porque su abuelo le hacía partícipe del mismo. Sin averiguar con
una palabra o mirada, tanteó en busca de su indumentaria y sus zapatos. Ya se deslizaba hacia la puerta, cuando la madre
levantó la cabeza de la almohada y. sollozó recelosa: -¿A dónde llevas al niño? -¡Calla!
-replicó brusco Abthalion-. Las mujeres no tenéis que preguntar. Cerró la puerta. Todas las mujeres debían haber
despertado entonces en la habitación. Se oía detrás de la delgada madera hablar y sollozar,
y cuando los once ancianos y con ellos el niño salieron de la puerta, para
iniciar la marcha, ya sabía toda la calleja adonde les llevaba su peligroso
camino, como si la extraña nueva se hubiese filtrado por las paredes. De todas las casas salían gemidos y quejidos
temerosos. Pero los ancianos no levantaron la vista y no miraron en torno suyo.
Callados y serenamente decididos iniciaron su marcha. Era cerca de medianoche. Ante su asombro, encontraron la puerta de la ciudad
abierta y sin vigilancia. Nadie preguntaba u obstaculizaba su caminar nocturno.
Aquel llamado de corneta que habían oído, reunía los últimos guardias
vandálicos, y los romanos, encerrados con su temor en las casas, no osaban aún
a creer que había terminado la prueba. Por eso estaba completamente vacía la
carretera que conducía al puerto sin un carro, sin un rodado, sin un hombre,
sin una sombra: sólo las piedras miliares blancas bajo la luz de la luna
cubierta de vapores. Sin impedimento atravesaron los peregrinos nocturnos la
puerta abierta. -Venimos tarde ya- juzgó Hyrcanos ben Hillel-. Los
carros con el botín deben habérsenos adelantado mucho. Quizás ya estaban en
marcha antes de que sonaran los cuernos. Es menester que nos demos prisa. Todos apuraron sus pasos. En la primera fila iban,
apoyado en un grueso bastón, Abthalion y a su derecha Rabbi Eliéser, al que
llamaban Kab ve Nake, y entre el hombre de setenta años y el de ochenta, nadaba
con menudos pasos, tímido y un poco amodorrado aún, el niño de siete
primaveras. Detrás de ellos marchaban de a tres, los demás ancianos, llevando
sus líos en la siniestra y el bastón en la diestra; cabizbajos andaban como
detrás de un féretro invisible. En su derredor exhalaba pesada la noche de la
Campania; ni una brisa salvadora levantó el vaho cenagoso que se cernía espeso
y flemoso sobre los campos y que sabía a tierra putrefacta; y del cielo,
sofocadamente cercano, pestañeaba una luna enfermiza y verdosa. Mala y
fantasmagórica resultaba en la bochornosa noche la marcha hacia lo incierto,
pasando al lado de redondas tumbas, que estaban tendidas en el camino cual
animales muertos, y al lado de casas saqueadas cuyos ojos de ventanas
destrozadas, seguían estáticos, como los de un ciego, al milagro de los
ancianos caminantes. Pero por lo pronto no amenazaba peligro alguno, la
carretera dormitaba abandonada y blancuzca como un río congelado en la niebla. No se veían
rastros de los bandidos y una vez sola, recordaba, a la izquierda, una casa
veraniega romana en llamas su paso merodeador. Ya se había hundido la cima,
mas, de dentro coloreaba el fuego lento el humo que se elevaba en espiral, y
todos los viejos, los once, al mirarla, tenían uno y el mismo pensamiento:
parecían haber visto la columna de humo y fuego que marchaba con el Tabernáculo
cuando los padres y anteriores iban todavía detrás del arca tal, como ellos
ahora marchaban detrás de los amados objetos. Entre los ancianos, su abuelo Abthalion y el Rabbi
Eliéser, jadeaba el niño y alargaba esforzado sus pasos para no quedarse atrás.
Callaba, porque los demás callaban, pero llenaba su pecho un temor inconmensurable
y a cada paso golpeaba su corazoncito doloroso contra las costillas. Tenía
miedo, un miedo confuso y sin palabras, porque ignoraba el motivo por el que
los ancianos le habían sacado de noche de su cama, miedo porque no sabía adónde
lo llevaban, y miedo, sobre todo, porque nunca había visto la noche al aire
libre y el cielo inmenso sobre ella. Sólo conocía la noche desde aquella
callejuela judía, y ella era pequeña y estrecha. Un palmo de oscuridad con
apenas tres o cuatro estrellas que se apretaban a través de las angostas
rendijas de los techos. No había por qué temerlas, pues era pletórica de
rumores familiares. Llegaban hasta el sueño la oración de los hombres, la tos
de los enfermos, el arrastrarse de los pies, el maullido de los gatos, el rumor
de la cocina, a la derecha dormía la madre, a la izquierda la hermana, se
estaba cuidado, rodeado de calor y respiración, no se estaba solo; el niño se
sintió más pequeño que nunca bajo esa cúpula veladamente abovedada. Si no hubiera estado con los hombres protectores
hubiese llorado o tratado de esconderse en alguna parte de esa inmensidad que
le acosaba desde todos los lados con su potente silencio. Pero,
afortunadamente, quedaba en su minúsculo corazón lugar, al lado del temor,
también para un ardiente y alardeante orgullo; pues al mismo tiempo se sintió
el niño halagado porque los ancianos (en cuya presencia ni la madre se atrevía
a hablar), los grandes y sabios, lo habían elegido a él, precisamente, al más
pequeño de entre todos. No sabía por qué y para qué lo llevaban los viejos,
pero a pesar de lo infantil que era su sentido, estaba penetrado del
pensamiento de que esta marcha a través de la noche debía significar algo
grandioso. Quería, por lo mismo, mostrarse digno, a todo trance, de su elección.
y alargaba una y otra vez sus pasos, vencía valientemente su corazón cuando
golpeaba con excesiva fuerza contra la garganta. Mas el camino seguía demasiado
largo. Desde hacía tiempo ya estaba el niño cansado y lo
venció siempre de nuevo el terror cuando, a la lechosa luz de la luna, se
alargaban de pronto en el camino las propias sombras y después se derretían y
no se oía sino el paso, el propio paso, sobre las aplanadas y retumbantes
piedras. Y cuando de pronto algo voló inesperado con breve silbido alrededor de
su cabeza, un murciélago negro, y rápidamente alejado a la noche, gritó el niño
y tomó convulsivo la mano del abuelo. -¡Abuelo, abuelo! ¿Adónde vamos? El anciano volvió la
cabeza. Únicamente gruñó severo y enojado: -¡Calla y camina! No has de preguntar. El niño se agachó como bajo un golpe. Se avergonzaba
de no haber sabido reprimir su temor, "No debía haber preguntado", se
dijo mortificado. Pero Rabbi Eliéser, el puro y claro, levantó el rostro
serio hacia Abthalion, y por encima del niño que lloraba dijo: -¡Necio! ¿Cómo
no ha de preguntarnos el niño? ¿Cómo no ha de extrañarse cuando lo arrancan del
lecho y lo conducen hacia una noche extraña? ¿Y por qué no ha de conocer la
criatura el motivo de nuestro éxodo y viaje? ¿No tiene parte, por la herencia
de su sangre, de nuestro destino? ¿No llevará por más espacio que nosotros
nuestro infinito pesar a través del tiempo? Nuestros ojos están apagados desde
tiempo ya, mas él vivirá todavía, un testigo ante otra generación, y el último
de los que han visto en Roma el candelabro de la mesa del señor. ¿Por qué lo quieres mantener en la ignorancia, a él de
quien queremos que sea sapiente y mensajero de esta noche? Avergonzado calló
Abthalion. Mas Rabbi Eliéser se inclinó tierno hacia el infante, y le alisó alentador
el cabello: -¡Pregunta sin cuidado, hijo! Pregunta cuanto quieras y te daré
respuesta. Peor es para el hombre ignorar que preguntar. Sólo el
que ha preguntado mucho, puede comprender. Mas sólo el que comprende mucho,
será un justo. El corazón del niño se estremeció de orgullo, porque
le hablaba tan seriamente el sabio a quien todos los demás profesaban tanto
respeto. Hubiese querido besar las manos del Rabbi, agradecido, pero era
excesiva su timidez, y vacío y silencioso temblaba su labio ardiente. Mas Rabbi
Eliéser, que en su vida había estudiado muchos libros, sabía leer también en la
oscuridad del silencio los caracteres de los corazones. Atrajo suavemente la
mano infantil, que descansó liviana y temblorosa como una mariposa, en la palma
fría del anciano. -Voy a decirte adónde vamos, y nada te quede oculto.
Pues no cometemos ninguna injusticia y, aún cuando frente a los demás es un
viaje secreto el que hoy realizamos, Dios sin embargo, lo ve y conoce nuestros
pensamientos. Sabe lo que comenzamos, pero sólo él sabe, además, cómo
terminará. Mientras Rabbi Eliéser hablaba de esa manera al niño,
no interrumpía su caminata, ni lo hicieron los demás. Solo se acercaron a los
dos para escuchar, ellos también, lo que el sabio contaba al ignorante niño. -Es un viejo camino, mi niño, el que proseguimos. Ya
lo hicieron nuestros padres y abuelos. Pues hemos sido un pueblo peregrino por
largos años y lo volvemos a ser y, quizás, ¿quién lo sabe?, es nuestro sino
serlo por los tiempos eternos. No nos pertenece. como a otros pueblos, la tierra sobre la que dormimos,
ni crecen semillas y fruto sobre campo nuestro. Atravesamos los países con pies
caminantes, y nuestras tumbas están cavadas en tierra extraña. Pero por
dispersos que estemos, echados entre surcos como cizaña desde la mañana hasta
la medianoche de esta Tierra, nos hemos conservado, sin embargo. como pueblo
único y solitario entre los pueblos, por nuestro Dios y nuestra fe en El. Un
invisible nos une, un invisible que nos mantiene y reúne, y ese invisible es nuestro
Dios. Sé que te resultará difícil, niño, comprenderlo, pues
solo lo visible se abarca fácilmente con los sentidos, sólo lo carnal puede
tomarse y tocarse como la tierra y la madera, piedra y metal. Y por eso, los
demás pueblos, se han creado sus deidades de objetos visibles de madera y
piedras y metales trabajados. Pero nosotros solos y únicos, estamos apegados al
invisible y buscamos un sentido superior a nuestros sentidos. Toda nuestra
fatiga nace de la urgencia de no atenernos a lo palpable, sino de haber sido y
de ser eternamente buscadores de lo invisible. Pero es más fuerte el que se lía
con lo invisible que los que dependen de lo material, pues esto es perecedero y
aquello perdura. Y más poderoso es, a la larga, el espíritu que la fuerza. Por eso,
y nada más que por eso, niño, hemos vencido al tiempo, porque fieles para con
lo eterno, con Dios. el Invisible. Él nos guardó la fidelidad... Sé que te ha
de costar, niño, comprender eso, pues nosotros mismos no comprendemos a menudo
en nuestro aturdimiento, que Dios y la Justicia en que creemos no se haga
visible en estos mundos. Pero aunque ahora no me entiendes, no te confundas y
sigue escuchando, mi niño. -Escucho- respiró, tímido y encantado, el muchachito. -Con esta fe en lo invisible pasaron nuestros padres y
abuelos por el mundo, y para confirmarse a sí mismos que únicamente creían en
ese invisible Dios, que jamás se descubrió y al que nunca representó imagen
alguna, crearon nuestros antepasados un símbolo. Pues nuestro entendimiento es
estrecho e incapaz de abarcar el infinito: sólo alcanza de vez en cuando a
nuestra vida una sombra de lo divino, y nada más que una pequeña luz de ello
llega raras veces hasta nuestros días terrestres. Pero a fin de que nuestro
corazón jamás se enajene de su deber de servir a lo invisible que es la
justicia, lo duradero y la gracia, creamos unos objetos para el servicio divino
que requerían atención constante; un candelabro, llamado la Menorah, en que
ardían eternamente las velas, un altar sobre el que se depositaban siempre
renovados panes para la contemplación. "No eran esos objetos que llamamos sagrados,
imágenes del Ser divino -recuérdalo bien- como otros pueblos los crearon
insolentemente, sino solo testimonios de nuestra fe eternamente vigilante: y
dondequiera que caminábamos por el mundo, ellos nos acompañaban. Encerrados en
una arca, los guardábamos en una tienda de campaña, y nuestros antepasados,
errantes y sin patria como nosotros, llevaban esa tienda sobre sus hombros.
Cuando descansaba la tienda con los enseres sagrados, nos era dado descansar, y
cuando viajaba, viajábamos con ella. En el descanso y en el andar, por mil y
mil años, el pueblo judío siempre se hallaba agrupado alrededor de ese
santuario, y mientras conservemos el sentido por lo sagrado, duraremos como un
pueblo en todas partes, por extrañas que nos sean. "Pero ahora escucha. Los objetos sagrados de
aquella arca eran un altar en el que depositamos los panes, el fruto nutritivo
del regazo de la tierra, y vasijas de las que se elevan nubes de incienso, y
las tablas de la ley en que Dios se nos había manifestado. Pero el más visible
de todos esos objetos era un candelabro, cuya luz iluminaba eternamente el
altar en el Santísimo. Pues Dios ama la luz que encendió, y nuestro
agradecimiento por la luz que ha dado a nuestros ojos y sentidos creó ese
candelabro. Era artísticamente labrado en oro puro; siete cálices arrancaban de
su tallo ancho, y coronas de flores repujadas lo adornaban. Cuando las siete candelas estaban encendidas en los
siete capiteles, ardía una luz en siete flores, y en su aspecto santificamos
nuestro corazón. Cada vez que se enciende, los sábados, conviértese nuestra
alma en templo de recogimiento; ningún objeto en la tierra nos es, por lo
mismo, tan caro como símbolo como la forma de ese candelabro, y en todas partes
donde un judío sigue creyendo en lo Santo, en cada casa bajo los cuatro vientos
de la Tierra, eleva todavía una copia de la Menorah sus siete brazos en la
oración. -¿Por qué siete? -preguntó tímido el niño. -¡Pregunta, pregunta mi niño! El preguntar conduce al
saber. El siete es un número peculiar y grande entre los números, pues al cabo
de siete días terminó Dios de crear el mundo y al hombre, y ningún mayor
milagro del que nosotros estemos en este mundo y lo sentimos, y amamos, y
reconocemos su creador. Por obra de la luz, Dios enseñó a los sentidos a mirar
y al alma a saber; por eso alaba el candelabro en sus siete brazos a la luz, la
externa y la interna. Pues Dios también nos concedió una luz interior por medio
de la Escritura, y como allá sabemos por el mirar, sabemos acá por el
reconocimiento. Lo que la llama es para los sentidos, es para el alma la
Escritura en la que están registrados las obras de Dios y las obras de los
antepasados, la medida de toda actuación, lo permitido y lo vedado, el espíritu
creador y la ley ordenadora. Dos veces vemos por la gracia de Dios al mundo por
obra de la luz, una vez de afuera con los sentidos, y la otra con el espíritu,
y aun logramos comprender su propia esencia gracias a su iluminación. ¿Me
comprendes, niño? -No -exhaló el muchacho. Entonces, recuerda sólo esto... lo demás lo
comprenderás más tarde... Recuerda sólo lo que te voy a decir: lo más sagrado
que poseíamos como signo en nuestra peregrinación, y lo único que nos ha quedado
de los días de nuestro comienzo, eran la escritura y el candelabro, la Torah y
la Menorah. -La Torah y la Menorah -repitió temeroso el niño, y
cerró los puños para retener más fuerte las palabras. -¡Y ahora sigue escuchando! Llegó un tiempo... lejano
ya... en que nos cansamos de caminar. Pues el hombre desea la tierra, como la
tierra al hombre. Y como al cabo de años y más años de exilio llegamos a la
Tierra que Moisés nos había prometido, nos incautamos de ella por derecho.
Sembramos y aramos y cultivamos la vid y domesticamos los animales, y labramos
campos fértiles y los rodeamos de setos y vallas, dichosos de no ser
eternamente tolerados y expulsados por otros pueblos y los eternos huéspedes
del extranjero. Y ya creíamos que nuestra caminata había terminado para
siempre, ya osábamos la temeraria palabra de que aquella tierra era nuestra,
como si jamás una tierra perteneciese al hombre al que todo sólo le es dado en
prenda. Pero siempre olvida que "tener" no significa
"mantener", ni "poseer" "conservar". Donde siente
tierra bajo sus pies, levanta su casa y quiere asirse al terruño con las raíces
de los árboles. Así construimos nosotros por primera vez casas y ciudades, y ya
que cada uno de nosotros tenía un hogar, cómo no íbamos a tener urgencia de ofrecer,
agradecidos, también a nuestro Dios y Protector, un hogar en nuestro medio, una
casa alta y magnífica sobre todas las casas: una casa de Dios. Y surgió en
aquellos benditos años de permanencia en nuestro país un rey que era rico y
sabio, y al que llamaban Salomón... -Bendito sea su nombre -interrumpió Abthalión en voz
baja. -Bendito sea su nombre -repitieron los demás ancianos
prosiguiendo la marcha. -...El construyó una casa en el monte Moria donde
otrora Jacob, nuestro antepasado, había visto en sueños la escalera que llevaba
hasta el cielo, diciendo al despertar: "Este es un sagrado lugar, y por
sagrado lo tendrán todos los pueblos de la Tierra". Allá elevó Salomón
nuestra casa de Dios y era ella magníficamente construida con piedras y con
maderas de cedro y metales trabajados. Y cuando nuestros antepasados elevaban
la vista hacia sus muros, sentían su corazón seguro de que Dios iba a residir
eternamente en nuestro medio y pacificar nuestro destino para siempre jamás.
Tal como nosotros descansamos en hogares propios, descansaba en el recinto
sagrado la tienda, y dentro de la tienda el arca tan largamente portada. Día y
noche elevaba la Menorah sus siete llamas delante del altar todo lo que nos era
sagrado descansaba seguro en el Santísimo del Señor, y aunque invisible, como
había sido siempre y será eternamente, residía Dios, sin embargo, pleno de paz,
en el país de nuestros abuelos, en el Templo de Jerusalén. -¡Que mis ojos lo vuelvan a ver! -murmuraron avanzando
los hombres, como en la oración. -Pero oye, más, mi niño. Todo lo que tiene el hombre,
sólo le es dado en prenda, Y el tiempo de su dicha corre sobre ruedas veloces.
No era nuestra tranquilidad eterna como esperábamos, pues de Levante irrumpió
un pueblo salvaje en nuestra ciudad, como los piratas que tú has visto,
irrumpieron ahora en esta ciudad extranjera para nosotros. Cuanto podía ser
tomado, lo tomaron; cuanto había qué pudiera ser llevado, se llevaron; cuanto
pudo destrozarse, lo destrozaron; sólo lo invisible no pudieron quitárnoslo: La
palabra y presencia de Dios. Pero arrancaron la Menorah, el candelabro sagrado, de
la mesa, y lo llevaron, no porque era sagrado... pues eso no entendían los
siervos del Malo... sino porque era de oro, y siempre aman los ladrones el oro.
Y con el pueblo mismo arrastraron al candelabro y el altar, y todos los objetos
sagrados consigo hasta Babel... -¿Babel? -interrumpió vergonzoso el niño. -Pregunta, pregunta, mi niño, y Dios quiera procurarte
siempre réplica. Babel es llamada aquella ciudad, grande y poderosa como ésta
en que ahora vivimos, y tan lejos quedaba de nuestra patria, que las estrellas
se hallaban allá de distinta manera sobre nuestras cabezas. Y para que calcules
cuán lejos viajaban en ese entonces los objetos sagrados con nosotros, cuenta
tú mismo conmigo: pues, mira, sólo hemos andado tres horas, y ya sentimos dolor
y cansancio en nuestros miembros. Pero Babel distaba a tres veces mil horas y
más. Ahora comprenderás, quizás, hasta cuán lejos llevaron al candelabro que
nos habían robado. Pero recuerda también esto: Ante la voluntad de Dios,
no vale distancia alguna. Y cuando vio que su palabra seguía siéndonos sagrada
en el exilio y... acaso sea éste el sentido de nuestra eterna persecución a
través de la Tierra, el que lo sagrado se nos hace más sagrado aún a través de
la lejanía, y nuestro corazón cada vez más humilde por el exceso de penas...
cuando Dios. digo, vio que resistimos la prueba, despertó el corazón de un rey
de aquel pueblo extraño. Reconoció el rey su error, y permitió a nuestros antepasados
que volviesen a su patria y les devolvió el candelabro de la casa de Dios y los
objetos. Así regresaron nuestros abuelos de Caldea a Jerusalén pasando por
desiertos y montes y matorrales. Retornaron vivos de los extremos de la tierra al lugar
en que siempre estábamos y estaremos con nuestros pensamientos. De nuevo
edificamos el templo en el monte Moria, de nuevo llameaba con siete luces el
candelabro que regresara delante del altar de Dios, y nuestros corazones ardían
con él. Mas recuerda bien esto, para que comprendas el sentido de nuestra
marcha de hoy: ninguna obra de este mundo es tan sagrada, tan vieja y ha
viajado tanto por los tiempos y por la tierra, como este candelabro de siete
brazos, y de todos los símbolos que nuestra unión y pureza que teníamos y
tenemos, es ésta la prenda más valiosa. Y siempre se obscurece nuestro destino
cuando se apaga y obscurece su luz. Rabbi Eliéser se interrumpió. Su voz parecía
extenuada. El niño alzó bruscamente la cabeza y su ojo se convirtió en una
pequeña llama ardiente de ansioso temor de que la narración pudiese haber
tocado a su fin. Sonriente observó Rabbi Eliéser la impaciencia del infante. Le
asió nuevamente la cabellera y dijo apaciguante: -¡Cómo arden tus ojos desde
adentro, niño! Pero no temas: nuestro sino nunca terminará; y aunque yo te
narrara por años v más años, no conocerías sino apenas una milésima parte del
camino que estamos destinados a recorrer. Mas oye ahora. ya que escuchas bien y
a gusto, cómo fue y cómo sucedió en nuestra patria. Nuevamente pensábamos haber
fundamentado el templo para los tiempos eternos, pues el perecedero sentido del
hombre anhela la duración y desea a sus obras que persistan. Mas otra vez
cruzaron enemigos el mar: desde este país en que ahora vivimos como extranjeros,
vinieron, y conducíalos un emperador, un guerrero llamado Tito... -¡Su nombre sea maldito! -murmuraron los ancianos,
prosiguiendo la marcha. -...y él derribó nuestras murallas y trituró nuestro
templo. Con insolente pie penetró el temerario al Santísimo y arrancó el
candelabro del altar. Su venganza robó lo que Salomón había creado, magnífico,
para alabanza de Dios, y llevó consigo. triunfante, a nuestro rey encadenado y
los objetos sagrados. Jactancioso prorrumpió el pueblo necio en gritos de
júbilo cuando regresó victorioso, como si sus guerreros hubiesen conducido a
Dios y lo arrastrasen en cadenas con ellos. Y tan magnífico creía el abyecto su crimen, tan
preciosa nuestra degradación, que mandó construir, fatuo, un arco especial para
recuerdo, e hizo grabar en mármol, en la obra artificial, su robo de los
objetos divinos. El niño levantó la frente, atento. -¿Es aquél arco, con los muchos hombres de piedra?
¿Aquel arco delante de la enorme plaza, del que mi madre me advertía que nunca
debía atravesarlo? -El mismo, mi niño. Pasa siempre a su lado, no mires nunca
esa puerta del triunfo, pues ella recuerda nuestro día más doloroso. Ningún
judío debe atravesar ese arco, cuyas figuras demuestran cómo ellos se burlaban
de lo que nos ha sido y siempre nos será sagrado. Recuerda siempre... El anciano se detuvo en medio de la palabra. Pues
desde atrás se le acercó precipitadamente, de un salto, Hyrcanos ben Hillel, y
le puso la mano sobre la boca. Todos se sorprendieron desmesuradamente de
semejante osadía. Pero Hyrcanos ben Hillel señaló silencioso a la carretera
delante de ellos. Se distinguió allá algo confuso en el halo incierto de luna
velada. Algo oscuro se arrastró despacio por la carretera blanca, como un
gusano que se desplaza. Y ahora al quedar los viejos parados sin respirar,
oíase a través del silencio el chirriar de carros muy cargados. Sobre esa
columna obscura que se arrastró laboriosamente, relampagueó algo brillante como
tallitos en el rocío matutino: eran las lanzas de la retaguardia númida que custodiaba
los carros llenos de botín. Pero los guardianes perspicaces de aquella caravana,
ya debían haber divisado a los que la seguían, pues hicieron volver rápidamente
sus caballos, y ya se acercaba a todo galope un destacamento, las lanzas en
ristre y con gritos agudos. Los guerreros numídicos estaban de pie en las sillas,
y los albornoces revoloteaban blancos como si los corceles fuesen alados. Los
once ancianos se juntaron instintivamente y tomaron al niño en su medio. De
pronto se acercaron los jinetes con fuertes gritos y grande revuelo; sólo a
unas pocas pulgadas de los asustados ancianos sofrenaron a los caballos con tal
fuerza que se encabritaron, para examinar de cerca a los desconocidos
rezagados. Pero cuando a la incierta luz de la luna inerte reconocieron que no
se trataba de guerreros que les seguían para disputarles el botín, sino sólo de
ancianos que atravesaban pacíficos la noche, viejos de barbas blancas y
decrépitos, cada uno con un hatillo y un bastón en la mano, tal como en el país
de ellos acostumbraban también los beatos a peregrinar de lugar en lugar, reían
confiados a los ancianos y los dientes lucían blancos en sus rostros obscuros y
salvajes. Luego emitió uno de ellos un silbido breve y fuerte; nuevamente
hicieron girar a sus caballos, volviendo alados y ligeros como una bandada de
pájaros a su presa, mientras los ancianos quedaron aún inmóviles por el
relámpago del susto, y sin atreverse a comprender que habían sido perdonados y
salvados. Rabbi Eliéser, el puro y claro, fue el primero en
recobrarse. Golpeó cariñosamente la mejilla del niño. -Eres un valiente -le dijo, inclinándose sobre él-.
Mantuve tu mano, y ella no tembló. ¿Quieres que te siga narrando ahora? Pues aun no sabes
adónde vamos y por qué estamos despiertos en esta noche -¡Cuenta! -exhaló con
débil ruego el niño. -Te dije, ¿recuerdas?, que Tito, el detestado, llevó
nuestros objetos sagrados a Roma y los condujo, pretencioso, a través de toda
la ciudad. Pero después de ese día guardaban los emperadores de Roma nuestra
Menorah con los demás objetos sagrados de Salomón, en una casa que ellos
llamaban templo de la Paz; necia palabra, ¡como si la paz jamás tuviera
duración y un hogar en nuestra tierra belicosa! Pero Dios no toleró que
permaneciese en un templo ajeno lo que había sido adorno del suyo propio en
Sión; envió de noche un incendio, el fuego devoró aquella casa con techo y
cima, imágenes y bienes; sólo nuestro candelabro se salvó de las llamas
insaciables, y nuevamente se evidenció que nada pueden sobre él el fuego ni la
lejanía, y tampoco la mano rapaz del hombre. Fue un aviso de Dios de que
volvieran lo sagrado a su santo lugar y los objetos a la morada que los
honraba, no por ser de oro, sino por su santidad. ¿Pero cuándo advierten los
necios un aviso, cuándo se doblega el obstinado corazón del hombre dócilmente a
la razón? Rabbi Eliéser suspiró; y prosiguió luego: -Tomaron, pues, nuestros
objetos sagrados y los guardaron en otra casa del emperador, y como allá
permanecían en una cámara cerrada durante años y decenios, creían que ahora los
tenían a buen seguro para toda la eternidad. Pero siempre azuza un ladrón
detrás de otro, lo que uno quitó a la fuerza, le vuelve la fuerza a quitar.
Como Roma cayó sobre Jerusalén, así acaba de caer Cartago sobre Roma. Así como
ellos nos robaron a nosotros, acaban de ser robados ellos, y tal como ellos
profanaron nuestro santísimo acaba de profanarse el suyo. Pero aquellos
bandidos también, han robado lo nuestro, nuestra Menorah, nuestros objetos para
el servicio divino, y aquellos carros conducen, allá en la oscuridad, lo más
caro a nuestros corazones. Mañana embarcarán el candelabro para llevarlo lejos,
inalcanzable a nuestra mirada anhelante. ¡Nunca más veremos, los ancianos, la
luz de este candelabro! Y así como se acompañan hasta la tumba los restos de un
ser amado, para testimoniar el cariño con ese acompañamiento en el postrer
viaje, así acompañamos hoy la Menorah en su partida al exilio. Es lo más
sagrado lo que perdemos. ¿Comprendes ahora la tristeza de nuestra caminata dolorosa?
El niño marchaba cabizbajo y callado. Parecía reflexionar. -Pero recuerda esto: Te hemos traído como testigo,
para que en otro tiempo, cuando nosotros nos hayamos convertido en polvo,
puedas atestiguar que hemos guardado fidelidad a lo sagrado, y para que enseñes
a los demás que sigan guardándola Para que les ayudes a creer con nuestra fe
que el candelabro volverá siempre de su camino a través de la oscuridad para
alumbrar en el futuro gloriosamente con sus siete luces el altar del Señor. Te hemos despertado,
para que se avive tu corazón, y para que en días futuros hables de esta noche a
los que vendrán. Recuerda y consuela a los demás diciéndoles que has visto con
tus propios ojos el candelabro que ha viajado mil años sin sufrir daño, como
nuestro pueblo, en el extranjero, y del que estoy firmemente convencido que no
perecerá, mientras no perezcamos nosotros. El niño continuaba callado. Y Rabbi Eliéser, el puro y
claro, sintió una resistencia en el silencio inmutable del niño. Inclinóse,
pues, sobre él y preguntó: -¿Me entendiste? Siguió tenaz la nuca del infante. -No -dijo, terco- no lo entiendo. Pues si... nos es
tan caro y tan sagrado el candelabro... ¿por qué nos lo dejamos quitar? El anciano suspiró. -Preguntas bien, mi niño. ¿Por qué nos lo dejamos
quitar? ¿Por qué no lo defendemos? Pero sólo más tarde comprenderás que en este
mundo el derecho se pone del lado del más fuerte y no de los justos. La fuerza
siempre impone su voluntad en la Tierra, y la piedad no tiene poder terrenal.
Sólo hemos aprendido de Dios a sufrir injusticias y no a imponer el derecho a
la fuerza, con el puño. Rabbi Eliéser dijo estas palabras con la cabeza baja y
mientras seguía caminando. Pero de pronto soltó el niño violentamente la mano de
la suya y se quedó parado. A boca de jarro, y casi imperiosamente, preguntó el
niño ardiente al anciano: -Pero Dios, ¿por qué tolera ese robo? ¿Por qué no nos
ayuda? ¿No dijiste que era el Justo y el Omnipotente? ¿Por qué se pone del lado
de los ladrones y no del de los justos? Todos se aterraron. Todos quedaron
parados, y al mismo tiempo se les detuvo el corazón en el pecho. La pregunta
del niño había rajado el vacío de la noche como una fanfarria, como si ese
niñito solo declarara la guerra a Dios. Y encolerizado -pues se avergonzaba de su
sangre- retó Abthalion a su nieto: -¡Calla y no blasfemes! Pero Rabbi Eliéser
laceró sus palabras: -¡Calla tú primero! ¿Por qué rezongas contra el niño
inocente? Pues nada más preguntó su cándido corazón, que lo que a diario y hora
a hora nos preguntamos tú y yo, y todos nosotros, y los sabios de nuestro
pueblo, desde los primeros comienzos. El niño sólo pronunció la vieja pregunta
judía: ¿Por qué nos prueba Dios tan duramente, tan luego a nosotros, que le
servimos como ningún otro pueblo? ¿Por qué tira justamente a nosotros bajo las
suelas de los demás, para que nos pisoteen, a nosotros que fuimos los primeros
en reconocerle y loarle en la impenetrabilidad de su ser? ¿Por qué destruye
cuanto nosotros edificamos, por qué aniquila lo que anhelamos, por qué nos
quita el refugio dondequiera que descansemos, por qué azuza pueblo tras pueblo
contra nosotros con odio eternamente renovado? ¿Por qué nos prueba tan
duramente, siempre sólo a nosotros, a los que primero eligió y a los que
primero reveló su misterio? No, yo no mentiré delante de un niño, pues si su
pregunta es blasfema, entonces yo mismo soy blasfemo cada día de mi vida. Pues
ved, os digo en verdad a todos: yo también, a pesar de lo mucho que me resisto,
yo también disputo con Dios sin cesar, yo también sigo preguntando, a mis
ochenta años. día a día, lo que este niño inocente: ¿por qué Dios impele
justamente a nosotros a tan profundo pesar? ¿Por que tolera que se nos quiten
nuestros derechos, y aun ayuda a quien nos roba? Y una y mil veces me golpeo yo
el pecho con el puño, avergonzado, no logro suprimir y aplastar ese grito
interrogante. No fuera judío ni hombre si no me mortificase a diario esta
pregunta, que sólo la muerte enmudecerá en mis labios. Los demás ancianos se estremecieron. Jamás habían visto
tan tumultuoso a Kal ve Nake, el puro y claro, el siempre justo. Esa acusación
debía haber surgido de lo más hondo de su ser, que de ordinario mantenía
reservado, y pareció extraño a todos tal como ahora lo veían, temblando todo él
en la demasía del dolor, y separando avergonzado la vista del niño, que alzó
sorprendido los ojos avizores hacia él. Mas ya se había recogido Rabbi Eliéser,
e inclinándose de nuevo sobre el niño, lo calmó: -Perdona que haya hablado a
ellos y a otro superior a todos nosotros, en lugar de contestarte. Tú me has
preguntado, mi niño, desde la candidez de tu corazón: ¿Por que tolera Dios
semejante crimen contra nosotros y contra El? Y yo te contesto desde la
simpleza de mi espíritu tan sincero como puedo, y te digo: no lo sé. Pues ignoramos
los propósitos de Dios y no sospechamos sus pensamientos, pero cada vez que
disputo con El en la torpeza de mi dolor y en el exceso de nuestro sufrimiento
común, trato de consolarme diciéndome: Quizás tiene un significado ese dolor
que nos atribuye, quizás pagamos cada uno de nosotros una falta ¿Quién puede
señalar al que la cometió? Quizás fue Salomón el sabio, imprudente cuando
levantó el templo en Jerusalén, como si Dios fuese un hombre ansioso de tener
un hogar en un lugar único y entre un sólo pueblo. Quizás era pecado haberle construido una casa con
tanta magnificencia, como si el oro fuese más que la devoción y el mármol más
que la consistencia y constancia anterior. Quizás fue contra la voluntad de Dios que pretendíamos
ser un pueblo judío como los demás y tener una patria y un hogar para decir que
este país es nuestro, para decir: nuestro templo, y nos ha arrancado de la
patria para que no fijemos nuestros sentidos. en lo visible, sino para que
siguiésemos fieles interiormente a lo inalcanzable e invisible. Quizás consiste
nuestro camino verdadero en quedar siempre caminando, mirando melancólicos
hacia atrás y anhelantes hacia adelante, siempre deseando la tranquilidad e
inquietos siempre pues siempre es sólo un camino sacro aquel cuya meta se
desconoce y el que, no obstante, siempre se prosigue tenazmente, tal como en
esta noche marchamos hacia la oscuridad y el peligro sin conocer el fin. El niño escuchaba. Mas Rabbi Eliéser había concluido. -Pero ahora no preguntes más. Pues tu interrogación es
más extensa que mi saber. Espera y ten paciencia. Quizás te conteste Dios una
vez desde tu propio corazón. El anciano calló y callaron los demás. Silenciosos
permanecían parados en la carretera, y silenciosos los envolvía la noche, y
todos tuvieron la impresión de hallarse solos en la oscuridad del mundo allende
el tiempo. De repente se estremeció uno de ellos, y alzó la
cabeza. Presa de temor advirtió a los demás que escuchasen. Y en efecto, algo
corrió por el silencio y se aproximó rumoroso. Al comienzo sólo parecía que
alguien tocara apenas un arpa, un sonido oscuro, in crescendo, pero ya vibró
más fuerte acercándose como viento o mar, y de pronto irrumpió en el bochorno
una ráfaga poderosa de un temporal, breve y repentino, de tal suerte que los árboles
sorprendidos a lo largo de la carretera alzaron sus brazos como si quisieran
agarrarse en el vacío, y los arbustos cuchichearon confusos y el polvo se
levantó del camino. Fue como si de repente bamboleasen las estrellas, y los
ancianos, agitados como estaban a raíz de su disputa sobre su destino y atentos
a la presencia divina, temblaban de que repentinamente pudieran recibir una
respuesta, pues la Escritura decía de Dios que estaba en el vendaval, y que su
voz se levantaba en el gorjeo suave. Todos inclinaron la frente hacia el suelo,
todos escucharon al mismo tiempo hacia arriba e inconscientemente tomaron unos
las manos de los otros para unirse contra lo maravilloso, y cada uno sentía el
pulso del otro en su mano como un pequeño martillo arrebatado... Pero nada sucedió. Tan repentinamente como se había
levantado, cesó el viento huracanado, y poco a poco apagóse el rumor en la
pradera. Nada sucedió. Ninguna voz habló, ningún sonido libertó el silencio
aterrado. Y cuando uno tras otro volvieron a levantar la vista del suelo,
advirtieron que al Este nacía sobre las tinieblas un primer fulgor ópalo y
delicado. Entonces reconocieron que sólo había sido el viento que siempre se
levantaba antes de comenzar el día, sólo se había producido el diario milagro
del surgir del día como después de cada noche terrenal. Mientras aún
permanecían intranquilos, acentuóse la claridad de la lejanía rojiza, y ya se
libró el paisaje con pálidos contornos de los velos. Entonces sabían había
terminado la noche. la noche de su peregrinaje. -Amanece -murmuró desengañado Abthalion-. ¡Oremos!
Reuniéronse los once ancianos. Quedó a su lado el niño menor, ignorante de la
oración, y miró conmovido. Los viejos sacaron de su hatillo los mantos de
oración y cubriéronse con ellos los hombros y las cabezas. Ataron las correas a
la frente y a la mano, a la izquierda, la más cercana al corazón. Luego se
dirigieron al Este, donde sabían a Jerusalén, y agradecieron a Dios que había
creado el Universo, y lo alabaron con las dieciocho bendiciones de su
perfección. Canturrearon y murmuraron, oscilando el cuerpo hacia adelante y
atrás, en el ritmo de su oración. El niño no comprendió todas las palabras,
pero vio el fervor con que se balanceaban los viejos en el movido cantar, como
antes se habían mecido los arbustos en el huracán de Dios. Después del
"Amen" solemnemente elevado, inclináronse todos, doblaron y guardaron
sus mantos y preparáronse de nuevo para el viaje. Parecían más viejos los ancianos en la luz que poco a
poco se despertaba: se marcaban más profundas las arrugas de su frente y más
obscuras las sombras de sus ojos y boca: como si volviesen de su propia muerte,
arrastráronse cansados y penosamente con el niño para cubrir el último y más
doloroso tramo de su camino. Clara y tórrida ardía la mañana itálica cuando los
once viejos llegaron con el muchachito al puerto de Portus donde el Tiber deja
fluir al mar sus aguas amarillas, lánguido y a desgano. Esperaban muy pocas
barcas de los vándalos todavía en la rada: una tras otra hacíanse ya a la mar,
con el mástil victoriosamente embanderado, y el ancho vientre cargado de botín.
Por último quedó una sola anclada frente a la costa absorbiendo con gula los
restos del robo romano de los carros sobrecargados. Carro a carro acercáronse
obedientes para ser vaciados, y cada vez llevaban los esclavos sobre sus
hombros o alzadas sobre la cabeza las pesadas cargas al barco, pasando por una
ancha escalinata de madera: cajones y arcas repletas de oro y ánforas llenas de
vino. Pero por más prisa que se daban, consideraba el impaciente capitán que su
servicio no era suficientemente rápido y por eso obligaron los guardianes de
los vándalos a los esclavos con latigazos a apresurar más y más sus pasos.
Ahora que paraba el último carro junto a la barca; era el mismo que los
ancianos y el niño habían seguido durante la noche, y que conducía el
candelabro del templo. Su carga estaba cubierta todavía con pajas y trapos,
pero los ancianos fijaron su ardiente mirada sobre el carruaje repleto, y
temblando esperaron que se descubriera. Era ése el momento de la decisión:
entonces o nunca había de producirse el milagro. Pero el niño no
miraba como ellos. Como encantado admiró el mar que veía por primera vez. Allá
estaba. un infinito espejo azul, brillantemente arqueado hasta la cortante
línea donde las aguas tocan al cielo, y más amplio aún apréciale aquel espacio
enorme que la cúpula de la noche en la que por primera vez había visto la ronda
eterna de las estrellas en el cielo abovedado. Miraba hechizado cómo las olas
jugaban unas con otras, como se perseguían, cómo una saltó sobre la espalda de
otra y luego se escurría espumosa con una ligera, chasqueante risa de
petulancia, para formarse una y otra vez de nuevo: y presintió en ese juego
bienaventurado una alegría como jamás se había atrevido a soñarla en la
herrumbrada sombra de su angosta callejuela de pobres. Su estrecho pecho
infantil se tendió poderosamente y anhelaba ensancharse, hacerse fuerte y
grande para embeberse de aire y mundo, y sentir el halo de ese goce hasta muy
adentro de su sangre judía, intimidada. El niño sintió irresistible deseo de adelantarse hasta
junto al líquido, de abrir sus pequeños brazos para apretar cuando menos un
soplo comprensivo de ese infinito contra el propio cuerpo; sentíase
interiormente elevado al contemplar tal belleza y claridad, y dichoso como
nunca. ¡Oh, cuán cándido era todo aquí, cuán libre y exento de temores! Como
proyectiles blancos abalanzábanse y levantábanse las gaviotas, las hermosas
embarcaciones hinchaban suaves y sedosas sus velas en el viento. Y de repente,
cuando el niño reclinó la cabeza, con los ojos cerrados, para embeber más
profundamente el fresco aire salado, recordó la primera palabra que había
aprendido: ¡Al principio creó Dios el cielo y la tierra! Y por primera vez le
resultó con sentido y forma el nombre de Dios que el día anterior habían
pronunciado los padres, los ancianos. Un grito le sobrecogió. Los once ancianos
se habían exclamado como por una sola boca, y en seguida corrió hacia ellos. Se
acababa de quitar los trapos que cubrían el último carro, y cuando los esclavos
berberiscos se inclinaron para sacar una estatua argentina de Hera -pesaba
varios quintales- empujó uno de ellos con un pie el candelabro a un lado,
porque le molestaba. La Menorah se golpeó y rodó duramente. Y cayó del carro a tierra. Un solo grito de espanto
desgarró el pecho de los ancianos cuando vieron cómo el símbolo sagrado que
viera Moisés, que bendijera Aarón, que había estado en la mesa del Señor en la
casa de Salomón, rodaba míseramente en los excrementos de los tiros, profanado
y manchado con lodo. Los esclavos negros levantaron curiosos la vista al oír el
grito. No comprendieron por qué aquellos necios barba-blancas emitieron tan
aguda voz y por qué se tomaron de los brazos los unos a los otros formando una
convulsiva cadena de dolor. Pues no se les había hecho mal alguno. Pero ya
chasqueaba el látigo del guardián sobre su carne desnuda, y serviles hundieron
de nuevo sus brazos en la paja del carro, sacando un desnudo de pórfido brillante,
luego otra enorme estatua que, con cuerdas en la nuca y en los pies, subieron
sobre la escalinata de a bordo como a un animal carneado. El fondo del carro se vació cada vez más rápidamente.
Sólo quedaba tendido, descuidado debajo del carro, medio cubierto por una
rueda, el candelabro, el imperecedero. Y los ancianos, que se agarraban
mutuamente, vibraban en una esperanza común: ¡Ojalá los ladrones olvidasen en
su precipitación el candelabro! ¡Ojalá lo pasasen por alto! ¡Ojalá se realice
aún en último momento el milagro de la salvación! Pero en ese instante observó
uno de los esclavos el candelabro, se inclinó, lo levantó y lo cargó sobre sus
espaldas. Ardía puro en el sol, brillaba y llameaba y parecía iluminar más aún
al día: por primera vez en su vida contemplaron los ancianos el perdido
sagrario de su pueblo, y ¡ay!, en el mismo instante en que vieron al amado
símbolo, ya volvió a desaparecer en la lejanía. Con ambas manos, la derecha y
la izquierda, sostuvo el negro de anchos hombros la dorada Menorah para
mantener en equilibrio su pesada carga mientras subía por la vacilante escalera
de madera; cuatro pasos, cinco pasos aún, y había desaparecido por siempre ese
objeto sagrado. Como atraído por una fuerza secreta, se arrastraron los once
ancianos, sosteniéndose mutuamente, hasta la escalinata, la vista casi cegada
por las lágrimas, y con palabras confusas chorreaba la baba de sus labios. Se adelantaron vacilantes. como bebidos, con la boca
ávida, con ávida mirada para, al menos tocar con su devoto beso el símbolo
sagrado. Uno solo, Rabbi Eliéser conservó la lucidez en su dolor. Apretó
nervioso la mano del niño -y su apretón le dolió tanto al niño que éste por
poco gritó. -¡Mira! ¡Mira! Tú serás el último de los que han visto
lo sagrado. Tú serás testigo de cómo lo llevaron, de cómo lo robaron. El niño no comprendió las palabras. Pero sintió el
dolor de los demás hasta en la profundidad de la sangre, y advirtió que se
estaba cometiendo una injusticia. Una ira, una cólera infantil, atravesó ardiente su cuerpo.
Sin saber qué hacía, se soltó el niño, del septenal, a la fuerza, y corrió
detrás del negro que en ese instante pisaba la escalinata bamboleándose
fatigado bajo la pesada carga. ¡No, no había de llevarse la Menorah, ese hombre
extraño! Insensato asaltó el niño al fornido hombre, para. arrebatarle el robo. El esclavo, grandemente cargado, vaciló bajo la
inesperada arremetida. Fue solo un niño el que se colgó de su brazo, pero
manteniéndose con dificultad en equilibrio sobre la estrecha tabla oscilante, pisó
el esclavo tambaleante en el vacío, a consecuencia del repentino asalto de
atrás, y se cayó arrastrando al niño. En eso se le escapó rodando el candelabro. Desplomóse
con todo su peso violentamente sobre el brazo derecho del infante. Este sintió
como si se le hubiera picoteado y triturado la carne y los huesos. Pegó un
grito penetrante. Mas este grito se perdió en el repentino puje de los demás.
Pues todos gritaron simultáneamente: los ancianos horrorizados por el crimen de
que la sagrada Menorah rodara de nuevo por el fango; desde la embarcación
gritaban, a su vez, furiosos, los vándalos. El guardián se acercó e hizo
retroceder a los ancianos a latigazos. Entretanto ya se había levantado amargado el esclavo,
apartó con el pie al niño que gemía, volvió a hombrear el candelabro y lo llevó
entonces rápidamente, como un fugitivo, por la escalinata hasta a bordo. Los once viejos no prestaron atención al niño. Ninguno
vio cómo estaba tendido quejándose y retorcido, pues no miraban al suelo. Sólo
veían al candelabro que ahora subía sobre los hombros del esclavo, elevados los
siete cálices hacia Dios, como unos sacrificios. Ahora vieron cómo a bordo lo tomaron indiferentes
manos extrañas y cómo lo tiraron junto a los demás despojos. Y ya sonó
estridente un silbido, rechinando subió la cadena al ancla, y abajo, en el
espacio invisible en que los esclavos de la galera estaban encadenados a sus
bancos, empezaron cuarenta remos el uniforme movimiento hacia adelante, atrás,
adelante, atrás. Bruscamente se movió la embarcación. Blanca espuma corrió
sobre la carena, rumorosa se deslizó y ya se levantaba y se hundía su cuerpo
pardo sobre las olas como si viviera y respirara, y con las velas hinchadas
dirigióse la goleta desde la rada directamente a la infinita mar abierta. Los once ancianos siguieron con la vista fija en el
navío que se alejaba. Otra vez se habían tomado de las manos y temblaban, una
sola cadena de terror y dolor. Todos habían esperado en secreto, sin que el uno
se confiara al otro, que en último y postrer momento aún se produjera el
milagro. Pero liviana y acariciada por el viento suave, resbaló la nave con las
velas combadas sobre las aguas, y cuanto se achicó su silueta en la lejanía,
tanto más lastimeramente se derritió la esperanza en sus corazones y se perdió
en el inacabable mar de su tristeza. Ya, la nave sólo brillaba pequeña como el
ala de una gaviota, y al fin -las lágrimas obscurecieron su mirada. ¡Perdida
toda esperanza! Una vez más viajaba el candelabro a tierra extraña y lejana,
eternamente en camino, eternamente perdido. Sólo entonces, volviendo la vista del mar, recordaron
al niño que estaba tendido, lanzando gemidos sordos, con su brazo machacado, en
el lugar al que el candelabro lo había tirado al caerse. Levantaron al
sangrante y lo colocaron sobre unas angarillas. Todos se avergonzaron porque
ese niño había hecho ingenuamente lo que ninguno de los hombres se había
atrevido a hacer, y Abthalión temía a las mujeres porque devolvía al nieto como
lisiado a la madre e hija. Sólo Rabbi Eliéser, el puro y claro, los consoló:
-No os quejéis, ni os condoláis de él. Recordad la Escritura que habla del
hombre a quien Dios abatió porque había tocado el arca para apoyarla, pues Dios
no quiere que se toque lo sagrado con manos carnales. Pero El perdonó al niño y
sólo golpeó el brazo. Hay quizás una bendición en ese dolor, y un llamamiento.
Luego se inclinó tiernamente sobre el niño gimiente: -No reprimas ese dolor,
sino absórbelo. Este dolor también es una herencia. Pues sólo en el dolor vive nuestro pueblo, sólo el
pesar engendra su fuerza creadora. Has experimentado algo grande, pues tocaste lo sagrado
y sólo se lastimó tu cuerpo, mas no tu vida. Quizás resultes elegido por este
dolor y queda un sentido en tu destino. Desde aquella noche vandálica pasaron los años
inquietos en el Imperio romano, y sucedió más en el tiempo en que vive un
hombre sólo de lo que antes había sucedido en siete generaciones. Otro
emperador llegó al poder sobre Roma, y otro, y otro más, uno se llamó Aurilius,
los que le siguieron Maioranus y Libius Severus, y Anthemius. Uno asesinaba o
expulsaba al oro, de nuevo invadían pueblos germanos la ciudad y la saqueaban. Otra vez (y eso siempre dentro del espacio de vida de
una sola generación), fueron coronados nuevos emperadores, y depuestos, y por
fin, los últimos de Roma, Licerius y Julius, Nepos y Rómulus Augustulus, hasta
que luego se incautaban del dominio rigurosos guerreros nórdicos, Odoacro y
Teodorico. Pero también este imperio gótico, del que sus reyes creían que,
endurecido en la disciplina y ceñido en acero, sobreviviría generaciones, cayó
y decayó en los años de esa misma generación, mientras en el Norte emigraban y
se unían pueblos y, allende el mar, en Bizancio, se levantó otra Roma. Parecía
que desde la noche en que la Menorah se encaminó por la Porta Portuensis, no
debía haber más paz y tranquilidad en la milenaria ciudad del Tíber. Hacía tiempo ya, que la muerte se había llevado a los
once viejos que acompañaron al candelabro en aquel su último viaje, y ya
estaban enterrados también sus hijos, y eran ancianos ya sus nietos. Mas seguía
en vida Benjamín, el nieto de Abthalion, el testigo de aquella noche vandálica.
El niño de entonces se había convertido en mozo, el mozo en hombre y el hombre
en anciano. Siete de sus hijos le habían precedido en la muerte, y uno de sus
nietos había perecido cuando el populacho incendió, bajo Teodorico, la
sinagoga. Pero él, con su brazo destrozado, vivía aún; así como
en el bosque la tempestad derriba a los árboles a diestra y siniestra y queda
uno solo, el más fuerte, así sobrevivía ese anciano al tiempo, y vio morir a
emperadores y desaparecer imperios. La muerte solo lo respetaba a él, y su
nombre era grande y casi santo entre los judíos del mundo. Llamábanle, por su brazo destrozado, Benjamín
Marnefesh, lo que quiere decir el hombre a quien Dios probó amargamente; y a
nadie veneraban como a él. Pues era el último y único que con sus propios ojos
había visto al candelabro de Moisés, el candelabro del templo de Salomón, la
Menorah que, huérfana de luces, yacía sepultada en el tesoro de los vándalos.
Cuando llegaban a Roma mercaderes procedentes de Livorno, Génova o Salerno, de
Maguncia, Tréveris o los países de levante, se dirigían siempre primero a su
casa para ver de cara a cara el hombre que con sus propios ojos había visto aún
los objetos sagrados de Moisés y Salomón. Inclinábanse respetuosos delante del
viejo como ante una imagen sagrada, y contemplaban con conmovido terror su
brazo tullido y con los dedos palpaban la mano que otrora había tocado el
candelabro del Señor. Y aun cuando todos sabían -pues en aquel tiempo el verbo
se difundía tan activo por el mundo como hoy lo escrito- lo que Benjamín
Marnefesh había sufrido en aquella noche vandálica, no dejaban de rogarle que
una y otra vez les narrase el viaje de esa noche. Y con eternamente igual
paciencia contaba el anciano siempre el éxodo del candelabro, y un fulgor
atravesaba la maraña de su barba cada vez que anunciaba lo que en aquel
entonces le había predicho Rabbi Eliéser, el puro y claro, cuyo cuerpo se había
hundido en la fosa, hacía mucho tiempo ya. Advertía a sus visitantes que no
debían desanimarse, pues no había llegado a su término el viaje del símbolo
sacro; el candelabro volvería a Jerusalén, y entonces terminaría su propio destierro
y se volvería a reunir el pueblo en torno a su símbolo salvado. De esa suerte, todos salían reconfortados de su casa,
y enlazaban su nombre en la oración, pidiendo porque permaneciera mucho tiempo
junto a su pueblo el consolador, el testigo, el último que había visto los
objetos sagrados. Y Benjamín, el tan duramente probado, de niño de
aquella noche lejana, llegó a los setenta años, a los ochenta y cinco, a los
ochenta y siete. Poco a poco encorváronse ya sus hombros bajo el peso del
tiempo, su vista perdió claridad, y a veces cansábase en medio del día. Pero
ninguno de los judíos de Roma quería creer que la muerte pudiese cobrar poder,
sobre él, pues su existencia les significaba una prenda de un acontecimiento
grande. Todos consideraban inimaginable que pudieran apagarse esos ojos humanos
que habían visto el candelabro del Señor, sin haber presenciado el retorno de
la Menorah; y cuidaban su existencia como un símbolo de la voluntad divina. No
había fiesta sin él, ni servicio religioso en que no se lo nombrara. Donde iba,
inclinábanse devotos los ancianos ante el patriarca, cada uno pronunciaba la
sentencia de la bendición a su paso, y dondequiera que se reunían,
apesadumbrados o para la fiesta, siempre se le reservaba el sitio de honor en
la mesa. Así honraron los judíos de Roma a Benjamín Marnefesh,
como el más viejo y digno de la comunidad aquella vez que, según ordenaba la
costumbre, se reunieron en el cementerio en el día más triste del año, el 9 de
Abril, el día de la destrucción del templo, aquel día de sombría recordación
que había hecho de sus padres unos sin patria y los había esparcido como sal
sobre los países de la tierra. No estaban sentados en la casa de oraciones,
pues poco tiempo atrás la había ultrajado el populacho hostil, sino que
deseaban hallarse cerca de sus muertos en ese día mortal; reuniéronse fuera de
la ciudad, donde sus padres estaban sepultados en tierra extraña, para quejarse
unos a otros del propio exilio. Estaban sentados entre los sepulcros, algunos
sobre lozas rotas ya; sabían que se hallaban junto a sus padres, hijos también
de su tristeza, y en las losas de los antepasados leían los nombres y su
elogio. En muchas piedras estaban grabados, encima de los nombres, símbolos,
dos manos cruzadas como testimonio de clerecía, o el cántaro de ablución de los
Levita, o un león, o una estrella de David. Una de las lozas paradas ostentaba
una reproducción del candelabro de siete brazos, de la Menorah, para significar
que el que allá dormía el sueño eterno había sido un sabio, un gran justo y el
mismo una lumbrera en Israel. Delante de esa tumba estaba sentado Benjamín
Marnefesh rodeado por otros, con cenizas esparcidas sobre la cabeza, con las
vestimentas rotas como los demás que, como sauces, se doblaban e inclinaban
sobre las aguas negras de su aflicción. Era tarde, y el sol bajó ya oblicuamente entre pinos y
cipreses. Mariposas de abigarrados colores aleteaban alrededor de los judíos
como en torno a troncos en descomposición, libélulas con alas de los colores
del arco iris posábanse descuidadas en sus espaldas encorvadas, y en la hierba
exuberante jugaban escarabajos alrededor de sus sandalias. En el follaje que
brillaba como oro, abanicaba aromático el viento, caía una tarde muelle como
terciopelo, pero los judíos no levantaron los ojos ni los corazones. Impelíanse
una y otra vez hacia renovada tristeza, recordando siempre de nuevo en lamento
común el abatimiento de su pueblo. No comían, ni bebían, ni dirigían la mirada hacia la
claridad del día: sólo leyeron unos a los otros los cánticos que se referían a
la destrucción del templo y la caída de Jerusalén, y a pesar de que cada
palabra de esos cantares dolorosos estaba marcada desde hacía tiempo ya con
fuego hasta en la última gota de su sangre, las repetían siempre de nuevo para
agudizar el dolor y sentirlo destrozar su corazón. No querían sentir sino pena
en ese obscurísimo día, y por eso recordaron, amén de su propia expatriación y
humillación, los sinsabores y sufrimientos de los muertos, el penoso destino de
todo su pueblo, y con sus palabras renovaron y recordaron mutuamente los
sufrimientos del pasado. Y como éstos en Roma, así estaban sentados, con los
cabellos cubiertos de ceniza y la indumentaria destrozada, los judíos en todas
las ciudades y comunidades del mundo, juntos a las tumbas, y, desde un extremo
del mundo hasta el otro hablaban y leían a la misma hora los mismos lamentos,
la lamentación de Jeremías por la caída de Jerusalén que se había convertido en
burla de los pueblos. Y sabían que esa pena y esa lamentación del común exilio
constituía su sola unidad en la Tierra. Mientras estaban sentados así y murmuraban y se
trituraban el corazón con el dolor del recuerdo, no se daban cuenta de que el
sol y los troncos de los pinos y cipreses se doraban más y más y que, como
iluminados por una luz interior, empezaron a arder rojizos. No notaban que el
nueve de Ab, el día de la gran tristeza, llegaba paulatinamente a su fin, y que
se acercaba la hora de su última oración. En eso rechinó afuera el portón
aherrumbrado del cementerio. Si bien oían que alguien entraba, no se
levantaron, y también el extraño esperaba silencioso hasta que se terminara de
pronunciar la postrera plegaria. Sólo entonces miró el jefe de la comunidad al
recién llegado y le saludó: -Bendito sea el que llega. La paz le acompañe,
judío. Y preguntó entonces el superior: -¿De dónde vienes y a
qué comunidad perteneces? -La comunidad con que he vivido, no existe más; he
huido en un barco de Cartago. Algo grande ha sucedido. Justiniano el emperador, ha
enviado desde Bizancio un ejército contra los vándalos y, Belisario, su
general, ha tomado Cartago, la bastilla de los piratas. El rey de los vándalos
está preso y su imperio aniquilado. Todo lo que los bandidos han robado durante
años y años, Belisario lo capturó y lo llevó a Bizancio. La guerra ha
terminado. Los judíos lo miraron indiferentes y mudos, sin
levantarse. ¡Qué les significaba Bizancio y Cartago! Edom era todo eso y
Amelec, el eterno enemigo. Esos pueblos impíos estaban continuamente en guerra
sin sentido, unas veces ganaban éstos y otras veces aquéllos y jamás la
justicia. ¿Qué tenían ellos que ver con todo eso? ¿Qué era Cartago, Bizancio o
Roma para su corazón, que sólo se preocupaba por una ciudad Jerusalén?
Únicamente Benjamín Marnefesh, el amargamente probado, alzó entonces la vista:
¿Y el candelabro? -Está a salvo. Belisario lo tomó como botín. Y he sabido que
lo lleva junto con los demás tesoros a Bizancio. Sólo entonces se estremecieron los otros. Sólo
entonces comprendieron la pregunta de Benjamín; una vez más debía viajar el
candelabro a tierra extraña. La noticia cayó como tea encendida sobre la estructura
sombría de su duelo. Levantáronse rápidamente del suelo, saltaron sobre los
sepulcros, rodearon al desconocido, sollozaron y lloraron: -¡Ay! ¡A Bizancio!
¡Nuevamente a través del mar! Otra vez a tierra extraña... De nuevo lo arrastrarían triunfantes como Tito, el
maldito Siempre a otro país y nunca a Jerusalén... ¡Ay de nosotros! Era como si
se hubiera tocado una herida con acero candente. Pues recónditamente temían y
se inquietaban que al trasladarse los objetos sagrados del arca, debían de
exilar ellos también, otra y otra vez, en busca de una patria que no era tal.
Así sucedía desde que destrozara el templo y siempre que se aniquilaba de nuevo
su existencia. El dolor pasado y el presente se confundían impetuosamente. Todos gritaban, sollozaban y se quejaban, y los
pajaritos que habían estado sentados pacíficamente en archiviejas piedras, se
desbandaron y huyeron ante el ardiente tumulto de los hombres. Uno solo, Benjamín, el anciano, se había quedado
tranquilo sobre la piedra enmohecida, y callaba mientras los demás se
confundían y lloraban. Sin que lo supiera, habíanse unido sus manos, y como
soñando estaba sentado sonriendo quedamente a la lápida funeraria en que se
hallaba grabada la silueta de la Menorah. De pronto relucía en su ajado rostro de anciano algo
del niño que había sido en aquella noche. Alisáronse las arrugas, los labios se
abrieron suaves, y la ligera sonrisa parecía pasar de su boca sobre el cuerpo
entero que, inclinado sobre sí mismo, escuchaba hacia adentro. Por ultimo fijóse alguien en el anciano, y se
avergonzó de su propia irritación. Quedóse respetuosamente parado y tocó despacio el
próximo. Calláronse uno tras otro y todos miraban entonces sin respirar al
viejo, cuya sonrisa flotaba como una nube blanca sobre su oscuro dolor. Hizose
un silencio como entre los muertos debajo de la tierra, a cuyas tumbas rodeaban
sombreándolas. Sólo por el silencio absoluto sintió Benjamín que todos lo
miraban. Se levantó con dificultad, pues ya era decrépito, de la piedra rota en
que había estado sentado; a todos les pareció de repente robusto como nunca,
así como entonces lo veían, con el rostro circundado de mechones argentinos, el
cabello ardiente como llama blanca por debajo del gorrito de seda. Nunca
sintieron tan íntimamente como en esa hora que Marnefesh, el amargamente
probado, también era un mensajero, Mas Benjamín comenzó, y había en su palabra
la devoción de una plegaria: -Ahora sé por qué Dios me conservó hasta esta
hora. Siempre me preguntaba por qué rompía inútil el pan, por qué me esquiva la
muerte, a mí, anciano, cansado e inservible, que ya no anhela sino el silencio.
Ya me desalentaba, pues demasiado sufrimiento vi en nuestro pueblo y se cansó
mi esperanza. Pero ahora comprendo que aun me estaba destinado algo en esta
vida. Yo vi el principio; ahora me llama el fin. Respetuosos atendieron los demás a la oscuridad de su
hablar. Finalmente preguntó uno en voz baja al superior: -¿Qué piensas hacer?
-Creo que Dios sólo me guardaba tanto tiempo la vida y la luz de los ojos para
que vuelva a ver el candelabro. Debo irme a Bizancio. Lo que no consiguió el
niño -rescatar lo sagrado para nosotros- quizás lo logre el anciano. Todos vibraban de emoción e impaciencia. Todos
consideraban en verdad, increíble que ese frágil anciano pudiese recuperar el
candelabro del más poderoso emperador del mundo, y sin embargo, embriagaba la
fe en el milagro. Uno sólo preguntó receloso: -¿Cómo habrías de resistir tan
largo viaje? Piensa que son tres semanas sobre el mar invernal. Temo que no
seas suficientemente fuerte para soportar tal fatiga. -Siempre se es fuerte, cuando se trata de lo sagrado.
Aquella vez también lo fui. Cuando me llevaron, un niñito, creían que el camino
era demasiado cansador y, sin embargo, lo cubrí hasta el final. Sólo hará
falta, pues mi brazo esta deshecho, que me acompañe un hombre vigoroso, y
además joven, para que sea testigo ante una generación venidera, como lo fui yo
ante la vuestra. Pasó la vista buscando en torno suyo, miró a uno tras
otro de los hombres lozanos como si quisiera examinarlos Cada cual temblaba
bajo esa mirada palpitante, y sentía su punto hasta en el enmudecido corazón.
Todos anhelaban ser elegidos para la misión, y todos eran demasiado cohibidos
para presentarse. Todos esperaban con el alma conmovida. Pero el anciano
inclinó inseguro la cabeza, y murmuró únicamente: -No, no quiero decidir. No
sea mía la elección. Echad la suerte. Que Dios me elija al que debe ser. Los hombres se juntaron, arrancaron tallos de la
hierba que crecía entre los sepulcros, los rompieron en trozos más largos y más
cortos y se los repartieron La suerte se decidió por Joaquín ben Gamaliel, un
joven de veinte años, alto y fuerte, herrero de profesión, mas al que no
querían. Pues ignoraba la Escritura y era el suyo un modo de ser impaciente.
Sus manos estaban manchadas de sangre; había muerto a un sirio de Esmirna en
una pelea, y huido a Roma antes de que los alguaciles lo prendieran. Todos se
extrañaban incomodados para sus adentros, de que la suerte hubiese tocado
precisamente a ese terco y feroz y no a un hombre respetuoso y beato. Pero al
adelantarse Joaquín, como el elegido, el anciano apenas alzó la vista y le
ordenó: -Prepara todo. Mañana a la tarde partiremos. La comunidad romana pasó todo el día siguiente a ese
nueve de Ab, en excitada actividad. Ninguno de los judíos se cuidaba de su
propio negocio, todos traían y recolectaban dinero, y los que eran pobres,
tomaron prestado contra prenda, y las mujeres dieron sus presillas y piedras.
Pues se acrecentaba en ellos la seguridad de que Benjamín estaba predestinado a
rescatar la Menorah del nuevo cautiverio y a decidir al emperador a repatriar
al pueblo con sus objetos sagrados, como otrora lo había hecho Ciro. Día y
noche escribieron cartas a todas las comunidades del Este, a Esmirna, Creta y
Salónica, a Tarsos, Nicea y Trebisonda, para que enviaran mensajeros a Bizancio
y aprontasen dinero a fin de que se realizase el sacro acto de la liberación.
Avisaron a los hermanos de Bizancio y Galata que anticipadamente allanasen a
Benjamín Marnefesh, el amargamente probado, como el elegido, el camino hacia el
grandioso evento. Al mismo tiempo preparaban las mujeres mantos, almohadas y
alimentos para el viaje, a fin de que los labios del piadoso no tuvieran que
tocar nada impuro en el barco. Y a pesar de que les era prohibido a los judíos
de Roma ir en coche o a caballo, mandaron secretamente esperar un carruaje
fuera de las puertas de la ciudad para que el anciano no comenzase su viaje
fatigado ya. Pero se extrañaron mucho cuando Benjamín se negó a
subir al carruaje. Insistió obstinadamente que deseaba hacer a pie el camino a
Portus, tal como en aquella noche lo había cubierto, más de ochenta años atrás,
un niño débil. Creyeron imposible y demasiado atrevido el propósito de que el
anciano, por lo común tan decrépito, pudiera llegar caminando hasta el mar.
Pero se sorprendieron al verlo, pues estaba transformado desde que había
llegado aquel mensaje. Parecía que de la noche a la mañana hubiese retornado
el vigor a sus miembros y corrido nuevo calor por su sangre entrada en años. Su
voz, de ordinario apagada y debilitada, sonaba altiva y fuerte cuando rechazó,
furioso casi, sus cuitas; y respetuosos le obedecieron. Durante toda la noche escoltaron los varones judíos de
Roma a Benjamín Marnefesh, el elegido de su comunidad, en el mismo camino que
otrora habían cubierto sus abuelos para acompañar el candelabro del Señor.
Llevaban, sin embargo, oculta, una parihuela, para conducir al anciano en el
caso de que le abandonasen las fuerzas antes de tiempo. Pero el viejo caminaba
vigoroso al frente de todos. No hablaba con nadie, y su pensamiento estaba
íntegramente dedicado al tiempo ido. En cada piedra y en cada recodo del
camino, que no había vuelto a recorrer desde aquella noche recordaba más y más
claramente la poderosa hora de su infancia. Tenía presente todo lo que le había
sucedido en aquel entonces, oía la voz de los muertos en la suave brisa,
despertóse cada palabra que unos y otros habían pronunciado. Aquí, a la
derecha, había llameado la columna de fuego de la casa incendiada, allí estaba
la piedra miliar junto a la que vacilaban los corazones apagados cuando los
jinetes numídicos galoparon hacia ellos. Recordó cada pregunta que había
formulado y cada respuesta que le fue dada. Y cuando llegó al lugar en que,
aquel amanecer, los ancianos pronunciaron al borde de la carretera, la oración,
sacó, como aquéllos lo habían hecho, la chamarreta de ritual y la correa para
decir, mirando hacia el Este, la misma plegaria que los padres y antepasados ya
habían rezado a la mañana, y que, conservada en la sangre y transmitiéndose en
oscuro fluido de generación en generación, orarían también sus hijos y nietos y
la más lejana descendencia de éstos. Detrás suyo, los demás, se sorprendieron tímidamente,
pues no comprendieron su extraño proceder. Como la época del año era más
próxima al otoño que en oportunidad de aquella otra caminata, no observábase en
el cielo resplandor alguno del amanecer y era lejana aún la hora del día: ¿Cómo
podría un creyente pronunciar la oración matutina antes de que despertara la
mañana? Era eso contrario a toda costumbre y un insulto a la tradición y a la
Escritura Pero, no obstante, permanecieron respetuosamente agrupados alrededor
del que oraba. Pues lo que hacía el ungido, no podía ser un agravio.
Sentían todos que le era permitido todo, y aunque diera a Dios la gracia por la
luz antes de que la luz se hiciera. Terminada la oración, el anciano dobló la manta y
prosiguió, vigoroso, la marcha como si las palabras devotas le hubiesen
reconfortado. Cuando por fin llegaron al puerto, miró largo rato fijamente el
mar: revivió en su alma el niño, el niño de tanto tiempo atrás que en aquella
oportunidad había visto por vez primera el oleaje y la lejanía. Era el mismo
mar de hacía ochenta años; profundo e inexplorable como los pensamientos de
Dios, pensó piadoso. Como en aquel entonces se iluminó su ojo en la claridad
del cielo. Bendijo a todos los compañeros que lo habían escoltado. al
despedirse de ellos para siempre, luego subió con Joaquín a la embarcación. Y
como otrora los abuelos y antepasados, así miraron ahora los hombres conmovidos
desde el muelle cómo se movía el galeón y cómo se alejaba con velas hinchadas
de la ribera. Sabían que habían visto por última vez al amargamente probado, y
cuando la vela desapareció en lontananza, sintiéronse pobres y despojados. Fuerte e incesante, adelantó la nave por las aguas.
Las olas se encresparon con furia y del Oeste venían rodando oscuras nubes. Los
timoneles miraban preocupados si no se acercaba un temporal, y con éste,
peligro mortal. Pero aun azotada por la tempestad, y por dos veces
rechazada en el viaje, venció la nave las dificultades y fondeó felizmente en
Bizancio, tres días después de haber llegado Belisario con el botín de África. Bizancio, centro del imperio y dueña del mundo desde
que la corona cayera de la testa de Roma, era aquella mañana, un enjambre de
gente, pues desde hacía años no se había prometido a esa ciudad, que amaba las
fiestas y juegos más que a Dios y la justicia, más hermoso espectáculo que
entonces: Belisario, el vencedor de los vándalos, debía llevar, en el circo, su
ejército victorioso y todo el botín al encuentro del Basileus, el señor del
mundo. Multitudes incalculables se estrujaban en las calles
embanderadas, una sola masa llenaba, negra, el ovalado espacio enorme del
hipódromo, y la espera apretujada retumbaba y gemía como un mar agitado, hosco
e impaciente. Pues seguía completamente vacía aún la tribuna imperial, la
catisma, que cubierta de columnas y cargada de adornos, cerraba con una recta
el enorme óvalo. Todavía el Basileus no había llegado hasta su pueblo
atravesando el paso subterráneo que unía ese espacio festivo con el palacio
imperial. Finalmente anunciaron toques estridentes el momento
solemne. Primero se alinearon los guardias imperiales formando, con sus
uniformes rojos y sus espadas relucientes, un murallón brillante; luego
llegaron numerosos, en sus vestimentas de seda los dignatarios, sacerdotes y
eunucos, y por último hicieron su entrada bajo palio y llevados en dos sillas
de mano, Justiniano, el Basileus, el autócrata, la corona de oro combada sobre
la cabeza como una aureola. y Teodora en el resplandor de sus joyas. Cuando se
adelantaron en su sitial imperial estalló de golpe de todas las gradas un
huracán de júbilo alborotado. Ya nadie recordaba que en ese mismo lugar sólo
unos pocos años atrás la misma multitud se había abalanzado sobre la misma
tribuna ocupada por el mismo emperador y que, por castigo, se degollaron a
treinta mil personas en ese sitio; siempre borra el triunfo toda culpa para la
masa eternamente olvidadiza. Embriagados por el fausto y al mismo tiempo por el
celo del propio entusiasmo, gritaban y rugían y se enardecían y aplaudían esos
miles de bocas en centenares de idiomas hasta hacer temblar, retumbantes, las
murallas de piedra: era toda una ciudad, un mundo entero que vibraba hacia el
hijo de campesinos de Macedonia y la graciosa mujer, que otrora -los viejos aún
lo recordaban- había exhibido en ese mismo lugar su cuerpo como bailarina y
que, de noche, lo vendía a cualquiera. Pero eso también había quedado en el
olvido, como toda vergüenza después de la victoria, y todo acto de violencia
después de su triunfo. Pero otro pueblo permanecía mudo en las terrazas
superiores sobre esa multitud arrebatada que lanzaba su júbilo venal, sucio y
gritón como un desagüe hacia el vencedor, un pueblo silencioso y pétreo: los
cientos y cientos de estatuas de Grecia. Habían sido arrancadas de sus templos,
en que sólo había paz, esas imágenes de los dioses de Palmira y Cos, de Corinto
y Atenas, las habían sacado de arcos de triunfo y columnas, desnudas y
relucientes en el albo eterno de su mármol. Inaccesibles a la pasión fugaz,
hundidas para siempre en el sueño infinito de su belleza, estaban allí mudas e
indiferentes, no reverenciaban a lo terrestre ni se movían. Miraban pétreas y
altaneras sobre los juegos sangrientos hacia la lontananza azul del mar, que
echaba espumas con olas puras contra el Bósforo. Nuevamente resonaron, cercanas y estridentes, las
cornetas para anunciar que el cortejo triunfal del estratego había llegado al
pórtico exterior del hipódromo. Abriéronse las puertas, y otra vez creció el zumbido
ya atemperado de la multitud hasta el atronar jubiloso. Ahí estaban las
cohortes férreas de Belisario que habían establecido el imperio, vencido a
todos los enemigos, y les brindaron ahora el goce de juegos descuidados. El
júbilo se levantó más alto y estridente aún cuando, detrás de los vencedores,
fue acarreado el botín, los tesoros de Cartago, la abundancia sin fin. Primero
pasaron altaneros los carros triunfadores que otrora habían capturado los
vándalos, luego desfilaron sobre altos andamios tronos adornados con joyas, los
altares de dioses desconocidos, relucieron estatuas creadas por maestros
anónimos en el nombre de la belleza, y luego, cargadas hasta el borde, arcas
repletas de oro y cálices y vasijas y vestidos de seda; todo lo que el pueblo
pirata había robado en todos los confines de la tierra, volvió entonces y
pertenecía al emperador, al imperio, y el pueblo prorrumpía en júbilo ante cada
nueva magnificencia y soñaba en crédula embriaguez que todo el esplendor, toda
la riqueza del mundo se vertía ahora y para los tiempos de los tiempos sobre
ellos. La multitud no paró mientes en que los portadores
traían ahora, en medio de tan deslumbrantes tesoros, unos objetos que,
comparados con la magnificencia escogida, parecían ruines: una mesa cubierta de
planchas de oro, dos tubos de plata y un candelabro de siete brazos. Ningún
júbilo recibió esos objetos insignificantes. Pero, muy alto, en medio de la multitud, gimió un
anciano mientras presionaba con su mano -era la siniestra- el brazo de su vecino,
Joaquín: después de ochenta años volvió a ver el viejo lo que en otro tiempo
había visto siendo niño, el candelabro sagrado de la casa de Salomón, el
candelabro al que había tocado su mano infantil y que había destrozado para
siempre su brazo. Bienaventurada vista; ¡era él, el mismo! ¡Invencible,
dio el candelabro imperecedero un nuevo paso a través del tiempo infinito,
hacia el retorno! El anciano sintió la gracia del encuentro como una tormenta
interior: incapaz de retener el exceso de júbilo, gritó ardientemente:
-¡Nuestro! ¡Nuestro! ¡Nuestro por toda la eternidad! Pero nadie, ni siquiera
los más cercanos, oyeron el grito aislado. Pues la masa prorrumpió entonces en
un solo alarido de goce: Belisario, el triunfador, había penetrado en la arena.
Caminaba a larga distancia de los carros triunfales, de la presa
inconmensurable vistiendo el sencillo uniforme de sus guerreros. Pero el pueblo
conocía y reconocía a su héroe, y gritaba tan fuertemente su nombre, y sólo el
suyo, que Justiniano se mordió celoso los labios cuando su general se inclinó
delante suyo. Siguió luego el silencio, pletórico e intenso como
antes lo había sido el estrépito. Gelimer, el rey de los vándalos, que, irónicamente
cubierto de un manto de púrpura iba detrás de su vencedor, Belisario, estaba
ahora frente al emperador. Los esclavos le arrancaron el manto y el vencido se
echó de bruces. Por un instante no franqueó un solo hálito los miles y miles de
labios. Todo el mundo miró fríamente la mano de Basileus. ¿Concedería perdón o
no? ¿Se levantaría o inclinaría el dedo? Y helo aquí, lo levantó, regalando la
vida al vencido, y en un solo trueno desencadenóse el entusiasmo. Uno sólo en medio del gentío no lo había mirado,
Benjamín el anciano conmovido. Miraba únicamente a la Menorah, que los
portadores seguían conduciendo despacio a través de la arena. A ella sólo se
dirigió su mirada, y cuando el sagrado objeto desapareció con el cortejo,
hízose la oscuridad ante sus sentidos. -¡Llévame de aquí, Joaquín!- gritó en voz baja-. El
brillo del singular espectáculo atraía al mismo joven. Pero la mano del viejo
se aferró convulsivamente, dura y ósea, a su brazo. -¡Llévame! ¡Llévame de acá! Anduvo luego a tientas y
torpemente por la ciudad, tomado como un ciego de la mano de su asistente.
Seguía viendo siempre con los ojos del alma el candelabro, e impaciente instó a
Joaquín que le llevase a toda prisa hasta la comunidad de los judíos. Hizo, de
pronto, presa de él un temor de que, ahora que se tocaban el comienzo y el fin,
su vida pudiera apagarse antes de tiempo y él dejar escapar otra vez la
salvación del candelabro. En el oratorio de Pera esperaba en tanto la comunidad,
desde horas y horas, al ilustre huésped. Así como en Roma se concedía a los
judíos permanecer en la ribera opuesta del Tíber, tolerábase a los judíos de
Bizancio nada más que en Pera, en la costa opuesta del Cuerno de Oro; allá como
en todas partes, era el apartamiento su destino, pero también el secreto de su
supervivencia en el tiempo. Lleno y repleto, sofocaba el estrecho espacio del
oratorio. Pues no sólo los judíos de Bizancio estaban reunidos en espera; desde
cerca y lejos, de Nicea y Trabissonda, de Odesa y Esmirna, habían llegado
delegados de todas, las comunidades judías para participar del consejo y
evento. Hacia tiempo ya que la noticia de que Belisario había asaltado la
bastilla de los vándalos y recapturado con los demás tesoros también al
candelabro eterno, se difundía por todas las costas del mar hasta las
comunidades; no quedaba judío en el imperio de Bizancio que no hubiese recibido
exaltado la noticia. Pues, aun esparcido como paja sobre las eras del mundo y
desgarrado en muchos idiomas, percibía ese pueblo perdido todo lo que sucedía a
sus símbolos sagrados, como un goce o una pena común, y todo peligro refundía
fraternalmente sus corazones, aun cuando a menudo se olvidaban y se mostraban
mutuamente endurecidos. La persecución y la injusticia forjaban incesantemente
la férrea cadena que sostenía el tronco quebrantado de su unidad a fin de que
no se carcoma y derrumbe; tanto más fuertes se juntaban sus almas. Esa vez
también alcanzó el rumor de que la Menorah, el candelabro del pueblo, había
vuelto a ser libertado del cautiverio oculto y viajaba, como en otro tiempo
desde Babel hasta Roma, a través de países y mares, a cada judío como un
destino propio. Uníanse en las calles y en las casas hablando agitadamente,
examinaban con sus maestros y sabios detenidamente la Escritura para
interpretar el sentido de esa peregrinación. Pues, ¿qué significaba el que lo
sagrado vuelva a viajar? ¿Presagiaba ello esperanza o pena? ¿Comenzaba una
nueva persecución o era ese su término? ¿Serían ellos otra vez, dentro de poco,
los expulsados y peregrinos sin meta de las carreteras, otra y otra vez los sin
descanso, ahora que el candelabro viajaba sin tregua? ¿O significaba la
liberación del candelabro también la suya propia, partida y regreso, el
término, finalmente, de la desdichada peregrinación? Ardían las almas de todos
en impaciencia. Corrían mensajeros de lugar a lugar para saber más del
viaje y destino del candelabro, y era grande su terror, cuando al final
supieron que el objeto sagrado sería llevado en público triunfo, como otrora en
Roma, ante el emperador Justiniano. Ya esa noticia atormentó poderosamente las almas Pero
la agitación llegó a la embriaguez cuando los mensajeros de Roma comunicaron
que se hallaba camino de Bizancio Benjamín Marnefesh, el amargamente probado,
quien de niño había visto, como último, el candelabro en oportunidad del saqueo
vándalo. Fueron presa primero de asombro. Pues, desde años y
años, conocían todos los judíos, por muy dispersos que se hallaran en la
lejanía, la maravillosa acción de aquel niño de siete años que durante el
saqueo vandálico pretendía arrancar el candelabro a los piratas y al que se le había
destrozado el brazo al caerse. Las madres hablaban a sus hijos de Benjamín
Marnefesh y del castigo de Dios, y de él hablaban los sabios a sus alumnos. Su
acción se había convertido ya en leyenda piadosa como las de la Escritura, que
se leía e interpretaba. De noche se la contaba en las casas judías. como una
de las historias viejas, como los actos claros y obscuros de Ruth y Simson, y
de Amán y Esther, de las madres y antepasados del pueblo, y ahora llegó de
pronto la noticia increíble, maravillosa: aun vivía el niño de aquel entonces.
Y más aún, ese niño, hecho un anciano ahora, venía por tierras y mares. Estaba
en camino Benjamín Marnefesh, ultimo testigo, para ver una vez más el
candelabro. ¡Esa debía ser una señal! Dios no podía haber conservado y guardado
por nada a ese hombre más allá de la medida común del tiempo terrenal. Quizás
era el llamado a conducir el regreso al sagrario y a ellos mismos
simultáneamente. Y cuanto más se hablaban unos a otros, tanto menos dudaban: la
fe en el redentor, en el salvador que eternamente germinaba y brotaba en la
sangre de ese pueblo expulsado al primer soplo cálido de cada esperanza,
encumbróse poderosa y fecundó sus corazones. Sorprendida, miraba en los pueblos
y ciudades la gente extraña a los judíos, pues habían cambiado de la noche a la
mañana. Mientras antes se arrastraban tímidos y encorvados,
siempre aguardando un insulto o un golpe caminaban ahora alegres y como
extasiados. Avaros que siempre volvían y escatimaban cada grupo,
compraron ricas indumentarias, hombres que tartamudeaban levantáronse y
predicaron elocuentemente la promesa, mujeres embarazadas tenían visiones y se
arrastraban hasta el mercado para comunicarlas cuanto antes a las demás, y los
niños llevaban banderas policromas y coronas. Los más fervientes, aprontáronse
para el viaje y hasta vendían precipitados sus bienes para tener de antemano
dispuestos mulas y carruajes de modo que no perdiesen ni un día en sus
preparativos cuando resonase el llamado al retorno. ¿Pues no debían viajar
cuando el candelabro viajaba por el mundo, y no estaba ya en camino el
mensajero que, como niño, había acompañado el sagrado objeto? ¿Cuándo se había
producido en sus días un signo, un milagro como ese? Cada comunidad a la que el
mensaje había llegado con tiempo, elegía a un hombre de su medio como delegado
a fin de que asistiese con los demás a la llegada del candelabro a Bizancio y
participase de las deliberaciones. Y todos los que fueron enviados se
estremecieron de dicha y bendijeron el nombre de Dios. Parecíales maravilloso, en su pequeña existencia
oscura, que de ordinario transcurría en peligro y necesidad diaria, que ellos,
pequeños mercaderes y obreros, pudiesen participar de tan milagroso suceso y
ver al hombre que Dios había guardado, visiblemente, para el acto liberador.
Compraron o pidieron prestados ricos atavíos, como si fuesen invitados a una
fiesta, ayunaron, se bañaban y oraban a diario antes de partir, para recibir el
mensaje, limpios de cuerpo y alma, y al iniciar el viaje, les acompañaba la
comunidad del pueblo o de la ciudad de cada uno en todo el primer día de su
caminata. En todos los lugares que atravesaban hasta llegar a Bizancio,
ofrecíanles los piadosos albergues y recolectaban dinero para el rescate del
candelabro. Orgullos y misteriosos como embajadores de un poderoso rey,
marchaban esos pequeños mensajeros de un pueblo pobre y débil hacia Bizancio, y
cuando se encontraban en la ruta y la proseguían en común, discutían
excitadamente lo que sucedería, y cuanto más hablaban tanto más se agitaban. Y
cuanto más se conmovían mutuamente, tanta más seguridad adquirían todos ellos
de que llegarían a ser testigos de un milagro y del –desde tanto tiempo
anunciado- cambio de suerte de su pueblo. Y ahora esperaban todos juntos en el oratorio de Pera,
un turbulento y ardiente enjambre de hombres que hablaban, se excitaban,
vaticinaban y preguntaban. Por fin llegó exhausto el niño que habían enviado
impacientes, agitando desde lejos ya un lienzo sobre la cabeza en señal de que
Benjamín Marnefesh, el ansiado huésped, había desembarcado de un bote
procedente de Bizancio. Los que todavía estaban sentados, se levantaron
rápidamente, los que en ese momento habían estado gritando y disputando, se
quedaron mudos y a uno de ellos, viejísimo, le abandonaron las fuerzas; cayóse
desmayado en el tumulto de los sentidos conmovidos. Pero ninguno, ni siquiera
el superior, se atrevió a ir al encuentro del esperado. Permanecían aguardando
con la respiración retenida, y cuando Benjamín, conducido por Joaquín, se
acercó a la casa, parecía, por su barba alba y la potencia de su mirada
oscuramente brillante, a Samuel conducido por el niño, la figura de un
patriarca; el verdadero señor y maestro del milagro. Estalló entonces
incontenible el entusiasmo refrenado: ¡Bendita sea tu llegada! ¡Bendito tu
nombre!- le gritaron jubilosamente. Rodeárosle precipitados. Besaron su
vestimenta y las lágrimas rodaron sobre sus mejillas apergaminadas, se
empujaron y apretaron para tocar, cada uno, devotamente el santo brazo, que el
candelabro del Señor había destrozado, y el superior hubo de colocarse como
protector delante del anciano, ya que de lo contrario le hubiera aplastado el
exceso de los hombres embriagados. La fogosidad de su fervor piadoso asustó grandemente a
Benjamín. ¿Qué querían, qué esperaban de él? Fue presa repentinamente del temor
ante la carga de la inmensa esperanza que depositaron en él. Defendióse suave y
perentoriamente. -¡No me miréis así, y no me envanezcáis, a fin de que
no me envanezca yo mismo! ¡No esperéis milagro alguno de mí! ¡Conformáos con
esperar pacientemente! Pues es pecado exigir un milagro como una seguridad. Todos dejaron
caer la cabeza, sorprendidos de que Benjamín hubiera adivinado su pensamiento
más oculto. Y avergonzados de su arrebatada impaciencia, apartáronse
silenciosos, de manera que el superior pudo conducir a Benjamín hasta el lugar
que le estaba preparado, un asiento cuidadosamente acomodado con almohadones y
visiblemente elevado sobre los demás. Pero de nuevo rehusó Benjamín: -No, no me
enaltezcáis. No quiero sentarme en lugar especial elevado sobre vosotros. Pues no soy más que todos vosotros, y quizás, incluso,
soy uno de los más insignificantes en medio de vosotros. No soy nada más que un
anciano a quien Dios sólo ha dejado exigua fuerza. Sólo vine a ver y a
aconsejaros. Mas no esperéis milagro alguno de mí. Dóciles hicieron según era su voluntad y sentóse entre
ellos, el único paciente en medio de la impaciencia de los demás. Sólo entonces
levantóse el jefe de la comunidad para saludarlo: -¡La paz sea contigo; bendita
tu llegada, bendita tu salida! Nuestras almas se regocijan de verte. Todos callaron solemnemente. Luego prosiguió el
superior con queda voz: -Recibimos las cartas de tus hermanos de Roma. que nos
anunciaron tu llegada, e hicimos todo lo que estaba en nuestro poder. Hemos
recolectado dinero de casa en casa y de lugar en lugar a fin de que se consiga
rescatar la Menorah. Preparamos un regalo para disponer los sentidos del
emperador a la clemencia. Dispusimos lo más precioso que poseemos, una piedra
del templo de Salomón que nuestros antepasados salvaron después de la
destrucción del templo, y queremos ofrecerla al emperador como regalo. Pues
todo su pensamiento está puesto en esta hora en el propósito de erigir una casa
de Dios mas magnífica que todas las que había. Para ella reúne lo más hermoso y
sagrado de todos los países y ciudades. Todo eso lo hicimos de buen grado y
contentos. Pero nos espantamos al oír lo que de nosotros esperaban nuestros
hermanos de Roma; que te consiguiéramos paso a la presencia del emperador para
que de él solicites el candelabro sagrado. Nos asustamos grandemente, pues
aquel que es dueño de este país, Justiniano, no nos quiere bien. Es intolerante
con todos los que no confiesan exactamente su fe ya sean cristianos de otro
pensar o herejes o judíos, y quizás ya no sea de larga duración nuestra
permanencia en este país, quizás nos expulse muy pronto. Jamás admitió a uno de
los nuestros en su presencia, y con el corazón avergonzado llegué a esta casa y
a esta hora para tener que decirte que es un imposible lo que piden los
hermanos de Roma. Un judío no puede presentarse a la faz del emperador. El superior se llamó a un grande y temeroso silencio.
Todos bajaron confusos la cabeza. ¿Dónde quedaba el milagro? ¿Cómo iba a producirse un
cambio cuando el emperador negaba su oído y sus sentidos al enviado por Dios?
Pero con voz más clara prosiguió entonces el mayor: -Mas es confortante y
maravilloso, saber siempre de nuevo, que para Dios no hay ningún imposible.
Cuando entré con el corazón oprimido a esta casa. vino a mi encuentro uno de
nuestra comunidad. Zacarías el platero, un hombre piadoso y justo, y me trajo
la nueva de que se había cumplido el deseo de nuestros hermanos en Roma.
Mientras hablamos, hablábamos y nos esforzamos desorientados, él obró en
silencio y realizó lo que los sabios y los más sabios creían imposible. ¡Habla
Zacarías e informa! En una fila trasera levantóse indeciso un delicado hombre
giboso de baja estatura, tímido y avergonzado porque todos lo miraban curiosos.
Inclinó la frente para disimular su rubor, pues, simple trabajador y siempre
ocupado en silencio, temía la oratoria y el ser escuchado. Tosió repetidas
veces y se mantuvo su voz débil como la de un niño: -No me alabéis, Rabbi
-cuchicheó-, no es mío el mérito. Dios me alivió la tarea. Desde hace treinta años me estima el tesorero; desde
hace treinta años de trabajo día a día, y cuando hace pocos años, el pueblo se
alzó contra el emperador y saqueó e incendió las casas de los cortesanos, lo
oculté por tres días, juntamente con su mujer e hijos, en mi casa hasta que
había pasado el peligro. Sabía yo, pues, que me concedería cualquier pedido,
pero nunca le había hecho ninguno. Mas, al saber ahora que Benjamín estaba en camino, le
rogué por primera vez, y fue al emperador para anunciarle que venía un grande y
secreto mensaje para él de allende el mar. Y Dios quiso que sus palabras tuviesen fuerza y que el
emperador le complaciera. Mañana se permitirá a Benjamín y al Rabbi la entrada
al Chalké, la sala de audiencia del emperador, Zacarías volvió a sentarse
tranquilo y huraño. Todos callaron y se estremecieron. Pues ya era un milagro inaudito el que se permitiese a
un judío colocarse frente al inaccesible. Sus almas temblaron, sus ojos se
agrandaron y el mensaje de la gracia aleteaba sobre su silencio respetuoso.
Pero como un herido gimió Benjamín: -¡Oh, Dios! ¡Oh, Dios! ¡Qué carga me
imponéis! Mi corazón está extenuado y no hablo. el lenguaje extraño. ¿Cómo he de presentarme,
precisamente yo, ante el emperador? Sólo he sido llamado para testigo, para
contemplar el candelabro, no para tocarlo y conquistarlo. ¡No me elijáis a mi! Que hable otro; yo soy demasiado
viejo, demasiado débil. Todos se espantaron. Estaba preparado un milagro y
ahora se negaba el llamado a realizarlo. Pero mientras aun reflexionaban
recelosos de qué modo se pudiera persuadir al apocado, levantóse Zacarías otra
vez silencioso de su asiento. Otra era entonces su voz, resuelta, y firme: -No, tú
debes ir, nadie más que tú. Era poco mi trabajo y, sin embargo, sólo por ti y
por ningún otro pensaba realizarlo. Pues yo sé que hay uno entre nosotros, eres
tú el que puede llevar la paz al candelabro. Benjamín, lo miró de hito en hito: -¿Cómo puedes saber
tú eso? Pero Zacarías repitió sereno y decidido: -Lo sé, y lo sé desde hace
mucho tiempo. Si uno hay, capaz de devolver la quietud al
candelabro, ése eres tú. El alma de Benjamín vaciló ante tanta firmeza.
Contempló a Zacarías quien le miró refirmativo y sonriente, y de repente le
pareció haber visto antes ya sus ojos. El otro también parecía sentir algo de
ese reconocimiento, pues se aclaró su sonrisa y habló casi confidencialmente,
por encima de los demás: -¿Recuerdas aquella noche? ¿Recuerdas uno que en aquel
entonces iba con la comunidad: Hyrcanos ben Hillel? Entonces sonrió también
Benjamín. -¿Cómo no he de recordarlo? Aun tengo presente cada
palabra y cada sombra de aquella noche bendita. Zacarías prosiguió: -Yo soy hijo de su nieto. Todos
somos y seremos plateros, y donde haya un emperador o un rey que tenga joyas y
oro y que busque quien les dé forma y las avalúe, elige a uno de nuestra
familia. Hyrcanos ben Hillel cuidó en Roma del candelabro durante su
cautiverio, y todos los de su estirpe, dondequiera nos encontremos, esperamos
desde entonces la hora de verlo regresar a otro tesoro para ser guardado, pues
donde hay tesoros, estamos nosotros para apreciarlos y formarlos. Pero el padre de mi padre me dijo a mí, que después de
aquella noche en que fue destrozado tu brazo, Rabbi Eliéser, el puro y claro,
anunció refiriéndose a ti, lo que tu mismo ignorabas por niño: "Su acción
y su dolor deben tener un sentido. Si alguno rescatará el candelabro, será
él". Todos temblaban. Benjamin inclinó la cabeza,
conmovido, y dijo: Nadie ha sido más bondadoso conmigo que Rabbi Eliéser en
aquella noche, y me es santa su palabra. Perdonad la pusilanimidad de mi
corazón. Una vez, de niño, fui valiente también, sólo el tiempo y la vejez han
hecho de mí un tímido. Pero una vez más os ruego a todos: ¡No esperéis milagro
alguno de mí! Si deseáis que vaya hasta el que retiene al candelabro, lo
probaré, pues guay del que se niega al piadoso ensayo! Yo mismo carezco del
poder de la persuasión y de la oratoria, pero acaso Dios me dispone la palabra
adecuada. Había una inflexión decreciente en la voz de Benjamín,
y su cabeza se inclinó profundamente bajo la carga del llamamiento. Sólo lo
pidió muy bajito: -Perdonad que os deje ahora. Soy un hombre viejo y cansado
del día y del viaje. Permitid que me retire a descansar. Todos lo dejaron pasar respetuosos. Uno solo, su
acompañante, Joaquín el indomable, no consiguió retener la impaciencia y
preguntó mientras acostaba al anciano sobre el lecho preparado. -¿Pero qué le dirás mañana al emperador? El anciano no
levantó la mirada y sólo murmuró como hablando consigo mismo: -No lo sé, ni lo
quiero saber y pensar. No tengo valor. Todo tiene que venir de Él. Los judíos en Pera quedaron aquella noche, reunidos
largo tiempo aún. Ninguno consiguió dormir, incesantes hablaban y deliberaban,
con ojos ardientes, más que despiertos. Jamás se habían sentido tan cerca del
prodigio. ¿Y si en verdad terminase ahora la dispersión, la cruel miseria del
éxodo, el eterno ser perseguidos y pisoteados, el temor diario y nocturno de la
próxima hora, del día siguiente? ¿Y si en verdad ese anciano que acababa de
estar de cuerpo entero entre ellos, fuera el enviado, uno de los maestros como
en otros tiempo habían surgido del medio de este pueblo y que supieron guiar el
corazón de los reyes hacia la justicia? Dicha inimaginable, merced increíble,
poder reconducir los objetos sagrados, reconstruir el templo y vivir en su
sombra. Hablaron de ello como embriagados durante toda la larga noche confusa,
y su confianza fue más y más ardiente. Habían olvidado la advertencia del viejo de que no
debían esperar milagro alguno de él, pues como judíos no habían aprendido otra
cosa de sus libros que confiar en los prodigios de Dios, ¿y cómo habían de
vivir los expulsados y oprimidos por eterna persecución, sino gracias a esa
infinita espera de la redención?, y cuanto más se acortaba, tanto más larga les
parecía la noche hasta el próximo día y ya no lograron sujetar sus corazones;
miraron sin cesar el reloj de arena que para ellos corría demasiado lento y
perezoso. A cada momento iba uno hasta la ventana, y siempre de nuevo salía el
uno o el otro a la callejuela para mirar si no brillaba, al fin, la aurora en
el linde del mar obscurecido, y si no se encendía el día con su propio corazón
ardiente. Mucho trabajo
le costó al rabino refrenar a la colectividad que de ordinario le obedecía tan
voluntariosa. Pues todos querían ir a pasar ese día a Bizancio, acompañar a
Benjamín y esperar frente al palacio mientras él hablaría con el emperador, el
soberano del mundo, para estar más cercanos y participar más con el propio
cuerpo del milagro. Pero el superior les aconsejó severo que era peligroso
aparecer en un cortejo cerrado o en gran masa llamativa ante el palacio
imperial, pues el pueblo les era adverso, siempre y en todas partes les
resultaba peligroso a los judíos el causar sensación. Sólo por medio de serias
amenazas pudo obligarlos a permanecer reunidos en el oratorio de Pera y a
rezar, invisibles para los demás, al invisible, mientras Benjamín era llevado a
la presencia del gran monarca; y así oraron y ayunaron ese día entero. Rezaba
cada cual con tal fervor y fuerza como si las nostalgias de todos los judíos
del mundo estuviese encerrada en el pequeño corazón de cada uno, y su sentido
permaneció cerrado a todo otro pensamiento del mundo que no fuera éste; que
aquél logre obrar el prodigio y que se liberte al pueblo graciosamente de la
maldición del exilio. Era cerca del mediodía, la hora prescrita, cuando
Benjamín cruzó con el rabino de la colectividad la amplia plaza cuadrada rodeada
de columnas, delante del palacio de Agustina. Detrás de ellos llevaba Joaquín,
el fuerte y robusto, sobre los hombros, una pesada carga cubierta. Prontamente,
serenos y tranquilos, marcharon los dos ancianos, ataviados de sencilla
vestimenta oscura, hacia la puerta de bronce de la Chalké, que formaba la
entrada a la fastuosa sala del trono del emperador de Bizancio. Pero tuvieron
que esperar en el vestíbulo hasta mucho después de la hora fijada, pues era
costumbre deliberada de la corte bizantina hacer aguardar interminablemente a
los enviados postulantes a fin de que la espera les enseñe interiormente a
apreciar la extraordinaria gracia que significa poder ver el rostro del más
poderoso de la Tierra. Se dejó a los dos ancianos estar de pie indiferentemente
una, dos, tres horas, sobre el frío mármol, sin ofrecerles un taburete o una
silla. Pasaron delante de ellos en displicente actividad los cortesanos y
grasos eunucos, los guardias de la corte y servidores vestidos con ropas de
colores brillantes pero nadie se cuidaba de ellos, nadie les hablaba o miraba,
mientras desde las paredes los contemplaban, multicolores y fríos, los mosaicos
eternamente iguales y mientras sobre sus cabezas, la cúpula que descansaba
sobre columnas, mezclaba su oro exuberante cada vez más rojo con los rayos del
sol. Mas Benjamín y el superior de la comunidad esperaban pacientes y
tranquilos. Como ancianos, sabían aguardar. Había corrido demasiado tiempo
junto a ellos para que aun asignasen valor a una hora o dos. Sólo Joaquín, el
joven e inquieto, miraba curioso a todo el que iba y venía, y en su impaciencia
contaba y recontaba las piedras de los mosaicos para abreviar el tiempo
insoportablemente lento. Por fin, cuando el sol ya bajó del cenit, se les
acercó el praepositus sacri cubiculi, y les instruyó en las costumbres que la
ley escrita de la corte reclamaba inexorable de todos los que gozaban del
privilegio de pasar a la presencia del emperador. En cuanto se abría la puerta,
les enseñó, debían adelantar veinte pasos con la cabeza baja hasta el lugar
marcado por una veta blanca en el mármol, y de ahí no debían pasar a fin de que
su hálito no se mezclase con el del emperador. Y antes de que pudiesen
atreverse a levantar la mirada al Autócrata, debían prosternarse tres veces, separando
grandemente los brazos y las piernas, Sólo entonces les era permitido acercarse
a las gradas porfídicas del trono para besar la cola purpúrea, colgante del
atavío del Basileus. -No -protestó
Joaquín airado, mas en voz baja- sólo nos podemos prosternar ante Dios, mas no
ante hombre alguno Yo no lo haré. -¡Calla! -replicó severo Benjamín-, ¿Por qué no he de
besar la tierra? ¿No la creó el mismo Dios? Y aunque fuera un mal inclinarse
delante de un hombre, también nos es permitido hacer el mal por lo más sagrado. En ese instante se abrió la puerta marfilina de la
sala de audiencias. Salió una embajada caucásica que había venido para rendir
homenaje al emperador. La puerta se cerró sigilosa detrás de ella, pero los
extranjeros permanecieron aún confusos, con sus gorras de piel y su vestimenta
de terciopelo En sus rostros se reflejaba un gran desconcierto; a lo que
parecía, Justiniano les había insultado dura y soberbiamente porque sólo le
ofrecían alianza, en nombre de su pueblo en lugar de la total sumisión. Joaquín miró fijamente a los extraños y su rara
vestimenta, pero ya le ordenó el praepositus que cargase sobre su espalda el
fardo cubierto, y al mismo tiempo recordó a los demás, que le siguiesen en todo
con suma exactitud. Luego golpeó. despacio, con su bastón de oro la puerta
marfilina, produciendo un muy fino sonido vibrante. La puerta se abrió
silenciosa hacia adentro, y entonces penetraron los tres, a quienes se unía a
una señal del praepositus, un intérprete, a la espaciosa sala del trono del emperador
de Bizancio, el consistorion. Desde la puerta hasta el centro del enorme espacio
formaba una doble fila de soldados que habían de atravesar, una hilera inmóvil
vestida de rojo, cada soldado con la espada ceñida, en la cabeza un yelmo
dorado con gigantesca cola roja, en la mano una larga lanza y sobre los hombros
la tremenda azada de doble filo. Así como en una muralla las piedras están dispuestas
en línea plana, todas iguales, bien ensambladas, así permanecía tiesa esa
espaldera de hombres en inmóvil rectitud, y detrás de ellos quedaban,
igualmente pétreos, los jefes de los cohortes que mantenían impasibles sus
pendones. Lentamente atravesaron los tres y el intérprete esa inmóvil pared de
hombres sin aliento, de ojos fijos como sus cuerpos y de los que ninguno los
miraba; silenciosos adelantaron en medio del silencio hacia el fondo del
espacio, donde, a lo que parecía -pues aun no les era permitido levantar la
vista- los aguardaba el emperador. Pero el praepositus que se les adelantaba
con el bastón dorado en alto, se quedó ahora parado, y cuando entonces alzaron
la vista, según se les autorizaba, hacia el trono imperial, no había allá trono
ni emperador. Una cortina de seda tendida a todo ancho de la sala, atajaba su
vista. Los tres quedaron inactivos y miraron sorprendidos la
defensiva pared de color. En eso alzó el maestro de ceremonias de nuevo el
bastón. Y he aquí que, tirada por cordones invisibles, se abrió la cortina
crepitante y al fondo levantábase sobre gradas de pórfido, el trono sembrado de
piedras preciosas sobre el que estaba sentado el Basileus a la sombra de una
cúpula de oro. Estaba sentado tieso, más su propio retrato que él mismo, un
hombre grueso e impresionante, y su frente desaparecía bajo la brillante aura
de la corona que irradiaba como una aureola alrededor de su cabeza. Igualmente
entumecidos como imágenes, formaban en su torno un círculo ahondado los
guardias de túnicas blancas, yelmos dorados, con cadenas de oro al cuello, y
delante de ellos, por separado, vistiendo amplias vestiduras de seda púrpura,
los senadores y dignatarios. Parecía que a todos se les había apagado el
aliento, helado la miraba, y era visible el propósito de esa estudiada rigidez
de hacer entumecer de respeto el corazón de todo el que por primera vez llegase
hasta frente al rostro del señor del mundo. Y en efecto, el
rabino y Joaquín bajaron aterrados la vista como quien acaba de mirar
inesperadamente al fuerte sol. Sólo Benjamín, el viejísimo, miró claro e
imperturbable al emperador. Pues él solo había sobrevivido en su larga
existencia a diez emperadores y señores de Roma; sabía por lo mismo, que bajo
sus preciosas insignias y coronas, los emperadores eran hombres mortales que
comían y bebían, se ensuciaban, dormían con mujeres y fallecían como los demás. Su alma permaneció firme y no se estremeció. Levantó
sereno la vista para leer en la mirada del monarca a quien se le encomendara
dirigir un ruego. Entonces sintió la espalda urgentemente tocada por el
bastón de oro, y de inmediato recordó la costumbre requerida. Pese a lo difícil
que les resultó a sus miembros endebles, tiróse al frío mármol del piso,
apartando los brazos y las piernas; por tres veces acható la frente contra el
suelo, y su enmarañada barba insensible. Luego se levantó ayudado por Joaquín, su
acompañante, se adelantó con la nuca inclinada hasta las gradas y besó el borde
de la púrpura del emperador. El Basileus permaneció inmóvil. Su pupila estaba fija
como una piedra verde, y no se movían el párpado ni la ceja. Miró duramente por
encima del anciano, pues parecíale al emperador indiferente lo que sucedía a
sus pies y cuáles eran los gusanos que se arrastraban hasta el ribete de sus
trajes. A una señal del maestro de ceremonias se habían
retirado los tres y formaron una fila; sólo el intérprete estaba a un paso
delante de ellos como su boca viviente. De nuevo levantó el praepositus el bastón, Entonces
comenzó a hablar el intérprete. Que ese era un judío, dijo, venido a propósito en el
nombre de los demás, residentes en Roma, para presentar el emperador del mundo
el agradecimiento y la felicitación por haber vengado a Roma de los bandoleros
y por haber libertado el mar y la tierra de esos malvados piratas. Y como
habían sabido los judíos del mundo, el que pertenecía al emperador, que en su
sabiduría pensaba el Basileus elevar una casa en honor la sagrada sabiduría,
Hagia Sophia, una casa de Dios, que debía ser más esplendorosa y valiosa que
todas las demás que hasta entonces se habían visto sobre la tierra, se sentían,
a pesar de su pobreza, impelidos a contribuir con un óbolo a la santidad de la
obra. Que su ofrenda era exigua comparada con la magnificencia del emperador,
que era lo más grande y sagrado de cuanto poseían desde los tiempos remotos.
Cuando sus antepasados abandonaron Jerusalén, habían llevado consigo,
salvándola, una piedra del templo de Salomón. La traían ahora para que fuese
colocada en los basamentos, a fin de que hubiera en la casa de Justiniano una
parte y una bendición de la sagrada casa de Salomón. A una indicación del praepositus, aproximó Joaquín la
pesada piedra y la arrimó a los regalos que los enviados caucásicos habían
amontonado a la izquierda del trono, pieles, marfil indostánico y cachemires
bordados. Pero Justiniano no volvió su mirada al intérprete ni al obsequio. Vacuo
y tedioso miró por encima de todos al vacío, y su labio se movió entonces sólo
perezosamente y sonaba a disgustado y despreciativo: -Pregunta qué quieren El
intérprete explicó en dolorido lenguaje que entre la magnífica presa traída por
Belisario, se hallaba una pieza mísera, pero que le era singularmente cara a
ese pueblo. Pues el candelabro de siete brazos, que en otro tiempo
los paganos arrastraban por mar y tierra, había sido robado del templo de
Salomón, la casa de Dios de los judíos. Por eso, los judíos querían rogar e
implorar al emperador que les conceda ese candelabro de su botín, y que estaban
dispuestos a rescatar el valor de su oro por el doble y décuplo de su peso. No
habría casa ni choza en que todos los judíos del mundo no agradecieran a diario
en la oración al más bondadoso de todos los emperadores y no rogasen por la
duración de su imperio. El ojo de Basileus permaneció impasible. Malhumorado,
replicó: -No deseo oración de no-cristianos. Pero, pregúntales qué hay con esa
cosa y qué se proponen hacer con ella. El intérprete miró a Benjamín mientras le tradujo esas
palabras, y éste sintió un estremecimiento y un frío en sus miembros ante la
dura mirada del emperador. Sintió una resistencia y fue presa del pánico de,
quizás, no poderla vencer. Por eso alzó suplicante las manos: -¡Piensa, señor,
que es el único de los objetos sagrados que le ha quedado a nuestro pueblo!
¡Han devastado nuestra ciudad, derribado nuestras murallas, destruido nuestro
templo! Todo lo que amábamos, teníamos y reverenciábamos, ha desaparecido. Una
sola cosa, ese candelabro, ha durado a través del tiempo. Tiene mil años, más edad que todo lo que hay en la
tierra, y desde hace siglos viaja sin patria, y no tendrá tranquilidad nuestro
pueblo mientras él peregrine. ¡Señor, compadécete de nosotros! Este candelabro es el
último de nuestros bienes, ¡devuélvenoslo! Piensa que Dios te ha elevado desde
la profundidad a la altura y te ha hecho rico sobre todos, y aquél a quien El
dio, ése también ha de dar: así lo quiere Dios. Señor, ¿qué es para ti eso solo, qué significa el
candelabro peregrino? ¡Señor, hazlo descansar y procúrale la paz ! El
intérprete tradujo esas palabras con embellecimiento cortesano. El emperador
escuchó indiferente. pero apenas oyó lo que Benjamín dijera de la profundidad
de que Dios lo había elevado, se ensombreció su semblante, pues Justiniano no
gustaba que se recordase que él, el divino, había nacido como hijo de pequeños
labradores en una aldea de Tracia. Frunció el entrecejo y ya se tendió el labio negativo. Pero con el avío del temor que ya había notado
Benjamín que la palabra rehusadora se formaba en el labio del emperador, y muy
adentro de su corazón oyó ya el tremendo, el irrevocable no. Y ese temor lo
animó, Le impelió como un puño interior y, olvidando la orden que prohibía
traspasar la veta blanca de mármol, se acercó -todos se estremecieronhasta muy
junto al trono, y sin que lo sintiera, se levantó su mano conjurando hacia el
emperador: -¡Señor, está en juego tu imperio, tu ciudad! ¡No te envanezcas y no
trates de retener lo que hasta ahora ninguno ha logrado conservar! También eran
grandes Babilonia, Roma y Cartago y, sin embargo, han caído los templos que
guardaban el candelabro y se han desplomado los muros que lo encerraban. El,
sólo él permanecía intacto, y lo demás se convirtió en ruinas. El que trata de
retenerlo, a ése le destroza el brazo, y aquél que lo arroja al desasosiego,
será presa él mismo, de disensión. ¡Guay del que retiene lo que no le
pertenece! Pues no habrá paz ante Dios antes de que no vuelva a su santo lugar
lo que es consagrado. Señor, te prevengo: ¡Devuelve el candelabro! Todos
quedaron atónitos. Nadie había comprendido las agitadas palabras. Los dignatarios sólo habían observado con asombro que
alguien se atrevía a lo que hasta entonces nadie había osado: acercarse en su
excitación a la más próxima vecindad del emperador y arrancar al más poderoso
de la tierra la palabra de la boca. Espantados miraron todos al viejísimo que
estaba allá sacudido por el exceso de su dolor, con lágrimas en la barba y con
ojos relampagueantes de ira. Muy detrás suyo se agazapó, luego de haberse retirado,
el rabino; habíase apartado el intérprete, y seguía completamente solo y
próximo, frente a frente, Benjamín ante el Basileus. Justiniano había despertado de su rigidez. Midió con
mirada insegura al anciano ebrio de ira, y con otra impaciente, luego, al
intérprete para que le tradujese las palabras. El intérprete lo hizo con
prudente atenuación. Pidió al emperador que en su bondad perdonase al anciano
lo indebido, ya que sólo lo confundía su preocupación por el bien del imperio. Quería avisar lealmente al emperador de que Dios había
depositado una terrible maldición sobre aquel objeto. Traía desgracia a quienes lo guardaban, y cada
ciudadano que lo albergaba, sucumbía ante el enemigo. Consideraba el viejo, por
lo mismo, de su deber avisar al emperador e invitarlo a que deshiciera la
maldición de ese objeto, restituyéndolo al lugar de su origen, a Jerusalén. Justiniano escuchaba con la frente tensa: Llenábale de
indignación la temeridad de ese viejo judío descomedido que levantaba la voz y
el puño en su presencia. Pero al mismo tiempo despertó en él una inquietud.
Pues como descendiente de campesinos, era supersticioso, y como todo hijo de la
suerte temía mucho todo embrujo y presagio. Calló un rato y reflexionó. Luego
mandó secamente: -¡Sea! ¡Apártese esa cosa del botín y condúzcasela a
Jerusalén! El anciano se estremeció al traducirle el intérprete esas palabras.
La venturosa nueva cayó sobre él como un relámpago e iluminó su corazón. Ahora
todo quedaba cumplido. Había vivido para ese instante. Para ese momento lo
había conservado Dios. Sin saberlo, sin sentirlo, levantó una mano, la sana,
como si quisiera alzar su agradecimiento hasta Dios. Pero Justiniano observó penetrantemente cómo se
iluminaba de alegría el rostro del anciano. Le sobrevino un deseo perverso. No
iría ese judío atrevido a vanagloriarse delante de su pueblo: "Yo
determiné y vencí al emperador". Sonrió maligna y brevemente: -No te alegres
antes de tiempo. Pues ese candelabro no pertenecerá a vosotros, los judíos, ni
servirá a vuestro culto equivocado. Y dirigiéndose a Eufemio, el obispo, que se hallaba a
su diestra: -Cuando, al renovarse la luna, emprendas el viaje para bendecir la
nueva iglesia en Jerusalén que donara Teodora, llévate ese candelabro. Pero no
debe brillar sobre el altar, sino permanecer sin luces debajo del altar para
que cualquiera vea bien a las claras cómo nuestra creencia está por encima de
la de ellos y la verdad encima del error. Que se le conserve en la iglesia
verdadera y no entre aquellos a quienes ha llegado Cristo y que no lo
reconocieron. El anciano se espantó. No había comprendido las
palabras extrañas. Pero sentía la sonrisa perversa alrededor de la boca del emperador,
y notó que ordenaba algo que le era hostil. Quiso tirarse otra vez al suelo,
suplicante, para que cambiase de opinión. Pero ya Justiniano había mirado al
praepositus. Este levantó el bastón y cerráronse rumorosas cortinas:
desaparecieron el emperador y el trono, y quedó terminada la audiencia. Aturdido se hallaba el viejo ante la pared cerrada.
Entonces le tocó el maestro de ceremonias desde atrás el hombro, en señal de
que debía alejarse. Apoyado en Joaquín, se retiró el anciano, de pie inseguro,
con la mirada ensombrecida. Sintió que por
segunda vez le rechazaba Dios cuando lo sagrado se hallaba ya casi en sus
manos. De nuevo había dejado escapar el momento. Y otra vez pertenecía el
candelabro a los dueños de la fuerza. A los pocos pasos de haber salido del palacio
imperial, empezó Benjamín, el de nuevo amargamente probado, a vacilar de
repente. El superior y Joaquín tuvieron que sostener al tambaleante anciano con
toda su fuerza. Lo llevaron a una casa próxima y lo acostaron. Estaba apagado el color de su faz, con los ojos
cerrados estaba tendido el viejo y ya creían que la muerte lo abrazaba, pues
sus manos exangües colgaban inertes, y cuando el rabino palpaba temeroso el
corazón, sólo latía a largos intervalos y débilmente. El anciano permaneció
horas y horas completamente insensible, como si con aquel llamado vano al
emperador hubiera salido de su cuerpo el resto de sus fuerzas; mas de repente
-ya caían las sombras de la tarde- se enderezó ante igual asombro de ambos, y
los miró fijamente con extraña mirada, como quien vuelve del más allá. Pero
luego, reconociéndolos, ordenó ante su renovada sorpresa, con arrebatada
precipitación, que lo llevasen inmediatamente al oratorio de Pera, porque
deseaba despedirse de la comunidad. En vano le aconsejaron los dos que
descansase más y cuidase de su cuerpo: el anciano insistió tercamente en su
mandato y hubieron de complacerle. Lo llevaron en andas hasta un bote, y en el bote hasta
Pera. Se dejó llevar como dormido, la mirada vacía y la boca cerrada. En tanto, los judíos de Pera, hacía tiempo ya que se
enteraron de la sentencia y orden del emperador. Pero había sido demasiado
grande ante su seguridad del milagro como para que pudiesen regocijarse del
autorizado retorno del candelabro. Era mucho demasiado pequeño ese solo cumplimiento,
para la fatal demasía de su esperanza. ¿Pues no había de encerrar nuevamente un
templo extraño a la Menorah, y ellos mismos, no debían seguir errando y
pereciendo en el destierro y el extranjero? No, no era el candelabro por el que
se preocupaban, sino por su propio destino. Estaban sentados como vencidos,
abatidos y llenos de oculto encono. Oh, siempre engañaba la promesa; desatinado
el que la creía, y los milagros gloriosamente registrados en la Sagrada
Escritura y bellos en el cielo de la lontananza, sólo irradiaban desde los días
cercanos de Dios como nubes de fuego, pero nunca volvieron a bajarse hasta su
vida diaria. Dios se olvidaba de su pueblo, dejó a los que otrora eligiera,
indiferentemente, solos en su aflicción y angustia. No despertó más profetas
que hablaban en su nombre; era insensato, pues, creer en signos inseguros y
esperar milagros y cambios. Los judíos en el oratorio de Pera no oraban más, no
seguían ayunando. Permanecían indolentes en los rincones y masticaban con
labios amargados panes con cebolla. Y ahora, que la espera del milagro no
iluminaba más sus miradas y no resplandecía más en sus frentes, volvieron a ser
los pequeños, míseros hombres, que habían sido antes, judíos pobres y
oprimidos, y sus pensamientos que acababan de erguirse grandes y potentes hacia
Dios, eran de nuevo estrechos y menudos como su vida diaria. Rezongaban y
calculaban y se quejaban unos a otros, porque habían hecho el largo y costoso
viaje. Y les pesaban los vestidos buenos que habían gastado en el camino. Los
negocios que habían dejado escapar y el tiempo que habían perdido. Temían de
antemano regresar a la burla de los incrédulos y la discordia y disputa de las
mujeres que les aguardaban. Y como el corazón del hombre siempre se torna más
furioso contra aquél que primero lo animara y luego lo rechaza, desengañado, a
la propia estrechez, acumularon todos su oscuro rencor contra los hermanos
romanos y contra Benjamín, su falso mensajero; en verdad no era sino un
amargamente probado a quien Dios no amaba, y emanaba de él amargura. Cuando
Marnefesh -era ya casi de noche- llegó por fin al oratorio, demostráronle
claramente su sentimiento indignado. No se levantaron, como antes, respetuosos,
a su llegada, ni le saludaron; apartaron ex profeso su mirada: ¡Qué les
importaba el viejo judío de Roma! Era tan impotente como todos ellos, y Dios se
fijaba tan poco en él como en su propio sino agobiado. Benjamín advirtió de inmediato lo irritante de ese
silencio, sintió la cenagosa inquina sorda de los que callaban apartando la
vista. Vio, afligido, cómo las miradas le huían bajo las frentes oblicuas, y la
desilusión de los demás le afectó como una culpa propia. Rogó al superior que
advirtiese a los demás que tenía aún una palabra que decir a la comunidad, y el
superior hizo según su voluntad. Contrariados y a disgusto, alzábanse las cabezas
masticantes. ¿Qué podía decirles todavía el extraño, el de la falsa promesa? Y,
sin embargo, apoderóse de ellos la compasión, cuando vieron al archiviejo que,
apoyado en el bastón, se levantó fatigoso de su asiento; no se enderezó del
todo, sino que se quedó inclinado, como encorvado, el de más edad entre todos
ante su enmudecer. Esfuerzo costóle hablar: -He venido otra vez, hermanos, para
despedirme de vosotros. Y también para humillarme delante vuestro, pues a pesar
mío cargué un peso sobre vuestras almas. Bien sabéis que fui a disgusto al
emperador, pero, ¿cómo me lo reclamasteis? Cuando niño aún, me llevaron los
viejos de ese modo a su peregrinación, arrancaron del sueño al que no sabía y
no quería, y siempre decían y presagiaban que era el sentido de mi vida
rescatar el candelabro. Creedme, hermanos, es terrible ser uno a quien Dios
llama siempre y no escucha nunca, a quien atrae con signos que jamás cumple.
Sería mejor que tal ser permanezca siempre en la penumbra y que nadie lo vea ni
oiga. Por eso os ruego: ¡Perdonádme y olvidadme y no preguntéis por mí! No
nombréis más al que era el equivocado. Y esperad con gran paciencia hasta que
por fin surja el que en verdad libertará al pueblo y al candelabro. Tres veces inclinóse el anciano ante la comunidad como
un culpable que reconoce su falta. Tres veces golpeó el pecho con su débil mano
izquierda -la otra, la destrozada, colgaba inanimada y vacía- luego se enderezó
y atravesó el espacio hasta la puerta, Nadie se movía, nadie le contestó. Sólo
Joaquín recordando su deber de apoyar al anciano, corrió tras suyo hasta el
umbral. Pero Benjamín lo apartó perentoriamente: -Regresa a Roma y si preguntan
por mi, diles que Benjamín Marnefesh no está más y que no ha sido el señalado.
Que olviden mi nombre y no recen ninguna plegaria de mi recordación. Quiero
estar muerto por encima de mi muerte y perdido de la memoria de los hombres.
Pero tú, ¡vete en paz, y no te preocupes más por mí! Obediente se quedó Joaquín
en el umbral. Lo miró intranquilo y se sorprendió de que el anciano,
penosamente apoyado en su bastón, marchase torpe por la extraña calleja angosta
en dirección al camino que ascendía a las colinas. Pero no se atrevió a seguirle,
y, por eso; sólo miraba fijamente hasta que la encorvada figura se perdía del
todo en la sombra. Aquella noche, a los ochenta y ocho años de edad,
disputaba Benjamín, que siempre había sido tranquilo y resignado, por primera
vez con Dios. Con el corazón apretado había atravesado las estrechas
callejuelas angulosas de Pera, sin saber él mismo adónde se dirigía. Solo deseaba huir con su vergüenza ardiente por haber
despertado en el pueblo esperanzas excesivas. Quería esconderse en un perdido
rincón cualquiera, donde nadie le conociese y donde pudiera morir como un
animal en agonía. "No era mi culpa" se repetía de continuo
murmurando, "¿por qué me cargaron a mí la expectación del milagro? ¿Por
qué me buscaban, por qué me tentaron?" Pero no le calmó su propio
consuelo, y el temor de que alguien pudiese seguirle, le arrojaba más y más
lejos. Hacía rato ya que se cansaban sus pies y temblaban sus rodillas
enclenques. El sudor surcaba la frente arrugada y le corría salado y amargo por
los labios y la barba. El corazón atormentado martillaba violentamente el pecho
dolorido, pero como un perseguido trepaba el viejo, apoyado en su bastón, el
camino escarpado que conducía del enjambre de casas hasta las colinas y el
campo abierto. ¡Con sólo no ver más hombres y no ser visto por nadie!
¡Estar lejos de casas y hogares, perdido para siempre, olvidado, y libre, por
fin, de la eterna ilusión de la salvación! Así llegó el anciano tambaleante -se
arrastraba como un beodo- por fin a la altura, el paisaje quebrado sobre la
ciudad y allá, en el vacío, apoyado en un pino que daba sombra y que (él lo
ignoraba), hacía guardia a una tumba, se detuvo con el corazón que se paraba, y
respiró. La noche meridional brillaba límpida, claro tendíase el mar de plata
escamada, un pez enorme y retorcido como una víbora parecía el cercano arco del
"Cuerno de Oro". Del otro lado de la bahía dormía Bizancio en la
blanca luz de la luna, con sus cúpulas y torres resplandecientes. Sólo de tarde en tarde refulgía una luz en el puerto,
pues había pasado mucho ya la medianoche y no quedaba despierto ya sonido
alguno del trajinar terreno. Pero arriba pasaba el viento con ligero sonido por los
viñedos, y cada vez se desprendían hojas mustias de las vides cosechadas y
revoloteaban despacio y silenciosas hasta caer al suelo. Cerca de allí debía
haber, en alguna parte, lagares o depósitos, pues cuando cesaba el viento,
sentíase un olor harto y agrillo, olor de fugacidad; y con las ventanas de la
nariz temblorosas aspiraba el anciano, cansado, el húmedo vaho pútrido: ¡Oh,
hacerse él mismo polvo, oh, caer él mismo como esas hojas revoloteantes, irse y
perecer! ¡Oh, no tener que volver, no tener que estar de nuevo en tensión y
martirizarse, quedar finalmente libre de la propia carga! Y cuando entonces el
silencio lo agobió poderosamente y tuvo la certeza de su soledad, vencióle un
indómito anhelo de tranquilidad eterna, y en medio del silencio elevó su voz a
Dios, mitad acusando, mitad orando: "¡Señor, quiero morir! ¿Para qué sigo
viendo, inútil para mí mismo y burla y carga para los demás? ¿Por qué me
conservas sabiendo que no lo deseo más? He engendrado hijos, siete, varoniles y
sedientos de vida cada uno y, sin embargo, eché yo, el padre, tierra sobre sus
siete sepulcros. Me habías dado un nieto, juvenil y claro, ignorante aún del
goce de las mujeres y de la dulzura de la vida, pero los herejes lo golpearon
duramente; no quiso morir, no, morir no: durante cuatro días luchó herido
contra la muerte, y no obstante, tú lo tomaste a ese que quería vivir, y a mí,
que me estremezco del goce y del deseo de morir, a mí me rechazas. ¡Señor! ¿Qué quieres de mí que no quiere y que se
defiende? Niño aún, ya me arrancaron, y yo seguí obediente, mas he
desilusionado a los que creían en mí y los signos eran traición. ¡Señor, haz que termine! Me desanimé, échame, pues. He
vivido ochenta y ocho años, ochenta y ocho años he esperado en vano que hubiera
un sentido en mi duración, y que surgiera una acción de mi fidelidad hacia Ti.
¡Pero ahora estoy cansado, Señor, no quiero, no puedo más! ¡Señor, haz un
final! Señor, déjame morir!" En alta voz rogaba y rezaba el viejo,
anhelante elevó la mirada hacia el cielo que brillaba apasionado con sus
estrellas y resplandecía con la luz desparramada por las mismas. Así permanecía
y esperaba el anciano si Dios le replicaba por primera vez. Esperaba paciente y poco a poco se le caía la mano que
había alzado recientemente, y cayó sobre él un cansancio, un cansancio
infinito. De pronto sintió un azul aturdimiento en las sienes y al mismo tiempo
un dolor y una inseguridad en el pie y en la rodilla; sin que lo quisiera o
supiera, cayó en dulce desmayo y se dejó caer pesado y liviano al mismo tiempo,
como si se hubiera desangrado. Pero percibió esa debilidad como un goce.
"Esa es la muerte", pensó agradecido, "Dios me escuchó", y
devoto y tranquilo posó la cabeza sobre la tierra que otoñalmente olía a cosa
perecedera. "Debía haberme puesto la chamarreta mortuoria", recordó
aún vagamente, pero ya estaba demasiado cansado, y sólo se envolvió más
estrechamente, inconsciente, en su manto. Luego cerró los ojos y esperó con
confianza a la muerte solicitada. Pero no llegó hasta Benjamín, el amargamente probado,
la muerte en aquella noche. Sólo abrazó suave y estrechamente un sueño el cuerpo
cansado Y le llenó la mirada interior con imágenes y visiones. Este era el sueño que soñó Benjamín en aquella noche
de su última prueba: Volvió a caminar a tientas y fugitivo en ese sueño por las
estrechas, sordas, obscurecidas callejuelas de Pera; su oscuridad era más profunda
aún que antes, y era negro y cubierto el cielo sobre las alturas y las cimas. Y
hasta en el sueño volvió a estremecerse, y su corazón golpeaba fuertemente
contra el pecho cuando oía pasos tras de sí, y otra vez era presa del temor,
como antes, de que alguno pudiera seguirle, y nuevamente huía. Pero quedaban
los pasos, delante suyo, detrás y ahora también en todas partes del pesado,
vacío y negro campo. No podía ver quiénes eran los que caminaban a su derecha e
izquierda, delante y detrás suyo, pero debían de ser muchos, un tropel de
gente, un gran tropel caminando; distinguía los pesados pasos de hombres y los
más livianos con tintineo de presillas de las mujeres, y el pie casi alado de
los niños. Debía de ser un pueblo entero el que cruzaba la metálica noche sin
luna, y un pueblo triste, abatido. Pues continuamente salían su sus filas invisibles,
sordos quejidos, murmullos y gritos, y él sintió que de buen seguro ya
caminaban así desde tiempos inmemoriales, cansados desde hacía mucho ya de la
obligada peregrinación y de la ignorancia de la meta. "¿Quién es este
pueblo perdido?", oyóse preguntar a sí mismo. "¿Por qué está cubierto el cielo para él,
precisamente para él? ¿Por qué se le niega a él, a él solo, un descanso?"
Pero no sospechó en su sueño quiénes eran esos caminantes y, no obstante, se
adueño fraternalmente de él la compasión; más que la sonora queja afligíanle
las lágrimas, el anhelo y los gemidos en el espacio invisible. E inconsciente,
murmuró: "No se puede ir eternamente así, siempre en la penumbra y
desconociendo el camino. Ningún pueblo puede vivir así, sin hogar y meta,
caminando y sin patria y rodeado eternamente de peligros. Habría que encenderle una luz, señalarle un camino, de
lo contrario se amilanaría y se apagaría ese pueblo atosigado y perdido. Alguno
habría de conducirlo y llevarlo e iluminar su camino. Habría que encontrar una
luz, una luz es lo que necesita". Le ardían los ojos de dolor, tal era la compasión que
sintió por ese pueblo perdido que atravesaba la silenciosa noche acechadora.
quejándose en voz baja, y desalentado ya. Pero cuando midió desesperado la
lejanía, parecía que en el extremo borde de lo que alcanzaba su vista brillaba
ya una débil claridad, una pequeña, una mínima señal de luz, una chispita o dos
nada más, inseguras como fuegos fatuos en la oscuridad. "Hay que
seguirle", murmuró, "aunque sea un fuego fatuo. Quizás en el fuego
pequeño pueda encenderse otro grande. Hay que ir a buscarla, la luz". Y en
el sueño olvidó Benjamín que sus miembros eran viejos y decrépitos. Como un
niño, ágil y alado, corrió con pie ligero para agarrar la luz. Se abrió camino,
violentamente, entre la masa descontenta y sombría del pueblo que se apartó de
él maliciosamente desconfiada. "Pero mirad la luz, la luz, allá
lejos", les gritó consolador. Mas, con la frente inclinada y con el alma
acongojada seguían, roncos y romos, los oprimidos; no la vieron, la luz lejana;
quizás sus ojos ya estaban ciegos de lágrimas y sus corazones tullidos de la
miseria demasiado corriente. Pero él notó clara y cada vez más clara la luz,
siete chispas pequeñas. que estaban suspendidas en el aire una al lado de la
otra, y ahora que corría y llegaba más cerca y cerca (ya retumbaba su corazón)
reconoció que debía ser un candelabro, de siete brazos, que alimentaba y
sostenía esas llamitas. Pero este candelabro -aun no lo vio- tampoco permanecía
quieto, él también caminaba como aquellos que atravesaban la oscuridad.
Misteriosamente perseguidos e impedidos por un mal viento y por eso no
brillaban las llamas voladeras, quietas y derechas, por eso no iluminaron, sino
que ondeaban inseguras y pequeñas, "Hay que agarrarlo. hay que hacerlo
estarse quieto al candelabro", pensó en sueños, mientras su propia imagen
soñada corría y corría, "pues cuán claramente brillaría si estuviera en
paz y reposo. ¡Cómo florecería y obraría este pueblo probado, si tuviera una
patria y descanso!" Corrió a ciegas, y era como un vuelo: cada vez se
acercaba más al candelabro, ya vio el tallo dorado y los brazos levantados y en
los siete capiteles de oro las siete llamas, cada una abatida por el viento que
elevaba a ese candelabro impetuosamente por tierras y montes y mares.
"¡Quédate!", gemía tras suyo. "El pueblo perece, necesita del
consuelo de la luz. No puede ambular eternamente en las tinieblas". Pero
el candelabro seguía perdiéndose más y más, y sus llamas fugitivas pestañeaban
maliciosas y taimadas. Entonces el que corría fue presa de ira; reunió sus
últimas fuerzas, su corazón golpeó como un martillo y con un salto alcanzó al
fugitivo para agarrarlo con el puño. Ya sintió su mano fuertemente el frío
metal, ya agarró, ya tenía el tronco pesado -cuando cayó potente un trueno y
crujió dolorosamente el brazo deshecho. Y en el propio grito oyó millares de
veces la queja vibrante del pueblo: "¡Perdido! ¡Perdido para
siempre!" Pero he aquí que se apaciguó la tempestad y grande y recto
flotaba de repente el candelabro y se detuvo en su vuelo. Quedó suspendido en
el aire tan quieto y derecho como sobre un fundamento férreo. Sus siete llamas,
abatidas hasta ahora por la fuga trémula del viento, se desplegaron doradas y
empezaron a iluminar y a brillar. Alumbraron cada vez con más fuerza;
paulatinamente aclaraba su brillo dorado a la profundidad. Y cuando el caído
levantó la mirada confuso hacia aquellos que caminaban tras suyo en la
oscuridad, ya no era noche en el mundo sin caminos y no estaba más el pueblo
peregrino. Fértil y pacífico se extendía un país meridional, abrazado al mar,
sombreado por montañas, y palmas y cedros se mezclan en una suave brisa, y
florecía el vino y se doraban las mieses. Pacían corderos y en ágil pie corría el corzo.
Pacíficamente trabajaban los hombres en tierra patria, subían las aguas de las
fuentes y conducían el arado, ordeñaban y rastrillaban y sembraban y rodeaban
su casa con yedra y flores de todo color. Caminaban niños y cantaban y desde
donde estaban los rebaños oíanse el caramillo de los pastores, y de noche
brillaban sobre las casas dormidas las estrellas de la paz: "¿Qué país es
éste?" se preguntó sorprendido el soñador en su sueño. "Y es este
pueblo el mismo que antes caminaba en las tinieblas? ¿Encontró, por fin, reposo
y llegó, por último, a su país?" Pero de nuevo alzóse el candelabro más y
más alto, y su brillo iluminaba ahora como un sol los márgenes del cielo sobre
el país de descanso. Unas montañas descubrían iluminadas su cima y en una de
las colinas brillaba blanca con poderosas torres una ciudad, y sobre las torres
surgía impresionante una gigantesca casa de piedra acantonada. Temblaba el
corazón del dormido. "Esto ha de ser Jerusalén y el templo",
respiró agitadamente Pero entonces el candelabro ya flotaba más lejos hacia la
ciudad y el templo. Las murallas lo dejaron penetrar como aguas que se apartan
y ahora, que se cernía en el santísimo, resplandecía el edificio del templo
como una jícara de alabastro: "Regresó", tembló el dormido en su
sueño. "Alguno hizo lo que yo siempre anhelaba, alguien libertó el
candelabro errabundo. Tengo que verlo con mis propios ojos, yo, el testigo. Una
vez más quiero ver a la Menorah descansando en el sagrado hogar divino". Y
he aquí que su deseo lo transportaba como una nube, se abrieron las puertas y
él penetró al santísimo para contemplar al candelabro. Pero la luz era
insoportablemente fuerte. Las siete llamas del candelabro echaban una lumbre
blanca y su luz ardía tan dolorosamente en sus ojos que lanzó un grito en su
sueño. Se despertó. Benjamín había despertado de su sueño, pero aún seguía
ardiendo dolorosamente en su ojo. Tuvo que bajar rápidamente los párpados para protegerse
contra el candente choque de la luz, y aun entonces seguía la sangre agitándose
purpúrea y brillante bajo los mismos. Sólo cuando levantó la mano para hacer sombra,
reconoció que era el sol que le iluminaba tan dolorosamente el rostro y que se
había quedado dormido, en el lugar en que creía morir, desde el término de la
noche hasta la aurora; sólo entonces le alcanzaba y le despertaba la luz a
través del ramaje del árbol. Confuso pasaba Benjamín, alzándose fatigosamente
agarrado al tronco, la vista a la profundidad. Y he aquí, tendido el mar
infinito en su amplio azul tal como él lo había visto por primera vez siendo
niño, y refulgente en mármol y piedra, Bizancio. El mundo le iluminaba con el
color y el brillo de una mañana meridional ¡No, Dios no quiso que muriera!.
Respetuoso se prosternó el anciano e inclinó la frente en la oración. Cuando Benjamín hubo terminado su plegaria al que
concede la vida y la mide de acuerdo a su voluntad y decisión, se sintió tocado
delicadamente desde atrás. Era Zacarías el que estaba detrás suyo quien
-Benjamín lo sospechó en seguida-, vigilaba desde hacía tiempo ya su sueño. Y
antes de que el anciano pudiera dominar su sorpresa -pues, ¿cómo sabía aquél su
camino y cómo encontró el lugar de su reposo?- cuchicheó Zacarías: -Desde la
primera hora del día te buscaba. Y cuando en Pera me dijeron que habías
caminado colinas arriba, durante la noche, no daba tregua hasta encontrarte. Los demás se preocuparon grandemente por ti. Pero yo
no me inquietaba. Pues sé que Dios aun te desea. Mas, ahora ven a mi
casa. Tengo un mensaje para ti. -¿Qué mensaje? -iba a preguntar Benjamín. Yo "no
quiero más mensajes", quería decir tercamente. "demasiadas veces me
ha probado Dios". Pero aun ondeaban en sus adentros la comprobación del
sueño y la luz que tan bienaventuradamente brillaba en aquel país de paz, y
creyó reconocer en la mirada sonriente del amigo un suave reflejo de la misma.
No se negó, pues, y bajaron los dos. Atravesaban la bahía en un bote y llegaron
al cuadrado enmurado del palacio. Los guardianes estaban severos ante las puertas del
distrito imperial, pero, ante el renovado asombro de Benjamín, dejaron pasar
libremente a Zacarías. "Mi taller", explicó, "está contiguo al
tesoro en el que trabajo en secreto y a salvo de todo peligro para el
emperador. Entra y que sea bendita tu venida. No temas a los demás: Estamos y
nos quedamos solos". Arrastrando los pies atravesaban los dos hombres el
taller en cuya incierta penumbra relucían objetos artísticamente labrados. En
un lugar oculto abrió el platero una pequeña puerta que conducía por unos
peldaños hasta una pieza situada más atrás y en la que se dividían su vivienda
y el lugar de su propio trabajo. Los postigos estaban cerrados y enrejados, las
paredes desaparecían en la oscuridad completa, sólo en la mesa proyectaba la
lámpara de trabajo con su pantalla un pequeño círculo dorado de luz
economizada. -¡Siéntate, querido! dijo Zacarías a su huésped-,
debes de tener hambre y sueño. Desocupó la mesa, trajo pan y vino y unos platos argentinos
bellamente labrados en los que depositaba frutas, dátiles, nueces y almendras.
Luego levantó un poco la pantalla de la lámpara. Se amplió el círculo de luz,
inundó la mesa entera e iluminó las sarmentosas manos de Benjamín que estaban
plegadas, como agotadas. -¡Come! -le recomendó Zacarías; suave familiar parecía
a Benjamín, el amargamente probado, esa extraña voz que le llegaba como un
dulce viento de un lejano país. Se sirvió gustoso la fruta, rompió despacio el
pan y con pequeños y silenciosos sorbos bebió el vino que resplandecía purpúreo
en la luz. Estimaba el que se le dejara esperar en silencio y recogerse. Le
gustaba que inmediatamente encima del circulo iluminado comenzase la oscuridad.
Erale caro este hombre extraño y familiar como de los días de su niñez. A veces
miraba tímida y contenidamente al que sentía frente suyo en las tinieblas con
el liviano gesto de la preocupación delicada. Zacarías sacó entonces del todo la pantalla de la
lámpara como si hubiera sentido ese deseo de proximidad confidencial. La luz,
hasta entonces oprimida sobre la mesa, se difundió claramente en el espacio
entero. Por primera vez vio Benjamín de cerca al amigo que hasta entonces sólo
conocía fugazmente, un cansado rostro delicado y enfermizo en que estaban grabadas
innumerables arrugas como con un buril fino, un rostro de pena secreta y de una
paciencia que obra en silencio. Y cuando aquél levantó la vista y miró
francamente a los ojos que le contemplaban, comenzó a manar de sus pupilas un
cálido resplandor: Zacarías le sonreía. Esa sonrisa animó al anciano: -Cuán distinto eres
conmigo de los demás. Todos se enojaron porque no realicé un milagro a pesar de
que les había conjurado que no esperasen prodigios. Sólo tú, que me abriste el camino al emperador, tú
sólo no estás enojado. Y, sin embargo, ellos tienen razón cuando ahora se mofan
de mí. ¿Por qué desperté esperanza, para qué vine? ¿Para qué vivo todavía si
sólo es para ver cómo el candelabro viaja de nuevo y sigue huyéndonos? Pero
Zacarías continuaba sonriéndole, y de esta fuerte y suave sonrisa emanaba
consuelo: -¡No te subleves! Quizás era demasiado temprano y nuestro camino
equivocado. Pues, ¿a qué nos ha de servir el candelabro mientras
el templo yace en ruinas y el pueblo peregrina en el exilio? Quizás quiere Dios
que el destino del candelabro continúe siendo un secreto y no se manifieste al
pueblo. Benjamín sintió el consuelo. Las palabras caldeaban su
corazón. Inclinó la cabeza y dijo como a sí mismo: -Perdona mi desaliento, pero
mi vida se ha estrechado y está demasiado cerca ya de la muerte. He subsistido
ochenta y ocho años; a esa edad el corazón ya no quiere esperar. Desde que quise salvar el candelabro, siendo un niño,
sólo vivía con un objeto: su retorno y liberación, y de año en año esperaba
fiel y pacientemente. Llegué a anciano: y ¿cómo pudiera seguir esperando y
confiando? -No tienes que esperar más. Pronto todo estará cumplido. Benjamín lo miró sorprendido. El corazón golpeó
vehemente esperanza. Zacarías le sonrió más fuerte: -¿No adviertes que fui a
llevarte un mensaje? -¿Qué mensaje? -El que esperas. Benjamín se estremeció. De pronto temblaron, como un
follaje trémulo en el viento, sus manos que recién aún descansaban fatigadas
sobre la mesa. -Tú crees... quieres decir, que podré volver al emperador
para... -No- eso no. Jamás retira lo que ha dicho. No nos
devolverá la Menorah. -¿A qué entonces mi permanencia, mi vida? ¿Para qué he
de esperar aquí y lamentarme, una carga para los demás, y se aleja el sagrado
símbolo y lo perdernos para siempre? Pero Zacarías sonrió todavía, y su sonrisa
iluminó más y más fuerte su ojo y su boca: -El candelabro aún no se ha ido de
nuestro lado. -¿Cómo lo sabes? ¿Cómo puedes afirmar eso? -Lo sé. Ten
confianza en mí. -¿Lo viste ? -Lo vi. Hace dos horas, nada más, aún
permanecía encerrado en el tesoro. -¿Pero ahora? ¿Se lo han llevado? -Aun no. Aun no. -Mas ahora, ¿dónde está? Zacarías no contestó de
inmediato. Dos veces temblaban ya, separados, los labios, pero no se abrió
camino la palabra. Finalmente se inclinó más sobre la mesa y exhaló, tal como
se susurra un secreto: -Aquí. Junto a mí. Junto a nosotros. Benjamín se movió convulsivamente, como si alguien
hubiera golpeado su corazón: -¿Junto a ti? -En mi casa. -¿Aquí, en tu casa? -En esta casa. En esta pieza. Por
eso te busqué. Benjamín vibraba. Había algo en la quietud de ese
hombre que le aturdía. Sin que lo supiera, se habían juntado sus manos, y
apenas perceptible susurró: -¿Aquí? ¿Cómo es posible eso? -Por muy extraño que
te parezca, no es milagro alguno. Desde hace treinta años trabajo en este
palacio como orfebre, y el tesoro no encierra pieza alguna que no hubieran
traído primero a mi taller para que lo pese y aquilate. Y ahora, lo sé, me
entregarán también todo lo que Belisario conquistara de los vándalos, para que
lo aprecie según su valor y peso, y como primera prenda pedí el candelabro. Ayer me lo trajeron los siervos del tesoro: tengo
permiso para guardarlo siete días. -¿Y luego ? -Luego lo llevará la nave. Benjamín empalideció de nuevo. ¿Para qué llamarlo
entonces? ¿Para que sea testigo una y otra vez de cómo el candelabro, el
sagrado, estaba cercano y era robado siempre de nuevo? Pera significativamente
le sonrió Zacarías: -Mas también me es permitido formar copias de todo lo
valioso que contiene el tesoro imperial. Muchas veces, cuando en la cámara no
figura sino una sola pieza, me exigen que haga otra igual, pues confían en mi
mano. Labré la corona de Justiniano de acuerdo a la de Constantino, y para
Teodora hice una diadema como otra igual llevaba en su tiempo Cleopatra. Y
ahora solicité licencia para crear una copia del candelabro antes de que lo
envíen a la nueva iglesia allende el mar, y hoy mismo iniciaré la labor. Ya
están calentados los crisoles, y tengo preparado el oro; dentro de siete días
estará terminado un candelabro nuevo, tan exactamente igual al nuestro que
nadie podrá distinguir entre ellos, pues idéntico será éste a aquél en peso, en
forma y aun en el adorno, y será igual el grano del oro. Sólo que el uno será sagrado y el otro nada más que
trabajo humano. Pero a partir de ahora será secreto de dos hombres solamente,
tuyo y mío, cuál de los dos es el sagrado y cuál el otro, cuál el que nosotros
mismos conservaremos piadosos, y cuál entregaremos a aquéllos para el viaje al
extranjero. Benjamín no sintió más el temblor en sus labios. La
ola de la sangre pasaba de pronto suave y cálida por su cuerpo entero, el pecho
se distendió, los ojos se aclararon y como un reflejo se dibujó la sonrisa del
otro en su propio viejo rostro arrugado. Comprendió. Lo que él mismo había
ensayado antes, lo realizaba ahora ese otro. Retomó el candelabro de los otros,
devolviendo igual por igual en oro y peso y salvando únicamente lo sagrado.
Pero no envidió a Zacarías la acción, cuya realización había sido hasta ahora
objeto de su vida. Sólo dijo humildemente: -Alabado sea Dios. Ahora muero
gustoso. Tú encontraste el camino que yo buscaba en balde. A mí Dios me llamó.
A ti, te bendijo. Pero Zacarías lo refutó. -No. Si hay uno que restituye el candelabro a la
patria, ese uno serás tú. -Yo no. Yo soy un viejo. Puedo morir en el camino, y
de nuevo caería en manos extrañas. Pero Zacarías sonrió fuerte y decididamente: -No
morirás. Ya sabes tú que no pasará tu vida antes de que se haya cumplido su
sentido. Benjamín recordó: la víspera aun deseaba morir y Dios
le había negado el deseo. Quizá le esperaba aún en verdad una misión. Por eso
no se resistió más, y dijo solamente: -No tengo voluntad contra su voluntad. Si
Dios me elige verdaderamente, ¿cómo he de negarme? ¡Ve y empieza! Durante siete
días permaneció cerrado el taller de Zacarías, el orfebre. Por siete días no
pisó su pie la calle y no se abrió su casa a ningún llamado. Delante suyo
estaba, en un andamio elevado, el candelabro eterno, quieto y magnífico, tal
como otrora había estado delante del altar del Señor; en el horno se contraía,
convulsivamente, con lenguas silenciosas el fuego, derritiendo el oro
despedazado de anillos, presillas y monedas. Benjamín no pronunció en estos siete días palabra
alguna. Miraba cómo la masa hirviente se agitaba en el crisol, y cómo la que se
echaba afluía sumisa en las formas preparadas y se endurecía enfriándose. Cuando luego
Zacarías, con cuidadosos golpes de espátula rompió la envoltura, ya pudo
reconocer aproximadamente la forma del nuevo candelabro. Fuerte y erguida,
salía la columna del sostén del basamento, y de ella partían los siete brazos
combados hacia arriba como tallos del tronco. Formáronse claramente los
cálices, destinados a sostener las luces, y la mano del orfebre que martillaba
y limaba incansablemente, dibujaba más y más netamente en las superficies,
planas aún, exactamente los mismos delicados ornamentos de flores que adornaban
al candelabro sagrado. De un día a otro aumentaba la similitud entre el
candelabro que se estaba haciendo y el milenario, la forma nueva y el santo
original. Y finalmente, el séptimo día estaban uno frente al otro como hermanos
gemelos, sin que se pudiera distinguir uno del otro, gracias a su absoluta
igualdad en tamaño y color, medida y peso. Pero Zacarías comparaba una y otra
vez incansable con su ojo experto, a los dos, y siempre entallaba y repujaba
algo con el buril más fino y la lima más aguda en su obra amada. Finalmente
dejó caer la mano. No quedaba diferencia alguna para poder acechar, y tan
fielmente parecidos era uno al otro que, para no engañarse a sí mismo, Zacarías
tomó por última vez el buril y marcó en el sombreado pistilo interior de una
flor, una última señal para reconocer que éste era el candelabro nuevo, su obra
propia, y no el del pueblo y del templo. Hecho eso, dio un paso atrás, se quitó el delantal de
cuero y se lavó las manos. Después de siete días de labor volvió por primera vez
a dirigir la palabra a Benjamín. -Mi servicio ha terminado. Ahora empieza el tuyo. Toma
nuestro candelabro y haz con él según tu mejor parecer. Pero ante su asombro, lo rechazó Benjamín: -Tú has
trabajado siete días, y siete días he pensado yo y consultado a mi corazón.
Asaltóme un temor, y me pregunto si no es engaño lo que hacemos. Pues algo tomaste,
y devuelves cosa distinta a aquello que te confiaron de buen grado. No, no es
posible que retornemos el substituto y nos quedemos con el auténtico, que
tomemos por sorpresa lo que no nos dan abiertamente. Dios no ama la fuerza, y
cuando yo, de niño, alargué el puño hacia lo sagrado, me laceró el brazo. Pero
yo sé que Dios no desprecia menos el engaño, y el que engaña y embauca, a ése
lastima el alma. Zacarías reflexionó: -¿Pero si el tesorero mismo elige
entre los dos al que no es auténtico? Benjamín levantó la vista. -El tesorero sabe que uno es viejo y otro nuevo, y si
pregunta por el auténtico y verdadero, nosotros tenemos que darle ése. Pero si
Dios dispone que él no pregunte y uno le signifique tanto como el otro, porque
son iguales por su oro y peso, entonces, considero, no hemos cometido
deslealtad alguna. Si él mismo decide y elige el tuyo, ello nos servirá de
aviso. Pero que no sea nuestra la decisión. Entonces envió Zacarías al siervo hasta la casa del
tesorero, y éste llegó, un hombre afable y bonachón de pequeños ojos redondos
que miraban penetrantes y expertos por encima de las mejillas rosadas. Tocó
como conocedor en el vestíbulo ya dos bandejas de plata labrada que acababan de
terminarse, las golpeó con el dedo y examinó su dibujo gracioso. Curioso
levantó una detrás de la otra las piedras talladas de la mesa de trabajo. contra la luz; tan juguetón y enamorado repasaba pieza
por pieza, tanto las obras terminadas como las que tenía entre manos el
orfebre. que Zacarías tuvo que advertirle que mirase por fin a los candelabros,
el milenario y el recién creado, el original y la copia, que permanecían
tranquilos y dorados uno al lado del otro sobre la mesa. El tesorero se colocó interesado frente al par de
candelabros. Se notaba que su goce de conocedor se sentía estimulado por
reconocer en una falla mínima o en una desigualdad oculta cuál era el recién
formado, y cuál el que pertenecía al botín. Daba vueltas cuidadosamente a uno y
otro y los miraba de todos los lados, de manera que la luz caía siempre en
otros ángulos sobre ellos. Comprobó su peso, arañó el oro, apartándose y
acercándose de nuevo comparó y volvió a comparar con creciente atención su
proporción intachable. Por último se inclinó muy cerca sobre las ranuras y
fisuras delicadísimas acercando a los ojos un cristal tallado de los que
aumentan. Pero no pudo encontrar diferencia alguna. Cansado, dejó las vanas
comparaciones y golpeó el hombro de Zacarías: -Eres un maestro. Zacarías. y tú
mismo un tesoro para nuestro tesoro. Por toda la eternidad nadie podrá
distinguir cuál es el viejo y cuál el nuevo, tan firmemente obra tu mano.
Magnífico, querido. Y ya se dio vuelta displicentemente para examinar otra
vez las piedras talladas, y eligió una para sí mismo. Entonces, Zacarías tuvo
que advertirle: -¿Cuál es, pues, el candelabro que pretendéis? Indiferente, y
casi de espaldas ya, contestó el tesorero: -El que quieras. Lo mismo me da. Entonces salió Benjamín de la sombra en que se había
ocultado, tímido y agitado: -Señor, te rogamos que tú mismo elijas uno de los
dos. El tesorero miró extrañado al anciano desconocido.
¿Qué pretendía este hombre raro y para qué lo miraba tan suplicante con ojos
ardientes e inquietos? Pero bien humorado como estaba, y demasiado indiferente
como para no cumplir el deseo de un viejo, volvió sobre sus pasos. De buen
talante, tomó una pequeña moneda y la tiró al aire. Cayó y dio vueltas como un
trompo en el suelo, tres veces giró y volvió, y por último quedó quieta a su
siniestra. Sonriente señaló el tesorero el candelabro que también estaba a su
izquierda: "¡Este, pues!" Luego se fue. Los siervos que habían sido
llamados llevaron al candelabro elegido hasta el tesoro. El orfebre acompañó a
su profesor, agradecido y atento, hasta el umbral de su aposento. Benjamín se había quedado atrás. Tocó con .mano
trémula al candelabro. Era el auténtico, el sagrado, y aquél había escogido
el otro para el emperador. Cuando Zacarías regresó, vio a Benjamín permanecer
inmóvil ante el candelabro, y contemplarlo tan ardientemente como si lo
absorbiera del todo con su mirada. Cuando el anciano se volvió hacia él,
parecía el reflejo dorado brillar todavía en la niña de sus ojos. El probado
había encontrado aquella tranquila serenidad que la clara decisión obsequia
siempre al alma. Sólo pidió en voz baja: -Dios te agradezca, hermano. Y ahora,
consígueme una sola cosa más: Un ataúd. -¿Un ataúd ? -No te extrañe. También he pensado y
reflexionado en estos siete días y noches cómo podría llevarse la paz al
candelabro. Como tú, pensé yo primero que si salvamos la Menorah, ha de
pertenecer al pueblo y él debe guardarla como sagradísima prenda. Pero nuestro
pueblo, ¿dónde está y cuál es su residencia? Aun somos, en todas partes,
azuzados y tolerados, en ningún lado nos está asegurado un sitio para guardar
dignamente el candelabro. Donde tenemos una casa, nos arrojan, y donde elevamos
un templo, lo destruyen; mientras la fuerza siga rigiendo a los pueblos, no
tendrá paz lo sagrado sobre la tierra. Sólo hay paz bajo la tierra. Allá
descansan los muertos, con el pie horizontal, de su viajar. Ahí no brilla el
oro para ningún ladrón y no excita la codicia. ¡Qué descanse, pues, en paz
allá, el que retorna de mil años de peregrinación ! -¿Para siempre -se
sorprendió Zacarías-, piensas enterrar el candelabro? -¿Cuándo le ha sido dado
al hombre imaginarse tan sólo la eternidad? ¿Cómo podría fijar yo un término a
una cosa desconociendo el de mi propio ser? Quiero hacer descansar el
candelabro, pero ¿quien, sino Dios, sabe cuánto tiempo descansará? Yo puedo
realizar la acción mas, ¿cómo he de poder medir sus consecuencias, calcular el
tiempo y la eternidad? ¡Que decida Dios, El solo. sobre el destino del candelabro! Yo lo entierro,
porque no sé de otro modo de cuidarlo verdaderamente, pero ¿quién sabría decir
para cuánto tiempo? Quizás, Dios lo dejará eternamente en la oscuridad, y
nuestro pueblo tendrá que peregrinar inconsolado, disperso y desparramado sobre
el lomo de la tierra. Mas, quizás -y mi corazón está pletórico de tal
esperanza- quizás querrá su voluntad que nuestro pueblo regrese a su patria.
Entonces sabrá encontrar -¡ten la seguridad!- a alguno que casualmente tome un
azadón y descubra la tumba del sepultado, tal como Dios me encontró a mí para
que esconda al inquieto. No te preocupe la decisión, déjasela a El y al tiempo.
Que se dé por perdido el candelabro. Nosotros, secretos de Dios, nosotros no estamos
perdidos. Pues el oro no perece en el regazo de la tierra, como el cuerpo
humano, ni perece nuestro pueblo en las tinieblas del tiempo. Perdurará el uno
y el otro, el pueblo y el candelabro. Déjanos creer, pues, que resurgirá el que
enterramos y que brillará de nuevo ante el pueblo que habrá regresado. Pues sólo si nunca dejamos de creer, resistiremos al
mundo. Ambos apartaron la vista uno del otro y miraron a lo
lejos. Luego repitió Benjamín: -Y ahora, procúrame el féretro. El carpintero trajo el ataúd. Era un cajón común, y
así lo había pedido Benjamín, para que no despertara mayor curiosidad si lo
llevaba consigo hasta la tierra de los antepasados. Muy a menudo llevaban los devotos ataúdes a sus
peregrinaciones para enterrar a padres y parientes en tierra santa. Podía
guardar el candelabro sin peligro en tal ataúd de pino, pues de todas las cosas
del mundo sólo lo que ha perecido se escapa a la codicia de los hombres. Respetuosos depositaron los dos la Menorah en el cajón
mortuorio. Envolvieron cuidadosamente sus brazos dorados con seda y pesados
brocados, tal como se envuelve la Thora, hija del propio Dios. Rellenaron los
huecos con estopa y lana suave para que el metal no golpease durante el
transporte resonando contra h madera y no revelase el secreto. Con mano delicada y trémula recostaron a la Menorah en
el ataúd, la cuna de los muertos; y ambos sabían y se estremecieron: Quizás, si
Dios no cambiaba graciosamente el sino del pueblo, ellos dos serían para toda
eternidad los últimos que hayan visto con ojos respetuosos y tocado con sus
manos al candelabro de Moisés, el sagrado candelabro del templo. Mas, antes de
que cerraran el féretro, fueron aún en busca de un pergamino consistente y en
él escribieron y confirmaron que ellos, Benjamín Marnefesh, llamado el
amargamente probado, de la familia de Abthalion, y Zacarías, de la sangre de
Hillel, habían depositado en este ataúd la sagrada Menorah, en el octavo año
del gobierno de Justiniano sobre Bizancio, para que quedara testimoniado, en el
caso de que alguna vez alguien desenterrara a este candelabro en la Tierra
Santa, que ése era el verdadero candelabro del pueblo. Guardaron ese rollo de
pergamino en una cápsula de plomo, y Zacarías, el platero soldó esa cápsula
minuciosamente para que jamás destruyeran la humedad y el moho la escritura.
Unió la cápsula con graciosa cadenita de oro al tronco del candelabro, de tal
modo que habían de encontrarse simultáneamente el candelabro y el testimonio.
Hecho eso, cerraron el ataúd con clavos y remaches y no cambiaron ni una
palabra más hasta que los siervos le llevaron el ataúd a Benjamín hasta la nave
que salía con rumbo a Jope. Sólo a bordo, cuando ya la vela crujía en el viento,
se despidió Zacarías del amigo, y lo besó: -¡Que Dios te bendiga y te guarde!
¡Que El señale tu camino y consagre tu obra! Hasta ahora, nosotros dos éramos
los últimos y únicos que conocían el camino del candelabro. De aquí en adelante
lo conocerás tú solo. Benjamín se inclinó devotamente. -A mi saber también le está concedido sólo un breve
término todavía. Entonces ya sabrá únicamente Dios dónde descansa la Menorah. Como siempre cuando anclaba una nave en Jope, reunióse
una gran cantidad de curiosos en la playa para mirar de cerca y saludar a los
que llegaban. Había entre ellos también algunos judíos, y apenas reconocieron
que aquel anciano de barbas blancas era uno de los suyos, y tan pronto como
vieron que tras suyo bajaban un ataúd, juntáronse todos y siguieron en
silencioso acuerdo al féretro, formando un cortejo solemne, pues considera la
fe judía como acción bondadosa y agradable a Dios el acompañar a todo muerto en
una parte de su último camino y el ayudar devotamente también en el entierro de
un extraño y desconocido. Y no se substrajo al deber sagrado ninguno de los
judíos de Jope tan pronto como tuvieron noticias del ataúd que uno de los suyos
había traído a través del mar. Llegaron de todas las callejuelas y casas,
dejando su obra y trabajo, y silenciosamente acompañó un creciente cortejo al
ataúd hasta el albergue en el que Benjamín buscaba alojamiento para la noche.
Sólo allí rompieron el silencio después de que se hubo colocado el ataúd al
lado de su lecho, pues eso era lo que extrañamente exigía el anciano. Saludaron
al compañero de su fe con la expresión de la bendición, y preguntáronle de
dónde venía y adónde le conducía su camino. Benjamín contestó brevemente. Temía
mucho que ya pudiesen haber llegado a ellos noticias de Bizancio y que alguno
le reconociera. Y no quería avivar nuevamente indómita esperanza entre sus
hermanos. Pero también quiso evitar toda mentira a la sombra del candelabro, y
pidióles permiso para guardar silencio. Dijo tener la misión de sepultar este
féretro, y que no le era permitido decir más. Evitó cuidadosamente la
curiosidad que seguía preguntando, consultando a su vez dónde estaba el sagrado
lugar para bajar un ataúd a la tierra. Entonces sonreían los judíos de Jope con
tranquilo orgullo, y le dijeron que todo y cualquier lugar de esa tierra era
sagrado y en todas partes el suelo bendito de por sí. Pero luego le designaron
y le señalaron todos los lugares en que descansaban, en sus tumbas, en cuevas o
en el campo plano, reconocibles solamente por piedras acumuladas y toscas, los
antepasados, los patriarcas y las madres de las tribus y los héroes y los reyes
del pueblo, y alabaron el rigor activo de esos lugares sagrados. Advirtieron
que ningún devoto dejaba de visitarlos para recibir consuelo en ellos. Ofrecieronse
diligentes para acompañarlo ahí -pues emanaba de ese viejo algo que demandaba
respeto y sus almas sospechaban un secreto- y de bajar a la tumba, con su
permiso, al muerto desconocido, uniéndose con él en la oración. Pero Benjamín
rechazó su buena voluntad invocando su secreto y los despidió con muchas
protestas de agradecimiento. Sólo pidió al dueño del albergue que pusiera a su
disposición, a la mañana siguiente, un mozo, a quien pagaría bien, conocedor de
los caminos y suficientemente fuerte para excavar una tumba en un lugar que le
señalaría, así como una mula para el transporte del féretro. El posadero le
prometió que al levantarse el sol estaría preparado su propio siervo para
acompañarle a donde deseara. Esa noche en el albergue de Jope era la última de
doloroso inquirir y de santo martirio en la vida de Benjamín, el probado. Una
vez más apartóse la seguridad de su alma, una vez más le pesaba, dolorosa y
penosa, la decisión. Preguntóse una y otra vez si tenía verdaderamente el
derecho de callar al pueblo el regreso y la salvación del candelabro, y de no
revelar a sus hermanos el sacro objeto que iba a enterrar en esa tumba. Pues si
ya emanaba tan fuerte consuelo para los afligidos de la osamenta muerta, de las
tumbas de los antepasados y patriarcas, ¡cuán dichoso habría de ser ese pueblo
perseguido, pisoteado y perdido en todos los vientos, si se le dejara nada mas
que la más débil sospecha de que no estaba perdido el candelabro eterno, ese
símbolo más visible de su unidad, sino que aguardaba a salvo y seguro en tierra
patria el día del retorno! "¿Cómo puedo negarles la esperanza? -gimió sin
poder dormir-, ¿cómo puedo guardar para mí el secreto, cómo puedo llevarme a la
muerte lo que resultaría esperanza y alegría a miles? Sé cómo están sedientos
de consuelo: terrible destino el de un pueblo: tener que esperar eternamente lo
que quizás y alguna vez se produce, confiar siempre calladamente en la
Escritura y no poder retener jamás un aviso. Y sin embargo sólo callándome puede conservarse el
candelabro para el pueblo. Señor, ¡ayúdame en mi desazón! ¿Cual es el modo de
obrar bien y cual es la manera de no cometer una injusticia con mis hermanos?
¡Puedo mandar de vuelta desde la tumba al siervo que aquél me prometió, con la
consoladora nueva de que en ella descansa una prenda sagrada? ¿O debo
permanecer mudo para que ninguno conozca, fuera de Ti, el lugar de ese
sepulcro? ¡Señor, decide Tú por mí! ¡Una vez, ya me diste una señal, ahora dame
otra más: Señor, líbrame de la resolución! Pero la noche permaneció muda, y el
sueño huyó hostil al probado. Siguió despierto con el ojo ardiente hasta el
nacer del nuevo día, preguntando y preguntando, y con cada pregunta más
profundamente engolfado en la red ahogadora del temor y del pesar. Ya se aclaró
el oriente, y aun no había ganado claridad el alma del anciano. Entonces penetró el hostelero con mirada afligida a la
cámara. -Perdón, pero no puedo hacerte acompañar por el mozo
que conoce el camino, según ayer te prometí. Durante la noche se descompuso
repentinamente. Salió convulsivamente espuma de su boca, y ahora está
yaciente con una fiebre devoradora. Sólo puedo cederte al otro sirviente. En
verdad le es extraño el país, y además es mudo; Dios le cerró la boca desde su
nacimiento. Pero si con él te conformas, gustoso te mandaré el mudo. Benjamín no miró al posadero. Sólo levantó,
agradecido, la mirada. Había recibido respuesta. Fuéle enviado un mudo en señal
de silencio. Uno que desconocía el país para que permaneciera eternamente
oculto el lugar. No titubeó más su alma, y agradecido contestó: -¡Mándame el
mudo! Y no te preocupes. Yo mismo conozco mi camino. Benjamín marchó
desde la mañana hasta la tarde con su mudo acompañante a través del país
abandonado. Detrás de ellos trotaba, silenciosa y paciente, la mula con el
féretro atado a su lomo. A veces, pasaban delante de chozas que quedaban,
pobres y llenas de tierra, a la vera del camino, pero Benjamín no descansó en
ninguna de ellas. Y si se encontraban con caminantes, sólo les daba el saludo
de la paz y evitaba toda conversación. Ya sintió ansia por terminar la labor
encomendada y por enterrar el candelabro. Aun ignoraba el lugar apropiado, y un
temor oscuro y misterioso vetole la elección propia. "Por dos veces",
pensó piadosamente, "recibí señales. Esperaré la tercera". Así
siguieron de consuno por el país que poco a poco se obscurecía, y sobre las
colinas elevóse la noche y unas nubes grávidas que pasaron inquietas y
cubrieron la luna que, desde hacía tiempo ya, estaba en el cenit, según
denunciaba un pálido claror sobre las cimas. Faltaría una hora o dos aún hasta
el próximo lugar que ofrecía albergue. Pero Benjamín proseguía esforzadamente y
a su lado, como una sombra callada, el mudo con la pala al hombro y, detrás de
los dos, la mula a trote regular y paciente. De pronto se empacó el animal y se quedó parado. El
siervo tomó la mula de las riendas para arrastrarla. Pero el animal lo rechazó
afirmando sus patas delanteras tercamente contra el suelo y rechinó los dientes
encolerizado. No quería seguir. El mudo bajó furioso la pala para golpear con
su mango de madera al animal obstinado, pero Benjamín lo agarró fuertemente del
brazo. Que esperase le mandó, y dejase al animal en paz. Quizás era esa demora
una advertencia y una señal. Benjamín miró en torno suyo. El oscuro paisaje de
colinas yacía abandonado, no había en la proximidad casa ni choza alguna.
Debían haberse desviado de la carretera a Jerusalén, y Benjamín reflexionó que
ése era un lugar apropiado para realizar su obra sin testigos. Probó la tierra con el bastón; era grasa, firme y sin
piedras. Podría excavarse rápidamente un sepulcro allá y las colinas
circundantes ofrecían protección contra las arenas movedizas que de ordinario
borraban prontamente la huella. Ahora ya sólo se trataba de encontrar un lugar
adecuado. Miró, indeciso, largo rato primero hacia la derecha y
luego hacia la izquierda, para realizar la postrera elección. Pero entonces vio
a la diestra en el campo abandonado, a la distancia de dos o tres pedradas del
camino, un árbol de mucha sombra, muy parecido, en su forma y crecimiento, a
aquel otro en la colina de Pera bajo el que había descansado y le había llegado
el mensaje de guardar el candelabro. Recordó su sueño, y su corazón cobró
seguridad. De inmediato ordenó al mudo que desatase el ataúd del lomo de la
mula, y apenas se cumplió su mandato cuando el animal ya aflojó sus miembros y
se arrimó a él de modo que sintió en su mano el halo cálido del hocico.
Refirmóse entonces su seguridad de que aquél era el lugar propicio, y lo señaló
al siervo que comenzó, laborioso, su trabajo. La pala resonaba como si fuera de
plata; obediente y vigoroso removió el mudo la muda tierra. Pronto llegó a la profundidad requerida. Ya no restó
sino lo último: bajar el candelabro a ella. Con los brazos vigorosos sostuvo el
siervo la carga sin sospechar nada; el ataúd se deslizó cuidadosamente y quedó
por fin tendido para el eterno sueño guardando en la cáscara de madera el
valioso fruto de oro al que pronto habría de cubrir la corteza eternamente
viviente de la tierra que respiraba, verdeaba y germinaba. Lleno de veneración se inclinó Benjamín: "Soy el
testigo, el último", pensó y nuevamente se estremeció bajo la pesada carga
de la idea: "Nadie fuera de mí conoce ahora el secreto de nuestro
candelabro. Nadie sabe su sepulcro y sospecha el lugar oculto". Pero en
ese momento desgarró la luna su velo. Las nubes, que desde el atardecer habían
retenido su brillo apartáronse un poco, y llegó a la tierra una claridad en un
rayo fuerte, y era como si desde el medio del cielo mirara un gigantesco ojo
blanco entre obscuros párpados. No era como un ojo humano, sombreado y con
pestañas, tierno y perecedero, sino un ojo redondo y duro como hecho de hielo,
eterno e indestructible. Miró y brilló hasta la profundidad del sepulcro
abierto, y fueron visibles los cuatro flancos recortados de la excavación, y
las planas paredes de pino del ataúd relucían en la luz blanquecina como metal
brillante. Fue un solo instante, una sola mirada desde lejanías infinitas;
luego cubrieron las nubes de nuevo a la luna errabunda. Pero Benjamín supo que
otro ojo, fuera del suyo, había distinguido la morada del candelabro. A una señal suya cubrió el siervo el hueco con
terrones de tierra, y cuando quedó concluida la labor y el suelo plano otra vez
sobre la tumba cerrada, ordenó Benjamín al siervo que regresara y llevara
consigo la mula libre de la carga. El mudo hizo desesperadas señas con las
manos. Quiso expresar que el anciano no debía quedarse solo en la oscuridad y
en tierra extraña, porque amenazaba peligro de asaltantes y de bestias
salvajes. Quería acompañar al bondadoso señor, cuando menos hasta el próximo
paraje de descanso. Pero, decidido e impaciente, mandó el anciano al mudo que
cumpliese estrictamente su orden; y como aun titubeara, le echó con palabras de
reconvención. Estaba impaciente por ver desaparecer finalmente al hombre y a la
bestia detrás del recodo del camino y de quedarse solo bajo el cielo
inmensamente vacío y en medio de lo inconcebible de la noche grandiosa. Se acercó una vez más al sepulcro, e inclinando la
cabeza pronunció la oración de los muertos: "Grande es el nombre y sagrado
es el nombre de lo eterno en este mundo y en los otros mundos y también en los
días de la resurrección". Sintió el deseo de colocar, según la costumbre
piadosa, una piedra u otra señal sobre la tierra removida. Pero desistió en
holocausto del secreto, y sin volver de nuevo la mirada, caminó sin rumbo y sin
preguntarse adónde. Ya no tenía meta desde que había dado reposo al candelabro.
Le había abandonado todo temor, y su alma no sentía más miedo. Había hecho lo
que estaba destinado hacer. Ahora quedaba de Dios si el candelabro había de
permanecer oculto hasta el fin de los días y si el pueblo había de seguir
diseminado sobre la tierra. O si quería reconducir, finalmente, a su pueblo y
hacer resucitar el candelabro de su tumba desconocida. El anciano atravesó la noche, que jugaba obscura con
las nubes y a momentos brillaba con las estrellas, y su paso era cada vez más
contento y alegre. Como por encantamiento se desvaneció el peso y la gravedad
de los muchos años vividos, y desde los adentros se aligeraban sus miembros, y
sintióse ágil como nunca. Las viejas articulaciones le obedecían de pronto como
untadas con un aceite suave y cálido; caminó ligero y como alado, cual si
pisara sobre agua. Levantó la cabeza, alzó la mano como llevada por un viento
imperceptible, y ya le parecía - ¿o lo soñaba sólo, despierto?- que por primera
vez podía volver a levantar también el brazo destrozado. Sintió en su interior la
sangre más y más clara, y subir como una savia vivificante en el tronco; ya,
golpeó finalmente en las sienes, y de repente oyó un canto. No sabía ya si eran
los muertos bajo la tierra los que cantaban en un coro fraternal para saludarle
al volver, o si ese rumor cálido llegaba desde las estrellas que brillaban cada
vez con más fuerza. No lo sabía. Sólo caminaba y caminaba, como llevado sobre
las alas más y más adentro de la noche rumorosa. A la mañana
siguiente encontraron unos mercaderes, que se dirigían al mercado de Ramleh, a
un hombre anciano en un campo cercano a la carretera. Estaba muerto. Yacía con
la cabeza descubierta y con la espalda contra la tierra. Tenia los brazos como si quisiera abrazar algo
infinito, grandemente abiertos; las manos se tendían con los dedos separados
como las del que va a recibir un gran regalo. Los ojos estaban claramente
abiertos en el pacífico rostro transfigurado del que descansaba en la
bienaventuranza. Y cuando uno de los mercaderes se inclinó para cerrarlos piadosamente,
vio que estaban plenos de luz y que en sus redondas pupilas tranquilas se
reflejaba el cielo entero. Mas, los labios del extraño estaban severamente
cerrados bajo la barba: y era como si retuviera un secreto entre sus dientes
aun más allá de su propia muerte. El candelabro imitado llegó pocas semanas después a
tierra santa y, de acuerdo a la ordenes de Justiniano, fue colocado en la
iglesia de Jerusalén, debajo del altar. Pero no fue larga su permanencia allá.
Pues hicieron irrupción los persas y lo rompieron y despedazaron para
convertirlo en presillas para sus mujeres y en una cadena para su rey; así como
siempre perece la obra del hombre en el tiempo absorbente y en el sentido
destructor del hombre, así pereció también el signo que aquel platero había
formado, y su huella quedaba perdida para siempre . Pero guardado por el secreto, sigue esperando el
candelabro eterno, desconocido e intacto en su sepulcro oculto. Ruidosos e
indómitos pasaban sobre él las tiempos, en cientos de años luchaban pueblos y
más pueblos por su tierra, y extrañas generaciones, cada vez mas diferentes, se
combatían sobre su reposo. Pero no pudo hacer presa de él robo alguno ni
destrozarlo ninguna codicia. A veces pasa hoy un pie apurado sobre los terrones
protectores, a veces descansan, bajo el ardor del mediodía, algunos durmientes
en la vera del camino, cerca de su sueño, pero nadie sospecha de su proximidad
y ninguna curiosidad ha extendido todavía la mano hasta su profundidad. Como
todo secreto de Dios, descansa en la oscuridad de los tiempos, y nadie sabe si
dormirá eternamente, oculto y perdido para su pueblo que aun sigue errando sin
paz, de exilio en exilio, o si finalmente lo hallará alguien en el día en que
su pueblo se vuelva a encontrar y en que él pueda iluminar a los pacificados en
el templo de la paz.
FIN
EN UN LUGAR DE ÁFRICA
STEFAN ZWEIG NOVELA AUTOBIOGRÁFICA En memoria de mi padre CAPÍTULO I Rongai, 4 de febrero de 1938
Querida Jettel: En primer lugar, ve a buscar un pañuelo y siéntate
tranquilamente. Es preciso que tengas los nervios bien templados. Si Dios
quiere, volveremos a vernos muy pronto. Sea como fuere, mucho antes de lo que
esperábamos. A partir de mi última carta desde Mombasa, que te escribí el día
en que llegué, han pasado tantas cosas que la cabeza aún me da vueltas. Sólo
estuve una semana en Nairobi y la pasé bastante abatido, pues todo el mundo me
decía que aquí, si no sabes inglés, no hace falta ni que te molestes en buscar
trabajo en la ciudad. Pero tampoco veía posibilidad alguna de encontrar empleo
en una granja, como hacen casi todos para tener al menos un techo. Entonces,
hace una semana, me invitaron a comer junto con Walter Süskind (de Pomerania) a
casa de una rica familia judía. Al principio no le di mayor importancia y supuse que
la gente de este lugar no sería muy distinta de mi madre en Sohrau*. que
siempre sentaba a su mesa a algún pobre diablo. Sin embargo, ahora sé lo que es
un milagro. La familia Rubens lleva cincuenta años viviendo en Kenia. El
anciano Rubens es presidente de la Comunidad Judía de Nairobi, la cual se ocupa
de los refugees (ésos somos nosotros) recién llegados al país. Los Rubens (cinco hijos adultos) pusieron el grito en
el cielo cuando se enteraron de que tú y Regina aún seguíais en Alemania. Aquí
las cosas se ven de un modo muy distinto de como yo las veía en casa. Ya ves,
tú y mi padre teníais toda la razón cuando no queríais que emigrara yo solo, y
me avergüenzo de no haberos escuchado. Por lo que supe más tarde, Rubens me
echó una buena reprimenda, aunque naturalmente yo no le entendía. No puedes
hacerte una idea de lo que tardé en comprender que la Comunidad está dispuesta
a adelantar las cien libras que necesitáis tú y Regina para el servicio de
inmigración. A mí me han mandado de inmediato a una granja para que los tres
tengamos un alojamiento cuanto antes y yo al menos pueda ganar algo de dinero. Eso significa que debéis partir lo antes posible. Esta
frase es la más importante de toda la carta. Aunque me he comportado como un
borrico, ahora has de confiar en mí. Cada día que pases con la niña en Breslau*
será un día perdido. De modo que ve inmediatamente a ver a Karl Silbermann. Él
es quien más experiencia tiene en cuestiones de emigración, y te llevará a ver
al hombre de la agencia de viajes Deutsches Reisebüro que tan bien se portó
conmigo. Él te dirá cuál es la forma más rápida de conseguir un pasaje de
barco, da igual el barco que sea y lo que dure la travesía. A ser posible, toma
un camarote en tercera. Sé que no es lo más confortable, pero será mucho más
barato que segunda y necesitamos hasta el último céntimo. Lo principal es que
estéis a bordo y en el mar cuanto antes. Sólo así podremos volver a dormir
tranquilos. Asimismo deberás ponerte en contacto sin pérdida de
tiempo con la empresa Danziger por lo de nuestros cajones. Ya sabes que dejamos
uno vacío para lo que se nos ocurriera. En los trópicos es muy importante una nevera. También
necesitamos como sea una lámpara de gas, una Petromax. Asegúrate de que también
te den los accesorios. De lo contrario tendremos la lámpara, pero estaremos a
oscuras. En la granja a la que he venido a parar no hay luz eléctrica. Compra
también dos mosquiteras; si te llega el dinero, tres. Lo cierto es que Rongai
no es zona declarada de malaria, pero quién sabe dónde acabaremos. Si no queda
sitio para la nevera, saca la porcelana de Rosenthal. No creo que vayamos a
necesitarla en esta nueva vida y ya hemos tenido que separarnos de otras muchas
cosas además de los platos con florecitas. Regina necesitará botas de goma y pantalones de pana
(dicho sea de paso, tú también). Si alguien desea hacerle un regalo de despedida, pide
zapatos que le sirvan dentro de dos años. No puedo imaginarme, al menos hoy no,
que lleguemos a ser lo bastante ricos para comprar zapatos. No hagas la lista para Emigración hasta que lo tengas
todo. Es importante que especifiques cada una de las cosas que vayas a
llevarte. De lo contrario te pondrán muchas pegas. Y no dejes que nadie te convenza
para traer cosas de otro. Piensa en el pobre B. Las dificultades que tuvo en la
aduana de Hamburgo son sólo consecuencia de su bondad. Quién sabe si conseguirá
llegar a Inglaterra y cuánto tiempo lo tendrán retenido. Lo mejor será que
hables lo menos posible de tus planes. Uno ya no sabe adonde te puede llevar
una conversación, ni qué puedes esperar de personas a las que conoces de toda
la vida. Hoy no hablaré mucho de mí, si no te pondré la cabeza
como un bombo. Rongai se encuentra a unos mil metros de altitud, pero hace
mucho calor. Las noches son muy frías (así que tráete prendas de lana). En la
granja se cultiva sobre todo maíz, aunque aún no he averiguado qué tengo que
hacer con él. Además tenemos quinientas vacas y un montón de gallinas. De modo que
no nos faltará leche, mantequilla y huevos. No te olvides de traer una receta
para hacer pan. Lo que hace el chico parece pan ázimo y sabe aún peor.
Sus huevos fritos son fantásticos, pero no tiene ni idea de hacer huevos
revueltos. Y cuando los prepara pasados por agua, siempre canturrea la misma
canción. Desgraciadamente la canción es demasiado larga y los huevos acaban
siendo duros. Como ves, ya tengo chico propio. Es alto, naturalmente
negro (te lo ruego, explícale a Regina que no todo el mundo es blanco) y se
llama Owuor. Se ríe mucho, cosa que, teniendo en cuenta mi inquietud actual, me
sienta muy bien. Chico es como llaman aquí a los criados, pero tener un chico
no significa nada. En una granja puedes tener tantos sirvientes como quieras,
de modo que no es preciso que te preocupes por lo de la criada. Aquí vive mucha gente. La envidio porque no sabe lo
que está ocurriendo en el mundo y porque tiene lo suficiente para vivir. En la próxima carta te contaré más cosas de Süskind.
Es un ángel, hoy va a Nairobi y llevará el correo. Así se gana al menos una
semana, y para nosotros una correspondencia ágil es ahora de suma importancia.
Cuando contestes, numera tus cartas y di concretamente a cuál estás
respondiendo. De lo contrario nuestra vida será aún más caótica de lo que ya
es. Escribe lo antes posible a mi padre y a Liesel y disipa sus miedos sobre
nosotros. Mi corazón se llena de gozo al pensar que tal vez muy
pronto pueda estrecharos entre mis brazos a ti y a la niña. Y me aflige pensar
el daño que esta carta le hará a tu madre. Ahora, de sus dos hijas, sólo le quedará una a su lado
y quién sabe por cuánto tiempo. Pero tu madre siempre ha sido una gran mujer y sé que
preferirá saberos a ti y a su nieta en África que en Breslau. Dale a Regina un
beso muy fuerte de mi parte y no la mimes demasiado. La gente pobre no puede
permitirse ir al médico. Me imagino el nerviosismo que esta carta te producirá,
pero ahora has de ser fuerte. Por todos nosotros. Te abraza, lleno de nostalgia,
Tu viejo Walter PD: Te gustarían los hijos del señor Rubens, unos
muchachos muy apuestos. Como antes, cuando íbamos a clases de baile. Creía que
todos ellos estaban solteros, pero más tarde me enteré de que cuando tratan de
nosotros, los refugiados, sus esposas siempre se van a jugar al bridge. Están
hasta la coronilla del tema.
Rongai, 15 de febrero de 1938
Querido padre: Espero que hayas recibido noticias de Jettel y te
hayas enterado de que tu hijo se ha hecho granjero. Seguro que mamá habría
dicho «bonito pero duro», pero un abogado y notario destituido no podría desear
nada mejor. Esta mañana he ayudado a un ternero a salir del vientre de una vaca
y lo he bautizado con el nombre de Sohrau. Preferiría haber hecho de comadrona
en el parto de un potro, pues ya sabes que aprendí a montar contigo antes de
que entraras en el ejército. No pienses que fue un error permitirme que estudiara.
Eso es sólo lo que parece ahora. ¿Cuánto durará esto? Mi jefe, que no vive en la granja
sino en Nairobi, tiene montones de libros en el armario. Entre ellos se
encuentran la Enciclopedia Británica y un diccionario de latín. Aquí, en esta
región despoblada, no podría aprender inglés si no hubiera aprendido antes
latín. Pero ya puedo hablar de comidas, ríos, legiones y guerras, e incluso sé
decir «soy un hombre sin patria». Desgraciadamente eso sólo funciona en teoría
porque aquí, en la granja, sólo hay negros, y hablan suahili y encuentran
tremendamente cómico que no los entienda. Ahora mismo estoy releyendo en la enciclopedia cosas
sobre Prusia. Como aún no hablo el idioma, tengo que escoger temas que conozco.
No te imaginas lo largos que son los días en una granja como ésta, pero no
quiero quejarme. Le doy gracias al destino, sobre todo desde que albergo la
esperanza de que Regina y Jettel estén pronto conmigo. Me preocupáis mucho vosotros dos. ¿Qué ocurrirá si los
alemanes entran en Polonia? A ellos no les importará que tú y Liesel hayáis
seguido siendo alemanes y no hayáis optado por Polonia. Para ellos sois judíos,
y no creas que te van a servir de nada tus condecoraciones de guerra. Ya lo
vimos después de 1933. Por otra parte, precisamente porque no habéis optado por
Polonia, no podéis entrar en el contingente polaco, que está entorpeciendo la
emigración en todas partes. Si vendieras el hotel, también tú podrías pensar en
emigrar. Deberías hacerlo, sobre todo por Liesel. Sólo tiene treinta y dos años
y la vida aún no le ha dado nada. He hablado de Liesel a un antiguo banquero de Berlín
(ahora cuenta sacos en una granja de café), le he contado que aún sigue en
Sohrau. En su opinión, las autoridades de inmigración locales no ven con malos
ojos la entrada de mujeres solteras. Éstas consiguen buenos empleos, sobre todo
de niñeras en las casas de las ricas familias de granjeros ingleses. Si tuviera
las cien libras necesarias para avalaros, te instaría de otro modo a que
emigrarais. Pero ya es bastante bendición que pueda traer a Jettel y a la niña. Quizá podrías ponerte en contacto con el abogado
Kammer, de Leobschütz*. Fue extremadamente honesto conmigo hasta el final.
Cuando me destituyeron, me prometió que pondría a buen recaudo el dinero que
aún se ingresara de los clientes. Seguro que te ayudaría si le explicaras que
sigues teniendo un hotel, pero que no tienes dinero. En Leobschütz es de sobra
sabido cómo les ha ido a los alemanes en Polonia todos estos años. Solo aquí, a solas con mis pensamientos, me doy
perfecta cuenta de lo poco que me he ocupado de Liesel. Con su bondad y su
abnegación tras la muerte de mamá, se habría merecido un hermano mejor. Y tú,
un hijo que te hubiese agradecido a tiempo todo lo que has hecho por él. No es preciso que me mandes nada, de veras. Con los
alimentos de la granja tengo todo lo que necesito para vivir, y abrigo la
esperanza de conseguir algún día un empleo en el que gane lo bastante para
poder enviar a Regina a la escuela (aquí cuesta una fortuna y la enseñanza no
es obligatoria). Por supuesto que me encantaría recibir las semillas de rosas.
Así crecerían en este rincón de la tierra dejado de la mano de Dios las mismas
flores que en el jardín de la casa de mi padre. Quizá Liesel pueda mandarme la
receta del chucrú. He oído que aquí se da bien la col. Recibid un cariñoso abrazo,
Vuestro Walter
Rongai, 27 de febrero de 1938
Querida Jettel: Hoy ha llegado tu carta del 17 de enero. Tuvieron que
reexpedirla desde Nairobi. Es un milagro que la haya recibido. No tienes idea
de lo que significan las distancias en este país. De aquí a la granja más
cercana hay cincuenta y cinco kilómetros, y Walter Süskind se encuentra a tres
horas por carreteras malas, fangosas a trozos. A pesar de todo, hasta ahora ha
venido a verme todas las semanas para celebrar conmigo el sabat. Es de una familia piadosa. Tiene la suerte de que su
jefe le ha puesto un coche a su disposición. Por desgracia, el mío, el señor
Morrison, opina que desde el éxodo por el desierto todos los hijos de Israel
son buenos andarines. Desde que Süskind me trajo hasta aquí, no he vuelto a
salir de la granja. Es una lástima que no haya caballos. El único burro de
esta granja me ha derribado tantas veces que me duele todo el cuerpo. Süskind
se desternilló de risa y dijo que los burros africanos no se pueden montar. No
se dejan tomar por tontos como en las playas alemanas. Cuando vengas, también
tendrás que acostumbrarte a que la lluvia entre en el dormitorio. La gente se
limita a poner un cubo y se alegra por tener agua. Aquí es muy valiosa. La
semana pasada hubo incendios por todas partes. Me llevé un buen susto. Por
suerte Sükind estaba de visita y me explicó lo de quemar el matorral. Aquí es
algo habitual. Me hace bien saber que la mayor parte de tu carta está
superada. Entretanto ya te habrás enterado de que tus días en Breslau están
contados. La sola idea de teneros aquí hace que mi corazón vuelva a latir como
antaño en mayo, cuando nos imaginábamos un gran porvenir. Hoy ambos sabemos que
sólo importa una cosa: sobrevivir. Debes seguir como sea con tus clases de inglés, poco
importa que no te guste el profesor. Puedes dejar el español, sólo era por si
nos concedían el visado para Montevideo. Para hablar con la gente de la granja
hay que aprender suahili. Por una vez, Dios ha sido benévolo con nosotros: el
suahili es un idioma muy sencillo. Cuando llegué a Rongai no sabía ni una
palabra, y ahora hasta puedo entenderme más o menos con Owuor. A él le encanta
que le señale cosas para que me diga su nombre. Me llama bwana. Así es como se
dirigen aquí a los hombres blancos. Tú serás la memsahib (esta palabra sólo se
utiliza para las mujeres blancas) y Regina será la toto, que quiere decir niño. Quizá para mi próxima carta ya haya aprendido
suficiente suahili para explicarle a Owuor que no me gusta comer la sopa detrás
del pudin. Dicho sea de paso, hace un pudin exquisito. La primera vez hice
diversos ruiditos al comerlo. Él me imitó, y desde entonces prepara el mismo
pudín todos los días. Lo cierto es que tendría que reírme más, pero reír solo
no es tan divertido. Nada en absoluto por la noche, cuando uno no puede luchar
contra los recuerdos. Ojalá tuviera ya noticias tuyas. ¿Tendréis ya los
pasajes? Quién habría pensado que acabaría siendo tan importante salir del
país. Ahora me dispongo a ir a ordeñar. Es decir, yo miro mientras los chicos
ordeñan y aprendo el nombre de las vacas. Eso me distrae. Por favor, escríbeme en cuanto recibas mis cartas. E
intenta alterarte lo menos posible. Puedes estar segura de que os llevo conmigo día y
noche en mis pensamientos. Un beso muy fuerte para las dos, para tu madre y para
tu hermana. Tu viejo Walter
Rongai, 15 de marzo de 1938
Querida Jettel: Hoy he recibido tu carta del 31 de enero. Me ha
entristecido mucho, ya que no puedo ayudarte con tus temores. Me imagino
perfectamente que ahora oirás muchas cosas tristes, pero eso también debería
servir para demostrarte que el destino no sólo se ha burlado de nosotros.
Además, no es cierto que sea yo el único que ha emigrado. Aquí hay muchos
hombres que desean intentar primero labrarse una posición antes de hacer venir
a sus familias, hombres que están en la misma situación que yo, salvo que ellos
no han tenido la suerte de que entre en sus vidas un ángel salvador como
Rubens. Debes tener fe en que pronto volveremos a vernos. Algo que deberemos a
Dios. No tiene ningún sentido que le demos vueltas ahora a si no sería mejor
que hubiésemos ido a Holanda o a Francia. No tuvimos otra elección y quién sabe
si no será la acertada. Ya no tiene importancia que no acepten a Regina en la
guardería. Ni tampoco importa para nuestro futuro que personas a las que
conoces desde hace años te nieguen el saludo. Ahora es cuando debes aprender a distinguir las cosas
importantes de las que no lo son. En nuestra vida ya no es relevante que crecieras
siendo la niña mimada de una buena familia. En la emigración no cuenta lo que
uno fue, sino sólo que marido y mujer persigan el mismo fin. Estoy seguro de
que saldremos adelante. Ojalá ya estuvieras aquí y pudiéramos ponernos en
camino. Un beso muy fuerte para las dos,
Tu viejo Walter
Rongai, 17 de marzo de 1938
Querido Süskind: No sé cuánto tardará el chico en llevarte esta carta.
Tengo cuarenta de fiebre y no siempre puedo pensar con claridad. Si algo me
sucediera, encontrarás la dirección de mi esposa en una cajita en el cajón que
hay junto a mi cama. Walter
Rongai, 4 de abril de 1938
Querida Jettel: Hoy me ha llegado tu carta con la noticia que
aguardaba con tanta impaciencia. Me la ha traído Süskind de la estación de
ferrocarril y, como es natural, se ha llevado un buen susto al ver que me
echaba a llorar. Imagínate, luego el grandullón se ha puesto a llorar conmigo.
Eso es lo bueno cuando uno es un refugiado y ya no es alemán. No tiene que
avergonzarse de sus lágrimas. Los días se me harán eternos hasta que llegue junio y
estéis a bordo. Si no recuerdo mal, el Adolf Woermann es un barco de lujo que
rodea toda África. Eso significa que haréis más escalas prolongadas y que la
travesía será más larga que la mía en el Ussukuma. Intenta disfrutar al máximo,
aunque será mejor para vosotras que os arriméis a gente que celebre el año
nuevo en septiembre. Os ahorraréis problemas innecesarios. Yo me pasé gran parte del viaje escondido en mi
camarote, y fue la última oportunidad que tuve de hablar con gente. Lástima que no hayas seguido mi consejo en lo del
camarote de tercera. Nos habríamos ahorrado mucho dinero, dinero que aquí
echaremos en falta, y seguro que a la niña no le habría venido mal compartir el
camarote con un extraño. Ha de aprender que, aunque se llame Regina, no es una
reina. Sin embargo, no quiero discutir contigo en un momento
en el que me siento tan feliz y agradecido. Ahora es importante que estés bien
atenta y te asegures de que las cajas pueden ir con vosotras. No porque
necesitemos tanto las cosas, sino porque he sabido de gente que dispuso que le
fueran enviadas sus pertenencias cuando emigró y aún sigue esperando. Temo que
no hayas comprendido lo importante que es para nosotros una nevera. En los
trópicos es tan necesaria como el pan de cada día. Deberías esforzarte por
encontrar una. Süskind podría traerme carne de Nakuru, pero sin nevera se echa
a perder en tan sólo un día. Y, como jefe que es, el señor Morrison es muy
estricto. Sólo podemos matar una de sus gallinas cuando él viene a la granja.
Me alegro de que al menos me deje comer los huevos. Enhorabuena por la lámpara. Así no tendremos que
acostarnos con las valiosas gallinas del señor Morrison. No deberías haberte
comprado el traje de noche. Aquí no tendrás ocasión de lucirlo. Estás muy
equivocada si crees que la gente como los Rubens va a invitarte a sus fiestas.
En primer lugar, hay un gran abismo entre los judíos ricos, establecidos aquí
desde hace tiempo, y nosotros, refugiados sin recursos, y, en segundo lugar,
los Rubens viven en Nairobi, que está más lejos de Rongai que Breslau de
Sohrau. Así y todo no puedo reprocharte que tengas un concepto
equivocado de África. Yo tampoco tenía ni idea de lo que nos esperaba y no
dejan de sorprenderme cosas que Süskind, al cabo de dos años, encuentra de lo
más naturales. Ya hablo bien suahili y cada vez me doy más cuenta de la
amabilidad con que Owuor se ocupa de mí. Lo cierto es que he estado enfermo. Un día tenía mucha
fiebre y Owuor insistió en que mandara llamar a Süskind. Éste llegó aquí bien
entrada la noche y supo de inmediato lo que me pasaba. Malaria. Afortunadamente
llevaba consigo quinina y pronto empecé a sentirme mejor. Pero no te asustes
cuando me veas. He perdido mucho peso y tengo la cara bastante amarillenta.
Como ves, el regalo de despedida de tu hermana, ese espejito que tan superfluo
me pareció en su momento, ha resultado de gran utilidad. Desgraciadamente la mayoría de las veces sólo me
cuenta historias desagradables. Mi enfermedad me ha hecho comprender lo importantes
que son los medicamentos en un país en el que no se puede telefonear a un
médico y en el que, de todos modos, no podría pagarlo. Necesitamos, sobre todo,
yodo y quinina. Seguro que tu madre conoce a algún médico que aún quiera el
bien de gentes como nosotros y pueda procurarte esas cosas. Pídele también que
te explique cuánta quinina hay que administrarle a un niño. No quiero asustarte, pero en esta tierra hay que
aprender a valerse por uno mismo. Sin Süskind lo habría pasado muy mal. Y,
claro está, también sin Owuor, que no se ha apartado de mi lado ni un momento y
me ha dado de comer como a un niño. Por cierto, no se puede creer que sólo
tenga un hijo. Él tiene siete, pero, si no he entendido mal, también tiene tres
esposas. Imagínate, ¡tuvo que conseguir avales para toda la familia! Pero ahora
tiene una patria. Lo envidio sobremanera. También lo envidio porque no sabe leer
y no se entera de lo que pasa en el mundo. Sin embargo, es curioso que parezca
saber que soy un europeo distinto del señor Morrison. Habíale a Regina de mí. ¿Reconocerá aún a su papá? ¿Se
enterará la niña de lo que está pasando? Será mejor que no le cuentes nada
hasta que estéis en el barco. Allí ya no tendrá importancia que se le escape
algo. No te despidas de mucha gente antes de irte. Te romperá el corazón. Mi padre comprenderá que ni
siquiera vayáis a Sohrau. Creo que incluso estará de acuerdo. Y dales a tu
madre y a Käte un beso de mi parte. El día de la separación les resultará duro.
A uno le cuesta hacerse a la idea de algunas cosas. Recibid un cariñoso abrazo,
Tu viejo Walter
Rongai, 4 de abril de 1938
Querida Regina: Hoy vas a recibir tu propia carta, pues tu papá está
muy contento porque pronto volverá a verte. Ahora debes ser especialmente
buena, rezar todas las noches y ayudar a mamá en lo que puedas. Estoy seguro de
que te gustará la granja en la que vamos a vivir los tres. Hay muchos niños.
Sólo tendrás que aprender su lengua para poder jugar con ellos. Aquí brilla el
sol todos los días. De los huevos salen unos pollitos preciosos, pequeñitos.
Desde que estoy en este lugar también han nacido dos terneros. Pero has de
saber una cosa: en África sólo dejan entrar a niños que no les tengan miedo a
los perros. Así que practica para ser valiente. El valor es más
importante en la vida que el chocolate. Te envío tantos besos como caben en tu cara. Dale
algunos a mamá, a la abuela y a la tía Käte. Tu papá
Rongai, 1 de mayo de 1938
Querido padre, querida Liesel:
Ayer llegó vuestra carta con las semillas de rosa, la
receta del chucrú y las novedades de Sohrau. Ojalá pudiera expresar con
palabras lo mucho que significa una carta así. Tengo la sensación de ser aquel muchacho al que tú,
querido padre, escribías desde el frente. Cada una de tus cartas rebosaba valor
y lealtad a la patria. Sólo que entonces ninguno de nosotros pensaba que cuando
uno necesita más valor es cuando ya no tiene patria. Estoy aún más preocupado por vosotros desde que los
austriacos han sido anexionados al Reich. Quién sabe si los alemanes no les
tendrán reservada una suerte similar a los checos. ¿Y qué será de Polonia?
Siempre creí que podría hacer algo por vosotros cuando estuviera en África.
Pero, naturalmente, nunca habría sospechado que en el siglo XX se contratara a
la gente sólo por cama y comida. Hasta que no lleguen Jettel y Regina es
impensable cualquier cambio. Después tampoco será fácil encontrar un trabajo en
el que además de huevos, mantequilla y leche también me den un salario. Poneos al menos en contacto con una organización judía
que asesore a los emigrantes. Por eso también merece la pena que vayáis a Breslau.
Así podríais volver a ver a Regina y a Jettel. No he querido que ellas fueran a
Sohrau antes de partir. Percibo en las cartas de Jettel lo nerviosa que está. Ante todo, querido padre, no te hagas más ilusiones.
Nuestra Alemania ha muerto. Ha pisoteado nuestro amor. No pasa un día sin que
intente arrancármela del corazón. La única que no desea abandonarlo es nuestra
Silesia. Tal vez os preguntéis cómo es que aquí, en el
extranjero, estoy tan al tanto de lo que pasa en el mundo. La radio que me
regalaron los Stattler al marcharme es una auténtica maravilla. Me llega
Alemania con tanta nitidez como si estuviera en casa. Aparte de mi amigo
Süskind (vive en la granja vecina y ya era agricultor en su anterior vida), la
radio es el único ser que me habla en alemán. ¿Le gustaría a Goebbels que el
judío de Rongai sacie su sed de lengua materna con sus arengas? Sólo me entrego
a semejante placer por la noche. Durante el día hablo con los negros, algo que
cada vez me sale mejor, y les cuento a las vacas mis progresos. Esos animales
de ojos tiernos lo comprenden todo. Esta misma mañana me dijo un buey que hacía
bien en no deshacerme del código civil. Pese a ello, no me abandona la
sensación de que a un granjero le sirve menos que a un abogado. Süskind siempre dice que tengo el sentido del humor
necesario para sobrevivir en este país. Me temo que se confunde. Por cierto,
Wilhelm Kulas haría carrera aquí. Los mecánicos se llaman a sí mismos
ingenieros y no tardan en encontrar trabajo. Sin embargo, si yo dijera que en
mi país era ministro de Justicia, no ganaría nada con ello. He enseñado a mi chico a cantar Perdí mi corazón en
Heidelberg. Cuando a alguien le cuesta tanto pronunciar cada palabra como a él,
la canción dura exactamente cuatro minutos y medio y es perfecta como
ampolleta. Ahora mis huevos pasados por agua saben como los de casa. Como
veréis, también tengo mis pequeños logros. Lástima que los grandes tarden tanto
en llegar. Con la esperanza de que os decidáis a hacer algo, os
envía un abrazo lleno de nostalgia, Vuestro Walter
Rongai, 25 de mayo de 1938
Querida Ina, querida Käte:
Cuando os llegue esta carta, Jettel y Regina ya
estarán en camino, si Dios quiere. Me imagino cómo os sentiréis, pero no
encuentro palabras para deciros lo mucho que me emociono cuando pienso en
vosotras y en Breslau. Habéis ayudado a Jettel a soportar nuestra separación y,
conociendo como conozco a mi des—contentadiza Jettel, supongo que no os lo
habrá puesto nada fácil. No os preocupéis por ella. Espero con toda mi alma que
se habitúe a esto. Seguro que con las vivencias de estos últimos años, y en
particular de estos últimos meses, habrá comprendido que sólo hay una cosa que
de verdad cuenta: que estemos juntos y a salvo. Sé, querida Ina, que te
preocupa mucho que yo sea un hombre colérico y Jettel una niña testaruda que
pierde los nervios con facilidad cuando las cosas no salen a su gusto, pero eso
no tiene nada que ver con nuestro matrimonio. Jettel ha sido el gran amor de mi
vida y siempre lo será. Por muy difícil que me lo ponga también a mí a veces. Como ves, el eterno sol africano hace que se abran el
corazón y la boca, pero creo que algunas cosas hay que decirlas a tiempo. Y ya
que estoy en ello, te diré que no hay mejor suegra que tú, queridísima Ina. Y
no me refiero a tus patatas salteadas, sino a toda mi época de estudiante. Tenía diecinueve años cuando llegué a tu casa, y tú me
trataste como si fuera tu hijo. Qué lejano parece todo aquello y qué poco te he
recompensado por tu bondad. Ahora necesitáis todas vuestras fuerzas para vosotras.
Tengo puestas grandes esperanzas en vuestra correspondencia con América.
Aprovechad cualquier posibilidad. Sé que no tienes en mucha estima la oración,
Ina, pero no puedo dejar de pedirle a Dios que nos ayude. Quizá algún día me dé
la oportunidad de agradecérselo. Jettel y Regina serán recibidas como princesas. He
mandado hacer una fantástica cama de cedro con una corona en la cabecera para
Regina (a decir verdad aquí no tengo mucho para vivir, pero sí puedo cortar
tantos árboles como desee). Dibujé la corona en papel y Owuor, mi chico fiel,
mi camarada, logró traer hasta aquí a un gigante casi desnudo con un cuchillo
que se encargó de tallar nuestra corona. Seguro que no hay nada más bello en
toda Breslau. Para Jettel hemos cubierto de tablones el sendero que hay entre
la casa y la letrina, para que no se hunda en el barro cuando tenga que salir
en la estación de las lluvias. Espero que no se asuste demasiado cuando vea que
aquí hay que planear con total precisión incluso las aguas menores. De la casa
al retrete hay tres minutos. En caso de diarrea, menos. Saluda de mi parte al ayuntamiento y a todos los que
han apoyado a los míos. Y cuidaos mucho. Qué tonto me hacen parecer mis
palabras, pero, ¿cómo expresar lo que uno siente? Os quiere, Vuestro Walter
Rongai. 20 de
julio de 1938 Querida Jettel: Hoy he recibido tu carta de Southampton. ¿Puede un
hombre solo sentirse más agradecido, feliz y aliviado? Por fin, por fin, por
fin. Ahora podemos volver a escribirnos sin temor. Me admira que se te haya
ocurrido indicarme los puertos en los que el Adolf Woermann recoge correo. Es
una idea que no me pasó por la cabeza en su momento. De modo que esta carta irá
a Tánger. Si el correo funciona según mis cálculos, te llegará allí sin
problemas. Iría muy justa de tiempo si te la mandase a Niza. Espero que no estés decepcionada. De sobra sé lo que
es esperar correo. En Tánger Regina verá a las primeras personas de
color: confío en que nuestra pequeña miedica no se asuste demasiado. Me alegré
mucho al saber que aguantó bien las emociones de la partida; tal vez siempre la
hayamos considerado más delicada de lo que es. Puedo imaginarme cómo lo habrás
pasado tú. Por cierto, me afectó mucho que tu madre te acompañara hasta
Hamburgo, que un corazón sin esperanza aún pueda pensar en los demás. No te hagas mala sangre por no haber comprado la
nevera. Envolveremos la carne y la mantequilla en tu nuevo vestido de noche y
lo colgaremos al ardiente sol, al viento. Es cierto, así es como mantienen
fríos aquí los alimentos, aunque no sea entre sedas, pero siempre podemos
probar. Así tendrás la sensación de que el vestido al menos tiene alguna
utilidad. Ayer compré plátanos. No una libra ni un kilo, sino todo un racimo
con al menos cincuenta plátanos. Regina se quedará de una pieza cuando lo vea.
De vez en cuando pasan por aquí mujeres con enormes penachos de plátanos y los
ofrecen por las granjas. La primera vez acudieron todos los negros en masa y
casi se mueren de risa al ver que yo sólo quería comprar tres. Los plátanos son
muy baratos (incluso para esos pobres infelices) y muy verdes, pero saben
estupendamente. Me gustaría que todo supiera igual de bien. Creo que Owuor se alegra de que vengáis. Conmigo
estuvo enfadado tres días. Y es que cuando por fin hube aprendido bastante
suahili para construir frases completas, le confesé que no quería comer el
mismo pudín todos los días. Eso lo sacó de sus casillas. No paraba de reprocharme que el primer día elogiara su
pudín. Empezó a imitar los ruiditos que hice la primera vez que lo probé y a
dirigirme miradas burlonas. Yo me quedé desconcertado y, claro está, no sabía
cómo decir variedad en suahili, si es que existe esa palabra. Lleva mucho tiempo entender la mentalidad de los de
aquí, pero son muy simpáticos y no cabe duda de que también muy listos. Sobre
todo, nunca se les ocurriría encarcelar a la gente o echarla del país. A ellos
les da lo mismo que seamos judíos, refugiados o, por desgracia, ambas cosas. En
los días buenos a veces pienso que podría acostumbrarme a esta tierra. Quizá
los negros tengan una medicina (que aquí se dice daua) contra los recuerdos. Ahora debo hablarte de un gran acontecimiento. Hace
una semana apareció de repente ante mis ojos Heini Weyl. El del gran
establecimiento de lencería de la plaza Tauentzienplatz al que fui a ver,
siguiendo el consejo de mi padre, cuando me destituyeron y no sabía adonde
podíamos emigrar. Entonces Heini me recomendó Kenia, pues sólo se necesitaban
cincuenta libras por cabeza. Ya lleva once meses en el país y ha intentado
conseguir un empleo en un hotel, cosa que no ha logrado. Ser camarero no es
trabajo de blancos y para ocupar puestos mejores es necesario hablar inglés.
Pues bien, se ha colocado de gerente (aquí lo es todo el mundo, hasta yo) de
una mina de oro en Kisumu. Conserva su optimismo, aunque en Kisumu debe de
hacer un calor horrible y tiene fama de ser una zona infectada de malaria. Como
Rongai queda de camino entre Nairobi y Kisumu, Heini, que tiene un coche que
compró con sus últimos ahorros, se detuvo en la granja junto con su esposa,
Ruth. Nos pasamos la noche charlando y hablando de Breslau. Owuor olvidó su enfado por lo del pudín y apareció con
una gallina, aunque las gallinas sólo se pueden matar para el señor Morrison.
Owuor aseguró que el animal pasó corriendo ante sus pies y cayó muerto. No te imaginas lo que significa tener una visita en la
granja. Es como si uno estuviera muerto y volviera a la vida. Desgraciadamente los Weyl me contaron que han detenido
a Fritz Feuerstein y a los dos hermanos Hirsch. Según he sabido por una carta
de los Schlesinger, de Leobschütz, también han ido a buscar a Hans Wohlgemut y
a su cuñado Siegfried. Hace tiempo que lo sé, pero tenía miedo de hablarte de
detenciones mientras seguías en Breslau. Tampoco te he contado nunca que el bueno de Greschek,
nuestro fiel amigo, que insistió hasta el final en acudir a un abogado judío,
fue conmigo en tren hasta Génova. También me ha escrito una carta. Espero que comprenda
que no le he respondido por su bien. Qué afortunados somos por poder volver a escribirnos
sin temor. ¿Qué importa que en el Adolf Woermann tengas que escuchar cómo los
nazis idolatran en tu mesa la figura de Hitler? Has de aprender a no tomarte en
serio los agravios. Eso es algo que sólo pueden permitirse los ricos. Lo único
que cuenta es que estéis en el Adolf Woermann, no quién va en él. Dentro de un mes no volverás a ver a esos que tanto te
repatean. Owuor ni siquiera sabe ofender a la gente. Süskind abriga la esperanza de que su jefe le permita
ir con el coche a Mombasa. Así podríamos recogeros y traeros aquí directamente.
Dicho sea de paso, directamente quiere decir un trayecto de al menos dos días
por carreteras sin asfaltar, pero podemos pasar una noche en Nairobi en casa de
la familia Gordon. Los Gordon llevan ya cuatro años viviendo allí y siempre
están dispuestos a ayudar a los recién llegados. En caso de que el jefe de
Süskind no comprenda que, al cabo de meses de angustia, un refugiado tiene la
necesidad de estrechar entre sus brazos a su esposa y su hija, no te
entristezcas. Alguien de la Comunidad Judía os recogerá en Mombasa,
os pondrá en el tren de Nairobi y se ocupará de que sigáis viaje hasta Rongai.
Las comunidades aquí son excelentes. Lástima que sólo se encarguen de la
llegada. Ya no cuento las semanas, sino los días y las horas
que faltan para volver a vernos. Parezco un novio antes de su noche de bodas. Recibe un fuerte abrazo,
Tu viejo Walter CAPÍTULO II
Toto—sonrió Owuor al sacar del
coche a Regina. La lanzó suavemente hacia arriba, la recogió y la estrechó
contra sí. Sus brazos eran blandos y cálidos; sus dientes, muy
blancos. Las grandes pupilas de sus ojos redondos dotaban de claridad a su
rostro, y llevaba un gorro alto, color vino, que parecía un cubo boca abajo,
uno de aquellos cubos con los que Regina había estado haciendo pasteles en la
arena antes de emprender el gran viaje. Del gorro se columpiaba una borla negra
de finos flecos; por el borde asomaban unos minúsculos rizos negros. Owuor llevaba una larga camisa blanca por encima de
los pantalones, igual que los alegres ángeles de los libros de estampas para
niños buenos. Tenía nariz chata, labios abultados y una cabeza que parecía una
luna negra. Cuando el sol hizo brillar las gotas de sudor de su frente, éstas
se transformaron en perlas multicolores. Regina nunca había visto perlas tan
diminutas. El delicioso aroma que exhalaba la piel de Owuor olía
a miel, ahuyentaba el miedo y hacía que una niña pequeña se convirtiera en una
persona mayor. Regina abrió la boca de par en par para engullir mejor la magia
que expulsaba del cuerpo el cansancio y los dolores. Primero notó lo fuerte que
se volvía en brazos de Owuor y después se dio cuenta de que su lengua había
aprendido a volar. —Toto —repitió ella esa hermosa y extraña palabra. Con sumo cuidado, el gigante de las manos poderosas y
la piel suave la posó en el suelo. Su garganta dejó escapar una risotada que le
hizo cosquillas en los oídos. Los altos árboles comenzaron a dar vueltas, las
nubes se pusieron a bailar y negras sombras se deslizaron veloces ante la luz
del sol. —Toto —sonrió de nuevo Owuor. Su voz era sonora y
espléndida, muy distinta de los lamentos y susurros de la gente de la gran
ciudad gris con la que Regina soñaba por las noches. —Toto —replicó Regina exultante, aguardando con
impaciencia la chispeante alegría de Owuor. Abrió tanto los ojos que vio puntitos centelleantes
que, con la claridad, se convirtieron en una bola de fuego antes de
desaparecer. Papá había apoyado su mano, pequeña y blanca, en el hombro de
mamá. La certeza de tener nuevamente consigo a papá y mamá le recordó a Regina el
chocolate. Sacudió la cabeza, asustada, y sintió de inmediato un viento frío en
la piel. ¿Acaso el hombre negro de la luna no volvería a reír nunca más si ella
pensaba en el chocolate? No había chocolate para los niños pobres, y Regina
sabía que era pobre porque su padre ya no podía ser abogado. Mamá se lo había
contado en el barco y la había elogiado por haberlo entendido todo tan bien y
no haber hecho preguntas tontas, pero ahora, con el nuevo aire, cálido y
húmedo, Regina ya no recordaba el final de la historia. Sólo veía que las flores azules y rojas del vestido
blanco de su madre revoloteaban como pájaros. También en la frente de papá
resplandecían diminutas perlas, no tan bonitas y multicolores como las del
rostro de Owuor, pero sí lo bastante graciosas para echarse a reír. «Vamos, niña —le oyó decir a su madre—, hemos de
asegurarnos de que te apartas del sol ahora mismo», y notó que su padre buscaba
su mano, pero los dedos habían dejado de pertenecerle. Se aferraban a la camisa
de Owuor. Owuor dio una palmada y le devolvió los dedos. Los
grandes pájaros negros posados en el arbolito de delante de la casa alzaron el
vuelo, vocingleros, hacia las nubes, y los desnudos pies de Owuor se alejaron
raudos por la tierra roja. Con el viento, la camisa del ángel se transformó en
una bola. Ver a Owuor marcharse corriendo no le gustó. Regina sintió el punzante dolor en el pecho que
siempre precedía a un gran pesar, pero se acordó a tiempo de que su madre le
había dicho que en su nueva vida no debía llorar. Así que cerró los ojos con fuerza para contener las
lágrimas. Cuando pudo ver de nuevo, Owuor apareció entre la alta hierba
amarilla. En sus brazos llevaba un pequeño corzo. —Éste es Suara. Es un toto, como tú —dijo. Y aunque Regina no le entendió, extendió los brazos.
Owuor le entregó el tembloroso animalillo. Yacía boca arriba, tenía unas patas
delgadas y unas orejas tan pequeñas como las de la muñeca Anni, que no había
podido venir con ella de viaje porque en las cajas no había más espacio. Regina
nunca había tenido en sus manos un animal. Pero no sintió miedo. Dejó que su
cabello cayera sobre los ojos del pequeño corzo y le rozó la cabeza con los
labios, como si llevara tiempo deseando no pedir ayuda, sino ofrecer
protección. —Tiene hambre —musitó su boca—. Yo también. —Santo Dios, es la primera vez en la vida que te oigo
decir eso. —Lo ha dicho mi corzo, no yo. —Llegarás lejos en esta tierra, tímida princesita. Ya
hablas como un negro —dijo Süskind. Su risa era distinta de la de Owuor, pero
también era agradable a los oídos. Regina apretó al corzo contra su pecho y no oyó más
que los latidos regulares de su cálido cuerpo. Luego cerró los ojos. Su padre
le quitó de las manos el animalillo dormido y se lo dio a Owuor. Entonces tomó
a Regina en brazos como si fuera una niña pequeña y entró en la casa. —¡Bien! —exclamó Regina llena de júbilo—. Tenemos
agujeros en el techo. Nunca había visto nada igual. —Tampoco yo hasta que llegué aquí. Espera y verás lo
diferente que es todo en nuestra nueva vida. —Nuestra nueva vida es tan bonita... El corzo se llamaba Suara porque ése fue el nombre que
le dio Owuor el primer día. Suara vivía en un gran establo que había detrás de la
pequeña casa, lamía los dedos de Regina con su cálida lengua, bebía leche de un
pequeño recipiente de hojalata y al cabo de pocos días ya podía mordisquear
mazorcas de maíz tiernas. Cada mañana, Regina abría la puerta del establo;
entonces Suara se ponía a dar saltos entre la alta hierba y, de camino a casa,
iba restregando la cabeza contra los pantalones marrones de Regina. Llevaba esos pantalones desde el día en que dio
comienzo la gran magia. Cuando al atardecer caía el sol del cielo y un manto
negro envolvía la granja, Regina escuchaba las historias de hermanitos y
hermanitas que le contaba su madre. Sabía que su corzo también terminaría
siendo un apuesto joven. Cuando las patas de Suara fueron más largas que la
hierba de detrás de los árboles espinosos y Regina ya conocía los nombres de
tantas vacas que tenía que decirle a su padre cómo se llamaban cuando ordeñaba,
Owuor trajo un perro de pelaje blanco y manchas negras. Sus ojos eran del color
de las estrellas luminosas y su hocico era largo y húmedo. Regina le rodeó el
cuello con los brazos, un cuello tan redondo y cálido como los brazos de Owuor.
Su madre salió de la casa corriendo y exclamó: —¡Pero si a ti te dan miedo los
perros! —Aquí no. —Lo llamaremos Rummler —dijo el padre con una voz tan
grave que Regina se atragantó al echarse a reír. —Rummler —dijo entre risas— es una bonita palabra.
Igual que Suara. —Pero Rummler es alemán. Y a ti ya sólo te gusta el
suahili. —Rummler también me gusta. —¿Cómo se te ocurre ponerle ese nombre, Rummler?
—quiso saber la madre—, ¡Pero si ése era el jefe de distrito de Leobschütz!
—Bah, Jettel, necesitamos nuestros juegos. Ahora podemos pasarnos todo el día
gritándole: Rummler, hijo de puta, y alegrarnos de que nadie venga a
detenernos. Regina suspiró y acarició la cabezota del perro, que
espantaba las moscas con sus cortas orejas. Con el calor, su cuerpo desprendía vaho
y olía a lluvia. A menudo papá decía cosas que ella no entendía, y cuando se
reía, sólo emitía un breve sonido agudo que no retumbaba en las montañas como
la risa de Owuor. Le susurró al perro la historia de la transformación del
corzo y el perro miró en dirección al establo de Suara y comprendió lo mucho
que Regina deseaba tener un hermano. Dejó que el viento le acariciara los oídos y oyó que
sus padres pronunciaban una y otra vez el nombre de Rummler, pero no acababa de
entenderlos bien, aunque sus voces eran muy nítidas. Cada palabra era como una pompa de jabón que estallaba
en el mismo instante en que uno trataba de agarrarla. «Rummler, hijo de puta», terminó diciendo Regina, pero
sólo cuando los rostros de sus padres se tornaron tan luminosos como una
lámpara con una mecha nueva supo que esas cuatro palabras eran una fórmula
mágica. Regina también adoraba al aja que había llegado a la
granja poco después que Rummler. Apareció una mañana delante de la casa, cuando se
desvanecía el último arrebol del firmamento y los buitres negros posados sobre
los espinos egipcios asomaban la cabeza por entre las alas. Aja era la palabra para niñera y era más hermosa que
las demás precisamente porque se podía leer igual hacia delante que hacia
atrás. El aja era, al igual que Suara y Rummler, un regalo de Owuor. Todas las familias ricas de las grandes granjas con
pozos profundos en el césped delante de imponentes casas de piedra blanca
tenían un aja. Antes de llegar a Rongai, Owuor había trabajado en una granja
para un bwana que tenía un coche y muchos caballos y, naturalmente, un aja para
sus hijos. «Una casa sin aja no es buena», dijo el día en que
trajo consigo a la joven mujer de las chozas situadas a orillas del río. La
nueva memsahib, a la que había enseñado a decir senté sana cuando quería dar
las gracias, le dirigió una mirada de aprobación. Los ojos del aja eran de color café y tan dulces y
grandes como los de Suara. Sus manos eran delicadas; las palmas, más blancas
que el pelaje de Rummler. Se movía con la agilidad de los árboles jóvenes al
viento y su piel era más clara que la de Owuor, aunque los dos pertenecían al
clan de los jaluo. Cuando el viento le arrebataba el manto amarillo que llevaba
sujeto en el hombro derecho con un grueso nudo, sus pequeños, firmes pechos se
mecían como bolas pendientes de un cordón. El aja nunca se enfadaba ni se
impacientaba. Hablaba poco, pero los breves sonidos que escapaban de su
garganta sonaban como canciones. Si Regina aprendió de Owuor su lengua tan bien y tan
aprisa que muy pronto la gente comenzó a entenderla mejor que a sus padres, el
aja trajo el silencio a su nueva vida. Todos los días, después de almorzar, las
dos se sentaban en la redonda mancha de sombra del árbol espinoso que se
hallaba entre la casa y la cocina. Allí, mejor que en cualquier otro lugar de
la granja, era donde la nariz podía atrapar el aroma de la leche caliente y los
huevos fritos. Cuando la nariz estaba saciada y la garganta húmeda, Regina se
frotaba suavemente el rostro contra la tela del manto del aja. Entonces oía
latir dos corazones antes de quedarse dormida. No se despertaba hasta que las
sombras se hacían alargadas y Rummler le lamía la cara. Después venían las horas en que el aja trenzaba
cestitas con largas hierbas. Sus dedos arrancaban del sueño a pequeños animales
de alas diminutas y sólo Regina sabía que eran caballos alados que volaban
hasta el cielo portando sus deseos. Mientras trabajaba, el aja hacía ruiditos
con la lengua, como chasquidos, pero nunca movía los labios. La noche también tenía sus propios sonidos. Tan pronto
oscurecía, comenzaban a aullar las hienas y de las chozas llegaban retazos de
cánticos. Ya en la cama, los oídos de Regina seguían engullendo sonidos. Como
las paredes de la casa eran tan bajas que ni siquiera llegaban hasta el techo,
ella podía oír cada una de las palabras que decían sus padres en el dormitorio. Aun cuando hablaban entre susurros, los sonidos eran
tan nítidos como las voces durante el día. En las noches buenas, sonaban
soñolientos como el zumbido de las abejas y los ronquidos de Rummler cuando,
con unos pocos lengüetazos, había vaciado la escudilla. Pero había noches
largas y enojadas, con palabras que se disparaban con los primeros aullidos de
las hienas, que daban miedo y sólo se ahogaban y se sumían en el silencio
cuando el sol despertaba a los gallos. Tras las noches del gran ruido, Walter iba por la
mañana a los establos más temprano que los pastores que ordeñaban las vacas y
Jettel aparecía en la cocina con los ojos rojos y desleía su ira en la cazuela
de leche sobre el humeante hornillo. Después del suplicio nocturno, ninguno de
ellos era capaz de hallar el camino hacia el otro hasta que la refrescante
brisa vespertina de Rongai apagaba el rescoldo del día y se apiadaba de sus
desconcertadas cabezas. En esos momentos de reconciliación, rebosantes de
vergüenza y turbación, a Walter y a Jettel sólo les quedaba el extraño milagro
que la granja había obrado en Regina. Compartían agradecidos el asombro y el alivio. Aquella
niña apocada a la que antes bastaba que le sonrieran los extraños para que
cruzara los brazos a la espalda y bajara la cabeza, había resultado un
camaleón. Regina mejoraba en Rongai a medida que pasaban los días. Rara vez
lloraba y se echaba a reír en cuanto se le acercaba Owuor. Entonces su voz se
despojaba de todo soplo de candidez y mostraba una firmeza que era la envidia
de Walter. —Los niños se adaptan rápidamente —afirmó Jettel el
día en que Regina le contó que había aprendido jaluo para poder hablar con
Owuor y el aja en su idioma—, ya lo decía mi madre. —En ese caso aún hay esperanza para ti. —Eso no tiene gracia. —No pretendía ser gracioso. Walter se arrepintió de su pequeño arrebato. Echaba de
menos su anterior talento para gastar bromas inofensivas. Desde que su ironía
se había vuelto mordaz y la infelicidad de Jettel la hacía impredecible, los
nervios de ambos ya no aguantaban las pequeñas pullas, tan naturales en tiempos
mejores. La alegría del reencuentro no duró mucho en las vidas
de Walter y Jettel, y pronto regresó el desaliento que los atormentaba. Sin que
se atrevieran a reconocerlo, ambos sufrían más la obligada compañía que les
imponía la soledad en la granja que la soledad en sí. No estaban acostumbrados a estar siempre juntos, y sin
embargo se veían forzados a pasar cada hora del día sin otra compañía y al
margen de las emociones y distracciones del mundo exterior. Las habladurías
provincianas que les hicieran sonreír y a menudo incluso consideraran molestas
en los primeros años de matrimonio les parecían ahora divertidas y
emocionantes. Ya no había breves separaciones y, por tanto, tampoco la alegría
del reencuentro, lo cual quitaba hierro a las discusiones y hacía que en el
recuerdo se les antojaran inocentes escaramuzas. Walter y Jettel empezaron a pelearse el día en que se
conocieron. El temperamento irascible de Walter no admitía réplica y ella tenía
el aplomo de una mujer que de niña fue de una belleza extraordinaria y recibió
todos los mimos de una madre que enviudó pronto. Durante el largo tiempo que
estuvieron comprometidos, las discrepancias sobre trivialidades y su
incapacidad para ceder les hicieron la vida imposible sin que dieran con una
solución. Sólo de casados aprendieron a aceptar el equilibrio íntimo entre
pequeñas disputas y estimulantes reconciliaciones como parte de su amor. Cuando nació Regina y, seis meses más tarde, Hitler
llegó al poder, Walter y Jettel hallaron en el otro más apoyo que antes sin ser
conscientes de que ya eran unos marginados en el supuesto paraíso. Sólo en el
monótono ritmo de vida de Rongai cayeron en la cuenta de lo que realmente había
ocurrido. Se habían pasado cinco años dedicando toda la fuerza de su juventud a
la ilusión de forjarse una patria que hacía tiempo los había rechazado. Ahora
ambos se avergonzaban de su falta de perspicacia y de la certeza de no haber
querido ver lo que muchos ya veían. El tiempo había dado al traste con sus sueños. En el
oeste de Alemania, ya el 1 de abril de 1933, con el boicot de los comercios
judíos, el rumbo de los acontecimientos dio un giro hacia la desesperanza.
Destituyeron a los jueces judíos; expulsaron a los profesores de las
universidades; los abogados y los médicos perdieron sus puestos; los
comerciantes, sus negocios; y todos los judíos, la esperanza inicial de que el
terror durara poco. No obstante, gracias al Convenio de Ginebra para la
Protección de las Minorías, los judíos de la Alta Silesia quedaron por de
pronto dispensados de un destino que no podían concebir. Walter no entendía que no podía escapar al destino de
los proscritos cuando empezó a consolidar su bufete en Leobschütz e incluso se
hizo notario. En sus recuerdos, las gentes de Leobschütz —claro que con algunas
excepciones cuyos nombres podía enumerar, cosa que hacía una y otra vez en
Rongai— eran amables y tolerantes. Pese a las persecuciones de los judíos,
también incipientes en la Alta Silesia, algunas personas, cuyo número era cada
vez mayor en su memoria, insistían en acudir a un abogado judío. Con un orgullo que con el tiempo se le antojaba tan
indigno como presuntuoso, él se había contado entre las excepciones de los
condenados por el destino. El día en que expiró el Convenio de Ginebra para la
Protección de las Minorías, Walter supo de su destitución como abogado. Ésa fue
su primera confrontación con la Alemania que no había querido admitir. El golpe
fue demoledor. Para él, el hecho de que tanto su instinto como su sentido de la
responsabilidad para con su familia le hubieran fallado se convirtió en un
fracaso irreparable. Con sus ganas de vivir, Jettel había tenido aún menos
presente aquella amenaza. Le bastaba con ser el admirado centro de un pequeño
círculo de amigos y conocidos. Más por casualidad que por premeditación, de
niña sólo había tenido amigas judías, al terminar sus estudios había entrado de
ayudante de un abogado judío y a través de la asociación de estudiantes de
Walter, la KC, sólo había tenido contacto con judíos. A ella no le importó que
después de 1933 sólo pudiera relacionarse con los judíos de Leobschütz. La
mayor parte de ellos tenía la edad de su madre y encontraba estimulantes la
juventud, el encanto y la amabilidad de Jettel. Además, Jettel estaba
embarazada y resultaba enternecedora en su ingenuidad. Las gentes de Leobschütz
pronto empezaron a mimarla como antes hiciera su madre y, al contrario de lo
que se temía en un principio, disfrutaba de la vida de provincias. Y cada vez
que se aburría, se iba a Breslau. Los domingos solían ir a Tropau. La frontera checa
estaba a un paso. Allí, además del suculento escalope que se comía y la gran
selección de tartas, Jettel tenía al menos la ilusión de que la emigración, de
la que había que hablar de vez en cuando ya que a muchos conocidos no les
quedaba más remedio, no sería muy distinta de las festivas excursiones al
hospitalario país vecino. A Jettel jamás se le habría ocurrido que no pudieran
satisfacerse necesidades tales como la compra diaria, los convites de amigos,
los viajes a Breslau, el cine y un compasivo médico de cabecera junto a la cama
tan pronto como la paciente tenía unas décimas de fiebre. Sólo el traslado a
Breslau como paso previo a la emigración, la búsqueda desesperada de un país
que estuviera dispuesto a acoger a judíos, la separación de Walter y, en último
término, el miedo de no volver a verlo y tener que quedarse sola en Alemania con
Regina hicieron despertar a Jettel. Comprendió lo que había ocurrido durante
los años en que había disfrutado del presente, un presenté que hacía ya tiempo
había dejado de ser la promesa de un futuro. De modo que Jettel, que se tenía
por una persona con experiencia en la vida y creía poseer un instinto certero
para las personas, más tarde también se avergonzaría de su exceso de confianza
y su buena fe. En Rongai, sus reproches y su infelicidad fueron
creciendo como la hierba silvestre. En los tres meses que llevaba en la granja, Jettel no
había visto más que la casa, el establo y el bosque. Además sentía una profunda
aversión tanto por la aridez, esa sequedad que a su llegada le dejó el cuerpo
debilitado y la cabeza sin voluntad, como por las copiosas lluvias, que no
tardaron en llegar. La lluvia reducía la vida a la lucha desesperada contra el
lodo y a los infructuosos esfuerzos por mantener seca la leña para el fuego de
la cocina. Y siempre estaba presente el temor a la malaria y a
que Regina pudiera enfermar y morir. Sobre todo, Jettel vivía con el constante
pánico de que Walter perdiera su empleo y los tres se vieran obligados a dejar
Rongai y quedarse a la intemperie. Jettel se dio cuenta de que el señor
Morrison, que en sus visitas incluso se mostraba antipático con Regina, hacía
responsable a su esposo del devenir de la granja. Para el maíz, el tiempo había sido primero demasiado
seco y luego demasiado húmedo. Y el trigo aún no había empezado a verdear. Las
gallinas tenían una enfermedad en los ojos: morían al menos cinco cada día. Las
vacas no daban bastante leche. Ni uno solo de los cuatro últimos terneros que
habían nacido había llegado a las dos semanas. El pozo que Walter había hecho
cavar por deseo del señor Morrison no daba agua. Sólo los agujeros del techo
eran cada vez mayores. El día en que el primer incendio del matorral después
de las grandes lluvias tornó al Menengai en una pantalla rojiza fue
especialmente tórrido. Pese a ello, Owuor colocó ante la casa unas sillas para
Walter y Jettel. —Hay que contemplar el fuego, que llevaba mucho tiempo
dormido —afirmó. —Entonces, ¿por qué no te quedas tú a verlo? ' —Mis
piernas deben marcharse. El viento soplaba con demasiada vehemencia para las
horas previas al ocaso, el espeso humo que sobrevolaba la granja en abultadas
nubes había teñido el cielo de gris. Los buitres habían abandonado los árboles.
En el bosque chillaban los monos y también las hienas habían comenzado a aullar
antes de tiempo. El aire era acre, dificultaba el habla. Sin embargo, Jettel gritó de pronto: —¡No puedo más!
—No tengas miedo. La primera vez también yo pensé que ardería la casa y quise
llamar a los bomberos. —No estoy hablando del fuego. No aguanto más este
lugar. —Debes hacerlo, Jettel. No tenemos otra elección. —Pero, ¿qué va a ser de nosotros aquí? Tú no ganas ni
un céntimo y pronto nos quedaremos sin dinero. ¿Cómo vamos a mandar a Regina a
la escuela? Ésta no es vida para una niña, todo el día con el aja, sentadas
bajo el árbol. —¿Acaso crees que no lo sé? Con lo grandes que son las
distancias aquí, los niños van al internado. El más cercano está en Nakuru y
cuesta cinco libras al mes. Süskind ha estado informándose. A menos que se
produzca un milagro, no podremos permitírnoslo en unos cuantos años. —Siempre estamos esperando un milagro. —Jettel, hasta ahora Dios no se ha portado tan mal con
nosotros. De lo contrario no estarías aquí para quejarte. Estamos vivos, eso es
lo principal. —Estoy harta de oír eso —dijo ella con voz ahogada—.
Estamos vivos. ¿Para qué? ¿Para preocuparnos de terneros muertos y gallinas
inertes? También yo tengo la sensación de estar muerta. A veces incluso he
llegado a desearlo. —Jettel, no vuelvas a decir eso nunca más. Por el amor
de Dios, eso es pecado. Walter se puso en pie y la obligó a levantarse de su
silla. Su desesperación le hizo quedarse inmóvil y permitió que la ira
consumiera su ecuanimidad, su bondad y su entendimiento. Pero entonces vio que
Jettel estaba llorando en silencio. Su semblante pálido y su desvalimiento lo
conmovieron. Finalmente, halló suficiente compasión para tragarse sus reproches
y su furia. Con una ternura que lo dejó tan perplejo como antes lo hiciera su
vehemencia, Walter estrechó a su mujer entre sus brazos. Por un breve instante
se dejó llevar por el familiar estímulo de sentir el cuerpo de ella contra el
suyo, pero su cabeza no tardó en negarle tan nimio consuelo. —Nos hemos salvado. Tenemos la obligación de
continuar. —¿Y qué se supone que significa eso? —Jettel —dijo
Walter en voz queda, a sabiendas de que no podría seguir reprimiendo por mucho
tiempo las lágrimas que lo atenazaban desde el amanecer—, ayer en Alemania
ardieron las sinagogas. Hicieron saltar en mil pedazos los cristales de los
comercios judíos, a algunos los sacaron de sus casas y los apalearon hasta dejarlos
medio muertos. Llevo todo el día queriendo decírtelo, pero no he podido. —¿Cómo lo sabes? ¿Cómo puedes decir algo así? ¿Cómo es
posible que te hayas enterado de eso en esta maldita granja? —Esta mañana, a
las cinco, sintonicé una emisora suiza. —Pero no pueden incendiar las sinagogas sin más ni
más. Nadie puede hacer algo así. —Sí que pueden. Esos monstruos pueden. Para ellos
hemos dejado de ser personas. Las sinagogas son sólo el principio. Ya no hay quien
pare a los nazis. ¿Comprendes ahora que no tiene ninguna importancia que Regina
aprenda a leer, ni cuándo? Walter tenía miedo de mirar a su mujer, pero cuando
por fin se atrevió a hacerlo, se percató de que ella no había entendido lo que
él pretendía decirle. Para su madre y Käte, para su padre y Liesel ya no había
esperanza de huir de aquel infierno. Desde que esa mañana apagara la radio,
Walter estuvo dispuesto a cumplir con su obligación, a decir la verdad, pero el
momento del desafío logró paralizar su lengua. Era la estupefacción la que lo anulaba,
no el dolor. La vida no volvió a sus miembros hasta que no se
obligó a apartar los ojos del tembloroso cuerpo de Jettel. Sus oídos volvían a
captar sonidos. Oyó los ladridos del perro, los graznidos de los cuervos, las
voces procedentes de las chozas y el sordo clamor de los tambores del bosque. Owuor llegó corriendo a la casa por entre la hierba
agostada. Su camisa blanca resplandecía a la postrera luz del día. Tanto se
asemejaba a los ufanos pájaros que Walter se sorprendió sonriendo. —Bwana —dijo Owuor jadeante—, sigi na kuja. Le gustó ver el desconcierto en los ojos del bwana, A
Owuor le encantaba esa expresión, pues hacía que su bwana pareciera tonto como
un burro aún no destetado; y él, listo como la serpiente que lleva mucho tiempo
hambrienta y sabe encontrar pronto a su presa. La hermosa sensación de saber
más que el bwana era dulce como el tabaco que aún no has acabado de mascar. Owuor se tomó su tiempo antes de abandonar su triunfo,
mas luego ansió la agitación que debían suscitar sus palabras. A punto estaba
de repetirlas cuando comprendió que el bwana no le había entendido. De modo que se limitó a decir sigi al tiempo que se
sacaba, ceremonioso, una langosta del bolsillo del pantalón. No había sido
fácil mantenerla con vida mientras corría, pero aún movía las alas. —Esto es una sigi —aclaró Owuor con el tono de una
madre que habla a un hijo tonto—. Es la primera. La he cogido para ti. Cuando
lleguen las demás, lo devorarán todo. —¿Qué podemos hacer? —Hacer mucho ruido es bueno, pero
una boca es demasiado pequeña. Si sólo gritas tú no servirá de nada, bwana. —Owuor, ayúdame, no sé qué hacer. —Se puede ahuyentar a la sigi —explicó Owuor, hablando
exactamente igual que el aja cuando arrancaba a Regina del sueño y la devolvía
al calor—. Necesitamos cacerolas y cucharas y tenemos que golpearlas. Como
tambores. Aún mejor si rompemos cristales. Todos los animales tienen miedo
cuando el cristal muere. ¿No lo sabías, bwana? CAPÍTULO III Cuando a la mañana siguiente al episodio de las
langostas salió el sol, todos los de las schambas y las chozas sabían —de ahí
los tambores de los bosques de las lejanas granjas vecinas— que Owuor era algo
más que un simple chico que removía las cazuelas y convertía en furiosos
agujeros las mansas burbujitas. En la lucha contra la sigi había sido más veloz
que las flechas de los masai. Owuor había convertido en guerreros a los hombres
y las mujeres, y también a todos los niños que podían andar sin tener que
agarrarse al pañuelo que ceñía las caderas de sus madres. Sus gritos y el potente ruido de cacerolas, el
estruendo de pesadas barras de hierro golpeándose entre sí y, sobre todo, la
estridente tormenta de fragmentos de vidrio que saltaban en pedazos contra las
grandes piedras habían ahuyentado a las langostas antes de que descendieran
sobre las schambas repletas de trigo y maíz. Habían seguido volando como aves
despistadas demasiado endebles para conocer su destino. El día en que el bwana se puso a berrear como un niño
consumido por su propia rabia y Owuor pasó a ser el ángel vengador, éste hasta
les puso en la mano a sus luchadores las krais redondas en que preparaban el
poscho por la noche. Tras la gran victoria, Owuor no había malgastado la noche
durmiendo, ni tampoco había tenido oídos para las ruidosas bromas de sus
amigos; tanto le embriagó la certeza de que podía hacer magia, tan dulce era el
sabor en su boca cuando su lengua dejaba escapar la palabra sigi. Al día siguiente a aquella noche tan deliciosamente
larga, el bwana regresó del ordeño antes de que la última gota de leche
estuviera en el cubo. Llamó a Owuor para que acudiera a la casa justo cuando
éste se disponía a cantar la canción de los huevos. La memsahib estaba sentada
en la silla del asiento rojo que parecía un pedazo del sol poniente y sonreía.
Regina se hallaba agachada en el suelo, con la cabeza de Rummler entre las
rodillas. Despertó al perro tan pronto como Owuor entró en la habitación. El bwana tenía en la mano una gran pelota negra. La
desplegó, la convirtió en un abrigo y tiró de la mano de Owuor para que tocara
la tela. El abrigo era como la tierra tras las grandes lluvias. A ambos lados y
en el cuello brillaba un tejido aún más delicado que el de la espalda; igual de
suave era la voz del bwana cuando le puso a Owuor el abrigo sobre los hombros y
le dijo: —Es para ti. —¿Me regalas tu abrigo, bwana? —No es un abrigo, es
una toga. Un hombre como tú ha de llevar una toga. Owuor probó a decir la extraña palabra al punto. Como
no provenía de la lengua de los jaluo y tampoco era suahili, le ocasionó grandes
dificultades en la boca y la garganta. La memsahib y la niña se echaron a reír. Incluso
Rummler abrió la boca, pero el bwana, que había enviado a sus ojos de safari,
permanecía allí, en pie, como un árbol que no ha crecido lo bastante para que
su copa se impregne del frescor del viento. —Toga —dijo el bwana—. Debes decirla a menudo. Así
pronto la pronunciarás tan bien como yo. Durante siete noches, cuando después del trabajo iba a
ver a los hombres de las chozas, Owuor se ponía el abrigo negro detrás de una
mata, un abrigo que se inflaba de tal forma con el viento que los niños, los
perros e incluso los ancianos que ya no veían bien chillaban como pájaros
asustados. Apenas la tela —que con el sol arrojaba una luz negruzca e incluso a
la luz de la luna era más oscura que la noche— tocaba cuello y hombros, Owuor
se esforzaba por pronunciar la extraña palabra. Para Owuor, abrigo y palabra eran un encantamiento del
que sabía que algo tenía que ver con su lucha contra la langosta. Cuando el sol
salió por octava vez, la palabra se deshizo por fin en su boca como un pequeño
bocado de poscho. Era el momento de ceder al impulso de averiguar más cosas
sobre el abrigo. Hasta que llegó la hora de avivar el fuego de la
cocina, Owuor se empapó de la certeza de que hacía ya tiempo que su bwana, la
memsahib y la toto lo entendían igual de bien que quienes no temen a las
langostas ni a las hormigas gigantes. Durante un tiempo dejó que creciera aún
más la pregunta que tanto llevaba bullendo en su cabeza, pero la curiosidad le
devoraba la paciencia, de modo que fue en busca del bwana. Walter se hallaba junto al depósito de hojalata,
golpeando las estrías para escuchar hasta cuándo tendrían agua potable, cuando
Owuor le preguntó: —¿Cuándo llevabas la toga? —Owuor, ésa era mi toga cuando
aún no era un bwana. Llevaba la toga para trabajar. —Toga —repitió Owuor, alegre porque por fin el bwana
había comprendido que las buenas palabras han de decirse dos veces—. ¿Puede un
hombre trabajar con la toga? —Sí, Owuor, sí. Pero en Rongai ya no puedo
trabajar con la toga. —¿Trabajabas con las manos cuando aún no eras un
bwana? —No, con la boca. Un hombre ha de ser inteligente para llevar la toga.
En Rongai tú eres inteligente. Yo no. A Owuor no le quedó claro por qué el bwana era tan
distinto de los hombres blancos para los que antes había trabajado, hasta que
estuvo en la cocina. Su nuevo bwana decía palabras que con la magia de la
repetición secaban la boca, pero que se grababan en el oído y la cabeza. La noticia de la derrota de las langostas tardó
exactamente ocho días en llegar a Sabbatia y animar a Süskind a partir hacia
Rongai, aunque entre las vacas de su granja se habían declarado los primeros
casos de fiebre de la costa oriental. —Hombre —gritó desde el coche—, te has convertido en un
auténtico granjero. ¿Cómo lo has conseguido? Yo no lo he logrado en toda
mi vida. Tras la última estación de las lluvias esas malas bestias acabaron con
la mitad de la granja. La noche se convirtió en un derroche de armonía y
serenidad. Jettel se despidió de sus últimas patatas, que reservaba para una
ocasión especial, enseñó a Owuor a preparar albóndigas de Silesia y le habló de
las peras secas que su madre siempre le mandaba a comprar al pequeño
establecimiento de la calle Goethestra. Melancólica, aunque al mismo tiempo
alegre, se puso la falda blanca y la blusa de listas azules y rojas que no
había vuelto a sacar desde Breslau, y pronto tuvo la oportunidad de quedarse
extasiada ante la admiración que despertó en Süskind. —Sin ti —dijo éste— ya no sabría lo bonita que puede
llegar a ser una mujer. Seguro que todos los hombres de Breslau andaban detrás
de ti. —Así era —confirmó Walter, y Jettel disfrutó al
comprobar que sus celos no habían perdido un ápice de su antigua fuerza. Regina no tuvo que irse a la cama. Pudo dormir frente
al fuego y, tan pronto la despertaban las voces, se imaginaba que la chimenea
era el Menengai; y las negras cenizas tras la quema del matorral, chocolate.
Aprendió algunas palabras nuevas para el cajón secreto de su cabeza. Las que
más le gustaron fueron «impuesto a la fuga del Reich»2, aunque también fueron
las que más le costó memorizar. Walter le habló a Süskind de su primer proceso en
Leobschütz y de cómo, acto seguido, había remojado su inesperado éxito con
Greschek en la fiesta de la matanza de Hennerwitz. Süskind trató de acordarse
de Pomerania, pero empezaba a confundir los años, los lugares y los nombres que
su memoria le proporcionaba. —Esperad y veréis —advirtió—. Pronto os pasará lo
mismo. El gran olvido es lo mejor de África. Al día siguiente llegó a la granja el señor Morrison.
No cabía duda de que la noticia de la salvación de la cosecha también había
llegado a Nairobi, pues le tendió la mano a Walter, algo que nunca había hecho.
Más extraordinario aún fue que, al contrario que en sus anteriores visitas,
también supo ver el gesto de Jettel, que había preparado té para él. Lo bebió de la taza de porcelana de Rosenthal con las
florecitas de colores, sacudiendo la cabeza cada vez que tomaba un terrón de
azúcar del azucarero de porcelana con las pinzas de plata. Cuando el señor Morrison regresó a la casa después de
ir a ver las vacas y las gallinas, se quitó el sombrero. Su rostro parecía más
joven: tenía el cabello muy rubio y las cejas pobladas. Pidió una tercera taza
de té. Estuvo jugueteando un rato con las pinzas del azúcar y de nuevo sacudió
la cabeza. De pronto se puso en pie, se dirigió al armario donde estaban el
diccionario de latín y la Enciclopedia Británica, sacó un servilletero de
marfil del cajón y se lo dio a Regina. El aro le pareció tan hermoso que el corazón se le
aceleró. Sin embargo, llevaba tanto tiempo sin tener que dar las gracias por un
regalo que no se le ocurrió nada que decir salvo senté sana, aunque sabía que
una niña no podía hablar suahili con un hombre tan poderoso como el señor
Morrison. Nada más equivocado, aunque quizá no tanto, ya que el
señor Morrison mostró dos dientes de oro al reír. Regina salió corriendo de la
casa presa de la excitación. No era la primera vez que veía al señor Morrison,
pero no se había reído nunca y tampoco le había prestado demasiada atención a
ella. Si había cambiado tanto, quizá fuera él su corzo, que se había
transformado en una persona por arte de magia. Suara dormía bajo el árbol de las espinas. El
descubrimiento de que el aro blanco no poseía ningún poder especial lo despojó
de parte de su belleza. De modo que Regina susurró «la próxima vez» al oído de
Suara, esperó a que el corzo moviera la cabeza y luego volvió lentamente a la
casa. Morrison se había puesto el sombrero y tenía el mismo
aspecto de siempre. Hizo de la mano derecha un puño y se quedó mirando por la
ventana. Por un instante se pareció un poco a Owuor el día que llegaron las
langostas, sólo que él no se sacó del pantalón ningún diablillo batiendo alas,
sino seis billetes que fue dejando uno a uno en la mesa. —Every month —dijo Morrison, y se dirigió al coche.
Primero aulló el motor, luego Rummler, y al poco se levantó una nube de polvo
en la que desapareció el automóvil. —Dios mío, ¿qué ha dicho? Jettel, ¿lo has entendido?
—Sí. Quiero decir, casi. Month significa mes. De eso estoy segura. Aprendimos
esa palabra en el curso. A decir verdad, yo fui la única que logró pronunciarla
correctamente, pero, ¿crees que el asqueroso del profesor me elogió por ello o
asintió siquiera con la cabeza? —Eso ahora no tiene importancia. ¿Qué significa
la otra palabra? —No te pongas a vociferar. Ésa también la aprendimos, pero no
me acuerdo. —Tienes que acordarte. Aquí hay seis libras. Seguro
que significa algo. —Month significa mes —repitió Jettel. Ambos estaban tan agitados que durante un rato sólo
fueron capaces de pasarse los billetes, contarlos sobre la mesa y encogerse de
hombros. —Pero si tenemos un diccionario —recordó por fin
Jettel. Rebuscó nerviosa en una caja y sacó un libro de tapas amarillas y
rojas—. Aquí está, Mil palabras en inglés. — Rió.—También tenemos Mil palabras
en español. —Ya no nos sirven. El español era para Montevideo.
¿Puedo decirte algo, Jettel? Esta empresa está condenada al fracaso. No tenemos
ni idea de cuál es la palabra que debemos buscar. Presa de una expectación que le abrasaba la piel,
Regina se sentó en el suelo. Comprendió que sus padres, que sacaban de la garganta
la misma palabra una y otra vez y olfateaban igual que Rummler cuando estaba
hambriento, habían inventado un juego nuevo. Para poder disfrutar de la alegría
por más tiempo, era mejor no participar de ella. Regina también reprimió las ganas de ir a buscar a
Owuor y al aja, y estuvo tanto tiempo jugueteando con la oreja de Rummler que
éste empezó a proferir suaves ruiditos de satisfacción. Entonces oyó a su padre
decir: —Tal vez tú sepas lo que ha dicho Morrison. Regina quería saborear un poco más el placer que le
suponía poder participar por fin en la nueva ronda de palabras extrañas,
sacudidas de cabeza y movimientos de hombros. Sus padres seguían olfateando como Rummler cuando
tenía que esperar mucho por su comida. Así que abrió la boca, se pasó el
servilletero por la mano y fue deslizándolo poco a poco hasta el codo. Qué bien
que había aprendido de Owuor a atrapar sonidos que no entendía. Sólo había que
encerrarlos en la cabeza y dejarlos salir de vez en cuando sin abrir la boca. —Every month —recordó, pero, dejándose acariciar largo
rato por el asombro de sus padres, permitió que se escapara el momento adecuado
para repetir el encantamiento. Pese a todo, sus oídos fueron recompensados con el
elogio de su padre: —Eres una niña muy lista. —Y de pronto se pareció al gallo
blanco de la cresta color rojo sangre. Pero no tardó en transformarse de nuevo
en el padre con los ojos rojos de impaciencia; tomó el libro de la mesa, volvió
a dejarlo en el mismo sitio al instante, se frotó las manos y suspiró—: Soy un
burro. Un pobre burro. —¿Por qué? —También hay que saber deletrear las palabras
que se quieren buscar en el diccionario, Regina. —Tu padre no tiene agallas; él piensa y yo actúo
—intervino Jettel—. Aver—leyó en voz alta— significa afirmar. Aviary es una
pajarera. Ésta es aún más estúpida. Luego viene avid. Significa ávido. —Jettel, eso es absurdo. Así nunca lo conseguiremos. —¿Para qué sirve un diccionario si no puedes encontrar
nada en él? —Bueno. Dámelo. Ahora buscaré yo por la E. Evergreen —leyó Walter—
significa de hoja perenne. Regina se dio cuenta por vez primera de que su padre
pronunciaba mejor que Owuor. Retiró las manos de la cabeza de Rummler y se puso a
batir palmas. —Cállate, Regina. Maldita sea, esto no es ningún juego
de niños. Va a ser evergreen. Claro, Morrison hablaba de sus maizales siempre
verdes. Es curioso, jamás le habría creído capaz de decir tal cosa. —No —dijo Jettel, y su voz se volvió muy queda—. Ya lo
tengo. Lo tengo, en serio. Every significa cada. Eh, Walter, every month debe
significar cada mes. No puede ser otra cosa. ¿Querrá eso decir que nos dará seis
libras cada mes? —No lo sé. Habremos de esperar a ver si se repite el milagro. —Siempre hablas de milagros. —Regina aguardó para ver
si su padre se daba cuenta de que había imitado la voz de su madre, pero ni sus
ojos ni sus oídos, que permanecían al acecho, lograron captar nada. —Esta vez tiene razón —musitó Jettel—. Sencillamente
ha de tenerla. —Se puso en pie, atrajo a Regina hacia sí y le dio un beso que
sabía a sal. El milagro se hizo realidad. Al comienzo de cada mes,
Morrison se presentaba en la granja, tomaba primero dos tazas de té, visitaba a
sus gallinas y sus vacas, se acercaba a los maizales, regresaba para tomar la
tercera taza de té y dejaba sobre la mesa, en silencio, seis billetes de una
libra. Jettel podía henchirse de orgullo igual que Owuor
cuando se hablaba del día en que la fortuna cambió la vida en Rongai. —¿Ves? —decía ella entonces, y Regina pronunciaba al
unísono las familiares palabras sin mover los labios—. ¿De qué te sirve toda tu
preciada formación si ni siquiera has aprendido inglés? —De nada, Jettel, de
nada, tan poco como mi toga. Cuando Walter decía eso, sus ojos no parecían tan
cansados como en los meses anteriores. En los días buenos parecían los mismos
que antes de la malaria, y luego también se echaba a reír cuando Jettel
saboreaba su victoria, la llamaba «mi pequeño Owuor» y disfrutaba por las
noches de la ternura que ambos creían perdida para siempre. —Esta noche me han hecho un hermanito —le contó Regina
al aja bajo el árbol de las espinas. —Eso está bien —repuso el aja—. Suara ya no se
convertirá en un niño. Por la noche Walter propuso: —Vamos a mandar a Regina
a la escuela. La próxima vez que Süskind vaya a Nakuru, se enterará de lo que
hay que hacer. —No —rehusó Jettel—. Aún no. —Pero has insistido tanto... Y yo también lo quiero. Jettel se percató de que empezaba a arderle la piel,
pero no se avergonzó de su turbación. —No he olvidado lo que ocurrió el día antes de que
llegaran las langostas —dijo—. Entonces pensaste que no había entendido lo que me
contaste, pero no soy tan tonta como piensas. Regina aún podrá aprender a leer
con siete años. Ahora necesitamos el dinero para mamá y Käte. —¿Y cómo vas a hacer eso? —Aquí tenemos suficiente
para hartarnos. ¿Por qué no podemos dejar las cosas como están durante un
tiempo? Lo tengo todo calculado. Si no tocamos el dinero, dentro de diecisiete
meses habremos reunido las cien libras para sacar de allí a mamá y Käte. Y aún
nos sobrarán dos libras. Ya verás como lo logramos. —Si no pasa nada. —¿Qué iba a pasar? Pero si aquí nunca pasa nada. —Pero sí en el resto del mundo, Jettel. En casa las
cosas están muy mal. A Walter el empeño y la disposición para la renuncia
de Jettel, el júbilo con que cada mes metía las seis libras en un cofrecillo y
las contaba una y otra vez, la confianza en que lograría reunir a tiempo la
suma de la salvación le resultaban más difíciles de soportar que las noticias
que escuchaba cada hora del día y, a menudo, incluso de la noche. Los intervalos entre las cartas procedentes de Breslau
y Sohrau eran cada vez mayores, las propias cartas, pese a todos sus esfuerzos
por silenciar el miedo, resultaban tan alarmantes que Walter a menudo se
preguntaba si de verdad su mujer no se daba cuenta de que la esperanza era una
ofensa. A veces la creía realmente ingenua, se sentía conmovido y la envidiaba.
Sin embargo, cuando el abatimiento lo atormentaba de tal modo que ni siquiera
era capaz . de sentir agradecimiento por su propia salvación, su desesperación
se convertía en odio hacia Jettel y sus ilusiones. Su padre le había escrito acerca de sus vanas
tentativas de vender el hotel, le contaba que apenas salía y que en Sohrau ya
sólo quedaban tres familias judías, pero que, teniendo en cuenta las
circunstancias, le iba bien y no quería quejarse. Al día siguiente de que
ardieran las sinagogas, escribió: «Tal vez Liesel pueda emigrar a Palestina.
Ojalá pudiera convencerla de que se separe de este viejo tonto.» Además, desde
el 9 de noviembre de 1938, había suprimido de sus cartas la esperanzada
despedida: «Hasta la vista.» En cada una de las líneas de las cartas de Breslau
se palpaba el miedo a la censura. Käte hablaba de restricciones que «nos traen de
cabeza» y siempre mencionaba a amigos comunes «que tuvieron que salir de viaje
repentinamente y de los que no hemos vuelto a tener noticias». Ina relataba que
ya no podía alquilar ninguna habitación y escribía: «Sólo salgo de casa a
determinadas horas.» El regalo de cumpleaños de Regina, que era en septiembre,
lo habían mandado en febrero. Walter comprendió el mensaje en clave con horror.
Su suegra y su cuñada ya no se atrevían a hacer planes a largo plazo y habían
abandonado la esperanza de salir de Alemania. Le hacía sufrir el deber de hacer que Jettel se
enfrentara a la verdad, pero sabía que era pecado no hacerlo. Sin embargo,
cuando la veía contar su dinero, igual que un niño que tiene perfectamente
calculada la realización de sus deseos, dejaba pasar la ocasión de hablar con
ella. A ojos de Walter, su silencio era una capitulación, su debilidad le
repugnaba. Se iba a la cama después que Jettel y se levantaba antes que ella. El tiempo parecía haberse detenido. A mediados de
agosto, el chico de Süskind trajo una carta en la que decía: «Definitivamente
tenemos en Sabbatia la maldita fiebre de la costa oriental. Por de pronto se
acabaron los sabat. He de rezar por mis vacas y ver si aún puedo salvar algo
aquí. Si tus vacas empiezan a dar vueltas, es demasiado tarde. En tal caso la
epidemia ya habrá llegado a Rongai.» —¿Y por qué no puede venir? —preguntó
Jettel furiosa cuando Walter le mostró la carta—. Pero si él no está enfermo. —Al menos ha de estar en la granja cuando sus vacas
mueran. Süskind también teme por su empleo. Cada vez están llegando más
refugiados al país que quieren colocarse en las granjas. Eso hace que cualquiera
de nosotros sea aún más fácil de sustituir. Las visitas de Süskind los viernes constituían el
punto álgido de la semana, el recuerdo de una vida con conversaciones y
distracciones, un mutuo dar y recibir, un soplo de normalidad. Ahora se habían
terminado la expectación y la alegría. Cuanto más monótona se tornaba la vida,
más ansiaba Jettel los relatos de Süskind sobre Nairobi y Nakuru. Él siempre
sabía quién acababa de llegar al país y dónde había ido a parar. Más aún
extrañaba su buen humor, las bromas y los cumplidos, el optimismo que siempre
le hacía mirar hacia delante y que la reafirmaba a ella en su fe en el futuro. Walter sufría todavía más. Desde que estaba en la
granja, y tanto más después de su malaria, veía en Süskind a su salvador en
momentos de acuciante necesidad. Precisaba del altivo talante del amigo para no
caer en sus estados depresivos y en aquella añoranza de Alemania que le hacía
dudar de su propio juicio. Para él, Süskind era la prueba de que un hombre
podía llegar a adaptarse a su destino de apátrida. Más aún, era su único
contacto con la vida. Incluso Owuor se lamentaba de que el bwana Sabbatia ya
no fuera por la granja. Nadie movía la boca como él cuando llegaba el pudín.
Nadie reía tan alto como el bwana Sabbatia cuando Owuor vestía su toga y
cantaba Perdí mi corazón en Heidelberg. —El bwana Sabbatia —se quejó Owuor cuando el día se
hizo noche sin su visita— es como un tambor. Yo lo toco en Rongai y él me
contesta desde el Menengai. —Nuestra radio también echa de menos a Süskind —afirmó
Walter la noche del 1 de septiembre—. La batería está estropeada y sin su coche
no podemos cargarla. —¿Ahora ya no escuchas las noticias? —No, Regina. El
mundo ha muerto para nosotros. —¿La radio también está muerta? —Muerta y bien muerta.
Ahora sólo tus oídos pueden saber lo que hay de nuevo. Así que échate en el
suelo y cuéntame algo bonito. A Regina le daba vueltas la cabeza de alegría y
orgullo. Tras las pequeñas lluvias, Owuor le había enseñado a tenderse boca
abajo y quedarse inmóvil para arrancarle a la tierra sus sonidos. Desde
entonces, había oído muchas veces el coche de Süskind antes de que estuviera a
la vista, pero su padre nunca había dado crédito a sus oídos, se limitaba a
decir, enfadado, que eran «tonterías» y ni siquiera se avergonzaba cuando en
efecto Süskind aparecía después de que ella lo hubiera anunciado. Ahora que ya
no podía escuchar más voces en la radio muerta, había comprendido por fin que
sin los oídos de Regina estaba tan sordo como el viejo Cheroni, el que metía
las vacas en el establo para ordeñarlas. Se sintió fuerte y lista. A pesar de
todo, se tomó su tiempo para atrapar unos sonidos que tenían que ir de safari
por el Menengai antes de que pudieran escucharse en Rongai. Regina no se tendió
sobre el pedregoso sendero que llevaba a la casa hasta la noche siguiente a la
muerte de la radio, pero la tierra no dejaba escapar ningún ruido salvo el
lenguaje de los árboles al viento. Tampoco a la mañana siguiente halló más que
silencio, pero a mediodía sus oídos despertaron. Cuando le llegó el primer sonido, Regina no se atrevió
ni a respirar para no importunarlo. Hasta el segundo no debería haber
transcurrido más tiempo del que tarda un pájaro en volar de un árbol a otro.
Sin embargo, se hizo esperar tanto que Regina temió haber separado la oreja del
suelo más de la cuenta y haber escuchado tan sólo los tambores de la selva.
Estaba a punto de levantarse, antes de que la decepción le secara la garganta,
cuando de la tierra surgió un latido tan poderoso que tuvo que apresurarse. Esta vez su padre no podía pensar que había visto el
coche antes de oírlo. Hizo bocina con las manos para que su voz sonase más
fuerte y aulló: «Deprisa, papá, tenemos visita. Pero no es el coche de
Süskind.» El camión que avanzaba jadeante hacia la granja por la empinada
pendiente era más grande que todos los demás que habían pasado por Rongai. Los
niños salieron corriendo de las chozas en dirección a la casa, muy juntos sus
cuerpos desnudos. Les seguían las mujeres con los bebés a la espalda, las
muchachas con calabazas llenas de agua y las cabras, azuzadas por los ladridos
de los perros. Los chicos de las schambas soltaron sus azadas y abandonaron los
campos; los pastores, sus vacas. Alzaban los brazos, chillaban como si hubieran vuelto
las langostas y cantaban las canciones que sólo al anochecer llegaban desde las
chozas. La risa de los curiosos y los nerviosos se estrellaba una y otra vez
contra el Menengai y regresaba en forma de claro eco. Éste enmudeció tan aprisa
como había empezado y el camión se detuvo en medio del silencio. Al principio sólo pudieron ver una fina nube de tierra
roja que subió muy alto y bajó del cielo al instante. Cuando se hubo
desvanecido, los ojos se abrieron como platos y los brazos y las piernas se
quedaron inmóviles. Incluso los hombres más ancianos de Rongai, que ya ni
siquiera contaban las lluvias que habían vivido, tuvieron que vencer a sus ojos
antes de que estuvieran dispuestos a ver. El camión era tan verde como los
bosques que nunca se secan, y detrás, en el remolque para ganado, no había
bueyes ni vacas en su primer safari, sino hombres de piel blanca y grandes
sombreros. Al lado del aja y Owuor estaban Walter, Jettel y
Regina, inertes junto al depósito de agua, delante de la casa, temerosos de
levantar la cabeza, aunque todos vieron que el hombre que estaba junto al
conductor abría de golpe la puerta del camión y bajaba lentamente. Llevaba pantalones cortos caqui, tenía las piernas
enrojecidas y unas relucientes botas negras que a su paso espantaban las moscas
de la hierba. En una mano sostenía una hoja de papel más luminosa que el sol.
Con la otra se tocaba la gorra, que descansaba sobre su cabeza como un plato
llano de color verde oscuro. Cuando por fin el extraño abrió la boca, Rummler
se puso a ladrar.
—Mister Redlich
—ordenó la potente voz—, come along! I have to arrest you. We are at war. Hasta entonces nadie se había movido. Luego llegó un
sonido familiar del camión; era Süskind gritando: —¡Santo cielo, Walter, no me
digas que no te has enterado! Ha estallado la guerra. Van a internarnos a todos. Vamos, sube. Y no te
preocupes por Jettel y Regina. Hoy mismo pasarán a buscar a las mujeres y los
niños para llevarlos a Nairobi. CAPÍTULO IV Los hombres jóvenes que aún conservaban vivos sus
recuerdos de los colegios ingleses y las alegres noches en Oxford recibieron la
noticia del estallido de la guerra - por profundo que fuera su pesar por la
amenazada patria- como un cambio no del todo indeseable. Lo mismo les ocurrió a
los veteranos de ilusiones marchitas que, con cierto tedio por la monótona
rutina de la vida colonial, cumplían con sus obligaciones en la policía de
Nairobi y las fuerzas armadas del resto del país. De repente, su cometido ya no
tenía que ver solamente con robos de ganado, ocasionales luchas tribales y crímenes
pasionales en la alta sociedad inglesa, sino con la propia colonia de la
Corona. En los últimos cinco años, ésta venía acogiendo cada
vez a más gente del continente, y justo esta gente planteaba ahora a las
autoridades nuevos desafíos. En tiempos de paz, los refugiados sin recursos,
con nombres de tan difícil pronunciación como escritura, suponían una
contrariedad precisamente por su horrible acento y por su ambición, considerada
poco deportiva en vista de la tendencia británica al comedimiento. Con todo,
por lo general se les tenía por disciplinados y fáciles de manejar. Durante
largo tiempo, uno de los principales objetivos de las autoridades había sido no
sacudir los sólidos cimientos de la vida y la economía de Nairobi, es decir,
dispensar a la ciudad de los emigrantes y alojarlos en granjas. Todo ello se
había llevado a cabo siempre con rapidez y a entera satisfacción de los
granjeros gracias a la Comunidad Judía, cuyos miembros más antiguos compartían
la misma opinión. La guerra trajo consigo otras prioridades. Ahora lo
único importante era proteger a la nación de aquellos que por nacimiento,
lengua, educación, tradición y lealtad pudieran mantener unos lazos más
estrechos con el enemigo que con el país de acogida. Las autoridades sabían que
debían actuar de forma rápida y eficaz, y por lo pronto no estaban en absoluto
descontentas con el modo en que habían hecho frente a tan inusitado cometido.
En el plazo de tres días, todos los extranjeros enemigos de las ciudades y
también de las remotas granjas habían pasado a manos del ejército en Nairobi y
habían sido informados de que, en adelante, dejaban de tener el estatus de
refugees y pasaban a ser considerados enemy aliens. Contaban con vivencias análogas de la anterior Guerra
Mundial, que ahora era la Primera, y también con suficientes oficiales
veteranos que habían servido en el ejército y sabían lo que había que hacer. Se
internó a todos los hombres mayores de dieciséis años; los enfermos y los que
necesitaban cuidados fueron repartidos entre los distintos hospitales que
tenían la vigilancia adecuada. Se desalojaron de inmediato los barracones del
Segundo Regimiento de los King's African Rifles de Ngong, a veinte millas de
Nairobi. Los soldados cuyo cometido era ir a buscar a los
hombres de las granjas habían procedido de forma inesperadamente rápida y en
extremo concienzuda. «Un tanto demasiado concienzuda», según palabras del
coronel Whidett —el cual estaba a cargo de la operación Enemy Aliens— en su
primera comparecencia tras el exitoso resultado. En tan precipitada detención, los jóvenes soldados ni
siquiera habían dado tiempo a los bloody refugee —como los llamaban en su
reavivado patriotismo— a hacer la maleta, y con su mal dosificado celo acabaron
causando a sus superiores dificultades fácilmente evitables. En primer lugar,
se vieron obligados a vestir a los hombres, que habían llegado a Ngong
únicamente con pantalón, camisa y sombrero o a veces incluso en pijama. De
encontrarse en la madre patria, semejante problema habría sido atajado de inmediato
recurriendo a las ropas de presidiario. Pero en Kenia resultaba tan inmoral como falto de
gusto ponerle a los blancos la misma ropa que a los prisioneros negros. En las
cárceles del país no había ni un solo europeo y, por consiguiente, tampoco
cosas tan naturales para las necesidades diarias como cepillos de dientes,
mudas o esponjas. Para no cargar el presupuesto ya en los primeros días de la
guerra ni suscitar preguntas desagradables por parte del Ministerio de la
Guerra de Londres, se hizo un llamamiento a los sorprendidos ciudadanos para
que efectuaran los correspondientes donativos, medida ésta que provocó una
avalancha de cartas al director dolorosamente burlonas en el East African
Standard. Aún peor acogida recibió la particularidad de que los
internados llevaran los mismos uniformes caqui que sus guardianes. En los
propios círculos militares, la indeseada pero necesaria igualdad de la
apariencia externa entre los defensores de la patria y sus eventuales atacantes
despertó gran indignación. No era posible acallar los rumores de que los
hombres del continente se mofaban de la gravedad de la situación. Existían
informes de que se saludaban entre sí con sorna y que los que hablaban inglés
preguntaban sin más ni más a los guardianes cuál era el camino del frente. El
Sunday Post aconsejaba a sus lectores: «Si se encuentra a un hombre que vista
el uniforme británico, por su propia seguridad hágale entonar primero el God
Save the King.» El Standard se contentaba con un comentario que, pese a todo,
llevaba por título «Escándalo». Aun siguiendo la más estricta interpretación del
riesgo para la seguridad, no habría sido preciso internar de inmediato a
mujeres y niños. El ejército estimaba más que suficiente limitarse a confiscar
radios y cámaras para evitar que pudieran ser utilizadas para una posible toma
de contacto con el enemigo en los campos de batalla europeos. Por otra parte, no había que olvidar que también en
1914, en la Guerra de los Böers, habían concentrado a mujeres y niños en
campos. Más aún pesaba el argumento de que era contrario a la tradición
británica del honor y el sentido de la responsabilidad dejar en una granja a
seres indefensos sin protección masculina. Nuevamente se procedió de forma
rápida y nada burocrática. Al estallar la guerra, ninguna mujer debía quedarse
más de tres horas sola en una granja. A las internadas y, con mayor razón, a los niños no se
les podía alojar en barracones militares, pero de nuevo el coronel Whidett dio
con una solución satisfactoria. Sin reparar en el esparcimiento de los fines de
semana de los granjeros que habitaban las tierras altas, el tradicional hotel
Norfolk y el lujoso hotel New Stanley fueron requisados como alojamiento para
las familias de los «extranjeros enemigos». Se impuso esta opción porque Nairobi
era el único lugar que contaba con suficientes funcionarios competentes para
hacerse cargo de una situación que no podía seguir así a la larga. Las internadas se quedaron desconcertadas al llegar a
Nairobi después del largo y penoso viaje desde las granjas. Recibieron una
jubilosa bienvenida por parte del personal del hotel, al que hasta entonces
siempre se había exhortado a saludar gustosamente a los huéspedes y al que no
se había podido reeducar a tiempo para hacer frente a los cambios que trajo
consigo la guerra. También se había ordenado que acudieran a los dos hoteles
médicos, enfermeras, puericultoras y profesores. Debido a la urgencia de su
movilización, esperaban encontrarse problemas que guardaran una relación causal
con la guerra; mas pronto se dieron cuenta de que ese caso especial nada tenía
que ver con estallidos de epidemias ni problemas psicológicos, sino con
dificultades de comunicación. El mejor modo de resolver esas dificultades
habría sido utilizando el suahili, idioma que, sin embargo, los pretenciosos
funcionarios de la colonia no dominaban tan bien como aquellas gentes que no
llevaban mucho tiempo en el país y que en modo alguno se correspondían con la
imagen habitual de los agentes enemigos. El transporte de Nakuru, Gilgil, Sabbatia y Rongai fue
el último en llegar al hotel Norfolk. Ya en el trayecto y gracias al consuelo y
la tranquilidad proporcionados por el destino común, Jettel había superado su
miedo al incierto futuro y la conmoción de la repentina separación de Walter, y
hasta consideró beneficiosa la inesperada liberación de la soledad y la
monotonía de la granja. Estaba tan fascinada por la elegancia y el animado
ambiente del hotel que por un momento, al igual que las demás mujeres, olvidó
la causa de tan abrupto cambio en su vida. Regina también estaba deslumbrada. En Rongai se había
negado a subir al camión y tuvieron que arrastrarla a la fuerza. Durante el
viaje no había parado de llorar y de llamar a Owuor, al aja, a Suara, a Rummler
y a su padre, pero el brillo de las numerosas luces, las cortinas de terciopelo
azul de los altos ventanales, los cuadros con marcos dorados y las rosas rojas
en copas de plata, además de las muchas personas y aromas, capaces de despertar
en ella un entusiasmo aún mayor que los cuadros, lograron ahuyentar de
inmediato sus preocupaciones. Se quedó boquiabierta, aferrada al vestido de su
madre mientras contemplaba a las enfermeras de almidonadas cofias blancas. La cena acababa de empezar. Se trataba de uno de esos
menús elaborados con esmero por los cuales el Norfolk era famoso no sólo en
Kenia, sino en toda África oriental. El jefe de cocina, un hombre oriundo de
Sudáfrica y con experiencia en dos barcos de lujo, no tenía la menor intención
de romper con la tradición de la casa sólo porque en algún lugar de Europa
hubiera estallado una guerra y en el comedor no hubiese más que mujeres y
niños. El día anterior habían llegado bogavantes de Mombasa,
cordero de las tierras altas, y judías verdes, apio y patatas de Naivasha. La
carne iba acompañada de esa salsa de menta considerada una especialidad
legendaria del Norfolk, gratín a la francesa, frutas tropicales sobre un
delicado lecho de bizcocho y una selección de quesos que, con el stilton, el
cheshire y el cheddar ingleses, de sobra completaba la oferta de paz. La
primera noche, el cocinero atribuyó el hecho de que numerosas porciones de
bogavante y cordero volvieran intactas a la cocina debido al excesivo cansancio
de los comensales. Sin embargo, como persistiera la aversión a los
crustáceos y a la carne, se pidió consejo a un representante de la Comunidad
Judía de Nairobi. A decir verdad, éste pudo informar sobre las prescripciones
alimentarias judías, pero tampoco él sabía por qué los niños regaban los
postres con su salsa de menta. El cocinero maldijo primero la bloody war y muy
pronto a los bloody refugees. Ni siquiera un hotel tan espacioso como el Norfolk
tenía sitio suficiente para tan inusitada afluencia de huéspedes, de modo que
cada habitación hubo de ser compartida por dos mujeres con sus respectivos
hijos. Se temió incluso que hubiera que recurrir a los cuartos del servicio. Lo
cierto es que éstos no estaban ocupados, ya que, contrariamente a la costumbre
habitual en el Norfolk, las mujeres y los niños habían llegado sin sus chicos y
ajas personales, pero la sensibilidad del director del hotel se oponía a que
los europeos vivieran en las habitaciones destinadas a los negros. Regina compartía una cama turca con una chica unos
meses mayor que ella. Esto les ocasionó ciertas dificultades la primera noche,
puesto que, como hijas únicas que eran ambas, no estaban acostumbradas a tan
estrecho contacto, pero sirvió para que superaran tanto más rápido el miedo y
la timidez. Inge Sadler era una niña fuerte que llevaba traje bávaro y dormía
con camisones de franela de cuadros azules y blancos. Era muy independiente y
amable y estaba a todas luces encantada con la perspectiva de tener una amiga.
Los primeros días, Regina pensó que su dialecto bávaro era inglés, pero pronto
se acostumbró a la pronunciación de su nueva amiga y se asombró de que supiera
leer y escribir. Inge había ido un año a la escuela en Alemania y
estaba dispuesta a transmitirle sus conocimientos a Regina. Cuando Inge se
despertaba por las noches, lloraba angustiada y tenía que acudir a calmarla su
madre, quien, pese a su energía y severidad durante el día, sabía consolar tan
dulcemente como el aja y conquistó el corazón de Regina tan aprisa como en su
antigua vida lo hiciera Owuor. Cuando Regina le habló a la señora Sadler de
Suara, ella sacó de su costurero lana azul y le hizo un corzo de ganchillo. Los Sadler eran de Weiden in der Oberpfalz y habían
llegado a Kenia seis meses antes de que estallara la guerra. Dos de los
hermanos tenían una tienda de confección y el tercero era agricultor. Las tres
esposas eran demasiado resueltas para añorar el fulgor del pasado. Tejían
jerseys y cosían blusas para un afamado establecimiento de Nairobi y habían
animado a sus esposos a arrendar una granja en Londiani que ya a los seis meses
producía sus primeros beneficios. Inge había vivido en Weiden el pogromo del 9 de
noviembre y había tenido que presenciar cómo destrozaban el escaparate de la
tienda paterna, arrojaban a la calle telas y vestidos y saqueaban la casa. A su
padre y sus dos tíos los sacaron de casa a rastras, los golpearon y se los
llevaron a Dachau. Cuando volvieron al cabo de cuatro meses, Inge no reconoció
a ninguno de los tres. Como la avergonzaba llorar por la noche, a las dos
semanas de estar en el Norfolk le relató a Regina los acontecimientos de los
que nunca hablaba con sus padres. —A mi papá no le pegó nadie —afirmó Regina cuando Inge
hubo acabado. —Entonces es que no es judío. —Eso es mentira. —Ni siquiera sois alemanes. —Somos de la patria —aclaró Regina—. De Leobschütz,
Sohrau y Breslau. —En Alemania muelen a palos a todos los judíos. Lo sé
perfectamente. Odio a los alemanes. —Yo también odio a los alemanes —aseguró Regina. Se propuso hablarle lo antes posible a su padre de su
nuevo odio, de Inge, de los vestidos en la calle y de Dachau. Aunque mencionaba
mucho menos a su padre que a Owuor, al aja, Suara y Rummler, lo echaba de menos
y sentía la separación tanto más cuanto que le remordía la conciencia. Se había
tendido en el suelo y había sido la primera en oír el camión que los había
desterrado a todos de Rongai. En el pequeño estanque de los nenúfares blancos sobre
los que, al calor del mediodía, se posaban las mariposas como nubes amarillas,
le reveló a Inge: —He hecho la guerra. —Tonterías, los alemanes han hecho la guerra. Eso lo
sabe todo el mundo. —Tengo que contárselo a mi papá. —Él ya lo sabe. Sólo después de esa conversación cayó Regina en la
cuenta de que todas las mujeres hablaban de la guerra. Hacía tiempo que ya no
estaban tan alegres como al principio del internamiento. Decían cada vez más a
menudo: «Cuando volvamos a la granja», y ninguna de ellas quería saber nada del
entusiasmo con el que llegaron a Nairobi. El cambio de tono en el Norfolk
aumentaba la añoranza de la vida en la granja. El director del hotel, un hombre enjuto y desabrido
llamado Applewaithe, hacía tiempo que había dejado de esforzarse por ocultar su
aversión hacia quienes no sabían pronunciar su nombre. Detestaba a los niños,
con los que hasta el momento no había tenido relación alguna ni personal ni profesionalmente,
y a las madres recientes les prohibió calentar la leche para los niños en la
cocina, tender pañales en el balcón y colocar los cochecitos bajo los árboles.
Daba a entender a las mujeres cada vez con mayor claridad que para él eran unas
intrusas y, aún peor, enemy aliens. Tras la desconcertante euforia inicial que había
suscitado en ellas la dicha de estar juntas, las mujeres volvieron a la
realidad consternadas y conscientes de su culpabilidad. Casi todas tenían aún parientes en Alemania y ahora
comprendían que para padres, hermanos y amigos ya no había escapatoria posible.
La certidumbre de esa perentoriedad y el descubrimiento de la inseguridad del
propio futuro las paralizaban. Añoraban a sus esposos, que antes tomaban solos todas
las decisiones y asumían la responsabilidad de la familia y de los cuales ni
siquiera sabían adonde los habían llevado. La conciencia de la propia
impotencia las desconcertaba y trajo consigo mezquinas rencillas y, después,
una apatía que las hacía refugiarse en el pasado. Las mujeres rivalizaban en
descripciones relativas a la buena vida que una vez tuvieran, una vida que con
cada día de obligada ociosidad brillaba aún más en el recuerdo. Se avergonzaban
de sus lágrimas y más aún cuando decían «en el hogar» o «en casa» y ya no
sabían si hablaban de la granja o de Alemania. Jettel sufría lo indecible por su necesidad
insatisfecha de protección y consuelo. Anhelaba la vida en Rongai, con el buen humor de Owuor
y el ritmo familiar de los días, que ya no le parecían solitarios, sino llenos
de esperanza y futuro. Incluso echaba de menos las peleas con Walter, que ahora
se le antojaban una sucesión de cariñosas bromas, y lloraba con la sola mención
de su nombre. Después de cada arrebato decía: «Si mi marido supiera por lo que
estoy pasando aquí, vendría a recogerme en el acto.» La mayoría de las veces,
las mujeres se encerraban en su habitación cuando Jettel se abandonaba a su
desesperanza, pero una tarde en que su dolor era más intenso que de costumbre,
Elsa Conrad se puso a vociferar inesperada y ruidosamente: —Deja ya de
lloriquear y haz algo. ¿Acaso crees que si se hubieran llevado a mi marido me
quedaría de brazos cruzados gimoteando? Las mujeres jóvenes dais asco. Jettel se quedó tan estupefacta que dejó de sollozar al
instante. —¿Qué puedo hacer? —preguntó con una voz sin rastro de llanto. Desde el primer día en el Norfolk, Elsa Conrad se
convirtió en una autoridad por todas respetada que no admitía réplica. No le
temía ni a las discusiones ni a las personas, era la única berlinesa del grupo
y la única no judía. Ya su sola apariencia resultaba imponente. Elsa, tan
gruesa como impasible, de día envolvía su corpulencia en largos vestidos de
flores; y de noche, en escotados vestidos de fiesta. Llevaba turbantes de un rojo
encendido que asustaban tanto a los niños que empezaban a gritar nada más
verla. Por las mañanas nunca se levantaba antes de las diez,
apelando al señor Applewaithe había conseguido que el desayuno le fuera servido
en su habitación y no paraba de amonestar a los niños y, con igual insistencia,
a las mujeres que se ahogaban en sus penas o se quejaban de nimiedades. Sólo
fue temida los primeros días. Su capacidad de réplica hacía soportables sus
provocaciones y su humor hacía lo propio con su temperamento. Cuando contó su
historia, pasó a ser una heroína. Elsa poseía un bar en Berlín y no solía tener trato
con clientes que le desagradaran. A los pocos días de que ardieran las
sinagogas, en el bar de Elsa entró una mujer con dos acompañantes y, aún con el
abrigo puesto, lanzó un discurso incendiario contra los judíos. Elsa la agarró
por el cuello del abrigo, la echó a la calle y le gritó: «¿De dónde crees que
ha salido tu caro abrigo de pieles? Seguro que se lo has robado a los judíos,
puta.» Esto le valió seis meses en prisión y, acto seguido, la expulsión
inmediata de Alemania. Elsa había llegado a Kenia sin recursos y ya a la
primera semana la había contratado de niñera un matrimonio escocés de Nanyuki.
En ningún momento se había llevado bien con los niños, pero sí con los padres,
pese al escaso inglés chapurreado que había cogido al vuelo en el barco. A
ellos les enseñó a jugar al skat y al cocinero, a adobar huevos cocidos y a
hacer albóndigas. Cuando estalló la guerra, los escoceses se separaron de Elsa
muy a su pesar y no permitieron que subiera al camión. Ellos mismos la llevaron
en coche al Norfolk, y al despedirse, la abrazaron maldiciendo a los ingleses y
a Chamberlain. Elsa sólo conocía la victoria. «Y ahora, ¿qué voy a
hacer?», imitó la voz de Jettel la tarde en que logró encauzar su futuro.
«¿Queréis pasaros toda la guerra aquí metidas, mano sobre mano, mientras
retienen a vuestros maridos? Entonces, ¿por qué me miráis con cara de bobas?
¿Ni siquiera podéis olvidar que os tienen en palmitas? Moved vuestros mimados
traseros y escribid a las autoridades. Seguro que alguna de estas señoritingas
habrá ido a la escuela y sabrá suficiente inglés para escribir una carta.» La
propuesta, por poco éxito que prometiera, fue aceptada, ya que temían más la
ira de Elsa que al ejército británico. Tenía tanta capacidad de organización
como de persuasión, así que ordenó a cuatro mujeres que poseían bastantes
conocimientos de inglés y a Jettel, por su bonita caligrafía, que escribieran
cartas en las que relataran su suerte y aclararan sus puntos de vista. El señor
Applewaithe se dejó convencer inusualmente deprisa de que era su obligación dar
curso al correo de quienes no podían abandonar el hotel. Ni siquiera la propia Elsa contaba con que esta
campaña tuviera un éxito tan rápido. Para las autoridades militares, lo decisivo no fue ni
el tono ni el contenido de las misivas, sino la particularidad de que ellas
mismas habían empezado a cuestionar algunos aspectos. Tras las primeras
reacciones de Londres, en Nairobi se dudaba de si realmente tendrían que haber
internado a todos los refugiados o de si no habría sido más racional comprobar
previamente su orientación política. A ello había que añadir el hecho de que numerosos
granjeros esperaban ser llamados a filas y querían saber que sus granjas
estarían al cuidado de los refugiados, económicos y muy responsables. La
sección de cartas al director del East African Standard la ocupaban casi
exclusivamente comentarios que se preguntaban por qué precisamente en Nairobi
los prisioneros de guerra tenían que vivir en hoteles de lujo. También los
propietarios del Norfolk y del New Stanley reclamaban con insistencia la
restitución de su propiedad. El coronel Whidett estimó inteligente mostrar al
menos cierta flexibilidad. En primer lugar, autorizó los contactos entre
matrimonios con hijos y dejó entrever que estudiaría medidas adicionales.
Exactamente a los diez días de que Applewaithe entregara las cartas a las
autoridades militares, volvieron a presentarse ante la puerta los camiones del
ejército. Tenían orden de llevar a mujeres y niños al campo de internamiento de
Ngong. A los hombres les sucedió lo mismo que a sus mujeres.
El internamiento los había devuelto a la vida tras la soledad y el mutismo. La
embriaguez de la liberación fue inmensa. Viejos conocidos y amigos que se
habían visto por última vez en Alemania volvían a encontrarse; los compañeros
de infortunio del barco se abrazaban de nuevo; los extraños constataban que
tenían amigos comunes. Pasaron días y noches intercambiando vivencias,
esperanzas y opiniones. Los que se habían salvado supieron de desgracias que
empequeñecían las propias. Aprendieron a escuchar otra vez, podían hablar. Era
como si se hubiera roto un dique. Después del tiempo pasado en las granjas, solos con la
esposa y los hijos y con la obligación de dominarse y reprimir sus miedos, o
después de pasar años solos en una granja, todos ellos se alegraban de vivir en
un grupo de hombres. Al menos temporalmente, vivirían sin las preocupaciones
económicas y sin el tormento de saber que un despido significaba la pérdida
inmediata de la morada. Solamente aquel respiro alimentaba la sensación de una
reconfortante seguridad. Fue Walter el que acuñó la frase que después
repetirían una y otra vez: «Por fin los judíos vuelven a tener un rey que se
ocupa de ellos.» Durante los primeros días en el campo, era como si tras un
largo viaje se hubiera topado con unos parientes lejanos a los que se sintiera
vinculado de inmediato. Osear Hahn, que fuera abogado en Francfort, llevaba seis
años de granjero en Gilgil; Kurt Piakowsky, médico berlinés, ahora era jefe de
lavandería en el hospital de Nairobi; y Leo Hirsch, dentista en Erfurt, había
encontrado trabajo de gerente en una mina de oro en Kisumu; todos ellos eran
miembros de la misma asociación estudiantil que Walter y estaban dispuestos en
todo momento a intercambiar con él recuerdos de amigos comunes y alegrías de su
época de estudiantes. Heini Weyl, su amigo de Breslau que estaba en Kisumu,
pese a la fiebre amarilla y la disentería no había perdido ni el valor para
afrontar la vida ni su buen humor. También de Breslau era Henry Guttmann, el
envidiado optimista. Era demasiado joven para haber perdido su trabajo y su
vida en Alemania, y pertenecía al reducido círculo de los elegidos que tenían
más futuro que pasado. Max Bilawasky, que en un año se había arruinado con su
propia granja en Eldoret, era de Katowice y conocía Leobschütz. Siegfried Cohn, vendedor de bicicletas de Gleiwitz,
era un ingeniero bien pagado en Nakuru y lingüísticamente también se había
adaptado a su nueva vida imponiendo a su duro acento de la Alta Silesia una
típica pronunciación nasal inglesa. Walter estaba loco de contento con Jakob
Oschinsky. Éste poseía una zapatería en Ratibor, se había colocado en una granja
de café en Thika y una vez, de viaje, había pernoctado en el hotel Redlich, en
Sohrau. Se acordaba bien del padre de Walter y era un entusiasta de la belleza,
el altruismo y los pasteles de repollo de Liesel. Todos los internados tenían experiencias similares.
Rescataron del olvido imágenes reprimidas que fueron como una fuente de
juventud para las aturdidas almas. Sin embargo, el buen humor no reinó tanto
tiempo entre los hombres como entre las mujeres. Ellos se percataron pronto de
que la lengua materna y los recuerdos no eran suficiente sustituto de la
patria, de la propiedad usurpada, de la pérdida del orgullo y el honor y de la
aniquilada autoestima. Cuando volvieron a abrirse las heridas cicatrizadas a
toda prisa, se tornaron más dolorosas que antes. La guerra había apagado la chispa de esperanza de
lograr echar raíces en Kenia rápidamente, una esperanza alimentada por el
poderoso anhelo de dejar de ser un marginado y un paria. Finalmente murió en
cada uno de ellos la ilusión, abrigada durante largo tiempo contra toda razón,
de poder ayudar a los que habían quedado en Alemania y traerlos a Kenia. Aunque
intentaba ahuyentar la idea, Walter daba por perdidos tanto a su padre y su
hermana como a su suegra y su cuñada. —De los polacos no pueden esperar ayuda alguna —le
explicaba a Osear Hahn— y para los alemanes son judíos polacos. Ahora el
destino me ha confirmado de una vez por todas que he fracasado. —Todos hemos fracasado, pero no ahora, sino en 1933.
Hemos creído demasiado tiempo en Alemania, hemos tenido los ojos cerrados. Pero
no podemos acobardarnos. No sólo eres hijo. También eres padre. —Menudo padre, que ni siquiera puede ganarse el dinero
para comprar la soga con la que ahorcarse. —Eso no deberías ni pensarlo —repuso Hahn enojado—.
Morirán tantos de los nuestros que desearían vivir que los que se salvan no
tienen otra opción que seguir viviendo por sus hijos. Escapar no es sólo una
suerte, sino una obligación. Confiar en la vida, también. Arráncate de una vez
por todas a Alemania del corazón. Entonces volverás a vivir. —Lo he intentado. No funciona. —Eso pensaba yo antes, y cuando ahora pienso en el
refinado abogado y notario de Francfort Osear Hahn, el del fabuloso bufete, con
más cargos honoríficos que pelos en la cabeza, se me antoja un extraño al que
una vez conocí de pasada. Dios, Walter, aprovecha el tiempo aquí para hacer las
paces contigo mismo y podrás empezar de verdad desde cero cuando salgamos de
este sitio. —Precisamente eso es lo que me está volviendo loco.
¿Qué será de mí y de mi familia cuando el rey Jorge deje de ocuparse de
nosotros? —Aún tienes tu empleo en Rongai. —El «aún» me ha sonado especialmente bien. —¿Qué te parece si me llamas Oha? —sonrió Hahn—. Es el
nombre de emigrante que se ha inventado mi mujer. Cree que es menos alemán que
Osear. Mi Lilly es una mujer práctica. Sin ella nunca me habría atrevido a
comprar la granja de Gilgil. —¿Tanto sabe de agricultura? —Era concertista. Sabe
mucho de la vida. Los chicos caen rendidos a sus pies cuando canta a Schubert.
Y las vacas dan más leche al instante. Con suerte, pronto la conocerás. —¿De modo que crees en la teoría de Süskind? —Sí. «La gente como Rubens —solía proclamar Süskind cuando
discutían el futuro y la actitud de las autoridades militares— no puede
permitir que tilden a todos los judíos de enemy aliens y nos dejen aquí durante
toda la guerra. Apuesto a que el viejo Rubens y sus hijos ya les han dejado
claro a los ingleses que nosotros estábamos en contra de Hitler mucho antes que
ellos.» A decir verdad, el coronel Whidett tuvo que hacer frente a problemas
para los que no estaba preparado en absoluto. Se preguntaba día tras día si las
graves diferencias con el Ministerio de la Guerra de Londres podrían ser más
desagradables que las regulares visitas a su despacho de los cinco hermanos
Rubens, por no hablar del temperamental padre. El coronel admitió sin
ruborizarse que, hasta que estalló la guerra, los acontecimientos en Europa no
le interesaban mucho más que las luchas tribales entre los jaluo y los lumbwa
en Eldoret. No obstante, le irritaba que la familia Rubens estuviera tan al
corriente de detalles realmente sorprendentes y que él pareciera un ignorante
siempre que venían a verlo. Whidett no conocía a ningún judío, salvo los hermanos
Dave y Benjie, a los que había conocido el primer año en el internado de Epsom
y que persistían en su memoria como unos estudiantes asquerosamente ambiciosos
y unos pésimos jugadores de cricket. De modo que, por lo pronto, consideraba
que estaba en su derecho cuando en las desagradables conversaciones a que el
momento le obligaba se remitía al país de origen de los internados y a las
dificultades resultantes para su beligerante patria, dificultades que en modo
alguno había que subestimar. Sin embargo, por desgracia, muy pronto sus
argumentos no le parecieron tan convincentes como en un principio pensara. Nada
en absoluto cuando se vio obligado a exponerlos ante sus inoportunos
interlocutores, los cuales poseían elocuencia de vendedores de alfombras árabes
e hipersensibilidad de artistas. Tanto si Whidett quería como si no, la familia Rubens,
cuyos vínculos con Kenia eran más antiguos que los suyos propios y que hablaba
un inglés tan pulcro como el de los old boys de Oxford, le daba qué pensar.
Comenzó a ocuparse a regañadientes de la suerte de aquellas personas con
quienes «al parecer se ha cometido una injusticia». Con todo, sólo acostumbraba
a utilizar tan prudente formulación en su círculo privado, y así y todo
vacilante, pues no correspondía ni a su educación ni a sus principios saber más
que los demás de los acontecimientos de la maldita Europa. Así pues, Whidett se comprometió, aunque sin confiar
en su criterio, a revisar la propuesta de liberar al menos a aquellos que
trabajaran en las granjas y que no tuvieran posibilidad de ponerse en contacto
con el enemigo. Para su sorpresa, en los círculos militares la decisión fue
aplaudida por perspicaz. Y muy pronto también demostró ser necesaria. Debido a
la situación en Abisinia, Londres anunció el envío de un regimiento de
infantería de Gales para el cual el coronel necesitaba los barracones de Ngong. Los camiones del Norfolk y el New Stanley llegaron al
campo un domingo después del almuerzo. Los niños hacían señales,
desconcertados, y las madres parecían igualmente crispadas al ver aparecer a
los hombres ante la alambrada de espino con sus uniformes caqui. La mayoría de
las mujeres se había vestido como si las hubieran invitado a una fiesta al aire
libre de la alta sociedad; algunas lucían vestidos escotados que habían llevado
por última vez en Alemania, otras sostenían en la mano pequeñas flores
marchitas que los niños habían cogido en el jardín del hotel. Walter vio a Jettel con su blusa roja y los guantes
blancos que se compró antes de emigrar. Recordó el traje de noche y le costó
tragarse su enfado. Sin embargo, al mismo tiempo se dio cuenta de lo hermosa
que era su mujer y de que incluso en los momentos más íntimos y plenos la había
defraudado con un corazón roto que sólo sabía revivir el pulso del pasado. Se
sintió viejo, agotado e inseguro. Durante unos segundos de angustia que se le hicieron
despiadadamente largos, también Regina se le antojó una extraña. Parecía haber
crecido en las cuatro semanas que habían estado separados, también sus ojos
eran distintos de los días en Rongai, cuando se sentaba con el aja bajo el
árbol. Walter trató de recordar el nombre del corzo para hallar ese algo común
que tanto deseaba, pero ya no era capaz de recordar la palabra. Entonces vio a
Regina corriendo hacia él. Mientras ella se abalanzaba sobre él como un cachorro
e incluso antes de que sus delgados brazos rodearan su cuello, Walter
comprendió, con un terror que lo paralizó, que quería a su hija más que a su
esposa. Consciente de su culpabilidad y, sin embargo, con una agitación que le
pareció estimulante, juró que ninguna de las dos sabría nunca la verdad. —¡Papá! ¡Papá! —gritó Regina al oído de Walter,
trayéndolo al presente, un presente que de pronto le pareció más soportable que
antes—. ¡Tengo una amiga! Una amiga de verdad. Se llama Inge. También sabe leer.
Y mamá ha escrito una carta. —¿Qué clase de carta? —Una carta de verdad. Para que
podamos visitarte. —Sí —corroboró Jettel cuando hubo conseguido apartar a
Regina lo suficiente para hallar algo de espacio en el pecho de Walter—. He
presentado una instancia para que te suelten. —¿Desde cuándo sabe mi Jettel lo que es una instancia?
—Tenía que hacer algo por ti. Una no puede quedarse cruzada de brazos
rascándose la barriga. Quizá podamos volver pronto a nuestro Rongai. —Jettel, Jettel, ¿qué han hecho contigo? Pero si en
Rongai eras la más infeliz de las mujeres. —Pero todas las mujeres quieren volver a las granjas. El orgullo en la voz de su esposa conmovió a Walter;
más aún el hecho de que le faltara valor para mirarlo a los ojos al mentir.
Ansiaba alegrarla, pero con los halagos le ocurría como con el nombre del
corzo. Se alegró de oír la voz de Regina: —Odio a los alemanes, papá. Odio a
los alemanes. —¿Quién te ha enseñado eso? —Inge. Le dieron una
paliza a su padre y rompieron las ventanas en Dachau y tiraron todos los
vestidos a la calle. Inge llora de noche porque odia a los alemanes. —A los alemanes no, Regina, a los nazis. —¿También hay nazis? —Sí. —Tengo que contárselo a Inge. Entonces también odiará
a los nazis. ¿Los nazis son tan malos como los alemanes? —Sólo los nazis son
malos. Nos han echado de Alemania. —Eso no me lo dijo Inge. —Entonces ve y cuéntale lo que te ha dicho tu padre. —Vas a volver loca a la niña —le increpó Jettel cuando
Regina se hubo alejado, pero Walter no tuvo tiempo de contestar—. ¿Sabes
—musitó— que desde que estamos en guerra ya no hay esperanza para mamá y Käte?
Walter suspiró, pero sintió alivio por poder hablar por fin abiertamente: —Sí,
lo sé. También papá y Liesel han caído en la trampa. Y no me preguntes qué
vamos a hacer. No lo sé. Cuando Jettel rompió en sollozos, él la abrazó y le
consoló que las lágrimas que él mismo no podía derramar hacía ya tiempo aún
pudieran aliviarla a ella. Pese al motivo, el breve instante de comunión le
pareció demasiado precioso para no arrancarle el desaliento a su corazón
durante al menos unos latidos. Pero luego se esforzó por no sucumbir de nuevo
al miedo que le tentaba a guardar silencio. —Jettel, no vamos a volver a Rongai. —¿Por qué? ¿Cómo lo sabes? —Hoy por la mañana he
recibido carta de Morrison. Walter se sacó la misiva del bolsillo y se la tendió a
Jettel. Sabía que ella no podía leerla, pero necesitaba el plazo de gracia de
su desconcierto para sosegarse. Permitió su propia humillación al contemplar,
desvalido, cómo los ojos de Jettel se atascaban en los renglones que hacía unas
horas Süskind le había traducido.
«Dear Mr. Redlich
—había escrito Morrison—, I regret to inform you that there is at present no
possibility of employing an enemy alien on my farm. I am sure you will understand
my decision and wish you all the best for the future. Yours faithfully, William
P. Morrison.» —Mírame a mí, Jettel, no a la carta. Morrison me ha despedido. —Entonces, ¿adonde vamos a ir cuando salgas de aquí?
¿Qué vamos a decirle a Regina? Pregunta todos los días por Owuor y el aja. —Será mejor que se lo dejemos a Inge —dijo Walter
cansado—. Yo también echaré de menos a Owuor. Ahora nuestra vida no es más que
una continua despedida. —¿Han recibido los demás cartas como ésta? —Algunos de
nosotros. La mayoría no. —¿Por qué nosotros? ¿Por qué siempre nosotros? —Porque
elegiste a un desgraciado por esposo, Jettel. Deberías haberle hecho caso a tu
tío Bandmann. Ya te lo decía antes de que nos prometiéramos. Vamos, no llores.
Ahí viene mi amigo Oha. Él tuvo la suerte de que los nazis lo destituyeran en
1933. Ahora tiene su propia granja en Gilgil. Has de conocerlo, no tienes de
qué avergonzarte. Él está al corriente. Incluso ha prometido ayudarnos. No sé
cómo va a hacerlo, pero me reconforta que lo haya dicho. CAPÍTULO V El 15 de octubre de 1939, en el tablón de anuncios del
campo de Ngong se dieron a conocer dos sucesos que tuvieron una acogida muy
distinta entre los refugiados. El hundimiento del acorazado británico Royal Oak
por un submarino alemán se comunicó en un conciso inglés militar, lo cual no
hizo sino generar más confusión que interés, ya que fueron muy pocos los que se
enteraron de a quién habían atacado en la bahía de Scape Flowy quién había
salido vencedor. Sin embargo, el aviso en un alemán perfecto de que los enemy
aliens que tuvieran un empleo fijo en una granja podían contar con su
liberación provocó un gran revuelo. Pronto cobró nueva fuerza el rumor que
circulaba desde hacía algunos días de que las autoridades militares de Nairobi
tenían previsto deportar a los internados varones a Sudáfrica. —Así que ahora tengo que conseguir un gerente para mi
granja —aclaró Oha al dar con Walter detrás del barracón de las letrinas tras
una larga búsqueda. —¿Por qué? Pero si pronto saldrás de aquí. —Pero tú no. —No, a mí me ha tocado el gordo. Y a Jettel y Regina
también. ¿También envían a las mujeres y los niños a Sudáfrica? —Dios, ¿es que
nunca te enteras de nada? Tú dirigirás mi granja. Por lo menos hasta que
encuentres un trabajo. Seguro que no está prohibido que un enemy alien contrate
a otro. Süskind ya se ha puesto a traducir el contrato de trabajo que he
redactado. Aunque el conocimiento que Süskind tenía de las
fórmulas jurídicas era impreciso y torpe, satisfizo al coronel Whidett. Éste
estaba poco dispuesto a pasarse el resto de la guerra ocupándose de personas
que sumían su vida en el caos y su objetivo era liberar a tantas de ellas como
le fuera posible. No sólo dispuso que Osear Hahn y Walter fueran de los
primeros en abandonar el campo, sino que además se encargó de que recogieran a
Lilly en el New Stanley y a Jettel y Regina en el Norfolk y las llevaran a
Gilgil junto con los dos hombres. —¿Por qué haces todo esto por nosotros? —le preguntó
Walter la última noche en Ngong. —En realidad, ahora tendría que decir que es mi deber
ayudar a un miembro de mi sociedad estudiantil —repuso Hahn—, pero voy a
hacerlo más fácil: me he acostumbrado a ti y mi Lilly necesita público. La granja de los Hahn, con vacas y ovejas sobre suaves
colinas verdes y gallinas que escarbaban en la arena junto a la gran huerta,
con maizales escrupulosamente dispuestos y una casa de piedra blanca ante una
extensión de cuidado césped en torno a la cual crecían rosas, claveles e
hibisco, se llamaba Arkadia y recordaba a una finca alemana. Los senderos que bordeaban la casa eran de piedra, las
paredes exteriores del edificio de la cocina habían sido pintadas a rombos
azules y blancos, el servicio, de verde y habían barnizado las puertas de
madera clara de la vivienda. Bajo un alto cedro había un cenador cubierto de
buganvillas color lila con sillas blancas ante una mesa redonda. Manjala, el
chico, llevaba ciñendo el kanzu blanco con el que servía las comidas un
cinturón plateado que Lilly llevó en el último baile de carnaval de su vida. El
caniche con los rizos negros que resplandecían al sol como minúsculos trozos de
carbón se llamaba Bqjazzo. En Arkadia, Walter y Jettel se sentían como niños
perdidos que sus salvadores hubieran enviado a casa con la advertencia de no
volver a salir solos. No eran solamente la cordialidad y la serenidad de su
anfitrión las que les daban renovadas fuerzas, sino también la seguridad de la
casa en sí. Todo ello les recordaba un hogar que nunca habían conocido en
semejante opulencia. Las mesas redondas con sobre de piel verde, el macizo
armario de Francfort ante los visillos color blanco huevo, las sillas tapizadas
de terciopelo gris, los sillones orejeros con fundas de lino inglés con
florecitas y una cómoda de caoba con herrajes dorados eran de los padres de
Oha; la pesada cubertería de plata, los vasos de cristal tallado y la
porcelana, del ajuar de Lilly. Había librerías repletas, de las luminosas
paredes colgaban reproducciones de Frans Hals y Vermeer y en el dormitorio, un
cuadro de la coronación de un kaiser en el Romer de Francfort4 ante el cual se
sentaba Regina todas las noches para que Oha le contara historias. Delante de
la chimenea había un piano de cola con un busto blanco de Mozart sobre un paño
de terciopelo rojo. Inmediatamente después de la puesta de sol, Manjala
servía refrescos en vasos de colores; y poco después, platos tan familiares
como si Lilly pudiera comprar a diario en carnicerías, panaderías y
ultramarinos alemanes. Su voz, que parecía cantar incluso cuando llamaba a los
chicos o les daba de comer a las gallinas, y el acento de Francfort de Oha les
parecían a Walter y Jettel mensajes de un mundo extraño. Por las noches, Lilly
cantaba el repertorio de su pasado. Los chicos se sentaban ante la puerta, las mujeres,
con sus bebés a la espalda, se quedaban delante de las ventanas abiertas y,
durante las pausas, el caniche se sentaba sobre las patas traseras y ladraba
suave, melodiosamente en la noche. Aunque Walter y Jettel nunca habían vivido
semejantes acontecimientos musicales, en los conciertos nocturnos olvidaban
todas sus tribulaciones y se abandonaban a románticos sentimientos que les
devolvían la esperanza y la juventud. Oha disfrutaba tanto con sus invitados como ellos de
su hospitalidad, pues ni él ni quienes se hallaban en la granja eran capaces de
saciar por mucho tiempo la necesidad de Lilly de nuevos oyentes; aunque él
sabía que semejante situación de placentero dar y agradecido recibir no podía
durar mucho. —Un hombre ha de poder alimentar a su familia —le
decía a Lilly. —Hablas como antes, Oha. Eres y siempre serás alemán. —Desgraciadamente. Sin ti me encontraría en la misma
situación desesperada que Walter. Nosotros, los juristas, no hemos aprendido
más que tonterías. —A ese respecto una cantante sale mejor parada. —Sólo si es como tú. Por cierto, le he escrito a
Gibson. —¿Has escrito una carta en inglés? —En inglés estará
cuando tú la traduzcas. He pensado que Gibson puede necesitar a Walter. Pero no
le digas nada aún. La decepción sería demasiado grande. Oha sólo conocía a Gibson, al que le había comprado
pelitre unas cuantas veces de pasada, pero sabía que llevaba tiempo buscando a
un hombre dispuesto a trabajar en su granja de Ol’ Joro Orok por seis libras.
Geoffry Gibson poseía una fábrica de vinagre en Nairobi y no tenía la menor
intención de mirar por su granja más de cuatro veces al año, una granja en la
que cultivaba exclusivamente pelitre y lino. Su reacción no se hizo esperar. —Es exactamente lo que te conviene —se alegró Oha al
recibir la confirmación de Gibson—. Allí no matarás ni vacas ni gallinas, y de
él no tienes nada que temer. Sólo has de construirte una casa. Diez días después de que un pequeño camión subiera
jadeando la cenagosa carretera en dirección a las montañas de Ol’ Joro Orok, la
casita entre los cedros ya tenía su tejado. El carpintero indio Daji Jiwan,
junto con treinta trabajadores de las schambas, erigió la casa de tosca piedra
gris para el nuevo bwana. Antes de que cubrieran el tejado de hierba, barro y
estiércol, Regina pudo sentarse por última vez en las vigas de madera, que, a
diferencia de las chozas de los nativos, no terminaban en punta, sino al bies. Regina dejaba que Daji Jiwan, con sus relucientes
cabellos negros, la piel morena clara y los ojos dulces, la alzara para que
ella trepara justo hasta el centro del tejado. Allí era donde se sentaba largo tiempo y en silencio
desde que llegaran a Ol’ Joro Orok, como cuando aún era una niña que no sabía
nada y se tumbaba bajo los árboles de Rongai con su aja. Su mirada vagaba hasta la gran montaña del tejado
blanco, que su padre afirmaba que era de nieve, y se posaba allí hasta
cansarse. Luego su cabeza efectuaba un rápido movimiento hacia
el oscuro bosque, desde el que los tambores relataban por la noche las schauris
del día y chillaban los monos al salir el sol. Cuando el calor invadía su
cuerpo, su voz se volvía poderosa y les gritaba a sus padres, abajo en el
suelo: «No hay nada más hermoso que Ol’ Joro Orok.» El eco regresaba más nítido
y más alto que en los días que habían dejado de existir y en los que era el
Menengai el que le respondía. «No hay nada más hermoso que Ol’ Joro Orok»,
volvía a gritar Regina. —No ha tardado en olvidar Rongai. —Tampoco yo —repuso Jettel—. Quizá aquí tengamos más
suerte. —Bah, todas las granjas son iguales; lo principal es
que estemos juntos. —¿Tenías ganas de verme en el campo? —Muchas —contestó
Walter, y se preguntó cuánto duraría la nueva vida en comunión en Ol’ Joro
Orok—. Lástima que no esté Owuor —suspiró—. Fue un amigo desde el principio. —Claro que entonces tampoco nosotros éramos enemy
aliens. —Jettel, ¿desde cuándo eres irónica? —La ironía es un
arma. Eso decía Elsa Conrad. —Conserva tus armas. —Por algún motivo, tengo la sensación de que esto es
aún más solitario que Rongai. —Casi lo temo. Sin Süskind. —Pero no está tan terriblemente lejos de Gilgil, Oha y
Lilly —lo consoló Jettel. —Sólo a tres horas en coche. —¿Y sin él? —En ese caso, Gilgil no está mucho más
cerca que Leobschütz. —Ya verás como vamos —insistió Jettel—. Y, además,
Lilly ha prometido venir a vernos. —Espero que antes no se entere de lo que cuentan las
gentes de por aquí. —¿Qué? —Que ni las hienas aguantan más de un año en
Ol’ Joro Orok. Ol’ Joro Orok constaba únicamente de algunos sonidos
que Regina adoraba y de la duka, una minúscula tiendecita en una caseta de
chapa. El indio Patel, propietario del establecimiento, era tan pudiente como
temido. Vendía harina, arroz, azúcar y sal, manteca en latas, polvos para flan,
mermelada y especias. Cuando se pasaban los comerciantes de Nakuru, disponía de
mangos, papayas, repollos y puerros. Había gasolina en bidones, parafina en
botellas para las lámparas, alcohol para los granjeros de los alrededores y
finas mantas de lana, pantalones cortos color caqui y toscas camisas para los
negros. Al desabrido Patel no sólo había que tenerlo contento
por su mercancía, sino porque tres veces a la semana llegaba un coche desde la
estación de ferrocarril de Thompson's Falls que dejaba el correo en su tienda.
Aquel que no resultaba del agrado de Patel, algo que no era inusual (bastaba
con tardar demasiado en decidirse a la hora de comprar), era castigado con la
supresión del correo, aislado del mundo. El indio había descubierto enseguida
que los europeos ansiaban tanto sus cartas y sus periódicos como sus compatriotas
el arroz, del cual, de todos modos, nunca había suficiente. A su modo mohíno, Patel incluso sentía cierta
compasión por los refugiados. Para su gusto, escatimaban excesivamente el
dinero, pero habían sido declarados enemy aliens y ésa era una señal inequívoca
de que los ingleses no los querían. Por su parte, Patel despreciaba a los
ingleses, que le hacían sentir que para ellos él estaba al mismo nivel que los
negros. La granja de Gibson estaba a diez kilómetros de la
duka, a tres mil metros de altitud en pleno Ecuador, y era mayor que cualquier
otra granja de los alrededores. Incluso Kimani, que vivía allí desde antes de
que plantaran el primer linar, tenía que pensar largo tiempo qué camino debía
tomar para llegar a un destino concreto. Kimani, un kikuyu de unos cuarenta y
cinco años, era bajo, listo y famoso por ser más veloz con la lengua que una
gacela con sus patas. Les ordenaba a los chicos de las schambas lo que tenían
que hacer en los campos y, mientras la granja estuvo sin bwana, también les asignaba
sus salarios. Al atardecer, tan pronto la sombra alcanzaba la cuarta
estría del depósito de agua, Kimani golpeaba la delgada chapa con una larga
vara, indicando así el final de la jornada. Como señor del tiempo y también
dado que repartía la ración diaria de maíz para el vespertino puré de poscho,
Kimani gozaba del respeto de todo el mundo en la granja, hasta del de los
nandis, que ni trabajaban en los campos ni recibían maíz, sino que vivían al
otro lado del río y tenían sus propios rebaños. Hacía ya tiempo que Kimani deseaba contar con la
presencia de un bwana en la granja, como era habitual en Gilgil, en Thompson's
Falls e incluso en Ol’ Kalao. ¿De qué le servían a él la estima y el
reconocimiento si la tierra de la que se ocupaba no era lo bastante buena para
un hombre blanco? La nueva casa alimentaba su orgullo. Cuando, por las tardes, concluía el trabajo y el frío
se instalaba en la piel, las piedras permanecían suficientemente calientes como
para frotar contra ellas la espalda. Con Daji Jiwan, responsable de aquel
esplendor, hablaba con sumo respeto, aunque por lo demás apreciaba aún menos a
los indios que a los del clan de los lumbua. A Kimani le gustaron el nuevo bwana de los ojos
muertos y la memsahib del vientre demasiado plano, que parecía que no fuera a
albergar ya a ningún hijo más. Con una rapidez mayor de lo habitual, dio muerte
a su desconfianza de los extraños y ahuyentó su mutismo. Llevó a Walter a los
campos que había junto al bosque y hasta el río, que sólo traía agua en la
estación de las lluvias. Tomó en su mano las poderosas flores del pelitre y el
radiante lino azul, llamó su atención sobre el color de la tierra y, una y otra
vez, sobre la distancia que necesitaban las plantas entre sí para prosperar.
Kimani comprendió pronto que el nuevo bwana tenía tras de sí un largo safari y
que no sabía nada de las cosas que un hombre debía saber. Después de la casa, Daji Jiwan levantó una
construcción para la cocina con la forma redonda de las chozas de los nativos y
a continuación, muy a regañadientes, sobre un profundo foso colocó un tabique
de madera con un banco en el que practicó tres orificios de distintas
dimensiones. El retrete era un diseño de Walter y estaba tan orgulloso de él
como Kimani de sus campos. En la puerta mandó tallar un corazón, que pronto
despertó tal admiración en la granja que Daji Jiwan se reconcilió con una
construcción que para él no tenía utilidad alguna. Su religión le prohibía
aliviar el cuerpo dos veces en el mismo sitio. Cuando la cocina estuvo terminada, Kimani apareció con
un hombre llamado Kaniaal que presentó como su hermano-, que barrería la
estancia. Para hacer las camas sacó a Kinanjui de los campos. Kamau llegó para
lavar los platos. Solía pasarse horas sentado ante la casa sacando brillo a los
vasos, haciendo que resplandecieran al sol. Por último, en la puerta apareció
Jogona. Era casi un niño y sus piernas eran tan delgadas como las ramas de un
árbol joven. —Mejor que un aja —le dijo Kimani a Regina. —¿Era antes un corzo? —quiso saber ésta. —Sí. —Pero no habla. —Hablará kessu. —¿Qué tiene que hacer? —Cocinar para el perro. —Pero si no tenemos perro. —Hoy no tenemos perro —afirmó Kimani—, pero kessu sí. Kessu era una buena palabra. Significaba mañana,
pronto, en algún momento, tal vez. La gente decía kessu cuando necesitaba calma para su
cabeza, sus oídos y su boca. El único que no sabía cómo curar la impaciencia
era el bwana. Todos los días le pedía a Kimani un chico que ayudara a la
memsahib en la cocina, pero Kimani mascaba aire con los dientes cerrados antes
de responderle: —Pero si ya tienes a un chico para la cocina, bwana. —¿Dónde, Kimani? ¿Dónde? A Kimani le encantaba esa
conversación diaria. A menudo, cuando había terminado, dejaba escapar de su
boca ruiditos similares a ladridos. Sabía que enojaban al bwana, pero era
incapaz de renunciar a ellos. No era fácil amansar al bwana con calma. Su
safari había sido demasiado largo. La obstinada negativa de Kimani a aclarar la
situación sembraba la inseguridad en Walter. Jettel necesitaba ayuda en la
cocina. No podía amasar sola el pan, a duras penas lograba levantar los pesados
recipientes de agua potable y era incapaz de convencer a Kamau, el lavaplatos,
de que alimentara el humeante horno de la cocina o de que llevara la comida a
la casa. «Ése no es mi trabajo», decía Kamau tan pronto se le
pedía ayuda, y seguía sacando brillo a los vasos. Esa lucha diaria ponía de mal humor a Jettel y
nervioso a Walter. Éste sabía que no disponer de suficiente servicio doméstico
lo dejaba en ridículo a ojos de las gentes de la granja. Más aún le inquietaba
la idea de que Gibson apareciera de repente y viera al instante que su nuevo
gerente ni siquiera era capaz de conseguir un chico para la cocina. Tenía la
sensación de que no le quedaba mucho tiempo para imponer su voluntad. En sus rondas con Kimani, les preguntaba a los hombres
que le gritaban jambo con especial amabilidad o que simplemente daban la
impresión de no tener reparos en trabajar en la casa en lugar de en las
schambas si no querrían ayudar a cocinar a la memsahib. Día tras día sucedía lo
mismo. Los trabajadores aludidos volvían a un lado la cabeza desconcertados,
proferían los mismos ruiditos—ladridos que Kimani, miraban a lo lejos y salían
corriendo a toda prisa. —Es como una maldición —dijo Walter la noche en que se
hizo fuego en la casa por primera vez. Kania se había pasado todo el día
enfrascado en la nueva chimenea, la había deshollinado y limpiado y había
apilado la madera en forma de pirámide. Entonces se acuclilló satisfecho, prendió un trozo de
papel, se puso a soplar suavemente la llama hasta arrancarle unas ascuas y
atrajo el calor a la habitación. —Por el amor de Dios, ¿cómo puede ser tan difícil
encontrar a un chico para la cocina? —Jettel, si lo supiera, ya lo tendríamos. —¿Por qué no nombras a uno sin más ni más? —Tengo poca
experiencia dando órdenes. —Bah, tú y tu delicadeza. En el Norfolk todas las
mujeres hablaban de lo bien que se las arreglaban sus maridos con los chicos. —¿Por qué no tenemos un perro? —preguntó Regina. —Porque tu padre es demasiado tonto hasta para
encontrar un chico para la cocina. ¿Es que no has oído lo que acaba de decir tu madre?
—Pero un perro no es un chico para la cocina. —Dios, Regina, ¿es que no puedes mantener la boca
cerrada por una vez en tu vida? —La niña no tiene la culpa. —Estoy harto de que gimotees por las ollas de Rongai. —Yo no he dicho nada de Rongai —insistió Regina. —También se pueden decir cosas sin decirlas. —Y tú siempre has dicho que todas las granjas son
iguales —apuntó Jettel. —Esta maldita granja no. Ésta tiene una chimenea, pero
no tiene un chico para la cocina. —¿No te gusta la chimenea, papá? La insistencia en la
voz de Regina inflamó la ira de Walter. Sólo sentía el deseo, tan pueril como
grotesco, de no escuchar nada más, de no decir nada más. En el alféizar de la
ventana estaban las tres lámparas para la noche. Walter cogió la suya, la
rellenó de parafina, la encendió y bajó tanto la mecha que sólo emitía un débil
resplandor. —¿Adonde vas? —gritó Jettel asustada. —Al bar —bramó Walter por toda respuesta, si bien el
arrepentimiento le desgarró la garganta—. Un hombre tiene derecho a mear solo
—añadió, e hizo un ademán que pretendía reflejar su intención de despedirse
durante más tiempo, pero la broma no tuvo éxito. La noche era fría y muy oscura. Sólo las hogueras ante
las chozas de los chicos de las schambas centelleaban como diminutos puntos
rojizos. En la linde del bosque aullaba un chacal que había salido de caza
demasiado tarde. A Walter le pareció que también el animal se reía de él, de
modo que se tapó fuertemente los oídos con las manos, pero el sonido no cesaba.
Se mofaba de él, y tanto lo atormentaba que por momentos creía que había
ladrado un perro. Eran los mismos sonidos humillantes que profería Kimani
cuando él le preguntaba por el chico para la cocina. Walter pronunció el nombre de Kimani en voz queda,
pero el eco, burlándose, se lo devolvió amplificado. Se percató de que la
rebelión de su cabeza empezaba a atacarle al estómago, y se alejó de la casa
corriendo para no vomitar a la puerta. La arcada no le procuró alivio alguno.
El sudor en la frente, la sensación de entumecimiento en sus húmedas manos y el
fino velo ante los ojos le recordaron la malaria y el hecho de que en Ol’ Joro
Orok no tenía vecinos a los que poder pedir ayuda. Se frotó los ojos y comprobó, aliviado, que los tenía
secos. Pese a todo, sintió la humedad en el rostro y, después, una opresión tan
angustiosa en el pecho que creyó que iba a desplomarse. Como el ladrido
retumbaba cada vez con más fuerza en su oído derecho, Walter arrojó la lámpara
en la hierba y permaneció inmóvil. El calor se apoderó de su cuerpo. Un olor
que no pudo identificar le trajo primero un recuerdo, apagó luego su agitación.
Comprendió que los trémulos movimientos no procedían de su corazón y, finalmente,
notó también la áspera lengua que le lamía la cara. «Rummler —susurró Walter—. Rummler, maldito canalla.
¿De dónde sales? ¿Cómo me has encontrado?» Repitió ora el nombre del animal ora
cariñosos apelativos que nunca antes se le habían ocurrido, agarró el grueso
pescuezo del perro con ambas manos, olió su humeante pelaje y se dio cuenta de
que le volvían las fuerzas y veía bien otra vez. Mientras Walter apretaba contra sí al agitado y
jadeante animal y lo acariciaba asombrado, embriagado de una dicha que lo
incomodaba, miró tímidamente alrededor como si temiera que pudieran
sorprenderlo en el paroxismo de su ternura. Entonces vio una figura que se
aproximaba. Con torpeza, pues a duras penas logró liberarse de
aquel abrazo de desmesurada alegría y turbación, Walter cogió la lámpara del
suelo y subió la mecha. Primero sólo vio una sombra similar a una nube oscura,
si bien pronto pudo distinguir el perfil de un hombre corpulento que corría
cada vez más aprisa. Walter creyó divisar la silueta de un abrigo que aleteaba
a cada una de las zancadas, aunque hacía ya días que no soplaba el viento. Rummler gañó y ladró antes de emitir un gran aullido
de alegría que, por un breve instante, silenció cualquier otro sonido y luego,
de repente, se transformó en unas notas que sólo podían proceder de una
persona. Alto y claro, un sonido familiar rasgó el silencio de la noche. —Perdí mi corazón en Heidelberg —canturreó Owuor,
recortándose contra la claridad amarillenta de la lámpara. Un trozo de su
camisa blanca resplandecía bajo la toga negra. Walter cerró los ojos y esperó, agotado, despertar de
un sueño, pero sus manos sentían el lomo del perro y seguía oyendo la voz de
Owuor: —Bwana, duermes de pie. Walter abrió la boca, pero no podía mover la lengua.
Ni siquiera se percató de que había extendido los brazos hasta que notó el
cuerpo de Owuor junto al suyo y la orla de seda de la toga en la barbilla.
Durante unos preciosos segundos, dejó que el rostro de Owuor, con su nariz
chata y su tersa piel, adoptara los rasgos de su padre. Experimentó un agudo
dolor cuando la imagen de consuelo y añoranza se desvaneció, mas la dicha
permaneció. —Owuor, canalla, ¿de dónde sales? —Canalla. —Owuor
saboreó la extraña palabra y tragó saliva complacido, pues le había salido en
el acto.— De Rongai. —Rió, hurgó bajo la toga, en el bolsillo del pantalón, y
sacó un trocito de papel cuidadosamente doblado.— He traído las semillas
—anunció—. Ahora también podrás plantar aquí tus flores. —Son las flores de mi padre. —Son las flores de tu padre —repitió Owuor—. Te han
encontrado. —Tú me has encontrado, Owuor. —La memsahib no tiene cocinero en Ol’ Joro Orok. —No. Kimani no le ha encontrado ninguno. —Ha ladrado como un perro. ¿No has oído ladrar a
Kimani, bwana? —Sí. Pero no sabía por qué ladraba. —Era Rummler, que hablaba por boca de Kimani. Te decía
que estaba de safari conmigo. Ha sido un largo safari, bwana. Pero Rummler
tiene una buena nariz. Ha encontrado el camino. Owuor esperó impaciente para ver si el bwana se creía
la broma o si aún era tan tonto como un pollino y no sabía que en un safari un
hombre necesita su cabeza y no la nariz de un perro. —Owuor, fui otra vez a Rongai a recoger mis cosas,
pero no estabas. —Un hombre que ha de dejar su casa no tiene buenos
ojos. No quería ver tus ojos. —Eres listo. —Eso dijiste el día en que llegaron las langostas —se
alegró Owuor. Mientras hablaba, miraba a lo lejos como si quisiera recuperar el
tiempo, y sin embargo sentía cada movimiento de la noche—. Ahí está la memsahib
kidogo —dijo exultante. Regina estaba en la puerta. Gritó varias veces el
nombre de Owuor, cada vez más alto, y se precipitó hacia él mientras Rummler le
lamía las piernas desnudas. Liberó su garganta y comenzó a chasquear la lengua.
Ni siquiera cuando Owuor la depositó de nuevo en la blanda tierra y ella se
inclinó sobre el perro y le humedeció el pelaje con los ojos y la boca, ni
siquiera entonces dejó Regina de hablar. —Regina, ¿qué farfullas? No entiendo una palabra. —Jaluo, papá. Hablo jaluo. Como en Rongai. —Owuor, ¿tú sabías que hablaba jaluo? —Sí, bwana. Lo
sé. El jaluo es mi lengua. Aquí en Ol’ Joro Orok sólo hay kikuyus y nandis,
pero la memsahib kidogo tiene una lengua como la mía. Por eso he podido venir
hasta ti. Un hombre no puede estar donde no se le entiende. Owuor lanzó su risa al bosque y luego a la montaña con
el sombrerete de nieve. El eco tenía la fuerza que sus sedientos oídos
necesitaban, y sin embargo su voz era queda cuando dijo: —Pero eso ya lo sabes,
bwana. CAPÍTULO VI El colegio de Nakuru, en la escarpada montaña, sobre
uno de los lagos más famosos de la colonia, era el preferido por los granjeros
que no podían permitirse un colegio privado y, con todo, concedían importancia
a la tradición y la buena reputación de una escuela. Entre las familias
distinguidas de Kenia, el de Nakuru se tenía por «algo mediocre», pues era
estatal y no podía escoger a sus alumnos, pero los padres que tenían que
conformarse con él por motivos económicos acostumbraban a refutar tan
lamentables remilgos con una clara alusión a la extraordinaria personalidad del
director. Se trataba de un hombre de Oxford, con los sanos
criterios de la época victoriana y, ante todo, sin ideas pedagógicas modernas:
la permisividad y la comprensión para con la psique de los niños bajo su tutela
no formaban parte de sus principios. Arthur Brindley, miembro del equipo de remo de Oxford
en su juventud y condecorado con la Cruz de la Victoria en la Primera Guerra
Mundial, tenía un saludable sentido de la proporción y se correspondía a la
perfección con el ideal de la educación en la madre patria. Nunca aburría a los
padres con tesis pedagógicas que no querían oír y que, de todos modos, no
habrían entendido. Le bastaba con mencionar el lema del colegio. Quisque pro
ómnibus dominaba en letras doradas la pared del salón de actos y aparecía
bordado en el escudo que debían lucir las chaquetas, corbatas y cintas del
sombrero del uniforme escolar. El señor Brindley se mostraba satisfecho y, en los
días buenos, incluso un tanto orgulloso, cuando miraba por la ventana de su
despacho, en el impresionante edificio principal de piedra blanca con las
macizas columnas redondas en la entrada. Las numerosas construcciones pequeñas
de madera clara y tejado de chapa que servían de dormitorios y eran el blanco
de las burlas de los partidarios de los colegios privados excesivamente
clasistas por parecerse a los cuartos de la servidumbre, algo absolutamente
injusto en opinión de Brindley, le recordaban a su niñez en un pueblo del
condado de Wiltshire. Las rosaledas, dispuestas con total precisión tras los
espesos setos que rodeaban las casas de los profesores, y el tupido césped que
separaba los campos de hockey de las viviendas de las profesoras le hacían
pensar en suntuosas mansiones inglesas bien administradas. El lago, con la
superficie teñida de rosa por los flamencos, estaba suficientemente cerca como
para hacer las delicias de un ojo educado en la suavidad inglesa y a la vez tan
lejos como para no permitir en los niños ningún deseo innecesario de naturaleza
o de un mundo más allá del perímetro del colegio. Sin embargo, desde hacía algún tiempo los árboles
bajos de finos troncos por los que trepaban prolíficos pimenteros irritaban al
director. Había descubierto tiempo atrás que los árboles se adaptaban
especialmente bien al árido paisaje del valle del Rift, pero a él poco le
alegraban la vida desde que tenía que presenciar cada día cómo últimamente
algunos niños acudían allí en su tiempo libre. Brindley nunca había prohibido
expresamente tan molesta incursión en lo privado; lo cierto es que tampoco
había tenido motivo para hacerlo. Más aún le contrariaba la prueba de que a
determinados alumnos, y todavía más a las nuevas alumnas, les resultaba
tremendamente difícil hacerse a una vida que censuraba el individualismo y a
los inconformistas. Para Arthur Brindley, semejantes desviaciones de la
armoniosa norma eran, sin duda, una consecuencia de la guerra. El director
tenía que admitir en su colegio cada vez a más niños que mostraban escaso
interés por las antiguas virtudes inglesas de pasar inadvertido y, sobre todo,
de anteponer la comunidad a la propia persona. Un año después de que estallara
la guerra, las autoridades de Kenia introdujeron la enseñanza general
obligatoria para los niños blancos. Brindley lo consideró no sólo una limitación
de la libertad paterna, sino también un esfuerzo auténticamente desmedido de la
colonia por imitar a la amenazada madre patria en época de necesidad. Para el colegio de Nakuru, en el centro del país, la
escolarización obligatoria trajo consigo cambios decisivos. Tenía que admitir
incluso a los hijos de los bóers y podía considerarse afortunado de que no
fueran demasiados. A la mayoría la enviaron al colegio afrikaans de Eldoret.
Aquellos de los alrededores que fueron a parar a Nakuru eran obstinados y, pese
a su escaso conocimiento de la lengua inglesa, no ocultaban su odio hacia
Inglaterra. No intentaban ni llevarse bien con sus compañeros ni disimular su
nostalgia. A pesar de todo, el trato con los irascibles y pequeños bóers
resultó más sencillo de lo que se suponía en un principio. No reclamaban
ninguna atención y los profesores sólo tenían que ocuparse de que los pequeños
y tercos rebeldes no se amotinaran y perturbaran la disciplina escolar. Para el director, un problema mucho mayor lo
constituían los hijos de los denominados refugiados. Cuando los llevaban al
colegio sus padres, que tenían una desagradable propensión a montar las típicas
escenas de despedidas continentales con apretones de manos, abrazos y besos,
parecían los pequeños, lastimeros personajes de las novelas de Dickens. Sus
uniformes eran de género de mala calidad y con toda seguridad no habían sido
adquiridos en el correspondiente establecimiento de material escolar de
Nairobi, sino que su confección era obra de sastres indios. Pocos eran los
niños que llevaban el escudo del colegio. Esto se oponía a la saludable tradición de igualación
mediante el uniforme, y antes de que se introdujera la enseñanza obligatoria,
habría sido motivo suficiente para no admitir a dichos alumnos. Sin embargo, el
director sospechaba que si obraba según el reglamento, provocaría desagradables
discusiones con las máximas autoridades escolares en Nairobi. Arthur Brindley
encontraba molesta la situación. Ciertamente, él no era intolerante con
aquellas personas con quienes, según tenía entendido, se había cometido una
injusticia, motivo por el cual no habían podido quedarse allí donde les
correspondía. Así y todo, su acusado sentido de la justicia se
resistía a que, de algún modo, los niños judíos parecieran marcados por la
ausencia de escudo. Lo mismo se podía decir de las niñas los domingos, pues
carecían de los preceptivos vestidos blancos para ir a la iglesia. Estaba
seguro de que ésa era la razón de que pusieran tantas trabas cuando se les
ordenaba ir a misa. Pero «los malditos niños refugiados», como los llamaba
Brindley en su círculo de colegas, traían de cabeza al director por otro
motivo. Casi nunca se reían, siempre parecían mayores de lo que en realidad
eran y, según los criterios ingleses, tenían unas pretensiones del todo
absurdas. Apenas estas adustas criaturas desagradablemente precoces dominaban
la lengua, cosa que solía suceder con una rapidez asombrosa debido a sus ganas
de aprender y a su extrema ambición, fastidiosa incluso para pedagogos
comprometidos, se convertían en marginadas de una comunidad en la que sólo
contaban los éxitos deportivos. Brindley, que había estudiado literatura e
historia y obtenido unos resultados altamente satisfactorios, no albergaba
personalmente tales prejuicios en contra de los méritos intelectuales. Sin
embargo, con los años había aprendido a aceptar como típico de la vida en la
colonia el tranquilizador letargo de los hijos de los granjeros en clase. Nunca
había tenido que preocuparse de la religión, de modo que con frecuencia se
sorprendía reflexionando sobre si la excesiva aplicación no podría tener su
origen en la doctrina judía. Tampoco consideraba por completo descabellada su
tesis de que los judíos probablemente tuvieran ya desde pequeños una relación
tradicional con el dinero y quizá sólo quisieran sacar el máximo provecho de la
matrícula escolar. Si bien despreciaba semejantes intromisiones en el ámbito
privado, a oídos de Brindley no dejaba de llegar el rumor de que numerosos
padres de refugiados sólo a duras penas conseguían reunir las pocas libras de
la matrícula escolar y que, aun en caso de que lo lograran, nunca podían darles
a sus hijos la obligada paga. Al director le parecía típico el caso de la niña del
nombre impronunciable y los tres enardecidos hombres que la habían dejado por
vez primera en el colegio de Nakuru hacía seis meses. Por aquel entonces, Inge
Sadler no hablaba ni palabra de inglés, aunque era evidente que sabía leer y
escribir, algo que a su profesora le pareció más un obstáculo que una ventaja.
Al principio, la apocada chiquilla se limitaba a guardar silencio y parecía una
niña de pueblo que tuviera que servir el té en una casa señorial. Cuando Inge empezó a hablar, lo hizo en un inglés casi
fluido, a excepción de un molesto arrastrar de las erres. Después sus progresos
fueron tan enormes como irritantes. La propia señorita Scriver, que en un
principio se había opuesto enérgicamente a admitir en su clase a una niña sin
conocimientos lingüísticos, no tuvo más remedio que proponer que Inge adelantase
dos cursos de golpe. Semejante cambio en medio del año escolar jamás se había
dado en el colegio y en consecuencia no fue bien visto, ya que los pocos niños
aventajados podrían haberse barruntado cierto favoritismo. Cosas así solían
acarrear desagradables disputas con los padres. La niña de Ol’ Joro Orok, cuyo nombre era tan
impronunciable como el de la pequeña empollona de Londiani, también había hecho
imposible que Brindley se mantuviera fiel a su eficaz principio de no sentar
precedentes. Exactamente igual que hiciera Inge antes que ella, durante las
primeras semanas en el colegio de Nakuru, Regina había seguido todos los
acontecimientos muda, asintiendo con timidez cuando le preguntaban. Luego, con
una brusquedad que Brindley estimó un tanto provocadora, les dejó entrever a
sus profesores que no sólo había aprendido inglés, sino que además sabía leer y
escribir. También hubo que adelantar a Regina dos cursos de
golpe. De modo que las dos pequeñas refugiadas, que de todas formas eran
inseparables, volvían a sentarse juntas y no cabía duda de que, con su
importuna ambición, no tardarían en dar problemas. Brindley suspiraba siempre que pensaba en tales
complicaciones. La costumbre le hizo dirigir la mirada hacia los pimenteros. Su
enojo ante el talento que se salía de lo corriente se le antojó mezquino. Sin
embargo, encontró significativo que precisamente las dos niñas que le habían
obligado a faltar a sus principios de igualdad de trato para todos se apartaran
cada vez más de la comunidad. Tal y como era de esperar, vio a las pequeñas
extranjeras de negro cabello sentadas en los arbustos. Le disgustó la idea de
que probablemente estudiaran incluso en el recreo y acabaran hablando alemán
entre ellas, aunque fuera de clase estaba terminantemente prohibida toda
conversación en lengua extranjera. El director estaba equivocado. Inge sólo hablaba
alemán con Regina cuando no sabía cómo seguir en inglés. De momento, el
inesperado reencuentro con su amiga del Norfolk la hacía lo bastante feliz, y
poseía el marcado instinto de los marginados que le aconsejaba no llamar la
atención más de lo necesario. Así que Inge, inconsciente e imperturbablemente,
animó a Regina a romper su mutismo con igual determinación que ella misma unos
meses antes. —Ahora —le dijo la primera vez que Regina pudo
sentarse con ella— ya sabes inglés. No debemos volver a hablar en voz baja. —No —reconoció Regina—. Ahora puede entendernos todo
el mundo. Era el destino común de dos niñas de la misma edad y
de naturaleza muy diferente. Para Inge, Regina era el hada buena que la había
liberado del tormento de la soledad. Regina, por su parte, ni siquiera se esforzaba por
establecer contacto con sus compañeras. Éstas le fascinaban, pero le bastaba
con Inge. Las dos percibían que no eran sólo las barreras lingüísticas de su
difícil comienzo las que les impedían acceder al grupo. Los alegres y robustos
niños de la colonia, que pese al inflexible reglamento escolar disfrutaban de
la vida en común, sólo conocían el presente. Rara vez hablaban de las granjas en
las que vivían y casi siempre lo hacían sin añoranza de sus padres. Despreciaban la nostalgia de las nuevas alumnas, se
burlaban de todo lo que les resultaba extraño y detestaban en igual medida la
debilidad física y los buenos resultados en clase. Ni el frío baño de las seis
de la mañana, ni la carrera de resistencia antes de desayunar, ni las batatas
quemadas con grasienta carne de carnero del almuerzo, ni siquiera las
vejaciones de los alumnos mayores, los castigos y las palizas eran capaces de
turbar la serenidad de aquellos niños a quienes también sus padres habían
criado en la austeridad. Los domingos se ponían a escribir de mala gana las
obligadas cartas a casa, mientras que para Inge y Regina esa hora de escritura
constituía el punto culminante de la semana. Pese a todo, sus cartas no estaban
exentas de cierta preocupación, pues aunque sabían que sus padres no podían
leerlas, ya que estaban escritas en inglés, les faltaba valor para confiárselo
a un profesor. Inge se servía de dibujitos que pintaba en el margen; Regina,
del suahili. Ambas suponían que estaban contraviniendo el reglamento escolar y
en la iglesia pedían ayuda fervorosamente. Así lo había dispuesto Inge. «Los judíos —explicaba cada domingo— también pueden
rezar en una iglesia. Basta con tener los dedos cruzados.» Era práctica,
resuelta y no tan sentimental como su amiga, más fuerte y hábil. Carecía por
completo de fantasía y tampoco tenía el talento de Regina para evocar imágenes
con las palabras como por arte de magia. Desde que las dos amigas ya no
necesitaban refugiarse en su lengua materna para entenderse, Inge disfrutaba
con las descripciones de Regina como un niño al que su madre lee en voz alta. Minuciosamente, con un marcado sentido del detalle,
llena de añoranza y embriagada por sus recuerdos, Regina le hablaba de la vida
en Ol’ Joro Orok, de sus padres, de Owuor y Rummler. Eran historias llenas de
nostalgia que evocaban un mundo amable. Hacían que el calor le recorriera el cuerpo y las
lágrimas afluyeran a sus ojos, pero constituían su gran consuelo en un mundo de
indiferencia y obligaciones. Regina también sabía escuchar. Preguntando una y otra
vez por la granja de Londiani y por la madre de Inge, a la que recordaba bien
de su época en el Norfolk, hacía que también Inge percibiera los recuerdos como
un prematuro retorno al hogar. Ambas niñas odiaban el colegio, les tenían miedo
a sus compañeras y desconfiaban de los profesores. La peor carga era las
esperanzas que habían depositado en ellas sus padres. —Papi dice que no debo avergonzarlo y que tengo que
ser la mejor de la clase —decía Inge. —Mi papá dice lo mismo —asentía Regina—. A menudo me
gustaría tener un daddy y no un papá —añadió el penúltimo domingo antes de las
vacaciones. —Entonces tu padre no sería tu padre —resolvió Inge,
que siempre vacilaba un tanto antes de seguir a Regina en su huida a la
fantasía. —Sí que sería mi padre. Pero yo no sería Regina. Con
un daddy yo sería Janet. Tendría unas largas trenzas rubias y un uniforme de
tela muy gruesa que no me apretaría. Y si fuera Janet, tendría escudos por
todas partes. Sabría jugar bien al hockey y nadie se me quedaría mirando por
leer mejor que los demás. —Pero entonces no sabrías leer —objetó Inge—. Janet no
sabe leer. Lleva tres años aquí y aún sigue en primero. —Seguramente a su daddy le da igual —insistió Regina—.
A Janet la quiere todo el mundo. —Tal vez porque el señor Brindley va de caza con su
padre en las vacaciones. —Con mi padre nunca irá de caza. —¿Es que tu padre va de caza? —preguntó Inge
sorprendida. —No, no tiene escopeta. —El mío tampoco —replicó Inge más tranquila—. Pero si
tuviera una escopeta, mataría a todos los alemanes. Odia a los alemanes. Mis
tíos también los odian. —Nazis —corrigió Regina—. En casa no puedo odiar a los
alemanes, sólo a los nazis. Pero odio la guerra. —¿Por qué? —La guerra tiene la culpa de todo. ¿No lo
sabías? Antes de la guerra no teníamos que ir al colegio. —Dentro de dos semanas y dos días habrá acabado todo
—calculó Inge—. Entonces podremos irnos a casa. Puedo llamarte Janet cuando
estemos solas y nadie nos oiga. — Rió de su ocurrencia. —Tonterías. Eso es sólo un juego. Cuando estemos solas
y nadie nos oiga, tampoco querré ser Janet. También Brindley tenía ganas de que llegaran las
vacaciones. Cuanto mayor se hacía, más largos se le antojaban los meses de
colegio. Ya no le complacía aquella vida rodeado de niños y en compañía de
colegas que eran más jóvenes que él y no compartían ni sus opiniones ni sus
ideales. El período que precedía a las vacaciones, cuando tenía que corregir los
exámenes del semestre y poner las notas, mermaban de tal modo sus fuerzas que
incluso se veía obligado a trabajar los domingos. Aunque estaba agotado y para él el mundo se reducía al
monótono cambio de la tinta azul a la roja, Brindley cayó de inmediato en la
cuenta de que las pequeñas refugiadas, como seguía llamándolas cuando estaba a
solas, habían vuelto a lucirse en los exámenes. Aguardó a que le sobreviniera la irritación que le
producía toda desviación de la norma, pero entonces se percató, asombrado, de
que la habitual desazón no le hacía mella. Pese a sus depresivas ideas sobre la disminución de su
flexibilidad, se apartó lo suficiente de su costumbre de valorar mucho más la
mediocridad que esa brillantez de la que, en su opinión, uno no podía fiarse en
absoluto. Con una obstinación que le sorprendió, ya que no era del agrado de su
naturaleza, se dijo que al fin y al cabo un colegio también tenía la obligación
de formar a los niños intelectualmente y no sólo de ejercitarlos en las proezas
deportivas. Un tanto a disgusto, Brindley se dio cuenta de que no
había vuelto a pensar de tal modo desde su época de estudiante en Oxford. Si
estuviera en buena forma, ciertamente no se habría entregado a tales
pensamientos, pero en su estado actual de enojoso cansancio e inexplicable
sublevación, aquellas cavilaciones resucitaron unas sensaciones a las que ya no
estaba acostumbrado tras tantos años como director. «La pequeña de Ol’ Joro Orok —dijo en voz alta al ver
las calificaciones de Regina— es realmente una alumna portentosa.» Por lo
general, Brindley sentía aversión por quienes mostraban tendencia a los
soliloquios. Pese a todo, sonrió al oír su propia voz. Y se sorprendió pensando
que el nombre de Regina no le resultaba tan impronunciable como siempre había creído.
Al fin y al cabo, había estudiado latín durante años, no sin cierto placer. De
modo que se abismó en reflexiones sobre cómo diablos se les ocurría a los
alemanes cargar a sus hijos con nombres tan pretenciosos. Llegó a la conclusión
de que probablemente tuviera algo que ver con sus ansias de llamar la atención
incluso en las cosas más nimias. Sin esforzarse lo más mínimo en justificar un
comportamiento que se le antojaba tan impropio como peregrino, sacó la
redacción de Regina de entre un montón de cuadernos que reposaban sobre el
alféizar de la ventana y comenzó a leerla. Ya las primeras frases despertaron
su curiosidad y el conjunto lo dejó boquiabierto. Nunca había visto semejante
modo de expresarse en una niña de ocho años. Regina no sólo escribía en
perfecto inglés, también tenía un vasto vocabulario y una fantasía inusitada.
Le inquietaban, en particular, las comparaciones, que desde su punto de vista
provenían de un mundo extraño y lo conmovían por exageradas. La señorita
Blandford, la tutora, había escrito «Well done!» al pie de la composición.
Siguiendo un impulso que atribuyó a la expectación ante las vacaciones, cogió
las notas de Regina y repitió la alabanza con su empinada caligrafía. Nunca había sido costumbre de Brindley ocuparse de un
niño en concreto más de lo necesario. Siempre le había ido bien no dejándose
llevar por las emociones hacia un sentimentalismo que consideraba estúpido en
su profesión, pero ni Regina ni su redacción le dejaban descansar. Desganado,
empezó a leer los trabajos restantes, pero le costaba concentrarse. Contra su
voluntad, cedió al impulso, poco habitual en él, de zambullirse en un pasado
que creía olvidado hacía tiempo. Y el pasado se burló de él con un torrente de
imágenes que, en su profusión, le pareció curioso y molesto. A las cinco, en contra de su convicción de hacerlo
únicamente cuando estaba enfermo, ordenó que el té le fuera servido en sus
habitaciones, y tuvo que hacer un esfuerzo para asistir al oficio religioso
vespertino en el salón de actos. Se llevó un buen sobresalto al sorprenderse
buscando el rostro de Regina entre la multitud, y le entraron ganas de sonreír
cuando se dio cuenta de que, en el padre nuestro, la niña únicamente movía los
labios y no rezaba con los demás. Con la intransigencia consigo mismo que, por
lo demás, solía protegerlo con tanta eficacia de la amenaza de las emociones
tiernas, Brindley se llamó a sí mismo viejo loco, si bien no estimó
desagradable la prueba de que no llevaba tanto tiempo sumido en la rutina de la
vida cotidiana, petrificado, como a menudo pensara durante el semestre que
ahora acababa. Al día siguiente hizo llamar a Regina. Regina entró en su despacho y se quedó en pie; estaba
pálida y delgada y parecía insultantemente tímida para un director que atribuía
importancia a que también los más pequeños mostraran coraje y tuvieran la
suficiente disciplina para controlar sus sentimientos. Disgustado, Brindley
pensó que la mayoría de los niños del continente no parecía lo bastante fuerte
y además durante el periodo escolar siempre perdía peso. Probablemente, reflexionó, estaban acostumbrados a
otra comida. Seguro que en casa los mimaban demasiado y no los alentaban a que
solucionaran sus problemas por sí solos. Cuando era joven, tuvo ocasión de efectuar numerosas
observaciones de este tipo durante un viaje a Italia; comprobó cómo las madres
idolatraban a sus hijos con absoluta desvergüenza y los instaban a que
comieran. A veces seguía dándole rabia que entonces incluso envidiara a los
despóticos principitos y a las emperejiladas princesitas. Se dio cuenta de que había dado rienda suelta a sus
pensamientos. Últimamente le ocurría demasiado a menudo. Era como un perro
viejo que ya no sabe dónde ha enterrado su hueso. —¿Eres tan endemoniadamente lista o sencillamente no
puedes soportar no ser la primera de la clase? —preguntó. Su tono le produjo un
inmediato desagrado. Se dijo, desconcertado, que no era su cometido, y
ciertamente antes no se habría correspondido con su ética profesional, hablarle
así a una niña que no había hecho más que dar lo mejor de sí misma. Regina no comprendió la pregunta. Las palabras en sí
las entendía, pero no tenían ningún sentido. Los ruidosos latidos de su corazón
la asustaban, la angustiaban, de modo que se limitó a mover la cabeza
suavemente de un lado a otro y aguardar a que cediera la sequedad en su boca. —Te he preguntado que por qué estudias tanto. —Porque no tenemos dinero, señor. El director recordó haber leído en alguna parte que
los judíos tenían la costumbre de hablar de dinero fuera cual fuese el tema. No
obstante, sentía demasiado desprecio por las generalizaciones como para darse
por satisfecho con una explicación que consideraba simple y en cierto modo
odiosa. Era como un cazador que hubiera abatido sin querer a la madre de un
animal joven, y experimentó una desagradable opresión en el estómago. Incluso
lo aturdía el leve latido de sus sienes. El anhelo de un mundo previsible, sin complicaciones y
con los tradicionales criterios que proporcionaban apoyo a un hombre que se iba
haciendo mayor era como un dolor físico. Durante un breve instante, Brindley se
planteó hacer salir a Regina, pero luego se dijo que resultaría ridículo
terminar una conversación antes de que hubiera empezado. ¿Sabría la pequeña de qué estaban hablando?
Probablemente, con lo aplicada que era, lo había entendido todo. —Mi padre sólo gana seis libras al mes, y este colegio
cuesta cinco. —Regina rompió así el silencio. —¿Estás segura? —Oh, sí, señor. Me lo ha dicho mi
padre. —¿De veras? —Me lo dice todo, señor. Antes de la
guerra no podía mandarme al colegio. Eso lo ponía muy triste. Y a mi madre
también. Brindley nunca se había encontrado en la embarazosa
situación de tener que discutir la cuantía de la matrícula escolar, y el hecho
de que tuviera que hablar de dinero -como un comerciante indio- precisamente
con una alumna, y para colmo una alumna tan pequeña, se le antojó grotesco. Su
sentido de la autoridad y del decoro le obligaba a empezar de nuevo la
conversación, ya que no sabía cómo terminarla, pero en su lugar preguntó: —¿Qué
tiene que ver con esto la maldita guerra? —Cuando llegó la guerra —informó
Regina— tuvimos bastante dinero para el colegio. Ya no lo necesitábamos para mi
abuela y mi tía. —¿Por qué? —Porque ya no pueden salir de Alemania y
venir a Ol’ Joro Orok. —¿Y qué están haciendo en Alemania? Regina sintió que
le ardía la cara. No era bueno que el miedo le cambiara a una el color. Pensó
si debía contarle que su madre se echaba a llorar cada vez que alguien hablaba
de Alemania. Quizá el señor Brindley nunca había oído hablar del llanto de las
madres y seguro que le molestaría. Ni siquiera aprobaba el llanto de los niños. —Antes de la guerra —tragó saliva— mi abuela y mi tía
nos escribían cartas. —Little Nell —dijo Brindley en voz queda. Estaba sorprendido, pero, de un modo absolutamente
absurdo, también aliviado por haber encontrado al fin el valor para pronunciar
ese nombre. Regina ya le había recordado a la pequeña Nell cuando entró en su
despacho, pero entonces él aún había sido capaz de resistirse a sus recuerdos.
Qué curioso que, después de tantos años, le viniera a la cabeza precisamente
esa novela de Dickens. Siempre la había tenido por una de sus peores obras,
demasiado sentimental, melodramática y nada inglesa, y sin embargo ahora le
parecía efusiva y, en cierto modo, incluso hermosa. Interesante cómo cambiaban
las cosas con la edad. —Little Nell —repitió el director con una seriedad que
ya no le resultaba desagradable y que incluso le regocijó—. Así pues, ¿estudias
tanto sólo porque este colegio es muy caro? —Sí, señor —asintió Regina—. Mi
padre ha dicho: no debes tirar nuestro dinero por la ventana. Cuando uno es
pobre, ha de ser siempre mejor que los demás. Estaba satisfecha. No había sido fácil poner las
palabras de papá en la lengua del señor Brindley. De todos modos, él ni
siquiera era capaz de recordar el nombre de sus alumnas, y seguro que nunca
había oído hablar de personas que no tenían dinero, aunque quizá la hubiera
entendido. —Quiero decir, tu padre, ¿qué hacía en Alemania? La
falta de recursos volvió a hacer que Regina enmudeciera. ¿Cómo iba a decir en
inglés que su padre antes era abogado? —Llevaba puesto un abrigo negro cuando
trabajaba —se le ocurrió—, pero en la granja ya no le hace falta. Se lo regaló
a Owuor el día en que llegaron las langostas. —¿Quién es Owuor? —Nuestro cocinero —repuso Regina, y
se acordó con deleite de la noche en que su padre lloró cálidas lágrimas sin
sal—. Owuor vino andando desde Rongai hasta Ol’ Joro Orok con nuestro perro.
Pudo venir sólo porque yo sé jaluo. —¿Jaluo? ¿Qué demonios es eso? —La lengua de Owuor
—contestó Regina sorprendida—. Owuor sólc me tiene a mí en la granja. Todos los
demás son kikuyus. Menos Daj Jiwan, que es indio. Y nosotros, claro. Nosotros
somos alemanes pero no nazis —se apresuró a precisar—. Mi padre siempre dice:
Los hombres necesitan su propia lengua. Y Owuor también lo dice. —Quieres mucho a tu padre, ¿verdad? —Sí, señor. Y a mi
madre también. —Tus padres se alegrarán cuando vean tus notas y lean
tu excelente redacción. —No podrán, señor. Pero yo se lo leeré todo en voz
alta. En su lengua. También sé su lengua. —Ya puedes irte —dijo Brindley, abriendo la ventana.
Cuando Regina estaba casi en la puerta, añadió—: No creo que a tus compañeras
les interese lo que hemos estado hablando aquí. No es necesario que se lo
cuentes. —No, señor. Little Nell no hará eso. CAPÍTULO VII Los lunes, miércoles y viernes llegaba a Ol’ Joro Orok
el camión de Thompson's Falls -que, demasiado ancho para la estrecha carretera,
tenía que abrirse paso por entre las temblorosas ramas de los árboles- y dejaba
en la tienda de Patel, además de cosas útiles como parafina, sal y clavos, un
gran saco con cartas, periódicos y paquetes. Antes de aquel momento crucial,
Kimani siempre permanecía largo rato sentado a la sombra de las tupidas
moreras. Tan pronto divisaba los contornos de la nube de polvo rojizo que se
acercaba volando como un pájaro, la vida volvía a sus dormidos pies, se
levantaba y estiraba el cuerpo como la cuerda de un arco tensado. Kimani
adoraba esa repetición regular de la espera y la esperanza, ya que, como
portador del correo y las mercancías, para el bwana era más importante que la
lluvia, el maíz y el lino. Todos los hombres de la granja envidiaban a Kimani
por su relevancia. Sobre todo Owuor, el jaluo de las canciones ruidosas
que arrancaban la risa de la garganta del bwana como por arte de magia,
intentaba una y otra vez robar los días de Kimani, mas siempre acababa como un
cazador sin suerte tras una presa que no le corresponde. También en las chozas
de los kikuyus había muchos hombres jóvenes con piernas más sanas y más aire en
el pecho que Kimani que podrían ir corriendo sin esfuerzo hasta la duka de
Patel y regresar a la granja sin pararse a descansar, pero el poder de la sagaz
lengua de Kimani rechazaba todo ataque a su derecho. Cuando salía de su cabaña por la mañana, aún veía las
estrellas en el cielo; llegaba a la tienda del canalla de Patel justo cuando el
sol se disponía a devorar su sombra. Pero siempre era Kimani el que tenía que
esperar al camión y no el camión a él. El largo trayecto por el bosque, con los
taciturnos monos negros que sólo dejaban ver sus blancas melenas al saltar de
un árbol a otro, era fatigoso. En los días de calor, entre las estaciones de
las lluvias, de camino a la tienda Kimani oía a sus huesos gritar. Al volver a
casa ya ardían las hogueras ante las chozas. Entonces sus pies estaban tan
calientes como si hubieran tenido que apagar las brasas a toda prisa. Pero la
alegría saciaba el cuerpo de Kimani, aun cuando en todo el día no hubiera
tomado más que agua. La noche anterior, la memsahib siempre le llenaba de agua
la hermosa botella verde. Duros eran los días en que la hiena de Patel respondía
a la pregunta de si había correo para la granja con enojadas sacudidas de la
cabeza, y era como si le hubiera arrebatado a los buitres los mejores bocados.
Y es que el bwana necesitaba sus cartas como un hombre sediento las gotas de
agua que evitan que duerma para siempre. Cuando Kimani volvía a casa de la
apestosa duka de Patel sin nada más que harina, azúcar y el pequeño cubo con la
amarillenta manteca semilíquida para la memsahib, los ojos del bwana perdían su
brillo como el pelaje de un perro moribundo. Un solo periódico era capaz de
alegrarlo, y recibía el pequeño rollo de papel con un suspiro, que era una
dulce medicina para unos oídos que, durante todo el día, no habían hecho más
que devorar los sonidos de las fauces de las bestias. El bwana llevaba en la granja tres estaciones de las
lluvias pequeñas y dos grandes. Ese tiempo le había servido a Kimani para comprender
-si bien tan despacio como un burro nacido antes de tiempo- las muchas cosas
que al principio de su nueva vida con el bwana le enredaban la cabeza. Ahora
sabía que al bwana no le bastaba con el sol durante el día y la luna por la
noche, ni con la lluvia sobre la piel seca o una hoguera chillando bien fuerte
en el frío, ni con las voces de la radio, que nunca se concedían el sueño, ni
siquiera con el lecho de la memsahib y los ojos de la hija cuando regresaba a la
granja del colegio en el lejano Nakuru. El bwana necesitaba periódicos. Alimentaban su cabeza
y remojaban su garganta, y ésta contaba schauris que nadie en Ol’ Joro
Orok-había oído jamás. En el camino de la casa a los linares y las florecientes
plantaciones de pelitre, el bwana le hablaba de la guerra. Eran apasionantes
historias de hombres blancos que se mataban entre sí, como en los viejos
tiempos hicieran los masai con sus pacíficos vecinos, pues codiciaban su ganado
y a sus mujeres. Los oídos de Kimani adoraban aquellas palabras, que
eran como un joven, intenso viento, pero su pecho también sentía que, al
hablar, el bwana mascaba una antigua tristeza, pues cuando partió en su largo
safari hacia Ol’ Joro Orok no pensó en llevar su corazón consigo. Una vez el
bwana se sacó del bolsillo del pantalón una imagen azul con numerosas manchas
de colores y señaló con la uña del dedo más largo un diminuto punto. «Amigo mío —le dijo—, aquí está Ol’ Joro Orok. —Movió
el dedo un poco y siguió hablando lentamente—: Y aquí estaba la choza de mi
padre. Nunca volveré ahí.» Kimani rió, pues su enorme mano podía tocar sin
esfuerzo ambos puntos de la imagen azul al mismo tiempo, y, sin embargo, supo
que su cabeza no había comprendido lo que el bwana quería decirle. Con las imágenes
de los periódicos que Kimani recogía en la tienda de Patel la cosa cambiaba.
Dejaba que el bwana se las mostrara una y otra vez y aprendió también a
interpretarlas. En ellas había casas más altas que los árboles y, sin
embargo, las armas de los furiosos aviones las abatían como el fuego del
matorral abate el bosque. Barcos con altas chimeneas se hundían en el mar como
si fueran piedrecitas en un río crecido de repente tras las grandes lluvias.
Las imágenes siempre mostraban hombres muertos. Algunos yacían en el suelo
plácidamente, como si quisieran dormir tras el trabajo bien hecho, otros habían
reventado como cebras muertas expuestas demasiado tiempo al sol. Todos los
muertos tenían fusiles a su lado, pero éstos no habían podido ayudarlos, ya que
en la guerra de los blancos bien armados cada hombre tenía un fusil. Cuando el bwana hablaba de la guerra, siempre lo hacía
también de su padre. Entonces, nunca miraba a Kimani; su mirada vagaba
hasta la alta montaña sin que viera su cabeza de nieve. Cuando hablaba, lo
hacía con la voz de un niño impaciente que desea la luna de día y el sol de
noche, y decía: —Mi padre se está muriendo. A Kimani esas palabras le resultaban tan familiares
como su propio nombre, y aunque se tomaba su tiempo antes de abrir la boca,
sabía lo que tenía que decir y preguntaba: —¿Tu padre desea morir? —No, no
desea morir. —Un hombre no puede morir si no lo desea —aseguraba en
todas las ocasiones Kimani. Al principio mostraba los dientes al hablar, como
hacía siempre que estaba contento, pero con el tiempo se acostumbró a dejar que
de su pecho escapara un suspiro. Le preocupaba que su bwana, que tanto sabía, no fuera
lo bastante listo para comprender que la vida y la muerte no eran cosa de los
hombres, sino sólo del poderoso dios Mungo. El bwana anhelaba las cartas más aún que los
periódicos con las imágenes de casas destruidas y hombres muertos. Kimani
estaba perfectamente al tanto del asunto de las cartas. Cuando el bwana llegó a
la granja, Kimani aún creía que todas las cartas eran iguales. Pero ya no era
tan tonto. Las cartas no eran como dos hermanos que hubieran salido juntos del
vientre de su madre. Las cartas eran como las personas: nunca iguales. Dependía del sello. Sin él una carta no era más que un
trozo de papel y no podía emprender ni el más pequeño safari. Una única
estampilla con la imagen de un hombre de cabello rubio y rostro de mujer
hablaba de un viaje que un hombre podía hacer a pie. Eran justo esas cartas las que Kimani recogía a menudo
en la duka de Patel. Procedían de Gilgil y eran del bwana que al reír hacía
danzar su abultado vientre y tenía una memsahib que cantaba mejor que los
pájaros. Ambos venían con frecuencia a la granja desde Gilgil,
y cuando las grandes lluvias convertían la carretera en un lodazal y los amigos
del bwana no podían venir a Ol’ Joro Orok, le enviaban cartas. De Nakuru
llegaban las cartas de la memsahib kidogo, que aprendía a escribir en el
colegio. Los sobres amarillos tenían el mismo sello que los de Gilgil, pero
Kimani sabía quién había escrito la carta antes de que el bwana se lo dijera. Con las de la pequeña memsahib sus ojos se iluminaban
como lozanas flores de lino y su piel nunca olía a miedo. Las cartas con muchos sellos habían viajado mucho.
Cuando el bwana las veía en la mano de Kimani, ni siquiera se tomaba tiempo de
exhalar el aire de su pecho antes de rasgar el sobre y empezar a leer. Y había
un sello que tenía él solo más poder que todos los demás juntos para inflamar
al bwana. Éste también mostraba a un hombre sin brazos ni piernas, pero no era
rubio. El cabello que se precipitaba desde su cabeza era tan negro como el del
apestoso chucho de Patel. Los ojos eran pequeños y entre la nariz y la boca
crecía una mata muy baja de tupido pelo negro plantada con esmero. A Kimani le gustaba contemplar largo rato aquel sello
en concreto. Era como si el hombre quisiera hablar y tuviera una voz capaz de
rebotar fuertemente contra la montaña. Tan pronto el bwana veía el sello, sus
ojos se tornaban profundas cavidades y él mismo se quedaba tan inmóvil como un
hombre amenazado por un furibundo ladrón con una panga recién afilada que
hubiera olvidado cómo defenderse. La imagen del hombre con el pelo bajo la nariz
ahuyentaba la vida del cuerpo del bwana, que se tambaleaba como un árbol que
aún no ha aprendido a doblegarse ante el viento. Antes de abrir aquellas cartas
tan llenas de fuego, el bwana siempre gritaba: «¡Jettel!» Su voz se volvía
débil como la de un animal que ya no tiene voluntad para escapar de la muerte. Así y todo, Kimani sabía que al bwana le gustaba
recibir las cartas que le daban miedo. Seguía siendo como un niño al que le
falta la tranquilidad para quedarse sentado y dejar que el día se deslice como
la fina tierra entre los dedos hasta que la cabeza caiga sobre el pecho y
aparezca el sueño. Kimani sentía salada la garganta cuando pensaba que el bwana
necesitaba la emoción que le hacía enfermar para seguir teniendo fuerza en sus
miembros. Hacía tiempo que no llegaba una carta así. Pero cuando
Kimani le preguntó a Patel por el correo el día anterior a la gran cosecha de
lino, el indio rebuscó en la estantería de madera y sacó una carta que no
satisfizo el enorme anhelo de familiaridad de Kimani. Vio de inmediato que era una carta distinta de todas
las demás que había llevado a casa hasta entonces. El papel era fino y, en la mano de Patel, sonaba como
un árbol moribundo en el primer viento de la tarde. El sobre era más pequeño
que de costumbre. Faltaba el sello de colores. En su lugar, Kimani vio un
círculo negro con pequeñas y finas líneas en el centro similares a diminutas
lagartijas. En la esquina derecha del sobre relucía una cruz roja. Ya desde
lejos se abalanzó sobre Kimani como una serpiente hambrienta. Por un momento se
temió que la cruz roja también pudiera gustarle a Patel y decidiera no darle la
carta. Pero el indio estaba discutiendo con una mujer kikuyu que acababa de
meter los dedos muy dentro en un saco de azúcar, así que, refunfuñando, puso la
carta sobre la sucia mesa. Ya en el bosque, libre de las enojadas miradas de Patel,
Kimani se detuvo para contemplar la cruz. A la sombra relucía más aún que en la
tienda y era una alegría para unos ojos que, bajo los árboles, incluso durante
el día capturaban únicamente los colores de la noche. Si Kimani cerraba un ojo
y movía al mismo tiempo la cabeza, la cruz se ponía a bailar. Rió al comprender
que se estaba comportando como un monito que ve por vez primera una flor. Kimani se preguntaba una y otra vez si la hermosa cruz
roja le gustaría al bwana tanto como a él o si también encerraría la misma
magia mala y abrasadora que el hombre del pelo negro. No podía decidirse, por
mucho que hiciera trabajar a su cabeza. La incertidumbre le arrebató la alegría
por la carta y tornó sus piernas pesadas. El cansancio corvaba su espalda y se
le pegaba en los ojos. La cruz parecía distinta que en la tienda y en el tiempo
de las sombras largas. Se había dejado robar el color. Kimani se asustó. Sintió que había permitido que la
noche se le acercara demasiado. Ella se aprovecharía de que no llevara una lámpara
consigo. Si su cuerpo no recobraba las fuerzas y se apresuraba, oiría a las
hienas antes de ver los primeros campos y eso no era bueno para un hombre de su
edad. Tuvo que hacer el último tramo del camino a la carrera, y cuando alcanzó
los primeros campos, tenía más aire en la boca que en el pecho. La noche aún no había llegado a la granja. Ante la
casa, Kamau limpiaba los vasos, atrapando el último rayo rojizo de sol. Lo
envolvía en un trapo y volvía a liberarlo. Owuor estaba sentado en una caja de madera delante de
la cocina, limpiándose las uñas con un tenedor plateado. Enviaba su voz a la
montaña con la canción que siempre hacía hervir la piel de Kimani y reír al
bwana. La pequeña memsahib corría con el perro hacia la casa
del corazón en la puerta, saltando entre la alta hierba amarilla. Movía la
lámpara, que aún no estaba encendida, como si fuera tan ligera como un trozo de
papel. Kania recortaba agujeros redondos en el aire con la escoba. Mascaba un
palito para hacer que sus dientes, de los que estaba muy orgulloso, se
volvieran aún más blancos. Como siempre que aguardaba el correo, el bwana
estaba inmóvil ante la casa como un guerrero que aún no ha divisado al enemigo.
La memsahib estaba a su lado. Los pequeños pájaros blancos que sólo vivían en su
vestido volaban hacia las flores amarillas de la tela negra. Jadeando por el esfuerzo de la carrera, Kimani
aguardaba la alegría que solía experimentar cuando ambos salían corriendo hacia
él, pero la satisfacción tardó demasiado tiempo en llegar y se desvaneció tan
aprisa como la niebla de la mañana. Aunque el frío ya le lamía la piel, acres gotas de
sudor le corrían por los ojos. De repente Kimani tuvo la sensación de ser un
anciano que confunde a sus hijos y en los hijos de los hijos ve a sus hermanos. Kimani sintió la mano del bwana en el hombro, pero
estaba demasiado confundido para sacar calor del familiar placer. Notó que la
voz del bwana no era más vigorosa que la de un niño que no encuentra en el acto
el pecho de su madre. Entonces supo que el temor que le había sobrevenido como
una repentina fiebre lo había hecho arrancar a tiempo. —Han escrito a través de la Cruz Roja —musitó Walter—.
No tenía idea de que se pudiera. —¿Quién? ¡Di! ¿Cuánto más vas a seguir con la carta en
la mano? Ábrela. Tengo un miedo atroz. —Yo también, Jettel. —Ábrela de una vez. Cuando Walter sacó la delgada hoja de papel del sobre,
recordó la fronda otoñal del bosque de Sohrau. Aunque rechazó el recuerdo al
instante, obstinadamente, vio con hiriente claridad los contornos de una hoja
de castaño. Después se le embotaron los sentidos. Sólo la nariz seguía
burlándose de él con un aroma que lo atormentaba. —¿Papá y Liesel? —preguntó Jettel en voz baja. —No. Mamá y Käte. ¿Te la leo? El tiempo que Jettel
tardó en asentir con la cabeza fue un plazo de gracia. Bastó para que Walter
leyera las dos líneas -a todas luces escritas con gran urgencia- acercándose
tanto la carta a la cara que no tuviera que ver a Jettel y ella tampoco pudiera
verlo a él. —«Queridos todos —leyó Walter en voz alta—, estamos
muy nerviosas. Mañana tenemos que ir a Polonia a trabajar. No nos olvidéis.
Mamá y Käte.» —¿Eso es todo? ¡No puede ser todo! —Sí, Jettel, sí. Sólo podían
escribir veinte palabras. Les han regalado una. —¿Por qué Polonia? Pero si tu padre siempre ha dicho
que los polacos son aún peores que los alemanes. ¿Cómo es que hacen eso? ¡Pero
si en Polonia hay guerra! Allí estarán aún peor que en Breslau. ¿O crees que
quieren intentar emigrar por Polonia? ¡Di algo! La lucha sobre si sería un
pecado perdonable concederle a Jettel por última vez la clemencia de la mentira
fue breve. La sola idea de huir le parecía a Walter un sacrilegio, una
blasfemia. —Jettel —empezó, y renunció a buscar palabras que
hicieran la verdad más soportable—, debes saberlo. Tu madre así lo quiso. De lo
contrario no habría escrito esta carta. No podemos seguir albergando
esperanzas. Polonia significa la muerte. Regina volvía caminando lentamente con Rummler del
retrete a la casa. Había encendido la lámpara y dejaba que el perro persiguiera
las trémulas sombras por el sendero cubierto de piedras claras que discurría
entre la rosaleda y la cocina. El perro intentaba hundir sus patas en las
manchas negras y aullaba decepcionado tan pronto como volaban hacia el cielo. Walter vio que Regina reía, aunque al mismo tiempo oyó
que gritaba «¡mamá!» como si estuviera angustiada. Al principio pensó que había
aparecido la serpiente de la que Owuor les había advertido por la mañana, y
bramó: «¡No te muevas!» Sin embargo, cuando los gritos cobraron más fuerza y
engulleron todos los demás sonidos de la inminente oscuridad, supo que no era
Regina la que llamaba a su madre, sino Jettel. Walter le tendió los brazos a su mujer sin llegar a
alcanzarla, y por fin consiguió arrancarle el miedo gritando su nombre varias
veces. La vergüenza por su incapacidad de compartir su dolor se tornó pánico,
un pánico que paralizaba sus miembros. Más aún lo mortificó descubrir que
envidiaba a su esposa la terrible certeza que el destino le negaba a él para su
padre y su hermana. Al cabo de un tiempo que se le antojó demasiado largo
se dio cuenta de que Jettel ya no gritaba. Estaba de pie, frente a él, con los
brazos caídos y los hombros temblorosos. Por fin Walter halló fuerzas para tocarla y agarrarle
la mano. En silencio, metió a su mujer en casa. Owuor, que por lo general nunca abandonaba la cocina
antes de preparar el té de la cena, se encontraba ante la chimenea encendida,
dejando vagar su mirada por la madera apilada. También Regina estaba allí. Se
había quitado las botas de goma y sentado con Rummler bajo la ventana, como si
nunca se hubiera movido. El perro le lamía la cara, pero ella miraba al suelo,
mascando un mechón de pelo y abrazándose al voluminoso cuerpo del animal.
Entonces Walter supo que su hija estaba llorando. No era preciso que le
explicara nada. —Mamá me prometió que estaría conmigo cuando volviera
a tener un hijo —sollozó Jettel sin que de sus ojos brotaran lágrimas—. Me lo
prometió cuando nació Regina. ¿No te acuerdas? —No, Jettel, no. Los recuerdos son un
tormento. Siéntate. —Me lo prometió firmemente. Y siempre mantenía sus
promesas. —No llores, Jettel. Las lágrimas no son para gente
como nosotros. Es el precio que hemos de pagar por habernos salvado. Ya nunca
cambiará. No sólo eres hija, también eres madre. —¿Quién dice eso? —Dios. Me lo dijo por boca de Oha en
el campo, cuando no quería seguir adelante. Y no te preocupes, Jettel, no
tendremos más hijos hasta que el destino no vuelva a querer nuestro bien.
Owuor, tráele a la memsahib un vaso de leche. Owuor se tomó aún más tiempo que en los días sin sal
para decidir qué trozo de madera debía arrojar al fuego. Al ponerse en pie,
miró a Jettel, aunque le habló a Walter: —Calentaré la leche, bwana —repuso con
una lengua que tardó en obedecerlo—. Si la memsahib llora demasiado tampoco
será niño esta vez. —Y se dirigió hacia la puerta, sin volverse. —¡Owuor! —exclamó Jettel, y el gran asombro volvió a
dotar de firmeza a su voz—. ¿Cómo lo sabes? —Todo el mundo en la granja sabe que
mamá va a tener un niño —replicó Regina, atrayendo la cabeza de Rummler a su
regazo—. Todos menos papá. CAPÍTULO VIII El doctor James
Charters se percató del tic de su ceja izquierda y del enojoso malentendido al
ver ante su cuadro favorito, el de los magníficos perros de caza, a las dos
desconocidas. Se encontraban aún a casi un metro de él y ya estaban tendiéndole
la mano. Era prueba suficiente de que procedían del continente. La mirada
estudiadamente discreta a la tarjetita amarilla junto al tintero reforzó su
sospecha. Bajo el extraño apellido, Charters halló la observación de que el
Stag's Head había pedido hora en su consulta para la paciente. Desde que estallara la guerra ya no podía uno fiarse
de las recepciones de los hoteles. Era evidente que tenían dificultades para identificar
a aquellos huéspedes que habían cambiado todo el sistema de vida de la colonia.
Hubo un tiempo en que en el único hotel de Nakuru se alojaban casi
exclusivamente los granjeros de las inmediaciones que se permitían unos días
libres y la ilusión de la vida en la gran ciudad cuando iban a llevar a sus
hijos al colegio, tenían que ir al médico o debían hacer algo en la alcaldía
del distrito. Por aquella época, que Charters ya llamaba los viejos tiempos,
aunque en realidad desde entonces no habían pasado ni tres años, en el Stag
también se hospedaban ocasionalmente cazadores, en su mayor parte americanos.
Se trataba de tipos rudos y simpáticos que en modo alguno precisaban de un
ginecólogo y con los cuales el médico, libre de asuntos profesionales, podía
mantener una buena conversación. Charters, que nunca hacía esperar a las nuevas
pacientes más de lo necesario, profirió un suspiro apenas sofocado y se tomó su
tiempo para sumirse en nuevas y desagradables reflexiones. Ya no le gustaba
vivir en Nakuru. De no ser por la guerra, tras la muerte de su tía y la
consiguiente herencia, inesperadamente elevada, se habría permitido abrir una
consulta en Londres. La calle Harley era su más temprano sueño, mas abandonó su
objetivo, imprudentemente, al casarse en segundas nupcias con la hija de un
granjero de Naivasha. Su joven esposa siempre había sido capaz de hacerle
cambiar de opinión y ahora sentía tal pánico de la guerra relámpago que no
había forma de convencerla de que se mudaran a Londres. Él se consolaba con un
desmedido orgullo del que se había privado durante años y ya no admitía a
ninguna paciente que no se correspondiera con su nivel social. Mientras rascaba meticulosamente una mosca muerta de
la ventana, Charters contemplaba en el cristal a ambas mujeres, que, sin que
nadie las invitara a hacerlo, se habían sentado en las sillas recién tapizadas
que había ante su escritorio. Sin duda la más joven era la paciente, y asimismo
una molestia atribuible exclusivamente al descuido de la señorita Colins, que
sólo llevaba cuatro semanas trabajando para Charters y aún carecía de la
intuición necesaria para saber las cosas a las que él concedía importancia. Con un soplo de interés que, en vista de las
discusiones que seguramente se avecinaban, estimó del todo inoportuno, Charters
pensó que la mayor habría podido pasar perfectamente por una dama de provincias
inglesa siempre que no abriera la boca. Era esbelta, atildada, parecía segura de sí misma y
tenía ese hermoso cabello rubio que él tanto apreciaba en las mujeres. En
cierto modo aparentaba ser noruega, la grácil señora, y en todo caso estar
acostumbrada a no reparar en gastos en las visitas al médico. La paciente se encontraba al menos en el sexto mes y,
según pudo observar Charters, no en el estado de salud que él tanto valoraba en
las embarazadas para evitar lamentables complicaciones. Llevaba un vestido de
flores que le pareció típico de la moda de los años treinta del continente. Los
ridículos cuellos de encaje blanco le recordaron de un modo grotesco a las pequeñas
burguesas de la época victoriana, así como la circunstancia de que hasta la
fecha nunca había tenido que tratar precisamente a esa clase social. El vestido
le acentuaba el pecho y le abombaba el vientre de un modo que Charters sólo
juzgaba posible poco antes del parto. Seguramente la mujer había comido por dos
ya desde el primer mes de embarazo. A los extranjeros no había forma de
quitarles sus desatinadas costumbres. La mujer estaba pálida y parecía
fatigada, tímida como una criada que espera un hijo ilegítimo, como si el
embarazo fuera un castigo del destino. Seguro que era una quejica. Charters
carraspeó. No tenía mucha experiencia, aunque sí indeleble, con las gentes del
continente. Eran excesivamente sensibles y no lo bastante cooperadoras cuando se
trataba de soportar el dolor. Durante los primeros meses de la guerra, Charters
asistió un parto de mellizos de la mujer de un judío dueño de una fábrica en
Manchester. Debido a la repentina escasez de pasajes de barco, el matrimonio no
había podido regresar a tiempo a Inglaterra. A decir verdad, se había conducido
con absoluta corrección y había pagado sin rechistar los prohibitivos
honorarios que, en su círculo de colegas, Charters denominaba indemnización por
daño personal al médico. Pese a todo, conservaba malos recuerdos del caso. Le
enseñó que, por lo general, la raza judía no era lo bastante disciplinada para
apretar los dientes en momentos decisivos. Fue entonces cuando el doctor James Charters se
propuso no volver a tratar nunca a pacientes que no se correspondieran con su
forma de pensar, y tampoco ahora tenía la intención de hacer una excepción que
únicamente habría supuesto una carga para ambas partes. Y desde luego no en el
caso de una mujer que a todas luces ni siquiera podía permitirse un vestido
premamá como es debido. Como a Charters no se le ocurría nada más que hacer
con una ventana aparte de abrirla unas cuantas veces y cerrarla de nuevo, se
volvió hacia sus visitantes. Se dio cuenta, irritado, de que la rubia ya había
empezado a hablar. Justo lo que se temía. Su acento era francamente
desagradable y en modo alguno estaba teñido del encantador dejo noruego de las
hermosas películas que se veían últimamente. La rubia acababa de decir: —Soy la señora Hahn y esta
de aquí es la señora Redlich. No se encuentra bien. Ya desde el cuarto mes. Charters carraspeó por segunda vez. No era una
tosecilla casual, sino un sonido de una agudeza perfectamente calculada que no
incitaba a ulteriores confidencias antes de que se aclarara la situación. —Le ruego que no se preocupe por los honorarios. —No me preocupo. —Claro que no —convino Lilly, esforzándose por
tragarse su turbación sin que sus gestos la delataran—, pero todo está
arreglado. La señora Williamson nos aconsejó que se lo advirtiéramos. Charters se puso a pensar febrilmente si había oído
alguna vez ese nombre y cuándo. Iba a señalar que con toda seguridad la señora
Williamson no era una de sus pacientes cuando recordó que un dentista llamado
así se había establecido en Nakuru hacía dos años, tardó un rato más en
acordarse de dónde había oído ese apellido fuera de su ámbito. El desgraciado
señor Williamson había tratado de entrar en el club de polo, el cual, sin
embargo, no admitía a judíos. Fue un asunto de lo más embarazoso. Al menos tan
desagradable como la discusión de las cuestiones financieras antes de que el
médico hubiera tenido ocasión de efectuar el primer reconocimiento. Charters se sintió desairado. No obstante, hizo un
esfuerzo por serenarse, pensando que quizá las gentes del continente tendían a
semejante crudeza sin malicia alguna. Y desgraciadamente también a una
exagerada efusividad, tal y como comprobó, consternado, cuando cayó en la
cuenta de que no había detenido a tiempo la verborrea de la provocativa mujer
rubia. Estaba a punto de oír una historia en extremo desconcertante sobre unos
desconocidos de Alemania que a todas luces guardaban una estrecha relación con
la embarazada. —¿Cómo es que se aloja en el Stag's Head? —interrumpió
el médico el relato de Lilly. Le disgustó la brusquedad de su propio tono, en
absoluto acorde con sus corteses modales, por todos apreciados. —El embarazo ha sido complicado desde el principio.
Pensamos que mi amiga no debe tener el niño sola en la granja. En opinión de Charters, era más inteligente no hacer más
preguntas si no quería verse en la obligación de aceptar el caso precisamente
por haberse involucrado demasiado pronto desde el punto de vista médico.
Combatió su desazón con un esbozo de sonrisa cuidadosamente dosificado. —¿Ella no habla inglés? —preguntó, señalando a Jettel
con un movimiento de la cabeza tan ausente que ni siquiera fue preciso mirarla. —No mucho; a decir verdad, casi nada. Por eso he
venido yo con ella. Vivo en Gilgil. —Es muy amable por su parte. Pero no creo que vaya a
quedarse aquí hasta el parto y estar a mi lado en el hospital para ir
traduciendo. —No —balbuceó Lilly—. Es decir, eso es algo en lo que
aún no hemos pensado. La señora Williamson nos recomendó que acudiéramos a
usted porque podía ayudarnos. —La señora Williamson —replicó Charters tras una pausa
que le pareció adecuada, ni demasiado larga ni desde luego demasiado corta— no
lleva mucho viviendo aquí. De lo contrario le habría hablado sin duda de la
doctora Arnold. Ella es la persona que le conviene. Una médica extraordinaria. Charters estaba tan complacido y asombrado de haber
hallado una solución tan elegante que le costó esfuerzo disimular su
satisfacción. Ciertamente la buena de Janet Arnold era su salvación. A veces
incluso olvidaba que ahora vivía en Nakuru. Durante años se había desplazado
con su destartalado Ford, que ya de por sí era un chiste, a remotas regiones
para atender a los nativos de las granjas y las reservas. La vieja solterona era una mezcla de Florence
Nightingale y cabezota irlandesa y le importaban un comino el buen gusto, las
convenciones y la tradición. En Nakuru, aquella eterna rebelde atendía a
multitud de indios y goaneses y, claro está, a muchos negros, de los que apenas
recibía un céntimo, y ciertamente también a los pobretones del continente, para
quienes un simple brazo roto era una catástrofe económica. Sea como fuere,
Janet Arnold trataba exclusivamente a pacientes a los que no les importaba que
ya no fuera una jovencita y que además tuviera la puñetera costumbre, nada
británica, de expresar su opinión sin que nadie se la pidiera. Charters apartó el calendario que solía hojear cuando
tenía que ser lamentablemente franco y dijo: —Yo no soy su hombre, pues dentro
de muy poco tengo la intención de tomarme un prolongado respiro. Les gustará la
señora Arnold. —Sonrió.— Habla varios idiomas. Quizá también el de su pueblo. —Le molestó un tanto no
haber formulado al menos la última frase con el tacto que lo caracterizaba, de
modo que añadió, con una benevolencia que consideró muy lograda—: Gustosamente
les daré una recomendación para la doctora Arnold. —Gracias —espetó Lilly. Aguardó a que su rabia diera
los últimos coletazos y luego dijo en el mismo tono sereno del médico, mas en
alemán—: Cerdo arrogante, maldita mierda de médico. No es la primera vez que
nos pasa que alguien no trate a judíos. Charters hizo un leve movimiento de cejas,
desconcertado, al preguntar: «¿Cómo dice?», pero Lilly ya se había puesto en
pie y había ayudado a levantarse a Jettel, que respiraba con dificultad y al
mismo tiempo trataba de enderezar los hombros. Lilly y Jettel abandonaron la
estancia en silencio. Una vez en el oscuro pasillo soltaron una risita nerviosa
y dejaron que aquel irreprimible comportamiento infantil arrastrara consigo su
impotencia y su desazón. Sólo cuando enmudecieron, las dos a un tiempo, se
dieron cuenta de que estaban llorando. Lilly tenía previsto quedarse con Jettel en Nakuru al
menos las dos primeras semanas de su estancia, pero al día siguiente recibió
una carta de su esposo y tuvo que volver a Gilgil. —Volveré en cuanto Oha no me necesite —la consoló—. Y
la próxima vez traeremos a Walter. Ahora es importante que no estés sola más de
lo necesario devanándote los sesos. —No te preocupes, estoy bien —la tranquilizó Jettel—.
Lo más importante es que no vuelva a ver a Charters. El primer día sin los cuidados de Lilly y su
contagioso optimismo, su mundo se pobló de los negros agujeros de la soledad.
«Tengo que volver ya mismo», le escribió a Walter, pero no tenía sellos y, con
su pobre inglés, no se atrevió a pedirlos en la recepción del hotel. Sin
embargo, al término de la semana esa carta que no había enviado le pareció un
guiño del destino. La actitud de Jettel consigo misma había cambiado. Se
percató de que Charters y su humillante trato no la habían herido tanto y de
que, paradójicamente, incluso le habían dado valor para hacerse una confesión
largo tiempo reprimida. Ni ella ni Walter querían tener un segundo hijo, pero
ninguno de los dos se había atrevido a decirlo. Ahora que Jettel estaba a solas
con sus pensamientos, ya no era preciso fingir alegría. Tenía claro que no era
lo bastante fuerte para vivir sola en la granja con un bebé y con el miedo
incesante de carecer de atención médica en un momento crítico, pero ya no se
avergonzaba de su debilidad. También le parecía más soportable la vergüenza de
que los Hahn y la pequeña Comunidad Judía de Nakuru tuvieran que pagarle la
habitación en el Stag's Head. Jettel aprendió a percibir la pequeña estancia, con su
escaso mobiliario -un llamativo contraste con el lujo de los salones-, como un
espacio que la protegía de un mundo del que ella estaba excluida. No podía
conversar con ninguno de los clientes, leer ningún libro de la biblioteca y,
tras una única tentativa, dejó de interesarse por los programas radiofónicos
que se oían en el salón después de la cena para los huéspedes con vestido de
noche y esmoquin. Sólo le servían dos de sus vestidos, su piel se había vuelto
seca y gris, le costaba lavarse el cabello en la pequeña jofaina y tenía
constantemente la sensación de que debía ahorrarles su presencia a los demás
clientes. De modo que sólo abandonaba su habitación a la hora de las comidas y
para dar el paseo diario por el jardín que la doctora le prescribía en cada
visita con voz implorante y grandes aspavientos. «Babys need walks», solía decir entre risas la doctora
Arnold siempre que palpaba el vientre de Jettel. Llevaba toda una vida confiando en la naturaleza y la
capacidad del cuerpo para bastarse por sí mismo, y en ningún momento dejó que
se le notara que Jettel le preocupaba. La doctora acudía todos los miércoles al
Stag's Head, llevaba consigo cuatro sellos y dejaba en la desvencijada mesa un
diccionario inglés-italiano y la última edición del Sunday Post, aunque desde
la primera consulta había comprendido que ambas cosas eran inútiles. Janet Arnold era una mujer efusiva, que olía
débilmente a whisky e intensamente a caballos e irradiaba aún más confianza que
buen humor. Saludaba a Jettel con un abrazo, reía a carcajadas mientras la
reconocía y le acariciaba el vientre al marcharse. Jettel se sentía impulsada a confiarle sus cuitas a
aquella pequeña y rechoncha mujer con raídas ropas de hombre y a hablar con
ella sobre el desarrollo de un embarazo que presentía no era normal. Mas la
barrera lingüística resultaba infranqueable. Lo que mejor resultado les daba era el suahili, pero
ambas mujeres sabían que su vocabulario únicamente era adecuado para futuras
madres que podían traer al mundo a sus hijos sin asistencia médica. De modo
que, tan pronto creía haber dicho todo lo esencial, la doctora Arnold se
limitaba a pronunciar palabras en todas las lenguas extranjeras que había
pillado al vuelo en su aventurera vida. Lo intentaba una y otra vez con el
afrikaans y el hindi. También buscaba ayuda en vano entre los sonidos gaélicos
de su infancia. Siendo una joven doctora, al principio de la Primera
Guerra Mundial, Janet Arnold se había ocupado de un soldado alemán en
Tanganica. Del muchacho en sí ya no se acordaba, pero mientras agonizaba él
decía a menudo «maldito kaiser». Ella recordaba ambas palabras lo bastante bien
como para ensayarlas con pacientes que suponía alemanes. En numerosos casos
había surgido así una risueña complicidad que la doctora Arnold estimaba un
éxito terapéutico. Le daba pena que precisamente Jettel, a la que le habría
gustado ver alegre al menos una vez, no reaccionara en modo alguno a su lengua
materna. Para Jettel, la experiencia de no poder compartir con
nadie su tristeza y su desesperación era nueva, y sin embargo ya no echaba de
menos la conversación que tanto anhelara un día en la granja. Con frecuencia se
maravillaba de que tampoco extrañara mucho a Walter, de que incluso se alegrara
de saberlo en Ol’ Joro Orok, tan lejos de ella. Sentía que el desvalimiento de
su marido no habría hecho más que aumentar el suyo. La alegraban más sus
cartas. Rezumaban una ternura que, en los años sin preocupaciones, había tomado
por amor. Pese a todo, se preguntaba si su matrimonio podría volver a ser algo
más que un destino común. Jettel no creía que su embarazo fuera a llegar a buen
término. Seguía atenazándola la conmoción del primer mes, cuando la carta de
Breslau le arrebató toda esperanza para su madre y su hermana. Ni siquiera se
molestó en luchar contra el presentimiento de que la carta era una advertencia
de la desgracia que se cernía sobre ella misma. La sola idea de engendrar una
nueva vida le parecía una burla, un pecado. A Jettel no la abandonaba la sospecha de que el
destino había determinado que ella siguiera a su madre en la muerte. Luego,
atormentada, se imaginaba a Walter y Regina en la granja, ambos matándose a
trabajar para sacar adelante al bebé sin madre. A veces también veía a Owuor,
sonriente, meciendo al niño sobre sus grandes rodillas, y por la noche se
despertaba asustada y caía en la cuenta de que había llamado a Owuor y no a
Walter. Cuando el miedo y la fantasía amenazaban con
aplastarla, Jettel sólo ansiaba ver a Regina, a la que sabía tan cerca y sin
embargo tan inalcanzable. El colegio de Nakuru estaba a sólo cuatro millas del
Stag's Head, pero el reglamento escolar no permitía que Regina fuera a ver a su
madre. Tampoco habría permitido que Jettel visitara a su hija. Por la noche veía el resplandor de las luces del
colegio sobre la colina y se aferraba a la idea de que Regina le hacía señas
desde una de las numerosas ventanas. Cada vez necesitaba más tiempo para volver
a la realidad tras semejantes espejismos. También Regina se torturaba; ella, que nunca se había
quejado de la larga separación de sus padres. Al hotel llegaban casi a diario
breves cartas escritas en un torpe alemán. Las faltas y las expresiones inglesas, incomprensibles
para Jettel, la conmovían aún más que sus peticiones de sellos, trazadas en
letra de imprenta. «Tienes que take core de ti», comenzaban todas las cartas,
«that no ponerte emferma». Regina escribía casi siempre: «Quiero bisitarte,
pero no lo permito. Aquí somos soldiers.» La frase «me hálegro por lo del niño»
siempre la subrayaba con tinta roja, y con frecuencia decía: «Hago como
Alexander the Great. No tienes que have miedos.» Jettel aguardaba las cartas
con tanta impaciencia porque realmente le infundían valor. En la granja la abrumaba el hecho de que le resultara
difícil establecer contacto con Regina, y ahora el cariño y la solicitud de su
hija eran su único apoyo en la necesidad. Era como si viviera de nuevo la estrecha relación con
su madre. Cada una de las cartas le decía que, a sus casi diez años, Regina ya
no era una niña. Nunca hacía preguntas y sin embargo comprendía todo lo
que preocupaba a sus padres. ¿Acaso no había sabido Regina antes que Walter que
su madre estaba embarazada? Estaba familiarizada con la vida y la muerte y
acudía a las chozas cuando una mujer estaba con dolores, pero Jettel nunca
había tenido el valor de hablar con su hija de las cosas que pasaban allí. Lo
cierto es que pocas veces había podido hablar con ella abiertamente, pero ahora
sentía el apremio de confiarle a Regina sus preocupaciones. A Jettel le resultaba más fácil escribirle a su hija
que a su marido. Se convirtió en una necesidad describir con precisión su
estado físico, y pronto hablar de su miseria espiritual pasó a ser una
liberación. Cuando llenaba las cuartillas del hotel con su letra grande y clara
y las hojas se amontonaban ante ella, podía ser de nuevo la pequeña y
satisfecha Jettel de Breslau que, a la menor preocupación, no tenía más que
precipitarse escaleras arriba para hallar consuelo junto a su madre. A finales de julio empezaron las grandes lluvias en
Gilgil, ahogando el último rayo de esperanza de Jettel de que los Hahn
aparecieran con Walter en el hotel. En Nakuru los días eran abrasadores y las
noches también. El césped del jardín del hotel se iba consumiendo en la asolada
tierra roja y los pájaros enmudecían ya desde por la mañana. El aire del lago salado poseía una acritud tan
punzante que si uno respiraba profundamente le entraban ganas de vomitar al
instante. A mediodía moría toda la vida. Los domingos, cuando ni siquiera cabía la esperanza de
recibir correo de Regina, Jettel luchaba contra la tentación de no levantarse,
no comer nada y ahogar el tiempo en el sueño. Apenas el sol asomaba en el
cielo, el húmedo calor se hacía tan sofocante que así y todo se vestía y se
sentaba en el borde de la cama. Entonces se concentraba únicamente en evitar
cualquier movimiento innecesario. Pasaba horas contemplando la lisa superficie
del lago, que apenas tenía agua, y no ansiaba más que ser un flamenco que sólo
tuviera que empollar sus huevos. En el estado de sopor entre tediosa vigilia e
intranquilo letargo, Jettel era especialmente susceptible a los ruidos. Oía a
los chicos encender el horno en la cocina, a los camareros manipular los
cubiertos en el comedor, al perrillo gimotear en la habitación contigua y a los
coches antes de que se detuvieran delante del hotel. Aunque rara vez veía a los
huéspedes que se alojaban en su misma planta, era capaz de distinguir sus
pasos, sus voces y sus toses. Chai, el kikuyu descalzo que servía el té a las
once de la mañana y a las cinco de la tarde, ni siquiera tenía que tocar el
picaporte de la habitación de Jettel para que supiera que era él. A la única a
la que no oyó fue a Regina. El último domingo de julio Regina llamó tres veces a
la puerta, luego la abrió lentamente y Jettel se quedó mirándola como si nunca
antes la hubiera visto. En aquel instante espectral, privada de sentidos y
memoria, de alegría y reacción, aturdida por la incapacidad de comprender,
Jettel solamente alcanzó a pensar en qué lengua debía hablar. Al final
reconoció el vestido blanco y recordó que el colegio de Nakuru exigía que las
niñas llevaran vestidos blancos para la visita semanal a la iglesia. El sastre indio que iba a Ol’ Joro Orok cada cierto
tiempo y colocaba su máquina de coser bajo un árbol, ante la duka de Patel, se
lo había hecho de un viejo mantel. Fue imposible disuadirlo de que añadiera los
volantes blancos en el cuello y las mangas, por lo cual se había llevado tres
chelines más. De repente Jettel recordó cada palabra de la conversación y cómo
Walter, al ver el vestido, había dicho: «Me gustaba más cuando era un mantel en
el hotel Redlich.» A Jettel, la voz de Walter le pareció demasiado alta y muy
bronca, y se disponía a replicar enojada, mas las palabras se le pegaron a la
boca como la vieja bata azul al cuerpo. El esfuerzo fue tan grande que la
opresión de su garganta cedió y rompió a llorar. —Mummy! —exclamó Regina con voz aguda, extraña—. Mamá
—susurró luego en el tono familiar. Respiraba como un perro anheloso que sólo ve a su
presa y no nota que ya la ha perdido. Su rostro lucía el rojo amenazador de los
bosques que arden en la noche. El sudor se abría paso por la frente a través de
una fina capa de polvo rojizo. Oscuras eran las gotas de humedad que caían del
cabello al vestido blanco. —Regina, debes de haber venido corriendo como un
demonio. Pero, ¿de dónde sales? ¿Quién te ha traído hasta aquí? Por el amor de
Dios, ¿qué ha pasado? —Yo misma me he traído hasta aquí —repuso Regina,
saboreando el placer de que su voz volviera a ser lo bastante firme como para
contener su orgullo—. Me he escapado de camino a la church. Y eso es lo que voy
a hacer todos los domingos. Por primera vez desde que se hospedaba en el Stag's
Head, Jettel sintió que cabeza y cuerpo podían verse aliviados a un tiempo,
pero seguía costándole hablar. El sudor de Regina olía dulce y aumentó el deseo
de Jettel de no sentir más que el humeante cuerpo de su hija y escuchar los
latidos de su corazón. Abrió la boca para darle un beso, mas le temblaban los
labios. —Perdí mi corazón en Heidelberg —empezó Regina, y se detuvo
cohibida. No era capaz de entonar ni la más simple de las canciones y lo
sabía—. La canción de Owuor —dijo—, pero no sé cantar tan bien como él. No soy
tan lista como Owuor. ¿Te acuerdas de cómo llegó hasta nosotros por la noche?
Con Rummler. Y papá lloró. —Eres lista y buena —replicó Jettel. Regina sólo se tomó el tiempo que necesitaron sus
oídos para retener por siempre la caricia de aquellas palabras. Luego se sentó
en la cama junto a su madre y ambas guardaron silencio. Se abrazaron y
esperaron, pacientes, a que la dicha del reencuentro se tornara alegría. Jettel seguía sin hallar el valor para pronunciar las
palabras que llevaba dentro, pero sí podía escuchar. Supo de la perseverancia y
las ansias con que Regina había planeado la fuga y de cómo se había separado
del grupo de las demás chicas y había ido corriendo al hotel. Era una historia
larga y desconcertantemente minuciosa que Regina, con el arte de la repetición
aprendido de Owuor, recitaba una y otra vez con las mismas palabras y que
Jettel, pese a sus esfuerzos, no podía seguir. Se dio cuenta de que su silencio
empezaba a decepcionar a su hija y se quedó tanto más asustada cuando se oyó
preguntar: —¿Por qué te alegras tanto por lo del niño? —Lo necesito. —¿Por qué necesitas tú un niño? —Así no estaré sola
cuando tú y papá estéis muertos. —Pero Regina, ¿de dónde has sacado esa idea? Tampoco
somos tan viejos. ¿Por qué íbamos a morirnos? ¿Quién te ha metido en la cabeza
esa tontería? —Pero tu madre también se muere —contestó Regina, quebrando a mordiscos
la sal de su boca—. Y papá me ha dicho que su padre también se muere. Y la tía
Liesel. Pero me dijo que no te lo dijera, I'm so sorry. —Tus abuelos y tus tías —Jettel tragó saliva— no han
logrado salir de Alemania. Eso ya te lo hemos explicado. Pero a nosotros no
puede pasarnos nada. Nosotros estamos aquí. Los tres. —Cuatro —corrigió Regina, cerrando satisfecha los
ojos—. Pronto seremos cuatro. —Regina, no tienes idea de lo difícil que es tener un
niño. Cuando tú llegaste todo era distinto. Nunca olvidaré cómo se puso a
bailar tu padre por la casa. Ahora todo es terrible. —Lo sé —asintió Regina—. Yo estuve junto a Warimu.
Warimu casi se muere. El niño salió de su vientre por los pies. Tuve que ayudar
a tirar de él. Con ademanes presurosos, Jettel logró contener las
náuseas en el estómago. —¿Y no tuviste miedo? —le preguntó. —Pues no —recordó Regina, y se paró a pensar si su
madre le estaba gastando una broma—. Warimu gritó mucho y eso la ayudó. Ella
tampoco tuvo miedo. Nobody tuvo miedo. La necesidad de devolverle a Regina al menos una
pequeña parte de esa seguridad de que durante tanto tiempo la había privado
acabó siendo para Jettel una tortura más difícil de soportar que la certeza de
su fracaso. Regina le parecía tan indefensa como ella misma. —Yo no tendré miedo —afirmó. —Promételo. —Prometido. —Tienes que decirlo otra vez. Tienes que decirlo todo
otra vez —instó Regina. —Te prometo que no tendré miedo cuando llegue el niño.
No sabía que el niño fuera tan importante para ti. No creo que otros niños se
alegren tanto como tú de tener hermanos. Sabes –explicó Jettel, refugiándose en
el consuelo siempre eficaz de sus recuerdos—, yo siempre hablaba con mi madre
como hablo ahora contigo. —Tú tampoco estuviste en un internado. Jettel trató de disimular su tristeza cuando volvió a
la realidad. Se puso en pie y abrazó a Regina. —¿Qué pasará cuando se den cuenta de que te has
escapado? —quiso saber, confusa—. ¿No te castigarán? —Sí, pero I don't care. —¿Eso significa que no te importa? —Sí. No me importa. —¡Pero a ningún niño le gusta que lo castiguen! —A mí
sí —rió Regina—. Sabes, cuando nos castigan tenemos que aprendernos poemas. Me
encantan los poemas. —A mí también me gustaba recitar poemas. Cuando
volvamos a estar todos juntos en la granja, te recitaré ha canción de la
campana, de Schiller. Aún me acuerdo. —Necesito los poemas. —¿Para qué? —Quizá algún día me metan en la cárcel
—aclaró Regina, sin darse cuenta de que había enviado a su voz de safari—.
Entonces me lo quitarán todo. No tendré ropa ni comida ni pelo. Tampoco me
darán libros, pero no se llevarán los poemas. Ésos están en mi cabeza. Cuando
esté muy triste, recitaré mis poemas. Lo tengo todo muy bien pensado, pero
nadie lo sabe. Tampoco Inge sabe nada de mis poemas. Si lo cuento, se irá la
magia. Aunque sentía un agudo dolor en la espalda y también
al respirar, Jettel contuvo las lágrimas hasta que Regina se hubo marchado.
Entonces se aferró a su tristeza con tanta fuerza como antes lo hiciera a su
hija. Esperó, casi con anhelo, esa desesperación cuya familiaridad la
confortaría. Asombrada, y también con una humildad que nunca antes había
sentido, supo que había recuperado la voluntad para hacer frente a la vida.
Jettel estaba decidida a luchar por Regina, que le había mostrado el camino.
Durante el sueño solamente la acompañó el dolor físico. Por la noche, con cuatro semanas de antelación,
comenzaron las contracciones, y a la mañana siguiente Janet Arnold le dijo que
el niño estaba muerto. CAPÍTULO IX Para Owuor, el último día sin la memsahib fue dulce
como el jugo de la caña de azúcar verde y no más largo que una noche a la luz
de la luna llena. Poco después de que saliera sol, ordenó a Kania que limpiara
con agua hirviendo los tablones que había entre el horno, el armario y el
montón de leña recién apilada. Kamau tuvo que meter en agua caliente con jabón
todas las cacerolas, los vasos y los platos, y también el cochecito rojo de
diminutas ruedas que tanto gustaba a la memsahib. Jogona bañó tanto al perro
que parecía un cerdito blanco. A petición de Owuor, Kimani accedió a ocuparse
en su momento con los chicos de las schambas de espantar a los buitres de los
árboles de espinas que había delante de la casa. Owuor no había hablado de los
buitres con el bwana, pero su cabeza le decía que seguro que a ese respecto las
mujeres blancas no eran distintas de las negras. El que había visto la muerte
no quería oír batir las alas de los buitres. Owuor frotó el largo cucharón con un paño tan suave
como el cuello de su capa negra y no paró hasta que sus propios ojos se vieron
reflejados en el reluciente metal. Éstos bebían ya la alegría de los días que
estaban por llegar. Le complacía que el cucharón pudiera pronto volver a bailar
para la memsahib en la espesa salsa pardusca de harina, mantequilla y cebolla.
Mientras Owuor reanimaba su nariz con el aroma de las alegrías que tanto había
echado en falta, volvió a invadirle la satisfacción. Ya no le resultaba tan fácil como en los días extintos
de Rongai trabajar únicamente para el bwana. Cuando estaba solo en la granja,
dejaba que la sopa se enfriara y que el pudín se volviera gris. Su lengua ya no
sabía apreciar el sabor del pan que salía del horno. El día aciago en que se
llevaron a la memsahib a Nakuru con el niño en el vientre, los ojos del bwana
dejaron de despertar a su corazón. Desde entonces se movía como un anciano que
sólo espera la llamada de sus vocingleros huesos y ya no oye la voz de Mungo. En los días que transcurrieron entre la gran sequía y
la muerte del niño, Owuor pensó que el bwana no tenía ningún dios que guiara su
cabeza como un buen pastor su yunta de bueyes, pero desde hacía poco sabía que
se había equivocado. Cuando el bwana le habló de la muerte de su hijo, fue él y
no Owuor el que dijo: «Schaurija mungo.» Owuor habría dicho lo mismo si la muerte
le hubiese enseñado los dientes como un león hambriento a una huidiza gacela.
Sólo que, en opinión de Owuor, un hombre no debía despertar a Mungo de su sueño
por un niño. De los niños no se ocupaba Dios, sino el hombre que los
necesitaba. Incluso a la espera del día que había de devolver la
antigua vida a la casa y a la cocina, Owuor suspiraba al pensar que el bwana no
era lo bastante listo para enjugar en el sueño la sal de su garganta. Sin la
memsahib y su hija, el bwana sólo tenía oídos para la radio. Las semanas en que
había intentado ayudar al bwana a vivir sin saber cómo habían fatigado a Owuor.
La carga ajena era demasiado pesada para su espalda. De modo que ahora
disfrutaba de aquel día en que únicamente tenía que preocuparse de la pequeña
memsahib como un hombre que ha corrido demasiado tiempo y demasiado aprisa y,
al llegar a su destino, no tiene otra cosa que hacer que tumbarse bajo un árbol
y contemplar las nubes en su hermosa cacería sin presa. —Está bien —dijo, horadando el cielo con su ojo
izquierdo. —Está bien —repitió Regina, obsequiando a Owuor con
los suaves sonidos de su lengua. También ella vivió el día anterior al regreso
de Jettel de forma distinta a todos los que ya habían sido y a los que aún
estaban por llegar. Se hallaba sentada en la linde del linar, que agitaba al
viento su delgado manto de flores azules, y removía con los pies el viscoso
barro rojizo. El barro le calentaba el cuerpo y le provocaba en la cabeza esa
agradable somnolencia que sólo podía permitirse a la radiante luz del día
cuando se encontraba a solas con Owuor. Pero Regina aún estaba lo bastante
despierta como para observar con los ojos entrecerrados cómo sus pensamientos
se volvían pequeños círculos de colores que volaban hacia el sol. Le agradaba que el día anterior su padre se hubiera
marchado a Nakuru con los Hahn. Durante las grandes lluvias, las carreteras se
tornaban blandos lechos de lodo y agua; un viaje que en los meses de sequía
duraba sólo tres horas se convertía en un safari que arañaba la noche. Con pesados
movimientos, Regina se quitó la blusa, sacó un mango del bolsillo del pantalón
y le dio un mordisco, pero su corazón comenzó a palpitar al comprender que
estaba a punto de desafiar al destino. Si lograba comerse el mango sin derramar
una sola gota de jugo, lo consideraría una señal de que Mungo haría que se
produjera un milagro ese mismo día o al menos al día siguiente. Regina tenía experiencia suficiente para saber que no
debía dictarle a ese gran desconocido y a la vez tan familiar dios la forma de
su buena acción. Inculcó la obediencia en su cabeza y se tragó el anhelo que
había en su cuerpo, pero le costó esfuerzo arrebatarle el rostro a sus deseos.
Olvidó el mango. Cuando sintió el cálido jugo en su pecho y vio que su piel se
volvía amarilla, supo que Mungo había resuelto en su contra. Aún no estaba
dispuesto a liberar el corazón de Regina de la prisión en que lo tenía. Oyó un breve sonido lastimero que sólo podía proceder
de su boca y envió sus ojos a la montaña para que Mungo no se enojara con ella.
Regina había ahuyentado la tristeza por la pérdida del niño con tanta furia
como un perro ahuyenta la rata que ha roído su hueso enterrado. Pero no se
puede ahuyentar a las ratas por mucho tiempo. Vuelven una y otra vez. La rata
de Regina a veces la dejaba en paz durante el día, pero por la noche no le
permitía olvidar que en el futuro tendría que ser ella sola quien alimentara
con orgullo los hambrientos corazones de sus padres. Regina sabía que su madre era distinta de las mujeres
de las chozas. Cuando a ellas se les moría un niño, el tiempo transcurrido
entre las pequeñas y las grandes lluvias bastaba para que su vientre volviera a
abultarse. Al pensar lo mucho que tardaría en volver a alegrarse por la llegada
de un hermanito, Regina mordió con firmeza el hueso del mango y aguardó
impaciente el rechinar de la boca. Sólo cuando le dolieron los dientes se le
fue de la cabeza todo lo malo. Pero la tristeza regresó al instante cuando
pensó en sus padres. Sus oídos no se alegraban con la lluvia y sus pies no
sabían nada de la nueva vida que surgía en el rocío de la mañana. De Sohrau
hablaba el padre cuando pintaba hermosos cuadros con palabras; de Breslau, la
madre cuando sus sueños se iban de safari. De Ol’ Joro Orok, que Regina llamaba
home en el colegio y «casa» en vacaciones, ellos dos sólo eran capaces de ver
los negros colores de la noche y nunca a las personas, que sólo al reír
revelaban su voz. —Ya verás como no hacen ningún niño nuevo —le dijo a
Rummler. Cuando la voz de Regina lo despertó, el perro sacudió
la oreja derecha como si lo hubiese molestado una mosca. Abrió tanto la boca
que el viento le enfrío demasiado los dientes, soltó un ladrido y todo su
cuerpo se estremeció, pues el eco lo asustaba. —Eres un bicho tonto, Rummler —rió Regina—, no puedes
retener nada en la cabeza. —Ansiosa, restregó su nariz contra el pelaje mojado
del animal, que vaheaba al sol, y sintió que por fin empezaba a
tranquilizarse.— Owuor —explicó—, eres listo. Es bueno oler a un perro mojado
cuando uno tiene los ojos húmedos. —Tú has mojado su pelaje con tus ojos —afirmó Owuor—.
Ahora nos iremos los dos a dormir. Las sombras eran tan delgadas y cortas como una
lagartija joven cuando al día siguiente Regina oyó la llamada de un motor
jadeante. Se había pasado muchas horas sentada en la linde del bosque,
escuchando los tambores, observando a los dik-diks y envidiando a una mona con
una cría bajo el vientre. Pero cuando captó el primer sonido, aún muy lejano,
recorrió la distancia que la separaba del reblandecido camino a tiempo de
saltar al estribo para cubrir el último tramo del trayecto. Oha iba al volante y olía al tabaco que él mismo
cultivaba; a su lado estaba Jettel, con su acre olor a jabón de hospital.
Detrás iban Lilly, Walter y Manjala, del que los Hahn nunca se separaban en la
estación de las lluvias, ya que era el que mejor se las arreglaba con los
coches que se quedaban atascados en el barro. El caniche negro aullaba, aunque
no era de noche y en la garganta de Lilly aún no había ninguna canción. Regina sólo necesitó el breve recorrido al viento para
aguzar los sentidos y acostumbrar los ojos a su madre. Parecía distinta de
aquellos días antes de que la gran tristeza llegara a la granja. Jettel se
asemejaba a las esbeltas madres inglesas que apenas hablaban y mantenían una
sonrisa entre los labios cuando iban a recoger a sus hijos al colegio al
comienzo de las vacaciones. Su rostro era más redondo y sus ojos se habían
vuelto tan serenos como los de las vacas saciadas. Su piel lucía de nuevo aquel
hálito resplandeciente de un color que Regina no podía describir en ninguna de
las lenguas que hablaba por mucho que lo intentase. Cuando el coche se detuvo, Owuor y Kimani se
encontraban ante la casa. Kimani no dijo nada y tampoco movió su rostro, pero
olía a viva alegría. Owuor enseñó primero los dientes y luego exclamó alto y
claro: «Capullo», tal y como el bwana le había enseñado para recibir a las
visitas. Era un buen encantamiento. Aunque el bwana de Gilgil lo conocía, rió
con tanta fuerza que el eco no sólo calentó los oídos de Owuor, sino todo su
cuerpo. —Estás muy guapa —se maravilló Regina. Le dio un beso
a su madre y dibujó con los dedos las ondas de su pelo. Jettel sonrió, cohibida. Se frotó la frente, miró
tímidamente la casa que tantas veces había deseado abandonar y por fin
preguntó, aún confusa, mas sin que le temblara la voz: —¿Estás muy triste? —No.
Sabes, siempre podemos hacer otro niño. Algún día —repuso Regina, e intentó
hacerle un guiño, pero el ojo derecho se le quedó abierto demasiado tiempo—.
Aún somos muy jóvenes. —Regina, ahora no debes decirle esas cosas a mamá. Los
dos debemos procurar que primero se recupere. Ha estado muy enferma. Maldita
sea, ya te lo he explicado. —Déjala —protestó Jettel—. Sé lo que quiere decir.
Algún día haremos otro niño, Regina. Ya sé que necesitas un niño. —Y poemas —susurró Regina. —Y poemas —corroboró Jettel con gravedad—. Ya ves que
no me he olvidado de nada. El fuego nocturno olía a las grandes lluvias, pero al
final la madera se vio obligada a desistir de su lucha y se tornó una llama
llena de rabia y color. Oha arrimaba las manos al calor y de pronto se dio la
vuelta, aunque nadie lo había llamado, cogió a Regina en brazos y la levantó. —¿Cómo es que habéis tenido una niña con tantas luces?
—preguntó. Regina bebió tanta atención de los ojos de Oha que
sintió entrar en calor su piel y enrojecérsele el rostro. —Pero si ya está oscuro —repuso ella, señalando la
ventana. —Señorita, eres una pequeña kikuyu —admitió Oha—,
siempre tan literal. Serías una buena jurista, pero esperemos que el destino no
te juegue esa mala pasada. —No, kikuyu no —objetó Regina—, yo soy jaluo. Miró a
Owuor y captó el breve chasquido que sólo ellos dos podían oír. Owuor sujetaba una bandeja con una mano y con la otra
acariciaba a Rummler y al caniche a un tiempo. Más tarde trajo el café en la
gran jarra que sólo podía llenar los días buenos y sirvió los minúsculos
panecillos por los que ya lo elogiara su primer bwana cuando aún no era
cocinero y no sabía nada de hombres blancos que sacaban de sus cabezas bromas
más divertidas que los mismísimos hermanos del clan. —¡Qué panes más pequeños! —exclamó Walter, golpeando
el plato con el tenedor—. ¿Cómo hacen unas manos tan grandes unos panes tan
pequeños? Owuor, eres el mejor cocinero de Ol’ Joro Orok. Y esta noche
—continuó, cambiando de idioma, para decepción de Owuor— vamos a beber una
botella de vino. —Y vas a ir a buscarla a la tienda de la esquina, ¿no?
—rió Lilly. —Mi padre me regaló dos botellas al despedirse. Para
una ocasión especial. Quién sabe si llegaremos a abrir la segunda. La primera
la beberemos hoy, ya que Dios nos ha dejado a Jettel. A veces también tiene
tiempo para los bloody refugees. Regina apartó la cabeza de Rummler de sus rodillas,
corrió hasta su padre y le apretó la mano hasta sentir sus uñas. Lo admiraba
mucho porque era capaz de dejar escapar la risa de su garganta y las lágrimas
de sus ojos al mismo tiempo, y quería decírselo, pero su lengua fue demasiado
rápida y en su lugar le preguntó: —¿Hay que llorar con el vino? Lo bebieron en
unas copitas de licor de colores que, sobre la gran mesa de madera de cedro,
parecían flores que aguardaran a las abejas por vez primera después de las
lluvias. A Owuor le tocó una copa azul; a Regina, una roja. Entre los diminutos
tragos que hacía resbalar por la garganta, alzaba la copa contra la trémula luz
de la Petromax y aquélla se convertía en el centelleante palacio de la reina de
las hadas. Se tragó su tristeza al pensar que no podía contárselo a nadie, pues
estaba casi segura de que en Alemania no había hadas. Seguro que en Sohrau no
vivía ninguna, ni en Leobschütz ni en Breslau. De lo contrario sus padres lo
habrían mencionado, al menos en los días en que aún creía de verdad en las
hadas. —¿En qué piensas, Regina? —En una flor. —Toda una experta en vinos —encomió Oha. Owuor se limitaba a meter la lengua en la copa para
así saborear el vino, pero también conservarlo. Nunca había tenido algo dulce y
agrio en la boca al mismo tiempo. Las hormigas de su lengua querían construir
una historia más larga con la nueva magia, pero no sabía cómo empezar. —Son las lágrimas de Mungo cuando ríe —se le ocurrió
al final. —Me gusta recordar Assmannshausen —dijo Oha, poniendo
la etiqueta de la botella a la luz—. Solíamos ir allí a menudo los domingos por
la tarde. —Demasiado a menudo —apuntó Lilly. Su mano era una
minúscula bola—. Quizá te acuerdes de que precisamente desde nuestra acogedora
taberna vimos desfilar por vez primera a las SA. Aún puedo oír sus berridos. —Tienes razón —reconoció Oha conciliador—. No debemos
mirar atrás. Pero a veces le asaltan a uno los recuerdos. También a mí. Walter y Jettel discutían con las ganas de siempre y
una renovada alegría si las copas eran un regalo de boda de la tía Emmy o de la
tía Cora. No se pusieron de acuerdo y después tampoco pudieron aclarar si la
última noche en Leobschütz, en casa de los Guttfreund, habían tomado carpa con
rábano picante o con salsa polaca. Le habían puesto excesivo celo y se dieron
cuenta muy tarde de que habían ido demasiado lejos y que les costaba no decir
lo que pensaban. La última tarjeta de los Guttfreund databa de octubre de 1938. —Ella era tan hábil..., y siempre encontraba una
salida —recordó Jettel. —Ya no hay salidas —aseguró Walter en voz baja—. Sólo
caminos sin retorno. Pero ya no era posible aplacar el afán de volver al
pasado. —¿A que tampoco sabes de dónde ha salido ese mantel
verde? —preguntó Jettel triunfante—. Ahí sí que no me la das. De Bilschofski. —No. De la tienda de lencería Weyl. —Mi madre sólo compraba en Bilschofski. Y el mantel es
de mi ajuar. ¿También me vas a discutir eso? —Bobadas. Estaba en nuestro hotel.
En la mesa de juego, cuando no hacía falta. Y Liesel siempre compraba en Weyl
cuando iba a Breslau. Vamos, Jettel, déjalo estar — propuso Walter con una
determinación tan repentina que a todos sorprendió, y cogió su copa. Le
temblaba el pulso. Tenía miedo de mirar a Jettel. No sabía si se había
enterado de la muerte de Siegfried Weyl. El anciano, que se negaba siquiera a
pensar en emigrar, había muerto en prisión a las tres semanas de su detención.
Walter se sorprendió esforzándose por imaginar su rostro ante la tragedia, mas
sólo vio el oscuro empanelado de madera del establecimiento y los monogramas
que Liesel siempre les mandaba bordar en la lencería del hotel. En un principio,
las iniciales blancas eran de una nitidez absoluta, pero luego se tornaron
serpientes rojas. Desde su llegada a Kenia, Walter no había vuelto a
beber alcohol. Cayó en la cuenta de que incluso aquella ridícula cantidad de
vino lo mareaba y se masajeó las palpitantes sienes. Sus ojos apenas podían
retener las imágenes que lo importunaban. Cuando los maderos de la chimenea se
quebraron con un chasquido, oyó las canciones de su época de estudiante y miró
a Oha repetidas veces para compartir con él tan embriagador sonido. Éste estaba
cargando la pipa y observando con grotesca atención los movimientos que hacía
en sueños el caniche negro. Jettel seguía fantaseando con las delicadas
mantelerías de Bilschofski. —No había sitio mejor en Breslau para el damasco
—relataba—. Mi madre mandó confeccionar expresamente un mantel blanco para doce
cubiertos con servilletas a juego. También Lilly estaba ocupada con su ajuar. —Lo compramos en Wiesbaden. ¿Te acuerdas de aquella
tienda tan bonita de la calle Luisenstraj3e? —le preguntó a su marido. —No —replicó Oha, mirando la oscuridad—. Ni siquiera
recordaba que en Wiesbaden hubiera una Luisenstrasse. Si seguís por ese camino,
no tardaremos mucho en cantar Tú, hermoso Rin alemán. O tal vez las damas
prefieran retirarse al salón a hablar de lo que van a ponerse para el próximo
estreno teatral. —¡Exactamente! Así Oha y yo podremos recapitular con
tranquilidad nuestros casos jurídicos más importantes. Oha se sacó la pipa de la boca. —Eso es aún peor que la carpa con salsa polaca —dijo
con una vehemencia que incluso él se asustó—. Soy incapaz de recordar uno solo
de mis pleitos. Y eso que debía de ser un excelente abogado. Eso decían. Pero
eso fue en otra vida. —Mi primer caso —contó Walter— fue el de Grescheck
contra Krause. Fue por cincuenta marcos, pero eso a Grescheck le daba igual.
Era un auténtico picapleitos. De no ser por él, ya podía haber cerrado el
bufete en 1933. ¿Te puedes creer que Grescheck me acompañó hasta Génova? Le
echamos un buen vistazo al cementerio. Era perfecto para mí. —¡Basta ya! ¿Te has vuelto loco? Aún no has cumplido
los cuarenta y sigues viviendo en el pasado. Carpe diem. ¿No te enseñaron eso
en el colegio? ¿Ni nada útil para la vida? —Eso era antes. Hitler no lo
permitió. —Eres tú quien permite que te mate —intervino Oha, y
la compasión volvió a suavizar su voz—. Aquí, en medio de Kenia, te está
matando. ¿Para eso te has salvado? Dios, Walter, acostúmbrate de una vez a esta
tierra. A ella se lo debes todo. Olvida tus mantelerías, tus estúpidas carpas,
toda esa maldita jurisprudencia y quién eras. Olvida de una vez tu Alemania.
Toma ejemplo de tu hija. —Tampoco ella ha olvidado —objetó Walter, saboreando
esa expectación que sólo su talante era capaz de provocar—. Regina —preguntó de
buen humor—, ¿todavía te acuerdas de Alemania? —Sí —se apresuró a replicar
ésta. Sólo se tomó el tiempo necesario para devolver a su hada a la copita
roja. Sin embargo, la atención con que todos la miraban le produjo cierta
inseguridad y al mismo tiempo sintió la presión de no decepcionar a su padre.
Se puso en pie y dejó la copa en la mesa. El hada, que sólo hablaba inglés, le
dio un tirón de orejas. El tenue tintineo la ayudó a continuar—. Aún sé cómo
rompieron las ventanas —aseguró, alegre al ver las caras de asombro de sus
padres— y cómo tiraron todas las telas a la calle. Y cómo escupía la gente. Y
también había fuego. Uno muy grande. —Pero Regina, si tú eso no lo has vivido. Ésa fue
Inge. Por aquel entonces nosotros ya no estábamos en casa. —Déjala —dijo Oha, atrayendo a Regina hacia sí—.
Tienes toda la razón, jovencita. Tú eres la única inteligente de este grupo. Además de
Owuor y los perros. En realidad, de Alemania no hace falta que recuerdes más
que un montón de añicos y llamas. Y de odio. Regina se había propuesto prolongar el elogio mediante
una pregunta que pretendía soltar entre pausas pequeñas, mas no demasiado
breves, cuando vio los ojos de su padre. Estaban tan húmedos como los de un perro exhausto de
ladrar y al que sólo el agotamiento obliga a cerrar la boca. Así chillaba
Rummler cuando se peleaba con la luna. Regina se había acostumbrado a ayudarlo
antes de que el miedo volviera su cuerpo apestoso. La idea de que su padre no era tan fácil de consolar
como un perro arrojó una piedra a la garganta de Regina, pero ella la apartó
con todas sus fuerzas. Estaba bien que hubiera aprendido a transformar los
sollozos en una oportuna tos. —No debes odiar a los alemanes —afirmó, sentándose en
la rodilla de Oha—, sólo a los nazis. ¿Sabes?, cuando Hitler pierda la guerra volveremos
todos a Leobschütz. Fue Oha el que respiró ruidosamente. Aunque no quería,
Regina se echó a reír, ya que él no sabía nada de la magia de convertir las
preocupaciones en sonidos que no revelaban nada de las cosas que sólo la propia
cabeza debía saber. CAPÍTULO X Antes de que el bwana llegara a la granja cuatro
estaciones de las lluvias atrás, Kimani apenas sabía nada de las cosas que
ocurrían al otro lado de las chozas en las que vivían sus dos esposas, sus seis
hijos y su anciano padre. Le bastaba con estar al corriente del lino, el
pelitre y las necesidades de los chicos de las schambas, de quienes era
responsable. Los mesungu de cabello claro y blanquísima piel a los que Kimani
había conocido antes que a este bwana extranjero de negro cabello vivían en
Nairobi. Sólo hablaban con él de la plantación de nuevos campos y de madera
para las chozas, de lluvias, de cosechas y de los salarios. Cuando acudían a
sus granjas, se pasaban todo el día cazando y desaparecían sin decir kuaheri. El bwana que hacía imágenes con palabras no era como
ellos, que sólo hablaban su propio idioma y el suahili chapurreado que
necesitaban y que expresaban con una lengua que tropezaba entre los dientes.
Con el bwana, que le regalaba muchas de las horas claras del día, Kimani podía
hablar mejor que con sus hermanos. Era un hombre que a menudo dejaba dormir sus
ojos aun cuando estuvieran abiertos. Prefería utilizar el oído y la boca. Con el oído atrapaba las huellas que le guiaban por un
camino que Kimani nunca antes había recorrido y que anhelaba cada día de nuevo.
Cuando el bwana dejaba hablar a su kinanda, tenía la destreza de un perro que
en un día sereno capta esos enigmáticos sonidos que no pueden oír las personas.
Pero a diferencia de un perro, que guarda los sonidos para sí como un hueso
enterrado, el bwana compartía con Kimani la alegría que sentía por las schauris
que rastreaba. Con el tiempo habían adoptado una costumbre en la que
Kimani confiaba tanto como en el sol del día y en la olla de poscho caliente de
la noche. Tras el paseo matutino por las schambas, los dos hombres se sentaban,
sin que fuera preciso abrir la boca, en la linde del mayor de los linares y
dejaban que el alto y deslumbrante sombrerete blanco de la gran montaña
jugueteara con sus ojos. Tan pronto el prolongado silencio adormecía a Kimani,
éste sabía que el bwana había enviado su cabeza al gran safari. Estaba bien permanecer allí sentados, en silencio,
bebiendo sol; aún mejor era cuando el bwana le hablaba de cosas que provocaban
en sus dedos un temblor leve como las gotas a última hora del día. Entonces las
conversaciones encerraban una magia tan grande como la tierra reseca tras la
primera noche de las grandes lluvias. En esas horas que Kimani ansiaba más que
la comida para el vientre y el calor para sus doloridos huesos, se imaginaba
que los árboles, las plantas e incluso el tiempo, que no se podía tocar,
mascaban bayas de pimienta para que un hombre pudiera sentirlos mejor en la
lengua. Siempre que el bwana empezaba a hablar, lo hacía de la
guerra. Gracias a esa guerra de los poderosos mesungu en el país de los
muertos, Kimani había aprendido más de la vida que todos los hombres de su
familia antes que él. Sin embargo, cuanto más sabía del voraz fuego que se
tragaba la vida, menos querían esperar sus oídos a que el bwana hablara. Cada
silencio se podía cortar fácilmente como una presa recién cobrada con una panga
bien afilada. Para ahuyentar el hambre que no dejaba de atormentarlo, y nunca
en el estómago, Kimani no tenía más que pronunciar una de las hermosas palabras
que en algún momento le había oído al bwana. -El Alamein -dijo Kimani el día en que tuvo la certeza
de que precisamente los dos bueyes más fuertes de la granja ya no verían
ponerse el sol. Recordó cómo el bwana pronunció por vez primera esa palabra.
Sus ojos parecían mucho más grandes que de costumbre. Su cuerpo se movía tan
veloz como un campo de plantas jóvenes azotado por la tormenta, pero no paraba
de reír y, más tarde, llamó Rafiki a Kimani. Rafiki era el apelativo para un hombre que sólo tiene
palabras buenas para otro y que lo ayuda cuando la vida lo pisotea como un
caballo enloquecido. Hasta entonces, Kimani no tenía idea de que el bwana
conociera esa palabra. No solía decirse en la granja y a él nunca se la había
dicho un bwana. —El Alamein —repitió Kimani. Estaba bien que por fin
el bwana hubiera comprendido que un hombre ha de decir dos veces las cosas
importantes. —Del Alamein hace ya un año —repuso Walter, mostrando
primero sus diez dedos y luego dos más. —¿Y Tobruk? —quiso saber Kimani con la voz ligeramente
cantarina que se le ponía siempre que estaba a la expectativa. Rió un poco al
caer en la cuenta de lo mucho que había tenido que bregar para poder pronunciar
aquellos sonidos. En su boca seguían siendo piedras arrojadas contra una chapa
ondulada. —Tampoco Tobruk ha servido de mucho. Las guerras duran
demasiado tiempo, Kimani. La gente sigue muriendo. —En Bengasi también muere. Tú lo dijiste. —La gente muere todos los días. En todas partes. —Cuando un hombre quiere morir, nadie puede detenerlo,
bwana. ¿Acaso no lo sabías? —Pero ellos no quieren morir. Nadie quiere morir. —Mi padre —apuntó Kimani sin dejar de tirar de la
brizna de hierba que quería sacar de la tierra— quiere morir. —¿Está enfermo? ¿Por qué no me lo habías dicho? La
memsahib tiene medicinas en casa. Iremos a verlo. —Mi padre es viejo. Ya no puede contar a los hijos de
sus hijos. Ya no necesita medicinas. Pronto lo llevaré delante de la choza. —Mi padre también se muere —contó Walter—. Pero yo
sigo buscando medicinas. —Porque no puedes llevarlo delante de la choza
—explicó Kimani—. Eso te da dolores en la cabeza. Un hijo debe estar con su
padre cuando éste quiere morir. ¿Por qué no está tu padre aquí? —Vamos, eso te
lo contaré mañana. Es una larga schauri. Y nada buena. Hoy espera la memsahib
con la comida. —El Alamein —intentó Kimani de nuevo. Cuando se
interrumpía un safari, siempre estaba bien volver al comienzo del sendero. Pero
el día de los bueyes moribundos la palabra perdió su magia. El bwana cerró sus
oídos y no volvió a abrir la boca en todo el largo camino hasta la casa. Kimani se dio cuenta de que su piel se volvía fría,
aunque para la tierra y las plantas el sol del mediodía tenía más calor del que
necesitaban. No siempre estaba bien saber demasiado de la vida al otro lado de
las chozas. Debilitaba al hombre, fatigaba sus ojos antes de que llegara su
hora. Pese a todo, Kimani quería saber si los ávidos guerreros blancos les
ponían un arma en la mano para morir a hombres tan ancianos como el padre del bwana.
No obstante, las palabras que golpeaban su frente no llegaron a su garganta y
sólo sintió que sus piernas le daban órdenes. Poco antes de llegar a casa, echó
a correr como si hubiese recordado una tarea que hubiera olvidado y aún tuviera
que terminar. Walter permaneció en la clara sombra de los espinos
egipcios hasta que perdió de vista a Kimani. La conversación había hecho latir
su corazón más aprisa, no sólo por haber hablado de la guerra y los padres. De
nuevo volvía a ser consciente de lo mucho que prefería compartir sus
pensamientos y también sus miedos con Kimani u Owuor que con su esposa. En los primeros momentos tras la muerte del niño la
cosa fue distinta. Jettel y él se habían unido entristecidos y furiosos con su
suerte y habían hallado consuelo en su común desamparo. Pero un año después
cayó en la cuenta, más perplejo que amargado, de que su soledad y su mutismo
habían agotado el afecto. Cada día que pasaba en la granja las espinas se
clavaban un poco más en heridas que no cicatrizaban. Cuando sus pensamientos daban vueltas en torno al
pasado, como hacían los bueyes moribundos en su delirio febril alrededor del
último retazo de hierba aún familiar, Walter se sentía tan necio y mortificado
que la vergüenza le destrozaba los nervios. Al igual que Regina, se inventaba
juegos absurdos para desafiar al destino. Cuando por la mañana los
trabajadores, las mujeres y los niños enfermos de la granja venían a la casa a
pedir ayuda y medicamentos, él creía firmemente que sería un buen día si el
quinto de la fila era una madre con un bebé a la espalda. Consideraba un buen augurio que el locutor de las
noticias vespertinas mencionara más de tres ciudades alemanas bombardeadas. Con
el tiempo, Walter desarrolló una interminable serie de ritos supersticiosos que
o bien le infundían valor o bien alimentaban sus miedos. Sus fantasías le
parecían indignas, pero seguían impulsándolo a huir de la realidad; despreciaba
su tendencia, cada vez mayor, a fantasear y se preocupaba por su salud mental.
Pero no tardaba mucho en volver a caer en las trampas que él mismo se tendía. Walter sabía que a Jettel le ocurría algo similar. Sus
pensamientos seguían empujándola hacia su madre con la misma fuerza con que lo
hicieran el día en que llegó el último correo. Una vez la sorprendió
arrancándole las flores a una planta de pelitre y murmurando: «Vive, no vive,
vive...» Conmocionado, le arrebató a Jettel la planta de la mano con una
brutalidad de la que se arrepintió durante días, y ella le dijo: «Ahora ya no
lo sabré.» Se quedaron quietos en medio del campo y lloraron juntos, y Walter
tuvo la sensación de ser un niño que no teme tanto el castigo como la certeza
definitiva de que ya nadie lo quiere. Kimani había desaparecido hacía ya tiempo tras los
árboles de delante de las chozas, pero Walter seguía en el mismo sitio. Escuchó
el crujir de las ramas y los monos en el bosque y deseó, como si fuera
importante, sentir una pequeña parte de la alegría que Regina habría sentido.
Con el propósito de retrasar el momento de volver a casa al menos lo suficiente
para calmar sus sobreexcitados sentidos, empezó a contar los buitres de los
árboles. Con el calor del mediodía, habían ocultado la cabeza en el plumaje y
parecían una bola negra de grandes plumas. Un número par sería una señal de que el día no le
depararía nada peor que la desazón que lo atormentaba, una cifra impar inferior
a treinta significaría visita; la partida conjunta de los indeseados pájaros,
un aumento de sueldo. «Y no debemos olvidar —les gritó a los árboles— que no
hemos tenido un solo día aquí sin vosotros, maldita chusma.» La ira de su voz
lo tranquilizó un tanto. Pero perdió el control y ya no pudo distinguir a los
pájaros. De pronto le pareció que lo único importante era saber el término en
latín para augur. Pero por mucho que se esforzó no pudo recordarlo. «Aquí uno se olvida hasta de lo poco que sabía —le
dijo a Rummler, que corría a su encuentro—. Di, perro tonto, ¿quién iba a
visitarnos?» Cada vez eran más los días sin fin. Walter echaba de menos a
Süskind, el heraldo optimista de su primera época de emigrado, una época que ya
se le antojaba idílica. Al volver la vista atrás y comparar, Rongai era como un
paraíso. Allí Süskind los protegía a Jettel y a él del abandono que tanto los
oprimía en Ol’ Joro Orok que ninguno de los dos se atrevía siquiera a hablar de
él. Las autoridades habían racionado la gasolina y se
mostraban cada vez más reticentes a conceder los permisos que necesitaban los
enemy aliens para salir de la granja. Las estimulantes visitas de Süskind, el
único descanso para los nervios en tensión, cada vez eran menos. Sin embargo,
cuando emergía de su saludable mundo y traía consigo noticias de Nakuru y su,
contra toda lógica, inquebrantable fe en que la guerra no podía durar más de
unos meses, desaparecían durante un breve plazo de gracia los barrotes de la
cárcel de agujeros negros. Sólo Süskind podía transformar a Jettel en la mujer
que Walter recordaba de los buenos tiempos. Pensar en Süskind ocupaba su mente de tal modo que se
imaginaba con lujo de detalles lo que haría, diría y oiría sí Süskind
apareciera de repente delante de él. Incluso creía oír voces procedentes de la
cocina. Hacía tiempo que había dejado de resistirse a tales visiones. Cuando
las aceptaba con suficiente dignidad, le daban fuerzas para modelar durante
unos momentos dichosos el presente conforme a sus necesidades. Entre la casa y la cocina Walter vio cuatro ruedas y,
sobre ellas, un cacharro abierto. Entornó los ojos, irritado, para protegerlos de la luz
del mediodía. Hacía tanto tiempo que no veía un coche, aparte del de los Hahn,
que no era capaz de determinar si se trataba de un vehículo militar o de una de
esas alucinaciones que últimamente se burlaban de él. La seductora imagen iba
cobrando mayor nitidez y, de tanto mirarlo, Walter acabó cerciorándose de que
realmente había un jeep entre el cedro de grueso tronco y el depósito de agua. Ni siquiera le pareció inverosímil que un agente de la
comisaría de policía de Thompson's Falls hubiera viajado hasta Ol’ Joro Orok
con la intención de volver a internarlo. Curiosamente, el desembarco de los
aliados en Sicilia había dado lugar a algunas detenciones, pero sólo en las
inmediaciones de Nairobi y Mombasa. La idea de desembarazarse de la granja como
ya sucediera al estallar la guerra no desagradaba a Walter, pero por otra parte
tampoco podía imaginarse un cambio tan abrupto en su vida con todas sus
consecuencias. Entonces oyó la exaltada voz de Jettel. Le resultó
extraña y al mismo tiempo, de un modo inquietante, también familiar. Jettel
gritaba ora «Martin, Martin» ora «No, no, no». Rummler, que se había
adelantado, ladraba en ese tono agudo y lastimero que reservaba únicamente para
visitantes desconocidos. Mientras corría, tropezando una y otra vez con las
pequeñas raíces de la alta hierba, Walter trataba de recordar cuándo había oído
ese nombre por última vez. Sólo le vino a la cabeza el cartero de Leobschütz,
que siguió siendo amable hasta el último día que les llevó el correo. En junio de 1936, pese a las cada vez mayores amenazas
contra los judíos, el hombre acudió al bufete de Walter por un complicado
asunto relacionado con una herencia. Al saludarlo siempre decía «heil Hitler»,
y al despedirse, un tímido «hasta luego». De pronto Walter lo vio con total
claridad. Se llamaba Karl Martin, tenía bigote y era de Hochkretscham. De la
finca de su tío le tocaron algunas yugadas más de lo previsto y en Navidad se
presentó en la calle Asternweg con un ganso, claro está, una vez se hubo
asegurado de que nadie podía verlo. La decencia necesitaba de la oscuridad para
sobrevivir. Owuor se asomó por la minúscula ventana de la cocina y
le dio un baño de sol a sus dientes. Se puso a palmotear. —¡Bwana!— gritó, chasqueando la lengua igual que
hiciera el día en que le dieron vino—, ven deprisa. La memsahib llora y el
áscari llora aún más. La puerta de la cocina estaba abierta, pero sin la
lámpara, que debido al precio de la parafina sólo se encendía al caer el sol,
la habitación era casi tan oscura de día como de noche. Los ojos de Walter
tardaron una eternidad en distinguir los primeros contornos. Entonces vio que Jettel y el hombre, que llevaba la
gorra de cartero de Leobschütz, bailaban estrechamente enlazados por la
habitación. Sólo se soltaron para dar un salto y volver a abrazarse y besarse
al instante. Por mucho que se esforzaba, Walter era incapaz de averiguar si
reían, como él creía oír, o si lloraban, como afirmaba Owuor. —¡Aquí está Walter! —exclamó Jettel—. Martin, mira, es
Walter. ¡Suéltame! ¡Me vas a ahogar! Seguro que él también piensa que eres un
fantasma. Finalmente, Walter se percató de que el hombre llevaba
uniforme caqui y gorra del ejército inglés. Entonces lo oyó llamarlo. Reconoció
antes la voz que el rostro. Primero bramó: —¡Walter! —Y luego susurró—: Creo
que de ésta me vuelvo loco. Quién me iba a decir que vería esto. El ahogo tardó tan poco en bajar de la garganta al
estómago que Walter no tuvo tiempo de apoyarse en la mesa de la cocina antes de
que se le doblaran las piernas, aunque no se cayó. Aturdido por una felicidad
que lo agitó más de lo que nunca lo hiciera el miedo, apoyó la cabeza en el
hombro de Martin Batschinsky. No podía creer que su amigo hubiera crecido tanto
en los seis largos años transcurridos desde la última vez que se vieran. Owuor se frotó la piel con las risas y las lágrimas de
la memsahib, su bwana y el hermoso bwana áscari. Ordenó a Kamau que pusiera la
mesa y las sillas bajo el árbol de grueso tronco contra el que el bwana se
rascaba la espalda cuando le sobrevenían los dolores que volvían su piel blanca
como la luz de la luna joven. Aunque la vajilla no estaba sucia, Kania tuvo que
lavar en la gran tina todos los platos, los cuchillos y los tenedores. El
propio Owuor se puso el kanzu, que sólo llevaba cuando le gustaban los
invitados. Alrededor de su larga camisa blanca, que le llegaba casi hasta los
pies, se ciñó el fajín rojo. El paño era tan suave como el cuerpo de un
polluelo recién salido del cascarón. Justo sobre el vientre de Owuor estaban
las palabras que el bwana había escrito y a las que la memsahib de Gilgil había
dado los colores del sol con una gruesa aguja y un hilo dorado. Cuando el bwana áscari vio a Owuor con el fez rojo
oscuro del que se columpiaba la borla negra y el fajín bordado, sus ojos se
agrandaron como los de un gato en la noche. Luego rió tan fuerte qué su voz regresó tres veces de
las montañas. —Dios mío, Walter, sigues siendo el mismo. Cómo se
habría alegrado tu padre de ver a este cafre con el gorro en la cabeza y un
fajín que pone «Hotel Redlich». Ya ni sé cuándo fue la última vez que pensé en
Sohrau. —Yo sí. Hace una hora. —Hoy —intervino Jettel— no pensaremos más. Sólo
miraremos a Martin. —Y nos pellizcaremos para saber que estamos vivos. Se conocieron en Breslau. Walter estaba en el primer
semestre y Martin en el tercero y pronto cada uno de ellos sintió tantos celos
del otro a causa de Jettel que, de no ser por el baile de Nochevieja de 1924,
su relación se habría convertido en una enemistad de por vida en lugar de en
una extraordinaria amistad. El vínculo sólo se rompió con la precipitada huida
de Martin a Praga en junio de 1937. En el baile, que más tarde los tres
calificarían de desafortunado, Jettel se decidió por un tal doctor Silbermann y
mandó a paseo a sus dos jóvenes pretendientes sin dar explicaciones. La espinita se les quedó clavada muy dentro a los dos.
Hasta que seis meses más tarde Silbermann se casó con la hija de un acaudalado
joyero de Amsterdam, Martin y Walter se hicieron tan soportables las primeras
penas de amor de su vida que de su rivalidad sólo quedó la de Silbermann. Sin
embargo, al cabo de ese medio año, fue Walter el que estrechó entre sus
consoladores brazos a Jettel. Martin no era el tipo de hombre que olvida una ofensa,
pero su amistad con Walter ya era demasiado profunda como para no hacerla
extensiva a Jettel. Pasó muchas vacaciones en Sohrau, pues durante algún tiempo
pareció que quizá pudiera convertirse en el cuñado de Walter, pero Liesel tardó
demasiado en decidirse y la capacidad de aguante de Martin era bastante escasa,
de modo que cejó en su empeño. En su lugar, pasó a ser el padrino de boda de
Jettel. Después de que en 1933 se viera obligado a cerrar su bufete de abogados
en Breslau y se hiciera representante de una empresa de muebles, iba mucho a
Leobschütz para saborear la ilusión de que no todo en su vida había cambiado.
La mayor parte del tiempo se la pasaba agasajando a Jettel con unos cumplidos
tan imaginativos que inflamaron de nuevo los viejos celos de Walter. Y además
estaba loco por Regina. —Creo que dijo antes Martin que papá —recordó el invitado. —Siempre he envidiado tu mala memoria. Hoy en día,
para nosotros algo así vale su peso en oro. Lástima que no puedas conocer a
Regina. Te gustaría. —¿Y por qué diablos no podría conocerla? Pero si he
venido aquí para eso. —Está en el colegio. —Si no es más que eso..., seguro que se me ocurre
algo. El padre de Martin, un tratante de ganado de un
pueblecito cerca de Neisse, era un patriota fiel al kaiser e insistió en que
sus cinco hijos -«igual que los de Guillermo II», algo que nunca olvidaba
mencionar- aprendieran un oficio antes de la carrera, por la que él renunció a
sus propias necesidades. Antes de licenciarse en derecho, Martin hizo su examen
de oficial cerrajero. Al ser el hermano menor, aprendió pronto a imponerse y
estaba orgulloso de su inquebrantable voluntad. Entre sus amigos se le
consideraba pendenciero. Su tendencia a dar demasiada importancia a
trivialidades y a no tolerar nada siempre infundió respeto a Walter y Jettel, y
ahora en Ol’ Joro Orok era para los tres fuente de los más felices recuerdos. —No te puedes imaginar cuánto hemos hablado de ti. —Sí —repuso Martin—, basta con echar un vistazo
alrededor para ver que sólo habláis del pasado. —A menudo temimos que no hubieras salido de Praga. —Me fui de Praga antes de que las cosas se pusieran
feas. Entonces trabajaba para un librero con el que no me llevaba bien. —¿Y luego? —Primero me fui a Londres. Cuando estalló
la guerra me internaron. La mayoría de nosotros fue a parar a la isla de Man,
pero también se podía optar por Sudáfrica si uno tenía un oficio. Mi difunto
padre tenía razón: los oficios son una mina. Dios mío, cuánto tiempo hacía que
no oía esa frase. —¿Y por qué ingresaste en el ejército? Martin se frotó
la frente. Siempre lo hacía cuando estaba confuso. Tamborileó con los dedos en
la mesa y miró varias veces alrededor, como si quisiera ocultar algo. —Sencillamente quería hacer algo —repuso en voz baja—.
Todo empezó cuando me enteré por casualidad de que, poco antes de que muriera,
metieron a mi padre en la cárcel y le colgaron un lío con una de nuestras
criadas. Ésa fue la primera vez que sentí que no era tan de piedra como me
creía. De algún modo me pareció que a mi padre le habría gustado verme de
soldado. Pro patria morí, por si te acuerdas de lo que significa. La vieja patria nunca me exigió semejante sacrificio.
En la Primera Guerra Mundial era demasiado joven, y la actual no la habría
vivido si nuestra querida patria no me hubiera dado un puntapié a tiempo.
Gracias a Dios, la nueva no piensa lo mismo de los judíos. —No me había dado cuenta —aseguró Walter—. En
cualquier caso, no aquí, en Kenia —puntualizó—. Aquí sólo cogen a los
austriacos. Ahora son friendly aliens. ¿Dónde te destinarán? —Ni idea. De todas
formas, de repente tengo tres semanas de vacaciones. La mayor parte de las
veces eso significa que al frente. Me da igual. —¿Cómo pronuncian tu apellido en el ejército? —Muy
sencillo, Barret. Ya no me apellido Batschinsky. Tuve una suerte increíble con
la nacionalización, suele tardar años. Hubo que sobornar a algún que otro
funcionario. Estuve tonteando con una chica que sacó mi solicitud
del montón de expedientes y la puso arriba del todo. —Yo nunca podría hacer eso. —¿El qué? —Renunciar a mi apellido y a mi patria. —E iniciar una relación con una dama extranjera. Ay,
Walter, de los dos tú siempre has sido mejor persona y yo más listo. —¿Cómo nos has encontrado? —quiso saber Jettel en la
cena. —En 1938 ya sabía que habíais venido a parar a Kenia.
Liesel me escribió a Londres y me lo contó —replicó Martin, volviendo a frotarse
la frente con dos dedos—. Quizá habría podido ayudarla. Por aquel entonces los
ingleses aún acogían a mujeres solteras. Pero Liesel no quería dejar a tu padre solo. ¿Habéis
sabido algo de ellos? —No —contestaron Walter y Jettel al unísono. —Lo siento. Pero tenía que preguntároslo. —Llegó una carta de mi madre y de Käte. Iban a
llevarlas al este. —Lo siento. Dios mío, pero de qué estamos hablando.
—Martin cerró los ojos para ahuyentar las imágenes, pero, pese a todo, no pudo
evitar ver a la Jettel de dieciséis años con su primer vestido de noche.
Cuadros de tafetán amarillos, violetas y verdes como el musgo del pequeño
bosque de Neisse bailotearon en su cabeza mientras luchaba contra la ira y el
desamparo y, enfadado, mataba la nostalgia.— Vamos —añadió con ternura, y le
dio un beso a Jettel—, ahora cuéntamelo todo sobre mi mejor amiga. Apuesto a
que Regina es una estudiante estupenda. Y mañana iremos por el campo en el
jeep. —Los extranjeros enemigos necesitan un permiso para
abandonar la granja. —No si un sargento de Su Majestad va al volante —rió
Martin. El primer viaje, con Walter y Jettel junto a Martin y
Owuor y Rummler detrás, sólo los llevó hasta la duka de Patel. Pero, gracias al
enorme talento de Martin para hacer de una pequeña contienda una gran guerra,
se convirtió en una dulce venganza por todas las pequeñas flechas que, a lo
largo de cuatro años, Patel había ido lanzando desde su siempre repleto carcaj
a quienes no sabían defenderse de él. La guerra y las dificultades que ésta acarreaba a la hora
de traer a Kenia a uno de sus hijos cada año y, en su lugar, enviar a otro a su
casa en la India habían hecho que Patel despreciara a la gente aún más que de
costumbre. Los refugiados de las granjas, que hablaban mejor el suahili que el
inglés y, por tanto, no podían conversar bien con él, eran para Patel la
siempre bienvenida válvula de escape para descargar su mal humor. Era tan mezquino con todo lo que necesitaban que
desarrolló su propio mercado negro. Walter y varios empleados de las granjas de
Ol’ Kalou tenían que pagar el doble por harina, carne en conserva, arroz,
polvos para flan, pasas, especias, telas, artículos de mercería y, sobre todo,
parafina. Aunque tales especulaciones estaban prohibidas oficialmente, en el
caso de los refugiados Patel podía contar con la connivencia de las
autoridades. Para éstas, tales triquiñuelas eran inofensivas y se correspondían
plenamente con sus sentimientos patrióticos y con la xenofobia, que iba en
aumento con cada año de guerra. De camino a la duka, Martin se enteró de las
privaciones y las humillaciones. Se detuvo delante de la última y espesa
morera, mandó a Walter y Jettel ir solos a la tienda y él permaneció en el jeep
con Owuor. Más tarde Patel nunca se perdonaría haber subestimado la situación y
no haber comprendido en el acto que los pobretones de la granja de Gibson sólo
podían ir a su tienda acompañados. Patel terminó de leer una carta antes de mirar a
Walter y Jettel. No les preguntó qué querían, sino que les puso delante, sin
mediar palabra, harina con restos de cagadas de ratón, latas de carne abolladas
y arroz humedecido y, cuando creyó percibir la confusa vacilación de costumbre
de sus clientes, hizo su ademán habitual.
—Take it or leave
it —se burló.
—You bloody fuckin'
Indian —gritó Martin desde la puerta—, You dammed son of a bitch. Avanzó por la pequeña estancia y tiró del mostrador la
carne enlatada y el saco de arroz al mismo tiempo. Luego escupió todos los
insultos aprendidos desde que llegara a Inglaterra y, sobre todo, en el
ejército. Walter y Jettel entendían tan poco como Owuor, que se había quedado a
la entrada de la tienda, pero les bastaba con ver el rostro de Patel. El hosco,
sádico dictador, tal como Owuor relataría una y otra vez esa misma noche en las
chozas, se volvió un perro quejumbroso. Patel sabía demasiado poco del ejército británico para
calibrar debidamente la situación, ni siquiera de un modo aproximado. Tomó a
Martin, con sus tres franjas de sargento, por un oficial y fue lo bastante
inteligente como para no arriesgarse a discutir. En cualquier caso, no tenía la menor intención de
enemistarse con toda la fuerza armada aliada sólo por unas libras de arroz o
unas latas de carne en conserva. Sin que nadie se lo pidiera, sacó de la
trastienda, separada por una cortina, alimentos en perfecto estado, tres
grandes cubos de parafina y dos fardos de tela que habían llegado de Nairobi el
día anterior. Tartamudeando, aún añadió al montón cuatro cinturones de cuero. —¡Al coche! —ordenó Martin en el mismo tono con que
mangoneaba a las sirvientas polacas cuando tenía seis años y por el que su
padre le daba frecuentes sopapos. Patel estaba tan atemorizado que él mismo
llevó la mercancía al jeep. Owuor caminaba delante de él, fusta en mano, como
si Patel, el envilecido hijo de una perra, fuera tan sólo una mujer—. La tela
es para Jettel y los cinturones, todos para ti. Los míos me los da el rey
Jorge. —Pero, ¿qué voy a hacer con cuatro cinturones? Sólo
tengo tres pantalones, y de ellos uno ya está hecho polvo. —Entonces uno para Owuor, para que se acuerde siempre
de mí. Owuor sonrió al oír su nombre, y cuando el bwana
áscari le entregó el cinturón, el poder de la magia lo hizo enmudecer. Saludó
llevándose dos dedos a la cabeza, como hacían los jóvenes que podían ser
áscaris en Nakuru cuando regresaban por unos días a Ol’ Joro Orok para ver a
sus hermanos. Así terminó el primer día de un total de diecisiete
veces veinticuatro horas de felicidad y plenitud. A la mañana siguiente fueron
a Naivasha. —Naivasha es sólo para gente bien —dudó Walter cuando
Martin le enseñó el mapa—. Aunque no han puesto ningún letrero que diga
«Prohibido judíos», les gustaría hacerlo. Me lo ha contado Süskind. Una vez
tuvo que acompañar a su jefe y quedarse sentado en el coche mientras éste
entraba en el hotel a almorzar. —Ya lo veremos —replicó Martin. Naivasha no era más que una aglomeración de casas
pequeñas, pero bien construidas. El lago, con sus plantas y sus pájaros, era la
atracción de la colonia y estaba rodeado de algunos hoteles que parecían clubes
privados ingleses. El hotel Lake Naivasha era el más antiguo y distinguido.
Allí fue donde se sentaron a almorzar en una terraza cubierta de buganvillas,
comieron rosbif y bebieron la primera cerveza desde Breslau. Jettel y Walter no
se atrevían más que a susurrar. Se avergonzaban de hacerlo en alemán y
consideraban el uniforme de Martin como el delantal de una madre tras el cual
los niños se sienten a salvo de todo peligro. Más tarde salieron a navegar por el lago en un bote,
deslizándose entre nenúfares, acompañados por mirlos metálicos de un azul
luminoso. Aunque al principio la dirección del hotel vaciló, luego se dejó
impresionar por el tono amenazador de Martin y puso otro bote a disposición de
Owuor y Rummler. El recepcionista indio recalcó antes y después que tenía
órdenes oficiales expresas de satisfacer los deseos de los militares. Una semana después, antes de emprender viaje a Naro
Moru, desde donde se disfrutaba de la vista más hermosa del monte Kenia, Walter
insistió en llevar no sólo a Owuor, sino también a Kimani. —¿Sabes?, es que nosotros dos contemplamos esa montaña
todos los días. Kimani es mi mejor amigo. Owuor ya es de la familia. Pregúntale
a Kimani por El Alamein. —Menudo estás hecho —rió Martin, acomodando a Kimani
entre Rummler y Owuor—, tu padre siempre se quejaba de que echabas a perder al
servicio. —A Kimani no se le puede echar a perder. Él impide que
me vuelva loco cuando el miedo me devora el alma. —¿Y de qué tienes miedo? —De perder primero mi empleo
y luego la razón. —Nunca has sido un luchador. No me explico cómo te
ganaste a Jettel. —Fui su tercera opción. Cuando vio que no podía tener
a Silbermann, te quiso a ti. —Bobadas. —Nunca has sabido mentir. El hotel de Naro Moru había conocido tiempos mejores.
Antes de la guerra, era el punto de partida de los montañeros en sus
ascensiones. Sin embargo, desde la movilización ya no estaba preparado para
acoger a huéspedes. Pero Martin podía ser tan encantador como testarudo. Se
encargó de que fueran a buscar al cocinero y de que sirvieran el almuerzo en el
jardín. A Owuor y Kimani los atendieron en las dependencias del personal del
hotel, si bien volvieron inmediatamente después de comer para ver la montaña.
Jettel se quedó dormida en la tumbona, con Rummler roncando a sus pies. —Jettel parece la misma de siempre —comentó Martin—. Y
tú también —se apresuró a añadir. —No soy tan desgraciado como para no tener un espejo.
Sabes, no he hecho muy feliz a Jettel. —A Jettel es imposible hacerla feliz. ¿No lo sabías?
—Claro que sí. Sólo que quizá no lo haya sabido a tiempo. Pero no se lo
reprocho. No fue lo bastante precavida a la hora de elegir marido. Hemos pasado
momentos muy duros. Perdimos un hijo. —Os habéis perdido el uno al otro —replicó Martin. Owuor abrió sus oídos lo bastante como para atrapar el
viento que enviaba la montaña. Nunca había oído al bwana áscari hablar con
aquella voz, que era como el agua que salta entre piedrecitas. Kimani no tenía
más que ver los ojos de su bwana para toser sal. —Ahora ya sólo me falta Regina —explicó Martin la
noche en que volvieron de Naro Moru—. Si no, no me voy a la guerra. Me hace
mucha ilusión verla. —No tiene vacaciones hasta dentro de una semana. —Es justo cuando tengo que marcharme. ¿Cómo la
recogéis del colegio? —Tenemos ese problema cada tres meses. Mientras tanto,
vivimos con un nudo en la garganta. Si somos amables, la trae el bóer de la
granja vecina. —¡Un bóer! —exclamó Martin asqueado—. ¡Hasta ahí
podíamos llegar! Eso no se lo puedes decir así como así a un hombre de
Sudáfrica. Iré a buscarla yo. Solo. Mejor el jueves. Mañana le mandamos un
telegrama. —Podemos plantarnos ante el ayuntamiento de Breslau y
romperles los cristales a los nazis que el colegio no soltará a los niños ni un
día antes de las vacaciones. Ni siquiera dejaron que Regina fuera a ver a
Jettel al hospital, y eso que la doctora llamó expresamente para pedirlo. Ese
colegio es una cárcel. Regina no habla de ello, pero hace tiempo que lo
sabemos. —Habrá que ver si se atreven a negarles algo a sus
valientes soldados. El jueves me plantaré ante ese maldito colegio y no pararé
de cantar Rule Britannia hasta que me entreguen a la niña. CAPÍTULO XI El señor Brindley hizo crujir el papel en su mano y
preguntó: «¿Quién es el sargento Martin Barret?» Regina iba a contestar cuando
se dio cuenta de que ni siquiera tenía una respuesta en la cabeza. Le dio
vueltas y más vueltas, aún más desconcertada que de costumbre, a la turbación
que seguía asaltándola como el perro guardián al ladrón siempre que se hallaba
en el despacho del director. Haciendo un esfuerzo que por lo general no habría
necesitado, obligó a su memoria a repasar todos los libros que el señor
Brindley le había dado en las últimas semanas para que leyera, pero el nombre
que acababa de mencionar no le decía nada. Hacía ya tiempo que la sensación de estar a merced de
las palabras no le era familiar a Regina. Era como si, por un descuido que no
podía explicarse, hubiera arruinado la mejor magia de su vida al demostrar no
estar a la altura de sus expectativas. Asustada, extendió la mano para tratar
de retener el único poder capaz de hacer de aquel colegio que odiaba una
diminuta isla en la que, desde hacía ya mucho tiempo, sólo podían habitar
Charles Dickens, el señor Brindley y ella misma. Regina lo sabía mejor que cualquiera de sus
compañeras. Ni siquiera Inge sospechaba nada del mayor secreto del mundo. Un
hada, que durante los tres terribles meses de colegio vivía entre los
pimenteros de Nakuru y en las vacaciones habitaba una flor de hibisco en la
linde del mayor de los linares de Ol’ Joro Orok, había dividido al señor
Brindley en dos mitades. A la parte temida de él, por todos conocida, no le
gustaban los niños, era malvada e injusta y constaba únicamente de reglamento
escolar, severidad, castigos y palmeta. La mitad encantada del señor Brindley era suave como
la lluvia que en una sola noche infundía nueva vida en las sedientas rosas de
las semillas de su abuelo. Ese hombre extraño, que curiosamente también se
llamaba Arthur Brindley, adoraba a David Copperfield y a Nicholas Nickleby, a
Oliver Twist, al pobre Bob Cratchitt y a su diminuto Tim. Y, claro está, el
señor Brindley adoraba en particular a la pequeña Nell. Regina incluso sospechaba que también le gustaba la
bloody refugee de Ol’ Joro Orok, pero rara vez se permitía pensar en ello, pues
sabía que a las hadas no les agradan las personas vanidosas. Había pasado mucho tiempo desde que Brindley llamara a
Regina Little Nell por vez primera. Sin embargo, aún recordaba con absoluta
nitidez el día en que comenzó la magia, pues al fin y al cabo era algo muy
especial que a una niña judía le confiriesen un nombre inglés. Con los años,
aquel tiempo siempre recurrente, y por desgracia demasiado breve, en que Regina
podía llevar ese nombre dulce y de fácil pronunciación se tornó un juego con
las mismas hermosas e inamovibles reglas que exigían en casa Owuor y Kimani. Con frecuencia, en la única hora libre del día, entre
el estudio y la cena, el director mandaba llamar a Regina. En un primer
momento, terrible, su boca era muy pequeña y de sus ojos saltaban chispas como
de los del avaro señor Scrooge del Cuento de Navidad. Cuando Regina,
conteniendo la respiración, recorría los escasos pasos que separaban la puerta
del escritorio, daba la impresión de que Brindley sólo la había hecho llamar
para imponerle un castigo. Pero al cabo de un rato, que a Regina siempre se le
antojaba demasiado largo, él se ponía en pie, suspiraba, apagaba el fuego de
sus ojos, sonreía y sacaba un libro del armario de la llave dorada. Los días
especialmente buenos, la pequeña llave se transformaba en la flauta que Pan, el
dios de los azules linares y las verdes colinas, tocaba en la hora de las
sombras alargadas. El libro era siempre de Dickens y tenía unas suaves tapas de
piel morada; mientras Regina lo tomaba con la misma ansiedad que si la hubieran
sorprendido infringiendo las normas del colegio, el director dividido en dos
siempre decía: «Dentro de tres semanas me lo devuelves y me cuentas lo que has
leído.» Eran muy pocas las ocasiones en que Regina no podía responder a las preguntas
de Brindley cuando le devolvía el libro. En las cuatro semanas previas a las
vacaciones, a menudo ambos habían estado tanto tiempo conversando sobre las
maravillosas historias que Dickens les contaba sólo a ellos dos que Regina
había llegado a cenar demasiado tarde, pero los castigos de la profesora que
vigilaba el comedor, que siempre simulaba no saber dónde había estado, poco
importaban en comparación con la alegría que le proporcionaba la magia eterna. En las vacaciones siguientes a la muerte del niño,
Regina había intentado por vez primera hablarle de ello a su padre, pero éste
opinaba que las hadas eran «bobadas inglesas» y, aparte de Oliver Twist, que no
le gustaba, no se había topado con nadie que Dickens, el señor Brindley y ella
conocieran. Como Regina no quería alterar a su padre, sólo le hablaba de
Dickens cuando su boca era más rápida que su cabeza. —Te he preguntado —repitió el director impaciente— que
quién es el sargento Martin Barret. —No lo sé, señor. —¿Qué significa que no lo sabes? —No —repuso Regina
perpleja—. En ninguno de los libros que me ha dado aparece un sargento. Me
habría dado cuenta, señor. Seguro que no se me habría pasado. —Maldita sea, Little Nell, no estoy hablando de
Dickens. —Oh, perdón, señor. No lo sabía. Quiero decir, cómo
iba a suponerlo. —Estoy hablando de este señor Barret. El que te envía
un telegrama. —¿A mí, señor? ¿Me envía un telegrama? Nunca he visto
un telegrama. —Toma —dijo el director, tendiéndole el papel—. Léelo
en alto. —Te recojo jueves. Informa director —leyó Regina, y se
dio cuenta un poco tarde de que su voz era demasiado alta para los delicados
oídos del señor Brindley—. Voy al frente en una semana —musitó. —¿Acaso tienes un tío que se llame así? —quiso saber
Brindley, transformándose por un horrible instante en Scrooge la víspera de
Navidad. —No, señor. Sólo tengo dos tías. Y han tenido que
quedarse en Alemania. Tengo que rezar por ellas todas las noches, pero nunca lo
hago en voz alta porque he de decirlo en alemán. Brindley se percató, enojado, de que estaba a punto de
ser injusto, impaciente y muy brusco. Se avergonzó un tanto, pero es que no le
gustaba cuando la pequeña Nell se convertía en aquella maldita extranjera con
esos problemas realmente irresolubles sobre los que él leía de vez en cuando en
los periódicos londinenses intentando reunir la energía necesaria para estudiar
a fondo los artículos de las páginas centrales. Por fortuna, en el East African
Stardard, que leía con más regularidad y mayor placer desde que estallara la
guerra, eran pocas las cosas que aparecían allende su mundo imaginario. —Si te manda un telegrama, tienes que conocer al señor
Barret —insistió Brindley. Ya no se esforzaba por ocultar su mal humor—. Sea como
fuere, que no se crea que puedes irte a casa cinco días antes de las
vacaciones. Sabes que va totalmente en contra de las normas del colegio. —Oh, señor, pero si no quiero. Me basta con recibir un
telegrama. Es igualito que en Dickens, señor. Hasta la gente pobre de pronto
tiene suerte un día. Al menos a veces. —Puedes irte —replicó Brindley, y sonó como si hubiera
tenido que buscar la voz. —¿Puedo quedarme con el telegrama, señor? —preguntó
Regina tímidamente. —Por qué no. Arthur Brindley suspiró cuando Regina cerró la puerta.
Cuando sus ojos empezaron a lagrimar, se dio cuenta de que había vuelto a
resfriarse. Parecía un mentecato sentimental y senil que cargaba con problemas
absolutamente impropios porque no mantenía su entendimiento lo bastante alerta
y permitía que su corazón quedara indefenso. No estaba bien ocuparse de un niño
más de lo necesario y nunca antes lo había hecho, pero el talento de Regina,
sus ávidas ganas de leer y su amor por la literatura, que tan pocas veces había
visto en los monótonos años de profesión, habían creado un vínculo que había hecho
de él un prisionero adicto a una pasión francamente absurda. En momentos cavilosos, se preguntaba qué pensaría
Regina cuando él la atiborraba de libros que aún no podía entender. Después de
cada conversación, se proponía no volver a llamar a la niña. El hecho de que
nunca mantuviera su decisión le resultaba tan embarazoso como indigno de un
hombre que siempre había despreciado las debilidades, pero la soledad que no
había conocido ni en su juventud ni en la madurez, en la vejez se había tornado
más dominante que su fuerza de voluntad y él mismo, tan susceptible a los
sentimientos como sensibles sus huesos al húmedo aire del lago salado. Regina dobló el telegrama, tanto que podría servirle a
su hada de colchón, y se lo metió en el bolsillo del uniforme. Se esforzó por
no pensar en él, al menos durante el día, pero no lo logró. El papel crujía a
cada movimiento y a veces con tal sonoridad que creía que todo el mundo oiría
los traicioneros sonidos y se quedaría mirándola. El telegrama del gran sello
negro le parecía un mensaje de un rey desconocido que estaba segura se daría a
conocer con sólo creer firmemente en él. Tan pronto llegó el momento de echar el cerrojo al
castillo de su fantasía, fustigó a su memoria con la crueldad de un tirano con
sus esclavos para descubrir si había oído ese nombre antes. No obstante, muy
pronto Regina comprendió que no tenía sentido buscar al sargento Martin Barret
en las historias que le contaban sus padres. Sin duda el rey del extranjero
tenía un nombre inglés, y aparte del señor Gibson, el jefe actual de papá, y el
señor Morrison, el de Rongai, sus padres no conocían a ningún inglés. Como es
natural, también estaba el doctor Charters, el culpable de la muerte del niño
al no querer atender a judíos, pero Regina pensó que él quedaba descartado si
le pasaba algo bueno precisamente a ella. Esperaba y temía al mismo tiempo que el director
volviera a hablarle del sargento, mas no vio al señor Brindley, aunque se pasó
cada minuto libre del miércoles revoloteando por el pasillo que llevaba a su
despacho. El jueves era el día preferido de Regina, puesto que recibía el
correo de Ol’ Joro Orok, y sus padres eran de los pocos que seguían escribiendo
incluso la última semana antes de las vacaciones. Las cartas se repartían
después del almuerzo. Llamaron a Regina, pero en lugar de entregarle un sobre,
la profesora encargada de la vigilancia del almuerzo le ordenó: «Ve
inmediatamente a ver al señor Brindley.» Ya tras la rosaleda, y más aún cuando
se hallaba entre las dos columnas redondas, el hada le decía a Regina que había
llegado su gran momento. En el despacho del director se encontraba el rey que
enviaba telegramas a princesas desconocidas. Era muy alto, llevaba un uniforme
caqui arrugado, sus cabellos eran como el trigo al que le ha dado mucho el sol
y sus ojos, de un azul poderoso que de pronto se volvía tan claro como el
pelaje de los dik-diks al calor del mediodía. Los ojos de Regina hallaron tiempo para vagar con
tranquilidad por las relucientes botas negras y seguir subiendo hasta la gorra,
un tanto ladeada en la cabeza. Cuando por fin terminó el repaso, convino con el
latir de su pecho en que nunca había visto a un hombre tan guapo. Miraba al
señor Brindley con impavidez, como si el director fuera un hombre como los
demás, no dividido en dos, y como si fuera tan fácil hacer reír a sus dos
mitades como a Owuor cuando cantaba Perdí mi corazón en Heidelberg. No había ninguna duda de que el señor Brindley
mostraba tres de sus dientes: en él, eso significaba risa. —Éste es el sargento Barret —anunció— y, según me
dice, es un viejo amigo de tu padre. Regina sabía que debía decir algo, pero de su garganta
no brotó palabra alguna. De modo que se limitó a asentir y se alegró de que el
señor Brindley continuara hablando. —El sargento Barret —prosiguió— es de Sudáfrica y
estará en el frente dentro de dos semanas. Quería volver a ver a tus padres y
llevarte hoy mismo a casa para las vacaciones. Eso me pone en una situación del
todo inusual. En este colegio nunca se han hecho excepciones y así seguirá siendo
en el futuro, pero al fin y al cabo estamos en guerra y todos hemos de aprender
a hacer nuestros sacrificios personales. Mientras pronunciaba esa frase, fue sencillo mirar con
valentía al señor Brindley y al mismo tiempo mantener la barbilla pegada al
pecho. Siempre que se hablaba de sacrificios, los niños tenían que comportarse
así para manifestar su entusiasmo patriótico. Pese a todo, Regina se sentía tan
confundida como si estuviera corriendo por el bosque justo al caer la noche. En
primer lugar, nunca había oído hablar tanto al señor Brindley; y en segundo
lugar, los sacrificios que exigía la guerra eran casi siempre la explicación de
por qué no había cuadernos, lapiceros, mermelada para desayunar o pudín para
cenar tan pronto llegaba la triste noticia de que se había hundido un barco
inglés. Regina se paró a pensar por qué un soldado de Sudáfrica que quería
recogerla cuatro días antes de las vacaciones era un sacrificio, pero sólo se
le ocurrió que su barbilla debía seguir contra el pecho. —No puedo negarle a uno de nuestros soldados el deseo
de llevarte consigo hoy mismo a Ol’ Joro Orok —decidió el señor Brindley. —Regina, ¿no quieres darle las gracias a tu director?
Regina comprendió al instante lo cuidadosa que debía ser y envaró la cara,
aunque estaba casi segura de que en su cuello se ocultaba una pluma de polluelo
de flamenco. En el último momento, logró tragarse la traicionera
risita que habría destruido la magia. El Rey Sargento de Sudáfrica sudaba la gota gorda con
los sonidos ingleses igual que Oha y en toda la frase no había pronunciado bien
más que una sola palabra, y ésa era precisamente su propio nombre. —Gracias. Señor, muchas gracias, señor. —Ve a decirle a la señorita Chart que te ayude a hacer
la maleta, Little Nell. No debemos hacer esperar demasiado al sargento Barret.
En la guerra el tiempo es muy valioso. Todos lo sabemos. Una hora después, Regina soltaba el aire de sus
pulmones, aspiraba de nuevo y liberaba su nariz del odiado olor acre a jabón,
puerro, carne de carnero y sudor que, para ella, formaba parte de las amenazas
del colegio tanto como las lágrimas que un niño debía tragarse antes de que se
convirtieran en duros granos de sal en los ojos. Mientras se deshacía el nudo
de la corbata y se subía tanto la estrecha falda del uniforme que sus rodillas
veían el sol, al viento se le ocurrían nuevos juegos con sus cabellos. Cada vez
que miraba a través de la fina red negra, el blanco colegio sobre la montaña se
volvía un poco más oscuro. Cuando las numerosas y pequeñas construcciones se
disolvieron por fin en lejanas sombras sin contornos, el cuerpo cobró la
ligereza del ave joven que utiliza sus alas por vez primera. Regina aún no se atrevía a decir palabra y, por miedo
a que el rey de Sudáfrica pudiera transformarse de nuevo en un deseo con el que
embaucar únicamente a corazón y cabeza, se prohibió mirar a Martin. Sólo podía
contemplar sus manos, que rodeaban el volante con tanta firmeza que los
nudillos se tornaron blancas piedras preciosas. —¿Por qué te llama Little Nell ese viejo pájaro?
—preguntó Martin al dejar Nakuru y tomar la polvorienta carretera que conducía
a Gilgil. Regina se echó a reír al oír al rey hablar en alemán y
en el mismo tono que su padre. —Es una larga historia —repuso—. ¿Sabes algo de hadas?
—Claro. Cuando tú naciste, había una en tu cuna. —¿Qué es una cuna? —A ver, tú me cuentas todo lo que
sabes de las hadas y yo te explico qué es una cuna. —¿Y también me dirás por qué has mentido al decir que
eras amigo de papá? —No es mentira. Tu papá y yo somos viejos amigos. Fuimos
jóvenes juntos. Y tu madre no era mucho mayor que tú cuando la vi por primera
vez. —Pensé que querías raptarme. —Y llevarte adonde. —Donde no haya colegios ni jefes. Ni gente rica que no
quiera a la gente pobre. Ni cartas de Alemania —enumeró Regina. —Siento haberte decepcionado. Pero sí que he mentido;
a tu director. La verdad es que vengo de la granja. Hemos pasado unos días
fantásticos, tus padres, yo, Kimani y Owuor. Y Rummler, por supuesto. Y no
quería marcharme sin verte. —¿Por qué? —Es verdad que tengo que marcharme dentro
de tres días. A la guerra. Sabes, te conocí cuando aún eras muy pequeña. —Eso fue en mi otra vida y no me acuerdo. —También en la mía. Por desgracia, yo sí me acuerdo. —Hablas igual que papá. Martin estaba asombrado de lo fácil que era hablar con
Regina. Había preparado las típicas preguntas que plantea un adulto que no
tiene experiencia con niños. Pero ella le hablaba del colegio de un modo que le
fascinaba, pues reconocía en él el humor de juventud de Walter y, al mismo
tiempo, lo confrontaba con un sentido de la ironía desconcertante para una niña
de once años. No tardó en comprobar que se desenvolvía tan bien en el turbador
y veloz cambio de la fantasía a la realidad que podía seguirla sin esfuerzo de
un mundo al otro. Entre historia e historia Regina hacía largas pausas y, al
percatarse de la impaciencia de Martin, le explicó la razón como si él fuera un
niño y ella, la profesora. —Eso me lo enseñó Kimani —aclaró—, que no es bueno
para la cabeza mantener la boca abierta demasiado tiempo. Entre Thompson's Falls y Ol’ Joro Orok, cuando la
carretera se hacía más y más angosta, empinada y pedregosa, Regina pidió:
—Esperemos aquí hasta que el sol se ponga rojo. Éste es mi árbol. Cuando lo
veo, sé que pronto estaré en casa. Quizá vengan los monos. Entonces podremos
pedir un deseo. —¿Para ti un mono es como un hada? —Las hadas no
existen. Sólo hago como si existieran. Me ayuda, aunque papá dice que sólo los
ingleses pueden soñar. —Pues hoy soñaremos los dos. Tu papá es un tonto. —No —negó Regina, cruzando los dedos—. Es un
refugiado. —Había bajado la voz. —Lo quieres mucho, ¿no es cierto? —Mucho —asintió
Regina—. Y a mamá también —se apresuró a añadir. Vio que Martin, que estaba
apoyado en el grueso tronco de su árbol, cerraba los ojos y también ella cerró
los suyos. Los oídos atraparon las primeras schauris de los tambores y la piel
hizo lo propio con el viento que se levantaba, aunque la hierba aún no se
movía. La dicha por el regreso a casa calentaba su cuerpo. Se abrió la blusa
para dejar escapar pequeños suspiros y se deleitó con los sonidos de la
felicidad que tanto había echado en falta. Los silbidos despertaron a Martin. Contempló a Regina
largo tiempo y se percató demasiado tarde de su desasosiego. Por un instante se
engañó a sí mismo pensando que la fuerza de la soledad, nunca antes vivida con
tanta intensidad, los sonidos que no podía interpretar y el bosque de los
sombríos gigantes lo desconcertaban, pero luego comprendió que lo que lo
atormentaba eran los recuerdos que creía olvidados hacía tiempo. Cuando los números de su reloj formaron un círculo
negro que importunó a sus ojos con chispas violetas, cedió por fin al
embriagador placer y volvió la vista atrás. Primero su nuevo nombre inglés se
deshizo en sílabas que no podía recomponer, e inmediatamente después estaba de
nuevo en Breslau y veía a Jettel por primera vez. Martin se sorprendió un tanto al verla desnuda, pero
le agradó que sus negros rizos danzaran en rueda. Mas su sentido común aún era
más fuerte que su memoria. Antes de que las imágenes le aclararan
definitivamente la gran guerra, recordó las singulares historias que contaban
los europeos de África. Todos ellos temían el momento en que el pasado los
paralizara y los despojara de la noción del tiempo. —¡Malditos trópicos! —exclamó Martin. Se asustó cuando
su voz rasgó el silencio, pero como sólo un pájaro le respondió, comprendió que
no había hablado tan alto; durante un lapso de tiempo que no pudo medir, le
bastó con saborear ese dulce alivio para considerarse salvado de la miseria. Regina no se parecía a su madre y estaba lejos de ser
tan hermosa como Jettel cuando era joven, pero no era una niña. El
presentimiento de que algunas historias comienzan una y otra vez desde el
principio hizo que Martin sintiera los latidos de su corazón. Hubo un día en que Jettel le hizo caer en la cuenta de
que era un hombre. Regina despertaba en él el deseo de futuro, en lugar de
pasado. —Venga —dijo—. Nos vamos. Querrás estar pronto en
casa. —Ya estoy en casa. —Te encanta la granja, ¿no es así? —Sí, pero ése es mi
secreto. Mis padres no deben saberlo. Ellos adoran Alemania. —Prométeme una cosa: que cuando tengas que dejar la
granja no te pondrás triste. —¿Por qué iba a tener que dejarla? —Tal vez tu padre
también quiera hacerse soldado. —Sería bonito que tuviera un uniforme como el tuyo
—fantaseó Regina—. Y el señor Brindley dice que a los soldados no hay que
hacerles esperar. Entonces los demás me envidiarían. Como hoy. —Has olvidado la promesa de que nunca te pondrás
triste —sonrió Martin. De nuevo Regina vio que Martin no era una persona
corriente. Sabía lo bueno que era decir más de una vez las palabras
importantes. Se tomó su tiempo antes de preguntar: —¿Y por qué quieres que no
esté triste? —Porque volveré a tu lado después de la guerra. Entonces serás una
mujer. Pero antes he de ir al frente. Y allí el mundo no es tan hermoso como
aquí. Allí al menos querría imaginarme que eres tan feliz como ahora. ¿Sería
muy difícil? —No —aseguró Regina—. Sólo tendré que imaginarme que eres un rey.
El mío. No te importa, ¿verdad? —En absoluto —sonrió Martin—. En este rincón
dejado de la mano de Dios uno aprende a soñar. —Se inclinó, subió a Regina a
hombros y al rozar su piel el tiempo volvió a confundirse. Primero volvió a ser
joven, despreocupado; y luego, al oír su resuello, viejo y necio. Tomó impulso
para aplastar la melancolía, pero la voz de Regina se anticipó a su control:
—¿Qué haces? —dijo entre risitas—. Me haces cosquillas. CAPÍTULO XII A principios de diciembre de 1943, el coronel Whidett
recibió una orden que arruinó por completo la alegría que sentía ante la
perspectiva de pasar unas vacaciones de Navidad cuidadosamente planeadas en una
exclusiva casa del Mount Kenya Safan Club y que además resultó el desafío más
delicado a que se había enfrentado en toda su carrera militar. El Ministerio de
la Guerra de Londres le confió la responsabilidad de la operación J, que a la
larga habría de suponer la reestructuración de las fuerzas armadas destacadas
en Kenia. La colonia debía seguir sin demora el ejemplo de la
madre patria y de los demás países de la Commonwealth y admitir también en el
Ejército de Su Majestad a aquellos voluntarios que no estuvieran en posesión de
la nacionalidad británica «siempre y cuando simpatizaran con la causa aliada y
no constituyeran un peligro para la seguridad interna». Para el coronel
Whidett, la formulación «en el círculo de los refugiados en cuestión deberá
constatarse previamente una actitud antialemana irreprochable» vino a
corroborar la experiencia adquirida a lo largo de dos Guerras Mundiales de que
el sentido común británico no era un requisito indispensable para obtener un
empleo en el Ministerio de la Guerra inglés. Además, en una segunda parte extraordinariamente
ampulosa, se señalaba que también debía considerarse sin falta el círculo de
los emigrantes alemanes. Precisamente esa parte de la orden le resultó al
coronel tan desconcertante y gratuita como esquizofrénica. Aún tenía demasiado
presentes las directrices vigentes al estallar la guerra. Entonces sólo los
refugiados procedentes de Austria, anexionada por Alemania contra su voluntad,
de Checoslovaquia, brutalmente invadida, y de Polonia, digna de lástima, se
consideraban amigos; los de Alemania, enemy aliens sin excepción. Desde entonces,
al menos ésa era la unánime opinión de los altos mandos militares de Kenia, no
había ocurrido absolutamente nada que pusiera en cuestión los principios
establecidos. De momento, el coronel Whidett envió a su familia de
vacaciones a Malindi, canceló decepcionado su propio permiso de Navidad y se
preparó con cierta amargura, mas también con aquella disciplina que pese a
todas las tentaciones circundantes nunca había sacrificado al indolente estilo
colonial, para el proceso de cambio de mentalidad que a todas luces se le
exigía. Con una clarividencia que no le era dada en asuntos situados fuera de
su esfera de influencia, comprendió tan rápidamente como al comienzo de la
guerra que el círculo de los refugiados, que le seguía pareciendo igual de
sospechoso que antes, creaba problemas que no podían resolverse mediante la
práctica militar habitual. Whidett percibió la orden de Londres como una
modificación casi inaceptable de una situación que hasta el momento había sido
de todo punto satisfactoria. Al fin y al cabo, a ella había de agradecerle la
colonia que la mayor parte de las gentes del continente estuviera a buen
recaudo en las granjas de las tierras altas. Allí no constituían ningún riesgo
para la seguridad y además eran de gran ayuda para los granjeros británicos que
servían en el ejército, sin que oficiales como Whidett tuvieran que ocuparse
previamente de su ideología y su pasado. Llamar al servicio de Su Majestad a aquel grupo de
personas en un país tan extenso e insuficientemente comunicado era, sin duda,
para los afectados mucho más engorroso de lo que pudieran pensar los burócratas
de la madre patria. En el pabellón de oficiales de Nairobi, donde Whidett,
contrariamente a su costumbre de no discutir asuntos del servicio, habló de su
preocupación, pronto se propagó la ingeniosa máxima germans to the front. El
coronel consideró la enojosa salida no sólo un desafío a su sentido del humor
arraigadamente británico, sino también una traición que ponía al descubierto
con descaro su desconcierto. No sabía cómo llegar a los Jicking Jerries; no
tenía ni la menor idea de cómo averiguar sus convicciones. Su memoria, que por desgracia en este caso funcionaba
demasiado bien, le recordó con claridad meridiana que la mayor parte de las
veces se trataba de gentes con vidas tremendamente intrincadas que ya le habían
acibarado la suya cuando estalló la guerra. En su círculo más íntimo reconoció sin tapujos que el
comienzo de la guerra, al menos a este respecto, había sido un «mero ensayo» en
comparación con aquel dilema que ni siquiera en febrero de 1944, es decir, dos
meses después de recibir instrucciones de Londres, había logrado resolver. «En 1939 —opinaba Whidett con su admirable sentido del
sarcasmo— nos llegaban los muchachos en camiones y podíamos meterlos en el
campo. Ahora, por lo visto el señor Churchill espera que vayamos hasta sus
granjas y comprobemos personalmente si siguen comiendo chucrú y diciendo
"heil Hitler".» Por extraño que parezca, fueron precisamente los
nostálgicos recuerdos del comienzo de la guerra los que llevaron al coronel a
dar con la solución que había de salvarlo. Justo en el momento adecuado le vino
a la memoria la familia Rubens y, con ella, las personas destacadas que en 1939
intercedieron con tamaña grandilocuencia por la liberación de los refugiados
internados. Mediante un meticuloso estudio de la documentación, el coronel dio
con los nombres que por desgracia volvían a ser necesarios. En una carta que escribió no sin cierta desazón, pues
estaba acostumbrado a mandar y no a pedir, Whidett se puso en contacto con la
casa de los Rubens; tan sólo dos semanas más tarde tuvo lugar en su despacho
una entrevista decisiva. El coronel averiguó, perplejo, que cuatro de los
vástagos de la familia Rubens, a su juicio aún demasiado expresiva, pero de nuevo
extremadamente útil, estaban en el ejército. Uno de ellos se encontraba en
Birmania, que ciertamente no se podía considerar el paraíso de los holgazanes,
y otro, en las fuerzas áreas, en Inglaterra. Por el momento, Archie y Benjamín
estaban acantonados en Nairobi. David vivía en casa de su padre, lo cual
significaba para Whidett dos consejeros adicionales. —Creo que en Londres no se han pensado las cosas como
es debido —les dijo Whidett a los cuatro hombres, de los que pensaba, al igual
que lo hiciera en su primer encuentro, que le daban a su sala de reuniones un
aire demasiado extraño—. Quiero decir —empezó de nuevo, no sin cierta
turbación, ya que no sabía a ciencia cierta cómo expresar sus reservas con las
palabras adecuadas—, ¿por qué iba a alistarse nadie voluntariamente en el
maldito ejército si no tiene que hacerlo? La guerra está muy lejos. —No para quienes han sufrido con los alemanes. —¿Acaso ha sido así? —preguntó Whidett con interés—.
Si mal no recuerdo, la mayor parte ya estaba aquí cuando estalló la guerra. —En Alemania no hizo falta esperar a la guerra para
sufrir con los alemanes —replicó el anciano Rubens. —No me cabe la menor duda —se apresuró a asegurar
Whidett mientras reflexionaba sobre si la frase podría tener algún sentido más
allá del que había captado. —¿Por qué cree usted que están mis hijos en el
ejército? —Rara vez me caliento esta vieja cabeza pensando por qué alguien está
en el ejército. Tampoco yo me pregunto por qué llevo puesto este
miserable uniforme. —Pues debería, coronel. Nosotros lo hacemos. Para los
judíos, la lucha contra Hitler no es una guerra normal y corriente. Entre
nosotros, pocos han tenido la posibilidad de elegir si querían luchar o no. La
mayoría son asesinados sin que puedan defenderse. El coronel Whidett se tomó la libertad de proferir un
pequeño suspiro reprobatorio. Recordó, aunque no dejó que se le notara, que el
fornido hombre que estaba sentado ante su escritorio ya se había mostrado
propenso a emplear expresiones repugnantes en su primer encuentro. Sin embargo,
la experiencia y la lógica le decían que los judíos probablemente fueran
capaces de resolver mejor sus problemas ellos solos de lo que podrían hacerlo
espectadores profanos y no del todo imparciales. —¿Y cómo podría llegar a su gente en este maldito país
y hacerle saber que de repente el ejército se interesa por ella? —Déjelo de
nuestra cuenta —contestaron Archie y Benjamín. Y rieron al darse cuenta de que
habían hablado a la vez. Luego propusieron, también al unísono, como si no
pudiera hablar uno solo de ellos—: Si le parece bien, iremos a las granjas e
informaremos a los hombres en cuestión. El coronel Whidett asintió con cierta benevolencia.
Tampoco se esforzó demasiado por ocultar su alivio. A decir verdad, era
comedido en su aprecio de las soluciones poco convencionales, pero nunca había
sido el tipo de hombre que se opone a la espontaneidad si ésta le parece
ventajosa. Al cabo de un mes recibió de Londres la autorización oficial para
dispensar a Archie y Benjamin del servicio regular y encomendarles las misiones
especiales que fuera necesario. A su padre le escribió una amable carta en la
que le pedía su permanente colaboración. Así se ahorraba un nuevo encuentro
que, en opinión de Whidett, habría sido demasiado personal para ambas partes. La noche del viernes, tras el oficio religioso, el
anciano Rubens pronunció un breve discurso en el que habló de la obligación de
los jóvenes judíos de mostrar su agradecimiento al país de acogida y, a
continuación, se ocupó sin pérdida de tiempo de organizar todo lo necesario.
David se encargaría de entrar en contacto con los refugiados que vivían entre
Eldoret y Kisumu, Benjamin debía recorrer la costa y Archie tenía que hacer lo
propio con las tierras altas. —Empezaré por el hombre de Sabbatia. No me pondré en
camino sin intérprete — decidió. —¿Quieres decir que nuestros correligionarios aún no
hablan inglés? —le preguntó su hermano. —Allí se ven historias realmente descabelladas. Desde
hace dos años tenemos a un polaco muy curioso en el regimiento que apenas dice
una palabra —contó Archie. —Naturalmente eso nunca les habría pasado a mis
inteligentes hijos si hubiesen tenido que emigrar. Todos ellos habrían
aprendido el mejor inglés de Oxford en las granjas de los kikuyus —sentenció el
padre. Como aún no había empezado la pequeña estación de las
lluvias en Ol’ Joro Orok, la granja Gibson fue una de las primeras del
itinerario de Archie. Así pues, en marzo de 1944, Walter —al igual que el
coronel Whidett— recordó los comienzos de la guerra. De nuevo fue Süskind quien le anunció el decisivo giro
que habría de dar su vida. Apareció en la granja con Archie —que lucía el
uniforme de brigada— a media tarde y apenas se hubo bajado del jeep gritó: —Ha
llegado la hora. Si quieres, a partir de este momento tus días en esta granja
están contados. Por fin nos quieren. —Y corrió al encuentro de Jettel, danzando
a su alrededor y riendo—: Y tú serás la novia más hermosa del ejército. Me
apuesto la cabeza. —Y eso, ¿qué significa? —preguntó Jettel. —Está clarísimo —repuso Walter. La granja estaba a punto de despedirse del día. Kimani
golpeó el depósito de agua con su barra de hierro más fuerte que de costumbre
debido al intenso viento. El eco tenía un tono grave cuando regresó de la
montaña. Los buitres salieron volando de los árboles entre chillidos, pero al
instante regresaron a las temblorosas ramas. Rummler se subió pesadamente al jeep de Archie,
resoplando, y se dispuso entre jadeos a calentar su húmedo pelaje en los
asientos. Kamau, con una camisa que parecía un pedazo de hierba fresca, llevó a
la cocina la madera para encender el horno. En el bosque resonaba nítidamente
el sordo golpeteo de los tambores vespertinos. El aire aún seguía cálido y
suave por el sol que se ocultaba, pero húmedo ya por las primeras perlas del
rocío de la noche. Ante las chozas ardían los fuegos, y los perros de los
chicos de las schambas olisqueaban con sonoros ladridos el viento de las
hienas, que empezaban a aullar. Walter se percató de que tenía los dedos entumecidos y
la garganta seca. Los ojos le ardían. Era como si viera aquellas imágenes por
vez primera y nunca antes hubiera oído sonidos tan familiares. La premura de su
corazón le provocaba cierta inseguridad. Aunque trató de defenderse, sintió el odioso, agudo e
inexplicable dolor de la despedida que quizá se avecinara. —Como Fausto —dijo, demasiado alto y demasiado
repentinamente—, dos almas en el pecho. —¿Como quién? —preguntó Süskind. —Bah, nada. No lo conoces, no es un refugiado. —¿Es que no vas a explicárselo? —intervino Archie. Su
voz reflejaba la impaciencia de la gente de la ciudad. Él mismo se dio cuenta y
le sonrió al perro, que seguía en el coche, pero Rummler se bajó de un salto y
le mostró su rechazo gruñendo y enseñando los dientes. —No es necesario —lo tranquilizó Süskind—, ya lo saben.
Aquí fuera no pensamos en otra cosa desde hace meses. —¿Tanta prisa tenéis por escapar de las granjas? ¿O
acaso tenéis miedo de que termine la guerra antes de que podáis haceros héroes?
—Tenemos familia en Alemania. —Sony —balbuceó Archie mientras seguía a Süskind al
interior de la casa, con la misma sensación desagradable en las rodillas que
cuando de joven su padre lo reprendía por un comentario impertinente, y sintió
la necesidad de sentarse. Sin embargo, antes de alcanzar una de las sillas, alzó
la cabeza y miró alrededor. Contempló, primero por casualidad y luego con un
detenimiento que lo divirtió, un dibujo del ayuntamiento de Breslau. El
amarillento papel estaba enmarcado en negro. Archie no estaba acostumbrado a ver más cuadros que el
retrato de su abuelo en el comedor y las fotografías de su infancia y de los
safaris con sus primos de Londres, pero aquel edificio, con sus innumerables
ventanas, su imponente entrada, ante la cual se hallaban algunos hombres con
altos sombreros, y su tejado, que se le antojó muy hermoso, lo cautivó y
desconcertó. La imagen parecía formar parte de un mundo de cuya existencia no
sabía más de lo que los chicos de su padre sabían de las festividades judías. Encontró grotesca la comparación. Mientras tiraba de
la manga del uniforme con la corona sobre las tres franjas de tela blanca, se
puso a pensar en si la fuerza aérea ya habría arrojado sus bombas sobre la
ciudad del impresionante edificio y si su hermano Dan habría tomado parte. Le
sorprendió un tanto que la idea le desagradara; la sensación de desagrado lo
enojaba. Ya era demasiado tarde para continuar hasta la siguiente granja. Jettel le dijo a Owuor que preparase café, y Archie se
quedó asombrado al oírla hablar suahili con fluidez. Se preguntó por qué no se
lo había esperado y se sintió un necio al no hallar respuesta. Mientras le
sonreía, cayó en la cuenta de que era hermosa y muy distinta de las mujeres que
conocía en Nairobi. Al igual que el cuadro del marco negro, parecía provenir de
un mundo extraño. Dorothy, su propia esposa, jamás se habría puesto un
vestido en una granja, sino unos pantalones, probablemente de él. Los cuadros
rojos de la tela negra del escotadísimo vestido de Jettel empezaron a
desvanecerse ante sus ojos, y al volver la vista y contemplar de nuevo el
ayuntamiento, le pareció que las innumerables ventanitas eran ahora más
grandes. Se percató de que estaba a punto de sufrir uno de sus ataques de
jaqueca y preguntó si podía tomar un whisky. —Aquí no hay dinero para esas cosas —replicó Süskind. —¿Qué ha dicho? —quiso saber Walter. —Que le gusta vuestro cuadro —explicó Süskind. —El ayuntamiento de Breslau —apuntó Jettel. Le llamó
la atención que Archie volviera a decir sorry y esta vez fue ella quien le
sonrió, pero las lámparas aún no estaban encendidas y no pudo ver si él le
devolvía la mirada. Jettel se dio cuenta de que, en su juventud, semejante
intercambio de pequeñas ingenuidades tal vez habría sido el inicio de un
flirteo, pero antes de sentir el estímulo advirtió que había perdido la costumbre
de ser coqueta. Para cenar había arroz con cebollas muy fritas y
plátanos desecados. —Por favor, explícale a nuestro invitado que no
esperábamos visita —se disculpó Jettel. —Además, vivimos sin carne desde que Regina fue tan
desconsiderada como para que se le quedaran pequeños los zapatos —añadió
Walter, intentando alegrar su ironía con una sonrisa. —Es un viejo plato nacional alemán —tradujo Süskind, y
se propuso buscar en el diccionario la palabra inglesa para «silesia» en cuanto
pudiera. A Archie le supuso casi un esfuerzo físico no quedarse
escarbando en la comida. Le vino a la memoria que estando en tercero en el
internado una vez llegó tarde a comer y, como castigo, tuvo que aprenderse de
memoria un estúpido poema sobre una niña tonta a la que no le gustaba el arroz
con leche, pero sólo recordaba el primer verso. La infructuosa búsqueda del
segundo no lo entretuvo demasiado. Decidió tragarse el arroz y, sobre todo, los salados
plátanos sin masticar para saborearlos lo menos posible. Eso le resultó más
sencillo que enfrentarse a la vergüenza que lo atenazaba. Primero pensó que su
aversión a la inusual comida y el chocante ambiente lo habían vuelto sensible,
pero con desagradable rapidez comenzó a importunarle la idea de que su familia
y los demás judíos que llevaban tiempo en Nairobi siempre se habían mostrado
muy serviciales a la hora de ayudar a los emigrantes con dinero y buenos
consejos, pero nunca se habían preocupado por su pasado, su vida, sus problemas
y sus sentimientos. A ello había que añadir que a Archie le resultaba cada
vez más embarazoso tener que dirigir primero a Süskind para que las tradujera
todas y cada una de las palabras que deseaba transmitir a sus anfitriones.
Sentía unas ganas totalmente absurdas de tomarse un whisky y al mismo tiempo
tenía la sensación de haberse echado al coleto tres dobles con el estómago
vacío. Era como si volviera a ser un niño pillado escuchando tras la puerta;
pasó mucho tiempo antes de que se le quitara esa costumbre. Al final dio por
perdida su lucha y dijo que estaba cansado. Aliviado, aceptó la propuesta de
retirarse a la habitación de Regina. Süskind contemplaba el fuego absorto, Jettel rascaba
los últimos restos de arroz de la fuente y le daba un poquito a Rummler, Walter
hacía girar un cuchillo sobre su propio eje. Era como si los tres estuviesen
esperando una señal para abandonarse a la alegre naturalidad de las habituales
visitas de Süskind, pero el silencio era excesivo; la liberación no llegaba.
Todos lo sentían, incluido Süskind, sorprendido de que ya no supieran
sobrellevar los cambios. La mera posibilidad de que la vida pudiera discurrir
por nuevos derroteros los asustaba. Se había vuelto más fácil soportar las
ataduras que romperlas. Lágrimas que ni siquiera sabía que albergara brotaron de
los ojos de Jettel. —¿Cómo puedes hacernos esto? —exclamó—. Ir a la guerra
después de todo lo que hemos pasado. ¿Qué va a ser de mí y de Regina? —Jettel,
no montes una de tus escenas. El ejército ni siquiera me ha admitido aún. —Pero lo hará. ¿Por qué iba a tener suerte
precisamente yo? —Tengo cuarenta años —replicó Walter—. ¿Por qué iba a tener
suerte precisamente yo? No puedo creer que los ingleses hayan estado esperando
por mí para ganar la guerra. Se puso en pie, quería acariciar a Jettel, pero no
sentía calor en sus manos, de modo que bajó los brazos y se dirigió a la
ventana. El familiar olor que emanaba de los húmedos tabiques de madera le
pareció de pronto dulce y suave. Sus ojos no veían más que oscuridad y, sin
embargo, barruntó la belleza que antaño sólo alegrara la vista de Regina. ¿Cómo
iba a decírselo? Se dio cuenta demasiado tarde de que había hablado en voz
alta. —Por Regina no hace falta que te preocupes —repuso
Jettel entre sollozos—, reza todas las noches para que puedas entrar en el
ejército. —¿Desde cuándo? —Desde que Martin estuvo aquí. —No lo sabía. —Probablemente tampoco sepas que está enamorada de él. —Tonterías. —No ha olvidado nada de lo que Martin le dijo. Se
aferra a cada palabra. Debiste pedirle a Martin que la preparara para la despedida
de la granja. Vosotros siempre os habéis liado la manta a la cabeza. —Si mal no recuerdo, fuiste tú la que estuvo con
Martin bajo la misma manta. Una manta morada. Y Martin también iba morado,
dicho sea de paso. ¿De verdad crees que no sé lo que pasó aquella vez en
Breslau? —Aquella vez no pasó nada. Sólo que tú estabas otra vez celoso sin
motivo. Como siempre. —Niños, no os peleéis. Al fin y al cabo aquí ha
ocurrido algo bueno —intervino Süskind—. Archie me ha contado cómo será todo.
Comparecerás ante una comisión y deberás decir por qué quieres ingresar en el
ejército. Y no seas tonto. Seguro que los ingleses no quieren oír que esta
granja os está matando. —Yo no quiero irme de la granja —sollozó Jettel—. Esta
granja es mi hogar. —Se sintió muy satisfecha de haber logrado reunir en su voz
y en su rostro la mentira, la inocencia y la obstinación, pero entonces se dio
cuenta de que Walter había descubierto su hermoso y viejo truco. —Desde que emigramos, Jettel se ha pasado todo el
tiempo recordando las ollas de Egipto —dijo Walter. Sólo miraba a Süj3kind—.
Claro que quiero irme de la granja, pero no es sólo eso. Por primera vez en
años tengo la sensación de que me preguntan si quiero hacer algo o no y de que
puedo hacer algo por mis convicciones. Mi padre habría querido que fuera al
ejército. Él también cumplió con su deber de soldado. —Creo que no te gustan los ingleses —le reprochó
Jettel—. ¿Por qué quieres morir por ellos? —Dios, Jettel, aún no estoy muerto.
Además, es a los ingleses a los que no les gusto yo. Pero si me quieren, allí
estaré. Así tal vez pueda volver a mirarme algún día en el espejo sin ver a un
pobre desgraciado. Por si te interesa, siempre deseé ser soldado. Desde el día en que empezó la guerra. Owuor, ¿qué
estás haciendo? ¿Por qué echas al fuego un trozo de madera tan grande? Pero si
estamos a punto de irnos a la cama. Owuor se había puesto su toga de abogado. Silbando
bajito, arrojó unas ramas más a la chimenea, llenó su boca del cálido aire de
sus pulmones y avivó las llamas con mucho cariño. Luego se levantó muy
lentamente, como si tuviera que devolver primero a la vida cada uno de sus
miembros. Aguardó paciente hasta que llegó el momento de hablar. —Bwana —empezó, saboreando de antemano el gran asombro
que había estado esperando desde que llegara el bwana áscari—. Bwana —repitió,
y rió como una hiena que ha encontrado una presa—, si tú te vas de la granja,
yo voy contigo. No quiero volver a buscarte como el día en que te fuiste de
safari en Rongai. La memsahib necesitará a su cocinero si te vas con los
áscaris. —¿Qué dices? ¿Cómo lo sabes? —Bwana, puedo oler las
palabras. Y los días que están por venir. ¿Lo has olvidado? CAPÍTULO XIII La mañana del 6 de junio de 1944, antes de que tocaran
diana, Walter permaneció dos horas sentado en la vacía cantina de la tropa. Por
las angostas ventanas abiertas se colaba la vivificante brisa de una noche de
luna amarilla y vaheaba al chocar contra las paredes de madera, que durante
unos breves e inesperadamente gratos instantes olían tan bien como los cedros
de Ol’ Joro Orok. Para Walter, el tiempo que transcurría entre la oscuridad y
el alba era un agradable regalo de su insomnio, ideal para aclarar ideas e
imágenes, escribir cartas y buscar noticias en alemán sin que lo molestaran las
recelosas miradas de aquellos soldados que tenían la suerte de haber nacido en
el país adecuado y muy poca fantasía para apreciarlo. Se metió la burda camisa
caqui -más indicada para la guerra en el invierno europeo que para los
calurosos días en la orilla meridional del lago salado de Nakuru- por dentro
del pantalón y saboreó su sosiego como el acontecimiento más emocionante de su
recién adquirida estabilidad. Al cabo de cuatro semanas en el ejército, aún no se
había acostumbrado lo suficiente al agua corriente, la luz eléctrica y la
plenitud de los días como para no disfrutarlas a fondo como comodidades
largamente anheladas. Experimentaba un placer infantil yendo a la oficina en su
tiempo libre y contemplando el teléfono. A veces incluso levantaba el auricular
para deleitarse con el sonido de la señal. Cada día disfrutaba como el primero escuchando la
radio sin tener que preocuparse por las pilas. Cuando el dentista de la
compañía le sacó de forma burda y desmañada las dos muelas que lo atormentaban
desde los primeros días en Ol’ Joro Orok, incluso consideró aquel dolor como
una prueba de que había llegado lejos: no tenía que preocuparse por la factura.
Cuando su agotamiento físico se lo permitía, y desde hacía unos días los
intensos sudores, se daba el gustazo de hacer meticuloso balance de su vida,
una vez más objeto de un abrupto cambio. En un mes, Walter había oído, hablado e incluso reído
más que en los cinco años en las granjas de Rongai y Ol’ Joro Orok. Comía
cuatro veces al día, dos de ellas carne, lo cual no le costaban nada, tenía
mudas, calzado y más pantalones de los que necesitaba, podía comprar
cigarrillos a precio reducido para soldados y tenía derecho a una ración
semanal de alcohol que un escocés con bigote ya le había cambiado dos veces por
tres amistosas palmaditas en la espalda. Con su paga de soldado raso del
ejército británico podía pagar el colegio de Regina y aun enviarle una libra a
Jettel a Nairobi. Además, ella recibía una ayuda mensual del ejército. Y por
encima de todo, Walter vivía sin el temor de que cada carta pudiera significar
el despido de su desagradable empleo, su destrucción. En un estrecho armario había papel y sobres; entre
botellas vacías y ceniceros llenos se hallaba un tintero; a su lado, un
portaplumas. Sólo pensar en que no tenía más que servirse y el ejército también
franquearía y enviaría su correo le hacía sentirse tan satisfecho como el
mendigo hambriento ante la montaña de dulces gachas en el país de la
abundancia. En la pared colgaba una foto descolorida de Jorge VI. Walter le
sonrió al rey de mirada grave. Antes de diluir la tinta seca con agua, contó
las gotas que cayeron del grifo en la herrumbrosa pila y silbó la melodía de
God save the king. «Querida Jettel», escribió, y dejó la pluma en la mesa
un tanto asustado como si hubiera desafiado al destino y tuviera que
enfrentarse ahora a la envidia de los dioses. Se dio cuenta de que hacía años que no le decía nada
parecido a su esposa y que tampoco lo sentía. Se paró a pensar un momento si la
ternura que le sobrevenía con tanta naturalidad debía alegrarlo o si por el
contrario tenía que avergonzarlo, mas no dio con la respuesta. Pese a todo, no estaba descontento consigo mismo
cuando continuó escribiendo. «Tienes toda la razón —garabateó en el amarillento
papel—, volvemos a escribirnos cartas como antaño, cuando esperabas en Breslau
a que llegara el momento de emigrar. Sólo que ahora los tres estamos a salvo y podemos
aguardar tranquilamente lo que la vida nos depare. Y creo, al contrario que tú,
que debemos estar especialmente agradecidos y que no podemos quejarnos sólo
porque tengamos que cambiar nuestras costumbres. Al fin y al cabo, ya tenemos
cierta práctica. »Y ahora hablemos de mí. Estoy todo el día al trote y
no concibo cómo los ingleses han podido pasarse tanto tiempo sin mí. Nos
instruyen a fondo, como si hubieran estado esperando a los "malditos
refugiados" para poder por fin lanzarse al ataque. Creo que quieren hacer
de mí una mezcla de luchador cuerpo a cuerpo y topo. Por la noche es como si
volviera a tener malaria, pero espero que las cosas mejoren pronto. Sea como
fuere, me paso el día cuerpo a tierra, arrastrándome por cieno y barro, y por
la noche a veces no sé si aún sigo vivo. Pero no te preocupes, tu marido
aguanta bien, y ayer me pareció que el sargento me guiñaba un ojo. Aunque es
bizco, como el viejo Wanja de Sohrau. Tal vez incluso quiera condecorarme por
tener que soportar todo esto con ampollas en los pies. Pero claro, como no sabe
pronunciar mi nombre aún no ha dicho nada al respecto. »En caso de que te sorprenda lo de las ampollas, es
que me han endilgado unas botas demasiado estrechas y no sé suficiente inglés
para decírselo. No obstante, me he propuesto no pedirle a ninguno de los otros
refugiados de mi unit (quiere decir unidad) que me haga de intérprete. Después
de todo, quizá acabe aprendiendo inglés. Además, a los instructores no les
gusta que hablemos alemán. Al menos se han dado cuenta de que la gorra era
demasiado grande y no dejaba de caérseme de la cabeza. Así que desde hace dos
días puedo ver cuando voy de uniforme. Como verás, un soldado también tiene sus
preocupaciones. Sólo que son distintas de las de antes. »A propósito, no debemos olvidar advertir a Regina del
cambio más importante en su vida. Ahora ya no es preciso que rece todas las
noches para que yo no pierda mi empleo y puede concentrarse plenamente en
pedirle a Dios la victoria de la causa aliada. Naturalmente no tiene ni idea de que estoy en Nakuru.
Ya te habrás percatado de que el correo militar se envía sin remitente. Pero tampoco
me gustaría ponerla en la misma situación que cuando tu embarazo. »En todo caso, estoy seguro de que hemos tomado la
decisión adecuada. Algún día me darás la razón. Igual que has acabo
comprendiendo lo bueno que fue que emigráramos a Kenia y no a Holanda. Por
cierto, que he conocido aquí a un tipo muy simpático que tenía una tienda de
radios en Görlitz. Como es lógico, sabe manejar una radio mucho mejor que yo y
está muy bien informado. Me ha contado que tampoco hay esperanza ya para los
judíos holandeses. Pero no se lo comentes a tus anfitriones. Si no recuerdo
mal, Bruno Gordon tenía un hermano que se fue a Amsterdam en 1933. «Espero que pronto encuentres alojamiento en Nairobi y
quizá incluso un trabajo que sea de tu agrado y nos sirva de ayuda a todos.
Quién sabe si algún día podremos ahorrar algo de dinero para después de la
guerra (entonces ya no necesitarán soldados y, en cambio, nosotros sí
necesitaremos un nuevo futuro). Cuando ya no tengas que quedarte con los Gordon
y puedas volver a vivir como quieras, seguro que acabas cogiéndole el gusto a
Nairobi. Siempre deseaste volver a estar con gente. Yo disfruto de veras ese
aspecto pese a todas las vejaciones. »Los ingleses de nuestra unidad son muchachos muy
jóvenes y realmente simpáticos. Lo cierto es que no comprenden por qué un hombre del
mismo color de piel que ellos no habla también su idioma, pero algunos me dan
amables palmaditas en la espalda, probablemente porque a sus ojos soy más viejo
que Matusalén. En cualquier caso, es la primera vez desde que dejé Leobschütz
que no me siento en absoluto como una persona de segunda clase, aunque sospecho
que el sargento no es precisamente un filosemita. A veces incluso es estupendo
no hablar el idioma del país. »Echo mucho de menos a Kimani. Sé que suena absurdo,
pero sencillamente no puedo perdonarme no haber dado con él cuando nos
despedimos de la granja y no haber podido decirle lo buen amigo que era para
mí. Da gracias por tener contigo a Owuor y a Rummler, aunque Owuor se pelee con
los chicos de los Gordon. En Ol’ Joro Orok no se llevaba bien con nadie salvo
con nosotros. Para nosotros, él es parte de nuestro hogar. Así lo verá Regina cuando pase sus primeras vacaciones
en Nairobi. Como ves, con los años me vuelvo sentimental. Pero últimamente el
ejército inglés ha tenido tales éxitos que hasta puede permitirse tener un
soldado sentimental. Un soldado que también ha aprendido algunas palabrotas en
inglés y que, dicho sea de paso, espera tus cartas ansioso. Escríbele pronto a
tu viejo Walter.» La recién adquirida autoestima de Walter sólo se
resquebrajaba como antaño cuando pensaba en Regina. Entonces el miedo de haber
fracasado lo torturaba con igual crueldad que en los días de mayor
desesperación. Era incapaz de imaginarse a su hija, para quien Ol’ Joro Orok
era su hogar, en Nairobi. Le resultaba insoportable saber que la había
arrancado de sus raíces y que le exigía un sacrificio extremo. La imposibilidad de hallar una solución y la
desesperanza no lo habían herido tanto en su orgullo como el hecho de que su
llamamiento a filas lo hubiese degradado al rango de cobarde a los ojos de su
hija. Se vio obligado a comunicarle la despedida de la granja por escrito. Fue
la primera vez que le hizo daño a sabiendas. En la carta que le mandó al
colegio trató de pintarle la vida en Nairobi como una sucesión de días alegres
y despreocupados llenos de diversión y nuevos amigos, pero al hacerlo sólo pudo
pensar en su despedida de Sohrau, Leobschütz y Breslau y no encontró las
palabras adecuadas. Regina le respondió de inmediato, pero no mencionó en
ningún momento la granja que jamás volvería a ver. «England -escribió en
caracteres de imprenta subrayados en rojoexpects every man to do his duty.
Admiral Nelson.» Cuando Walter logró por fin traducir la frase con ayuda del
pequeño diccionario que constituía su única lectura desde el día en que ingresó
en el ejército y constató que ya se había topado con ella en el penúltimo curso
del instituto, no fue capaz de decidir si quien se burlaba de él era el destino
o su hija. Ambas posibilidades le desagradaban. Lo atormentaba no saber si Regina era realmente tan
adulta, patriota y, sobre todo, tan inglesa como para no mostrar sus
sentimientos o si sólo era una niña herida que estaba enojada con su padre. De
tales cavilaciones sólo sacó una cosa en claro: sabía demasiado poco de su hija
para interpretar su reacción. Si bien no dudaba de su amor, tampoco se hacía
muchas ilusiones. Su hija y él ya no tenían en común la lengua materna. Por un instante, cuando todavía hacía oídos sordos a
los sonidos del día que despuntaba, Walter pensó que una vez que hubiera
aprendido inglés nunca más volvería a hablar con Regina en alemán. Había oído
que muchos emigrantes lo hacían para proporcionarles a sus hijos la seguridad
de que se hallaban firmemente arraigados en su nuevo medio. La imagen de él
mismo balbuceando avergonzado y confuso palabras que no sabía pronunciar y
obligado a expresarse con las manos para hacerse entender se perfiló con
grotesca nitidez en el incipiente crepúsculo matutino. Walter oyó a Regina reír, primero bajito, luego en voz
alta, desafiante. Su risa sonaba como el odioso aullido de las hienas. La idea
de que se burlara de él y él no pudiera defenderse lo aterrorizó. ¿Cómo iba a
explicarle a su hija en un idioma extranjero lo que había hecho de todos ellos
para siempre unos marginados? ¿Cómo hablar en inglés de una patria que le
destrozaba el corazón? Sólo haciendo un gran esfuerzo logró recobrar la calma
que necesitaría para afrontar el día. Hizo girar con avidez el dial de la radio
para librarse de los fantasmas que él mismo había conjurado. Al darse cuenta de
que un sudor frío le bajaba por la espalda, comprendió horrorizado que el
pasado le había dado caza. Era la primera vez desde que estaba en el ejército
que le asaltaba ese pensamiento reprimido. Llevaba en la frente el estigma del
apátrida y seguiría siendo un extraño entre extraños mientras viviera. A los oídos de Walter llegaron algunas palabras
sueltas. Aunque la radio no estaba alta, sonaban fuertes, exaltadas, a veces
casi histéricas, y sin embargo apaciguaron por unos instantes sus confusos
sentimientos. Pronto se percató de que la voz del locutor no sonaba como de
costumbre. Walter trató de formar palabras con las sílabas aisladas, mas no lo
consiguió. Sacó otra hoja de papel del armario y se esforzó por traducir en
letras los sonidos que atrapaba. No tenían ningún sentido, pero advirtió que
dos palabras se habían repetido varias veces en un breve espacio de tiempo y
que probablemente fueran «áyax» y «argonauta». Le sorprendió haber reconocido
aquellos dos nombres tan familiares pese a la nasal pronunciación inglesa. Ante
sus ojos vio la imagen del profesor Gladisch en el elitista internado de Pless
repartiendo con rostro impasible los cuadernos tras un examen de griego, pero
ya no tuvo tiempo de atrapar ese recuerdo. El sensible suelo de madera dejó oír
nuevos sonidos en la habitación. El sargento Pierce apareció con el sol naciente. Sus
pasos tenían ya la fuerza que envolvía su figura en un halo de arrogancia, pero
el resto de su cuerpo luchaba aún contra la noche que tan indiferente era a su
talento para obligar a sus subordinados a sumergirse en el mundo previsible y
seguro de sus blasfemias y su intransigencia. El sargento se mesó su abundante
cabello sin energía ni concentración, bostezó un par de veces como un perro que
llevara horas tumbado al sol, se ciñó lentamente el cinturón y miró alrededor
con expresión escrutadora. Era como si esperara una señal determinada para
empezar el día. Mirando a Walter fijamente, en silencio, con los ojos
aún entrecerrados, parecía una estatua superada hacía tiempo por el curso de la
historia, mas entonces la vida afluyó a sus miembros con inopinada brusquedad.
Dio unos grotescos saltos y echó a correr hacia la radio apenas sus pesadas
botas tocaron el suelo. Su respiración traqueteaba con sacudidas breves y
vehementes mientras ponía el aparato a todo volumen. Un arrebol en extremo
inusitado para su pálida tez puso de manifiesto un estupor igualmente inusitado
en él. El sargento Pierce se enderezó ceremoniosamente cuan alto era, se llevó
ambas manos a las costuras del pantalón, vació sus pulmones y pegó un chillido:
—They've landed! Walter supo al instante que tenía que haber ocurrido algo
extraordinario y que el sargento esperaba una reacción por su parte, pero ni
siquiera se atrevía a mirarlo a la cara, así que, cohibido, clavó la vista en
el papel en que había estado escribiendo. —Áyax —dijo finalmente, aunque estaba seguro de que
Pierce debía de tomarlo por un imbécil. —They've landed! —gritó de nuevo el sargento—, you
bloody fool, they've landed. — Le propinó a Walter una enérgica palmada en el
hombro que, pese a su impaciencia, no estaba exenta de amabilidad, lo levantó
de la silla y lo llevó ante el precario mapa que colgaba entre la foto del rey
y la orden de no divulgar a los cuatro vientos secretos militares.— Here
—bramó. —Aquí —repitió Walter, satisfecho por haber pillado al
menos una palabra. Contempló perplejo el carnoso dedo índice del sargento
desplazándose por el mapa y deteniéndose finalmente en Noruega. —Norway —leyó Walter en alto, con esmero, y se paró a
pensar si en inglés Noruega realmente rimaba con «ay» y qué demonios podría
haber sucedido precisamente allí. —Normandy, you damn'd fool —corrigió Pierce irritado.
Primero deslizó el dedo hacia el este, hasta Finlandia, y luego hacia el sur, a
Sicilia, y después, ante el silencio de Walter, se puso a tamborilear sobre el
mapa de Europa con su tatuada mano. Finalmente se le ocurrió la improbable idea para un
hombre con su potencia de voz de coger la pluma. Con movimientos torpes,
escribió la palabra Normandy. Observó a Walter lleno de agitación y le tendió
la mano como un niño asustado. Walter la agarró en silencio y posó suavemente el
tembloroso dedo índice del sargento Pierce sobre la costa de Normandía. No
obstante, él mismo no se enteró de que los aliados habían desembarcado allí
hasta el desayuno, y eso gracias al comerciante de radios de Görlitz. En lugar
de la marcha a campo traviesa con todo el equipo a cuestas prevista para los
reclutas, el sargento Pierce ordenó a Walter que prestara sus servicios en la
oficina y, aunque su rostro parecía el mismo de siempre, Walter supuso que con
ello había querido hacerle un favor. Para cenar se sirvió carnero asado con salsa de menta,
judías verdes poco hechas y un pudín de Yorkshire acorde con el milagro
acaecido en la lejana Francia, es decir, muy graso y compacto: un banquete que
no se repetía desde el desembarco de los aliados en Sicilia. Antes de dar comienzo al festín, en el comedor,
profusamente engalanado con pequeñas banderas del Reino Unido, se cantó God
save the king y Rule Britannia; con la macedonia con salsa de vainilla
templada, Keep the home fires burning; y con It's a long way to Tipperary el
entusiasmo alcanzó su primer punto álgido. Ya con el primer coñac, que se bebió en vasos de agua,
brotaron lágrimas de nostalgia. El sargento Pierce estaba exultante, y en las pausas
entre canción y canción disfrutaba de la admiración de sus alborozados hombres
y de los elogios por haber sido el primero en enterarse de tamaña suerte en la
evolución de la guerra, si bien su acreditado sentido del juego limpio
funcionaba igual de bien que su memoria. El sargento disipó en su origen toda
sospecha de que pudiera perder la cabeza hasta el punto de adornarse con plumas
ajenas. Ya mientras cenaban y antes de que se efectuara una
nueva y feliz recapitulación de las noticias del día, insistió en dedicarle un
breve aplauso a Walter por haber sabido al punto dónde estaba la bloody Normandy.
Pierce se encargó personalmente de que el vaso de Walter estuviera siempre
lleno. No paraba de servirle ora coñac ora whisky, y se
alegró más aún de lo que ya estaba cuando el extraño y taciturno europeo
aprendió por fin a decir cheers, y además con el hermoso acento cockney que
pasaba por uno de los principales rasgos del sargento. Walter recibió el coñac como una bendición para su
estómago, un tanto rebelde desde hacía unos días, y el whisky como la bebida
ideal para distribuir de forma homogénea en la boca la fría y desagradable
grasa del carnero, aun cuando con cada trago se le hacía más difícil
concentrarse en una conversación que de todos modos no entendía. Sintió la
cargazón en la cabeza, pero también un agradable zumbido en los oídos que, de un
modo especialmente placentero, le recordó su época de estudiante y que
interpretó como felicidad hasta que notó que empezaba a tener frío. Al
principio la sensación no le resultó desagradable, pues refrescaba su cabeza en
aquella espesa bruma de alcohol, tabaco y sudor y hacía soportable el
palpitante dolor de sus sienes. Pero luego los muebles empezaron a tambalearse ante
sus ojos, y pronto también la gente. El sargento Pierce se hacía más y más
grande a una velocidad sorprendente. Su rostro parecía uno de aquellos globos
de un rojo intenso que Walter había visto por última vez en la fiesta a bordo
del Ussukuma. Consideró absolutamente pueril y, sobre todo, enormemente
imprudente que los aliados hubieran empleado unos globos tan malos en el
desembarco de Normandía, tanto más cuanto que estallaban demasiado pronto y se
descomponían en pequeñas cruces gamadas que cantaban, ruidosas e insolentes, el
Gaudeamus igitur. Tan pronto cesó el canto y remitió por un instante la
afluencia de imágenes, Walter comprendió que él era el único que no aguantaba
el alcohol. Le resultaba embarazoso e intentó, pese a los sudores, mantenerse
lo más erguido posible pegando la espalda al respaldo de la silla y apretando
los dientes. Cuando descubrió que la fría grasa del carnero se había convertido
en sangre caliente en su boca, deseó levantarse, mas se dijo que, como
refugiado que era, no debía llamar la atención de forma innecesaria. De modo
que permaneció sentado y clavó las uñas en el borde de la mesa. Los nuevos sonidos lo atormentaban aún más que los
anteriores; poseían una vehemencia tal que lo paralizaban. Walter oyó la risa
de Owuor y poco después la llamada de su padre, pero no pudo distinguir sus
voces por mucho tiempo, pues pronto se fundieron en un lamento angustiado. A
pesar de todo, Walter se sintió inmensamente aliviado al saber a su padre
seguro en Normandía, tan sólo un poco apenado porque ya no le venía a la
memoria el nombre de su hermana. En modo alguno debía ofenderla, aunque también
ella lo llamara a gritos, pero el esfuerzo de acordarse a tiempo y disculparse
ante su padre al cabo de tantos años por haberlos dejado solos en Sohrau a él y
a su hija hizo que su cuerpo se derritiera de calor. Walter sabía que ésa era
su última oportunidad de agradecerle al anciano Rubens que hubiese avalado a
Regina y a Jettel y las hubiese sacado del infierno. Qué bien que ya no tuviera
frío. De pronto le resultó fácil ponerse en pie e ir al encuentro de su
salvador. Walter despertó tres días más tarde, si bien sólo
durante un breve lapso y no en el barracón, sino en el Hospital General del
Ejército, en Nakuru. Cuando esto sucedió, se encontraba de servicio por
casualidad la cabo Prudence Dickinson, a la que la mayoría de los pacientes
admiraba por la envidiable movilidad de sus caderas y llamaba simplemente Prue.
Sin embargo, no estaba dispuesta a charlar con un hombre que sin lugar a dudas
en sus perturbadores accesos de delirio febril había hablado alemán y, por
tanto, ofendido sus patrióticos oídos más de lo que hubiera podido hacerlo el
propio enemigo. No obstante, Prue le secó el sudor de la frente al
enfermo, con movimientos igualmente ausentes le ahuecó la almohada y le alisó
la bata verde oliva del hospital, le deslizó el termómetro entre los dientes y
pronunció, en contra de su costumbre con los pacientes que le desagradaban, una
frase completa. Con aquella ironía que tan poco se correspondía con su
inteligencia y su sentido del humor, pero que consideraba la única arma capaz
de hacerle soportable el servicio en aquella miserable colonia que tanto le
repugnaba, Prue se dijo que bien podía haberse ahorrado la molestia. Walter
había vuelto a quedarse dormido y, de momento, había dejado pasar la única
oportunidad de averiguar que ni el whisky ni el coñac ni el carnero eran los responsables
de su estado. Tenía la fiebre de las aguas negras. El hecho de que siguiera con vida debía agradecérselo
a la rápida reacción del sargento Pierce, que, al haber sido soldado, tenía
sobrada experiencia con el alcohol y, al haber crecido en los suburbios
londinenses, había visto a demasiada gente en el delirio de la fiebre para
malinterpretar el estado de Walter en la gran fiesta de la victoria. Cuando
Pierce vio desplomarse en el comedor a aquel curioso tipo del continente, no se
dejó desconcertar ni por un instante por las sugerencias de sus jubilosos
camaradas, que pretendían sumergir a Walter en una cuba de agua fría. Pierce se
encargó de que llevaran a Walter al hospital de inmediato. El eco de su hazaña
llegó hasta Nairobi, pues daba fe de las extraordinarias dotes organizativas de
un militar capaz que, en un día como el del desembarco de Normandía, había dado
con un conductor sobrio. Aunque tenía sobrados motivos para ocuparse única y
exclusivamente de su propia persona, ya que a sus oídos habían llegado los
primeros rumores de su ascenso a brigada, se informaba a diario sobre la
evolución de la enfermedad de Walter. De tan singular comportamiento hablaba lo
menos posible. Pierce consideraba que su interés por uno de sus hombres en
concreto no resultaba del todo apropiado y, sobre todo, que era un favoritismo
indigno de él, algo que lo preocupaba. Tan extraña incursión en el terreno de
lo privado únicamente podía explicarse por el hecho de que se trataba del funny
refugee con el que se había enterado del «asunto de Normandía». De vez en
cuando se burlaban de él porque decía con frecuencia funny y sólo en ocasiones
bloody, pero Pierce no solía pararse a analizar sutilezas lingüísticas, así que
tampoco veía motivo alguno para corregirlas. Al cabo de una semana fue a visitar a Walter al
hospital y se asustó al encontrarlo tendido en la cama con aire apático, los
labios azulados y la tez amarillenta. La alegría de Walter al verlo y el hecho
de que dijera cheers, y además con el hermoso acento cockney, conmovieron a
Pierce. Así y todo, tras tan prometedor saludo ambos hombres no pudieron hacer
otra cosa que mirarse sin decir nada, pero cuando los silencios se hacían
demasiado largos, el sargento exclamaba «Normandy!» y Walter reía, algo que
casi siempre impulsaba a Pierce a palmotear, sin que en ningún momento se
sintiera ridículo al hacerlo. En su visita a comienzos de la segunda semana
llevó con él a Kurt Katschinsky, el comerciante de radios de Görlitz., y
comprendió por primera vez en su vida lo importante que era que las personas
pudieran comunicarse. El bien alimentado y taciturno enviado del cielo con
pantalones cortos color caqui, que se llamaba Katschinsky y estaba a punto de
olvidar su lengua materna, le explicó a Walter lo de la fiebre de las aguas
negras y lo redimió por fin de los mortificantes reproches que él mismo se
hacía al creer que se había comportado como un idiota y se había intoxicado con
alcohol. Katschinsky le contó al sargento que en caso de enfermedad grave tenía
la obligación de organizar la visita de la esposa al hospital, pero que no
sabía la dirección de Jettel, que Walter tenía una hija de doce años en un
colegio que se hallaba a sólo unas millas de distancia. Al día siguiente Pierce
apareció con Regina. Cuando Walter vio a su hija entrar de puntillas en la
habitación, pensó que había sufrido una recaída y le había vuelto a subir la
fiebre. Cerró rápidamente los ojos para retener aquella hermosa imagen antes de
que se disipara. En los primeros días de su enfermedad había visto una y otra
vez a su padre y a Liesel sentados junto a la cama y los había visto
convertirse en seres incorpóreos tan pronto hablaba con ellos; en modo alguno
podía repetir ese irreparable error con Regina. Walter se dijo que su hija era aún demasiado pequeña
para entender lo que les ocurría a los refugiados que no querían olvidar. Era
mejor para ambos no entablar contacto para así no tener que separarse luego de
nuevo. Algún día Regina se lo agradecería. Cuando se dio cuenta de que ella no
quería aprender de las experiencias de su padre, se tapó la cara con las manos,
a la defensiva. —Papá, papá, ¿no me reconoces? —la oyó decir. Su voz le llegaba de tan lejos que Walter no era capaz
de decir si su hija lo llamaba desde Leobschütz o desde Sohrau, pero sintió que
no había tiempo que perder si quería ponerla a salvo. El mero hecho de
permanecer en la patria como si fuera una niña cualquiera suponía un peligro
mortal. Regina era demasiado mayor para sueños que los proscritos no podían
permitirse. Su incorregibilidad enojó a Walter, mas la ira le dio fuerzas y
comprendió que tenía que obligarse a abofetearla para salvarla. Logró
incorporarse y abrir ambos brazos. Luego notó el calor del cuerpo de Regina y
su voz tan cerca de su oído que podía sentir la vibración de cada sonido. —Por fin, papá. Creí que no te ibas a despertar nunca. Walter estaba tan aturdido por la realidad que tanto
había tardado en revelársele que no se atrevía a decir palabra. Tampoco se
percató de que el sargento Pierce se encontraba a la cabecera de la cama. —¿Eres herido? —quiso saber Regina. —Cielo santo, había olvidado que ya no hablas bien
alemán. —¿Estás herido? —insistió la niña. —No, tu papá no es más que un soldado tonto que ha
pillado la fiebre de las aguas negras. —Pero es un soldado —recalcó Regina orgullosa. —Cheers —dijo Pierce. —Three cheers for my daddy! —exclamó Regina a voz en
grito. Alzó los brazos por encima de la cabeza y entonces vio que aquel curioso
soldado, que hablaba un inglés tan extraño que ella tenía que esforzarse por no
reír, levantaba el brazo derecho y coreaba con ella lleno de júbilo,
asombrosamente alto: «Hipp, hipp, hooray!» Más tarde, Walter le propuso a su
hija: —Dile que tiene que averiguar por qué la arpía de la enfermera no me
puede ni ver. El sargento Pierce escuchó con atención mientras
Regina se lo relataba, nerviosa, y acto seguido hizo llamar a la cabo Prudence
Dickinson. Primero le hizo unas preguntas amables, pero luego, de repente, se
plantó ante ella, puso las manos en jarras y, para sorpresa de Regina, le dijo
a la enfermera Prue que era a nasty bitch, tras lo cual ésta abandonó la sala
sin decir palabra, sin contoneo de caderas y más roja que un incendio en un
matorral reseco. —Dile a tu padre que esa mujer es un pollino —aclaró
Pierce—. Le molestó que con la fiebre hablara en alemán. Pero creo que eso no
deberías contárselo hasta que se ponga bien. —Quiere saber otra cosa —añadió Regina en voz baja. —Dime. —Quiere saber si ahora ya no podrá ser soldado. —Y eso, ¿por qué? —Por haberse puesto tan enfermo así
sin más. Pierce notó un movimiento en la garganta y la boca y
tuvo que carraspear. Sonrió, aunque no le pareció un momento oportuno para
hacerlo. Por algún motivo aquella pequeña le gustaba. Aunque no tenía ni
trenzas ni el pelo rubicundo ni pecas, le recordaba a una de sus hermanas, pero
ya no sabía a cuál. Probablemente a las cinco, en algún momento. Hacía
demasiado tiempo que no veía a sus muchachitas. Sea como fuere, aquella niña,
con su maldito acento altivo de Oxford propio de la gente rica, tenía valor. Lo
presentía y eso le gustaba. —Explícale a tu padre —sentenció Pierce— que el
ejército aún lo necesita. —Ha dicho que sigues teniendo tu empleo —susurró
Regina, y se apresuró a besar los ojos de su padre para que el sargento no se
diera cuenta de que estaba llorando. CAPÍTULO XIV El hotel Hove Court, con costrosas palmeras a ambos
lados de la puerta de entrada de hierro negro primorosamente forjado, limoneros
con duras frutas verdes y amarillas, exuberantes moreras, gigantescos cactus,
crecidos rosales en un gran jardín y floridas buganvillas de un intenso violeta
ante bajas casitas blancas dispuestas en torno a un cuidado césped, tenía casi
la misma edad que la propia ciudad de Nairobi. Cuando en 1905 un arquitecto de
Sussex con fe en el futuro construyó aquella amplia edificación, ésta servía de
primer alojamiento a los funcionarios del gobierno recién llegados hasta que se
traían a sus familias a la colonia y se mudaban a una casa propia. El aire exquisitamente distinguido que en los turbulentos
años de la fundación de la joven ciudad hizo de él un enclave marcadamente
inglés había desaparecido desde que el señor Malan era su propietario. Al
encargar letreros nuevos y prescindir, en un gesto calculador, de la palabra
«hotel», fue el responsable de que el Hove Court dejara de ser, de forma tan
rápida como radical, el lugar adecuado para quienes sabían vivir como
correspondía a su posición social. El avezado comerciante de Bombay supo ver con su
diestra mirada las exigencias de una nueva época. Ya no eran funcionarios del
gobierno con nostálgicos sueños de la vieja patria quienes buscaban
alojamiento, ni tampoco cazadores de safari con una acuciante necesidad de
elegancia y comodidad antes de partir hacia la gran aventura, sino refugiados de
Europa. En opinión de Malan, que debía su fortuna a un acusado instinto para
sacar partido de los baches de la vida, con ellos el trato era fácil. Tenían
que forjarse una nueva vida, y en su celo y diligencia eran tan moderados y
modestos como los compatriotas suyos que se atrevían a empezar de cero en
Kenia. A los refugiados, que no podían permitirse la
nostalgia, se les ofrecía mucho mejor servicio con precios bajos que con la
tradición de las antiguas casas de campo inglesas. Ya a mediados de los años treinta, cuando llegaron al
país los primeros emigrantes del continente, Malan mandó transformar las
habitaciones grandes en pequeños apartamentos. Reformó los salones y las
pequeñas cocinas y baños, convirtiéndolos en habitaciones individuales con un
lavabo tras una cortina, instaló servicios comunes y únicamente dejó en su
estado original las pequeñas y mugrientas cabañas con techo de chapa ondulada
de la servidumbre negra que había en la explanada detrás del gran jardín. Esta
única concesión a las costumbres del país pronto demostró ser una jugada
especialmente acertada. Si bien los inquilinos de Malan eran de una pobreza y
humildad inusitadas entre los blancos y vivían casi con la misma sencillez y
las mismas estrecheces que sus parientes de Bombay, gracias a la estratagema de
Malan, que denotaba una excelente perspicacia psicológica, podían permitirse la
servidumbre establecida por leyes no escritas para las clases altas blancas y,
con ello, la ilusión de hallarse en camino hacia la integración y de tener el
mismo nivel de vida que los ingleses ricos de las casas de las afueras de la
ciudad. Todo el que, tras una angustiosa espera y a menudo también tras el pago
de un generoso suplemento al vencimiento del primer alquiler, lograba alojarse
en el Hove Court, acababa instalándose para largo. Algunas familias llevaban
años viviendo allí. El señor Malan no sabía gran cosa de la geografía
europea y tampoco tenía los prejuicios que correspondían a un hombre de su
fortuna; era sólo que a la hora de elegir a sus inquilinos prefería a los
refugiados alemanes. Éstos eran mucho más apocados que, por ejemplo, los
pretenciosos austriacos, más limpios que los polacos, ante todo puntuales en
los pagos, no ponían cara de dolor, como los arrogantes blancos nativos, al oír
su acento y, por descontado, dadas las dificultades que tenían con el idioma,
no eran propensos a protestar, algo que Malan detestaba. Había descubierto que los alemanes, contra los que,
dicho sea de paso, no tenía nada ni siquiera después de que estallara la guerra
por la sencilla razón de que él mismo odiaba a los ingleses, temían los cambios
y deseaban vivir con los suyos más que la mayoría de la gente. Eso le
beneficiaba. Un cambio repentino en el Hove Court y las ineludibles reformas
que ello acarrearía no habrían hecho más que perjudicarlo económicamente. De
modo que cada año aumentaban tanto su cuenta corriente como su prestigio,
también fuera del pequeño círculo de los comerciantes indios, y no le
preocupaba en absoluto que su próspera propiedad tuviera que medirse por un
rasero completamente distinto del de los lujosos hoteles de la ciudad. Malan se dejaba caer por el Hove Court tres veces por
semana, principalmente para aclararles a los que se quejaban que vivían en un
país libre y que tenían derecho a irse a otra parte cuando quisieran. No le
preocupaba la jerarquía del Hove Court. En el apartamento más hermoso, con un
frondoso eucalipto ante la ventana y un minúsculo jardín con claveles rojo
sangre, amarillo vainilla y rosa, vivían la anciana señora Clavy y su viejo
perro Tiger, un bóxer marrón con auténtica aversión a los sonidos alemanes,
demasiado duros. Por el contrario, la propia señora Clavy, cuyo prometido había
muerto de malaria a las seis semanas de llegar a Nairobi, mucho antes de la
Primera Guerra Mundial, era muy amable. No juzgaba a los niños por su lengua
materna y les sonreía sin ninguna reserva. Lydia Taylor, en su día camarera del Savoy de Londres,
era la otra inglesa que sobrellevaba la vida en aquella comunidad de
extranjeros con una serenidad que los refugiados no encontraban en absoluto
natural. Su tercer marido era capitán y no estaba dispuesto a proporcionarles a
ella y a sus tres hijos, de los cuales sólo uno era suyo, más dinero que el del
alquiler mensual de dos habitaciones en el Hove Court. Sus caros y escotados vestidos de seda, supervivientes
del breve tiempo que duró su segundo matrimonio con un comerciante textil de
Manchester, sus tres criados y una anciana aja que, nada más salir el sol,
aparecía en el jardín empujando el cochecito y cantando a pleno pulmón eran la
comidilla del lugar. La señora Taylor era envidiada por su terraza. Allí daba
el pecho a su hijo de día y recibía, al caer la noche, a multitud de ruidosos
jóvenes de uniforme. Ellos garantizaban su prestigio social desde que, para
alivio suyo, a su esposo lo destinaran a Birmania. Igualmente bien alojados, casi siempre en la codiciada
umbría del jardín y con frecuencia con diminutos voladizos en las ventanas,
justo lo bastante grandes para colocar algunas macetas de próspero cebollino,
se encontraban los emigrantes de la primera hornada. Suscitaban una enorme
envidia entre los refugiados llegados después y los trataban con la caritativa
condescendencia que en la vieja patria se consideraba la actitud adecuada con
los parientes pobres. Entre la élite de emigrantes favorecida por el destino
se hallaban los viejos Schlachter de Stuttgart, a los que no había forma de
convencer de que revelaran su receta de los maultaschen6 y los spátzle7 y de
qué vivían; el desabrido carpintero Keller con su esposa y su insolente hijo
adolescente, de Erfurt, que había llegado a ser director de una maderería; y
Leo Slapak con su esposa, su suegra y sus tres hijos, de Cracovia. Slapak
ganaba bastante dinero con su tienda de artículos de segunda mano, pero no
estaba dispuesto a gastarlo precisamente en vivir mejor. A Elsa Conrad se la consideraba una inquilina veterana
del Hove Court, si bien no por derecho, sino por haberse ganado rápidamente el
respeto de todos por su superioridad en el trato con el señor Malan. Aunque se
había establecido en el país después de que estallara la guerra, tenía dos
grandes habitaciones y una terraza casi tan amplia como la de la señora Taylor.
El profesor Siegfried Gottschalk, con sus ochenta años, sí que era uno de los
primeros inquilinos del señor Malan. Pese a todo, lo encontraban simpático
hasta los desafortunados que habitaban los pequeños cuartuchos; era el único
que no hacía alarde de su condición de perspicaz emigrante temprano que supo
ver a tiempo las señales de la inminente desgracia. En la Primera Guerra Mundial sacrificó por el kaiser
la movilidad de su brazo derecho y después sirvió con igual entrega a su ciudad
natal como profesor de filosofía. Un día de primavera de 1933 que quedaría
grabado para siempre en su memoria, primero por su suave brisa y más tarde por
la tormenta de su corazón, lo echaron a la calle unos alborotadores estudiantes
de la Universidad de Francfort. Hasta que llegó su hora lo consideraban un
extraordinario mentor, mimado entre los suaves algodones de la ilusión,
profesándole un cariño que exteriorizaban sin tapujos. En contra de la costumbre generalizada en el Hove
Court, Gottschalk rara vez hablaba del esplendor de los buenos tiempos. Se
levantaba todos los días a las siete de la mañana e iba hasta la pequeña colina
que había tras las cabañas de los criados, a los que insistía en llamar
adláteres; con el salacot que se había comprado para emigrar llevaba siempre el
traje oscuro y la corbata gris, que asimismo procedían de su ciudad natal, y
nunca se permitía, ni siquiera al calor del mediodía, ni ropas más ligeras ni
la siesta habitual en el país. «Nuestro profesor», como lo llamaban en el Hove Court
incluso aquellos que en su tierra no habían tenido ocasión de conocer el mundo
académico y que, por tanto, lo tenían por grotesco y despistado, era el padre
de Lilly Hahn. Rechazaba una y otra vez las reiteradas súplicas de Lilly de que
se mudara con ella y con Oha a la granja de Gilgil con el argumento de que
«necesito personas a mi alrededor, no vacas». Desde hacía casi diez años se preguntaba a sí mismo y
a sus libros por qué precisamente él tenía que ser testigo de la carrera de los
Jinetes del Apocalipsis y seguir viviendo, pero jamás se quejaba. Entonces
llegó una carta de su hija que, al menos por unos días, consiguió animarlo e
irritarlo a un tiempo. Lilly le pedía a su padre que fuera a ver a Jettel a
casa de los Gordon y que intercediera en su favor ante Malan para que ella y su
hija pudieran alojarse en el Hove Court. Aunque dicha tarea lo ponía ante la situación más
delicada desde su llegada al puerto de Kilindini, el anciano se sentía feliz
ante la perspectiva de pasar una pequeña parte de su tiempo en compañía de
otras personas aparte de Séneca, Descartes, Kant y Leibniz. El domingo a las ocho de la mañana cruzó la puerta de
hierro del Hove Court con paso alegre y una botellita de agua en el bolsillo de
la chaqueta. No se atrevió a tomar el autobús, pues no podía indicarle su
destino al conductor ni en inglés ni en suahili, de modo que recorrió a pie los
tres kilómetros que lo separaban de la casa de los Gordon. Para su regocijo, el hospitalario matrimonio era de
Kónigsberg, donde él solía pasar las vacaciones cuando era joven, en casa de un
tío suyo. La palidez de Jettel, sus ojos oscuros, su expresión infantil y sus
negros rizos, que le recordaban la afable imagen que un día colgara en su
despacho, lo conmovieron e hicieron que se avergonzara más aún de su
incapacidad para ayudarla. —Sólo puedo servirle de acompañamiento, pero no de
ayuda. No he aprendido a hablar inglés —le dijo tras la tercera taza de café. —Ay, señor Gottschalk. Lilly me ha hablado tan bien de
usted... Sólo con que me acompañe a ver al señor Malan ya me siento mejor. No
lo conozco de nada. —Por lo que sé no es ningún filántropo. —Usted me traerá suerte —afirmó Jettel. —Hacía mucho que no me decía algo así una mujer
—sonrió Gottschalk—, y nunca una tan bonita. Mañana le enseñaré primero nuestro
Hove Court y tal vez allí se nos ocurra algo. Dos días después le escribía a su hija: «Es la mejor
idea que he tenido en este país encantado.» Sin embargo, no fue él quien puso
las cosas en marcha, sino la casualidad y Elsa Conrad. Gottschalk estaba
mostrándole a Jettel las delicadas flores de hibisco que crecían en el muro
rodeadas de aleteantes mariposas amarillas cuando Elsa Conrad le arrojó al
bóxer de la señora Clavy el agua que quedaba en su regadera y lo llamó «chucho
asqueroso». Jettel reconoció al instante a la temperamental compañera de
fatigas de los primeros días de la guerra por su larga bata de flores y el
turbante rojo enrollado en la cabeza. —¡Dios mío, la Elsa del Norfolk! —exclamó agitada—.
¿Te acuerdas? ¡Estuvimos internadas juntas allí en 1939! —¿Acaso crees que una
se puede pasar la vida en un bar sin quedarse con las caras? —preguntó Elsa
indignada—. Vamos, pasa. Usted también, señor Gottschalk. Aún lo recuerdo
perfectamente. Tu marido era abogado. Y tienes una niña muy mona y muy tímida.
Pero si estabais en una granja. ¿Qué estás haciendo en Nairobi? ¿Acaso has
huido de tu marido? —No. Mi esposo está en el ejército —explicó Jettel
orgullosa—. Y yo no tengo ni idea de lo que debo hacer —añadió—. No tengo
alojamiento y a Regina pronto le darán las vacaciones. —Reconozco el tono de desvalimiento. ¿Sigues siendo la
distinguida esposa del señor letrado? Sea como fuere, no eres más adulta. No
importa. Elsa siempre ha ayudado cuando ha podido. Sobre todo a los héroes de
guerra. Necesitas a alguien que vaya contigo a ver a Malan. No se lo tome a
mal, profesorcito. Usted no es la persona adecuada. Iremos mañana mismo. Y no
te pongas a lloriquear. Ese indio asqueroso no se deja impresionar por las
lágrimas. Malan reprimió la ira y un suspiro cuando Elsa Conrad
irrumpió en su despacho y presentó a Jettel como la esforzada esposa de un
soldado que necesitaba alojamiento sin demora y, naturalmente, a un precio que
ni siquiera su hermano predilecto se habría atrevido a pedirle. Malan sabía por
demasiadas experiencias penosas que no tenía sentido llevarle la contraria. De
modo que se contentó con lanzarle una mirada que con cualquier otro habría
bastado para arreglar cuentas en el acto y hacerse a la idea, que al menos a él
le resultaba reconfortante, de que aquella ruidosa persona, que poseía la
fuerza de un toro enfurecido, se parecía cada vez más a los acorazados que
desde el desembarco de Normandía aparecían retratados incluso en los periódicos
indios de orientación abiertamente antiinglesa. A la señora Conrad no la hacía callar con sus
artimañas habituales. Su voz era mucho más estridente que la de él y aquella
mujerona era propensa a emplear argumentos para los que él no encontraba
respuesta, ya que sus enardecidas parrafadas iban acompañadas de violentas
expresiones proferidas en un idioma que él desconocía. A ello había que añadir
que, por desgracia, Malan tenía que cuidar de su extensa familia y no podía
enemistarse con aquel diabólico volcán. Aquel mastodonte del provocador turbante y el ridículo
clavel encima, que para más inri procedía del jardín del propio Malan, no sólo
sabía que en el Hove Court casi siempre había una habitación libre para casos
especiales. Además, la mujer era precisamente la encargada del Horse Shoe. En
aquel pequeño bar, que debido a su ambiente íntimo, al helado de vainilla y a
los platos de curry era el lugar de reunión favorito de los soldados ingleses
de todo Nairobi, únicamente contrataban a personal indio para la cocina, casi
siempre miembros de la diligente parentela del señor Malan. De modo que en el caso de la esposa del soldado, que
logró enternecer a Malan, pues sus ojos le recordaban las maravillosas vacas de
su juventud, y que, para satisfacción suya, al menos resultó ser una refugiada
alemana, la negociación fue de la brevedad habitual. Jettel consiguió la
habitación libre y permiso para traer a su perro y al chico. Y el hermano
pequeño de la esposa de Malan, al que le faltaban dos dedos de la mano derecha
y, por consiguiente, le resultaba especialmente difícil encontrar trabajo, pasó
a hacerse cargo de la limpieza del servicio de caballeros del Horse Shoe. En el Hove Court, todo aquel al que le interesaba
sabía que la nueva inquilina se encontraba bajo la protección de Elsa Conrad,
de forma que Jettel se ahorró las numerosas triquiñuelas con que solían tener
que apechugar sin rechistar los recién llegados a menos que quisieran que se
les catalogara de refunfuñones a los que rehuían las personas decentes. Las
quejas de Jettel se limitaban al sofocante calor de Nairobi, al que no estaba
habituada, a la estrechez tras una «vida en la deliciosa libertad de nuestra
granja» y al hecho de que Owuor tuviera que preparar la comida en un diminuto
hornillo eléctrico. No obstante, aquellos arrebatos eran siempre oportunamente
acallados por Elsa Conrad con el comentario: «Antes de emigrar, todo teckel era
un san bernardo. Será mejor que busques un empleo.» Cuando Regina llegó al Hove
Court para pasar sus primeras vacaciones, Jettel ya se había acostumbrado de
tal modo a su nueva vida y, sobre todo, a las numerosas personas con que podía hablar
y lamentarse que le prometía todos los días a su hija: —Aquí te olvidarás
rápidamente de la granja. —No quiero olvidar la granja—replicaba Regina. —¿Ni siquiera para complacer a tu querido padre? —Papá
me entiende. Tampoco él quiere olvidar su Alemania. —Aquí no te aburrirás nunca y podrás ir todos los días
a la biblioteca en autobús y sacar tantos libros como desees. Para los miembros
del ejército es gratis. La señora Conrad está ansiosa por que le traigas
libros. —¿A quién voy a contarle lo que he leído si papá no
está? —Pero si aquí hay muchos niños. —¿Y voy a hablarles de libros a los niños? —Pues a tu
estúpida hada —repuso Jettel impaciente. Regina cruzó los dedos a la espalda para no arrancar
de su sueño a la ignorancia de su madre. Ya en su primer día de vacaciones
había acomodado a su hada en un guayabo de embriagador aroma y poderosas ramas.
También ella era capaz de trepar sin esfuerzo a aquel árbol de frutas verdes.
El follaje le proporcionaba protección y la posibilidad de soñar de día como en
casa, en Ol’ Joro Orok. No le resultó fácil acostumbrarse a su nuevo entorno.
En particular, la asustaban las mujeres cuando, a última hora de la tarde, se
paseaban por el jardín con los labios pintados de colores chillones y largos
vestidos que llamaban housecoats y abordaban a Regina tan pronto como
abandonaba su árbol. Frente a la pequeña y oscura habitación con dos camas,
una jofaina, dos sillas y una mesa con hornillo eléctrico que compartían
Jettel, Regina y Rummler, vivía la señora Clavy. A Regina le gustaba porque le
sonreía sin decir una palabra, acariciaba a Rummler y le daba lo que dejaba su
perro Tiger. De la asiduidad con que intercambiaban sonrisas y carne de ave
finamente picada pronto surgió un hábito que, en sus sueños, Regina convirtió en
la gran aventura de sus vacaciones. En aquellos días que parecían no querer acabar nunca,
se imaginaba que Rummler y Tiger se transformaban en caballos y que ella
regresaba a Ol’ Joro Orok montada en ellos. Pero Diana Wilkins, que vivía al
lado de Jettel en un apartamento con dos grandes habitaciones, echó abajo de
una única embestida los muros de la solitaria fortaleza de Regina. Un día caluroso y seco, como un cebado incendio en el
matorral, en que Regina volvía a su árbol después de almorzar, se encontró a
Diana sentada en una rama. La grácil mujer de ojos azules, largo cabello rubio
y una piel que resplandecía como la luna entre el espeso follaje llevaba un
vestido de encaje blanco transparente que le llegaba hasta los pies descalzos.
Tenía los labios pintados de un rosa suave y en la cabeza brillaba una corona
dorada con piedrecitas de colores en las puntas. Durante un sobrecogedor instante, Regina se quedó
asombrada de haber logrado dar vida a un hada en la que hacía tiempo ya no
creía. No se atrevía a respirar, pero cuando Diana dijo: «Si no subes tú,
bajaré yo», su cuerpo se vio sacudido por una risa tan vehemente que la
vergüenza le escaldó la piel. El inglés que hablaban los refugiados y que
bramaba en los oídos de Regina como el viento que lucha contra un bosque lleno
de gigantes era un suave murmullo en comparación con la dura pronunciación de
Diana. —Nunca te había visto reír —constató Diana satisfecha. —Nunca había reído en Nairobi. —La tristeza afea. Ahora ya vuelves a reír. —¿Eres una princesa? —Sí. Pero la gente de aquí no se
lo cree. —Yo sí—contestó Regina. —Los bolcheviques me han robado mi patria. —A mi padre también le han robado su patria. —Pero no los bolcheviques. —No, los nazis. Diana Wilkins era de Letonia, de pequeña pasó por
Alemania, Grecia y Marruecos, huyendo, y a principios de los años treinta se
quedó en Kenia sólo porque alguien le dijo que en Nairobi iban a inaugurar un
teatro. Había sido bailarina y estaba convencida de que los buenos tiempos aún
estaban por llegar. El apellido inglés y una pensión de viudedad, ambas cosas
aún más envidiadas por los inquilinos del Hove Court que su belleza, se los
debía a un brevísimo matrimonio con un joven oficial. Un rival celoso le pegó
un tiro. Cuando le enseñó su habitación a Regina por primera
vez, señaló orgullosa las gotas de sangre seca de la pared. En realidad eran
mosquitos aplastados, pero Diana estaba aún más sedienta de romanticismo que de
whisky y encontraba demasiado triste la idea de que el difunto teniente Wilkins
no hubiera dejado ningún rastro en su vida aparte de su apellido. —Entonces, ¿estabas presente cuando le dispararon?
—quiso saber Regina. —Por supuesto. Antes de morir me dijo: «Tus lágrimas
son como el rocío.» —Nunca había oído nada tan bonito. —Espera y verás. Algún día tú también vivirás algo
así. ¿Ya tienes novio? —Sí. Se llama Martin y es soldado. —¿Aquí en Nairobi? —No, en Sudáfrica. —¿Y tu mayor deseo es casarte con él? —No lo sé —dudó
Regina—. Aún no lo he pensado. Deseo todavía más tener un hermano. Se asustó al oírse hablar así. Desde que se despidiera
de Martin en la granja, Regina sólo había mencionado su nombre en su diario. El
hecho de que ahora, de golpe, no sólo hablara de él, sino también del niño
muerto la desconcertó. El alocado bailoteo de su cabeza le pareció una magia
especial que hacía desvanecerse la tristeza como los ríos en la estación seca. Desde que Regina compartiera con Diana sus dos
secretos, los días transcurrían para ella tan veloces como bueyes que caminan
en círculos con delirio febril. Hacía oídos sordos a las lacrimosas súplicas de
su madre y más aún a las órdenes de Elsa Conrad de que se buscara una amiga de
su misma edad. —¿No te gusta Diana? —Sí —replicaba Jettel
dubitativa—, pero ya sabes que papá es un poco raro. —¿Por qué? —Es un hombre. —Todos los hombres adoran a Diana. —Precisamente por eso. Él tiene algo en contra de las
mujeres que se acuestan con todos los hombres. —Diana me ha dicho que no se acuesta con todos los
hombres —aclaró Regina al día siguiente—. Sólo se va con ellos al sofá. —Explícale eso a tu padre. Los únicos seres masculinos a los que Diana quería de
verdad eran su minúsculo perro Reppi, al que llevaba en brazos en sus paseos
por el jardín y que en realidad era un príncipe encantado de Riga, algo que
sólo Regina sabía, y su chico. Chepoi era un nandi alto, de pelo cano, con el
rostro picado de viruelas y unas manos delicadas capaces de una gran fuerza y
de una suavidad aún mayor. Con el aire de un padre preocupado se ocupaba de
Diana, a la que consideraba la herencia obligada de su difunto bwana, el cual
le había salvado la vida de un búfalo enloquecido. Por la noche, cuando ya había pasado la hora del
último pretendiente, Chepoi salía una vez más de su diminuta cabaña tras los
cuartos de la servidumbre, se deslizaba sigilosamente en la guarida de Diana,
que estaba llena de humo y apestaba a alcohol, le quitaba la botella de la mano
a su memsahib y la metía en la cama. En el Hove Court se decía que, con
frecuencia, incluso tenía que desvestirla y aplacar sus crispados nervios con
canciones, pero Chepoi no era hombre de muchas palabras. A él le bastaba con
ser el protector de su hermosa memsahib, y eso sólo podía serlo si no hablaba
con personas cuya lengua era igual de malvada que sus oídos. Regina era la excepción. Pese a los reparos iniciales
de Jettel y al celoso griterío de Owuor, Chepoi se la llevaba a menudo al
mercado, donde compraba carne y, tras acaloradas discusiones y un fiero toma y
daca, se decidía por enormes repollos con los que preparaba la única comida que
renovaba las fuerzas de la memsahib tras las fatigas nocturnas. Para Regina, en el mercado del centro de Nairobi se
abría un mundo nuevo. Mangos de un anaranjado reluciente junto a papayas
verdes, racimos de plátanos rojos, amarillos y verdes, henchidas piñas con
coronas de brillantes púas de color verde oscuro y frutas de la pasión abiertas
con pepitas similares a abalorios de un gris resplandeciente aturdían sus ojos;
el aroma de flores, café muy tostado y especias recién mezcladas y el hedor a pescado
putrefacto y carne sanguinolenta, su nariz; el derroche de belleza,
originalidad y repugnancia consiguió por fin aplacar la angustiosa nostalgia de
aquellos días que ya nunca volverían. Había altas torres de cestas de sisal trenzado
llamadas kikapus con más colores que el arco iris, delicadas tallas de marfil y
lustrosos guerreros con largas lanzas de madera negra y cinturones guarnecidos
con perlas de colores y telas cuyos motivos narraban historias de seres
embrujados y de animales salvajes que sólo la fantasía había logrado amansar.
Indios de ojos negros y veloces manos ofrecían escamosas pieles de serpiente,
pellejos de leopardo y cebra, pájaros de pico amarillo disecados, cuernos de
búfalo, almejas gigantes de Mombasa, delicados brazaletes de pelo de elefante y
collares dorados con cuentas de colores. El aire era pesado y el concierto de voces, tan
poderoso como las chillonas cataratas Thompson. Las gallinas cacareaban y los
perros ladraban. Entre los puestos se apiñaban mujeres inglesas de avanzada
edad, piel pálida y fina como el papel, viejos sombreros de paja y guantes
blancos. Tras ellas caminaban sus chicos con las pesadas kikapus, como perros
bien adiestrados. Goaneses agitados hablaban tan aprisa como monos parlanchines
e indios con turbantes de vistosos colores paseaban lentamente, muy atentos,
ante la mercancía. Había numerosos kikuyus con pantalones grises y
alegres camisas que acentuaban su aire urbano con pesados zapatos, y
silenciosos somalíes, muchos de los cuales parecían querer entrar en una guerra
a la antigua usanza. Extenuados mendigos que apestaban a pus, con los ojos
apagados, carcomidos por la lepra muchos de ellos, pedían limosna, y madres
acurrucadas en el suelo amamantaban impasiblemente a sus hijos. En el mercado, Regina se enamoró de Nairobi y de
Chepoi. Primero se convirtió en su socia y más tarde en su confidente. Como
hablaba kikuyu, podía regatear con los hombres de los puestos aún mejor que él,
el nandi que no podía prescindir del suahili. Con el dinero que se ahorraba, Chepoi solía comprarle
a Regina un mango o una mazorca de maíz asado que sabía de maravilla, a madera
quemada; y el día más hermoso de sus vacaciones, tras consultarlo con su
memsahib, Chepoi le entregó un cinturón guarnecido con diminutas perlas de colores. —Cada una de esas piedrecitas encierra su magia —le
aseguró, abriendo los ojos de par en par. —¿Cómo lo sabes? —Lo sé. Con eso basta. —Deseo tener un hermano —confesó Regina. —¿Tienes padre? —Sí. Es áscari en Nakuru. —Entonces, primero has de desear que venga a Nairobi
—le recomendó Chepoi. Cuando reía, sus amarillentos dientes se iluminaban y
la ronquera de su garganta se tornaba calidez. —Me gusta cómo hueles —constató Regina frotándose la
nariz. —¿Cómo huelo? —Bien. Hueles como un hombre
inteligente. —Tú tampoco eres tonta —replicó Chepoi—. Eres joven.
Pero eso no será siempre así. —La primera piedra ya ha hecho algo —dijo Regina
satisfecha—. Nunca me habías dicho nada parecido. —Lo he dicho muchas veces. Sólo que tú no lo has oído.
No siempre hablo con la boca. —Lo sé. Hablas con los ojos. Ya de vuelta en el Hove Court, al pasar junto a los
gigantescos cactus cubiertos de fina tierra rojiza, la hora más sedienta del
día poseía una fuerza abrasadora, pero aún no había empujado a la gente, como
de costumbre, a sus oscuras madrigueras. El anciano señor Schlachter estaba
asomado a la ventana chupando cubitos de hielo. Tenía el corazón delicado y no
podía beber mucho, todo el mundo lo sabía; sin embargo, todos envidiaban a los
Schlachter por su nevera. Regina estuvo un rato contemplando cómo el fatigado
anciano de ojos vidriosos y vientre rotundo tomaba un cubito tras otro de una
pequeña cacerola plateada y se los llevaba lentamente a la boca. Se paró a
pensar detenidamente si con una de aquellas pequeñas perlas podría desear
también un corazón enfermo y muchos cubitos de hielo, mas el modo en que el
viejo Schlachter la miró y le dijo «me gustaría poder saltar de nuevo así yo
también» la confundió. El rosado niño del pelele azul celeste chupaba el
blanco pecho de la señora Taylor y despertaba la envidia de Regina, una envidia
capaz de devorar la calma más aprisa que las grandes hormigas de safari un
trocito de madera. Para liberar su aturullada cabeza, observó cómo la señora
Friedlánder sacudía el ensortijado abrigo de pieles negro que se había comprado
para emigrar y nunca se puso. La señora Clavy se hallaba en su jardín, contándoles a
sus claveles rojos que no podía darles agua hasta que no se pusiera el sol.
Regina se pasó la lengua por los labios para poder sonreírle, pero antes de que
la humedad llegara a su boca vio a Owuor con Rummler bajo un sediento limonero.
Llamó al perro, que sólo movió perezosamente una oreja, y se dio cuenta,
arrepentida, de que no se había ocupado de él en todo el día. Se puso a pensar
en cómo enseñarle el cinturón a Owuor sin avivar los celos que sentía de
Chepoi. Entonces vio que sus labios se movían y que había fuego en sus ojos.
Mientras corría hacia Owuor, le llegó su voz. —Perdí mi corazón en Heidelberg —cantaba, tan alto como
si hubiera olvidado que en Nairobi no había eco. Regina sintió la dolorosa punzada de la esperanza,
ansiada en vano durante tanto tiempo. —¡Owuor, Owuor! ¿Ha venido? —Sí, el bwana ha venido
—rió Owuor—. El bwana áscari ha venido —proclamó orgulloso. Alzó a Regina en
brazos como el día en que empezó la magia y la apretó contra sí. Durante un
breve instante de dicha, Regina estuvo tan cerca de su rostro que pudo ver la
sal pegada a sus párpados. —Owuor, eres tan listo... —dijo en voz baja—.
¿Recuerdas cuando llegaron las langostas? Ahita de alegría y recuerdos, aguardó
hasta que el chasquido de la lengua de Owuor abandonó sus oídos; luego liberó
sus pies de los zapatos para poder volar más veloz por la hierba, echó a
correr, impaciente, hacia el apartamento y abrió la puerta con tanta fuerza
como si quisiera hacer un agujero en la pared. Sus padres estaban sentados muy juntos en la estrecha
cama y se separaron con un movimiento tan brusco que por un momento la mesilla
que tenían ante sí se tambaleó. Sus rostros tenían el color de los claveles más
lozanos de la señora Clavy. Regina oyó que Jettel respiraba sonora y
entrecortadamente, y también vio que su madre no llevaba ni blusa ni falda; de
modo que no había olvidado su promesa de tener otro niño cuando volvieran los
buenos tiempos. ¿Acaso se habían ido de safari los buenos tiempos? Regina se
sintió insegura al comprobar que sus padres no decían nada y que estaban tan
tiesos, mudos y serios como las figuritas de madera del mercado. También sintió
que se ruborizaba. Le resultaba difícil separar los dientes. —Papá —dijo por fin, y entonces las palabras que había
querido retener se precipitaron por su boca como pesadas piedras—: ¿te han
echado? —No —respondió Walter, sentó a Regina en su desnuda rodilla y apagó el
fuego de sus propios ojos con una sonrisa—. No —repitió—, el rey Jorge está muy
satisfecho conmigo. Me ha pedido expresamente que te lo diga. —Y dio unos leves
golpecitos sobre la manga de su almidonada camisa caqui. En ella resplandecían
dos franjas de tela blanca. —¡Eres cabo! —exclamó Regina asombrada. Acarició una
de las piedrecitas de su nuevo cinturón y besuqueó el rostro de su padre con la
fuerza renovada del miedo vencido, igual que hacía Rummler en cada reencuentro,
cuando la alegría sacudía su cuerpo.
—Corporal is bloody
good for afucking refugee —dijo Walter.
—You are speaking
English, daddy —rió La frase hizo mella en su cabeza, asqueándola y
llenándola de culpa. ¿Acaso sospechaba su padre lo mucho que ella había deseado
tener un daddy que fuera como los demás padres, hablara inglés y no hubiera
perdido su patria? Se avergonzó enormemente de haber sido tan niña. —¿Te acuerdas del brigada Pierce? —Sargento —corrigió
Regina, contenta por haberse tragado la tristeza sin dejar que la ahogara. —Brigada. También los ingleses ascienden. ¡Adivina lo
que le he enseñado! Ahora sabe cantar Lilli Marleen en alemán. —Yo también quiero aprender —afirmó Regina. No
necesitó más que una décima de segundo para transformar la mentira de su boca
en un dulzor que, según Diana, era el verdadero sabor del gran amor. CAPÍTULO XV El hecho de que el 8 de mayo de 1945 la radio
comenzara todos los noticiarios del día con la frase «no se esperan incidentes
especiales» se debía al tiempo, que de Mombasa al lago Rodolfo era
inusitadamente estable y seco para la estación. Por deferencia hacia los
granjeros, a quienes no se les podía exigir que, justo en la época de la
primera cosecha tras las grandes lluvias, escucharan cada hora el relato de los
lejanos acontecimientos mundiales primero y sólo entonces los detalles de
interés vital, en la emisora de Nairobi los partes meteorológicos siempre
habían tenido prioridad. Ni la muerte de Jorge V, ni la abdicación de Eduardo
VIII, ni la coronación de Jorge VI, ni el estallido de la Segunda Guerra
Mundial se habían considerado motivo suficiente para romper esa tradición. De
modo que el redactor de turno tampoco creyó que la capitulación incondicional
de los alemanes hubiera de ser una excepción. Pese a todo, la colonia se abandonó
a una borrachera de victoria que en modo alguno le iba en zaga al júbilo de la
sufrida madre patria. En Nakuru, el señor Brindley ordenó embanderar todo el
colegio, lo cual puso a prueba el talento para la improvisación de profesores y
alumnos de un modo nunca visto hasta entonces. En el colegio sólo había una
única y descolorida Union Jack que en cualquier caso ondeaba a diario en el
edificio principal. Se valieron de banderas pegadas apresuradamente y cosidas a
toda prisa con sábanas desechadas y los disfraces de mono rojo de la última
función escolar. Para el azul que aún faltaba en las banderitas se
cortaron uniformes escolares y trajes de los exploradores, más concretamente
los de los niños pudientes, que poseían un amplio guardarropa y a quienes después
costó un gran esfuerzo no hacer demasiada ostentación de su orgullo por tan
gozoso sacrificio. Regina no se desalentó por sólo tener una falda y un
traje de exploradora descolorido y, por consiguiente, tener que contemplar en
silencio tan patriótica guerra de tijeras. El destino le tenía preparado algo
más elevado. El señor Brindley no sólo dispensó a todos los hijos de miembros
del ejército de los deberes del día siguiente, sino que además los animó en un
tono imperioso, mas inusitadamente amable, a que escribieran a sus uniformados
padres una carta digna de tan fausto acontecimiento para felicitarlos por la
victoria en los lejanos escenarios bélicos del mundo, pacificado de repente de
un modo maravilloso. Al principio, Regina tuvo dificultades con la tarea.
Se preguntaba si Ngong -a sólo unos kilómetros de Nairobi-, donde se encontraba
destinado su padre desde hacía tres meses, se podía considerar un lejano
escenario bélico según el señor Brindley. A ello había que añadir que se
avergonzaba de no haber querido sacrificar a su padre por el Imperio Británico.
En vista de la victoria, ya no le parecía bien haberse sentido tan aliviada e
incluso haber dado gracias a Dios cuando rechazaron su solicitud de traslado a
Birmania. Pese a todo, empezó su carta con las palabras «mi
héroe, mi padre» y concluyó con la frase «theirs but to do and die», de su
poema favorito. Lo cierto es que sospechaba que su padre no podría apreciar la
belleza lingüística y que poco sabría de la fatal batalla de Balaklava y de la
Guerra de Crimea, pero en un momento tan decisivo de la historia universal no
fue capaz de renunciar a alabar la valentía inglesa. No obstante, para dar a su padre una alegría especial
en la hora de la verdad para Inglaterra, le obsequió con su propia lengua, añadiendo
en letra muy pequeña: «Proto biajaremos a Leobschutz», algo que Brindley, pese
a su desconfianza de aquello que no entendía, pasó generosamente por alto. Con
todo, leyó la famosa cita con benevolencia, asintió dos veces seguidas en señal
de aprobación y le pidió a Regina que ayudara con sus cartas a las niñas menos
expresivas. Por desgracia, con ello avergonzó a las malas
estudiantes de un modo muy poco inglés, si bien Regina se sintió como si se
cumpliese un viejo sueño y la hubieran distinguido con la Cruz de la Victoria.
Cuando acto seguido el director invitó a los hijos de los combatientes a tomar
el té en su despacho, le devolvió su carta a Regina para que relatara el
homenaje que había recibido. Afortunadamente, al señor Brindley no le llamó la atención
que ahora su agradecimiento a los héroes, ese que él mismo ensalzara y leyera
públicamente, concluyera con el comentario «Bloody good for a fucking refugee».
Regina sabía perfectamente lo mucho que él detestaba la vulgaridad. También en Nairobi se festejó el final de la guerra en
Europa con vehemencia, como si sólo la colonia hubiera contribuido a la
victoria. La avenida Delamare se transformó en un mar de flores y banderas, e
incluso en los comercios de poca categoría y minúsculos escaparates donde los
blancos casi nunca compraban se exhibieron fotografías adquiridas deprisa y
corriendo de Montgomery, Eisenhower y Churchill junto al retrato del rey Jorge
VI. Igual que lo vieran en los noticiarios los espectadores de los cines
durante la liberación de París, personas desconocidas se abrazaban jubilosas y
besaban a hombres de uniforme, ocurriendo en ocasiones que, en medio de la
euforia, incluso besuqueaban a indios de piel especialmente clara. Coros de hombres formados apresuradamente entonaban
Rule Britannia y Hang out yow washing on the Siegfried Line; damas entradas en
años lucían cintas rojas, blancas y azules en sus sombreros y sus perrillos;
vocingleros niños kikuyu se calaban sobre los rizos gorros de papel hechos con
la edición especial del East African Standard. Ya a mediodía, las recepciones
del New Stanley Hotel, el Thor's y el Norfolk no admitían más reservas para sus
solemnes banquetes triunfales. Para la noche se había preparado un gran
castillo de fuego y para los días siguientes, desfiles triunfales. En el Hove Court, el señor Malan, en un arrebato de
patriotismo que lo desconcertó aún más a él mismo que a sus inquilinos, mandó
limpiar los cactus de la puerta, cubiertos por una costra de tierra, rastrillar
los senderos que rodeaban el parterre de rosas e izar la bandera del Reino
Unido en el viejo mástil, que hubo de ser reparado expresamente para ello. No
había vuelto a utilizarse desde que Malan se hiciera cargo del hotel. Por la
tarde, la señora Malan, que lucía el sari rojo y dorado de las festividades,
hizo colocar una mesa de caoba y sillas tapizadas en seda bajo el eucalipto de
ramas caídas y tomó allí el té con cuatro hijas adolescentes que parecían
flores tropicales y cuyas cabezas se mecían al viento entre frecuentes risitas
cual embriagadas rosas. Pese a las furiosas protestas de Chepoi, Diana no
desistió de su propósito de corretear por el jardín descalza, con un camisón
transparente y una botella de whisky medio vacía, gritando ora «to hell with
Stalin» ora «malditos bolcheviques». Un comandante, invitado de la señora
Taylor, le indicó con cierta brusquedad que los rusos habían contribuido a la
victoria de forma considerable y con un sacrificio digno de admiración. Cuando Diana comprendió que ni siquiera su perro se
creía que era la hija menor del zar, aun cuando ella lo juraba por su vida, la
invadió tal sensación de desgracia que se echó a llorar bajo un limonero.
Chepoi acudió presuroso para calmarla y finalmente logró llevarla de vuelta al
apartamento. La trasladó en brazos como a un niño, tarareando la triste canción
del león que ha perdido su fuerza. En los últimos meses, al profesor Gottschalk se le
veía delgado y muy taciturno. Caminaba como si le doliera cada paso, ya no bromeaba
con los niños de los cochecitos, rara vez acariciaba a un perro y apenas
dirigía cumplidos a las mujeres jóvenes. Los allegados intentaron averiguar si
su decaimiento había comenzado precisamente en la época en que los aliados
arrojaban a diario sus bombas sobre las ciudades alemanas, pero el bienquisto
profesor no estaba dispuesto a hablar del tema. El día de la gloriosa victoria
se hallaba sentado ante su apartamento en una vieja silla de cocina, pálido el
semblante, y en lugar de leer como de costumbre, contemplaba los árboles
pensativo y murmuraba una y otra vez: «Mi hermosa Francfort.» Al igual que a
él, a muchos refugiados les resultó inesperadamente arduo mostrar de forma
apropiada su alivio por el fin de la guerra, esperado desde hacía días. Algunos
hacía tiempo que ya no querían hablar alemán y en verdad creían que habían
olvidado su lengua materna. Precisamente ésos hubieron de constatar en tan
dichoso momento que su inglés en modo alguno bastaba para expresar su
sentimiento de liberación. Con una amargura que eran incapaces de explicarse, envidiaban
a los que lloraban abiertamente. No obstante, esas lágrimas de alivio hicieron
sospechar a sus vecinos ingleses que los refugiados simpatizaban en secreto con
Alemania y ahora lamentaban la merecida victoria británica. Jettel sintió únicamente una lástima pasajera por no
poder pasar tan extraordinaria noche con Walter, como correspondía a la esposa
de un combatiente. Sin embargo, estaba acostumbrada al ritmo quincenal de sus
visitas y encontraba su compañía tan bien dosificada que ni siquiera en un día
verdaderamente prometedor como ése deseaba cambio alguno. Además, estaba de muy
buen humor para dejar que su conciencia la afligiese más de lo necesario. Justo
ese día cumplía tres meses trabajando en el Horse Shoe y desde entonces recibía
cada noche la confirmación largamente anhelada de que aún era una mujer joven y
deseable. El Horse Shoe, con su mostrador en forma de herradura,
era el único local de Nairobi en el que había mujeres blancas detrás de la
barra. Aunque no se servía alcohol, aquel agradable establecimiento de paredes
rojas y muebles blancos se consideraba un bar. Su clientela, mayoritariamente
masculina, lo apreciaba tanto precisamente porque eran mujeres y no camareros
indígenas quienes servían. Los jóvenes oficiales ingleses que frecuentaban el
Horse Shoe sentían una permanente nostalgia y una insaciable sed de contacto y
flirteo. No les molestaba ni el duro inglés de Elsa Conrad, pronunciado a
gritos con lengua berlinesa, ni el escaso vocabulario de Jettel. Los clientes
lo encontraban agradable; podían desplegar su encanto sin necesidad de muchas
palabras. Era un agasajo mutuo. Jettel les proporcionaba una
sensación de importancia que no tenían, y para ella la amabilidad y el buen
humor que ella misma provocaba eran como una medicina que le trae a alguien una
curación inesperada tras una gravísima enfermedad. Cuando a última hora de la tarde Jettel se maquillaba,
probaba nuevos peinados o simplemente intentaba recordar un cumplido
especialmente emocionante de los jóvenes soldados, que, cosa curiosa, siempre
se llamaban John, Jim, Jack o Peter, volvía a enamorarse de nuevo de la imagen
que le devolvía el espejo. Algunos días incluso mostraba cierta tendencia a
creer en las hadas de Regina. Su piel clara, que en la granja siempre se veía amarillenta
o grisácea, volvía ahora a producir aquel antiguo y hermoso contraste con su
oscuro cabello, sus ojos resplandecían como los de un niño colmado de elogios y
la redondez que empezaba a vislumbrarse dotaba a la aparente indiferencia de su
ser de una atractiva feminidad. En el Horse Shoe, Jettel podía olvidarse por unas
horas de que Walter y ella seguían siendo unos refugiados con escasos ingresos,
sólo unos parias con miedo al futuro, y dejar a un lado la realidad con una
delirante alegría. Era como una colegiala rodeada de admiradores que no pudiera
perderse ni un baile en ninguna de las fiestas de estudiantes de Breslau.
Jettel era feliz aunque sólo fuera Owuor el que chasqueara la lengua y la
llamara su «hermosa memsahib». De no haber sido por Elsa Conrad, que cada noche le
decía: «Si engañas a tu marido una sola vez, te rompo todos los huesos del
cuerpo», Jettel se habría abandonado tan desenfrenadamente a su embriagadora
vanidad como a sus ocasionales sueños de futuro, en los que Walter era capitán,
construía una casa en el mejor barrio de Nairobi y Jettel recibía en ella a la
flor y nata de la sociedad, que, cautivada por su levísimo acento, la tomaba
por suiza. Jettel tenía claro que la victoria también se
celebraría por todo lo alto en el Horse Shoe y que era su deber patriótico
prepararse para los combatientes que tan lejos estaban de la patria: Cuando se
conoció la noticia de la capitulación alemana, se apuntó de inmediato en la
lista del baño y, tras una acalorada discusión con la señora Keller, que
precisamente en un día tan importante para Jettel quería obtener un baño para
su esposo saltándose el orden, consiguió el cuarto de aseo a mediodía. Después
de mucho pensar, se decidió, no sin que su buen humor sufriera un pequeño
revés, por el traje de noche largo aún sin estrenar que desde que llegara a
Rongai fuera motivo de permanente discusión con Walter, pues él no estaba
dispuesto a olvidar su nevera. Necesitó más tiempo de lo previsto para enfundar pecho
y caderas en aquel vestido de grueso tafetán azul con cuerpo a rayas blancas y
amarillas, mangas de farol y diminutos botones en la espalda. Más aún tardó en
encontrar en el pequeño espejo de la pared a la mujer que buscaba, pero se
sonrió con tal resolución e ilusión que acabó por sentirse satisfecha. Siempre supe que necesitaba este vestido, se dijo, y
alzó el mentón frente al espejo, pero la obstinación, que sólo había querido
saborear por un instante como un juego festivo, como el helado de vainilla que
era la especialidad del Horse Shoe, se transformó en un cuchillo que destruyó
de un enérgico tajo el espléndido retrato de la hermosa joven en pleno delirio
triunfal. De pronto, con una brusquedad que aceleró su
respiración, vio la casa de Rongai, con aquel tejado incapaz de resguardarlos tanto
de la lluvia como del calor, vio a Walter decepcionado, mirándola por encima de
las cajas de Breslau, y lo oyó maldecir: «Nunca podrás ponerte esa cosa de ahí.
No tienes idea de lo que nos has hecho.» Trató de ahogar ambas frases entre
risitas sofocadas, pero su memoria le cerró el paso y las palabras le
parecieron un símbolo de los años que las seguirían. Las anchas franjas blancas y amarillas que rodeaban su
pecho se tornaron estrechos y firmes anillos de hierro. Como si cada uno de
ellos portara un látigo, empujaron a Jettel hacia sus recuerdos, a duras penas
reprimidos. Con una precisión inusitada, casi como un suplicio, volvió a vivir
de nuevo el día en que llegó a Breslau la carta de Walter con la noticia de que
estaba listo el aval para que ella y Regina emigraran. En el delirio de la
salvación, compró el vestido con su madre. Cómo rieron las dos al imaginarse la
perplejidad de Walter cuando viera el vestido en lugar de la nevera. La idea de que su madre no se riera tanto ni tan
gustosamente con nadie como con ella logró infundirle ánimos, pero sólo por un
breve instante. La última imagen la torturó sin piedad. La madre acababa de
decir: «Sé buena con Walter, te quiere tanto...», y de repente estaba en el
puerto de Hamburgo, llorando y diciéndole adiós, cada vez más pequeña. Jettel
sintió que apenas le quedaba tiempo para volver al presente. Sabía que no podía
pensar en su madre, en su ternura, su valentía y su abnegación, y desde luego
no en la última carta, aquella terrible carta, si quería salvar su sueño de
prosperidad. Era demasiado tarde. Primero se le secó la garganta, y luego el dolor
desgarró su cuerpo con tal violencia que ni siquiera tuvo tiempo de quitarse el
vestido antes de arrojarse sobre la cama entre sollozos entrecortados. Intentó llamar
a su madre, después a Walter y, por último, en su extrema desolación, a Regina,
pero ya no lo logró. Cuando Owuor regresó con Rummler del jaleo de la avenida
Delamare, el cuerpo de su memsahib yacía en la cama como una piel secándose al
sol. —No llores —dijo en voz queda, acariciando al perro. Owuor tragó satisfacción. Llevaba algún tiempo
deseando para sí una memsahib que fuera como una niña, como la que veía cuando
Chepoi arrancaba a Diana de las garras del miedo y luego el orgullo alisaba y
agrandaba su rostro. Para Owuor era emocionante vivir en Nairobi, pero a menudo
tenía los ojos llenos y la cabeza vacía. Rara vez le hacían cosquillas en la
garganta las bromas del bwana, y en las vacaciones la pequeña memsahib hablaba
y reía demasiado con Chepoi. Owuor se sentía como un guerrero al que han
enviado a la batalla, pero le han robado las armas. Cuando veía a Chepoi llevar a su memsahib por el
jardín, sentía que lo abrasaba un fuego amarillo con deslumbrantes y convulsos
destellos. La envidia lo confundía. No era que quisiera ver a Jettel tumbada
bajo un árbol borracha o medio desnuda y con unos ojos que ya no podían retener
nada, y seguro que para el bwana habría supuesto un golpe capaz de derribar un
árbol. Sin embargo, un hombre como Owuor tenía que sentir su propia fuerza una
y otra vez si no quería ser como los demás. Jettel yacía en la cama con aquel vestido que había
tomado los colores del cielo y el sol, y parecía la niña que Owuor deseaba,
pero la preocupación le arañaba la cabeza con afiladas garras. La boca pintada
de rojo de la memsahib era como los espumarajos sanguinolentos del hocico de
una joven gacela que vuelve a ponerse en pie tras una mortal dentellada en la
cerviz. El miedo que emanaba de aquel cuerpo exangüe olía como la última leche
de una vaca envenenada. Cuando Owuor abrió la ventana, Jettel soltó un gemido. —Owuor, querría no volver a llorar nunca. —Sólo los animales no lloran. —¿Por qué no soy un animal? —Mungo no nos pregunta lo
que queremos ser, memsahib. La voz de Owuor era tranquila y sonaba tan llena de
compasión y seguridad que Jettel se incorporó y, sin que él dijera nada, se
bebió el vaso de agua que le tendía. Owuor le colocó una almohada en la espalda
y, al hacerlo, rozó su piel. En aquel breve instante de gracia, a Jettel le
pareció como si los fríos dedos de Owuor hubiesen borrado de un solo golpe toda
la vergüenza y desesperación que había en ella, mas el alivio no duró mucho.
Las imágenes que no quería ver, las palabras que no quería oír la atormentaban
ahora con más insistencia que antes. —Owuor —balbució—, es el vestido. El bwana tenía
razón. No es bueno. ¿Sabes lo que dijo la primera vez que lo vio? —Que parecía
un león que hubiese perdido el rastro de su presa —rió Owuor. —¿Aún lo recuerdas? —Fue mucho antes del día en que
las langostas llegaron a Rongai. Eran los días en que el bwana aún no sabía que
soy listo —recordó Owuor. —Eres un hombre listo, Owuor. Él sólo se tomó el tiempo que un hombre necesita para
guardar en su cabeza aquellas bonitas palabras. Luego cerró la ventana, corrió
la cortina, acarició una vez más al perro dormido y dijo: —Quítate el vestido,
memsahib. —¿Por qué? —Tú lo has dicho. No es un vestido bueno. Jettel permitió que Owuor le desabrochara los
numerosos botoncitos de la espalda y se permitió a sí misma sentir su tacto
agradable y la fuerza que emanaba de él trayéndole la salvación. Percibió su
mirada y supo que lo íntimo de aquella situación que nunca antes se había dado
tendría que haberla hecho sentirse insegura, pero no notó más que el grato
calor que despedían sus ya calmados nervios. Los ojos de Owuor reflejaban la
misma dulzura que aquel día en Rongai, hacía muchos años, en que él sacó a
Regina del coche, la estrechó contra sí y la hechizó para siempre. —¿Has oído, Owuor? —quiso saber Jettel, y se
sorprendió al darse cuenta de que estaba susurrando—. La guerra ha terminado. —Todo el mundo lo comenta en la ciudad. Pero no es
nuestra guerra, memsahib. —No, Owuor, era mi guerra. ¿Adonde vas? —A ver a la
memsahib monenu mingi —respondió Owuor sonriendo, pues sabía que Jettel siempre
se echaba a reír cuando él llamaba así a Elsa Conrad, ya que hablaba más de lo
que podía atrapar el mayor de los oídos—. Voy a decirle que hoy no vas a
trabajar. —Pero eso no puede ser. Tengo que ir a trabajar. —Primero ha de acabar la guerra de tu cabeza
—sentenció Owuor—. El bwana siempre dice: primero ha de acabar la guerra. ¿Va a
venir hoy con nosotros? —No, la próxima semana. —¿No era su guerra? —preguntó Owuor, dándole un
pequeño puntapié a la puerta. Para él, los días sin el bwana eran como las noches
sin mujeres. —Era su guerra, Owuor. Vuelve pronto. No quiero estar
sola. —Yo cuidaré de ti, memsahib, hasta que él venga. La guerra en la cabeza de Walter estalló en el idílico
paisaje de Ngong cuando menos se esperaba una rebelión. A las cuatro de la
tarde se encontraba asomado a la ventana de su dormitorio contemplando sin
nostalgia cómo la mayor parte de la décima unidad del Royal East África Corps
subía a los jeeps para remojar la victoria en la cercana Nairobi. Él se había ofrecido voluntario para el servicio
nocturno, y los eufóricos soldados de su unidad e incluso el teniente McCall,
un escocés parco en palabras, lo habían aclamado breve y enérgicamente como a
jolly good chap. Walter no estaba de humor para celebraciones. La
noticia de la capitulación no le había suscitado ni júbilo ni sensación de
liberación. Le zahería lo contradictorio de sus sentimientos, que consideraba
una ironía especialmente maliciosa de la historia, y a medida que avanzaba el día
se iba sintiendo cada vez más abatido, como si el fin de la guerra hubiera
decidido su destino. Le pareció representativo de su situación que la renuncia
a una noche fuera de los barracones no le supusiera ningún sacrificio. La
necesidad de estar solo en aquel día, que tanto significaba para los demás y
para él no lo bastante, era demasiado grande para cambiarla por los
inconvenientes de una visita sin previo aviso a Jettel. Poco después de que lo destinaran a Ngong y Jettel
empezara a trabajar en el Horse Shoe, Walter comprendió que se avecinaban
cambios en su matrimonio. Jettel, que seguía escribiéndole cartas cariñosas, a
veces incluso apasionadas, a Nakuru, ya no daba mayor importancia a su
presencia en Nairobi. Él la entendía. Un marido con galones de cabo en la
bocamanga, sentado en la barra con expresión malhumorada y taciturna mientras
su esposa trabajaba, no encajaba en la vida de una mujer rodeada por un
enjambre de alegres caballeros con uniforme de oficial. Paradójicamente, en un principio los celos lo habían
estimulado en lugar de atormentarlo. De un modo tierno, romántico, le habían
recordado su época de estudiante. Durante aquel plazo de gracia demasiado
breve, Jettel volvió a ser la quinceañera del traje de noche a cuadros lilas y
verdes, una bella mariposa en busca de admiración; él tenía otra vez
diecinueve, estaba en el primer semestre y era lo bastante optimista para creer
que, en algún momento, la vida también ofrecería su recompensa a los pacientes.
No obstante, en la monotonía de la rutina militar, y más aún por las vivencias
de los ratos de ocio, los nostálgicos celos, con las idealizadas y agradables
imágenes de Breslau, se transformaron en la apatía de África. Su excesiva
susceptibilidad, que creía tan corroída por los años de emigración como los
sueños de tiempos mejores, renació de nuevo. Cuando Walter tenía que esperar en el Horse Shoe a que
Jettel terminara de trabajar, sentía su nerviosismo, barruntaba su rechazo. Más
aún le molestaban las miradas altivas y suspicaces de la señora Lyons, que no
aprobaba las visitas privadas a sus empleadas y parecía contar con el ceño
fruncido cada helado que Jettel le ponía a su esposo para mantenerlo de buen
humor y en silencio hasta que ambos pudieran marcharse a casa. Sólo pensar en la señora Lyons y en su Horse Shoe y en
el ambiente que habría allí esa noche provocaba en Walter esa necesidad de
lucha y evasión que tan duros zarpazos asestaba a su orgullo. Enfadado, cerró
de un golpe la pequeña ventana del dormitorio. Permaneció un rato mirando absorto a través del
cristal tapizado de moscas muertas, pensando, hastiado, cómo podía matar de una
sola vez el tiempo, su desconfianza y los primeros asomos de pesimismo. Se
sintió satisfecho al recordar que hacía días que no escuchaba las noticias en alemán
y que era una buena ocasión para intentarlo de nuevo. La cantina de la tropa, con su estupenda radio,
estaría vacía, así que no se produciría ningún alboroto si el aparato profería
los sonidos del enemigo y para colmo en la noche de la gran victoria. En la unidad de Walter, los que más protestaban por
las emisiones en alemán eran los escasos refugiados que había, mientras que los
ingleses rara vez perdían la calma. De todos modos, cuando no se trataba del
suyo, la mayoría de las veces ni siquiera sabían qué idioma estaban oyendo.
Walter lo había comprobado en repetidas ocasiones, y en la mayoría de los casos
sin inmutarse, pero de pronto aquel afán de los refugiados por pasar
inadvertidos ya no le pareció ridículo, sino una envidiable prueba de su talento
para desligarse del pasado. Sin embargo, él seguía siendo un marginado. En el trayecto de su barracón a la cantina, en el
edificio principal, intentó huir de esa melancolía que solía desembocar
indefectiblemente en depresión. Igual que un niño que se aprende la lección de
memoria sin molestarse en buscar el sentido, se decía una y otra vez, y en
ocasiones incluso en voz alta, que ése era un día afortunado para la humanidad.
Pese a todo, sólo sentía vacío y cansancio. Con una nostalgia que se reprochó
por considerarla un sentimentalismo especialmente necio, Walter pensó en el
comienzo de la guerra y en cómo Süj3kind le anunció desde el camión lo del
internamiento y la despedida de Rongai. El recuerdo aumentó a un ritmo hiriente para su
autoestima el deseo de volver a hablar por fin con Sükind. Hacía tiempo que no
veía al protector de sus primeros días africanos, pero el contacto nunca se
había roto. Al contrario que a Walter, al que el ejército rechazó para ir al
frente por ser demasiado mayor, a Süskind lo enviaron a Extremo Oriente, donde
resultó levemente herido. Ahora se hallaba en Eldoret. No hacía ni cinco días
que había recibido su última carta. «Es probable que pronto perdamos este estupendo empleo
con el rey Jorge -había escrito Süskind-, pero quizá, por gratitud, nos consiga
un trabajo en el que volvamos a ser vecinos. Se lo debe un gran rey a unos
viejos combatientes.» Lo que para Süskind era una broma y Walter había
entendido como tal en su momento, aquella solitaria tarde del 8 de mayo se le
antojaba una significativa y despiadada alusión a un futuro que, desde su
primer día de uniforme, no había querido admitir. Se irguió y sacudió la
cabeza, pero se dio cuenta de que caminaba arrastrando los pies. Faltaban apenas dos horas para la puesta de sol. Walter
sentía el peso de su desamparo como un dolor físico. Sabía que sus cavilaciones
estaban a punto de transformarse en fantasmas de los que ya no podría escapar y
cuyos ataques serían inclementes. Agotado, se sentó en una gran piedra de
superficie lisa bajo un viejo espino egipcio de exuberante copa. Su corazón
latía a toda velocidad. Se sobresaltó al oírse decir en voz alta: «Walther von
der Vogel-Weide.» Desconcertado, se paró a pensar quién podría ser, pero el
nombre le resultó ajeno. La situación le pareció tan grotesca que se echó a
reír a carcajadas. Quería ponerse en pie y, sin embargo, se quedó sentado.
Seguía sin saber que había llegado el momento de que sus ojos se abrieran ante
lo idílico de un paisaje contra el que durante mucho tiempo se habían defendido
con férrea obstinación. Las suaves colinas azules de Ngong se elevaban entre
la oscura hierba hacia una franja de finas nubes que alzaba el vuelo con el
viento que acababa de levantarse. Vacas de gran cabeza y una joroba que les
confería la apariencia de animales primitivos se abrían paso a través de una
polvareda rojiza hacia el angosto río. Se oían con claridad los estridentes
gritos de los pastores. A lo lejos, una celosía de luz blanca y negra permitía
ver una gran manada de cebras con numerosas crías. Cerca de ellas, unas jirafas que apenas movían sus
largos cuerpos devoraban las hojas de los árboles hasta dejarlos desnudos.
Walter se sorprendió pensando que envidiaba a las jirafas, a las que nunca
había visto hasta que llegó a Ngong, porque sólo podían vivir con la cabeza
bien alta. Se sintió inseguro al ver de pronto aquel paisaje como un paraíso
del que habría de ser expulsado. La certeza de que no había vuelto a tener esa
sensación desde que abandonara Sohrau estremeció sus sentidos. El aire fresco de la noche azotó bruscamente sus
brazos y fustigó sus nervios. La oscuridad, que cayó corno una losa de un cielo
todavía claro, le impidió contemplar de nuevo la cadena de montañas y lo dejó
desorientado. Walter quiso imaginarse Sohrau de nuevo, esta vez con mayor
precisión, pero no vio ni la plaza mayor ni la casa o los árboles de delante,
sino sólo a su padre y a su hermana en una gran superficie vacía. Walter tenía otra vez dieciséis años y Liesel,
catorce; el padre parecía un caballero medieval. Volvía de la guerra, mostraba
sus condecoraciones y quería saber por qué su hijo le había fallado a su
patria. «I am a jolly good chap», dijo Walter, avergonzándose
de hablar inglés con su padre. Regresó lentamente al presente y se vio en una granja,
contando las horas desde el orto hasta el ocaso. La rabia le quemaba la piel. «No he sobrevivido para plantar lino o lamerles el
culo a las vacas», añadió. Su voz era sosegada y queda, pero el perro blanco de
la mancha negra en el ojo derecho que acudía a diario a los barracones y estaba
hurgando en un herrumbroso cubo lleno de apestosa basura lo oyó y movió las
orejas. Primero ladró para ahuyentar aquel inesperado sonido, luego aguzó el
oído un instante al tiempo que alzaba el hocico. Echó a correr hacia Walter y
se restregó contra su rodilla. «Me has entendido —dijo Walter—, lo veo en tus ojos.
Un perro tampoco olvida y siempre encuentra el camino a casa.» El animal,
sorprendido por tan musitada muestra de cariño, le lamió la mano. Los finos
pelillos en torno al hocico se humedecieron, los ojos se volvieron más grandes.
La cabeza hizo un leve movimiento hacia arriba y se deslizó entre las piernas
de Walter. «¿Lo has notado? Dios, acabo de decir casa. Te lo
explicaré, amigo mío. Con todo lujo de detalles. Hoy no sólo ha acabado la
guerra, sino que también mi patria ha sido liberada. Ahora puedo volver a decir
patria. No me mires con esa cara de idiota. Tampoco yo he caído en la cuenta de inmediato. Se
acabaron los asesinos, pero Alemania sigue existiendo.» La voz de Walter era
sólo un temblor, mas también la expresión de un aliento reparador. Intentó
explicarse aquel cambio de humor con detenimiento, pero no era capaz de ordenar
sus ideas. La sensación de liberación era demasiado grande. Sintió que era importante
enfrentarse una vez más a aquella verdad que tanto tiempo había reprimido. «No se lo diré a nadie más que a ti —le reveló al
soñoliento perro—, pero voy a volver. No puedo hacer otra cosa. No quiero
seguir siendo un extraño entre extraños. A mi edad, un hombre ha de pertenecer
a algún sitio. Adivina adonde pertenezco yo.» El perro se había despabilado y
aullaba como un joven animalillo que por primera vez se aventura entre la alta
hierba sin su madre. El marrón claro de sus ojos iluminaba el crepúsculo. «Ven conmigo, son of a bitch. El polaco está en la
cocina haciendo una sopa de hierbas. ¿Sabes?, él también siente nostalgia.
Quizá tenga algún hueso para ti. Te lo has ganado.» En la cantina, Walter hizo
girar todos los botones de la radio, pero sólo encontró música. Después se
bebió media botella de whisky con el polaco, que hablaba inglés aún peor que
él. El estómago le ardía tanto como la cabeza. El polaco sirvió la humeante
sopa en dos platos y rompió a llorar cuando Walter le dijo: «Dziekuje.» Walter
resolvió enseñarle al perro, que no se había apartado de su lado desde primera
hora de la noche, la letra y la melodía de No sé lo que significa. Los tres se quedaron dormidos: el polaco y Walter en
un banco; el perro, debajo. A las diez de la noche Walter se despertó. La radio
seguía encendida. Era la emisora alemana de la BBC. Al resumen de noticias de
la capitulación incondicional del Tercer Reich Alemán siguió un informe
especial sobre la liberación del campo de concentración de Bergen-Belsen. CAPÍTULO XVI Regina dejó cuidadosamente el sombrero, azul marino en
los primeros días de miedo y nostalgia, en el portaequipajes situado sobre los
asientos de terciopelo marrón claro, y con un movimiento largamente ensayado
alisó el áspero fieltro. Cuando se dejó caer en el sillón, tuvo que apretar
firmemente la nariz y la boca contra la ventanilla para no echarse a reír. La
costumbre de ocuparse primero de su sombrero y sólo entonces de sí misma le
pareció ridícula en vista de los cambios que se avecinaban. Al final del
trayecto, aquel sombrero, demasiado estrecho desde hacía años y descolorido por
el sol y el aire salado del lago, no sería más que un sombrero como otro
cualquiera. La delgada cinta a rayas blancas y azules con el
escudo Quisque pro ómnibus estaba casi nueva. La inscripción, bordada con
grueso hilo de oro, resplandecía de forma llamativa en la pequeña mancha de sol
que penetraba en el compartimiento. Para Regina fue como si el escudo se
burlara de ella. Trató de hallar cobijo en la alegría que le provocaban las
vacaciones, pero pronto cayó en la cuenta de que las ideas la rehuían y se
sintió insegura. Durante años había deseado en vano la cinta del
sombrero del colegio de Nakuru para dejar de ser por fin una marginada en una
sociedad que juzgaba a las personas por sus uniformes y a los niños por los
ingresos de sus padres, y entonces había conseguido la cinta por su
decimotercer cumpleaños, casi demasiado tarde. Tan pronto la locomotora entrara
en Nairobi, Regina no volvería a necesitar ni el sombrero ni la cinta. El
colegio de Nakuru, que había devorado el salario de su padre como los voraces
monstruos de las leyendas griegas a sus indefensas víctimas, tan sólo sería su
colegio durante unas pocas horas. Después de las vacaciones, Regina iría al Instituto
para chicas de Kenia, en Nairobi, y sabía de sobra que odiaría el nuevo colegio
de igual modo que el viejo. Volverían a empezar de nuevo las pequeñas
vejaciones que se iban acumulando a lo largo del día hasta convertirse en un
gran suplicio: profesoras y alumnas incapaces de pronunciar su nombre que
torcían el gesto al hacerlo como si cada una de las pequeñas sílabas les
produjera el mayor de los dolores; los infructuosos esfuerzos por jugar bien al
hockey o, al menos, por recordar las reglas y fingir que era importante para
una negada en deportes a qué portería iba a parar la bola; el tormento de estar
entre las mejores de la clase o, peor aún, de ser nuevamente la primera de la
clase; lo más opresivo, empero, era tener y querer a unos padres con un acento
que negaba a cualquier niño la posibilidad de formar parte discreta pero plena
de la comunidad escolar. Era una suerte, cavilaba Regina mientras contemplaba
absorta el cuero arañado de su maleta, que Inge, la única amiga que había
encontrado y deseado en los cinco años que había pasado en Nakuru, también
fuera a ir al colegio de Nairobi. Inge ya no llevaba el traje bávaro; afirmaba
sin rubor alguno que sólo hablaba un idioma, el inglés, y se avergonzaba
sobremanera de tener un apellido alemán. No obstante, Inge seguía prefiriendo
con mucho el queso fresco casero que su madre le enviaba para la hora del té a
las acres galletas de jengibre por las que se pirraban los niños ingleses, y
continuaba besando a sus padres cuando hacía tiempo que no los veía, en lugar
de darles a entender con un leve gesto que había aprendido a dominar sus
sentimientos. Sobre todo, Inge nunca hacía preguntas estúpidas, como por qué
Regina no tenía familia aparte de su padre y su madre o por qué nunca cerraba
los ojos ni abría la boca mientras rezaban el avemaría en el salón de actos. Al pensar en Inge, Regina lanzó un suspiro de alivio
en dirección a la cortina marrón de la ventanilla. Asustada, miró alrededor
para ver si alguien se había percatado. Sin embargo, las otras chicas que iban
con ella a Nairobi para pasar las vacaciones estaban entretenidas con su
futuro, sus vocecillas agitadas y sus relatos impregnados de esa arrogancia que
les conferían la casa paterna y la lengua materna. Regina ya no envidiaba a sus
compañeras. De todos modos ya no volvería a verlas. Pam y Jennifer se habían
matriculado en un colegio privado de Johannesburgo, Helen y Daphne se irían a
Londres, y a Janet, que no había aprobado el examen final del colegio de
Nakuru, la esperaba una tía rica que criaba caballos en Sussex. Regina se
permitió otro suspiro de alivio que esta vez profirió con deleite. Supo que el tren ya había abandonado las sombras del
bajo edificio de la estación por la deslumbrante claridad que inundó el
compartimiento. Se alegró de estar sentada junto a la ventanilla y poder
contemplar tranquilamente una vez más su antiguo colegio. Se sintió como un
buey agotado al que desuncen del yugo demasiado tarde, y sin embargo tuvo la
necesidad de despedirse sin prisas. No como en Ol’ Joro Orok, cuando abandonó
la granja sin sospechar nada y sus ojos no pudieron aprovechar el tiempo por
todos los días que vendrían después. El tren avanzaba lenta, ruidosamente. En la bruma del
incipiente calor diurno, los edificios blancos del colegio, que tanto habían
amedrentado a Regina cuando tenía siete años que mucho tiempo después su único
deseo seguía siendo desaparecer por un gran agujero como Alicia en el País de
las Maravillas, se veían extremadamente luminosos sobre la colina de arena
rojiza. Las casitas de tejados grises de chapa ondulada e incluso el edificio
principal, con sus gruesas columnas, se le antojaron más pequeños y, en su
familiaridad, más amables que el día anterior. Aunque era consciente de que sólo alimentaba su mente
con fantasía, Regina se imaginó que podía ver la ventana del despacho del señor
Brindley y a él mismo agitando una bandera hecha de pañuelos blancos. Desde
hacía meses la inquietaba la certeza de que lo echaría de menos, pero no
sospechaba que su añoranza tardaría tan poco tiempo en brotar como el lino tras
la primera noche de las grandes lluvias. El último día antes de las vacaciones
el director la hizo llamar de nuevo. No dijo gran cosa, se quedó mirando a
Regina como si buscara una palabra concreta que se le hubiera extraviado.
Fueron los labios de Regina los que no pudieron contenerse. Regina sintió que
la invadía de nuevo el calor al pensar cómo había roto el hermoso silencio y
balbuceado: —Le estoy muy agradecida, señor, le estoy muy agradecida por todo. —No olvides nada —repuso Brindley, y puso cara de ser
él y no ella quien tuviera que emprender un safari sin retorno. Luego murmuró—:
Little Nell. Y ella se apresuró a responder, pues le resultaba
difícil tragar saliva: —No olvidaré nada, señor. —Y añadió sin quererlo realmente—:
No, señor Dickens. Ambos se echaron a reír y tuvieron que carraspear a la
vez. Por fortuna, Brindley, al que seguían sin gustarle los lloricas, no se dio
cuenta de que a Regina se le habían anegado los ojos en lágrimas. La certeza de que a partir de ese momento no habría ni
un señor Brindley ni ninguna otra persona que conociera a Nicholas Nickleby, a
la pequeña Dorrit o a Bob Cratchitt, y con toda seguridad tampoco a la pequeña
Nell, le arañaba la garganta como un hueso de pollo atascado. Era la misma
sensación que retumbaba en su cabeza cuando pensaba en Martin. Su nombre le
vino a las mientes con demasiada prontitud. Apenas había llegado a sus oídos
cuando la neblina de sus ojos se llenó de agujeros de los que salieron
disparadas pequeñas y afiladas flechas. Regina recordó con claridad el día que Martin fue a
recogerla al colegio vestido de uniforme y cómo los dos fueron en el jeep hasta
la granja y se tumbaron bajo el árbol poco antes de llegar. ¿Fue entonces
cuando decidió casarse con aquel rubio príncipe encantado o acaso fue más
tarde? ¿Seguiría pensando Martin en su promesa de esperarla? Ella había
mantenido la suya y nunca lloraba al pensar en Ol’ Joro Orok; al menos, no
lágrimas. La idea de que un gran pesar pudiera devorar su
tristeza era nueva para Regina, mas no le resultaba desagradable. El tren mecía
sus sentidos y la trasladaba a un estado en que aún podía oír palabras sueltas,
pero ya no era capaz de formar una frase con ellas. Cuando estaba explicándole a Martin que no se llamaba
Regina, sino pequeña Nell, lo cual provocó en él aquella maravillosa risa que
al cabo de tanto tiempo seguía haciendo arder sus oídos como el fuego, el
primer vagón entró resoplando en Naivasha. El vapor de la locomotora envolvió
la casita de color amarillo claro del jefe de estación en un velo blanco y
húmedo. Hasta el hibisco de los muros perdió el color. Escuálidas ancianas kikuyu con el vientre hinchado
bajo un paño blanco, los ojos vidriosos y pesados racimos de plátanos sobre sus
encorvadas espaldas golpeaban las ventanillas. Sus uñas les arrancaban el mismo
sonido que el granizo a un depósito de agua vacío. Si aquellas mujeres querían
hacer negocio, tenían que vender sus plátanos antes de que el tren se pusiese
en marcha. Susurraban tan conjuradoras como si tuvieran que apartar a una
serpiente de su presa. Regina trazó un amplio movimiento con su mano derecha
para indicar que no tenía dinero, pero las mujeres no la entendieron. Entonces bajó la ventanilla y les gritó en kikuyu:
—Soy pobre como un mono. Las mujeres se echaron a reír golpeándose el pecho con
los puños y vociferando como los hombres cuando se sentaban solos por la noche
ante las chozas. La más vieja, una mujer menuda maltratada por el clima y la
vida con un resplandeciente pañuelo azul en la cabeza y sin un solo diente,
aflojó la correa de cuero que ceñía sus hombros, dejó en el suelo el pesado
racimo, arrancó un gran plátano verde y se lo tendió. —Para el mono —le dijo, y las carcajadas de todos los
que lo oyeron resonaron como el relincho de los caballos. Las cinco chicas del
compartimiento miraban a Regina con curiosidad y se sonreían entre sí, pues se
entendían sin palabras y se consideraban demasiado adultas para mostrar su
desaprobación de otro modo que no fuera con la mirada. Cuando la mujer deslizó el plátano por la ventanilla,
sus rígidos dedos tocaron por un instante la mano de Regina. La piel de la
anciana olía a sol, sudor y sal. Regina trató de retener en su nariz aquel olor
tan familiar, tan largamente ansiado, todo el tiempo que le fue posible, pero
cuando el tren se detuvo en Nyeri, del intenso recuerdo de los buenos tiempos
no quedaba más que esa sal de afilados granos que oprimían los ojos como los
minúsculos dudus chupasangre bajo las uñas de los pies. En la estación de Nyeri había mucha gente con pesados
fardos envueltos en mantas de colores y grandes cestas de sisal de las que
surgían bolsas de papel marrón llenas de harina de maíz, trozos de carne
sangrienta y pieles de animales sin curtir. Sólo faltaba una hora para llegar a
Nairobi. Las voces ya no tenían la melodiosa suavidad de las
tierras altas. Eran sonoras y, pese a ello, difíciles de entender. Los hombres,
que al igual que sus padres y abuelos antes que ellos iban gallina en mano
arreando a sus mujeres -los fardos a rastras- como si fueran vacas camino de
casa, llevaban zapatos en los pies y camisas tan coloridas como si hubieran
recortado el arco iris tras una tormenta. Algunos jóvenes lucían relojes
plateados en la muñeca y muchos portaban en la mano un paraguas en lugar de la
habitual vara. Sus ojos se asemejaban a los de animales acorralados en una
cacería, pero su paso era enérgico y uniforme. Indias con un punto rojo en la frente y brazaletes que
resplandecían como estrellas danzarinas incluso a la sombra ordenaban a negros
silenciosos que subieran sus equipajes a los vagones, aun cuando sólo podían
viajar en segunda. Soldados de piel clara vestidos de caqui, que pese a los
años que llevaban en África seguían creyendo en la puntualidad de los horarios,
subían precipitadamente a los vagones de primera. Al desfilar, iban cantando el
éxito de la posguerra Don't fence me in. El joven revisor indio les sujetaba la
puerta sin mirarlos. La locomotora anunciaba la salida con un estridente
silbido. A la luz amarilla del sol de la tarde, que arrojaba
sombras alargadas, las altas montañas que rodeaban Nyeri parecían gigantes
inmóviles. Manadas de gacelas avanzaban dando saltos hacia las charcas de agua
de un reluciente gris perla. Los babuinos trepaban arriba y abajo por los peñascos
terrosos. El trasero de los vocingleros machos cabecillas era de un rojo
luminoso. Las crías se aferraban al peludo vientre de sus madres. Regina los
observaba con envidia y trataba de imaginarse que también ella era un monito
con una gran familia, pero el juego de la infancia había perdido su magia. Como le sucedía siempre al ver las primeras montañas
de Ngong, empezaron a asaltarla las preocupaciones habituales: si su madre
dispondría de tiempo para ir a buscarla a la estación o si tendría que ir a trabajar
al Horse Shoe y enviaría a Owuor. Para Regina ' era algo muy especial cuando su madre
tenía tiempo, pero también le encantaba intercambiar con Owuor, tras tres meses
de separación, aquellas miradas, bromas y juegos de palabras que sólo ellos
entendían. A pesar de todo, cuando empezaron las últimas vacaciones se sintió
un tanto avergonzada al ver que sólo había ido a recibirla el chico.
Experimentó satisfacción cuando comprendió que esta vez todo sería diferente y
que cuando el tren llegara a Nairobi no tendría que volver a ver nunca más a
sus antiguas compañeras. Regina sabía perfectamente que su madre la atiborraría
de albondiguillas de Kónigsberg8 y le diría: «En este país de monos no hay
alcaparras.» Su plato favorito nunca llegaba a la mesa sin aquella lastimera
frase y Regina tampoco olvidaba preguntar: «¿Qué son alcaparras?» Consideraba
aquellas costumbres parte de su hogar, y cada vez que regresaba sus sedientos
ojos y oídos bebían con deleite la prueba de que nada había cambiado en su
vida. Pensar en sus padres, que siempre se esforzaban por hacer de su regreso
un día especial, la emocionó aún más que otras veces. Era como si acariciara ya
el cariño que esperaba. Recordó que en la última carta antes de las vacaciones
su madre le había escrito: «Te vas a quedar de piedra cuando veas la sorpresa
que te hemos preparado.» Para prolongar la expectación, Regina se había
prohibido pensar en la sorpresa hasta que no viera la primera palmera, pero en
la última parte del trayecto el tren iba más deprisa que en todo el viaje y
entró en Nairobi con una brusquedad inesperada. Regina no tuvo tiempo de
asomarse a la ventanilla como de costumbre. Fue la última en coger su maleta y
tuvo que esperar a que bajaran las chicas de su compartimiento para buscar con
la mirada quién había ido a recogerla. Por un breve instante que se le antojó
eterno permaneció indecisa ante el tren y no vio más que un muro de piel
blanca. Oía gritos excitados, pero no la voz que esperaban sus oídos. Sin
respetar el intervalo entre tensión y miedo, Regina sintió la sacudida de la
vieja duda de que su madre pudiera haber olvidado el día en que comenzaban sus
vacaciones o de que Owuor hubiese salido demasiado tarde para llegar a tiempo a
la estación. Presa de un pánico que la avergonzaba, pues le parecía
excesivo e indigno, pero que amenazaba con arrancarle el corazón, Regina cayó
en la cuenta de que no tenía dinero para tomar el autobús al Hove Court.
Decepcionada, se sentó en la maleta y se alisó la falda del uniforme con
movimientos presurosos. Desesperanzada, obligó a sus ojos a vagar de nuevo en
la distancia. Entonces descubrió a Owuor. Estaba tan tranquilo en el otro
extremo del andén, casi delante de la locomotora: alto, confiado, sonriente y
con la negra toga de abogado. Aunque sabía que Owuor iría a su encuentro,
corrió hacia él. Casi lo había alcanzado y ya había colocado entre la
lengua y los dientes la broma que él esperaba, cuando se percató de que no
estaba solo. Walter y Jettel, que se habían escondido tras un montón de
tablones, se incorporaron lentamente y la saludaron con gestos cada vez más
excitados. Regina dio un traspié y casi se cae sobre la maleta. La dejó en el
suelo, siguió corriendo, extendió los brazos, y mientras corría pensó a quién
debía abrazar primero. Decidió estrechar a sus padres con tanta fuerza que los
tres se fundieran en uno solo. Tan sólo unos metros la separaban de ese viejo
sueño que había dado por perdido hacía tiempo. Entonces se dio cuenta de que de
sus pies nacían vigorosas raíces. Se detuvo asombrada: su padre era sargento y
su madre estaba embarazada. La mayor de las felicidades paralizó por un instante
las piernas de Regina, pero de tal manera sus sentidos que cada aliento tenía
melodía propia. Era como si no pudiera mantener los ojos abiertos por más
tiempo sin destruir aquella embriagadora imagen. Mientras corría hacia Owuor, se hizo la oscuridad.
Hundió la cabeza en la tela, ahora burda, de la desgastada toga, vio la piel de
Owuor a través de sus numerosos agujerillos y olió el recuerdo que la devolvió
a la niñez, oyó su corazón y se echó a llorar. —Nunca olvidaré esto —aseguró cuando sus labios
recobraron la movilidad. —Te lo había prometido —rió Jettel. Llevaba el mismo
vestido con el que esperara en Nakuru al niño que no logró vivir. Como entonces,
el vestido le apretaba el pecho. —Pero pensaba que lo habías olvidado —confesó Regina,
sacudiendo la cabeza. —¿Cómo iba a hacerlo? No me has dejado. —También yo he contribuido un poco. r —Lo sé, sargento
Redlich —se burló Regina. Se caló ceremoniosamente el sombrero, que recogió del
suelo, extendió tres dedos de la mano derecha y saludó a la manera de los
exploradores. —¿Cuándo ocurrió eso? —Hace tres semanas. —Me estás tomando el pelo. Pero si mamá ya está gorda. —Hace tres semanas que tu padre ascendió a sargento.
Tu madre está en el cuarto mes. —¡Y no me lo habéis dicho en las cartas! Podría haber
rezado. —Era una sorpresa —aclaró Jettel. —Primero queríamos estar seguros, y ya hemos empezado
a rezar —añadió Walter. Mientras Owuor daba palmas y enviaba sus ojos al
vientre de la memsahib como si acabara de enterarse de la hermosa schauri, los
cuatro se quedaron mirándose en silencio y cada uno supo en qué estaban
pensando los demás. Luego, los seis brazos de Walter, Jettel y Regina volvieron
a unirse en una muestra de gratitud y amor. Así que no era ningún sueño
infantil. Las palmeras que flanqueaban la puerta de hierro del
Hove Court aún estaban repletas de la savia de la última gran lluvia. Owuor se
sacó un pañuelo rojo y le vendó los ojos a Regina. Ella tenía que subirse a su
espalda y rodear su cuello con los brazos. Él seguía tan fuerte como en los
días de Rongai, que hacía ya tanto se tragara el tiempo, aunque su cabello se
había vuelto más sedoso. Owuor chasqueó la lengua tentador, dijo en voz baja «memsahib
kidogo» y la llevó por el jardín como un pesado saco, pasando ante la rosaleda,
que desprendía el calor del día cuando, a última hora de la tarde, comenzaba a
refrescar. Tras el pañuelo, que la llenaba de expectación y la
cegaba a un tiempo, Regina podía oler el árbol de las aromáticas guayabas; oyó
a su hada tocar muy bajito la canción infantil de la estrella que brillaba en
la noche como un diamante. Aunque no podía ver nada salvo los destellos en el
firmamento de la fantasía, sabía que el hada llevaba un vestido de flores de
hibisco rojas y que soplaba una flauta plateada. -Gracias -le gritó Regina al pasar a su lado, pero lo
dijo en jaluo, y sólo Owuor rió. Cuando éste, con el gemido de un asno que lleva días
sin hallar agua, la bajó por fin y le quitó el pañuelo de la frente, Regina se
encontró ante un pequeño horno en una cocina extraña que olía a pintura fresca
y madera húmeda. Sólo reconoció la cacerola de esmalte azul en que las
albondiguillas de Kónigsberg -más redondas y grandes que nunca- flotaban en una
espesa salsa tan blanca como las dulces gachas de los cuentos infantiles
alemanes. Rummler salió gimoteando de la habitación contigua y se abalanzó,
jadeante, sobre ella. —Ahora éste es nuestro apartamento. Dos habitaciones
con cocina y lavabo propio — anunciaron Walter y Jettel haciendo de sus voces
una sola. Regina cruzó los dedos para mostrarle a la fortuna que
sabía ser agradecida. —¿Cómo ha sido? —preguntó, dando un paso vacilante en
la dirección por la que acababa de aparecer Rummler. —Los apartamentos que se quedan libres han de
ofrecerse primero a los soldados — aclaró Walter. Pronunció la frase, que había
aparecido en el periódico y que se había aprendido de memoria, tan aprisa en su
duro inglés que la lengua se le enredó, mas Regina se dio cuenta a tiempo de
que no debía reírse. —¡Hurra! —exclamó después de que el nudo de su
garganta volviera a las rodillas—. Ahora ya no somos refugiados. —Sí —corrigió Walter, riendo a pesar de todo—.
Seguimos siendo refugiados. Pero no tan bloody como antes. —Pero nuestro niño no será un refugiado, papá. —Algún día ninguno de nosotros será un refugiado. Te
lo prometo. —Ahora no —intervino Jettel enojada—. Hoy de verdad
que no. —¿No tienes que ir al Horse Shoe? —Ya no trabajo. El
médico me lo ha prohibido. La frase penetró en la cabeza de Regina y removió los
recuerdos que había enterrado hasta formar un espeso lodo de miedo y desamparo.
Pequeños puntitos bailoteaban ante sus ojos, ahora ardientes, cuando preguntó:
—¿Es un buen médico esta vez? ¿Atiende también a los judíos? —Pues claro —la
tranquilizó Jettel. —Es judío —explicó Walter, recalcando cada palabra. —Y un hombre muy atractivo —apuntó Diana entusiasmada.
Estaba en la puerta con un vestido amarillo claro que hacía palidecer su piel
de tal modo que se diría que la luna brillaba ya en el cielo. En un primer
momento, Regina sólo vio el resplandor de las flores de hibisco en sus rubios
cabellos y, durante un instante de delirio, lo que tardó en abrir y cerrar los
ojos, pensó realmente que su hada había bajado del árbol. Luego cayó en la
cuenta de que el beso de Diana sabía a whisky y no a guayabas—.Últimamente
estoy hecha un lío —sonrió ésta al ir a acariciar el cabello de Regina sin
soltar primero a su perro, al que llevaba en brazos—. Vamos a tener un niño.
¿Has oído? Vamos a tener un niño. Ya no puedo dormir por las noches. Owuor sirvió la cena con el largo kanzu blanco y el
fajín rojo del bordado dorado. No dijo ni palabra, tal como aprendiera con su
primer bwana en Kisumu, mas sus ojos ya no quisieron regresar a la ardua
quietud de una granja inglesa. Sus pupilas estaban tan grandes como la noche en
que ahuyentó a las langostas. —No hay alcaparras en este país de monos —se quejó
Jettel, pinchando la albondiguilla con el tenedor. —¿Qué son alcaparras? —preguntó Regina, masticando
complacida y saboreando la agradable magia del anhelo satisfecho, si bien por
primera vez no se dio tiempo suficiente para hacer llegar la respuesta a su
corazón—. ¿Cómo se llamará nuestro niño? —quiso saber. —Hemos escrito a la Cruz Roja. —No lo entiendo. —Estamos intentando averiguar algo de tus abuelos,
Regina —aclaró Walter, metiendo la cabeza debajo la mesa, aunque Rummler estaba
detrás de él y tampoco tenía nada en la mano para darle—. Mientras no sepamos
qué ha sido de ellos, no podremos llamarlo Max o Ina en memoria suya. Ya sabes
que entre nosotros los niños no pueden llevar el nombre de parientes vivos. Durante un breve instante, Regina se permitió desear
no haber entendido aquellas palabras cargadas con flechas envenenadas, igual
que Diana, que le susurraba ternezas a su perro al oído y le metía en la boca
bolitas de arroz. Pero vio que la seriedad de su padre se transformaba en una
expresión de sombría angustia. Los ojos de su madre estaban húmedos. El miedo y
la ira se disputaban la victoria en la mente de Regina, y envidió a Inge porque
en casa podía decir: «Odio a los alemanes.» Con la lentitud de un mulo viejo,
hizo acopio de fuerzas para concentrarse únicamente en por qué las
albondiguillas de Konigsberg se convertían en su garganta en una pequeña
montaña de sal y acritud. Finalmente logró al menos mirar a su padre como si
fuera ella y no él la criatura necesitada de ayuda. CAPÍTULO XVII Después de la guerra, incluso en los círculos
conservadores de la colonia, la tolerancia y la apertura al mundo se
consideraban concesiones inevitables a los nuevos tiempos por los que tantos
sacrificios había tenido que hacer el Imperio. Con todo, los tradicionalistas
estaban unánimemente de acuerdo en que, a ese respecto, sólo el buen sentido
británico de la proporción era capaz de protegerlos de exageraciones
precipitadas y, por desgracia, también de muy mal gusto. Así pues, en sus
conversaciones con los preocupados padres, Janet Scott, la directora del
Instituto para chicas de Kenia, mencionaba de pasada que el internado de su
colegio, a diferencia del instituto asociado para alumnos externos, de mucho
menor prestigio social, sólo admitía un exiguo número de hijos de refugiados.
El elevado nivel del internado, baluarte de los viejos ideales, se propaló a
gran velocidad por sí solo precisamente en una época de auge social que tendía
a apostar más por los sentimientos que por la razón. Sólo en el círculo íntimo de quienes compartían su
parecer recordaba la señora Scott, con un leve arrebol que delataba su orgullo,
haber solucionado tan difícil problema con elegancia. Las alumnas que vivían a
menos de cincuenta kilómetros del colegio sólo podían acudir al renombrado
internado a petición y en circunstancias especiales. Las demás chicas
únicamente podían ser admitidas como alumnas externas y no eran consideradas
miembros de pleno derecho de la comunidad escolar ni por el profesorado ni por
sus compañeras. Sólo se hacían excepciones, saltándose la norma a la
hora de admitir a chicas en el internado, cuando sus madres eran ex alumnas del
centro o sus padres resultaban ser patrocinadores generosos. Eso ofrecía
garantía suficiente de que las cosas se mantendrían en el equilibrio que tanto
apreciaban los arrogantes tradicionalistas. La solución de adaptarse a la nueva
situación sin perder de vista la esencia del elemento conservador era
considerada por sus partidarios tan diplomática como práctica. «Es curioso -solía reflexionar la señora Scott a un
volumen admirado por su osadía que precisamente los refugiados sean tan
proclives a amontonarse en la ciudad y, por ende, en su mayor parte no tengan
la posibilidad de entrar en el internado. Dada su enorme susceptibilidad, es
probable que esos pobres diablos se consideren en cierto modo discriminados,
pero, ¿qué podemos hacer nosotros para ayudarlos?» Sólo cuando la directora se
encontraba realmente segura entre los suyos y a salvo de los molestos
malentendidos de las nuevas modas, maravillaba a cuantos la escuchaban con su
opinión, expresada de forma objetiva y reparadora, sin sarcasmos gratuitos, de
que por fortuna algunas personas eran más hábiles que otras en el trato con las
denominadas discriminaciones. En los dos meses que llevaba de alumna externa, sin
ese prestigio social que en la vida escolar de la colonia tenía aún más peso
que en cualquier otro sitio, Regina sólo había visto a Janet Scott una vez y de
lejos. Fue en la ceremonia celebrada en el salón de actos con motivo de la
capitulación de Japón. De comportarse con la discreción que con mayor motivo
era de esperar en las alumnas externas, apenas sí existía la necesidad de
conocer más de cerca a la directora. Con todo, la obligada distancia no atenuaba en modo
alguno el aprecio que Regina sentía por la señora Scott. Más bien al contrario.
Le estaba inmensamente agradecida a la directora del colegio -que no exigía de
ella más que la limitada autoestima a la que de todos modos estaba
acostumbrada- por un reglamento que la preservaba de una condena aún mayor, la
de la odiosa vida en el internado. También Owuor le debía a la desconocida señora Scott
su permanente euforia. Disfrutaba cada día de la posibilidad de ir al mercado
con dos kikapus en lugar de con una diminuta bolsa y no tener que bajar los
ojos ante los chicos de las memsahib ricas, de volver a cocinar en grandes
cacerolas y, sobre todo, de mantener los oídos bien abiertos a las vivencias de
tres personas, como en los mejores tiempos de la granja. Por la noche, antes de
llevar la comida de la minúscula cocina a la sala de la mesa redonda y la
hamaca en que dormía la pequeña memsahib, decía con la intensa satisfacción de
un cazador con suerte: «Ya no somos gente cansada de safari.» Tan pronto Regina
saboreaba el primer bocado de comida, llenaba la cabeza de Owuor y su propio
corazón de un regocijo siempre embriagador repitiendo la hermosa frase con la
cadencia precisa de una voz satisfecha. De noche, en el estrecho columpio de su
cama, seis días a la semana convertía aquella magia en un verboso
agradecimiento al generoso dios Mungo, que tras tantos años de anhelo y
desesperación por fin había escuchado sus plegarias. Las dos horas de autobús
antes y después de clase le parecían un precio ínfimo por la certeza de que
nunca más tendría que separarse de sus padres durante tres largos meses. Antes de que saliera el sol, antes aun de que se
encendieran las primeras lámparas en las bajas casitas del servicio, se montaba
con su padre en el abarrotado autobús que iba a la avenida Delamare, y allí en
otro aún más repleto que salía de la ciudad y sólo utilizaban los nativos. Tras
numerosas instancias al capitán McDowell, que tenía cuatro hijos en Brighton,
abundantes y nostálgicos recuerdos de una vida en familia y una permanente
escasez de espacio para sus hombres en los barracones de Ngong, Walter obtuvo
permiso para pernoctar en casa en el sexto mes de embarazo de Jettel. Todos los días acudía a su puesto en el servicio de
correos e información de su unidad y no regresaba al Hove Court hasta el
anochecer, tan sólo los viernes llegaba a tiempo, la mayor parte de las veces,
de acompañar a Regina a la sinagoga. En un principio, cuando su padre retomó la
tradición de su infancia con la misma naturalidad que si nunca hubiera renegado
de ella para siempre en la desesperación del destierro, Regina pensó que lo
único que le importaba era rogar por el bienestar del niño en el lugar
adecuado. «Se trata de ti -le dijo sin embargo su padre-, debes
saber cuál es tu sitio. Ya va siendo hora.» Regina no se atrevió a pedir la
explicación que ansiaba, pero, sea como fuere, los viernes suprimió sus
conversaciones nocturnas con Mungo. Un viernes de diciembre, aun antes de llegar a los
limoneros que había tras las palmeras, Regina oyó a su padre hablando exaltado.
Ni siquiera tuvo tiempo de oler el caldo de gallina y el pescado dulce de
aquellos apartamentos cuyos inquilinos todavía no hablaban exclusivamente
inglés entre ellos y habían pasado a sacrificar el sabat a sus agotadores
esfuerzos de adaptación. A decir verdad, no era habitual que su padre estuviera
de vuelta tan temprano, si bien tampoco contradecía por principio todas sus
experiencias anteriores. De modo que, en principio, no tenía motivo para estar
intranquila. Pese a ello, echó a correr por el jardín más deprisa
que de costumbre y decidió tomar el atajo que conducía al apartamento por entre
los hormigueros. El miedo fue más veloz que sus piernas, descendió a toda prisa
de la cabeza al estómago y permitió que sus ojos contemplaran las imágenes que
no querían ver. Cuando Regina salió del angosto agujero del frondoso seto de
las espinas, la puerta de la cocina estaba abierta. Encontró a sus padres en un
estado que no conocía por experiencia, pero del que lo sabía todo. Aunque la tarde aún conservaba el calor abrasador del
día y a su madre le costaba moverse en el húmedo aire más de lo habitual, a
Regina le pareció que sus padres habían estado bailando. Durante un instante lleno de deseo, Regina creyó que
el gran milagro de Ol’ Joro Orok se había repetido y que Martin había llegado
de visita tan inesperadamente como en los días en que aún era un príncipe. Su
corazón acezaba en su interior y su fantasía galopaba hacia un futuro tejido
con un manto de estrellas doradas con piedras de un resplandeciente rojo rubí
en las puntas. Entonces vio en la mesa redonda un sobre amarillo con muchos
sellos. Regina trató de leer el texto que había entre las líneas onduladas del
matasellos, pero, aunque todas las palabras estaban en inglés, ninguna de ellas
tenía sentido. Al mismo tiempo se dio cuenta de que la voz de su padre era tan
aguda como la llamada de un pájaro que siente ' las primeras gotas de lluvia en
las alas. —¡Ha llegado la primera carta de Alemania! —gritó
Walter. Tenía el rostro enrojecido, pero sin miedo; los ojos, límpidos,
iluminados por minúsculos destellos. Expedida como correo militar de las fuerzas de
ocupación de la zona británica, la carta iba dirigida a «Walter Redlich, farmer
in the surrounding of Nairobi» y la enviaba Greschek. Owuor, que había ido a
recogerla a la oficina del Hove Court y había desencadenado sin sospecharlo la
alegría que aún horas más tarde llameaba como un incendio en el matorral,
pronunciaba ya tan bien aquel apellido que la lengua apenas se le quedaba
pegada entre los dientes. —Greschek. —Rió, dejó el sobre en la hamaca y observó
atentamente cómo la fina envoltura se balanceaba como si fuera uno de aquellos
barquitos que viera una vez en Kisumu siendo joven—. Greschek —repitió,
haciendo que también su voz se tambaleara. —¡Josef lo ha conseguido! —exclamó Walter lleno de
entusiasmo, y sólo entonces se percató Regina de que las lágrimas le resbalaban
por la barbilla—. ¡Se ha salvado! No me ha olvidado. ¿Sabes quién es Greschek?
—Greschek contra Krause —recordó Regina con alegría. De pequeña creía que
aquella frase encerraba la mayor magia del mundo. No tenía más que decirla y su
padre se echaba a reír. Era un juego maravilloso, pero un buen día comprendió
que, cuando se reía, su padre parecía un perro apaleado. Después de eso enterró
en el fondo de su cabeza aquellas tres palabras cuyo significado jamás llegó a
entender—. He olvidado lo que quiere decir —continuó, cohibida—. Pero siempre
decías eso en Rongai. Greschek contra Krause. —Tal vez tus profesores no sean tan tontos. A decir
verdad pareces una niña muy lista. El halago acarició suavemente el oído de Regina,
tranquilizándola. Se paró a pensar satisfecha cómo podía hacer que el aplauso
recién cosechado desembocara en una gran ovación sin parecer vanidosa. —Fue contigo hasta Roma cuando tuviste que marcharte
de tu patria —se le ocurrió por fin. —Hasta Génova, Roma no tiene puerto. ¿Es que no os
enseñan nada en el colegio? Walter le tendió la carta a Regina. Ésta vio que a
su padre le temblaba la mano y comprendió que esperaba de ella la misma
agitación que sacudía su cuerpo. Sin embargo, al contemplar la delgada
caligrafía con sus arcos y sus picos, que le pareció la escritura de los mayas
que había visto hacía poco en un libro, no consiguió reprimir la risa a tiempo. —¿Tú también escribías así cuando eras alemán?
—preguntó sin dejar de reír. —Soy alemán. —¿Cómo va a leer la Sütterlin9? —le increpó Jettel,
acariciando la frente de Regina y llevándose en su mano la turbación. Tenía la
mano caliente, el rostro le ardía y la bola de su vientre se movía de un lado a
otro—. También el niño está excitado, Regina. — Rió.—No ha parado de patalear
como un loco desde que llegó la carta. Dios mío, quién habría pensado que
pudiera ponerme tan nerviosa una carta de Greschek. No te puedes hacer una idea
de lo curioso que era. Pero también era una de las pocas personas decentes de
Leobschütz. No soporto que se hable mal de él. Nos envió a su Grete para que
nos ayudara a hacer las maletas cuando yo ya no sabía dónde tenía la cabeza.
Nunca lo he olvidado. Sumergidos en un pasado que volvía a ser presente
gracias a una única carta, Walter y Jettel se recluyeron en un mundo donde sólo
había sitio para ellos dos. Estaban sentados muy juntos en el sofá, cogidos de
la mano, pronunciando nombres, suspirando y empapándose de nostalgia. Juntos
sólo tenían diez dedos cuando empezaron a discutir si Greschek tenía la tienda
en la calle de Jägerndorf y la casa en la calle Troppau o viceversa. Walter no
era capaz de convencer a Jettel y ella tampoco a él, pero sus voces seguían
siendo dulces y alegres. Finalmente convinieron en que, sea como fuere, el
doctor Müller tenía la consulta en la calle Troppau. Durante unos instantes de
peligro, y precisamente por causa del doctor Müller, las amables llamas del
buen humor amenazaron con convertirse en el fuego habitual de las ofensas no
olvidadas. Jettel sostenía que él había tenido la culpa de su neumonía tras el
nacimiento de Regina, y Walter replicó enojado: —No le diste la menor
oportunidad y llamaste de inmediato al médico de Ratibor. Aún hoy me resulta embarazoso. Al fin y al cabo,
Müller era miembro de mi asociación estudiantil. Regina apenas se atrevía a respirar. Sabía que el
doctor Müller podía desencadenar una guerra entre sus padres con la misma
rapidez que una vaca robada entre los masai. No obstante, se percató aliviada de que esta vez las
flechas con que se libraba la batalla no estaban envenenadas. No la encontraba
tan desagradable como había esperado, e incluso se puso interesante cuando
Walter y Jettel empezaron a discutir si el día era lo suficientemente señalado
como para descorchar la última botella de vino de Sohrau, para la que seguían
aguardando una ocasión especial. Jettel estaba a favor y Walter en contra, pero
luego ambos cambiaron de opinión. Antes de que el enfado se colara en la
habitación, dijeron los dos a la vez: «Será mejor que esperemos un poco, quizá
todavía llegue un día mejor.» Mandaron a Owuor a la cocina a preparar café. Lo
sirvió en la esbelta jarra blanca con rosas en la tapa y, mientras lo hacía, no
paró de guiñar el ojo izquierdo, algo que en él siempre significaba que también
estaba al tanto de aquellas cosas de las que no podía hablar. Cuando comprobó
que, nada más ver la carta, el bwana y la memsahib se ponían locos de
contentos, sacó la levadura para los panecillos que sólo sus manos sabían hacer
tan redondos como los hijos de una luna mofletuda. La memsahib no olvidó mostrarse asombrada al verlo
aparecer con el plato lleno de diminutos panecillos calientes, y el bwana, en
lugar de decir «senté sana» pestañeando tres veces rápidamente, le comunicó:
—Ven, Owuor, ahora vamos a leerle la carta a la memsahib kidogo. Henchido del orgullo que calentaba su vientre sin
necesidad de comer, y aún más su cabeza, Owuor se sentó en la hamaca. Se abrazó
a su rodilla, dijo «Greschek» con voz cantarina y, en el último rayo de sol,
alimentó sus oídos con la risa del bwana cuyo rostro era tan suave como el
pelaje de una joven gacela. —«Querido doctor —leyó Walter—, no sé si aún sigue con
vida. En Leobsschütz se contaba que se lo había comido a usted un león. Nunca
he acabado de creérmelo. Dios no salvaría a un hombre como usted para que luego
se lo comiera un león. He sobrevivido a la guerra. Grete también. Pero tuvimos
que marcharnos de Leobschütz. Los polacos sólo nos dieron un día. Fueron aún peores
que los rusos. Ahora vivimos en Marke. Es un pueblo muy feo del Harz. Más
pequeño aún que Hennerwltz. Aquí nos llaman chusma polaca y gentuza del Este y
piensan que sólo nosotros hemos perdido la guerra. No tenemos mucho que comer,
pero sí más que otros, ya que también trabajamos más. Lo hemos perdido todo y
queremos volver a abrirnos camino. Eso es algo que aquí les molesta bastante.
Pero ya conoce a su Greschek. Grete recoge chatarra y yo la vendo. ¿Recuerda lo
que siempre me decía?: Greschek, lo que hace usted con Grete no está bien. Pues
me casé con ella cuando huimos, y ahora me alegro mucho de haberlo hecho. «Hasta que estalló la maldita guerra, me acercaba a
menudo a Sohrau y, por la noche, les llevaba alimentos a su señor padre y a su
hermana. Las cosas les iban bastante mal. Grete rogaba por ellos todos los domingos en la
iglesia. Yo no era capaz. Si Dios ha visto todo esto y no ha hecho nada,
entonces tampoco habrá escuchado ninguna plegaria. Al señor Bacharach las SA lo
molieron a palos en plena calle y luego se lo llevaron poco después de que
usted se marchara de Breslau. No hemos vuelto a saber nada de él. «Espero que esta carta llegue a África. Le he
conseguido un casco de acero a un soldado inglés. Todos están locos por hacerse
con esos chismes. El hombre hablaba algo de alemán y me prometió enviarle esta
carta. Quién sabe si mantendrá su palabra. Nosotros aún no podemos enviar correo. »¿Va a volver a Alemania? Aquella vez, en Génova, me
dijo: Greschek, volveré cuando esos cerdos se hayan ido. ¿Qué podría hacer
ahora entre los negros? Siendo como es abogado. Ahora los que no eran nazis
consiguen buenos empleos y obtienen una vivienda más rápidamente que los demás.
Si viene, Grete ayudará de nuevo a su señora con el traslado. Aquí en el oeste
no trabajan tan bien como nosotros. Son todos unos vagos. Y además tontos. Si
tiene tiempo, escríbame, por favor. Y salude de mi parte a su señora y a la
niña. ¿Aún le tiene miedo a los perros? Atentamente, su viejo amigo Josef
Greschek.» Cuando Walter hubo terminado de leer, sólo los cadenciosos ronquidos
de Rummler arañaban un silencio espeso como la niebla de los bosques lluviosos.
Owuor seguía sosteniendo el sobre en la mano y estaba a punto de preguntarle al
bwana por qué un hombre enviaba sus palabras a un safari tan largo, en lugar de
decirle al amigo las cosas que sus oídos llevaban tanto tiempo esperando. Pero
vio que el bwana sólo estaba en la habitación en cuerpo, mas no en alma. El
suspiro de Owuor al ponerse lentamente en pie para preparar la cena despertó al
perro. Más tarde, Walter dijo: —Se acabó la mala racha. Tal
vez pronto sepamos algo más de casa. —Pero su voz sonaba fatigada cuando
añadió—: No volveremos a ver nuestro Leobschütz. Se fueron todos a la cama antes de que en el jardín
cesaran las voces de las mujeres, como si ésa fuera la costumbre los viernes y
no otra. Durante un rato, Regina oyó a sus padres hablando al otro lado de la
pared, pero entendía demasiado poco para seguirlos por un mundo de nombres y
calles ajenos. La imagen de la extraña letra de Greschek la sacó del primer
sueño, y luego fue como si los retazos de conversación de la habitación
contigua tuvieran también arcos y picos y volaran raudos a su encuentro. La
irritaba no poder defenderse y, aunque era viernes y a su conciencia le pesaba
como una losa, habló largo rato con Mungo. Al día siguiente, lo primero que mencionaron las
noticias fue el extraordinario bochorno de Nairobi. El calor se revolvía como
un león herido. Abrasaba la hierba, las flores y hasta los cactus, debilitaba los
árboles, acallaba los pájaros, enloquecía a los perros y abatía a las personas.
Ni siquiera en los espaciosos apartamentos de costosos cortinajes lo
soportaban, se apiñaban todos en las exiguas sombras de los grandes árboles y
rescataban de sus álbumes de fotos y sus recuerdos -con pudor, mas con una
nostalgia tan desconcertante como ávida- imágenes enterradas hacía tiempo de
invernales paisajes alemanes. El último día del año 1945 hacía tanto calor que
muchos hoteles indicaban primero el número de ventiladores del comedor y sólo
entonces los platos que componían el menú del banquete. En Ngong ardían en el
monte bajo los mayores incendios desde hacía años. En el Hove Court había
restricciones de agua y ya no regaban las flores; incluso Owuor, que había crecido
en el calor de Kisumu, tenía que secarse a menudo el sudor de la frente
mientras cocinaba. No había duda de que la pequeña estación de las lluvias ya
no llegaría y de que, antes de julio, no cabía esperar alivio alguno. Jettel estaba demasiado agotada para quejarse. A
partir del octavo mes de embarazo, se condenó a sí misma a una retirada
absoluta de la vida y se volvió sorda a todo consuelo y a todos los buenos
consejos. No había quien le quitara de la cabeza, que el aire de fuera era más
llevadero que el de los espacios cerrados y ya a las ocho de la mañana corría a
refugiarse bajo el guayabo de Regina. Aunque el doctor Gregory le decía que
había engordado demasiado y que necesitaba hacer ejercicio, se pasaba horas
sentada en la silla que Owuor le sacaba al jardín y cubría con pañuelos blancos
con tanto esmero como si quisiera erigir un trono. Las mujeres del Hove Court admiraban de tal modo la
ocurrencia de Owuor que acudían al árbol a visitar a Jettel con tanta asiduidad
como si realmente fuera una reina que sólo concediese audiencia a sus súbditos
a determinadas horas. Sin embargo, eran pocas las que poseían la paciencia
necesaria para escuchar sentimentalismos sobre el saludable invierno de
Breslau, y muchas en cambio las que tenían la costumbre, insoportable para la
sensibilidad de Jettel, de refugiarse lo antes posible en su propio pasado.
Encontraba el lastre de la vida ajena aún más difícil de soportar que el
permanente temor de que el calor pudiera dañar al niño y una vez más viniera al
mundo muerto. —Ya no soy capaz de concentrarme cuando alguien me
cuenta algo —se lamentaba ante Elsa Conrad. —Tonterías, eres demasiado vaga para escuchar.
Despierta de una vez. También las demás tienen niños. —Ya no puedo ni discutir como Dios manda —se quejó Jettel
por la noche. —No te preocupes —la consoló Walter—, ya podrás. Eso
no lo has olvidado en ningún momento de tu vida. Sólo cuando Regina volvía del colegio y se sentaba con
ella bajo el árbol, emergía Jettel del estado entre soñolienta desesperación y profundo
sueño. Únicamente el mundo de las hadas y los deseos cumplidos de Regina, al
que no quería renunciar aunque su padre se burlara de ella tan pronto oía una
palabra al respecto, y también su entusiasmo cuando describía la vida con el
nuevo niño liberaban a Jettel de las molestias de su pesado cuerpo y forjaban
de nuevo un fuerte vínculo con su hija, como ya hicieran durante el infortunado
embarazo de Nakuru. El último domingo de febrero devolvió a Jettel a la
realidad con una violencia que nunca olvidaría. Por la mañana, el día no se
diferenció en nada de los anteriores. Después de desayunar, Jettel se instaló bajo el árbol,
suspirando, y Walter se quedó en el apartamento para escuchar la radio. A
mediodía, Owuor, que por lo general nunca se alejaba de la memsahib, no
respondió a ninguna de sus llamadas. Enfadada, Jettel mandó a Regina a la
cocina por un vaso de agua, pero ésta no regresó. La sed dio paso de pronto a
un ardor tan vehemente que Jettel resolvió levantarse. Se percató de que la
desgana entumecía sus miembros y luchó en vano contra la pereza, que le parecía
tan indigna como ridícula. Lentamente, logró poner un pie delante del otro y
esperó a cada paso que aparecieran Owuor o Regina para ahorrarle el resto del
camino. Pero no vio a ninguno, de modo que supuso, exhausta a causa de una ira
que la importunaba aún más que el breve trayecto sin sombra a lo largo del
agostado seto espinoso, que los sorprendería a ambos en una de las numerosas
conversaciones sobre la granja que a ella siempre le parecían una traición a su
desvalido estado. Al abrir la puerta de un empujón, vio a Owuor. Estaba
de pie en la cocina, cabizbajo, y no pareció advertir la presencia de Jettel.
Repitió varias veces «bwana» con una voz tan queda como si llevara rato
hablando consigo mismo. En el dormitorio las cortinas estaban echadas. En el
aire denso y la mortecina luz, los escasos muebles de la habitación parecían
tocones en un paisaje desierto. Walter y Regina, ambos sorprendentemente
pálidos y con los ojos rojos, estaban sentados en el sofá y permanecían
abrazados como dos niños confusos. Jettel se asustó tanto que no se atrevió a preguntar
nada. Se quedó mirándolos fijamente. Sintió frío y al mismo tiempo fue
consciente de que el fresco que tanto había anhelado le hería la piel como un
montón de alfileres. —Papá lo ha sabido todo este tiempo —sollozó Regina,
aunque su sonoro llanto se tornó al punto un suave lamento. —Cállate. Has prometido no decir nada. No debemos
poner nerviosa a mamá. Eso puede esperar hasta que llegue el niño. —¿Qué ha pasado? —quiso saber Jettel. Su voz sonó
firme y, aunque la invadió una vergüenza que no alcanzaba a explicarse, se
sintió más fuerte que en todas las semanas anteriores. Incluso se agachó junto
al perro sin notar dolores en la espalda. Se llevó la mano al corazón, mas no
percibió sus latidos. Estaba a punto de repetir la pregunta cuando vio que
Walter trataba de ocultar, apresurada y torpemente, un papel en el bolsillo del
pantalón. —¿La carta de Greschek? —preguntó sin esperanza. —Sí —mintió Walter. —¡No! —exclamó Regina—. ¡No! Fue Owuor el que obligó a
su lengua a decir la verdad. Se apoyó en la pared y anunció: —El padre del
bwana ha muerto. Y su hermana también. —¿Qué ha pasado? ¿Qué significa todo esto? —Owuor ya
lo ha dicho. Sólo se lo he contado a él. —¿Desde cuándo lo sabes? —La carta llegó unos días
después de la de Greschek. Me la entregaron en mano en el campamento. Me alegré
de que tuviera que pasar la censura militar por venir de Rusia, así no era
preciso que os hablara de ella. No he llorado. No hasta hoy. Y precisamente
tiene que pillarme Regina. Se la he leído. No quería, pero no me dejaba en paz.
Dios mío, me avergüenzo tanto por la niña. —Dámela —dijo Jettel en voz baja—. Tengo que saberlo. Se acercó a la ventana, desdobló el amarillento papel,
vio la letra de imprenta e intentó leer primero únicamente el nombre y la
dirección del remitente. —¿Dónde queda Tarnopol? —preguntó, aunque no aguardó a
oír la respuesta. Era como si aún pudiera eludir el horror que se avecinaba con
sólo negarse el tiempo para comprender lo ocurrido. Jettel leyó en voz alto las palabras «Estimado doctor
Redlich», pero luego su voz se refugió en el aislamiento del silencio y
comprendió, con una impotencia estremecedora que ya no podía esperar clemencia
de sus ojos. «Antes de la guerra yo era profesor de alemán en
Tarnopol —leyó—, y hoy tengo el triste deber de comunicarle la muerte de su
padre y de su hermana. Conocí bien al señor Max Redlich. Él confiaba en mí, ya
que conmigo podía hablar alemán. Traté de ayudarlo en todo cuanto estuvo en mi
mano. Una semana antes de su muerte me dio su dirección. Entonces supe que
quería que le escribiera en caso de que le pasara algo. «Tras muchos peligros y terribles privaciones, su
padre y su hermana lograron llegar a Tarnopol. Al comienzo de la ocupación
alemana aún había esperanza para él y para la señorita Liesel. Permanecían
ocultos en el sótano de la escuela y querían pasar a la Unión Soviética cuando
se presentara la ocasión. Luego, el 17 de noviembre de 1942, dos soldados de
las SS golpearon a su padre en plena calle hasta matarlo. Murió en el acto,
dejó de sufrir. »Un mes más tarde sacaron a la señorita Liesel de la
escuela y se la llevaron a Belsec. No pudimos hacer nada por ella y tampoco hemos vuelto
a tener noticias suyas. Fue el tercer transporte a Belsec. De allí no volvió
nadie. No sé si sabe que la señorita Liesel se casó con un checo en la huida.
El señor Erwin Schweiger era camionero - y el ejército ruso lo obligó a
alistarse. De modo que tuvo que abandonar a su padre y a la señorita Liesel. »Su padre estaba muy orgulloso de usted y no cesaba de
mencionarlo. Siempre llevaba en el bolsillo la última carta que usted le
escribió. Cuántas veces la hemos leído y nos hemos imaginado lo a gusto y
seguros que estarían usted y su familia en la granja. El señor Redlich era un
hombre valiente y hasta el último momento mantuvo la fe en que volverían a
verse. Que Dios se apiade de su alma. Me avergüenzo de toda la humanidad por
tener que escribir esta carta, pero sé que en su religión el hijo reza una
oración por el padre el día de su muerte. La mayoría de sus hermanos no podrá
hacerlo. Si supiera que tal vez sea un consuelo para usted poder hacerlo, mi
deber resultaría menos oneroso. »Su padre siempre me decía que tenía usted buen
corazón. Que Dios se lo conserve. No me escriba a Tarnopol. Aquí las cartas del
extranjero traen problemas. Ruego por usted y por su familia.» Mientras
aguardaba la llegada de las lágrimas que habían de redimirla, Jettel dobló la
carta cuidadosamente, mas sus ojos seguían secos. La desconcertó no poder
gritar, ni siquiera hablar; tuvo la sensación de ser un animal capaz de sentir
únicamente el dolor físico. Se sentó, aturdida, entre Walter y Regina y se
alisó la bata, empapada en sudor. Hizo un ligero movimiento, como si quisiera
acariciarlos a ambos, pero no fue capaz de alzar la mano lo suficiente, de modo
que se la pasó una y otra vez por el vientre. Jettel se preguntaba si no sería pecado dar a luz a un
niño que al cabo de unos años preguntaría por sus abuelos. Al mirar a Walter,
supo que éste percibía su protesta, pues negaba con la cabeza. Con todo, la
desamparada obstinación de Walter fue para ella un consuelo, y dijo, sin dejar
que la desesperación debilitara su voz: —Será niño, y ya sabemos cómo se
llamará. CAPÍTULO XVIII En la larga noche del 6 de marzo de 1946 fueron muchos
los agotados inquilinos del Hove Court que no hallaron el descanso que en
épocas de extraordinario calor defendían aún con más pasión que sus bienes
personales. En la mayoría de las habitaciones y los apartamentos, las lámparas
ardieron hasta el amanecer; los niños gritaban llamando a sus ajas y pidiendo
sus biberones ya antes de medianoche; los chicos perdieron el sentido de la
razón, el deber y el orden y pusieron a calentar el agua para el té de la
mañana antes de escuchar el canto de los primeros pájaros; los perros le
ladraban a la luna, a las sombras, a los árboles resecos y a la irritada gente;
se enzarzaban con enconada animosidad en peleas que invariablemente
desembocaban en una lucha sin cuartel entre sus dueños; las radios proclamaban
los grandes éxitos del momento con tanta sonoridad como al término de la guerra
en Europa; hasta la señorita Jones, casi sorda, apareció en camisón ante la
oficina cerrada para notificar que había oído mucho barullo. Owuor, que estaba solo con la memsahib kidogo, no fue
a su cuarto ni para cenar ni para ver a la joven mujer a la que había hecho
venir de Kisumu hacía una semana. Tres horas después de que se pusiera el sol,
sacudió todas las mantas y los colchones, luego barrió los suelos de madera y
cepilló al perro, y por último se arregló las uñas con la lima de la memsahib,
cosa que ésta jamás le habría permitido de haber estado en casa. Con un gran peso en el pecho y el vientre, meció su
agotamiento en la hamaca de Regina hasta lograr serenarse sin que el sueño
fuera lo bastante intenso para disolver las imágenes de su cabeza. De vez en
cuando trataba de entonar la melancólica canción de la mujer que busca a su
hijo en el bosque y sólo oye su propia voz, pero a menudo la melodía se le
atascaba en la garganta y al final tuvo que expulsar su impaciencia tosiendo. Regina estaba tumbada en la cama de sus padres con la
blusa blanca del colegio y la delicada falda gris que exigía aún más cuidados
que un polluelo recién salido del cascarón. Se había propuesto leer David
Copperfield de principio a fin sin siquiera levantarse por un vaso de agua,
pero ya en los dos primeros párrafos las letras empezaron a enmarañarse y a
pasar ante sus ojos a toda velocidad como círculos de un rojo encendido. Tenía
las manos húmedas del esfuerzo de acariciar las perlas de colores del cinturón
mágico; la lengua ya temía las penalidades de formular correctamente el único
deseo que Regina quería volver a pedirle al destino para así convencer al
taciturno dios Mungo de que esta vez tenía que estar de su parte y no de la de
la muerte, como en los días de las lágrimas ahogadas. Desde que Walter y Jettel salieran corriendo en mitad
de la cena con una maletita y, despidiendo el olor de una manada de perros
rabiosos, se marcharan en el coche del señor Slapak, Regina luchaba contra el
miedo, que tenía una fuerza más malvada que una serpiente famélica. La
incertidumbre bramaba en sus entrañas como una cascada furiosa tras una
tormenta. Sólo cuando la pedregosa montaña de su garganta amenazó con
deslizarse entre sus dientes, corrió hacia Owuor, palpó con los dedos las
familiares curvas de sus hombros y le preguntó: —¿Crees que éste será un buen
día? Entonces Owuor abrió los ojos y, como si en toda su vida sólo hubiera
aprendido a decir esa única frase, repuso: —Sé que será un buen día. Tan pronto como las palabras salieron de su boca, él y
la memsahib kidogo miraron al suelo, y es que ambos tenían una cabeza que no podía
olvidar. Y ambos sabían que un nítido recuerdo de los días en cuestión era aún
peor que el palo vengador de la víctima sobre la piel desnuda del ladrón
pillado in fraganti. A las tres de la mañana, Elsa Conrad regó las camelias
de su ventana y se llamó a sí misma loca senil tan alto que la señora Taylor
salió al balcón hecha una furia, pidiendo a gritos un poco de silencio. Pese a
todo, no pasó a mayores, pues precisamente en el momento en que a Elsa se le
ocurrieron por fin los improperios adecuados en inglés y además tuvo clara su
pronunciación correcta, vio al profesor Gottschalk. Estaba paseando por el
oscuro jardín con el sombrero y el diminuto plato de porcelana en que tomaba su
papilla de avena por la mañana. Las dos se gritaron: «Ya está», y se tocaron al
mismo tiempo la sien con el índice para indicar que dudaban de que estuviera en
sus cabales. Mucho antes, Chepoi había tenido que despachar a dos
oficiales decepcionados sin que los hambrientos jóvenes pudieran juzgar
siquiera con una mirada los encantos de la famosa señora Wilkins. La propia
Diana aún seguía asomada a la ventana al amanecer. Llevaba la corona dorada con las piedrecitas de
colores que, en su única actuación en Moscú, le hiciera creer en la promesa de
un futuro ilusorio. En los breves descansos que se tomaba en el sillón, rociaba
tan a menudo a su perro con su perfume favorito que éste le mordía el dedo con
inusitado arrojo para protegerse la nariz. Por su parte, Diana insultaba al extenuado animal
llamándolo «sucio Stalin». Aullando de dolor y rabia, y atormentada por una vaga
animadversión hacia todo aquello que, de haber estado sobria, habría podido
definir claramente con la palabra «bolcheviques», cedió por fin a los esfuerzos
de Chepoi por calmarla. Tras un forcejeo desacostumbradamente breve, se dejó
arrancar de las manos la botella de whisky y permitió que su chico la llevara a
la cama con la promesa de despertarla en caso de que hubiera novedades. Sin embargo, sin que ni el más mínimo indicio apuntara
en el Hove Court a la trascendencia de aquel instante, a las cinco y un minuto,
en la Clínica de Maternidad Eskotene, a cinco millas de distancia, nacía Max
Ronald Paul Redlich. Su primer berrido se produjo al unísono con un repentino
estruendo en el cielo que sonó como la estampida de una manada de ñúes
amenazados. Cuando la hermana Amy Patrick colocó al niño en la balanza y anotó
su peso, de cinco libras y cuatro onzas, y aquel nombre tan largo y difícil de
deletrear, sus vidriosos ojos revivieron levemente y ella habló de un milagro. »Ni la sonrisa -exagerada para la ocasión- de la
comadrona, agotada tras su tercera noche en vela, ni la eufórica evocación de
un poder sobrenatural tenían nada que ver con el niño, como tampoco con la
aliviada madre, cuyo acento, atroz para oídos sensibles, le había resultado tan
molesto a la hermana Amy durante el difícil parto. El espontáneo entusiasmo de
Amy Patrick era únicamente la expresión de un asombro comprensible por el hecho
de que las pequeñas lluvias hubieran salvado a Nairobi, sin el correspondiente
aviso en el parte meteorológico del día anterior, de una ola de calor nunca
vista hasta entonces. La comadrona se sintió tan aliviada que, pese a la
lamentable circunstancia de carecer de un público versado, sacó a relucir su
humor inglés. Cuando le estaba poniendo el ombliguero al recién nacido, dijo
con un suspiro de satisfacción: «Dios santo, el muchacho berrea como un
inglesito.» Aquella bendición del cielo fue extraordinariamente escasa para ser
una estación de las lluvias tardía. A lo sumo, sería tema de conversación
durante una semana y apenas alcanzaría para limpiar de polvo el plumaje de los
pájaros más pequeños, los tejados de chapa ondulada y las ramas más altas de
los espinos egipcios. No obstante, el hecho de que lloviera reafirmó a toda la
gente de buena fe que había sacrificado voluntariamente su reposo nocturno en
la creencia de que el nacimiento de Max Redlich era un suceso extraordinario y
de que el niño podía ser portador de esperanzas para la segunda generación de
refugiados. Al principio, Regina y Owuor no se percataron de la
llegada de Walter. No oyeron ni el fuerte empujón que le propinó a la puerta,
que no cerraba bien, ni la imprecación que soltó al tropezar con el perro, que
estaba dormido. Sólo salieron de su somnolencia, sobresaltados como dos
soldados ante una repentina orden de ataque, al oír unas atronadoras arcadas
procedentes de la cocina. Owuor le dio un puntapié a la puerta abierta con el
que ni siquiera de joven habría arreado a un burro obstinado. Su bwana estaba
arrodillado, lanzando ayes, ante un cubo herrumbroso al que se aferraba con
ambas manos. Regina corrió hacia su padre e intentó abrazarlo por
detrás antes de que la decepción y el pánico la paralizaran. Cuando Walter notó
los brazos de Regina en torno a su pecho, se levantó como un árbol que hubiera
acusado la sed en sus raíces y sintiera justo a tiempo en sus hojas las gotas
de agua que habían de salvarlo. —Ha llegado Max —jadeó—. Esta vez Dios ha sido bueno
con nosotros. Reinó el silencio hasta que la cenicienta piel de
Walter se tiñó de nuevo de aquel tenue beige que tan bien le sentaba a su
uniforme. Regina dejó que las palabras de su padre se entretuvieran demasiado
tiempo en sus oídos, de modo que no pudo hacer más que obligar a su cabeza a
describir pequeños movimientos uniformes. Tardó treinta penosos segundos en
sentir el vivificador torrente de lágrimas. Cuando por fin logró abrir los ojos, vio que también
Walter estaba llorando; arrimó su cara a la de él para compartir largamente la
cálida savia salada de la alegría. —Max —dijo Owuor. Sus dientes relucían como velas
nuevas en la oscura estancia—. Ahora tenemos un bwana kidogo —rió. De nuevo nadie dijo nada. Pero luego Owuor repitió el
nombre una vez más, pronunciándolo con tanta nitidez como si lo conociera de
toda la vida, y entonces el bwana le dio una palmada en el hombro. Al hacerlo,
se echó a reír como el día en que huyeron las langostas y lo llamó rafiki. La suave y dulce palabra para amigo, que Owuor sólo
podía saborear con orgullo cuando el bwana la decía bajito y un tanto ronco,
voló hacia sus oídos como una mariposa en un día caluroso. Aquellos sonidos
caldearon su pecho y borraron el miedo de la larga noche, esculpido con un
cuchillo demasiado afilado. —¿Ya has visto al niño? —quiso saber—. ¿Tiene dos ojos
sanos y diez dedos? Un niño ha de parecerse a un monito. —Mi hijo es más hermoso que un mono. Ya lo he tenido
en mis brazos. Hoy por la tarde lo verá la memsahib kidogo. Owuor, he
preguntado si podía llevarte con nosotros, pero en el hospital las hermanas y
el médico me han dicho que no. Quería que estuvieras presente. —Puedo esperar, bwana. ¿Lo has olvidado? He esperado
cuatro estaciones de las lluvias. —¿Con tal exactitud sabes cuándo murió el otro niño?
—Tú también lo sabes, bwana. —A veces tengo la sensación de que Owuor es el único
amigo que tengo en esta maldita ciudad —dijo Walter de camino al hospital. —Un amigo basta para toda una vida. —¿De dónde has sacado eso? ¿De tu estúpida hada
inglesa? —De mi estúpido Dickens inglés, pero el señor Slapak también es un
poco tu amigo. Te ha prestado su coche. Si no, ahora tendríamos que
ir en autobús. Regina arrancó un trocito del relleno de los
desgastados asientos y le hizo cosquillas a Walter en el brazo con la dura
punta de la crin de caballo. Nunca había visto a su padre al volante de un
coche y, a decir verdad, ni siquiera tenía idea de que supiera conducir. Estaba a punto de decírselo, pero temió, sin que
pudiera explicarse el motivo, que el comentario pudiera ofenderlo, de modo que
en su lugar observó: —Conduces muy bien. —Ya conducía cuando aún nadie contaba contigo. —¿En Sohrau? —preguntó obediente. —En Leobschütz. El Adler de Greschek. Dios mío, si
Greschek supiera qué día es hoy. El traqueteante Ford ascendía la colina gemebundo, dejando
tras de sí espesas nubes de fina arena rojiza. El coche no tenía cristales ni
en el lado izquierdo ni en la parte delantera, y en el oxidado techo había
grandes agujeros por los que entraba un sol abrasador. El calor, con sus
veloces alas, y el sofocante viento arañaban la piel volviéndola roja. Regina
se sentía como en aquel jeep en que Martin había ido a buscarla para pasar las
vacaciones. Vio los oscuros bosques de Ol’ Joro Orok con una nitidez que hacía
tiempo no recordaba, y luego una cabeza de rubio cabello y ojos claros de los
que salían volando pequeñas estrellas que se perdían a lo lejos. Por unos momentos disfrutó del pasado con igual
regocijo que del presente, pero un repentino ardor en la nuca le devolvió aquel
doloroso anhelo que creía devorado para siempre por los días de espera. Mascó
aire para liberar a sus ojos de aquellas imágenes que ya no podía volver a ver
y a su corazón de aquella aflicción que tan poco casaba con su embriagadora
felicidad. —Te quiero mucho —susurró. La Clínica de Maternidad Eskotene, un edificio blanco
de sólida construcción con ventanas de cristal azul celeste y esbeltas columnas
en el pórtico por las que trepaban rosas del color del cielo a la caída del
sol, se hallaba en un parque con un estanque en el que se distinguían carpas
doradas entre los nenúfares y una cuidada alfombra de tupida hierba verde. Los
altos cedros, sobre cuyas ramas los mirlos metálicos desplegaban su plumaje de
un azul resplandeciente formando pequeños abanicos, aún vaheaban tras la lluvia
de la mañana. Ante el portón de la verja de hierro había un áscari de anchas
espaldas con uniforme azul marino y un grueso palo de madera que sostenía con
ambas manos. Un lebrel irlandés color café de barba gris yacía dormido a sus
pies. La costosa clínica privada se mostraba reacia a ayudar
a los hijos de los refugiados a iniciar su andadura en la vida, y a este
respecto el doctor Gregory, por lo demás siempre dispuesto a transigir, no se
avenía a razones. Por principio, no atendía a ninguna paciente en el Hospital
General, en el que los médicos tenían que atravesar los pasillos en que se
encontraban las unidades para negros antes de llegar a la sección de los
europeos. Durante el embarazo sus honorarios habían acabado con todos los
ahorros que Jettel había acumulado con su empleo en el Horse Shoe, y la factura
del parto y la estancia en el Eskotene se llevaría seguramente la paga
extraordinaria que le correspondía a un sargento por el nacimiento de un hijo. Pese a todo, el doctor Gregory hacía gala de una simpatía
y un esmero intachables incluso con aquellas pacientes que no podían permitirse
pagar sus honorarios y que no se correspondían con su categoría, alcanzada con
el sudor de su frente. Tal como relató él mismo con aire risueño en su círculo
íntimo, no sin cierto asombro ante aquel talante tan tolerante, nunca visto
hasta la fecha, incluso se había acostumbrado a la pronunciación de Jettel.
Cada vez que la examinaba, se sorprendía luego arrastrando la erre durante
algún tiempo de un modo ciertamente absurdo. Pero, sobre todo, no dejó que aquel extraño personaje
advirtiera en su distinguida consulta que para sufragar la fuerte suma restante
que le correspondía había recurrido, con total discreción y aludiendo a la edad
de Jettel y a las complicaciones que cabía esperar durante el embarazo y el
parto, a la Comunidad Judía de Nairobi. Al fin y al cabo, hacía años que estaba
en la junta directiva con el anciano Rubens y nunca había vacilado en declarar
públicamente su adhesión al judaísmo, ni siquiera cuando cambió su nombre, de
origen polaco, por la versión inglesa, más fácil de pronunciar. El doctor Gregory, que visitaba a sus pacientes dos
veces al día porque el Eskotene le quedaba de camino al campo de golf y poseía
desde joven un talento especial para combinar las obligaciones y las aficiones,
estaba con Jettel cuando apareció Walter con Regina. Al verlo, los dos se
quedaron indecisos en la puerta. La torpeza de ambos, la turbación del padre,
que de inmediato se trocó en un atribulado servilismo, y la hija, con el cuerpo
de una niña y un rostro que parecía cincelado por vivencias demasiado
prematuras, conmovieron al médico. Se preguntó, algo aturdido por una vergüenza que lo
irritaba más de lo que le agradaba, si no debería haberse preocupado más de la
suerte de aquella pequeña familia que, en su palpable unión, la cual se le
antojaba grotescamente anticuada, le recordaba a los relatos de su abuelo.
Hacía años que no pensaba en aquel anciano que, en su pequeño y húmedo piso del
East End londinense, solía apelar un tanto fastidiosamente a las mismas raíces
de las que el ambicioso estudiante de medicina había intentado librarse tan
tenazmente. Con todo, la emoción fue demasiado efímera para dejarse vencer por
ella. -Come on! -exclamó, pues, a un volumen un poco exagerado
que se había acostumbrado a utilizar expresamente con las gentes del
continente, sedientas de cordialidad, para luego añadir, en voz más queda e
incluso algo tímida y con un sentimiento de comunión que sólo podía explicarse
con sentimentalismo-: Massel tow. - Le dio unas palmaditas a Walter en la
espalda, acarició distraído la cabeza de Regina, rozando con su mano la mejilla
de la niña, y abandonó a toda prisa la habitación. Sólo cuando el médico cerró la puerta tras de sí vio
Regina apoyada en el brazo de Jettel una diminuta cabecita con una corona de
pelusilla negra. Oyó, como salida de una niebla que se tragara los sonidos, la
respiración de su padre y, a continuación, un leve gimoteo del recién nacido y
a Jettel acallando al bebé con tentadores arrullos. Regina deseaba echarse a
reír a carcajadas o al menos dar gritos de alegría como sus compañeras cuando
ganaban un partido de hockey, pero de su boca sólo salió un ruido gutural que
le pareció francamente mezquino. —Ven —dijo Jettel—, te estábamos esperando. —Sujétalo bien, no podemos permitirnos hacer uno nuevo
—le advirtió Walter, poniéndole el niño a Regina en los brazos—. Éste es tu
hermano Max —anunció con una voz extraña, solemne—. Ya le he oído gritar esta
mañana temprano. Sabe exactamente lo que quiere. Cuando sea mayor te cuidará
bien. No como yo a mi hermana. Max había abierto los ojos. Iluminaban de azul un
semblante que tenía el color de las mazorcas tempranas de Rongai, y su piel
olía dulce como el poscho recién hecho. Regina rozó la frente de su hermano con la nariz para
apoderarse del aroma. Estaba segura de que nunca en la vida volvería a sentir
tal borrachera de felicidad. En ese instante le dijo un último adiós a su hada,
a la que ya no tendría que molestar nunca más. Fue una despedida breve, sin
pena ni titubeos. —¿No quieres decirle nada? —No sé en qué idioma hablar
con él. —Aún no es un refugiado en toda regla y no se
avergonzará de oír su lengua materna. —Jambo —musitó Regina—, jambo, bwana kidogo. —Se
asustó al darse cuenta de que la felicidad había adormecido su atención a las
palabras que atemorizaban a su padre. El arrepentimiento hizo palpitar su
corazón—. ¿De verdad es mío? —preguntó cohibida. —De todos nosotros. —Y también de Owuor —añadió Regina pensando en las
conversaciones de la noche. —Pues claro, siempre que Owuor pueda quedarse con
nosotros. —Hoy no —repuso Jettel enojada—, hoy sí que no. Regina se tragó la pregunta que la curiosidad
intentaba deslizar en su boca. —Hoy sí que no —le explicó a su nuevo hermano, pero sólo
pronunció las palabras mágicas mentalmente, y convirtió la risa que le arañaba
la garganta en agudos sonidos de alegría para que ni el padre ni la madre se
enteraran de que su hijo ya estaba aprendiendo la lengua de Owuor. Owuor permaneció sentado ante la cocina con la cabeza
entre las manos y el sueño bajo los párpados hasta la puesta de sol, antes de
oír el coche, que chillaba más que un tractor maltratado por el barro y las
piedras. Como el bwana tenía que devolverle primero el coche al tunante de Slapak,
su espera aún tardaría un rato en concluir, pero él nunca había contado las
horas, sólo los días buenos. Movió lentamente un brazo, y después un poco la
cabeza, en dirección a la figura que estaba apoyada contra la pared detrás de
él, y siguió dormitando satisfecho. A Slapak también le gustaba el sabor de la alegría.
Precisamente porque, tras cuatro hijos -el último ya estaba empezando a
gatear-, contemplaba el nacimiento de un retoño en su propia familia con la
misma sobriedad que el almacén de su tienda de artículos de segunda mano, cuya
prosperidad era extraordinaria desde que terminara la guerra, precisamente por
eso ansiaba la dicha ajena. Cuando Walter y Regina fueron a devolverle las
llaves del coche, los hizo pasar a su apretada sala de estar, que olía a
pañales mojados y sopa de hierbas. Si bien la mayor parte de la gente del Hove Court sólo
veía en León Slapak al taimado comerciante que vendería a su propia madre si
ello le reportara el menor beneficio, en el fondo era un hombre piadoso para el
que los favores con los que a otros colmaba eran la confirmación de que Dios
quería el bien de los hombres buenos. Y a él siempre le había gustado aquel
humilde y amable soldado de uniforme extranjero cuyos ojos delataban que sus
heridas no las había recibido en el campo de batalla, sino en la lucha con la
vida. Slapak siempre saludaba a Walter cuando lo veía, y le complacía la
gratitud con que éste le devolvía el saludo, la cual le recordaba a los hombres
de su tierra. De modo que Slapak, al que sus vecinos despreciaban,
llenó de vodka un vaso que previamente limpió a conciencia con su pañuelo, se
lo puso a Walter en la mano, bebió él mismo un trago de la botella y soltó una
retahila de palabras de las que Walter no entendió ni una. Era la mezcolanza habitual
de los refugiados del Este; constaba de expresiones en polaco, yidish e inglés
que a Walter, cuanto más lo agasajaba Slapak con su ardiente corazón y su
refrescante alcohol, más le recordaban a Sohrau, ya que Slapak desistió pronto
de sus esfuerzos con el inglés, y después también con el yidish, y empezó a
hablar únicamente en polaco. Por su parte, Slapak, al oír a Walter chapurrear
el escaso polaco que recordaba de su infancia, se alegró tanto como si acabara
de hacer un lucrativo negocio del todo inesperado. Fue una noche de complicidad entre dos hombres
entregados a unos recuerdos que procedían de dos mundos muy distintos, pero que
compartían las raíces comunes del dolor. Dos padres que no pensaban en sus
hijos, sino en el deber de hijos que no habían podido cumplir. Aunque su
invitado tenía su misma edad, Slapak lo despidió poco antes de medianoche con
la antigua bendición de los padres. Después le regaló a Walter un cochecito que
él mismo volvería a necesitar a lo sumo en un año, un paquete de pañales hechos
jirones y un vestido de terciopelo rojo para Regina, aunque para llenarlo a
ésta le faltaban varios kilos y otros tantos centímetros. —He celebrado el nacimiento de mi hijo con un hombre
con el que no puedo hablar —suspiró Walter en el breve trayecto que los
separaba de su apartamento. Le dio un empujón al cochecito. Las ruedas, con la
goma resquebrajada, crujieron en el empedrado—. Tal vez algún día pueda reírme
de ello. Tenía la necesidad de explicarle a Regina por qué,
pese a la reconfortante sensación de calidez, consideraba la visita a Slapak
como un símbolo de su disgregada vida, pero no sabía cómo. También Regina estaba en ese momento ordenándole a su
cabeza que contuviera aquellos desconcertantes pensamientos que no debía
manifestar, pero entonces dijo: —No me entristecerá si ahora quieres a Max más
que a mí. Ya no soy una niña. —¿Cómo se te ocurre semejante tontería? Sin ti no
habría aguantado todos estos años. ¿Acaso crees que puedo olvidar eso? Menudo padre
sería. Nunca he podido darte más que amor. —Ha sido enough. —Regina lamentó no haber logrado
encontrar a tiempo la palabra alemana. Echó a correr tras el cochecito como si
fuera importante cogerlo antes de que llegara a los eucaliptos, lo paró,
regresó corriendo hacia su padre y lo abrazó. El olor a alcohol y tabaco que
emanaba de su cuerpo y la sensación de seguridad que bullía en el suyo se
fundieron en un torbellino que la dejó aturdida.—Te quiero más que a todas las
personas del mundo —le dijo. —Yo a ti también, pero eso no se lo diremos a nadie.
Nunca. —Nunca —prometió Regina. Owuor estaba tan erguido ante la puerta como el áscari
del palo en el hospital. —Bwana, ya he encontrado un aja —anunció, el orgullo
tiñendo su voz. —¿Un aja? Eres tonto, Owuor. ¿Qué vamos a hacer con un
aja? Nairobi no es como Rongai. En Rongai, el bwana Morrison pagaba al aja.
Ella vivía en su granja. En Nairobi he de ser yo quien pague al aja. Y no
puedo. Sólo tengo dinero suficiente para ti. No soy rico. Eso ya lo sabes. —Nuestro niño es tan bueno como los demás —replicó
Owuor—. Ningún niño puede estar sin aja. La memsahib no puede pasear por el
jardín con un cochecito tan viejo. Y yo no puedo trabajar para un hombre que no
tiene un aja para su hijo. —Tú eres el gran Owuor —se burló Walter. —Ésta es Chebeti, bwana —explicó Owuor, guarneciendo
con paciencia cada una de las cuatro palabras—. No tienes que darle mucho
dinero. Ya se lo he contado todo. —¿Qué le has contado? —Todo, bwana. —Pero si no la conozco. —Yo la conozco, bwana. Eso es suficiente. . Chebeti, que estaba sentada delante de la puerta de la
cocina, se puso en pie. Era alta y delgada, llevaba un amplio vestido azul que
le cubría los pies desnudos y colgaba de sus hombros como una capa floja. En la
cabeza lucía un pañuelo blanco a modo de turbante. Tenía los movimientos lentos y elegantes de las
jóvenes del clan de los jaluo, su porte seguro. Cuando Walter le tendió la
mano, ella abrió la boca, mas no dijo nada. Regina no estaba ni siquiera lo bastante cerca como
para ver en la oscuridad el blanco de aquellos ojos extraños, pero se dio
cuenta de que la piel de Chebeti olía igual que la de Owuor, como dik-diks a
mediodía en la alta hierba. —Chebeti será una buena aja, papá —aprobó Regina—.
Owuor sólo duerme con mujeres buenas. CAPÍTULO XIX El capitán Bruce Carruthers se puso en pie
enérgicamente, pisó un escarabajo que había en el suelo, aplastó luego contra
el cristal de la ventana una curruca que confundió con un mosquito y volvió a
sentarse desganado. Le disgustaba tener que revolver el montón de papeles de su
escritorio para sacar una carta concreta antes de hablar con aquel sargento que
siempre saludaba como si estuviera ante el mismísimo rey y hablaba inglés como
un indio miserable, aquel sargento que, pese a algunas reservas difíciles de
explicar, en realidad no le era del todo antipático. Carruthers tenía aversión
a toda forma de indisciplina y una repugnancia enfermiza a un desorden que él
mismo había provocado. Le daba vueltas -demasiadas, pensaba malhumorado- al
hecho de que precisamente a él, que detestaba las discusiones aún más que el
desvarío entre los soldados, le tocara siempre la tarea de decirles a sus
hombres cosas que no deseaban oír. A él, que no quería otra cosa que poder por fin pasear
por Princess Street en una neblinosa mañana de otoño y sentir en la piel las
primeras señales del invierno, era al único al que nadie le había comunicado
que su solicitud de baja del ejército había sido «pospuesta hasta nuevo aviso».
Esa decepción había tenido que procurársela él mismo sacándola del correo dos
días atrás. Desde entonces, el capitán tenía aún más claro que antes que África
no era un buen lugar para un hombre que hacía cinco años, demasiado largos ya,
había dejado en Edimburgo, además de su corazón, a una mujer muy joven que cada
vez tardaba más tiempo en responder a sus cartas y ya hacía mucho que no podía
explicar de forma convincente por qué. El capitán Carruthers se tomó como una doble ironía
del destino tener que informar ahora a aquel singular sargento con ojos de
collie sumiso de que el Ejército de Su Majestad no tenía interés en prolongar
su servicio. —¿Por qué demonios quiere este tipo irse a Alemania?
—rezongó. —Allí me siento como en casa, señor. El capitán miró a Walter sorprendido. Ni lo había oído
llamar a la puerta ni se había percatado de que hablara solo, algo que
últimamente le ocurría con lamentable frecuencia. —¿Desea unirse al ejército de ocupación británico?
—Sí, señor. —No es mala idea. Supongo que sabe alemán. Por algún
motivo, parece usted de allí. —Sí, señor. —Allí sería usted el hombre adecuado para poner orden
entre los fucking jerries. —Así lo creo, señor. —Los de Londres no piensan así —afirmó Carruthers—. Si
es que piensan alguna vez. —Rió con ese asomo de burla que le había granjeado
reputación de oficial con el que siempre se podía hablar. Cuando comprendió que había malgastado su ingenio, le
tendió la carta a Walter. Se quedó contemplando con una impaciencia que no
venía a cuento cómo Walter se peleaba con las ceremoniosas fórmulas de los
arrogantes burócratas londinenses. —En casa —dijo con una brusquedad que lamentó un tanto
cuando la advirtió— no quieren ningún soldado en las fuerzas de ocupación que
no tenga pasaporte inglés. Realmente, ¿qué quería hacer en Alemania? —Quería
quedarme allí cuando me licenciara. —¿Por qué? —Alemania es mi patria, señor —balbuceó
Walter—. Perdone, señor, que se lo diga. —No tiene importancia —respondió el capitán,
distraído. Tenía claro que no necesitaba entrar en discusiones
sobre el tema. Sólo estaba obligado a poner a sus hombres al corriente de
aquellas cuestiones que les concernían y a cerciorarse de que también ellos
entendían las decisiones, algo que, con la cantidad de extranjeros y la maldita
gente de color que había en el ejército, ya no era tan obvio como en los buenos
tiempos. El capitán se espantó una mosca de la frente. Sabía que se implicaría
innecesariamente en un asunto que no le incumbía si no zanjaba la conversación
de inmediato. Sin embargo, un impulso, que más tarde se explicaría
por la duplicidad del destino y su melancolía, le hizo demorar más de la cuenta
la leve inclinación de la cabeza con que se habría deshecho del sargento del
modo habitual y habría quedado libre para la siguiente batalla con los
estúpidos mosquitos. El hombre que tenía ante sí había hablado de patria, y
precisamente esa necia, profanada y romántica palabra perturbaba desde hacía
meses el descanso de Bruce Carruthers. —Mi patria es Escocia —dijo, y por un instante creyó
de veras que hablaba de nuevo consigo mismo—, pero a algún chiflado de Londres
se le ha metido en su retorcida cabeza que debo pudrirme aquí, en la condenada
Ngong. —Sí, señor. —¿Conoce Escocia? —No, señor. —Una tierra maravillosa con buen clima, buen whisky y
buena gente en la que aún se puede confiar. Los ingleses no tienen ni la menor
idea de lo que es Escocia ni de lo que nos hicieron cuando capturaron a nuestro
rey y nos robaron la independencia — prosiguió el capitán. Cayó en la cuenta de
que era totalmente ridículo hablar de Escocia y del año 1603 con un hombre que
aparentemente no podía decir mucho más que sí y no. —¿A qué se dedica en la vida civil? —preguntó en su
lugar. —En Alemania era abogado, señor. —¿De verdad? —Sí, señor. —Yo también soy abogado —replicó el capitán. Recordó
que la última vez que había pronunciado esa frase fue cuando ingresó en el
maldito ejército—. ¿Cómo diablos — preguntó pese al descontento por su
repentina curiosidad— ha venido a parar a este país de monos? Un abogado
necesita su lengua materna. ¿Por qué no se quedó en Alemania? —Hitler no me
quería. —¿Y por qué no? —Soy judío, señor. —Cierto. Lo dice aquí. ¿Y ahora quiere volver a
Alemania? ¿Acaso no ha leído esos horribles informes sobre los campos de
concentración? Al parecer, Hitler ha tratado muy mal a su gente. —Los Hitler van y vienen, pero el pueblo alemán
perdura. —Vaya, de repente sabe inglés. ¡Cómo lo ha expresado!
—Lo dijo Stalin, señor. Los años en el ejército habían enseñado al capitán
Carruthers a no hacer más de lo que a uno se le exigía y, sobre todo, a no
cargar sobre sus espaldas cuitas ajenas, pero la situación, por grotesca que
fuera, le fascinaba. Acababa de mantener la primera conversación inteligente en
meses, y precisamente con un hombre con el que no era capaz de comunicarse
mejor que con el mecánico indio de la compañía, que interpretaba cada papel
escrito como una ofensa personal. —Seguro que quiere que el ejército le pague el pasaje.
Un billete a casa gratis. Eso es lo que queremos todos. —Sí, señor. Es mi única oportunidad. —El ejército está obligado a enviar a cada soldado a
su patria con su familia —le aclaró el capitán—. Eso lo sabe, ¿no? —Disculpe,
señor, no le he entendido. —El ejército debe llevarlo a Alemania si allí es donde
está su hogar. —¿Quién ha dicho eso? —Las ordenanzas. —El capitán
rebuscó entre los papeles de su escritorio, pero no encontró lo que buscaba.
Finalmente, sacó del cajón una hoja amarillenta, escrita con letra pequeña y
muy apretada. No esperaba que el sargento pudiera leer lo que decía, pero le
tendió de todas formas el reglamento y descubrió, perplejo y un tanto
conmovido, que a todas luces Walter parecía entender la complicada exposición
de los hechos, al menos en lo que a él concernía—. Un hombre de letras —sonrió
Carruthers. —Disculpe, señor, de nuevo no le he entendido. —No tiene importancia. Mañana cursaremos su solicitud
de licenciamiento y traslado a Alemania. ¿Por casualidad me ha entendido esta
vez? —Oh, sí, señor. —¿Tiene familia? —Esposa y dos hijos. Mi hija va a
cumplir catorce años y mi hijo tiene ahora mismo ocho semanas. Se lo agradezco
mucho, señor. No tiene idea de lo que está haciendo por mí. —Creo que sí —lo interrumpió Carruthers pensativo—.
Pero no se haga demasiadas ilusiones —añadió con una ironía que ya no le salió
con tanta facilidad como antes—, en el ejército todo va muy despacio. ¿Cómo
dicen aquí los malditos negros? —Pole pole —se alegró Walter y, al repetir
lentamente las dos palabras, tuvo la sensación de ser Owuor. Cuando vio que
Carruthers inclinaba la cabeza, se apresuró a abandonar el despacho. Al principio no era capaz de explicarse las cambiantes
emociones que sentía. Lo que primero había interpretado como la perspicacia de
un hombre que tenía valor suficiente para reconocer su fracaso de repente le
parecía una imprudencia irresponsable. Y, sin embargo, presentía que había
surgido una chispa de esperanza que ni las dudas ni el miedo al futuro podían
apagar. No obstante, cuando Walter regresó al Hove Court aún
estaba ofuscado por la inquietante mezcla de euforia e incertidumbre. Se detuvo
en la puerta y se quedó allí un rato que se le hizo eterno, entre los cactus,
contando las flores y tratando, sin éxito, de hallar la suma de las cifras de
cada número. Más tiempo aún necesitó para vencer la tentación de pasarse
primero por casa de Diana y sacar fuerzas de su buen humor y, sobre todo, de su
whisky. Su paso era lento y silencioso cuando se decidió a continuar, pero
entonces vio a Chebeti sentada con el bebé bajo el mismo árbol que había
ofrecido consuelo, protección y sombra a Jettel durante el embarazo. Decidió
darle un respiro a sus nervios. Su hijo yacía oculto entre los pliegues del vestido
azul celeste de Chebeti. Tan sólo asomaba su diminuta gorra de lienzo blanco.
Ésta rozaba la barbilla de la mujer y, con el suave viento, parecía un barco en
el océano en calma. Regina, con una corona de hojas de limonero en la cabeza,
estaba acurrucada en la hierba con las piernas cruzadas. Como no sabía cantar,
les leía al aja y a su hermano con voz solemne y enigmática una canción
infantil con muchos y repetitivos sonidos. Por un instante, Walter se enfadó pues no conseguía
entender ni una sola palabra; luego comprendió, reconciliándose al punto
consigo mismo y con el destino, que al recitarlo su hija estaba traduciendo
sobre la marcha el texto inglés a la lengua jaluo. Tan pronto Chebeti captaba
un sonido familiar, aplaudía y su garganta se inundaba de una risa dulce y
melodiosa. Cuando su temperamento se encendía, los movimientos de su cuerpo
despertaban a Max y era como si éste intentara imitar los tiernos y tentadores
ruiditos antes de ser mecido hasta volver a sumirse en un placentero sueño. Owuor estaba sentado, muy erguido, bajo un cedro de
hojas oscuras y contemplaba hasta el menor movimiento del bebé con viva
atención. A su lado yacía el bastón con la cabeza de león tallada en la
empuñadura que se había comprado el primer día de trabajo de Chebeti. Se
afanaba en el cuidado de sus dientes con un pedacito de caña de azúcar verde
que roía con vigorosas dentelladas, y de cuando en cuando escupía a la alta
hierba hasta que ésta refulgía al sol vespertino con los mismos visos
multicolores que el rocío de la mañana. Con la mano izquierda acariciaba a
Rummler, que incluso dormitando respiraba lo bastante fuerte como para espantar
a las moscas antes de que llegaran a molestarle. La armonía y plenitud de la escena le recordaron a
Walter las imágenes de los libros de su infancia. Sonrió levemente al darse
cuenta de que en la canícula europea la gente no era negra ni se sentaba bajo
cedros y limoneros. Como la conversación con el capitán seguía bulléndole en la
cabeza, deseaba impedir que sus ojos bebieran del idílico efluvio que flotaba
en el ambiente, si bien sus sentidos no permitieron que les infligiera
semejante castigo por mucho tiempo. Aunque el aire era pesado a causa de la
humedad, disfrutaba de cada bocanada. En su inocencia, sentía un deseo
impreciso de retener aquella imagen que lo fascinaba y se alegró de que Regina
advirtiera su presencia y lo rescatara de sus sueños. Lo saludó y él le
devolvió el saludo. —Papá, Max ya tiene un nombre como es debido. Owuor lo
llama askarija ossjeku. —Un poco excesivo para un niño tan pequeño. —Sabes lo que significa askarija ossjeku, ¿no? Soldado
nocturno. —Quieres decir vigilante nocturno. —Pues claro —repuso Regina impaciente—, porque se pasa
todo el día durmiendo y por la noche siempre está despierto. —No sólo él. ¿Dónde está tu madre? —Dentro. —¿Y qué hace en casa a estas horas y con este calor?
—Ponerse nerviosa —dijo Regina reprimiendo una risita. Se dio cuenta demasiado
tarde de que su padre no sabía interpretar ni las voces ni las miradas y de que
estaba a punto de arrebatarle la tranquilidad—. Max —añadió a toda prisa,
arrepentida— sale en el periódico. Yo ya lo he leído. —¿Por qué no lo has dicho antes? —¿No me has preguntado
dónde estaba mamá? Chebeti dice que una mujer debe cerrar el pico cuando un
hombre envía a sus ojos de safari. —Eres peor que todos los negros juntos —la reprendió
Walter, si bien fue una estimulante impaciencia la que le hizo levantar la voz. Echó a correr hacia la casa con tal prisa que Owuor se
puso en pie alarmado. Arrojó al suelo la caña de azúcar y el bastón y apenas se
dio tiempo a desentumecer sus miembros. También Rummler espabiló y salió tras
Walter con la lengua colgando tan rápido como se lo permitieron sus pesadas
patas. —¡Enséñamelo, Jettel! —exclamó aún a la carrera—. No
creí que fuera tan rápido. —Aquí. ¿Por qué no me habías dicho nada? —Quería que
fuera una sorpresa. Cuando nació Regina, aún pude regalarte el anillo. Con Max sólo daba para un anuncio. —Pero menudo anuncio. Me alegré mucho cuando el viejo
Gottschalk llegó hace un momento con el periódico. Estaba muy impresionado.
Imagínate cuánta gente lo leerá. —Eso espero, ésa era la intención. ¿Ya has visto a
algún conocido? —Aún no. Quería dejarte a ti el placer. Esa parte siempre te ha
tocado a ti. —Pero siempre has sido tú la que ha encontrado las
buenas noticias. El periódico estaba abierto sobre un pequeño escabel
que había junto a la ventana. El fino papel crujía con cada ráfaga de viento y
dejaba barruntar la familiar y a la vez siempre nueva melodía de la esperanza y
el desencanto. —Nuestros tambores —dijo Walter. —A mí me pasa como a Regina —reconoció Jettel,
inclinando a un lado la cabeza con un rastro de su antigua coquetería—, oigo
historias antes de que sean contadas. —Jettel, a ver si a tu edad vamos a descubrir en ti a
una poetisa. Se hallaban de pie ante la ventana abierta,
contemplando embriagados las exuberantes buganvillas lilas junto al muro
blanco, sin percatarse de lo cerca que estaban sus cuerpos y sus rostros; era
uno de los escasos momentos de su matrimonio en que cada uno aprobaba los
pensamientos del otro. Der Aufbau no era un periódico cualquiera. Ya antes de
la guerra, y más aún después, aquel diario en lengua alemana escrito en América
era más que un mero portavoz para los emigrantes del mundo entero. Cada
edición, lo quisieran o no los afectados, alimentaba las raíces que los unían
al pasado e impulsaba el carrusel de los recuerdos hacia la tormenta del dolor.
Incluso unas pocas líneas podían convertirse en destino. No eran los reportajes
y los editoriales lo que primero se leía. Siempre y en todos los casos eran los
anuncios de búsqueda de desaparecidos y acontecimientos familiares. A través de ellos se reencontraban personas que no
habían vuelto a saber nada las unas de las otras desde la emigración. Las
referencias a la vieja madre patria podían resucitar a los dados por muertos e
informaban mucho antes que las organizaciones humanitarias oficiales de quién había
escapado del infierno y quién había sucumbido en él. Aun once meses después de
que terminara la guerra en Europa, Der Aufbau seguía siendo con frecuencia la
única posibilidad que tenían los supervivientes de enterarse de la verdad. —Dios mío, el anuncio es enorme —se sorprendió
Walter—. Y está arriba del todo. ¿Sabes lo que creo? Mi carta debió de caer en manos de
alguien que nos conoce de antes y que ha querido hacernos un favor. Imagínate:
alguien sentado en Nueva York, y de repente lee nuestro nombre y que somos de
Leobschütz. Y se entera de que no he sido devorado por un león. Walter carraspeó. Se dio cuenta de que siempre lo
hacía antes de iniciar un alegato, pero reprimió la idea con una turbación que
se le antojó la confesión de un delito. Aunque no le cabía duda de que Jettel ya se sabía el
texto de memoria, leyó en alto las escasas líneas: —«El doctor Walter Redlich y
la señora doña Henriette, de soltera Perls (antes residentes en Leobschütz), se
complacen en anunciar el nacimiento de su hijo Max Ronald Paul. P. O. B. 1312,
Nairobi, Kenya Colony. 6 de marzo de 1946.» ¿Qué dices a eso, Jettel? Tu marido
vuelve a ser el doctor. La primera vez en ocho años. Aún mientras hablaba, Walter comprendió que el azar le
había dado pie para contarle a Jettel lo de la conversación con el capitán y la
gran oportunidad de llegar a Alemania por cuenta del ejército. Sólo tenía que
buscar las palabras adecuadas y, sobre todo, hallar el valor necesario para
comunicarle con el mayor tacto posible que finalmente se había decidido por el
viaje con retorno. Durante un instante lleno de deseo, y en contra de su propia
convicción, se abandonó a la ilusión de que Jettel lo comprendería e incluso
quizá admirara su perspicacia, pero su experiencia no le permitió engañarse por
mucho tiempo. Walter sabía desde el día en que mencionó por primera
vez la posibilidad de regresar a Alemania que no podría contar con el apoyo de
Jettel. Desde aquel momento, discusiones fútiles se convertían cada vez con
mayor frecuencia en contiendas sin lógica ni razón, llenas de amargura. Le
parecía una ironía que, en esos casos, sintiera envidia de la intransigencia de
su esposa. Cuántas veces había dudado él de su propia capacidad para
sobreponerse al dolor, que dejaría heridas sin cicatrizar para siempre, pero al
analizar sus motivos nunca había hallado otro camino que el que le imponía el
anhelo de su idioma, sus raíces y su profesión. Sólo tenía que imaginarse la
vida en una granja y de inmediato sabía que quería y debía volver a Alemania,
por penoso que pudiera resultar el trayecto. Jettel no pensaba igual. Se sentía feliz entre gente a
la que le bastaba con el odio a Alemania para percibir el presente como la
única dicha a que tenían derecho los que se habían salvado. No ansiaba más que
la certeza de que había otros que opinaban como ella; siempre se había
resistido a los cambios. ¡Cómo se había opuesto a emigrar a África en un tiempo
en que cada día de demora suponía una amenaza mortal! El recuerdo de la época
previa a la emigración en Breslau le proporcionó a Walter la certeza
definitiva. Oyó a Jettel gritar: «Antes muerta que apartarme de mi madre»; vio
la insolencia infantil de su rostro tras la cortina de lágrimas con tanta
claridad como si aún siguiera sentado en el sofá de pana de su suegra. Desencantado
y frustrado, Walter comprendió que nada había cambiado en su matrimonio desde
entonces. Jettel no era una mujer que se avergonzara de sus
errores. Se empeñaba en cometerlos una y otra vez. Sólo que esta vez Walter ya
no tenía los argumentos de un hombre que quiere salvar a su familia para
convencer a su esposa. Seguía siendo un desposeído y un proscrito, y cualquiera
podía tacharlo de hombre sin carácter ni orgullo. Aguardaba esa ira que no
podía dejar traslucir, pero sólo sentía una agotadora lástima de sí mismo. El corazón se le salía por la boca cuando carraspeó
una vez más para conferirle a su voz una firmeza que ya no sentía en su
interior. Notó que su empuje disminuía. Se sintió impotente contra la
indecisión y el temor a hablar de regresar y de la patria. Las palabras que con
tanta facilidad habían acudido a su mente en una lengua extranjera y en
presencia del capitán se burlaban ahora de él, pero aun así no quería darse por
vencido. Le parecía más oportuno y, en todo caso, más diplomático utilizar el
término inglés que él mismo había oído por primera vez hacía sólo unas horas. —Repatriation —dijo. —¿Qué significa eso? —quiso saber Jettel de mala gana.
Al mismo tiempo estaba pensando si tenía que conocer la palabra y si debía
mandar al aja que entrara en casa con el niño o mejor ocuparse primero de que
Owuor calentara el agua para hervir los pañales. Profirió un suspiro, ya que
tomar decisiones a última hora de la tarde la fatigaba aún más que en la época
anterior al parto. -Bah, no es nada. Sólo se me pasó por la cabeza algo
que dijo el capitán esta mañana. Tuve que buscar durante horas una ordenanza que el muy
estúpido tenía desde el principio en su escritorio. —Ah, ¿has estado con él? Al menos espero que hayas
aprovechado la oportunidad para hacerle comprender que ya es hora de que te
ascienda. Elsa también dice que en estas cosas no eres lo bastante decidido. —Jettel, hazte de una vez a la idea de que en el
ejército británico los refugiados no pueden pasar de sargento. Créeme, soy un
maestro a la hora de aprovechar oportunidades. La ocasión de hablar tranquilamente con Jettel de
Alemania ya no volvió a presentarse. El Aufbau no lo permitió. Seis semanas
después de la publicación del anuncio, llegó la primera de un montón de cartas
que evocaban tanto el pasado que Walter no halló el valor suficiente para
describirle a Jettel un futuro que él mismo adivinaba muy incierto incluso en
momentos de optimismo. La primera carta era de una anciana de Shanghai. «El
destino me ha traído hasta aquí desde la hermosa Maguncia —decía—, y aún
albergo una pequeñísima esperanza de averiguar, por medio de usted, estimado
doctor, algo sobre el paradero de mi único hermano. La última vez que recibí
noticias suyas fue en enero de 1939. Entonces me escribió desde París diciendo
que quería intentar emigrar a Sudáfrica para reunirse con su hijo. Por
desgracia no tengo la dirección de mi sobrino en Sudáfrica, y él tampoco sabe
que yo vine a parar a Shanghai en el último transporte. Ahora es usted la única
persona que conozco en África. Naturalmente, sería una casualidad que usted se
hubiera encontrado con mi hermano, pero los que vivimos se lo debemos todo a la
pura casualidad. Les deseo todo lo mejor para su hijo. Quiera Dios que crezca
en un mundo mejor que el que nos ha sido concedido a nosotros.» Siguieron
muchas más cartas de desconocidos que se aferraban a una última esperanza de
recibir noticias de familiares desaparecidos por el mero hecho de que o bien
eran de la Alta Silesia o bien habían escrito por última vez desde allí. «Mi
cuñado fue asesinado en Buchenwald en 1934 -escribía un hombre desde
Australia-, tras lo cual mi hermana se mudó con sus dos hijos pequeños a
Ratibor, donde encontró trabajo en una tejeduría. Pese a todas las averiguaciones que he realizado en la
Cruz Roja, no ha sido posible hallar su nombre ni el de sus hijos en ninguna
lista de deportados. Me dirijo a usted porque mi hermana mencionó Leobschütz en
una ocasión. Tal vez se haya topado alguna vez con su apellido o esté en
contacto con judíos de Ratibor que hayan sobrevivido. Sé que es una petición
disparatada, pero aún no he llegado al extremo de enterrar las esperanzas.»
—Siempre pensé que nadie conocía Leobschütz —se sorprendió Jettel cuando, al
día siguiente, llegó una carta similar—. Ojalá recibiéramos una buena noticia
alguna vez. —Ahora me doy cuenta —respondió Walter abatido— de lo
cerca que estaba la Alta Silesia de Auschwitz. Eso me preocupa. La plétora de desgracias ajenas y de absurdas
esperanzas que se habían depositado en Nairobi no sólo hacía sangrar las
heridas propias, sino que, con su violencia, lo volvía a uno apático. —Buena la has armado —le dijo Walter a su hijo. Un viernes de mayo Regina tomó el correo de la cesta
de Owuor: —Una carta de América —anunció—, alguien que se llama Use. Pronunció el nombre a la inglesa, y Jettel se echó a
reír: —Así no se llama nadie en Alemania. Dámela. Regina aún tuvo tiempo de decir: —Pero no rompas el
sobre, los de América son muy bonitos... —Y entonces vio que su madre palidecía
y le temblaban las manos. —No estoy llorando ni mucho menos —sollozó Jettel—, es
que me alegro tanto... Regina, la carta es de mi amiga de la infancia Use
Schottländer. Dios mío, aún vive. Se sentaron una al lado de la otra junto a la ventana
y Jettel comenzó a leer la carta en voz alta, muy despacio. Era como si su voz
quisiera retener cada sílaba antes de pronunciar la siguiente. Había algunas
palabras que Regina no entendía, y los extraños nombres se arremolinaban en sus
oídos como langostas en un campo de maíz en flor. Tenía que hacer un gran esfuerzo para reír y llorar
cuando su madre lo hacía, pero obligó a sus sentidos con decisión a soportar el
temporal de tristeza y alegría. Owuor preparó té, aunque todavía no era la
hora, sacó del armario los pañuelos que tenía preparados para los días en que
había sellos extranjeros y se sentó en la hamaca. Una vez Jettel hubo leído la carta por cuarta vez,
ella y Regina estaban tan cansadas que ninguna de las dos dijo nada más. No fue
hasta después del almuerzo, que Owuor, para su disgusto, retiró intacto, cuando
estuvieron de nuevo en condiciones de hablar sin tener que respirar hondo
antes. Pensaban cómo debían contarle a Walter lo de la carta,
y al final decidieron no mencionar nada y dejársela en la mesa redonda con el
resto del correo. Sin embargo, a primera hora de la tarde la emoción y la
impaciencia hicieron que Jettel se echara a la calle. Pese al calor y a la
ausencia de sombra, se puso en camino a toda prisa, con Regina, Max en el
cochecito, el aja y el perro, hacia la parada del autobús. El autobús estaba aún en marcha cuando Walter se bajó
de un salto. —¿Le pasa algo a Owuor? —preguntó asustado. —Hoy más que nunca ha tenido que resignarse —le
susurró Jettel. Walter comprendió de inmediato. Se sintió como un niño
que quiere apurar la alegría del momento hasta el final y prefiere no abrir un
regalo inesperado. Primero besó a Jettel y luego a Regina, acarició a su hijo y
silbó la melodía de Don't fence me in, que tanto le gustaba a Chebeti. Sólo
entonces preguntó: —¿Quién ha escrito? —No lo adivinas en la vida. —¿Alguien de Leobschütz? —No. —¿De Sohrau? —No. —Dilo ya, estoy a punto de estallar. —Use Schottländer. De Nueva York. Quiero decir de
Breslau. —¿Los Schottländer. ricos? ¿Los que vivían en la plaza
Tauentzienplatz? —Sí, Use iba a mi clase. —Dios mío, hacía años que no me acordaba de ella. —Yo tampoco —afirmó Jettel—, pero ella no me ha
olvidado. Se empeñó en que Walter leyera la carta allí mismo, en
la parada del autobús. Al borde de la carretera se alzaban dos desmedrados
espinos egipcios. Chebeti los señaló, sacó una manta del cochecito una vez la
memsahib hubo acabado de hablar y la extendió bajo el mayor de los dos árboles,
aún tarareando la hermosa melodía del bwana. Con aire risueño, sacó a Max del
cochecito, dejó por un momento que las sombras bailotearan en el rostro del
pequeño y luego lo colocó en su regazo. En los oscuros ojos de Chebeti
refulgían chispas verdes. —Una carta —dijo—, una carta que ha cruzado a nado el
ancho mar. Owuor la ha traído. —En alto, papá, léela en alto —le pidió Regina con voz
suplicante de niña pequeña. —¿Acaso no te la ha leído ya mamá miles de veces? —Sí,
pero lloraba tanto que aún no la he entendido. —«Mi querida, queridísima Jettel —leyó Walter—, cuando
mami llegó a casa ayer con el Aufbau, casi me vuelvo loca. Aún sigo muy
emocionada y apenas puedo creer que te esté escribiendo. Os felicito de todo
corazón por el nacimiento de vuestro hijo. Ojalá nunca tenga que pasar por lo que hemos pasado
nosotros. Aún recuerdo con nitidez cuando nos visitabas en Breslau con tu hija.
Por aquel entonces, ella tenía tres años y era muy tímida. Probablemente ahora
sea una señorita y ya no hable alemán. Aquí todos los hijos de los refugiados se avergüenzan
de la denominada lengua materna. Con razón. »En realidad, sabía que habíais emigrado a África,
pero a partir de ese momento os perdí la pista. Así que tampoco sé por dónde
empezar. En cualquier caso, nuestra historia se cuenta rápido. El 9 de
noviembre de 1938 esos monstruos derribaron nuestra casa y a mi querido padre,
que estaba en cama con una pulmonía, lo sacaron a la calle a rastras y se lo
llevaron. Ésa fue la última vez que lo vimos. Murió cuatro semanas después en
la cárcel. Sigo sin poder pensar en esa época sin sentir la impotencia y desesperación
que ya nunca me abandonarán. Por aquel entonces yo no quería seguir viviendo,
pero mi madre no lo permitió. «Esa mujer menuda y frágil, en cuyos ojos mi padre
había leído siempre todos y cada uno de sus deseos y que nunca había tenido que
tomar la menor decisión, vendió todo lo que nos quedaba y encontró a un primo
lejano en América que fue tan amable de proporcionarnos las referencias
necesarias. Aún hoy no sé quién nos tendió una mano amiga en Breslau ni cómo
conseguimos los pasajes para el barco. No nos atrevimos a hablar de ello con
nadie. Tampoco nos arriesgamos a despedirnos de nadie (en una ocasión vi a tu
hermana Käte delante de Wertheim, pero no llegamos a hablar), pues si se corría
la voz de que uno quería emigrar, las dificultades eran aún mayores. Llegamos a
América en el último barco y no teníamos literalmente nada, salvo algunos
recuerdos sin valor. Uno de ellos, el libro de cocina de nuestra vieja y
hacendosa criada Anna, que ni siquiera tras la Noche de los Cristales Rotos
dejó de visitarnos a escondidas, resultó un tesoro insospechado. »En una habitación con dos hornillos, mi madre y yo,
que habíamos estado rodeadas de cocineras y sirvientas toda la vida, comenzamos
a servir comidas a refugiados. Cuando empezamos, no sabíamos cuánto tiempo había que
cocer un huevo pasado por agua, y sin embargo logramos de algún modo reproducir
todos los platos que en tiempos mejores engalanaran la mesa finamente vestida
de los Schottländer. Qué suerte que mi padre adorara la comida casera. No obstante,
no fueron nuestras artes culinarias las que nos mantuvieron a flote, sino el
inquebrantable optimismo y la imaginación de mami. »De postre ofrecía siempre los chismes de la alta
sociedad judía de Breslau. No te imaginas hasta qué punto la gente que lo había
perdido todo anhelaba que le contaran historias que resultaban disparatadas y
absurdas en una época en que todo el mundo tenía que luchar por sobrevivir como
ni siquiera lo hicieran en nuestra casa los criados y las sirvientas. Aún hoy
vendemos productos caseros -mermeladas, pasteles, pepinillos envinagre con
mostaza y arenques en escabeche-, aunque entretanto yo he hecho carrera. Soy
dependienta en una librería y, aunque sigo sin hablar inglés especialmente
bien, al menos sé leerlo y escribirlo, lo cual aquí se valora mucho. Hace
tiempo que olvidé que un día quise ser escritora y que incluso llegué a
cosechar mis primeros y modestos éxitos. Sólo hoy recuerdo mi sueño de juventud
porque te estoy escribiendo a ti, a quien siempre tenía que ayudar con las
redacciones. «Estamos en contacto con alguna gente de Breslau. Vemos con
frecuencia a los dos hermanos Grünfeld. Su familia tenía un almacén al por
mayor de productos textiles junto a la estación que abastecía a media Silesia.
Wilhelm y Siegfried vinieron a Nueva York con sus esposas en 1936. Los padres no querían emigrar y fueron deportados. Los
Silbermann (él era dermatólogo, pero nunca ha logrado superar el examen de
inglés requerido y es recepcionista en un modesto hotel) y los Olschewski (él
era boticario y no consiguió salvar nada, excepto a un hijo de su hermana)
viven en nuestro barrio, que aquí todo el mundo conoce como el Cuarto Reich. Mi
madre necesita el pasado, yo no. »Jettel, no te imagino en África. Siempre le tuviste
tanto miedo a todo..., incluso a las arañas y abejas. Y, si mal no recuerdo,
detestabas todos los trabajos a los que no se pudieran llevar los más elegantes
vestidos. Me acuerdo perfectamente de tu apuesto marido. He de confesar que
siempre te envidié por su causa, como también por tu belleza y por tu éxito con
los hombres. Yo, como tú bien me auguraste durante una discusión con sólo doce
años, me he convertido en una auténtica solterona; y aunque alguien hubiera
estado tan ciego como para proponerme matrimonio, lo habría rechazado. «Después de todo lo que mami ha hecho por mí, nunca
habría podido dejarla sola. »Pero aún hay algo más que debo contarte. ¿Te acuerdas
del bedel de nuestro antiguo colegio, Barnowsky? Solía echarle una mano a
nuestro jardinero en primavera y a Gretel, los días de colada. Mi padre le
pagaba la matrícula en el colegio a su hijo mayor, que era muy inteligente, y
pensaba que no lo sabíamos. No sé cómo se enteró el buen Barnowsky de nuestra
partida, pero la noche antes de marchar apareció de pronto en la puerta de casa
y nos trajo wellwurst10 para el viaje. Tenía lágrimas en los ojos y sacudía la
cabeza sin cesar, y se ha ocupado durante todo este tiempo de evitar que odie a
todos los alemanes. «Ahora sí que he de poner punto final. Sé que nunca te
ha gustado escribir, aun así espero de todo corazón que respondas a esta carta.
Hay tantas cosas que querría que me contaras. Y mi madre se muere de ganas de
saber si hay alguien más de Breslau en Kenia. A mí las historias de antaño sólo
consiguen entristecerme. Cuando murió mi padre, una parte de mí murió con él,
pero quejarse sería pecado. Ninguno de nosotros, los que sobrevivimos, logró
salvar su alma. Escríbele pronto a tu vieja amiga Use.» Las sombras eran largas
y negras cuando Walter guardó la carta en el bolsillo de la camisa. Se puso en
pie, ayudó a Jettel a levantarse y por un momento fue como si ambos quisieran
decir algo al mismo tiempo, pero se limitaron a sacudir la cabeza al unísono
muy levemente. Durante el breve trayecto que separaba la parada del autobús del
Hove Court sólo se oyó a Chebeti. Acallaba con retazos de una dulce melodía el
llanto del bebé, que comenzaba a revolverse a causa del hambre, y rió
satisfecha cuando se dio cuenta de que su canto también servía para secar los
ojos de la memsahib y del bwana. -Mañana -dijo contenta- llegará otra carta. Mañana
será un buen día. CAPÍTULO XX Justo el día que Max cumplió seis meses puso fin, con
una inesperada determinación, al rumor de que la ternura de Chebeti lo había
ablandado y lo había hecho tan perezoso como los vástagos de su propio clan,
que seguían aferrados al pecho de su madre cuando ya habían aprendido a andar.
El pequeño áscari de Chebeti se incorporó por sí solo en su cochecito, pasando
por encima de las reticencias de las experimentadas madres alemanas. Era
domingo por la mañana cuando ocurrió. Entonces el jardín del Hove Court no
ofrecía al pesado bebé el ambiente propicio para llamar la atención con proezas
físicas. La mayoría de las mujeres se mantenía fiel -si bien
con cierto embarazo, ya que, desde que la palabra brunch comenzara a cobrar
cada vez más popularidad, ya no se correspondía con las costumbres del país- al
ritual europeo del opíparo almuerzo dominical. Todas estaban ocupadas
supervisando a la servidumbre en la cocina y quejándose de la calidad de la
carne sin manir. Los hombres se afanaban con el Sunday Post, que con sus
florituras lingüísticas, sus ambiciones literarias y los complicados relatos de
la vida de la alta sociedad londinense fatigaba de tal modo a la mayoría de los
refugiados que sólo se sentían capaces de hacer frente a las penalidades de la
lectura alternándola con largas pausas y con la idea, pronto desechada, de que
querer es poder. Si Owuor se hubiera asomado a la ventana cada poco,
como hacía siempre, habría visto erguido en el cochecito al niño de sus ojos,
al que se empeñaba en llamar «áscari» a pesar de que la tranquilidad se iba
apoderando de las noches. Pero en aquel preciso instante Owuor vociferaba en la
cocina como un joven masai en su primer día de caza, pues sobre las patatas
había caído demasiada lluvia antes de la cosecha y se deshacían en el agua. Las
patatas, que después de cocidas se parecían a las nubes que coronaban la gran
montaña de Ol’ Joro Orok, solían provocar en Owuor una sensación de fracaso y
en el rostro del bwana, un surco de ira entre la nariz y la boca. Chebeti planchaba los pañales, lo que Owuor
consideraba un envidioso ataque a su virilidad: entre las labores de un aja
sólo se contaba lavar la ropa, no andar con la pesada plancha, que sólo le
obedecía a él. Jettel y Walter habían aplazado su disputa de la noche anterior
con aquel agotamiento que zanjaba prematuramente toda conversación desde el día
en que Jettel comprendió hasta sus últimas consecuencias el significado de la palabra
repatríation. Ella y Walter habían ido a visitar al profesor
Gottschalk. Éste se había torcido un tobillo y dependía desde hacía tres
semanas de que sus amigos lo abastecieran tanto de comida como de noticias del
mundo exterior, con el que no podía mantener contacto ni a través de la radio
ni por los periódicos, sino sólo mediante conversaciones personales. Así que sólo estaba presente Regina cuando su hermano,
con un vigoroso impulso y un fuerte berrido, que sin embargo sólo atrajo la
atención del perro de Diana, adoptó una nueva postura en la vida. En menos
tiempo del que necesita un pájaro para desplegar sus alas ante un peligro, Max
se transformó de un bebé que no veía más que el cielo y al que había que coger
en brazos para que pudiera ensanchar su horizonte en un ser lleno de curiosidad
capaz de mirar a la gente a los ojos en todo momento y de contemplar la vida
desde lo alto a su antojo. El cochecito se encontraba a la sombra del guayabo en
que antaño se alojara el hada inglesa. Desde que aquella dama clasista dejó de
ocuparse de los deseos y las inquietudes de la solitaria hija de un refugiado,
Regina sólo buscaba la protección de su fantasía cuando el sol la empujaba
despiadado hacia las sombras, devolviéndola así al pasado. Cuando Max, presa de un asombro que hizo que sus ojos
se tornaran redondos como la luna que en las noches de máximo esplendor nos
regala la claridad del día, abandonó la seguridad de su almohada, su hermana
acababa de hacer un descubrimiento irritante. Experimentó por vez primera con una claridad meridiana
que un mero olor familiar era capaz de despertar de su letargo aquellos
recuerdos tan bien enterrados que avivaban en su mente el fuego de un turbador
sufrimiento. El dulce aroma de aquellos días que ya nunca más serían le produjo
un cosquilleo de nostalgia en la nariz. Sobre todo, lo que Regina no sabría
decir a ciencia cierta era si deseaba que su hada volviera o no. La elección
entre las dos posibilidades la hacía dudar. —No —decidió al fin—, ya no la necesito. Te tengo a
ti. Tú al menos sonríes cuando te cuentan algo. Y contigo puedo hablar inglés
exactamente igual de bien que antes con el hada. Por lo menos cuando estamos
solos. ¿O prefieres que te hable en suahili? Regina abrió la boca de par en par
como un ave que alimenta a su nidada, llenó sus pulmones de aire fresco y rió
sin perturbar la calma. Aún disfrutaba, con el mismo gozo que el maravilloso
día en que le fue dado contemplar por vez primera aquel milagro, del hecho de
que su sonrisa era capaz de hacer brotar la alegría como por arte de magia en
el rostro de su hermano. Satisfecho, Max profería ruidos guturales y logró
canalizar el torrente de expresiones de júbilo que se agolpaba en su interior
hasta formar un sonido que Regina interpretó como «aja». -No dejes que papá oiga eso -le dijo reprimiendo una
risita-, se volverá loco si la primera palabra de su hijo es en suahili. Querrá
hablar contigo de su patria en su idioma. Di mejor Leobschütz o al menos Sohrau.» Regina
descubrió demasiado tarde que se había comportado de forma tan inexperta como
un buitre joven que mediante un graznido prematuro atrae a sus congéneres y ha
de compartir con ellos su presa. Se había dejado arrastrar por su fantasía a un
abismo del que no podría salir incólume. El antiguo y agradable juego del
interlocutor que nunca daba una respuesta y, por tanto, siempre ofrecía la
deseada había dado paso a una presencia con gesto burlón, y Regina recordó la
pelea de sus padres, que ahora se repetía con tanta frecuencia como el aullido
de las hienas en las noches de Ol’ Joro Orok. Ya entonces Regina sabía hasta qué punto la palabra
Alemania, tan pronto como su padre pronunciaba las primeras sílabas, era
sinónima de pesar y disgusto. Pero desde hacía algún tiempo, Alemania
representaba para todos una amenaza aún más fuerte que el poder de todas las
palabras incomprensibles que Regina había aprendido a temer en su niñez. Cuando
sus oídos no lograban cerrarse a tiempo a la despiadada batalla de sus padres,
tenían que oír hablar una y otra vez de aquella despedida que Regina se
imaginaba mucho más dolorosa aún que la separación de la granja, la cual no
podía olvidar pese a sus esfuerzos y a la promesa hecha a Martin. No eran sólo las barbaridades con las que sus padres
se torturaban mutuamente las que asustaban a Regina, sino también y sobre todo
la sensación de que se esperaba de ella que decidiera entre dar la razón a su
cabeza o a su corazón. Su cabeza estaba del lado de su madre, su corazón latía
por su padre. —¿Sabes, áscari? —dijo Regina, y habló con su hermano
en la hermosa y dulce lengua jaluo, como hacían Owuor y Chebeti tan pronto se
quedaban a solas con el niño-, a ti te pasará exactamente lo mismo. Nosotros no
somos como los demás niños. A los demás niños no les cuentan nada, a nosotros
nos lo dicen todo. Nosotros tenemos unos padres que no pueden tener la boca
cerrada. Regina se puso en pie, disfrutó por un instante de las
punzadas de la hierba dura en los pies descalzos como si de un vivificante baño
se tratara, echó luego a correr hacia el florido hibisco y arrancó un ejemplar
lila de la exuberante planta. Llevó con cuidado la delicada flor hasta el
cochecito y acarició con ella al bebé hasta que éste berreó y chilló y de su
garganta brotaron de nuevo aquellos monosílabos que sonaban como una mezcla de
jaluo y suahili. —Si no se lo cuentas a nadie —le susurró, lo sentó en
su regazo y prosiguió, algo más alto, en inglés—, te lo explico. Ayer oí a mamá
gritar: «Nadie logrará llevarme al país de esos asesinos», y no tuve más
remedio que llorar con ella. Sabía que estaba pensando en su madre y su
hermana. Sabes, eran nuestra abuela y nuestra tía. Pero entonces papá le
contestó, también a gritos: «No todos eran asesinos», y estaba tan pálido y
temblaba tanto que me dio una pena horrible. Y entonces lloré por él. Siempre
es igual. Nunca sé de qué lado estoy. ¿Entiendes por qué prefiero hablar
contigo? Ni siquiera sabes que existe Alemania. —¡Vaya, Regina! ¿Ya estás atosigando a tu hermano con
tus poesías en inglés o acaso estás inculcándole algún otro disparate? —gritó
Walter desde lejos, asomando tras la morera. Regina alzó a su hermano y ocultó el rostro tras su
cuerpo. Esperó hasta que la turbación dejó de colorear su piel y tuvo la
sensación de ser un cazador cazado. Esta vez Owuor se había equivocado. Él
sostenía que Regina tenía la vista de un guepardo, pero no había visto venir a
su padre. —Creía que estabas en casa del viejo Gottschalk
—balbuceó. —Allí estábamos. Te manda recuerdos y dice que a ver
si te dejas caer por allí alguna vez. Debes hacerlo, Regina. El pobre hombre
está cada vez más solo. Hay que prestarle la poca ayuda que uno pueda de buen
grado. No podemos darle nada salvo a nosotros mismos. Mamá se ha adelantado y
va camino del apartamento. Y yo he pensado que mis hijos se alegrarían de verme.
Pero mi hija parece una ladrona de huevos sorprendida con las manos en la masa. La fuerza del arrepentimiento al percibir la decepción
de Walter sacudió a Regina de aquel estado. Se levantó pesadamente, como una
anciana desdentada y sin fuerzas, devolvió a Max a su almohada, se acercó a su
padre poco a poco, vacilante, y lo abrazó tan fuerte como si ella sola pudiera
con sus brazos aprisionar aquellos pensamientos de los que él no podía saber
nada. El temblor de su padre le transmitió aun con más claridad que su
expresión la agitación de la noche anterior. Aunque se resistía, sobre Regina
pesaba una tristeza que le oprimía; buscó palabras con las que ocultarle su
compasión, pero él se le adelantó. —No fuiste muy cuidadosa en la elección de tus padres —dijo
Walter, sentándose bajo el árbol—. Y ahora quieren llevarte con ellos a un país
extranjero por segunda vez. —Tú quieres, mamá no. —Sí, Regina, quiero y debo. Y tú tienes que ayudarme. —Pero aún soy una niña. —No lo eres y lo sabes. Al menos no me lo pongas más
difícil. Nunca podría perdonarme haberte hecho desgraciada. —¿Por qué tenemos que ir a Alemania? Los demás no
tienen que hacerlo. Inge dice que su padre será inglés el año que viene. Tú
también puedes serlo. Tú estás en el ejército y él no. —¿Es que le has contado a Inge que queremos volver a
Alemania? —Sí —¿Y qué dice ella? —No lo sé. Ya no quiere hablar conmigo. —No sabía que los niños pudieran ser tan crueles. No
querría hacerte eso —murmuró Walter—, pero trata de entenderme. Es posible que
al padre de Inge le den un pasaporte inglés, pero no por eso va a ser inglés.
Dime, ¿crees que van a invitarlo a los hogares de las familias inglesas?
Digamos, por ejemplo, ¿a casa de tu querida directora? —¡A casa de ella nunca!
—Ni a la de nadie. ¿Lo ves? No quiero ser un hombre con un apellido que no le
pertenece, pero debo saber por fin adonde pertenezco. No puedo seguir siendo un
bloody refugee al que nadie toma en serio y al que la mayoría desprecia. Aquí
se limitarán a soportarme y nunca dejaré de ser un marginado. ¿Puedes hacerte
una idea de lo que eso significa? Regina se mordió el labio inferior, pero aun
así respondió de inmediato: —Sí —dijo—, sí que puedo. —Se preguntaba si su
padre se figuraba lo que había sufrido y aprendido en todos aquellos años en el
colegio, primero en Nakuru y ahora también en Nairobi—. Aquí —le explicó— es
aún peor. En Nakuru sólo era alemana y judía, ahora soy alemana, judía y una
bloody scholar. Eso es peor que ser un bloody refugee. Créeme, papá. —Nunca nos habías dicho nada de eso. —No podía. Al principio no tenía palabras suficientes
y luego no quise que te pusieras triste. Y además... —agregó tras una larga
pausa durante la cual la asediaron los fantasmas de la soledad—, no me importa.
Ya no. —Lo mismo le pasará a Max cuando vaya al colegio.
Espero que tenga un corazón tan grande como el tuyo y que no le reproche a su
padre ser un fracasado. Cuando el amor de una niña se tornó la admiración de
una mujer, Regina decidió guardar silencio, pero supo que sus ojos la delataban.
Su padre no era tonto, soñador y débil, como pensaba su madre. No era un
cobarde ni huía de las dificultades, como afirmaba ella cada vez que discutían.
El bwana era un luchador lleno de fuerza y tan astuto como sólo podía serlo un
hombre que no abría la boca hasta el momento oportuno. Sólo un vencedor sabía
cuándo debía sacar su mejor flecha, y él calculaba su disparo con gran
precisión para hallar el punto más sensible de aquellos a los que quería
alcanzar. A ella el intrépido bwana le había dado en pleno corazón, tan hondo
como Cupido y tan sagaz como Ulises. Regina se preguntaba si debía reír o
llorar. —Tú luchas con las palabras —admitió Regina. —Es lo único que sé hacer. Y quiero volver a hacerlo.
Por todos vosotros. Debes ayudarme. Sólo te tengo a ti. La carga que su padre le imponía era pesada. Regina
trató una vez más de rebelarse, pero al mismo tiempo se sintió como si
estuviera perdida en el bosque y acabara de descubrir el claro que habría de
salvarla. El tira y afloja por su corazón tocaba a su fin. Su padre tenía en su mano de una vez por todas el
trozo más largo de cuerda. —Prométeme —dijo Walter— que no te pondrás triste
cuando regresemos a casa. Prométeme que confiarás en mí. Aun mientras su padre hablaba, los recuerdos golpearon
a Regina tan certeros como un hacha afilada a un árbol enfermo. Aspiró el aroma
del bosque de Ol’ Joro Orok, se vio a sí misma tumbada en la hierba, sintió el
fuego de un inesperado roce y luego, al instante, un lancinante dolor. —Martin también me dijo eso. Cuando aún era un
príncipe y fue a buscarme al colegio. «No debes ponerte triste cuando tengas
que marcharte de la granja», me dijo. Tuve que prometérselo. ¿Lo sabías? —Sí. Algún día
olvidarás la granja. Te lo prometo. Y otra cosa, Regina, olvídate de Martin.
Eres demasiado joven para él y él no es suficientemente bueno para ti. Martin
sólo se quiere a sí mismo, siempre ha sido así. Ya le hizo perder la cabeza a
tu madre. Por aquel entonces, ella no era mucho mayor que tú
ahora. ¿Te ha escrito? —Lo hará —se apresuró a decir Regina. —Eres igual que tu padre. Un pobre diablo que todo se
lo cree. Quién sabe si volveremos a tener noticias de Martin. Se quedará en
Sudáfrica. Debes olvidarlo. El primer amor nunca llega a nada en la vida, y
está bien así. —Pero mamá también fue tu primer amor. Ella misma me
lo dijo. —¿Y qué hemos sacado en limpio? —Max y yo —repuso
Regina. Se quedó mirándolo hasta que por fin logró arrancarle una sonrisa. De camino al apartamento, preguntó: —Si tenemos que
irnos a Alemania, ¿qué será de Owuor? ¿Podrá venir con nosotros también esta
vez? —Esta vez no. Nos partirá el corazón y la herida no cicatrizará jamás.
Regina, lamento que ya no seas una niña. A los niños se les puede engañar. Durante el almuerzo, no fue difícil justificar las
lágrimas aduciendo un dolor físico. Owuor había hecho de las patatas deshechas un puré
compacto con mucha pimienta y aún más sal. El jueves, Regina fue con Chepoi de compras al mercado
con la vista puesta en el cumpleaños de Diana. Después tuvo que emplear mucho
tiempo y muchas palabras, sacadas de un poema de Shakespeare y traducidas con
mucha libertad, para aplacar los celos de Owuor, y por fin pudo visitar al
profesor Gottschalk. Por primera vez desde la caída, volvía a estar sentado
ante su puerta en la desvencijada silla de tijera con la gruesa chaqueta de
terciopelo negro. Sobre la manta que cubría sus rodillas estaba el ya familiar
libro, pero las tapas de piel roja con caracteres dorados que siempre habían
fascinado a Regina de tal modo que no era capaz de concentrarse en las letras
ahora estaban cubiertas de polvo. Regina comprendió con una angustia que le hizo
paladear el amargo sabor del miedo, y que sólo al día siguiente aprendió a
identificar como un dolor, que aquel anciano ya no deseaba leer. Había enviado
a sus ojos de safari por un mundo en el que los limoneros bajo los cuales había
paseado tan a menudo en sus días de plenitud ya no daban frutos. Desde su
última visita, el sombrero negro se había vuelto más grande y el rostro que
cubría, más pequeño, pero su voz sonó firme cuando dijo: —Cuánto me alegro de
que hayas venido, el tiempo se acaba. —En absoluto —se apresuró a negar Regina con aquella
obsequiosa amabilidad que tanto había tenido que ensayar como virtud de los
exploradores—. Estoy de vacaciones. —Antes yo también tenía vacaciones. —Pero si usted siempre está de vacaciones. —No. En casa tenía vacaciones. Aquí todos los días son
iguales. Un año tras otro. Perdona, Lilly, que sea tan ingrato y que diga tantos
disparates. Tú no puedes hacerte una idea de lo que quiero decir. Aún eres lo
bastante joven para que tus ojos beban cuanto se les ofrece. Cuando Regina se percató de que el profesor la había
confundido con su hija, quiso decírselo, pues no era bueno que una persona se
apropiara del nombre de otra, pero no sabía cómo explicarle una historia tan
compleja si no era con las palabras y en la lengua de Owuor. —Mi padre también dice esas cosas —murmuró. —Pronto ya no las dirá más, su corazón está listo para
despedirse y comenzar de nuevo —dijo el profesor, e hizo un guiño sin que sus
ojos reflejaran alegría. Por un breve instante, su rostro volvió a ser tan
grande como su sombrero—. Tu padre es un hombre inteligente. Vuelve a tener
esperanza. Y lo que dice la voz interior no defrauda al alma esperanzada. Regina se preguntaba desconcertada por qué sentía
tanto frío en la piel aun cuando la sombra del muro no podía alcanzarla.
Entonces cayó en la cuenta. El aullido de las hienas demasiado viejas para
capturar una presa resonaba en las noches oscuras como la risa del profesor a
plena luz del día. Al mismo tiempo, pensaba cuántos años tendría el profesor y
por qué la gente mayor decía tan a menudo cosas aún más difíciles de descifrar
que los misteriosos enigmas de las leyendas antiguas. —¿Te alegras de irte a Alemania? —quiso saber el
profesor. —Sí —dijo Regina, cruzando los dedos como había
aprendido de Owuor cuando era niña para proteger su cuerpo del veneno de una
mentira que su boca no había podido retener. Ahora estaba segura de que el
profesor no hablaba con ella, pero eso no la confundía. ¿Acaso no había visto
en su padre una y otra vez que un hombre necesita a alguien que le escuche
aunque ese amigo no sea el más adecuado? —Cuánto me gustaría estar en tu lugar.
Imagínate que estás en casa, sales a la calle y todo el mundo habla alemán.
Hasta los niños. Sólo tienes que preguntarles algo y te entienden de inmediato
y te responden. Regina abrió la boca lentamente y volvió a cerrarla
aún más despacio. Necesitaba tiempo para averiguar si el profesor sabía que
estaba sentada en el suelo junto a su silla. Él esbozó una sonrisa, como si llevara toda la vida
hablando con monos bostezadores que ni siquiera tuvieran que proferir un sonido
para llamar la atención. —Francfort —espetó el profesor, rasgando con voz suave
el apacible silencio— era tan bonito. ¿Te acuerdas? ¡Cómo puede alguien no ser
de Francfort! Eso ya sabías decirlo cuando eras una canija. Todos se reían.
Dios mío, ¡qué felices éramos entonces! ¡Y qué necios! Saluda a la patria de mi
parte cuando la veas. Dile que no he podido olvidarla. Dios sabe que lo he
intentado una y otra vez. —Lo haré —respondió Regina. Se tragó su desconcierto y
comenzó a toser. —Y gracias por haberlo conseguido a tiempo. Dile a tu
madre que no debe regañarte si llegas tarde a clase de canto. Regina cerró los ojos mientras esperaba que la sal que
había bajo sus párpados se convirtiera en pequeños granitos secos. Tardó más de
lo que pensaba en volver a ver con claridad y entonces se dio cuenta de que el
profesor se había quedado dormido. Hacía tanto ruido al respirar que el tenue silbido del
viento enmudeció; el ala del sombrero negro le rozaba la nariz. Aunque Regina no llevaba zapatos y sus pasos sobre la
tierra encostrada apenas hacían más ruido que una mariposa que se detiene a
descansar sobre un sediento pétalo de rosa, procuró que sólo las puntas de sus
pies tocaran el suelo. A medio camino se dio la vuelta de nuevo, pues de pronto
le pareció conveniente e importante que el profesor no se despertara hasta que
recuperase las fuerzas para ordenar en su cabeza las formas y los colores. Le complacía y, por algún motivo que aún no alcanzaba
a entender, le alegraba verlo dormir plácidamente. Como sabía que no la oiría,
cedió al repentino y desbordante impulso de exclamar kwaheri en lugar de adiós. Cayó la tarde antes de que a los inquilinos del Hove
Court comenzara a extrañarles que el profesor Gottschalk, que tenía auténtica
aversión al súbito frío que acompañaba a las noches africanas, siguiera
plácidamente sentado en su silla. Pero luego, tan deprisa como si lo hubieran
anunciado los tambores de la selva con sus ecos hechizados, corrió la voz de
que había muerto. El entierro tuvo lugar al día siguiente. Como era
viernes y el difunto debía ser inhumado antes del comienzo del sabat, el
rabino, pese a las alusiones a la extraordinaria furia de la estación de las
lluvias en Gilgil, se negó a retrasar el sepelio más allá del mediodía. Procuró
mostrar su comprensión por la irritación que suscitaba en el cortejo fúnebre su
deber de fidelidad a las leyes sagradas con un amago de sonrisa y toda una
serie de gestos conciliadores, pero desoyó toda objeción, incluso los
argumentos, expuestos en un inglés de lo más comprensible, de que el profesor
tenía derecho a estar acompañado de su hija y su yerno en su último viaje. —Si oyera la radio en lugar de rezar, sabría que la
carretera de Gilgil a Nairobi es un barrizal —dijo Elsa Conrad exasperada—. A
un hombre como el profesor no se le entierra sin sus parientes. —Sin hombres tan piadosos como el rabino aquí
presente, ya no quedarían judíos — intentó mediar Walter—. El profesor lo
habría entendido. —Maldita sea, ¿es que siempre tienes que mostrar
comprensión por otra gente? —Ésa es una cruz que he llevado toda mi vida. Lilly y Osear Hahn llegaron al cementerio cuando el
sol apenas arrojaba aún sombra y el pequeño círculo de cariacontecidos
permanecía en pie, apenado, junto a la fosa. Tras las correspondientes
oraciones, el rabino había pronunciado un breve discurso en inglés lleno de
sabiduría y erudición, pero la indignación y, sobre todo, la falta de
conocimientos lingüísticos de la mayoría de los presentes no habían hecho más
que incrementar la agitación. Oscar, vestido con unos pantalones caqui y una
chaqueta oscura demasiado estrecha, no llevaba corbata, tenía rastros de barro
seco en el pantalón y en la frente y respiraba con dificultad. No dijo ni una palabra y sonrió confuso cuando llegó
junto al grupo. Lilly llevaba puestos los pantalones con que daba de comer a
las gallinas por las noches y un turbante rojo en la cabeza. Estaba tan
nerviosa que olvidó cerrar la puerta del coche al bajarse a la entrada del
cementerio. Su caniche, que, al igual que Osear, en los últimos dos años se
había vuelto mucho más viejo, más gris y más gordo, corría tras ella jadeando.
Desde el otro lado de los enormes árboles se oyó a Man] ala, a quien Regina
reconoció de inmediato por su ronca voz, llamar a gritos al perro. Lo insultaba
llamándolo hijo de la voraz serpiente de Rumuruti y lo amenazaba ora con su
cólera ora con la venganza del implacable dios Mungo. Regina tuvo que tragarse la risa, que afluía a su
garganta con el ímpetu de una catarata furibunda, como quien mastica por
descuido bayas de pimienta demasiado maduras; por respeto al profesor se
esforzó también por desterrar de su rostro la alegría que sentía al ver a Lilly
y Oha. Se encontraba en pie entre Walter y Jettel, bajo un cedro desde el que
un mirlo en celo, pese al calor del resistero, galanteaba tratando de llamar la
atención con sonidos agudos. Cuando Regina vio cómo corría Lilly y cómo la
fatiga cincelaba profundas arrugas en su rostro, se dio cuenta de que al
profesor le preocupaba que su hija pudiera llegar tarde a clase de canto.
Primero pensó que debía reír, y se mordió el labio horrorizada, y luego sintió
las lágrimas, aunque sus ojos estaban aún secos. Cuando Lilly llegó junto a la fosa y suspiró aliviada,
el caniche olisqueó a Regina y se abalanzó sobre ella con un estridente ladrido
de alegría antes de enroscarse entre sus piernas. Ella lo acarició para
calmarse ella misma, además de apaciguar al perro, llamando así la atención del
rabino, que se quedó mirándolos fijamente, a ella y al perro, que no dejaba de
gimotear. En voz muy baja y sin haber recuperado aún el aliento,
Oha recitó el kadis por los muertos, pero hacía tanto tiempo que habían
fallecido sus padres que ya no era capaz de recordar el texto de la oración lo
suficientemente rápido, y a cada palabra tenía que evocar un pasado que en
aquel momento de agotadora emoción lo confundía con palabras equivocadas. Todos
se percataron de lo embarazoso que le resultaba tener que aceptar la ayuda de
un hombre solícito y menudo a quien nadie conocía y que había aparecido detrás
de una lápida justo en el momento adecuado. El desconocido de barba y sombrero alto y negro
asistía a todos los enterramientos del círculo de los refugiados porque, por
experiencia, podía estar seguro de que eran pocos los que conservaban la
ortodoxia suficiente para recitar con soltura la oración por los difuntos y de
que casi siempre se mostraban agradecidos por su ayuda con la generosidad de
quienes no podían permitirse dar nada. Cuando por fin Oha hubo balbuceado la última palabra
de la oración por los muertos, el hoyo se cubrió de tierra rápidamente. Hasta
el rabino parecía tener prisa. Ya se había alejado unos metros cuando Lilly se
desasió de los brazos que la consolaban y, con una timidez casi infantil que la
hizo parecer una extraña, dijo en voz queda: «Sé que la canción no pega en un
entierro, pero mi padre la adoraba. Me gustaría cantarla para él una última
vez.» El rostro de Lilly estaba pálido, pero su voz era suficientemente clara y
firme para arrancarle más de un eco al azul resplandeciente de las montañas de
Ngong cuando entonó No sé lo que significa. Algunos tararearon la melodía, y el
silencio tras la última nota fue de una solemnidad tal que hasta el caniche
pareció comprender, pues rompió - por primera vez en años- con su costumbre de
acompañar el canto de Lilly con una salva de aullidos. Regina intentó primero
tararear con los mayores y luego llorar con ellos, pero no logró ni una cosa ni
la otra. La apenaba haber olvidado lo que tenía que decirles a Lilly y Oha, a
pesar de que su padre había estado practicando con ella aquella misma mañana
las tres palabras en alemán que tan bonitas y oportunas le habían parecido. Jettel invitó a Lilly y Oha a cenar. Owuor, henchido
de orgullo, les mostró al pequeño Max y les explicó con lujo de detalles por
qué él lo llamaba áscari. Más orgulloso aún se sintió al recordar cómo le
gustaban los huevos fritos a la hermosa mensahib de Gilgil. Duros y con una costra marrón, no blandos y con una
telilla como al bwana. También fue Owuor quien le contó a Lilly que, poco antes
de su muerte, su padre había hablado con Regina. —Ella —le dijo— fue con él al gran safari. Regina se asustó, pues había pensado que su último
encuentro con el profesor debía permanecer en secreto, pero luego volvió a
comprobar una vez más lo listo que era Owuor, pues Lilly dijo primero: «Me
alegro de que estuvieras con él», y más tarde propuso: «Tal vez te gustaría
contarme de qué hablasteis.» Cuando Jettel se retiró para acostar a Max y los
dos hombres fueron a dar un paseo por el jardín, Regina dejó salir las palabras
que guardaba en su memoria desde la muerte del profesor. Incluso la frase «cómo
puede alguien no ser de Francfort». Al principio, a Regina le daba reparo hablar de la
equivocación del profesor, pero precisamente eso acudía a sus labios con tanta
insistencia que parecía que llevara todo ese tiempo aguardando la liberación
del cautiverio. A Lilly aquella historia pareció confortarla; rió por primera
vez desde que se bajara precipitadamente del coche en el cementerio, y luego
volvió a hacerlo más fuerte cuando supo lo de la clase de canto. —Típico —recordó—, mi padre siempre temía que llegara
tarde. —Ahora tú eres algo así como la hermana pequeña que
nunca tuve —dijo cuando ella y Oha se despidieron para pasar la noche en la
habitación del profesor. A la mañana siguiente, en el desayuno, Lilly dejó a
Regina aún más perpleja que la noche anterior cuando le preguntó: —¿Qué te
parecería venir con nosotros a Arkadia? Ya le he preguntado a tus padres. Ellos están de acuerdo. —No puede ser —rehusó Regina, y mientras lo decía notó
en el ardor de su piel que sólo había sido capaz de dominar su boca, mas no su
cuerpo, y sintió vergüenza porque sabía cuánto anhelo contenía su mirada. —¿Por qué no? Pero si estás de vacaciones. —Me gustaría mucho volver a una granja..., pero
también quiero estar con Max. Acaba de llegar. —Ayer por la noche Max dijo con absoluta claridad que
quería conocer Gilgil— sonrió Oha. CAPÍTULO XXI En Gilgil los días volaban más aprisa que los patos
salvajes en su largo safari hacia el lago Naivasha. Regina sólo trató de
defenderse del vuelo del tiempo los primeros días. Al comprender lo mucho que la inquietaba intentar
retener la felicidad, empezó a observar detenidamente a los viajeros de
resplandecientes plumas verdes y azules. Para ella, aquellos pájaros que
pasaban planeando bajo los remolinos de nubes formaban parte de la magia única
de Arkadia, la granja de los tres acertijos imposibles de resolver. Entre las montañas, con sus cimas carcomidas por el
calor y las tormentas, y las enormes schambas de maíz, pelitre y lino, los ojos
jamás se topaban con una valla o una zanja. En esa llanura interminable, el
dios Mungo reinaba sobre las gentes de Gilgil con mano aún más dura que en Ol’
Joro Orok. A éstas les bastaba con tener suficiente comida para ellas y su
ganado. No se habían dejado domeñar ni por las órdenes ni por el dinero de los
blancos; lo sabían todo acerca de la vida en la granja, pero de ellas la granja
únicamente sabía que existían. Sólo Mungo podía disponer sobre la vida y la
muerte de aquellos seres orgullosos que cuidaban de sí mismos y sólo permitían
que llegara a su nariz el olor de lo familiar. A partir de los primeros rebaños de ovejas que
pastaban en la hierba, las cabras que brincaban hábilmente entre pequeños
riscos musgosos, las vacas tumbadas que en su saciedad apenas movían la cabeza
y las apelotonadas chozas con minúsculas piedras blancas en sus paredes de
barro, Mungo sólo dejaba oír su voz en el estruendo de la lluvia muy de mañana,
pero su poder era palpable por doquier. En ese reino de imágenes y sonidos
familiares había pequeñas schambas que pertenecían a los chicos de las chozas. En ellas crecían altas plantas de tabaco, arbustos de
hierbas medicinales de aroma dulzón cuyos efectos sólo conocían los ancianos
sabios y bajas plantas de maíz de vigorosas hojas que hablaban en voz queda con
cada soplo del viento. Por la mañana y en las primeras horas de la tarde
trabajaban allí jóvenes mujeres de cabezas rapadas, pechos desnudos y niños
sujetos a la espalda con pañuelos de colores. Cuando dejaban sus azadas en la
hierba y se llevaban los niños al pecho, las gallinas sacaban a picotazos de
entre sus pies, encostrados de tierra, pequeños escarabajos relucientes.
Mientras trabajaban, las mujeres rara vez cantaban como los hombres; cuando
hacían agujeros en el largo silencio riendo como niños, a menudo hablaban
festivamente de la memsahib y su bwana, que tanto amaban las palabras que
arañaban el cuello y la lengua. Para Regina, Lilly, con aquella voz que volaba sobre
los árboles y llegaba sin esfuerzo a las montañas, se convirtió en la hermosa
señora de un castillo blanco que recibía mensajes de mundos extraños. Aquel
castillo tenía grandes ventanas que guardaban el calor del día hasta bien
entrada la noche y transformaban en grandes bolas las más pequeñas gotas de
lluvia. En el cristal, al que dos jóvenes kikuyus sacaban brillo a diario bajo
la supervisión de Man-jala hasta poder escupir en su propia cara, el sol
pintaba con más colores que en ningún otro paraíso africano. En el salón, con la gran chimenea hecha de una piedra
que se teñía de un rosa pálido tan pronto comenzaba a crepitar la madera al
arder, de la pipa de Oha surgía un rey suave. Tenía el vientre abultado y los
huesos oprimidos por una carga que Regina era incapaz de identificar, pero
trepaba con facilidad y astucia a las diminutas lomas grises de tabaco allá en
lo alto y desde ellas bendecía sonriente la casa con la sonora carcajada, la
suave música y la amabilidad de unos sonidos hermosos, extraños, singulares. Había noches en que sólo las altas llamas iluminaban
la estancia, sumiéndola en una bruma de un rojo muy vivo. Entonces el aroma,
una sutil y armoniosa mezcla de cedros en los que aún habitaba el bosque y
tembo de caña de azúcar recién quemado que Oha bebía después de cenar en
pequeñas copas de cristal pintado, demoraba una y otra vez su despedida. En
tales noches incluso los taciturnos espíritus mágicos salían de sus
escondrijos. Eran sordos a las voces de la gente, pero para ellos era una
placentera necesidad enviar sus ojos a un safari sin principio ni fin. Luego, de los oscuros marcos de madera de los cuadros
escapaban unos hombres rechonchos con anchos fajines anaranjados, altos
sombreros negros y camisas de cuello blanco formado por pequeños pliegues
rígidos. Los seguían mujeres de porte muy serio con tocados de encaje blanco,
perlas en el cuello tan blancas como la joven luna y vestidos de grueso
terciopelo azul. Los niños llevaban atuendos de luminosa seda que envolvían sus
cuerpos como la propia piel y ceñidos gorros con diminutas perlas en las costuras.
Reían con la boca, mas nunca con los ojos. Estos seres de las moradas de los colores misteriosos
se instalaban a sus anchas por un breve instante en los mullidos sillones verde
oscuro. Antes de volver a su sitio en las pétreas paredes con una risa que no
era más sonora que el primer berrido de un niño, murmuraban con voz ronca en un
idioma cuyos guturales sonidos eran iguales a los de los bóers. Cuando por la noche Regina observaba a tan distinguido
grupo en su huida de los estrechos marcos de los cuadros, se sentía como la
sirenita de los cuentos a la que la tempestad arrastra a la orilla y ya no
puede andar, pero tampoco se atreve a regresar. En cambio, si se sentaba de día
en el gran sillón con las cabezas de león talladas en los brazos, a la sombra del
muro, cubierto de arvejas rosas y blancas, y contemplaba, inmediatamente
después de que cesara la lluvia, la encrespada danza de las nubes, se sentía
fuerte como Atlas, con el pesado globo terráqueo a sus espaldas. La entusiasmaba la idea de encontrarse exactamente en
la encrucijada entre tres mundos. No habrían podido ser más distintos entre sí
ni aunque el propio Mungo se hubiese tomado la molestia de darle a cada uno una
forma inconfundible. Los tres mundos se llevaban tan bien como la gente que no habla
el mismo idioma y, por tanto, tampoco puede avenirse en el significado de la
palabra conflicto. La hierba, que se extendía desde las montañas -con su
resplandor rojizo- hasta el valle, había acumulado demasiado sol para adquirir
en la estación de las lluvias un tono tan verde como en el resto de las tierras
altas. Los grandes arbustos amarillos coloreaban la luz como si las agostadas
plantas tuvieran que protegerse de las miradas. Ello le confería al paisaje una
suavidad que no tenía y lo hacía abarcable. Las gruesas franjas de las cebras
resplandecían en sus henchidos cuerpos hasta que el sol se precipitaba desde el
cielo, y el pelaje de los babuinos se asemejaba a un tupido manto tejido con
tierra pardusca. Había días muy claros que convertían a los monos en
bolas inmóviles, y en aquella luz blanca, que apenas toleraba una sombra, sólo
tras múltiples y fatigosos esfuerzos lograba el ojo distinguirlos de las
jorobas de las vacas que pastaban no muy lejos. Pero también había unas pocas
horas que no pertenecían ni al día ni a la noche. En ellas los babuinos
jóvenes, cuya experiencia y precaución aún no les habían arrancado la
curiosidad del rostro, se acercaban tanto a la casa que cada una de sus voces
adquiría un timbre propio. Tras el último maizal se hallaba el bosque de los
cedros cuyas copas ya no alcanzaban a ver las raíces y los bajos espinos
egipcios de secas ramas. Cuando sonaban los tambores, su eco imponía un breve y
tenso silencio incluso al más furioso de los vientos. Eran estos sonidos, que tanto
echara de menos en Nairobi, los que más acariciaban los oídos de Regina. Hacían
que los recuerdos, que nunca había aprendido a tragarse, se trocaran en un
presente que la embriagaba como en los días dichosos el tembo a los hombres de
las chozas. Cada uno de los tambores le arrebataba el temor de ser sólo una
viajera sin destino que únicamente pudiera alimentarse fugazmente de la
recobrada felicidad y le confirmaba que en verdad ella era Ulises, de vuelta en
casa para siempre. Cuando su piel notaba el viento, el sol y la lluvia, y
sus ojos se aferraban al horizonte como un chacal a la primera presa de la
noche, Regina se sentía embriagada con el éxtasis, desconocido hasta entonces,
del gran olvido. Aunaba lo familiar y lo ignoto, la fantasía y la realidad, y
la dejaba sin fuerzas para pensar en el futuro al que su padre ya había dado
caza. En su cabeza se formaba una tupida red de desconcertantes historias de un
lugar lejano en el que Lilly se convertía en Sheherezade. Cada vez que Chebeti entraba con el biberón caliente
en una bandejita de plata y Regina se lo metía en la boca a su hermano, se
abría de golpe la puerta de un paraíso del que sólo la señora del castillo
tenía llave. Chebeti se sentaba en el suelo y enterraba sus delgadas manos en
las grandes flores amarillas de su vestido. Regina esperaba a oír los primeros
chasquidos de la lengua del bebé y luego les hablaba a Max y Chebeti, con el
mismo tono solemne con el que recitaba en el colegio los patrióticos poemas de
Kipling, de las cosas con que Lilly alimentaba sus oídos. En Gilgil, hasta la leche estaba encantada. Por la
mañana, la bienhechora era la parda Antonia, que no podía cantar y a la que un
violín atrajo a la muerte. El almuerzo del pequeño áscari procedía de la blanca
Cho-Cho-San, que, con el puñal del padre en la mano y el aria Muere
honrosamente en los labios, se quitó la vida cantando; por la noche, Max se
dormía con el relato de Konstanze, mientras Lilly cantaba La tristeza fue mi
sino, el caniche aullaba y Oha se enjugaba las lágrimas con la burda tela de su
chaqueta. Ya a los pocos días de estar en Gilgil, Regina
comprendió que en lo referente a las favoritas de Lilly el apelativo de vacas
lecheras era tan sólo un disfraz. Nada en ellas era como en las demás vacas.
Cada sílaba de sus nombres, que nadie salvo Lilly y Oha podía pronunciar, tenía
un significado. Esos eufónicos nombres, que por arte de magia se transformaban
en canto en la garganta de Lilly con sólo mentarlos, eran para los demás de la
granja una carga para cabeza y lengua. No había una sola vaca que entendiera
suahili, kikuyu o jaluo. A menudo, cuando sólo la acompañaba Chebeti con Max en
el cochecito, Regina trataba de hablar con Ariadne, Aida, Donna Anna, Güday
Melisande del enigma de su origen. Pero las hechizadas vacas dejaban que el sol
les calentara el cogote como si no tuvieran oídos. Tan sólo por boca de Lilly
podían revelar sus secretos. Arabella era la última; mas también fue la primera
que permitió a Regina barruntar que en el paraíso de Lilly la felicidad era tan
delicada como las flores del frágil hibisco. —¿Por qué le hablas a Arabella como si fuera un niño?
—le preguntó Regina. —Ay, niña, ¿cómo explicártelo? Arabella fue la última
ópera que tuve la oportunidad de ver. Para ello, Oha y yo fuimos expresamente a
Dresde. Eso no volverá a repetirse en esta vida. La ópera de Dresde está tan
destrozada como mis sueños. Precisamente porque hacía apenas una hora, en el
desayuno, Lilly había cantado Nunca sueño, a Regina le costó mucho dar con el
significado de su queja, pero desde el día de la historia de Arabella supo que
no sólo las vacas de Lilly tenían sus secretos. Lo cierto es que la señora del
castillo, con su mágica voz, podía reír tan alto que su carcajada hallaba eco
hasta en la pequeña despensa, pero sus ojos con frecuencia tenían que hacer un
esfuerzo para contener las lágrimas. Pequeñas arrugas surcaban entonces el
rostro de Lilly. Parecían regueros de agua en la tierra reseca y hacían que la
boca se viera muy roja y la piel, tan fina como un pellejo extendido sobre una
piedra. Oha parecía aquejado de un mal similar. En verdad se
reía a carcajadas y su pecho temblaba cuando llamaba a sus animales, pero
después de que Arabella delatara a Lilly, Regina constató rápidamente que
tampoco Oha era siempre el gigante amable y pacífico que ella adorara desde su
infancia. En realidad era la reencarnación de Arquímedes, que no quería ver
perturbado su círculo. Les había puesto nombres a sus gallinas y bueyes.
Estaban los gallos Cicerón, Catilina César. También las gallinas eran para Oha
masculinas y oriundas de Roma. Las más hermosas se llamaban Antonio, Bruto y Pompeyo.
Cuando Lilly las llamaba para darles de comer, Oha a menudo se sentaba en su
sillón, cogía siempre el mismo libro de la repisa de la chimenea y leía sin hacer
ruido al pasar las páginas. Durante un rato se reía tan ruidosamente para sus
adentros como si se hubiese atragantado con su hilaridad. Con todo, cuando
Regina lo observaba detenidamente, siempre pensaba en Owuor, que había sido el
primero en revelarle que dormir con los ojos abiertos hacía enfermar la cabeza. Los bueyes habían sido bautizados con nombres de
compositores. Chopin y Bach eran las mejores bestias de tiro; el toro se
llamaba Beethoven; su hijo menor desde hacía cuatro horas, Mozart. Al feliz
término de la larga noche en que nació y en la que Manjala, debido a las
débiles contracciones de Desdémona y a su repentino ahogo, tuvo que acudir a su
hermano en busca de ayuda, Lilly propuso con voz solemne que fuera Regina quien
le pusiera nombre al ternero que acababan de salvar. —¿Por qué Regina? —protestó Oha—. No está al tanto de
nuestras cosas. Un nombre así es una atadura para toda la vida. —No seas bobo —repuso Lilly—. Dale ese gusto a la
niña. Regina estaba demasiado ocupada con la felicidad de
Desdé—mona para darse cuenta de que Lilly acababa de ofrecerle una parte del
botín de Oha. Puso la mano en la cabeza del animal, dejó que el aroma de la
satisfacción invadiera su nariz y que en su cabeza penetraran recuerdos que se
aprestaron a la lucha con demasiada celeridad. Como se vio obligada a pensar al
mismo tiempo en el niño muerto de su madre y en el nacimiento de su hermano,
olvidó en el momento de tomar la decisión, de enorme responsabilidad, que el
ganado de Gilgil tenía que estar bajo el embrujo de la música. Le vino a la
cabeza la salvación del vigoroso ternero, que casi llega demasiado tarde. —David Copperfield —dijo contenta. Oha sacudió la cabeza, tiró, con una brusquedad
inusitada en él, la lámpara de parafina que Manjala sostenía y dijo un tanto
enfadado: —Tonterías. La titilante luz empequeñecía sus ojos, los labios
parecían dos cerrojos blancos ante los dientes, y por vez primera Regina vio
que también Oha y Lilly se peleaban, aunque lo hicieran más bajito y durante
menos tiempo que sus padres. —Llamaremos al pequeño Yago —propuso Lilly. —¿Desde cuándo les pones tú el nombre a los toros?
—preguntó Oha, troceando su propia voz con un cuchillo—. Me hacía ilusión
llamarlo Mozart. Y no voy a dejar que me lo chafes. A la mañana siguiente, Oha volvía a ser el gigante
barrigón que no olía ni a irritación ni al desasosiego de un repentino mal
humor, sino sólo a tabaco dulce y al suave aroma de una comprensiva serenidad.
Se esforzó por no detener su mirada en Lilly, clavó los ojos en Regina y le dijo:
—Lo de ayer no lo dije con mala intención. —Se puso a contar cuidadosamente las
pepitas negras de su papaya y luego prosiguió como si no hubiera necesitado
mucho tiempo para tomar aliento.— Pero es que sería gracioso que le pusiéramos
aquí un nombre inglés. —Sonrió.— Sabes, ésos no los conocemos bien. —No importa —le sonrió Regina a su vez. Su rápida
cortesía la desconcertó, y creyó haber hablado en inglés, como era habitual
cuando se disculpaba sin arrepentimiento—. David Copperfield —aclaró cohibida, y cayó en la
cuenta demasiado tarde de que en realidad no quería abrir la boca— es un viejo
amigo mío. La pequeña Nell también — añadió. Se paró a pensar, aterrada, si ahora tendría que
seguir hablando y contarle a Oha la historia de la pequeña Nell, pero se
percató de que los pensamientos de éste estaban muy lejos de allí. Como no
respondía, Regina se tragó su alivio sin llamar la atención de Oha. No estaba
bien hablar de cosas que aceleraban el corazón sin una boca ajena que acudiera
en su ayuda. Manjala, que durante todo ese tiempo había permanecido
de pie junto a la vitrina de las relucientes copas, los cuencos blancos con
reborde dorado y las gráciles bailarinas de porcelana blanca, puso su cuerpo en
movimiento y sacó las manos de las largas mangas de su kanzu blanco. Recogió
los platos, primero lentamente y luego con más prisa, e hizo danzar los
cubiertos. Max se incorporó en el cochecito y acompañó cada sonido con una
palmada que hizo entrar en calor los oídos de Regina. Chebeti apartó al caniche de sus desnudos pies, se
levantó, miró a Manjala con los ojos entornados, pues le había arrebatado la
tranquilidad y dijo: «El pequeño áscari quiere beber», y fue a buscar el
biberón. Sus pasos hicieron temblar el suelo de madera tan levemente como un
viento atrapado de repente entre los árboles. Lilly se sacó del bolsillo del pantalón el espejo
dorado engastado con diminutas piedrecillas, se retocó los labios hasta que
parecían recortados de su blusa roja y lanzó un beso al aire. —He de ir a ver a Desdémona —anunció. —Y a Mozart —rió Regina. Volvió a reír cuando se dio
cuenta de que por fin había logrado pronunciar el nombre sin acento inglés.
Lanzó un beso, como acababa de ver hacer a Lilly, en dirección a la cabeza de
su hermano y notó que la pesadez huía de sus miembros y los acuciantes
recuerdos de la noche, de su cabeza. Era una sensación agradable que la llenaba como el
posho de las chozas por la noche. Oyó en el bosque los primeros tambores del día. Tras
las grandes ventanas, el sol teñía el polvo de múltiples colores. Regina
entrecerró los ojos hasta convertirlos en dos rendijas capaces de transformar
las imágenes. Las siluetas de las cebras eran sólo franjas. El azul del cielo
se tornó una pequeña mancha de color, los espinos egipcios perdieron su verde y
los cedros se volvieron negros. Regina sacó a Max del cochecito, apoyó la cabeza de su
hermano en su hombro y alimentó sus oídos. Aguardó expectante los agudos
sonidos que habían de indicarle que su hermano ya era lo bastante listo para
disfrutar de la familiaridad. Cuando Chebeti entró con el biberón y le metió al
niño la tetilla en la boca, el silencio empequeñeció la gran estancia. El biberón estaba casi vacío cuando Oha trazó círculos
con la cabeza y dijo: —Te envidio mucho por tu David Copperfield. Al pronunciar las dos últimas palabras, Oha tragó
demasiado aire, y Regina tuvo que emplearse a fondo para tragarse a su vez su
risa y convertirla a tiempo en la tos de rigor. —I'm sorry —repuso. Esta vez supo en el acto que había
hablado en inglés. —Déjalo —la tranquilizó Oha—. Yo de ti también me
reiría si me oyera chapurrear inglés. Por eso me gustaría tener por amigo a
David Copperfield. —¿Para qué? —Para sentirme un poco como en casa. Regina dividió primero cada una de las palabras en
sílabas y luego volvió a unirlas. Incluso las tradujo a su lengua, pero no consiguió
averiguar por qué Oha las había dejado salir de su garganta. —Pero si ya estás en tu casa —repuso ella. —Podría decirse que sí. —Pero si es tu granja —insistió Regina. Tuvo la
sensación de que Oha quería decirle algo, pero solamente puso la lengua entre
los labios, sin lograr proferir sonido alguno, de modo que ella repitió—: Ya
estás en tu casa. Es tu granja. Todo aquí es tan bonito... —Pro transeuntibus, Regina. ¿Lo entiendes? —No. Papá
dice que el latín que me enseñan en el colegio es tiempo echado a los gatos. —A los perros. Cuando vuelvas a Nairobi, pregúntale a
tu padre qué significa pro transeuntibus. Él podrá explicártelo perfectamente.
Es un hombre inteligente. El más inteligente de todos nosotros, aunque nadie se
atreva a admitirlo. Fueron la voz de Oha y también sus ojos los que le
proporcionaron a Regina la certeza de que éste, al igual que su padre, deseaba
hablar de raíces, de Alemania y de su hogar. Preparó sus oídos para aquellos sonidos tan familiares
como indeseados. Entonces entró Lilly. —El ternero ya ha hecho honor a su nombre —rió,
apretando los labios hasta formar una pequeña bola roja. Oha rió también al preguntar: —¿Ya es capaz de mugir
la Kleine Nachtmusik? Lilly rió melodiosamente y abrió los ojos como platos,
pero no se dio cuenta de que la alegría de su esposo sólo provenía de su boca.
Se frotó las manos como si quisiera aplaudir y anunció: —He de arreglarme para
celebrarlo. —Por supuesto —convino Oha. Sin querer, Regina lo miró y supo que aún no había
regresado de aquel safari del que Lilly nada sabía. Notó que se le enfriaba la
piel y se sintió como si hubiera pegado la oreja a una abertura de una pared
ajena y, al hacerlo, se hubiese enterado de cosas que no debía saber. Regina
necesitó fuerzas para combatir la necesidad de levantarse y consolar a Oha como
hacía con su padre cuando lo atormentaban las heridas de su vida anterior. Por
un momento logró reprimir cada movimiento de su cuerpo, pero las piernas no le
daban tregua y finalmente vencieron a su voluntad. —Voy fuera con Max —se disculpó. Aunque por lo general
necesitaba ambas manos para sujetar a su hermano, liberó una de ellas y la pasó
por la cabeza de Oha. Los leones tallados del sillón recibieron el calor del
sol, cuya sombra era aún muy pequeña. Los cedros habían recogido la lluvia de
la noche en troncos y raíces. Cada vez que se movía una rama, Regina buscaba
con la vista a los monos, pero sólo oía ruidos que le indicaban que las mamas
mono llamaban a sus crías. Por un momento pensó en Owuor y en la hermosa
discusión de su infancia sobre si los monos eran más listos que las cebras o
no, pero cuando su corazón empezó a desbocarse, se dio cuenta de que su padre
estaba a punto de suplantar a Owuor. Por primera vez desde que llegara a
Gilgil, se sintió asediada por la nostalgia de su hogar. Pronunció la palabra varias veces para sus adentros,
primero aún alegre en inglés, luego de mala gana en alemán. En ambos idiomas
las sílabas zumbaban como una abeja enojada. A Mozart lo atrajeron hacia la hierba los dos jóvenes
pastores que sólo oían la lengua de las vacas, no la de las personas.
Desdé-mona, que iba empujando dulcemente a su hijo delante de ella con su
enorme cabeza, de pronto se detuvo en una mancha de sol y comenzó a lamerle el
suave pelaje hasta formar pequeños rizos parduscos. Un mirlo metálico se posó
en el lomo de la vaca y el radiante azul de sus plumas cegó los ojos a
cualquier otro color. Lilly apareció tras un rosal de rosas amarillas con un
largo vestido blanco que envolvía su cuello en un montón de volantes. Era como
si ya hubiera recibido la orden de Mungo de volar hacia el cielo, sin embargo
no se movió hasta que el ternero empezó a mamar. Entonces dejó salir el aire de
su garganta, alzó la cabeza, juntó las manos y entonó el aria Esta imagen es de
una belleza cautivadora. Los pájaros enmudecieron y ni siquiera el viento pudo
resistirse al canto de Lilly, así que la acompañó en su viaje con agudos
sonidos aislados. Volaron más veloces que nunca hacia las montañas. Antes de
que el último eco llegara hasta Regina, comprendió que se había equivocado. No
era Ulises, feliz por volver a casa. Sólo había oído a las sirenas en Gilgil. CAPÍTULO XXII Gobierno de Hesse Ministro de Justicia Wiesbaden
Bahnhofstr. Doctor Walter Redlich Hove Court POB 1312 Nairobi Kenia Wiesbaden,
23 de octubre de 1946 Asunto: su solicitud de empleo en el servicio de justicia
del Estado de Hesse de 9 de mayo de 1946. Estimado doctor Redlich: Nos complace comunicarle que
su solicitud de empleo en el servicio de justicia de Hesse de 9.5 del año en
curso ha sido aceptada mediante resolución de 14 del corriente. Por el momento pasará a desempeñar el cargo de juez en
el tribunal de primera instancia de la ciudad de Francfort. Le rogamos que, a
su regreso, se presente a la mayor brevedad posible ante el doctor Karl Maaj3,
presidente de dicho tribunal, quien ya ha sido informado por nosotros sobre el
particular. Asimismo le rogamos ponga en su conocimiento la fecha exacta de su
traslado a Francfort. En el cálculo de sus emolumentos se han computado como
años de servicio los transcurridos desde su destitución como abogado en
Leobschütz (Alta Silesia), ocurrida en 1937. El abajo firmante tiene el deber de comunicarle que es
usted conocido personalmente en el Ministerio de Justicia de Hesse. Su deseo de
colaborar en la reconstrucción de una justicia libre ha sido recibido aquí como
una señal particularmente esperanzadora para la joven democracia de nuestro
país. Con la expresión de nuestros mejores deseos de futuro
para usted y su familia, nos reiteramos a su entera disposición. Atentamente, Fdo.: Doctor Erwin Pollitzer. Por orden del Ministro de Justicia del Gobierno de
Hesse.
Owuor captó la importancia del momento con los ojos,
la nariz, los oídos y la cabeza de un hombre al que la experiencia ha dotado de
inteligencia y el instinto ha mantenido ágil como un joven guerrero. Era el
cazador que vela toda la noche y sólo aguzando permanentemente sus sentidos
consigue la tan ansiada presa. Ese día, que había empezado como los demás,
deparó aquella carta que era más importante que todas las anteriores. A Owuor le habrían bastado las manos temblorosas del
bwana y la brusquedad con que su piel cambió de color al abrir el grueso sobre
amarillo. Aún más reveladores fueron el acre olor a miedo que emanaba de los
dos cuerpos y la impaciencia que hizo llamear los cuatro ojos como un fuego que
se enciende a toda prisa. En la misma habitación en que Owuor, aún sin
nerviosismo ni precipitación, contara las burbujas del café caliente antes de
ir a la oficina del Hove Court a recoger el correo, el silencio dejaba oír
ahora de tal modo la respiración que se diría que el bwana y la memsahib
tuvieran encerrados tambores en el pecho. Mientras calmaba los latidos de su propio corazón
tocando una y otra vez objetos que habría reconocido incluso con los ojos
cerrados, Owuor observaba al bwana y a la memsahib mientras leían. Si abriera
únicamente los ojos y no el cajón repleto de las vivencias de los días que ya
no volverían, aquellas dos personas pálidas por el gran miedo no parecerían
distintas de los otros momentos en que las lejanas cartas ardieran con tanta
vehemencia como un pedazo de manteca grande en una cacerola pequeña. Y, sin
embargo, para Owuor el bwana y la memsahib se habían vuelto unos extraños. Primero permanecieron los dos sentados en el sofá,
separando una y otra vez los labios como enfermos muertos de sed sin que
asomaran sus dientes. Después las dos cabezas se volvieron una, y finalmente
ambos cuerpos se fundieron en una montaña petrificada que se tragó toda la
vida. Era como los dik-diks que buscan protección el uno en el otro cuando el
sol abrasador está en lo alto, pero que tampoco quieren separarse cuando la
sombra es demasiado pequeña para ambos. La imagen de los inseparables dikdiks
inquietaba a Owuor. Le quemaba los ojos y le resecaba la boca. Le vino a la memoria la inteligente historia que
contara Regina en Rongai muchas estaciones de las lluvias atrás. Fue mucho
tiempo antes del hermoso día de las langostas. Un muchacho se había
transformado en un corzo y su hermana no podía hacer nada contra el
encantamiento. Ya no podía hablar con el hermano en la lengua de los hombres y
temía por ello a los cazadores, pero el corzo no fue capaz de oler su miedo y
abandonó la protección de la hierba alta. Desde entonces Owuor sabía que, para las personas, un
silencio demasiado largo podía ser mucho más amenazador que el gran ruido que
engorda los oídos como sacos demasiado llenos. Owuor tosió para liberar su garganta,
aunque el interior de su cuello estaba tan suave como el cuerpo recién aceitado
de un ladrón. En ese instante se dio cuenta de que el bwana no había perdido la
voz por siempre jamás. Era sólo que cada uno de los sonidos había de buscar
trabajosamente el camino entre la lengua y los dientes. —Dios mío, Jettel, que tenga que pasar por esto. No
puede ser verdad. No sé qué decir. Dime que no estoy soñando y he de
despertarme ahora mismo. Da igual lo que digas, basta con que abras la boca. —Mis padres fueron de viaje de novios a Wiesbaden
—susurró Jettel por toda respuesta—. Mi madre me hablaba a menudo del Schwarzer
Bock y de las borracheras que pillaba mi padre. El vino se le subía a la cabeza
y ella se enfadaba muchísimo. —Jettel, compórtate. ¿Entiendes lo que ha pasado?
¿Sabes lo que esta carta significa para todos nosotros? —No del todo. No
conocemos a nadie en Wiesbaden. —¡Entérate de una vez! Quieren que volvamos. Podemos
regresar. Podemos regresar sin preocupaciones. Se acabó ser un pobre desgraciado. —Walter, tengo miedo, tengo mucho miedo. —Pero lee esto, señora Redlich. Me han nombrado juez.
A mí, al abogado y notario destituido de Leobschütz. Estoy aquí y soy el último
capullo de Kenia, y en casa me nombran juez. —Capullo —rió Owuor—. No he olvidado esa palabra,
bwana. Ya la decías en Rongai. Cuando el bwana empezó a bramar sin que hubiera ira en
su voz, pataleando al mismo tiempo como un bailarín que se ha llenado la
barriga de tembo antes que los demás, Owuor volvió a reír. Su garganta tenía más
púas que la lengua de un gato enfurecido. El bwana de los ojos sin reflejo y la
espalda demasiado estrecha que se doblegaba ante cualquier carga se había
convertido en un toro que por primera vez en su vida siente la fuerza de sus
lomos. En Alemania un funcionario tiene la vida solucionada y
un juez más aún. Lleva la cabeza bien alta, nadie puede despedirlo y cuando
está enfermo, se queda en la cama y sigue recibiendo su salario. A un juez lo
saludan por la calle aunque no lo conozcan personalmente: «Buenos días,
señoría; adiós, señoría, salude de mi parte a su señora.» No es posible que lo
hayas olvidado todo. Santo cielo, ¡di algo! —Nunca dijiste nada de ser juez.
Siempre pensé que querías volver a ser abogado. —De eso siempre estoy a tiempo más adelante. Si
primero soy juez, podremos empezar de forma muy diferente. Alemania siempre ha
velado por sus funcionarios. Incluso reciben una vivienda del Estado. Eso nos
facilitará mucho las cosas. —Creía que las ciudades alemanas habían sido
destruidas por los bombardeos. Si es así, ¿de dónde van a sacar las viviendas
para sus jueces? A Jettel le gustó tanto la frase que se disponía a repetirla,
mas al comprender que había demorado demasiado su triunfo se tiró de un mechón
de pelo, desconcertada. Pese a todo, su nerviosismo disminuyó por un instante y
la vivificante autoestima de su juventud le produjo una agradable sensación de
calidez en la frente. Qué razón tenía su madre cuando dijo: «Mi Jettel no
sacará las mejores notas, pero en el día a día nadie tiene nada que enseñarle.»
Al pensar que aún conservaba en sus oídos el tono de su madre, Jettel sonrió
ligeramente. Primero se abandonó a la dulce nostalgia del recuerdo y luego a la
certeza de que con una sola frase le había dejado claro a su esposo que era un
soñador que no tenía vista para las cosas que realmente contaban en la vida.
Sin embargo, cuando miró a Walter, en su rostro no vio más que una
determinación que primero la hizo sentirse insegura y luego enfadarse. —Y si hemos de volver, ¿por qué ahora? —le reprochó
recalcando cada palabra. —Porque sólo podré hacer carrera si estoy allí desde
el principio. Las oportunidades sólo se presentan cuando un país sucumbe o
cuando resurge de sus cenizas. —¿Quién lo ha dicho? Hablas como un libro. —Lo leí en Lo que el viento se llevó. ¿No te acuerdas
del pasaje? Hablamos de él en su momento. Me impresionó mucho. —Ay, Walter. Tú y tus sueños de la patria. Somos tan
felices aquí. Tenemos todo lo que necesitamos. —Sólo que cuando necesitamos algo más que la propia
vida dependemos de la caridad de gente desconocida. Sin la Comunidad Judía no
habríamos podido pagar ni el médico ni el hospital cuando nació Max. Esperemos
que el señor Rubens sea tan generoso cuando uno de nosotros caiga enfermo. —Aquí al menos tenemos a gente que nos ayuda. En
Francfort no conocemos a nadie. —¿Y a quién conocías cuando tuvimos que venir a
África? ¿Y cuándo hemos sido felices aquí? Exactamente dos veces. Con el primer
sueldo que cobré del ejército y cuando nació Max. Nunca cambiarás. Mi Jettel
..., siempre deseando las ollas de Egipto. Pero al final siempre acabo teniendo razón yo. —No puedo irme de aquí. Ya no soy lo bastante joven
para empezar de cero. —Eso es exactamente lo que decías cuando teníamos que
emigrar. Entonces tenías treinta años, y si te hubiera hecho caso, a estas
alturas estaríamos todos muertos. Si cedo ahora, seguiremos siendo toda la vida
unos pobres diablos indeseados en un país extranjero. Y no voy a permitir que
el rey Jorge me tenga eternamente como el idiota de la compañía. —Sólo dices eso porque quieres volver a tu maldita
Alemania. ¿Acaso has olvidado lo que le pasó a tu padre? Yo no. Le debo a mi
madre no pisar jamás el suelo por el que ha corrido su sangre. —No vayas por ahí, Jettel. Es pecado. Dios no nos
perdonará que profanemos a los muertos. Debes confiar en mí. Saldremos
adelante. Te lo prometo. Deja de llorar. Algún día me darás la razón, y ese día
no tardará tanto en llegar como puedas creer ahora. —¿Cómo vamos a vivir entre asesinos? —sollozó Jettel—.
Aquí todo el mundo dice que estás loco y que uno no debe olvidar. ¿Crees que a
una mujer le gusta oír que su marido es un traidor? Aquí puedes encontrar un
empleo como hacen todos los demás. Ayudan a la gente del ejército. Eso dicen todos. —Me han ofrecido un trabajo. En una granja en Yibuti.
¿Te gustaría ir allí? —Ni siquiera sé dónde está Yibuti. —¿Lo ves? Yo tampoco. En todo caso no está en Kenia,
pero sí en África. La casi olvidada necesidad de abrazar a su esposa y
quitarle el miedo como a un niño desconcertó a Walter. Aún más lo atormentaba
saber que a ambos les dolían las mismas heridas. También él se sentía inerme
contra el pasado. Éste sería siempre más fuerte que la esperanza de un futuro. —Nunca olvidaremos —añadió, clavando la vista en el
suelo—. Si de verdad quieres saberlo, Jettel, es nuestro destino ser un poco
infelices allá donde vayamos. Hitler se ha ocupado de que así sea a partir de
ahora. Los que hemos sobrevivido nunca más podremos vivir normalmente. Pero
prefiero ser infeliz allí donde me respetan. Alemania no era Hitler. También tú
lo comprenderás algún día. Los hombres de bien volverán a tener la palabra. Aunque trató de resistirse, Jettel se dejó enternecer
por la voz queda y el desvalimiento de Walter. Vio cómo su marido se metía las
manos en los bolsillos y buscó algo que decir, pero no fue capaz de decidir si
quería volver a herirlo o si por una vez prefería consolarlo, de modo que
guardó silencio. Permaneció un rato observando a Owuor planchar.
Inflaba las mejillas, escupía en la ropa y, con amplios movimientos, dejaba
caer la pesada plancha desde una gran altura sobre dos pañales extendidos. —Llevo tanto tiempo viviendo aquí —suspiró Jettel, y
se quedó mirando fijamente las pequeñas nubes de vapor que ascendían, y le
parecieron el símbolo de toda la felicidad que jamás codiciaría—. ¿Cómo voy a
arreglármelas con un niño pequeño y sin servicio? Regina no ha cogido una
escoba en toda su vida. —Gracias a Dios que vuelves a ser tú. Ésta es mi
Jettel. Siempre que hemos tenido que tomar una decisión en nuestra vida, has
tenido miedo de no encontrar sirvienta. Esta vez no tienes de qué preocuparte,
señora Redlich. Alemania entera está llena de gente que se alegrará de
encontrar un trabajo. Hoy por hoy no puedo decirte cómo será nuestra vida, pero
te juro por lo más sagrado que tendrás una sirvienta. —Bwana, ¿lavo las maletas con agua caliente? —quiso
saber Owuor mientras apilaba la ropa recién planchada en aquella bienoliente
montaña que sólo él sabía hacer tan alta y tan lisa. —¿Por qué lo preguntas? —Necesitarás tus maletas para
el safari. Y la memsahib también. —Qué sabrás tú, Owuor. —Todo, bwana. —¿Desde cuándo? —Desde hace tiempo. —Pero si no entiendes lo que hablamos. —Cuando llegaste a Rongai, bwana, sólo escuchaba con
los oídos. Esos días se han terminado. —Gracias, amigo. —Bwana, no te he dado nada y me das las gracias. —Claro que sí, Owuor, tú eres el único que me ha dado
algo —repuso Walter. Experimentó un dolor que lo avergonzó, muy breve y sin
embargo suficientemente prolongado para comprender que a las viejas heridas
acababa de sumarse una nueva. Su Alemania había dejado de existir. Pisaría la
recobrada patria no como repatriado embriagado, sino con nostalgia y tristeza. La separación de Owuor no sería menos dolorosa que las
despedidas anteriores. Eran muchas las ganas que sentía de acercarse a Owuor y
abrazarlo, mas cuando dijo «todo irá bien» era a Jettel a quien acariciaba. —Ay, Walter, ¿quién le dice a Regina que ahora la cosa
va en serio? No es más que una niña y le tiene tanto apego a todo esto... —Hace tiempo que lo sé —la interrumpió Regina. —¿De dónde sales tú? ¿Cuánto tiempo llevas ahí? —He
estado todo el tiempo en el jardín, con Max, pero oigo con los ojos —aclaró
Regina. Se dio cuenta de que su padre nunca sabría lo que significaba que una
persona imitara la voz de otra. —Y tus padres ni siquiera pueden fiarse de sus ojos
—replicó Walter—. ¿O acaso te imaginas, Jettel, quién es el que conoce
personalmente a este viejo tonto en el Ministerio de Justicia de Hesse? No se
me va de la cabeza. Se puso a pensar febrilmente en la increíble
coincidencia que estaba a punto de cambiar el rumbo de su vida, pero por más
que escudriñó el pasado y examinó el incierto futuro en busca de una
posibilidad que pudiera habérsele escapado, le fue imposible aclarar ese punto. Ocho días más tarde, Walter se presentó ante el
capitán Carruthers. Había traducido la carta del Ministerio de Justicia de
Hesse a duras penas con ayuda de Regina. Parecía un estudiante preparado para
su examen de licenciatura. La comparación, que hacía sólo dos semanas ni
siquiera se le habría pasado por la cabeza, le divirtió. Antes de que el capitán terminara de ojear desganado
la correspondencia, de llenar cuidadosamente su pipa y luchar con múltiples y
enojados movimientos contra la ventana, que no cerraba bien, Walter se
sorprendió pensando satisfecho que parecía irle mejor a él que al capitán. El capitán Bruce Carruthers opinaba de forma similar.
Con un leve rastro de irritación, que antaño fuera en él más bien el logrado
preludio de un comentario irónico cuidadosamente meditado que la expresión de
un repentino mal humor, dijo: —Parece usted distinto de la última vez. ¿Es
usted el hombre que yo pienso? ¿Ese que no entiende nada? Aunque Walter lo
había entendido, se sintió inseguro. —Sargento Redlich, señor —confirmó cohibido. —¿Por qué ustedes, los del continente, no tienen el
menor sentido del humor? No es de extrañar que Hitler haya perdido la guerra. —Sorry, sir. —Eso ya me lo conozco. Lo recuerdo perfectamente.
Usted dice sorry y yo empiezo desde el principio con toda esta tontería
—censuró el capitán, cerrando los ojos un instante—. ¿Cuándo fue la última vez
que lo vi? —Hace casi seis meses, señor. El capitán parecía mayor y aún más apesadumbrado que
en su primer encuentro; él lo sabía. No eran sólo los dolores de estómago al
despertarse y la desazón tras el último whisky de la noche. Sentía sobre todo,
con una molesta melancolía, que ya no tenía aquel saludable sentido de la
proporción necesario en un hombre de su edad para preservar el delicado
equilibrio de la vida. Hasta las menudencias más insignificantes perturbaban a
Bruce Carruthers sobremanera, como por ejemplo, que sólo haciendo un esfuerzo
auténticamente degradante fuera capaz de recordar el nombre del sargento que
estaba ante él. Y eso que en un montón de ocasiones había tenido que
transcribir aquella caricatura de nombre de un estúpido formulario a otro. Los
superfluos problemas de memoria mermaban sus fuerzas más de lo que era
conveniente en un hombre de su categoría. A ello había que añadir que, día tras día, Carruthers
se veía obligado a constatar de nuevo que el destino ya no era benévolo con él.
Cuando iba de caza, le costaba mucho concentrarse y pensaba demasiado en
Escocia, y con excesiva frecuencia el golf se le antojaba un pasatiempo del
todo absurdo para un hombre que en su juventud soñaba con ser científico. Le
había llegado la tan temida carta de su mujer en la que le decía que ya no
podía soportar más la separación y que quería el divorcio. Inmediatamente después
había recibido del maldito ejército la orden que había de seguir reteniéndolo
en Ngong. El capitán se sobresaltó al percatarse de que se había
perdido en el laberinto de su rebelión. También eso le ocurría con más
frecuencia que en los buenos tiempos. —Supongo que sigue queriendo que lo manden a Alemania
—dijo desalentado. —Oh, sí, señor, por eso estoy aquí —se apresuró a
contestar Walter, juntando las punteras de las botas. Carruthers sintió una curiosidad contraria a su
naturaleza; la encontraba inadecuada, pero a la vez extrañamente fascinante.
Entonces lo supo. El modo en que respondía a sus preguntas aquel tipo grotesco
que tenía ante sí era diferente de la primera vez. Sobre todo había cambiado su
acento. Lo cierto es que seguía siendo molesto para un oído sensible, pero en
cierto modo el inglés que hablaba aquel hombre era mejor. Al menos se le
entendía. Realmente no podía uno fiarse de esos tipos tan ambiciosos del
continente. A una edad a la que otros sólo pensaban en la vida privada, ellos
se sumergían entre libros y aprendían una lengua extranjera. —¿Ya sabe lo que quiere hacer en Alemania? —Voy a ser
juez, señor —respondió Walter, tendiéndole la traducción de la carta. El capitán se quedó perplejo. Sentía esa aversión a la
vanidad y el orgullo típica de sus compatriotas, y sin embargo su voz era
tranquila y amable cuando acabó de leer la carta. —No está mal —dijo. —Sí, señor. —Y ahora espera que el ejército británico se ocupe del
problema y se encargue de que los fucking jerries consigan un juez a buen
precio. —Perdón, señor, no le he entendido. —El ejército deberá pagar su pasaje, ¿no es eso? Así
lo ha planeado usted. —Así lo dijo usted, señor. —¿Ah sí? Interesante. No me mire con esa cara de
cordero degollado. ¿Acaso no ha aprendido en el Ejército de Su Majestad que un
capitán siempre sabe lo que ha dicho, aun cuando esté encerrado en este país
dejado de la mano de Dios y ya no sea capaz de acordarse de nada? ¿Tiene usted
idea de cómo se embrutece uno aquí? —Oh, sí, señor, lo sé muy bien. —¿Le gustan los ingleses? —Sí, señor. Ellos me
salvaron la vida. Nunca lo olvidaré. —Entonces, ¿por qué quiere marcharse? —Yo no les gusto
a los ingleses. —Tampoco yo. Soy escocés. Ambos guardaron silencio. Bruce Carruthers se puso a
pensar por qué un maldito sargento que no era británico conseguía volver a
trabajar en su antigua profesión y un capitán de Edimburgo con una abuela de
Glasgow no. Walter temía que el capitán diera por terminada la
conversación sin siquiera mencionar la palabra repatriación. Con alarmante lujo
de detalles, se imaginó a Jettel cuando se enterara de que no había logrado
nada. El capitán revolvió con la mano derecha en un montón de papeles y aplastó
con la izquierda una mosca, entonces se puso en pie como si no tuviera otra
cosa en la cabeza, rascó cuidadosamente la mosca muerta de la pared, se sacó
por vez primera la pipa de la boca y preguntó: —¿Qué opina usted del Almanzora?
—Señor, no le entiendo. —Hombre de Dios, el Almanzora es un barco. Cubre
permanentemente la ruta Mombasa—Southampton y lleva a las tropas a casa. ¿O es
que a vosotros sólo os interesan el alcohol y las mujeres? —No, señor. —Antes del nueve de marzo del año que viene no llegará
ningún contingente en la vieja dama. Pero si lo desea, puedo intentarlo para
marzo. ¿Cómo era? ¿Cuántas mujeres e hijos tiene usted? —Una mujer y dos hijos,
señor. Se lo agradezco muchísimo, señor. No tiene idea de lo que está haciendo
por mí. —Creo que eso ya lo he oído en otra ocasión —sonrió
Carruthers—. Aún hay algo más que debo saber. ¿Por qué de repente habla inglés?
—No lo sé. Sorry, señor. No me había dado cuenta. CAPÍTULO XXIII Conscientes de que era el momento adecuado para
impulsar un resurgimiento cultural, dos días antes de Nochevieja los refugiados
del Hove Court decidieron por unanimidad, algo nunca visto hasta la fecha,
recibir juntos el año 1947. Numerosos emigrantes esperaban convertirse muy
pronto en súbditos británicos; practicaban incansables - aunque con lamentable
frecuencia sin resultados satisfactorios- con la intención de acercarse al
menos a la pronunciación correcta de las palabras United Kingdom, Empire y
Commonwealth, cruciales para su destino. En los dos meses anteriores, cuatro
matrimonios y dos hombres solteros habían logrado, gracias a la
nacionalización, despojarse del estatus de bloody refugees, al menos
oficialmente, y agenciarse apellidos con sonido inglés, los cuales eran más
importantes para la autoestima que los bienes materiales. Los Wohlgemuth se apellidaban ahora Welles y los
Leubuscher pasaron a ser Laughton. Siegfried y Henny Schlachter aprovecharon la
ocasión para desligarse por completo de las raíces de su apellido. Rechazaron
enérgicamente las irónicas propuestas de sus vecinos de llamarse Butcher12 y se
decidieron por Baker13. Constituyó una enorme sorpresa para todos que
precisamente los Schlachter fueran de los primeros en convertirse en British
subjects. Tenían grandes dificultades con su nueva lengua
materna y ciertamente no habían hecho más por la recién adoptada patria que
muchos otros cuya instancia había sido desestimada por las autoridades sin
motivo alguno. Los envidiosos se consolaban afirmando que los Schlachter habían
obtenido el pasaporte británico por el mero hecho de que, en el preceptivo
examen de inglés, un funcionario oriundo de Irlanda había confundido el deje
suabo del anciano matrimonio con un acento celta que ya apenas se oía. A la fiesta de Nochevieja se invitó, naturalmente, a
la señora Taylor y a la señorita Jones, así como a un comandante de Rodesia
recién jubilado y muy taciturno que al elegir el lugar de su retiro se había
dejado engañar por el nombre inglés del complejo residencial, pero los tres
enfermaron justo el mismo día y de la misma dolencia. El comité organizador se
esforzó por mantener la compostura, pero la decepción por el hecho de que
precisamente la primera fiesta de este tipo se viera ensombrecida por tan
inesperadas indisposiciones no pudo disimularse a la admirada y fría manera
británica en un espacio de tiempo tan breve y sin siglos de práctica. En el comité organizador eran los «jóvenes ingleses»,
como se los denominaba sarcásticamente, quienes llevaban la voz cantante. Fue a
ellos en particular a quienes no les pareció suficiente compensación por la
triple cancelación que Diana Wilkins no hubiera caído enferma. A decir verdad,
era indiscutible que Diana poseía la nacionalidad británica desde hacía años
por su matrimonio con el pobre señor Wilkins, muerto de un disparo, pero ella
no sabía apreciar en absoluto aquel honor. Tras un cuarto de botella de whisky confundía
a los ingleses con los rusos, por los que aún seguía sintiendo un odio
encarnizado. Aun más indignación causó el hecho de que precisamente
Walter, que debido a sus planes de trasladarse a Alemania no escatimaba
injurias y sembraba la discordia a diario, tuviera la desfachatez de hablar de
la «enfermedad inglesa». Tan sólo la circunstancia de que aún vistiera el
uniforme del Ejército de Su Majestad y la compasión que despertaba su esposa,
cuyas ideas acerca de Alemania eran de sobra conocidas, lograron preservar a
Walter de una abierta hostilidad. Aunque ahora la fiesta tuviera que celebrarse sin
aquellos invitados que con su mera presencia le habrían garantizado el debido
prestigio social, los responsables se sentían comprometidos con la tradición inglesa.
Precisamente porque no sabían a ciencia cierta cómo reconciliar de forma
creíble esa ambición con su ausencia de conocimientos sobre la vida en la alta
sociedad británica, los refugiados observaron escrupulosamente aquellos
detalles que habían ido advirtiendo en sus frecuentes visitas a los cines. Los
reportajes sobre las ceremonias en la casa real inglesa que, justo por esa
época, podían verse con todo lujo de detalles en los noticiarios constituyeron
una ayuda inestimable. A la caída del sol, las damas aparecieron ataviadas
con escotados trajes de noche hasta los pies totalmente pasados de moda, la
mayoría de los cuales aún no se había lucido desde la emigración. Muy a su
pesar y debido a su escasa previsión al expatriarse, los caballeros se vieron
obligados a renunciar al esmoquin, que entre los granjeros asentados desde
hacía tiempo en las tierras altas se consideraba asimismo sin motivo concreto
un dinner dress apropiado. Los gentlemen alemanes compensaron esa carencia con
una digna actitud enfundada en trajes oscuros demasiado estrechos. No tardó en
circular un malicioso comentario de Elsa Conrad. «No me cabe en la cabeza que se atreva usted a oler a
naftalina alemana», le dijo, olisqueando con insolencia, precisamente a Hermann
Friedländer, que presumía de soñar en inglés. Entre las obstinadas espinas de los resecos cactus se
colgaron con prusiana precisión multitud de triquitraques, que en la vieja
madre patria eran accesorios utilizados en todo caso en los cumpleaños
infantiles y sobre los cuales, pese a todos los esfuerzos de reorientación
espiritual, seguía planeando la sombra del ridículo. Con encomiable celo pero
también con el desconocimiento de quienes aún no han desarrollado una relación
como es debido con el objeto de sus nuevas ilusiones, se adquirieron discos con
los éxitos del momento; en ninguna de las fiestas de Nochevieja de la colonia
sonó tantas veces Don't fence me in como entre la puesta del sol y la
medianoche en el amarillento césped del Hove Court. Con el auténtico whisky escocés
que el comité organizador designó categóricamente como la única bebida
aceptable, pese a su exorbitante precio, se produjo un pequeño contratiempo. Apenas se bebió y, a pesar del ambiente de euforia y
del paralizante calor, revivió, de un modo que más tarde fue imposible
reconstruir, pero que en cualquier caso resultó en extremo embarazoso,
nostálgicos recuerdos del ponche y los buñuelos berlineses. Surgió una discusión sumamente abstrusa sobre si los
típicos dulces de San Silvestre de los tiempos que en realidad todo el mundo
quería olvidar estaban rellenos de mermelada de ciruela o de jalea de grosella. Con todo, el pequeño castillo de fuego fue un éxito
rotundo, y más aún la idea de cantar Auld lang syne bajo el jacarandá. La
canción, que habían ensayado ex profeso en honor a los vecinos ingleses, por
desgracia enfermos, sonó particularmente dura en las gargantas alemanas. Aunque
formaron a la perfección el preceptivo corro y se agarraron de la mano con la
mirada arrobada de las damas victorianas, poco se oyó en la noche africana de
la suave melancolía escocesa. Walter había escuchado muchas veces aquella vieja
melodía en la cantina de la tropa y con divertida malicia advirtió el abismo
que había entre querer y poder, pero se guardó de exteriorizar su burla por mor
de Jettel. Así y todo, su sonrisa fue registrada por los circundantes con tanta
desaprobación como si hubiese pregonado su crítica a los cuatro vientos. Aún
peor sentó que, cuando se hubo escuchado la última nota, le susurrara a su
esposa descaradamente alto: «El año que viene, en Francfort.» Jettel no
entendió la alusión a la vieja y nostálgica plegaria de la Pésaj14 y contestó
enojada: «Hoy no.» El patinazo, que puso de manifiesto que Jettel no tenía ni
idea de las costumbres religiosas y la tradición judía, se consideró un justo
castigo por la irreverencia de Walter y, sobre todo, un merecido freno a su
insultante falta de tacto. Con el estruendo de los fuegos artificiales y en el
punto álgido de una disputa que se desató en torno a la letra exacta de No hay
país más hermoso en esta época y que fue censurada por la mayoría al
considerarla increíblemente indigna, Max se despertó. Le dio la bienvenida al
nuevo año a la manera tradicional de los niños nacidos en la colonia. Si bien
aún no había cumplido los diez meses, pronunció su primera palabra inteligible.
Sin embargo, no dijo ni mamá ni papá, sino «aja». Chebeti, que estaba sentada
en la cocina y al primer gimoteo se precipitó sobre la cama del niño, le
repitió una y otra vez aquella palabra que le proporcionaba a su piel un calor
más agradable que una manta de lana en las frías tormentas de su hogar, en las
montañas. Completamente despierto por la risa gutural del aja y fascinado por
los breves y melodiosos sonidos que acariciaban sus oídos, Max dijo por segunda
vez «aja», y luego otra vez y otra más. Con la esperanza de que el milagro se repitiera en el
lugar adecuado, Chebeti llevó a su gorgoriteante trofeo hasta el grupo de
asistentes a la fiesta, que se encontraba bajo el árbol. Se vio recompensada
con creces. La memsahib y el bwana se quedaron pasmados, con la boca abierta y
fuego en los ojos le quitaron de los brazos al pataleante toto y le repitieron
ora «mamá» ora «papá», primero en voz queda y entre risas, mas pronto en alto y
con una determinación que les hizo parecer guerreros antes de la batalla
decisiva. La mayoría de los hombres tomó partido bramando «papá»; todo aquel
que recordó a tiempo su nuevo pasaporte británico lo intentó con «daddy». Las
mujeres apoyaron a Jettel gritando «mamá» con voz lisonjera, como esas muñecas
de su infancia que al apretarles la barriga empezaban a hablar. No obstante,
hasta que se sumió en un agotado sueño, Max no se dejó arrancar más sonido que
«aja». Desde ese día, la evolución lingüística del joven Max
Redlich fue imparable. Decía «kula» cuando quería comer, «lala» cuando lo
acostaban, un correctísimo «chai» para la tetera, «menú» cuando le salió el
primer diente, «toto» a la imagen que le devolvía el espejo y «bua» cuando
llovía. Decía hasta «kessu», la palabra para mañana, futuro y para esa
imprecisa unidad de tiempo que sólo era un concepto comprensible y racional
para Owuor. Walter se reía cuando oía hablar a su hijo, y, sin
embargo, una susceptibilidad -que intentaba disculpar ante sí mismo achacándola
a sus sobreexcitados nervios- echaba a perder su alegría por el parloteo del
pequeño. Aunque le parecía pueril y del todo enfermizo darle tanta importancia
a aquel asunto, le atormentaba la idea de que África ya lo hubiera distanciado
de su hijo. Más aún lo torturaba la sospecha de que Regina le enseñaba aquellas
palabras a su hermano a propósito y disfrutaba con la irritación que provocaba
cada una de ellas. Walter cavilaba apesadumbrado, y aún más dolido, si su hija
querría transmitirle de ese modo su amor por África y su desacuerdo con la
decisión de regresar a casa. Sin embargo, Regina negaba con una indignación que,
aparte de ella, sólo Owuor era capaz de imponer a su rostro en el momento
adecuado su participación en un proceso que Walter, en sus momentos más
depresivos, acostumbraba denominar kulturkampf15, aunque jamás decía la palabra
en voz alta. A ello venía a añadirse que en el Hove Court todo el mundo se
burlaba constantemente del vasto vocabulario suahili del pequeño Max. Hasta
para los escasos vecinos comprensivos y tolerantes, aquello constituía una
prueba clara de que el niño era más inteligente que su irresponsable padre y de
que, en su inocencia, estaba dando a entender que no se le debía arrastrar a
Alemania. Cuando finalmente Max consiguió formar un sonido de
tres sílabas, que con una gran dosis de fantasía podía interpretarse como el
nombre de Owuor, a Walter le traicionaron los nervios. Con la cara como un
tomate y los puños cerrados, le gritó a su hija: «¿Por qué quieres hacerme daño?
¿No te das cuenta de que todos aquí se ríen de mí porque mi hijo se niega a
hablar mi idioma? Y luego tu madre se extraña de que quiera marcharme. Siempre pensé que al menos tú estabas conmigo.» Regina
comprendió horrorizada lo rastreramente que la había engañado su fantasía,
seduciéndola para que traicionara su lealtad y su amor. El arrepentimiento y la
vergüenza le escaldaron la piel y le clavaron puñales en el corazón. Tanto se
había metido en su papel de hada que domina la magia de la lengua que no había
tenido ni ojos ni oídos para su padre. Asustada, buscó una disculpa, pero, como
siempre que estaba nerviosa, sólo pensar en el idioma de su padre le paralizó
la lengua. Al darse cuenta de que sus labios se disponían a
pronunciar la palabra missuri, que significaba bueno y al mismo tiempo era una
señal de que uno por fin había entendido, sacudió la cabeza. Lentamente, pero
con decisión, se dirigió hacia su padre y se tragó su tristeza. Luego le lamió
la sal de los ojos. Al día siguiente, Max dijo «papá». No obstante, cuando al final de la semana dijo «mamá»,
los oídos de su madre no se mostraron receptivos a tan ansiada dicha, aunque en
ese preciso instante las lágrimas le llegaran a la barbilla. Max estaba
berreando «mamá» por segunda vez y Chebeti aplaudiendo cuando Walter entró
precipitadamente en la cocina. —¡Tenemos pasajes para el Almanzora. El barco sale de
Mombasa el nueve de marzo —gritó, arrojando la gorra en el sofá, loco de
alegría. —Puttfarken se ha salvado —sollozó Jettel. —¿De dónde demonios sale ahora ese Puttfarken? ¿Quién
es? —Puttfarken, SchützenstraJSe —repuso Jettel. Se puso en pie, se secó las
lágrimas en la manga de la blusa con un brusco movimiento de la cabeza y fue
hacia la ventana, como si llevara tiempo esperando ese momento. Luego se llevó
la mano a los labios y, aunque sólo eran las cinco de la tarde, echó las
cortinas. Walter comprendió al punto. A pesar de todo, preguntó
incrédulo: —No te estarás refiriendo a nuestro Puttfarken de Leobschütz, ¿no?
—¿A quién si no, cuando echo las cortinas en pleno día? Anna, corra primero las
cortinas —imitó Jettel aquella voz tanto tiempo olvidada, reencontrada de
pronto—. Es mejor que nadie me vea aquí. Soy un funcionario y debo ser
precavido. Dios, Walter, ¿recuerdas cómo se enfadaba siempre nuestra Anna? No
hacía más que llamarlo cobarde. —No lo era. Pero, ¿por qué te acuerdas de él? —Bwana,
la carta —intervino Owuor, señalando la mesa. —Es de Wiesbaden —añadió Jettel—. Ahora es un pez
gordo. «Consejero ministerial» —leyó en voz alta, atragantándose con la risa en
cada sílaba—. Deja que te la lea. Llevo todo el día ilusionada pensando en
hacerlo. «Querido amigo Redlich —empezó Jettel—, debido a una
fuerte gripe (si es que en su soleado paraíso aún recuerda lo que es eso), hoy
por primera vez tengo ocasión de escribirle. Supongo que ya le habrá llegado la
carta del ministerio. Debería haber sido al revés. Imagino lo mucho que se
habrá devanado los sesos tratando de averiguar cómo es que el azar dispone que
alguien lo conozca a usted en Wiesbaden. Aquí hace tiempo que sabemos que el
azar es la única magnitud estable en la que aún se puede confiar, pero espero
sinceramente que sus vivencias a este respecto hayan sido algo mejores. «Cómo describirle mi perplejidad cuando aterrizó
precisamente en mi mesa una solicitud de incorporación al servicio del
Ministerio de Justicia de Hesse cursada por el doctor Walter Redlich. Desde la
destitución de Bismarck, probablemente sea el primer funcionario alemán que
llora en el desempeño de su cargo. Leí su solicitud una y otra vez y aun así no
podía creer que siguiera con vida. Poco después de su partida, en Leobschütz
corrió el rumor de que había sido atacado por un león y había encontrado así la
muerte. Sólo la mención de sus años de estudio en Breslau y la práctica de la
abogacía en Leobschütz me proporcionó la certeza de que realmente era usted el
amigo de los buenos tiempos ya para siempre pasados. »Y luego tampoco podía imaginarme que alguien que ha
logrado escapar de Alemania quiera regresar a estas ruinas con las gentes que
le hicieron lo que con usted y con su pueblo se ha hecho. ¡Las cosas que habrá
vivido, lo mal que lo estará pasando para que haya tenido el valor de tomar tan
fatal decisión! Ni que decir tiene que la aplaudo. Aquí, en Alemania, hemos
destituido a los jueces con antecedentes políticos y son muy pocos los que han
quedado sin antecedentes para reconstruir la justicia. De modo que prepárese,
pues no pasará mucho tiempo en el juzgado de primera instancia antes de que lo
asciendan. Le gustará Maa, el presidente del tribunal. Es un hombre muy
respetable al que los nazis expulsaron de la judicatura y que tuvo que mantener
a flote a su familia como pudo ,todos estos años. »Y así llegamos a mi destino. De nada me sirvió que su
Anna (espero que entretanto me haya perdonado, era una excelente persona)
corriera las cortinas cada vez que iba a verlo a Asternweg para que nadie se
enterara de que aún tenía trato con judíos. Poco después de que usted
abandonara Leobschütz, me suspendieron del cargo de juez debido a que mi esposa
era judía, pero gracias a la intercesión del buen Tenscher me asignaron al
menos una especie de empleo en el registro de la propiedad. »Al cabo de unos meses también me apartaron de aquel
puesto a instancias del jefe de distrito Rummler, del que espero que no se
acuerde tan bien como yo. Previamente, me hicieron comparecer tres veces en
Breslau y me prometieron la reincorporación inmediata a la función pública si
me divorciaba de mi esposa judía. Hasta que estalló la guerra, me las arreglé
para sacar adelante a mi familia más mal que bien haciendo trabajos ocasionales
para el abogado Pawlik, de los que naturalmente nadie podía saber nada. Ya
nunca podré pagarle a Pawlik la deuda de gratitud que contraje con él. «Cayó en Polonia en el primer mes de guerra. Yo mismo
fui declarado "indigno del ejército" y en 1939 me obligaron a
desempeñar trabajos forzados. De esa época le hablaré cuando volvamos a vernos.
La pluma se resiste a poner por escrito lo vivido, aunque soy muy consciente de
que podría haber sido mucho peor. »Con el primer éxodo, una vez terminada la guerra,
Käthe, mi hijo Klaus, que nació el mismo año que su hija, y yo logramos escapar
de la Alta Silesia. Debido al permanente miedo de ser deportada, a Käthe no le
ha ido muy bien todos estos años y, para colmo, en la huida se produjo una
herida en la pierna que nos hizo temer lo peor. Aunque he perdido la costumbre
de creer en Dios, hemos de estarle agradecidos por el hecho de que al final
hayamos venido a parar aquí los tres, a Wiesbaden, donde nos acogió un pariente
lejano. Ahora tengo que agradecerle precisamente a Hitler una carrera con la
que jamás me habría atrevido a soñar en nuestro Leobschütz. «Käthe se emocionó muchísimo cuando le conté lo de su
solicitud. Y mi hijo está deseando conocer a un hombre que ha estado en África.
Es un joven reservado, marcado por las vivencias de estos años tan malos e
incapaz de olvidar el miedo de sus padres y las humillaciones y vejaciones a
que fue sometido por sus amigos y, sobre todo, por sus profesores. No pudo iniciar una educación superior16 y hoy tiene
muchos problemas en la escuela. Está demasiado obsesionado para su edad con la
idea de emigrar y creo que pronto lo perderemos. «Temo haber sido demasiado prolijo, pero escribirle me
ha venido bien. Sólo saber que esta carta va a Nairobi, a un mundo libre, sin
escombros, me fascina. Y mientras le escribo, tengo en todo momento la
sensación de estar sentado en su salón de Leobschütz. ¡Con las cortinas
abiertas! No me atrevo a preguntarle por la suerte que han corrido su padre y
su hermana, a los que conocí una vez en su casa. Tampoco me atrevo a darle
ánimos en su nueva andadura. Los alemanes no sólo han sacrificado gran parte de
su país y sus ciudades. También han perdido su alma y su conciencia. El país
está lleno de gente que no ha visto nada ni sabía nada o que "siempre
estuvo en contra". Y los pocos judíos que aún quedan y que escaparon del
infierno vuelven a ser difamados. Además de la miserable ración de alimentos
del ciudadano de a pie, reciben una prima de penosidad. Eso les basta a los
culpables para aislar de nuevo a las víctimas. «Hágame saber lo antes posible la fecha de su regreso.
Mi pesimismo y mis vivencias me impiden hablar de retorno al hogar. Haré cuanto
esté en mi mano para ayudarle, pero no espere gran cosa de un consejero
ministerial que tiene el defecto de ser de Leobschütz. Aquí en el oeste nos
consideran "chusma del este" y nadie creería hasta qué punto la
gente, junto con la patria, ha perdido los valores materiales e ideológicos.
Antes puedo hacer que lo asciendan a presidente de la audiencia territorial que
conseguirle una vivienda o una libra de mantequilla. «Pese a todo, no deje que mis lamentos, que llegados a
este punto considero del todo improcedentes, le arrebaten ese optimismo suyo
tan estupendo, ni tampoco su buen humor, del que tantos y tan buenos recuerdos
conservo. Si le es posible, traiga algo de café. El café es la nueva moneda
alemana. Con café se puede comprar de todo. Hasta unas manos limpias. Por de
pronto se le llama certificado Persil17. »Mi esposa y yo les esperamos a usted y a su familia
con impaciencia y con el corazón abierto. Hasta entonces, reciba un afectuoso
saludo de su amigo, Hans Puttfarken »PD: Casi lo olvido, su viejo amigo
Greschek ha acabado en un pueblo del Harz. Conseguí su dirección por casualidad y le he escrito
contándole lo de su regreso.» Mientras metía de nuevo la carta en el sobre,
Jettel trató de imaginarse el rostro de Puttfarken, pero sólo recordó que era
alto y rubio y que tenía ojos muy azules. Al menos quería decirle eso a Walter,
pero el silencio se había prolongado demasiado para hallar palabras que
aliviaran su agitación. Con ademán vacilante, Jettel empezó a abanicarse con el
sobre. Owuor le quitó la carta de la mano y la dejó sobre un plato de cristal. Imitó los pequeños silbidos que de joven aprendiera de
los pájaros, sonrió al recordar la palabra que la memsahib sacara del papel y
descorrió las cortinas sin dejar de silbar. Un rayo del sol vespertino, ya bajo en el horizonte,
se reflejó en el cristal, arrojando un velo de tenue niebla azul sobre el
grisáceo papel. El perro se despertó, alzó la cabeza, perezoso, y al bostezar
hizo sonar tanto los dientes como en su juventud, cuando aún podía oler las
liebres en la hierba. —Rummler —rió Owuor—. En la carta se hablaba de
Rummler. He oído el nombre de Rummler. —Pobre infeliz, si Puttfarken supiera lo que ha sido
de mi buen humor —dijo Walter—. Ay, Jettel, ¿no te reconforta un poco recibir
una carta así? Al cabo de tantos años de ser el último mono. —No lo sé. No sé qué decir. No lo he entendido todo. —¿Y crees que yo sí? Yo sólo sé que allí hay una
persona que se acuerda de mí tal como era antes. Y que está dispuesta a
ayudarnos. Señora Redlich, démonos tiempo para acostumbrarnos al hecho de que
las cosas han cambiado. No escuches lo que dice la gente de aquí. Nosotros
hemos caído más bajo que ellos, pero también tenemos más práctica que los demás
en eso de comenzar una nueva vida. Saldremos adelante. Nuestro hijo no sabrá lo que significa ser un paria. Por un momento, a Jettel le pareció que la dulzura y
el anhelo de la voz de Walter le habían devuelto los sueños, las esperanzas y
la seguridad, el amor y la alegría de vivir de su juventud, pero la conformidad
con su esposo le resultaba demasiado extraña para ser duradera. —¿Qué fue lo que dijiste cuando llegaste a casa? Ya no
me acuerdo. —Sí, Jettel, sí que te acuerdas. He dicho que partimos
el nueve de marzo en el Almanzora. Y esta vez no irá cada uno por su lado.
Iremos juntos. Me alegro de que se acabe la incertidumbre. Creo que no habría
podido soportar la espera por más tiempo. CAPÍTULO XXIV A las cuatro de la mañana, a Walter lo despertó un
ruido que no fue capaz de identificar. Se esforzó una y otra vez por atrapar
aquellas leves vibraciones que parecían venir de cerca y que le resultaban más
agradables que el miedo al insomnio, pero a sus oídos sólo llegaba el silencio
absoluto de las atroces horas que precedían a la salida del sol, un silencio
que hizo presa en su reposo. Aguardó impaciente el canto de los pájaros en los
eucaliptos que había ante la ventana, ésa solía ser la señal para levantarse.
La expectación aguzó sus sentidos antes de tiempo. Aunque el día aún no había
capturado el hálito de la primera luz cenicienta, Walter creyó distinguir los
contornos de las cuatro grandes cajas de madera clara que viajarían a ultramar. Desde que llegaran a África, las habían utilizado a
modo de armarios, y ahora, rotuladas con la letra empinada e infantil de
Jettel, ocupaban una pared del dormitorio cada una. La noche anterior, Owuor
había terminado de empaquetarlo todo y las había claveteado con unos golpes tan
vehementes que los Keller, en el apartamento contiguo, habían respondido a su
vez con furiosos puñetazos. Walter se sintió liberado al pensar que por fin
estaba guardada la mayor parte de la vida de los últimos nueve años. Las dos
semanas que quedaban hasta que zarpara el Almanzora transcurrirían sin las
agotadoras discusiones que desencadenaba toda nueva decisión sobre lo que
podían llevarse y lo que debían dejar. Para Walter fue como si la fortuna le concediera un
último retazo de normalidad. El plazo de gracia se le antojó demasiado breve.
Escuchó el rechinar de sus dientes tan concentrado como si aquel desagradable
ruido tuviera una importancia especial. Para su sorpresa, al cabo de un rato se
sintió realmente liberado de la carga que lo atormentaba durante el día.
Desarmado por un sentimiento de culpa del que no podía hablar si no quería
perder su fuerza, había tenido que dar cuentas o bien a Jettel o bien a Regina
de cada comentario, de sus suspiros, de cada enfado e inseguridad. Sólo de noche podía admitir que lo torturaba el
desencanto antes de que pudiera brotar la semilla de la esperanza. Desde los
días en que empezaron a embalar, Walter se sintió apesadumbrado por el hecho de
que las cajas sólo le recordaran con intensidad la partida hacia el destierro.
No simbolizaban, como él se había figurado durante meses de reparadora euforia,
la partida, tanto tiempo anhelada, hacia la reencontrada dicha. Para obligarse a serenarse, apretó fuertemente los
labios hasta que el dolor físico fue lo bastante grande como para emprender la
lucha contra los malvados fantasmas que surgían del pasado y amenazaban el
futuro. Entonces oyó por segunda vez el ruido que lo había arrancado del sueño.
De la cocina llegaba un sonido suave que revelaba los lentos movimientos de
unos pies descalzos sobre el tosco suelo de madera, y de vez en cuando era como
si Rummler restregara su rabo contra la puerta cerrada. Al pensar que el perro pudiera abrir siquiera un ojo
antes de que la tetera se llenara de agua, Walter sonrió, pero la curiosidad le
impulsó a comprobarlo. Se levantó sin hacer ruido para no despertar a Jettel y
se deslizó de puntillas hasta la cocina. Los restos de una pequeña vela pegada
a una tapadera de hojalata bañaban con su larga llama la habitación en una
mortecina luz amarilla. En un rincón estaba Owuor, sentado en el suelo entre
unas cuantas cacerolas y la oxidada sartén de Leobschütz, con los ojos
cerrados, frotándose los pies para calentarlos. A su lado yacía Rummler. El
perro estaba despierto y tenía una gruesa cuerda alrededor del cuello. Bajo la mesa de la cocina había una toalla de cuadros
blancos y azules anudada formando un hatillo muy abultado que colgaba de un
grueso palo de madera. Por uno de los numerosos agujeros asomaba una manga del
kanzu blanco con el que Owuor sirviera la comida desde los tiempos de Rongai.
En el alféizar de la ventana estaba la toga de abogado de Walter, recién
planchada y cuidadosamente doblada formando un rectángulo negro. Sólo la
reconoció por la delicada seda del cuello y la solapa. —Owuor, ¿qué estás haciendo aquí? —Estoy sentado
esperando, bwana. —¿Por qué? —Espero al sol —aclaró Owuor. Sólo se tomó
un segundo para hacer surgir como por arte de magia en sus ojos el mismo
asombro que el bwana tenía en los suyos. —¿Y por qué Rummler lleva una cuerda al cuello?
¿Quieres venderlo en el mercado? —Bwana, ¿quién va a comprar un perro viejo?
—Quería verte reír. Y ahora dime de una vez por qué estás aquí. —Eso ya lo sabes. —No. —Sólo mientes con la boca, bwana. Rummler y yo vamos a
emprender un largo safari. El que primero se va de safari conserva los ojos
secos. Walter repitió cada una de las palabras sin que le
fuera posible abrir la boca. Al darse cuenta de que le dolía la garganta, se
sentó en el suelo y acarició el corto y tieso pelaje del pescuezo de Rummler.
El cálido cuerpo del animal le recordó aquellas noches ante la chimenea de Ol’
Joro Orok que creía enterradas hacía tiempo y lo adormeció un tanto. Trató de
combatir la calma que empezaba al paralizarlo apretando la cabeza contra las
rodillas. En un principio, la presión que sentía en las cuencas de los ojos le
resultó agradable, mas luego comenzaron a molestarle los colores, que se
descomponían en la luz de igual modo que sus ideas. Era como si ya hubiera vivido esa escena que ahora se
le antojaba tan irreal, pero no sabía cuándo. Su memoria se dejó llevar con
demasiada rapidez y complacencia por las confusas imágenes. Vio al su padre
delante del hotel de Sohrau, pero cuando la vela inició su último combate por
la vida, el padre se apartó del hijo y se convirtió en Greschek, que estaba en
Génova, en la cubierta del Ussukuma. La bandera de la cruz gamada ondeaba en la tormenta
Exhausto, Walter esperaba oír la voz de Greschek, la dura pronunciación y la
obstinada ira en las sílabas que harían la despedida aún más difícil de lo que
ya de por sí era. Pero Greschek no dije nada, se limitó a sacudir la cabeza con
tal violencia que la bandera se soltó y se precipitó sobre Walter. No sintió
más que el propio desmayo y la opresión del silencio. —Kimani —dijo Owuor—. ¿Tu cabeza aún recuerda a
Kimani? —Sí —se apresuró a responder Walter. Se alegró de poder oír y pensar de
nuevo—. Kimani era un amigo, como tú, Owuor. Pienso en él a
menudo. Se marchó de la granja antes de que yo abandonara Ol’ Joro Orok. No le
dije kwaheri. —Él te vio marchar, bwana. Se quedó demasiado tiempo
ante la casa. El coche se hacía cada vez más pequeño. A la mañana siguiente
Kimani estaba muerto. En el bosque sólo quedó un pedazo de su camisa. —Eso no me lo habías dicho nunca, Owuor. ¿Por qué?
¿Qué le pasó a Kimani? —Kimani quería morir. —Pero, ¿por qué? No estaba enfermo. No era viejo. —Kimani sólo hablaba contigo, bwana. ¿Te acuerdas? El
bwana y Kimani estaban siempre bajo el árbol. Era la schamba más hermosa, la
del lino más alto. Le llenaste la cabeza con las imágenes de tu cabeza. Kimani
quería más a esas imágenes que a sus hijos y al sol. Era listo, pero no lo
bastante listo. Kimani dejó que la sal entrara en su cuerpo y se secó como un
árbol sin raíces. Un hombre ha de ir de safari cuando llega su hora. —Owuor, no te entiendo. —Owuor, no te entiendo. Eso decías siempre cuando tus
oídos no querían oír. Incluso el día que llegaron las langostas. Yo dije: Han
llegado las langostas, bwana, pero el bwana dijo: Owuor, no te entiendo. —Deja de robarme la voz —repuso Walter. Notó que su
mano se abría paso desde el pelaje de Rummler hasta la rodilla de Owuor; trató
de retirarla, pero ya no obedecía a su voluntad. Durante un instante que se le
hizo demasiado largo y en el que sintió cada vez con más intensidad el calor y
la suavidad de la piel de Owuor, se negó a entender. Luego llegó el dolor y con él, la certeza de que esa
despedida era más cruel que todas las anteriores. »Owuor —dijo imponiendo su dominio a su herida
abierta—, ¿qué le voy a decir a la memsahib cuando hoy no vengas a trabajar?
¿Le digo: Owuor ya no quiere ayudarte? ¿Le digo: Owuor quiere olvidarnos?
—Chebeti hará mi trabajo, bwana. —Chebeti no es más que un aja. No trabaja en la casa.
De sobra lo sabes. —Chebeti es tu aja, pero también es mi mujer. Ella
hará lo que yo diga. Irá contigo y la memsahib hasta Mombasa y sostendrá al
pequeño áscari. —Nunca nos dijiste que Chebeti era tu mujer —lo
interrumpió Walter. Su voz, llena de reproche, le pareció infantil, y se enjugó
el sudor de la frente desconcertado—. ¿Por qué yo no lo sabía? —preguntó en voz
queda. —La memsahib kidogo lo sabía. Ella siempre lo sabe
todo. Sus ojos son como los nuestros. Tus ojos siempre dormían, bwana —rió
Owuor—. El perro —continuó, hablando tan aprisa como si hiciera ya tiempo que
tenía en la boca cada una de aquellas palabras— no puede ir en barco. Es
demasiado viejo para empezar una nueva vida. Yo me iré con Rummler. Igual que
me fui de Rongai y luego de Ol’ Joro Orok a Nairobi. —Owuor —pidió Walter cansado—, debes decirle kwaheri a
la memsahib kidogo. ¿O le digo a mi hija: Owuor se ha ido y no quiere volver a
verte? ¿O le digo: Rummler se ha ido para siempre? El perro forma parte de la
vida de mi hija. Ya lo sabes. Tú estabas presente cuando ella y Rummler se
hicieron amigos. El suspiro fue como el primer silbido del viento tras
la lluvia. El perro movió una oreja. Aún tenía el aullido en el hocico cuando
se abrió la puerta. —Owuor ha de irse, papá. ¿O acaso quieres que se le
seque el corazón? —Regina, ¿cuánto hace que no estás durmiendo? Has estado
escuchando. ¿Sabías que Owuor se marchaba? Como un ladrón en la noche. —Sí —replicó Regina. Al repetir la palabra, sacudió la
cabeza con el mismo movimiento leve con que impedía a su hermano hurgar en el
cuenco del perro—. Pero no como un ladrón —aclaró, la tristeza oprimiendo su
voz—. Owuor ha de irse. No quiere morir. —Cielo santo, Regina, ¡deja de decir tonterías! Nadie
muere por una despedida. De lo contrario, hace tiempo que yo estaría muerto. —Algunas personas están muertas y siguen respirando.
—Asustada, Regina atrapó su labio inferior entre los dientes, pero era
demasiado tarde. Estaba tragando sal y su lengua ya no tenía fuerzas para
retener aquella frase. Se hallaba tan confundida que incluso creyó oír la risa
de su padre y no se atrevió a mirarlo. —¿Quién te ha dicho eso, Regina? —Owuor. Hace mucho
tiempo. Ya no recuerdo cuándo —mintió. —Owuor, eres listo. Owuor tuvo que aguzar el oído como un perro que, tras
un profundo sueño, oye el primer sonido, pues el bwana había hablado como un
anciano que tiene demasiado aire en el pecho. Pese a todo, logró saborear el
halago como en los buenos tiempos de viva alegría. Trató de asir aquellos
tiempos ya muertos, pero se le escurrieron entre los dedos como maíz muy
molido. De modo que desplazó su cuerpo pesadamente hacia un lado y Regina se
sentó entre él y su padre. El silencio estaba bien, conseguía que el dolor que no
procedía del cuerpo se volviese ligero como la pluma de una gallina antes de
poner su primer huevo. Los tres permanecieron callados hasta que la luz del día
se tornó blanca y clara y el sol tiñó las hojas del verde oscuro que anunciaba
un día con fuego en el aire. —Owuor —dijo Walter al abrir la ventana—, aquí está mi
viejo abrigo negro. Lo has olvidado. —No he olvidado nada, bwana. El abrigo ya no me
pertenece. —Te lo regalé. ¿Acaso el inteligente Owuor ya no lo
recuerda? Te lo regalé en Rongai. —Ahora volverás a ponerte el abrigo. —¿Cómo lo sabes? —En Rongai dijiste: ya no necesito el
abrigo. Pertenece a la vida que he perdido. Ahora has vuelto a encontrar tu vida. La vida con el
abrigo —replicó Owuor, mostrando los dientes al reír como en los días que ya
sólo eran harina de maíz. —Debes quedártelo, Owuor. Sin el abrigo me olvidarás. —Bwana, mi cabeza no puede olvidarte. He aprendido
tantas palabras de ti. —Dilas, dilas otra vez, amigo mío. —Perdí mi corazón en Heidelberg —tarareó Owuor. Notó
que su voz cobraba más y más fuerza con cada nota y que la música en su
garganta seguía siendo tan dulce como la primera vez—. Lo ves, mi lengua
tampoco puede olvidarte —afirmó triunfante. Resuelto y sin embargo con manos temblorosas, Walter
tomó la toga, la sacudió y se la puso a Owuor sobre los hombros, como si fuera
un niño al que el padre ha de proteger del frío. —Ahora vete, amigo mío —dijo—. Tampoco yo quiero tener
sal en los ojos. —Está bien, bwana. —¡No! —exclamó Regina, y dejó de luchar contra la
opresión de las lágrimas que había estado tragándose todo ese tiempo—. No,
Owuor, has de cogerme otra vez. No debo decirlo, pero lo digo de todos modos. Cuando Owuor la tomó en brazos, Regina contuvo el aire
hasta que el dolor le partió el pecho. Se frotó la frente contra los músculos
de la nuca de su amigo y dejó que la nariz atrapara el aroma de su piel.
Entonces se percató de que había empezado a respirar de nuevo. Sus labios se
humedecieron. Las manos agarraron el cabello en el que cada día aparecía un
nuevo y diminuto rayo de luz gris, pero Owuor se había transformado. Ya no era viejo ni estaba lleno de tristeza. Su
espalda volvía a estar derecha como la flecha del arco tensado de los masai. ¿O
acaso era la flecha de Cupido, que atravesaba las imágenes con su silbido? Por
un momento Regina temió haber visto el rostro de Cupido y haberlo empujado para
siempre a aquel país al que ella no podía seguirlo, pero cuando por fin pudo
alzar los párpados, vio la nariz de Owuor y el brillo de sus grandes dientes.
De nuevo era el gigante que la había sacado del coche en Rongai y lanzado por
los aires y posado sobre la tierra rojiza de la granja con infinita ternura. —Owuor, no puedes irte —musitó—. La magia aún sigue
ahí. No puedes destruir la magia. Tú no quieres irte de safari. Sólo tus pies
quieren marcharse. El gigante de los fuertes brazos le dio de beber a su
oído. Eran unos sonidos maravillosamente suaves que podían volar, pero que no
se dejaban atrapar, y sin embargo hacían fuertes hasta a los hombres débiles
que lloraban. Regina devolvió sus ojos a la oscuridad cuando Owuor la dejó en
el suelo. Sintió los labios de éste en su piel, pero sabía que no debía
mirarlo. Igual que los mendigos del mercado, dejó que su cuerpo
cayera al suelo como si estuviera demasiado débil para combatir el
entumecimiento. Escuchó atentamente la melodía de la despedida; oyó jadear a
Rummler, los pasos de Owuor, que hacían crujir la madera, luego el chirrido de
la puerta al abrirse enérgicamente y, a lo lejos, un pájaro que anunciaba que
aún había otro mundo además del de las heridas abiertas. Durante un breve
instante, la cocina siguió oliendo al húmedo pelaje de Rummler, más tarde tan
sólo a la cera fría de la vela consumida. —Owuor se queda con nosotros. No lo hemos visto
marcharse —afirmó Regina. Primero cayó en la cuenta de que había hablado en voz
alta y luego de que lloraba. —Perdóname, Regina. No quería hacerte esto. Eres
demasiado pequeña. A tu edad yo sólo conocía el dolor cuando me caía del
caballo. —Nosotros no tenemos caballo. Walter miró a su hija sorprendido. ¿Tanta infancia le
había arrebatado que tenía que consolarse con una broma mientras las lágrimas
le resbalaban por el rostro como a una niña que no entiende nada más que la
obstinación de su padre? ¿O acaso sólo disfrutaba de la lengua de África y
curaba su alma con un bálsamo que él nunca había probado? Quería estrechar a
Regina entre sus brazos, pero los dejó caer apenas los hubo levantado. —Ya nunca podrás olvidar, Regina. —No quiero olvidar. —Eso mismo dije yo, ¿y qué es lo que he conseguido? Le
hago daño a la persona que más me importa en este mundo. —No —negó Regina—. No puedes hacer otra cosa, debes
emprender tu safari. —¿Quién te ha dicho eso? —Owuor. Y me ha dicho otra
cosa más. —¿Qué? —¿De verdad quieres que te lo diga? Te sentirás
ofendido. —No, te prometo que no me sentiré ofendido. —Owuor me ha dicho —recordó Regina, mirando por la
ventana para no ver el rostro de su padre— que he de protegerte. Eres un niño.
Eso ha dicho Owuor, papá, no yo. —Tiene razón, pero no se lo digas a nadie, memsahib
kigodo. —Hapana, bwana. Los dos se fundieron en un fuerte abrazo y creyeron
que tenían ante sí un mismo camino. Por primera vez, Walter había pisado la
tierra que, demasiado tarde, se había convertido para él en un pedazo de su
patria. Sin embargo, Regina saboreaba lo precioso del momento: por fin su padre
había comprendido que sólo el negro dios Mungo hacía feliz a la gente.
FIN
LA IMPACIENCIA DEL CORAZÓN / 1939 STEFAN ZWEIG
«Al que tiene le será dado.» Estas palabras del Libro
de la Sabiduría las puede corroborar cualquier escritor sin miedo alguno en el
sentido de que «a quien mucho ha narrado le será narrado». Nada más engañoso
que la idea demasiado deferente de que en el escritor trabaja
ininterrumpidamente la fantasía, de que él crea hechos e historias a partir de
un acopio inagotable y sin pausa. En realidad, en vez de inventar, sólo
necesita dejarse encontrar por los personajes y los acontecimientos, los cuales,
siempre que haya conservado una elevada capacidad de mirar y de escuchar, lo
buscan sin cesar para que los refiera; a quien a menudo ha intentado explicar
destinos, muchos le cuentan el suyo.
También el suceso que voy a reproducir aquí me fue
confiado casi en su totalidad y, justo es decir, de una manera completamente
inesperada. La última vez que estuve en Viena, cansado después de mil
gestiones, busqué al caer la noche un restaurante de arrabal que creía que
había dejado de estar de moda y sería poco frecuentado. Pero, apenas entré,
comprobé con irritación mi error. Justo de la primera mesa se levantó un
conocido mío con todas las muestras de una alegría sincera, pero no
correspondida por mí tan fogosamente, y me invitó a sentarme con él. Decir que
aquel obsequioso caballero era antipático o desagradable sería faltar a la
verdad; era de esa clase de personas sociables por naturaleza que coleccionan
relaciones como los niños sellos y que por eso se enorgullecen de modo especial
de cada ejemplar de su colección. Para este curioso y bonachón personaje —su
profesión secundaria era la de archivero cualificado, y muy erudito—, todo el
sentido de la vida se reducía a la modesta satisfacción de poder añadir con
vanidosa naturalidad junto a cada nombre que de tarde en tarde leía en el
periódico: «Un buen amigo mío» o «Ah, ayer mismo me lo encontré» o «Mi amigo A
me ha dicho y mi amigo B opina», y así sucesivamente, con todo el alfabeto.
Nunca dejaba de aplaudir a sus amigos en los estrenos, al día siguiente telefoneaba
a los actores felicitándolos, no olvidaba un solo cumpleaños, pasaba en
silencio notas de prensa desagradables y les enviaba las elogiosas
expresándoles su más cordial simpatía. No era, pues, un mal hombre, sino
sinceramente obsequioso, y se sentía feliz cuando se le pedía un pequeño favor
o cuando añadía un nuevo objeto a su gabinete de curiosidades. Pero no es necesario describir con más detalle al
amigo «Adabei» —este término burlón y humorístico que equivale a la vez a
cotilla y lapa y que suele aplicarse en Viena a esta clase de parásitos de buen
talante que pululan dentro de los abigarrados grupos de esnobs—, pues todo el
mundo los conoce y sabe que uno no se puede librar sin grosería de su
conmovedora inocuidad. De modo que me senté resignado a su mesa y durante un
cuarto de hora tuve que escuchar su verborrea, hasta que entró en el local un
hombre fornido y llamativo por su rostro juvenil y rebosante de salud, con un
punto de gris en las sienes que lo favorecía; su porte un tanto erguido al andar
lo reveló en el acto como ex militar. Mi vecino dio un respingo para saludarlo
con su típica obsequiosidad, aunque el caballero en cuestión correspondió a su
ímpetu con más indiferencia que cortesía, y todavía el nuevo cliente no había
acabado de pedir la bebida al presuroso camarero, cuando mi amigo Adabei ya se
me acercó para susurrarme al oído: «¿Sabe quién es?» Puesto que yo conocía
desde hacía tiempo su prurito de coleccionista de exhibir triunfante cada
ejemplar más o menos interesante de su colección y temía prolijas
explicaciones, me limité a responder con un «no» carente de interés y seguí
diseccionando mi tarta Sacher. Pero esta indolencia mía incitó aún más al
cazador de nombres y, tapándose la boca con la mano por precaución, me sopló
con voz apagada: «Pues éste es Hofmiller, de intendencia general... Ya sabe,
aquel que ganó la condecoración de María Teresa durante la guerra.» Como este
dato no pareció impresionarme en la medida esperada, empezó a desembuchar con
el entusiasmo de manual de lecturas patrióticas diciendo que el tal capitán de
caballería Hofmiller había llevado a cabo grandes hazañas en la guerra, primero
en caballería, luego en aquel vuelo de reconocimiento sobre el Piave en el que
derribó él solo tres aviones, y finalmente en la compañía de ametralladoras en
la que ocupó y mantuvo un sector del frente durante tres días. Contó todo esto
con muchos detalles (que aquí omito) y 2 mostrando en cada momento su inmensa
sorpresa por el hecho de que yo no hubiera oído hablar de aquel hombre
admirable al que el emperador Carlos había distinguido con la más singular
condecoración del ejército austríaco. Involuntariamente me sentí tentado a mirar hacia la
otra mesa para ver una vez en la vida y a dos metros de distancia a un héroe
marcado por la historia. Pero me encontré con una mirada severa y enojada que
más o menos venía a decirme: «¿le ha estado contando embustes acerca de mí ese
individuo? ¡No se me quede usted mirando boquiabierto, que no hay nada que
ver!» Al mismo tiempo, el caballero apartó la silla a un lado con un gesto
inequívocamente desabrido y nos dio la espalda con aire decidido. Aparté los
ojos un tanto avergonzado, y a partir de entonces evité por discreción rozar
con la mirada siquiera el mantel de aquella mesa. No tardé en despedirme del
bendito parlanchín, sin dejar de observar al salir que en el acto se trasladaba
a la mesa de su héroe, probablemente para informarle sobre mí con la misma
diligencia con que me había hablado antes de él. Esto fue todo. Unas cuantas visitas a la ciudad y a
buen seguro habría olvidado este encuentro fugaz si la casualidad no hubiera
querido que al día siguiente me viera de nuevo en una pequeña tertulia frente
al desabrido caballero que, además, con su esmoquin de noche tenía un aspecto
todavía más llamativo y elegante que con su traje homespun más deportivo de la
víspera. A ambos nos costó disimular una sonrisita, esa sonrisa ominosa entre
dos personas que comparten un secreto bien guardado en medio de un grupo. Me
reconoció exactamente igual que yo a él, y es probable que estuviéramos
irritados o divertidos también de la misma manera a causa del fracasado
chismoso del día anterior. Por el momento evitamos entablar conversación, cosa
que hubiera resultado inútil porque a nuestro alrededor se había iniciado una
animada discusión. El objeto de la disputa se puede adivinar de antemano
si menciono que tuvo lugar en el año 1938. Futuros cronistas de nuestra época comprobarán un día
que en aquel año casi todas las conversaciones mantenidas en este país de
nuestra asolada Europa estaban dominadas por las conjeturas sobre la
probabilidad de que estallara o no una nueva guerra mundial. Inevitablemente el
tema fascinaba en cualquier tertulia, y a veces uno tenía la impresión de que
no eran los hombres quienes desahogaban su miedo en suposiciones y esperanzas,
sino la atmósfera misma, por decirlo así, el ambiente de la época, agitado y
cargado de ocultas tensiones, que deseaba descargarse en la palabra. El anfitrión, abogado de profesión y altercador de
carácter, dirigía la tertulia. Demostraba con los argumentos habituales el
habitual disparate de que la nueva generación sabía lo que era la guerra y ya
no se lanzaría a una nueva contienda tan improvisadamente como a la anterior.
Cuando los movilizaran dispararían los fusiles hacia atrás, y sobre todo los
veteranos como él no habían olvidado lo que les esperaba. En un momento en que decenas y centenares de miles de
fábricas producían explosivos y gases tóxicos, me irritó la jactanciosa
seguridad con que descartaba la posibilidad de una guerra de forma tan
indolente como sacudía la ceniza de su cigarrillo con un ligero golpe del dedo
índice. No siempre se debía creer aquello de lo que uno quería convencerse,
respondí con resolución. Las autoridades y los organismos militares que
dirigían el aparato bélico tampoco dormían y, mientras nosotros nos
embriagábamos con utopías, habían aprovechado con creces los tiempos de paz
para preparar y organizar a las masas y en cierto modo tenerlas disponibles y
prontas para hacer fuego. Ya entonces, en medio de la paz, el servilismo
general había adquirido proporciones increíbles gracias al perfeccionamiento de
la propaganda, y a que teníamos muy claro el hecho de que, tan pronto como la
radio transmitiera a todos los hogares la orden de movilización, no habría
oposición alguna. El hombre era una partícula de polvo sin voluntad que no
contaba para nada en aquel momento. Naturalmente los tuve a todos contra mí, pues la
experiencia nos demuestra que el instinto de autoaturdimiento del hombre
prefiere librarse de los peligros conocidos en su fuero interno a base de
declararlos nulos y sin valor, y esta advertencia contra un optimismo fútil a
la fuerza tuvo que resultar inoportuna a la vista de la espléndida cena que ya
nos esperaba en la sala contigua. Entonces, inesperadamente, se colocó a mi lado como
padrino de aquel duelo el caballero de la orden de María Teresa, precisamente
el hombre en quien mi equivocado instinto había sospechado un adversario. «Sí», dijo con vehemencia, era un puro disparate
pretender tomar en consideración hoy día la voluntad o la falta de voluntad del
material humano, pues en la próxima guerra la ejecución de la misma se asignará
a las máquinas y las personas quedarán relegadas a la condición de simples componentes.
Ya en la última contienda no había encontrado a muchos en el campo de batalla
que se hubieran declarado claramente a favor o en contra de la guerra. La
mayoría se había visto arrastrada a ella como una nube de polvo por el viento y
metida después en el gran torbellino; los individuos, sin contar con su
voluntad, habían sido traqueteados de un lado para otro como garbanzos en un
gran saco. En suma, quizás incluso más hombres se habían refugiado en la guerra
que huido de ella. Lo escuché asombrado, había despertado mi interés
sobre todo la vehemencia con que siguió hablando. «No nos engañemos. Si en algún país hoy se hiciera
propaganda a favor de una guerra exótica, por ejemplo en la Polinesia o en un
rincón de África, miles y cientos de miles acudirían corriendo a la llamada sin
saber muy bien por qué, quizá sólo por el deseo de huir de ellos mismos o de
circunstancias desagradables. La resistencia real a una guerra difícilmente
puedo estimarla en más de cero. La resistencia de un individuo frente a un organismo
exige siempre mucho más valor que el simple dejarse arrastrar, es decir, valor
individual, y esta especie está en vías de extinción en nuestra época de
organización y mecanización crecientes. Yo he encontrado en la guerra casi
exclusivamente el fenómeno del coraje de las masas, del valor de los que están
en formación militar, y si alguien observa con lupa este concepto, descubrirá
unos componentes muy peculiares: mucha vanidad, mucha ligereza e incluso
aburrimiento, pero sobre todo mucho miedo... Sí, miedo de quedarse atrás, miedo
de ser blanco de burlas, miedo de actuar solo y, sobre todo, de oponerse al
entusiasmo de masa de los demás; la mayoría de los que pasaron por los más
audaces en el campo de batalla, los he conocido después personalmente en la
vida civil como héroes muy dudosos. Por favor, entiéndame, dijo, dirigiéndose
cortésmente al anfitrión, que torcía el gesto, «no soy en absoluto una
excepción.» Me gustaba cómo hablaba y deseaba acercarme a él, pero en aquel
momento la anfitriona llamaba a la cena y, sentados muy lejos el uno del otro,
no pudimos reanudar la conversación. No coincidimos de nuevo hasta el
guardarropa cuando todo el mundo se retiró. «Me parece», dijo sonriendo, «que nuestro común
protector ya nos presentó indirectamente.» Yo le devolví la sonrisa: «Y
detenidamente, además.» «Con toda seguridad exageró contándole que soy un
Aquiles y más de una vez se colgó mi medalla sobre el pecho.» «Más o menos.»
«Sí, está condenadamente orgulloso de ellas... como de los libros que usted
escribe.» «¡Curioso individuo! Pero los hay peores... Por lo demás, ¿le importa
que caminemos un trecho juntos?» Echamos a andar. De pronto se volvió hacia mí:
«Créame, no hablo por hablar si le digo que lo que más me ha hecho sufrir
durante años es esta medalla de María Teresa, demasiado llamativa para mi
gusto. Quiero decir, para serle franco, que cuando la conseguí en el campo de
batalla, al principio me emocionó, claro está. Al fin y al cabo uno había sido
educado para soldado y había oído hablar de esta condecoración en la escuela de
cadetes, una distinción que se otorga a una docena como máximo en una guerra y
que, por decirlo así, cae del cielo como una estrella. Sí, para un muchacho de
veintiocho años es mucho. Uno se encuentra de pronto ante la tropa, todo el
mundo mira con asombro cómo de golpe algo brilla en tu pecho como un pequeño
sol y el emperador, su inaccesible majestad, te estrecha la mano para
felicitarte. Pero, mire usted, esta orden sólo tenía sentido y validez en
nuestro mundo militar. Cuando se acabó la guerra, me pareció ridículo ir toda
la vida por el mundo marcado como un héroe porque una vez actué con coraje
durante veinte minutos..., probablemente no con más coraje que otros diez mil
en comparación con los cuales mi única ventaja fue que se fijaran en mí y, más
sorprendente todavía, la suerte de regresar vivo a casa. Ya al cabo de un año,
cuando por doquier la gente se quedaba mirando el trocito de metal para luego
deslizar los ojos respetuosos hacia mi rostro, me harté de ser un monumento
ambulante, y el enojo que me producía esta eterna ostentación fue uno de los
motivos decisivos que me indujeron a vestir de paisano tan pronto como pude
después de la guerra.» Se puso a andar con más viveza. «Uno de los motivos, digo, pero el principal era de
carácter privado, y quizás a usted le resulte todavía más comprensible. El
motivo principal fue que en el fondo yo mismo ponía en duda mi legitimidad o
cuando menos mi heroísmo. Yo sabía mejor que los ignorantes mirones que tras
esta medalla había alguien que era cualquier cosa menos un héroe e incluso un
antihéroe declarado..., uno de los que corrieron a la guerra con tanta furia
sólo porque querían ponerse a salvo de una situación desesperada. Éramos más
desertores de nuestras responsabilidades que héroes de nuestro sentido del
deber. No sé cómo lo verá usted pero a mí por lo menos la vida con aureola y
nimbo me parece antinatural e insoportable. Y me sentí francamente aliviado al
no tener que pasear más mi biografía de héroe colgada del uniforme. Todavía
ahora me molesta que alguien desentierre mi gloria pasada y, por qué no se lo
voy a confesar, ayer estuve a punto de acercarme a su mesa para increpar al
pelmazo y decirle que fuera a jactarse con otro. Durante toda la velada me dio
pena la mirada respetuosa que me dirigía usted, y de buena gana, para desmentir
a este charlatán, le hubiera invitado a usted a escuchar por qué caminos
tortuosos me convertí en héroe... Es una historia bastante extraña y, sin
embargo, podría demostrarle que a menudo el valor no es sino la otra cara de
una debilidad. Por lo demás..., no tendría inconveniente en
contársela ahora mismo. Lo que ocurrió a un hombre hace un cuarto de siglo ya
no le incumbe, pero puede que desde entonces interese a otro. ¿Tiene tiempo? ¿Y
no lo aburro?» Naturalmente tenía tiempo. Anduvimos todavía un buen rato arriba
y abajo por las calles ya desiertas y también nos vimos con frecuencia los días
siguientes. He cambiado muy pocas cosas de su relato, quizá digo ulanos en vez
de húsares, he desplazado un poco las guarniciones en el mapa para
disimularlas, y por precaución he eliminado los nombres reales. Pero no he
modificado ni inventado nada de lo esencial, y no soy yo, sino el narrador,
quien empieza ahora a narrar.
«Hay dos clases de piedad. Una, débil y sentimental,
que en realidad sólo es impaciencia del corazón para liberarse lo antes posible
de la penosa emoción ante una desgracia ajena, es una compasión que no es
exactamente compasión, sino una defensa instintiva del alma frente al dolor
ajeno. Y la otra, la única que cuenta, es la compasión desprovista de lo
sentimental, pero creativa, que sabe lo que quiere y está dispuesta a aguantar
con paciencia y resignación hasta sus últimas fuerzas e incluso más allá.»
Todo empezó con un desatino, una torpeza completamente
excusable, una gaffe, como dicen los franceses. Después intenté remediar mi
estupidez, pero cuando se quiere reparar con demasiadas prisas la ruedecita de
un reloj, se suele estropear todo el mecanismo. Incluso hoy, al cabo de los
años, soy incapaz de delimitar dónde terminó mi pura impaciencia y dónde empezó
mi culpa. Probablemente nunca lo sabré. Tenía por aquel entonces veinticinco años y era
teniente en activo en el regimiento X de ulanos. No puedo afirmar que hubiera
sentido nunca una pasión especial o una vocación interior por la carrera
militar. Pero cuando dos niñas y cuatro rapaces siempre hambrientos de una
vieja familia de funcionarios austriaca se sientan a una mesa mal provista, no
se les pregunta por sus inclinaciones, sino que se los mete temprano en el
horno de la profesión para que no graven por demasiado tiempo el presupuesto
familiar. A mi hermano Ulrich, que ya en la escuela se quemaba las pestañas con
tanto estudio, lo metieron en el seminario; a mí, que tenía los huesos fuertes,
me mandaron a la academia militar: desde allí el hilo de la vida se devana
automáticamente, no hace falta seguir lubricándolo. El Estado se ocupa de todo.
Al cabo de pocos años y gratis, de acuerdo con el modelo diseñado por el erario,
de un rapazuelo pálido e imberbe se consigue un sargento de incipiente barba y
se lo envía al ejército listo para el uso. Un día, el del cumpleaños del
emperador, cuando yo todavía no había cumplido los dieciocho, me licenciaron y
poco después asomó la primera estrella en mi uniforme; así terminó la primera
etapa y a partir de entonces pudo empezar el turno de los ascensos, siguiendo
su curso mecánicamente y con las debidas pausas, hasta la jubilación y la gota.
Tampoco había sido deseo mío servir precisamente en caballería, tropa por
desgracia muy cara, sino un capricho de mi tía Daisy, que se había casado en
segundas nupcias con el hermano mayor de mi padre cuando aquél pasó del
Ministerio de Hacienda a la presidencia de un banco, un puesto mucho mejor
remunerado. Rica y esnob a la vez, no podía tolerar que alguno de la parentela
que también se llamaba Hofmiller maculara la familia sirviendo en infantería; y
como este capricho costaba cien coronas al mes, tuve que mostrar ante ella la
más sumisa gratitud a cada instante. Nadie había pensado, y yo menos que nadie,
si quería servir en caballería o siquiera estar en activo. Montado en la silla
me sentía bien y mis pensamientos no iban más allá del cuello del caballo. En aquel noviembre de 1913 alguna orden debió de
deslizarse de un despacho a otro, pues de improviso nuestro escuadrón fue
trasladado de Jaroslau a otra pequeña guarnición en la frontera húngara. Poco
importa el nombre de esta pequeña ciudad, pues dos botones del mismo uniforme
no pueden parecerse tanto como una guarnición de provincias austriaca a otra.
En una como en otra, los mismos edificios militares: un cuartel, un picadero,
una plaza de armas, un casino de oficiales, más tres hoteles, dos cafés, una
confitería, una taberna y un deslucido teatro de variedades con segundas damas
de belleza pasada que hacían horas extra repartiéndose cariñosamente entre
oficiales y voluntarios de un año. En todas partes el servicio militar
significa la misma monotonía vacía y ajetreada, horas y horas distribuidas
según un reglamento rígido e invariable desde hace siglos, y tampoco el tiempo
libre parece muy variado. En el comedor de oficiales, las mismas caras y las
mismas conversaciones; en el café, las mismas partidas de cartas y el mismo
billar. A veces me maravilla que el buen Dios se haya molestado en colocar un
cielo y un paisaje diferentes alrededor de los seiscientos u ochocientos
tejados de una ciudad como ésta. Una ventaja, sin embargo, ofrecía mi nueva guarnición
frente a la anterior de Galitzia: tenía una estación de tren expreso y estaba,
por un lado, cerca de Viena, y, por el otro, no lejos de Budapest. Quien tenía
dinero —y en caballería sirven siempre los ricos, muy especialmente los
voluntarios, en parte aristócratas, en parte hijos de fabricantes— y se
espabilaba a tiempo, podía coger el tren de las cinco en dirección a Viena y
regresar con el nocturno a las tres y media de la madrugada. Tiempo suficiente,
pues, para ir al teatro, pasear por el Ring, hacerse el caballero y de paso ir
en busca de aventuras. Algunos de los más envidiados tenían incluso casa
permanente o una habitación en una pensión. Por desgracia estas escapadas
vivificadoras excedían mi presupuesto mensual. Mi única distracción era el café
o la confitería y allí, como quiera que en las partidas de cartas se apostara
demasiado fuerte para mí, me dedicaba al billar o al ajedrez, todavía más
barato. Así pues, también aquella tarde —debió de ser a
mediados de mayo de 1914— estaba sentado en la confitería con un compañero
casual, el farmacéutico de El Ángel de Oro y a la vez viceburgomaestre de la
pequeña ciudad. Hacía rato que habíamos terminado nuestras tres habituales
partidas y seguíamos hablando a ratos sólo por pereza de levantarnos —¿adónde
ir en aquel aburrido rincón del mundo?—, pero la conversación se iba apagando
lentamente como un cigarro consumido. Entonces, de pronto se abre la puerta y
como un soplo de aire fresco entra una bonita muchacha balanceando una falda
acampanada: ojos castaños y almendrados, tez oscura, vestida con exquisitez,
nada provinciana, y, sobre todo, una cara nueva en aquella lastimosa monotonía. Lamentablemente, la hermosa ninfa no nos presta la
menor atención cuando nos levantamos admirados y respetuosos; elegante y
altiva, con paso firme y deportivo se dirige directamente al mostrador entre
las nueve mesitas de mármol para encargar en gros una docena entera de
pasteles, tartas y aguardiente. Enseguida me llama la atención el modo sumiso y
servil con que el pastelero se inclina ante ella: nunca he visto tan estirada
la costura de la espalda de su levita. Incluso su mujer, la exuberante y recia
Venus provinciana, que suele dejarse cortejar indolentemente por todos los
oficiales (a menudo le deben pequeñas cantidades hasta fin de mes), se levanta
de su silla junto a la caja y se deshace en almibarados cumplidos. La hermosa
muchacha mordisquea negligentemente unos cuantos pralinés e intercambia cuatro
palabras con la señora Grossmaier, mientras el pastelero anota el pedido; a
nosotros, en cambio, que estiramos el cuello quizá con demasiada avidez, no nos
toca siquiera un parpadeo. Naturalmente, la señorita no carga su hermosa mano
con un solo paquetito; puede tener la seguridad de que todo le será remitido,
le asegura sumisamente la señora Grossmaier. Y tampoco piensa en absoluto, como
los demás mortales, en pagar en metálico en la caja. Todos lo hemos
comprendido: ¡clientela extrafina y distinguida! Una vez hecho el encargo y
cuando se vuelve para marcharse, el señor Grossmaier se le adelanta de un salto
para abrirle la puerta. También mi farmacéutico se levanta de la silla para
presentar sus más respetuosos saludos a la dama cuando ésta pasa por delante de
nuestra mesa con su balanceo. Ella le da las gracias con augusta afabilidad
—¡caray, qué ojos de terciopelo, de color de miel!— y yo apenas puedo esperar a
que, abrumada por tantos y dulces cumplidos, salga de la tienda para preguntar,
despertada mi curiosidad, por esta belleza que de tal modo alborota el
gallinero. —Ah, ¿no la conoce? Pues es la sobrina de... —bueno,
yo llamaré al caballero señor Von Kekesfalva, aunque el nombre real era
otro—Kekesfalva. Conoce a los Kekesfalva, ¿verdad? Kekesfalva: me lanza el
nombre sobre la mesa como un billete de mil coronas, mirándome como si
esperara, a modo de respuesta lógica, un respetuoso «¡Ah, sí, claro!». Pero yo,
teniente recién trasladado, llegado a la nueva guarnición hace sólo unos meses,
sin la más remota idea de la situación, no sé nada de este dios tan misterioso
y pido cortésmente al farmacéutico que me dé más información, cosa que él hace
con toda la satisfacción del orgullo provinciano..., por supuesto, con mucha
más locuacidad y lujo de detalles que yo en mi relato. Kekesfalva, me explica, es el hombre más rico de la
comarca. Lisa y llanamente, todo le pertenece, no sólo el castillo de
Kekesfalva—«seguro que lo conoce, se ve desde la plaza de armas, a la izquierda
de la carretera, es el palacio amarillo con la torre achatada y el gran parque
antiguo»—, sino también la gran fábrica de azúcar que está en la carretera de
R. y el aserradero de Bruck y la yeguada de M. Todo esto es suyo, además de
seis o siete casas en Budapest y en Viena. —Sí, cuesta creer que haya gente tan rica entre
nosotros, y éste sabe vivir como un verdadero magnate. Pasa los inviernos en su
palacete de la Jacquingasse de Viena y los veranos en balnearios. Vive aquí
sólo unos meses, en primavera, pero ¡Dios santo, en qué casa! Cuartetos de
Viena, champán y vinos franceses, ¡lo más selecto, lo mejor de lo mejor! Si me
complace, con mucho gusto me introduciría allí, pues —gran gesto de
satisfacción— es amigo del señor Von Kekesfalva, hace años tuvo con frecuencia
tratos comerciales con él y sabe que recibe de buen grado a los oficiales. Una
palabra suya y me invitarán. Bueno, ¿por qué no? Uno se asfixia en el corrompido
estanque de una guarnición de provincias como la nuestra. Acabas conociendo de
vista a todas las mujeres en el paseo, y el sombrero de verano y de invierno de
cada una de ellas, su vestido elegante y el de diario; todo es siempre lo
mismo. Y conoces al perro y a la criada y a los niños de tanto verlos y fingir
que no los ves mirando por encima de sus cabezas. Conoces todas las artes de la
gruesa cocinera bohemia del casino y el paladar se te vuelve basto poco a poco
con sólo ver el menú del restaurante, siempre el mismo. Te sabes de memoria
todos los nombres, los rótulos y los anuncios de todas las calles, y conoces
todas las tiendas y los escaparates de todos los establecimientos. Sabes casi
con la misma exactitud que el camarero Eugen a qué hora aparecerá en el café el
juez de la audiencia territorial, que se sentará en el rincón de la izquierda
junto a la ventana y a las cuatro treinta en punto pedirá un café con leche,
mientras que el señor notario, a su vez, llegará exactamente diez minutos
después, a las cuatro cuarenta y, en cambio —bendito cambio—, pedirá té con
limón a causa de su estómago delicado y contará los mismos chistes fumando su
eterno Virginia. Ay, conoces todas las caras, todos los uniformes, todos los
caballos, todos los cocheros y todos los mendigos de la región, y los conoces
hasta la saciedad. ¿Por qué no salirse un día de la noria? Y, luego, ¡esta
encantadora muchacha, estos ojos de color de avellana! De modo que digo a mi
protector con fingida indiferencia (¡conviene no mostrarse demasiado ansioso
ante el vanidoso boticario!) que sí, que tendré mucho gusto en conocer a la
familia Kekesfalva. Y, en efecto —¡mira por dónde el bueno del
farmacéutico no había fanfarroneado!—, dos días después, hinchado de orgullo y
con aire protector, me trae al café una tarjeta impresa, con mi nombre añadido
de puño y letra, en la que se dice que el señor Lajos von Kekesfalva invita al
teniente Anton Hofmiller a cenar el miércoles de la semana próxima a las ocho.
Gracias a Dios, la gente de nuestra condición también desciende de buena
familia y sabe cómo comportarse en estos casos. El mismo domingo por la mañana
me enfundo mi uniforme de gala, guantes blancos y zapatos de charol, me afeito
impecablemente, con una gota de colonia en el bigote, y salgo para hacer mi
primera visita de cumplido. El criado —viejo, discreto, con una buena librea—
toma mi tarjeta y se disculpa entre dientes diciendo que los señores lamentarán
muchísimo no haber estado en casa para recibir al teniente, pero han ido a la
iglesia. Mejor, pienso, las visitas de cumplido son lo más espantoso dentro y
fuera del servicio. De todos modos, ya he cumplido con mi deber. El miércoles
por la noche te presentas y esperemos que todo vaya bien. El asunto Kekesfalva,
pienso, resuelto hasta el miércoles. Pero dos días después, el martes,
encuentro con sincera alegría una tarjeta del señor Von Kekesfalva en mi
cuarto. Impecable, pienso, esta gente tiene buenos modales. Dos días después me devuelve la visita, a mí, un
oficial insignificante: más cortesía y respeto no podría pedir un general.
Tengo un buen presentimiento y ahora espero con ansiedad la noche del
miércoles. Pero justo este día me juegan una mala pasada. En
verdad debería ser supersticioso y prestar más atención a las pequeñas señales.
A las siete y media del miércoles estoy dispuesto, con mi mejor uniforme,
guantes nuevos, zapatos de charol, los pantalones planchados como una cuchilla
de afeitar y mi ordenanza me está alisando las arrugas del abrigo y revisando si
todo está en orden (siempre lo necesito para eso, pues sólo tengo un pequeño
espejo de mano en mi mal iluminado cuarto), cuando golpean fuertemente la
puerta: un asistente. El oficial de servicio, mi amigo, el capitán de
caballería conde Steinhübel, me ruega que vaya a verlo a los aposentos de la
tropa. Dos ulanos, probablemente borrachos como una cuba, se han peleado y uno
de ellos ha pegado un culatazo a la cabeza del otro. Y ahora el torpe está allí
tendido, ensangrentado, inconsciente y con la boca abierta. No se sabe si el
cráneo sigue entero o no. El médico del regimiento se ha ido de permiso a Viena
y el coronel no aparece por ninguna parte. Viéndose en un apuro, el bueno de
Steinhübel, maldita sea, acude precisamente a mí para que le ayude mientras él
trata de socorrer al herido, y ahora tengo que levantar acta y mandar
ordenanzas a todas partes para que traigan un médico civil del café o de donde
sea. Entre una cosa y otra se me han hecho las ocho menos cuarto. Veo que me será imposible salir antes de un cuarto de
hora o media hora. Maldita sea, precisamente hoy tenía que surgir un imprevisto
como ése. ¡Precisamente hoy, que estoy invitado! Miro la hora cada vez más
impaciente; imposible llegar a tiempo, si tengo que perder más tiempo aquí
aunque sean cinco minutos. Pero el servicio, así nos lo han inculcado hasta la
médula, pasa por encima de cualquier obligación personal. No puedo largarme, de
modo que hago lo único posible en esta condenada situación: mando a mi
ordenanza con un coche de punto (cuatro coronas me cuesta la broma) a casa de
los Kekesfalva, rogándoles que me disculpen en caso de que llegue tarde, pero
un imprevisto en el servicio, etcétera, etcétera. Afortunadamente el barullo en
el cuartel no dura demasiado, pues aparece el coronel en persona con un médico
que han encontrado enseguida, y yo puedo escabullirme sin llamar la atención. Pero la mala suerte me persigue: precisamente hoy no
hay un solo coche de punto en la plaza del Ayuntamiento. Tengo que esperar a
que llamen por teléfono a uno de dos caballos. Resulta inevitable, pues, que
cuando llego finalmente al gran vestíbulo de los Kekesfalva la aguja larga del
reloj de pared cuelgue ya verticalmente marcando las ocho y media en vez de las
siete y media, y veo que los abrigos del guardarropa abultan unos encima de
otros. También en el rostro un tanto turbado del sirviente observo que mi
retraso es excesivo. ¡Desagradable, muy desagradable, justo en mi primera
visita! De todos modos, el criado —esta vez con guantes blancos, frac, camisa y
rostro almidonados— me tranquiliza diciendo que mi ordenanza ha traído el
recado hace cosa de media hora y me acompaña al salón, una estancia de cuatro
ventanas, tapizada de seda roja, resplandeciente de arañas de cristal,
fabulosamente elegante, jamás he visto una cosa más selecta. Pero, por desgracia y vergüenza mía, el salón está ya
completamente desierto y de la sala contigua me llega con claridad el alegre
tintineo de los cubiertos. ¡Enojoso, enojoso, pienso, ya están en la mesa! En
fin, hago un esfuerzo y, tan pronto como el criado abre delante de mí la puerta
corredera, avanzo hasta el umbral del comedor, saludo con un fuerte golpe de
tacones y una reverencia. Todos levantan la vista hacia mí, veinte o cuarenta
ojos, ojos desconocidos que examinan al tardío militar, enmarcado en el dintel
de la puerta con no demasiada seguridad en sí mismo. En el acto se levanta de
la mesa un anciano caballero, el dueño de la casa sin duda, se quita la
servilleta con un gesto brusco y viene hacia mí con la mano tendida invitándome
a pasar. El señor Von Kekesfalva no es en absoluto como me lo había imaginado:
un hidalgo de provincia, con bigote magiar, mofletudo, obeso y rubicundo por el
buen vino. Tras sus gafas de montura dorada unos ojos un tanto cansados flotan
sobre unos grises sacos lagrimales; los hombros parecen algo encorvados hacia
delante; la voz es como un cuchicheo, un poco estorbada por una tosecilla: más
bien se lo podría tomar por un sabio, con su rostro fino y delgado, que termina
en una estrecha perilla blanca. La extraordinaria cortesía del anciano produce
un efecto balsámico sobre mi inseguridad: no, no, es él quien tiene que
disculparse, dice interrumpiéndome. Sabe muy bien que puede pasar de todo
estando de servicio y ha sido muy amable de mi parte avisarlo expresamente; han
empezado a cenar sólo porque no estaban seguros de que pudiera acudir, pero me
ruega que ahora tome asiento sin más tardanza. Después me presentará uno a uno
a todos los invitados. De momento —dice acompañándome hasta la mesa— sólo a su
hija. Una adolescente, tierna, pálida y frágil como él mismo, levanta la vista
de la conversación y dos ojos grises me examinan con timidez. Yo sólo veo
fugazmente un semblante delgado y nervioso, me inclino primero ante ella y
luego a derecha e izquierda al conjunto de invitados que, a todas luces, se
alegran de no tener que dejar a un lado tenedor y cuchillo para aguantar la
molestia de prolijas ceremonias de presentación. Durante los primeros dos o tres minutos me siento
todavía bastante incómodo. No hay nadie del regimiento allí, ningún camarada,
ningún conocido, ni siquiera alguno de los notables de la ciudad,
exclusivamente personas extrañas, del todo extrañas. Parecen sobre todo
terratenientes de los alrededores con sus mujeres e hijas o funcionarios del
Estado. ¡Pero todos civiles, el único con uniforme soy yo! Dios mío, ¿cómo
puedo yo, persona torpe y tímida, entablar conversación con estas gentes
desconocidas? Por fortuna me han colocado en un buen sitio: junto a mí se
sienta la morena arrogante del otro día, la hermosa sobrina, que a pesar de
todo parece haberse dado cuenta de mi mirada de admiración en la confitería,
pues me sonríe amablemente como a un viejo conocido. Tiene unos ojos como
granos de café y la verdad es que cuando sonríe se oye un chisporroteo como de
granos de café que se tuestan. Tiene unas orejas encantadoras, pequeñas y
transparentes bajo el espeso pelo negro: como ciclaminos rosa entre el musgo,
pienso. Sus desnudos brazos son delicados y tersos; deben de tener el tacto de
melocotones pelados. Es agradable estar sentado al lado de una muchacha tan
bonita, y su acento vocálico húngaro casi me enamora. Es agradable estar a la
mesa en un salón tan brillantemente iluminado, sentado a una mesa puesta con
tanta elegancia. Con criados de librea detrás y los platos más suculentos
delante. También encuentro apetitosa, aunque algo gruesa, a mi vecina de la
izquierda, que habla con un ligero acento polaco. ¿O me produce este efecto el
vino, el blanco dorado primero, luego el tinto, oscuro como la sangre, y
finalmente el burbujeante champán que, desde detrás, los criados con sus
guantes blancos sirven con profusión de garrafas de plata y botellas abombadas?
En verdad que el bueno del farmacéutico no ha mentido, la casa de los Kekesfalva
es como la corte. Nunca había comido tan bien, ni en sueños me hubiera
imaginado que se pudiera comer tan bien, tan lujosa y copiosamente. Platos cada
vez más exquisitos y caros desfilan majestuosamente en fuentes inagotables:
pescados de color azul pálido, coronados de lechuga y enmarcados en rodajas de
langosta, nadando en una salsa dorada; capones cabalgando sobre albardas de
arroz en capas; puddings flameando en ron de llama azul; bolas de helado,
dulces y de colores, brotando unas de otras; frutas, que deben de haber dado la
vuelta a medio mundo, besándose en bandejas de plata. ¡Esto no tiene fin, no tiene fin! ¡Y, para acabar, un
verdadero arco iris de licores, verdes, rojos, blancos y amarillos, y cigarros
gruesos como espárragos para acompañar un café exquisito! Una casa magnífica,
encantadora —¡bendito sea el farmacéutico!—, y una velada espléndida, feliz y
vibrante. No sé si me siento tan relajado y libre porque a derecha e izquierda
y enfrente a los demás también les brillan los ojos, y hablan en voz alta,
porque han olvidado asimismo los modales distinguidos y charlan animadamente y
todos a la vez, pero sea como fuere ha desaparecido todo mi apocamiento. Hablo
sin la menor inhibición, galanteo a mis dos vecinas a la vez, bebo, río, miro
con arrogancia y desenfado y, aunque no siempre por casualidad, rozo de vez en
cuando con la mano el bello brazo desnudo de Ilona (así se llama la deliciosa
sobrina), ella, también distendida, animada y relajada como todos por esta
fiesta opípara, no parece tomar a mal estos pequeños deslices. Poco a poco —¿no será a causa de la mezcla de
excelente vino, el tokay húngaro, y el champán, a los que no estoy
acostumbrado?— siento que me invade una ligereza que raya en la insolencia y
casi en el desenfreno. Falta muy poco para flotar, sentirme arrastrado y
completamente feliz, y lo que necesito sin saberlo se me revela con claridad
meridiana al instante siguiente cuando, de pronto, de una tercera habitación
—el criado había abierto de nuevo la puerta corredera sin que nos diéramos
cuenta— llega una música amortecida, un cuarteto, precisamente la música que
deseo en mi interior, música de baile, rítmica y suave a la vez, un vals, una
melodía tocada por dos violines y marcada por un grave y melancólico violoncelo
y, en medio, un piano que lleva el compás con un enérgico stacatto. ¡Sí,
música, música es lo único que me faltaba! ¡Música y tal vez 11 baile, un vals,
dejarse llevar, volar, para sentir más beatíficamente la ligereza interior! Y
en verdad que esta mansión Kekesfalva es una casa encantada, basta con soñar
para que los deseos se cumplan. Cuando nos levantamos y apartamos las sillas y
pasamos al salón por parejas —yo ofrezco el brazo a Ilona y noto de nuevo su
piel fresca, suave y voluptuosa—, veo que todas las mesas han sido retiradas
como por duendes y las sillas colocadas a lo largo de la pared. El parquet,
celestial pista de vals, reluce liso, pulido y castaño, y desde la habitación
contigua anima, invisible, la música. Me vuelvo hacia Ilona. Ella ríe y comprende. Sus ojos
ya han dicho «sí». Ya damos vueltas, dos, tres, cinco parejas, por el liso
entarimado, mientras los más prudentes y los mayores miran o charlan. Me gusta
bailar, incluso bailo bien. Nos balanceamos y damos vueltas enlazados; creo que
nunca en mi vida he bailado tan bien. Al siguiente vals invito a mi otra
vecina; también ella baila magníficamente y yo, inclinado sobre ella, respiro
el perfume de su pelo con un ligero aturdimiento. ¡Ah, baila maravillosamente,
todo es maravilloso, soy feliz como no lo he sido desde hace años! He perdido
la cabeza, quisiera abrazarlos a todos y decir a cada uno de ellos algo
cordial, expresarles mi gratitud, tan ligero, rebosante y felizmente joven me
siento. Me muevo de uno a otro, hablo, río, bailo y, arrastrado por el torrente
de mi dicha, no siento el paso del tiempo. Entonces, de repente —por casualidad miro el reloj:
las doce y media—, se me ocurre con un sobresalto que llevo casi una hora
bailando, charlando y bromeando y, bruto de mí, ¡todavía no he sacado a bailar
a la hija de la casa! Sólo he bailado con mis vecinas y con dos o tres otras
damas, las que más me gustaban, ¡y he olvidado completamente a la hija de la
casa! ¡Qué grosería, qué afrenta! ¡Debo repararla pronto, enseguida! Pero, con
gran espanto mío, no recuerdo en absoluto qué aspecto tiene la muchacha. Sólo
me he inclinado ante ella un instante cuando me he sentado a la mesa; lo único
que recuerdo es una cosa delicada y frágil y, luego, una mirada de curiosidad,
gris y fugaz. Pero ¿dónde se ha metido? Siendo la hija de la casa, no puede
haberse marchado. Impaciente, recorro la pared de izquierda a derecha
examinando a todas las mujeres y muchachas: ninguna se le parece. Finalmente
entro en la tercera habitación, donde toca el cuarteto escondido tras un biombo
chino, y respiro aliviado, porque ahí está—seguro que es ella—, delicada,
grácil, con su vestido azul pálido, sentada entre dos señoras ancianas en el
rincón del boudoir, tras una mesa verde malaquita con un jarrón de flores
encima. Tiene su cabecita un poco inclinada, como si escuchara sumergida en la
música, y el intenso encarnado de las rosas hace aparecer todavía más pálida y
traslúcida su frente bajo el espeso pelo pardo rojizo. Pero no me concedo
tiempo para observaciones ociosas. Gracias a Dios que la he encontrado. Suspiro
aliviado, todavía puedo reparar a tiempo mi descuido. Me dirijo a la mesa —a su lado suena la música— y me
inclino en señal de cortés invitación. Dos ojos extrañados me miran con rígida estupefacción,
unos labios se quedan entreabiertos en mitad de una palabra. Pero la muchacha
no hace movimiento alguno para seguirme. ¿No me ha entendido? Me inclino, pues,
de nuevo y mis espuelas tintinean ligeramente cuando digo: —¿Me concede el
honor, señorita? Lo que ocurre ahora es terrible. El busto inclinado hacia
delante retrocede bruscamente como para evitar un golpe; al mismo tiempo, una
oleada de sangre inunda las pálidas mejillas, los labios todavía abiertos se
aprietan con fuerza y sólo los ojos me miran fijos e inmóviles con tal expresión
de espanto como nunca he visto en mi vida. Acto seguido, una sacudida recorre
todo su cuerpo crispado. Se incorpora, se apoya con ambas manos en la mesa de
tal modo, que el jarrón de flores tintinea y cruje, al tiempo que algo cae de
su sillón al suelo, madera o metal. Sigue agarrada a la mesa vacilante con
ambas manos, y su cuerpo de niña sigue estremeciéndose. Sin embargo, no huye,
sigue aferrada con desesperación al pesado tablero. Y los estremecimientos no
paran, esos temblores que la recorren desde los puños crispados hasta los
cabellos. Y de repente estalla: un sollozo, indómito, elemental como un grito
ahogado. Las dos ancianas situadas a derecha e izquierda ya se
apresuran a rodear a la temblorosa joven, la cogen, la acarician, la miman, la
tranquilizan y separan suavemente sus manos crispadas de la mesa, y ella se
desploma de nuevo en el sillón. Pero los lloros no cesan, incluso se vuelven 12
más vehementes, estallan cada vez más espasmódicos como una hemorragia, como un
vómito, a empellones. Cuando la música de detrás del biombo (que se sobrepone
con su ruido a todos los demás) cesa por un instante, los sollozos se tienen
que oír hasta en la sala de baile. Yo me he quedado pasmado, asustado. Pero... ¿qué ha
pasado? Observo desconcertado cómo las dos señoras intentan calmar a la
sollozante muchacha que ahora, en un súbito arrebato de pudor, ha dejado caer
la cabeza sobre la mesa. Pero nuevos accesos de llanto recorren su flaco cuerpo
hasta los hombros y con cada una de estas bruscas oleadas tintinean las tazas.
Yo sigo ahí perplejo, helado hasta los tuétanos, estrangulado por el cuello de
la guerrera como por una soga de fuego. —Perdone —balbuceo finalmente a media voz al vacío y
(puesto que las dos damas están ocupadas con la sollozante, no me dedican ni
una sola mirada) regreso al salón tambaleándome. Al parecer aquí todavía nadie se ha dado cuenta de
nada, las parejas siguen dando vueltas vertiginosamente y siento que tengo que
apoyarme en una columna porque la habitación da vueltas a mi alrededor. ¿Qué ha
pasado? ¿He hecho algún disparate? ¡Dios mío, al final resultará que he bebido
demasiado y demasiado deprisa y en medio de la modorra he cometido una
estupidez! En este momento cesa la música y las parejas se separan. El jefe de
distrito deja libre a Ilona con una reverencia y yo me precipito enseguida
hacia ella y la arrastro, estupefacta, a un rincón casi con violencia: —Por
favor, ayúdeme. ¡Por el amor de Dios, ayúdeme, explíqueme! Evidentemente Ilona
había esperado que la llevase a la ventana para susurrarle algo divertido, pues
de pronto sus ojos se endurecen: al parecer mi excitación debe de resultar
digna de compasión o alarmante. Se lo cuento todo con el pulso acelerado. Y,
cosa extraña, me increpa con el mismo intenso espanto en la mirada que la joven
del boudoir. —¿Se ha vuelto loco...? ¿Es que no sabe...? ¿No ha
visto...? —No —balbuceo, abrumado por este nuevo e igualmente incomprensible
espanto—. ¿Si he visto qué? Yo no sé nada. Es la primera vez que vengo a esta
casa. —¿No se ha dado cuenta de que Edith... es inválida?
¿No ha visto sus pobres piernas atrofiadas? No puede dar ni dos pasos sin
muletas... y usted... desconsiderado —reprime con rapidez una palabra de
cólera— usted invita a la pobre a bailar... Qué atrocidad, debo ir a verla
enseguida. —No. —En mi desesperación cojo a Ilona por el brazo—.
Un momento, espere un momento... Tiene que disculparme ante ella. No tenía idea de...
Sólo la he visto sentada a la mesa. Sólo un instante... Le ruego que se lo
explique. Pero Ilona, la mirada encendida de cólera, ya ha
liberado su brazo y corre a la otra habitación. Yo, con un nudo en la garganta y náuseas en la boca,
me quedo en el umbral del salón, que es un torbellino de cantos y parloteos con
la gente (de repente se me ha hecho insoportable) que está ahí charlando y
riendo despreocupada, y pienso: dentro de cinco minutos todo el mundo estará
enterado de mi torpeza. Cinco minutos y de todos lados se clavarán en mí
miradas burlonas, reprobadoras e irónicas, y mañana circulará por toda la
ciudad, masticado por cien bocas, el rumor de mi burda torpeza, depositado al
amanecer a las puertas de las casas y después corregido y aumentado en las
habitaciones de los criados y transmitido a los cafés y las oficinas. Mañana se
sabrá en mi regimiento. En este momento veo al padre como a través de la
niebla. Con el semblante un tanto acongojado —¿lo sabe ya? —atraviesa el salón.
¿Se dirige hacia mí? ¡No, ahora no quiero encontrármelo! De pronto me sobrecoge
pánico de él y de todos. Y sin saber muy bien lo que hago, me dirijo zanqueando
hacia la puerta que comunica con el vestíbulo para salir de esta casa infernal. —¿El señor teniente nos deja ya?—me pregunta el criado
con sorpresa y respeto. —Sí —contesto, y apenas ha salido la palabra de mi
boca, me asusto. ¿De veras quiero irme? Y en el instante en que el sirviente
descuelga el abrigo de la percha me percato de que, con mi fuga cobarde, cometo
una nueva estupidez, quizás aún más imperdonable. Pero ya es demasiado tarde. Ahora no puedo devolverle el abrigo, no puedo volver
al salón cuando me está abriendo la puerta de la casa con una ligera
reverencia. Y así me encuentro de golpe fuera de la extraña y maldita casa, con
el viento frío azotándome la cara, el corazón ardiéndome de vergüenza y el
aliento entrecortado de alguien que se ahoga. Ésta fue la desdichada torpeza con que comenzó todo.
Ahora, que con la sangre sosegada y desde la distancia de muchos años recuerdo
de nuevo aquel cándido episodio que dio principio a toda la tragedia, debo
admitir que me vi involucrado con toda la inocencia del mundo en este
malentendido; incluso el más listo y experimentado hubiera podido cometer la
gaffe de sacar a bailar a una tullida. Pero en el momento del primer espanto
sentí que me había portado no sólo como un perfecto imbécil, sino también como
un bruto, un criminal. Fue como si hubiera azotado a una niña inocente. Sin
embargo, todo esto hubiera podido arreglarse aún con presencia de espíritu. Lo
eché todo a perder de modo irrevocable —fui consciente de ello cuando el primer
soplo de aire frío me golpeó la frente delante de la casa— cuando huí como un
ladrón sin siquiera intentar disculparme. Imposible describir el estado en que me encontraba
delante de la casa. La música cesó tras las ventanas iluminadas. Quizá sólo era
que los músicos hacían un descanso, pero en mi sentimiento de culpa,
hipersensible y febril, imaginé enseguida que el baile se había detenido por mi
culpa, que todo el mundo se concentraba entonces en el boudoir para consolar a
la sollozante joven; todos los invitados, mujeres, hombres y muchachas se
acaloraban tras la puerta cerrada en unánime indignación por el desalmado que
había querido sacar a bailar a una niña impedida para luego, consumada la
canallada, huir como un cobarde. Y al día siguiente —el sudor me empapaba, lo
sentía frío bajo la gorra— toda la ciudad sabría, comentaría y censuraría mi
infamia. En mis pensamientos veía ya a mis camaradas, a Ferencz, a Mislywetz y
sobre todo a Jozsi, el recondenado bromista, acercárseme chasqueando la lengua:
«¡Vaya, Toni, buena la has armado! ¡Por una vez que te dejamos suelto,
comprometes a todo el regimiento!» Las críticas y los escarnios durarían meses
en el comedor de oficiales; las tonterías cometidas por uno de nosotros se
rumian durante diez o veinte años en nuestra mesa, cada burrada se eterniza,
cada broma se fosiliza. Todavía hoy, al cabo de dieciséis años, cuentan la
triste historia del capitán Wolinski, de cómo llegó de Viena jactándose de
haber conocido a la condesa T. en el Ring y de haber pasado aquella misma noche
en su casa, y dos días después los periódicos hablaban del escándalo de la
criada despedida, que se había hecho pasar engañosamente por la condesa T. en
comercios y en aventuras amorosas, y además el Casanova tuvo que hacerse tratar
por el médico del regimiento durante tres semanas. Todo aquel que se ha puesto
una vez en ridículo ante los compañeros sigue siendo ridículo para siempre; no
conoce olvido ni perdón. Y cuanto más me lo pintaba e imaginaba, tanto más me
daba una fiebre de ideas absurdas. En esos momentos me parecía cien veces más
fácil una ligera y rápida presión del dedo índice en el gatillo del revólver
que aguantar el tormento infernal de los próximos días, esta espera impotente
de si los camaradas ya se habían enterado de mi plancha y de si a mis espaldas
ya se habían desatado los cuchicheos sarcásticos y las sonrisas satisfechas.
Ah, yo me conocía muy bien y sabía que no tendría fuerzas para aguantarlo una
vez empezaran las burlas, las ironías y los chismorreos. Ni siquiera hoy sé cómo llegué a casa. Sólo recuerdo
que mi primer gesto fue abrir el armario donde guardaba una botella de
Slivovitz para las visitas y atizarme dos o tres medios vasos para agua de este
aguardiente de ciruelas a fin de quitarme el sabor amargo que tenía en la
garganta. Luego me eché en la cama, vestido como iba, y traté de
reflexionar. Pero así como las flores de invernadero crecen más exuberantes y
tropicales, también en la oscuridad surgen con más ímpetu las obsesiones.
Brotan de modo caótico y fantástico en suelo pantanoso para convertirse en
chirriantes lianas que nos quitan el aliento, y con la velocidad de los sueños
se forman y se persiguen en el cerebro las más absurdas imágenes del miedo.
¡Ridiculizado para toda la vida, pensé, expulsado de la sociedad, escarnecido
por los compañeros, comidilla de toda la ciudad! Nunca más saldré de la
habitación, nunca más me atreveré a pisar la calle, por miedo a encontrarme a
uno de los que conocen mi crimen (pues como un crimen consideraba yo en aquella
primera noche de sobreexcitación mi simple torpeza y me veía a mí mismo como
perseguido y acosado por la risotada general). Cuando al fin me dormí, debió de
ser un sueño ligero y permeable durante el cual mi estado de angustia siguió
actuando febrilmente; porque, cuando volví a abrir los ojos, apareció de nuevo
delante de mí el airado rostro de niña, vi los labios espasmódicos, las manos
agarradas convulsivamente a la mesa, oí el ruido de maderos al caer, que ahora,
a posteriori, deduzco que fueron sus muletas, y me sobrecogió un miedo absurdo
a que de repente se pudiera abrir la puerta y —levita negra, pechera blanca,
gafas doradas— se acercara a grandes zancadas a mi cama el padre con su perilla
árida y bien cuidada. Llevado por el miedo, me levanté de un salto. Y cuando
entonces miré en el espejo mi rostro humedecido por el sudor de la noche y del
miedo, tenía ganas de dar un puñetazo en la cara al majadero que estaba tras el
pálido cristal. Pero afortunadamente ya es de día, oigo pasos en el
pasillo y carros sobre el empedrado. Y junto a una ventana iluminada por la luz
del día se piensa con más claridad que hundido en esa malévola oscuridad que
gusta de crear fantasmas. Quizá no es todo tan terrible a pesar de todo, me
digo. Quizá nadie se diera cuenta. Ella, por supuesto..., nunca lo olvidará ni
perdonará, ¡la pobre muchacha pálida, enferma e inválida! Entonces, de repente,
un pensamiento útil cruza por mi cabeza como un relámpago. Me apresuro a
peinarme el pelo enmarañado, me pongo el uniforme y paso por delante de mi
perplejo asistente que grita tras de mí desesperado en su pobre alemán ruteno:
—¡Mi teniente, mi teniente, el café está listo! Bajo a toda velocidad las
escaleras del cuartel y paso tan veloz por delante de los ulanos a medio vestir
que forman corro en el patio, que no tienen tiempo de cuadrarse. Los he dejado
atrás en un santiamén y ya estoy fuera de las puertas del cuartel; corro
directamente a la floristería de la plaza del Ayuntamiento, tan rápido como le
es permitido a un teniente. En mi impaciencia he olvidado, claro está, que las
tiendas aún no están abiertas a las cinco y media de la mañana, pero por
fortuna la señora Gurtner no vende flores solamente, sino también hortalizas.
Un carro de patatas está a medio descargar delante de la puerta y, cuando
golpeo con fuerza en la ventana, la oigo bajar las escaleras. Invento una
historia a toda prisa: ayer me olvidé por completo de que hoy era el santo de
unos queridos amigos; salimos de marcha dentro de media hora y me gustaría que
les mandaran flores enseguida. ¡De modo que, rápido, las más bonitas que tenga!
La obesa señora, todavía en camisón y con sus zapatillas agujereadas, se dirige
arrastrando los pies a la tienda, la abre y me enseña la joya de su corona, un
grueso ramo de rosas de tallo largo. ¿Cuántas quiero? ¡Todas, digo, todas!
¿Simplemente atadas o mejor en una bonita cesta? Sí, sí, en una cesta. El resto
de mi mesada se va en esta espléndida compra, a finales de mes tendré que
escatimarme la cena y el café o pedir prestado. Pero en este momento me da
igual o, mejor dicho, incluso me alegro de que mi locura me salga cara, pues en
ningún momento he dejado de sentir un perverso deseo de castigarme sin piedad
por cretino, de hacerme pagar amargamente mi doble estupidez. Conforme, pues, ¿verdad? ¡Las rosas más bonitas, bien
arregladitas en una cesta, que confío que la mujer mandará sin tardanza! Pero
entonces la señora Gurtner corre tras de mí desesperada por la calle. Adónde y
a quién hay que mandar las flores, el señor teniente no lo ha dicho. Vaya, lo
he olvidado, tres veces idiota, en mi agitación. A la villa Kekesfalva, ordeno,
y oportunamente recuerdo, gracias al grito de espanto de Ilona, el nombre de
pila de mi pobre víctima: para la señorita Edith von Kekesfalva. —Claro, claro, los señores Von Kekesfalva —dice la
señora Gurtner orgullosa—, nuestros mejores clientes. Y otra pregunta —yo ya estaba a punto de salir
corriendo otra vez—: si no quiero añadir unas palabras. ¿Unas palabras? ¡Oh,
sí! ¡El remitente! ¡El que se las regala! ¿Cómo sabría, si no, quién se las
envía? Vuelvo a entrar, pues, en la tienda, cojo una tarjeta de visita y
escribo: «Rogándole que me disculpe.» ¡No, imposible! Esto sería el cuarto
disparate: ¿para qué recordarle mi torpeza? Pero 15 ¿qué pongo, si no? «Con mi
más sincero pesar»... No, esto tampoco, al final podría pensar que mi pesar es
por ella. Mejor no escribir nada, nada en absoluto. —Adjunte sólo la tarjeta, señora Gurtner, sólo la
tarjeta. Ahora me siento mejor. Vuelvo rápidamente al cuartel,
engullo el café, hago la instrucción más o menos bien, probablemente más
nervioso y distraído que de costumbre. Pero en el ejército no llama demasiado
la atención que un teniente entre de servicio con modorra por la mañana. Cuántos vuelven de Viena después de una noche tan
agotados que apenas pueden mantener los ojos abiertos y se duermen montados a
caballo. En realidad incluso me viene al pelo tener que mandar, pasar revista y
después dar un paseo a caballo, pues el servicio en cierto modo disipa las inquietudes.
Aunque en realidad sigo notando entre las sienes el murmullo del desagradable
recuerdo y sintiendo en la garganta algo viscoso como una esponja empapada de
bilis. Pero al mediodía, cuando me dispongo a ir al comedor
de oficiales, mi asistente corre detrás de mí gritando «¡Pan teniente!». Lleva
una carta en la mano, un rectángulo alargado, papel inglés, azul, levemente
perfumado, con un escudo de armas finamente estampado al dorso, una carta de
letra inclinada y delgada, letra de mujer. Rasgo el sobre presuroso y leo:
«Muchas gracias, estimado señor teniente, por las bellas e inmerecidas flores
que me han dado una gran alegría y me hacen muy feliz. Le ruego que venga a
tomar el té con nosotros cualquier tarde que tenga libre. No hace falta que avise con antelación. Por desgracia
estoy siempre en casa. Edith von K.» Una caligrafía delicada. Sin querer me
recuerda los delgados dedos de niña que se aferraban a la mesa, me recuerdan el
pálido semblante que de repente se encendió en color púrpura, como un vaso al
que se hubiera echado Burdeos. Leo de nuevo, dos, tres veces, las pocas líneas
y lanzo un suspiro de alivio. Con qué tacto y habilidad alude a su defecto
físico. «Por desgracia estoy siempre en casa.» No se puede perdonar con más
elegancia. Ni la menor nota de rencor. Se me quita un peso del corazón. Me
siento como el acusado que se creía condenado a cadena perpetua, cuando el juez
se levanta, se pone el birrete y anuncia: «Absuelto.» Por supuesto tendré que
ir a darle las gracias. Hoy es jueves..., pues el domingo le haré una visita. O
no, ¡mejor el sábado! Pero no mantuve la palabra. Estaba demasiado impaciente.
El desasosiego me empujaba a saber definitivamente cancelada mi deuda, a
terminar lo antes posible con el malestar de una situación incierta, porque
seguía crispándome los nervios el miedo de que en el comedor, en el café o en
cualquier otro lugar, alguien empezara a hablar de mi percance: «Bueno, ¿y cómo
te fue con los Kekesfalva?» En este caso podría contestar con frialdad y aires
de superioridad: «Una gente encantadora. Ayer por la tarde estuve tomando otra
vez el té con ellos», para que todo el mundo viera que no había huido de allí
con escándalo. ¡Poner punto final de una vez a este asunto lamentable!
¡Terminar de una vez! Y este nerviosismo interior tiene finalmente la virtud de
que ya al día siguiente, es decir el viernes, mientras paseo por el bulevar con
Ferencz y Jozsi, mis mejores camaradas, de repente me asalte la decisión: ¡hoy
mismo irás a visitarlos! Y sin más me despido de mis amigos un tanto
sorprendidos. En realidad el camino no es muy largo, máximo de media
hora, si se camina a buen paso. Primero, cinco aburridos minutos por la ciudad y,
luego, a lo largo de la carretera un poco polvorienta que también lleva a
nuestro campo de instrucción y del que nuestros caballos conocen cada piedra y
cada recodo (uno puede dejar las riendas sueltas). A medio camino, a la
izquierda, junto a una capillita al lado del puente, se desvía una avenida más
estrecha, sombreada por viejos castaños, en cierto modo privada, poco utilizada
y transitada y acompañada sin impaciencia por los reposados meandros de un
riachuelo cenagoso. Y cosa curiosa: a medida que me acerco al palacete,
del cual ya son visibles el blanco muro circular y la verja de entrada de metal
calado, mi ánimo se va desplomando cada vez más aprisa. Así como delante de la puerta del dentista el paciente
busca una excusa para dar media vuelta antes de pulsar el timbre, yo también
quisiera escaparme corriendo. ¿Tiene que ser realmente hoy? ¿No podría liquidar
definitivamente este lamentable asunto con una simple carta? Sin querer aflojo
el paso; siempre hay tiempo para dar media vuelta, y un rodeo resulta siempre
oportuno cuando no se quiere ir por el camino recto; de modo que cruzo el riachuelo
por una plancha de madera tambaleante y tuerzo de la avenida a los prados para
primero rodear el palacio por fuera. La casa cercada por el alto muro de piedra se presenta
como un vasto edificio de una sola planta, de estilo barroco tardío, pintado
según el viejo estilo austríaco del color llamado amarillo Schönbrunn y
provisto de postigos verdes. Separados por un patio, unos edificios más
pequeños —sin duda destinados a la servidumbre, la administración y a las
cuadras— se concentran en un gran parque en el que no reparé en mi primera
visita. Ahora, atisbando por los llamados ojos de buey, los orificios ovales
practicados en el sólido muro, observo que el palacio Kekesfalva no es en
absoluto una villa moderna, como creí al principio bajo la impresión de la
decoración interior, sino una auténtica hacienda rural, una casa señorial de
estilo antiguo, como las que he visto en ocasiones durante las maniobras en
Bohemia al pasar a caballo por delante de ellas. Sólo llama la atención la
curiosa torre rectangular, que por su forma recuerda un poco a los campanarios
italianos y que se yergue aquí bastante incongruente, quizá resto de un
castillo que puede haber estado en este lugar hace tiempo. Ahora, a posteriori,
recuerdo haber visto esta singular atalaya desde el campo de maniobras, de
veras convencido de que se trataba del campanario de algún pueblo, y es ahora
cuando me doy cuenta de que le falta el típico remate final y de que este
curioso cubo tiene el tejado plano, que debe de servir bien de solárium bien de
observatorio. Pero cuanto más seguro estoy del carácter feudal, ancestral, de
esta noble hacienda, tanto más incómodo me siento: ¡precisamente aquí, donde
las formas se observan de modo muy especial, tenía yo que hacer mi debut con
tamaña torpeza! Finalmente, llegado de nuevo a la verja desde el otro lado tras
dar la vuelta completa a la casa, hago el esfuerzo definitivo. Recorro el
camino de grava entre árboles podados, rectos como cirios, y dejo caer sobre la
puerta el pesado aldabón repujado en bronce que, siguiendo la vieja usanza,
aquí hace las veces de campana. Enseguida aparece el criado... Cosa extraña, no
parece nada sorprendido de esta visita no anunciada. Sin preguntar ni tomar la
tarjeta de visita que le tiendo, me invita con una cortés reverencia a esperar
en el salón, diciendo que las señoras están todavía en la habitación, pero que
acudirán enseguida. Parece pues indudable que me recibirán. Me guía como a una
visita anunciada. De nuevo me asalta un cierto malestar al reconocer el salón
tapizado en rojo en el que se celebró el baile la otra vez y un amargo sabor en
la garganta me recuerda que al lado debe encontrarse la salita con su rincón de
funesto recuerdo. Al principio una puerta corredera de color crema, con
afiligranados adornos dorados, me cierra la vista del para mí claramente
presente escenario de mi torpeza, pero al cabo de unos minutos percibo ya
detrás de esta puerta ruido de sillones que se mueven, cuchicheos, algún ir y
venir contenido, que me revela la presencia de varias personas. Trato de
aprovechar la espera para observar el salón: suntuosos muebles Luis XVI, a
derecha e izquierda viejos gobelinos, y entre las puertas vidrieras, que dan
directamente al jardín, viejos cuadros del Canale Grande y de la piazza San
Marco, que, aun siendo yo ignorante en estas cosas, me parecen valiosos. Cierto
que no distingo con demasiada claridad el valor de estos tesoros artísticos
porque a la vez escucho con tensa atención los ruidos de al lado. Oigo un
apagado tintineo de platos, una puerta que chirría, y ahora creo percibir
también... los golpes secos e irregulares de unas muletas al apoyarse en el
suelo. Finalmente una mano todavía invisible separa desde
dentro los batientes de la puerta. Es Ilona la que me sale al encuentro. —Cuánto me alegro de que haya venido, teniente. Y acto seguido me conduce a la estancia por mí harto
conocida, al mismo rincón del boudoir, a la misma chaise longue de detrás de la
misma mesa de color malaquita (¿por qué repiten esta situación tan penosa para
mí?) donde está sentada la inválida con una manta de piel blanca extendida
sobre el regazo en toda su extensión y con todo su peso, de modo que las
piernas quedan invisibles, obviamente para que no recuerde «aquello». Con una amabilidad sin duda preparada, Edith me saluda
sonriendo desde su rincón de enferma. Pero este primer encuentro es un
reencuentro fatal, y en la manera cohibida con que me tiende la mano, un poco
forzada, por encima de la mesa, adivino en el acto que ella también piensa en
«aquello». Ninguno de los dos acierta a pronunciar la primera palabra de
comunicación. Por fortuna Ilona lanza rápidamente una pregunta al
asfixiante silencio: —¿Qué podemos ofrecerle, teniente, té o café? —Oh, lo que
ustedes prefieran —respondo. —No, lo que prefiera usted, teniente. Nada de
cumplidos. Da lo mismo. —Entonces café, si es tan amable —decido, y me alegro
al oír que mi voz no suena demasiado quebradiza. Con una pregunta tan práctica la muchacha morena ha
superado este primer momento de tensión con extraordinaria habilidad. Pero, por
otra parte, qué desconsiderada al abandonar la habitación inmediatamente
después para dar instrucciones al criado, pues de este modo me quedo
incómodamente solo con mi víctima. Ahora sería el momento de decir algo, de
entablar conversación à tout prix. Pero tengo un nudo en la garganta, y mi
mirada debe de tener un cierto aire de perplejidad, pues no me atrevo a
desviarla hacia el sofá, porque ella podría pensar que miro la manta que cubre
sus piernas tullidas. Afortunadamente se muestra más serena que yo y empieza a
hablar con una vehemencia nerviosa que descubro por primera vez en ella: —Pero
¿no quiere sentarse, teniente? Acerque el sillón. Y por qué no deja el sable en
algún sitio... Viene en son de paz, ¿no? Allí sobre la mesa o en el alféizar...,
como quiera. Me acerco un sillón con cierto remilgo. Todavía no
consigo dar a mi mirada una expresión de sosiego. Pero ella me sigue ayudando
con entereza. —Debo darle otra vez las gracias por sus magníficas
flores... Son realmente estupendas, mire qué bonitas quedan en el jarrón. Y
además... Además... tengo que disculparme por mi estúpida falta de dominio...
Me comporté de un modo horrible..., no pude dormir en toda la noche de
avergonzada como estaba. Usted lo hizo con toda su buena intención y... ¿cómo
podía siquiera sospecharlo? Además—ríe de pronto con una risa nerviosa y
convulsiva—, además adivinó usted mis pensamientos más íntimos... Me había
sentado de manera que pudiera ver a los que bailaban, y cuando usted se me
acercó nada me hubiera gustado más en el mundo que bailar. Estoy loca por el
baile. Puedo pasar horas mirando cómo bailan los demás..., mirando de tal modo
que siento cada movimiento en mi cuerpo..., de veras siento cada movimiento. No
es el otro el que baila entonces, sino yo la que da vueltas, se inclina, se
dobla y se deja llevar y levantar..., así de loca se puede ser, quizá usted ni
se lo imagina... Al fin y al cabo, de niña bailaba muy bien y me gustaba
mucho..., y ahora, cuando sueño, sueño con el baile. Sí, por tonto que parezca,
bailo en sueños, y quizás sea bueno para papá lo que..., que me haya pasado
esto, porque de lo contrario me habría escapado de casa para ser bailarina...
Nada me apasiona tanto, y creo que tiene que ser fantástico agarrar, abrazar y
elevar cada noche a cientos y cientos de personas con todo tu cuerpo, con tus
movimientos, con todo tu ser..., tiene que ser fantástico... Además, para que
vea lo tonta que soy, colecciono todas las fotografías de las grandes
bailarinas. Las tengo todas: Saharet, Pávlova, Karsávina... Tengo fotografías
de todas ellas, y en todos sus papeles y poses. Espere, se las mostraré...,
están allí, en aquel cofrecillo..., junto a la chimenea..., el cofrecillo
chino. —Su voz se vuelve de pronto irritada de impaciencia—. No, no, no, allí,
junto a los libros... Ah, qué torpe es usted..., sí, ésta. —Por fin encuentro
el cofrecillo y se lo llevo—. Mire, ésta, la de encima, es mi favorita, Pávlova
en el papel del cisne moribundo... Ah, ojalá pudiera ir detrás de ella, ojalá
pudiera verla, creo que sería el día más feliz de mi vida. La puerta trasera, por la que ha salido Ilona, empieza
a girar sin hacer ruido sobre sus goznes. Bruscamente, como si la hubieran sorprendido, Edith
cierra el cofrecillo con un golpe seco y ruidoso. Lo que me espeta ahora suena
como una orden: —¡Ni una palabra de esto a los demás! ¡Ni una palabra de lo que
le he dicho! Es el criado de pelo blanco y patillas estilo Francisco José bien
recortadas quien abre la puerta con sumo cuidado; tras él aparece Ilona empujando
una suntuosa mesita de té. Después de servirnos, se sienta con nosotros y
enseguida vuelvo a sentirme más seguro. Un oportuno tema de conversación nos lo
ofrece el enorme gato de angora que se ha escurrido dentro silenciosamente con
la mesita del té y ahora se restriega contra mis piernas con desenvuelta
familiaridad. Yo admiro el gato y luego vienen preguntas y más preguntas,
cuánto tiempo llevo aquí, cómo me encuentro en la guarnición, si conozco al
teniente fulano de tal, si voy a menudo a Viena... Automáticamente surge una conversación normal y
corriente, del todo relajada, en la que la enojosa tensión se disuelve de modo
imperceptible. Poco a poco me atrevo incluso a observar a las dos muchachas de
reojo. Son completamente diferentes la una de la otra: Ilona es ya toda una
mujer, sensualmente cálida, de formas llenas, exuberantes; a su lado, Edith,
mitad niña mitad mujer, entre los diecisiete y los dieciocho, da en cierto modo
la impresión de no acabada. Curioso contraste: con la una apetece bailar, besarse;
a la otra quisiera uno mimarla como a una enferma, acariciarla con cuidado,
protegerla y sobre todo tranquilizarla. Pues de todo su ser emana un extraño
desasosiego. Su rostro no permanece quieto ni un solo instante; la muchacha tan
pronto mira a la derecha como a la izquierda, ora se yergue tiesa, ora se
reclina como agotada; y habla también con el mismo nerviosismo con que se
mueve: siempre a saltos, siempre stacatto, sin pausas. Pienso para mis adentros
que esta falta de control y este desasosiego son quizás una compensación por la
forzada inmovilidad de sus piernas, quizá también sean debidos a una ligera y
continua fiebre que imprime mayor rapidez a sus gestos y a sus palabras. Pero
tengo poco tiempo para observarla, pues con sus prontas preguntas y su forma
ágil e imprevista de narrar sabe desviar toda la atención hacia ella;
sorprendido, me adentro en una sugestiva e interesante conversación. Dura una hora. Quizás incluso hora y media. Después,
de pronto, la sombra de una figura se acerca desde el salón; entra alguien con
sumo cuidado, como si temiera estorbar. Es Kekesfalva. —Por favor, por favor. —Me presiona con la mano en la
espalda cuando voy a levantarme por respeto y luego se inclina para dar un beso
fugaz en la frente de su hija. Lleva de nuevo la levita negra con la pechera
blanca y el anticuado lazo (nunca lo he visto con otro atuendo). Parece un
médico con sus ojos que observan circunspectos tras las gafas doradas. Y
realmente como un médico junto a la cama de un enfermo se sienta al lado de la
inválida. Es curioso que desde el momento en que él ha entrado en la
habitación, ella parece sumida en una sombra de melancolía; el modo temeroso
como de vez en cuando mira de reojo a su hija con ojos escudriñadores y tiernos
refrena y oscurece el ritmo de nuestra charla hasta ahora desenvuelta. También
él nota pronto nuestro apocamiento y trata por su parte de forzar una
conversación. Pregunta también por el regimiento, el capitán, se informa acerca
del anterior coronel, que ha sido destinado como general de división al
Ministerio de la Guerra. Parece estar al corriente con extraordinaria exactitud
desde hace años de nuestros asuntos de personal y no sé por qué, pero tengo la
impresión de que subraya con cierto énfasis y alguna intención determinada una
especial familiaridad con todos los oficiales de alta graduación. Diez minutos más, pienso, y podré despedirme con
discreción. Entonces alguien llama de nuevo con suavidad a la puerta, entra el
criado sigilosamente, como si caminara descalzo, y susurra algo al oído de
Edith. Ella no puede evitar un estremecimiento. —Que espere. O no, que me deje en paz hoy. Que se
vaya, no lo necesito. Su brusquedad nos hace sentir incómodos y yo me
levanto con la desagradable sensación de haberme quedado demasiado tiempo. Pero
me habla con el mismo tono imperioso y sin miramientos que al criado: —¡No,
quédese! No se hable más. En realidad en su tono altivo se esconde una clara
impertinencia. También el padre parece sentirse molesto, pues con el rostro
pesaroso y suplicante advierte: —Pero Edith... Y ahora ella misma se da cuenta, quizá por el
sobresalto del padre, quizá porque yo sigo de pie e indeciso, de que los
nervios la han traicionado, pues de pronto se vuelve hacia mí: —Disculpe. La
verdad es que Josef hubiera podido esperar, en vez de entrar con tanto
escándalo. Se trata simplemente del tormento diario, el masajista, que me
aplica ejercicios de estiramiento muscular. La cosa más estúpida que he visto:
uno, dos, uno, dos, arriba, abajo, arriba, abajo. Dice que con esto todo se
arreglará pronto. Es el último descubrimiento de nuestro querido doctor y un
fastidio completamente inútil. Absurdo como todos los demás. Mira desafiante a su padre, como si lo hiciera
responsable. Confuso (se avergüenza en mi presencia), el anciano se inclina
hacia ella. —Pero hija..., ¿crees de veras que el doctor
Condor...? Pero en el acto se interrumpe, pues un espasmo contrae la boca de la
muchacha y sus estrechas aletas nasales tiemblan, exactamente igual que la otra
vez, y yo tengo miedo de que se produzca otro estallido. Pero de repente
enrojece y murmura condescendiente: —Está bien, ya voy, aunque no tiene
sentido, ningún sentido. Disculpe, teniente, espero que vuelva pronto. Me inclino, dispuesto a marcharme. Pero ella ha
cambiado otra vez de idea. —No, quédese un rato con papá mientras me pongo en
marcha —recalca las últimas palabras «en marcha» con acritud y stacatto, como
si fuera una amenaza. Después coge la campanita de bronce de encima la mesa y
la hace sonar. Más tarde repararé en que en todos los aposentos de la casa hay
campanitas como ésta sobre todas las mesas al alcance de su mano para que en
todo momento pueda llamar a alguien sin tener que esperar ni un segundo. La
campana suena aguda y estridente y en el acto aparece de nuevo el criado, que
se había apartado discretamente ante el temor de su arrebato. —Ayúdeme —le ordena, y con gesto brusco aparta la
manta de piel. Ilona se inclina ante ella para susurrarle algo al oído, pero la
muchacha, visiblemente irritada responde a su amiga—: No. Josef sólo me ayudará a levantarme. Iré sola. Lo que sigue a continuación es terrible. El criado se
inclina hacia ella y, con una maniobra a todas luces ensayada, levanta el
ligero cuerpo por las axilas con las dos manos. Una vez en pie, y apoyándose en
el respaldo del sillón, la muchacha primero nos escruta a todos uno a uno con
mirada desafiante, después agarra los dos bastones, que estaban ocultos bajo la
manta, aprieta los labios con fuerza, se sostiene sobre las muletas y, tap-tap,
toc-toc, echa a andar pesadamente, vacila, se impulsa hacia delante, de lado y
encorvada como una bruja, mientras el criado va detrás de ella vigilante con
los brazos extendidos para cogerla enseguida en caso de que resbale o flaquee.
Taptap, toc-toc, un paso más y otro, y entre uno y otro algo que parece hecho
de cuero tenso y metal chirría y cruje levemente: no me atrevo a bajar la vista
hasta sus pobres piernas, pero seguramente lleva algún aparato ortopédico en
los tobillos. El corazón se me encoge como bajo una garra de hielo al
contemplar esta marcha forzada, porque comprendo lo que quiere demostrar con no
dejarse ayudar ni llevar en silla de ruedas: quiere mostrarme, precisamente a
mí, y a todos los presentes, que es una inválida. Quiere afligirnos, llevada
por algún oscuro deseo de venganza, fruto de la desesperación, mortificarnos
con su dolor, acusarnos, a nosotros los sanos, en lugar de acusar a Dios. Pero
precisamente en este horrendo desafío percibo—y mil veces más fuerte que en su
desesperado estallido anterior, cuando la invité a bailar— cuán infinitamente
debe de sufrir con su desvalimiento. Por fin —parece una eternidad— ha dado los
pocos pasos que hay hasta la puerta, tambaleándose y cargando con violencia de
una muleta a otra todo el peso de su delgado cuerpo, traqueteado y bamboleado;
no tengo valor para mirarla fijamente siquiera una vez, porque el solo ruido de
las muletas, seco y duro, ese toc-toc de los golpes contra el suelo al caminar,
los chirridos y el arrastre del aparato ortopédico, además del sordo jadeo del
esfuerzo, me angustia y me conmueve de tal suerte que noto los latidos de mi
corazón hasta en la tela del uniforme. Ya ha salido de la habitación y sigo
oyendo sin aliento cómo tras la puerta cerrada el horrible sonido se va amortiguando
y finalmente se desvanece. Sólo entonces, cuando se ha hecho el silencio total,
me atrevo a levantar de nuevo la mirada. El anciano —ahora me doy cuenta— debe de haberse
levantado en silencio entretanto y mira por la ventana con forzada
concentración, demasiado forzada. Sólo veo su silueta vacilante a contraluz,
pero los hombros de esta figura encorvada se contraen convulsivamente en líneas
temblorosas. También él, el padre, que todos los días ve a su hija torturarse
de este modo, está anonadado por esta visión. La atmósfera de la habitación se ha helado entre
nosotros dos. Al cabo de unos minutos la oscura figura se vuelve por fin y
viene hacia mí con paso inseguro, como si caminara por un suelo resbaladizo:
—Por favor, no se lo tome a mal a la niña, teniente, si a veces es un poco
brusca, pero... Usted no tiene idea de sus torturas durante todos estos
años..., siempre algo distinto, y los progresos son tan lentos que comprendo su
impaciencia. ¿Qué se puede hacer? Pero hay que intentarlo todo, hay que hacerlo. El anciano se ha detenido ante la mesita de té
abandonada y no me mira mientras habla. Mantiene fijos en la mesa los ojos, casi ocultos por
los grises párpados. Como en sueños, mete la mano en el azucarero abierto, saca
un terrón, lo hace girar entre los dedos, lo contempla sin razón alguna y lo
devuelve a su recipiente; su modo de comportarse recuerda un poco al de un
borracho. Sigue sin poder apartar la vista de la mesita, como si alguna cosa
especial de allí lo tuviera hechizado. Mecánicamente toma una cucharita, la
levanta, la deja de nuevo en la mesa y a continuación dice como si se dirigiera
al cubierto: —¡Si supiera usted cómo era antes mi hija! Se pasaba el día entero
subiendo y bajando escaleras, no caminaba sino que corría por ellas y por las
habitaciones de un modo que nos daba pánico. A los once años recorría al galope
toda la pradera montada en su pony, nada podía detenerla. A menudo pasábamos
miedo, mi mujer que en paz descanse y yo, pues la niña era tan temeraria,
traviesa y diestra, que todo le resultaba fácil. Daba la impresión de que le
hubiera bastado con extender los brazos para volar... Y precisamente a ella
tenía que ocurrirle esto, precisamente a ella... La raya entre los ralos cabellos blancos se inclina
cada vez más sobre la mesa. La mano, nerviosa, sigue revolviendo las cosas
esparcidas encima, cogiendo ahora en vez de la cucharita unas ociosas
tenacillas para el azúcar y trazando con ellas curiosas runas sobre la mesa (sé
que por vergüenza y confusión tiene miedo incluso de mirarme). —Y, sin embargo, qué fácil resulta todavía hoy
contentarla. Es capaz de disfrutar como una chiquilla con la bagatela más
insignificante, de reírse con el chiste más tonto y entusiasmarse con un
libro... Ojalá hubiera visto lo encantada que estaba cuando llegaron sus flores
y se esfumó el temor de haberlo ofendido... No puede usted imaginarse lo
sensible que es a todo..., percibe las cosas con mucha más intensidad que
nosotros. Sé muy bien que nadie está ahora más desesperado que ella por no
haber sabido dominarse... Pero ¿cómo, cómo va a poder dominarse? ¡Cómo puede
una niña tener tanta paciencia, cuando progresa tan lentamente, como si no
avanzara, cuando ha sido castigada así por Dios sin haber hecho nada..., sin
haber hecho nada a nadie! Siguió con la vista fija en las figuras imaginarias
que su mano temblorosa trazaba en el vacío con las pinzas del azúcar. Y de
pronto las dejó caer como sobresaltado. Fue como si se hubiera despertado y de
golpe se diera cuenta de que no estaba solo y de que había estado hablando con
un desconocido. Con una voz completamente distinta, alerta y abatida, empezó a
disculparse con torpeza. —Disculpe usted, teniente..., ¡para qué voy a
importunarle con nuestras penas! Es sólo que... de pronto me ha..., simplemente quería darle una
explicación... No quisiera que pensara mal de ella..., que creyera que ella... No sé de dónde saqué el valor para interrumpir al
confuso y balbuceante anciano y acercarme a él, pero de repente cogí con ambas
manos la de aquel desconocido. No dije nada. Me limité a coger y estrechar su
mano fría y huesuda que se retiraba involuntariamente. Me miró sorprendido, los
cristales de las gafas relampaguearon al mirarme de soslayo y detrás de ellos
una mirada insegura, blanda y perpleja, tanteó la mía. Yo tenía miedo de que
dijera algo en aquel momento. Pero no lo hizo; sólo sus pupilas negras y
redondas se fueron dilatando más y más, como si quisieran saltar de los ojos.
También yo sentí que brotaba dentro de mí una emoción como 21 nunca había
experimentado, y para huir de ella me apresuré a saludar con una inclinación y
salir de allí. En el vestíbulo el criado me ayudó a ponerme el
abrigo. De pronto sentí una corriente de aire en la espalda. Sin volverme, supe
que el anciano me había seguido y ahora estaba en el dintel de la puerta,
llevado por la necesidad de darme las gracias. Pero yo no quería sentirme
turbado. Hice como si no me diera cuenta de que él estaba detrás de mí.
Rápidamente, con el pulso acelerado, abandoné la trágica casa. A la mañana siguiente —una pálida niebla cuelga
todavía sobre las casas y los postigos están cerrados para proteger el honrado
sueño de los ciudadanos— nuestro escuadrón marcha, como todas las mañanas, al
campo de maniobras. Con paso cansino avanza por el incómodo empedrado; todavía
bastante somnolientos, entorpecidos y malhumorados, mis ulanos se tambalean
sobre sus sillas. Pronto hemos recorrido las cuatro o cinco calles, avanzamos
ya por la ancha carretera a un trote ligero y torcemos luego a la derecha hacia
los prados abiertos. Ordeno a mi grupo «al galope» y los caballos echan a
correr resoplando al unísono. Animales inteligentes, conocen ya el campo blando
y extenso, no hace falta espolearlos, se les puede dejar las riendas sueltas,
pues apenas notan la presión ejercida con las piernas se lanzan al galope con
todas sus fuerzas. También los caballos sienten el placer y la excitación del
esparcimiento. Yo voy delante. Me apasiona cabalgar. Siento cómo
desde las ancas la sangre corre en el cuerpo distendido vibrante y serpenteando
como un vivo calor vital, mientras la brisa fresca acaricia silbante la frente
y las mejillas. Delicioso aire de la mañana: todavía se saborea en él el rocío
de la noche, el hálito de la tierra mullida, el aroma de los campos en flor, y
al mismo tiempo el vapor cálido y sensual de los ollares baña al jinete.
Siempre me entusiasma de nuevo este primer galope matutino que sacude tan
agradablemente el cuerpo mohoso y somnoliento y disipa el sopor como una espesa
niebla; sin querer, la sensación de ligereza que me lleva me dilata el pecho, y
con los labios abiertos me embebo en el aire que zumba a mi alrededor. «¡Al
galope! ¡Al galope!» Siento que los ojos se me aclaran, los sentidos se
desentumecen y detrás de mí oigo tintinear los sables a un ritmo regular, el
resoplar entrecortado de los caballos, el blando y crujiente hincharse y
rechinar de las sillas, los golpes acompasados de los cascos. Este grupo de
hombres y caballos galopando es como un solo cuerpo de centauro, llevado por un
solo empuje. ¡Adelante, adelante, adelante, al galope, al galope,
al galope! ¡Ah, cabalgar así, cabalgar así hasta el fin del mundo! Con el
secreto orgullo de ser dueño y creador de este placer de vez en cuando me
vuelvo hacia atrás en la silla para observar a mis hombres. Y de repente veo
que todos mis bravos ulanos tienen otros rostros. El pesado aturdimiento
ruteno, la apatía, la falta de sueño han desaparecido como hollín de sus ojos.
Se ponen más erguidos en las sillas, porque se sienten observados, con una
sonrisa en los labios corresponden a la satisfacción en mi mirada. Veo que
también estos rudos campesinos están impregnados del placer de ese movimiento
vertiginoso, de ese presagio del vuelo humano. Todos sienten con la misma dicha
que yo la felicidad animal de su juventud, de su fuerza contenida y a la vez
liberada. Pero de pronto ordeno: —¡Aaal-to! ¡Al trote! En una
súbita sofrenada todos dan un tirón a las riendas. Como una máquina que reduce
la velocidad bruscamente, toda la columna coge este paso más lento. Me miran de
soslayo un tanto perplejos, pues de ordinario —me conocen y conocen mis
irrefrenables ganas de cabalgar— atravesamos el prado a galope tendido y de una
tirada hasta el campo de maniobras. Pero fue como si una mano ajena a mí
hubiera tirado bruscamente de mis riendas: de repente he recordado algo. Sin
querer debo de haber divisado en el horizonte, a la izquierda, el blanco
cuadrado de los muros del castillo, los árboles de su jardín y el tejado de la
torre y como un disparo me ha asaltado la idea de que quizás alguien me mira
desde allí, alguien a quien mortifiqué con mis ganas de bailar y que ahora
vuelvo a mortificar con mi pasión por los caballos. Alguien con las piernas 22
lisiadas, encadenadas, que podría tenerme envidia viéndome correr de este modo,
ligero como un pájaro. En cualquier caso, de pronto me avergüenzo de correr,
tan sano, tan libre y ebrio de velocidad, me avergüenzo de este placer
demasiado corporal como de un privilegio indebido. Despacio, a un trote pesado, hago atravesar el prado a
mis decepcionados muchachos. Sin mirarlos, noto que esperan una orden que los
avive de nuevo. Es verdad que en el mismo momento en que me asalta
este extraño impedimento sé también que tal penitencia es necia e inútil. Sé
que es absurdo renunciar a un placer porque se le niega a otra persona,
prohibirse una alegría porque alguien es infeliz. Sé que a cada instante,
mientras reímos y bromeamos tontamente, en alguna parte alguien agoniza y muere
entre estertores en la cama, que detrás de mil ventanas acechan la miseria y el
hambre, que hay hospitales, canteras y minas de carbón, que en fábricas,
oficinas y prisiones innumerables personas están sometidas en todo momento a un
trabajo de esclavos y que en nada les alivia las penas el que otro se
mortifique sin sentido. Tengo muy claro que si alguien quisiera empezar a
imaginarse las miserias que se dan simultáneamente en este mundo, se le
truncaría el sueño y se le borraría la sonrisa de los labios. Pero nunca es el dolor imaginario e imaginado el que
consterna y anonada, sino que sólo el que el alma ha visto realmente con ojos
compasivos es capaz de perturbar de verdad. En mi apasionado y alegre galope
había creído ver de repente tan cercano y real como en una visión su rostro
desencajado y pálido, me había parecido verla arrastrándose por el salón con
sus muletas y al mismo tiempo oír el toc-toc y el clac-clac y los crujidos y
chirridos de los aparatos ortopédicos ocultos en las articulaciones de la
enferma; como en un susto, sin pensar, sin reflexionar, había tirado de las
riendas. Es inútil que ahora me diga a posteriori: ¿a quién sirve que cabalgues
a un trote pesado y necio en vez de a un galope que excita y arrastra? Sin
embargo, el golpe ha dado de lleno en algún lugar de mi corazón que está cerca
de la conciencia; ya no tengo ánimo para disfrutar del placer de mi cuerpo
fuerte, libre y sano. Despacio, adormilados, trotamos hasta el lisière que
lleva al campo de maniobras; sólo cuando estamos completamente fuera del campo
de visión del castillo me sacudo el entorpecimiento y me digo: ¡Qué tontería!
¡Déjate de sentimentalismos necios! Y ordeno: —¡Adelante! ¡Al galooope! Empezó
con este brusco tirón de riendas. Fue como el primer síntoma de ese singular
envenenamiento por compasión. Al principio noté sólo de manera sorda —como, por
ejemplo, cuando un enfermo se despierta con la cabeza pesada— que algo me había
pasado o me estaba pasando. Hasta entonces había vivido despreocupadamente
dentro de mi estrecho círculo habitual. Sólo me había preocupado de lo que parecía
importante o divertido a mis camaradas y a mis superiores, nunca había tenido
interés personal en nada ni nadie en mí. Nada me había conmovido de verdad. Mi
situación familiar estaba arreglada, mi profesión y mi carrera estaban bien
delimitadas y reglamentadas, y esta despreocupación —ahora lo comprendía— había
vuelto irreflexivo mi corazón. Ahora, de repente, algo había ocurrido en mí,
conmigo: nada externamente visible, nada importante en apariencia. Sin embargo,
aquella mirada colérica, cuando descubrí en los ojos de la muchacha ofendida
una profundidad hasta entonces jamás sospechada, había desatado algo en mí y
ahora un inesperado calor recorría desde dentro todo mi ser, provocando aquella
misteriosa fiebre que siempre me ha resultado inexplicable, como la enfermedad
para el enfermo. Al principio sólo comprendí que había rebasado el círculo
seguro en cuyo seno había vivido hasta entonces libre de preocupaciones y había
entrado en una zona nueva que como todo lo nuevo era a la vez incitante e inquietante;
por primera vez vi abrirse ante mí un abismo del sentimiento que, sin que
pudiera explicármelo, me atraía a medirlo y a precipitarme en él. Pero al mismo
tiempo el instinto me advertía de que no cediera a esta temeraria curiosidad.
Recordaba: «¡Basta ya! Te has disculpado, has reparado el absurdo desliz.» Pero
otra voz susurraba en mi interior: «¡Vuelve allí otra vez! ¡Siente de nuevo ese
escalofrío en la espalda, ese estremecimiento de miedo y ansia!» Y se repetía
el aviso: «¡Déjalo! ¡No te metas donde no te llaman, no seas inoportuno! Joven
simple como eres, no estarás a la altura de una situación que excede tus
fuerzas y cometerás desatinos peores que la primera vez.» Sorprendentemente fui
eximido de tomar esta decisión, pues tres días después encontré sobre la mesa
una carta de Kekesfalva preguntándome si quería cenar con ellos el domingo.
Esta vez sólo asistirían caballeros, entre ellos aquel teniente coronel Von F.
del Ministerio de la Guerra del que me había hablado, y huelga decir que
también su hija e Ilona se alegrarían sumamente de verme. No me avergüenza
confesar que, siendo como soy un joven más bien tímido, esta invitación me
llenó de orgullo. Así pues, no se habían olvidado de mí, y la observación de
que asistiría también el teniente coronel Von F. parecía incluso insinuar que
Kekesfalva (enseguida comprendí por qué sentimiento de gratitud) quería
procurarme discretamente una protección de carácter oficial. Y la verdad es que no tuve que arrepentirme de haber
aceptado enseguida. Fue una velada de lo más agradable y yo, un oficial
subalterno a quien nadie prestaba atención en el regimiento, tuve la sensación
de hallar una cordialidad especial, totalmente insólita, en la persona de
aquellos caballeros mayores y atildados. Era evidente que Kekesfalva se había
fijado en mí de una manera especial. Por primera vez en mi vida un superior me
trataba sin la altivez del rango. Me preguntó si estaba contento en el
regimiento y cómo se presentaba la cuestión de mi ascenso. Me animó a ir a
verlo si iba a Viena o necesitaba cualquier cosa. Por su parte el notario, un
hombre calvo y vivaracho, con una cara de luna resplandeciente de bondad, me
invitó a su casa; el director de la fábrica de azúcar me dirigió la palabra una
y otra vez... ¡Qué diferencia de conversación comparada con la de nuestro
comedor de oficiales, donde tenía que asentir a toda opinión de un superior con
un «a sus órdenes»! Me inundó una agradable sensación de seguridad más
rápidamente de lo que me había imaginado, y ya al cabo de media hora
participaba en la conversación hablando sin inhibición alguna. De nuevo los criados sirvieron manjares que yo hasta
entonces sólo conocía de oídas y por las fanfarronadas de los compañeros más
acomodados: caviar exquisito, helado que probé por primera vez, pastel de corzo
y faisán, y para acompañar todo aquello, aquel vino que alegraba los sentidos.
Sé que es estúpido dejarse impresionar por estas cosas. Pero ¿por qué negarlo?
Yo, pequeño, joven y nada refinado teniente, disfruté con vanidad francamente pueril
banqueteando tan opíparamente en compañía de unos caballeros mayores tan
distinguidos. ¡Caray, pensaba una y otra vez, caray, esto tendrían que verlo
Wawruschka y el descolorido voluntario que siempre hace gala de la opulencia
con que cenaban en el Sacher de Viena! ¡Tendrían que acudir a algo así y verían
cómo se quedaban boquiabiertos! Sí, si esos envidiosos pudieran verme aquí
sentado alegremente y cómo el teniente coronel del Ministerio de la Guerra bebe
a mi salud, cómo discuto con el director de la fábrica de azúcar y luego él
declara con toda seriedad: «Me sorprende lo familiarizado que está usted con
estos temas.» El café se sirve en el boudoir, el coñac desfila en grandes copas
panzudas y heladas, seguido de nuevo del calidoscopio de licores y, por
supuesto, también de los famosos y gruesos cigarros con sus pomposas vitolas.
En mitad de la conversación Kekesfalva se inclina hacia mí para preguntarme
discretamente qué prefiero: jugar a cartas con los hombres o charlar con las
damas. Por supuesto esto último, me apresuro a contestar,
pues no me sentiría muy cómodo arriesgando un rubber con un teniente coronel
del Ministerio de la Guerra. Si ganas, puedes enojarlo; si pierdes, tiras todo
tu presupuesto mensual. Además, recuerdo que a lo sumo llevo veinte coronas en
total en la cartera. De modo que, mientras al lado abren la mesa de juegos,
yo voy a sentarme con las dos muchachas, y cosa curiosa—¿será el vino o el buen
humor, que me lo transfigura todo?—, las dos me parecen hoy especialmente
bonitas. Edith no parece tan pálida ni enfermiza como la última vez... Sea que
en honor a los invitados se ha dado un poco de colorete, sea que en realidad es
sólo el ambiente animado lo que tiñe sus mejillas, lo cierto es que ha
desaparecido de alrededor de su boca la tensa y nerviosa arruga y la terca
contracción de las cejas. Lleva un largo vestido rosa y está sentada sin manta
ni piel que cubra su defecto físico, y sin embargo, llevados por el buen humor,
ni yo ni los demás pensamos «en aquello». En cuanto a Ilona, tengo la sospecha
de que está un poco achispada, pues los ojos le brillan deslumbrantes y, cuando
al reír echa hacia atrás sus hermosos y bien contorneados hombros, tengo
realmente que apartarme para resistir la tentación de acariciar, casi por casualidad,
sus brazos desnudos. Con un coñac echado al coleto —uno de esos que dan un
calorcito maravilloso—, con un hermoso y pesado cigarro, cuyo humo hace
deliciosas cosquillas en la nariz, con dos bellas y animadas muchachas al lado,
y después de una cena tan suculenta, incluso al más bobo no le resulta difícil
conversar alegremente. Sé que en general soy un buen narrador, excepto cuando
me lo impide mi maldita timidez. Pero esta vez estoy en una forma excelente y
converso con verdadero ánimo. Desde luego, sólo cuento pequeñas historias
tontas, por ejemplo el último incidente ocurrido en el cuartel, cuando la
semana pasada el coronel quiso enviar una carta urgente en el expreso de Viena
a última hora y llamó a un ulano, un auténtico joven campesino ruteno, encargándole
encarecidamente que la carta llegara lo más rápido posible a Viena; tras
recibir la orden, el bobalicón corre a toda prisa al establo, ensilla el
caballo y en un santiamén sale galopando por la carretera de Viena; si no se
hubiera dado parte por teléfono al destacamento siguiente, el muy animal habría
cabalgado realmente dieciocho horas. Así pues, válgame Dios, no fatigo a los
demás ni a mí mismo con ocurrencias profundas e inteligentes; en realidad sólo
son historias corrientes, flores de cuartel de cosechas antiguas y recientes,
pero —y yo mismo estoy admirado— divierten sobremanera a las dos muchachas, las
dos ríen sin cesar. La risa de Edith es especialmente desbordante, con su tono
agudo y argentino que a veces se atipla un poco y suelta un gallo, pero la
alegría debe de salirle real y sincera desde dentro, pues la piel fina y
transparente de porcelana de sus mejillas adquiere un colorido cada vez más
vivo, un hálito de salud e incluso de belleza ilumina su rostro, y sus ojos
grises, por lo general un tanto acerados y penetrantes, chispean con una
alegría infantil. Resulta agradable mirarla cuando olvida su cuerpo encadenado,
pues entonces sus movimientos se tornan más y más libres y sus gestos más
sueltos; se reclina completamente despreocupada, ríe, bebe, atrae a Ilona a su
lado y le rodea los hombros con el brazo; de veras, las dos muchachas se
divierten de lo lindo con mis bagatelas. El éxito suele enardecer al narrador,
y se me ocurre un montón de historias que había olvidado hace tiempo. De
ordinario más bien temeroso y apocado, descubro en mí un valor completamente
nuevo: río con ellas y las hago reír. Como niños traviesos nos acurrucamos los
tres en el rincón. Y, sin embargo, mientras bromeo así sin interrupción y
parezco del todo integrado en nuestro alegre círculo, noto medio consciente y a
la vez medio inconscientemente una mirada que me observa. Me llega por encima
de los cristales de unas gafas; esta mirada viene de la mesa de juegos y es
cálida y feliz y acrecienta aún más mi propia felicidad. Con disimulo (creo que
se avergüenza ante los demás) y con cautela, de vez en cuando el anciano nos
mira de soslayo por encima de sus cartas, y en una ocasión en que capto su
mirada, inclina familiarmente la cabeza en señal de asentimiento. En este
momento su rostro tiene el brillo concentrado y resplandeciente de alguien que
escucha música. Esto dura hasta casi medianoche; la conversación no se
interrumpe ni una sola vez. Vuelven a servir exquisiteces, riquísimos canapés,
y, cosa curiosa, no soy el único que echa la zarpa. Las dos muchachas también
se atracan con ganas y beben cuantiosamente el viejo oporto inglés, hermoso,
negro y fuerte. Pero al final llega el momento de despedirse. Edith e Ilona me
estrechan la mano como a un viejo amigo, un compañero querido y de confianza.
Naturalmente tengo que prometerles que volveré pronto, mañana o pasado. Y luego
salgo al vestíbulo con los otros tres caballeros. El coche nos llevará a casa.
Yo mismo voy a buscar el abrigo, puesto que el criado está ocupado en ayudar al
teniente coronel. De pronto noto que alguien quiere ayudarme a ponérmelo: es el
señor Von Kekesfalva, y mientras yo rechazo aterrado su ayuda (¿cómo puedo yo,
joven bisoño, dejarme servir por un anciano?), se me acerca susurrándome: —Teniente
—me dice tímidamente al oído—. Ah, teniente, no lo sabe usted bien. No se
imagina lo feliz que me ha hecho volver a oír a mi hija reír con gusto. No
tiene muchas ocasiones para alegrarse. Y hoy ha sido casi como antes, cuando... En este momento se nos acerca el teniente coronel. —¿Qué, nos vamos? —me sonríe amablemente. Por supuesto
Kekesfalva no se atreve a seguir hablando, pero de pronto noto su mano
acariciándome la manga, muy suave y apocadamente, como se acaricia a un niño o
a una mujer. Hay una ternura y una gratitud inmensas en este tímido contacto,
disimulado y a escondidas; percibo en él tanta dicha y tanta desesperación a la
vez, que me siento de nuevo conmovido, y mientras con militar respeto subo los
tres peldaños del coche junto al teniente coronel, tengo que dominarme para que
nadie note mi turbación. Aquella noche no pude dormirme enseguida, estaba
demasiado nervioso. Por insignificante que pudiera parecer el motivo desde
fuera—al fin y al cabo lo único que había ocurrido es que un anciano había
pasado la mano por mi manga afectuosamente—, este gesto contenido de sincera
gratitud había bastado para hacer brotar y desbordar algo muy íntimo dentro de
mí. En esta embargadora relación experimenté una ternura de una profundidad tan
casta y sin embargo tan apasionada como nunca la había sentido con una mujer.
Por primera vez en mi vida yo, joven aún, tenía la certeza de haber ayudado a
alguien en este mundo, y tremenda era mi estupefacción al comprobar que un
pequeño, mediocre e inseguro oficial como yo tuviera realmente el poder de
hacer tan feliz a alguien. Quizá, para explicarme lo delirante de este
inesperado descubrimiento, tengo que recordarme de nuevo a mí mismo que desde
mi infancia nada había pesado tanto en mi alma como el convencimiento de ser un
hombre completamente superfluo, sin interés alguno para los demás o, en el
mejor de los casos, indiferente. En la escuela de cadetes, en la academia
militar, había sido un alumno mediocre, en absoluto destacado, no era de los
más estimados ni aventajados, y las cosas no me iban mejor en el regimiento. Y,
así, estaba profundamente convencido de que si de repente desapareciese, si por
ejemplo me cayera del caballo y me desnucara, los camaradas quizá dirían:
«Pobre Hofmiller», pero al cabo de un mes nadie me echaría de menos. Pondrían a
otro en mi lugar, en mi caballo, y este otro cumpliría con el servicio tan bien
o tan mal como yo. Y lo mismo que con mis camaradas, igual me habían ido las
cosas con las chicas con las que había tenido relaciones en mis dos
guarniciones: en Jaroslava con la ayudante de un dentista; en Wiener Neustadt
con una modistilla; habíamos salido juntos, había llevado a Annerl a mi
habitación en su día libre, le había regalado un pequeño collar de coral; nos
habíamos dicho las habituales palabras cariñosas, probablemente ella incluso
las dijera de corazón. Pero luego, cuando fui trasladado, nos consolamos
rápidamente; durante los primeros tres meses todavía nos escribimos de vez en
cuando las obligadas cartas, después cada uno trabó amistad con otra persona;
toda la diferencia consistía en que en los arrebatos cariñosos ella llamaba al
otro Ferdl en vez de Toni. Pasado, olvidado. Mas, hasta entonces, a los
veinticinco años, no me había sentido impulsado por ningún sentimiento fuerte y
apasionado y en el fondo no esperaba ni exigía de la vida más que cumplir
correcta y esmeradamente con mi deber y nunca llamar la atención de modo
desagradable. Pero ahora había ocurrido lo inesperado y con
curiosidad y sobresalto me contemplé a mí mismo admirado. ¿Cómo? ¿También yo,
un joven mediocre, tenía poder sobre otras personas? ¿Yo, que a decir verdad no
poseía ni cincuenta coronas, era capaz de proporcionar más dicha a un hombre
rico que todos sus amigos? Si una o dos tardes me sentaba junto a una muchacha
tullida y turbada y hablaba con ella, ¿sus ojos brillaban, sus mejillas
respiraban vida y una casa toda ella ensombrecida se tornaba luminosa con mi
presencia? Llevado por mi agitación, cruzo las calles oscuras con tal rapidez
que enseguida me acaloro. Quisiera desabrocharme la guerrera, hasta tal punto se
me ensancha el corazón, pues en esta sorpresa se afirma y se revela
insospechadamente otra nueva, más embriagadora todavía: el hecho de que
resultara tan fácil, tan tremendamente fácil, hacer amistad con estos
desconocidos. Porque, ¿qué méritos había hecho yo? Había mostrado un poco de
compasión, había pasado dos veladas en su casa, por cierto alegres, animadas y
amenas, ¿y eso había bastado? Qué estupidez entonces pasar todo el tiempo
libre, día tras día, en el café, jugando tontamente a las cartas con aburridos
compañeros, o pasear arriba y abajo por la avenida. ¡No, a partir de ahora se
acabó esta memez, este insensato punto muerto! Mientras atravieso la noche con
paso cada vez más rápido, me propongo con verdadera pasión, como si hubiera
despertado de golpe, cambiar mi vida en adelante. Iré al café con menos
frecuencia, dejaré los estúpidos naipes y el billar, pondré fin enérgicamente a
todas esas maneras de matar el tiempo que a nadie aprovechan y a mí me
embrutecen. Prefiero visitar más a menudo a esta enferma, prepararme incluso de
modo especial para cada ocasión a fin de poder contar a las dos muchachas cosas
gratas y divertidas, jugar al ajedrez o pasar el tiempo agradablemente; este
simple propósito de ayudar, de ser útil a otros en lo sucesivo, me infunde ya
una especie de entusiasmo. Quisiera cantar, cometer alguna locura, llevado por
esta sensación de ligereza alada. Sólo cuando uno sabe que es algo también para
otros, descubre el sentido y la misión de su propia existencia. Fue por esta razón y sólo por ésta por la que en las
semanas siguientes pasé las tardes y normalmente también las noches en casa de
los Kekesfalva; estas horas de charla amigable se convirtieron pronto en
costumbre, y en una mala costumbre también, nada inofensiva. Pero ¡qué
seducción para un joven que desde su infancia ha sido llevado de un
establecimiento militar a otro, encontrar de improviso un hogar, una patria
para el corazón, en vez de las frías habitaciones de cuartel y las salas
comunes llenas de humo! Terminado el servicio, a las cuatro y media o a las
cinco, salía de la guarnición, y apenas posaba la mano sobre la aldaba, el
criado abría la puerta con grandes muestras de alegría, como si hubiera estado
observando mi llegada a través de una mirilla mágica. Todo me indicaba con una
amabilidad manifiesta que se me consideraba del modo más natural como alguno de
la familia; mimaban cada una de mis pequeñas debilidades y preferencias.
Siempre tenía a mano mi marca favorita de cigarrillos; si mencionaba de paso un
libro que me hubiera gustado leer, lo encontraba al día siguiente como por
casualidad, nuevo y sin embargo previsoramente cortado, sobre el pequeño
taburete; un sillón determinado, frente a la chaise longue de Edith, era
considerado indiscutiblemente «mi» lugar: pequeñeces, bagatelas, sin duda, pero
que dan calor y bienestar hogareños a una estancia extraña, y alegran y
aligeran imperceptiblemente los sentidos. Ahí me sentaba, más seguro de lo que
me había sentido jamás entre mis camaradas, y charlaba y bromeaba como me salía
del alma, observando por primera vez que los vínculos, cualquiera que sea la
forma que adoptan, atan las verdaderas fuerzas del alma y que la auténtica
medida de un hombre sólo se manifiesta en un ambiente de confianza. Pero había otro motivo, mucho más misterioso, que
contribuía sin darme cuenta a que la tertulia diaria con las dos muchachas me
animara tanto. Desde mi temprano ingreso en la academia militar, hacía pues
diez o quince años, había vivido sin interrupción entre hombres, en un entorno
masculino. De la mañana a la noche, de la noche a la mañana, en el dormitorio
de la academia, en las tiendas de campaña durante las maniobras, en las
habitaciones, a la mesa y durante las marchas, en la escuela de equitación y en
las aulas, no había respirado otra cosa sino atmósfera masculina, primero de
muchachos, luego de jóvenes, pero siempre de hombres, hombres acostumbrados ya
a gestos enérgicos, a su paso firme y ruidoso, a sus voces guturales, a su olor
a tabaco, a su desenvoltura y a veces incluso a su ordinariez. Cierto que la
mayoría de mis compañeros me caía bien y a decir verdad no podía quejarme de
falta de cordialidad por su parte. Pero esta atmósfera carecía de vibración y ligereza,
no contenía bastante ozono, por decirlo así, ni suficiente energía eléctrica,
emoción y estímulo. Y así como nuestra magnífica banda militar, pese a su
ejemplar empuje rítmico, nunca ha pasado de interpretar fría música metálica,
es decir, dura, granular y ajustada sólo al compás, porque le falta el sonido
delicado y sensual de los violines, así también incluso las más exquisitas
horas de camaradería carecían de la sordina de ese fluido que la presencia o la
mera proximidad de mujeres aporta a toda reunión. Ya entonces, cuando a los
catorce años nos paseábamos de dos en dos por la ciudad con nuestros elegantes
y acordonados uniformes de cadete y encontrábamos a otros muchachos flirteando
o charlando despreocupadamente con chicas, nos dábamos cuenta con confusa
nostalgia de que el acuartelamiento de seminario sustraía brutalmente a nuestra
juventud lo que era dado diariamente y por supuesto a los chicos de nuestra
edad, en las calles, los paseos, la pista de patinaje y la sala de baile: el
trato natural con muchachas. Mientras que nosotros, aislados y entre rejas,
veíamos pasar a esos elfos de chaquetas cortas como seres mágicos, soñando con
una conversación con una muchacha como algo inalcanzable. Semejante privación
no se olvida. El que más adelante se presentaran aventuras fugaces, casi
siempre superficiales, con toda clase de mujeres complacientes, no servía de
compensación para estos sueños sentimentales de adolescente, y en la torpeza y
la timidez con que me desenvolvía en sociedad (aunque ya me había acostado con
una docena de mujeres) en cuanto me tropezaba casualmente con una joven veía yo
que ese trato desenvuelto y natural me estaba vedado y perdido para siempre. Y ahora, de repente, se había cumplido del modo más
perfecto ese deseo juvenil no confesado de vivir una amistad con chicas en vez
de con camaradas barbudos, varoniles y toscos. Pasaba las tardes sentado entre
ambas muchachas, como el gallo del gallinero; sus voces claras y femeninas (no
sé expresarlo de otra manera) me causaban un bienestar casi físico, y con un
sentimiento de felicidad, difícil de describir, disfrutaba por primera vez de
falta de timidez en presencia de mujeres jóvenes. Pues el hecho de que, dadas
las circunstancias, estuviera excluido ese crepitante contacto eléctrico que suele
producirse inevitablemente cuando jóvenes de distinto sexo permanecen largo
tiempo juntos, no hacía sino aumentar lo que de especialmente afortunado tenía
nuestra relación. Nuestras charlas de horas y horas carecían por completo de
esa atmósfera sensual que suele volver tan peligroso un tête-à-tête en la
penumbra. Al principio, no tengo inconveniente en confesarlo, es cierto que me
excitaban muy agradablemente los labios carnosos que invitaban al beso, los
rollizos brazos de Ilona, la sensualidad magiar que se manifestaba en sus
movimientos muelles y ondulantes. Algunas veces tuve que retener mis manos con
férrea disciplina contra el deseo de atraer hacia mí a aquella criatura tierna
y cálida de ojos negros y risueños y besarla hasta la saciedad. Pero, primero,
Ilona me confesó en los primeros días de nuestra amistad que desde hacía dos
años estaba comprometida con un aspirante a notario de Becskeret y que sólo
esperaba la curación o la mejoría de Edith para casarse. Adiviné que Kekesfalva
había prometido una dote a la parienta pobre con la condición de que esperara
hasta entonces. Y, segundo, habría sido una brutalidad, una perfidia, que nos
hubiéramos entregado a caricias y besuqueos sin estar realmente enamorados, a
espaldas de aquella compañera enternecedora, impotente, encadenada a una silla
de ruedas. Así que se desvaneció pronto el encanto sensual, al principio tan
centelleante, y todo el afecto de que yo era capaz se concentró de forma cada
vez más tierna en la desvalida y postergada, pues en la misteriosa química de
los sentimientos la compasión por un enfermo se alía forzosa e
imperceptiblemente con la ternura. Estar sentado junto a la tullida, distraerla
conversando con ella, ver cómo una sonrisa apacigua su boca delgada e inquieta
o, a veces, cuando se estremecía impaciente cediendo a un arrebatado antojo,
conseguir una avergonzada transigencia con sólo tocarla con la mano y recibir a
cambio una mirada gris de gratitud: estas pequeñas intimidades de una amistad
espiritual con una muchacha desamparada y endeble me hacían más feliz que la
aventura más apasionada con su amiga. Y en virtud de estas leves emociones
descubrí —¡cuántas cosas aprendí gracias a esos pocos días!— zonas del
sentimiento para mí desconocidas e insospechadamente más tiernas. Zonas del sentimiento desconocidas y más tiernas...,
¡pero sin duda también más peligrosas! Pues vanos resultan los esfuerzos por
tratar a alguien con el mayor cuidado: la relación entre una persona sana y una
enferma, una libre y otra prisionera, a la larga nunca pueden mantenerse en un
equilibrio total. La desgracia hace a la gente vulnerable y el sufrimiento
continuo la vuelve injusta. Así como entre deudor y acreedor persiste
inextirpable una sensación molesta, porque a uno se le ha dado irremediablemente
el papel de dador y al otro el de receptor, así también en el enfermo queda una
irritación secreta siempre a punto de saltar contra todo gesto visible de
protección. Tenía que estar siempre alerta para no traspasar la frontera casi
imperceptible en que el sentimiento de simpatía, en vez de aplacar, hería aún
más a la fácilmente susceptible muchacha; por una parte, consentida como
estaba, exigía que todo el mundo le sirviera como a una princesa y la mimara
como a un niño, pero ya al momento siguiente esta misma consideración podía
amargarla, porque le daba más clara conciencia de su desvalimiento. Si por
ejemplo se le acercaba el taburete para complacerla y ahorrarle el esfuerzo de
tomar un libro o una taza, exclamaba en tono imperioso y con mirada fulgurante:
«¿Cree usted que no puedo tomar por mí misma lo que quiera?» Y así como una
fiera enjaulada se lanza a veces sin motivo alguno contra el cuidador al que de
ordinario lame la mano, así también ella sentía un malicioso placer en
desgarrar con un brusco zarpazo nuestro estado de ánimo sereno y tranquilo,
hablando inesperadamente de sí misma como de «una miserable inválida». En estos
momentos de tensión era preciso realmente hacer acopio de todas las fuerzas
para no ser injustos con su agresivo malhumor. Pero, para mi sorpresa, siempre encontraba esa fuerza.
Misteriosamente, a un primer conocimiento de la naturaleza humana siempre se le
agregan otros, y quien ha sido agraciado con la capacidad de sentir compasión
por una sola forma de sufrimiento terrenal, es capaz de comprender también,
gracias a esa enseñanza mágica, todas las demás, aun las más extrañas y en
apariencia más absurdas. De modo que no me desconcerté con las rabietas
ocasionales de Edith. Al contrario, cuanto más injustos y vehementes eran
sus arrebatos, tanto más me conmovían; poco a poco comprendí también por qué
mis visitas eran tan bienvenidas para el padre y para Ilona, por qué mi
presencia era tan bien recibida por toda la casa. Un sufrimiento que dura mucho
en general fatiga no sólo al enfermo, sino que también agota la compasión de
los demás; los sentimientos intensos no se pueden prolongar hasta el infinito.
Sin duda el padre y la amiga sufrían hasta el fondo de su alma por esa pobre
impaciente, pero también es cierto que lo hacían con cansancio y resignación.
Tomaban a la enferma como enferma y el hecho de la invalidez como hecho;
esperaban con los ojos bajos que se calmaran esas breves tormentas nerviosas,
pero ya no se asustaban cada vez como yo. Yo, en cambio, el único para el que
su sufrimiento significaba cada vez una nueva conmoción, pronto me convertí en
el único ante el que ella se avergonzaba de su desmesura. Cuando se dejaba
llevar por un arrebato, me bastaba una pequeña amonestación como «Pero, mi
querida señorita Edith» para que bajara obedientemente la mirada. Se
ruborizaba, y se veía que, si sus pies no la tuvieran encadenada, hubiera
preferido huir de sí misma. Nunca pude despedirme de ella sin que me dijera con
voz un tanto suplicante que me rompía el corazón: «Pero, volverá mañana, ¿no?
¿Verdad que no está enfadado conmigo por todas las tonterías que he dicho hoy?»
En esos momentos sentía una especie de asombro enigmático porque yo, que no
podía ofrecer más que mi sincera compasión, tuviera tanto poder sobre otras
personas. Pero es propio de la juventud que cada nuevo
descubrimiento se convierta en exaltación y que, cuando un sentimiento la
conmociona, nunca tenga bastante de él. Una extraña transformación empezó a
operarse en mí al descubrir que esta compasión mía era una fuerza que no sólo
me estimulaba agradablemente, sino que también tenía efectos benéficos más allá
de mi persona: desde que por primera vez abrí mi corazón a esta nueva capacidad
de compasión, me parecía como si una toxina hubiera penetrado en mi sangre y la
hubiera vuelto más caliente, roja, rápida, palpitante y vehemente. De pronto ya
no comprendía el embotamiento en que había vivido tan rutinariamente hasta
entonces como en un crepúsculo gris y monótono. Empiezan a estimularme e
interesarme cientos de cosas a las que antes ni siquiera prestaba atención.
Como si esa primera visión del dolor ajeno hubiera despertado en mí una mirada
más penetrante y sabia, percibo por doquier detalles que me atraen, entusiasman
y conmueven. Y puesto que todo nuestro mundo está lleno, calle por calle y casa
por casa, de un destino palpable e impregnado de abrasadora penuria hasta los
más profundos cimientos, ahora mis días transcurren ininterrumpidamente llenos
de tensión y atención. Descubro, por ejemplo, durante la remonta que de pronto
soy incapaz de golpear la grupa de un caballo recalcitrante con la misma fuerza
que antes, pues me siento culpable del dolor que causo y los verdugones queman
mi propia piel. O los dedos se me crispan involuntariamente cuando nuestro
colérico capitán asesta un puñetazo en la cara de un pobre ulano ruteno porque
ha enjaezado mal el caballo y el muchacho se cuadra con las manos pegadas a las
costuras de los pantalones. Alrededor, los otros soldados contemplan la escena
o ríen estúpidamente, pero sólo yo veo cómo se empañan las pestañas del torpe
muchacho bajo los párpados caídos y avergonzados. De repente no soporto en el
comedor de oficiales las bromas sobre compañeros desmañados o poco diestros;
desde que he comprendido el tormento de la flaqueza en aquella muchacha
impotente e indefensa, me irrita odiosamente cualquier brutalidad y toda
persona indefensa despierta mi interés. Desde que la casualidad ha vertido en
mis ojos esa única gota ardiente de compasión reparo en infinidad de
menudencias que hasta entonces me habían pasado por alto, cosas simples,
sencillas, pero cada una de ellas desprende para mí interés y conmoción. Me
llama la atención, por ejemplo, que la vendedora de tabaco a la que siempre
compro mis cigarrillos se acerque ostensiblemente las monedas que le doy a sus
gruesas gafas y enseguida me asalta la sospecha de que pueda tener cataratas.
Mañana se lo preguntaré con tacto y quizá también pediré al médico del
regimiento, Goldbaum, que la examine. O me llama la atención que últimamente los voluntarios
hagan el vacío tan visiblemente al pequeño y pelirrojo K. y recuerdo haber
leído en el periódico (¿qué culpa tiene el pobre muchacho?) que su tío está en
la cárcel por malversación; durante el rancho me siento a propósito a su lado y
empiezo una larga conversación con él, sintiendo al instante en su mirada
agradecida que comprende que lo hago para mostrar a los demás su modo injusto y
vulgar de tratarlo. O pido que salga de la formación como voluntario a uno de
mi sección al que el coronel habría castigado sin piedad a limpiar hebillas
durante cuatro horas; diariamente y en pruebas diferentes experimento este
placer que de pronto ha nacido en mí. Y me digo: ¡a partir de ahora ayudarás
cuanto puedas a todos y cada uno! ¡Ya no soporto permanecer indiferente!
Engrandecerse entregándose a otros, enriquecerse hermanándose con los destinos
de los demás, comprendiendo y poniéndose al lado del dolor de otros con la
compasión. Y mi corazón, sorprendido de sí mismo, tiembla de gratitud hacia la
enferma a la que había ofendido sin querer y que con su sufrimiento me ha
enseñado esa fecunda magia que entraña la compasión. Ahora bien, pronto fui despertado de esos sentimientos
tan románticos, y ello del modo más radical. Ocurrió lo siguiente. Aquella tarde
habíamos jugado al dominó y después habíamos hablado largo y tendido, y así
pasamos el tiempo tan animadamente, que nadie se dio cuenta de lo tarde que
era. Finalmente, hacia las once y media, miro espantado el reloj y me despido a
toda prisa. Pero mientras el padre me acompaña al vestíbulo oímos afuera un
zumbido como de cien mil abejorros. Un auténtico aguacero tamborilea en el
alero. —El coche lo llevará a casa —me tranquiliza
Kekesfalva. Yo protesto diciendo que no hace falta. Me repugna la
idea de que a las once y media de la noche y por mi culpa el chofer tenga que
vestirse de nuevo y sacar el coche del garaje (toda esta comprensión y
consideración hacia las vidas de los demás es completamente nueva en mí, la he
aprendido durante estas últimas semanas). Aunque, a decir verdad, con este
tiempo de perros también resulta tentadora la posibilidad de llegar rápida y
cómodamente a casa en un coche bien mullido, en vez de caminar media hora con
delgadas botas de charol por una carretera embarrada. De modo que acepto. A pesar de la lluvia, el anciano
insiste en acompañarme hasta el coche y subirme la capota. El chofer pone el
motor en marcha y en un santiamén llego a casa bajo los redobles de la
tormenta. Se viaja maravillosamente cómodo y confortable en el
coche, que se desliza sin ruido. Sin embargo, ahora que nos acercamos al
cuartel —hacemos el trayecto con una rapidez mágica—, golpeo el cristal de
separación y pido al chofer que se detenga en la plaza del Ayuntamiento. ¡Mejor no parar delante del cuartel en el elegante
cupé de Kekesfalva! Sé que no es conveniente que un insignificante teniente
aparezca como un archiduque en un fabuloso y traqueteante coche y se haga abrir
la puerta por un chofer uniformado. A los del cuello de la guerrera dorado no
les gustan semejantes fanfarronadas y, además, desde hace tiempo el instinto me
aconseja mezclar lo menos posible mis dos mundos, el del lujo de fuera, donde
soy un hombre libre, independiente y mimado, y el otro, el mundo del servicio,
en el que debo someterme, pobre diablo que se siente aliviado cuando el mes
tiene treinta días en vez de treinta y uno. Inconscientemente una parte de mí
no quiere saber nada de la otra; a veces soy incapaz de distinguir cuál es el
verdadero Toni Hofmiller, el del servicio militar o el de los Kekesfalva, el de
fuera o el de dentro. El chofer, atendiendo a mis deseos, detiene el coche
en la plaza del Ayuntamiento, a dos calles del cuartel. Me apeo, me subo el
cuello del abrigo y me dispongo a cruzar rápidamente la espaciosa plaza. Pero
en este mismo instante la tormenta arrecia con redoblada furia, el viento me
azota la cara con ráfagas de lluvia. Será mejor esperar unos minutos en un
portal antes de recorrer las dos calles hasta el cuartel. O quizá todavía está
abierto el café y podré guarecerme allí hasta que el bendito cielo haya vaciado
sus enormes regaderas. Sólo hay seis casas hasta el café y, detrás de los
cristales mojados, veo el resplandor crepuscular de la luz de gas. Quizá mis
compañeros siguen todavía sentados a la mesa; una buena ocasión de enmendar mis
faltas, pues ya va siendo hora de dejarme ver de nuevo. Ayer, anteayer, toda la
semana y la anterior he faltado a la tertulia. A decir verdad, tendrían toda la razón de estar
enojados conmigo; cuando se es desleal, al menos hay que guardar las formas. Alzo el picaporte. En la mitad delantera del local ya
están apagadas las luces por razones de economía, los periódicos están
esparcidos por doquier y el camarero Eugen pasa las cuentas. Sin embargo, veo
luz todavía en la parte de atrás, en la sala de juegos, de donde me llegan
destellos de lustrosos botones de uniforme; es verdad, siguen ahí los eternos
jugadores de cartas: Jozsi, el teniente, Ferencz, el alférez, y el médico del
regimiento, Goldbaum. Al parecer ya hace rato que han terminado su partida y
permanecen repantigados, aletargados por esa pereza de café que conozco tan
bien y que teme el momento de levantarse, razón por la cual reciben como un
regalo del cielo mi llegada, que interrumpe su aburrida modorra. —Hola, Toni— dice Ferencz, alarmando a los otros. —Qué honor para nuestra humilde choza —declama el
médico del regimiento, quien, como solemos decir en tono de burla, sufre de
diarrea crónica de citas. Seis ojos somnolientos me saludan parpadeando y
sonrientes. —¡Hola, hola! Su alegría me regocija. Son realmente
buenos muchachos, pienso. No se han tomado nada mal el que los haya desdeñado
todo este tiempo sin excusa ni explicación. —Un café— pido al camarero, que se acerca arrastrando
somnoliento los pies, y arrimo una silla con el inevitable «¿Bueno, qué hay de
nuevo?» con que empiezan todas nuestras tertulias. El cariancho Ferencz ensancha más aún su rostro, sus
ojos parpadeantes casi desaparecen entre los mofletes de color rojo de manzana;
abre la boca poco a poco, pastosamente. —La última novedad —sonríe complacido— es que vuestra
excelencia se haya dignado visitarnos de nuevo en nuestra humilde choza. Y el médico del regimiento se reclina en su silla y
empieza a recitar con la entonación del actor Kainz: —Mahadoeh, dios de la
tierra, descendió por última vez, para sentir con los hombres, el tormento y el
placer. Los tres me miran divertidos y al instante me embarga
una sensación agria. Será mejor, pienso, que me ponga a hablar yo enseguida,
antes de que ellos empiecen a preguntar por qué he faltado todos estos días y
de dónde vengo hoy. Pero antes de que pudiera intervenir, Ferencz ya ha hecho
un extraño guiño y dado un codazo a Jozsi. —Mira —dice, señalando debajo de la mesa—. ¿Qué te
parece? ¡Con este tiempo de perros, botines de charol y uniforme de gala! Sí,
Toni sí que ha sabido buscarse un buen cobijo. Debe de irle de fábula con ese
viejo maniqueo. Cinco platos todas las noches, cuenta el farmacéutico, con
caviar y capones, Bols auténtico y cigarros de primera... ¡Qué diferente de la
bazofia que comemos en El León Rojo! Ah, hemos infravalorado a Toni. Qué
callado se lo tenía, la mosquita muerta. Jozsi se afana por ayudar: —Sólo en cuestión de
camaradería flaquea un poco. Sí, querido Toni, en vez de decir a ese viejo
amigo tuyo: «Mira, viejo, tengo ahí unos compañeros muy chic, unos muchachos
excelentes, grandes compañeros, que tampoco comen con cuchillo y un día de
éstos te los voy a traer», en vez de esto piensas: «¡Que sigan tragando su
cerveza amarga y condimentándose el gaznate con su 31 triste gulasch!» Sí, vaya
camaradería. Todo para él y nada para los demás. Bueno, ¿me traes un buen
Upmann por lo menos? En este caso por hoy te perdonamos. Los tres ríen y chasquean la lengua. De pronto siento
que la sangre se me agolpa desde el cuello de la guerrera hasta las orejas,
porque ¿cómo diablos ha adivinado ese condenado Jozsi que Kekesfalva me ha
obsequiado realmente con uno de sus excelentes cigarros al despedirme en el
vestíbulo, como hace siempre? ¿Acaso sobresale entre dos botones de mi casaca?
¡Ojalá no se den cuenta! Desconcertado, me esfuerzo por reír: —¡Un Upmann,
claro, faltaría más! Más barato no puede ser. Pero creo que te conformarás con
un cigarrillo de tercera. —Y le tiendo la tabaquera abierta. Pero en el mismo
instante se me contrae la mano convulsivamente, pues anteayer cumplí
veinticinco años, no sé cómo las dos muchachas lo descubrieron y durante la
cena, cuando levanté la servilleta de encima del plato, noté que había algo
pesado envuelto en ella: una pitillera como regalo de aniversario. Ferencz ya
se había dado cuenta del nuevo estuche: en nuestra pequeña camarilla cualquier
insignificante bagatela se convierte en un acontecimiento. —Caramba, ¿qué es esto? —gruñe—. ¡Un armamento nuevo!
—Me quita sin más la pitillera de la mano (¿cómo puedo impedírselo?), la palpa,
la examina y finalmente se vuelve hacia el médico del regimiento sopesándola—:
Mira, hasta creo que es de oro auténtico. Toma, échale un vistazo. Dicen que tu
digno procreador comercia con este género, de modo que tú también debes de
entender algo. El médico del regimiento, Goldbaum, hijo en efecto de
un orfebre de Drohobycz, se cala los quevedos sobre su algo gruesa nariz, toma
la pitillera, la sopesa, la examina de todos los lados y le da unos golpecitos
de experto con los nudillos. —Auténtico —diagnostica al fin—. Oro auténtico,
repujado y condenadamente pesado. Con esto se podrían empastar los dientes de
todo el regimiento. El precio debe oscilar entre las setecientas y las
ochocientas coronas. Tras este veredicto, que a mí mismo me sorprende
(había creído que sólo estaba dorada), el médico pasa la pitillera a Jozsi, que
la toma con mucho más respeto que los otros dos (¡qué respeto vamos a tener
nosotros, jóvenes diablos, por las cosas de valor!). La contempla, se mira en
ella, la palpa, finalmente la abre apretando el rubí y se queda perplejo:
—¡Vaya, una inscripción! ¡Escuchad, escuchad! «A nuestro querido camarada Anton
Hofmiller en su cumpleaños, Ilona, Edith.» Los tres me miran fijamente. —¡Caray! —exclama al fin Ferencz con un suspiro—.
¡Últimamente eliges muy bien a tus camaradas! Te presento mis respetos. De mí
hubieras recibido a lo sumo un estuche de cerillas de tumbaga. Se me hace un nudo en la garganta. Mañana todo el
regimiento tendrá cumplida noticia de la embarazosa novedad sobre la pitillera
de oro que he recibido de los Kekesfalva como regalo y sabrá la inscripción de
memoria. «Vamos, enseña tu elegante pitillera», dirá Ferencz en el comedor de
oficiales para alardear a costa de mí, y yo se la enseñaré obedientemente al
capitán, al comandante y quizá también al coronel. Todos la sopesarán en la
mano, la tasarán, leerán la inscripción con una sonrisa irónica y luego
seguirán inevitablemente las preguntas y las bromas, y yo no podré ser
descortés en presencia de mis superiores. Confuso y deseoso de poner fin a la conversación,
pregunto: —Bueno, ¿no tenéis ganas de echar una partidita? Pero enseguida sus
sonrisas bonachonas se tornan franca risa. —¿Has oído, Ferencz? —le espeta Jozsi—. Ahora, a las
doce y media, cuando el cuchitril cierra, el chico quiere jugar a cartas. Y el médico del regimiento se reclina en la silla,
cómoda e indolentemente: —Sí, sí, para el afortunado no pasan las horas. Ríen la insípida broma y chasquean la lengua todavía
durante un rato, pero ya se acerca el camarero Eugen apremiándonos con humilde
insistencia: ¡Hora de cerrar! Vamos juntos —la 32 lluvia ha amainado— hasta el
cuartel y una vez allí nos despedimos con un apretón de manos. Ferencz me da un golpecito en el hombro. —Me alegro de que hayas vuelto. Y siento que lo dice de corazón. En realidad, ¿por qué
estaba yo tan enojado con ellos? Son todos unos muchachos requetebuenos,
decentes, sin pizca de envidia ni de rencor. Y si se burlan un poco de mí, lo
hacen sin malicia. Ciertamente lo hacen sin malicia..., sin embargo, con
su torpe admiración y sus cuchicheos han destruido en mí algo irreparable: mi
seguridad. Pues hasta aquel momento mi singular relación con los Kekesfalva
había acrecentado de modo asombroso mi amor propio. Por primera vez en mi vida
me había sentido como quien da y ayuda, pero luego me di cuenta de cómo los
demás veían esta relación o, mejor dicho, cómo tenían que verla inevitablemente
desde fuera, sin conocer todas sus secretas conexiones. Cómo iban a comprender
unos extraños ese sutil placer de la compasión al que yo —no puedo expresarlo
de otra manera— había sucumbido como a una oscura pasión. Ellos daban por
supuesto que yo me había hecho un nido en aquella casa opulenta y hospitalaria
sólo para granjearme las simpatías de gente rica, para ahorrarme una que otra
cena y recibir regalos. Con todo, en el fondo lo hacían sin malicia, no me
envidiaban el rincón cálido ni los buenos cigarros; sin duda no veían —y era
esto lo que me molestaba— nada deshonroso ni sucio en el hecho de que me dejase
festejar y cortejar por esas «miniaturas», porque en su opinión más bien se les
hace un honor a los ricachones sentándonos a su mesa. Pero no había ni asomo de
reproche en la admiración que Ferencz y Jozsi demostraron por la pitillera de
oro; al contrario, incluso les infundió un cierto respeto el que yo hubiera
sabido explotar tan bien a mi mecenas. Pero lo que ahora me disgusta es que empiezo a perder
la confianza en mí mismo. ¿Me comporto acaso realmente como un parásito? Como
hombre adulto y como oficial, ¿puedo dejarme invitar y festejar noche tras
noche? La pitillera de oro, por ejemplo, en ningún caso debía haberla aceptado,
ni tampoco la bufanda de seda que me colocaron alrededor del cuello hace poco
en una noche de tormenta. Un oficial de caballería no se deja meter cigarros en
el bolsillo para el camino de vuelta a casa y luego —por Dios que mañana sin
falta tengo que hablar con Kekesfalva— ¡lo del caballo! De pronto recuerdo que
anteayer masculló algo acerca de mi buen rocín (que, claro está, pago a plazos)
en el sentido de que no tiene muy buena planta. Ya sé que tiene razón, pero que
quiera prestarme uno de su yeguada, un pura sangre de tres años, un magnífico
caballo de carreras con el que podría lucirme, eso no lo podía permitir. Sí,
«prestar», ¡ya sé qué significa esta palabra para él! Tal como había prometido
una dote a Ilona para que permaneciera como enfermera al lado de su pobre hija,
¡así quiere comprarme, pagarme al contado por mi compasión, por mis bromas y mi
compañía! Y yo, hombre simple, estuve a punto de caer en la trampa, sin darme
cuenta de que con ello me denigraba convirtiéndome en parásito. Absurdo, me digo luego, y recuerdo la emoción con que
el anciano me había acariciado la manga, cómo se le ilumina la cara cada vez
que entro por la puerta de su casa. Recuerdo la camaradería cordial, fraternal,
que me une a las dos muchachas; no reparan en si bebo una copa de más y, si se
dan cuenta, sólo se alegran de que me sienta tan a mis anchas en su compañía. «Absurdo, tontería», me repito una y otra vez. «Qué
tontería, este anciano me quiere más que mi propio padre.» ¡Pero de qué sirve
tratar de convencerse y de darse ánimos cuando vacila el equilibrio interior!
Noto que los chasquidos y los murmullos de asombro de Jozsi y Ferencz han
aniquilado mi buena y fácil disposición de espíritu. ¿Es verdad que visitas a
esa gente rica sólo por compasión y simpatía?, me pregunto con suspicacia. ¿No
se esconde también en ello un poco de vanidad y de sibaritismo? Sea como fuere,
tengo que aclararlo. Y como primera medida me propongo espaciar mis visitas y
anular mañana mismo la habitual tertulia de la tarde en casa de los Kekesfalva. Al día siguiente, pues, no voy. Una vez terminado el
servicio, me voy paseando con Ferencz y Jozsi al café, donde leemos el
periódico y luego empezamos la inevitable partida de cartas. Pero yo juego
condenadamente mal, porque justo delante de mí, en la pared enmaderada, hay
empotrado un reloj esférico: las cuatro y veinte, las cuatro y treinta, las
cuatro cuarenta, las cuatro cincuenta. En vez de contar los puntos del juego, cuento los
minutos. Las cuatro y media, la hora en que suelo ir a tomar el té, la mesa
está puesta y todo preparado, y si alguna vez me retraso un cuarto de hora,
enseguida me preguntan: «¿Qué le ha pasado hoy?» Mi llegada a la hora en punto
se ha hecho ya tan natural, que ya cuentan con ella como con un deber; durante
dos semanas y media no he faltado ni una sola tarde, y probablemente en este momento
están mirando el reloj tan inquietos como yo, y esperan y esperan. ¿No debería
cuando menos llamar por teléfono y disculparme? O mejor aún: mandaré a mi
ordenanza... —Pero, Toni, es un escándalo cómo juegas hoy. Presta
un poco de atención, haz el favor —se enfada Jozsi, echándome una furiosa
mirada. Mi distracción le ha costado una jugada. Hago un esfuerzo por
concentrarme. —Oye, ¿puedo cambiar de sitio contigo? —Claro, pero
¿por qué? —No lo sé —miento—, creo que el ruido de ahí fuera me pone nervioso. En realidad es el reloj lo que no quiero seguir
mirando, el avance implacable de los minutos. Siento un cosquilleo en los nervios, los pensamientos
siguen revoloteando sin cesar, me obsesiona la idea de si no debería ir al
teléfono y excusarme. Por primera vez empiezo a sospechar que no se puede
conectar y desconectar la verdadera compasión como si fuera un contacto
eléctrico y que todo aquel que se interesa por un destino ajeno se ve privado
de una parte de libertad del suyo propio. Pero ¡diablos!, me increpo a mí mismo, nada me obliga
a caminar todos los días esa media hora. Y, según la ley secreta de la
correspondencia de sentimientos, según la cual quien está enojado transmite su
enfado inconscientemente a otros ajenos a él, como una bola de billar comunica
a otras el golpe inicial, mi desazón no se dirige contra Jozsi y Ferencz , sino
contra los Kekesfalva. ¡Por una vez que me esperen! Que vean que no se me
compra con regalos y gentilezas, que no me presento a la hora señalada como el
masajista o el profesor de gimnasia. No quiero crear precedentes, obligarme a
un hábito, comprometerme. De modo que persisto en mi estúpida terquedad y
pierdo tres horas y media en el café, hasta las siete y media, sólo para
convencerme y demostrarme que soy completamente libre de ir y venir donde y
cuando me plazca y que la buena comida y los exquisitos cigarros de los
Kekesfalva me son del todo indiferentes. Y a las siete y media nos marchamos todos juntos.
Ferencz propone un corto paseo por la avenida principal. Pero apenas salgo del
café tras los dos amigos, me roza la mirada conocida de alguien que pasa
rápidamente. ¿No era Ilona? Pues claro: aun cuando no hubiera admirado anteayer
mismo su vestido rojo vinoso y el ancho panamá con sus cintas, la hubiera
reconocido por detrás por su contoneo suave al andar. Pero ¿adónde se dirige
con tanta prisa? No es un paseo, sino una carrera. De todos modos, como dice el
dicho, tras el bello pájaro me dispongo también a volar. —Perdonad —me despido algo bruscamente de mis
perplejos camaradas y corro en pos de la falda que ya cruza ondeando la calle.
La verdad es que me alegra sobremanera la oportunidad que me brinda el azar de
sorprender a la sobrina de los Kekesfalva en mi propio terreno. —¡Ilona, Ilona, espere, espere! —le grito. Camina
notablemente deprisa, pero acaba por detenerse sin demostrar la menor sorpresa.
Claro que me ha reconocido al pasar. —Es fantástico tropezar así con usted en la ciudad,
Ilona. Siempre he deseado poder pasear juntos por nuestra residencia. ¿O
prefiere que entremos un momento en la confitería? —No, no—murmura un tanto
confusa—. Tengo prisa, me esperan en casa. —Bueno, pues entonces tendrán que esperar cinco
minutos más. En el peor de los casos, y para que no la pongan de cara a la
pared, le daré una carta de justificación. Vamos, no me mire con tanta
severidad. Me hubiera gustado cogerla del brazo, pues me
encantaría de veras acompañarla precisamente a ella, a la representante de mis
dos mundos, a este otro mundo mío, y si mis camaradas me sorprenden con esta
belleza, ¡tanto mejor! Pero Ilona está todavía nerviosa. —No, de veras tengo que volver a casa —dice
apresuradamente—. Me está esperando el coche allí delante. Y, en efecto, el chofer ya la saluda respetuosamente
desde la plaza del Ayuntamiento. —¿Pero al menos me permitirá acompañarla hasta el
coche? —Desde luego —murmura extrañamente inquieta—. Desde luego... Y, a
propósito..., ¿por qué no ha venido esta tarde? —¿Esta tarde? —repito la
pregunta con estudiada lentitud, como esforzándome por recordar—. ¿Esta tarde?
Oh, sí, qué fastidio esta tarde. El coronel quería comprarse un nuevo caballo y
tuvimos todos que acompañarle para examinarlo y desbravarlo. (En realidad esto ocurrió hace un mes. Miento muy
mal.) Ella titubea y quiere contestar algo. Pero ¿por qué estira el guante y se
balancea tan nerviosamente sobre el pie? —¿No quiere cuando menos ir conmigo a
cenar? «Mantenerse firme», me apresuro a decirme. «¡No cejar! ¡Al menos un
día!» Y digo con un suspiro de lamento: —Qué lástima, iría con mucho gusto,
pero hoy las cosas ya se han torcido. Esta noche tenemos un acto social al que
no puedo faltar. Me mira fijamente —es curioso que ahora se forman
entre sus cejas las mismas arrugas de impaciencia que en el rostro de Edith— y
no dice una palabra, no sé si por descortesía deliberada o porque está molesta
conmigo. El chofer le abre la puerta, ella la cierra con estrépito y pregunta a
través del cristal: —Pero ¿vendrá mañana? —Sí, mañana seguro. Y el coche se va. No estoy demasiado satisfecho de mí mismo. ¿A qué se
debía esa extraña prisa de Ilona, ese apocamiento suyo, como si tuviera miedo
de ser vista conmigo, y ahora esta salida precipitada en coche? Y, además, ¿no
debería haber mandado yo, por cortesía, siquiera un saludo al padre, una
palabra amable a Edith? ¡Al fin y al cabo no me han hecho nada! Aunque, por
otro lado, estoy satisfecho de mi actitud reservada. Me he mantenido firme. Por
lo menos ahora no podrán pensar de mí que quiero imponerles mi presencia. A pesar de que había prometido a Ilona que iría al día
siguiente a la hora de costumbre, por precaución anuncio antes mi visita por
teléfono. Mejor observar formas estrictas; las formas son una protección. Con
ellas quiero dejar claro que no me presento en casa de nadie inoportunamente, y
en adelante tengo la intención de preguntar cada vez si mi visita es esperada y
si es grata. Hoy, sin embargo, no tengo por qué dudarlo, pues el criado ya me
espera delante de la puerta abierta y, al entrar yo, me confía con encarecido
celo: —La señorita está en la terraza de la torre y ruega al teniente que suba
enseguida —y añade— : Creo que el teniente no ha estado nunca allá arriba. El
teniente quedará maravillado de lo bonito que es. Tiene razón el bueno y anciano Josef. Nunca he pisado
esta terraza, a pesar de que muchas veces me ha llamado la atención esa torre
construida de manera tan curiosa y abstrusa. Originariamente—ya lo he dicho antes— torre angular de
un castillo caído en ruina con el tiempo o demolido (ni siquiera las muchachas
conocen con exactitud su historia), esa imponente torre cuadrada había
permanecido vacía durante años y servido de desván. Durante su infancia, Edith
subía a menudo, con espanto de sus padres, por una escalera bastante
deteriorada hasta la buhardilla, donde entre trastos viejos revoloteaban
somnolientos murciélagos y a cada paso por los podridos maderos se levantaban
nubes de polvo y moho. Pero la niña, muy dada a la fantasía, había escogido esa
estancia inútil, con vistas a un vasto horizonte desde sus ventanas cubiertas
de suciedad, como escondrijo y mundo de sus juegos precisamente por su carácter
misterioso e inservible. Y cuando luego le sobrevino la desgracia, sin
esperanzas de poder trepar hasta aquella encumbrada y romántica pieza trastera
con sus piernas rígidas e inmóviles, se sintió estafada. El padre observó
muchas veces cómo la niña levantaba sus amargados ojos hacia aquel querido y de
repente perdido paraíso de su infancia. Kekesfalva quiso darle una sorpresa y aprovechó los
tres meses que Edith pasó en un sanatorio alemán para encargar a un arquitecto
de Viena que reconstruyera la vieja torre y añadiera en lo alto un cómodo
mirador; cuando Edith regresó a casa en otoño, después de una mejoría apenas
perceptible, la torre ampliada estaba provista ya de un ascensor tan ancho como
el del sanatorio, con lo que se daba a la enferma la oportunidad de subir en
cualquier momento en silla de ruedas a contemplar el apreciado panorama. De
este modo, cuando menos lo esperaba, la muchacha recuperó el mundo de su
infancia. Es verdad que el arquitecto, con las prisas, había
prestado menos atención a la pureza de estilo que a la comodidad que ofrecía la
técnica; la caja del ascensor, desprovista de todo adorno, que había
incorporado a la escarpada torre cuadrangular, habría resultado más propia, con
sus formas geométricas rectilíneas, de un muelle o de una central eléctrica que
de las agradables y recargadas formas barrocas del castillo que probablemente
se remontaba a tiempos de María Teresa. Pero el principal deseo del padre se
vio cumplido; Edith se mostró plenamente entusiasmada con aquella terraza que
de manera inesperada la libraba de la estrechez y la monotonía de su cuarto de
enferma. Desde ese mirador tan propio y particular podía dominar con
prismáticos el vasto y llano paisaje, ver todo lo que ocurría a la redonda, la
siembra y la cosecha, los quehaceres diarios y la vida social. Unida de nuevo
al mundo tras una inacabable separación, pasaba horas contemplando desde esta
atalaya el divertido juguete del tren que atravesaba la campiña con sus
pequeñas volutas de humo; ningún coche que pasara por la carretera escapaba a
su ociosa curiosidad y, como supe más tarde, también nos había acompañado con
su telescopio en muchos de nuestros paseos a caballo, ejercicios y desfiles.
Llevada por una curiosa especie de celos, mantenía vedado a todos los huéspedes
de la casa este particular punto de escapatoria como un mundo privado; sólo
gracias al impulsivo entusiasmo del fiel Josef comprendí hasta qué punto se
valoraba como una distinción singular la invitación a pisar esta atalaya, por
lo común inaccesible. El criado quería hacerme subir en el ascensor, se le
notaba el orgullo por haberle sido confiado en exclusiva el manejo de tal
costoso vehículo. Pero decliné su invitación tan pronto me comunicó que además
había una pequeña escalera de caracol, iluminada en cada piso por aberturas
laterales, que también conducía a la terraza; enseguida me imaginé cuán
fascinante sería ver cómo el paisaje se iba desplegando en la lontananza de un
descansillo a otro de la escalera; en verdad cada una de aquellas pequeñas
aberturas sin cristales ofrecía un nuevo y encantador cuadro. Reinaba sobre los
campos estivales un día caluroso, transparente y quieto como una telaraña
dorada. El humo se enroscaba en espirales casi inmóviles por encima de las
chimeneas de las casas y granjas desparramadas, se veían —los contornos
destacándose en el cielo de un azul acerado, como recortados con un cuchillo
afilado— las cabañas de tejados de paja con sus inevitables nidos de cigüeñas
en los aguilones y los estanques con patos delante de los graneros, que
relucían como metal pulido. En medio, en los campos de colores de cera, figuras
diminutas como liliputienses, vacas de colores jaspeados pastando, mujeres
escardando los sembrados o lavando ropa, pesados carruajes tirados por bueyes y
carritos cruzando ligeros y tambaleantes los cuartones cuidadosamente
señalados. Cuando hube subido los aproximadamente noventa escalones, la mirada
abarcaba satisfecha toda la redondez de la planicie húngara hasta el horizonte
un tanto vaporoso, donde a lo lejos destacaba una línea azul elevada, quizá los
Cárpatos, y a la izquierda resplandecía nuestra pequeña ciudad, graciosamente
apiñada, con la cúpula de la torre de la iglesia en forma de cebolla. A simple
vista reconocí nuestro cuartel, el ayuntamiento, la escuela, el campo de
instrucción, y por primera vez desde mi traslado a esta guarnición sentí el
modesto encanto de este mundo singular. Mas no pude dedicarme con tranquilidad a contemplar
este ameno panorama, pues, una vez llegado a la terraza, tuve que prepararme
para saludar a la enferma. Al principio no descubrí a Edith; la blanda butaca
de paja en la que descansaba me daba su ancha espalda y cubría su diminuto
cuerpo como una concha de colores. Me percaté de su presencia gracias a la mesa
que estaba a su lado con libros y un gramófono abierto. No me acerqué a ella de
inmediato por miedo a asustarla en su reposo o en su sueño. De modo que recorrí
el rectángulo de la terraza para llegar a ella de frente. Pero cuando me adelanto de puntillas, compruebo que
está durmiendo. Alguien ha tapado cuidadosamente el delicado cuerpo y envuelto
los pies en una manta blanda, y su rostro de niña, oval y aureolado por su
cabellera pelirroja, descansa sobra una almohada blanca. El sol poniente le
confiere una apariencia de salud con sus reflejos de ámbar dorado. Involuntariamente me detengo y aprovecho mi vacilante
espera para contemplar a la durmiente como a un cuadro, pues la verdad es que
en nuestros frecuentes encuentros todavía no he tenido la oportunidad de
mirarla abiertamente, y es que todas las personas sensibles e hipersensibles se
resisten de un modo instintivo a ser contempladas. Incluso cuando se la mira
por casualidad durante la conversación, enseguida se le forma una pequeña
arruga de enfado entre las cejas, sus ojos se vuelven inquietos, los labios
nerviosos y su perfil no para quieto un solo momento. Sólo ahora, cuando está
tendida con los ojos cerrados, inmóvil y sin oponer resistencia, puedo contemplar
(y tengo la sensación de cometer algo indebido, un robo) ese rostro un tanto
anguloso y como quien dice todavía no acabado, en el que se mezcla de un modo
de lo más encantador lo infantil con lo femenino y lo enfermizo. Los labios,
ligeramente abiertos como los de un sediento, respiran despacio, pero ya ese
solo y pequeño esfuerzo levanta e hincha su exiguo pecho infantil, y como
agotada y exangüe reclina en la almohada su pálido rostro, enmarcado por la
cabellera rojiza. Me acerco con cuidado. Las sombras de debajo de los ojos, las
venas azules en las sienes, la rosada transparencia de las aletas nasales,
revelan cuán tenue e incolora es la envoltura con que su piel de alabastro se
defiende de los embates exteriores. ¡Cuán sensible debe ser, pienso, cuando los
nervios palpitan tan cerca de la superficie y tan desprotegidos, cuánto debe
sufrir con ese cuerpo tan liviano de sílfide, que parece creado para correr,
bailar y volar y que, sin embargo, permanece cruelmente encadenado al duro y
pesado suelo! ¡Pobre criatura cautiva! Siento de nuevo ese ardiente manantial
interior, esa crecida dolorosa y agotadora y a la vez indómita y estimulante de
la compasión que me embarga cada vez que pienso en su desgracia; me tiembla la
mano de deseos de acariciarle el brazo con ternura, de inclinarme sobre ella y,
por decirlo así, recoger la sonrisa de sus labios en caso de que se despierte y
me reconozca. Me impulsa a acercarme a ella una necesidad de ternura que en mí
se mezcla con compasión cada vez que pienso en ella o la miro. ¡Pero no quiero
turbar ese sueño que la aleja de sí misma, de su realidad corporal!
Precisamente es tan maravillosa esa íntima cercanía con los enfermos mientras
duermen, cuando olvidan tan por completo sus aflicciones que de vez en cuando una
sonrisa se posa en sus labios semiabiertos como una mariposa en una trémula
hoja, una sonrisa ajena, que no les pertenece y que desaparece asustada tan
pronto como se despiertan. Es una bendición de Dios, pienso, que los tullidos,
los mutilados, los despojados por el destino, al menos en el sueño ignoren la
forma o la deformidad de su cuerpo, que el caritativo engaño del sueño cuando
menos los engañe haciéndoles creer que poseen una figura bella y bien
proporcionada, que el doliente al menos en ese mundo del sueño, único y
envuelto de tinieblas, sea capaz de evadirse de la maldición en que vive
físicamente encadenado. Pero para mí lo más conmovedor son sus manos, que tiene
cruzadas sobre la manta, unas manos alargadas, surcadas por pálidas venas, de
articulaciones frágiles y delicadas, y terminadas en unas uñas puntiagudas, un
poco azuladas: manos sin sangre y sin fuerza, quizás aún lo suficiente fuertes
para acariciar pequeños animales, palomas y conejos, pero demasiado débiles
para coger y sujetar algo. ¿Cómo puede alguien, pienso con emoción, con
semejantes manos impotentes, defenderse contra sufrimientos reales? ¿Cómo
conseguir algo, cogerlo y retenerlo? Y casi me repugna pensar en las mías, unas
manos firmes, pesadas, musculosas y fuertes, capaces de dominar el caballo más
rebelde con un solo tirón de las riendas. Contra mi voluntad mi mirada se
detiene en la manta peluda y pesada, demasiado pesada para esta criatura ligera
como un pájaro, que carga sobre sus rodillas. Bajo esa envoltura opaca están las
impotentes piernas —no sé si rotas, paralizadas o sólo debilitadas, pues nunca
he tenido el valor de preguntarlo—, metidas dentro de aquel aparato de acero o
de cuero. Recuerdo que, a cada movimiento, esa cruel maquinaria se pega como un
peso a las articulaciones muertas; incesantemente tiene que arrastrar esa
enojosa carga con sus chirridos y traqueteos, la delicada y débil muchacha,
¡precisamente ella, de la que cabía pensar que le resultaba más natural correr
y volar que caminar! Me estremezco con sólo pensarlo, y esta emoción
desgarradora me recorre con tanta fuerza de pies a cabeza, que mis espuelas
empiezan a temblar y tintinear. No puede haber sido más que un ruido mínimo,
apenas perceptible, ese sonido argentino, pero parece que ha penetrado en su tenue
sueño. Respirando inquieta, no levanta todavía los párpados, pero sus manos
empiezan a desperezarse: se separan, se estiran, como si los dedos bostezaran
al despertar. Luego los ojos parpadean y, sorprendidos, tantean su alrededor. De repente su mirada me descubre y enseguida se
detiene; todavía no ha saltado la chispa de contacto entre la simple función
óptica y el pensamiento y el recuerdo conscientes. Pero luego, una sacudida y
ya está completamente despierta; me ha reconocido. Con un chorro purpúreo se
agolpa la sangre en sus mejillas, bombeada de súbito por el corazón. De nuevo
parece como si de pronto alguien vertiera vino tinto en un vaso de cristal. —Qué tonta —dice, frunciendo las cejas con fuerza y
con un gesto nervioso se sube la manta que había resbalado un poco, como si la
hubiera sorprendido desnuda—. Qué tonta, debo haberme adormilado un momento. Y las aletas de la nariz —conozco estas señales—
empiezan a temblar ligeramente. Me mira con aires de exigencia. —¿Por qué no me ha despertado enseguida? ¡No se
observa a la gente cuando duerme! Es de mala educación. Todos tenemos un
aspecto ridículo durmiendo. Molesto conmigo mismo por haberla enojado con mis
miramientos, intento salvar la situación con una broma tonta: —Más vale parecer
ridículo dormido que despierto. Pero ella ya se ha erguido apoyándose con ambas manos
en los brazos del sillón, la arruga de su entrecejo aparece más hendida y
también ahora los labios empiezan a temblar y a vibrar, presagio de tormenta.
Me acomete su mirada severa. —¿Por qué no vino ayer? El golpe ha sido tan
inesperado, que no puedo contestar enseguida. Pero ella ya repite en tono
inquisidor: —Espero que tuviera un motivo muy especial para dejarnos plantados
y hacernos esperar. De lo contrario supongo que al menos habría llamado por
teléfono. ¡Qué estúpido soy! Debí haber previsto precisamente
esta pregunta y preparar de antemano una respuesta. En cambio, me quedo
aturdido, levantando ora un pie ora otro y masticando la vieja excusa de una
imprevista inspección de remonta. A las cinco todavía había tenido la esperanza
de poder escabullirme, pero el coronel nos había querido presentar un caballo
nuevo, etcétera, etcétera. Su mirada, gris, severa y penetrante, no se aparta de
mí. Cuanto más me enzarzo en explicaciones, más crítica y suspicaz se vuelve.
Veo cómo sus dedos recorren convulsos los brazos del sillón. —Ya—responde finalmente con toda frialdad y dureza—.
¿Y cómo termina esta historia de la inspección de remonta? ¿El coronel acaba
comprando el flamante caballo? Me doy cuenta de que me he metido en un
peligroso callejón sin salida. Con su guante suelto pega uno, dos y tres golpes
sobre la mesa, como si quisiera librarse de un estorbo en las muñecas. Después me mira amenazadora. —¡Basta ya de mentiras estúpidas! Ni una sola palabra
de todo eso es verdad. ¿Cómo se atreve a contar tamañas sandeces? El guante
golpea la mesa con más y más fuerza. Luego lo arroja con decisión trazando un
arco en el aire. —¡Ni una palabra de toda su monserga es verdad! ¡Ni
una palabra! No estuvo en la escuela de equitación. No tuvieron inspección de
remonta. A las cuatro y media usted ya estaba en el café y, que yo sepa, allí
no se monta a caballo. ¡No me venga con mentiras! Nuestro chofer lo vio por
casualidad a las seis cuando usted todavía jugaba a las cartas. Sigo sin poder articular palabra. Pero ella se
interrumpe bruscamente y luego añade: —Además, ¿qué necesidad tengo de
avergonzarme ante usted? ¿Tengo que jugar al escondite porque usted diga
falsedades? Yo no tengo miedo de decir la verdad. Pues, para que lo sepa...,
no, no fue por casualidad que nuestro chofer lo vio en el café, sino que lo
mandé adrede para que me informase de qué le había pasado. Pensé que a lo mejor
estaba enfermo o había sufrido un accidente, porque ni siquiera llamó por
teléfono y... bueno, de mí puede pensar que soy nerviosa..., pero no soporto
que me hagan esperar..., simplemente no lo soporto..., de modo que mandé al
chofer. Pero en el cuartel le dijeron que el teniente estaba sano y salvo
jugando a las cartas en el café, y entonces pedí a Ilona que averiguara por qué
usted nos hacía este desaire..., si acaso anteayer yo lo ofendí con algo...,
porque es verdad que a veces me comporto de un modo realmente irresponsable en
mis estúpidos arrebatos... Bueno, ya ve, yo no me avergüenzo de confesarle todo
esto... Y usted me viene con majaderías para excusarse... ¿No se da cuenta
usted mismo de lo mezquino y miserable que resulta mentir de ese modo entre
amigos? Yo quise contestar..., creo incluso que hubiera tenido el valor de
contarle toda la torpe historia con Ferencz y Jozsi. Pero ella me ordenó
impetuosamente: —¡No me venga con más embustes..., basta de falsedades! Estoy
harta de mentiras. Me las sirven con cuchara de la mañana a la noche: «Qué buen
aspecto tienes hoy, es fantástico cómo caminas hoy..., magnífico, eso va mejor,
mucho mejor.» Siempre los mismos tranquilizantes de la mañana a la noche y
nadie se da cuenta de que me ahogan. ¿Por qué no me dice directamente: ayer no
tuve tiempo o no tuve ganas? No estamos abonados a usted y nada me hubiera
alegrado tanto como que me hubiera dicho por teléfono: «Hoy no vendré, prefiero
ir con los compañeros a callejear por la ciudad.» ¿Me tiene por tan ingenua
como para no comprender que a veces tiene que cansar hacer el papel de
samaritano compasivo y que un adulto prefiere montar a caballo o sacar a pasear
sus piernas sanas en vez de perder el tiempo encerrado junto al sillón de otra
persona? Una sola cosa me repugna y no la soporto: las excusas, los engaños y
las mentiras. Estoy hasta la coronilla. No soy tan tonta como creen todos y
puedo soportar una cierta dosis de sinceridad. Mire usted, hace unos días
contratamos una nueva criada bohemia, encargada de fregar los platos, la
anterior había muerto, y el primer día..., todavía no había hablado con
nadie..., ve cómo me ayudan a trasladarme con las muletas al sillón. Del susto
deja caer el cepillo y exclama: «¡Jesús, qué desgracia, qué desgracia más
grande! ¡Una señorita tan rica y distinguida... y una inválida!» Ilona se lanzó
como una fiera sobre la sincera mujer y todos querían despedirla en el acto, la
pobre. Pero a mí, aquello me alegró, su espanto me hizo bien, porque es humano
asustarse al ver algo así cuando no se espera. Además, en el acto le di diez
coronas y ella corrió a la iglesia a rezar por mí... La alegría me duró todo el
día, sí, de verdad, estaba contenta de saber por fin qué siente realmente un
extraño al verme por primera vez... Ustedes, en cambio, con su falsa gentileza
se creen obligados a «protegerme» y se imaginan que quizá me hacen un bien con
sus condenados miramientos... ¿Acaso creen que no tengo ojos en la cara? ¿Que
no noto detrás de sus cuchicheos y balbuceos el mismo horror y la misma
incomodidad que sintió aquella buena mujer, la única persona decente? ¿Creen
que no noto cómo se les corta el aliento cuando agarro las muletas y cómo se
apresuran a forzar una conversación para que no me dé cuenta de nada, como si
no les conociera de sobra, con su valeriana y azúcar, azúcar y valeriana, toda
esa asquerosa baba? Ah, sé muy bien que suspiran de alivio cada vez que la
puerta se cierra detrás de ustedes y me dejan tendida como un cadáver... Sé muy
bien que entonces ponen los ojos en blanco y dicen: «Pobre muchacha», pero al
mismo tiempo están de lo más satisfechos con ustedes mismos, porque han tenido
la deferencia de dedicar una o dos horas a «la pobre niña enferma». ¡Pero yo no
quiero sacrificios! ¡No quiero que se sientan obligados a servirme la ración de
idea de compasión! ¡Si quiere venir, venga, y si no quiere, pues no venga y en
paz! ¡Pero sea sincero entonces y no me venga con historias de remontas y
pruebas con caballos! ¡No puedo..., ya no puedo soportar por más tiempo las
mentiras y su asquerosa piedad! Ha proferido estas últimas palabras completamente
fuera de sí, con los ojos enardecidos y con una palidez extrema. Luego el
espasmo desaparece de golpe. Su cabeza, agotada, se recuesta sobre el respaldo
y poco a poco la sangre afluye de nuevo a sus labios todavía temblorosos de la
excitación. —Bueno —dice en voz baja con un suspiro y como
avergonzada—. Tenía que decirlo y ya lo he dicho. No hablemos más de ello.
Déme... déme un cigarrillo. En este momento me ocurre algo extraño. Por lo general
sé dominarme bastante bien y tengo manos firmes y seguras. Pero este estallido
inesperado de Edith me ha trastornado de tal manera, que siento todos mis
miembros como paralizados; nunca en la vida nada me había consternado tanto.
Con dificultad saco un cigarrillo del estuche, se lo ofrezco y enciendo una
cerilla. Pero al acercárselo, los dedos me tiemblan tanto, que no puedo
sostener derecha la cerilla encendida y la llama vacila y se apaga en el vacío.
Tengo que encender otra y también ésta vacila insegura en mi mano temblorosa
antes de encender el cigarrillo. Sin duda ella se ha dado cuenta de mi
conmoción en la manifiesta torpeza, pues es una voz distinta, asombrada e
inquieta la que me pregunta bajito: —Pero ¿qué le pasa? Está temblando... ¿Por
qué...? ¿Por qué está tan nervioso? ¿Qué le importa a usted todo esto? La
llamita del fósforo se ha apagado. Me he sentado callado, y ella murmura
desconcertada: —¿Cómo puede usted ponerse tan nervioso por culpa de las
estupideces que digo? Papá tiene razón. Usted es una persona... realmente
curiosa. En este instante se oye a nuestras espaldas un leve
susurro. Es el ascensor, que sube a la terraza. Johann abre la reja y aparece
Kekesfalva con ese porte cohibido y ese sentimiento de culpabilidad que
absurdamente le hunde los hombros cada vez que se acerca a la enferma. Me levanto rápidamente para saludarlo. Me responde con
un apocado movimiento de cabeza y se inclina de inmediato sobre Edith para
besarla en la frente. Luego se produce un extraño silencio. En esta casa todos
se percatan de todo lo que les ocurre a todos; sin duda el anciano debe de
haber notado que entre nosotros dos se ha producido una tensión peligrosa,
porque se queda inquieto a nuestro lado y con los ojos bajos. Me doy cuenta de
que preferiría huir de nuevo en el acto. Edith intenta ayudar. —Fíjate, papá, el teniente ha visto hoy la terraza por
primera vez. —Sí, es un lugar muy hermoso —intervengo yo, dándome
cuenta enseguida de que acabo de decir algo vergonzosamente banal y me callo de
nuevo. Para disipar este momento de turbación, Kekesfalva se inclina
sobre la butaca. —Temo que pronto hará demasiado fresco para ti aquí
arriba. ¿No será mejor que bajemos? —Sí —responde Edith. Todos nos alegramos de haber encontrado actividades
fútiles para distraernos: recoger los libros, ponerle el chal a Edith, tocar la
campanilla, una de las que como aquí arriba están en todas las mesas de la
casa. Al cabo de dos minutos oímos el susurro del ascensor que sube y Josef
empuja suavemente el sillón con la enferma hasta la puerta. —Bajamos enseguida —dice Kekesfalva a su hija con un
gesto de ternura—. Quizá podrías irte arreglando para la cena. Mientras pasearé
un rato con el teniente por el jardín. El criado cierra la puerta del ascensor y la silla de
ruedas se hunde con la inválida en el pozo como en una cripta. Instintivamente
el anciano y yo nos hemos apartado. Ambos guardamos silencio, pero de pronto
noto que se me acerca con visible timidez. —Si no tiene nada en contra, teniente, me gustaría
hablar un momento con usted..., es decir, quisiera pedirle algo... Podríamos
pasar a mi despacho, en el edificio de la administración... Quiero decir, claro está, si a usted no le molesta...
En ese caso..., si lo prefiere, podemos pasear por el parque. —Al contrario, será para mí un honor señor Von
Kekesfalva —contesto. En este momento oímos el susurro del ascensor que sube
a buscarnos. Bajamos y atravesamos el patio hacia el edificio de la
administración. Me llama la atención la cautela con que Kekesfalva se desliza
pegado a la pared de la casa, el esmero con que procura hacerse pequeño, como
si temiera ser sorprendido. Por mimetismo —no hubiera podido actuar de otro
modo— camino detrás de él con pasos igualmente quedos y cautelosos. Al final del edificio de la administración, de techo
bajo y no muy bien revocado, Kekesfalva abre una puerta que conduce a su
despacho, una pieza que no resulta mejor puesta que mi habitación del cuartel:
un escritorio barato, carcomido y gastado, sillas de rejilla viejas y
manchadas, sobre el papel rasgado de la pared unos tableros viejos y a todas
luces no utilizados desde hace años. También el olor a moho me recuerda
desagradablemente nuestros despachos oficiales. Ya a primera vista—¡cuántas
cosas he comprendido en esos pocos días! —descubro que el anciano amontona todo
el lujo y todas las comodidades sólo para su hija y ahorra para sí mismo como
un campesino tacaño. Por primera vez me he dado cuenta también —al caminar él
delante de mí— de cómo brilla su chaqueta negra en los codos gastados;
probablemente la lleva desde hace diez o quince años. Kekesfalva me acerca el ancho sillón tapizado de cuero
negro, el único cómodo del despacho. —Siéntese, teniente. Por favor, siéntese —dice en un
tono cariñoso pero insistente, mientras se acomoda en una de las inciertas
sillas de rejilla antes de que yo pueda intervenir. Nos sentamos, pues, muy cerca el uno del otro. Ahora
puede empezar a hablar, él tiene la palabra, y yo espero que lo haga con
comprensible impaciencia, pues ¿qué podría pedir a un pobre teniente un hombre
rico, millonario? Sin embargo, mantiene la cabeza baja, como si examinara con
detenimiento sus zapatos. Sólo oigo la respiración de su pecho inclinado hacia
delante. Es una respiración fatigosa y forzada. Finalmente Kekesfalva levanta la frente, perlada de
sudor, se quita las gafas empañadas y, sin esta reluciente protección, su
rostro adquiere enseguida un aspecto diferente, como más desnudo, pobre y
trágico e, igual que ocurre a menudo con los cortos de vista, sus ojos aparecen
más apagados y cansados que tras el cristal de aumento. Adivino también por el
borde sus párpados, ligeramente inflamados, que el anciano duerme poco y mal.
De nuevo siento en mi interior aquel cálido manantial: mana la compasión, ahora
ya lo sé. De pronto me veo sentado no frente al rico señor Von Kekesfalva, sino
frente a un anciano afligido. Y ahora, carraspeando, empieza a hablar: —Teniente —la
voz, enmohecida, sigue sin obedecerle—, quiero pedirle un gran favor... Naturalmente sé que no tengo ningún derecho a pedir su
ayuda. Apenas nos conoce... Además, puede rechazarlo..., por supuesto... Quizá
sea una presunción mía, una impertinencia, pero desde el primer momento le tomé
confianza. Usted, se nota enseguida, es una buena persona, bondadosa. Sí, sí,
sí. —Debo de haber hecho un gesto de protesta—. Es una buena persona. Hay algo
en usted que le da seguridad a uno y a veces... tengo la impresión de que me ha
sido enviado por... —se interrumpe y me imagino que quería decir «por Dios»,
pero no ha tenido el valor suficiente— ...enviado como alguien a quien puedo
hablar abiertamente... En realidad no es gran cosa lo que deseo pedirle... Pero
yo hablo y hablo y no le he preguntado si está dispuesto a escucharme. —Desde luego que sí. 41 —Se lo agradezco... A los viejos nos basta con
mirar a una persona para conocerla perfectamente... Sé lo que es una persona
buena, lo sé por mi mujer, en paz descanse... Ésta fue la primera desgracia,
que la muerte se la llevase. Sin embargo, hoy me digo que quizá haya sido mejor
que no tuviera que vivir la desgracia de nuestra hija..., no lo hubiese
soportado. ¿Sabe usted?, cuando eso ocurrió, hace cinco años..., no creí al
principio que duraría mucho... ¿Cómo se puede imaginar nadie que una niña como
todas las demás, que corre y juega y no para de dar vueltas como una peonza...,
que de repente todo eso se haya terminado, terminado para siempre...? Y, por
otro lado, uno se ha criado en el respeto hacia los médicos..., lee en los
periódicos las maravillas de que son capaces, cosen corazones y trasplantan
ojos, dicen... Estábamos convencidos, es natural, ¿verdad?, de que podrían
hacer lo más sencillo del mundo..., ayudar a restablecerse en poco tiempo a una
niña..., una niña que había nacido sana y siempre había estado sana. Por eso al
principio no estaba demasiado asustado, pues no creía, ni por un momento, que
Dios fuera capaz de semejante cosa, castigar para siempre a una niña, una
criatura inocente... Ah, si eso me hubiera ocurrido a mí..., a mí las piernas
ya me han llevado bastante tiempo, ¿para qué las necesito? Además, yo no he
sido un hombre bueno, he cometido muchos desatinos, incluso... Pero ¿qué estoy diciendo? Sí..., lo que decía, si me
hubiera ocurrido a mí, lo habría comprendido, pero ¿cómo puede Dios errar tanto
el tiro y castigar injustamente a una inocente..., y cómo hemos de comprender
que a un ser vivo, a una niña, de repente se le mueran las piernas, porque una
minucia, un bacilo... dijeron los médicos, y con eso creyeron haber dicho
algo...? Pero no es más que una palabra, un pretexto, en tanto que lo otro, lo
real, es que una niña está postrada, de pronto tiene las piernas rígidas, ya no
puede andar ni moverse y uno tiene que verlo impotente... Eso no se puede
comprender. Con un gesto brusco del dorso de la mano se limpia el
sudor del cabello humedecido y revuelto. —Claro que consulté a todos los médicos... Dondequiera
que hubiera una eminencia, acudíamos a verlo... A todos los hice venir y todos
explicaban la lección y hablaban latín, discutían y celebraban consultas, uno
ensayaba esto y otro aquello, y luego decían que tenían esperanza y fe, y
cobraron su dinero y se fueron y todo quedó como estaba. Es decir, algo se
mejoró, en realidad bastante. Antes tenía que permanecer echada siempre de
espaldas y su cuerpo estaba completamente paralizado... Ahora, por lo menos,
los brazos, la parte superior del cuerpo, son normales y puede andar sola con
las muletas... Está algo mejor, no, mucho mejor, no debo ser injusto... Pero
nadie la ha curado del todo todavía... Todos se encogían de hombros y decían:
paciencia, paciencia, paciencia... Uno solo ha perseverado en su tratamiento,
el doctor Condor... No sé si ha oído hablar de él, pero, claro, usted es
de Viena. Tuve que decir que no. Nunca había oído aquel nombre. —Naturalmente que no tiene por qué conocerlo, ya que
usted es un hombre sano y él no es de los que se dan bombo... Tampoco es
profesor, ni siquiera profesor... Y no crea que tiene mucha clientela... quiero
decir que no busca tener mucha. Y es que es un hombre raro, muy especial... No
sé si seré capaz de explicárselo bien. No le interesan los casos corrientes,
que cualquier medicastro puede tratar. Sólo le interesan los casos difíciles,
aquéllos ante los que los demás pasan de largo encogiéndose de hombros. Claro
está que yo, un hombre sin erudición, no puedo afirmar que el doctor Condor sea
mejor médico que los demás..., sólo sé que es mejor persona que los demás. Lo
conocí cuando asistió a mi mujer y vi cómo luchaba por salvarla... Fue el único
que no quiso desistir hasta el último momento, y comprendí que este hombre vive
y muere con cada paciente. Tiene..., no sé si me expreso correctamente..., tiene
una especie de pasión por ser más fuerte que la enfermedad..., no sólo ambición
como los demás, de ganar dinero y llegar a profesor y consejero de la corte...
No piensa en él, sino en los demás, los pacientes... ¡Ah, es un hombre
admirable! El anciano se había emocionado; sus ojos, cansados hacía un momento,
cobraron un brillo intenso. —Un hombre admirable, le digo, que no deja a nadie en
la estacada. Para él, cada caso es un compromiso... Sé que no me expreso muy
bien..., pero es como si se sintiera culpable cuando no 42 puede ayudar a
alguien..., él se siente culpable y por eso..., no me creerá, pero le juro que
es la pura verdad..., la única vez que no consiguió su propósito... Había
prometido curar a una mujer que perdía la vista... y cuando, no obstante, se
quedó ciega, se casó con ella. Figúrese, un hombre joven se casa con una ciega,
siete años mayor que él, ni bonita ni rica, histérica, que es una carga para él
y ni siquiera se lo agradece... Esto demuestra qué clase de hombre es, ¿no es
verdad? Y usted comprenderá que me sienta dichoso de haber encontrado a alguien
así..., a un hombre que cuida de mi hija como yo mismo. Lo he incluido en mi
testamento... Si alguien puede ayudarla, es él. Dios lo quiera. ¡Dios lo
quiera! El anciano había juntado las manos como en una plegaria. De repente se
me acercó: —Y ahora escuche, teniente. Querría pedirle algo. Ya le he contado
hasta qué punto se toma interés por los demás ese doctor Condor..., pero mire,
tiene que comprender que... precisamente el que sea tan buena persona también
me inquieta... Tengo el temor, comprenda usted, siempre lo he tenido, de que
por consideración hacia mí no me diga la verdad, toda la verdad... Siempre da
esperanzas y promete que mi hija mejorará y se curará por completo..., pero
cada vez que le pregunto cuándo y cuánto tiempo tardará todavía, sale con
evasivas y se limita a contestar: ¡paciencia, paciencia! Sin embargo, se
necesita tener una seguridad..., yo soy un hombre viejo y enfermo y tengo que
saber si viviré para verlo y si mi hija se curará de verdad, si se curará del
todo... No, créame, teniente, no puedo seguir viviendo así..., tengo que saber
si es seguro que Edith sanará y cuándo... Tengo que saberlo, no soporto por más
tiempo esta incertidumbre. Se puso de pie, dominado por la emoción, y se acercó a
la ventana con tres pasos presurosos y enérgicos. Para mí no era nada nuevo.
Cada vez que le acudían las lágrimas a los ojos, se refugiaba volviéndose
bruscamente de espaldas. Tampoco él quería compasión..., ¡al fin y al cabo era
como su hija! Al mismo tiempo su mano derecha hurgaba sin tino en el bolsillo
trasero de la triste chaqueta negra. Sacó un arrugado pañuelo y en vano fingió
que se secaba con él el sudor de la frente: demasiado claramente vi sus
párpados enrojecidos. Una o dos veces se paseó arriba y abajo del despacho; yo
oía gemidos y no sabía si eran los carcomidos maderos que crujían bajo sus pies
o si era él mismo, viejo y achacoso, que suspiraba. Luego, como un nadador
antes de lanzarse al agua, recobró el aliento. —Perdone..., no era de esto de lo que le quería
hablar... ¿Qué era...? Ah, sí, mañana por la mañana el doctor Condor regresa de
Viena, me lo ha comunicado por teléfono... Viene regularmente cada dos o tres
semanas para examinarla... Si por mí fuera, no lo dejaría marchar nunca...,
podría quedarse a vivir en esta casa, le pagaría lo que fuera. Pero él dice que
necesita una cierta distancia de observación, para... una cierta distancia para...,
sí..., ¿qué iba a decir...? Ah, sí..., o sea que vendrá mañana por la mañana y
por la tarde examinará a Edith. Como siempre se quedará a cenar y regresará por
la noche en el expreso. Pues, bien, yo había pensado que si alguien le
preguntara casualmente, alguna persona extraña, alguien no vinculado a la
familia, alguien a quien él no conoce..., si le preguntara como de paso, como
cuando alguien se interesa por un conocido..., le preguntara en qué consiste
propiamente esta parálisis y si él cree que la niña tiene curación, curación
total... ¿Me oye? Curación total, y cuánto tiempo cree que tardará... Tengo la
impresión de que a usted no le mentiría... Con usted no tendría por qué andar
con miramientos. Podría decirle la verdad tranquilamente... Conmigo quizá
mantiene una actitud más reservada. Soy el padre, un hombre viejo y enfermo, y él sabe
cómo me rompe el corazón la enfermedad de mi hija... Pero, por supuesto, usted
no debe dejarle translucir que ha hablado conmigo..., debe llevar la
conversación a este punto como por pura casualidad, tal como se suele preguntar
a un médico... ¿Quiere...? ¿Me haría este favor? ¿Cómo podía negarme? Tenía
sentado frente a mí a aquel anciano de ojos humedecidos, esperando mi sí como
la trompeta del Juicio Final. Naturalmente se lo prometí todo. De golpe me
alargó las dos manos. —Enseguida lo supe..., desde aquel día en que usted
regresó y fue tan bueno con mi hija, después de... Bueno, usted ya sabe...
Entonces enseguida lo supe, y me dije: éste es un hombre que me comprende, él y
sólo él se lo preguntará por mí y... le prometo, le juro, que ni antes ni
después nadie lo sabrá, ni Edith, ni Condor, ni Ilona..., sólo yo sabré el
favor, el inmenso favor, que me habrá prestado. —Pero ¿qué dice, señor Von Kekesfalva...? Esto no es
nada, es una insignificancia. —No, no es una insignificancia..., es un favor muy
grande el que me presta..., un favor muy grande y si—bajó un poco la cabeza y
también la voz pareció retraerse tímidamente—... Si por mi parte pudiera hacer
algo por usted..., tal vez usted tenga... Debí de hacer un gesto de sobresalto (¿quería pagarme
en el acto?), pues se apresuró a añadir con aquella voz balbuceante que lo
acompañaba en los momentos de fuerte emoción: —No, no me interprete mal..., no
me refiero... No me refiero a nada material..., sólo a que... A que estoy bien
relacionado..., conozco a mucha gente en los ministerios, también en el de la
Guerra... Y siempre es bueno hoy en día tener a alguien con quien se pueda
contar... A eso me refería... A todos nos puede llegar el momento... Era
esto..., sólo esto..., lo que le quería decir. Me abochornó la tímida perplejidad con que me ofreció
sus manos. Durante todo aquel rato no me había mirado ni una sola vez, había
mantenido la cabeza baja como hablando a sus manos. Sólo en aquel momento levantó la vista inquieto, buscó
a tientas las gafas que se había quitado y se las caló con dedos temblorosos. —Tal vez sea mejor —dijo después con voz queda— que
volvamos ahora a la casa, si no... Si no a Edith le extrañará que tardemos
tanto. Por desgracia hay que andar con mucho tiento con ella. Desde que
enfermó, parece que... que sus sentidos se hayan agudizado más de lo normal. Desde su habitación sabe todo lo que ocurre en la
casa..., lo adivina todo antes de que nadie lo haya dicho... Al final podría...
Por esto le propongo que volvamos antes de que empiece a sospechar. Regresamos a la casa. En el salón Edith ya nos
esperaba en su silla de ruedas. Al entrar nosotros, levantó su mirada gris y
penetrante, como si quisiera leer en nuestras frentes gachas y algo
abochornadas lo que habíamos estado hablando. Y como no le dimos indicación
alguna, permaneció toda la noche notablemente taciturna y ensimismada. Ante Kekesfalva había calificado de «insignificancia»
el ruego de averiguar de un médico todavía desconocido para mí y del modo más
natural posible cuáles eran las posibilidades de curación de la enferma y,
visto desde fuera, la tarea que me imponía era realmente una menudencia. En
cambio, me resulta difícil describir cuánto significaba para mí este encargo
inesperado. Nada acrecienta tanto el amor propio de un joven, nada ayuda tanto
a formar su carácter, como encontrarse de improviso ante una misión que tiene
que llevar a cabo contando exclusivamente con su propia iniciativa y sus
propias fuerzas. Por supuesto que ya antes se me habían confiado cometidos de
responsabilidad, pero siempre habían sido de carácter oficial, militar, simples
prestaciones que debía ejecutar como oficial por orden de mis superiores y
dentro de una esfera de influencia muy limitada, por ejemplo mandar un
escuadrón, conducir un transporte, comprar caballos, zanjar disputas entre los
soldados. Sin embargo, todas estas órdenes y su ejecución estaban dentro de la
norma institucional. Dependían de instrucciones escritas a mano o impresas y,
en caso de duda, me bastaba el consejo de un camarada más veterano y
experimentado para cumplir satisfactoriamente la orden recibida. La petición de
Kekesfalva, en cambio, no iba dirigida a mí como oficial, sino a aquel yo interior
todavía inseguro cuyas capacidades y cuyos límites aún tenía que descubrir. Y
el hecho de que este hombre, un extraño, al verse en un trance me escogiera
precisamente a mí entre todos sus amigos y conocidos, esta confianza me hizo
más feliz que todas las alabanzas que había recibido hasta entonces de mis
superiores o de mis compañeros. Sin embargo, esta sensación de felicidad estaba
hermanada con una cierta consternación, pues me hacía patente de nuevo cuán
torpe y negligente había sido hasta entonces mi interés por los demás. Cómo
había podido frecuentar aquella casa durante semanas y semanas sin formular la
pregunta más lógica y natural: ¿la pobre muchacha será inválida toda la vida?
¿No encontrará la ciencia médica una cura para este debilitamiento de los
miembros? Intolerable vergüenza: ni una sola vez había preguntado a Ilona, al
padre o al médico de nuestro regimiento; había aceptado la parálisis como un
hecho fatal; por esta razón la inquietud que atormentaba al padre desde hacía
años me atravesó como una bala. ¿Y si ese médico pudiera liberar realmente a la
muchacha de su sufrimiento? ¿Y si esas pobres piernas encadenadas pudieran
volver a caminar libremente? ¿Si esa criatura estafada por Dios pudiera volver
a correr escaleras arriba y abajo, perseguir su propia risa, dichosa y feliz?
Esta posibilidad me embriagó de pronto; fue un placer imaginarse cómo los dos o
los tres galoparíamos por los campos y ella, en vez de esperarme en su cárcel,
me saludaría en el portal y me acompañaría a dar un paseo. Con impaciencia me
puse a contar las horas que faltaban para sondear cuanto antes a aquel médico
desconocido, con más impaciencia quizá que Kekesfalva; en mi vida ninguna
misión me había parecido tan importante. Así pues, al día siguiente me presenté más temprano
que de costumbre (adrede me había liberado del servicio). Esta vez me recibió
Ilona sola. Me contó que el médico de Viena había llegado, que ahora estaba con
Edith y parecía que la examinaba con especial detenimiento. Llevaba con ella dos horas y media y probablemente
Edith estaría demasiado cansada para unirse a los demás; esta vez debería
conformarme con la compañía de ella sola..., es decir, añadió, si no tiene
mejores planes. De esta observación deduje, para satisfacción mía
(siempre envanece compartir un secreto sólo entre dos personas), que Kekesfalva
no la había puesto al corriente de nuestro acuerdo. Pero no dejé que se me
notara. Jugamos al ajedrez para pasar el tiempo, y pasó todavía un buen rato
antes de que oyéramos en la habitación contigua los pasos impacientemente
esperados. Al fin Kekesfalva y el doctor Condor entraron enfrascados en una
animada conversación, y yo tuve que hacer un esfuerzo para disimular una cierta
sorpresa, pues mi primera impresión al hallarme frente al doctor Condor fue
decepcionante. Siempre que nos hablan de una persona que todavía no conocemos y
nos dicen de ella muchas cosas interesantes, nuestra fantasía visual se forma
de antemano una imagen suya empleando para ello con gran generosidad todo un
acopio de recuerdos más valiosos y románticos. Para imaginarme a un médico
genial como el que Kekesfalva me había descrito, tenía que recurrir a los
rasgos esquemáticos con cuya ayuda los directores y los peluqueros de teatro
mediocres ponen en escena al personaje «médico»: rostro inteligente, mirada
aguda y penetrante, porte altivo, palabra brillante e ingeniosa... Irremediablemente caemos de continuo en el error de
pensar que la naturaleza distingue a personas especiales con un carácter
especial ya a primera vista. Por eso fue para mí como un puñetazo en el
estómago cuando, sin esperarlo, tuve que saludar con una reverencia a un
caballero menudo y rechoncho, corto de vista y calvo, vestido con un traje gris
arrugado y manchado de ceniza, con una corbata mal anudada; en vez de la mirada
que mi imaginación se había formado —una mirada de diagnóstico perspicaz—, me
encontré con unos ojos apagados y algo somnolientos tras unos quevedos baratos
de montura de acero. Antes de que Kekesfalva me presentara, Condor me tendió una
mano pequeña y húmeda y enseguida se volvió para encender un cigarrillo junto a
la mesita de fumadores. Se desperezó negligentemente. —Bueno, eso ya está. Pero tengo que confesarle sin más
tardanza, mi querido amigo, que tengo un hambre atroz. Sería fantástico que
pudiéramos comer algo pronto. Si la cena aún no está lista, quizá Josef podría
anticiparme un bocadito, un emparedado o lo que sea.—Y dejándose caer en el
sillón—: Nunca me acuerdo de que este expreso de la tarde no tiene coche
restaurante. Otro ejemplo genuinamente austríaco de la negligencia del
gobierno... Ah, bravo —se interrumpió cuando el criado abrió la puerta
corredera del comedor—, siempre tan puntual, Josef. Ahora podré hacer los
honores al jefe de cocina de la casa. Por culpa de las malditas prisas hoy no
he tenido tiempo de almorzar. Y, dicho esto, se dirigió al comedor a grandes
zancadas, se sentó sin esperarnos y, con la servilleta colgada de cualquier
manera sobre el pecho, empezó a sorber la sopa a todo correr y, a mi juicio,
con exceso de ruido. Durante esta apremiante actividad no nos dirigió la
palabra a mí ni a Kekesfalva. Su única ocupación parecía ser la comida, y al
mismo tiempo su mirada miope apuntaba hacia las botellas de vino. —¡Excelente... su vino de Szomorod, y además del
noventa y siete! Lo recuerdo de la última vez. Sólo por él ya vale la pena el
ajetreo del viaje. No, Josef, todavía no lo escancies. Mejor un vaso de
cerveza, primero... Sí, gracias. Vació la copa de un solo y largo sorbo y luego,
poniéndose en el plato grandes pedazos del guiso prontamente servido, empezó a
masticar sin prisa y a gusto. Como no parecía darse cuenta en absoluto de
nuestra presencia, tuve tiempo para observar de reojo al comilón. Decepcionado,
comprobé que aquel hombre elogiado con tanto entusiasmo tenía un rostro de lo
más burgués y satisfecho, una cara de luna llena, surcada por pequeños cráteres
y granos, una nariz de patata, un mentón indefinido, las mejillas rojizas y
sombreadas por indicios de barba tupida, el cuello redondo y corto: en fin,
exactamente el tipo que los vieneses denominan en su dialecto sumper, es decir,
vulgar y trivial, que disfruta de la vida con placidez y empeño. Se había
sentado cómodamente y comía a gusto; llevaba el chaleco arrugado y medio
desabrochado. Poco a poco la persistente satisfacción con que masticaba me
resultó un tanto irritante, quizá porque recordaba la deferencia y la cortesía
con que el teniente coronel y el fabricante me habían tratado en aquella misma
mesa, pero quizá también porque me asaltó la duda de que alguien que comía y
bebía con tanta avidez, que siempre miraba el vino al trasluz antes de probarlo
con un chasquido, fuera capaz de dar una respuesta precisa a una consulta tan
confidencial. —¿Y, pues, qué hay de nuevo por aquí? ¿Cómo va la cosecha?
¿Las últimas semanas no han sido demasiado secas ni demasiado calurosas? Algo
de esto he leído en el periódico. ¿Y la fábrica? ¿Han vuelto ustedes a subir
los precios en el cártel del azúcar? Con estas preguntas planteadas con
indolencia, diría incluso que con pereza, que en realidad no pedían respuesta
alguna. Condor interrumpía de vez en cuando su impetuoso masticar y engullir;
parecía ignorar con terquedad mi presencia y, a pesar de que yo había oído
hablar de las típicas ordinarieces de los médicos, se apoderó de mí un cierto
enojo hacia aquel personaje bonachón a la vez que grosero. El mal humor me
impidió pronunciar una sola palabra. Pero nuestra presencia no lo incomodaba en absoluto, y
cuando finalmente pasamos al salón, donde ya estaba servido el café, Condor se
dejó caer con un suspiro de satisfacción en el sillón de enferma de Edith,
provisto de toda clase de comodidades especiales, como una estantería para
libros giratoria, ceniceros y un respaldo ajustable. Como el enojo vuelve a la
gente no sólo maliciosa, sino también perspicaz, no pude menos de comprobar con
cierta satisfacción, al verlo adoptar una postura tan perezosa, cuán cortas
eran sus piernas con sus calcetines caídos y cuán blanda y fofa era su barriga,
y para demostrar lo poco que me importaba llegar a conocerlo algo mejor, di la
vuelta a mi sillón de tal modo que prácticamente le daba la espalda. Condor,
sin embargo, indiferente por completo a mi ostensible silencio y a las idas y
venidas nerviosas de Kekesfalva por el salón —el anciano erraba sin cesar
arriba y abajo como un fantasma con cigarros, mechero y coñac para comodidad
del médico—, no sacó menos de tres cigarros a la vez de la caja, dejando dos de
reserva junto a la taza de café y, aunque el mullido sillón se amoldaba a su
cuerpo como hecho a medida, todavía no le parecía lo bastante cómodo. Se movía
y removía hasta encontrar la postura más ostentosamente holgada. Sólo después
de haber tomado la segunda taza de café, respiró satisfecho, como un animal
ahíto. Asqueroso, asqueroso, me dije. De pronto, estiró los miembros y guiñó el
ojo a Kekesfalva irónicamente. —Bueno, usted es como san Lorenzo en la parrilla. No
le duele obsequiarme con buenos cigarros porque no puede esperar que le haga el
informe de una vez. Pero usted ya me conoce. Sabe que no me gusta mezclar la comida con la
medicina... Además, realmente estaba demasiado hambriento y cansado. Desde las
siete y media de la mañana me tengo sin descanso sobre mis piernas y ya tenía
la sensación de vacío no sólo en el estómago sino también en la cabeza. Pues
bien —chupó lentamente el cigarro y expulsó el humo grisáceo formando volutas
en el aire—, bien, amigo mío, vamos allá. Va todo muy bien. Los ejercicios de
caminar, los ejercicios de estiramiento, todo va como es debido. Tal vez va
todo un átomo mejor que la última vez. Como le decía, podemos estar contentos.
Sólo—chupó de nuevo el cigarro—, sólo en el porte general..., en lo que
llamamos el aspecto psíquico la he encontrado hoy..., pero, por favor, no se
asuste tan pronto, mi querido amigo..., la he encontrado hoy algo cambiada. A pesar de la advertencia, Kekesfalva se alarmó
sobremanera. Vi cómo la cuchara que tenía en la mano empezaba a temblar. —¿Cambiada...? ¿Qué quiere decir...? ¿En qué sentido?
—Bueno, cambiada quiere decir cambiada... No he dicho que haya empeorado, amigo
mío. Como dijo el padre Goethe, no me interprete mal por
arriba ni por abajo. Por ahora ni yo mismo sé muy bien lo que pasa..., pero hay
algo que no cuadra. El anciano seguía con la cuchara en la mano. Por lo
visto no tenía fuerza para depositarla sobre la mesa. —¿Qué es... Qué es lo que no cuadra? El doctor Condor
se rascó la cabeza. —¡Ah, si yo lo supiera! De todos modos no tiene por
qué preocuparse. Al fin y al cabo hablamos en tono académico y sin hacer
comedia. Prefiero decírselo de nuevo con toda claridad: no es el cuadro clínico
lo que encuentro cambiado, sino algo en la enferma misma. Hoy le pasa algo, no
sé qué. Por primera vez he tenido la impresión de que se me iba de la mano.
—Chupó de nuevo el cigarro y luego volvió bruscamente sus vivaces ojos hacia
Kekesfalva—. ¿Sabe usted?, lo mejor sería atacar el tema abiertamente. No
tenemos por qué andar con reparos entre nosotros y podemos jugar a cartas
vistas. Bueno, pues, amigo mío, ahora dígame clara y sinceramente: en su
sempiterna impaciencia, ¿han consultado a otro médico? ¿Alguien más ha
examinado o tratado a Edith durante mi ausencia? Kekesfalva se levantó
precipitadamente como si lo hubieran acusado de algo monstruoso. —Pero, por el amor de Dios, doctor, le juro por la
vida de mi hija... —Está bien, está bien..., no vaya a padecer de úlcera
—se apresuró a interrumpirlo Condor—. Le creo igualmente. Retiro la pregunta. Peccavi! Me he
equivocado, ha sido una impertinencia... Un falso diagnóstico es algo que les ocurre también a
los consejeros imperiales y a los profesores. ¡Qué tontería! Hubiera jurado que... Bueno, entonces
tiene que ser otra cosa..., pero es curioso, muy curioso... ¿Me permite...? Se
sirvió una tercera taza de café. —Sí, pero ¿qué le pasa a mi hija? ¿Qué ha cambiado...?
¿A qué se refiere? —tartamudeó el anciano con los labios resecos. —Mi querido amigo, me lo pone muy difícil. Está de más
cualquier preocupación, le doy mi palabra, mi palabra de honor. Si hubiera algo
grave, no hablaría de ello ante un extraño... Oh, pardon, teniente, no quería
ser descortés, quiero decir simplemente que... en tal caso no hablaría sentado
cómodamente en una butaca, bebiendo su buen coñac... En verdad es un coñac
excelente... Se recostó de nuevo y parpadeó un momento. —Sí, es difícil explicar así, a bote pronto, lo que ha
cambiado en ella, porque es algo que se sitúa en el borde superior o inferior
de lo explicable. Pero si antes sospeché que un médico extraño se había
inmiscuido en el tratamiento..., la verdad, señor Von Kekesfalva, ya no lo
creo, se lo juro..., es porque hoy por primera vez algo entre Edith y yo no ha
funcionado como es debido..., no había el contacto normal... Espere, tal vez
pueda expresarlo de modo más claro. Quiero decir que... en un tratamiento largo
surge inevitablemente un cierto... un determinado contacto entre un médico y su
paciente..., quizás incluso es demasiado burdo llamar contacto a esta relación,
puesto que en última instancia esta palabra viene de «tocar», alude a algo
corporal. En este sentido, y por raro que parezca, la confianza se mezcla con
la desconfianza, luchan entre sí atracción y repulsión, y por supuesto esta
mezcla varía de una visita a otra. Estamos habituados a ello. A veces al médico
el paciente le parece cambiado y otras veces es el paciente quien ve cambiado
al médico; a veces se entienden con sólo la mirada, otras veces hablan sin
entenderse... Sí, son curiosas, muy curiosas, estas oscilaciones entre uno y
otro, no se las puede captar y menos aún medir. Quizá sea más fácil de explicar
con una comparación, aun a riesgo de que la comparación resulte un tanto basta. Sucede, pues, con un paciente algo así como cuando
usted ha estado varios días ausente y, al volver a casa, se pone a escribir a
máquina. Al parecer, la máquina escribe igual que antes, funciona perfectamente
como siempre. Sin embargo, usted nota por algo que no puede especificar que en
el ínterin otra persona la ha usado. O usted, teniente, sin duda nota en su
caballo, al cabo de dos días, que otro lo ha montado. Hay algo en su modo de
andar, en su aire, que no concuerda del todo, ve que no le obedece, y
probablemente tampoco sabrá definir en qué consisten los cambios, tan
infinitesimales son... Ya sé que son comparaciones muy toscas, pues la relación
de un médico con sus pacientes es, por supuesto, mucho más sutil. Ya le he
dicho que me vería en un grave aprieto, si me pedía que le explicara lo que ha
cambiado en Edith desde la última vez. Pero algo..., y me exaspera no llegarlo
a entender..., algo pasa, algo ha cambiado en ella. —Pero... ¿cómo se manifiesta ese algo? —preguntó
Kekesfalva jadeando. Vi que todos los juramentos de Condor no conseguían
tranquilizarlo, y su frente brillaba de sudor. —¿Que cómo se manifiesta? Pues en pequeños detalles,
en imponderables. En los ejercicios de estiramiento he notado que me oponía
resistencia incluso antes de que empezara propiamente a examinarla. Se ha
rebelado: «Es inútil, igual que siempre.» Otras veces, en cambio, esperaba
impaciente el resultado. Después, cuando le he propuesto unos determinados
ejercicios, ha hecho observaciones necias como «Ah, esto tampoco servirá», o
«Con esto tampoco avanzamos mucho». Admito que tales observaciones en sí carecen de
importancia..., mal humor, nervios sobreexcitados..., pero hasta ahora, amigo
mío, Edith nunca me había dicho nada por el estilo. Bueno, quizá se trate sólo de mal humor..., puede
ocurrirle a cualquiera. —Pero ¿verdad que... el cambio no ha sido a peor?
—¿Cuántas palabras de honor tendré que poner sobre la mesa? Si hubiera
empeorado lo más mínimo, yo como médico estaría tan preocupado como usted como
padre, y ya ve que no lo estoy en absoluto. Al contrario, esta rebeldía no me
disgusta en absoluto. De acuerdo que su hija se comporta de modo más irritable,
adusto e impaciente que hace unas semanas, probablemente también a usted le da
más de un hueso que roer. Pero, por otro lado, esta sublevación denota también
un cierto aumento del deseo de vivir y de curarse: cuanto con más fuerza y con
más normalidad empieza a funcionar un organismo, con tanta más vehemencia
quiere poner fin de una vez a su enfermedad. Créame, no queremos a los «buenos»
pacientes, a los obedientes, tanto como usted se imagina. Son los que menos nos
ayudan. Preferimos una voluntad rebelde, enérgica e incluso furiosa por parte
del enfermo, pues por extraño que parezca estas reacciones en apariencia poco
razonables a veces producen mayor efecto que nuestros más sabios medicamentos.
Así pues, le repito una vez más que no estoy en absoluto preocupado. Si ahora,
por ejemplo, se quisiera empezar con ella una cura nueva, se le podría exigir
cualquier esfuerzo. Tal vez incluso sería ahora el momento oportuno de
hacer entrar en juego las energías psíquicas, que precisamente en su caso son
de una importancia decisiva. No sé —levantó la cabeza y nos miró— si me
comprenden. —Claro que sí —dije yo sin querer. Eran las primeras
palabras que le dirigía. Todo aquello me parecía perfectamente natural y claro. Pero el anciano no salía de su estupefacción. Seguía
ensimismado y con la mirada completamente vacía. Me daba cuenta de que no había
entendido nada de lo que Condor nos había explicado, porque en el fondo no
quería entenderlo, porque toda su atención y temor estaban concentrados en el
resultado final: ¿se curará? ¿Pronto? ¿Cuándo? —Pero ¿qué cura? —dijo
tartamudeando y balbuciendo como siempre que se alteraba—. ¿Qué cura nueva?...
Usted hablaba de una cura nueva... ¿Qué cura nueva quiere probar? Comprendí
enseguida que se aferraba a la palabra «nueva», porque veía en ella una nueva
esperanza. —Amigo mío, deje a mi cargo lo que yo vaya a tratar de
hacer y cuando lo haga... Por favor, no me atosigue, no quiera siempre
conseguir por la fuerza lo que no se puede conseguir por arte de magia. Nuestro
«caso», como se denomina entre nosotros de este modo tan antipático, es y será
la mayor de mis preocupaciones. Terminaremos con él. El anciano miraba mudo y abatido. Vi cómo a duras
penas se contenía para no formular de nuevo una de sus preguntas absurdamente obstinadas.
También Condor debió de haber percibido algo de esta presión silenciosa, pues
de pronto se levantó. —Y por hoy damos por zanjada esta cuestión, ¿verdad?
Les he hablado de mi impresión, todo lo demás son cuentos y monsergas...
Incluso si en los próximos días Edith se vuelve todavía un poco más irritable,
no se asuste enseguida, ya vendré yo a comprobar qué tornillo se ha aflojado. Usted sólo tiene que hacer una cosa: no rondar
alrededor de la enferma tan azorado y temeroso. Y, en segundo lugar, cuide
mejor sus propios nervios. Tiene el semblante pálido y temo que de tanto
atormentarse y calentarse la cabeza se va a deprimir más de lo que pueda
justificar ante su hija. Comenzará por acostarse hoy pronto y tomar unas gotas
de valeriana antes de irse a la cama, para mañana levantarse fresco y
descansado. ¡Se ha terminado la consulta por hoy! Acabaré de fumarme el cigarro
y me pondré en camino. —¿De veras... ¿De veras quiere irse ya? El doctor
Condor se mantuvo firme: —Sí, mi querido amigo, basta por hoy. Esta noche me
queda todavía un último paciente, algo maltrecho, al que he prescrito un largo
paseo. Tal como me ve, estoy en pie desde las siete y media
ininterrumpidamente, he pasado la mañana metido en el hospital, tuvimos un caso
curioso, se trataba de... Pero no hablemos de esto... Después en el tren, luego
aquí, y los médicos de vez en cuando tenemos que ventilar los pulmones para
mantener la cabeza despejada. De modo que hoy, por favor, nada de automóvil,
prefiero ir paseando. Hay una magnífica luna llena. Por supuesto no voy a
robarle al teniente, seguro que todavía le hará un poco de compañía, si quiere
seguir levantado a pesar de la prohibición médica. Pero entonces recordé mi misión. —No —me apresuré a decir—, mañana tengo que entrar en
servicio más temprano que de costumbre. Hace rato que debería haberme
despedido. —Pues, si le parece bien, emprenderemos juntos la
marcha. Entonces, por primera vez, una chispa brilló en la
mirada cenicienta de Kekesfalva. ¡El encargo! ¡Preguntar! ¡Averiguar! También
él se acordó. —Y yo enseguida me voy a la cama —dijo con inesperada
docilidad, guiñándome el ojo a escondidas de Condor. La advertencia era
innecesaria, el pulso de mi mano golpeaba con fuerza contra el puño de la
camisa. Sabía que en este momento comenzaba mi misión. Apenas hubimos salido por la puerta, Condor y yo nos
quedamos parados instintivamente en el peldaño superior de la escalinata,
porque el jardín ofrecía un aspecto extraordinario. Durante las horas que
habíamos pasado excitados dentro de la casa a ninguno de nosotros se le había
ocurrido mirar por la ventana; ahora nos sorprendió un cambio total. Una luna
llena gigantesca, como un disco de plata brillantemente pulido, pendía en medio
de un cielo cuajado por completo de estrellas, y en tanto que el aire caldeado
tras un radiante día de sol nos envolvía, aquel brillo deslumbrador parecía
haber traído al mundo un invierno mágico. La grava resplandecía como nieve
recién caída entre las dos hileras de árboles recortados en línea recta que con
su negra sombra flanqueaban el camino; los árboles se erguían con una rigidez
sin aliento, reflejándose ora en la luz ora en la oscuridad, como caoba y
cristal. No recuerdo haber visto la luz de la luna con una sensación tan
fantasmagórica como allí, en la calma e inmovilidad absolutas de aquel jardín
anegado en el resplandor gélido y fluctuante; era tan engañoso el hechizo de
aquella luz aparentemente invernal, que sin querer pisamos inseguros la
brillante escalinata, como si fuera de cristal resbaladizo. Pero cuando
caminamos a lo largo de la avenida de grava, bañada por la nívea luz
crepuscular, de pronto ya no éramos dos, sino cuatro, pues nos precedían
nuestras sombras, perfectamente modeladas por el intenso claro de luna. Sin
querer, tenía que contemplar los dos tenaces compañeros negros que como
siluetas errantes dibujaban delante de nosotros cada uno de nuestros
movimientos y me tranquilizó un poco —a veces percibimos nuestras sensaciones
con actitud curiosamente infantil— ver que mi sombra era más larga, más delgada
y casi podría decir que «mejor» que la de mi acompañante, rechoncha y corta.
Gracias a esta superioridad —ya sé que se necesita bastante valor para
confesarse a sí mismo semejante simpleza— me sentí más seguro. Y es que las
casualidades más peregrinas determinan las reacciones del alma y precisamente
las circunstancias externas más nimias fortalecen o disminuyen nuestro valor. Llegamos hasta la puerta enrejada sin pronunciar
palabra. Para cerrarla tuvimos forzosamente que volvernos hacia atrás. La
fachada de la casa resplandecía como pintada con fósforo azul, parecía un
bloque de hielo reluciente, y la exaltada luz de la luna era tan deslumbrante,
que no se podía distinguir qué ventanas estaban iluminadas por dentro y cuáles
por fuera. Sólo el golpe seco de la aldaba al cerrar la puerta rompió el
silencio; como si este ruido terrenal en medio del espectral silencio le
hubiera infundido ánimos. Condor se volvió hacia mí con una naturalidad que yo
no había esperado. —Pobre Kekesfalva. Llevo todo el rato reprochándome
que tal vez haya sido demasiado brusco con él. Ya sé, por supuesto, que hubiera
preferido retenerme todavía unas cuantas horas más y preguntarme mil cosas o,
en realidad, la misma cien veces. Pero, francamente, yo ya no podía más. Ha sido
un día duro, enfermos de la mañana a la noche, y, además, todos ellos casos en
los que no se avanza. Mientras, habíamos entrado en la alameda, cuyos
árboles unían sus ramas en una malla de sombra que no permitía pasar la luz de
la luna. Con tanta más claridad brillaba la nívea grava en medio del camino, y
nosotros seguimos este deslumbrante reguero de luz. Yo sentía demasiado respeto
para contestar, pero Condor no parecía darse cuenta siquiera de mi presencia. —Y luego hay días en que, la verdad, ya no soporto su
insistencia. ¿Sabe usted?, lo difícil de nuestra profesión no son los enfermos;
con el tiempo uno aprende a tratarlos, se adquiere técnica. Y, a la postre, si los pacientes se quejan, preguntan
e insisten, eso es tan propio de su estado como la fiebre o el dolor de cabeza.
Contamos de antemano con su impaciencia. Estamos preparados y armados para
ello, y todos tenemos frases y mentirijillas tranquilizantes tan a punto como
somníferos y analgésicos. Pero nadie nos amarga tanto la vida como los parientes,
los allegados, que se inmiscuyen entre el médico y el paciente y siempre
quieren saber «la verdad». Actúan como si en aquel momento aquella persona
fuera el único enfermo en la tierra y uno tuviera que cuidarla sólo a ella,
sólo a ella. No tomo a mal en absoluto las preguntas de Kekesfalva, pero, ¿sabe
usted?, cuando la impaciencia se hace crónica, a veces a uno le empieza a
flaquear la paciencia. Le he explicado cien veces que ahora tengo un caso
difícil en la ciudad, que es cuestión de vida o muerte. Y, a pesar de que lo
sabe, me llama por teléfono todos los días, insistiendo una y otra vez, para
conseguir alguna esperanza cueste lo que cueste. Y al mismo tiempo sé como
médico que este desasosiego es fatal para su salud, me preocupa mucho más de lo
que él se imagina. Por suerte no sabe lo mal que están las cosas. Me asusté. ¡La situación, pues, es grave! Condor me
dio clara y espontáneamente la información que quería obtener de él con
argucias. Con profunda inquietud le interrumpí: —Perdone, doctor, pero
comprenderá usted que esto me preocupa... No tenía idea de que Edith estaba tan
mal... —¿Edith? —Condor se volvió hacia mí estupefacto.
Parecía darse cuenta por primera vez de que hablaba con otra persona—. ¿Por qué
dice Edith? Yo no he dicho nada de Edith... Me ha entendido mal... No, no, en
realidad el estado de Edith es estacionario, por desgracia sigue siendo
estacionario. Es Kekesfalva quien me preocupa, y cada vez más. ¿No le ha
llamado la atención cómo ha cambiado en los últimos meses, qué mal aspecto
tiene, cómo desmejora de una semana a otra? —Yo, claro, eso no puedo
juzgarlo..., sólo hace unas semanas que tengo el honor de conocer al señor Von
Kekesfalva y... —¡Ah, sí, es cierto! Perdone usted..., en este caso no
puede haberlo apreciado, claro... Pero yo, que lo conozco desde hace años, la
verdad es que hoy me he llevado un buen susto cuando por casualidad he visto
sus manos. ¿No se ha fijado que son transparentes y están descarnadas?... Mire
usted, cuando uno ha visto muchas manos de muertos se sorprende y se siente
aterrado al encontrarse con esa especie de color azulado en la mano de una
persona viva. Y luego... no me gusta su sensibilidad siempre a flor de piel: a
la mínima se le humedecen los ojos, la más pequeña congoja le apaga el color de
la cara. Ese abandono es más grave precisamente en hombres que como Kekesfalva
toda la vida han sido decididos y enérgicos. Por desgracia no augura nada bueno
que hombres duros se vuelvan de pronto blandos..., no, y ni siquiera me gusta
verlos convertidos de golpe en personas afables y bondadosas. Algo falla, hay
algo en su interior que no funciona. Naturalmente, hace tiempo ya que tengo la intención de
hacerle un reconocimiento a fondo..., lo malo es que no me atrevo a abordarlo,
pues. Dios mío, insinuarle ahora que también él está enfermo y que podría
morir, dejando a su hija tullida... ¡es impensable! Ya está minando bastante su
salud con esa eterna obsesión, con esa delirante impaciencia... No, no,
teniente, me ha entendido mal..., no es Edith, sino él, quien más me
preocupa... Temo que el anciano no va a durar mucho. Me quedé de una pieza. Nunca lo hubiera imaginado.
Tenía yo entonces veinticinco años y no había visto morir a nadie cercano. Por
eso me costaba hacerme a la idea de que alguien con quien había compartido la
mesa, con quien había hablado y bebido, mañana mismo podía yacer rígido en su
mortaja. Al mismo tiempo una punzada repentina en el corazón me hizo ver que
había cogido verdadero cariño a aquel anciano. Perplejo y conmovido, no quería
replicar cualquier cosa. —Terrible —dije, embargado por la emoción—, sería
terrible. Un hombre tan distinguido, tan generoso y bueno... realmente el
primer noble húngaro auténtico que he conocido... Pero entonces ocurrió algo sorprendente. Condor se
detuvo de modo tan brusco, que sin querer mis pies también se pararon. Me miró
fijamente; sus gafas relampaguearon al volverse hacia mí en un movimiento
repentino. Después de tomar aliento una o dos veces, me preguntó perplejo: —¿Un
noble...? ¿Y, además, auténtico, dice...? ¿Kekesfalva? Perdone usted, mi
querido teniente..., pero ¿lo dice realmente en serio... eso de un auténtico
noble húngaro? No comprendí del todo la pregunta. Pero tuve la sensación de
haber dicho una tontería. De modo que contesté cohibido: —Sólo puedo juzgar por
mí mismo, y en mi presencia el señor Von Kekesfalva se ha mostrado en toda
ocasión del modo más afable y distinguido... En el regimiento siempre nos han
pintado a los nobles húngaros como gente más bien arrogante..., pero yo... Yo
no había conocido a un hombre más bondadoso... Callé, porque noté que Condor me seguía mirando
atentamente de reojo. Su cara redonda brillaba a la luz de la luna, los dos
cristales de las gafas resplandecían enormes, y tras ellos percibí borrosos sus
inquisitivos ojos; esto me produjo la impresión de ser yo un insecto agitándose
bajo una potente lupa. Situados el uno frente al otro en mitad de la carretera,
completamente vacía, debíamos ofrecer un extraño cuadro. Luego Condor agachó la
cabeza y se puso a andar de nuevo, murmurando como para sí mismo: —Realmente...
es usted... un hombre curioso. Perdone, no lo digo en sentido peyorativo, pero
la verdad es que resulta curioso, tiene que admitirlo, curioso y raro... Tengo
entendido que visita la casa desde hace unas semanas. Además, vive en una
pequeña ciudad, en un gallinero, donde se cacarea no poco... y toma a
Kekesfalva por un magnate... ¿No ha oído jamás de sus camaradas ciertas
observaciones..., no diré desfavorables..., pero, en fin, observaciones acerca
de su nobleza en el sentido de que no hay para tanto...? Por fuerza tiene que
haber oído algún comentario. —No —contesté con energía y me di cuenta de que
empezaba a enojarme (no es una sensación agradable que le llamen a uno
«curioso» y «raro»)—. Lo siento, pero no tolero que nadie me venga con
chismorreos. Nunca he hablado con ninguno de mis camaradas sobre el señor Von
Kekesfalva. 51 —Curioso —murmuró Condor—. Muy curioso. Siempre
creí que él exageraba cuando me lo describía a usted. Y le diré francamente, porque
parece que hoy es mi día de diagnósticos equivocados, que desconfiaba un poco
de su entusiasmo... Me costaba creer que usted vino de visita sólo a causa de
aquel incidente durante el baile y que volvió una y otra vez... por pura
simpatía y compasión. Usted no sabe hasta qué punto explotan al pobre
anciano... Yo me había propuesto, ¿por qué no decírselo?, averiguar qué le trae
realmente por esta casa. Pensaba de usted que era..., ¿cómo decirlo de un modo
cortés?..., un joven con pretensiones que venía a esquilarlo o, si he de serle
sincero, un hombre interiormente muy joven, pues lo trágico y lo peligroso sólo
ejerce una atracción tan notable en los jóvenes. Por lo demás, este instinto de
los muy jóvenes suele ser acertado y usted se dio perfectamente cuenta de que
Kekesfalva es en verdad un hombre muy especial. Sé muy bien lo que se le puede
reprochar y por eso encontré un tanto gracioso, perdone usted, que lo
calificara de noble. Pero haga caso de alguien que lo conoce mejor que nadie:
no tiene por qué avergonzarse de su amistad con él y con la pobre niña. Por más
cosas que le cuenten, no se deje engañar, nada tiene relación real con el
hombre enternecedor y amable que es el Kekesfalva de hoy. Condor hablaba mientras caminaba, sin mirarme; al cabo
de un rato moderó el paso de nuevo. Comprendí que daba vueltas a algo en la cabeza y no
quise estorbarle. Seguimos andando en silencio el uno al lado del otro durante
cuatro o cinco minutos; un carro se acercaba en sentido opuesto y nos hicimos a
un lado; el carretero miró con curiosidad a la extraña pareja, un teniente al
lado de un caballero bajito, rechoncho y con gafas, que paseaba en silencio por
la carretera a altas horas de la noche. Dejamos pasar el carro y entonces, de
repente, Condor se volvió hacia mí: —Escuche, teniente, las cosas medio hechas
y las alusiones medio dichas siempre perjudican; todo lo malo de este mundo
viene de las medias tintas. Mis labios quizá ya han hablado demasiado y de
ningún modo quisiera irritar sus buenos sentimientos. Por otro lado, ya he
despertado lo bastante su curiosidad para que acuda a otros en busca de
información, y temo que por desgracia no siempre le cuenten la verdad. Al fin y
al cabo resulta prácticamente imposible frecuentar una casa sin saber a la
larga quiénes la habitan..., quizás en el futuro tampoco podrá usted hacerlo
con suficiente naturalidad. De modo que, si de verdad le interesa saber algo de
nuestro amigo, con mucho gusto me pondré a su disposición, teniente. —Claro que me interesa. Condor sacó el reloj. —Las once menos cuarto. Tenemos todavía dos horas, mi
tren no sale hasta la una y veinte. Pero no creo que la carretera sea un buen lugar para
hablar de estas cosas. Tal vez sepa usted de algún rincón tranquilo para
conversar cómodamente. Reflexioné un momento. —El mejor sitio es la Taberna Tirolesa de la Erzherzog
Friedrich-Strasse. Allí hay pequeños reservados donde nadie nos molestará. —Magnífico. Justo lo que necesitamos —contestó y
volvió a acelerar el paso. Sin intercambiar más palabras llegamos al final de la
carretera. Pronto apareció a la luz de la luna la primera calle con casas de la
ciudad y una feliz casualidad quiso que no encontráramos a ninguno de mis
camaradas en las calles ya completamente desiertas. No sé por qué, pero me
hubiera resultado desagradable que al día siguiente me preguntasen acerca de mi
acompañante. Desde que me había visto envuelto en aquel extraño
embrollo, ocultaba temeroso cualquier hilo que pudiera indicar una entrada al
laberinto del que tenía la sensación de que me atraía a profundidades cada vez
más misteriosas. Aquella Taberna Tirolesa era un local pequeño y
acogedor, con un punto de mala reputación. Situada en una callejuela sinuosa y antigua, formaba
parte, aunque separada, de una fonda de segunda o tercera categoría, muy
estimada en nuestros círculos por la complaciente falta de memoria del portero,
quien, a propósito, se olvidaba de importunar a los huéspedes que pedían 52 una
habitación doble —también de día— con la hoja de registro exigida por la
policía. Otra medida para garantizar la discreción de las horas de idilio más o
menos largas era la circunstancia bien calculada de que, para llegar a aquellos
nidos de amor, no hacía falta utilizar la llamativa entrada principal (una
ciudad pequeña tiene mil ojos), sino que se podía subir directamente por la
escalera desde la taberna y acceder así a la discreta meta sin llamar la
atención. En este local dudoso, eran impecables, en cambio, los vinos de
cereales de Terlan y los moscateles que se servían en la sala de abajo; todas
las noches se congregaban y se instalaban cómodamente allí los ciudadanos en
torno a las pesadas mesas de madera sin mantel y, tomando unas copas, discutían
más o menos acaloradamente los temas obligados del municipio y del mundo.
Alrededor de este espacio cuadrangular y un tanto vulgar, reservado a los
honrados bebedores, que no buscaban en él otra cosa más que su vino y la
lánguida compañía de los amigos, se habían construido una galería de los así
llamados «reservados», un peldaño más altos, aislados entre sí por paredes de
madera bastante gruesas y a prueba de ruidos, adornados además con superfluos
pirograbados y brindis simplones. Gruesas cortinas separaban tan completamente
las ocho cabinas del espacio central, que casi se las hubiera podido llamar
chambres séparées, y hasta cierto punto para eso servían. Si oficiales o
voluntarios de la guarnición querían divertirse con un par de chicas de Viena
sin ser vistos, reservaban uno de esos palcos y, según dicen, incluso nuestro
coronel, por lo general tan disciplinado, aprobaba expresamente estas sabias
medidas, porque impedían a los civiles fisgonear en la vida alegre de sus
muchachos. La discreción imperaba también en las prácticas internas como ley
suprema: por orden expresa del propietario, un tal Ferleitner, las camareras
ataviadas con el traje regional tirolés tenían la orden estricta de no levantar
nunca las sagradas cortinas sin antes carraspear sonoramente ni de molestar a
los señores militares de cualquier otro modo antes de que las hubieran llamado
ellos con la campanilla. Así se protegía a la perfección la dignidad del
ejército a la vez que su entretenimiento. No debía de figurar a menudo en los anales de aquella
taberna el que alguien quisiera utilizar un reservado sólo para hablar con tranquilidad.
Pero a mí me resultaba enojoso que las explicaciones que el doctor Condor había
prometido darme fueran interrumpidas por el saludo o la curiosidad de algún
compañero o que tuviera que levantarme y ponerme firme a la llegada de un
superior. Me desagradó incluso tener que atravesar el local al lado de Condor
—¡qué risas mañana cuando se sepa que me he metido en uno de esos reservados
íntimos a solas con un obeso desconocido!—, pero ya al entrar comprobé con gran
satisfacción que allí reinaba el vacío propio de una pequeña guarnición a fin
de mes. No había nadie de nuestro regimiento y teníamos a nuestra disposición
todos los reservados. Condor encargó de inmediato dos litros de vino blanco
con el manifiesto propósito de impedir que la camarera volviera de nuevo, pagó
en el acto y dio a la muchacha una propina tan generosa, que ésta desapareció
para siempre con un agradecido «¡Que aproveche!». Cayó la cortina y sólo de vez
en cuando nos llegaban algunas palabras o risas indistintas de las mesas del centro.
Nos encontrábamos perfectamente aislados y resguardados en nuestra celda. Condor escanció; primero llenó mi copa y después su
vaso. Sus movimientos un tanto pausados revelaban que estaba preparando de
antemano en su interior todo cuanto me quería contar (y quizá también lo que
pensaba callar). Cuando se volvió hacia mí, había desaparecido completamente de
su rostro aquel aspecto tardo y somnoliento, y su mirada estaba del todo
concentrada. —Será mejor que empecemos por el principio y que de
momento dejemos de lado al noble señor Lajos von Kekesfalva, pues por aquel
entonces no existía todavía. No había ningún terrateniente de levita negra y
gafas doradas, no había ningún noble ni magnate. Sólo había, en un miserable
pueblo de la frontera húngaro-eslovaca, un pequeño muchacho judío, de pecho
estrecho y ojos penetrantes, que se llamaba Leopold Kanitz y al que creo que
todos llamaban Lämmel Kanitz, Borreguito Kanitz. Debí levantarme de golpe o denotar de otro modo mi
sorpresa, pues esperaba cualquier cosa menos esto. Pero Condor prosiguió
sonriente y con toda naturalidad: —Sí, Kanitz, Leopold Kanitz, yo no lo puedo
remediar. Sólo mucho más tarde, y a petición de un ministro, se magiarizó el
nombre de un modo tan sonoro y lo adornó además con una partícula nobiliaria.
Probablemente a usted no se le ocurrió pensar que un hombre con influencia y
bien relacionado, que vive aquí desde hace tiempo, puede hacerse una peau
neuve, magiarizarse el nombre e incluso adquirir título nobiliario. Al fin y al
cabo, ¿cómo podía saberlo un joven como usted? Además, ha bajado mucha agua por
el Leitha desde que aquel braguillas, aquel avispado y pícaro mozalbete judío,
cuidaba allá los caballos o los carros de los campesinos mientras sus dueños
empinaban el codo en la taberna, o llevaba a casa las cestas de las verduleras
a cambio de un capazo de patatas. »Así pues, el padre de Kekesfalva o, mejor dicho, de
Kanitz, no era un magnate, sino el arrendatario judío, desarrapado y de
ensortijadas sienes, de una taberna situada en la carretera en las afueras del
pueblo. Los leñadores y los cocheros se detenían allí por la mañana y por la
tarde para calentarse con uno o más vasos de aguardiente de setenta grados,
antes o después del viaje a través de los gélidos Cárpatos. A veces, el fuego
líquido les calentaba demasiado los sentidos y entonces rompían sillas y vasos,
y en uno de aquellos alborotos el padre de Kanitz sufrió una herida mortal.
Unos campesinos que volvían borrachos del mercado habían empezado una pelea y,
cuando el tabernero quiso separarlos para proteger su miserable
establecimiento, uno de ellos, un hombretón, lo empujó hacia un rincón con
tanta fuerza, que el pobre quedó allí tendido y gemebundo. A partir de aquel
día escupió sangre y al cabo de un año murió en el hospital. No dejó dinero, y
la madre, mujer esforzada, tuvo que ganarse la vida y la de sus hijos pequeños
haciendo de lavandera y de comadrona. Además, vendía baratijas por las calles y
Leopold le llevaba los paquetes a cuestas. El muchacho arrebañaba cuatro cuartos
donde podía: haciendo de mozo recadero para un comerciante, llevando mensajes
de pueblo en pueblo. A una edad en la que los otros niños se divierten todavía
jugando a canicas, él ya sabía exactamente lo que cuesta todo, dónde y cómo se
compra y se vende, cómo hacerse útil e indispensable; y todavía encontró tiempo
para aprender más cosas. El rabino le enseñó a leer y escribir, y él era tan
vivo y despierto, que a los trece años ya pudo trabajar en ocasiones como
escribiente de un abogado y redactar a cambio de unas monedas las solicitudes y
los formularios de impuestos para los pequeños comerciantes. Para ahorrar la
luz (cada gota de petróleo significaba un despilfarro para aquella casa
miserable) pasaba las noches sentado junto a la lámpara de señales próxima a la
garita del guardagujas (el pueblo no tenía estación) estudiando los periódicos
rotos que otros habían tirado. Ya entonces los ancianos de la comunidad meneaban sus
barbas en señal de aprobación y profetizaban que aquel mozalbete llegaría a ser
alguien. »No sé cómo se las arregló para escaparse de aquel
pueblo eslovaco y llegar a Viena, pero cuando a sus veinte años apareció por
estos alrededores, ya era agente de una prestigiosa compañía de seguros y, de
acuerdo con su modo de ser laborioso e infatigable, añadió a esa actividad
oficial otros cien pequeños quehaceres. Se convirtió en lo que en Galitzia se
llama "factor", alguien que trafica con todo, lo agencia todo y
tiende puentes donde haga falta entre la oferta y la demanda. »Al principio se le toleraba. La gente pronto empezó a
notar su presencia e incluso a servirse de él, pues sabía de todo y entendía de
todo. Si una viuda buscaba casar a su hija, él se apresuraba a improvisar de
casamentero; si alguien quería emigrar a América y para ello necesitaba
referencias y documentos, Leopold se los reunía. Además, compraba ropa vieja,
relojes, antigüedades, tasaba y canjeaba campos de cultivo, mercancías y
caballos, y si un oficial necesitaba una fianza, él se la procuraba. De año en
año se ampliaban sus conocimientos a la vez que se ensanchaba su esfera de
actividades. »Con una laboriosidad tan tenaz e infatigable se gana
mucho. Pero las auténticas fortunas sólo se consiguen gracias a una determinada
relación entre gastos e ingresos, entre debe y haber. Pues bien, en esto
consistió el otro misterio del auge de nuestro amigo Kanitz: que durante todos
aquellos años no gastó prácticamente nada, excepto para ayudar a toda una serie
de parientes y subvencionar los estudios de su hermano. Las únicas adquisiciones
importantes que se permitió para su persona fueron una levita negra y las gafas
de metal sobredorado que usted ya conoce y que le daba entre los campesinos un
aspecto de "hombre letrado". Pero cuando ya hacía tiempo que era
acaudalado, por precaución seguía haciéndose pasar por simple agente. La
palabra "agente" es maravillosa, una amplia capa con la que se puede
ocultar todo lo que se quiera, y Kekesfalva escondía en ella sobre todo el
hecho de que hacía tiempo que había dejado de ser intermediario para
convertirse en capitalista y empresario. Para él era mucho más importante y
acertado hacerse rico que pasar por rico (como si hubiera leído los sabios
paralipómenos de Schopenhauer sobre lo que uno es o simplemente representa). »De todos modos, el que alguien que es a la vez
afanado, listo y ahorrador a la corta o a la larga se haga rico no me parece
digno de un estudio filosófico especial, y tampoco admirable; al fin y al cabo
los médicos sabemos mejor que nadie que en los momentos decisivos la cuenta corriente
de poco le sirve a uno. Lo que sí me impresionó de nuestro Kanitz desde el
principio es su voluntad realmente demoníaca para acrecentar, junto con su
fortuna, también sus conocimientos. Las noches enteras en el tren, cada momento
libre en el coche, en la fonda, en el camino, leía y aprendía. Estudiaba todos
los libros de leyes, el derecho mercantil tanto como el industrial, para ser su
propio abogado, seguía las subastas de Londres y de París como un anticuario
profesional y estaba versado en todas las inversiones y transacciones como un
banquero; la consecuencia lógica fue que sus negocios crecieran poco a poco
cada vez en mayor escala. De los campesinos pasó a los arrendatarios, de los
arrendatarios a los grandes terratenientes aristócratas; pronto gestionó la
venta de cosechas enteras y de bosques, abasteció fábricas, fundó consorcios,
finalmente consiguió incluso pedidos de suministros para el ejército y a partir
de entonces se pudo ver cada vez más a menudo la levita negra y las gafas
doradas en las salas de espera de los ministerios. Pero en este país la gente
le seguía considerando un insignificante agente (y eso que por entonces había
amasado ya una fortuna de un cuarto de millón de coronas o quizá de medio
millón) y respondiendo al saludo de "el" Kanitz en la calle con gran
indiferencia, hasta que dio el gran golpe y Lämmel Kanitz se convirtió en el
señor Von Kekesfalva. Cóndor se interrumpió. —Bueno, todo lo que le he contado hasta ahora lo sé de
segunda mano. Pero esta última historia la sé por boca de él mismo. Me la contó
la noche en que, después de la operación de su esposa, esperamos en una
habitación del sanatorio desde las diez de la noche hasta el amanecer. A partir
de aquí puedo responder de cada palabra, pues en tales momentos no se miente. Cóndor bebió un pequeño trago lenta y pensativamente
antes de encender un nuevo cigarro; creo que era el cuarto de la noche y me
llamó la atención que fumara tanto. Empecé a comprender que esa actitud tan
manifiestamente jovial y relajada que adoptaba como médico, su lento modo de
hablar y su aparente indolencia eran una técnica especial para, entretanto,
reflexionar con más tranquilidad (y quizá también para observar). Tres o cuatro
veces sus labios gruesos, medio dormidos, dieron una calada, mientras él seguía
las volutas de humo con la mirada y un interés casi soñador. Luego, de golpe,
cobró un nuevo impulso. —La historia de cómo Leopold o Lämmel Kanitz se
convirtió en dueño y señor Von Kekesfalva empieza en un tren de pasajeros de
Budapest a Viena. A pesar de sus ya cuarenta y dos años y de su cabello
entrecano, en aquella época nuestro amigo solía pasar las noches viajando...,
los avaros economizan también el tiempo..., y no hace falta recalcar que
viajaba exclusivamente en tercera. La larga experiencia le había enseñado
cierta técnica para viajar de noche. Primero extendía sobre el duro banco de
madera una manta escocesa que había adquirido barata en una subasta. A
continuación, colgaba cuidadosamente su inevitable levita negra en un gancho para
que no se arrugara, guardaba las gafas doradas en el estuche, sacaba de una
bolsa de tela (nunca llegó a comprarse una maleta de cuero) una vieja bata
acolchada y finalmente se cubría la cara con la gorra para que la luz no le
diera en los ojos. Así pertrechado, se arrebujaba en un rincón del coche,
acostumbrado desde hacía tiempo a dormitar también sentado. Desde niño, el
pequeño Lämmel había aprendido que no hacía falta ninguna cama para pasar la
noche ni ninguna comodidad para dormir. »En esta ocasión, sin embargo, nuestro amigo no se
durmió, pues en el compartimiento viajaban otras tres personas y hablaban de
negocios. Y cuando alguien hablaba de negocios, Kanitz no podía dejar de
escuchar. Su afán de aprender había disminuido con los años tan poco como su
codicia; eran como las dos mitades de unas tenazas, unidas por un tornillo. »En realidad estaba ya muy a punto de adormilarse,
pero la palabra clave que lo despertó de repente como a un caballo cuando oye
la trompeta fue un número: »—Figúrense ustedes, este chambón ha ganado sesenta
mil coronas de golpe por una estupidez de campeonato. »—¿Qué? ¿Sesenta mil? ¿Quién ha ganado sesenta mil?
»En un instante Kanitz estuvo completamente despierto, como si una ducha helada
le hubiera borrado el sueño de los ojos. Tenía que averiguar quién había ganado
sesenta mil coronas y cómo. Por supuesto se guardó muy bien de que los otros tres
pasajeros notaran su interés. Al contrario: se caló la gorra en la frente para
que la sombra le tapara del todo los ojos y los otros creyeran que dormía; al
mismo tiempo, se les fue acercando poco a poco, aprovechando hábilmente las
sacudidas del coche, para no perder ni una sola palabra con el traqueteo de las
ruedas. »El joven que hablaba con tanta vehemencia y había
emitido el indignado toque de trompeta gracias al cual Kanitz se había
espabilado resultó ser el escribiente de un abogado vienés, y la enorme
irritación por la chiripa de su jefe le hacía perorar excitado: »—¡Y eso que el
chapucero lo estropeó todo! Por culpa de una estúpida citación, que a lo más le
reportó cincuenta coronas, llegó con un día de retraso a Budapest, y entretanto
la idiota se dejó embaucar hasta las orejas. Todo había salido a pedir de boca:
un testamento irreprochable, los mejores testigos suizos, dos dictámenes
médicos irrefutables certificando que la Orosvár se encontraba en plena
posesión de sus facultades mentales en el momento de redactar el testamento. El atajo de bribones de sobrinos segundos y
pseudoparientes políticos no recibiría un céntimo, a pesar de los escandalosos
artículos que su abogado había publicado en los periódicos vespertinos, y el
burro de mi jefe estaba tan convencido de que, como la vista oral no se
celebraría hasta el viernes, podía regresar tan tranquilo a Viena para aquella
estúpida citación. Entretanto, ese astuto bribón de Wiezner, el abogado de la
parte contraria, se le acerca, le hace una visita amistosa, y la muy boba se
pone histérica: "Pero si yo no quiero tanto dinero, sólo quiero vivir en
paz", parodió el abogado, imitando un dialecto norteño. ¡Sí, paz, ahora ya
la tiene, y los otros, a cambio de nada, tienen las tres cuartas partes de su
herencia! Sin esperar a que llegara mi jefe, la imbécil firma un acuerdo, el
acuerdo más estúpido e insensato desde Joriget. El plumazo le costó por lo
menos medio millón. »Y ahora preste atención, teniente. —Condor se volvió
hacia mí—. Durante toda esta filípica nuestro amigo Kanitz permaneció en
silencio, como un erizo enroscado, en su rincón, con la gorra calada casi hasta
las cejas, pegado como una lapa a todo cuanto se decía. Enseguida comprendió de
qué se trataba, pues el proceso Orosvár (empleo aquí un nombre falso, pues el
verdadero es demasiado conocido) ocupaba los titulares de todos los periódicos
húngaros y fue en verdad un asunto que levantó una gran polvareda. Se lo
contaré en pocas palabras. »La vieja princesa Orosvár, mujer riquísima procedente
de algún lugar de Ucrania, había sobrevivido treinta y cinco años por lo menos
a su marido. Tenaz como el cuero y más mala que una sabandija, desde que sus
dos únicos hijos murieron de difteria en una misma noche, odiaba con toda el
alma a todos los demás Orosvár porque habían sobrevivido a sus pobres
criaturas. Creo muy probable que llegara a los ochenta y cuatro
años de edad sólo por maldad y despecho para que no la heredaran sus
impacientes sobrinos y resobrinos. Si uno de sus parientes, ansioso de la
herencia, anunciaba su visita, ella no lo recibía, incluso la carta más amable
de alguno de la familia volaba bajo la mesa sin merecer contestación.
Misántropa y caprichosa desde la muerte de los hijos y del esposo, sólo pasaba
dos o tres meses en Kekesfalva y nadie entraba en la casa; pasaba el resto del
año viajando por el mundo, vivía como una gran señora en Niza y Montreux, se
vestía, se desnudaba, se hacía peinar, maquillar y arreglar las uñas, leía
novelas francesas, compraba gran cantidad de vestidos, iba de tienda en tienda,
regateaba y juraba como una verdulera rusa. Desde luego, la única persona que
toleraba a su lado, su dama de compañía, no tenía la vida fácil. La pobre y
callada mujer tenía que alimentar todos los días a tres repugnantes pinschers
gruñones, cepillarlos y sacarlos a pasear, tocar el piano para la vieja loca,
leerle libros y dejarse insultar sin motivo alguno del modo más cruel. Cuando
la anciana, siguiendo una costumbre que había adquirido en Ucrania, tomaba unas
cuantas copas de coñac o de vodka de más, incluso tenía que soportar palizas,
según testimonios dignos de crédito. En todos los lugares de lujo, en Niza y
Cannes, en Aix les Bains y Montreux, conocían a la vieja voluminosa señora, con
su lustrosa cara de dogo y su cabello teñido, que siempre hablaba en voz alta,
sin preocuparse de si alguien la oía, que discutía con los camareros como un
sargento y dirigía muecas impertinentes a las personas que no le gustaban. En
estos paseos terribles la seguía como una sombra (siempre tenía que ir detrás
con los perros, nunca a su lado) la dama de compañía, una mujer delgada, pálida
y rubia, de ojos asustados, que, bien se veía, se avergonzaba en todo momento
de las rudas maneras de su señora y al mismo tiempo la temía como al mismo
diablo. »Pues bien, a los setenta y ocho años y en el mismo
hotel de Territtet donde solía alojarse la emperatriz Isabel, la princesa Orosvár
contrajo una grave pulmonía. Sigue siendo un misterio la manera como esta
noticia llegó hasta Hungría, pero lo cierto es que, sin ponerse de acuerdo, los
parientes acudieron presurosos, ocuparon el hotel, asaltaron al médico
pidiéndole noticias y esperaron; esperaron su muerte. »Pero mala hierba nunca muere. El viejo dragón se
recuperó y el día en que se enteraron de que la convaleciente bajaría al
vestíbulo por primera vez, los impacientes parientes se marcharon. La Orosvár había husmeado la llegada demasiado
interesada de sus herederos y, rencorosa como era, sobornó por de pronto a
camareros y doncellas para que le transmitieran cada palabra que sus parientes
habían pronunciado. Todo encajaba. Los apresurados herederos se habían peleado
entre sí para ver quién se quedaba con Kekesfalva y quién con Orosvár, quién
con las perlas, quién con las posesiones de Ucrania y quién con el palacio de
la Ofnerstrasse. Éste fue el primer golpe. Al cabo de un mes llegó la carta de
un prestamista de Budapest llamado Dessauer comunicándole que no podía
prolongar por más tiempo el crédito a su sobrino nieto Deszö, a menos que ella
le asegurase por escrito que era heredero suyo. Fue la gota que colmó el vaso.
La Orosvár convocó a su abogado de Budapest a través de un telegrama, redactó
con él un nuevo testamento y por supuesto (la maldad hace clarividente) en
presencia de dos médicos, que certificaron expresamente que la princesa estaba
en plena posesión de sus facultades mentales. El abogado se llevó el testamento
a Budapest; el documento permaneció seis años sin abrir en su bufete, porque la
anciana Orosvár no tenía ninguna prisa para morir. Cuando finalmente se pudo
abrir, hubo una gran sorpresa. Se nombraba heredera universal a la dama de
compañía, una tal señorita Annette Beate Dietzenhof de Westfalia, un nombre que
a partir de entonces retumbó terriblemente en los oídos de toda la parentela.
Heredó Kekesfalva, Orosvár, la fábrica de azúcar, la yeguada y el palacio de
Budapest; sólo las posesiones de Ucrania y el dinero en efectivo los legó la
vieja princesa a su ciudad natal, para la construcción de una iglesia ortodoxa.
Ninguno de los parientes recibió siquiera un botón. Esta omisión quedó expresa
e infamemente registrada en el testamento con el argumento: "porque no pudieron
esperar mi muerte". »Esto dio motivo a un suculento escándalo. La
parentela puso el grito en el cielo, acudió a los abogados y éstos formularon
las protestas de rigor, aduciendo que la testadora no estaba lúcida, pues había
redactado el testamento durante una grave enfermedad y además se encontraba en
una relación patológica de dependencia respecto a su dama de compañía; no cabía
duda de que ésta había forzado astutamente la voluntad de la enferma mediante
la sugestión. Al mismo tiempo trataron de inflar la historia y convertirla en
una cuestión nacional: unas propiedades húngaras, que desde los tiempos de
Arpad habían pertenecido a los Orosvár, pasarían ahora a manos de una
extranjera, una prusiana, y la otra mitad de la fortuna a las de la Iglesia ortodoxa;
en Budapest no se hablaba de otra cosa; los periódicos llenaban con ello
columnas enteras. Pero, a pesar del alboroto levantado por los perjudicados, su
causa no prosperó. Los herederos ya habían perdido el proceso en dos
instancias; para su desgracia, los dos médicos vivían todavía en Territtet y
confirmaron de nuevo su dictamen anterior sobre la total lucidez de la
princesa. También los otros testigos tuvieron que admitir en un careo que, si
bien en los últimos años la anciana princesa se había mostrado caprichosa, sin
embargo estaba completamente lúcida. Habían fracasado todas las artimañas de
los abogados, todas las intimidaciones, y era de esperar cien a uno que la
curia real no invalidaría las decisiones tomadas anteriormente a favor de la Dietzenhof. »Kanitz, por supuesto, había leído las informaciones
acerca del proceso, pero escuchaba atentamente cada palabra, porque los asuntos
monetarios ajenos le apasionaban como objetos de estudio; además conocía la
propiedad Kekesfalva de sus tiempos de agente. »—Imagínate —prosiguió entretanto el pequeño
escribiente— el humor de mi jefe cuando a su regreso vio cómo habían engañado a
aquella estúpida. Ya había renunciado a Orosvár y al palacio de la Ofnerstrasse
por escrito y se había contentado con Kekesfalva y la yeguada. Al parecer, la
había impresionado sobre todo la promesa de aquel tunante de que en adelante no
tendría nada más que ver con los tribunales, incluso de que los herederos se
harían cargo generosamente de los honorarios de su abogado. Bueno, de iure, aún
se habría podido impugnar tal acuerdo, pues al fin y al cabo no se había tomado
ante notario, sino sólo ante testigos, y habría sido de lo más fácil sitiar por
hambre a esa caterva codiciosa, que ya no disponía de un céntimo para resistir
más tramitaciones por nuevas instancias. Naturalmente, el maldito deber de mi
jefe era decirles cuatro verdades e impugnar el acuerdo en interés de la
heredera. Pero la pandilla supo agarrarlo bien por el cogote: le ofrecieron
alevosamente sesenta mil coronas como honorarios si no ocasionaba más
molestias. Y como él, aparte de todo, estaba furioso con la estúpida que en
cosa de media hora se había dejado sonsacar un hermoso millón en números
redondos, declaró válido el acuerdo y se embolsó el dinero. ¡Sesenta mil
coronas! ¿Qué dices? ¡Y sólo por haber echado a perder la causa de su clienta
por culpa de un estúpido viaje a Viena! Sí, tuvo suerte. El Señor, cuando
duerme, favorece a los mayores tunantes. De toda la herencia millonaria no le
queda sino Kekesfalva y, como la conozco, tampoco tardará en perderlo. ¡Es
tonta de remate! »—¿Qué va a hacer con esta propiedad? —preguntó el otro. »—¡Disparates, créeme! ¡Seguro que tonterías! Además,
he oído campanas acerca de que los del cártel del azúcar quieren quitarle la
fábrica. Creo que pasado mañana llega el director general de Budapest. Y creo
que arrendará la finca un tal Petrovic, que era el administrador de la misma,
pero puede ser también que los del cártel la administren por cuenta propia.
Dinero no les falta, pues dicen que un banco francés (¿no lo ha leído en los
periódicos?) prepara una fusión con la industria bohemia... »Llegados a este punto, la conversación se desvió
hacia temas más generales. Pero nuestro Kanitz había oído suficiente, tanto
como para que le ardieran los oídos. Pocos conocían Kekesfalva tan a fondo como
él; había estado allí ya veinte años atrás para asegurar el mobiliario. Conocía
también a Petrovic, incluso lo conocía muy bien de la época de sus primeros
negocios; ese tipo que se daba aires de honrado solía depositar los buenos
dineros que todos los años se metía en el bolsillo con la administración de la
finca en hipotecas que le conseguía el doctor Gollinger por mediación de
Kanitz. Pero para éste lo más importante era que recordaba con toda exactitud
un armario lleno de porcelana china y ciertas estatuillas vidriadas y bordados
de seda que procedían del abuelo de los Orosvár, que había sido embajador de
Rusia en Pekín; ya en vida de la princesa él, el único que conocía su inmenso
valor, trató de comprarlas para los Rosenfeld de Chicago. Eran piezas
rarísimas, de un valor aproximado de dos a tres mil libras; la anciana Orosvár
no tenía ni idea, desde luego, de los precios que se pagaban en América desde
hacía unas décadas por tales objetos asiáticos, pero despachó a Kanitz de malos
modos, diciéndole que no le daría nada y que se fuera al diablo. Si estas
piezas todavía existían (Kanitz se estremeció con sólo pensarlo), se podrían
conseguir a un precio ridículo teniendo en cuenta el cambio de dueño. Lo mejor
sería, claro está, asegurarse el derecho de preferencia para todo el
inventario. «Nuestro Kanitz hizo como si se despertara de repente
(hacía rato que los otros tres viajeros hablaban de otras cosas), bostezó con
arte y primor, se desperezó y sacó el reloj: en media hora el tren se detendría
aquí, en la ciudad de su guarnición. Se apresuró a doblar la bata, se puso la
inevitable levita negra y se arregló. A las dos y media en punto se apeó, se
dirigió en coche al León Rojo, pidió una habitación, y no hará falta subrayar
que durmió muy mal, como todo general la víspera de una batalla incierta. A las
siete (para no perder un instante) se levantó y con paso firme recorrió la
avenida que acabamos de dejar atrás en dirección al castillo. ¡Adelantarse,
pensaba, llegar antes que los demás! ¡Liquidarlo todo antes de que acudiesen
los buitres de Budapest! Persuadir lo antes posible a Petrovic de que le
avisase en caso de que se llegara a vender el mobiliario. En caso necesario,
subastarlo todo a medias con él y asegurarse el inventario en el reparto. »Desde la muerte de la princesa había poco personal en
el castillo, de modo que Kanitz pudo deslizarse fácilmente y contemplarlo todo
a sus anchas. Es una hermosa propiedad, piensa, muy bien conservada, con los
postigos recién pintados, las paredes pintadas, una verja nueva... Sí, sí, ese
Petrovic sabe por qué manda hacer tantas reparaciones, pues con cada factura
suculentas comisiones van a parar a su bolsillo. Pero ¿dónde se ha metido el
hombre? La entrada principal resulta cerrada, nadie se mueve en el pabellón de
administración por más fuerte que se llame... ¡Maldición! ¿Y si al final resulta que el individuo se
ha marchado a Budapest para cerrar el trato con la boba de Dietzenhof?
»Impaciente, Kanitz vuela de una puerta a otra, llamando, dando palmadas...;
nadie. ¡Nadie! Al fin, deslizándose sigilosamente por la estrecha puerta
lateral, divisa una figura de mujer en el invernadero. A través de los
cristales sólo ve que riega las flores. Por fin alguien que podrá informarle.
Kanitz da toscos golpes en los cristales. Grita «hola» y da palmadas para
llamar la atención. La mujer que, dentro, se ocupa de las flores, se
sobresalta, y pasa un rato antes de que se atreva a acercarse tímidamente a la
puerta, como si la hubieran pillado con las manos en la masa; una mujer rubia,
flaca, ya entrada en años, que lleva una sencilla blusa negra y un delantal de
indiana atado por delante, aparece ahora entre los postes con las tijeras de
podar todavía medio abiertas en la mano. »Kanitz la increpa un tanto impaciente: »—¿Siempre
hace esperar tanto a la gente? ¿Dónde está Petrovic? »—¿Quién dice? —pregunta
la enjuta muchacha con mirada perpleja; involuntariamente da un paso hacia
atrás y esconde las tijeras de podar detrás de la espalda. »—¡¿Quién?! ¿Cuántos Petrovic hay aquí? ¡Me refiero a
Petrovic, el administrador! »—Ah, perdone usted..., el... el señor
administrador... Sí, sí. Yo tampoco lo he visto..., creo que se ha ido a
Viena... Pero la señora ha dicho que lo espera de vuelta antes de la noche. »Espera, espera, piensa Kanitz irritado. Esperar hasta
la noche. Perder otra noche en el hotel. Más gastos innecesarios y sin saber de lo cierto qué
saldrá de todo esto. »—¡Qué fastidio! ¡Precisamente hoy tiene que estar
ausente este hombre! —murmura a media voz y luego se dirige a la muchacha—: ¿Se
puede visitar el castillo mientras tanto? ¿Alguien tiene las llaves? »—¿Las
llaves? —repite ella, sorprendida. »—¡Sí, diablos, las llaves! (¿A qué vienen tantos
remilgos?, piensa. Seguramente tiene órdenes de Petrovic de no dejar entrar a
nadie. Bueno, a lo sumo habrá que darle una propina a esta miedosa estúpida.)
—De pronto adopta una actitud jovial y prosigue en una mezcla de dialectos
campesino y vienes—: Vamos, mujer, no tenga tanto miedo. No le voy a quitar
nada. Sólo quiero echar una ojeada. Bueno, qué, ¿tiene o no tiene las llaves?
»—¿Las llaves?... Claro que las tengo —balbucea—, pero... no sé cuándo volverá
el señor administrador... »—Ya le he dicho que para esto no necesito a su
Petrovic. Basta de monsergas. ¿Conoce la casa? »La torpe muchacha está cada vez
más confusa: »—Creo que sí..., más o menos... »Una idiota, piensa Kanitz. ¡Vaya un desastre de
personal contrata Petrovic! Y en voz alta ordena: »—Bueno, vamos, no tengo mucho
tiempo. ȃl pasa delante y ella, efectivamente, lo sigue,
tímida e inquieta. En la puerta de la casa, vacila de nuevo. »—¡Mil rayos! ¡Abra de una vez! »¿Por qué actúa tan
estúpida y apocadamente?, se pregunta Kanitz, irritado. Mientras ella saca las llaves
de una bolsa de cuero delgada y gastada, él pregunta por mera precaución: »—¿En
realidad, cuál es su papel en esta casa? »Intimidada, la muchacha se detiene y
se ruboriza. »—Soy... —comienza, pero enseguida se corrige—, era la
dama de compañía de la señora princesa. »Ahora es a nuestro Kanitz a quien se le corta la
respiración (y le juro que era difícil desconcertar a un hombre de su calibre).
Involuntariamente da un paso atrás. »—¿Entonces..., no será usted la señorita Dietzenhof?
»—Sí, soy yo —responde ella, asustada, como si la hubieran acusado de un
crimen. »Una sola cosa no había conocido hasta entonces en su
vida: la perplejidad. Pero en aquel instante quedó totalmente perplejo por
haber arremetido ciegamente contra la legendaria señorita Dietzenhof, la
heredera de Kekesfalva. Cambió de tono en el acto. »—Perdone —balbucea totalmente consternado y se
apresura a quitarse el sombrero—. Perdone, señorita... Pero nadie me había informado de
que la señorita ya había llegado... Le pido mil disculpas... He venido sólo
para... »Se interrumpe, pues ahora se trata de inventar algo
plausible. »—Vengo por el seguro... Estuve aquí varias veces hace
años, en vida de la difunta señora princesa. Lamento que entonces no tuviera la
oportunidad de conocerla a usted, señorita... Sólo por esto, por el seguro...,
para ver si el inventario está intacto... Tenemos la obligación de comprobarlo.
De todos modos no hay prisa. »—Oh, por favor, por favor... —dice ella tímidamente—.
Yo no entiendo mucho de estas cosas. Quizá mejor que hable con el señor
Peterwitz. »—Claro, claro —responde nuestro Kanitz, quien todavía
no ha recuperado del todo su presencia de ánimo—. Naturalmente esperaré al
señor Peterwitz. (¿Para qué corregirla?, piensa.) Pero si usted no tiene
inconveniente, podría hacer una inspección del castillo, así después lo
dejaríamos todo solucionado en un santiamén. Supongo que no se ha modificado el
inventario. »—No, no —se apresura ella a contestar—. Nada se ha
modificado. Si quiere usted convencerse... »—Es usted muy amable, señorita—. Kanitz hace una
reverencia y los dos franquean la puerta. »En el salón, su mirada se detiene primero en los
cuatro Guardi que usted ya conoce y al lado, en el boudoir de Edith, la vitrina
con la porcelana china, las tapicerías y las estatuillas de jade. ¡Qué alivio!
Todo está allí. Petrovic no ha robado nada, el muy estúpido prefiere sacar
provecho de la avena, la alfalfa, las patatas y de las comisiones por los
arreglos. La señorita Dietzenhof, evidentemente preocupada por no molestar al
desconocido en su nerviosa inspección, abre mientras tanto las persianas. La
luz entra a raudales y a través de las altas puertas vidrieras se divisa hasta
el fondo del parque. Es preciso entablar conversación, piensa Kanitz, no dejar
a la muchacha de lado, trabar amistad con ella. »—Hay una bonita vista del parque desde aquí —empieza,
respirando profundamente—. Es fantástico vivir aquí. »—Sí, muy bonita —confirma ella dócilmente, pero el
tono del asentimiento no parece muy sincero. »Kanitz nota enseguida que la aturdida muchacha ha
olvidado contradecir abiertamente. Sólo al cabo de un rato añade como
rectificación: »—La verdad es que la señora princesa nunca se sintió a gusto
aquí. Siempre decía que la tierra llana la ponía melancólica. En realidad, desde
siempre sólo las montañas y el mar le han gustado. Esta región le parecía
demasiado solitaria, y sus gentes... »Se interrumpe de nuevo. Sin embargo, Kanitz recuerda
que es preciso conversar, hablar, no dejar a la muchacha de lado, trabar
amistad con ella. »—Espero que usted, en cambio, ahora se quedará entre
nosotros, señorita. »—¿Yo? —Levanta involuntariamente la mano, como
queriendo alejar algo indeseado—. ¿Yo...? No. ¡Oh, no! ¿Qué haría yo sola en esta casa
enorme...? No, no, me iré tan pronto como esté todo en orden. »Kanitz la mira cautelosamente de reojo. ¡Qué pequeña
se ve la pobre dueña en este gran salón! Un poco demasiado pálida y
atemorizada. De lo contrario, casi se podría decir que es bonita; ese rostro
estrecho y alargado, de párpados velados, sugiere un paisaje bajo la lluvia;
los ojos parecen de un suave azul de centaurea, unos ojos tiernos y cálidos
que, sin embargo, no se atreven a resplandecer resueltamente y se esconden una
y otra vez bajo los párpados. Y Kanitz, observador experimentado, se da cuenta
enseguida de que se halla en presencia de un ser sumiso, un ser sin voluntad,
al que se puede hacer bailar al son que se quiera. ¡De modo que a conversar!
¡Conversar! Y con la frente fruncida mostrando interés sigue preguntando:
»—Pero ¿qué será entonces de esta hermosa propiedad? Una posesión corno ésta
requiere alguien que la gobierne, y que la gobierne con autoridad. »—No lo sé, no lo sé —responde ella, muy nerviosa. Su
delicado cuerpo se estremece de inquietud, y en este preciso instante Kanitz
comprende que la muchacha, dependiente de otros desde hace años, nunca tendrá
el valor suficiente para tomar una decisión por sí sola y que está más asustada
que contenta por una herencia que pesa sobre sus débiles hombros como un saco
de preocupaciones. Reflexiona con rapidez. No en vano ha aprendido durante esos
veinte años a comprar y vender, a convencer y disuadir. Al comprador, hay que
animarlo; al vendedor, desalentarlo: primera norma de los agentes. Y él
enseguida acciona el registro de disuasión de su órgano. Hay que "aguarle
la fiesta", piensa. Al final quizá se le podrá arrendar todo esto de un
solo golpe y adelantarse a Petrovic; quizá sea una suerte que el tipo ese se
haya quedado en Viena precisamente hoy. Acto seguido adopta un aire de compasión
y de vivo interés. »—Tiene usted razón, es siempre una gran carga
también. Nunca se descansa. Hay que discutir todos los días con los
administradores, el personal doméstico y los vecinos, y además están los
abogados y los impuestos. Cuando la gente se huele una pequeña propiedad o
dinero, trata de exprimirle a uno hasta el último céntimo. Acaba rodeado sólo
de enemigos, por más bien intencionado que sea uno. Es inútil, no sirve de
nada..., en cuanto husmean dinero, todos se convierten en ladrones. Sí, por
desgracia tiene usted razón: para una propiedad como ésta hay que tener mano de
hierro, de lo contrario uno no sale adelante. Hay que haber nacido para ello, y
aun así es una lucha eterna. »—Oh, sí —dice ella con un suspiro. Está claro que
recuerda algo espantoso—. ¡La gente es horrible, horrible, cuando se trata de
dinero! Yo no lo sabía. »¿La gente? ¿Qué le importa la gente a Kanitz? ¿Qué
más le da que sea buena o mala? ¡Arrendar la propiedad, y ello cuanto antes y
de la manera más ventajosa posible! Escucha y asiente cortésmente con la
cabeza, y mientras escucha y contesta, calcula en otro rincón del cerebro cómo
arreglar el asunto del modo más rápido. Fundar un consorcio que tome en
arrendamiento todo Kekesfalva, la explotación agrícola, la fábrica de azúcar y
la yeguada. Luego, por mí puede cederlo todo a Petrovic en subarriendo y
asegurarse nada más que la organización. Lo importante es hacer la oferta de
arrendamiento enseguida y meterle el miedo en el cuerpo a la muchacha; tomará
todo lo que se le ofrezca. No sabe calcular, nunca ha ganado dinero y por lo
tanto tampoco merece ganar mucho. Mientras su cerebro trabaja con todos los
nervios y todas las fibras, sus labios siguen hablando con aparente interés. 61 »—Pero lo peor son los pleitos. Ahí de nada sirve
ser pacífico, no hay forma de salir de los eternos litigios. Es la razón que
siempre me ha hecho desistir de comprar una propiedad. Siempre pleitos,
abogados, vistas, citaciones y escándalos... No, prefiero vivir modestamente,
con seguridad, y no tener que disgustarme. Con una propiedad como ésta, uno
cree tener algo, pero en realidad no es sino el sabueso de otros, nunca
consigue estar realmente tranquilo. En sí mismo sería magnífico este castillo,
esta hermosa y antigua propiedad..., magnífico..., pero para ello se necesitan
nervios de acero y puños de hierro, de lo contrario se convierte sólo en una
carga eterna... »Ella lo escucha con la cabeza gacha. De repente
levanta los ojos y un penoso suspiro sale de lo más profundo de su pecho: »—Sí,
una carga terrible... ¡Ojalá pudiera venderlo!» El doctor Cóndor se detuvo de
repente. —Debo interrumpirme aquí, teniente, para explicarle lo
que significó aquella lacónica frase en la vida de nuestro amigo. Ya le he
dicho que Kekesfalva me contó esta historia en la noche más trágica de su vida,
en la que murió su mujer, es decir en uno de aquellos momentos por los que un
hombre atraviesa quizá sólo dos o tres veces en su vida, uno de aquellos
momentos en los que hasta el más pérfido siente la necesidad de presentarse
ante otro hombre con toda su verdad y desnudez como ante Dios. Aún lo veo ante
mí. Estábamos sentados abajo, en la sala de espera del sanatorio. Se me había
acercado todo lo posible y hablaba en voz baja, agitado y vehemente como un
río. Me di cuenta de que con aquel flujo incesante quería olvidar que su mujer
se estaba muriendo arriba, se anestesiaba con tanto hablar y hablar sin pausa.
Pero en el momento de la narración en que la señorita Dietzenhof dijo: «¡Ojalá
pudiera venderlo!», se interrumpió de golpe. Imagínese, teniente, al cabo de quince o dieciséis
años todavía le impresionaba el momento en que aquella muchacha ya madura e
ingenua le confesaba impulsivamente que quería vender Kekesfalva de prisa, de
prisa, de prisa, en un tono tan lúgubre que él palideció. Me repitió la frase
dos o tres veces, probablemente con la misma entonación: «¡Ojalá pudiera
venderlo!», pues el Leopold Kanitz de entonces había comprendido al instante,
gracias a su rápida capacidad de percepción, que le caía en las manos el gran
negocio de su vida y no tenía que hacer más que cogerlo, que podía comprar él
mismo aquella magnífica propiedad, en vez de simplemente arrendarla. Y mientras
disimulaba su sobresalto bajo una charla indiferente, los pensamientos se
atropellaban en su cabeza. Desde luego tengo que comprar, pensaba, antes de que
Petrovic o el director de Budapest se inmiscuyan. No puedo dejarla escapar.
Tengo que cortarle la retirada. No me iré de aquí sin antes convertirme en el
dueño de Kekesfalva. Y con esta capacidad de desdoblamiento que le es dada a
nuestro intelecto en algunos segundos de gran tensión, pensaba para sus
adentros, sólo para sí, y a la vez hablaba a la mujer con calculada lentitud en
otro sentido, en el contrario: —Vender..., sí, claro, señorita. Vender se puede
siempre y todo..., vender es fácil..., pero vender bien es un arte... ¡Vender
bien, de eso se trata! Encontrar a alguien que sea honrado, que ya conozca el
país, la tierra y la gente..., alguien que esté bien relacionado. Dios me libre
de uno de esos abogados que no quieren sino meterte en pleitos inútiles...
Además, y esto es muy importante precisamente en este caso: vender al contado.
Encontrar a alguien que no compre con letras de cambio y pagarés con los que
luego tienes que lidiar durante años... Vender seguro y al precio justo. —Y
entretanto calculaba: Puedo dar hasta cuatrocientas mil coronas, como máximo
cuatrocientas cincuenta mil. Al fin y al cabo están incluidos los cuadros, que
también valen sus cincuenta mil, tal vez cien mil, la casa, la yeguada... Sólo
habría que ver si la propiedad tiene cargas y sonsacar a la mujer si alguien le
ha hecho una oferta antes que yo... Y de pronto se lió la manta a la cabeza—:
Disculpe si mi pregunta resulta indiscreta, señorita, pero... ¿tiene una idea
aproximada del precio? Quiero decir, ¿ha pensado ya en una cifra concreta? »—No
—contestó ella completamente desconcertada y lo miró con ojos perplejos. »¡Lástima! ¡Mal!, pensó Kanitz. ¡Muy mal! Los que no
dicen el precio son los más difíciles en el momento de negociar. Van de Herodes
a Pilatos en busca de información y todo el mundo da su opinión, habla y se
inmiscuye. Durante este tumulto interior, sin embargo, sus labios seguían
hablando, diligentes: »—Pero seguro que se habrá formado usted una idea
aproximada, señorita... Después de todo habría que saber también si pesan
hipotecas sobre la propiedad y cuántas... »—¿Hipo... hipotecas?—repitió ella. »Kanitz comprendió que era la primera vez que oía esta
palabra en su vida. »—Quiero decir... que debe de haber alguna tasación
previa... aunque sea con vistas al impuesto de sucesión... Su abogado, y
perdone si parezco indiscreto, ¿su abogado no le ha mencionado ninguna cifra?
»—¿El abogado? —Parecía recordar vagamente algo—. Sí, sí... Espere... sí, algo
me escribió el abogado, algo acerca de una tasación... Sí, tiene usted razón, a
causa de los impuestos, pero... pero estaba escrito en húngaro y yo no conozco
este idioma. Es verdad, ahora me acuerdo, el abogado me escribió diciendo que
lo hiciera traducir. Dios mío, con todo el barullo se me olvidó completamente.
Debo de tener todos estos papeles allá, en mi cartera... Es que vivo en el
edificio de la administración, no puedo dormir en la habitación donde vivía la
princesa... Pero, si tiene la bondad de acompañarme, se los mostraré todos...,
es decir —se interrumpió de golpe—, si no le molesto demasiado con mis
asuntos... »Kanitz temblaba de emoción. Todo le salía a pedir de
boca a una velocidad que sólo se conoce en sueños: ella misma iba a mostrarle
los documentos, las tasaciones. Esto le daba la ventaja definitiva. Se inclinó
humildemente. »—Pero, mi querida señorita, para mí es un placer
poder aconsejarla un poco. Y puedo decir sin exagerar que poseo cierta
experiencia en estas cosas. La señora princesa —aquí mintió descaradamente—
siempre acudía a mí cuando necesitaba información financiera y sabía que mi
único interés personal era aconsejarla lo mejor posible. »Pasaron al edificio de la administración. En efecto,
toda la documentación del proceso estaba todavía en desorden dentro de una
carpeta, la correspondencia con los abogados, las disposiciones sobre impuestos
y la copia del acuerdo. La muchacha ojeó nerviosa los papeles, y a Kanitz le
temblaban las manos al verla respirar con dificultad. Finalmente desplegó una
hoja. »—Creo que ésta es la carta. »Kanitz cogió la hoja, que iba acompañada de un anexo
en húngaro. Era una breve nota del abogado de Viena: "Tal como me informa
mi colega húngaro, ha conseguido, gracias a sus relaciones, una tasación especialmente
baja de la herencia a efectos de impuestos de transmisión. En mi opinión, el valor estimado corresponde
aproximadamente a la tercera parte del valor real y en algunos objetos incluso
sólo a la cuarta parte." Con manos temblorosas Kanitz se quedó con la
lista de tasaciones. Lo único que le interesaba de ella era la propiedad
Kekesfalva. Estaba valorada en ciento noventa mil coronas. »Kanitz palideció. Era exactamente la cantidad que
había calculado, exactamente el triple de esa tasación artificial, es decir, de
seiscientas a setecientas mil coronas, y eso que el abogado no tenía idea de
los jarrones chinos. ¿Cuánto debería ofrecerle ahora? Los números pasaban
corriendo y bailando ante sus ojos. »Pero muy tímidamente preguntó la voz de la mujer a su
lado: »—¿Es éste el papel? ¿Usted lo entiende? »—Claro —se sobresaltó Kanitz—.
Sí..., el abogado le comunica que el valor de Kekesfalva, según la tasación,
asciende a ciento noventa mil coronas. Desde luego, esto es sólo el valor de
tasación. »—¿El... valor de tasación? Perdone..., pero ¿qué
significa valor de tasación? »Era el momento de jugar su mano. ¡Ahora o nunca!
Kanitz hizo un esfuerzo para dominar su acelerada respiración. »—El valor de
tasación..., sí, el valor de tasación es... es siempre una cosa incierta, muy
dudosa..., porque... porque el valor de tasación oficial nunca concuerda del
todo con el valor de venta. Nunca se puede contar, es decir, dar por seguro que
se obtendrá el valor total de tasación... En muchos casos, naturalmente, se consigue, en algunos
incluso más..., pero sólo en determinadas circunstancias... Es una especie de
juego de azar, como en toda subasta... Después de todo, el valor de tasación no
significa más que un punto de referencia y, claro está, muy vago... Por ejemplo,
supongamos por ejemplo—Kanitz temblaba: ¡ni demasiado, ni demasiado poco!— que
un objeto como éste es tasado oficialmente por ciento noventa mil coronas...
Pues bien, entonces se puede suponer que... que... que en el caso de que se
ponga a la venta se podrían conseguir a lo sumo ciento cincuenta mil coronas.
¡A lo sumo! En cualquier caso se puede contar con esta suma. »—¿Cuánto dice usted? »A Kanitz le zumbaban los oídos
con la sangre que se agolpó de repente. La muchacha se había vuelto hacia él
con curiosa vehemencia y había hecho la pregunta como alguien que domina su
cólera con sus últimas fuerzas. ¿Había adivinado su pérfido juego? ¿No
convendría subir rápidamente el precio en cincuenta mil más? Pero una voz
interior le decía: ¡Inténtalo! Y lo apostó todo a una carta. A pesar de que el
pulso le retumbaba en las sienes como golpes de tambor, dijo con expresión
comedida: »—Sí, esto es lo que yo pediría en todo caso. Ciento cincuenta mil
coronas, creo que es lo que se puede conseguir sin problemas por la propiedad. »Pero en este momento se le paralizó el corazón, y el
pulso, que un momento antes se le había acelerado, se detuvo completamente,
pues la ingenua mujer decía asombrada a su lado: »—¿Tanto? ¿Cree usted de
verdad que... tanto? »Y Kanitz necesitó algún tiempo para recuperar su
presencia de ánimo. Tuvo que contener la respiración antes de poder responder
con el tono de honrada convicción: »—Sí, señorita, me comprometo a ello. Se
puede conseguir este precio sin lugar a dudas.» El doctor Condor se interrumpió
de nuevo. Primero creí que lo hacía para encender un cigarro, pero luego me di
cuenta de que de repente se había puesto nervioso. Se quitó las gafas, se las
volvió a poner, se alisó los ralos cabellos hacia atrás, corno si le
molestasen, y me miró: fue una mirada larga, inquietamente escrutadora. Después
se recostó en el asiento con un movimiento brusco. —Teniente, quizá le he confiado demasiadas cosas...,
en todo caso, más de las que me proponía en un principio. Pero confío que no me
interprete mal. Si le he revelado honradamente la artimaña de que se valió
Kekesfalva para embaucar a aquella ingenua mujer, no ha sido para predisponerlo
en contra suya. El pobre anciano en cuya casa hemos cenado hoy, enfermo del
corazón y trastornado, como hemos visto, que me confió a su hija y que daría el
último céntimo de su fortuna para ver curada a la pobre, este hombre ya no es
desde hace tiempo el personaje de aquel dudoso negocio, y yo sería hoy el
último en acusarlo. Precisamente ahora, cuando en su desesperación necesita
ayuda de veras, me parece importante que usted sepa la verdad por mí y no a
través de habladurías mal intencionadas. Le ruego que tenga bien presente una
cosa, y es que Kekesfalva o, mejor dicho, entonces todavía Kanitz, no había ido
ese día a Kekesfalva con el propósito de embaucar a aquella cándida criatura
para obtener la propiedad a bajo precio. Sólo pretendía realizar en passant uno
de sus pequeños negocios y nada más. La verdad es que aquella espléndida
oportunidad lo cogió desprevenido, y él no hubiera sido él si no la hubiera
aprovechado plenamente. Pero ya verá usted que luego, hasta cierto punto, las
cosas tomaron otro cariz. »Pero no quiero extenderme y prefiero suprimir los
detalles. Sólo le diré que aquellas horas fueron las más tensas y agitadas de
su vida. Imagínese usted mismo la situación: a un hombre que hasta entonces no
había sido otra cosa que un agente mediocre, un oscuro negociante, de repente
le cae del cielo como un meteoro la oportunidad de convertirse de la noche a la
mañana en un hombre rico. Tenía la posibilidad de ganar más dinero en
veinticuatro horas que hasta entonces en veinticuatro años de pequeños y
deplorables chanchullos a base de muchos sacrificios y, oh tentación terrible,
no le hacía falta correr tras la víctima, ni atraerla, ni aturdirla. Al
contrario, la víctima cayó voluntariamente en su lazo, hasta lamió la mano que
esgrimía el cuchillo. El único peligro consistía en que interviniera otra
persona. Por eso no podía dejar de la mano a la heredera ni por un instante, no
podía darle tiempo. Tenía que sacarla de Kekesfalva antes de que regresara el
administrador y, sin embargo, durante todas esas medidas de precaución, no
debía revelarle en ningún momento que él mismo estaba interesado en la venta. »El asalto a la fortaleza sitiada de Kekesfalva antes
de que llegaran los refuerzos era un golpe de una osadía napoleónica que
conllevaba un riesgo también napoleónico; pero el azar gusta de ayudar y
encubrir al jugador. Una circunstancia que ni Kanitz mismo sospechaba le había
allanado secretamente el camino, y era el hecho cruel y sin embargo natural de
que esa pobre heredera había sufrido tanto odio y humillación en sus primeras
horas pasadas en el castillo heredado, que sólo tenía un deseo: ¡irse, irse
cuanto antes! No hay envidia más vulgar que la de las naturalezas subalternas
cuando ven a su compañero que es sacado de la misma servidumbre sórdida y
elevado por encima de ellos como por alas de ángeles: las almas mezquinas antes
perdonan a un príncipe la riqueza fulminante que la libertad más modesta al
compañero de desdichas uncido al mismo yugo. Los criados de Kekesfalva no
podían reprimir su enojo al ver que precisamente esa alemana del norte, a la
cual, como recordaban muy bien, la irascible princesa a menudo le había tirado
a la cabeza el peine y el cepillo mientras la peinaba, iba a convertirse de
pronto en la propietaria de Kekesfalva y, por lo tanto, en su ama. Al saber la
noticia de la llegada de la heredera, Petrovic había tomado el tren para no
tener que saludarla; su mujer, persona ordinaria, que había sido ayudante de
cocina en el castillo, la saludó con estas palabras: "Bueno, de todos
modos no creo que quiera vivir con nosotros, no lo encontrará lo bastante
distinguido." El criado le había tirado la maleta al suelo con gran
estruendo delante de la puerta de la casa; tuvo que entrarla ella misma a
rastras, sin que la mujer del administrador levantara un dedo para ayudarla.
Nadie le preparaba la comida, nadie se cuidaba de ella, y de noche podía oír
con toda claridad ante su ventana conversaciones en voz bastante alta sobre una
cierta "cazadora de herencias" y "estafadora". »Con este primer recibimiento la pobre y pusilánime
heredera descubrió que nunca tendría un momento de paz en aquella casa. Sólo
por esto (y Kanitz no lo sospechaba) aceptó entusiasmada su proposición de ir a
Viena aquel mismo día, donde, según decía él, conocía a un comprador seguro.
Este hombre tan serio, atento y entendido, de ojos melancólicos, se le aparecía
como un mensajero del cielo. De modo que no hizo más preguntas, le entregó
agradecida todos los documentos y, mirándolo con sus ojos azules llenos de muda
atención, escuchó sus consejos sobre cómo invertir el dinero de la venta. Coger
algo seguro, valores del Estado, no confiar ni una migaja de su fortuna a
particular alguno, depositarlo todo en el banco y encargar su administración a
un notario, imperial y real. En ningún caso sería aconsejable consultar a su
abogado, pues ¿no consistía el trabajo de los abogados en torcer las cosas
claras? Sí, claro, no paraba de intercalar diligentemente, era posible
conseguir un precio de venta superior dentro de tres o cinco años, pero
entretanto, cuántos gastos y molestias con los tribunales y la administración.
Y al reconocer en sus ojos, nuevamente azorados, el asco que juzgados y
negocios daban a esa pacífica mujer, recorría una y otra vez toda la escala de
argumentos hasta el mismo acorde final: ¡rápido, rápido! A las cuatro de la
tarde, antes de que Petrovic regresara, los dos ya se habían puesto de acuerdo
y viajaban en el expreso de Viena. Todo había sucedido rápido como un huracán,
tanto, que la señorita Dietzenhof no tuvo tiempo siquiera de preguntar cómo se
llamaba el desconocido al que había confiado la venta de toda su herencia. »Viajaron en primera clase (era la primera vez que
Kekesfalva se sentaba en uno de esos asientos tapizados de terciopelo rojo) y
una vez en Viena alojó a la muchacha en un buen hotel de la Kärtner Strasse,
donde él mismo tomó otra habitación. Por un lado, era preciso que aquella misma
tarde Kanitz hiciera preparar por su camarada, el abogado doctor Gollinger, el
contrato venta para, al día siguiente, poder dar una forma legalmente
intachable a su hermosa jugada. Por el otro, no se atrevía a dejar sola a su víctima
ni por un minuto. Y entonces se le ocurrió una idea que honradamente debo
confesar que era genial. Propuso a la señorita Dietzenhof que aprovechara la
tarde libre para ir a la ópera, donde estaba anunciada una sensacional función
extraordinaria, mientras él por su parte intentaría dar aquella misma tarde con
el caballero del que sabía que estaba buscando una gran propiedad. Conmovida
por tantas atenciones, la señorita Dietzenhof aceptó gustosa; Kanitz la dejó en
la ópera, con lo cual estaría a buen recaudo durante cuatro horas, y así pudo
correr a visitar en un coche de punto (también por primera vez en su vida) a su
compinche y encubridor, el doctor Gollinger. No estaba en casa. Kanitz lo
descubrió en una taberna y le prometió dos mil coronas si aquella misma noche
redactaba el contrato de venta, con todos los detalles, y citaba al notario
para las siete de la tarde siguiente con el documento listo. »Kanitz, derrochador por primera vez en su vida, mandó
esperar al coche de punto delante de la casa del abogado durante la visita; una
vez dadas las instrucciones, regresó veloz a la ópera, donde por fortuna llegó
a tiempo para recoger a la entusiasmada Dietzenhof en el vestíbulo y
acompañarla al hotel. Así empezó para él la segunda noche de insomnio; cuanto más
se acercaba a su objetivo, más nervioso lo ponía el temor de que la muchacha,
hasta entonces tan dócil y obediente, se desmandara en el último momento.
Levantándose una y otra vez de la cama, elaboraba en todos sus detalles qué
estrategia adoptaría al día siguiente. Sobre todo: no dejarla sola ni un
instante. Alquilar un coche, hacerlo esperar en todas partes, no dar un solo
paso a pie, a fin de que no se encontrara por casualidad con su abogado en la
calle. Evitar que leyera algún periódico: podrían publicar de nuevo algo sobre
el arreglo en el caso Orosvár y despertar en ella la sospecha de haber sido
engañada por segunda vez. Pero en realidad todos estos temores y cautelas eran
superfluos, pues la víctima no quería escapar, como un corderito con un lacito
rosa seguía obediente al malvado pastor, y cuando nuestro amigo, exhausto tras
una noche desoladora, entró en el comedor del hotel, ella ya lo esperaba
pacientemente, con el mismo vestido que había confeccionado con sus propias
manos. Y entonces comenzó un extraño carrusel en el que nuestro amigo hizo dar
vueltas, de modo completamente superfluo, a la pobre señorita Dietzenhof desde
la mañana hasta la noche, para simular todas las dificultades artificiales que
había inventado para ella durante su fatigoso insomnio. »Paso por alto los detalles, pero la condujo hasta su
abogado y desde allí efectuó varias llamadas telefónicas por asuntos
completamente distintos. La llevó a un banco y mandó llamar al apoderado para
que la asesorara sobre la inversión y le abriera una cuenta corriente; la
arrastró a dos o tres entidades hipotecarias y a una oscura inmobiliaria, como
para recoger información. Y ella lo acompañaba, esperaba silenciosa y paciente
en las antesalas, mientras él llevaba a cabo sus ficticios negocios; en doce
años de esclavitud al servicio de la princesa las esperas a la entrada se
habían convertido en algo natural para ella, algo que no la vejaba ni la
humillaba, y esperaba y esperaba con las manos cruzadas y en silencio, bajando
la mirada azul tan pronto como alguien pasaba por delante de ella. Paciente y
sumisa como un niño, hacía todo lo que Kanitz le recomendaba. En el banco firmó
formularios sin siquiera leerlos y acusó recibo de pagos todavía no recibidos
sin poner reparos, hasta tal punto que a Kanitz empezó a torturarle la perversa
idea de que aquella loca quizá se hubiera contentado igual con ciento cuarenta
mil coronas o incluso con ciento treinta. Dijo "sí" cuando el
apoderado le aconsejaba comprar acciones del ferrocarril, dijo "sí"
cuando le propuso acciones bancarias, y cada vez miraba temerosa a su oráculo
Kanitz. Estaba claro que todas estas prácticas comerciales,
estas firmas y formularios y aun la mera visión del dinero le causaban una
inquietud a la vez respetuosa y desagradable y que sólo deseaba huir de esa
actividad incomprensible para recogerse de nuevo en una habitación, leer, hacer
calceta o tocar el piano, en vez de verse expuesta, sin ánimo de aprender y con
el corazón en un puño, a tomar decisiones de tamaña responsabilidad. »Pero Kanitz le hizo dar vueltas incansablemente por
este círculo artificial, en parte para ayudarla realmente, como le había
prometido, a invertir del modo más seguro el importe de la venta, y en parte
para marearla; la cosa duró de las nueve de la mañana hasta las cinco y media
de la tarde; al final del día estaban tan agotados, que él propuso descansar en
un café. Lo esencial ya estaba hecho y la venta se podía dar poco menos que por
perfecta; sólo faltaba firmar el contrato a las siete ante notario y recibir la
suma. Al momento se iluminó el rostro de la muchacha. »—Ah, ¿entonces podré marcharme por fin mañana
temprano? —Las dos flores azules de sus ojos lo miraron radiantes. »—Pues, claro que sí —la tranquilizó Kanitz—. Dentro
de una hora será usted la persona más libre de la tierra y no tendrá que
preocuparse más por dinero y propiedades. Sus seis mil coronas de renta están
bien aseguradas. A partir de ahora podrá vivir en cualquier lugar del mundo,
donde y como mejor le plazca. »Por cortesía le preguntó adónde pensaba ir; el rostro
de la muchacha, hacía un momento radiante, se ensombreció. »—He pensado que, de momento, lo mejor sería ir a
visitar a mis parientes de Westfalia. Creo que hay un tren mañana por la mañana
vía Colonia. Kanitz desplegó enseguida una actividad febril. Pidió
al camarero la guía de ferrocarriles, estudió los horarios y apuntó todas las
combinaciones: el expreso Viena-Frankfurt-Colonia, con transbordo en Osnabrück;
el más cómodo era el de las nueve y veinte de la mañana, que llegaba a
Frankfurt por la tarde; le aconsejó que pernoctara allí para no cansarse en
exceso. Llevado por su acuciante celo, siguió pasando hojas y en la sección de
anuncios encontró un albergue protestante. Que no se preocupara del billete, él se ocuparía, y podía
dar por seguro que la acompañaría también a la estación. Con tantas
deliberaciones el tiempo pasó más deprisa de lo que había esperado. Finalmente
pudo consultar el reloj y apremiarla: »—Pero ahora tenemos que ir al notario. »En menos de una hora estaba todo hecho. En menos de
una hora nuestro amigo había sacado a la heredera tres cuartas partes de su
patrimonio. Cuando su cómplice vio en el documento el nombre del castillo de
Kekesfalva y el bajo precio de compra, guiñó un ojo, sin que la señorita Dietzenhof
se diera cuenta de ello, en un gesto de admiración hacia su viejo compinche.
Esta muestra de admiración entre colegas quería decir, expresada en palabras,
más o menos: "¡Estupendo, truhán! ¡Vaya golpe!" También el notario
miró con interés a través de sus gafas a la señorita Dietzenhof; como todo el
mundo, había leído en los periódicos acerca de la lucha por la herencia de la
princesa Orosvár y como hombre de leyes le pareció sospechosa esta venta
apresurada. ¡Pobre criatura, pensó, has caído en malas manos! Pero no es deber
del notario poner sobre aviso a vendedor o comprador en el momento de firmar un
contrato. Le incumbe poner un sello, registrar el acta y cobrar los derechos.
De modo que el buen hombre (había tenido que presenciar muchos casos dudosos y
sellarlos con el águila imperial) se limitó a bajar la cabeza, desplegar
cuidadosamente el contrato de venta e invitar cortésmente a la señorita
Dietzenhof a firmar la primera. »La tímida mujer se sobresaltó. Indecisa, miró a su
mentor Kanitz y, sólo cuando éste la hubo alentado con un gesto, se acercó a la
mesa y con su letra alemana, pulcra, clara y derecha, escribió "Annette
Beate Maria Dietzenhof". A continuación lo hizo nuestro amigo. Con esto
quedó todo concluido, el acta firmada, el importe de la venta depositado en
manos del notario y fijada la cuenta bancaria a la que se transferiría el
cheque al día siguiente. De una plumada Leopold Kanitz había duplicado o
triplicado su fortuna, desde aquel momento nadie sino él era el amo y señor de
Kekesfalva. »El notario secó con cuidado las firmas húmedas de
tinta, luego los tres le dieron la mano y bajaron la escalera: primero la
señorita Dietzenhof, detrás Kanitz conteniendo la respiración y finalmente el
doctor Gollinger, quien enfurecía a Kanitz golpeándole a cada paso con el
bastón en las costillas y murmurando con su voz aguardentosa y recalcando las
palabras con énfasis: "¡Truhanus maximus, truhanus maximus!" Sin
embargo a Kanitz aún le resultó más desagradable el que, al llegar a la puerta
de la casa, el doctor Gollinger se despidiera de él con una profunda e irónica
reverencia, porque de este modo se quedaba a solas con su víctima y esto lo
asustaba. »Pero, usted,
mi querido teniente, debe tratar de comprender este cambio inesperado. No
quisiera ser pedante y decir que de pronto se despertó la conciencia de nuestro
amigo. Sin embargo, desde aquella plumada la situación externa entre los dos
socios cambió radicalmente. Piense usted: durante aquellos dos días enteros Kanitz
había luchado como comprador contra la pobre muchacha como vendedora. Había
sido la adversaria que él tenía que asediar con estratagemas, acorralarla y
finalmente obligarla a capitular; pero ahora la operación financieromilitar
había terminado. Napoleón Kanitz había vencido y con ello esa pobre y taciturna
muchacha, que con su sencillo vestido caminaba a su lado como una sombra por la
calle Walfisch, ya no era su adversaria, su enemiga. Y, por extraño que pueda
parecer, en aquel momento de rápida victoria, a nuestro amigo nada lo atormentaba
más que el hecho de que la víctima le hubiera facilitado demasiado la victoria.
Pues, cuando se comete una injusticia contra alguien, el autor siente una
misteriosa satisfacción al comprobar o al imaginarse que también la víctima
actuó mal o injustamente en algún detalle; es un alivio para la conciencia
poder atribuir al engañado siquiera una pequeña culpa. Pero Kanitz no podía
reprochar nada, ni lo más mínimo, a aquella víctima; se había entregado a él
con las manos atadas y, además, lo había mirado constantemente con sus ingenuos
y agradecidos ojos azules. ¿Qué le podía decir ahora, una vez había terminado
todo? ¿Felicitarla, encima, por la venta, es decir, por la pérdida? Se sentía
cada vez más incómodo. La acompañaré al hotel, pensó con rapidez, y, después,
adiós muy buenas. »Pero también la víctima a su lado se mostraba
entonces visiblemente intranquila. También ella adoptó un paso distinto, lento
y ensimismado. A pesar de caminar con la cabeza gacha, a Kanitz no se le escapó
este cambio. Por el modo de andar vacilante de la muchacha (no se atrevía a
mirarla a la cara) comprendió que reflexionaba intensamente sobre algo. Un
temor se apoderó de él. Por fin ha comprendido, se dijo, que yo soy el
comprador. Probablemente ahora me hará reproches, probablemente ya se
arrepiente de sus necias prisas y quizá mañana correrá a ver a su abogado. »Mas entonces (ya habían recorrido toda la calle
Walfisch, dos sombras silenciosas una al lado de otra), ella finalmente se
animó, carraspeó y empezó a hablar: »—Perdone... pero como me marcho mañana
temprano, me gustaría dejarlo todo en orden... En primer lugar quisiera darle las gracias por todas
las molestias y... y... pedirle que me diga, mejor ahora mismo, cuánto le debo
por sus gestiones. Ha perdido tanto tiempo haciendo de intermediario y... yo me
marcho mañana temprano..., que me gustaría dejarlo todo arreglado. »A nuestro amigo se le pararon los pies, se le detuvo
el corazón. ¡Esto ya era demasiado! No estaba preparado para algo así. Le
acometió la misma penosa sensación que cuando alguien pega a un perro en un
arrebato de cólera y el animal castigado se le acerca arrastrándose, levanta
sus ojos suplicantes y lame la cruel mano. »—No, no —replicó él, consternado—, usted no me debe
absolutamente nada. —Y al mismo tiempo notó que sudaba por todos los poros. »A él, un hombre que lo tenía todo calculado de
antemano, que desde hacía años había aprendido a prevenir todas las reacciones,
le había ocurrido algo completamente nuevo. En sus años más amargos de agente
había tenido que aguantar que le cerraran las puertas en las narices, que no
correspondieran a su saludo y en su distrito había muchas calles que prefería
evitar. Pero que encima le dieran las gracias, esto no le había ocurrido nunca.
Y se avergonzaba ante la primera persona que a pesar de todo, pese a todo,
confiaba en él. Contra su voluntad, sintió la necesidad de disculparse. »—No —balbuceó—, por el amor de Dios, no... Usted no
me debe nada... No aceptaré nada..., sólo espero haberlo hecho todo bien y actuado
conforme a sus deseos... Quizá hubiera sido mejor esperar, sí, también a mí me
asalta el temor de que se habría podido conseguir más, si usted no hubiera
tenido tanta prisa... Pero usted quería vender rápido..., y creo que así es
mejor para usted. Por Dios, creo que es mejor para usted. »Recuperó el aliento y en aquel momento fue incluso
sincero. »—Alguien como
usted, que no entiende de negocios, lo mejor que puede hacer es no meterse en
ellos. Alguien así es mejor que tenga menos, pero seguro. No se deje —tragó
saliva—, no se deje, insisto, no se deje confundir más adelante por otras
personas que querrán convencerla de que ha vendido mal o demasiado barato.
Después de cada venta siempre aparece alguien que se las da de sabio y va
diciendo que él le hubiera dado más, mucho más... Pero, llegado el momento, no
hubiera pagado nada, le hubiera endosado con letras, pagarés o
participaciones... Esto no le hubiera servido de nada, se lo juro, de nada, se
lo juro aquí mismo, delante de usted, el banco es de primera y su dinero está
seguro allí. Recibirá regular y puntualmente su renta, nada puede ocurrir.
Créame..., se lo juro..., así es mejor para usted. »Entretanto habían llegado al hotel. Kanitz titubeó.
¿Debía al menos invitarla?, pensó. Invitarla a cenar o quizás al teatro. Pero entonces
ella ya le tendía la mano. »—Creo que no debo retenerlo más tiempo..., estos días
me ha dolido ver que me dedicaba tanto tiempo. Hace dos días que se dedica
exclusivamente a mis cosas y, la verdad, tengo la impresión de que nadie lo
hubiera hecho con más abnegación. Una vez más... le... le doy las gracias.
Nunca —se ruborizó un poco— nunca una persona había sido tan buena conmigo, tan
atenta... Nunca hubiera creído posible que me quitara de encima este asunto tan
deprisa, que me resultara tan bien y tan fácil... Le estoy muy agradecida, muy
agradecida. »Kanitz le cogió la mano y no pudo menos de mirarla.
Parte de su temor habitual se había roto con el calor del sentimiento. El
rostro, de ordinario tan pálido y atemorizado, adquirió de pronto un brillo
animado, presentando un aspecto casi infantil con sus ojos azules y expresivos
y una pequeña sonrisa de gratitud. Kanitz buscó en vano las palabras. Pero
entonces ella se despidió y se alejó con pasos ligeros, ágiles y seguros: era
un andar diferente de antes, el andar de una persona aliviada y liberada.
Kanitz la siguió con la mirada, indeciso. Le quedaba la sensación de que le
faltaba decirle algo. Pero el portero ya le entregaba la llave y el botones la
acompañaba al ascensor. Se había acabado. »Fue la despedida de la víctima de su verdugo. Pero
para Kanitz fue como si hubiera golpeado su propia cabeza con el hacha;
permaneció unos minutos aturdido, mirando fijamente el vestíbulo desierto del
hotel. Finalmente lo arrastró el torrente de la calle, no supo adónde. Nunca
una persona lo había mirado de aquella manera, tan humana, tan agradecida.
Nunca nadie le había hablado de aquella manera. Involuntariamente le resonaba
en los oídos aquel "le estoy muy agradecida". ¡Y precisamente a esta
persona él la había expoliado, precisamente a ella la había estafado! Se detuvo
una y otra vez, secándose el sudor de la frente. Y de pronto, ante la gran
cristalería de la Kärtner Strasse por la que pasó tambaleándose como medio
dormido, se encontró frente a frente, en su insensato zigzaguear, con su propio
rostro reflejado en el espejo del escaparate y se quedó contemplándose
fijamente como quien mira la fotografía de un criminal en el periódico
intentando descubrir en qué consisten propiamente los rasgos criminales, si en
el mentón aplastado, en el labio perverso o en los ojos de mirada dura. Se
quedó mirándose y, al observar detrás de las gafas sus propios ojos
desencajados de pavor, recordó de repente aquellos otros de antes. Habría que
tener ojos como aquéllos, pensó conmovido, no tan enrojecidos, ávidos y
nerviosos como los míos. Habría que tener ojos como aquéllos, azules,
resplandecientes, animados de una fe interior (mi madre miraba así a veces,
recordó, las noches de los viernes). Sí, habría que ser una persona así: mejor
dejarse engañar que engañar a los demás..., una persona decente, sin malicia.
Sólo esa clase de personas está bendecida por Dios. Todas mis habilidades,
pensó, no me han hecho feliz, sigo siendo un hombre vencido, desasosegado. Y
así siguió Leopold Kanitz calle abajo, ajeno a sí mismo; y nunca se sintió tan
miserable como en ese día de su gran triunfo. »Finalmente se sentó en un café porque creyó que tenía
apetito y encargó una consumición. Pero cada bocado le causaba repugnancia. Venderé
Kekesfalva, meditaba, lo revenderé enseguida. ¿Qué voy a hacer con una finca en el campo? No soy
agricultor. ¿He de vivir solo en una casa de dieciocho habitaciones y pelearme
con el granuja de arrendatario? Ha sido un disparate, tenía que haberla
comprado por cuenta del Banco Hipotecario y no a mi nombre..., porque si ella
acaba por saber que yo fui el comprador... Además, no quiero ganar mucho con
esto. Si ella está de acuerdo, se la devolveré con el veinte o incluso el diez
por ciento de beneficio; podrá recuperarla en cualquier momento, si se
arrepiente. »La idea lo alivió. Mañana le escribiré, o incluso...
puedo proponérselo en persona mañana temprano, antes de que parta. Sí, esto era
lo justo: ofrecerle por iniciativa propia una opción de retroventa. Ahora se
figuró que podría dormir tranquilo. Pero, a pesar de las dos noches de
insomnio, Kanitz volvió a dormir poco y mal; seguía martilleando sus oídos el
tono de aquel muy, aquel "le estoy muy agradecida", un acento alemán
del norte, extraño, pero tan vibrante de sinceridad, que la agitación le hacía
estremecer los nervios. Ningún negocio en los últimos veinticinco años había
causado tantos quebraderos de cabeza a nuestro amigo como aquél, el más grande,
el más exitoso, el realizado con menos escrúpulos que todos los demás. »A las siete y media Kanitz ya estaba en la calle.
Sabía que el expreso de Passau salía a las nueve y veinte y quería comprar
chocolate o una caja de bombones; sentía la necesidad de hacer un gesto de
agradecimiento y quizá también el secreto deseo de oír una vez más aquellas
palabras, nuevas para él, "le estoy muy agradecida", dichas con aquel
acento conmovedor y extraño. Compró una caja grande, la más bonita y la más cara,
pero aun así no le pareció suficiente como regalo de despedida, de modo que
además compró flores en la tienda más próxima, todo un grueso ramo de flores de
un rojo resplandeciente. Con las dos manos llenas, regresó al hotel y encargó
al portero que mandara enseguida ambas cosas a la habitación de la señorita
Dietzenhof. Pero el portero, dándole de antemano tratamiento de
nobleza según la costumbre vienesa, contestó respetuosamente: »—Ah, señor Von
Kanitz, sepa usted que la señorita ya ha bajado a desayunar y está en el
comedor. »Kanitz reflexionó un instante. La despedida de la
víspera había sido tan emocionante, que tenía miedo de que un nuevo encuentro
pudiera destruir aquel grato recuerdo. Pero luego se decidió a entrar en el
comedor, con la caja de bombones en una mano y las flores en la otra. »Estaba sentada de espaldas a él. Aun sin verle la
cara, Kanitz experimentó, por la manera modesta y quieta con la que aquella
mujercita se sentaba en una mesa solitaria, un sentimiento de ternura que lo
emocionó en contra de su voluntad. Se acercó tímidamente y con un gesto rápido
depositó caja y flores sobre la mesa. »—Un pequeño detalle para el viaje. »Ella se sobresaltó y se sonrojó intensamente. Era la
primera vez que alguien le regalaba flores, exceptuando la vez que uno de
aquellos parientes cazadores de herencias le había mandado cuatro escuálidas
rosas a la habitación con la esperanza de ganarla como aliada. Pero la furiosa
bestia, la princesa, le había ordenado devolverlas enseguida. Y ahora aparecía
alguien con flores y nadie podía prohibirlo. »—Oh, no —balbuceó—. ¿Por qué me da eso? Es
demasiado... demasiado hermoso para mí. »Sin embargo, en sus ojos ya había una mirada de
agradecimiento. Ya fuera el reflejo de las flores o la sangre que se agolpaba
en sus mejillas, lo cierto es que un brillo rosado teñía cada vez más
intensamente su rostro perplejo; aquella muchacha ya entrada en años parecía
casi hermosa en aquel momento. »—¿No quiere sentarse? —dijo en su confusión, y Kanitz
tomó asiento torpemente frente a ella. »—¿De modo que de veras se va? —preguntó, y en su voz
vibraba un tono de sincero pesar. »—Sí —dijo ella, inclinando la cabeza. »No había alegría en este "sí", pero tampoco
tristeza. Ni esperanza ni desencanto. Lo dijo tranquila, resignada y sin
ninguna entonación especial. »En su confusión, y movido por el deseo de serle útil,
Kanitz le preguntó si había anunciado de antemano su llegada por telegrama. Oh,
no, no, con ello sólo hubiera conseguido alarmar a sus familiares, que no
recibían telegramas en casa durante años. ¿Eran tal vez parientes cercanos?,
siguió preguntando Kanitz. ¿Parientes cercanos? Oh, no, en absoluto. Una
especie de sobrina, hija de una hermanastra difunta, a cuyo marido ella no
conocía. Cultivaban una pequeña finca rústica y se dedicaban a la apicultura;
ambos le habían escrito ofreciéndole cariñosamente una habitación allí y
diciéndole que podía quedarse todo el tiempo que quisiera. »—Pero ¿qué va a hacer usted en ese lugarejo perdido?
—preguntó Kanitz. »—No lo sé —respondió ella, bajando los ojos. »Nuestro amigo se sentía cada vez más afectado. Había
tal vacío y abandono en aquella criatura, y tal indiferencia en el modo como
aceptaba su propia persona y su destino, que se acordó de sí mismo, de su vida
inestable, errante. En esta existencia sin rumbo de la muchacha reconoció la
suya propia. »—Pero esto es absurdo —dijo casi con vehemencia—. No
se debe vivir con parientes, no es bueno. Además, ahora ya no tiene necesidad
de enterrarse en semejante agujero. »Ella lo miró agradecida y triste a la vez. »—Sí —suspiró—. También a mí me da un poco de miedo.
Pero ¿qué puedo hacer, si no? »Lo dijo como para sus adentros y luego levantó
sus ojos azules hacia él, como esperando un consejo suyo (habría que tener ojos
como éstos, se había dicho Kanitz el día antes), y de pronto, sin saber cómo,
el hombre sintió que un pensamiento, un deseo, afloraba a sus labios:
»—Entonces, mejor que se quede aquí —dijo, y, sin querer, añadió a media voz—.
Quédese conmigo. »Ella se sobresaltó y lo miró fijamente. Sólo ahora
comprendió Kanitz que había expresado algo que conscientemente no había querido
decir. Las palabras habían acudido a sus labios sin que él las hubiera
sopesado, calculado y examinado como era su costumbre. Un deseo, que ni
siquiera se había explicado ni confesado, se había convertido de golpe en voz,
vibración y sonido. Por la turbación de la muchacha se dio cuenta de lo que
acababa de decir y al momento temió que pudiera interpretarlo mal.
Probablemente ella pensaba: como amante suya. Y para evitar que viera en sus
palabras una intención ofensiva, se apresuró a añadir: »—Quiero decir... como
mi esposa. »Ella se irguió bruscamente. Se le contrajo la boca, y
Kanitz no sabía si era para sollozar o para proferir algún insulto. Después se
levantó de un salto y salió del comedor. »Fue el momento más terrible en la vida de nuestro
amigo. Sólo entonces comprendió el disparate que acababa de cometer. Había
ofendido, humillado y degradado a una persona bondadosa, la única que le había
demostrado confianza, porque ¡cómo podía él, un hombre casi viejo, un judío,
deslucido, feo, corredor ambulante, codicioso de dinero, proponerse en
matrimonio a una muchacha de alma tan distinguida, tan delicada!
Involuntariamente consideró justificado que saliera corriendo con tal
repugnancia. Bien, se dijo furioso, te está bien empleado. Al fin me ha reconocido, al fin ha demostrado el
desprecio que merezco. Mejor esto que no que me dé las gracias por mi
canallada. Kanitz no se ofendió lo más mínimo por aquella huida; al contrario
(él mismo me lo confesó), en aquel momento estaba incluso contento. Tenía la
sensación de que había recibido su castigo; era justo que en lo sucesivo ella
pensara en él con tanto desprecio como el que sentía él por sí mismo. »Pero entonces ella volvió a aparecer en la puerta,
con los ojos humedecidos y terriblemente agitada. Sus hombros temblaban. Se
acercó a la mesa. Tuvo que apoyarse con ambas manos en el respaldo de la silla
antes de sentarse de nuevo. Después tomó aliento, sin levantar los ojos:
»—Perdone... perdone mi grosería por la manera como me he levantado de la mesa.
Pero estaba tan asustada... ¿Cómo ha podido usted...? Pero si no me conoce...
no me conoce. »Kanitz estaba demasiado confuso para hablar.
Hondamente conmovido, sólo veía que no había enojo en ella, sino simple miedo,
que la mujer estaba tan asustada como él por la insensatez de su repentina
proposición. Ninguno de los dos tenía el valor de hablar, de mirar al otro.
Pero ella no salió de viaje aquella mañana. Permanecieron juntos de la mañana a
la noche. Tres días más tarde él repitió la proposición y al cabo de dos meses
se casaron.» El doctor Cóndor hizo una pausa. —Bien, pues, un último trago..., ya termino. Sólo una
cosa más. Por aquí se va diciendo que nuestro amigo se había acercado a la
heredera con tretas y lisonjas y que la había atrapado con una proposición de
matrimonio para conseguir la propiedad. Pero repito: no es verdad. Como usted
ahora sabe, Kanitz ya tenía el castillo entonces y no le hacía falta casarse
con ella, no había ni un ápice de cálculo en su petición de mano. El pequeño
agente nunca hubiera tenido el valor de cortejar por astucia a aquella delicada
muchacha de ojos azules, sino que en contra de su voluntad se vio sorprendido
por un sentimiento que era sincero y que, como por milagro, siguió siéndolo. »Pues bien, aquel compromiso absurdo terminó en un
matrimonio feliz como pocos. Suele ocurrir que de los contrarios, cuando se
complementan, sale la armonía más perfecta, y a menudo lo que parece más
sorprendente resulta ser lo más natural. Cierto que la primera reacción en el
caso de esta inesperada pareja fue el miedo mutuo. Kanitz recelaba que alguien
divulgara la historia de sus oscuros negocios y que entonces ella, en el último
momento, lo menospreciara y lo rechazara; desplegó una energía tremenda para
encubrir su pasado. Puso fin a todas sus dudosas prácticas, devolvió con
pérdidas los pagarés, se mantuvo alejado de sus anteriores cómplices. Se hizo
bautizar, eligió un padrino influyente y con una suma considerable de dinero
consiguió añadir al nombre de Kanitz el de "Von Kekesfalva", de
resonancia más noble, con cuyo cambio, como suele ocurrir en estos casos, el
nombre original pronto desapareció de las tarjetas de visita. Pero hasta el día de la boda vivió obsesionado por la
idea de que hoy, mañana o pasado, ella, atemorizada, le retiraría la confianza.
Ella, a su vez, a quien su anterior dueña, la bestia, durante años había
reprochado todos los días ineptitud, estupidez, maldad y estulticia, y con
diabólica tiranía había anulado en ella todo sentimiento de dignidad personal,
esperaba recibir también constantes gritos, burlas, insultos y humillaciones de
su nuevo amo; resignada de antemano, contaba con la esclavitud como con un
destino inexorable. Pero he aquí que todo lo que hacía estaba bien; el hombre a
cuyo servicio y en cuyas manos había depositado su vida, le reiteraba todos los
días su gratitud y la trataba siempre con la misma respetuosa timidez. La joven
estaba perpleja; era incapaz de comprender tanta ternura. Poco a poco, la
muchacha ya medio marchita, recuperó su lozanía, se volvió hermosa, adquirió
formas suaves; pasaron uno, dos años, antes de que se atreviera a creer
realmente que también ella, la ignorada, la pisoteada, podía ser respetada y
amada como las demás mujeres. Pero la verdadera felicidad para ambos llegó
cuando vino al mundo la niña. »En aquellos años Kekesfalva reanudó sus actividades
comerciales con renovada pasión. Había dejado tras de sí al pequeño agente y su trabajo
ganó en calidad. Modernizó la fábrica de azúcar, tomó participación en el
taller de laminación de Wiener Neustadt y llevó a cabo esa deslumbrante
transacción en el cártel del alcohol de la que tanto se habló entonces. El
hecho de que por aquella época fuera rico, realmente rico, en nada cambió la
modesta y retirada vida del matrimonio. Como si no quisieran que la gente se
acordara demasiado de ellos, rara vez tenían invitados, y la casa, que usted ya
conoce, daba entonces una impresión incomparablemente más simple y
campesina..., ¡la verdad es que era mucho más feliz que hoy! »Luego llegó el
momento de su primera prueba. Su esposa ya llevaba tiempo sufriendo dolores
internos, la comida le repugnaba, adelgazaba, cada vez se sentía más cansada y
débil, pero por miedo a inquietar con su insignificante persona al marido
inmerso en mil ocupaciones apretaba los labios cuando sufría un ataque y pasaba
en silencio sus dolores. Finalmente, cuando fue imposible ocultarlo por más
tiempo, ya era demasiado tarde. La llevaron en ambulancia a Viena para operar
la pretendida úlcera de estómago, en realidad un cáncer. Fue en esta ocasión
cuando conocí a Kekesfalva: nunca he visto en una persona una forma de
desesperación más feroz y desenfrenada. No podía ni quería entender que la
medicina no fuera capaz de salvar a su esposa; para él, sólo la negligencia, la
indiferencia y la inoperancia de los médicos eran la causa de que no hiciéramos
más por ella, de que no pudiéramos hacer más. Ofreció al catedrático cincuenta,
cien mil coronas, si la curaba. El mismo día de la operación mandó telegramas a
las primeras autoridades en medicina de Budapest, Munich y Berlín para
encontrar aunque sólo fuese uno que dijera que quizá se la podía salvar del
bisturí. Nunca olvidaré en lo que me quede de vida sus ojos extraviados
mientras nos gritaba que éramos todos unos asesinos, cuando la enferma
incurable murió, como era de esperar, en la mesa de operaciones. »Aquél fue su camino de Damasco. A partir de ese día
algo cambió para siempre en este asceta de los negocios. Para él había muerto
un dios al que había servido desde su infancia: el dinero. Ahora sólo le
quedaba una cosa en el mundo: su hija. Contrató gobernantas y criados, mandó
remodelar la casa, ningún lujo pareció bastante al hombre antes tan sobrio.
Llevó a la niña, con nueve y diez años, a Niza, a París y a Viena, la malcrió
y, con la misma furia con que hasta entonces había acumulado el dinero, lo
derrochó ahora a su alrededor casi con desprecio... Quizá no estaba usted tan
equivocado cuando lo llamó noble y distinguido, pues desde hace años lo ha
dominado una insólita indiferencia frente al beneficio y la pérdida; aprendió a
despreciar el dinero desde que todos los millones no pudieron recuperar a su
mujer. »Se hace tarde y no quiero describirle con detalle la
idolatría que tributaba a su hija; al fin y al cabo es comprensible, pues con
los años la pequeña se convirtió en una adolescente encantadora, en una
auténtica sílfide, tierna, esbelta y grácil, de unos ojos grises que iluminaban
a todo el mundo con su claridad y gentileza; había heredado de la madre la
dulzura pudorosa y del padre, el agudo discernimiento. Juiciosa y amable,
adquirió con el tiempo aquella maravillosa ingenuidad propia sólo de los niños
que nunca han conocido la hostilidad o los rigores de la vida. Y sólo quien conoció el hechizo en que vivía aquel
hombre que ya envejecía y no se atrevía a esperar que de su sangre oscura y
pesada pudiera brotar una criatura tan alegre, tan encantada de la vida, puede
medir toda su desesperación cuando le sobrevino la segunda desgracia. No podía
ni quería entender (ni siquiera hoy) que precisamente esta niña, su hija,
tuviera que ser tan castigada y quedara tullida, y la verdad es que no me
atrevo a contar todas las insensateces que cometió en su fanática
desesperación. No voy a recordar una vez más que desespera con su insistencia a
todos los médicos del mundo, con fabulosas sumas de dinero trata de obligarnos
a obtener una curación inmediata, me llama cada dos días, cosa absurda, sólo
para satisfacer su maníaca impaciencia, pero hace poco un colega me contó que
el anciano todas las semanas acude a la biblioteca de la universidad, se sienta
entre los estudiantes, anota torpemente todos los términos del diccionario que
no conoce y después pasa horas estudiando a fondo todos los manuales de medicina
con la absurda esperanza de descubrir quizá él mismo lo que los médicos hemos
pasado por alto u olvidado. Por otra parte llegó a mis oídos (usted quizás
sonreirá, pero es la locura lo que permite siempre adivinar la magnitud de una
pasión) que prometió grandes sumas tanto a la sinagoga como al párroco de aquí
a modo de donativo por la curación de su hija. Sin saber a qué Dios acudir, si al de sus padres, que
él había olvidado, o al nuevo, y perseguido por el miedo estremecedor de
enemistarse con uno u otro, se juramentó con ambos al mismo tiempo. »Pero... está claro que no le cuento todos estos
detalles que rayan en el ridículo por ganas de chismorreo. Sólo quiero que
comprenda lo que para este hombre castigado, abatido y destrozado significa una
persona que sobre todo lo escuche, alguien del que sepa que comprende de todo
corazón sus inquietudes o al menos quiere comprenderlas. Sé que se lo pone
difícil a los demás con su obstinación, con su manía egocéntrica, que le induce
a creer que en este mundo nuestro, lleno de desgracias hasta los bordes, no hay
otra desgracia que la suya, la de su hija. Pero precisamente ahora, cuando su
delirante desamparo empieza a enfermarlo también a él, no se le puede dejar en
la estacada, y usted, mi querido teniente, está haciendo realmente, realmente,
una buena obra al llevar un poco de su juventud, de su vitalidad, de su
candidez, a esta trágica casa. Sólo por esta razón, por el temor de que otros
pudieran confundirlo, le he contado quizá más de su vida privada de lo que en
realidad me incumbe, pero creo poder contar con que todo lo que le he dicho
quedará estrictamente entre nosotros. —Por supuesto —dije automáticamente. Eran las primeras palabras que salían de mis labios
desde el principio del relato. Yo estaba poco menos que atónito, no sólo por
las sorprendentes revelaciones que daban la vuelta como un guante a la idea que
tenía de Kekesfalva, sino que a la vez me habían dejado perplejo mi propia
ingenuidad y estupidez. ¡A mis veinticinco años iba todavía por el mundo con
una venda en los ojos! Huésped diario durante semanas en aquella casa y, sin
embargo, envuelto en la neblina de mi compasión y llevado por una necia
discreción, nunca me había atrevido a preguntar ni acerca de la enfermedad, ni
de la madre, que a ojos vistas faltaba en aquella casa, ni por el origen de la
riqueza de aquel hombre singular. ¿Cómo había podido pasar por alto que esos
ojos almendrados, cubiertos por un melancólico velo, no eran los de un
aristócrata húngaro, sino que pertenecían a la mirada propia de la raza judía,
aguzada y a la vez cansada por milenios de trágica lucha? ¿Cómo no me había
dado cuenta de que en Edith aparecían mezcladas otras esencias? ¿Cómo no había
visto que extraños pasados tenían forzosamente que pesar como fantasmas sobre
aquella casa? Entonces, con retraso, me vino a las mientes como un relámpago
toda una serie de detalles: la fría mirada con que nuestro coronel había
rechazado el saludo de Kekesfalva al encontrarse con él en una ocasión,
limitándose a levantar apenas dos dedos hacia la gorra, o cómo mis camaradas,
sentados en el café, lo llamaron «viejo maniqueo». Tuve la sensación como si de
repente se abriera una cortina en una habitación oscura y el sol diera en los
ojos con tanta intensidad, que se llenan de fulgores purpúreos y uno anda a
tientas bajo el deslumbrante brillo de esa luz, insoportable por excesiva. Pero como si adivinara mis emociones. Condor se
inclinó hacia mí y su pequeña y blanda mano tocó la mía con gesto
tranquilizador, el gesto de un verdadero médico. —Por supuesto usted, teniente, no podía siquiera
sospecharlo. ¡Cómo iba a saberlo! Ha sido educado en un mundo completamente
cerrado, muy peculiar, y se encuentra, además, en la edad dichosa en que uno no
ha aprendido todavía a mirar con desconfianza todo lo que resulta extraño. Créame, por ser más viejo: no hay que avergonzarse
porque de vez en cuando la vida lo engañe a uno; es más bien una bendición no
tener todavía en la pupila esa mirada de mal ojo, agudísima y diagnosticara, y
preferir de entrada ver a las personas y las cosas con confianza. De lo
contrario, usted no hubiera podido ayudar tan espléndidamente a ese anciano y a
esa pobre niña enferma. No, no se sorprenda y, sobre todo, no se avergüence:
su buen instinto le ha inducido a actuar de la mejor manera. Tiró la colilla del cigarro a un rincón, se estiró y
echó la silla hacia atrás. —Pero creo que ya va siendo hora de que me marche. Me levanté al mismo tiempo que él, aunque todavía
sentía algo de vértigo. Porque algo extraño me ocurría. Estaba enormemente
agitado, todo lo que acababa de saber de modo tan sorprendente me había incluso
desvelado aún más y llevado a un estado de sobreexcitación nerviosa; pero al
mismo tiempo sentía una presión sorda en un punto muy determinado. Recordé con
toda claridad que, en mitad de su narración, había querido preguntar algo a
Condor, pero que no había tenido la suficiente presencia de ánimo para
interrumpirlo: ¡quería preguntarle por un detalle en un momento determinado! Y
ahora que me estaba permitido preguntar, no me acordaba de cuál era; la tensa
concentración con que lo escuchaba debió de borrarlo de la memoria. En vano
recorrí todos los recodos de la conversación: era como cuando uno siente un
dolor preciso en el cuerpo y, sin embargo, es incapaz de localizarlo. Durante
el minuto que tardamos en atravesar el local ya medio vacío en dirección a la
puerta puse todo mi empeño en recordar. Salimos a la calle. Condor alzó los ojos. —¡Aja! —Sonrió con cierta satisfacción—. Lo he notado
todo el rato. Este claro de luna me pareció demasiado brillante desde el primer
momento. Tendremos tormenta, y fuerte, diría yo. Será cosa de apresurarnos. Tenía razón. Entre las casas dormidas el aire seguía
estancado, quieto y sofocante, sin embargo desde el este empezaban a cubrir el
cielo nubes oscuras y cargadas, ocultando la luna a hilachas, que desfallecía,
amarillenta. La mitad del firmamento estaba ya completamente oscurecida; la
compacta y metálica masa avanzaba como una gigantesca tortuga negra, surcada a
veces por relámpagos lejanos, y tras ella algo gruñía a cada fogonazo, colérico
como un animal irritado. —En media hora va a caer una buena —diagnosticó
Condor—. Yo llegaré al tren sin mojarme, pero usted, teniente, mejor que
regrese, de lo contrario se llevará un buen remojón. Pero yo tenía la vaga impresión de que todavía me
quedaba algo por preguntar, y seguía sin saber qué; el recuerdo de lo que fuera
se había anegado en una indistinta negrura, como en el cielo la luna entre los
nubarrones que la perseguían. Sentía palpitar sin descanso en mi cerebro
aquella idea indefinida; era como un dolor continuo e inquietante, como un
taladro. —No, me arriesgaré —respondí. —En ese caso, apresúrese. Cuanto más rápido caminemos,
mejor. De tanto estar sentado las piernas se quedan entumecidas. Piernas entumecidas: ¡ésta era la palabra clave! Al
momento, con la claridad de un relámpago se hizo la luz en lo más profundo de
mi conciencia. De repente supe lo que había querido preguntar a Condor, lo que
tenía que preguntarle: ¡el encargo! La misión que Kekesfalva me había
encomendado. Es probable que mi subconsciente hubiera estado pensando todo el
rato en la pregunta de Kekesfalva de si aquella parálisis era incurable o no:
ahora era el momento de planteársela. Y, mientras andábamos por las calles
desiertas, empecé con cierta cautela: —Perdone, doctor..., todo lo que me ha
contado es por supuesto de sumo interés..., quiero decir de suma importancia...
Pero comprenderá usted que, precisamente por eso, quiera todavía preguntarle
algo..., algo que me preocupa desde hace tiempo y... al fin y al cabo usted es
su médico. Conoce el caso como ningún otro... Yo soy un lego y no puedo hacerme
una idea clara..., y me gustaría saber qué opina realmente usted. Quiero decir,
en el caso de la parálisis de Edith, ¿se trata de una enfermedad pasajera o es
incurable? Condor levantó los ojos bruscamente, de golpe. Sus gafas me miraron
fulgurantes; sin querer, esquivé el golpe vehemente de esta mirada, que penetró
en mi piel como una aguja. ¿Sospechaba acaso en mis palabras el encargo de
Kekesfalva? ¿Recelaba algo? Pero enseguida volvió a bajar la cabeza y, sin
interrumpir su ritmo acelerado, incluso echando a andar con más presteza,
rezongó: —¡Pues claro! Tenía que habérmelo esperado. El final es siempre el mismo.
Curable o incurable, blanco o negro. ¡Como si fuera tan fácil! «Sano» y
«enfermo» son dos palabras que un médico decente y de buena fe no debería
pronunciar jamás, pues ¿dónde empieza la enfermedad y termina la salud? ¡Y lo
mismo «curable» e «incurable»! Ya lo sé, son palabras muy corrientes y en la
práctica es difícil pasarse sin ellas. Pero no conseguirá que pronuncie la
palabra «incurable». ¡Yo, nunca! Sé que el hombre más cuerdo del último
siglo, Nietzsche, escribió esta frase terrible: no hay que querer ser médico de
lo incurable. Pero es, con diferencia, la más falsa de todas las frases
paradójicas y peligrosas que ofreció a nuestro análisis. La verdad es
exactamente lo contrario, y yo afirmo: es justamente de lo incurable de lo que
hay que querer ser médico. Y más aún: la verdadera piedra de toque del médico
está en lo que llamamos incurable. El médico que acepta de antemano el concepto
de «incurable» deserta de la misión que le es propia, capitula antes de la
batalla. Desde luego, sé que es más fácil y cómodo emplear la palabra
«incurable» en ciertos casos y dar media vuelta con cara de resignación y los
honorarios de la consulta en el bolsillo... Sí, sí, es muy cómodo y lucrativo
ocuparse exclusivamente de los casos comprobados, acreditados como curables y
cuya terapia se puede encontrar bien detallada en las páginas tal y tal de
cualquier mamotreto. Bueno, a quien le guste hacer de matasanos, que lo haga. A
mí personalmente me parece una labor tan lamentable como la del poeta que se
limita a repetir lo ya dicho, en vez de intentar domar con la palabra lo no
dicho y aun lo indecible, o como el filósofo que explica por nonagésima novena
vez lo que ya se sabe desde hace tiempo, en vez de enfrentarse a lo
desconocido, lo incognoscible. Incurable: un concepto relativo, no absoluto.
Para la medicina, como ciencia progresiva, los casos incurables sólo existen en
un estadio momentáneo, en nuestro espacio de tiempo presente, esto es, desde
nuestra perspectiva limitada y obtusa de sapos. Pero lo importante no es
nuestro momento. En cien casos para los que hoy no vemos posibilidades de
curación, mañana o pasado podrá haberse encontrado o inventado una... Nuestra
ciencia avanza a un ritmo frenético. De modo que, y que no se le olvide —dijo
enojado, como si lo hubiera ofendido—, para mí no hay enfermedades incurables,
por principio no renuncio a nada ni a nadie, y nadie jamás me arrancará la
palabra «incurable». Lo máximo que diría, aun en el caso más desesperado, sería
que una enfermedad «todavía no es curable», es decir: no curable todavía por
nuestra ciencia contemporánea. Condor caminaba con tan grandes zancadas, que me
costaba seguirlo. De repente, se detuvo. —Tal vez me expreso de modo demasiado complicado,
abstracto. Es difícil explicar estas cosas entre una fonda y una estación. Pero
quizás un ejemplo le ilustrará mejor lo que quiero decir..., un ejemplo,
además, muy personal y muy doloroso para mí. Hace veintidós años yo era un
joven estudiante de medicina, más o menos de la edad de usted ahora, y me encontraba
en segundo año de carrera cuando enfermó mi padre, hasta entonces un hombre
fuerte, en perfecto estado de salud, trabajador incansable, al que yo quería y
veneraba con pasión. Los médicos le diagnosticaron diabetes, una de las
enfermedades más crueles y alevosas que puedan atacar a una persona. Sin motivo
alguno, el organismo deja de asimilar los alimentos, no proporciona grasa y
azúcar al cuerpo, y por lo tanto el enfermo decae y muere de inanición pese a
su organismo vivo... No quiero torturarlo con detalles que destruyeron tres
años de mi juventud. »Y ahora atienda usted: en aquel entonces la llamada
ciencia no conocía ni el menor remedio contra la diabetes. Se martirizaba a los
enfermos con una dieta especial, se pesaba cada gramo, se medía cada sorbo,
pero los médicos sabían (y yo como estudiante de medicina también lo sabía) que
con eso sólo se demoraba el final, que estos dos o tres años significaban una
espantosa muerte lenta, perecer de hambre en medio de un mundo rebosante de
manjares y bebidas. Se puede usted imaginar cómo yo, estudiante de medicina y
futuro médico, corrí de una autoridad a otra, cómo estudié todos los libros y
obras especializadas. Pero de todas partes recibía como respuesta, de viva voz
o por escrito, la palabra que desde entonces se me hizo insoportable:
«incurable», «incurable». Desde aquellos días detesto esa palabra, porque tuve
que ver, siempre en vela, pero sin posibilidad de actuar, cómo la persona a la
que más quería en el mundo, sucumbía de forma más miserable que un animal
estúpido. Murió tres meses antes de que me graduase. »Y ahora escuche con atención: hace unos días, en la
Sociedad Médica, asistimos a la conferencia de uno de nuestros primeros
quimiocólogos, quien nos informó de que en Estados Unidos y en los laboratorios
de algunos otros países estaban bastante avanzados los experimentos para
encontrar un remedio basado en extractos glandulares y afirmó que a buen seguro
dentro de una década la diabetes sería una enfermedad «superada». Bueno, puede
usted imaginarse cómo me conmocionó la idea de que hubieran podido existir ya
por aquel entonces unos cientos de gramos de esa sustancia y la persona más
querida por mí en el mundo no hubiera tenido que sufrir aquellos tormentos y
morir; o al menos hubiéramos tenido la esperanza de curarlo, de salvarlo.
Comprenderá usted ahora por qué me enfureció entonces el veredicto de
«incurable»... Noche y día soñaba con la posibilidad, y la necesidad,
de que alguien encontrara, descubriera, algún remedio, quizá yo mismo. La
sífilis, que en nuestra época de universitarios se nos describía expresamente
como «incurable» en una hoja informativa a modo de advertencia, también se ha
llegado a curar. Nietzsche, Schumann, Schubert y no sé cuántas más de sus
trágicas víctimas, no murieron, pues, de una enfermedad «incurable», sino de
una que entonces «todavía no era curable»... Sí, se puede decir que murieron
prematuramente, en el doble sentido de la palabra. ¡Cuántas cosas nuevas, inesperadas, fantásticas, ayer
todavía inimaginables, nos brindan todos los días! Por eso, cada vez que me
encuentro ante un caso en que los demás se encogen de hombros, mi corazón se
estremece de rabia porque todavía no conozco ese remedio de mañana, de pasado
mañana, pero también palpita de esperanza: quizá tú lo descubrirás, quizás
alguien lo descubra, para esta persona, en el momento justo, en el último
momento. Todo es posible, incluso lo imposible, pues allí donde nuestra ciencia
actual se encuentra con puertas cerradas, sucede a menudo que atrás otras se abren
inesperadamente. Cuando nuestros métodos fracasan, hay que tratar de encontrar
otros nuevos, y cuando la ciencia no sirve, siempre queda el milagro..., sí,
también hoy se dan milagros en medicina. Milagros a plena luz eléctrica, contra
toda lógica y experiencia, y a veces incluso se pueden provocar. Créame,
¿torturaría yo a esa muchacha y a mí mismo, si no tuviera la esperanza de
lograr salvarla al fin? Es un caso difícil, lo admito, un caso rebelde, hace
años que no avanzo tan rápido como quisiera. Sin embargo, a pesar de todo, no
la abandono. Lo había escuchado con gran atención; comprendí con
toda claridad lo que quería decir, pero inconscientemente me había contagiado
de la insistencia y la angustia del padre. Quería oír más cosas, más concretas
y precisas. Y seguí preguntando: —¿Cree, pues, en una mejoría..., es decir, que
ya ha conseguido una cierta mejoría? El doctor Condor permaneció callado. Al
parecer, mi observación lo incomodó. Sus cortas piernas marcaban el paso cada
vez con más viveza. —¿Cómo puede usted afirmar que he conseguido una
cierta mejoría? ¿Lo ha comprobado? ¿Y qué sabe usted de todo eso? Al fin y al
cabo conoce a la enferma desde hace sólo unas semanas, y yo vengo tratándola
desde hace cinco años. Y de pronto se detuvo. —Para que lo sepa de una vez para siempre: no he
conseguido nada sustancial, nada definitivo, ¡y de eso se trata! He hecho con
ella más pruebas y curas que un curandero. Todo inútil, estéril. No he
conseguido nada hasta ahora. Su arrebato me asustó: era evidente que había herido
su amor propio de médico. Traté, pues, de tranquilizarlo. —Pero el señor Von Kekesfalva me ha contado que los
baños eléctricos producen un gran alivio a Edith y sobre todo las inye... El doctor Condor se detuvo de golpe y me cortó la
palabra a medio pronunciar. —¡Bobadas! ¡Puras bobadas! ¡No se deje embaucar por
ese viejo loco! ¿Cree usted realmente que se puede eliminar, como quien quita
una mancha, semejante paraplejia con baños eléctricos y otras sandeces
parecidas? ¿No conoce usted nuestro viejo truco médico? Cuando no sabemos más,
tratamos de ganar tiempo y entretenemos al paciente con chácharas y monsergas
para que no se dé cuenta de nuestro desconcierto y, por suerte nuestra, en la
mayoría de los casos la naturaleza también miente al enfermo y se convierte en
nuestro cómplice. ¡Claro que Edith se encuentra mejor! Cualquier cura, ya sea
comer limones o beber leche, bañarse en agua fría o caliente, ocasiona de
entrada un cambio en el organismo y produce un nuevo estímulo que el enfermo,
eterno optimista, toma por una mejoría. Esta clase de autosugestión es nuestro
mejor aliado, ayuda incluso a los médicos más burros. Pero el asunto tiene un
inconveniente: tan pronto como el aliciente de lo nuevo mengua, viene la
reacción y entonces conviene cambiar lo más rápido posible simular una nueva
terapia. En los casos desesperados manipulamos con semejantes paparruchadas
hasta que, quizá por casualidad, encontramos el verdadero método, el acertado. No, nada de cumplidos, yo sé mejor que nadie lo poco
que he conseguido de cuanto me he propuesto en el caso de Edith. Todo lo que he
intentado hasta ahora (no se engañe al respecto), todas esas bufonadas como
descargas eléctricas y masajes, no la han ayudado, en el verdadero sentido de
la palabra, a ponerse en pie. Condor estalló contra sí mismo con tanta vehemencia,
que sentí la necesidad de defenderlo ante su propia conciencia. De modo que
añadí tímidamente: —No obstante..., yo mismo he visto cómo camina gracias a las
máquinas..., ese aparato extensor... Pero entonces Condor ya no habló, sino que gritó lisa
y llanamente, y con tanta cólera y falta de control, que en la calle solitaria
dos transeúntes tardíos se volvieron hacia nosotros, llevados por la
curiosidad. —¡Paparruchadas, le he dicho! ¡Paparruchadas! Esos
aparatos me ayudan a mí y no a ella. Esas máquinas son meros aparatos de entretenimiento,
para tenerla ocupada, ¿comprende? No es la muchacha quien las necesita, sino
yo, porque los Kekesfalva ya no tenían paciencia. Sólo porque ya no podía
resistir por más tiempo tanta insistencia, tuve que suministrar de nuevo al
anciano una inyección de confianza. ¿Qué otra cosa podía hacer sino colgar este
peso a la impaciente, tal como se ponen grilletes a un preso recalcitrante...?
Algo completamente inútil... Es decir, esos aparatos quizá refuercen un poco
los tendones... No podía servirme de otra cosa..., y tenía, que ganar tiempo...
Pero no me avergüenzo en absoluto de estas trampas y artilugios. Usted mismo
puede comprobar el éxito. ¡Edith se convence a sí misma de que desde entonces
ha mejorado, el padre dice triunfante que yo la he ayudado, todos están
entusiasmados con el magnífico y genial milagrero, y usted mismo me interroga
como si yo fuera el doctor Sabelotodo! Se interrumpió y se quitó el sombrero
para enjugarse con la mano el sudor de la frente. Luego me miró maliciosamente
de reojo. —¡Temo que todo esto no le guste demasiado! ¡Seguro
que defrauda su idea del médico como salvador y hombre de la verdad! En su
entusiasmo juvenil se imaginó la moral médica de otro modo y ahora está..., lo
noto..., desencantado o incluso disgustado por esas prácticas. Lo lamento, pero
la medicina nada tiene que ver con la moral: cada enfermedad es en sí un acto
anárquico, una rebelión contra la naturaleza, y por esta razón es lícito
emplear contra ella todos los medios, todos. No, no cabe piedad con los enfermos..., el enfermo se
coloca hors de la loi, infringe el orden, y para restablecer el orden y a sí
mismo hay que intervenir despiadadamente, como en todas las revueltas. Uno
tiene que servirse de todo lo que le cae en manos, pues nunca la humanidad, ni
un solo hombre, se ha curado todavía con la bondad y con la verdad. Si un
embuste cura, ya no es un embuste miserable, sino un medicamento de primera
clase, y mientras no puedo curar efectivamente un caso determinado, debo
procurar ayudar a pasar el trance. Tampoco es fácil, teniente, cambiar siempre
de estribillo durante cinco años, sobre todo cuando uno no está especialmente
entusiasmado con su arte. De todos modos, mis más humildes gracias por los
cumplidos. El rechoncho hombrecito se hallaba enfrente de mí tan
agitado, que parecía que me iba a atacar con violencia a la primera que le
llevara la contraria. En aquel momento un relámpago azul como una vena rasgó el
horizonte oscurecido y tras él un trueno gruñó ronco y pesado. De pronto Condor
rompió a reír. —Fíjese..., el cielo le responde con un gruñido. Pobre
muchacho, hoy lo han fastidiado más de la cuenta, le han extirpado una ilusión
tras otra con el bisturí, primero la del magnate magiar y luego la del médico y
amigo, previsor e infalible. ¡Pero debe comprender que a uno le irriten las
alabanzas de ese viejo loco! Sobre todo en el caso de Edith, los arranques
sentimentales me ponen especialmente frenético, porque a mí mismo me aflige
avanzar tan despacio y no haber encontrado, es decir, inventado todavía nada
definitivo. Anduvo unos pasos sin hablar. Luego se volvió hacia mí
y añadió en tono más cordial: —Además, no quisiera que pensara que en mi fuero
interno he «abandonado» el caso, como decimos eufemísticamente entre colegas.
Al contrario, es uno de estos casos en que no voy a perder comba, aunque dure
un año o cinco. Por otro lado, mire qué coincidencia..., justo aquella misma
tarde, después de la conferencia de la que le he hablado, leí en una revista
médica de París la descripción de la terapia para una parálisis, el curioso
caso de un hombre de cuarenta años que había pasado dos años enteros en cama,
paralítico, sin poder mover un solo miembro, y al que el profesor Viennot ayudó
a avanzar en cuatro meses hasta el punto de que hoy vuelve a subir cinco pisos
tan alegremente. Figúrese usted: en cuatro meses, semejante curación de un caso
parecido al que yo vengo tratando chapuceramente desde hace cinco años... ¡Le
aseguro que caí de espaldas cuando lo leí! Claro está que la etiología del caso
y también el método no son nada claros, parece ser que el profesor Viennot
conjugó ahí de forma curiosa una serie de tratamientos: baños de sol en Cannes,
aparatos y una cierta gimnasia. Por supuesto, al no disponer del historial
médico del enfermo no tengo idea de si algo de su nuevo método es aplicable, y
hasta qué punto, en nuestro caso. Pero enseguida escribí al profesor Viennot en
persona para pedirle datos más precisos, y sólo con vistas a eso he martirizado
hoy a Edith con un examen tan minucioso. Necesitaba poder establecer
comparaciones. Ya ve, pues, que de ningún modo arrío la bandera y que, por el
contrario, me agarro a cualquier clavo ardiendo. Quizá haya realmente una posibilidad
en este muevo método..., digo «quizá», nada más, y ya he hablado demasiado.
Basta por ahora de mi dichoso oficio. En este momento nos encontrábamos ya cerca de la
estación. Nuestra conversación tocaba a su fin, de modo que insistí: —¿Opina,
pues, que...? Pero entonces el rechoncho hombrecito se detuvo bruscamente. —¡Yo no opino nada! —me espetó—. ¡Y no hay «pues» que
valga! ¿Qué quieren todos de mí? No tengo línea telefónica directa con Dios. No
he dicho nada. Nada concreto. No opino ni creo ni pienso ni prometo nada. Así y
todo, ya he hablado demasiado. ¡Y, en resumidas cuentas, basta! Muchas gracias
por acompañarme. Ahora más vale que se dé prisa en regresar, de lo contrario no
le quedará un solo hilo seco en el uniforme. Y, sin darme la mano, se dirigió a la estación,
visiblemente enojado (no comprendí por qué), con sus piernas cortas y, según me
pareció, sus pies un tanto planos. La previsión de Condor era correcta. La tormenta, que
los nervios habían detectado desde hacía rato, se acercaba perceptiblemente.
Con un estrépito como de pesados cajones negros, gruesos nubarrones se
congregaban sobre las copas de los árboles, que temblaban inquietas, iluminadas
a veces por la pálida rúbrica de un rayo. El aire, húmedo y agitado una y otra
vez por bruscas ráfagas de viento, olía a quemado. En mi apresurado regreso, la
ciudad y las calles presentaban un aspecto diferente que unos minutos antes,
cuando se sumían todavía en el pálido resplandor de la luna conteniendo la
respiración. Ahora los letreros matraqueaban y chirriaban como asustados por un
sueño agobiador, las puertas golpeaban angustiadas, las chimeneas emitían
quejumbrosos gemidos, en muchas casas aparecían luces despertadas por la
curiosidad y después se veía aquí y allá algún que otro inquilino en camisón
blanco cerrando previsor las ventanas ante la tormenta que se avecinaba. Los
pocos transeúntes tardíos doblaban apresurados las esquinas, como empujados por
el viento del miedo, e incluso la espaciosa plaza mayor, normalmente tan
animada hasta la noche, estaba completamente desierta; el reloj iluminado del
ayuntamiento atisbaba el inusual vacío con su mirada blanca y embobada. Sin
embargo, lo importante fue que, gracias a la advertencia de Condor, llegué al
cuartel a tiempo, antes de que estallara la tormenta. Sólo me faltaba recorrer
dos manzanas más y cruzar el parque municipal para llegar al cuartel; luego, en
mi habitación, podría terminar de pensar en todas las cosas sorprendentes que
había llegado a saber y a vivir en las últimas horas. El jardincito de enfrente del cuartel estaba
completamente a oscuras; el aire se pegaba recio y tupido a las agitadas hojas,
de vez en cuando una breve ráfaga de viento culebreaba silbando entre el
follaje, y luego el irritado estrépito irrumpía de nuevo en un silencio más
inquietante todavía. Aceleré el paso cada vez más. Ya casi había llegado a
la entrada cuando una figura apareció de detrás de un árbol y salió de las
sombras. Me quedé algo desconcertado, pero no me detuve... Bah, seguramente era
una de las prostitutas que solían esperar a los soldados aquí, en la oscuridad. Pero, para irritación mía, oí unos pasos que corrían
tras de mí sigilosamente, y, resuelto a increpar con aspereza a la atrevida
tunante que me importunaba tan desvergonzadamente, me volví. A la luz de un
relámpago que en aquel preciso instante hendió con su fulgor la oscuridad, vi,
ante mi descomunal asombro, a un viejo tembloroso que me seguía jadeando, con
la calva descubierta y unas gafas doradas y de cristales redondos y
centelleantes: ¡Kekesfalva! En mi primera sorpresa, no daba crédito a mis ojos.
¡Kekesfalva en el parque del cuartel! Pero ¿cómo era posible? No hacía ni tres
horas que Condor y yo lo habíamos dejado en su casa muerto de cansancio. ¿Eran
alucinaciones mías o el anciano se había vuelto loco? ¿Se había levantado de la
cama delirando de fiebre y erraba ahora sonámbulo, vestido sólo con una
chaqueta delgada, sin abrigo ni sombrero? Pero era él, no cabía duda. Lo habría
reconocido entre cien mil por su modo de andar a paso lento, abatido, con el
cuerpo inclinado, temeroso. —Por el amor de Dios, señor Von Kekesfalva —exclamé
con asombro—. ¿Qué hace aquí? ¿No se había ido a la cama? —No..., o mejor
dicho..., en realidad no podía dormir..., quería todavía... —Bueno, pero ahora deprisa a casa. Ya ve que en
cualquier momento puede estallar la tormenta. ¿No tiene el coche aquí?
—Allá..., me espera a la izquierda del cuartel. —¡Perfecto! ¡Pues, entonces, andando! Si acelera la
marcha, todavía lo dejará en casa a tiempo. Vamos, señor Von Kekesfalva. Y como vacilaba, lo cogí por el brazo sin
contemplaciones para llevármelo, pero él se soltó de un tirón. —Enseguida, enseguida..., ya voy, teniente..., pero...
pero primero dígame una cosa: ¿qué le ha dicho? —¿Quién? Tanto mi pregunta como
mi sorpresa eran sinceras. El viento seguía silbando por encima de nuestras
cabezas, los árboles gemían y se encorvaban como para librarse de sus raíces,
en cualquier momento la lluvia podía caer a chuzos, y, como es natural, yo sólo
pensaba en una cosa: en cómo hacer llegar a casa al anciano, que evidentemente
estaba trastornado y no parecía darse cuenta de la tormenta que se avecinaba.
Pero él dijo tartamudeando, casi indignado. —El doctor Condor..., usted lo ha acompañado, ¿no?
Entonces lo comprendí. Aquel encuentro en la oscuridad no era, por supuesto,
obra del azar. El padre impaciente había esperado en el parque, a
pocos pasos de la entrada del cuartel, para estar seguro de verme, me había
estado acechando cerca de la puerta, donde no podía escapar de él. Debió de
haber estado caminando arriba y abajo durante dos o tres horas, agitado por una
terrible inquietud, apenas oculto entre las sombras de aquel desabrido
parquecillo de provincias, en el que por las noches sólo se reunían las criadas
con sus amantes. Probablemente había supuesto que yo me limitaría a acompañar a
Condor el corto trecho hasta la estación y que regresaría enseguida al cuartel,
pero yo, sin saber, lo había hecho esperar y esperar durante las dos o tres
horas que pasé sentado en la taberna con el médico, y el anciano enfermo me
había esperado como antaño a sus deudores, tenaz, paciente, inflexible. Esta
perseverancia tenía algo que me perturbaba, pero a la vez me conmovía. —Todo está en perfecto orden —lo tranquilicé—. Todo
irá bien, tengo plena confianza. Mañana por la tarde le contaré más cosas, le informaré
con todo detalle, palabra por palabra. Pero ahora vuelva deprisa al coche. Ya
ve usted que no tenemos tiempo que perder. —Sí, sí, ya voy. Se dejó llevar a disgusto. Conseguí hacerlo andar diez
o veinte pasos. Luego noté que la carga se hacía más pesada en mi brazo. —Un momento —balbuceó—. Sentémonos un momento en este
banco. Yo ya no... Ya no puedo más. El anciano, en efecto, se tambaleaba como si estuviera
ebrio. Tuve que emplear todas mis fuerzas para arrastrarlo hasta el banco en
medio de la oscuridad, mientras los truenos retumbaban cada vez más cercanos.
Se dejó caer, respirando penosamente. Era evidente que la espera lo había
maltrecho, y no era de extrañar: había estado haciendo guardia a pie, inquieto
y siempre al acecho sobre sus cansadas piernas durante tres horas y sólo ahora,
una vez me tuvo felizmente atrapado, cobró conciencia del esfuerzo realizado.
Exhausto y como vencido, se reclinó en el banco de los pobres, donde al mediodía
los obreros comían su bocadillo, por la tarde se sentaban los canónigos y las
mujeres embarazadas y por la noche las rameras atraían a los soldados: él, el
anciano, el hombre más rico de la ciudad; y esperaba, esperaba, esperaba. Y yo
sabía lo que esperaba, al instante adiviné que no lograría arrancar al
obstinado viejo de aquel banco (¡qué situación más enojosa, si uno de mis
camaradas me sorprendía en tal extraña familiaridad!) si no era, por decirlo
así, levantándole primero los ánimos. Empecé por tranquilizarlo. Y de nuevo me
invadió la compasión, de nuevo se levantó dentro de mí esa maldita ola de calor
que cada vez me dejaba sin fuerza y sin voluntad. Me incliné sobre él y empecé
a hablarle. El viento silbaba, ululaba y rugía a nuestro alrededor,
pero el anciano no se daba cuenta de nada. Para él no existía cielo ni nubes ni
lluvia, sólo había en la tierra su hija y su curación. ¿Sería capaz de informar
a ese hombre, que temblaba de excitación y debilidad, siquiera de los hechos
reales y escuetos y decirle que Condor todavía no se sentía muy seguro de lo
que estaba haciendo? Sin embargo, Kekesfalva necesitaba algo a lo que
aferrarse, como antes, para no caer, a mi brazo. Reuní, pues, a toda prisa las pocas promesas
consoladoras que a duras penas había arrancado a Condor. Le conté que Condor
había oído hablar de una nueva cura que el profesor Viennot había ensayado en
Francia con gran éxito. Enseguida noté junto a mí algo que crujía y se movía en
la oscuridad; su cuerpo, todavía recostado de decaimiento un minuto antes,
hacía esfuerzos para acercarse, como si buscara calor en mí. En realidad, yo ya
no debería haber prometido nada más, pero la compasión me arrastró más allá de
mi responsabilidad. Sí, esa cura daba resultados extraordinarios, seguí animándole,
en cuatro meses, incluso en tres, se habían logrado curaciones sorprendentes
gracias a ella, y era probable, no, se podía decir que era seguro que tampoco
fracasaría en el caso de Edith. Poco a poco fui tomando un cierto gusto a estas
exageraciones, porque eran asombrosos sus efectos tranquilizadores. Cada vez
que me preguntaba ansioso: «¿De verdad lo cree?» o «¿De veras ha dicho eso? ¿Lo
ha dicho él?», y yo, débil e impaciente, respondía con un sí apasionado, la
presión de su cuerpo contra el mío parecía disminuir. Sentía cómo crecía su
seguridad con mis palabras y por primera y última vez en mi vida intuí en aquel
momento algo de ese placer embriagador que es inherente a todo acto creador. Ya no sé ni sabré nunca todo lo que aseguré y prometí
entonces a Kekesfalva en aquel banco de los pobres, pues así como mis palabras
extasiaron su ávido interés, así también su embelesada atención me embriagaba
del placer de prometerle más y más. Ninguno de los dos prestábamos atención a
los relámpagos que nos rodeaban con llamaradas azules ni a los truenos cada vez
más insistentes. Permanecimos pegados el uno al otro, hablando y escuchando,
escuchando y hablando, y yo le aseguraba una y otra vez con la mayor buena fe y
sinceridad: «Sí, se curará, se curará pronto, con toda seguridad», sólo para
seguir escuchando sus balbuceantes «¡Ah!» y «¡Gracias a Dios!», y compartiendo
con él el éxtasis del arrebato, embriagado y embriagador. Y quién sabe cuánto
tiempo hubiéramos permanecido así sentados, si de repente no hubiera llegado
esa última y decisiva ráfaga de viento que precede siempre a una tormenta
furiosa para dejarle libre el camino con sus golpes. Los árboles se doblaron de
golpe con tanta fuerza, que la madera crujía y chirriaba, los castaños nos
arrojaron sus henchidos proyectiles y una enorme nube de polvo nos envolvió en
su espiral. —A casa, debe volver a casa —le grité, obligándole a
levantarse, y él no ofreció resistencia. Mis palabras de consuelo lo habían fortalecido y
restablecido. Ya no se tambaleaba como antes; con una premura confusa y alada
corrió conmigo hasta el coche. El cochero le ayudó a subir. Sólo entonces me
sentí aliviado. Lo sabía a resguardo. Le había dado consuelo. Ahora, por fin,
el afligido anciano podría dormir, profunda, tranquila y felizmente. Pero apenas me dispuse a extender la manta sobre sus
pies para que no se enfriase, ocurrió algo terrible. Con un movimiento brusco
me cogió las dos manos con fuerza por las muñecas, la derecha y la izquierda, y
antes de que yo pudiera evitarlo, se las llevó a la boca y las besó, la derecha
y la izquierda, y otra vez la derecha y luego la izquierda. —Hasta mañana, hasta mañana —balbuceó después, y el
coche se alejó rápidamente, como llevado por el viento gélido, que ahora había
arreciado. Me quedé petrificado. Pero entonces azotaron mi gorra las primeras
gotas, tamborileaban, estallaban y resonaban con un chisporreo, y corrí los
últimos cuarenta o cincuenta pasos ya bajo un chaparrón fragoroso. Precisamente
cuando llegué empapado a la puerta del cuartel, cayó un rayo que iluminó la
tormentosa noche en toda la extensión de la calle; tras él retumbó el trueno,
como si el cielo entero se viniese abajo. El rayo debió de caer muy cerca, pues
la tierra tembló y los cristales tintinearon como si se hubieran roto. Pero, a pesar de que mis ojos habían quedado cegados
por el repentino deslumbramiento, no me asusté tanto como un minuto antes,
cuando el anciano, llevado por su frenética gratitud, me había cogido y besado
las manos. Después de emociones intensas el sueño se hace también
intenso y profundo. Sólo a la mañana siguiente descubrí, por la manera como me
desperté, hasta qué punto me había aturdido el bochorno de antes de la tormenta
y, en no menor grado, la tensión eléctrica de la conversación nocturna. Me
desperté como saliendo de profundidades insondables, primero miré desconcertado
la familiar habitación de cuartel e hice vanos esfuerzos por recordar cómo y
cuándo me había sumido en aquel sueño abismal. Pero no había tiempo para evocar
y ordenar recuerdos pasados; con aquella otra memoria, la oficial, que en
cierto modo funcionaba en mí como soldado, separada de la memoria personal,
recordé al punto que para ese día se habían dispuesto unos ejercicios
extraordinarios. Abajo sonaban ya los toques de corneta, se oía el piafar de
los caballos y por las llamadas apremiantes de mi ordenanza comprendí que debía
ser hora de salir del cuartel. En un santiamén me puse el uniforme que ya tenía
preparado, encendí un cigarrillo y bajé a todo correr las escaleras hasta el
patio para dar la orden de marcha al escuadrón, ya formado. En una columna a caballo uno no existe como individuo:
al ritmo trepidante de cien cascos no se puede pensar ni soñar con claridad; en
realidad, durante el trote ligero, no vi otra cosa sino que nuestro grupo
avanzaba alegre hacia el día de verano más perfecto que se pueda imaginar: el
cielo, lavado por la lluvia de todo velo y nubécula; el sol, fuerte y, sin
embargo, sin bochorno; los contornos del paisaje, destacados con nitidez. Se
distinguía a lo lejos cada casa, cada árbol y cada campo, tan real y claramente
como si uno los tuviera en la mano; cada maceta de flores en las ventanas, cada
voluta de humo en los tejados, parecía fortalecido en su existencia por colores
límpidos y subidos; apenas reconocí nuestra aburrida carretera, a pesar de que
la recorríamos semana tras semana al mismo trote y con el mismo destino, tan
verde y lozano su techo de hojas se abovedaba sobre nuestras cabezas como si
fuera recién pintado. Yo me sentía espléndidamente ligero y aliviado en mi
montura, liberado de todo problema y agobio, de toda inquietud que me había
atacado los nervios durante los últimos días y semanas; pocas veces creí haber
cumplido mejor con el servicio que en aquella mañana radiante y soleada. Todo
resultó fácil y natural, todo salió bien y todo me hizo feliz, el cielo y los
prados, los buenos y fogosos caballos, que seguían obedientes cada presión de
mis muslos y cada tirón de las riendas, y también mi propia voz al dar las
órdenes. Pero los estados de felicidad intensa tienen también
algo de aturdidor, como todo lo que embriaga; el goce vehemente del presente
hace olvidar siempre el pasado. Y así, aquella tarde, cuando después de las
reconfortantes horas a caballo emprendí de nuevo el familiar camino del
castillo, sólo recordé muy vagamente el encuentro de la noche anterior; me
alegraba únicamente de la apasionada ligereza de mi corazón y de la alegría de
los demás; cuando uno es feliz, se imagina que todos los demás no pueden sino
serlo también. Y, en efecto, apenas hube llamado a la más que
conocida puerta del castillo, me saludó con una voz especialmente sonora el
criado, que de ordinario actuaba con un ánimo tan impersonal y servil. Me instó
de inmediato: —¿Puedo acompañar al teniente a la torre? Las señoritas lo
esperan arriba. ¿Por qué estaban tan nerviosas sus manos, por qué me
miraba tan radiante, por qué echó a andar delante de mí con tanta solicitud?
¿Qué le ocurre?, me pregunté sin querer, mientras me disponía a subir la
escalera de caracol hasta la terraza. ¿Qué le pasa hoy al viejo Josef? Arde de
impaciencia por que suba lo antes posible. ¿Qué le pasa a ese buen hombre? Pero
era una suerte sentir alegría, una suerte también trepar por la sinuosa
escalera en un día radiante de junio, con piernas jóvenes y sanas, y mirar por
las ventanas laterales ora al norte, ora al sur, ora al este, ora al oeste, y
ver el paisaje estival que se extendía hasta el infinito. No me quedaban más de
diez o doce peldaños para llegar a la terraza, cuando algo inesperado hizo que
me detuviera, porque..., cosa extraña, de repente, en la espiral de la escalera
vibró misteriosamente una melodía de baile, ligera, llevada por violines,
matizada por violoncelos y subrayada por los trinos de voces femeninas
entrelazadas. Quedé sorprendido. ¿De dónde procedía aquella música, tan cercana
y a la vez tan lejana, espectral y sin embargo terrenal, una canción de opereta
que parecía transportada del cielo? Quizá tocaba una orquesta en el jardín de
un restaurante cercano y el viento traía las últimas y más tenues vibraciones
de la melodía hasta el castillo. Pero al instante siguiente comprendí que
aquella airosa orquesta procedía de la terraza y no era otra cosa que un simple
gramófono. Estúpido de mí, pensé, hoy descubres encantamientos por todas partes
y no esperas sino milagros. ¡No se puede instalar toda una orquesta en una
terraza tan estrecha como la de la torre! Pero unos peldaños más y de nuevo me
asaltó la duda. Ciertamente era un gramófono el que tocaba, sin embargo... las
voces que cantaban sonaban demasiado libres y auténticas para salir de una
cajita zumbadora. ¡Eran verdaderas voces de mujer, llevadas por un entusiasmo
alegre e infantil! Me detuve y escuché con más atención. La voz de soprano era
la de Ilona, hermosa, llena, exuberante, tierna como sus brazos, pero la otra
voz que la acompañaba, ¿a quién pertenecía? No la reconocí. Al parecer Edith
había invitado a una amiga, una muchachita resuelta, vivaz, y yo sentía viva
curiosidad por conocer a ese ruiseñor cantarín que tan inesperadamente se había
instalado en nuestra torre. Tanto mayor fue mi perplejidad cuando, nada más
pisar la terraza, observé que no estaban allí más que las dos muchachas, Edith
e Ilona, y que era Edith la que reía y canturreaba con una voz completamente
nueva, una voz libre y sosegada, ligera y argentina. Mi asombro era mayúsculo
porque un cambio así de la noche a la mañana me parecía un tanto antinatural.
Sólo una persona sana y segura de sí misma puede cantar tan despreocupadamente,
en un delirio de felicidad; por otra parte, sin embargo, quedaba descartado que
esa niña, esa enferma, pudiera estar sana, a no ser que entre la noche y la
mañana hubiera ocurrido un verdadero milagro. ¿Qué la ha embriagado —me
pregunté perplejo—, qué la ha enloquecido para que semejante bienaventurada
seguridad brote de repente de su garganta, de su alma? Me resulta difícil
explicar mi primer sentimiento: a decir verdad, era más bien de malestar, como
si hubiera sorprendido desnudas a las dos muchachas, porque o bien la enferma
me había ocultado hasta entonces con engaño su verdadero carácter o bien—pero
¿cómo y por qué?— una persona nueva había nacido en ella en el transcurso de
una noche. Pero, para mi perplejidad, las dos muchachas no
parecieron en absoluto turbadas cuando se dieron cuenta de mi presencia. —Vamos— me gritó Edith, y dirigiéndose a Ilona—:
Rápido, para el gramófono. Y me indicó por señas que me acercara. —¡Por fin, por fin! Le he estado esperando todo el
tiempo. ¡Pero, vamos, cuente! Cuéntenoslo todo, pero con todos los detalles...
Papá se ha hecho un lío tan tremendo que no entendí nada... Ya sabe usted que,
cuando se emociona, es incapaz de contar nada como es debido... Figúrese, subió
a verme en plena noche, yo no podía dormir a causa de la horrible tormenta, el
frío me calaba los huesos, entraba por la ventana, y no me veía con fuerzas
para levantarme. Todo el tiempo deseaba que alguien se levantara y viniera a
cerrar la ventana, y de pronto oigo pasos que se acercan. Primero me asusté, porque eran las dos o las tres de
la madrugada y, con la sorpresa del momento, no reconocí a papá, tan cambiado
estaba. Se acercó sin más y no hubo forma de detenerlo... Tendría que haberlo
visto, reía y sollozaba... ¡Sí, imagínese, papá riendo a carcajada limpia y bailando
ahora sobre un pie ahora sobre el otro como un niño grande! Y claro, cuando
empezó a hablar, me dejó tan desconcertada, que al principio no podía
creerlo... Pensé que papá lo había soñado o que yo estaba soñando todavía. Pero
entonces subió también Ilona y charlamos y reímos hasta el amanecer... Pero
hable usted ahora..., diga..., ¿qué hay de esta nueva cura? Así como cuando una
fuerte ola se lanza contra nosotros y, tambaleándonos, nos esforzamos en vano
en hacerle frente, así traté de no ceder a mi enorme consternación. Aquella
sola frase me lo aclaró todo en un segundo. Yo, y sólo yo, había destapado
aquella voz nueva y sonora en la muchacha, sin que ella lo sospechara; yo, y
sólo yo, había suscitado en ella esa desdichada certeza. Kekesfalva debió de contarle lo que Condor me había
confiado. Pero, en definitiva, ¿qué me había dicho Condor...? Y, por mi parte,
¿qué había contado yo de todo ello? En realidad. Condor se había manifestado
con suma cautela, y yo, loco de mí, ¿qué fantasías añadí por compasión para que
toda una casa se iluminara, los afligidos rejuvenecieran y los enfermos se
creyeran sanos? Qué de cosas debí... —Vamos, ¿qué
pasa...? ¿Por qué tantas vacilaciones? —me urgió Edith—. Sabe muy bien lo mucho
que me importa cada palabra. A ver, pues, ¿qué le dijo Cóndor? —¿Qué dijo
Condor? —repetí, para ganar tiempo—. Sí, ya sabe..., buenas noticias... El
doctor Condor confía en obtener los mejores resultados con el tiempo... Tiene
la intención, si no me equivoco, de ensayar una nueva cura y se está informando
sobre ella... Al parecer, es una cura eficaz..., si lo entendí bien... Yo,
claro está, no puedo juzgar, pero en cualquier caso usted puede confiar en él,
sí... Creo, estoy seguro, que lo hará todo correctamente. Pero o bien ella no se daba cuenta de mis evasivas o
bien su impaciencia desarmaba cualquier resistencia. —Aja, ya sabía yo que así no avanzábamos. En
definitiva, nos conocemos nosotros mismos mejor que nadie... ¿Recuerda cuando
le dije que todos esos masajes, las corrientes eléctricas y los aparatos
extensores eran un disparate...? Todo esto es demasiado lento, no se puede
esperar tanto... Mire, hoy mismo, sin consultarlo, me he quitados esos
estúpidos aparatos... No se puede imaginar qué alivio..., enseguida he caminado
mucho mejor... Creo que eran esos malditos tarugos lo que me estorbaba. No,
estas cosas hay que abordarlas de otra manera, hace tiempo que me di cuenta...
Pero... pero ahora cuénteme usted en pocas palabras en qué consiste ese método
del profesor francés. ¿Es verdad que habrá que viajar? ¿No se puede hacer
aquí...? Ah, detesto los sanatorios, los abomino... ¡Sobre todo, no quiero ver
enfermos! Ya tengo bastante conmigo misma... Pero ¿en qué consiste...? ¡Vamos,
desembuche de una vez...! Y, sobre todo, ¿cuánto dura? ¿De veras es tan rápido?
Dice papá que curó a su paciente en cuatro meses y ahora puede subir y bajar
escaleras, puede ir y venir... ¡Es..., sería increíble! Pero no se quede ahí
sentado sin decir nada, ¡cuente de una vez...! ¿Cuándo va empezar y cuánto durará
todo el asunto? Hay que dar marcha atrás, me dije. No hay que dejar que se
pierda en esta desenfrenada ilusión, creyendo que todo está asegurado y
garantizado. De modo que, por precaución, rebajé las expectativas: —Un plazo
concreto... naturalmente ningún médico puede fijarlo de antemano, no creo que
se pueda... Además..., el doctor Condor habló del método sólo en general...
Parece que se obtienen resultados excelentes, dijo, pero en cuanto a que si es
del todo seguro..., quiero decir que sólo se puede comprobar caso por caso...
De todos modos habrá que esperar hasta que él... Pero su entusiasmo apasionado había derribado mi
insegura defensa. —¡Bah! ¡Usted no lo conoce! Es imposible arrancarle
nada concreto. Exagera en su cautela. Pero cada vez que promete algo, aunque sea a medias,
funciona a las mil maravillas. Se puede confiar en él, y no sabe usted hasta
qué punto necesito terminar con esto o por lo menos tener la seguridad de que
se terminará... ¡Paciencia, me dicen siempre, paciencia! Pero es preciso saber
hasta cuándo y hasta dónde hay que ser paciente. Si alguien me dijera que va a
durar seis meses y resulta que dura un año..., diría, bueno, lo acepto, y haría
lo que se me pidiera..., pero gracias a Dios que hemos llegado a eso por lo
menos. No se puede imaginar qué aliviada me siento desde ayer. Es como si
hubiera empezado a vivir. Esta mañana fuimos a la ciudad..., se asombra,
¿verdad?..., pero ahora, desde que sé que algo hemos avanzado, me da igual lo
que diga y piense la gente, y que me miren y me compadezcan... Saldré todos los
días para demostrarme a mí misma que por fin se va a terminar esta espera y
esta impaciencia estúpidas. Y para mañana, domingo..., usted estará libre,
supongo..., hemos preparado algo grande. Papá me ha prometido que iremos a ver
la yeguada. Hace años que no he estado ahí, cuatro o cinco años..., no quería
salir a la calle. Pero mañana iremos y usted nos acompañará,
naturalmente. Quedará asombrado, Ilona y yo hemos preparado una sorpresa. O—se
volvió sonriendo hacia Ilona— ¿le chismorreo ya ahora el gran secreto? —Sí —rió
Ilona—. ¡Basta de secretos! —Pues, escuche, querido amigo. Papá quería que
fuéramos en coche, pero es demasiado rápido y aburrido. Entonces recordé que
Josef contaba que la vieja princesa chiflada (ya sabe, la que tenía antes el
castillo, una persona repugnante) siempre viajaba en la gran calesa tirada por
cuatro caballos, la de colores, que todavía está en la cochera... Siempre hacía
enganchar los cuatro caballos para que todo el mundo supiera que era la
princesa, incluso cuando sólo fuera para ir a la estación. Nadie más a la
redonda podía viajar así... ¡Imagínese qué divertido sería viajar una vez como
la difunta princesa! Todavía vive el viejo cochero... Ah, es verdad, usted no
conoce al viejo factótum, hace tiempo que está retirado, desde que tenemos el
auto. Pero tenía que haberlo visto cuando le dijimos que queríamos salir con la
cuadriga; enseguida vino zancajeando sobre sus vacilantes piernas, llorando de
pura alegría de poder revivir aquello... Ya está todo arreglado, a las ocho
saldremos en el coche..., habrá que levantarse temprano y, por supuesto, usted
pasará la noche con nosotros. No se puede usted negar. Ocupará un bonito cuarto
de invitados abajo y, cualquier cosa que necesite. Pista se lo traerá del
cuartel... que, además, mañana llevará el uniforme de lacayo, como en tiempos
de la princesa... No, no admito réplicas. Tiene que darnos este gusto, no hay
excusa ni perdón que valga. Y siguió hablando y hablando como si le hubieran dado
cuerda. Yo la escuchaba atónito, sin dar crédito todavía a mis ojos por aquel
cambio incomprensible. Su voz era completamente distinta; el tono de su
conversación, por lo general nervioso, era ligero y fluido; el rostro que yo
conocía parecía haber sido trocado por otro; el color enfermizo de la piel,
rojo amarillento, había adquirido un matiz fresco y sano, y de sus gestos había
desaparecido el desasosiego. Delante de mí tenía a una muchacha ligeramente
embriagada, con las pupilas chispeantes y una boca animada por la risa. Sin
querer, me contagié de esta embriaguez sofocante, que, como toda embriaguez,
relajó mi resistencia interior. Me engañé a mí mismo diciéndome que quizás era
verdad o lo sería. Quizá no la había engañado en absoluto, quizá se curaría de
veras tan rápidamente como le había dicho. Al fin y al cabo, no he mentido de
plano o, por lo menos, no demasiado, pues si Condor había leído en efecto
acerca de una estupenda curación, ¿por qué no ha de ser posible también en esta
niña impulsiva, de una credulidad conmovedora, en esta criatura sensible, a la
que la simple alusión de recuperar la salud volvía tan animada y feliz? ¿Por
qué, pues, reprimir un entusiasmo que la vivifica, por qué atormentarla con el
desaliento? Bastante se ha torturado ya la pobre. Y como ocurre a un orador al
que, de rebote, se le pega como una fuerza real el entusiasmo que con sus
palabras vacías ha suscitado, así me fue invadiendo la confianza cada vez más
victoriosa que, en realidad, no había nacido sino de las exageraciones dictadas
por mi compasión. Y cuando finalmente compareció el padre, nos encontró a todos
de un humor de lo más despreocupado; hablábamos y hacíamos planes como si Edith
ya se hubiese restablecido y estuviera curada del todo. Me preguntaba dónde
podía volver a aprender a montar y si en el regimiento dirigiríamos sus
lecciones y la ayudaríamos. Y si no era ahora el momento de que su padre diera
al párroco el dinero para el nuevo techo de la iglesia que le había prometido. Todas esas preguntas temerarias, que anticipaban su
curación como un hecho consumado, la hacían reír y bromear con tal
despreocupación de espíritu, que acalló mis últimas resistencias. Y sólo cuando
por la noche me encontré solo en mi cuarto, vagos recuerdos empezaron a llamar
desde dentro a las paredes de mi corazón: ¿no será por un exceso de efusión que
se promete tanto a sí misma? ¿No debería atemperar esta confianza peligrosa?
Pero no permití que esta idea progresara. ¿Por qué preocuparme de si he dicho
demasiado o demasiado poco? Aunque haya prometido más de lo que honradamente
debía, esa mentira piadosa la ha hecho feliz, y hacer feliz a una persona no
puede ser pecado ni delito. La excursión anunciada se inició muy temprano con una
pequeña fanfarria de buen humor. Lo primero que oí al despertarme en mi pequeño cuarto
de invitados, limpio e iluminado por el sol que entraba a raudales, fueron
voces y risas. Me acerqué a la ventana y vi, ante las caras de asombro de toda
la servidumbre, el imponente coche de viaje de la princesa, que seguramente habían
sacado de la cochera durante la noche: una soberbia antigualla de museo,
construida hacía cien años, tal vez ciento cincuenta, por el carrocero de la
corte vienesa para un antepasado, en la Seilerstätte. La carrocería, protegida
por artísticos muelles contra los golpes de las ruedas macizas, estaba
decorada, de forma un tanto simple, con escenas pastoriles y alegorías
clásicas, al estilo de los tapices antiguos, y quizá los antaño vivos colores
originales ya habían palidecido. El interior de la carroza, tapizado con seda,
ocultaba —tuvimos ocasión de comprobarlo en muchos detalles durante el viaje—
toda clase de comodidades refinadas, como mesitas plegables, espejitos y
frasquitos de perfume. Huelga decir que este descomunal juguete de un siglo
desaparecido causaba al pronto una impresión de irrealidad y mascarada, pero
precisamente esto produjo el grato efecto de que los criados se esforzaran, con
un humor festivo propio de carnaval, en poner perfectamente a flote en la
carretera el pesado navío. Con especial empeño, el mecánico de la fábrica de
azúcar engrasó las ruedas y revisó a golpes de martillo los aros de hierro,
mientras enganchaban los cuatro caballos, adornados con penachos como para una
boda, lo que dio ocasión a Jonak, el viejo cochero, para dar, orgulloso, las
pertinentes instrucciones. Ataviado con su descolorida librea principesca y
sorprendentemente ágil a pesar de la gota, explicaba todas sus artes y saberes
a los jóvenes criados, que desde luego sabían montar en bicicleta e incluso manejar
un coche, pero no refrenar como es debido un tiro de cuatro caballos. Fue
también él quien en la noche anterior había aclarado al cocinero que el honor
de la casa exigía a toda costa que en los juegos al aire libre y en escapadas
parecidas, incluso en los lugares más apartados, en un bosque o un prado, se
sirviera una colación tan esmerada y abundante como en el comedor del castillo.
Y así, bajo su control, el criado recogió manteles de damasco, servilletas y
cubertería de plata, todo ello guardado en estuches adornados con el escudo de
la colección de la vajilla de plata que había pertenecido a la princesa. Sólo
entonces le fue permitido al cocinero, tocado con una gorra de plato blanca que
sombreaba su rostro radiante, traer las provisiones propiamente dichas: pollos
asados, jamón, empanadas, pan blanco recién hecho y baterías enteras de
botellas, cada una colocada en un lecho de paja para superar los baches de las
carreteras sin sufrir daño. Como representante del cocinero, acompañó la
comitiva un muchacho que serviría las comidas, al que se le señaló el lugar en
la parte trasera del coche que antaño ocupara el postillón de la princesa,
tocado con un sombrero de abigarradas plumas, junto al lacayo de servicio. Gracias a esa minuciosa ostentación, los preparativos
adquirieron un aire teatral y festivo y, como la noticia de nuestra singular
excursión se propagó rápidamente por los alrededores, no faltó público a ese
simpático espectáculo. De los pueblos vecinos habían acudido campesinos con sus
variopintos trajes típicos de domingo, y del cercano asilo de pobres llegaron
ancianas arrugadas y hombrecillos canosos con sus inevitables pipas de barro.
Pero, sobre todo, había niños descalzos, venidos de cerca y de lejos, que,
hechizados de asombro, contemplaban boquiabiertos ora los caballos engalanados
ora el cochero, en cuya mano marchita, pero todavía firme, se concentraban las
largas riendas, misteriosamente anudadas. No menos entusiasmo les causaba
Pista, al que conocían sólo en su uniforme azul de chofer y que ahora, ataviado
con su librea de tiempos de la princesa, sostenía el plateado cuerno de caza,
ansioso por dar la señal de partida. Pero, para esto, era imprescindible que primero
hubiéramos desayunado y, cuando al fin nos acercamos al suntuoso carruaje, no
pudimos menos de comprobar divertidos que ofrecíamos un aspecto bastante menos
imponente que la pomposa carroza y los relucientes lacayos. Kekesfalva dio un
espectáculo un tanto cómico cuando, vestido con su inevitable levita y tieso
como una cigüeña negra, subió al carruaje adornado con emblemas de nobleza que
le eran ajenos. A decir verdad, uno hubiera esperado ver a las muchachas
vestidas al estilo rococó, con el cabello empolvado, el negro lunar en la
mejilla y un abanico de colores en la mano, y probablemente a mí mismo me
hubiera sentado mejor el uniforme blanco de caballería de la época de María
Teresa que mi guerrera azul de ulano. Pero, aun sin esta vestimenta histórica,
a las buenas gentes ya les pareció todo lo bastante solemne cuando por fin nos
acomodamos en el grande y pesado carromato: Pista levantó el cuerno, un sonido
claro y agudo resonó por encima de los enardecidos ademanes y saludos de la
servidumbre congregada, y el cochero, con gran arte, hizo restallar el látigo
en el aire con el estruendo de un disparo. El primer tirón del voluminoso
vehículo produjo una fuerte sacudida que, entre risas, nos hizo chocar los unos
contra los otros, pero luego el hábil cochero condujo con destreza los cuatro
caballos a través de la puerta de la verja, que desde la espaciosa carroza nos
pareció de pronto angustiosamente estrecha, y llegamos sanos y salvos a la
carretera. En realidad no era de extrañar que nuestro aspecto
extravagante causara gran expectación, pero también un gran respeto, a lo largo
de todo el camino. Hacía décadas que en la comarca no se había visto la carroza
principesca con sus cuatro caballos, y su inesperada reaparición les pareció a
los campesinos el anuncio de un acontecimiento casi sobrenatural. Tal vez
creían que íbamos a la corte o que había venido el emperador o que había
ocurrido cualquier otra cosa difícil de imaginar, pues por doquier volaban los
sombreros como cortados por una guadaña, y los niños, descalzos, corrían sin
cesar tras nosotros llenos de entusiasmo; cuando nos cruzábamos por el camino
con un carro cargado de heno o con una calesa ligera, el cochero desconocido
saltaba presto del pescante y, con el sombrero en la mano, detenía los caballos
para dejarnos pasar. Nuestra era la carretera, por ser los soberanos, como
en tiempos feudales nuestra era toda aquella hermosa y fértil tierra con sus
campos ondulantes, nuestros los hombres y los animales. Cierto que la marcha no
era rápida en aquel voluminoso vehículo, pero en cambio nos ofrecía la doble
oportunidad de observar muchas cosas y reírnos de ellas, y sobre todo las dos
muchachas la aprovecharon sobradamente. Y es que lo nuevo siempre fascina a los
jóvenes, y todas estas cosas insólitas, nuestro extraño vehículo, el respeto
servil de la gente ante nuestro aspecto anacrónico y cientos de otros pequeños
incidentes, levantaban el ánimo de las dos muchachas hasta sumirlas en una
especie de embriaguez de aire y de sol. En particular Edith, que no había
salido de casa desde hacía meses, irradiaba sin freno una alegría incontenible
y la comunicaba al espléndido día estival. Hicimos la primera parada en un pueblecito donde en
aquel momento las campanas echadas al vuelo llamaban a la misa dominical. En
los estrechos pasos de los campos, entre bancal y bancal, vimos a los últimos
rezagados dirigirse al pueblo; entre las altas gavillas de la cosecha de
verano, sólo se distinguían los sombreros planos de seda negra de los hombres y
las cofias bordadas en colores de las mujeres. De todas direcciones venía esa
raya andarina como una oruga oscura a través del oro ondulante de los campos, y
en el mismo momento en que entramos en la calle principal —no precisamente muy
limpia— ante el espanto de algunos gansos que huían graznando, las campanas
enmudecieron. Empezaba la misa. Y fue Edith quien, de forma inesperada e
impetuosa, pidió que nos apeáramos todos y asistiéramos al oficio divino. Una tremenda excitación se apoderó de los honrados
aldeanos cuando vieron que en su modesta plaza del mercado se detenía una
carroza tan inverosímil y que el hacendado, al que sólo conocían de oídas,
tenía intención de asistir a misa junto con su familia—entre la que, al parecer
me contaban a mí— precisamente en su pequeña iglesia. El sacristán salió
corriendo como si ese ex Kanitz fuera el príncipe Orosvár en persona y nos
comunicó diligentemente que el sacerdote nos esperaría para empezar la misa;
los fieles, con la cabeza inclinada en señal de respeto, formaron una doble
fila, y una visible emoción se apoderó de ellos cuando advirtieron la fragilidad
de Edith, que tenía que ser sostenida y llevada por Josef e Ilona. Las gentes
sencillas se impresionan cuando ven que la desgracia no tiene reparo en cebarse
también de vez en cuando en los «ricos». Se levantaron murmullos y cuchicheos, pero las mujeres
se apresuraron solícitas a traer cojines para que la enferma pudiera sentarse
lo más cómoda posible, desde luego en la primera fila de bancos, que se había
vaciado con rapidez; casi daba la impresión de que el cura celebraba la misa
para nosotros con especial solemnidad. Yo mismo me sentí emocionado por la
conmovedora sencillez de aquella iglesia; el canto agudo de las mujeres, el
áspero y algo torpe de los hombres, las voces ingenuas de los niños, me
parecían una profesión de fe más pura y espontánea que las muchas ceremonias
suntuosas a las que había asistido los domingos en la catedral de San Esteban
de mi ciudad natal o en la iglesia de los Agustinos. Pero me distraje de mi
recogimiento, contra mi voluntad, al echar una mirada casual a Edith, mi
vecina, y ver casi asustado el ardiente fervor con que oraba. Hasta entonces
nunca había podido sospechar por indicio alguno que hubiera tenido una
educación religiosa o sintiera devoción; mas aquel día observé una forma de
rezar que no era una costumbre aprendida como la de la mayoría; el pálido
rostro hundido como alguien que camina de cara a la tempestad, las manos
agarradas al reclinatorio, los sentidos, por así decirlo, vueltos hacia dentro
y repitiendo sólo maquinalmente los murmullos de los demás, todo en su actitud
revelaba la tensión de una persona que quiere obtener algo extremadamente
difícil a fuerza de alzar y concentrar todas sus fuerzas. A veces, el temblor
del oscuro banco de madera llegaba hasta mí, tanto era el fervor con que se
comunicaban a la madera inanimada, el estremecimiento y las vibraciones de ese
rezo extático. Comprendí enseguida que se dirigía a Dios con un ruego
determinado, que quería algo de Él. Y no era difícil adivinar qué deseaba esa
enferma, esa lisiada. Cuando, terminado el oficio, ayudamos a Edith a subir
al coche, ella permaneció todavía absorta en sí misma. No pronunció palabra. Ya
no se volvía desbordante de alegría y curiosa a todos lados: era como si
aquella media hora de lucha fervorosa hubiera abrumado y extenuado sus sentidos.
Por supuesto, nosotros nos mantuvimos igualmente recatados. Fue un viaje
silencioso y paulatinamente somnoliento hasta que, poco antes del mediodía,
llegamos a la yeguada. La verdad es que allí nos esperaba una recepción
especial. Los mozos de la vecindad — informados al parecer de nuestra visita—
habían reunido los caballos todavía no domados de la yeguada y corrían tras de
nosotros a galope tendido, en una especie de fantasía árabe. Era un espectáculo
soberbio ver a aquellos muchachos tostados por el sol, lanzando gritos, la
camisa abierta, largas cintas de colores flotando al viento colgadas de sus
sombreros planos, y blancos y anchos pantalones gauchos; como una horda de
beduinos se acercaron raudos y veloces, montando a pelo, como dispuestos a arremeter
contra nosotros. Nuestros caballos aguzaban ya inquietos las orejas y el viejo
Jonak tuvo que tirar fuerte de las riendas con los pies bien apuntalados en el
pescante, cuando la salvaje pandilla, a un silbido repentino, formó
primorosamente en columna cerrada y nos acompañó en alegre cortejo hasta la
casa del administrador. Allí había para mí, experto oficial de caballería,
muchas cosas de interés. A las dos muchachas, por su parte, les acercaron los
potrillos, y ellas no cabían en sí de emoción con aquellos animales tímidos,
pero curiosos, con sus patas angulosas y torpes y sus necios hocicos que aún no
sabían mordisquear bien el azúcar que les ofrecían. Mientras nosotros estábamos
tan alegremente entretenidos, el ayudante de cocina, bajo la cuidadosa dirección
de Jonak, había dispuesto un suntuoso refrigerio al aire libre. Pronto el vino
demostró ser tan fuerte y bueno, que nuestro alborozo, contenido hasta
entonces, se manifestó cada vez más desbordante. Todos hablábamos con más
locuacidad, camaradería y desinhibición que nunca, y así como ninguna nubecilla
surcaba el cielo de seda azul, así tampoco cruzó mi mente durante aquellas
horas el sombrío pensamiento de que siempre había conocido sólo como enferma,
desesperada y aturdida a aquella muchacha delicada que era la que de todos
nosotros ahora reía más cordial, más fuerte y más feliz, o de que aquel
anciano, que examinaba y daba palmaditas a los caballos con la pericia de un
veterinario, bromeaba con todos los mozos y les daba propinas a escondidas, era
el mismo que dos días antes me había abordado de noche como un sonámbulo,
llevado por un miedo demente. Tampoco apenas me reconocía a mí mismo, tan
ligeros y como lubricados con aceite caliente respondían mis miembros. Después
de comer, mientras llevaron a Edith a descansar un rato a la habitación de la
mujer del administrador, probé uno tras otro unos cuantos caballos. Corrí a porfía con algunos de los jóvenes mozos por
los prados y experimenté, al soltar las riendas y soltarme a mí mismo, una
sensación de libertad que desconocía. ¡Ojalá pudiera quedarme aquí, a las
órdenes de nadie, libre en los campos libres, libre como el viento! Sentí un
cierto pesar cuando, tras haber galopado un buen trecho a campo traviesa, oí de
lejos la llamada del cuerno de caza que anunciaba el regreso. Para variar, el experimentado Jonak había elegido otro
camino para el regreso, probablemente también porque aquella carretera pasaba
durante un buen trecho por un bosquecillo de refrescante sombra. Y como todo se
sucedía felizmente en ese día tan perfecto, nos esperaba todavía una última
sorpresa, la mejor. Al atravesar un modesto pueblo, de unas veinte casas, la
única calle de ese apartado villorrio apareció casi totalmente bloqueada por
una docena de carros vacíos. Era extraño que no hubiera nadie para despejar la
calle y dejar pasar a nuestra espaciosa carroza; era como si la tierra se
hubiera tragado a toda la gente de los alrededores. Sin embargo, pronto quedó
aclarado este vacío, demasiado llamativo incluso para un domingo, cuando la
experta mano de Jonak hizo restallar el enorme látigo en el aire, produciendo
un ruido que parecía un pistoletazo, pues no bien acudieron varias personas
asustadas, comprendimos que se trataba de un divertido malentendido. Resultó
que el hijo del campesino más rico de la comarca celebraba la boda con una
parienta pobre de otro caserío; del otro extremo de la calle que habíamos
encontrado cerrada, donde se había vaciado un granero para convertirlo en sala
de baile, llegó corriendo y acalorado por tanto afán, el corpulento padre de la
novia para darnos la bienvenida. Quizá creía de buena fe que el renombrado señor Von
Kekesfalva había mandado enganchar los cuatro caballos para honrarlos, a él y a
su hijo, con su presencia en el banquete de bodas, o quizá sólo por vanidad
quería sacar provecho de nuestro paso casual por el pueblo para acrecentar su
prestigio. Sea como fuere, pidió con muchas reverencias que el señor Von
Kekesfalva y sus acompañantes tuvieran la bondad, mientras despejaban la calle,
de tomar una copa de vino húngaro, de cosecha propia, a la salud de la joven
pareja; por nuestra parte, estábamos de demasiado buen humor para rehusar una
invitación tan sincera. De modo, pues, que Edith fue bajada del coche con sumo
cuidado, y a través de una doble hilera murmurante y admirada, formada por
gente respetuosa, entramos triunfantes en la rústica sala de baile. Vista de cerca, esa sala de baile resultó ser un
granero que había sido desembarazado y a cuyos lados se había levantado un
estrado de tablas sueltas sobre barriles de cerveza vacíos. A la derecha,
sentados a una larga mesa cubierta con manteles de lino blanco y provista de
abundantes botellas y manjares, presidían el banquete, alrededor de la pareja
de novios, los respectivos parientes, así como los inevitables dignatarios, el
párroco y el comandante local de la gendarmería. En el estrado opuesto se
habían instalado los músicos, unos gitanos bigotudos y bastante románticos:
violín, contrabajo y címbalo. Los invitados se apiñaban en el suelo apisonado
de la era, mientras los niños, que no habían encontrado sitio en el repleto
local, miraban como espectadores furtivos desde la puerta o dejando colgar las
piernas desde los cabrios del entramado del techo. Por supuesto, algunos de los parientes menos nobles
tuvieron que retirarse del estrado de honor para cedernos el sitio, y se
levantó un murmullo de admiración por el trato afable de sus señorías cuando
nos mezclamos con toda llaneza con aquellas honradas gentes. Titubeando de
emoción, el padre de la novia tomó una gran jarra de vino, llenó las copas y
levantó la voz para gritar: —¡A la salud del señor! El grito se propagó
enseguida hasta la calle como un eco entusiasmado. Luego trajo a empellones a
su hijo y a su nueva media naranja, una muchacha tímida, algo ancha de caderas,
a la que el abigarrado vestido de ceremonia y la blanca corona de mirto
conferían un aspecto conmovedor; roja como un tomate por la emoción y un poco
torpe, hizo una reverencia a Kekesfalva y besó respetuosa la mano de Edith, que
de pronto se emocionó visiblemente. Y es que una ceremonia nupcial desconcierta
siempre a las jóvenes, porque en estos momentos se adueña de sus almas una
misteriosa solidaridad femenina. Sonrojándose, Edith atrajo hacia sí a la
humilde muchacha, la abrazó, luego, recordando de pronto, se sacó un anillo del
dedo —era una sortija estrecha y anticuada, no muy valiosa— y lo colocó en el
dedo de la novia que, a su vez, quedó completamente estupefacta por este regalo
inesperado. Intimidada, miró a su suegro como preguntándole si debía aceptar
realmente tan gran regalo. Apenas el hombre asintió, ella, orgullosa, rompió a
llorar de pura felicidad. De nuevo nos inundó una ola entusiasta de gratitud;
de todas partes se agolparon hasta nosotros aquellas gentes sencillas y en
absoluto exigentes; se notaba claramente en sus miradas que de buen grado
habrían hecho algo especial para demostrarnos su reconocimiento, pero nadie se
atrevió siquiera a dirigir la palabra a tan altos «señores». Entre ellos, la
vieja campesina pasaba de uno a otro, tambaleándose como ebria, con lágrimas en
los ojos y cegada por el honor que se dispensaba a la boda del hijo, en tanto
que el novio, en su confusión, miraba con grandes ojos ora a su novia, ora a
nosotros, ora sus pesadas y lustrosas botas altas. En aquel momento Kekesfalva hizo lo más inteligente
para poner fin a esos testimonios de respeto, que ya empezaban a ser molestos.
Dio la mano cordialmente al padre de la novia, al novio y a algunos
dignatarios, rogándoles que no interrumpieran la hermosa fiesta por nosotros.
Añadió que los jóvenes siguieran bailando a su gusto, puesto que no nos podían
proporcionar mayor placer que continuar divirtiéndose sin preocuparse de
nosotros. Al mismo tiempo hizo ademán al violinista de que se acercara, y éste,
con el violín bajo el brazo derecho, estaba esperando delante del estrado en
una postura de reverencia que parecía petrificada; le arrojó un billete y le
indicó que comenzara la música. El billete debió de ser de los grandes, pues el
lisonjero mozo se enderezó como sacudido por una descarga eléctrica, volvió
corriendo a su estrado, guiñó el ojo a los músicos y acto seguido el grupo se
puso a tocar como sólo los húngaros y los gitanos saben hacerlo. Ya la primera
nota de címbalo disipó con su ímpetu seductor toda inhibición. En un santiamén
se formaron las parejas y se inició el baile con estruendosas pisadas, más
animado y delirante que antes, pues tanto los chicos como las chicas sentían el
prurito de mostrarnos lo bien que saben bailar los húngaros auténticos. En un
minuto, el local, hasta entonces sumido en un silencio respetuoso, se convirtió
en un impetuoso torbellino de cuerpos que se contoneaban, saltaban y
zapateaban; a cada compás tintineaban los vasos incluso del estrado, tan enérgico
y fogoso atronaba el entusiasmo de los jóvenes. Edith miraba con ojos fulgurantes esa barahúnda. De
pronto sentí su mano en mi brazo. —Usted también debería bailar —me ordenó. Por fortuna, la novia no había sido arrastrada todavía
por el torbellino y seguía contemplando extasiada el anillo de su dedo. Cuando
me incliné ante ella, el inmerecido honor la hizo ruborizarse primero, pero
luego se dejó llevar gustosa. Nuestro ejemplo infundió valor al novio. Tras un fuerte empujón del padre, sacó a bailar a Ilona,
y entonces el cimbalista arremetió más endemoniadamente todavía contra su
instrumento, y el violinista tocó el suyo como un diablo negro y bigotudo; creo
que nunca antes ni después se bailó de manera tan orgiástica en ese pueblo como
en aquella boda. Pero el cuerno de la abundancia de las sorpresas aún
no se había vaciado del todo. Atraída por el lujoso regalo a la novia, una de
esas viejas gitanas que nunca faltan a tales fiestas se había abierto paso
hasta el estrado y trataba de convencer a Edith de que se dejara decir la
buenaventura. La joven se mostró visiblemente incómoda. Curiosa por una parte,
se avergonzaba por otra de ceder a tal charlatanería en presencia de tantos
espectadores. Yo puse remedio rápido a la situación sacando con suavidad del estrado
al señor Von Kekesfalva y a los demás para que nadie pudiera oír ni una palabra
de las misteriosas profecías, y a los curiosos no les quedó más remedio que
mirar desde lejos, riéndose, cómo la vieja, arrodillada ante Edith, le tomaba
la mano entre mucho abracadabra y la estudiaba; todo el mundo en Hungría conoce
hasta la saciedad el eterno truco de esas mujeres de predecir a cada uno lo más
halagüeño para luego aprovecharse con creces de la buena nueva. Pero, para mi
sorpresa, todo lo que la encorvada anciana le susurraba con voz ronca y
apresurada parecía emocionar curiosamente a Edith. Empezó aquel temblor
alrededor de las aletas de su nariz que la acompañaba siempre en estado de
fuerte tensión. Escuchaba a la gitana inclinándose cada vez más y mirando de
vez en cuando temerosa a su alrededor para comprobar si alguien la oía; luego
pidió por señas a su padre que se acercara, le susurró una orden y él, dócil
como siempre, metió la mano en el bolsillo interior y dio a la gitana unos
billetes. La cantidad debió de ser inmensa para los cánones locales, pues la
codiciosa vieja cayó de rodillas como si le hubieran segado las piernas, besó
como una posesa el borde de la falda de Edith y, entre conjuros
incomprensibles, le acarició las tullidas piernas con movimientos cada vez más
rápidos. Luego se levantó de golpe y se fue corriendo, como si tuviera miedo de
que alguien le quitara aquel montón de dinero. —Vayámonos ahora —me apresuré a susurrar al señor Von
Kekesfalva, pues observé que Edith había empalidecido. Fue en busca de Pista; él e Ilona ayudaron a la
tambaleante Edith con sus muletas a llegar hasta el coche. Al instante cesó la
música, nadie de aquellas buenas gentes quiso privarse de acompañar nuestra
partida con saludos y gritos. Los músicos rodearon el carruaje para interpretar
una última pieza de honor; el pueblo entero gritaba con grandes voces: «¡Viva!
¡Viva!»; el viejo Jonak tuvo verdadero trabajo para contener a los caballos, no
acostumbrados ya a semejante fragor bélico. Yo seguía estando un poco preocupado por Edith, que
iba sentada delante de mí en el coche. Todo su cuerpo seguía temblando; parecía acosada por
una emoción violenta. Y de pronto prorrumpió en arrebatados sollozos. Pero eran
sollozos de felicidad. Lloraba mientras reía y reía mientras lloraba. Sin duda
la astuta gitana le había profetizado su pronta curación. ¡Quizás incluso algo
más! —Dejadme, dejadme —se defendía impaciente entre lloriqueos. En su
conmoción parecía sentir un placer nuevo y extraño—. Dejadme, dejadme —repetía
una y otra vez—. Ya sé que esa vieja es una charlatana. Lo sé muy bien. Pero
¿por qué no ser tonta por una vez? ¿Por qué una no puede dejarse engañar
honradamente una vez? Ya era noche cerrada cuando cruzamos de nuevo la puerta
del castillo. Todos insistieron para que me quedara también a cenar. Pero yo no
quise, tenía la impresión de que ya había habido bastante, incluso demasiado.
Me había sentido inmensamente feliz durante ese largo y dorado día de verano, y
cualquier cosa de más, cualquier añadido sólo podía menguar esta felicidad.
Preferí regresar a casa por la avenida que ya me era familiar, con el alma
tranquila y serena como el aire estival tras el ardiente día. No pedía nada
más, sólo recordar agradecido y reflexionar acerca de todo. De modo que me despedí
antes de tiempo. Las estrellas brillaban y tuve la sensación de que me guiñaban
cariñosamente el ojo. El viento acariciaba mortecino los campos que se
desvanecían gradualmente, llenos de un vaho oscuro, y me pareció que cantaba
para mí. Se apoderó de mí esa pura exaltación en que todo parece bueno y
encantador, el mundo y los hombres, en que uno quisiera abrazar cada árbol y
acariciar su corteza como una piel amada, entrar en cada casa, sentarse con
desconocidos y confesarles todo, en que el propio pecho resulta demasiado
estrecho y el sentimiento interior demasiado fuerte, en que uno quisiera
comunicarse, derramarse, derrocharse..., ¡regalar y prodigar parte de esa
exuberancia desbordante! Cuando al fin llegué al cuartel, encontré a mi
ordenanza esperándome ante la puerta. Por primera vez (aquel día todo me
parecía que ocurría por primera vez) observé la cara cándida, redonda y sana de
aquel joven campesino ruteno. ¡Ah, también a él voy a darle una alegría!,
pensé. Lo mejor será darle algún dinero para que invite a unas cervezas a su
chica. ¡Hoy le daré el día libre, y mañana y toda la semana! Me metía ya la
mano en el bolsillo para sacar una moneda de plata, cuando se puso firmes y,
con las manos pegadas a las costuras de los pantalones, me comunicó: —Ha
llegado un telegrama para usted, teniente. ¡Un telegrama! Enseguida me sentí incómodo. ¿Quién
podía querer algo de mí en este mundo? Sólo una mala noticia podía perseguirme
con tanta premura. Corrí hacia la mesa. Allí estaba el insólito papel, cuadrado
y cerrado. Lo abrí con dedos indignados. Eran sólo una docena de palabras, que
me comunicaban con cortante claridad: «Estoy citado mañana por Kekesfalva. Debo hablar antes con usted sin falta. Lo espero a las
cinco. Taberna Tirolesa. Cóndor.» Ya una vez me había ocurrido que en el
espacio de un minuto pasaba de la embriaguez más absoluta a una sobria vigilia.
Había sido el año pasado, en la fiesta de despedida de un compañero que se
casaba con la hija de un riquísimo fabricante del norte de Bohemia y que antes
nos obsequió con una espléndida cena. El buenazo fue en verdad muy generoso,
mandó traer una batería de botellas tras otra, de un Burdeos espeso y de gran
cuerpo, y para remate, una tal cantidad de champán, que, según el temperamento,
unos nos pusimos ruidosos y otros sentimentales. Nos abrazábamos, reíamos,
alborotábamos, gritábamos y cantábamos. Entrechocábamos las copas en continuos brindis,
trincábamos coñac y licores, fumábamos como chimeneas, densos vapores envolvían
el sobrecargado local en una especie de niebla azulada, por lo que nadie se dio
cuenta de que, detrás de las ventanas empañadas, el cielo empezaba a clarear. Debían de haberse hecho las tres o las cuatro. En su
mayoría, los invitados ya no podían seguir sentados en posición vertical; repantigados
sobre las mesas, levantaban los ojos nublados y vidriosos a cada nuevo brindis;
si alguno tenía que salir, caminaba tambaleándose hasta la puerta o tropezaba y
caía como un saco. Ya nadie era capaz de hablar o pensar con claridad. Entonces se abrió la puerta de golpe y entró el
coronel (de quien tendré que hablar más tarde) hecho una furia, y como en medio
de la tremenda barahúnda sólo algunos lo vieron o lo reconocieron, se acercó
bruscamente a la mesa y golpeó con el puño la sucia tabla con tanta fuerza, que
hizo saltar platos y copas. Luego, con su voz más severa y cortante, ordenó:
—¡Silencio! E inmediatamente, de golpe, se hizo el silencio e incluso los más
aletargados abrieron los ojos y se despertaron. El coronel nos informó en pocas
palabras de que aquella mañana se esperaba una inspección sorpresa por parte de
la división. Contaba con que todo funcionaría a la perfección y nadie sería el
oprobio del regimiento. Y entonces se produjo algo sorprendente: de golpe y
porrazo todos recuperamos nuestros sentidos. Como si se hubiera abierto una
ventana interior, todos los vapores del alcohol se esfumaron, los rostros
nebulosos se transmutaron, tensos ante la llamada del deber, en un santiamén
todos adoptamos un porte marcial y antes de dos minutos habíamos abandonado la
mesa devastada; cada uno sabía con claridad meridiana qué le correspondía
hacer. Se despertó a la tropa, los ordenanzas corrían de un lado para otro,
todo, hasta el último botón de arreos, fue limpiado y restregado. Unas horas
más tarde, la temida inspección transcurrió impecablemente. Con la misma rapidez se disipó la blanda somnolencia
cuando abrí aquel telegrama. En un segundo supe lo que durante horas y horas no
había querido reconocer: que todo aquel entusiasmo no había sido sino la
embriaguez de una mentira y que yo, con mi debilidad, con mi desdichada
compasión, me había hecho culpable, cómplice, de un engaño. Sospeché de
inmediato que Condor venía a pedirme cuentas. Ahora se trataba de pagar el
precio por la exaltación propia y la ajena. Con la puntualidad que dicta la impaciencia y, por lo
tanto, incluso con un cuarto de hora de anticipación me encontraba en aquella
taberna, y exactamente a la hora convenida llegó Condor de la estación en un
coche de dos caballos. Vino a mi encuentro sin más formalidades. —Celebro que haya sido puntual. Enseguida supe que
podía confiar en usted. Lo mejor será que nos metamos en el mismo rincón del
otro día. El asunto del que tenemos que hablar no tolera testigos. Me pareció notar un cambio en su porte descuidado.
Nervioso, pero dominándose a la vez, entró con paso cargado en el local delante
de mí y ordenó casi con grosería a la ajetreada camarera: —Un litro de vino. El
mismo de anteayer. Y luego déjenos solos. Ya la llamaré. Nos sentamos. Ya antes de que la camarera hubiera
terminado de servir el vino, Condor empezó a hablar: —Bueno, vayamos al
grano..., tengo que darme prisa, si no esos de ahí fuera descubrirán el pastel
y se imaginarán que estamos conspirando. Ya he necesitado Dios y ayuda para deshacerme
del cochero, que quería llevarme allí inmediatamente, coûte que coûte. ¡Pero,
sin más demora, in medias res para que usted sepa en qué estamos! »Bien...,
anteayer por la mañana recibí un telegrama. "Ruégole, estimado amigo,
venga lo antes posible. Lo esperamos todos impacientísimos. Agradecido y
confiado, suyo, Kekesfalva." Tantos superlativos, "lo antes
posible", "impacientísimos", no me gustaron demasiado. ¿Por qué,
de pronto, tanta impaciencia? Sólo hace unos días que examiné a Edith. Y luego,
¿a qué viene asegurarme su confianza por telegrama, a cuento de qué esa
gratitud especial? Bueno, no me lo tomé demasiado a pecho y puse el telegrama
ad acta. Al fin y al cabo, de vez en cuando el viejo se permite tales
arranques. Pero lo de ayer por la mañana fue un golpe. Pues me llegó una carta
interminable de Edith, una carta urgente completamente delirante y arrebatada,
en la que decía que desde el principio había sabido que yo era la única persona
en el mundo que la salvaría y que no encontraba palabras para decirme cuán
feliz se sentía de haber llegado por fin hasta este punto. Decía que me escribía sólo para asegurarme que podía
confiar plenamente en ella, que aceptaba sin vacilar todo lo que le mandara
hacer, por difícil que fuera, pero que empezara pronto, enseguida, el nuevo
tratamiento, porque ardía de impaciencia. Y otra vez: que le exigiera todo,
pero que empezara deprisa. Etcétera, etcétera. »De todos modos..., esta mención del nuevo tratamiento
me encendió una luz. Enseguida comprendí que alguien debía de haber ido a
contar lo de la cura del profesor Viennot al viejo o a la hija, porque estas
cosas no nacen del aire, y este alguien, desde luego, no podía haber sido otro
que usted, teniente. Debí de hacer un movimiento involuntario, pues él tiró
de la misma cuerda: —¡Por favor, no discutamos este punto! Yo no he hecho ni la
menor mención a nadie de ese método del profesor Viennot. Sólo usted tiene en
la conciencia el que ahí fuera crean que en unos meses todo quedará borrado
como si se hubiera pasado una bayeta. Pero, como le he dicho, ahorrémonos todas
las recriminaciones... Ambos hemos hablado, yo con usted y usted, profusamente,
con los otros. Habría sido mi obligación andar con más cuidado con usted..., al
fin y al cabo su oficio no es tratar enfermos... ¿Cómo iba usted a saber que
los enfermos y sus parientes utilizan un vocabulario diferente del de la gente
normal, que cada «quizá» se transforma de inmediato en ellos en un «sin duda» y
que por esta razón hay que dosificarles la esperanza con cuentagotas, si no se
les sube el optimismo a la cabeza y los pone furiosos? »Pero ahora dejemos
eso... ¡Lo pasado, pasado está! Pongamos punto final al tema de la
responsabilidad. No le he pedido que viniera para discursear con usted. Pero,
después de haberlo mezclado en mis asuntos, me siento obligado a ponerlo al
corriente del estado de las cosas. Por eso le he pedido que venga. Condor levantó por primera vez la frente y me miró
cara a cara. Pero no había en absoluto severidad en su mirada. Al contrario,
tuve la impresión de que me compadecía. Incluso su voz se volvió ahora más
suave: —Ya sé, mi querido teniente, que lo que ahora tengo que comunicarle le
afectará sensiblemente. Pero, como le he dicho, no hay tiempo para sentimientos
ni sentimentalismos. Le conté que, a raíz de aquel artículo en la revista
médica, escribí enseguida al profesor Viennot para pedirle más información...,
no creo haberle contado más. Pues bien, ayer por la mañana llegó su respuesta,
y por cierto que llegó en el mismo correo que traía la efusiva carta de Edith.
A primera vista su informe parece positivo. Viennot tuvo realmente un éxito
asombroso con aquel paciente y con algunos otros. Pero por desgracia, y éste es
el punto doloroso, su método no es aplicable en nuestro caso. En sus curaciones
se trataba de enfermedades de la médula espinal de base tuberculosa, en las
que..., le ahorro los detalles técnicos..., se restablece la plena función de
los nervios motores mediante un cambio de la presión. En nuestro caso, en que
está afectado el sistema nervioso central, a priori ya no entran en
consideración los procedimientos del profesor Viennot, como permanecer
acostado, inmovilizado por un corsé, baños de sol simultáneamente, su tipo
especial de gimnasia. Su método es, por desgracia, ¡por desgracia!, del todo
impracticable en nuestro caso. Aplicar todos esos procedimientos a la pobre
criatura significaría probablemente martirizarla en balde. Bien..., esto es lo
que me sentía en el deber de comunicarle. Ahora sabe cuál es la situación y cómo
trastornó irreflexivamente a la pobre niña con la esperanza de que en unos
meses podía volver a saltar y bailar. De mi boca nadie jamás habría oído una
afirmación tan estúpida. Pero ahora todos, y con razón, se agarrarán a lo dicho
por usted, que les ha prometido a la ligera la luna y las estrellas. Sentí que los dedos se me entumecían. Todo esto lo
había presentido en mi subconsciente desde el momento en que vi el telegrama
sobre la mesa; sin embargo, tuve la sensación de que me golpeaban en la frente
con un mazo cuando Condor me expuso la situación con tanta objetividad y
crudeza. Instintivamente sentí la necesidad de defenderme. No quería cargar
sobre mí toda la responsabilidad. Pero lo que logré decir al final fue parecido
al tartamudeo de un escolar cogido en falta: —¿Pero cómo...? Yo sólo quería lo
mejor... Si le conté algo a Kekesfalva fue sólo por... por... —Lo sé, lo sé —me interrumpió Condor—. Por supuesto
que él se lo sacó a la fuerza, lo apremió y atosigó, es realmente capaz de
dejarle a uno indefenso con su insistencia desesperada. Sí, ya lo sé, sé que usted se mostró débil por
compasión, por los mejores y más nobles motivos. Pero, y creo que ya se lo advertí una vez, eso de la
compasión es una maldita arma de doble filo. El que no sabe manejarla, mejor que no la toque con la
mano y menos aún con el corazón. Sólo al principio la compasión, como la
morfina, es buena para el enfermo, un remedio, un recurso, pero si no se sabe
dosificar como es debido y suprimirla a tiempo, se convierte en un veneno
mortal. Con las primeras inyecciones se hace bien,
tranquilizan al enfermo y mitigan el dolor. Pero, fatalmente, el organismo,
tanto el cuerpo como el alma, posee una tremenda capacidad de adaptación, y así
como los nervios necesitan cada vez más morfina, así también el sentimiento
necesita cada vez más compasión, y al final resulta más de la que se puede dar.
Y llega indefectiblemente el momento, en uno y otro caso, en que hay que decir
«no» y no preocuparse por si el enfermo lo odia a uno más por esta última
negativa que por si nunca le hubiera ayudado. Sí, mi querido teniente, hay que saber poner freno a
la compasión, de lo contrario causa más daño que toda la indiferencia del
mundo, y eso lo saben los médicos y los jueces y los alguaciles y los prestamistas.
Si todos ellos dieran rienda suelta a su compasión, el mundo se paralizaría...
¡Cosa peligrosa, la compasión, muy peligrosa! Ya ve usted a qué ha conducido su
debilidad en este caso. —Sí..., pero no se puede... no se puede abandonar a
una persona en su desesperación... Al fin y al cabo, no pasaba nada por que yo
intentase... De repente Condor se encolerizó. —¡Sí que pasaba..., mucho! ¡Mucha responsabilidad,
muchísima responsabilidad, cuando uno se burla de otro con su compasión! ¡Un
adulto tiene que pensar, antes de inmiscuirse en un asunto, hasta dónde está
dispuesto a llegar! ¡No se juega con los sentimientos ajenos! Lo admito, usted
encandiló a esa buena gente llevado por los motivos más nobles y honrados, pero
en nuestro mundo no importa si uno actúa con dureza o con timidez, sino sólo lo
que al final se consigue o se provoca. ¡Compasión, muy bien! Pero hay dos
clases de compasión. Una, la débil y sentimental, que en realidad sólo es
impaciencia del corazón por liberarse lo antes posible de la penosa emoción
ante una desgracia ajena, es una compasión que no es exactamente compasión,
sino una defensa instintiva del alma frente al dolor ajeno. Y la otra, la única
que cuenta, es la desprovista de lo sentimental, pero creativa, que sabe lo que
quiere y está dispuesta a aguantar con paciencia y resignación hasta sus
últimas fuerzas e incluso más allá. Sólo cuando uno llega hasta al final, hasta
el final más extremo y amargo, sólo cuando uno tiene la gran paciencia, puede
ayudar a los hombres. ¡Sólo cuando se sacrifica a sí mismo, sólo entonces! Un
tono amargo vibraba en su voz. Sin querer, me vino a las mientes lo que
Kekesfalva me había contado: que Condor se había casado, como castigo por
decirlo así, con una ciega a la que no podía curar, y que esta mujer, en vez de
estarle agradecida, todavía lo martirizaba. Pero no tardó en ponerme la mano,
cálida y casi tierna, sobre el brazo. —No, no lo digo con mala intención. Sus sentimientos
lo han traicionado. Le puede ocurrir a cualquiera. Pero, vayamos al asunto que
nos concierne, a mí y a usted. No lo he citado para hablar de psicología con
usted. Tenemos que ser prácticos. Por supuesto, conviene que en este asunto
procedamos de acuerdo. No debe ocurrir que por segunda vez me desbarate los
planes a mis espaldas. ¡De modo que escuche! Por desgracia, debo suponer por la
carta de Edith que nuestros amigos se han ofuscado por completo con la ilusión
de que, mediante aquel tratamiento inaplicable, se podrá hacer desaparecer como
con una esponja toda esa enfermedad tan compleja. Aun cuando esta locura ya ha calado peligrosamente
hondo, no queda otro remedio que extirparla... y cuanto antes, mejor para
todos. Desde luego, sufrirán un duro golpe, porque la verdad es siempre una
medicina amarga, pero no hay que permitir que esta ilusión siga proliferando.
Déjelo de mi cuenta, yo procederé con sumo cuidado. »¡Y ahora, usted! Claro está que para mí lo más cómodo
sería echarle toda la culpa, decir que interpretó mal mis palabras, que ha
exagerado o fantaseado. Pero no voy a hacerlo, sino que me haré responsable de
todo. Ahora bien, y se lo digo desde este mismo instante, no podré dejarle del
todo fuera de este juego. Ya conoce usted al viejo y su tremenda tenacidad.
Aunque le explicara la cuestión cien veces y le enseñara la carta, seguiría
lamentándose: "Pero usted prometió al teniente..." y "El
teniente dijo..." Se remitiría sin cesar a usted para engañarse y
engañarme a mí diciendo que, a pesar de todo, todavía existe una esperanza. Sin
usted como testigo, no podré con él. No se puede hacer bajar las ilusiones de
golpe, como el mercurio del termómetro. Una vez se ha mostrado una brizna de
esperanza a uno de esos enfermos tan cruelmente llamados incurables, enseguida
la convierten en viga, y la viga, en una casa entera. Pero esos castillos en el
aire resultan de lo más perjudicial para los enfermos, y mi deber como médico
es derribar este castillo sin pérdida de tiempo, antes de que esperanzas
exaltadas se instalen en él. Tenemos que abordar el asunto con energía y sin
pérdida de tiempo. Condor calló. Al parecer esperaba mi asentimiento.
Pero yo no me atrevía a topar con su mirada; en mi interior se agolpaban ahora,
impelidas por los latidos del corazón, las imágenes del día anterior: el alegre
viaje a través del paisaje estival, y el rostro de la enferma radiante de sol y
de felicidad; recordé cómo acariciaba los potrillos, la vi sentada como una
reina en la fiesta, y vi cómo una y otra vez las lágrimas se deslizaban por las
mejillas del anciano hasta su boca sonriente y convulsa. ¡Borrar todo esto de
un plumazo! ¡Volver a transformar a aquel ser que se había transformado, volver
a arrojar con una palabra a los infiernos de la impaciencia a la que tan
soberbiamente había escapado de la desesperación! No, sabía que nunca me prestaría
a ello. Y así, titubeante, dije: —Pero, no sería preferible... —y me interrumpí
al instante bajo su escrutadora mirada. —¿Qué?—preguntó, tajante. —Quería decir que... si no sería mejor esperar a dar
esa noticia... al menos unos días, porque... porque ayer tuve la impresión de que ella ya estaba
predispuesta a empezar este tratamiento..., quiero decir interiormente
predispuesta..., y de que ahora tendría, como usted dijo entonces, las... las fuerzas psíquicas..., quiero decir que ahora
estaría en condiciones de dar mucho más de sí misma, si... si se la dejara un
poco más de tiempo en la creencia de que este nuevo tratamiento, del que lo
espera todo, la curaría definitivamente... Porque... porque usted no ha
visto..., no... no se puede imaginar el efecto que el simple anuncio ha tenido
sobre ella... Tuve realmente la impresión de que enseguida podía moverse con
mucha más facilidad... y me pregunto si no habría que dejar que esto surtiera
todo su efecto... Claro que —bajé la voz, porque noté que Condor me miraba
sorprendido—, claro que yo no entiendo nada de todo esto... Condor siguió mirándome. Luego refunfuñó: —¡Vaya...
Saúl entre los profetas! Parece haberse dedicado a fondo a este asunto...
¡Incluso ha tomado nota de lo de las «fuerzas psíquicas»! Y, además, sus
observaciones clínicas... Sin saberlo, he reclutado, a la chita callando, a un
ayudante y consejero. Por otro lado —se rascó pensativo la cabeza con gestos
nerviosos de la mano—, lo que ha alegado no es en sí tan insensato... Perdone,
quiero decir, claro está, insensato desde el punto de vista médico. Curioso,
muy curioso... Cuando recibí la exaltada carta de Edith, yo mismo me pregunté
por un instante si, después de que usted le hiciera creer que la curación se
acercaba con botas de siete leguas, no debía aprovechar esta apasionada
predisposición... ¡No está nada mal pensado, mi querido colega! Sería un juego
de niños poner este asunto en escena... La envío a Engadina, donde tengo un
médico amigo y la dejamos en la feliz creencia de que se trata de la nueva
cura, cuando en realidad es la antigua. De entrada, el efecto sería
probablemente fantástico y recibiríamos un montón de cartas entusiastas y
agradecidas. La ilusión, el cambio de aires y de lugar, el despliegue de nuevas
energías, todo esto contribuiría de hecho a la curación y ayudaría a mantener
la mentira. Al fin y al cabo, quince días en Engadina nos animarían sobremanera
también a nosotros, a usted y a mí. Pero yo, mi querido teniente, como médico
no debo pensar sólo en el comienzo, sino también en la continuación y, sobre
todo, en el resultado final. Debo tomar en cuenta la recaída, que, dadas esas
esperanzas insensatamente exageradas, sería inevitable. ¡Sí señor, inevitable!
También como médico, soy y seré un jugador de ajedrez, un juego de paciencia,
no puedo entregarme a un juego de azar, y menos cuando es otro quien tiene que
pagar la apuesta. —Pero... Pero usted también es de la opinión que se
podría conseguir una mejoría sustancial... —Cierto..., en el primer asalto avanzaríamos un buen
trecho. Porque las mujeres reaccionan siempre de modo sorprendente a los
sentimientos y las ilusiones. Pero imagínese la situación dentro de unos meses,
cuando las llamadas fuerzas psíquicas de las que hablábamos se han agotado, la
voluntad fustigada se ha consumido, el entusiasmo se ha disipado y al cabo de
semanas y semanas de tensión agotadora, no se produce la curación, esa curación
total con la que ella cuenta ahora como cosa cierta... ¡Por favor, imagínese el
efecto catastrófico en una criatura sensible y ya bastante consumida por la
impaciencia! Porque no se trata en nuestro caso de una pequeña mejora, sino de
algo fundamental: cambiar el método lento y más seguro de la paciencia por el
temerario y peligroso de la impaciencia. ¿Cómo iba a seguir teniendo confianza
en mí, o en cualquier otro médico, o en cualquier persona, si descubre que ha
sido engañada a propósito? Mejor, pues, decir la verdad, por cruel que parezca:
en medicina el bisturí es a menudo el método más suave. ¡No lo demoremos! No
podría responder por semejante alevosía con la conciencia tranquila. Piénselo
usted mismo. ¿Tendría el valor de hacerlo, en mi lugar? —Sí —respondí sin
vacilar y al instante me asusté de esta palabra precipitada—. Quiero decir...
—añadí cauteloso—, le confesaría la verdad de todo sólo cuando por lo menos se
hubiera avanzado algo... Perdone, doctor... suena bastante arrogante..., pero
usted no ha podido observar como yo en estos últimos días hasta qué punto estas
personas necesitan algo para seguir adelante y..., cierto, hay que decirles la
verdad... pero sólo cuando la puedan soportar..., no ahora, doctor, se lo
suplico..., no ahora..., no enseguida. Vacilé. Me confundió el asombro lleno de curiosidad de
su mirada. —¿Pues, cuándo...? —reflexionó—. Y, sobre todo, ¿quién
se arriesgará a decírselo? En un momento dado esa explicación se hará necesaria
y entonces el desengaño será cien veces más peligroso, incluso fatal. ¿De
verdad asumiría usted semejante responsabilidad? —Sí —dije con firmeza (creo
que sólo el temor de tener que ir de inmediato con él me inspiró esta repentina
decisión)—. Asumo plenamente esta responsabilidad. Sé con seguridad que ahora
sería una ayuda inmensa para Edith si de momento, se le dejara esa esperanza en
una curación total y definitiva. Si luego surge la necesidad de explicar que
nosotros..., que yo tal vez le había prometido demasiado, lo reconoceré
honradamente, y estoy convencido de que ella lo comprenderá. Condor me miró fijamente. —¡Caray! —masculló luego—. Usted se ve capaz de todo.
Y lo más notable es que nos contagia a los demás con su fe en Dios: primero a
ellos y ahora, me temo, poco a poco a mí también... Bien, si realmente asume
esta responsabilidad de devolver el equilibrio a Edith, si se produjera una
crisis, entonces... Entonces, claro está, el asunto tomará un cariz
distinto..., entonces quizá podríamos correr el riesgo de esperar unos días,
hasta que sus nervios se asentaran un poco... ¡Pero este compromiso no tiene
vuelta atrás, teniente! Es mi deber advertirle antes a conciencia. Los médicos
estamos obligados, antes de una operación, a llamar la atención de los
interesados sobre los posibles peligros... Prometer a una niña inválida desde
hace mucho tiempo que se curará del todo en breve representa una intervención
de no menor responsabilidad que si se hiciera con el escalpelo. Piense con
detenimiento en el compromiso que contrae, hace falta una fuerza enorme para
infundir ánimos de nuevo a una persona que ha sido engañada una vez. No me
gustan las vaguedades. Antes de desistir de mi propósito de explicar enseguida
y honradamente a los Kekesfalva que ese método es inaplicable en nuestro caso y
que lamentamos tener que pedirles todavía mucha paciencia, debo saber si puedo
confiar en usted. ¿Puedo contar sin falta con que no me dejará luego en la
estacada? —Puede confiar en mí. —Bien. —Condor apartó la copa de un golpe. No habíamos
bebido una sola gota—. O, mejor dicho, esperemos que salga bien, pues no me
siento muy cómodo con este aplazamiento. Le diré ahora hasta dónde llegaré: ni
un paso más allá de la verdad. Le aconsejaré una cura en Engadina, pero le
explicaré que el método de Viennot no está en absoluto experimentado y
subrayaré explícitamente que ninguno de los dos debe esperar milagros. Si, a
pesar de todo, y por confiar en usted, se ofuscan en esperanzas absurdas, será
cosa suya, suya, poner en claro este asunto. Lo ha prometido. Quizás incurro en
un cierto riesgo confiando más en usted que en mi conciencia médica..., pero,
bueno, lo asumiré. Al fin y al cabo, ambos queremos lo mejor para esta pobre
enferma. Condor se levantó. —Como le he dicho, cuento con usted si llegara a
producirse una crisis de desengaño. Ojalá su impaciencia consiga más que mi
paciencia. Concedamos, pues, a la pobre criatura unas semanas más de confiado
optimismo. Y si mientras tanto logramos realmente avanzar un trecho razonable,
será usted quien la habrá ayudado y no yo. ¡Hecho! Es hora de que me vaya. Ahí
fuera me están esperando. Salimos del local. El coche lo aguardaba en la puerta.
En el último momento, cuando Condor ya había subido, moví los labios como para
volverlo a llamar. Pero los caballos ya empezaban a tirar. El coche y, con él,
lo irrevocable, había emprendido la marcha. Tres horas más tarde encontré sobre mi mesa del
cuartel un billete, escrito a toda prisa y traído por el chofer. «Venga mañana
lo antes posible. Hay muchísimas cosas que contar. El doctor Condor acaba de
estar aquí. Dentro de diez días salimos de viaje. Soy tremendamente feliz. Edith.» Es curioso que precisamente esa noche cayera
en mis manos aquel libro. En general, yo no era muy dado a la lectura, y en la
desvencijada estantería de mi castrense habitación sólo había los seis u ocho
volúmenes militares, como el Reglamento y el Organigrama del ejército, que para
nosotros son el alfa y el omega, junto a dos docenas de clásicos que, desde la
escuela de cadetes, llevaba conmigo a todas las guarniciones, sin haberlos
abierto jamás..., quizá sólo para dar una sombra y una apariencia de propiedad
personal a esas habitaciones extrañas y desnudas en las que estaba obligado a
vivir. Mezclados con ellos, había también otros libros mal impresos y mal
encuadernados, con las páginas aún a medio cortar, que habían llegado a mí de
modo curioso. Es el caso que a veces aparecía en nuestro café un vendedor
ambulante, bajito y jorobado, de ojos legañosos y singularmente lastimeros, que
con apremiante insistencia ofrecía papel de carta, lápices y literatura barata,
sobre todo libros para los que esperaba hallar compradores en los círculos de
caballería: la llamada literatura galante, como las aventuras amorosas de
Casanova, el Decamerón, las memorias de una cantante o divertidas historias de
cuarteles. Por compasión — ¡siempre por compasión!— y quizá también para
defenderme de su melancólica impertinencia, le había comprado en distintas
ocasiones tres o cuatro de esos cuadernos pringosos y mal impresos y los había
dejado abandonados en el estante. Aquella noche, sin embargo, cansado y a la vez con los
nervios a flor de piel, incapaz de dormir e incapaz asimismo de pensar
racionalmente, busqué alguna lectura para distraerme y adormilarme. Con la
esperanza de que esos relatos ingenuos y coloristas, de los que guardaba un
vago recuerdo desde la infancia, ejercieran sobre mí el mejor efecto narcótico,
escogí el volumen de Las mil y una noches. Me eché en la cama y empecé a leer
en aquel estado de somnolencia en que uno se siente demasiado perezoso para
pasar hojas y por pura comodidad prefiere saltar una página que casualmente
todavía no esta cortada. Leí el comienzo de la historia de Sherezade y el rey
con atención fatigada y seguí leyendo y leyendo. Pero, de pronto, me
sobresalté. Había llegado al extraño cuento del joven que ve tendido en el
camino a un anciano tullido y, al leer esta palabra, «tullido», algo así como
un dolor agudo me hizo dar un respingo; como un leño ardiendo, la repentina
asociación de ideas me había tocado un nervio. En la historia, el anciano
tullido llama desesperado a un joven, le dice que no puede caminar y le pide
que lo lleve a hombros. Y el joven siente compasión —compasión, necio, ¿por qué
sientes compasión?, pensé—, en efecto se inclina caritativo y sube al viejo a
cuestas. Pero el anciano en apariencia desvalido era un djin,
un espíritu maligno, un mago infame, y apenas se sentó en los hombros del
joven, apretó con fuerza sus muslos peludos y desnudos alrededor de la garganta
de su benefactor, quien ya no pudo quitárselo de encima. Implacable, convirtió
al caritativo joven en su montura; el cruel y despiadado viejo siguió pegando
al compasivo joven sin darle reposo. Y el desdichado se vio obligado a llevarlo
a donde el otro quería y desde entonces quedó desposeído de voluntad propia. Se
convirtió en la cabalgadura, en el esclavo del miserable viejo y, aunque las
rodillas le flaquearan y los labios se consumieran de sed, ese loco de la
compasión tuvo que seguir trotando y trotando y llevar a cuestas como a su
destino al malvado, astuto e infame viejo. Me detuve. El corazón me latía como si quisiera saltar
del pecho, pues, mientras leía, de repente vi en una visión insoportable al
desconocido y astuto viejo, lo vi primero tendido en el suelo y levantando los
ojos llenos de lágrimas para implorar ayuda al compasivo joven, y lo vi después
montado sobre sus hombros. Aquel djin tenía el pelo blanco, peinado con raya en
medio, y llevaba gafas doradas. Con la misma rapidez con que sólo los sueños
saben evocar y mezclar imágenes y rostros, instintivamente había atribuido al
anciano del cuento el rostro de Kekesfalva y yo mismo me había convertido de
pronto en la infeliz cabalgadura, que él azuzaba con el látigo, e incluso
sentía tan real la presión alrededor de la garganta, que se me cortó la
respiración. Me cayó el libro de las manos, me quedé tendido, frío como el
hielo, y oí los latidos de mi corazón golpeando las costillas como contra
madera dura; y todavía durante el sueño la furibunda carrera prosiguió a todo
galope, no sabía hacia adónde. Cuando me desperté al día siguiente con los
cabellos empapados, estaba cansado y exhausto como después de una larga
caminata. De nada sirvió que por la mañana saliera a cabalgar
con los compañeros, que cumpliera mi servicio atento y espabilado, conforme a
las ordenanzas; apenas emprendí por la tarde el ineludible camino hacia el
castillo, sentí de nuevo sobre los hombros aquella carga fantasmagórica, porque
en mi atribulada conciencia intuía que la responsabilidad que ahora iba a
asumir era nueva y sería inmensamente ardua. Aquella noche en el banco del
parque, cuando había dejado entrever al anciano padre la pronta curación de su
hija, mi exageración no fue sino un modo compasivo de no decir la verdad,
involuntariamente y aun a disgusto, pero no era todavía un engaño consciente,
no era una burda mentira. Pero en adelante, sabiendo que no era de esperar una
pronta curación, había de simular una actitud fría, consecuente, calculadora y
tenaz, debía mentir con semblante impenetrable, con voz convencida, como un
taimado criminal que maquina refinadamente, durante semanas y meses, los
detalles de su fechoría y de su defensa. Por primera vez empecé a comprender
que los peores males de este mundo no son los causados por la maldad y la
brutalidad, sino los causados por la debilidad. Luego, en casa de los Kekesfalva todo ocurrió
exactamente igual como yo había temido: apenas puse el pie en la terraza de la
torre, el recibimiento fue entusiasta. A propósito había traído flores, para
desviar de mi persona las primeras miradas. Pero, después de un brusco «Por el
amor de Dios, ¿por qué me trae flores? ¡No soy una prima donna!», tuve que
sentarme ya al lado de la impaciente enferma, y ella se puso a hablar sin
parar. Con cierto tono de alucinación en la voz empezó a contar y contar que el
doctor Condor—«¡Oh, ese hombre magnífico, único!»— le había infundido nuevos ánimos.
Dentro de diez días partirían para Suiza, a un sanatorio de Engadina. ¿Para qué perder un día más, ahora que por fin se iba
a abordar el asunto de forma tajante? Siempre había tenido la corazonada de que
hasta entonces se había acometido desde el lado equivocado, que no se había
avanzado nada con todos aquellos dispositivos eléctricos, masajes y demás
aparatos estúpidos. ¡Por Dios que ya iba siendo hora! Por dos veces— nunca me
lo había confesado —había intentado poner fin a su vida, y las dos en vano. Que
nadie podía vivir a la larga en estas condiciones, sin poder estar sola ni una
hora, siempre dependiendo de otros para cada movimiento, para cada paso,
siempre espiada y vigilada y, encima, atormentada por la sensación de ser una
mera carga para los demás, una pesadilla, algo insoportable. Sí, ya era hora,
no había tiempo que perder, pero yo mismo vería, ahora que las cosas se iban a
hacer bien, lo rápido que iría su curación. ¡De qué servían todas aquellas
pequeñas mejorías tontas, que no mejoraban nada! Había que curarse por
completo, de lo contrario no se estaba sano. ¡Ah, el mero presentimiento ya era
maravilloso, qué maravilloso...! Y así siguió y siguió, un torrente de éxtasis,
impetuoso burbujeante, centelleante. Me sentía como un médico que escucha las
fantasías febriles de una alucinada, mientras cuenta de nuevo, desconfiado, con
la insobornable manecilla del reloj, las pulsaciones aceleradas, porque le
preocupa ese ardor inflamado, que él considera la más concluyente prueba
clínica de un trastorno mental. Cada vez que, como leve espuma, una risa loca
se desbordaba del torrente de su narración, yo me estremecía, porque sabía lo
que ella ignoraba: sabía que ella se engañaba, que nosotros la engañábamos.
Cuando al fin se calló, tuve la misma sensación del que se despierta
sobresaltado de noche en un tren en marcha, porque las ruedas se paran de
repente. Pero fue ella misma quien se interrumpió bruscamente. —Bueno, ¿qué dice usted a todo esto? ¿Por qué se queda
ahí mudo y tan embobado, perdón, tan asustado? ¿Por qué no dice nada? ¿No se
alegra conmigo? Me sentí atrapado. Era ahora o nunca el momento de encontrar el
tono cordial, de correcto entusiasmo. Pero yo no era sino un novato deplorable
en decir mentiras, no dominaba todavía el arte del engaño consciente. De modo
que apenas balbuceé unas palabras: —¿Cómo puede usted decir eso? Lo que pasa es
que estoy de lo más sorprendido..., tiene que comprenderlo... En Viena, cuando
alguien tiene una gran alegría, decimos que «se queda sin habla»... Claro que
me alegro, y mucho, por usted. A mí mismo me repugnó la frialdad y el artificio de
esas palabras. También ella debió de notar al instante mi inhibición, porque
cambió inmediatamente de actitud. Algo parecido al mal humor de alguien al que se
despierta sacudiéndolo de un sueño oscureció su arrobamiento; los ojos, que un
momento antes centelleaban de entusiasmo, de repente se endurecieron, y el arco
entre las cejas se tensó como un arco a punto de disparar. —¡Pues no he notado mucho su gran alegría! Percibí muy
bien su tono ofensivo y traté de calmarla. —Pero criatura... Pero ella se irguió de golpe. —No me llame «criatura». Ya sabe que no lo soporto.
Porque, ¿cuántos años me lleva usted? Quizás aún me pueda permitir extrañarme
de que usted no se haya mostrado sorprendido y sobre todo no... no muy
interesado. Aunque, por otra parte, ¿por qué no tendría usted que alegrarse? Al
fin y al cabo usted también tendrá vacaciones cuando se cierre este cuchitril
por unos meses. Entonces podrá volver tranquilamente al café con sus
camaradas y jugar a cartas, libre de esta aburrida obligación de samaritano.
Sí, sí, ya lo creo que se alegra. Ahora viene una temporada tranquila para
usted. Había algo tan rudo y contundente en su voz, que sentí
el golpe hasta el fondo de mi mala conciencia. Sin duda debí de haberme
traicionado. Para cambiar de tema —pues sabía lo peligrosa que era su
irritabilidad en semejantes momentos—, traté de dar un tono jovial a la
disputa. —Temporada tranquila... ¡Qué sabrá usted! Julio,
agosto y septiembre, ¡una temporada tranquila para los de caballería! ¿No sabe
que para nosotros es la temporada alta, que trabajamos como negros y recibimos
toda clase de reprimendas? Primero, los preparativos para las maniobras, luego
aquí o allá, a Bosnia o Galitzia, a continuación las propias maniobras y los
grandes desfiles, oficiales nerviosos, tropas cansadas, servicio extraordinario
en su más pura esencia de la mañana a la noche. Y este baile dura hasta muy
entrado el mes de septiembre. —¿Hasta fines
de septiembre? —De pronto se volvió pensativa. Algo parecía rondarle la
cabeza—. Pero, ¿cuándo...—empezó a decir después—... cuándo irá, pues? No la
entendí. De veras que no comprendí lo que quería decir, y pregunté con toda
ingenuidad: —¿Ir adónde? Enseguida sus cejas volvieron a ponerse tensas. —¡No haga siempre preguntas tan necias! ¡A visitarnos!
¡A visitarme! —¿A Engadina? —¿Dónde, si no? ¿A Jauja, acaso? Entonces entendí
lo que quería decir. Me había resultado, en efecto, demasiado absurda la idea
de que yo, que acababa de gastar mis últimas siete coronas en aquellas flores y
para quien cada escapada a Viena significaba un lujo a pesar de pagar sólo
medio billete, pudiera permitirme un viaje a Engadina como si nada. —Sí, en eso se ve la idea que tienen los civiles del
ejército —dije riendo con toda sinceridad—. Café y billar, pasear por la calle mayor y, cuando a
uno se le antoja, vestir de paisano y correr mundo durante unas semanas. Muy
fácil, es como salir a dar una vuelta. Uno se lleva dos dedos a la gorra y dice:
«Adiós, coronel, no estoy de muy buen humor para seguir jugando a los soldados. Nos volveremos a ver cuando vuelva a tener ganas.»
¿Tiene idea de la vida que arrastramos? ¿Sabe usted que, para disfrutar de una
sola hora de libertad fuera de turno, tenemos que ponernos corbata y, a la hora
del parte, pegar un fuerte taconazo y presentar la solicitud con un sumiso «a
sus órdenes»? Sí señor, un montón de teatro y de ceremonias por una sola hora.
Y para un día entero hace falta por lo menos que muera una tía o entierren a
alguno de la familia. Me gustaría ver la cara del coronel si, en mitad de las
maniobras, le comunicara sumisamente que me venía en gana irme ocho días de
permiso a Suiza. El buen hombre soltaría cuatro expresiones que no encontrará
usted en ningún diccionario decente. No, mi querida señorita Edith, a usted le
parece demasiado fácil. —¡Bah, todo es fácil cuando realmente se quiere! No
presuma de ser imprescindible. En su ausencia otro instruiría a sus pedazos de
bruto rutenos. Además, eso del permiso lo arregla papá en media hora. Conoce a
una docena de cargos en el Ministerio de la Guerra y, con una palabra de
arriba, usted consigue lo que quiera... Por otro lado, no le hará ningún daño
por una vez ver otras cosas del mundo que no sean el picadero y el campo de
maniobras. No me venga, pues, con excusas. Todo arreglado. Papá se encargará. Fue una tontería por mi parte, pero aquel tono
indulgente me irritó. No en vano unos cuantos años de servicio militar le
inculcan a uno una cierta conciencia de clase. Me sentí denigrado porque una
mocita inexperta dispusiera con altivez de los generales del Ministerio de la
Guerra— para nosotros, una especie de dioses azules— como si fueran empleados
de su papá. Con todo, a pesar de mi enojo, mantuve el tono desenfadado de la
conversación. —Muy bien: Suiza, permiso, Engadina... No está mal.
Por mí, magnífico, si, como usted se imagina, me lo sirven en bandeja, sin que
yo tenga que pedirlo «a sus órdenes, su seguro servidor». Pero, además, haría
falta que su señor padre hiciera cosquillas a los del Ministerio de la Guerra y
les sacara, aparte del permiso, una bolsa de viaje especial para el señor
teniente Hofmiller. Ahora fue ella la que se quedó pensativa. Notó en mis
palabras algo oculto que no entendía. Las cejas se tensaron aún más encima de sus ojos
inquietos. Comprendí que debía expresarme con más claridad. —Seamos razonables, criatura... Perdón, seamos
razonables, señorita Edith. La cosa no es tan sencilla como usted cree. Dígame,
¿ha pensado alguna vez lo que cuesta una escapada como ésta? —Ah, se refiere a
eso —dijo con toda candidez—. No puede ser mucho. Unos cientos de coronas, a lo
sumo. No puede ser importante. Entonces no pude contener por más tiempo mi enojo,
pues había tocado mi punto débil. Creo haber dicho ya cuánto me vejaba formar
parte de los oficiales de nuestro regimiento que no tenían un céntimo de
patrimonio propio y depender exclusivamente del sueldo y de la subvención,
bastante roñosa, de mi tía; ya en nuestro estrecho círculo me ponía enfermo que
alguien hablara despectivamente del dinero en mi presencia, como si creciera
entre los abrojos. Era mi punto vulnerable. Aquí era yo el inválido, era yo
quien necesitaba muletas. Sólo por eso me sublevó tan desproporcionadamente el
que aquella niña mimada y malcriada, que sufría a su vez los horrores de su
postergación, no comprendiera la mía. Contra mi voluntad, fui casi grosero. —¿Unos cientos de coronas, a lo sumo? Una bagatela,
¿verdad? Una nimiedad insignificante para un oficial. Y usted, claro está,
encuentra mezquino por mi parte que mencione una ridiculez como ésta. ¿No es
verdad? ¡Mezquino, tacaño, roñoso! Pero ¿ha pensado alguna vez de qué tenemos
que vivir nosotros? ¿Con qué tenemos que conformarnos y apechugar? Y como ella
siguió observándome con aquella mirada crispada y, según creí en mi estupidez,
despectiva, me asaltó de pronto la necesidad de exponerle toda mi pobreza.
Igual que aquel día, con la intención de atormentarnos, ella había cruzado la
habitación cojeando ante nosotros, los sanos, y vengarse con este espectáculo
desafiante de nuestra confortable salud, también yo experimenté una especie de
alegría rabiosa desnudando a sus ojos como un exhibicionista la estrechez y la
dependencia de mi vida. —¿Sabe acaso cuál es la paga de un teniente? —le
espeté—. ¿Ha pensado alguna vez en ello? Pues, para que lo sepa, doscientas
coronas cada primero de mes para los treinta o treinta y un días, con la
obligación, además, de vivir «conforme a su rango». Con esta limosna tiene que
pagar la comida, la habitación, el sastre, el zapatero y su lujo «conforme al
rango». Por no hablar, Dios nos libre, de si le ocurre algo al caballo. Si ha
sabido administrarse con éxito, todavía le quedan algunos céntimos para
regalarse a cuerpo de rey en aquel café paradisíaco con el que usted siempre me
hace burla. Allí, si ha ahorrado de veras como un jornalero, puede adquirir
todas las delicias de este mundo junto a una taza de café con leche. Hoy sé que fue una necedad y una felonía dejarme
arrastrar de tal modo por mi sinsabor. ¿Qué podía saber del valor del dinero, de la paga y de
nuestra esplendorosa miseria, una niña de diecisiete años, mimada y criada sin
contacto con el mundo, esa inválida, siempre confinada en su habitación? Pero
el deseo de vengarme una vez en alguien por un sinfín de pequeñas humillaciones
me había atacado, por decirlo así, a traición, y agredí a ciegas, sin pensar,
como se golpea siempre cuando se está dominado por la furia, sin sentir la
fuerza de los golpes en la propia mano. Pero, apenas levanté la vista, comprendí la brutalidad
animal de mi embestida. Con la sensibilidad propia de los enfermos, ella se
había dado cuenta enseguida de que me había herido, sin saberlo, en el punto
más sensible. Se ruborizó sin poderlo evitar, y yo vi cómo quiso disimularlo
poniéndose rápidamente la mano delante del rostro; era evidente que un
pensamiento agolpaba la sangre en sus mejillas. —¿Y... y, a pesar de todo, me compra flores tan caras?
Siguió entonces un silencio embarazoso, que se prolongó durante un buen rato.
Ella me hacía sentirme avergonzado y yo la hacía sentirse avergonzada. Nos
habíamos herido sin proponérnoslo y temíamos cada nueva palabra. De repente se
oyó el viento, que soplaba cálido entre los árboles, y abajo en el patio el
cacarear de las gallinas, y a lo lejos, de vez en cuando, el apagado rodar de
un coche en la carretera. Pero entonces ella cobró ánimos de nuevo. —Y yo soy tan tonta que me presto a sus desatinos. Soy
realmente estúpida, porque incluso me pongo furiosa. En definitiva, ¿qué puede
importarle a usted lo que cueste este viaje? Si va a visitarnos, por supuesto
será nuestro invitado. ¿Cree usted que papá permitiría, si usted tiene
realmente la gentileza de visitarnos..., que encima corriera con los gastos?
¡Qué tontería! Y yo dejo que se burle de mí... No hablemos más de ello... No,
basta, ni una palabra más, he dicho. Pero éste era el punto en el que yo no podía ceder,
pues, como he dicho antes, nada me resultaba más insoportable que la idea de
pasar por gorrón. —¡Sí! ¡Una palabra más! No quiero que haya
malentendidos. De modo que hablemos sin rodeos: no permitiré que pidan permiso
para mí al regimiento, no permitiré que cubran mis gastos. No me gusta pedir
excepciones ni privilegios. Quiero formar con mis otros compañeros, no quiero
favores ni padrinos. Sé que lo dice con buena intención y su padre también.
Pero algunas personas no pueden aceptar que se les sirva en bandeja todo lo
bueno de la vida... No hablemos más de ello. —¿O sea, que no quiere ir? —No he dicho que no quiera.
Le he explicado con toda claridad por qué no puedo. —¿Ni siquiera si mi padre se lo pide? —Tampoco. —¿Y si... se lo pido yo? ¿Si se lo pido de corazón, si
se lo pido por amistad? —No lo haga. No tendría sentido. Inclinó la cabeza. Pero yo ya había observado el
espasmódico y tempestuoso temblor alrededor de su boca, que infaliblemente
anunciaba una peligrosa irritación. Esta pobre niña mimada, cuyos menores
deseos eran obedecidos sin pestañear en la casa, acababa de experimentar algo
nuevo: había encontrado resistencia. Alguien le había dicho «no», y esto la
enfurecía. Agarró de un tirón mis flores de la mesa y las arrojó por encima de
la balaustrada trazando un furioso arco en el aire. —Bien —masculló luego entre dientes—. Por lo menos
ahora sé hasta dónde llega su amistad. Me alegro de haberlo comprobado. Sólo porque unos
camaradas podrían irse de la lengua en el café, usted se escuda tras pretextos.
Sólo por miedo de que en el regimiento le pongan una mala nota en conducta,
estropea una alegría a sus amigos... ¡Pero, bien! ¡Se acabó! No seguiré
mendigando. ¿No le viene en gana? Pues, bien. ¡Se acabó! Noté que su irritación
aún no había desaparecido del todo, pues repitió ese «bien» una y otra vez con
tenaz insistencia; al mismo tiempo apoyó ambas manos con fuerza en los brazos
del sillón para enderezar su cuerpo, como preparándose para atacar. De repente
se dirigió a mí en tono enérgico: —Bien. Asunto concluido. Nuestra más sumisa
solicitud ha sido rechazada. No irá a visitarnos, no quiere visitarnos. No le
viene en gana. ¡Bien! Sabremos sobrellevarlo. Al fin y al cabo, ya nos hemos
arreglado antes sin usted... Pero quisiera saber una cosa más. ¿Me contestará
con toda sinceridad? —Por supuesto. —Pero de verdad. ¿Palabra de honor? Déme su palabra de
honor. —Si tanto insiste... palabra de honor. —Bien. Bien —repitió ese duro e incisivo «bien» como
si cortara algo con un cuchillo—. Bien. No tema, no voy a insistir más en su ilustre visita.
Sólo quisiera saber una cosa... Me ha dado su palabra. Sólo una cosa. A ver, no
le viene en gana visitarnos porque le resulta desagradable, porque le
incomoda... o por cualquier otra razón... ¿A mí qué me importa? Bien... bien.
Asunto concluido. Pero ahora dígame con franqueza y con toda claridad: ¿por qué
viene aquí? Estaba preparado para todo, excepto para esta pregunta. En mi
confusión, balbuceé para ganar tiempo y preparar la respuesta: —Pues... Pues es
muy sencillo... Para eso no hacía falta dar mi palabra de honor. —¿Ah, sí...? ¿Sencillo? ¡Bien! ¡Mucho mejor! Adelante,
pues. Ahora ya no había escapatoria. Lo más sencillo era
decir la verdad, pero enseguida comprendí que tenía que estilizarla del modo
más cauto posible. Así pues, empecé con aparente naturalidad: —Pero, mi querida
señorita Edith..., no busque en mí móviles ocultos. Después de todo, me conoce
lo suficiente para saber que no soy de los que reflexionan demasiado sobre sí
mismos. Le juro que nunca se me había pasado por la cabeza plantearme por qué
visito a éste o a aquél, por qué aprecio a unos y a otros no. Palabra de honor,
no puedo decirle nada más sensato y más banal que esto: que frecuento esta casa
porque me gusta venir y porque aquí me siento cien veces mejor que en cualquier
otra parte. Creo que ustedes se imaginan nuestro mundo de la caballería un poco
demasiado como algo de opereta, siempre elegante, siempre divertido, una kermes
eterna. Pues yo le digo que desde dentro las cosas no se ven tan bonitas y la
tan elogiada camaradería es a veces puro cacareo. Dondequiera que unas docenas
de hombres estén uncidos al mismo carro, siempre hay uno que tira con más
fuerza que otro, y dondequiera que haya ascensos y escalafones, es fácil que
uno ponga la zancadilla al que va delante. Hay que andar con cuidado con cada
palabra que se dice, porque nunca se puede estar seguro del todo de no molestar
a los peces gordos; el cielo siempre amenaza tormenta. Servicio viene de
servir, y servir significa depender. Y luego, un cuartel y una mesa de café no
son, a pesar de todo, un auténtico hogar; nadie necesita de nadie y a nadie le
importa nada. Sí, sí, a veces es divertido salir de juerga con los compañeros,
pero nunca se llega a tener una sensación de absoluta seguridad. En cambio,
cuando vengo aquí, dejo a un lado, junto con el sable, todos estos escrúpulos y
cuando charlo tan agradablemente con ustedes, entonces... —Entonces... ¿qué?—lanzó estas palabras con
impaciencia. —Entonces... pues, usted quizás encontrará un poco
atrevido que lo diga tan francamente..., entonces me convenzo de que a ustedes
les gusta verme aquí, de que formo parte de este lugar, donde me encuentro más
en casa que en cualquier otro sitio. Cada vez que la miro a usted, tengo la
sensación... Me interrumpí involuntariamente, pero ella repitió al
instante con la misma impetuosidad: —Venga, diga, ¿qué pasa cuando me ve?
—...la sensación de que hay alguien para quien no soy tan superfluo como para
los míos... Sí, ya sé que no valgo gran cosa, a veces hasta a mí me asombra que
no les aburra después de tanto tiempo... A menudo..., no sabe cuán a menudo he
tenido miedo de que estén ya hartos de mí..., pero luego me acuerdo de cuán
sola está usted aquí, en este caserón vacío y de que se alegra cuando alguien
les visita. Y esto, sabe usted, me devuelve los ánimos... Cada vez que la
encuentro en su torre o en su habitación, me convenzo de que valía la pena
haber venido a pesar de todo, en vez de dejarla todo el día sola. ¿De veras no
entiende esto? Pero entonces ocurrió algo inesperado. Los ojos grises se
quedaron fijos, como si algo en mis palabras hubiera convertido en piedras sus
pupilas. En cambio, poco a poco los dedos se volvieron inquietos, palparon los
brazos del sillón de arriba abajo y empezaron a tamborilear sobre la lisa
madera, primero con suavidad, luego cada vez con más viveza. La boca se
contrajo levemente, y de pronto dijo en tono abrupto: —Sí, lo entiendo.
Entiendo muy bien lo que quiere decir... Creo que... creo que ahora ha dicho
realmente la verdad. Se ha expresado de modo muy, muy cortés, dando muchos
rodeos. Pero le he entendido perfectamente, con toda exactitud... Dice que
viene porque yo estoy tan «sola»..., esto significa, dicho en plata: porque
estoy clavada en esta maldita tumbona. Es sólo por esto, pues, por lo que sale
todos los días, para hacer de samaritano caritativo con «la pobre niña
enferma»..., que es como seguramente me llaman cuando no estoy presente, lo sé,
lo sé. Viene sólo por compasión, sí, sí, le creo... ¿Por qué quiere negarlo
ahora? Usted es lo que se llama una «buena» persona y le gusta que mi padre lo
considere como tal. Las «buenas personas» se compadecen de cualquier perro
apaleado y de cualquier gato sarnoso..., ¿por qué no, también, de una inválida?
Y de pronto se contorsionó, un espasmo recorrió todo su desmañado cuerpo. —Pero ¡muchas gracias! Me río de esa clase de amistad,
que se me brinda sólo por mi invalidez... Sí, no ponga esos ojos compungidos.
Claro, ahora lamenta que se le haya escapado la verdad, lamenta haber confesado
que viene sólo porque «le doy lástima», como decía aquella pobre criada, con la
diferencia de que ella lo decía franca y llanamente, usted, en cambio, como
«buena persona» se expresa con muchos más miramientos, con más «delicadeza»,
con rodeos: porque me paso el día entero aquí acurrucada y tan sola. Sólo por
compasión, hace tiempo que lo noto en todo mi cuerpo, viene sólo por compasión
y todavía quisiera que lo admiraran por su misericordioso espíritu de
sacrificio..., pero lo siento, no quiero que nadie se sacrifique por mí. No se
lo permito a nadie, y menos a usted... Se lo prohíbo, me oye, se lo prohíbo...
¿Cree usted que de verdad necesito tenerles aquí sentados, con sus miradas
«compasivas», húmedas y esponjadas y su cháchara «considerada»...? No, gracias
a Dios no les necesito, a ninguno... Me basto a mí misma, saldré adelante yo
sola, y si no mejoro, ya sé cómo librarme de ustedes... ¡Mire! —Y me tendió
bruscamente la palma de la mano—. ¡Mire la cicatriz! Ya lo intenté una vez,
pero fui demasiado torpe y no acerté el pulso con la tijera sin punta. ¡Fue un
fastidio que llegaran a tiempo para vendarme, de lo contrario ya me habría
librado de todos ustedes y de su miserable compasión! Pero la próxima vez lo
haré mejor, pierda cuidado. No crea que estoy a su merced, completamente
indefensa. ¡Prefiero reventar a inspirar lástima! ¡Mire! —De pronto se echó a
reír, con una risa cortante y dentada como una sierra—. Fíjese en lo que olvidó
mi preocupado padre cuando mandó restaurar la torre para mí... Sólo pensó en
que yo tuviera una hermosa vista... Mucho sol, mucho sol y aire puro, había dicho el
médico. Pero a nadie se le ocurrió el buen servicio que un día podía prestarme
esta terraza, ni a mi padre, ni al médico, ni al arquitecto... Mire abajo. —De pronto había apoyado los codos y con
un movimiento brusco había lanzado su cuerpo vacilante hasta la balaustrada, a
la que se aferró furiosamente con ambas manos—. Hay cuatro o cinco pisos hasta
abajo, y abajo es todo piedra... Con esto basta... Y gracias a Dios tengo
suficiente fuerza en los músculos para saltar por la barandilla... Sí, el andar
con muletas refuerza los músculos. Basta un impulso y me libro de una vez de su
maldita compasión, y todos se sentirán aliviados, papá, Ilona y usted..., todos
a los que atormento como una pesadilla... Fíjese, es muy fácil, basta asomarse
un poco y luego... Me puse en pie de un salto, aterrorizado, al ver que
ella, con los ojos chispeantes, se inclinaba peligrosamente sobre la
balaustrada, y corrí a cogerla por el brazo. Pero se estremeció como si un
fuego le hubiera salpicado la piel y me gritó: —¡Déjeme...! ¡Cómo se atreve a
tocarme...! ¡Fuera...! Tengo derecho a hacer lo que quiera. ¡Suélteme...! ¡Suélteme ahora mismo! Y como yo no la
obedecí, antes bien traté de alejarla por la fuerza de la balaustrada, se
volvió de repente y me propinó un golpe en el pecho. Y entonces ocurrió algo
terrible. Con el golpe perdió el punto de apoyo y por tanto el equilibrio. Como
cortadas por una guadaña, sus débiles rodillas cedieron completamente. Se
desplomó de golpe y, como al caer quiso agarrarse a la mesa, la arrastró en su
caída. Sobre ella y sobre mí, que había acudido en el último instante para
tratar de sostenerla, mientras se tambaleaba por falta de agilidad, cayó con
estrépito el jarrón, rompiéndose en mil pedazos, retumbaron los platos y las
tazas y tintinearon las cucharillas; la campanilla de bronce golpeó
ruidosamente contra el suelo y rodó por toda la terraza con su estruendoso
badajo. Entretanto, la tullida se había derrumbado y había
quedado tendida en el suelo hecho un desdichado e indefenso ovillo, un haz palpitante
de ira, sollozando de rabia y de vergüenza. Traté de levantar aquel cuerpo
liviano, pero se defendió chillando: —¡Fuera...! ¡Fuera...! ¡Fuera! ¡Bruto!
¡Animal! Y diciendo esto daba brazadas a su alrededor, tratando de levantarse
sin mi ayuda. Cada vez que yo me acercaba para ayudarla, se retorcía para
resistir y me gritaba llena de loca e indefensa furia: —¡Déjeme...! ¡No me
toque...! ¡Váyase! Nunca me había ocurrido una cosa tan terrible. En aquel momento oímos un zumbido sordo a nuestras
espaldas. Era el ascensor, que subía. Al parecer la campanilla había hecho suficiente ruido
al rodar por el suelo para llamar al sirviente siempre alerta. Se acercó
corriendo, bajando enseguida los turbados ojos discretamente, levantó del suelo
con facilidad el convulsionado cuerpo —debía de estar acostumbrado a esta
maniobra— y llevó a la sollozante enferma al ascensor. Un minuto después el
ascensor volvía a zumbar hacia abajo; me quedé solo entre la mesa tumbada, las
tazas rotas y los objetos desparramados en una maraña tal, que parecía como si
un rayo hubiera caído del cielo sereno y los hubiera dispersado a todos lados
con su explosión. No sé cuánto tiempo permanecí en la terraza, en medio
de los platos y las tazas hechos añicos, completamente desconcertado por aquel
arrebato primitivo, para el cual no encontraba ninguna explicación. ¿Qué
insensatez había dicho? ¿Con qué había provocado aquella furia inexplicable?
Pero entonces oí de nuevo a mis espaldas el conocido ruido como el del tiro de
chimenea; el ascensor volvía a subir y de nuevo se acercó Josef, el criado, con
una sombra de notable tristeza sobre su rostro siempre bien afeitado. Pensé que
subía sólo para limpiar y me sentí incómodo porque le estorbaba en medio de
aquel montón de escombros. Pero se me acercó casi imperceptiblemente, con los
ojos bajos, recogiendo al mismo tiempo una servilleta del suelo. —Disculpe, mi teniente —dijo con su voz discretamente
baja, que parecía hablar siempre con una reverencia (ah, era un criado del
viejo cuño austríaco)—. Permita que le seque un poco, teniente. Entonces observé, siguiendo sus activos dedos, una
gran mancha en mi guerrera y otra en mis pantalones claros de Pejacsevitch. Al
parecer una de las tazas de té arrastradas en la caída me había salpicado
mientras me inclinaba para ayudar a Edith a levantarse, pues el criado frotó
con cuidado y secó con la servilleta las partes húmedas. Mientras se afanaba
arrodillado delante de mí, yo observaba desde arriba su cabeza canosa de hombre
bueno, con su permanente raya; no pude sustraerme a la sospecha de que el
anciano se inclinaba tanto adrede, para que no le viera el rostro y la
turbación de su mirada. —No, es inútil —dijo finalmente, afligido, sin
levantar la cabeza—. Será mejor que mande al chofer al cuartel y que le traiga
otra guerrera. El teniente no puede salir así. Pero, pierda cuidado, dentro de
una hora todo se habrá secado y le plancharé los pantalones una vez limpios. Manifestó todo esto con un celo en apariencia
puramente profesional, pero en su voz había un tono que traicionaba sus
sentimientos y una cierta turbación. Y cuando le indiqué que no hacía falta,
que mejor que llamara un coche por teléfono, porque de todos modos quería
volver enseguida al cuartel, carraspeó de improviso y levantó implorantes sus
bondadosos ojos, un tanto cansados. —Ruego al señor teniente que se quede todavía un rato.
Sería terrible que el teniente se marchara ahora. Sé positivamente que la
señorita se pondría muy furiosa, si el teniente no esperara un poco. La
señorita Ilona está ahora con ella... y... la han acostado, pero la señorita
Ilona me ha encargado que le diga que vendrá enseguida, que el teniente haga el
favor de esperarla sin falta. A pesar mío, me conmoví. ¡Cómo querían todos a la
enferma! ¡Cómo la mimaban y la disculpaban! Sentí el impulso irresistible de
decir unas palabras cordiales a aquel bondadoso anciano que, asustado de su
propio valor, volvía a limpiar con sorprendente diligencia mi guerrera. Le di
unos leves golpecitos en el hombro. —Déjelo, Josef, no vale la pena. Con el sol se secará
rápidamente y espero que su té no sea tan fuerte como para dejar una buena
mancha. Déjelo, mi buen Josef. Será mejor que recoja la vajilla. Esperaré a que venga la señorita Ilona. —¡Oh, qué bien que el señor teniente quiera esperar!
—respiró aliviado—. Y el señor Von Kekesfalva volverá enseguida también y a
buen seguro se alegrará de saludar al señor teniente. Me ha encargado expresamente... Pero entonces se oyó crujir la escalera bajo unos
pasos ligeros. Era Ilona. Cómo antes el criado, también ella mantuvo la mirada
baja mientras se me acercaba. —Edith le ruega que baje un momento a su dormitorio.
Sólo un momento. Me manda decirle que se lo ruega de todo corazón. Bajamos juntos por la escalera de caracol. No dijimos
una sola palabra mientras atravesamos el recibidor y el segundo salón, hasta
llegar al largo pasillo que por lo visto conducía a los dormitorios. A veces,
casualmente, nuestros hombros se tocaban en aquel oscuro y estrecho paso, quizá
también porque yo caminaba agitado e inquieto, Ilona se detuvo ante la segunda
puerta lateral y susurró a mi oído en tono insistente: —Sea bueno con ella. No
sé qué ha pasado allá arriba, pero conozco esos repentinos arrebatos suyos.
Todos los conocemos. Sin embargo, no hay que tomárselos a mal, de veras que no. Nosotros no podemos siquiera imaginarnos lo que
significa pasar todo el día echada, indefensa, desde la mañana hasta la noche.
Es natural que el desasosiego se acumule en los nervios y de pronto estalle,
sin que ella lo sepa o lo quiera. Pero, créame, después nadie se siente tan
desdichado como ella, la pobre. Y precisamente cuando se siente tan avergonzada
y se atormenta de este modo, hay que ser doblemente bueno con ella. No contesté. Tampoco hacía falta. Ilona debió de darse
cuenta por sí sola de mi estado de agitación. Llamó suavemente a la puerta y,
apenas llegó de dentro un tímido «adelante», me advirtió todavía con rapidez:
—No se quede demasiado rato. Sólo un momento. Pasé la puerta, que se abrió sin hacer ruido. A
primera vista no percibí sino una penumbra rojiza en la espaciosa habitación,
oscurecida por unas cortinas de color naranja en las ventanas que daban al
jardín; sólo después distinguí en el fondo el rectángulo más claro de una cama.
De allí vino, tímida, la voz que me era tan familiar: —Por favor, siéntese
aquí, en el taburete. Sólo lo retendré un minuto. Me acerqué. Desde las almohadas resplandecía
tenuemente el delgado rostro bajo la sombra de la cabellera. Una colcha de
colores hacía trepar sus flores bordadas hasta casi el flaco cuello infantil.
Edith esperaba con cierto recelo que me sentara. Sólo entonces su voz se
atrevió a dejarse oír tímidamente. —Perdone que lo reciba aquí, pero estaba muy
mareada..., no debí permanecer tanto tiempo fuera con este sol tan fuerte. Me
turba siempre la cabeza... Creo de veras que no estaba en mis cabales cuando...
Pero... pero... ¿verdad que lo olvidará todo? ¿No me tomará a mal mi
impertinencia? Había un temor tan suplicante en su voz, que me apresuré a
interrumpirla: —Pero ¿qué dice?... Fue culpa mía... No debí dejarla tanto
tiempo bajo ese calor sofocante. —¿De verdad, pues, que no me lo toma a mal..., de
verdad que no? —Ni pensarlo. —¿Y seguirá viniendo... como siempre? —Desde luego.
Pero con una condición, claro. Me miró inquieta. —¿Qué condición? —Que me tenga un poco más de
confianza y no se inquiete siempre por si me ha molestado u ofendido. Entre
amigos, ¿a quién se le ocurren estos disparates? ¡Si usted supiera cómo cambia
de aspecto cuando se toma las cosas con ánimo y nos hace feliz a todos, a su
padre, a Ilona, a mí y a toda la casa! Ojalá hubiera podido verse anteayer en
la excursión, qué contenta estaba, y todos nosotros con usted... Toda la noche
estuve pensando en eso. —¿Estuvo toda la noche pensando en mí?—Me miró un tanto
incrédula—. ¿De veras? —Toda la noche. Ah, es que fue un día que nunca
olvidaré. ¡Todo el viaje fue maravilloso, maravilloso! —Sí —repitió ella,
soñadora—, fue maravilloso, ma-ra-vi-llo-so...; primero el paseo por los
campos, luego los potrillos y la fiesta del pueblo... ¡Todo fue maravilloso, de
principio a fin! ¡Ah, debería salir más a menudo! Tal vez sea efectivamente esa
estúpida reclusión en casa, ese absurdo encerrarme en mí misma, lo que me ha
crispado de este modo los nervios. Pero tiene razón, siempre desconfío
demasiado..., quiero decir, me pasa desde entonces. Antes... Dios mío, no
recuerdo que jamás tuviera miedo de nadie... Es desde entonces que me he vuelto
terriblemente insegura..., me imagino que todo el mundo está pendiente de mis
muletas, que todos me compadecen... Ya sé que es una tontería, un orgullo
estúpido e infantil, y que de este modo porfío contra mí misma, sé que se
vuelve contra mí y no hace sino destrozarme los nervios. Pero ¡cómo no
desconfiar, cuando esto dura una eternidad! ¡Ah, ojalá termine de una vez este
horror, para que no me haga tan mala, tan perversa y tan colérica! —Pronto
terminará. Tenga valor, sólo necesita un poco más de valor y de paciencia. Se incorporó ligeramente. —¿Cree... cree de veras que ahora con esta nueva cura
realmente se terminará...? Figúrese, anteayer, cuando papá subió a verme, yo
estaba más que convencida... Pero esta noche, no sé cómo se ha apoderado de mí
el miedo de que el doctor se hubiera equivocado o que no me hubiera dicho la
verdad, porque... porque me he acordado de algo. Antes yo confiaba en el
doctor, el doctor Condor, como en Dios. Pero siempre ocurre lo mismo: primero
el médico observa al paciente, pero cuando la cosa dura mucho, el enfermo
aprende también a observar al médico, y ayer, y esto se lo cuento sólo a usted,
ayer, mientras me examinaba, por momentos tuve la sensación de que..., ¿cómo se
lo diría?..., la sensación de que estaba representando una comedia... Me pareció tan inseguro, tan poco sincero, no tan
franco y cordial como antes... No sé por qué, pero era como si por alguna razón
se avergonzara ante mí... Naturalmente, me alegré muchísimo cuando después me
dijo que quería mandarme enseguida a Suiza..., y, sin embargo, no sé en qué
recóndito lugar de mi ser..., y se lo digo sólo a usted..., aparecía una y otra
vez este miedo absurdo..., pero no se lo diga, por amor de Dios..., miedo de
que algo no andaba bien con este nuevo tratamiento..., como si se burlara de
mí..., o simplemente quisiera tranquilizar a papá... Ya ve usted que no acabo
de librarme de esta horrible desconfianza. Pero ¿qué puedo hacer? ¡Cómo no voy
a desconfiar de mí misma, de todos, cuando me han prometido tantas veces que
esto se va a terminar pronto, y luego resulta que vuelve la lentitud, una
lentitud terrible! ¡No, de verdad, no puedo soportar por más tiempo esta espera
interminable! Se había incorporado con el acaloramiento, y sus manos empezaron
a temblar. Me incliné rápidamente hacia ella. —¡No! ¡No... no se excite de nuevo! Recuérdelo, me lo
acaba de prometer... —Sí, sí, tiene razón. No sirve de nada atormentarse,
con ello sólo se logra atormentar a los demás. Y los demás, ¿qué pueden hacer?
Bastante carga significo en su vida... Pero no, no quería hablar de esto, de
verdad, no quería... Sólo quería darle las gracias por no tomar a mal mi
estúpido arrebato y... por ser tan bueno conmigo..., tan... tan
conmovedoramente bueno, sin que yo lo merezca, y porque en cambio yo le...
precisamente a usted... Pero, no hablemos de ello, ¿de acuerdo? —De acuerdo. Cuente
con ello. Y ahora descanse todo lo que pueda. Me levanté para darle la mano. Ofrecía un aspecto
enternecedor, sonriéndome desde las almohadas, medio temerosa todavía y medio
tranquilizada ya: una niña, una niña antes de acostarse. Todo estaba bien, la atmósfera
se había serenado como el cielo después de una tormenta. Me acerqué a ella con
toda naturalidad y casi contento. Pero ella se sobresaltó de repente. —¡Por todos los santos! ¿Qué le ha pasado a su
uniforme? Se había dado cuenta de las grandes manchas húmedas en mi uniforme;
consciente de su culpabilidad, debió de recordar que sólo las tazas arrastradas
en su caída podían haber causado semejante accidente. Sus ojos se escondieron
inmediatamente bajo los párpados y la mano, ya extendida, se retrajo atemorizada.
Pero precisamente el que tomara tan en serio esta pueril nimiedad me emocionó;
para tranquilizarla me refugié en un tono desenfadado. —Oh, no es nada—bromeé—, nada grave. Una chiquilla
traviesa me ha manchado. En sus ojos se leía todavía consternación, pero se
salvó agradecida refugiándose también en el tono juguetón. —¿Y ha dado una buena zurra a esa chiquilla traviesa?
—No —contesté, siguiendo el juego—. Ya no fue necesario. La chiquilla hace rato
que se porta bien. —¿Y de verdad que ya no está enfadado? —Ni pizca.
Tenía que haber oído con qué gracia dijo «le pido perdón». —¿Y no le guarda rencor? —No, perdonado y olvidado.
Claro está que tiene que seguir portándose bien y hacer todo lo que se le diga. —¿Y qué tiene que hacer ahora la niña? —Tener siempre
paciencia, seguir siendo amable y alegre. No permanecer sentada al sol
demasiado tiempo, dar muchos paseos y seguir estrictamente las órdenes del
médico. Pero ahora, sobre todo, tiene que acostarse y dejar de hablar y de
pensar. Buenas noches. Le di la mano. Estaba encantadora allí tendida,
sonriéndome feliz y con las pupilas brillantes. Cinco finos dedos se posaron cálidos y sosegados en mi
mano. Entonces me fui, y sentí mi corazón aliviado. Ya tenía
la mano en el picaporte, cuando detrás de mí oí una risa argentina. —¿Ha sido buena ahora, la niña? —Muy buena. Le
pondremos un diez así de grande. Pero ahora a dormir, dormir, dormir y no
pensar en cosas malas. Ya había abierto la puerta a medias, cuando de nuevo
me persiguió aquella risa, infantil y picara. Y otra vez me llegó la voz de las
almohadas: —¿Ha olvidado lo que se les da a las niñas buenas antes de
acostarse? —¿Qué? —A las niñas buenas se les da un beso de buenas noches. No sé por qué me sentí incómodo. En su voz vibraba y
flameaba un tono quisquilloso que no me gustó; un momento antes sus ojos me
habían mirado con un fulgor demasiado febril. Pero no quise contrariar a la
irritable criatura. —Oh, sí, claro—dije con aparente indolencia—. Casi lo
había olvidado. Retrocedí los cuatro pasos hasta su cama y noté en el
repentino silencio que Edith contenía la respiración. Sus ojos, que habían
seguido mis pasos, permanecían fijos en mí, mientras su cabeza se mantenía
inmóvil en las almohadas. No movió la mano, ni un solo dedo, únicamente los ojos
escrutadores no se desviaron de mí en ningún momento. Rápido, rápido, pensé con creciente malestar. De modo
que me incliné lo más deprisa posible y rocé fugaz y ligeramente su frente con
los labios. A propósito toqué apenas su piel, y sólo percibí al acercarme el
indefinido perfume de su pelo. Pero entonces sus dos manos, que por lo visto estaban
al acecho sobre la colcha, se levantaron de repente. Antes de que yo pudiera
apartar la cabeza, me agarraron las sienes como pinzas y atrajeron mi boca de
su frente a sus labios. Se apretaron contra los míos con tanto ardor, tan
absorbentes y ávidos, que los dientes tocaron los dientes y al mismo tiempo su
pecho se irguió y se tensó apremiante para tocar y sentir mi cuerpo inclinado.
Nunca en mi vida había recibido un beso tan fogoso, desesperado y sediento como
el de aquella niña inválida. ¡Y no bastó con eso! Me mantuvo apretado contra ella
con una fuerza embriagada hasta que le faltó la respiración. Entonces aflojó su
presión y sus manos excitadas dejaron mis sienes y empezaron a revolver mi
pelo. Pero no me soltó. Sólo por un momento, para mirarme fijamente a los ojos,
recostada y como hechizada. Luego me atrajo de nuevo hacia ella y me besó, al
azar y ardiente, las mejillas, la frente, los ojos y los labios, con una
voracidad furiosa y a la vez desmayada. A cada uno de estos embates, balbuceaba
y gemía: —Tonto... tonto... tonto...—y cada vez con más ardor—: ¡Tú... tú...
tú! El ataque se volvía cada vez más acuciante, más apasionado, cada vez me
abrazaba y besaba con más fuerza y más convulsivamente. Y de pronto, como una
cortina que se rasga, la recorrió un espasmo... Me soltó, su cabeza cayó de
nuevo sobre las almohadas, y sólo sus ojos seguían mirándome con un centelleo
triunfante. Y después, volviendo presurosa la cabeza hacia mí, a
la vez agotada y avergonzada, musitó: —Ahora vete, tonto... vete. Salí de la habitación tambaleándome. Una vez en el
oscuro pasillo, me abandonaron las últimas fuerzas. Tuve que apoyarme en la
pared, porque mis sentidos daban vueltas vertiginosamente. ¡Era eso, pues! Ése
era el secreto, revelado demasiado tarde, de su inquietud, de su agresividad,
para la que hasta entonces yo no había encontrado explicación. Mi espanto era
indescriptible. Me sentía como alguien que se inclina sin recelo sobre una flor
y le sale al encuentro una víbora. Si aquella sensible muchacha me hubiera
pegado, insultado, escupido..., todo esto me hubiera dejado menos atónito, pues
conociendo sus nervios inestables estaba preparado en todo momento para lo
imprevisible... excepto para esto: que la enferma, postrada, fuera capaz de
amar y quisiera ser amada; que aquella niña, aquel medio ser, aquella criatura
incompleta e impotente, se atreviera (no sé expresarlo de otro modo) a amar, a
desear con el amor consciente y sensual de una verdadera mujer. Había pensado
en todo, menos en que un ser truncado por el destino, que no tenía fuerzas
siquiera para arrastrar su propio cuerpo, pudiera soñar con otro como amante y
como amado, en que me hubiera interpretado tan mal, a mí, que iba a verla con
frecuencia únicamente por compasión. Pero, acto seguido, comprendí con nuevo
espanto que nada sino precisamente mi apasionada compasión era la principal
culpable de que esa muchacha abandonada y aislada del mundo esperara de mí, el único
hombre que la visitaba asiduamente día tras día en su cárcel, que esperara de
este loco, presa de su compasión, un sentimiento distinto, un sentimiento de
ternura. Pero yo, torpe de mí, ingenuo incurable en mi ignorancia, sólo había
visto en ella a la enferma, a la inválida, a la niña y no a la mujer. Ni por un
instante, ni siquiera el más fugaz, me hubiera pasado por la cabeza imaginar
que bajo aquella manta alentaba, sentía y esperaba un cuerpo desnudo, el cuerpo
de una mujer que, como todos, deseaba y quería ser deseado... Nunca, a los
veinticinco años, me hubiera atrevido siquiera a soñar con la posibilidad de
que también las enfermas, las inválidas, las inmaduras, las demasiado viejas,
las excluidas y marcadas entre las mujeres, osaran amar. Pues, antes de conocer
y vivir la vida real, un hombre joven e inexperto se imagina y conforma el
mundo casi siempre de acuerdo con lo que ha leído o le han contado, antes de
vivir la experiencia propia sueña indefectiblemente con imágenes y modelos
ajenos. Sin embargo, en esos libros, en esas obras de teatro o en los cines
(representaciones superficiales y simplificadas de la realidad), eran siempre y
exclusivamente personas jóvenes, bellas y selectas las que se deseaban unas a
otras; y así yo creía—de ahí también mi temor ante algunas aventuras— que había
que ser especialmente atractivo, agraciado y favorecido por el destino para
ganarse el afecto de una mujer. Sólo por esta razón había sido tan ingenuo y
despreocupado en el trato con esas dos muchachas, porque desde el principio me
pareció que quedaba excluido de nuestra relación todo lo erótico y nunca
sospeché que ellas pudieran ver en mí algo más que un joven amable, a un buen
amigo. Si bien en el caso de Ilona percibía a veces su belleza sensual, nunca
había pensado en Edith como en una persona del sexo opuesto. Desde luego nunca
había cruzado mi mente ni siquiera la sombra del pensamiento de que en su
cuerpo decaído se tensaban los mismos órganos y en su alma aguijoneaba el mismo
deseo que en otras mujeres. Sólo a partir de aquel momento empecé a comprender
poco a poco (algo por lo general silenciado por los poetas) que precisamente
los excluidos, los feos, los marchitos, los tullidos, los rechazados, desean
con una avidez mucho más apasionada y peligrosa que los sanos y felices, que
aquellos que aman con un amor fanático, sombrío y negro, y que ninguna pasión
en el mundo se alza más impetuosa y afligida, estéril y desesperada que la de
los hijastros de Dios, quienes sólo amando y siendo amados pueden sentir justificada
su existencia terrena. Hombre sin experiencia, no probado en el crisol de la
vida, nunca me hubiera atrevido a sospechar la existencia de este secreto
terrible: que el grito de pánico del ansia de vivir resuena con más rabia
precisamente en el abismo más profundo de la desesperación. Fue en aquel
instante cuando el conocimiento de este hecho se clavó en mí como un puñal
ardiente. «¡Tonto!» También comprendí entonces por qué se le
había escapado precisamente esta palabra en medio del pánico de los
sentimientos, mientras su pecho a medio formar se apretaba contra el mío.
«¡Tonto!» Sí, tenía razón en llamarme así. Todos debían de haberse dado cuenta
desde el primer momento, el padre, Ilona, el criado y el resto de la
servidumbre. Todos debían de haber sospechado hacía tiempo su amor, su pasión,
quizá con espanto y probablemente con un mal presentimiento..., sólo yo no
recelé nada, loco de mi compasión, que desempeñaba el papel de buen camarada,
formal y torpe, que bromeaba jactancioso y no se daba cuenta de que un alma
ardiente se atormentaba con mi irrazonable e incomprensible falta de
comprensión. Tal como el triste héroe de una mala comedia que se encuentra en
medio de una intriga, mientras todos los espectadores conocen el enredo desde
hace mucho, y sólo él, el muy torpe, sigue actuando con toda seriedad,
despreocupado y tranquilo, sin comprender todavía que ha caído en una red (de
la que los demás conocen desde el principio cada hilo y cada malla), así todos
los de la casa habían sido testigos de cómo yo daba vueltas a tientas en aquel
estúpido juego de la gallina ciega de mis sentimientos, hasta que ella me
arrancó de golpe la venda de los ojos. Pero, así como basta con encender una
sola luz para iluminar a la vez una docena de objetos en una habitación, así
más tarde —¡demasiado, demasiado tarde!— comprendí avergonzado una infinidad de
detalles de todas aquellas semanas. Sólo entonces vi, como a la luz de un
relámpago, por qué se irritaba cada vez que en mi arrogancia la llamaba «niña»,
cuando precisamente delante de mí no quería pasar por niña, sino por mujer, y
ser deseada como amante. Sólo entonces comprendí por qué a veces le temblaban
los labios inquietos, cuando su invalidez me conmovía visiblemente, por qué
odiaba con rabia mi compasión... Al parecer, su instinto femenino le decía con
clarividencia que la compasión era un sentimiento fraternal demasiado tibio y
nada más que un triste sustituto del verdadero amor. ¡Cómo debía haber esperado
la pobre una palabra, una señal de comprensión, que nunca llegaba, cómo debía
haber sufrido con mi charla despreocupada, mientras ella se consumía en las
ascuas de la impaciencia y con alma palpitante esperaba y esperaba el primer
gesto de ternura o, por lo menos, que su pasión fuera por fin percibida! Y yo,
yo no había dicho ni hecho nada y, sin embargo, no había dejado de ir a verla,
reafirmándola en su esperanza con mis visitas diarias y a la vez turbándola con
la sordera de mi alma... ¡cuán comprensible era que acabase con los nervios
deshechos y me tomara como su botín! Todo esto penetró en mi alma con mil
imágenes, mientras, como aturdido por una explosión, me apoyaba en la pared del
oscuro pasillo, sin aliento y con las piernas casi tan paralizadas como las de
Edith. Por dos veces intenté avanzar a tientas, pero sólo a la tercera toqué el
picaporte. Por aquí se va al salón, pensé rápidamente. Por la izquierda se sale
al vestíbulo, donde están mi sable y mi gorra. De modo que a atravesar la
habitación a toda prisa y salir, salir antes de que venga el criado. ¡Bajar
enseguida las escaleras y fuera, fuera, fuera! Ponerme a salvo fuera de la casa
antes de encontrarme con alguien al que tuviera que hablar y responder. ¡Venga,
sal, que no me cruce con el padre por el camino, ni con Ilona, ni con Josef,
con ninguno de los que dejaron que siguiera metiéndome en este enredo! ¡Corre,
vete, deprisa! Pero ¡demasiado tarde! En el salón me esperaba Ilona, que, al
parecer, había oído mis pasos. Apenas me vio, se transformaron sus facciones. —¡Jesús María! ¿Qué pasa? Está muy pálido... ¿Ha... ha
vuelto a ocurrir algo con Edith? —Nada, nada —encontré todavía fuerzas para
balbucear, y quise seguir mi camino—. Creo que ahora duerme. Dispense, debo
irme. Sin embargo, debía de haber algo aterrador en mi
brusquedad, pues Ilona me cogió resueltamente del brazo y me empujó con fuerza
a un sillón. —Veamos, primero se sienta un momento. Tiene que
recuperarse... Y el pelo... ¡Vaya pinta! Lo tiene completamente revuelto... No,
no se mueva.—Yo iba a levantarme—. Le traeré coñac. Corrió al armario, llenó una copa, y yo la vacié de un
trago. Ilona me miró preocupada cuando deposité la copa con mano temblorosa
(nunca en mi vida me había sentido tan débil y agotado). Luego se sentó en
silencio a mi lado y esperó sin hablar, sólo levantando de vez en cuando la
mirada atenta e inquieta hacia mí como se observa a un enfermo. Al fin
preguntó: —¿Edith le ha... dicho algo..., quiero decir algo que... le afecta?
Por su tono de simpatía comprendí que sospechaba la verdad. Y yo era demasiado
débil para defenderme. Me limité a susurrar: —Sí. Ella no se movió. No contestó. Sólo noté que de pronto
su respiración se volvía más agitada. Se inclinó cautelosa hacia delante. —¿Y hasta... hasta ahora usted de veras no lo había
notado? —¡Cómo podía sospechar algo así..., semejante disparate...! ¿Cómo se le
ocurrió...? ¿Por qué precisamente yo? Ilona suspiró. —Dios mío..., y ella siempre había creído que usted
venía por ella..., que por ella venía a visitarnos... Yo nunca lo creí,
porque... se... se comportaba de un modo tan natural... y cordial, pero de otra
manera. Desde el primer momento temí que en usted fuera sólo compasión, pero
¿cómo podía yo prevenir a la pobre criatura, cómo podía ser tan cruel como para
disuadirla de una ilusión que la hacía feliz...? Desde hace semanas vive
únicamente pensando que usted... Y cada vez que me preguntaba si creía que
usted la quería de verdad, no podía darle una respuesta brutal... Tenía que
tranquilizarla y confortarla. No pude dominarme por más tiempo. —No, al contrario, tiene que disuadirla, disuadirla a
toda costa. Es una locura, un delirio, un capricho infantil..., no es más que
la típica fantasía de adolescente por los uniformes, y si mañana aparece otro,
será ése. Tiene que explicárselo... Tiene que disuadirla a tiempo. Es por pura
casualidad que sea yo el que vino y no otro de mis camaradas mejor que yo. A su
edad eso se olvida y pasa pronto... Pero Ilona movía tristemente la cabeza de un lado para
otro. —No, mi querido amigo, no se engañe. Para Edith esto
es serio, terriblemente serio, y cada día que pasa se vuelve más peligroso...
No, amigo mío, no puedo convertir en fácil así de pronto algo tan difícil. Ah,
si supiera usted lo que pasa en esta casa... En mitad de la noche la campanilla
suena tres o cuatro veces, nos despierta a todos sin contemplación y, cuando
corremos a su cama, llenos de miedo de que le haya ocurrido algo, la
encontramos sentada, erguida, descompuesta, mirando fijamente al vacío, y nos
pregunta siempre lo mismo, siempre lo mismo: «¿No crees que me quiere al menos
un poco, sólo un poquito? Al fin y al cabo no soy tan fea.» Y luego pide un
espejo, pero enseguida lo tira a un lado y al momento siguiente ella misma
reconoce que es una locura lo que está haciendo, y dos horas más tarde empieza
de nuevo. Llevada por la desesperación pregunta a su padre, a Josef, a las
criadas. ¿Recuerda a aquella gitana de anteayer? Pues ayer la mandó llamar a
escondidas para que le hiciera los mismos presagios... A usted le ha escrito ya
cinco cartas, largas cartas, que después rompe. De la mañana a la noche, desde
muy temprano hasta muy tarde, no piensa ni habla de otra cosa. Una vez me pidió
que fuese a verlo y averiguara si la quería, aunque fuera sólo un poco, o si...
si le resulta un fastidio, puesto que habla tan poco y se hace el esquivo. Tenía que ir enseguida, enseguida, atraparlo a medio
camino, que el chofer fuera corriendo a preparar el coche. Y en el último
momento, cuando ya estoy fuera, delante de la puerta, suena de nuevo la
campanilla, tengo que volver con el sombrero y el abrigo puestos y jurarle por
la vida de mi madre que no haré la menor alusión. ¡Ah, qué sabe usted! Para
usted todo termina cuando cierra la puerta. Pero apenas se ha ido, me informa
de cada palabra que usted ha dicho y quiere saber lo que creo y opino... Si le
digo: «Ya ves que te quiere», me grita: «¡Mientes! ¡No es verdad! ¡Hoy no me ha
dicho ni una sola palabra amable!» Pero al mismo tiempo quiere oírlo todo otra
vez, tengo que repetírselo y jurárselo tres veces... ¡Y luego el viejo! Desde
entonces está completamente trastornado, y eso que a usted lo quiere y adora
como a un hijo. Tendría que verlo sentado horas enteras, con sus ojos cansados,
junto a la cama de Edith, acariciándola y tranquilizándola hasta que al fin se
duerme. Y luego él anda toda la noche arriba y abajo, inquieto, por su
habitación... Y usted... ¿de veras no se ha dado cuenta de nada de todo esto?
—¡No! —exclamo sin poderme dominar a causa de la desesperación—. ¡No, le juro
que de nada! ¡No tenía la menor idea! ¿Cree usted que habría seguido viniendo,
que habría podido sentarme con ustedes, jugar al ajedrez y al dominó, o
escuchar los discos del gramófono, si hubiera sospechado lo que pasaba...? Pero
¿cómo puede Edith obsesionarse con la vana ilusión de que yo..., precisamente
yo...? ¿Cómo puede pretender que yo me preste a semejante disparate, semejante
chiquillada...? ¡No, no, no! Iba a ponerme de pie de un salto, tanto me
torturaba la idea de ser amado en contra de mi voluntad, pero Ilona me cogió
enérgicamente de la muñeca. —¡Quieto! Le ruego, mi querido amigo, que no se
excite, y ante todo le suplico que hable más bajo. Edith posee el don de oír a
través de las paredes. Y le ruego, por el amor de Dios, que no sea tan injusto.
La pobre tomó como una señal el hecho de que el mensaje viniera de usted, de
que fuera precisamente usted el primero en informar de la nueva cura a su
padre. Aquel día corrió a su habitación en mitad de la noche y la despertó. ¿De
verdad no se imagina usted cómo sollozaron los dos y dieron gracias al cielo
porque estos tiempos horribles tocan a su fin, y que ambos están convencidos de
que, tan pronto como Edith se haya curado y sea una persona como las demás,
usted...? Bueno, no hace falta que yo se lo diga. Por esta razón no puede
causar una conmoción a la pobre criatura precisamente ahora, cuando necesita
todos sus nervios para el nuevo tratamiento. Tenemos que proceder con extrema cautela y no
permitir. Dios nos libre, que ella sospeche que a usted le resulta tan... tan
terrible. Pero mi desesperación me había vuelto despiadado. —No, no y no. —Con la mano martilleé con fuerza el
brazo del sillón—. No, no puedo..., no quiero ser amado, amado de esta
manera... Y tampoco puedo seguir fingiendo que no me doy cuenta de nada, no
puedo volver a sentarme como si nada y echar piropos... ¡No puedo! Usted no
sabe lo que ha ocurrido allá, allá arriba, y... ella me ha interpretado del
todo mal, porque yo sólo he tenido compasión hacia ella, ¡Sólo compasión, nada
más, nada más en absoluto! Ilona callaba y miraba con la vista perdida en el
vacío. Después suspiró. —Sí, eso es lo que me temí desde el comienzo. Lo he
sentido en los nervios durante todo este tiempo... Pero, Dios mío, ¿qué pasará
ahora? ¿Cómo hacérselo comprender? Guardamos silencio. Estaba todo dicho. Ambos
sabíamos que no había ninguna salida, ninguna escapatoria. De pronto Ilona se
incorporó con la expresión tensa de quien aguza los oídos, y casi al mismo
tiempo oí el rechinar de unos neumáticos que se detenían delante de la entrada.
Debía de ser Kekesfalva. Ilona se levantó como un rayo. —Mejor que ahora no se encuentre con él... Está
demasiado alterado para hablarle con naturalidad... Espere, enseguida le traigo
la gorra y el sable, y lo más fácil es que salga por la puerta trasera que da
al parque. Encontraré una excusa para explicarle que no ha podido quedarse a
pasar la velada. Había ido a buscar mis cosas de un salto. Por suerte
el criado había corrido al coche, y así pude pasar inadvertido a través del
patio interior, y ya en el parque un temor frenético a tener que contestar a
alguien aceleró mis pasos. Por segunda vez huí de aquella casa fatal, con la
cabeza gacha y asustado como un ladrón. Joven y poco experimentado, hasta entonces siempre
había considerado las ansias y las cuitas del amor como el peor tormento del
corazón. Mas en aquel momento empecé a entrever que existe otro tormento, quizá
más terrible, que el de anhelar y desear, a saber: el de ser amado en contra de
la propia voluntad y no poder luchar contra esta pasión abrumadora. Ver a
alguien a tu lado consumiéndose en el fuego de su deseo y quedarse quieto e
impotente, sin encontrar la fuerza ni el poder ni la capacidad para arrancarlo
de estas llamas. Quien ama sin ser correspondido puede a veces dominar su
pasión, porque no es sólo criatura, sino también creador, de su aflicción; si
un amante no sabe dominar su pasión, por lo menos sufre por su propia culpa. En
cambio, está completamente indefenso y desvalido el que es amado sin
corresponder, pues la medida y los límites de esta pasión ya no están en sus
manos, sino más allá de sus fuerzas, y si otro lo quiere su voluntad se anula.
Quizá sólo el hombre es capaz de ver claramente que semejante atadura no tiene
escapatoria, que esa necesidad de resistencia que le es impuesta sólo a él se
convierte a la vez en martirio y culpa, pues cuando una mujer se defiende
contra una pasión no deseada, en el fondo obedece a la ley de su sexo; a toda
mujer es innato, primitivo por decirlo así, el gesto de la negativa inicial, y
aun cuando se niegue a sí misma el deseo más ardiente, no se la puede llamar
inhumana. ¡Pero qué fatalidad cuando el destino invierte la balanza, cuando una
mujer ha vencido su pudor hasta el punto de revelar su pasión a un hombre y le
ofrece su amor sin la certeza de ser correspondida, y él, el pretendido, la
rechaza con frialdad! Enredo irresoluble siempre, pues no corresponder al deseo
de una mujer significa aniquilar también su orgullo, destruir su pudor; quien
se niega a una mujer que lo desea, por fuerza tiene que herirla en lo más
noble. Resulta inútil entonces toda forma de eludirla —por delicada que sea—,
absurdas todas las evasivas corteses, ofensiva toda oferta de simple amistad;
una vez que la mujer ha dejado al descubierto su debilidad, toda resistencia
del hombre se convierte irremisiblemente en crueldad; siempre que no acepta el
amor, se convierte sin culpa en culpable. Terribles e irrompibles cadenas...
Hace un momento te sentías todavía libre, eras dueño de ti mismo y no debías
nada a nadie, y de pronto te ves perseguido y acorralado, botín y objetivo de
un deseo ajeno no deseado. Consternado hasta el fondo de tu alma, sabes que día
y noche alguien te espera, piensa en ti, te ansia y suspira por ti. ¡Una mujer, una extraña! Te quiere, te exige, te
pretende con cada poro de su ser, con todo su cuerpo y con toda su sangre.
Quiere tus manos, tu pelo, tus labios, tu cuerpo, tus noches y tus días, tus
sentimientos, tu sexo y todos tus pensamientos y sueños. Quiere compartirlo
todo contigo, quiere quitártelo todo y absorberlo con su aliento. Siempre,
noche y día, duermas o estés despierto, ahora en algún lugar del mundo hay un
ser, ardiente y alerta, que te espera, alguien que te observa y sueña contigo.
Es inútil que no quieras pensar en la que siempre piensa en ti, es inútil que
trates de huir, pues ya no estás en ti, sino en ella. Como un espejo, una
persona extraña de pronto te lleva dentro..., no, no como un espejo, pues éste
sólo se embebe de tu imagen cuando se la ofreces voluntariamente; en cambio
ella, la mujer, la desconocida que te ama, ya te ha absorbido en su sangre. Te
tiene siempre dentro y te lleva consigo dondequiera que huyas. Estás siempre en
otra parte, preso y encadenado a otra persona, ya no eres tú mismo, ya no eres
libre, despreocupado y sin culpa, siempre perseguido y comprometido; siempre
percibes ese pensamiento puesto en ti como algo ardiente que se empapa de ti
sin cesar. Lleno de odio y de espanto tienes que sufrir ese anhelo ajeno que
sufre por ti. Y ahora sé que la tribulación más absurda e ineluctable de un
hombre es ser amado en contra de su voluntad, tormento entre los tormentos y,
sin embargo, culpa sin culpa. Ni aun en la fantasía más fugaz me habría parecido
jamás imaginable que una mujer pudiera amarme tan desmesuradamente. Cierto que
a menudo he sido testigo de las fanfarronadas de camaradas contando que tal o
cual mujer les «iba detrás»; quizás incluso había reído con los demás, haciendo
coro jocoso al relato indiscreto de semejantes asedios, pues entonces todavía
no sospechaba que toda forma de amor, incluso la más ridícula y absurda, es el
destino del hombre y que también con la indiferencia se incurre en deuda con el
amor. Pero lo que uno conoce de oídas o de los libros sólo le pasa rozando
débilmente; tan sólo la experiencia propia puede enseñar al corazón la esencia
de los sentimientos. Primero tuve que experimentar en mi propia conciencia las
tribulaciones de un amor ajeno e insensato para sentir compasión por el uno y
por el otro, por el que se impone a la fuerza y por el que a la fuerza se
defiende de semejante delirio. Pero ¡en qué grado inimaginable se me asignaba
precisamente a mí esta responsabilidad! Pues, si ya en sí mismo es crueldad del
corazón y casi barbarie defraudar a una mujer en su afecto, ¡tanto más terrible
resulta el «no», el «no quiero», que yo debía decir a esa niña apasionada!
Tenía que mortificar a una enferma, herir todavía más hondo a un ser ya
dolorosamente lastimado por la vida, arrebatar a una criatura insegura la
última muleta de esperanza con la que se sostenía. Yo sabía que exponía al
peligro y quizás a la destrucción a esa muchacha que sólo había despertado mi
compasión, si me negaba a su amor huyendo; veía espantosamente clara de
antemano la enorme falta que cometía en contra de mi voluntad si, incapaz de
aceptar su amor, no fingía al menos que la correspondía. Pero no tenía elección. Antes de que el alma
comprendiera conscientemente el peligro, el cuerpo ya había rechazado el
impetuoso abrazo. Los instintos siempre saben más que nuestros pensamientos despiertos;
ya en aquel primer instante de sobresalto en que rehuí su violenta ternura, lo
había presentido todo de forma borrosa. Supe que nunca tendría la fuerza
salvadora para amar a la inválida como ella me amaba, y probablemente ni
siquiera la compasión suficiente para soportar aquella pasión enervante. En
aquel primer momento de retirada ya intuí que no había salida ni vía de
compromiso. Uno de los dos tenía que acabar siendo infeliz por este amor
absurdo, y quizá los dos. Nunca llegaré a sacar en claro cómo regresé a la
ciudad aquella tarde. Sólo sé que caminé muy deprisa y que un único pensamiento
se repetía con cada pulsación: ¡Fuera, fuera, fuera de esta casa, fuera de este
embrollo, huir, escapar, desaparecer! ¡No pisar nunca más esta mansión, no ver
nunca más a estas personas, ni a nadie! ¡Esconderse, hacerse invisible, no
estar nunca más obligado con nadie ni comprometido con nada! Sé que traté de ir
más allá en mis pensamientos: abandonar el servicio, conseguir dinero en alguna
parte y huir al mundo, lo bastante lejos para que el desvariado deseo no me
alcanzara; pero todo esto era ya más un sueño que un pensamiento claro, porque
entretanto seguía martilleándome las sienes la misma palabra: ¡fuera, fuera,
fuera! Por el polvo que llevaba en los zapatos y por las roturas en los
pantalones producidas por los abrojos supe después que debí de correr por
campos, prados y caminos; en cualquier caso, cuando finalmente me encontré en
la carretera principal, el sol ya se escondía detrás de los tejados. Y la verdad
es que desperté sobresaltado como un sonámbulo cuando de improviso alguien me
dio unos golpecitos en la espalda. —¡Vaya, Toni, eres tú! ¡Ya era hora de que te
pilláramos! Hemos registrado todos los rincones buscándote. Ya estábamos a
punto de telefonear a tu castillo señorial. Me vi rodeado por cuatro camaradas, entre ellos el
inevitable Ferencz, Jozsi y el capitán de caballería, el conde Steinhübel. —Pero ahora espabila. Imagínate, de sopetón nos llega
Balinkay, Dios sabe si de Holanda o de América. Ha invitado esta noche a todos
los oficiales y voluntarios del regimiento. Asistirán el coronel y el
comandante, será un gran banquete, en El León Rojo, a los ocho y media. Menos
mal que te hemos encontrado, el viejo habría gruñido de lo lindo, si te hubieras
escabullido. Ya sabes que tiene debilidad por Balinkay. Cuando viene, todo el
mundo tiene que desfilar en orden de batalla. Yo todavía estaba en las nubes. Completamente
aturdido, pregunté: —¿Quién dices que ha venido? —¡Balinkay! ¡No pongas esta
cara de memo! ¿Será posible que no conozcas a Balinkay? ¿Balinkay? ¿Balinkay?
En mi cabeza todo andaba todavía revuelto. A duras penas saqué de ella este
nombre como de un montón de trastos viejos llenos de polvo. Ah, sí, Balinkay,
el que en otro tiempo había sido el mauvais sujet del regimiento. Mucho antes
de llegar yo, había servido en él como teniente y después como primer teniente,
el mejor jinete, el mozo más alocado del regimiento, jugador exaltado y un
Donjuán. Pero luego había pasado algo embarazoso, nunca me interesó el tema;
sea lo que fuere, en veinticuatro horas colgó el uniforme y se dedicó a viajar
por el mundo en todas las direcciones; corrían toda clase de historias
extraordinarias. Finalmente se rehabilitó pescando en el hotel Shepherd de El
Cairo a una holandesa, una viuda millonaria, propietaria de una maatschappij,
una empresa que poseía diecisiete barcos y extensas plantaciones en Java y
Borneo; desde entonces había sido nuestro invisible santo patrono. Parece ser que nuestro coronel Bubencic ayudó a ese
Balinkay a salir de un embrollo gordo, pues su fidelidad al coronel y al
regimiento era realmente conmovedora. Cada vez que venía a Austria hacía una
escapada al regimiento y tiraba el dinero con tanta prodigalidad, que durante
semanas se hablaba de ello en la ciudad. Ponerse el viejo uniforme por una
noche y volver a ser un camarada entre camaradas era para él una especie de
necesidad del alma. Cuando se sentaba en la habitual mesa de oficiales, alegre
y despreocupado, se le notaba que en aquella sala mal revocada y llena de humo
de El León Rojo se sentía cien veces más en casa que en su palacio feudal junto
a un canal de Amsterdam: nosotros habíamos sido y seguíamos siendo sus hijos,
sus hermanos, su verdadera familia. Todos los años instituía premios para
nuestra carrera de caballos, por Navidad llegaban regularmente dos o tres cajas
de abigarradas botellas de Bols y cestas con otras de champán, y el coronel
podía cobrar con seguridad absoluta un suculento cheque cada primero de año
para la caja de oficiales. Quienquiera que llevara la guerrera de ulano y
luciera en el cuello nuestras insignias, podía confiar en Balinkay si alguna
vez se veía en algún apuro: una carta y todo arreglado. En cualquier otro momento habría celebrado de buen
grado la oportunidad de conocer a ese personaje tan famoso. Pero, la idea de
jolgorio, de saludos a grito pelado, de brindis y discursos de sobremesa, me
parecía, en mi turbación, la más insoportable de la tierra. De modo que traté
de retirarme lo más rápido posible: me sentía algo indispuesto. Sin embargo,
con un drástico «¡Ni hablar! ¡Hoy no se escaquea nadie!» Ferencz ya me había
cogido del brazo y tuve que ceder de mala gana. Mientras me arrastraba, le oí
confusamente contar cómo y a quién había ayudado Balinkay a salir del aprieto,
cómo no tardó en procurar un empleo a su cuñado, y que si uno de nosotros no
hacía carrera rápida, que se embarcara con rumbo a la India o a donde fuera
para hablar con él. Jozsi, aquel muchacho flaco y sañudo, echaba de vez en cuando
unas gotas de vinagre en el entusiasmo agradecido del bueno de Ferencz. Se
preguntaba en tono de burla si el coronel recibiría tan amorosamente a su «hijo
favorito», si Balinkay no hubiera pescado a ese gordo bacalao holandés, que
además tenía doce años más que él. Y, «si uno se vende, por lo menos que se
venda caro», reía el conde Steinhübel. Ahora, al cabo del tiempo, me parece extraño que me
haya quedado grabada en la memoria cada palabra de aquella conversación, a
pesar de mi estupor. Sucede a menudo que una turbación del pensamiento va
misteriosamente de la mano de una agitación nerviosa interior, y cuando
entramos en la gran sala de El León Rojo cumplí más o menos decentemente con la
tarea que se me había encomendado, gracias a la hipnosis de la disciplina. Y
hubo mucho que hacer. Se tuvo que traer todo el acopio de pancartas, banderas y
emblemas que de ordinario relucían sólo en el baile del regimiento, unos
cuantos ordenanzas martilleaban las paredes con estrépito y alegría, a su lado
Steinhübel instruía al corneta sobre cómo y cuándo tenía que tocar llamada.
Jozsi, que tenía la letra más bonita, fue el encargado de escribir el menú, en
el que todos los platos recibieron nombres humorísticos y alusivos; a mí me
cargaron con la tarea de disponer a los comensales en la mesa. Entretanto, el
mozo fue colocando mesas y sillas, los camareros repartieron tintineantes
baterías de botellas de vino y de champán que Balinkay había traído de la casa
Sacher de Viena en su coche. Por extraño que parezca, aquel torbellino me sentó
bien, pues con su ruido ahogó los latidos sordos y las preguntas que golpeaban
mis sienes. Finalmente, a las ocho, todo estaba preparado. Tenía
tiempo aún para llegarme al cuartel, cambiarme de ropa y arreglarme en un
santiamén. Mi asistente ya estaba avisado. El uniforme y las botas de charol ya
estaban preparados. Metí rápidamente la cabeza bajo el agua fría y consulté el
reloj: me quedaban todavía diez minutos. Nuestro coronel exigía puntualidad
rigurosa. De modo que me desvisto ligero, tiro los zapatos polvorientos, pero
en el preciso momento en que me pongo delante del espejo en paños menores para
peinarme el pelo revuelto, llaman a la puerta. —No estoy para nadie—ordeno al asistente. Sale raudo y veloz, y durante unos momentos oigo cuchicheos
en la antesala. Después vuelve Kusma con una carta en la mano. ¿Una carta para mí? Tal como estoy, en camisa y
calzoncillos, tomo el sobre azul rectangular, grueso y pesado, casi un pequeño
paquete, que enseguida me quema la mano. No me hace falta mirar la letra para
saber quién me escribe. Más tarde, más tarde, me dice un rápido instinto. ¡No
la leas ahora, ahora no! Pero, en contra de mi voluntad, ya he rasgado el sobre
y leo la carta, que cruje cada vez con más fuerza en mis manos. Era una carta de dieciséis páginas, escritas a
vuelapluma con mano nerviosa, una de esas cartas que una persona escribe o
recibe una sola vez en la vida. Como sangre de una herida abierta, las frases
fluían incontenibles, sin párrafos, sin puntuación, con las palabras que se
desbordaban, se sobreponían y se atropellaban unas a otras. Todavía ahora,
después de tantos años, sigo viendo aquella carta delante de mí, veo cada
línea, cada letra, todavía ahora podría repetirla de memoria, página tras
página de principio a fin y a cualquier hora del día o de la noche, de tantas
veces como la leí. Meses y meses después de aquel día, sigo llevando en el
bolsillo aquel fajo plegado de papel azul, para sacarlo una y otra vez, en
casa, en los establos, en los refugios y en los fuegos de campamento durante la
guerra; sólo en la retirada de Volinia, cuando nuestra división se vio rodeada
en ambos flancos por el enemigo y temí que esta confesión de un momento de
éxtasis pudiera caer en manos extrañas, sólo entonces destruí la carta. «Siete veces ya te había escrito», comenzaba diciendo,
«y cada vez rompí todas las hojas, porque no quería traicionarme, no quería. Me
retuve mientras hubo resistencia en mí. Durante semanas y semanas luché conmigo
misma para disimular delante de ti. Cada vez que venías a visitarnos, amable y
sin sospechar nada, tenía que ordenar a mis manos que se mantuvieran quietas, a
mis miradas que fingieran indiferencia para no turbarte; a menudo incluso me
comporté con dureza y sarcasmo contigo, a propósito, sólo para no dejarte
entrever cuánto ardía mi corazón por ti..., intenté todo lo que está en las
fuerzas de un ser humano y más allá de ellas. Pero hoy ha sucedido lo
inevitable, y te juro que ha sido contra mi voluntad, porque me ha atacado a
traición. Ni yo misma comprendo cómo ha podido suceder; después
hubiera querido abofetearme y castigarme, tan vil y avergonzada me sentía. Ya
sé, ya sé que es una locura, un desvarío, obligarte a nada. Una criatura
inválida, una tullida, no tiene derecho a amar... ¿Cómo no iba a ser una carga
para ti, yo, un ser destrozado, castigado, que siente horror y asco de sí
mismo? Un ser como yo, lo sé, no tiene derecho a amar y aún menos a ser amado.
Debe esconderse en un rincón y reventar y no perturbar la vida de nadie con su
presencia... Sí, todo eso lo sé, lo sé y por saberlo muero. Nunca me habría atrevido a acosarte, pero ¿quién si no
tú me dio la confianza de que no seguiría siendo por más tiempo el triste
guiñapo que soy? Podría moverme, caminar, como los demás, como todos los
millones de seres superfluos que no saben que cada paso dado libremente es una
gracia y un lujo. Me había propuesto férreamente callar hasta que llegara a ser
de verdad una persona, una mujer y quizá, ¡quizá!, digna de ti, amado mío.
¡Pero mi impaciencia, mi ansia de curarme, era tan frenética, que aquel momento
en que te inclinaste sobre mí, creí, creí sinceramente, creí sincera y
locamente que ya era otra, una mujer nueva y sana! Lo había deseado y soñado
durante demasiado tiempo y tú estabas cerca de mí..., y por un instante olvidé
mis desgraciadas piernas, sólo te vi a ti y me sentí como la mujer que quería
ser tuya. ¿No crees que también en pleno día se puede soñar un momento, cuando
durante años se ha tenido el mismo y único sueño noche y día? Créeme, amado mío,
sólo esta insensata ilusión de no tener que seguir arrastrándome me ha
confundido; sólo esta impaciencia de no ser más la postergada y la inválida
hizo desbordar mi corazón tan desenfrenadamente. Compréndelo: mi anhelo de ti
venía de tanto tiempo atrás y era tan infinito. »Pero ahora sabes lo que nunca deberías haber sabido
antes de que yo hubiera resucitado realmente, y sabes también para quién quiero
curarme, para quién en todo el mundo: ¡sólo para ti! ¡Sólo para ti! Perdóname
este amor, ser infinitamente amado, y sobre todo por este amor te pido, te
suplico que no tengas miedo ni te horrorices de mí. No creas que, por haberte
molestado una vez, seguiré importunándote, que yo, postrada y odiosa para mí
misma, quiero retenerte. No, te juro que nunca te sentirás apremiado por mí, me
mantendré imperceptible para ti. Sólo quiero esperar, pacientemente, hasta que
Dios se apiade de mí y me devuelva la salud. Te pido, pues, te lo suplico, que
no tengas miedo de mi amor, amado mío, pero recuerda, tú que me compadeciste
como ningún otro, lo espantosamente desvalida que soy, recuérdame clavada en mi
sillón, incapaz de dar un paso por mí misma, sin fuerzas para seguirte, para
correr a tu encuentro. Recuerda, recuerda bien, que soy una prisionera que
tiene que esperar en su cárcel, esperar siempre con impaciente paciencia, hasta
que vengas y me dediques una hora, hasta que me permitas contemplarte, oír tu
voz, sentir tu aliento en la misma estancia, sentir tu presencia, la primera y
única dicha que me ha sido concedida desde hace años. Piensa en todo esto e
imagínate que estoy tendida, esperando día y noche, y cada hora se alarga y
casi es imposible soportar la tensión. Y entonces vienes tú y yo no puedo
levantarme como los demás, no puedo correr a tu encuentro para abrazarte y
retenerte. Tengo que permanecer sentada y contenerme, refrenarme
y callar, parar mientes en cada palabra, en cada mirada, en cada vibración de
la voz, para que no creas que me atrevo a amarte. Sin embargo,
créeme, amado mío, también esta dicha torturadora era una dicha para mí a pesar
de todo y me elogiaba y me amaba cada vez que conseguía disimular y tú te ibas
sin sospechar nada, libre y sin trabas, ignorando mi amor; sólo a mí me quedaba
el tormento de saberme irremisiblemente tu esclava. »Pero ahora ha ocurrido. Y ahora que ya no puedo
mentir ni desmentir lo que siento por ti, amor mío, ahora te suplico que no
seas demasiado cruel conmigo; la criatura más pobre y miserable tiene también
su orgullo, y yo no podría soportar que me despreciaras porque no pude refrenar
mi corazón. No tienes que corresponder a mi amor... No, por Dios, por el Dios
que me curará y salvará, no me aventuro a tal osadía. Ni siquiera en sueños me
atrevo a esperar que pudieras amarme tal como estoy ahora... ¡Sabes muy bien
que no quiero ningún sacrificio, ninguna compasión, de ti! ¡No deseo sino que
toleres que yo espere, que espere en silencio, hasta que por fin llegue el
momento! Ya sé que es mucho lo que te pido. Pero ¿en verdad es demasiado
conceder esta dicha, la menor y lastimosa, que se otorga de buen grado a
cualquier perro, la dicha de levantar la vista de vez en cuando con mirada
taciturna a su amo? ¿Hay que rechazarlo a golpes enseguida, azotarlo con
desprecio? Pues te digo que es esto, sólo esto, lo único que no podría
soportar, que, infeliz como soy, te resultara odiosa por haberme traicionado a
mí misma, que, además de sufrir mi propia vergüenza y desesperación, me
castigaras. Entonces sólo me quedaría un camino, y tú sabes cuál. Te lo mostré. »¡Pero no te asustes, no pretendo amenazarte! No
quiero asustarte ni recabar con chantajes, en vez de tu amor, tu compasión, lo
único que tu corazón me ha dado hasta ahora. Puedes sentirte completamente
libre y despreocupado... Por Dios, no quiero ser una carga para ti, ni
oprimirte con una culpa de la que eres inocente... Sólo quiero una cosa: que
perdones y olvides completamente lo que ha ocurrido, olvida lo que te he dicho,
olvida lo que te he revelado. ¡Dame siquiera este consuelo, esa pobre y pequeña
certeza! Dime enseguida (me basta una sola palabra) que no te resulto odiosa,
que seguirás visitándonos como si nada hubiera ocurrido: no tienes idea de mi
aflicción por miedo a perderte. Desde el instante en que la puerta se cerró
tras de ti, me martiriza, no sé por qué, una angustia mortal, el miedo de que
fuera la última vez. Estabas tan pálido en aquel momento, había tal expresión
de espanto en tu mirada cuando te dejé, que de pronto sentí un frío glacial en
medio de mi ardor. Y sé (el criado me lo contó) que huiste inmediatamente de la
casa; de repente ya no estabais ni tú ni tu sable ni tu gorra. En vano te
buscó, en mi habitación y por todas partes, y por eso sé que huiste de mí como
de la lepra, como de la peste. Pero no, amado mío, no te hago reproches, te
comprendo. Precisamente yo, que me horrorizo de mí misma cuando veo esos
tarugos que tengo por pies, sólo yo, que sé lo mala, lo lunática, lo
atormentadora y lo difícil de soportar que me he vuelto en mi impaciencia,
precisamente yo comprendo mejor que nadie el espanto de los demás... Oh, sí,
comprendo tremendamente bien que huyan de mí, que se estremezcan cuando un
monstruo como yo los ataca. Y, a pesar de todo, te suplico que me perdones,
pues no hay día ni noche sin ti, sólo desesperación. ¡Mándame una nota, una nota
breve y rápida, o una hoja en blanco, una flor, una señal cualquiera! Algo que
me permita saber que no me rechazas, que no me he vuelto odiosa para ti. Y ten
presente que dentro de unos días estaré lejos, durante varios meses, dentro de
ocho o diez días terminará tu tormento. Y aun cuando entonces empiece el mío,
multiplicado por mil, el tormento de verme privada de ti durante semanas y
meses, no pienses en ello, piensa sólo en ti, como yo sólo pienso en ti, ¡sólo
en ti! Dentro de ocho días estarás libre..., ¡así que vuelve, y entretanto
mándame una nota, dame una señal! No puedo pensar, no puedo respirar ni sentir
mientras no sepa que me has perdonado. No puedo ni quiero seguir viviendo, si
me niegas el derecho de amarte.» Leí y leí. Empecé de nuevo una y otra vez. Las
manos me temblaban y el martilleo en las sienes se hizo más intenso, de temor y
de conmoción por ser amado tan desesperadamente. —¡Vaya por Dios! Tú todavía en calzoncillos y allá te
están esperando como buitres. Toda la banda está ahí sentada impaciente,
deseando que empiece, incluso Balinkay. El coronel llegará en cualquier momento
y ya sabes cómo se pone el viejo sapo cuando uno de nosotros llega tarde. Ferdl me manda a propósito para ver si te ha ocurrido
algo, y te encuentro aquí leyendo cartitas... Hala, venga, vamos, vamos, o nos meterán un buen
julepe. Es Ferencz quien ha entrado como una tromba en mi
habitación. Pero no advierto su presencia hasta que con su pesada manaza me da
unos fraternales golpecitos en el hombro. Por el momento no comprendo nada. ¿El
coronel? ¿Mandado? ¿Balinkay? Ah, sí, sí, ahora me acuerdo: ¡la recepción en
honor de Balinkay! Me apresuro a coger los pantalones y la guerrera y con la
rapidez adquirida en la academia militar me visto mecánicamente, sin saber muy
bien cómo lo hago. Ferencz me observa curioso: —¿Se puede saber qué te pasa?
Pareces completamente atontado. ¿Has recibido malas noticias quizá? Lo niego
con un gesto. —Ni por asomo. Ya voy. En tres saltos nos plantamos en la escalera, pero de
golpe doy media vuelta. —¡Maldita sea! ¿Qué te pasa ahora? —ruge Ferencz
furioso. Yo sólo quería recoger la carta, que había olvidado
sobre la mesa, y guardármela en el bolsillo interior. Llegamos a la sala
realmente en el último momento. Alrededor de la larga mesa en forma de
herradura se ha agrupado el variopinto corro de invitados, pero ninguno se
atreve a exteriorizar su buen humor antes de que los superiores tomen asiento,
igual que escolares cuando ya ha sonado la campana y el maestro ha de entrar de
un momento a otro. Y ya los ordenanzas abren la puerta, ya entran los
oficiales del Estado Mayor, haciendo sonar las espuelas. Todos nos levantamos
de estampida y nos ponemos firmes un momento. El coronel se sienta a la derecha
de Balinkay, el comandante de mayor antigüedad a su izquierda, y la mesa se
anima enseguida, los platos tintinean, las cucharas matraquean, todos hablan y
beben a sorbos en alegre confusión. Sólo yo permanezco sentado como ausente en
medio de los bulliciosos camaradas y continuamente palpo el lugar de mi
guerrera donde algo palpita y martillea como un segundo corazón. A través de la
tela blanda y flexible noto cómo la carta cruje cada vez que la toco, como un
fuego al avivarlo; sí, está ahí, se mueve, se hace sentir cerca de mi pecho,
como algo vivo y, mientras los demás hablan y comen tranquilamente, yo no puedo
pensar en otra cosa que no sea la carta y la desesperada pena de la persona que
la ha escrito. En vano me sirve el camarero. Lo dejo todo sin
tocarlo, esa necesidad de escuchar mi interior me paraliza como si durmiera con
los ojos abiertos. A derecha e izquierda oigo palabras veladas que no llego a
entender; es como si todos hablaran una lengua extranjera. Veo delante de mí y
a mi lado rostros, bigotes, ojos, narices, labios, uniformes, pero con la
indolencia con que se perciben los objetos de un escaparate a través de un
cristal. Estoy allí y, sin embargo, no estoy presente; estoy inmóvil y, sin
embargo, ocupado, pues no paro de musitar con labios mudos las palabras de la
carta una a una, y a veces, cuando no las recuerdo o me confundo, siento que la
mano se mueve involuntariamente para hurgar a escondidas en el bolsillo, como
cuando en la escuela de cadetes sacábamos libros prohibidos durante la clase de
táctica. De pronto alguien golpea enérgicamente la copa con el
cuchillo; como si el afilado acero hubiera cortado el ruido, se hace de repente
el silencio. El coronel se ha puesto de pie y empieza un discurso. Habla con
las dos manos fuertemente apoyadas sobre la mesa y balanceando el fornido
cuerpo hacia delante y hacia atrás, como si montara a caballo. La entrada es
una llamada dura y ronca formada por la palabra «camaradas»; midiendo las
sílabas con precisión y haciendo rodar las erres como un tambor llamando al
ataque, formula su bien preparado speech. Me esfuerzo en escucharle, pero la
cabeza no me sigue. Sólo oigo palabras aisladas, que retumban y rechinan:
«honorrr del ejérrrcito... espírrritu caballeresco austrrríaco... lealtad al
rrregimiento... viejo camarrrada...». Pero en medio cuchichean como
fantasmas otras palabras, a media voz, suplicantes, tiernas, como de otro
mundo. Desde dentro habla a la vez la carta: «Amado mío... no temas... no puedo
seguir viviendo, si me niegas el derecho a amarte...», y al mismo tiempo la
crepitante r. «... no ha olvidado a sus camarradas en el extranjero... ni la
patrrria... ni su Austria...», y de nuevo, en medio, la otra voz como un
sollozo, como un grito ahogado: «Permíteme sólo que te ame... dame una sola
señal...» Y entonces estallan y retumban como una salva los gritos de «¡Bravo,
bravo, bravo!». Todos se han puesto en pie y firmes, como arrancados de las
sillas por la copa levantada del coronel y de la pieza contigua llega clamoroso
el toque de trompeta convenido: «¡Tres burras por él!» Todos brindan y beben a
la salud de Balinkay, que sólo espera que pase esta ducha para responder en
tono relajado, frívolo y humorístico. Va a pronunciar unas pocas palabras sin
pretensiones, sólo quiere decir que, a pesar de todo, en ninguna parte del
mundo se encuentra tan a gusto como entre sus viejos camaradas y termina con el
grito: —¡Viva el regimiento! ¡Viva su majestad, nuestro serenísimo jefe
supremo, el emperador! Steinhübel hace una nueva señal al corneta, suena un
nuevo toque, se canta a coro el himno nacional y acto seguido la inevitable
canción de todos los regimientos austriacos, en la que cada uno pone su nombre
con igual orgullo: «Somos del regimiento tal y tal de ulanos...» Luego Balinkay
da la vuelta a la mesa, vaso en mano, para brindar con cada uno de los
asistentes. De pronto, advertido por un codazo de mi vecino, noto un par de
ojos que me saludan alegres: —Salud, camarada. Respondo amodorrado con una inclinación de cabeza;
sólo cuando Balinkay se detiene ante el siguiente me doy cuenta de que he
olvidado brindar con él. Pero todo vuelve enseguida a desaparecer en una
confusa niebla en la que se mezclan borrosos rostros y uniformes. ¡Canastos...!
¿De dónde viene este humo azul que de pronto se me pone delante de los ojos?
¿Es que los otros ya han empezado a fumar y por eso siento de repente un calor
tan sofocante? ¡Necesito beber algo, rápido! Vacío de un trago uno, dos, tres
vasos, sin saber lo que bebo. ¡Tengo que quitarme de la garganta esa sensación
amarga, repugnante! ¡Y también fumar algo pronto! Pero cuando busco la
pitillera en el bolsillo, percibo de nuevo el crujir debajo de la guerrera: ¡la
carta! La mano se retira convulsa. Una vez más sólo oigo a través de la confusa
barahúnda las palabras suplicantes, sollozantes: «Permíteme sólo que te ame...
ya sé que es una locura obligarte a nada...» Pero entonces un tenedor vuelve a
golpear una copa pidiendo silencio. Es el comandante Wondraceck, que aprovecha
cualquier ocasión para desahogar su manía poética en versos humorísticos y
coplas. Todos lo sabemos: cuando Wondraceck se levanta, apoya su respetable
barriguita en la mesa y trata de poner cara de avispado con continuos guiños,
empieza inevitablemente la «parte divertida» de la velada. Ya está en posición, se ha puesto los quevedos ante los
ojos un poco cansados y despliega detenidamente un folio. Es el obligado poema
de circunstancias con el que cree amenizar cualquier fiesta y que en esta
ocasión pretende guarnecer la biografía de Balinkay con bromas «incendiarias».
Por cortesía de subalternos, o quizá porque habían bebido más de la cuenta,
algunos de mis vecinos celebran riendo cada alusión. Finalmente, una ocurrencia
acierta con tino y en toda la sala resuena un estruendoso «Bravo, bravo». Pero de pronto soy presa del terror. Esas risas bastas
se me clavan en el corazón como una garra. ¿Cómo se puede reír así cuando
alguien gime, cuando alguien sufre tan intensamente? ¿Cómo se puede bromear y
contar chistes puercos cuando alguien muere de pena? Sé que, cuando Wondraceck
termine de decir bobadas, empezará la gran juerga, el barullo y las
barrabasadas. Cantarán, cantarán las nuevas estrofas de La posadera
de Lahn, contarán chistes, reirán y reirán y reirán. De repente ya no veo los
radiantes y bonachones rostros. ¿No ha escrito ella que le mandara sólo una
nota, una sola palabra? ¿Y si llamo por teléfono? ¡No se puede hacer esperar
tanto a una persona! Hay que decirle algo, hay que... «¡Bravo, bravísimo!», y todos aplauden, las sillas se
rompen, el suelo retumba y se levanta una nube de polvo cuando cuarenta o
cincuenta hombres alegres y un poco achispados se levantan de golpe. El
comandante, orgulloso, de buen humor y un tanto infatuado, se quita los
quevedos y pliega el folio, saludando con la cabeza a los oficiales que lo
rodean para felicitarlo. Y yo aprovecho el tumulto para salir corriendo sin
despedirme. Tal vez no se darán cuenta. Y si lo hacen, me trae sin cuidado,
simplemente ya no puedo soportar estas risas, esta hilaridad placentera que,
por decirlo así, se rasca la tripa. ¡No puedo, no puedo! —¿Se marcha ya, mi
teniente? —me pregunta sorprendido el ordenanza del guardarropa. ¡Vete al diablo!, murmuro para mis adentros y paso de
largo sin decir palabra. Mi único afán es cruzar la calle, doblar la esquina y
subir las escaleras del cuartel hasta mi piso: ¡estar solo, solo! Los pasillos
transpiran vacío, en algún lugar un centinela camina arriba y abajo, un grifo
gotea, una bota cae, y sólo de uno de los dormitorios de la tropa, donde
siguiendo las ordenanzas ya se han apagado las luces, llega un sonido suave y
extraño. Sin querer, aguzo el oído: un grupo de rutenos canta o tatarea una
canción melancólica. Siempre antes de acostarse, al quitarse el abigarrado
traje extraño con botones de latón y al volver a no ser más que el hombre desnudo
que en casa dormía sobre paja, se acuerdan de la patria, de los campos o quizá
de una muchacha que querían, y cantan esas tristes melodías para olvidar lo
lejos que están. Otras veces no había prestado atención a ese canturreo, porque
no entiendo la letra, pero hoy su tristeza me emociona fraternalmente. ¡Ah,
cómo deseaba sentarme junto a uno de ellos, hablar con él, aunque no me
entendiera, porque quizá con una mirada compasiva de sus cándidos ojos de vaca
lo comprendiera todo mejor que mis divertidos camaradas, sentados a la mesa en
forma de herradura! ¡Tener a alguien que me ayude a salir de este desesperante
embrollo! De puntillas, para no despertar a Kusma, mi ordenanza, que duerme en
la antecámara con fuertes ronquidos, entro en mi habitación, sin encender la
luz tiro la gorra, me quito el sable y me desabrocho el corbatín, que me
aprieta y ahoga desde hace rato. Luego enciendo la lámpara y me acerco a la
mesa para poder leer al fin, ¡al fin!, con tranquilidad la carta, la primera
carta conmovedora que me ha escrito una mujer, a mí, muchacho joven e inseguro. Pero al instante me sobresalto, porque sobre la mesa
—¿cómo es posible?— está la carta, iluminada por el círculo de luz de la
lámpara, la carta que creía guardada en mi bolsillo interior... Sí, ahí está, en su sobre rectangular, azul, y con la
letra que tan bien conocía. Vacilo un momento. ¿Estoy borracho? ¿Sueño con los
ojos abiertos? ¿He perdido el juicio? Hace un momento, al quitarme la guerrera,
he notado todavía el crujir de la carta en el bolsillo. ¿Estoy tan aturdido que la he dejado así, sin
acordarme ya al cabo de un minuto? Meto la mano en el bolsillo. No —no podía
ser de otro modo—, la carta todavía está ahí. Sólo ahora comprendo lo que pasa.
Sólo ahora me despierto del todo. Esta carta que está sobre la mesa tiene que
ser nueva, una segunda carta, que ha llegado más tarde, y el bueno de Kusma la
ha dejado, previsor, junto al termo para que yo la encuentre nada más llegar. ¡Otra carta! ¡Dos cartas en dos horas! Al instante se
me hace en la garganta un nudo de rabia e indignación. Eso será así todos los
días ahora, todos los días y todas las noches, una carta tras otra. Si le escribo, volverá a escribirme; si no le
contesto, me exigirá una respuesta. Siempre querrá algo de mí, todos los días,
¡todos los días! Me mandará mensajeros, me llamará por teléfono, espiará y hará
espiar cada paso mío, querrá saber cuándo salgo y cuándo vuelvo, con quién
estoy y qué digo y hago y mi vida y milagros. Veo que estoy perdido..., ya no
me soltarán... ¡Ah, el djin, el djin, el viejo lisiado! Nunca más volveré a ser
libre, nunca me dejarán libre esos insatisfechos y desesperados, hasta que esta
pasión insensata y desventurada acabe con uno de nosotros, ella o yo. No la leas, me digo. No la leas hoy por nada del
mundo. ¡No te dejes enredar! No tienes fuerza suficiente para resistir esta
presión que te arrastra y que te destruirá. ¡Es mejor que rompas la carta o la devuelvas sin
abrir! ¡No permitas que se obligue a tu conciencia, a tu juicio y a tu
discernimiento a aceptar la idea de que un ser completamente desconocido te
ama! ¡Manda al infierno a todos los Kekesfalva! Antes no los conocía ni quiero
seguir conociéndolos. Pero entonces, de pronto, me estremece la idea de que
ella haya podido hacer algo contra ella misma porque no he respondido. ¿Y si
despierto a Kusma y lo mando allá con una palabra de consuelo, de simple acuse
de recibo? Pero no cargues con la culpa de nada, ¡nada de culpas! De modo que
rasgo el sobre. Gracias a Dios, es una carta breve. Sólo una cara, diez líneas
y sin encabezamiento. «¡Destruya enseguida mi primera carta! Estaba loca,
completamente loca. Nada de lo que escribí es verdad. ¡Y mañana no venga a
casa! ¡Le pido encarecidamente que no venga! Debo castigarme por haberme
rebajado tan lamentablemente ante usted. De modo que mañana no venga bajo
ningún concepto, no quiero, se lo prohíbo. ¡Y nada de respuestas! ¡En ningún
caso quiero que me responda! Asegúrese de destruir mi carta anterior y olvide
cada una de sus palabras. Y no piense más en ello.» Que no piense en ello...
¡Una orden infantil, como si unos nervios alterados pudieran jamás someterse a
las riendas de la voluntad! ¡No pensar en ello, cuando los pensamientos te
persiguen como caballos asustados y desbocados, con sus cascos martilleándote
dolorosamente en el estrecho espacio entre las sienes! ¡No pensar en ello,
mientras el recuerdo evoca febril e incesante imagen tras imagen, mientras los
nervios vibran y tiemblan y todos los sentidos se tensan para la defensa y la
resistencia! ¡No pensar en ello, mientras la carta sigue quemándote la mano con
sus palabras ardientes, las cartas, la una y la otra, que uno coge y vuelve a
dejar, que vuelve a leer y compara, la primera y la segunda, hasta que cada
palabra queda grabada a fuego en el cerebro! No pensar en ello, cuando uno no
es capaz de pensar sino en una sola y misma cosa: ¿cómo escapar, cómo
defenderse? ¿Cómo salvarse de ese embate acucioso, de ese delirio indeseado?
Que no piense en ello... Es lo que quiero, y apago la luz, porque la luz vuelve
los pensamientos demasiado despiertos, demasiado reales. Intento ocultarme,
esconderme en la oscuridad, me arranco la ropa del cuerpo para respirar con más
libertad, me echo sobre la cama para volverme más insensible. Pero los
pensamientos no descansan, como murciélagos revolotean errátiles y
fantasmagóricos alrededor de los sentidos fatigados, hambrientos como ratones
mordisquean y escarban en el plomizo cansancio. Cuanto más tranquilo descanso,
más agitado se vuelve el recuerdo, tanto más excitantes las imágenes que
flamean en la oscuridad; de modo que me levanto de nuevo y enciendo la luz para
ahuyentar los fantasmas. Pero lo primero que la lámpara, hostil, atrapa en su
círculo luminoso es el rectángulo claro de la carta, y en la silla cuelga la
guerrera manchada; ambas cosas, recordatorio y advertencia. No pensar en
ello... es lo que quiero, pero la voluntad no puede. Y doy vueltas por la
habitación, arriba y abajo, abajo y arriba, abro el armario y los cajones del
armario, uno tras otro, hasta que encuentro el frasco de vidrio con el
somnífero y vuelvo tambaleándome a la cama. Pero no hay escapatoria. Incluso
durmiendo, los incansables ratones de los negros pensamientos siguen escarbando
y royendo la cáscara negra del sueño; son siempre los mismos, siempre los
mismos, y a la mañana siguiente, al despertar, me siento como si los vampiros
me hubieran vaciado y chupado toda la sangre. Por todo esto, ¡qué alivio el toque de diana, qué
alivio el servicio, ese cautiverio mejor y más benigno! ¡Qué alivio montar a
caballo y salir al trote con los demás, tener que estar en tensión y en alerta
sin descanso! ¡Hay que obedecer y hay que mandar! En tres o quizá cuatro horas
de ejercicios, uno se evade de sí mismo a lomos del caballo. Al principio todo va bien. Afortunadamente tenemos un
día ajetreado, ejercicios para preparar las maniobras y el desfile final en que
cada escuadrón tiene que pasar en formación de despliegue delante del general
en jefe, con las cabezas de los caballos y las puntas de los sables en perfecta
alineación. Estos preparativos para el desfile exigen un condenado montón de
trabajo, hay que comenzar de nuevo diez o veinte veces, no perder de vista ni a
un solo ulano, y eso exige tanta atención de cada uno de los oficiales, que no
puedo sino concentrarme enteramente en el trabajo y olvidarme de todo lo demás.
¡Gracias a Dios! Pero, durante una pausa de diez minutos para dejar tomar
aliento a los caballos, mi mirada vagabunda roza por casualidad el horizonte. A
lo lejos, en el azul de acero, centellean los prados con sus gavillas y
segadores, la línea plana se eleva redonda y limpia hacia el cielo..., detrás
del borde se divisa solitaria la silueta, el extraño contorno, de una torre,
estrecha como un palillo. Un estremecimiento me recorre el cuerpo: es la torre,
con su terraza. Forzosamente vuelvo a pensar en ella, forzosamente fijo la
mirada allá y recuerdo: son las ocho, hace rato ya que se ha despertado y
piensa en mí. Quizás el padre se acerca a la cama y ella le habla de mí, acosa
y pregunta a Ilona o al criado si ha llegado alguna carta, la ansiosamente
esperada noticia (¡debí haberle escrito, a pesar de todo!), o tal vez se ha
hecho subir a la torre y, desde allí, asida a la balaustra, otea el horizonte,
buscándome con la mirada, de la misma manera que yo tengo la vista fija en su
dirección. Y apenas recuerdo que allí hay alguien que suspira por mí, siento
otra vez en mi pecho aquella cálida atracción ya tan familiar, la maldita garra
de la compasión y, aunque empieza de nuevo el ejercicio, de todas partes llegan
entremezcladas voces de mando y los distintos grupos forman y rompen al galope
y a la carrera según las órdenes dadas, y yo mismo grito «giro a la izquierda»
y «giro a la derecha» en medio del barullo, sin embargo, en lo más profundo e
íntimo de mi conciencia sigo pensando en lo que no quiero ni debo pensar. —¡Rayos y centellas! ¿Qué mamarrachada es ésta?
¡Atrás! ¡Separaos, chusma! Es nuestro coronel Bubencic, quien, rojo como un
tomate, corre y vocifera por todo el campo de instrucción. Y no le falta razón,
al coronel. Alguien debe de haber dado mal las órdenes, pues dos columnas, una
de ellas la mía, que tenían que hacer una conversión coordinadas, se han
lanzado a plena carrera la una contra la otra y se han mezclado peligrosamente.
En pleno tumulto, unos caballos huyen asustados, otros se encabritan, un ulano
ha caído bajo los cascos, en tanto que los oficiales gritan furiosos. Se oye
fragor de armas, relinchos de caballos, estampidos y estrépitos como en una
batalla de verdad. Los oficiales acuden echando rayos y poco a poco consiguen
más o menos deshacer el ruidoso nudo; a un estridente toque de corneta los
escuadrones vuelven a alinearse en formación cerrada como antes y en un solo
frente. Ahora se produce un tremendo silencio: todo el mundo sabe que habrá
rendición de cuentas. Los caballos, echando espuma todavía por la agitación del
choque y sintiendo tal vez también el nerviosismo contenido de los jinetes,
tiemblan convulsos y, en consecuencia, la larga línea de yelmos oscila
levemente como un hilo telegráfico tensado al viento. Hacia este inquieto
silencio avanza el coronel montado en su caballo. Por la manera como se yergue
en la silla, apoyado en los estribos y golpeando nervioso con la fusta sus
botas de montar, presentimos la tormenta que se avecina. Un pequeño tirón a las
riendas. El caballo se para. Todo el campo se estremece con un grito cortante
(es como un golpe de machete): —¡Teniente Hofmiller! Ahora comprendo lo que ha
ocurrido. Sin duda fui yo quien dio la orden equivocada. Debí distraerme.
Pensaba otra vez en ese horrible asunto que me tiene completamente trastornado.
La culpa es sólo mía. Toda la responsabilidad recae sobre mí. Una ligera
presión de las piernas, y mi caballo pasa al trote por delante de mis compañeros,
que, penosamente impresionados, desvían la mirada, y se dirige hacia el
coronel, que espera inmóvil a unos treinta pasos de la formación. Me detengo a
la distancia reglamentaria; entretanto se ha extinguido hasta el más leve rumor
y ruido. Se produce ese silencio último, el más absoluto, ese
silencio verdaderamente mortal que en una ejecución precede a la orden de
«fuego». Todos los que están a mi espalda, hasta el último
campesino ruteno, saben lo que me espera. No quiero recordar lo que pasó entonces. Es verdad que
el coronel baja a propósito su voz áspera y chillona, para que la tropa no oiga
las rudas groserías que me dedica, pero de vez en cuando le sube a la garganta
y rasga el silencio una de las más sabrosas palabrotas que le dicta la ira, como
«burrada» o «cochino modo de dar órdenes». Y, sin embargo, por la manera como
me regaña, rojo como un cangrejo y acompañando cada staccato con un sonoro
golpe contra la bota, todos tienen que ver, hasta los de la última fila, que me
está echando un rapapolvo peor que a un crío de parvulario; siento mi espalda
atravesada por cien miradas curiosas, quizás irónicas, mientras el colérico
chusquero me cubre de estiércol verbal. Hace muchos meses que a ninguno de
nosotros le caía una granizada como a mí en este radiante y azul día de junio,
con su cielo surcado por alegres golondrinas que nada sospechan. Me tiemblan las manos en las riendas, de impaciencia y
de ira. Quisiera dar un golpe a la grupa del caballo y salir al galope, pero,
inmóvil y con el rostro impasible según manda el reglamento tengo que soportar
que Bubencic me sermonee, diciendo para terminar que no tolera que un miserable
papanatas como yo le estropee el ejercicio entero, que mañana oiré unas cuantas
cosas más y que por hoy no quiere volver a ver mi estampa. Luego lanza un
despectivo «¡Retírese!», fuerte y duro como un puntapié, acompañado como remate
final por un último latigazo contra la bota. Yo tengo que llevarme obedientemente la mano al yelmo
antes de dar media vuelta y regresar a la formación; ni uno de mis camaradas me
mira abiertamente, el bochorno les hace esconder los ojos bajo la sombra de los
cascos. Por fortuna una orden acorta este paso mío por las baquetas. A un toque
de corneta empieza el ejercicio de nuevo; la formación se rompe y se separa en
distintas columnas. Y Ferencz aprovecha este momento —¿por qué los más bobos
son siempre los de mejor corazón?— para acercarse como por casualidad en su
caballo y susurrarme: —No le hagas caso, eso puede ocurrirle a cualquiera. Pero llega en mal momento, el pobre, pues yo le
contesto con rudeza: —Mejor ocúpate de tus propios asuntos.—Y lo esquivo con
brusquedad. En este instante experimento por primera vez en mi
propia carne cuán torpemente se puede herir con la compasión. Por primera vez y
demasiado tarde. ¡Dejarlo! ¡Mandarlo todo al cuerno!, pienso, mientras
regresamos a la ciudad. ¡Irme, fuera de aquí, a cualquier parte, donde nadie me
conozca, donde uno sea libre de todo y de todos! ¡Marcharme, escapar, huir!
¡Nunca más ver a nadie, nunca más dejarse adorar, nunca más dejarse humillar!
¡Irme, irme...! Inconscientemente la palabra se confunde con el ritmo del
trote. Una vez en el cuartel, tiro rápidamente las riendas a un ulano y
abandono enseguida el patio. Hoy no quiero sentarme en el comedor de oficiales,
no quiero dejar que se burlen de mí y menos que me compadezcan. Pero no sé muy bien adónde ir. No tengo ningún plan
premeditado ni una meta: me he hecho inaceptable en mis dos mundos, el de
dentro y el de fuera. Tengo que irme, irme, siguen martilleándome esas palabras
en las sienes, irme, retumba el pulso en las venas, salir de aquí, a cualquier
parte, pero lejos del maldito cuartel, lejos de la ciudad! ¡Enfilar una vez más
la asquerosa carretera y seguir, siempre adelante! Pero de pronto alguien muy
cerca de mí me saluda con un cordial «¡Hola!» ¿Quién me saludará con tanta
familiaridad? ¿Ese señor alto, de paisano, con pantalones de montar, chaqueta
deportiva y gorra escocesa? No lo he visto nunca, no lo recuerdo. El desconocido está junto a un automóvil, alrededor
del cual dos mecánicos vestidos con monos azules se afanan a martillazos.
Entonces se me acerca, evidentemente sin darse cuenta de mi perplejidad. Es
Balinkay, al que siempre he visto sólo de uniforme. —Vuelve a tener cistitis —me dice sonriendo y
señalando el coche—. Le pasa en cada viaje. Creo que tendrán que pasar todavía veinte años antes
de que se pueda viajar seguro en estos cacharros. Era mucho más fácil con
nuestros buenos y viejos jamelgos, por lo menos nosotros entendíamos algo de
eso. Instintivamente siento una gran simpatía hacia este
desconocido. Todos sus gestos denotan una gran seguridad y posee además la
mirada cálida y clara del hombre despreocupado y bohemio. Y apenas me llega
este saludo inesperado, surge en mí el pensamiento de: en éste puedes confiar.
Y en el minúsculo espacio de un segundo, toda una cadena de ideas se une a este
primer pensamiento con la rapidez de relámpago con la que nuestro cerebro
funciona en momentos de tensión. Es un paisano, dueño de sí mismo. Ha vivido
algo parecido a lo mío. Ayudó al cuñado de Ferencz, ayuda a todos de buen
grado, ¿por qué no puede ayudarme también a mí? Antes ya de haber recuperado el
aliento, toda esta cadena voladora y centelleante de reflexiones atropelladas
se ha fundido en una decisión repentina. Cobro valor y me acerco a Balinkay. —Perdona —le digo, y a mí mismo me asombra mi
desenvoltura—, pero ¿podrías dedicarme cinco minutos? Queda un tanto perplejo,
pero enseguida veo resplandecer sus dientes. —Será un placer, querido Hoff... Hoff... —Hofmiller—completo yo. —A tu entera disposición. Faltaría más que no tuviera
tiempo para un camarada. ¿Quieres que bajemos al restaurante o subimos a mi
habitación? —Mejor arriba, si no te importa, y de verdad que serán sólo cinco
minutos. No te entretendré. —Todo el tiempo que quieras. Todavía pasará media hora
antes de que reparen ese trasto. Lo malo es que no vas a estar muy cómodo en mi
habitación. El posadero siempre quiere darme la habitación de lujo del primer
piso, pero por motivos sentimentales siempre ocupo la vieja, la de entonces.
Allí, una vez..., pero no hablemos de eso. Subimos. En verdad es una habitación muy modesta para
un hombre tan rico. Una sola cama, ningún armario, ningún sillón, sólo dos
simples sillas de rejilla entre la ventana y la cama, Balinkay saca su
tabaquera de oro, me ofrece un cigarrillo y me facilita amablemente las cosas
empezando a hablar sin rodeos: —Bueno, pues, querido Hofmiller, ¿en qué puedo
serte útil? Déjate de preámbulos, pienso, y le digo directamente: —Quería
pedirte consejo, Balinkay. Quiero abandonar el servicio y marcharme de Austria.
Tal vez sepas de algo para mí. Balinkay se pone serio de repente. El rostro se le
pone tenso. Arroja el cigarrillo. —Un disparate..., ¡un muchacho como tú! ¡Qué
ocurrencia! Pero de pronto se apodera de mí una tenaz obstinación. Noto que la
decisión en la que ni siquiera pensaba todavía diez minutos antes se vuelve
firme y fuerte como el acero. —Querido Balinkay —digo con la sequedad que rechaza
toda discusión—, ten la bondad de ahorrarme las explicaciones. Cada uno sabe lo
que quiere y lo que debe hacer. Desde fuera otro no lo puede entender. Créeme,
tengo que hacer borrón y cuenta nueva. Balinkay me mira con ojos escrutadores. Debe de haber
comprendido que hablo en serio. —No quiero inmiscuirme, pero créeme, Hofmiller, estás
cometiendo una tontería. No sabes lo que haces. Calculo que tienes veinticinco
o veintiséis años y te falta poco para llegar a teniente. Y esto ya es mucho.
Aquí tienes un rango, representas algo. Pero en el momento en que quieras
empezar una nueva vida, el último bribón y el más sucio dependiente de una
tienda te aventajarán, por el simple hecho de que no cargan a la espalda como
una mochila todos nuestros estúpidos prejuicios. Créeme, cuando nos quitamos el
uniforme, no nos queda mucho de lo que éramos antes, y sólo te pido una cosa:
no te engañes por que yo haya conseguido salir con éxito del estiércol. Fue
pura casualidad, algo que ocurre una vez en mil casos, y prefiero no saber cómo
les va hoy a los otros, a quienes Dios no sostuvo el estribo tan benévolamente
como a mí. Hay algo convincente en su determinación, pero siento
dentro de mí que no puedo ceder. —Ya sé que es una caída, un descenso —confirmo—, pero
aun así tengo que irme, no tengo otra posibilidad. Hazme el favor de no tratar
de disuadirme. Sé que no soy especial y tampoco he aprendido nada en especial,
pero si de verdad estás dispuesto a recomendarme a alguien, te prometo que no
te haré quedar mal. Sé que no soy el primero, también conseguiste un empleo al
cuñado de Ferencz. —¿Jonas? —Balinkay chasquea los dedos con
menosprecio—. Pero, por favor, ¿quién era ése? Un pequeño funcionario de
provincias. A uno así es fácil ayudarle. Basta con sacarlo de un taburete y
sentarlo en otro mejor, y ya se cree Dios. Le daba igual dónde gastaba los
pantalones, puesto que no estaba acostumbrado a nada mejor. Pero idear algo
para alguien que ha lucido una estrella en el cuello ya es harina de otro
costal. No, mi querido Hofmiller, los pisos superiores están siempre ocupados.
Quien quiere comenzar de paisano, tiene que instalarse abajo, en el sótano,
donde no huele precisamente a rosas. —No me importa. Debo haberlo dicho con vehemencia, pues Balinkay me
mira primero con curiosidad y luego con un singular pasmo, como de alguien que
viene de lejos. Finalmente acerca la silla y me pone la mano sobre el brazo. —Oye, Hofmiller, yo no soy tu tutor y no tengo que
darte lecciones, pero cree a un camarada que ha pasado por eso: sí importa, y
mucho, caer de golpe de arriba abajo, de tu caballo de oficial en medio del
lodo... Te lo dice uno que estuvo en este sórdido cuartucho desde las doce del
mediodía hasta el anochecer repitiéndose exactamente lo mismo: «No me importa.»
Poco antes de las once y media me di de baja al dar el parte. No quería volver
a sentarme con los demás en el comedor de oficiales ni andar de paisano por las
calles a plena luz del día. De modo que cogí esta habitación..., ahora
comprenderás por qué me gusta tener siempre la misma..., y esperé aquí hasta
que oscureció para que nadie viera con ojos compasivos que Balinkay huía a
hurtadillas con su raído traje gris y un sombrero hongo en la cabeza. Me quedé
allí, de pie junto a la ventana, mirando por última vez el bullicio de las calles.
Mis camaradas paseaban vestidos con su uniforme, erguidos, derechos y libres,
cada uno cual un pequeño dios y cada uno sabiendo quién era y de dónde era.
Entonces comprendí por primera vez que yo no era más que una basura en este
mundo; era como si me hubiera arrancado la piel junto con el uniforme.
Naturalmente ahora tú piensas que es una tontería, que un paño es azul y el
otro es negro o gris y que da lo mismo pasear con un sable o con un paraguas.
Pero todavía hoy siento en todos los huesos el escalofrío de aquella noche,
cuando me deslicé hasta la estación y en la esquina dos ulanos pasaron junto a
mí sin saludarme. Y recuerdo cómo tuve que llevar la maleta yo mismo y sentarme
en tercera clase entre campesinas sudorosas y obreros... Sí, ya sé que todo
esto es una tontería y una injusticia y que nuestro llamado honor profesional
es puro adorno..., ¡pero uno lo lleva en la sangre después de cuatro años de
academia militar y ocho de servicio! Al principio uno se siente como mutilado o
como alguien que tiene una pústula en medio de la cara. ¡Dios no quiera que
tengas que pasar por eso! Ni por todo el dinero del mundo quisiera revivir
aquella noche en que salí de aquí a hurtadillas y evité todas las farolas hasta
la estación. Y aquello fue sólo el comienzo. —Pero, Balinkay, por esto mismo quiero irme lejos de
aquí, a algún lugar donde no haya nada de todo esto y nadie vuelva a saber de
mí. —¡Exactamente así hablaba yo, Hofmiller, exactamente
así pensaba! ¡Irme muy lejos, para que todo quede borrado, tabula rasa! Mejor
ser limpiabotas o lavaplatos en América, como empezaron los grandes
millonarios, según cuentan los periódicos. Pero, para llegar allí, Hofmiller,
también hace falta un buen puñado de dinero, y tú aún no sabes lo que significa
para nosotros hacer reverencias. Tan pronto como un ulano deja de sentir el
cuello con las estrellas alrededor de la garganta, ya ni siquiera es capaz de
guardar el decoro como antes y menos aún de hablar como estaba acostumbrado.
Parece estúpido y apocado entre sus mejores amigos y, cuando va a pedir un
favor, el orgullo le tapa la boca de golpe. Sí, mi querido amigo, viví muchas
experiencias entonces, de las cuales prefiero no acordarme, ofensas y
humillaciones de las que todavía no he hablado a nadie. Se había puesto de pie e hizo un gesto brusco con los
brazos, como si de pronto la chaqueta le resultara demasiado estrecha. De
repente se volvió. —Por lo demás, a ti te lo puedo contar tranquilamente,
porque hoy ya no me avergüenzo de ello y a ti quizá te hará bien apagar a
tiempo las luces románticas. Volvió a sentarse y acercó más su silla. —Seguramente también a ti te habrán contado la
historia de mi gloriosa pesca, ¿verdad?, cuando conocí a mi mujer en el hotel
Shepherd. Sé que circula por todos los regimientos y que, si por ellos fuera,
la publicarían y la convertirían en libro de lectura como acto heroico de un
oficial imperial. Bueno, pues tan gloriosa no fue la cosa; lo único de verdad
que hay en la historia es que realmente conocí a mi mujer en el hotel Shepherd.
Pero sólo yo y ella sabemos cómo la conocí, y ella no lo ha contado a nadie y
yo, hasta ahora, tampoco. Y te lo cuento a ti sólo para que entiendas que no
todo el monte es orégano... En fin, en pocas palabras: cuando la conocí en el
hotel Shepherd, yo trabajaba allí..., ahora no te asustes..., trabajaba de
camarero de habitaciones... Sí, amigo mío, era un simple y vulgar criado. No
llegué a ese puesto por placer, claro, sino por estupidez, por nuestra
lamentable inexperiencia. En mi sórdida pensión de Viena vivía un egipcio, y
este individuo me vino con el cuento de que su cuñado era el director del Real
Club de Polo de El Cairo y que, si le daba una comisión de doscientas coronas,
me conseguiría allí un empleo de entrenador. Decía que allí la gente se entusiasmaba
con los buenos modales y los nombres de buena familia. Bueno, yo siempre había
sido el mejor en los torneos de polo, y el sueldo del que me hablaba era
magnífico... En tres años habría podido reunir lo suficiente para luego empezar
algo más decoroso. Además, El Cairo está lejos y el polo brinda la oportunidad
de relacionarse con gente de lo mejorcito. De modo que acepté encantado. Bueno,
no te quiero aburrir contándote las docenas de puertas a las que tuve que
llamar y la cantidad de abochornadas excusas que tuve que oír de labios de los
llamados viejos amigos antes de sacarles unos cientos de coronas para el viaje
y el equipo... Y es que para un club tan distinguido hacía falta un traje de
montar y un frac, y había que presentarse decentemente. A pesar de viajar en el
entrepuente, a mi llegada a El Cairo andaba corto de dinero. En total sonaban
en mi bolsillo siete piastras y, cuando toqué el timbre del Club de Polo, un
negro se me quedó mirando con cara de bobo y me dijo que no conocía a ningún
señor Efdopulos y no sabía nada de ningún cuñado y no necesitaban a ningún
entrenador y que, además, el club estaba a punto de cerrar... Comprendes ahora
que aquel egipcio era, naturalmente, un miserable granuja que me estafó,
imbécil de mí, las doscientas coronas, y yo no había sido lo bastante listo
para exigirle que me mostrara las supuestas cartas y los telegramas. Sí, mi
querido Hofmiller, no estamos a la altura de estos canallas, y eso que no era
la primera vez que me la daban con queso buscando trabajo. Pero esta vez fue un
golpe directo en el estómago, porque me encontraba en El Cairo, con siete
piastras en el bolsillo y sin conocer un alma, y esa ciudad no es tan sólo
calurosa, sino también terriblemente cara. Te ahorraré los detalles de cómo
viví allí y qué comí los primeros seis días; yo mismo me asombro de haberlo
resistido. Mira, en un caso así, otro va al consulado y consigue que lo
devuelvan a casa rápidamente. Pero ahí está el quid: nosotros no sabemos hacer
esto. Somos incapaces de sentarnos en el banco de una antesala, con obreros
portuarios y cocineras despedidas, y de aguantar la mirada con que te observa
un pequeño funcionario consular cuando deletrea tu nombre en el pasaporte:
«Barón Balinkay.» Preferimos que nos echen a los perros. Imagínate, pues, la
suerte que tuve cuando me enteré por casualidad de que necesitaban un camarero
suplente en el hotel Shepherd. Y como yo tenía frac, además nuevo (el traje de
montar me había servido para vivir los primeros días) y sabía francés, se
dignaron tomarme a prueba. Bueno..., desde fuera, eso aún parece tolerable:
estás ahí con una pechera de un blanco inmaculado, sirves y haces cortesías,
quedas bien; pero esto de tener que dormir en una buhardilla con otros dos,
bajo un techo abrasador, con siete millones de pulgas y chinches, y por la
mañana lavarse los tres, uno tras otro, en la misma palangana, y que a nosotros
nos quema la mano como fuego cuando nos echan una propina, etcétera,
etcétera... En fin, ¡pelillos a la mar! ¡Basta con haberlo vivido! ¡Basta con
haberlo superado! »Y luego, lo de mi mujer. Había quedado viuda poco antes y
había venido a El Cairo con su hermana y su cuñado. Y ese cuñado era el
individuo más vulgar que puedas imaginarte, ancho, gordo, fofo, insolente, y
había algo en mí que lo irritaba. Quizá me encontraba demasiado elegante, o
quizá no inclinaba bastante la espalda ante el señor, lo cierto es que una vez
ocurrió que, al no servirle el desayuno a su debido tiempo, me gritó:
"¡Torpe!" Y ya sabes, esto es algo que se te clava en la carne,
cuando has sido oficial... Antes de darme cuenta, me sentí de repente
arrebatado como un caballo al que fustigan, me enfurecí..., y la verdad es que
faltó cosa de un pelo para que le arreara un puñetazo en la cara. Bueno... en
el último momento recuperé el aplomo, porque, ¿sabes?, eso de hacer de camarero
me lo había tomado siempre como una mascarada y al cabo de un momento (no sé si
lo comprenderás) incluso me produjo una cierta gracia sádica el que yo,
Balinkay, tuviera que tolerar semejante afrenta de un sucio vendedor de quesos.
Así pues, me quedé quieto y le dediqué una pequeña sonrisa...; sí, le sonreí,
pero de arriba abajo, ¿sabes?, por debajo de la nariz, de modo que el individuo
se puso verde de rabia, porque acababa de darse cuenta de que de alguna manera
yo era superior a él. Después salí de la habitación más frío que un témpano e
incluso le hice una reverencia tan especialmente cortés como irónica... Él casi
reventó de rabia. Pero mi mujer, quiero decir la que ahora es mi mujer, estaba
allí; también ella debió de notar algo de lo que había pasado entre nosotros
dos y de algún modo se había dado cuenta, como me confesó más tarde, por la
manera como me enfurecí, de que nadie en toda mi vida se había permitido algo
así conmigo. Me siguió al pasillo para decirme que su cuñado estaba un poco
nervioso y que, por favor, no se lo tomara a mal... Bueno, y para que sepas
toda la verdad, incluso trató de darme un billete de banco a escondidas para
arreglar el asunto. »Como rechacé el billete, debió de caer en la cuenta
por segunda vez de que algo no cuadraba con mi condición de camarero. Pero con
esto se habría terminado el asunto, pues en unas semanas yo había ahorrado
suficiente dinero para poder volver a casa y no tener que ir a mendigar al
consulado. Fui hasta allí sólo para buscar información. Y entonces el azar vino
en mi ayuda, una de esas casualidades que se dan una vez entre mil, pues
resulta que el cónsul pasó en aquel momento por la antesala y no era otro que
el Elemér von Juhácz con el que sabe Dios las veces que me había sentado en el
Club de Jockeys. Pues bien, enseguida me abrazó y me invitó a su club y por
otra casualidad de la vida (ya ves, una casualidad tras otra, y te lo cuento
para que comprendas cuántas casualidades extravagantes tienen que darse cita
para sacarnos del fango): mi actual mujer estaba allí. Cuando Elemér me
presentó como su amigo, el barón Balinkay, ella se ruborizó. Naturalmente me
había reconocido enseguida y ahora le resultaba de lo más abominable el asunto
de la propina. Pero al punto me di cuenta de que se trataba de una persona
noble y decente, pues no fingió no saber nada, sino que lo reconoció todo de
inmediato franca y llanamente. Todo lo demás se arregló pronto y no viene al
caso ahora. Pero, créeme, un cúmulo de casualidades como éste no se da todos
los días y, a pesar de mi dinero y de mi mujer, por la que doy gracias a Dios
mil veces cada mañana y cada noche, no quisiera revivir lo que viví antes. Involuntariamente tendí la mano a Balinkay. —Te agradezco sinceramente que me hayas advertido.
Ahora sé mejor todavía lo que me espera. Pero, palabra de honor, no veo otra
salida. ¿De veras no sabes de nada para mí? Según dicen, tenéis grandes
negocios. Balinkay calló un momento, luego suspiró comprensivo. —Pobre muchacho, deben de acosarte de lo lindo... No
temas, no te haré preguntas, ya veo bastante. Cuando se ha llegado a este
punto, de nada sirve ya tratar de aconsejar o de disuadir. En todo caso hay que
intervenir como camarada, y no hace falta que te jure que por mí no quedará. Sólo una cosa, Hofmiller: espero que seas lo bastante
razonable para no imaginarte que puedo llevarte de la mano al brillo y a la
gloria de buenas a primeras. Eso no se da en ninguna actividad humana como es
debido, porque sólo hace mala sangre entre los otros el que uno les pase por
encima sin más. Hay que empezar desde abajo, quizá tendrás que pasar unos meses
en una oficina escribiendo estupideces antes de que puedan enviarte a las
plantaciones o encontrarte otra cosa por arte de magia. En todo caso, como te
decía, yo lo arreglaré. Mañana partimos, mi esposa y yo, pasaremos ocho o diez
días haciendo el turista en París, luego iremos unos días a Le Havre y Amberes,
para inspeccionar las agencias. Pero dentro de tres semanas, aproximadamente,
estaremos de vuelta y te escribiré en cuanto lleguemos a Rotterdam. Pierde
cuidado, no te olvidaré. Puedes confiar en Balinkay. —Lo sé —dije— y te estoy muy agradecido. Pero Balinkay debió notar un leve desencanto en mis
palabras (probablemente él había vivido algo parecido, pues sólo aquel que ha
tenido tales experiencias percibe semejantes matices). —¿O... o te parece demasiado tarde? —No —titubeé—,
sabiéndolo ya con seguridad, claro que no. Pero... pero hubiera preferido
que... Balinkay reflexionó un instante. —¿Hoy, por ejemplo, no tendrías tiempo...? Quiero
decir que mi esposa está todavía en Viena y, puesto que el negocio es suyo y no
mío, ella tiene la última palabra. —Sí... claro que estoy libre —me apresuré a contestar.
Acababa de acordarme que el coronel no quería volver a ver mi «estampa» aquel
día. —¡Bravo! ¡Magnífico! Entonces lo mejor será que vengas
conmigo en el cacharro. Todavía hay sitio delante, al lado del chofer. No
puedes venir detrás, porque he invitado a mi viejo amigo de aquí, el barón
Lajos, con los suyos. A las cinco estaremos en el Bristol, hablaré enseguida
con mi esposa y con esto habremos ganado tiempo. Nunca ha dicho que no cuando
le he pedido algo para un camarada. Le di un apretón de manos. Bajamos las escaleras. Los
mecánicos ya se habían quitado el mono azul y el automóvil estaba listo; dos
minutos después salíamos a la carretera entre los traqueteos y los
chisporroteos del coche. La velocidad tiene algo de embriagador y aturde tanto
el cuerpo como el alma. Apenas el coche dejó las calles de la ciudad y salió a
campo abierto con sus bufidos, me invadió una extraña relajación. El chofer
aceleró la marcha; los árboles y los postes de telégrafos se hacían atrás como
cortados al sesgo; en los pueblos las casas se superponían como en una
fotografía movida; las blancas piedras miliares se levantaban de pronto y se
escondían de nuevo antes de que tuviéramos tiempo de leer los números, y por
los turbulentos golpes del viento contra mi cara noté la temeraria velocidad
con que viajábamos. Pero más asombrosa todavía era quizá la velocidad con que
mi vida echaba a correr al mismo tiempo: ¡cuántas decisiones había tomado en
aquellas pocas horas! Por lo común, sentimientos indefinidos se ciernen y
oscilan en infinitos matices entre el deseo vago, el propósito indeciso y la
realización definitiva, y uno de los placeres más secretos del corazón es
juguetear, inseguro, con las decisiones antes de llevarlas a la práctica con
plena conciencia. En esta ocasión, sin embargo, todo me sobrevino con una
velocidad de ensueño y, así como tras el coche los pueblos, las calles, los
árboles y los prados caían tambaleantes en la nada, definitivamente y sin
retorno, así desaparecía de golpe y a gran velocidad todo lo que hasta entonces
había sido mi vida diaria, el cuartel, la carrera, los compañeros, los
Kekesfalva, el castillo, mi habitación, la escuela de equitación, toda mi
existencia aparentemente tan ordenada y segura. Una sola hora había bastado para cambiar mi mundo
interior. A las cinco y media nos detuvimos frente al hotel
Bristol, zarandeados, cubiertos de polvo y, sin embargo, maravillosamente
reanimados por la velocidad. —Así no puedes presentarte ante mi esposa —dijo
Balinkay sonriéndome—. Parece que te hayan vaciado un saco de harina encima.
Quizá será mejor que hable primero con ella a solas, así podré explicarme con
más libertad y tú no tendrás que sentirte incómodo. Lo más sensato es que vayas
al guardarropa, te laves a fondo y luego te instales en el bar. Yo bajaré al
cabo de unos minutos para darte la respuesta. Y no te preocupes. Arreglaré este
asunto a tu gusto. Efectivamente, no me hizo esperar mucho tiempo. Al
cabo de cinco minutos entraba riendo. —¿No te lo dije? Todo resuelto, es decir, si te parece
bien. Tiempo de prueba ilimitado y posibilidad de renuncia en cualquier
momento. Mi esposa, que es en verdad una mujer inteligente, ha encontrado de
nuevo la solución más adecuada. En suma, embarcarás enseguida, sobre todo para
que aprendas idiomas y veas cómo es todo aquello de allá. Serás ayudante del
sobrecargo, te darán un uniforme, comerás a la mesa de oficiales, viajarás unas
cuantas veces a las Indias Holandesas y ayudarás en el papeleo. Luego ya te
colocaremos en alguna parte, aquí o allá, como gustes. Mi esposa me lo ha
prometido formalmente. —Muchas gra... —Nada de gracias. Es natural que te echara una mano.
Pero insisto, Hofmiller, no te precipites. Por mí, te puedes embarcar y
presentar pasado mañana. De todos modos telegrafiaré al director para que tome
nota de tu nombre, pero, desde luego, sería mejor que lo consultaras con la
almohada. Preferiría verte en el regimiento, pero chacun à son goût. Como te
decía, si vienes, pues muy bien, y si no, no te vamos a poner pleito... Bueno—
me tendió la mano—, vengas o no, sea cual sea tu decisión, ha sido un placer.
Adiós. Miré con sincera emoción al hombre que el destino me
había enviado. Con maravillosa facilidad me había quitado de encima lo más
pesado, rogar y titubear, y la martirizante zozobra antes de tomar la decisión,
de modo que sólo me quedaba por cumplir una pequeña formalidad: redactar mi
renuncia. Luego quedaría libre y a salvo. El llamado «papel de oficio», una hoja de folio de un
formato determinado, medido al milímetro según las normas prescritas, era tal
vez el requisito más imprescindible de la administración civil y militar
austriaca. Cada solicitud, cada acta, cada comunicación, debía presentarse en
este papel pulcramente cortado que, por la singularidad de la forma, distinguía
claramente todo lo oficial de lo privado. Es posible que en los miles y
millones de estas hojas amontonadas en los negociados se pueda consultar un día
con absoluta habilidad la auténtica vida y milagros de la monarquía de los
Habsburgo. No se consideraba correcta ninguna notificación que no estuviera
redactada en uno de estos rectángulos blancos. Por lo que mi primera gestión
consistió en comprar dos de estos folios en el estanco más cercano, además del
llamado «perezoso» —una muestra de papel rayado—, así como el correspondiente
sobre. Luego pasé al otro lado de la calle y entré en un café, que es donde en
Viena se despacha todo, lo más serio como lo más informal. En veinte minutos,
es decir a las seis, podía haber escrito la solicitud y, por lo tanto,
pertenecerme de nuevo única y exclusivamente a mí mismo. Recuerdo con inquietante claridad —al fin y al cabo
fue la decisión más importante de mi vida hasta entonces— todos los detalles de
aquella emocionante tarea, la mesita de mármol redonda junto a la ventana de un
café del Ring, la carpeta sobre la que desplegué el folio y que luego doblé
cuidadosamente por la mitad con un cuchillo, para que el pliegue resultara
impecable. Todavía veo ante mí, como en una fotografía, la tinta de color negro
azulado, un tanto acuosa, y siento el pequeño arranque con el que me puse a dar
a las primeras letras el impulso más indicado, rotundo y enfático. Me seducía
la idea de llevar a cabo mi último acto militar con especial corrección; como
el contenido estaba establecido por una fórmula, sólo podía expresar la solemnidad
del acto con una especial pulcritud y perfección de los trazos. Pero ya cuando escribía las primeras líneas, me
interrumpió un raro ensueño. Me detuve y me puse a reflexionar sobre lo que
ocurriría al día siguiente, cuando la solicitud llegara al regimiento. Primero, probablemente, una mirada perpleja del
sargento primero del despacho, después cuchicheos de sorpresa entre los
escribientes subalternos, pues no ocurría todos los días que un teniente diera
al traste con su cargo. A continuación, la hoja seguiría los trámites
reglamentarios de un despacho a otro, hasta llegar al coronel en persona; de
pronto lo vi delante de mis ojos, calándose los quevedos ante sus ojos
présbitas, quedando desconcertado al leer las primeras palabras y luego
golpeando con el puño sobre la mesa a su modo colérico; el rudo militar estaba
demasiado acostumbrado a que los subordinados a los que acababa de cubrir de
improperios menearan de nuevo la cola felices cuando al día siguiente les diera
a entender con palabras joviales que la tormenta había pasado definitivamente.
Pero esta vez se daría cuenta de que había topado con otro cabezota, con el
pequeño teniente Hofmiller, que no se dejaba abroncar. Y cuando más adelante se
llegara a saber que Hofmiller dejaba el servicio, involuntariamente veinte o
cuarenta cabezas se levantarían asombradas. Todos los compañeros pensarían para
sus adentros: ¡Caramba, qué tío! ¡Tiene malas pulgas! El asunto podría resultar
muy desagradable incluso para el coronel Bubencic... En cualquier caso, nadie en
el regimiento había dejado el servicio más honrosamente, nadie había dejado el
uniforme con más decencia, que yo recuerde. No me avergonzó confesar que, mientras me imaginaba
todo esto, me invadió una curiosa autocomplacencia. Y es que la vanidad constituye
uno de los impulsos más fuertes en todos nuestros actos, y las naturalezas
débiles sucumben con particular facilidad a la tentación de hacer algo que,
desde fuera, produzca una impresión de fuerza, valor y decisión. Por primera
vez tenía entonces la oportunidad de demostrar a los compañeros que yo era de
los que se respetan a sí mismos, todo un hombre. Terminé de escribir las veinte
líneas con trazos cada vez más rápidos y, según creo, cada vez más enérgicos;
lo que al principio no había sido más que una tarea enojosa se convirtió de
pronto en un placer personal. Sólo faltaba la firma... y todo listo. Consulté el
reloj: las cinco y media. Llamé al mozo y pagué. Luego, una vez más, la última, pasear en uniforme por
el Ring y regresar en el tren nocturno. A la mañana siguiente entregaría el
papelucho, con lo que todo sería ya irrevocable y empezaría una nueva
existencia. De modo que cogí el folio y lo doblé primero a lo
largo, luego a lo ancho, para guardar cuidadosamente el inexorable documento en
el bolsillo interior. Entonces ocurrió lo inesperado. Ocurrió lo siguiente: en aquel medio segundo en el
que, seguro de mí mismo, resuelto e incluso alegre (siempre produce alegría
liquidar un asunto), metí el abultado sobre en el bolsillo, percibí un crujido
de resistencia de allí dentro. «¿Qué hay aquí?», pensé involuntariamente y metí
la mano. Pero mis dedos retrocedieron con un movimiento brusco, como si
hubieran comprendido lo que era aquella cosa ahí olvidada antes de que yo mismo
me acordara. Era la carta de Edith, sus dos cartas de la víspera, la primera y
la segunda. Soy incapaz de describir con precisión el sentimiento
que me embargó en el instante de este repentino recuerdo. Creo que no fue tanto
de espanto como de infinita vergüenza, pues en aquel momento se rasgó una
niebla ante mis ojos, o más bien una ofuscación de mis sentidos. Con la rapidez
de un rayo, comprendí que todo lo que había hecho en las últimas horas era
completamente falso: tanto la rabia por haber metido la pata como el orgullo
por la heroica renuncia. Si me retiraba tan de repente, no era porque el
coronel me hubiera echado un sermón (al fin y al cabo esto ocurría todas las
semanas); en realidad yo huía de los Kekesfalva, de mi engaño, de mi
responsabilidad, me escapaba porque no podía soportar ser amado en contra mi
voluntad. Al igual que un moribundo se olvida de su tormento
mortal a causa de un dolor de muelas pasajero, así también yo había olvidado (o
quería olvidar) lo que en realidad me atormentaba, lo que me acobardaba y, en
su lugar, había pretextado como motivo de mi deseo de huir aquel percance, en
el fondo insignificante, ocurrido en el campo de instrucción. Pero ahora veía
que no se trataba de una renuncia heroica por una ofensa a mi honor. Era una
huida cobarde y miserable. Pero las cosas hechas tienen un poder especial. Ahora
que ya estaba escrita mi solicitud de renuncia, no quería rectificar. ¡Al
diablo!, me dije furioso. ¡Qué me importa que allí fuera alguien me espere y
lloriquee! Bastante me han enojado y embrollado. ¿Qué me importa que allí fuera
una desconocida me ame? Con sus millones pronto encontrará a otro y, si no, no
es asunto mío. ¡Basta con que lo mande todo a paseo, basta con que me quite el
uniforme! ¿Qué me importa todo este histerismo de si se curará o no? ¡Yo no soy
médico...! Pero, al pronunciar en mi interior la palabra «médico», mis
pensamientos se detuvieron de pronto, como se para a una señal una máquina que
gira vertiginosamente. Con la palabra «médico» me vino a las mientes Condor. Y
también recordé que aquél era asunto suyo, ¡suyo!, me dije al momento. Le pagan
para que cure enfermos. Ella es paciente suya y no mía. Quien la armó que la
desarme. Lo mejor será ir a verlo y decirle que abandono la partida. Miro el reloj. Las siete menos cuarto, y el tren no
sale hasta pasadas las diez. Tengo, pues, tiempo de sobra, y no tengo mucho que
explicar, sólo que, por lo que a mí respecta, he terminado. Pero ¿dónde vive? ¿Acaso no me lo dijo o yo lo he
olvidado? Por otro lado, como médico de medicina general debe figurar en el
listín telefónico. ¡Rápido, pues, a la cabina de teléfono y a consultar la
guía! Be... Bi... Bu... Ca... Co... Aquí están todos los Condor, Condor Anton,
comerciante... Condor Dr. Emmerich, medicina general, Florianigasse, 97,
distrito VIII, y ningún otro médico en toda la página: tiene que ser él.
Mientras salgo corriendo, repito la dirección dos, tres veces—no llevo ningún
lápiz encima, en mi condenada prisa lo he olvidado todo—, la grito al primer
coche que pasa y, mientras el carruaje rueda veloz y suave, preparo mi plan. Es
importante hablar poco y con energía. En ningún caso dar la impresión de que
todavía vacilo. No dejarle sospechar siquiera que me largo a causa de los
Kekesfalva, sino presentarle la renuncia como un hecho consumado. Todo había
sido preparado desde meses antes, pero sólo hoy había conseguido aquel
magnífico empleo en Holanda. Si, a pesar de todo, seguía haciendo preguntas,
¡esquivarlas y no decir nada más! Al fin y al cabo, él tampoco me lo había
contado todo. Tengo que terminar de una vez con esta eterna consideración con
los demás. El coche se detiene. ¿El cochero se ha equivocado o
con las prisas le he dado una dirección equivocada? ¿Puede ser que ese Condor
viva en un lugar tan miserable? Sólo con los Kekesfalva debe ganar un dineral,
y en una choza como ésta no vive un médico de categoría. Pero vive aquí, en
efecto, en la entrada cuelga la placa: «Dr. Emmerich Condor, segundo patio,
tercera planta. Consultas de dos a cuatro». De dos a cuatro, y ahora
son ya cerca de las siete. De todos modos, a mí me recibirá. Despido
rápidamente el coche y cruzo el patio mal empedrado. ¡Qué escalera de caracol
tan sórdida, con los escalones gastados y las paredes desconchadas y
emborronadas, con tufo de cocinas frugales y retretes mal cerrados, mujeres con
batas sucias que conversan en los pasillos y miran recelosas al oficial de
caballería que pasa a su lado en la penumbra, algo confundido y haciendo sonar
las espuelas! Por fin la tercera planta, otro pasillo largo, con puertas a derecha
y a izquierda y una al fondo, en el centro. Estoy a punto de meter la mano en
el bolsillo y sacar una cerilla para encenderla y comprobar cuál es la puerta
que busco, cuando de la de la izquierda sale una criada bastante mal vestida,
con una jarra en la mano, probablemente para ir a buscar cerveza para la cena.
Pregunto por el doctor Condor. —Sí, vive aquí —me responde con acento de Bohemia—
Aunque todavía no está en casa. Ha ido para Meidling, pero no tardará. Ha dicho
a la señora que seguro que vendrá a cenar. Pase y espere. Sin dejarme tiempo para reflexionar, me conduce a la
antesala. —Póngase cómodo—dice, señalándome un viejo perchero de
madera blanda, el único mueble del pequeño y oscuro vestíbulo. Luego abre la
puerta de la sala de espera, de aspecto más vistoso: por lo menos hay cuatro o
cinco sillas alrededor de una mesa y la pared de la izquierda está llena de
libros. —Bueno, puede sentarse. —Y me indica con cierta
condescendencia una de las sillas. Comprendí enseguida: Condor debe tener una consulta
para pobres. A los pacientes ricos los recibe en forma distinta. Un hombre
curioso, muy curioso, pienso una vez más. Con sólo Kekesfalva podría hacerse
rico, si él quisiera. Espero, pues. Es la habitual espera nerviosa en la
antesala de un médico, donde sin tener verdaderas ganas de leer, se hojean las
mismas revistas de siempre, manoseadas y ya intemporales, para engañar la
inquietud con una apariencia de actividad, donde uno se levanta y se vuelve a
sentar a cada instante y sin parar consulta el reloj que hace tictac con su
adormilado péndulo en la pared: las siete y doce, las siete catorce, las siete
quince, las siete dieciséis, y mira hipnotizado el picaporte de la puerta del
consultorio. Finalmente, a las siete y veinte, no puedo permanecer quieto por
más tiempo. Ya he calentado dos sillas, me levanto y me acerco a la ventana.
Abajo, en el patio, un anciano cojo—un mozo de cuerda, al parecer— unta las
ruedas de su carretilla, tras las ventanas iluminadas de una cocina una mujer
plancha, otra lava a un niño, creo, en una cuba. En algún lugar, no puedo
determinar el piso, pero inmediatamente encima o debajo de mí, alguien practica
escalas en el piano, siempre las mismas, siempre las mismas. Vuelvo a mirar la hora: las siete y veinticinco, las
siete y media. ¿Por qué no viene? ¡No quiero ni puedo esperar más! Noto que la
espera me vuelve inseguro y torpe. Por fin—un suspiro de alivio— oigo al lado una puerta
que se cierra. Me apresuro a sentarme con compostura. Mantente firme ahora,
relajado, me repito. Cuéntale con desenvoltura que has venido sólo de paso para
despedirte y entre paréntesis le pides que vaya pronto a ver a los Kekesfalva
y, en el caso de que muestren desconfianza, les explique que he tenido que
marcharme a Holanda y abandonar el servicio. ¡Por todos los diablos, maldita
sea, por qué me hace esperar todavía! Oigo claramente que alguien mueve una
silla en la habitación de al lado. ¿La estúpida y lerda criada habrá dejado de
anunciarme? Ya me dispongo a salir para recordar mi presencia a la mujer, pero
me detengo de golpe, pues la persona que camina al lado no puede ser Condor.
Conozco sus pasos. Sé perfectamente —desde aquella noche en que lo acompañé—
que camina pesada y torpemente, corto de piernas y corto de aliento, con unos
zapatos que crujen. En cambio, los pasos de al lado, que se acercan y se alejan
sin cesar, son muy diferentes, vacilantes, inseguros, arrastrados. En realidad
no sé por qué escucho estos pasos desconocidos con tanto nerviosismo, con tanta
agitación interior. Pero tengo la impresión de que la persona del cuarto
contiguo escucha y fisgonea con la misma inseguridad e inquietud. De pronto
oigo un débil ruido junto a la puerta, como si alguien apretara o jugara con el
picaporte, y, en efecto, veo que se mueve. La estrecha franja de latón se mueve
visiblemente en la penumbra y la puerta se abre dejando al descubierto un
pequeño resquicio negro. Quizás es sólo una corriente de aire, el viento, me
digo, pues una persona normal no abre una puerta con tanto disimulo, a no ser un
ladrón en la noche. Pero no, la rendija se ensancha. Una mano debe empujar la
puerta desde dentro con cuidado, y ahora observo también una sombra humana en
la oscuridad. Me quedo mirándola petrificado. Entonces, una voz femenina
pregunta temerosa a través de la rendija: —¿Hay... hay alguien aquí? La
respuesta me queda en la garganta. Enseguida comprendo que sólo una clase de
personas puede hablar y preguntar de esta manera: los ciegos. Sólo los ciegos
caminan arrastrando los pies y a tientas tan quedamente, sólo ellos tienen este
timbre de inseguridad en la voz. Y en el mismo instante me viene un recuerdo.
¿No me había comentado Kekesfalva que Condor se había casado con una ciega?
Tiene que ser ella, sólo puede ser ella la que está tras la puerta y me pregunta
sin verme. Fuerzo la mirada para captar su sombra dentro de la sombra y
finalmente distingo a una mujer delgada metida en una bata holgada y con el
pelo gris algo revuelto. ¡Dios mío, esta mujer sin atractivo ni belleza es su
mujer! Es terrible sentirte observado por unas pupilas completamente muertas y
saber que, sin embargo, no te ven; al mismo tiempo noto, por la manera como
adelanta la cabeza pata escuchar, que agudiza todos sus sentidos en un esfuerzo
para localizar al desconocido en un espacio que ella no puede abarcar; este
esfuerzo desfigura su boca grande y gruesa y la afea aún más. Permanezco mudo durante un segundo. Luego me levanto,
hago una reverencia —sí, hago una reverencia a pesar de que es absurdo
inclinarse delante de una ciega— y balbuceo: —Estoy... estoy esperando al
doctor. Ahora ha abierto la puerta del todo. Sigue con la mano
izquierda en el picaporte, como si buscara un apoyo en la habitación oscura.
Después avanza a tientas, sus cejas se fruncen sobre los ojos apagados y una
voz distinta, más dura, me dice en tono imperioso: —No es hora de consulta.
Cuando mi marido regrese a casa, primero tendrá que comer y descansar. ¿No
puede usted volver mañana? Con cada palabra su rostro se torna más inquieto, es
evidente que apenas puede dominarse. Una histérica, pienso enseguida. No conviene
irritarla. Por eso murmuro, haciendo estúpidamente otra reverencia al vacío:
—Perdone, señora... Por supuesto que no tengo intención de consultar al doctor
a una hora tan tardía. Sólo quería comunicarle algo... Se trata de uno de sus
enfermos. —¡Sus enfermos! ¡Siempre sus pacientes! —el tono
irritado se convierte en lacrimoso—. Esta madrugada, a la una y media han
venido a buscarlo, ha vuelto a salir a las siete y desde la hora de la consulta
no ha regresado todavía. ¡Él mismo caerá enfermo, si no lo dejan en paz! ¡Pero
basta ya! Ya le he dicho que no es hora de consulta ahora. Se termina a las
cuatro. Déjele anotado lo que quiera o, si es urgente, vaya a ver a otro
médico. Hay médicos de sobra en la ciudad, cuatro en cada esquina. Se acerca a tientas y yo, sintiéndome culpable,
retrocedo ante este rostro excitado de ira en el que los ojos desencajados
brillan de pronto como globos blancos iluminados. —Que se vaya, le he dicho. ¡Váyase! ¡Déjenle comer y
dormir como a la otra gente! No se agarren todos a él. ¡De noche y de
madrugada, todo el santo día, siempre los enfermos, tiene que matarse
trabajando por todos y siempre de balde! ¡Porque se dan cuenta de que es débil,
lo buscan todos a él y sólo a él!... ¡Ah, son crueles! ¡No conocen más que su
propia enfermedad, sus propias preocupaciones! Pero yo no lo tolero, no lo
permito. Váyase, he dicho. ¡Váyase ahora mismo! ¡Déjelo en paz, déjele siquiera
estas únicas horas libres de la noche! Ha llegado hasta la mesa. En virtud de
algún instinto especial debe haber encontrado el lugar donde más o menos me
encuentro, pues sus ojos me miran fijamente, como si pudieran verme. Hay tanta desesperación sincera y a la vez enfermiza
en su cólera, que sin quererlo me avergüenzo. —Claro, señora —me disculpo—. Comprendo perfectamente
que el doctor tenga que descansar... No la molesto más. Permítame que le deje
una nota o que lo llame por teléfono dentro de media hora. —¡No! —me grita, desesperada—. ¡No y no! ¡Nada de
teléfono! Llaman todo el santo día, todos quieren algo de él, todos preguntan y
se lamentan. Aún no se ha llevado el primer bocado a la boca, tiene ya que
levantarse de la mesa. Venga mañana a la consulta, le he dicho, seguro que no
es tan urgente. Alguna vez tiene que descansar. ¡Váyase ya...! ¡Le digo que se
vaya! Y con los puños cerrados, caminando a tientas, la ciega se dirige hacia
mí. Es espantoso. Tengo la sensación de que de un momento a otro me va a
atrapar con sus manos extendidas. Pero en este instante chirría la puerta de la
entrada y se cierra con perceptible estrépito. Debe de ser Condor. La mujer
escucha y se estremece. Sus rasgos se transforman en el acto. Empieza a temblar
de pies a cabeza, y sus manos, hace un momento cerradas, se juntan de repente en
un gesto de súplica. —No lo entretenga ahora —susurra—. ¡No le diga nada!
Sin duda está cansado, ha andado todo el día de un lado para otro... ¡Le ruego
que tenga consideración! Tenga compa... En este momento se abre la puerta y Condor entra en la
habitación. Sin duda se dio cuenta de la situación a primera
vista, pero no perdió el aplomo ni por un segundo. —Ah, veo que has hecho compañía al teniente —dijo a su
manera jovial con la que mejor disimulaba (entonces lo comprendí) sus fuertes
tensiones—. Eres muy amable, Klara. Al tiempo que decía esto se acercó a la ciega y le
acarició suavemente el cabello gris y revuelto. El aspecto de la mujer se
transformó al instante por efecto de este contacto. El miedo, que un momento
antes desfiguraba su boca grande y gruesa, desapareció bajo esa tierna caricia,
y apenas sintió la proximidad de su marido se volvió hacia él con una sonrisa
desvalida y pudorosa, como la de una novia; su frente un tanto angulosa
brillaba pura y clara con el reflejo de la luz. Después de aquel arrebato violento, era indescriptible
esa expresión de calma y seguridad. Al parecer había olvidado por completo mi
presencia, embargada por la dicha de sentir la de su esposo. Su mano, atraída
magnéticamente, lo buscaba a tientas a través del aire vacío y tan pronto como
sus dedos rastreadores tocaron su levita, pasaron una y otra vez arriba y abajo
de la manga en suaves caricias. Comprendiendo que todo el cuerpo de la mujer
buscaba su proximidad, Condor se le acercó, y entonces ella se apoyó en él, como
alguien completamente agotado se deja caer para descansar. Sonriendo, él rodeó
sus hombros con el brazo y repitió sin mirarme: —Eres muy amable, Klara —y su
voz era también como una caricia. —Perdona —comenzó ella a disculparse—, pero tenía que
explicar a este caballero que tú primero tienes que comer, porque debes estar
muerto de hambre. Todo el día de un lado para otro, y mientras te han llamado
por teléfono doce o quince veces... Perdona que haya dicho a este señor que
volviera mañana, pero... —Esta vez, querida —dijo riendo y acariciándole de
nuevo el cabello (comprendí que lo hacía para que su risa no la hiriera)—, te
has equivocado tratando de deshacerte del visitante. Este caballero, el
teniente Hofmiller, no es por fortuna un paciente, sino un amigo que hace
tiempo me prometió visitarme, si alguna vez venía a la ciudad. Sólo tiene
libres las noches, de día está ocupado con el servicio. La cuestión principal
ahora es si tienes algo bueno para invitarlo a cenar. El rostro de la mujer se tiñó de nuevo de aquella
tensión miedosa, y por su sobresalto impulsivo comprendí que quería estar a
solas con el hombre al que echaba de menos desde hacía tantas horas. —Oh, no, gracias —me apresuré a rechazar—. Debo
marcharme enseguida. No puedo perder el tren. En realidad, sólo quería
transmitirle los saludos de los de allá, y eso no nos va a llevar más de unos
minutos. —¿Todo anda bien por allá? —preguntó Condor, mirándome
fijamente a los ojos—. De alguna manera debió haber notado que algo no iba
bien, pues añadió rápidamente—: Bueno, pues, escuche, amigo mío, mi esposa
siempre sabe lo que me pasa, incluso lo sabe mejor que yo. En efecto, tengo un
hambre canina, y antes de que haya comido algo y me haya ganado mi cigarro, no
serviré para nada. Si te parece bien, Klara, nosotros dos vamos a cenar
tranquilamente y haremos esperar un poco al teniente. Mientras tanto le doy un
libro o, si lo prefiere, descansa un rato... Supongo que usted también ha tenido un día agitado
—dijo, dirigiéndose a mí—. Cuando llegue el momento del cigarro, volveré con
usted, claro que con pantuflas y bata. ¿Verdad, teniente, que no me exige
etiqueta? —Y de verdad que no me quedaré más de diez minutos, señora... Luego
tendré que correr a la estación. Estas palabras iluminaron de nuevo el rostro de la
mujer. Se volvió hacia mí casi con amabilidad: —Lástima que no quiera cenar con
nosotros, teniente. Pero espero que vuelva en otra ocasión. Me tendió la mano, una mano muy delicada y delgada, ya
algo pálida y arrugada. La besé respetuosamente. Y con sincero respeto me quedé
mirando cómo Condor condujo a la ciega con gran precaución a través de la
puerta, evitando hábilmente que la rozara a la derecha o a la izquierda: era
como si llevara en la mano algo muy frágil y valioso. La puerta permaneció abierta uno o dos minutos y oí
los pasos de los pies que se alejaban arrastrándose ligeramente. Después Condor
volvió. La expresión de su rostro había cambiado, era aquella cara atenta,
penetrante, que le conocía de los momentos de tensión interior. Sin duda había
comprendido que no me había presentado en su casa de improviso sin un motivo
urgente. —Vuelvo en veinte minutos, y lo hablaremos todo en un
santiamén. Mientras, será mejor que se eche en el sofá o se repantigue en la
butaca. No me gusta su aspecto, querido amigo, parece terriblemente cansado. Y
ambos tenemos que estar frescos y concentrados. Y, mudando rápidamente de voz, añadió más alto para
que pudieran oírle en la tercera habitación: —Sí, querida Klara, enseguida
estoy contigo. Sólo dejo un libro al teniente para que no se aburra entretanto. La mirada experta de Condor no se había equivocado.
Sólo después de haberlo dicho él, me di cuenta de lo terriblemente cansado que
estaba tras una noche agitada y un día repleto de tribulaciones. Siguiendo su
consejo —ya noté que había quedado completamente a merced de su voluntad—, me
estiré en la butaca de su consultorio, con la cabeza del todo reclinada hacia
atrás y las manos apoyadas lacias sobre los blandos brazos. Durante mi
angustiada espera, fuera debía de haber anochecido del todo, porque apenas
distinguía en la habitación algo más que el reflejo plateado de los
instrumentos en la alta vitrina y sobre el rincón a mi espalda se abovedaba un
nicho de oscuridad alrededor de la butaca en que descansaba. Sin querer, cerré
los ojos y enseguida apareció, como en una linterna mágica, el rostro de la
ciega con aquella inolvidable transición de temor a felicidad apenas la mano de
Condor la había tocado y la había cogido del brazo. Maravilloso médico, pensé.
Ojalá pudieras ayudarme a mí de la misma forma. Sentí que mis pensamientos se
encadenaban, que recordaba a otra persona que también estaba intranquila y
turbada y miraba de modo igualmente angustiado; quería pensar en algo concreto,
por cuyo motivo había ido a aquella casa. Pero no lo conseguí. De pronto una mano me tocó la espalda. Condor debió
haber entrado con pasos muy quedos en la habitación completamente oscurecida o
yo debí quedarme dormido de verdad. Quise levantarme, pero él me retuvo con una
suave y a la vez enérgica presión sobre los hombros. —No se mueva. Me sentaré a su lado. Se habla mejor en
la oscuridad. Una sola cosa le pido: hablemos en voz baja, muy baja. Ya sabe
usted que en los ciegos a menudo el oído se desarrolla de un modo mágico, y
poseen además un misterioso instinto de adivinación. Bueno, pues —y recorrió mi
brazo con la mano, desde el hombro hasta la mía, como en un pase hipnotizador—,
cuénteme, y no tenga reparos. Enseguida me he dado cuenta de que algo le pasa. Curiosamente, me acordé en aquel momento. En la
academia militar tenía un compañero que se llamaba Erwin, rubio y delicado como
una muchacha. Creo incluso que, sin confesármelo, estaba un poco enamorado de
él. De día casi nunca nos hablábamos o, en todo caso, lo hacíamos sobre cosas indiferentes;
seguramente nos avergonzábamos de nuestra inclinación secreta y no confesada.
Sólo de noche, en el dormitorio, cuando las luces se apagaban, encontrábamos a
veces el valor suficiente; apoyados sobre los codos en nuestras camas vecinas,
envueltos por la oscuridad protectora y mientras los demás dormían, nos
contábamos nuestros pensamientos y nuestras reflexiones pueriles, para luego,
al día siguiente, evitarnos indefectiblemente de nuevo con el mismo
apocamiento. Durante muchos años no había recordado esas confesiones a media
voz que habían sido la dicha y el misterio de mi adolescencia. Pero ahora,
arrellanado en la butaca y a oscuras, olvidé por completo mi propósito de
disimular delante de Condor. Sin quererlo, fui del todo sincero; así como en
aquellos otros tiempos había revelado al compañero de la academia militar mis
pequeños sinsabores y mis grandes y extravagantes sueños, así también ahora
conté a Condor —y mi relato tenía el secreto placer de la confesión— el
inesperado arrebato de Edith, mi sobresalto, mi miedo y mi azoramiento. Se lo
conté todo en aquella oscuridad silenciosa, en la que nada se movía excepto los
cristales de las gafas que, a veces, cuando él meneaba la cabeza, centelleaban
inciertamente. Luego siguió un silencio y, tras el silencio, un
sonido raro. Al parecer. Condor había entrecruzado los dedos y los hacía
crujir. —Así pues, se trataba de eso —refunfuñó de mal humor—.
Y yo, estúpido de mí, no me di cuenta de nada. Siempre lo mismo: uno ve la
enfermedad, pero no al enfermo. Con estos exámenes y métodos de exploración tan
escrupulosos en busca de todos los síntomas, se pasa por alto lo esencial, lo
que sucede dentro de la persona. Es decir, algo observé enseguida en la
muchacha. Recordará que después del último examen pregunté al viejo si alguien
más había intervenido en el tratamiento. Aquella repentina y ardiente voluntad
de curarse cuanto antes me había llamado la atención. Acerté, pues, al
sospechar que alguien más había entrado en juego. Pero yo, mentecato, pensé sólo en un curandero o un
hipnotizador; creí que algún charlatán le había hecho perder la cabeza. Se me
ocurrió toda clase de conjeturas, menos la más simple, la más lógica, la más
evidente. Al fin y al cabo, el enamoramiento forma parte orgánica de una muchacha
en la edad de desarrollo. Lo malo es que pase precisamente ahora y con tal
vehemencia... ¡Dios mío, pobre chiquilla! Se había puesto en pie. Oí el ir y
venir de sus cortos pasos y un suspiro: —Es terrible que haya tenido que
ocurrir precisamente ahora que hemos tramado ese asunto del viaje. Y lo peor
del caso es que ya no hay modo de remediarlo, porque ella está sugestionada con
la idea de que tiene que curarse por usted y no por ella misma. ¡Ah, la
reacción será terrible, terrible! Ahora que ella lo espera y lo exige todo, no
se conformará con una pequeña mejora, un simple progreso. ¡Dios mío, qué
terrible responsabilidad hemos asumido! De pronto sentí dentro de mí un impulso
de resistencia. Me irritó que me incluyera en ese plural. Al fin y al cabo, había
ido allí para liberarme de cualquier compromiso. De modo que lo interrumpí con
decisión: —Comparto plenamente su opinión. Las consecuencias son incalculables.
Hay que atajar a tiempo esta absurda locura. Tendrá usted que intervenir con
energía. Tendrá que decirle... —¿Decirle qué? —Pues... que ese enamoramiento es una
simple chiquillada, un disparate. Tiene que disuadirla. —¿Disuadirla? ¡Disuadirla de qué! ¿Disuadir a una
mujer de su pasión? ¿Decirle que no sienta lo que siente? ¿No amar cuando ama?
Sería lo más equivocado y lo más estúpido que podría hacer. ¿Ha oído decir
alguna vez que se pueda combatir la pasión con la lógica? ¿O que se pueda
persuadir a la fiebre: «Fiebre, no ardas»; o al fuego: «Fuego, no quemes»? Es
un pensamiento muy bello, francamente humanitario, gritarle a la cara a una
enferma, a una tullida: «¡Por el amor de Dios, quítate de la cabeza la idea de
que tú también puedes amar! ¡Es una arrogancia de tu parte manifestar y esperar
sentimientos! ¡Tienes que callar y aguantar, porque eres una inválida! ¡Vete a
un rincón! ¡Renuncia, abandona! ¡Date por vencida!»... Por lo visto, es así
como usted quiere que hable a la pobre. ¡Pero le pido que haga el favor de
imaginarse también el maravilloso efecto de estas palabras! —Pero precisamente usted
tendría que... —¿Por qué yo? ¿No ha cargado usted expresamente con
toda la responsabilidad? ¿Por qué ahora precisamente yo? —Pero yo no puedo
admitir ante ella que... —¡Ni falta hace! ¡Ni debe hacerlo! ¡Primero volverla
loca y luego exigirle sentido común de golpe...! ¡Lo que faltaba! Naturalmente
usted no puede dejar entrever a la pobre, ni por el tono de voz ni por un solo
gesto, que a usted le resulta penoso su afecto..., sería como golpearle la
cabeza con un hacha. —Pero... —me falló la voz—, alguien tendrá finalmente
que explicárselo... —¿Explicarle qué? ¡Haga el favor de expresarse con más
precisión! —Quiero decir... que... que esto no tiene ninguna salida, que es
absurdo... que ella no... si yo... si yo... Me interrumpí. Condor también callaba. Por lo visto
esperaba. Luego, de repente, dio un par de pasos enérgicos hacia la puerta y
acercó la mano al interruptor. Penetrantes y despiadadas—la deslumbrante
descarga de luz me obligó a cerrar los párpados— tres llamas blancas penetraron
en las bombillas. De pronto, la habitación se iluminó como en pleno día. —¡Bien! —exclamó Condor con viveza—. Bien, teniente,
ya veo que no se le pueden poner las cosas demasiado cómodas. Es demasiado
fácil esconderse en la oscuridad, y hay ciertos asuntos que es mejor tratarlos
mirándose claramente a las pupilas. De modo que basta de decir bobadas,
teniente... Aquí hay algo que no cuadra. No me va engañar con eso de que ha
venido sólo para enseñarme esta carta. Hay algo más. Tengo la impresión de que
abriga un propósito determinado. O habla francamente o aquí tendré que darle las
gracias por su visita. Las gafas me miraban con un centelleo penetrante. Tuve
miedo de su reflejo redondo y bajé los ojos. —No impone mucho su silencio, teniente. No es
precisamente indicio de conciencia limpia. Pero más o menos barrunto lo que pasa. No se ande con
rodeos, por favor. A juzgar por esta carta, ¿se propone acaso poner fin
repentino a eso que llama amistad? Esperó. Yo mantuve los ojos clavados en el
suelo. Su voz adoptó el tono exigente de un examinador. —¿Sabe lo que significaría que ahora usted pusiera
pies en polvorosa, después de haber hecho perder el juicio a la muchacha con su
dichosa compasión? Seguí callado. —Bueno, pues, ahora me permitirá expresarle el
calificativo que en mi opinión merece semejante proceder: esta manera de
largarse sería una abominable cobardía... ¡Ah, no se sulfure enseguida como un
militar! ¡Dejemos al margen al oficial y al código de honor! No es cosa de
guasa, se trata de un ser vivo, de una persona joven y muy valiosa; de una
persona, además, de la 1que yo soy responsable... En estas circunstancias, no
tengo ganas ni humor de ser cortés. En todo caso, para que no se engañe
respecto al peso que carga en su conciencia con su huida, le diré con toda
claridad que su fuga en un momento tan crítico..., ¡por favor, no se haga el
sordo!..., sería un crimen infame contra un ser inocente, y aún me temo más que
eso: ¡sería un asesinato! El hombrecito regordete se abalanzó sobre mí con los
puños cerrados como un boxeador. En otro momento habría parecido ridículo con
su bata enguatada y arrastrando las pantuflas, pero de su cólera sincera
emanaba una fuerza avasalladora cuando de nuevo me habló a gritos: —¡Un
asesinato! ¡Un asesinato! ¡Un asesinato! ¡Sí, señor, y usted lo sabe! ¿O cree
usted que esta criatura sensible y orgullosa soportaría que, después de haberse
abierto por primera vez a un hombre, por toda respuesta ese caballero huyera
despavorido, como si hubiera visto al mismísimo diablo? ¡Un poco más de
fantasía, si se me permite! ¿Es que no ha leído la carta o no tiene ojos en el
corazón? Ni siquiera una mujer normal y sana toleraría semejante desprecio. Un
golpe así daría al traste con su equilibrio interior durante años. Y esta
muchacha, que se mantiene en pie sólo con la insensata esperanza de curarse que
usted le ha infundido por imprudencia..., esta persona turbada y traicionada,
¿cree usted que lo soportaría? ¡Si no la destruye ese golpe, se destruirá ella
misma! Sí, lo hará ella misma, un ser desesperado no soporta semejante
humillación. Estoy convencido de que no resistirá tal crueldad, y usted,
teniente, lo sabe tan bien como yo. Y puesto que lo sabe, su huida no sería
sólo debilidad y cobardía, ¡sino también un asesinato alevoso y premeditado!
Instintivamente retrocedí todavía más. En el instante en que pronunció la
palabra «asesinato», lo vi todo en una visión relámpago: ¡la balaustrada de la
terraza y cómo Edith se agarraba a ella convulsivamente con ambas manos, cómo
tuve que cogerla y separarla de allí con todas mis fuerzas y en el último
momento! Sabía que Condor no exageraba, que Edith haría exactamente eso:
arrojarse al vacío. Vi ante mí las losas de piedra del patio lo vi todo en
aquel instante como si estuviera sucediendo, como si ya hubiera sucedido, y en
mis oídos retumbó un zumbido como si yo mismo me precipitara hacia abajo los
cuatro o cinco pisos. Condor seguía apremiándome. —¿Qué? ¡Niéguelo ahora! ¿Muestre por fin un poco de
ese valor al que está obligado por su profesión! —Pero, doctor..., ¿qué quiere
que haga?... No puedo actuar en contra de mi voluntad..., no puedo decir lo que
no quiero decir... ¿A santo de qué debería proceder como si condescendiera a su
desvarío?—y, sin poderme dominar, exclamé—: ¡No, no lo soporto, no puedo
soportarlo...! ¡No puedo, no quiero ni puedo! Debí de gritar mucho, pues sentí
los dedos de Condor en mi brazo como garfios de hierro. —¡En voz baja, por el amor de Dios! Corrió hacia el
interruptor y apagó de nuevo la luz. Sólo la lámpara del escritorio esparcía un
cono de tenue claridad bajo su amarillenta pantalla. —¡Por todos los diablos! Con usted hay que hablar como
con un enfermo. Vamos, siéntese tranquilo. En este sillón se han discutido ya
cuestiones bastante más graves. Arrimó un poco más su silla. —Bien. Hablemos ahora sin excitarnos y, por favor,
poco a poco, tranquila y ordenadamente. Usted anda gimoteando: «No puedo soportarlo.» Pero
esto no me dice mucho. Tengo que saber qué es lo que no puede soportar. ¿Qué es
lo que le aterra tanto en el hecho de que esa pobre niña se haya enamorado tan
locamente de usted? Me disponía a contestar, pero Condor se apresuró a
intervenir de nuevo: —¡No se precipite! ¡Y sobre todo no se avergüence! De
suyo, puedo comprender que en un primer momento uno se asuste ante una confesión
tan apasionada y que le coge desprevenido. Sólo a las cabezas hueras las hace felices el «éxito»
con las mujeres, sólo los necios alardean de ello. Un hombre de verdad se queda más bien hecho un
pasmarote al darse cuenta de que una mujer se ha vuelto loca por él y no poder
corresponder a sus sentimientos. Todo eso lo comprendo. Pero, puesto que usted
está tan completa e insólitamente trastornado, debo preguntarle: ¿no
intervendrá en su caso algo especial, quiero decir, dadas las especiales
circunstancias...? —¿Qué circunstancias? —Pues... el hecho de que Edith... Es
tan difícil formular estas cosas... Quiero decir..., ¿no será tal vez que su...
su defecto físico le produce en definitiva una cierta aversión..., una
repugnancia fisiológica? —No, en absoluto —protesté enérgicamente. Fue precisamente su desamparo, su indefensión, lo que
me atrajo hacia ella de modo tan irresistible, y si en algunos momentos,
experimenté algún sentimiento que se acercara misteriosamente a la ternura de
un amante, fue sólo porque me conmovía su pena, su soledad y su defecto. —¡No! ¡Nunca! —repetí con un convencimiento casi
irritado—. ¡Cómo puede usted pensar una cosa así! —Tanto mejor. Eso me
tranquiliza hasta cierto punto. Mire, los médicos a menudo tenemos ocasión de
observar esta clase de inhibición psíquica en las personas al parecer más
normales. Nunca he comprendido a los hombres en los que la más
pequeña anomalía en una mujer produce una especie de idiosincrasia, pero existe
una infinidad de hombres para los que queda excluida toda posibilidad de
relación erótica tan pronto como de los millones y miles de millones de células
que conforman un cuerpo, un ser humano, tan sólo un centímetro de pigmento
aparece desfigurado. Por desgracia, estas repulsiones, como todos los instintos,
son insuperables... Por eso celebro doblemente que no sea éste su caso, que no
sea la parálisis en sí lo que tanto le amedrenta. Pero entonces sólo puedo suponer que... ¿Puedo hablar
con toda sinceridad? —Desde luego. —Sólo puedo suponer que su temor no era por el hecho
en sí, sino por sus consecuencias... Quiero decir que no le espanta tanto el enamoramiento
de la pobre criatura como el hecho de que otros puedan enterarse y burlarse de
ello... En mi opinión, pues, su turbación no es sino una especie de temor, y
disculpe, de caer en el ridículo frente a los demás, frente a sus camaradas. Fue como si Condor me hubiera clavado una aguja fina y
afilada en el corazón, pues lo que él había expresado en palabras yo lo había
sentido en el inconsciente desde hacía tiempo, pero no me atrevía a pensarlo.
Ya desde el primer día había temido que mi singular relación con la inválida
pudiera ser objeto de burlas por parte de mis camaradas, dados a aquella
«campechanería» austriaca bonachona, pero a la vez mortificante; sabía
demasiado bien cómo se mofaban de cualquiera al que «atrapaban» con una persona
«deformada» o poco elegante. Sólo por esta razón había construido
instintivamente aquel doble estrato en mi vida entre un mundo y el otro, entre
el regimiento y los Kekesfalva. En efecto, Condor lo había sospechado con
acierto: desde el primer momento en que me percaté de la pasión de Edith, me
sentí sobre todo avergonzado ante los demás: ante el padre, ante Ilona, ante el
criado, ante los compañeros. Incluso ante mí mismo me avergonzaba de mi fatal
compasión. Entonces sentí la mano de Condor que rozaba mi rodilla
como un imán. —No, no se avergüence. Si hay alguien que comprende
que se pueda tener miedo de la gente en cuanto algo contraría sus conceptos
reglamentados, ése soy yo. Usted ya ha visto a mi mujer. Nadie entendió por qué me casé con ella, todo lo que
no coincide con su línea estrecha y, digamos, normal, vuelve a los hombres
primero curiosos y después malévolos. Mis señores colegas no tardaron en
divulgar en voz baja que mi tratamiento había sido una chapuza y que me había
casado con ella sólo por miedo... Mis amigos, a su vez, los así llamados
amigos, hicieron correr la voz de que ella tenía mucho dinero o esperaba una
herencia. Mi madre, mi propia madre, se negó durante dos años a recibirla,
porque ya me tenía preparado otro partido, la hija de un catedrático, que
entonces era el internista más famoso de la universidad, y cuando me hubiera
casado con ella, a las tres semanas hubiera sido profesor, luego catedrático y
toda mi vida habría sido un lecho de rosas. Pero yo sabía que aquella mujer se
hundiría, si la dejaba en la estacada. Sólo creía en mí y, si yo le hubiera
quitado esta fe, habría sido incapaz de seguir viviendo. Pues bien, le confieso
con toda franqueza que no me arrepiento de mi elección, porque créame si le
digo que como médico, y precisamente como médico, pocas veces se tiene la
conciencia limpia. Es harto sabido cuán poco se puede ayudar en realidad, y que
un individuo solo no puede luchar contra la inmensidad de la aflicción diaria.
Lo único que consigue es sacar unas gotas de agua con un dedal de ese mar sin
fondo, y aquellos a los que hoy cree haber curado mañana sufren otro achaque.
Uno tiene siempre la sensación de haber sido demasiado negligente, demasiado
descuidado, y a eso hay que añadir los errores, los fallos técnicos, que
inevitablemente comete... De todos modos, queda la tranquilidad de conciencia
de haber salvado por lo menos una vida, de no haber defraudado una confianza,
de haber hecho una cosa bien. Al fin y a la postre, uno debe saber si ha
llevado una existencia insulsa y boba o si ha vivido para algo. Créame —y de
pronto sentí su proximidad como algo cálido y casi tierno—, vale la pena cargar
con una tarea ardua, si con ello se aligera a otra persona. Me emocionó la profunda vibración de su voz. De pronto
sentí un leve ardor en el pecho, aquella presión harto conocida como si el
corazón se ensanchara o se tensara; sentí cómo el recuerdo del desesperado
abandono de aquella infeliz criatura despertara de nuevo en mí la compasión.
Supe que enseguida empezaría a fluir aquel manantial al que era incapaz de
resistirme. ¡Pero no cedas!, me dije. No te dejes comprometer de nuevo, no te
retractes! Y alcé la vista completamente decidido. —Doctor, cada uno conoce hasta cierto punto el límite
de sus fuerzas. Por eso debo advertirle de que, por favor, no cuente conmigo.
Le toca a usted y no a mí ayudar a Edith ahora. Ya he ido en este asunto mucho
más lejos de lo que quería en un principio, y le digo con toda franqueza que no
soy en absoluto tan bueno ni tan abnegado como usted cree. ¡He llegado al
límite de mis fuerzas! No soporto por más tiempo que me adoren, que me
idolatren, fingiendo a la vez que lo deseo o lo tolero. Es mejor que ella comprenda
ahora la situación que no sufrir un desengaño más tarde. Le doy mi palabra de
honor de soldado que le hablo con toda sinceridad: no cuente conmigo, no me
sobreestime. Debí hablar con gran decisión, porque Condor me miró
un tanto perplejo. —Esto suena casi como si hubiera tomado ya una
decisión muy concreta. Se levantó de golpe. —¡Toda la verdad, por favor, y no a medias! ¿Ha
hecho... algo irrevocable? Yo también me puse en pie. —Sí —dije, sacando del bolsillo la solicitud de
renuncia—. Tenga, léalo usted mismo. Condor cogió la hoja de papel con gesto vacilante y me
echó una mirada de inquietud antes de acercarse al pequeño cono de luz de la
lámpara. Leyó en silencio y despacio. Después dobló la hoja y me dijo muy
tranquilamente, en un tono impregnado de la mayor objetividad y naturalidad:
—Supongo que, después de lo que le he expuesto anteriormente, se da perfecta
cuenta de las consecuencias... Acabamos de comprobar que su escapada tendrá
funestas consecuencias para la muchacha..., asesinato o suicidio... Supongo,
pues, que se dará perfecta cuenta de que esta hoja de papel no sólo representa
una solicitud de renuncia, sino también... una sentencia de muerte para la
pobre criatura. No respondí. —Le he hecho una pregunta, teniente. Y la repito: ¿es
plenamente consciente de las consecuencias? ¿Toma sobre su conciencia toda la
responsabilidad? Seguí callado. Él se acercó con la hoja doblada en la mano y
me la devolvió. —Gracias. No quiero tener nada que ver con el asunto.
¡Tenga, cójala! Pero mi brazo estaba paralizado. No tenía fuerza para
levantarlo. Y no tenía el valor suficiente para aguantar su mirada escrutadora. —¿No tiene intención, pues, de... de cursar la
sentencia de muerte? Me volví con las manos detrás de la espalda. Él
comprendió. —¿Puedo romperla, pues? —Sí —respondí—. Se lo ruego. Volvió al escritorio. Sin mirar, oí cómo rasgaba el
papel enérgicamente, una, dos y hasta tres veces, y luego cómo los trozos caían
en la papelera con un leve crujido. Es curioso, pero me sentí aliviado. De
nuevo —por segunda vez en aquel día tan cargado de destino— se había tomado una
decisión por mí. No tuve que tomarla yo. Lo hizo ella misma por mí. Condor se acercó y me obligó a sentarme de nuevo con
una suave presión de su mano. —Bien, creo que hemos evitado una gran desgracia...,
¡una desgracia muy grande! Y ahora, vayamos al asunto. De todos modos, celebro
la oportunidad de haberlo más o menos conocido...; no, no se defienda. No lo
sobreestimo, no lo considero en absoluto «la buena y maravillosa persona» por
la que lo tienen los Kekesfalva, sino un interlocutor de poco fiar por la
inseguridad de sus sentimientos y una singular impaciencia de su corazón. Si
bien me alegro de haber evitado su absurda escapada, no me gusta en absoluto la
rapidez con la que toma decisiones y con la que luego desiste de sus
propósitos. No hay que imponer responsabilidades serias a personas
tan expuestas a los cambios de humor. Usted sería el último al que quisiera
obligar a algo que requiere constancia y tenacidad. »¡Por lo tanto, escúcheme! No le pido mucho. Sólo lo
imprescindible, lo absolutamente necesario. Hemos inducido a Edith a empezar un
nuevo tratamiento o, por lo menos, uno que ella considera nuevo. Por usted ha
decidido emprender el viaje, irse unos meses y, como usted sabe, partirá dentro
de ocho días. Pues bien, necesito su ayuda para esos ocho días, y añado para su
descargo que será sólo para esos ocho días. Sólo le pido que me prometa que,
durante esta semana, hasta el momento de su partida, no haga nada brusco, nada
precipitado y, sobre todo, que ni con palabras ni con gestos demuestre que el
afecto de la pobre muchacha le disgusta tanto. Por el momento no voy a pedirle nada más... Creo que
es lo mínimo que se le puede pedir: ocho días de autocontrol, tratándose como
se trata de la vida de otra persona. —Sí, pero... ¿y luego? —Por el momento no pensemos en
más adelante. Si tengo que operar un tumor, tampoco me pregunto si se
reproducirá o no al cabo de unos meses. Cuando me llaman para asistir a
alguien, no tengo que hacer sino una cosa: intervenir sin titubear. En todos
los casos es la única cosa acertada, porque es la única cosa humana. Todo lo
demás está en manos del azar o, como dirían los creyentes, en manos de Dios.
¡Las cosas que pueden ocurrir en unos meses! Quizá su estado mejore realmente
más deprisa de lo que me imaginaba o quizá su pasión se enfríe con la
distancia...; no puedo prever todas las posibilidades, ¡y usted tampoco debe
calcularlas de antemano! Concentre todas sus fuerzas únicamente en no revelarle
dentro de este plazo de tiempo decisivo que el amor que le profesa a usted le
resulta... le resulta horrible. Repítase una y otra vez: ocho días, siete días,
seis días, y salvaré a una persona, no la heriré, no la ofenderé, no la
abrumaré, no la desanimaré. Ocho días de porte viril, decidido... ¿Se ve
verdaderamente capaz de aguantarlo? —Sí —respondí espontáneamente. Y añadí
todavía con más decisión—: ¡Estoy seguro! ¡Estoy del todo seguro! Desde que
sabía que mi cometido tenía un límite, sentí una especie de fuerza nueva. Oí un
suspiro de alivio. —¡Gracias a Dios! —exclamó Condor—. Ahora puedo
confesarle también cuán preocupado estaba. Créame, Edith no habría soportado
que en respuesta a su carta, a su confesión, usted hubiera huido. Por eso los
próximos días son tan decisivos. Todo lo demás ya se andará. Por el momento
dejemos que la pobre criatura sea un poco feliz: ocho días de felicidad sin
pensar en nada. ¿Usted me garantiza esta semana, verdad? En vez de decir una
palabra, le tendí la mano. —Entonces, creo que todo está de nuevo arreglado y
podemos ir sin más a hacer compañía a mi mujer. Pero no se levantó. Noté que todavía había algo que lo
hacía vacilar. —Una cosa más —añadió en voz baja—. Los médicos
estamos obligados a pensar siempre en los imprevistos, tenemos que estar
preparados para cualquier eventualidad. Si ocurriera cualquier contratiempo, y
pongo un caso irreal, por ejemplo... si le fallaran las fuerzas o si la
desconfianza de Edith desembocara en una crisis, por favor notifíquemelo
enseguida. Por nada del mundo debe ocurrir nada irrevocable durante esta fase
breve, pero peligrosa. Si no se siente capaz de cumplir con su misión o si, en
estos ocho días, se traiciona inconscientemente, no se avergüence delante de
mí, ¡por el amor de Dios, no le dé vergüenza confiarse a mí, que he visto ya
bastante gente desnuda y bastantes almas frágiles! Puede venir a verme o
llamarme a cualquier hora del día o de la noche; estaré siempre preparado para
acudir, porque sé lo que está en juego. Y ahora —la silla a mi lado se movió y
comprendí que Condor se había levantado— más vale que nos traslademos allá.
Hemos hablado bastante tiempo y mi mujer se impacienta con facilidad. Después
de tantos años tengo que andar con cuidado para no irritarla. Aquel a quien el
destino golpea una vez con dureza queda para siempre vulnerable. Anduvo de nuevo los dos pasos hasta el interruptor y
las bombillas se encendieron. Cuando entonces se volvió hacia mí, me pareció
que su rostro había cambiado; quizás era sólo porque la claridad deslumbrante
hacía resaltar sus rasgos, pero lo cierto es que por primera vez observé las
profundas arrugas de su frente y, en toda su actitud, lo cansado y agotado que
estaba aquel hombre. Siempre se ha entregado a los demás, pensé. De repente me
pareció mezquina mi intención de huir ante la primera contrariedad, y lo miré
con agradecida emoción. Él pareció notarlo y sonrió. —Celebro que haya venido a verme y hayamos podido
explicarnos —me dijo, dándome un golpecito en el hombro—. ¡Imagínese que se
hubiera largado sin pensarlo dos veces! Le hubiera pesado sobre la conciencia
toda la vida, pues se puede huir de todo, menos de uno mismo... Pero, vamos ya.
Venga, mi querido amigo. La palabra «amigo», que aquel hombre me dedicó en ese
momento, me emocionó. Él sabía lo débil y cobarde que era yo y, sin embargo, no
me menospreció. Con esta sola palabra, el mayor devolvía la confianza al más
joven, el hombre de experiencia al inexperto e inseguro. Lo seguí, aliviado y
ligero. Atravesamos primero la sala de espera, luego Condor
abrió la puerta de la habitación contigua. Su mujer hacía labor de punto
sentada a la mesa del comedor todavía sin quitar. No había en su actividad
ningún indicio que permitiera sospechar que unas manos ciegas no manejasen las
agujas con tanta facilidad y seguridad, y las cestitas con la lana y las
tijeras formaban una línea perfectamente recta. Sólo cuando, inclinada sobre su
labor como estaba, levantó hacia nosotros sus pupilas vacías y la lámpara se
reflejó en miniatura en su curva lisa, se hizo evidente la insensibilidad de
sus ojos. —¿Qué, Klara, cumplimos la palabra? —dijo Condor
acercándose a ella con ternura y con aquel tono dulce y vibrante que salía de
su garganta siempre que se dirigía a ella—. ¿Verdad que no hemos tardado mucho?
¡Y si supieras cuánto me alegro de que el teniente haya venido a visitarme!
Porque debes saber..., pero siéntese un momento, querido amigo..., que su
guarnición está en la misma ciudad donde viven los Kekesfalva. ¿Seguro que
recuerdas a mi pequeña paciente, verdad? —Ah, ¿la pobre muchacha inválida? —Y
ahora comprenderás también que a través del teniente tengo noticias de vez en
cuando de las novedades que hay allí, sin necesidad de desplazarme adrede. Casi
todos los días va a visitarla para interesarse por su estado y hacerle
compañía, a la pobre. La ciega volvió la cabeza hacia donde suponía que yo
me hallaba. Una expresión de ternura suavizó sus duros rasgos. —Es usted muy bueno, teniente. Me imagino el bien que
esto le hace —me dijo, asintiendo con la cabeza; involuntariamente su mano se
me acercó por encima de la mesa. —Sí, y a mí también —prosiguió Condor—, porque, de lo
contrario, tendría que ir más a menudo a calmar sus nervios. Para mí significa
un gran alivio que, precisamente en esta última semana, antes de irse a Suiza a
reponerse, el teniente Hofmiller cuide un poco de ella. No siempre es fácil
tratarla, pero el teniente sabe llevarla maravillosamente bien; sé que no me
fallará. Puedo confiar en él más que en todos mis ayudantes y colegas. Comprendí al instante que Condor quería tenerme más
fuertemente atado comprometiéndome en presencia de aquella otra mujer
desvalida, pero hice gustoso la promesa. —Desde luego puede usted confiar en mí, doctor.
Durante estos ocho días, del primero al último, iré a visitarla sin falta y de
inmediato le comunicaría a usted por teléfono el menor incidente que se
produjera. Sin embargo —lo miré significativamente por encima de la ciega—, no
habrá incidentes ni dificultades. Estoy seguro. —Yo también—confirmó él con una leve sonrisa. Nos entendimos a la perfección. Pero entonces
percibimos un ligero esfuerzo alrededor de la boca de la mujer. Era evidente
que algo la atormentaba. —Todavía no le he pedido disculpas, teniente. Temo que
antes he estado un poco... un poco descortés con usted. Pero la estúpida de la
muchacha no había anunciado a nadie, yo no tenía idea de quién esperaba en la
sala y Emmerich todavía no me había hablado de usted. Por eso pensé que sería
algún extraño que quería retenerlo, y él está siempre muerto de cansancio
cuando llega a casa. —Hizo lo que debía, señora, y creo incluso que aún
debería ser más severa. Temo, y perdone mi indiscreción, que su esposo se
prodiga demasiado. —Lo da todo —me interrumpió con vehemencia y acercó un
poco más la silla, mostrando un apasionado interés—. Lo da todo, créame: su
tiempo, sus nervios, su dinero. No come ni duerme por culpa de sus enfermos.
Todos lo explotan y yo, con mi ceguera, no puedo aliviarlo en nada, no puedo
ahorrarle ningún trabajo. ¡Si usted supiera cuán preocupada me tiene! Todo el
día pienso: todavía no ha comido nada, ahora está de nuevo en el tren, en el
tranvía, y luego lo despertarán una vez más en mitad de la noche. Tiene tiempo
para todos, menos para sí mismo. Y, Dios mío, ¿quién se lo agradece? ¡Nadie! ¡Nadie!
—¿De verdad, nadie?—dijo él, inclinándose con una sonrisa hacia su vehemente
esposa. —Claro que sí —respondió ella, sonrojándose—. Pero yo
no puedo hacer nada por él. Cada vez que vuelve a casa después del trabajo, me
encuentra consumida por el miedo. ¡Ah, si usted tuviera influencia sobre él!
Necesita a alguien que lo frene un poco. Al fin y al cabo, es imposible ayudar
a todo el mundo... —Pero hay que intentarlo —dijo él, mirándome—. Para
eso se vive. Sólo para eso. Fue una advertencia que me penetró hasta el fondo del
alma. Pero, desde que había tomado la decisión, me sentía capaz de aguantar sus
miradas. Me levanté. En aquel momento había hecho una promesa.
Apenas oyó que mi silla se movía, la ciega alzó los ojos. —¿Realmente tiene que marcharse? —preguntó la mujer
con sincero pesar—. ¡Qué lástima, qué lástima! Pero volverá pronto, ¿verdad?
Tuve una sensación extraña. ¿Por qué será, me pregunté asombrado, que inspiro
confianza a todo el mundo, que esta ciega levante radiante sus ojos vacíos
hacia mí, que este hombre, casi un extraño, me rodee los hombros amistosamente
con su brazo? Mientras bajaba las escaleras, ya no comprendía lo que me había
llevado hasta allí una hora antes. En realidad, ¿por qué había querido huir?
¿Porque un superior gruñón me había insultado? ¿Porque alguien, una pobre
criatura lisiada, se había enamorado de mí? ¿Porque alguien quería apoyarse en
mí para levantarse? Sin embargo, era maravilloso ayudar, lo único que en verdad
recompensaba y valía la pena. Y esa toma de conciencia me impelió a hacer,
ahora por propia voluntad, lo que ayer todavía me había parecido un sacrificio
insoportable: mostrarme agradecido a un ser que siente un amor tan grande y tan
ardiente por otro ser. ¡Ocho días! Desde que Condor había fijado un plazo a mi
misión, me sentí de nuevo seguro de mí mismo. Una sola hora me inspiraba temor,
o más bien un solo minuto, aquel en que debía enfrentarme de nuevo a Edith, por
primera vez después de su confesión. Sabía que, después de una confidencia tan
impetuosa, ya no era posible aparentar una total naturalidad. La primera mirada
después de aquel beso ardiente debía contener la pregunta: ¿me has perdonado?,
y quizás otra más peligrosa todavía: ¿aceptas mi amor y lo correspondes? Esa
primera mirada de rubor, de impaciencia contenida y, sin embargo, incontenible,
podía convertirse, lo presentía claramente, en la más peligrosa y a la vez en
la más decisiva. Una sola palabra desatinada, un solo gesto impropio, podía
traicionar cruelmente lo que yo no tenía derecho a revelar y entonces podía
ocurrir irrevocablemente aquello brusco y ofensivo contra lo que Condor me
había advertido con tanta insistencia. Pero, si resistía aquella mirada,
estaría salvado y quizá la habría salvado a ella para siempre. Pero apenas entré en la casa al día siguiente,
enseguida me di cuenta de que Edith, a quien la misma preocupación había vuelto
perspicaz, había tomado las medidas necesarias para no encontrarse a solas
conmigo. Ya en el vestíbulo oí voces femeninas conversando animadamente; al parecer,
a aquella hora poco habitual, a la que de ordinario ningún otro invitado
estorbaba nuestras entrevistas, había invitado a unas conocidas para que la
protegieran y así tender un puente sobre el primer instante crítico. Ya antes de entrar en el salón, Ilona corrió a mi
encuentro con una impetuosidad llamativa — siguiendo instrucciones de Edith o
por iniciativa propia— y me acompañó para presentarme a la esposa del jefe del
distrito y a su hija, una muchacha clorótica, pecosa y de sonrisa burlona, y a la
que, yo lo sabía, Edith no soportaba. De este modo se enmascaró, por decirlo
así, aquella primera mirada, e Ilona me empujó enseguida hacia la mesa. Tomamos
té y charlamos. Yo mantuve una vehemente conversación con la pecosa y arrogante
pavitonta de provincias, mientras Edith charlaba con la madre. Esta
distribución, nada casual, intercalaba unos eslabones aislantes en el vibrante
contacto subterráneo entre ella y yo; pude evitar mirar a Edith, a pesar de que
unas cuantas veces noté que sus ojos se posaban inquietos sobre mí. Y cuando
las dos damas finalmente se levantaron, la hábil Ilona salvó también la
situación con una rápida maniobra. —Sólo acompaño a las señoras hasta la puerta.
Mientras, podéis empezar vuestra partida de ajedrez. Y luego tendré todavía un
poco que hacer con los preparativos del viaje, pero antes de una hora estaré de
nuevo con vosotros. —¿Tiene ganas de jugar una partida?—pude preguntar a
Edith con naturalidad. —Sí —contestó ella, bajando los ojos, mientras las
otras tres salían de la habitación. Mantuvo la mirada fija en el regazo mientras yo
preparaba el tablero y ordenaba las piezas detenidamente para ganar tiempo.
Según una vieja regla del juego, solíamos esconder una blanca y una negra en el
puño, detrás de la espalda, para decidir quién atacaba y quién defendía. Pero
la elección exigía un intercambio de palabras, como mínimo «derecha» o
«izquierda», de modo que lo evitamos de común acuerdo, y yo dispuse las piezas
sin más preámbulos. ¡No hables! ¡Encierra todos los pensamientos en el cuadrado
de sesenta y cuatro casillas! ¡Ten la vista clavada sólo en las piezas, no
mires siquiera los dedos que las mueven! Y así jugamos con aquel
ensimismamiento fingido que suele ser propio sólo de los empedernidos maestros
del ajedrez, los cuales olvidan todo lo que acontece a su alrededor y
concentran toda su atención exclusivamente en la partida. Pero pronto el juego mismo descubrió el embuste de
nuestro proceder. En la tercera partida Edith falló por completo. Hacía
movimientos equivocados, y yo noté claramente por el temblor de sus dedos que
no resistiría por mucho tiempo aquel falso silencio. En mitad de la partida
apartó el tablero de un manotazo. —¡Basta! ¡Déme un cigarrillo! Saqué uno de la
pitillera de plata cincelada y encendí solícito una cerilla. Cuando ardió la
llama, no pude evitar sus ojos. Miraban completamente inmóviles, no dirigidos a
mí ni hacia cualquier otra dirección determinada; como congelados por una
cólera glacial, permanecían inmutables y ajenos, pero por encima de ellos se
agitaban convulsivamente las tensas cejas, formando un arco tembloroso.
Comprendí al instante las señales de tormenta que anunciaban un inevitable
ataque nervioso. —¡No!—la exhorté, sinceramente asustado—. ¡Por favor,
no! Se echó hacia atrás en su sillón. Vi que el temblor convulsivo se propagaba
por todo su cuerpo y que sus dedos se incrustaban cada vez más en los brazos
del sillón. —¡No, no! —le rogué de nuevo, pues no se me ocurría
otra palabra de conjuro que ésta. Pero el llanto retenido ya había roto los
diques. No eran sollozos fuertes e impetuosos, sino, peor todavía, un llanto
silencioso y estremecedor, con los labios apretados, un llanto del que ella
misma se avergonzaba y que, no obstante, no podía reprimir. —¡No! ¡Por favor, no! —repetí y, para calmarla, me
incliné hacia ella y puse la mano en su brazo. Inmediatamente una especie de
descarga eléctrica recorrió sus hombros y luego atravesó como una hendidura
todo su cuerpo doblado sobre sí mismo. Y de repente cesaron las convulsiones, y toda ella volvió
a erguirse. No se movió más. Era como si todo el cuerpo esperara, como si
estuviera al acecho, para comprender lo que significaba ese contacto de otra
persona, saber si era ternura o amor o sólo compasión. Fue terrible esta espera
con el aliento contenido, la espera de todo un cuerpo que acechaba inmóvil. No
tuve valor para retirar la mano, que había mitigado con tan maravillosa rapidez
un llanto que se encrespaba y, por otro lado, tampoco tenía fuerza para
imprimir a mis dedos una ternura que el cuerpo de Edith, su piel ardiente —la
sentía bajo la mía— esperaba con impaciencia. Dejé descansar ahí mi mano como
algo extraño, y me pareció como si en aquel punto me acogiera toda su sangre,
cálida y palpitante. Mi mano permaneció inerte sobre su brazo no sé durante
cuánto rato, pues el tiempo se detuvo en aquellos minutos y se quedó tan quieto
como el aire de la habitación. Luego sentí un incipiente y ligero esfuerzo en
sus músculos. Con la cara vuelta hacia otro lado, sin mirarme, con su mano
derecha llevó la mía, suavemente, hacia sí, poco a poco fue acercándola a su
corazón y entonces añadió también la izquierda, tierna y vacilante. Ambas
sostuvieron con mucho tiento mi grande, pesada y desnuda mano de hombre, y
comenzaron a acariciarla suave y tímidamente. Al principio, sus delicados
dedos, como llevados por la curiosidad, sólo recorrieron la palma de mi mano,
inmóvil e indefensa, deslizándose por la piel como un hálito. Luego sentí cómo
sus gestos de tacto fino e infantil se aventuraban con cuidadoso roce desde la
muñeca hasta la punta de los dedos, cómo reseguían insinuantes y tentadores las
formas, de dentro afuera y de fuera adentro, cómo primero se detuvieron
asustados al llegar a la dureza de las uñas para luego rodearlas también a
tientas y, deslizándose por las venas, regresar después a la muñeca, y de nuevo
de arriba abajo. Era una exploración tierna, que en ningún momento se atrevió a
coger, apretar y retener mi mano con verdadera fuerza. Como un baño de agua
tibia se acercaba esa caricia juguetona, respetuosa y a la vez infantil,
asombrada y avergonzada. Y, sin embargo, sentí que la amante muchacha me
abrazaba todo entero en ese trocito de mí que yo le había entregado. Sin
querer, su cabeza se hundió más en el respaldo del sillón como para gozar más
voluptuosamente de este contacto; quedó tendida como una durmiente, como
soñando, con los ojos cerrados y los labios entreabiertos, y un reposo total
sosegaba y a la vez iluminaba su rostro, mientras sus amorosos dedos recorrían
una y otra vez mi mano, con renovada dicha, desde la muñeca hasta la punta de
los dedos. No había deseo en ese contacto íntimo, sólo una felicidad silenciosa
y asombrada de poder poseer, al fin, algo de mi cuerpo, siquiera fugazmente, y
mostrarle su inmenso amor. En ningún abrazo de mujer, ni aun en el más
ardiente, he sentido desde entonces una ternura tan conmovedora como en aquel
juego delicado, casi de ensueño. No sé cuánto duró. Esta clase de experiencias está más
allá del tiempo habitual; de aquellos tímidos toques y caricias emanaba algo
aturdidor, hechicero, hipnótico, que me excitaba y trastornaba más que el beso
impetuoso y ardiente de la otra vez. Aún no me sentía con fuerzas para retirar
la mano —«sólo debes tolerar mi amor», recordé—; como en un vago sueño sentí
con fruición ese constante goteo sobre mi piel hasta los nervios y lo toleré,
impotente e indefenso, pero avergonzado a la vez en el subconsciente de ser
amado tan sobremanera y de no sentir, por mi parte, más que un temor confuso,
unos desconcertados escalofríos. Pero, poco a poco, mi propia rigidez me resultó
insoportable. No me cansaba la caricia, ni el cálido ir y venir de sus
afectuosos dedos, ni su contacto tímido y vaporoso, antes bien me torturaba la
inmovilidad de mi mano, tan muerta que era como si no me perteneciera y como si
la persona que la acariciaba no formara parte de mi vida. Sabía que, así como
en estado de duermevela se oye el repicar de las campanas, tenía que dar una
respuesta: o resistirme a la caricia o devolverla. Pero no tenía fuerzas para
lo uno ni para lo otro: sólo sentía la urgencia de poner fin a este juego
peligroso, de modo que por cautela contraje los músculos. Despacio, despacio,
muy despacio, comencé a liberar la mano del ligero lazo. Sin que se notara,
confiaba. Pero la sensible muchacha notó enseguida esa incipiente retirada,
antes incluso de que yo me diera cuenta; de golpe soltó mi mano, poco menos que
asustada. Sus dedos cayeron como hojas marchitas; bruscamente desapareció de mi
piel el cálido goteo. Un tanto perplejo, retiré la mano ahora liberada, pues al
mismo tiempo se había oscurecido el rostro de Edith y de nuevo comenzó aquel
temblor convulsivo e infantil alrededor de su boca. —¡No, no! —le susurré; no encontraba otras palabras—.
Ilona no tardará. Y al ver que, con esas palabras vacías y sin fuerza,
sólo conseguí que se pusiera a temblar todavía con más vehemencia, de nuevo se
apoderó de mí aquella compasión que se inflamaba repentinamente. Me incliné
sobre ella y la besé en la frente, rozándola con un beso fugaz. Pero sus pupilas me miraron grises y severas, en
actitud defensiva; por decirlo así, me atravesaron, como si Edith pudiera leer
mis pensamientos detrás de la frente. No había logrado engañar sus sutiles
sentimientos. Comprendió que, al mismo tiempo que mi mano huía, yo mismo rehuía
su ternura y que aquel beso presuroso no había sido verdadero amor, sino simple
perplejidad y compasión. Mi error irreparable e imperdonable de aquellos días
consistió en que, a pesar de todos mis fervientes esfuerzos, no conseguí toda
la paciencia necesaria ni la fuerza suprema para disimular. En vano me había propuesto no dejar que ninguna
palabra, ninguna mirada, ningún gesto revelara que su ternura me abrumaba. De
continuo recordaba la advertencia de Condor: el peligro y la responsabilidad en
que incurría, si hacía daño a la vulnerable muchacha. Déjate amar por ella, me
repetía una y otra vez. Escóndete, disimula, durante estos ocho días, para no
herir su orgullo. Que no sospeche que la engañas, que la engañas
doblemente hablando con alegre seguridad de su pronto restablecimiento y al
mismo tiempo temblando de miedo y bochorno en tu interior. Actúa con
naturalidad, con total naturalidad, me exhortaba a cada momento, trata de
infundir cordialidad a tu voz, ternura y delicadeza a tus manos. Pero entre una mujer que ha revelado una vez su afecto
por un hombre y ese hombre circula un aire de fuego, lleno de misterio y de
peligro. Los enamorados poseen una inquietante clarividencia para la verdadera
dicha del amado, y puesto que el amor, conforme a su esencia más íntima, aspira
siempre a lo infinito, todo lo limitado le resulta odioso e insoportable. En
toda inhibición y en toda represión del otro sospecha una resistencia y en toda
falta de correspondencia ve, con razón, una defensa oculta. Era evidente que
algo de turbación y desconcierto debía haber en mi comportamiento, algo de
insinceridad y torpeza en mis palabras, pues todos mis esfuerzos no bastaban
para hacer frente a su atenta espera. No conseguí mi propósito supremo:
convencerla. Y su desconfianza, cada vez más impaciente, sospechaba
que yo no le daba lo más importante, lo único que deseaba de mí: la
correspondencia a su amor. A veces, en medio de la conversación—y precisamente
cuando con más celo solicitaba su confianza y su cordialidad— levantaba con
acritud su mirada gris hacia mí, y entonces yo tenía que bajar los párpados. Me
parecía como si hubiera lanzado una sonda para explorar el fondo más recóndito
de mi corazón. Así transcurrieron tres días, de tortura para mí y de
tortura para ella; en sus miradas y en su silencio notaba esa espera sin
descanso, muda y anhelante. Después — creo que fue al cuarto día— comenzó una
extraña animosidad que al principio no comprendí. Había ido a visitarla a
primera hora de la tarde, como de costumbre, y le había llevado flores. Las
cogió sin levantar la vista del todo, las dejó indolentemente a un lado, para
mostrarme con esta indiferencia que no esperara comprar mi libertad con
regalos. Después de un casi despectivo «¡Ah, para qué unas flores tan
bonitas!», enseguida se atrincheró de nuevo tras un silencio elocuente y
hostil. Traté con naturalidad de entablar conversación. Pero ella respondía, en
el mejor de los casos, con un lacónico «Ah» o un «¿De veras?» o un «Qué
curioso», pero haciendo notar siempre clara y ofensivamente que mi conversación
no le interesaba lo más mínimo. A propósito acentuaba ya sin ambages su
indiferencia: jugaba con un libro, lo hojeaba, lo dejaba, jugueteaba con toda
clase de objetos, una o dos veces bostezó ostensiblemente, después llamó al
criado en mitad de mi narración, le preguntó si había metido en la maleta su
abrigo de chinchilla y, sólo después de que éste le hubo respondido que sí, se
volvió de nuevo hacia mí con un frío «Siga contando», que dejaba adivinar claramente
la continuación no pronunciada de la frase: «Su charla me es completamente
indiferente.» Al final noté que mis fuerzas desfallecían. Cada vez con más
frecuencia miraba hacia la puerta esperando ver entrar a alguien que me salvara
de aquel monólogo desesperado, Ilona o Kekesfalva. Pero tampoco esas miradas se
le escaparon a Edith. Con disimulada mofa y aparente interés, preguntó: —¿Busca
algo? ¿Quiere algo? Y para vergüenza mía, no pude contestar más que un
estúpido: —No, no, nada. Quizá lo más sensato hubiera sido aceptar el combate
abiertamente y espetarle: «¿Qué quiere en realidad de mí? ¿Por qué me
atormenta? Puedo irme, si lo prefiere.» Pero había prometido a Condor que
evitaría cualquier brusquedad o provocación. En vez de sacudirme de encima el peso
de ese silencio malévolo, arrastré neciamente la conversación durante dos horas
como a través de arena muda y caliente, hasta que por fin apareció Kekesfalva,
tímido como siempre desde un tiempo a esta parte y tal vez aún más apocado:
—¿No quieren venir a la mesa? Y entonces nos sentamos alrededor de la mesa,
Edith frente a mí. No levantó la vista ni una sola vez, no dijo una sola
palabra a nadie. Los tres notamos la obstinación y el agresivo oprobio de su
silencio forzado. Con tanto más empeño traté de crear ambiente. Les hablé de
nuestro coronel, quien, como dipsómano, sufría con regularidad en los meses de
junio y julio la llamada «maniobritis» y les conté que, cuanto más se acercaba
la fecha de las grandes maniobras, se volvía más y más nervioso y quisquilloso.
A pesar de que el cuello de la guerrera parecía estrangularme, y a fin de
alargar la banal historia, la adorné con detalles ridículos. Sin embargo, sólo
los demás reían, aunque también forzadamente y con el visible empeño de tapar
el penoso silencio de Edith, que entonces bostezaba por tercera vez
ostensiblemente. Pero tienes que seguir hablando, me dije. Y conté cómo nos hacían correr de un lado para otro en
aquellos días hasta marearnos. A pesar de que el día anterior dos ulanos habían
caído del caballo a causa de una insolación, aquel tirano rabioso nos trataba
cada día con mayor dureza. Cuando desmontábamos, nadie podía predecir cuántas
veces, si veinte o treinta, nos mandaría repetir, en su manía por las
maniobras, el ejercicio más tonto. A duras penas había podido escaparme a
tiempo ese día, pero sólo Dios y el coronel, que por aquel entonces se creía su
lugarteniente en la tierra, sabían si al día siguiente podría llegar con
puntualidad. Fue una observación sin duda inocente, que no podía herir
ni irritar a nadie. Había hablado dirigiéndome a Kekesfalva, con desenvoltura y
buen humor, sin mirar en ningún momento a Edith (hacía rato que ya no podía
soportar su mirada fija en el vacío). De pronto se oyó un ruido metálico. Edith
había tirado sobre el plato el cuchillo con el que había estado jugueteando
nerviosamente durante todo ese tiempo y añadió a nuestro susto un cortante:
—Bueno, si tanto le fastidia, quédese en el cuartel o en el café. Sabremos
sobrellevarlo. Como si alguien hubiera disparado a través de la
ventana, nos quedamos todos mirándola sin aliento. —Pero, Edith... —balbuceó Kekesfalva con la lengua
seca. Pero ella se echó hacia atrás en el sillón y añadió en
tono de burla: —¡Hay que tener compasión de un hombre con una vida tan agitada!
¿Por qué no hemos de darle al teniente un día libre de nuestro servicio? Por mi
parte, le ofrezco gustosa un día entero de libertad. Kekesfalva e Ilona se miraron azorados. Ambos
comprendieron enseguida que me acometía de un modo completamente absurdo, con
una irritación mucho tiempo reprimida; por la manera angustiada con que se
volvieron hacia mí adiviné su temor de que pudiera responder con grosería a
aquella grosería. Por eso mismo me contuve con mayor denuedo. —¿Sabe usted, Edith? En realidad tiene razón —dije tan
cordialmente como me permitió mi corazón palpitante—. No debo ser una buena
compañía para ustedes cuando vengo tan derrengado. Yo mismo he notado hoy todo
el rato que los he aburrido soberanamente. Pero en esos pocos días que quedan deberían
darse por satisfechos con un individuo tan molido como yo. Porque, ¿cuánto tiempo podré visitarlos todavía? En un
abrir y cerrar de ojos, la casa estará vacía y todos ustedes se habrán ido. Me
cuesta imaginarme que ya no estaremos juntos más de cuatro días en total o,
mejor dicho, tres y medio, antes de que... Pero entonces, del otro lado de la mesa, estalló una
risa aguda y estridente, como un paño que se desgarra. —¡Ja! ¡Tres días y medio! ¡Ja, ja! ¡Ha calculado hasta
los medios días para que por fin se libre de nosotros! ¿Acaso se ha comprado un
calendario y ha marcado en rojo: «Día de fiesta, se van»? Pero tenga cuidado.
Uno también puede equivocarse en sus cálculos ¡Ja! Tres días y medio, tres y
medio, medio, medio... Reía cada vez más fuerte, a la vez que nos fulminaba
con ojos severos, pero temblaba mientras reía; era más bien una fiebre
perniciosa lo que la sacudía y no una auténtica alegría. Se notaba que hubiera
querido levantarse, lo que habría sido el movimiento más natural y normal en
tal estado de violenta agitación, pero, con sus piernas inválidas, no podía
apartarse de la butaca. Esa inmovilización forzada confirió a su cólera algo de
la malignidad y de la trágica indefensión de un animal enjaulado. —Espera, voy a buscar a Josef —le susurró Ilona,
completamente pálida, acostumbrada desde hacía años a adivinar cada uno de sus
movimientos, y el padre se colocó enseguida a su lado. Pero su temor resultó superfluo, pues entonces, cuando
entró el criado, se dejó llevar por éste y por Kekesfalva, sin despedirse ni
disculparse con una sola palabra. Sólo por nuestra consternación se percató del
trastorno que había causado. Quedé a solas con Ilona. Me sentí como alguien que ha
caído de un avión y se levanta tambaleante, aturdido del susto, sin saber lo
que en realidad le ha ocurrido. —Tiene que comprenderlo —musitó Ilona
apresuradamente—. Ya no duerme por las noches. Pensar en el viaje la altera muchísimo y... usted no
sabe... —Sí, Ilona, lo sé. Lo sé todo —dije—. Y precisamente
por eso volveré mañana. ¡Debes aguantar! ¡Resistir!, me decía enérgicamente,
mientras volvía al cuartel, excitado por aquella escena. ¡Perseverar a toda
costa! Se lo prometiste a Condor, está en juego tu palabra. No dejes que los
nervios y los caprichos te desconcierten. Tienes que tener siempre presente que
esta animosidad no es sino la desesperación de una persona que te ama y te hace
culpable por tu frialdad y tu dureza de corazón. Mantente firme hasta el último
momento; sólo faltan tres días y medio, tres días, y habrás superado la prueba,
podrás descansar semanas y meses. ¡Paciencia, ahora, paciencia! ¡Sólo este
lapso de tiempo, sólo estos tres días y medio, estos últimos tres días! Condor
tenía razón. Únicamente lo inconmensurable, lo inconcebible, nos asusta; en
cambio, todo lo limitado y determinado nos desafía, nos pone a prueba y se
convierte en medida de nuestras fuerzas. Tres días: estaba convencido de
conseguirlo, y este convencimiento me infundió seguridad. Al día siguiente
cumplí de forma excelente con el servicio, lo cual es decir mucho, pues ese día
tuvimos que acudir una hora antes al campo de instrucción y ejecutar maniobras
sin cesar hasta que el sudor nos empapó el cuello de la guerrera. Ante mi
propia sorpresa, pude incluso arrancar al colérico coronel un involuntario
«¡Así me gusta!». En esta ocasión, la tormenta cayó con tanta más virulencia
sobre el conde Steinhübel. Loco apasionado por los caballos como era, había
comprado la antevíspera un alazán de patas largas, un animal de pura sangre,
joven e indómito; por desgracia, confiando en su pericia de jinete, había
cometido la imprudencia de no tantearlo antes a fondo. En medio de la arenga,
el animal, asustado por la sombra de un pájaro, se encabritó, volvió por
segunda vez a la carga atravesando la formación en diagonal y, si Steinhübel no
hubiese sido un excelente jinete, toda la tropa habría sido testigo de un
singular vuelco de cabeza. Sólo después de una lucha realmente acrobática, pudo
dominar a la fogosa bestia; sin embargo, esa respetable hazaña no le valió
ningún comentario amable por parte del coronel. De una vez por todas, gruñó, no
toleraba ejercicios circenses en el campo de instrucción; si el señor conde no
entendía de jamelgos, que por lo menos los desbravara convenientemente antes en
la escuela de equitación y no hiciera un ridículo tan lamentable delante de la
guarnición. Esta malévola observación enfureció sobremanera al
capitán. En el camino de vuelta y luego en la mesa, explicaba todavía, una y
otra vez, la injusticia de que había sido objeto. El rocín era demasiado
brioso, contaba; ya verían el buen papel que haría el alazán, cuando le hubiera
hecho bajar los humos. Pero, cuanto más se irritaba el enfurecido conde, más lo
pinchaban los compañeros. Se burlaban y lo ponían rabioso diciéndole que se
había dejado engañar. El debate fue subiendo de tono. Durante la tormentosa
discusión se me acercó por detrás un ordenanza: —Al teléfono, mi teniente. Me levanté de pronto con el peor de los
presentimientos. En aquellas últimas semanas, el teléfono, los telegramas y las
cartas sólo habían significado tensión nerviosa y sobresaltos. ¿Qué querrá
ahora? Seguramente lamentaba haberme dado libre aquella tarde. Pues, si se
arrepiente, tanto mejor; todo irá a pedir de boca. De todos modos cerré
herméticamente la puerta acolchada de la cabina, como si de aquella manera
cortara todo contacto entre la esfera profesional y la otra. Era Ilona. —Sólo quería decirle —a través del aparato me pareció
un tanto cohibida— que sería preferible que hoy no viniera. Edith no se
encuentra muy bien... —Nada grave, espero —la interrumpí. —No, no..., pero creo que es mejor que hoy la dejemos
descansar y después... —titubeó un buen rato— y después... ahora un día ya no
importa tanto. Pero habrá que... habrá que aplazar un poco el viaje. —¿Aplazar? Debí preguntarlo muy temeroso, pues ella se
apresuró a añadir: —Sí... pero esperamos que será por pocos días... Además,
esto lo discutiremos mañana o pasado mañana... Puede que entretanto vuelva a
llamarlo... Simplemente quería ponerlo al corriente... Así pues, hoy mejor que
no y... y... Usted lo pase bien y hasta pronto. —Sí, pero —balbuceé en el aparato. Pero no recibí
respuesta. Escuché todavía durante unos segundos. Nada, ninguna respuesta.
Había colgado. Curioso: ¿por qué había interrumpido la conversación tan
deprisa? Era como si temiera que le siguiera preguntando. Esto debía significar
algo... ¿Y, después de todo, por qué el aplazamiento? ¿Por qué aplazarlo,
cuando ya se había fijado la fecha? Ocho días, había dicho Condor. Ocho días:
yo ya me había hecho a la idea y me había preparado interiormente para este
plazo, y ahora de nuevo tenía que... Imposible..., eso era imposible... No
soportaría aquel ir de allá para acá... Al fin y al cabo, uno tenía también sus
nervios... Alguna vez tendría que poder descansar al fin... ¿Hacía realmente tanto calor en la cabina? Abrí la
puerta de golpe como alguien que se está asfixiando y volví a mi asiento casi a
tientas. Al parecer, nadie se había dado cuenta de que me había levantado y
marchado. Los otros seguían discutiendo con vehemencia y burlándose de
Steinhübel y, junto a mi silla vacía, aguardaba de pie el ordenanza con la
fuente de asado. Mecánicamente me serví dos o tres tajadas para
librarme cuanto antes del muchacho, pero no cogí el tenedor ni el cuchillo,
pues de pronto sentí entre mis sienes unos fuertes latidos, como si un martillo
me esculpiera implacablemente dentro del cráneo las palabras: «¡Aplazar!
Aplazar el viaje!» Por fuerza debía haber un motivo. Seguro que algo había
pasado. ¿Estaba enferma de gravedad? ¿La había ofendido? ¿Por qué de repente no
quería irse? Sin embargo. Condor me había prometido que sólo tenía que aguantar
ocho días, y ya había resistido cinco... Pero más no podría... ¡No aguantaría!
—Despierta, Toni, ¿qué estás soñando? Parece que nuestro asado no te gusta. Oh,
claro, ya se ve: esto pasa cuando uno se acostumbra al lujo. Yo siempre digo
que lo nuestro ya no es bastante distinguido para él. ¡El maldito Ferencz de siempre, con su risa bonachona
y pastosa, con sus sucias alusiones, como si yo viviera a costa ajena ahí
fuera! —¡Vete al diablo! ¡Déjame en paz con tus estúpidas bromas! —lo increpé.
Toda la furia contenida debió de manifestarse en mi voz, pues los dos
aspirantes a oficial de enfrente nos miraron sorprendidos. Ferencz soltó
cuchillo y tenedor. —¡Oye, Toni! —dijo amenazador—. Te prohíbo ese tono
conmigo. ¡Faltaría más que no se pudiera bromear durante el rancho! Que comas
más a gusto en otra parte, en esto te doy la razón, es cosa tuya y no me
importa, pero en nuestra mesa me permitiré la libertad de observar que no tocas
la comida. Los vecinos de mesa nos miraban con interés. De
repente disminuyó el ruido de platos y cubiertos. Incluso el comandante guiñó
los ojos y nos observó con atención. Vi que era el momento de reparar mi falta
de dominio. —Y tú, Ferencz —contesté, forzando una sonrisa—, haz
el favor de permitirme que por una vez tenga dolor de cabeza y no me encuentre
bien. Ferencz mudó inmediatamente de tono. —Hombre, Toni, perdona. ¿Quién iba a sospecharlo?
Aunque, en realidad, sí tienes un aspecto bastante ruin. Desde hace unos días
te noto algo raro. Pero, bueno, enseguida te recuperarás, por ti no me
preocupo. El lance terminó felizmente. Pero dentro de mí seguía
hirviendo la rabia. ¿Qué juego se traen conmigo los del castillo? De un lado
para otro, arriba y abajo, una de cal y otra de arena... ¡No, no me dejaré
fustigar de este modo! He dicho tres días, tres y medio, ni una hora más. ¡Y me
da igual que aplacen o no el viaje! No permitiré que sigan destrozándome los
nervios ni que la maldita compasión siga atormentándome. Terminaré por volverme
loco. Tuve que contenerme para que no se notara la rabia que
me consumía por dentro. Deseaba coger las copas y romperlas entre los dedos o
aporrear la mesa con el puño; sentía la imperiosa necesidad de hacer algo
violento para liberarme de aquella tensión, en vez de esperar sentado,
indefenso, y esperar nervioso si volvían a escribirme o llamarme por teléfono,
si aplazaban o no aplazaban. Simplemente no podía más. Tenía que hacer algo. Enfrente, los compañeros seguían discutiendo con la
misma excitación. —Y yo te digo —se mofaba el flaco Jozsi— que
Neutitscheiner te la ha pegado. Yo también entiendo algo de caballos, y con ese
jamelgo no harás nada, nadie lo dominará. —¿Ah no? Me gustaría verlo—intervine de pronto en la
conversación—. Me gustaría ver si no es posible hacer algo con esa bestia.
Steinhübel, ¿tienes inconveniente en que dedique una o dos horas a tu alazán y
lo vapulee hasta que obedezca? No sé cómo se me ocurrió la idea, pero la
necesidad de desahogar mi cólera contra alguien o algo, de andar a la greña, de
pelearme, se apoderó de mí con un delirio tan febril que me agarré ansioso a
esta primera oportunidad casual. Todos me miraron asombrados. —A la bonne heure! —se rió el conde Steinhübel—. Si
tienes coraje, incluso me harás un favor. Hoy me han dado calambres en los dedos de tanto tirar
de las riendas del animal. Estaría bien que alguien más descansado montara al
diablillo. Si te parece bien, vamos ahora mismo. ¡Adelante, vamos! Todos se
pusieron en pie de un salto, con el presentimiento cierto de tener una buena
«chirigota». Fuimos a los establos para sacar a César, que éste era el
invencible nombre que Steinhübel había elegido, quizás un poco precipitadamente,
para su temible animal. A César le debió parecer sospechoso que nos reuniéramos
en una cuadrilla tan parlanchina alrededor de su cuadra. Resopló y resolló y
bailó arriba y abajo del estrecho espacio, y tiraba del cabestro con tanta
fuerza que hacía crujir los maderos. No sin esfuerzo llevamos al desconfiado
animal hasta el picadero. En general, yo era un jinete regular y no podía
compararme ni de lejos con un soldado de caballería apasionado como Steinhübel.
Sin embargo, aquel día no habría encontrado otro mejor que yo, ni el indómito
César se habría topado con un adversario más peligroso, porque esa vez la rabia
me templaba los músculos; el perverso deseo de aplastar algo, de avasallar, me
presentaba como un placer casi sádico demostrar por lo menos a aquel terco
animal (¡no se puede dar golpes contra lo inalcanzable!) que mi paciencia tenía
un límite. Poco le sirvió al bravo César revolverse como una peonza, golpear
con los cascos contra las paredes, encabritarse y tratar de arrojarme al suelo
dando saltos bruscos de lado. Yo estaba en plena forma y tiraba de las bridas
sin compasión, como si quisiera arrancarle todos los dientes, le estampé los
tacones en las costillas, y con este tratamiento pronto se le acabaron las
mañas. Su resistencia tenaz me excitaba, me estimulaba y me entusiasmaba, y a
la vez los gritos de ánimo de los oficiales, aquellos «¡Caramba, cómo le da!» o
«¡Mirad a Hofmiller!», me enardecían y me infundían una seguridad cada vez más
envalentonada. El amor propio pasa siempre del esfuerzo físico a la
satisfacción anímica; al cabo de media hora de lucha sin cuartel, me erguía
triunfante en la silla, y debajo de mí el animal humillado echaba espuma,
jadeaba y sudaba, como si hubiese salido de una ducha caliente. El cuello y los
arreos estaban llenos de copos blancos de espuma, las orejas se agachaban
obedientes y al cabo de otra media hora el invencible animal trotaba suave y
dócil como yo quería; ya no me hacía falta apretar los muslos y hubiera podido
desmontar tranquilamente para que los camaradas me felicitaran. Pero todavía me quedaban demasiadas ganas de pelea, y
me sentía tan a gusto en aquel estado de enardecimiento físico que pedí a
Steinhübel que me permitiera salir a cabalgar una o dos horas más en el campo
de instrucción, al trote por supuesto, para refrescar un poco al sudoroso
animal. —¡Encantado! —asintió sonriendo Steinhübel—. Ya veo
que me lo devolverás impecable. A partir de ahora no tendrá ganas de gastarme
más jugarretas. ¡Bravo, Toni, enhorabuena! Salí, pues, del picadero entre los
atronadores aplausos de mis camaradas y, sin apenas asir las riendas, conduje
al exhausto caballo a través de la ciudad y luego hasta las praderas. El
caballo iba suelto y ligero, y suelto y ligero me sentía también yo. En aquella
fatigosa hora había desahogado toda mi rabia y todo mi encono en ese terco
animal; César trotaba ahora manso y pacífico, y tuve que dar la razón a
Steinhübel: realmente tiene una andadura magnífica. No se puede galopar de una
forma más hermosa, más vibrante y elástica; poco a poco, mi enojo inicial cedió
el paso a un bienestar placentero, casi soñador. Hice correr al caballo de un
lado para otro durante una hora larga y finalmente, a las cuatro y media, creí
llegada la hora de regresar, esta vez lentamente. Ambos, César y yo, ya teníamos bastante por un día. A
un trote cómodo, balanceándome como en una mecedora, volví a la ciudad por la
conocidísima carretera, yo mismo ya un poco mareado. De repente, oí detrás de
mí un bocinazo fuerte y agudo. El nervioso alazán levantó enseguida las orejas
y empezó a temblar. Pero me di cuenta a tiempo de la agitación que se había
apoderado del jamelgo, tiré de la rienda y, apretando los muslos, lo aparté de
en medio de la calzada hasta la cuneta, junto a un árbol, para dejar pasar al
coche. El coche debía conducirlo un chofer muy considerado,
que comprendió correctamente mi precaución de echarme a un lado. Muy despacio,
tanto que apenas se oía el motor, avanzó a una velocidad mínima; en realidad,
fue casi innecesario que me fijara con tanta atención en el tembloroso caballo
y apretara los muslos con tanta fuerza, esperando el momento de un salto de
costado o una brusca reculada, pues cuando el coche pasó por nuestro lado, el
caballo se quedó medianamente quieto. Pude mirar con toda tranquilidad. Pero en el momento
en que levanté los ojos, vi que alguien me saludaba con la mano desde el coche
descubierto y reconocí la calva redonda de Condor, junto al cráneo ovalado,
sombreado por el pelo blanco y ralo de Von Kekesfalva. No sabía si temblaba el caballo debajo de mí o
temblaba yo. ¿Qué significaba aquello? ¿Condor estaba allí, sin haberme
avisado? ¡Tuvo que haber estado en casa de los Kekesfalva, pues el viejo iba
sentado a su lado! ¿Por qué no se detenían para saludarme? ¿Por qué pasaban por
mi lado como dos extraños? ¿Y a qué se debía que Condor hubiera vuelto a la
casa tan de repente? De dos a cuatro tenía consulta en Viena. Debían de haberlo
llamado con especial urgencia, seguramente muy de mañana. Algo tenía que haber
sucedido. Sin duda debía tener relación con la llamada telefónica de Ilona,
diciéndome que tenían que aplazar el viaje y que yo no fuera a visitarlos aquel
día. ¡Por fuerza tenía que haber pasado algo, algo que se me ocultaba!
Finalmente Edith debía de haber intentado algo..., la noche anterior se la veía
tan decidida, con una seguridad tan burlona, como sólo la tiene alguien que
planea algo malo, algo peligroso. ¡Sin duda se ha causado algún daño! ¿Y si me
ponía a seguirlos al galope? Quizás alcanzaría todavía a Condor en la estación. Pero a lo mejor, reflexioné con rapidez, todavía no se
va. No, en modo alguno regresaría a Viena, si realmente ha ocurrido algo grave,
sin dejarme un mensaje. Quizás encuentre una nota suya en el cuartel. Este
hombre, lo sé, no hace nada sin mí en secreto, contra mí. Este hombre no me
dejará en la estacada. ¡Debo regresar deprisa! Seguro que me espera una palabra
suya, una carta, una nota, o él mismo. ¡Debo regresar deprisa! Una vez en el
cuartel dejo apresuradamente el caballo en los establos y subo corriendo por la
escalera de servicio para evitar comentarios y felicitaciones. En efecto, ante
mi puerta me espera ya Kusma; en su rostro preocupado y en sus hombros caídos
noto que algo pasa. Con cierta consternación me anuncia la presencia de un
caballero de paisano en mi cuarto; no se ha atrevido a despacharlo porque el
hombre ha dicho que es muy urgente. Kusma tiene la orden estricta de no dejar
entrar a nadie, pero es probable que Condor le haya dado una propina y de ahí
el miedo y la inseguridad de Kusma, que, sin embargo, se convierte rápidamente
en asombro cuando, en vez de reprenderlo, le murmuro un jovial «Está bien» y
voy directo hacia la puerta. ¡Gracias a Dios que Condor ha venido! Él me lo
contará todo. He abierto la puerta precipitadamente y al instante
una figura, como salida de las sombras, se mueve en el otro extremo de la
habitación a oscuras (Condor ha bajado las persianas por el calor). Cuando me dispongo a saludar cordialmente a Condor, me
doy cuenta de que no es él el hombre que me espera, sino otro, y precisamente
el que menos hubiera esperado aquí. Es Kekesfalva: aunque la oscuridad hubiese
sido más compacta, lo habría reconocido entre mil por su manera tímida de
levantarse y de saludar con reverencias. Y ya antes de que carraspee para
empezar a hablar, adivino de antemano el tono humilde y acongojado de su voz. —Teniente, le pido disculpas —dice con una
inclinación— por haber entrado aquí sin avisar, pero el doctor Condor me ha
encargado que le transmita sus especiales saludos y que lo disculpe por no
haber hecho parar el coche... Se hacía tarde y tenía que coger sin falta el
expreso de Viena, porque esta noche... y... y... por eso me pidió que le dijera
cuánto lo lamenta... Sólo por eso..., quiero decir que sólo por eso me he
permitido venir a verlo personalmente... Está delante de mí con la cabeza agachada como bajo un
yugo invisible. En la penumbra reluce su cráneo huesudo, con el cabello ralo
peinado a raya. El servilismo completamente innecesario de su actitud empieza a
irritarme. Mi malestar me dice, infalible, que tras estos cohibidos
circunloquios se esconde un propósito determinado. Un anciano que sufre del
corazón no sube tres pisos sólo para transmitir unos saludos sin importancia.
Habría podido hacerlo por teléfono o esperar a mañana. ¡Cuidado!, me digo. Este
Kekesfalva quiere algo de ti. Ya una vez se te apareció así de entre las
sombras; empieza humilde como un mendigo y acaba imponiéndote su voluntad como
el djin de tu sueño al compasivo joven. ¡No cedas! ¡No te dejes atrapar! ¡No
preguntes nada, no pidas aclaraciones sobre nada, despídelo y acompáñalo hasta
la puerta lo antes posible! Pero ante mí tengo a un anciano con la cabeza
humildemente inclinada. Veo su coronilla de cabellos blancos y ralos; como en
sueños recuerdo la de mi abuela, cuando nos contaba cuentos, a mí y a mis
hermanos, inclinada sobre sus labores de punto. No se puede ser descortés y
echar a un viejo enfermo. De modo que, como si nada hubiera aprendido de la
experiencia, le indico una silla: —Muy amable de su parte, señor Von
Kekesfalva, molestarse en venir hasta aquí. De verdad, muy amable. ¿No quiere
sentarse? Kekesfalva no contesta. Quizá no me ha oído. Pero por lo menos ha
visto el gesto de mi mano. Indeciso, se acerca al borde de la silla que le acabo
de ofrecer. Así de intimidado—la imagen cruza como un relámpago mi cabeza—
debió de sentarse, en su juventud, como huésped sin un céntimo, a las mesas
ajenas. Y así se sienta ahora el millonario en mi pobre y gastada silla de
mimbre. Se quita parsimonioso las gafas, saca un pañuelo del bolsillo y se pone
a limpiar ambos cristales. ¡Pero, amigo mío, ya he escarmentado, conozco este
gesto, conozco tus trucos! Sé que limpias las gafas para ganar tiempo. Quieres
que yo inicie la conversación, que yo pregunte, incluso sé que deseas que te
pregunte si Edith está realmente enferma y por qué habéis aplazado el viaje.
Pero yo ando prevenido. ¡Empieza tú, si tienes algo que decirme! ¡No pienso dar
el primer paso! No, no me dejaré embaucar otra vez... ¡Basta ya de esa
compasión maldita! ¡Basta ya también de ese siempre más y más! ¡Se acabaron los
engaños y las opacidades! Si quieres algo de mí, dilo rápida y francamente,
pero no te escondas tras esa majadería de limpiarse las gafas. ¡No voy a caer
otra vez en la trampa! ¡Estoy harto de mi compasión! Finalmente, el anciano,
como si hubiera oído las palabras no pronunciadas tras mis labios cerrados,
deposita resignado sobre la mesa las restregadas y brillantes gafas. Se da
perfecta cuenta, es evidente, de que no tengo intención de ayudarle y de que es
él quien debe empezar; con la cabeza tenazmente inclinada, comienza a hablar,
sin levantar la vista hacia mí. Habla a la mesa, como esperando más compasión
de la madera dura y agrietada que de mí. —Ya sé, teniente —empieza, angustiado—, que no tengo
derecho..., no, es verdad, no tengo derecho a quitarle su tiempo. Pero ¿qué
puedo hacer, qué podemos hacer? No puedo seguir así, no podemos seguir así...
Sabe Dios cómo le ha sobrevenido eso, ya no se puede hablar con ella, ya no
escucha a nadie... Y, sin embargo, sé que no lo hace con mala intención...,
sólo es desdichada..., inmensamente desdichada..., nos hace esto sólo porque
está desesperada. Espero. ¿Qué quiere decir? ¿Qué les hace? ¿Qué pasa?
¡Desembucha de una vez! ¿Por qué andas con tantos tapujos? ¿Por qué no dices
directamente lo que pasa? Pero el anciano sigue con la mirada vacía clavada en
la mesa. —Y eso que estaba todo hablado y dispuesto. El coche
cama, reservado; hermosas habitaciones, también reservadas, y ayer por la tarde
ella estaba todavía llena de impaciencia. Ella misma había escogido los libros
que quería llevarse, se había probado los vestidos nuevos y el abrigo de pieles
que mandé traer de Viena. Y, de repente, le pasa eso, no lo entiendo, ayer por
la noche, después de cenar... Recordará usted lo excitada que estaba. Ilona no
lo entiende, nadie entiende qué le sobrevino de pronto. Pero dice, grita y jura
que no se marchará a ningún precio, que ningún poder de la tierra logrará
alejarla de nuestra casa. Repite una y otra vez que se queda, se queda, se
queda, aunque peguen fuego a la casa con ella dentro. No tomará parte en esta
patraña, no se dejará engañar, dice. Sólo pretenden alejarla con esa cura,
librarse de ella. Pero todos nos equivocábamos, todos. Simplemente no hará el
viaje. Se queda, se queda y se queda. Siento escalofríos. He aquí, pues, lo que se escondía
tras la risa colérica de la víspera. ¿Se había dado cuenta de que yo ya no
podía soportarlo más y montaba esa escena para que le prometiera que sí la
seguiría a Suiza? Pero me obligo a no comprometerme, a no mostrar mi
irritación, a no revelar al anciano que su decisión de quedarse me destroza los
nervios. Así que me hago el loco a propósito y declaro con harta indiferencia:
—Oh, se le pasará. Usted sabe mejor que nadie que sus estados de ánimo cambian
como una veleta. E Ilona me dijo por teléfono que sólo se trata de una demora
de pocos días. El anciano lanza un suspiro que brota de su interior
apagado, como un vómito; es como si esta brusca arcada le arrancara las últimas
fuerzas del cuerpo. —¡Dios mío, ojalá no fuera más que eso! Pero lo
terrible es que temo..., todos tememos que no hará el viaje ni ahora ni
nunca... No lo sé, no lo entiendo..., de pronto el tratamiento le resulta indiferente,
le da lo mismo curarse o no. «No dejaré que me sigan martirizando, no dejaré
que sigan experimentando conmigo, todo eso no tiene sentido.» Esas cosas dice,
y las dice de tal modo que a uno se le para el corazón. «No me dejaré engañar
más», grita y solloza. «Adivino vuestras intenciones, lo veo todo... Todo.»
Reflexiono rápidamente. Dios mío, ¿se habrá dado cuenta de algo? ¿Me habré
delatado? ¿Habrá cometido Condor alguna imprudencia? ¿Puede ella haber
sospechado, a raíz de una observación distraída, que no todo es trigo limpio en
esa cura en Suiza? Su clarividencia, su clarividencia terriblemente
desconfiada, ¿habrá caído en la cuenta de que en realidad la mandamos a Suiza
sin ningún objeto? Tanteo con sumo cuidado: —No lo entiendo..., su hija ha tenido
siempre absoluta confianza en el doctor Condor, y si él le ha recomendado esta
cura con tanta insistencia... La verdad, no lo entiendo. —Sí, pero así es... Esto es lo absurdo: no quiere
someterse a ninguna cura más, ¡no quiere curarse! ¿Sabe lo que ha dicho? «No
iré por nada del mundo, estoy harta de mentiras. Prefiero seguir lisiada como
estoy y quedarme... ¡Ya no quiero curarme, no quiero, ya no tiene sentido !»
—¿No tiene sentido?—repito, completamente desconcertado. Pero el anciano hunde todavía más la cabeza, ya no veo
sus ojos humedecidos, ni sus gafas. Sólo por su cabello blanco y ralo, que se agita,
descubro que ha comenzado a temblar violentamente. Después murmura de modo casi
incomprensible: —«Ya no tiene sentido que me cure», dice entre sollozos,
«porque él... él...» —el anciano toma aliento como preparándose para un gran
esfuerzo. Al fin prorrumpe— «él... él sólo siente compasión por mí». Un frío helado me recorre todo el cuerpo cuando
Kekesfalva pronuncia la palabra «él». Es la primera vez que hace alusión a los
sentimientos de su hija. Desde hacía algún tiempo me había llamado la atención
que el anciano me evitaba visiblemente, que apenas se atrevía a mirarme, cuando
antes se había mostrado conmigo tan cariñoso y solícito. Pero yo sabía que era
por vergüenza por lo que se mantenía alejado de mí, porque debió haber sido
terrible para un padre anciano ser testigo de cómo su hija solicitaba a un
hombre que la rehuía. Sus confesiones secretas debían haberle atormentado
terriblemente y su deseo no disimulado debió haberlo avergonzado sin medida.
Quien oculta o tiene que ocultar algo, pierde la mirada abierta y franca. Pero ahora ya estaba dicho y el mismo golpe nos había
alcanzado a los dos en el corazón. Después de esa palabra delatora, nos hemos quedado
mudos y evitamos mirarnos el uno al otro. En el angosto espacio de la mesa que nos separa se
cierne un silencio de aire estancado. Pero poco a poco este silencio se
expande; se hincha como un vapor negro hasta el techo y llena toda la
habitación; desde arriba y desde abajo, desde todas partes, este vacío nos
oprime y nos abruma, y por la respiración entrecortada de Kekesfalva noto hasta
qué punto el silencio lo asfixia. Un instante más, y o bien esta presión nos
ahogará a los dos, o uno de nosotros tendrá que levantarse y romper con una
palabra ese vacío opresivo y sofocante. Entonces, de repente, sucede algo. Al principio, sólo
noto que él hace un movimiento, un gesto extrañamente torpe y pesado. Después,
veo que el anciano cae al suelo de improviso como una masa blanda. Tras él, la
silla cae con estrépito. Un ataque, es mi primer pensamiento. Un ataque
cardíaco, puesto que el hombre está enfermo del corazón, según me dijo Condor.
Asustado, me levanto de un salto para ayudarle y tenderlo en el sofá. Pero en
el mismo instante me doy cuenta de que el anciano no ha caído ni resbalado de
la silla, sino que él mismo se ha arrojado al suelo. Con la agitación del
momento, al levantarme se me ha pasado completamente por alto que el hombre ha
caído de rodillas a propósito, y ahora, cuando me dispongo a ayudarle, se
arrastra hasta mí, me aferra las manos e implora: —Tiene que ayudarla..., sólo
usted puede ayudarla, sólo usted... También Condor lo dice: ¡usted y nadie
más...! Se lo suplico, tenga compasión..., no puede seguir así..., de lo
contrario cometerá algún desatino, se perderá. A pesar de que las manos me tiemblan, obligo al
anciano a levantarse, pero él sigue aferrándose a los brazos que intentan
ayudarle; siento en mi carne sus dedos desesperadamente atenazados como
garfios... Es el djin, el djin de mis sueños, que abusa del compasivo. —Ayúdela —jadea—. Por el amor de Dios, ayúdela... No
se puede dejar a la niña en este estado... Es cuestión de vida o muerte, se lo
juro... No se imagina usted los disparates que dice en su desesperación... Que
se quitará de en medio, que dejará el camino libre, dice entre sollozos, para
que usted descanse y todos descansemos de ella... Y no lo dice por decir, lo
dice muy en serio... Dos veces lo ha intentado: una cortándose las venas, y
otra tomando somníferos. Cuando quiere algo, no hay modo de hacerla desistir,
nadie puede... Sólo usted puede salvarla ahora, sólo usted... ¡Se lo juro,
nadie más! —Por supuesto, señor Von Kekesfalva... Pero, tranquilícese, por
favor... Por supuesto que haré todo cuanto esté en mi mano. Si usted quiere,
iremos los dos ahora mismo e intentaré convencerla. Ahora mismo lo acompaño. Decida usted lo que debo
decir o hacer... Suelta de pronto mi brazo y me mira fijamente. —¿Lo que debe hacer...? ¿De veras no lo entiende o no
lo quiere entender? Ella le ha abierto su corazón, se le ha ofrecido, y ahora
se avergüenza mortalmente de haberlo hecho. Le ha escrito, y usted no ha
contestado, y ahora se atormenta noche y día porque usted quiere alejarla, librarse
de ella, porque la desprecia... La enloquece el temor de que usted la
aborrezca..., porque ella... Ella... ¿No comprende usted que una persona tan orgullosa y
apasionada como esta niña por fuerza tiene que hundirse cuando se la hace
esperar tanto? ¿Por qué no le da un poco de esperanza? ¿Por qué no le dice una
palabra? ¿Por qué es tan cruel y despiadado con ella? ¿Por qué atormenta tan
terriblemente a esa pobre criatura inocente? —Pero si he hecho todo lo posible
para calmarla..., le he dicho... —¡Nada le ha dicho! Usted mismo tiene que darse cuenta
de que la vuelve loca con sus visitas, con su silencio, porque ella sólo
espera... esa sola palabra que toda mujer espera del hombre al que ama...
Mientras estaba tan abatida, nunca se hubiera atrevido a esperar nada... Pero
ahora que se curará con seguridad, con toda seguridad, dentro de unas semanas,
¿por qué no puede esperar lo mismo que cualquier otra muchacha? ¿Por qué no...?
Ella le ha demostrado y dicho con qué impaciencia espera una palabra de usted...
Pero no puede hacer más de lo que ha hecho..., no puede mendigarle... ¡Y usted,
usted no dice nada, no dice lo único que puede hacerla feliz...! ¿Tan terrible
le resulta? Tendría todo lo que un hombre puede tener en este mundo. Soy un
hombre viejo y enfermo. Todo cuanto poseo, se lo dejaré, el castillo, las
tierras y seis o siete millones que he reunido en cuarenta años... Todo será
suyo..., mañana mismo puede tenerlo, cualquier día, a cualquier hora. Yo ya no
quiero nada..., sólo que alguien cuide de mi hija cuando yo ya no esté. Y sé
que usted es un hombre bueno, un hombre decente. ¡Usted la cuidará, será bueno
con ella! Le faltó el aliento. De nuevo se desplomó, débil e indefenso, en la
silla. Pero también yo había agotado mis fuerzas, también yo estaba exhausto y
me dejé caer en la otra silla. Y así nos quedamos como antes, sentados frente a
frente, sin hablar, sin mirar, no sé por cuánto tiempo. Sólo de vez en cuando notaba que la mesa, a la que se
agarraba, se estremecía ligeramente con los bruscos temblores que recorrían su
cuerpo. Luego —de nuevo había transcurrido un lapso de tiempo inconmensurable—
percibí un sonido más seco, como de algo duro que golpea algo duro. Su frente inclinada había caído sobre la mesa. Sentí
el sufrimiento de aquel hombre y despertó en mí una inmensa necesidad de
consolarlo. —Señor Von Kekesfalva —me incliné sobre él—, tenga
confianza en mí..., pensemos en todo eso, pensemos con tranquilidad... Se lo
repito, estoy a su completa disposición... Haré todo lo que esté en mi poder...
Sólo que... eso a lo que antes se ha referido... Eso es... es imposible... Del
todo imposible. Se estremeció débilmente, como un animal abatido que
recibe el último golpe mortal. Sus labios, húmedos de saliva por la excitación,
se movieron trabajosamente, pero no le di tiempo para hablar. —Es imposible, señor Von Kekesfalva. Le ruego que no
hablemos más de ello... Piénselo usted mismo... ¿Quién soy yo? Un pobre
teniente, que vive de su sueldo y de una pequeña asignación mensual... Con unos
medios tan limitados no se puede construir un futuro, no se puede vivir de
esto, dos personas no pueden... Quiso interrumpirme. —Sí, ya sé lo que me va a decir, señor Von Kekesfalva.
El dinero no tiene importancia, opina usted, de esto se encargaría usted. Y
también sé que es un hombre rico..., que yo podría tenerlo todo de usted...
Pero precisamente porque usted es tan rico y yo no soy nada, un don Nadie...,
eso lo convierte todo en imposible... Cualquiera podría creer que lo hacía sólo
por el dinero, que me había... Y también Edith, créame, no se libraría en toda
su vida de la sospecha de que me había casado con ella sólo por el dinero y a
pesar... A pesar de sus especiales circunstancias... Créame, señor Von
Kekesfalva, es imposible, por más sincera y honrada que sea mi estima por su
hija... y... y que la quiera... Pero eso usted debe comprenderlo. El anciano no se movió. Al principio pensé que no
había entendido lo que le había dicho. Pero poco a poco el movimiento volvió a
su cuerpo desfallecido. A duras penas levantó la cabeza y miró al vacío. Luego
se agarró con ambas manos al borde de la mesa, y me di cuenta de que quería
apoyar el cuerpo, que le pesaba; quería levantarse, pero no lo logró enseguida.
Dos o tres veces le fallaron las fuerzas. Finalmente se incorporó con denuedo y
se puso de pie, tambaleándose todavía a causa del esfuerzo, una sombra en la
oscuridad, con las pupilas fijas como cristales negros. Después, en un tono
extraño, de una espantosa indiferencia, como si su propia voz, su voz humana,
hubiese muerto, dijo: —Entonces... Entonces todo ha terminado. Era terrible ese tono, terrible esa renuncia total.
Con la mirada todavía fija en el vacío, buscó a tientas las gafas recorriendo
la mesa con la mano sin bajar los ojos. Pero no se las puso ante los inmóviles
ojos —¿para qué ver más?, ¿para qué seguir viviendo? —, sino que se las metió
torpemente en el bolsillo. Una vez más sus azulados dedos (en los que Condor
había visto la muerte) recorrieron la mesa hasta palpar, al borde de la misma,
el sombrero negro, arrugado. Sólo entonces se volvió para salir y murmuró, sin
mirarme: —Disculpe la molestia. Se había puesto el sombrero sobre la cabeza, de lado;
los pies no le obedecían del todo, se arrastraban y vacilaban sin fuerza.
Avanzó tambaleante como un sonámbulo hacia la puerta. Entonces, como si de pronto recordara algo, se quitó
el sombrero, se inclinó y repitió: —Disculpe la molestia. Se inclinó ante mí, ese anciano hundido, y
precisamente este gesto de cortesía en medio de su tribulación me anonadó. De pronto
sentí de nuevo en mí aquel calor, aquel ardor, aquel manantial, aquel torrente,
que subía por mi cuerpo hasta quemarme los ojos, y al mismo tiempo aquel
ablandamiento y debilitamiento: una vez más me sentí vencido por la compasión.
No podía dejar marchar de esta manera a ese anciano que había venido para
ofrecerme a su hija, lo único que tenía en este mundo, no podía abandonarlo a
la desesperación, a la muerte. No podía arrebatarle la vida. Tenía que decirle
algo más, unas palabras de consuelo, de tranquilidad, de sosiego. De modo que
corrí hacia él. —Señor Von Kekesfalva, no me interprete mal... No
puede irse así y decirle a Edith... En este momento sería terrible para ella y
además... tampoco sería verdad. Mi agitación iba en aumento, pues me daba cuenta de
que el anciano no me escuchaba. Estatua de sal de su propia desesperación, permanecía
inerte, sombra entre las sombras, muerte viviente. Mi necesidad de
tranquilizarlo se hacía más y más apremiante. —De veras, no sería cierto, señor Von Kekesfalva, se
lo juro... Y nada sería para mí más terrible que ofender a su hija, a Edith,
o... o suscitar en ella el sentimiento de que yo no la quiero sinceramente...
Le juro que nadie tiene unos sentimientos más cordiales por ella, nadie puede
quererla más que yo... Es un error por su parte pensar que me es indiferente...
Al contrario... Al contrario... Simplemente quiero decir que no tendría sentido
que ahora... Que ahora yo dijera algo... En este momento sólo importa una
cosa..., que se cure..., que se restablezca de verdad. —¿Y después, cuando esté curada? Se había vuelto de
pronto hacia mí. Sus pupilas, hacía un momento todavía inmóviles, muertas,
brillaban en la oscuridad. Me sobresalté. El instinto me advertía del peligro. Si
ahora prometía algo, quedaba comprometido. Pero en aquel momento se me ocurrió:
todo lo que ella espera es un engaño, en ningún caso se curará pronto, puede
durar años y años; no hay que pensar a largo plazo, había dicho Condor, ahora
sólo se trata de calmarla y consolarla. ¿Por qué no darle un poco de esperanza,
por qué no hacerla feliz, al menos por un tiempo? Y por eso dije: —Sí, cuando
se haya curado, entonces naturalmente... yo mismo vendré a hablar con usted. Me miró de hito en hito. Un temblor recorrió su
cuerpo; era como si una fuerza interior lo empujara imperceptiblemente. —¿Puedo... puedo decirle eso? De nuevo presentí el
peligro. Pero ya no tenía fuerzas para resistir su mirada suplicante. De modo
que respondí con firmeza: —Sí, dígaselo.—Y le tendí la mano. Sus ojos centellearon, cobraron vida y se precipitaron
hacia mí como un torrente. Así debió de mirar Lázaro cuando se levantó aturdido
de su tumba y vio de nuevo el cielo y su bendita luz. Sentí su mano que temblaba en la mía, cada vez más.
Luego su frente empezó a inclinarse, más y más. Recordé a tiempo aquella vez en
que se había inclinado para besarme la mano. Rápidamente la aparté y repetí:
—Sí, dígaselo, por favor. Dígale que no se preocupe. Y, sobre todo, que se cure
pronto, que lo haga por ella y por todos nosotros. —Sí —respondió extasiado—, curarse pronto, muy pronto.
Ahora partirá de viaje enseguida; oh, sí, estoy seguro. Partirá y se curará
enseguida, se curará por usted y para usted... Desde el primer momento supe que
Dios me lo había enviado... No, no, yo no puedo agradecérselo, Dios se lo
pagará... Ya me voy... No, quédese aquí, no se moleste, ya me voy. Y con un paso distinto, que yo no le conocía, un paso
ligero y elástico, se dirigió ágil hacia la puerta, con los faldones negros
ondeantes. Se cerró tras él con un sonido nítido, casi alegre. Me quedé solo,
de pie en la oscura habitación, un tanto desconcertado, como siempre que se
lleva a cabo algo decisivo sin antes haberlo decidido en el fondo. Pero lo que
en realidad había prometido en la debilidad de mi compasión no se me hizo
patente en toda su responsabilidad hasta una hora más tarde, cuando el
ordenanza llamó tímidamente a la puerta y me entregó una carta, papel azul,
formato harto conocido: «Partimos pasado mañana. Se lo he prometido formalmente
a papá. Perdóneme estos últimos días, pero me enloquecía el temor de ser una
carga para usted. Ahora sé para qué y para quién debo curarme. Ya no tengo
miedo. Venga mañana lo más temprano que pueda. Nunca lo habré esperado con más
impaciencia. Siempre suya, E.» «Siempre.» Esta palabra me produjo un brusco
escalofrío. Una palabra que ata a un hombre irrevocablemente para toda la
eternidad. Mas ahora ya no había marcha atrás. Una vez más mi compasión había
sido más fuerte que mi voluntad. Me había entregado. Ya no era dueño de mí
mismo. Domínate, me dije. Esa media promesa, que han sabido
arrancarte y que nunca se cumplirá, ha sido la última. Tendrás que tener
paciencia uno o dos días más, y acceder a este amor disparatado, después se
irán y te habrás recuperado a ti mismo. Pero cuanto más se acercaba la tarde,
más irritante se volvía mi malestar, más me atormentaba la idea de tener que
sostener su mirada tierna y confiada con una mentira en el corazón. En vano
trataba de charlar de trivialidades con mis compañeros; sentía con demasiada
precisión el tictac detrás de la frente, las vibraciones de los nervios y una
repentina sequedad en la boca, como si dentro de mí humeara y ardiera sin llama
un fuego apagado. Por puro instinto pedí un coñac y me lo bebí de un trago. Pero fue inútil, la sequedad seguía agarrotándome la
garganta. Y pedí otro coñac. Sólo al pedir el tercero, descubrí el impulso
inconsciente: quería darme valor con la bebida para no comportarme como un
cobarde o un sentimental allá en la casa. Antes quería cloroformizar algo
dentro de mí, quizá el miedo, quizás la vergüenza, quizás un sentimiento muy
bueno o acaso uno muy malo. Sí, era eso, sólo eso —por la misma razón se
distribuía doble ración de aguardiente a los soldados antes del ataque—: quería
insensibilizarme, embotarme, para no sentir tan intensamente la gravedad de la
situación o tal vez el peligro que me acechaba. Sin embargo, el primer efecto
de esas tres copas consistió únicamente en que me pesaban los pies y en la
cabeza algo zumbaba y taladraba como la fresa de un dentista antes de proceder
al golpe realmente doloroso. No era un hombre seguro de sí mismo, sereno y,
menos todavía, alegre el que, con el corazón martilleante, recorrió con paso
tardo la larga carretera —¿o sólo esta vez me pareció interminable?— hacia la
temida casa. Pero todo resultó más fácil de lo que me imaginaba. Me
esperaba otro aturdimiento mejor, una embriaguez más pura y refinada que la que
había buscado en el burdo aguardiente. Porque también la vanidad trastorna,
también la gratitud aturde, también la ternura puede perturbar y hacer feliz.
En la puerta, el bueno de Josef me saludó gratamente sorprendido. —¡Oh, el señor teniente! —Tragó saliva, se pisó un pie
con el otro de pura emoción, mientras alzaba los ojos furtivamente, como se
mira a un santo en la iglesia; no sé expresarlo de otro modo—. Por favor, señor
teniente, pase directamente al salón. Hace rato que la señorita Edith espera al
señor teniente —susurró con la agitación de un entusiasmo recatado. Me pregunté lleno de asombro: ¿por qué este
desconocido, este viejo lacayo, me mira tan extasiado? ¿Por qué me tiene tanto
afecto? ¿Es verdad que los hombres se vuelven buenos y felices cuando ven
bondad y compasión en otros? Entonces Condor tendría razón al decir que quien ha
ayudado a una sola persona ha dado sentido a su vida, que vale realmente la
pena entregarse a otros hasta el límite de las propias fuerzas y aún más allá.
En este caso, cualquier sacrificio estaría justificado, e incluso una mentira
que haga felices a los demás sería más importante que toda la verdad. De pronto
sentí que mis pies pisaban con más seguridad, pues uno camina de otra manera
cuando sabe que lleva la alegría consigo. Ya Ilona venía a mi encuentro, también ella radiante;
sus ojos me abrazaron como brazos oscuros y tiernos. Nunca antes me había dado
la mano tan cálida y efusivamente. —Le doy las gracias —dijo, y su voz era como si
hablara a través de una calurosa y húmeda lluvia estival—. No se imagina usted
lo que ha hecho por esa niña. La ha salvado. ¡Dios mío, realmente la ha
salvado! Pero venga, deprisa, no puedo describirle con qué impaciencia lo
espera. Entretanto, algo se movió sin apenas ruido en la otra
parte. Tuve la impresión de que alguien había estado escuchando detrás. Entró
el anciano; ya no se reflejaban en sus ojos la muerte y el horror, sino un
brillo de ternura. —Celebro que haya venido. Se sorprenderá al ver cómo
se ha transformado. Durante todos estos años transcurridos desde la desgracia,
nunca la había visto tan feliz y jovial. Es un milagro, un verdadero milagro.
¡Dios mío, cuánto ha hecho usted por ella, cuánto por todos nosotros! La
emoción le cortó la palabra. Tragó saliva, sollozó y al mismo tiempo se
avergonzó de mostrar su emoción, que poco a poco fue apoderándose también de
mí, pues, ¿quién podría resistir impasible tanta gratitud? Espero no haber sido
nunca un hombre vanidoso, uno que se admirase o sobreestimase a sí mismo, y
tampoco hoy creo en mi bondad y en mis fuerzas. Pero aquel entusiasmo
desenfrenado y agradecido rebosaba de una cordial confianza que me envolvía
como en una cálida ola. Todo el miedo y toda la cobardía desaparecieron de
repente como llevados por un viento dorado. ¿Por qué no dejarme amar
despreocupadamente, si con ello hacía felices a los demás? Estaba en verdad
impaciente por entrar en la habitación que la antevíspera había abandonado con
tanto desespero. Y he aquí, sentada en una butaca, a una muchacha que
apenas reconocí, tan alegre era su mirada y tanta claridad emanaba de ella.
Llevaba un vestido de seda de un azul pálido, que le daba una apariencia
todavía más juvenil, más infantil. En sus cabellos rojizos brillaban unas
flores blancas —¿eran mirtos?— y alrededor de la butaca estaban dispuestos en
filas cestos de flores — ¿quién se los había enviado? —, una abigarrada
floresta. Debía saber desde hacía rato que yo había llegado; sin duda había
oído, mientras esperaba, las alegres salutaciones y mis pasos que se acercaban.
Pero esta vez había desaparecido por completo de sus ojos aquella mirada nerviosa,
inquisitiva y escrutadora con que solía recibirme, desconfiada, desde sus
párpados medio cerrados. Se sentaba erguida y aliviada, en su butaca. En esta
ocasión olvidé que la manta cubría una imperfección y que el hundido sillón era
en realidad su cárcel, pues sólo estaba maravillado de aquella nueva muchachita
que parecía más infantil en su alegría y más mujer en su belleza. Advirtió mi sorpresa y la aceptó como un obsequio.
Resonó de nuevo el viejo tono de nuestros días de despreocupada camaradería cuando
me invitó: —¡Por fin, por fin! Por favor, siéntese aquí a mi lado. Y, por
favor, no hable. Tengo que decirle algo muy importante. Me senté con toda naturalidad. Porque, ¿cómo puede
alguien desconcertarse y aturdirse cuando le hablan de forma tan serena y
gentil? —Escúcheme sólo un minuto. ¿Verdad que no me interrumpirá? —Noté que
esta vez había sopesado cada palabra—. Estoy enterada de todo lo que dijo a mi
padre. Sé lo que usted está dispuesto a hacer por mí. Pues bien, créame, por
favor, palabra por palabra, lo que ahora le prometo: nunca le preguntaré, ¿me
oye?, nunca, por qué lo ha hecho, si ha sido sólo por mi padre o realmente por
mí. Si ha sido sólo por compasión o... No, no me interrumpa, no quiero saberlo,
no quiero... No quiero pensar más, no quiero atormentarme y atormentar a otros.
Basta con que, gracias a usted todavía vivo y sobrevivo..., que desde ayer he
empezado a vivir. Si me curo, se lo deberé a una sola persona, a usted. ¡Sólo a
usted! Titubeó un instante y luego prosiguió: —Y ahora escuche lo que por mi
parte le prometo. Esta noche lo he meditado todo a fondo. Por primera vez pensé con claridad como una persona
sana, no como antes, cuando todavía me sentía insegura, agitada e impaciente.
Ahora comprendo lo maravilloso que es pensar sin miedo, maravilloso. Por
primera vez presiento cómo es sentir como una persona normal, y a usted, sólo a
usted, debo este presentimiento. Por lo mismo, aceptaré todo lo que los médicos
me exijan, todo, todo, para convertir la piltrafa que soy en un ser humano. No
cejaré ni aflojaré, ahora que sé lo que está en juego. Me esforzaré con todas
las fibras y todos los nervios de mi cuerpo, con cada gota de mi sangre, y creo
que se puede arrancar a Dios lo que se desea tan ardientemente. Lo hago todo
por usted, es decir, para no aceptar ningún sacrificio suyo. Pero, si no
saliera bien..., ¡por favor, no me interrumpa!..., o no saliera bien del todo,
si no me curara del todo, si no llegara a moverme como los demás, no tema,
afrontaré yo sola mi destino. Sé que hay sacrificios que no se deben aceptar y
menos de una persona a la que se ama. En el caso de que fracasara esa cura en
la que tengo puestas todas mis esperanzas, ¡todas!, nunca más volverá a saber
de mí, nunca volverá a verme. No seré una carga para usted, se lo prometo, porque no
quiero que nadie cargue más conmigo, y menos usted. Bien, eso es todo. ¡Y ahora
ni una palabra más! No nos quedan más que unas horas para estar juntos en los
próximos días, y quisiera poder pasarlas feliz. Era una voz diferente con la que ahora hablaba, una
voz en cierto modo más madura. Eran otros ojos, ya no eran los ojos inquietos
de una niña ni los de una enferma, consuntivos y anhelantes. Sentí que era otro
el amor con el que me amaba, no el amor juguetón del principio y tampoco el que
se atormentaba de impaciencia. Y yo también la miré con otros ojos; ya no me
abrumaba como antes la compasión por su desgracia, ya no tenía que proceder con
miedo y cautela, podía ser cordial y sincero. Sin saberlo muy bien, por primera
vez sentí verdadera ternura hacia aquella muchacha frágil, iluminada por el
resplandor de una felicidad soñada, que ella ya anticipaba. Sin darme cuenta,
sin tener conciencia de ello, me acerqué más a ella para coger su mano, y ese
contacto no la hizo temblar de sensualidad como la otra vez. La fría y delgada
muñeca se prestó con sumiso silencio a mi apretón, y sentí complacido cómo el
pequeño martillo de su pulso latía tranquilamente. Luego hablamos con toda naturalidad del viaje y de
pequeñas cosas cotidianas; charlamos de lo que había ocurrido en la ciudad y en
el cuartel. Yo ya no comprendía que hubiera podido atormentarme tanto, cuando
todo era tan sencillo: estaba sentado junto a una persona y la cogía de la
mano. Ni tensiones ni disimulos, nos mostrábamos sinceros y cordiales el uno
con el otro, no nos poníamos en guardia contra los sentimientos tiernos,
aceptábamos el afecto sin bochorno y con pura gratitud. Y después nos sentamos a la mesa. Las girándulas de
plata resplandecían a la luz de las velas y las flores salían de los jarrones
como llamas de colores. El brillo de las arañas de cristal se saludaba de
espejo en espejo, toda la casa quedaba sumida en el silencio como una ostra
oscura cerrada alrededor de su perla luminosa. A veces creía oír cómo los árboles
de fuera respiraban callados y cómo el viento acariciaba cálido y voluptuoso
las hierbas, pues el aroma entraba por las ventanas abiertas. Todo era más
bello y mejor que nunca; el anciano estaba sentado erguido y solemne como un
sacerdote, nunca había visto a Edith y a Ilona tan alegres y joviales, nunca la
pechera del criado había brillado tan blanca, nunca la piel tersa de la fruta
había ardido con tantos colores. Y así comimos y bebimos y hablamos y
disfrutamos de la armonía recuperada. Despreocupada como un pájaro cantor, la risa volaba de
uno a otro, y la alegría subía y bajaba como olas juguetonas en pleamar y
bajamar. Sólo cuando el criado llenó las copas de champán y yo alcé el primero
la copa hacia Edith diciendo ¡A su salud!, todos callaron de pronto. —Sí, tener salud —suspiró ella y me miró con fe, como
si mi voluntad tuviera poder sobre la vida y la muerte—. Tener salud para ti. —¡Dios te oiga! —El padre se había puesto en pie,
incapaz de contenerse. Las lágrimas humedecían sus gafas, se las quitó y las
limpió con todo esmero. Vi que sus manos apenas podían resistir el impulso de
tocarme, y yo no me negué. Yo también sentía la necesidad de darle las gracias;
me acerqué y lo abracé de modo que su barba me rozó la mejilla. Cuando nos
separamos, me di cuenta de que Edith me estaba mirando. Sus labios
entreabiertos temblaban ligeramente; intuí que también anhelaban un contacto
íntimo. Al instante me incliné hacia ella y la besé en la boca. Esto fueron los esponsales. No había besado a la
enamorada de un modo reflexivo y consciente: una pura emoción lo había decidido
por mí. Me había sucedido sin saberlo ni quererlo; pero no me arrepentí de ese
pequeño y puro gesto de ternura, pues ella no apretó contra mí su pecho
palpitante como entonces ni me retuvo ardiente de dicha. Sus labios recibieron
los míos humildemente, como un gran regalo. Los demás callaban. Entonces nos
llegó de un rincón un tímido rumor. Al principio parecía un carraspeo cohibido,
pero, cuando levantamos los ojos, vimos que era el criado, que sollozaba
quedamente en un rincón de la sala. Había dejado la botella sobre la mesa y se
había dado la vuelta para que no nos apercibiéramos de su emoción
inconveniente, pero todos sentimos en los propios ojos esas cálidas y torpes
lágrimas de otro. De pronto noté la mano de Edith en la mía. —Déjamela un momento. Yo no sabía lo que se proponía. Entonces algo frío y
liso se deslizó por mi dedo anular. Era un anillo. —Para que pienses en mí mientras esté fuera —se
disculpó. No miré el anillo. Me limité a coger su mano y
besarla. Aquella noche fui Dios. Había creado el mundo, y he
aquí que estaba lleno de bondad y de justicia. Había creado a un ser humano, y
su frente brillaba pura como la mañana y en sus ojos se reflejaba el arco iris
de la felicidad. Había puesto la mesa y la había colmado de riqueza y
abundancia, había sazonado la fruta, el vino y los manjares. Espléndidamente
acumulados, esos testigos de mi plétora se me ofrecían como sacrificios, venían
en bandejas resplandecientes y en cestos repletos; el vino fulguraba, los
frutos centelleaban y se ofrecían dulces y sabrosos a mi boca. Había hecho la luz en la habitación y en el corazón de
los hombres. En las copas centelleaba el sol de las arañas, como nieve brillaba
el blanco damasco, y yo vi con orgullo que los hombres amaban la luz que
emanaba de mí y acepté su amor y me embriagué con él. Le ofrecieron vino y apuré la copa hasta la última
gota. Me ofrecieron fruta y manjares, y saboreé sus dádivas. Me ofrecieron
respeto y gratitud, y acepté su homenaje como oblaciones de comida y bebida. Aquella noche fui Dios. Pero no contemplé desde mi
elevado trono con mirada fría mis obras y mis actos; afable y clemente, me
senté en medio de mis criaturas y divisé rostros borrosos como a través del
humo plateado de mis nubes. A mi izquierda se encontraba un anciano; la gran
luz de la bondad que emanaba de mí alisó las arrugas de su frente surcada de
estrías y ahuyentó las sombras que oscurecían sus ojos; lo había arrancado a la
muerte, y él habló con voz de resucitado, agradecido a sabiendas del milagro
que había obrado en él. Tenía a mi lado a una muchacha que había estado
enferma, encadenada, esclavizada y fatalmente enredada en su propia confusión. Pero ahora la rodeaba el brillante nimbo de la
curación. Con el aliento de mis labios la había salvado del infierno de los
temores y ascendido al cielo del amor, y su anillo resplandecía en mi dedo como
el lucero del alba. Frente a ella se sentaba otra muchacha, también ella
sonriendo agradecida, pues yo había puesto la belleza en su rostro y el oscuro
y perfumado bosque de cabellos alrededor de su esclarecida frente. A todos
había obsequiado y elevado con el milagro de mi presencia, todos llevaban mi
luz en los ojos; cuando se miraban unos a otros, yo era el brillo de su mirada;
cuando hablaban entre ellos, yo y sólo yo era el sentido de sus palabras e,
incluso cuando callábamos, yo permanecía en sus pensamientos. Porque yo y sólo
yo era el principio, el centro y el origen de su felicidad; cuando se alababan
mutuamente, me ensalzaban a mí y, cuando se amaban, pensaban en mí como el
creador de todo amor, y vi que era bueno haber sido bondadoso con mis
criaturas. Y bebí generoso el vino junto con el amor y con los manjares gocé de
su felicidad. Aquella noche fui Dios. Había calmado las aguas de la
inquietud y apartado la oscuridad de los corazones. Pero también me había
liberado a mí mismo de temores, mi alma estaba tranquila como nunca lo había
estado en toda mi vida. Sólo cuando la velada declinaba y me levanté de la mesa,
despuntó dentro de mí una ligera tristeza, la eterna tristeza de Dios en el
séptimo día, cuando había concluido su obra, y mi tristeza se reflejó en sus
rostros vacíos. Porque era el momento de la despedida. Todos estábamos
singularmente emocionados, como si supiéramos que algo incomparable tocaba a su
fin, una de aquellas raras horas ingrávidas que, como las nubes, no vuelven
jamás. Por primera vez yo mismo sentí pena por tener que dejar a la muchacha;
como un enamorado, retrasé el momento de despedirme de ella, la que me amaba.
Ojalá, pensé, pudiera sentarme de nuevo junto a su cama, acariciar una y mil
veces su mano delicada y temblorosa, contemplar incesantemente la rosada
sonrisa de felicidad que la iluminaba. Pero era demasiado tarde. De modo que rápidamente
la abracé y la besé en la boca. Noté que contenía la respiración, como si
quisiera conservar para siempre el calor de la mía. Después me dirigí a la
puerta, acompañado de su padre. Una última mirada, un último adiós, y me fui,
libre y seguro, como se va siempre uno después de dejar atrás una obra acabada,
una acción meritoria. Anduve los pocos pasos que había hasta el vestíbulo,
donde ya me esperaba el criado con la gorra y el sable. ¡Ojalá hubiera sido más rápido! Ojalá hubiera sido
menos considerado, porque el anciano me seguía sin poder separarse de mí. Cogió
de nuevo mi brazo y lo acarició, para demostrarme una y otra vez lo agradecido
que estaba por lo que yo había hecho por él. Ahora podía morir en paz, su hija
se curaría, todo iría bien, y todo gracias a mí, sólo a mí. Me resultaba cada
vez más embarazoso dejarme acariciar y halagar de aquel modo en presencia del
criado, que esperaba paciente a nuestro lado con la cabeza agachada. Había dado
ya varias veces la mano al anciano para despedirme, pero cada vez él empezaba
de nuevo. Y yo, juguete de mi compasión, no tenía fuerzas para arrancarme de
allí, a pesar de que una oscura vocecita interior me instaba: ¡Basta y de
sobra! De pronto nos llegó un ruido agitado a través de la puerta. Agucé el oído.
En la habitación contigua debía de haber empezado un altercado, pues se oían
fuertes voces en una crispada controversia; con sobresalto reconocí las voces
enconadas de Ilona y de Edith. La primera parecía querer algo y la segunda
trataba de disuadirla. «Te lo ruego», percibí claramente la advertencia de
Ilona, «quédate aquí», y la rotunda y colérica negativa de Edith: «No, déjame,
déjame.» Yo escuchaba cada vez más preocupado por encima del parloteo de
Kekesfalva. ¿Qué ocurría detrás de la puerta? ¿Por qué se había roto la paz, mi
paz, la paz de Dios de aquel día? ¿Qué deseaba Edith tan imperiosamente? ¿Y qué
quería evitar la otra? Entonces, de repente, se oyó aquel ruido odioso,
toc-toc, el toc-toc de las muletas. ¡Dios mío, no pretenderá seguirme sin la
ayuda de Josef! Pero los golpes de madera ya se acercaban presurosos, toc-toc,
izquierda, derecha... toc-toc... izquierda, derecha, izquierda, derecha —sin querer, me
imaginé el vacilante cuerpo que los acompañaba—, debía estar ya muy cerca de la
puerta. Luego, un estrépito, un golpe, como si una pesada masa se hubiera
lanzado contra los batientes de la puerta. Después, un jadeo causado por un
intenso esfuerzo, y el picaporte, apretado violentamente hacia abajo, cedió con
un chasquido. ¡Tremenda visión! Edith se apoyaba en el marco de la
puerta, todavía agotada por el esfuerzo. Con la mano izquierda se agarraba furiosa al montante
de madera para no perder el equilibrio y en la derecha sostenía las dos
muletas. Detrás de ella insistía Ilona, visiblemente desesperada, para ayudarla
o retenerla por la fuerza. Pero los ojos de Edith relampagueaban de cólera y de
impaciencia. —¡Déjame, te he dicho que me dejes! —gritaba a su
molesta ayudante—. Nadie tiene que ayudarme. Puedo hacerlo sola. Y entonces, antes de que Kekesfalva o el criado
pudieran darse cumplida cuenta, ocurrió lo increíble. La tullida apretó los
labios como preparándose para un gran esfuerzo; mirándome con ojos ardientes y
abiertos de par en par, de un tirón, como el nadador se separa de la orilla, se
arrancó del marco de la puerta, que le había ofrecido apoyo, para venir a mi
encuentro, completamente libre y sin muletas. En el momento del empellón
vaciló, como si cayera al vacío del vestíbulo, pero enseguida agitó las manos,
la que tenía libre y la que sostenía las muletas, para recuperar el equilibrio.
Luego volvió a apretar los labios, avanzó un pie y a continuación arrastró el
otro; estos movimientos convulsos y entrecortados, de izquierda a derecha,
descoyuntaban su cuerpo como el de una marioneta. ¡Sin embargo, caminaba!
¡Caminaba! Caminaba con los ojos muy abiertos, fijos únicamente en mí, como si
se deslizara por un cable invisible, los dientes clavados en los labios, las
facciones desfiguradas espasmódicamente. Caminaba oscilando de un lado para
otro como una barca zarandeada por la tormenta, pero caminaba, por primera vez
caminaba sola, sin muletas y sin ayuda: un milagro de la voluntad debió haber
despertado sus piernas muertas. Ningún médico ha podido explicarme jamás cómo
la tullida consiguió aquella sola y única vez arrancar sus piernas impotentes
de la rigidez y la debilidad, y yo soy incapaz de describir cómo sucedió, pues
todos mirábamos petrificados sus ojos extáticos; incluso Ilona se olvidó de
seguirla y protegerla. Pero daba tambaleante esos pocos pasos como impelida por
una tormenta interior; no era un caminar, sino más bien un vuelo rasante, el
vuelo a tientas de un pájaro con las alas cortadas. Mas la voluntad, ese
demonio del corazón, la seguía empujando más y más hacia delante. Ya estaba muy
cerca, ya extendía anhelante hacia mí, en un gesto de triunfo por la proeza
llevada a cabo, los brazos que hasta entonces habían mantenido el equilibrio
aleteando; sus rasgos tensos se aflojaban ya en una desbordante sonrisa de
felicidad. Había logrado el milagro: dos pasos más, no, sólo uno, un último
paso; yo ya casi sentía el aliento de su boca abierta en la sonrisa, cuando
sucedió lo terrible. Por el esfuerzo anhelante que imprimió al movimiento con
el que tendió los brazos antes de tiempo, anticipando el abrazo conquistado,
perdió el equilibrio. Sus rodillas se doblaron de repente como bajo un golpe de
guadaña. Cayó ruidosamente casi a mis pies; las muletas retumbaron contra el
suelo. Mi primera reacción instintiva de espanto fue dar un paso hacia atrás,
en vez de hacer lo más natural, que era acudir en su ayuda para levantarla. Pero ya Kekesfalva, Ilona y Josef se habían adelantado
casi al mismo tiempo para alzar del suelo a la muchacha que gemía. Noté
(incapaz todavía de mirar) cómo entre todos se llevaban a Edith. Oía sólo los
sollozos ahogados de su furia desesperada y los pasos arrastrados que se
alejaban cuidadosos con su carga. En este instante se rasgó la niebla del
entusiasmo que durante toda la noche había velado mi mirada. Lo vi todo con
espantosa claridad en ese relámpago de luz interior. ¡Supe que la infeliz nunca
se restablecería del todo! El milagro que todos esperaban de mí no se había
producido. Yo ya no era Dios, sino un pobre hombre que con su debilidad causaba
vilmente daño, con su compasión causaba estragos y turbación. Tenía conciencia
clara, terriblemente clara, de cuál era mi deber: ahora o nunca era el momento
de guardarle fidelidad; ahora o nunca debía ayudarla, correr tras los demás,
sentarme junto a su cama, calmarla y engañarla diciéndole que había caminado
espléndidamente, que se curaría del todo. Pero ya no tenía fuerzas para
semejante engaño desesperado. Fui presa de un temor atroz, de un miedo a sus
ojos medrosos y suplicantes y luego anhelantes y exigentes, miedo a la
impaciencia de su corazón impetuoso, que yo era incapaz de domeñar. Y, sin
pensar lo que hacía, cogí la capa y el sable. Por tercera y última vez huí de
la casa como un criminal. ¡Aire! ¡Necesito una bocanada de aire! Me asfixio. ¿Es
el bochorno de la noche entre los árboles o el vino, la gran cantidad de vino
que he tomado? La camisa se me pega desagradablemente al cuerpo, me desabrocho
el cuello de un tirón, y desearía deshacerme del abrigo, que me oprime los
hombros con su peso. ¡Aire! ¡Una bocanada de aire! Tengo la sensación de que la
sangre quiere atravesar los poros, tan ardiente me apremia y me oprime, y un
ruido me martillea los oídos: toc-toc, toc-toc... ¿Son todavía los horribles
golpes de las muletas o es sólo el pulso tras las sienes? ¿Y por qué corro
tanto? ¿Qué ha ocurrido? Tengo que intentar pensar. ¿Qué ha ocurrido en
realidad? ¡Tengo que pensar despacio, con calma, y no escuchar ese toc-toc,
toc-toc! De modo que... me he comprometido..., no, no, me han comprometido...,
yo no quería, ni siquiera lo había pensado... y ahora estoy comprometido, ahora
estoy atado... Pero no... no es verdad... sólo he dicho al viejo que, sólo si
se curaba, y nunca se curará... Mi promesa sólo tiene valor... ¡No, no tiene
valor alguno! No ha ocurrido nada, nada en absoluto. Pero, entonces, ¿por qué
la he besado, y en la boca...? Yo no quería. ¡Ah, esa compasión, esa maldita
compasión! Siempre me atrapan con ella, y ahora estoy preso. Estoy comprometido
formalmente, ambos estaban presentes, el padre y la otra, y además el criado...
Y, sin embargo, no quiero, no quiero... ¿Qué puedo hacer...? Piensa con
calma... ¡Ah, qué odioso ese eterno toc-toc! Ahora me romperá siempre los oídos
con sus martillazos, ella me perseguirá siempre con sus muletas... Ha ocurrido,
y es irrevocable. La he engañado y ellos me han engañado. Me he comprometido.
Me han comprometido. ¿Qué es eso? ¿Por qué los árboles se tambalean y
chocan entre sí? Y las estrellas... Siento dolor y zumbidos, algo debe nublar
mis ojos. ¡Y cómo me pesa la cabeza! ¡Ah, este bochorno! Tendría que
refrescarme la frente, entonces podría volver a pensar con claridad. O beber
algo para enjuagar este lodo bilioso de la garganta. ¿No había ahí enfrente
—tantas veces he pasado a caballo por delante— una fuente junto al camino? No,
hace rato que la he dejado atrás, debo haber corrido como un loco, de ahí este
martilleo en las sienes, ¡esos terribles golpes! Si pudiera beber algo, quizá
sería capaz de reflexionar de nuevo. Al fin, entre las primeras casas bajas
parpadea una ventana, medio velada por una cortina, con el ojo amarillo de una
lámpara de petróleo. Exacto — ahora lo recuerdo—, es la pequeña taberna de
suburbio, donde los carreteros paran todas las mañanas para calentarse con un
rápido vaso de aguardiente. ¡Pediré allí un vaso de agua o me arrancaré con
algo fuerte o amargo la flema de la garganta! ¡Tengo que beber algo, cualquier
cosa! Abro la puerta de golpe, sin pensar, con la avidez del sediento. Del antro semioscuro me llega el hedor asfixiante de
tabaco de pipa malo. Al fondo, el mostrador de aguardiente barato; delante, una
mesa en la que unos peones camineros juegan a cartas. Un ulano, apoyado en el
mostrador, de espaldas a mí, bromea con la tabernera. Ahora nota la corriente
de aire, pero apenas se da la vuelta, queda boquiabierto del susto: enseguida
se cuadra y saluda con un taconazo. ¿Por qué se asusta tanto? Ah, ya,
probablemente me toma por un oficial de inspección y hace rato que tendría que
estar en el catre. También la tabernera me mira con cierta inquietud y los
obreros interrumpen la partida. Algo en mí debe llamar la atención. Entonces, demasiado tarde, caigo en la cuenta: sin
duda se trata de uno de esos locales que sólo frecuenta la tropa. Como oficial
no puedo poner los pies en él. Instintivamente, me doy la vuelta. Pero la tabernera ya se dirige hacia mí obsequiosa,
preguntándome en qué puede servirme. Tengo la impresión de que debo disculparme por mi
entrada a tontas y a locas. Le digo que no me encuentro muy bien y le pido un
vaso de soda y un aguardiente de ciruelas. —Enseguida —y se aleja ligera. En realidad, sólo quiero echarme en el gaznate los dos
vasos junto al mostrador y largarme, pero entonces, de pronto, la lámpara de
petróleo en el centro del local empieza a balancearse, las botellas de la
estantería tiemblan sin ruido y el suelo bajo mis pies se ablanda de repente,
vibra y se mueve, haciéndome tambalear. Siéntate, me digo. Y con mis últimas
fuerzas llego vacilante hasta una mesa vacía. Me traen el vaso de soda y lo
tomo de un trago. Ah, fresca y buena. Por un momento desaparece el sabor
nauseabundo de la boca. Y ahora, a beberse rápido el aguardiente y levantarse.
Pero no puedo; es como si los pies hubieran echado raíces y la cabeza retumba
de un modo extrañamente sordo. Pido otro aguardiente. ¡Luego un cigarrillo y a
la calle! Enciendo el cigarrillo. Me propongo permanecer sentado durante un
rato, con la cabeza amodorrada entre las manos, y pensar, reflexionar,
examinarlo todo a fondo, punto por punto. O sea... que estoy comprometido...,
me han comprometido..., pero eso sólo es válido..., no, nada de subterfugios,
sí vale, sí vale..., la he besado en la boca, lo he hecho voluntariamente. Pero
sólo para tranquilizarla, y porque sabía que no se va a curar..., ha vuelto a
caerse como una tabla..., uno no puede casarse con alguien así, no es una
verdadera mujer, sino... Pero no me dejarán, no, jamás me soltarán... El viejo,
el djin, el djin, el djin con su melancólica cara de hombre honrado y sus gafas
doradas, se aferra a mí, no me deja escapar..., me agarra siempre del brazo,
siempre me arrastra tirando de mi compasión, mi maldita compasión. Mañana todo
el mundo lo comentará en la ciudad, saldrá en los periódicos, y ya no habrá
marcha atrás... ¿No sería mejor que advirtiese ahora a los de casa, para que mi
madre o mi padre no se enteraran por otros o incluso por el periódico?
Explicarles por qué y cómo me he comprometido, y que no es cosa de hoy para
mañana ni que era ésta mi intención, que me he metido en este berenjenal sólo
por compasión... ¡Ah, esa maldita compasión, esa maldita compasión! En el
regimiento tampoco lo entenderán, ni uno solo de mis compañeros. ¿Qué dijo
Steinhübel de Balinkay? «Si uno se vende, que al menos se venda caro.» Dios
mío, lo que dirán... Ni yo mismo comprendo cómo he podido prometerme con esa... con esa criatura inválida. Y cuando tía Daisy lo
sepa...; es una mujer astuta que no se deja engañar, no gasta bromas. No se
dejará engatusar con historias de nobles y de castillos, enseguida consultará
el Gotha y al segundo día sabrá que Kekesfalva era antes Lämmel Kanitz y que
Edith es medio judía, y que no hay nada más horrible en el mundo que tener
judíos en la familia... Con mi madre no habría pegas, el dinero la
impresiona... Seis, siete millones, ha dicho Kekesfalva... Pero me río de su
dinero, no pienso en serio casarme con ella por todo el dinero del mundo... Se
lo he prometido sólo en el caso de que se cure, sólo entonces... Pero ¿cómo
explicarlo? Todos en el regimiento tienen algo en contra del viejo y en una cuestión
son muy quisquillosos...: el honor del regimiento, lo sé... No se lo han
perdonado ni al propio Balinkay. Se burlan diciendo que se ha vendido...,
vendido a la vieja vaca holandesa. Y cuando vean las muletas... No, mejor no
escribir nada a los de casa, de momento que nadie lo sepa, nadie... No, no
quiero ser el hazmerreír del comedor de oficiales. Pero ¿cómo salvarme de
ellos? ¿Y si, a fin de cuentas, me voy a Holanda, a casa de Balinkay? Exacto,
todavía no le he dicho que no, cualquier día puedo escaparme a Rotterdam y que
Condor se las arregle solo, puesto que también él solo lo lió todo... Ya verá
cómo endereza el entuerto, él es el culpable de todo... Lo mejor será que vaya
a verlo ahora mismo y se lo aclare todo..., explicarle que simplemente no
puedo... Ha sido espantoso cómo se ha desplomado, como un saco de avena... No
es posible casarse con algo así... Sí, ahora mismo le diré que me largo... Ahora mismo voy a ver a Condor, ahora mismo... ¡Coche!
¡Coche! ¡Coche, aquí! ¿Adónde? Florianigasse... ¿El número? Florianigasse,
noventa y seis... ¡Y apresúrate, recibirás una buena propina! Pero, deprisa,
dale fuerte a los caballos... Ah, ya hemos llegado, reconozco la casa miserable
donde vive, reconozco la asquerosa y sucia escalera de caracol. Pero es una
suerte que sea tan empinada... Ja, ja, aquí no me seguirá con sus muletas, no
me seguirá hasta arriba, por lo menos aquí estoy a salvo del toc-toc... ¿Qué?
¿Otra vez la chapucera criada delante de la puerta...? ¿Se pasa el día delante
de la puerta la mondonga...? «¿Está el doctor en casa?» «No, no. Pero pase,
enseguida vendrá.» ¡Suripanta bohemia! Bueno, sentémonos y esperemos. Siempre
hay que esperar a ese tipo, nunca está en casa. ¡Dios mío, ojalá no vuelva a
entrar la ciega arrastrando los pies! Lo que me faltaría, mis nervios no
soportarían guardar tantas consideraciones... ¡Jesús, María, ahí viene! Oigo
sus pasos al lado... No, alabado sea Dios, no, no puede ser ella, no camina con
paso tan firme, tiene que ser otra persona la que camina y habla... Pero yo
conozco esta voz... ¿Qué? ¿Cómo es posible...? Pero, si es... es la voz de
tía Daisy y... Pero, ¿cómo es posible...? ¿Cómo están aquí de repente también
tía Bella y mamá y mi hermano y mi cuñada...? Absurdo... Imposible... Estoy esperando en casa de Condor, en la
Florianigasse... y mi familia no lo conoce de nada, ¿cómo pueden haberse dado
cita precisamente en casa de Condor? Pero sí, son ellos, conozco esa voz, la
voz chillona de tía Daisy... Dios mío, ¿dónde me escondo aquí...? Se acercan
cada vez más..., se abre la puerta..., se ha abierto sola, los dos batientes y
—¡madre mía! —ahí están todos, formando un semicírculo, como para una
fotografía, y me miran, mamá con el vestido negro de tafetán con volantes
blancos que llevaba en la boda de Ferdinand, y tía Daisy con mangas abombadas y
el monóculo dorado sujeto por una manija sobre la afilada y arrogante nariz,
esa antipática nariz puntiaguda que yo ya odiaba a los cuatro años. Mi hermano,
de frac... ¿Para qué lleva frac en pleno día...? Y la cuñada,
Franzi, con su cara gorda y mofletuda... ¡Ah, qué asco, qué asco! ¡Cómo me
miran! Y tía Bella sonríe maliciosa, como si esperara algo... Pero están todos
en semicírculo, como en una audiencia, todos esperan y esperan... Pero ¿qué
esperan? Pero ahora mi hermano se acerca con paso solemne con su sombrero de
copa en la mano. «Felicidades», dice. Y creo que el antipático lo dice
con cierta sorna. Y los demás repiten «felicidades, felicidades», y saludan con
la cabeza y doblan las rodillas... Pero ¿cómo? ¿Cómo lo saben ya y cómo se han
reunido todos...? Si tía Daisy está enemistada con Ferdinand... y yo no he
dicho nada a nadie. «Desde luego, es para felicitarte. Bravo, bravo...,
siete millones, vaya pellizco, lo has hecho muy bien... Siete millones, algo
tocará a la familia», hablan todos a la vez y se ríen irónicamente. «Bravo, bravo», chasquea tía Bella, «ahora Franzi
podrá estudiar. ¡Un buen partido!» «Dicen que además son nobles», se mofa mi
hermano, escondiéndose detrás del sombrero, pero ya interviene tía Daisy con su
voz de cacatúa: «Bueno, eso de nobles habrá que mirarlo bien», y ahora se
acerca mi madre y cuchichea tímidamente: «Pero ¿no nos vas a presentar a la
novia?»... ¿Presentar...? Lo que faltaba: que todos vean a la tullida y lo que
he ganado con mi estúpida compasión... Me guardaré bien... Además, ¿cómo voy a
presentarla, si estamos en casa de Condor, Florianigasse, tercer piso...? En su
vida podrá la coja subir los ochenta peldaños... Pero ¿por qué se vuelven
ahora, como si algo ocurriera en la habitación contigua...? Por la corriente de
aire a mi espalda, yo también adivino que alguien ha abierto la puerta detrás
de nosotros. ¿Es que viene alguien más...? Sí, oigo algo que se acerca..., de
la escalera llegan gemidos, crujidos y golpes..., algo sube arrastrándose, paso
a paso, jadeando... toc-toc, toc-toc... ¡Dios mío, no puede ser verdad que ella
suba...! No me pondrá en ridículo con sus muletas... Tenía que haberme
escondido bajo tierra al ver a esa chusma maliciosa... Pero ¡qué horror!, es ella
realmente, sólo puede ser ella... toc-toc, toctoc... Si conoceré ese ruido... toc-toc, toc-toc, cada vez
más cerca..., enseguida estará aquí arriba... Mejor que cierre la puerta con llave... Pero ya mi
hermano se quita de nuevo la chistera y hace una reverencia a mi espalda hacia
el toc-toc... ¿Ante quién se inclina y por qué tan profundamente...? Y de
pronto todos se echan a reír, tanto que los cristales vibran. «¡Ah, vaya, ah,
vaya, ah, vaya, ah, vaya! Ja, ja... Ja, ja... ¡Éste es el aspecto de los siete
millones...! Ja, ja... ¡Y además, las muletas de dote! ¡Ja, ja...!» ¡Ah! Me
sobresalto. ¿Dónde estoy? Miro despavorido a mi alrededor. Dios mío, debo de
haberme quedado dormido, debo de haberme amodorrado en este miserable antro.
Miro alrededor, asustado. ¿Se habrán dado cuenta? La tabernera limpia
indiferente los vasos, el ulano insiste en mostrarme su ancha y robusta
espalda. Quizá no han reparado en nada. Sólo puedo haberme quedado traspuesto
un minuto, máximo dos, la colilla todavía humea en el cenicero. Este sueño
confuso tiene que haber durado un minuto, máximo dos. Pero me ha quitado todo
el calor y el letargo del cuerpo. De pronto veo con claridad meridiana lo que
ha ocurrido. ¡Fuera, rápido, fuera de este cuchitril! Arrojo las monedas sobre
la mesa, voy hacia la puerta, y de inmediato el ulano se cuadra. Noto todavía
la mirada extrañada de los obreros, que levantan la vista de las cartas y sé
que, en cuanto cierre la puerta tras de mí, empezarán a hablar del extravagante
personaje vestido de oficial: a partir de hoy, todo el mundo reirá a mis
espaldas. Todos, todos, todos y nadie sentirá compasión por el loco de su
compasión. ¿Adónde ir ahora? ¡Todo menos volver al cuartel! ¡Todo
menos subir a la vacía habitación y estar solo con esos horribles pensamientos!
Mejor volver a tomar algo, beber algo frío y fuerte, porque de nuevo siento en
el paladar el repugnante sabor a bilis. Quizá son los pensamientos que quisiera
vomitar... ¡Tengo que lavar, quemar, ahogar, extirpar todo esto! ¡Ah, es
horrible esta sensación, espantosa! ¡Tengo que ir al centro de la ciudad!
Estupendo, el café de la plaza del Ayuntamiento todavía está abierto. Tras los
cristales con cortinas, brilla la luz a través de las rendijas. ¡Ah, debo beber
algo, ahora! Entro y desde la misma puerta veo que en la mesa habitual están
todos reunidos todavía: Ferencz, Jozsi, el conde Steinhübel, el médico del
regimiento, toda la pandilla. Pero ¿por qué Jozsi levanta los ojos tan
estupefacto? ¿Por qué da un codazo disimulado a su vecino? ¿Y por qué todos me
miran fijamente como embobados? ¿Por qué se interrumpe de repente la
conversación? Hace sólo un momento discutían acaloradamente y gritaban armando
tal barullo que los he oído desde la puerta. Y ahora, apenas me han visto, se
acurrucan en silencio y un tanto perplejos. Algo tiene que haber pasado. Ahora que me han visto, no puedo volverme atrás. De
modo que avanzo despacio con la mayor naturalidad de que soy capaz. La verdad
es que no me siento cómodo, no tengo el menor deseo de divertirme ni de charlar.
Y, además, noto una cierta tensión en el ambiente. Otras veces, uno me saluda
con la mano u otro me lanza un «hola» como una pelota a través de medio local. Hoy están todos sentados, rígidos como escolares
pillados en una travesura. Mientras acerco una silla, digo con necia
perplejidad: —¿Me permitís? Jozsi me mira de forma rara. —Bueno, ¿qué decís? —pregunta a los demás, meneando la
cabeza—. ¿Le permitimos? ¿Habéis visto nunca tantas ceremonias? Sí, sí, en fin,
a Hofmiller le ha dado por las ceremonias hoy. Debe haber sido una broma del malicioso muchacho,
porque los demás sonríen o esconden una risa burda. Sí, algo ha pasado.
Normalmente, cuando uno de nosotros llega después de medianoche, los otros le
preguntan sin rodeos de dónde viene y por qué y salpican la chanza con sabrosas
conjeturas. Hoy nadie me aborda, todos parecen estar incómodos. Debo haber
caído en su cómodo charco como una piedra en el agua. Finalmente, Jozsi se
reclina en la silla, guiña el ojo izquierdo como para disparar un fusil y luego
pregunta: —Y, pues... ¿se te puede felicitar? —¿Felicitarme...? ¿Por qué? Estoy
tan desconcertado que de momento no sé realmente a qué se refiere. —Bueno, pues, el farmacéutico, que acaba de irse, ha
contado que el criado del castillo le ha dicho por teléfono que te habías
comprometido con la... digamos con la señorita de allá. Ahora todos me miran. Dos, cuatro, ocho, diez, doce
ojos están pendientes de mi boca. Sé que, si lo admito, al instante estallará
un gran jaleo: chistes, bromas, burlas y felicitaciones irónicas. No, no puedo
admitirlo. ¡Imposible delante de esos impertinentes, de esos burlones!
—Tonterías —refunfuño, para salir del apuro. Pero no tienen bastante con esta evasiva; el bueno de
Ferencz, movido por una sincera curiosidad, me da un golpecito en el hombro. —Vamos, Toni, tengo razón, ¿no es verdad? Lo ha dicho
con buena intención, el buenazo, pero no ha debido ponerme tan fácil el «no». Siento un asco inmenso ante esa curiosidad campechana
y burlona. Me doy cuenta de lo absurdo que sería pretender explicar aquí, en
una mesa de café, algo que ni yo mismo puedo explicarme en el fondo de mi
corazón. Sin pensarlo, lo niego enfadado: —Ni por asomo. Por un momento reina el silencio. Se miran unos a
otros sorprendidos y, creo, un poco desencantados. Al parecer les he estropeado
la diversión. Pero Ferencz apoya muy orgulloso los codos sobre la mesa y
exclama triunfante: —¡Ea! ¿No os lo había dicho? ¡Conozco a Hofmiller como a
mis propios bolsillos! Ahora mismo os decía que era mentira, una sucia mentira
del farmacéutico. Me va a oír mañana, ese estúpido mezclapócimas. ¡Que vaya a
pegársela a otros! Voy a pedirle explicaciones y, si se descuida, puede que
reciba un par de suculentos sopapos. ¿Qué se ha creído? ¡Deshonrar sin más ni
más a un hombre decente! ¡Andar por ahí chismorreando y llenarse la boca de
infamias sobre uno de los nuestros! Pero ¿veis? Enseguida os lo dije, Hofmiller
no puede haber hecho una cosa así. No vende sus piernas sanas y derechas por
ningún oro del mundo. El bueno y fiel compañero se vuelve hacia mí y palmea
mi hombro con su pesada mano. —De verdad, Toni, me alegro soberanamente de que no
sea cierto. ¡Qué vergüenza habría sido para ti y para todos nosotros, una
vergüenza para todo el regimiento! —¡Vaya que sí! —interviene ahora el conde
Steinhübel—. Precisamente con la hija del viejo usurero, quien en su momento
despellejó a Uli Neuendorff con el asunto de las letras de cambio. Ya es un escándalo que semejante chusma pueda hacerse
la barba de oro y comprarse castillos y encima títulos de nobleza. ¡Y todavía
les gustaría pescar a uno de nosotros para su distinguida hijita! ¡Qué granuja!
Él sabe por qué me esquiva, cuando me encuentra por la calle. Con el alboroto que se acrecienta, Ferencz se exalta
cada vez más. —¡Ese cretino de boticario! ¡Por Dios que me vienen
ganas de sacarlo de su cubil con el timbre nocturno y propinarle unos buenos
sopapos! ¡Sinvergüenza! ¡Mira que colgarte semejante mentira, sólo porque
fuiste allí unas cuantas veces! Ahora interviene también el barón Schonthaler,
el flaco galgo aristocrático. —¿Sabes, Hofmiller? Yo no quería entrometerme en este
asunto, chacun à son goût, pero si tengo que serte sincero, te diré que desde
el principio no me gustó saber que estuvieras siempre metido en aquella casa. Tenemos
la obligación de pensar a quién honramos con nuestro trato. No sé qué clase de
negocios hace o ha hecho, ni me importa. Yo no pido cuentas de nada a nadie.
Pero nosotros tenemos que guardar una cierta reserva... Ya ves que por una
tontería la gente empieza a hablar y decir necedades. No hay que tratar con la
gente que no se conoce bien. Tenemos que mantenernos limpios, siempre limpios;
el mero roce nos puede ensuciar. En fin, me alegro de que no te hayas dejado
liar aún más. Todos hablan a la vez, se lanzan contra el anciano,
sacan a relucir las historias más disparatadas, se burlan de la «amiguita
lisiada», su hija; a cada momento uno u otro se vuelve hacia mí para
felicitarme por no haberme liado seriamente con esa «chusma». Y yo... Yo
permanezco sentado, inmóvil y mudo; sus odiosas alabanzas me martirizan y
quisiera gritarles: «¡Callad vuestras bocas infames!», o bramar: «¡El miserable
soy yo! ¡El farmacéutico, no yo, ha dicho la verdad! No ha mentido él, sino yo.
Yo, yo soy el cobarde y miserable embustero!» Pero sé que es demasiado
tarde..., ¡demasiado tarde para todo! Ya no puedo paliar nada, desmentir nada. De modo que sigo sentado, mudo, mirando fijamente en
el vacío, con el cigarrillo apagado entre los dientes apretados, y al mismo
tiempo con la terrible conciencia de la infame y criminal traición que con mi
silencio cometo contra la pobre inocente. ¡Ah, quisiera esconderme bajo tierra!
¡Aniquilarme! ¡Destruirme! No sé adónde mirar, no sé qué hacer con las manos,
que podrían traicionarme con su temblor. Las acerco cautelosamente y entrelazo
los dedos, apretándolos con fuerza hasta que me duelen, para dominar durante
unos minutos más la tensión interior con ese estrujamiento convulsivo. Pero en el momento en que mis dedos se entrelazan,
siento algo duro y extraño entre ellos. Lo palpo instintivamente. ¡Es el
anillo, el anillo que Edith, toda sonrojada, me ha puesto en el dedo hace una
hora! ¡El anillo de compromiso que he recibido en señal de consentimiento! Ya
no tengo fuerzas para arrancarme la prueba evidente de mi mentira. Así que, con
un gesto cobarde de ladrón, rápidamente hago girar la piedra hacia dentro,
antes de dar la mano a los compañeros para despedirme. La plaza del Ayuntamiento aparecía fantasmagóricamente
bañada por la luz glacial de la luna; cada borde del empedrado parecía
recortado a pico, y los contornos de las casas destacaban trazados con toda
nitidez hasta los tejados y los aleros. Yo llevaba dentro la misma gélida
claridad. Nunca como en aquel momento había pensado con tanto brillo
y, por decirlo así, con menos sombras: sabía lo que había hecho y sabía lo que
mi deber me imponía hacer ahora. Me había comprometido a las diez de la noche
y, tres horas más tarde, había negado cobardemente ese compromiso. Ante siete
testigos, un capitán, dos tenientes, un médico de regimiento, dos alféreces y
un aspirante a oficial de mi regimiento, yo, con el anillo de compromiso en el
dedo, me había dejado alabar por una infame mentira. Había comprometido
alevosamente a una muchacha que me amaba con pasión, a una criatura enferma,
inocente e indefensa; había permitido, sin protestar, que insultasen a su padre
y, como un perjuro, que llamaran embustero a un desconocido que había dicho la
verdad. Al día siguiente todo el regimiento conocería mi vergüenza, ya todo
habría terminado. Los mismos que hoy me habían palmeado fraternalmente los
hombros, mañana me negarían la mano y el saludo. Como mentiroso desenmascarado
no podría seguir llevando el sable, pero tampoco podría acudir a los otros, los
traicionados, los calumniados; incluso para Balinkay era yo un hombre acabado.
Esos tres minutos de cobardía habían arruinado mi vida: no me quedaba otra
elección que el revólver. Ya en aquella mesa había tenido conciencia clara de
que era el único modo de salvar mi honor; lo que ahora ocupaba mi pensamiento
—caminando solo por las calles— era la forma externa de su ejecución. Las ideas
se me ordenaban con toda precisión en la cabeza, como si la blanca luz de la
luna hubiera atravesado mi gorra, y con la misma indiferencia que si se tratara
de desarmar una carabina, distribuí las dos o tres horas siguientes, las
últimas de mi vida. ¡Tenía que dejarlo todo bien dispuesto, no olvidar nada, no
pasar nada por alto! Primero, una carta a los padres, para disculparme del dolor
que les causaría. Después, rogar a Ferencz por escrito que no pidiera cuentas
al farmacéutico, puesto que el asunto quedaba despachado con mi muerte. Una
tercera carta al coronel: para pedirle que evitara en lo posible todo
escándalo, que me enterraran preferentemente en Viena, sin delegación ni
coronas. En todo caso, unas líneas a Kekesfalva, breves y escuetas, para que
asegurara a Edith mi afecto más cordial y pedirle que no pensara mal de mí. A
continuación, poner orden impecable en mi cuarto, anotar en un papel las
pequeñas deudas y dar orden de vender mi caballo para cubrir los eventuales
atrasos. No tenía nada que dejar en herencia. El reloj y mi escasa ropa blanca
serían para mi ordenanza... Ah, sí, y que se devolvieran al señor Von
Kekesfalva el anillo y la pitillera de oro. ¿Qué más? Exacto: quemar las dos cartas de Edith, y
todas las demás cartas y fotografías. No dejar nada atrás, ningún recuerdo,
ninguna huella. Desaparecer del modo más disimulado posible, tal como había
vivido. De todos modos, quedaba bastante trabajo para dos o tres horas, pues
quería escribir las cartas con toda pulcritud, para que nadie pudiera decir de
mí que tenía miedo o estaba confuso. Luego, lo último, lo más fácil: acostarme,
cubrirme la cabeza con dos o tres mantas, y encima el edredón, para que no se
oyera la detonación al lado o en la calle. Así lo hizo en su día el capitán
Felber. Se disparó a medianoche y nadie oyó el más leve ruido; sólo a la mañana
siguiente lo encontraron con el cráneo destrozado. Luego, bajo las mantas,
apretaría el cañón contra la sien; mi revólver era seguro, casualmente dos días
antes lo había engrasado. Y sabía que tenía la mano firme. En mi vida —tengo que repetirlo— he dispuesto algo con
más claridad, precisión y exactitud que entonces mi muerte. Todo estaba
preparado, visible y ordenado como en un registro, distribuido minuto a minuto,
cuando al cabo de una hora de vagar, aparentemente sin rumbo, llegué al
cuartel. En todo este tiempo, mis pasos fueron tranquilos, mi pulso era regular
y mi mano permanecía firme, observé con cierto orgullo cuando metí la llave en
la cerradura de la puertecita lateral que los oficiales utilizábamos siempre
después de medianoche. No erré la estrecha abertura ni por una pulgada, a pesar
de la oscuridad. ¡Sólo me faltaba atravesar el patio y subir los tres tramos de
escaleras! Entonces estaría solo y podría empezar y terminar a la vez. Pero,
cuando desde el cuadrado del patio, iluminado por la luna, me acerqué a la
puerta de la escalera sumida en la oscuridad, descubrí una figura que se movía.
¡Maldición!, pensé. Algún compañero que vuelve al cuartel. Ha llegado un poco
antes y quiere saludarme y, si se tercia, charlar un rato. Pero al instante reconocí, a disgusto, los anchos
hombros del coronel Bubencic, que unos días antes me había sermoneado. Parecía
haberse quedado a propósito en el arco de la puerta; yo sabía que a ese
engreído no le gustaba que regresáramos tarde. Pero ¡al diablo, qué me
importaba ya todo! A la mañana siguiente iba a presentarme ante alguien muy
distinto. Así pues, con obstinada decisión, me propuse seguir adelante
fingiendo no haberlo visto, pero entonces salió de las sombras. De improviso me
salió al paso su voz ronca: —¡Teniente Hofmiller! Me acerqué y me cuadré. Me
inspeccionó de arriba abajo. —La última moda de los señoritos, llevar el abrigo
medio desabrochado. ¿Os creéis que pasada medianoche podéis ir por el mundo
como una cerda con las tetas colgando? Pronto os veremos ir por ahí
desarrapados y con los pantalones abiertos. ¡No lo consiento! Mis oficiales
tienen que ir vestidos decentemente incluso después de medianoche. ¿Entendido?
Me puse firmes dando un taconazo. —A sus órdenes, mi coronel. Se dio la vuelta con una mirada despectiva y, sin
saludar, se dirigió hacia la escalera a paso cargado; su gruesa espalda se
alzaba imponente a la luz de la luna. Pero entonces me enfurecí porque las
últimas palabras que oiría en vida serían un improperio; ante mi propio
asombro, ocurrió algo completamente involuntario, como un acto reflejo de mi
cuerpo. Di unos pasos apresurados para alcanzar al coronel. Sabía que lo que
iba a hacer era una solemne estupidez: ¿para qué explicar o justificar algo a
un cabezón una hora antes de la última? Pero esa absurda inconsecuencia es
inherente a todos los suicidas, que diez minutos antes de convertirse en
cadáveres desfigurados ceden a la vanidad de salir de la vida (de la vida que
ya no compartirán) completamente limpios, que se afeitan (¿para quién?) y se
ponen ropa limpia (¿para quién?) antes de pegarse un tiro en la cabeza. Sí,
recordaba haber oído contar de una mujer que incluso se había puesto colorete y
había ido a la peluquería para hacerse ondular el pelo y perfumar con el Coty
más caro, antes de lanzarse de un cuarto piso. Fue sólo este sentimiento, lógicamente
inexplicable, lo que tensó mis músculos y, si corrí tras al coronel, no fue en
absoluto —tengo que recalcarlo— por miedo a la muerte o por repentina cobardía,
sino únicamente por ese absurdo instinto de aseo, de no desaparecer en la nada
sucio y desarreglado. El coronel debió oír mis pasos, pues se volvió
bruscamente, y sus ojillos punzantes me escudriñaron perplejos bajo las
pobladas cejas. Por lo visto, no alcanzaba a entender la increíble
inconveniencia de que un oficial subalterno osara seguirle sin su permiso. Me
detuve a dos pasos de él, levanté la mano hasta la gorra y, sosteniendo
tranquilo su terrible mirada, le dije con una voz que debió de ser tan pálida
como la luz de la luna: —¿Da mi coronel su permiso para hablar con él unos
minutos? Las pobladas cejas se contrajeron en un arco de estupefacción. —¿Qué? ¿Ahora? ¿A la una y media de la madrugada? Me
miró de mal humor. Acto seguido, pensé, me reprenderá a gritos o me mandará
arrestar. Pero debía de haber algo en mi cara que lo inquietó.
Sus ojos penetrantes me inspeccionaron un minuto o dos. Después, refunfuñó:
—¡Valiente historia debe ser! Pero como quieras. Venga, vamos a mi habitación,
y abrevia. Este coronel Svetozar Bubencic, tras el que yo
caminaba ahora como una sombra pegada a su cuerpo, por pasillos y escaleras
iluminados por mortecinas lámparas de petróleo, silenciosos y vacíos y, sin
embargo, saturados del tufo de muchos hombres, era un veterano de la escala del
chusco y el más temido de nuestros superiores. De piernas cortas, cuello corto
y frente corta, escondía bajo unas hirsutas cejas un par de ojos hundidos y
centelleantes, que pocos han visto alegres. Su vigoroso cuerpo y su paso torpe
y pesado revelaban su inconfundible origen campesino (era oriundo del Banato).
Pero con esa frente estrecha de búfalo y ese cráneo duro como el hierro, se
había abierto paso poco a poco y con ahínco hasta llegar a coronel. A causa de
su crasa incultura, de su manera ruda de hablar y de jurar y de sus maneras
impresentables, el ministerio lo enviaba desde hacía años de una guarnición de
provincias a otra, y en las «altas esferas» se daba por hecho que recibiría el
pliego azul del retiro antes que el fajín rojo de general. Pero, insignificante y ordinario como era, nadie lo
igualaba en el cuartel y en el campo de maniobras. Conocía los párrafos más
insignificantes del reglamento como un puritano escocés conoce la Biblia, y
para él no eran en absoluto leyes flexibles que una mano más fina había
enlazado en un conjunto armónico, sino casi mandamientos religiosos, cuyo
sentido o contrasentido ningún soldado debía discutir. Vivía al servicio del
augusto soberano como los creyentes al de Dios, no tenía trato con mujeres, no
fumaba, no jugaba, en toda su vida apenas si había asistido a un teatro o a un concierto
y, al igual que su supremo señor de la guerra, Francisco José, nunca había
leído otra cosa que no fueran las Ordenanzas militares y el Diario del Ejército
de Danzer; para él no existía en el mundo sino el ejército imperial y real;
dentro del ejército, la caballería; dentro de la caballería, sólo los ulanos y,
dentro de los ulanos, una sola cosa: su regimiento. Que en este regimiento todo
funcionara mejor que en cualquier otro, eso era in nuce el sentido de su vida. Un hombre de visión estrecha ya es de por sí difícil
de soportar en cualquier parte donde tiene poder, pero es mucho más temible en
el ejército. Dado que el servicio militar se compone de mil normas más que
escrupulosas, la mayoría pasadas de moda y petrificadas, que sólo llega a conocer
de memoria un veterano empedernido y sólo un loco exige que se cumplan al pie
de la letra, en el cuartel nadie se sentía a salvo de este fanático del
sacrosanto reglamento. El terror de la exactitud cabalgaba en su obesa figura;
presidía la mesa como sentado en un trono, con miradas penetrantes como
alfileres, era el terror de las cantinas y los despachos; un gélido viento de
miedo precedía siempre su llegada, y cuando el regimiento formaba para
inspección y Bubencic se acercaba lentamente, montado en su pequeño caballo
húngaro, de color tostado, con la cabeza un poco baja como un toro antes de
embestir, se paralizaba en las filas todo movimiento, como si enfrente hubiera
tomado posición la artillería enemiga y ya quitara los armones y se dispusiera
a apuntar. Todos sabíamos que en cualquier momento caería el primer obús,
inevitable, imparable, y nadie podía prever si el primer impacto no sería para
él. Incluso los caballos formaban tiesos como témpanos; no se movía ni una
oreja, no se oía ninguna espuela, nadie respiraba. Y entonces el tirano
avanzaba satisfecho, saboreando a ojos vistas el terror que infundía,
atravesándonos uno tras otro con su mirada meticulosa, a la que nada escapaba.
Lo veía todo, esa disciplinada mirada de acero; sorprendía la gorra que estaba
un dedo demasiado calada, cada botón mal lustrado, cada mancha de óxido en el
sable, cada rastro de suciedad en el caballo; y apenas atisbaba la menor
contravención del reglamento, estallaba una tormenta o, más bien, caía un
verdadero diluvio de denuestos. Bajo el apretado cuello del uniforme, la nuez
de Adán se hinchaba apoplética como un tumor repentino, la frente, bajo el pelo
cortado al rape, se ponía roja de sangre, y unas gruesas venas azules trepaban
por las sienes. Y entonces arremetía con su poderosa voz ronca; vaciaba cubos
enteros de porquería sobre la víctima, váyase a saber si culpable o inocente, y
a veces la ordinariez de sus expresiones era tan desagradable, que los
oficiales bajaban la vista indignados, porque se avergonzaban de él delante de
la tropa. La tropa lo temía como al mismísimo Satanás, porque
por cualquier nimiedad imponía castigos y arrestos, y a veces en su ira llegaba
incluso a pegar a la cara con su brutal puño. Yo mismo vi en los establos cómo
un ulano ruteno se persignaba a la manera rusa y se ponía a rezar con labios
temblorosos una breve oración, cuando el «sapo gordo»—así llamado porque su
cuello se hinchaba hasta reventar cuando se ponía furioso— vociferaba en la
cuadra contigua. Bubencic acosaba a los pobres diablos hasta agotarlos, los
crucificaba, les mandaba repetir ejercicios con la carabina hasta que les
crujían los huesos y montar los caballos más tercos hasta que la sangre les
corría por los pantalones. A pesar de todo, y por asombroso que parezca, las honradas
víctimas campesinas, a su manera obtusa y medrosa, querían a su tirano más que
a los oficiales más indulgentes y por ende también más distanciados. Era como
si algún instinto les dijera que aquella dureza provenía de una voluntad obtusa
y tenaz que se afanaba por establecer un orden querido por Dios; además, era un
consuelo para aquellos pobres diablos el que los oficiales no saliéramos mejor
parados, pues el hombre acepta con más pronta facilidad el peor de los azotes
cuando sabe que cae con la misma dureza sobre la espalda del vecino. La equidad
equilibra misteriosamente el poder: los soldados se regalaban a gusto
recordando la historia del joven príncipe W., quien, por estar emparentado con
la augusta casa imperial, creía poder permitirse toda clase de estupideces. Pero Bubencic le impuso quince días de arresto con la
misma inclemencia que a cualquier hijo de vecino. En vano sus excelencias
llamaron desde Viena; Bubencic no perdonó a su distinguido delincuente ni un
solo día de condena...; una terquedad que, por otro lado, le valió un ascenso. Pero lo más notable es que tampoco los oficiales
podíamos sustraernos a un cierto apego hacia él. También a nosotros nos
infundía respeto la lóbrega honradez de su inflexibilidad y, sobre todo, su
absoluta solidaridad de camarada. Así como no toleraba una mota de polvo en la
guerrera de un ulano, ni la menor salpicadura de lodo en la silla del último
soldado, así tampoco soportaba la menor injusticia; cualquier escándalo en el
regimiento lo afectaba como un golpe al propio honor. Formábamos parte de él y sabíamos perfectamente que,
si uno de nosotros había cometido alguna imprudencia, lo más sensato era hablar
directamente con él; primero le decía las mil pestes, pero luego se calzaba las
botas para sacarlo del barrizal. Cuando se trataba de conseguir un ascenso o de
sacar un anticipo del Fondo Albertino para alguien que estaba en un aprieto,
entonces se alzaba como un titán, se iba derecho al ministerio y no salía de
allí hasta haber solucionado el asunto con su cabezonería. No nos importaba que
nos hiciera rabiar y ajetrear, pues todos sentíamos en algún rincón oculto de
nuestro corazón que ese campesino del Banato, a su manera torpe y cerril,
defendía con más lealtad y honor que todos los oficiales nobles el sentido y la
tradición del ejército, ese esplendor invisible del que nosotros, los mal
pagados subalternos, vivíamos interiormente más que de nuestra paga. Así era el coronel Svetozar Bubencic, el verdugo mayor
de nuestro regimiento, tras el cual yo ahora subía las escaleras; y con la
misma virilidad y estrechez de miras, con la misma necia integridad y honradez
con la que nos acosó durante su vida, se llamó a cuentas a sí mismo. Cuando en la campaña de Serbia, tras la debacle de
Potiorek, los últimos cuarenta y nueve ulanos de nuestro regimiento en retirada
cruzaron sanos y salvos el Save, se quedó el último en la orilla enemiga y, en
vista de que la retirada se llevaba a cabo en medio del pánico —lo que le
pareció vergonzoso para el honor del ejército—, hizo lo que pocos jefes y altos
oficiales de la Gran Guerra hicieron tras la derrota: desenfundó su pesado
revólver reglamentario y se pegó un tiro en la cabeza, para no tener que ser
testigo del hundimiento de Austria, que él, con sus obtusos sentidos, anticipaba
proféticamente en la terrible imagen de aquel regimiento que huía a la
desbandada. El coronel abrió la puerta y entramos en su
habitación, que, con su sobriedad espartana, parecía más bien el cuarto de un
estudiante. Una cama de campaña, de hierro—no quería dormir en otra mejor que
la de Francisco José en Hofburg—, dos láminas en color, la del emperador a la
derecha y la de la emperatriz a la izquierda, cuatro o cinco fotografías en
marcos baratos que recordaban las tardes de revista y las veladas del regimiento,
un par de sables cruzados y dos pistolas turcas; eso era todo. Ni un cómodo
sillón, ni un libro, nada más que cuatro sillas de mimbre alrededor de una mesa
vacía y maciza. Bubencic se alisó enérgicamente el bigote una, dos y
hasta tres veces. Todos conocíamos estos movimientos espasmódicos; eran la
señal más visible de una peligrosa impaciencia. Finalmente, sin ofrecerme una
silla, refunfuñó sofocado: —Ponte cómodo. Y ahora, sin rodeos... dispara.
¿Apuros económicos o líos de faldas? Me resultaba embarazoso tener que hablar
de pie. Además, bajo la fuerte luz, me sentía expuesto a su impaciente mirada.
De modo que me apresuré a negar que se tratara de un asunto de dinero. —¡Entonces, lío de faldas! ¡Otra vez! ¡Es que no os
dais tregua! Como si no hubiera bastantes mujeres que os lo ponen
condenadamente fácil. Vamos, sigue. Y sin demasiadas monsergas... ¿Dónde está el busilis? Con toda la concisión posible
le referí que me acababa de comprometer con la hija del señor Von Kekesfalva y
que tres horas más tarde lo había negado lisa y llanamente. Pero que no
creyera, le dije, que trataba de paliar a posteriori lo ignominioso de mi
proceder; al contrario, había ido a verlo sólo para comunicarle en privado,
como a mi superior, que era plenamente consciente de las consecuencias que
había contraído como oficial por mi comportamiento incorrecto. Sabía cuál era
mi deber y lo cumpliría. Bubencic me miró con ojos desorbitados, sin
comprenderme. —¿Qué tonterías dices? ¿Ignominia y consecuencias? ¿De
dónde sacas eso, y por qué? No pasa nada. ¿Dices que te has comprometido con la
hija de Kekesfalva? La vi una vez... Tienes un gusto raro. Pero si es una moza
contrahecha y lisiada... Vaya, y luego has cambiado de idea. No pasa nada.
Otros lo han hecho y no por eso son unos canallas. ¿O es que has... —se me
acercó—... has tenido amoríos con ella y ha habido consecuencias?
Entonces, claro que el asunto es peliagudo. Me sentí indignado y a la vez avergonzado. Me
disgustaba la manera desenvuelta y quizás intencionadamente ligera con la que
lo malinterpretaba todo. Así que me puse firmes, dando un taconazo: —Permítame,
mi coronel, que haga constar respetuosamente que dije esa grosera falsedad, de
que no me había comprometido, ante siete oficiales del regimiento, en la mesa
de tertulia del café. Mentí a mis camaradas por cobardía y turbación.
Mañana, el teniente Hawliczek pedirá explicaciones al farmacéutico, que le
había dado la noticia correcta. Mañana, toda la ciudad sabrá que dije una
mentira en la mesa de oficiales y que me he comportado, por tanto, sin el
decoro propio de mi condición. Entonces se me quedó mirando completamente perplejo.
Al parecer, su torpe y pesado entendimiento empezaba al fin a funcionar. De
pronto, su rostro se ensombreció: —¿Dónde dices que fue? —En nuestra mesa de
tertulia, en el café. —¿Delante de tus camaradas, dices? ¿Todos lo oyeron?
—Sí, mi coronel. —¿Y el farmacéutico sabe que tú lo has desmentido? —Lo
sabrá mañana. Él y toda la ciudad. El coronel retorcía y tiraba de su bigote con tanta
fuerza, que parecía que iba a arrancárselo. Se veía que algo trabajaba detrás
de su estrecha frente. Malhumorado, se puso a pasear arriba y abajo, con las
manos cruzadas a la espalda, dos, cinco, diez, veinte veces. El suelo temblaba
bajo sus fuertes pisadas, y las espuelas resonaban ligeramente. Al fin se
detuvo frente a mí: —Bueno, y dime, ¿qué piensas hacer? —Sólo me queda una
salida. Mi coronel la conoce tan bien como yo. He venido sólo para despedirme
de usted y pedirle con todo respeto que cuide de que después transcurra todo en
silencio y con el menor escándalo posible. No quiero que por mi culpa caiga
sobre el regimiento vergüenza alguna. —Tonterías —murmuró—. ¡Tonterías! ¡Por algo así! ¡Un
hombre guapo, sano y decente como tú, por una lisiada! Parece ser que el viejo
zorro te engatusó, y tú no supiste cómo salirte sin cumplidos. Bah, si por
ellos fuera, no me importaría. Pero eso de los camaradas y lo de ese piojoso
boticario, eso, claro está, ya es otra historia, y bastante sucia. Empezó otra vez a caminar arriba y abajo, con más brío
todavía que antes. Parecía fatigado de tanto pensar. Cada vez que se daba la
vuelta en sus idas y venidas, su cara adquiría un tono más rojizo y las venas
de sus sienes crecían como gruesas raíces negras. —Vamos a ver, atiende. Un asunto así hay que
solucionarlo enseguida. Si corre la voz, ya no habrá nada que hacer. Para
empezar, ¿quiénes de los nuestros estaban allí? Le di los nombres. Bubencic se
sacó el cuaderno de notas del bolsillo..., el famoso cuadernillo de cuero rojo que
agitaba como un arma cada vez que pillaba a uno del regimiento haciendo algo
indebido. Quien quedaba inscrito en ella alguna vez, ya podía despedirse del
próximo permiso. A la manera de los campesinos, el coronel mojó primero el
lápiz entre los dientes y después garabateó nombre tras nombre con sus gruesos
dedos de anchas uñas. —¿Esos son todos? —Sí. —¿Seguro? —Sí, mi coronel. —Bien. Volvió a meter el cuaderno en el bolsillo como quien
envaina un sable. Ese «bien» concluyente tenía el mismo sonido metálico. —Bien..., una cosa solucionada. Mañana convocaré a los
siete, uno a uno, antes de que pongan el pie en el campo de instrucción, y que
Dios tenga piedad del que después se atreva a recordar lo que tú dijiste. Del
farmacéutico me ocuparé luego por separado. Se tragará lo que yo le diga,
confía en mí, algo se me ocurrirá. Por ejemplo, que primero querías pedir mi
permiso, antes de hacerlo oficial... o... ¡un momento! —De pronto, se acercó
tanto a mí, que sentí su aliento, y me miró a los ojos con su mirada punzante—.
Dime con sinceridad, pero con toda sinceridad: ¿bebiste algo antes, es decir,
antes de hacer esta tontería? Yo estaba abochornado. —Sí, mi coronel, la verdad es que tomé un par de
coñacs antes de salir y luego allá... durante... durante la cena, bebí bastante... Pero... Esperaba una reprimenda furiosa. En cambio, de repente
su rostro se iluminó en una amplia sonrisa. Dio una palmada y soltó una
carcajada estruendosa, satisfecha. —¡Estupendo, estupendo, ya lo tengo! Con eso sacamos
el carro del atolladero. ¡Está más claro que el lustre de mis botas! Les diré a
todos que estabas borracho como un gorrino y no sabías lo que decías. No habrás
dado tu palabra de honor, ¿verdad? —No, mi coronel. —Entonces, de perillas. Estabas borracho, les diré. Ya
ha pasado otras veces, en una ocasión incluso a un archiduque. Estabas como una
cuba, no tenías la menor idea de lo que decías, no prestabas atención y
entendiste mal lo que te preguntaban. ¡Muy lógico, en el fondo! Y al
farmacéutico le haré creer que te reprendí severamente porque con esa curda de
padre y muy señor mío entraste en el café a trompicones. Bien. Punto primero,
resuelto. Creció mi enojo porque me interpretaba tan mal. Me
molestaba que un cabezota como él, en el fondo tan bonachón, quisiera sostenerme
el estribo a toda costa; acabaría pensando que me agarraba a él por cobardía,
para salvarme. ¡Al diablo! ¿Por qué no quería entender que mi conducta era
infame? De modo que hice un esfuerzo. —Con su permiso, mi coronel, para mí la cuestión no
está en absoluto resuelta. Sé lo que hice y sé que no podré volver a mirar a la
cara a ninguna persona decente. No quiero seguir viviendo como un canalla y... —¡Cállate! —me interrumpió—. Oh, disculpa..., déjame
pensar con tranquilidad y no me interrumpas con tu charla. Sé muy bien lo que
tengo que hacer y no necesito lecciones de un bisoño. ¿Crees que se trata sólo
de ti? No, amigo mío, eso era sólo el primer punto. Ahora viene el punto número
dos, que reza así: mañana temprano desaparecerás, no te necesito para nada
aquí. Hay que dejar crecer la hierba sobre este tipo de
cosas. No debes permanecer aquí ni un día más, de lo contrario empezarán las
preguntas necias y el cotorreo, y eso a mí no me conviene. Los que sirven en mi
regimiento no se pueden dejar interrogar ni mirar de soslayo por nadie. No lo
permito... A partir de mañana quedas transferido a Czeslau como oficial
reservista... Te daré la orden por escrito y una carta para el coronel. Lo que
diga en ella no te importa un comino. Lo que tienes que hacer tú es esfumarte,
y lo que yo haga es cosa mía. Esta noche te preparas con la ayuda de tu
ordenanza y mañana te largas del cuartel temprano para que no te vea ninguno de
los de la tertulia. En el parte del mediodía se leerá simplemente que has sido
destacado para una misión urgente, y así nadie sospechará nada. Lo que más
adelante convengas con el viejo y la muchacha no es cosa mía. Tú te lo guisas y
tú te lo comes, hazme el favor. Lo único que me preocupa es que el mal olor y
las habladurías no lleguen al cuartel... De acuerdo, pues: mañana a las cinco y
media te presentas aquí listo para el viaje. Yo te daré la carta y en marcha.
¿Entendido? Dudé. No había ido allá para eso. No quería escaparme. Bubencic
notó mi resistencia y repitió, casi amenazando: —¿Entendido? —A sus órdenes, mi
coronel —contesté en tono frío y militar. En mi interior me decía: «Deja que el
viejo loco hable cuanto quiera. Yo haré lo que debo hacer.» —Bien... y ahora
basta. Mañana temprano, a las cinco y media. Me cuadré. Él avanzó hacia mí. —¡Que precisamente tú cometas semejantes tonterías! No
te cedo con gusto a los de Czaslau. De todos los jóvenes, siempre has sido mi preferido. Noté que estaba pensando si darme la mano o no. Su
mirada se había ablandado. —¿Necesitas quizás algo más? Si puedo ayudarte, no
tengas reparos, lo haré con mucho gusto. No quisiera que la gente pensara que
estás en un aprieto o algo así. ¿No necesitas nada? —No, mi coronel, pero
gracias. —Tanto mejor. Bueno, adiós. Hasta mañana a las cinco y
media. —A sus órdenes, mi coronel. Lo miré como se mira a alguien por última vez. Sabía
que era la última persona con la que hablaba en la tierra. Mañana sería el
único que sabría toda la verdad. Me puse firmes, pegué un taconazo, eché los
hombros atrás y di media vuelta. Pero algo debió notar incluso aquel hombre obtuso.
Algo en mi mirada o en mi paso debió resultarle sospechoso, pues ordenó con
dura voz de mando: —¡Hofmiller, alto! Me volví rápidamente. Enarcó las cejas,
me examinó de arriba abajo y luego refunfuñó, mordaz y a la vez bonachón: —No
me gustas, ¿sabes? A ti te pasa algo. Creo que quieres tomarme el pelo, que te
propones algún disparate. Pero yo no tolero que por una condenada tontería
cometas un desatino... con el revólver o algo así... No lo tolero...
¿Entendido? —Sí, mi coronel. —¡Y basta de «sí, mi coronel». A mí no se me engaña.
No me chupo el dedo. —Su voz se enterneció—. Dame la mano. Se la di y él la apretó. —Y ahora —me miró fijamente a los ojos—, ahora,
Hofmiller, tu palabra de honor de que esta noche no cometerás ningún disparate.
Tu palabra de honor de que mañana a las cinco y media te presentarás aquí y
luego te marcharás a Czaslau. No soporté su mirada. —Palabra de honor, mi coronel. —Bueno, así está bien. ¿Sabes? Algo me hacía sospechar
que en tu primer arrebato podrías cometer una estupidez. Nunca se sabe con
vosotros, los jóvenes furibundos..., siempre dispuestos a todo, incluso a echar
mano del revólver... Después tú mismo entrarás en razón. Esas cosas se superan.
Ya verás, Hofmiller, que todo quedará en nada, ¡nada! Este desaguisado lo
arreglo yo hasta el último detalle, y no te pasará por segunda vez una tontería
semejante... Y ahora, vete... Habría sido una lástima perder a un muchacho como tú. Nuestras decisiones dependen de la adaptación a la
condición social y al entorno en mucha mayor medida de lo que estamos
dispuestos a reconocer. Una parte considerable de nuestro pensamiento se limita
a transmitir automáticamente impresiones e influencias recogidas mucho tiempo
atrás, y en particular quien ha sido educado desde la infancia en el ejercicio
de la disciplina militar sucumbe a la psicosis de una orden como a una coacción
irresistible. Toda orden militar ejerce sobre él un poder que es completamente
incomprensible para la lógica y que anula la voluntad. Metido en la camisa de
fuerza del uniforme, ejecuta lo prescrito como un sonámbulo, sin oponer
resistencia y casi inconsciente, aun cuando eche de ver con toda claridad lo
absurdo del encargo. También yo, que de mis veinticinco años había pasado
los quince más decisivos para la formación en la academia militar y en el
cuartel, dejé de pensar y de actuar por mi propia cuenta desde el momento en
que recibí la orden del coronel. Ya no reflexioné. Sólo obedecí. Mi cerebro
sabía una sola cosa: que a las cinco y media debía presentarme listo para
marcharme y que hasta entonces tenía que hacer todos los preparativos sin
rechistar. Así que desperté a mi ordenanza, le comuniqué en pocas palabras que,
debido a una orden apremiante, teníamos que trasladarnos por la mañana a
Czaslau y con su ayuda empaqueté mis cosas, una por una. A duras penas
terminamos a tiempo y a las cinco y media, conforme a las órdenes, me hallaba
en la habitación del coronel para recibir los papeles oficiales. Abandoné el
cuartel sin que nadie me viera, tal como él había ordenado. Por supuesto, esa paralización hipnótica de la
voluntad duró mientras me encontraba dentro del radio de acción del poder
militar y hasta tanto la orden no fue cumplida por entero. Con la primera
sacudida de la locomotora que ponía en marcha el tren, ese estado de
estupefacción ya desapareció y me sobresalté como alguien que, catapultado por
la onda expansiva de un proyectil, se levanta vacilante y descubre sorprendido
que ha resultado ileso. Mi primera sorpresa fue comprobar que todavía estaba
vivo. La segunda, que iba sentado en un tren en marcha, arrancado de mi
habitual existencia diaria. Y apenas comencé a recordar, todo se sucedió a una
velocidad vertiginosa. Había querido poner fin a mi vida y alguien me había arrebatado
el revólver de la mano. El coronel dijo que lo arreglaría todo. Pero
sólo—constaté azorado— aquello que concernía al regimiento y a mi llamada
«buena reputación». Tal vez en aquel momento mis compañeros estaban ante él en
el cuartel y, por supuesto, le prometían bajo juramento y por su honor que no
dirían ni una palabra sobre el asunto. Pero ninguna orden podía impedir lo que
pensaran en su fuero interno; todos debían de darse cuenta de que había huido
como un cobarde. Y luego, el farmacéutico quizá se dejara engatusar. Pero ¿y
Edith, y el padre, y los demás? ¿Quién les informaría? ¿Quién se lo explicaría
todo? Eran las siete de la mañana, a esa hora ella solía despertarse, y yo era
su primer pensamiento. Quizá ya estaba mirando desde la terraza —ah, la
terraza, ¿por qué me estremecía cada vez que pensaba en la terraza?— a través
del telescopio, enfocado hacia el campo de maniobras, y no sabía ni sospechaba
que allá faltaba uno. Pero por la tarde comenzaría a esperar, y yo no acudiría,
y nadie le había dicho nada. Yo no le había escrito una sola línea. Llamaría
por teléfono y le comunicarían que me habían trasladado, y ella no lo
comprendería, no lo concebiría. O aún peor: lo comprendería, lo entendería al
instante y entonces... De pronto vi la amenazadora mirada de Condor tras sus
gafas refulgentes y le oí gritar otra vez: «¡Sería un crimen, un asesinato!» Y
otra imagen se interfería ya con la primera: Edith se levantaba, apoyándose en
los brazos del sillón, y se lanzaba contra la barandilla de la terraza, con el
abismo y el suicidio en la mirada. ¡Tenía que hacer algo, y enseguida! Era necesario
telegrafiarle desde la estación, telegrafiarle cualquier cosa. Debía evitar a
toda costa que, en su desesperación, hiciera algo brusco e irreparable. No, era
yo quien no debía hacer nada brusco e irreparable, había dicho Condor, y, si
pasaba algo grave, debía informarle de inmediato. Se lo había prometido
formalmente, y palabra era palabra de honor. Gracias a Dios, en Viena me
quedaban dos horas de tiempo libre. El tren no proseguía su marcha hasta el
mediodía. Quizás encontraría aún a Condor. Tenía que encontrarlo. Nada más llegar a la estación, confié el equipaje a mi
ordenanza. Le dije que fuera inmediatamente a la estación del Noroeste y me
esperara allí. Luego, corrí en coche a casa de Condor y recé (aunque no suelo
hacerlo): «¡Dios mío, haz que esté en casa, haz que esté en casa! Sólo a él
puedo explicárselo, sólo él puede entenderme, sólo él puede ayudarme.» Pero me
salió al encuentro la criada arrastrando indolentemente los pies, con un trapo
de colores chillones alrededor de la cabeza. El doctor no estaba en casa. Le
pregunté si podía esperarlo. —No volverá antes de mediodía. Que si sabía dónde estaba. —No, no sé. Va de un lado a otro. Que si podría hablar con su esposa. —Voy a preguntar.—Se encogió de hombros y desapareció
en el interior del piso. Me esperé. La misma habitación, la misma espera de
entonces y, gracias a Dios, el mismo paso, como de pies que resbalaran, en la
estancia contigua. La puerta se abrió, vacilante, insegura. Como la otra
vez, era como si la hubiera abierto un soplo de aire, pero ahora la voz me
saludó afable y cordial. —Es usted, ¿verdad, teniente? —Sí —dije, mientras me
inclinaba (¡siempre la misma tontería!) ante la ciega. —Oh, mi marido lo lamentará mucho. Sé que lo sentirá.
Pero confío en que tenga usted tiempo de esperarlo. Volverá a la una como más
tarde. —No, lamentablemente no puedo esperarlo. Pero... Pero
es muy importante... ¿Podría hablar con él por teléfono en casa de alguno de
sus pacientes? Ella suspiró. —No, temo que eso no será posible. No sé dónde está, y
además... Además, ¿sabe usted?, la gente a la que atiende con preferencia no
tiene teléfono. Pero tal vez yo misma podría... Se acercó. Una fugaz expresión de timidez se deslizó
por su rostro. Quería decir algo, pero se veía que le daba vergüenza.
Finalmente lo intentó: —Me... Me doy cuenta..., noto que debe de ser muy
urgente..., y si hubiera una sola posibilidad, claro está que... le diría... Le
diría dónde puede localizarlo. Pero... Pero... tal vez yo podría darle el
recado en cuanto vuelva... Supongo que se trata de esa pobre muchacha con la
que usted es siempre tan bueno... Si usted quiere, con mucho gusto me
encargaré... Y entonces me ocurrió algo absurdo: no me atreví a
mirarla a los ojos cegados. No sabía por qué, pero tenía la impresión de que
ella lo sabía todo, de que lo había adivinado todo. Por eso mismo estaba tan
avergonzado, que sólo acerté a tartamudear: —Es usted muy amable, señora,
pero... no quisiera molestarla. Si me lo permite, le pondré lo esencial por
escrito. Pero seguro que vuelve a casa antes de la dos, ¿verdad? Porque el tren
sale poco después de las dos y su marido tiene que cogerlo... Quiero decir que
es absolutamente necesario que vaya al castillo. Créame, no exagero. Observé que ella no dudaba. Se acercó todavía más, y
vi que su mano tomaba inconscientemente la forma de un gesto, como si quisiera
tranquilizarme o consolarme. —Por supuesto, lo creo, si usted lo dice. Y pierda
usted cuidado. Hará lo que pueda. —¿Y puedo escribirle? —Sí, claro, escríbale... Venga,
por favor. Se me adelantó con la extraña seguridad de alguien que
conocía todos los objetos de la habitación. Seguro que tocaba y ordenaba
docenas de veces al día el escritorio con sus cuidadosos dedos, porque con el
gesto preciso de una persona que ve sacó del cajón izquierdo tres o cuatro
hojas de papel y me las dispuso, perfectamente derechas, encima de la carpeta. —Allí encontrará pluma y tinta —dijo, señalándome
también con toda precisión el lugar exacto. Escribí cinco hojas de un tirón. Instaba a Condor a
acudir al castillo de inmediato, de inmediato. Subrayé tres veces la palabra. Se lo contaba todo del
modo más sucinto y sincero. Le decía que no había podido perseverar, que había
negado el compromiso ante mis camaradas, que sólo él se había percatado desde
el principio que el temor a los demás, el deplorable miedo a las habladurías y
los comentarios, era la causa de mi debilidad. No le ocultaba que yo mismo
había querido condenarme y ejecutarme y el coronel me había salvado en contra
de mi voluntad. Pero hasta aquel momento no había pensado sino en mí y sólo
ahora comprendía que arrastraba conmigo a otra persona, una inocente. Debía
partir de inmediato —subrayé de nuevo la palabra—, seguro que se hacía cargo de
lo urgente que era, y decirles la verdad, toda la verdad. Sin tapujos. No debía
presentarme mejor de lo que era, como inocente. Si, a pesar de todo, ella
perdonaba mi debilidad, para mí el compromiso sería más sagrado que nunca. Sólo
ahora era realmente sagrado, y si ella me lo permitía, la acompañaría enseguida
a Suiza, dejaría el ejército y me quedaría a su lado, sin importarme si se
curaba pronto o más tarde o nunca. Haría todo para reparar mi cobardía, mi
mentira; a partir de entonces mi vida ya no tenía más que un sentido:
demostrarle que no la había engañado a ella, sino a los demás. Debía decirle
todo eso sinceramente, toda la verdad, pues sólo ahora sabía hasta qué punto
estaba obligado a ella, más que a todos los demás, más que a mis camaradas y a
la carrera militar. Sólo ella tenía derecho a juzgarme y a perdonarme. Dejaba
en sus manos la decisión de perdonarme, si podía. Y pedía a Condor que lo
dejara todo y partiera en el tren de mediodía, pues era cuestión de vida o
muerte. Tenía que estar allí sin falta a las cuatro y media, no más tarde, a la
hora en que ella solía esperarme. Era el último favor que le pedía, que me
ayudara esa sola vez y que partiera de inmediato —cuatro veces subrayé ese
apremiante «de inmediato»—, de lo contrario estaría todo perdido. Cuando dejé la pluma, enseguida vi claro que por
primera vez había tomado una decisión irrevocable. Sólo al escribirlo, tuve
conciencia plena de que hacía lo que era debido. Por primera vez me sentía
agradecido al coronel, por haberme salvado. Sabía que, a partir de entonces,
estaba obligado con todo mi ser a una sola persona, a ella, que me amaba. En aquel momento advertí también que la ciega había
permanecido completamente inmóvil a mi lado. De nuevo me asaltó la absurda
sensación de que había leído cada palabra de la carta y lo sabía todo de mí. —Perdone mi descortesía —me puse en pie de un salto—,
había olvidado por completo..., pero... pero... era importante que informara
sin demora a su marido... Ella me sonrió. —No importa que haya permanecido de pie un ratito. Lo
importante era lo otro. Estoy segura de que mi marido hará cualquier cosa que
usted le pida... Comprendí enseguida..., pues conozco todos los matices de su
voz..., que lo tiene en particular estima... Y no se atormente —su voz se
volvía cada vez más cálida—, le ruego que no se atormente..., verá como todo se
arregla. —¡Dios lo quiera! —dije, lleno de sincera esperanza,
porque ¿no dicen de los ciegos que poseen el don de la profecía? Me incliné y
le besé la mano. Cuando levanté la cabeza, no comprendí que esa mujer de pelo
gris y de boca áspera, y con la amargura de sus ojos ciegos, hubiera podido
parecerme fea la primera vez, pues el amor y la compasión iluminaban su rostro.
Tuve la impresión de que aquellos ojos que ya sólo reflejaban oscuridad para
siempre sabían más de la realidad de la vida que todos los que pueden mirar el
mundo claros y radiantes. Me despedí como un convaleciente. De pronto, en aquel
momento ya no me pareció un sacrificio haberme prometido de nuevo y para
siempre a otro ser turbado y desheredado por la vida. No, los sanos, los
seguros, los orgullosos, los satisfechos, los alegres, no aman... ¡No lo
necesitan! Reciben el amor sólo como un homenaje que se les ofrece, como una
obligación que se les debe, arrogantes e indiferentes. Aceptan la entrega de
otros como un mero atributo, un adorno en el pelo, una pulsera en el brazo, y
no como el sentido y la felicidad de su vida. Sólo a aquellos que el destino ha
golpeado, los azorados, los postergados, los inseguros, los feos, los
humillados, se les puede ayudar verdaderamente con el amor. Sólo ellos saben
amar y ser amados como se debe amar: con gratitud y humildad. Mi ordenanza espera fielmente en el vestíbulo de la
estación. —Ven —le digo sonriendo. De pronto me siento extrañamente ligero. Sé, con un
alivio hasta ahora desconocido, que por fin he obrado correctamente. Me he
salvado y he salvado a otra persona. Y ni siquiera me arrepiento de la absurda
cobardía de la noche anterior. Al contrario. Me digo: mejor así. Es mejor que
las cosas hayan ido de tal manera que aquellos que confiaban en mí sepan ahora
que no soy un héroe ni un santo ni un dios que, desde su nube, se digna
graciosamente levantar a una pobre criatura enferma. Si acepto ahora su amor,
ya no es un sacrificio. No, ahora a mí me corresponde pedir perdón, y a ella,
concedérmelo. Es mejor así. Nunca me he sentido tan seguro de mí mismo. Sólo en
una ocasión me asaltó fugazmente una sombra de miedo, y eso ocurrió cuando, en
Lundenburgo, un corpulento señor entró como una exhalación en el compartimiento
y se dejó caer jadeante en el asiento acolchado: —Gracias a Dios que he podido
alcanzarlo. Sin los seis minutos de retraso, habría perdido el tren. Involuntariamente sentí una punzada dentro de mí. ¿Y si Condor no había regresado a casa a mediodía? ¿O
había llegado demasiado tarde para coger el tren de mediodía? ¡Entonces, todo
sería en vano! Ella esperaría y esperaría. De pronto vuelve a aparecer el
espectro de la terraza: ¡ella se aferra con las manos a la barandilla, mira
abajo y ya se asoma al precipicio! ¡Por el amor de Dios, es preciso que sepa a
tiempo cuánto me arrepiento de mi traición! ¡A tiempo, antes de que desespere,
antes de que quizás ocurra lo irreparable! Lo mejor es que telegrafíe desde la
primera estación, que le diga unas palabras para infundirle confianza, en el
caso de que Condor no haya podido avisarla. En Brno, la primera estación, salto del tren y corro a
la oficina de telégrafos. Pero ¿qué pasa? Delante de la puerta se aglomera un
compacto y arracimado enjambre, una masa oscura de gente excitada que lee un
anuncio. Tengo que abrirme paso a la fuerza y con grosería, empleando los codos
sin consideración, para llegar a la pequeña puerta vidriera de la oficina de correos.
¡Rápido, rápido, un impreso! ¿Qué escribo? ¡Que no sea demasiado! «Edith von
Kekesfalva. Kekesfalva. Estoy de viaje, mil saludos y mi sincero afecto.
Misión oficial. Volveré pronto. Condor informará de detalles. Escribiré al
llegar. Con todo mi cariño. Anton.» Curso el telegrama. ¡Qué lenta es la
empleada, cuántas preguntas, remitente, dirección, una formalidad tras otra! Y
el tren que va a salir dentro de dos minutos. Tengo que volver a emplearme a
fondo para pasar a través del enjambre de curiosos, que entretanto ha aumentado
en número, apiñados ante el anuncio. ¿Se puede saber qué pasa? Voy a preguntar.
Pero en este momento se oye la señal de salida. Tengo el tiempo justo de saltar
al vagón. Gracias a Dios, ya está todo hecho, ahora ella ya no podrá estar
recelosa ni inquieta. Sólo ahora noto el cansancio de estos dos días de tensión
y de estas dos noches sin dormir. Al llegar a Czaslau por la noche, tengo que
hacer acopio de todas mis fuerzas para subir tambaleándome hasta el primer piso
del hotel, donde tengo mi habitación. Luego, me hundo en el sueño como en un
abismo. Creo que debí dormirme en el mismo instante de
desplomarme sobre la cama: fue como sumergirme con los sentidos embotados en un
torrente de aguas oscuras y profundas, una inmersión hasta simas de
autodisolución nunca alcanzadas. Sólo después, mucho después, tuve un sueño
cuyo comienzo no recuerdo. Lo único que sí recuerdo todavía es que me hallaba
de nuevo en una habitación, creo que era la sala de espera de Condor, y de
pronto volvió a empezar aquel ruido terrible que desde hacía días me golpeaba
las sienes con su tictac de madera, el ruido rítmico de las muletas, el
espantoso toc-toc, toc-toc. Primero matraqueaba desde lejos, como si viniera de
la calle, y luego más cerca, toc-toc, toc-toc, y luego mucho más cerca, más
fuerte, toc-toc, toc-toc, y, por último, tan terriblemente cerca de la puerta,
que me despierto del sueño con un sobresalto. Con los ojos muy abiertos, miro absorto hacia la
oscuridad de la habitación extraña. Pero, entonces, otra vez: toc-toc, fuertes
golpes de nudillos en la puerta. No, ya no sueño, alguien ha llamado. Alguien
llama a mi puerta desde fuera. Me levanto de un salto y me apresuro a abrir. Fuera está el portero de noche. —Le llaman por teléfono, teniente. Lo miro estupefacto. ¿A mí? ¿Por teléfono? ¿Dónde...
dónde estoy? Una habitación extraña, una cama extraña... Ah, sí..., estoy...
Ah, sí..., en Czeslau. Pero no conozco a nadie aquí. ¿Quién me puede llamar por
teléfono en mitad de la noche? ¡Qué tontería! Tiene que ser por lo menos
medianoche. Pero el portero apremia: —Por favor, teniente, dése prisa, es una
conferencia de Viena, no he entendido bien el nombre. Enseguida me espabilo. ¡De Viena! Sólo puede ser
Condor. Sin duda quiere darme noticias: ella me ha perdonado. Todo está en
orden. Digo al portero en tono imperioso: —¡Corra! Diga que ya voy. El portero desaparece, me echo a toda prisa el abrigo
encima de la camisa y corro tras él. El teléfono se encuentra en un rincón del
despacho de la planta baja, el portero ya tiene el auricular pegado al oído.
Impaciente, lo aparto de un empujón, a pesar de que me dice: —Se ha cortado. Escucho. Pero nada... nada. Sólo un silbido y un
zumbido lejanos... sfff... sff... srrr, como un aleteo metálico de mosquitos. —¡Diga, diga! —grito. Y espero y espero. Ninguna respuesta. Sólo el burlón y absurdo zumbido.
¿Tengo frío porque no llevo puesto más que el abrigo encima de los hombros o es
un miedo repentino? Quizás el plan ha fracasado. O quizá... Espero y escucho,
con el oído pegado al caliente auricular de caucho. Por fin, krx... krx... una conmutación y la voz de la operadora: —¿Tiene ya
comunicación? —No. —¡Pero si la teníamos hace un momento! ¡Llamada de
Viena...! Un momento, por favor, enseguida lo compruebo. Otra vez krx... krx... Una nueva conmutación; se oyen
crujidos, chirridos, cloqueteos y gorjeos. El aparato silba y zumba y, luego, amortiguándose
paulatinamente, vuelven los débiles susurros y vibraciones de los alambres. De
pronto, una voz, un bajo áspero y duro: —Aquí la Comandancia de Praga. ¿Hablo
con el Ministerio de la Guerra? —¡No, no! —grito desesperado. La voz gruñe algo ininteligible y se extingue, se
pierde en el vacío. De nuevo los estúpidos zumbidos y las vibraciones y luego,
una vez más, una confusa sombra de voces lejanas, incomprensibles. Al fin, la
voz de la telefonista: —Disculpe, lo acabo de comprobar. Se ha cortado la
comunicación. Una llamada oficial urgente. Lo avisaré en cuanto el abonado
vuelva a llamar. Entretanto, le ruego que cuelgue. Cuelgo, agotado, decepcionado, irritado. No hay nada
más absurdo que haber capturado una voz lejana y no poder retenerla. El corazón
me martillea en el pecho, como si hubiera subido demasiado rápido una alta
montaña. ¿Quién era? Sólo podía haber sido Condor. Pero ¿por qué me llama
ahora, a las doce y media de la noche? El portero se acerca, servicial: —El
teniente puede esperar tranquilamente en su habitación. Subiré corriendo cuando
se restablezca la comunicación. Pero rechazo el ofrecimiento. No puedo perder la
conferencia por segunda vez. No quiero perder ni un minuto. Tengo que saber lo
que ha ocurrido, pues algo—lo presiento— ha ocurrido a muchos kilómetros de
distancia. Sólo pueden haber llamado Condor o los Kekesfalva. Sólo él puede
haberles dado la dirección del hotel. En cualquier caso, debe tratarse de algo
importante y urgente, de lo contrario nadie saca de la cama a nadie a
medianoche. Siento cómo todos mis nervios vibran: ¡me necesitan, me requieren!
Alguien quiere algo de mí. Alguien tiene que decirme algo decisivo, algo de lo
que dependen la vida y la muerte. No, no puedo alejarme, tengo que permanecer
en mi puesto. No quiero perder ni un minuto. Me siento, pues, en la dura silla de madera que el
portero, un tanto asombrado, me acerca, y espero, ocultando las piernas
desnudas bajo el abrigo, con la mirada fija en el aparato. Espero un cuarto de
hora, media hora, temblando de inquietud y tal vez de frío, pero al mismo
tiempo secándome una y otra vez con la manga el sudor que de pronto me cubre la
frente. Finalmente... rrring... un timbre. Me lanzo sobre el aparato y
descuelgo el auricular: ¡ahora, ahora me enteraré de todo! Pero es un estúpido
error, sobre el que el portero me llama enseguida la atención. No es el
teléfono lo que ha sonado, sino el timbre de la puerta. El portero corre a
abrir a una parejita trasnochadora. Acompañado de una muchacha, cruza la puerta
con ruido de espuelas un capitán de caballería; al pasar por delante de la
portería, echa una mirada de asombro al extraño personaje que, a su vez, lo
mira de debajo de un abrigo de oficial, con el cuello desabrochado y las
piernas desnudas. Tras un fugaz saludo, desaparece por la penumbrosa escalera
junto con la muchacha. Ya no aguanto más. Hago girar la manivela y pregunto a
la telefonista: —¿Todavía no se ha restablecido la comunicación? —¿Qué
comunicación? —Viena..., creo que desde Viena..., hace más de media hora. —Preguntaré de nuevo. Un momento. El momento dura un buen rato. Al fin, la señal. Pero
la telefonista sólo quiere tranquilizarme: —He preguntado, pero no se sabe
nada. Unos minutos más. Le avisaré enseguida. ¡Esperar! ¡Esperar unos minutos más! ¡Minutos!
¡Minutos! ¡En un segundo puede morir una persona, decidirse un destino, un
mundo puede sucumbir! ¿Por qué me hacen esperar, esperar tanto tiempo? ¡Es un
crimen! ¡Un martirio! ¡Una monstruosidad! El reloj señala ya la una y media. Hace una hora que espero aquí sentado, temblando y
pasando frío. Por fin, por fin, otra vez la señal. Escucho con todos
los sentidos, pero la telefonista sólo me informa. —Acaban de comunicarme que se ha anulado la
conferencia. ¿Anulado? ¿Qué quiere decir anulado? —Un momento,
señorita. Pero ella ya ha colgado. ¿Anulado? ¿Por qué anulado? ¿Por qué me llaman a las
doce y media de la noche y luego anulan la conferencia? Debe haber pasado algo
que yo no sé y, sin embargo, tengo que saber. ¡Es un horror no poder atravesar
el espacio y el tiempo! ¿Y, si llamo yo a Condor? ¡No, a estas horas de la
noche ya no! Su mujer se alarmaría. Probablemente ha visto que era demasiado
tarde y prefiere volver a llamar mañana temprano. No puedo describir esa noche. Una sucesión caótica de
pensamientos absurdos, de imágenes confusas, y yo, cansado y desvelado a la
vez, siempre esperando con los nervios de punta, atento a cada paso en la
escalera y el pasillo, a cada timbre y cada crujido de la calle, a cada
movimiento y a cada sonido, y al mismo tiempo tambaleándome de fatiga, agotado,
exhausto, y luego, al fin, el sueño, un sueño demasiado largo y profundo,
intemporal como la muerte, abismal como la nada. Cuando me despierto, la luz del día inunda la
habitación. Echo un vistazo al reloj: las diez y media. ¡Válgame Dios, y el
coronel me ordenó que me presentara enseguida! Antes de que empiece a pensar en
lo personal, vuelve a funcionar en mí el sentido del deber, la disciplina
militar. Me pongo rápidamente el uniforme y bajo corriendo las escaleras. El
portero quiere detenerme. ¡No, todo lo demás para más tarde! Primero
presentarme, tal como prometí bajo palabra de honor. Entro en las oficinas con el cinto ceñido de acuerdo
con las ordenanzas. Pero allí sólo encuentro a un suboficial bajito y pelirrojo
que, al verme, me mira asombrado. —Baje enseguida, mi teniente, para recibir órdenes. El
teniente coronel ha ordenado expresamente que todos los oficiales y tropa de la
guarnición estén formados a las once en punto. Por favor, baje enseguida. Bajo las escaleras como alma que lleva el diablo. En
efecto, toda la guarnición está reunida en el patio. Tengo el tiempo justo para
colocarme al lado del capellán, y al instante aparece el comandante de la
división. Camina a un paso especialmente lento y solemne, despliega una hoja de
papel y empieza a leer con una voz que retumba por todo el recinto: —«Se ha
perpetrado un crimen atroz, que llena de horror a Austria-Hungría y a todo el
mundo civilizado». (¿Qué crimen?, pienso atemorizado. Sin querer, me pongo a
temblar, como si lo hubiera cometido yo.) «El alevoso asesinato...» (¿Qué
asesinato?) «... de nuestro muy amado heredero al trono, su alteza real e
imperial, el archiduque Francisco Fernando y su serenísima esposa...» (¿Qué?
¿Han asesinado al sucesor al trono? ¿Cuándo? Claro, ahora entiendo por qué
había tanta gente ayer en Brno alrededor del anuncio. ¡Era eso!) «ha sumido a
nuestra augusta casa imperial en un profundo dolor y consternación. Pero es,
sobre todo, el ejército real e imperial el que...» Ya no oigo con claridad el
resto. No sé por qué, pero la palabra «crimen» y la palabra «asesinato» han
caído sobre mi corazón como martillazos. Si hubiera sido yo el asesino, no me
habría aterrado más. Un crimen, un asesinato..., es lo que dijo Condor. De
repente, dejo de oír lo que masculla y vocifera el hombre del penacho de ahí
delante, con su uniforme azul y sus condecoraciones. De repente, recuerdo la
llamada telefónica de la noche anterior. ¿Por qué Condor no me ha dado aviso
por la mañana? ¿Será porque en realidad no ha ocurrido nada? Sin presentarme al
teniente coronel, aprovecho la confusión general después de la lectura de la
orden del día para volver al hotel a toda prisa. Tal vez han vuelto a llamar
entretanto. El portero me entrega un telegrama. Dice que ha
llegado por la mañana temprano, pero que yo he salido con tanta prisa que no ha
podido dármelo. Rasgo el impreso. En un primer momento no entiendo nada. ¡No
lleva firma! ¡Un texto completamente incomprensible! Después sí lo entiendo: no
es sino un aviso de correos para comunicarme que el telegrama que cursé a las
tres y cincuenta y ocho minutos en Brno no ha podido ser entregado. ¿No ha podido ser entregado? Miro fijamente esas
palabras. ¿No se había podido entregar un telegrama dirigido a Edith von
Kekesfalva? Todo el mundo la conoce en aquel villorrio. Ya no puedo resistir la
tensión por más tiempo. En el acto pido comunicación telefónica con Viena, con
el doctor Condor. —¿Urgente? —me pregunta el portero. —Sí, urgente. Al cabo de veinte minutos tengo la comunicación y
—¡oh, funesto milagro! —Condor está en casa y atiende él mismo el teléfono. En
tres minutos lo sé todo; en una conferencia telefónica no hay mucho tiempo para
ir con rodeos. Una diabólica casualidad ha desbaratado todos los planes y la
infeliz muchacha ya no ha tenido noticia de mi arrepentimiento y de mi profunda
y sincera resolución. Todas las medidas del coronel para encubrir el asunto han
sido inútiles. Ferencz y los demás no habían regresado del café al cuartel,
sino habían entrado en una taberna. Ahí encontraron, por desgracia, al
farmacéutico, acompañado de mucha gente, y Ferencz, el atolondrado bonachón,
arremetió contra él por puro afecto hacia mí. Le exigió explicaciones en
presencia de todo el mundo y lo acusó de propagar viles mentiras sobre mí. Se
originó un escándalo tremendo y al día siguiente lo sabía toda la ciudad.
Porque el farmacéutico, herido profundamente en su honor, a primeras horas de
la mañana siguiente entró en el cuartel hecho una furia para obligarme a servir
de testigo y, al recibir la sospechosa noticia de que yo había desaparecido, se
dirigió en coche al castillo de los Kekesfalva. Allí acometió al anciano en su
despacho y, con unos rugidos que hacían temblar las ventanas, le increpó
diciendo que los Kekesfalva le habían tomado el pelo con sus «estúpidos
telefonazos» y que él, ciudadano de rancio abolengo, no toleraba esas afrentas
por parte de una banda de oficiales insolentes. Ya sabía por qué yo había huido
como un cobarde y no le harían creer que todo había sido una simple broma;
detrás de aquello se escondía una vil canallada por mi parte... Pero, aunque
tuviera que llegar hasta el ministerio, dejaría las cosas claras y de ningún
modo se dejaba insultar por unos mocosos en locales públicos. A duras penas se pudo calmar al energúmeno y mandarlo
a casa. En medio de su espanto, Kekesfalva sólo tenía la esperanza de que Edith
no hubiera oído nada de sus escandalosas sospechas. Pero quiso la fatalidad que
las ventanas del despacho estuvieran abiertas y que las palabras llegaran
retumbando a través del patio hasta la ventana del salón, donde estaba la
muchacha. Probablemente tomó en el acto la decisión preparada desde hacía mucho
tiempo. Pero supo disimular bien; se hizo enseñar otra vez los vestidos nuevos,
rió con Ilona, se mostró amable con el padre, preguntó por mil detalles, si
esto y lo otro ya estaba preparado y empaquetado. Pero, a escondidas, encargó a
Josef que llamara al cuartel para saber cuándo volvía yo y si no había dejado
un mensaje. El factor decisivo fue la noticia fidedigna que le dio mi
ordenanza: yo había partido en misión oficial por un tiempo indefinido y no
había dejado aviso para nadie. Llevada por la impaciencia de su corazón, no
quiso esperar ni un día ni una hora más. Yo la había decepcionado demasiado
hondo, la había herido tan mortalmente, que ya no podía seguir confiando en mí,
y mi debilidad le dio a ella una fortaleza fatal. Después de comer se hizo llevar a la terraza y, como
impulsada por un oscuro presentimiento, Ilona se sentía inquieta por su
ostentosa alegría. No se apartó de su lado. Pero a las cuatro y media —a la
hora exacta en que yo solía llegar, y justo un cuarto de hora antes de que
llegaran casi al mismo tiempo mi telegrama y Condor—, Edith pidió a su fiel
amiga que fuera a buscarle un determinado libro y, por desgracia, Ilona accedió
a ese ruego en apariencia inocente. Y ese escaso minuto bastó a la impaciente
joven, que era incapaz de dominar su corazón, para llevar a cabo su propósito:
tal como me lo había anunciado en aquella misma terraza, y tal como yo lo había
visto en mis pesadillas, consumó su horrible decisión. Condor la encontró todavía con vida.
Incomprensiblemente, su cuerpo liviano no presentaba lesiones externas de
importancia, y fue traslada a Viena, inconsciente, en una ambulancia. Hasta muy
entrada la noche, los médicos creyeron todavía en una posibilidad de salvarla,
y por eso Condor me llamó urgentemente a las ocho de la noche desde el
sanatorio. Pero en aquella noche del 29 de junio que siguió al asesinato del
príncipe heredero, toda la administración de la monarquía anduvo revuelta y las
líneas telefónicas de las autoridades civiles y militares estuvieron ocupadas
sin interrupción con llamadas oficiales. Condor esperó en vano cuatro horas
para obtener comunicación. Sólo cuando, pasada la medianoche, los médicos
constataron que ya no quedaba esperanza alguna, hizo anular la llamada. Media
hora después, Edith había muerto. De los cientos de miles de hombres que la guerra
movilizó en aquellos días de agosto, estoy seguro de que pocos marcharon al
frente tan serenos e incluso tan impacientes como yo. Y no porque estuviera
ansioso por combatir. Era sólo una escapatoria, una salvación para mí; me
refugiaba en la guerra como un criminal en la oscuridad. Había pasado las
cuatro semanas previas a la decisión en un estado de autodesprecio, de
confusión y desesperación, que todavía hoy recuerdo con más horror que las
horas más terribles en los campos de batalla. Porque estaba convencido de que,
con mi debilidad, con mi compasión, primero seductora y después escurridiza,
había asesinado a una persona, una persona que, además, era la única que me
amaba apasionadamente. Ya no me atrevía a salir a la calle, me declaré enfermo,
me escondí en mi habitación. Escribí a Kekesfalva para expresarle mi
sentimiento (¡ah, era realmente mi sentimiento, mi pésame!). No contestó.
Abrumé a Condor con explicaciones para justificarme. No contestó. De mis
compañeros, ni una línea. Tampoco de mi padre..., en realidad porque durante
aquellas semanas críticas debió de andar sobrecargado de trabajo en su
ministerio. Pero yo veía en ese silencio unánime una condena convenida entre
todos. Me hundía cada vez más en el delirio de pensar que todos me habían
condenado, porque yo mismo me había condenado; que todos me consideraban un
asesino, porque yo mismo me juzgaba como tal. Mientras todo el imperio se
estremecía conmocionado, mientras en toda la desolada Europa los hilos
telefónicos y telegráficos vibraban candentes, portadores de noticias
aterradoras, mientras las bolsas se tambaleaban, los ejércitos se movilizaban y
los precavidos hacían las maletas, yo no pensaba sino en mi cobarde traición y
en mi culpa. Por esa razón, el que me llamaran y me apartaran de mí mismo,
significó una liberación para mí; la guerra, que había arrastrado a millones de
inocentes, me salvó a mí, el culpable, de la desesperación (aunque no por ello
la celebro). Me repugnan las palabras altisonantes. Por eso no
diré, por ejemplo, que busqué entonces la muerte. Digo simplemente que no la
temí, al menos no tanto como la mayoría, pues en algunos momentos el regreso a
la retaguardia, donde sabía que estaban los que conocían mi culpa, me parecía
más terrible que todos los horrores del frente... ¿Y adónde hubiera podido ir?
¿Quién me necesitaba? ¿Quién me quería todavía? ¿Para quién y para qué debía
vivir? Si ser valiente no significa una cosa distinta ni más elevada que no
tener miedo, puedo afirmar con toda confianza y sinceridad que en el campo de
batalla en efecto fui valiente, pues no me asustaba ni siquiera lo que a los
más viriles de mis camaradas les parecía peor que la muerte: la posibilidad de
quedar mutilado o inválido. Es muy probable que hubiera aceptado como castigo,
como venganza justa, quedar lisiado, convertirme en un inválido, víctima de la
compasión ajena, porque la mía había sido tan cobarde y tan débil. Si la muerte
no me encontraba, no sería por negligencia mía; me enfrenté a ella docenas de
veces con la mirada fría de la indiferencia. Dondequiera que se trataba de
cumplir una misión especialmente difícil, dondequiera que pidieran voluntarios,
yo me ofrecía. Donde la lucha era más encarnizada, yo me sentía a
gusto. Después de mi primera herida, pedí el traslado a una compañía de
ametralladoras y luego a la aviación. Al parecer, logré muchos éxitos con esos
cochambrosos aparatos nuestros. Pero, cada vez que en la orden del día leía la
palabra «valor» relacionada con mi nombre, tenía la sensación de ser un
estafador. Y cuando alguien miraba con demasiado interés mis condecoraciones,
le daba rápidamente la espalda. Cuando por fin transcurrieron esos cuatro años
interminables, descubrí, para mi sorpresa, que, a pesar de todo, era capaz de
seguir viviendo en aquel mundo de antes, pues los que regresábamos del Hades lo
pesábamos todo con una nueva balanza. Tener sobre la conciencia la muerte de
una persona no era lo mismo para un soldado de la Gran Guerra que para el
hombre de un mundo en paz; mi culpa particular se había diluido con la culpa
general en la inmensa ciénaga de sangre, pues el mismo yo—los mismos ojos, las
mismas manos— había apuntado en Limanova la ametralladora que barrió la primera
oleada de la infantería rusa ante nuestras trincheras; yo mismo había visto
después con los prismáticos los ojos despavoridos de los que había matado y de
los que había herido y que gimieron durante horas en los alambres de espino
antes de reventar como perros. Había derribado un avión ante Goritzia; dio tres
vueltas en el aire antes de estrellarse contra las rocas envuelto en llamas, y
luego, con nuestras propias manos, registramos los cadáveres calcinados y
horriblemente humeantes todavía, en busca de las placas de identidad. Miles y miles de hombres que marchaban en fila a mi
lado habían hecho lo mismo, con la carabina, la bayoneta, el lanzallamas, la
ametralladora o con el puño, cientos de miles y millones de mi generación, en
Francia, en Rusia y en Alemania... ¿Qué importaba entonces un asesinato más,
una culpa personal y privada, en medio de la destrucción masiva y cósmica, del
más fulminante exterminio en masa de la vida humana que la historia había
conocido hasta entonces? Y luego —un nuevo alivio— en el mundo al que regresé
ya no había ningún testigo que pudiera declarar contra mí. Nadie podía inculpar
de su pasada cobardía a un hombre condecorado por su extraordinario valor, ya
nadie podía reprocharme mi fatal debilidad. Kekesfalva había sobrevivido unos pocos días a la
muerte de su hija; Ilona vivía casada con un modesto notario en un pueblo
yugoslavo; el coronel Bubencic se había pegado un tiro a orillas del Save; mis
camaradas habían caído o habían olvidado el nimio episodio desde hacía
tiempo... Todo lo que era «antes» se había vuelto tan fútil y sin valor durante
aquellos cuatro años apocalípticos como el dinero de antes. Nadie podía
acusarme, nadie podía juzgarme; era como un asesino que entierra el cuerpo de
su víctima en el bosque, y empieza a caer la nieve, blanca, espesa, pesada;
sabe que durante meses la capa protectora cubrirá su crimen y que luego se
perderá para siempre cualquier rastro. Así que cobré coraje y empecé a vivir de
nuevo. Como nadie me recordaba, yo mismo olvidé mi culpa. Porque el corazón
sabe olvidar a la perfección, cuando le urge olvidar. Una sola vez volvió el recuerdo de la otra orilla.
Estaba sentado en la platea de la Ópera de Viena, en una butaca situada en el
extremo de la última fila, para oír una vez más el Orfeo de Gluck, cuya pura y
contenida melancolía me emociona más que cualquier otra música. Acababa de
terminar la obertura, y en la breve pausa no se iluminó la sala, pero se dio
oportunidad a algunos espectadores que llegaban con retraso de ocupar sus
asientos a oscuras. También hacia mi fila se encaminaron dos sombras de esos
rezagados: una dama y un caballero. —Con su permiso —pidió el caballero, inclinándose
cortésmente hacia mí. Sin prestarle atención ni mirarlo, me levanté para
dejarlo pasar. Pero, en vez de sentarse de inmediato en la butaca libre junto a
la mía, hizo pasar primero a la dama, empujándola con cuidado y suavidad y
orientándola cariñosamente con las manos; le mostraba, por decirlo así, o le
allanaba, el camino y, antes de que se sentara, le bajó previsor el asiento.
Tanta protección solícita era demasiado inusual para que no me llamara la
atención. Ah, una ciega, pensé y, sin querer, la miré compadeciéndola. Pero entonces el caballero, un tanto obeso, ocupó el
asiento del lado, y el corazón me dio un vuelco cuando lo reconocí: ¡Condor! La
única persona que lo sabía todo, que me conocía hasta el fondo más oscuro de mi
culpa, estaba sentado a un palmo de mí. ¡Él, cuya compasión no había sido una
debilidad criminal como la mía, sino una fuerza abnegada, que se
autosacrificaba, él, el único que podía juzgarme, el único ante el cual podía
sentirme avergonzado! Cuando se encendieran las arañas en el entreacto, me
reconocería por fuerza. Me puse a temblar y me apresuré a taparme la cara con
la mano para protegerme al menos en la oscuridad. Ya no oí una sola nota de mi
música preferida; el corazón me latía con demasiada fuerza. Me abrumaba la
proximidad de aquel hombre, el único en la tierra que me conocía de verdad.
Como si me hallara desnudo en la oscuridad, entre toda aquella gente tan
correcta y bien vestida, me estremecí pensando en el momento en que las luces
se encenderían, dejándome al descubierto. Y así, en el breve intervalo entre la
oscuridad y la luz, mientras el telón empezaba a caer sobre el primer acto,
hundí rápidamente la cabeza y huí por el pasillo central... lo bastante
deprisa, creo, para que él no pudiera verme, no pudiera reconocerme. Pero desde
aquel momento sé que ninguna culpa queda olvidada mientras la conciencia tenga
conocimiento de ella. FIN
UNA PARTIDA DE AJEDREZ / 1941 STEFAN ZWEIG
A bordo del
trasatlántico que a medianoche debía zarpar rumbo a Buenos Aires reinaban la
habitual acucia y el ir y venir apresurado de la última hora. Se confundían y
se abrían paso a codazos los allegados que acompañaban a los viajeros; los
mensajeros de telégrafos, con las gorras terciadas, recorrían los salones como
flechas, gritando tal o cual nombre; se arrastraban baúles y se traían flores;
por las escaleras subían y bajaban niños movidos por la curiosidad, en tanto
que la orquesta tocaba briosamente la música de acompañamiento de la deck show.
Un poco apartado de ese tumulto, estaba yo conversando con un conocido sobre el
puente de paseo, cuando a nuestro lado estallaron dos o tres agudos fogonazos
de magnesio; algún personaje destacado había sido entrevistado y fotografiado,
al parecer, instantes antes de la partida. Mi acompañante miró hacia aquel lado
y sonrió: -Llevan ustedes un tipo raro a bordo, a ese Czentovic. Debo haber revelado con un gesto harta ignorancia ante
esa noticia, pues mi interlocutor agregó en seguida a guisa de explicación:
-Mirko Czentovic es el campeón mundial de ajedrez. Acaba de recorrer Estados
Unidos, de este a oeste, interviniendo en torneos, y ahora se dirige a la
Argentina, en procura de nuevos triunfos. Entonces recordé efectivamente el nombre del joven
campeón mundial y aun algunos pormenores de su carrera meteórica; mi compañero,
un lector de periódicos más asiduo que yo, estaba en condiciones de completarlos
con toda una serie de anécdotas. Aproximadamente un año atrás, Czentovic se había
colocado de repente a la altura de los más expertos maestros consagrados del
arte del ajedrez, como Alekhine, Capablanca, Tartakower, Lasker, Bogoljubow;
desde la presentación, en el torneo de Nueva York de 1922 del niño prodigio de
siete años llamado Reshewski, nunca la entrada brusca de un jugador
absolutamente desconocido en el glorioso gremio había despertado una sensación
tan unánime. Porque las dotes intelectuales de Czentovic no parecían augurarle
una carrera tan brillante. No tardó en revelarse el secreto y difundirse la
noticia de que el flamante maestro del ajedrez era incapaz, en su vida privada,
de escribir una frase sin faltas de ortografía, en el idioma en que fuese, y,
según el decir burlón y rencoroso de uno de sus colegas, «su ignorancia era en
todas las materias igualmente universal». Era hijo de un
paupérrimo remero del Danubio del mediodía eslavo, cuya barca fue echada a
pique una noche por una lancha a vapor cargada de cereales. El entonces niño de
doce años fue recogido a la muerte de su padre en un acto de piedad por el
párroco del apartado lugar, y el buen sacerdote se esforzó honradamente para
compensar a fuerza de paciencia lo que el niño, avaro de palabras, apático y de
ancha frente, no era capaz de aprender en la escuela de la aldea. Pero todos sus esfuerzos fueron vanos. Mirko siempre
miraba de hito en hito los signos de la escritura que se le habían explicado
cien veces ya; su cerebro trabajaba pesadamente y carecía de fuerza retentiva
aun para los objetos más simples de la enseñanza. A la edad de catorce años
tenía que recurrir todavía a la ayuda de los dedos para hacer algún cálculo, y
la lectura de un libro o del diario significaba aún para el mozo mayorcito un
esfuerzo fuera de lo común. Pero a pesar de todo, no podía tildarse a Mirko de
reacio o recalcitrante. Hacía de buen grado cuanto se le encomendaba, iba a
buscar agua, echaba leña, ayudaba en las faenas del campo, ponía en orden la
cocina y cumplía puntualmente, aunque con una lentitud desesperante, todo
servicio que se le pedía. El rasgo del terco muchacho que más exasperaba al
cura era su indiferencia absoluta y total. No hacía nada que no se le ordenase
expresamente, jamás formuló una pregunta, no jugaba con otros niños ni buscaba
espontáneamente un entretenimiento. En cuanto Mirko había terminado con los
quehaceres de la casa, se quedaba sentado, impasible, con la mirada vacía como
la de los borregos en el campo de pastoreo, sin demostrar el más remoto interés
en las cosas que ocurrían a su derredor. Al anochecer, cuando el párroco,
fumando su larga pipa de campesino, jugaba sus tres habituales partidas de
ajedrez contra el sargento de gendarmería, el rubio y apático mozo permanecía
sentado junto a él, mudo, mirando bajo los pesados párpados el tablero a
cuadros, al parecer soñoliento e indiferente. Una tarde de invierno, mientras los contrincantes
estaban absortos en su partida cotidiana, resonaba en la calle pueblerina, más
cerca cada vez, el tintín de un trineo. Un campesino, con la gorra espolvoreada
de nieve, entró a grandes trancos para decir que su madre estaba agonizando y
rogar al cura se diera prisa para llegar aún a tiempo de impartirle la
extremaunción. El sacerdote le siguió sin titubear. A modo de despedida, el
sargento de gendarmería, que no había terminado todavía de beber su vaso de
cerveza, encendió su pipa y se disponía a calzar de nuevo sus pesadas botas de
montar, cuando observó la mirada del pequeño Mirko, fija e inconmovible sobre
el tablero, donde habían quedado las piezas de la partida inconclusa. -¡Ea!, ¿quieres terminarla? -bromeó, absolutamente
convencido de que el amodorrado niño no sabría mover debidamente ni una sola
pieza sobre el tablero. Pero el muchacho levantó tímido la cabeza, la inclinó
luego y ocupó el asiento del cura. Al cabo de catorce jugadas, el sargento
quedó vencido y hubo de reconocer, además, que su derrota no era debida a un
movimiento descuidado o negligente. Una segunda partida terminó de idéntica manera. -¡Burra de
Balaam! -exclamó sorprendido el cura cuando a su regreso el sargento le refirió
la novedad-. Hace cinco mil años explicó al sargento, menos versado en el texto
bíblico- se había producido, un milagro similar, cuando un ser mudo halló de
pronto el lenguaje de la sabiduría. A pesar de la hora avanzada, el bueno del cura no pudo
menos de retar a su casi analfabeto fámulo a un duelo. Y he aquí que Mirko le
venció a él también con toda facilidad. Jugaba de un modo tenaz, lento,
inconmovible, sin levantar una sola vez la ancha frente inclinada sobre el
tablero. Pero jugaba con imperturbable seguridad; en los días siguientes, ni el
gendarme ni el cura fueron capaces de ganarle una sola partida. El sacerdote,
que estaba en mejores condiciones que cualquier otro para juzgar del retraso de
su pupilo en todos los demás aspectos, quiso cerciorarse por último hasta qué
punto ese singular talento exclusivo resistiría una prueba más rigurosa. Mandó
a Mirko al peluquero del pueblo para que éste le cortase sus desgreñados
cabellos de color pajizo, a fin de dejarle un tanto más presentable, y luego le
llevó en su trineo a la pequeña villa vecina, donde en el café de la plaza
mayor había un grupo de jugadores de ajedrez más empedernidos que él, y a los que,
a pesar de varias tentativas, jamás había podido vencer. No fue menudo el
asombro de la tertulia local, cuando a empellones, el cura hizo pasar a un niño
como de quince años, rubio y de mejillas coloradas, enfundado en una piel de
cordero vuelta al revés y que calzaba pesadas botas altas. El niño se quedó
avergonzado y perplejo en un rincón, sin levantar la mirada hasta que se le
llamó a una de las mesas de ajedrez. Mirko, que en casa del cura nunca había
visto la llamada defensa siciliana, quedó derrotado en la primera partida. La
segunda se la disputó el mejor jugador de aquel círculo, y empataron. De entonces en adelante, Mirko ganó todas las
partidas, una tras otra. Ahora bien, en una pequeña ciudad de provincia
yugoslava rarísimas veces ocurren sucesos emocionantes, por cuya causa aquella
primera aparición de ese campeón labriego se convirtió para los notables
reunidos en un suceso cabal. Se decidió por unanimidad que el niño prodigio
quedase, a todo trance, en la ciudad, por lo menos hasta el día siguiente, a
fin de que se pudiera congregar a los demás integrantes del círculo de ajedrez,
y, sobre todo, informar en su castillo al anciano conde Simiczic, un
ajedrecista fanático. El cura, que miraba a su pupilo con un orgullo muy
flamante, no quiso, sin embargo, descuidar su obligado oficio dominical, a
pesar de la alegría de descubridor que le embargaba, y se declaró dispuesto a
dejar a Mirko para que fuese sometido a una nueva prueba. El joven Czentovic
fue alojado por cuenta del círculo de ajedrez en el hotel de la villa, donde
aquella noche vio por primera vez en su vida un cuarto de baño. A la tarde del
domingo siguiente, el salón del café estaba repleto de gente. Mirko, sentado
durante cuatro horas, inmóvil, frente al tablero de ajedrez, venció uno tras
otro a los jugadores, sin decir una sola palabra y sin levantar siquiera una
vez la cabeza. Por último, alguien propuso que se jugasen unas
partidas simultáneas. Se necesitaba un largo rato para hacer comprender al
ignorante que en una sesión de simultáneas él solo debía jugar a un mismo
tiempo contra varios adversarios. Pero en cuanto Mirko se dio cuenta de lo que
se trataba, se adaptó inmediatamente a la tarea, y pasando lentamente con sus
pesadas botas, de una mesa a la otra, terminó ganando siete de las ocho
partidas. Acto seguido se originaron grandes deliberaciones. Aun
cuando, en un sentido más estricto, el nuevo campeón no era hijo de la ciudad,
el orgullo local se había inflamado. Acaso la pequeña ciudad, de cuya
existencia difícilmente se había tomado nota hasta ese entonces, estaba en
vísperas de alcanzar el honor de que uno de sus hijos recorriese el mundo hecho
un hombre famoso. Un agente apellidado Koller, el mismo que de ordinario se
limitaba a contratar cancionistas para el cabaret de la guarnición local, se
declaró dispuesto -con la sola condición de que se sufragasen los gastos de
pensión por espacio de un año- a cuidar de que el mozo fuese perfeccionado
profesionalmente en el arte del ajedrez por un excelente maestro de su
conocimiento, radicado en Viena. El conde Simiczic, que en sesenta años de
cotidianas partidas de ajedrez jamás se había enfrentado con un contrincante
tan extraordinario, se comprometió en el acto a pagar la suma necesaria. Ese
día se inició, pues, la asombrosa carrera del hijo del remero. Al cabo de medio año, Mirko dominaba todos los
secretos de la técnica ajedrecística, pero, a decir verdad, con una extraña
particularidad, que más tarde fue objeto de atenta observación y numerosas
bromas por parte de los entendidos en la materia. Ha de saberse que Czentovic
nunca logró jugar una sola partida de memoria, o, por emplear el término
técnico, a ciegas. Carecía en absoluto de la facultad de proyectar el tablero
de ajedrez sobre el campo ilimitado de la fantasía. Necesitaba tener a la vista siempre el tablero,
palpablemente, con sus sesenta y cuatro escaques blancos y negros y las treinta
y dos piezas; aun en la época de su fama mundial llevaba constantemente consigo
un pequeño tablero plegable, de bolsillo, para reproducir ante sus ojos las
distintas posiciones, cuando se trataba de reconstruir para él una partida de
campeón y de resolver algún problema. Ese defecto, insignificante de por sí,
revelaba una ausencia de fuerza imaginativa que se discutía en los círculos
respectivos con el mismo apasionamiento que los músicos revelarían, por
supuesto, en el caso de un virtuoso o director de orquesta sobresaliente, que
fuese incapaz de interpretar o dirigir una obra sin tener la partitura
correspondiente a la vista. Mas aquella rara peculiaridad de Mirko no retardó
en absoluto su estupenda carrera. A los diecisiete años ya había ganado una
docena de premios de ajedrez; a los dieciocho, el campeonato húngaro, y a los
veinte, por fin, el campeonato mundial. Los campeones más atrevidos, cada uno
de los cuales le superaba infinitamente en dotes intelectuales, en fantasía y
audacia, sucumbían a su lógica fría y tenaz, igual que Napoleón al pesado
Kutuzow, o Aníbal a Fabio Cunctator, quien, al decir de Livio, también había
demostrado en su juventud esos rasgos llamativos de pachorra e imbecilidad. Fue
así como se introdujo en la ilustre galería de los campeones de ajedrez -que
reúne en sus filas los más distintos tipos de superioridad intelectual:
filósofos, matemáticos, naturalezas calculadoras, imaginativas y a menudo
creadoras- el primer personaje absolutamente ajeno al mundo espiritual, un mozo
aldeano, pesado, silencioso, a quien ni aun el periodista más avezado lograba
arrancar una sola palabra que hubiera podido dar pábulo a la publicidad. Es
verdad que los dichos agudos que la cortedad de espíritu de Czentovic escatimó,
pronto quedaron sustituidos con creces por anécdotas relativas a su persona.
Porque en el instante en que Mirko se levantaba de la mesa de ajedrez, donde
era maestro sin igual, se transformaba irremisiblemente en una figura grotesca,
poco menos que cómica; pese a su solemne traje negro, su pomposa corbata y el
alfiler con una perla algo llamativa y sus uñas trabajosamente lustradas,
seguía siendo por sus modales el mismo torpe campesino que en la aldea había
fregado la habitación del cura. Su modo desmañado y casi desvergonzado de
convertir su talento y su fama en dinero, satisfaciendo una codicia mezquina y
hasta ordinaria a veces, ora divertía, ora indignaba a sus colegas. Viajaba de
ciudad en ciudad, hospedándose siempre en los hoteles más económicos; jugaba en
los clubes más míseros, con tal que se le pagasen sus honorarios; se dejaba
retratar para servir de propaganda a una marca de jabón, y, sin importarle la
burla de sus competidores, quienes sabían exactamente que no era capaz de
escribir tres frases en forma correcta, incluso vendió su nombre para una
«Filosofía del ajedrez» que en realidad había escrito un insignificante
estudiante galitziano para un editor poco escrupuloso. Como todas las
naturalezas tenaces, carecía en absoluto del sentido del ridículo; desde que
había logrado el triunfo en el torneo mundial, se consideraba el personaje más
importante de la tierra, y la noción de haber vencido con sus propias armas a
todos aquellos que hablaban y escribían tan brillante y espiritualmente, así
como, sobre todo, el hecho palpable de ganar más que ellos, transformó su
primitiva inseguridad en una arrogancia fría y, por lo general, torpemente
manifiesta. -Pero, ¿cómo no había de engreír tan repentina gloria
a una cabeza huera? - concluyó mi compañero, que acababa precisamente de
relatarme algunas muestras palmarias de la infantil prepotencia de Czentovic-.
El vértigo de la vanidad ¿cómo no iba a hacer presa en el campesino del Banato,
quien con sus veintiún años, de pronto, moviendo los trebejos sobre un tablero
de madera, ganaba más en una semana que, allá lejos, todo su pueblo en un año,
derribando árboles y realizando las faenas más duras y pesadas? Y luego, ¿no es
asombrosamente fácil considerarse un gran hombre, cuando uno vive libre de la
más remota idea de que alguna vez hayan existido un Rembrandt, un Beethoven, un
Dante, un Napoleón? En el cerebro tapiado de ese mozo cabe una sola cosa y es
que desde hace meses no ha perdido ninguna partida de ajedrez, y puesto que no
sospecha que aparte del ajedrez y del dinero existen otros valores en el mundo,
le sobran razones para sentirse encantado de sí mismo. Estas noticias de mi amigo no podían menos que
despertar mi más viva curiosidad. Todas las especies de monomaniacos,
enclaustrados en una sola idea, me han interesado desde un principio, pues
cuanto más se limita un individuo, tanto más cerca se halla, por otra parte,
del infinito; dado que esos seres aparentemente distantes del mundo, se
construyen, cada cual en su materia y a la manera de los térmites, una
extraña síntesis del mundo, absolutamente sin igual. No disimulé, pues, mi propósito de estudiar más de
cerca, durante los doce días de viaje hasta Río, aquel espécimen singular de la
unilateralidad. Pero mi amigo
me previno. -Será usted poco afortunado en este caso. Que yo sepa,
nadie ha logrado hasta ahora entresacarle a Czentovic un mínimo de material
psicológico. Detrás de toda su abismal limitación de alcances, oculta ese
campesino ducho la gran astucia de no ponerse nunca en evidencia, lo cual
consigue mediante la sencilla técnica de evitar toda conversación que no sea
con compatriotas de su ambiente, cuya compañía busca en fondines modestos.
Cuando advierte una persona culta, se encierra en su concha de caracol. He aquí
por qué nadie puede vanagloriarse de haberle oído decir una necedad o de haber
medido la profundidad, que se dice ilimitada, de su ignorancia. Mi compañero, en efecto, estaba en lo cierto. Durante
los tres primeros días del viaje resultó absolutamente imposible acercarse a
Czentovic sin recurrir a la indiscreción grosera que, al fin y al cabo, no es
característica mía. Es verdad que a veces se paseaba por la cubierta, pero
siempre lo hacía con las manos sobre la espalda; en la actitud orgullosamente
ensimismada del Napoleón del famoso retrato; sus vueltas peripatéticas por la
cubierta eran, además, tan rápidas e imprevistas, que para alcanzarle uno
habría tenido que correr en pos de él. En cambio, nunca se dejó ver en los
salones, el bar, la sala de fumar. Según supe por el camarero, a raíz de una
conversación íntima, pasaba la mayor parte del día en su camarote, ensayando o
reconstruyendo partidas de ajedrez sobre un tablero enorme. Al cabo de tres días, empezó a fastidiarme realmente
el hecho de que su técnica defensiva fuese más hábil que mi voluntad de
acercarme a él. En mi vida había tenido oportunidad hasta entonces de trabar
conocimiento personal con un campeón de ajedrez, y cuanto más me esforzaba en
esa ocasión por concebir tal tipo de hombre, tanto más inconcebible se me
antojaba una actividad mental que durante una vida entera gira exclusivamente
en torno a un tablero de sesenta y cuatro casillas negras y blancas. Conocía,
huelga decirlo, por experiencia propia, la atracción misteriosa del «juego de
reyes», el único entre todos los ideados por el hombre que se sustrae
soberanamente a toda tiranía del azar y otorga sus laureles de vencedor de un
modo exclusivo al espíritu, más propiamente dicho, a una forma determinada de
la habilidad intelectual. ¿Pero no se comete una falta de empequeñecimiento
humillante con sólo tildar de juego al ajedrez? ¿No es también una ciencia, una
técnica, un arte, algo que se cierne entre esas categorías, como el ataúd de
Mahoma entre el cielo y la tierra, una trabazón única entre todos los
contrastes: Antiquísimo y eternamente joven; mecánico en la disposición, y, sin
embargo, eficaz solamente por obra de la fantasía; limitado en el espacio,
geométricamente fijo y a la vez ilimitado en sus combinaciones; desarrollándose
de continuo y no obstante, estéril; un pensar que no conduce a nada; una
matemática que nada soluciona; un arte sin obras; una arquitectura sin
sustancia, y, no obstante, evidentemente más duradero en su existencia y ser
que todos los libros y obras de arte; el único juego propio de todos los
pueblos y tiempos y del que nadie sabe qué dios lo legó a la tierra para matar
el hastío, aguzar los sentidos y poner en tensión el alma? ¿Dónde empieza, dónde
termina? Cualquier niño puede aprender sus primeras reglas, cualquier chapucero
puede ensayarse en él, y, sin embargo, llega a producir, dentro de ese cuadrado
de invariable estrechez, una especie peculiar de maestros que no tienen
comparación con los de ninguna otra, hombres con un talento exclusivo para el
ajedrez, genios específicos, en quienes la visión, la paciencia y la técnica
obra en una conjunción de igual modo determinada que en los matemáticos,
escritores y músicos, aunque, eso sí, con distinta función y armonía. En
tiempos pasados, de pasión fisionómica, tal vez un Gall hubiera realizado la
disección de los cerebros de tales campeones, para averiguar si en la masa gris
de esos genios del ajedrez se halla más intensamente marcada que en otras cabezas
una sinuosidad determinada, una especie de músculo del ajedrez, una
protuberancia ajedrecística. Cuánto más hubiera entusiasmado a semejante
frenólogo el caso de un Czentovic, en que ese genio específico aparece
incrustado en una desidia intelectual absoluta, como una sola veta de oro en
una tonelada de roca. Siempre he comprendido, en principio, que un juego tan
impar y tan genial debía producir sus maestros específicos, pero cuán difícil y
aun imposible resulta imaginarse la vida de un hombre intelectualmente activo,
para quien el mundo se reduce de un modo exclusivo a la estrecha vía entre
blanco y negro, que busca los triunfos de su existencia en un nuevo ir y venir,
adelantar y retrotraer de treinta y dos figuras; la vida de un individuo para quien
el abrir el juego con un caballo en vez de hacerlo con un peón ya significa una
hazaña y un miserable rinconcito de inmortalidad en dos líneas de un tratado de
ajedrez; de un hombre, un ente espiritual que, sin volverse demente, dedica en
el transcurso de diez, de veinte, de treinta y aun de cuarenta años, una y otra
vez, toda la elasticidad de su pensar al ridículo afán de perseguir un rey de
madera sobre un tablero de madera. Y entonces, por primera vez, uno de esos genios raros
o uno de esos locos enigmáticos se hallaba muy cerca de mí, en el espacio, en
el mismo barco, cinco camarotes por medio; y yo, desdichado de mí, en quien la
curiosidad en materia espiritual siempre termina por tomar la forma de una
especie de pasión, ¿no sería capaz de allegarme a él? Comencé a pensar en los
ardides más absurdos: ora pensaba en despertar su vanidad, simulando una
pretendida entrevista para un diario importante, ora quería hacerle caer en las
redes de la codicia y proponerle un torneo lucrativo en Escocia. Pero finalmente
recordé que la técnica más eficaz de los cazadores para atraer al gallo montés
consiste en imitar su grito de celo, y, en efecto, ¿que otra cosa ofrecía
mayores probabilidades de merecer la atención de un campeón de ajedrez que un
par de personas entregadas a ese juego? Ahora bien, en ningún momento de mi
vida he sido un cabal artista del ajedrez, y ello por la simple razón de que
jamás le atribuía importancia y sólo le dedicaba una que otra vez un corto
tiempo para distraerme. Cuando me coloco por una hora frente al tablero, de
ningún modo lo hago para esforzarme sino, al contrario, para descansar del
esfuerzo intelectual. «Juego» al ajedrez en el sentido más acabado de la
palabra, mientras los demás, los auténticos jugadores, «serian» al ajedrez, para
introducir una nueva palabra atrevida en el idioma alemán que Hitler me ha
vedado. Pues bien, el ajedrez, lo mismo que el amor, requiere
indefectiblemente un compañero, y en aquel instante aún no sabía si, además de
nosotros, había aficionados a bordo. Para sacarlos con halagos de sus cuevas,
armé una trampa primitiva en el salón de fumar, sentándome con mi esposa, a
modo de reclamo, frente a un tablero, a pesar de que ella es menos experta aún
que yo en ese juego. Y, en efecto, no habíamos realizado todavía seis
jugadas, cuando ya alguien se detuvo al pasar y otro más pidió permiso para
vernos jugar; por último apareció también el deseado compañero que me propuso
una partida. Llamábase McConnor y era un ingeniero de minas escocés que, según
me enteré, había ganado una gran fortuna perforando el suelo de California en
busca de petróleo. Físicamente era un hombre fornido, con recias
mandíbulas casi cuadradas y duras, dientes fuertes y una tez sanguínea, cuyo
pronunciado tono rojizo se debía, seguramente, cuando menos en parte, a
abundantes libaciones de whisky. Por desgracia manifestábase también, durante
el juego, que los hombros excepcionalmente anchos correspondían a un ímpetu
casi atlético que formaba parte del carácter del tal Mr. McConnor, un individuo
de esa clase de triunfadores seguros de sí mismos, que consideran hasta la
derrota en el juego más baladí como una afrenta a su propio concepto personal.
Acostumbrado a imponerse sin contemplaciones en la vida, mimado por éxitos
reales, ese macizo self made-man estaba inconmoviblemente persuadido de su
superioridad, a tal punto que cualquier resistencia le excitaba como una
sublevación inconveniente, casi como una ofensa. Cuando perdió la primera
partida, volvióse gruñón y comenzó a declarar circunstanciada y
dictatorialmente que ello sólo podía ser consecuencia de un descuido
momentáneo. Al sufrir el tercer revés, culpó al ruido que llegaba desde el
salón vecino, y no perdió una sola partida sin exigir inmediatamente el
desquite. Al comienzo me divirtió ese encarnizamiento ambicioso, pero luego ya
sólo lo acepté como inevitable fenómeno secundario, al que hube de conformarme
en aras de mi verdadero propósito: el de atraer a nuestra mesa al campeón
mundial. Al tercer día lo logré, o, cuando menos, lo logré a
medias. Ya sea que Czentovic nos había observado a través del ojo del buey,
desde la cubierta de paseo, ya sea que honraba por mera casualidad al salón de
fumar con su presencia, lo cierto es que en cuanto vio a unos legos entregados
a su arte, se acercó instintivamente un paso y guardando la debida distancia
echó una mirada escrutadora sobre nuestro tablero. En ese momento le tocaba a
McConnor mover una pieza. Ese solo movimiento pareció suficiente para demostrar
a Czentovic que nuestros esfuerzos de aficionados no eran dignos de la ulterior
atención de un maestro. Con la misma naturalidad con que nosotros apartamos, en
una librería, una mala novela policíaca que se nos ofrezca, sin siquiera
empezar a hojearla, alejóse él de nuestra mesa y abandonó el salón de fumar. «Nos probó y
nos encontró demasiado insignificantes», pensé, un tanto disgustado por esa
mirada fría, despectiva, y para abrir, como quien dice, una válvula de escape a
mi mal humor, dije a McConnor: -Su jugada no parece haber entusiasmado mayormente
al maestro. -¿A qué maestro? Le expliqué que el caballero que
acababa de pasar a nuestro lado y que había observado nuestro juego con mirada
de desaprobación, era Czentovic, el campeón mundial de ajedrez. Agregué que
ambos sobreviviríamos a su ilustre desprecio y nos conformaríamos sin sentirnos
heridos en el alma, ya que, al fin y al cabo, «los pobres deben cocinar con
agua». Pero ante mi sorpresa, esa comunicación hecha al desgaire produjo en
McConnor un efecto absolutamente inesperado. Se excitó en seguida, se olvidó de
nuestro juego, y su amor propio empezó, como quien dice, a latir de una manera
audible. No había tenido la menor idea de que Czentovic se hallase a bordo, y
en cuanto lo supo, afirmó que el campeón debía jugar con él, costase lo que
costase. En su vida había jugado contra un campeón mundial, exceptuando un caso
en que junto con otros cuarenta contrincantes intervino en una sesión de
partidas simultáneas. Ya eso había sido, según él, terriblemente excitante y
poco faltó en aquella oportunidad para que ganara. Me preguntó si conocía
personalmente al campeón. Y como le contestara negativamente, me rogó que lo
abordase e invitase a nuestra mesa. Me negué, aduciendo que, según tenía
entendido, Czentovic no era accesible a nuevas relaciones. Además, ¿qué
atractivo podía tener para un campeón mundial el enfrentarse con jugadores de
tercer orden como lo éramos nosotros? Mejor no hubiera empleado esa expresión
de jugadores de tercer orden al dirigirme a un hombre tan soberbio como
McConnor. Se recostó disgustado y declaró con brusquedad que, por su parte no
podía creer que Czentovic rechazaría la cortés invitación de un caballero. Él
ya se cuidaría de eso. Respondiendo a su pedido, le esbocé una descripción de
la persona del campeón mundial, y al momento se lanzó, abandonando indiferente
nuestro tablero y con incontenible impaciencia, en pos de Czentovic, buscándolo
por la cubierta de paseo. Noté de nuevo que era imposible detener al dueño de
aquellos hombros tan anchos, en cuanto y tan pronto había orientado su voluntad
hacia un objetivo determinado. Esperé, bastante intrigado. Al cabo de unos diez
minutos, McConnor volvió, de no muy buen talante, al parecer. -¿Y? -pregunté. -Tenía usted razón -contestó un si es no es
indignado-. No es lo que se llama un hombre agradable. Me presenté. Le expliqué
quién soy. Ni siquiera me tendió la mano. Traté de explicarle cuán orgullosos y
honrados nos sentiríamos todos sus compañeros de viaje si jugara unas partidas
simultáneas con nosotros. Pero no se inmutó. Sólo dijo que lo sentía, pero que
estaba comprometido por un contrato con su agente, y que ese contrato le vedaba
expresamente jugar durante toda su gira sin cobrar honorarios. Que su tarifa
mínima eran 250 dólares por partida. Me eché a reír: -Nunca se me hubiera ocurrido pensar
que la tarea de mover unas piezas de ciertos escaques negros a otros blancos
pudiera llegar a constituir un negocio tan lucrativo. Espero que usted se habrá
despedido con la misma cortesía con que se presentó. Pero McConnor permaneció inmutablemente serio. -Concertamos un encuentro para mañana, a las tres de
la tarde. Aquí, en el salón de fumar. Espero que no nos dejaremos derrotar tan
fácilmente. -¿Cómo? ¿Usted le concedió los 250 dólares? -exclamé
grandemente sorprendido. -¿Por qué no? C'est son métier. Si sufriera dolor de
muelas y hubiese casualmente un dentista entre los pasajeros, tampoco
pretendería que me arrancase la muela a título gratuito. Al hombre le asiste
toda la razón del mundo cuando fija esos precios; en todos los oficios, los más
entendidos son a la vez los mejores comerciantes. En cuanto a mí se refiere,
cuanto más caro un negocio, tanto mejor. Prefiero pagar lo que sea antes de admitir que un
señor Czentovic me conceda una merced y yo termine por tener que darle las
gracias. Mirándolo bien, ¿cuántas veces he perdido más de 250 dólares en una
tarde en nuestro club?, y eso sin jugar contra un campeón mundial. Para
jugadores de «tercer orden» no es vergonzoso quedar vencidos por un Czentovic. Observé con cierto placer cuán profundamente mi
inocente calificación de «jugadores de tercer orden» había herido el amor
propio de McConnor. Pero, puesto que estaba en su ánimo el pagar tan caro su
gusto, nada podía objetar contra su orgullo descarriado, que en última instancia
había de facilitarme el conocimiento del objeto de mi curiosidad. Informamos
rápidamente sobre el inminente suceso a los cuatro o cinco caballeros que hasta
entonces habían hecho profesión de fe de su afición al ajedrez, y a fin de
evitar en lo posible que nos molestasen los demás pasajeros con su ir y venir,
mandamos reservar de antemano, no sólo nuestra mesa, sino también las mesas
vecinas. Al día siguiente nuestro grupito se reunió
puntualmente a la hora convenida. El asiento del medio, frente al del maestro,
quedaba, desde luego, destinado a McConnor, quien, para aliviar su nerviosidad,
encendía pesados cigarros, uno tras otro, y miraba a cada rato, inquieto, el
reloj. Pero el campeón mundial -según yo barruntaba después de las referencias
que me había dado mi amigo- nos hizo esperar diez minutos largos, lo que, por
supuesto, dio mayor aplomo a su aparición. Se acercó, tranquilo y grave, a la
mesa. Sin presentarse -«vosotros sabéis quién soy, y a mí no me interesa saber
quiénes sois», parecía significar esa grosería- inició con sequedad de
profesional las disposiciones del caso. En vista de que por falta de
suficientes tableros era imposible llevar a cabo una sesión de simultáneas,
propuso que todos juntos jugásemos contra él. Después de cada movimiento, se
retiraría a otra mesa en el extremo del salón para no molestar nuestras
deliberaciones. Una vez realizadas nuestras jugadas de réplica, golpearíamos
con una cuchara contra una copa, ya que, lamentablemente, no había una
campanilla de mesa a mano. Además propuso que se fijara un límite máximo de
diez minutos para cada jugada, siempre que nosotros no prefiriéramos otras
disposiciones. Huelga decir que aceptamos, hechos unos estudiantillos
cohibidos, todo cuanto nos proponía. En el sorteo de los colores, le tocaron a
Czentovic las piezas negras; hizo, de pie todavía, su primer movimiento
respondiendo a nuestra apertura y se dirigió inmediatamente al lugar de espera
que él mismo había designado y donde, negligentemente recostado, hojeó una
revista ilustrada. Los pormenores del partido ofrecieron poco interés.
Terminó, naturalmente, como tenía que terminar, es decir, con nuestra derrota
absoluta, la cual se produjo ya después del vigésimo cuarto movimiento. El
hecho de que un campeón mundial derrotase con toda facilidad a media docena de
jugadores mediocres y aun menos que mediocres, era de por sí poco sorprendente;
lo único que en realidad nos molestaba a todos era el modo prepotente y
demasiado manifiesto con que Czentovic nos hacía sentir la facilidad con que
nos había ganado. Cada vez que llegaba su turno, echaba sólo una mirada
aparentemente fugaz sobre el tablero, midiéndonos con otra displicente, como si
a nuestra vez tampoco hubiéramos sido más que inertes figuras de madera. Ese
gesto impertinente hacía pensar, sin querer, en el modo con que se tira un
hueso a un perro sarnoso, apartando la vista. A mi ver, hubiera podido llamar nuestra atención, con
un mínimo de tacto, sobre algún error y animarnos con una palabra gentil. Pero
ese inhumano autómata ajedrecista no pronunció tampoco una sola sílaba una vez
terminada la partida, sino que esperó, inmóvil, frente a la mesa, luego de
darnos el «mate», por si deseábamos jugar una segunda partida con él.
Indefenso, como siempre se queda uno ante la grosería insensible, por mi parte
ya me había levantado para demostrar con ese movimiento que, concluido ése que
se reducía a un negocio valorado en dólares, daba por terminado también el
placer de nuestra relación, cuando, con gran disgusto mío, McConnor dijo con
voz completamente ronca: -Desquite! Su tono provocativo me sobresaltó o poco
menos. En ese momento McConnor daba más la impresión de un boxeador a punto de
descargar una lluvia de golpes que de un caballero atento. Ya sea a causa del
tratamiento desagradable que nos había dado Czentovic, o de su amor propio,
patológicamente exitable, lo cierto es que los modales de McConnor habían
cambiado totalmente. Su rostro se había vuelto encarnado, las ventanas de su
nariz se dilataban bajo una fuerza interior, transpiró visiblemente y de sus
labios apretados partió una marcada arruga hasta la barbilla que adelantaba con
gesto belicoso. Descubrí con desasosiego, en sus ojos, la vibración de la
pasión indómita que, por lo común, sólo ataca a la gente frente a la mesa de ruleta
cuando a la sexta o séptima jugada, para las cuales cada vez se ha doblado la
apuesta, no aparece el color esperado. En ese instante comprendí que ese
fanático jugaría contra Czentovic, aunque le costara toda su fortuna, que
jugaría y volvería a jugar simple y a doble hasta ganar siquiera una sola
partida. A condición de que no se cansase, Czentovic había encontrado en
McConnor una mina de oro de la que, hasta la llegada a Buenos Aires, podía
extraer unos cuantos miles de dólares. Czentovic no se inmutó. -Acepto -contestó cortésmente-. Los señores jugarán
ahora con las piezas negras. Las alternativas del segundo encuentro no fueron
mayormente distintas, salvo que unos cuantos curiosos no sólo ampliaron nuestro
círculo, sino que además le prestaban mayor animación. McConnor miraba el
tablero con tal fijeza que daba la impresión de querer magnetizar las piezas,
de impregnarlas de su voluntad a fin de que ganasen. Era evidente que hubiese
sacrificado con gusto hasta mil dólares por el placer de gritar «mate» al
impasible adversario. Algo de su excitación encarnizada nos contagió de extraño
modo y contra nuestra voluntad. Se discutían los distintos movimientos con
mucha más pasión que antes; a último momento siempre el uno retenía al otro,
antes de ponernos de acuerdo en dar la señal convenida para que Czentovic
volviese a la mesa. Llegábamos poco a poco a la decimoséptima jugada cuando,
ante nuestra propia sorpresa, se produjo una situación que parecía
asombrosamente favorable, ya que habíamos conseguido llevar al peón de la línea
c al penúltimo escaque, c2; sólo nos hacía falta adelantarla para coronarlo.
Sin embargo, esa ventaja demasiado evidente no nos dejó muy ufanos, y
barruntábamos que aun cuando la habíamos logrado aparentemente, acaso
constituía una trampa que, con toda intención, nos había preparado Czentovic
quien, de más está decirlo, abarcaba la situación con mucha mayor exactitud.
Pero, a pesar de las afanosas búsquedas y discusiones, no logramos descubrir la
supuesta maniobra secreta. Por fin, al término casi del tiempo establecido para
cada movimiento, decidimos arriesgar la jugada. Ya McConnor tenía el peón entre
los dedos para correrlo hasta la última casilla, cuando se sintió de pronto
tomado del brazo y alguien musitó con voz vehemente: -¡No! ¡Por el amor de
Dios! Todos volvimos la cabeza instintivamente. Un caballero, como de cuarenta
y cinco años de edad, cuyo rostro fino y severo ya antes había llamado mi
atención en el puente de paseo por su extraña palidez casi azulada, parecía
haberse acercado a nosotros en los últimos minutos, cuando dedicábamos todo
nuestro cuidado al juego. Notando nuestras miradas, agregó precipitadamente:
-Si ustedes le toman ahora la dama, él replicará en seguida con el alfil y
ustedes retirarán el caballo. Pero entretanto él corre su peón libre a d7,
amenaza la torre y aunque digan jaque con el caballo, ustedes perderán y a los
nueve o diez movimientos quedarán vencidos. Es casi la misma situación que
Alekhine planteó en 1922, en el gran torneo de Pistoja, contra Bogoljubow. McConnor soltó, asombrado, la pieza y miró de hito en
hito, y no menos sorprendido que todos los demás, a aquel hombre que había
aparecido inesperadamente como un ángel salvador. Un individuo capaz de
calcular un jaque mate anticipándose a nueve jugadas, no podía ser sino un
entendedor consumado y, acaso, hasta un competidor que viajaba para jugar en el
mismo campeonato y cuya llegada e intervención precisamente en tan crítico
instante tenía algo de sobrenatural. El primero en recobrarse fue McConnor,
quien susurró agitado: -¿Qué aconsejaría usted? -No avanzar en seguida, sino
eludir primero. Sobre todo, apartar el rey de la amenazada línea g8, llevándole
a h7. Lo más probable es que entonces desviará el ataque hacia el flanco
opuesto. Pero en tal caso usted replicará con la torre moviéndola de c8 a c4;
eso le costará, en dos movimientos, un peón libre contra otro peón libre, y si
usted juega bien en la defensa, lograría todavía un empate. Es todo lo que
puede conseguirse. Nos quedamos de nuevo absortos. Tanto la precisión
como la rapidez de su cálculo tenía algo de desconcertante; daba la impresión
de leer los movimientos en un libro impreso. Con todo, la inesperada
posibilidad de lograr, gracias a su intervención, el empate de nuestra partida
contra un campeón mundial, tuvo el efecto de encantamiento. Todos nos apartamos
a un mismo tiempo, para ofrecerle una visión más despejada del tablero. Una vez
más McConnor preguntó. -¿De manera que el rey de g8 a h7? -¡Así es! ¡Eludir
en primer término! McConnor obedeció y dimos la señal, golpeando contra una
copa, Czentovic se acercó con su habitual paso indiferente a nuestra mesa y
apreció con una sola mirada la jugada contraria. Luego movió el peón sobre el
ala del rey de h2 a h4, exactamente tal como nuestro salvador desconocido lo
había predicho. Entonces, éste murmuró exaltado. -¡Avance con la torre, adelante la torre c8 a c4, así
tendrá que cubrir primero el peón! Pero no le servirá para nada. Usted, sin
prestar atención a su peón libre, mueva el caballo de c3 a d5, y con eso se
restablecerá el equilibrio. Ahora, en vez de defenderse, tiene que ejercer
presión hacia adelante. No comprendimos
lo que insinuaba. Nos sonaba a chino cuanto decía. Pero sometido ya a su
hechizo, McConnor procedió sin reflexionar según las indicaciones del
desconocido. Nuevamente llamamos a Czentovic, golpeando contra una copa. Por
primera vez no se decidió al instante, sino que miró intensamente el tablero.
Sus cejas se fruncían sin él quererlo. Luego ejecutó cabalmente el movimiento
que el desconocido había pronosticado, y se dio vuelta con ademán de retirarse.
Pero antes de marcharse, ocurrió algo nuevo e inesperado. Czentovic levantó la
mirada y repasó nuestro grupo. Quería, evidentemente, averiguar quién le
ofrecía de repente tan tenaz resistencia. A partir de ese momento, nuestra excitación aumentó
hasta lo indecible. Antes habíamos jugado sin esperanzas ciertas, mientras que
ahora la idea de humillar la fría arrogancia de Czentovic aceleraba con ardor
nuestro pulso. Pero ya nuestro flamante colaborador había dispuesto la jugada
siguiente; podíamos -mis dedos temblaban mientras golpeaba la copa con la
cucharita- volver a llamar a Czentovic. Entonces fue cuando obtuvimos nuestro
primer triunfo. Hasta entonces Czentovic siempre había jugado de pie; ahora
titubeaba, y acabó por sentarse. Lo hizo pausada y lentamente, pero el mismo
hecho de sentarse ya bastaba para anular, físicamente, la anterior diferencia,
aquella de arriba a abajo entre él y nosotros. Le habíamos obligado a situarse,
cuando menos en el espacio, a un mismo nivel con nosotros. Reflexionó largo
tiempo, con los ojos inmóviles clavados en el tablero, de manera que apenas se
podían distinguir sus pupilas bajo los pesados párpados, y durante la laboriosa
reflexión iba abriéndosele paulatinamente la boca, con lo que su cara redonda
adquirió un aspecto un tanto simplón. Czentovic meditó unos minutos, luego hizo
su jugada y se levantó. En seguida nuestro nuevo amigo musitó: -Fue un
movimiento para ganar tiempo. Bien pensado. Pero no hay que contestarlo. Hay
que forzar el cambio; el trueque es indispensable; así lograremos tablas, y ni
Dios podrá ayudarle. McConnor obedeció. Los próximos movimientos fueron
para los dos -nosotros hacía rato ya que habíamos quedado relegados al papel de
meros figurantes- un ir y venir que no sabíamos explicarnos. Después de siete
jugadas, más o menos, y al cabo de prolongada vacilación, Czentovic levantó la
cabeza y declaró: -¡Tablas! Durante un instante reinó un silencio absoluto. Se
oían de pronto, el rumor de las olas y la música de jazz en el receptor de
radio del salón, se percibía cada paso desde la cubierta de paseo y el tenue
susurro del viento que se colaba por las rendijas de las ventanas. Todos
reteníamos la respiración; aquello se había producido demasiado repentinamente
y todos estábamos poco menos que aturdidos por la realidad del hecho increíble
de que aquel desconocido impusiese su voluntad al campeón mundial en una
partida a medias perdida ya. McConnor se reclinó con un movimiento brusco, y la
respiración retenida se exhaló con un audible «¡ah!» de felicidad de sus
labios. Yo, a mi vez, observé a Czentovic. Ya durante los últimos movimientos
creí notar en su rostro una mayor palidez. Pero supo dominarse perfectamente.
Se mantuvo en su rigidez de aparente indiferencia y sólo preguntó displicente,
mientras quitaba con movimiento tranquilo las piezas del tablero: -¿Los señores
desean una tercera partida todavía? Formuló la pregunta de un modo netamente
convencional, puramente comercial. Lo sorprendente fue que en esa oportunidad no se
dirigiese a McConnor, sino que clavase la mirada penetrante y fija en la de
nuestro salvador. Tal como el caballo distingue el mejor jinete por el modo de
sentarse más aplomado, Czentovic debía haber reconocido en las últimas jugadas
a su verdadero, su auténtico contrincante. Todos seguimos instintivamente su mirada y nos fijamos
atentos en el semblante del desconocido. Pero antes de que éste hubiera podido
reflexionar y menos aún contestar, McConnor gritaba ya triunfalmente en su
ambiciosa excitación: -¡Naturalmente! Pero esta vez usted debe jugar solo
contra él. ¡Usted solo contra Czentovic! En ese momento sucedió algo
imprevisible. El desconocido, que había quedado mirando fija y extrañamente el
tablero de ajedrez limpio ya de piezas, se sobresaltó al notar todas las
miradas fijas en él y que se le hablaba con tanto entusiasmo. Su rostro denotó
súbita confusión: -De ninguna manera..., caballero -tartamudeó, visiblemente
cohibido. Es absolutamente imposible... No hay ni qué hablar de eso... Hace
veinte, más, veinticinco años, que no he vuelto a sentarme frente a un tablero
de ajedrez... Y sólo ahora me doy cuenta de mi comportamiento incorrecto al
intervenir en su juego sin el permiso de ustedes. Perdonen... que no molestaré
más. Antes de que nos recobráramos de nuestra sorpresa, ya
se había retirado y abandonado el salón. -Pero esto no puede ser... -vociferó el temperamental
McConnor, dando un puñetazo-. No es posible que ese señor no haya jugado al
ajedrez en veinticinco años. Si sabe calcular anticipadamente cinco o seis
movimientos y sus correspondientes réplicas. Nadie puede hacer eso sin tener
mucha práctica. Es absolutamente imposible, ¿verdad? Con esa última pregunta,
McConnor se había dirigido, sin darse cuenta, a Czentovic. Pero el campeón
mundial mantuvo su inalterable frialdad. -No puedo juzgar al respecto. De todos modos, ese
caballero juega de una manera un tanto sorprendente e interesante; por eso le
di premeditadamente una oportunidad. Levantándose al
mismo tiempo con toda displicencia, agregó muy seco: -Si el señor o los señores
desean otra partida para mañana, estaré a sus órdenes desde las tres de la
tarde. No pudimos menos de sonreír levemente. Todos sabíamos
que Czentovic había estado lejos de querer brindar generosamente una
oportunidad a nuestro salvador desconocido y que aquella observación no era más
que una ingenua excusa para disimular su fracaso. Pero ella acrecentó nuestro
deseo de ver humillada una arrogancia tan inconmovible. Un ambicioso y
desorbitado afán de lucha invadió de pronto a los pacíficos y despreocupados
pasajeros, porque nos fascinaba del modo más provocativo la idea de que
precisamente en el buque en que viajábamos y en medio del océano pudiera
arrebatársele la palma al campeón mundial de ajedrez, un acontecimiento que
todas las agencias telegráficas irradiarían inmediatamente sobre el globo
entero. A ello se agregaba todavía el encanto de lo misterioso que emanaba de
la inesperada intervención de nuestro salvador, precisamente en el momento
crítico, y el contraste de su humildad casi temerosa con el inconmovible amor
propio del profesional. ¿Quién era aquel desconocido? ¿Reveló el azar aquí un
genio del ajedrez que no se había descubierto todavía? ¿O nos ocultó su nombre un
maestro famoso por alguna razón impenetrable? Discutíamos todas esas
posibilidades con el mayor calor; ni aun las hipótesis más atrevidas nos
parecían bastante osadas para armonizar la timidez misteriosa y la sorprendente
confesión del desconocido, con su arte y habilidad innegables. En un punto, sin
embargo, todos estábamos de acuerdo: no renunciar bajo ningún concepto al
espectáculo de un nuevo encuentro. Decidimos agotar los medios para inducir a
nuestro salvador a que al día siguiente jugase un partido contra Czentovic, y
McConnor se comprometió a correr con el riesgo económico correspondiente. Como
entretanto supimos por un camarero que el desconocido era austriaco, se me
encargó a mí para que, como compatriota, le sometiese nuestro pedido. No tardé mucho en encontrar en la cubierta de paseo al
que tan rápidamente se había retirado. Estaba tendido en un sillón de tijera,
leyendo. Antes de acercarme a él, me quedé un rato contemplándolo. La cabeza,
de rasgos marcados, descansaba con gesto de leve cansancio sobre una almohada;
nuevamente me sorprendió en particular la extrema palidez de aquella cara
relativamente joven, en cuyas sienes resaltaban unos cabellos de deslumbrante
blancura; tuve; no sé por qué, la sensación de que aquel hombre debía haber envejecido
de golpe. Apenas me aproximé a él, se levantó y se presentó dándome a conocer
su apellido, que era el de una antigua familia austriaca honrosamente
conceptuada. Recordé que un caballero de ese apellido había pertenecido al
círculo íntimo de los amigos de Schubert y que un médico de cabecera del
anciano emperador era miembro de la misma familia. Cuando transmití al doctor
B. nuestra solicitud en el sentido de que aceptase el reto de Czentovic, quedó
visiblemente perplejo. Ello era que no tenía la menor noción de que en aquel
partido se había enfrentado, gloriosamente, con un campeón mundial y, por
añadidura, con el a la sazón más afortunado. Esa noticia parecía impresionarle
por alguna razón determinada, pues una y otra vez preguntaba si estaba seguro
de que se trataba de un campeón mundial reconocido. Me di cuenta prontamente de que esa circunstancia
facilitaba mi misión, pero atento a su delicadeza, creí oportuno callar por el
momento que el riesgo material de una eventual derrota correría por cuenta de
McConnor. Después de un titubeo prolongado, el doctor B. se declaró dispuesto,
por fin, a llevar a cabo esa partida, pero no sin haber pedido expresamente que
advirtiese nuevamente a los demás señores que no depositaran esperanzas
demasiado vivas en su capacidad. -Porque -agregó con una sonrisa pensativa- ignoro
realmente si sé jugar, como es debido, una partida de ajedrez según todas las
reglas. Créame usted, no era falsa modestia cuando dije que no he vuelto a
tocar una pieza de ajedrez desde mis tiempos de estudiante secundario, es
decir, desde hace más de veinte años. Y aun en aquellos tiempos sólo pasaba por
jugador discreto. Dijo eso en un tono tan natural, que no pude dar
pábulo a la menor duda respecto de su sinceridad. Sin embargo, no pude menos de
expresar mi admiración por la exactitud con que recordaba cada combinación de
los más distintos maestros. Debía haberse dedicado mucho al ajedrez, por lo menos
en teoría. El doctor B. volvió a sonreír de aquella manera extrañamente
soñadora. -¿Que si me había dedicado mucho al ajedrez...? Dios
sabe que lo he hecho. Pero eso ocurrió en circunstancias muy particulares, más
aún, absolutamente sin igual. Es una historia asaz complicada, que podría pasar muy
bien por una pequeña contribución a la caracterización de nuestra deliciosa y
decisiva época. Si usted tiene media hora de paciencia... Señaló una silla de tijera al lado de la suya. Acepté
gustoso su invitación. Estábamos sin vecinos. El doctor B. se quitó los
lentes que usaba para leer, los dejó a un lado y empezó: -Ha tenido usted la
gentileza de manifestar que como vienés recordaba mi apellido. Pero sospecho
que nunca habrá oído hablar del bufete de abogados que al principio dirigía
junto con mi padre y luego solo, pues no solíamos defender causas a las cuales
se diera publicidad en los diarios, y evitábamos, por principio, aumentar el
número de nuestros clientes. En realidad, el nuestro no era tampoco un
verdadero estudio de abogados sino que nos limitábamos a la asesoría jurídica y
sobre todo a la administración de bienes de los grandes conventos, con los
cuales mi padre estaba relacionado como exdiputado del partido clerical. Además
-hoy que la monarquía pertenece al dominio de la historia, ya puede hablarse de
eso- se nos había confiado la administración de los fondos de algunos miembros
de la familia imperial. Esa relación con la corte y el clero -un tío mío era
médico de cabecera del emperador, y otro, abad de Seitenstetten- se remontaba
ya a dos generaciones atrás; sólo teníamos que conservarla. Nuestra actividad
era tranquila, casi diría silenciosa y continuaba en virtud de esa confianza
heredada. En realidad no requería mucho más que la discreción y
confianza más absolutas, dos condiciones que mi difunto padre poseía en grado
sumo. Él, en efecto, logró conservarles a sus clientes, gracias a su prudencia,
considerables fortunas, tanto en los años de la inflación como en los de la
revolución. Cuando más tarde Hitler se adueñó del poder en Alemania e inició
sus asaltos contra la propiedad de la Iglesia y de los monasterios,
intervinimos también allende la frontera en distintas negociaciones y
transacciones para salvar, al menos, los bienes muebles de la confiscación, y
sabíamos más con respecto a ciertas negociaciones políticas secretas de la
curia y la corte de lo que jamás llegará a conocimiento del público. Pero precisamente el aspecto poco llamativo de nuestro
estudio -ni siquiera teníamos chapa en la puerta- así como la precaución de
evitar, ambos, manifiestamente todos los círculos monárquicos de Viena,
brindaron la mayor seguridad contra investigaciones indiscretas. De hecho, en
todos esos años, ninguna autoridad jamás sospechó en Austria que los correos
secretos de la casa imperial siempre entregaban y retiraban su correspondencia
más importante, ni más ni menos que en nuestro insignificante estudio instalado
en un cuarto piso. «Pues bien, mucho antes de armar sus ejércitos, el
nacionalsocialismo había comenzado a organizar en los países vecinos otro
ejército no menos peligroso y disciplinado: la legión de los infortunados, de
los relegados, de los humillados. En cada oficina, en cada empresa, se habían
anidado las llamadas 'células'; en todo lugar, hasta en las habitaciones
privadas de Dollfuss y Schuschnigg, estaban colocados sus escuchas y espías.
Tenían su representante hasta en nuestro modestísimo escritorio, como por
desgracia llegué a saber demasiado tarde. Es verdad que no era sino un
escribiente miserable, sin talento alguno, que por recomendación de un cura
había empleado para dar a nuestro estudio, exteriormente, el aspecto de una
oficina regular; en realidad sólo lo empleábamos para recados inocentes, le
dejábamos atender el teléfono y ordenar las actas, es decir, aquellas actas que
eran indiferentes e insignificantes en absoluto. Jamás se le permitió abrir las
cartas; todas las cartas importantes las escribía yo personalmente a máquina,
sin dejar copia; yo mismo llevaba cualquier documento de valor a mi casa, y las
conversaciones secretas las realizaba exclusivamente en el priorato del monasterio
o en el consultorio de mi tío. Gracias a esas medidas de precaución aquel espía
no llegó a descubrir ninguno de los sucesos verdaderos; pero a raíz de alguna
casualidad desdichada, el ambicioso individuo debió haberse dado cuenta de que
inspiraba desconfianza y que a sus espaldas ocurrían cosas harto interesantes.
Es posible que en mi ausencia algún correo haya hablado imprudentemente de 'Su
Majestad' en vez de emplear el convencional 'barón Fern', como también puede
ser que el malandrín haya abierto alguna carta sin mi autorización; de todos
modos, y antes de que yo pudiera sospechar algo, se hizo dar órdenes desde
Munich o Berlín para vigilarnos. Sólo mucho más tarde, cuando ya hacía tiempo
que estaba preso, recordé que en los últimos meses su primitiva desidia para el
trabajo se había transformado en repentina aplicación, y que varias veces se
ofreció casi importunamente a llevar mi correspondencia al correo. No puedo
absolverme, pues, de cierta imprudencia, pero, ¿acaso el hitlerismo no ganó la
partida venciendo aun a los diplomáticos y militares más avezados del mundo?
Recibí una prueba palpable del cuidado y cariño con que la Gestapo, desde
tiempo atrás, venía dedicando su atención a mi persona, cuando la misma tarde
en que Schuschnigg renunció, y un día antes de que Hitler entrara en Viena, me
detuvieron los hombres de la S.S. Felizmente había logrado quemar los papeles
más importantes, no bien oí en la radio el discurso de despedida de
Schuschnigg; y los documentos restantes con los indispensables comprobantes de
los valores depositados en el extranjero y pertenecientes a los conventos y dos
archiduques, los mandé, literalmente a último momento, antes que derribaran mi
puerta, escondidos en un cesto de ropa con mi vieja ama de casa, mujer de toda
confianza, al domicilio de mi tío.» El doctor B. se interrumpió para encender
un cigarro. A su viva luz observé nuevamente el tic nervioso que se traducía en
un movimiento convulsivo de la comisura izquierda de su boca, y que ya antes
había llamado mi atención y, según pude comprobar, se repetía a intervalos
bastante regulares de algunos minutos. No era más que un movimiento fugaz, poco
más intenso que el tomar aliento, pero que marcaba todo el rostro con una
inquietud extraña. -Usted creerá tal vez que ahora voy a hablarle del
campo de concentración al que se llevó a todos los que habían guardado
fidelidad a nuestra vieja Austria; de las humillaciones, martirios y torturas
que allí sufriría. Pero no ocurrió nada de eso. Me destinaron a otra categoría de presidio. No me
llevaron junto con los desdichados en quienes se ensañaba un resentimiento
represado desde mucho tiempo atrás, humillándolos física y psíquicamente, sino
que me incorporaron a aquel otro grupo reducido al que los nacionalsocialistas
pensaban arrancar dinero o informaciones importantes. Desde luego, mi modesta
persona le era perfectamente indiferente a la Gestapo. Ésta debía haberse
enterado, sin embargo, de que éramos los testaferros, administradores y hombres
de confianza de sus enemigos más tenaces, y lo que querían arrancarme a la
fuerza, eran pruebas, pruebas contra los conventos a los que querían acusar de
transferencias de fortunas, pruebas contra la familia imperial y todos los que
en Austria se habían empeñado y sacrificado en favor de la monarquía.
Sospechaban -y ciertamente, no sin razón- que grandes partes de los fondos que
habían pasado por nuestras manos se mantenían ocultas e inaccesibles a su
voracidad. Por eso me detuvieron desde el primer día, para obligarme con sus
medios probados a revelar tales secretos. A la gente de mi condición, a la que
importaba sonsacar informaciones valiosas o dinero, no se le pasaba, pues, al
campo de concentración, sino que se le daba otra clase de tratamiento. Quizá
usted recuerde todavía que tanto nuestro canciller como el barón Rothschild, a
cuyos parientes esperaban arrancar unos cuantos millones, no fueron guardados
en ningún momento tras los alambrados de púas de algún campo, sino que,
ofreciéndoles aparentes privilegios, se les llevó a un hotel, más exactamente
al Hotel Metropol, que era al mismo tiempo el cuartel general de la Gestapo, y
donde se destinaba a cada uno una habitación aparte. Yo, con ser hombre tan
insignificante, fui, sin embargo, objeto de la misma distinción. «Una habitación individual en un hotel..., eso suena a
tratamiento muy humano, ¿verdad? Pero puede usted creerme que en realidad no se
nos daba un trato más humano sino que, simplemente, se nos aplicaba un método
más refinado. A los 'prominentes' no se les enjaulaba de a veinte hombres, en
una barraca helada; se les alojaba en una habitación de hotel, individual,
dotada de regular calefacción, porque la presión mediante la cual se quería
arrancamos el informe necesario debía tener características más sutiles que los
golpes y torturas corporales; se nos aplicaba el aislamiento más refinado que
imaginarse pueda. Nada se nos hizo, sólo que se nos situó dentro de la nada
absoluta, porque, según es notorio, ninguna cosa del mundo ejerce tanta presión
sobre el alma humana como la nada. Encerrando a cada uno de nosotros individualmente en
un vacío absoluto, en una habitación cerrada herméticamente al mundo exterior,
esa presión debía producirse, no exteriormente por obra de golpes o del frío,
sino interiormente, para despegar al final nuestros labios por fuerza. A
primera vista, la habitación que me había sido designada no parecía incómoda en
absoluto. Tenía puerta, mesa, cama, silla, lavabo y una ventana con reja. Pero
la puerta quedaba cerrada día y noche, en la mesa no debía depositarse ningún
libro, ningún diario, ni una hoja de papel, ni tampoco un lápiz. La ventana
daba sobre una pared lisa: en torno a mi conciencia y a mi propio cuerpo,
habíase creado la nada absoluta. Se me habían quitado todos los objetos: el
reloj, para que no tuviera noción del tiempo, el lápiz, para que no pudiera
escribir nada, el cortaplumas, para que no pudiera abrirme las venas; se me
negó, incluso, el más débil narcótico, tal como un cigarrillo. Con excepción
del centinela, sobre quien pesaba prohibición de hablarme o de contestarme ni a
una sola pregunta, jamás veía una cara humana; jamás oía una voz de hombre, y
de la noche a la mañana, de la mañana a la noche, ninguno de los sentidos
recibía el menor alimento, y me quedaba inexorablemente solo conmigo mismo, con
mi cuerpo y las cuatro o cinco cosas mudas: el lavabo, la ventana, la mesa, la
cama; vivía como un buzo bajo una campana de vidrio en el océano negro de ese
silencio, más aún, como un buzo que ya barrunta que la cuerda que le comunica
con la superficie se ha roto y que nunca se podrá rescatarle de la silente
profundidad. No había nada que hacer, que oír, ni ver; por todos lados me
rodeaba ininterrumpidamente la nada, el vacío absoluto, carente de espacio y de
tiempo. Me paseaba arriba y abajo y conmigo iban los pensamientos, arriba y
abajo. Pero aun las ideas, por más insustanciales que parezcan, necesitan un
punto de apoyo, de lo contrario empiezan a girar insensatas en derredor de sí
mismas; ellas tampoco soportan la nada. De la mañana a la noche esperaba alguna
cosa, pero nada acontecía. Volvía a esperar y a esperar de nuevo. Nada, sin
embargo, sucedía. Esperaba, esperaba, pensaba, pensaba hasta que me dolían las
sienes. Me quedaba solo. Solo, solo. »Así pasaron quince días que viví fuera del tiempo,
fuera del mundo. Si entonces hubiera estallado una guerra, yo no me habría
enterado; mi mundo se componía únicamente de una mesa, una puerta, una cama, un
lavabo, una pared y una ventana; siempre clavaba la mirada en el mismo papel
pintado de la misma pared; cada línea de su dibujo de zigzag se grabó como a
buril acerado en el pliegue más íntimo de mi cerebro, a fuerza de tanto mirarlo
fijamente. Por fin comenzaron los interrogatorios. Se solía llamarnos
repentinamente, sin que supiéramos bien si era de día o de noche. Nos llamaban,
nos conducían a través de varios pasillos y no sabíamos adónde; luego debíamos
esperar en algún sitio, que tampoco sabíamos qué era, y de pronto nos
encontrábamos frente a una mesa en torno a la cual se hallaban sentados unos
cuantos individuos uniformados. Sobre esa mesa se apilaba un montón de papeles,
expedientes cuyo contenido no se conocía. Comenzaban las preguntas, las falsas y las verdaderas,
las claras y las intencionadas, las imprevistas y las taimadas; y mientras se
contestaba, malévolos dedos extraños hojeaban aquellos papeles, de los que no
se sabía a qué se referían, y anotaban algo en un protocolo, y no se sabía qué
escribían. Pero lo más terrible de esos interrogatorios era, para mí, el que no
se podía adivinar ni calcular lo que los agentes de la Gestapo sabían
efectivamente en cuanto a lo que había ocurrido en mi estudio y lo que querían
arrancarme a modo de obligada confesión. Ya le dije a usted que los documentos
verdaderamente comprometedores los había remitido a último momento a mi tío,
por intermedio de mi ama de llaves. Pero ¿los había recibido? ¿O no habían
llegado a sus manos? ¿Y qué y cuánto había revelado aquel escribiente? ¿Qué
cartas había interceptado, cuántas informaciones habían arrancado, acaso, en el
ínterin en los monasterios alemanes que representábamos, a algún sacerdote poco
hábil? Preguntaban y preguntaban. Querían saber qué valores había comprado por cuenta de
este o aquel convento, en qué banco los había depositado, si conocía o no a Fulano,
si había recibido cartas desde Suiza o desde Steenockerzeele. Y como nunca pude
barruntar cuánto habían averiguado ya por otros conductos, cada contestación se
transformaba en tremenda responsabilidad. Si admitía algo que ellos ignoraban
era muy fácil que con ello comprometiese injustamente a una persona. Si negaba
demasiado, me perjudicaba personalmente. «Pero los interrogatorios no eran lo peor todavía. Más
terrible aún era el retorno de la inquisición a mi nada, a la misma habitación,
la misma cama, la misma mesa, el mismo lavabo, los mismos papeles pintados.
Porque apenas quedaba a solas conmigo mismo, trataba de reconstruir las
contestaciones que habrían sido más prudentes y lo que debería decir la próxima
vez para anular la sospecha que acaso había despertado con una observación
imprudente. Reflexionaba, pensaba, estudiaba, revisaba una por una las palabras
de la declaración que acababa de prestar ante el juez de instrucción,
recapitulaba cada pregunta que se me había formulado, y cada una de mis réplicas;
trataba de considerar qué parte habían protocolizado y sabía, sin embargo, que
jamás lograría calcularlo ni averiguarlo. Pero esos pensamientos, una vez puestos en marcha en
el espacio vacío, no se cansaban de dar vueltas en la imaginación, vueltas y
más vueltas, siempre en distintas combinaciones, ininterrumpidamente, hasta en
los sueños. Después de cada interrogatorio por la Gestapo, mis propios
pensamientos se hacían cargo no menos inexorablemente de la tortura del
preguntar, averiguar, y acaso, martirizaban más cruelmente aún porque aquellos
interrogatorios siquiera terminaban al cabo de una hora, mientras que éstos no
cesaban nunca, debido a la tortura perversa de la soledad. Y siempre en mi
derredor la mesa, la cama, el armario, los papeles pintados, la ventana;
ninguna distracción, ningún libro, ningún diario, ninguna cosa extraña, ningún
lápiz para apuntar algo, ningún fósforo para jugar con él..., nada, nada, nada.
Entonces comprendí cuán diabólicamente ingenioso, cuán brutalmente ideado desde
el punto de vista psicológico era ese sistema de las habitaciones de hotel. Es
posible que en el campo de concentración habría tenido que acarrear piedras
hasta sangrarme las manos y sentir helarse mis pies dentro de los zapatos;
habría sido apilado con dos docenas de hombres en medio del hedor y del frío.
Pero hubiera visto caras, hubiera podido mirar un campo, un carro, un árbol,
una estrella, algo, cualquier cosa, mientras que en aquella habitación
persistía invariablemente lo mismo en torno mío, siempre lo mismo, ese
espantoso 'lo mismo'. Allí no había nada capaz de distraerme de mis ideas, de
mis manías, de mi enfermizo recapitular. Y ése era precisamente el propósito...
Yo debía engullir mis pensamientos, ellos debían ahogarme hasta que por último
no podría sino escupirlos, confesarlos, diciendo todo lo que los agentes
querían, entregar por fin, no sólo las indicaciones, sino también los hombres.
Noté que poco a poco mis nervios comenzaban a resentirse bajo esa presión
espantosa, y consciente del peligro, procuré mantenerlos tensos al extremo,
buscando o inventado alguna distracción. Para ocuparme de alguna manera, empecé
a recitar o a reconstruir todo lo que alguna vez había aprendido de memoria: el
himno nacional, las rimas de los juegos infantiles, el Homero del colegio
superior, los párrafos del código civil. Luego me esforzaba por calcular, sumar
y dividir cualesquiera cantidades, pero mi memoria carecía en el vacío de
fuerza de retención. Me resultaba imposible concentrarme en cosa alguna. Siempre surgía, intervenía, se entrometía la misma
idea: ¿Qué saben, qué ignoran? ¿Qué dije ayer, qué debería decir la próxima
vez? »Ese estado, en verdad indescriptible, duró cuatro meses. Pues bien...
Cuatro meses, eso se dice fácilmente, se escribe con once letras. Se dice
fácilmente: cuatro meses..., cuatro sílabas. Los labios articulan ligeramente,
en un cuarto de segundo, el sonido: ¡Cuatro meses! Pero nadie puede describir,
puede medir, puede meter por los ojos a otro ni a sí mismo el tiempo que dura
el tiempo en lo inespacial o intemporal; y a nadie puede explicársele cómo roe
y carcome esa nada y nada y nada en torno a uno, esa inacabable soledad con
mesa y cama y lavabo y papel pintado, ese eterno silencio... Siempre el mismo
centinela que alcanza la comida sin mirarle a uno, siempre los mismos
pensamientos que giran en la nada alrededor de un solo tópico hasta confundir
al que los concibe. Advertí, alarmado, pequeños indicios de que mi cerebro
empezaba a trastornarse. Al principio había conservado todavía durante los
interrogatorios la claridad interior, había declarado serena y deliberadamente;
funcionaba todavía aquel pensamiento doble en lo que debía decir y en lo que
debía callar. Luego ya sólo lograba articular tartamudeando hasta las frases
más sencillas, porque mientras respondía, miraba hipnotizado la pluma que
corría protocolizando sobre el papel, como si hubiera querido correr detrás de
mis propias palabras. Noté que mis fuerzas flaqueaban, comprendí que se
aproximaba más y más el momento en que para salvarme diría todo cuanto sabía y
quizá más aún, en que, para librarme del estrangulamiento de aquella nada,
traicionaría a doce personas y su secreto, sin procurarme con ello más que una
tranquilidad fugaz como un parpadeo. Cierta tarde, efectivamente, ya había
llegado a ese punto. En ese momento de sofocación el guardián me trajo, por
casualidad, la comida y yo le grité: «¡Lléveme para ir a declarar! Diré todo.
Todo lo diré. Diré dónde se hallan los papeles, dónde se encuentra el dinero.
Lo diré todo, todo. »Por fortuna, no me oyó. También puede ser que no haya
querido oírme. »Cuando la desesperación llegaba así a su colmo,
ocurrió algo inesperado que me salvó siquiera por algún tiempo. Era a fines de
julio, un día nublado, oscuro, lluvioso. Recuerdo esos pormenores exactamente,
porque la lluvia tamborileaba contra las ventanas del pasillo por el que se me
condujo al interrogatorio. Debía esperar en una antecámara. Siempre había que
esperar antes de pasar a declarar. Esas esperas formaban parte de la técnica del
interrogatorio. Primero se desgarraban los nervios del individuo, llamándole y
sacándole en medio de la noche de su habitación; y cuando uno se había
dispuesto interiormente para hacer frente a las preguntas, cuando ya se habían
preparado la voluntad y la inteligencia para resistir, le obligaban a uno a
esperar, le imponían hábilmente una espera sin sentido, de dos y tres horas, a
fin de cansar el cuerpo y doblegar el alma antes de proceder a la inquisición.
Ese jueves 27 de julio se me hizo esperar más de la cuenta, mucho más que de
costumbre. llevaba ya dos horas enteras de pie en la antecámara. Esa fecha
también la recuerdo con exactitud por una razón determinada, pues en esa
antecámara donde -por supuesto, sin permiso de sentarme- tenía que aguantar dos
horas de pie, colgaba un calendario en la pared. No podré explicarle cómo con mi hambre de algo
impreso, de algo escrito, miré y me fijé en ese número, en ese término '27 de
julio'; lo absorbí, como quien dice, lo engullí cerebralmente. »Y luego volví a esperar y aguardar, miraba fijamente
la puerta, ansioso de que por fin se abriese, y al mismo tiempo me inquietaba
pensando qué irían a preguntarme ahora mis inquisidores, aun cuando sabía
perfectamente que me preguntarían cosas muy distintas de todo aquello que iba
dispuesto y preparado a contestar. Pero a pesar de todo, aquel martirio de la
espera y del permanecer de pie constituía a la vez un alivio, un placer, porque
aquel lugar, con todo, era al menos distinto de mi habitación. Era un poco mayor,
tenía dos ventanas en lugar de una sola; no había allí cama, ni lavabo, ni la
rajadura en el alféizar que había contemplado millones de veces. La puerta
estaba pintada de otro color, había una silla distinta junto a la pared, y a la
izquierda un archivo con expedientes y un guardarropa con algunas perchas de
las que colgaban tres o cuatro mojados abrigos de militares, los abrigos de mis
verdugos. Tenía, pues, algo nuevo, algo diferente que contemplar, algo
distinto, por fin, en que posar mis ojos hambrientos, que se clavaban ávidos en
cada minucia. Observé cada pliegue de esas capas, me fijé, por ejemplo, en una
gota que pendía de uno de los cuellos mojados y, por más ridículo que ello
parezca, esperaba con una excitación inmensa para ver si esa gota terminaría
por caer a lo largo del pliegue o si resistiría más tiempo todavía la fuerza de
gravedad, permaneciendo en su lugar. Sí, me quedé mirando esa gota fijamente, durante
algunos minutos y con la respiración contenida, como si mi vida dependiera de
esa observación. Después, cuando finalmente se había deslizado, volví a contar
los botones de los abrigos, ocho en el primero, ocho en el segundo, diez en el
tercero. Luego comparé las guarniciones. Mis ojos hambrientos tocaban,
acariciaban, apresaban todas esas pequeñeces ridículas y carentes en absoluto
de importancia, con una avidez que soy incapaz de describir. De pronto, mi
mirada quedó fija, como irresistiblemente atraída, en algo. Había observado que
el bolsillo de uno de aquellos abrigos estaba un tanto abultado. Me acerqué más
y creí adivinar en el rectángulo de la deformación lo que contenía aquel
bolsillo ensanchado: ¡un libro! Se me aflojaron las rodillas. Empecé a temblar.
¡Un libro! Durante cuatro meses no había tenido un libro en mis manos, y en aquella
circunstancia tenía algo embriagador y a la vez casi hipnótico la mera idea de
un libro en el cual se podían ver palabras puestas en ordenadas filas, líneas,
páginas, un libro en el que se podía leer, cuyo texto podía seguirse, del que
el cerebro podría tomar para su uso propio ideas nuevas y ajenas que distraían.
Hechizados, mis ojos quedaron fijos en el pequeño abultamiento que aquel libro
formaba en ese bolsillo, pareciendo arder en ese cuadrado insignificante como
si fuesen a quemar el abrigo. Por último no pude dominar mi afán; sin darme
cuenta, me acerqué. La sola idea de poder palpar un libro a través del paño del
abrigo crispó los nervios de mis dedos hasta las uñas. Sin saberlo casi, me arrimé más y más.
Afortunadamente, el centinela no prestó atención a mi actitud, por supuesto
extraña; acaso también le parecía natural que después de dos horas de estar de
pie, un hombre procurase apoyarse contra una pared. Ya me había colocado cerca
del abrigo, cruzados los brazos intencionalmente sobre la espalda, a fin de
poder tocar aquella prenda sin despertar sospechas. Toqué el género y,
realmente, a través del mismo palpé un objeto rectangular, flexible, y que
crujía suavemente... ¡un libro! ¡Un libro! Y me atravesó como un tiro la idea:
¡roba ese libro! Quizá lo consigas y entonces podrás llevártelo, esconderlo en
tu habitación y ¡leerlo, leer, por fin volver a leer una vez! Tan pronto como
la idea se hubo posesionado de mí, obró a modo de un veneno fuerte; de repente,
mis oídos empezaron a zumbar, y el corazón, a golpear con vehemencia, mis manos
quedaron heladas y no me obedecían más. Pero luego del primer aturdimiento, me
arrimé silenciosa y cautamente, y sin perder de vista al centinela, poniéndome
cada vez más cerca del abrigo, empujé el libro con los dedos escondidos sobre
la espalda hasta hacerlo sobresalir del borde del bolsillo. Luego un gesto, un movimiento apenas perceptible,
cuidadoso, y de pronto tenía en la mano un librito, no muy voluminoso por
cierto. Sólo entonces me espantó mi acción. Pero ya no podía volver sobre mis
pasos, y se presentaba la duda: ¿dónde meterlo? Guardé el libro sobre la
espalda, metido dentro del pantalón, a la altura del cinturón, y luego lo corrí
poco a poco hacia adelante, hasta la cadera, para sostenerlo mientras caminaba
con la mano firme y militarmente apretada contra la costura. Entonces pasé por
la primera prueba. Me aparté del guardarropa, un paso, dos pasos, tres pasos.
Todo marchaba bien. Era, efectivamente posible sostener el libro con sólo
apretar la mano fuertemente contra la costura, mientras caminaba. »Se me hizo pasar a la habitación continua, para el
interrogatorio. Requería de mi parte mayor esfuerzo que nunca, porque durante
todo el tiempo de mi exposición concentraba mi energía, en realidad, no sobre
lo que decía, sino antes bien, sobre la precaución de sostener el libro sin
despertar sospechas. Por fortuna, esa vez se me formularon pocas preguntas y
conseguí transportar mi libro con toda felicidad a mi habitación. No le
entretendré con todos los pormenores; no le distraeré para contarle el momento
de zozobra que pasé cuando en el pasillo se deslizó el libro una vez
peligrosamente del pantalón y tuve que simular un fuerte acceso de tos para
agacharme y poder restituir mi tesoro, sin inconveniente, a su lugar, a la
altura del cinturón. Pero ¡qué segundo, en cambio, aquel en que me reintegré a
mi infierno, solo por fin y ya no solo! »Usted supondrá, posiblemente, que
sacaría el libro inmediatamente para contemplarlo y leerlo. ¡Nada de eso!
Quería saborear el placer previo de saberme en posesión de un libro; el deleite
artificialmente prolongado y que excitaba maravillosamente mis nervios, el
gusto de soñar y pensar qué clase de libro habría preferido que fuese el que
acababa de robar. Un libro, claro está, de letra muy menuda, eso en primer
término, un libro que contuviese muchas letras, cuantas más, mejor; muchas,
muchísimas páginas, para que fuese todo lo más largo posible el tiempo que
emplearía en leerlo. Y luego deseaba que fuese una obra que me exigiese un
esfuerzo intelectual, nada superficial, nada fácil, sino algo que se podía
aprender, aprender de memoria, poesías, preferentemente -¡qué sueño atrevido!-,
un libro de Goethe o de Homero. Pero al final no pude resistir más tiempo a mi
avidez, a mi curiosidad. Tirado en la cama, de tal modo que el centinela no
pudiese descubrirme si acaso abría la puerta repentinamente, saqué el tomo
temblando de entre las ropas. »El primer vistazo me deparó un desengaño, más aún una
especie de amarguísimo disgusto: aquel libro conseguido a costa de tan gran
peligro, guardado con tan ardiente esperanza, no era sino un compendio de
ajedrez, un compendio de ciento cincuenta partidas de campeones. Si no me
hubiera encontrado encerrado y enjaulado, en el primer arrebato de furia
hubiese arrojado el libro por la ventana abierta, pues ¿qué iba a hacer yo con
aquella cosa tan absurda? En la escuela secundaria había probado alguna vez,
como la mayoría de los estudiantes, mi habilidad frente a un tablero de ajedrez
para vencer el tedio. Pero ¿qué podía hacer en aquellas circunstancias con esa
nadería teórica? No se puede jugar al ajedrez sin un contrincante y menos aún
sin piezas y sin tablero. Hojeé el libro de mal talante, pero con la secreta
esperanza, de encontrar, pese a todo, algo que pudiese leer, un prefacio, una
indicación, pero no hallé más que los esquemas cuadrados de las distintas
partidas y al pie de los mismos unos signos que al principio me resultaban
incomprensibles: a1-a2, f1-g3, etcétera. Todo eso se me antojaba una especie de
álgebra, cuya clave ignoraba y no hallaba de pronto. Sólo poco a poco fui
descubriendo que las letras a b c indican las filas verticales, mientras que
las cifras del 1 al 8 correspondían a las filas horizontales, determinando las
combinaciones respectivas la situación en que se hallaban las distintas
figuras. Con ello, esos esquemas puramente gráficos adquirían siquiera un
lenguaje. Tal vez, reflexioné, podré construir en mi encierro una suerte de
tablero, procurando entonces la reconstrucción de esas partidas; y se me
ocurrió que era una señal de la Providencia el que mi cubrecama estuviese hecho
de un género a grandes cuadros. Doblándolo en forma conveniente, podía
combinar, con un poco de paciencia, las sesenta y cuatro casillas que me hacían
falta. Comencé, pues, por esconder el librito debajo del elástico, arrancando
sólo la primera hoja que hacía las veces de cubierta. Luego, y con ayuda de
migas de pan que fui ahorrando de mis comidas, formé -aunque desde luego de un
modo risiblemente grosero- las diferentes piezas del ajedrez, reyes, reinas,
etcétera. Al cabo de infinitos esfuerzos pude por fin tratar de reconstruir en
el cubrecama a cuadros las posiciones señaladas en el manual de ajedrez. Pero
cuando quería jugar toda una partida, fracasaba al principio con mis ridículas
figuras de miga de pan, la mitad de las cuales había oscurecido, para
distinguirlas, cubriéndolas de polvo. En los primeros días me confundía
invariablemente; tenía que reiniciar cada partida diez, veinte y aun cincuenta
veces. Pero ¿había en el mundo quien dispusiera de tanto tiempo sin aprovechar
e inútil, como yo, el esclavo de la nada; quien tuviese a su disposición tanta
avidez inconmensurable y tanta paciencia? Al cabo de seis días jugué la primera
partida intachablemente; ocho días después ya ni siquiera me hacían falta las
migas sobre el cubrecama para representarme las posiciones señaladas en el
tratado de ajedrez, y otros ocho días después no necesitaba ya tampoco el
cubrecama a cuadros, ya que detrás de mi frente los al principio abstractos
signos del libro a1, a2, c7, c8 se habían transformado en posiciones plásticas
y visuales. La transformación se había operado acabadamente: había proyectado
el tablero de ajedrez con todas sus piezas hacia adentro, y gracias a aquellas
fórmulas abarcaba de un vistazo toda la posición respectiva, tal como a un
músico experto le basta mirar simplemente la partitura para oír todas las voces
y percibir su armonía. Al cabo de otros quince días más estaba en condiciones
de jugar sin ninguna dificultad cualquier partida del libro, reproduciría de
memoria o -para emplear el término técnico- a ciegas; sólo entonces empecé a
comprender el inmenso beneficio que me había conquistado con aquel hurto
atrevido. Porque de pronto tenía una ocupación, un quehacer sin sentido,
inútil, si usted quiere, pero con todo, algo que anulaba la nada en mi
derredor. Las ciento cincuenta partidas magistrales constituían para mí un arma
maravillosa contra la aplastante monotonía del espacio y del tiempo. Para
conservar intacto el encanto de la nueva ocupación, repartí de entonces en
adelante las jornadas, imponiéndome como deber dos partidas por la mañana, dos
partidas por la tarde y un rápido repaso al anochecer. Con ello adquirían mis
días un contenido, mientras que hasta entonces se habían prolongado vacuamente;
tenía algo que hacer sin cansarme; porque el juego del ajedrez posee la
magnífica ventaja de no agotar el cerebro, pese al esfuerzo mental más intenso,
pues reduce el empleo de las energías espirituales a un campo estrechamente
limitado, aguzando más bien la agilidad y elasticidad de la mente. Poco a poco
la reconstrucción de las partidas de maestros que primero efectuaba de un modo
totalmente mecánico, fue causándome un interés artístico, placentero. Llegué a
conocer las finezas, las agudezas y perfidias del ataque y de la defensa;
comprendí la técnica de la previsión, combinación y réplica, y pronto descubrí
también la nota personal de cada campeón, las características de su conducción
individual, que pueden distinguirse tan indefectiblemente como puede
reconocerse el autor de un poema a través de la lectura de unos pocos versos.
Lo que había comenzado como actividad destinada únicamente a pasatiempo, se
convirtió en deleite, y las figuras de los grandes estrategas ajedrecistas como
Alekhine, Lasker, Bogoljubow, Tartakower entraron como estimados camaradas en
mi soledad. Una variación infinita animaba diariamente la muda celda, y la
regularidad de mis ejercicios, sobre todo, devolvió la ya conmovida seguridad a
mis facultades intelectuales; sentí mi cerebro renovado y hasta reaguzado, por
así decirlo, gracias a esa constante disciplina mental. Los interrogatorios, en
primer término, me probaban que pensaba más clara y concisamente; en el tablero
de ajedrez me había perfeccionado, sin pensarlo ni saberlo, en la defensa
contra coartadas, amenazas falsas y subterfugios encubiertos; a partir de
entonces ya no ofrecía ningún instante más de debilidad frente a mis
inquisidores e incluso tenía la sensación de que los agentes de la Gestapo
empezaban a considerarme con cierto respeto. Es posible que en secreto se
preguntasen, viendo sucumbir a todos los demás, de qué fuentes ocultas
únicamente yo sacaba fuerzas para tan inmutable resistencia. »Aquel periodo de mi felicidad, durante el cual jugaba
diariamente por sistema y una tras otra las ciento cincuenta partidas de mi
libro, se extendió sobre cosa de dos meses y medio a tres meses. De pronto
llegué inesperadamente a un punto muerto. Sin más ni más volví a encontrarme
ante la nada. Es que cuando había jugado de veinte a treinta veces una
cualquiera de aquellas partidas, perdía naturalmente el atractivo de la
novedad, de la sorpresa y quedaba agotada su anterior fuerza de excitación tan
estimulante. ¿Qué sentido tenía el repetir una y otra vez unas partidas que ya
sabía de memoria, jugada por jugada? Apenas efectuaba el primer movimiento de
apertura, su desarrollo ulterior se sucedía casi automáticamente en mi mente, y
no se presentaban más sorpresas, alternativas ni problemas. Para ocuparme, es
decir, para procurarme el esfuerzo y la distracción intelectuales que ya se me
habían tornado indispensables, hubiera necesitado otro libro que reprodujera
otras partidas. Pero como quedaba absolutamente fuera de lo posible el
conseguirlo, me quedó un solo camino en ese laberinto curioso: debía inventar
partidas nuevas en reemplazo de las que ya conocía. Tenía que tratar de jugar
conmigo mismo, más exactamente, contra mí mismo. »No sé hasta qué grado usted habrá reflexionado alguna
vez sobre la situación espiritual que ofrece ese juego de los juegos. Sin
embargo, la más fugaz reflexión habrá de bastar para poner en evidencia que en
el ajedrez, que es un juego cabal, independiente en absoluto del azar,
significaría un absurdo el querer jugar contra sí mismo. En el fondo, el
atractivo del ajedrez descansa únicamente en el hecho de que su estrategia se
desarrolla de distinto modo en dos cerebros; que en esa guerra espiritual, el
negro ignora las maniobras e intenciones del blanco, aunque trata continuamente
de adivinarlas y malbaratarlas, mientras que el blanco, a su vez, procura
adelantarse y frustrar los propósitos inconfesos del negro. Ahora bien, si el
negro y el blanco quedaran representados por una y la misma persona, se produciría
la contradictoria situación de que un cerebro debería al mismo tiempo saber
algo e ignorarlo. Sería necesario que jugando en función del blanco, pudiese
olvidar totalmente, como siguiendo una orden, lo que un minuto antes había
querido e intentado representando al contrincante negro. Semejante pensamiento
doble supondría en realidad una división absoluta de la conciencia, un abrir y
cerrar a discreción de un como obturador del cerebro, similar al de un aparato
mecánico; querer jugar contra sí mismo significa, pues, en materia de ajedrez,
igual paradoja que saltar sobre la propia sombra. »Pero, para abreviar, he aquí que durante meses
procuraba en mi desesperación ese imposible, ese absurdo. No me quedaba otra
alternativa que ese contrasentido, para no caer víctima de la locura pura o de
un total marasmo intelectual. Una situación angustiosa me obligaba a procurar,
cuando menos, esa escisión en blanco y negro, para no quedar apretado por
aquella horrible nada reinante en torno mío.» El doctor B. se reclinó en su
sillón y cerró sus ojos por un momento. Parecía querer alejar por fuerza un
recuerdo que le azoraba. Nuevamente se produjo en la comisura izquierda de su
boca ese extraño y brusco movimiento que no sabía dominar. Luego se volvió a
enderezar un poco en su asiento. -Bien; hasta aquí, espero, le habré explicado todo de
una manera más o menos comprensible. Pero, por desgracia, estoy lejos de tener
la certeza de poder expresar lo demás con parecida exactitud. Porque mi nueva
ocupación requería una aplicación tan absoluta del cerebro que tornaba
imposible toda autofiscalización simultánea. No era posible desdoblar la
personalidad y, además, observarla. Repito que, en mi concepto, era un absurdo
querer jugar al ajedrez consigo mismo; pero aun ese absurdo implicaba siquiera
una probabilidad mínima a condición de disponer de un real tablero de ajedrez,
porque el tal admite con su realidad cierta distancia, una como quien dice
extraterritorialización material. Frente a un verdadero tablero con reales piezas puede
aplicarse la reflexión; puede uno colocarse físicamente ora a un lado de la
mesa, ora al lado opuesto, abarcando así la situación tan pronto desde el punto
de vista de las piezas negras como desde el de las blancas. Pero obligado como
estaba a proyectar esas luchas conmigo o contra mí mismo, como usted prefiera,
en un espacio imaginario, tenía que retener firmemente en mi imaginación la
posición respectiva de las piezas en los sesenta y cuatro escaques, y calcular,
además, al mismo tiempo, los posibles movimientos ulteriores de ambos bandos.
Más aún -sé cuán absurdamente debe impresionar todo eso- debía imaginar todos
esos movimientos y las posiciones resultantes de ellos, no sólo de manera doble
y triple, sino aun seis, ocho y hasta doce veces, de seis, ocho, doce maneras;
debía imaginarlos con la fantasía del blanco y con la del negro, anticipándome
mentalmente siempre cuatro o cinco jugadas. En ese juego realizado en el
espacio abstracto de la fantasía -perdone que pretenda de usted que imagine y
reflexione sobre ese contrasentido- debía calcular de antemano cuatro o cinco
jugadas que efectuaría como jugador blanco y otras tantas que llevaría a cabo
como jugador negro; es decir, que debía combinar por adelantado todas las
situaciones que iban a resultar y combinarlas, por así decirlo, con dos
cerebros, con el cerebro blanco y el cerebro negro. Pero aun esa autoescisión
no significaba el aspecto más peligroso de mi experimento fantástico. Lo peor
era que la invención autárquica de partidos, tuviera por consecuencia el que
perdiese pie y resbalase hacia un abismo infinito. La mera reconstrucción de
las partidas magistrales que había llevado a cabo en las semanas anteriores, no
había constituido más que un esfuerzo reproductivo, la simple recapitulación de
una materia existente, y como tal no cansaba más que, por ejemplo, el aprender
de memoria unos cuantos poemas o los incisos de una ley. Era una tarea
limitada, disciplinada y, por consiguiente, un excelente ejercicio mental. Las
dos partidas que solía jugar a la mañana, y las dos que jugaba a la tarde,
representaban un deber determinado que cumplía sin la menor excitación
nerviosa; suplían una actividad normal y, además, el libro no dejaba de
ofrecerme algún apoyo cuando en el transcurso de alguna partida me equivocaba o
no sabía seguir adelante. Esa actividad había sido bienhechora y balsámica para
mis nervios agotados, porque la reconstrucción de partidas extrañas no me
incluía personalmente en el juego; me era indiferente que ganasen las blancas o
las negras, puesto que eran Alekhine o Bogoljubow quienes luchaban por la palma
del campeón, y mi propia persona, mi inteligencia, mi alma, sólo disfrutaban en
calidad de espectadoras, como conocedoras de las peripecias y bellezas de
aquellas partidas. Pero a partir del momento en que procuraba jugar contra mí
mismo, empecé inconscientemente a provocarme. Cada uno de mis dos 'yo', el
blanco y el negro, debían competir uno contra el otro, y cada uno de ellos
adquiría por su parte una ambición, un afán de ganar, de vencer; como yo negro
me ponía nervioso después de cada jugada, ansioso de saber qué haría ahora el
yo blanco. Cada uno de mis yo se exaltaba cuando el otro cometía un error y se
exasperaba simultáneamente por la propia torpeza. «Todo parece un desatino, y realmente, semejante
esquizofrenia con su peligrosa dosis de excitación sería inimaginable en un
hombre normal y en condiciones normales. Pero no olvide usted que yo había sido
brutalmente arrancado de toda normalidad, que era un prisionero, encerrado sin culpa,
martirizado desde hacía meses, sometido refinadamente a la tortura de la
soledad; un hombre que desde hacía tiempo deseaba descargar su acopio de furia
contra cualquier cosa. Y como no tenía más que ese juego insensato contra mí
mismo, mi rabia, mi afán de venganza, se abalanzaron fanáticamente sobre ese
juego. Algo en mi interior quería tener razón, y sólo me quedaba ese otro yo
dentro de mí para combatirlo; de esa suerte me exaltaba durante el juego hasta
llegar a una excitación casi mecánica. Al principio reflexionaba todavía
tranquila y serenamente, intercalaba pausas entre una partida y la siguiente a
fin de reponerme del esfuerzo; pero, poco a poco, mis nervios alterados ya no
me permitían tales esperas. Apenas mi yo blanco había movido una pieza, mi yo
negro avanzaba febrilmente; apenas terminaba mi partida, me retaba a la
siguiente, puesto que cada vez uno de mis dos yo ajedrecistas había quedado
vencido, pidiendo el desquite. Nunca sabré decir, ni aun aproximadamente,
cuántas partidas jugué en esos últimos meses de mi encierro, contra mí mismo, a
causa de esa insaciabilidad loca. Habrán sido mil, tal vez más. Fue una locura
que no pude resistir; de la mañana a la noche no pensaba más que en peones y
alfiles, torres y reyes en a y b y c, en jaque y mate, hundiéndome con todo mi
ser y sentir en el tablero a cuadros. La alegría de jugar se había transformado
en pasión del juego, la pasión del juego en necesidad de jugar, en manía, en
frenesí que se posesionó, no sólo de mis horas de vigilia, sino poco a poco
también de mi sueño. No podía pensar ya sino en términos de ajedrez, en
movimientos y problemas de ajedrez; a veces me despertaba con la frente húmeda
y me daba cuenta de que en mis sueños, inconscientemente desde luego, debía
haber seguido jugando. Cuando soñaba con personas, ello ocurría sin excepción
refiriéndolas a movimientos de alfil, de torre, al avance o retroceso del
caballo. Incluso cuando se me llamaba para declarar, no me era posible pensar
de un modo preciso en mi responsabilidad; tengo la idea de que en los últimos
interrogatorios debo haberme expresado de manera harto confusa, porque los
funcionarios se miraban a veces visiblemente extrañados. Pero mientras ellos
preguntaban y deliberaban, yo, en mi pasión desdichada, sólo esperaba en
realidad que se me condujera nuevamente a mi encierro para proseguir mi juego,
mi juego demente, otra partida y otra y otra más. Cada interrupción me
resultaba a la postre un trastorno; el cuarto de hora que necesitaba el guardia
para poner mi habitación en orden, y aun los dos minutos que tardaba en
entregarme las comidas martirizaban mi febril impaciencia; a veces, la
escudilla con la comida quedaba hasta la noche sin que yo la tocara, porque
jugando. jugando, me había olvidado de comer. Lo único que sentía físicamente
era una sed terrible; debe haber sido consecuencia de la fiebre de aquella
manera de pensar y jugar sin interrupción. Vaciaba la botella en dos grandes sorbos y pedía al
guardia más agua. Me la traía y, no obstante, al momento volvía a sentir la
lengua reseca en la boca. Por último, mi excitación durante el juego -y ya no
hacía otra cosa de la mañana a la noche alcanzó tal grado que me resultaba
imposible quedarme sentado un solo instante; reflexionando sobre las partidas
caminaba sin cesar arriba y abajo, cada vez más rápidamente. siempre arriba y
abajo y siempre más impetuoso cuanto más me aproximaba a la decisión; el afán
de ganar, de triunfar, de vencerme a mí mismo se trocó paulatinamente en una
especie de furia; no temblaba de impaciencia, porque siempre uno de mis yo
ajedrecistas le resultaba demasiado lerdo al otro. El uno azuzaba al otro, y
por muy ridículo que acaso lo juzgue usted, empecé a insultarme, diciéndome:
'¡más rápido, ¡más rápido!, ¡adelante, vamos!' cuando un yo no respondía
bastante pronto al otro. Hoy tengo, desde luego, la noción exacta de que aquel
estado constituía ya una forma patológica de la sobreexcitación, para la que no
encuentro otra denominación que ésta hasta hoy ignorada por la medicina:
intoxicación ajedrecística. Esa monomanía empezó a atacar no sólo mi cerebro,
sino también todo mi cuerpo. Adelgacé, dormía mal, poco e intranquilo, y al
despertar siempre me costaba un esfuerzo abrir los párpados que pesaban como
plomo; a veces me sentía a tal punto débil que, al tomar un vaso, me costaba
trabajo levantarlo hasta los labios; tanto me temblaban mis manos. Pero en
cuanto empezaba a jugar, me sobrevenía una fuerza brutal; caminaba de un lado
al otro, arriba y abajo, con los puños cerrados, y a veces oía mi propia voz
como a través de una neblina roja, gritándome a mí mismo con maldad y ronquera:
'¡Jaque! ¡Mate!' »No puedo decir cómo ese estado espantoso, indescriptible,
hizo crisis. Todo lo que sé a ese respecto es que una mañana desperté, y que
ese despertar era distinto al de todos los días anteriores. Mi cuerpo estaba
como aislado de mí; descansaba muelle y cómodamente. Un cansancio denso y
reparador como no lo había experimentado en meses parecía haberse posado sobre
mis párpados, en forma tan cálida y benéfica, que al principio no podía
decidirme a abrir los ojos. Hacía ya unos minutos que estaba tendido despierto,
gozando sensualmente con los sentidos apagados esa languidez, ese tibio dejarse
estar. De pronto tuve la sensación de oír unas voces a mis espaldas; voces
vivas, humanas, voces de susurro que pronunciaban palabras, y no logrará usted
imaginarse mi alegría, porque desde hacía meses, casi un año, no había oído
otras que las duras, incisivas y malas que se pronunciaban junto a la mesa de
mis jueces. 'Estás soñando', me dije. '¡No abras los ojos, de ninguna manera!
Deja que ese sueño dure; de lo contrario, volverás a ver la habitación maldita,
la silla, el lavabo, la mesa y el papel pintado con el mismo dibujo. Sueñas...,
¡sigue soñando!» «Pero pudo más la curiosidad. Abrí lenta y cuidadosamente los
ojos. Y, ¡milagro...!, me encontraba en otra habitación, más ancha, más amplia
que mi encierro en el hotel. Una ventana sin rejas daba paso a la luz, dejando
posar la mirada sobre verdes árboles mecidos por el viento en lugar de la pared
lisa. Los muros eran blancos, brillantes; blanco y alto tendíase sobre mí el
cielo raso; verdaderamente, me hallaba en otra cama, en una cama extraña y,
efectivamente, no era en sueños, pues a mi espalda susurraban reales voces
humanas. En mi sorpresa debo haberme movido sin querer y bruscamente, pues
enseguida oí unos pasos que se acercaban desde atrás. Se aproximó, graciosa,
una mujer; una mujer con una cofia blanca en la cabeza, una enfermera, una
hermana. Me estremeció un escalofrío voluptuoso; ¡hacía un año que no había
visto una mujer! Miré la dulce figura de hito en hito, y debió haber sido la
mía una mirada extática, salvaje, porque la mujer que se me había acercado me
tranquilizó inmediatamente con un ';Quieto! ¡Quédese quieto! Pero yo sólo
escuchaba su voz... ¿No era un ser humano el que me hablaba? ¿Realmente, había
en el mundo todavía una persona que no me interrogase, que no me atormentase? Y
además... -¡milagro incomprensible!- una suave, cálida, casi dulce voz femenina.
Miré ávidamente su boca, porque en esos meses infernales me había llegado a
parecer inverosímil el que una persona pudiese hablar a otra de un modo
bondadoso. Me sonrío..., sí, sonrió; aún quedaban personas capaces de sonreír
gentilmente..., luego puso sus dedos sobre los labios en señal de advertencia,
y se alejó en silencio. Pero me fue imposible obedecer su orden. Aún no había
visto suficientemente ese milagro. Procuré levantarme por la fuerza en mi cama, para
seguir con la mirada ese prodigio de un ser humano bondadoso. Pero cuando quise
apoyarme en la orilla de la cama, no lo conseguí. Lo que fuera mi mano derecha,
dedos y coyunturas, lo sentí como algo extraño, un gran bulto blanco y grueso,
al parecer un voluminoso vendaje. Primero miré sin comprender esa cosa blanca,
gruesa, extraña en mi mano; luego empecé a darme cuenta de dónde me encontraba
y a reflexionar sobre lo que podía haberme sucedido. Alguien debía haberme
herido o yo mismo me había causado un daño en la mano. Me hallaba en un hospital. »Al mediodía se presentó el médico, un gentil señor de
cierta edad. Conocía mi apellido y mencionaba con todo respeto a mi tío, el
médico de cabecera del emperador, de manera que en seguida cobré la sensación
de que tenía buenas intenciones para conmigo. Me hizo diversas preguntas, entre
ellas una, sobre todo, que me sorprendió...: si yo era matemático o químico.
Contesté que ni lo uno ni lo otro. »-Es extraño -murmuró-. En la fiebre usted siempre
murmuraba fórmulas tan raras, c3, c4... Ninguno de nosotros comprendimos su
sentido. »Me informó sobre lo que me había sucedido. Sonrió
misteriosamente. »-Nada grave. Una irritación aguda de los nervios
-agregó en voz baja, luego de mirar detenidamente en su derredor-. Muy
comprensible, al fin y al cabo. ¿Desde el 13 de marzo, verdad? »Asentí con un
movimiento de cabeza. -»No me maravilla, con esos métodos -murmuró- No es
usted el primero. Pero no se preocupe. »-Por el modo tranquilizador de decirme todo eso en
voz baja y por su mirada apaciguadora comprendía que, atendido por ese médico,
me encontraba en buenas manos. »Dos días después, el bondadoso galeno me dijo con
bastante franqueza lo que había ocurrido. El centinela me había oído gritar en
mi encierro y creído, en un principio, que alguien había penetrado y que yo
peleaba con ese supuesto intruso. Pero en cuanto apareció en la puerta, me había
abalanzado sobre él, llenándole de denuestos y gritos, al tenor de '¡Muera de
una vez, maldito cobarde!', tratando de asirle por la garganta y zamarreándolo
tan reciamente que tuvo que pedir socorro. Cuando luego se me arrastró en ese estado de demencia
a la revisión médica, me había desasido de repente y corrido hacia la ventana
del corredor, rompiendo el vidrio y cortándome entonces las manos; aún puede
usted reconocer aquí la profunda cicatriz. Pasé las primeras noches en el
hospital en una especie de fiebre cerebral, pero a la sazón, declaró el médico,
encontraba clara y normal mi sensibilidad. »-Desde luego -agregó- será mejor que no lo diga a
esos señores, porque de lo contrario serían capaces de volver a llevarle allá.
Cuente usted conmigo. Haré todo cuanto esté a mi alcance. »Desconozco los informes que a mi respecto entregó
aquel médico caritativo a mis torturadores. Sólo sé que consiguió de una manera
u otra lo que se había propuesto: mi liberación. Tanto puede ser que me haya
declarado irresponsable como que entretanto la Gestapo haya perdido todo
interés en mi persona, dado que para ese tiempo Hitler había ocupado
Checoslovaquia, con lo cual el 'caso Austria' quedaba resuelto y concluido para
él. Sólo se me exigió, pues, que firmase el compromiso de abandonar nuestra
patria en el término de quince días, y en esa quincena estuve tan atareado con
las mil formalidades que hoy en día debe cumplir el ciudadano del mundo de
antaño para poder salir de su país - documentos militares, policía, impuestos,
pasaportes, visaciones, certificado de salud- que no me quedó tiempo para
pensar mucho en lo ocurrido. Parece que en nuestro cerebro obran fuerzas
misteriosamente reguladoras que eliminan automáticamente cuanto puede
resultarle molesto y peligroso a nuestra alma, porque siempre que quiero
recordar el tiempo de mi prisión se apaga la luz en mi cerebro, por así
decirlo; sólo al cabo de muchas semanas, en realidad sólo aquí a bordo, he
tenido el valor de recordar lo que me había sucedido. »Ahora usted comprenderá acaso por qué razón me
comporté ante sus amigos tan incorrecta y acaso hasta incomprensiblemente. Fue
mera casualidad que atravesara el salón de fumar cuando sus amigos estaban
entretenidos jugando al ajedrez; al verlos, me sentí instintivamente paralizado
de sorpresa y terror. Pues debe usted saber que había olvidado por entero que
se puede jugar al ajedrez con un tablero real y con piezas verdaderas; había
olvidado que en ese juego dos personas absolutamente distintas se hallan
sentadas, excitadas, una frente a la otra. Necesité, cabalmente, varios minutos para darme cuenta
de que aquellos jugadores hacían, en el fondo, lo mismo que en mi desamparo
había tratado durante meses de hacer contra mí mismo. Los signos de los cuales
me había servido durante mis furiosos ejercicios, sólo eran un sustituto de
aquellas piezas de hueso. La sorpresa que experimenté al comprobar que esa
manera de mover las piezas sobre el tablero era la misma que mi actividad
imaginaría en el espacio especulativo, se parecía posiblemente a la de un
astrónomo que calculara con los métodos más complicados, sobre el papel, la
existencia de un planeta nuevo, y luego lo viera efectivamente en el cielo como
estrella blanca, clara, sustancial. Me quedé como atraído por un imán, mirando
fijamente el tablero, y allí vi mis esquemas, los alfiles, peones, reyes y
torres, convertidos en figuras tangibles talladas en hueso. Para abarcar la
partida con la vista, hube de transferirla involuntariamente de mi mundo
abstracto de cifras al de las figuras movibles. Poco a poco me venció la curiosidad y quise observar
ese juego real entre dos contrincantes. Entonces ocurrió ese molesto desliz
mío, el que, olvidándome de la más elemental cortesía, interviniese en su
partida. Pero aquel movimiento equivocado del amigo suyo me hirió como una
puñalada en el corazón. Le detuve en un acto puramente instintivo, un
movimiento impulsivo comparable al que se efectúa cuando sin pensarlo se agarra
a un niño que se inclina sobre una balaustrada. Sólo más tarde me di cuenta de
la zafia falta de tacto que había cometido al entremeterme en el juego.» Me
faltó tiempo para asegurarle al doctor B. que todos estábamos encantados de
deber a esa casualidad el gusto de conocerle, y que, después de todo lo que
acababa de confesarme, me resultaría doblemente interesante poder verle jugar
al día siguiente en el improvisado torneo. El doctor B. hizo un gesto revelador
de cierta inquietud. -No, no espere
usted demasiadas cosas. No debe ser para mí más que un ensayo..., una
prueba..., para cerciorarme si en realidad soy capaz de jugar una partida de
ajedrez normal, una partida sobre un tablero real con piezas tangibles y un
contrincante viviente..., porque ahora se acrecienta cada vez más la duda de si
aquellas partidas, aquellas centenares y acaso millares de partidas que había
jugado, eran en verdad auténticas partidas de ajedrez o si sólo eran una suerte
de ajedrez de sueños, juegos de la fiebre, un ajedrez febril en que, como en
los sueños, saltaba peldaños intermedios. Supongo que usted no espera en serio
de mí que pretenda establecer superioridades con un campeón y, por añadidura,
nada menos que con el actual campeón mundial. Lo que me interesa e intriga es
nada más que la curiosidad, el deseo de comprobar si lo que hacía en mi
encierro eran todavía juegos de ajedrez o si ya era locura, si entonces me
encontraba a un paso del escollo peligroso o si ya estaba más allá del
mismo...; eso únicamente, nada más que eso. En ese momento se oyó en un extremo del barco el gong
que convocaba a la cena. Debimos haber estado charlando casi dos horas. Lo que
aquí reproduzco es sólo un resumen de lo que me contó el doctor B., quien
abundó en pormenores mucho más explícitos. Le manifesté mi cordial
agradecimiento y me despedí. Pero aún no había recorrido toda la cubierta,
cuando siguiéndome a grandes pasos me alcanzó para agregar todavía,
visiblemente nervioso y hasta tartamudeando un poco: -¡Otra cosa! Haga usted el
favor de decir a los señores, de antemano, para que luego no parezca descortés,
que jugaré una sola partida... Quiero que no sea más que el punto y raya final
de una cuenta vieja..., un definitivo remate y no un recomenzar... No quisiera
sucumbir por segunda vez a esa apasionada fiebre de juego que me espanta al
sólo recordarla..., y, además..., el médico me previno aquella vez..., me
advirtió expresamente... Todo el que alguna vez ha sufrido una manía se halla
en peligro constante... y el que ha sufrido una intoxicación ajedrecística...,
aunque luego se haya curado..., hará mejor en no acercarse a ningún tablero...
Usted comprende, ¿verdad...? Una sola partida que me sirva de ensayo a mí mismo
y nada más. Al día siguiente, puntualmente a la hora convenida,
las tres, nos encontrábamos todos reunidos en el salón de fumar. Todavía se
habían agregado a nuestro grupo otros dos aficionados al juego de los reyes,
dos oficiales de a bordo que habían solicitado licencia expresamente para poder
asistir, en calidad de espectadores, a aquel encuentro. Ni siquiera Czentovic
se hizo esperar, como el día anterior, y después de la obligada elección de los
colores, empezó la memorable partida de aquel homo obscurissimus contra el
célebre campeón mundial. Lamento que haya sido jugada para espectadores
absolutamente incompetentes y que su desarrollo se haya perdido para los anales
del arte del ajedrez, del mismo modo que para el arte de la música están
perdidas las improvisaciones al piano de un Beethoven. Es cierto que entre todos
tratamos de reconstruir de memoria esa partida en los días siguientes, pero fue
en vano; se me ocurre que durante ella debemos haber concentrado nuestra
atención con demasiado apasionamiento e interés, en los jugadores, en vez de
fijarla en el mismo juego. Y eso sucedía porque el manifiesto contraste
intelectual en las actitudes de ambos contrincantes, adquiría durante la
partida cada vez mayor plasticidad corporal. Czentovic, el rutinario,
permaneció durante todo el tiempo inmóvil como una piedra; con los ojos severa
y fijamente clavados en el tablero; la reflexión parecía constituir para él un
esfuerzo casi físico, que obligaba a todos sus órganos a la máxima
concentración. El doctor B., en cambio se movía con toda flexibilidad y
soltura. Como verdadero aficionado, que juega sólo por el deleite inherente al
juego mismo, no se esforzó; su cuerpo quedaba en distensión; nos hablaba
durante las pausas para darnos explicaciones; encendía con mano fácil un
cigarrillo y sólo miraba el tablero, por espacio de un minuto, cuando le tocaba
el turno de mover una pieza. Siempre daba la impresión de haber estado
esperando de antemano la jugada de su contrario. Los tradicionales movimientos de apertura se sucedían
con bastante rapidez. Sólo después de la séptima u octava jugada, túvose la
impresión de que se desarrollaba sobre el tablero algo así como un plan
determinado. Czentovic se tomaba más tiempo para reflexionar; esto nos daba la
pauta de que se iniciaba la verdadera lucha por la superioridad. Mas, en honor
de la verdad, hay que decir que el planteo paulatino de la situación, como toda
partida de verdadero torneo, significaba para nosotros, por legos, una
desilusión. Porque cuanto más se entremezclaban las piezas, formando un raro
dibujo, tanto más impenetrable nos resultaba la verdadera situación. No
llegábamos a barruntar las intenciones de ninguno de los contrincantes; ni
sabíamos apreciar tampoco cuál de los dos había alcanzado una ventaja. Sólo
vimos determinadas piezas avanzar a modo de palancas con el propósito de
separar el frente enemigo, pero -dado que esos jugadores versadísimos
precombinaban siempre varias jugadas- no lográbamos captar el objetivo
estratégico de aquel ir y venir. A ello se agregaba, paulatinamente, un
cansancio que paralizaba nuestra atención y que era debido sobre todo a los
interminables intervalos de reflexión de Czentovic, los que también empezaban a
irritar visiblemente a nuestro amigo. Observé azorado que cuanto más se
prolongaba la partida, más inquieto se movía en su asiento; ora encendiendo un
cigarrillo con la colilla del otro, ora tomando un lápiz para anotar algo.
Luego pidió agua mineral, que bebió ávidamente, vaso tras vaso. Era evidente
que combinaba con una rapidez cien veces mayor que Czentovic. Cada vez que éste
se decidía, al cabo de una larga reflexión, a mover una pieza con su mano
pesada, nuestro amigo sólo sonreía, como quien ve que se cumple algo que había
estado esperando desde mucho antes, y respondía casi instantáneamente. Su
inteligencia viva y pronta debe haberle permitido calcular mentalmente con
anticipación todas las posibilidades de que disponía su adversario; cuanto más
tardaban las decisiones de Czentovic, tanto más aumentaba por esa misma razón
su impaciencia, y en sus labios apretados se dibujaba, durante la larga espera,
un gesto molesto, casi hostil. Pero Czentovic no mostraba el menor
apresuramiento. Pensaba, mudo y terco, e intercalaba pausas cada vez
más prolongadas, a medida que las piezas desaparecían del tablero. Cuando se
hizo la cuadragésima segunda jugada -y para entonces ya habían transcurrido dos
horas y tres cuartos-, todos estábamos sentados, con fatiga y casi sin interés,
en torno a la mesa de juego. Uno de los oficiales de a bordo ya se había
retirado; otro de los espectadores se había procurado un libro y lo leía,
levantando la vista nada más que por un instante cada vez que se producía un
cambio en el tablero. Al hacer entonces Czentovic una jugada, ocurrió lo
inesperado. Tan pronto como el doctor B. observó que su contrario tocaba el alfil
para adelantarlo, se encogió como un gato que se dispone a dar un salto. Todo
su cuerpo temblaba, y no bien Czentovic hubo movido el alfil, dijo triunfante y
en alta voz: -¡Muy bien! ¡Ya está listo! Al instante se reclinó, cruzó los
brazos sobre el pecho y miró a Czentovic con expresión de desafío. En sus
pupilas habíase encendido una luz brillante. Todos nos inclinamos instintivamente sobre el tablero,
para comprender el movimiento tan triunfalmente anunciado. A primera vista, no
podía reconocerse ninguna amenaza directa. La expresión de nuestro amigo debía
referirse, pues, a un desarrollo ulterior que, como aficionados de cortos
alcances, aún no sabíamos calcular. Czentovic era el único entre todos nosotros
que no se había movido ante aquel anuncio provocativo; se quedó impasible, como
si no hubiese llegado a oír el injuriante «listo». Nada sucedió. Como todos
conteníamos sin querer la respiración, oíase de repente el tictac del reloj que
había sido colocado sobre la mesa para medir el tiempo de cada jugada. Pasaron
tres minutos, siete minutos, ocho, y Czentovic seguía sin moverse. Pero yo
tenía la idea de que el esfuerzo mental achataba más aún su gruesa nariz. La
muda espera le parecía a nuestro amigo tan insoportable como a nosotros mismos.
Levantóse de pronto, comenzó a pasearse por el salón, con lentitud primero y
luego cada vez más rápidamente. Todos le miramos un tanto asombrados, pero nadie con
más azoramiento que yo, porque llamó mi atención el que a pesar de toda la
violencia, sus pasos, en ese ir y venir nervioso, medían siempre el mismo
espacio. Era como si en medio del vasto salón hubiese chocado contra una
barrera invisible que le obligaba a volver. Y espantado reconocí que su
caminata reproducía inconscientemente la medida de su encierro de otro tiempo,
exactamente así debía haber ocurrido arriba y abajo en los meses de su
reclusión, como un animal enjaulado, con los puños cerrados como en aquellos
instantes, convulso, con los hombros encogidos; así y sólo así debía haber
caminado mil veces, con las luces rojas de la demencia en la mirada fija y no
obstante febril. Sin embargo, su capacidad parecía mantenerse perfectamente
intacta, porque de cuando en cuando se dirigía impaciente a la mesa para
averiguar si, entretanto, Czentovic ya había tomado una determinación. Pero pasaron nueve, diez minutos. Por fin ocurrió lo
que ninguno de nosotros había esperado. Czentovic levantó lentamente la pesada
mano que hasta entonces había quedado inmóvil sobre la mesa. Todos le mirábamos
atentos a la espera de su decisión. Pero Czentovic no realizó ninguna jugada,
sino que limpió el tablero de piezas, con ademán resuelto aunque pausado. Sólo
entonces comprendimos: Czentovic había abandonado la partida. Había capitulado
para no exponerse a un jaque mate visible, en presencia de todos nosotros.
Había ocurrido lo inverosímil: el campeón mundial, ganador de infinidad de
torneos, se declaraba tácitamente vencido por un desconocido, un hombre que en
veinte o veinticinco años no había tocado una pieza de ajedrez. Nuestro amigo,
el hombre anónimo, ignorado, ¡había vencido en lucha abierta al jugador de
ajedrez más competente del mundo! Sin darnos cuenta, nos habíamos levantado uno
después del otro, movidos por la excitación. Cada cual tenía la sensación de
que nos correspondía decir o hacer algo para dar rienda suelta a nuestra gozosa
sorpresa. El único que no perdió su aplomo ni su calma era Czentovic. Sólo al
cabo de una pausa estudiada midió a nuestro amigo con una mirada dura: -¿Otra
partida? -preguntó. -Desde luego -contestó el doctor B. con un entusiasmo
que me resultó desagradable; y antes de que pudiese recordarle su propósito de
no jugar más que una sola partida, volvió a sentarse y a ordenar de nuevo las
piezas con un apresuramiento febril. Tan aturdido las colocó que por dos veces
se le deslizó un peón de entre los dedos, cayendo al suelo. A la vista de su
excitación anormal, mi malestar del primer momento se transformó en una especie
de temor. Porque, en efecto, una agitación visible se había adueñado de aquel hombre,
hasta entonces tan tranquilo y sereno; su boca se contraía cada vez con mayor
frecuencia, convulsivamente, y su cuerpo temblaba como sacudido por una fiebre
repentina. -¡No! -le dije en voz baja-. ¡Ahora no! Déjelo por
hoy. Basta. Eso le cansa demasiado. -¿Cansarme? ¡Vamos! -contestó riendo sonora y
maliciosamente. Hubiera podido jugar diecisiete partidas en el tiempo que
necesitamos para esa partida vagabunda. Lo único que me cuesta un esfuerzo es no quedarme
dormido a ese paso... ¡Bien! ¡Empiece de una buena vez! Esas últimas palabras
las dijo en tono brusco, casi vehemente, dirigiéndose a Czentovic. Éste le miró
tranquilo y aplomado, pero en su mirada pétrea ya había algo de un puño
cerrado. De pronto se percibió un algo indefinible entre los dos contrarios:
una tensión peligrosa, un odio apasionado. Ya no eran dos contrincantes que
medían su capacidad en el juego, sino dos adversarios que se habían jurado
aniquilarse mutuamente. Czentovic tardó mucho en abrir el juego, y tuve la
clara sensación de que titubeaba deliberadamente. Táctico experto, se había
dado cuenta, evidentemente, de que con su lentitud, más que con otra cosa
cualquiera, cansaba e irritaba al contrario. Empleó, pues, nada menos que
cuatro minutos para hacer la primera jugada, la mas simple, la más corriente,
adelantando el peón de rey por las dos casillas habituales. Nuestro amigo
replicó inmediatamente, moviendo el peón de rey en el mismo sentido; pero de
nuevo Czentovic hizo una pausa larguísima, casi insoportable. Era como cuando cae
un rayo poderoso y se espera, angustiado, con el corazón agitado, el trueno, y
el trueno no acaba y no acaba de producirse. Reflexionaba muda, obstinadamente
y, según yo notaba con certeza cada vez mayor, con maliciosa lentitud; lo que
me dio harto tiempo para observar al doctor B. Éste acababa de tomar de un
trago un tercer vaso de agua, recordándome así sin querer cuanto me había dicho
respecto a la sed de fiebre que padeciera en su encierro. Se revelaban
nítidamente todos los síntomas de la excitación anormal; vi humedecerse su
frente, y ponerse cada vez más roja y marcada la cicatriz de su mano. Pero aún
se dominaba. Sólo cuando Czentovic volvió a tomarse infinito tiempo para la
cuarta jugada, perdió la serenidad, gritándole de repente: -¡Pero juegue ya de
una buena vez! Czentovic levantó fríamente la vista: -Tengo entendido que hemos
concertado un plazo de diez minutos por jugada. Es uno de mis principios no
jugar en menos tiempo. El doctor B. se mordió los labios; bajo la mesa, la
suela de su zapato golpeaba cada vez más nerviosamente contra el piso, y mi
excitación también aumentaba, pues presentía que iba a ocurrir algo
desagradable. En efecto, al octavo movimiento, se produjo un incidente. El
doctor B., cada vez menos dueño de sí mismo, no pudo ya reprimir su tensión, y
moviéndose en la silla de un lado para el otro, comenzó, sin darse cuenta, a
tamborilear con los dedos sobre la mesa. De nuevo Czentovic levantó su pesada cabeza de
aldeano. -Le ruego quiera abstenerse de tamborilear. Me
molesta. No puedo jugar así. -¡Ja, ja! -rio el doctor B. secamente-. A la vista
está. Czentovic se puso colorado. -¿Qué quiere usted decir con eso? -preguntó cortante y
enojado. El doctor B. volvió a reír breve y maliciosamente. -Nada. Que, a lo que parece, está usted nervioso. Czentovic se calló y bajó la cabeza. Sólo al término
de diez minutos efectuó el movimiento siguiente, y con ese ritmo letal
prosiguió todo el juego. Acabó por aprovechar cada vez el máximo de tiempo
convenido antes de proceder a una jugada, y el comportamiento de nuestro amigo
se volvía más extraño de intervalo en intervalo. Daba la impresión de no
interesarse ya por el partido, sino de pensar en cosas absolutamente distintas.
Esta vez no corrió alocadamente arriba y abajo, sino que se quedó tranquilamente
sentado, sin moverse de su lugar. Con la mirada fija y ausente en el vacío,
murmuraba sin cesar palabras incomprensibles; o se perdía en infinitas
combinaciones o elaboraba -eso era lo que íntimamente sospeché- partidas
diferentes, porque, cada vez que Czentovic se decidía finalmente a jugar había
que volverle de su ausencia mental. Necesitaba entonces, cada vez, unos minutos
para orientarse de nuevo sobre la situación en el tablero; así iba afianzándose
en mí la sospecha de que el doctor B. se había olvidado hacía rato ya de
Czentovic y de nosotros, hundiéndose en esa forma fría de la locura que podía
de un momento a otro manifestarse en cualquier forma de violencia. Y, en
efecto, la crisis se produjo al llegar la decimonovena jugada. Apenas Czentovic
había movido su pieza, el doctor B. adelantó el alfil en tres escaques, sin
mirar el tablero y gritó con tanta fuerza que todos nos sobresaltamos: -¡Jaque!
¡Jaque al rey! Inmediatamente miramos todos al tablero, curiosos por descubrir
una jugada extraordinaria. Pero al cabo de un minuto sucedió lo que ninguno de
nosotros había podido esperar. Czentovic alzó la cabeza lenta, muy lentamente y
-cosa que nunca había hecho- nos miró a todos, uno por uno. Parecía gozar
inconmensurablemente de algo, porque poco a poco se dibujó en sus labios una
sonrisa de satisfacción y de evidente burla. Sólo después de haber saboreado
hasta el extremo ese su triunfo, inexplicable todavía para nosotros, se dirigió
con simulada cortesía a la concurrencia: - Lo siento..., pero no veo ningún
jaque. ¿Acaso uno de los señores ve un jaque a mi rey? Volvimos a mirar el
tablero y luego, preocupados, al doctor B. Un niño podía ver que el cuadro
ocupado por el rey de Czentovic estaba, en efecto, protegido por un peón contra
el alfil, de modo que no era posible dar jaque a ese rey. Nos azoramos. ¿Acaso
nuestro amigo había llevado su pieza una casilla demasiado lejos o la había
dejado demasiado cerca en su aturdimiento? Como nuestro silencio llamase la
atención del doctor B., éste también miró el tablero y empezó a tartamudear con
violencia: -¡Pero si el rey debe estar en f7...! Está mal colocado...,
completamente mal... ¡Usted movió mal! Todo está fuera de su lugar... El
peón debe estar sobre g5 y no sobre 4... Pero... ¡si ésta es una partida
completamente distinta...! Esto es... Se interrumpió de súbito. Yo le había asido con fuerza
del brazo y hasta pellizcado, quizá, con tanto rigor, que hubo de sentirlo no
obstante su febril confusión, pues se dio vuelta y me miró de hito en hito, como
sonámbulo: -¿Qué..., qué quiere usted? No dije más que remember, y pasé al
mismo tiempo el dedo sobre la cicatriz de su mano. El doctor B. siguió
involuntariamente ese gesto y pasó una mirada vidriosa sobre la marca
encarnada. Luego empezó de pronto a temblar y un escalofrío recorrió todo su
cuerpo. Empalidecieron sus labios y murmuró: -¡Por el amor de Dios...! ¿Acabo
de decir o de hacer un disparate...? ¿Acaso volví a...? -No -contesté en voz
baja-. Pero debe interrumpir la partida en el acto, sin falta... ¡Recuerde lo que le dijo el médico! El doctor B. se
levantó como movido por un resorte. -Perdone usted mi error tan torpe -dijo con su
habitual voz y cortesía, inclinándose ante Czentovic-. Lo que acabo de decir
es, naturalmente, un puro dislate. La partida es suya, desde luego. En seguida, volviéndose a nosotros, agregó: -También
debo pedir perdón a los señores. Pero les advertí de antemano que no cifrasen
grandes esperanzas en mí. Disculpen la plancha... Ha sido la última vez que
pruebe suerte en el ajedrez. Hizo una reverencia y se alejó del mismo modo, modesto
y misterioso, con que había aparecido la primera vez. Sólo yo sabía por qué ese
hombre nunca más volvería a tocar una pieza de ajedrez, en tanto que los demás
se quedaban un poco perplejos, con la incierta sensación de haberse escapado a
duras penas de un episodio ingrato y acaso peligroso. -Damned fool -rezongó McConnor, desencantado. El último en levantarse de su asiento fue Czentovic,
quien paseó todavía una última mirada sobre la partida a medio terminar. -Lástima -dijo magnánimamente-. El ataque no estaba
mal dispuesto. Considerando que se trata de un aficionado, es
justicia decir que ese caballero posee, en realidad, condiciones excepcionales.
FIN
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