OBRAS ESCOGIDAS

 NOVELAS

STEFAN ZWEIG

(1981-1942)

 Stefan Zweig representa uno de los intelectuales más sobresalientes de la primera mitad del siglo XX.


ÍNDICE

LA ESTRELLA SOBRE EL BOSQUE / LA CONDESA OSTROVSKA (1903)

 

CARTA DE UNA DESCONOCIDA (1922)

 

LOS OJOS DEL HERMANO ETERNO (1922)

CAPÍTULO I / CAPÍTULO II / CAPÍTULO III / CAPÍTULO IV / CAPÍTULO V / CAPÍTULO VI / CAPÍTULO VII / CAPÍTULO VIII / CAPÍTULO IX / CAPÍTULO X / CAPÍTULO XI /

 

24 HORAS EN LA VIDA DE UNA MUJER (1927)

 

EL CANDELABRO ENTERRADO (1937)

 

EN UN LUGAR DE ÁFRICA / NOVELA AUTOBIOGRÁFICA

CAPÍTULO I / CAPÍTULO II /CAPÍTULO III / CAPÍTULO IV / CAPÍTULO V / CAPÍTULO VI / CAPÍTULO VII / CAPÍTULO VIII / CAPÍTULO IX / CAPÍTULO X / CAPÍTULO XI / CAPÍTULO XII / CAPÍTULO XIII / CAPÍTULO XIV / CAPÍTULO XV / CAPÍTULO XVI / CAPÍTULO XVII / CAPÍTULO XVIII / CAPÍTULO XIX / CAPÍTULO XX / CAPÍTULO XXI / CAPÍTULO XXII / CAPÍTULO XXIII / CAPÍTULO XXIV

 

LA IMPACIENCIA DEL CORAZÓN (1939)

 

UNA PARTIDA DE AJEDREZ (1941)

 


  

 

 

LA ESTRELLA SOBRE EL BOSQUE (1903)

STEFAN ZWEIG

 

LA CONDESA OSTROVSKA

Un día, cuando el diligente y apuesto camarero François se inclinó sobre el hombro de la bella condesa polaca Ostrovska, sucedió algo extraño. Sólo duró un segundo y no fue un estremecimiento o un sobresalto, un temblor o una emoción. Y, sin embargo, fue uno de esos segundos que abarcan miles de horas y de días llenos de júbilo y tormento, como el vigor vehemente de los grandes y fragorosos robles con todas sus ramas que se mecen y sus copas que se inclinan está contenido en un solo granito de semilla. En ese segundo no sucedió nada visible. François, el dúctil camarero del gran hotel de la Riviera se inclinó aún más, para presentar con mayor comodidad la fuente al cuchillo indeciso de la condesa. Pero su rostro descansó ese momento a pocos centímetros de las ondas dulcemente rizadas y perfumadas de su cabeza, y, cuando instintivamente alzó la mirada devota, sus ojos turbados vieron la suave y luminosa línea blanca con la que su cuello surgía de esa marea oscura y se perdía en el vestido rojo oscuro abullonado. Una llamarada color púrpura lo invadió. Y el cuchillo vibró suavemente en la fuente, presa de un imperceptible temblor. Aunque en ese segundo François intuyó las graves consecuencias de este repentino hechizo, dominó hábilmente su agitación y siguió sirviendo con el entusiasmo reservado y un poco galante de un garçon de buen gusto. Alargó la fuente con movimiento medido al acompañante habitual de la condesa, un aristócrata maduro dotado de una imperturbable elegancia, que relataba cosas indiferentes con entonación refinadamente acentuada y en un francés cristalino. Luego se apartó de la mesa sin alterar su mirada y su gesto.

Estos minutos fueron el comienzo de un estado de ensueño muy extraño y ferviente, de un sentimiento tan impetuoso y exaltado que apenas le corresponde el término grave y noble de amor. Era ese amor, de fidelidad canina y desprovisto de deseos, que los seres humanos generalmente no experimentan en la flor de su vida, que sólo sienten las personas muy jóvenes o muy ancianas. Un amor sin reflexión, que sólo sueña y no piensa. Olvidó por completo ese injusto y, sin embargo, inalterable desprecio que incluso personas inteligentes y circunspectas manifiestan hacia seres humanos que visten el frac de camarero; no especuló sobre posibilidades y casualidades, sino que aumentó en su sangre esa extraña inclinación hasta que su profundidad escapó a toda burla y crítica. Su ternura no era la de las miradas secretamente alusivas y al acecho, la temeridad de los gestos atrevidos que de repente se desata, la pasión sin sentido de labios sedientos y manos temblorosas; era una aplicación silenciosa, un prevalecer de aquellos pequeños servicios que son tanto más excelsos y sagrados en su modestia cuanto que permanecen a sabiendas ocultos. Después de la cena alisaba las arrugas del mantel delante de la silla de la condesa con dedos tan tiernos y dulces como quien acaricia las manos queridas y plácidas de una mujer; colocaba las cosas en su proximidad con simetría devota, como si las dispusiera para una fiesta. Con el mayor cuidado llevaba las copas que habían tocado sus labios a su estrecha y poco aireada buhardilla y de noche las dejaba relucir a la luz perlada de la luna como si fueran joyas preciosas. Constantemente era, desde cualquier rincón, el secreto observador de sus 2 movimientos y actividades. Bebía sus palabras como quien paladea lascivamente un vino dulce y de perfume embriagador. y recogía las palabras y las órdenes ávido como los niños la rápida pelota en el juego. Así su alma embelesada introdujo en su pobre e indiferente vida un brillo cambiante y opulento. Nunca se le ocurrió la sabia necesidad de trasponer todo el episodio a las palabras frías y destructivas de la realidad de que el miserable camarero François amaba a una condesa exótica y eternamente inalcanzable.

Porque él no la sentía como realidad, sino como algo excelso, muy lejano, que bastaba con su reflejo de la vida. Amaba el imperioso orgullo de sus órdenes, el ángulo dominante de sus cejas negras que casi se tocaban, el pliegue indómito alrededor de la boca fina, la gracia segura de sus gestos. La sumisión le parecía a François algo natural y sentía como dicha la proximidad humillante del servicio modesto, porque gracias a ella podía entrar tan a menudo en el círculo seductor que rodeaba a su amada.

Así despertó de repente en la vida de un hombre sencillo un sueño, como una flor de jardín noble y cuidadosamente criada, que florece en una carretera donde el polvo de los caminantes ahoga todos los brotes. Era el vértigo de un ser sencillo, un sueño embriagador y narcótico en medio de una vida fría y monótona. Y los sueños de seres como él son como barcas sin timón, que van a la deriva presas de una voluptuosidad fluctuante sobre aguas silenciosas y espejeantes, hasta que de pronto su quilla choca con una sacudida seca en una orilla desconocida.

La realidad, sin embargo, es más fuerte y sólida que todos los sueños. Una noche el corpulento portero procedente del Waadtland le dijo a François al pasar: «La Ostrovska se marcha mañana en el tren de las ocho». Y luego añadió otros nombres sin importancia que él apenas escuchó. Porque esas palabras se habían transformado en su cerebro en un confuso remolino tumultuoso. Varias veces se pasó los dedos mecánicamente por la frente afligida, como si quisiera apartar un sedimento pesado, que allí reposaba y obnubilaba la razón. Dio unos pasos titubeantes. Inseguro y atemorizado cruzó delante de un alto espejo de marco dorado, del que le salió al encuentro un rostro mortalmente pálido y extraño. Los pensamientos no acudían a su mente, estaban por así decir aprisionados tras un muro oscuro y nebuloso. Casi inconsciente, descendió, agarrándose a la balaustrada, la amplia escalera hacia el jardín sumido en sombras, en el que los altos pinos se erguían solitarios como pensamientos sombríos. Su silueta intranquila dio unos inciertos pasos más, como el vuelo bajo y tambaleante de un ave nocturna enorme y oscura, y por fin se dejó caer en un banco, apoyando la cabeza en su frío respaldo. El silencio era absoluto. A su espalda, entre los arbustos redondeados, relucía el mar. Luces suaves y trémulas chispeaban sobre su superficie, y en el silencio se perdía la monótona cantinela murmurante de lejanos rompientes.

Y de pronto todo estaba claro, muy claro. Tan dolorosamente claro que François casi sonrió. Todo había acabado, sencillamente. La condesa Ostrovska se marcha a casa y el camarero François queda atrás en su puesto. ¿Acaso era tan raro? ¿No se marchaban al cabo de dos, tres o cuatro semanas todos los extranjeros que venían? Qué tontería no haberlo pensado antes. Porque todo estaba tan claro como para reír o llorar. Y sus pensamientos bullían y bullían. Mañana por la noche, en el tren de las ocho en dirección a Varsovia. A Varsovia..., horas y horas a través de bosques y valles, a través 3 de colinas y montañas, a través de estepas y ríos y dinámicas ciudades. ¡Varsovia! ¡Qué lejos quedaba! No podía siquiera imaginar, aunque sí sentir en lo más profundo, esa palabra orgullosa y amenazadora, dura y lejana: Varsovia. Y él...

Durante un segundo aleteó una pequeña y fantástica esperanza. Podía seguirla. Y buscar empleo allí como criado, escribiente, cochero, esclavo; estar allí en la calle como mendigo, todo menos estar tan horriblemente lejos; al menos respirar el aliento de la misma ciudad, verla quizá pasar, ver su sombra, al menos, su vestido y su cabello negro. Ya surgían precipitadas visiones. Pero el momento era duro e implacable.

François vio lo inalcanzable desnudo y claro. Calculó: cien o doscientos francos ahorrados, en el mejor de los casos. No bastaban ni para la mitad del camino. Y entonces ¿qué? Como a través de un velo desgarrado vio de pronto su vida, presintió lo pobre, miserable y fea que indefectiblemente sería de ahora en adelante. Años vacíos ejerciendo su profesión de camarero, torturado por un insensato deseo, esa ridiculez iba a ser su futuro. Lo recorrió un escalofrío. Y de pronto todas las cadenas de pensamientos confluyeron arrebatadas e imparables. Había únicamente una posibilidad.

Las copas de los árboles se mecían en una brisa apenas perceptible. La noche oscura y negra se alzaba amenazadora ante él. Entonces se alzó, seguro y sereno, del banco y se dirigió por la grava crujiente hacia el gran edificio que dormía en blanco silencio.

Debajo de una de sus ventanas hizo un alto. Estaba ciega y sin un signo brillante de luz en el que se hubiera podido encender el deseo soñador. Ahora su sangre circulaba con latidos tranquilos, y se alejó como alguien al que ya nada confunde y engaña. En su cuarto se echó sin agitación alguna sobre la cama y durmió con un sueño denso y sin imágenes hasta la señal matutina del despertar.

Al día siguiente, su comportamiento se ciñó por completo a los límites de la deliberación meticulosamente definida y de la calma forzada. Con fría indiferencia cumplió con sus obligaciones, y sus gestos tenían una seguridad tan absoluta y tan despreocupada, que nadie hubiera imaginado detrás de la máscara falaz la amarga decisión. Poco antes de la hora de la cena, acudió con sus pequeños ahorros a la floristería más selecta y compró flores exquisitas que en su espléndido colorido le sugerían palabras: tulipanes del color del oro fogoso, que eran como la pasión; crisantemos blancos de amplia corola, como sueños luminosos y exóticos; finas orquídeas, las imágenes estilizadas del deseo, y unas soberbias rosas embriagadoras. Y luego compró un valioso jarrón de cristal con destellos opalescentes. Los pocos francos que aún le quedaban se los regaló al pasar, con un gesto rápido y distraído, a un niño que pedía limosna. Luego volvió al hotel. Con solemnidad melancólica colocó el jarrón con las flores delante del cubierto de la condesa, que dispuso por última vez con voluptuoso y minucioso esmero.

Llegó el momento de la cena. François sirvió la mesa como siempre: reservado, silencioso y competente, sin alzar los ojos. Sólo al final envolvió la silueta cimbreante y orgullosa de la condesa con una mirada infinita, que ella no percibió. Nunca le había parecido tan bella como en esta mirada última y libre de todo deseo. Luego se apartó con serenidad de la mesa, sin gesto alguno de despedida, y abandonó la sala. Como un huésped ante el que se inclinan los criados, atravesó los pasillos y descendió la elegante escalera de recepción hasta la calle: era evidente que en ese momento dejaba atrás su pasado. Delante del hotel se detuvo un segundo, indeciso; entonces empezó a caminar, bordeando iluminadas villas y amplios jardines, siempre adelante como un paseante ensimismado, sin saber adónde se dirigía.

Así vagó inciertamente hasta el anochecer en un estado de enajenación ensoñada. Ya no pensaba más en las cosas. Ni en las pasadas ni en las inevitables. Ya no le daba vueltas a la idea de la muerte, como sin duda en los últimos momentos el suicida circunspecto sopesa en la mano el brillante y amenazador revólver de profundo ojo y lo vuelve a dejar en la mesa. Hacía tiempo que se había sentenciado a sí mismo. Por su mente sólo pasaban imágenes en raudo vuelo, como golondrinas de viaje. Primero, los días de la juventud hasta aquella fatal hora de clase cuando una estúpida aventura lo propulsó violentamente desde la perspectiva de un futuro prometedor a la confusión del mundo. Luego los viajes incesantes, las dificultades por el sueldo, los proyectos, una y otra vez fracasados, hasta que la gran oleada negra, que llamamos el destino, quebró su orgullo y lo dejó abandonado en un puesto indigno. Muchos recuerdos multicolores pasaron revoloteando por su mente. Por fin relució el suave reflejo de los últimos días en sus sueños despiertos; y de nuevo abrieron violentamente la oscura puerta de la realidad que debía traspasar. Recordó que deseaba morir en ese mismo día.

Durante un rato recapacitó sobre los muchos caminos que conducen a la muerte, y comparó su respectiva amargura y su definitiva prontitud. Hasta que lo traspasó un pensamiento. En su sombría cavilación se le ocurrió un funesto símbolo: así como la condesa había arrasado inconsciente y destructivamente su vida, así debía arrollar también su cuerpo. Ella misma lo llevaría a cabo. Ella misma consumaría su obra. Y ahora sus pensamientos se aceleraron con increíble seguridad. En algo menos de una hora, a las ocho, salía el expreso que la llevaba a su encuentro. Se arrojaría debajo de sus ruedas, se dejaría destrozar por la misma fuerza arrebatadora que le arrancaba a la mujer de sus sueños. Se desangraría debajo de sus pies. Los pensamientos galopaban y se perseguían jubilosos. François ya conocía el lugar. Más arriba, al borde del bosque, donde las copas frondosas de los árboles oscurecían la última vista sobre la cercana bahía. Miró el reloj: los segundos y los latidos de su sangre casi marcaban el mismo ritmo. Era hora de ponerse en camino. Y ahora, de repente, sus pasos cansinos se volvieron elásticos y decididos, con ese ritmo duro y precipitado que el sueño mata en su avance. Agitado se precipitó en el esplendoroso crepúsculo del anochecer meridional hacia el lugar en el que, entre lejanas colinas cubiertas de bosque, el cielo aparecía incrustado como una línea color púrpura. Y corrió hasta llegar a las vías del tren, que relucían como dos líneas plateadas y le mostraban el camino. Lo condujeron por una ruta sinuosa hacia la altura, a través de perfumados y profundos valles, cuyos velos de niebla atenuaban plateados la luz cansina de la luna; lo condujeron ascendiendo a las colinas, desde las que se veía lo lejos que el mar vasto y nocturno refulgía con sus brillantes luces costeras. Y le mostraron por fin el profundo bosque mecido por el inquieto viento, que sumergió las vías en las sombras que se cernían.

Ya era tarde cuando François llegó con respiración entrecortada a la ladera oscura del bosque. Los árboles lo rodeaban lúgubres y negros. Sólo arriba, entre las copas transparentes, asomaba la luz temblorosa y pálida de la luna entre las ramas, que se 5 quejaban cuando la ligera brisa de la noche las tomaba en sus brazos. De vez en cuando resonaban extrañas llamadas de lejanos pájaros nocturnos en el apretado silencio. Los pensamientos se le paralizaron por completo en esa aprensiva soledad.

François sólo esperaba, esperaba y miraba fijamente si allá abajo, en la curva de la primera serpentina ascendente, asomaba la luz roja del tren. De vez en cuando consultaba nervioso el reloj y contaba los segundos. Luego volvía a prestar atención al lejano grito del tren. Pero era imaginación suya. El silencio era total. El tiempo parecía haberse congelado.

Por fin brilló allá abajo la luz. En ese segundo François sintió una sacudida en el corazón, aunque no hubiera podido decir si de temor o de alegría. Con un movimiento impetuoso se tiró sobre las vías. Al principio sólo sintió un instante el agradable frío de los raíles de hierro en su sien. Luego aguzó el oído. El tren aún estaba lejos. Podía tardar algunos minutos. Ahora no se oía nada excepto el susurro de los árboles en el viento. Los pensamientos saltaban confusos. Y, de pronto, uno que permaneció clavado como una dolorosa flecha en su corazón: que él moría por ella y que ella nunca lo sabría. Que ni la más pequeña ola de su vida encrespada había tocado la de ella. Que ella nunca sabría que una vida ajena había venerado la suya y se había destrozado contra ella.

Apenas perceptible y muy lejano se oía jadear por el aire casi quieto el golpeteo rítmico de la máquina que remontaba la pendiente. Pero el pensamiento seguía quemando con igual fuerza y atormentaba los últimos minutos del moribundo. El tren se aproximaba más y más con su estrépito metálico. Y entonces François abrió una vez más los ojos. Sobre él se extendía un cielo mudo de un azul casi negro y las copas intranquilas de unos árboles. Y sobre el bosque resplandecía una estrella blanca. Una estrella solitaria sobre el bosque... Los raíles empezaron a vibrar suavemente y a zumbar bajo su cabeza. Pero el pensamiento ardía como fuego en su corazón y en la mirada que abarcaba toda la intensidad y la desesperación de su amor. Todo el deseo y esta última dolorosa pregunta se volcaron en la estrella blanca y reluciente, que miraba benignamente sobre él. El tren se aproximaba más y más. Y el moribundo envolvió una vez más con una última e inefable mirada la estrella sobre el bosque. Luego cerró los ojos. Los raíles temblaron y vibraron, la marcha estrepitosa del presuroso tren se acercaba más y más y el bosque resonaba como grandes y martilleantes campanas. La tierra pareció tambalearse. Aún un aturdidor chirrido, un estruendo arremolinado, luego un estridente pitido, el grito de animal asustado del silbato del tren y la queja disonante de un freno inútil.

La bella condesa Ostrovska ocupaba en el tren un compartimiento reservado. Desde el inicio del viaje leía una novela francesa, mecida suavemente por el balanceo del vagón. El aire del estrecho habitáculo era sofocante y estaba cargado del denso perfume de muchas flores a punto de marchitarse. En las magníficas cestas de despedida los racimos de lilas blancas ya dejaban caer la cabeza, cansinas como frutas excesivamente maduras, las flores colgaban flácidas de sus tallos, y los cálices pesados y dilatados de las rosas parecían consumirse en la nube caliente de los aromas embriagadores. Un atosigante bochorno calentaba las pesadas oleadas de perfume, suspendidas perezosas incluso en la presteza acelerada del tren.

6 De pronto, la condesa dejó caer el libro con dedos fatigados. Ni ella misma sabía por qué. Una sensación misteriosa la invadió. Sintió una presión sorda y dolorosa. Un dolor repentino, inexplicable y angustioso se apoderó de su corazón. Creyó que iba a asfixiarse en el vaho turbador y cálido de las flores. Y ese aterrador dolor no cedía, sentía cada vibración de las ruedas veloces, la ciega marcha hacia delante la martirizaba indeciblemente La asaltó un deseo fulminante de parar el impulso acelerado del tren, de detenerlo ante el oscuro dolor hacia el que se precipitaba. Nunca en su vida había sentido su corazón atenazado por algo tan horrible, invisible y cruel como en esos segundos de dolor inconcebible y miedo inexplicable. Y esa sensación se hizo más y más acuciante, y más apretada la presión alrededor de su garganta. Como una plegaria surgió en ella el deseo de que el tren parara.

Ahí, de repente, un estridente silbato, el grito salvaje de aviso del tren y el quejido de los frenos con su lamentable chirrido. Y el ritmo ralentizado de las ruedas aladas, más y más lento, luego un tartamudeo mecánico y un golpe brusco.

Con dificultad se acercó a la ventanilla para aspirar a bocanadas el aire fresco. El cristal descendió ruidosamente. Afuera siluetas negras, corriendo... Palabras al vuelo de múltiples voces: un suicida... Bajo las ruedas... Muerto... En pleno campo...

La condesa se estremece. Instintivamente su mirada se alza hacia el cielo alto y silencioso y hacia los árboles negros mecidos por el viento. Y sobre ellos una estrella solitaria sobre el bosque. La condesa siente su mirada como una lágrima refulgente. La contempla y de pronto siente una tristeza como nunca la ha sentido. Una tristeza llena de fuego y deseo, como nunca existió en su vida...

El tren reanuda lentamente su marcha. La condesa se reclina en la esquina de su butaca y lágrimas silenciosas se deslizan por sus mejillas. La angustia sorda ha desaparecido, ya sólo siente un profundo y extraño dolor, cuyo origen busca explicarse en vano. Un dolor como el que tienen los niños asustados, cuando despiertan en la noche oscura e impenetrable y sienten que están por completo solos...

FIN

 


 

 

 

CARTA DE UNA DESCONOCIDA

STEFAN ZWEIG

 

Después de una excursión de tres días por la montaña, el famoso novelista R. Volvió a Viena por la mañana temprano, compró un diario en la estación, y al hojearlo se dio cuenta de que era el día de su cumpleaños. “Cuarenta y uno” pensó, y el hecho no le dio ni frío ni calor. Volvió a hojear ligeramente el diario, y en un taxi se dirigió a su casa. El criado le informó de las visitas que había tenido durante su ausencia, así como de las llamadas telefónicas, y le entregó la correspondencia sobre una bandeja. Él la miró distraído, abrió algunos sobres, cuyos remitentes le interesaban, y dejó a un lado uno de letra desconocida, que le pareció muy voluminoso. Entretanto le habían servido el té, y sentado cómodamente en una butaca, hojeó nuevamente el diario y curioseó entre los sobres; encendió un cigarro y tomó otra vez la carta que había apartado. La formaban, aproximadamente, dos docenas de carillas llenas de una escritura muy estrecha, de letra femenina, desconocida y trazada con alguna agitación; más bien parecía un original de imprenta que una carta. Casi inconscientemente apretó el sobre entre sus dedos sospechando que dentro había quedado alguna carta adjunta. Pero estaba vacío y carecía, lo mismo que la extensa epístola, de la dirección del remitente y de la firma. “Es curioso “ pensó, y tomó nuevamente la carta entre sus manos. Arriba a manera de título, aparecía escrito: “A ti, que nunca me has conocido”.

Muy extrañado, se detuvo. ¿Tratábase de una carta destinada efectivamente a él, o a una persona imaginaria? De pronto, saciando su curiosidad, comenzó a leer: “Mi hijo ha muerto ayer. Durante tres días y tres noches he estado luchando con la muerte, queriendo salvar esta pequeña y tierna vida, y durante cuarenta horas he permanecido sentada junto a su cama, mientras la gripe agitaba su pobre cuerpo, ardiente de fiebre día y noche. Al final he caído desplomada. Mis ojos no podían ya más, y se me cerraban sin que yo me diera cuenta. He dormido durante tres o cuatro horas en la dura silla, y mientras dormía se lo ha llevado la muerte. Ahora está allí ese pobre, ese querido niño, en su estrecha camita, tal como murió: únicamente le han cerrado los ojos, aquellos ojos suyos, oscuros e inteligentes; le han cruzado las manos sobre la camisa blanca, y cuatro velas arden a los costados de la cama. No me atrevo a mirarle; no tengo valor para moverme, pues cuando tiemblan las llamas de las bujías, las sombras se deslizan sobre su cara y sobre su boca cerrada, dando la impresión de que sus rasgos se mueven, con lo cual podría yo pensar un momento que no había muerto, que podía despertar para decirme con su voz clara alguna palabra llena de cariño infantil. Pero sé que está muerto y no quiero mirarle para no volver a abrigar una vana esperanza y verme de nuevo desilusionada. Lo sé, lo sé; mi hijo ha muerto ayer y ahora no me queda en todo el mundo nadie más que tú; tú, que no sabes nada de mí; tú, que entretanto te distraes con tus asuntos o con otros hombres.

Sólo te tengo a ti, que nunca me conociste, a quien siempre he querido.

“He tomado una quinta bujía y la he colocado en la mesa, sobre la cual te escribo. Hago esto porque no puedo estar sola con mi hijo muerto sin gritar lo que pesa sobre mi alma, ¿y a quién podría yo hablar en esta hora terrible sino a ti, que has sido y aún lo eres todo para mí? Quizás no pueda explicarme claramente, quizás no me comprendas; tengo pesada la cabeza, siento un latido en las sienes y me duelen los miembros. Creo que tengo fiebre; tal vez es la gripe que anda ahora de puerta en puerta, y esto último sería lo mejor, pues así me iría con mi hijo sin necesidad de hacer nada contra mí misma. De vez en cuando, algo oscuro se me pone delante de los ojos, y acaso no pueda acabar esta carta; pero quiero reunir todas mis fuerzas para hablar contigo esta sola vez, contigo, mi amor, que no me has conocido nunca.

“Sólo a ti quiero hablarte, decírtelo todo por primera vez; debes conocer toda mi vida, que ha sido siempre tuya y de la que nada has sabido jamás. Pero este secreto mío, deberás conocerlo sólo después de mi muerte, cuando ya no necesites contestarme, cuando esto que sacude mis miembros, este escalofrío, signifique realmente el fin. Si he de continuar viviendo haré pedazos esta carta y continuaré callando, como he callado siempre. Cuando la tengas en tus manos será una muerta la que te cuente su vida, su vida, que fue tuya desde su primera hasta su última hora. No debes temer mis palabras; una muerta no quiere ya nada: ni amor, ni compasión, ni consuelo. Sólo deseo algo de ti, y es que creas todo lo que mi dolor, que en ti se refugia, te dice. Créeme todo; sólo ése es mi ruego; no se miente a la hora de la muerte de un hijo único.

“Quiero contarte toda mi vida, esta vida mía que en realidad comenzó en día en que te conocí. Antes no hubo en ella sino algo turbio, y fue como un rincón cualquiera lleno de cosas y hombres torpes, cubierto de polvo y telarañas, de los cuales mi corazón no sabe nada. Cuando tú llegaste, yo tenía trece años y vivía en la misma casa que habitas tú ahora, en la misma casa en la que tienes tú ahora esta carta entre tus manos, como el último aliento de mi vida; vivía en el mismo pasillo, justamente enfrente de tu cuarto. Seguramente ya no te acuerdas de nosotras, de la pobre viuda de un empleado ( siempre iba vestida de luto) y de su delgada niña. Vivíamos tranquilamente, casi sumergidas en nuestra pobreza de pequeñas burguesas. Tal vez nunca hayas oído nuestros nombres, pues no teníamos ninguna chapa en la puerta, y nadie nos visitaba ni preguntaba por nosotras. Es verdad también que ya hace mucho tiempo de esto: quince, dieciséis años; no, seguramente tú no lo recuerdas, querido mío; pero yo, yo me acuerdo apasionadamente de cada detalle y tengo presente como si fuese hoy, el día, mejor dicho la hora, en que oí hablar de ti por primera vez y en que por primera vez te vi; ¡y cómo no recordarlo, si entonces empezó para mí la vida! Consiente, querido, en que te lo cuente todo, todo, desde el principio, te lo suplico, y no te fastidies de oír mi relato, durante un cuarto de hora, pues yo no me he cansado de quererte durante toda mi vida.

“Antes que tu entrases en esa casa vivía en tu cuarto gente mala y comprometedora. Por ser pobres, lo que más odiaban, era la pobreza de los vecinos, la nuestra, ya que no queríamos tener nada en común con su baja brutalidad. El esposo era un borracho y golpeaba a su mujer; a veces nos despertaban durante la noche ruidos de sillas derribadas y de platos rotos; una vez ella, corrió, ensangrentada y con el cabello revuelto, por la escalera, y en su persecución, salió el hombre, hasta que los vecinos se asomaron a las puertas y le amenazaron con llamar a la policía. Desde el primer día mi madre quiso evitar toda relación con ellos, y me tenía prohibido hablar con sus niños, los cuales se vengaban de mi orgullo siempre que se les presentaba alguna ocasión. Cuando me encontraban en la calle, me dirigían palabras obscenas, y una vez me pegaron con pedazos de una nieve endurecida, de tal modo que la sangre corrió por mi frente. Por instinto, todos los demás vecinos de la casa odiaban a aquella familia, y cuando les sucedió algo...-creo que el marido fue encarcelado por robo- y tuvieron que mudarse de casa, respiramos todos de satisfacción. Durante algunos días estuvo colocado el aviso en la puerta que indicaba un cuarto desocupado, y luego lo quitó el portero, por quien se supo en seguida que estaba alquilado. Fue entonces cuando oí tu nombre por primera vez. A los pocos días llegaron los pintores y empapeladores para limpiar y decorar el cuarto sucio y se pasaban todo el día martillando; pero mi madre estaba muy contenta de que aquella gente sucia y escandalosa se hubiera mudado. A ti, en persona, no te vi entonces, ni durante la mudanza, pues el traslado de muebles fue vigilado por tu sirviente, pequeño y serio, de pelo gris, que dirigía todo de una manera silenciosa. El hombre nos infundía respeto; en primer lugar, porque un sirviente era algo nuevo en nuestro barrio, y luego, por la cortesía con que trataba a todos, sin dar confianza ni establecer familiaridad con las sirvientas. Desde el primer día saludó a mi madre con respeto, como si se tratase de una gran dama, e incluso con nosotros, los chicos, era siempre serio y cortés. Cuando pronunciaba tu nombre lo hacía también muy respetuosamente, y al punto se echaba de ver que su afecto hacia ti, era más que el corriente de un sirviente vulgar. Por eso quería yo al buen viejo Juan, a pesar de envidiarle el que pudiera estar cerca de ti y servirte.

“Te cuento toda esta historia, querido mío, para darte a entender cómo desde el principio ejerciste una poderosa influencia sobre aquella tímida niña que era yo. Antes de que tú mismo te hicieras presente en mi vida, había ya un nimbo alrededor de ti, una aureola de riqueza, de un ser especial y misterioso. Todos, en aquella casa del barrio bajo –quienes llevan una vida estrecha sienten curiosidad hacia un recién llegado-, esperábamos con impaciencia tu aparición. Y esta curiosidad aumentó en mí cuando una tarde, al volver del colegio vi un carro de mudanzas delante de la puerta. Me detuve para poder admirarlo todo, pues tus cosas eran tan diferentes a las nuestras, que no las había visto nunca. Había ídolos indios, esculturas italianas, grandes cuadros de vivos colores, y al final venían los libros, tantos y tan bonitos como nunca había podido imaginarme. Los colocaron en la puerta, y allí mismo el sirviente les fue quitando el polvo uno por uno. Me acerqué curiosa y disimuladamente al montón que seguía creciendo; él no me despachó de allí, pero tampoco me animó, y en tal situación no me atreví a tocarlos, aunque me daban ganas de pasar los dedos por las encuadernaciones de blanco cuero. Me limité a mirar tímidamente los títulos: eran libros franceses e ingleses y de algunos no conocía el idioma. Me hubiera quedado mirándolos horas enteras, pero me llamó mi madre.

“Toda la tarde me la pasé pensando en ti, aun sin conocerte todavía. Yo no tenía más que una decena de libros baratos, encuadernados en cartón, usados y rotos; los quería mucho y los leía muchas veces. Y entonces me preguntaba cómo sería el dueño de todos aquellos libros soberbios, que los había leído todos, que comprendía tantos idiomas y que era, al mismo tiempo que rico, tan instruido. Recordando aquel montón de libros sentía hacia su dueño una especie de respeto sobrenatural. Trataba a solas de imaginarme tu figura: tú eras un viejo de gafas y larga barba blanca, parecido a nuestro viejo profesor de geografía, sólo que más bondadoso, más hermoso y de más suave trato, pues no sé por qué ya entonces se me había metido en la cabeza que debías ser buen mozo a pesar de tomarte por un viejo.

Aquella noche, sin conocerte, soñé contigo por primera vez.

“Al día siguiente comenzaste a habitar tu nuevo cuarto; pero aunque yo andaba espiándote no te pude ver, lo cual aumentó mi curiosidad. Pero fin, al tercer día te vi, y la sorpresa me emocionó, pues eras completamente distinto a la idea que de ti me había hecho. Yo había soñado con un viejo de barbas, bondadoso, y te me aparecías –tal como hoy todavía eres-tú el invariable, en quien el tiempo no cambia. Llevabas un encantador traje deportivo gris, y subías las escaleras deprisa, con los modales de un chico, saltando de dos en dos los escalones. Llevabas el sombrero en la mano, y esto me permitió ver tu cara llena de viveza, tu pelo rubio y tu rostro joven; en realidad, quedé impresionada de admiración al comprobar hasta qué punto eras buen mozo, ágil y elegante. Y -¿no es eso extraño?- desde aquel primer instante percibí que había en ti dos hombres: uno joven, ligero, ardiente aficionado al juego y a la aventura, y otro serio hasta el extremo, devoto de su arte, infinitamente instruido. Sentí, sin darme cuenta, lo que todos sienten ante ti: que tienes una doble vida, una de superficie clara y visible para todo el mundo, y otra oculta que sólo tú conoces. Y tal dualidad, tal secreto de tu vida, me atrajo –yo tenía trece años-de manera profunda.

“Comprenderás, querido, ¡qué milagro, qué enigma lleno de interés significabas para mí, todavía una niña! ¡Ver a un hombre por el cual sentía respeto, que escribía libros, que era célebre en un mundo extraño al mío, y presentarse este hombre en la figura de un joven de veinticinco años, elegante y alegre! Debo decirte que desde aquel momento nada de la casa ni de mi pequeño mundo infantil me interesó más que tú; que con la firme tenacidad de una chica de trece años sólo me ocupé de tu existencia. Vigilaba tu persona y observaba todas tus costumbres, examinaba a los hombres que te visitaban, y todo ello, lejos de disminuir mi curiosidad, no hacía sino acrecentarla, ya que la dualidad de tu vida se hacía cada vez más evidente en lo diversos que eran tus visitantes. Llegaban jóvenes amigos tuyos en cuya compañía te reías con satisfacción; llegaban estudiantes pobres o señores en automóvil, y una vez llegó el director de la Opera, el gran director de orquesta, a quien yo, con mucho respeto, había visto desde lejos ante su atril; otras veces eran chicas jóvenes que todavía iban a la escuela de comercio, y entraban en tu casa furtivamente y llenas de timidez; de una o de otra clase, eran muchas las mujeres que te visitaban. Yo no me figuraba nada de particular, ni siquiera cuando una mañana en que me dirigía al colegio, vi salir de tu cuarto a una señora con un espeso velo- pues sólo era una niña- y tampoco me daba cuenta de que la misma apasionada curiosidad con que me dedicaba a seguirte era ya amor.

“Pero recuerdo, querido mío, el día y la hora en que quedé para siempre enamorada de ti.

Acababa de dar un paseo con una amiga del colegio y estábamos las dos charlando delante de la puerta. Llegó un auto y descendiste tú para entrar en tu cuarto. Algo dentro de mí me impulsó a abrir la puerta, y nos cruzamos el uno con el otro. Me lanzaste una suave, cálida y envolvente mirada, llena de ternura, me sonreíste –sí, no puedo decirlo de otra manera afectuosamente, al mismo tiempo que decías en voz baja y casi familiar: “-¡ Muchas gracias, señorita!-“ Eso fue todo, querido, pero desde el instante en que sentí la suavidad y ternura de tu mirada quedé locamente enamorada de ti. Sólo más tarde he comprendido que esa mirada atrayente, y al mismo tiempo desnuda; esa mirada de seductor nato que diriges a cualquier mujer que se halle junto a ti, a la vendedora de tienda o a la sirvienta que abre la puerta; esa mirada no es en ti consciente ni significa ninguna especial inclinación, sino que tu ternura hacia todas las mujeres hace tu mirar siempre dulce y agradable. Pero yo, una niña de trece años, lo ignoraba: me hallaba sumergida en fuego. Pensaba que aquella ternura estaba dedicada a mí solamente, y en aquel instante, en mi derredor, en lo íntimo de aquella criatura todavía a medio formar, se despertó la mujer, una mujer enamorada de ti para siempre.

“-¿ Quién es?-“ preguntó mi amiga.

“Al punto no puede contenerme. Me resultaba imposible pronunciar tu nombre; desde aquel momento habíase convertido para mí en algo sagrado, en un secreto, y le contesté fríamente: “-¡Uno de los tantos que viven aquí!-“ “-¿Y por qué- preguntó mi amiga en un son de burla y con toda malicia de una niña curiosa-¿Te has puesto roja cuando te ha mirado?- “Yo sentí que sus burlas rozaban mi secreto y me puse aún más sofocada. La turbación me impulsó a la grosería: “-¡Idiota!- le dije furiosamente.

“Me dieron ganas de matarla. Pero ella se echó a reír más burlonamente todavía, yo sentí que lágrimas de ira impotente se me agolpaban en los ojos. Me separé de ella y subí las escaleras.

“Te quiero desde aquella hora. Sé que muchas mujeres te han dicho esto mismo y que estás acostumbrado a manjares deliciosos. Pero cree que nadie te ha amado con un amor tan de esclava, tan desinteresado, como aquella niña que yo era y que siempre he seguido siendo para ti, pues nada en el mundo se parece al amor, inadvertido para todos, de una chiquilla oscura; amor sin esperanza, y tan servil, tan modesto, tan vigilante y apasionado como jamás puede llegar a ser el de una mujer ya hecha que, aunque sin quererlo, está llena de deseos y exigencias. Únicamente los niños solitarios pueden ir acumulando todos sus amores; los demás van gastando sus sentimientos en charlas mundanas; los van perdiendo en confidencias mutuas, pues han oído y leído mucho acerca del amor como un juguete, y de él se jactan como los chicos de su primer cigarrillo. Pero yo no tenía a nadie a quien confiarme, nadie podía instruirme o guiarme: era una inexperta sin cuidado, y por lo mismo iba precipitada hacia mi destino. Todo cuanto en mi interior iba brotando aspiraba sólo a ti, como hacia el ser más íntimo. Mi padre había muerto hacía muchos años, mi madre me parecía una extraña, siempre en sus eternos recuerdos de viuda pensionista; odiaba el trato con las amigas del colegio, que tomaban a broma lo que para mí era una pasión. Por lo mismo, todos mis sentimientos concentrados, no compartidos con nadie, eran para ti. Tú significabas para mí -¡Cómo podré explicarme, si cualquier comparación resulta pobre!,- tú eras para mí mi única vida. Nada en mi existencia cobraba sentido sino refiriéndome a ti.

Cambiaste toda mi existencia. Distraída y mediocre colegiala hasta entonces, pasé a ser la primera; por la noche leía y leía libros, pues sabía que a ti te gustaban, y un día, con asombro de mi madre, comencé mis ejercicios de piano, pensando que quizá te agradara la música. Yo misma hacía mis vestidos para presentarme con agradable aspecto, y un delantal de colegio (un antiguo vestido de mi madre), que tenía en el lado izquierdo un remiendo cuadrado, me resultaba odioso. Temía que lo vieses, y lo ocultaba bajo la bolsa de los libros, al subir la escalera. ¡Qué tontas precauciones, pues casi nunca me veías! “A pesar de todo, yo no hacía otra cosa que esperarte y vigilarte. Había en nuestra puerta una ventana redonda por la cual yo veía la tuya. Aquella ventana – no sonrías, querido, que aun hoy mismo no siento vergüenza de aquellas horas- era el ojo del mundo para mí; en aquella antesala fría, con miedo de que mi madre lo sospechase, permanecía sentada, con un libro en las manos, tardes enteras, durante meses y años. Me hallaba siempre cerca de ti, esperándote o siguiéndote; pero tú no podías darte cuenta, no podías prestarme más atención que a la cuerda de tu reloj, que en la oscuridad de tu bolsillo va contando pacientemente las horas; que te acompaña a todas partes con sus imperceptibles latidos, semejantes a los del corazón y al que sólo muy de cuando en cuando lanzas una hojeada entre millones de segundos. Sabía cuanto a ti se refería; conocía todas tus costumbres, cada una de tus corbatas, cada uno de tus trajes; distinguía a cada uno de tus muchos conocidos y los iba clasificando en dos grupos: los que me eran simpáticos y los que no me agradaban.

Desde mis trece hasta mis dieciséis años todas las horas de mi vida han sido para ti. ¡Ah, que tonterías hacía! Besaba el pestillo que tu mano había tocado, levantaba la colilla de un cigarro tuyo como cosa sagrada, porque había estado en tus labios. Cien veces cada tarde corría con un pretexto cualquiera a la calle, para ver en qué lugar de tu habitación había luz y sentir mejor tu presencia invisible. Durante las semanas en que andabas viajando – se me paraba el corazón cada vez que veía al buen Juan con tu bolso de viaje amarillo-, durante aquellas semanas, mi vida no tenía sentido y era como si estuviese muerta... me volvía loca, me aburría y enfermaba, esforzándome al mismo tiempo por que mi madre no notase mi desesperación ni mis ojos irritados, deshechos de llorar.

“Sé que todo esto son excesos; que son tonterías infantiles todo lo que te cuento. Debía darme vergüenza; pero no me da porque nunca mi amor por ti ha sido más puro y más apasionado que en aquellos excesos de niña. Muchas horas y muchos días podría estar contándote de qué manera viví junto a ti en aquella época, sin que tú me vieses; pues cuando te encontraba en la escalera y no podía huir a tiempo, el miedo a tu ardiente mirada me hacía bajar los ojos como quien se arroja al agua para no ser abrasado por una llama.

Muchas horas y muchos días podría pasar contándote la historia de aquellos años, repitiendo todo el calendario de tu vida; pero no quiero aburrirte ni atormentarte. Sólo te voy a contar el más hermoso momento de mi infancia, pidiéndote antes que no te rías de su pequeñez, pues para mí, tan niña, significó algo infinito. Me parece que era domingo. Tú estabas de viaje y tu sirviente iba arrastrando unas pesadas alfombras que acababa de limpiar, hacia la puerta de tu cuarto. El pobre se fatigaba en su trabajo, y en un momento de audacia me acerqué a él y le pregunté si me permitía ayudarle. Me miró a sombrado, pero me lo aceptó, y así pude ver – imposible expresarte con qué respeto y hasta con qué piadosa veneración- el interior de tu cuarto, tu mundo, el escritorio ante el cual solías sentarte y sobre el cual había una jarra de cristal azul con flores; tus armarios, tus libros, tus cuadros.

No pasó de ser una fugaz ojeada a tu vida, pues tu fiel Juan no me hubiese permitido seguramente un examen minucioso; pero en aquel rápido mirar aspiré toda la atmósfera tuya que deseaba para respirar y alimentar mis sueños durante día y noche.

“Ese instante fugaz fue el más feliz de mi niñez. Deseaba contártelo para que comprendas cómo se perdió una vida que de ti dependía. También quiero relatarte lo que pasó en otro momento, poco después del anterior. Por tu causa, -como ya lo he dicho- lo había olvidado todo, incluso a mi madre, ya nada ni nadie me interesaba fuera de tu persona. No prestaba la atención a un señor de cierta edad, un comerciante de Innsbruck, algo pariente de mi madre, que venía a casa frecuentemente y en ocasiones se quedaba bastante tiempo. Mejor dicho me alegraba que viniese; pues a veces llevaba al teatro a mi madre, y así me quedaba yo sola, libre para pensar en ti y observarte, lo cual constituía para mí la única felicidad. Un día me llamó mi madre con ciertos modales enojosos; tenía que hablarme. Palidecí y comencé a sentir los latidos de mi corazón; ¿Había sospechado o adivinado algo? Mi primer pensamiento fuiste tú, el secreto que me unía al mundo. Pero mi madre, un poco turbada ella misma, me besó –cosa que nunca hacía-, me sentó en el sofá y empezó, con vacilaciones y con cierta vergüenza, a decirme, que su pariente, que era viudo, había pedido su mano. Ella había decidido casarse sobre todo por mí. Toda la sangre se me subió a la cabeza, sólo pensaba en ti. “-pero- le pregunté-, ¿Nos quedaremos aquí?- “-No; iremos a Innsbruck.-“ ¡Fernando tiene allí un chalet muy bonito! “No oí más. Algo muy oscuro se me puso delante de los ojos. Más tarde supe que sufrí un desmayo, y que mi madre le había contado a mi padrastro- quien aguardaba detrás de la puerta- que me había dado un ataque, que empecé a retorcerme con los dedos muy separados, y que al fin caí desplomada sin conocimiento. Es imposible expresarte lo que pasó en los días siguientes; cómo me debatí contra una voluntad superior. Aún hoy, al recordarlo, me tiembla la mano. Como no podía revelar el secreto, mi resistencia parecía únicamente terquedad, malévola obstinación. Ya nadie me dio cuentas de nada; todo sucedió a espaldas mías. Aprovechaban las horas en que yo estaba en el colegio para ir haciendo la mudanza, y cada vez que regresaba a casa, todos los muebles de ésta o de la otra pieza habían sido trasladados o vendidos. Vi como nuestro cuarto, y con él mi vida, iba quedándose vacío, hasta que un día los encargados del traslado sacaron lo último que faltaba. En las habitaciones vacías sólo había ya baúles y dos camas plegables, para pasar la última noche, pues al día siguiente sería la partida.

“Ese último día sentí, sin tener que pensarlo, que ya no podría vivir sino próxima a ti. Tú sólo eras mi salvación. No podré decir exactamente lo que pensaba en aquellas horas de desesperación; pero si que de pronto- mi madre había salido- me levanté tal como estaba, con mi vestido de colegio y fui hacia tu puerta. No, no es que fui por mi voluntad; algo empujó mis piernas que parecían sin movimiento, con las rodillas temblorosas hasta tu puerta como hasta un imán. Ya te había dicho que no sabía exactamente lo que quería: tal vez caer a tus pies y pedirte que me tuvieras junto a ti, como criada, como esclava. Temo que te rías de este inocente cariño de una chiquilla de quince años; pero no reirías, querido, si te dieses cuenta de cómo crucé el pasillo helado, con un miedo que me impedía andar, y sin embargo, sintiéndome empujada por una fuerza inexplicable; cómo mi brazo tiraba casi de mi cuerpo inerte, cómo lo levanté temblando y –fue una lucha en una eternidad de terribles segundos- apreté el botón del timbre. Todavía hoy tengo en mis oídos su agudo sonido, y recuerdo también el silencio que siguió y durante el cual se paró mi corazón y toda mi sangre, como aguardando tu llegada. Pero no viniste; no acudió nadie.

Probablemente tú habías salido y Juan estaba haciendo algunos recados; entonces, a tientas, vibrando aún en mis oídos el sonido del timbre, me volví a nuestro cuarto vacío y me dejé caer sobre un baúl, tan abatida tan abatida de los cuatro pasos que había dado, como si hubiese andado por la nieve durante varias horas. Peor bajo aquella extensión ardía aún la decisión de verte, de hablarte antes que me separasen de ti. Te juro que no había en mí ni un solo pensamiento voluptuoso; era todavía inocente, precisamente porque sólo pensaba en ti; lo único que quería era verte por única vez, asirme a ti. Toda la noche, toda aquella noche terrible te esperé, querido mío. Apenas se hubo a costado y dormido mi madre, caminé hasta la antesala para oírte regresar. Estuve aguardando toda la noche, una noche helada de enero. Me sentía cansada, me dolían los miembros y no había una silla para sentarme; entonces me acosté en el suelo frío. Tenía puesto un vestido muy delgado y no había querido llevar allí ni una manta, temerosa de dormirme y dejar de oír tus pasos.

Encogía los pies y brazos temblando; a cada instante tenía que levantarme, tal era el frío que hacía en aquella oscuridad terrible. Pero te esperaba como a mi destino.

“Al fin serían las dos o las tres de la madrugada- oí que se abría la puerta, y momentos después, pasos en la escalera. Dejé de sentir frío; cierto calor me invadió el cuerpo, y silenciosamente abrí la puerta dispuesta a salirte al encuentro y caer a tus pies... No sé, tan niña como era, lo que hubiese hecho en aquel instante. Los pasos se aproximaban y la luz de una bujía temblaba. Agarraba el pestillo con mis manos, también temblorosas. ¿Eras tú el que venía? Sí tú eras, querido mío, pero no venías solo. Oí una risa contenida y alegre, el frufrú de un vestido de seda, y a ti, que hablabas en voz baja. Volvías a casa con una mujer.

“No sé cómo he podido sobrevivir a aquella noche. A la mañana siguiente, a las ocho, me arrastraron a Innsbruck; ya no tenía fuerzas para resistir.

“Mi hijo murió anoche; ahora me quedaré sola nuevamente. Mañana vendrán unos hombres vestidos de negro, extraños y toscos, trayendo un ataúd, y dentro de él colocarán a mi pobre, mi único hijo. Quizás lleguen también algunos amigos para ponerle encima unas pocas flores. Pero ¿qué significan las flores en un ataúd? Intentarán consolarme con palabras, palabras y palabras. Pero ¿de qué sirven las palabras? Sé que he de quedarme otra vez sola, y nada hay más terrible que la soledad entre la gente. Bien lo he experimentado en los dos años que he pasado en Innsbruck, desde mis dieciséis hasta mis dieciocho años, en que he vivido como una desterrada en el seno de mi familia. Mi padrastro, hombre serio y de pocas palabras, era bueno para mí y en cuanto a mi madre, accedía como si quisiera reparar una injusticia, a todos mis deseos. Se me acercaban algunos jóvenes, pero los despreciaba a todos con terquedad apasionada. Lejos de ti no quería vivir feliz y contenta, y voluntariamente me enterraba en un mundo oscuro, de tormento y de soledad. Me negaba a estrenar vestidos de colores variados, así como ir al teatro, a conciertos o de excursión en alegre compañía. Apenas salía a la calle, y ¿puedes creerme, querido mío, que viviendo en una pequeña ciudad durante dos años, no llegué a conocer de ella más que unas diez calles? Deseaba estar triste, y lo estaba; me castigaba en privaciones que yo misma me imponía.

No quería distraerme de mi pasión, y mi único deseo era pensar en ti. Permanecía sola en casa durante horas y días, sin más quehacer que pensar, renovando siempre mil pequeños recuerdos; cada uno de nuestros encuentros, cada una de mis esperas, pasando revista a todos ellos, como en un teatro. Y así, de repetir a cada instante, mil y mil veces cada uno de ellos, se me ha quedado en la memoria toda mi infancia y puedo sentir ardientemente todos los minutos de mi pasado como si ayer mismo hubiesen ocurrido.

“Sólo en ti viví entonces. Compré todos tus libros; el día en que tu nombre aparecía en algún periódico, era para mí el día festivo. ¿Quieres creerme que sé de memoria, línea a línea tus obras? Si alguien me despertase una noche y me señalase una línea cualquiera, hoy, después de trece años, sabría continuar yo como en sueños: te digo que cada una de tus palabras ha sido para mí un evangelio y una oración. El mundo entero no existía sino en cuanto se refería a ti: leía en los diarios de Viena las reseñas de los conciertos y obras de teatro, pensando únicamente cuáles te interesarían, y al llegar la noche, mis pensamientos te acompañaban; ahora- me decía- entra en la sala; ahora se sienta. Lo imaginaba mil veces, porque te había visto una sola vez en un concierto.

“Pero ¿A qué relatarte este frenético cariño trágico y desesperado de una niña abandonada? ¿A qué contárselo a quien nunca se lo imaginó? Pero, realmente, ¿era yo entonces una niña? Tenía diecisiete, dieciocho años, y los jóvenes comenzaban a mirarme al pasar por la calle, lo cual me disgustaba, pues un sentimiento de amor hacia otro que no fueras tú me parecía tan inconcebible, tan absurdo, que la sola idea se me figuraba un crimen. Mi pasión por ti era la misma que años atrás, con la sola diferencia de que al pasar el tiempo se había hecho más ardiente, más física, más femenina, y aquello que no podía presentir la criatura que apretó el timbre de tu puerta, llegó a ser mi pensamiento fijo: entregarme vivamente a ti.

“Los que me rodeaban me juzgaban tímida- pues guardaba mi secreto apretando los dientes-. Pero se iba desarrollando en mí, una voluntad de hierro. Todos mis pensamientos y propósitos se dirigían a lo mismo: volver a Viena, volver junto a ti. Y conseguí que mi voluntad prevaleciera sobre la de los demás. Mi padrastro era rico y me consideraba como a una hija suya. Pero yo insistía tenazmente en ganarme la vida, y al fin obtuve permiso para marcharme a Viena, empleada en una casa de confección, cuyo dueño era un pariente nuestro.

“¿Tendré que decirte hacia dónde dirigí mis primeros pasos al llegar a Viena? Dejé los baúles en la estación, subí precipitadamente a un tranvía- se me figuraba que andaba muy despacio y me irritaba cada una de sus paradas- y corrí hasta ponerme delante de tu casa.

Tus ventanas estaban iluminadas, y mi corazón se puso a cantar. Sólo en ese momento vivía la ciudad y vivía yo, pues estaba cerca de ti, tú, mi sueño eterno. No podía imaginarme que, en realidad, tan lejos de ti estaba en aquel instante, como antes, cuando nos separaban ríos y montañas, no obstante ser un cristal delgado lo que se interponía entre tu persona y mi brillante mirada. Me limitaba a mirar hacia arriba: allí estaba la luz, estaba la casa, estabas tú, estaba mi vida. Durante dos años había soñado aquella hora que estaba viviendo.

Permanecí allí toda la tarde, toda una larga tarde dulce y difuminada, hasta que la luz se apagó: entonces fui a mi habitación.

“Así me pasaba todas las tardes delante de tu casa. Trabajaba en la tienda hasta la seis; el trabajo era duro y penoso, pero me gustaba porque la inquietud del negocio me impedía sentir demasiado dolorosamente la mía. Y cuando al llegar la hora, se cerraban ruidosamente las persianas, corría hacia mi amado puesto de observación. Mi único deseo era verte, encontrarte siquiera una vez, distinguir tu cara una sola vez desde lejos. Pasada una semana, poco más o menos, te encontré precisamente en un momento inesperado; cuando yo estaba mirando a tu ventana, cruzaste tú la calle. Y de repente yo me convertí en la niña de trece años, sentí que la sangre me afluía a las mejillas; involuntariamente bajé la vista, a pesar de mi vivo deseo de contemplar tu rostro, de sentir tu mirada y pasé por tu lado apresurada. Luego me sentí avergonzada de aquella audacia infantil, pues me daba perfecta cuenta de mi propósito: quería encontrarte, te buscaba, quería ser reconocida por ti después de tantos años de ardiente anhelo; quería llamar tu atención, quería ser tu amada.

“Pero durante mucho tiempo no te fijaste en mi persona, a pesar de acudir todas las tardes desafiando a veces remolinos de nieve y el viento helado de Viena. Algunos días esperé varias horas sin resultado; otros, salías acompañado por algún conocido; también te vi dos veces en compañía de una mujer, y entonces sentí algo nuevo dentro de mí; un sentimiento, hasta entonces desconocido, que se manifestaba en saltos bruscos del corazón; se me destrozaba el alma viéndote pasar tan seguro de ti, del brazo de una mujer extraña. No es que me sorprendiera, pues conocía desde mi infancia a tus eternas visitantes; pero entonces sentía un dolor físico, nacía en mí algo nuevo mezclado de hostilidad y de deseo, presenciando tu intimidad con otra. Un día, llena de un orgullo que todavía tengo, no fui a tu casa. ¡Pero qué horrible fue aquella tarde! ¡Al día siguiente me encontraba otra vez humildemente delante de tu puerta esperando, esperando, como lo he hecho siempre ante tu vida, oculta para mí! “Al fin llegó una tarde en que te fijaste en mi presencia. Te había yo visto desde lejos y hacía esfuerzos de voluntad para no apartarme de tu camino. Quiso la fortuna que un carro obstruyese parte de la calle, obligándote a pasar cerca de mí. Involuntaria y distraídamente, me miraste, notaste mi intención, y al punto- aún me asusta el recuerdo- tu mirada fue esa que dedicas a todas las mujeres, esa mirada tierna y envolvente que desnuda, la misma mirada fija y larga que me había transformado, de niña en mujer, en amante. Durante uno, dos, tres segundos, tu mirada se cruzó con la mía, que yo no podía apartar de tu persona, y desapareciste. Me palpitaba el corazón; inconscientemente debí retardar mi paso, y al volver la cabeza, presa de invencible curiosidad, te vi parado, siguiéndome con tu mirada.

Y por la manera de fijarte, con curiosidad e interés, comprendí que no me reconocías.

“Ni me reconociste entonces, ni me has reconocido nunca. ¿Cómo podré, amor mío, describirte mi desilusión de aquel momento, de aquella primera vez en que sentí mi sino de no ser reconocida; este destino que acompaña toda mi vida- con el que muero al fin- de ser desconocida, siempre desconocida para ti? ¿Cómo podré expresarte tal desilusión? Porque has de saber que, durante los dos años pasados en Innsbruck, donde pensaba en ti a todas horas, siempre que me imaginaba el instante de volver a verte, me lo pintaba de distintas maneras: unas veces horrible y otras feliz, según mi estado de ánimo. Soñaba todas las posibilidades; en los peores momentos me figuraba que tú no me aceptarías por demasiado insignificante, por demasiado fea, por demasiado pretenciosa; como una visionaria apasionada me había representado todas las formas de tu frialdad y de tu indiferencia; pero sólo una cosa no había entrado en mis cálculos, ni siquiera en las horas de mayor pesimismo: que ni te dieses cuenta de mi existencia.

Sí, hoy lo comprendo- tú en cambio, no has logrado comprenderme-; el rostro de una niña, de una mujer, tiene que ser forzosamente, para un hombre, algo extremadamente variable; a menudo no pasa de ser un espejo, bien sea de pasión, de ingenuidad o de cansancio, cuya expresión se borra pronto, como sucede con todas las imágenes de los espejos. A un hombre se le puede ir de la memoria fácilmente la cara de una mujer, tanto más cuento que la edad hace cambiar las luces y las sombras, y cada nuevo vestido es un marco diferente.

Las que se resignan son las verdaderamente iniciadas en el secreto de la vida. Pero yo, la mujer que yo era en aquella época, no alcanzaba a comprender tu falta de memoria, y a fuerza de ocuparme de ti había llegado a creer que tú también debías ocuparte de mí, pensar en mí y esperarme. ¡Cómo hubiese podido vivir con la verdad de que no significaba nada para ti; de que en tu memoria no había el menos recuerdo mío! Y aquel despertar ante tu mirada que me indicaba tu olvido, que me decía que ningún hilo de recuerdo, siquiera fuera sutil como el de una telaraña, ligaba tu vida a la mía, fue mi primera caída en la realidad, el primer paso de mi destino.

“Entonces no me reconociste; y cuando dos días más tarde tu mirada se posó sobre mí con cierta familiaridad, tampoco viste en mí a la muchacha que te había amado y a la que tú habías despertado, sino a la bonita muchacha de dieciocho años que hace un par de días habías visto en el mismo lugar. Me miraste agradablemente sorprendido, y una leve sonrisa anduvo jugando por tus labios. Cruzaste y acortaste el paso; yo temblé, y en mi interior hubo gritos de júbilo; recé para que me dirigieses la palabra. Sentí que por primera vez era para ti una mujer viva; retardé por mi parte el paso, y enseguida te sentí a mis espaldas. Sin volverme tuve la certidumbre de que por primera vez iba a oír tu voz tan querida. Esta esperanza me paralizó y empecé a temer que iba a detenerme sin remedio, cuando tú te pusiste ya a mi lado. Me dirigiste la palabra de un modo sincero y alegre, tal como si fuésemos amigos de años atrás.-¡Ah, tú no sabías ni has sabido nunca nada de mi vida!- Me hablaste de una manera tan admirablemente limpia de reservas, que yo no podía contestar fácilmente. Cruzamos toda la calle y me preguntaste si me gustaría que comiésemos juntos, cosa que yo acepté. ¿Cómo hubiese podido negarte nada? “Comimos en un pequeño restaurante. ¿Sabes dónde? ¡Ah, no; tu memoria aquella tarde no se diferencia de otras muchas! Pues ¿Qué significaba yo para ti? Una entre ciento, una aventura más en una cadena de aventuras. Y por otra parte, ¿Qué recuerdo pude dejar en ti? Hablé poco, porque era demasiado feliz sintiéndome junto a ti, oyéndote hablar. No quería perder una sola palabra tuya, con ninguna pregunta, con cualquier palabra tonta. Jamás olvidaré aquella hora deliciosa, en que me colmabas de apasionado respeto, mostrándote tan delicado, tan desenvuelto, y con tal tino, lejos de toda vulgar ternura, y tan lleno de segura, de amistosa familiaridad, que hubieses ganado toda mi voluntad, de no haber sido tuya de antemano. No puedes calcular lo feliz que me hacías no echando por tierra los cinco años de mi ilusionada espera infantil. Era tarde cuando salimos. A la puerta del restaurante me preguntaste si tenía prisa o disponía todavía de tiempo. ¿Cómo podía yo ocultarte que estaba a tu disposición? Te respondí que tenía tiempo todavía, y entonces me preguntaste, tras una ligera vacilación, si quería acompañarte hasta tu casa, para conversar allí un poco.

“Con mucho gusto”, dije delatando mis sentimientos, y pude notar que mi rápida aceptación te sorprendía, no sé si penosa o agradablemente; de cualquier modo, te vi algo sorprendido. Hoy comprendo bien tu sorpresa; hoy sé que entre las mujeres es costumbre, incluso cuando sienten un ardiente deseo, comenzar por negar, fingir temor o indignación; dejarse convencer por medio de súplicas conmovedoras, de mentiras, de juramentos y promesas. Hoy sé que acaso únicamente las profesionales del amor, las prostitutas, aceptan sin dudar, alegremente tales invitaciones, y quizá también las niñas cándidas, las ingenuas adolescentes. Pero en mí-¿Cómo podrías dudar de ello?- era únicamente la voluntad reconociéndose a sí misma, el deseo ardiente y contenido durante miles de días, que se manifestaba en un solo instante. El caso es que tú estabas sorprendido, y que yo empezaba a interesarte. Yendo a tu lado me di cuenta de que me mirabas con curiosidad. Tu intuición tan segura para todo lo humano, te decía que estabas ante algo excepcional, que algún secreto había en aquella linda jovencita. Desperté tu curiosidad y me di cuenta de ello por tu manera de preguntar, por aquella forma envolvente, hecha para adivinar mi secreto.

Llegamos a tu cuarto. Perdona querido, si te digo que tú no puedes comprender lo que fue primero aquel paseo y luego aquella escalera para mí: un vértigo, una confusión, una frenética felicidad, una dicha deliciosa que casi me mataba. Todavía hoy me es imposible recordarlo sin lágrimas, a pesar de que ya no me queda más que llorar.

“Pero yo me defendía y me ocultaba; prefería parecer una tonta a sacrificar mi secreto.

“Imagínate que todo cuanto veía se hallaba impregnado de mi pasión, y cada cosa se me aparecía como un símbolo de mi infancia, de mi anhelo; la puerta donde te había aguardado miles de veces; la escalera en la que resonaban tus pasos y en la que te vi por primera vez; la ventana a través de la cual toda mi alma te había estado espiando; la estera de delante de tu puerta, sobre la cual, en una ocasión, me había arrodillado; el ruido de la llave que me había despertado; toda mi infancia, toda mi pasión animada en aquellos pocos metros: allí estaba toda mi vida y toda ella caía sobre mí como una tempestad en aquel instante, en que todo lo soñado se realizaba, porque iba contigo, ¡Contigo a tu casa, a nuestra casa! Considera- parece una simpleza, pero no puedo explicarme de otro modo- que para mí, la realidad, el mundo me habían parecido cosas torpes y banales durante toda la vida hasta llegar a tu puerta y que, traspasando aquel umbral, comenzaba el país encantado de los niños, el reino de Aladino; considera que miles de veces había mirado con ardientes miradas aquella puerta por la que entraba entonces vacilante. Tú puedes presentir- pero nada más que presentir, pues nunca lo sabrás del todo, querido- las horas de mi vida que palpitaron en aquel brevísimo instante. Pasé contigo toda la noche. No te diste cuenta de que ningún hombre antes que tú había contemplado y tocado mi cuerpo jamás. ¿Cómo hubieras podido sospecharlo, amor mío, si yo no te oponía ninguna resistencia, si reprimía toda pudorosa indecisión, con el sólo propósito de que no adivinases el secreto de mi amor, que te hubiera asustado seguramente? Porque tú no concibes el amor sino como una cosa ligera y juguetona, sin ninguna importancia; temes mezclarte en el destino de una extraña; quieres gustar sin medida todas las alegrías del mundo, pero rehuyes el sacrificio. ¡Amado mío, si ahora te declaro que era pura y virgen cuando me entregué a ti, no tomes en mal sentido mis palabras! No te acuso de nada, puesto que no me sedujiste, no me mentiste; fui yo misma la que me ofrecí, la que me lancé a tu pecho, la que me arrojé a mi destino. No te acusaré nunca, no; por el contrario, te lo agradeceré siempre pues aquella noche fue para mí infinitamente hermosa y resplandeciente de alegría y me encontraba como sumergida en felicidad. Al abrir los ojos en la oscuridad y sentirte a mi lado me pareció extraño, no ver arriba estrellas, pues sentía tan cerca el cielo. No, mi adorado, nunca, nunca me he arrepentido de aquella hora. Todavía recuerdo que, mientras tú dormías y sentía yo tu aliento y me veía tan cerca de ti en la oscuridad, lloraba de alegría.

“Me fui por la mañana temprano. Tenía que ir a la tienda, y, además, quería salir antes de que entrara el sirviente. Una vez vestida ante ti, me abrazaste y te quedaste mirándome fijamente durante mucho tiempo; ¿era, quizás, que pasaba por tu memoria algún borroso recuerdo, o únicamente que yo te parecía bonita y feliz? Enseguida me besaste en la boca, yo me alejé y quise irme. Entonces me peguntaste: “¿No quieres llevarte algunas flores?” Dije que sí. Tomaste cuatro rosas blancas de la jarra de cristal azul, que estaba sobre tu escritorio-¡Ah, la conocía bien desde aquella única ojeada furtiva que, siendo niña, pude lanzar a tu cuarto! Y me las diste. Las estuve besando durante varios días.

“Antes de separarnos habíamos convenido en reunirnos otra tarde. Volví a tu casa y todo volvió a parecerme delicioso. Todavía me concediste una tercera noche, y después me dijiste que tenías que ausentarte-¡Oh, cómo odiaba tales viajes desde mi infancia!- y me prometiste avisarme a tu regreso. Te di una dirección en la lista de Correos, pues no quería decirte mi verdadero nombre. Guardaba mi secreto. De nuevo al despedirnos me diste algunas rosas.

“Día por día, durante dos meses, iba yo a preguntar...; Pero no, ¿Para qué pintarte aquel tormento infernal, aquella espera desesperada? No creas que te acuso: te quiero tal como eres, ardiente, olvidadizo, generoso e infiel; te quiero sólo así, como eras y como eres todavía. Habías regresado hace mucho tiempo, pues me lo decían tus ventanas iluminadas, y no me escribías. No tengo una sola palabra escrita por ti, ni una sola palabra en esta mi última hora, ni una palabra de ti, a quien he dedicado toda mi vida. No he hecho más que esperar, esperar y no conseguir nada. Pero ni me has llamado, ni me has escrito una sola palabra..., una sola palabra...

“Mi hijo ha muerto ayer...;era también tuyo. Era tu hijo también, querido mío; hijo de aquellas tres noches; te lo juro y nadie miente a la sombra de la muerte. Era hijo nuestro, pues ningún hombre me tocó desde aquella vez en que me entregué a ti, hasta el día en que salió de mi vientre. Consideraba mi cuerpo como sagrado por el contacto tuyo. ¿Cómo hubiera podido dividir mi persona entre tú, que lo eras todo para mí, y los demás que pasaban junto a mí, banalmente? Era hijo nuestro, adorado niño, fruto de mi amor consciente y de tu inconsciente y disipada ternura; hijo nuestro, nuestro único hijo. Tú te preguntarás- tal vez asustado, sólo asombrado- por qué te he ocultado la existencia de ese niño, mientras en efecto existía, y por qué sólo hoy te hablo de él, hoy, cuando está ya en la inmensidad, durmiendo, durmiendo para siempre; cuando se ha marchado para no volver más, ¡nunca más! Nunca me hubieras creído, nunca hubieras creído a la mujer extraña que se te había entregado sin reparo, sin resistencia alguna durante tres noches; nunca hubieras creído a aquella anónima capaz de tanta fidelidad hacia ti, que eras tan infiel, y jamás le hubieses reconocido, sin desconfianza, como hijo tuyo.

“Ni aun en el caso de que mi afirmación te hubiese parecido sincera, jamás hubieras podido desechar la secreta sospecha de que se tratara de un intento de suplantar el hijo de un cualquiera por el de un hombre rico. Hubieses tenido la sospecha y una sombra, una ligera desconfianza hubiérase interpuesto entre tú y yo. En cuyo caso, yo te conozco, te conozco mejor que tú mismo- sé que hubiera significado un peso en tu amor-pues sólo quieres lo alegre y lo descuidado- el pensamiento de ser padre y de sentirte responsable de la suerte de otro ser. Tú, que no has conocido más que la libertad, te hubieses sentido ligado a mí. Y me hubieras-sí, contra tu voluntad- odiado por esa misma ligadura. Quizá durante algunas horas, quizá durante algunos minutos me maldecirías, y eso no podía aceptarlo mi orgullo; yo quería que tú pensases en mí durante toda la vida, sin una sola nube que ensombreciese el recuerdo. He preferido echarlo todo sobre mí, antes que convertirme en una carga para ti y ser la única, entre todas las mujeres que has conocido, en la que puedas pensar con amor y gratitud. Pero nunca has pensado en mí, me has olvidado.

“No te acuso, querido mío, no te acuso. Perdona si de vez en cuando una palabra hiriente hacia tu corazón se desliza en mi pluma, perdóname; mi hijo, nuestro hijo, está muerto bajo la luz vacilante de las cuatro velas; he amenazado con mis puños a Dios y le he llamado asesino, pues tengo mis sentidos locos y turbados. ¡Perdóname la queja! Sé que en el fondo eres bondadoso y compasivo y que ayudas a cuantos reclaman tu auxilio, incluso al más desconocido, pero tu bondad es muy curiosa; es una bondad que, en efecto, está abierta para todos y al alcance de lo que cada uno pueda tomar, pues ella es infinita, pero al mismo tiempo es indolente. Quiere que vayan hasta ella a tomarla. Tú ayudas cuando se te quiere, cuando se te pide; concedes tu auxilio por pudor, por debilidad, no por la alegría que da el hacerlo. Más amor sientes- te lo digo francamente- por el hombre feliz que por el atormentado.

“Y a los hombres como tú, incluso a los mejores entre ellos resulta difícil pedirles nada.

Una vez siendo yo niña, vi a través del vidrio de mi puerta como le dabas limosna a un mendigo. Se la diste apresuradamente, mucho antes de que el mendigo te hubiera pedido nada. Se la diste con cierta preocupación temerosa, como si huyeras de ver sus ojos. No he podido olvidar aquella manera inquieta y a la vez tímida de dar limosna, huyendo de la gratitud. Por eso nunca me he dirigido a ti. Tengo la seguridad de que me hubieras ayudado en aquella época, aun no teniendo la seguridad de que se trataba de tu hijo; me hubieras consolado, me hubieras dado dinero... mucho dinero, pero siempre con el inquieto afán de apartar de ti lo desagradable. Sí, creo que hubieras llegado a persuadirme de que me separase de mi hijo, y yo lo hubiese hecho, porque, ¿qué podría negarte? Pero este hijo lo era todo para mí por ser tuyo; eras tú mismo, pero no tú el feliz, el despreocupado que podría escapárseme a cada momento, sino el dedicado- así lo creía- para siempre a mí, el ligado de por vida a mí. En él podía sentir crecer tu vida en mis venas, podía alimentarte, darte de beber, hacerte caricias, besarte cuando en mi alma ardiera tal deseo. Ya ves, querido; por todo eso me sentía tan dichosa al saber que iba a tener un hijo tuyo, y por ello lo callaba; así ya no te me podrías escapar.

“Si he de decirte la verdad, no todo fue felicidad durante algunos meses, como antes lo había imaginado. Pasé también tormentos, y me llené de asco ante la bajeza de los hombres.

No era fácil la vida para mí. Durante el último período de mi embarazo tuve que dejar de ir a la tienda para no llamar la atención de mis parientes que podían avisar a mi familia. No quería pedir dinero a mi madre, y viví, hasta dar a luz, vendiendo algunas alhajas. Una semana antes del parto la lavandera me robó del armario las últimas y pocas coronas que me quedaban, y me vi precisada a entrar en un hospital público. Allí, hasta donde se arrastran las más pobres, las reprobadas, las olvidadas, allí, en medio de la miseria, nació el niño, tu hijo. Aquello era para morirse; todo era extraño, extraño a todo; estábamos ahí, extrañas entre nosotras; todas solitarias y llenas de odio las unas contra las otras, sin que nos uniera más que la común miseria y el tormento, hacinadas en aquella sala de cloroformo y de sangre, de gritos y de quejidos. Todas las humillaciones y vergüenzas físicas y morales que tiene que sufrir la pobreza, las sufrí yo, mezclada con mujeres de la vida y enfermas en comunidad de suerte. Sufrí a aquellos médicos, jóvenes y desvergonzados, que levantaban sonriendo sarcásticamente las sábanas de las mujeres indefensas para tentarlas bajo pretexto de una falsa ciencia; sufrí la avaricia de las enfermeras. ¡Oh, allí el pudor humano es crucificado por las miradas, y amenazado por las palabras! Allí no éramos más que rótulos en que se leían nuestros nombres, pues lo que quedaba en la cama se reducía a un trozo de carne contraído de convulsiones, manoseado por los curiosos, objeto de exhibición y de estudio. ¡Ah, las mujeres que en sus propias casas dan hijos a sus maridos, que aguardan con impaciente ternura, no saben lo que significa dar a luz, sola, indefensa y como sobre una mesa de experimentos! Todavía hoy, cuando leo en algún libro la palabra “infierno”, no puedo menos de pensar inmediatamente, y bien a mi pesar, en aquella sala llena de gemidos, de risas y de gritos sangrientos en que sufrí como en un matadero del pudor.

“Perdóname que hable de esto. Pero es sólo esta vez, nunca más. He callado durante once años, y dentro de poco estaré muda para toda una eternidad. Tenía que gritar una vez, gritar una vez lo caro que me ha costado ese hijo de mi dicha y que ahora está ahí sin aliento.

Había olvidado hacía mucho tiempo aquellas horas de tortura, por la sonrisa, por la voz de mi hijo, por la felicidad; pero, ahora muerto él, revive el tormento y tengo que gritarlo siquiera esta única vez. Pero no te acuso a ti; no acuso más que a Dios, sólo a Dios, que ha permitido este suplicio sin sentido. No te acuso a ti, te lo juro; jamás, ni en momentos de ira, me he rebelado contra ti. Ni en aquella hora en que mi cuerpo se retorcía de dolores y ardía de vergüenza bajo la mirada de los estudiantes de la clínica, ni en aquel segundo en que el dolor desgarró mi alma, te acusé ante Dios; nunca me he arrepentido de nuestras noches de amor; siempre he bendecido la hora en que te cruzaste en mi camino; jamás he tenido un reproche para mi amor por ti, y te he amado siempre... y si por ser tuya nuevamente tuviese que volver a pasar por este infierno, iría a ti otra vez, aún sabiendo de antemano lo que me esperaba; ¡Iría a ti, mi adorado, otras mil veces más!.

“Mi hijo ha muerto ayer... tú no le has conocido. Nunca ni en el casual y fugaz encuentro nuestro se ha posado tu mirada sobre este pequeño ser en que tu ser florecía. Durante mucho tiempo, mientras tenía un hijo tuyo, me escondí de ti; mi anhelo era menos doloroso, y llegó a parecerme que te amaba con menos pasión; al menos no me hacía sufrir tanto desde el instante en que tuve a tu hijo. No quería dividirme entre tú y él, y por eso me consagré, no a ti, al hombre feliz y que vivía lejos de mí, sino a la criatura a la que debía alimentar; a la que debía besar y abrazar. Me parecía como si me encontrara a salvo de las pasadas inquietudes de mi destino, salvada por este segundo tú, que era, en realidad, el mío; raras veces mis sentimientos me empujaban humildemente junto a tu casa. Sólo hacía una cosa: siempre al llegar tu cumpleaños te enviaba un ramo de rosas blancas exactamente iguales a las que me diste después de nuestra primera noche de amor. En estos diez u once años transcurridos, ¿Te has preguntado alguna vez quién te las enviaba? ¿Has recordado alguna vez a aquélla a quien diste unas rosas iguales? No lo sé ni lo sabré jamás.

Enviártelas desde un oscuro anonimato, hacer revivir aquella hora una vez cada año, era para mí suficiente.

“No has llegado a conocer a nuestro pobre hijo; hoy me acuso de habértelo ocultado, pues lo hubieses querido. No le has llegado a conocer, y no le has podido ver sonreír, cuando abriendo sus párpados, dejando ver sus ojos negros e inteligentes- tus ojos-, lanzaba una luz alegre sobre mí y sobre el mundo entero. ¡Ah, era tan alegre, tan encantador! Toda la gracia ligera de tu carácter renovábase en él de manera infantil y en él se hallaba también toda tu vida y tu ágil fantasía; durante horas enteras podía estar jugando, como un enamorado, con un objeto cualquiera, como tú has jugado siempre con la vida, y luego se le podía haber sentado ante sus libros en una actitud seria, con las cejas fruncidas; cada día se parecía más a ti; incluso comenzaba a desarrollarse en él esa dualidad de carácter propicia a la labor seria y al juego, que tú tienes, y cuando más se te parecía, más lo quería. Aprendía con rapidez y charlaba en francés como una cotorrita; sus cuadernos eran los más limpios de la clase, ¡Estaba tan encantador y tan elegante con su traje de terciopelo negro, o con el otro, blanco, de marinero! Por todas partes donde íbamos resultaba siempre el más distinguido.

En Grado, cuando paseábamos por la playa, todas las señoras se paraban y acariciaban sus largos cabellos rubios, y en el Sennering, cuando iba en trineo, todo el mundo se paraba para admirarle. ¡Era tan bonito, tan suave, tan cortés! Cuando el año último entró como interno en el Theresianum, llevaba su uniforme y su espada como un soladito del siglo XVIII; ahora el pobre no tiene más que su camisa, y está allí con los labios pálidos y las manos cruzadas.

“Pero tal vez te preguntes cómo he podido criar a mi hijo con tanto lujo, cómo he podido darle esa vida alegre de los niños ricos. Querido mío, te hablo desde la oscuridad y no me avergüenzo de decírtelo; pero no te asustes: querido mío, me he vendido. No he llegado a ser eso que se llama una chica del arroyo, una mundana, pero me he vendido. Tenía amigos ricos y galantes. Primeramente los busqué yo, y después me buscaron ellos, porque yo era- ¿no lo habías notado?- una mujer muy bonita. Cada uno de aquellos a quienes me entregaba me tomaba cariño; todos se enamoraban, todos se mostraban adictos y me querían todos, excepto tú, amor mío.

“¿Me desprecias desde que te he dicho que me he vendido? No; sé que no me desprecias, sé que eres comprensivo, y entenderás también que lo he hecho solamente por ti, por tu otro yo, por tu hijo. Desde que estuve en el hospital probé el tormento que significa la miseria, me di cuenta que en este mundo, el pobre siempre será el maltratado, el humillado, la eterna víctima, y no quise, me costara lo que me costara, que tu hijo, radiante de belleza, creciese en los bajos fondos de los patios humildes: sus tiernos labios no debían emplear el lenguaje del arroyo, ni su cuerpo tan blanco, ponerse esa triste ropa enmohecida de los pobres. Tu hijo debía tenerlo todo: riqueza, facilidades, para elevarse hasta ti, hasta tu esfera de vida.

“Por eso, y sólo por eso, querido mío, me vendí. No era ello ningún sacrificio para mí, pues lo que se llama honor y vergüenza me parecían cosas sin importancia. No me quería tú, tú a quien debía pertenecer mi cuerpo, y, por lo tanto, me era indiferente lo que se hiciera de él. Las caricias de los hombres y hasta sus más profundas pasiones no alcanzaban a rozar mi corazón aunque llegase a estimar a algunos y su amor no correspondido me conmoviese pensando en mi propio caso. Todos eran buenos para mí. Todos me mimaban y todos me respetaban, especialmente un viudo, un marqués que se pasó las horas a las puertas del Theresianum para conseguir la admisión de mi hijo sin padre, de tu hijo; como a una hija me quería, por su parte. Tres o cuatro veces me ofreció su mano; hoy podría yo ser marquesa, dueña de un castillo encantador en el Tirol; podría vivir sin inquietudes; mi hijo hubiera tenido un padre cariñoso, capaz de adorarle, y yo un marido bondadoso y distinguido; pero no acepté sus proposiciones, no obstante habérmelas reiterado muchas veces y a pesar de que negarle lo que me pedía me dolía a mí misma. Quizás fue una locura, pues de otro modo hubiera vivido tranquilamente y mi hijo junto a mí; pero -¿por qué no confesarlo?- no quería ligarme a nadie: quería conservarme libre para ti, en todo momento. Vivía aún dentro de mí, el sueño de mi infancia; acaso alguna vez me llamases, aunque sólo fuese por una hora. Y por esa posible hora rehusé todo, con objeto de encontrarme n la libertad de acudir a tu primera llamada. ¡Toda mi vida no ha sido otra cosa que una especie de tu voluntad! “Y esa hora soñada llegó en realidad. ¡Pero tú no lo sabes ni puedes sospecharlo, querido mío! Tampoco entonces me conociste; nunca, nunca me has conocido. Ya antes te había encontrado a menudo en teatros, en conciertos, en el Prater, en la calle, cada vez que te veía me palpitaba fuertemente el corazón; pero tú pasabas sin advertirme. Es cierto que en lo exterior resultaba muy otra; la niña tímida de los primeros tiempos, habíase convertido en una mujer bonita, como decían mis amigos, cubierta de magníficas toilettes y rodeada de admiradores. ¿Cómo podrías reconocer en mí a aquella tímida muchacha que habías contemplado a la luz crepuscular de tu pieza? A veces, alguno de mis acompañantes te saludaba, y tú, al contestarle, me mirabas; pero tu mirada era la de un extraño: una mirada cortés y admirativa, pero sin reconocerme jamás. En cierta ocasión, me acuerdo muy bien, ese olvido de mi persona fue para mí un ardiente suplicio. Estaba yo en un palco de la Opera con algunos amigos, y tú te encontrabas en el palco vecino. Se apagaron las luces y ya no pude ver más tu cara, pero sentía tu aliento como en aquella otra noche, y sobre el terciopelo de la barandilla descansaba tu mano; tu mano fina y elegante. Se apoderó de mí el vivo deseo de inclinarme sobre ella y besarla humildemente. La misma música no hacía sino excitarme, mi anhelo era cada vez más intenso, y tuve que hacer terribles esfuerzos para contenerme: tan poderosamente atraía a mis labios aquella mano adorada. Terminando el primer acto le pedí a mi amigo que saliéramos. No podía soportar más tenerte junto a mí en la oscuridad, tan cerca y tan lejano.

“Pero llegó la hora, llegó una vez, la última vez en mi pobre vida. Hace un año, justamente en el día de tu cumpleaños. Es curioso: había estado pensando en ti todo el día, pues festejaba el aniversario de tu nacimiento como una gran fiesta. Por la mañana temprano había salido a comprar las rosas blancas que todos los años te enviaba en memoria de aquella hora olvidada por ti. Por la tarde salí con mi hijo, fui al teatro, pues quería que no dejase él de festejar el día, aunque no conociera su motivo. El día siguiente lo pasé con un joven y rico fabricante de Bruenn, con quien vivía desde hacía dos años, hombre que me adoraba y deseaba casarse conmigo, como los otros, y cuyas proposiciones rechazaba yo, en apariencia sin razón, como las de los otros; nos colmaba de mimos a mí y a mi hijo, sin regatear nada, y era digno de ser amado por su bondad, un poco torpe y servil.

Fuimos a un concierto donde encontramos gente muy alegre, cenamos en un restaurante de la Ringstrasse, y en medio de las risas y de la charla general le propuse ir a un dancing, el Tabarín.

“Esos salones de baile con su alegría artificial y alcohólica no me gustaban nada, y siempre que se me proponía acudir a uno de ellos me negaba; pero esta vez –era como un poder mágico el que me impulsaba a proponerlo yo- sentía un inexplicable deseo, como si algo extraordinario me aguardase allí. Acostumbrados a complacerme, todos los amigos se levantaron enseguida; fuimos al dancing, donde comenzamos a beber champaña y de repente se apoderó de mí una furiosa, casi dolorosa alegría, como no había sentido nunca.

Bebía y bebía, acompañando las canciones frívolas de los demás, y sentía un ardiente deseo de bailar o de dar gritos de júbilo. Pero de pronto- fue como si algo frío o caliente se posase sobre mi corazón- tuve un sobresalto, como si recibiese un golpe: en la mesa vecina estabas tú sentado con algunos amigos y me dirigías una mirada admirativa y deseosa, esa mirada que siempre me ha estremecido hasta el fondo de mi alma. Por primera vez, desde hacía diez años me mirabas de nuevo con esa fuerza inconsciente, apasionada de tu ser. Temblé; casi se me cayo el vaso de la mano. Por fortuna, mis compañeros no notaron mi turbación, que se perdió entre la risa general y la música. Tu mirada se hizo más ardiente y me sumergió en fuego. Yo no sabía si al fin me habías reconocido o si me deseabas simplemente como a una mujer desconocida para ti, como a cualquier otra, como a una completamente extraña. Se me agolpó la sangre en la cabeza y empecé a contestar distraídamente a mis amigos. Indudablemente tú te habías dado cuenta de la turbación que me producía tu mirada. Sin que los otros lo notasen, me hiciste una seña para que te siguiera hacia el vestíbulo. Enseguida pagaste muy gentilmente y te despediste de tus camaradas, no sin indicarme nuevamente que me esperabas fuera. Yo temblaba como si tuviese fiebre, y ya no podía contestar a las derechas ni dominar la excitación de mi sangre.

Quiso la fortuna que una pareja de negros comenzara a bailar taconeando ruidosamente y lanzando gritos agudos. Todos se volvieron a mirarles, y yo aproveché aquel instante. Me levanté, dije a mi amigo que volvería al poco rato y te seguí.

“Estabas esperándome, en la antesala. Cuando llegué se aclaró tu mirada y viniste a mi encuentro con una sonrisa. Noté enseguida que no me reconocías, que no reconocías ni a la niña, ni a la mujer; me deseabas otra vez como a alguien nuevo para ti, como una desconocida.

“-¿También para mí puede usted disponer de una hora?- me preguntaste con familiaridad.

Pro el tono seguro en que me hablabas, comprendí que me tomabas por una de tantas mujeres vulgares.

“-Sí- respondí.

“Era el mismo ‘sí’ de temblorosa complacencia con que te había respondido en la calle, hacía diez años, a la luz del crepúsculo, la muchacha que había sido yo.

“-¿Y cuándo podríamos vernos?- me preguntaste.

“Cuando te parezca- contesté sin ninguna clase de rubor ante ti.

“Me miraste un poco extrañado, con el mismo desconfiado asombro y la misma curiosidad que en la ocasión pasada, cuando te sorprendió mi precipitación de aceptar tu pedido.

“-¿Podría ser ahora?- me preguntaste con un tono de duda.

“-¡Sí- contesté-, vamos! “Quise ir al guardarropa para buscar mi abrigo. Me acordé que mi amigo se había quedado con el número correspondiente a los abrigos de todo el grupo. No me era posible pedírselo sin darle explicaciones de talladas, y por otra parte, no quería desaprovechar aquella hora que desde hacía años esperaba con tanto ardor. No dudé ni un segundo: me puse el echarpe y salí aquella noche húmeda y brumosa, sin preocuparme del abrigo, sin preocuparme de aquel hombre bueno y cariñoso con quien vivía desde hacía años y a quien iba a poner en ridículo delante de sus amigos, abandonándole a la primera llamada de un desconocido. ¡Oh! Razonaba perfectamente de la bajeza, de la ingratitud, de la infamia que cometía con aquel amigo sincero; sentía que mi atracción era cobarde y que con mi locura desgarraba mi vida; pero, ¿Qué significaba para mí la amistad, qué significaba la existencia al lado de la impaciencia de sentir nuevamente tus labios y de oír de nuevo la suavidad de tu palabra? Así te he amado; ahora puedo decírtelo, ahora que todo ha pasado ya y que todo se acaba. Y creo que si recibiera una llamada tuya en mi lecho de muerte, aún tendría fuerzas para levantarme y para correr a tu lado.

“Había un coche a la puerta y en él fuimos a tu casa. Oí otra vez tu voz, sentí otra vez la ternura de tu proximidad y tuve el mismo aturdimiento e infantil confusión que en la ocasión pasada. Por primera vez, desde hacía diez años, volví a subir aquella escalera... No, no puedo expresarte cómo sentí todo dos veces en aquellos instantes; los tiempos pasados y los presentes, y sobre todo a ti, y siempre a ti. Poco había cambiado en tu habitación: algunos nuevos cuadros, más libros, algunos muebles nuevos; pero todo me saludó familiarmente. En el escritorio estaba la jarra de las rosas, con mis rosas, las que yo te había enviado la víspera, día de tu cumpleaños, como recuerdo de una a quien tú no recordabas, a quien no conocías ni siquiera en aquel momento en que tan cerca nos hallábamos, las manos en las manos, los labios sobre los labios. Pero me alegré de que cuidases mis flores: así, por lo menos, había cerca de ti un aliento de mi ser, un hálito de mi amor.

“Me tomaste en tus brazos. De nuevo pasé contigo toda una noche encantadora; pero tampoco en la desnudez de mi cuerpo me conociste. Me abandoné dichosa a tus caricias y pude comprobar que tu amorosa fogosidad no establecía ninguna diferencia entre una verdadera amada y una mujer cualquiera; comprobé que te brindabas con pródiga abundancia de tu ser. ¡Fuiste tan cariñoso, tan tierno para mí, a quien habías encontrado en un lugar de recreo nocturno; tan distinguido y al mismo tiempo tan sencillo! Otra vez, ciega de felicidad, sentí la dualidad de tu persona, tu pasión intelectual y sexual que desde niña me había intrigado. Jamás he conocido en ningún hombre tanta ternura una tan grande explosión de su intimidad, apagada, sin embargo, después de un olvido infinito y casi inhumano. Pero también yo me olvidé. ¿Quién era yo en la oscuridad a tu lado? ¿Era la niña ardiente de otra época, era la madre de tu hijo, o era una extraña? ¡Ah, todo me resultaba tan familiar, tan ya vivido y al mismo tiempo tan nuevo en aquella apasionada noche! Recé porque nunca terminase.

“Pero llegó la mañana; nos levantamos tarde y me convidaste a desayunar contigo.

Tomamos en té que una mano invisible había servido en la antesala y conversamos. Y de nuevo hablaste con aquella franqueza tuya, evitando siempre toda indiscreción, sin curiosidad por conocer nada de mi vida. No preguntaste cuál era mi nombre ni dónde vivía: de nuevo era yo para ti una aventurera, un ser anónimo, una hora apasionada que se pierde en el humos del olvido sin dejar el menor rastro tras de sí. Me dijiste que te proponías ir al norte de África para pasar allí algunos meses; me eché a temblar en medio de mi felicidad, pues de nuevo volví a sentir en mis oídos: todo pasado, y olvidada. Me dieron ganas de arrojarme a tus pies gritando: ‘¡Llévame contigo, para que al fin me conozcas, después de tantos años!’ Pero fui tan tímida, tan cobarde, tan esclava, tan débil delante de ti, que me limité a decir: “-¡Qué lástima! “Me miraste sonriendo y dijiste: “-¿De verdad te da pena? “Entonces se apoderó de mí una especie de furia amorosa. Me levanté y me quedé mirándote fija y prolongadamente. Enseguida te dije: “-También el hombre que yo adoro anda siempre de viaje.

“Miré fijamente tus pupilas. Todo mi ser temblaba. “Ahora- me decía-, ahora me reconocerá”. Pero volviste a sonreír y me dijiste en tono de consuelo: “Se vuelve siempre.

“-Sí, contesté-, se vuelve; pero cuando ya se ha olvidado.

“Seguramente hubo algo extraño, algo apasionado en el tono con que lo dije, pues al oírme te levantaste y te pusiste a contemplarme asombrado y enternecido. Me pusiste las manos sobre los hombros y contestaste: -Lo que es bueno no se olvida nunca; yo nunca me olvidaré de ti “al decirlo sumergía tu mirada en mis ojos, como si quisieras fijar dentro de ti para siempre mi imagen. Y al sentir cómo me penetraba aquella mirada que buscaba dentro de mí, que absorbía todo mi ser, creí que se había desgarrado el velo que te impedía ver.

“¡Ahora me reconocerá, me reconocerá!”; toda mi alma temblaba en ese pensamiento.

“Pero no me conociste. No, no me reconociste; nunca te había sido más extraña que en aquel momento, pues de otro modo..., de otro modo no hubieses hecho lo que hiciste minutos después. Me habías besado, besado apasionadamente. Tuve que arreglarme el peinado, y mientras estaba delante del espejo vi- al verlo creí que me iba a desplomar de vergüenza y horror-, vi cómo de una manera discreta metías algunos billetes en mi manguito. No sé cómo pude reprimir un grito y contener el deseo de pegarte en aquel instante; ¡A mí, que te amaba desde la infancia; a mí, a la madre de tu hijo; a mí me querías pagar aquella noche! Yo no era a tus ojos más que una mujer del Tabarín, ¡Me habías pagado! ¡No era bastante ser olvidada de ti y encima me humillabas! Tomé mi sombrero, que estaba sobre el escritorio, al lado de la jarra en que se hallaban las rosas blancas, mis rosas. Y entonces sentí el deseo irresistible de probar nuevamente a despertar tus recuerdos.

“-¿No te molestaría darme una de esas rosas blancas? “-Con mucho gusto- dijiste tomando algunas.

“-Pero quizá sean regalo de una mujer que te quiere- dije.

“-Tal vez- me contestaste-; no lo sé. Me las han enviado y no sé quién; por eso las quiero tanto.

“Me quedé mirándote.

“-¿No será de alguna que tú has olvidado? “Me miraste sorprendido. Y yo te miré silenciosamente. ‘¡Que me reconozca, que me reconozca!’, gritaba mi mirada. Pero en tus ojos no había sino una especie de amable e inconsciente sonrisa. Me besaste otra vez. No me reconociste.

“Gané precipitadamente la puerta, pues sentía que las lágrimas se me agolpaban en los ojos y no quería que las vieras tú. En la antesala tropecé con tu sirviente, debido a mi apuro.

Se apartó él rápidamente, abrió la puerta dejándome el paso libre, y entonces, en aquel único segundo, ¿entiendes?, en aquel único segundo, al mirar con mis ojos arrasados de lágrimas a aquel viejo, él me reconoció, ese hombre que no me había visto nunca desde mi infancia. Me dieron ganas de arrojarme a sus pies y besarle las manos. Saqué del manguito los billetes que tú me habías metido y se los di. Se asustó y tembló; sólo en aquel instante, quizá, el viejo me comprendió mejor que tú en una vida entera. Todos, todos los hombres me han querido; todos han sido buenos para mí, menos tú, tú, que me has olvidado; sólo tú, ¡que nunca me has conocido! “Mi hijo, nuestro hijo, ha muerto; ahora no puedo querer a nadie en el mundo más que a ti. ¿Pero quién eres tú para mí, tú que nunca me has conocido, que has pasado cerca de mí como se pasa a la orilla de un arroyo, o sobre una piedra a la cual se pisa; que siempre te vas lejos y me abandonas en una espera eterna? Una vez pensé poder retenerte a ti, el siempre fugitivo, en tu hijo; pero era muy hijo tuyo: durante la noche me ha abandonado cruelmente para emprender un viaje; me ha olvidado y jamás volverá. Otra vez estoy sola, más sola que nunca, ya no tengo nada, nada de ti, sé que si alguien pronunciase mi nombre en tu presencia no te llamaría la atención. ¿Por qué no debo morir alegremente si estoy muerta ya? ¿Por qué no he de abandonarlo todo si tú me has dejado? No, querido, no me quejo, no quiero lanzar mi tormento sobre la alegría de tu casa. No temas que te moleste más; perdóname, pero siquiera una vez, en esta hora en que mi hijo está muerto y abandonado, tenía que gritar mi dolor. Era preciso que esta vez hablase contigo; pero en lo sucesivo vuelvo a ser muda, vuelvo a la oscuridad, como siempre, para ti. Pero este grito no llegarás a oírlo mientras esté viva todavía; sólo después de mi muerte recibirás este legado mío, el de una mujer que te ha amado más que a nadie y a la que nunca has conocido, el de una que siempre te ha esperado y a la que no has amado nunca. Tal vez me llames al oír mi grito, y yo te seré infiel por primera vez; no te oiré desde mi tumba; no te dejo ningún retrato, ningún recuerdo, como tampoco tú me lo has dejado; nunca me reconocerás, nunca.

Ha sido mi destino en la vida y lo será en la muerte. No te quiero llamar en mi última hora; me marcho sin que sepas mi nombre no conozcas mi rostro. Me muero en paz, pues tú te hallas lejos y mi muerte no te hace sufrir. Si te doliese, no podría morir.

“No puedo continuar ya escribiendo...; tengo la cabeza tan pesada...; me duele el cuerpo, y tengo fiebre...; creo que tendré que acostarme enseguida. Quizá todo ocurra muy pronto, quizá la muerte se muestre benigna y no me permita ver cómo se llevan al niño... ya no puedo escribir más. Adiós, querido, te estoy agradecida... A pesar de todo, todo ha ocurrido bien... Te estoy agradecida hasta mi último aliento. Me siento mejor: te lo he dicho ya todo, lo sabes todo ya- ya no solo es un pensamiento en ti-, sabes cómo te he amado y este amor no te deja ningún sufrimiento. No notarás mi falta; eso me consuela; nada cambiará en tu vida brillante y gozosa...; no te molesto con mi muerte..., eso me consuela, querido mío.

¿Pero quién?... ¿Quién te mandará las rosas blancas en tu cumpleaños? ¡Ah, la jarra estará vacía, el tenue aliento de mi vida que allí estaba durante años, se habrá apagado. Óyeme, querido, te lo suplico... es mi primer y último ruego...; hazme el favor de colocar rosas blancas en la jarra el día de tu cumpleaños. Hazlo, querido, como otros mandan a decir una misa por sus difuntos. Yo ya no creo en Dios y no quiero una misa; creo únicamente en ti, sólo te amo a ti, y sólo quiero continuar viviendo en ti... ¡Ah, sólo un día cada año y muy silenciosamente, como he vivido a tu lado!... Te ruego que lo hagas, querido...; es mi premier y último ruego..., te lo agradezco..., te quiero..., te adoro..., ¡adiós!” Terminó la carta con manos temblorosas. Después reflexionó largamente. En su conciencia se clavó el recuerdo confuso de una niña de la vecindad, de una muchacha, de una mujer en un establecimiento nocturno; pero el recuerdo era indeciso y vago como una piedra que brilla y tiembla en el fondo del agua sin que pueda concretarse su forma.

Sombras que van y vienen, pero que no dibujan ninguna imagen. Sentía reflejos de antiguos sentimientos, pero no recordaba. Era como si hubiese soñado algunas figuras, soñado muchas veces y profundamente; pero sólo en realidad. Su mirada cayó sobre la jarra azul puesta sobre el escritorio. Estaba vacía, vacía por primera vez en su cumpleaños. Se asustó.

Fue como si alguien invisible hubiese abierto de repente la puerta y una fría corriente de otro mundo atravesara la habitación. Sintió cerca una muerte y un amor inmortal: algo se extendió por su alma, y se quedó pensando en la amante invisible, inmaterial y apasionada, como en una música lejana.

FIN

 


 

 

 

LOS OJOS DEL HERMANO ETERNO / 1922

STEFAN ZWEIG

 

 

La omisión de los hechos no nos libera de la acción.

Ni por un solo momento nos quedamos libres de obrar.

Bhagavad-gita, (Canto tercero)

Qué es la acción? ¿Qué es la no acción?

Estas interrogantes son las que turban con frecuencia a los sabios.

Hay que poner toda la atención para obrar.

Hay que poner toda la atención para no obrar.

Hay que estar atentos, porque en lo más profundo de la no acción puede estar también la esencia del acto.

Bhagavad-gita, (Capítulo cuarto)

 

CAPÍTULO I

Muchos años antes de que el sublime Buda viviese sobre la Tierra difundiendo la sabiduría entre sus discípulos, vivía en la comarca de Birwag, regida por el rey Rajouta, un noble llamado Virata, pero conocido por todos con el sobrenombre de El Rayo de la Espada. Era el más atrevido de todos los guerreros y un cazador cuyas flechas no fallaban nunca. Su lanza no había permanecido jamás ociosa, y, cuando sus brazos levantaban la espada, se oía zumbar la hoja como un trueno en la tempestad.

Virata tenía la frente despejada, sus ojos serenos miraban con tranquila firmeza a los hombres, sus poderosos puños no se cerraban jamás con injusta violencia y nunca su voz vibró estremecida por la ira.

Servía como un fiel vasallo a su rey y sus esclavos le servían con temeroso respeto, considerándole como al hombre más justo de todos los hombres que habitaban entre las cinco corrientes del río.

Aconteció que un día cayó sobre el rey a quien servía Virata una gran desgracia. El cuñado del soberano, que gobernaba como administrador la mitad del Imperio, ambicionaba apoderarse del trono y con este propósito había ido seduciendo a los mejores guerreros del rey, haciéndoles ricos presentes. Su elocuencia había conseguido atraerse a los sacerdotes encargados de la custodia de las sagradas garzas reales, símbolo del poderío del monarca, enseña milenaria de la raza de los Birwager. Una vez en poder de las sagradas garzas y de los grandes elefantes, reunió a los guerreros, a todos los descontentos de las montañas y, formando con ellos un gran ejército, se dispuso a marchar contra la capital.

Enterado el rey Rajouta de los traidores propósitos del hermano de su mujer, llamó a sus hombres a la guerra. Desde la aurora hasta la puesta del Sol resonaban por todas partes los grandes címbalos de cobre y los blancos cuernos de marfil. Por las noches ardían las hogueras en las altas torres de la ciudad, arrojando sobre las humildes chozas de los pescadores del río una lluvia de ardientes chispas que resplandecían con una triste luz amarilla, bajo la claridad serena de las estrellas, como signos de desgracia.

A la llamada del rey acudieron muy pocos. La noticia del robo de las simbólicas garzas había causado un gran desconcierto en el corazón de los caudillos, y los principales jefes y los conductores de los elefantes habían huido casi todos al campo enemigo.

El rey miraba en vano en torno suyo en busca de amigos. Había sido siempre un monarca implacable, severo en sus sentencias, rapaz en la recaudación de los impuestos y cruel en la exigencia del servicio personal. No quedaba ya en su palacio ninguno de los famosos guerreros ni de los valientes capitanes; en torno suyo pululaba tan sólo una desaconsejada tropa de esclavos y siervos.

 

En esta miserable situación el rey se acordó de Virata. A las primeras llamadas del cuerno guerrero, ordenó a sus siervos que tomasen la silla de mano de ébano y, acompañado de un fiel mensajero, fuese en busca de Virata para llevársele a su palacio. Cuando Virata vio aparecer el cortejo real, se inclinó hasta el suelo; pero el rey se dirigió hacia él no como un monarca, sino humildemente como un suplicante, y le rogó que condujese a su ejército contra el enemigo.

Virata se inclinó de nuevo profundamente y le dijo: -Obedeceré tu mandato, señor. No volveré a mi casa hasta que la hoguera de la insurrección quede apagada bajo los pies de este tu esclavo.

Virata reunió entonces a sus hijos, a sus parientes y esclavos y, poniéndose al frente de sus hombres leales, salió en busca de los rebeldes.

Durante todo el día caminaron a través de las espesuras del bosque, en dirección al río, en cuya opuesta orilla el numeroso ejército enemigo había establecido su campamento. Al comprobar que eran en tan gran número, los rebeldes se sentían seguros de la victoria y se hallaban ocupados en derribar grandes árboles con objeto de construir un puente sobre el río y poder pasar, a la mañana siguiente, a la otra ribera para inundar la tierra como una gran marea y regarla con sangre.

Virata, famoso y astuto cazador de tigres, conocía un vado más arriba del lugar donde los rebeldes querían construir el puente, y durante la noche hizo que sus hombres, uno a uno, fuesen pasando el río. Cuando los tuvo a todos reunidos, cayeron invisibles sobre el enemigo, que dormía tranquilamente. Una vez dentro del campamento, los hombres de Virata comenzaron a agitar encendidos hachones, con lo cual los elefantes y los búfalos huyeron espantados, las tiendas de campaña comenzaron a arder y los durmientes despertaron poseídos de pánico.

Virata entró el primero, como una tempestad, en la tienda del enemigo del rey y, antes de que el durmiente tuviese tiempo de alzarse sobresaltado, le había ya hundido por dos veces la hoja de la espada en el pecho. El enemigo en masa saltó entonces en torno suyo. En la profunda oscuridad, Virata no dic descanso a su espada: hería a un hombre en la frente, a otro en el pecho todavía desnudo, a los que estaban tras él y a los que le arremetían de frente. De pronto se hizo el silencio en torno suyo; se hallaba como una sombra entre las sombras, firme en la entrada de la tienda, en cuyo interior se hallaba el signo del dios, la simbólica blanca garza que quería rescatar.

Luego ya no aparecieron más enemigos; todos yacían en torno suyo muertos o mudos de espanto. Lejos oía Virata los gritos de júbilo de los vencedores, de sus fieles guerreros y siervos. Después comenzó la persecución y se alejaron todos rápidamente.

Entonces Virata cayó de rodillas, silenciosamente, delante de la tienda, con la ensangrentada espada en la mano, e inmóvil esperó que sus camaradas regresasen de su ardiente cacería.

Pronto llegó la madrugada. Detrás del bosque se despertaba el día. Las palmeras se nimbaron con el oro de la aurora, reflejándose en la corriente mansa del río como ardientes antorchas. Al Este había nacido el Sol teñido de sangre.

Virata se puso entonces de pie. Abandonó el campo de batalla y, con las manos elevadas en alto, se acercó a la corriente del río. Allí, con los ojos resplandecientes de chispas de luz, se inclinó en acción de gracias.

Después metió las manos en el agua para hacer desaparecer la sangre que las teñía.

Sintió su cabeza turbada por la rápida visión de la corriente del río; se apartó entonces del agua y, envolviéndose en su ropaje, con el rostro iluminado, se dirigió de nuevo a la tienda de campaña con objeto de hacerse cargo de lo que durante la noche había sucedido.

Los muertos yacían innumerables en torno de la tienda, rígidos, con los ojos desorbitados, con los miembros rotos. El enemigo del rey tenía la frente destrozada y a su alrededor aparecían abiertos los desleales pechos de los que habían sido capitanes en la tierra de Birwager.

Virata cerró los ojos y se apartó para contemplar a los demás que habían caído en el campo de batalla. La mayoría yacían, medio cubiertos con sus esteras y sus rostros le eran desconocidos. Eran esclavos de las regiones del Sur, de rizados cabellos y negro rostro.

Cuando Virata se aproximó al último cadáver, sintió que su mirada se oscurecía. Sabía que era una de sus víctimas, uno de los que había herido con su espada. Acercó su rostro al del muerto y reconoció a su hermano mayor, Belangur, príncipe de las montañas, que había acudido en su ayuda. Virata se agachó y puso su cabeza en el pecho del hermano. El corazón había dejado de latir, los ojos estaban abiertos, y las negras pupilas le miraban y parecían clavársele en el corazón.

Entonces Virata sintió que su espíritu se empequeñecía, se aniquilaba completamente, y, como un agonizante, se sentó entre los muertos. Las negras pupilas de aquel hermano que había nacido de su madre antes que él, continuaban mirándole fijamente y parecían acusarle.

De pronto sonaron gritos en torno suyo. Después de la persecución, como salvajes pájaros acudían sus siervos, llenos de alegría, en busca del botín. Su contento fue inmenso cuando encontraron al enemigo del rey tendido en la tienda y salvada la garza sagrada.

Comenzaron todos a saltar frenéticamente en torno a la tienda y acudieron luego a besar a Virata, sin preocuparse de los muertos que les rodeaban y aclamándole con entusiasmo como al Rayo de la Espada.

Luego fueron llegando más y más y todos juntos comenzaron a recoger el botín, cargando tanto los carros que sus ruedas se hundían profundamente en el barro y las barcas del río casi zozobraban a su peso.

Un mensajero se lanzó al río, nadando presurosamente para ir a dar la buena noticia al rey. Los demás no se apartaron del botín y continuaron celebrando la victoria.

Virata, silencioso, como hundido en un profundo sueño, continuaba sentado en el mismo sitio. Sólo una vez levantó el rostro: cuando sus vasallos quisieron despojar a los muertos de sus vestiduras. Entonces Virata se puso rápidamente en pie y ordenó a los suyos que reuniesen maderos, pusiesen sobre ellos los cadáveres y encendiesen una gran hoguera con objeto de que las almas de los muertos pudiesen entrar purificadas en la eternidad.

Los vasallos quedaron maravillados ante aquella orden. Los traidores debían ser devorados por los chacales del bosque y sus osamentas calcinadas por el sol. Tal era la ley que debía regir para los infieles.

Pero la orden fue cumplida, y, cuando las llamas se elevaron sobre los muertos, Virata arrojó perfumes y sándalo en la hoguera. Luego desvió el rostro y permaneció silencioso hasta que la hoguera se hubo convertido en brasas y las brasas en cenizas esparcidas por el suelo.

Entre tanto, los esclavos habían terminado de construir el puente que el día antes habían comenzado los partidarios del rival del rey. Primero pasaron por él los guerreros, coronados con hojas de laurel; luego siguieron los vasallos y la caballería de los príncipes.

Virata dejó que se adelantasen, pues sus cantos y alegría le oprimían el corazón. Luego se acercó a ellos y había un gran contraste entre aquella alegría y su tristeza. Cuando Virata se halló a la mitad del puente, se detuvo y contempló largo tiempo el agua que corría a uno y otro lado.

Todos los que se hallaban a una y otra orilla le miraban sorprendidos.

Entonces Virata desenvainó su espada, la elevó sobre su cabeza como si quisiese dirigirla contra el cielo, después bajó su brazo como muerto y, soltando la espada, la dejó caer al río.

Inmediatamente de ambas orillas se lanzaron al agua desnudos guerreros que, hundiéndose en la corriente, intentaron rescatar el arma. Virata permaneció indiferente y comenzó a andar, con rostro sombrío, entre las filas de sus maravillados vasallos. Ninguna palabra salió ya de sus labios cuando, después, durante largas horas, la hueste vencedora fue avanzando lentamente por los amarillos caminos de la patria.

Estaban todavía lejos las puertas de jaspe y las almenadas torres de Birwag, cuando apareció a lo lejos una blanca nube de polvo que levantaba un cortejo de jinetes que se iba aproximando.

Cuando los jinetes divisaron al ejército vencedor, se detuvieron inmediatamente y los vasallos tendieron sobre el camino grandes alfombras, pues el rey que con ellos iba no debía jamás pisar el irisado polvo desde su nacimiento hasta que la llama de su vida se apagase.

Entonces el rey se aproximó encima de su anciano elefante, rodeado de sus hijos. El elefante, obedeciendo a la aguijada, dobló las rodillas y el rey descendió sobre el amplio tapiz.

Virata avanzó hacia el monarca y quiso inclinarse delante de su señor, pero el rey corrió hacia él y le abrazó estrechamente. Jamás en las crónicas más antiguas se había consignado tal honor a un vasallo.

Virata mando traer las garzas sagradas y, cuando las blancas alas comenzaron a aletear, estalló un entusiasmo tan grande que los corceles, asustados, se encabritaron y los conductores tuvieron que aplacar a los elefantes con las aguijadas.

Cuando el rey contempló los símbolos de la victoria abrazó a Virata otra vez y éste dobló una rodilla.

El rey tomó entonces en sus manos la espada del heroico padre de Rajputah, guardada hacía siete veces setecientos años en la cámara del tesoro real, la espada cuyo blanco puño era de marfil y en cuya hoja, con ideogramas de oro, estaban escritas las misteriosas palabras de la victoria, palabras que ya no podían descifrar los sabios ni los sacerdotes de los grandes templos.

El rey presentó a Virata la espada del héroe milenario como prenda de su agradecimiento y como símbolo de que él era desde aquel momento el más alto de sus guerreros y el supremo jefe de su ejército.

Pero Virata inclinó su rostro y dijo: -Séarne permitido suplicar benevolencia y hacer una petición al más valeroso de los reyes.

El rey le miró fijamente y dijo: -Tenla por concedida. Levanta tu rostro. Si quieres incluso la mitad de mis garzas reales no tienes más que pedirlo.

Entonces Virata dijo: -Si es así, te ruego dispongas que la espada sea devuelta a la cámara del tesoro. En lo más íntimo de mi corazón he hecho voto de no coger jamás una espada. He matado a mi hermano, al que nació en el mismo regazo que yo, al que jugaba conmigo en los brazos de mi madre.

El rey le miró sorprendido, permaneció un momento silencioso y luego le dijo: -No importa. Sin espada serás el más alto de mis guerreros; contigo mi Imperio se sentirá seguro contra todos los enemigos; jamás ningún guerrero ha podido conducir como tú un ejército a la victoria. Toma mi cinturón como enseña de tu poder y ese mi caballo para que todos te reconozcan como a su jefe.

Virata inclinó el rostro hacia el suelo y respondió: -Un misterioso ser ha hablado a mi corazón y yo le he comprendido. He matado a mi hermano y ahora sé que todo hombre que mata a otro hombre mata a un hermano suyo. Yo no puedo ser caudillo en la guerra, pues en la espada está la fuerza y la fuerza es enemiga del derecho. Quien tiene parte en el pecado de asesinato es él mismo un asesino. Yo no quiero inspirar temor, prefiero conocer la injusticia que se hace contra los débiles y comer el pan de los mendigos. Breve es la vida en el eterno mudar de las cosas. Deja que la parte que me queda de vida pueda vivirla como un justo.

Por un instante el rostro del rey se oscureció. El silencio reinaba en torno de ellos contrastando con el anterior alboroto. Todos estaban sorprendidos, pues jamás en las más antiguas páginas de la historia se había registrado que un guerrero rechazase una ofrenda de su rey.

El rey miró entonces las sagradas garzas, signo de la victoria, rescatadas por Virata, y su rostro se aclaró de nuevo. Luego dijo: -Has sido el más poderoso, Virata, contra mis enemigos. Y ya que ahora no puedo contar contigo para la guerra, quiero, a pesar de todo, tenerte a mi servicio. Como un justo conoces la culpa y la repruebas. Sé entonces el más alto de mis jueces y dicta tus sentencias en la escalinata de mi palacio; de esta manera la verdad será enaltecida en mi mansión y el derecho reinará sobre mi país.

Virata dobló la rodilla ante el rey en señal de agradecimiento. El rey le hizo subir a uno de los elefantes de su séquito y se encaminaron todos a la ciudad de las veintiséis torres, cuyo júbilo llegó hasta ellos como un tempestuoso mar.

 

CAPÍTULO II

Desde la salida hasta la puesta del Sol administró Virata justicia en nombre del rey, en lo alto de la escalinata de mármol rosado, a la sombra del palacio. Sus palabras, como una balanza, fluctuaban largo tiempo hasta que se les ponía un peso. Su mirada penetraba clarividente en el alma de los culpables, y sus preguntas se hundían muy adentro, en lo más profundo de la maldad, como un tejón en la oscuridad de la tierra.

Sus palabras eran rudas y jamás dejaba caer la sentencia en el mismo día. Siempre ponía el frío espacio de la noche entre el interrogatorio y el fallo. Durante largas horas, hasta la salida del Sol, sus familiares le oían ir y venir intranquilo por la terraza de la casa, meditando sobre la justicia y la injusticia.

Antes de decidirse a dictar una sentencia hundía su frente y sus manos en el agua clara y fresca, para que sus palabras estuviesen limpias del calor de la pasión. Y, cuando había hablado, preguntaba siempre a los condenados si les parecía que se había cometido algún error. Ellos besaban entonces el escalón de mármol rosado y se alejaban con la cabeza inclinada, como si hubiesen oído la palabra de Dios.

Y es que Virata jamás habló como un mensajero de la muerte, no impuso jamás esta pena ni aun a los más culpables. Recordaba su involuntario crimen y aborrecía la sangre.

La lluvia acabó, pues, lavando las negras piedras que habían goteado sangre, los pilones que se hallaban en torno de la fuente milenaria de Rajputah y sobre los cuales el verdugo hacía inclinar las cabezas de los reos para cercenarlas. Virata mandaba encerrar a los miserables condenados a prisión en las lóbregas cárceles de piedra, o los enviaba al campo a cortar piedras para las paredes de los jardines, o a los molinos de arroz, junto al río, donde debían empujar las muelas en compañía de los viejos elefantes.

De este modo honraba la vida y los hombres le honraban a él, pues jamás se veía injusticia en sus sentencias, negligencia en sus preguntas ni ira en sus palabras.

Desde muy lejos del país acudían los campesinos, en carros tirados por búfalos, con objeto de que él allanase sus diferencias. Los sacerdotes temían sus discursos y el rey sus consejos. Su fama crecía como el joven bambú en el agua, recto y grácil, en una noche. Los hombres habían olvidado aquel sobrenombre que le dieran de Rayo de la Espada, y en todas las comarcas era conocido con el nombre de Rajputah, el de la Fuente de la Justicia.

Al sexto año de administrar justicia en la escalinata de mármol rosado del palacio real, compareció ante Virata un joven delincuente que pertenecía a la raza de los Kazar, raza salvaje que adoraba a los ídolos de piedra. Sus pies estaban ensangrentados a causa de largos días de caminata, y fuertes cuerdas ligaban estrechamente sus brazos. Los que le llevaban prisionero, dando muestras de gran furor, con los ojos brillantes de cólera bajo las oscuras cejas, le hicieron avanzar hacia la escalinata y le obligaron a ponerse de rodillas delante del juez. Luego todos se inclinaron a su vez con las manos en alto, pidiendo justicia.

Virata miró sorprendido a los extranjeros.

-¿Quiénes sois, hermanos -les preguntó -y quién es ese que comparece atado ante mí? Parece que venís de muy lejos.

El más anciano de ellos se inclinó entonces profundamente y dijo: -Somos campesinos, señor, pacíficos habitantes del Oeste. Y éste que comparece atado es un monstruo que dio muerte a más hombres que dedos tiene en las manos. Pretendía a la hija de un honrado vecino de nuestro pueblo; pero como es un devorador de perros y un asesino de vacas, el padre se negó a concedérsela como mujer, dándola en cambio como esposa a un honrado comerciante. Entonces este monstruo, lleno de ira, se metió como un lobo en nuestro rebaño y por la noche asesinó al padre y a sus tres hijos y, no satisfecha su ira con esto, siempre que uno de los pastores de su víctima salía por la noche para conducir el ganado a los pastos de la montaña, le asesinaba también. De esta manera ha dado muerte a once hombres de nuestro pueblo, hasta que todos nosotros nos reunimos y salimos a cazarle como una fiera. Y aquí le traemos para que tú hagas justicia y nos libres de ese monstruo.

Virata clavó la mirada en el hombre que permanecía inmóvil, arrodillado a sus pies, con los miembros fuertemente atados con cuerdas.

- ¿Es verdad lo que esos me dicen? - le preguntó.

-¿Quién eres? -preguntó a la vez el acusado- ¿Eres el Rey? - Soy Virata, su siervo, y el siervo de la ley. Para expiar mis culpas cuido de las culpa y me esfuerzo en distinguir lo verdadero de lo falso.

El acusado permaneció un espacio silencioso. Luego le miró con angustiosa mirada y le dijo: -¿Cómo puedes tú saber, por lo que te dicen, lo que es verdad y lo que es falso? ¿Cómo puedes ser sabio si tu sabiduría se fía tan sólo en las palabras de los hombres? -De tus palabras puedo yo sacar mi respuesta, por tus palabras puedo yo conocer la verdad.

El acusado le lanzó una mirada despreciativa.

-Yo no tengo nada que ver con esos. Y tú, ¿cómo puedes pretender saber lo que he hecho, si yo mismo no sé lo que mis manos hacen cuando se apodera de mi alma la ira? Yo he hecho justicia al hombre que ha vendido una mujer por dinero, he hecho justicia a sus hijos y a sus siervos. Ellos reclaman contra mí. Yo les desprecio y desprecio también sus palabras.

Al oír esto, la ira se apoderó de todos los que le acompañaban y comenzaron a gritar reclamando justicia contra aquel que, incluso, injuriaba al juez. Uno de ellos, lleno de furia, levantó el bastón para asestarle un golpe, pero Virata dominó con un gesto su furia y con voz tranquila volvió a interrogar a todos. Cuando recibía una contestación de los demandantes, se dirigía al prisionero y le interrogaba a su vez sobre aquella declaración.

Entonces el acusado apretaba los dientes. sonreía con malvada sonrisa y repetía: -¿Cómo intentas saber la verdad valiéndote de las palabras de los demás? El sol del mediodía brillaba ya sobre sus cabezas cuando Virata dic por terminado el interrogatorio. Se puso en pie y, según su costumbre, manifestó que no dictaría la sentencia hasta el día siguiente. Al oír esto, los demandantes elevaron las manos sobre sus cabezas.

-Señor -dijeron -, hemos viajado durante siete días en busca de tu dictado y necesitamos otros siete días para regresar a nuestro país. No podemos esperar hasta mañana. Nuestro ganado estará ya sediento, sin nadie que le conduzca a los abrevaderos, y los campos exigen nuestra labor. Señor, esperamos ahora tu sentencia.

Entonces Virata se volvió a sentar en el escalón y permaneció meditando largo rato. Su rostro reflejaba un gran cansancio, su espalda se inclinaba como abrumada por un enorme peso. Jamás le había acontecido el tener que dictar una sentencia en el mismo día, sin haber meditado antes profundamente sus palabras. Durante largo rato permaneció inmóvil, en silencio. Las sombras de la noche iban ya llegando lentamente.

Al fin se puso en pie y se dirigió a la fuente para refrescar en ella su rostro y sus manos, para que de esta manera su palabra estuviese limpia del calor de la pasión.

Luego dijo: -¡Que mis palabras estén inspiradas por el único deseo de la justicia! Sobre este hombre pesa la pena de muerte, puesto que ha arrancado violentamente la vida a once hombres. Durante un año madura la vida de un hombre encerrada en el regazo de la madre, así éste estará encerrado un año en la oscuridad de la tierra por cada hombre que él ha matado. Y, como ha derramado once veces la sangre de los hombres, once veces al año será azotado hasta que la sangre salte de su piel, para que de esta manera pague la cuenta de su maldad. Pero no quiero que se le quite la vida, pues la vida es de los dioses y el hombre no puede disponer de lo que es de los dioses. Si mi sentencia es justa, esta justicia será mi mayor recompensa.

Después de estas palabras, Virata se sentó pesadamente en el escalón y los demandantes besaron el peldaño rosado en señal de respeto.

El condenado clavó entonces su negra mirada en el juez.

Virata le dijo: -Te pedí con dulzura que me ayudases contra tus acusadores, pero tus labios han permanecido cerrados. Si hay un error en mi sentencia, reclama ahora ante el eterno Dios, no ante mí, reclama ante tu silencio.

Yo quería ser benigno contigo.

El condenado exclamó, entonces: -Yo no quiero tu dulzura ni creo en ella. ¿Qué clase de benignidad es la tuya que me arranca de un golpe la vida? -Yo no te he condenado a muerte.

-Tú haces más que quitarme la vida, me privas de ella con ferocidad.

¿Por qué no me condenas a muerte? He matado hombre tras hombre y tú, en cambio, me dejas abandonado como una carroña en la oscuridad de la tierra, porque tu corazón es cobarde ante la sangre y en tu espíritu no hay fuerza. Tu ley es arbitraria. Tu sentencia no es sentencia, es tortura. Mátame, puesto que he matado.

-Ya te he juzgado y sentenciado.

-¿Dónde está la medida de tu sentencia? ¿Qué medida tienes, juez, para medir? ¿Quién te ha azotado a ti para que sepas lo que significa el látigo? ¿Cómo puedes contar los años como si lo mismo fuesen tus horas pasadas a la luz que las horas pasadas en la oscuridad de la tierra? ¿Has estado alguna vez en la cárcel para que puedas darte cuenta de las primaveras que arrancas a mi vida? ¡Eres un ignorante, no un juez! Solamente aquel que interviene en la batalla sabe de ella, no aquel que la dirige desde lejos. Únicamente quien ha experimentado el sufrimiento puede medir el sufrimiento. Sólo el culpable puede medir tu orgullo para castigarle. Tú eres el más culpable de todos. Yo me he visto cegado y arrebatado por la pasión de mi vida, por la angustia de mi miseria; pero tú dispones a sangre fría de mi vida, me mides con una medida que tu mano no tiene y con un peso que tu mano no ha sostenido nunca. Estás en la silla de la justicia, pero no puedes sentarte en ella como un juez. ¡Mides con la medida de la arbitrariedad! ¡Márchate de la silla de la justicia, ignorante juez, y no juzgues a los hombres vivos con la muerte de tus palabras! Los labios del condenado estaban pálidos de odio, y los demás, al oírle, cayeron furiosamente sobre él. Pero Virata los separó con su autoridad, se inclinó hacia el condenado y le dijo en voz baja: -No puedo romper la sentencia que ha sido dictada en este escalón. Es muy posible que tú hayas sido también un juez.

Después de esto, Virata se alejó a toda prisa, y los demás se apresuraron a cargar con cadenas al sentenciado. Virata volvió la vista atrás y vio los ojos del condenado fijos en él, llenos de una malvada luz, y sintió entonces que aquella mirada se hundía profundamente en su corazón; le pareció, en aquel momento, que eran los ojos de su hermano muerto los que le miraban, de aquel hermano que había dejado tendido ante la tienda de campaña del rival del rey.

Durante la noche, Virata permaneció sin decir palabra alguna. La mirada de aquel extranjero permanecía clavada en su alma, como una ardiente brasa.

Sus familiares le oyeron durante la noche, hora tras hora, ir y venir por la terraza de su casa, hasta que la aurora resplandeció rosada entre las palmas.

 

CAPÍTULO III

Al amanecer se bañó Virata en el sagrado estanque del templo, hizo después sus plegarias vuelto hacia el Oeste y luego entró en su casa para ponerse la amarilla veste de gala. Los suyos se sorprendieron al verle vestido con el traje de ceremonia, pero no se atrevieron a preguntarle nada.

Virata se encaminó al palacio del rey, que estaba siempre abierto para él a cualquier hora del día o de la noche. Virata se inclinó profundamente ante el monarca y tocó el borde de su vestido en señal de que deseaba hacerle una petición.

El rey le miró con ojos tranquilos y dijo: -Tu deseo ha tocado el borde de mi vestido. Antes de que la formules en palabras, tu petición ya está concedida.

Virata volvió a inclinarse profundamente y dijo las siguientes palabras: -Tú me pusiste en el sitio del más alto de tus jueces. Durante siete años he administrado justicia en tu nombre, y después de todo ese tiempo aún no he conseguido saber con certeza si la administro bien. Te ruego que me concedas una luna de completo descanso para que, durante este tiempo, pueda buscar el camino de la verdad. Concédeme que siga ese camino lejos de ti y de los demás. Mi único deseo es obrar sin injusticia y vivir sin culpa.

El rey respondió, sorprendido: -Falto de justicia quedará mi reino hasta que vuelva a nacer la luna nueva. No quiero preguntarte el camino que quieres seguir. Que él pueda conducirte a la verdad.

Virata besó el suelo en señal de agradecimiento, hizo una nueva inclinación y se marchó.

 

CAPÍTULO IV

Al anochecer, entró Virata en su casa y llamó a su mujer y a sus hijos.

-Por espacio de una luna -les dijo - no me veréis. Despedíos de mí y no me preguntéis nada.

La mujer le miró llena de zozobra, los hijos le miraron dulcemente.

Virata los besó en la frente y les dijo: -Recluíos ahora en vuestras habitaciones. Que nadie me siga ni intente saber adónde voy cuando haya salido de casa. No intentéis saber nada de mí hasta que aparezca en el cielo la luna nueva.

La mujer y los hijos inclinaron la cabeza y se fueron en silencio.

Virata se quitó el vestido de gala y se puso una negra veste. Rezó algún tiempo ante la milenaria imagen de Dios, cogió unos manuscritos de hoja de palmera y los arrolló y cerró como una carta. Luego abandonó la casa, sumida en la oscuridad, y, saliendo a las afueras de la ciudad.

se encaminó hacia las rocas donde se hallaban abiertas las profundas cuevas que servían de cárcel a los condenados.

Al llegar allí llamó con recios golpes a la puerta, hasta que el carcelero, dormido sobre una estera, se despertó sobresaltado y acudió a ver quién era el que así llamaba.

Entonces Virata le dijo: -Soy Virata, el supremo juez. Vengo a ver al prisionero que fue encerrado ayer en la cueva.

-Está encerrado en la más profundo, señor -manifestó el carcelero-, en lo más hondo de la oscuridad de la cueva. ¿He de conducirte hasta allí, señor? -Conozco el camino. Dame la llave y vuélvete a descansar. Por la mañana encontrarás la llave junto a la puerta. No digas a nadie que me has visto.

El carcelero se inclinó ante Virata, le entregó la llave y le ofreció una luz. Luego, como se le había ordenado, fue a tenderse de nuevo sobre la estera.

Virata abrió la puerta de cobre que cerraba la oquedad de la roca y se hundió en las profundidades de la cárcel.

Hacía ya más de cien años que los reyes Rajputabs habían comenzado a encerrar allí a sus prisioneros. Los condenados debían trabajar hendiendo, día por día, nuevos agujeros en la entraña de la tierra, abrir nuevas guaridas en el frío y duro granito para que sirviesen de cubil a los nuevos condenados que iban llegando a la cárcel.

Antes de cerrar de nuevo la puerta, Virata lanzó una última mirada al espacio celeste, cuajado de blancas y temblorosas estrellas; luego cerró la puerta y quedó sumido en la más profunda y temerosa oscuridad. Al golpetazo de la puerta la llama de su lámpara se estremeció como un animal moribundo. A través de la puerta se oía aún el blando susurro del viento en los árboles y la alegre gritería de los monos.

En la primera cueva se oía todavía ese rumor perdido a lo lejos. En la segunda cueva reinaba ya el terrible silencio, como en el fondo del mar debajo del inmóvil y frío espejo del agua. Por las rocosas paredes resbalaban lágrimas de humedad, no se respiraba ya el puro aire de la superficie y, a medida que Virata iba andando, sus pasos resonaban en la inmensa frialdad del silencio.

En el quinto agujero, el más profundo bajo la tierra, muy por debajo de la superficie donde las cimbreantes palmeras elevaban su gracia hacia el cielo, se hallaba la celda del condenado. Virata entró en aquel antro y elevó la lámpara sobre su cabeza. Oscuras masas de sombras se confundían al incierto resplandor de la luz.

Se oyó el rechinar de una cadena. Virata se inclinó sobre el ser que yacía en el suelo.

-¿Me reconoces ? -le preguntó.

-Te conozco. Tú eres aquel que, sentado entre los grandes señores, decidiste mi suerte.

-Yo no soy ningún señor. Sólo soy un servidor del rey y de la Justicia.

He venido para servir a ésta.

El prisionero elevó sus sombríos ojos y los clavó en el rostro del juez.

-¿Qué quieres de mí? Virata permaneció largo tiempo silencioso. Luego dijo: -Yo te hice daño con mis palabras, pero tú también me hiciste daño con las tuyas. Yo no sé si mi sentencia ha sido justa, pero sí sé que en tus palabras estaba la verdad. No se puede medir con una medida que uno no conoce. Yo he sido un ignorante y quiero convertirme en un sabio.

He condenado a muchos cientos de hombres a esta pavorosa cárcel y no sé nada de la cárcel. Quiero orientarme y aprender a ser justo. Quiero que, al morirme, no haya culpa en mi alma.

El condenado le miraba sorprendido y, de cuando en cuando, sus cadenas sonaban suavemente.

-Quiero saber lo que es la pena que tú sufres; quiero que mi cuerpo conozca la mordedura del látigo, lo que son las horas de prisión para el alma de un prisionero. Por espacio de una luna quiero permanecer en tu lugar; quiero saber y pagar con esa experiencia mi culpa. Después podré dictar mis sentencias con pleno conocimiento de su peso y de su crueldad. Entre tanto permanecerás libre. Te daré la llave que te conducirá a la luz, serás libre durante el espacio de una luna.

Prométeme que luego volverás a buscarme a esta oscuridad donde se habrá hecho la luz en mi sabiduría.

El prisionero se puso vivamente en pie, las cadenas pendían a lo largo de su cuerpo.

-Júrame -continuó diciendo Virata-, por la despiadada diosa de la venganza, que volverás. Si lo juras te daré la llave y mis propios vestidos. Dejarás la llave cerca de la yácija del carcelero y podrás marcharte libremente. Tu juramento te ligará al dios milenario y, cuando la Luna esté a punto de terminar su círculo, irás a ver al rey y le entregarás este manuscrito para que él quede informado de lo ocurrido y disponga según sea de justicia. ¿Juras ante el dios multiforme cumplir lo que te ordeno? -Lo juro -respondió el prisionero, con voz que el temor hacía temblorosa.

Virata le quitó las cadenas y IEE puso su propio vestido sobre los hombros.

-Aquí está mi vestido. Dame el tuyo. Cúbrete el rostro para que ningún guardián pueda reconocerte. Toma ahora estas tijeras y córtame el cabello y la barba para que yo tampoco pueda ser reconocido por nadie.

El prisionero tomó las tijeras y, temblando, las metió entre los cabellos del juez. Su mirada era suplicante, pero comenzó a cortar como se le había ordenado. De pronto arrojó las tijeras al suelo y exclamó con voz estridente: -Señor, no puedo soportar que tú sufras por mí. Yo he matado, he derramado sangre con mi despiadada mano. Tu sentencia era justa.

-No puedes volverte atrás, puesto que has jurado. Ni yo tampoco, pues dentro de mí ha nacido la luz. Márchate como has prometido, y el día de la luna nueva preséntate al rey, que él me liberará. Entonces habrá nacido en mí la sabiduría, sabré lo que debo hacer con respecto a ti y mi palabra estará libre de injusticia. Márchate.

El prisionero se inclinó y besó la tierra.

Pesadamente chirrió la puerta en la oscuridad. Una vez más saltó la llama de la lámpara como un animal moribundo. Luego la noche se precipitó sobre el tiempo.

 

CAPÍTULO V

Al día siguiente, por la mañana, Virata fue conducido por los carceleros al campo que se hallaba situado delante de la puerta de la ciudad y allí le azotaron, en cumplimiento de la sentencia dictada por el juez. Nadie le había reconocido.

Cuando el látigo mordió por primera vez su espalda desnuda, Virata lanzó un grito; luego apretó fuertemente los dientes. Pero cuando hubo recibido veintisiete golpes sintió que se le nublaba la vista y perdió el sentido. Entonces se le llevaron otra vez al calabozo, como si fuese un animal muerto.

Al volver en sí, Virata se encontró de nuevo encerrado en la oscuridad.

Las heridas abiertas en su espalda le quemaban como fuego. Sintió, sin embargo, en su frente una dulce frescura y respiró un suave perfume de hierbas silvestres. Una mano se había posado sobre sus cabellos y aquella caricia parecía que aliviaba sus sufrimientos. Lentamente abrió los ojos y miró en torno. La mujer del carcelero estaba junto a él y humedecía su frente. Virata la contempló sorprendido y vio que la estrella de la compasión brillaba en los ojos de la mujer. A través de las torturas de su cuerpo, Virata comprendió entonces el sentido del sufrimiento y el inmenso poderío del bien. Dulcemente floreció en sus labios una sonrisa y ya no se dic cuenta de sus padecimientos.

Al día siguiente Virata pudo levantarse de su yácija y tocar con sus manos las paredes del calabozo. Sentía como si un mundo nuevo hubiese nacido en él, y cuando, al tercer día, se cicatrizaron sus heridas, sintió que la fuerza volvía a su espíritu y a su cuerpo. Entonces permanecía largas horas sentado, lleno de tranquilidad. Por las negras paredes resbalaban las gotas de agua, lentamente, a lo largo del tiempo, rompiendo de cuando en cuando el profundo silencio al caer sobre el suelo, como marcando pequeñas partículas de aquel tiempo infinito que estaba compuesto de miles y miles de días, que resbalaba día y noche, impasible, desde los más remotos tiempos de la humanidad antigua.

Dentro de él reinaba también el silencio, una profunda oscuridad reinaba en su sangre; pero la sangre circulaba emanando recuerdos, corriendo como una fuente mansa alimentando el tranquilo estanque del pasado, sin oleajes, lleno de una infinita claridad, donde se reflejaban límpidas imágenes a cuya contemplación su corazón permanecía suspenso. Jamás había sentido su espíritu tan clarividente como en aquella contemplación del espectáculo de las lejanías hundidas en el pasado.

En aquella oscuridad, la mirada de Virata era de clarividente, los recuerdos se alzaban ante él y precisaban sus formas. El suave placer de la contemplación limpia de deseos se cernía sobre el resplandor de los recuerdos, que se transfiguraban en mil formas, que se entremezclaban, como los dispersos guijarros de la prisión bajo las manos acariciadoras del prisionero.

Entonces Virata evocaba la milenaria imagen del dios de la fuerza y se sentía liberado de la servidumbre de la voluntad, muerto entre los vivos y vivo en la muerte. Toda la angustia del pasado había desaparecido y se sumergía en el suave deseo de la liberación de su cuerpo. Le parecía que a cada momento se hundía más profundamente en la oscuridad, como una negra raíz, como una piedra tan sólo, reposando fríamente impasible en la ignorancia del ser.

Durante dieciocho noches permaneció Virata sumido en su contemplación, libre de las espinas de la vida. La bienaventuranza resplandecía en torno suyo, comprendía que había cumplido su expiación; su culpa y su fatalidad eran sólo como un sueño en el despertar de la sabiduría eterna.

A la decimonona noche se sintió de pronto conmovido por un repentino pensamiento, le pareció como si una ardiente aguja le traspasase el cerebro. El espanto sacudió entonces su cuerpo y sus dedos comenzaron a temblar en sus manos como las hojas en una rama. El hombre al que había condenado podía ser infiel a su juramento, olvidarle, y él entonces tendría que permanecer allí miles y miles de días hasta que su carne se desprendiese de sus huesos y cayese al suelo y la lengua se le secase en el eterno silencio.

La voluntad, el ansia de vivir, saltó entonces dentro de él como una pantera; se desencadenó en su espíritu una tempestad de angustia, de confusión y de esperanzas. Ya no podía pensar en el milenario dios de las mil formas, sino únicamente en sí mismo. Sus ojos se sentían hambrientos de luz; sus piernas chocaban contra las duras piedras, querían andar, ir lejos, saltar y correr. Con toda el ansia desesperada de sus sentidos pensaba en su mujer, en sus hijos, en las riquezas del mundo, y su sangre hervía.

Desde este día, sus recuerdos se ensombrecieron, se alzaron como enemigos contra él, fueron como una tempestad que le envolvía. Y él los buscaba, deseaba que los recuerdos le arrebatasen como una hoja muerta hacia las resplandecientes horas pasadas en la libertad; que el tiempo corriese y le acercase a la ansiada hora de la liberación. Pero en torno suyo reinaba tan sólo el silencio, y en el gran naufragio era como un nadador que luchaba y luchaba horas enteras. Las gotas de agua que resbalaban por las paredes le parecía que iban cayendo en un tiempo eterno, sin fin. Desesperado, se alzaba de su yácija y saltaba de un lado a otro, en la cueva llena de silencio; alocadamente giraba como una peonza entre las paredes. Insultaba a las piedras, maldecía a los dioses y al rey, con sus ensangrentadas uñas arañaba las rocas, y daba golpes con el cráneo contra la puerta hasta que caía sin sentido al suelo. Luego volvía en sí, despertaba, y como una rata rabiosa corría por todos los ángulos de su celda.

Desde este día hasta la luna nueva se consumió Virata en su encierro.

Rechazaba la comida miserable que le llevaba el carcelero. No pensaba en nada; sus labios iban contando mecánicamente las gotas de agua que caían en el tiempo sin fin, intentando distinguir un día de otro día, hasta que de pronto la cabeza se inclinaba sobre su pecho pajo el pesado martillazo del sueño.

A los veintitrés días Virata oyó ruido más allá de la puerta de su calabozo. Luego volvió a reinar el silencio. Después se oyeron pasos, la puerta se abrió, una luz resplandeciente cegó sus ojos. Delante de aquel ser enterrado en la oscuridad se hallaba el rey.

El rey abrazó amorosamente a Virata y le dijo: -Me he enterado de tu acción, que es la más grande de todas las que se rememoran en los escritos de los antepasados. Como una estrella, resplandece muy alta sobre la mezquindad de nuestra existencia. Sal afuera para que el fuego de Dios te ilumine y los ojos puros del pueblo puedan contemplar a un hombre justo.

Virata apartó sus manos de los ojos, pues la luz le había herido como un aguijón, dejándole tan sólo ver la púrpura de su sangre. Se puso en pie como un beodo y los siervos tuvieron que sostenerle. Luego, una vez más sereno, dijo al rey: -Tú, rey, me has dado el nombre de justo; pero yo sé que todo aquel que habla de justicia, que quiere hacer justicia, obra injustamente y se llena de culpa. En estas profundidades hay multitud de hombres que sufren con injusticia a causa de mi palabra. Sé ahora lo que les he hecho sufrir y sé que no podré pagar sus sufrimientos. Te ruego que los mandes poner en libertad antes de que yo salga.

El rey ordenó que se liberase a los prisioneros. Luego dijo a Virata: -Te sentabas en la escalinata de mi palacio para administrar justicia como el más alto juez. Ahora eres un sabio, un caballero aleccionado en la caballería de los sufrimientos; ahora, por lo tanto, debes sentarte a mi lado para que yo pueda oír tus palabras y yo mismo llegue a ser sabio con tus conocimientos sobre justicia.

Virata abrazó las rodillas del rey en deseo de hacerle una petición: -Déjame libre de mis cargas; yo ya no puedo administrar justicia, pues sé que nadie puede ser juez, que es a Dios a quien corresponde castigar y no a los hombres. El hombre que señala el destino a los otros hombres cae en pecado y yo quiero vivir sin culpa.

-Sea así -respondió el rey-; no serás juez, sino consejero mío. Me aconsejarás en la guerra y en la paz, sobre la justicia de los impuestos y gabelas, y así no me equivocaré en mis resoluciones.

Otra vez Virata abrazó las rodillas del rey: -No me des poder, pues el poder excita a la acción y cualquier acción puede ser justa o no serlo respecto a su fin. Si te aconsejase la guerra, sembraría entonces la muerte. Solamente puede ser justo aquel que no tiene parte en ninguna obra y vive solo. Jamás he estado más cerca de la sabiduría que ahora que he vivido aislado, sin la palabra de los hombres. Déjame vivir pacíficamente en mi casa, sin más obligación que la del sacrificio a los dioses. De este modo estaré limpio de culpa.

El rey le dijo entonces, contrariado: -¿Cómo es posible contradecir a un sabio? No está permitido torcer la voluntad de un justo. Vive, pues, según tu voluntad. Será una honra para mi Imperio el que dentro de sus límites viva un ser liberado de toda culpa.

Una vez fuera de la cárcel, Virata se despidió del rey. Sentía su espíritu liberado, regresaba a su hogar tranquilo, sin preocupaciones de una pesada obligación.

Detrás de sí oyó Virata un rumor de pasos de pies desnudos. Se volvió y pudo ver al condenado cuyo suplicio había sufrido él. Aquel hombre iba besando las huellas que dejaban en el polvo las sandalias de Virata.

Luego desapareció.

Entonces floreció una sonrisa en los labios de Virata, una sonrisa que no había vuelto a nacer en sus labios desde aquel día en que los aterrados ojos del hermano muerto se habían clavado en él.

Virata entró lleno de alegría en su casa.

 

CAPÍTULO VI

En su casa vivió Virata días llenos de luz. Al despertarse elevaba una plegaria de agradecimiento por ver la claridad del cielo en vez de las tinieblas, por contemplar los colores y sentir el perfume de la tierra y la clara música de la mañana.

Cada día era para él como un maravilloso regalo, y sentía su propia vida dentro de sí como un prodigio, lo mismo que la dulce vida de su mujer, la fuerte vida de sus hijos. Comprendía que sobre todo el Universo se derramaba la bendición del dios milenario, y entonces Virata se sentía lleno de noble orgullo al pensar que jamás causaría más daño a sus hermanos, que jamás se movería como el enemigo de una de las mil formas del dios invisible.

Durante todo el día leía los libros que contienen la sabiduría y profundizaba en las formas de la devoción, concentrando su espíritu en el deseo del bien a los pobres.

Su espíritu permanecía sereno, su palabra era dulce y los suyos le amaban como jamás le habían amado.

Era la ayuda de los pobres y el consuelo de los desgraciados. Ya no era conocido con los nombres de Rayo de la Espada ni Fuente de la Justicia; todos le conocían con el nombre de Fecundo Campo de los Consejos, y a él acudían para que dirimiese las diferencias y dificultades, no como juez, sino como hombre de bondadosas palabras.

Virata se sentía entonces feliz, pues sabía que un consejo era mejor que una orden y una avenencia mejor que una sentencia.

No sentenciaba a los hombres, los ayudaba, y comprendía que su propia vida se había limpiado de toda culpa.

Así llegó a la mitad de su existencia con espíritu clarividente, y así pasaban para él los años uno tras otro, semejantes a un solo y claro día.

Su espíritu se iba haciendo cada vez más puro. Cuando acudían a él para que dirimiese alguna diferencia, para que hiciese nacer la paz entre dos contendientes, su espíritu apenas podía comprender que hubiese tanta injusticia sobre la Tierra y que los hombres luchasen entre sí movidos por los celos o por el amor propio, como si todos no disfrutasen por igual de la vida y de los puros goces de la existencia. A nadie envidiaba y de nadie era envidiado. Su casa se elevaba como una isla de paz en medio del tumulto de la vida de los hombres, lejos del torrente de las pasiones y de la tempestad de los deseos.

Una tarde, al sexto año de su vida de paz, Virata se sintió arrebatado de su contemplación al oír una gran gritería y ruido de golpes. Salió corriendo de su estancia y vio que sus hijos azotaban despiadadamente a un esclavo que se hallaba ante ellos de rodillas. El látigo mordía las espaldas desnudas de aquel hombre hasta hacerle saltar la sangre.

Los ojos del esclavo, desorbitados por el terror, se clavaron en Virata y éste sintió en el fondo de su alma los ojos de su hermano muerto que le miraban. Se interpuso entre el esclavo y sus hijos y preguntó qué era lo que había sucedido.

Pudo comprender, por las frases entrecortadas de sus hijos, que le hablaban al mismo tiempo interrumpiéndose unos a otros, que aquel esclavo, que estaba encargado de transportar agua en grandes cubos, desde la fuente a la casa, muchas veces, en el ardor del mediodía, agotado por el cansancio, se retrasaba en su trabajo, y que el día anterior, después de haber sido castigado por su holgazanería, se había escapado.

Los hijos de Virata habían montado a caballo y habían salido en su persecución, consiguiendo cogerle más allá del río, cerca del pueblo.

Entonces le habían atado con una cuerda a la silla de sus caballos y, medio arrastrándole y medio corriendo, con los pies destrozados por las piedras, le habían traído prisionero, y no bastándoles este suplicio le azotaban ahora despiadadamente, para que su castigo sirviese de ejemplo a los demás esclavos, que contemplaban el suplicio temblándoles de miedo las rodillas, hasta que Virata había llegado para interrumpir el castigo.

Virata miró fijamente al esclavo. La arena, en tomo suyo, se veía salpicada de sangre. Los ojos de la víctima estaban desmesuradamente abiertos, como los de un perro atormentado, y Virata vio, en la profundidad de aquellos negros ojos llenos de espanto, el mismo terror que él había visto en las eternas noches de su calabozo.

-Dejadle libre -ordenó a sus hijos-, su culpa ya está pagada.

El esclavo besó el polvo junto a los pies de Virata. Y por primera vez mostraron los hijos descontento ante una orden de su padre.

Virata volvió a su celda. Sin saber bien lo que hacía se lavó la cara y las manos, y de pronto se dic cuenta, asustado, de que había obrado como antaño, de que por primera vez había vuelto a proceder como juez y había dictado una sentencia sobre un destino humano. Y por primera vez desde hacía seis años, volvió a pasar toda una noche sin sueño.

Permanecía insomne, echado en la oscuridad, viendo los asustados ojos del esclavo que le contemplaban (tal vez eran los ojos del hermano muerto), y se le aparecía luego el furor de sus hijos. Entonces se preguntaba si éstos habían cometido una injusticia con aquel esclavo.

La sangre había teñido el suelo de su casa, el látigo había flagelado a un ser vivo, y aquel castigo le causaba más sufrimiento, le quemaba mucho más que cuando las colas del látigo le habían mordido como culebras en sus propias espaldas. A ningún hombre libre podía aplicársele esta pena, pues se hallaba bajo la protección especial de las leyes del rey; era aquella una pena para los esclavos. Pero, esa ley del monarca, ¿era también una ley del dios milenario? ¿Era justo que unos hombres viviesen completamente libres y otros pendientes de una voluntad ajena? Virata se levantó de su lecho y encendió la luz, y se puso a investigar en los libros de la sabiduría para encontrar la razón. En ninguna parte pudo hallar su mirada el signo de la diferencia entre un hombre y otro hombre. Sólo halló el orden de las castas y de los estamentos, pero nada había en el sentido del dios milenario que precisase las diferencias de amor entre los hombres. Sediento, procuró beber en la fuente de la sabiduría, pero nada contestaba a su pregunta. Entonces arrojó los libros y apagó la luz.

Una vez las paredes de su estancia desaparecieron en la oscuridad, comprendió Virata el misterio. No era su habitación lo que sus ojos veían, era su propia cárcel, aquella cárcel terrible que él había conocido, y comprendió que la libertad es el más esencial de los derechos del hombre y nadie puede negarla, no sólo por toda una vida, ni siquiera por un año.

Ahora se daba cuenta de que había encerrado a sus esclavos en el estrecho círculo de su propia voluntad, los había encadenado de manera que ninguno de sus pasos pudiese ser jamás libre. La claridad se había hecho en él. Ante aquel pensamiento su pecho respiraba liberado y dentro de su profunda oscuridad se había hecho la luz.

Hasta aquel momento no había comprendido que la culpa estaba en él, que había sometido a los hombres a su voluntad, que los llamaba esclavos contra todo derecho, que los hombres solamente debían obediencia al eterno dios de las mil formas.

Entonces se inclinó para elevar una plegaria: -Te doy las gracias, dios de las mil formas, que un mensajero me envías en cada una de ellas para que me liberen de la culpa, para que esté más cerca del camino de tu voluntad. Haz que pueda comprenderte en los ojos suplicantes del hermano eterno que a todas partes me acompañan y que sufra con sus sentimientos. Así mi vida estará libre de toda culpa.

El rostro de Virata estaba de nuevo lleno de luz. Con puros ojos salió afuera para contemplar la noche y recibir el saludo de las estrellas, y el suave viento de la primavera le acarició en el jardín a la orilla del río.

Cuando el Sol se elevó en el horizonte, se bañó en el sagrado río y luego se dirigió a su casa, donde los suyos se hallaban reunidos para la plegaria matinal.

 

CAPÍTULO VII

Saludó a toda su familia con dulce sonrisa. Ordenó que las mujeres se retirasen a sus habitaciones y luego habló de esta manera a sus hijos: -Vosotros sabéis que, desde hace años, solamente hay una preocupación en mi alma: ser un hombre justo y vivir sin culpa sobre la Tierra. Pero ayer aconteció que la sangre regó el suelo de mi casa, sangre de un ser vivo, de un hombre, y yo quiero liberarme de esa sangre y hacer expiación alejado de la sombra de mi casa. El esclavo que sufrió la pena tan dura debe ser puesto en libertad y desde este mismo momento ir adonde más le plazca, para que de este modo no pueda pedir justicia ante el Supremo Juez contra vosotros y contra mí.

Los hijos permanecieron silenciosos y Virata comprendió que sus palabras habían sido recibidas con hostilidad.

-¿No respondéis a mis palabras? No quiero hacer nada contra vosotros sin antes haberos escuchado.

-Tú quieres dar la libertad a un culpable como premio de su culpa - respondió el hijo mayor-. Tenemos muchos siervos en la casa y uno menos no tiene importancia. Pero todo lo que realizan lo hacen porque están atados con cadenas. Si dejas a ese libre, ¿cómo podrás conseguir que los demás te obedezcan? -Si ellos no quieren obedecerme, debo entonces ponerlos en libertad. No quiero torcer el destino de ningún hombre. Quien dispone de la vida ajena cae en culpa.

-Pero tú te olvidas de la ley -dijo el hijo segundo-. Esos esclavos son de nuestra propiedad como la tierra, los árboles de esa tierra y los frutos de esos árboles. Ellos te sirven y están atados a ti y tú estás atado a ellos. La ley milenaria, nacida en lo más remoto de los tiempos, dice: El esclavo no es dueño de su vida, sino siervo de su señor.

-¡Hay también un derecho de Dios y este derecho es la vida, la vida que él ha creado con el aliento de sus labios. Me has hablado bien, pues yo he estado también ciego y creía estar liberado de mi culpa sin pensar que he dispuesto de la vida ajena durante años. Ahora veo claramente y puedo decir que un justo no puede tratar a los hombres como animales.

Quiero dar a todos la libertad, para que de este modo pueda vivir sin culpa sobre la Tierra.

El furor ensombreció la frente de sus hijos. Y el mayor de ellos respondió: -¿Quién regará las sementeras? ¿Quién cultivará el arroz? ¿Quién conducirá los búfalos al campo? ¿Debemos nosotros convertirnos en esclavos y obedecer a tu voluntad? Tus mismas manos, en tu larga vida, no se han acostumbrado al trabajo y no podrías ahora acostumbrarte a él. El sudor ajeno es el que empleas tú cuando, para poder dormir, te haces abanicar por el siervo. ¿Y tú quieres liberarlos a ellos para que nosotros tengamos que sufrir, nosotros que somos tu propia sangre? ¿Debemos nosotros uncirnos al arado tirado por búfalos y tirar de la cuerda en su lugar para que ellos no sufran? También los búfalos han nacido del aliento del dios de las mil formas. No quieras, padre, cambiar lo estatuido por él. No produce la tierra por sí misma, es necesario que esté sometida a un poderío para que dé frutos. El dominio es la ley que rige bajo las estrellas y no podemos prescindir de él.

-Yo, sin embargo, quiero prescindir del dominio, pues el poder es una infracción del derecho y yo quiero vivir sobre la Tierra sin cometer injusticias.

-El poder abarca todas las cosas, sean hombres o animales o la paciente tierra. Sobre lo que tú eres señor debes ejercer el dominio.

Quien posee está atado al destino de los hombres.

-Yo, sin embargo, quiero liberarme de todo para no caer en culpa. Por lo tanto, os ordeno que pongáis en libertad a los esclavos y que vosotros mismos atendáis a nuestras necesidades.

Los hijos le miraron con ira y apenas pudieron contener sus improperios. Luego dijo el mayor: -Tú has dicho que no quieres torcer el destino de ningún hombre. No quieres mandar sobre tus esclavos para no caer en culpa y, sin embargo, nos mandas a nosotros y quieres cambiar nuestra vida.

¿Dónde está el derecho de Dios y de los hombres? Virata permaneció largo tiempo silencioso. Cuando elevó sus ojos vio que la llama de la codicia ardía en las miradas de sus hijos. Entonces les dijo, lentamente: -Me habéis mostrado lo que es justo. No quiero ejercer mi poder sobre vosotros. Tomad mis bienes y repartíoslos según vuestra voluntad; no quiero tener parte alguna en los bienes ni en la culpa. Habéis hablado acertadamente: quien ejerce el poder priva de libertad a los demás y a su propia alma antes que a todo. Quien quiere vivir sin culpa no puede compartir los bienes, ni puede alimentarse con el trabajo ajeno, ni beber a costa del sudor de otro, ni estar ligado al deseo de la mujer, ni sumirse en la pereza de la hartura. Solamente quien vive solo vive con Dios, solamente quien posee la pobreza lo posee todo. Yo deseo tan sólo estar cerca de Dios en la Tierra, quiero vivir sin culpa. Tomad mi casa y mis bienes y repartíoslos en paz.

Después de decir esto, Virata dejó a sus hijos, que se quedaron profundamente sorprendidos, sintiendo que la codicia ardía dentro de sus cuerpos.

 

CAPÍTULO VIII

Virata se encerró en su estancia y permaneció sordo a todas las llamadas y exhortaciones.

Cuando comenzaron a aparecer las primeras sombras de la noche, se preparó para la larga caminata. Tomó un cayado, un saco, un hacha de trabajo, un puñado de frutas para alimentarse y las hojas de palmera donde se hallaban grabadas las máximas de la sabiduría y de la plegaria. Acortó sus vestidos hasta las rodillas y calladamente abandonó la casa, sin despedirse de su mujer ni de sus hijos, sin preocuparse de todos los bienes que dejaba.

Caminó durante toda la noche para llegar hasta el río donde, después de un amargo despertar, había tirado su espada, y pasó a la otra orilla, que estaba completamente deshabitada y donde la tierra no había sido jamás arañada por el arado.

Al amanecer llegó a un lugar donde se elevaba un árbol gigantesco. El río describía un amplio círculo en torno de aquel lugar, y una multitud de pájaros, armando una gran algarabía, jugueteaban en la ribera sin ningún temor. La claridad resplandecía en la corriente del río y una dulce sombra reinaba bajo la copa del árbol. Una virginal maleza se extendía por aquel paraje y viejos troncos de árboles caídos yacían en el suelo. Virata eligió un pequeño cuadrado en medio del bosque y comenzó a construir allí una choza para vivir en ella alejado de los hombres y de sus culpas.

Durante cinco días trabajó penosamente en la construcción de la choza, pues sus manos no estaban acostumbradas al trabajo. Debía, además, atender a su subsistencia y buscar frutas para alimentarse. La selva era espesa en torno de su choza y tuvo que rodearla de una empalizada para que los hambrientos tigres no le asaltasen en la oscuridad de la noche. Ninguna voz humana llegaba hasta aquel lugar para turbar su espíritu; tranquilos pasaban los días como el agua del río, que manaba siempre nueva de una misteriosa fuente.

Solamente los pájaros acudían allí sin temor a aquel hombre tranquilo, y pronto comenzaron a construir sus nidos en el techo de la choza. El les ofrecía simientes de las grandes flores y de los dulces frutos. Pronto saltaron confiados sobre sus manos, revoloteaban en torno de las palmas cuando los llamaba, y se dejaban acariciar.

Una vez encontró Virata en el bosque a un joven mono que se había roto una pierna y yacía en el suelo lanzando gritos como un chiquillo.

Le llevó a su choza y le atendió cuidadosamente y, una vez curado, el mono no se apartó de él y le sirvió como un esclavo.

Virata era benigno con todos los animales, pero sabía que también los animales ejercen el poder y la maldad como los hombres. Veía cómo los cocodrilos se mordían unos a otros y se perseguían con furor; cómo los pájaros cazadores hundían sus afilados picos en el río y ensartaban cruelmente las pequeñas culebras. La ininterrumpida cadena de la destrucción que la enemiga diosa había enroscado en torno del mundo aparecía ante sus ojos, imponía su derecho, y contra ella nada podía la sabiduría.

Durante un año, durante muchas lunas, no vio jamás a un hombre.

Una vez aconteció que un cazador, que seguía el rastro de un elefante, llegó hasta el otro lado del río.

Entonces aquel cazador pudo contemplar un espectáculo insospechado: Envuelto en el amarillo resplandor de la tarde, se hallaba sentado, ante una pequeña choza, un anciano de larga barba blanca. Los pájaros se posaban pacíficamente en sus cabellos; y un mono, lanzando alegres chillidos, llevaba bayas y nueces junto a sus pies. Aquel hombre elevó la mirada hacia la copa de los árboles, allí donde los papagayos azules dejaban oír su gritería, alzó una mano y una nube azul de pájaros fue a posarse inmediatamente sobre ella.

El cazador creyó entonces que se hallaba ante la visión de un santo, tal como se describen esas visiones: Los animales hablan con él en el lenguaje de los hombres, y las flores se abren en la huella de sus pasos.

Puede encender las estrellas con el soplo de sus labios y hacer resplandecer la Luna con el aliento de su boca.

Y el cazador abandonó su caza y regresó corriendo a la ciudad para referir la aparición.

Al día siguiente se había difundido ya la noticia por toda la orilla opuesta del río; todos corrieron para contemplar la maravilla, hasta que uno de ellos reconoció a Virata, a aquel que había abandonado su patria, su casa y sus tierras, para vivir una vida de pureza.

Pronto llegó la noticia hasta el rey, que no había olvidado a aquel súbdito leal. Mandó inmediatamente que fuese armada una barca con sus mejores remeros. La barca remontó rápidamente la corriente del río hasta el lugar donde se hallaba la choza de Virata y, acercándose entonces a la orilla, los remeros tendieron sobre el suelo una amplia alfombra bajo los pies del rey, hasta donde se hallaba el anciano.

Hacía un año y seis lunas que Virata no había oído la voz de los hombres. Quedó espantado y sorprendido a la vista de su visitante, olvidando la reverencia de los vasallos.

-Bien venido seas, rey mío.

El rey le dijo entonces: Hace años que te permití que siguieses tu camino según tu voluntad.

Ahora he venido para contemplar cómo vive un justo y aprender con su ejemplo.

Virata hizo una profunda inclinación y respondió: -Mi único deseo es vivir apartado de los hombres y permanecer limpio de toda culpa. Solamente la soledad puede aleccionarnos. No sé si es sabiduría lo que hago, sólo sé que siento una gran felicidad. No tengo nada que aconsejar ni nada que aprender. La sabiduría del solitario es muy distinta de la sabiduría del mundo. El estado de contemplación es muy distinto del estado de acción.

-Pero solamente el contemplar cómo vive un justo es una lección - respondió el rey-. Con sólo contemplar tu mirada me siento lleno de bienestar y de paz. No quiero turbar más tu tranquilidad.

Virata se inclinó profundamente otra vez. Y el rey le dijo entonces: -¿Puedo satisfacer alguno de tus deseos en mi Imperio? ¿Quieres que lleve alguna palabra a los tuyos? -Ya no hay nada mío, mi rey, sobre esta Tierra. He olvidado ya que en otro tiempo tenía una casa entre las otras casas y unos hijos entre los otros hijos. El que no tiene patria, tiene el mundo; el que lo ha abandonado todo, tiene el más grande de los bienes; el que vive sin culpa, tiene la paz. No tengo ningún deseo; solamente quiero permanecer sin culpa sobre la Tierra.

-Entonces acuérdate de mí en tus plegarias.

-Doy gracias a Dios y también a ti y a todos los de esta tierra, pues ellos son una parte de Dios y de su espíritu.

Virata hizo una reverencia. La barca del rey se alejó llevada por la corriente, y durante muchas lunas el solitario no volvió a oír la voz de los hombres.

 

CAPÍTULO IX

Una vez más la fama de Virata extendió sus alas y voló como un halcón blanco sobre la tierra. Hasta los más alejados pueblos y las más apartadas chozas de los pescadores llegó la fama de aquel que había abandonado su casa y sus bienes para vivir la verdadera vida de devoción, y los hombres dieron a aquel ser temeroso de Dios los cuatro nombres de la Virtud: le llamaron Estrella de la Soledad.

Los sacerdotes glorificaban sus palabras en el templo y el rey le alababa ante sus servidores. Cuando algún caballero quería dictar alguna sentencia, comenzaba diciendo: Pueda ser mi palabra como la de Virata, que vive en Dios y conoce toda sabiduría.

Y aconteció más de una vez, al correr de los años, que algún hombre que había llevado una vida de injusticias y comprendía de pronto lo torcido de su existencia, abandonaba la casa y la patria y, repartiendo todos sus bienes, se marchaba al bosque para vivir allí apartado del mundo en una miserable choza. El ejemplo es lo que liga más sobre la Tierra, lo que ata más a los hombres. Cada uno de esos hombres que querían llevar una vida de justos, despertaba en otros el deseo de imitarle. Estos convertidos querían llenar su vida que había estado vacía, purificar sus manos que estaban teñidas en sangre, limpiar de culpa sus almas. Por eso se iban al apartamento, para vivir en una choza, con el cuerpo desnudo por la pobreza, sumidos en la devoción. Si se encontraban entre ellos, al ir a buscar frutos para alimentarse, no se decían palabra alguna, no entablaban entre ellos ninguna amistad, pero sus ojos sonreían alegremente y sus espíritus eran mensajeros de paz.

El pueblo conocía aquel bosque con el nombre de El Bosque de los Cenobitas, y, ningún cazador perseguía hasta allí su caza para no turbar la tranquilidad y manchar con sangre aquel lugar santo.

Una mañana en que Virata se dirigía al bosque, vio que uno de aquellos anacoretas se hallaba inmóvil, tendido sobre la tierra. Se acercó a él y, al moverle para prestarle auxilio, vio que estaba muerto. Virata cerró los ojos al cadáver y rezó una plegaria, intentando luego arrastrar aquel cuerpo muerto hasta la espesura del bosque con objeto de darle sepultura bajo un montón de piedras, para que así el alma de aquel hermano pudiese entrar tranquila en el mundo de la transmigración.

Pero la carga era demasiado pesada para sus brazos, debilitados a causa de la parca alimentación. Entonces Virata vadeó el río y fue a buscar ayuda al pueblo más cercano.

Cuando los habitantes del pueblo vieron llegar a aquel solitario y reconocieron en él a la Estrella de la Soledad, acudieron todos para rendirle tributo de respeto y atender a lo que deseaba.

Al paso de Virata, las mujeres se inclinaban ante él y los niños le miraban inmóviles, llenos de sorpresa. Algunos hombres salieron apresuradamente de sus casas para besar la veste del visitante y recibir su bendición.

Virata avanzó sonriendo entre aquella ola de gente, y comprendía que un amor limpio y profundo había nacido en él hacia los hombres desde que no estaba ligado a ellos.

Cuando pasaba por delante de la última casa del pueblo, rodeado de la multitud que le expresaba su devoción, vio clavados en él los ojos de una mujer que le miraban llenos de odio. Virata se estremeció de espanto, pues había olvidado ya, a través de los años, los ojos llenos de terror de su hermano muerto.

Virata volvió el rostro, pues, en la soledad, su espíritu se había desacostumbrado a toda mirada enemiga. Luego pensó que era muy posible que sus propios ojos hubiesen sufrido un error. Pero la mirada estaba allí, profundamente negra, llena de rencor, clavada en él.

Una vez dominada su inquietud, Virata se encaminó hacia la casa en cuyo umbral aquella mujer le miraba como enemigo, y él se sintió entonces dominado por aquellos ojos que parecían los ojos de un tigre agazapado inmóvil en la espesura.

Y Virata se preguntó entonces: ¿Cómo es posible que esta mujer tenga algo que reprocharme, manifieste tanto odio contra mí, si no la he visto nunca? Seguramente debe de estar equivocada.

Con paso tranquilo se dirigió a la casa y golpeó la puerta con la mano.

En la oscuridad de la entrada sintió la presencia de aquella mujer desconocida. Virata se inclinó humildemente como un mendigo.

Entonces la mujer avanzó hacia él con su obscura y turbia mirada de ira.

-¿Qué vienes a buscar aquí? -preguntó.

Virata miró atentamente el rostro de la mujer y en su corazón renació la tranquilidad, pues entonces estuvo seguro de que no la había visto nunca. Ella era muy joven y él hacía ya muchos años que se había apartado del camino de los hombres. Jamás había podido cruzarse con ella en el sendero de la vida y nada, por lo tanto, había podido hacer contra ella.

-Quería darte el saludo de paz, mujer -respondió Virata-. Y preguntarte por qué causa me miras con odio. ¿Qué tienes contra mí? ¿He podido hacer algo que te haya ofendido? -¿Qué me has hecho? -Y los labios de la mujer se abrieron con una sonrisa malvada-. ¿Qué me has hecho? Nada, no me has hecho nada: has convertido la abundancia de mi casa en miseria, me has robado el amor y has hundido mi vida en la muerte. Vete, que no vuelva a ver tu rostro; márchate, mi odio no podría contenerse por más tiempo.

Virata la contempló suspenso. Tan terrible era aquella mirada, que le pareció la mirada de la locura. Se apartó humildemente y le dijo: -Yo no soy quien tú crees. Vivo apartado de los hombres y no llevo sobre mí la culpa de haber torcido ningún destino humano. Tus ojos se equivocan.

-Te conozco perfectamente, te conozco como todos los demás; eres Virata, aquel que es conocido con el sobrenombre de Estrella de la Soledad, aquel a quien glorifican con los cuatro nombres de la Virtud.

Pero mis labios no te glorificarán jamás; mi boca clamará ante el Supremo Juez de los hombres hasta que se te haya hecho justicia.

Acércate y contempla lo que has hecho conmigo.

Entonces aquella mujer cogió al sorprendido Virata y la empujó dentro de la casa, abrió una puerta y le hizo entrar en una habitación pequeña y obscura. Y llevándole hasta el rincón le hizo contemplar algo que yacía inmóvil sobre una estera. Virata se inclinó y se apartó rápidamente con un gesto de sorpresa. Allí, en el suelo. yacía el cadáver de un niño y los ojos de aquel inocente muerto le miraron con aquella mirada lamentable con que en otro tiempo le miraron los ojos de su hermano.

Junto a él, la mujer sollozaba dolorosamente.

-Es el tercero, el último nacido en mi seno, y también tú le has asesinado, tú, a quien llaman el santo y el servidor de Dios.

Y cuando Virata intentó rechazar aquellas acusaciones, la mujer le empujó hacia otro lugar y le dijo: -Mira aquí el telar, el telar vacío. Aquí trabajaba Paratika, mi marido, durante todo el día, tejiendo lino blanco, y no había mejor tejedor en la comarca. Desde muy lejos venían a encargarle trabajo, y con el trabajo atendíamos a nuestra subsistencia; tranquilos eran nuestros días, pues Paratika era un hombre bueno y un trabajador incansable. Evitaba siempre las malas compañías y educábamos a nuestros hijos esperando que cuando serían hombres seguirían su ejemplo de bondad y de trabajo. Un día se enteró él por un cazador (Dios debía haber permitido que este extranjero no llegase jamás a nuestra casa) que un hombre había abandonado su país, su casa y sus bienes, y apartándose de las cosas mundanas se había ido a vivir en la soledad, en una choza construida por sus propias manos. Desde aquel momento Paratika cayó en una profunda meditación, de cada vez se mostraba más preocupado y pasaba días enteros sin pronunciar una sola palabra. Hasta que una noche me desperté y vi que ya no estaba a mi lado. Se había ido al bosque que es conocido con el nombre de El Bosque de los Cenobitas, ese lugar donde tú moras para vivir en la soledad, junto a Dios, olvidándonos a nosotros y olvidándose de que vivíamos de su trabajo.

La pobreza entró entonces en nuestra casa; los hijos no tuvieron pan; primero murió uno, luego otro y hoy el último yace también muerto por tu culpa, pues tú le has matado. Para que tú estés más cerca de la presencia de Dios, tres hijos de mis entrañas han sido enterrados en la dura tierra. ¿Cómo puedes tú reparar esto? ¿Cómo no he de clamar contra ti ante el Supremo Juez de los muertos, si has roto tú sus vidas arrojándolas al sufrimiento con la misma indiferencia con que arrojas las migas de tu pan a los pájaros? ¿Cómo puedes tú redimirte de ser la causa de que un hombre justo abandonare su trabajo con el cual alimentaba a sus inocentes hijos? Virata había palidecido, los labios le temblaban.

-Yo no sabía esto; yo no sabía que hiciese daño a los demás. Creía vivir solitario.

-¿Dónde está, pues, tu sabiduría, sabio, si no sabías eso, que ya saben los niños, que aquel que se aparta de sus deberes cae en culpa? Tú no has sido más que un egoísta; solamente pensabas en ti mismo y no en los demás; lo que era dulce para ti, ha sido para mí amargo; lo que era para ti tu vida, ha sido para mis hijos la muerte.

Virata permaneció un momento pensativo. Luego dijo, humildemente: -Dices la verdad. Siempre hay en el dolor más sabiduría y verdad que en toda la filosofía. Todo lo que sé lo he aprendido junto a los desgraciados, y todo lo que he podido ver con la mirada que penetra en las profundidades ha sido con los ojos del hermano eterno. No he sido un hombre humilde ante Dios, como creía; he estado siempre lleno de orgullo, he podido comprender esto a través de sufrimientos que jamás había experimentado. Perdóname, pues yo no comprendía mi parte de culpa en tu desgracia e ignoraba que hubiese influido en el destino de algunos de mis semejantes. El abstenerse de obrar es realizar también un acto del cual uno puede hacerse culpable sobre la Tierra. El solitario vive, a pesar de estar solo, con sus hermanos. Perdóname, mujer. Iré al bosque en busca de Paratika para que renazca en vuestra casa la vida como en el pasado.

Virata se inclinó y besó humildemente el borde del vestido de la mujer.

Esta sintió desaparecer todo su odio y con ojos sorprendidos contempló cómo se alejaba el solitario.

 

CAPÍTULO X

Virata regresó a su choza y durante toda la noche contempló la blanca maravilla de las estrellas encendidas en la profundidad del cielo. Llegó la aurora borrando las luces estelares y, como siempre, Virata llamó a los pájaros para darles de comer. Luego cogió el cayado y regresó a la ciudad.

Apenas difundida la noticia de que el santo había abandonado su soledad y se hallaba de nuevo entre los hombres, el pueblo se lanzó a las calles para contemplarle. Algunos se sintieron llenos de temor creyendo que su aparición podría ser presagio de alguna desgracia. A través de la respetuosa ola de la muchedumbre, avanzaba Virata con una dulce sonrisa en los labios y humildemente saludaba a los hombres; pero por primera vez en su vida no pudo evitar que su mirada fuese severa. No pronunciaba palabra alguna.

De esta manera llegó hasta el palacio del rey. Había pasado ya la hora del consejo y el rey estaba solo. Virata compareció ante el monarca, y éste, al verle, abrió los brazos para estrecharle contra sí. Pero Virata se inclinó hasta tocar con la frente en el suelo y besó el borde de la veste del rey en señal de que quería hacerle una petición.

-Antes de que tus palabras formulen lo que quieres pedirme, ya lo tienes concedido -dijo el rey-. Es una honra para mí el tener poder para servir a un hombre prudente y ayudar a un sabio.

-No me des estos nombres -respondió Virata-, pues mi camino no ha sido nunca recto. Tú me desligaste de la obligación de servirte y viví como un mendigo lejos de tu puerta. Quise liberarme de mis culpas y de la responsabilidad de la acción, salir de la red de las cosas mundanas, de esa red que ha sido tejida por los dioses.

-Me es difícil comprender lo que dices -respondió el rey-. ¿Cómo puedes haber procedido mal y caer en la culpa viviendo cerca de Dios? -He ignorado todo lo malo que había. He ignorado que nuestros pies están hundidos en la tierra y que nuestros actos deben ceñirse a la eterna ley. También el dejar de actuar es obrar. No podía apartar de mí la mirada de los ojos del hermano eterno, esas miradas eternas que nos hacen buenos o malos contra nuestra voluntad. Por muchas razones soy culpable, pues me acercaba a Dios y me apartaba de servirle en la vida. Era un egoísta, pues me preocupaba tan sólo de alimentar mi vida sin servir a la de los demás. Quiero, pues, volver a servirte.

-No comprendo, Virata, tus palabras. Dime cuáles son tus deseos para que pueda satisfacerlos.

-Ya no quiero que mi voluntad quede libre. El que se figura estar libre no tiene ninguna libertad; el que huye de la acción no huye de la culpa.

Solamente el que sirve a otros tiene libertad; es libre tan sólo el que entrega su voluntad a los demás y pone su fuerza al servicio de una obra sin preguntar nada. Solamente la mitad de lo que hacemos es obra nuestra: el principio y el fin pertenecen a los dioses. Libérame de mi voluntad, pues toda voluntad es confusión y toda obediencia es sabiduría.

-No te comprendo. Me pides que te haga libre y me pides que te ponga a mi servicio. Libres son los que mandan a los demás, pero no aquellos que tienen que obedecer. No te comprendo.

-Es natural que tu corazón no pueda comprender esto, rey mío. ¿Cómo podrías ser rey si lo comprendieses? Los ojos del monarca se obscurecieron llenos de ira.

-¿Cómo puedes decir que el poderoso es tan poca cosa ante Dios como el vasallo? -No hay nadie grande ni pequeño ante Dios. Solamente quien sirve y somete su voluntad sin preguntar nada puede arrojar su culpa y acercarse a Dios. Quien cree y piensa que es capaz de sojuzgar el mal con su sabiduría, cae en la culpa.

El rey miró a Virata con severo rostro.

-Entonces, ¿todos los servicios son iguales? ¿Tienen todos la misma importancia ante Dios y ante los hombres? -Es muy posible, rey mío, que algunos aparezcan como muy altos a los ojos de los hombres. Pero a los ojos de Dios no existen diferencias.

El rey miró fijamente a Virata durante largo tiempo. El orgullo se rebelaba. Pero luego se aplacó contemplando los blancos cabellos que caían sobre la arrugada frente del anciano que le hablaba, y pensó que con el tiempo aquel hombre se había vuelto otra vez un niño. Entonces le dijo, irónicamente, para probarle: -¿Quieres ser el guardián de los perros de mi palacio? Virata inclinó su frente y besó humildemente el suelo en señal de agradecimiento.

 

CAPÍTULO XI

Desde aquel día, el anciano que había sido conocido en todo el país con los cuatro nombres de la Virtud, fue guardián de los perros del palacio del rey y vivió confundido con los esclavos.

Sus hijos se avergonzaron de él y procuraron cobardemente aislar a los suyos para que no tuviesen que avergonzarse de su sangre delante de los demás. Los sacerdotes le consideraron como un hombre indigno y el pueblo se mostró sorprendido, solamente durante algunos días, de que aquel anciano que en otro tiempo había sido el primer personaje del Imperio fuese ahora el criado de una jauría de perros. Pero él parecía no preocuparse de esto y muy pronto todos le olvidaron. Virata cumplió fielmente su servicio desde la primera claridad de la mañana hasta el último resplandor de la tarde. Cuidaba a los animales, rascaba su sarna, les llevaba la comida, arreglaba sus yácijas y apaciguaba sus peleas. Pronto los perros le mostraron gran fidelidad y amor y esto le llenaba de alegría. Su anciana boca, que antes había hablado a los hombres, estaba ahora llena de sonrisas, y aquella vida tranquila le colmaba de felicidad.

La muerte se llevó al rey y otro rey vino. Este ya no le conocía. Una vez ladró un perro al paso del monarca, y entonces éste, furioso, golpeó al anciano con su bastón.

Los demás hombres se habían olvidado también de la pasada vida de Virata.

Vino un día en que la ancianidad de Virata llegó a su término, y murió en el establo de los esclavos sin que nadie en el pueblo se acordase que aquel hombre había sido glorificado con los cuatro nombres de la Virtud.

Sus hijos se apresuraron a enterrarle y ningún sacerdote cantó la plegaria de los muertos ante su cadáver.

Los perros aullaron durante dos días y dos noches; luego se olvidaron también de Virata, cuyo nombre no está escrito en las crónicas ni consignado en los libros de los sabios.

FIN

 


 

 

 

STEFAN ZWEIG

24 HORAS EN LA VIDA DE UNA MUJER

 

"Podrá ser una ilusión, mas quien

piensa resueltamente por encima

de lo existente y lo preexistente,

por lo menos se procura una

libertad personal frente a nuestra

época insensata.”

Stefan Zweig

 

En Florencia, 1932

 

En una modesta pensión de la Riviera, donde residía, diez años antes de la guerra, estalló en la mesa una violenta discusión, que, exacerbando de pronto los ánimos, estuvo a punto de degenerar en reyerta furiosa.

La mayoría de los hombres tiene escasa imaginación. Todo lo que no los afecta de inmediato y directamente, no hiere sus sentidos, cual dura y afilada cuña, casi no logra excitarlos; mas si un día ante sus ojos acontece algo insignificante, inmediatamente estallan apasionados. Entonces la apatía se convierte en frenética vehemencia.

Esto ocurrió entre las personas aburguesadas que se sentaron a nuestra mesa, donde por lo común entregábamonos a pequeñas charlas insubstanciales, para separarnos en cuanto terminaba la comida. El matrimonio alemán tornaba a sus paseos y a sus fotografías, el danés apacible a su aburrida pesca, la respetable dama inglesa a sus libros, el matrimonio italiano escapaba a Montecarlo y yo perezosamente me hundía en una silla del jardín o volvía a mis trabajos.

Aquel día, en cambio, nos sentíamos todos poseídos de viva irritación, y cuando alguno se levantaba repentinamente de la silla no lo hacía con la acostumbrada cortesía, sino con acalorados ademanes que, como dije, pronto adquirieron violentas formas.

El caso que así alteró la placidez de nuestra pequeña mesa redonda era, fuera de duda, muy singular. La pensión en que habitábamos ofrecía, exteriormente, el aspecto de una villa aislada. ¡Ah, cuán maravillosa era la perspectiva que se abría a nuestras miradas a través de las ventanas que daban sobre la playa pequeña! Pero, en realidad, sólo se trataba de una dependencia económica del gran Palace Hotel, con el que inmediatamente se comunicaba por el jardín, de manera que vivíamos en constante relación con sus huéspedes. El día anterior se había producido en el hotel un tremendo escándalo. En el tren de mediodía, a las doce y veinte minutos (cito exactamente la hora, pues se trata de un detalle importante para la explicación de esta historia), había llegado un joven francés, quien alquiló una habitación que daba al mar; esto, de su parte, revelaba ya una desahogada posición económica. Mas este joven no sólo resultaba atrayente por su elegancia, sino también, y muy en particular, por su belleza llena de simpatía: en su delicado y femenino rostro, el bigote rubio y sedoso acariciaba los sensuales y cálidos labios; sobre la frente los cabellos obscuros, suaves y ondulados, se ensortijaban; y sus dulces ojos cautivaban con la mirada. . . Todo en él era delicado. Amable, seductor, pero sin que hubiera ni afecto ni artificio. En el primer momento, observado de lejos, parecía uno de esos maniquíes de cera, rosados, echados hacia atrás, que vemos en las vidrieras de las grandes tiendas de modas; los que, empuñando un bastón de fantasía, parecen representar el ideal de la belleza masculina. Visto de cerca, desaparece esta primera impresión, pues -¡caso raro!- su atractivo era sencillamente natural, innato, como si emanara de su propio organismo. Al pasar, a todos saludaba de manera sencilla y cordial. Resultaba, en efecto, agradable comprobar cómo su gracia espontánea manifestábase en todo momento con naturalidad. Al encaminarse una señora al guardarropa, acudía solícito a recogerle el abrigo; para cada niño tenía una mirada cariñosa, una frase amable; mostrábase como persona accesible y a la vez discreta; en resumen, resultaba uno de esos afortunados mortales que, conscientes de que son simpáticos con la clara expresión de su faz y su gracia juvenil, convierten esa seguridad en una nueva gracia. Entre los huéspedes del hotel, que en su mayoría eran personas viejas y achacosas, su presencia ejercía un saludable efecto, y con ese ímpetu propio de la juventud, con esa agilidad y esa ansia de vivir de que suelen estar maravillosamente dotadas ciertas personas, captábase en forma irresistible la simpatía de todos. A las dos horas de su llegada ya jugaba al tenis con las dos hijas del voluminoso y acaudalado fabricante de Lyon, Annette y Blanche, de doce y trece años respectivamente, mientras la madre, madame Henriette, exquisita, fina, por lo general muy retraída, contemplaba con plácida sonrisa a sus dos inexpertas hijas, tan niñas aún, en tren de flirtear inconscientemente con el desconocido. Por la noche, durante una hora, jugó con nosotros al ajedrez; nos refirió incidentalmente y de modo discreto unas graciosas anécdotas; luego, reuniéndose otra vez con madame Henriette, la acompañó en su paseo por la terraza, ejercicio al que ella se entregaba todas las noches, mientras el esposo hacía su partida de dominó con unos corresponsales. Ya tarde lo observé aún en la penumbra de la oficina con la secretaria del hotel, en una charla íntima, bastante sospechosa. A la mañana siguiente acompañó a la pesca a nuestro compañero el danés, demostrando gran conocimiento sobre la materia; más tarde habló de política con el comerciante de Lyon, demostrando ser muy divertido, pues a menudo oíanse resonar las carcajadas del grueso señor.

Después de la comida -es en absoluto indispensable, para la exacta comprensión del asunto, dejar consignada con exactitud su distribución del tiempo- estuvo sentado en el jardín aún durante una hora con madame Henriette, con la que tomó el café; a continuación jugó otra vez al tenis con las niñas, y charló con el matrimonio alemán unos instantes en el "hall". Hacia las seis me encontré con él en la estación, cuando iba yo a dejar una carta. Vino presurosamente a mi encuentro, diciéndome, con aire de disculpa, que había sido llamado de improviso, pero que volvería dentro de un par de días. A la hora de la cena realmente se le echó de menos, aunque sólo en lo referente a su persona, pues en todas las mesas no se hablaba sino de él, encomiando su manera de ser, tan simpática y alegre. A eso de las once de la noche hallábame sentado en mi habitación terminando la lectura de un libro, cuando de pronto, por la ventana abierta, en el jardín, escuché gritos y llamadas inquietas. En el hotel observé desusada agitación. Alarmado, más que curioso, salvé corriendo los quince pasos que me separaban del hotel y encontré a los huéspedes y al personal de servicio presas de la mayor nerviosidad. Madame Henriette, mientras con la acostumbrada puntualidad su marido jugaba al dominó con los amigos de Ramur, había salido a dar su paseo habitual por la terraza de ¡a playa y no había vuelto aún. Se temía que hubiese sido víctima de algún desagradable accidente. Y el esposo, habitualmente tan reposado y lento, corría ahora cual una fiera por la playa, clamando: "iHenriette! íHenriette!". Su voz, desgarrada por la emoción, tenía algo de primitivo, corno si friera el aullido de una bestia herida de muerte. Los mozos y grooms subían y bajaban las escaleras sin atinar a nada; se despertó a todos los huéspedes; se telefoneó a la policía. En medio de todo aquel bullicio tropezábase con el grueso comerciante que iba de aquí para allá, con el chaleco desabrochado, gritando, sollozando, clamando como un insensato: "iHenriette! ¡Henriette!". Entretanto, allá arriba, las niñas se habían despertado y, asomadas a la ventana, en camisones, llamaban desoladamente a su madre, hasta que el consternado padre corrió hacia ellas para tranquilizarlas. Luego ocurrió algo tan terrible que casi no puede describirse, porque la naturaleza, en momento de violenta tensión, infunde a los individuos actitudes de una expresión tan trágica que ni la imagen ni la palabra pueden reproducirla con suficiente intensidad. De pronto, el adiposo y pesado comerciante descendió los crujientes peldaños de la escalera con aspecto completamente fatigado pero a la vez colérico. En la mano tenía una carta.

-¡Llame otra vez a todos! -dijo con palabras comprensibles al mayordomo-. ¡Ordene que se retiren! ¡Es inútil buscar! ¡Mi mujer me ha abandonado! En aquel hombre mortalmente herido observábase un esfuerzo para reprimirse, un esfuerzo de sobrehumana tensión ante todos los que lo rodeaban y se empujaban para poder contemplarlo y que luego, de súbito, sintiéndose atemorizados, avergonzados, turbados, fueron alejándose. Conservó todavía fuerzas suficientes para pasar tambaleándose por delante de nosotros, sin mirar a nadie, y luego apagar la luz del salón de lectura; después se oyó su voluminoso cuerpo desplomarse pesadamente en un sillón; escuchándose un sollozo salvaje, brutal, única forma en que puede llorar un hombre que no ha llorado nunca. Esa congoja, ese dolor elemental ejercía sobre nosotros, aún sobre los más superficiales, un aturdidor efecto. Ninguno de los camareros, ninguno de los huéspedes a quienes acuciara la curiosidad, arriesgaba la menor sonrisa o, al contrario, una palabra de consuelo. Silenciosos, avergonzados por aquella brutal expresión de sentimiento, todos, uno después del otro, nos retirarnos a nuestras habitaciones, mientras allá, en el oscuro salón, continuaba gimiendo y agitándose convulso y completamente solo aquel hombre dolorido. El hotel mientras tanto, fue apagando sus luces, entre ruidos, murmullos, cuchicheos. . . hasta que quedó todo sumido en el silencio.

Se comprenderá que un suceso tan fulminante y deplorable, desarrollado ante nuestros ojos, era como para conmover violentamente la sensibilidad de personas acostumbradas a una existencia ociosa, exenta de preocupaciones. Pero la disputa que después estalló tan vehemente en nuestra mesa llegando a los límites de la violencia, si bien tenía como punto de partida el extraño incidente, en el fondo era una divergencia de principios, una lucha enconada entre formas muy opuestas de sentir y concebir la vida. Por indiscreción de una de las camareras que había leído la carta -quizá el desesperado marido, ciego de cólera, después de estrujarla entre sus manos, la arrojó al suelo, sin reparar en lo que hacía circuló con rapidez la noticia de que madame Henriette no se había marchado sola, sino en compañía del joven francés, lo que hizo que la simpatía por éste desapareciese rápidamente entre la mayor parte de los huéspedes. Al punto quedó en evidencia que aquella madame Bovary de tercer orden había cambiado su cachaciento marido provinciano por el apuesto y elegante Adonis. Pero lo que en la pensión sorprendía sobremanera era que ni el fabricante, ni sus hijas, ni la misma madame Henriette, hubieran hasta entonces visto a ese Lovelace, y que por consiguiente, las dos horas de conversación en la terraza y la hora que tomaron café en el jardín fueron suficientes para decidir a una mujer de unos treinta y tres años, de todos respetada a abandonar al esposo y a sus hijas para seguir a un desconocido. Este hecho, en apariencia evidente, era generalmente rechazado en nuestra mesa, considerándolo como una estratagema cual un pérfido engaño de los amantes; no cabía duda de que madame Henriette hacía tiempo que sostenía relaciones secretas con el joven, el cual había venido sólo para ultimar los detalles de la huída; porque era, según ellos, absolutamente imposible que una mujer decente, tras un efímero galanteo de dos horas, se fugase tan descaradamente, a la primera indicación. Pero a mí me resultaba divertido sostener una opinión opuesta y, por consiguiente, enérgicamente, la posibilidad y hasta la verosimilitud de que una señora, luego de varios años de matrimonio, decepcionada, hastiada, se sintiese íntimamente predispuesta a correr una aventura de tal género. Debido a mi oposición inesperada, se generalizó la discusión rápidamente subiendo de tono, en particular porque los dos matrimonios, el alemán y el italiano, consideraban un desatino creer en el " flechazo", y lo rechazaban con menosprecio ofensivo, como una fantasía de novela de pésimo gusto.

No hay para qué insistir aquí con todos los detalles del curso borrascoso de una disputa desarrollada desde la sopa al postre: sólo los profesionales de la mesa del hotel suelen mostrarse ingeniosos, y los argumentos expuestos en el calor de una conversación de mesa son en su mayoría superficiales, por lo mismo que surgen sin reflexión y a la ligera. También resulta bastante difícil averiguar por qué motivo nuestra discusión rápidamente adquirió aquella agresividad; la irritación, creo yo, debióse a que los dos maridos, sin propósito deliberado, pretendían que sus respectivas esposas escapaban a la posibilidad de llegar a tales caídas y peligros.

Desgraciadamente, para defender este punto de vista, no encontraron nada mejor para objetarme que declarar que sólo hablaba así quien juzgase la psicología femenina según las conquistas fortuitas y fáciles del soltero. Esto me irritó bastante; pero cuando la señora alemana salió diciendo que de un lado estaban las mujeres honestas y del otro las de temperamento de cocotte, entre las cuales, según ella, había que incluir a madame Henriette, perdí la paciencia y me demostré, a mi vez, agresivo. Esta resistencia a conocer la evidencia de que una mujer, en determinada hora de su vida, malgrado su voluntad y la conciencia de su deber, se halla indefensa frente a fuerzas misteriosas, revelaba miedo del propio instinto, temor del demoníaco fondo de nuestra naturaleza. Y parece que muchas personas experimentan no poca satisfacción al sentirse más fuertes, morales y puras, que las que resultan "fáciles de seducir". Personalmente yo encuentro más digno que una mujer ceda al instinto, en forma libre y apasionadamente, a que, como por lo general ocurre, engañe al esposo en sus propios brazos y a ojos cerrados.

Esto dije yo, poco más o menos. Cuándo los demás, en el fragor de la disputa, arreciaban en sus ataques contra la indefensa madame Henriette, con más apasionamiento hacía yo su defensa, llegando, en verdad, mucho más allá de mis íntimas convicciones. Esta exaltación fue una especie de estocada a fondo para ambos matrimonios, los cuales, enfurecidos, formando un cuarteto muy poco armonioso, lanzáronse sobre mí en forma tal, que el anciano danés, jovial e indiferente por lo común, con el reloj en la mano, como si actuara de árbitro en un partido de fútbol, fue amonestando a unos y otros hasta que se vio en el trance de descargar un puñetazo sobre la mesa, exclamando: "Gentleman, please!".

Pero esto no surtía sino un efecto momentáneo. Por tres veces uno de mis adversarios estuvo a punto de levantarse airado con el rostro enrojecido, y sólo a duras penas logró calmarlo su esposa. En resumen, unos minutos más y nuestra discusión hubiera terminado a golpes si, de pronto, la señora de C., con la eficacia del aceite suavizador, no hubiese calmado las encrespadas olas de la conversación.

La señora C., la anciana dama inglesa, de blancos cabellos, y gran distinción, era, tácitamente, la presidenta de honor de nuestra mesa. Sentada en su lugar, erguido el cuerpo, siempre amable y cordial con todos, por lo regular silenciosa a la vez que dispuesta a escuchar con deferencia e interés, tenía un aspecto físico sumamente agradable. Una maravillosa calma, un notable recogimiento reflejábase en su exterior aristocráticamente reservado. Manteníase apartada de cada uno de nosotros hasta un límite discreto, bien que mostraba, con tacto exquisito, a todos, su personal estima y consideración: por lo regular se sentaba en el jardín con sus libros, tocaba a menudo el piano, raramente se la veía en sociedad o en animada conversación. Muy raramente se notaba su presencia y, sin embargo, sobre todos nosotros ejercía un influjo especial. En cuanto ella hubo intervenido en nuestra discusión, nos percatamos de que nos habíamos expresado con exceso de acritud y destemplanza.

La señora C. aprovechó el molesto silencio que se produjo al levantarse bruscamente el señor alemán y trató de restablecer la paz entre nosotros. Levantó de improviso sus ojos grises y claros, me miró un instante irresoluta, para plantear después, con objetiva claridad, el problema desde un punto de vista particular.

-¿Usted cree, pues, si he entendido bien, que madame Henriette, que una mujer, cualquiera que sea, sin habérselo propuesto, puede lanzarse inconscientemente a una aventura repentina? ¿Cree que hay acciones que una mujer una hora antes de cometerlas juzgaría imposibles y de las cuales no llegaría a ser responsable? -Yo lo creo en absoluto, señora.

-Así, en ese caso, todo juicio moral carecería por completo de sentido, y toda transgresión a las buenas costumbres quedaría justificada. Si, en realidad, usted cree que el crimen pasional, como dicen los franceses, no es un crimen, ¿para qué existen los tribunales? No se precisa mucha buena voluntad (y usted la posee hasta un grado asombroso, añadió sonriendo levemente) para descubrir en cada crimen una pasión, y en cada pasión la causa para disculparlo.

El tono claro y casi jovial de sus palabras fue para mí como un sedante, y adoptando a pesar mío, su aire objetivo, repuse medio en serio: -La justicia sobre esas cosas seguramente procede con mayor severidad que yo; está en el deber de vigilar despiadadamente las costumbres ya establecidas y las convenciones legales; tiene la obligación de juzgar y no de disculpar. Yo, no obstante, como persona privada, no veo por qué motivo he de adoptar la actitud del juez; prefiero más bien actuar de defensor. Personalmente, me produce mayor satisfacción comprender a los hombres y no condenarlos.

La señora C. me miró fijamente con sus ojos grises y claros, y, al cabo, vaciló.

Temí que no hubiera entendido, y me disponía a repetirle en inglés lo dicho; pero, con singular seriedad, como si estuviésemos en un examen, siguió preguntándome: -¿No encuentra, pues, odioso y despreciable que una mujer abandone a su marido y a sus hijas para marcharse tras un hombre cualquiera, de quien no sabe nada, ni si es digno de su amor? ¿Puede, realmente, excusar conducta tan atolondrada y liviana en una mujer que, por otra parte, ya no es una jovencita y que, al menos, por amor a sus hijitas, debió preocuparse de su propia dignidad? -Repito, señora -insistí-, que, en este caso, no quiero ni juzgar ni condenar. Puedo reconocer ante usted que he estado un tanto exagerado: esa pobre madame Henriette no es, por cierto, ninguna heroína, ni siquiera un espíritu aventurero, menos todavía una "grande amoureuse''. Sólo la tengo por una mujer corriente, débil, la cual me merece cierto respeto por haber tenido valor para obrar de acuerdo con su voluntad; pero que me inspira aún mayor lástima porque indudablemente mañana mismo, si no hoy, se sentirá profundamente desgraciada.

Quizá ha obrado estúpida, locamente; pero nunca de una manera ruin y vulgar. Lo mismo ahora que antes discutiré con cualquiera el derecho a menospreciar a esa pobre desgraciada.

-¿Siente todavía por ella idéntico respeto y la misma consideración? ¿No establece diferencia alguna entre la dama respetable con la cual conversaba usted anteayer, y esa otra que huyó ayer con un desconocido? -Absolutamente ninguna diferencia; ni siquiera la más insignificante.

-Is that so? Involuntariamente, la señora C. se expresó en inglés parecía que la conversación le interesaba singularmente. Tras un breve momento, en el cual permaneció pensativa, fijó en mí sus claros ojos para interrogarme: -Si usted encontrase mañana en Niza, a madame Henriette, por ejemplo, del brazo de ese joven, ¿la saludaría? -Naturalmente.

-¿Hablaría con ella? -Naturalmente.

-Y si estuviera... si estuviera usted casado, ¿se atrevería a presentar a su esposa una mujer así, como si nada hubiese ocurrido? -Naturalmente.

-Would you really? -inquirió de nuevo, en inglés, con una expresión escéptica y estupor evidente.

-Surely I would -contesté también, sin darme cuenta, en inglés.

La señora C. calló. Parecía esforzarse en fijar su pensamiento; de pronto mirándome, casi asombrada de su propio coraje, exclamó: -I don't know if I would. Perhaps I might do it also.

Y, poniendo fin a la conversación en forma definitiva aunque sin grosería ni brusquedad, con ese aplomo tan difícil de describir y que sólo es característico de los ingleses, se levantó y me ofreció con amabilidad la mano. Gracias a su influencia volvió a imperar la paz; todos lo agradecimos interiormente. Sintiéndonos aún enemigos, pudimos saludarnos con una relativa cortesía, y la atmósfera, cargada peligrosamente, se despejó otra vez, gracias a unas cuantas vulgares ocurrencias.

Pese a qué la discusión parecía haber concluido de una manera cortés, desde entonces subsistió entre mis adversarios y yo una levísima hostilidad. El matrimonio alemán se mantuvo bastante reservado; el italiano, en cambio, complacíase en interrogarme los días siguientes, con mordaz insistencia, si había tenido noticia de la "cara signora Henrietta". Pese a lo correcto de nuestro trato diario, algo de la cordialidad amable y leal que presidiera antes nuestras comidas había desaparecido definitivamente.

La ironía y la frialdad que demostraban mis adversarios tornábase aún más sensible debido a la preferente y especial cordialidad que me demostró la señora desde aquella discusión. Si antes se encerraba en una extrema reserva, sin mostrarse dispuesta a conversar con sus compañeros de mesa, salvo en las horas de la comida, ahora aprovechaba cualquier coyuntura para conversar conmigo en el jardín, y hasta cabría decir para distinguirme con su trato, ya que sus nobles y reservadas maneras hacían aparecer toda relación con ella cual un favor especial. He de confesar con franqueza que la dama parecía buscar mi compañía, no perdiendo oportunidad de hablar conmigo, haciéndolo de una manera tan ostensible que, si no se hubiera tratado de una dama anciana y de blancos cabellos, me habría hecho concebir tan extraños como vanidosos pensamientos. Cada vez la conversación tenía invariablemente el mismo punto de partida: madame Henriette. Parecía experimentar una secreta satisfacción tachando de infiel y de falta de energía moral a aquella que había olvidado sus deberes. Mas, al mismo tiempo, gozábase también en lo invariable de mi simpatía hacia la indefensa y delicada mujer, sin que nada me decidiese a volverme atrás en mis opiniones. En vista de que nuestras conversaciones siempre derivaban hacia el mismo tema, terminé no sabiendo qué pensar de esa extraña obsesión en que parecía descubrir una punta de pesadumbre.

Esto duró unos cinco o seis días, sin que ella revelase con una sola palabra el motivo por el cual semejante tema revestía tal importancia. Pero que tal era se evidenció completamente cuando, en el curso de un paseo, declaré que mi estancia en la playa había llegado a su término y que partiría dentro de un par de días.

Fue entonces cuando su rostro, de ordinario impasible, se contrajo repentinamente y en forma singular. Por sus ojos, de un gris marino, fugazmente cruzó la sombra de una. nube.

--¡Qué lástima! ¡Y yo que deseaba conversar aún de tantas cosas con usted! Después de haber expresado así, determinada inquietud y desasosiego hizome adivinar que, mientras hablaba, había estado pensando en otra cosa, la cual debía preocuparla muy hondamente y la llevaba a ensimismarse. Por fin pareció como si semejante actitud la molestara a ella misma, por cuanto de pronto, en medio del silencio producido, resueltamente me ofreció su mano.

-Veo que no podré hablar con franqueza de lo que deseaba. Prefiero escribirle.

Y con paso más rápido que el de costumbre, se dirigió hacia el hotel.

En efecto, antes de la cena, aquella noche, encontré en mi cuarto una carta suya escrita con enérgicos y claros trazos. Por desgracia, siempre he sido un hombre distraído en lo que se refiere a la conservación de las cartas recibidas en mis años mozos. No me es posible por lo tanto, reproducir textualmente el original. Me limitaré sólo a dejar aquí expresado el contenido más o menos aproximado de su pregunta respecto a si podría referirme algo de su vida. El episodio -decía en la carta- databa de tan antiguo que, ciertamente, casi no lo consideraba perteneciente a su vida actual; y, además, el hecho de que yo debiera irme dentro de dos días hacíale más fácil hablarme de un asunto que, desde hacía veinte años, la preocupaba y torturaba vivamente. En el caso de que yo no considerase oportuna semejante confidencia, me suplicaba que, al menos, le concediera una entrevista de una hora.

Semejante carta, de la cual no menciono aquí sino el contenido estricto, me interesó extraordinariamente: la redacción inglesa otorgábale un alto grado de claridad y de decisión fácil y, antes de encontrar una fórmula que me satisficiera, debí romper tres borradores.

Al fin quedó concebida en estos términos: "Para mí constituye un gran honor que me otorgue usted semejante confianza. Le prometo corresponder caballerosamente, en el caso de que usted así me lo demande. Naturalmente, no debo pedirle que me relate más que lo que usted desea. Pero cuanto me diga, dígamelo con total y estricta sinceridad, no ya por mí, sino por usted misma. Le suplico crea que considero su confianza como un honor muy especial".

Mi carta llegó a su cuarto por la noche. A la mañana. siguiente hallé la respuesta: "Usted tiene perfecta razón; la verdad a medias carece de valor; sólo la tiene la que exponemos íntegramente. Me esforzaré lo que sea necesario para no ocultar nada ni a usted ni a mí misma. Venga después de cenar a mi habitación. A mis sesenta y, siete años me considero a cubierto de toda maledicencia. Hablar en el jardín o en la proximidad de otras personas no me sería posible. Puede usted creer de veras que el decidirme a esto no ha sido para mí nada fácil".

En todo el día nos encontramos aún en la mesa donde charlamos de cosas indiferentes.

En el jardín, en cambio, visiblemente turbada, evitó cruzarse conmigo: hízome observar cómo aquella dama anciana, de cabellos blancos, huía de mí por una avenida de pinos, atemorizada cual una jovencita.

A la hora convenida llamé a la puerta de su cuarto la que fue abierta inmediatamente.

La habitación aparecía alumbrada por una tenue luz; sólo la pequeña lámpara del velador proyectaba un cono de amarillenta luz entre la oscuridad crepuscular del aposento. La señora C. apareció sin demostrar el menor embarazo.

Ofrecióme un sillón y se ubicó enfrente de m¡. Con-mucha facilidad pude advertir que no había uno solo de sus movimientos que no hubiese sido cuidadosamente preparado; pese a lo cual se produjo una pausa, visiblemente contra su voluntad, una pausa de difícil solución y que fue prolongándose por momentos, sin que me atreviera a cortarla con una sola palabra, consciente de que en aquellos instantes una voluntad poderosa sostenía una lucha violenta con una fuerte resistencia.

Del salón nos llegaban, de vez en cuando, apagados, los truncados acordes de un vais. Yo escuchaba con atención, como deseando despojar a aquel silencio de algo de su molesta opresión. Demostrando darse cuenta, ella, a su vez, de lo penoso de la pausa excesivamente prolongada, de súbito hizo un gesto decisivo, y comenzó: --Únicamente la primera palabra es difícil. Desde hace dos días me preparo para ser clara y franca en absoluto. Espero que lo conseguiré. Por el momento, quizás no acierte usted a explicarse por qué yo le refiero a usted, a un extraño, todas esas cosas. . . ¡Pero es que no pasa un día y apenas unas horas sin que deje de pensar en aquel hecho! Puede usted creer a esta mujer de edad avanzada cuando le declara que no hay nada más insoportable que pasar toda una vida con la obsesión de un solo punto, de un solo día de existencia. Porque todo cuanto voy a narrarle abarca sólo un brevísimo espacio de veinticuatro horas en una vida de sesenta y siete años. Con frecuencia me he dicho a mí misma, hasta volverme loca, que escasa importancia tiene, dentro de una prolongada existencia, el haber obrado mal en una única ocasión. Pero no podemos librarnos de eso que, con expresión bastante vaga, llamamos "conciencia". Con todo, si hubiese llegado a sospechar que un día oiría hablar a usted de modo tan objetivo sobre el caso de madame Henriette, tal vez hubiera puesto fin al incesante cavilar, a la constante denigración de mí misma, y me hubiera decidido de una vez a hablar libremente con alguien sobre aquel único día de mi vida. Si en lugar de pertenecer a la religión anglicana yo hubiera estado afiliada a la religión católica, entonces se me hubiera presentado hace años la oportunidad de la confesión. Mas ese consuelo nos está vedado a nosotros, y yo hoy voy a hacer este ensayo singular: hablarme sinceramente a mí misma a la vez que le hablo a usted. Comprendo que todo esto resulta muy extraño; pero usted aceptó sin vacilar mi proposición y por ello le estoy sumamente agradecida.

Bien. Ya le he dicho que sólo deseaba referirme a un solo día de mi vida; el resto de ella me parece totalmente desprovisto de importancia, sin interés para nadie.

Lo que he visto hasta los cuarenta y dos años no se aparta de lo común. Mis padres eran unos ricos terratenientes de Escocia; poseían grandes fábricas y granjas, y, según la costumbre de la nobleza, la mayor parte del año residíamos en nuestras haciendas, pasando la "season" en Londres. Cuando tenía dieciocho años conocí en un salón a mi marido; era el segundo hijo de la conocida familia de R., y había prestado servicio militar durante diez años en la India. Nos casamos inmediatamente, y llevamos la existencia exenta de preocupaciones propia de la gente de nuestra clase: tres meses en Londres, tres en nuestras propiedades, y el resto del tiempo viajando por Italia, España y Francia. Jamás enturbió la más leve sombra nuestro matrimonio. Los dos hijos que tuvimos ya son adultos. Al llegar a los cuarenta años, inesperadamente falleció mi esposo. En el ejército había contraído una enfermedad del hígado, y después de dos semanas de horrible angustia le perdí. El mayor de mis hijos estaba entonces en el ejército; el menor se hallaba aún en el colegio; así es que me encontré sola completamente, siendo esa soledad, para quien como yo se hallaba acostumbrada a la tierna y solícita compañía de mi esposo, algo así como un tormento insoportable. Permanecer un día más en la casa donde todo me recordaba la dolorosa pérdida del ser querido, resultábame imposible. Decidí, pues, viajar intensamente durante los años siguientes, y mientras mis hijos permanecieron solteros.

Mi vida, en realidad, desde aquel momento me pareció absolutamente insensata e inútil. El hombre con el cual durante veintitrés años compartiera todos los instantes y todos los pensamientos, había desaparecido; mis hijos casi no me necesitaban; y yo, además, temí amargar su juventud con mi pesimismo y melancolía. Para mí misma no ambicionaba ni deseaba cosa alguna.

Primero me fui a París. Allí, para disipar el tedio, me dediqué a visitar establecimientos y museos. Mas, la ciudad y las cosas me resultaban un tanto extrañas.

Huí de la sociedad, pues no me era posible soportar las compasivas miradas que cortésmente todos me dirigían al verme tan enlutada. No llegaría a poder decirle cómo pasé aquellos días de vagabundeo. Sólo sé que no tenía más deseo que el de morir; pero me faltaron las fuerzas para precipitar este anhelo doloroso.

Al cabo de dos años de luto, o sea, a la edad de cuarenta y dos, hallándome en semejante estado de extrema atonía, huyendo de una existencia carente de objetivo, a la que no había sabido sobreponerme, llegué, sin saberlo casi, a Montecarlo.

Diciendo todo con sinceridad, he de manifestar que eso se debió al tedio, al afán de llenar el penoso vacío de mi corazón, el que no puede nutrirse sino con los pequeños estímulos del mundo exterior. Cuanto mayor era mi atonía, más intenso resultaba en mí el anhelo de hallarme allí donde la vida se agitaba más febrilmente. Para el que se siente desasido de todo, la inquietud apasionada de los otros le produce una conmoción en los nervios, cual en el teatro o con la música.

Por eso, también concurrí al Casino varias veces. Me agradaba observar la inquieta fluctuación de la alegría o la consternación en los rostros de la gente, mientras mi interior sólo era un espantoso desierto. Además, mi esposo, sin pecar de frívolo, en vida complacióse en frecuentar, de vez en cuando, las salas de juego, y así a mí me agradaba revivir fielmente, con algo así como una piedad maquinal, todas sus costumbres de antaño. Fue también allí donde comenzaron aquellas veinticuatro horas que para mí resultaron más excitantes que todo juego, y que llegaron a turbar por largos años mi existencia.

Aquel día yo había almorzado con la duquesa de M., pariente de mi familia. Por la noche, después de cenar, no sintiéndome aún lo bastante fatigada para marcharme a la cama, penetré en la sala de juego; y, pese a que yo no jugaba, lentamente iba de una mesa a la otra observando de manera especial a los grupos de jugadores allí reunidos. Digo de una manera especial, refiriéndome a lo que me enseñaba mi marido un día en que me lamentaba de lo aburrido que era contemplar constantemente las mismas caras: mujeres avejentadas y entecas, que permanecían horas y horas como asustadas antes de aventurar una ficha; profesionales astutos, cortesanas, aventureras, toda esa turbia sociedad que, como usted sabe, no resulta tan pintoresca ni romántica como se da en pintarla en las malas novelas, donde siempre aparece como la "fleur d'élegance" y cual la muestra de la aristocracia de Europa. Además, el Casino, hace veinte años, era mucho más atrayente que en el presente:. En aquella época, circulaba el dinero en forma evidente, tangible y verdaderamente desaforada. Los arrugados billetes, los dorados napoleones, las arrogantes monedas de cinco francos, se amontonaban y corrían formando remolinos por las mesas, cual en el más loco de los vértigos. En cambio, hoy un público burgués, de agencia de viajes Cook, acaricia aburridamente las fichas sin carácter del juego, a la moderna. Empero, entonces tampoco encontraba el menor interés en la uniformidad de aquellos rostros extraños, hasta que cierto día mi esposo, cuya secreta pasión era la quiromancia, la expresión de las manos, me enseña una forma especial de mirar, que era, en realidad, más interesante y que impresionaba y excitaba mucho más que el soporífero mariposeo alrededor de las mesas. Consistía en no mirar nunca los rostros, sino el cuadrilátero de la mesa, y sobre todo, no apartar la vista de las manos de los jugadores y su manera particular de moverse.

Ignoro si alguna vez usted habrá puesto, por casualidad, exclusivamente su atención en el tapete verde, en el centro del cual la bolita, como un borracho, vacila de un número a otro y dentro de cuyo cuadrilátero, dividido en secciones, a modo de maná, llegan arrugados pedazos de papel, redondas piezas de oro y plata, que después la raqueta del "croupier", al igual que una fina guadaña, siega y arrastra hacia sí o empuja, cual una gavilla, hacia el ganador. Observándolo desde esta especial perspectiva, lo que varía sólo son las manos, la multitud de manos claras, nerviosas y constantemente en actitud de espera en torno del tapete verde, todas asomando por las cavernas de sus respectivas mangas, cada una de forma y color diferente, unas desnudas, otras adornadas con anillos y pulseras repiqueteantes, muchas velludas como si fueran de animales salvajes, otras muchas húmedas y retorcidas como anguilas; y todas, empero, crispadas, trémulas, poseídas por una terrible impaciencia. Sin querer, siempre pensaba en la pista de las carreras en el momento en que en la línea de largada hay que contener con fuerza a los excitados caballos para que no se salgan antes de tiempo.

Exactamente así temblaban y se agitaban las manos. Todo puede adivinarse en esas manos en su manera de esperar, de coger, de contraerse. Al codicioso se le conoce por su mano semejante a una garra; al pródigo, por su mano blanca y floja; al calculador, por la muñeca firme; al desesperado, por la mano temblorosa; cientos de temperamentos se descubren con la rapidez del rayo, ya sea en la forma de coger el dinero, si lo estruja o lo agita nerviosamente, si, abatido y con mano fatigada, hace indiferente una apuesta en el tapete verde. Decir que al hombre se le descubre en el juego casi es una vulgaridad; pero yo afirmo que todavía su mano le descubre mejor durante el juego. Porque todos o casi la totalidad de los jugadores aprenden muy pronto a dominar su rostro: todos, del cuello para arriba, llevan la máscara fría de la impasibilidad: dominan y borran las arrugas que se forman en torno de la boca: moderan su sobreexcitación apretando constantemente los dientes; ocúltanse a sí mismos la visible inquietud; y, con los músculos en tensión, imprimen al semblante una fingida indiferencia, que por momentos llega a adquirir una aristocrática frialdad. Pero, por lo mismo que la tensión está tensamente concentrada, se afanan en dominar la expresión del semblante, que es la parte más visible del ser, y olvidan las manos, porque no saben que hay quienes las observan y descubren en ellas todo lo que más arriba intentan disimular los labios sonrientes y las miradas aparentemente tranquilas.

Las manos, ponen, impúdicamente, al descubierto su secreto. Porque llega un momento inevitable en que los dedos, a duras penas dominados, en apariencia adormecidos, saldrán de su involuntaria indolencia; en el angustioso segundo en que la bolita de la ruleta cae en la pequeña casilla y se canta el número ganador; en ese instante, cada una de aquellas cien o ciento cincuenta manos dibuja un involuntario movimiento, completamente individual, personal, de instinto primitivo.

Y cuando uno aprende y se acostumbra, como yo, debido a la pasión de mi marido, a observar esa multitud de manos, la explosión constantemente variable, diferente e inesperada del temperamento particular, de cada persona, nos produce un efecto más emotivo que el teatro o la música.

No es posible describir las mil maneras de mover las manos en el juego: las hay cual de bestias salvajes; de velludos y curvados dedos, que arrebatan el dinero forzosamente, otras, nerviosas, trémulas, con las uñas pálidas, que casi no se atreven a avanzar; otras, nobles y a la vez viles, tímidas y brutales, vivas y torpes; y otras, vacilantes... Cada una actúa de modo diferente, porque expresa un temperamento distinto, excepción hecha de las manos de los "croupiers". Las de éstos son máquinas perfectas; junto a la exaltación viva de las otras, funcionan con objetiva precisión, atareadas siempre y con absoluta indiferencia, cual si se tratara de las llaves sonoras de un aparato calculador. Estas manos frías actúan de manera que no sorprende mayormente por el contraste que hacen con sus obsesionadas y apasionadas hermanas. Diríamos que visten uniforme cual policías en medio de las oleadas de exaltación de una revuelta popular.

Agregamos todavía el deleite personal que se experimenta a los pocos días, una vez conocidas las costumbres y las pasiones de cada una de las manos. Al poco tiempo hice distinciones entre ellas, dividiéndolas, cual lo haría con las personas, en simpáticas y antipáticas; las había que me resultaban tan asquerosas por su avidez y su torpeza, que siempre apartaba la mirada de ellas cual ante una indecencia. Una mano nueva en la mesa constituía para mí una aventura y un nuevo motivo de curiosidad. Á menudo olvidaba mirar el rostro que, más arriba, asentaba sobre un cuello cual una fría máscara inmóvil, sobre una camisa de smoking o un resplandeciente descotado.

Aquella noche, cuando entré, pasé de largo frente a dos mesas atestadas de jugadores hasta llegar a una tercera. Preparaba ya unas piezas de oro cuando escuché, en medio de esa pausa tan tensa en que parece vibrar el silencio, esa pausa que se produce cada vez que la bola, mortalmente fatigada, vacila entre los números, escuché, digo, frente a mí, un extraño ruido, cual el crujido de unas articulaciones que se rompen. Quedé estupefacta. En aquel instante vi dos manos (hasta me sobresalté), la derecha y la izquierda, como jamás había visto; dos manos convulsas que, cual animales furiosos, se acometían una a otra, dándose zarpazos y luchando entre sí de manera tal que crujían las articulaciones de los dedos con el ruido seco de una nuez cascada. Eran aquéllas unas manos dé singular belleza, extraordinariamente alargadas y estrechas, aunque, al mismo tiempo, provistas de una sólida musculatura; muy blancas, con las uñas pálidas y las puntas de los dedos finamente redondeadas. Yo las hubiera contemplado toda la noche. Me sentía maravillada de aquellas manos extraordinarias y únicas. Pero lo que en particular me impresionó fue el frenesí, la expresión locamente apasionada y la manera de luchar una con otra. Adiviné al punto que estaba ante un hombre abrumado, el cual contenía todo su sufrimiento con la punta de los dedos para no dejarse aniquilar por él. Y en aquel instante, en aquel instante preciso en que la bolita fue a caer con un ruido seco en la casilla y el "croupier" cantaba el número, en aquel segundo, las dos manos se separaron, cayendo desplomadas, como dos bestias alcanzadas por un mismo tiro. Se abatieron realmente desfallecidas, inertes, con plástica expresión de extenuación y de desengaño, cual heridas por el rayo, como una existencia que se apagara, y en forma tal que no encuentro palabras para expresarlo. Jamás había visto y nunca más veré manos tan elocuentes, en las que cada músculo semejaba estar dotado de palabras y en las que el sufrimiento se exhalaba de cada poro.

Durante unos instantes permanecieron ambas sobre la mesa, como aplastadas y muertas, igual que dos medusas arrojadas al borde de la ribera. Después la derecha empezó a levantarse penosamente sobre la punta de los dedos; temblaba, retrocedía, describía un movimiento de rotación en torno de sí misma, vacilaba y se retorcía; por último, cogió nerviosa una ficha que, indecisa, hizo rodar, como si fuera una ruedecita, entre el índice y el pulgar. De súbito, arqueándose en un gesto felino, de pantera, lanzó., mejor dicho, escupió la ficha de cien francos en el centro de la casilla negra. Luego, como obedeciendo a una señal, la excitación apoderóse también de la inactiva mano izquierda, que hasta entonces permaneciera adormecida; ésta se levantó, se desesperó, se arrastró lentamente hacia la otra mano que yacía trémula y fatigada aún de la jugada que acababa de arriesgar; y ambas permanecieron juntas y horrorizadas, en tanto daban sobre la mesa suaves golpecitos con los nudillos, cual dientes que la fiebre hiciera castañetear... ¡No, nunca jamás había visto yo manos que hablaran con tan viva expresión y estuviesen poseídas de una excitación, de una tensión tan espasmódica! Todo lo demás de aquel enorme local: el murmullo de las salas, los gritos de los "croupiers", el ir y venir de unos y otros, e inclusive aquella bolita que ahora, arrojada de su escondrijo, saltaba como una endemoniada dentro de la jaula redonda y bruñida como un parquet...

toda aquella multitud vertiginosa llena de impresiones relampagueantes y fugaces que influían crudamente sobre los nervios. me parecieron muertas y petrificadas comparadas con aquellas dos manos trémulas, jadeantes, impacientes, anhelantes y heladas, al lado de aquellas dos soberbias manos frente a las cuales me sentía como hipnotizada.

Al fin no pude más: necesitaba ver el rostro de la persona a quien pertenecían las manos aquellas y, angustiosamente, porque sentía miedo de ellas, mi mirada lentamente ascendió desde la manga hacia los estrechos hombros. Y otra vez me estremecí, pues aquel rostro se expresaba con el mismo lenguaje desenfrenado y fantásticamente sobreexcitado que las manos, reflejaba igual cólera horrorizada en su expresión y la misma delicada y casi femenina belleza. Jamás había visto un rostro semejante tan fuera de sí mismo, y ofreciéndome la oportunidad de contemplarlo a mi antojo, cual una máscara, cual una estatua que estuviera desprovista de ojos. Porque aquellas pupilas de poseso no se movían un solo instante ni hacia la derecha ni hacia la izquierda. Inmóviles, negras, bajo los párpados abiertos, eran como inanimadas bolas de vidrio en las cuales se reflejaba el brillo de aquella otra, de color caoba, que, enloquecida, rodaba y saltaba entre las casillas de la ruleta. Una vez más, lo repito, nunca había visto un rostro tan interesante y de tal modo fascinador.

Pertenecía a un joven de unos veinticuatro años; delgado, fino, bastante alto y, por consiguiente, muy expresivo. Exactamente como las manos, aquel rostro ofrecía un aspecto no tan viril, sino más bien el de un muchacho apasionado...

Todo esto no lo observé sino más tarde, pues en aquel momento su rostro se esfumaba por completo bajo una expresión descompuesta por la avidez y la locura. La boca estrecha; anhelosa, entreabierta, dejaba medio al descubierto la dentadura: a la distancia de diez pasos podía vérsele rechinar febrilmente, mientras los labios permanecían entreabiertos e inmóviles. Un rubio y húmedo mechón pegábasele sobre la frente, colgando cual si fuera a caerse, y las aletas de su nariz vibraban con temblor ininterrumpido, como en un movimiento invisible de pequeñas ondas bajo la piel. Y la cabeza toda, echada hacia adelante, inclinábase más y más, sin darse cuenta, en igual dirección, cual si fuera a dar contra el remolino de la bolita y a hacerse añicos. Entonces me expliqué la rígida presión de las manos: únicamente por obra de aquella presión podía mantenerse en pie, en perfecto equilibrio, aquel cuerpo próximo a desplomarse.

Nunca, repito, nunca había visto un rostro en el cual se reflejase en forma tan abierta y tan impúdica, la pasión y el instinto. Yo permanecía inmóvil, atraída por la alocada expresión tan intensamente como él podía estarlo por los movimientos y los saltos de la bolita. A partir de ese instarte no vi nada más en el salón. Todo me pareció vago, sordo, borroso, oscuro, comparado con el fuego que brotaba de aquel rostro. Habiéndome olvidado de la gente que me rodeaba, observé durante una hora únicamente a aquel hombre así como cada uno de sus menores gestos.

En determinado momento, el "croupier" hizo avanzar veinte piezas de oro hacia aquellas anhelosas garras. Sus ojos despidieron vivo resplandor, el crispado ovillo de sus manos se deshizo como bajo una explosión, y los dedos, trémulos, se separaron saltando. En lo que duró aquel segundo, el rostro pareció al punto iluminado y rejuvenecido, las arrugas desaparecieron, los ojos comenzaron a brillar, el cuerpo, rígidamente inclinado, se irguió, ágil, esbelto... Por primera vez se sentó blandamente, al igual del jinete en la silla, movido por la alegría del triunfo; los dedos, pueriles y vanidosos, jugaron con las redondas monedas, haciéndolas bailar y tintinear unas contra otras. Luego, inquieto otra vez, volvió la cabeza y recorrió con la mirada todo el tapete verde, así como el hocico olfateador del sabueso en busca de una pista, para arrojar, de súbito y con un movimiento brusco, todo el montón de monedas en uno de los cuadros. De inmediato volvió aquel acecho y aquel estado de sobreexcitación. De nuevo vi en sus labios aquel temblor brusco, eléctrico; de nuevo se le encogieron las manos, y su rostro de adolescente se transformó bajo la angustiosa espera, hasta que, de pronto, explosivamente la tensión se deshizo en desencanto: la faz febrilmente excitada púsose marchita, lívida y envejecida, los ojos se apagaron cual consumidos por el fuego, y todo en el espacio de un segundo, en cuanto la bolita fue a caer dentro de un número que no era el aguardado. Había perdido.

Unos segundos permaneció inmóvil, con una mirada de estupidez, como si no hubiese comprendido; mas en seguida, al oír el primer grito del "croupier", que sonó como un chasquido, sus dedos se adelantaron otra vez con unas monedas.

Pero ya había perdido la seguridad; primero colocó las monedas en un cuadro; luego, pensándolo mejor, en otro, y, casi cuando la bolita había empezado a rodar, obedeciendo a una repentina inspiración, arrojó rápidamente y con trémula mano dos billetes más en el cuadro.

Estas bruscas oscilaciones entre las pérdidas y las ganancias se prolongaron una hora entera, poco más o menos. En todo aquel tiempo no aparté ni un instante mi mirada del rostro de expresión siempre variable al que afluían todas las pasiones.

Mis ojos expertos, no perdieron nunca de vista aquellas mágicas manos, cada uno de cuyos músculos expresaba plásticamente toda la escala ascendente y descendente de los sentimientos humanos. Nunca en el teatro había contemplado yo con tanto interés el rostro de un actor como miraba entonces a aquel sobre el cual, como la luz y las sombras de un paisaje, en constante desfile, se reflejaban todos los colores y sentimientos. Nunca, en una sala de juego, habíase desvelado mi atención como ante el loco frenesí de aquel desconocido. 5i alguien me hubiera observado en aquellos instantes, habría tomado mi inmovilidad de acero por un caso de hipnosis. Realmente algo de eso tenía mi estado de completo alelamiento. En fin., me era imposible separar la mirada de aquella serie de gestos; y todo lo demás, todo cuanto ocurría en la sala, con las luces, las risas, las personas, las miradas, flotaba alrededor mío corno una humareda amarilla e informe, de la cual surgía el rostro aquel que era cual una llama entre llamas.

No sentía nada, no me percataba de nada, no notaba que la gente se agolpaba en torno mío, ni veía otras manos que, como tentáculos, se alargaban de pronto para lanzar o coger el dinero. No veía, tampoco, la bolita saltarina, ni escuchaba la voz de los "croupiers"; y, sin embargo, cual en un sueño, subyugada por el espectáculo, percatábame de todo cuanto ocurría allí a través de aquellas manos tan sobremanera excitadas. Para saber si la bolita caía en el rojo o en el negro, si rodaba o se detenía, no necesitaba mirar la ruleta: pérdida o ganancia, esperanza o desilusión, una tras otra, estas fases pasaban fulminantes a través de los nervios y gestos de aquel rostro surcado por el ondear incesante de la pasión.

Pero vino después el momento peligroso, momento que hacía rato estaba temiendo sordamente, que se había cernido sobre mis nervios como una tempestad y que, de pronto, los hizo estallar. Naturalmente la bolita, con su suave ruido peculiar, había comenzado a rodar; nuevamente volvía a palpitar aquel segundo en que doscientos labios contenían el aliento, hasta que la voz del "croupier" anunciaba: "cero" mientras su raqueta recogía ágilmente de todas partes las sonoras monedas y los arrugados billetes. En aquel instante, las dos manos encogidas esbozaron un movimiento singular de espanto; se abalanzaron dispuestas a hacer presa en algo inexistente, y volvieron a abatirse exangües sobre la mesa, cediendo tan sólo a su peso de gravedad, diríase que muertas por la fatiga. Mas luego, de pronto, volvieron a animarse, se retiraron febrilmente de la mesa para dirigirse hacia su propio cuerpo, y, a manera de gatos salvajes, treparon por el tronco, deslizándose por arriba, por debajo, hacia la derecha, hacia la izquierda, palpando nerviosamente todos los bolsillos por si- encerraban alguna olvidada moneda de oro. Empero, siempre se retiraban sin resultado y siempre cada vez más enardecidas, repetían la insensata y vana búsqueda, en tanto que, volviendo a funcionar la ruleta, proseguían los otros su juego, sonaban las monedas, movíanse las sillas y escuchábase en el salón el murmullo de mil ruidos distintos. Poseída por el horror, yo temblaba; tuve también la sensación de que mis propios dedos se desesperaban frenéticos buscando una moneda en los bolsillos del arrugado traje. De pronto, el hombre aquel levantóse con rapidez, como lo haría una persona que se sintiese repentinamente indispuesta y se parara para no asfixiarse. Con el movimiento que hizo, la silla se cayó al suelo, produciendo gran estrépito. Sin darse cuenta de esto, sin reparar en los vecinos que entre atemorizados y estupefactos le cedieron el paso, tambaleándose, se alejó de la sala, como enceguecido.

En aquel momento me quedé pasmada, adiviné al punto hacia dónde se encaminaba aquel individuo; iba hacia la muerte. El que de tal manera se levanta no va al hotel, ni al bar, ni al lado de la mujer, ni a la estación, ni a cualquier otro lugar donde hay un poco de vida, sino que se precipita directamente en el abismo. El más indiferente habría adivinado que el hombre aquel carecía de reservas, y no las tenía en casa, ni en el banco, ni en ninguna otra parte y que, habiéndose encaminado al Casino con sus últimos recursos, llevando su vida como postrera apuesta a la mesa de juego, ahora se encaminaba a cualquier parte, sin duda, pero indudablemente fuera de la vida.

Desde el principio temí y sospeché que se hallaba en juego allí algo más importante que una mera pérdida o ganancia. Sin embargo, solamente entonces esa certidumbre cruzó por mi mente como un negro rayo, mostrándome cómo la vida desaparecía de repente ante sus ojos y la muerte cubría con su palidez aquel rostro, hasta entonces rebosante de vida. Hasta tal punto me sentía compenetrada con el mínimo de sus gestos que, inconscientemente, tuve que asirme al borde de la mesa cuando vi que abandonaba su sitio y se alejaba, tambaleándose. El temblor de su cuerpo hablase comunicado al mío, cual antes ocurriera con la palpitación de sus arterias y la tensión de sus nervios. Me sentí como arrebatada. ¡Debía seguirle! Y, extraños a mi voluntad, mis pies echaron a andar. Obraba inconsciente, sólo movida por una fuerza que era superior a mí misma, y tomando por un pasillo me encaminé a la salida.

El individuo se hallaba en el guardarropa; el empleado le entregó el abrigo, mas los brazos ya no obedecían al joven, y el mismo empleado debió prestarle ayuda, cual si se tratara de un paralítico. Le vi buscar maquinalmente en los bolsillos del chaleco una moneda para la propina; pero los dedos reaparecieron sin haber hallado nada, Entonces fue como si al punto recordara todo, murmuró unas palabras y, tal cual hiciera al apartarse de la mesa de juego, realizó un brusco movimiento hacia adelante, para descender la escalinata del Casino tambaleándose como un borracho, seguido unos momentos por la sonrisa, entre despreciativa y compasiva, del criado.

Aquellos gestos me inspiraron tal compasión, que me avergoncé de mirarle. Me aparté a un lado, entristecida de haber presenciado, como desde el palco de un teatro, la desesperación de un infeliz desconocido. Con todo, tornó a hacer presa en mí la inexplicable angustia. Prestamente solicité mi abrigo y sin pensar en nada determinado, de un modo completamente mecánico, impelida por el instinto en pos del desconocido, me hundí en las tinieblas de la noche.

Por un momento, la señora C. interrumpió su narración. Se encontraba sentada, inmóvil, frente a mí, y con aquella su calma y serenidad peculiares, sin hacer una pausa. Había hablado como únicamente lo hace quien se ha preparado lenta e íntimamente, ordenando con cuidado los acontecimientos. Por primera vez se detuvo; vaciló unos instantes y después, interrumpiendo su relato, se dirigió directamente a mí: -He prometido a usted y a mí misma -comenzó con cierta indecisión- contárselo todo, ajustándome a la más absoluta sinceridad. Pero he de exigirle un crédito absoluto a esta sinceridad mía, suplicándole no ver en mi conducta motivos secretos, los cuales, en caso de existir, posiblemente no me avergonzarían, bien que en este caso sería completamente erróneo suponer. He de recalcar que si corrí tras aquel jugador infortunado no fue porque me sintiese enamorada ni poco ni mucho de él. No vi en él más que a un ser humano, y, efectivamente, para mí, que era entonces una mujer de cuarenta años, nunca más la mirada de un hombre tuvo interés después del fallecimiento de mi esposo. Eso, para mí, había concluido en absoluto. Digo esto porque, de otra manera, todo lo que sigue no lo comprendería usted en toda su horrible verdad. Por otra parte, verdad es que me sería harto difícil explicar con claridad el sentimiento que en forma tan irresistible me impulsó a seguir entonces en pos de aquel desdichado. En mí había curiosidad, pero, ante todo, un miedo terrible, o mejor dicho, temor de algo tremendo que desde los primeros instantes advertí que estaba rondando al joven, invisiblemente. Pero una categoría tal de sentimientos no se puede descomponer ni analizar en particular porque chocan entre sí con tal confusión, de manera tan violenta, tan furiosa, tan espontánea.. . No realicé, en verdad, nada más que ese gesto instintivo de prestar auxilio, exactamente como cuando sostenemos a la criatura que, en la calle, está por echarse bajo las ruedas de un automóvil. ¿Puede, acaso, explicarse, que determinados individuos, que no saben siquiera nadar, intenten arrojarse desde lo alto de un puente para salvar a uno que se ahoga? Estos individuos se mueven sencillamente gracias a una fuerza mágica que los impulsa antes de que tengan tiempo de darse cuenta de su insensata temeridad; pues así, exactamente, sin meditarlo, sin una reflexión consciente, seguí en pos de aquel desgraciado, desde la sala de juego hasta el vestíbulo del Casino, y desde allí a la terraza.

Tengo la seguridad de que ni usted ni nadie que tuviese la mirada alerta de una persona sensible habría logrado resistir aquella angustiosa curiosidad. No es posible suponer un aspecto más siniestro que el presentado por aquel joven que contaba escasamente unos veinticinco años y que, fatigado como un anciano, tambaleándose cual borracho, con el cuerpo destrozado, pesadamente se arrastraba escaleras abajo hacia la terraza exterior del Casino. Una vez allí, se dejó caer en un banco, como si tuviera el cuerpo de plomo. Al observar aquella actitud, de nuevo presentí con espanto, que el joven se hallaba al final de la vida. En aquella forma no suele desplomarse sino un muerto o un hombre al cual ninguno de los músculos obedece ya a €a fuerza vital. La cabeza, vuelta hacia un lado, apoyábase en el respaldo del banco, y los brazos colgaban inertes. A la mortecina luz de los turbios faroles un transeúnte lo habría confundido con un cadáver. No puedo explicar cómo se me presentó esta visión, pero es lo cierto que súbitamente se proyectó allí enfrente, palpable, evidente, horrible y terriblemente verdadera; así, cual un cadáver, lo vi ante mí en aquel instante, convencida de que cargaba un revólver en el bolsillo y de que, a la siguiente mañana, le hallarían tendido en aquel banco o en otro cualquiera, inanimado y empapado en sangre.

Su manera de desplomarse fue exactamente como la de una piedra arrojada a€ abismo, y que hasta haber llegado al fondo no se detiene. Jamás había visto yo una expresión de abatimiento y desesperación expresada con un gesto tan humano y desgarrador.

Ahora imagínese mi situación. Me hallaba a diez o veinte pasos del banco sobre el cual aquel hombre yacía inmóvil y destrozado y sin saber qué decidir; por un lado, movida por e€ deseo de prestar auxilio; y, por otro, por el afán de huir, producto de la ingénita timidez y de la educación recibida, que me vedaba dirigir la palabra a un desconocido en medio de la calle. Los faroles brillaban débilmente bajo el cielo nublado. Sólo de vez en cuando, y con prisa, pasaba algún transeúnte, pues ya era medianoche. Casi me encontraba sola en el parque con aquel desventurado que quería suicidarse. Cinco, diez veces concentré mis fuerzas disponiéndome a acercarme a él; pero siempre me hizo retroceder cierta vergüenza o, quizá, el instintivo presentimiento de que siempre los desesperados arrastran consigo a quienes tratan de socorrerlos. En tales dudas y vacilaciones, me di cuenta cabal de lo insensata y ridícula que era mi situación. Porque yo no podía ni hablar, ni alejarme, ni abandonarlo. No sabía qué hacer.

Espero que me creerá usted si declaro que, quizás, por espacio de una hora, interminable hora, durante la cual millares y millares de pequeñas ondas de mar invisible cortaban el tiempo, estuve paseándome vacilante por la terraza, constantemente obsesionada por el espectáculo de total aniquilamiento de aquel hombre.

Decididamente, no poseía coraje suficiente para hablar o para obrar. Quizá hubiera pasado toda la noche aguardando aún o me hubiera decidido finalmente, movida por un prudente egoísmo, a regresar a mi casa. Sí, creo que, incluso, a punto estuve de abandonar a aquel desdichado en manos de su propia debilidad...

Mas una fuerza superior salió al paso de mi indecisión. Comenzó a llover. Durante toda la noche, el viento había acumulado sobre el mar gruesos nubarrones primaverales preñados de agua. Por los pulmones, por el corazón podía uno comprobar que la atmósfera se cargaba por momentos. De pronto cayeron gruesas gotas sonoras a las que siguió una copiosa lluvia que caía en densas madejas agitadas por el viento. Inmediatamente me guarecí bajo la marquesina de un quiosco. Pese a que abrí el paraguas, las impetuosas ráfagas del viento salpicaron de lluvia mi traje. En el rostro y en las manos sentí el polvo líquido y frío que levantaban las gotas al chocar contra el suelo.

Bajo aquel furioso chaparrón, el infeliz permanecía totalmente inmóvil en su banco.

El recuerdo de aquella escena angustiosa me oprime, aún hoy, la garganta.

De todas las canaletas el agua caía a borbotones. De la ciudad llegaba el ruido sordo de los coches. Por la derecha, por la izquierda, los transeúntes envueltos en sus abrigos cruzaban corriendo. Todo cuanto tenía dentro de sí algo de vida huía del chubasco, en busca de un lugar dónde refugiarse. Por doquiera, tanto entre los hombres como entre los animales, manifestábase la angustia ante la explosión de los elementos. Únicamente aquella piltrafa humana estaba derrumbada, inmóvil en el banco. Ya le dije que aquel hombre tenía el mágico poder de exteriorizar plásticamente, con movimientos y gestos, todos sus estados interiores. Nada, sin embargo, absolutamente nada sobre la tierra podría expresar de manera tan conmovedora la desesperación, el abandono absoluto de sí mismo y la apariencia de la muerte con aquella inmovilidad, con aquel estado inerte, inanimado, bajo la terrible lluvia, con aquella fatiga demasiado extrema para permitirle levantarse y dar los pocos pasos que le separaban de un techo protector, con aquella definitiva indiferencia hacia la propia vida. Ningún escultor, ni pintor, ni Miguel Ángel ni Dante, habíame hecho sentir jamás con semejante angustia el gesto de la máxima desesperación, de la miseria definitiva de este mundo, como aquel hombre que estaba vivo aún, y se dejaba azotar por los elementos por hallarse demasiado abatido y destrozado para intentar un solo movimiento que le permitiera guarecerse de ellos.

Estas consideraciones bastaron para decidirme. ¡No podía más! Veloz atravesé la líquida cortina de la lluvia y en cuanto llegué al banco, sacudí aquel húmedo fardo humano.

-¡Venga! -le dije, tomándole por un brazo.

El brazo se mantenía inerte, penosamente levantado. Pareció como si cierto movimiento fuese a iniciarse en él; pero desde luego, el desgraciado no me entendía.

-¡Venga! -repetí, sacudiéndole el brazo, esta vez casi iracunda.

Entonces se levantó lentamente, bamboleándose, sin voluntad.

-¿Qué hace usted? -preguntóme. No supe qué contestarle, pues yo misma ignoraba dónde ir con él. Solo lejos de allí, lejos del terrible y frío chubasco, lejos de aquella postración insensata y suicida, lejos de aquel estado de extrema desesperación. Sin dejarle del brazo lo arrastré hacía el quiosco, suponiendo que allí, bajo la estrecha marquesina, se guarecería al menos de la lluvia que azotaba el viento. No sabía nada más, no deseaba tampoco nada más. Sólo me interesaba poner a aquel hombre al abrigo de la lluvia: por el momento no pensaba otra cosa.

Y así, nos encontramos los dos, uno junto al otro, en el reducido espacio que permanecía seco. Detrás de nosotros la puerta cerrada del quiosco; encima, el techo demasiado pequeño para protegernos por completo de !a pérfida, implacable y terrible lluvia, que, azotada por furiosas rachas de viento, lanzaba torbellinos de frío contra nuestros rostros y empapaba nuestros vestidos. La situación tornábase insoportable. No podía permanecer por más tiempo junto a aquel desconocido chorreando agua, y por otra parte, no me resignaba a abandonarlo sin una explicación, después de haberlo arrastrado allí. Tenía que hacer algo. Me esforcé en meditar sobre la situación, y calculé que lo mejor sería acompañarlo en un coche hasta su casa. A la mañana siguiente, ya lo socorrería. Pensando así, pregunté a la persona que inmóvil, mirando fijamente la negra noche, estaba junto a mí: -¿Dónde vive usted? -No tengo casa... Esta misma noche llegué a Niza. No podemos ir a mi casa. Al punto no comprendí la última frase. Sólo me di cuenta más tarde de que aquel hombre me había confundido con... una "cocotte". Creyó ver en mí una de tantas que, por la noche, rondan por el Casino, esperando sacar todavía algún dinero a los jugadores afortunados o borrachos. Después de todo, no podía suponer otra cosa. Ahora que se lo relato a usted comprendo cuánto de inverosímil y de fantástica tenía mi situación. No podía pensar de otra manera, ya que la forma de sacarle del banco y de forzarle á venir conmigo no era propia de una señora. Empero, la idea no se me ocurrió entonces. Sólo más tarde, demasiado tarde ya, comprobé el terrible error en que había incurrido respecto de mi persona. De lo contrario, no habría proferido las palabras que siguieron y que lo afianzaron más en su equivocación. Dije: -Puede buscarse un cuarto en un hotel. Aquí no debe permanecer. Tiene que ir a cualquier parte.

Entonces fue cuando repentinamente me di cuenta de su lamentable error, pues él, sin mirarme y con expresión irónica, se resistió, diciéndome: -No necesito habitación; no quiero nada. No pierdas el tiempo, porque nada sacarás de mí. Estás equivocada; no tengo ni un céntimo.

Las frases fueron pronunciadas en un tono tan extraño, con tan lacerante indiferencia, y su manera de permanecer de pie, apoyándose abrumado contra la pared, mojado de pies a cabeza, interiormente aniquilado, me impresionó en forma tal que no tuve siquiera tiempo para sentirme tontamente ofendida. Lo que desde el primer momento experimenté, en cuanto le vi salir de la sala, tambaleándose, y !o que sentía constantemente en aquella hora inverosímil, fue que un hombre joven y vigoroso, que alentaba aún, marchaba hacia la muerte y que yo debía salvarlo.

Me aproximé a él y le dije: -No se preocupe por el dinero. ¡Venga! No debe permanecer aquí ni un momento más; yo le encontraré un refugio... No se preocupe por nada. ¡Venga! ¡Sígame! Volvió la cabeza. Mientras la lluvia repiqueteaba sordamente a nuestro alrededor y las canaletas derramaban chorros de agua a nuestros pies, observó cómo en medio de la oscuridad, por primera vez, trataba de ver mi rostro. Su cuerpo también pareció despertar de su letargo. -Como quieras -dijo, cediendo-. A mí ya todo me resulta indiferente... Después de todo, ¿por qué no? ¡Vamos! Abrí el paraguas y él me agarró del brazo. Tan inesperada confianza me causó un efecto harto desagradable. Me asusté, horrorizada hasta lo más profundo de mi corazón. Pero no tuve el valor de prohibírselo. Si en aquellos instantes le hubiera rechazado, se habría hundido en el abismo, y cuanto había logrado hasta entonces habría resultado inútil. Regresamos a! Casino, que estaba sólo a pocos pasos. Allí se me ocurrió lo que había que hacer con é!. Lo más práctico, pensé prontamente, sería conducirlo a un hotel donde pudiera reposar, y darle dinero para que regresara a su casa al siguiente día. No se me ocurrió nada más.

Hice detener un coche que pasaba velozmente por delante del Casino. Subimos.

Cuando el cochero preguntó dónde debía conducirnos, no supe, al punto, qué contestarle. Pero de pronto, percatándome de que el individuo que estaba a mi lado, completamente mojado, no podía ser admitido en ningún buen hotel, y sin sospechar siquiera, dada mi condición, la existencia de alojamientos equívocos, grité al cochero: --¡Llévenos a cualquier hotel! Indiferentemente, el cochero puso en movimiento el vehículo. A mi lado, el desconocido guardaba silencio, mientras las ruedas traqueteaban y la lluvia azotaba con furia los cristales. En el interior de aquella caja obscura como un féretro, yo también, tenía la sensación de acompañar a un cadáver. Intenté imaginar algo, dar con alguna palabra que mitigara el horror de la muda y tenebrosa contigüidad. Nada se me ocurrió. Pocos minutos más tarde se detuvo el vehículo; bajé yo la primera, y pagué el viaje al cochero, mientras mi acompañante cerraba la portezuela. Nos hallábamos frente a la puerta de un pequeño hotel desconocido. Una marquesina de vidrios nos protegía contra la lluvia que continuaba cayendo con angustiosa monotonía en la noche impenetrable.

Cediendo a su pesadumbre, mi acompañante se apoyó contra el muro involuntariamente.

Su sombrero, sus ropas, empapadas en agua y completamente arrugadas, chorreaban. Producía la impresión de un náufrago al que acaban de salvar la vida. Alrededor del espacio reducido que ocupaba su cuerpo formóse un pequeño charco. No obstante, él no hizo ni el mínimo gesto para sacudir el agua, ni escurrir el sombrero, ni secarse las gotas que le resbalaban por las mejillas.

Estaba en absoluta pasividad. No alcanzo a explicarle hasta qué punto me impresionaba semejante actitud de anonadamiento.

Empero, algo había que decir. Metí la mano en mi cartera.

-Tome estos cien francos -dije-, alquile una habitación y regrese mañana a Niza.

El, con estupor, me miró.

-Le vi en la sala de juego -agregué, observando su vacilación-. Sé que lo ha perdido todo y temí que tratara de hacer un disparate. No es para nadie una deshonra el aceptar una ayuda... ¡Vaya, tome! El rechazó mi mano con una energía que hasta entonces no sospeché.

-Eres buena -dijo-, pero no tires tu dinero. Ya no hay por qué ayudarme. Que duerma o no esta noche, me es indiferente. Mañana todo habrá concluido. No hay para qué ayudarme.

-¡No, tiene que aceptar esto! -insistí-. Mañana pensará de otro modo. Ahora, entre y acuéstese. A la luz del día las cosas suelen cambiar de aspecto.

Mas, casi con violencia, tornó a rechazar mi mano.

-Deja -exclamó aún sordamente- Esto ya resulta estúpido. Prefiero acabar conmigo, allá, en la playa, antes que manchar de sangre la habitación de un hotel.

Cien francos no significan para mí ninguna ayuda. ¡Mil tampoco! Mañana regresaría a la sala de juego y no me iría hasta haberlo perdido todo. ¿Para qué, pues, empezar de nuevo? Ya tengo suficiente.

No podrá nunca imaginarse en qué forma aquella tenebrosa manera de hablar me oprimía el corazón. Fíjese en mi situación. A dos pasos de usted se halla un hombre joven, rebosante de vida, y usted sabe que, si no pone en juego todos los recursos, aquel trozo de juventud que piensa, habla y palpita, será un cadáver dentro de dos horas. Un colérico impulso, una suerte de furia incontenible me movió a concluir con aquella insensata resistencia. Le agarré del brazo: -¡Basta de tonterías! Usted subirá ahora mismo; alquilará un _cuarto y mañana por la mañana vendré a buscarle para acompañarle a la estación. Tiene que salir de aquí. No me sentiré tranquila hasta que le vea en el tren. Cuando se es joven no se desprecia la vida sólo por haber perdido unos cientos o miles de francos. Es una cobardía, un estúpido acceso de pundonor producido por la ira y la amargura.

Mañana me dará la razón.

-¡Mañana! -repitióme él, con acento aún más tenebroso e irónico-. ¡Mañana! ¡Si yo mismo lo supiera!... Incluso estoy sintiendo curiosidad por saberlo. No; vete a tu casa, amiga mía; no te preocupes por mí, ni gastes tu dinero.

No pude dejarlo, empero. Era aquello como una obsesión, una furia que me acometía.

Violentamente le agarré la mano y dejé en ella unos cuantos billetes.

-Tiene que tomar este dinero y subir inmediatamente.

Diciendo esto, oprimí el timbre con decisión.

-Ya he llamado. En seguida saldrá el portero. Suba usted. Acuéstese. Mañana a las nueve, le aguardaré aquí mismo, ante este hotel, y le acompañaré hasta la estación. No se preocupe. Yo le facilitaré lo que sea necesario para llegar a su casa.

Pero ahora váyase a descansar y no piense en nada.

En este instante se oyó dar una vuelta a la llave, y el portero abrió: -Ven -dijo él, entonces, de súbito, con voz dura, enérgica y amarga. Y cual si fuesen de acero, sus dedos crispados aprisionaron mi mano. Me estremecí toda asustada; quedé como paralizada, herida por el rayo; perdí la conciencia de mí misma. Quise apartarme... , desasirme.... mas no tuve voluntad. Y yo:.. usted lo comprenderá.... experimentaba el bochorno y la vergüenza de tener que luchar con un desconocido frente al portero que allí estaba aguardando impaciente. Y así... me vi repentinamente dentro del hotel; quise decir algo, pero la garganta no me obedecía... Aquellos dedos no soltaban mi mano... advertí vagamente que subía por una escalera... Escuché luego el ruido de una llave... Y, de pronto, me vi sola ante aquel desconocido, en el cuarto extraño de un hotel cuyo nombre ignoro todavía...

La señora C. interrumpió de nuevo, y súbitamente el relato. Se levantó del sillón.

Parecía que su voz iba a quebrarse. Volvióse hacia la ventana, miró en silencio unos minutos por los cristales, o, quizá, sólo apoyó la frente contra el frío vidrio.

No me atreví a mirarla, pues comprendí el angustioso dolor de la anciana.

Permanecí, pues, en silencio, y así esperé hasta que ella, con pasos lentos, tornó a sentarse junto a mí.

-Bueno; ya le he dicho lo más difícil. Espero que creerá sí le juro otra vez por todo lo más sagrado, por mi honor y por mis hijos, que hasta aquel instante no había reparado en la posibilidad de una unión con aquel desconocido; y que si llegué a caer fue de una manera inconsciente, sin la intervención de mi voluntad. Me precipité en aquella situación como quien, lo hace por un escotillón abierto inesperadamente en el llano camino de mi existencia.

Prometí confesarle a usted y decirme a mí misma toda la verdad; repito pues, una vez más, que debido únicamente a un exaltado empeño de auxiliarlo y no por ningún otro móvil, por ninguna inclinación personal, en fin, sin segunda intención alguna, sin el menor presentimiento, vine a caer en aquella aventura trágica y extraña.

De cuanto ocurrió en la habitación durante la noche me permitirá que no le hable; yo no he olvidado un solo segundo aquellas horas, ni jamás llegaré a olvidarlas nunca. Porque aquella terrible noche luché por salvar la vida al hombre, y tal lucha, repito, era de vida o muerte. Nítidamente, a través de mis nervios, percibí que aquel desconocido, sintiéndose perdido definitivamente, con la avidez y la angustia de un condenado a muerte, afanábase en buscar aún un postrer auxilio.

Se aferraba a mí como quien ve abierto el abismo a sus pies. Yo concentré todas mis energías para lograr salvarle. Horas así no se viven más que una sola vez en la vida. Entre millones y millones de personas, sólo una se encontrará en circunstancias semejantes. Sin aquella horrible casualidad, yo no hubiera sospechado jamás con cuánta avidez, con cuánta desesperación, con cuán desesperante frenesí, el hombre que se siente perdido se empeña todavía en sorber una vez más las rojas gotas de la vida. Apartada, hacía 20 años, de las demoníacas fuerzas de la existencia, nunca habría comprendido en qué forma magnífica y fantástica la naturaleza junta algunas veces en fugaces instantes el calor y el frío, la muerte y la vida, la alegría y el dolor. Aquella noche estuvo tan llena de luchas y de palabras, de pasión y de cólera, de odio y de lágrimas, de promesas y de embriaguez, que me parece que duró mil años. Hundidos en el abismo, dando tumbos, él deseando locamente la muerte, yo absolutamente ajena a lo que había de acontecer, salimos los dos de aquel tumulto mortal transformados, con otros sentidos y muy distintos sentimientos.

Mas no quiero hablar de eso, no puedo ni debo describirlo. Sólo mencionaré aquel inconcebible minuto de mi despertar, por la mañana. Salí de un sueño de plomo, de las profundidades de una noche que nunca hubiera sospechado. Mucho demoré en abrir los ojos; cuando lo hice, lo primero que vi fue, sobre mi cabeza, un techo que me era totalmente desconocido; después, deslizando la mirada, una habitación odiosa, repelente, fea, extraña, en la que, al punto no pude recordar cómo había entrado. Primeramente, intenté persuadirme de que aquello era aún un sueño, un sueño más claro y transparente que aquel otro, denso y confuso, del que acababa de salir... Pero por las ventanas penetraba la luz del sol, una luz matutina, diáfana, absolutamente real. De la calle llegaba el rumor de los coches y de los tranvías, el ruido de la gente. No soñaba, no; sino que estaba despierta del todo. Me incorporé en el lecho, y entonces... al volver la mirada a un lado... jamás llegaré a describir mi terror, entonces vi, a mi lado, a un hombre extraño, desconocido absolutamente; un hombre medio desnudo, del que nada recordaba.

Nunca; aquel estado de terror, lo sé, no puede describirse. Fue tal la impresión recibida, que me desplomé sin fuerzas. Pero aquella súbita postración no fue tal como la hubiera deseado. Al contrario. Conservando una perfecta lucidez, recordé en un instante todo; y todo me pareció inexplicable. Ante la repugnancia y la vergüenza de verme junto a un hombre desconocido, en el lecho extraño de un hotel sospechoso, no experimenté más que un deseo: el de morir. Recuerdo perfectamente que mi corazón cesó de palpitar, que mi respiración se paralizó cual si fuera a extinguirse mi existencia; y mi conciencia, esa conciencia lúcida, que lo concibe todo y nada comprende...

Jamás sabré qué tiempo permanecí en aquella situación, con todos mis miembros helados. Los muertos deben de yacer en sus ataúdes con análoga rigidez. Yo, únicamente sé que supliqué a Dios que interpusiera cualquier poder celestial para que aquello no fuera real, no fuera verdadero. Pero mis sentidos superagudizados no me permitían engañarme: escuchaba a los que hablaban en el cuarto inmediato; oí correr el agua; afuera, en el corredor, escuchaba pisadas; y cada uno de estos ruidos me convencía en forma inexorable de que me hallaba cruelmente despierta. No puedo saber cuánto duró tan terrible estado; tales instantes no pueden medirse con las vulgares medidas de nuestra existencia corriente. Pero, de pronto, me asaltó otro temor: el horrible temor de que aquel desconocido, cuyo nombre y dirección en absoluto ignoraba, despertara y me hablase. No quedaba sino un recurso: vestirme y huir antes de que despertase.

No ser vista nunca más por él, no cruzar con él ni una sola palabra más. ¡Partir a tiempo, lejos, lejos, lejos! Retornar a mi vida. a mi hotel; y luego tomar el primer aren y escapar para siempre de aquella ciudad maldita, de aquel país. No tropezar nunca más con aquel individuo; no verlo más, no tener a mi lado a ningún testigo, ningún delator, ningún cómplice... Esta idea me arrancó de mi postración, sigilosamente, deslizándome furtivamente, como una malhechora, avanzando palmo a palmo para no hacer ruido, salté del lecho y tomé mis ropas. Me vestí temblando, temerosa de que se despertara. .. Pronto estuve lista para partir... Sólo faltaba el sombrero, que se hallaba al otro lado, a los pies de la cama. Al dirigirme allí, de puntillas, no pude resistir la tentación; tuve que dirigir una mirada al rostro de aquel hombre desconocido que había venido a interponerse en el camino de mi vida como una piedra caída desde lo alto. Quería solamente dirigirle una simple mirada, pero... ¡qué extraño!, el joven que allí estaba, durmiendo, érame realmente desconocido. En el primer momento no logré reconocer el rostro de la noche anterior. Pues los rasgos crispados, tumefactos y tirantes del individuo, mortalmente excitados de la víspera, habían desaparecido enteramente... El hombre que allí dormía mostraba un rostro diferente, infantil, pueril, radiante de pureza y serenidad. Los labios que estaban anoche convulsos y apretados contra los dientes, soñaban hoy tiernamente abiertos, dibujando casi una sonrisa; el cabello sobre la tersa frente y una suave ondulación comunicaba el tranquilo respirar del pecho al cuerpo en total reposo.

Es posible que recuerde usted que le dije que nunca había visto en un hombre tal expresión de avidez y de pasión tan intensa, tan desmesuradamente execrable como en aquel desconocido descubierto en la mesa de juego. Pues le diré, además, que nunca, ni en los niños de pecho, que, cuando duermen, sonríen con una expresión de gozo angelical, nunca había visto una expresión de tan pura serenidad, de sueño realmente tan venturoso. En el rostro aquel adquirían forma exterior, con maravillosa plasticidad, todos los sentimientos. En aquel instante asistía a un alejamiento paradisíaco de todas las pesadumbres íntimas, a la liberación, a la salvación de un espíritu. Ante aquel espectáculo sorprendente, parecióme que, cual un manto negro y pesado, desprendíase de mi cuerpo toda la angustia, todo el temor. Y dejé de sentirme avergonzada, experimentando casi una sensación de júbilo. Súbitamente, lo que ofrecía de horrible y de inconcebible aquella situación mostró para mí un sentido y una razón de ser. Me sentí contenta y orgullosa, pensando que aquel hombre joven, bello, delicado, que sereno y silencioso allí dormía, como una flor, quizá sin mi abnegada intervención, hubiera sido encontrado entre las rocas, con el rostro partido, bañado en sangre, destrozado, sin vida y con los ojos espantosamente abiertos. Yo lo había salvado.

Y ahora -no puedo manifestarlo de otro modo- contemplaba maternalmente a aquel muchacho dormido, a quien de nuevo -¡con dolor, como a mis propios hijos!- había dado el ser.

Y dentro de aquella habitación sucia y maloliente, en aquel hotelucho repugnante, grasiento y turbio, tuve la impresión -le parecerá ridículo lo que voy a decir- de que me hallaba en el interior de un templo, bajo el efecto de una emoción beatífica y santa. De los instantes más angustiosos de mi vida nació otro, fraternalmente intenso: un momento más emotivo y luminoso.

¿Me moví demasiado? ¿Habría hablado sin darme cuenta? No lo sé. El joven abrió los ojos de repente, mostrándose asombrado. Como yo, parecía salir de un inmenso y tenebroso abismo. Retrocedí aterrada. Su mirada atentamente recorría aquella habitación extraña; luego descubrió, maravillado, mi presencia. Mas, antes que hablara o hubiera llegado a recordar, logré dominar mi emoción. Tenía que impedir que dijera una palabra o hiciera alguna confidencia. Nada de lo del día anterior o de la pasada noche tenía que reproducirse, comentarse o ponerse en claro.

-Debo marcharme -le dije rápidamente-. Quédese usted aquí y vístase. A las doce me reuniré con usted en la puerta del Casino; yo me ocuparé de todo.

Y antes de que pudiera responder, salí, esta vez, para no ver jamás aquella habitación; huí corriendo, sin volver la cabeza, abandoné el hotel cuyo nombre ignoraba, exactamente como ignoraba el del hombre aquel con quien había pasado la noche.

La señora C. hizo una nueva pausa cortando por unos instantes su relato; de su voz había desaparecido toda huella de excitación y sufrimiento; cual un vehículo que lucha afanosamente para escalar una pendiente y fuego, una vez en lo alto, rueda, fácil y ligero, así avanzaba, con las palabras libres de toda pesadumbre, su curioso relato: -Perfectamente; marché a toda prisa a mi hotel, a través de las calles inundadas de luz. La tempestad había limpiado la niebla del firmamento, así como mi alma de todo sentimiento y opresión. No debe usted olvidar que, después del fallecimiento de mi esposo, había yo renunciado en absoluto a la vida. No podía tener conmigo a mis hijos, y mi estimación hacia ellos era, incluso, harto relativa.

Una existencia así, sin una finalidad determinada, resulta una equivocación. Por primera vez, inesperadamente, se me presentaba una misión que cumplir: había salvado la vida a un hombre y evitado su aniquilamiento apelando a todas mis fuerzas. Sólo un pequeño detalle ahora quedaba por resolver; pero la tarea debía llevarla a cabo a su debido tiempo. Me apresuré, por lo tanto, a llegar a mi hotel.

La mirada de asombro del portero al verme llegar a las nueve de la mañana resbaló por mi cuerpo. Ni el menor asomo de vergüenza ni de disgusto por lo ocurrido oprimía mi corazón. Antes bien, experimentaba como una sensación de bienestar y exuberancia que hacía circular vivamente la sangre por mis venas, cual si tornara en mí el anhelo de vivir y de pronto hubiera dado con la razón de ser de mi existencia. Ya en mi habitación, cambié rápidamente de vestido y, sin darme cuenta (no reparé en ello hasta más tarde), cambié mi ropa de luto por otra de vivos colores. Luego me dirigí al Banco en busca de dinero; corrí a la estación para informarme de la salida de los trenes, y con una decisión que a mí misma llegaba a maravillarme, me dediqué a otras diligencias y pormenores. No me quedaba por hacer nada más que ultimar la partida y alcanzar la definitiva salvación del hombre que el destino había puesto en mi camino.

Desde luego, en mi nuevo encuentro con él se imponía de mi parte un gran esfuerzo. Porque todo cuanto había acontecido la noche anterior habíase desenvuelto en la oscuridad, en lo profundo de un abismo, al modo de dos piedras que ruedan juntas por un torrente y violentamente chocan una contra otra. Nos habíamos hablado cara a cara y no tenía siquiera la seguridad de que el desconocido me reconociese. El día anterior todo había sido un azar, una embriaguez; el arrebato de locura de dos seres que desvarían. Aquella mañana, en cambio, tenía que entregarme a él más abiertamente, presentándole a la luz del día mi rostro y mi persona, como un ser real y viviente.

Pero todo se produjo más fácilmente de lo que yo me imaginaba. A la hora convenida, cuando me dirigí al Casino, un hombre joven se levantó rápidamente de un banco y corrió a mi encuentro. Fue tan espontáneo, tan infantil, tan feliz en su expresión admirativa como en cada uno de sus elocuentes gestos de la víspera.

Voló hacia mí con un vivaz destello de alegría, de reconocimiento y a la vez de respeto expresado en los ojos, los cuales delicadamente bajó al ver los míos confusos ante su presencia. Raramente se llega a observar la gratitud de los hombres; los agradecidos no saben por lo común cómo exteriorizarlo, se sienten cohibidos, callan avergonzados y, con harta frecuencia, desean ocultar sus sentimientos y se muestran con una extrema torpeza. Pero en aquel joven al cual Dios había otorgado, según parece, la facultad de exteriorizar todos sus sentimientos en una forma bella, espiritual y plástica, el gesto expresivo de la gratitud irradiaba de todo su cuerpo como una pasión. Inclinóse, tomándome la mano, y así, noblemente curvada la línea gentil de su busto, se mantuvo por espacio de unos segundos depositando un respetuoso beso que apenas me rozó los dedos. Luego, ya erguido otra vez, me preguntó cómo seguía, me miró conmovido, y fue tal y tanta la corrección de cada una de sus palabras, que al cabo de pocos minutos el resto de inquietud que en mí subsistía, se desvaneció enteramente.

Como un reflejo de la limpidez de nuestros sentimientos, la Naturaleza quiso brillar en torno nuestro con su máximo esplendor. El mar, ayer furiosamente agitado, permanecía ahora tan sereno, silencioso e iluminado que cada una de las pulidas y blancas piedras del fondo descubríase a nuestra mirada. El Casino, caverna infernal y siniestra, aparecía con una brillantez morisca bajo el cielo diáfano. Y el quiosco, bajo cuya marquesina la estrepitosa lluvia de la víspera nos obligó a cobijarnos, se había trocado en una tienda de flores, que exhibía su policromía y cuya venta atendía una joven de blusa encarnada.

Invité al desconocido a almorzar conmigo en un pequeño restaurante. Allí me narró su trágica aventura. Fue una cabal confirmación de mi primera sospecha, cuando por vez primera vi sus manos trémulas y crispadas sobre la mesa de juego.

Pertenecía a una noble y antigua familia de la Polonia austriaca. Cursaba la carrera diplomática en Viena y hacía un mes que había pasado el primer examen con extraordinario éxito. Para celebrar ese acontecimiento, un tío suyo, alto oficial del estado mayor, que vivía con él, le llevó a las carreras de caballos. El tío, hombre afortunado en el juego, ganó tres carreras seguidas, y con el dinero ganado fueron a cenar a un restaurante de moda. Al día siguiente, como recompensa por el éxito logrado en su primer examen, el padre le envió en un cheque la paga de una de sus mensualidades. Dos días antes esa suma le hubiera parecido elevada; pero ahora, después de la facilidad con que vio ganar una fortuna a su tío, la encontró insignificante y reducida. Así, pues, después de la comida, volvió a las carreras de caballos. Jugó anheloso y apasionado y quiso su suerte, o quizá su mala suerte, que ganara el triple de la vez anterior. A partir de entonces se apoderó de él la locura del juego; jugó en las carreras, en los cafés, en el club, dejando de estudiar y consumiendo tiempo, nervios y, sobre todo, dinero. No podía pensar ni dormir tranquilamente; no lograba dominarse a sí mismo. Una vez, durante la noche, al regresar del club a su casa, creyendo haberlo perdido todo, encontró todavía, mientras se desnudaba, olvidado un billete en uno de los bolsillos del chaleco. No logró contenerse: volvió a vestirse y vagó por los cafés hasta que, en uno de ellos, encontró a algunos jugadores. Allí permaneció jugando hasta la madrugada. En otra oportunidad, una hermana casada le ayudó a pagar sus deudas a los usureros, los cuales se mostraban siempre dispuestos a conceder crédito al que sabían heredero de una rica familia aristocrática. Durante cierto tiempo volvió a sonreírle la suerte; pero después perdió indefectiblemente todos los días. Cuanto más perdía, más febrilmente buscaba el desquite salvador, obligado como estaba por sus descubiertos compromisos y sus palabras de honor empeñadas. Tiempo hacía que se había jugado el reloj y sus trajes. Finalmente llegó a lo inevitable: robó de un armario a una tía suya dos valiosos "boutons" que ella lucía raramente. Uno de ellos lo empeñó por una suma considerable, la que logró cuadruplicar aquella noche en el juego. Pero, en lugar de redimir la joya, continuó jugando y lo perdió todo. A la hora de su partida el robo no había sido descubierto todavía, así es que vendió también el segundo. Obedeciendo a una repentina inspiración, salió para Montecarlo, donde en la ruleta esperaba hallar la soñada fortuna. Aquí había vendido ya sus baúles, sus trajes, sus paraguas; no le restaba más que el revólver con cuatro proyectiles y una cruz diminuta incrustada de piedras preciosas, obsequio de su madrina, la duquesa X., de la cual no quería desprenderse. Mas también aquella tarde había vendido la cruz por cincuenta francos, sólo por probar, por la noche, en desesperado esfuerzo, una vez más, a vida o muerte, el capricho veleidoso de la suerte.

Todo me lo contaba-con la arrebatadora gracia en él peculiar. Lo escuchaba conmovida, trastornada y con el ánimo oprimido; empero ni un solo momento me asaltó la idea de indignarme ante el hecho de que el hombre que se sentaba a mi lado fuese precisamente un ladrón. Si el día antes cualquiera me hubiese dicho a mí, una dama intachable y que imponía en su trato la máxima seriedad, que iba a sentarme a la mesa en compañía de un joven desconocido, no mayor que mis propios hijos, y que había' robado unas joyas, lo hubiese tomado por un loco. Mas, ni un solo momento, durante su relato, experimenté el más leve sentimiento de repugnancia. Hablaba él con tanta naturalidad y pasión, que su acto, más que un hecho delictuoso, semejaba la descripción de un proceso febril o del curso de una enfermedad. Más todavía: para quien, como yo, la víspera había obrado de una manera tan desastrosamente inesperada en una persona de mi posición, la palabra "imposible" parecía haber perdido de pronto su sentido. En aquellas dieciséis horas había aprendido más de la realidad de la vida que en cuarenta años de apacible y ejemplar existencia burguesa...

No obstante, había algo que me atemorizaba en la confesión del joven: me refiero a la mirada febril de sus ojos y que, cada vez que hacía alusión a su pasión por el juego, contraía vivamente todos los músculos de su rostro. Mientras se expresaba en esta forma, excitábase nuevamente; con terrible claridad dibujábanse en la plástica expresión de su semblante varios matices de alegría o de pesimismo.

Inconscientemente, sus manos (admirables manos delgadas y nerviosas), como cuando estaba en la mesa de juego, trocábanse en dos animales de presa que se acometen uno a otro n se rehuyen mutuamente. Las veía temblar desde la muñeca hasta la punta de los dedos, retorcerse, abatirse y caer una sobre otra con energía, para separarse de golpe y volver a juntarse formando como un ovillo.

cuando hizo alusión al robo de los "boutons", a pesar mío me estremecí. Entonces las manos, saltando con rapidez propia del rayo; esbozaron el ademán del ladrón al apoderarse de un objeto. Pude ver perfectamente cómo los dedos, muy abiertos, ávidamente, agarraban las joyas ocultándolas presto en el hueco del puño. Y con un sentimiento de terror indefinible llegué a reconocer que aquel hombre tenía envenenada por la demoníaca pasión hasta la última gota de su sangre.

Lo único que en el curso de su narración me atemorizaba era, aquella esclava subordinación de su personalidad joven, inteligente y despreocupada por naturaleza, a tan funesta pasión. Creí, por consiguiente, que mi primer deber sería hablar bondadosamente al protegido que de improviso se me había presentado, aconsejándole que se alejara cuanto antes de Montecarlo, donde la tentación era más peligrosa, incitándole a que volviese aquella misma noche a su casa antes de que se notase la desaparición de las joyas y quedara destrozado para siempre su porvenir. Le prometí el dinero que necesitara para realizar el viaje y para rescatar las joyas; pero sólo con una condición: la de que partiera aquella noche y jurara por su honor no tocar jamás un naipe ni arriesgar un céntimo en juegos de azar.

No olvidaré nunca con qué expresión de gratitud, primeramente humilde y luego ardiente, me escuchó aquel desconocido, caído en el abismo; de qué modo bebía mis palabras cuando prometí ayudarlo. Por lo pronto colocó sobre la mesa ambas manos para estrechar las mías con un gesto inenarrable de adoración y al mismo tiempo de solemne promesa. En los brillantes ojos, aunque un tanto extraviados, asomaron las lágrimas; todo su, cuerpo se agitó nerviosamente, conmovido por un incontenible sentimiento de felicidad. Con frecuencia he intentado describirle la capacidad expresiva y única de sus gestos; mas, ése ni siquiera puedo intentar su descripción, por cuanto reflejaba una felicidad ultraterrena, como difícilmente puede ofrecérnosla un rostro humano. Tal expresión sólo es comparable a la sombra blanca en la cual, al despertar de un sueño, a veces, creemos descubrir el rostro de un ángel que se desvanece.

¿Y por qué no confesarlo? No logré resistir aquel gesto. La gratitud nos torna felices porque son muy raras las ocasiones en que se nos hace visible; toda delicadeza nos hace un efecto saludable, y para la mía, fría y mesurada, semejante superabundancia de sentimiento implicaba algo nuevo, agradable y felicísimo.

Pero no era sólo aquel hombre caído y aniquilado sino también el paisaje lo que, después del temporal de la víspera, se serenaba mágicamente. Cuando abandonamos el restaurante, el mar, completamente tranquilo, apareció con toda su magnificencia, bajo el vuelo de las gaviotas cuyas siluetas fugaces se destacaban en el azul purísimo del cielo. Usted conoce perfectamente la Riviera.

Se nos presenta siempre bella, bien que monótona; a todas horas brinda un panorama digno de una tarjeta postal. Muestra indolentemente unos colores cansados, una belleza dormida y perezosa que, indiferente, se deja acariciar por todas las miradas, belleza casi orienta¡ en su inmutable y suntuosa disposición.

Pero, algunas veces, muy de cuando en cuando, esa belleza reavivase, brilla, avanza, diríamos, hacia nosotros en forma imperativa, alhajada de colores vivos con encendidos destellos, victoriosa, derramando en nosotros sus encantos policromos, ardiendo toda en sensualidad. Y un día embriagador como éste, fue el siguiente al tempestuoso de la víspera; las avenidas mostraban su blancura, lavadas por ¡a lluvia; el cielo, de un azul turquesa; por doquiera los arbustos, cual antorchas de variados colores, surgían entre húmeda y tierna verdura. Se diría que las montañas, desbordando luz, de pronto habían avanzado, bajo aquel diáfano y espléndido cielo, hacia la población pequeña y pulcra; era posible ver, exteriorizado, las maravillas provocativas y estimulantes que brinda la naturaleza, así como lo inconscientemente que nos atrae hacia ella.

-Tomemos un coche -díjele-; demos una vuelta por la "Corniche".

El joven aceptó complacido. Por primera vez desde su llegada, parecía haberse percatado del paisaje. Hasta aquel instante sólo había conocido la atmósfera viciada del Casino, con aquella concurrencia odiosa y envilecida que se congregaba alrededor de las mesas de juego, así como el mar gris y embravecido de la noche anterior. Ahora, en vez, desplegábase ante nosotros el abanico inmenso de la playa asoleada y las miradas vagaban borrachas de lejanía en lejanía. Paseábamos lentamente (no había aún automóviles en aquellos días) por la ruta carretera, pasando por delante de innumerables chalets y deteniéndose ante perspectivas admirables. Cien veces, frente a cada residencia, a cada chalet sombreado por verdes pinos, un recóndito deseo apuntaba en mi mente: ¡Aquí podría vivir tranquila, feliz, apartada del mundo! ¿Fui yo, en mi vida, alguna vez tan dichosa como en aquella hora? No lo sé... A mi vera, en el coche, iba aquel joven, que ayer bajo la zarpa de la fatalidad y de la muerte habla estado; y que, ahora, gozaba maravillado del magnífico espectáculo.

Parecía muchísimo más joven. Era como un adolescente, hermosa y delicada criatura, de ojos risueños y juguetones y, al mismo tiempo, saturados de respeto.

En él lo que más me seducía era su delicadeza espiritual. Si el coche marchaba cuesta arriba y se cansaban los caballos, apeábase ágilmente para empujarlo por detrás. Si yo nombraba o señalaba alguna flor por el camino, bajaba a buscármela. A un sapito que, maltrecho, penosamente se arrastraba por la carretera, lo levantó y con sumo cuidado lo colocó sobre el pasto del paseo para que no lo aplastara un coche. Mientras tanto, íbame contando jovialmente las cosas más divertidas y graciosas. Paréceme que aquella risa era como una liberación y que de no haber podido reír, hubiera debido saltar, cantar, o realizar cualquier chiquillada. ¡Tanta era su felicidad! Después, cuando nos hallamos en las alturas, ante una pequeña aldea, se descubrió al punto., respetuoso. Me extrañé: ¿a quién saludaba, inquirí, desconocido como era entre desconocidos? A mi pregunta sonrió ligeramente, manifestando en tono de excusa que habíamos pasado por delante de una iglesia y que en Polonia, su patria, como en todo país realmente católico;, están desde la infancia acostumbrados a descubrirse al pasar frente a uno de esos edificios. Tan delicada devoción religiosa conmovióme profundamente.

Al mismo tiempo, como yo me acordase de la cruz de la cual me habla hablado, le pregunté si, en efecto, era creyente. cuando asintió, diciendo que esperaba participar de la gracia divina, tuve de pronto una idea, ante aquellas palabras dichas con un tanto de pudor: --¡Párese! --grité al cochero, y descendí del carruaje. El me siguió, entre confuso y sorprendido: -¿A dónde vamos? Sólo respondí: -Venga conmigo.

Con él retrocedí hasta la iglesia. Era una capilla de ladrillo. Los muros interiores, pintados con cal, grises y desnudos, reflejaban una claridad difusa: las puertas estaban completamente abiertas, proyectando en la oscuridad un haz de luz amarillenta y cruda. Las sombras rodeaban el altar, envuelto por un nimbo azulado.

Dos velas parecían contemplar, con turbia mirada, a través de la penumbra impregnada de incienso. Entramos. El se despojó del sombrero, llevó la mano a la pila de agua bendita, se persignó y dobló la rodilla frente al altar. Apenas se levantó lo atraje hacia mí, diciéndole: -Arrodíllese ante e¡ altar o frente a cualquiera imagen sagrada y formule la promesa de la cual hemos hablado antes.

Asombrado, casi horrorizado, me contempló. Pero, habiendo comprendido, se acercó rápidamente a un altar, hizo la señal de la cruz y se arrodilló obediente.

-Repita las palabras que voy a dictarle -ordené, temblando yo misma de emoción-; diga: "Juro..." --Juro -repitió-, que nunca más volveré a jugar por dinero; que nunca volveré a sacrificar mi vida ni mi honor a la pasión del juego.

Tembloroso repitió esas palabras: que resonaron claramente en el ámbito del templo desierto. Luego -guardamos silencio, un silencio tan profundo que claramente llegaba hasta nosotros del exterior el murmullo de las ramas de los árboles agitados por el viento. De pronto aquel joven cayó al suelo cual un penitente y comenzó a decir en polaco rápidas y confusas palabras, agitado por un frenesí realmente insólito. Debía tratarse de una plegaria, alguna exaltada plegaria en acción de gracias, pues a cada momento su dolorosa confesión obligábale a inclinar humildemente la cabeza, pronunciando cada vez con mayor exaltación aquellas extrañas palabras y repitiendo constantemente una de ellas con fervor realmente indescriptible. Nunca, ni antes ni después, he visto rezar de tal manera a una persona. Sus crispadas manos arañaban el reclinatorio de madera; el cuerpo parecía agitado por un huracán interior que ya le hacía erguirse poseído de loca excitación, ya abatíase de nuevo contra el suelo. No veía ni oía.

Toda su persona parecía encontrarse en otro mundo, en un purgatorio o en el tránsito de elevación hacia una esfera superior. A¡ cabo se levantó lentamente, se persignó y volvió la cabeza con esfuerzo. Sus rodillas temblaban, su rostro estaba muy pálido, como el de un hombre extenuado. Al mirarme, brillaron empero sus ojos y una sonrisa de pura y sincera devoción avivó la expresión exaltada de su semblante. Se aproximó a mí, inclinóse profundamente como suelen hacerlo los rusos, y tomó mis manos para rozarlas devotamente con sus labios.

-¡Dios la ha enviado! ¡Gracias! No supe qué decir. Pero hubiera deseado que, de pronto, hubiera empezado a sonar el órgano triunfalmente. Comprendí que había logrado todo cuanto anhelaba y que había salvado para siempre a aquel joven.

En cuanto salimos de la iglesia nos cegó la violenta luz del día de mayo. Jamás me había parecido más bella la vida. Estuvimos aun paseando por espacio de dos horas en coche por el pintoresco camino sobre la cornisa rica en panoramas y que, a cada recodo; ofrece nuevos y encantadores aspectos. Permanecíamos silenciosos. Al cabo de tales momentos de exaltación sentimental una sola palabra nos parecía vana. Y cuando por casualidad mis miradas tropezaban con las suyas, entonces, ruborizada, volvía la cabeza. Me emocionaba con exceso el espectáculo de aquel milagro. A eso de las cinco de !a tarde regresamos a Montecarlo. 'Yo tenía una cita con unos parientes, a la cual no podía faltar. Sentía, por otra parte, en lo más intimo de mi ser, ¡a necesidad de una pausa, de un reposo, que me aliviara de la tensión sentimental con tanta violencia provocada.

Había en mí excesiva felicidad. Por lo tanto' me era necesario calmar una sobreexcitación que jamás hasta entonces había conocido en mi vida. Rogué a mi acompañante que subiera conmigo a mi habitación del hotel. Allí deposité en sus manos el dinero para el viaje y para que rescatara las joyas. Convinimos en que él compraría el pasaje mientras yo efectuaba la consabida visita a mis parientes.

Después, por la noche, nos reuniríamos en el hall de la estación media hora antes de la partida del tren de Génova, que lo conduciría a su casa.

Pero, en el momento preciso de entregarle yo los cinco billetes, sus labios se pusieron intensamente pálidos: -¡No. . . nada de dinero! ... ¡Se lo ruego! ... ¡Nada de dinero! . . . -exclamó entre dientes, temblándole las manos-. No, no... dinero no.... no quiero, no puedo verlo - repitió de nuevo, con vivo sentimiento de angustia y de repugnancia. Yo, empero, acallé sus escrúpulos diciéndole que sólo se trataba de un préstamo y que si le parecía bien, podía firmarme un recibo.

-Sí, sí... un recibo -exclamó volviendo la vista a un lado, mientras tomaba los billetes, que arrugó como algo despreciable. Luego trazó rápidamente sobre un papel algunas palabras.

Al levantar la mirada tenía la frente toda cubierta por un sudor ardiente. Algo que pugnaba por salir al exterior debía anudarle la garganta; y, después de haberme entregado aquel papel, bruscamente., con gran alarma de mi parte, se arrodilló y besó el borde de mi vestido. Fue un gesto indescriptible. Yo temblaba. Un extraño terror se apoderó de mí, me sentí tremendamente turbada y sólo atiné a murmurar: -Soy sensible de su gratitud. Pero ahora, ¡márchese! Por la noche, al sonar las siete, nos despedíamos en el andén de la estación. Fijó en mí sus ojos, visiblemente emocionado. Por unos instantes pensé que quería confiarme algo., por un momento me figuré que iba a abrazarme. Mas, luego, de pronto, se inclinó de nuevo profundamente, muy profundamente, y abandonó la estancia.

Nuevamente interrumpió la señora C. su relato. Se había levantado y, aproximándose a la ventana, contempló el exterior y así permaneció largo rato.

Vuelta de espaldas, en su silueta proyectada sobre la ventana adiviné un ligero temblor. Mas volvióse resueltamente y las finas manos, hasta entonces tranquilas, hicieron un movimiento enérgico, corno si quisieran romper algo. Luego me miró con dureza, casi desafiándome, y empezó otra vez, decidida: -He prometido ser con usted absolutamente leal y sincera. Ahora es cuando comprendo cuán necesaria es esta promesa. Porque sólo ahora, en este momento en que me esfuerzo por vez primera para explicar ordenadamente el curso de aquellas horas y en encontrar las palabras exactas que expresan un sentimiento que en tales circunstancias me pareció confuso v embrollado, ahora es cuando comprendo, por vez primera, con absoluta claridad, lo que entonces no sabía o me empeñé en ignorar. Por eso quiero decirme a mí misma y confesarle a usted toda la verdad, de una manera franca y decidida.

En los segundos en que el joven abandonó la habitación y me quedé sola, algo semejante a un sordo vahído se apoderó de mí. Tuve la sensación de haber recibido en el corazón un rudo golpe. Algo me había hecho daño; mas no sabía o me resistía a saber por cuáles motivos la conmovedora conducta respetuosa de mi protegido habíame herido hasta el extremo.

Mas ahora, al esforzarme con orden perfecto y con severidad al inquirir en mi, como en una persona extraña, lo que entonces ocurriera, y al hacerlo en presencia de un testigo que no tolera ninguna ocultación ni el escamoteo furtivo y cobarde de un sentimiento que pudiera avergonzarme, ahora reconozco claramente que lo que me lastimó en lo más vivo fue el desencanto. . . el desencanto de que el joven hubiese partido con tanta facilidad, sin manifestar ninguna resistencia, así, sin el menor deseo de permanecer a m¡ lado; que él, tan humilde y respetuoso, se conformara con alejarse de mí a la primera insinuación...

en vez de... en vez de llevarme consigo... ; que me respetara, en fin, cual si fuera una santa aparecida en su camino y, en cambio, no viera en mí a la mujer, toda emoción y deseo.

Esto significó para mí aquel desencanto, desencanto que no me confesé ni entonces ni más tarde. Mas la intuición de una mujer lo adivina todo sin necesidad de palabras, casi inconscientemente. Porque... ya no me engaño: si aquel hombre me hubiera abrazado y pedido que le siguiera hasta el fin del mundo, no habría vacilado un segundo en deshonrar mi nombre y el de mis hijos; hubiera partido con él, despreciando la opinión de todas mis amistades e indiferente a todas las conveniencias sociales... hubiera partido con él, ni más ni menos cual acaba de hacerlo madame Henriette con el joven francés a quien e! día antes no conocía aún... y no hubiera preguntado hacia dónde ni por cuánto tiempo, ni hubiese dirigido ni siquiera una sola mirada sobre mi pasada existencia... Mi fortuna, mi honor, mi reputación, todo lo que poseo, lo hubiera sacrificado por aquel hombre. .

. Inclusive . me hubiera prestado a implorar limosna y posiblemente no existe bajeza en el mundo que no hubiera perpetrado por él. Todo cuanto consideramos pudor o respetabilidad entre !os hombres, lo habría arrojado lejos de mí si él nada más que con una palabra, con un solo gesto, hubiera intentado llevarme... iA tal punto me sentía seducida por él en aquellos instantes! Pero, como dite antes, él no vio en mí a la mujer... mientras yo, arda por él con enloquecida intensidad. esto lo comprobé por vez primera en cuanto me hallé sola, cuando la pasión que provocara en mí su faz iluminada y su rostro angelical se abatió obscuramente en el vacío, haciendo latir en medio de la soledad un pecho abandonado.

Poco más tarde; realizando un gran esfuerzo, me levanté para concurrir a la reunión de mis parientes. Fue corno si me hubieran echado un plúmbeo manto sobre mis hombros y temblase bajo su peso. Mis ideas vacilaban al igual de mis pasos, cuando al fin decidí ir al otro hotel donde se hospedaban mis amigos. Embargada por la tristeza permanecí en medio de la animada charla de todos; y cada vez que por casualidad levantaba la mirada y veía sus rígidos rostros, los cuales, comparados con el del joven, siempre agitado y móvil como el vagar de las nubes, producíanme un nuevo estremecimiento, me figuraba el efecto de máscaras de hielo y sentía estar entre cadáveres dotados de palabras, tan opaca e inanimada, resultaba aquella reunión. Mientras conversaba o echaba azúcar en mi taza, veía constantemente aquel rostro cuya contemplación tanto me apasionaba y que -¡me horrorizaba el pensarlo!- vería por última vez dentro de dos horas.

Sin duda, inadvertidamente, debí exhalar un leve suspiro o algún gemido, pues al instante vi inclinarse hacia mí a la prima de mi marido que me preguntó si me hallaba indispuesta, ya que estaba pálida y abatida. Esta inesperada pregunta me brindó un motivo para excusarme y abandonar la reunión. Sentía, en efecto, una fuerte jaqueca y logré salir de allí sin extrañeza de nadie.

Inmediatamente acudí a mi hotel. En cuanto llegué, experimenté de nuevo la impresión de soledad y de abandono. Me acometió el ardiente deseo de volar hacia el joven que dentro de pocas horas iba a abandonarme definitivamente. Recorrí de arriba abajo mi cuarto; abrí el armario, me cambié de vestido; y, colocada frente al espejo, me contemplé ilusionada con, la esperanza de que, de tal modo ataviada, lograría atraer las miradas del joven.

De súbito comprendí. ¡Hacerlo todo, pero no dejarle partir! Esta resolución fue tomada en un violento segundo. Bajé a la portería para avisar que saldría aquel mismo día en e¡ tren de la noche. Ahora, sólo una cosa resultaba necesaria: darse prisa. Llamé a la sirvienta para que me ayudara a arreglar mis cosas. El tiempo apremiaba.

Mientras ambas rivalizábamos en ello para darnos prisa, guardando en los baúles los vestidos y demás objetos de uso, iba imaginando con profundo entusiasmo la próxima escena: le acompañaría hasta el tren y luego, a último momento, en el último de todos, cuando extendiera la mano para despedirme, de pronto, con gran sorpresa suya, yo subiría al vagón y pasaría con él aquella noche y también las siguientes. . . Todas las que él quisiera, todo el tiempo que se le antojara.

La sangre palpitaba deliciosamente en mis venas. A veces me reía, con gran asombro de la muchacha. Me daba cuenta perfecta de que mis sentidos hallaban se en completo desorden. Cuando llegó el mozo para retirar el equipaje, me quedé mirándolo, extrañada: me resultaba difícil pensar en la realidad mientras mi espíritu estaba poseído por tan intensa emoción.

El tiempo volaba. Eran cerca de las siete. Hubiera sido preferible llegar a la estación veinte minutos antes de la salida del tren... Pero consolábame pensando que toda aquella prisa no significaba una despedida, puesto que había decidido acompañarlo todo el tiempo que él deseara.

A la vez que el mozo cargaba el equipaje, apremiaba yo al cajero del hotel para que me entregara la cuenta. Ya el "manager" me había dado el vuelto y me disponía a salir, cuando sentí que una mano me tocaba suavemente el brazo.

Quedé helada. Era mi prima que, preocupada por mi fingida indisposición, acudía a verme. Los ojos se me nublaron. No me era posible atenderla, cada segundo de retraso significaba una pérdida fatal. Sin embargo, la cortesía me obligaba, muy a pesar mío, a cambiar con ella unas palabras.

---Debes acostarte -insistió ella-, tienes fiebre.

Probablemente la tenía, pues sentí latir las sienes y con frecuencia veía cruzar por mis ojos esas sombras azules, oscilantes, precursoras de un desvanecimiento. Me resistí, aparentando estar reconocida a su interés, aún cuando cada una de sus palabras alteraba mis nervios y la hubiera mandado de buena gana. a paseo. Pero ella no cejaba en sus exhortaciones y prolongaba su visita. Me ofreció agua de Colonia, hube de aceptar que me refrescase las sienes; y yo, mientras, iba contando los minutos, pensaba en él y en el modo como podría esquivar acuella enojosa e intempestiva solicitud. Cuanto mayor era mi impaciencia, tanto más sospechoso le parecía mi aspecto; casi forzosamente quería obligarme a subir a mi alcoba y a acostarme. Al punto, mientras hablábamos, vi el reloj del "hall": faltaban nada más que dos minutos para que dieran las siete y media, y a las siete y treinta y cinco partía el tren.

Entonces, rápida, ásperamente, con la bruta frialdad propia de una desesperación, extendí la mano hacia mi prima: -¡Adiós! Tengo que salir inmediatamente.

Sin reparar absolutamente en su asombro, sin volver la cabeza, apartando a los criados del hotel que extrañados presenciaban la escena, corrí hasta la puerta, hacia la calle, rumbo a la estación. Los expresivos gestos del mozo que me aguardaba con el equipaje hiciéronme dar cuenta, desde lejos, que el tiempo lo tenía contado. Con la rapidez de un rayo acudí enloquecida hacia la entrada del andén; allí un empleado me cerró el paso. ¡Me había olvidado el pasaje! Y mientras con violencia, procuraba convencerle de que debía dejarme pasar, el tren se puso en movimiento. Quedé inmóvil, temblando de pies a cabeza. Esperaba ver asomado a mi amigo en la ventanilla para recoger al menos un ademán de despedida; mi último adiós. Pero, entre tantos rostros y tantos empujones, no logré distinguir el suyo. Pasaron los vagones cada vez con mayor rapidez y unos segundos más tarde mis ojos ya sin luz sólo vieron una negra nube de humo.

Sin duda, debí quedarme allí como una estatua de piedra. ¡Dios sabe cuánto tiempo! El mozo, luego de hablarme en vano varias veces, me tocó el brazo.

Experimenté un leve sobresalto. Quería saber si el equipo debía ser llevado otra vez al hotel. Fueron necesarios varios minutos para que recobrara mi serenidad.

¡No, no podía volver al hotel después de aquella ridícula y precipitada despedida! Ordené, entonces, al mozo que lo dejara en el depósito de la estación. Necesitaba estar sola. Sólo más tarde, entre el agitado ir y venir de la gente que, en los andenes, se empujaba y dispersaba, produciendo un ruido ensordecedor, intenté recapacitar, con toda calma, olvidarme de aquel desesperado y doloroso acceso de cólera, pesar y abatimiento, pues -¿por qué no confesarlo?- me torturaba la idea de haber perdido, por mi culpa, la ocasión de un último encuentro.

Experimentaba deseos de gritar. ¡Cuán dolorosamente me hería aquel súbito desenlace! Sólo las personas que han vivido absolutamente extrañas a toda pasión, al verse presas de ella sufren estas tremendas y repentinas explosiones, estas convulsiones como de avalanchas. En aquellos momentos es como si años enteros de fuerzas no utilizadas se agolparan en el propio corazón. Jamás, ni antes ni después, experimenté un estado tal de sorpresa y de furiosa impotencia como en aquel instante, cuando, pronta a entregarme a la más temeraria de las aventuras, dispuesta a dar un puntapié a mi pasada vida de orden, de prudencia y de recato, tropezaba de pronto con una muralla de insensatez, contra la cual mi pasión en vano golpeaba.

Lo que entonces hice no podía ser sino completamente insensato, definitivamente estúpido. Casi me avergüenza el confesarlo; pero me he prometido y le he prometido no ocultar nada. Entonces comencé a buscarle de nuevo... Es decir, le busqué de nuevo en mí misma, intentando revivir todos los instantes que con él había pasado. Impulsada como por una fuerza violenta, quise recorrer todos los sitios en que habíamos estado juntos e! día anterior: el banco del jardín del que le arranqué arrastrándolo; la sala de juego, donde por primera vez le vi, inclusive la inmunda pieza del hotel desconocido y equívoco. Deseaba vivir una vez más las horas pasadas. Al siguiente día, pasearía en coche por la Corniche, seguiría la misma ruta, con el propósito de resucitar en mí el recuerdo de cada uno de sus gestos, de cada una de sus palabras. Así de insensato e infantil era mi trastorno interior. Sin embargo, no pude olvidar con cuánta fulminante rapidez habíanse precipitado sobre mí aquellos acontecimientos... Yo no había sentido sino un rudo golpe. Luego, arrancada bruscamente- de aquella tumultuosa sucesión de episodios, deseaba por lo mismo que habían sido tan fugaces, revivirlos, gozarlos de nuevo uno a uno, apelando a esa facultad embriagadora y mágica que es el recuerdo. ¡En fin! Que éstas son cosas que se comprenden o no se comprenden.

Quizá, para comprenderlas, se necesite un corazón; apasionado...

Primero fui a la sala de juego dispuesta a contemplar la mesa donde se hallaba sentado, y allí imaginarme de nuevo sus manos entre las otras. Entré. Su mesa era la de la izquierda, en el segundo salón. Me parecía ver aún todos sus ademanes, cual una sonámbula, con los ojos cerrados y las manos extendidas, hubiera encontrado el lugar donde se sentaba. Bien. Entré, penetré en el salón. Y entonces... Cuando, desde la puerta, eché una mirada hacia el confuso grupo de personas... me aconteció algo singular. Allí, precisamente, en el mismo lugar donde yo me lo imaginaba, estaba... (¡espantosa alucinación de la fiebre!) allí estaba él... Exactamente como el día anterior, con los ojos fijos en la bolilla, pálido; convertido en un fantasma... i Mas, era él... él... indudablemente él! De tal modo me sobresalté, que estuve a punto de gritar. Pero logré dominar mis nervios frente a la visión absurda. Cerré los ojos.

-Estás loca. . . desvarías... experimentas los efectos de la fiebre -me dije-. ¡No es posible! Hace media hora que ha abandonado Montecarlo.

Después, abrí otra vez los ojos. ¡Era horrible! ¡Estaba allí, sentado en su silla, no cabía duda! Hubiera reconocido sus manos entre varios millones de manos distintas...

¡No, no soñaba! Era él realmente. No había partido como me prometiera y jurara. Aquel loco había vuelto. El dinero que le había dado para el pasaje y para rescatar las joyas lo había llevado a la mesa de juego. Olvidado de todo, jugaba aquí, impulsado por la demoníaca pasión, mientras mi pobre alma lloraba desesperadamente.

Algo misterioso me empujó hacia adelante. La ira nublábame los ojos; una ira roja, que me inspiraba terribles deseos de tomar por el cuello al perjuro que tan cínicamente se había burlado de mi confianza, de mis sentimientos y de mi abandono.

Mas logré contenerme aún. Con calma deliberada me aproximé a la mesa.

Un señor, cortésmente, me ofreció su sitio. Quedé frente al joven. Dos metros de paño verde nos separaban. Como si estuviera sentada en una butaca, en un teatro, podía observar detenidamente su rostro, el mismo rostro que dos horas antes viera radiante de gratitud, iluminado por el resplandor de la divina gracia, y que ahora, de nuevo, convulsivamente, consumíase en los fuegos infernales de la pasión. Sus manos, las mismas manos que viera aquella misma tarde en la iglesia, aferrándose violentamente al reclinatorio de madera, pronunciando un sagrado juramento, ahora aparecían como dos garras, otra vez retorciéndose entre los billetes, cual dos voluptuosos vampiros. Había ganado, tenía que haber ganado mucho. Ante él se levantaba una enorme pila de fichas, de luises de oro y de billetes; una confusa mezcla de dinero en la que sus dedos nerviosos y trémulos se alargaban y bañaban con deleite. Veíale acariciar y doblar los billetes, hacer rodar las monedas, para después, de pronto, siguiendo una corazonada, empuñar un montón de dinero y arrojarlo en uno de los colores. Repentinamente las aletas de su nariz empezaron a agitarse. La voz del "croupier" hacíale abrir los ojos, que iban ahora, con un brillo de codicia, desde la apuesta hacia la rumorosa bolita. Se hallaba como ausente de sí mismo, con los codos clavados en el tapete verde. Su estado de locura exteriorizábase aún con mayor intensidad que en el día anterior. Cada uno de sus movimientos mataba en mí aquellos otros que, como imágenes luminosas sobre un fondo de oro, se proyectaban nítidamente en mi interior.

Estábamos a una distancia de dos metros uno de otro. Yo le miraba fijamente, sin que él notara mi presencia. No me veía, ni veía a nadie. Sus miradas no hacían más que seguir el juego de las apuestas y el alocado rodar de la ruleta. En aquel solo círculo verde concentrados estaban todos sus sentidos, que husmeaban la suerte cual fieras en procura de la presa. El mundo, la humanidad toda reducíase, para aquel jugador enloquecido, a aquella pequeña superficie cuadrangular del tapete verde. Yo sabía que permanecería allí horas y horas, sin que tuviera el menor presentimiento de mi presencia.

Mas no pude soportar largo tiempo semejante situación. Francamente decidida, di la vuelta a la mesa, me coloqué a sus espaldas y con energía le toqué en el hombro. Su mirada se levantó, vacilante. Durante unos segundos me miró como extrañado, vidriosas las pupilas, sin reconocerme, al igual que un beodo a quien sacudiéramos penosamente para arrancarle de su error y cuyos ojos estuvieran turbios. Cuando, al fin, logró reconocerme, su boca abrióse trémula, me miró como encantado y, en voz queda, con aire de secreta intimidad murmuró: -Todo va bien... Lo adiviné en cuanto entré y vi que él estaba aquí. . . Lo adiviné al punto...

No lo entendía. Sólo vi que estaba enloquecido por el Juego: que lo había olvidado todo., sus promesas, su compromiso y su obligación con los suyos. Pero aún en su delirio me sedujo de tal modo que, sin quererlo; acepté de buen grado sus palabras y le pregunté que a quién aludía con sus palabras.

-A aquel señor, ese viejo conde ruso que sólo tiene un brazo-murmuró muy cerca de mi para que nadie escuchara su mágico secreto-. Fíjese. Es ése, el de cabellos blancos que tiene atrás a su criado. Gana siempre. Lo observé ayer. Ha de conocer alguna combinación. Yo sigo siempre su juego... También ayer ganó en todas las jugadas. . . sólo que yo caí en la imprudencia de continuar jugando después que él se retiró... 'Sí, fue una imprudencia... Ayer ganó unos veinte mil francos. . . Hoy también ha ganado en todas las jugadas. Yo sigo siempre su juego...

Ahora...

Se interrumpió, dejó sin concluir la frase al escuchar al "croupier", que lanzaba su penetrante grito de "Faltes votre jeu!". Su mirada vagó inmediatamente lejos para detenerse en el sitio donde, sereno y confiado, se sentaba el caballero ruso de barba blanca, quien prudentemente, colocaba en el cuarto cuadro una moneda de oro y luego, vacilante., otra segunda. Las nerviosas manos del joven tomaron varias monedas de oro y las arrojaron en el mismo cuadro. Y cuando; un minuto más tarde, el "croupiér" gritó: "¡Cero!" y su raqueta limpió con, un solo movimiento toda la mesa, el joven siguió con la mirada, c cual si presenciase un imposible, el dinero que huía lejos. ¿Cree usted que se volvió hacia mí? ¡Ni por asomo! Me había olvidado completamente. Se hallaba como enajenado; extraviarlo en otro mundo; sus sentidos sobreexcitados no reparaban más que en el anciano conde ruso, quién, con entera indiferencia, tenía en sus manos otras dos monedas de oro, vacilando, sin saber dónde colocarlas.

Me resulta imposible describir la desesperanza y el dolor que sentí. Pero calcule cuál sería mi estado de ánimo. Para aquel hombre por el cual hubiera sacrificado toda mi vida, yo no significaba absolutamente nada. Nuevamente me acometió un acceso de furor.

Le sujeté por el brazo que levantaba en aquel momento: __iLevántese en seguida! --le dije despacio, pero imperativamente--. Acuérdese de lo prometido esta tarde en la iglesia. ¡Usted es un miserable, un perjuro! Me miró con fijeza, perplejo, pálido. Sus ojos de pronto adquirieron la expresión propia del perro vapuleado, temblaban sus labios. Pareció recordarlo todo y fue como si el miedo se apoderara de él...

-Sí, sí. . . -balbució-. ¡Oh, Dios mío!... Sí... Recuerdo... Voy en seguida... ¡Perdóneme! Sus manos rápidas y vehementes recogieron todo el dinero; mas inmediatamente vaciló: se contuvo, como si una fuerza contraria lo hubiera paralizado. Su mirada se fijó otra vez en el conde ruso, que se disponía a hacer otra apuesta.

-Un momento. . . -y arrojó rápido cinco monedas de oro en la misma casilla-. Sólo esta vez... ¡Se lo juro!... Voy con usted inmediatamente... ¡Sólo esta vez y nada más! Calló. La bolita había comenzado a rodar, y saltar, arrastrándolo consigo.. Otra vez aquel poseso se había olvidado de mí y de sí mismo, entregándose en cuerpo y alma al torbellino de la ruleta. De nuevo el "croupier" cantó e! número y de nuevo la raqueta arrastró las cinco monedas de oro. Había perdido. Pero no se levantó. Me había olvidado, ni más ni menos, como había olvidado la promesa y hasta las palabras que pronunciara un minuto antes. Y, como siempre, su mano codiciosa revolvía el dinero; y sus miradas ebrias no seguían otra dirección que la del anciano conde ruso que en aquella forma magnetizaba su voluntad, despojándole de la suerte.

Mi paciencia había terminado. Lo sacudí de nuevo; esta vez con todas mis fuerzas: -¡Levántese, inmediatamente, en el acto!... ¡Ha dicho que sólo una jugada más! Entonces aconteció algo inesperado. Se levantó de pronto, en un arranque, y sus ojos me miraron, no ya de manera humilde y cohibida, sino con furia loca y con los labios temblando de ira.

-¡Déjeme en paz! -rugió-. ¡Márchese! Usted es la causa de mi mala suerte. Así sucedió ayer y así sucede ahora. ¡Márchese, por favor! Pero ante su exaltación, estalló también incontenible mi cólera.

-¿Yo le traigo mala suerte? -le grité-. ¡Mentiroso, ladrón! Usted me había jurado...

Pero no logré terminar la frase. Aquel loco saltó de su silla y me dio un empellón, indiferente al tumulto que se armaba.

-¡Déjeme tranquilo! -exclamó á gritos-. ¡No estoy bajo su tutela! ¡Tome... tome...

tome su dinero!... -y con furia me lanzó un par de billetes de cien francos-. ¡Ahora, déjeme tranquilo! Estas últimas palabras las vociferó como un poseso, sin reparar en las personas que nos rodeaban. Todos fijaban sus miradas en nosotros; reían, cuchicheando y señalándonos, de la sala vecina acudieron algunos Curiosos. Me sentí como si me hubieran desnudado en plena sala. . .

-S Sílence, madame, s'Íl vous plait rogó con voz clara y solemne el "croupier” mientras golpeaba en la mesa con la raqueta. ¡Aquello iba por mí! ¡La reconvención del miserable empleado iba contra mi! Roja de vergüenza, indigna; a, corno una infeliz prostituta a la que se arroja un puñado de monedas, me encontraba entre el cuchicheo de los curiosos. Cien, doscientos impúdicos ojos se clavaron en mí, y precisamente en aquel momento:.. cuando desviaba la mirada para no ver tal cúmulo de bajezas y desvergüenzas, mis ojos tropezaron con otros llenos de sorpresa... Eran los de mi prima que, estupefacta, con la boca abierta. levantaba la mano en acción de terror.

Intensa fue la sacudida que conmovió todo mi ser. Antes que ella diera un paso y hubiera vencido su sorpresa, salí de la sala corriendo y fui a parar precisamente al banco, al mismo banco, en el cual la noche antes habíase desplomado el joven aquel. Lo mismo que él, sin fuerzas,-extenuada, me desplomé en el duro asiento.

Desde entonces acá, han transcurrido veinticinco años, y, empero, se me hiela la sangre en las venas al recordar ahora en qué forma fui humillada y destrozada por su burla y desprecio ante centenares de personas extrañas. Siento dentro de mí, horrorizada, lo débil y miserable que debe ser esa especie de substancia que vanidosamente llamamos alma, espíritu, sentimiento, lo que llamamos dolor, cuando todo esto, aun manifestándose en un grado extremo, no logra destruir el cuerpo ¡acerado... ¡Cuando se sobrevive a horas semejantes en vez de morir y de aniquilarse como un árbol tronchado por el rayo! . . . Sólo por breves momentos el dolor me atenazó los miembros, una vez que caí pesadamente sobre el banco, perdida la respiración y experimentando el voluptuoso desfallecimiento precursor de la muerte. Me repuse al punto, pensando que todo dolor es cobarde, puesto que vacila ante el poderoso imperativo de la oída que parece juntarse a muestra carne más intensamente que todo dolor mortal lo está a nuestro espíritu.

Automáticamente, fui recobrando las fuerzas; mas me levanté de allí sin saber qué hacer. Recordé de pronto que mi equipaje estaba en la estación y entonces se me ocurrió la idea de partir, de huir de aquel maldito antro infernal.

Sin reparar en nada ni en nadie, acudí a la estación y una vez en ella, me informe de la hora de salida de.¡ primer tren para París. Me dijeron que a las diez.

Seguidamente me ocupé de mi equipaje. A las diez... Precisamente a las diez se cumplían las veinticuatro horas desde el instante de aquel maldito encuentro; veinticuatro horas tan llenas de variados y contradictorios acontecimientos sentimentales, que mi mundo interior parecía para siempre destrozado. Pero, de momento, sólo sentía retumbar en mis oídos como un constante martilleo, con un ritmo continuo, esta sola frase: ¡Marchar lejos! ¡Marchar lejos! ¡Marchar lejos! ¡Lejos de aquella ciudad maldita, lejos de mí misma, para encerrarme en mi hogar y, rodeada de los míos, retornar a mi vida anterior, a mi verdadera vida! Realicé de noche el viaje a París. Una vez allí me trasladé de una estación a otra y salí directamente hacia Boulogne, de Boulogne a Dover, de Dover a Londres, de Londres a la casa de mi hijo. Todo el viaje lo efectué en un solo vuelo, sin meditar, sin reflexionar. Cuarenta y ocho horas sin dormir, sin comer, sin hablar; cuarenta y ocho horas en las cuales en todas las ruedas del tren parecía sonar esta única palabra: "¡lejos!, ¡lejos!, ¡lejos!". Cuando, al fin, inesperadamente, penetré en la casa de mi hijo, situada en el campo, todos se asustaron. Algo había en mi aspecto que les hizo adivinar mi angustia. Mi hijo intentó besarme y abrazarme. No se lo permití. Me horrorizaba la idea de que pudiese tocar unos labios que consideraba manchados. Eludí toda pregunta y sólo pedí un baño, del cual sentía absoluta necesidad, no ya para quitarme el polvo del viaje, sino también para borrar de mi cuerpo hasta el más leve resto de mi pasión por aquel loco, por aquel hombre indigno. Luego, casi arrastrándome, subí a mi habitación y dormí doce, catorce horas de un sueño profundo, como nunca, ni antes ni después, he dormido; un sueño merced al cual conozco lo que significa hallarse sin vida, tendida dentro de un féretro. Mis familiares se ocuparon de mí como de una enferma; esta ternura, empero, no me causaba más que dolor. Me avergonzaban su veneración, su respeto, y en todo momento debía dominarme para no descubrirles de qué ignominiosa manera les había engañado a todos, olvidándolos, llevada por una pasión loca y extravagante.

Sin finalidad determinada, más tarde me trasladé a una pequeña ciudad francesa donde nadie me conociera. Sentíame obsesionada por la idea de que toda persona podía descubrir, de una sola mirada, mi vergüenza, el cambio que se había producido en mí y hasta qué punto estaba mi alma mancillada. A veces, por la mañana, al despertarme, en mi lecho, experimentaba un horrible miedo de abrir los ojos. Siempre, de nuevo, acudía ante mi conciencia el recuerdo terrible de aquella noche en que desperté al lado de un hombre desconocido y medio desnudo; y desde aquel momento, sin cesar, me persiguió, igual que en aquella ocasión, el anhelo de morirme en el acto.

El tiempo, no obstante, posee una fuerza profunda y la vejez un singular poder para despojar de intensidad a los sentimientos. Vemos aproximarse la muerte; su sombra negra se proyecta ante nuestros pasos, y, entonces, los hechos nos resultan más amortiguados, no penetran con profundidad en nuestros sentidos, pierden gran parte de su peligrosa violencia. Lentamente llegué a cumplir los sesenta años...

Después, al cabo de los años, encontrándome en una fiesta de sociedad con un joven polaco "attaché" de la Embajada austriaca, contestando a ciertas preguntas mías sobre la familia del muchacho jugador, dijo que, diez años atrás, en Montecarlo, se les había suicidado un hijo. La noticia no me produjo la menor impresión. El recuerdo no me causaba ya dolor alguno y -¿para qué disimular nuestro egoísmo?- la noticia me proporcionó cierto placer, por cuanto con ella desaparecía todo temor, el temor de encontrarme nuevamente con él alguna vez.

No existía, pues, ningún otro testigo contra mí sino mis propios recuerdos. A partir de aquel instante sentíame más tranquila. La vejez no implica más que cesar de sufrir por el pasado.

Y quiero también ahora que comprenda por qué, de súbito, me decidí a confesarle este episodio de mi propia vida. Cuando usted defendía a la señora Henriette afirmando con decidida convicción que veinticuatro horas eran más que suficientes para decidir la suerte de una mujer, yo me sentí, además, agradecida porque por primera vez me veía comprendida. Entonces pensé que, una vez que hubiera confesado el secreto que pesaba sobre mi alma, quizá lograría librarla de esa opresión y de la obsesionante necesidad de mirar hacia el pasado; inmediatamente, al siguiente día, podría retornar a los lugares y penetrar incluso en la misma sala donde se decidió mi destino, sin experimentar la menor sombra de odio ni hacia él ni hacia mí misma. Y, en efecto, mi corazón parecía haberse libertado de la losa que lo abrumaba, y ésta con todo su peso, se ha hundido en el pasado, para no levantarse nunca más. Me ha hecho un gran bien el confesarle a usted eso: me siento más ágil, casi gozosa... y le doy las gracias por ello.

Luego de pronunciar estas palabras se levantó. Comprendí que su relato había concluido. Un poco turbado y confuso quise decirle algo; pero ella pareció adivinar mi esfuerzo y en el acto me disuadió: -No; se lo suplico; no hable.. . No me responda nada, no me diga nada. Le estoy profundamente agradecida, y... ¡buen viaje! De pie, ante mí, tendióme la mano. Involuntariamente contemplé su rostro y entonces me sentí conmovido y maravillado ante la expresión de la anciana señora que, amable y a la vez cohibida, tenía ante mí. ¿Era, acaso, el reflejo de la antigua pasión? ¿El rubor, lo que arrebolaba, de súbito, sus mejillas hasta la raíz del cabello? Estaba ante mí cual una doncella candorosamente turbada, abochornada de sus recuerdos y de su propia confidencia. Conmovido sincera y profundamente, quise testimoniarle, con unas palabras, mi respeto; pero no pude hablar. Entonces me incliné, besando respetuosamente la mano trémula y marchita cual una hoja de hierba en otoño.

FIN

 


 

 

 

EL CANDELABRO ENTERRADO

STEFAN ZWEIG

 

En un luminoso día de junio del año 455 acababa de definirse sangrientamente en el Circo máximo de Roma, la lucha de dos gigantes hérulos contra una jauría de jabalíes hircanos, cuando a la tercera hora de la tarde empezó a cundir entre los miles de espectadores una creciente inquietud. Primero sólo observaban los vecinos próximos que habían entrado a la tribuna -ricamente adornada con tapices y estatuas- en que estaba sentado el emperador Máximo rodeado por sus cortesanos, un mensajero cubierto de polvo, el cual, evidentemente, acababa de apearse al cabo de una cabalgata arrebatada, y que, apenas transmitida la nueva al emperador, éste se levantó, contra todo uso, en mitad de la agitada lucha; le siguió con la misma sugestiva prisa, toda la corte, y pronto desocupáronse también los asientos destinados a los senadores y dignatarios. Tan precipitada partida debía tener un motivo importante. En vano anunciaron nuevos toques estridentes de fanfarrias otra lucha con animales, y en vano azuzóse contra las cortas navajas de los gladiadores a un león numídico de negra melena, que atravesó con bramidos roncos la reja levantada; la oscura nube del desasosiego, cubierta por la espuma pálida de rostros indagadores y tímidamente agitados, se había levantado ya irresistiblemente y se expandió de fila en fila.

La gente saltó de sus asientos, señaló las tribunas vacías de los nobles, preguntó y metió ruido, voceó y silbó; y de pronto se divulgó, sin que se supiera quién lo había pronunciado primero, el rumor confuso de que los vándalos, los temidos piratas del Mediterráneo, habían anclado su poderosa flota en Portus y ya se hallaban en camino a la despreocupada ciudad.

¡Los vándalos! Primero, la palabra corrió de boca en boca, como cuchicheo macilento, luego de repente fue el grito agudamente levantado: "¡Los bárbaros, los bárbaros!", retumbando en centenares, en miles de voces por el redondel escalonado en piedra del circo, y ya se abalanzaba, como empujada por una ráfaga de tempestad, la enorme multitud de hombres en pánico furioso hacia la salida. Derrumbábase todo orden. Los guardias, los soldados en servicio abandonaban sus puestos y huían con los demás; la gente saltó las gradas, se abrió camino con los puños y espadas, pisoteó mujeres y niños que chillaban, y en las salidas formáronse vociferantes y arremolinados embudos de masas apretujadas. A los pocos minutos quedaba completamente barrido el amplio circo que acababa de apretar a ochenta mil personas en un oscuro bloque sonoro. Marmóreo, mudo y vacío, como una cantera abandonada, permanecía el óvalo escalonado en el sol veraniego.

Sólo quedaba en la arena -los gladiadores habían huido ya detrás de los demás- el olvidado león, agitando la melena y bramando provocativo al repentino vacío.

Eran los vándalos. Mensajero tras mensajero llegaron entonces excitados, y cada nueva era peor que la anterior. Habían desembarcado de centenares de veleros y galeras, un pueblo ágil y movedizo; ya se adelantaban relampagueantes al grueso del ejército en la carretera portuense, los jinetes berberiscos y numídicos con albornoces blancos, sobre caballos rápidos y de largo cuello; mañana, pasado mañana, las hordas de bandidos estarían ya a las puertas de la ciudad, y nada estaba dispuesto para la defensa. El ejército de mercenarios luchaba en algún lugar distante, cerca de Ravena; las murallas de las fortificaciones estaban en ruinas desde que Alarico arrasara la ciudad. Nadie pensaba en una resistencia.

Los ricos y nobles disponían presurosos mulas y carros para salvar con la vida por lo menos una parte de sus bienes. Pero ya era tarde. Pues el pueblo no toleraba que en días de bonanza los señores lo oprimiesen y que en la desgracia lo abandonaran cobardemente. Y cuando Máximo, el emperador, se disponía a escapar del palacio con su comitiva, cayeron sobre él primero maldiciones, y piedras después: finalmente se precipitó el populacho amargado sobre el cobarde y mató en la vía a su mísero emperador, a golpes de porras y hachas. Cerráronse luego, por cierto, las puertas como todas las noches; pero con ello quedó el temor del todo encerrado en la ciudad; como un podrido cenagal pesaba, respirando con dificultad, el presentimiento de algo espantoso sobre las casas enmudecidas y sin luz, y como un cobertor asfixiante, ahuecábase la oscuridad sobre la perdida ciudad que perecía de horror y espanto; indiferentes y livianas, en cambio, brillaban las estrellas eternamente displicentes; como todas las noches, colgaba la luna su cuerno argentino en la bóveda azul del cielo. Desvelada y con los nervios vibrantes permanecía Roma, y esperaba a los bárbaros como un condenado, la cabeza apretada sobre el tajo, aguardando el golpe ineludible y ya iniciado.

Despacio, seguros, decididos y victoriosos acercáronse en tanto los vándalos desde el puerto por la abandonada vía romana. Los rubios, melenudos guerreros germánicos, marchaban en perfecta formación, centuria tras centuria, a bien aprendido paso militar, y delante de ellos disparaban inquietos, montados en pelo y dando picadero con ágiles vueltas a sus hermosos caballos de pura sangre, los pueblos tributarios del desierto, los númidas de tez oscura y pelo de azabache.

En el medio del cortejo jineteaba Genserico, el rey de los vándalos. Sonreía displicentemente conforme, desde la montura, sobre su pueblo en marcha. El viejo y experto guerrero sabía desde hacía mucho tiempo, por sus espías, que no era de temer una seria resistencia, y que no se preparaba una batalla campal decisiva, sino solamente un despojo sin peligro. En efecto; no se mostraba ningún guerrero enemigo. Sólo en la Porta Portuensis, donde la bien aplanada carretera del puerto llega al barrio céntrico de Roma, enfrentóse al Rey el Papa Leo, adornado con todas las insignias y brillantemente rodeado por todo el clero.

El Papa Leo, aquel mismo anciano de barba canosa quien sólo unos pocos años atrás había incitado tan gloriosamente al terrible Atila, a que respetase a Roma, y a cuyo ruego había cedido en ese entonces el huno pagano en incomprensible humildad. Genserico también se apeó de inmediato al ver al majestuoso barba blanca, y rengueó cortésmente (su pie derecho era corto), a su encuentro. Pero no besó la mano con el anillo de San Pedro, ni dobló piadosamente la rodilla, ya que, como hereje arriano, consideraba al Papa sólo como usurpador de la verdadera cristiandad; y acogió con fría altanería la conjugadora arenga latina del Papa pidiéndole que perdonase a la santa ciudad.

Que no se preocupase, le mandó decir por el intérprete, nada de inhumano debía temerse de él, pues él mismo era guerrero y cristiano. No incendiaría Roma ni la devastaría, a pesar de que esta ciudad, ambiciosa de imperar, había arrasado miles y miles de ciudades, nivelándolas con el suelo. Su generosidad respetaría tanto los bienes de la Iglesia como las mujeres, y sólo haría botín "sine ferro et igne", según el derecho del más fuerte y del vencedor. Pero ahora aconsejaba, y eso lo decía Genserico en tono amenazador, mientras su caballerizo ya le sostenía el estribo, que le abriesen sin la menor demora las puertas de Roma.

Se hizo según las exigencias de Genserico. No se blandió ninguna lanza, no se desenvainó ninguna espada. Una hora más tarde, toda Roma pertenecía a los vándalos. Pero la triunfadora banda de piratas no invadió la ciudad indefensa como una horda indomada.

Los altos, fuertes y rubios guerreros, hicieron su entrada por la "vía Triumphalis" en filas compactas, dominados por la férrea mano imperativa de Genserico, y sólo fijaban su mirada curiosa en las miles y miles de estatuas de ojos blancos que con sus labios mudos parecían prometer buena presa. Genserico mismo se dirigió de inmediato al "Palatium", la abandonada residencia del emperador. Pero no recibió el planeado homenaje de los senadores que esperaban en temerosa hilera, ni hizo preparar un festín: -apenas rozó con una mirada los regalos con que los ciudadanos acaudalados esperaban aplacar su severidad -sino que de inmediato, el riguroso soldado, inclinado sobre un mapa, trazó su plan para el más rápido y al mismo tiempo más completo saqueo de la ciudad. Cada distrito fue sometido a una centuria, y cada uno de los tenientes fue hecho responsable de la disciplina de su gente. Pues lo que entonces se inició no fue un pillaje feroz y desordenado, sino un robo frío, metódico.

Primero, por orden de Genserico, cerráronse las puertas de la enorme ciudad, en las que se apostaron centinelas a fin de que no se escapase ni una sola presilla o moneda. Luego sus soldados confinaron las embarcaciones, los carros, los animales de carga y obligaron a miles de esclavos al servicio, con el propósito de que a toda prisa se pudieran trasladar al nido de piratas africano, cuantos tesoros albergaba Roma. Sólo entonces comenzó el saqueo metódico con fría y silenciosa exactitud. Despacio y metódicamente, tal como un carnicero descuartiza un animal muerto, destripóse en esos trece días la ciudad viviente, arrancándole pedazo tras pedazo de su cuerpo, que sólo se contraía débilmente. Los distintos grupos pasaban de casa en casa, de templo en templo, conducidos por uno de los nobles vándalos y acompañados por un escribiente, y sacaron poco a poco todo lo que era valioso y movible, las vasijas de oro y plata, las presillas, las monedas, las joyas, las cadenas de ámbar traídas de los países del Norte, las pieles de Transilvania, la malaquita póntica y las dagas labradas de Persia. Obligaron a los obreros a quitar cuidadosamente el mosaico de las paredes de los templos y levantar las lozas porfídicas de los peristilos.

Todo se hizo premeditada, práctica y exactamente. Los obreros bajaron con malacates los tiros broncíneos de los arcos de triunfo, a fin de no deteriorarlos, e hicieron levantar por los esclavos ladrillo tras ladrillo, el techo dorado del templo de "Júpiter Capitolinus", luego de haber saqueado el edificio. Sólo las columnas metálicas demasiado grandiosas como para ser cargadas apresuradamente, fueron rotas a martillazos y serruchadas por mandato de Genserico, con objeto de ganar el metal. Calle tras calle, casa tras casa fueron cuidadosamente limpiadas, y así que se hubieron vaciado por entero las residencias de los vivos, forzáronse los "tumuli", las moradas de los muertos. Violando sarcófagos pétreos arrancaron los invasores peines cubiertos de piedras preciosas del cabello palidecido de difuntas princesas, y los broches dorados de la osamenta descarnada y los anillos con sello de los cadáveres, y aun robaron sus manos, ávidas del "obulus" con que se enterraban los muertos, para que pagasen al barquero por el viaje al otro reino. El botín íntegro de todos esos saqueos aislados juntóse luego, en montones separados, en una plaza previamente designada. Allí yacía la Victoria de alas doradas, junto al cofre adornado con piedras preciosas que contenía la osamenta de un santo. y al lado de los dedos de una noble dama.

Barras de plata amontonáronse junto a vestidos de púrpura, preciosos cristales, junto a tosco metal. El escribiente anotó cada pieza con envaradas letras nórdicas en su largo pergamino para prestar al robo una apariencia de legalidad; Genserico rengueaba, con su séquito, por el tumulto, tocaba las piezas con el bastón, examinaba las joyas, sonreía y daba muestras de aprobación. Miraba satisfecho cómo carro tras carro y barco tras barco, abandonaron, cargados hasta el extremo, la ciudad. Pero no ardía ninguna casa, no se vertía sangre humana. Silenciosos y regulares, tal como en una mina suben y bajan los paternoster, vacíos los unos, llenos los otros, viajaban durante trece días las hileras de carros del puerto al mar y del mar al puerto. Repletos bajaban, vacíos volvían y ya jadeaban los bueyes y las mulas bajo la carga, pues hasta donde llegaba la memoria jamás había sido saqueado tanto en trece días como en este despojo vandálico.

Durante trece días no se percibía en la ciudad con sus millares de casas la voz humana.

Nadie hablaba en alta voz. Nadie reía. Había enmudecido la música de cuerdas en las casas, y en las iglesias no elevábase cántico alguno.

Sólo oíanse los martillazos con que se quitó lo inmueble de su lugar, el ruido de columnas derribadas, el chirriar de carros sobrecargados y el ronco mugir de los cansados animales a los que alcanzaba siempre de nuevo el látigo de los verdugos. A veces lloraban los perros, a los que, absorbido por el propio temor, se había olvidado de dar comida; de tarde en tarde resonaba profundo un sonido de tumba sobre las murallas cuando se revelaban las guardias. Pero los hombres, dentro de las casas, retenían la respiración.

Derribada yacía la ciudad, la triunfadora del mundo, y cuando de noche pasaba el viento por las calles vacías, sonaba como el apagado estertor de un herido que siente derramarse la última gota de sangre de sus venas.

En aquella decimatercera tarde del saqueo estaban reunidos los judíos de la colectividad romana en casa de Moisés Abthalion, en la orilla izquierda del Tíbet, allá donde el río amarillo dobla perezoso como una serpiente saciada. Abthalion no era de los prohombres de la comunidad, ni conocedor de la Sagrada Escritura, sino un viejo trabajador de temple; pero se había elegido su casa para la reunión, porque el taller en la planta baja ofrecía más lugar que las estrechas habitaciones angulosas. Desde hacía tres días estaban cotidianamente sentados llevando sus blancos vestidos mortuorios y rezando a la sombra de persianas cerradas entre los rollos colgados, los lienzos enjabelgados y las anchas tinas, con una tenacidad sorda y casi aturdida ya. Hasta entonces nada malo habían sufrido aún de los vándalos. Dos o tres veces habían pasado grupos acompañados por nobles y escribientes por la baja y estrecha callejuela de los judíos, donde la humedad causada por los frecuentes desbordamientos quedaba adherida como esponja en las losas de las casas y se precipitaba en frías lágrimas de las paredes derruidas; una mirada de desprecio bastaba a los expertos salteadores para reconocer que no se podía sacar botín alguno de tal miseria. Acá no brillaban peristilos artesonados con mármol, ni triclíneos relampagueantes de oro; aquí no se conservaban estatuas y vasijas de bronce. Por eso, los grupos ladrones, pasaban indiferentes y no amenazaban pillaje ni imposición alguna. Y, sin embargo, estaban apesadumbrados los corazones de los judíos de Roma, y se agruparon en presentimiento atemorizado. Pues una desgracia para la ciudad, para el país que habitaban -lo sabían desde generaciones y generaciones- tornábase siempre, al final, en desgracia para ellos.

Afortunados, los pueblos siempre los olvidaban y no se fijaban en ellos. Entonces se adornaban los príncipes y edificaban y pensaban en su magnificencia, y el populacho se divertía rudamente con cacerías y juegos. Pero cada vez que sobrevenían miserias, se cargaba a ellos la culpa. ¡Ah, cuando vencían los enemigos, cuando se saqueaba una ciudad, cuando la peste y otra enfermedad se extendía por los países! Todo el mal del mundo -ellos lo sabían- tornábase inevitablemente en mal para ellos mismos, y no ignoraban ellos desde hacía mucho tiempo, que no había manera de rebelarse contra ese duro destino, pues siempre y en todas partes eran pocos, siempre y en todas partes eran débiles y carentes de poder. Su única arma era la oración.

Estaban, pues, reunidos los judíos de la comunidad de Roma y oraban. El piadoso murmurar fluía silencioso y constante de sus barbas, como delante de las ventanas el chapotear del Tiber, que estregaba tranquilo y tenaz las tablas de las bateas y lavaba las orillas con su suave peregrinación. Ninguno de los hombres miraba al otro, y sin embargo, movíanse al consuno sus viejos hombros fatigados, mientras que cantando y hablando rezaban unos y los mismos salmos que han rezado cien y mil veces antes que ellos, sus padres y los padres y abuelos de sus padres. Los labios apenas sabían que hablaban, ni los sentidos lo que sentían; ese zumbido quejumbroso y vacilante emanaba como de un sueño oscuro y amodorrado.

De repente se espantaron; un sacudimiento enderezó bruscamente las espaldas encorvadas. La aldaba había golpeado fuerte contra la puerta. Y siempre, ya lo tenían en la sangre, se asustaron de todo lo repentino, los judíos en el extranjero.

¿Pero qué podía esperarse de bueno, cuando se abría una puerta en la noche? El murmullo se desgarró, como cortado por una tijera; más potente oíase, a través del silencio al río indiferentemente rumoroso. Todos escucharon con la garganta apretada. Y nuevamente cayó la aldaba: impaciente sacudió un puño la puerta exterior. "Ya voy", dijo como para sí mismo Abthalión, y salió arrastrando los pies. La vela pegada a la mesa inclinó su llama fugitiva en la corriente cortante de la puerta abierta; como interiormente los corazones de todos aquellos hombres, temblaba la vela de repente y fuerte.

Sólo recobraron la respiración, cuando reconocieron al que entraba. Era Hycanos ben Hillel, el tesorero de la imperial acuñadora de oro, el orgullo de la colectividad, porque era el único judío al que se permitía entrar al palacio del emperador. Por una gracia especial de la corte, concedíasele el derecho de vivir del otro lado del Transtevere y de llevar distinguidas vestimentas de color; pero entonces su capa estaba rota y su rostro ensuciado.

Todos le rodearon -pues esperaban que trajera un mensaje- impacientes de que contara prontamente y, sin embargo, de antemano ya azorados, porque presentían en su excitación una desgracia.

Hycanos ben Hillel respiró profundamente. Se veía que en su garganta quedaba anudada una palabra que se resistía a brotar. Finalmente gimió: -Se acabó. Lo tienen. Lo han encontrado.

-¿Qué han encontrado? ¿Quién han encontrado? Todos jadearon en un grito.

-El candelabro, la Menorah. Cuando llegaron los bárbaros la mantenía oculta, entre las sobras de la cocina. Premeditadamente dejé los demás objetos sagrados en el tesoro, la mesa con los panes benditos, las cornetas de plata y el bastón de Aarón y los incensarios, pues demasiados de los servidores sabían de nuestros tesoros como para que hubiera podido ocultarlos todos. Sólo quería salvar a uno de los objetos del templo: el candelabro de Moisés, el candelabro de la casa de Salomón; la Menorah. Y ya habían saqueado todo el tesoro, ya quedaba vacía la cámara, ya no investigaban más y se sentía seguro mi corazón de que por lo menos habíamos salvado para nosotros ese único de los símbolos sagrados.

Pero uno de los esclavos, ¡que su alma se seque! me había espiado cuando guardé el candelabro y lo denunció a los bandidos, para comprar así su propia libertad. Les señaló el lugar y ellos lo excavaron. Ahora está robado todo lo que antaño se guardaba en el santísimo, en la casa de Dios, la mesa y las vasijas y los frontales del sacerdote y la Menorah. Esta noche, hoy mismo, llevan los vándalos el candelabro hasta los mares.

Por un instante todos callaron. Luego surgió confuso de las bocas empalidecidas grito tras grito: -¡El candelabro... ay... la Menorah... el candelabro de Dios... ¡ay!... el candelabro de la mesa del Señor... la Menorah!...

Los judíos tambalearon los unos contra los otros como ebrios, golpearon el pecho con los puños, se tomaban las caderas quejándose como si los abrasara un dolor. Como repentinamente cegados, revolvíanse los circunspectos ancianos.

-¡Silencio! -ordenó de pronto con vigor una voz, y todos enmudecieron en el acto. Pues fue el superior de la comunidad. el más viejo, el más sabio. el que les impuso silencio. el gran intérprete de la Escritura, Rabbi Eliéser, al que llamaban Kab ve Nake, el puro y claro.

Tenía casi ochenta años, y blanca como la nieve cubría la barba su rostro. Su frente estaba surcada por el doloroso arado del pensar inexorable, pero el ojo había quedado bajo el mechón de las cejas, como una estrella bondadoso y limpio. Levantó la mano, delgada amarillenta y arrugada como los muchos pergaminos que había escrito, y cortó con ella el aire en horizontal como si quisiera apartar el ruido cual humo molesto y crear un espacio puro para un decir circunspecto.

-¡Silencio! -repitió-. Los niños gritan de susto, los hombres reflexionan. Sentaos todos y dejadme deliberar. El espíritu es más activo si en tanto descansa el cuerpo.

Los hombres se sentaron avergonzados sobre taburetes y bancos. Rabbi Eliécer hablaba en voz baja a sus barbas y parecía deliberar consigo mismo.

-Ha sucedido una desgracia, una gran desgracia. Hace mucho tiempo ya que nos han quitado los artefactos sagrados y a ninguno de nosotros se ha permitido contemplarlos en el tesoro del emperador, con excepción de solo éste. Hyrcanos ben Hillel. Pero, no obstante, sabíamos que estaban a salvo desde los días de Tito. estaban acá y cerca de nosotros. Más gentil nos parecía la extraña Roma cuando pensábamos que aquí descansaban, con nosotros en una misma ciudad, los sacros objetos, que habían viajado a través de mil años, que habían estado en Jerusalén y en Rabel y que siempre retornaban. No nos dejaban depositar panes en la mesa sagrada y, no obstante, cada vez que cortábamos un pan, pensábamos en ella. No nos dejaban poner luces en el candelabro sagrado. Pero cada vez que encendíamos una luz recordábamos la Menorah que estaba huérfana de luces en la casa extraña. No nos pertenecían los objetos sagrados, pero los sabíamos seguros y a buen recaudo. Y ahora ha de empezar otra vez la marcha del candelabro y no ha de ir a su hogar, según esperábamos, sino que se lo llevan y quién sabe adónde. Pero no nos lamentemos. Las quejas solas no remedian nada. Reflexionemos primero bien sobre todo.

Los hombres escucharon taciturnos. con las frentes inclinadas. La mano del viejo erraba por su barba. Ya seguía deliberando como consigo mismo: -El candelabro es de oro puro, y muchas veces he pensado, ¿por qué deseaba Dios que nuestra ofrenda fuera tan valiosa? ¿Por qué exigió de Moisés que el candelabro sea de gran peso, de siete brazos y adornado con coronas y flores labradas? Muchas veces pensé si ello no creaba un peligro, pues siempre parte el mal de la riqueza, y sólo lo valioso atrae al ladrón. Pero de nuevo reconozco cuán fatuo es nuestro pensar y que todo lo que Dios manda tiene un sentido más allá de nuestro saber e inteligencia. Pues ahora comprendo: sólo por haber sido valiosos, esos objetos sagrados se han conservado a través de los tiempos. Si hubieran sido ordinario metal y trabajo sencillo, los ladrones los hubieran destrozado distraídamente y los hubieran fundido en espadas o cadenas. Pero así conservaron lo precioso por precioso, sin sospechar de su santidad. Así un bandido los quita a otro y ninguno se atreve a destruirlos, y cada uno de sus viajes los conduce de nuevo a Dios.

Ahora dejadnos reflexionar. ¿Qué saben los bárbaros de lo sagrado? Sólo ven que el candelabro es de oro. Si fuera posible halagar su codicia, les daríamos el doble, el triple de su peso en oro y, quizás, conseguiríamos comprarlo. No podemos luchar, los judíos; sólo en el sacrificio reside nuestra fuerza. Tenemos que enviar mensajeros a todos los dispersos en cada país, para que ayuden a rescatar, entre todos, lo sagrado. El doble, el triple, debemos aportar este año en donaciones para el templo, el traje que vestimos y el anillo que llevamos en el dedo.

Hemos de readquirir los objetos sagrados así fuera por el séptuplo de su peso en oro.

Un gemido lo interrumpió. Hyrcanos ben Hillel alzó afligido la vista.

-Es en vano. Ya lo he tratado- dijo silencioso- Fue mi primer pensamiento.

Hablé a sus tasadores y escribientes, pero eran brutos y crueles. Llegué hasta Genserico y le ofrecí elevado rescate. Escuchó gruñón y movió impaciente el pie.

Entonces perdí la razón e insistí y ponderé que el candelabro había estado en el templo de Dios y que Tito lo había traído de Jerusalén como lo más preciado de su triunfo. Sólo entonces comprendió el bárbaro lo que había ganado y contestó, riendo descaradamente: "No necesito vuestro oro. Tanto recogí aquí que puedo adoquinar los establos de mis caballos y clavar piedras preciosas en sus cascos.

Pero si el candelabro es en verdad el candelabro de Salomón, entonces no tiene precio para mí. Si Tito lo llevó delante suyo en el triunfo de Roma, entonces he de llevarlo yo en el triunfo sobre Roma. Si ha servido a vuestro Dios, entonces debe servir ahora al Dios verdadero ¡Vete!", Y con estas palabras me despidió.

-No debías haberte marchado.

-¿Acaso me fui? Me arrodillé delante de él, abracé sus rodillas. Pero su corazón era más duro aún que las tablillas férreas de sus botas. Me arrojó como una piedra. Y luego me hicieron salir sus siervos a golpes, de modo que apenas conservé la vida.

Sólo entonces comprendieron porqué estaban hechas jirones las prendas de Hyrcanos ben Hillel. Sólo entonces notaron el hilo de sangre coagulada en su sien. Calados permanecían sentados y tan quietos que se oía el lejano rechinar de los carros que seguían y seguían atravesando la noche, y ahora también los roncos cuernos vandálicos extrañamente repetidos de uno a otro extremo de la ciudad Después apagóse todo rumor. Todos pensaron lo mismo: ¡El gran saqueo ha terminado, el candelabro está perdido! Rabbi Eliéser alzó la vista penosa: -¿Esta noche, dices, se lo llevan? Esta noche. En un carro lo llevan por la vía portuensis hasta las naves y, quizás, mientras hablamos, ya inicia su viaje. Esos cuernos llamaron a la retaguardia.

Mañana temprano lo cargarán en una embarcación.

Rabbi Eliéser inclinó la cabeza cada vez más profunda sobre la mesa. Parecía quedar dormido al escuchar. Era como un ausente y no se apercibió de que los demás lo miraban desasosegados. Luego levantó la frente y dijo: -Esta noche, dices. Bien. Entonces también tenemos que ir nosotros.

Todos se asombraron. Pero el anciano repitió, sereno y decidido: -Tenemos que acompañarlo. Es nuestro deber. Recordad la Escritura y sus mandamientos. Cuando viajaba el arca, partimos nosotros; sólo cuando descansaba, nos era permitido descansar. Cuando viajan los signos de Dios, nosotros debemos viajar con ellos.

-¿Pero cómo hemos de cruzar el mar? No tenemos barcos.

-Entonces iremos hasta el mar. Es el viaje de una noche.

En ese momento se levantó Hyrcanos: -Como siempre, aconseja Rabbi Eliéser lo acertado. Tenemos que acompañarlo.

Es una parte de nuestra ruta eterna, Cuando viajan el arca y el candelabro, el pueblo, toda la comunidad debe viajar con ellos.

Entonces salió de un rincón una débil vocecita tímida. Simje, el carpintero, un hombre muy contrahecho, fue quien se lamentó medroso.

-¿Y si nos prenden? A centenares de hombres han llevado ya a la servidumbre.

¡Nos golpearán! Nos matarán. Venderán a nuestros hijos, y nada se habrá conseguido y nada se habrá hecho.

-¡Calla! -terció otro-. Y aparta tu temor. Si prenden a uno de nosotros, estará preso. Si muere alguno, habrá muerto por lo sagrado. Todos debemos ir, todos iremos.

-Sí, todos, todos nosotros, -gritaron confusos a un mismo tiempo.

Mas Eliéser, el rabbi, hizo una señal para acallar las voces. Nuevamente cerró los ojos, según era su costumbre cuando deseaba reflexionar. Luego decidió: -Simje tiene razón. No lo injuriéis como cobarde y endeble. Tiene razón; no todos deben arriesgar su vida y dirigirse insensatos en la noche al encuentro de los piratas. Pues nada hay de más sagrado que la vida. Dios no quiere que se malogre ni una sola inútilmente. Tiene razón Simje, prenderían a los jóvenes y los convertirían en esclavos en la ciudad. Por eso los hombres robustos y los niños, no deben salir con los demás en la noche.

Pero otra cosa es con nosotros.

Somos viejos, e inútil es para todos un anciano, y sobre todo para sí mismo. No podemos remar en las galeras, los que apenas tendríamos fuerza de cavar la tierra para nuestra propia sepultura, y hasta la muerte, al sorprendernos, no gana gran cosa. A nosotros toca acompañar los sagrados objetos. Que se reúnan, pues, y se dispongan para el viaje sólo aquellos que tienen más de setenta años.

Salieron fuera del gentío los ancianos, de ambas barbas todos. Eran diez, y al unirse a ellos Rabbi Eliéser, el puro y claro, eran once: los más jóvenes pensaron en los patriarcas del pueblo cuando vieron juntos a los últimos de un tiempo ido, serenos y solemnes. Una vez más se separó el Rabbi de ellos y retornó al otro grupo: -Los viejos, los ancianos iremos: no temáis vosotros por nuestra suerte. Mas, ha de acompañarnos también un niño, un muchacho, a fin de que sea testigo para la próxima y postpróxima generación. Pronto moriremos, nuestra luz está medio consumida y en breve enmudecerá nuestra voz. Pero que quede uno por años y años, uno que haya visto con sus propios ojos el candelabro de la mesa del Señor. para que prosiga viviendo la certeza de linaje en linaje y de generación en generación, de que lo que consideramos lo más sagrado no está perdido para siempre, sino que sólo sigue recorriendo su senda eterna. Un niño de corta edad debe acompañarnos, aunque no comprenda el sentido, para que sea testigo.

Todos callaron. Cada cual pensaba temeroso en su propio hijo al que mandar a la noche y el peligro. Pero ya se había levantado Abthalion el tintorero.

-Voy a buscar a Benjamín. mi nieto. Siete años tiene nada más, tantos años como brazos tiene el candelabro, y eso me parece una señal. Preparaos entretanto para la caminata, tomad para el consumo todo cuanto encontréis en mi casa; yo tengo al niño.

Los ancianos se sentaron alrededor de la mesa, los más jóvenes les sirvieron vino y pan.

Pero antes de que quebrasen el pan, inició el Rabbi la oración que en todos los tiempos pronunciaban los antepasados tres veces por día. Y tres veces repitieron los viejos con sus delgadas voces decrépitas la anhelante sentencia: "Misericordioso, quiera tu misericordia reconducir a Jerusalén tu magnificencia y la atención del sacrificio".

Luego de haber pronunciado por tres veces la oración, los ancianos prepararon su marcha. Con calma y circunspección, como si cumplieran un acto piadoso, quitáronse las chamarretas mortuorias, las guardaron en un hatillo junto con el manto para la plegaria y las correas. Los más jóvenes fueron, entretanto, en busca de pan y de frutas para el viaje, y de fuertes bastones para su apoyo. Después, cada uno de los ancianos escribió todavía en un pergamino lo que debía hacerse con sus bienes en el caso de que no volviese, y los demás fueron testigos.

Ínterin Abthalion, el tintorero, había subido por la escalera de madera. Antes se había quitado las botas, pero como era un hombre obeso y pesado, gimió la madera putrefacta bajo sus pasos. Abrió con cautela la puerta de la habitación en la que dormían amontonados (pues eran pobres) su esposa y la esposa de su hijo y los hijos y los nietos. A través de la hendidura de los postigos cerrados penetraba un incierto resplandor de la luna, húmedo y azulado como la neblina, y a pesar de que Abthalion caminaba todo lo cuidadosamente posible sobre la punta de los pies, sintió que desde sus lechos le miraban aterrados ojos fijos y que lo observaron su esposa y la mujer de su hijo.

-¿Qué pasa? -murmuró espantada una voz.

Abthalion no contestó, sino que siguió palpando el camino hacia el rincón izquierdo donde sabía estaba el lecho de Benjamín, el nieto. Afectuoso inclinóse sobre la baja cama de paja. El niño dormía profundamente, los puños como cerrados con cólera sobre el pecho: bravío y apasionado debía ser su sueño. Abthalion le pasó la mano suavemente sobre el cuello revuelto para despertarlo. El niño no despertó en el acto, más sus sentidos debían haber percibido la caricia a través de la manta negra del sueño, pues los puños se aflojaron, abriéronse sus labios tensos, inconsciente sonrió el niño y extendió satisfecho y suave sus brazos.

Abthalion sintió un sincero dolor por tener que sacar a la inocente criatura de tan dulce reposo. No obstante, tomó al dormido y lo zarandeó más fuerte. De inmediato se enderezó el niño y miró con ojos azorados en derredor suyo: era un niño de sólo siete años, pero un niño judío en tierra extraña y acostumbrado, por lo mismo, a asustarse cuando sucedía algo inesperado. Así se asustó su padre a cada aldabonazo, así se atemorizaron todos ellos, los viejos y sabios, cuando en la calle se leía un nuevo edicto, así se estremecían cuando moría un emperador y le sucedía otro, pues malo y peligroso era todo lo nuevo para la calleja de los judíos del Transtevere en la que él había vivido su pequeña existencia. Aun no ha aprendido la escritura, mas ya sabía eso: temer todo, todo en la Tierra.

Fijó el niño su mirada confusa y rápidamente cubrióle Abthalion la boca para que no gritara espantado. Pero apenas hubo el pequeño reconocido al abuelo, cuando ya se calmó.

Abthalión encorvóse sobre él y musitó, muy cercanos los labios: -Toma tu vestido y tus zapatos, y ven. Pero, ¡silencio, que nadie te oiga! De inmediato se levantó el niño. Advirtió su secreto y se enorgulleció, porque su abuelo le hacía partícipe del mismo. Sin averiguar con una palabra o mirada, tanteó en busca de su indumentaria y sus zapatos.

Ya se deslizaba hacia la puerta, cuando la madre levantó la cabeza de la almohada y.

sollozó recelosa: -¿A dónde llevas al niño? -¡Calla! -replicó brusco Abthalion-. Las mujeres no tenéis que preguntar.

Cerró la puerta. Todas las mujeres debían haber despertado entonces en la habitación.

Se oía detrás de la delgada madera hablar y sollozar, y cuando los once ancianos y con ellos el niño salieron de la puerta, para iniciar la marcha, ya sabía toda la calleja adonde les llevaba su peligroso camino, como si la extraña nueva se hubiese filtrado por las paredes.

De todas las casas salían gemidos y quejidos temerosos. Pero los ancianos no levantaron la vista y no miraron en torno suyo. Callados y serenamente decididos iniciaron su marcha.

Era cerca de medianoche.

Ante su asombro, encontraron la puerta de la ciudad abierta y sin vigilancia.

Nadie preguntaba u obstaculizaba su caminar nocturno. Aquel llamado de corneta que habían oído, reunía los últimos guardias vandálicos, y los romanos, encerrados con su temor en las casas, no osaban aún a creer que había terminado la prueba. Por eso estaba completamente vacía la carretera que conducía al puerto sin un carro, sin un rodado, sin un hombre, sin una sombra: sólo las piedras miliares blancas bajo la luz de la luna cubierta de vapores. Sin impedimento atravesaron los peregrinos nocturnos la puerta abierta.

-Venimos tarde ya- juzgó Hyrcanos ben Hillel-. Los carros con el botín deben habérsenos adelantado mucho. Quizás ya estaban en marcha antes de que sonaran los cuernos. Es menester que nos demos prisa.

Todos apuraron sus pasos. En la primera fila iban, apoyado en un grueso bastón, Abthalion y a su derecha Rabbi Eliéser, al que llamaban Kab ve Nake, y entre el hombre de setenta años y el de ochenta, nadaba con menudos pasos, tímido y un poco amodorrado aún, el niño de siete primaveras. Detrás de ellos marchaban de a tres, los demás ancianos, llevando sus líos en la siniestra y el bastón en la diestra; cabizbajos andaban como detrás de un féretro invisible. En su derredor exhalaba pesada la noche de la Campania; ni una brisa salvadora levantó el vaho cenagoso que se cernía espeso y flemoso sobre los campos y que sabía a tierra putrefacta; y del cielo, sofocadamente cercano, pestañeaba una luna enfermiza y verdosa. Mala y fantasmagórica resultaba en la bochornosa noche la marcha hacia lo incierto, pasando al lado de redondas tumbas, que estaban tendidas en el camino cual animales muertos, y al lado de casas saqueadas cuyos ojos de ventanas destrozadas, seguían estáticos, como los de un ciego, al milagro de los ancianos caminantes. Pero por lo pronto no amenazaba peligro alguno, la carretera dormitaba abandonada y blancuzca como un río congelado en la niebla.

No se veían rastros de los bandidos y una vez sola, recordaba, a la izquierda, una casa veraniega romana en llamas su paso merodeador. Ya se había hundido la cima, mas, de dentro coloreaba el fuego lento el humo que se elevaba en espiral, y todos los viejos, los once, al mirarla, tenían uno y el mismo pensamiento: parecían haber visto la columna de humo y fuego que marchaba con el Tabernáculo cuando los padres y anteriores iban todavía detrás del arca tal, como ellos ahora marchaban detrás de los amados objetos.

Entre los ancianos, su abuelo Abthalion y el Rabbi Eliéser, jadeaba el niño y alargaba esforzado sus pasos para no quedarse atrás. Callaba, porque los demás callaban, pero llenaba su pecho un temor inconmensurable y a cada paso golpeaba su corazoncito doloroso contra las costillas. Tenía miedo, un miedo confuso y sin palabras, porque ignoraba el motivo por el que los ancianos le habían sacado de noche de su cama, miedo porque no sabía adónde lo llevaban, y miedo, sobre todo, porque nunca había visto la noche al aire libre y el cielo inmenso sobre ella. Sólo conocía la noche desde aquella callejuela judía, y ella era pequeña y estrecha. Un palmo de oscuridad con apenas tres o cuatro estrellas que se apretaban a través de las angostas rendijas de los techos. No había por qué temerlas, pues era pletórica de rumores familiares. Llegaban hasta el sueño la oración de los hombres, la tos de los enfermos, el arrastrarse de los pies, el maullido de los gatos, el rumor de la cocina, a la derecha dormía la madre, a la izquierda la hermana, se estaba cuidado, rodeado de calor y respiración, no se estaba solo; el niño se sintió más pequeño que nunca bajo esa cúpula veladamente abovedada.

Si no hubiera estado con los hombres protectores hubiese llorado o tratado de esconderse en alguna parte de esa inmensidad que le acosaba desde todos los lados con su potente silencio. Pero, afortunadamente, quedaba en su minúsculo corazón lugar, al lado del temor, también para un ardiente y alardeante orgullo; pues al mismo tiempo se sintió el niño halagado porque los ancianos (en cuya presencia ni la madre se atrevía a hablar), los grandes y sabios, lo habían elegido a él, precisamente, al más pequeño de entre todos. No sabía por qué y para qué lo llevaban los viejos, pero a pesar de lo infantil que era su sentido, estaba penetrado del pensamiento de que esta marcha a través de la noche debía significar algo grandioso. Quería, por lo mismo, mostrarse digno, a todo trance, de su elección. y alargaba una y otra vez sus pasos, vencía valientemente su corazón cuando golpeaba con excesiva fuerza contra la garganta. Mas el camino seguía demasiado largo.

Desde hacía tiempo ya estaba el niño cansado y lo venció siempre de nuevo el terror cuando, a la lechosa luz de la luna, se alargaban de pronto en el camino las propias sombras y después se derretían y no se oía sino el paso, el propio paso, sobre las aplanadas y retumbantes piedras. Y cuando de pronto algo voló inesperado con breve silbido alrededor de su cabeza, un murciélago negro, y rápidamente alejado a la noche, gritó el niño y tomó convulsivo la mano del abuelo.

-¡Abuelo, abuelo! ¿Adónde vamos? El anciano volvió la cabeza. Únicamente gruñó severo y enojado: -¡Calla y camina! No has de preguntar.

El niño se agachó como bajo un golpe. Se avergonzaba de no haber sabido reprimir su temor, "No debía haber preguntado", se dijo mortificado.

Pero Rabbi Eliéser, el puro y claro, levantó el rostro serio hacia Abthalion, y por encima del niño que lloraba dijo: -¡Necio! ¿Cómo no ha de preguntarnos el niño? ¿Cómo no ha de extrañarse cuando lo arrancan del lecho y lo conducen hacia una noche extraña? ¿Y por qué no ha de conocer la criatura el motivo de nuestro éxodo y viaje? ¿No tiene parte, por la herencia de su sangre, de nuestro destino? ¿No llevará por más espacio que nosotros nuestro infinito pesar a través del tiempo? Nuestros ojos están apagados desde tiempo ya, mas él vivirá todavía, un testigo ante otra generación, y el último de los que han visto en Roma el candelabro de la mesa del señor.

¿Por qué lo quieres mantener en la ignorancia, a él de quien queremos que sea sapiente y mensajero de esta noche? Avergonzado calló Abthalion. Mas Rabbi Eliéser se inclinó tierno hacia el infante, y le alisó alentador el cabello: -¡Pregunta sin cuidado, hijo! Pregunta cuanto quieras y te daré respuesta.

Peor es para el hombre ignorar que preguntar. Sólo el que ha preguntado mucho, puede comprender. Mas sólo el que comprende mucho, será un justo.

El corazón del niño se estremeció de orgullo, porque le hablaba tan seriamente el sabio a quien todos los demás profesaban tanto respeto. Hubiese querido besar las manos del Rabbi, agradecido, pero era excesiva su timidez, y vacío y silencioso temblaba su labio ardiente. Mas Rabbi Eliéser, que en su vida había estudiado muchos libros, sabía leer también en la oscuridad del silencio los caracteres de los corazones. Atrajo suavemente la mano infantil, que descansó liviana y temblorosa como una mariposa, en la palma fría del anciano.

-Voy a decirte adónde vamos, y nada te quede oculto. Pues no cometemos ninguna injusticia y, aún cuando frente a los demás es un viaje secreto el que hoy realizamos, Dios sin embargo, lo ve y conoce nuestros pensamientos. Sabe lo que comenzamos, pero sólo él sabe, además, cómo terminará.

Mientras Rabbi Eliéser hablaba de esa manera al niño, no interrumpía su caminata, ni lo hicieron los demás. Solo se acercaron a los dos para escuchar, ellos también, lo que el sabio contaba al ignorante niño.

-Es un viejo camino, mi niño, el que proseguimos. Ya lo hicieron nuestros padres y abuelos. Pues hemos sido un pueblo peregrino por largos años y lo volvemos a ser y, quizás, ¿quién lo sabe?, es nuestro sino serlo por los tiempos eternos. No nos pertenece.

como a otros pueblos, la tierra sobre la que dormimos, ni crecen semillas y fruto sobre campo nuestro. Atravesamos los países con pies caminantes, y nuestras tumbas están cavadas en tierra extraña. Pero por dispersos que estemos, echados entre surcos como cizaña desde la mañana hasta la medianoche de esta Tierra, nos hemos conservado, sin embargo. como pueblo único y solitario entre los pueblos, por nuestro Dios y nuestra fe en El. Un invisible nos une, un invisible que nos mantiene y reúne, y ese invisible es nuestro Dios.

Sé que te resultará difícil, niño, comprenderlo, pues solo lo visible se abarca fácilmente con los sentidos, sólo lo carnal puede tomarse y tocarse como la tierra y la madera, piedra y metal. Y por eso, los demás pueblos, se han creado sus deidades de objetos visibles de madera y piedras y metales trabajados. Pero nosotros solos y únicos, estamos apegados al invisible y buscamos un sentido superior a nuestros sentidos. Toda nuestra fatiga nace de la urgencia de no atenernos a lo palpable, sino de haber sido y de ser eternamente buscadores de lo invisible. Pero es más fuerte el que se lía con lo invisible que los que dependen de lo material, pues esto es perecedero y aquello perdura. Y más poderoso es, a la larga, el espíritu que la fuerza. Por eso, y nada más que por eso, niño, hemos vencido al tiempo, porque fieles para con lo eterno, con Dios. el Invisible. Él nos guardó la fidelidad... Sé que te ha de costar, niño, comprender eso, pues nosotros mismos no comprendemos a menudo en nuestro aturdimiento, que Dios y la Justicia en que creemos no se haga visible en estos mundos. Pero aunque ahora no me entiendes, no te confundas y sigue escuchando, mi niño.

-Escucho- respiró, tímido y encantado, el muchachito.

-Con esta fe en lo invisible pasaron nuestros padres y abuelos por el mundo, y para confirmarse a sí mismos que únicamente creían en ese invisible Dios, que jamás se descubrió y al que nunca representó imagen alguna, crearon nuestros antepasados un símbolo. Pues nuestro entendimiento es estrecho e incapaz de abarcar el infinito: sólo alcanza de vez en cuando a nuestra vida una sombra de lo divino, y nada más que una pequeña luz de ello llega raras veces hasta nuestros días terrestres. Pero a fin de que nuestro corazón jamás se enajene de su deber de servir a lo invisible que es la justicia, lo duradero y la gracia, creamos unos objetos para el servicio divino que requerían atención constante; un candelabro, llamado la Menorah, en que ardían eternamente las velas, un altar sobre el que se depositaban siempre renovados panes para la contemplación.

"No eran esos objetos que llamamos sagrados, imágenes del Ser divino -recuérdalo bien- como otros pueblos los crearon insolentemente, sino solo testimonios de nuestra fe eternamente vigilante: y dondequiera que caminábamos por el mundo, ellos nos acompañaban. Encerrados en una arca, los guardábamos en una tienda de campaña, y nuestros antepasados, errantes y sin patria como nosotros, llevaban esa tienda sobre sus hombros. Cuando descansaba la tienda con los enseres sagrados, nos era dado descansar, y cuando viajaba, viajábamos con ella. En el descanso y en el andar, por mil y mil años, el pueblo judío siempre se hallaba agrupado alrededor de ese santuario, y mientras conservemos el sentido por lo sagrado, duraremos como un pueblo en todas partes, por extrañas que nos sean.

"Pero ahora escucha. Los objetos sagrados de aquella arca eran un altar en el que depositamos los panes, el fruto nutritivo del regazo de la tierra, y vasijas de las que se elevan nubes de incienso, y las tablas de la ley en que Dios se nos había manifestado. Pero el más visible de todos esos objetos era un candelabro, cuya luz iluminaba eternamente el altar en el Santísimo. Pues Dios ama la luz que encendió, y nuestro agradecimiento por la luz que ha dado a nuestros ojos y sentidos creó ese candelabro. Era artísticamente labrado en oro puro; siete cálices arrancaban de su tallo ancho, y coronas de flores repujadas lo adornaban.

Cuando las siete candelas estaban encendidas en los siete capiteles, ardía una luz en siete flores, y en su aspecto santificamos nuestro corazón. Cada vez que se enciende, los sábados, conviértese nuestra alma en templo de recogimiento; ningún objeto en la tierra nos es, por lo mismo, tan caro como símbolo como la forma de ese candelabro, y en todas partes donde un judío sigue creyendo en lo Santo, en cada casa bajo los cuatro vientos de la Tierra, eleva todavía una copia de la Menorah sus siete brazos en la oración.

-¿Por qué siete? -preguntó tímido el niño.

-¡Pregunta, pregunta mi niño! El preguntar conduce al saber. El siete es un número peculiar y grande entre los números, pues al cabo de siete días terminó Dios de crear el mundo y al hombre, y ningún mayor milagro del que nosotros estemos en este mundo y lo sentimos, y amamos, y reconocemos su creador. Por obra de la luz, Dios enseñó a los sentidos a mirar y al alma a saber; por eso alaba el candelabro en sus siete brazos a la luz, la externa y la interna. Pues Dios también nos concedió una luz interior por medio de la Escritura, y como allá sabemos por el mirar, sabemos acá por el reconocimiento. Lo que la llama es para los sentidos, es para el alma la Escritura en la que están registrados las obras de Dios y las obras de los antepasados, la medida de toda actuación, lo permitido y lo vedado, el espíritu creador y la ley ordenadora. Dos veces vemos por la gracia de Dios al mundo por obra de la luz, una vez de afuera con los sentidos, y la otra con el espíritu, y aun logramos comprender su propia esencia gracias a su iluminación. ¿Me comprendes, niño? -No -exhaló el muchacho.

Entonces, recuerda sólo esto... lo demás lo comprenderás más tarde... Recuerda sólo lo que te voy a decir: lo más sagrado que poseíamos como signo en nuestra peregrinación, y lo único que nos ha quedado de los días de nuestro comienzo, eran la escritura y el candelabro, la Torah y la Menorah.

-La Torah y la Menorah -repitió temeroso el niño, y cerró los puños para retener más fuerte las palabras.

-¡Y ahora sigue escuchando! Llegó un tiempo... lejano ya... en que nos cansamos de caminar. Pues el hombre desea la tierra, como la tierra al hombre. Y como al cabo de años y más años de exilio llegamos a la Tierra que Moisés nos había prometido, nos incautamos de ella por derecho. Sembramos y aramos y cultivamos la vid y domesticamos los animales, y labramos campos fértiles y los rodeamos de setos y vallas, dichosos de no ser eternamente tolerados y expulsados por otros pueblos y los eternos huéspedes del extranjero. Y ya creíamos que nuestra caminata había terminado para siempre, ya osábamos la temeraria palabra de que aquella tierra era nuestra, como si jamás una tierra perteneciese al hombre al que todo sólo le es dado en prenda. Pero siempre olvida que "tener" no significa "mantener", ni "poseer" "conservar". Donde siente tierra bajo sus pies, levanta su casa y quiere asirse al terruño con las raíces de los árboles. Así construimos nosotros por primera vez casas y ciudades, y ya que cada uno de nosotros tenía un hogar, cómo no íbamos a tener urgencia de ofrecer, agradecidos, también a nuestro Dios y Protector, un hogar en nuestro medio, una casa alta y magnífica sobre todas las casas: una casa de Dios. Y surgió en aquellos benditos años de permanencia en nuestro país un rey que era rico y sabio, y al que llamaban Salomón...

-Bendito sea su nombre -interrumpió Abthalión en voz baja.

-Bendito sea su nombre -repitieron los demás ancianos prosiguiendo la marcha.

-...El construyó una casa en el monte Moria donde otrora Jacob, nuestro antepasado, había visto en sueños la escalera que llevaba hasta el cielo, diciendo al despertar: "Este es un sagrado lugar, y por sagrado lo tendrán todos los pueblos de la Tierra". Allá elevó Salomón nuestra casa de Dios y era ella magníficamente construida con piedras y con maderas de cedro y metales trabajados. Y cuando nuestros antepasados elevaban la vista hacia sus muros, sentían su corazón seguro de que Dios iba a residir eternamente en nuestro medio y pacificar nuestro destino para siempre jamás. Tal como nosotros descansamos en hogares propios, descansaba en el recinto sagrado la tienda, y dentro de la tienda el arca tan largamente portada. Día y noche elevaba la Menorah sus siete llamas delante del altar todo lo que nos era sagrado descansaba seguro en el Santísimo del Señor, y aunque invisible, como había sido siempre y será eternamente, residía Dios, sin embargo, pleno de paz, en el país de nuestros abuelos, en el Templo de Jerusalén.

-¡Que mis ojos lo vuelvan a ver! -murmuraron avanzando los hombres, como en la oración.

-Pero oye, más, mi niño. Todo lo que tiene el hombre, sólo le es dado en prenda, Y el tiempo de su dicha corre sobre ruedas veloces. No era nuestra tranquilidad eterna como esperábamos, pues de Levante irrumpió un pueblo salvaje en nuestra ciudad, como los piratas que tú has visto, irrumpieron ahora en esta ciudad extranjera para nosotros. Cuanto podía ser tomado, lo tomaron; cuanto había qué pudiera ser llevado, se llevaron; cuanto pudo destrozarse, lo destrozaron; sólo lo invisible no pudieron quitárnoslo: La palabra y presencia de Dios.

Pero arrancaron la Menorah, el candelabro sagrado, de la mesa, y lo llevaron, no porque era sagrado... pues eso no entendían los siervos del Malo... sino porque era de oro, y siempre aman los ladrones el oro. Y con el pueblo mismo arrastraron al candelabro y el altar, y todos los objetos sagrados consigo hasta Babel...

-¿Babel? -interrumpió vergonzoso el niño.

-Pregunta, pregunta, mi niño, y Dios quiera procurarte siempre réplica. Babel es llamada aquella ciudad, grande y poderosa como ésta en que ahora vivimos, y tan lejos quedaba de nuestra patria, que las estrellas se hallaban allá de distinta manera sobre nuestras cabezas. Y para que calcules cuán lejos viajaban en ese entonces los objetos sagrados con nosotros, cuenta tú mismo conmigo: pues, mira, sólo hemos andado tres horas, y ya sentimos dolor y cansancio en nuestros miembros. Pero Babel distaba a tres veces mil horas y más. Ahora comprenderás, quizás, hasta cuán lejos llevaron al candelabro que nos habían robado.

Pero recuerda también esto: Ante la voluntad de Dios, no vale distancia alguna.

Y cuando vio que su palabra seguía siéndonos sagrada en el exilio y... acaso sea éste el sentido de nuestra eterna persecución a través de la Tierra, el que lo sagrado se nos hace más sagrado aún a través de la lejanía, y nuestro corazón cada vez más humilde por el exceso de penas... cuando Dios. digo, vio que resistimos la prueba, despertó el corazón de un rey de aquel pueblo extraño. Reconoció el rey su error, y permitió a nuestros antepasados que volviesen a su patria y les devolvió el candelabro de la casa de Dios y los objetos. Así regresaron nuestros abuelos de Caldea a Jerusalén pasando por desiertos y montes y matorrales.

Retornaron vivos de los extremos de la tierra al lugar en que siempre estábamos y estaremos con nuestros pensamientos. De nuevo edificamos el templo en el monte Moria, de nuevo llameaba con siete luces el candelabro que regresara delante del altar de Dios, y nuestros corazones ardían con él. Mas recuerda bien esto, para que comprendas el sentido de nuestra marcha de hoy: ninguna obra de este mundo es tan sagrada, tan vieja y ha viajado tanto por los tiempos y por la tierra, como este candelabro de siete brazos, y de todos los símbolos que nuestra unión y pureza que teníamos y tenemos, es ésta la prenda más valiosa. Y siempre se obscurece nuestro destino cuando se apaga y obscurece su luz.

Rabbi Eliéser se interrumpió. Su voz parecía extenuada. El niño alzó bruscamente la cabeza y su ojo se convirtió en una pequeña llama ardiente de ansioso temor de que la narración pudiese haber tocado a su fin. Sonriente observó Rabbi Eliéser la impaciencia del infante. Le asió nuevamente la cabellera y dijo apaciguante: -¡Cómo arden tus ojos desde adentro, niño! Pero no temas: nuestro sino nunca terminará; y aunque yo te narrara por años v más años, no conocerías sino apenas una milésima parte del camino que estamos destinados a recorrer. Mas oye ahora. ya que escuchas bien y a gusto, cómo fue y cómo sucedió en nuestra patria. Nuevamente pensábamos haber fundamentado el templo para los tiempos eternos, pues el perecedero sentido del hombre anhela la duración y desea a sus obras que persistan. Mas otra vez cruzaron enemigos el mar: desde este país en que ahora vivimos como extranjeros, vinieron, y conducíalos un emperador, un guerrero llamado Tito...

-¡Su nombre sea maldito! -murmuraron los ancianos, prosiguiendo la marcha.

-...y él derribó nuestras murallas y trituró nuestro templo. Con insolente pie penetró el temerario al Santísimo y arrancó el candelabro del altar. Su venganza robó lo que Salomón había creado, magnífico, para alabanza de Dios, y llevó consigo. triunfante, a nuestro rey encadenado y los objetos sagrados. Jactancioso prorrumpió el pueblo necio en gritos de júbilo cuando regresó victorioso, como si sus guerreros hubiesen conducido a Dios y lo arrastrasen en cadenas con ellos.

Y tan magnífico creía el abyecto su crimen, tan preciosa nuestra degradación, que mandó construir, fatuo, un arco especial para recuerdo, e hizo grabar en mármol, en la obra artificial, su robo de los objetos divinos.

El niño levantó la frente, atento.

-¿Es aquél arco, con los muchos hombres de piedra? ¿Aquel arco delante de la enorme plaza, del que mi madre me advertía que nunca debía atravesarlo? -El mismo, mi niño. Pasa siempre a su lado, no mires nunca esa puerta del triunfo, pues ella recuerda nuestro día más doloroso. Ningún judío debe atravesar ese arco, cuyas figuras demuestran cómo ellos se burlaban de lo que nos ha sido y siempre nos será sagrado.

Recuerda siempre...

El anciano se detuvo en medio de la palabra. Pues desde atrás se le acercó precipitadamente, de un salto, Hyrcanos ben Hillel, y le puso la mano sobre la boca. Todos se sorprendieron desmesuradamente de semejante osadía. Pero Hyrcanos ben Hillel señaló silencioso a la carretera delante de ellos. Se distinguió allá algo confuso en el halo incierto de luna velada. Algo oscuro se arrastró despacio por la carretera blanca, como un gusano que se desplaza. Y ahora al quedar los viejos parados sin respirar, oíase a través del silencio el chirriar de carros muy cargados. Sobre esa columna obscura que se arrastró laboriosamente, relampagueó algo brillante como tallitos en el rocío matutino: eran las lanzas de la retaguardia númida que custodiaba los carros llenos de botín.

Pero los guardianes perspicaces de aquella caravana, ya debían haber divisado a los que la seguían, pues hicieron volver rápidamente sus caballos, y ya se acercaba a todo galope un destacamento, las lanzas en ristre y con gritos agudos.

Los guerreros numídicos estaban de pie en las sillas, y los albornoces revoloteaban blancos como si los corceles fuesen alados. Los once ancianos se juntaron instintivamente y tomaron al niño en su medio. De pronto se acercaron los jinetes con fuertes gritos y grande revuelo; sólo a unas pocas pulgadas de los asustados ancianos sofrenaron a los caballos con tal fuerza que se encabritaron, para examinar de cerca a los desconocidos rezagados. Pero cuando a la incierta luz de la luna inerte reconocieron que no se trataba de guerreros que les seguían para disputarles el botín, sino sólo de ancianos que atravesaban pacíficos la noche, viejos de barbas blancas y decrépitos, cada uno con un hatillo y un bastón en la mano, tal como en el país de ellos acostumbraban también los beatos a peregrinar de lugar en lugar, reían confiados a los ancianos y los dientes lucían blancos en sus rostros obscuros y salvajes. Luego emitió uno de ellos un silbido breve y fuerte; nuevamente hicieron girar a sus caballos, volviendo alados y ligeros como una bandada de pájaros a su presa, mientras los ancianos quedaron aún inmóviles por el relámpago del susto, y sin atreverse a comprender que habían sido perdonados y salvados.

Rabbi Eliéser, el puro y claro, fue el primero en recobrarse. Golpeó cariñosamente la mejilla del niño.

-Eres un valiente -le dijo, inclinándose sobre él-. Mantuve tu mano, y ella no tembló.

¿Quieres que te siga narrando ahora? Pues aun no sabes adónde vamos y por qué estamos despiertos en esta noche -¡Cuenta! -exhaló con débil ruego el niño.

-Te dije, ¿recuerdas?, que Tito, el detestado, llevó nuestros objetos sagrados a Roma y los condujo, pretencioso, a través de toda la ciudad. Pero después de ese día guardaban los emperadores de Roma nuestra Menorah con los demás objetos sagrados de Salomón, en una casa que ellos llamaban templo de la Paz; necia palabra, ¡como si la paz jamás tuviera duración y un hogar en nuestra tierra belicosa! Pero Dios no toleró que permaneciese en un templo ajeno lo que había sido adorno del suyo propio en Sión; envió de noche un incendio, el fuego devoró aquella casa con techo y cima, imágenes y bienes; sólo nuestro candelabro se salvó de las llamas insaciables, y nuevamente se evidenció que nada pueden sobre él el fuego ni la lejanía, y tampoco la mano rapaz del hombre. Fue un aviso de Dios de que volvieran lo sagrado a su santo lugar y los objetos a la morada que los honraba, no por ser de oro, sino por su santidad. ¿Pero cuándo advierten los necios un aviso, cuándo se doblega el obstinado corazón del hombre dócilmente a la razón? Rabbi Eliéser suspiró; y prosiguió luego: -Tomaron, pues, nuestros objetos sagrados y los guardaron en otra casa del emperador, y como allá permanecían en una cámara cerrada durante años y decenios, creían que ahora los tenían a buen seguro para toda la eternidad. Pero siempre azuza un ladrón detrás de otro, lo que uno quitó a la fuerza, le vuelve la fuerza a quitar. Como Roma cayó sobre Jerusalén, así acaba de caer Cartago sobre Roma. Así como ellos nos robaron a nosotros, acaban de ser robados ellos, y tal como ellos profanaron nuestro santísimo acaba de profanarse el suyo. Pero aquellos bandidos también, han robado lo nuestro, nuestra Menorah, nuestros objetos para el servicio divino, y aquellos carros conducen, allá en la oscuridad, lo más caro a nuestros corazones. Mañana embarcarán el candelabro para llevarlo lejos, inalcanzable a nuestra mirada anhelante. ¡Nunca más veremos, los ancianos, la luz de este candelabro! Y así como se acompañan hasta la tumba los restos de un ser amado, para testimoniar el cariño con ese acompañamiento en el postrer viaje, así acompañamos hoy la Menorah en su partida al exilio. Es lo más sagrado lo que perdemos. ¿Comprendes ahora la tristeza de nuestra caminata dolorosa? El niño marchaba cabizbajo y callado. Parecía reflexionar.

-Pero recuerda esto: Te hemos traído como testigo, para que en otro tiempo, cuando nosotros nos hayamos convertido en polvo, puedas atestiguar que hemos guardado fidelidad a lo sagrado, y para que enseñes a los demás que sigan guardándola Para que les ayudes a creer con nuestra fe que el candelabro volverá siempre de su camino a través de la oscuridad para alumbrar en el futuro gloriosamente con sus siete luces el altar del Señor.

Te hemos despertado, para que se avive tu corazón, y para que en días futuros hables de esta noche a los que vendrán. Recuerda y consuela a los demás diciéndoles que has visto con tus propios ojos el candelabro que ha viajado mil años sin sufrir daño, como nuestro pueblo, en el extranjero, y del que estoy firmemente convencido que no perecerá, mientras no perezcamos nosotros.

El niño continuaba callado. Y Rabbi Eliéser, el puro y claro, sintió una resistencia en el silencio inmutable del niño. Inclinóse, pues, sobre él y preguntó: -¿Me entendiste? Siguió tenaz la nuca del infante.

-No -dijo, terco- no lo entiendo. Pues si... nos es tan caro y tan sagrado el candelabro...

¿por qué nos lo dejamos quitar? El anciano suspiró.

-Preguntas bien, mi niño. ¿Por qué nos lo dejamos quitar? ¿Por qué no lo defendemos? Pero sólo más tarde comprenderás que en este mundo el derecho se pone del lado del más fuerte y no de los justos. La fuerza siempre impone su voluntad en la Tierra, y la piedad no tiene poder terrenal. Sólo hemos aprendido de Dios a sufrir injusticias y no a imponer el derecho a la fuerza, con el puño.

Rabbi Eliéser dijo estas palabras con la cabeza baja y mientras seguía caminando.

Pero de pronto soltó el niño violentamente la mano de la suya y se quedó parado. A boca de jarro, y casi imperiosamente, preguntó el niño ardiente al anciano: -Pero Dios, ¿por qué tolera ese robo? ¿Por qué no nos ayuda? ¿No dijiste que era el Justo y el Omnipotente? ¿Por qué se pone del lado de los ladrones y no del de los justos? Todos se aterraron. Todos quedaron parados, y al mismo tiempo se les detuvo el corazón en el pecho. La pregunta del niño había rajado el vacío de la noche como una fanfarria, como si ese niñito solo declarara la guerra a Dios. Y encolerizado -pues se avergonzaba de su sangre- retó Abthalion a su nieto: -¡Calla y no blasfemes! Pero Rabbi Eliéser laceró sus palabras: -¡Calla tú primero! ¿Por qué rezongas contra el niño inocente? Pues nada más preguntó su cándido corazón, que lo que a diario y hora a hora nos preguntamos tú y yo, y todos nosotros, y los sabios de nuestro pueblo, desde los primeros comienzos. El niño sólo pronunció la vieja pregunta judía: ¿Por qué nos prueba Dios tan duramente, tan luego a nosotros, que le servimos como ningún otro pueblo? ¿Por qué tira justamente a nosotros bajo las suelas de los demás, para que nos pisoteen, a nosotros que fuimos los primeros en reconocerle y loarle en la impenetrabilidad de su ser? ¿Por qué destruye cuanto nosotros edificamos, por qué aniquila lo que anhelamos, por qué nos quita el refugio dondequiera que descansemos, por qué azuza pueblo tras pueblo contra nosotros con odio eternamente renovado? ¿Por qué nos prueba tan duramente, siempre sólo a nosotros, a los que primero eligió y a los que primero reveló su misterio? No, yo no mentiré delante de un niño, pues si su pregunta es blasfema, entonces yo mismo soy blasfemo cada día de mi vida. Pues ved, os digo en verdad a todos: yo también, a pesar de lo mucho que me resisto, yo también disputo con Dios sin cesar, yo también sigo preguntando, a mis ochenta años. día a día, lo que este niño inocente: ¿por qué Dios impele justamente a nosotros a tan profundo pesar? ¿Por que tolera que se nos quiten nuestros derechos, y aun ayuda a quien nos roba? Y una y mil veces me golpeo yo el pecho con el puño, avergonzado, no logro suprimir y aplastar ese grito interrogante. No fuera judío ni hombre si no me mortificase a diario esta pregunta, que sólo la muerte enmudecerá en mis labios.

Los demás ancianos se estremecieron. Jamás habían visto tan tumultuoso a Kal ve Nake, el puro y claro, el siempre justo. Esa acusación debía haber surgido de lo más hondo de su ser, que de ordinario mantenía reservado, y pareció extraño a todos tal como ahora lo veían, temblando todo él en la demasía del dolor, y separando avergonzado la vista del niño, que alzó sorprendido los ojos avizores hacia él. Mas ya se había recogido Rabbi Eliéser, e inclinándose de nuevo sobre el niño, lo calmó: -Perdona que haya hablado a ellos y a otro superior a todos nosotros, en lugar de contestarte. Tú me has preguntado, mi niño, desde la candidez de tu corazón: ¿Por que tolera Dios semejante crimen contra nosotros y contra El? Y yo te contesto desde la simpleza de mi espíritu tan sincero como puedo, y te digo: no lo sé. Pues ignoramos los propósitos de Dios y no sospechamos sus pensamientos, pero cada vez que disputo con El en la torpeza de mi dolor y en el exceso de nuestro sufrimiento común, trato de consolarme diciéndome: Quizás tiene un significado ese dolor que nos atribuye, quizás pagamos cada uno de nosotros una falta ¿Quién puede señalar al que la cometió? Quizás fue Salomón el sabio, imprudente cuando levantó el templo en Jerusalén, como si Dios fuese un hombre ansioso de tener un hogar en un lugar único y entre un sólo pueblo.

Quizás era pecado haberle construido una casa con tanta magnificencia, como si el oro fuese más que la devoción y el mármol más que la consistencia y constancia anterior.

Quizás fue contra la voluntad de Dios que pretendíamos ser un pueblo judío como los demás y tener una patria y un hogar para decir que este país es nuestro, para decir: nuestro templo, y nos ha arrancado de la patria para que no fijemos nuestros sentidos. en lo visible, sino para que siguiésemos fieles interiormente a lo inalcanzable e invisible. Quizás consiste nuestro camino verdadero en quedar siempre caminando, mirando melancólicos hacia atrás y anhelantes hacia adelante, siempre deseando la tranquilidad e inquietos siempre pues siempre es sólo un camino sacro aquel cuya meta se desconoce y el que, no obstante, siempre se prosigue tenazmente, tal como en esta noche marchamos hacia la oscuridad y el peligro sin conocer el fin.

El niño escuchaba. Mas Rabbi Eliéser había concluido.

-Pero ahora no preguntes más. Pues tu interrogación es más extensa que mi saber.

Espera y ten paciencia. Quizás te conteste Dios una vez desde tu propio corazón.

El anciano calló y callaron los demás. Silenciosos permanecían parados en la carretera, y silenciosos los envolvía la noche, y todos tuvieron la impresión de hallarse solos en la oscuridad del mundo allende el tiempo.

De repente se estremeció uno de ellos, y alzó la cabeza. Presa de temor advirtió a los demás que escuchasen. Y en efecto, algo corrió por el silencio y se aproximó rumoroso. Al comienzo sólo parecía que alguien tocara apenas un arpa, un sonido oscuro, in crescendo, pero ya vibró más fuerte acercándose como viento o mar, y de pronto irrumpió en el bochorno una ráfaga poderosa de un temporal, breve y repentino, de tal suerte que los árboles sorprendidos a lo largo de la carretera alzaron sus brazos como si quisieran agarrarse en el vacío, y los arbustos cuchichearon confusos y el polvo se levantó del camino. Fue como si de repente bamboleasen las estrellas, y los ancianos, agitados como estaban a raíz de su disputa sobre su destino y atentos a la presencia divina, temblaban de que repentinamente pudieran recibir una respuesta, pues la Escritura decía de Dios que estaba en el vendaval, y que su voz se levantaba en el gorjeo suave. Todos inclinaron la frente hacia el suelo, todos escucharon al mismo tiempo hacia arriba e inconscientemente tomaron unos las manos de los otros para unirse contra lo maravilloso, y cada uno sentía el pulso del otro en su mano como un pequeño martillo arrebatado...

Pero nada sucedió. Tan repentinamente como se había levantado, cesó el viento huracanado, y poco a poco apagóse el rumor en la pradera. Nada sucedió.

Ninguna voz habló, ningún sonido libertó el silencio aterrado. Y cuando uno tras otro volvieron a levantar la vista del suelo, advirtieron que al Este nacía sobre las tinieblas un primer fulgor ópalo y delicado. Entonces reconocieron que sólo había sido el viento que siempre se levantaba antes de comenzar el día, sólo se había producido el diario milagro del surgir del día como después de cada noche terrenal. Mientras aún permanecían intranquilos, acentuóse la claridad de la lejanía rojiza, y ya se libró el paisaje con pálidos contornos de los velos. Entonces sabían había terminado la noche. la noche de su peregrinaje.

-Amanece -murmuró desengañado Abthalion-. ¡Oremos! Reuniéronse los once ancianos. Quedó a su lado el niño menor, ignorante de la oración, y miró conmovido. Los viejos sacaron de su hatillo los mantos de oración y cubriéronse con ellos los hombros y las cabezas. Ataron las correas a la frente y a la mano, a la izquierda, la más cercana al corazón. Luego se dirigieron al Este, donde sabían a Jerusalén, y agradecieron a Dios que había creado el Universo, y lo alabaron con las dieciocho bendiciones de su perfección. Canturrearon y murmuraron, oscilando el cuerpo hacia adelante y atrás, en el ritmo de su oración. El niño no comprendió todas las palabras, pero vio el fervor con que se balanceaban los viejos en el movido cantar, como antes se habían mecido los arbustos en el huracán de Dios. Después del "Amen" solemnemente elevado, inclináronse todos, doblaron y guardaron sus mantos y preparáronse de nuevo para el viaje.

Parecían más viejos los ancianos en la luz que poco a poco se despertaba: se marcaban más profundas las arrugas de su frente y más obscuras las sombras de sus ojos y boca: como si volviesen de su propia muerte, arrastráronse cansados y penosamente con el niño para cubrir el último y más doloroso tramo de su camino.

Clara y tórrida ardía la mañana itálica cuando los once viejos llegaron con el muchachito al puerto de Portus donde el Tiber deja fluir al mar sus aguas amarillas, lánguido y a desgano. Esperaban muy pocas barcas de los vándalos todavía en la rada: una tras otra hacíanse ya a la mar, con el mástil victoriosamente embanderado, y el ancho vientre cargado de botín. Por último quedó una sola anclada frente a la costa absorbiendo con gula los restos del robo romano de los carros sobrecargados. Carro a carro acercáronse obedientes para ser vaciados, y cada vez llevaban los esclavos sobre sus hombros o alzadas sobre la cabeza las pesadas cargas al barco, pasando por una ancha escalinata de madera: cajones y arcas repletas de oro y ánforas llenas de vino. Pero por más prisa que se daban, consideraba el impaciente capitán que su servicio no era suficientemente rápido y por eso obligaron los guardianes de los vándalos a los esclavos con latigazos a apresurar más y más sus pasos. Ahora que paraba el último carro junto a la barca; era el mismo que los ancianos y el niño habían seguido durante la noche, y que conducía el candelabro del templo. Su carga estaba cubierta todavía con pajas y trapos, pero los ancianos fijaron su ardiente mirada sobre el carruaje repleto, y temblando esperaron que se descubriera. Era ése el momento de la decisión: entonces o nunca había de producirse el milagro.

Pero el niño no miraba como ellos. Como encantado admiró el mar que veía por primera vez. Allá estaba. un infinito espejo azul, brillantemente arqueado hasta la cortante línea donde las aguas tocan al cielo, y más amplio aún apréciale aquel espacio enorme que la cúpula de la noche en la que por primera vez había visto la ronda eterna de las estrellas en el cielo abovedado. Miraba hechizado cómo las olas jugaban unas con otras, como se perseguían, cómo una saltó sobre la espalda de otra y luego se escurría espumosa con una ligera, chasqueante risa de petulancia, para formarse una y otra vez de nuevo: y presintió en ese juego bienaventurado una alegría como jamás se había atrevido a soñarla en la herrumbrada sombra de su angosta callejuela de pobres. Su estrecho pecho infantil se tendió poderosamente y anhelaba ensancharse, hacerse fuerte y grande para embeberse de aire y mundo, y sentir el halo de ese goce hasta muy adentro de su sangre judía, intimidada.

El niño sintió irresistible deseo de adelantarse hasta junto al líquido, de abrir sus pequeños brazos para apretar cuando menos un soplo comprensivo de ese infinito contra el propio cuerpo; sentíase interiormente elevado al contemplar tal belleza y claridad, y dichoso como nunca. ¡Oh, cuán cándido era todo aquí, cuán libre y exento de temores! Como proyectiles blancos abalanzábanse y levantábanse las gaviotas, las hermosas embarcaciones hinchaban suaves y sedosas sus velas en el viento. Y de repente, cuando el niño reclinó la cabeza, con los ojos cerrados, para embeber más profundamente el fresco aire salado, recordó la primera palabra que había aprendido: ¡Al principio creó Dios el cielo y la tierra! Y por primera vez le resultó con sentido y forma el nombre de Dios que el día anterior habían pronunciado los padres, los ancianos. Un grito le sobrecogió. Los once ancianos se habían exclamado como por una sola boca, y en seguida corrió hacia ellos. Se acababa de quitar los trapos que cubrían el último carro, y cuando los esclavos berberiscos se inclinaron para sacar una estatua argentina de Hera -pesaba varios quintales- empujó uno de ellos con un pie el candelabro a un lado, porque le molestaba. La Menorah se golpeó y rodó duramente.

Y cayó del carro a tierra. Un solo grito de espanto desgarró el pecho de los ancianos cuando vieron cómo el símbolo sagrado que viera Moisés, que bendijera Aarón, que había estado en la mesa del Señor en la casa de Salomón, rodaba míseramente en los excrementos de los tiros, profanado y manchado con lodo. Los esclavos negros levantaron curiosos la vista al oír el grito. No comprendieron por qué aquellos necios barba-blancas emitieron tan aguda voz y por qué se tomaron de los brazos los unos a los otros formando una convulsiva cadena de dolor. Pues no se les había hecho mal alguno. Pero ya chasqueaba el látigo del guardián sobre su carne desnuda, y serviles hundieron de nuevo sus brazos en la paja del carro, sacando un desnudo de pórfido brillante, luego otra enorme estatua que, con cuerdas en la nuca y en los pies, subieron sobre la escalinata de a bordo como a un animal carneado.

El fondo del carro se vació cada vez más rápidamente. Sólo quedaba tendido, descuidado debajo del carro, medio cubierto por una rueda, el candelabro, el imperecedero. Y los ancianos, que se agarraban mutuamente, vibraban en una esperanza común: ¡Ojalá los ladrones olvidasen en su precipitación el candelabro! ¡Ojalá lo pasasen por alto! ¡Ojalá se realice aún en último momento el milagro de la salvación! Pero en ese instante observó uno de los esclavos el candelabro, se inclinó, lo levantó y lo cargó sobre sus espaldas. Ardía puro en el sol, brillaba y llameaba y parecía iluminar más aún al día: por primera vez en su vida contemplaron los ancianos el perdido sagrario de su pueblo, y ¡ay!, en el mismo instante en que vieron al amado símbolo, ya volvió a desaparecer en la lejanía. Con ambas manos, la derecha y la izquierda, sostuvo el negro de anchos hombros la dorada Menorah para mantener en equilibrio su pesada carga mientras subía por la vacilante escalera de madera; cuatro pasos, cinco pasos aún, y había desaparecido por siempre ese objeto sagrado. Como atraído por una fuerza secreta, se arrastraron los once ancianos, sosteniéndose mutuamente, hasta la escalinata, la vista casi cegada por las lágrimas, y con palabras confusas chorreaba la baba de sus labios.

Se adelantaron vacilantes. como bebidos, con la boca ávida, con ávida mirada para, al menos tocar con su devoto beso el símbolo sagrado. Uno solo, Rabbi Eliéser conservó la lucidez en su dolor. Apretó nervioso la mano del niño -y su apretón le dolió tanto al niño que éste por poco gritó.

-¡Mira! ¡Mira! Tú serás el último de los que han visto lo sagrado. Tú serás testigo de cómo lo llevaron, de cómo lo robaron.

El niño no comprendió las palabras. Pero sintió el dolor de los demás hasta en la profundidad de la sangre, y advirtió que se estaba cometiendo una injusticia.

Una ira, una cólera infantil, atravesó ardiente su cuerpo. Sin saber qué hacía, se soltó el niño, del septenal, a la fuerza, y corrió detrás del negro que en ese instante pisaba la escalinata bamboleándose fatigado bajo la pesada carga. ¡No, no había de llevarse la Menorah, ese hombre extraño! Insensato asaltó el niño al fornido hombre, para. arrebatarle el robo.

El esclavo, grandemente cargado, vaciló bajo la inesperada arremetida. Fue solo un niño el que se colgó de su brazo, pero manteniéndose con dificultad en equilibrio sobre la estrecha tabla oscilante, pisó el esclavo tambaleante en el vacío, a consecuencia del repentino asalto de atrás, y se cayó arrastrando al niño.

En eso se le escapó rodando el candelabro. Desplomóse con todo su peso violentamente sobre el brazo derecho del infante. Este sintió como si se le hubiera picoteado y triturado la carne y los huesos. Pegó un grito penetrante. Mas este grito se perdió en el repentino puje de los demás. Pues todos gritaron simultáneamente: los ancianos horrorizados por el crimen de que la sagrada Menorah rodara de nuevo por el fango; desde la embarcación gritaban, a su vez, furiosos, los vándalos. El guardián se acercó e hizo retroceder a los ancianos a latigazos.

Entretanto ya se había levantado amargado el esclavo, apartó con el pie al niño que gemía, volvió a hombrear el candelabro y lo llevó entonces rápidamente, como un fugitivo, por la escalinata hasta a bordo.

Los once viejos no prestaron atención al niño. Ninguno vio cómo estaba tendido quejándose y retorcido, pues no miraban al suelo. Sólo veían al candelabro que ahora subía sobre los hombros del esclavo, elevados los siete cálices hacia Dios, como unos sacrificios.

Ahora vieron cómo a bordo lo tomaron indiferentes manos extrañas y cómo lo tiraron junto a los demás despojos. Y ya sonó estridente un silbido, rechinando subió la cadena al ancla, y abajo, en el espacio invisible en que los esclavos de la galera estaban encadenados a sus bancos, empezaron cuarenta remos el uniforme movimiento hacia adelante, atrás, adelante, atrás. Bruscamente se movió la embarcación. Blanca espuma corrió sobre la carena, rumorosa se deslizó y ya se levantaba y se hundía su cuerpo pardo sobre las olas como si viviera y respirara, y con las velas hinchadas dirigióse la goleta desde la rada directamente a la infinita mar abierta.

Los once ancianos siguieron con la vista fija en el navío que se alejaba. Otra vez se habían tomado de las manos y temblaban, una sola cadena de terror y dolor. Todos habían esperado en secreto, sin que el uno se confiara al otro, que en último y postrer momento aún se produjera el milagro. Pero liviana y acariciada por el viento suave, resbaló la nave con las velas combadas sobre las aguas, y cuanto se achicó su silueta en la lejanía, tanto más lastimeramente se derritió la esperanza en sus corazones y se perdió en el inacabable mar de su tristeza. Ya, la nave sólo brillaba pequeña como el ala de una gaviota, y al fin -las lágrimas obscurecieron su mirada. ¡Perdida toda esperanza! Una vez más viajaba el candelabro a tierra extraña y lejana, eternamente en camino, eternamente perdido.

Sólo entonces, volviendo la vista del mar, recordaron al niño que estaba tendido, lanzando gemidos sordos, con su brazo machacado, en el lugar al que el candelabro lo había tirado al caerse. Levantaron al sangrante y lo colocaron sobre unas angarillas. Todos se avergonzaron porque ese niño había hecho ingenuamente lo que ninguno de los hombres se había atrevido a hacer, y Abthalión temía a las mujeres porque devolvía al nieto como lisiado a la madre e hija. Sólo Rabbi Eliéser, el puro y claro, los consoló: -No os quejéis, ni os condoláis de él. Recordad la Escritura que habla del hombre a quien Dios abatió porque había tocado el arca para apoyarla, pues Dios no quiere que se toque lo sagrado con manos carnales. Pero El perdonó al niño y sólo golpeó el brazo. Hay quizás una bendición en ese dolor, y un llamamiento. Luego se inclinó tiernamente sobre el niño gimiente: -No reprimas ese dolor, sino absórbelo. Este dolor también es una herencia.

Pues sólo en el dolor vive nuestro pueblo, sólo el pesar engendra su fuerza creadora.

Has experimentado algo grande, pues tocaste lo sagrado y sólo se lastimó tu cuerpo, mas no tu vida. Quizás resultes elegido por este dolor y queda un sentido en tu destino.

Desde aquella noche vandálica pasaron los años inquietos en el Imperio romano, y sucedió más en el tiempo en que vive un hombre sólo de lo que antes había sucedido en siete generaciones. Otro emperador llegó al poder sobre Roma, y otro, y otro más, uno se llamó Aurilius, los que le siguieron Maioranus y Libius Severus, y Anthemius. Uno asesinaba o expulsaba al oro, de nuevo invadían pueblos germanos la ciudad y la saqueaban.

Otra vez (y eso siempre dentro del espacio de vida de una sola generación), fueron coronados nuevos emperadores, y depuestos, y por fin, los últimos de Roma, Licerius y Julius, Nepos y Rómulus Augustulus, hasta que luego se incautaban del dominio rigurosos guerreros nórdicos, Odoacro y Teodorico. Pero también este imperio gótico, del que sus reyes creían que, endurecido en la disciplina y ceñido en acero, sobreviviría generaciones, cayó y decayó en los años de esa misma generación, mientras en el Norte emigraban y se unían pueblos y, allende el mar, en Bizancio, se levantó otra Roma. Parecía que desde la noche en que la Menorah se encaminó por la Porta Portuensis, no debía haber más paz y tranquilidad en la milenaria ciudad del Tíber.

Hacía tiempo ya, que la muerte se había llevado a los once viejos que acompañaron al candelabro en aquel su último viaje, y ya estaban enterrados también sus hijos, y eran ancianos ya sus nietos. Mas seguía en vida Benjamín, el nieto de Abthalion, el testigo de aquella noche vandálica. El niño de entonces se había convertido en mozo, el mozo en hombre y el hombre en anciano. Siete de sus hijos le habían precedido en la muerte, y uno de sus nietos había perecido cuando el populacho incendió, bajo Teodorico, la sinagoga.

Pero él, con su brazo destrozado, vivía aún; así como en el bosque la tempestad derriba a los árboles a diestra y siniestra y queda uno solo, el más fuerte, así sobrevivía ese anciano al tiempo, y vio morir a emperadores y desaparecer imperios. La muerte solo lo respetaba a él, y su nombre era grande y casi santo entre los judíos del mundo.

Llamábanle, por su brazo destrozado, Benjamín Marnefesh, lo que quiere decir el hombre a quien Dios probó amargamente; y a nadie veneraban como a él.

Pues era el último y único que con sus propios ojos había visto al candelabro de Moisés, el candelabro del templo de Salomón, la Menorah que, huérfana de luces, yacía sepultada en el tesoro de los vándalos. Cuando llegaban a Roma mercaderes procedentes de Livorno, Génova o Salerno, de Maguncia, Tréveris o los países de levante, se dirigían siempre primero a su casa para ver de cara a cara el hombre que con sus propios ojos había visto aún los objetos sagrados de Moisés y Salomón. Inclinábanse respetuosos delante del viejo como ante una imagen sagrada, y contemplaban con conmovido terror su brazo tullido y con los dedos palpaban la mano que otrora había tocado el candelabro del Señor. Y aun cuando todos sabían -pues en aquel tiempo el verbo se difundía tan activo por el mundo como hoy lo escrito- lo que Benjamín Marnefesh había sufrido en aquella noche vandálica, no dejaban de rogarle que una y otra vez les narrase el viaje de esa noche. Y con eternamente igual paciencia contaba el anciano siempre el éxodo del candelabro, y un fulgor atravesaba la maraña de su barba cada vez que anunciaba lo que en aquel entonces le había predicho Rabbi Eliéser, el puro y claro, cuyo cuerpo se había hundido en la fosa, hacía mucho tiempo ya. Advertía a sus visitantes que no debían desanimarse, pues no había llegado a su término el viaje del símbolo sacro; el candelabro volvería a Jerusalén, y entonces terminaría su propio destierro y se volvería a reunir el pueblo en torno a su símbolo salvado.

De esa suerte, todos salían reconfortados de su casa, y enlazaban su nombre en la oración, pidiendo porque permaneciera mucho tiempo junto a su pueblo el consolador, el testigo, el último que había visto los objetos sagrados.

Y Benjamín, el tan duramente probado, de niño de aquella noche lejana, llegó a los setenta años, a los ochenta y cinco, a los ochenta y siete. Poco a poco encorváronse ya sus hombros bajo el peso del tiempo, su vista perdió claridad, y a veces cansábase en medio del día. Pero ninguno de los judíos de Roma quería creer que la muerte pudiese cobrar poder, sobre él, pues su existencia les significaba una prenda de un acontecimiento grande. Todos consideraban inimaginable que pudieran apagarse esos ojos humanos que habían visto el candelabro del Señor, sin haber presenciado el retorno de la Menorah; y cuidaban su existencia como un símbolo de la voluntad divina. No había fiesta sin él, ni servicio religioso en que no se lo nombrara. Donde iba, inclinábanse devotos los ancianos ante el patriarca, cada uno pronunciaba la sentencia de la bendición a su paso, y dondequiera que se reunían, apesadumbrados o para la fiesta, siempre se le reservaba el sitio de honor en la mesa.

Así honraron los judíos de Roma a Benjamín Marnefesh, como el más viejo y digno de la comunidad aquella vez que, según ordenaba la costumbre, se reunieron en el cementerio en el día más triste del año, el 9 de Abril, el día de la destrucción del templo, aquel día de sombría recordación que había hecho de sus padres unos sin patria y los había esparcido como sal sobre los países de la tierra. No estaban sentados en la casa de oraciones, pues poco tiempo atrás la había ultrajado el populacho hostil, sino que deseaban hallarse cerca de sus muertos en ese día mortal; reuniéronse fuera de la ciudad, donde sus padres estaban sepultados en tierra extraña, para quejarse unos a otros del propio exilio. Estaban sentados entre los sepulcros, algunos sobre lozas rotas ya; sabían que se hallaban junto a sus padres, hijos también de su tristeza, y en las losas de los antepasados leían los nombres y su elogio. En muchas piedras estaban grabados, encima de los nombres, símbolos, dos manos cruzadas como testimonio de clerecía, o el cántaro de ablución de los Levita, o un león, o una estrella de David. Una de las lozas paradas ostentaba una reproducción del candelabro de siete brazos, de la Menorah, para significar que el que allá dormía el sueño eterno había sido un sabio, un gran justo y el mismo una lumbrera en Israel. Delante de esa tumba estaba sentado Benjamín Marnefesh rodeado por otros, con cenizas esparcidas sobre la cabeza, con las vestimentas rotas como los demás que, como sauces, se doblaban e inclinaban sobre las aguas negras de su aflicción.

Era tarde, y el sol bajó ya oblicuamente entre pinos y cipreses. Mariposas de abigarrados colores aleteaban alrededor de los judíos como en torno a troncos en descomposición, libélulas con alas de los colores del arco iris posábanse descuidadas en sus espaldas encorvadas, y en la hierba exuberante jugaban escarabajos alrededor de sus sandalias. En el follaje que brillaba como oro, abanicaba aromático el viento, caía una tarde muelle como terciopelo, pero los judíos no levantaron los ojos ni los corazones. Impelíanse una y otra vez hacia renovada tristeza, recordando siempre de nuevo en lamento común el abatimiento de su pueblo.

No comían, ni bebían, ni dirigían la mirada hacia la claridad del día: sólo leyeron unos a los otros los cánticos que se referían a la destrucción del templo y la caída de Jerusalén, y a pesar de que cada palabra de esos cantares dolorosos estaba marcada desde hacía tiempo ya con fuego hasta en la última gota de su sangre, las repetían siempre de nuevo para agudizar el dolor y sentirlo destrozar su corazón. No querían sentir sino pena en ese obscurísimo día, y por eso recordaron, amén de su propia expatriación y humillación, los sinsabores y sufrimientos de los muertos, el penoso destino de todo su pueblo, y con sus palabras renovaron y recordaron mutuamente los sufrimientos del pasado. Y como éstos en Roma, así estaban sentados, con los cabellos cubiertos de ceniza y la indumentaria destrozada, los judíos en todas las ciudades y comunidades del mundo, juntos a las tumbas, y, desde un extremo del mundo hasta el otro hablaban y leían a la misma hora los mismos lamentos, la lamentación de Jeremías por la caída de Jerusalén que se había convertido en burla de los pueblos. Y sabían que esa pena y esa lamentación del común exilio constituía su sola unidad en la Tierra.

Mientras estaban sentados así y murmuraban y se trituraban el corazón con el dolor del recuerdo, no se daban cuenta de que el sol y los troncos de los pinos y cipreses se doraban más y más y que, como iluminados por una luz interior, empezaron a arder rojizos. No notaban que el nueve de Ab, el día de la gran tristeza, llegaba paulatinamente a su fin, y que se acercaba la hora de su última oración. En eso rechinó afuera el portón aherrumbrado del cementerio. Si bien oían que alguien entraba, no se levantaron, y también el extraño esperaba silencioso hasta que se terminara de pronunciar la postrera plegaria. Sólo entonces miró el jefe de la comunidad al recién llegado y le saludó: -Bendito sea el que llega. La paz le acompañe, judío.

Y preguntó entonces el superior: -¿De dónde vienes y a qué comunidad perteneces? -La comunidad con que he vivido, no existe más; he huido en un barco de Cartago.

Algo grande ha sucedido. Justiniano el emperador, ha enviado desde Bizancio un ejército contra los vándalos y, Belisario, su general, ha tomado Cartago, la bastilla de los piratas. El rey de los vándalos está preso y su imperio aniquilado. Todo lo que los bandidos han robado durante años y años, Belisario lo capturó y lo llevó a Bizancio. La guerra ha terminado.

Los judíos lo miraron indiferentes y mudos, sin levantarse. ¡Qué les significaba Bizancio y Cartago! Edom era todo eso y Amelec, el eterno enemigo. Esos pueblos impíos estaban continuamente en guerra sin sentido, unas veces ganaban éstos y otras veces aquéllos y jamás la justicia. ¿Qué tenían ellos que ver con todo eso? ¿Qué era Cartago, Bizancio o Roma para su corazón, que sólo se preocupaba por una ciudad Jerusalén? Únicamente Benjamín Marnefesh, el amargamente probado, alzó entonces la vista: ¿Y el candelabro? -Está a salvo. Belisario lo tomó como botín. Y he sabido que lo lleva junto con los demás tesoros a Bizancio.

Sólo entonces se estremecieron los otros. Sólo entonces comprendieron la pregunta de Benjamín; una vez más debía viajar el candelabro a tierra extraña.

La noticia cayó como tea encendida sobre la estructura sombría de su duelo.

Levantáronse rápidamente del suelo, saltaron sobre los sepulcros, rodearon al desconocido, sollozaron y lloraron: -¡Ay! ¡A Bizancio! ¡Nuevamente a través del mar! Otra vez a tierra extraña...

De nuevo lo arrastrarían triunfantes como Tito, el maldito Siempre a otro país y nunca a Jerusalén... ¡Ay de nosotros! Era como si se hubiera tocado una herida con acero candente. Pues recónditamente temían y se inquietaban que al trasladarse los objetos sagrados del arca, debían de exilar ellos también, otra y otra vez, en busca de una patria que no era tal. Así sucedía desde que destrozara el templo y siempre que se aniquilaba de nuevo su existencia. El dolor pasado y el presente se confundían impetuosamente.

Todos gritaban, sollozaban y se quejaban, y los pajaritos que habían estado sentados pacíficamente en archiviejas piedras, se desbandaron y huyeron ante el ardiente tumulto de los hombres.

Uno solo, Benjamín, el anciano, se había quedado tranquilo sobre la piedra enmohecida, y callaba mientras los demás se confundían y lloraban. Sin que lo supiera, habíanse unido sus manos, y como soñando estaba sentado sonriendo quedamente a la lápida funeraria en que se hallaba grabada la silueta de la Menorah.

De pronto relucía en su ajado rostro de anciano algo del niño que había sido en aquella noche. Alisáronse las arrugas, los labios se abrieron suaves, y la ligera sonrisa parecía pasar de su boca sobre el cuerpo entero que, inclinado sobre sí mismo, escuchaba hacia adentro.

Por ultimo fijóse alguien en el anciano, y se avergonzó de su propia irritación.

Quedóse respetuosamente parado y tocó despacio el próximo. Calláronse uno tras otro y todos miraban entonces sin respirar al viejo, cuya sonrisa flotaba como una nube blanca sobre su oscuro dolor. Hizose un silencio como entre los muertos debajo de la tierra, a cuyas tumbas rodeaban sombreándolas. Sólo por el silencio absoluto sintió Benjamín que todos lo miraban. Se levantó con dificultad, pues ya era decrépito, de la piedra rota en que había estado sentado; a todos les pareció de repente robusto como nunca, así como entonces lo veían, con el rostro circundado de mechones argentinos, el cabello ardiente como llama blanca por debajo del gorrito de seda. Nunca sintieron tan íntimamente como en esa hora que Marnefesh, el amargamente probado, también era un mensajero, Mas Benjamín comenzó, y había en su palabra la devoción de una plegaria: -Ahora sé por qué Dios me conservó hasta esta hora. Siempre me preguntaba por qué rompía inútil el pan, por qué me esquiva la muerte, a mí, anciano, cansado e inservible, que ya no anhela sino el silencio. Ya me desalentaba, pues demasiado sufrimiento vi en nuestro pueblo y se cansó mi esperanza. Pero ahora comprendo que aun me estaba destinado algo en esta vida. Yo vi el principio; ahora me llama el fin.

Respetuosos atendieron los demás a la oscuridad de su hablar. Finalmente preguntó uno en voz baja al superior: -¿Qué piensas hacer? -Creo que Dios sólo me guardaba tanto tiempo la vida y la luz de los ojos para que vuelva a ver el candelabro. Debo irme a Bizancio. Lo que no consiguió el niño -rescatar lo sagrado para nosotros- quizás lo logre el anciano.

Todos vibraban de emoción e impaciencia. Todos consideraban en verdad, increíble que ese frágil anciano pudiese recuperar el candelabro del más poderoso emperador del mundo, y sin embargo, embriagaba la fe en el milagro. Uno sólo preguntó receloso: -¿Cómo habrías de resistir tan largo viaje? Piensa que son tres semanas sobre el mar invernal. Temo que no seas suficientemente fuerte para soportar tal fatiga.

-Siempre se es fuerte, cuando se trata de lo sagrado. Aquella vez también lo fui. Cuando me llevaron, un niñito, creían que el camino era demasiado cansador y, sin embargo, lo cubrí hasta el final. Sólo hará falta, pues mi brazo esta deshecho, que me acompañe un hombre vigoroso, y además joven, para que sea testigo ante una generación venidera, como lo fui yo ante la vuestra.

Pasó la vista buscando en torno suyo, miró a uno tras otro de los hombres lozanos como si quisiera examinarlos Cada cual temblaba bajo esa mirada palpitante, y sentía su punto hasta en el enmudecido corazón. Todos anhelaban ser elegidos para la misión, y todos eran demasiado cohibidos para presentarse.

Todos esperaban con el alma conmovida. Pero el anciano inclinó inseguro la cabeza, y murmuró únicamente: -No, no quiero decidir. No sea mía la elección. Echad la suerte. Que Dios me elija al que debe ser.

Los hombres se juntaron, arrancaron tallos de la hierba que crecía entre los sepulcros, los rompieron en trozos más largos y más cortos y se los repartieron La suerte se decidió por Joaquín ben Gamaliel, un joven de veinte años, alto y fuerte, herrero de profesión, mas al que no querían. Pues ignoraba la Escritura y era el suyo un modo de ser impaciente. Sus manos estaban manchadas de sangre; había muerto a un sirio de Esmirna en una pelea, y huido a Roma antes de que los alguaciles lo prendieran. Todos se extrañaban incomodados para sus adentros, de que la suerte hubiese tocado precisamente a ese terco y feroz y no a un hombre respetuoso y beato. Pero al adelantarse Joaquín, como el elegido, el anciano apenas alzó la vista y le ordenó: -Prepara todo. Mañana a la tarde partiremos.

La comunidad romana pasó todo el día siguiente a ese nueve de Ab, en excitada actividad. Ninguno de los judíos se cuidaba de su propio negocio, todos traían y recolectaban dinero, y los que eran pobres, tomaron prestado contra prenda, y las mujeres dieron sus presillas y piedras. Pues se acrecentaba en ellos la seguridad de que Benjamín estaba predestinado a rescatar la Menorah del nuevo cautiverio y a decidir al emperador a repatriar al pueblo con sus objetos sagrados, como otrora lo había hecho Ciro. Día y noche escribieron cartas a todas las comunidades del Este, a Esmirna, Creta y Salónica, a Tarsos, Nicea y Trebisonda, para que enviaran mensajeros a Bizancio y aprontasen dinero a fin de que se realizase el sacro acto de la liberación. Avisaron a los hermanos de Bizancio y Galata que anticipadamente allanasen a Benjamín Marnefesh, el amargamente probado, como el elegido, el camino hacia el grandioso evento. Al mismo tiempo preparaban las mujeres mantos, almohadas y alimentos para el viaje, a fin de que los labios del piadoso no tuvieran que tocar nada impuro en el barco. Y a pesar de que les era prohibido a los judíos de Roma ir en coche o a caballo, mandaron secretamente esperar un carruaje fuera de las puertas de la ciudad para que el anciano no comenzase su viaje fatigado ya.

Pero se extrañaron mucho cuando Benjamín se negó a subir al carruaje. Insistió obstinadamente que deseaba hacer a pie el camino a Portus, tal como en aquella noche lo había cubierto, más de ochenta años atrás, un niño débil. Creyeron imposible y demasiado atrevido el propósito de que el anciano, por lo común tan decrépito, pudiera llegar caminando hasta el mar. Pero se sorprendieron al verlo, pues estaba transformado desde que había llegado aquel mensaje.

Parecía que de la noche a la mañana hubiese retornado el vigor a sus miembros y corrido nuevo calor por su sangre entrada en años. Su voz, de ordinario apagada y debilitada, sonaba altiva y fuerte cuando rechazó, furioso casi, sus cuitas; y respetuosos le obedecieron.

Durante toda la noche escoltaron los varones judíos de Roma a Benjamín Marnefesh, el elegido de su comunidad, en el mismo camino que otrora habían cubierto sus abuelos para acompañar el candelabro del Señor. Llevaban, sin embargo, oculta, una parihuela, para conducir al anciano en el caso de que le abandonasen las fuerzas antes de tiempo. Pero el viejo caminaba vigoroso al frente de todos. No hablaba con nadie, y su pensamiento estaba íntegramente dedicado al tiempo ido. En cada piedra y en cada recodo del camino, que no había vuelto a recorrer desde aquella noche recordaba más y más claramente la poderosa hora de su infancia. Tenía presente todo lo que le había sucedido en aquel entonces, oía la voz de los muertos en la suave brisa, despertóse cada palabra que unos y otros habían pronunciado. Aquí, a la derecha, había llameado la columna de fuego de la casa incendiada, allí estaba la piedra miliar junto a la que vacilaban los corazones apagados cuando los jinetes numídicos galoparon hacia ellos. Recordó cada pregunta que había formulado y cada respuesta que le fue dada. Y cuando llegó al lugar en que, aquel amanecer, los ancianos pronunciaron al borde de la carretera, la oración, sacó, como aquéllos lo habían hecho, la chamarreta de ritual y la correa para decir, mirando hacia el Este, la misma plegaria que los padres y antepasados ya habían rezado a la mañana, y que, conservada en la sangre y transmitiéndose en oscuro fluido de generación en generación, orarían también sus hijos y nietos y la más lejana descendencia de éstos.

Detrás suyo, los demás, se sorprendieron tímidamente, pues no comprendieron su extraño proceder. Como la época del año era más próxima al otoño que en oportunidad de aquella otra caminata, no observábase en el cielo resplandor alguno del amanecer y era lejana aún la hora del día: ¿Cómo podría un creyente pronunciar la oración matutina antes de que despertara la mañana? Era eso contrario a toda costumbre y un insulto a la tradición y a la Escritura Pero, no obstante, permanecieron respetuosamente agrupados alrededor del que oraba.

Pues lo que hacía el ungido, no podía ser un agravio. Sentían todos que le era permitido todo, y aunque diera a Dios la gracia por la luz antes de que la luz se hiciera.

Terminada la oración, el anciano dobló la manta y prosiguió, vigoroso, la marcha como si las palabras devotas le hubiesen reconfortado. Cuando por fin llegaron al puerto, miró largo rato fijamente el mar: revivió en su alma el niño, el niño de tanto tiempo atrás que en aquella oportunidad había visto por vez primera el oleaje y la lejanía. Era el mismo mar de hacía ochenta años; profundo e inexplorable como los pensamientos de Dios, pensó piadoso. Como en aquel entonces se iluminó su ojo en la claridad del cielo. Bendijo a todos los compañeros que lo habían escoltado. al despedirse de ellos para siempre, luego subió con Joaquín a la embarcación. Y como otrora los abuelos y antepasados, así miraron ahora los hombres conmovidos desde el muelle cómo se movía el galeón y cómo se alejaba con velas hinchadas de la ribera. Sabían que habían visto por última vez al amargamente probado, y cuando la vela desapareció en lontananza, sintiéronse pobres y despojados.

Fuerte e incesante, adelantó la nave por las aguas. Las olas se encresparon con furia y del Oeste venían rodando oscuras nubes. Los timoneles miraban preocupados si no se acercaba un temporal, y con éste, peligro mortal.

Pero aun azotada por la tempestad, y por dos veces rechazada en el viaje, venció la nave las dificultades y fondeó felizmente en Bizancio, tres días después de haber llegado Belisario con el botín de África.

Bizancio, centro del imperio y dueña del mundo desde que la corona cayera de la testa de Roma, era aquella mañana, un enjambre de gente, pues desde hacía años no se había prometido a esa ciudad, que amaba las fiestas y juegos más que a Dios y la justicia, más hermoso espectáculo que entonces: Belisario, el vencedor de los vándalos, debía llevar, en el circo, su ejército victorioso y todo el botín al encuentro del Basileus, el señor del mundo.

Multitudes incalculables se estrujaban en las calles embanderadas, una sola masa llenaba, negra, el ovalado espacio enorme del hipódromo, y la espera apretujada retumbaba y gemía como un mar agitado, hosco e impaciente. Pues seguía completamente vacía aún la tribuna imperial, la catisma, que cubierta de columnas y cargada de adornos, cerraba con una recta el enorme óvalo. Todavía el Basileus no había llegado hasta su pueblo atravesando el paso subterráneo que unía ese espacio festivo con el palacio imperial.

Finalmente anunciaron toques estridentes el momento solemne. Primero se alinearon los guardias imperiales formando, con sus uniformes rojos y sus espadas relucientes, un murallón brillante; luego llegaron numerosos, en sus vestimentas de seda los dignatarios, sacerdotes y eunucos, y por último hicieron su entrada bajo palio y llevados en dos sillas de mano, Justiniano, el Basileus, el autócrata, la corona de oro combada sobre la cabeza como una aureola. y Teodora en el resplandor de sus joyas. Cuando se adelantaron en su sitial imperial estalló de golpe de todas las gradas un huracán de júbilo alborotado. Ya nadie recordaba que en ese mismo lugar sólo unos pocos años atrás la misma multitud se había abalanzado sobre la misma tribuna ocupada por el mismo emperador y que, por castigo, se degollaron a treinta mil personas en ese sitio; siempre borra el triunfo toda culpa para la masa eternamente olvidadiza. Embriagados por el fausto y al mismo tiempo por el celo del propio entusiasmo, gritaban y rugían y se enardecían y aplaudían esos miles de bocas en centenares de idiomas hasta hacer temblar, retumbantes, las murallas de piedra: era toda una ciudad, un mundo entero que vibraba hacia el hijo de campesinos de Macedonia y la graciosa mujer, que otrora -los viejos aún lo recordaban- había exhibido en ese mismo lugar su cuerpo como bailarina y que, de noche, lo vendía a cualquiera. Pero eso también había quedado en el olvido, como toda vergüenza después de la victoria, y todo acto de violencia después de su triunfo.

Pero otro pueblo permanecía mudo en las terrazas superiores sobre esa multitud arrebatada que lanzaba su júbilo venal, sucio y gritón como un desagüe hacia el vencedor, un pueblo silencioso y pétreo: los cientos y cientos de estatuas de Grecia. Habían sido arrancadas de sus templos, en que sólo había paz, esas imágenes de los dioses de Palmira y Cos, de Corinto y Atenas, las habían sacado de arcos de triunfo y columnas, desnudas y relucientes en el albo eterno de su mármol. Inaccesibles a la pasión fugaz, hundidas para siempre en el sueño infinito de su belleza, estaban allí mudas e indiferentes, no reverenciaban a lo terrestre ni se movían. Miraban pétreas y altaneras sobre los juegos sangrientos hacia la lontananza azul del mar, que echaba espumas con olas puras contra el Bósforo.

Nuevamente resonaron, cercanas y estridentes, las cornetas para anunciar que el cortejo triunfal del estratego había llegado al pórtico exterior del hipódromo.

Abriéronse las puertas, y otra vez creció el zumbido ya atemperado de la multitud hasta el atronar jubiloso. Ahí estaban las cohortes férreas de Belisario que habían establecido el imperio, vencido a todos los enemigos, y les brindaron ahora el goce de juegos descuidados. El júbilo se levantó más alto y estridente aún cuando, detrás de los vencedores, fue acarreado el botín, los tesoros de Cartago, la abundancia sin fin. Primero pasaron altaneros los carros triunfadores que otrora habían capturado los vándalos, luego desfilaron sobre altos andamios tronos adornados con joyas, los altares de dioses desconocidos, relucieron estatuas creadas por maestros anónimos en el nombre de la belleza, y luego, cargadas hasta el borde, arcas repletas de oro y cálices y vasijas y vestidos de seda; todo lo que el pueblo pirata había robado en todos los confines de la tierra, volvió entonces y pertenecía al emperador, al imperio, y el pueblo prorrumpía en júbilo ante cada nueva magnificencia y soñaba en crédula embriaguez que todo el esplendor, toda la riqueza del mundo se vertía ahora y para los tiempos de los tiempos sobre ellos.

La multitud no paró mientes en que los portadores traían ahora, en medio de tan deslumbrantes tesoros, unos objetos que, comparados con la magnificencia escogida, parecían ruines: una mesa cubierta de planchas de oro, dos tubos de plata y un candelabro de siete brazos. Ningún júbilo recibió esos objetos insignificantes.

Pero, muy alto, en medio de la multitud, gimió un anciano mientras presionaba con su mano -era la siniestra- el brazo de su vecino, Joaquín: después de ochenta años volvió a ver el viejo lo que en otro tiempo había visto siendo niño, el candelabro sagrado de la casa de Salomón, el candelabro al que había tocado su mano infantil y que había destrozado para siempre su brazo.

Bienaventurada vista; ¡era él, el mismo! ¡Invencible, dio el candelabro imperecedero un nuevo paso a través del tiempo infinito, hacia el retorno! El anciano sintió la gracia del encuentro como una tormenta interior: incapaz de retener el exceso de júbilo, gritó ardientemente: -¡Nuestro! ¡Nuestro! ¡Nuestro por toda la eternidad! Pero nadie, ni siquiera los más cercanos, oyeron el grito aislado. Pues la masa prorrumpió entonces en un solo alarido de goce: Belisario, el triunfador, había penetrado en la arena. Caminaba a larga distancia de los carros triunfales, de la presa inconmensurable vistiendo el sencillo uniforme de sus guerreros. Pero el pueblo conocía y reconocía a su héroe, y gritaba tan fuertemente su nombre, y sólo el suyo, que Justiniano se mordió celoso los labios cuando su general se inclinó delante suyo.

Siguió luego el silencio, pletórico e intenso como antes lo había sido el estrépito.

Gelimer, el rey de los vándalos, que, irónicamente cubierto de un manto de púrpura iba detrás de su vencedor, Belisario, estaba ahora frente al emperador.

Los esclavos le arrancaron el manto y el vencido se echó de bruces. Por un instante no franqueó un solo hálito los miles y miles de labios. Todo el mundo miró fríamente la mano de Basileus. ¿Concedería perdón o no? ¿Se levantaría o inclinaría el dedo? Y helo aquí, lo levantó, regalando la vida al vencido, y en un solo trueno desencadenóse el entusiasmo.

Uno sólo en medio del gentío no lo había mirado, Benjamín el anciano conmovido. Miraba únicamente a la Menorah, que los portadores seguían conduciendo despacio a través de la arena. A ella sólo se dirigió su mirada, y cuando el sagrado objeto desapareció con el cortejo, hízose la oscuridad ante sus sentidos.

-¡Llévame de aquí, Joaquín!- gritó en voz baja-. El brillo del singular espectáculo atraía al mismo joven. Pero la mano del viejo se aferró convulsivamente, dura y ósea, a su brazo.

-¡Llévame! ¡Llévame de acá! Anduvo luego a tientas y torpemente por la ciudad, tomado como un ciego de la mano de su asistente. Seguía viendo siempre con los ojos del alma el candelabro, e impaciente instó a Joaquín que le llevase a toda prisa hasta la comunidad de los judíos. Hizo, de pronto, presa de él un temor de que, ahora que se tocaban el comienzo y el fin, su vida pudiera apagarse antes de tiempo y él dejar escapar otra vez la salvación del candelabro.

En el oratorio de Pera esperaba en tanto la comunidad, desde horas y horas, al ilustre huésped. Así como en Roma se concedía a los judíos permanecer en la ribera opuesta del Tíber, tolerábase a los judíos de Bizancio nada más que en Pera, en la costa opuesta del Cuerno de Oro; allá como en todas partes, era el apartamiento su destino, pero también el secreto de su supervivencia en el tiempo.

Lleno y repleto, sofocaba el estrecho espacio del oratorio. Pues no sólo los judíos de Bizancio estaban reunidos en espera; desde cerca y lejos, de Nicea y Trabissonda, de Odesa y Esmirna, habían llegado delegados de todas, las comunidades judías para participar del consejo y evento. Hacia tiempo ya que la noticia de que Belisario había asaltado la bastilla de los vándalos y recapturado con los demás tesoros también al candelabro eterno, se difundía por todas las costas del mar hasta las comunidades; no quedaba judío en el imperio de Bizancio que no hubiese recibido exaltado la noticia. Pues, aun esparcido como paja sobre las eras del mundo y desgarrado en muchos idiomas, percibía ese pueblo perdido todo lo que sucedía a sus símbolos sagrados, como un goce o una pena común, y todo peligro refundía fraternalmente sus corazones, aun cuando a menudo se olvidaban y se mostraban mutuamente endurecidos. La persecución y la injusticia forjaban incesantemente la férrea cadena que sostenía el tronco quebrantado de su unidad a fin de que no se carcoma y derrumbe; tanto más fuertes se juntaban sus almas. Esa vez también alcanzó el rumor de que la Menorah, el candelabro del pueblo, había vuelto a ser libertado del cautiverio oculto y viajaba, como en otro tiempo desde Babel hasta Roma, a través de países y mares, a cada judío como un destino propio. Uníanse en las calles y en las casas hablando agitadamente, examinaban con sus maestros y sabios detenidamente la Escritura para interpretar el sentido de esa peregrinación. Pues, ¿qué significaba el que lo sagrado vuelva a viajar? ¿Presagiaba ello esperanza o pena? ¿Comenzaba una nueva persecución o era ese su término? ¿Serían ellos otra vez, dentro de poco, los expulsados y peregrinos sin meta de las carreteras, otra y otra vez los sin descanso, ahora que el candelabro viajaba sin tregua? ¿O significaba la liberación del candelabro también la suya propia, partida y regreso, el término, finalmente, de la desdichada peregrinación? Ardían las almas de todos en impaciencia.

Corrían mensajeros de lugar a lugar para saber más del viaje y destino del candelabro, y era grande su terror, cuando al final supieron que el objeto sagrado sería llevado en público triunfo, como otrora en Roma, ante el emperador Justiniano.

Ya esa noticia atormentó poderosamente las almas Pero la agitación llegó a la embriaguez cuando los mensajeros de Roma comunicaron que se hallaba camino de Bizancio Benjamín Marnefesh, el amargamente probado, quien de niño había visto, como último, el candelabro en oportunidad del saqueo vándalo.

Fueron presa primero de asombro. Pues, desde años y años, conocían todos los judíos, por muy dispersos que se hallaran en la lejanía, la maravillosa acción de aquel niño de siete años que durante el saqueo vandálico pretendía arrancar el candelabro a los piratas y al que se le había destrozado el brazo al caerse. Las madres hablaban a sus hijos de Benjamín Marnefesh y del castigo de Dios, y de él hablaban los sabios a sus alumnos. Su acción se había convertido ya en leyenda piadosa como las de la Escritura, que se leía e interpretaba.

De noche se la contaba en las casas judías. como una de las historias viejas, como los actos claros y obscuros de Ruth y Simson, y de Amán y Esther, de las madres y antepasados del pueblo, y ahora llegó de pronto la noticia increíble, maravillosa: aun vivía el niño de aquel entonces. Y más aún, ese niño, hecho un anciano ahora, venía por tierras y mares. Estaba en camino Benjamín Marnefesh, ultimo testigo, para ver una vez más el candelabro. ¡Esa debía ser una señal! Dios no podía haber conservado y guardado por nada a ese hombre más allá de la medida común del tiempo terrenal. Quizás era el llamado a conducir el regreso al sagrario y a ellos mismos simultáneamente. Y cuanto más se hablaban unos a otros, tanto menos dudaban: la fe en el redentor, en el salvador que eternamente germinaba y brotaba en la sangre de ese pueblo expulsado al primer soplo cálido de cada esperanza, encumbróse poderosa y fecundó sus corazones. Sorprendida, miraba en los pueblos y ciudades la gente extraña a los judíos, pues habían cambiado de la noche a la mañana.

Mientras antes se arrastraban tímidos y encorvados, siempre aguardando un insulto o un golpe caminaban ahora alegres y como extasiados.

Avaros que siempre volvían y escatimaban cada grupo, compraron ricas indumentarias, hombres que tartamudeaban levantáronse y predicaron elocuentemente la promesa, mujeres embarazadas tenían visiones y se arrastraban hasta el mercado para comunicarlas cuanto antes a las demás, y los niños llevaban banderas policromas y coronas. Los más fervientes, aprontáronse para el viaje y hasta vendían precipitados sus bienes para tener de antemano dispuestos mulas y carruajes de modo que no perdiesen ni un día en sus preparativos cuando resonase el llamado al retorno. ¿Pues no debían viajar cuando el candelabro viajaba por el mundo, y no estaba ya en camino el mensajero que, como niño, había acompañado el sagrado objeto? ¿Cuándo se había producido en sus días un signo, un milagro como ese? Cada comunidad a la que el mensaje había llegado con tiempo, elegía a un hombre de su medio como delegado a fin de que asistiese con los demás a la llegada del candelabro a Bizancio y participase de las deliberaciones. Y todos los que fueron enviados se estremecieron de dicha y bendijeron el nombre de Dios.

Parecíales maravilloso, en su pequeña existencia oscura, que de ordinario transcurría en peligro y necesidad diaria, que ellos, pequeños mercaderes y obreros, pudiesen participar de tan milagroso suceso y ver al hombre que Dios había guardado, visiblemente, para el acto liberador. Compraron o pidieron prestados ricos atavíos, como si fuesen invitados a una fiesta, ayunaron, se bañaban y oraban a diario antes de partir, para recibir el mensaje, limpios de cuerpo y alma, y al iniciar el viaje, les acompañaba la comunidad del pueblo o de la ciudad de cada uno en todo el primer día de su caminata. En todos los lugares que atravesaban hasta llegar a Bizancio, ofrecíanles los piadosos albergues y recolectaban dinero para el rescate del candelabro. Orgullos y misteriosos como embajadores de un poderoso rey, marchaban esos pequeños mensajeros de un pueblo pobre y débil hacia Bizancio, y cuando se encontraban en la ruta y la proseguían en común, discutían excitadamente lo que sucedería, y cuanto más hablaban tanto más se agitaban. Y cuanto más se conmovían mutuamente, tanta más seguridad adquirían todos ellos de que llegarían a ser testigos de un milagro y del –desde tanto tiempo anunciado- cambio de suerte de su pueblo.

Y ahora esperaban todos juntos en el oratorio de Pera, un turbulento y ardiente enjambre de hombres que hablaban, se excitaban, vaticinaban y preguntaban.

Por fin llegó exhausto el niño que habían enviado impacientes, agitando desde lejos ya un lienzo sobre la cabeza en señal de que Benjamín Marnefesh, el ansiado huésped, había desembarcado de un bote procedente de Bizancio. Los que todavía estaban sentados, se levantaron rápidamente, los que en ese momento habían estado gritando y disputando, se quedaron mudos y a uno de ellos, viejísimo, le abandonaron las fuerzas; cayóse desmayado en el tumulto de los sentidos conmovidos. Pero ninguno, ni siquiera el superior, se atrevió a ir al encuentro del esperado. Permanecían aguardando con la respiración retenida, y cuando Benjamín, conducido por Joaquín, se acercó a la casa, parecía, por su barba alba y la potencia de su mirada oscuramente brillante, a Samuel conducido por el niño, la figura de un patriarca; el verdadero señor y maestro del milagro. Estalló entonces incontenible el entusiasmo refrenado: ¡Bendita sea tu llegada! ¡Bendito tu nombre!- le gritaron jubilosamente. Rodeárosle precipitados. Besaron su vestimenta y las lágrimas rodaron sobre sus mejillas apergaminadas, se empujaron y apretaron para tocar, cada uno, devotamente el santo brazo, que el candelabro del Señor había destrozado, y el superior hubo de colocarse como protector delante del anciano, ya que de lo contrario le hubiera aplastado el exceso de los hombres embriagados.

La fogosidad de su fervor piadoso asustó grandemente a Benjamín. ¿Qué querían, qué esperaban de él? Fue presa repentinamente del temor ante la carga de la inmensa esperanza que depositaron en él. Defendióse suave y perentoriamente.

-¡No me miréis así, y no me envanezcáis, a fin de que no me envanezca yo mismo! ¡No esperéis milagro alguno de mí! ¡Conformáos con esperar pacientemente! Pues es pecado exigir un milagro como una seguridad.

Todos dejaron caer la cabeza, sorprendidos de que Benjamín hubiera adivinado su pensamiento más oculto. Y avergonzados de su arrebatada impaciencia, apartáronse silenciosos, de manera que el superior pudo conducir a Benjamín hasta el lugar que le estaba preparado, un asiento cuidadosamente acomodado con almohadones y visiblemente elevado sobre los demás. Pero de nuevo rehusó Benjamín: -No, no me enaltezcáis. No quiero sentarme en lugar especial elevado sobre vosotros.

Pues no soy más que todos vosotros, y quizás, incluso, soy uno de los más insignificantes en medio de vosotros. No soy nada más que un anciano a quien Dios sólo ha dejado exigua fuerza. Sólo vine a ver y a aconsejaros. Mas no esperéis milagro alguno de mí.

Dóciles hicieron según era su voluntad y sentóse entre ellos, el único paciente en medio de la impaciencia de los demás. Sólo entonces levantóse el jefe de la comunidad para saludarlo: -¡La paz sea contigo; bendita tu llegada, bendita tu salida! Nuestras almas se regocijan de verte.

Todos callaron solemnemente. Luego prosiguió el superior con queda voz: -Recibimos las cartas de tus hermanos de Roma. que nos anunciaron tu llegada, e hicimos todo lo que estaba en nuestro poder. Hemos recolectado dinero de casa en casa y de lugar en lugar a fin de que se consiga rescatar la Menorah.

Preparamos un regalo para disponer los sentidos del emperador a la clemencia.

Dispusimos lo más precioso que poseemos, una piedra del templo de Salomón que nuestros antepasados salvaron después de la destrucción del templo, y queremos ofrecerla al emperador como regalo. Pues todo su pensamiento está puesto en esta hora en el propósito de erigir una casa de Dios mas magnífica que todas las que había. Para ella reúne lo más hermoso y sagrado de todos los países y ciudades. Todo eso lo hicimos de buen grado y contentos. Pero nos espantamos al oír lo que de nosotros esperaban nuestros hermanos de Roma; que te consiguiéramos paso a la presencia del emperador para que de él solicites el candelabro sagrado. Nos asustamos grandemente, pues aquel que es dueño de este país, Justiniano, no nos quiere bien. Es intolerante con todos los que no confiesan exactamente su fe ya sean cristianos de otro pensar o herejes o judíos, y quizás ya no sea de larga duración nuestra permanencia en este país, quizás nos expulse muy pronto. Jamás admitió a uno de los nuestros en su presencia, y con el corazón avergonzado llegué a esta casa y a esta hora para tener que decirte que es un imposible lo que piden los hermanos de Roma. Un judío no puede presentarse a la faz del emperador.

El superior se llamó a un grande y temeroso silencio. Todos bajaron confusos la cabeza.

¿Dónde quedaba el milagro? ¿Cómo iba a producirse un cambio cuando el emperador negaba su oído y sus sentidos al enviado por Dios? Pero con voz más clara prosiguió entonces el mayor: -Mas es confortante y maravilloso, saber siempre de nuevo, que para Dios no hay ningún imposible. Cuando entré con el corazón oprimido a esta casa. vino a mi encuentro uno de nuestra comunidad. Zacarías el platero, un hombre piadoso y justo, y me trajo la nueva de que se había cumplido el deseo de nuestros hermanos en Roma. Mientras hablamos, hablábamos y nos esforzamos desorientados, él obró en silencio y realizó lo que los sabios y los más sabios creían imposible. ¡Habla Zacarías e informa! En una fila trasera levantóse indeciso un delicado hombre giboso de baja estatura, tímido y avergonzado porque todos lo miraban curiosos. Inclinó la frente para disimular su rubor, pues, simple trabajador y siempre ocupado en silencio, temía la oratoria y el ser escuchado. Tosió repetidas veces y se mantuvo su voz débil como la de un niño: -No me alabéis, Rabbi -cuchicheó-, no es mío el mérito. Dios me alivió la tarea.

Desde hace treinta años me estima el tesorero; desde hace treinta años de trabajo día a día, y cuando hace pocos años, el pueblo se alzó contra el emperador y saqueó e incendió las casas de los cortesanos, lo oculté por tres días, juntamente con su mujer e hijos, en mi casa hasta que había pasado el peligro. Sabía yo, pues, que me concedería cualquier pedido, pero nunca le había hecho ninguno.

Mas, al saber ahora que Benjamín estaba en camino, le rogué por primera vez, y fue al emperador para anunciarle que venía un grande y secreto mensaje para él de allende el mar.

Y Dios quiso que sus palabras tuviesen fuerza y que el emperador le complaciera. Mañana se permitirá a Benjamín y al Rabbi la entrada al Chalké, la sala de audiencia del emperador, Zacarías volvió a sentarse tranquilo y huraño. Todos callaron y se estremecieron.

Pues ya era un milagro inaudito el que se permitiese a un judío colocarse frente al inaccesible. Sus almas temblaron, sus ojos se agrandaron y el mensaje de la gracia aleteaba sobre su silencio respetuoso. Pero como un herido gimió Benjamín: -¡Oh, Dios! ¡Oh, Dios! ¡Qué carga me imponéis! Mi corazón está extenuado y no hablo.

el lenguaje extraño. ¿Cómo he de presentarme, precisamente yo, ante el emperador? Sólo he sido llamado para testigo, para contemplar el candelabro, no para tocarlo y conquistarlo.

¡No me elijáis a mi! Que hable otro; yo soy demasiado viejo, demasiado débil.

Todos se espantaron. Estaba preparado un milagro y ahora se negaba el llamado a realizarlo. Pero mientras aun reflexionaban recelosos de qué modo se pudiera persuadir al apocado, levantóse Zacarías otra vez silencioso de su asiento.

Otra era entonces su voz, resuelta, y firme: -No, tú debes ir, nadie más que tú. Era poco mi trabajo y, sin embargo, sólo por ti y por ningún otro pensaba realizarlo. Pues yo sé que hay uno entre nosotros, eres tú el que puede llevar la paz al candelabro.

Benjamín, lo miró de hito en hito: -¿Cómo puedes saber tú eso? Pero Zacarías repitió sereno y decidido: -Lo sé, y lo sé desde hace mucho tiempo.

Si uno hay, capaz de devolver la quietud al candelabro, ése eres tú.

El alma de Benjamín vaciló ante tanta firmeza. Contempló a Zacarías quien le miró refirmativo y sonriente, y de repente le pareció haber visto antes ya sus ojos. El otro también parecía sentir algo de ese reconocimiento, pues se aclaró su sonrisa y habló casi confidencialmente, por encima de los demás: -¿Recuerdas aquella noche? ¿Recuerdas uno que en aquel entonces iba con la comunidad: Hyrcanos ben Hillel? Entonces sonrió también Benjamín.

-¿Cómo no he de recordarlo? Aun tengo presente cada palabra y cada sombra de aquella noche bendita.

Zacarías prosiguió: -Yo soy hijo de su nieto. Todos somos y seremos plateros, y donde haya un emperador o un rey que tenga joyas y oro y que busque quien les dé forma y las avalúe, elige a uno de nuestra familia. Hyrcanos ben Hillel cuidó en Roma del candelabro durante su cautiverio, y todos los de su estirpe, dondequiera nos encontremos, esperamos desde entonces la hora de verlo regresar a otro tesoro para ser guardado, pues donde hay tesoros, estamos nosotros para apreciarlos y formarlos.

Pero el padre de mi padre me dijo a mí, que después de aquella noche en que fue destrozado tu brazo, Rabbi Eliéser, el puro y claro, anunció refiriéndose a ti, lo que tu mismo ignorabas por niño: "Su acción y su dolor deben tener un sentido. Si alguno rescatará el candelabro, será él".

Todos temblaban. Benjamin inclinó la cabeza, conmovido, y dijo: Nadie ha sido más bondadoso conmigo que Rabbi Eliéser en aquella noche, y me es santa su palabra. Perdonad la pusilanimidad de mi corazón. Una vez, de niño, fui valiente también, sólo el tiempo y la vejez han hecho de mí un tímido.

Pero una vez más os ruego a todos: ¡No esperéis milagro alguno de mí! Si deseáis que vaya hasta el que retiene al candelabro, lo probaré, pues guay del que se niega al piadoso ensayo! Yo mismo carezco del poder de la persuasión y de la oratoria, pero acaso Dios me dispone la palabra adecuada.

Había una inflexión decreciente en la voz de Benjamín, y su cabeza se inclinó profundamente bajo la carga del llamamiento. Sólo lo pidió muy bajito: -Perdonad que os deje ahora. Soy un hombre viejo y cansado del día y del viaje.

Permitid que me retire a descansar.

Todos lo dejaron pasar respetuosos. Uno solo, su acompañante, Joaquín el indomable, no consiguió retener la impaciencia y preguntó mientras acostaba al anciano sobre el lecho preparado.

-¿Pero qué le dirás mañana al emperador? El anciano no levantó la mirada y sólo murmuró como hablando consigo mismo: -No lo sé, ni lo quiero saber y pensar. No tengo valor. Todo tiene que venir de Él.

Los judíos en Pera quedaron aquella noche, reunidos largo tiempo aún. Ninguno consiguió dormir, incesantes hablaban y deliberaban, con ojos ardientes, más que despiertos. Jamás se habían sentido tan cerca del prodigio. ¿Y si en verdad terminase ahora la dispersión, la cruel miseria del éxodo, el eterno ser perseguidos y pisoteados, el temor diario y nocturno de la próxima hora, del día siguiente? ¿Y si en verdad ese anciano que acababa de estar de cuerpo entero entre ellos, fuera el enviado, uno de los maestros como en otros tiempo habían surgido del medio de este pueblo y que supieron guiar el corazón de los reyes hacia la justicia? Dicha inimaginable, merced increíble, poder reconducir los objetos sagrados, reconstruir el templo y vivir en su sombra. Hablaron de ello como embriagados durante toda la larga noche confusa, y su confianza fue más y más ardiente.

Habían olvidado la advertencia del viejo de que no debían esperar milagro alguno de él, pues como judíos no habían aprendido otra cosa de sus libros que confiar en los prodigios de Dios, ¿y cómo habían de vivir los expulsados y oprimidos por eterna persecución, sino gracias a esa infinita espera de la redención?, y cuanto más se acortaba, tanto más larga les parecía la noche hasta el próximo día y ya no lograron sujetar sus corazones; miraron sin cesar el reloj de arena que para ellos corría demasiado lento y perezoso. A cada momento iba uno hasta la ventana, y siempre de nuevo salía el uno o el otro a la callejuela para mirar si no brillaba, al fin, la aurora en el linde del mar obscurecido, y si no se encendía el día con su propio corazón ardiente.

Mucho trabajo le costó al rabino refrenar a la colectividad que de ordinario le obedecía tan voluntariosa. Pues todos querían ir a pasar ese día a Bizancio, acompañar a Benjamín y esperar frente al palacio mientras él hablaría con el emperador, el soberano del mundo, para estar más cercanos y participar más con el propio cuerpo del milagro. Pero el superior les aconsejó severo que era peligroso aparecer en un cortejo cerrado o en gran masa llamativa ante el palacio imperial, pues el pueblo les era adverso, siempre y en todas partes les resultaba peligroso a los judíos el causar sensación. Sólo por medio de serias amenazas pudo obligarlos a permanecer reunidos en el oratorio de Pera y a rezar, invisibles para los demás, al invisible, mientras Benjamín era llevado a la presencia del gran monarca; y así oraron y ayunaron ese día entero. Rezaba cada cual con tal fervor y fuerza como si las nostalgias de todos los judíos del mundo estuviese encerrada en el pequeño corazón de cada uno, y su sentido permaneció cerrado a todo otro pensamiento del mundo que no fuera éste; que aquél logre obrar el prodigio y que se liberte al pueblo graciosamente de la maldición del exilio.

Era cerca del mediodía, la hora prescrita, cuando Benjamín cruzó con el rabino de la colectividad la amplia plaza cuadrada rodeada de columnas, delante del palacio de Agustina. Detrás de ellos llevaba Joaquín, el fuerte y robusto, sobre los hombros, una pesada carga cubierta. Prontamente, serenos y tranquilos, marcharon los dos ancianos, ataviados de sencilla vestimenta oscura, hacia la puerta de bronce de la Chalké, que formaba la entrada a la fastuosa sala del trono del emperador de Bizancio. Pero tuvieron que esperar en el vestíbulo hasta mucho después de la hora fijada, pues era costumbre deliberada de la corte bizantina hacer aguardar interminablemente a los enviados postulantes a fin de que la espera les enseñe interiormente a apreciar la extraordinaria gracia que significa poder ver el rostro del más poderoso de la Tierra. Se dejó a los dos ancianos estar de pie indiferentemente una, dos, tres horas, sobre el frío mármol, sin ofrecerles un taburete o una silla. Pasaron delante de ellos en displicente actividad los cortesanos y grasos eunucos, los guardias de la corte y servidores vestidos con ropas de colores brillantes pero nadie se cuidaba de ellos, nadie les hablaba o miraba, mientras desde las paredes los contemplaban, multicolores y fríos, los mosaicos eternamente iguales y mientras sobre sus cabezas, la cúpula que descansaba sobre columnas, mezclaba su oro exuberante cada vez más rojo con los rayos del sol. Mas Benjamín y el superior de la comunidad esperaban pacientes y tranquilos. Como ancianos, sabían aguardar. Había corrido demasiado tiempo junto a ellos para que aun asignasen valor a una hora o dos. Sólo Joaquín, el joven e inquieto, miraba curioso a todo el que iba y venía, y en su impaciencia contaba y recontaba las piedras de los mosaicos para abreviar el tiempo insoportablemente lento.

Por fin, cuando el sol ya bajó del cenit, se les acercó el praepositus sacri cubiculi, y les instruyó en las costumbres que la ley escrita de la corte reclamaba inexorable de todos los que gozaban del privilegio de pasar a la presencia del emperador. En cuanto se abría la puerta, les enseñó, debían adelantar veinte pasos con la cabeza baja hasta el lugar marcado por una veta blanca en el mármol, y de ahí no debían pasar a fin de que su hálito no se mezclase con el del emperador. Y antes de que pudiesen atreverse a levantar la mirada al Autócrata, debían prosternarse tres veces, separando grandemente los brazos y las piernas, Sólo entonces les era permitido acercarse a las gradas porfídicas del trono para besar la cola purpúrea, colgante del atavío del Basileus.

-No -protestó Joaquín airado, mas en voz baja- sólo nos podemos prosternar ante Dios, mas no ante hombre alguno Yo no lo haré.

-¡Calla! -replicó severo Benjamín-, ¿Por qué no he de besar la tierra? ¿No la creó el mismo Dios? Y aunque fuera un mal inclinarse delante de un hombre, también nos es permitido hacer el mal por lo más sagrado.

En ese instante se abrió la puerta marfilina de la sala de audiencias. Salió una embajada caucásica que había venido para rendir homenaje al emperador.

La puerta se cerró sigilosa detrás de ella, pero los extranjeros permanecieron aún confusos, con sus gorras de piel y su vestimenta de terciopelo En sus rostros se reflejaba un gran desconcierto; a lo que parecía, Justiniano les había insultado dura y soberbiamente porque sólo le ofrecían alianza, en nombre de su pueblo en lugar de la total sumisión.

Joaquín miró fijamente a los extraños y su rara vestimenta, pero ya le ordenó el praepositus que cargase sobre su espalda el fardo cubierto, y al mismo tiempo recordó a los demás, que le siguiesen en todo con suma exactitud. Luego golpeó. despacio, con su bastón de oro la puerta marfilina, produciendo un muy fino sonido vibrante. La puerta se abrió silenciosa hacia adentro, y entonces penetraron los tres, a quienes se unía a una señal del praepositus, un intérprete, a la espaciosa sala del trono del emperador de Bizancio, el consistorion.

Desde la puerta hasta el centro del enorme espacio formaba una doble fila de soldados que habían de atravesar, una hilera inmóvil vestida de rojo, cada soldado con la espada ceñida, en la cabeza un yelmo dorado con gigantesca cola roja, en la mano una larga lanza y sobre los hombros la tremenda azada de doble filo.

Así como en una muralla las piedras están dispuestas en línea plana, todas iguales, bien ensambladas, así permanecía tiesa esa espaldera de hombres en inmóvil rectitud, y detrás de ellos quedaban, igualmente pétreos, los jefes de los cohortes que mantenían impasibles sus pendones. Lentamente atravesaron los tres y el intérprete esa inmóvil pared de hombres sin aliento, de ojos fijos como sus cuerpos y de los que ninguno los miraba; silenciosos adelantaron en medio del silencio hacia el fondo del espacio, donde, a lo que parecía -pues aun no les era permitido levantar la vista- los aguardaba el emperador. Pero el praepositus que se les adelantaba con el bastón dorado en alto, se quedó ahora parado, y cuando entonces alzaron la vista, según se les autorizaba, hacia el trono imperial, no había allá trono ni emperador. Una cortina de seda tendida a todo ancho de la sala, atajaba su vista.

Los tres quedaron inactivos y miraron sorprendidos la defensiva pared de color.

En eso alzó el maestro de ceremonias de nuevo el bastón. Y he aquí que, tirada por cordones invisibles, se abrió la cortina crepitante y al fondo levantábase sobre gradas de pórfido, el trono sembrado de piedras preciosas sobre el que estaba sentado el Basileus a la sombra de una cúpula de oro. Estaba sentado tieso, más su propio retrato que él mismo, un hombre grueso e impresionante, y su frente desaparecía bajo la brillante aura de la corona que irradiaba como una aureola alrededor de su cabeza. Igualmente entumecidos como imágenes, formaban en su torno un círculo ahondado los guardias de túnicas blancas, yelmos dorados, con cadenas de oro al cuello, y delante de ellos, por separado, vistiendo amplias vestiduras de seda púrpura, los senadores y dignatarios. Parecía que a todos se les había apagado el aliento, helado la miraba, y era visible el propósito de esa estudiada rigidez de hacer entumecer de respeto el corazón de todo el que por primera vez llegase hasta frente al rostro del señor del mundo.

Y en efecto, el rabino y Joaquín bajaron aterrados la vista como quien acaba de mirar inesperadamente al fuerte sol. Sólo Benjamín, el viejísimo, miró claro e imperturbable al emperador. Pues él solo había sobrevivido en su larga existencia a diez emperadores y señores de Roma; sabía por lo mismo, que bajo sus preciosas insignias y coronas, los emperadores eran hombres mortales que comían y bebían, se ensuciaban, dormían con mujeres y fallecían como los demás.

Su alma permaneció firme y no se estremeció. Levantó sereno la vista para leer en la mirada del monarca a quien se le encomendara dirigir un ruego.

Entonces sintió la espalda urgentemente tocada por el bastón de oro, y de inmediato recordó la costumbre requerida. Pese a lo difícil que les resultó a sus miembros endebles, tiróse al frío mármol del piso, apartando los brazos y las piernas; por tres veces acható la frente contra el suelo, y su enmarañada barba insensible. Luego se levantó ayudado por Joaquín, su acompañante, se adelantó con la nuca inclinada hasta las gradas y besó el borde de la púrpura del emperador.

El Basileus permaneció inmóvil. Su pupila estaba fija como una piedra verde, y no se movían el párpado ni la ceja. Miró duramente por encima del anciano, pues parecíale al emperador indiferente lo que sucedía a sus pies y cuáles eran los gusanos que se arrastraban hasta el ribete de sus trajes.

A una señal del maestro de ceremonias se habían retirado los tres y formaron una fila; sólo el intérprete estaba a un paso delante de ellos como su boca viviente.

De nuevo levantó el praepositus el bastón, Entonces comenzó a hablar el intérprete.

Que ese era un judío, dijo, venido a propósito en el nombre de los demás, residentes en Roma, para presentar el emperador del mundo el agradecimiento y la felicitación por haber vengado a Roma de los bandoleros y por haber libertado el mar y la tierra de esos malvados piratas. Y como habían sabido los judíos del mundo, el que pertenecía al emperador, que en su sabiduría pensaba el Basileus elevar una casa en honor la sagrada sabiduría, Hagia Sophia, una casa de Dios, que debía ser más esplendorosa y valiosa que todas las demás que hasta entonces se habían visto sobre la tierra, se sentían, a pesar de su pobreza, impelidos a contribuir con un óbolo a la santidad de la obra. Que su ofrenda era exigua comparada con la magnificencia del emperador, que era lo más grande y sagrado de cuanto poseían desde los tiempos remotos. Cuando sus antepasados abandonaron Jerusalén, habían llevado consigo, salvándola, una piedra del templo de Salomón. La traían ahora para que fuese colocada en los basamentos, a fin de que hubiera en la casa de Justiniano una parte y una bendición de la sagrada casa de Salomón.

A una indicación del praepositus, aproximó Joaquín la pesada piedra y la arrimó a los regalos que los enviados caucásicos habían amontonado a la izquierda del trono, pieles, marfil indostánico y cachemires bordados. Pero Justiniano no volvió su mirada al intérprete ni al obsequio. Vacuo y tedioso miró por encima de todos al vacío, y su labio se movió entonces sólo perezosamente y sonaba a disgustado y despreciativo: -Pregunta qué quieren El intérprete explicó en dolorido lenguaje que entre la magnífica presa traída por Belisario, se hallaba una pieza mísera, pero que le era singularmente cara a ese pueblo.

Pues el candelabro de siete brazos, que en otro tiempo los paganos arrastraban por mar y tierra, había sido robado del templo de Salomón, la casa de Dios de los judíos. Por eso, los judíos querían rogar e implorar al emperador que les conceda ese candelabro de su botín, y que estaban dispuestos a rescatar el valor de su oro por el doble y décuplo de su peso. No habría casa ni choza en que todos los judíos del mundo no agradecieran a diario en la oración al más bondadoso de todos los emperadores y no rogasen por la duración de su imperio.

El ojo de Basileus permaneció impasible. Malhumorado, replicó: -No deseo oración de no-cristianos. Pero, pregúntales qué hay con esa cosa y qué se proponen hacer con ella.

El intérprete miró a Benjamín mientras le tradujo esas palabras, y éste sintió un estremecimiento y un frío en sus miembros ante la dura mirada del emperador.

Sintió una resistencia y fue presa del pánico de, quizás, no poderla vencer.

Por eso alzó suplicante las manos: -¡Piensa, señor, que es el único de los objetos sagrados que le ha quedado a nuestro pueblo! ¡Han devastado nuestra ciudad, derribado nuestras murallas, destruido nuestro templo! Todo lo que amábamos, teníamos y reverenciábamos, ha desaparecido. Una sola cosa, ese candelabro, ha durado a través del tiempo.

Tiene mil años, más edad que todo lo que hay en la tierra, y desde hace siglos viaja sin patria, y no tendrá tranquilidad nuestro pueblo mientras él peregrine.

¡Señor, compadécete de nosotros! Este candelabro es el último de nuestros bienes, ¡devuélvenoslo! Piensa que Dios te ha elevado desde la profundidad a la altura y te ha hecho rico sobre todos, y aquél a quien El dio, ése también ha de dar: así lo quiere Dios.

Señor, ¿qué es para ti eso solo, qué significa el candelabro peregrino? ¡Señor, hazlo descansar y procúrale la paz ! El intérprete tradujo esas palabras con embellecimiento cortesano. El emperador escuchó indiferente. pero apenas oyó lo que Benjamín dijera de la profundidad de que Dios lo había elevado, se ensombreció su semblante, pues Justiniano no gustaba que se recordase que él, el divino, había nacido como hijo de pequeños labradores en una aldea de Tracia.

Frunció el entrecejo y ya se tendió el labio negativo.

Pero con el avío del temor que ya había notado Benjamín que la palabra rehusadora se formaba en el labio del emperador, y muy adentro de su corazón oyó ya el tremendo, el irrevocable no. Y ese temor lo animó, Le impelió como un puño interior y, olvidando la orden que prohibía traspasar la veta blanca de mármol, se acercó -todos se estremecieronhasta muy junto al trono, y sin que lo sintiera, se levantó su mano conjurando hacia el emperador: -¡Señor, está en juego tu imperio, tu ciudad! ¡No te envanezcas y no trates de retener lo que hasta ahora ninguno ha logrado conservar! También eran grandes Babilonia, Roma y Cartago y, sin embargo, han caído los templos que guardaban el candelabro y se han desplomado los muros que lo encerraban. El, sólo él permanecía intacto, y lo demás se convirtió en ruinas. El que trata de retenerlo, a ése le destroza el brazo, y aquél que lo arroja al desasosiego, será presa él mismo, de disensión. ¡Guay del que retiene lo que no le pertenece! Pues no habrá paz ante Dios antes de que no vuelva a su santo lugar lo que es consagrado. Señor, te prevengo: ¡Devuelve el candelabro! Todos quedaron atónitos. Nadie había comprendido las agitadas palabras.

Los dignatarios sólo habían observado con asombro que alguien se atrevía a lo que hasta entonces nadie había osado: acercarse en su excitación a la más próxima vecindad del emperador y arrancar al más poderoso de la tierra la palabra de la boca. Espantados miraron todos al viejísimo que estaba allá sacudido por el exceso de su dolor, con lágrimas en la barba y con ojos relampagueantes de ira.

Muy detrás suyo se agazapó, luego de haberse retirado, el rabino; habíase apartado el intérprete, y seguía completamente solo y próximo, frente a frente, Benjamín ante el Basileus.

Justiniano había despertado de su rigidez. Midió con mirada insegura al anciano ebrio de ira, y con otra impaciente, luego, al intérprete para que le tradujese las palabras. El intérprete lo hizo con prudente atenuación. Pidió al emperador que en su bondad perdonase al anciano lo indebido, ya que sólo lo confundía su preocupación por el bien del imperio.

Quería avisar lealmente al emperador de que Dios había depositado una terrible maldición sobre aquel objeto.

Traía desgracia a quienes lo guardaban, y cada ciudadano que lo albergaba, sucumbía ante el enemigo. Consideraba el viejo, por lo mismo, de su deber avisar al emperador e invitarlo a que deshiciera la maldición de ese objeto, restituyéndolo al lugar de su origen, a Jerusalén.

Justiniano escuchaba con la frente tensa: Llenábale de indignación la temeridad de ese viejo judío descomedido que levantaba la voz y el puño en su presencia.

Pero al mismo tiempo despertó en él una inquietud. Pues como descendiente de campesinos, era supersticioso, y como todo hijo de la suerte temía mucho todo embrujo y presagio. Calló un rato y reflexionó. Luego mandó secamente: -¡Sea! ¡Apártese esa cosa del botín y condúzcasela a Jerusalén! El anciano se estremeció al traducirle el intérprete esas palabras. La venturosa nueva cayó sobre él como un relámpago e iluminó su corazón. Ahora todo quedaba cumplido.

Había vivido para ese instante. Para ese momento lo había conservado Dios. Sin saberlo, sin sentirlo, levantó una mano, la sana, como si quisiera alzar su agradecimiento hasta Dios.

Pero Justiniano observó penetrantemente cómo se iluminaba de alegría el rostro del anciano. Le sobrevino un deseo perverso. No iría ese judío atrevido a vanagloriarse delante de su pueblo: "Yo determiné y vencí al emperador". Sonrió maligna y brevemente: -No te alegres antes de tiempo. Pues ese candelabro no pertenecerá a vosotros, los judíos, ni servirá a vuestro culto equivocado.

Y dirigiéndose a Eufemio, el obispo, que se hallaba a su diestra: -Cuando, al renovarse la luna, emprendas el viaje para bendecir la nueva iglesia en Jerusalén que donara Teodora, llévate ese candelabro. Pero no debe brillar sobre el altar, sino permanecer sin luces debajo del altar para que cualquiera vea bien a las claras cómo nuestra creencia está por encima de la de ellos y la verdad encima del error. Que se le conserve en la iglesia verdadera y no entre aquellos a quienes ha llegado Cristo y que no lo reconocieron.

El anciano se espantó. No había comprendido las palabras extrañas. Pero sentía la sonrisa perversa alrededor de la boca del emperador, y notó que ordenaba algo que le era hostil. Quiso tirarse otra vez al suelo, suplicante, para que cambiase de opinión. Pero ya Justiniano había mirado al praepositus. Este levantó el bastón y cerráronse rumorosas cortinas: desaparecieron el emperador y el trono, y quedó terminada la audiencia.

Aturdido se hallaba el viejo ante la pared cerrada. Entonces le tocó el maestro de ceremonias desde atrás el hombro, en señal de que debía alejarse. Apoyado en Joaquín, se retiró el anciano, de pie inseguro, con la mirada ensombrecida.

Sintió que por segunda vez le rechazaba Dios cuando lo sagrado se hallaba ya casi en sus manos. De nuevo había dejado escapar el momento. Y otra vez pertenecía el candelabro a los dueños de la fuerza.

A los pocos pasos de haber salido del palacio imperial, empezó Benjamín, el de nuevo amargamente probado, a vacilar de repente. El superior y Joaquín tuvieron que sostener al tambaleante anciano con toda su fuerza. Lo llevaron a una casa próxima y lo acostaron.

Estaba apagado el color de su faz, con los ojos cerrados estaba tendido el viejo y ya creían que la muerte lo abrazaba, pues sus manos exangües colgaban inertes, y cuando el rabino palpaba temeroso el corazón, sólo latía a largos intervalos y débilmente. El anciano permaneció horas y horas completamente insensible, como si con aquel llamado vano al emperador hubiera salido de su cuerpo el resto de sus fuerzas; mas de repente -ya caían las sombras de la tarde- se enderezó ante igual asombro de ambos, y los miró fijamente con extraña mirada, como quien vuelve del más allá. Pero luego, reconociéndolos, ordenó ante su renovada sorpresa, con arrebatada precipitación, que lo llevasen inmediatamente al oratorio de Pera, porque deseaba despedirse de la comunidad. En vano le aconsejaron los dos que descansase más y cuidase de su cuerpo: el anciano insistió tercamente en su mandato y hubieron de complacerle.

Lo llevaron en andas hasta un bote, y en el bote hasta Pera. Se dejó llevar como dormido, la mirada vacía y la boca cerrada.

En tanto, los judíos de Pera, hacía tiempo ya que se enteraron de la sentencia y orden del emperador. Pero había sido demasiado grande ante su seguridad del milagro como para que pudiesen regocijarse del autorizado retorno del candelabro.

Era mucho demasiado pequeño ese solo cumplimiento, para la fatal demasía de su esperanza. ¿Pues no había de encerrar nuevamente un templo extraño a la Menorah, y ellos mismos, no debían seguir errando y pereciendo en el destierro y el extranjero? No, no era el candelabro por el que se preocupaban, sino por su propio destino. Estaban sentados como vencidos, abatidos y llenos de oculto encono. Oh, siempre engañaba la promesa; desatinado el que la creía, y los milagros gloriosamente registrados en la Sagrada Escritura y bellos en el cielo de la lontananza, sólo irradiaban desde los días cercanos de Dios como nubes de fuego, pero nunca volvieron a bajarse hasta su vida diaria. Dios se olvidaba de su pueblo, dejó a los que otrora eligiera, indiferentemente, solos en su aflicción y angustia. No despertó más profetas que hablaban en su nombre; era insensato, pues, creer en signos inseguros y esperar milagros y cambios. Los judíos en el oratorio de Pera no oraban más, no seguían ayunando. Permanecían indolentes en los rincones y masticaban con labios amargados panes con cebolla. Y ahora, que la espera del milagro no iluminaba más sus miradas y no resplandecía más en sus frentes, volvieron a ser los pequeños, míseros hombres, que habían sido antes, judíos pobres y oprimidos, y sus pensamientos que acababan de erguirse grandes y potentes hacia Dios, eran de nuevo estrechos y menudos como su vida diaria. Rezongaban y calculaban y se quejaban unos a otros, porque habían hecho el largo y costoso viaje. Y les pesaban los vestidos buenos que habían gastado en el camino. Los negocios que habían dejado escapar y el tiempo que habían perdido. Temían de antemano regresar a la burla de los incrédulos y la discordia y disputa de las mujeres que les aguardaban. Y como el corazón del hombre siempre se torna más furioso contra aquél que primero lo animara y luego lo rechaza, desengañado, a la propia estrechez, acumularon todos su oscuro rencor contra los hermanos romanos y contra Benjamín, su falso mensajero; en verdad no era sino un amargamente probado a quien Dios no amaba, y emanaba de él amargura. Cuando Marnefesh -era ya casi de noche- llegó por fin al oratorio, demostráronle claramente su sentimiento indignado. No se levantaron, como antes, respetuosos, a su llegada, ni le saludaron; apartaron ex profeso su mirada: ¡Qué les importaba el viejo judío de Roma! Era tan impotente como todos ellos, y Dios se fijaba tan poco en él como en su propio sino agobiado.

Benjamín advirtió de inmediato lo irritante de ese silencio, sintió la cenagosa inquina sorda de los que callaban apartando la vista. Vio, afligido, cómo las miradas le huían bajo las frentes oblicuas, y la desilusión de los demás le afectó como una culpa propia. Rogó al superior que advirtiese a los demás que tenía aún una palabra que decir a la comunidad, y el superior hizo según su voluntad.

Contrariados y a disgusto, alzábanse las cabezas masticantes. ¿Qué podía decirles todavía el extraño, el de la falsa promesa? Y, sin embargo, apoderóse de ellos la compasión, cuando vieron al archiviejo que, apoyado en el bastón, se levantó fatigoso de su asiento; no se enderezó del todo, sino que se quedó inclinado, como encorvado, el de más edad entre todos ante su enmudecer. Esfuerzo costóle hablar: -He venido otra vez, hermanos, para despedirme de vosotros. Y también para humillarme delante vuestro, pues a pesar mío cargué un peso sobre vuestras almas. Bien sabéis que fui a disgusto al emperador, pero, ¿cómo me lo reclamasteis? Cuando niño aún, me llevaron los viejos de ese modo a su peregrinación, arrancaron del sueño al que no sabía y no quería, y siempre decían y presagiaban que era el sentido de mi vida rescatar el candelabro. Creedme, hermanos, es terrible ser uno a quien Dios llama siempre y no escucha nunca, a quien atrae con signos que jamás cumple. Sería mejor que tal ser permanezca siempre en la penumbra y que nadie lo vea ni oiga. Por eso os ruego: ¡Perdonádme y olvidadme y no preguntéis por mí! No nombréis más al que era el equivocado. Y esperad con gran paciencia hasta que por fin surja el que en verdad libertará al pueblo y al candelabro.

Tres veces inclinóse el anciano ante la comunidad como un culpable que reconoce su falta. Tres veces golpeó el pecho con su débil mano izquierda -la otra, la destrozada, colgaba inanimada y vacía- luego se enderezó y atravesó el espacio hasta la puerta, Nadie se movía, nadie le contestó. Sólo Joaquín recordando su deber de apoyar al anciano, corrió tras suyo hasta el umbral. Pero Benjamín lo apartó perentoriamente: -Regresa a Roma y si preguntan por mi, diles que Benjamín Marnefesh no está más y que no ha sido el señalado. Que olviden mi nombre y no recen ninguna plegaria de mi recordación. Quiero estar muerto por encima de mi muerte y perdido de la memoria de los hombres. Pero tú, ¡vete en paz, y no te preocupes más por mí! Obediente se quedó Joaquín en el umbral. Lo miró intranquilo y se sorprendió de que el anciano, penosamente apoyado en su bastón, marchase torpe por la extraña calleja angosta en dirección al camino que ascendía a las colinas. Pero no se atrevió a seguirle, y, por eso; sólo miraba fijamente hasta que la encorvada figura se perdía del todo en la sombra.

Aquella noche, a los ochenta y ocho años de edad, disputaba Benjamín, que siempre había sido tranquilo y resignado, por primera vez con Dios. Con el corazón apretado había atravesado las estrechas callejuelas angulosas de Pera, sin saber él mismo adónde se dirigía.

Solo deseaba huir con su vergüenza ardiente por haber despertado en el pueblo esperanzas excesivas. Quería esconderse en un perdido rincón cualquiera, donde nadie le conociese y donde pudiera morir como un animal en agonía. "No era mi culpa" se repetía de continuo murmurando, "¿por qué me cargaron a mí la expectación del milagro? ¿Por qué me buscaban, por qué me tentaron?" Pero no le calmó su propio consuelo, y el temor de que alguien pudiese seguirle, le arrojaba más y más lejos. Hacía rato ya que se cansaban sus pies y temblaban sus rodillas enclenques. El sudor surcaba la frente arrugada y le corría salado y amargo por los labios y la barba. El corazón atormentado martillaba violentamente el pecho dolorido, pero como un perseguido trepaba el viejo, apoyado en su bastón, el camino escarpado que conducía del enjambre de casas hasta las colinas y el campo abierto.

¡Con sólo no ver más hombres y no ser visto por nadie! ¡Estar lejos de casas y hogares, perdido para siempre, olvidado, y libre, por fin, de la eterna ilusión de la salvación! Así llegó el anciano tambaleante -se arrastraba como un beodo- por fin a la altura, el paisaje quebrado sobre la ciudad y allá, en el vacío, apoyado en un pino que daba sombra y que (él lo ignoraba), hacía guardia a una tumba, se detuvo con el corazón que se paraba, y respiró. La noche meridional brillaba límpida, claro tendíase el mar de plata escamada, un pez enorme y retorcido como una víbora parecía el cercano arco del "Cuerno de Oro". Del otro lado de la bahía dormía Bizancio en la blanca luz de la luna, con sus cúpulas y torres resplandecientes.

Sólo de tarde en tarde refulgía una luz en el puerto, pues había pasado mucho ya la medianoche y no quedaba despierto ya sonido alguno del trajinar terreno.

Pero arriba pasaba el viento con ligero sonido por los viñedos, y cada vez se desprendían hojas mustias de las vides cosechadas y revoloteaban despacio y silenciosas hasta caer al suelo. Cerca de allí debía haber, en alguna parte, lagares o depósitos, pues cuando cesaba el viento, sentíase un olor harto y agrillo, olor de fugacidad; y con las ventanas de la nariz temblorosas aspiraba el anciano, cansado, el húmedo vaho pútrido: ¡Oh, hacerse él mismo polvo, oh, caer él mismo como esas hojas revoloteantes, irse y perecer! ¡Oh, no tener que volver, no tener que estar de nuevo en tensión y martirizarse, quedar finalmente libre de la propia carga! Y cuando entonces el silencio lo agobió poderosamente y tuvo la certeza de su soledad, vencióle un indómito anhelo de tranquilidad eterna, y en medio del silencio elevó su voz a Dios, mitad acusando, mitad orando: "¡Señor, quiero morir! ¿Para qué sigo viendo, inútil para mí mismo y burla y carga para los demás? ¿Por qué me conservas sabiendo que no lo deseo más? He engendrado hijos, siete, varoniles y sedientos de vida cada uno y, sin embargo, eché yo, el padre, tierra sobre sus siete sepulcros. Me habías dado un nieto, juvenil y claro, ignorante aún del goce de las mujeres y de la dulzura de la vida, pero los herejes lo golpearon duramente; no quiso morir, no, morir no: durante cuatro días luchó herido contra la muerte, y no obstante, tú lo tomaste a ese que quería vivir, y a mí, que me estremezco del goce y del deseo de morir, a mí me rechazas.

¡Señor! ¿Qué quieres de mí que no quiere y que se defiende? Niño aún, ya me arrancaron, y yo seguí obediente, mas he desilusionado a los que creían en mí y los signos eran traición.

¡Señor, haz que termine! Me desanimé, échame, pues. He vivido ochenta y ocho años, ochenta y ocho años he esperado en vano que hubiera un sentido en mi duración, y que surgiera una acción de mi fidelidad hacia Ti. ¡Pero ahora estoy cansado, Señor, no quiero, no puedo más! ¡Señor, haz un final! Señor, déjame morir!" En alta voz rogaba y rezaba el viejo, anhelante elevó la mirada hacia el cielo que brillaba apasionado con sus estrellas y resplandecía con la luz desparramada por las mismas. Así permanecía y esperaba el anciano si Dios le replicaba por primera vez.

Esperaba paciente y poco a poco se le caía la mano que había alzado recientemente, y cayó sobre él un cansancio, un cansancio infinito. De pronto sintió un azul aturdimiento en las sienes y al mismo tiempo un dolor y una inseguridad en el pie y en la rodilla; sin que lo quisiera o supiera, cayó en dulce desmayo y se dejó caer pesado y liviano al mismo tiempo, como si se hubiera desangrado. Pero percibió esa debilidad como un goce. "Esa es la muerte", pensó agradecido, "Dios me escuchó", y devoto y tranquilo posó la cabeza sobre la tierra que otoñalmente olía a cosa perecedera. "Debía haberme puesto la chamarreta mortuoria", recordó aún vagamente, pero ya estaba demasiado cansado, y sólo se envolvió más estrechamente, inconsciente, en su manto. Luego cerró los ojos y esperó con confianza a la muerte solicitada.

Pero no llegó hasta Benjamín, el amargamente probado, la muerte en aquella noche.

Sólo abrazó suave y estrechamente un sueño el cuerpo cansado Y le llenó la mirada interior con imágenes y visiones.

Este era el sueño que soñó Benjamín en aquella noche de su última prueba: Volvió a caminar a tientas y fugitivo en ese sueño por las estrechas, sordas, obscurecidas callejuelas de Pera; su oscuridad era más profunda aún que antes, y era negro y cubierto el cielo sobre las alturas y las cimas. Y hasta en el sueño volvió a estremecerse, y su corazón golpeaba fuertemente contra el pecho cuando oía pasos tras de sí, y otra vez era presa del temor, como antes, de que alguno pudiera seguirle, y nuevamente huía. Pero quedaban los pasos, delante suyo, detrás y ahora también en todas partes del pesado, vacío y negro campo. No podía ver quiénes eran los que caminaban a su derecha e izquierda, delante y detrás suyo, pero debían de ser muchos, un tropel de gente, un gran tropel caminando; distinguía los pesados pasos de hombres y los más livianos con tintineo de presillas de las mujeres, y el pie casi alado de los niños. Debía de ser un pueblo entero el que cruzaba la metálica noche sin luna, y un pueblo triste, abatido.

Pues continuamente salían su sus filas invisibles, sordos quejidos, murmullos y gritos, y él sintió que de buen seguro ya caminaban así desde tiempos inmemoriales, cansados desde hacía mucho ya de la obligada peregrinación y de la ignorancia de la meta. "¿Quién es este pueblo perdido?", oyóse preguntar a sí mismo.

"¿Por qué está cubierto el cielo para él, precisamente para él? ¿Por qué se le niega a él, a él solo, un descanso?" Pero no sospechó en su sueño quiénes eran esos caminantes y, no obstante, se adueño fraternalmente de él la compasión; más que la sonora queja afligíanle las lágrimas, el anhelo y los gemidos en el espacio invisible. E inconsciente, murmuró: "No se puede ir eternamente así, siempre en la penumbra y desconociendo el camino. Ningún pueblo puede vivir así, sin hogar y meta, caminando y sin patria y rodeado eternamente de peligros.

Habría que encenderle una luz, señalarle un camino, de lo contrario se amilanaría y se apagaría ese pueblo atosigado y perdido. Alguno habría de conducirlo y llevarlo e iluminar su camino. Habría que encontrar una luz, una luz es lo que necesita".

Le ardían los ojos de dolor, tal era la compasión que sintió por ese pueblo perdido que atravesaba la silenciosa noche acechadora. quejándose en voz baja, y desalentado ya. Pero cuando midió desesperado la lejanía, parecía que en el extremo borde de lo que alcanzaba su vista brillaba ya una débil claridad, una pequeña, una mínima señal de luz, una chispita o dos nada más, inseguras como fuegos fatuos en la oscuridad. "Hay que seguirle", murmuró, "aunque sea un fuego fatuo. Quizás en el fuego pequeño pueda encenderse otro grande. Hay que ir a buscarla, la luz". Y en el sueño olvidó Benjamín que sus miembros eran viejos y decrépitos. Como un niño, ágil y alado, corrió con pie ligero para agarrar la luz. Se abrió camino, violentamente, entre la masa descontenta y sombría del pueblo que se apartó de él maliciosamente desconfiada. "Pero mirad la luz, la luz, allá lejos", les gritó consolador. Mas, con la frente inclinada y con el alma acongojada seguían, roncos y romos, los oprimidos; no la vieron, la luz lejana; quizás sus ojos ya estaban ciegos de lágrimas y sus corazones tullidos de la miseria demasiado corriente. Pero él notó clara y cada vez más clara la luz, siete chispas pequeñas. que estaban suspendidas en el aire una al lado de la otra, y ahora que corría y llegaba más cerca y cerca (ya retumbaba su corazón) reconoció que debía ser un candelabro, de siete brazos, que alimentaba y sostenía esas llamitas. Pero este candelabro -aun no lo vio- tampoco permanecía quieto, él también caminaba como aquellos que atravesaban la oscuridad. Misteriosamente perseguidos e impedidos por un mal viento y por eso no brillaban las llamas voladeras, quietas y derechas, por eso no iluminaron, sino que ondeaban inseguras y pequeñas, "Hay que agarrarlo. hay que hacerlo estarse quieto al candelabro", pensó en sueños, mientras su propia imagen soñada corría y corría, "pues cuán claramente brillaría si estuviera en paz y reposo. ¡Cómo florecería y obraría este pueblo probado, si tuviera una patria y descanso!" Corrió a ciegas, y era como un vuelo: cada vez se acercaba más al candelabro, ya vio el tallo dorado y los brazos levantados y en los siete capiteles de oro las siete llamas, cada una abatida por el viento que elevaba a ese candelabro impetuosamente por tierras y montes y mares. "¡Quédate!", gemía tras suyo. "El pueblo perece, necesita del consuelo de la luz. No puede ambular eternamente en las tinieblas". Pero el candelabro seguía perdiéndose más y más, y sus llamas fugitivas pestañeaban maliciosas y taimadas. Entonces el que corría fue presa de ira; reunió sus últimas fuerzas, su corazón golpeó como un martillo y con un salto alcanzó al fugitivo para agarrarlo con el puño. Ya sintió su mano fuertemente el frío metal, ya agarró, ya tenía el tronco pesado -cuando cayó potente un trueno y crujió dolorosamente el brazo deshecho. Y en el propio grito oyó millares de veces la queja vibrante del pueblo: "¡Perdido! ¡Perdido para siempre!" Pero he aquí que se apaciguó la tempestad y grande y recto flotaba de repente el candelabro y se detuvo en su vuelo. Quedó suspendido en el aire tan quieto y derecho como sobre un fundamento férreo. Sus siete llamas, abatidas hasta ahora por la fuga trémula del viento, se desplegaron doradas y empezaron a iluminar y a brillar. Alumbraron cada vez con más fuerza; paulatinamente aclaraba su brillo dorado a la profundidad. Y cuando el caído levantó la mirada confuso hacia aquellos que caminaban tras suyo en la oscuridad, ya no era noche en el mundo sin caminos y no estaba más el pueblo peregrino. Fértil y pacífico se extendía un país meridional, abrazado al mar, sombreado por montañas, y palmas y cedros se mezclan en una suave brisa, y florecía el vino y se doraban las mieses.

Pacían corderos y en ágil pie corría el corzo. Pacíficamente trabajaban los hombres en tierra patria, subían las aguas de las fuentes y conducían el arado, ordeñaban y rastrillaban y sembraban y rodeaban su casa con yedra y flores de todo color. Caminaban niños y cantaban y desde donde estaban los rebaños oíanse el caramillo de los pastores, y de noche brillaban sobre las casas dormidas las estrellas de la paz: "¿Qué país es éste?" se preguntó sorprendido el soñador en su sueño. "Y es este pueblo el mismo que antes caminaba en las tinieblas? ¿Encontró, por fin, reposo y llegó, por último, a su país?" Pero de nuevo alzóse el candelabro más y más alto, y su brillo iluminaba ahora como un sol los márgenes del cielo sobre el país de descanso. Unas montañas descubrían iluminadas su cima y en una de las colinas brillaba blanca con poderosas torres una ciudad, y sobre las torres surgía impresionante una gigantesca casa de piedra acantonada. Temblaba el corazón del dormido.

"Esto ha de ser Jerusalén y el templo", respiró agitadamente Pero entonces el candelabro ya flotaba más lejos hacia la ciudad y el templo. Las murallas lo dejaron penetrar como aguas que se apartan y ahora, que se cernía en el santísimo, resplandecía el edificio del templo como una jícara de alabastro: "Regresó", tembló el dormido en su sueño. "Alguno hizo lo que yo siempre anhelaba, alguien libertó el candelabro errabundo. Tengo que verlo con mis propios ojos, yo, el testigo. Una vez más quiero ver a la Menorah descansando en el sagrado hogar divino". Y he aquí que su deseo lo transportaba como una nube, se abrieron las puertas y él penetró al santísimo para contemplar al candelabro. Pero la luz era insoportablemente fuerte. Las siete llamas del candelabro echaban una lumbre blanca y su luz ardía tan dolorosamente en sus ojos que lanzó un grito en su sueño. Se despertó.

Benjamín había despertado de su sueño, pero aún seguía ardiendo dolorosamente en su ojo. Tuvo que bajar rápidamente los párpados para protegerse contra el candente choque de la luz, y aun entonces seguía la sangre agitándose purpúrea y brillante bajo los mismos.

Sólo cuando levantó la mano para hacer sombra, reconoció que era el sol que le iluminaba tan dolorosamente el rostro y que se había quedado dormido, en el lugar en que creía morir, desde el término de la noche hasta la aurora; sólo entonces le alcanzaba y le despertaba la luz a través del ramaje del árbol. Confuso pasaba Benjamín, alzándose fatigosamente agarrado al tronco, la vista a la profundidad. Y he aquí, tendido el mar infinito en su amplio azul tal como él lo había visto por primera vez siendo niño, y refulgente en mármol y piedra, Bizancio. El mundo le iluminaba con el color y el brillo de una mañana meridional ¡No, Dios no quiso que muriera!. Respetuoso se prosternó el anciano e inclinó la frente en la oración.

Cuando Benjamín hubo terminado su plegaria al que concede la vida y la mide de acuerdo a su voluntad y decisión, se sintió tocado delicadamente desde atrás. Era Zacarías el que estaba detrás suyo quien -Benjamín lo sospechó en seguida-, vigilaba desde hacía tiempo ya su sueño. Y antes de que el anciano pudiera dominar su sorpresa -pues, ¿cómo sabía aquél su camino y cómo encontró el lugar de su reposo?- cuchicheó Zacarías: -Desde la primera hora del día te buscaba. Y cuando en Pera me dijeron que habías caminado colinas arriba, durante la noche, no daba tregua hasta encontrarte.

Los demás se preocuparon grandemente por ti. Pero yo no me inquietaba.

Pues sé que Dios aun te desea. Mas, ahora ven a mi casa. Tengo un mensaje para ti.

-¿Qué mensaje? -iba a preguntar Benjamín. Yo "no quiero más mensajes", quería decir tercamente. "demasiadas veces me ha probado Dios". Pero aun ondeaban en sus adentros la comprobación del sueño y la luz que tan bienaventuradamente brillaba en aquel país de paz, y creyó reconocer en la mirada sonriente del amigo un suave reflejo de la misma. No se negó, pues, y bajaron los dos. Atravesaban la bahía en un bote y llegaron al cuadrado enmurado del palacio.

Los guardianes estaban severos ante las puertas del distrito imperial, pero, ante el renovado asombro de Benjamín, dejaron pasar libremente a Zacarías. "Mi taller", explicó, "está contiguo al tesoro en el que trabajo en secreto y a salvo de todo peligro para el emperador. Entra y que sea bendita tu venida. No temas a los demás: Estamos y nos quedamos solos".

Arrastrando los pies atravesaban los dos hombres el taller en cuya incierta penumbra relucían objetos artísticamente labrados. En un lugar oculto abrió el platero una pequeña puerta que conducía por unos peldaños hasta una pieza situada más atrás y en la que se dividían su vivienda y el lugar de su propio trabajo. Los postigos estaban cerrados y enrejados, las paredes desaparecían en la oscuridad completa, sólo en la mesa proyectaba la lámpara de trabajo con su pantalla un pequeño círculo dorado de luz economizada.

-¡Siéntate, querido! dijo Zacarías a su huésped-, debes de tener hambre y sueño.

Desocupó la mesa, trajo pan y vino y unos platos argentinos bellamente labrados en los que depositaba frutas, dátiles, nueces y almendras. Luego levantó un poco la pantalla de la lámpara. Se amplió el círculo de luz, inundó la mesa entera e iluminó las sarmentosas manos de Benjamín que estaban plegadas, como agotadas.

-¡Come! -le recomendó Zacarías; suave familiar parecía a Benjamín, el amargamente probado, esa extraña voz que le llegaba como un dulce viento de un lejano país. Se sirvió gustoso la fruta, rompió despacio el pan y con pequeños y silenciosos sorbos bebió el vino que resplandecía purpúreo en la luz. Estimaba el que se le dejara esperar en silencio y recogerse. Le gustaba que inmediatamente encima del circulo iluminado comenzase la oscuridad. Erale caro este hombre extraño y familiar como de los días de su niñez. A veces miraba tímida y contenidamente al que sentía frente suyo en las tinieblas con el liviano gesto de la preocupación delicada.

Zacarías sacó entonces del todo la pantalla de la lámpara como si hubiera sentido ese deseo de proximidad confidencial. La luz, hasta entonces oprimida sobre la mesa, se difundió claramente en el espacio entero. Por primera vez vio Benjamín de cerca al amigo que hasta entonces sólo conocía fugazmente, un cansado rostro delicado y enfermizo en que estaban grabadas innumerables arrugas como con un buril fino, un rostro de pena secreta y de una paciencia que obra en silencio. Y cuando aquél levantó la vista y miró francamente a los ojos que le contemplaban, comenzó a manar de sus pupilas un cálido resplandor: Zacarías le sonreía.

Esa sonrisa animó al anciano: -Cuán distinto eres conmigo de los demás. Todos se enojaron porque no realicé un milagro a pesar de que les había conjurado que no esperasen prodigios.

Sólo tú, que me abriste el camino al emperador, tú sólo no estás enojado. Y, sin embargo, ellos tienen razón cuando ahora se mofan de mí. ¿Por qué desperté esperanza, para qué vine? ¿Para qué vivo todavía si sólo es para ver cómo el candelabro viaja de nuevo y sigue huyéndonos? Pero Zacarías continuaba sonriéndole, y de esta fuerte y suave sonrisa emanaba consuelo: -¡No te subleves! Quizás era demasiado temprano y nuestro camino equivocado.

Pues, ¿a qué nos ha de servir el candelabro mientras el templo yace en ruinas y el pueblo peregrina en el exilio? Quizás quiere Dios que el destino del candelabro continúe siendo un secreto y no se manifieste al pueblo.

Benjamín sintió el consuelo. Las palabras caldeaban su corazón. Inclinó la cabeza y dijo como a sí mismo: -Perdona mi desaliento, pero mi vida se ha estrechado y está demasiado cerca ya de la muerte. He subsistido ochenta y ocho años; a esa edad el corazón ya no quiere esperar.

Desde que quise salvar el candelabro, siendo un niño, sólo vivía con un objeto: su retorno y liberación, y de año en año esperaba fiel y pacientemente.

Llegué a anciano: y ¿cómo pudiera seguir esperando y confiando? -No tienes que esperar más. Pronto todo estará cumplido.

Benjamín lo miró sorprendido. El corazón golpeó vehemente esperanza. Zacarías le sonrió más fuerte: -¿No adviertes que fui a llevarte un mensaje? -¿Qué mensaje? -El que esperas.

Benjamín se estremeció. De pronto temblaron, como un follaje trémulo en el viento, sus manos que recién aún descansaban fatigadas sobre la mesa.

-Tú crees... quieres decir, que podré volver al emperador para...

-No- eso no. Jamás retira lo que ha dicho. No nos devolverá la Menorah.

-¿A qué entonces mi permanencia, mi vida? ¿Para qué he de esperar aquí y lamentarme, una carga para los demás, y se aleja el sagrado símbolo y lo perdernos para siempre? Pero Zacarías sonrió todavía, y su sonrisa iluminó más y más fuerte su ojo y su boca: -El candelabro aún no se ha ido de nuestro lado.

-¿Cómo lo sabes? ¿Cómo puedes afirmar eso? -Lo sé. Ten confianza en mí.

-¿Lo viste ? -Lo vi. Hace dos horas, nada más, aún permanecía encerrado en el tesoro.

-¿Pero ahora? ¿Se lo han llevado? -Aun no. Aun no.

-Mas ahora, ¿dónde está? Zacarías no contestó de inmediato. Dos veces temblaban ya, separados, los labios, pero no se abrió camino la palabra. Finalmente se inclinó más sobre la mesa y exhaló, tal como se susurra un secreto: -Aquí. Junto a mí. Junto a nosotros.

Benjamín se movió convulsivamente, como si alguien hubiera golpeado su corazón: -¿Junto a ti? -En mi casa.

-¿Aquí, en tu casa? -En esta casa. En esta pieza. Por eso te busqué.

Benjamín vibraba. Había algo en la quietud de ese hombre que le aturdía.

Sin que lo supiera, se habían juntado sus manos, y apenas perceptible susurró: -¿Aquí? ¿Cómo es posible eso? -Por muy extraño que te parezca, no es milagro alguno. Desde hace treinta años trabajo en este palacio como orfebre, y el tesoro no encierra pieza alguna que no hubieran traído primero a mi taller para que lo pese y aquilate. Y ahora, lo sé, me entregarán también todo lo que Belisario conquistara de los vándalos, para que lo aprecie según su valor y peso, y como primera prenda pedí el candelabro.

Ayer me lo trajeron los siervos del tesoro: tengo permiso para guardarlo siete días.

-¿Y luego ? -Luego lo llevará la nave.

Benjamín empalideció de nuevo. ¿Para qué llamarlo entonces? ¿Para que sea testigo una y otra vez de cómo el candelabro, el sagrado, estaba cercano y era robado siempre de nuevo? Pera significativamente le sonrió Zacarías: -Mas también me es permitido formar copias de todo lo valioso que contiene el tesoro imperial. Muchas veces, cuando en la cámara no figura sino una sola pieza, me exigen que haga otra igual, pues confían en mi mano. Labré la corona de Justiniano de acuerdo a la de Constantino, y para Teodora hice una diadema como otra igual llevaba en su tiempo Cleopatra. Y ahora solicité licencia para crear una copia del candelabro antes de que lo envíen a la nueva iglesia allende el mar, y hoy mismo iniciaré la labor. Ya están calentados los crisoles, y tengo preparado el oro; dentro de siete días estará terminado un candelabro nuevo, tan exactamente igual al nuestro que nadie podrá distinguir entre ellos, pues idéntico será éste a aquél en peso, en forma y aun en el adorno, y será igual el grano del oro.

Sólo que el uno será sagrado y el otro nada más que trabajo humano. Pero a partir de ahora será secreto de dos hombres solamente, tuyo y mío, cuál de los dos es el sagrado y cuál el otro, cuál el que nosotros mismos conservaremos piadosos, y cuál entregaremos a aquéllos para el viaje al extranjero.

Benjamín no sintió más el temblor en sus labios. La ola de la sangre pasaba de pronto suave y cálida por su cuerpo entero, el pecho se distendió, los ojos se aclararon y como un reflejo se dibujó la sonrisa del otro en su propio viejo rostro arrugado. Comprendió. Lo que él mismo había ensayado antes, lo realizaba ahora ese otro. Retomó el candelabro de los otros, devolviendo igual por igual en oro y peso y salvando únicamente lo sagrado. Pero no envidió a Zacarías la acción, cuya realización había sido hasta ahora objeto de su vida. Sólo dijo humildemente: -Alabado sea Dios. Ahora muero gustoso. Tú encontraste el camino que yo buscaba en balde. A mí Dios me llamó. A ti, te bendijo.

Pero Zacarías lo refutó.

-No. Si hay uno que restituye el candelabro a la patria, ese uno serás tú.

-Yo no. Yo soy un viejo. Puedo morir en el camino, y de nuevo caería en manos extrañas.

Pero Zacarías sonrió fuerte y decididamente: -No morirás. Ya sabes tú que no pasará tu vida antes de que se haya cumplido su sentido.

Benjamín recordó: la víspera aun deseaba morir y Dios le había negado el deseo. Quizá le esperaba aún en verdad una misión. Por eso no se resistió más, y dijo solamente: -No tengo voluntad contra su voluntad. Si Dios me elige verdaderamente, ¿cómo he de negarme? ¡Ve y empieza! Durante siete días permaneció cerrado el taller de Zacarías, el orfebre. Por siete días no pisó su pie la calle y no se abrió su casa a ningún llamado. Delante suyo estaba, en un andamio elevado, el candelabro eterno, quieto y magnífico, tal como otrora había estado delante del altar del Señor; en el horno se contraía, convulsivamente, con lenguas silenciosas el fuego, derritiendo el oro despedazado de anillos, presillas y monedas.

Benjamín no pronunció en estos siete días palabra alguna. Miraba cómo la masa hirviente se agitaba en el crisol, y cómo la que se echaba afluía sumisa en las formas preparadas y se endurecía enfriándose.

Cuando luego Zacarías, con cuidadosos golpes de espátula rompió la envoltura, ya pudo reconocer aproximadamente la forma del nuevo candelabro. Fuerte y erguida, salía la columna del sostén del basamento, y de ella partían los siete brazos combados hacia arriba como tallos del tronco. Formáronse claramente los cálices, destinados a sostener las luces, y la mano del orfebre que martillaba y limaba incansablemente, dibujaba más y más netamente en las superficies, planas aún, exactamente los mismos delicados ornamentos de flores que adornaban al candelabro sagrado. De un día a otro aumentaba la similitud entre el candelabro que se estaba haciendo y el milenario, la forma nueva y el santo original. Y finalmente, el séptimo día estaban uno frente al otro como hermanos gemelos, sin que se pudiera distinguir uno del otro, gracias a su absoluta igualdad en tamaño y color, medida y peso. Pero Zacarías comparaba una y otra vez incansable con su ojo experto, a los dos, y siempre entallaba y repujaba algo con el buril más fino y la lima más aguda en su obra amada. Finalmente dejó caer la mano. No quedaba diferencia alguna para poder acechar, y tan fielmente parecidos era uno al otro que, para no engañarse a sí mismo, Zacarías tomó por última vez el buril y marcó en el sombreado pistilo interior de una flor, una última señal para reconocer que éste era el candelabro nuevo, su obra propia, y no el del pueblo y del templo.

Hecho eso, dio un paso atrás, se quitó el delantal de cuero y se lavó las manos.

Después de siete días de labor volvió por primera vez a dirigir la palabra a Benjamín.

-Mi servicio ha terminado. Ahora empieza el tuyo. Toma nuestro candelabro y haz con él según tu mejor parecer.

Pero ante su asombro, lo rechazó Benjamín: -Tú has trabajado siete días, y siete días he pensado yo y consultado a mi corazón. Asaltóme un temor, y me pregunto si no es engaño lo que hacemos. Pues algo tomaste, y devuelves cosa distinta a aquello que te confiaron de buen grado. No, no es posible que retornemos el substituto y nos quedemos con el auténtico, que tomemos por sorpresa lo que no nos dan abiertamente. Dios no ama la fuerza, y cuando yo, de niño, alargué el puño hacia lo sagrado, me laceró el brazo. Pero yo sé que Dios no desprecia menos el engaño, y el que engaña y embauca, a ése lastima el alma.

Zacarías reflexionó: -¿Pero si el tesorero mismo elige entre los dos al que no es auténtico? Benjamín levantó la vista.

-El tesorero sabe que uno es viejo y otro nuevo, y si pregunta por el auténtico y verdadero, nosotros tenemos que darle ése. Pero si Dios dispone que él no pregunte y uno le signifique tanto como el otro, porque son iguales por su oro y peso, entonces, considero, no hemos cometido deslealtad alguna. Si él mismo decide y elige el tuyo, ello nos servirá de aviso. Pero que no sea nuestra la decisión.

Entonces envió Zacarías al siervo hasta la casa del tesorero, y éste llegó, un hombre afable y bonachón de pequeños ojos redondos que miraban penetrantes y expertos por encima de las mejillas rosadas. Tocó como conocedor en el vestíbulo ya dos bandejas de plata labrada que acababan de terminarse, las golpeó con el dedo y examinó su dibujo gracioso. Curioso levantó una detrás de la otra las piedras talladas de la mesa de trabajo.

contra la luz; tan juguetón y enamorado repasaba pieza por pieza, tanto las obras terminadas como las que tenía entre manos el orfebre. que Zacarías tuvo que advertirle que mirase por fin a los candelabros, el milenario y el recién creado, el original y la copia, que permanecían tranquilos y dorados uno al lado del otro sobre la mesa.

El tesorero se colocó interesado frente al par de candelabros. Se notaba que su goce de conocedor se sentía estimulado por reconocer en una falla mínima o en una desigualdad oculta cuál era el recién formado, y cuál el que pertenecía al botín. Daba vueltas cuidadosamente a uno y otro y los miraba de todos los lados, de manera que la luz caía siempre en otros ángulos sobre ellos. Comprobó su peso, arañó el oro, apartándose y acercándose de nuevo comparó y volvió a comparar con creciente atención su proporción intachable. Por último se inclinó muy cerca sobre las ranuras y fisuras delicadísimas acercando a los ojos un cristal tallado de los que aumentan. Pero no pudo encontrar diferencia alguna. Cansado, dejó las vanas comparaciones y golpeó el hombro de Zacarías: -Eres un maestro. Zacarías. y tú mismo un tesoro para nuestro tesoro. Por toda la eternidad nadie podrá distinguir cuál es el viejo y cuál el nuevo, tan firmemente obra tu mano. Magnífico, querido.

Y ya se dio vuelta displicentemente para examinar otra vez las piedras talladas, y eligió una para sí mismo. Entonces, Zacarías tuvo que advertirle: -¿Cuál es, pues, el candelabro que pretendéis? Indiferente, y casi de espaldas ya, contestó el tesorero: -El que quieras. Lo mismo me da.

Entonces salió Benjamín de la sombra en que se había ocultado, tímido y agitado: -Señor, te rogamos que tú mismo elijas uno de los dos.

El tesorero miró extrañado al anciano desconocido. ¿Qué pretendía este hombre raro y para qué lo miraba tan suplicante con ojos ardientes e inquietos? Pero bien humorado como estaba, y demasiado indiferente como para no cumplir el deseo de un viejo, volvió sobre sus pasos. De buen talante, tomó una pequeña moneda y la tiró al aire. Cayó y dio vueltas como un trompo en el suelo, tres veces giró y volvió, y por último quedó quieta a su siniestra. Sonriente señaló el tesorero el candelabro que también estaba a su izquierda: "¡Este, pues!" Luego se fue. Los siervos que habían sido llamados llevaron al candelabro elegido hasta el tesoro. El orfebre acompañó a su profesor, agradecido y atento, hasta el umbral de su aposento.

Benjamín se había quedado atrás. Tocó con .mano trémula al candelabro.

Era el auténtico, el sagrado, y aquél había escogido el otro para el emperador.

Cuando Zacarías regresó, vio a Benjamín permanecer inmóvil ante el candelabro, y contemplarlo tan ardientemente como si lo absorbiera del todo con su mirada. Cuando el anciano se volvió hacia él, parecía el reflejo dorado brillar todavía en la niña de sus ojos. El probado había encontrado aquella tranquila serenidad que la clara decisión obsequia siempre al alma. Sólo pidió en voz baja: -Dios te agradezca, hermano. Y ahora, consígueme una sola cosa más: Un ataúd.

-¿Un ataúd ? -No te extrañe. También he pensado y reflexionado en estos siete días y noches cómo podría llevarse la paz al candelabro. Como tú, pensé yo primero que si salvamos la Menorah, ha de pertenecer al pueblo y él debe guardarla como sagradísima prenda. Pero nuestro pueblo, ¿dónde está y cuál es su residencia? Aun somos, en todas partes, azuzados y tolerados, en ningún lado nos está asegurado un sitio para guardar dignamente el candelabro. Donde tenemos una casa, nos arrojan, y donde elevamos un templo, lo destruyen; mientras la fuerza siga rigiendo a los pueblos, no tendrá paz lo sagrado sobre la tierra. Sólo hay paz bajo la tierra. Allá descansan los muertos, con el pie horizontal, de su viajar. Ahí no brilla el oro para ningún ladrón y no excita la codicia. ¡Qué descanse, pues, en paz allá, el que retorna de mil años de peregrinación ! -¿Para siempre -se sorprendió Zacarías-, piensas enterrar el candelabro? -¿Cuándo le ha sido dado al hombre imaginarse tan sólo la eternidad? ¿Cómo podría fijar yo un término a una cosa desconociendo el de mi propio ser? Quiero hacer descansar el candelabro, pero ¿quien, sino Dios, sabe cuánto tiempo descansará? Yo puedo realizar la acción mas, ¿cómo he de poder medir sus consecuencias, calcular el tiempo y la eternidad? ¡Que decida Dios, El solo.

sobre el destino del candelabro! Yo lo entierro, porque no sé de otro modo de cuidarlo verdaderamente, pero ¿quién sabría decir para cuánto tiempo? Quizás, Dios lo dejará eternamente en la oscuridad, y nuestro pueblo tendrá que peregrinar inconsolado, disperso y desparramado sobre el lomo de la tierra. Mas, quizás -y mi corazón está pletórico de tal esperanza- quizás querrá su voluntad que nuestro pueblo regrese a su patria. Entonces sabrá encontrar -¡ten la seguridad!- a alguno que casualmente tome un azadón y descubra la tumba del sepultado, tal como Dios me encontró a mí para que esconda al inquieto. No te preocupe la decisión, déjasela a El y al tiempo. Que se dé por perdido el candelabro.

Nosotros, secretos de Dios, nosotros no estamos perdidos. Pues el oro no perece en el regazo de la tierra, como el cuerpo humano, ni perece nuestro pueblo en las tinieblas del tiempo. Perdurará el uno y el otro, el pueblo y el candelabro. Déjanos creer, pues, que resurgirá el que enterramos y que brillará de nuevo ante el pueblo que habrá regresado.

Pues sólo si nunca dejamos de creer, resistiremos al mundo.

Ambos apartaron la vista uno del otro y miraron a lo lejos. Luego repitió Benjamín: -Y ahora, procúrame el féretro.

El carpintero trajo el ataúd. Era un cajón común, y así lo había pedido Benjamín, para que no despertara mayor curiosidad si lo llevaba consigo hasta la tierra de los antepasados.

Muy a menudo llevaban los devotos ataúdes a sus peregrinaciones para enterrar a padres y parientes en tierra santa. Podía guardar el candelabro sin peligro en tal ataúd de pino, pues de todas las cosas del mundo sólo lo que ha perecido se escapa a la codicia de los hombres.

Respetuosos depositaron los dos la Menorah en el cajón mortuorio. Envolvieron cuidadosamente sus brazos dorados con seda y pesados brocados, tal como se envuelve la Thora, hija del propio Dios. Rellenaron los huecos con estopa y lana suave para que el metal no golpease durante el transporte resonando contra h madera y no revelase el secreto.

Con mano delicada y trémula recostaron a la Menorah en el ataúd, la cuna de los muertos; y ambos sabían y se estremecieron: Quizás, si Dios no cambiaba graciosamente el sino del pueblo, ellos dos serían para toda eternidad los últimos que hayan visto con ojos respetuosos y tocado con sus manos al candelabro de Moisés, el sagrado candelabro del templo. Mas, antes de que cerraran el féretro, fueron aún en busca de un pergamino consistente y en él escribieron y confirmaron que ellos, Benjamín Marnefesh, llamado el amargamente probado, de la familia de Abthalion, y Zacarías, de la sangre de Hillel, habían depositado en este ataúd la sagrada Menorah, en el octavo año del gobierno de Justiniano sobre Bizancio, para que quedara testimoniado, en el caso de que alguna vez alguien desenterrara a este candelabro en la Tierra Santa, que ése era el verdadero candelabro del pueblo. Guardaron ese rollo de pergamino en una cápsula de plomo, y Zacarías, el platero soldó esa cápsula minuciosamente para que jamás destruyeran la humedad y el moho la escritura. Unió la cápsula con graciosa cadenita de oro al tronco del candelabro, de tal modo que habían de encontrarse simultáneamente el candelabro y el testimonio. Hecho eso, cerraron el ataúd con clavos y remaches y no cambiaron ni una palabra más hasta que los siervos le llevaron el ataúd a Benjamín hasta la nave que salía con rumbo a Jope.

Sólo a bordo, cuando ya la vela crujía en el viento, se despidió Zacarías del amigo, y lo besó: -¡Que Dios te bendiga y te guarde! ¡Que El señale tu camino y consagre tu obra! Hasta ahora, nosotros dos éramos los últimos y únicos que conocían el camino del candelabro. De aquí en adelante lo conocerás tú solo.

Benjamín se inclinó devotamente.

-A mi saber también le está concedido sólo un breve término todavía. Entonces ya sabrá únicamente Dios dónde descansa la Menorah.

Como siempre cuando anclaba una nave en Jope, reunióse una gran cantidad de curiosos en la playa para mirar de cerca y saludar a los que llegaban. Había entre ellos también algunos judíos, y apenas reconocieron que aquel anciano de barbas blancas era uno de los suyos, y tan pronto como vieron que tras suyo bajaban un ataúd, juntáronse todos y siguieron en silencioso acuerdo al féretro, formando un cortejo solemne, pues considera la fe judía como acción bondadosa y agradable a Dios el acompañar a todo muerto en una parte de su último camino y el ayudar devotamente también en el entierro de un extraño y desconocido.

Y no se substrajo al deber sagrado ninguno de los judíos de Jope tan pronto como tuvieron noticias del ataúd que uno de los suyos había traído a través del mar. Llegaron de todas las callejuelas y casas, dejando su obra y trabajo, y silenciosamente acompañó un creciente cortejo al ataúd hasta el albergue en el que Benjamín buscaba alojamiento para la noche. Sólo allí rompieron el silencio después de que se hubo colocado el ataúd al lado de su lecho, pues eso era lo que extrañamente exigía el anciano. Saludaron al compañero de su fe con la expresión de la bendición, y preguntáronle de dónde venía y adónde le conducía su camino. Benjamín contestó brevemente. Temía mucho que ya pudiesen haber llegado a ellos noticias de Bizancio y que alguno le reconociera. Y no quería avivar nuevamente indómita esperanza entre sus hermanos. Pero también quiso evitar toda mentira a la sombra del candelabro, y pidióles permiso para guardar silencio. Dijo tener la misión de sepultar este féretro, y que no le era permitido decir más. Evitó cuidadosamente la curiosidad que seguía preguntando, consultando a su vez dónde estaba el sagrado lugar para bajar un ataúd a la tierra. Entonces sonreían los judíos de Jope con tranquilo orgullo, y le dijeron que todo y cualquier lugar de esa tierra era sagrado y en todas partes el suelo bendito de por sí. Pero luego le designaron y le señalaron todos los lugares en que descansaban, en sus tumbas, en cuevas o en el campo plano, reconocibles solamente por piedras acumuladas y toscas, los antepasados, los patriarcas y las madres de las tribus y los héroes y los reyes del pueblo, y alabaron el rigor activo de esos lugares sagrados. Advirtieron que ningún devoto dejaba de visitarlos para recibir consuelo en ellos. Ofrecieronse diligentes para acompañarlo ahí -pues emanaba de ese viejo algo que demandaba respeto y sus almas sospechaban un secreto- y de bajar a la tumba, con su permiso, al muerto desconocido, uniéndose con él en la oración. Pero Benjamín rechazó su buena voluntad invocando su secreto y los despidió con muchas protestas de agradecimiento. Sólo pidió al dueño del albergue que pusiera a su disposición, a la mañana siguiente, un mozo, a quien pagaría bien, conocedor de los caminos y suficientemente fuerte para excavar una tumba en un lugar que le señalaría, así como una mula para el transporte del féretro. El posadero le prometió que al levantarse el sol estaría preparado su propio siervo para acompañarle a donde deseara.

Esa noche en el albergue de Jope era la última de doloroso inquirir y de santo martirio en la vida de Benjamín, el probado. Una vez más apartóse la seguridad de su alma, una vez más le pesaba, dolorosa y penosa, la decisión. Preguntóse una y otra vez si tenía verdaderamente el derecho de callar al pueblo el regreso y la salvación del candelabro, y de no revelar a sus hermanos el sacro objeto que iba a enterrar en esa tumba. Pues si ya emanaba tan fuerte consuelo para los afligidos de la osamenta muerta, de las tumbas de los antepasados y patriarcas, ¡cuán dichoso habría de ser ese pueblo perseguido, pisoteado y perdido en todos los vientos, si se le dejara nada mas que la más débil sospecha de que no estaba perdido el candelabro eterno, ese símbolo más visible de su unidad, sino que aguardaba a salvo y seguro en tierra patria el día del retorno! "¿Cómo puedo negarles la esperanza? -gimió sin poder dormir-, ¿cómo puedo guardar para mí el secreto, cómo puedo llevarme a la muerte lo que resultaría esperanza y alegría a miles? Sé cómo están sedientos de consuelo: terrible destino el de un pueblo: tener que esperar eternamente lo que quizás y alguna vez se produce, confiar siempre calladamente en la Escritura y no poder retener jamás un aviso.

Y sin embargo sólo callándome puede conservarse el candelabro para el pueblo.

Señor, ¡ayúdame en mi desazón! ¿Cual es el modo de obrar bien y cual es la manera de no cometer una injusticia con mis hermanos? ¡Puedo mandar de vuelta desde la tumba al siervo que aquél me prometió, con la consoladora nueva de que en ella descansa una prenda sagrada? ¿O debo permanecer mudo para que ninguno conozca, fuera de Ti, el lugar de ese sepulcro? ¡Señor, decide Tú por mí! ¡Una vez, ya me diste una señal, ahora dame otra más: Señor, líbrame de la resolución! Pero la noche permaneció muda, y el sueño huyó hostil al probado. Siguió despierto con el ojo ardiente hasta el nacer del nuevo día, preguntando y preguntando, y con cada pregunta más profundamente engolfado en la red ahogadora del temor y del pesar. Ya se aclaró el oriente, y aun no había ganado claridad el alma del anciano.

Entonces penetró el hostelero con mirada afligida a la cámara.

-Perdón, pero no puedo hacerte acompañar por el mozo que conoce el camino, según ayer te prometí. Durante la noche se descompuso repentinamente.

Salió convulsivamente espuma de su boca, y ahora está yaciente con una fiebre devoradora. Sólo puedo cederte al otro sirviente. En verdad le es extraño el país, y además es mudo; Dios le cerró la boca desde su nacimiento. Pero si con él te conformas, gustoso te mandaré el mudo.

Benjamín no miró al posadero. Sólo levantó, agradecido, la mirada. Había recibido respuesta. Fuéle enviado un mudo en señal de silencio. Uno que desconocía el país para que permaneciera eternamente oculto el lugar. No titubeó más su alma, y agradecido contestó: -¡Mándame el mudo! Y no te preocupes. Yo mismo conozco mi camino.

Benjamín marchó desde la mañana hasta la tarde con su mudo acompañante a través del país abandonado. Detrás de ellos trotaba, silenciosa y paciente, la mula con el féretro atado a su lomo. A veces, pasaban delante de chozas que quedaban, pobres y llenas de tierra, a la vera del camino, pero Benjamín no descansó en ninguna de ellas. Y si se encontraban con caminantes, sólo les daba el saludo de la paz y evitaba toda conversación. Ya sintió ansia por terminar la labor encomendada y por enterrar el candelabro. Aun ignoraba el lugar apropiado, y un temor oscuro y misterioso vetole la elección propia. "Por dos veces", pensó piadosamente, "recibí señales. Esperaré la tercera". Así siguieron de consuno por el país que poco a poco se obscurecía, y sobre las colinas elevóse la noche y unas nubes grávidas que pasaron inquietas y cubrieron la luna que, desde hacía tiempo ya, estaba en el cenit, según denunciaba un pálido claror sobre las cimas. Faltaría una hora o dos aún hasta el próximo lugar que ofrecía albergue. Pero Benjamín proseguía esforzadamente y a su lado, como una sombra callada, el mudo con la pala al hombro y, detrás de los dos, la mula a trote regular y paciente.

De pronto se empacó el animal y se quedó parado. El siervo tomó la mula de las riendas para arrastrarla. Pero el animal lo rechazó afirmando sus patas delanteras tercamente contra el suelo y rechinó los dientes encolerizado. No quería seguir. El mudo bajó furioso la pala para golpear con su mango de madera al animal obstinado, pero Benjamín lo agarró fuertemente del brazo. Que esperase le mandó, y dejase al animal en paz. Quizás era esa demora una advertencia y una señal.

Benjamín miró en torno suyo. El oscuro paisaje de colinas yacía abandonado, no había en la proximidad casa ni choza alguna. Debían haberse desviado de la carretera a Jerusalén, y Benjamín reflexionó que ése era un lugar apropiado para realizar su obra sin testigos.

Probó la tierra con el bastón; era grasa, firme y sin piedras. Podría excavarse rápidamente un sepulcro allá y las colinas circundantes ofrecían protección contra las arenas movedizas que de ordinario borraban prontamente la huella. Ahora ya sólo se trataba de encontrar un lugar adecuado.

Miró, indeciso, largo rato primero hacia la derecha y luego hacia la izquierda, para realizar la postrera elección. Pero entonces vio a la diestra en el campo abandonado, a la distancia de dos o tres pedradas del camino, un árbol de mucha sombra, muy parecido, en su forma y crecimiento, a aquel otro en la colina de Pera bajo el que había descansado y le había llegado el mensaje de guardar el candelabro. Recordó su sueño, y su corazón cobró seguridad. De inmediato ordenó al mudo que desatase el ataúd del lomo de la mula, y apenas se cumplió su mandato cuando el animal ya aflojó sus miembros y se arrimó a él de modo que sintió en su mano el halo cálido del hocico. Refirmóse entonces su seguridad de que aquél era el lugar propicio, y lo señaló al siervo que comenzó, laborioso, su trabajo. La pala resonaba como si fuera de plata; obediente y vigoroso removió el mudo la muda tierra.

Pronto llegó a la profundidad requerida. Ya no restó sino lo último: bajar el candelabro a ella. Con los brazos vigorosos sostuvo el siervo la carga sin sospechar nada; el ataúd se deslizó cuidadosamente y quedó por fin tendido para el eterno sueño guardando en la cáscara de madera el valioso fruto de oro al que pronto habría de cubrir la corteza eternamente viviente de la tierra que respiraba, verdeaba y germinaba.

Lleno de veneración se inclinó Benjamín: "Soy el testigo, el último", pensó y nuevamente se estremeció bajo la pesada carga de la idea: "Nadie fuera de mí conoce ahora el secreto de nuestro candelabro. Nadie sabe su sepulcro y sospecha el lugar oculto". Pero en ese momento desgarró la luna su velo. Las nubes, que desde el atardecer habían retenido su brillo apartáronse un poco, y llegó a la tierra una claridad en un rayo fuerte, y era como si desde el medio del cielo mirara un gigantesco ojo blanco entre obscuros párpados. No era como un ojo humano, sombreado y con pestañas, tierno y perecedero, sino un ojo redondo y duro como hecho de hielo, eterno e indestructible. Miró y brilló hasta la profundidad del sepulcro abierto, y fueron visibles los cuatro flancos recortados de la excavación, y las planas paredes de pino del ataúd relucían en la luz blanquecina como metal brillante. Fue un solo instante, una sola mirada desde lejanías infinitas; luego cubrieron las nubes de nuevo a la luna errabunda. Pero Benjamín supo que otro ojo, fuera del suyo, había distinguido la morada del candelabro.

A una señal suya cubrió el siervo el hueco con terrones de tierra, y cuando quedó concluida la labor y el suelo plano otra vez sobre la tumba cerrada, ordenó Benjamín al siervo que regresara y llevara consigo la mula libre de la carga. El mudo hizo desesperadas señas con las manos. Quiso expresar que el anciano no debía quedarse solo en la oscuridad y en tierra extraña, porque amenazaba peligro de asaltantes y de bestias salvajes. Quería acompañar al bondadoso señor, cuando menos hasta el próximo paraje de descanso. Pero, decidido e impaciente, mandó el anciano al mudo que cumpliese estrictamente su orden; y como aun titubeara, le echó con palabras de reconvención. Estaba impaciente por ver desaparecer finalmente al hombre y a la bestia detrás del recodo del camino y de quedarse solo bajo el cielo inmensamente vacío y en medio de lo inconcebible de la noche grandiosa.

Se acercó una vez más al sepulcro, e inclinando la cabeza pronunció la oración de los muertos: "Grande es el nombre y sagrado es el nombre de lo eterno en este mundo y en los otros mundos y también en los días de la resurrección".

Sintió el deseo de colocar, según la costumbre piadosa, una piedra u otra señal sobre la tierra removida. Pero desistió en holocausto del secreto, y sin volver de nuevo la mirada, caminó sin rumbo y sin preguntarse adónde. Ya no tenía meta desde que había dado reposo al candelabro. Le había abandonado todo temor, y su alma no sentía más miedo. Había hecho lo que estaba destinado hacer. Ahora quedaba de Dios si el candelabro había de permanecer oculto hasta el fin de los días y si el pueblo había de seguir diseminado sobre la tierra. O si quería reconducir, finalmente, a su pueblo y hacer resucitar el candelabro de su tumba desconocida.

El anciano atravesó la noche, que jugaba obscura con las nubes y a momentos brillaba con las estrellas, y su paso era cada vez más contento y alegre. Como por encantamiento se desvaneció el peso y la gravedad de los muchos años vividos, y desde los adentros se aligeraban sus miembros, y sintióse ágil como nunca.

Las viejas articulaciones le obedecían de pronto como untadas con un aceite suave y cálido; caminó ligero y como alado, cual si pisara sobre agua. Levantó la cabeza, alzó la mano como llevada por un viento imperceptible, y ya le parecía - ¿o lo soñaba sólo, despierto?- que por primera vez podía volver a levantar también el brazo destrozado. Sintió en su interior la sangre más y más clara, y subir como una savia vivificante en el tronco; ya, golpeó finalmente en las sienes, y de repente oyó un canto. No sabía ya si eran los muertos bajo la tierra los que cantaban en un coro fraternal para saludarle al volver, o si ese rumor cálido llegaba desde las estrellas que brillaban cada vez con más fuerza. No lo sabía. Sólo caminaba y caminaba, como llevado sobre las alas más y más adentro de la noche rumorosa.

A la mañana siguiente encontraron unos mercaderes, que se dirigían al mercado de Ramleh, a un hombre anciano en un campo cercano a la carretera. Estaba muerto. Yacía con la cabeza descubierta y con la espalda contra la tierra.

Tenia los brazos como si quisiera abrazar algo infinito, grandemente abiertos; las manos se tendían con los dedos separados como las del que va a recibir un gran regalo. Los ojos estaban claramente abiertos en el pacífico rostro transfigurado del que descansaba en la bienaventuranza. Y cuando uno de los mercaderes se inclinó para cerrarlos piadosamente, vio que estaban plenos de luz y que en sus redondas pupilas tranquilas se reflejaba el cielo entero.

Mas, los labios del extraño estaban severamente cerrados bajo la barba: y era como si retuviera un secreto entre sus dientes aun más allá de su propia muerte.

El candelabro imitado llegó pocas semanas después a tierra santa y, de acuerdo a la ordenes de Justiniano, fue colocado en la iglesia de Jerusalén, debajo del altar. Pero no fue larga su permanencia allá. Pues hicieron irrupción los persas y lo rompieron y despedazaron para convertirlo en presillas para sus mujeres y en una cadena para su rey; así como siempre perece la obra del hombre en el tiempo absorbente y en el sentido destructor del hombre, así pereció también el signo que aquel platero había formado, y su huella quedaba perdida para siempre .

Pero guardado por el secreto, sigue esperando el candelabro eterno, desconocido e intacto en su sepulcro oculto. Ruidosos e indómitos pasaban sobre él las tiempos, en cientos de años luchaban pueblos y más pueblos por su tierra, y extrañas generaciones, cada vez mas diferentes, se combatían sobre su reposo.

Pero no pudo hacer presa de él robo alguno ni destrozarlo ninguna codicia. A veces pasa hoy un pie apurado sobre los terrones protectores, a veces descansan, bajo el ardor del mediodía, algunos durmientes en la vera del camino, cerca de su sueño, pero nadie sospecha de su proximidad y ninguna curiosidad ha extendido todavía la mano hasta su profundidad. Como todo secreto de Dios, descansa en la oscuridad de los tiempos, y nadie sabe si dormirá eternamente, oculto y perdido para su pueblo que aun sigue errando sin paz, de exilio en exilio, o si finalmente lo hallará alguien en el día en que su pueblo se vuelva a encontrar y en que él pueda iluminar a los pacificados en el templo de la paz.

FIN

 


 

 

 

EN UN LUGAR DE ÁFRICA

STEFAN ZWEIG 

NOVELA AUTOBIOGRÁFICA

En memoria de mi padre

 

CAPÍTULO I

Rongai, 4 de febrero de 1938

Querida Jettel:

En primer lugar, ve a buscar un pañuelo y siéntate tranquilamente. Es preciso que tengas los nervios bien templados. Si Dios quiere, volveremos a vernos muy pronto. Sea como fuere, mucho antes de lo que esperábamos. A partir de mi última carta desde Mombasa, que te escribí el día en que llegué, han pasado tantas cosas que la cabeza aún me da vueltas. Sólo estuve una semana en Nairobi y la pasé bastante abatido, pues todo el mundo me decía que aquí, si no sabes inglés, no hace falta ni que te molestes en buscar trabajo en la ciudad. Pero tampoco veía posibilidad alguna de encontrar empleo en una granja, como hacen casi todos para tener al menos un techo. Entonces, hace una semana, me invitaron a comer junto con Walter Süskind (de Pomerania) a casa de una rica familia judía.

Al principio no le di mayor importancia y supuse que la gente de este lugar no sería muy distinta de mi madre en Sohrau*. que siempre sentaba a su mesa a algún pobre diablo. Sin embargo, ahora sé lo que es un milagro. La familia Rubens lleva cincuenta años viviendo en Kenia. El anciano Rubens es presidente de la Comunidad Judía de Nairobi, la cual se ocupa de los refugees (ésos somos nosotros) recién llegados al país.

Los Rubens (cinco hijos adultos) pusieron el grito en el cielo cuando se enteraron de que tú y Regina aún seguíais en Alemania. Aquí las cosas se ven de un modo muy distinto de como yo las veía en casa. Ya ves, tú y mi padre teníais toda la razón cuando no queríais que emigrara yo solo, y me avergüenzo de no haberos escuchado. Por lo que supe más tarde, Rubens me echó una buena reprimenda, aunque naturalmente yo no le entendía. No puedes hacerte una idea de lo que tardé en comprender que la Comunidad está dispuesta a adelantar las cien libras que necesitáis tú y Regina para el servicio de inmigración. A mí me han mandado de inmediato a una granja para que los tres tengamos un alojamiento cuanto antes y yo al menos pueda ganar algo de dinero.

Eso significa que debéis partir lo antes posible. Esta frase es la más importante de toda la carta. Aunque me he comportado como un borrico, ahora has de confiar en mí. Cada día que pases con la niña en Breslau* será un día perdido. De modo que ve inmediatamente a ver a Karl Silbermann. Él es quien más experiencia tiene en cuestiones de emigración, y te llevará a ver al hombre de la agencia de viajes Deutsches Reisebüro que tan bien se portó conmigo. Él te dirá cuál es la forma más rápida de conseguir un pasaje de barco, da igual el barco que sea y lo que dure la travesía. A ser posible, toma un camarote en tercera. Sé que no es lo más confortable, pero será mucho más barato que segunda y necesitamos hasta el último céntimo. Lo principal es que estéis a bordo y en el mar cuanto antes. Sólo así podremos volver a dormir tranquilos.

Asimismo deberás ponerte en contacto sin pérdida de tiempo con la empresa Danziger por lo de nuestros cajones. Ya sabes que dejamos uno vacío para lo que se nos ocurriera.

En los trópicos es muy importante una nevera. También necesitamos como sea una lámpara de gas, una Petromax. Asegúrate de que también te den los accesorios. De lo contrario tendremos la lámpara, pero estaremos a oscuras. En la granja a la que he venido a parar no hay luz eléctrica. Compra también dos mosquiteras; si te llega el dinero, tres. Lo cierto es que Rongai no es zona declarada de malaria, pero quién sabe dónde acabaremos. Si no queda sitio para la nevera, saca la porcelana de Rosenthal. No creo que vayamos a necesitarla en esta nueva vida y ya hemos tenido que separarnos de otras muchas cosas además de los platos con florecitas.

Regina necesitará botas de goma y pantalones de pana (dicho sea de paso, tú también).

Si alguien desea hacerle un regalo de despedida, pide zapatos que le sirvan dentro de dos años. No puedo imaginarme, al menos hoy no, que lleguemos a ser lo bastante ricos para comprar zapatos.

No hagas la lista para Emigración hasta que lo tengas todo. Es importante que especifiques cada una de las cosas que vayas a llevarte. De lo contrario te pondrán muchas pegas. Y no dejes que nadie te convenza para traer cosas de otro. Piensa en el pobre B. Las dificultades que tuvo en la aduana de Hamburgo son sólo consecuencia de su bondad. Quién sabe si conseguirá llegar a Inglaterra y cuánto tiempo lo tendrán retenido. Lo mejor será que hables lo menos posible de tus planes. Uno ya no sabe adonde te puede llevar una conversación, ni qué puedes esperar de personas a las que conoces de toda la vida.

Hoy no hablaré mucho de mí, si no te pondré la cabeza como un bombo. Rongai se encuentra a unos mil metros de altitud, pero hace mucho calor. Las noches son muy frías (así que tráete prendas de lana). En la granja se cultiva sobre todo maíz, aunque aún no he averiguado qué tengo que hacer con él. Además tenemos quinientas vacas y un montón de gallinas. De modo que no nos faltará leche, mantequilla y huevos. No te olvides de traer una receta para hacer pan.

Lo que hace el chico parece pan ázimo y sabe aún peor. Sus huevos fritos son fantásticos, pero no tiene ni idea de hacer huevos revueltos. Y cuando los prepara pasados por agua, siempre canturrea la misma canción. Desgraciadamente la canción es demasiado larga y los huevos acaban siendo duros.

Como ves, ya tengo chico propio. Es alto, naturalmente negro (te lo ruego, explícale a Regina que no todo el mundo es blanco) y se llama Owuor. Se ríe mucho, cosa que, teniendo en cuenta mi inquietud actual, me sienta muy bien. Chico es como llaman aquí a los criados, pero tener un chico no significa nada. En una granja puedes tener tantos sirvientes como quieras, de modo que no es preciso que te preocupes por lo de la criada.

Aquí vive mucha gente. La envidio porque no sabe lo que está ocurriendo en el mundo y porque tiene lo suficiente para vivir.

En la próxima carta te contaré más cosas de Süskind. Es un ángel, hoy va a Nairobi y llevará el correo. Así se gana al menos una semana, y para nosotros una correspondencia ágil es ahora de suma importancia. Cuando contestes, numera tus cartas y di concretamente a cuál estás respondiendo. De lo contrario nuestra vida será aún más caótica de lo que ya es. Escribe lo antes posible a mi padre y a Liesel y disipa sus miedos sobre nosotros.

Mi corazón se llena de gozo al pensar que tal vez muy pronto pueda estrecharos entre mis brazos a ti y a la niña. Y me aflige pensar el daño que esta carta le hará a tu madre.

Ahora, de sus dos hijas, sólo le quedará una a su lado y quién sabe por cuánto tiempo.

Pero tu madre siempre ha sido una gran mujer y sé que preferirá saberos a ti y a su nieta en África que en Breslau. Dale a Regina un beso muy fuerte de mi parte y no la mimes demasiado. La gente pobre no puede permitirse ir al médico.

Me imagino el nerviosismo que esta carta te producirá, pero ahora has de ser fuerte.

Por todos nosotros.

Te abraza, lleno de nostalgia,

 

Tu viejo Walter

PD: Te gustarían los hijos del señor Rubens, unos muchachos muy apuestos. Como antes, cuando íbamos a clases de baile. Creía que todos ellos estaban solteros, pero más tarde me enteré de que cuando tratan de nosotros, los refugiados, sus esposas siempre se van a jugar al bridge. Están hasta la coronilla del tema.

 

Rongai, 15 de febrero de 1938

Querido padre:

Espero que hayas recibido noticias de Jettel y te hayas enterado de que tu hijo se ha hecho granjero. Seguro que mamá habría dicho «bonito pero duro», pero un abogado y notario destituido no podría desear nada mejor. Esta mañana he ayudado a un ternero a salir del vientre de una vaca y lo he bautizado con el nombre de Sohrau. Preferiría haber hecho de comadrona en el parto de un potro, pues ya sabes que aprendí a montar contigo antes de que entraras en el ejército.

No pienses que fue un error permitirme que estudiara. Eso es sólo lo que parece ahora.

¿Cuánto durará esto? Mi jefe, que no vive en la granja sino en Nairobi, tiene montones de libros en el armario. Entre ellos se encuentran la Enciclopedia Británica y un diccionario de latín. Aquí, en esta región despoblada, no podría aprender inglés si no hubiera aprendido antes latín. Pero ya puedo hablar de comidas, ríos, legiones y guerras, e incluso sé decir «soy un hombre sin patria». Desgraciadamente eso sólo funciona en teoría porque aquí, en la granja, sólo hay negros, y hablan suahili y encuentran tremendamente cómico que no los entienda.

Ahora mismo estoy releyendo en la enciclopedia cosas sobre Prusia. Como aún no hablo el idioma, tengo que escoger temas que conozco. No te imaginas lo largos que son los días en una granja como ésta, pero no quiero quejarme. Le doy gracias al destino, sobre todo desde que albergo la esperanza de que Regina y Jettel estén pronto conmigo.

Me preocupáis mucho vosotros dos. ¿Qué ocurrirá si los alemanes entran en Polonia? A ellos no les importará que tú y Liesel hayáis seguido siendo alemanes y no hayáis optado por Polonia. Para ellos sois judíos, y no creas que te van a servir de nada tus condecoraciones de guerra. Ya lo vimos después de 1933. Por otra parte, precisamente porque no habéis optado por Polonia, no podéis entrar en el contingente polaco, que está entorpeciendo la emigración en todas partes. Si vendieras el hotel, también tú podrías pensar en emigrar. Deberías hacerlo, sobre todo por Liesel. Sólo tiene treinta y dos años y la vida aún no le ha dado nada.

He hablado de Liesel a un antiguo banquero de Berlín (ahora cuenta sacos en una granja de café), le he contado que aún sigue en Sohrau. En su opinión, las autoridades de inmigración locales no ven con malos ojos la entrada de mujeres solteras. Éstas consiguen buenos empleos, sobre todo de niñeras en las casas de las ricas familias de granjeros ingleses. Si tuviera las cien libras necesarias para avalaros, te instaría de otro modo a que emigrarais. Pero ya es bastante bendición que pueda traer a Jettel y a la niña.

Quizá podrías ponerte en contacto con el abogado Kammer, de Leobschütz*. Fue extremadamente honesto conmigo hasta el final. Cuando me destituyeron, me prometió que pondría a buen recaudo el dinero que aún se ingresara de los clientes. Seguro que te ayudaría si le explicaras que sigues teniendo un hotel, pero que no tienes dinero. En Leobschütz es de sobra sabido cómo les ha ido a los alemanes en Polonia todos estos años.

Solo aquí, a solas con mis pensamientos, me doy perfecta cuenta de lo poco que me he ocupado de Liesel. Con su bondad y su abnegación tras la muerte de mamá, se habría merecido un hermano mejor. Y tú, un hijo que te hubiese agradecido a tiempo todo lo que has hecho por él.

No es preciso que me mandes nada, de veras. Con los alimentos de la granja tengo todo lo que necesito para vivir, y abrigo la esperanza de conseguir algún día un empleo en el que gane lo bastante para poder enviar a Regina a la escuela (aquí cuesta una fortuna y la enseñanza no es obligatoria). Por supuesto que me encantaría recibir las semillas de rosas. Así crecerían en este rincón de la tierra dejado de la mano de Dios las mismas flores que en el jardín de la casa de mi padre. Quizá Liesel pueda mandarme la receta del chucrú. He oído que aquí se da bien la col.

Recibid un cariñoso abrazo,

Vuestro Walter

 

Rongai, 27 de febrero de 1938

Querida Jettel:

Hoy ha llegado tu carta del 17 de enero. Tuvieron que reexpedirla desde Nairobi. Es un milagro que la haya recibido. No tienes idea de lo que significan las distancias en este país. De aquí a la granja más cercana hay cincuenta y cinco kilómetros, y Walter Süskind se encuentra a tres horas por carreteras malas, fangosas a trozos. A pesar de todo, hasta ahora ha venido a verme todas las semanas para celebrar conmigo el sabat.

Es de una familia piadosa. Tiene la suerte de que su jefe le ha puesto un coche a su disposición. Por desgracia, el mío, el señor Morrison, opina que desde el éxodo por el desierto todos los hijos de Israel son buenos andarines. Desde que Süskind me trajo hasta aquí, no he vuelto a salir de la granja.

Es una lástima que no haya caballos. El único burro de esta granja me ha derribado tantas veces que me duele todo el cuerpo. Süskind se desternilló de risa y dijo que los burros africanos no se pueden montar. No se dejan tomar por tontos como en las playas alemanas. Cuando vengas, también tendrás que acostumbrarte a que la lluvia entre en el dormitorio. La gente se limita a poner un cubo y se alegra por tener agua. Aquí es muy valiosa. La semana pasada hubo incendios por todas partes. Me llevé un buen susto. Por suerte Sükind estaba de visita y me explicó lo de quemar el matorral. Aquí es algo habitual.

Me hace bien saber que la mayor parte de tu carta está superada. Entretanto ya te habrás enterado de que tus días en Breslau están contados. La sola idea de teneros aquí hace que mi corazón vuelva a latir como antaño en mayo, cuando nos imaginábamos un gran porvenir. Hoy ambos sabemos que sólo importa una cosa: sobrevivir.

Debes seguir como sea con tus clases de inglés, poco importa que no te guste el profesor. Puedes dejar el español, sólo era por si nos concedían el visado para Montevideo. Para hablar con la gente de la granja hay que aprender suahili. Por una vez, Dios ha sido benévolo con nosotros: el suahili es un idioma muy sencillo. Cuando llegué a Rongai no sabía ni una palabra, y ahora hasta puedo entenderme más o menos con Owuor. A él le encanta que le señale cosas para que me diga su nombre. Me llama bwana. Así es como se dirigen aquí a los hombres blancos. Tú serás la memsahib (esta palabra sólo se utiliza para las mujeres blancas) y Regina será la toto, que quiere decir niño.

Quizá para mi próxima carta ya haya aprendido suficiente suahili para explicarle a Owuor que no me gusta comer la sopa detrás del pudin. Dicho sea de paso, hace un pudin exquisito. La primera vez hice diversos ruiditos al comerlo. Él me imitó, y desde entonces prepara el mismo pudín todos los días. Lo cierto es que tendría que reírme más, pero reír solo no es tan divertido. Nada en absoluto por la noche, cuando uno no puede luchar contra los recuerdos.

Ojalá tuviera ya noticias tuyas. ¿Tendréis ya los pasajes? Quién habría pensado que acabaría siendo tan importante salir del país. Ahora me dispongo a ir a ordeñar. Es decir, yo miro mientras los chicos ordeñan y aprendo el nombre de las vacas. Eso me distrae.

Por favor, escríbeme en cuanto recibas mis cartas. E intenta alterarte lo menos posible.

Puedes estar segura de que os llevo conmigo día y noche en mis pensamientos.

Un beso muy fuerte para las dos, para tu madre y para tu hermana.

Tu viejo Walter

 

Rongai, 15 de marzo de 1938

Querida Jettel:

Hoy he recibido tu carta del 31 de enero. Me ha entristecido mucho, ya que no puedo ayudarte con tus temores. Me imagino perfectamente que ahora oirás muchas cosas tristes, pero eso también debería servir para demostrarte que el destino no sólo se ha burlado de nosotros. Además, no es cierto que sea yo el único que ha emigrado. Aquí hay muchos hombres que desean intentar primero labrarse una posición antes de hacer venir a sus familias, hombres que están en la misma situación que yo, salvo que ellos no han tenido la suerte de que entre en sus vidas un ángel salvador como Rubens. Debes tener fe en que pronto volveremos a vernos. Algo que deberemos a Dios. No tiene ningún sentido que le demos vueltas ahora a si no sería mejor que hubiésemos ido a Holanda o a Francia. No tuvimos otra elección y quién sabe si no será la acertada.

Ya no tiene importancia que no acepten a Regina en la guardería. Ni tampoco importa para nuestro futuro que personas a las que conoces desde hace años te nieguen el saludo.

Ahora es cuando debes aprender a distinguir las cosas importantes de las que no lo son.

En nuestra vida ya no es relevante que crecieras siendo la niña mimada de una buena familia. En la emigración no cuenta lo que uno fue, sino sólo que marido y mujer persigan el mismo fin. Estoy seguro de que saldremos adelante. Ojalá ya estuvieras aquí y pudiéramos ponernos en camino.

Un beso muy fuerte para las dos,

Tu viejo Walter

 

Rongai, 17 de marzo de 1938

Querido Süskind:

No sé cuánto tardará el chico en llevarte esta carta. Tengo cuarenta de fiebre y no siempre puedo pensar con claridad. Si algo me sucediera, encontrarás la dirección de mi esposa en una cajita en el cajón que hay junto a mi cama.

Walter

 

Rongai, 4 de abril de 1938

Querida Jettel:

Hoy me ha llegado tu carta con la noticia que aguardaba con tanta impaciencia. Me la ha traído Süskind de la estación de ferrocarril y, como es natural, se ha llevado un buen susto al ver que me echaba a llorar. Imagínate, luego el grandullón se ha puesto a llorar conmigo. Eso es lo bueno cuando uno es un refugiado y ya no es alemán. No tiene que avergonzarse de sus lágrimas.

Los días se me harán eternos hasta que llegue junio y estéis a bordo. Si no recuerdo mal, el Adolf Woermann es un barco de lujo que rodea toda África. Eso significa que haréis más escalas prolongadas y que la travesía será más larga que la mía en el Ussukuma. Intenta disfrutar al máximo, aunque será mejor para vosotras que os arriméis a gente que celebre el año nuevo en septiembre. Os ahorraréis problemas innecesarios.

Yo me pasé gran parte del viaje escondido en mi camarote, y fue la última oportunidad que tuve de hablar con gente.

Lástima que no hayas seguido mi consejo en lo del camarote de tercera. Nos habríamos ahorrado mucho dinero, dinero que aquí echaremos en falta, y seguro que a la niña no le habría venido mal compartir el camarote con un extraño. Ha de aprender que, aunque se llame Regina, no es una reina.

Sin embargo, no quiero discutir contigo en un momento en el que me siento tan feliz y agradecido. Ahora es importante que estés bien atenta y te asegures de que las cajas pueden ir con vosotras. No porque necesitemos tanto las cosas, sino porque he sabido de gente que dispuso que le fueran enviadas sus pertenencias cuando emigró y aún sigue esperando. Temo que no hayas comprendido lo importante que es para nosotros una nevera. En los trópicos es tan necesaria como el pan de cada día. Deberías esforzarte por encontrar una. Süskind podría traerme carne de Nakuru, pero sin nevera se echa a perder en tan sólo un día. Y, como jefe que es, el señor Morrison es muy estricto. Sólo podemos matar una de sus gallinas cuando él viene a la granja. Me alegro de que al menos me deje comer los huevos.

Enhorabuena por la lámpara. Así no tendremos que acostarnos con las valiosas gallinas del señor Morrison. No deberías haberte comprado el traje de noche. Aquí no tendrás ocasión de lucirlo. Estás muy equivocada si crees que la gente como los Rubens va a invitarte a sus fiestas. En primer lugar, hay un gran abismo entre los judíos ricos, establecidos aquí desde hace tiempo, y nosotros, refugiados sin recursos, y, en segundo lugar, los Rubens viven en Nairobi, que está más lejos de Rongai que Breslau de Sohrau.

Así y todo no puedo reprocharte que tengas un concepto equivocado de África. Yo tampoco tenía ni idea de lo que nos esperaba y no dejan de sorprenderme cosas que Süskind, al cabo de dos años, encuentra de lo más naturales. Ya hablo bien suahili y cada vez me doy más cuenta de la amabilidad con que Owuor se ocupa de mí.

Lo cierto es que he estado enfermo. Un día tenía mucha fiebre y Owuor insistió en que mandara llamar a Süskind. Éste llegó aquí bien entrada la noche y supo de inmediato lo que me pasaba. Malaria. Afortunadamente llevaba consigo quinina y pronto empecé a sentirme mejor. Pero no te asustes cuando me veas. He perdido mucho peso y tengo la cara bastante amarillenta. Como ves, el regalo de despedida de tu hermana, ese espejito que tan superfluo me pareció en su momento, ha resultado de gran utilidad.

Desgraciadamente la mayoría de las veces sólo me cuenta historias desagradables.

Mi enfermedad me ha hecho comprender lo importantes que son los medicamentos en un país en el que no se puede telefonear a un médico y en el que, de todos modos, no podría pagarlo. Necesitamos, sobre todo, yodo y quinina. Seguro que tu madre conoce a algún médico que aún quiera el bien de gentes como nosotros y pueda procurarte esas cosas. Pídele también que te explique cuánta quinina hay que administrarle a un niño.

No quiero asustarte, pero en esta tierra hay que aprender a valerse por uno mismo. Sin Süskind lo habría pasado muy mal. Y, claro está, también sin Owuor, que no se ha apartado de mi lado ni un momento y me ha dado de comer como a un niño. Por cierto, no se puede creer que sólo tenga un hijo. Él tiene siete, pero, si no he entendido mal, también tiene tres esposas. Imagínate, ¡tuvo que conseguir avales para toda la familia! Pero ahora tiene una patria. Lo envidio sobremanera. También lo envidio porque no sabe leer y no se entera de lo que pasa en el mundo. Sin embargo, es curioso que parezca saber que soy un europeo distinto del señor Morrison.

Habíale a Regina de mí. ¿Reconocerá aún a su papá? ¿Se enterará la niña de lo que está pasando? Será mejor que no le cuentes nada hasta que estéis en el barco. Allí ya no tendrá importancia que se le escape algo. No te despidas de mucha gente antes de irte.

Te romperá el corazón. Mi padre comprenderá que ni siquiera vayáis a Sohrau. Creo que incluso estará de acuerdo. Y dales a tu madre y a Käte un beso de mi parte. El día de la separación les resultará duro. A uno le cuesta hacerse a la idea de algunas cosas.

Recibid un cariñoso abrazo,

Tu viejo Walter

 

Rongai, 4 de abril de 1938

Querida Regina:

Hoy vas a recibir tu propia carta, pues tu papá está muy contento porque pronto volverá a verte. Ahora debes ser especialmente buena, rezar todas las noches y ayudar a mamá en lo que puedas. Estoy seguro de que te gustará la granja en la que vamos a vivir los tres. Hay muchos niños. Sólo tendrás que aprender su lengua para poder jugar con ellos. Aquí brilla el sol todos los días. De los huevos salen unos pollitos preciosos, pequeñitos. Desde que estoy en este lugar también han nacido dos terneros. Pero has de saber una cosa: en África sólo dejan entrar a niños que no les tengan miedo a los perros.

Así que practica para ser valiente. El valor es más importante en la vida que el chocolate.

Te envío tantos besos como caben en tu cara. Dale algunos a mamá, a la abuela y a la tía Käte.

Tu papá

 

Rongai, 1 de mayo de 1938

Querido padre, querida Liesel:

Ayer llegó vuestra carta con las semillas de rosa, la receta del chucrú y las novedades de Sohrau. Ojalá pudiera expresar con palabras lo mucho que significa una carta así.

Tengo la sensación de ser aquel muchacho al que tú, querido padre, escribías desde el frente. Cada una de tus cartas rebosaba valor y lealtad a la patria. Sólo que entonces ninguno de nosotros pensaba que cuando uno necesita más valor es cuando ya no tiene patria.

Estoy aún más preocupado por vosotros desde que los austriacos han sido anexionados al Reich. Quién sabe si los alemanes no les tendrán reservada una suerte similar a los checos. ¿Y qué será de Polonia? Siempre creí que podría hacer algo por vosotros cuando estuviera en África. Pero, naturalmente, nunca habría sospechado que en el siglo XX se contratara a la gente sólo por cama y comida. Hasta que no lleguen Jettel y Regina es impensable cualquier cambio. Después tampoco será fácil encontrar un trabajo en el que además de huevos, mantequilla y leche también me den un salario.

Poneos al menos en contacto con una organización judía que asesore a los emigrantes.

Por eso también merece la pena que vayáis a Breslau. Así podríais volver a ver a Regina y a Jettel. No he querido que ellas fueran a Sohrau antes de partir. Percibo en las cartas de Jettel lo nerviosa que está.

Ante todo, querido padre, no te hagas más ilusiones. Nuestra Alemania ha muerto. Ha pisoteado nuestro amor. No pasa un día sin que intente arrancármela del corazón. La única que no desea abandonarlo es nuestra Silesia.

Tal vez os preguntéis cómo es que aquí, en el extranjero, estoy tan al tanto de lo que pasa en el mundo. La radio que me regalaron los Stattler al marcharme es una auténtica maravilla. Me llega Alemania con tanta nitidez como si estuviera en casa. Aparte de mi amigo Süskind (vive en la granja vecina y ya era agricultor en su anterior vida), la radio es el único ser que me habla en alemán. ¿Le gustaría a Goebbels que el judío de Rongai sacie su sed de lengua materna con sus arengas? Sólo me entrego a semejante placer por la noche. Durante el día hablo con los negros, algo que cada vez me sale mejor, y les cuento a las vacas mis progresos. Esos animales de ojos tiernos lo comprenden todo. Esta misma mañana me dijo un buey que hacía bien en no deshacerme del código civil. Pese a ello, no me abandona la sensación de que a un granjero le sirve menos que a un abogado.

Süskind siempre dice que tengo el sentido del humor necesario para sobrevivir en este país. Me temo que se confunde. Por cierto, Wilhelm Kulas haría carrera aquí. Los mecánicos se llaman a sí mismos ingenieros y no tardan en encontrar trabajo. Sin embargo, si yo dijera que en mi país era ministro de Justicia, no ganaría nada con ello.

He enseñado a mi chico a cantar Perdí mi corazón en Heidelberg. Cuando a alguien le cuesta tanto pronunciar cada palabra como a él, la canción dura exactamente cuatro minutos y medio y es perfecta como ampolleta. Ahora mis huevos pasados por agua saben como los de casa. Como veréis, también tengo mis pequeños logros. Lástima que los grandes tarden tanto en llegar.

Con la esperanza de que os decidáis a hacer algo, os envía un abrazo lleno de nostalgia,

Vuestro Walter

 

Rongai, 25 de mayo de 1938

Querida Ina, querida Käte:

Cuando os llegue esta carta, Jettel y Regina ya estarán en camino, si Dios quiere. Me imagino cómo os sentiréis, pero no encuentro palabras para deciros lo mucho que me emociono cuando pienso en vosotras y en Breslau. Habéis ayudado a Jettel a soportar nuestra separación y, conociendo como conozco a mi des—contentadiza Jettel, supongo que no os lo habrá puesto nada fácil.

No os preocupéis por ella. Espero con toda mi alma que se habitúe a esto. Seguro que con las vivencias de estos últimos años, y en particular de estos últimos meses, habrá comprendido que sólo hay una cosa que de verdad cuenta: que estemos juntos y a salvo. Sé, querida Ina, que te preocupa mucho que yo sea un hombre colérico y Jettel una niña testaruda que pierde los nervios con facilidad cuando las cosas no salen a su gusto, pero eso no tiene nada que ver con nuestro matrimonio. Jettel ha sido el gran amor de mi vida y siempre lo será. Por muy difícil que me lo ponga también a mí a veces.

Como ves, el eterno sol africano hace que se abran el corazón y la boca, pero creo que algunas cosas hay que decirlas a tiempo. Y ya que estoy en ello, te diré que no hay mejor suegra que tú, queridísima Ina. Y no me refiero a tus patatas salteadas, sino a toda mi época de estudiante.

Tenía diecinueve años cuando llegué a tu casa, y tú me trataste como si fuera tu hijo. Qué lejano parece todo aquello y qué poco te he recompensado por tu bondad.

Ahora necesitáis todas vuestras fuerzas para vosotras. Tengo puestas grandes esperanzas en vuestra correspondencia con América. Aprovechad cualquier posibilidad. Sé que no tienes en mucha estima la oración, Ina, pero no puedo dejar de pedirle a Dios que nos ayude. Quizá algún día me dé la oportunidad de agradecérselo.

Jettel y Regina serán recibidas como princesas. He mandado hacer una fantástica cama de cedro con una corona en la cabecera para Regina (a decir verdad aquí no tengo mucho para vivir, pero sí puedo cortar tantos árboles como desee). Dibujé la corona en papel y Owuor, mi chico fiel, mi camarada, logró traer hasta aquí a un gigante casi desnudo con un cuchillo que se encargó de tallar nuestra corona. Seguro que no hay nada más bello en toda Breslau. Para Jettel hemos cubierto de tablones el sendero que hay entre la casa y la letrina, para que no se hunda en el barro cuando tenga que salir en la estación de las lluvias. Espero que no se asuste demasiado cuando vea que aquí hay que planear con total precisión incluso las aguas menores. De la casa al retrete hay tres minutos. En caso de diarrea, menos.

Saluda de mi parte al ayuntamiento y a todos los que han apoyado a los míos. Y cuidaos mucho. Qué tonto me hacen parecer mis palabras, pero, ¿cómo expresar lo que uno siente?

Os quiere, Vuestro Walter

 

Rongai. 20 de julio de 1938

Querida Jettel:

Hoy he recibido tu carta de Southampton. ¿Puede un hombre solo sentirse más agradecido, feliz y aliviado? Por fin, por fin, por fin. Ahora podemos volver a escribirnos sin temor. Me admira que se te haya ocurrido indicarme los puertos en los que el Adolf Woermann recoge correo. Es una idea que no me pasó por la cabeza en su momento. De modo que esta carta irá a Tánger. Si el correo funciona según mis cálculos, te llegará allí sin problemas. Iría muy justa de tiempo si te la mandase a Niza.

Espero que no estés decepcionada. De sobra sé lo que es esperar correo.

En Tánger Regina verá a las primeras personas de color: confío en que nuestra pequeña miedica no se asuste demasiado. Me alegré mucho al saber que aguantó bien las emociones de la partida; tal vez siempre la hayamos considerado más delicada de lo que es. Puedo imaginarme cómo lo habrás pasado tú. Por cierto, me afectó mucho que tu madre te acompañara hasta Hamburgo, que un corazón sin esperanza aún pueda pensar en los demás.

No te hagas mala sangre por no haber comprado la nevera. Envolveremos la carne y la mantequilla en tu nuevo vestido de noche y lo colgaremos al ardiente sol, al viento. Es cierto, así es como mantienen fríos aquí los alimentos, aunque no sea entre sedas, pero siempre podemos probar. Así tendrás la sensación de que el vestido al menos tiene alguna utilidad. Ayer compré plátanos. No una libra ni un kilo, sino todo un racimo con al menos cincuenta plátanos. Regina se quedará de una pieza cuando lo vea. De vez en cuando pasan por aquí mujeres con enormes penachos de plátanos y los ofrecen por las granjas. La primera vez acudieron todos los negros en masa y casi se mueren de risa al ver que yo sólo quería comprar tres. Los plátanos son muy baratos (incluso para esos pobres infelices) y muy verdes, pero saben estupendamente. Me gustaría que todo supiera igual de bien.

Creo que Owuor se alegra de que vengáis. Conmigo estuvo enfadado tres días. Y es que cuando por fin hube aprendido bastante suahili para construir frases completas, le confesé que no quería comer el mismo pudín todos los días. Eso lo sacó de sus casillas.

No paraba de reprocharme que el primer día elogiara su pudín. Empezó a imitar los ruiditos que hice la primera vez que lo probé y a dirigirme miradas burlonas. Yo me quedé desconcertado y, claro está, no sabía cómo decir variedad en suahili, si es que existe esa palabra.

Lleva mucho tiempo entender la mentalidad de los de aquí, pero son muy simpáticos y no cabe duda de que también muy listos. Sobre todo, nunca se les ocurriría encarcelar a la gente o echarla del país. A ellos les da lo mismo que seamos judíos, refugiados o, por desgracia, ambas cosas. En los días buenos a veces pienso que podría acostumbrarme a esta tierra. Quizá los negros tengan una medicina (que aquí se dice daua) contra los recuerdos.

Ahora debo hablarte de un gran acontecimiento. Hace una semana apareció de repente ante mis ojos Heini Weyl. El del gran establecimiento de lencería de la plaza Tauentzienplatz al que fui a ver, siguiendo el consejo de mi padre, cuando me destituyeron y no sabía adonde podíamos emigrar. Entonces Heini me recomendó Kenia, pues sólo se necesitaban cincuenta libras por cabeza.

Ya lleva once meses en el país y ha intentado conseguir un empleo en un hotel, cosa que no ha logrado. Ser camarero no es trabajo de blancos y para ocupar puestos mejores es necesario hablar inglés. Pues bien, se ha colocado de gerente (aquí lo es todo el mundo, hasta yo) de una mina de oro en Kisumu. Conserva su optimismo, aunque en Kisumu debe de hacer un calor horrible y tiene fama de ser una zona infectada de malaria. Como Rongai queda de camino entre Nairobi y Kisumu, Heini, que tiene un coche que compró con sus últimos ahorros, se detuvo en la granja junto con su esposa, Ruth. Nos pasamos la noche charlando y hablando de Breslau.

Owuor olvidó su enfado por lo del pudín y apareció con una gallina, aunque las gallinas sólo se pueden matar para el señor Morrison. Owuor aseguró que el animal pasó corriendo ante sus pies y cayó muerto.

No te imaginas lo que significa tener una visita en la granja. Es como si uno estuviera muerto y volviera a la vida.

Desgraciadamente los Weyl me contaron que han detenido a Fritz Feuerstein y a los dos hermanos Hirsch. Según he sabido por una carta de los Schlesinger, de Leobschütz, también han ido a buscar a Hans Wohlgemut y a su cuñado Siegfried. Hace tiempo que lo sé, pero tenía miedo de hablarte de detenciones mientras seguías en Breslau.

Tampoco te he contado nunca que el bueno de Greschek, nuestro fiel amigo, que insistió hasta el final en acudir a un abogado judío, fue conmigo en tren hasta Génova.

También me ha escrito una carta. Espero que comprenda que no le he respondido por su bien.

Qué afortunados somos por poder volver a escribirnos sin temor. ¿Qué importa que en el Adolf Woermann tengas que escuchar cómo los nazis idolatran en tu mesa la figura de Hitler? Has de aprender a no tomarte en serio los agravios. Eso es algo que sólo pueden permitirse los ricos. Lo único que cuenta es que estéis en el Adolf Woermann, no quién va en él.

Dentro de un mes no volverás a ver a esos que tanto te repatean. Owuor ni siquiera sabe ofender a la gente.

Süskind abriga la esperanza de que su jefe le permita ir con el coche a Mombasa. Así podríamos recogeros y traeros aquí directamente. Dicho sea de paso, directamente quiere decir un trayecto de al menos dos días por carreteras sin asfaltar, pero podemos pasar una noche en Nairobi en casa de la familia Gordon. Los Gordon llevan ya cuatro años viviendo allí y siempre están dispuestos a ayudar a los recién llegados. En caso de que el jefe de Süskind no comprenda que, al cabo de meses de angustia, un refugiado tiene la necesidad de estrechar entre sus brazos a su esposa y su hija, no te entristezcas.

Alguien de la Comunidad Judía os recogerá en Mombasa, os pondrá en el tren de Nairobi y se ocupará de que sigáis viaje hasta Rongai. Las comunidades aquí son excelentes. Lástima que sólo se encarguen de la llegada.

Ya no cuento las semanas, sino los días y las horas que faltan para volver a vernos.

Parezco un novio antes de su noche de bodas.

Recibe un fuerte abrazo,

Tu viejo Walter

 

CAPÍTULO II

Toto—sonrió Owuor al sacar del coche a Regina. La lanzó suavemente hacia arriba, la recogió y la estrechó contra sí.

Sus brazos eran blandos y cálidos; sus dientes, muy blancos. Las grandes pupilas de sus ojos redondos dotaban de claridad a su rostro, y llevaba un gorro alto, color vino, que parecía un cubo boca abajo, uno de aquellos cubos con los que Regina había estado haciendo pasteles en la arena antes de emprender el gran viaje. Del gorro se columpiaba una borla negra de finos flecos; por el borde asomaban unos minúsculos rizos negros.

Owuor llevaba una larga camisa blanca por encima de los pantalones, igual que los alegres ángeles de los libros de estampas para niños buenos. Tenía nariz chata, labios abultados y una cabeza que parecía una luna negra. Cuando el sol hizo brillar las gotas de sudor de su frente, éstas se transformaron en perlas multicolores. Regina nunca había visto perlas tan diminutas.

El delicioso aroma que exhalaba la piel de Owuor olía a miel, ahuyentaba el miedo y hacía que una niña pequeña se convirtiera en una persona mayor. Regina abrió la boca de par en par para engullir mejor la magia que expulsaba del cuerpo el cansancio y los dolores. Primero notó lo fuerte que se volvía en brazos de Owuor y después se dio cuenta de que su lengua había aprendido a volar.

—Toto —repitió ella esa hermosa y extraña palabra.

Con sumo cuidado, el gigante de las manos poderosas y la piel suave la posó en el suelo. Su garganta dejó escapar una risotada que le hizo cosquillas en los oídos. Los altos árboles comenzaron a dar vueltas, las nubes se pusieron a bailar y negras sombras se deslizaron veloces ante la luz del sol.

—Toto —sonrió de nuevo Owuor. Su voz era sonora y espléndida, muy distinta de los lamentos y susurros de la gente de la gran ciudad gris con la que Regina soñaba por las noches.

—Toto —replicó Regina exultante, aguardando con impaciencia la chispeante alegría de Owuor.

Abrió tanto los ojos que vio puntitos centelleantes que, con la claridad, se convirtieron en una bola de fuego antes de desaparecer. Papá había apoyado su mano, pequeña y blanca, en el hombro de mamá. La certeza de tener nuevamente consigo a papá y mamá le recordó a Regina el chocolate. Sacudió la cabeza, asustada, y sintió de inmediato un viento frío en la piel. ¿Acaso el hombre negro de la luna no volvería a reír nunca más si ella pensaba en el chocolate? No había chocolate para los niños pobres, y Regina sabía que era pobre porque su padre ya no podía ser abogado. Mamá se lo había contado en el barco y la había elogiado por haberlo entendido todo tan bien y no haber hecho preguntas tontas, pero ahora, con el nuevo aire, cálido y húmedo, Regina ya no recordaba el final de la historia.

Sólo veía que las flores azules y rojas del vestido blanco de su madre revoloteaban como pájaros. También en la frente de papá resplandecían diminutas perlas, no tan bonitas y multicolores como las del rostro de Owuor, pero sí lo bastante graciosas para echarse a reír.

«Vamos, niña —le oyó decir a su madre—, hemos de asegurarnos de que te apartas del sol ahora mismo», y notó que su padre buscaba su mano, pero los dedos habían dejado de pertenecerle. Se aferraban a la camisa de Owuor.

Owuor dio una palmada y le devolvió los dedos. Los grandes pájaros negros posados en el arbolito de delante de la casa alzaron el vuelo, vocingleros, hacia las nubes, y los desnudos pies de Owuor se alejaron raudos por la tierra roja. Con el viento, la camisa del ángel se transformó en una bola. Ver a Owuor marcharse corriendo no le gustó.

Regina sintió el punzante dolor en el pecho que siempre precedía a un gran pesar, pero se acordó a tiempo de que su madre le había dicho que en su nueva vida no debía llorar.

Así que cerró los ojos con fuerza para contener las lágrimas. Cuando pudo ver de nuevo, Owuor apareció entre la alta hierba amarilla. En sus brazos llevaba un pequeño corzo.

—Éste es Suara. Es un toto, como tú —dijo.

Y aunque Regina no le entendió, extendió los brazos. Owuor le entregó el tembloroso animalillo. Yacía boca arriba, tenía unas patas delgadas y unas orejas tan pequeñas como las de la muñeca Anni, que no había podido venir con ella de viaje porque en las cajas no había más espacio. Regina nunca había tenido en sus manos un animal. Pero no sintió miedo. Dejó que su cabello cayera sobre los ojos del pequeño corzo y le rozó la cabeza con los labios, como si llevara tiempo deseando no pedir ayuda, sino ofrecer protección.

—Tiene hambre —musitó su boca—. Yo también.

—Santo Dios, es la primera vez en la vida que te oigo decir eso.

—Lo ha dicho mi corzo, no yo.

—Llegarás lejos en esta tierra, tímida princesita. Ya hablas como un negro —dijo Süskind. Su risa era distinta de la de Owuor, pero también era agradable a los oídos.

Regina apretó al corzo contra su pecho y no oyó más que los latidos regulares de su cálido cuerpo. Luego cerró los ojos. Su padre le quitó de las manos el animalillo dormido y se lo dio a Owuor. Entonces tomó a Regina en brazos como si fuera una niña pequeña y entró en la casa.

—¡Bien! —exclamó Regina llena de júbilo—. Tenemos agujeros en el techo. Nunca había visto nada igual.

—Tampoco yo hasta que llegué aquí. Espera y verás lo diferente que es todo en nuestra nueva vida.

—Nuestra nueva vida es tan bonita...

El corzo se llamaba Suara porque ése fue el nombre que le dio Owuor el primer día.

Suara vivía en un gran establo que había detrás de la pequeña casa, lamía los dedos de Regina con su cálida lengua, bebía leche de un pequeño recipiente de hojalata y al cabo de pocos días ya podía mordisquear mazorcas de maíz tiernas. Cada mañana, Regina abría la puerta del establo; entonces Suara se ponía a dar saltos entre la alta hierba y, de camino a casa, iba restregando la cabeza contra los pantalones marrones de Regina.

Llevaba esos pantalones desde el día en que dio comienzo la gran magia. Cuando al atardecer caía el sol del cielo y un manto negro envolvía la granja, Regina escuchaba las historias de hermanitos y hermanitas que le contaba su madre. Sabía que su corzo también terminaría siendo un apuesto joven.

Cuando las patas de Suara fueron más largas que la hierba de detrás de los árboles espinosos y Regina ya conocía los nombres de tantas vacas que tenía que decirle a su padre cómo se llamaban cuando ordeñaba, Owuor trajo un perro de pelaje blanco y manchas negras. Sus ojos eran del color de las estrellas luminosas y su hocico era largo y húmedo. Regina le rodeó el cuello con los brazos, un cuello tan redondo y cálido como los brazos de Owuor. Su madre salió de la casa corriendo y exclamó: —¡Pero si a ti te dan miedo los perros! —Aquí no.

—Lo llamaremos Rummler —dijo el padre con una voz tan grave que Regina se atragantó al echarse a reír.

—Rummler —dijo entre risas— es una bonita palabra. Igual que Suara.

—Pero Rummler es alemán. Y a ti ya sólo te gusta el suahili.

—Rummler también me gusta.

—¿Cómo se te ocurre ponerle ese nombre, Rummler? —quiso saber la madre—, ¡Pero si ése era el jefe de distrito de Leobschütz! —Bah, Jettel, necesitamos nuestros juegos. Ahora podemos pasarnos todo el día gritándole: Rummler, hijo de puta, y alegrarnos de que nadie venga a detenernos.

Regina suspiró y acarició la cabezota del perro, que espantaba las moscas con sus cortas orejas. Con el calor, su cuerpo desprendía vaho y olía a lluvia. A menudo papá decía cosas que ella no entendía, y cuando se reía, sólo emitía un breve sonido agudo que no retumbaba en las montañas como la risa de Owuor. Le susurró al perro la historia de la transformación del corzo y el perro miró en dirección al establo de Suara y comprendió lo mucho que Regina deseaba tener un hermano.

Dejó que el viento le acariciara los oídos y oyó que sus padres pronunciaban una y otra vez el nombre de Rummler, pero no acababa de entenderlos bien, aunque sus voces eran muy nítidas.

Cada palabra era como una pompa de jabón que estallaba en el mismo instante en que uno trataba de agarrarla.

«Rummler, hijo de puta», terminó diciendo Regina, pero sólo cuando los rostros de sus padres se tornaron tan luminosos como una lámpara con una mecha nueva supo que esas cuatro palabras eran una fórmula mágica.

Regina también adoraba al aja que había llegado a la granja poco después que Rummler.

Apareció una mañana delante de la casa, cuando se desvanecía el último arrebol del firmamento y los buitres negros posados sobre los espinos egipcios asomaban la cabeza por entre las alas.

Aja era la palabra para niñera y era más hermosa que las demás precisamente porque se podía leer igual hacia delante que hacia atrás. El aja era, al igual que Suara y Rummler, un regalo de Owuor.

Todas las familias ricas de las grandes granjas con pozos profundos en el césped delante de imponentes casas de piedra blanca tenían un aja. Antes de llegar a Rongai, Owuor había trabajado en una granja para un bwana que tenía un coche y muchos caballos y, naturalmente, un aja para sus hijos.

«Una casa sin aja no es buena», dijo el día en que trajo consigo a la joven mujer de las chozas situadas a orillas del río. La nueva memsahib, a la que había enseñado a decir senté sana cuando quería dar las gracias, le dirigió una mirada de aprobación.

Los ojos del aja eran de color café y tan dulces y grandes como los de Suara. Sus manos eran delicadas; las palmas, más blancas que el pelaje de Rummler. Se movía con la agilidad de los árboles jóvenes al viento y su piel era más clara que la de Owuor, aunque los dos pertenecían al clan de los jaluo. Cuando el viento le arrebataba el manto amarillo que llevaba sujeto en el hombro derecho con un grueso nudo, sus pequeños, firmes pechos se mecían como bolas pendientes de un cordón. El aja nunca se enfadaba ni se impacientaba. Hablaba poco, pero los breves sonidos que escapaban de su garganta sonaban como canciones.

Si Regina aprendió de Owuor su lengua tan bien y tan aprisa que muy pronto la gente comenzó a entenderla mejor que a sus padres, el aja trajo el silencio a su nueva vida. Todos los días, después de almorzar, las dos se sentaban en la redonda mancha de sombra del árbol espinoso que se hallaba entre la casa y la cocina. Allí, mejor que en cualquier otro lugar de la granja, era donde la nariz podía atrapar el aroma de la leche caliente y los huevos fritos. Cuando la nariz estaba saciada y la garganta húmeda, Regina se frotaba suavemente el rostro contra la tela del manto del aja. Entonces oía latir dos corazones antes de quedarse dormida. No se despertaba hasta que las sombras se hacían alargadas y Rummler le lamía la cara.

Después venían las horas en que el aja trenzaba cestitas con largas hierbas. Sus dedos arrancaban del sueño a pequeños animales de alas diminutas y sólo Regina sabía que eran caballos alados que volaban hasta el cielo portando sus deseos. Mientras trabajaba, el aja hacía ruiditos con la lengua, como chasquidos, pero nunca movía los labios.

La noche también tenía sus propios sonidos. Tan pronto oscurecía, comenzaban a aullar las hienas y de las chozas llegaban retazos de cánticos. Ya en la cama, los oídos de Regina seguían engullendo sonidos. Como las paredes de la casa eran tan bajas que ni siquiera llegaban hasta el techo, ella podía oír cada una de las palabras que decían sus padres en el dormitorio.

Aun cuando hablaban entre susurros, los sonidos eran tan nítidos como las voces durante el día. En las noches buenas, sonaban soñolientos como el zumbido de las abejas y los ronquidos de Rummler cuando, con unos pocos lengüetazos, había vaciado la escudilla. Pero había noches largas y enojadas, con palabras que se disparaban con los primeros aullidos de las hienas, que daban miedo y sólo se ahogaban y se sumían en el silencio cuando el sol despertaba a los gallos.

Tras las noches del gran ruido, Walter iba por la mañana a los establos más temprano que los pastores que ordeñaban las vacas y Jettel aparecía en la cocina con los ojos rojos y desleía su ira en la cazuela de leche sobre el humeante hornillo. Después del suplicio nocturno, ninguno de ellos era capaz de hallar el camino hacia el otro hasta que la refrescante brisa vespertina de Rongai apagaba el rescoldo del día y se apiadaba de sus desconcertadas cabezas.

En esos momentos de reconciliación, rebosantes de vergüenza y turbación, a Walter y a Jettel sólo les quedaba el extraño milagro que la granja había obrado en Regina.

Compartían agradecidos el asombro y el alivio. Aquella niña apocada a la que antes bastaba que le sonrieran los extraños para que cruzara los brazos a la espalda y bajara la cabeza, había resultado un camaleón. Regina mejoraba en Rongai a medida que pasaban los días. Rara vez lloraba y se echaba a reír en cuanto se le acercaba Owuor. Entonces su voz se despojaba de todo soplo de candidez y mostraba una firmeza que era la envidia de Walter.

—Los niños se adaptan rápidamente —afirmó Jettel el día en que Regina le contó que había aprendido jaluo para poder hablar con Owuor y el aja en su idioma—, ya lo decía mi madre.

—En ese caso aún hay esperanza para ti.

—Eso no tiene gracia.

—No pretendía ser gracioso.

Walter se arrepintió de su pequeño arrebato. Echaba de menos su anterior talento para gastar bromas inofensivas. Desde que su ironía se había vuelto mordaz y la infelicidad de Jettel la hacía impredecible, los nervios de ambos ya no aguantaban las pequeñas pullas, tan naturales en tiempos mejores.

La alegría del reencuentro no duró mucho en las vidas de Walter y Jettel, y pronto regresó el desaliento que los atormentaba. Sin que se atrevieran a reconocerlo, ambos sufrían más la obligada compañía que les imponía la soledad en la granja que la soledad en sí.

No estaban acostumbrados a estar siempre juntos, y sin embargo se veían forzados a pasar cada hora del día sin otra compañía y al margen de las emociones y distracciones del mundo exterior. Las habladurías provincianas que les hicieran sonreír y a menudo incluso consideraran molestas en los primeros años de matrimonio les parecían ahora divertidas y emocionantes. Ya no había breves separaciones y, por tanto, tampoco la alegría del reencuentro, lo cual quitaba hierro a las discusiones y hacía que en el recuerdo se les antojaran inocentes escaramuzas.

Walter y Jettel empezaron a pelearse el día en que se conocieron. El temperamento irascible de Walter no admitía réplica y ella tenía el aplomo de una mujer que de niña fue de una belleza extraordinaria y recibió todos los mimos de una madre que enviudó pronto. Durante el largo tiempo que estuvieron comprometidos, las discrepancias sobre trivialidades y su incapacidad para ceder les hicieron la vida imposible sin que dieran con una solución. Sólo de casados aprendieron a aceptar el equilibrio íntimo entre pequeñas disputas y estimulantes reconciliaciones como parte de su amor.

Cuando nació Regina y, seis meses más tarde, Hitler llegó al poder, Walter y Jettel hallaron en el otro más apoyo que antes sin ser conscientes de que ya eran unos marginados en el supuesto paraíso. Sólo en el monótono ritmo de vida de Rongai cayeron en la cuenta de lo que realmente había ocurrido. Se habían pasado cinco años dedicando toda la fuerza de su juventud a la ilusión de forjarse una patria que hacía tiempo los había rechazado. Ahora ambos se avergonzaban de su falta de perspicacia y de la certeza de no haber querido ver lo que muchos ya veían.

El tiempo había dado al traste con sus sueños. En el oeste de Alemania, ya el 1 de abril de 1933, con el boicot de los comercios judíos, el rumbo de los acontecimientos dio un giro hacia la desesperanza. Destituyeron a los jueces judíos; expulsaron a los profesores de las universidades; los abogados y los médicos perdieron sus puestos; los comerciantes, sus negocios; y todos los judíos, la esperanza inicial de que el terror durara poco. No obstante, gracias al Convenio de Ginebra para la Protección de las Minorías, los judíos de la Alta Silesia quedaron por de pronto dispensados de un destino que no podían concebir.

Walter no entendía que no podía escapar al destino de los proscritos cuando empezó a consolidar su bufete en Leobschütz e incluso se hizo notario. En sus recuerdos, las gentes de Leobschütz —claro que con algunas excepciones cuyos nombres podía enumerar, cosa que hacía una y otra vez en Rongai— eran amables y tolerantes. Pese a las persecuciones de los judíos, también incipientes en la Alta Silesia, algunas personas, cuyo número era cada vez mayor en su memoria, insistían en acudir a un abogado judío.

Con un orgullo que con el tiempo se le antojaba tan indigno como presuntuoso, él se había contado entre las excepciones de los condenados por el destino.

El día en que expiró el Convenio de Ginebra para la Protección de las Minorías, Walter supo de su destitución como abogado. Ésa fue su primera confrontación con la Alemania que no había querido admitir. El golpe fue demoledor. Para él, el hecho de que tanto su instinto como su sentido de la responsabilidad para con su familia le hubieran fallado se convirtió en un fracaso irreparable.

Con sus ganas de vivir, Jettel había tenido aún menos presente aquella amenaza. Le bastaba con ser el admirado centro de un pequeño círculo de amigos y conocidos. Más por casualidad que por premeditación, de niña sólo había tenido amigas judías, al terminar sus estudios había entrado de ayudante de un abogado judío y a través de la asociación de estudiantes de Walter, la KC, sólo había tenido contacto con judíos. A ella no le importó que después de 1933 sólo pudiera relacionarse con los judíos de Leobschütz. La mayor parte de ellos tenía la edad de su madre y encontraba estimulantes la juventud, el encanto y la amabilidad de Jettel. Además, Jettel estaba embarazada y resultaba enternecedora en su ingenuidad. Las gentes de Leobschütz pronto empezaron a mimarla como antes hiciera su madre y, al contrario de lo que se temía en un principio, disfrutaba de la vida de provincias. Y cada vez que se aburría, se iba a Breslau.

Los domingos solían ir a Tropau. La frontera checa estaba a un paso. Allí, además del suculento escalope que se comía y la gran selección de tartas, Jettel tenía al menos la ilusión de que la emigración, de la que había que hablar de vez en cuando ya que a muchos conocidos no les quedaba más remedio, no sería muy distinta de las festivas excursiones al hospitalario país vecino.

A Jettel jamás se le habría ocurrido que no pudieran satisfacerse necesidades tales como la compra diaria, los convites de amigos, los viajes a Breslau, el cine y un compasivo médico de cabecera junto a la cama tan pronto como la paciente tenía unas décimas de fiebre. Sólo el traslado a Breslau como paso previo a la emigración, la búsqueda desesperada de un país que estuviera dispuesto a acoger a judíos, la separación de Walter y, en último término, el miedo de no volver a verlo y tener que quedarse sola en Alemania con Regina hicieron despertar a Jettel. Comprendió lo que había ocurrido durante los años en que había disfrutado del presente, un presenté que hacía ya tiempo había dejado de ser la promesa de un futuro. De modo que Jettel, que se tenía por una persona con experiencia en la vida y creía poseer un instinto certero para las personas, más tarde también se avergonzaría de su exceso de confianza y su buena fe.

En Rongai, sus reproches y su infelicidad fueron creciendo como la hierba silvestre.

En los tres meses que llevaba en la granja, Jettel no había visto más que la casa, el establo y el bosque. Además sentía una profunda aversión tanto por la aridez, esa sequedad que a su llegada le dejó el cuerpo debilitado y la cabeza sin voluntad, como por las copiosas lluvias, que no tardaron en llegar. La lluvia reducía la vida a la lucha desesperada contra el lodo y a los infructuosos esfuerzos por mantener seca la leña para el fuego de la cocina.

Y siempre estaba presente el temor a la malaria y a que Regina pudiera enfermar y morir. Sobre todo, Jettel vivía con el constante pánico de que Walter perdiera su empleo y los tres se vieran obligados a dejar Rongai y quedarse a la intemperie. Jettel se dio cuenta de que el señor Morrison, que en sus visitas incluso se mostraba antipático con Regina, hacía responsable a su esposo del devenir de la granja.

Para el maíz, el tiempo había sido primero demasiado seco y luego demasiado húmedo. Y el trigo aún no había empezado a verdear. Las gallinas tenían una enfermedad en los ojos: morían al menos cinco cada día. Las vacas no daban bastante leche. Ni uno solo de los cuatro últimos terneros que habían nacido había llegado a las dos semanas. El pozo que Walter había hecho cavar por deseo del señor Morrison no daba agua. Sólo los agujeros del techo eran cada vez mayores.

El día en que el primer incendio del matorral después de las grandes lluvias tornó al Menengai en una pantalla rojiza fue especialmente tórrido. Pese a ello, Owuor colocó ante la casa unas sillas para Walter y Jettel.

—Hay que contemplar el fuego, que llevaba mucho tiempo dormido —afirmó.

—Entonces, ¿por qué no te quedas tú a verlo? ' —Mis piernas deben marcharse.

El viento soplaba con demasiada vehemencia para las horas previas al ocaso, el espeso humo que sobrevolaba la granja en abultadas nubes había teñido el cielo de gris. Los buitres habían abandonado los árboles. En el bosque chillaban los monos y también las hienas habían comenzado a aullar antes de tiempo. El aire era acre, dificultaba el habla.

Sin embargo, Jettel gritó de pronto: —¡No puedo más! —No tengas miedo. La primera vez también yo pensé que ardería la casa y quise llamar a los bomberos.

—No estoy hablando del fuego. No aguanto más este lugar.

—Debes hacerlo, Jettel. No tenemos otra elección.

—Pero, ¿qué va a ser de nosotros aquí? Tú no ganas ni un céntimo y pronto nos quedaremos sin dinero. ¿Cómo vamos a mandar a Regina a la escuela? Ésta no es vida para una niña, todo el día con el aja, sentadas bajo el árbol.

—¿Acaso crees que no lo sé? Con lo grandes que son las distancias aquí, los niños van al internado. El más cercano está en Nakuru y cuesta cinco libras al mes. Süskind ha estado informándose. A menos que se produzca un milagro, no podremos permitírnoslo en unos cuantos años.

—Siempre estamos esperando un milagro.

—Jettel, hasta ahora Dios no se ha portado tan mal con nosotros. De lo contrario no estarías aquí para quejarte. Estamos vivos, eso es lo principal.

—Estoy harta de oír eso —dijo ella con voz ahogada—. Estamos vivos. ¿Para qué? ¿Para preocuparnos de terneros muertos y gallinas inertes? También yo tengo la sensación de estar muerta. A veces incluso he llegado a desearlo.

—Jettel, no vuelvas a decir eso nunca más. Por el amor de Dios, eso es pecado.

Walter se puso en pie y la obligó a levantarse de su silla. Su desesperación le hizo quedarse inmóvil y permitió que la ira consumiera su ecuanimidad, su bondad y su entendimiento. Pero entonces vio que Jettel estaba llorando en silencio. Su semblante pálido y su desvalimiento lo conmovieron. Finalmente, halló suficiente compasión para tragarse sus reproches y su furia. Con una ternura que lo dejó tan perplejo como antes lo hiciera su vehemencia, Walter estrechó a su mujer entre sus brazos. Por un breve instante se dejó llevar por el familiar estímulo de sentir el cuerpo de ella contra el suyo, pero su cabeza no tardó en negarle tan nimio consuelo.

—Nos hemos salvado. Tenemos la obligación de continuar.

—¿Y qué se supone que significa eso? —Jettel —dijo Walter en voz queda, a sabiendas de que no podría seguir reprimiendo por mucho tiempo las lágrimas que lo atenazaban desde el amanecer—, ayer en Alemania ardieron las sinagogas. Hicieron saltar en mil pedazos los cristales de los comercios judíos, a algunos los sacaron de sus casas y los apalearon hasta dejarlos medio muertos. Llevo todo el día queriendo decírtelo, pero no he podido.

—¿Cómo lo sabes? ¿Cómo puedes decir algo así? ¿Cómo es posible que te hayas enterado de eso en esta maldita granja? —Esta mañana, a las cinco, sintonicé una emisora suiza.

—Pero no pueden incendiar las sinagogas sin más ni más. Nadie puede hacer algo así.

—Sí que pueden. Esos monstruos pueden. Para ellos hemos dejado de ser personas.

Las sinagogas son sólo el principio. Ya no hay quien pare a los nazis. ¿Comprendes ahora que no tiene ninguna importancia que Regina aprenda a leer, ni cuándo? Walter tenía miedo de mirar a su mujer, pero cuando por fin se atrevió a hacerlo, se percató de que ella no había entendido lo que él pretendía decirle. Para su madre y Käte, para su padre y Liesel ya no había esperanza de huir de aquel infierno. Desde que esa mañana apagara la radio, Walter estuvo dispuesto a cumplir con su obligación, a decir la verdad, pero el momento del desafío logró paralizar su lengua. Era la estupefacción la que lo anulaba, no el dolor.

La vida no volvió a sus miembros hasta que no se obligó a apartar los ojos del tembloroso cuerpo de Jettel. Sus oídos volvían a captar sonidos. Oyó los ladridos del perro, los graznidos de los cuervos, las voces procedentes de las chozas y el sordo clamor de los tambores del bosque.

Owuor llegó corriendo a la casa por entre la hierba agostada. Su camisa blanca resplandecía a la postrera luz del día. Tanto se asemejaba a los ufanos pájaros que Walter se sorprendió sonriendo.

—Bwana —dijo Owuor jadeante—, sigi na kuja.

Le gustó ver el desconcierto en los ojos del bwana, A Owuor le encantaba esa expresión, pues hacía que su bwana pareciera tonto como un burro aún no destetado; y él, listo como la serpiente que lleva mucho tiempo hambrienta y sabe encontrar pronto a su presa. La hermosa sensación de saber más que el bwana era dulce como el tabaco que aún no has acabado de mascar.

Owuor se tomó su tiempo antes de abandonar su triunfo, mas luego ansió la agitación que debían suscitar sus palabras. A punto estaba de repetirlas cuando comprendió que el bwana no le había entendido.

De modo que se limitó a decir sigi al tiempo que se sacaba, ceremonioso, una langosta del bolsillo del pantalón. No había sido fácil mantenerla con vida mientras corría, pero aún movía las alas.

—Esto es una sigi —aclaró Owuor con el tono de una madre que habla a un hijo tonto—. Es la primera. La he cogido para ti. Cuando lleguen las demás, lo devorarán todo.

—¿Qué podemos hacer? —Hacer mucho ruido es bueno, pero una boca es demasiado pequeña. Si sólo gritas tú no servirá de nada, bwana.

—Owuor, ayúdame, no sé qué hacer.

—Se puede ahuyentar a la sigi —explicó Owuor, hablando exactamente igual que el aja cuando arrancaba a Regina del sueño y la devolvía al calor—. Necesitamos cacerolas y cucharas y tenemos que golpearlas. Como tambores. Aún mejor si rompemos cristales. Todos los animales tienen miedo cuando el cristal muere. ¿No lo sabías, bwana?

 

CAPÍTULO III

Cuando a la mañana siguiente al episodio de las langostas salió el sol, todos los de las schambas y las chozas sabían —de ahí los tambores de los bosques de las lejanas granjas vecinas— que Owuor era algo más que un simple chico que removía las cazuelas y convertía en furiosos agujeros las mansas burbujitas. En la lucha contra la sigi había sido más veloz que las flechas de los masai. Owuor había convertido en guerreros a los hombres y las mujeres, y también a todos los niños que podían andar sin tener que agarrarse al pañuelo que ceñía las caderas de sus madres.

Sus gritos y el potente ruido de cacerolas, el estruendo de pesadas barras de hierro golpeándose entre sí y, sobre todo, la estridente tormenta de fragmentos de vidrio que saltaban en pedazos contra las grandes piedras habían ahuyentado a las langostas antes de que descendieran sobre las schambas repletas de trigo y maíz. Habían seguido volando como aves despistadas demasiado endebles para conocer su destino.

El día en que el bwana se puso a berrear como un niño consumido por su propia rabia y Owuor pasó a ser el ángel vengador, éste hasta les puso en la mano a sus luchadores las krais redondas en que preparaban el poscho por la noche. Tras la gran victoria, Owuor no había malgastado la noche durmiendo, ni tampoco había tenido oídos para las ruidosas bromas de sus amigos; tanto le embriagó la certeza de que podía hacer magia, tan dulce era el sabor en su boca cuando su lengua dejaba escapar la palabra sigi.

Al día siguiente a aquella noche tan deliciosamente larga, el bwana regresó del ordeño antes de que la última gota de leche estuviera en el cubo. Llamó a Owuor para que acudiera a la casa justo cuando éste se disponía a cantar la canción de los huevos. La memsahib estaba sentada en la silla del asiento rojo que parecía un pedazo del sol poniente y sonreía. Regina se hallaba agachada en el suelo, con la cabeza de Rummler entre las rodillas. Despertó al perro tan pronto como Owuor entró en la habitación.

El bwana tenía en la mano una gran pelota negra. La desplegó, la convirtió en un abrigo y tiró de la mano de Owuor para que tocara la tela. El abrigo era como la tierra tras las grandes lluvias. A ambos lados y en el cuello brillaba un tejido aún más delicado que el de la espalda; igual de suave era la voz del bwana cuando le puso a Owuor el abrigo sobre los hombros y le dijo: —Es para ti.

—¿Me regalas tu abrigo, bwana? —No es un abrigo, es una toga. Un hombre como tú ha de llevar una toga.

Owuor probó a decir la extraña palabra al punto. Como no provenía de la lengua de los jaluo y tampoco era suahili, le ocasionó grandes dificultades en la boca y la garganta.

La memsahib y la niña se echaron a reír. Incluso Rummler abrió la boca, pero el bwana, que había enviado a sus ojos de safari, permanecía allí, en pie, como un árbol que no ha crecido lo bastante para que su copa se impregne del frescor del viento.

—Toga —dijo el bwana—. Debes decirla a menudo. Así pronto la pronunciarás tan bien como yo.

Durante siete noches, cuando después del trabajo iba a ver a los hombres de las chozas, Owuor se ponía el abrigo negro detrás de una mata, un abrigo que se inflaba de tal forma con el viento que los niños, los perros e incluso los ancianos que ya no veían bien chillaban como pájaros asustados. Apenas la tela —que con el sol arrojaba una luz negruzca e incluso a la luz de la luna era más oscura que la noche— tocaba cuello y hombros, Owuor se esforzaba por pronunciar la extraña palabra.

Para Owuor, abrigo y palabra eran un encantamiento del que sabía que algo tenía que ver con su lucha contra la langosta. Cuando el sol salió por octava vez, la palabra se deshizo por fin en su boca como un pequeño bocado de poscho. Era el momento de ceder al impulso de averiguar más cosas sobre el abrigo.

Hasta que llegó la hora de avivar el fuego de la cocina, Owuor se empapó de la certeza de que hacía ya tiempo que su bwana, la memsahib y la toto lo entendían igual de bien que quienes no temen a las langostas ni a las hormigas gigantes. Durante un tiempo dejó que creciera aún más la pregunta que tanto llevaba bullendo en su cabeza, pero la curiosidad le devoraba la paciencia, de modo que fue en busca del bwana.

Walter se hallaba junto al depósito de hojalata, golpeando las estrías para escuchar hasta cuándo tendrían agua potable, cuando Owuor le preguntó: —¿Cuándo llevabas la toga? —Owuor, ésa era mi toga cuando aún no era un bwana. Llevaba la toga para trabajar.

—Toga —repitió Owuor, alegre porque por fin el bwana había comprendido que las buenas palabras han de decirse dos veces—. ¿Puede un hombre trabajar con la toga? —Sí, Owuor, sí. Pero en Rongai ya no puedo trabajar con la toga.

—¿Trabajabas con las manos cuando aún no eras un bwana? —No, con la boca. Un hombre ha de ser inteligente para llevar la toga. En Rongai tú eres inteligente. Yo no.

A Owuor no le quedó claro por qué el bwana era tan distinto de los hombres blancos para los que antes había trabajado, hasta que estuvo en la cocina. Su nuevo bwana decía palabras que con la magia de la repetición secaban la boca, pero que se grababan en el oído y la cabeza.

La noticia de la derrota de las langostas tardó exactamente ocho días en llegar a Sabbatia y animar a Süskind a partir hacia Rongai, aunque entre las vacas de su granja se habían declarado los primeros casos de fiebre de la costa oriental.

—Hombre —gritó desde el coche—, te has convertido en un auténtico granjero.

¿Cómo lo has conseguido? Yo no lo he logrado en toda mi vida. Tras la última estación de las lluvias esas malas bestias acabaron con la mitad de la granja.

La noche se convirtió en un derroche de armonía y serenidad. Jettel se despidió de sus últimas patatas, que reservaba para una ocasión especial, enseñó a Owuor a preparar albóndigas de Silesia y le habló de las peras secas que su madre siempre le mandaba a comprar al pequeño establecimiento de la calle Goethestra. Melancólica, aunque al mismo tiempo alegre, se puso la falda blanca y la blusa de listas azules y rojas que no había vuelto a sacar desde Breslau, y pronto tuvo la oportunidad de quedarse extasiada ante la admiración que despertó en Süskind.

—Sin ti —dijo éste— ya no sabría lo bonita que puede llegar a ser una mujer. Seguro que todos los hombres de Breslau andaban detrás de ti.

—Así era —confirmó Walter, y Jettel disfrutó al comprobar que sus celos no habían perdido un ápice de su antigua fuerza.

Regina no tuvo que irse a la cama. Pudo dormir frente al fuego y, tan pronto la despertaban las voces, se imaginaba que la chimenea era el Menengai; y las negras cenizas tras la quema del matorral, chocolate. Aprendió algunas palabras nuevas para el cajón secreto de su cabeza. Las que más le gustaron fueron «impuesto a la fuga del Reich»2, aunque también fueron las que más le costó memorizar.

Walter le habló a Süskind de su primer proceso en Leobschütz y de cómo, acto seguido, había remojado su inesperado éxito con Greschek en la fiesta de la matanza de Hennerwitz. Süskind trató de acordarse de Pomerania, pero empezaba a confundir los años, los lugares y los nombres que su memoria le proporcionaba.

—Esperad y veréis —advirtió—. Pronto os pasará lo mismo. El gran olvido es lo mejor de África.

Al día siguiente llegó a la granja el señor Morrison. No cabía duda de que la noticia de la salvación de la cosecha también había llegado a Nairobi, pues le tendió la mano a Walter, algo que nunca había hecho. Más extraordinario aún fue que, al contrario que en sus anteriores visitas, también supo ver el gesto de Jettel, que había preparado té para él.

Lo bebió de la taza de porcelana de Rosenthal con las florecitas de colores, sacudiendo la cabeza cada vez que tomaba un terrón de azúcar del azucarero de porcelana con las pinzas de plata.

Cuando el señor Morrison regresó a la casa después de ir a ver las vacas y las gallinas, se quitó el sombrero. Su rostro parecía más joven: tenía el cabello muy rubio y las cejas pobladas. Pidió una tercera taza de té. Estuvo jugueteando un rato con las pinzas del azúcar y de nuevo sacudió la cabeza. De pronto se puso en pie, se dirigió al armario donde estaban el diccionario de latín y la Enciclopedia Británica, sacó un servilletero de marfil del cajón y se lo dio a Regina.

El aro le pareció tan hermoso que el corazón se le aceleró. Sin embargo, llevaba tanto tiempo sin tener que dar las gracias por un regalo que no se le ocurrió nada que decir salvo senté sana, aunque sabía que una niña no podía hablar suahili con un hombre tan poderoso como el señor Morrison.

Nada más equivocado, aunque quizá no tanto, ya que el señor Morrison mostró dos dientes de oro al reír. Regina salió corriendo de la casa presa de la excitación. No era la primera vez que veía al señor Morrison, pero no se había reído nunca y tampoco le había prestado demasiada atención a ella. Si había cambiado tanto, quizá fuera él su corzo, que se había transformado en una persona por arte de magia.

Suara dormía bajo el árbol de las espinas. El descubrimiento de que el aro blanco no poseía ningún poder especial lo despojó de parte de su belleza. De modo que Regina susurró «la próxima vez» al oído de Suara, esperó a que el corzo moviera la cabeza y luego volvió lentamente a la casa.

Morrison se había puesto el sombrero y tenía el mismo aspecto de siempre. Hizo de la mano derecha un puño y se quedó mirando por la ventana. Por un instante se pareció un poco a Owuor el día que llegaron las langostas, sólo que él no se sacó del pantalón ningún diablillo batiendo alas, sino seis billetes que fue dejando uno a uno en la mesa.

—Every month —dijo Morrison, y se dirigió al coche. Primero aulló el motor, luego Rummler, y al poco se levantó una nube de polvo en la que desapareció el automóvil.

—Dios mío, ¿qué ha dicho? Jettel, ¿lo has entendido? —Sí. Quiero decir, casi. Month significa mes. De eso estoy segura. Aprendimos esa palabra en el curso. A decir verdad, yo fui la única que logró pronunciarla correctamente, pero, ¿crees que el asqueroso del profesor me elogió por ello o asintió siquiera con la cabeza? —Eso ahora no tiene importancia. ¿Qué significa la otra palabra? —No te pongas a vociferar. Ésa también la aprendimos, pero no me acuerdo.

—Tienes que acordarte. Aquí hay seis libras. Seguro que significa algo.

—Month significa mes —repitió Jettel.

Ambos estaban tan agitados que durante un rato sólo fueron capaces de pasarse los billetes, contarlos sobre la mesa y encogerse de hombros.

—Pero si tenemos un diccionario —recordó por fin Jettel. Rebuscó nerviosa en una caja y sacó un libro de tapas amarillas y rojas—. Aquí está, Mil palabras en inglés. — Rió.—También tenemos Mil palabras en español.

—Ya no nos sirven. El español era para Montevideo. ¿Puedo decirte algo, Jettel? Esta empresa está condenada al fracaso. No tenemos ni idea de cuál es la palabra que debemos buscar.

Presa de una expectación que le abrasaba la piel, Regina se sentó en el suelo.

Comprendió que sus padres, que sacaban de la garganta la misma palabra una y otra vez y olfateaban igual que Rummler cuando estaba hambriento, habían inventado un juego nuevo. Para poder disfrutar de la alegría por más tiempo, era mejor no participar de ella.

Regina también reprimió las ganas de ir a buscar a Owuor y al aja, y estuvo tanto tiempo jugueteando con la oreja de Rummler que éste empezó a proferir suaves ruiditos de satisfacción. Entonces oyó a su padre decir: —Tal vez tú sepas lo que ha dicho Morrison.

Regina quería saborear un poco más el placer que le suponía poder participar por fin en la nueva ronda de palabras extrañas, sacudidas de cabeza y movimientos de hombros.

Sus padres seguían olfateando como Rummler cuando tenía que esperar mucho por su comida. Así que abrió la boca, se pasó el servilletero por la mano y fue deslizándolo poco a poco hasta el codo. Qué bien que había aprendido de Owuor a atrapar sonidos que no entendía. Sólo había que encerrarlos en la cabeza y dejarlos salir de vez en cuando sin abrir la boca.

—Every month —recordó, pero, dejándose acariciar largo rato por el asombro de sus padres, permitió que se escapara el momento adecuado para repetir el encantamiento.

Pese a todo, sus oídos fueron recompensados con el elogio de su padre: —Eres una niña muy lista. —Y de pronto se pareció al gallo blanco de la cresta color rojo sangre. Pero no tardó en transformarse de nuevo en el padre con los ojos rojos de impaciencia; tomó el libro de la mesa, volvió a dejarlo en el mismo sitio al instante, se frotó las manos y suspiró—: Soy un burro. Un pobre burro.

—¿Por qué? —También hay que saber deletrear las palabras que se quieren buscar en el diccionario, Regina.

—Tu padre no tiene agallas; él piensa y yo actúo —intervino Jettel—. Aver—leyó en voz alta— significa afirmar. Aviary es una pajarera. Ésta es aún más estúpida. Luego viene avid. Significa ávido.

—Jettel, eso es absurdo. Así nunca lo conseguiremos.

—¿Para qué sirve un diccionario si no puedes encontrar nada en él? —Bueno. Dámelo. Ahora buscaré yo por la E. Evergreen —leyó Walter— significa de hoja perenne.

Regina se dio cuenta por vez primera de que su padre pronunciaba mejor que Owuor.

Retiró las manos de la cabeza de Rummler y se puso a batir palmas.

—Cállate, Regina. Maldita sea, esto no es ningún juego de niños. Va a ser evergreen.

Claro, Morrison hablaba de sus maizales siempre verdes. Es curioso, jamás le habría creído capaz de decir tal cosa.

—No —dijo Jettel, y su voz se volvió muy queda—. Ya lo tengo. Lo tengo, en serio.

Every significa cada. Eh, Walter, every month debe significar cada mes. No puede ser otra cosa. ¿Querrá eso decir que nos dará seis libras cada mes? —No lo sé. Habremos de esperar a ver si se repite el milagro.

—Siempre hablas de milagros. —Regina aguardó para ver si su padre se daba cuenta de que había imitado la voz de su madre, pero ni sus ojos ni sus oídos, que permanecían al acecho, lograron captar nada.

—Esta vez tiene razón —musitó Jettel—. Sencillamente ha de tenerla. —Se puso en pie, atrajo a Regina hacia sí y le dio un beso que sabía a sal.

El milagro se hizo realidad. Al comienzo de cada mes, Morrison se presentaba en la granja, tomaba primero dos tazas de té, visitaba a sus gallinas y sus vacas, se acercaba a los maizales, regresaba para tomar la tercera taza de té y dejaba sobre la mesa, en silencio, seis billetes de una libra.

Jettel podía henchirse de orgullo igual que Owuor cuando se hablaba del día en que la fortuna cambió la vida en Rongai.

—¿Ves? —decía ella entonces, y Regina pronunciaba al unísono las familiares palabras sin mover los labios—. ¿De qué te sirve toda tu preciada formación si ni siquiera has aprendido inglés? —De nada, Jettel, de nada, tan poco como mi toga.

Cuando Walter decía eso, sus ojos no parecían tan cansados como en los meses anteriores. En los días buenos parecían los mismos que antes de la malaria, y luego también se echaba a reír cuando Jettel saboreaba su victoria, la llamaba «mi pequeño Owuor» y disfrutaba por las noches de la ternura que ambos creían perdida para siempre.

—Esta noche me han hecho un hermanito —le contó Regina al aja bajo el árbol de las espinas.

—Eso está bien —repuso el aja—. Suara ya no se convertirá en un niño.

Por la noche Walter propuso: —Vamos a mandar a Regina a la escuela. La próxima vez que Süskind vaya a Nakuru, se enterará de lo que hay que hacer.

—No —rehusó Jettel—. Aún no.

—Pero has insistido tanto... Y yo también lo quiero.

Jettel se percató de que empezaba a arderle la piel, pero no se avergonzó de su turbación.

—No he olvidado lo que ocurrió el día antes de que llegaran las langostas —dijo—.

Entonces pensaste que no había entendido lo que me contaste, pero no soy tan tonta como piensas. Regina aún podrá aprender a leer con siete años. Ahora necesitamos el dinero para mamá y Käte.

—¿Y cómo vas a hacer eso? —Aquí tenemos suficiente para hartarnos. ¿Por qué no podemos dejar las cosas como están durante un tiempo? Lo tengo todo calculado. Si no tocamos el dinero, dentro de diecisiete meses habremos reunido las cien libras para sacar de allí a mamá y Käte. Y aún nos sobrarán dos libras. Ya verás como lo logramos.

—Si no pasa nada.

—¿Qué iba a pasar? Pero si aquí nunca pasa nada.

—Pero sí en el resto del mundo, Jettel. En casa las cosas están muy mal.

A Walter el empeño y la disposición para la renuncia de Jettel, el júbilo con que cada mes metía las seis libras en un cofrecillo y las contaba una y otra vez, la confianza en que lograría reunir a tiempo la suma de la salvación le resultaban más difíciles de soportar que las noticias que escuchaba cada hora del día y, a menudo, incluso de la noche.

Los intervalos entre las cartas procedentes de Breslau y Sohrau eran cada vez mayores, las propias cartas, pese a todos sus esfuerzos por silenciar el miedo, resultaban tan alarmantes que Walter a menudo se preguntaba si de verdad su mujer no se daba cuenta de que la esperanza era una ofensa. A veces la creía realmente ingenua, se sentía conmovido y la envidiaba. Sin embargo, cuando el abatimiento lo atormentaba de tal modo que ni siquiera era capaz . de sentir agradecimiento por su propia salvación, su desesperación se convertía en odio hacia Jettel y sus ilusiones.

Su padre le había escrito acerca de sus vanas tentativas de vender el hotel, le contaba que apenas salía y que en Sohrau ya sólo quedaban tres familias judías, pero que, teniendo en cuenta las circunstancias, le iba bien y no quería quejarse. Al día siguiente de que ardieran las sinagogas, escribió: «Tal vez Liesel pueda emigrar a Palestina. Ojalá pudiera convencerla de que se separe de este viejo tonto.» Además, desde el 9 de noviembre de 1938, había suprimido de sus cartas la esperanzada despedida: «Hasta la vista.» En cada una de las líneas de las cartas de Breslau se palpaba el miedo a la censura.

Käte hablaba de restricciones que «nos traen de cabeza» y siempre mencionaba a amigos comunes «que tuvieron que salir de viaje repentinamente y de los que no hemos vuelto a tener noticias». Ina relataba que ya no podía alquilar ninguna habitación y escribía: «Sólo salgo de casa a determinadas horas.» El regalo de cumpleaños de Regina, que era en septiembre, lo habían mandado en febrero. Walter comprendió el mensaje en clave con horror. Su suegra y su cuñada ya no se atrevían a hacer planes a largo plazo y habían abandonado la esperanza de salir de Alemania.

Le hacía sufrir el deber de hacer que Jettel se enfrentara a la verdad, pero sabía que era pecado no hacerlo. Sin embargo, cuando la veía contar su dinero, igual que un niño que tiene perfectamente calculada la realización de sus deseos, dejaba pasar la ocasión de hablar con ella. A ojos de Walter, su silencio era una capitulación, su debilidad le repugnaba. Se iba a la cama después que Jettel y se levantaba antes que ella.

El tiempo parecía haberse detenido. A mediados de agosto, el chico de Süskind trajo una carta en la que decía: «Definitivamente tenemos en Sabbatia la maldita fiebre de la costa oriental. Por de pronto se acabaron los sabat. He de rezar por mis vacas y ver si aún puedo salvar algo aquí. Si tus vacas empiezan a dar vueltas, es demasiado tarde. En tal caso la epidemia ya habrá llegado a Rongai.» —¿Y por qué no puede venir? —preguntó Jettel furiosa cuando Walter le mostró la carta—. Pero si él no está enfermo.

—Al menos ha de estar en la granja cuando sus vacas mueran. Süskind también teme por su empleo. Cada vez están llegando más refugiados al país que quieren colocarse en las granjas. Eso hace que cualquiera de nosotros sea aún más fácil de sustituir.

Las visitas de Süskind los viernes constituían el punto álgido de la semana, el recuerdo de una vida con conversaciones y distracciones, un mutuo dar y recibir, un soplo de normalidad. Ahora se habían terminado la expectación y la alegría. Cuanto más monótona se tornaba la vida, más ansiaba Jettel los relatos de Süskind sobre Nairobi y Nakuru. Él siempre sabía quién acababa de llegar al país y dónde había ido a parar. Más aún extrañaba su buen humor, las bromas y los cumplidos, el optimismo que siempre le hacía mirar hacia delante y que la reafirmaba a ella en su fe en el futuro.

Walter sufría todavía más. Desde que estaba en la granja, y tanto más después de su malaria, veía en Süskind a su salvador en momentos de acuciante necesidad. Precisaba del altivo talante del amigo para no caer en sus estados depresivos y en aquella añoranza de Alemania que le hacía dudar de su propio juicio. Para él, Süskind era la prueba de que un hombre podía llegar a adaptarse a su destino de apátrida. Más aún, era su único contacto con la vida.

Incluso Owuor se lamentaba de que el bwana Sabbatia ya no fuera por la granja.

Nadie movía la boca como él cuando llegaba el pudín. Nadie reía tan alto como el bwana Sabbatia cuando Owuor vestía su toga y cantaba Perdí mi corazón en Heidelberg.

—El bwana Sabbatia —se quejó Owuor cuando el día se hizo noche sin su visita— es como un tambor. Yo lo toco en Rongai y él me contesta desde el Menengai.

—Nuestra radio también echa de menos a Süskind —afirmó Walter la noche del 1 de septiembre—. La batería está estropeada y sin su coche no podemos cargarla.

—¿Ahora ya no escuchas las noticias? —No, Regina. El mundo ha muerto para nosotros.

—¿La radio también está muerta? —Muerta y bien muerta. Ahora sólo tus oídos pueden saber lo que hay de nuevo. Así que échate en el suelo y cuéntame algo bonito.

A Regina le daba vueltas la cabeza de alegría y orgullo. Tras las pequeñas lluvias, Owuor le había enseñado a tenderse boca abajo y quedarse inmóvil para arrancarle a la tierra sus sonidos. Desde entonces, había oído muchas veces el coche de Süskind antes de que estuviera a la vista, pero su padre nunca había dado crédito a sus oídos, se limitaba a decir, enfadado, que eran «tonterías» y ni siquiera se avergonzaba cuando en efecto Süskind aparecía después de que ella lo hubiera anunciado. Ahora que ya no podía escuchar más voces en la radio muerta, había comprendido por fin que sin los oídos de Regina estaba tan sordo como el viejo Cheroni, el que metía las vacas en el establo para ordeñarlas. Se sintió fuerte y lista. A pesar de todo, se tomó su tiempo para atrapar unos sonidos que tenían que ir de safari por el Menengai antes de que pudieran escucharse en Rongai. Regina no se tendió sobre el pedregoso sendero que llevaba a la casa hasta la noche siguiente a la muerte de la radio, pero la tierra no dejaba escapar ningún ruido salvo el lenguaje de los árboles al viento. Tampoco a la mañana siguiente halló más que silencio, pero a mediodía sus oídos despertaron.

Cuando le llegó el primer sonido, Regina no se atrevió ni a respirar para no importunarlo. Hasta el segundo no debería haber transcurrido más tiempo del que tarda un pájaro en volar de un árbol a otro. Sin embargo, se hizo esperar tanto que Regina temió haber separado la oreja del suelo más de la cuenta y haber escuchado tan sólo los tambores de la selva. Estaba a punto de levantarse, antes de que la decepción le secara la garganta, cuando de la tierra surgió un latido tan poderoso que tuvo que apresurarse.

Esta vez su padre no podía pensar que había visto el coche antes de oírlo.

Hizo bocina con las manos para que su voz sonase más fuerte y aulló: «Deprisa, papá, tenemos visita. Pero no es el coche de Süskind.» El camión que avanzaba jadeante hacia la granja por la empinada pendiente era más grande que todos los demás que habían pasado por Rongai. Los niños salieron corriendo de las chozas en dirección a la casa, muy juntos sus cuerpos desnudos. Les seguían las mujeres con los bebés a la espalda, las muchachas con calabazas llenas de agua y las cabras, azuzadas por los ladridos de los perros. Los chicos de las schambas soltaron sus azadas y abandonaron los campos; los pastores, sus vacas.

Alzaban los brazos, chillaban como si hubieran vuelto las langostas y cantaban las canciones que sólo al anochecer llegaban desde las chozas. La risa de los curiosos y los nerviosos se estrellaba una y otra vez contra el Menengai y regresaba en forma de claro eco. Éste enmudeció tan aprisa como había empezado y el camión se detuvo en medio del silencio.

Al principio sólo pudieron ver una fina nube de tierra roja que subió muy alto y bajó del cielo al instante. Cuando se hubo desvanecido, los ojos se abrieron como platos y los brazos y las piernas se quedaron inmóviles. Incluso los hombres más ancianos de Rongai, que ya ni siquiera contaban las lluvias que habían vivido, tuvieron que vencer a sus ojos antes de que estuvieran dispuestos a ver. El camión era tan verde como los bosques que nunca se secan, y detrás, en el remolque para ganado, no había bueyes ni vacas en su primer safari, sino hombres de piel blanca y grandes sombreros.

Al lado del aja y Owuor estaban Walter, Jettel y Regina, inertes junto al depósito de agua, delante de la casa, temerosos de levantar la cabeza, aunque todos vieron que el hombre que estaba junto al conductor abría de golpe la puerta del camión y bajaba lentamente.

Llevaba pantalones cortos caqui, tenía las piernas enrojecidas y unas relucientes botas negras que a su paso espantaban las moscas de la hierba. En una mano sostenía una hoja de papel más luminosa que el sol. Con la otra se tocaba la gorra, que descansaba sobre su cabeza como un plato llano de color verde oscuro. Cuando por fin el extraño abrió la boca, Rummler se puso a ladrar.

—Mister Redlich —ordenó la potente voz—, come along! I have to arrest you. We are at war.

Hasta entonces nadie se había movido. Luego llegó un sonido familiar del camión; era Süskind gritando: —¡Santo cielo, Walter, no me digas que no te has enterado! Ha estallado la guerra.

Van a internarnos a todos. Vamos, sube. Y no te preocupes por Jettel y Regina. Hoy mismo pasarán a buscar a las mujeres y los niños para llevarlos a Nairobi.

 

CAPÍTULO IV

Los hombres jóvenes que aún conservaban vivos sus recuerdos de los colegios ingleses y las alegres noches en Oxford recibieron la noticia del estallido de la guerra - por profundo que fuera su pesar por la amenazada patria- como un cambio no del todo indeseable. Lo mismo les ocurrió a los veteranos de ilusiones marchitas que, con cierto tedio por la monótona rutina de la vida colonial, cumplían con sus obligaciones en la policía de Nairobi y las fuerzas armadas del resto del país. De repente, su cometido ya no tenía que ver solamente con robos de ganado, ocasionales luchas tribales y crímenes pasionales en la alta sociedad inglesa, sino con la propia colonia de la Corona.

En los últimos cinco años, ésta venía acogiendo cada vez a más gente del continente, y justo esta gente planteaba ahora a las autoridades nuevos desafíos. En tiempos de paz, los refugiados sin recursos, con nombres de tan difícil pronunciación como escritura, suponían una contrariedad precisamente por su horrible acento y por su ambición, considerada poco deportiva en vista de la tendencia británica al comedimiento. Con todo, por lo general se les tenía por disciplinados y fáciles de manejar. Durante largo tiempo, uno de los principales objetivos de las autoridades había sido no sacudir los sólidos cimientos de la vida y la economía de Nairobi, es decir, dispensar a la ciudad de los emigrantes y alojarlos en granjas. Todo ello se había llevado a cabo siempre con rapidez y a entera satisfacción de los granjeros gracias a la Comunidad Judía, cuyos miembros más antiguos compartían la misma opinión.

La guerra trajo consigo otras prioridades. Ahora lo único importante era proteger a la nación de aquellos que por nacimiento, lengua, educación, tradición y lealtad pudieran mantener unos lazos más estrechos con el enemigo que con el país de acogida. Las autoridades sabían que debían actuar de forma rápida y eficaz, y por lo pronto no estaban en absoluto descontentas con el modo en que habían hecho frente a tan inusitado cometido. En el plazo de tres días, todos los extranjeros enemigos de las ciudades y también de las remotas granjas habían pasado a manos del ejército en Nairobi y habían sido informados de que, en adelante, dejaban de tener el estatus de refugees y pasaban a ser considerados enemy aliens.

Contaban con vivencias análogas de la anterior Guerra Mundial, que ahora era la Primera, y también con suficientes oficiales veteranos que habían servido en el ejército y sabían lo que había que hacer. Se internó a todos los hombres mayores de dieciséis años; los enfermos y los que necesitaban cuidados fueron repartidos entre los distintos hospitales que tenían la vigilancia adecuada. Se desalojaron de inmediato los barracones del Segundo Regimiento de los King's African Rifles de Ngong, a veinte millas de Nairobi.

Los soldados cuyo cometido era ir a buscar a los hombres de las granjas habían procedido de forma inesperadamente rápida y en extremo concienzuda. «Un tanto demasiado concienzuda», según palabras del coronel Whidett —el cual estaba a cargo de la operación Enemy Aliens— en su primera comparecencia tras el exitoso resultado.

En tan precipitada detención, los jóvenes soldados ni siquiera habían dado tiempo a los bloody refugee —como los llamaban en su reavivado patriotismo— a hacer la maleta, y con su mal dosificado celo acabaron causando a sus superiores dificultades fácilmente evitables. En primer lugar, se vieron obligados a vestir a los hombres, que habían llegado a Ngong únicamente con pantalón, camisa y sombrero o a veces incluso en pijama. De encontrarse en la madre patria, semejante problema habría sido atajado de inmediato recurriendo a las ropas de presidiario.

Pero en Kenia resultaba tan inmoral como falto de gusto ponerle a los blancos la misma ropa que a los prisioneros negros. En las cárceles del país no había ni un solo europeo y, por consiguiente, tampoco cosas tan naturales para las necesidades diarias como cepillos de dientes, mudas o esponjas. Para no cargar el presupuesto ya en los primeros días de la guerra ni suscitar preguntas desagradables por parte del Ministerio de la Guerra de Londres, se hizo un llamamiento a los sorprendidos ciudadanos para que efectuaran los correspondientes donativos, medida ésta que provocó una avalancha de cartas al director dolorosamente burlonas en el East African Standard.

Aún peor acogida recibió la particularidad de que los internados llevaran los mismos uniformes caqui que sus guardianes. En los propios círculos militares, la indeseada pero necesaria igualdad de la apariencia externa entre los defensores de la patria y sus eventuales atacantes despertó gran indignación. No era posible acallar los rumores de que los hombres del continente se mofaban de la gravedad de la situación. Existían informes de que se saludaban entre sí con sorna y que los que hablaban inglés preguntaban sin más ni más a los guardianes cuál era el camino del frente. El Sunday Post aconsejaba a sus lectores: «Si se encuentra a un hombre que vista el uniforme británico, por su propia seguridad hágale entonar primero el God Save the King.» El Standard se contentaba con un comentario que, pese a todo, llevaba por título «Escándalo».

Aun siguiendo la más estricta interpretación del riesgo para la seguridad, no habría sido preciso internar de inmediato a mujeres y niños. El ejército estimaba más que suficiente limitarse a confiscar radios y cámaras para evitar que pudieran ser utilizadas para una posible toma de contacto con el enemigo en los campos de batalla europeos.

Por otra parte, no había que olvidar que también en 1914, en la Guerra de los Böers, habían concentrado a mujeres y niños en campos. Más aún pesaba el argumento de que era contrario a la tradición británica del honor y el sentido de la responsabilidad dejar en una granja a seres indefensos sin protección masculina. Nuevamente se procedió de forma rápida y nada burocrática. Al estallar la guerra, ninguna mujer debía quedarse más de tres horas sola en una granja.

A las internadas y, con mayor razón, a los niños no se les podía alojar en barracones militares, pero de nuevo el coronel Whidett dio con una solución satisfactoria. Sin reparar en el esparcimiento de los fines de semana de los granjeros que habitaban las tierras altas, el tradicional hotel Norfolk y el lujoso hotel New Stanley fueron requisados como alojamiento para las familias de los «extranjeros enemigos». Se impuso esta opción porque Nairobi era el único lugar que contaba con suficientes funcionarios competentes para hacerse cargo de una situación que no podía seguir así a la larga.

Las internadas se quedaron desconcertadas al llegar a Nairobi después del largo y penoso viaje desde las granjas. Recibieron una jubilosa bienvenida por parte del personal del hotel, al que hasta entonces siempre se había exhortado a saludar gustosamente a los huéspedes y al que no se había podido reeducar a tiempo para hacer frente a los cambios que trajo consigo la guerra. También se había ordenado que acudieran a los dos hoteles médicos, enfermeras, puericultoras y profesores. Debido a la urgencia de su movilización, esperaban encontrarse problemas que guardaran una relación causal con la guerra; mas pronto se dieron cuenta de que ese caso especial nada tenía que ver con estallidos de epidemias ni problemas psicológicos, sino con dificultades de comunicación. El mejor modo de resolver esas dificultades habría sido utilizando el suahili, idioma que, sin embargo, los pretenciosos funcionarios de la colonia no dominaban tan bien como aquellas gentes que no llevaban mucho tiempo en el país y que en modo alguno se correspondían con la imagen habitual de los agentes enemigos.

El transporte de Nakuru, Gilgil, Sabbatia y Rongai fue el último en llegar al hotel Norfolk. Ya en el trayecto y gracias al consuelo y la tranquilidad proporcionados por el destino común, Jettel había superado su miedo al incierto futuro y la conmoción de la repentina separación de Walter, y hasta consideró beneficiosa la inesperada liberación de la soledad y la monotonía de la granja. Estaba tan fascinada por la elegancia y el animado ambiente del hotel que por un momento, al igual que las demás mujeres, olvidó la causa de tan abrupto cambio en su vida.

Regina también estaba deslumbrada. En Rongai se había negado a subir al camión y tuvieron que arrastrarla a la fuerza. Durante el viaje no había parado de llorar y de llamar a Owuor, al aja, a Suara, a Rummler y a su padre, pero el brillo de las numerosas luces, las cortinas de terciopelo azul de los altos ventanales, los cuadros con marcos dorados y las rosas rojas en copas de plata, además de las muchas personas y aromas, capaces de despertar en ella un entusiasmo aún mayor que los cuadros, lograron ahuyentar de inmediato sus preocupaciones. Se quedó boquiabierta, aferrada al vestido de su madre mientras contemplaba a las enfermeras de almidonadas cofias blancas.

La cena acababa de empezar. Se trataba de uno de esos menús elaborados con esmero por los cuales el Norfolk era famoso no sólo en Kenia, sino en toda África oriental. El jefe de cocina, un hombre oriundo de Sudáfrica y con experiencia en dos barcos de lujo, no tenía la menor intención de romper con la tradición de la casa sólo porque en algún lugar de Europa hubiera estallado una guerra y en el comedor no hubiese más que mujeres y niños.

El día anterior habían llegado bogavantes de Mombasa, cordero de las tierras altas, y judías verdes, apio y patatas de Naivasha. La carne iba acompañada de esa salsa de menta considerada una especialidad legendaria del Norfolk, gratín a la francesa, frutas tropicales sobre un delicado lecho de bizcocho y una selección de quesos que, con el stilton, el cheshire y el cheddar ingleses, de sobra completaba la oferta de paz. La primera noche, el cocinero atribuyó el hecho de que numerosas porciones de bogavante y cordero volvieran intactas a la cocina debido al excesivo cansancio de los comensales.

Sin embargo, como persistiera la aversión a los crustáceos y a la carne, se pidió consejo a un representante de la Comunidad Judía de Nairobi. A decir verdad, éste pudo informar sobre las prescripciones alimentarias judías, pero tampoco él sabía por qué los niños regaban los postres con su salsa de menta. El cocinero maldijo primero la bloody war y muy pronto a los bloody refugees.

Ni siquiera un hotel tan espacioso como el Norfolk tenía sitio suficiente para tan inusitada afluencia de huéspedes, de modo que cada habitación hubo de ser compartida por dos mujeres con sus respectivos hijos. Se temió incluso que hubiera que recurrir a los cuartos del servicio. Lo cierto es que éstos no estaban ocupados, ya que, contrariamente a la costumbre habitual en el Norfolk, las mujeres y los niños habían llegado sin sus chicos y ajas personales, pero la sensibilidad del director del hotel se oponía a que los europeos vivieran en las habitaciones destinadas a los negros.

Regina compartía una cama turca con una chica unos meses mayor que ella. Esto les ocasionó ciertas dificultades la primera noche, puesto que, como hijas únicas que eran ambas, no estaban acostumbradas a tan estrecho contacto, pero sirvió para que superaran tanto más rápido el miedo y la timidez. Inge Sadler era una niña fuerte que llevaba traje bávaro y dormía con camisones de franela de cuadros azules y blancos. Era muy independiente y amable y estaba a todas luces encantada con la perspectiva de tener una amiga. Los primeros días, Regina pensó que su dialecto bávaro era inglés, pero pronto se acostumbró a la pronunciación de su nueva amiga y se asombró de que supiera leer y escribir.

Inge había ido un año a la escuela en Alemania y estaba dispuesta a transmitirle sus conocimientos a Regina. Cuando Inge se despertaba por las noches, lloraba angustiada y tenía que acudir a calmarla su madre, quien, pese a su energía y severidad durante el día, sabía consolar tan dulcemente como el aja y conquistó el corazón de Regina tan aprisa como en su antigua vida lo hiciera Owuor. Cuando Regina le habló a la señora Sadler de Suara, ella sacó de su costurero lana azul y le hizo un corzo de ganchillo.

Los Sadler eran de Weiden in der Oberpfalz y habían llegado a Kenia seis meses antes de que estallara la guerra. Dos de los hermanos tenían una tienda de confección y el tercero era agricultor. Las tres esposas eran demasiado resueltas para añorar el fulgor del pasado. Tejían jerseys y cosían blusas para un afamado establecimiento de Nairobi y habían animado a sus esposos a arrendar una granja en Londiani que ya a los seis meses producía sus primeros beneficios.

Inge había vivido en Weiden el pogromo del 9 de noviembre y había tenido que presenciar cómo destrozaban el escaparate de la tienda paterna, arrojaban a la calle telas y vestidos y saqueaban la casa. A su padre y sus dos tíos los sacaron de casa a rastras, los golpearon y se los llevaron a Dachau. Cuando volvieron al cabo de cuatro meses, Inge no reconoció a ninguno de los tres. Como la avergonzaba llorar por la noche, a las dos semanas de estar en el Norfolk le relató a Regina los acontecimientos de los que nunca hablaba con sus padres.

—A mi papá no le pegó nadie —afirmó Regina cuando Inge hubo acabado.

—Entonces es que no es judío.

—Eso es mentira.

—Ni siquiera sois alemanes.

—Somos de la patria —aclaró Regina—. De Leobschütz, Sohrau y Breslau.

—En Alemania muelen a palos a todos los judíos. Lo sé perfectamente. Odio a los alemanes.

—Yo también odio a los alemanes —aseguró Regina.

Se propuso hablarle lo antes posible a su padre de su nuevo odio, de Inge, de los vestidos en la calle y de Dachau. Aunque mencionaba mucho menos a su padre que a Owuor, al aja, Suara y Rummler, lo echaba de menos y sentía la separación tanto más cuanto que le remordía la conciencia. Se había tendido en el suelo y había sido la primera en oír el camión que los había desterrado a todos de Rongai.

En el pequeño estanque de los nenúfares blancos sobre los que, al calor del mediodía, se posaban las mariposas como nubes amarillas, le reveló a Inge: —He hecho la guerra.

—Tonterías, los alemanes han hecho la guerra. Eso lo sabe todo el mundo.

—Tengo que contárselo a mi papá.

—Él ya lo sabe.

Sólo después de esa conversación cayó Regina en la cuenta de que todas las mujeres hablaban de la guerra. Hacía tiempo que ya no estaban tan alegres como al principio del internamiento. Decían cada vez más a menudo: «Cuando volvamos a la granja», y ninguna de ellas quería saber nada del entusiasmo con el que llegaron a Nairobi. El cambio de tono en el Norfolk aumentaba la añoranza de la vida en la granja.

El director del hotel, un hombre enjuto y desabrido llamado Applewaithe, hacía tiempo que había dejado de esforzarse por ocultar su aversión hacia quienes no sabían pronunciar su nombre. Detestaba a los niños, con los que hasta el momento no había tenido relación alguna ni personal ni profesionalmente, y a las madres recientes les prohibió calentar la leche para los niños en la cocina, tender pañales en el balcón y colocar los cochecitos bajo los árboles. Daba a entender a las mujeres cada vez con mayor claridad que para él eran unas intrusas y, aún peor, enemy aliens.

Tras la desconcertante euforia inicial que había suscitado en ellas la dicha de estar juntas, las mujeres volvieron a la realidad consternadas y conscientes de su culpabilidad.

Casi todas tenían aún parientes en Alemania y ahora comprendían que para padres, hermanos y amigos ya no había escapatoria posible. La certidumbre de esa perentoriedad y el descubrimiento de la inseguridad del propio futuro las paralizaban.

Añoraban a sus esposos, que antes tomaban solos todas las decisiones y asumían la responsabilidad de la familia y de los cuales ni siquiera sabían adonde los habían llevado. La conciencia de la propia impotencia las desconcertaba y trajo consigo mezquinas rencillas y, después, una apatía que las hacía refugiarse en el pasado. Las mujeres rivalizaban en descripciones relativas a la buena vida que una vez tuvieran, una vida que con cada día de obligada ociosidad brillaba aún más en el recuerdo. Se avergonzaban de sus lágrimas y más aún cuando decían «en el hogar» o «en casa» y ya no sabían si hablaban de la granja o de Alemania.

Jettel sufría lo indecible por su necesidad insatisfecha de protección y consuelo.

Anhelaba la vida en Rongai, con el buen humor de Owuor y el ritmo familiar de los días, que ya no le parecían solitarios, sino llenos de esperanza y futuro. Incluso echaba de menos las peleas con Walter, que ahora se le antojaban una sucesión de cariñosas bromas, y lloraba con la sola mención de su nombre. Después de cada arrebato decía: «Si mi marido supiera por lo que estoy pasando aquí, vendría a recogerme en el acto.» La mayoría de las veces, las mujeres se encerraban en su habitación cuando Jettel se abandonaba a su desesperanza, pero una tarde en que su dolor era más intenso que de costumbre, Elsa Conrad se puso a vociferar inesperada y ruidosamente: —Deja ya de lloriquear y haz algo. ¿Acaso crees que si se hubieran llevado a mi marido me quedaría de brazos cruzados gimoteando? Las mujeres jóvenes dais asco.

Jettel se quedó tan estupefacta que dejó de sollozar al instante. —¿Qué puedo hacer? —preguntó con una voz sin rastro de llanto.

Desde el primer día en el Norfolk, Elsa Conrad se convirtió en una autoridad por todas respetada que no admitía réplica. No le temía ni a las discusiones ni a las personas, era la única berlinesa del grupo y la única no judía. Ya su sola apariencia resultaba imponente. Elsa, tan gruesa como impasible, de día envolvía su corpulencia en largos vestidos de flores; y de noche, en escotados vestidos de fiesta. Llevaba turbantes de un rojo encendido que asustaban tanto a los niños que empezaban a gritar nada más verla.

Por las mañanas nunca se levantaba antes de las diez, apelando al señor Applewaithe había conseguido que el desayuno le fuera servido en su habitación y no paraba de amonestar a los niños y, con igual insistencia, a las mujeres que se ahogaban en sus penas o se quejaban de nimiedades. Sólo fue temida los primeros días. Su capacidad de réplica hacía soportables sus provocaciones y su humor hacía lo propio con su temperamento. Cuando contó su historia, pasó a ser una heroína.

Elsa poseía un bar en Berlín y no solía tener trato con clientes que le desagradaran. A los pocos días de que ardieran las sinagogas, en el bar de Elsa entró una mujer con dos acompañantes y, aún con el abrigo puesto, lanzó un discurso incendiario contra los judíos. Elsa la agarró por el cuello del abrigo, la echó a la calle y le gritó: «¿De dónde crees que ha salido tu caro abrigo de pieles? Seguro que se lo has robado a los judíos, puta.» Esto le valió seis meses en prisión y, acto seguido, la expulsión inmediata de Alemania. Elsa había llegado a Kenia sin recursos y ya a la primera semana la había contratado de niñera un matrimonio escocés de Nanyuki. En ningún momento se había llevado bien con los niños, pero sí con los padres, pese al escaso inglés chapurreado que había cogido al vuelo en el barco. A ellos les enseñó a jugar al skat y al cocinero, a adobar huevos cocidos y a hacer albóndigas. Cuando estalló la guerra, los escoceses se separaron de Elsa muy a su pesar y no permitieron que subiera al camión. Ellos mismos la llevaron en coche al Norfolk, y al despedirse, la abrazaron maldiciendo a los ingleses y a Chamberlain.

Elsa sólo conocía la victoria. «Y ahora, ¿qué voy a hacer?», imitó la voz de Jettel la tarde en que logró encauzar su futuro. «¿Queréis pasaros toda la guerra aquí metidas, mano sobre mano, mientras retienen a vuestros maridos? Entonces, ¿por qué me miráis con cara de bobas? ¿Ni siquiera podéis olvidar que os tienen en palmitas? Moved vuestros mimados traseros y escribid a las autoridades. Seguro que alguna de estas señoritingas habrá ido a la escuela y sabrá suficiente inglés para escribir una carta.» La propuesta, por poco éxito que prometiera, fue aceptada, ya que temían más la ira de Elsa que al ejército británico. Tenía tanta capacidad de organización como de persuasión, así que ordenó a cuatro mujeres que poseían bastantes conocimientos de inglés y a Jettel, por su bonita caligrafía, que escribieran cartas en las que relataran su suerte y aclararan sus puntos de vista. El señor Applewaithe se dejó convencer inusualmente deprisa de que era su obligación dar curso al correo de quienes no podían abandonar el hotel.

Ni siquiera la propia Elsa contaba con que esta campaña tuviera un éxito tan rápido.

Para las autoridades militares, lo decisivo no fue ni el tono ni el contenido de las misivas, sino la particularidad de que ellas mismas habían empezado a cuestionar algunos aspectos. Tras las primeras reacciones de Londres, en Nairobi se dudaba de si realmente tendrían que haber internado a todos los refugiados o de si no habría sido más racional comprobar previamente su orientación política.

A ello había que añadir el hecho de que numerosos granjeros esperaban ser llamados a filas y querían saber que sus granjas estarían al cuidado de los refugiados, económicos y muy responsables. La sección de cartas al director del East African Standard la ocupaban casi exclusivamente comentarios que se preguntaban por qué precisamente en Nairobi los prisioneros de guerra tenían que vivir en hoteles de lujo. También los propietarios del Norfolk y del New Stanley reclamaban con insistencia la restitución de su propiedad. El coronel Whidett estimó inteligente mostrar al menos cierta flexibilidad.

En primer lugar, autorizó los contactos entre matrimonios con hijos y dejó entrever que estudiaría medidas adicionales. Exactamente a los diez días de que Applewaithe entregara las cartas a las autoridades militares, volvieron a presentarse ante la puerta los camiones del ejército. Tenían orden de llevar a mujeres y niños al campo de internamiento de Ngong.

A los hombres les sucedió lo mismo que a sus mujeres. El internamiento los había devuelto a la vida tras la soledad y el mutismo. La embriaguez de la liberación fue inmensa. Viejos conocidos y amigos que se habían visto por última vez en Alemania volvían a encontrarse; los compañeros de infortunio del barco se abrazaban de nuevo; los extraños constataban que tenían amigos comunes. Pasaron días y noches intercambiando vivencias, esperanzas y opiniones. Los que se habían salvado supieron de desgracias que empequeñecían las propias. Aprendieron a escuchar otra vez, podían hablar. Era como si se hubiera roto un dique.

Después del tiempo pasado en las granjas, solos con la esposa y los hijos y con la obligación de dominarse y reprimir sus miedos, o después de pasar años solos en una granja, todos ellos se alegraban de vivir en un grupo de hombres. Al menos temporalmente, vivirían sin las preocupaciones económicas y sin el tormento de saber que un despido significaba la pérdida inmediata de la morada. Solamente aquel respiro alimentaba la sensación de una reconfortante seguridad. Fue Walter el que acuñó la frase que después repetirían una y otra vez: «Por fin los judíos vuelven a tener un rey que se ocupa de ellos.» Durante los primeros días en el campo, era como si tras un largo viaje se hubiera topado con unos parientes lejanos a los que se sintiera vinculado de inmediato. Osear Hahn, que fuera abogado en Francfort, llevaba seis años de granjero en Gilgil; Kurt Piakowsky, médico berlinés, ahora era jefe de lavandería en el hospital de Nairobi; y Leo Hirsch, dentista en Erfurt, había encontrado trabajo de gerente en una mina de oro en Kisumu; todos ellos eran miembros de la misma asociación estudiantil que Walter y estaban dispuestos en todo momento a intercambiar con él recuerdos de amigos comunes y alegrías de su época de estudiantes.

Heini Weyl, su amigo de Breslau que estaba en Kisumu, pese a la fiebre amarilla y la disentería no había perdido ni el valor para afrontar la vida ni su buen humor. También de Breslau era Henry Guttmann, el envidiado optimista. Era demasiado joven para haber perdido su trabajo y su vida en Alemania, y pertenecía al reducido círculo de los elegidos que tenían más futuro que pasado. Max Bilawasky, que en un año se había arruinado con su propia granja en Eldoret, era de Katowice y conocía Leobschütz.

Siegfried Cohn, vendedor de bicicletas de Gleiwitz, era un ingeniero bien pagado en Nakuru y lingüísticamente también se había adaptado a su nueva vida imponiendo a su duro acento de la Alta Silesia una típica pronunciación nasal inglesa. Walter estaba loco de contento con Jakob Oschinsky. Éste poseía una zapatería en Ratibor, se había colocado en una granja de café en Thika y una vez, de viaje, había pernoctado en el hotel Redlich, en Sohrau. Se acordaba bien del padre de Walter y era un entusiasta de la belleza, el altruismo y los pasteles de repollo de Liesel.

Todos los internados tenían experiencias similares. Rescataron del olvido imágenes reprimidas que fueron como una fuente de juventud para las aturdidas almas. Sin embargo, el buen humor no reinó tanto tiempo entre los hombres como entre las mujeres. Ellos se percataron pronto de que la lengua materna y los recuerdos no eran suficiente sustituto de la patria, de la propiedad usurpada, de la pérdida del orgullo y el honor y de la aniquilada autoestima. Cuando volvieron a abrirse las heridas cicatrizadas a toda prisa, se tornaron más dolorosas que antes.

La guerra había apagado la chispa de esperanza de lograr echar raíces en Kenia rápidamente, una esperanza alimentada por el poderoso anhelo de dejar de ser un marginado y un paria. Finalmente murió en cada uno de ellos la ilusión, abrigada durante largo tiempo contra toda razón, de poder ayudar a los que habían quedado en Alemania y traerlos a Kenia. Aunque intentaba ahuyentar la idea, Walter daba por perdidos tanto a su padre y su hermana como a su suegra y su cuñada.

—De los polacos no pueden esperar ayuda alguna —le explicaba a Osear Hahn— y para los alemanes son judíos polacos. Ahora el destino me ha confirmado de una vez por todas que he fracasado.

—Todos hemos fracasado, pero no ahora, sino en 1933. Hemos creído demasiado tiempo en Alemania, hemos tenido los ojos cerrados. Pero no podemos acobardarnos.

No sólo eres hijo. También eres padre.

—Menudo padre, que ni siquiera puede ganarse el dinero para comprar la soga con la que ahorcarse.

—Eso no deberías ni pensarlo —repuso Hahn enojado—. Morirán tantos de los nuestros que desearían vivir que los que se salvan no tienen otra opción que seguir viviendo por sus hijos. Escapar no es sólo una suerte, sino una obligación. Confiar en la vida, también. Arráncate de una vez por todas a Alemania del corazón. Entonces volverás a vivir.

—Lo he intentado. No funciona.

—Eso pensaba yo antes, y cuando ahora pienso en el refinado abogado y notario de Francfort Osear Hahn, el del fabuloso bufete, con más cargos honoríficos que pelos en la cabeza, se me antoja un extraño al que una vez conocí de pasada. Dios, Walter, aprovecha el tiempo aquí para hacer las paces contigo mismo y podrás empezar de verdad desde cero cuando salgamos de este sitio.

—Precisamente eso es lo que me está volviendo loco. ¿Qué será de mí y de mi familia cuando el rey Jorge deje de ocuparse de nosotros? —Aún tienes tu empleo en Rongai.

—El «aún» me ha sonado especialmente bien.

—¿Qué te parece si me llamas Oha? —sonrió Hahn—. Es el nombre de emigrante que se ha inventado mi mujer. Cree que es menos alemán que Osear. Mi Lilly es una mujer práctica. Sin ella nunca me habría atrevido a comprar la granja de Gilgil.

—¿Tanto sabe de agricultura? —Era concertista. Sabe mucho de la vida. Los chicos caen rendidos a sus pies cuando canta a Schubert. Y las vacas dan más leche al instante. Con suerte, pronto la conocerás.

—¿De modo que crees en la teoría de Süskind? —Sí.

«La gente como Rubens —solía proclamar Süskind cuando discutían el futuro y la actitud de las autoridades militares— no puede permitir que tilden a todos los judíos de enemy aliens y nos dejen aquí durante toda la guerra. Apuesto a que el viejo Rubens y sus hijos ya les han dejado claro a los ingleses que nosotros estábamos en contra de Hitler mucho antes que ellos.» A decir verdad, el coronel Whidett tuvo que hacer frente a problemas para los que no estaba preparado en absoluto. Se preguntaba día tras día si las graves diferencias con el Ministerio de la Guerra de Londres podrían ser más desagradables que las regulares visitas a su despacho de los cinco hermanos Rubens, por no hablar del temperamental padre. El coronel admitió sin ruborizarse que, hasta que estalló la guerra, los acontecimientos en Europa no le interesaban mucho más que las luchas tribales entre los jaluo y los lumbwa en Eldoret. No obstante, le irritaba que la familia Rubens estuviera tan al corriente de detalles realmente sorprendentes y que él pareciera un ignorante siempre que venían a verlo.

Whidett no conocía a ningún judío, salvo los hermanos Dave y Benjie, a los que había conocido el primer año en el internado de Epsom y que persistían en su memoria como unos estudiantes asquerosamente ambiciosos y unos pésimos jugadores de cricket. De modo que, por lo pronto, consideraba que estaba en su derecho cuando en las desagradables conversaciones a que el momento le obligaba se remitía al país de origen de los internados y a las dificultades resultantes para su beligerante patria, dificultades que en modo alguno había que subestimar. Sin embargo, por desgracia, muy pronto sus argumentos no le parecieron tan convincentes como en un principio pensara. Nada en absoluto cuando se vio obligado a exponerlos ante sus inoportunos interlocutores, los cuales poseían elocuencia de vendedores de alfombras árabes e hipersensibilidad de artistas.

Tanto si Whidett quería como si no, la familia Rubens, cuyos vínculos con Kenia eran más antiguos que los suyos propios y que hablaba un inglés tan pulcro como el de los old boys de Oxford, le daba qué pensar. Comenzó a ocuparse a regañadientes de la suerte de aquellas personas con quienes «al parecer se ha cometido una injusticia». Con todo, sólo acostumbraba a utilizar tan prudente formulación en su círculo privado, y así y todo vacilante, pues no correspondía ni a su educación ni a sus principios saber más que los demás de los acontecimientos de la maldita Europa.

Así pues, Whidett se comprometió, aunque sin confiar en su criterio, a revisar la propuesta de liberar al menos a aquellos que trabajaran en las granjas y que no tuvieran posibilidad de ponerse en contacto con el enemigo. Para su sorpresa, en los círculos militares la decisión fue aplaudida por perspicaz. Y muy pronto también demostró ser necesaria. Debido a la situación en Abisinia, Londres anunció el envío de un regimiento de infantería de Gales para el cual el coronel necesitaba los barracones de Ngong.

Los camiones del Norfolk y el New Stanley llegaron al campo un domingo después del almuerzo. Los niños hacían señales, desconcertados, y las madres parecían igualmente crispadas al ver aparecer a los hombres ante la alambrada de espino con sus uniformes caqui. La mayoría de las mujeres se había vestido como si las hubieran invitado a una fiesta al aire libre de la alta sociedad; algunas lucían vestidos escotados que habían llevado por última vez en Alemania, otras sostenían en la mano pequeñas flores marchitas que los niños habían cogido en el jardín del hotel.

Walter vio a Jettel con su blusa roja y los guantes blancos que se compró antes de emigrar. Recordó el traje de noche y le costó tragarse su enfado. Sin embargo, al mismo tiempo se dio cuenta de lo hermosa que era su mujer y de que incluso en los momentos más íntimos y plenos la había defraudado con un corazón roto que sólo sabía revivir el pulso del pasado. Se sintió viejo, agotado e inseguro.

Durante unos segundos de angustia que se le hicieron despiadadamente largos, también Regina se le antojó una extraña. Parecía haber crecido en las cuatro semanas que habían estado separados, también sus ojos eran distintos de los días en Rongai, cuando se sentaba con el aja bajo el árbol. Walter trató de recordar el nombre del corzo para hallar ese algo común que tanto deseaba, pero ya no era capaz de recordar la palabra. Entonces vio a Regina corriendo hacia él.

Mientras ella se abalanzaba sobre él como un cachorro e incluso antes de que sus delgados brazos rodearan su cuello, Walter comprendió, con un terror que lo paralizó, que quería a su hija más que a su esposa. Consciente de su culpabilidad y, sin embargo, con una agitación que le pareció estimulante, juró que ninguna de las dos sabría nunca la verdad.

—¡Papá! ¡Papá! —gritó Regina al oído de Walter, trayéndolo al presente, un presente que de pronto le pareció más soportable que antes—. ¡Tengo una amiga! Una amiga de verdad. Se llama Inge. También sabe leer. Y mamá ha escrito una carta.

—¿Qué clase de carta? —Una carta de verdad. Para que podamos visitarte.

—Sí —corroboró Jettel cuando hubo conseguido apartar a Regina lo suficiente para hallar algo de espacio en el pecho de Walter—. He presentado una instancia para que te suelten.

—¿Desde cuándo sabe mi Jettel lo que es una instancia? —Tenía que hacer algo por ti. Una no puede quedarse cruzada de brazos rascándose la barriga. Quizá podamos volver pronto a nuestro Rongai.

—Jettel, Jettel, ¿qué han hecho contigo? Pero si en Rongai eras la más infeliz de las mujeres.

—Pero todas las mujeres quieren volver a las granjas.

El orgullo en la voz de su esposa conmovió a Walter; más aún el hecho de que le faltara valor para mirarlo a los ojos al mentir. Ansiaba alegrarla, pero con los halagos le ocurría como con el nombre del corzo. Se alegró de oír la voz de Regina: —Odio a los alemanes, papá. Odio a los alemanes.

—¿Quién te ha enseñado eso? —Inge. Le dieron una paliza a su padre y rompieron las ventanas en Dachau y tiraron todos los vestidos a la calle. Inge llora de noche porque odia a los alemanes.

—A los alemanes no, Regina, a los nazis.

—¿También hay nazis? —Sí.

—Tengo que contárselo a Inge. Entonces también odiará a los nazis. ¿Los nazis son tan malos como los alemanes? —Sólo los nazis son malos. Nos han echado de Alemania.

—Eso no me lo dijo Inge.

—Entonces ve y cuéntale lo que te ha dicho tu padre.

—Vas a volver loca a la niña —le increpó Jettel cuando Regina se hubo alejado, pero Walter no tuvo tiempo de contestar—. ¿Sabes —musitó— que desde que estamos en guerra ya no hay esperanza para mamá y Käte? Walter suspiró, pero sintió alivio por poder hablar por fin abiertamente: —Sí, lo sé. También papá y Liesel han caído en la trampa. Y no me preguntes qué vamos a hacer. No lo sé.

Cuando Jettel rompió en sollozos, él la abrazó y le consoló que las lágrimas que él mismo no podía derramar hacía ya tiempo aún pudieran aliviarla a ella. Pese al motivo, el breve instante de comunión le pareció demasiado precioso para no arrancarle el desaliento a su corazón durante al menos unos latidos. Pero luego se esforzó por no sucumbir de nuevo al miedo que le tentaba a guardar silencio.

—Jettel, no vamos a volver a Rongai.

—¿Por qué? ¿Cómo lo sabes? —Hoy por la mañana he recibido carta de Morrison.

Walter se sacó la misiva del bolsillo y se la tendió a Jettel. Sabía que ella no podía leerla, pero necesitaba el plazo de gracia de su desconcierto para sosegarse. Permitió su propia humillación al contemplar, desvalido, cómo los ojos de Jettel se atascaban en los renglones que hacía unas horas Süskind le había traducido.

«Dear Mr. Redlich —había escrito Morrison—, I regret to inform you that there is at present no possibility of employing an enemy alien on my farm. I am sure you will understand my decision and wish you all the best for the future. Yours faithfully, William P. Morrison.» —Mírame a mí, Jettel, no a la carta. Morrison me ha despedido.

—Entonces, ¿adonde vamos a ir cuando salgas de aquí? ¿Qué vamos a decirle a Regina? Pregunta todos los días por Owuor y el aja.

—Será mejor que se lo dejemos a Inge —dijo Walter cansado—. Yo también echaré de menos a Owuor. Ahora nuestra vida no es más que una continua despedida.

—¿Han recibido los demás cartas como ésta? —Algunos de nosotros. La mayoría no.

—¿Por qué nosotros? ¿Por qué siempre nosotros? —Porque elegiste a un desgraciado por esposo, Jettel. Deberías haberle hecho caso a tu tío Bandmann. Ya te lo decía antes de que nos prometiéramos. Vamos, no llores. Ahí viene mi amigo Oha. Él tuvo la suerte de que los nazis lo destituyeran en 1933. Ahora tiene su propia granja en Gilgil. Has de conocerlo, no tienes de qué avergonzarte. Él está al corriente. Incluso ha prometido ayudarnos. No sé cómo va a hacerlo, pero me reconforta que lo haya dicho.

 

CAPÍTULO V

El 15 de octubre de 1939, en el tablón de anuncios del campo de Ngong se dieron a conocer dos sucesos que tuvieron una acogida muy distinta entre los refugiados. El hundimiento del acorazado británico Royal Oak por un submarino alemán se comunicó en un conciso inglés militar, lo cual no hizo sino generar más confusión que interés, ya que fueron muy pocos los que se enteraron de a quién habían atacado en la bahía de Scape Flowy quién había salido vencedor. Sin embargo, el aviso en un alemán perfecto de que los enemy aliens que tuvieran un empleo fijo en una granja podían contar con su liberación provocó un gran revuelo. Pronto cobró nueva fuerza el rumor que circulaba desde hacía algunos días de que las autoridades militares de Nairobi tenían previsto deportar a los internados varones a Sudáfrica.

—Así que ahora tengo que conseguir un gerente para mi granja —aclaró Oha al dar con Walter detrás del barracón de las letrinas tras una larga búsqueda.

—¿Por qué? Pero si pronto saldrás de aquí.

—Pero tú no.

—No, a mí me ha tocado el gordo. Y a Jettel y Regina también. ¿También envían a las mujeres y los niños a Sudáfrica? —Dios, ¿es que nunca te enteras de nada? Tú dirigirás mi granja. Por lo menos hasta que encuentres un trabajo. Seguro que no está prohibido que un enemy alien contrate a otro. Süskind ya se ha puesto a traducir el contrato de trabajo que he redactado.

Aunque el conocimiento que Süskind tenía de las fórmulas jurídicas era impreciso y torpe, satisfizo al coronel Whidett. Éste estaba poco dispuesto a pasarse el resto de la guerra ocupándose de personas que sumían su vida en el caos y su objetivo era liberar a tantas de ellas como le fuera posible. No sólo dispuso que Osear Hahn y Walter fueran de los primeros en abandonar el campo, sino que además se encargó de que recogieran a Lilly en el New Stanley y a Jettel y Regina en el Norfolk y las llevaran a Gilgil junto con los dos hombres.

—¿Por qué haces todo esto por nosotros? —le preguntó Walter la última noche en Ngong.

—En realidad, ahora tendría que decir que es mi deber ayudar a un miembro de mi sociedad estudiantil —repuso Hahn—, pero voy a hacerlo más fácil: me he acostumbrado a ti y mi Lilly necesita público.

La granja de los Hahn, con vacas y ovejas sobre suaves colinas verdes y gallinas que escarbaban en la arena junto a la gran huerta, con maizales escrupulosamente dispuestos y una casa de piedra blanca ante una extensión de cuidado césped en torno a la cual crecían rosas, claveles e hibisco, se llamaba Arkadia y recordaba a una finca alemana.

Los senderos que bordeaban la casa eran de piedra, las paredes exteriores del edificio de la cocina habían sido pintadas a rombos azules y blancos, el servicio, de verde y habían barnizado las puertas de madera clara de la vivienda.

Bajo un alto cedro había un cenador cubierto de buganvillas color lila con sillas blancas ante una mesa redonda. Manjala, el chico, llevaba ciñendo el kanzu blanco con el que servía las comidas un cinturón plateado que Lilly llevó en el último baile de carnaval de su vida. El caniche con los rizos negros que resplandecían al sol como minúsculos trozos de carbón se llamaba Bqjazzo.

En Arkadia, Walter y Jettel se sentían como niños perdidos que sus salvadores hubieran enviado a casa con la advertencia de no volver a salir solos. No eran solamente la cordialidad y la serenidad de su anfitrión las que les daban renovadas fuerzas, sino también la seguridad de la casa en sí. Todo ello les recordaba un hogar que nunca habían conocido en semejante opulencia.

Las mesas redondas con sobre de piel verde, el macizo armario de Francfort ante los visillos color blanco huevo, las sillas tapizadas de terciopelo gris, los sillones orejeros con fundas de lino inglés con florecitas y una cómoda de caoba con herrajes dorados eran de los padres de Oha; la pesada cubertería de plata, los vasos de cristal tallado y la porcelana, del ajuar de Lilly. Había librerías repletas, de las luminosas paredes colgaban reproducciones de Frans Hals y Vermeer y en el dormitorio, un cuadro de la coronación de un kaiser en el Romer de Francfort4 ante el cual se sentaba Regina todas las noches para que Oha le contara historias. Delante de la chimenea había un piano de cola con un busto blanco de Mozart sobre un paño de terciopelo rojo.

Inmediatamente después de la puesta de sol, Manjala servía refrescos en vasos de colores; y poco después, platos tan familiares como si Lilly pudiera comprar a diario en carnicerías, panaderías y ultramarinos alemanes. Su voz, que parecía cantar incluso cuando llamaba a los chicos o les daba de comer a las gallinas, y el acento de Francfort de Oha les parecían a Walter y Jettel mensajes de un mundo extraño. Por las noches, Lilly cantaba el repertorio de su pasado.

Los chicos se sentaban ante la puerta, las mujeres, con sus bebés a la espalda, se quedaban delante de las ventanas abiertas y, durante las pausas, el caniche se sentaba sobre las patas traseras y ladraba suave, melodiosamente en la noche. Aunque Walter y Jettel nunca habían vivido semejantes acontecimientos musicales, en los conciertos nocturnos olvidaban todas sus tribulaciones y se abandonaban a románticos sentimientos que les devolvían la esperanza y la juventud.

Oha disfrutaba tanto con sus invitados como ellos de su hospitalidad, pues ni él ni quienes se hallaban en la granja eran capaces de saciar por mucho tiempo la necesidad de Lilly de nuevos oyentes; aunque él sabía que semejante situación de placentero dar y agradecido recibir no podía durar mucho.

—Un hombre ha de poder alimentar a su familia —le decía a Lilly.

—Hablas como antes, Oha. Eres y siempre serás alemán.

—Desgraciadamente. Sin ti me encontraría en la misma situación desesperada que Walter. Nosotros, los juristas, no hemos aprendido más que tonterías.

—A ese respecto una cantante sale mejor parada.

—Sólo si es como tú. Por cierto, le he escrito a Gibson.

—¿Has escrito una carta en inglés? —En inglés estará cuando tú la traduzcas. He pensado que Gibson puede necesitar a Walter. Pero no le digas nada aún. La decepción sería demasiado grande.

Oha sólo conocía a Gibson, al que le había comprado pelitre unas cuantas veces de pasada, pero sabía que llevaba tiempo buscando a un hombre dispuesto a trabajar en su granja de Ol’ Joro Orok por seis libras. Geoffry Gibson poseía una fábrica de vinagre en Nairobi y no tenía la menor intención de mirar por su granja más de cuatro veces al año, una granja en la que cultivaba exclusivamente pelitre y lino. Su reacción no se hizo esperar.

—Es exactamente lo que te conviene —se alegró Oha al recibir la confirmación de Gibson—. Allí no matarás ni vacas ni gallinas, y de él no tienes nada que temer. Sólo has de construirte una casa.

Diez días después de que un pequeño camión subiera jadeando la cenagosa carretera en dirección a las montañas de Ol’ Joro Orok, la casita entre los cedros ya tenía su tejado. El carpintero indio Daji Jiwan, junto con treinta trabajadores de las schambas, erigió la casa de tosca piedra gris para el nuevo bwana. Antes de que cubrieran el tejado de hierba, barro y estiércol, Regina pudo sentarse por última vez en las vigas de madera, que, a diferencia de las chozas de los nativos, no terminaban en punta, sino al bies.

Regina dejaba que Daji Jiwan, con sus relucientes cabellos negros, la piel morena clara y los ojos dulces, la alzara para que ella trepara justo hasta el centro del tejado.

Allí era donde se sentaba largo tiempo y en silencio desde que llegaran a Ol’ Joro Orok, como cuando aún era una niña que no sabía nada y se tumbaba bajo los árboles de Rongai con su aja.

Su mirada vagaba hasta la gran montaña del tejado blanco, que su padre afirmaba que era de nieve, y se posaba allí hasta cansarse.

Luego su cabeza efectuaba un rápido movimiento hacia el oscuro bosque, desde el que los tambores relataban por la noche las schauris del día y chillaban los monos al salir el sol. Cuando el calor invadía su cuerpo, su voz se volvía poderosa y les gritaba a sus padres, abajo en el suelo: «No hay nada más hermoso que Ol’ Joro Orok.» El eco regresaba más nítido y más alto que en los días que habían dejado de existir y en los que era el Menengai el que le respondía. «No hay nada más hermoso que Ol’ Joro Orok», volvía a gritar Regina.

—No ha tardado en olvidar Rongai.

—Tampoco yo —repuso Jettel—. Quizá aquí tengamos más suerte.

—Bah, todas las granjas son iguales; lo principal es que estemos juntos.

—¿Tenías ganas de verme en el campo? —Muchas —contestó Walter, y se preguntó cuánto duraría la nueva vida en comunión en Ol’ Joro Orok—. Lástima que no esté Owuor —suspiró—. Fue un amigo desde el principio.

—Claro que entonces tampoco nosotros éramos enemy aliens.

—Jettel, ¿desde cuándo eres irónica? —La ironía es un arma. Eso decía Elsa Conrad.

—Conserva tus armas.

—Por algún motivo, tengo la sensación de que esto es aún más solitario que Rongai.

—Casi lo temo. Sin Süskind.

—Pero no está tan terriblemente lejos de Gilgil, Oha y Lilly —lo consoló Jettel.

—Sólo a tres horas en coche.

—¿Y sin él? —En ese caso, Gilgil no está mucho más cerca que Leobschütz.

—Ya verás como vamos —insistió Jettel—. Y, además, Lilly ha prometido venir a vernos.

—Espero que antes no se entere de lo que cuentan las gentes de por aquí.

—¿Qué? —Que ni las hienas aguantan más de un año en Ol’ Joro Orok.

Ol’ Joro Orok constaba únicamente de algunos sonidos que Regina adoraba y de la duka, una minúscula tiendecita en una caseta de chapa. El indio Patel, propietario del establecimiento, era tan pudiente como temido. Vendía harina, arroz, azúcar y sal, manteca en latas, polvos para flan, mermelada y especias. Cuando se pasaban los comerciantes de Nakuru, disponía de mangos, papayas, repollos y puerros. Había gasolina en bidones, parafina en botellas para las lámparas, alcohol para los granjeros de los alrededores y finas mantas de lana, pantalones cortos color caqui y toscas camisas para los negros.

Al desabrido Patel no sólo había que tenerlo contento por su mercancía, sino porque tres veces a la semana llegaba un coche desde la estación de ferrocarril de Thompson's Falls que dejaba el correo en su tienda. Aquel que no resultaba del agrado de Patel, algo que no era inusual (bastaba con tardar demasiado en decidirse a la hora de comprar), era castigado con la supresión del correo, aislado del mundo. El indio había descubierto enseguida que los europeos ansiaban tanto sus cartas y sus periódicos como sus compatriotas el arroz, del cual, de todos modos, nunca había suficiente.

A su modo mohíno, Patel incluso sentía cierta compasión por los refugiados. Para su gusto, escatimaban excesivamente el dinero, pero habían sido declarados enemy aliens y ésa era una señal inequívoca de que los ingleses no los querían. Por su parte, Patel despreciaba a los ingleses, que le hacían sentir que para ellos él estaba al mismo nivel que los negros.

La granja de Gibson estaba a diez kilómetros de la duka, a tres mil metros de altitud en pleno Ecuador, y era mayor que cualquier otra granja de los alrededores. Incluso Kimani, que vivía allí desde antes de que plantaran el primer linar, tenía que pensar largo tiempo qué camino debía tomar para llegar a un destino concreto. Kimani, un kikuyu de unos cuarenta y cinco años, era bajo, listo y famoso por ser más veloz con la lengua que una gacela con sus patas. Les ordenaba a los chicos de las schambas lo que tenían que hacer en los campos y, mientras la granja estuvo sin bwana, también les asignaba sus salarios.

Al atardecer, tan pronto la sombra alcanzaba la cuarta estría del depósito de agua, Kimani golpeaba la delgada chapa con una larga vara, indicando así el final de la jornada. Como señor del tiempo y también dado que repartía la ración diaria de maíz para el vespertino puré de poscho, Kimani gozaba del respeto de todo el mundo en la granja, hasta del de los nandis, que ni trabajaban en los campos ni recibían maíz, sino que vivían al otro lado del río y tenían sus propios rebaños.

Hacía ya tiempo que Kimani deseaba contar con la presencia de un bwana en la granja, como era habitual en Gilgil, en Thompson's Falls e incluso en Ol’ Kalao. ¿De qué le servían a él la estima y el reconocimiento si la tierra de la que se ocupaba no era lo bastante buena para un hombre blanco? La nueva casa alimentaba su orgullo.

Cuando, por las tardes, concluía el trabajo y el frío se instalaba en la piel, las piedras permanecían suficientemente calientes como para frotar contra ellas la espalda. Con Daji Jiwan, responsable de aquel esplendor, hablaba con sumo respeto, aunque por lo demás apreciaba aún menos a los indios que a los del clan de los lumbua.

A Kimani le gustaron el nuevo bwana de los ojos muertos y la memsahib del vientre demasiado plano, que parecía que no fuera a albergar ya a ningún hijo más. Con una rapidez mayor de lo habitual, dio muerte a su desconfianza de los extraños y ahuyentó su mutismo. Llevó a Walter a los campos que había junto al bosque y hasta el río, que sólo traía agua en la estación de las lluvias. Tomó en su mano las poderosas flores del pelitre y el radiante lino azul, llamó su atención sobre el color de la tierra y, una y otra vez, sobre la distancia que necesitaban las plantas entre sí para prosperar. Kimani comprendió pronto que el nuevo bwana tenía tras de sí un largo safari y que no sabía nada de las cosas que un hombre debía saber.

Después de la casa, Daji Jiwan levantó una construcción para la cocina con la forma redonda de las chozas de los nativos y a continuación, muy a regañadientes, sobre un profundo foso colocó un tabique de madera con un banco en el que practicó tres orificios de distintas dimensiones. El retrete era un diseño de Walter y estaba tan orgulloso de él como Kimani de sus campos. En la puerta mandó tallar un corazón, que pronto despertó tal admiración en la granja que Daji Jiwan se reconcilió con una construcción que para él no tenía utilidad alguna. Su religión le prohibía aliviar el cuerpo dos veces en el mismo sitio.

Cuando la cocina estuvo terminada, Kimani apareció con un hombre llamado Kaniaal que presentó como su hermano-, que barrería la estancia. Para hacer las camas sacó a Kinanjui de los campos. Kamau llegó para lavar los platos. Solía pasarse horas sentado ante la casa sacando brillo a los vasos, haciendo que resplandecieran al sol. Por último, en la puerta apareció Jogona. Era casi un niño y sus piernas eran tan delgadas como las ramas de un árbol joven.

—Mejor que un aja —le dijo Kimani a Regina.

—¿Era antes un corzo? —quiso saber ésta.

—Sí.

—Pero no habla.

—Hablará kessu.

—¿Qué tiene que hacer? —Cocinar para el perro.

—Pero si no tenemos perro.

—Hoy no tenemos perro —afirmó Kimani—, pero kessu sí.

Kessu era una buena palabra. Significaba mañana, pronto, en algún momento, tal vez.

La gente decía kessu cuando necesitaba calma para su cabeza, sus oídos y su boca. El único que no sabía cómo curar la impaciencia era el bwana. Todos los días le pedía a Kimani un chico que ayudara a la memsahib en la cocina, pero Kimani mascaba aire con los dientes cerrados antes de responderle: —Pero si ya tienes a un chico para la cocina, bwana.

—¿Dónde, Kimani? ¿Dónde? A Kimani le encantaba esa conversación diaria. A menudo, cuando había terminado, dejaba escapar de su boca ruiditos similares a ladridos. Sabía que enojaban al bwana, pero era incapaz de renunciar a ellos. No era fácil amansar al bwana con calma. Su safari había sido demasiado largo. La obstinada negativa de Kimani a aclarar la situación sembraba la inseguridad en Walter. Jettel necesitaba ayuda en la cocina. No podía amasar sola el pan, a duras penas lograba levantar los pesados recipientes de agua potable y era incapaz de convencer a Kamau, el lavaplatos, de que alimentara el humeante horno de la cocina o de que llevara la comida a la casa.

«Ése no es mi trabajo», decía Kamau tan pronto se le pedía ayuda, y seguía sacando brillo a los vasos.

Esa lucha diaria ponía de mal humor a Jettel y nervioso a Walter. Éste sabía que no disponer de suficiente servicio doméstico lo dejaba en ridículo a ojos de las gentes de la granja. Más aún le inquietaba la idea de que Gibson apareciera de repente y viera al instante que su nuevo gerente ni siquiera era capaz de conseguir un chico para la cocina. Tenía la sensación de que no le quedaba mucho tiempo para imponer su voluntad.

En sus rondas con Kimani, les preguntaba a los hombres que le gritaban jambo con especial amabilidad o que simplemente daban la impresión de no tener reparos en trabajar en la casa en lugar de en las schambas si no querrían ayudar a cocinar a la memsahib. Día tras día sucedía lo mismo. Los trabajadores aludidos volvían a un lado la cabeza desconcertados, proferían los mismos ruiditos—ladridos que Kimani, miraban a lo lejos y salían corriendo a toda prisa.

—Es como una maldición —dijo Walter la noche en que se hizo fuego en la casa por primera vez. Kania se había pasado todo el día enfrascado en la nueva chimenea, la había deshollinado y limpiado y había apilado la madera en forma de pirámide.

Entonces se acuclilló satisfecho, prendió un trozo de papel, se puso a soplar suavemente la llama hasta arrancarle unas ascuas y atrajo el calor a la habitación.

—Por el amor de Dios, ¿cómo puede ser tan difícil encontrar a un chico para la cocina? —Jettel, si lo supiera, ya lo tendríamos.

—¿Por qué no nombras a uno sin más ni más? —Tengo poca experiencia dando órdenes.

—Bah, tú y tu delicadeza. En el Norfolk todas las mujeres hablaban de lo bien que se las arreglaban sus maridos con los chicos.

—¿Por qué no tenemos un perro? —preguntó Regina.

—Porque tu padre es demasiado tonto hasta para encontrar un chico para la cocina.

¿Es que no has oído lo que acaba de decir tu madre? —Pero un perro no es un chico para la cocina.

—Dios, Regina, ¿es que no puedes mantener la boca cerrada por una vez en tu vida? —La niña no tiene la culpa.

—Estoy harto de que gimotees por las ollas de Rongai.

—Yo no he dicho nada de Rongai —insistió Regina.

—También se pueden decir cosas sin decirlas.

—Y tú siempre has dicho que todas las granjas son iguales —apuntó Jettel.

—Esta maldita granja no. Ésta tiene una chimenea, pero no tiene un chico para la cocina.

—¿No te gusta la chimenea, papá? La insistencia en la voz de Regina inflamó la ira de Walter. Sólo sentía el deseo, tan pueril como grotesco, de no escuchar nada más, de no decir nada más. En el alféizar de la ventana estaban las tres lámparas para la noche. Walter cogió la suya, la rellenó de parafina, la encendió y bajó tanto la mecha que sólo emitía un débil resplandor.

—¿Adonde vas? —gritó Jettel asustada.

—Al bar —bramó Walter por toda respuesta, si bien el arrepentimiento le desgarró la garganta—. Un hombre tiene derecho a mear solo —añadió, e hizo un ademán que pretendía reflejar su intención de despedirse durante más tiempo, pero la broma no tuvo éxito.

La noche era fría y muy oscura. Sólo las hogueras ante las chozas de los chicos de las schambas centelleaban como diminutos puntos rojizos. En la linde del bosque aullaba un chacal que había salido de caza demasiado tarde. A Walter le pareció que también el animal se reía de él, de modo que se tapó fuertemente los oídos con las manos, pero el sonido no cesaba. Se mofaba de él, y tanto lo atormentaba que por momentos creía que había ladrado un perro. Eran los mismos sonidos humillantes que profería Kimani cuando él le preguntaba por el chico para la cocina.

Walter pronunció el nombre de Kimani en voz queda, pero el eco, burlándose, se lo devolvió amplificado. Se percató de que la rebelión de su cabeza empezaba a atacarle al estómago, y se alejó de la casa corriendo para no vomitar a la puerta. La arcada no le procuró alivio alguno. El sudor en la frente, la sensación de entumecimiento en sus húmedas manos y el fino velo ante los ojos le recordaron la malaria y el hecho de que en Ol’ Joro Orok no tenía vecinos a los que poder pedir ayuda.

Se frotó los ojos y comprobó, aliviado, que los tenía secos. Pese a todo, sintió la humedad en el rostro y, después, una opresión tan angustiosa en el pecho que creyó que iba a desplomarse. Como el ladrido retumbaba cada vez con más fuerza en su oído derecho, Walter arrojó la lámpara en la hierba y permaneció inmóvil. El calor se apoderó de su cuerpo. Un olor que no pudo identificar le trajo primero un recuerdo, apagó luego su agitación. Comprendió que los trémulos movimientos no procedían de su corazón y, finalmente, notó también la áspera lengua que le lamía la cara.

«Rummler —susurró Walter—. Rummler, maldito canalla. ¿De dónde sales? ¿Cómo me has encontrado?» Repitió ora el nombre del animal ora cariñosos apelativos que nunca antes se le habían ocurrido, agarró el grueso pescuezo del perro con ambas manos, olió su humeante pelaje y se dio cuenta de que le volvían las fuerzas y veía bien otra vez.

Mientras Walter apretaba contra sí al agitado y jadeante animal y lo acariciaba asombrado, embriagado de una dicha que lo incomodaba, miró tímidamente alrededor como si temiera que pudieran sorprenderlo en el paroxismo de su ternura. Entonces vio una figura que se aproximaba.

Con torpeza, pues a duras penas logró liberarse de aquel abrazo de desmesurada alegría y turbación, Walter cogió la lámpara del suelo y subió la mecha. Primero sólo vio una sombra similar a una nube oscura, si bien pronto pudo distinguir el perfil de un hombre corpulento que corría cada vez más aprisa. Walter creyó divisar la silueta de un abrigo que aleteaba a cada una de las zancadas, aunque hacía ya días que no soplaba el viento.

Rummler gañó y ladró antes de emitir un gran aullido de alegría que, por un breve instante, silenció cualquier otro sonido y luego, de repente, se transformó en unas notas que sólo podían proceder de una persona. Alto y claro, un sonido familiar rasgó el silencio de la noche.

—Perdí mi corazón en Heidelberg —canturreó Owuor, recortándose contra la claridad amarillenta de la lámpara. Un trozo de su camisa blanca resplandecía bajo la toga negra.

Walter cerró los ojos y esperó, agotado, despertar de un sueño, pero sus manos sentían el lomo del perro y seguía oyendo la voz de Owuor: —Bwana, duermes de pie.

Walter abrió la boca, pero no podía mover la lengua. Ni siquiera se percató de que había extendido los brazos hasta que notó el cuerpo de Owuor junto al suyo y la orla de seda de la toga en la barbilla. Durante unos preciosos segundos, dejó que el rostro de Owuor, con su nariz chata y su tersa piel, adoptara los rasgos de su padre. Experimentó un agudo dolor cuando la imagen de consuelo y añoranza se desvaneció, mas la dicha permaneció.

—Owuor, canalla, ¿de dónde sales? —Canalla. —Owuor saboreó la extraña palabra y tragó saliva complacido, pues le había salido en el acto.— De Rongai. —Rió, hurgó bajo la toga, en el bolsillo del pantalón, y sacó un trocito de papel cuidadosamente doblado.— He traído las semillas —anunció—. Ahora también podrás plantar aquí tus flores.

—Son las flores de mi padre.

—Son las flores de tu padre —repitió Owuor—. Te han encontrado.

—Tú me has encontrado, Owuor.

—La memsahib no tiene cocinero en Ol’ Joro Orok.

—No. Kimani no le ha encontrado ninguno.

—Ha ladrado como un perro. ¿No has oído ladrar a Kimani, bwana? —Sí. Pero no sabía por qué ladraba.

—Era Rummler, que hablaba por boca de Kimani. Te decía que estaba de safari conmigo. Ha sido un largo safari, bwana. Pero Rummler tiene una buena nariz. Ha encontrado el camino.

Owuor esperó impaciente para ver si el bwana se creía la broma o si aún era tan tonto como un pollino y no sabía que en un safari un hombre necesita su cabeza y no la nariz de un perro.

—Owuor, fui otra vez a Rongai a recoger mis cosas, pero no estabas.

—Un hombre que ha de dejar su casa no tiene buenos ojos. No quería ver tus ojos.

—Eres listo.

—Eso dijiste el día en que llegaron las langostas —se alegró Owuor. Mientras hablaba, miraba a lo lejos como si quisiera recuperar el tiempo, y sin embargo sentía cada movimiento de la noche—. Ahí está la memsahib kidogo —dijo exultante.

Regina estaba en la puerta. Gritó varias veces el nombre de Owuor, cada vez más alto, y se precipitó hacia él mientras Rummler le lamía las piernas desnudas. Liberó su garganta y comenzó a chasquear la lengua. Ni siquiera cuando Owuor la depositó de nuevo en la blanda tierra y ella se inclinó sobre el perro y le humedeció el pelaje con los ojos y la boca, ni siquiera entonces dejó Regina de hablar.

—Regina, ¿qué farfullas? No entiendo una palabra.

—Jaluo, papá. Hablo jaluo. Como en Rongai.

—Owuor, ¿tú sabías que hablaba jaluo? —Sí, bwana. Lo sé. El jaluo es mi lengua. Aquí en Ol’ Joro Orok sólo hay kikuyus y nandis, pero la memsahib kidogo tiene una lengua como la mía. Por eso he podido venir hasta ti. Un hombre no puede estar donde no se le entiende.

Owuor lanzó su risa al bosque y luego a la montaña con el sombrerete de nieve. El eco tenía la fuerza que sus sedientos oídos necesitaban, y sin embargo su voz era queda cuando dijo: —Pero eso ya lo sabes, bwana.

 

CAPÍTULO VI

El colegio de Nakuru, en la escarpada montaña, sobre uno de los lagos más famosos de la colonia, era el preferido por los granjeros que no podían permitirse un colegio privado y, con todo, concedían importancia a la tradición y la buena reputación de una escuela. Entre las familias distinguidas de Kenia, el de Nakuru se tenía por «algo mediocre», pues era estatal y no podía escoger a sus alumnos, pero los padres que tenían que conformarse con él por motivos económicos acostumbraban a refutar tan lamentables remilgos con una clara alusión a la extraordinaria personalidad del director.

Se trataba de un hombre de Oxford, con los sanos criterios de la época victoriana y, ante todo, sin ideas pedagógicas modernas: la permisividad y la comprensión para con la psique de los niños bajo su tutela no formaban parte de sus principios.

Arthur Brindley, miembro del equipo de remo de Oxford en su juventud y condecorado con la Cruz de la Victoria en la Primera Guerra Mundial, tenía un saludable sentido de la proporción y se correspondía a la perfección con el ideal de la educación en la madre patria. Nunca aburría a los padres con tesis pedagógicas que no querían oír y que, de todos modos, no habrían entendido. Le bastaba con mencionar el lema del colegio. Quisque pro ómnibus dominaba en letras doradas la pared del salón de actos y aparecía bordado en el escudo que debían lucir las chaquetas, corbatas y cintas del sombrero del uniforme escolar.

El señor Brindley se mostraba satisfecho y, en los días buenos, incluso un tanto orgulloso, cuando miraba por la ventana de su despacho, en el impresionante edificio principal de piedra blanca con las macizas columnas redondas en la entrada. Las numerosas construcciones pequeñas de madera clara y tejado de chapa que servían de dormitorios y eran el blanco de las burlas de los partidarios de los colegios privados excesivamente clasistas por parecerse a los cuartos de la servidumbre, algo absolutamente injusto en opinión de Brindley, le recordaban a su niñez en un pueblo del condado de Wiltshire. Las rosaledas, dispuestas con total precisión tras los espesos setos que rodeaban las casas de los profesores, y el tupido césped que separaba los campos de hockey de las viviendas de las profesoras le hacían pensar en suntuosas mansiones inglesas bien administradas. El lago, con la superficie teñida de rosa por los flamencos, estaba suficientemente cerca como para hacer las delicias de un ojo educado en la suavidad inglesa y a la vez tan lejos como para no permitir en los niños ningún deseo innecesario de naturaleza o de un mundo más allá del perímetro del colegio.

Sin embargo, desde hacía algún tiempo los árboles bajos de finos troncos por los que trepaban prolíficos pimenteros irritaban al director. Había descubierto tiempo atrás que los árboles se adaptaban especialmente bien al árido paisaje del valle del Rift, pero a él poco le alegraban la vida desde que tenía que presenciar cada día cómo últimamente algunos niños acudían allí en su tiempo libre. Brindley nunca había prohibido expresamente tan molesta incursión en lo privado; lo cierto es que tampoco había tenido motivo para hacerlo. Más aún le contrariaba la prueba de que a determinados alumnos, y todavía más a las nuevas alumnas, les resultaba tremendamente difícil hacerse a una vida que censuraba el individualismo y a los inconformistas.

Para Arthur Brindley, semejantes desviaciones de la armoniosa norma eran, sin duda, una consecuencia de la guerra. El director tenía que admitir en su colegio cada vez a más niños que mostraban escaso interés por las antiguas virtudes inglesas de pasar inadvertido y, sobre todo, de anteponer la comunidad a la propia persona. Un año después de que estallara la guerra, las autoridades de Kenia introdujeron la enseñanza general obligatoria para los niños blancos. Brindley lo consideró no sólo una limitación de la libertad paterna, sino también un esfuerzo auténticamente desmedido de la colonia por imitar a la amenazada madre patria en época de necesidad.

Para el colegio de Nakuru, en el centro del país, la escolarización obligatoria trajo consigo cambios decisivos. Tenía que admitir incluso a los hijos de los bóers y podía considerarse afortunado de que no fueran demasiados. A la mayoría la enviaron al colegio afrikaans de Eldoret. Aquellos de los alrededores que fueron a parar a Nakuru eran obstinados y, pese a su escaso conocimiento de la lengua inglesa, no ocultaban su odio hacia Inglaterra. No intentaban ni llevarse bien con sus compañeros ni disimular su nostalgia. A pesar de todo, el trato con los irascibles y pequeños bóers resultó más sencillo de lo que se suponía en un principio. No reclamaban ninguna atención y los profesores sólo tenían que ocuparse de que los pequeños y tercos rebeldes no se amotinaran y perturbaran la disciplina escolar.

Para el director, un problema mucho mayor lo constituían los hijos de los denominados refugiados. Cuando los llevaban al colegio sus padres, que tenían una desagradable propensión a montar las típicas escenas de despedidas continentales con apretones de manos, abrazos y besos, parecían los pequeños, lastimeros personajes de las novelas de Dickens. Sus uniformes eran de género de mala calidad y con toda seguridad no habían sido adquiridos en el correspondiente establecimiento de material escolar de Nairobi, sino que su confección era obra de sastres indios. Pocos eran los niños que llevaban el escudo del colegio.

Esto se oponía a la saludable tradición de igualación mediante el uniforme, y antes de que se introdujera la enseñanza obligatoria, habría sido motivo suficiente para no admitir a dichos alumnos. Sin embargo, el director sospechaba que si obraba según el reglamento, provocaría desagradables discusiones con las máximas autoridades escolares en Nairobi. Arthur Brindley encontraba molesta la situación. Ciertamente, él no era intolerante con aquellas personas con quienes, según tenía entendido, se había cometido una injusticia, motivo por el cual no habían podido quedarse allí donde les correspondía.

Así y todo, su acusado sentido de la justicia se resistía a que, de algún modo, los niños judíos parecieran marcados por la ausencia de escudo. Lo mismo se podía decir de las niñas los domingos, pues carecían de los preceptivos vestidos blancos para ir a la iglesia. Estaba seguro de que ésa era la razón de que pusieran tantas trabas cuando se les ordenaba ir a misa.

Pero «los malditos niños refugiados», como los llamaba Brindley en su círculo de colegas, traían de cabeza al director por otro motivo. Casi nunca se reían, siempre parecían mayores de lo que en realidad eran y, según los criterios ingleses, tenían unas pretensiones del todo absurdas. Apenas estas adustas criaturas desagradablemente precoces dominaban la lengua, cosa que solía suceder con una rapidez asombrosa debido a sus ganas de aprender y a su extrema ambición, fastidiosa incluso para pedagogos comprometidos, se convertían en marginadas de una comunidad en la que sólo contaban los éxitos deportivos. Brindley, que había estudiado literatura e historia y obtenido unos resultados altamente satisfactorios, no albergaba personalmente tales prejuicios en contra de los méritos intelectuales. Sin embargo, con los años había aprendido a aceptar como típico de la vida en la colonia el tranquilizador letargo de los hijos de los granjeros en clase. Nunca había tenido que preocuparse de la religión, de modo que con frecuencia se sorprendía reflexionando sobre si la excesiva aplicación no podría tener su origen en la doctrina judía. Tampoco consideraba por completo descabellada su tesis de que los judíos probablemente tuvieran ya desde pequeños una relación tradicional con el dinero y quizá sólo quisieran sacar el máximo provecho de la matrícula escolar. Si bien despreciaba semejantes intromisiones en el ámbito privado, a oídos de Brindley no dejaba de llegar el rumor de que numerosos padres de refugiados sólo a duras penas conseguían reunir las pocas libras de la matrícula escolar y que, aun en caso de que lo lograran, nunca podían darles a sus hijos la obligada paga.

Al director le parecía típico el caso de la niña del nombre impronunciable y los tres enardecidos hombres que la habían dejado por vez primera en el colegio de Nakuru hacía seis meses. Por aquel entonces, Inge Sadler no hablaba ni palabra de inglés, aunque era evidente que sabía leer y escribir, algo que a su profesora le pareció más un obstáculo que una ventaja. Al principio, la apocada chiquilla se limitaba a guardar silencio y parecía una niña de pueblo que tuviera que servir el té en una casa señorial.

Cuando Inge empezó a hablar, lo hizo en un inglés casi fluido, a excepción de un molesto arrastrar de las erres. Después sus progresos fueron tan enormes como irritantes. La propia señorita Scriver, que en un principio se había opuesto enérgicamente a admitir en su clase a una niña sin conocimientos lingüísticos, no tuvo más remedio que proponer que Inge adelantase dos cursos de golpe. Semejante cambio en medio del año escolar jamás se había dado en el colegio y en consecuencia no fue bien visto, ya que los pocos niños aventajados podrían haberse barruntado cierto favoritismo. Cosas así solían acarrear desagradables disputas con los padres.

La niña de Ol’ Joro Orok, cuyo nombre era tan impronunciable como el de la pequeña empollona de Londiani, también había hecho imposible que Brindley se mantuviera fiel a su eficaz principio de no sentar precedentes. Exactamente igual que hiciera Inge antes que ella, durante las primeras semanas en el colegio de Nakuru, Regina había seguido todos los acontecimientos muda, asintiendo con timidez cuando le preguntaban. Luego, con una brusquedad que Brindley estimó un tanto provocadora, les dejó entrever a sus profesores que no sólo había aprendido inglés, sino que además sabía leer y escribir.

También hubo que adelantar a Regina dos cursos de golpe. De modo que las dos pequeñas refugiadas, que de todas formas eran inseparables, volvían a sentarse juntas y no cabía duda de que, con su importuna ambición, no tardarían en dar problemas.

Brindley suspiraba siempre que pensaba en tales complicaciones. La costumbre le hizo dirigir la mirada hacia los pimenteros. Su enojo ante el talento que se salía de lo corriente se le antojó mezquino. Sin embargo, encontró significativo que precisamente las dos niñas que le habían obligado a faltar a sus principios de igualdad de trato para todos se apartaran cada vez más de la comunidad. Tal y como era de esperar, vio a las pequeñas extranjeras de negro cabello sentadas en los arbustos. Le disgustó la idea de que probablemente estudiaran incluso en el recreo y acabaran hablando alemán entre ellas, aunque fuera de clase estaba terminantemente prohibida toda conversación en lengua extranjera.

El director estaba equivocado. Inge sólo hablaba alemán con Regina cuando no sabía cómo seguir en inglés. De momento, el inesperado reencuentro con su amiga del Norfolk la hacía lo bastante feliz, y poseía el marcado instinto de los marginados que le aconsejaba no llamar la atención más de lo necesario. Así que Inge, inconsciente e imperturbablemente, animó a Regina a romper su mutismo con igual determinación que ella misma unos meses antes.

—Ahora —le dijo la primera vez que Regina pudo sentarse con ella— ya sabes inglés.

No debemos volver a hablar en voz baja.

—No —reconoció Regina—. Ahora puede entendernos todo el mundo.

Era el destino común de dos niñas de la misma edad y de naturaleza muy diferente.

Para Inge, Regina era el hada buena que la había liberado del tormento de la soledad.

Regina, por su parte, ni siquiera se esforzaba por establecer contacto con sus compañeras. Éstas le fascinaban, pero le bastaba con Inge. Las dos percibían que no eran sólo las barreras lingüísticas de su difícil comienzo las que les impedían acceder al grupo. Los alegres y robustos niños de la colonia, que pese al inflexible reglamento escolar disfrutaban de la vida en común, sólo conocían el presente. Rara vez hablaban de las granjas en las que vivían y casi siempre lo hacían sin añoranza de sus padres.

Despreciaban la nostalgia de las nuevas alumnas, se burlaban de todo lo que les resultaba extraño y detestaban en igual medida la debilidad física y los buenos resultados en clase. Ni el frío baño de las seis de la mañana, ni la carrera de resistencia antes de desayunar, ni las batatas quemadas con grasienta carne de carnero del almuerzo, ni siquiera las vejaciones de los alumnos mayores, los castigos y las palizas eran capaces de turbar la serenidad de aquellos niños a quienes también sus padres habían criado en la austeridad.

Los domingos se ponían a escribir de mala gana las obligadas cartas a casa, mientras que para Inge y Regina esa hora de escritura constituía el punto culminante de la semana. Pese a todo, sus cartas no estaban exentas de cierta preocupación, pues aunque sabían que sus padres no podían leerlas, ya que estaban escritas en inglés, les faltaba valor para confiárselo a un profesor. Inge se servía de dibujitos que pintaba en el margen; Regina, del suahili. Ambas suponían que estaban contraviniendo el reglamento escolar y en la iglesia pedían ayuda fervorosamente. Así lo había dispuesto Inge.

«Los judíos —explicaba cada domingo— también pueden rezar en una iglesia. Basta con tener los dedos cruzados.» Era práctica, resuelta y no tan sentimental como su amiga, más fuerte y hábil. Carecía por completo de fantasía y tampoco tenía el talento de Regina para evocar imágenes con las palabras como por arte de magia. Desde que las dos amigas ya no necesitaban refugiarse en su lengua materna para entenderse, Inge disfrutaba con las descripciones de Regina como un niño al que su madre lee en voz alta.

Minuciosamente, con un marcado sentido del detalle, llena de añoranza y embriagada por sus recuerdos, Regina le hablaba de la vida en Ol’ Joro Orok, de sus padres, de Owuor y Rummler. Eran historias llenas de nostalgia que evocaban un mundo amable.

Hacían que el calor le recorriera el cuerpo y las lágrimas afluyeran a sus ojos, pero constituían su gran consuelo en un mundo de indiferencia y obligaciones.

Regina también sabía escuchar. Preguntando una y otra vez por la granja de Londiani y por la madre de Inge, a la que recordaba bien de su época en el Norfolk, hacía que también Inge percibiera los recuerdos como un prematuro retorno al hogar. Ambas niñas odiaban el colegio, les tenían miedo a sus compañeras y desconfiaban de los profesores. La peor carga era las esperanzas que habían depositado en ellas sus padres.

—Papi dice que no debo avergonzarlo y que tengo que ser la mejor de la clase —decía Inge.

—Mi papá dice lo mismo —asentía Regina—. A menudo me gustaría tener un daddy y no un papá —añadió el penúltimo domingo antes de las vacaciones.

—Entonces tu padre no sería tu padre —resolvió Inge, que siempre vacilaba un tanto antes de seguir a Regina en su huida a la fantasía.

—Sí que sería mi padre. Pero yo no sería Regina. Con un daddy yo sería Janet.

Tendría unas largas trenzas rubias y un uniforme de tela muy gruesa que no me apretaría. Y si fuera Janet, tendría escudos por todas partes. Sabría jugar bien al hockey y nadie se me quedaría mirando por leer mejor que los demás.

—Pero entonces no sabrías leer —objetó Inge—. Janet no sabe leer. Lleva tres años aquí y aún sigue en primero.

—Seguramente a su daddy le da igual —insistió Regina—. A Janet la quiere todo el mundo.

—Tal vez porque el señor Brindley va de caza con su padre en las vacaciones.

—Con mi padre nunca irá de caza.

—¿Es que tu padre va de caza? —preguntó Inge sorprendida.

—No, no tiene escopeta.

—El mío tampoco —replicó Inge más tranquila—. Pero si tuviera una escopeta, mataría a todos los alemanes. Odia a los alemanes. Mis tíos también los odian.

—Nazis —corrigió Regina—. En casa no puedo odiar a los alemanes, sólo a los nazis.

Pero odio la guerra.

—¿Por qué? —La guerra tiene la culpa de todo. ¿No lo sabías? Antes de la guerra no teníamos que ir al colegio.

—Dentro de dos semanas y dos días habrá acabado todo —calculó Inge—. Entonces podremos irnos a casa. Puedo llamarte Janet cuando estemos solas y nadie nos oiga. — Rió de su ocurrencia.

—Tonterías. Eso es sólo un juego. Cuando estemos solas y nadie nos oiga, tampoco querré ser Janet.

También Brindley tenía ganas de que llegaran las vacaciones. Cuanto mayor se hacía, más largos se le antojaban los meses de colegio. Ya no le complacía aquella vida rodeado de niños y en compañía de colegas que eran más jóvenes que él y no compartían ni sus opiniones ni sus ideales. El período que precedía a las vacaciones, cuando tenía que corregir los exámenes del semestre y poner las notas, mermaban de tal modo sus fuerzas que incluso se veía obligado a trabajar los domingos.

Aunque estaba agotado y para él el mundo se reducía al monótono cambio de la tinta azul a la roja, Brindley cayó de inmediato en la cuenta de que las pequeñas refugiadas, como seguía llamándolas cuando estaba a solas, habían vuelto a lucirse en los exámenes.

Aguardó a que le sobreviniera la irritación que le producía toda desviación de la norma, pero entonces se percató, asombrado, de que la habitual desazón no le hacía mella.

Pese a sus depresivas ideas sobre la disminución de su flexibilidad, se apartó lo suficiente de su costumbre de valorar mucho más la mediocridad que esa brillantez de la que, en su opinión, uno no podía fiarse en absoluto. Con una obstinación que le sorprendió, ya que no era del agrado de su naturaleza, se dijo que al fin y al cabo un colegio también tenía la obligación de formar a los niños intelectualmente y no sólo de ejercitarlos en las proezas deportivas.

Un tanto a disgusto, Brindley se dio cuenta de que no había vuelto a pensar de tal modo desde su época de estudiante en Oxford. Si estuviera en buena forma, ciertamente no se habría entregado a tales pensamientos, pero en su estado actual de enojoso cansancio e inexplicable sublevación, aquellas cavilaciones resucitaron unas sensaciones a las que ya no estaba acostumbrado tras tantos años como director.

«La pequeña de Ol’ Joro Orok —dijo en voz alta al ver las calificaciones de Regina— es realmente una alumna portentosa.» Por lo general, Brindley sentía aversión por quienes mostraban tendencia a los soliloquios. Pese a todo, sonrió al oír su propia voz. Y se sorprendió pensando que el nombre de Regina no le resultaba tan impronunciable como siempre había creído. Al fin y al cabo, había estudiado latín durante años, no sin cierto placer. De modo que se abismó en reflexiones sobre cómo diablos se les ocurría a los alemanes cargar a sus hijos con nombres tan pretenciosos. Llegó a la conclusión de que probablemente tuviera algo que ver con sus ansias de llamar la atención incluso en las cosas más nimias.

Sin esforzarse lo más mínimo en justificar un comportamiento que se le antojaba tan impropio como peregrino, sacó la redacción de Regina de entre un montón de cuadernos que reposaban sobre el alféizar de la ventana y comenzó a leerla. Ya las primeras frases despertaron su curiosidad y el conjunto lo dejó boquiabierto. Nunca había visto semejante modo de expresarse en una niña de ocho años. Regina no sólo escribía en perfecto inglés, también tenía un vasto vocabulario y una fantasía inusitada. Le inquietaban, en particular, las comparaciones, que desde su punto de vista provenían de un mundo extraño y lo conmovían por exageradas. La señorita Blandford, la tutora, había escrito «Well done!» al pie de la composición. Siguiendo un impulso que atribuyó a la expectación ante las vacaciones, cogió las notas de Regina y repitió la alabanza con su empinada caligrafía.

Nunca había sido costumbre de Brindley ocuparse de un niño en concreto más de lo necesario. Siempre le había ido bien no dejándose llevar por las emociones hacia un sentimentalismo que consideraba estúpido en su profesión, pero ni Regina ni su redacción le dejaban descansar. Desganado, empezó a leer los trabajos restantes, pero le costaba concentrarse. Contra su voluntad, cedió al impulso, poco habitual en él, de zambullirse en un pasado que creía olvidado hacía tiempo. Y el pasado se burló de él con un torrente de imágenes que, en su profusión, le pareció curioso y molesto.

A las cinco, en contra de su convicción de hacerlo únicamente cuando estaba enfermo, ordenó que el té le fuera servido en sus habitaciones, y tuvo que hacer un esfuerzo para asistir al oficio religioso vespertino en el salón de actos. Se llevó un buen sobresalto al sorprenderse buscando el rostro de Regina entre la multitud, y le entraron ganas de sonreír cuando se dio cuenta de que, en el padre nuestro, la niña únicamente movía los labios y no rezaba con los demás. Con la intransigencia consigo mismo que, por lo demás, solía protegerlo con tanta eficacia de la amenaza de las emociones tiernas, Brindley se llamó a sí mismo viejo loco, si bien no estimó desagradable la prueba de que no llevaba tanto tiempo sumido en la rutina de la vida cotidiana, petrificado, como a menudo pensara durante el semestre que ahora acababa. Al día siguiente hizo llamar a Regina.

Regina entró en su despacho y se quedó en pie; estaba pálida y delgada y parecía insultantemente tímida para un director que atribuía importancia a que también los más pequeños mostraran coraje y tuvieran la suficiente disciplina para controlar sus sentimientos. Disgustado, Brindley pensó que la mayoría de los niños del continente no parecía lo bastante fuerte y además durante el periodo escolar siempre perdía peso.

Probablemente, reflexionó, estaban acostumbrados a otra comida. Seguro que en casa los mimaban demasiado y no los alentaban a que solucionaran sus problemas por sí solos.

Cuando era joven, tuvo ocasión de efectuar numerosas observaciones de este tipo durante un viaje a Italia; comprobó cómo las madres idolatraban a sus hijos con absoluta desvergüenza y los instaban a que comieran. A veces seguía dándole rabia que entonces incluso envidiara a los despóticos principitos y a las emperejiladas princesitas.

Se dio cuenta de que había dado rienda suelta a sus pensamientos. Últimamente le ocurría demasiado a menudo. Era como un perro viejo que ya no sabe dónde ha enterrado su hueso.

—¿Eres tan endemoniadamente lista o sencillamente no puedes soportar no ser la primera de la clase? —preguntó. Su tono le produjo un inmediato desagrado. Se dijo, desconcertado, que no era su cometido, y ciertamente antes no se habría correspondido con su ética profesional, hablarle así a una niña que no había hecho más que dar lo mejor de sí misma.

Regina no comprendió la pregunta. Las palabras en sí las entendía, pero no tenían ningún sentido. Los ruidosos latidos de su corazón la asustaban, la angustiaban, de modo que se limitó a mover la cabeza suavemente de un lado a otro y aguardar a que cediera la sequedad en su boca.

—Te he preguntado que por qué estudias tanto.

—Porque no tenemos dinero, señor.

El director recordó haber leído en alguna parte que los judíos tenían la costumbre de hablar de dinero fuera cual fuese el tema. No obstante, sentía demasiado desprecio por las generalizaciones como para darse por satisfecho con una explicación que consideraba simple y en cierto modo odiosa. Era como un cazador que hubiera abatido sin querer a la madre de un animal joven, y experimentó una desagradable opresión en el estómago. Incluso lo aturdía el leve latido de sus sienes.

El anhelo de un mundo previsible, sin complicaciones y con los tradicionales criterios que proporcionaban apoyo a un hombre que se iba haciendo mayor era como un dolor físico. Durante un breve instante, Brindley se planteó hacer salir a Regina, pero luego se dijo que resultaría ridículo terminar una conversación antes de que hubiera empezado.

¿Sabría la pequeña de qué estaban hablando? Probablemente, con lo aplicada que era, lo había entendido todo.

—Mi padre sólo gana seis libras al mes, y este colegio cuesta cinco. —Regina rompió así el silencio.

—¿Estás segura? —Oh, sí, señor. Me lo ha dicho mi padre.

—¿De veras? —Me lo dice todo, señor. Antes de la guerra no podía mandarme al colegio. Eso lo ponía muy triste. Y a mi madre también.

Brindley nunca se había encontrado en la embarazosa situación de tener que discutir la cuantía de la matrícula escolar, y el hecho de que tuviera que hablar de dinero -como un comerciante indio- precisamente con una alumna, y para colmo una alumna tan pequeña, se le antojó grotesco. Su sentido de la autoridad y del decoro le obligaba a empezar de nuevo la conversación, ya que no sabía cómo terminarla, pero en su lugar preguntó: —¿Qué tiene que ver con esto la maldita guerra? —Cuando llegó la guerra —informó Regina— tuvimos bastante dinero para el colegio. Ya no lo necesitábamos para mi abuela y mi tía.

—¿Por qué? —Porque ya no pueden salir de Alemania y venir a Ol’ Joro Orok.

—¿Y qué están haciendo en Alemania? Regina sintió que le ardía la cara. No era bueno que el miedo le cambiara a una el color. Pensó si debía contarle que su madre se echaba a llorar cada vez que alguien hablaba de Alemania. Quizá el señor Brindley nunca había oído hablar del llanto de las madres y seguro que le molestaría. Ni siquiera aprobaba el llanto de los niños.

—Antes de la guerra —tragó saliva— mi abuela y mi tía nos escribían cartas.

—Little Nell —dijo Brindley en voz queda.

Estaba sorprendido, pero, de un modo absolutamente absurdo, también aliviado por haber encontrado al fin el valor para pronunciar ese nombre. Regina ya le había recordado a la pequeña Nell cuando entró en su despacho, pero entonces él aún había sido capaz de resistirse a sus recuerdos. Qué curioso que, después de tantos años, le viniera a la cabeza precisamente esa novela de Dickens. Siempre la había tenido por una de sus peores obras, demasiado sentimental, melodramática y nada inglesa, y sin embargo ahora le parecía efusiva y, en cierto modo, incluso hermosa. Interesante cómo cambiaban las cosas con la edad.

—Little Nell —repitió el director con una seriedad que ya no le resultaba desagradable y que incluso le regocijó—. Así pues, ¿estudias tanto sólo porque este colegio es muy caro? —Sí, señor —asintió Regina—. Mi padre ha dicho: no debes tirar nuestro dinero por la ventana. Cuando uno es pobre, ha de ser siempre mejor que los demás.

Estaba satisfecha. No había sido fácil poner las palabras de papá en la lengua del señor Brindley. De todos modos, él ni siquiera era capaz de recordar el nombre de sus alumnas, y seguro que nunca había oído hablar de personas que no tenían dinero, aunque quizá la hubiera entendido.

—Quiero decir, tu padre, ¿qué hacía en Alemania? La falta de recursos volvió a hacer que Regina enmudeciera. ¿Cómo iba a decir en inglés que su padre antes era abogado? —Llevaba puesto un abrigo negro cuando trabajaba —se le ocurrió—, pero en la granja ya no le hace falta. Se lo regaló a Owuor el día en que llegaron las langostas.

—¿Quién es Owuor? —Nuestro cocinero —repuso Regina, y se acordó con deleite de la noche en que su padre lloró cálidas lágrimas sin sal—. Owuor vino andando desde Rongai hasta Ol’ Joro Orok con nuestro perro. Pudo venir sólo porque yo sé jaluo.

—¿Jaluo? ¿Qué demonios es eso? —La lengua de Owuor —contestó Regina sorprendida—. Owuor sólc me tiene a mí en la granja. Todos los demás son kikuyus. Menos Daj Jiwan, que es indio. Y nosotros, claro. Nosotros somos alemanes pero no nazis —se apresuró a precisar—. Mi padre siempre dice: Los hombres necesitan su propia lengua. Y Owuor también lo dice.

—Quieres mucho a tu padre, ¿verdad? —Sí, señor. Y a mi madre también.

—Tus padres se alegrarán cuando vean tus notas y lean tu excelente redacción.

—No podrán, señor. Pero yo se lo leeré todo en voz alta. En su lengua. También sé su lengua.

—Ya puedes irte —dijo Brindley, abriendo la ventana. Cuando Regina estaba casi en la puerta, añadió—: No creo que a tus compañeras les interese lo que hemos estado hablando aquí. No es necesario que se lo cuentes.

—No, señor. Little Nell no hará eso.

 

CAPÍTULO VII

Los lunes, miércoles y viernes llegaba a Ol’ Joro Orok el camión de Thompson's Falls -que, demasiado ancho para la estrecha carretera, tenía que abrirse paso por entre las temblorosas ramas de los árboles- y dejaba en la tienda de Patel, además de cosas útiles como parafina, sal y clavos, un gran saco con cartas, periódicos y paquetes. Antes de aquel momento crucial, Kimani siempre permanecía largo rato sentado a la sombra de las tupidas moreras. Tan pronto divisaba los contornos de la nube de polvo rojizo que se acercaba volando como un pájaro, la vida volvía a sus dormidos pies, se levantaba y estiraba el cuerpo como la cuerda de un arco tensado. Kimani adoraba esa repetición regular de la espera y la esperanza, ya que, como portador del correo y las mercancías, para el bwana era más importante que la lluvia, el maíz y el lino. Todos los hombres de la granja envidiaban a Kimani por su relevancia.

Sobre todo Owuor, el jaluo de las canciones ruidosas que arrancaban la risa de la garganta del bwana como por arte de magia, intentaba una y otra vez robar los días de Kimani, mas siempre acababa como un cazador sin suerte tras una presa que no le corresponde. También en las chozas de los kikuyus había muchos hombres jóvenes con piernas más sanas y más aire en el pecho que Kimani que podrían ir corriendo sin esfuerzo hasta la duka de Patel y regresar a la granja sin pararse a descansar, pero el poder de la sagaz lengua de Kimani rechazaba todo ataque a su derecho.

Cuando salía de su cabaña por la mañana, aún veía las estrellas en el cielo; llegaba a la tienda del canalla de Patel justo cuando el sol se disponía a devorar su sombra. Pero siempre era Kimani el que tenía que esperar al camión y no el camión a él. El largo trayecto por el bosque, con los taciturnos monos negros que sólo dejaban ver sus blancas melenas al saltar de un árbol a otro, era fatigoso. En los días de calor, entre las estaciones de las lluvias, de camino a la tienda Kimani oía a sus huesos gritar. Al volver a casa ya ardían las hogueras ante las chozas. Entonces sus pies estaban tan calientes como si hubieran tenido que apagar las brasas a toda prisa. Pero la alegría saciaba el cuerpo de Kimani, aun cuando en todo el día no hubiera tomado más que agua. La noche anterior, la memsahib siempre le llenaba de agua la hermosa botella verde.

Duros eran los días en que la hiena de Patel respondía a la pregunta de si había correo para la granja con enojadas sacudidas de la cabeza, y era como si le hubiera arrebatado a los buitres los mejores bocados. Y es que el bwana necesitaba sus cartas como un hombre sediento las gotas de agua que evitan que duerma para siempre. Cuando Kimani volvía a casa de la apestosa duka de Patel sin nada más que harina, azúcar y el pequeño cubo con la amarillenta manteca semilíquida para la memsahib, los ojos del bwana perdían su brillo como el pelaje de un perro moribundo. Un solo periódico era capaz de alegrarlo, y recibía el pequeño rollo de papel con un suspiro, que era una dulce medicina para unos oídos que, durante todo el día, no habían hecho más que devorar los sonidos de las fauces de las bestias.

El bwana llevaba en la granja tres estaciones de las lluvias pequeñas y dos grandes.

Ese tiempo le había servido a Kimani para comprender -si bien tan despacio como un burro nacido antes de tiempo- las muchas cosas que al principio de su nueva vida con el bwana le enredaban la cabeza. Ahora sabía que al bwana no le bastaba con el sol durante el día y la luna por la noche, ni con la lluvia sobre la piel seca o una hoguera chillando bien fuerte en el frío, ni con las voces de la radio, que nunca se concedían el sueño, ni siquiera con el lecho de la memsahib y los ojos de la hija cuando regresaba a la granja del colegio en el lejano Nakuru.

El bwana necesitaba periódicos. Alimentaban su cabeza y remojaban su garganta, y ésta contaba schauris que nadie en Ol’ Joro Orok-había oído jamás. En el camino de la casa a los linares y las florecientes plantaciones de pelitre, el bwana le hablaba de la guerra. Eran apasionantes historias de hombres blancos que se mataban entre sí, como en los viejos tiempos hicieran los masai con sus pacíficos vecinos, pues codiciaban su ganado y a sus mujeres.

Los oídos de Kimani adoraban aquellas palabras, que eran como un joven, intenso viento, pero su pecho también sentía que, al hablar, el bwana mascaba una antigua tristeza, pues cuando partió en su largo safari hacia Ol’ Joro Orok no pensó en llevar su corazón consigo. Una vez el bwana se sacó del bolsillo del pantalón una imagen azul con numerosas manchas de colores y señaló con la uña del dedo más largo un diminuto punto.

«Amigo mío —le dijo—, aquí está Ol’ Joro Orok. —Movió el dedo un poco y siguió hablando lentamente—: Y aquí estaba la choza de mi padre. Nunca volveré ahí.» Kimani rió, pues su enorme mano podía tocar sin esfuerzo ambos puntos de la imagen azul al mismo tiempo, y, sin embargo, supo que su cabeza no había comprendido lo que el bwana quería decirle. Con las imágenes de los periódicos que Kimani recogía en la tienda de Patel la cosa cambiaba. Dejaba que el bwana se las mostrara una y otra vez y aprendió también a interpretarlas.

En ellas había casas más altas que los árboles y, sin embargo, las armas de los furiosos aviones las abatían como el fuego del matorral abate el bosque. Barcos con altas chimeneas se hundían en el mar como si fueran piedrecitas en un río crecido de repente tras las grandes lluvias. Las imágenes siempre mostraban hombres muertos. Algunos yacían en el suelo plácidamente, como si quisieran dormir tras el trabajo bien hecho, otros habían reventado como cebras muertas expuestas demasiado tiempo al sol. Todos los muertos tenían fusiles a su lado, pero éstos no habían podido ayudarlos, ya que en la guerra de los blancos bien armados cada hombre tenía un fusil.

Cuando el bwana hablaba de la guerra, siempre lo hacía también de su padre.

Entonces, nunca miraba a Kimani; su mirada vagaba hasta la alta montaña sin que viera su cabeza de nieve. Cuando hablaba, lo hacía con la voz de un niño impaciente que desea la luna de día y el sol de noche, y decía: —Mi padre se está muriendo.

A Kimani esas palabras le resultaban tan familiares como su propio nombre, y aunque se tomaba su tiempo antes de abrir la boca, sabía lo que tenía que decir y preguntaba: —¿Tu padre desea morir? —No, no desea morir.

—Un hombre no puede morir si no lo desea —aseguraba en todas las ocasiones Kimani. Al principio mostraba los dientes al hablar, como hacía siempre que estaba contento, pero con el tiempo se acostumbró a dejar que de su pecho escapara un suspiro.

Le preocupaba que su bwana, que tanto sabía, no fuera lo bastante listo para comprender que la vida y la muerte no eran cosa de los hombres, sino sólo del poderoso dios Mungo.

El bwana anhelaba las cartas más aún que los periódicos con las imágenes de casas destruidas y hombres muertos. Kimani estaba perfectamente al tanto del asunto de las cartas. Cuando el bwana llegó a la granja, Kimani aún creía que todas las cartas eran iguales. Pero ya no era tan tonto. Las cartas no eran como dos hermanos que hubieran salido juntos del vientre de su madre. Las cartas eran como las personas: nunca iguales.

Dependía del sello. Sin él una carta no era más que un trozo de papel y no podía emprender ni el más pequeño safari. Una única estampilla con la imagen de un hombre de cabello rubio y rostro de mujer hablaba de un viaje que un hombre podía hacer a pie.

Eran justo esas cartas las que Kimani recogía a menudo en la duka de Patel. Procedían de Gilgil y eran del bwana que al reír hacía danzar su abultado vientre y tenía una memsahib que cantaba mejor que los pájaros.

Ambos venían con frecuencia a la granja desde Gilgil, y cuando las grandes lluvias convertían la carretera en un lodazal y los amigos del bwana no podían venir a Ol’ Joro Orok, le enviaban cartas. De Nakuru llegaban las cartas de la memsahib kidogo, que aprendía a escribir en el colegio. Los sobres amarillos tenían el mismo sello que los de Gilgil, pero Kimani sabía quién había escrito la carta antes de que el bwana se lo dijera.

Con las de la pequeña memsahib sus ojos se iluminaban como lozanas flores de lino y su piel nunca olía a miedo.

Las cartas con muchos sellos habían viajado mucho. Cuando el bwana las veía en la mano de Kimani, ni siquiera se tomaba tiempo de exhalar el aire de su pecho antes de rasgar el sobre y empezar a leer. Y había un sello que tenía él solo más poder que todos los demás juntos para inflamar al bwana. Éste también mostraba a un hombre sin brazos ni piernas, pero no era rubio. El cabello que se precipitaba desde su cabeza era tan negro como el del apestoso chucho de Patel. Los ojos eran pequeños y entre la nariz y la boca crecía una mata muy baja de tupido pelo negro plantada con esmero.

A Kimani le gustaba contemplar largo rato aquel sello en concreto. Era como si el hombre quisiera hablar y tuviera una voz capaz de rebotar fuertemente contra la montaña. Tan pronto el bwana veía el sello, sus ojos se tornaban profundas cavidades y él mismo se quedaba tan inmóvil como un hombre amenazado por un furibundo ladrón con una panga recién afilada que hubiera olvidado cómo defenderse.

La imagen del hombre con el pelo bajo la nariz ahuyentaba la vida del cuerpo del bwana, que se tambaleaba como un árbol que aún no ha aprendido a doblegarse ante el viento. Antes de abrir aquellas cartas tan llenas de fuego, el bwana siempre gritaba: «¡Jettel!» Su voz se volvía débil como la de un animal que ya no tiene voluntad para escapar de la muerte.

Así y todo, Kimani sabía que al bwana le gustaba recibir las cartas que le daban miedo. Seguía siendo como un niño al que le falta la tranquilidad para quedarse sentado y dejar que el día se deslice como la fina tierra entre los dedos hasta que la cabeza caiga sobre el pecho y aparezca el sueño. Kimani sentía salada la garganta cuando pensaba que el bwana necesitaba la emoción que le hacía enfermar para seguir teniendo fuerza en sus miembros.

Hacía tiempo que no llegaba una carta así. Pero cuando Kimani le preguntó a Patel por el correo el día anterior a la gran cosecha de lino, el indio rebuscó en la estantería de madera y sacó una carta que no satisfizo el enorme anhelo de familiaridad de Kimani.

Vio de inmediato que era una carta distinta de todas las demás que había llevado a casa hasta entonces.

El papel era fino y, en la mano de Patel, sonaba como un árbol moribundo en el primer viento de la tarde. El sobre era más pequeño que de costumbre. Faltaba el sello de colores. En su lugar, Kimani vio un círculo negro con pequeñas y finas líneas en el centro similares a diminutas lagartijas. En la esquina derecha del sobre relucía una cruz roja. Ya desde lejos se abalanzó sobre Kimani como una serpiente hambrienta. Por un momento se temió que la cruz roja también pudiera gustarle a Patel y decidiera no darle la carta. Pero el indio estaba discutiendo con una mujer kikuyu que acababa de meter los dedos muy dentro en un saco de azúcar, así que, refunfuñando, puso la carta sobre la sucia mesa.

Ya en el bosque, libre de las enojadas miradas de Patel, Kimani se detuvo para contemplar la cruz. A la sombra relucía más aún que en la tienda y era una alegría para unos ojos que, bajo los árboles, incluso durante el día capturaban únicamente los colores de la noche. Si Kimani cerraba un ojo y movía al mismo tiempo la cabeza, la cruz se ponía a bailar. Rió al comprender que se estaba comportando como un monito que ve por vez primera una flor.

Kimani se preguntaba una y otra vez si la hermosa cruz roja le gustaría al bwana tanto como a él o si también encerraría la misma magia mala y abrasadora que el hombre del pelo negro. No podía decidirse, por mucho que hiciera trabajar a su cabeza. La incertidumbre le arrebató la alegría por la carta y tornó sus piernas pesadas. El cansancio corvaba su espalda y se le pegaba en los ojos. La cruz parecía distinta que en la tienda y en el tiempo de las sombras largas. Se había dejado robar el color.

Kimani se asustó. Sintió que había permitido que la noche se le acercara demasiado.

Ella se aprovecharía de que no llevara una lámpara consigo. Si su cuerpo no recobraba las fuerzas y se apresuraba, oiría a las hienas antes de ver los primeros campos y eso no era bueno para un hombre de su edad. Tuvo que hacer el último tramo del camino a la carrera, y cuando alcanzó los primeros campos, tenía más aire en la boca que en el pecho.

La noche aún no había llegado a la granja. Ante la casa, Kamau limpiaba los vasos, atrapando el último rayo rojizo de sol. Lo envolvía en un trapo y volvía a liberarlo.

Owuor estaba sentado en una caja de madera delante de la cocina, limpiándose las uñas con un tenedor plateado. Enviaba su voz a la montaña con la canción que siempre hacía hervir la piel de Kimani y reír al bwana.

La pequeña memsahib corría con el perro hacia la casa del corazón en la puerta, saltando entre la alta hierba amarilla. Movía la lámpara, que aún no estaba encendida, como si fuera tan ligera como un trozo de papel. Kania recortaba agujeros redondos en el aire con la escoba. Mascaba un palito para hacer que sus dientes, de los que estaba muy orgulloso, se volvieran aún más blancos. Como siempre que aguardaba el correo, el bwana estaba inmóvil ante la casa como un guerrero que aún no ha divisado al enemigo. La memsahib estaba a su lado. Los pequeños pájaros blancos que sólo vivían en su vestido volaban hacia las flores amarillas de la tela negra.

Jadeando por el esfuerzo de la carrera, Kimani aguardaba la alegría que solía experimentar cuando ambos salían corriendo hacia él, pero la satisfacción tardó demasiado tiempo en llegar y se desvaneció tan aprisa como la niebla de la mañana.

Aunque el frío ya le lamía la piel, acres gotas de sudor le corrían por los ojos. De repente Kimani tuvo la sensación de ser un anciano que confunde a sus hijos y en los hijos de los hijos ve a sus hermanos.

Kimani sintió la mano del bwana en el hombro, pero estaba demasiado confundido para sacar calor del familiar placer. Notó que la voz del bwana no era más vigorosa que la de un niño que no encuentra en el acto el pecho de su madre. Entonces supo que el temor que le había sobrevenido como una repentina fiebre lo había hecho arrancar a tiempo.

—Han escrito a través de la Cruz Roja —musitó Walter—. No tenía idea de que se pudiera.

—¿Quién? ¡Di! ¿Cuánto más vas a seguir con la carta en la mano? Ábrela. Tengo un miedo atroz.

—Yo también, Jettel.

—Ábrela de una vez.

Cuando Walter sacó la delgada hoja de papel del sobre, recordó la fronda otoñal del bosque de Sohrau. Aunque rechazó el recuerdo al instante, obstinadamente, vio con hiriente claridad los contornos de una hoja de castaño. Después se le embotaron los sentidos. Sólo la nariz seguía burlándose de él con un aroma que lo atormentaba.

—¿Papá y Liesel? —preguntó Jettel en voz baja.

—No. Mamá y Käte. ¿Te la leo? El tiempo que Jettel tardó en asentir con la cabeza fue un plazo de gracia. Bastó para que Walter leyera las dos líneas -a todas luces escritas con gran urgencia- acercándose tanto la carta a la cara que no tuviera que ver a Jettel y ella tampoco pudiera verlo a él.

—«Queridos todos —leyó Walter en voz alta—, estamos muy nerviosas. Mañana tenemos que ir a Polonia a trabajar. No nos olvidéis. Mamá y Käte.» —¿Eso es todo? ¡No puede ser todo! —Sí, Jettel, sí. Sólo podían escribir veinte palabras. Les han regalado una.

—¿Por qué Polonia? Pero si tu padre siempre ha dicho que los polacos son aún peores que los alemanes. ¿Cómo es que hacen eso? ¡Pero si en Polonia hay guerra! Allí estarán aún peor que en Breslau. ¿O crees que quieren intentar emigrar por Polonia? ¡Di algo! La lucha sobre si sería un pecado perdonable concederle a Jettel por última vez la clemencia de la mentira fue breve. La sola idea de huir le parecía a Walter un sacrilegio, una blasfemia.

—Jettel —empezó, y renunció a buscar palabras que hicieran la verdad más soportable—, debes saberlo. Tu madre así lo quiso. De lo contrario no habría escrito esta carta. No podemos seguir albergando esperanzas. Polonia significa la muerte.

Regina volvía caminando lentamente con Rummler del retrete a la casa. Había encendido la lámpara y dejaba que el perro persiguiera las trémulas sombras por el sendero cubierto de piedras claras que discurría entre la rosaleda y la cocina. El perro intentaba hundir sus patas en las manchas negras y aullaba decepcionado tan pronto como volaban hacia el cielo.

Walter vio que Regina reía, aunque al mismo tiempo oyó que gritaba «¡mamá!» como si estuviera angustiada. Al principio pensó que había aparecido la serpiente de la que Owuor les había advertido por la mañana, y bramó: «¡No te muevas!» Sin embargo, cuando los gritos cobraron más fuerza y engulleron todos los demás sonidos de la inminente oscuridad, supo que no era Regina la que llamaba a su madre, sino Jettel.

Walter le tendió los brazos a su mujer sin llegar a alcanzarla, y por fin consiguió arrancarle el miedo gritando su nombre varias veces. La vergüenza por su incapacidad de compartir su dolor se tornó pánico, un pánico que paralizaba sus miembros. Más aún lo mortificó descubrir que envidiaba a su esposa la terrible certeza que el destino le negaba a él para su padre y su hermana.

Al cabo de un tiempo que se le antojó demasiado largo se dio cuenta de que Jettel ya no gritaba. Estaba de pie, frente a él, con los brazos caídos y los hombros temblorosos.

Por fin Walter halló fuerzas para tocarla y agarrarle la mano. En silencio, metió a su mujer en casa.

Owuor, que por lo general nunca abandonaba la cocina antes de preparar el té de la cena, se encontraba ante la chimenea encendida, dejando vagar su mirada por la madera apilada. También Regina estaba allí. Se había quitado las botas de goma y sentado con Rummler bajo la ventana, como si nunca se hubiera movido. El perro le lamía la cara, pero ella miraba al suelo, mascando un mechón de pelo y abrazándose al voluminoso cuerpo del animal. Entonces Walter supo que su hija estaba llorando. No era preciso que le explicara nada.

—Mamá me prometió que estaría conmigo cuando volviera a tener un hijo —sollozó Jettel sin que de sus ojos brotaran lágrimas—. Me lo prometió cuando nació Regina.

¿No te acuerdas? —No, Jettel, no. Los recuerdos son un tormento. Siéntate.

—Me lo prometió firmemente. Y siempre mantenía sus promesas.

—No llores, Jettel. Las lágrimas no son para gente como nosotros. Es el precio que hemos de pagar por habernos salvado. Ya nunca cambiará. No sólo eres hija, también eres madre.

—¿Quién dice eso? —Dios. Me lo dijo por boca de Oha en el campo, cuando no quería seguir adelante. Y no te preocupes, Jettel, no tendremos más hijos hasta que el destino no vuelva a querer nuestro bien. Owuor, tráele a la memsahib un vaso de leche.

Owuor se tomó aún más tiempo que en los días sin sal para decidir qué trozo de madera debía arrojar al fuego. Al ponerse en pie, miró a Jettel, aunque le habló a Walter: —Calentaré la leche, bwana —repuso con una lengua que tardó en obedecerlo—. Si la memsahib llora demasiado tampoco será niño esta vez. —Y se dirigió hacia la puerta, sin volverse.

—¡Owuor! —exclamó Jettel, y el gran asombro volvió a dotar de firmeza a su voz—.

¿Cómo lo sabes? —Todo el mundo en la granja sabe que mamá va a tener un niño —replicó Regina, atrayendo la cabeza de Rummler a su regazo—. Todos menos papá.

 

CAPÍTULO VIII

El doctor James Charters se percató del tic de su ceja izquierda y del enojoso malentendido al ver ante su cuadro favorito, el de los magníficos perros de caza, a las dos desconocidas. Se encontraban aún a casi un metro de él y ya estaban tendiéndole la mano. Era prueba suficiente de que procedían del continente. La mirada estudiadamente discreta a la tarjetita amarilla junto al tintero reforzó su sospecha. Bajo el extraño apellido, Charters halló la observación de que el Stag's Head había pedido hora en su consulta para la paciente.

Desde que estallara la guerra ya no podía uno fiarse de las recepciones de los hoteles.

Era evidente que tenían dificultades para identificar a aquellos huéspedes que habían cambiado todo el sistema de vida de la colonia. Hubo un tiempo en que en el único hotel de Nakuru se alojaban casi exclusivamente los granjeros de las inmediaciones que se permitían unos días libres y la ilusión de la vida en la gran ciudad cuando iban a llevar a sus hijos al colegio, tenían que ir al médico o debían hacer algo en la alcaldía del distrito. Por aquella época, que Charters ya llamaba los viejos tiempos, aunque en realidad desde entonces no habían pasado ni tres años, en el Stag también se hospedaban ocasionalmente cazadores, en su mayor parte americanos. Se trataba de tipos rudos y simpáticos que en modo alguno precisaban de un ginecólogo y con los cuales el médico, libre de asuntos profesionales, podía mantener una buena conversación.

Charters, que nunca hacía esperar a las nuevas pacientes más de lo necesario, profirió un suspiro apenas sofocado y se tomó su tiempo para sumirse en nuevas y desagradables reflexiones. Ya no le gustaba vivir en Nakuru. De no ser por la guerra, tras la muerte de su tía y la consiguiente herencia, inesperadamente elevada, se habría permitido abrir una consulta en Londres. La calle Harley era su más temprano sueño, mas abandonó su objetivo, imprudentemente, al casarse en segundas nupcias con la hija de un granjero de Naivasha. Su joven esposa siempre había sido capaz de hacerle cambiar de opinión y ahora sentía tal pánico de la guerra relámpago que no había forma de convencerla de que se mudaran a Londres. Él se consolaba con un desmedido orgullo del que se había privado durante años y ya no admitía a ninguna paciente que no se correspondiera con su nivel social.

Mientras rascaba meticulosamente una mosca muerta de la ventana, Charters contemplaba en el cristal a ambas mujeres, que, sin que nadie las invitara a hacerlo, se habían sentado en las sillas recién tapizadas que había ante su escritorio. Sin duda la más joven era la paciente, y asimismo una molestia atribuible exclusivamente al descuido de la señorita Colins, que sólo llevaba cuatro semanas trabajando para Charters y aún carecía de la intuición necesaria para saber las cosas a las que él concedía importancia.

Con un soplo de interés que, en vista de las discusiones que seguramente se avecinaban, estimó del todo inoportuno, Charters pensó que la mayor habría podido pasar perfectamente por una dama de provincias inglesa siempre que no abriera la boca.

Era esbelta, atildada, parecía segura de sí misma y tenía ese hermoso cabello rubio que él tanto apreciaba en las mujeres. En cierto modo aparentaba ser noruega, la grácil señora, y en todo caso estar acostumbrada a no reparar en gastos en las visitas al médico.

La paciente se encontraba al menos en el sexto mes y, según pudo observar Charters, no en el estado de salud que él tanto valoraba en las embarazadas para evitar lamentables complicaciones. Llevaba un vestido de flores que le pareció típico de la moda de los años treinta del continente. Los ridículos cuellos de encaje blanco le recordaron de un modo grotesco a las pequeñas burguesas de la época victoriana, así como la circunstancia de que hasta la fecha nunca había tenido que tratar precisamente a esa clase social. El vestido le acentuaba el pecho y le abombaba el vientre de un modo que Charters sólo juzgaba posible poco antes del parto. Seguramente la mujer había comido por dos ya desde el primer mes de embarazo. A los extranjeros no había forma de quitarles sus desatinadas costumbres. La mujer estaba pálida y parecía fatigada, tímida como una criada que espera un hijo ilegítimo, como si el embarazo fuera un castigo del destino. Seguro que era una quejica. Charters carraspeó. No tenía mucha experiencia, aunque sí indeleble, con las gentes del continente. Eran excesivamente sensibles y no lo bastante cooperadoras cuando se trataba de soportar el dolor.

Durante los primeros meses de la guerra, Charters asistió un parto de mellizos de la mujer de un judío dueño de una fábrica en Manchester. Debido a la repentina escasez de pasajes de barco, el matrimonio no había podido regresar a tiempo a Inglaterra. A decir verdad, se había conducido con absoluta corrección y había pagado sin rechistar los prohibitivos honorarios que, en su círculo de colegas, Charters denominaba indemnización por daño personal al médico. Pese a todo, conservaba malos recuerdos del caso. Le enseñó que, por lo general, la raza judía no era lo bastante disciplinada para apretar los dientes en momentos decisivos.

Fue entonces cuando el doctor James Charters se propuso no volver a tratar nunca a pacientes que no se correspondieran con su forma de pensar, y tampoco ahora tenía la intención de hacer una excepción que únicamente habría supuesto una carga para ambas partes. Y desde luego no en el caso de una mujer que a todas luces ni siquiera podía permitirse un vestido premamá como es debido.

Como a Charters no se le ocurría nada más que hacer con una ventana aparte de abrirla unas cuantas veces y cerrarla de nuevo, se volvió hacia sus visitantes. Se dio cuenta, irritado, de que la rubia ya había empezado a hablar. Justo lo que se temía. Su acento era francamente desagradable y en modo alguno estaba teñido del encantador dejo noruego de las hermosas películas que se veían últimamente.

La rubia acababa de decir: —Soy la señora Hahn y esta de aquí es la señora Redlich. No se encuentra bien. Ya desde el cuarto mes.

Charters carraspeó por segunda vez. No era una tosecilla casual, sino un sonido de una agudeza perfectamente calculada que no incitaba a ulteriores confidencias antes de que se aclarara la situación.

—Le ruego que no se preocupe por los honorarios.

—No me preocupo.

—Claro que no —convino Lilly, esforzándose por tragarse su turbación sin que sus gestos la delataran—, pero todo está arreglado. La señora Williamson nos aconsejó que se lo advirtiéramos.

Charters se puso a pensar febrilmente si había oído alguna vez ese nombre y cuándo.

Iba a señalar que con toda seguridad la señora Williamson no era una de sus pacientes cuando recordó que un dentista llamado así se había establecido en Nakuru hacía dos años, tardó un rato más en acordarse de dónde había oído ese apellido fuera de su ámbito. El desgraciado señor Williamson había tratado de entrar en el club de polo, el cual, sin embargo, no admitía a judíos. Fue un asunto de lo más embarazoso. Al menos tan desagradable como la discusión de las cuestiones financieras antes de que el médico hubiera tenido ocasión de efectuar el primer reconocimiento.

Charters se sintió desairado. No obstante, hizo un esfuerzo por serenarse, pensando que quizá las gentes del continente tendían a semejante crudeza sin malicia alguna. Y desgraciadamente también a una exagerada efusividad, tal y como comprobó, consternado, cuando cayó en la cuenta de que no había detenido a tiempo la verborrea de la provocativa mujer rubia. Estaba a punto de oír una historia en extremo desconcertante sobre unos desconocidos de Alemania que a todas luces guardaban una estrecha relación con la embarazada.

—¿Cómo es que se aloja en el Stag's Head? —interrumpió el médico el relato de Lilly. Le disgustó la brusquedad de su propio tono, en absoluto acorde con sus corteses modales, por todos apreciados.

—El embarazo ha sido complicado desde el principio. Pensamos que mi amiga no debe tener el niño sola en la granja.

En opinión de Charters, era más inteligente no hacer más preguntas si no quería verse en la obligación de aceptar el caso precisamente por haberse involucrado demasiado pronto desde el punto de vista médico. Combatió su desazón con un esbozo de sonrisa cuidadosamente dosificado.

—¿Ella no habla inglés? —preguntó, señalando a Jettel con un movimiento de la cabeza tan ausente que ni siquiera fue preciso mirarla.

—No mucho; a decir verdad, casi nada. Por eso he venido yo con ella. Vivo en Gilgil.

—Es muy amable por su parte. Pero no creo que vaya a quedarse aquí hasta el parto y estar a mi lado en el hospital para ir traduciendo.

—No —balbuceó Lilly—. Es decir, eso es algo en lo que aún no hemos pensado. La señora Williamson nos recomendó que acudiéramos a usted porque podía ayudarnos.

—La señora Williamson —replicó Charters tras una pausa que le pareció adecuada, ni demasiado larga ni desde luego demasiado corta— no lleva mucho viviendo aquí. De lo contrario le habría hablado sin duda de la doctora Arnold. Ella es la persona que le conviene. Una médica extraordinaria.

Charters estaba tan complacido y asombrado de haber hallado una solución tan elegante que le costó esfuerzo disimular su satisfacción. Ciertamente la buena de Janet Arnold era su salvación. A veces incluso olvidaba que ahora vivía en Nakuru. Durante años se había desplazado con su destartalado Ford, que ya de por sí era un chiste, a remotas regiones para atender a los nativos de las granjas y las reservas.

La vieja solterona era una mezcla de Florence Nightingale y cabezota irlandesa y le importaban un comino el buen gusto, las convenciones y la tradición. En Nakuru, aquella eterna rebelde atendía a multitud de indios y goaneses y, claro está, a muchos negros, de los que apenas recibía un céntimo, y ciertamente también a los pobretones del continente, para quienes un simple brazo roto era una catástrofe económica. Sea como fuere, Janet Arnold trataba exclusivamente a pacientes a los que no les importaba que ya no fuera una jovencita y que además tuviera la puñetera costumbre, nada británica, de expresar su opinión sin que nadie se la pidiera.

Charters apartó el calendario que solía hojear cuando tenía que ser lamentablemente franco y dijo: —Yo no soy su hombre, pues dentro de muy poco tengo la intención de tomarme un prolongado respiro. Les gustará la señora Arnold. —Sonrió.— Habla varios idiomas.

Quizá también el de su pueblo. —Le molestó un tanto no haber formulado al menos la última frase con el tacto que lo caracterizaba, de modo que añadió, con una benevolencia que consideró muy lograda—: Gustosamente les daré una recomendación para la doctora Arnold.

—Gracias —espetó Lilly. Aguardó a que su rabia diera los últimos coletazos y luego dijo en el mismo tono sereno del médico, mas en alemán—: Cerdo arrogante, maldita mierda de médico. No es la primera vez que nos pasa que alguien no trate a judíos.

Charters hizo un leve movimiento de cejas, desconcertado, al preguntar: «¿Cómo dice?», pero Lilly ya se había puesto en pie y había ayudado a levantarse a Jettel, que respiraba con dificultad y al mismo tiempo trataba de enderezar los hombros. Lilly y Jettel abandonaron la estancia en silencio. Una vez en el oscuro pasillo soltaron una risita nerviosa y dejaron que aquel irreprimible comportamiento infantil arrastrara consigo su impotencia y su desazón. Sólo cuando enmudecieron, las dos a un tiempo, se dieron cuenta de que estaban llorando.

Lilly tenía previsto quedarse con Jettel en Nakuru al menos las dos primeras semanas de su estancia, pero al día siguiente recibió una carta de su esposo y tuvo que volver a Gilgil.

—Volveré en cuanto Oha no me necesite —la consoló—. Y la próxima vez traeremos a Walter. Ahora es importante que no estés sola más de lo necesario devanándote los sesos.

—No te preocupes, estoy bien —la tranquilizó Jettel—. Lo más importante es que no vuelva a ver a Charters.

El primer día sin los cuidados de Lilly y su contagioso optimismo, su mundo se pobló de los negros agujeros de la soledad. «Tengo que volver ya mismo», le escribió a Walter, pero no tenía sellos y, con su pobre inglés, no se atrevió a pedirlos en la recepción del hotel. Sin embargo, al término de la semana esa carta que no había enviado le pareció un guiño del destino.

La actitud de Jettel consigo misma había cambiado. Se percató de que Charters y su humillante trato no la habían herido tanto y de que, paradójicamente, incluso le habían dado valor para hacerse una confesión largo tiempo reprimida.

Ni ella ni Walter querían tener un segundo hijo, pero ninguno de los dos se había atrevido a decirlo. Ahora que Jettel estaba a solas con sus pensamientos, ya no era preciso fingir alegría. Tenía claro que no era lo bastante fuerte para vivir sola en la granja con un bebé y con el miedo incesante de carecer de atención médica en un momento crítico, pero ya no se avergonzaba de su debilidad. También le parecía más soportable la vergüenza de que los Hahn y la pequeña Comunidad Judía de Nakuru tuvieran que pagarle la habitación en el Stag's Head.

Jettel aprendió a percibir la pequeña estancia, con su escaso mobiliario -un llamativo contraste con el lujo de los salones-, como un espacio que la protegía de un mundo del que ella estaba excluida. No podía conversar con ninguno de los clientes, leer ningún libro de la biblioteca y, tras una única tentativa, dejó de interesarse por los programas radiofónicos que se oían en el salón después de la cena para los huéspedes con vestido de noche y esmoquin. Sólo le servían dos de sus vestidos, su piel se había vuelto seca y gris, le costaba lavarse el cabello en la pequeña jofaina y tenía constantemente la sensación de que debía ahorrarles su presencia a los demás clientes. De modo que sólo abandonaba su habitación a la hora de las comidas y para dar el paseo diario por el jardín que la doctora le prescribía en cada visita con voz implorante y grandes aspavientos.

«Babys need walks», solía decir entre risas la doctora Arnold siempre que palpaba el vientre de Jettel.

Llevaba toda una vida confiando en la naturaleza y la capacidad del cuerpo para bastarse por sí mismo, y en ningún momento dejó que se le notara que Jettel le preocupaba. La doctora acudía todos los miércoles al Stag's Head, llevaba consigo cuatro sellos y dejaba en la desvencijada mesa un diccionario inglés-italiano y la última edición del Sunday Post, aunque desde la primera consulta había comprendido que ambas cosas eran inútiles.

Janet Arnold era una mujer efusiva, que olía débilmente a whisky e intensamente a caballos e irradiaba aún más confianza que buen humor. Saludaba a Jettel con un abrazo, reía a carcajadas mientras la reconocía y le acariciaba el vientre al marcharse.

Jettel se sentía impulsada a confiarle sus cuitas a aquella pequeña y rechoncha mujer con raídas ropas de hombre y a hablar con ella sobre el desarrollo de un embarazo que presentía no era normal. Mas la barrera lingüística resultaba infranqueable.

Lo que mejor resultado les daba era el suahili, pero ambas mujeres sabían que su vocabulario únicamente era adecuado para futuras madres que podían traer al mundo a sus hijos sin asistencia médica. De modo que, tan pronto creía haber dicho todo lo esencial, la doctora Arnold se limitaba a pronunciar palabras en todas las lenguas extranjeras que había pillado al vuelo en su aventurera vida. Lo intentaba una y otra vez con el afrikaans y el hindi. También buscaba ayuda en vano entre los sonidos gaélicos de su infancia.

Siendo una joven doctora, al principio de la Primera Guerra Mundial, Janet Arnold se había ocupado de un soldado alemán en Tanganica. Del muchacho en sí ya no se acordaba, pero mientras agonizaba él decía a menudo «maldito kaiser». Ella recordaba ambas palabras lo bastante bien como para ensayarlas con pacientes que suponía alemanes. En numerosos casos había surgido así una risueña complicidad que la doctora Arnold estimaba un éxito terapéutico. Le daba pena que precisamente Jettel, a la que le habría gustado ver alegre al menos una vez, no reaccionara en modo alguno a su lengua materna.

Para Jettel, la experiencia de no poder compartir con nadie su tristeza y su desesperación era nueva, y sin embargo ya no echaba de menos la conversación que tanto anhelara un día en la granja. Con frecuencia se maravillaba de que tampoco extrañara mucho a Walter, de que incluso se alegrara de saberlo en Ol’ Joro Orok, tan lejos de ella. Sentía que el desvalimiento de su marido no habría hecho más que aumentar el suyo. La alegraban más sus cartas. Rezumaban una ternura que, en los años sin preocupaciones, había tomado por amor. Pese a todo, se preguntaba si su matrimonio podría volver a ser algo más que un destino común.

Jettel no creía que su embarazo fuera a llegar a buen término. Seguía atenazándola la conmoción del primer mes, cuando la carta de Breslau le arrebató toda esperanza para su madre y su hermana. Ni siquiera se molestó en luchar contra el presentimiento de que la carta era una advertencia de la desgracia que se cernía sobre ella misma. La sola idea de engendrar una nueva vida le parecía una burla, un pecado.

A Jettel no la abandonaba la sospecha de que el destino había determinado que ella siguiera a su madre en la muerte. Luego, atormentada, se imaginaba a Walter y Regina en la granja, ambos matándose a trabajar para sacar adelante al bebé sin madre. A veces también veía a Owuor, sonriente, meciendo al niño sobre sus grandes rodillas, y por la noche se despertaba asustada y caía en la cuenta de que había llamado a Owuor y no a Walter.

Cuando el miedo y la fantasía amenazaban con aplastarla, Jettel sólo ansiaba ver a Regina, a la que sabía tan cerca y sin embargo tan inalcanzable. El colegio de Nakuru estaba a sólo cuatro millas del Stag's Head, pero el reglamento escolar no permitía que Regina fuera a ver a su madre. Tampoco habría permitido que Jettel visitara a su hija.

Por la noche veía el resplandor de las luces del colegio sobre la colina y se aferraba a la idea de que Regina le hacía señas desde una de las numerosas ventanas. Cada vez necesitaba más tiempo para volver a la realidad tras semejantes espejismos.

También Regina se torturaba; ella, que nunca se había quejado de la larga separación de sus padres. Al hotel llegaban casi a diario breves cartas escritas en un torpe alemán.

Las faltas y las expresiones inglesas, incomprensibles para Jettel, la conmovían aún más que sus peticiones de sellos, trazadas en letra de imprenta. «Tienes que take core de ti», comenzaban todas las cartas, «that no ponerte emferma». Regina escribía casi siempre: «Quiero bisitarte, pero no lo permito. Aquí somos soldiers.» La frase «me hálegro por lo del niño» siempre la subrayaba con tinta roja, y con frecuencia decía: «Hago como Alexander the Great. No tienes que have miedos.» Jettel aguardaba las cartas con tanta impaciencia porque realmente le infundían valor.

En la granja la abrumaba el hecho de que le resultara difícil establecer contacto con Regina, y ahora el cariño y la solicitud de su hija eran su único apoyo en la necesidad.

Era como si viviera de nuevo la estrecha relación con su madre. Cada una de las cartas le decía que, a sus casi diez años, Regina ya no era una niña.

Nunca hacía preguntas y sin embargo comprendía todo lo que preocupaba a sus padres. ¿Acaso no había sabido Regina antes que Walter que su madre estaba embarazada? Estaba familiarizada con la vida y la muerte y acudía a las chozas cuando una mujer estaba con dolores, pero Jettel nunca había tenido el valor de hablar con su hija de las cosas que pasaban allí. Lo cierto es que pocas veces había podido hablar con ella abiertamente, pero ahora sentía el apremio de confiarle a Regina sus preocupaciones.

A Jettel le resultaba más fácil escribirle a su hija que a su marido. Se convirtió en una necesidad describir con precisión su estado físico, y pronto hablar de su miseria espiritual pasó a ser una liberación. Cuando llenaba las cuartillas del hotel con su letra grande y clara y las hojas se amontonaban ante ella, podía ser de nuevo la pequeña y satisfecha Jettel de Breslau que, a la menor preocupación, no tenía más que precipitarse escaleras arriba para hallar consuelo junto a su madre.

A finales de julio empezaron las grandes lluvias en Gilgil, ahogando el último rayo de esperanza de Jettel de que los Hahn aparecieran con Walter en el hotel. En Nakuru los días eran abrasadores y las noches también. El césped del jardín del hotel se iba consumiendo en la asolada tierra roja y los pájaros enmudecían ya desde por la mañana.

El aire del lago salado poseía una acritud tan punzante que si uno respiraba profundamente le entraban ganas de vomitar al instante. A mediodía moría toda la vida.

Los domingos, cuando ni siquiera cabía la esperanza de recibir correo de Regina, Jettel luchaba contra la tentación de no levantarse, no comer nada y ahogar el tiempo en el sueño. Apenas el sol asomaba en el cielo, el húmedo calor se hacía tan sofocante que así y todo se vestía y se sentaba en el borde de la cama. Entonces se concentraba únicamente en evitar cualquier movimiento innecesario. Pasaba horas contemplando la lisa superficie del lago, que apenas tenía agua, y no ansiaba más que ser un flamenco que sólo tuviera que empollar sus huevos.

En el estado de sopor entre tediosa vigilia e intranquilo letargo, Jettel era especialmente susceptible a los ruidos. Oía a los chicos encender el horno en la cocina, a los camareros manipular los cubiertos en el comedor, al perrillo gimotear en la habitación contigua y a los coches antes de que se detuvieran delante del hotel. Aunque rara vez veía a los huéspedes que se alojaban en su misma planta, era capaz de distinguir sus pasos, sus voces y sus toses. Chai, el kikuyu descalzo que servía el té a las once de la mañana y a las cinco de la tarde, ni siquiera tenía que tocar el picaporte de la habitación de Jettel para que supiera que era él. A la única a la que no oyó fue a Regina.

El último domingo de julio Regina llamó tres veces a la puerta, luego la abrió lentamente y Jettel se quedó mirándola como si nunca antes la hubiera visto. En aquel instante espectral, privada de sentidos y memoria, de alegría y reacción, aturdida por la incapacidad de comprender, Jettel solamente alcanzó a pensar en qué lengua debía hablar. Al final reconoció el vestido blanco y recordó que el colegio de Nakuru exigía que las niñas llevaran vestidos blancos para la visita semanal a la iglesia.

El sastre indio que iba a Ol’ Joro Orok cada cierto tiempo y colocaba su máquina de coser bajo un árbol, ante la duka de Patel, se lo había hecho de un viejo mantel. Fue imposible disuadirlo de que añadiera los volantes blancos en el cuello y las mangas, por lo cual se había llevado tres chelines más. De repente Jettel recordó cada palabra de la conversación y cómo Walter, al ver el vestido, había dicho: «Me gustaba más cuando era un mantel en el hotel Redlich.» A Jettel, la voz de Walter le pareció demasiado alta y muy bronca, y se disponía a replicar enojada, mas las palabras se le pegaron a la boca como la vieja bata azul al cuerpo. El esfuerzo fue tan grande que la opresión de su garganta cedió y rompió a llorar.

—Mummy! —exclamó Regina con voz aguda, extraña—. Mamá —susurró luego en el tono familiar.

Respiraba como un perro anheloso que sólo ve a su presa y no nota que ya la ha perdido. Su rostro lucía el rojo amenazador de los bosques que arden en la noche. El sudor se abría paso por la frente a través de una fina capa de polvo rojizo. Oscuras eran las gotas de humedad que caían del cabello al vestido blanco.

—Regina, debes de haber venido corriendo como un demonio. Pero, ¿de dónde sales? ¿Quién te ha traído hasta aquí? Por el amor de Dios, ¿qué ha pasado? —Yo misma me he traído hasta aquí —repuso Regina, saboreando el placer de que su voz volviera a ser lo bastante firme como para contener su orgullo—. Me he escapado de camino a la church. Y eso es lo que voy a hacer todos los domingos.

Por primera vez desde que se hospedaba en el Stag's Head, Jettel sintió que cabeza y cuerpo podían verse aliviados a un tiempo, pero seguía costándole hablar. El sudor de Regina olía dulce y aumentó el deseo de Jettel de no sentir más que el humeante cuerpo de su hija y escuchar los latidos de su corazón. Abrió la boca para darle un beso, mas le temblaban los labios.

—Perdí mi corazón en Heidelberg —empezó Regina, y se detuvo cohibida. No era capaz de entonar ni la más simple de las canciones y lo sabía—. La canción de Owuor —dijo—, pero no sé cantar tan bien como él. No soy tan lista como Owuor. ¿Te acuerdas de cómo llegó hasta nosotros por la noche? Con Rummler. Y papá lloró.

—Eres lista y buena —replicó Jettel.

Regina sólo se tomó el tiempo que necesitaron sus oídos para retener por siempre la caricia de aquellas palabras. Luego se sentó en la cama junto a su madre y ambas guardaron silencio. Se abrazaron y esperaron, pacientes, a que la dicha del reencuentro se tornara alegría.

Jettel seguía sin hallar el valor para pronunciar las palabras que llevaba dentro, pero sí podía escuchar. Supo de la perseverancia y las ansias con que Regina había planeado la fuga y de cómo se había separado del grupo de las demás chicas y había ido corriendo al hotel. Era una historia larga y desconcertantemente minuciosa que Regina, con el arte de la repetición aprendido de Owuor, recitaba una y otra vez con las mismas palabras y que Jettel, pese a sus esfuerzos, no podía seguir. Se dio cuenta de que su silencio empezaba a decepcionar a su hija y se quedó tanto más asustada cuando se oyó preguntar: —¿Por qué te alegras tanto por lo del niño? —Lo necesito.

—¿Por qué necesitas tú un niño? —Así no estaré sola cuando tú y papá estéis muertos.

—Pero Regina, ¿de dónde has sacado esa idea? Tampoco somos tan viejos. ¿Por qué íbamos a morirnos? ¿Quién te ha metido en la cabeza esa tontería? —Pero tu madre también se muere —contestó Regina, quebrando a mordiscos la sal de su boca—. Y papá me ha dicho que su padre también se muere. Y la tía Liesel. Pero me dijo que no te lo dijera, I'm so sorry.

—Tus abuelos y tus tías —Jettel tragó saliva— no han logrado salir de Alemania. Eso ya te lo hemos explicado. Pero a nosotros no puede pasarnos nada. Nosotros estamos aquí. Los tres.

—Cuatro —corrigió Regina, cerrando satisfecha los ojos—. Pronto seremos cuatro.

—Regina, no tienes idea de lo difícil que es tener un niño. Cuando tú llegaste todo era distinto. Nunca olvidaré cómo se puso a bailar tu padre por la casa. Ahora todo es terrible.

—Lo sé —asintió Regina—. Yo estuve junto a Warimu. Warimu casi se muere. El niño salió de su vientre por los pies. Tuve que ayudar a tirar de él.

Con ademanes presurosos, Jettel logró contener las náuseas en el estómago.

—¿Y no tuviste miedo? —le preguntó.

—Pues no —recordó Regina, y se paró a pensar si su madre le estaba gastando una broma—. Warimu gritó mucho y eso la ayudó. Ella tampoco tuvo miedo. Nobody tuvo miedo.

La necesidad de devolverle a Regina al menos una pequeña parte de esa seguridad de que durante tanto tiempo la había privado acabó siendo para Jettel una tortura más difícil de soportar que la certeza de su fracaso. Regina le parecía tan indefensa como ella misma.

—Yo no tendré miedo —afirmó.

—Promételo.

—Prometido.

—Tienes que decirlo otra vez. Tienes que decirlo todo otra vez —instó Regina.

—Te prometo que no tendré miedo cuando llegue el niño. No sabía que el niño fuera tan importante para ti. No creo que otros niños se alegren tanto como tú de tener hermanos. Sabes –explicó Jettel, refugiándose en el consuelo siempre eficaz de sus recuerdos—, yo siempre hablaba con mi madre como hablo ahora contigo.

—Tú tampoco estuviste en un internado.

Jettel trató de disimular su tristeza cuando volvió a la realidad. Se puso en pie y abrazó a Regina.

—¿Qué pasará cuando se den cuenta de que te has escapado? —quiso saber, confusa—. ¿No te castigarán? —Sí, pero I don't care.

—¿Eso significa que no te importa? —Sí. No me importa.

—¡Pero a ningún niño le gusta que lo castiguen! —A mí sí —rió Regina—. Sabes, cuando nos castigan tenemos que aprendernos poemas. Me encantan los poemas.

—A mí también me gustaba recitar poemas. Cuando volvamos a estar todos juntos en la granja, te recitaré ha canción de la campana, de Schiller. Aún me acuerdo.

—Necesito los poemas.

—¿Para qué? —Quizá algún día me metan en la cárcel —aclaró Regina, sin darse cuenta de que había enviado a su voz de safari—. Entonces me lo quitarán todo. No tendré ropa ni comida ni pelo. Tampoco me darán libros, pero no se llevarán los poemas. Ésos están en mi cabeza. Cuando esté muy triste, recitaré mis poemas. Lo tengo todo muy bien pensado, pero nadie lo sabe. Tampoco Inge sabe nada de mis poemas. Si lo cuento, se irá la magia.

Aunque sentía un agudo dolor en la espalda y también al respirar, Jettel contuvo las lágrimas hasta que Regina se hubo marchado. Entonces se aferró a su tristeza con tanta fuerza como antes lo hiciera a su hija. Esperó, casi con anhelo, esa desesperación cuya familiaridad la confortaría. Asombrada, y también con una humildad que nunca antes había sentido, supo que había recuperado la voluntad para hacer frente a la vida. Jettel estaba decidida a luchar por Regina, que le había mostrado el camino. Durante el sueño solamente la acompañó el dolor físico.

Por la noche, con cuatro semanas de antelación, comenzaron las contracciones, y a la mañana siguiente Janet Arnold le dijo que el niño estaba muerto.

 

CAPÍTULO IX

Para Owuor, el último día sin la memsahib fue dulce como el jugo de la caña de azúcar verde y no más largo que una noche a la luz de la luna llena. Poco después de que saliera sol, ordenó a Kania que limpiara con agua hirviendo los tablones que había entre el horno, el armario y el montón de leña recién apilada. Kamau tuvo que meter en agua caliente con jabón todas las cacerolas, los vasos y los platos, y también el cochecito rojo de diminutas ruedas que tanto gustaba a la memsahib. Jogona bañó tanto al perro que parecía un cerdito blanco. A petición de Owuor, Kimani accedió a ocuparse en su momento con los chicos de las schambas de espantar a los buitres de los árboles de espinas que había delante de la casa. Owuor no había hablado de los buitres con el bwana, pero su cabeza le decía que seguro que a ese respecto las mujeres blancas no eran distintas de las negras. El que había visto la muerte no quería oír batir las alas de los buitres.

Owuor frotó el largo cucharón con un paño tan suave como el cuello de su capa negra y no paró hasta que sus propios ojos se vieron reflejados en el reluciente metal. Éstos bebían ya la alegría de los días que estaban por llegar. Le complacía que el cucharón pudiera pronto volver a bailar para la memsahib en la espesa salsa pardusca de harina, mantequilla y cebolla. Mientras Owuor reanimaba su nariz con el aroma de las alegrías que tanto había echado en falta, volvió a invadirle la satisfacción.

Ya no le resultaba tan fácil como en los días extintos de Rongai trabajar únicamente para el bwana. Cuando estaba solo en la granja, dejaba que la sopa se enfriara y que el pudín se volviera gris. Su lengua ya no sabía apreciar el sabor del pan que salía del horno. El día aciago en que se llevaron a la memsahib a Nakuru con el niño en el vientre, los ojos del bwana dejaron de despertar a su corazón. Desde entonces se movía como un anciano que sólo espera la llamada de sus vocingleros huesos y ya no oye la voz de Mungo.

En los días que transcurrieron entre la gran sequía y la muerte del niño, Owuor pensó que el bwana no tenía ningún dios que guiara su cabeza como un buen pastor su yunta de bueyes, pero desde hacía poco sabía que se había equivocado. Cuando el bwana le habló de la muerte de su hijo, fue él y no Owuor el que dijo: «Schaurija mungo.» Owuor habría dicho lo mismo si la muerte le hubiese enseñado los dientes como un león hambriento a una huidiza gacela. Sólo que, en opinión de Owuor, un hombre no debía despertar a Mungo de su sueño por un niño. De los niños no se ocupaba Dios, sino el hombre que los necesitaba.

Incluso a la espera del día que había de devolver la antigua vida a la casa y a la cocina, Owuor suspiraba al pensar que el bwana no era lo bastante listo para enjugar en el sueño la sal de su garganta. Sin la memsahib y su hija, el bwana sólo tenía oídos para la radio. Las semanas en que había intentado ayudar al bwana a vivir sin saber cómo habían fatigado a Owuor. La carga ajena era demasiado pesada para su espalda. De modo que ahora disfrutaba de aquel día en que únicamente tenía que preocuparse de la pequeña memsahib como un hombre que ha corrido demasiado tiempo y demasiado aprisa y, al llegar a su destino, no tiene otra cosa que hacer que tumbarse bajo un árbol y contemplar las nubes en su hermosa cacería sin presa.

—Está bien —dijo, horadando el cielo con su ojo izquierdo.

—Está bien —repitió Regina, obsequiando a Owuor con los suaves sonidos de su lengua. También ella vivió el día anterior al regreso de Jettel de forma distinta a todos los que ya habían sido y a los que aún estaban por llegar. Se hallaba sentada en la linde del linar, que agitaba al viento su delgado manto de flores azules, y removía con los pies el viscoso barro rojizo. El barro le calentaba el cuerpo y le provocaba en la cabeza esa agradable somnolencia que sólo podía permitirse a la radiante luz del día cuando se encontraba a solas con Owuor. Pero Regina aún estaba lo bastante despierta como para observar con los ojos entrecerrados cómo sus pensamientos se volvían pequeños círculos de colores que volaban hacia el sol.

Le agradaba que el día anterior su padre se hubiera marchado a Nakuru con los Hahn.

Durante las grandes lluvias, las carreteras se tornaban blandos lechos de lodo y agua; un viaje que en los meses de sequía duraba sólo tres horas se convertía en un safari que arañaba la noche. Con pesados movimientos, Regina se quitó la blusa, sacó un mango del bolsillo del pantalón y le dio un mordisco, pero su corazón comenzó a palpitar al comprender que estaba a punto de desafiar al destino. Si lograba comerse el mango sin derramar una sola gota de jugo, lo consideraría una señal de que Mungo haría que se produjera un milagro ese mismo día o al menos al día siguiente.

Regina tenía experiencia suficiente para saber que no debía dictarle a ese gran desconocido y a la vez tan familiar dios la forma de su buena acción. Inculcó la obediencia en su cabeza y se tragó el anhelo que había en su cuerpo, pero le costó esfuerzo arrebatarle el rostro a sus deseos. Olvidó el mango. Cuando sintió el cálido jugo en su pecho y vio que su piel se volvía amarilla, supo que Mungo había resuelto en su contra. Aún no estaba dispuesto a liberar el corazón de Regina de la prisión en que lo tenía.

Oyó un breve sonido lastimero que sólo podía proceder de su boca y envió sus ojos a la montaña para que Mungo no se enojara con ella. Regina había ahuyentado la tristeza por la pérdida del niño con tanta furia como un perro ahuyenta la rata que ha roído su hueso enterrado. Pero no se puede ahuyentar a las ratas por mucho tiempo. Vuelven una y otra vez. La rata de Regina a veces la dejaba en paz durante el día, pero por la noche no le permitía olvidar que en el futuro tendría que ser ella sola quien alimentara con orgullo los hambrientos corazones de sus padres.

Regina sabía que su madre era distinta de las mujeres de las chozas. Cuando a ellas se les moría un niño, el tiempo transcurrido entre las pequeñas y las grandes lluvias bastaba para que su vientre volviera a abultarse. Al pensar lo mucho que tardaría en volver a alegrarse por la llegada de un hermanito, Regina mordió con firmeza el hueso del mango y aguardó impaciente el rechinar de la boca. Sólo cuando le dolieron los dientes se le fue de la cabeza todo lo malo. Pero la tristeza regresó al instante cuando pensó en sus padres.

Sus oídos no se alegraban con la lluvia y sus pies no sabían nada de la nueva vida que surgía en el rocío de la mañana. De Sohrau hablaba el padre cuando pintaba hermosos cuadros con palabras; de Breslau, la madre cuando sus sueños se iban de safari. De Ol’ Joro Orok, que Regina llamaba home en el colegio y «casa» en vacaciones, ellos dos sólo eran capaces de ver los negros colores de la noche y nunca a las personas, que sólo al reír revelaban su voz.

—Ya verás como no hacen ningún niño nuevo —le dijo a Rummler.

Cuando la voz de Regina lo despertó, el perro sacudió la oreja derecha como si lo hubiese molestado una mosca. Abrió tanto la boca que el viento le enfrío demasiado los dientes, soltó un ladrido y todo su cuerpo se estremeció, pues el eco lo asustaba.

—Eres un bicho tonto, Rummler —rió Regina—, no puedes retener nada en la cabeza.

—Ansiosa, restregó su nariz contra el pelaje mojado del animal, que vaheaba al sol, y sintió que por fin empezaba a tranquilizarse.— Owuor —explicó—, eres listo. Es bueno oler a un perro mojado cuando uno tiene los ojos húmedos.

—Tú has mojado su pelaje con tus ojos —afirmó Owuor—. Ahora nos iremos los dos a dormir.

Las sombras eran tan delgadas y cortas como una lagartija joven cuando al día siguiente Regina oyó la llamada de un motor jadeante. Se había pasado muchas horas sentada en la linde del bosque, escuchando los tambores, observando a los dik-diks y envidiando a una mona con una cría bajo el vientre. Pero cuando captó el primer sonido, aún muy lejano, recorrió la distancia que la separaba del reblandecido camino a tiempo de saltar al estribo para cubrir el último tramo del trayecto.

Oha iba al volante y olía al tabaco que él mismo cultivaba; a su lado estaba Jettel, con su acre olor a jabón de hospital. Detrás iban Lilly, Walter y Manjala, del que los Hahn nunca se separaban en la estación de las lluvias, ya que era el que mejor se las arreglaba con los coches que se quedaban atascados en el barro. El caniche negro aullaba, aunque no era de noche y en la garganta de Lilly aún no había ninguna canción.

Regina sólo necesitó el breve recorrido al viento para aguzar los sentidos y acostumbrar los ojos a su madre. Parecía distinta de aquellos días antes de que la gran tristeza llegara a la granja. Jettel se asemejaba a las esbeltas madres inglesas que apenas hablaban y mantenían una sonrisa entre los labios cuando iban a recoger a sus hijos al colegio al comienzo de las vacaciones. Su rostro era más redondo y sus ojos se habían vuelto tan serenos como los de las vacas saciadas. Su piel lucía de nuevo aquel hálito resplandeciente de un color que Regina no podía describir en ninguna de las lenguas que hablaba por mucho que lo intentase.

Cuando el coche se detuvo, Owuor y Kimani se encontraban ante la casa. Kimani no dijo nada y tampoco movió su rostro, pero olía a viva alegría. Owuor enseñó primero los dientes y luego exclamó alto y claro: «Capullo», tal y como el bwana le había enseñado para recibir a las visitas. Era un buen encantamiento. Aunque el bwana de Gilgil lo conocía, rió con tanta fuerza que el eco no sólo calentó los oídos de Owuor, sino todo su cuerpo.

—Estás muy guapa —se maravilló Regina. Le dio un beso a su madre y dibujó con los dedos las ondas de su pelo.

Jettel sonrió, cohibida. Se frotó la frente, miró tímidamente la casa que tantas veces había deseado abandonar y por fin preguntó, aún confusa, mas sin que le temblara la voz: —¿Estás muy triste? —No. Sabes, siempre podemos hacer otro niño. Algún día —repuso Regina, e intentó hacerle un guiño, pero el ojo derecho se le quedó abierto demasiado tiempo—. Aún somos muy jóvenes.

—Regina, ahora no debes decirle esas cosas a mamá. Los dos debemos procurar que primero se recupere. Ha estado muy enferma. Maldita sea, ya te lo he explicado.

—Déjala —protestó Jettel—. Sé lo que quiere decir. Algún día haremos otro niño, Regina. Ya sé que necesitas un niño.

—Y poemas —susurró Regina.

—Y poemas —corroboró Jettel con gravedad—. Ya ves que no me he olvidado de nada.

El fuego nocturno olía a las grandes lluvias, pero al final la madera se vio obligada a desistir de su lucha y se tornó una llama llena de rabia y color. Oha arrimaba las manos al calor y de pronto se dio la vuelta, aunque nadie lo había llamado, cogió a Regina en brazos y la levantó.

—¿Cómo es que habéis tenido una niña con tantas luces? —preguntó.

Regina bebió tanta atención de los ojos de Oha que sintió entrar en calor su piel y enrojecérsele el rostro.

—Pero si ya está oscuro —repuso ella, señalando la ventana.

—Señorita, eres una pequeña kikuyu —admitió Oha—, siempre tan literal. Serías una buena jurista, pero esperemos que el destino no te juegue esa mala pasada.

—No, kikuyu no —objetó Regina—, yo soy jaluo. Miró a Owuor y captó el breve chasquido que sólo ellos dos podían oír.

Owuor sujetaba una bandeja con una mano y con la otra acariciaba a Rummler y al caniche a un tiempo. Más tarde trajo el café en la gran jarra que sólo podía llenar los días buenos y sirvió los minúsculos panecillos por los que ya lo elogiara su primer bwana cuando aún no era cocinero y no sabía nada de hombres blancos que sacaban de sus cabezas bromas más divertidas que los mismísimos hermanos del clan.

—¡Qué panes más pequeños! —exclamó Walter, golpeando el plato con el tenedor—.

¿Cómo hacen unas manos tan grandes unos panes tan pequeños? Owuor, eres el mejor cocinero de Ol’ Joro Orok. Y esta noche —continuó, cambiando de idioma, para decepción de Owuor— vamos a beber una botella de vino.

—Y vas a ir a buscarla a la tienda de la esquina, ¿no? —rió Lilly.

—Mi padre me regaló dos botellas al despedirse. Para una ocasión especial. Quién sabe si llegaremos a abrir la segunda. La primera la beberemos hoy, ya que Dios nos ha dejado a Jettel. A veces también tiene tiempo para los bloody refugees.

Regina apartó la cabeza de Rummler de sus rodillas, corrió hasta su padre y le apretó la mano hasta sentir sus uñas. Lo admiraba mucho porque era capaz de dejar escapar la risa de su garganta y las lágrimas de sus ojos al mismo tiempo, y quería decírselo, pero su lengua fue demasiado rápida y en su lugar le preguntó: —¿Hay que llorar con el vino? Lo bebieron en unas copitas de licor de colores que, sobre la gran mesa de madera de cedro, parecían flores que aguardaran a las abejas por vez primera después de las lluvias. A Owuor le tocó una copa azul; a Regina, una roja. Entre los diminutos tragos que hacía resbalar por la garganta, alzaba la copa contra la trémula luz de la Petromax y aquélla se convertía en el centelleante palacio de la reina de las hadas. Se tragó su tristeza al pensar que no podía contárselo a nadie, pues estaba casi segura de que en Alemania no había hadas. Seguro que en Sohrau no vivía ninguna, ni en Leobschütz ni en Breslau. De lo contrario sus padres lo habrían mencionado, al menos en los días en que aún creía de verdad en las hadas.

—¿En qué piensas, Regina? —En una flor.

—Toda una experta en vinos —encomió Oha.

Owuor se limitaba a meter la lengua en la copa para así saborear el vino, pero también conservarlo. Nunca había tenido algo dulce y agrio en la boca al mismo tiempo. Las hormigas de su lengua querían construir una historia más larga con la nueva magia, pero no sabía cómo empezar.

—Son las lágrimas de Mungo cuando ríe —se le ocurrió al final.

—Me gusta recordar Assmannshausen —dijo Oha, poniendo la etiqueta de la botella a la luz—. Solíamos ir allí a menudo los domingos por la tarde.

—Demasiado a menudo —apuntó Lilly. Su mano era una minúscula bola—. Quizá te acuerdes de que precisamente desde nuestra acogedora taberna vimos desfilar por vez primera a las SA. Aún puedo oír sus berridos.

—Tienes razón —reconoció Oha conciliador—. No debemos mirar atrás. Pero a veces le asaltan a uno los recuerdos. También a mí.

Walter y Jettel discutían con las ganas de siempre y una renovada alegría si las copas eran un regalo de boda de la tía Emmy o de la tía Cora. No se pusieron de acuerdo y después tampoco pudieron aclarar si la última noche en Leobschütz, en casa de los Guttfreund, habían tomado carpa con rábano picante o con salsa polaca. Le habían puesto excesivo celo y se dieron cuenta muy tarde de que habían ido demasiado lejos y que les costaba no decir lo que pensaban. La última tarjeta de los Guttfreund databa de octubre de 1938.

—Ella era tan hábil..., y siempre encontraba una salida —recordó Jettel.

—Ya no hay salidas —aseguró Walter en voz baja—. Sólo caminos sin retorno.

Pero ya no era posible aplacar el afán de volver al pasado.

—¿A que tampoco sabes de dónde ha salido ese mantel verde? —preguntó Jettel triunfante—. Ahí sí que no me la das. De Bilschofski.

—No. De la tienda de lencería Weyl.

—Mi madre sólo compraba en Bilschofski. Y el mantel es de mi ajuar. ¿También me vas a discutir eso? —Bobadas. Estaba en nuestro hotel. En la mesa de juego, cuando no hacía falta. Y Liesel siempre compraba en Weyl cuando iba a Breslau. Vamos, Jettel, déjalo estar — propuso Walter con una determinación tan repentina que a todos sorprendió, y cogió su copa. Le temblaba el pulso.

Tenía miedo de mirar a Jettel. No sabía si se había enterado de la muerte de Siegfried Weyl. El anciano, que se negaba siquiera a pensar en emigrar, había muerto en prisión a las tres semanas de su detención. Walter se sorprendió esforzándose por imaginar su rostro ante la tragedia, mas sólo vio el oscuro empanelado de madera del establecimiento y los monogramas que Liesel siempre les mandaba bordar en la lencería del hotel. En un principio, las iniciales blancas eran de una nitidez absoluta, pero luego se tornaron serpientes rojas.

Desde su llegada a Kenia, Walter no había vuelto a beber alcohol. Cayó en la cuenta de que incluso aquella ridícula cantidad de vino lo mareaba y se masajeó las palpitantes sienes. Sus ojos apenas podían retener las imágenes que lo importunaban. Cuando los maderos de la chimenea se quebraron con un chasquido, oyó las canciones de su época de estudiante y miró a Oha repetidas veces para compartir con él tan embriagador sonido. Éste estaba cargando la pipa y observando con grotesca atención los movimientos que hacía en sueños el caniche negro.

Jettel seguía fantaseando con las delicadas mantelerías de Bilschofski.

—No había sitio mejor en Breslau para el damasco —relataba—. Mi madre mandó confeccionar expresamente un mantel blanco para doce cubiertos con servilletas a juego.

También Lilly estaba ocupada con su ajuar.

—Lo compramos en Wiesbaden. ¿Te acuerdas de aquella tienda tan bonita de la calle Luisenstraj3e? —le preguntó a su marido.

—No —replicó Oha, mirando la oscuridad—. Ni siquiera recordaba que en Wiesbaden hubiera una Luisenstrasse. Si seguís por ese camino, no tardaremos mucho en cantar Tú, hermoso Rin alemán. O tal vez las damas prefieran retirarse al salón a hablar de lo que van a ponerse para el próximo estreno teatral.

—¡Exactamente! Así Oha y yo podremos recapitular con tranquilidad nuestros casos jurídicos más importantes.

Oha se sacó la pipa de la boca.

—Eso es aún peor que la carpa con salsa polaca —dijo con una vehemencia que incluso él se asustó—. Soy incapaz de recordar uno solo de mis pleitos. Y eso que debía de ser un excelente abogado. Eso decían. Pero eso fue en otra vida.

—Mi primer caso —contó Walter— fue el de Grescheck contra Krause. Fue por cincuenta marcos, pero eso a Grescheck le daba igual. Era un auténtico picapleitos. De no ser por él, ya podía haber cerrado el bufete en 1933. ¿Te puedes creer que Grescheck me acompañó hasta Génova? Le echamos un buen vistazo al cementerio. Era perfecto para mí.

—¡Basta ya! ¿Te has vuelto loco? Aún no has cumplido los cuarenta y sigues viviendo en el pasado. Carpe diem. ¿No te enseñaron eso en el colegio? ¿Ni nada útil para la vida? —Eso era antes. Hitler no lo permitió.

—Eres tú quien permite que te mate —intervino Oha, y la compasión volvió a suavizar su voz—. Aquí, en medio de Kenia, te está matando. ¿Para eso te has salvado? Dios, Walter, acostúmbrate de una vez a esta tierra. A ella se lo debes todo. Olvida tus mantelerías, tus estúpidas carpas, toda esa maldita jurisprudencia y quién eras. Olvida de una vez tu Alemania. Toma ejemplo de tu hija.

—Tampoco ella ha olvidado —objetó Walter, saboreando esa expectación que sólo su talante era capaz de provocar—. Regina —preguntó de buen humor—, ¿todavía te acuerdas de Alemania? —Sí —se apresuró a replicar ésta. Sólo se tomó el tiempo necesario para devolver a su hada a la copita roja. Sin embargo, la atención con que todos la miraban le produjo cierta inseguridad y al mismo tiempo sintió la presión de no decepcionar a su padre. Se puso en pie y dejó la copa en la mesa. El hada, que sólo hablaba inglés, le dio un tirón de orejas. El tenue tintineo la ayudó a continuar—. Aún sé cómo rompieron las ventanas —aseguró, alegre al ver las caras de asombro de sus padres— y cómo tiraron todas las telas a la calle. Y cómo escupía la gente. Y también había fuego. Uno muy grande.

—Pero Regina, si tú eso no lo has vivido. Ésa fue Inge. Por aquel entonces nosotros ya no estábamos en casa.

—Déjala —dijo Oha, atrayendo a Regina hacia sí—. Tienes toda la razón, jovencita.

Tú eres la única inteligente de este grupo. Además de Owuor y los perros. En realidad, de Alemania no hace falta que recuerdes más que un montón de añicos y llamas. Y de odio.

Regina se había propuesto prolongar el elogio mediante una pregunta que pretendía soltar entre pausas pequeñas, mas no demasiado breves, cuando vio los ojos de su padre.

Estaban tan húmedos como los de un perro exhausto de ladrar y al que sólo el agotamiento obliga a cerrar la boca. Así chillaba Rummler cuando se peleaba con la luna. Regina se había acostumbrado a ayudarlo antes de que el miedo volviera su cuerpo apestoso.

La idea de que su padre no era tan fácil de consolar como un perro arrojó una piedra a la garganta de Regina, pero ella la apartó con todas sus fuerzas. Estaba bien que hubiera aprendido a transformar los sollozos en una oportuna tos.

—No debes odiar a los alemanes —afirmó, sentándose en la rodilla de Oha—, sólo a los nazis. ¿Sabes?, cuando Hitler pierda la guerra volveremos todos a Leobschütz.

Fue Oha el que respiró ruidosamente. Aunque no quería, Regina se echó a reír, ya que él no sabía nada de la magia de convertir las preocupaciones en sonidos que no revelaban nada de las cosas que sólo la propia cabeza debía saber.

 

CAPÍTULO X

Antes de que el bwana llegara a la granja cuatro estaciones de las lluvias atrás, Kimani apenas sabía nada de las cosas que ocurrían al otro lado de las chozas en las que vivían sus dos esposas, sus seis hijos y su anciano padre. Le bastaba con estar al corriente del lino, el pelitre y las necesidades de los chicos de las schambas, de quienes era responsable. Los mesungu de cabello claro y blanquísima piel a los que Kimani había conocido antes que a este bwana extranjero de negro cabello vivían en Nairobi. Sólo hablaban con él de la plantación de nuevos campos y de madera para las chozas, de lluvias, de cosechas y de los salarios. Cuando acudían a sus granjas, se pasaban todo el día cazando y desaparecían sin decir kuaheri.

El bwana que hacía imágenes con palabras no era como ellos, que sólo hablaban su propio idioma y el suahili chapurreado que necesitaban y que expresaban con una lengua que tropezaba entre los dientes. Con el bwana, que le regalaba muchas de las horas claras del día, Kimani podía hablar mejor que con sus hermanos. Era un hombre que a menudo dejaba dormir sus ojos aun cuando estuvieran abiertos. Prefería utilizar el oído y la boca.

Con el oído atrapaba las huellas que le guiaban por un camino que Kimani nunca antes había recorrido y que anhelaba cada día de nuevo. Cuando el bwana dejaba hablar a su kinanda, tenía la destreza de un perro que en un día sereno capta esos enigmáticos sonidos que no pueden oír las personas. Pero a diferencia de un perro, que guarda los sonidos para sí como un hueso enterrado, el bwana compartía con Kimani la alegría que sentía por las schauris que rastreaba.

Con el tiempo habían adoptado una costumbre en la que Kimani confiaba tanto como en el sol del día y en la olla de poscho caliente de la noche. Tras el paseo matutino por las schambas, los dos hombres se sentaban, sin que fuera preciso abrir la boca, en la linde del mayor de los linares y dejaban que el alto y deslumbrante sombrerete blanco de la gran montaña jugueteara con sus ojos. Tan pronto el prolongado silencio adormecía a Kimani, éste sabía que el bwana había enviado su cabeza al gran safari.

Estaba bien permanecer allí sentados, en silencio, bebiendo sol; aún mejor era cuando el bwana le hablaba de cosas que provocaban en sus dedos un temblor leve como las gotas a última hora del día. Entonces las conversaciones encerraban una magia tan grande como la tierra reseca tras la primera noche de las grandes lluvias. En esas horas que Kimani ansiaba más que la comida para el vientre y el calor para sus doloridos huesos, se imaginaba que los árboles, las plantas e incluso el tiempo, que no se podía tocar, mascaban bayas de pimienta para que un hombre pudiera sentirlos mejor en la lengua.

Siempre que el bwana empezaba a hablar, lo hacía de la guerra. Gracias a esa guerra de los poderosos mesungu en el país de los muertos, Kimani había aprendido más de la vida que todos los hombres de su familia antes que él. Sin embargo, cuanto más sabía del voraz fuego que se tragaba la vida, menos querían esperar sus oídos a que el bwana hablara. Cada silencio se podía cortar fácilmente como una presa recién cobrada con una panga bien afilada. Para ahuyentar el hambre que no dejaba de atormentarlo, y nunca en el estómago, Kimani no tenía más que pronunciar una de las hermosas palabras que en algún momento le había oído al bwana.

-El Alamein -dijo Kimani el día en que tuvo la certeza de que precisamente los dos bueyes más fuertes de la granja ya no verían ponerse el sol. Recordó cómo el bwana pronunció por vez primera esa palabra. Sus ojos parecían mucho más grandes que de costumbre. Su cuerpo se movía tan veloz como un campo de plantas jóvenes azotado por la tormenta, pero no paraba de reír y, más tarde, llamó Rafiki a Kimani.

Rafiki era el apelativo para un hombre que sólo tiene palabras buenas para otro y que lo ayuda cuando la vida lo pisotea como un caballo enloquecido. Hasta entonces, Kimani no tenía idea de que el bwana conociera esa palabra. No solía decirse en la granja y a él nunca se la había dicho un bwana.

—El Alamein —repitió Kimani. Estaba bien que por fin el bwana hubiera comprendido que un hombre ha de decir dos veces las cosas importantes.

—Del Alamein hace ya un año —repuso Walter, mostrando primero sus diez dedos y luego dos más.

—¿Y Tobruk? —quiso saber Kimani con la voz ligeramente cantarina que se le ponía siempre que estaba a la expectativa. Rió un poco al caer en la cuenta de lo mucho que había tenido que bregar para poder pronunciar aquellos sonidos. En su boca seguían siendo piedras arrojadas contra una chapa ondulada.

—Tampoco Tobruk ha servido de mucho. Las guerras duran demasiado tiempo, Kimani. La gente sigue muriendo.

—En Bengasi también muere. Tú lo dijiste.

—La gente muere todos los días. En todas partes.

—Cuando un hombre quiere morir, nadie puede detenerlo, bwana. ¿Acaso no lo sabías? —Pero ellos no quieren morir. Nadie quiere morir.

—Mi padre —apuntó Kimani sin dejar de tirar de la brizna de hierba que quería sacar de la tierra— quiere morir.

—¿Está enfermo? ¿Por qué no me lo habías dicho? La memsahib tiene medicinas en casa. Iremos a verlo.

—Mi padre es viejo. Ya no puede contar a los hijos de sus hijos. Ya no necesita medicinas. Pronto lo llevaré delante de la choza.

—Mi padre también se muere —contó Walter—. Pero yo sigo buscando medicinas.

—Porque no puedes llevarlo delante de la choza —explicó Kimani—. Eso te da dolores en la cabeza. Un hijo debe estar con su padre cuando éste quiere morir. ¿Por qué no está tu padre aquí? —Vamos, eso te lo contaré mañana. Es una larga schauri. Y nada buena. Hoy espera la memsahib con la comida.

—El Alamein —intentó Kimani de nuevo. Cuando se interrumpía un safari, siempre estaba bien volver al comienzo del sendero. Pero el día de los bueyes moribundos la palabra perdió su magia. El bwana cerró sus oídos y no volvió a abrir la boca en todo el largo camino hasta la casa.

Kimani se dio cuenta de que su piel se volvía fría, aunque para la tierra y las plantas el sol del mediodía tenía más calor del que necesitaban. No siempre estaba bien saber demasiado de la vida al otro lado de las chozas. Debilitaba al hombre, fatigaba sus ojos antes de que llegara su hora. Pese a todo, Kimani quería saber si los ávidos guerreros blancos les ponían un arma en la mano para morir a hombres tan ancianos como el padre del bwana. No obstante, las palabras que golpeaban su frente no llegaron a su garganta y sólo sintió que sus piernas le daban órdenes. Poco antes de llegar a casa, echó a correr como si hubiese recordado una tarea que hubiera olvidado y aún tuviera que terminar.

Walter permaneció en la clara sombra de los espinos egipcios hasta que perdió de vista a Kimani. La conversación había hecho latir su corazón más aprisa, no sólo por haber hablado de la guerra y los padres. De nuevo volvía a ser consciente de lo mucho que prefería compartir sus pensamientos y también sus miedos con Kimani u Owuor que con su esposa.

En los primeros momentos tras la muerte del niño la cosa fue distinta. Jettel y él se habían unido entristecidos y furiosos con su suerte y habían hallado consuelo en su común desamparo. Pero un año después cayó en la cuenta, más perplejo que amargado, de que su soledad y su mutismo habían agotado el afecto. Cada día que pasaba en la granja las espinas se clavaban un poco más en heridas que no cicatrizaban.

Cuando sus pensamientos daban vueltas en torno al pasado, como hacían los bueyes moribundos en su delirio febril alrededor del último retazo de hierba aún familiar, Walter se sentía tan necio y mortificado que la vergüenza le destrozaba los nervios. Al igual que Regina, se inventaba juegos absurdos para desafiar al destino. Cuando por la mañana los trabajadores, las mujeres y los niños enfermos de la granja venían a la casa a pedir ayuda y medicamentos, él creía firmemente que sería un buen día si el quinto de la fila era una madre con un bebé a la espalda.

Consideraba un buen augurio que el locutor de las noticias vespertinas mencionara más de tres ciudades alemanas bombardeadas. Con el tiempo, Walter desarrolló una interminable serie de ritos supersticiosos que o bien le infundían valor o bien alimentaban sus miedos. Sus fantasías le parecían indignas, pero seguían impulsándolo a huir de la realidad; despreciaba su tendencia, cada vez mayor, a fantasear y se preocupaba por su salud mental. Pero no tardaba mucho en volver a caer en las trampas que él mismo se tendía.

Walter sabía que a Jettel le ocurría algo similar. Sus pensamientos seguían empujándola hacia su madre con la misma fuerza con que lo hicieran el día en que llegó el último correo. Una vez la sorprendió arrancándole las flores a una planta de pelitre y murmurando: «Vive, no vive, vive...» Conmocionado, le arrebató a Jettel la planta de la mano con una brutalidad de la que se arrepintió durante días, y ella le dijo: «Ahora ya no lo sabré.» Se quedaron quietos en medio del campo y lloraron juntos, y Walter tuvo la sensación de ser un niño que no teme tanto el castigo como la certeza definitiva de que ya nadie lo quiere.

Kimani había desaparecido hacía ya tiempo tras los árboles de delante de las chozas, pero Walter seguía en el mismo sitio. Escuchó el crujir de las ramas y los monos en el bosque y deseó, como si fuera importante, sentir una pequeña parte de la alegría que Regina habría sentido. Con el propósito de retrasar el momento de volver a casa al menos lo suficiente para calmar sus sobreexcitados sentidos, empezó a contar los buitres de los árboles. Con el calor del mediodía, habían ocultado la cabeza en el plumaje y parecían una bola negra de grandes plumas.

Un número par sería una señal de que el día no le depararía nada peor que la desazón que lo atormentaba, una cifra impar inferior a treinta significaría visita; la partida conjunta de los indeseados pájaros, un aumento de sueldo.

«Y no debemos olvidar —les gritó a los árboles— que no hemos tenido un solo día aquí sin vosotros, maldita chusma.» La ira de su voz lo tranquilizó un tanto. Pero perdió el control y ya no pudo distinguir a los pájaros. De pronto le pareció que lo único importante era saber el término en latín para augur. Pero por mucho que se esforzó no pudo recordarlo.

«Aquí uno se olvida hasta de lo poco que sabía —le dijo a Rummler, que corría a su encuentro—. Di, perro tonto, ¿quién iba a visitarnos?» Cada vez eran más los días sin fin. Walter echaba de menos a Süskind, el heraldo optimista de su primera época de emigrado, una época que ya se le antojaba idílica. Al volver la vista atrás y comparar, Rongai era como un paraíso. Allí Süskind los protegía a Jettel y a él del abandono que tanto los oprimía en Ol’ Joro Orok que ninguno de los dos se atrevía siquiera a hablar de él.

Las autoridades habían racionado la gasolina y se mostraban cada vez más reticentes a conceder los permisos que necesitaban los enemy aliens para salir de la granja. Las estimulantes visitas de Süskind, el único descanso para los nervios en tensión, cada vez eran menos. Sin embargo, cuando emergía de su saludable mundo y traía consigo noticias de Nakuru y su, contra toda lógica, inquebrantable fe en que la guerra no podía durar más de unos meses, desaparecían durante un breve plazo de gracia los barrotes de la cárcel de agujeros negros. Sólo Süskind podía transformar a Jettel en la mujer que Walter recordaba de los buenos tiempos.

Pensar en Süskind ocupaba su mente de tal modo que se imaginaba con lujo de detalles lo que haría, diría y oiría sí Süskind apareciera de repente delante de él. Incluso creía oír voces procedentes de la cocina. Hacía tiempo que había dejado de resistirse a tales visiones. Cuando las aceptaba con suficiente dignidad, le daban fuerzas para modelar durante unos momentos dichosos el presente conforme a sus necesidades.

Entre la casa y la cocina Walter vio cuatro ruedas y, sobre ellas, un cacharro abierto.

Entornó los ojos, irritado, para protegerlos de la luz del mediodía. Hacía tanto tiempo que no veía un coche, aparte del de los Hahn, que no era capaz de determinar si se trataba de un vehículo militar o de una de esas alucinaciones que últimamente se burlaban de él. La seductora imagen iba cobrando mayor nitidez y, de tanto mirarlo, Walter acabó cerciorándose de que realmente había un jeep entre el cedro de grueso tronco y el depósito de agua.

Ni siquiera le pareció inverosímil que un agente de la comisaría de policía de Thompson's Falls hubiera viajado hasta Ol’ Joro Orok con la intención de volver a internarlo. Curiosamente, el desembarco de los aliados en Sicilia había dado lugar a algunas detenciones, pero sólo en las inmediaciones de Nairobi y Mombasa. La idea de desembarazarse de la granja como ya sucediera al estallar la guerra no desagradaba a Walter, pero por otra parte tampoco podía imaginarse un cambio tan abrupto en su vida con todas sus consecuencias.

Entonces oyó la exaltada voz de Jettel. Le resultó extraña y al mismo tiempo, de un modo inquietante, también familiar. Jettel gritaba ora «Martin, Martin» ora «No, no, no». Rummler, que se había adelantado, ladraba en ese tono agudo y lastimero que reservaba únicamente para visitantes desconocidos.

Mientras corría, tropezando una y otra vez con las pequeñas raíces de la alta hierba, Walter trataba de recordar cuándo había oído ese nombre por última vez. Sólo le vino a la cabeza el cartero de Leobschütz, que siguió siendo amable hasta el último día que les llevó el correo.

En junio de 1936, pese a las cada vez mayores amenazas contra los judíos, el hombre acudió al bufete de Walter por un complicado asunto relacionado con una herencia. Al saludarlo siempre decía «heil Hitler», y al despedirse, un tímido «hasta luego». De pronto Walter lo vio con total claridad. Se llamaba Karl Martin, tenía bigote y era de Hochkretscham. De la finca de su tío le tocaron algunas yugadas más de lo previsto y en Navidad se presentó en la calle Asternweg con un ganso, claro está, una vez se hubo asegurado de que nadie podía verlo. La decencia necesitaba de la oscuridad para sobrevivir.

Owuor se asomó por la minúscula ventana de la cocina y le dio un baño de sol a sus dientes. Se puso a palmotear.

—¡Bwana!— gritó, chasqueando la lengua igual que hiciera el día en que le dieron vino—, ven deprisa. La memsahib llora y el áscari llora aún más.

La puerta de la cocina estaba abierta, pero sin la lámpara, que debido al precio de la parafina sólo se encendía al caer el sol, la habitación era casi tan oscura de día como de noche. Los ojos de Walter tardaron una eternidad en distinguir los primeros contornos.

Entonces vio que Jettel y el hombre, que llevaba la gorra de cartero de Leobschütz, bailaban estrechamente enlazados por la habitación. Sólo se soltaron para dar un salto y volver a abrazarse y besarse al instante. Por mucho que se esforzaba, Walter era incapaz de averiguar si reían, como él creía oír, o si lloraban, como afirmaba Owuor.

—¡Aquí está Walter! —exclamó Jettel—. Martin, mira, es Walter. ¡Suéltame! ¡Me vas a ahogar! Seguro que él también piensa que eres un fantasma.

Finalmente, Walter se percató de que el hombre llevaba uniforme caqui y gorra del ejército inglés. Entonces lo oyó llamarlo. Reconoció antes la voz que el rostro. Primero bramó: —¡Walter! —Y luego susurró—: Creo que de ésta me vuelvo loco. Quién me iba a decir que vería esto.

El ahogo tardó tan poco en bajar de la garganta al estómago que Walter no tuvo tiempo de apoyarse en la mesa de la cocina antes de que se le doblaran las piernas, aunque no se cayó. Aturdido por una felicidad que lo agitó más de lo que nunca lo hiciera el miedo, apoyó la cabeza en el hombro de Martin Batschinsky. No podía creer que su amigo hubiera crecido tanto en los seis largos años transcurridos desde la última vez que se vieran.

Owuor se frotó la piel con las risas y las lágrimas de la memsahib, su bwana y el hermoso bwana áscari. Ordenó a Kamau que pusiera la mesa y las sillas bajo el árbol de grueso tronco contra el que el bwana se rascaba la espalda cuando le sobrevenían los dolores que volvían su piel blanca como la luz de la luna joven. Aunque la vajilla no estaba sucia, Kania tuvo que lavar en la gran tina todos los platos, los cuchillos y los tenedores. El propio Owuor se puso el kanzu, que sólo llevaba cuando le gustaban los invitados. Alrededor de su larga camisa blanca, que le llegaba casi hasta los pies, se ciñó el fajín rojo. El paño era tan suave como el cuerpo de un polluelo recién salido del cascarón. Justo sobre el vientre de Owuor estaban las palabras que el bwana había escrito y a las que la memsahib de Gilgil había dado los colores del sol con una gruesa aguja y un hilo dorado.

Cuando el bwana áscari vio a Owuor con el fez rojo oscuro del que se columpiaba la borla negra y el fajín bordado, sus ojos se agrandaron como los de un gato en la noche.

Luego rió tan fuerte qué su voz regresó tres veces de las montañas.

—Dios mío, Walter, sigues siendo el mismo. Cómo se habría alegrado tu padre de ver a este cafre con el gorro en la cabeza y un fajín que pone «Hotel Redlich». Ya ni sé cuándo fue la última vez que pensé en Sohrau.

—Yo sí. Hace una hora.

—Hoy —intervino Jettel— no pensaremos más. Sólo miraremos a Martin.

—Y nos pellizcaremos para saber que estamos vivos.

Se conocieron en Breslau. Walter estaba en el primer semestre y Martin en el tercero y pronto cada uno de ellos sintió tantos celos del otro a causa de Jettel que, de no ser por el baile de Nochevieja de 1924, su relación se habría convertido en una enemistad de por vida en lugar de en una extraordinaria amistad. El vínculo sólo se rompió con la precipitada huida de Martin a Praga en junio de 1937. En el baile, que más tarde los tres calificarían de desafortunado, Jettel se decidió por un tal doctor Silbermann y mandó a paseo a sus dos jóvenes pretendientes sin dar explicaciones.

La espinita se les quedó clavada muy dentro a los dos. Hasta que seis meses más tarde Silbermann se casó con la hija de un acaudalado joyero de Amsterdam, Martin y Walter se hicieron tan soportables las primeras penas de amor de su vida que de su rivalidad sólo quedó la de Silbermann. Sin embargo, al cabo de ese medio año, fue Walter el que estrechó entre sus consoladores brazos a Jettel.

Martin no era el tipo de hombre que olvida una ofensa, pero su amistad con Walter ya era demasiado profunda como para no hacerla extensiva a Jettel. Pasó muchas vacaciones en Sohrau, pues durante algún tiempo pareció que quizá pudiera convertirse en el cuñado de Walter, pero Liesel tardó demasiado en decidirse y la capacidad de aguante de Martin era bastante escasa, de modo que cejó en su empeño. En su lugar, pasó a ser el padrino de boda de Jettel. Después de que en 1933 se viera obligado a cerrar su bufete de abogados en Breslau y se hiciera representante de una empresa de muebles, iba mucho a Leobschütz para saborear la ilusión de que no todo en su vida había cambiado. La mayor parte del tiempo se la pasaba agasajando a Jettel con unos cumplidos tan imaginativos que inflamaron de nuevo los viejos celos de Walter. Y además estaba loco por Regina.

—Creo que dijo antes Martin que papá —recordó el invitado.

—Siempre he envidiado tu mala memoria. Hoy en día, para nosotros algo así vale su peso en oro. Lástima que no puedas conocer a Regina. Te gustaría.

—¿Y por qué diablos no podría conocerla? Pero si he venido aquí para eso.

—Está en el colegio.

—Si no es más que eso..., seguro que se me ocurre algo.

El padre de Martin, un tratante de ganado de un pueblecito cerca de Neisse, era un patriota fiel al kaiser e insistió en que sus cinco hijos -«igual que los de Guillermo II», algo que nunca olvidaba mencionar- aprendieran un oficio antes de la carrera, por la que él renunció a sus propias necesidades. Antes de licenciarse en derecho, Martin hizo su examen de oficial cerrajero.

Al ser el hermano menor, aprendió pronto a imponerse y estaba orgulloso de su inquebrantable voluntad. Entre sus amigos se le consideraba pendenciero. Su tendencia a dar demasiada importancia a trivialidades y a no tolerar nada siempre infundió respeto a Walter y Jettel, y ahora en Ol’ Joro Orok era para los tres fuente de los más felices recuerdos.

—No te puedes imaginar cuánto hemos hablado de ti.

—Sí —repuso Martin—, basta con echar un vistazo alrededor para ver que sólo habláis del pasado.

—A menudo temimos que no hubieras salido de Praga.

—Me fui de Praga antes de que las cosas se pusieran feas. Entonces trabajaba para un librero con el que no me llevaba bien.

—¿Y luego? —Primero me fui a Londres. Cuando estalló la guerra me internaron. La mayoría de nosotros fue a parar a la isla de Man, pero también se podía optar por Sudáfrica si uno tenía un oficio. Mi difunto padre tenía razón: los oficios son una mina. Dios mío, cuánto tiempo hacía que no oía esa frase.

—¿Y por qué ingresaste en el ejército? Martin se frotó la frente. Siempre lo hacía cuando estaba confuso. Tamborileó con los dedos en la mesa y miró varias veces alrededor, como si quisiera ocultar algo.

—Sencillamente quería hacer algo —repuso en voz baja—. Todo empezó cuando me enteré por casualidad de que, poco antes de que muriera, metieron a mi padre en la cárcel y le colgaron un lío con una de nuestras criadas. Ésa fue la primera vez que sentí que no era tan de piedra como me creía. De algún modo me pareció que a mi padre le habría gustado verme de soldado. Pro patria morí, por si te acuerdas de lo que significa.

La vieja patria nunca me exigió semejante sacrificio. En la Primera Guerra Mundial era demasiado joven, y la actual no la habría vivido si nuestra querida patria no me hubiera dado un puntapié a tiempo. Gracias a Dios, la nueva no piensa lo mismo de los judíos.

—No me había dado cuenta —aseguró Walter—. En cualquier caso, no aquí, en Kenia —puntualizó—. Aquí sólo cogen a los austriacos. Ahora son friendly aliens. ¿Dónde te destinarán? —Ni idea. De todas formas, de repente tengo tres semanas de vacaciones. La mayor parte de las veces eso significa que al frente. Me da igual.

—¿Cómo pronuncian tu apellido en el ejército? —Muy sencillo, Barret. Ya no me apellido Batschinsky. Tuve una suerte increíble con la nacionalización, suele tardar años. Hubo que sobornar a algún que otro funcionario.

Estuve tonteando con una chica que sacó mi solicitud del montón de expedientes y la puso arriba del todo.

—Yo nunca podría hacer eso.

—¿El qué? —Renunciar a mi apellido y a mi patria.

—E iniciar una relación con una dama extranjera. Ay, Walter, de los dos tú siempre has sido mejor persona y yo más listo.

—¿Cómo nos has encontrado? —quiso saber Jettel en la cena.

—En 1938 ya sabía que habíais venido a parar a Kenia. Liesel me escribió a Londres y me lo contó —replicó Martin, volviendo a frotarse la frente con dos dedos—. Quizá habría podido ayudarla. Por aquel entonces los ingleses aún acogían a mujeres solteras.

Pero Liesel no quería dejar a tu padre solo. ¿Habéis sabido algo de ellos? —No —contestaron Walter y Jettel al unísono.

—Lo siento. Pero tenía que preguntároslo.

—Llegó una carta de mi madre y de Käte. Iban a llevarlas al este.

—Lo siento. Dios mío, pero de qué estamos hablando. —Martin cerró los ojos para ahuyentar las imágenes, pero, pese a todo, no pudo evitar ver a la Jettel de dieciséis años con su primer vestido de noche. Cuadros de tafetán amarillos, violetas y verdes como el musgo del pequeño bosque de Neisse bailotearon en su cabeza mientras luchaba contra la ira y el desamparo y, enfadado, mataba la nostalgia.— Vamos —añadió con ternura, y le dio un beso a Jettel—, ahora cuéntamelo todo sobre mi mejor amiga. Apuesto a que Regina es una estudiante estupenda. Y mañana iremos por el campo en el jeep.

—Los extranjeros enemigos necesitan un permiso para abandonar la granja.

—No si un sargento de Su Majestad va al volante —rió Martin.

El primer viaje, con Walter y Jettel junto a Martin y Owuor y Rummler detrás, sólo los llevó hasta la duka de Patel. Pero, gracias al enorme talento de Martin para hacer de una pequeña contienda una gran guerra, se convirtió en una dulce venganza por todas las pequeñas flechas que, a lo largo de cuatro años, Patel había ido lanzando desde su siempre repleto carcaj a quienes no sabían defenderse de él.

La guerra y las dificultades que ésta acarreaba a la hora de traer a Kenia a uno de sus hijos cada año y, en su lugar, enviar a otro a su casa en la India habían hecho que Patel despreciara a la gente aún más que de costumbre. Los refugiados de las granjas, que hablaban mejor el suahili que el inglés y, por tanto, no podían conversar bien con él, eran para Patel la siempre bienvenida válvula de escape para descargar su mal humor.

Era tan mezquino con todo lo que necesitaban que desarrolló su propio mercado negro. Walter y varios empleados de las granjas de Ol’ Kalou tenían que pagar el doble por harina, carne en conserva, arroz, polvos para flan, pasas, especias, telas, artículos de mercería y, sobre todo, parafina. Aunque tales especulaciones estaban prohibidas oficialmente, en el caso de los refugiados Patel podía contar con la connivencia de las autoridades. Para éstas, tales triquiñuelas eran inofensivas y se correspondían plenamente con sus sentimientos patrióticos y con la xenofobia, que iba en aumento con cada año de guerra.

De camino a la duka, Martin se enteró de las privaciones y las humillaciones. Se detuvo delante de la última y espesa morera, mandó a Walter y Jettel ir solos a la tienda y él permaneció en el jeep con Owuor. Más tarde Patel nunca se perdonaría haber subestimado la situación y no haber comprendido en el acto que los pobretones de la granja de Gibson sólo podían ir a su tienda acompañados.

Patel terminó de leer una carta antes de mirar a Walter y Jettel. No les preguntó qué querían, sino que les puso delante, sin mediar palabra, harina con restos de cagadas de ratón, latas de carne abolladas y arroz humedecido y, cuando creyó percibir la confusa vacilación de costumbre de sus clientes, hizo su ademán habitual.

—Take it or leave it —se burló.

—You bloody fuckin' Indian —gritó Martin desde la puerta—, You dammed son of a bitch.

Avanzó por la pequeña estancia y tiró del mostrador la carne enlatada y el saco de arroz al mismo tiempo. Luego escupió todos los insultos aprendidos desde que llegara a Inglaterra y, sobre todo, en el ejército. Walter y Jettel entendían tan poco como Owuor, que se había quedado a la entrada de la tienda, pero les bastaba con ver el rostro de Patel. El hosco, sádico dictador, tal como Owuor relataría una y otra vez esa misma noche en las chozas, se volvió un perro quejumbroso.

Patel sabía demasiado poco del ejército británico para calibrar debidamente la situación, ni siquiera de un modo aproximado. Tomó a Martin, con sus tres franjas de sargento, por un oficial y fue lo bastante inteligente como para no arriesgarse a discutir.

En cualquier caso, no tenía la menor intención de enemistarse con toda la fuerza armada aliada sólo por unas libras de arroz o unas latas de carne en conserva. Sin que nadie se lo pidiera, sacó de la trastienda, separada por una cortina, alimentos en perfecto estado, tres grandes cubos de parafina y dos fardos de tela que habían llegado de Nairobi el día anterior. Tartamudeando, aún añadió al montón cuatro cinturones de cuero.

—¡Al coche! —ordenó Martin en el mismo tono con que mangoneaba a las sirvientas polacas cuando tenía seis años y por el que su padre le daba frecuentes sopapos. Patel estaba tan atemorizado que él mismo llevó la mercancía al jeep. Owuor caminaba delante de él, fusta en mano, como si Patel, el envilecido hijo de una perra, fuera tan sólo una mujer—. La tela es para Jettel y los cinturones, todos para ti. Los míos me los da el rey Jorge.

—Pero, ¿qué voy a hacer con cuatro cinturones? Sólo tengo tres pantalones, y de ellos uno ya está hecho polvo.

—Entonces uno para Owuor, para que se acuerde siempre de mí.

Owuor sonrió al oír su nombre, y cuando el bwana áscari le entregó el cinturón, el poder de la magia lo hizo enmudecer. Saludó llevándose dos dedos a la cabeza, como hacían los jóvenes que podían ser áscaris en Nakuru cuando regresaban por unos días a Ol’ Joro Orok para ver a sus hermanos.

Así terminó el primer día de un total de diecisiete veces veinticuatro horas de felicidad y plenitud. A la mañana siguiente fueron a Naivasha.

—Naivasha es sólo para gente bien —dudó Walter cuando Martin le enseñó el mapa—. Aunque no han puesto ningún letrero que diga «Prohibido judíos», les gustaría hacerlo. Me lo ha contado Süskind. Una vez tuvo que acompañar a su jefe y quedarse sentado en el coche mientras éste entraba en el hotel a almorzar.

—Ya lo veremos —replicó Martin.

Naivasha no era más que una aglomeración de casas pequeñas, pero bien construidas.

El lago, con sus plantas y sus pájaros, era la atracción de la colonia y estaba rodeado de algunos hoteles que parecían clubes privados ingleses. El hotel Lake Naivasha era el más antiguo y distinguido. Allí fue donde se sentaron a almorzar en una terraza cubierta de buganvillas, comieron rosbif y bebieron la primera cerveza desde Breslau. Jettel y Walter no se atrevían más que a susurrar. Se avergonzaban de hacerlo en alemán y consideraban el uniforme de Martin como el delantal de una madre tras el cual los niños se sienten a salvo de todo peligro.

Más tarde salieron a navegar por el lago en un bote, deslizándose entre nenúfares, acompañados por mirlos metálicos de un azul luminoso. Aunque al principio la dirección del hotel vaciló, luego se dejó impresionar por el tono amenazador de Martin y puso otro bote a disposición de Owuor y Rummler. El recepcionista indio recalcó antes y después que tenía órdenes oficiales expresas de satisfacer los deseos de los militares.

Una semana después, antes de emprender viaje a Naro Moru, desde donde se disfrutaba de la vista más hermosa del monte Kenia, Walter insistió en llevar no sólo a Owuor, sino también a Kimani.

—¿Sabes?, es que nosotros dos contemplamos esa montaña todos los días. Kimani es mi mejor amigo. Owuor ya es de la familia. Pregúntale a Kimani por El Alamein.

—Menudo estás hecho —rió Martin, acomodando a Kimani entre Rummler y Owuor—, tu padre siempre se quejaba de que echabas a perder al servicio.

—A Kimani no se le puede echar a perder. Él impide que me vuelva loco cuando el miedo me devora el alma.

—¿Y de qué tienes miedo? —De perder primero mi empleo y luego la razón.

—Nunca has sido un luchador. No me explico cómo te ganaste a Jettel.

—Fui su tercera opción. Cuando vio que no podía tener a Silbermann, te quiso a ti.

—Bobadas.

—Nunca has sabido mentir.

El hotel de Naro Moru había conocido tiempos mejores. Antes de la guerra, era el punto de partida de los montañeros en sus ascensiones. Sin embargo, desde la movilización ya no estaba preparado para acoger a huéspedes. Pero Martin podía ser tan encantador como testarudo. Se encargó de que fueran a buscar al cocinero y de que sirvieran el almuerzo en el jardín. A Owuor y Kimani los atendieron en las dependencias del personal del hotel, si bien volvieron inmediatamente después de comer para ver la montaña. Jettel se quedó dormida en la tumbona, con Rummler roncando a sus pies.

—Jettel parece la misma de siempre —comentó Martin—. Y tú también —se apresuró a añadir.

—No soy tan desgraciado como para no tener un espejo. Sabes, no he hecho muy feliz a Jettel.

—A Jettel es imposible hacerla feliz. ¿No lo sabías? —Claro que sí. Sólo que quizá no lo haya sabido a tiempo. Pero no se lo reprocho. No fue lo bastante precavida a la hora de elegir marido. Hemos pasado momentos muy duros. Perdimos un hijo.

—Os habéis perdido el uno al otro —replicó Martin.

Owuor abrió sus oídos lo bastante como para atrapar el viento que enviaba la montaña. Nunca había oído al bwana áscari hablar con aquella voz, que era como el agua que salta entre piedrecitas. Kimani no tenía más que ver los ojos de su bwana para toser sal.

—Ahora ya sólo me falta Regina —explicó Martin la noche en que volvieron de Naro Moru—. Si no, no me voy a la guerra. Me hace mucha ilusión verla.

—No tiene vacaciones hasta dentro de una semana.

—Es justo cuando tengo que marcharme. ¿Cómo la recogéis del colegio? —Tenemos ese problema cada tres meses. Mientras tanto, vivimos con un nudo en la garganta. Si somos amables, la trae el bóer de la granja vecina.

—¡Un bóer! —exclamó Martin asqueado—. ¡Hasta ahí podíamos llegar! Eso no se lo puedes decir así como así a un hombre de Sudáfrica. Iré a buscarla yo. Solo. Mejor el jueves. Mañana le mandamos un telegrama.

—Podemos plantarnos ante el ayuntamiento de Breslau y romperles los cristales a los nazis que el colegio no soltará a los niños ni un día antes de las vacaciones. Ni siquiera dejaron que Regina fuera a ver a Jettel al hospital, y eso que la doctora llamó expresamente para pedirlo. Ese colegio es una cárcel. Regina no habla de ello, pero hace tiempo que lo sabemos.

—Habrá que ver si se atreven a negarles algo a sus valientes soldados. El jueves me plantaré ante ese maldito colegio y no pararé de cantar Rule Britannia hasta que me entreguen a la niña.

 

CAPÍTULO XI

El señor Brindley hizo crujir el papel en su mano y preguntó: «¿Quién es el sargento Martin Barret?» Regina iba a contestar cuando se dio cuenta de que ni siquiera tenía una respuesta en la cabeza. Le dio vueltas y más vueltas, aún más desconcertada que de costumbre, a la turbación que seguía asaltándola como el perro guardián al ladrón siempre que se hallaba en el despacho del director. Haciendo un esfuerzo que por lo general no habría necesitado, obligó a su memoria a repasar todos los libros que el señor Brindley le había dado en las últimas semanas para que leyera, pero el nombre que acababa de mencionar no le decía nada.

Hacía ya tiempo que la sensación de estar a merced de las palabras no le era familiar a Regina. Era como si, por un descuido que no podía explicarse, hubiera arruinado la mejor magia de su vida al demostrar no estar a la altura de sus expectativas. Asustada, extendió la mano para tratar de retener el único poder capaz de hacer de aquel colegio que odiaba una diminuta isla en la que, desde hacía ya mucho tiempo, sólo podían habitar Charles Dickens, el señor Brindley y ella misma.

Regina lo sabía mejor que cualquiera de sus compañeras. Ni siquiera Inge sospechaba nada del mayor secreto del mundo. Un hada, que durante los tres terribles meses de colegio vivía entre los pimenteros de Nakuru y en las vacaciones habitaba una flor de hibisco en la linde del mayor de los linares de Ol’ Joro Orok, había dividido al señor Brindley en dos mitades. A la parte temida de él, por todos conocida, no le gustaban los niños, era malvada e injusta y constaba únicamente de reglamento escolar, severidad, castigos y palmeta.

La mitad encantada del señor Brindley era suave como la lluvia que en una sola noche infundía nueva vida en las sedientas rosas de las semillas de su abuelo. Ese hombre extraño, que curiosamente también se llamaba Arthur Brindley, adoraba a David Copperfield y a Nicholas Nickleby, a Oliver Twist, al pobre Bob Cratchitt y a su diminuto Tim. Y, claro está, el señor Brindley adoraba en particular a la pequeña Nell.

Regina incluso sospechaba que también le gustaba la bloody refugee de Ol’ Joro Orok, pero rara vez se permitía pensar en ello, pues sabía que a las hadas no les agradan las personas vanidosas.

Había pasado mucho tiempo desde que Brindley llamara a Regina Little Nell por vez primera. Sin embargo, aún recordaba con absoluta nitidez el día en que comenzó la magia, pues al fin y al cabo era algo muy especial que a una niña judía le confiriesen un nombre inglés. Con los años, aquel tiempo siempre recurrente, y por desgracia demasiado breve, en que Regina podía llevar ese nombre dulce y de fácil pronunciación se tornó un juego con las mismas hermosas e inamovibles reglas que exigían en casa Owuor y Kimani.

Con frecuencia, en la única hora libre del día, entre el estudio y la cena, el director mandaba llamar a Regina. En un primer momento, terrible, su boca era muy pequeña y de sus ojos saltaban chispas como de los del avaro señor Scrooge del Cuento de Navidad. Cuando Regina, conteniendo la respiración, recorría los escasos pasos que separaban la puerta del escritorio, daba la impresión de que Brindley sólo la había hecho llamar para imponerle un castigo.

Pero al cabo de un rato, que a Regina siempre se le antojaba demasiado largo, él se ponía en pie, suspiraba, apagaba el fuego de sus ojos, sonreía y sacaba un libro del armario de la llave dorada. Los días especialmente buenos, la pequeña llave se transformaba en la flauta que Pan, el dios de los azules linares y las verdes colinas, tocaba en la hora de las sombras alargadas. El libro era siempre de Dickens y tenía unas suaves tapas de piel morada; mientras Regina lo tomaba con la misma ansiedad que si la hubieran sorprendido infringiendo las normas del colegio, el director dividido en dos siempre decía: «Dentro de tres semanas me lo devuelves y me cuentas lo que has leído.» Eran muy pocas las ocasiones en que Regina no podía responder a las preguntas de Brindley cuando le devolvía el libro. En las cuatro semanas previas a las vacaciones, a menudo ambos habían estado tanto tiempo conversando sobre las maravillosas historias que Dickens les contaba sólo a ellos dos que Regina había llegado a cenar demasiado tarde, pero los castigos de la profesora que vigilaba el comedor, que siempre simulaba no saber dónde había estado, poco importaban en comparación con la alegría que le proporcionaba la magia eterna.

En las vacaciones siguientes a la muerte del niño, Regina había intentado por vez primera hablarle de ello a su padre, pero éste opinaba que las hadas eran «bobadas inglesas» y, aparte de Oliver Twist, que no le gustaba, no se había topado con nadie que Dickens, el señor Brindley y ella conocieran. Como Regina no quería alterar a su padre, sólo le hablaba de Dickens cuando su boca era más rápida que su cabeza.

—Te he preguntado —repitió el director impaciente— que quién es el sargento Martin Barret.

—No lo sé, señor.

—¿Qué significa que no lo sabes? —No —repuso Regina perpleja—. En ninguno de los libros que me ha dado aparece un sargento. Me habría dado cuenta, señor. Seguro que no se me habría pasado.

—Maldita sea, Little Nell, no estoy hablando de Dickens.

—Oh, perdón, señor. No lo sabía. Quiero decir, cómo iba a suponerlo.

—Estoy hablando de este señor Barret. El que te envía un telegrama.

—¿A mí, señor? ¿Me envía un telegrama? Nunca he visto un telegrama.

—Toma —dijo el director, tendiéndole el papel—. Léelo en alto.

—Te recojo jueves. Informa director —leyó Regina, y se dio cuenta un poco tarde de que su voz era demasiado alta para los delicados oídos del señor Brindley—. Voy al frente en una semana —musitó.

—¿Acaso tienes un tío que se llame así? —quiso saber Brindley, transformándose por un horrible instante en Scrooge la víspera de Navidad.

—No, señor. Sólo tengo dos tías. Y han tenido que quedarse en Alemania. Tengo que rezar por ellas todas las noches, pero nunca lo hago en voz alta porque he de decirlo en alemán.

Brindley se percató, enojado, de que estaba a punto de ser injusto, impaciente y muy brusco. Se avergonzó un tanto, pero es que no le gustaba cuando la pequeña Nell se convertía en aquella maldita extranjera con esos problemas realmente irresolubles sobre los que él leía de vez en cuando en los periódicos londinenses intentando reunir la energía necesaria para estudiar a fondo los artículos de las páginas centrales. Por fortuna, en el East African Stardard, que leía con más regularidad y mayor placer desde que estallara la guerra, eran pocas las cosas que aparecían allende su mundo imaginario.

—Si te manda un telegrama, tienes que conocer al señor Barret —insistió Brindley.

Ya no se esforzaba por ocultar su mal humor—. Sea como fuere, que no se crea que puedes irte a casa cinco días antes de las vacaciones. Sabes que va totalmente en contra de las normas del colegio.

—Oh, señor, pero si no quiero. Me basta con recibir un telegrama. Es igualito que en Dickens, señor. Hasta la gente pobre de pronto tiene suerte un día. Al menos a veces.

—Puedes irte —replicó Brindley, y sonó como si hubiera tenido que buscar la voz.

—¿Puedo quedarme con el telegrama, señor? —preguntó Regina tímidamente.

—Por qué no.

Arthur Brindley suspiró cuando Regina cerró la puerta. Cuando sus ojos empezaron a lagrimar, se dio cuenta de que había vuelto a resfriarse. Parecía un mentecato sentimental y senil que cargaba con problemas absolutamente impropios porque no mantenía su entendimiento lo bastante alerta y permitía que su corazón quedara indefenso. No estaba bien ocuparse de un niño más de lo necesario y nunca antes lo había hecho, pero el talento de Regina, sus ávidas ganas de leer y su amor por la literatura, que tan pocas veces había visto en los monótonos años de profesión, habían creado un vínculo que había hecho de él un prisionero adicto a una pasión francamente absurda.

En momentos cavilosos, se preguntaba qué pensaría Regina cuando él la atiborraba de libros que aún no podía entender. Después de cada conversación, se proponía no volver a llamar a la niña. El hecho de que nunca mantuviera su decisión le resultaba tan embarazoso como indigno de un hombre que siempre había despreciado las debilidades, pero la soledad que no había conocido ni en su juventud ni en la madurez, en la vejez se había tornado más dominante que su fuerza de voluntad y él mismo, tan susceptible a los sentimientos como sensibles sus huesos al húmedo aire del lago salado.

Regina dobló el telegrama, tanto que podría servirle a su hada de colchón, y se lo metió en el bolsillo del uniforme. Se esforzó por no pensar en él, al menos durante el día, pero no lo logró. El papel crujía a cada movimiento y a veces con tal sonoridad que creía que todo el mundo oiría los traicioneros sonidos y se quedaría mirándola. El telegrama del gran sello negro le parecía un mensaje de un rey desconocido que estaba segura se daría a conocer con sólo creer firmemente en él.

Tan pronto llegó el momento de echar el cerrojo al castillo de su fantasía, fustigó a su memoria con la crueldad de un tirano con sus esclavos para descubrir si había oído ese nombre antes. No obstante, muy pronto Regina comprendió que no tenía sentido buscar al sargento Martin Barret en las historias que le contaban sus padres. Sin duda el rey del extranjero tenía un nombre inglés, y aparte del señor Gibson, el jefe actual de papá, y el señor Morrison, el de Rongai, sus padres no conocían a ningún inglés. Como es natural, también estaba el doctor Charters, el culpable de la muerte del niño al no querer atender a judíos, pero Regina pensó que él quedaba descartado si le pasaba algo bueno precisamente a ella.

Esperaba y temía al mismo tiempo que el director volviera a hablarle del sargento, mas no vio al señor Brindley, aunque se pasó cada minuto libre del miércoles revoloteando por el pasillo que llevaba a su despacho. El jueves era el día preferido de Regina, puesto que recibía el correo de Ol’ Joro Orok, y sus padres eran de los pocos que seguían escribiendo incluso la última semana antes de las vacaciones. Las cartas se repartían después del almuerzo. Llamaron a Regina, pero en lugar de entregarle un sobre, la profesora encargada de la vigilancia del almuerzo le ordenó: «Ve inmediatamente a ver al señor Brindley.» Ya tras la rosaleda, y más aún cuando se hallaba entre las dos columnas redondas, el hada le decía a Regina que había llegado su gran momento. En el despacho del director se encontraba el rey que enviaba telegramas a princesas desconocidas. Era muy alto, llevaba un uniforme caqui arrugado, sus cabellos eran como el trigo al que le ha dado mucho el sol y sus ojos, de un azul poderoso que de pronto se volvía tan claro como el pelaje de los dik-diks al calor del mediodía.

Los ojos de Regina hallaron tiempo para vagar con tranquilidad por las relucientes botas negras y seguir subiendo hasta la gorra, un tanto ladeada en la cabeza. Cuando por fin terminó el repaso, convino con el latir de su pecho en que nunca había visto a un hombre tan guapo. Miraba al señor Brindley con impavidez, como si el director fuera un hombre como los demás, no dividido en dos, y como si fuera tan fácil hacer reír a sus dos mitades como a Owuor cuando cantaba Perdí mi corazón en Heidelberg.

No había ninguna duda de que el señor Brindley mostraba tres de sus dientes: en él, eso significaba risa.

—Éste es el sargento Barret —anunció— y, según me dice, es un viejo amigo de tu padre.

Regina sabía que debía decir algo, pero de su garganta no brotó palabra alguna. De modo que se limitó a asentir y se alegró de que el señor Brindley continuara hablando.

—El sargento Barret —prosiguió— es de Sudáfrica y estará en el frente dentro de dos semanas. Quería volver a ver a tus padres y llevarte hoy mismo a casa para las vacaciones. Eso me pone en una situación del todo inusual. En este colegio nunca se han hecho excepciones y así seguirá siendo en el futuro, pero al fin y al cabo estamos en guerra y todos hemos de aprender a hacer nuestros sacrificios personales.

Mientras pronunciaba esa frase, fue sencillo mirar con valentía al señor Brindley y al mismo tiempo mantener la barbilla pegada al pecho. Siempre que se hablaba de sacrificios, los niños tenían que comportarse así para manifestar su entusiasmo patriótico. Pese a todo, Regina se sentía tan confundida como si estuviera corriendo por el bosque justo al caer la noche. En primer lugar, nunca había oído hablar tanto al señor Brindley; y en segundo lugar, los sacrificios que exigía la guerra eran casi siempre la explicación de por qué no había cuadernos, lapiceros, mermelada para desayunar o pudín para cenar tan pronto llegaba la triste noticia de que se había hundido un barco inglés. Regina se paró a pensar por qué un soldado de Sudáfrica que quería recogerla cuatro días antes de las vacaciones era un sacrificio, pero sólo se le ocurrió que su barbilla debía seguir contra el pecho.

—No puedo negarle a uno de nuestros soldados el deseo de llevarte consigo hoy mismo a Ol’ Joro Orok —decidió el señor Brindley.

—Regina, ¿no quieres darle las gracias a tu director? Regina comprendió al instante lo cuidadosa que debía ser y envaró la cara, aunque estaba casi segura de que en su cuello se ocultaba una pluma de polluelo de flamenco.

En el último momento, logró tragarse la traicionera risita que habría destruido la magia.

El Rey Sargento de Sudáfrica sudaba la gota gorda con los sonidos ingleses igual que Oha y en toda la frase no había pronunciado bien más que una sola palabra, y ésa era precisamente su propio nombre.

—Gracias. Señor, muchas gracias, señor.

—Ve a decirle a la señorita Chart que te ayude a hacer la maleta, Little Nell. No debemos hacer esperar demasiado al sargento Barret. En la guerra el tiempo es muy valioso. Todos lo sabemos.

Una hora después, Regina soltaba el aire de sus pulmones, aspiraba de nuevo y liberaba su nariz del odiado olor acre a jabón, puerro, carne de carnero y sudor que, para ella, formaba parte de las amenazas del colegio tanto como las lágrimas que un niño debía tragarse antes de que se convirtieran en duros granos de sal en los ojos. Mientras se deshacía el nudo de la corbata y se subía tanto la estrecha falda del uniforme que sus rodillas veían el sol, al viento se le ocurrían nuevos juegos con sus cabellos. Cada vez que miraba a través de la fina red negra, el blanco colegio sobre la montaña se volvía un poco más oscuro. Cuando las numerosas y pequeñas construcciones se disolvieron por fin en lejanas sombras sin contornos, el cuerpo cobró la ligereza del ave joven que utiliza sus alas por vez primera.

Regina aún no se atrevía a decir palabra y, por miedo a que el rey de Sudáfrica pudiera transformarse de nuevo en un deseo con el que embaucar únicamente a corazón y cabeza, se prohibió mirar a Martin. Sólo podía contemplar sus manos, que rodeaban el volante con tanta firmeza que los nudillos se tornaron blancas piedras preciosas.

—¿Por qué te llama Little Nell ese viejo pájaro? —preguntó Martin al dejar Nakuru y tomar la polvorienta carretera que conducía a Gilgil.

Regina se echó a reír al oír al rey hablar en alemán y en el mismo tono que su padre.

—Es una larga historia —repuso—. ¿Sabes algo de hadas? —Claro. Cuando tú naciste, había una en tu cuna.

—¿Qué es una cuna? —A ver, tú me cuentas todo lo que sabes de las hadas y yo te explico qué es una cuna.

—¿Y también me dirás por qué has mentido al decir que eras amigo de papá? —No es mentira. Tu papá y yo somos viejos amigos. Fuimos jóvenes juntos. Y tu madre no era mucho mayor que tú cuando la vi por primera vez.

—Pensé que querías raptarme.

—Y llevarte adonde.

—Donde no haya colegios ni jefes. Ni gente rica que no quiera a la gente pobre. Ni cartas de Alemania —enumeró Regina.

—Siento haberte decepcionado. Pero sí que he mentido; a tu director. La verdad es que vengo de la granja. Hemos pasado unos días fantásticos, tus padres, yo, Kimani y Owuor. Y Rummler, por supuesto. Y no quería marcharme sin verte.

—¿Por qué? —Es verdad que tengo que marcharme dentro de tres días. A la guerra. Sabes, te conocí cuando aún eras muy pequeña.

—Eso fue en mi otra vida y no me acuerdo.

—También en la mía. Por desgracia, yo sí me acuerdo.

—Hablas igual que papá.

Martin estaba asombrado de lo fácil que era hablar con Regina. Había preparado las típicas preguntas que plantea un adulto que no tiene experiencia con niños. Pero ella le hablaba del colegio de un modo que le fascinaba, pues reconocía en él el humor de juventud de Walter y, al mismo tiempo, lo confrontaba con un sentido de la ironía desconcertante para una niña de once años. No tardó en comprobar que se desenvolvía tan bien en el turbador y veloz cambio de la fantasía a la realidad que podía seguirla sin esfuerzo de un mundo al otro. Entre historia e historia Regina hacía largas pausas y, al percatarse de la impaciencia de Martin, le explicó la razón como si él fuera un niño y ella, la profesora.

—Eso me lo enseñó Kimani —aclaró—, que no es bueno para la cabeza mantener la boca abierta demasiado tiempo.

Entre Thompson's Falls y Ol’ Joro Orok, cuando la carretera se hacía más y más angosta, empinada y pedregosa, Regina pidió: —Esperemos aquí hasta que el sol se ponga rojo. Éste es mi árbol. Cuando lo veo, sé que pronto estaré en casa. Quizá vengan los monos. Entonces podremos pedir un deseo.

—¿Para ti un mono es como un hada? —Las hadas no existen. Sólo hago como si existieran. Me ayuda, aunque papá dice que sólo los ingleses pueden soñar.

—Pues hoy soñaremos los dos. Tu papá es un tonto.

—No —negó Regina, cruzando los dedos—. Es un refugiado. —Había bajado la voz.

—Lo quieres mucho, ¿no es cierto? —Mucho —asintió Regina—. Y a mamá también —se apresuró a añadir. Vio que Martin, que estaba apoyado en el grueso tronco de su árbol, cerraba los ojos y también ella cerró los suyos. Los oídos atraparon las primeras schauris de los tambores y la piel hizo lo propio con el viento que se levantaba, aunque la hierba aún no se movía. La dicha por el regreso a casa calentaba su cuerpo. Se abrió la blusa para dejar escapar pequeños suspiros y se deleitó con los sonidos de la felicidad que tanto había echado en falta.

Los silbidos despertaron a Martin. Contempló a Regina largo tiempo y se percató demasiado tarde de su desasosiego. Por un instante se engañó a sí mismo pensando que la fuerza de la soledad, nunca antes vivida con tanta intensidad, los sonidos que no podía interpretar y el bosque de los sombríos gigantes lo desconcertaban, pero luego comprendió que lo que lo atormentaba eran los recuerdos que creía olvidados hacía tiempo.

Cuando los números de su reloj formaron un círculo negro que importunó a sus ojos con chispas violetas, cedió por fin al embriagador placer y volvió la vista atrás. Primero su nuevo nombre inglés se deshizo en sílabas que no podía recomponer, e inmediatamente después estaba de nuevo en Breslau y veía a Jettel por primera vez.

Martin se sorprendió un tanto al verla desnuda, pero le agradó que sus negros rizos danzaran en rueda. Mas su sentido común aún era más fuerte que su memoria. Antes de que las imágenes le aclararan definitivamente la gran guerra, recordó las singulares historias que contaban los europeos de África. Todos ellos temían el momento en que el pasado los paralizara y los despojara de la noción del tiempo.

—¡Malditos trópicos! —exclamó Martin. Se asustó cuando su voz rasgó el silencio, pero como sólo un pájaro le respondió, comprendió que no había hablado tan alto; durante un lapso de tiempo que no pudo medir, le bastó con saborear ese dulce alivio para considerarse salvado de la miseria.

Regina no se parecía a su madre y estaba lejos de ser tan hermosa como Jettel cuando era joven, pero no era una niña. El presentimiento de que algunas historias comienzan una y otra vez desde el principio hizo que Martin sintiera los latidos de su corazón.

Hubo un día en que Jettel le hizo caer en la cuenta de que era un hombre. Regina despertaba en él el deseo de futuro, en lugar de pasado.

—Venga —dijo—. Nos vamos. Querrás estar pronto en casa.

—Ya estoy en casa.

—Te encanta la granja, ¿no es así? —Sí, pero ése es mi secreto. Mis padres no deben saberlo. Ellos adoran Alemania.

—Prométeme una cosa: que cuando tengas que dejar la granja no te pondrás triste.

—¿Por qué iba a tener que dejarla? —Tal vez tu padre también quiera hacerse soldado.

—Sería bonito que tuviera un uniforme como el tuyo —fantaseó Regina—. Y el señor Brindley dice que a los soldados no hay que hacerles esperar. Entonces los demás me envidiarían. Como hoy.

—Has olvidado la promesa de que nunca te pondrás triste —sonrió Martin.

De nuevo Regina vio que Martin no era una persona corriente. Sabía lo bueno que era decir más de una vez las palabras importantes. Se tomó su tiempo antes de preguntar: —¿Y por qué quieres que no esté triste? —Porque volveré a tu lado después de la guerra. Entonces serás una mujer. Pero antes he de ir al frente. Y allí el mundo no es tan hermoso como aquí. Allí al menos querría imaginarme que eres tan feliz como ahora. ¿Sería muy difícil? —No —aseguró Regina—. Sólo tendré que imaginarme que eres un rey. El mío. No te importa, ¿verdad? —En absoluto —sonrió Martin—. En este rincón dejado de la mano de Dios uno aprende a soñar. —Se inclinó, subió a Regina a hombros y al rozar su piel el tiempo volvió a confundirse. Primero volvió a ser joven, despreocupado; y luego, al oír su resuello, viejo y necio. Tomó impulso para aplastar la melancolía, pero la voz de Regina se anticipó a su control: —¿Qué haces? —dijo entre risitas—. Me haces cosquillas.

 

CAPÍTULO XII

A principios de diciembre de 1943, el coronel Whidett recibió una orden que arruinó por completo la alegría que sentía ante la perspectiva de pasar unas vacaciones de Navidad cuidadosamente planeadas en una exclusiva casa del Mount Kenya Safan Club y que además resultó el desafío más delicado a que se había enfrentado en toda su carrera militar. El Ministerio de la Guerra de Londres le confió la responsabilidad de la operación J, que a la larga habría de suponer la reestructuración de las fuerzas armadas destacadas en Kenia.

La colonia debía seguir sin demora el ejemplo de la madre patria y de los demás países de la Commonwealth y admitir también en el Ejército de Su Majestad a aquellos voluntarios que no estuvieran en posesión de la nacionalidad británica «siempre y cuando simpatizaran con la causa aliada y no constituyeran un peligro para la seguridad interna». Para el coronel Whidett, la formulación «en el círculo de los refugiados en cuestión deberá constatarse previamente una actitud antialemana irreprochable» vino a corroborar la experiencia adquirida a lo largo de dos Guerras Mundiales de que el sentido común británico no era un requisito indispensable para obtener un empleo en el Ministerio de la Guerra inglés.

Además, en una segunda parte extraordinariamente ampulosa, se señalaba que también debía considerarse sin falta el círculo de los emigrantes alemanes. Precisamente esa parte de la orden le resultó al coronel tan desconcertante y gratuita como esquizofrénica. Aún tenía demasiado presentes las directrices vigentes al estallar la guerra. Entonces sólo los refugiados procedentes de Austria, anexionada por Alemania contra su voluntad, de Checoslovaquia, brutalmente invadida, y de Polonia, digna de lástima, se consideraban amigos; los de Alemania, enemy aliens sin excepción. Desde entonces, al menos ésa era la unánime opinión de los altos mandos militares de Kenia, no había ocurrido absolutamente nada que pusiera en cuestión los principios establecidos.

De momento, el coronel Whidett envió a su familia de vacaciones a Malindi, canceló decepcionado su propio permiso de Navidad y se preparó con cierta amargura, mas también con aquella disciplina que pese a todas las tentaciones circundantes nunca había sacrificado al indolente estilo colonial, para el proceso de cambio de mentalidad que a todas luces se le exigía. Con una clarividencia que no le era dada en asuntos situados fuera de su esfera de influencia, comprendió tan rápidamente como al comienzo de la guerra que el círculo de los refugiados, que le seguía pareciendo igual de sospechoso que antes, creaba problemas que no podían resolverse mediante la práctica militar habitual.

Whidett percibió la orden de Londres como una modificación casi inaceptable de una situación que hasta el momento había sido de todo punto satisfactoria. Al fin y al cabo, a ella había de agradecerle la colonia que la mayor parte de las gentes del continente estuviera a buen recaudo en las granjas de las tierras altas. Allí no constituían ningún riesgo para la seguridad y además eran de gran ayuda para los granjeros británicos que servían en el ejército, sin que oficiales como Whidett tuvieran que ocuparse previamente de su ideología y su pasado.

Llamar al servicio de Su Majestad a aquel grupo de personas en un país tan extenso e insuficientemente comunicado era, sin duda, para los afectados mucho más engorroso de lo que pudieran pensar los burócratas de la madre patria. En el pabellón de oficiales de Nairobi, donde Whidett, contrariamente a su costumbre de no discutir asuntos del servicio, habló de su preocupación, pronto se propagó la ingeniosa máxima germans to the front. El coronel consideró la enojosa salida no sólo un desafío a su sentido del humor arraigadamente británico, sino también una traición que ponía al descubierto con descaro su desconcierto. No sabía cómo llegar a los Jicking Jerries; no tenía ni la menor idea de cómo averiguar sus convicciones.

Su memoria, que por desgracia en este caso funcionaba demasiado bien, le recordó con claridad meridiana que la mayor parte de las veces se trataba de gentes con vidas tremendamente intrincadas que ya le habían acibarado la suya cuando estalló la guerra.

En su círculo más íntimo reconoció sin tapujos que el comienzo de la guerra, al menos a este respecto, había sido un «mero ensayo» en comparación con aquel dilema que ni siquiera en febrero de 1944, es decir, dos meses después de recibir instrucciones de Londres, había logrado resolver.

«En 1939 —opinaba Whidett con su admirable sentido del sarcasmo— nos llegaban los muchachos en camiones y podíamos meterlos en el campo. Ahora, por lo visto el señor Churchill espera que vayamos hasta sus granjas y comprobemos personalmente si siguen comiendo chucrú y diciendo "heil Hitler".» Por extraño que parezca, fueron precisamente los nostálgicos recuerdos del comienzo de la guerra los que llevaron al coronel a dar con la solución que había de salvarlo. Justo en el momento adecuado le vino a la memoria la familia Rubens y, con ella, las personas destacadas que en 1939 intercedieron con tamaña grandilocuencia por la liberación de los refugiados internados. Mediante un meticuloso estudio de la documentación, el coronel dio con los nombres que por desgracia volvían a ser necesarios.

En una carta que escribió no sin cierta desazón, pues estaba acostumbrado a mandar y no a pedir, Whidett se puso en contacto con la casa de los Rubens; tan sólo dos semanas más tarde tuvo lugar en su despacho una entrevista decisiva. El coronel averiguó, perplejo, que cuatro de los vástagos de la familia Rubens, a su juicio aún demasiado expresiva, pero de nuevo extremadamente útil, estaban en el ejército. Uno de ellos se encontraba en Birmania, que ciertamente no se podía considerar el paraíso de los holgazanes, y otro, en las fuerzas áreas, en Inglaterra. Por el momento, Archie y Benjamín estaban acantonados en Nairobi. David vivía en casa de su padre, lo cual significaba para Whidett dos consejeros adicionales.

—Creo que en Londres no se han pensado las cosas como es debido —les dijo Whidett a los cuatro hombres, de los que pensaba, al igual que lo hiciera en su primer encuentro, que le daban a su sala de reuniones un aire demasiado extraño—. Quiero decir —empezó de nuevo, no sin cierta turbación, ya que no sabía a ciencia cierta cómo expresar sus reservas con las palabras adecuadas—, ¿por qué iba a alistarse nadie voluntariamente en el maldito ejército si no tiene que hacerlo? La guerra está muy lejos.

—No para quienes han sufrido con los alemanes.

—¿Acaso ha sido así? —preguntó Whidett con interés—. Si mal no recuerdo, la mayor parte ya estaba aquí cuando estalló la guerra.

—En Alemania no hizo falta esperar a la guerra para sufrir con los alemanes —replicó el anciano Rubens.

—No me cabe la menor duda —se apresuró a asegurar Whidett mientras reflexionaba sobre si la frase podría tener algún sentido más allá del que había captado.

—¿Por qué cree usted que están mis hijos en el ejército? —Rara vez me caliento esta vieja cabeza pensando por qué alguien está en el ejército.

Tampoco yo me pregunto por qué llevo puesto este miserable uniforme.

—Pues debería, coronel. Nosotros lo hacemos. Para los judíos, la lucha contra Hitler no es una guerra normal y corriente. Entre nosotros, pocos han tenido la posibilidad de elegir si querían luchar o no. La mayoría son asesinados sin que puedan defenderse.

El coronel Whidett se tomó la libertad de proferir un pequeño suspiro reprobatorio.

Recordó, aunque no dejó que se le notara, que el fornido hombre que estaba sentado ante su escritorio ya se había mostrado propenso a emplear expresiones repugnantes en su primer encuentro. Sin embargo, la experiencia y la lógica le decían que los judíos probablemente fueran capaces de resolver mejor sus problemas ellos solos de lo que podrían hacerlo espectadores profanos y no del todo imparciales.

—¿Y cómo podría llegar a su gente en este maldito país y hacerle saber que de repente el ejército se interesa por ella? —Déjelo de nuestra cuenta —contestaron Archie y Benjamín. Y rieron al darse cuenta de que habían hablado a la vez. Luego propusieron, también al unísono, como si no pudiera hablar uno solo de ellos—: Si le parece bien, iremos a las granjas e informaremos a los hombres en cuestión.

El coronel Whidett asintió con cierta benevolencia. Tampoco se esforzó demasiado por ocultar su alivio. A decir verdad, era comedido en su aprecio de las soluciones poco convencionales, pero nunca había sido el tipo de hombre que se opone a la espontaneidad si ésta le parece ventajosa. Al cabo de un mes recibió de Londres la autorización oficial para dispensar a Archie y Benjamin del servicio regular y encomendarles las misiones especiales que fuera necesario. A su padre le escribió una amable carta en la que le pedía su permanente colaboración. Así se ahorraba un nuevo encuentro que, en opinión de Whidett, habría sido demasiado personal para ambas partes.

La noche del viernes, tras el oficio religioso, el anciano Rubens pronunció un breve discurso en el que habló de la obligación de los jóvenes judíos de mostrar su agradecimiento al país de acogida y, a continuación, se ocupó sin pérdida de tiempo de organizar todo lo necesario. David se encargaría de entrar en contacto con los refugiados que vivían entre Eldoret y Kisumu, Benjamin debía recorrer la costa y Archie tenía que hacer lo propio con las tierras altas.

—Empezaré por el hombre de Sabbatia. No me pondré en camino sin intérprete — decidió.

—¿Quieres decir que nuestros correligionarios aún no hablan inglés? —le preguntó su hermano.

—Allí se ven historias realmente descabelladas. Desde hace dos años tenemos a un polaco muy curioso en el regimiento que apenas dice una palabra —contó Archie.

—Naturalmente eso nunca les habría pasado a mis inteligentes hijos si hubiesen tenido que emigrar. Todos ellos habrían aprendido el mejor inglés de Oxford en las granjas de los kikuyus —sentenció el padre.

Como aún no había empezado la pequeña estación de las lluvias en Ol’ Joro Orok, la granja Gibson fue una de las primeras del itinerario de Archie. Así pues, en marzo de 1944, Walter —al igual que el coronel Whidett— recordó los comienzos de la guerra.

De nuevo fue Süskind quien le anunció el decisivo giro que habría de dar su vida.

Apareció en la granja con Archie —que lucía el uniforme de brigada— a media tarde y apenas se hubo bajado del jeep gritó: —Ha llegado la hora. Si quieres, a partir de este momento tus días en esta granja están contados. Por fin nos quieren. —Y corrió al encuentro de Jettel, danzando a su alrededor y riendo—: Y tú serás la novia más hermosa del ejército. Me apuesto la cabeza.

—Y eso, ¿qué significa? —preguntó Jettel.

—Está clarísimo —repuso Walter.

La granja estaba a punto de despedirse del día. Kimani golpeó el depósito de agua con su barra de hierro más fuerte que de costumbre debido al intenso viento. El eco tenía un tono grave cuando regresó de la montaña. Los buitres salieron volando de los árboles entre chillidos, pero al instante regresaron a las temblorosas ramas.

Rummler se subió pesadamente al jeep de Archie, resoplando, y se dispuso entre jadeos a calentar su húmedo pelaje en los asientos. Kamau, con una camisa que parecía un pedazo de hierba fresca, llevó a la cocina la madera para encender el horno. En el bosque resonaba nítidamente el sordo golpeteo de los tambores vespertinos. El aire aún seguía cálido y suave por el sol que se ocultaba, pero húmedo ya por las primeras perlas del rocío de la noche. Ante las chozas ardían los fuegos, y los perros de los chicos de las schambas olisqueaban con sonoros ladridos el viento de las hienas, que empezaban a aullar.

Walter se percató de que tenía los dedos entumecidos y la garganta seca. Los ojos le ardían. Era como si viera aquellas imágenes por vez primera y nunca antes hubiera oído sonidos tan familiares. La premura de su corazón le provocaba cierta inseguridad.

Aunque trató de defenderse, sintió el odioso, agudo e inexplicable dolor de la despedida que quizá se avecinara.

—Como Fausto —dijo, demasiado alto y demasiado repentinamente—, dos almas en el pecho.

—¿Como quién? —preguntó Süskind.

—Bah, nada. No lo conoces, no es un refugiado.

—¿Es que no vas a explicárselo? —intervino Archie. Su voz reflejaba la impaciencia de la gente de la ciudad. Él mismo se dio cuenta y le sonrió al perro, que seguía en el coche, pero Rummler se bajó de un salto y le mostró su rechazo gruñendo y enseñando los dientes.

—No es necesario —lo tranquilizó Süskind—, ya lo saben. Aquí fuera no pensamos en otra cosa desde hace meses.

—¿Tanta prisa tenéis por escapar de las granjas? ¿O acaso tenéis miedo de que termine la guerra antes de que podáis haceros héroes? —Tenemos familia en Alemania.

—Sony —balbuceó Archie mientras seguía a Süskind al interior de la casa, con la misma sensación desagradable en las rodillas que cuando de joven su padre lo reprendía por un comentario impertinente, y sintió la necesidad de sentarse. Sin embargo, antes de alcanzar una de las sillas, alzó la cabeza y miró alrededor. Contempló, primero por casualidad y luego con un detenimiento que lo divirtió, un dibujo del ayuntamiento de Breslau. El amarillento papel estaba enmarcado en negro.

Archie no estaba acostumbrado a ver más cuadros que el retrato de su abuelo en el comedor y las fotografías de su infancia y de los safaris con sus primos de Londres, pero aquel edificio, con sus innumerables ventanas, su imponente entrada, ante la cual se hallaban algunos hombres con altos sombreros, y su tejado, que se le antojó muy hermoso, lo cautivó y desconcertó. La imagen parecía formar parte de un mundo de cuya existencia no sabía más de lo que los chicos de su padre sabían de las festividades judías.

Encontró grotesca la comparación. Mientras tiraba de la manga del uniforme con la corona sobre las tres franjas de tela blanca, se puso a pensar en si la fuerza aérea ya habría arrojado sus bombas sobre la ciudad del impresionante edificio y si su hermano Dan habría tomado parte. Le sorprendió un tanto que la idea le desagradara; la sensación de desagrado lo enojaba. Ya era demasiado tarde para continuar hasta la siguiente granja.

Jettel le dijo a Owuor que preparase café, y Archie se quedó asombrado al oírla hablar suahili con fluidez. Se preguntó por qué no se lo había esperado y se sintió un necio al no hallar respuesta. Mientras le sonreía, cayó en la cuenta de que era hermosa y muy distinta de las mujeres que conocía en Nairobi. Al igual que el cuadro del marco negro, parecía provenir de un mundo extraño.

Dorothy, su propia esposa, jamás se habría puesto un vestido en una granja, sino unos pantalones, probablemente de él. Los cuadros rojos de la tela negra del escotadísimo vestido de Jettel empezaron a desvanecerse ante sus ojos, y al volver la vista y contemplar de nuevo el ayuntamiento, le pareció que las innumerables ventanitas eran ahora más grandes. Se percató de que estaba a punto de sufrir uno de sus ataques de jaqueca y preguntó si podía tomar un whisky.

—Aquí no hay dinero para esas cosas —replicó Süskind.

—¿Qué ha dicho? —quiso saber Walter.

—Que le gusta vuestro cuadro —explicó Süskind.

—El ayuntamiento de Breslau —apuntó Jettel. Le llamó la atención que Archie volviera a decir sorry y esta vez fue ella quien le sonrió, pero las lámparas aún no estaban encendidas y no pudo ver si él le devolvía la mirada. Jettel se dio cuenta de que, en su juventud, semejante intercambio de pequeñas ingenuidades tal vez habría sido el inicio de un flirteo, pero antes de sentir el estímulo advirtió que había perdido la costumbre de ser coqueta.

Para cenar había arroz con cebollas muy fritas y plátanos desecados.

—Por favor, explícale a nuestro invitado que no esperábamos visita —se disculpó Jettel.

—Además, vivimos sin carne desde que Regina fue tan desconsiderada como para que se le quedaran pequeños los zapatos —añadió Walter, intentando alegrar su ironía con una sonrisa.

—Es un viejo plato nacional alemán —tradujo Süskind, y se propuso buscar en el diccionario la palabra inglesa para «silesia» en cuanto pudiera.

A Archie le supuso casi un esfuerzo físico no quedarse escarbando en la comida. Le vino a la memoria que estando en tercero en el internado una vez llegó tarde a comer y, como castigo, tuvo que aprenderse de memoria un estúpido poema sobre una niña tonta a la que no le gustaba el arroz con leche, pero sólo recordaba el primer verso. La infructuosa búsqueda del segundo no lo entretuvo demasiado.

Decidió tragarse el arroz y, sobre todo, los salados plátanos sin masticar para saborearlos lo menos posible. Eso le resultó más sencillo que enfrentarse a la vergüenza que lo atenazaba. Primero pensó que su aversión a la inusual comida y el chocante ambiente lo habían vuelto sensible, pero con desagradable rapidez comenzó a importunarle la idea de que su familia y los demás judíos que llevaban tiempo en Nairobi siempre se habían mostrado muy serviciales a la hora de ayudar a los emigrantes con dinero y buenos consejos, pero nunca se habían preocupado por su pasado, su vida, sus problemas y sus sentimientos.

A ello había que añadir que a Archie le resultaba cada vez más embarazoso tener que dirigir primero a Süskind para que las tradujera todas y cada una de las palabras que deseaba transmitir a sus anfitriones. Sentía unas ganas totalmente absurdas de tomarse un whisky y al mismo tiempo tenía la sensación de haberse echado al coleto tres dobles con el estómago vacío. Era como si volviera a ser un niño pillado escuchando tras la puerta; pasó mucho tiempo antes de que se le quitara esa costumbre. Al final dio por perdida su lucha y dijo que estaba cansado. Aliviado, aceptó la propuesta de retirarse a la habitación de Regina.

Süskind contemplaba el fuego absorto, Jettel rascaba los últimos restos de arroz de la fuente y le daba un poquito a Rummler, Walter hacía girar un cuchillo sobre su propio eje. Era como si los tres estuviesen esperando una señal para abandonarse a la alegre naturalidad de las habituales visitas de Süskind, pero el silencio era excesivo; la liberación no llegaba. Todos lo sentían, incluido Süskind, sorprendido de que ya no supieran sobrellevar los cambios. La mera posibilidad de que la vida pudiera discurrir por nuevos derroteros los asustaba. Se había vuelto más fácil soportar las ataduras que romperlas. Lágrimas que ni siquiera sabía que albergara brotaron de los ojos de Jettel.

—¿Cómo puedes hacernos esto? —exclamó—. Ir a la guerra después de todo lo que hemos pasado. ¿Qué va a ser de mí y de Regina? —Jettel, no montes una de tus escenas. El ejército ni siquiera me ha admitido aún.

—Pero lo hará. ¿Por qué iba a tener suerte precisamente yo? —Tengo cuarenta años —replicó Walter—. ¿Por qué iba a tener suerte precisamente yo? No puedo creer que los ingleses hayan estado esperando por mí para ganar la guerra.

Se puso en pie, quería acariciar a Jettel, pero no sentía calor en sus manos, de modo que bajó los brazos y se dirigió a la ventana. El familiar olor que emanaba de los húmedos tabiques de madera le pareció de pronto dulce y suave. Sus ojos no veían más que oscuridad y, sin embargo, barruntó la belleza que antaño sólo alegrara la vista de Regina. ¿Cómo iba a decírselo? Se dio cuenta demasiado tarde de que había hablado en voz alta.

—Por Regina no hace falta que te preocupes —repuso Jettel entre sollozos—, reza todas las noches para que puedas entrar en el ejército.

—¿Desde cuándo? —Desde que Martin estuvo aquí.

—No lo sabía.

—Probablemente tampoco sepas que está enamorada de él.

—Tonterías.

—No ha olvidado nada de lo que Martin le dijo. Se aferra a cada palabra. Debiste pedirle a Martin que la preparara para la despedida de la granja. Vosotros siempre os habéis liado la manta a la cabeza.

—Si mal no recuerdo, fuiste tú la que estuvo con Martin bajo la misma manta. Una manta morada. Y Martin también iba morado, dicho sea de paso. ¿De verdad crees que no sé lo que pasó aquella vez en Breslau? —Aquella vez no pasó nada. Sólo que tú estabas otra vez celoso sin motivo. Como siempre.

—Niños, no os peleéis. Al fin y al cabo aquí ha ocurrido algo bueno —intervino Süskind—. Archie me ha contado cómo será todo. Comparecerás ante una comisión y deberás decir por qué quieres ingresar en el ejército. Y no seas tonto. Seguro que los ingleses no quieren oír que esta granja os está matando.

—Yo no quiero irme de la granja —sollozó Jettel—. Esta granja es mi hogar. —Se sintió muy satisfecha de haber logrado reunir en su voz y en su rostro la mentira, la inocencia y la obstinación, pero entonces se dio cuenta de que Walter había descubierto su hermoso y viejo truco.

—Desde que emigramos, Jettel se ha pasado todo el tiempo recordando las ollas de Egipto —dijo Walter. Sólo miraba a Süj3kind—. Claro que quiero irme de la granja, pero no es sólo eso. Por primera vez en años tengo la sensación de que me preguntan si quiero hacer algo o no y de que puedo hacer algo por mis convicciones. Mi padre habría querido que fuera al ejército. Él también cumplió con su deber de soldado.

—Creo que no te gustan los ingleses —le reprochó Jettel—. ¿Por qué quieres morir por ellos? —Dios, Jettel, aún no estoy muerto. Además, es a los ingleses a los que no les gusto yo. Pero si me quieren, allí estaré. Así tal vez pueda volver a mirarme algún día en el espejo sin ver a un pobre desgraciado. Por si te interesa, siempre deseé ser soldado.

Desde el día en que empezó la guerra. Owuor, ¿qué estás haciendo? ¿Por qué echas al fuego un trozo de madera tan grande? Pero si estamos a punto de irnos a la cama.

Owuor se había puesto su toga de abogado. Silbando bajito, arrojó unas ramas más a la chimenea, llenó su boca del cálido aire de sus pulmones y avivó las llamas con mucho cariño. Luego se levantó muy lentamente, como si tuviera que devolver primero a la vida cada uno de sus miembros. Aguardó paciente hasta que llegó el momento de hablar.

—Bwana —empezó, saboreando de antemano el gran asombro que había estado esperando desde que llegara el bwana áscari—. Bwana —repitió, y rió como una hiena que ha encontrado una presa—, si tú te vas de la granja, yo voy contigo. No quiero volver a buscarte como el día en que te fuiste de safari en Rongai. La memsahib necesitará a su cocinero si te vas con los áscaris.

—¿Qué dices? ¿Cómo lo sabes? —Bwana, puedo oler las palabras. Y los días que están por venir. ¿Lo has olvidado?

 

CAPÍTULO XIII

La mañana del 6 de junio de 1944, antes de que tocaran diana, Walter permaneció dos horas sentado en la vacía cantina de la tropa. Por las angostas ventanas abiertas se colaba la vivificante brisa de una noche de luna amarilla y vaheaba al chocar contra las paredes de madera, que durante unos breves e inesperadamente gratos instantes olían tan bien como los cedros de Ol’ Joro Orok. Para Walter, el tiempo que transcurría entre la oscuridad y el alba era un agradable regalo de su insomnio, ideal para aclarar ideas e imágenes, escribir cartas y buscar noticias en alemán sin que lo molestaran las recelosas miradas de aquellos soldados que tenían la suerte de haber nacido en el país adecuado y muy poca fantasía para apreciarlo. Se metió la burda camisa caqui -más indicada para la guerra en el invierno europeo que para los calurosos días en la orilla meridional del lago salado de Nakuru- por dentro del pantalón y saboreó su sosiego como el acontecimiento más emocionante de su recién adquirida estabilidad.

Al cabo de cuatro semanas en el ejército, aún no se había acostumbrado lo suficiente al agua corriente, la luz eléctrica y la plenitud de los días como para no disfrutarlas a fondo como comodidades largamente anheladas. Experimentaba un placer infantil yendo a la oficina en su tiempo libre y contemplando el teléfono. A veces incluso levantaba el auricular para deleitarse con el sonido de la señal.

Cada día disfrutaba como el primero escuchando la radio sin tener que preocuparse por las pilas. Cuando el dentista de la compañía le sacó de forma burda y desmañada las dos muelas que lo atormentaban desde los primeros días en Ol’ Joro Orok, incluso consideró aquel dolor como una prueba de que había llegado lejos: no tenía que preocuparse por la factura. Cuando su agotamiento físico se lo permitía, y desde hacía unos días los intensos sudores, se daba el gustazo de hacer meticuloso balance de su vida, una vez más objeto de un abrupto cambio.

En un mes, Walter había oído, hablado e incluso reído más que en los cinco años en las granjas de Rongai y Ol’ Joro Orok. Comía cuatro veces al día, dos de ellas carne, lo cual no le costaban nada, tenía mudas, calzado y más pantalones de los que necesitaba, podía comprar cigarrillos a precio reducido para soldados y tenía derecho a una ración semanal de alcohol que un escocés con bigote ya le había cambiado dos veces por tres amistosas palmaditas en la espalda. Con su paga de soldado raso del ejército británico podía pagar el colegio de Regina y aun enviarle una libra a Jettel a Nairobi. Además, ella recibía una ayuda mensual del ejército. Y por encima de todo, Walter vivía sin el temor de que cada carta pudiera significar el despido de su desagradable empleo, su destrucción.

En un estrecho armario había papel y sobres; entre botellas vacías y ceniceros llenos se hallaba un tintero; a su lado, un portaplumas. Sólo pensar en que no tenía más que servirse y el ejército también franquearía y enviaría su correo le hacía sentirse tan satisfecho como el mendigo hambriento ante la montaña de dulces gachas en el país de la abundancia. En la pared colgaba una foto descolorida de Jorge VI. Walter le sonrió al rey de mirada grave. Antes de diluir la tinta seca con agua, contó las gotas que cayeron del grifo en la herrumbrosa pila y silbó la melodía de God save the king.

«Querida Jettel», escribió, y dejó la pluma en la mesa un tanto asustado como si hubiera desafiado al destino y tuviera que enfrentarse ahora a la envidia de los dioses.

Se dio cuenta de que hacía años que no le decía nada parecido a su esposa y que tampoco lo sentía. Se paró a pensar un momento si la ternura que le sobrevenía con tanta naturalidad debía alegrarlo o si por el contrario tenía que avergonzarlo, mas no dio con la respuesta.

Pese a todo, no estaba descontento consigo mismo cuando continuó escribiendo.

«Tienes toda la razón —garabateó en el amarillento papel—, volvemos a escribirnos cartas como antaño, cuando esperabas en Breslau a que llegara el momento de emigrar.

Sólo que ahora los tres estamos a salvo y podemos aguardar tranquilamente lo que la vida nos depare. Y creo, al contrario que tú, que debemos estar especialmente agradecidos y que no podemos quejarnos sólo porque tengamos que cambiar nuestras costumbres. Al fin y al cabo, ya tenemos cierta práctica.

»Y ahora hablemos de mí. Estoy todo el día al trote y no concibo cómo los ingleses han podido pasarse tanto tiempo sin mí. Nos instruyen a fondo, como si hubieran estado esperando a los "malditos refugiados" para poder por fin lanzarse al ataque. Creo que quieren hacer de mí una mezcla de luchador cuerpo a cuerpo y topo. Por la noche es como si volviera a tener malaria, pero espero que las cosas mejoren pronto. Sea como fuere, me paso el día cuerpo a tierra, arrastrándome por cieno y barro, y por la noche a veces no sé si aún sigo vivo. Pero no te preocupes, tu marido aguanta bien, y ayer me pareció que el sargento me guiñaba un ojo. Aunque es bizco, como el viejo Wanja de Sohrau. Tal vez incluso quiera condecorarme por tener que soportar todo esto con ampollas en los pies. Pero claro, como no sabe pronunciar mi nombre aún no ha dicho nada al respecto.

»En caso de que te sorprenda lo de las ampollas, es que me han endilgado unas botas demasiado estrechas y no sé suficiente inglés para decírselo. No obstante, me he propuesto no pedirle a ninguno de los otros refugiados de mi unit (quiere decir unidad) que me haga de intérprete. Después de todo, quizá acabe aprendiendo inglés. Además, a los instructores no les gusta que hablemos alemán. Al menos se han dado cuenta de que la gorra era demasiado grande y no dejaba de caérseme de la cabeza. Así que desde hace dos días puedo ver cuando voy de uniforme. Como verás, un soldado también tiene sus preocupaciones. Sólo que son distintas de las de antes.

»A propósito, no debemos olvidar advertir a Regina del cambio más importante en su vida. Ahora ya no es preciso que rece todas las noches para que yo no pierda mi empleo y puede concentrarse plenamente en pedirle a Dios la victoria de la causa aliada.

Naturalmente no tiene ni idea de que estoy en Nakuru. Ya te habrás percatado de que el correo militar se envía sin remitente. Pero tampoco me gustaría ponerla en la misma situación que cuando tu embarazo.

»En todo caso, estoy seguro de que hemos tomado la decisión adecuada. Algún día me darás la razón. Igual que has acabo comprendiendo lo bueno que fue que emigráramos a Kenia y no a Holanda. Por cierto, que he conocido aquí a un tipo muy simpático que tenía una tienda de radios en Görlitz. Como es lógico, sabe manejar una radio mucho mejor que yo y está muy bien informado. Me ha contado que tampoco hay esperanza ya para los judíos holandeses. Pero no se lo comentes a tus anfitriones. Si no recuerdo mal, Bruno Gordon tenía un hermano que se fue a Amsterdam en 1933.

«Espero que pronto encuentres alojamiento en Nairobi y quizá incluso un trabajo que sea de tu agrado y nos sirva de ayuda a todos. Quién sabe si algún día podremos ahorrar algo de dinero para después de la guerra (entonces ya no necesitarán soldados y, en cambio, nosotros sí necesitaremos un nuevo futuro). Cuando ya no tengas que quedarte con los Gordon y puedas volver a vivir como quieras, seguro que acabas cogiéndole el gusto a Nairobi. Siempre deseaste volver a estar con gente. Yo disfruto de veras ese aspecto pese a todas las vejaciones.

»Los ingleses de nuestra unidad son muchachos muy jóvenes y realmente simpáticos.

Lo cierto es que no comprenden por qué un hombre del mismo color de piel que ellos no habla también su idioma, pero algunos me dan amables palmaditas en la espalda, probablemente porque a sus ojos soy más viejo que Matusalén. En cualquier caso, es la primera vez desde que dejé Leobschütz que no me siento en absoluto como una persona de segunda clase, aunque sospecho que el sargento no es precisamente un filosemita. A veces incluso es estupendo no hablar el idioma del país.

»Echo mucho de menos a Kimani. Sé que suena absurdo, pero sencillamente no puedo perdonarme no haber dado con él cuando nos despedimos de la granja y no haber podido decirle lo buen amigo que era para mí. Da gracias por tener contigo a Owuor y a Rummler, aunque Owuor se pelee con los chicos de los Gordon. En Ol’ Joro Orok no se llevaba bien con nadie salvo con nosotros. Para nosotros, él es parte de nuestro hogar.

Así lo verá Regina cuando pase sus primeras vacaciones en Nairobi. Como ves, con los años me vuelvo sentimental. Pero últimamente el ejército inglés ha tenido tales éxitos que hasta puede permitirse tener un soldado sentimental. Un soldado que también ha aprendido algunas palabrotas en inglés y que, dicho sea de paso, espera tus cartas ansioso. Escríbele pronto a tu viejo Walter.» La recién adquirida autoestima de Walter sólo se resquebrajaba como antaño cuando pensaba en Regina. Entonces el miedo de haber fracasado lo torturaba con igual crueldad que en los días de mayor desesperación. Era incapaz de imaginarse a su hija, para quien Ol’ Joro Orok era su hogar, en Nairobi. Le resultaba insoportable saber que la había arrancado de sus raíces y que le exigía un sacrificio extremo.

La imposibilidad de hallar una solución y la desesperanza no lo habían herido tanto en su orgullo como el hecho de que su llamamiento a filas lo hubiese degradado al rango de cobarde a los ojos de su hija. Se vio obligado a comunicarle la despedida de la granja por escrito. Fue la primera vez que le hizo daño a sabiendas. En la carta que le mandó al colegio trató de pintarle la vida en Nairobi como una sucesión de días alegres y despreocupados llenos de diversión y nuevos amigos, pero al hacerlo sólo pudo pensar en su despedida de Sohrau, Leobschütz y Breslau y no encontró las palabras adecuadas.

Regina le respondió de inmediato, pero no mencionó en ningún momento la granja que jamás volvería a ver. «England -escribió en caracteres de imprenta subrayados en rojoexpects every man to do his duty. Admiral Nelson.» Cuando Walter logró por fin traducir la frase con ayuda del pequeño diccionario que constituía su única lectura desde el día en que ingresó en el ejército y constató que ya se había topado con ella en el penúltimo curso del instituto, no fue capaz de decidir si quien se burlaba de él era el destino o su hija. Ambas posibilidades le desagradaban.

Lo atormentaba no saber si Regina era realmente tan adulta, patriota y, sobre todo, tan inglesa como para no mostrar sus sentimientos o si sólo era una niña herida que estaba enojada con su padre. De tales cavilaciones sólo sacó una cosa en claro: sabía demasiado poco de su hija para interpretar su reacción. Si bien no dudaba de su amor, tampoco se hacía muchas ilusiones. Su hija y él ya no tenían en común la lengua materna.

Por un instante, cuando todavía hacía oídos sordos a los sonidos del día que despuntaba, Walter pensó que una vez que hubiera aprendido inglés nunca más volvería a hablar con Regina en alemán. Había oído que muchos emigrantes lo hacían para proporcionarles a sus hijos la seguridad de que se hallaban firmemente arraigados en su nuevo medio. La imagen de él mismo balbuceando avergonzado y confuso palabras que no sabía pronunciar y obligado a expresarse con las manos para hacerse entender se perfiló con grotesca nitidez en el incipiente crepúsculo matutino.

Walter oyó a Regina reír, primero bajito, luego en voz alta, desafiante. Su risa sonaba como el odioso aullido de las hienas. La idea de que se burlara de él y él no pudiera defenderse lo aterrorizó. ¿Cómo iba a explicarle a su hija en un idioma extranjero lo que había hecho de todos ellos para siempre unos marginados? ¿Cómo hablar en inglés de una patria que le destrozaba el corazón? Sólo haciendo un gran esfuerzo logró recobrar la calma que necesitaría para afrontar el día. Hizo girar con avidez el dial de la radio para librarse de los fantasmas que él mismo había conjurado. Al darse cuenta de que un sudor frío le bajaba por la espalda, comprendió horrorizado que el pasado le había dado caza. Era la primera vez desde que estaba en el ejército que le asaltaba ese pensamiento reprimido. Llevaba en la frente el estigma del apátrida y seguiría siendo un extraño entre extraños mientras viviera.

A los oídos de Walter llegaron algunas palabras sueltas. Aunque la radio no estaba alta, sonaban fuertes, exaltadas, a veces casi histéricas, y sin embargo apaciguaron por unos instantes sus confusos sentimientos. Pronto se percató de que la voz del locutor no sonaba como de costumbre. Walter trató de formar palabras con las sílabas aisladas, mas no lo consiguió. Sacó otra hoja de papel del armario y se esforzó por traducir en letras los sonidos que atrapaba. No tenían ningún sentido, pero advirtió que dos palabras se habían repetido varias veces en un breve espacio de tiempo y que probablemente fueran «áyax» y «argonauta». Le sorprendió haber reconocido aquellos dos nombres tan familiares pese a la nasal pronunciación inglesa. Ante sus ojos vio la imagen del profesor Gladisch en el elitista internado de Pless repartiendo con rostro impasible los cuadernos tras un examen de griego, pero ya no tuvo tiempo de atrapar ese recuerdo. El sensible suelo de madera dejó oír nuevos sonidos en la habitación.

El sargento Pierce apareció con el sol naciente. Sus pasos tenían ya la fuerza que envolvía su figura en un halo de arrogancia, pero el resto de su cuerpo luchaba aún contra la noche que tan indiferente era a su talento para obligar a sus subordinados a sumergirse en el mundo previsible y seguro de sus blasfemias y su intransigencia. El sargento se mesó su abundante cabello sin energía ni concentración, bostezó un par de veces como un perro que llevara horas tumbado al sol, se ciñó lentamente el cinturón y miró alrededor con expresión escrutadora. Era como si esperara una señal determinada para empezar el día.

Mirando a Walter fijamente, en silencio, con los ojos aún entrecerrados, parecía una estatua superada hacía tiempo por el curso de la historia, mas entonces la vida afluyó a sus miembros con inopinada brusquedad. Dio unos grotescos saltos y echó a correr hacia la radio apenas sus pesadas botas tocaron el suelo. Su respiración traqueteaba con sacudidas breves y vehementes mientras ponía el aparato a todo volumen. Un arrebol en extremo inusitado para su pálida tez puso de manifiesto un estupor igualmente inusitado en él. El sargento Pierce se enderezó ceremoniosamente cuan alto era, se llevó ambas manos a las costuras del pantalón, vació sus pulmones y pegó un chillido: —They've landed! Walter supo al instante que tenía que haber ocurrido algo extraordinario y que el sargento esperaba una reacción por su parte, pero ni siquiera se atrevía a mirarlo a la cara, así que, cohibido, clavó la vista en el papel en que había estado escribiendo.

—Áyax —dijo finalmente, aunque estaba seguro de que Pierce debía de tomarlo por un imbécil.

—They've landed! —gritó de nuevo el sargento—, you bloody fool, they've landed. — Le propinó a Walter una enérgica palmada en el hombro que, pese a su impaciencia, no estaba exenta de amabilidad, lo levantó de la silla y lo llevó ante el precario mapa que colgaba entre la foto del rey y la orden de no divulgar a los cuatro vientos secretos militares.— Here —bramó.

—Aquí —repitió Walter, satisfecho por haber pillado al menos una palabra.

Contempló perplejo el carnoso dedo índice del sargento desplazándose por el mapa y deteniéndose finalmente en Noruega.

—Norway —leyó Walter en alto, con esmero, y se paró a pensar si en inglés Noruega realmente rimaba con «ay» y qué demonios podría haber sucedido precisamente allí.

—Normandy, you damn'd fool —corrigió Pierce irritado. Primero deslizó el dedo hacia el este, hasta Finlandia, y luego hacia el sur, a Sicilia, y después, ante el silencio de Walter, se puso a tamborilear sobre el mapa de Europa con su tatuada mano.

Finalmente se le ocurrió la improbable idea para un hombre con su potencia de voz de coger la pluma. Con movimientos torpes, escribió la palabra Normandy. Observó a Walter lleno de agitación y le tendió la mano como un niño asustado.

Walter la agarró en silencio y posó suavemente el tembloroso dedo índice del sargento Pierce sobre la costa de Normandía. No obstante, él mismo no se enteró de que los aliados habían desembarcado allí hasta el desayuno, y eso gracias al comerciante de radios de Görlitz. En lugar de la marcha a campo traviesa con todo el equipo a cuestas prevista para los reclutas, el sargento Pierce ordenó a Walter que prestara sus servicios en la oficina y, aunque su rostro parecía el mismo de siempre, Walter supuso que con ello había querido hacerle un favor.

Para cenar se sirvió carnero asado con salsa de menta, judías verdes poco hechas y un pudín de Yorkshire acorde con el milagro acaecido en la lejana Francia, es decir, muy graso y compacto: un banquete que no se repetía desde el desembarco de los aliados en Sicilia.

Antes de dar comienzo al festín, en el comedor, profusamente engalanado con pequeñas banderas del Reino Unido, se cantó God save the king y Rule Britannia; con la macedonia con salsa de vainilla templada, Keep the home fires burning; y con It's a long way to Tipperary el entusiasmo alcanzó su primer punto álgido.

Ya con el primer coñac, que se bebió en vasos de agua, brotaron lágrimas de nostalgia.

El sargento Pierce estaba exultante, y en las pausas entre canción y canción disfrutaba de la admiración de sus alborozados hombres y de los elogios por haber sido el primero en enterarse de tamaña suerte en la evolución de la guerra, si bien su acreditado sentido del juego limpio funcionaba igual de bien que su memoria. El sargento disipó en su origen toda sospecha de que pudiera perder la cabeza hasta el punto de adornarse con plumas ajenas.

Ya mientras cenaban y antes de que se efectuara una nueva y feliz recapitulación de las noticias del día, insistió en dedicarle un breve aplauso a Walter por haber sabido al punto dónde estaba la bloody Normandy. Pierce se encargó personalmente de que el vaso de Walter estuviera siempre lleno.

No paraba de servirle ora coñac ora whisky, y se alegró más aún de lo que ya estaba cuando el extraño y taciturno europeo aprendió por fin a decir cheers, y además con el hermoso acento cockney que pasaba por uno de los principales rasgos del sargento.

Walter recibió el coñac como una bendición para su estómago, un tanto rebelde desde hacía unos días, y el whisky como la bebida ideal para distribuir de forma homogénea en la boca la fría y desagradable grasa del carnero, aun cuando con cada trago se le hacía más difícil concentrarse en una conversación que de todos modos no entendía. Sintió la cargazón en la cabeza, pero también un agradable zumbido en los oídos que, de un modo especialmente placentero, le recordó su época de estudiante y que interpretó como felicidad hasta que notó que empezaba a tener frío. Al principio la sensación no le resultó desagradable, pues refrescaba su cabeza en aquella espesa bruma de alcohol, tabaco y sudor y hacía soportable el palpitante dolor de sus sienes.

Pero luego los muebles empezaron a tambalearse ante sus ojos, y pronto también la gente. El sargento Pierce se hacía más y más grande a una velocidad sorprendente. Su rostro parecía uno de aquellos globos de un rojo intenso que Walter había visto por última vez en la fiesta a bordo del Ussukuma. Consideró absolutamente pueril y, sobre todo, enormemente imprudente que los aliados hubieran empleado unos globos tan malos en el desembarco de Normandía, tanto más cuanto que estallaban demasiado pronto y se descomponían en pequeñas cruces gamadas que cantaban, ruidosas e insolentes, el Gaudeamus igitur.

Tan pronto cesó el canto y remitió por un instante la afluencia de imágenes, Walter comprendió que él era el único que no aguantaba el alcohol. Le resultaba embarazoso e intentó, pese a los sudores, mantenerse lo más erguido posible pegando la espalda al respaldo de la silla y apretando los dientes. Cuando descubrió que la fría grasa del carnero se había convertido en sangre caliente en su boca, deseó levantarse, mas se dijo que, como refugiado que era, no debía llamar la atención de forma innecesaria. De modo que permaneció sentado y clavó las uñas en el borde de la mesa.

Los nuevos sonidos lo atormentaban aún más que los anteriores; poseían una vehemencia tal que lo paralizaban. Walter oyó la risa de Owuor y poco después la llamada de su padre, pero no pudo distinguir sus voces por mucho tiempo, pues pronto se fundieron en un lamento angustiado. A pesar de todo, Walter se sintió inmensamente aliviado al saber a su padre seguro en Normandía, tan sólo un poco apenado porque ya no le venía a la memoria el nombre de su hermana. En modo alguno debía ofenderla, aunque también ella lo llamara a gritos, pero el esfuerzo de acordarse a tiempo y disculparse ante su padre al cabo de tantos años por haberlos dejado solos en Sohrau a él y a su hija hizo que su cuerpo se derritiera de calor. Walter sabía que ésa era su última oportunidad de agradecerle al anciano Rubens que hubiese avalado a Regina y a Jettel y las hubiese sacado del infierno. Qué bien que ya no tuviera frío. De pronto le resultó fácil ponerse en pie e ir al encuentro de su salvador.

Walter despertó tres días más tarde, si bien sólo durante un breve lapso y no en el barracón, sino en el Hospital General del Ejército, en Nakuru. Cuando esto sucedió, se encontraba de servicio por casualidad la cabo Prudence Dickinson, a la que la mayoría de los pacientes admiraba por la envidiable movilidad de sus caderas y llamaba simplemente Prue. Sin embargo, no estaba dispuesta a charlar con un hombre que sin lugar a dudas en sus perturbadores accesos de delirio febril había hablado alemán y, por tanto, ofendido sus patrióticos oídos más de lo que hubiera podido hacerlo el propio enemigo.

No obstante, Prue le secó el sudor de la frente al enfermo, con movimientos igualmente ausentes le ahuecó la almohada y le alisó la bata verde oliva del hospital, le deslizó el termómetro entre los dientes y pronunció, en contra de su costumbre con los pacientes que le desagradaban, una frase completa. Con aquella ironía que tan poco se correspondía con su inteligencia y su sentido del humor, pero que consideraba la única arma capaz de hacerle soportable el servicio en aquella miserable colonia que tanto le repugnaba, Prue se dijo que bien podía haberse ahorrado la molestia. Walter había vuelto a quedarse dormido y, de momento, había dejado pasar la única oportunidad de averiguar que ni el whisky ni el coñac ni el carnero eran los responsables de su estado.

Tenía la fiebre de las aguas negras.

El hecho de que siguiera con vida debía agradecérselo a la rápida reacción del sargento Pierce, que, al haber sido soldado, tenía sobrada experiencia con el alcohol y, al haber crecido en los suburbios londinenses, había visto a demasiada gente en el delirio de la fiebre para malinterpretar el estado de Walter en la gran fiesta de la victoria. Cuando Pierce vio desplomarse en el comedor a aquel curioso tipo del continente, no se dejó desconcertar ni por un instante por las sugerencias de sus jubilosos camaradas, que pretendían sumergir a Walter en una cuba de agua fría. Pierce se encargó de que llevaran a Walter al hospital de inmediato. El eco de su hazaña llegó hasta Nairobi, pues daba fe de las extraordinarias dotes organizativas de un militar capaz que, en un día como el del desembarco de Normandía, había dado con un conductor sobrio.

Aunque tenía sobrados motivos para ocuparse única y exclusivamente de su propia persona, ya que a sus oídos habían llegado los primeros rumores de su ascenso a brigada, se informaba a diario sobre la evolución de la enfermedad de Walter. De tan singular comportamiento hablaba lo menos posible. Pierce consideraba que su interés por uno de sus hombres en concreto no resultaba del todo apropiado y, sobre todo, que era un favoritismo indigno de él, algo que lo preocupaba. Tan extraña incursión en el terreno de lo privado únicamente podía explicarse por el hecho de que se trataba del funny refugee con el que se había enterado del «asunto de Normandía». De vez en cuando se burlaban de él porque decía con frecuencia funny y sólo en ocasiones bloody, pero Pierce no solía pararse a analizar sutilezas lingüísticas, así que tampoco veía motivo alguno para corregirlas.

Al cabo de una semana fue a visitar a Walter al hospital y se asustó al encontrarlo tendido en la cama con aire apático, los labios azulados y la tez amarillenta. La alegría de Walter al verlo y el hecho de que dijera cheers, y además con el hermoso acento cockney, conmovieron a Pierce. Así y todo, tras tan prometedor saludo ambos hombres no pudieron hacer otra cosa que mirarse sin decir nada, pero cuando los silencios se hacían demasiado largos, el sargento exclamaba «Normandy!» y Walter reía, algo que casi siempre impulsaba a Pierce a palmotear, sin que en ningún momento se sintiera ridículo al hacerlo. En su visita a comienzos de la segunda semana llevó con él a Kurt Katschinsky, el comerciante de radios de Görlitz., y comprendió por primera vez en su vida lo importante que era que las personas pudieran comunicarse.

El bien alimentado y taciturno enviado del cielo con pantalones cortos color caqui, que se llamaba Katschinsky y estaba a punto de olvidar su lengua materna, le explicó a Walter lo de la fiebre de las aguas negras y lo redimió por fin de los mortificantes reproches que él mismo se hacía al creer que se había comportado como un idiota y se había intoxicado con alcohol. Katschinsky le contó al sargento que en caso de enfermedad grave tenía la obligación de organizar la visita de la esposa al hospital, pero que no sabía la dirección de Jettel, que Walter tenía una hija de doce años en un colegio que se hallaba a sólo unas millas de distancia. Al día siguiente Pierce apareció con Regina.

Cuando Walter vio a su hija entrar de puntillas en la habitación, pensó que había sufrido una recaída y le había vuelto a subir la fiebre. Cerró rápidamente los ojos para retener aquella hermosa imagen antes de que se disipara. En los primeros días de su enfermedad había visto una y otra vez a su padre y a Liesel sentados junto a la cama y los había visto convertirse en seres incorpóreos tan pronto hablaba con ellos; en modo alguno podía repetir ese irreparable error con Regina.

Walter se dijo que su hija era aún demasiado pequeña para entender lo que les ocurría a los refugiados que no querían olvidar. Era mejor para ambos no entablar contacto para así no tener que separarse luego de nuevo. Algún día Regina se lo agradecería. Cuando se dio cuenta de que ella no quería aprender de las experiencias de su padre, se tapó la cara con las manos, a la defensiva.

—Papá, papá, ¿no me reconoces? —la oyó decir.

Su voz le llegaba de tan lejos que Walter no era capaz de decir si su hija lo llamaba desde Leobschütz o desde Sohrau, pero sintió que no había tiempo que perder si quería ponerla a salvo. El mero hecho de permanecer en la patria como si fuera una niña cualquiera suponía un peligro mortal. Regina era demasiado mayor para sueños que los proscritos no podían permitirse. Su incorregibilidad enojó a Walter, mas la ira le dio fuerzas y comprendió que tenía que obligarse a abofetearla para salvarla. Logró incorporarse y abrir ambos brazos. Luego notó el calor del cuerpo de Regina y su voz tan cerca de su oído que podía sentir la vibración de cada sonido.

—Por fin, papá. Creí que no te ibas a despertar nunca.

Walter estaba tan aturdido por la realidad que tanto había tardado en revelársele que no se atrevía a decir palabra. Tampoco se percató de que el sargento Pierce se encontraba a la cabecera de la cama.

—¿Eres herido? —quiso saber Regina.

—Cielo santo, había olvidado que ya no hablas bien alemán.

—¿Estás herido? —insistió la niña.

—No, tu papá no es más que un soldado tonto que ha pillado la fiebre de las aguas negras.

—Pero es un soldado —recalcó Regina orgullosa.

—Cheers —dijo Pierce.

—Three cheers for my daddy! —exclamó Regina a voz en grito. Alzó los brazos por encima de la cabeza y entonces vio que aquel curioso soldado, que hablaba un inglés tan extraño que ella tenía que esforzarse por no reír, levantaba el brazo derecho y coreaba con ella lleno de júbilo, asombrosamente alto: «Hipp, hipp, hooray!» Más tarde, Walter le propuso a su hija: —Dile que tiene que averiguar por qué la arpía de la enfermera no me puede ni ver.

El sargento Pierce escuchó con atención mientras Regina se lo relataba, nerviosa, y acto seguido hizo llamar a la cabo Prudence Dickinson. Primero le hizo unas preguntas amables, pero luego, de repente, se plantó ante ella, puso las manos en jarras y, para sorpresa de Regina, le dijo a la enfermera Prue que era a nasty bitch, tras lo cual ésta abandonó la sala sin decir palabra, sin contoneo de caderas y más roja que un incendio en un matorral reseco.

—Dile a tu padre que esa mujer es un pollino —aclaró Pierce—. Le molestó que con la fiebre hablara en alemán. Pero creo que eso no deberías contárselo hasta que se ponga bien.

—Quiere saber otra cosa —añadió Regina en voz baja.

—Dime.

—Quiere saber si ahora ya no podrá ser soldado.

—Y eso, ¿por qué? —Por haberse puesto tan enfermo así sin más.

Pierce notó un movimiento en la garganta y la boca y tuvo que carraspear. Sonrió, aunque no le pareció un momento oportuno para hacerlo. Por algún motivo aquella pequeña le gustaba. Aunque no tenía ni trenzas ni el pelo rubicundo ni pecas, le recordaba a una de sus hermanas, pero ya no sabía a cuál. Probablemente a las cinco, en algún momento. Hacía demasiado tiempo que no veía a sus muchachitas. Sea como fuere, aquella niña, con su maldito acento altivo de Oxford propio de la gente rica, tenía valor. Lo presentía y eso le gustaba.

—Explícale a tu padre —sentenció Pierce— que el ejército aún lo necesita.

—Ha dicho que sigues teniendo tu empleo —susurró Regina, y se apresuró a besar los ojos de su padre para que el sargento no se diera cuenta de que estaba llorando.

 

CAPÍTULO XIV

El hotel Hove Court, con costrosas palmeras a ambos lados de la puerta de entrada de hierro negro primorosamente forjado, limoneros con duras frutas verdes y amarillas, exuberantes moreras, gigantescos cactus, crecidos rosales en un gran jardín y floridas buganvillas de un intenso violeta ante bajas casitas blancas dispuestas en torno a un cuidado césped, tenía casi la misma edad que la propia ciudad de Nairobi. Cuando en 1905 un arquitecto de Sussex con fe en el futuro construyó aquella amplia edificación, ésta servía de primer alojamiento a los funcionarios del gobierno recién llegados hasta que se traían a sus familias a la colonia y se mudaban a una casa propia.

El aire exquisitamente distinguido que en los turbulentos años de la fundación de la joven ciudad hizo de él un enclave marcadamente inglés había desaparecido desde que el señor Malan era su propietario. Al encargar letreros nuevos y prescindir, en un gesto calculador, de la palabra «hotel», fue el responsable de que el Hove Court dejara de ser, de forma tan rápida como radical, el lugar adecuado para quienes sabían vivir como correspondía a su posición social.

El avezado comerciante de Bombay supo ver con su diestra mirada las exigencias de una nueva época. Ya no eran funcionarios del gobierno con nostálgicos sueños de la vieja patria quienes buscaban alojamiento, ni tampoco cazadores de safari con una acuciante necesidad de elegancia y comodidad antes de partir hacia la gran aventura, sino refugiados de Europa. En opinión de Malan, que debía su fortuna a un acusado instinto para sacar partido de los baches de la vida, con ellos el trato era fácil. Tenían que forjarse una nueva vida, y en su celo y diligencia eran tan moderados y modestos como los compatriotas suyos que se atrevían a empezar de cero en Kenia.

A los refugiados, que no podían permitirse la nostalgia, se les ofrecía mucho mejor servicio con precios bajos que con la tradición de las antiguas casas de campo inglesas.

Ya a mediados de los años treinta, cuando llegaron al país los primeros emigrantes del continente, Malan mandó transformar las habitaciones grandes en pequeños apartamentos. Reformó los salones y las pequeñas cocinas y baños, convirtiéndolos en habitaciones individuales con un lavabo tras una cortina, instaló servicios comunes y únicamente dejó en su estado original las pequeñas y mugrientas cabañas con techo de chapa ondulada de la servidumbre negra que había en la explanada detrás del gran jardín. Esta única concesión a las costumbres del país pronto demostró ser una jugada especialmente acertada.

Si bien los inquilinos de Malan eran de una pobreza y humildad inusitadas entre los blancos y vivían casi con la misma sencillez y las mismas estrecheces que sus parientes de Bombay, gracias a la estratagema de Malan, que denotaba una excelente perspicacia psicológica, podían permitirse la servidumbre establecida por leyes no escritas para las clases altas blancas y, con ello, la ilusión de hallarse en camino hacia la integración y de tener el mismo nivel de vida que los ingleses ricos de las casas de las afueras de la ciudad. Todo el que, tras una angustiosa espera y a menudo también tras el pago de un generoso suplemento al vencimiento del primer alquiler, lograba alojarse en el Hove Court, acababa instalándose para largo. Algunas familias llevaban años viviendo allí.

El señor Malan no sabía gran cosa de la geografía europea y tampoco tenía los prejuicios que correspondían a un hombre de su fortuna; era sólo que a la hora de elegir a sus inquilinos prefería a los refugiados alemanes. Éstos eran mucho más apocados que, por ejemplo, los pretenciosos austriacos, más limpios que los polacos, ante todo puntuales en los pagos, no ponían cara de dolor, como los arrogantes blancos nativos, al oír su acento y, por descontado, dadas las dificultades que tenían con el idioma, no eran propensos a protestar, algo que Malan detestaba.

Había descubierto que los alemanes, contra los que, dicho sea de paso, no tenía nada ni siquiera después de que estallara la guerra por la sencilla razón de que él mismo odiaba a los ingleses, temían los cambios y deseaban vivir con los suyos más que la mayoría de la gente. Eso le beneficiaba. Un cambio repentino en el Hove Court y las ineludibles reformas que ello acarrearía no habrían hecho más que perjudicarlo económicamente. De modo que cada año aumentaban tanto su cuenta corriente como su prestigio, también fuera del pequeño círculo de los comerciantes indios, y no le preocupaba en absoluto que su próspera propiedad tuviera que medirse por un rasero completamente distinto del de los lujosos hoteles de la ciudad.

Malan se dejaba caer por el Hove Court tres veces por semana, principalmente para aclararles a los que se quejaban que vivían en un país libre y que tenían derecho a irse a otra parte cuando quisieran. No le preocupaba la jerarquía del Hove Court. En el apartamento más hermoso, con un frondoso eucalipto ante la ventana y un minúsculo jardín con claveles rojo sangre, amarillo vainilla y rosa, vivían la anciana señora Clavy y su viejo perro Tiger, un bóxer marrón con auténtica aversión a los sonidos alemanes, demasiado duros. Por el contrario, la propia señora Clavy, cuyo prometido había muerto de malaria a las seis semanas de llegar a Nairobi, mucho antes de la Primera Guerra Mundial, era muy amable. No juzgaba a los niños por su lengua materna y les sonreía sin ninguna reserva.

Lydia Taylor, en su día camarera del Savoy de Londres, era la otra inglesa que sobrellevaba la vida en aquella comunidad de extranjeros con una serenidad que los refugiados no encontraban en absoluto natural. Su tercer marido era capitán y no estaba dispuesto a proporcionarles a ella y a sus tres hijos, de los cuales sólo uno era suyo, más dinero que el del alquiler mensual de dos habitaciones en el Hove Court.

Sus caros y escotados vestidos de seda, supervivientes del breve tiempo que duró su segundo matrimonio con un comerciante textil de Manchester, sus tres criados y una anciana aja que, nada más salir el sol, aparecía en el jardín empujando el cochecito y cantando a pleno pulmón eran la comidilla del lugar. La señora Taylor era envidiada por su terraza. Allí daba el pecho a su hijo de día y recibía, al caer la noche, a multitud de ruidosos jóvenes de uniforme. Ellos garantizaban su prestigio social desde que, para alivio suyo, a su esposo lo destinaran a Birmania.

Igualmente bien alojados, casi siempre en la codiciada umbría del jardín y con frecuencia con diminutos voladizos en las ventanas, justo lo bastante grandes para colocar algunas macetas de próspero cebollino, se encontraban los emigrantes de la primera hornada. Suscitaban una enorme envidia entre los refugiados llegados después y los trataban con la caritativa condescendencia que en la vieja patria se consideraba la actitud adecuada con los parientes pobres.

Entre la élite de emigrantes favorecida por el destino se hallaban los viejos Schlachter de Stuttgart, a los que no había forma de convencer de que revelaran su receta de los maultaschen6 y los spátzle7 y de qué vivían; el desabrido carpintero Keller con su esposa y su insolente hijo adolescente, de Erfurt, que había llegado a ser director de una maderería; y Leo Slapak con su esposa, su suegra y sus tres hijos, de Cracovia. Slapak ganaba bastante dinero con su tienda de artículos de segunda mano, pero no estaba dispuesto a gastarlo precisamente en vivir mejor.

A Elsa Conrad se la consideraba una inquilina veterana del Hove Court, si bien no por derecho, sino por haberse ganado rápidamente el respeto de todos por su superioridad en el trato con el señor Malan. Aunque se había establecido en el país después de que estallara la guerra, tenía dos grandes habitaciones y una terraza casi tan amplia como la de la señora Taylor. El profesor Siegfried Gottschalk, con sus ochenta años, sí que era uno de los primeros inquilinos del señor Malan. Pese a todo, lo encontraban simpático hasta los desafortunados que habitaban los pequeños cuartuchos; era el único que no hacía alarde de su condición de perspicaz emigrante temprano que supo ver a tiempo las señales de la inminente desgracia.

En la Primera Guerra Mundial sacrificó por el kaiser la movilidad de su brazo derecho y después sirvió con igual entrega a su ciudad natal como profesor de filosofía. Un día de primavera de 1933 que quedaría grabado para siempre en su memoria, primero por su suave brisa y más tarde por la tormenta de su corazón, lo echaron a la calle unos alborotadores estudiantes de la Universidad de Francfort. Hasta que llegó su hora lo consideraban un extraordinario mentor, mimado entre los suaves algodones de la ilusión, profesándole un cariño que exteriorizaban sin tapujos.

En contra de la costumbre generalizada en el Hove Court, Gottschalk rara vez hablaba del esplendor de los buenos tiempos. Se levantaba todos los días a las siete de la mañana e iba hasta la pequeña colina que había tras las cabañas de los criados, a los que insistía en llamar adláteres; con el salacot que se había comprado para emigrar llevaba siempre el traje oscuro y la corbata gris, que asimismo procedían de su ciudad natal, y nunca se permitía, ni siquiera al calor del mediodía, ni ropas más ligeras ni la siesta habitual en el país.

«Nuestro profesor», como lo llamaban en el Hove Court incluso aquellos que en su tierra no habían tenido ocasión de conocer el mundo académico y que, por tanto, lo tenían por grotesco y despistado, era el padre de Lilly Hahn. Rechazaba una y otra vez las reiteradas súplicas de Lilly de que se mudara con ella y con Oha a la granja de Gilgil con el argumento de que «necesito personas a mi alrededor, no vacas».

Desde hacía casi diez años se preguntaba a sí mismo y a sus libros por qué precisamente él tenía que ser testigo de la carrera de los Jinetes del Apocalipsis y seguir viviendo, pero jamás se quejaba. Entonces llegó una carta de su hija que, al menos por unos días, consiguió animarlo e irritarlo a un tiempo. Lilly le pedía a su padre que fuera a ver a Jettel a casa de los Gordon y que intercediera en su favor ante Malan para que ella y su hija pudieran alojarse en el Hove Court.

Aunque dicha tarea lo ponía ante la situación más delicada desde su llegada al puerto de Kilindini, el anciano se sentía feliz ante la perspectiva de pasar una pequeña parte de su tiempo en compañía de otras personas aparte de Séneca, Descartes, Kant y Leibniz.

El domingo a las ocho de la mañana cruzó la puerta de hierro del Hove Court con paso alegre y una botellita de agua en el bolsillo de la chaqueta. No se atrevió a tomar el autobús, pues no podía indicarle su destino al conductor ni en inglés ni en suahili, de modo que recorrió a pie los tres kilómetros que lo separaban de la casa de los Gordon.

Para su regocijo, el hospitalario matrimonio era de Kónigsberg, donde él solía pasar las vacaciones cuando era joven, en casa de un tío suyo. La palidez de Jettel, sus ojos oscuros, su expresión infantil y sus negros rizos, que le recordaban la afable imagen que un día colgara en su despacho, lo conmovieron e hicieron que se avergonzara más aún de su incapacidad para ayudarla.

—Sólo puedo servirle de acompañamiento, pero no de ayuda. No he aprendido a hablar inglés —le dijo tras la tercera taza de café.

—Ay, señor Gottschalk. Lilly me ha hablado tan bien de usted... Sólo con que me acompañe a ver al señor Malan ya me siento mejor. No lo conozco de nada.

—Por lo que sé no es ningún filántropo.

—Usted me traerá suerte —afirmó Jettel.

—Hacía mucho que no me decía algo así una mujer —sonrió Gottschalk—, y nunca una tan bonita. Mañana le enseñaré primero nuestro Hove Court y tal vez allí se nos ocurra algo.

Dos días después le escribía a su hija: «Es la mejor idea que he tenido en este país encantado.» Sin embargo, no fue él quien puso las cosas en marcha, sino la casualidad y Elsa Conrad. Gottschalk estaba mostrándole a Jettel las delicadas flores de hibisco que crecían en el muro rodeadas de aleteantes mariposas amarillas cuando Elsa Conrad le arrojó al bóxer de la señora Clavy el agua que quedaba en su regadera y lo llamó «chucho asqueroso». Jettel reconoció al instante a la temperamental compañera de fatigas de los primeros días de la guerra por su larga bata de flores y el turbante rojo enrollado en la cabeza.

—¡Dios mío, la Elsa del Norfolk! —exclamó agitada—. ¿Te acuerdas? ¡Estuvimos internadas juntas allí en 1939! —¿Acaso crees que una se puede pasar la vida en un bar sin quedarse con las caras? —preguntó Elsa indignada—. Vamos, pasa. Usted también, señor Gottschalk. Aún lo recuerdo perfectamente. Tu marido era abogado. Y tienes una niña muy mona y muy tímida. Pero si estabais en una granja. ¿Qué estás haciendo en Nairobi? ¿Acaso has huido de tu marido? —No. Mi esposo está en el ejército —explicó Jettel orgullosa—. Y yo no tengo ni idea de lo que debo hacer —añadió—. No tengo alojamiento y a Regina pronto le darán las vacaciones.

—Reconozco el tono de desvalimiento. ¿Sigues siendo la distinguida esposa del señor letrado? Sea como fuere, no eres más adulta. No importa. Elsa siempre ha ayudado cuando ha podido. Sobre todo a los héroes de guerra. Necesitas a alguien que vaya contigo a ver a Malan. No se lo tome a mal, profesorcito. Usted no es la persona adecuada. Iremos mañana mismo. Y no te pongas a lloriquear. Ese indio asqueroso no se deja impresionar por las lágrimas.

Malan reprimió la ira y un suspiro cuando Elsa Conrad irrumpió en su despacho y presentó a Jettel como la esforzada esposa de un soldado que necesitaba alojamiento sin demora y, naturalmente, a un precio que ni siquiera su hermano predilecto se habría atrevido a pedirle. Malan sabía por demasiadas experiencias penosas que no tenía sentido llevarle la contraria. De modo que se contentó con lanzarle una mirada que con cualquier otro habría bastado para arreglar cuentas en el acto y hacerse a la idea, que al menos a él le resultaba reconfortante, de que aquella ruidosa persona, que poseía la fuerza de un toro enfurecido, se parecía cada vez más a los acorazados que desde el desembarco de Normandía aparecían retratados incluso en los periódicos indios de orientación abiertamente antiinglesa.

A la señora Conrad no la hacía callar con sus artimañas habituales. Su voz era mucho más estridente que la de él y aquella mujerona era propensa a emplear argumentos para los que él no encontraba respuesta, ya que sus enardecidas parrafadas iban acompañadas de violentas expresiones proferidas en un idioma que él desconocía. A ello había que añadir que, por desgracia, Malan tenía que cuidar de su extensa familia y no podía enemistarse con aquel diabólico volcán.

Aquel mastodonte del provocador turbante y el ridículo clavel encima, que para más inri procedía del jardín del propio Malan, no sólo sabía que en el Hove Court casi siempre había una habitación libre para casos especiales. Además, la mujer era precisamente la encargada del Horse Shoe. En aquel pequeño bar, que debido a su ambiente íntimo, al helado de vainilla y a los platos de curry era el lugar de reunión favorito de los soldados ingleses de todo Nairobi, únicamente contrataban a personal indio para la cocina, casi siempre miembros de la diligente parentela del señor Malan.

De modo que en el caso de la esposa del soldado, que logró enternecer a Malan, pues sus ojos le recordaban las maravillosas vacas de su juventud, y que, para satisfacción suya, al menos resultó ser una refugiada alemana, la negociación fue de la brevedad habitual. Jettel consiguió la habitación libre y permiso para traer a su perro y al chico. Y el hermano pequeño de la esposa de Malan, al que le faltaban dos dedos de la mano derecha y, por consiguiente, le resultaba especialmente difícil encontrar trabajo, pasó a hacerse cargo de la limpieza del servicio de caballeros del Horse Shoe.

En el Hove Court, todo aquel al que le interesaba sabía que la nueva inquilina se encontraba bajo la protección de Elsa Conrad, de forma que Jettel se ahorró las numerosas triquiñuelas con que solían tener que apechugar sin rechistar los recién llegados a menos que quisieran que se les catalogara de refunfuñones a los que rehuían las personas decentes. Las quejas de Jettel se limitaban al sofocante calor de Nairobi, al que no estaba habituada, a la estrechez tras una «vida en la deliciosa libertad de nuestra granja» y al hecho de que Owuor tuviera que preparar la comida en un diminuto hornillo eléctrico. No obstante, aquellos arrebatos eran siempre oportunamente acallados por Elsa Conrad con el comentario: «Antes de emigrar, todo teckel era un san bernardo. Será mejor que busques un empleo.» Cuando Regina llegó al Hove Court para pasar sus primeras vacaciones, Jettel ya se había acostumbrado de tal modo a su nueva vida y, sobre todo, a las numerosas personas con que podía hablar y lamentarse que le prometía todos los días a su hija: —Aquí te olvidarás rápidamente de la granja.

—No quiero olvidar la granja—replicaba Regina.

—¿Ni siquiera para complacer a tu querido padre? —Papá me entiende. Tampoco él quiere olvidar su Alemania.

—Aquí no te aburrirás nunca y podrás ir todos los días a la biblioteca en autobús y sacar tantos libros como desees. Para los miembros del ejército es gratis. La señora Conrad está ansiosa por que le traigas libros.

—¿A quién voy a contarle lo que he leído si papá no está? —Pero si aquí hay muchos niños.

—¿Y voy a hablarles de libros a los niños? —Pues a tu estúpida hada —repuso Jettel impaciente.

Regina cruzó los dedos a la espalda para no arrancar de su sueño a la ignorancia de su madre. Ya en su primer día de vacaciones había acomodado a su hada en un guayabo de embriagador aroma y poderosas ramas. También ella era capaz de trepar sin esfuerzo a aquel árbol de frutas verdes. El follaje le proporcionaba protección y la posibilidad de soñar de día como en casa, en Ol’ Joro Orok. No le resultó fácil acostumbrarse a su nuevo entorno. En particular, la asustaban las mujeres cuando, a última hora de la tarde, se paseaban por el jardín con los labios pintados de colores chillones y largos vestidos que llamaban housecoats y abordaban a Regina tan pronto como abandonaba su árbol.

Frente a la pequeña y oscura habitación con dos camas, una jofaina, dos sillas y una mesa con hornillo eléctrico que compartían Jettel, Regina y Rummler, vivía la señora Clavy. A Regina le gustaba porque le sonreía sin decir una palabra, acariciaba a Rummler y le daba lo que dejaba su perro Tiger. De la asiduidad con que intercambiaban sonrisas y carne de ave finamente picada pronto surgió un hábito que, en sus sueños, Regina convirtió en la gran aventura de sus vacaciones.

En aquellos días que parecían no querer acabar nunca, se imaginaba que Rummler y Tiger se transformaban en caballos y que ella regresaba a Ol’ Joro Orok montada en ellos. Pero Diana Wilkins, que vivía al lado de Jettel en un apartamento con dos grandes habitaciones, echó abajo de una única embestida los muros de la solitaria fortaleza de Regina.

Un día caluroso y seco, como un cebado incendio en el matorral, en que Regina volvía a su árbol después de almorzar, se encontró a Diana sentada en una rama. La grácil mujer de ojos azules, largo cabello rubio y una piel que resplandecía como la luna entre el espeso follaje llevaba un vestido de encaje blanco transparente que le llegaba hasta los pies descalzos. Tenía los labios pintados de un rosa suave y en la cabeza brillaba una corona dorada con piedrecitas de colores en las puntas.

Durante un sobrecogedor instante, Regina se quedó asombrada de haber logrado dar vida a un hada en la que hacía tiempo ya no creía. No se atrevía a respirar, pero cuando Diana dijo: «Si no subes tú, bajaré yo», su cuerpo se vio sacudido por una risa tan vehemente que la vergüenza le escaldó la piel. El inglés que hablaban los refugiados y que bramaba en los oídos de Regina como el viento que lucha contra un bosque lleno de gigantes era un suave murmullo en comparación con la dura pronunciación de Diana.

—Nunca te había visto reír —constató Diana satisfecha.

—Nunca había reído en Nairobi.

—La tristeza afea. Ahora ya vuelves a reír.

—¿Eres una princesa? —Sí. Pero la gente de aquí no se lo cree.

—Yo sí—contestó Regina.

—Los bolcheviques me han robado mi patria.

—A mi padre también le han robado su patria.

—Pero no los bolcheviques.

—No, los nazis.

Diana Wilkins era de Letonia, de pequeña pasó por Alemania, Grecia y Marruecos, huyendo, y a principios de los años treinta se quedó en Kenia sólo porque alguien le dijo que en Nairobi iban a inaugurar un teatro. Había sido bailarina y estaba convencida de que los buenos tiempos aún estaban por llegar. El apellido inglés y una pensión de viudedad, ambas cosas aún más envidiadas por los inquilinos del Hove Court que su belleza, se los debía a un brevísimo matrimonio con un joven oficial. Un rival celoso le pegó un tiro.

Cuando le enseñó su habitación a Regina por primera vez, señaló orgullosa las gotas de sangre seca de la pared. En realidad eran mosquitos aplastados, pero Diana estaba aún más sedienta de romanticismo que de whisky y encontraba demasiado triste la idea de que el difunto teniente Wilkins no hubiera dejado ningún rastro en su vida aparte de su apellido.

—Entonces, ¿estabas presente cuando le dispararon? —quiso saber Regina.

—Por supuesto. Antes de morir me dijo: «Tus lágrimas son como el rocío.» —Nunca había oído nada tan bonito.

—Espera y verás. Algún día tú también vivirás algo así. ¿Ya tienes novio? —Sí. Se llama Martin y es soldado.

—¿Aquí en Nairobi? —No, en Sudáfrica.

—¿Y tu mayor deseo es casarte con él? —No lo sé —dudó Regina—. Aún no lo he pensado. Deseo todavía más tener un hermano.

Se asustó al oírse hablar así. Desde que se despidiera de Martin en la granja, Regina sólo había mencionado su nombre en su diario. El hecho de que ahora, de golpe, no sólo hablara de él, sino también del niño muerto la desconcertó. El alocado bailoteo de su cabeza le pareció una magia especial que hacía desvanecerse la tristeza como los ríos en la estación seca.

Desde que Regina compartiera con Diana sus dos secretos, los días transcurrían para ella tan veloces como bueyes que caminan en círculos con delirio febril. Hacía oídos sordos a las lacrimosas súplicas de su madre y más aún a las órdenes de Elsa Conrad de que se buscara una amiga de su misma edad.

—¿No te gusta Diana? —Sí —replicaba Jettel dubitativa—, pero ya sabes que papá es un poco raro.

—¿Por qué? —Es un hombre.

—Todos los hombres adoran a Diana.

—Precisamente por eso. Él tiene algo en contra de las mujeres que se acuestan con todos los hombres.

—Diana me ha dicho que no se acuesta con todos los hombres —aclaró Regina al día siguiente—. Sólo se va con ellos al sofá.

—Explícale eso a tu padre.

Los únicos seres masculinos a los que Diana quería de verdad eran su minúsculo perro Reppi, al que llevaba en brazos en sus paseos por el jardín y que en realidad era un príncipe encantado de Riga, algo que sólo Regina sabía, y su chico. Chepoi era un nandi alto, de pelo cano, con el rostro picado de viruelas y unas manos delicadas capaces de una gran fuerza y de una suavidad aún mayor. Con el aire de un padre preocupado se ocupaba de Diana, a la que consideraba la herencia obligada de su difunto bwana, el cual le había salvado la vida de un búfalo enloquecido.

Por la noche, cuando ya había pasado la hora del último pretendiente, Chepoi salía una vez más de su diminuta cabaña tras los cuartos de la servidumbre, se deslizaba sigilosamente en la guarida de Diana, que estaba llena de humo y apestaba a alcohol, le quitaba la botella de la mano a su memsahib y la metía en la cama. En el Hove Court se decía que, con frecuencia, incluso tenía que desvestirla y aplacar sus crispados nervios con canciones, pero Chepoi no era hombre de muchas palabras. A él le bastaba con ser el protector de su hermosa memsahib, y eso sólo podía serlo si no hablaba con personas cuya lengua era igual de malvada que sus oídos.

Regina era la excepción. Pese a los reparos iniciales de Jettel y al celoso griterío de Owuor, Chepoi se la llevaba a menudo al mercado, donde compraba carne y, tras acaloradas discusiones y un fiero toma y daca, se decidía por enormes repollos con los que preparaba la única comida que renovaba las fuerzas de la memsahib tras las fatigas nocturnas.

Para Regina, en el mercado del centro de Nairobi se abría un mundo nuevo. Mangos de un anaranjado reluciente junto a papayas verdes, racimos de plátanos rojos, amarillos y verdes, henchidas piñas con coronas de brillantes púas de color verde oscuro y frutas de la pasión abiertas con pepitas similares a abalorios de un gris resplandeciente aturdían sus ojos; el aroma de flores, café muy tostado y especias recién mezcladas y el hedor a pescado putrefacto y carne sanguinolenta, su nariz; el derroche de belleza, originalidad y repugnancia consiguió por fin aplacar la angustiosa nostalgia de aquellos días que ya nunca volverían.

Había altas torres de cestas de sisal trenzado llamadas kikapus con más colores que el arco iris, delicadas tallas de marfil y lustrosos guerreros con largas lanzas de madera negra y cinturones guarnecidos con perlas de colores y telas cuyos motivos narraban historias de seres embrujados y de animales salvajes que sólo la fantasía había logrado amansar. Indios de ojos negros y veloces manos ofrecían escamosas pieles de serpiente, pellejos de leopardo y cebra, pájaros de pico amarillo disecados, cuernos de búfalo, almejas gigantes de Mombasa, delicados brazaletes de pelo de elefante y collares dorados con cuentas de colores.

El aire era pesado y el concierto de voces, tan poderoso como las chillonas cataratas Thompson. Las gallinas cacareaban y los perros ladraban. Entre los puestos se apiñaban mujeres inglesas de avanzada edad, piel pálida y fina como el papel, viejos sombreros de paja y guantes blancos. Tras ellas caminaban sus chicos con las pesadas kikapus, como perros bien adiestrados. Goaneses agitados hablaban tan aprisa como monos parlanchines e indios con turbantes de vistosos colores paseaban lentamente, muy atentos, ante la mercancía.

Había numerosos kikuyus con pantalones grises y alegres camisas que acentuaban su aire urbano con pesados zapatos, y silenciosos somalíes, muchos de los cuales parecían querer entrar en una guerra a la antigua usanza. Extenuados mendigos que apestaban a pus, con los ojos apagados, carcomidos por la lepra muchos de ellos, pedían limosna, y madres acurrucadas en el suelo amamantaban impasiblemente a sus hijos.

En el mercado, Regina se enamoró de Nairobi y de Chepoi. Primero se convirtió en su socia y más tarde en su confidente. Como hablaba kikuyu, podía regatear con los hombres de los puestos aún mejor que él, el nandi que no podía prescindir del suahili.

Con el dinero que se ahorraba, Chepoi solía comprarle a Regina un mango o una mazorca de maíz asado que sabía de maravilla, a madera quemada; y el día más hermoso de sus vacaciones, tras consultarlo con su memsahib, Chepoi le entregó un cinturón guarnecido con diminutas perlas de colores.

—Cada una de esas piedrecitas encierra su magia —le aseguró, abriendo los ojos de par en par.

—¿Cómo lo sabes? —Lo sé. Con eso basta.

—Deseo tener un hermano —confesó Regina.

—¿Tienes padre? —Sí. Es áscari en Nakuru.

—Entonces, primero has de desear que venga a Nairobi —le recomendó Chepoi.

Cuando reía, sus amarillentos dientes se iluminaban y la ronquera de su garganta se tornaba calidez.

—Me gusta cómo hueles —constató Regina frotándose la nariz.

—¿Cómo huelo? —Bien. Hueles como un hombre inteligente.

—Tú tampoco eres tonta —replicó Chepoi—. Eres joven. Pero eso no será siempre así.

—La primera piedra ya ha hecho algo —dijo Regina satisfecha—. Nunca me habías dicho nada parecido.

—Lo he dicho muchas veces. Sólo que tú no lo has oído. No siempre hablo con la boca.

—Lo sé. Hablas con los ojos.

Ya de vuelta en el Hove Court, al pasar junto a los gigantescos cactus cubiertos de fina tierra rojiza, la hora más sedienta del día poseía una fuerza abrasadora, pero aún no había empujado a la gente, como de costumbre, a sus oscuras madrigueras. El anciano señor Schlachter estaba asomado a la ventana chupando cubitos de hielo. Tenía el corazón delicado y no podía beber mucho, todo el mundo lo sabía; sin embargo, todos envidiaban a los Schlachter por su nevera.

Regina estuvo un rato contemplando cómo el fatigado anciano de ojos vidriosos y vientre rotundo tomaba un cubito tras otro de una pequeña cacerola plateada y se los llevaba lentamente a la boca. Se paró a pensar detenidamente si con una de aquellas pequeñas perlas podría desear también un corazón enfermo y muchos cubitos de hielo, mas el modo en que el viejo Schlachter la miró y le dijo «me gustaría poder saltar de nuevo así yo también» la confundió.

El rosado niño del pelele azul celeste chupaba el blanco pecho de la señora Taylor y despertaba la envidia de Regina, una envidia capaz de devorar la calma más aprisa que las grandes hormigas de safari un trocito de madera. Para liberar su aturullada cabeza, observó cómo la señora Friedlánder sacudía el ensortijado abrigo de pieles negro que se había comprado para emigrar y nunca se puso.

La señora Clavy se hallaba en su jardín, contándoles a sus claveles rojos que no podía darles agua hasta que no se pusiera el sol. Regina se pasó la lengua por los labios para poder sonreírle, pero antes de que la humedad llegara a su boca vio a Owuor con Rummler bajo un sediento limonero. Llamó al perro, que sólo movió perezosamente una oreja, y se dio cuenta, arrepentida, de que no se había ocupado de él en todo el día. Se puso a pensar en cómo enseñarle el cinturón a Owuor sin avivar los celos que sentía de Chepoi. Entonces vio que sus labios se movían y que había fuego en sus ojos. Mientras corría hacia Owuor, le llegó su voz.

—Perdí mi corazón en Heidelberg —cantaba, tan alto como si hubiera olvidado que en Nairobi no había eco.

Regina sintió la dolorosa punzada de la esperanza, ansiada en vano durante tanto tiempo.

—¡Owuor, Owuor! ¿Ha venido? —Sí, el bwana ha venido —rió Owuor—. El bwana áscari ha venido —proclamó orgulloso. Alzó a Regina en brazos como el día en que empezó la magia y la apretó contra sí. Durante un breve instante de dicha, Regina estuvo tan cerca de su rostro que pudo ver la sal pegada a sus párpados.

—Owuor, eres tan listo... —dijo en voz baja—. ¿Recuerdas cuando llegaron las langostas? Ahita de alegría y recuerdos, aguardó hasta que el chasquido de la lengua de Owuor abandonó sus oídos; luego liberó sus pies de los zapatos para poder volar más veloz por la hierba, echó a correr, impaciente, hacia el apartamento y abrió la puerta con tanta fuerza como si quisiera hacer un agujero en la pared.

Sus padres estaban sentados muy juntos en la estrecha cama y se separaron con un movimiento tan brusco que por un momento la mesilla que tenían ante sí se tambaleó.

Sus rostros tenían el color de los claveles más lozanos de la señora Clavy. Regina oyó que Jettel respiraba sonora y entrecortadamente, y también vio que su madre no llevaba ni blusa ni falda; de modo que no había olvidado su promesa de tener otro niño cuando volvieran los buenos tiempos. ¿Acaso se habían ido de safari los buenos tiempos? Regina se sintió insegura al comprobar que sus padres no decían nada y que estaban tan tiesos, mudos y serios como las figuritas de madera del mercado. También sintió que se ruborizaba. Le resultaba difícil separar los dientes.

—Papá —dijo por fin, y entonces las palabras que había querido retener se precipitaron por su boca como pesadas piedras—: ¿te han echado? —No —respondió Walter, sentó a Regina en su desnuda rodilla y apagó el fuego de sus propios ojos con una sonrisa—. No —repitió—, el rey Jorge está muy satisfecho conmigo. Me ha pedido expresamente que te lo diga. —Y dio unos leves golpecitos sobre la manga de su almidonada camisa caqui. En ella resplandecían dos franjas de tela blanca.

—¡Eres cabo! —exclamó Regina asombrada. Acarició una de las piedrecitas de su nuevo cinturón y besuqueó el rostro de su padre con la fuerza renovada del miedo vencido, igual que hacía Rummler en cada reencuentro, cuando la alegría sacudía su cuerpo.

—Corporal is bloody good for afucking refugee —dijo Walter.

—You are speaking English, daddy —rió Regina.

La frase hizo mella en su cabeza, asqueándola y llenándola de culpa. ¿Acaso sospechaba su padre lo mucho que ella había deseado tener un daddy que fuera como los demás padres, hablara inglés y no hubiera perdido su patria? Se avergonzó enormemente de haber sido tan niña.

—¿Te acuerdas del brigada Pierce? —Sargento —corrigió Regina, contenta por haberse tragado la tristeza sin dejar que la ahogara.

—Brigada. También los ingleses ascienden. ¡Adivina lo que le he enseñado! Ahora sabe cantar Lilli Marleen en alemán.

—Yo también quiero aprender —afirmó Regina. No necesitó más que una décima de segundo para transformar la mentira de su boca en un dulzor que, según Diana, era el verdadero sabor del gran amor.

 

CAPÍTULO XV

El hecho de que el 8 de mayo de 1945 la radio comenzara todos los noticiarios del día con la frase «no se esperan incidentes especiales» se debía al tiempo, que de Mombasa al lago Rodolfo era inusitadamente estable y seco para la estación. Por deferencia hacia los granjeros, a quienes no se les podía exigir que, justo en la época de la primera cosecha tras las grandes lluvias, escucharan cada hora el relato de los lejanos acontecimientos mundiales primero y sólo entonces los detalles de interés vital, en la emisora de Nairobi los partes meteorológicos siempre habían tenido prioridad.

Ni la muerte de Jorge V, ni la abdicación de Eduardo VIII, ni la coronación de Jorge VI, ni el estallido de la Segunda Guerra Mundial se habían considerado motivo suficiente para romper esa tradición. De modo que el redactor de turno tampoco creyó que la capitulación incondicional de los alemanes hubiera de ser una excepción. Pese a todo, la colonia se abandonó a una borrachera de victoria que en modo alguno le iba en zaga al júbilo de la sufrida madre patria.

En Nakuru, el señor Brindley ordenó embanderar todo el colegio, lo cual puso a prueba el talento para la improvisación de profesores y alumnos de un modo nunca visto hasta entonces. En el colegio sólo había una única y descolorida Union Jack que en cualquier caso ondeaba a diario en el edificio principal. Se valieron de banderas pegadas apresuradamente y cosidas a toda prisa con sábanas desechadas y los disfraces de mono rojo de la última función escolar.

Para el azul que aún faltaba en las banderitas se cortaron uniformes escolares y trajes de los exploradores, más concretamente los de los niños pudientes, que poseían un amplio guardarropa y a quienes después costó un gran esfuerzo no hacer demasiada ostentación de su orgullo por tan gozoso sacrificio.

Regina no se desalentó por sólo tener una falda y un traje de exploradora descolorido y, por consiguiente, tener que contemplar en silencio tan patriótica guerra de tijeras. El destino le tenía preparado algo más elevado. El señor Brindley no sólo dispensó a todos los hijos de miembros del ejército de los deberes del día siguiente, sino que además los animó en un tono imperioso, mas inusitadamente amable, a que escribieran a sus uniformados padres una carta digna de tan fausto acontecimiento para felicitarlos por la victoria en los lejanos escenarios bélicos del mundo, pacificado de repente de un modo maravilloso.

Al principio, Regina tuvo dificultades con la tarea. Se preguntaba si Ngong -a sólo unos kilómetros de Nairobi-, donde se encontraba destinado su padre desde hacía tres meses, se podía considerar un lejano escenario bélico según el señor Brindley. A ello había que añadir que se avergonzaba de no haber querido sacrificar a su padre por el Imperio Británico. En vista de la victoria, ya no le parecía bien haberse sentido tan aliviada e incluso haber dado gracias a Dios cuando rechazaron su solicitud de traslado a Birmania.

Pese a todo, empezó su carta con las palabras «mi héroe, mi padre» y concluyó con la frase «theirs but to do and die», de su poema favorito. Lo cierto es que sospechaba que su padre no podría apreciar la belleza lingüística y que poco sabría de la fatal batalla de Balaklava y de la Guerra de Crimea, pero en un momento tan decisivo de la historia universal no fue capaz de renunciar a alabar la valentía inglesa.

No obstante, para dar a su padre una alegría especial en la hora de la verdad para Inglaterra, le obsequió con su propia lengua, añadiendo en letra muy pequeña: «Proto biajaremos a Leobschutz», algo que Brindley, pese a su desconfianza de aquello que no entendía, pasó generosamente por alto. Con todo, leyó la famosa cita con benevolencia, asintió dos veces seguidas en señal de aprobación y le pidió a Regina que ayudara con sus cartas a las niñas menos expresivas.

Por desgracia, con ello avergonzó a las malas estudiantes de un modo muy poco inglés, si bien Regina se sintió como si se cumpliese un viejo sueño y la hubieran distinguido con la Cruz de la Victoria. Cuando acto seguido el director invitó a los hijos de los combatientes a tomar el té en su despacho, le devolvió su carta a Regina para que relatara el homenaje que había recibido. Afortunadamente, al señor Brindley no le llamó la atención que ahora su agradecimiento a los héroes, ese que él mismo ensalzara y leyera públicamente, concluyera con el comentario «Bloody good for a fucking refugee». Regina sabía perfectamente lo mucho que él detestaba la vulgaridad.

También en Nairobi se festejó el final de la guerra en Europa con vehemencia, como si sólo la colonia hubiera contribuido a la victoria. La avenida Delamare se transformó en un mar de flores y banderas, e incluso en los comercios de poca categoría y minúsculos escaparates donde los blancos casi nunca compraban se exhibieron fotografías adquiridas deprisa y corriendo de Montgomery, Eisenhower y Churchill junto al retrato del rey Jorge VI. Igual que lo vieran en los noticiarios los espectadores de los cines durante la liberación de París, personas desconocidas se abrazaban jubilosas y besaban a hombres de uniforme, ocurriendo en ocasiones que, en medio de la euforia, incluso besuqueaban a indios de piel especialmente clara.

Coros de hombres formados apresuradamente entonaban Rule Britannia y Hang out yow washing on the Siegfried Line; damas entradas en años lucían cintas rojas, blancas y azules en sus sombreros y sus perrillos; vocingleros niños kikuyu se calaban sobre los rizos gorros de papel hechos con la edición especial del East African Standard. Ya a mediodía, las recepciones del New Stanley Hotel, el Thor's y el Norfolk no admitían más reservas para sus solemnes banquetes triunfales. Para la noche se había preparado un gran castillo de fuego y para los días siguientes, desfiles triunfales.

En el Hove Court, el señor Malan, en un arrebato de patriotismo que lo desconcertó aún más a él mismo que a sus inquilinos, mandó limpiar los cactus de la puerta, cubiertos por una costra de tierra, rastrillar los senderos que rodeaban el parterre de rosas e izar la bandera del Reino Unido en el viejo mástil, que hubo de ser reparado expresamente para ello. No había vuelto a utilizarse desde que Malan se hiciera cargo del hotel. Por la tarde, la señora Malan, que lucía el sari rojo y dorado de las festividades, hizo colocar una mesa de caoba y sillas tapizadas en seda bajo el eucalipto de ramas caídas y tomó allí el té con cuatro hijas adolescentes que parecían flores tropicales y cuyas cabezas se mecían al viento entre frecuentes risitas cual embriagadas rosas.

Pese a las furiosas protestas de Chepoi, Diana no desistió de su propósito de corretear por el jardín descalza, con un camisón transparente y una botella de whisky medio vacía, gritando ora «to hell with Stalin» ora «malditos bolcheviques». Un comandante, invitado de la señora Taylor, le indicó con cierta brusquedad que los rusos habían contribuido a la victoria de forma considerable y con un sacrificio digno de admiración.

Cuando Diana comprendió que ni siquiera su perro se creía que era la hija menor del zar, aun cuando ella lo juraba por su vida, la invadió tal sensación de desgracia que se echó a llorar bajo un limonero. Chepoi acudió presuroso para calmarla y finalmente logró llevarla de vuelta al apartamento. La trasladó en brazos como a un niño, tarareando la triste canción del león que ha perdido su fuerza.

En los últimos meses, al profesor Gottschalk se le veía delgado y muy taciturno.

Caminaba como si le doliera cada paso, ya no bromeaba con los niños de los cochecitos, rara vez acariciaba a un perro y apenas dirigía cumplidos a las mujeres jóvenes. Los allegados intentaron averiguar si su decaimiento había comenzado precisamente en la época en que los aliados arrojaban a diario sus bombas sobre las ciudades alemanas, pero el bienquisto profesor no estaba dispuesto a hablar del tema. El día de la gloriosa victoria se hallaba sentado ante su apartamento en una vieja silla de cocina, pálido el semblante, y en lugar de leer como de costumbre, contemplaba los árboles pensativo y murmuraba una y otra vez: «Mi hermosa Francfort.» Al igual que a él, a muchos refugiados les resultó inesperadamente arduo mostrar de forma apropiada su alivio por el fin de la guerra, esperado desde hacía días. Algunos hacía tiempo que ya no querían hablar alemán y en verdad creían que habían olvidado su lengua materna. Precisamente ésos hubieron de constatar en tan dichoso momento que su inglés en modo alguno bastaba para expresar su sentimiento de liberación. Con una amargura que eran incapaces de explicarse, envidiaban a los que lloraban abiertamente. No obstante, esas lágrimas de alivio hicieron sospechar a sus vecinos ingleses que los refugiados simpatizaban en secreto con Alemania y ahora lamentaban la merecida victoria británica.

Jettel sintió únicamente una lástima pasajera por no poder pasar tan extraordinaria noche con Walter, como correspondía a la esposa de un combatiente. Sin embargo, estaba acostumbrada al ritmo quincenal de sus visitas y encontraba su compañía tan bien dosificada que ni siquiera en un día verdaderamente prometedor como ése deseaba cambio alguno. Además, estaba de muy buen humor para dejar que su conciencia la afligiese más de lo necesario. Justo ese día cumplía tres meses trabajando en el Horse Shoe y desde entonces recibía cada noche la confirmación largamente anhelada de que aún era una mujer joven y deseable.

El Horse Shoe, con su mostrador en forma de herradura, era el único local de Nairobi en el que había mujeres blancas detrás de la barra. Aunque no se servía alcohol, aquel agradable establecimiento de paredes rojas y muebles blancos se consideraba un bar. Su clientela, mayoritariamente masculina, lo apreciaba tanto precisamente porque eran mujeres y no camareros indígenas quienes servían. Los jóvenes oficiales ingleses que frecuentaban el Horse Shoe sentían una permanente nostalgia y una insaciable sed de contacto y flirteo. No les molestaba ni el duro inglés de Elsa Conrad, pronunciado a gritos con lengua berlinesa, ni el escaso vocabulario de Jettel. Los clientes lo encontraban agradable; podían desplegar su encanto sin necesidad de muchas palabras.

Era un agasajo mutuo. Jettel les proporcionaba una sensación de importancia que no tenían, y para ella la amabilidad y el buen humor que ella misma provocaba eran como una medicina que le trae a alguien una curación inesperada tras una gravísima enfermedad.

Cuando a última hora de la tarde Jettel se maquillaba, probaba nuevos peinados o simplemente intentaba recordar un cumplido especialmente emocionante de los jóvenes soldados, que, cosa curiosa, siempre se llamaban John, Jim, Jack o Peter, volvía a enamorarse de nuevo de la imagen que le devolvía el espejo. Algunos días incluso mostraba cierta tendencia a creer en las hadas de Regina. Su piel clara, que en la granja siempre se veía amarillenta o grisácea, volvía ahora a producir aquel antiguo y hermoso contraste con su oscuro cabello, sus ojos resplandecían como los de un niño colmado de elogios y la redondez que empezaba a vislumbrarse dotaba a la aparente indiferencia de su ser de una atractiva feminidad.

En el Horse Shoe, Jettel podía olvidarse por unas horas de que Walter y ella seguían siendo unos refugiados con escasos ingresos, sólo unos parias con miedo al futuro, y dejar a un lado la realidad con una delirante alegría. Era como una colegiala rodeada de admiradores que no pudiera perderse ni un baile en ninguna de las fiestas de estudiantes de Breslau. Jettel era feliz aunque sólo fuera Owuor el que chasqueara la lengua y la llamara su «hermosa memsahib».

De no haber sido por Elsa Conrad, que cada noche le decía: «Si engañas a tu marido una sola vez, te rompo todos los huesos del cuerpo», Jettel se habría abandonado tan desenfrenadamente a su embriagadora vanidad como a sus ocasionales sueños de futuro, en los que Walter era capitán, construía una casa en el mejor barrio de Nairobi y Jettel recibía en ella a la flor y nata de la sociedad, que, cautivada por su levísimo acento, la tomaba por suiza.

Jettel tenía claro que la victoria también se celebraría por todo lo alto en el Horse Shoe y que era su deber patriótico prepararse para los combatientes que tan lejos estaban de la patria: Cuando se conoció la noticia de la capitulación alemana, se apuntó de inmediato en la lista del baño y, tras una acalorada discusión con la señora Keller, que precisamente en un día tan importante para Jettel quería obtener un baño para su esposo saltándose el orden, consiguió el cuarto de aseo a mediodía. Después de mucho pensar, se decidió, no sin que su buen humor sufriera un pequeño revés, por el traje de noche largo aún sin estrenar que desde que llegara a Rongai fuera motivo de permanente discusión con Walter, pues él no estaba dispuesto a olvidar su nevera.

Necesitó más tiempo de lo previsto para enfundar pecho y caderas en aquel vestido de grueso tafetán azul con cuerpo a rayas blancas y amarillas, mangas de farol y diminutos botones en la espalda. Más aún tardó en encontrar en el pequeño espejo de la pared a la mujer que buscaba, pero se sonrió con tal resolución e ilusión que acabó por sentirse satisfecha.

Siempre supe que necesitaba este vestido, se dijo, y alzó el mentón frente al espejo, pero la obstinación, que sólo había querido saborear por un instante como un juego festivo, como el helado de vainilla que era la especialidad del Horse Shoe, se transformó en un cuchillo que destruyó de un enérgico tajo el espléndido retrato de la hermosa joven en pleno delirio triunfal.

De pronto, con una brusquedad que aceleró su respiración, vio la casa de Rongai, con aquel tejado incapaz de resguardarlos tanto de la lluvia como del calor, vio a Walter decepcionado, mirándola por encima de las cajas de Breslau, y lo oyó maldecir: «Nunca podrás ponerte esa cosa de ahí. No tienes idea de lo que nos has hecho.» Trató de ahogar ambas frases entre risitas sofocadas, pero su memoria le cerró el paso y las palabras le parecieron un símbolo de los años que las seguirían.

Las anchas franjas blancas y amarillas que rodeaban su pecho se tornaron estrechos y firmes anillos de hierro. Como si cada uno de ellos portara un látigo, empujaron a Jettel hacia sus recuerdos, a duras penas reprimidos. Con una precisión inusitada, casi como un suplicio, volvió a vivir de nuevo el día en que llegó a Breslau la carta de Walter con la noticia de que estaba listo el aval para que ella y Regina emigraran. En el delirio de la salvación, compró el vestido con su madre. Cómo rieron las dos al imaginarse la perplejidad de Walter cuando viera el vestido en lugar de la nevera.

La idea de que su madre no se riera tanto ni tan gustosamente con nadie como con ella logró infundirle ánimos, pero sólo por un breve instante. La última imagen la torturó sin piedad. La madre acababa de decir: «Sé buena con Walter, te quiere tanto...», y de repente estaba en el puerto de Hamburgo, llorando y diciéndole adiós, cada vez más pequeña. Jettel sintió que apenas le quedaba tiempo para volver al presente. Sabía que no podía pensar en su madre, en su ternura, su valentía y su abnegación, y desde luego no en la última carta, aquella terrible carta, si quería salvar su sueño de prosperidad. Era demasiado tarde.

Primero se le secó la garganta, y luego el dolor desgarró su cuerpo con tal violencia que ni siquiera tuvo tiempo de quitarse el vestido antes de arrojarse sobre la cama entre sollozos entrecortados. Intentó llamar a su madre, después a Walter y, por último, en su extrema desolación, a Regina, pero ya no lo logró. Cuando Owuor regresó con Rummler del jaleo de la avenida Delamare, el cuerpo de su memsahib yacía en la cama como una piel secándose al sol.

—No llores —dijo en voz queda, acariciando al perro.

Owuor tragó satisfacción. Llevaba algún tiempo deseando para sí una memsahib que fuera como una niña, como la que veía cuando Chepoi arrancaba a Diana de las garras del miedo y luego el orgullo alisaba y agrandaba su rostro. Para Owuor era emocionante vivir en Nairobi, pero a menudo tenía los ojos llenos y la cabeza vacía. Rara vez le hacían cosquillas en la garganta las bromas del bwana, y en las vacaciones la pequeña memsahib hablaba y reía demasiado con Chepoi. Owuor se sentía como un guerrero al que han enviado a la batalla, pero le han robado las armas.

Cuando veía a Chepoi llevar a su memsahib por el jardín, sentía que lo abrasaba un fuego amarillo con deslumbrantes y convulsos destellos. La envidia lo confundía. No era que quisiera ver a Jettel tumbada bajo un árbol borracha o medio desnuda y con unos ojos que ya no podían retener nada, y seguro que para el bwana habría supuesto un golpe capaz de derribar un árbol. Sin embargo, un hombre como Owuor tenía que sentir su propia fuerza una y otra vez si no quería ser como los demás.

Jettel yacía en la cama con aquel vestido que había tomado los colores del cielo y el sol, y parecía la niña que Owuor deseaba, pero la preocupación le arañaba la cabeza con afiladas garras. La boca pintada de rojo de la memsahib era como los espumarajos sanguinolentos del hocico de una joven gacela que vuelve a ponerse en pie tras una mortal dentellada en la cerviz. El miedo que emanaba de aquel cuerpo exangüe olía como la última leche de una vaca envenenada. Cuando Owuor abrió la ventana, Jettel soltó un gemido.

—Owuor, querría no volver a llorar nunca.

—Sólo los animales no lloran.

—¿Por qué no soy un animal? —Mungo no nos pregunta lo que queremos ser, memsahib.

La voz de Owuor era tranquila y sonaba tan llena de compasión y seguridad que Jettel se incorporó y, sin que él dijera nada, se bebió el vaso de agua que le tendía. Owuor le colocó una almohada en la espalda y, al hacerlo, rozó su piel. En aquel breve instante de gracia, a Jettel le pareció como si los fríos dedos de Owuor hubiesen borrado de un solo golpe toda la vergüenza y desesperación que había en ella, mas el alivio no duró mucho. Las imágenes que no quería ver, las palabras que no quería oír la atormentaban ahora con más insistencia que antes.

—Owuor —balbució—, es el vestido. El bwana tenía razón. No es bueno. ¿Sabes lo que dijo la primera vez que lo vio? —Que parecía un león que hubiese perdido el rastro de su presa —rió Owuor.

—¿Aún lo recuerdas? —Fue mucho antes del día en que las langostas llegaron a Rongai. Eran los días en que el bwana aún no sabía que soy listo —recordó Owuor.

—Eres un hombre listo, Owuor.

Él sólo se tomó el tiempo que un hombre necesita para guardar en su cabeza aquellas bonitas palabras. Luego cerró la ventana, corrió la cortina, acarició una vez más al perro dormido y dijo: —Quítate el vestido, memsahib.

—¿Por qué? —Tú lo has dicho. No es un vestido bueno.

Jettel permitió que Owuor le desabrochara los numerosos botoncitos de la espalda y se permitió a sí misma sentir su tacto agradable y la fuerza que emanaba de él trayéndole la salvación. Percibió su mirada y supo que lo íntimo de aquella situación que nunca antes se había dado tendría que haberla hecho sentirse insegura, pero no notó más que el grato calor que despedían sus ya calmados nervios. Los ojos de Owuor reflejaban la misma dulzura que aquel día en Rongai, hacía muchos años, en que él sacó a Regina del coche, la estrechó contra sí y la hechizó para siempre.

—¿Has oído, Owuor? —quiso saber Jettel, y se sorprendió al darse cuenta de que estaba susurrando—. La guerra ha terminado.

—Todo el mundo lo comenta en la ciudad. Pero no es nuestra guerra, memsahib.

—No, Owuor, era mi guerra. ¿Adonde vas? —A ver a la memsahib monenu mingi —respondió Owuor sonriendo, pues sabía que Jettel siempre se echaba a reír cuando él llamaba así a Elsa Conrad, ya que hablaba más de lo que podía atrapar el mayor de los oídos—. Voy a decirle que hoy no vas a trabajar.

—Pero eso no puede ser. Tengo que ir a trabajar.

—Primero ha de acabar la guerra de tu cabeza —sentenció Owuor—. El bwana siempre dice: primero ha de acabar la guerra. ¿Va a venir hoy con nosotros? —No, la próxima semana.

—¿No era su guerra? —preguntó Owuor, dándole un pequeño puntapié a la puerta.

Para él, los días sin el bwana eran como las noches sin mujeres.

—Era su guerra, Owuor. Vuelve pronto. No quiero estar sola.

—Yo cuidaré de ti, memsahib, hasta que él venga.

La guerra en la cabeza de Walter estalló en el idílico paisaje de Ngong cuando menos se esperaba una rebelión. A las cuatro de la tarde se encontraba asomado a la ventana de su dormitorio contemplando sin nostalgia cómo la mayor parte de la décima unidad del Royal East África Corps subía a los jeeps para remojar la victoria en la cercana Nairobi.

Él se había ofrecido voluntario para el servicio nocturno, y los eufóricos soldados de su unidad e incluso el teniente McCall, un escocés parco en palabras, lo habían aclamado breve y enérgicamente como a jolly good chap.

Walter no estaba de humor para celebraciones. La noticia de la capitulación no le había suscitado ni júbilo ni sensación de liberación. Le zahería lo contradictorio de sus sentimientos, que consideraba una ironía especialmente maliciosa de la historia, y a medida que avanzaba el día se iba sintiendo cada vez más abatido, como si el fin de la guerra hubiera decidido su destino. Le pareció representativo de su situación que la renuncia a una noche fuera de los barracones no le supusiera ningún sacrificio. La necesidad de estar solo en aquel día, que tanto significaba para los demás y para él no lo bastante, era demasiado grande para cambiarla por los inconvenientes de una visita sin previo aviso a Jettel.

Poco después de que lo destinaran a Ngong y Jettel empezara a trabajar en el Horse Shoe, Walter comprendió que se avecinaban cambios en su matrimonio. Jettel, que seguía escribiéndole cartas cariñosas, a veces incluso apasionadas, a Nakuru, ya no daba mayor importancia a su presencia en Nairobi. Él la entendía. Un marido con galones de cabo en la bocamanga, sentado en la barra con expresión malhumorada y taciturna mientras su esposa trabajaba, no encajaba en la vida de una mujer rodeada por un enjambre de alegres caballeros con uniforme de oficial.

Paradójicamente, en un principio los celos lo habían estimulado en lugar de atormentarlo. De un modo tierno, romántico, le habían recordado su época de estudiante. Durante aquel plazo de gracia demasiado breve, Jettel volvió a ser la quinceañera del traje de noche a cuadros lilas y verdes, una bella mariposa en busca de admiración; él tenía otra vez diecinueve, estaba en el primer semestre y era lo bastante optimista para creer que, en algún momento, la vida también ofrecería su recompensa a los pacientes. No obstante, en la monotonía de la rutina militar, y más aún por las vivencias de los ratos de ocio, los nostálgicos celos, con las idealizadas y agradables imágenes de Breslau, se transformaron en la apatía de África. Su excesiva susceptibilidad, que creía tan corroída por los años de emigración como los sueños de tiempos mejores, renació de nuevo.

Cuando Walter tenía que esperar en el Horse Shoe a que Jettel terminara de trabajar, sentía su nerviosismo, barruntaba su rechazo. Más aún le molestaban las miradas altivas y suspicaces de la señora Lyons, que no aprobaba las visitas privadas a sus empleadas y parecía contar con el ceño fruncido cada helado que Jettel le ponía a su esposo para mantenerlo de buen humor y en silencio hasta que ambos pudieran marcharse a casa.

Sólo pensar en la señora Lyons y en su Horse Shoe y en el ambiente que habría allí esa noche provocaba en Walter esa necesidad de lucha y evasión que tan duros zarpazos asestaba a su orgullo. Enfadado, cerró de un golpe la pequeña ventana del dormitorio.

Permaneció un rato mirando absorto a través del cristal tapizado de moscas muertas, pensando, hastiado, cómo podía matar de una sola vez el tiempo, su desconfianza y los primeros asomos de pesimismo. Se sintió satisfecho al recordar que hacía días que no escuchaba las noticias en alemán y que era una buena ocasión para intentarlo de nuevo.

La cantina de la tropa, con su estupenda radio, estaría vacía, así que no se produciría ningún alboroto si el aparato profería los sonidos del enemigo y para colmo en la noche de la gran victoria.

En la unidad de Walter, los que más protestaban por las emisiones en alemán eran los escasos refugiados que había, mientras que los ingleses rara vez perdían la calma. De todos modos, cuando no se trataba del suyo, la mayoría de las veces ni siquiera sabían qué idioma estaban oyendo. Walter lo había comprobado en repetidas ocasiones, y en la mayoría de los casos sin inmutarse, pero de pronto aquel afán de los refugiados por pasar inadvertidos ya no le pareció ridículo, sino una envidiable prueba de su talento para desligarse del pasado. Sin embargo, él seguía siendo un marginado.

En el trayecto de su barracón a la cantina, en el edificio principal, intentó huir de esa melancolía que solía desembocar indefectiblemente en depresión. Igual que un niño que se aprende la lección de memoria sin molestarse en buscar el sentido, se decía una y otra vez, y en ocasiones incluso en voz alta, que ése era un día afortunado para la humanidad. Pese a todo, sólo sentía vacío y cansancio. Con una nostalgia que se reprochó por considerarla un sentimentalismo especialmente necio, Walter pensó en el comienzo de la guerra y en cómo Süj3kind le anunció desde el camión lo del internamiento y la despedida de Rongai.

El recuerdo aumentó a un ritmo hiriente para su autoestima el deseo de volver a hablar por fin con Sükind. Hacía tiempo que no veía al protector de sus primeros días africanos, pero el contacto nunca se había roto. Al contrario que a Walter, al que el ejército rechazó para ir al frente por ser demasiado mayor, a Süskind lo enviaron a Extremo Oriente, donde resultó levemente herido. Ahora se hallaba en Eldoret. No hacía ni cinco días que había recibido su última carta.

«Es probable que pronto perdamos este estupendo empleo con el rey Jorge -había escrito Süskind-, pero quizá, por gratitud, nos consiga un trabajo en el que volvamos a ser vecinos. Se lo debe un gran rey a unos viejos combatientes.» Lo que para Süskind era una broma y Walter había entendido como tal en su momento, aquella solitaria tarde del 8 de mayo se le antojaba una significativa y despiadada alusión a un futuro que, desde su primer día de uniforme, no había querido admitir. Se irguió y sacudió la cabeza, pero se dio cuenta de que caminaba arrastrando los pies.

Faltaban apenas dos horas para la puesta de sol. Walter sentía el peso de su desamparo como un dolor físico. Sabía que sus cavilaciones estaban a punto de transformarse en fantasmas de los que ya no podría escapar y cuyos ataques serían inclementes. Agotado, se sentó en una gran piedra de superficie lisa bajo un viejo espino egipcio de exuberante copa. Su corazón latía a toda velocidad. Se sobresaltó al oírse decir en voz alta: «Walther von der Vogel-Weide.» Desconcertado, se paró a pensar quién podría ser, pero el nombre le resultó ajeno. La situación le pareció tan grotesca que se echó a reír a carcajadas. Quería ponerse en pie y, sin embargo, se quedó sentado. Seguía sin saber que había llegado el momento de que sus ojos se abrieran ante lo idílico de un paisaje contra el que durante mucho tiempo se habían defendido con férrea obstinación.

Las suaves colinas azules de Ngong se elevaban entre la oscura hierba hacia una franja de finas nubes que alzaba el vuelo con el viento que acababa de levantarse. Vacas de gran cabeza y una joroba que les confería la apariencia de animales primitivos se abrían paso a través de una polvareda rojiza hacia el angosto río. Se oían con claridad los estridentes gritos de los pastores. A lo lejos, una celosía de luz blanca y negra permitía ver una gran manada de cebras con numerosas crías.

Cerca de ellas, unas jirafas que apenas movían sus largos cuerpos devoraban las hojas de los árboles hasta dejarlos desnudos. Walter se sorprendió pensando que envidiaba a las jirafas, a las que nunca había visto hasta que llegó a Ngong, porque sólo podían vivir con la cabeza bien alta. Se sintió inseguro al ver de pronto aquel paisaje como un paraíso del que habría de ser expulsado. La certeza de que no había vuelto a tener esa sensación desde que abandonara Sohrau estremeció sus sentidos.

El aire fresco de la noche azotó bruscamente sus brazos y fustigó sus nervios. La oscuridad, que cayó corno una losa de un cielo todavía claro, le impidió contemplar de nuevo la cadena de montañas y lo dejó desorientado. Walter quiso imaginarse Sohrau de nuevo, esta vez con mayor precisión, pero no vio ni la plaza mayor ni la casa o los árboles de delante, sino sólo a su padre y a su hermana en una gran superficie vacía.

Walter tenía otra vez dieciséis años y Liesel, catorce; el padre parecía un caballero medieval. Volvía de la guerra, mostraba sus condecoraciones y quería saber por qué su hijo le había fallado a su patria.

«I am a jolly good chap», dijo Walter, avergonzándose de hablar inglés con su padre.

Regresó lentamente al presente y se vio en una granja, contando las horas desde el orto hasta el ocaso. La rabia le quemaba la piel.

«No he sobrevivido para plantar lino o lamerles el culo a las vacas», añadió. Su voz era sosegada y queda, pero el perro blanco de la mancha negra en el ojo derecho que acudía a diario a los barracones y estaba hurgando en un herrumbroso cubo lleno de apestosa basura lo oyó y movió las orejas. Primero ladró para ahuyentar aquel inesperado sonido, luego aguzó el oído un instante al tiempo que alzaba el hocico. Echó a correr hacia Walter y se restregó contra su rodilla.

«Me has entendido —dijo Walter—, lo veo en tus ojos. Un perro tampoco olvida y siempre encuentra el camino a casa.» El animal, sorprendido por tan musitada muestra de cariño, le lamió la mano. Los finos pelillos en torno al hocico se humedecieron, los ojos se volvieron más grandes. La cabeza hizo un leve movimiento hacia arriba y se deslizó entre las piernas de Walter.

«¿Lo has notado? Dios, acabo de decir casa. Te lo explicaré, amigo mío. Con todo lujo de detalles. Hoy no sólo ha acabado la guerra, sino que también mi patria ha sido liberada. Ahora puedo volver a decir patria. No me mires con esa cara de idiota.

Tampoco yo he caído en la cuenta de inmediato. Se acabaron los asesinos, pero Alemania sigue existiendo.» La voz de Walter era sólo un temblor, mas también la expresión de un aliento reparador. Intentó explicarse aquel cambio de humor con detenimiento, pero no era capaz de ordenar sus ideas. La sensación de liberación era demasiado grande. Sintió que era importante enfrentarse una vez más a aquella verdad que tanto tiempo había reprimido.

«No se lo diré a nadie más que a ti —le reveló al soñoliento perro—, pero voy a volver. No puedo hacer otra cosa. No quiero seguir siendo un extraño entre extraños. A mi edad, un hombre ha de pertenecer a algún sitio. Adivina adonde pertenezco yo.» El perro se había despabilado y aullaba como un joven animalillo que por primera vez se aventura entre la alta hierba sin su madre. El marrón claro de sus ojos iluminaba el crepúsculo.

«Ven conmigo, son of a bitch. El polaco está en la cocina haciendo una sopa de hierbas. ¿Sabes?, él también siente nostalgia. Quizá tenga algún hueso para ti. Te lo has ganado.» En la cantina, Walter hizo girar todos los botones de la radio, pero sólo encontró música. Después se bebió media botella de whisky con el polaco, que hablaba inglés aún peor que él. El estómago le ardía tanto como la cabeza. El polaco sirvió la humeante sopa en dos platos y rompió a llorar cuando Walter le dijo: «Dziekuje.» Walter resolvió enseñarle al perro, que no se había apartado de su lado desde primera hora de la noche, la letra y la melodía de No sé lo que significa.

Los tres se quedaron dormidos: el polaco y Walter en un banco; el perro, debajo. A las diez de la noche Walter se despertó. La radio seguía encendida. Era la emisora alemana de la BBC. Al resumen de noticias de la capitulación incondicional del Tercer Reich Alemán siguió un informe especial sobre la liberación del campo de concentración de Bergen-Belsen.

 

CAPÍTULO XVI

Regina dejó cuidadosamente el sombrero, azul marino en los primeros días de miedo y nostalgia, en el portaequipajes situado sobre los asientos de terciopelo marrón claro, y con un movimiento largamente ensayado alisó el áspero fieltro. Cuando se dejó caer en el sillón, tuvo que apretar firmemente la nariz y la boca contra la ventanilla para no echarse a reír. La costumbre de ocuparse primero de su sombrero y sólo entonces de sí misma le pareció ridícula en vista de los cambios que se avecinaban. Al final del trayecto, aquel sombrero, demasiado estrecho desde hacía años y descolorido por el sol y el aire salado del lago, no sería más que un sombrero como otro cualquiera.

La delgada cinta a rayas blancas y azules con el escudo Quisque pro ómnibus estaba casi nueva. La inscripción, bordada con grueso hilo de oro, resplandecía de forma llamativa en la pequeña mancha de sol que penetraba en el compartimiento. Para Regina fue como si el escudo se burlara de ella. Trató de hallar cobijo en la alegría que le provocaban las vacaciones, pero pronto cayó en la cuenta de que las ideas la rehuían y se sintió insegura.

Durante años había deseado en vano la cinta del sombrero del colegio de Nakuru para dejar de ser por fin una marginada en una sociedad que juzgaba a las personas por sus uniformes y a los niños por los ingresos de sus padres, y entonces había conseguido la cinta por su decimotercer cumpleaños, casi demasiado tarde. Tan pronto la locomotora entrara en Nairobi, Regina no volvería a necesitar ni el sombrero ni la cinta. El colegio de Nakuru, que había devorado el salario de su padre como los voraces monstruos de las leyendas griegas a sus indefensas víctimas, tan sólo sería su colegio durante unas pocas horas.

Después de las vacaciones, Regina iría al Instituto para chicas de Kenia, en Nairobi, y sabía de sobra que odiaría el nuevo colegio de igual modo que el viejo. Volverían a empezar de nuevo las pequeñas vejaciones que se iban acumulando a lo largo del día hasta convertirse en un gran suplicio: profesoras y alumnas incapaces de pronunciar su nombre que torcían el gesto al hacerlo como si cada una de las pequeñas sílabas les produjera el mayor de los dolores; los infructuosos esfuerzos por jugar bien al hockey o, al menos, por recordar las reglas y fingir que era importante para una negada en deportes a qué portería iba a parar la bola; el tormento de estar entre las mejores de la clase o, peor aún, de ser nuevamente la primera de la clase; lo más opresivo, empero, era tener y querer a unos padres con un acento que negaba a cualquier niño la posibilidad de formar parte discreta pero plena de la comunidad escolar.

Era una suerte, cavilaba Regina mientras contemplaba absorta el cuero arañado de su maleta, que Inge, la única amiga que había encontrado y deseado en los cinco años que había pasado en Nakuru, también fuera a ir al colegio de Nairobi. Inge ya no llevaba el traje bávaro; afirmaba sin rubor alguno que sólo hablaba un idioma, el inglés, y se avergonzaba sobremanera de tener un apellido alemán. No obstante, Inge seguía prefiriendo con mucho el queso fresco casero que su madre le enviaba para la hora del té a las acres galletas de jengibre por las que se pirraban los niños ingleses, y continuaba besando a sus padres cuando hacía tiempo que no los veía, en lugar de darles a entender con un leve gesto que había aprendido a dominar sus sentimientos. Sobre todo, Inge nunca hacía preguntas estúpidas, como por qué Regina no tenía familia aparte de su padre y su madre o por qué nunca cerraba los ojos ni abría la boca mientras rezaban el avemaría en el salón de actos.

Al pensar en Inge, Regina lanzó un suspiro de alivio en dirección a la cortina marrón de la ventanilla. Asustada, miró alrededor para ver si alguien se había percatado. Sin embargo, las otras chicas que iban con ella a Nairobi para pasar las vacaciones estaban entretenidas con su futuro, sus vocecillas agitadas y sus relatos impregnados de esa arrogancia que les conferían la casa paterna y la lengua materna. Regina ya no envidiaba a sus compañeras. De todos modos ya no volvería a verlas. Pam y Jennifer se habían matriculado en un colegio privado de Johannesburgo, Helen y Daphne se irían a Londres, y a Janet, que no había aprobado el examen final del colegio de Nakuru, la esperaba una tía rica que criaba caballos en Sussex. Regina se permitió otro suspiro de alivio que esta vez profirió con deleite.

Supo que el tren ya había abandonado las sombras del bajo edificio de la estación por la deslumbrante claridad que inundó el compartimiento. Se alegró de estar sentada junto a la ventanilla y poder contemplar tranquilamente una vez más su antiguo colegio. Se sintió como un buey agotado al que desuncen del yugo demasiado tarde, y sin embargo tuvo la necesidad de despedirse sin prisas. No como en Ol’ Joro Orok, cuando abandonó la granja sin sospechar nada y sus ojos no pudieron aprovechar el tiempo por todos los días que vendrían después.

El tren avanzaba lenta, ruidosamente. En la bruma del incipiente calor diurno, los edificios blancos del colegio, que tanto habían amedrentado a Regina cuando tenía siete años que mucho tiempo después su único deseo seguía siendo desaparecer por un gran agujero como Alicia en el País de las Maravillas, se veían extremadamente luminosos sobre la colina de arena rojiza. Las casitas de tejados grises de chapa ondulada e incluso el edificio principal, con sus gruesas columnas, se le antojaron más pequeños y, en su familiaridad, más amables que el día anterior.

Aunque era consciente de que sólo alimentaba su mente con fantasía, Regina se imaginó que podía ver la ventana del despacho del señor Brindley y a él mismo agitando una bandera hecha de pañuelos blancos. Desde hacía meses la inquietaba la certeza de que lo echaría de menos, pero no sospechaba que su añoranza tardaría tan poco tiempo en brotar como el lino tras la primera noche de las grandes lluvias. El último día antes de las vacaciones el director la hizo llamar de nuevo. No dijo gran cosa, se quedó mirando a Regina como si buscara una palabra concreta que se le hubiera extraviado. Fueron los labios de Regina los que no pudieron contenerse. Regina sintió que la invadía de nuevo el calor al pensar cómo había roto el hermoso silencio y balbuceado: —Le estoy muy agradecida, señor, le estoy muy agradecida por todo.

—No olvides nada —repuso Brindley, y puso cara de ser él y no ella quien tuviera que emprender un safari sin retorno. Luego murmuró—: Little Nell.

Y ella se apresuró a responder, pues le resultaba difícil tragar saliva: —No olvidaré nada, señor. —Y añadió sin quererlo realmente—: No, señor Dickens.

Ambos se echaron a reír y tuvieron que carraspear a la vez. Por fortuna, Brindley, al que seguían sin gustarle los lloricas, no se dio cuenta de que a Regina se le habían anegado los ojos en lágrimas.

La certeza de que a partir de ese momento no habría ni un señor Brindley ni ninguna otra persona que conociera a Nicholas Nickleby, a la pequeña Dorrit o a Bob Cratchitt, y con toda seguridad tampoco a la pequeña Nell, le arañaba la garganta como un hueso de pollo atascado. Era la misma sensación que retumbaba en su cabeza cuando pensaba en Martin. Su nombre le vino a las mientes con demasiada prontitud. Apenas había llegado a sus oídos cuando la neblina de sus ojos se llenó de agujeros de los que salieron disparadas pequeñas y afiladas flechas.

Regina recordó con claridad el día que Martin fue a recogerla al colegio vestido de uniforme y cómo los dos fueron en el jeep hasta la granja y se tumbaron bajo el árbol poco antes de llegar. ¿Fue entonces cuando decidió casarse con aquel rubio príncipe encantado o acaso fue más tarde? ¿Seguiría pensando Martin en su promesa de esperarla? Ella había mantenido la suya y nunca lloraba al pensar en Ol’ Joro Orok; al menos, no lágrimas.

La idea de que un gran pesar pudiera devorar su tristeza era nueva para Regina, mas no le resultaba desagradable. El tren mecía sus sentidos y la trasladaba a un estado en que aún podía oír palabras sueltas, pero ya no era capaz de formar una frase con ellas.

Cuando estaba explicándole a Martin que no se llamaba Regina, sino pequeña Nell, lo cual provocó en él aquella maravillosa risa que al cabo de tanto tiempo seguía haciendo arder sus oídos como el fuego, el primer vagón entró resoplando en Naivasha. El vapor de la locomotora envolvió la casita de color amarillo claro del jefe de estación en un velo blanco y húmedo. Hasta el hibisco de los muros perdió el color.

Escuálidas ancianas kikuyu con el vientre hinchado bajo un paño blanco, los ojos vidriosos y pesados racimos de plátanos sobre sus encorvadas espaldas golpeaban las ventanillas. Sus uñas les arrancaban el mismo sonido que el granizo a un depósito de agua vacío. Si aquellas mujeres querían hacer negocio, tenían que vender sus plátanos antes de que el tren se pusiese en marcha. Susurraban tan conjuradoras como si tuvieran que apartar a una serpiente de su presa. Regina trazó un amplio movimiento con su mano derecha para indicar que no tenía dinero, pero las mujeres no la entendieron.

Entonces bajó la ventanilla y les gritó en kikuyu: —Soy pobre como un mono.

Las mujeres se echaron a reír golpeándose el pecho con los puños y vociferando como los hombres cuando se sentaban solos por la noche ante las chozas. La más vieja, una mujer menuda maltratada por el clima y la vida con un resplandeciente pañuelo azul en la cabeza y sin un solo diente, aflojó la correa de cuero que ceñía sus hombros, dejó en el suelo el pesado racimo, arrancó un gran plátano verde y se lo tendió.

—Para el mono —le dijo, y las carcajadas de todos los que lo oyeron resonaron como el relincho de los caballos. Las cinco chicas del compartimiento miraban a Regina con curiosidad y se sonreían entre sí, pues se entendían sin palabras y se consideraban demasiado adultas para mostrar su desaprobación de otro modo que no fuera con la mirada.

Cuando la mujer deslizó el plátano por la ventanilla, sus rígidos dedos tocaron por un instante la mano de Regina. La piel de la anciana olía a sol, sudor y sal. Regina trató de retener en su nariz aquel olor tan familiar, tan largamente ansiado, todo el tiempo que le fue posible, pero cuando el tren se detuvo en Nyeri, del intenso recuerdo de los buenos tiempos no quedaba más que esa sal de afilados granos que oprimían los ojos como los minúsculos dudus chupasangre bajo las uñas de los pies.

En la estación de Nyeri había mucha gente con pesados fardos envueltos en mantas de colores y grandes cestas de sisal de las que surgían bolsas de papel marrón llenas de harina de maíz, trozos de carne sangrienta y pieles de animales sin curtir. Sólo faltaba una hora para llegar a Nairobi.

Las voces ya no tenían la melodiosa suavidad de las tierras altas. Eran sonoras y, pese a ello, difíciles de entender. Los hombres, que al igual que sus padres y abuelos antes que ellos iban gallina en mano arreando a sus mujeres -los fardos a rastras- como si fueran vacas camino de casa, llevaban zapatos en los pies y camisas tan coloridas como si hubieran recortado el arco iris tras una tormenta. Algunos jóvenes lucían relojes plateados en la muñeca y muchos portaban en la mano un paraguas en lugar de la habitual vara. Sus ojos se asemejaban a los de animales acorralados en una cacería, pero su paso era enérgico y uniforme.

Indias con un punto rojo en la frente y brazaletes que resplandecían como estrellas danzarinas incluso a la sombra ordenaban a negros silenciosos que subieran sus equipajes a los vagones, aun cuando sólo podían viajar en segunda. Soldados de piel clara vestidos de caqui, que pese a los años que llevaban en África seguían creyendo en la puntualidad de los horarios, subían precipitadamente a los vagones de primera. Al desfilar, iban cantando el éxito de la posguerra Don't fence me in. El joven revisor indio les sujetaba la puerta sin mirarlos. La locomotora anunciaba la salida con un estridente silbido.

A la luz amarilla del sol de la tarde, que arrojaba sombras alargadas, las altas montañas que rodeaban Nyeri parecían gigantes inmóviles. Manadas de gacelas avanzaban dando saltos hacia las charcas de agua de un reluciente gris perla. Los babuinos trepaban arriba y abajo por los peñascos terrosos. El trasero de los vocingleros machos cabecillas era de un rojo luminoso. Las crías se aferraban al peludo vientre de sus madres. Regina los observaba con envidia y trataba de imaginarse que también ella era un monito con una gran familia, pero el juego de la infancia había perdido su magia.

Como le sucedía siempre al ver las primeras montañas de Ngong, empezaron a asaltarla las preocupaciones habituales: si su madre dispondría de tiempo para ir a buscarla a la estación o si tendría que ir a trabajar al Horse Shoe y enviaría a Owuor.

Para Regina ' era algo muy especial cuando su madre tenía tiempo, pero también le encantaba intercambiar con Owuor, tras tres meses de separación, aquellas miradas, bromas y juegos de palabras que sólo ellos entendían. A pesar de todo, cuando empezaron las últimas vacaciones se sintió un tanto avergonzada al ver que sólo había ido a recibirla el chico. Experimentó satisfacción cuando comprendió que esta vez todo sería diferente y que cuando el tren llegara a Nairobi no tendría que volver a ver nunca más a sus antiguas compañeras.

Regina sabía perfectamente que su madre la atiborraría de albondiguillas de Kónigsberg8 y le diría: «En este país de monos no hay alcaparras.» Su plato favorito nunca llegaba a la mesa sin aquella lastimera frase y Regina tampoco olvidaba preguntar: «¿Qué son alcaparras?» Consideraba aquellas costumbres parte de su hogar, y cada vez que regresaba sus sedientos ojos y oídos bebían con deleite la prueba de que nada había cambiado en su vida. Pensar en sus padres, que siempre se esforzaban por hacer de su regreso un día especial, la emocionó aún más que otras veces. Era como si acariciara ya el cariño que esperaba. Recordó que en la última carta antes de las vacaciones su madre le había escrito: «Te vas a quedar de piedra cuando veas la sorpresa que te hemos preparado.» Para prolongar la expectación, Regina se había prohibido pensar en la sorpresa hasta que no viera la primera palmera, pero en la última parte del trayecto el tren iba más deprisa que en todo el viaje y entró en Nairobi con una brusquedad inesperada. Regina no tuvo tiempo de asomarse a la ventanilla como de costumbre. Fue la última en coger su maleta y tuvo que esperar a que bajaran las chicas de su compartimiento para buscar con la mirada quién había ido a recogerla. Por un breve instante que se le antojó eterno permaneció indecisa ante el tren y no vio más que un muro de piel blanca. Oía gritos excitados, pero no la voz que esperaban sus oídos. Sin respetar el intervalo entre tensión y miedo, Regina sintió la sacudida de la vieja duda de que su madre pudiera haber olvidado el día en que comenzaban sus vacaciones o de que Owuor hubiese salido demasiado tarde para llegar a tiempo a la estación.

Presa de un pánico que la avergonzaba, pues le parecía excesivo e indigno, pero que amenazaba con arrancarle el corazón, Regina cayó en la cuenta de que no tenía dinero para tomar el autobús al Hove Court. Decepcionada, se sentó en la maleta y se alisó la falda del uniforme con movimientos presurosos. Desesperanzada, obligó a sus ojos a vagar de nuevo en la distancia. Entonces descubrió a Owuor. Estaba tan tranquilo en el otro extremo del andén, casi delante de la locomotora: alto, confiado, sonriente y con la negra toga de abogado. Aunque sabía que Owuor iría a su encuentro, corrió hacia él.

Casi lo había alcanzado y ya había colocado entre la lengua y los dientes la broma que él esperaba, cuando se percató de que no estaba solo. Walter y Jettel, que se habían escondido tras un montón de tablones, se incorporaron lentamente y la saludaron con gestos cada vez más excitados. Regina dio un traspié y casi se cae sobre la maleta. La dejó en el suelo, siguió corriendo, extendió los brazos, y mientras corría pensó a quién debía abrazar primero. Decidió estrechar a sus padres con tanta fuerza que los tres se fundieran en uno solo. Tan sólo unos metros la separaban de ese viejo sueño que había dado por perdido hacía tiempo. Entonces se dio cuenta de que de sus pies nacían vigorosas raíces. Se detuvo asombrada: su padre era sargento y su madre estaba embarazada.

La mayor de las felicidades paralizó por un instante las piernas de Regina, pero de tal manera sus sentidos que cada aliento tenía melodía propia. Era como si no pudiera mantener los ojos abiertos por más tiempo sin destruir aquella embriagadora imagen.

Mientras corría hacia Owuor, se hizo la oscuridad. Hundió la cabeza en la tela, ahora burda, de la desgastada toga, vio la piel de Owuor a través de sus numerosos agujerillos y olió el recuerdo que la devolvió a la niñez, oyó su corazón y se echó a llorar.

—Nunca olvidaré esto —aseguró cuando sus labios recobraron la movilidad.

—Te lo había prometido —rió Jettel. Llevaba el mismo vestido con el que esperara en Nakuru al niño que no logró vivir. Como entonces, el vestido le apretaba el pecho.

—Pero pensaba que lo habías olvidado —confesó Regina, sacudiendo la cabeza.

—¿Cómo iba a hacerlo? No me has dejado.

—También yo he contribuido un poco. r —Lo sé, sargento Redlich —se burló Regina. Se caló ceremoniosamente el sombrero, que recogió del suelo, extendió tres dedos de la mano derecha y saludó a la manera de los exploradores.

—¿Cuándo ocurrió eso? —Hace tres semanas.

—Me estás tomando el pelo. Pero si mamá ya está gorda.

—Hace tres semanas que tu padre ascendió a sargento. Tu madre está en el cuarto mes.

—¡Y no me lo habéis dicho en las cartas! Podría haber rezado.

—Era una sorpresa —aclaró Jettel.

—Primero queríamos estar seguros, y ya hemos empezado a rezar —añadió Walter.

Mientras Owuor daba palmas y enviaba sus ojos al vientre de la memsahib como si acabara de enterarse de la hermosa schauri, los cuatro se quedaron mirándose en silencio y cada uno supo en qué estaban pensando los demás. Luego, los seis brazos de Walter, Jettel y Regina volvieron a unirse en una muestra de gratitud y amor. Así que no era ningún sueño infantil.

Las palmeras que flanqueaban la puerta de hierro del Hove Court aún estaban repletas de la savia de la última gran lluvia. Owuor se sacó un pañuelo rojo y le vendó los ojos a Regina. Ella tenía que subirse a su espalda y rodear su cuello con los brazos. Él seguía tan fuerte como en los días de Rongai, que hacía ya tanto se tragara el tiempo, aunque su cabello se había vuelto más sedoso. Owuor chasqueó la lengua tentador, dijo en voz baja «memsahib kidogo» y la llevó por el jardín como un pesado saco, pasando ante la rosaleda, que desprendía el calor del día cuando, a última hora de la tarde, comenzaba a refrescar.

Tras el pañuelo, que la llenaba de expectación y la cegaba a un tiempo, Regina podía oler el árbol de las aromáticas guayabas; oyó a su hada tocar muy bajito la canción infantil de la estrella que brillaba en la noche como un diamante. Aunque no podía ver nada salvo los destellos en el firmamento de la fantasía, sabía que el hada llevaba un vestido de flores de hibisco rojas y que soplaba una flauta plateada.

-Gracias -le gritó Regina al pasar a su lado, pero lo dijo en jaluo, y sólo Owuor rió.

Cuando éste, con el gemido de un asno que lleva días sin hallar agua, la bajó por fin y le quitó el pañuelo de la frente, Regina se encontró ante un pequeño horno en una cocina extraña que olía a pintura fresca y madera húmeda. Sólo reconoció la cacerola de esmalte azul en que las albondiguillas de Kónigsberg -más redondas y grandes que nunca- flotaban en una espesa salsa tan blanca como las dulces gachas de los cuentos infantiles alemanes. Rummler salió gimoteando de la habitación contigua y se abalanzó, jadeante, sobre ella.

—Ahora éste es nuestro apartamento. Dos habitaciones con cocina y lavabo propio — anunciaron Walter y Jettel haciendo de sus voces una sola.

Regina cruzó los dedos para mostrarle a la fortuna que sabía ser agradecida.

—¿Cómo ha sido? —preguntó, dando un paso vacilante en la dirección por la que acababa de aparecer Rummler.

—Los apartamentos que se quedan libres han de ofrecerse primero a los soldados — aclaró Walter. Pronunció la frase, que había aparecido en el periódico y que se había aprendido de memoria, tan aprisa en su duro inglés que la lengua se le enredó, mas Regina se dio cuenta a tiempo de que no debía reírse.

—¡Hurra! —exclamó después de que el nudo de su garganta volviera a las rodillas—.

Ahora ya no somos refugiados.

—Sí —corrigió Walter, riendo a pesar de todo—. Seguimos siendo refugiados. Pero no tan bloody como antes.

—Pero nuestro niño no será un refugiado, papá.

—Algún día ninguno de nosotros será un refugiado. Te lo prometo.

—Ahora no —intervino Jettel enojada—. Hoy de verdad que no.

—¿No tienes que ir al Horse Shoe? —Ya no trabajo. El médico me lo ha prohibido.

La frase penetró en la cabeza de Regina y removió los recuerdos que había enterrado hasta formar un espeso lodo de miedo y desamparo. Pequeños puntitos bailoteaban ante sus ojos, ahora ardientes, cuando preguntó: —¿Es un buen médico esta vez? ¿Atiende también a los judíos? —Pues claro —la tranquilizó Jettel.

—Es judío —explicó Walter, recalcando cada palabra.

—Y un hombre muy atractivo —apuntó Diana entusiasmada. Estaba en la puerta con un vestido amarillo claro que hacía palidecer su piel de tal modo que se diría que la luna brillaba ya en el cielo. En un primer momento, Regina sólo vio el resplandor de las flores de hibisco en sus rubios cabellos y, durante un instante de delirio, lo que tardó en abrir y cerrar los ojos, pensó realmente que su hada había bajado del árbol. Luego cayó en la cuenta de que el beso de Diana sabía a whisky y no a guayabas—.Últimamente estoy hecha un lío —sonrió ésta al ir a acariciar el cabello de Regina sin soltar primero a su perro, al que llevaba en brazos—. Vamos a tener un niño. ¿Has oído? Vamos a tener un niño. Ya no puedo dormir por las noches.

Owuor sirvió la cena con el largo kanzu blanco y el fajín rojo del bordado dorado. No dijo ni palabra, tal como aprendiera con su primer bwana en Kisumu, mas sus ojos ya no quisieron regresar a la ardua quietud de una granja inglesa. Sus pupilas estaban tan grandes como la noche en que ahuyentó a las langostas.

—No hay alcaparras en este país de monos —se quejó Jettel, pinchando la albondiguilla con el tenedor.

—¿Qué son alcaparras? —preguntó Regina, masticando complacida y saboreando la agradable magia del anhelo satisfecho, si bien por primera vez no se dio tiempo suficiente para hacer llegar la respuesta a su corazón—. ¿Cómo se llamará nuestro niño? —quiso saber.

—Hemos escrito a la Cruz Roja.

—No lo entiendo.

—Estamos intentando averiguar algo de tus abuelos, Regina —aclaró Walter, metiendo la cabeza debajo la mesa, aunque Rummler estaba detrás de él y tampoco tenía nada en la mano para darle—. Mientras no sepamos qué ha sido de ellos, no podremos llamarlo Max o Ina en memoria suya. Ya sabes que entre nosotros los niños no pueden llevar el nombre de parientes vivos.

Durante un breve instante, Regina se permitió desear no haber entendido aquellas palabras cargadas con flechas envenenadas, igual que Diana, que le susurraba ternezas a su perro al oído y le metía en la boca bolitas de arroz. Pero vio que la seriedad de su padre se transformaba en una expresión de sombría angustia. Los ojos de su madre estaban húmedos. El miedo y la ira se disputaban la victoria en la mente de Regina, y envidió a Inge porque en casa podía decir: «Odio a los alemanes.» Con la lentitud de un mulo viejo, hizo acopio de fuerzas para concentrarse únicamente en por qué las albondiguillas de Konigsberg se convertían en su garganta en una pequeña montaña de sal y acritud. Finalmente logró al menos mirar a su padre como si fuera ella y no él la criatura necesitada de ayuda.

 

CAPÍTULO XVII

Después de la guerra, incluso en los círculos conservadores de la colonia, la tolerancia y la apertura al mundo se consideraban concesiones inevitables a los nuevos tiempos por los que tantos sacrificios había tenido que hacer el Imperio. Con todo, los tradicionalistas estaban unánimemente de acuerdo en que, a ese respecto, sólo el buen sentido británico de la proporción era capaz de protegerlos de exageraciones precipitadas y, por desgracia, también de muy mal gusto. Así pues, en sus conversaciones con los preocupados padres, Janet Scott, la directora del Instituto para chicas de Kenia, mencionaba de pasada que el internado de su colegio, a diferencia del instituto asociado para alumnos externos, de mucho menor prestigio social, sólo admitía un exiguo número de hijos de refugiados. El elevado nivel del internado, baluarte de los viejos ideales, se propaló a gran velocidad por sí solo precisamente en una época de auge social que tendía a apostar más por los sentimientos que por la razón.

Sólo en el círculo íntimo de quienes compartían su parecer recordaba la señora Scott, con un leve arrebol que delataba su orgullo, haber solucionado tan difícil problema con elegancia. Las alumnas que vivían a menos de cincuenta kilómetros del colegio sólo podían acudir al renombrado internado a petición y en circunstancias especiales. Las demás chicas únicamente podían ser admitidas como alumnas externas y no eran consideradas miembros de pleno derecho de la comunidad escolar ni por el profesorado ni por sus compañeras.

Sólo se hacían excepciones, saltándose la norma a la hora de admitir a chicas en el internado, cuando sus madres eran ex alumnas del centro o sus padres resultaban ser patrocinadores generosos. Eso ofrecía garantía suficiente de que las cosas se mantendrían en el equilibrio que tanto apreciaban los arrogantes tradicionalistas. La solución de adaptarse a la nueva situación sin perder de vista la esencia del elemento conservador era considerada por sus partidarios tan diplomática como práctica.

«Es curioso -solía reflexionar la señora Scott a un volumen admirado por su osadía que precisamente los refugiados sean tan proclives a amontonarse en la ciudad y, por ende, en su mayor parte no tengan la posibilidad de entrar en el internado. Dada su enorme susceptibilidad, es probable que esos pobres diablos se consideren en cierto modo discriminados, pero, ¿qué podemos hacer nosotros para ayudarlos?» Sólo cuando la directora se encontraba realmente segura entre los suyos y a salvo de los molestos malentendidos de las nuevas modas, maravillaba a cuantos la escuchaban con su opinión, expresada de forma objetiva y reparadora, sin sarcasmos gratuitos, de que por fortuna algunas personas eran más hábiles que otras en el trato con las denominadas discriminaciones.

En los dos meses que llevaba de alumna externa, sin ese prestigio social que en la vida escolar de la colonia tenía aún más peso que en cualquier otro sitio, Regina sólo había visto a Janet Scott una vez y de lejos. Fue en la ceremonia celebrada en el salón de actos con motivo de la capitulación de Japón. De comportarse con la discreción que con mayor motivo era de esperar en las alumnas externas, apenas sí existía la necesidad de conocer más de cerca a la directora.

Con todo, la obligada distancia no atenuaba en modo alguno el aprecio que Regina sentía por la señora Scott. Más bien al contrario. Le estaba inmensamente agradecida a la directora del colegio -que no exigía de ella más que la limitada autoestima a la que de todos modos estaba acostumbrada- por un reglamento que la preservaba de una condena aún mayor, la de la odiosa vida en el internado.

También Owuor le debía a la desconocida señora Scott su permanente euforia.

Disfrutaba cada día de la posibilidad de ir al mercado con dos kikapus en lugar de con una diminuta bolsa y no tener que bajar los ojos ante los chicos de las memsahib ricas, de volver a cocinar en grandes cacerolas y, sobre todo, de mantener los oídos bien abiertos a las vivencias de tres personas, como en los mejores tiempos de la granja. Por la noche, antes de llevar la comida de la minúscula cocina a la sala de la mesa redonda y la hamaca en que dormía la pequeña memsahib, decía con la intensa satisfacción de un cazador con suerte: «Ya no somos gente cansada de safari.» Tan pronto Regina saboreaba el primer bocado de comida, llenaba la cabeza de Owuor y su propio corazón de un regocijo siempre embriagador repitiendo la hermosa frase con la cadencia precisa de una voz satisfecha. De noche, en el estrecho columpio de su cama, seis días a la semana convertía aquella magia en un verboso agradecimiento al generoso dios Mungo, que tras tantos años de anhelo y desesperación por fin había escuchado sus plegarias. Las dos horas de autobús antes y después de clase le parecían un precio ínfimo por la certeza de que nunca más tendría que separarse de sus padres durante tres largos meses.

Antes de que saliera el sol, antes aun de que se encendieran las primeras lámparas en las bajas casitas del servicio, se montaba con su padre en el abarrotado autobús que iba a la avenida Delamare, y allí en otro aún más repleto que salía de la ciudad y sólo utilizaban los nativos. Tras numerosas instancias al capitán McDowell, que tenía cuatro hijos en Brighton, abundantes y nostálgicos recuerdos de una vida en familia y una permanente escasez de espacio para sus hombres en los barracones de Ngong, Walter obtuvo permiso para pernoctar en casa en el sexto mes de embarazo de Jettel.

Todos los días acudía a su puesto en el servicio de correos e información de su unidad y no regresaba al Hove Court hasta el anochecer, tan sólo los viernes llegaba a tiempo, la mayor parte de las veces, de acompañar a Regina a la sinagoga. En un principio, cuando su padre retomó la tradición de su infancia con la misma naturalidad que si nunca hubiera renegado de ella para siempre en la desesperación del destierro, Regina pensó que lo único que le importaba era rogar por el bienestar del niño en el lugar adecuado.

«Se trata de ti -le dijo sin embargo su padre-, debes saber cuál es tu sitio. Ya va siendo hora.» Regina no se atrevió a pedir la explicación que ansiaba, pero, sea como fuere, los viernes suprimió sus conversaciones nocturnas con Mungo.

Un viernes de diciembre, aun antes de llegar a los limoneros que había tras las palmeras, Regina oyó a su padre hablando exaltado. Ni siquiera tuvo tiempo de oler el caldo de gallina y el pescado dulce de aquellos apartamentos cuyos inquilinos todavía no hablaban exclusivamente inglés entre ellos y habían pasado a sacrificar el sabat a sus agotadores esfuerzos de adaptación. A decir verdad, no era habitual que su padre estuviera de vuelta tan temprano, si bien tampoco contradecía por principio todas sus experiencias anteriores. De modo que, en principio, no tenía motivo para estar intranquila.

Pese a ello, echó a correr por el jardín más deprisa que de costumbre y decidió tomar el atajo que conducía al apartamento por entre los hormigueros. El miedo fue más veloz que sus piernas, descendió a toda prisa de la cabeza al estómago y permitió que sus ojos contemplaran las imágenes que no querían ver. Cuando Regina salió del angosto agujero del frondoso seto de las espinas, la puerta de la cocina estaba abierta. Encontró a sus padres en un estado que no conocía por experiencia, pero del que lo sabía todo.

Aunque la tarde aún conservaba el calor abrasador del día y a su madre le costaba moverse en el húmedo aire más de lo habitual, a Regina le pareció que sus padres habían estado bailando.

Durante un instante lleno de deseo, Regina creyó que el gran milagro de Ol’ Joro Orok se había repetido y que Martin había llegado de visita tan inesperadamente como en los días en que aún era un príncipe. Su corazón acezaba en su interior y su fantasía galopaba hacia un futuro tejido con un manto de estrellas doradas con piedras de un resplandeciente rojo rubí en las puntas. Entonces vio en la mesa redonda un sobre amarillo con muchos sellos. Regina trató de leer el texto que había entre las líneas onduladas del matasellos, pero, aunque todas las palabras estaban en inglés, ninguna de ellas tenía sentido. Al mismo tiempo se dio cuenta de que la voz de su padre era tan aguda como la llamada de un pájaro que siente ' las primeras gotas de lluvia en las alas.

—¡Ha llegado la primera carta de Alemania! —gritó Walter. Tenía el rostro enrojecido, pero sin miedo; los ojos, límpidos, iluminados por minúsculos destellos.

Expedida como correo militar de las fuerzas de ocupación de la zona británica, la carta iba dirigida a «Walter Redlich, farmer in the surrounding of Nairobi» y la enviaba Greschek. Owuor, que había ido a recogerla a la oficina del Hove Court y había desencadenado sin sospecharlo la alegría que aún horas más tarde llameaba como un incendio en el matorral, pronunciaba ya tan bien aquel apellido que la lengua apenas se le quedaba pegada entre los dientes.

—Greschek. —Rió, dejó el sobre en la hamaca y observó atentamente cómo la fina envoltura se balanceaba como si fuera uno de aquellos barquitos que viera una vez en Kisumu siendo joven—. Greschek —repitió, haciendo que también su voz se tambaleara.

—¡Josef lo ha conseguido! —exclamó Walter lleno de entusiasmo, y sólo entonces se percató Regina de que las lágrimas le resbalaban por la barbilla—. ¡Se ha salvado! No me ha olvidado. ¿Sabes quién es Greschek? —Greschek contra Krause —recordó Regina con alegría. De pequeña creía que aquella frase encerraba la mayor magia del mundo. No tenía más que decirla y su padre se echaba a reír. Era un juego maravilloso, pero un buen día comprendió que, cuando se reía, su padre parecía un perro apaleado. Después de eso enterró en el fondo de su cabeza aquellas tres palabras cuyo significado jamás llegó a entender—. He olvidado lo que quiere decir —continuó, cohibida—. Pero siempre decías eso en Rongai. Greschek contra Krause.

—Tal vez tus profesores no sean tan tontos. A decir verdad pareces una niña muy lista.

El halago acarició suavemente el oído de Regina, tranquilizándola. Se paró a pensar satisfecha cómo podía hacer que el aplauso recién cosechado desembocara en una gran ovación sin parecer vanidosa.

—Fue contigo hasta Roma cuando tuviste que marcharte de tu patria —se le ocurrió por fin.

—Hasta Génova, Roma no tiene puerto. ¿Es que no os enseñan nada en el colegio? Walter le tendió la carta a Regina. Ésta vio que a su padre le temblaba la mano y comprendió que esperaba de ella la misma agitación que sacudía su cuerpo. Sin embargo, al contemplar la delgada caligrafía con sus arcos y sus picos, que le pareció la escritura de los mayas que había visto hacía poco en un libro, no consiguió reprimir la risa a tiempo.

—¿Tú también escribías así cuando eras alemán? —preguntó sin dejar de reír.

—Soy alemán.

—¿Cómo va a leer la Sütterlin9? —le increpó Jettel, acariciando la frente de Regina y llevándose en su mano la turbación. Tenía la mano caliente, el rostro le ardía y la bola de su vientre se movía de un lado a otro—. También el niño está excitado, Regina. — Rió.—No ha parado de patalear como un loco desde que llegó la carta. Dios mío, quién habría pensado que pudiera ponerme tan nerviosa una carta de Greschek. No te puedes hacer una idea de lo curioso que era. Pero también era una de las pocas personas decentes de Leobschütz. No soporto que se hable mal de él. Nos envió a su Grete para que nos ayudara a hacer las maletas cuando yo ya no sabía dónde tenía la cabeza. Nunca lo he olvidado.

Sumergidos en un pasado que volvía a ser presente gracias a una única carta, Walter y Jettel se recluyeron en un mundo donde sólo había sitio para ellos dos. Estaban sentados muy juntos en el sofá, cogidos de la mano, pronunciando nombres, suspirando y empapándose de nostalgia. Juntos sólo tenían diez dedos cuando empezaron a discutir si Greschek tenía la tienda en la calle de Jägerndorf y la casa en la calle Troppau o viceversa. Walter no era capaz de convencer a Jettel y ella tampoco a él, pero sus voces seguían siendo dulces y alegres.

Finalmente convinieron en que, sea como fuere, el doctor Müller tenía la consulta en la calle Troppau. Durante unos instantes de peligro, y precisamente por causa del doctor Müller, las amables llamas del buen humor amenazaron con convertirse en el fuego habitual de las ofensas no olvidadas. Jettel sostenía que él había tenido la culpa de su neumonía tras el nacimiento de Regina, y Walter replicó enojado: —No le diste la menor oportunidad y llamaste de inmediato al médico de Ratibor.

Aún hoy me resulta embarazoso. Al fin y al cabo, Müller era miembro de mi asociación estudiantil.

Regina apenas se atrevía a respirar. Sabía que el doctor Müller podía desencadenar una guerra entre sus padres con la misma rapidez que una vaca robada entre los masai.

No obstante, se percató aliviada de que esta vez las flechas con que se libraba la batalla no estaban envenenadas. No la encontraba tan desagradable como había esperado, e incluso se puso interesante cuando Walter y Jettel empezaron a discutir si el día era lo suficientemente señalado como para descorchar la última botella de vino de Sohrau, para la que seguían aguardando una ocasión especial. Jettel estaba a favor y Walter en contra, pero luego ambos cambiaron de opinión. Antes de que el enfado se colara en la habitación, dijeron los dos a la vez: «Será mejor que esperemos un poco, quizá todavía llegue un día mejor.» Mandaron a Owuor a la cocina a preparar café. Lo sirvió en la esbelta jarra blanca con rosas en la tapa y, mientras lo hacía, no paró de guiñar el ojo izquierdo, algo que en él siempre significaba que también estaba al tanto de aquellas cosas de las que no podía hablar. Cuando comprobó que, nada más ver la carta, el bwana y la memsahib se ponían locos de contentos, sacó la levadura para los panecillos que sólo sus manos sabían hacer tan redondos como los hijos de una luna mofletuda.

La memsahib no olvidó mostrarse asombrada al verlo aparecer con el plato lleno de diminutos panecillos calientes, y el bwana, en lugar de decir «senté sana» pestañeando tres veces rápidamente, le comunicó: —Ven, Owuor, ahora vamos a leerle la carta a la memsahib kidogo.

Henchido del orgullo que calentaba su vientre sin necesidad de comer, y aún más su cabeza, Owuor se sentó en la hamaca. Se abrazó a su rodilla, dijo «Greschek» con voz cantarina y, en el último rayo de sol, alimentó sus oídos con la risa del bwana cuyo rostro era tan suave como el pelaje de una joven gacela.

—«Querido doctor —leyó Walter—, no sé si aún sigue con vida. En Leobsschütz se contaba que se lo había comido a usted un león. Nunca he acabado de creérmelo. Dios no salvaría a un hombre como usted para que luego se lo comiera un león. He sobrevivido a la guerra. Grete también. Pero tuvimos que marcharnos de Leobschütz.

Los polacos sólo nos dieron un día. Fueron aún peores que los rusos. Ahora vivimos en Marke. Es un pueblo muy feo del Harz. Más pequeño aún que Hennerwltz. Aquí nos llaman chusma polaca y gentuza del Este y piensan que sólo nosotros hemos perdido la guerra. No tenemos mucho que comer, pero sí más que otros, ya que también trabajamos más. Lo hemos perdido todo y queremos volver a abrirnos camino. Eso es algo que aquí les molesta bastante. Pero ya conoce a su Greschek. Grete recoge chatarra y yo la vendo. ¿Recuerda lo que siempre me decía?: Greschek, lo que hace usted con Grete no está bien. Pues me casé con ella cuando huimos, y ahora me alegro mucho de haberlo hecho.

«Hasta que estalló la maldita guerra, me acercaba a menudo a Sohrau y, por la noche, les llevaba alimentos a su señor padre y a su hermana. Las cosas les iban bastante mal.

Grete rogaba por ellos todos los domingos en la iglesia. Yo no era capaz. Si Dios ha visto todo esto y no ha hecho nada, entonces tampoco habrá escuchado ninguna plegaria. Al señor Bacharach las SA lo molieron a palos en plena calle y luego se lo llevaron poco después de que usted se marchara de Breslau. No hemos vuelto a saber nada de él.

«Espero que esta carta llegue a África. Le he conseguido un casco de acero a un soldado inglés. Todos están locos por hacerse con esos chismes. El hombre hablaba algo de alemán y me prometió enviarle esta carta. Quién sabe si mantendrá su palabra.

Nosotros aún no podemos enviar correo.

»¿Va a volver a Alemania? Aquella vez, en Génova, me dijo: Greschek, volveré cuando esos cerdos se hayan ido. ¿Qué podría hacer ahora entre los negros? Siendo como es abogado. Ahora los que no eran nazis consiguen buenos empleos y obtienen una vivienda más rápidamente que los demás. Si viene, Grete ayudará de nuevo a su señora con el traslado. Aquí en el oeste no trabajan tan bien como nosotros. Son todos unos vagos. Y además tontos. Si tiene tiempo, escríbame, por favor. Y salude de mi parte a su señora y a la niña. ¿Aún le tiene miedo a los perros? Atentamente, su viejo amigo Josef Greschek.» Cuando Walter hubo terminado de leer, sólo los cadenciosos ronquidos de Rummler arañaban un silencio espeso como la niebla de los bosques lluviosos. Owuor seguía sosteniendo el sobre en la mano y estaba a punto de preguntarle al bwana por qué un hombre enviaba sus palabras a un safari tan largo, en lugar de decirle al amigo las cosas que sus oídos llevaban tanto tiempo esperando. Pero vio que el bwana sólo estaba en la habitación en cuerpo, mas no en alma. El suspiro de Owuor al ponerse lentamente en pie para preparar la cena despertó al perro.

Más tarde, Walter dijo: —Se acabó la mala racha. Tal vez pronto sepamos algo más de casa. —Pero su voz sonaba fatigada cuando añadió—: No volveremos a ver nuestro Leobschütz.

Se fueron todos a la cama antes de que en el jardín cesaran las voces de las mujeres, como si ésa fuera la costumbre los viernes y no otra. Durante un rato, Regina oyó a sus padres hablando al otro lado de la pared, pero entendía demasiado poco para seguirlos por un mundo de nombres y calles ajenos. La imagen de la extraña letra de Greschek la sacó del primer sueño, y luego fue como si los retazos de conversación de la habitación contigua tuvieran también arcos y picos y volaran raudos a su encuentro. La irritaba no poder defenderse y, aunque era viernes y a su conciencia le pesaba como una losa, habló largo rato con Mungo.

Al día siguiente, lo primero que mencionaron las noticias fue el extraordinario bochorno de Nairobi. El calor se revolvía como un león herido. Abrasaba la hierba, las flores y hasta los cactus, debilitaba los árboles, acallaba los pájaros, enloquecía a los perros y abatía a las personas. Ni siquiera en los espaciosos apartamentos de costosos cortinajes lo soportaban, se apiñaban todos en las exiguas sombras de los grandes árboles y rescataban de sus álbumes de fotos y sus recuerdos -con pudor, mas con una nostalgia tan desconcertante como ávida- imágenes enterradas hacía tiempo de invernales paisajes alemanes.

El último día del año 1945 hacía tanto calor que muchos hoteles indicaban primero el número de ventiladores del comedor y sólo entonces los platos que componían el menú del banquete. En Ngong ardían en el monte bajo los mayores incendios desde hacía años. En el Hove Court había restricciones de agua y ya no regaban las flores; incluso Owuor, que había crecido en el calor de Kisumu, tenía que secarse a menudo el sudor de la frente mientras cocinaba. No había duda de que la pequeña estación de las lluvias ya no llegaría y de que, antes de julio, no cabía esperar alivio alguno.

Jettel estaba demasiado agotada para quejarse. A partir del octavo mes de embarazo, se condenó a sí misma a una retirada absoluta de la vida y se volvió sorda a todo consuelo y a todos los buenos consejos. No había quien le quitara de la cabeza, que el aire de fuera era más llevadero que el de los espacios cerrados y ya a las ocho de la mañana corría a refugiarse bajo el guayabo de Regina. Aunque el doctor Gregory le decía que había engordado demasiado y que necesitaba hacer ejercicio, se pasaba horas sentada en la silla que Owuor le sacaba al jardín y cubría con pañuelos blancos con tanto esmero como si quisiera erigir un trono.

Las mujeres del Hove Court admiraban de tal modo la ocurrencia de Owuor que acudían al árbol a visitar a Jettel con tanta asiduidad como si realmente fuera una reina que sólo concediese audiencia a sus súbditos a determinadas horas. Sin embargo, eran pocas las que poseían la paciencia necesaria para escuchar sentimentalismos sobre el saludable invierno de Breslau, y muchas en cambio las que tenían la costumbre, insoportable para la sensibilidad de Jettel, de refugiarse lo antes posible en su propio pasado. Encontraba el lastre de la vida ajena aún más difícil de soportar que el permanente temor de que el calor pudiera dañar al niño y una vez más viniera al mundo muerto.

—Ya no soy capaz de concentrarme cuando alguien me cuenta algo —se lamentaba ante Elsa Conrad.

—Tonterías, eres demasiado vaga para escuchar. Despierta de una vez. También las demás tienen niños.

—Ya no puedo ni discutir como Dios manda —se quejó Jettel por la noche.

—No te preocupes —la consoló Walter—, ya podrás. Eso no lo has olvidado en ningún momento de tu vida.

Sólo cuando Regina volvía del colegio y se sentaba con ella bajo el árbol, emergía Jettel del estado entre soñolienta desesperación y profundo sueño. Únicamente el mundo de las hadas y los deseos cumplidos de Regina, al que no quería renunciar aunque su padre se burlara de ella tan pronto oía una palabra al respecto, y también su entusiasmo cuando describía la vida con el nuevo niño liberaban a Jettel de las molestias de su pesado cuerpo y forjaban de nuevo un fuerte vínculo con su hija, como ya hicieran durante el infortunado embarazo de Nakuru.

El último domingo de febrero devolvió a Jettel a la realidad con una violencia que nunca olvidaría. Por la mañana, el día no se diferenció en nada de los anteriores.

Después de desayunar, Jettel se instaló bajo el árbol, suspirando, y Walter se quedó en el apartamento para escuchar la radio. A mediodía, Owuor, que por lo general nunca se alejaba de la memsahib, no respondió a ninguna de sus llamadas. Enfadada, Jettel mandó a Regina a la cocina por un vaso de agua, pero ésta no regresó. La sed dio paso de pronto a un ardor tan vehemente que Jettel resolvió levantarse. Se percató de que la desgana entumecía sus miembros y luchó en vano contra la pereza, que le parecía tan indigna como ridícula.

Lentamente, logró poner un pie delante del otro y esperó a cada paso que aparecieran Owuor o Regina para ahorrarle el resto del camino. Pero no vio a ninguno, de modo que supuso, exhausta a causa de una ira que la importunaba aún más que el breve trayecto sin sombra a lo largo del agostado seto espinoso, que los sorprendería a ambos en una de las numerosas conversaciones sobre la granja que a ella siempre le parecían una traición a su desvalido estado.

Al abrir la puerta de un empujón, vio a Owuor. Estaba de pie en la cocina, cabizbajo, y no pareció advertir la presencia de Jettel. Repitió varias veces «bwana» con una voz tan queda como si llevara rato hablando consigo mismo. En el dormitorio las cortinas estaban echadas. En el aire denso y la mortecina luz, los escasos muebles de la habitación parecían tocones en un paisaje desierto. Walter y Regina, ambos sorprendentemente pálidos y con los ojos rojos, estaban sentados en el sofá y permanecían abrazados como dos niños confusos.

Jettel se asustó tanto que no se atrevió a preguntar nada. Se quedó mirándolos fijamente. Sintió frío y al mismo tiempo fue consciente de que el fresco que tanto había anhelado le hería la piel como un montón de alfileres.

—Papá lo ha sabido todo este tiempo —sollozó Regina, aunque su sonoro llanto se tornó al punto un suave lamento.

—Cállate. Has prometido no decir nada. No debemos poner nerviosa a mamá. Eso puede esperar hasta que llegue el niño.

—¿Qué ha pasado? —quiso saber Jettel. Su voz sonó firme y, aunque la invadió una vergüenza que no alcanzaba a explicarse, se sintió más fuerte que en todas las semanas anteriores. Incluso se agachó junto al perro sin notar dolores en la espalda. Se llevó la mano al corazón, mas no percibió sus latidos. Estaba a punto de repetir la pregunta cuando vio que Walter trataba de ocultar, apresurada y torpemente, un papel en el bolsillo del pantalón.

—¿La carta de Greschek? —preguntó sin esperanza.

—Sí —mintió Walter.

—¡No! —exclamó Regina—. ¡No! Fue Owuor el que obligó a su lengua a decir la verdad. Se apoyó en la pared y anunció: —El padre del bwana ha muerto. Y su hermana también.

—¿Qué ha pasado? ¿Qué significa todo esto? —Owuor ya lo ha dicho. Sólo se lo he contado a él.

—¿Desde cuándo lo sabes? —La carta llegó unos días después de la de Greschek. Me la entregaron en mano en el campamento. Me alegré de que tuviera que pasar la censura militar por venir de Rusia, así no era preciso que os hablara de ella. No he llorado. No hasta hoy. Y precisamente tiene que pillarme Regina. Se la he leído. No quería, pero no me dejaba en paz. Dios mío, me avergüenzo tanto por la niña.

—Dámela —dijo Jettel en voz baja—. Tengo que saberlo.

Se acercó a la ventana, desdobló el amarillento papel, vio la letra de imprenta e intentó leer primero únicamente el nombre y la dirección del remitente.

—¿Dónde queda Tarnopol? —preguntó, aunque no aguardó a oír la respuesta. Era como si aún pudiera eludir el horror que se avecinaba con sólo negarse el tiempo para comprender lo ocurrido.

Jettel leyó en voz alto las palabras «Estimado doctor Redlich», pero luego su voz se refugió en el aislamiento del silencio y comprendió, con una impotencia estremecedora que ya no podía esperar clemencia de sus ojos.

«Antes de la guerra yo era profesor de alemán en Tarnopol —leyó—, y hoy tengo el triste deber de comunicarle la muerte de su padre y de su hermana. Conocí bien al señor Max Redlich. Él confiaba en mí, ya que conmigo podía hablar alemán. Traté de ayudarlo en todo cuanto estuvo en mi mano. Una semana antes de su muerte me dio su dirección. Entonces supe que quería que le escribiera en caso de que le pasara algo.

«Tras muchos peligros y terribles privaciones, su padre y su hermana lograron llegar a Tarnopol. Al comienzo de la ocupación alemana aún había esperanza para él y para la señorita Liesel. Permanecían ocultos en el sótano de la escuela y querían pasar a la Unión Soviética cuando se presentara la ocasión. Luego, el 17 de noviembre de 1942, dos soldados de las SS golpearon a su padre en plena calle hasta matarlo. Murió en el acto, dejó de sufrir.

»Un mes más tarde sacaron a la señorita Liesel de la escuela y se la llevaron a Belsec.

No pudimos hacer nada por ella y tampoco hemos vuelto a tener noticias suyas. Fue el tercer transporte a Belsec. De allí no volvió nadie. No sé si sabe que la señorita Liesel se casó con un checo en la huida. El señor Erwin Schweiger era camionero - y el ejército ruso lo obligó a alistarse. De modo que tuvo que abandonar a su padre y a la señorita Liesel.

»Su padre estaba muy orgulloso de usted y no cesaba de mencionarlo. Siempre llevaba en el bolsillo la última carta que usted le escribió. Cuántas veces la hemos leído y nos hemos imaginado lo a gusto y seguros que estarían usted y su familia en la granja. El señor Redlich era un hombre valiente y hasta el último momento mantuvo la fe en que volverían a verse. Que Dios se apiade de su alma. Me avergüenzo de toda la humanidad por tener que escribir esta carta, pero sé que en su religión el hijo reza una oración por el padre el día de su muerte. La mayoría de sus hermanos no podrá hacerlo. Si supiera que tal vez sea un consuelo para usted poder hacerlo, mi deber resultaría menos oneroso.

»Su padre siempre me decía que tenía usted buen corazón. Que Dios se lo conserve.

No me escriba a Tarnopol. Aquí las cartas del extranjero traen problemas. Ruego por usted y por su familia.» Mientras aguardaba la llegada de las lágrimas que habían de redimirla, Jettel dobló la carta cuidadosamente, mas sus ojos seguían secos. La desconcertó no poder gritar, ni siquiera hablar; tuvo la sensación de ser un animal capaz de sentir únicamente el dolor físico. Se sentó, aturdida, entre Walter y Regina y se alisó la bata, empapada en sudor.

Hizo un ligero movimiento, como si quisiera acariciarlos a ambos, pero no fue capaz de alzar la mano lo suficiente, de modo que se la pasó una y otra vez por el vientre.

Jettel se preguntaba si no sería pecado dar a luz a un niño que al cabo de unos años preguntaría por sus abuelos. Al mirar a Walter, supo que éste percibía su protesta, pues negaba con la cabeza. Con todo, la desamparada obstinación de Walter fue para ella un consuelo, y dijo, sin dejar que la desesperación debilitara su voz: —Será niño, y ya sabemos cómo se llamará.

 

CAPÍTULO XVIII

En la larga noche del 6 de marzo de 1946 fueron muchos los agotados inquilinos del Hove Court que no hallaron el descanso que en épocas de extraordinario calor defendían aún con más pasión que sus bienes personales. En la mayoría de las habitaciones y los apartamentos, las lámparas ardieron hasta el amanecer; los niños gritaban llamando a sus ajas y pidiendo sus biberones ya antes de medianoche; los chicos perdieron el sentido de la razón, el deber y el orden y pusieron a calentar el agua para el té de la mañana antes de escuchar el canto de los primeros pájaros; los perros le ladraban a la luna, a las sombras, a los árboles resecos y a la irritada gente; se enzarzaban con enconada animosidad en peleas que invariablemente desembocaban en una lucha sin cuartel entre sus dueños; las radios proclamaban los grandes éxitos del momento con tanta sonoridad como al término de la guerra en Europa; hasta la señorita Jones, casi sorda, apareció en camisón ante la oficina cerrada para notificar que había oído mucho barullo.

Owuor, que estaba solo con la memsahib kidogo, no fue a su cuarto ni para cenar ni para ver a la joven mujer a la que había hecho venir de Kisumu hacía una semana. Tres horas después de que se pusiera el sol, sacudió todas las mantas y los colchones, luego barrió los suelos de madera y cepilló al perro, y por último se arregló las uñas con la lima de la memsahib, cosa que ésta jamás le habría permitido de haber estado en casa.

Con un gran peso en el pecho y el vientre, meció su agotamiento en la hamaca de Regina hasta lograr serenarse sin que el sueño fuera lo bastante intenso para disolver las imágenes de su cabeza. De vez en cuando trataba de entonar la melancólica canción de la mujer que busca a su hijo en el bosque y sólo oye su propia voz, pero a menudo la melodía se le atascaba en la garganta y al final tuvo que expulsar su impaciencia tosiendo.

Regina estaba tumbada en la cama de sus padres con la blusa blanca del colegio y la delicada falda gris que exigía aún más cuidados que un polluelo recién salido del cascarón. Se había propuesto leer David Copperfield de principio a fin sin siquiera levantarse por un vaso de agua, pero ya en los dos primeros párrafos las letras empezaron a enmarañarse y a pasar ante sus ojos a toda velocidad como círculos de un rojo encendido. Tenía las manos húmedas del esfuerzo de acariciar las perlas de colores del cinturón mágico; la lengua ya temía las penalidades de formular correctamente el único deseo que Regina quería volver a pedirle al destino para así convencer al taciturno dios Mungo de que esta vez tenía que estar de su parte y no de la de la muerte, como en los días de las lágrimas ahogadas.

Desde que Walter y Jettel salieran corriendo en mitad de la cena con una maletita y, despidiendo el olor de una manada de perros rabiosos, se marcharan en el coche del señor Slapak, Regina luchaba contra el miedo, que tenía una fuerza más malvada que una serpiente famélica. La incertidumbre bramaba en sus entrañas como una cascada furiosa tras una tormenta. Sólo cuando la pedregosa montaña de su garganta amenazó con deslizarse entre sus dientes, corrió hacia Owuor, palpó con los dedos las familiares curvas de sus hombros y le preguntó: —¿Crees que éste será un buen día? Entonces Owuor abrió los ojos y, como si en toda su vida sólo hubiera aprendido a decir esa única frase, repuso: —Sé que será un buen día.

Tan pronto como las palabras salieron de su boca, él y la memsahib kidogo miraron al suelo, y es que ambos tenían una cabeza que no podía olvidar. Y ambos sabían que un nítido recuerdo de los días en cuestión era aún peor que el palo vengador de la víctima sobre la piel desnuda del ladrón pillado in fraganti.

A las tres de la mañana, Elsa Conrad regó las camelias de su ventana y se llamó a sí misma loca senil tan alto que la señora Taylor salió al balcón hecha una furia, pidiendo a gritos un poco de silencio. Pese a todo, no pasó a mayores, pues precisamente en el momento en que a Elsa se le ocurrieron por fin los improperios adecuados en inglés y además tuvo clara su pronunciación correcta, vio al profesor Gottschalk. Estaba paseando por el oscuro jardín con el sombrero y el diminuto plato de porcelana en que tomaba su papilla de avena por la mañana. Las dos se gritaron: «Ya está», y se tocaron al mismo tiempo la sien con el índice para indicar que dudaban de que estuviera en sus cabales.

Mucho antes, Chepoi había tenido que despachar a dos oficiales decepcionados sin que los hambrientos jóvenes pudieran juzgar siquiera con una mirada los encantos de la famosa señora Wilkins. La propia Diana aún seguía asomada a la ventana al amanecer.

Llevaba la corona dorada con las piedrecitas de colores que, en su única actuación en Moscú, le hiciera creer en la promesa de un futuro ilusorio. En los breves descansos que se tomaba en el sillón, rociaba tan a menudo a su perro con su perfume favorito que éste le mordía el dedo con inusitado arrojo para protegerse la nariz.

Por su parte, Diana insultaba al extenuado animal llamándolo «sucio Stalin».

Aullando de dolor y rabia, y atormentada por una vaga animadversión hacia todo aquello que, de haber estado sobria, habría podido definir claramente con la palabra «bolcheviques», cedió por fin a los esfuerzos de Chepoi por calmarla. Tras un forcejeo desacostumbradamente breve, se dejó arrancar de las manos la botella de whisky y permitió que su chico la llevara a la cama con la promesa de despertarla en caso de que hubiera novedades.

Sin embargo, sin que ni el más mínimo indicio apuntara en el Hove Court a la trascendencia de aquel instante, a las cinco y un minuto, en la Clínica de Maternidad Eskotene, a cinco millas de distancia, nacía Max Ronald Paul Redlich. Su primer berrido se produjo al unísono con un repentino estruendo en el cielo que sonó como la estampida de una manada de ñúes amenazados. Cuando la hermana Amy Patrick colocó al niño en la balanza y anotó su peso, de cinco libras y cuatro onzas, y aquel nombre tan largo y difícil de deletrear, sus vidriosos ojos revivieron levemente y ella habló de un milagro.

»Ni la sonrisa -exagerada para la ocasión- de la comadrona, agotada tras su tercera noche en vela, ni la eufórica evocación de un poder sobrenatural tenían nada que ver con el niño, como tampoco con la aliviada madre, cuyo acento, atroz para oídos sensibles, le había resultado tan molesto a la hermana Amy durante el difícil parto. El espontáneo entusiasmo de Amy Patrick era únicamente la expresión de un asombro comprensible por el hecho de que las pequeñas lluvias hubieran salvado a Nairobi, sin el correspondiente aviso en el parte meteorológico del día anterior, de una ola de calor nunca vista hasta entonces. La comadrona se sintió tan aliviada que, pese a la lamentable circunstancia de carecer de un público versado, sacó a relucir su humor inglés. Cuando le estaba poniendo el ombliguero al recién nacido, dijo con un suspiro de satisfacción: «Dios santo, el muchacho berrea como un inglesito.» Aquella bendición del cielo fue extraordinariamente escasa para ser una estación de las lluvias tardía. A lo sumo, sería tema de conversación durante una semana y apenas alcanzaría para limpiar de polvo el plumaje de los pájaros más pequeños, los tejados de chapa ondulada y las ramas más altas de los espinos egipcios. No obstante, el hecho de que lloviera reafirmó a toda la gente de buena fe que había sacrificado voluntariamente su reposo nocturno en la creencia de que el nacimiento de Max Redlich era un suceso extraordinario y de que el niño podía ser portador de esperanzas para la segunda generación de refugiados.

Al principio, Regina y Owuor no se percataron de la llegada de Walter. No oyeron ni el fuerte empujón que le propinó a la puerta, que no cerraba bien, ni la imprecación que soltó al tropezar con el perro, que estaba dormido. Sólo salieron de su somnolencia, sobresaltados como dos soldados ante una repentina orden de ataque, al oír unas atronadoras arcadas procedentes de la cocina. Owuor le dio un puntapié a la puerta abierta con el que ni siquiera de joven habría arreado a un burro obstinado. Su bwana estaba arrodillado, lanzando ayes, ante un cubo herrumbroso al que se aferraba con ambas manos.

Regina corrió hacia su padre e intentó abrazarlo por detrás antes de que la decepción y el pánico la paralizaran. Cuando Walter notó los brazos de Regina en torno a su pecho, se levantó como un árbol que hubiera acusado la sed en sus raíces y sintiera justo a tiempo en sus hojas las gotas de agua que habían de salvarlo.

—Ha llegado Max —jadeó—. Esta vez Dios ha sido bueno con nosotros.

Reinó el silencio hasta que la cenicienta piel de Walter se tiñó de nuevo de aquel tenue beige que tan bien le sentaba a su uniforme. Regina dejó que las palabras de su padre se entretuvieran demasiado tiempo en sus oídos, de modo que no pudo hacer más que obligar a su cabeza a describir pequeños movimientos uniformes. Tardó treinta penosos segundos en sentir el vivificador torrente de lágrimas.

Cuando por fin logró abrir los ojos, vio que también Walter estaba llorando; arrimó su cara a la de él para compartir largamente la cálida savia salada de la alegría.

—Max —dijo Owuor. Sus dientes relucían como velas nuevas en la oscura estancia—.

Ahora tenemos un bwana kidogo —rió.

De nuevo nadie dijo nada. Pero luego Owuor repitió el nombre una vez más, pronunciándolo con tanta nitidez como si lo conociera de toda la vida, y entonces el bwana le dio una palmada en el hombro. Al hacerlo, se echó a reír como el día en que huyeron las langostas y lo llamó rafiki.

La suave y dulce palabra para amigo, que Owuor sólo podía saborear con orgullo cuando el bwana la decía bajito y un tanto ronco, voló hacia sus oídos como una mariposa en un día caluroso. Aquellos sonidos caldearon su pecho y borraron el miedo de la larga noche, esculpido con un cuchillo demasiado afilado.

—¿Ya has visto al niño? —quiso saber—. ¿Tiene dos ojos sanos y diez dedos? Un niño ha de parecerse a un monito.

—Mi hijo es más hermoso que un mono. Ya lo he tenido en mis brazos. Hoy por la tarde lo verá la memsahib kidogo. Owuor, he preguntado si podía llevarte con nosotros, pero en el hospital las hermanas y el médico me han dicho que no. Quería que estuvieras presente.

—Puedo esperar, bwana. ¿Lo has olvidado? He esperado cuatro estaciones de las lluvias.

—¿Con tal exactitud sabes cuándo murió el otro niño? —Tú también lo sabes, bwana.

—A veces tengo la sensación de que Owuor es el único amigo que tengo en esta maldita ciudad —dijo Walter de camino al hospital.

—Un amigo basta para toda una vida.

—¿De dónde has sacado eso? ¿De tu estúpida hada inglesa? —De mi estúpido Dickens inglés, pero el señor Slapak también es un poco tu amigo.

Te ha prestado su coche. Si no, ahora tendríamos que ir en autobús.

Regina arrancó un trocito del relleno de los desgastados asientos y le hizo cosquillas a Walter en el brazo con la dura punta de la crin de caballo. Nunca había visto a su padre al volante de un coche y, a decir verdad, ni siquiera tenía idea de que supiera conducir.

Estaba a punto de decírselo, pero temió, sin que pudiera explicarse el motivo, que el comentario pudiera ofenderlo, de modo que en su lugar observó: —Conduces muy bien.

—Ya conducía cuando aún nadie contaba contigo.

—¿En Sohrau? —preguntó obediente.

—En Leobschütz. El Adler de Greschek. Dios mío, si Greschek supiera qué día es hoy.

El traqueteante Ford ascendía la colina gemebundo, dejando tras de sí espesas nubes de fina arena rojiza. El coche no tenía cristales ni en el lado izquierdo ni en la parte delantera, y en el oxidado techo había grandes agujeros por los que entraba un sol abrasador. El calor, con sus veloces alas, y el sofocante viento arañaban la piel volviéndola roja. Regina se sentía como en aquel jeep en que Martin había ido a buscarla para pasar las vacaciones. Vio los oscuros bosques de Ol’ Joro Orok con una nitidez que hacía tiempo no recordaba, y luego una cabeza de rubio cabello y ojos claros de los que salían volando pequeñas estrellas que se perdían a lo lejos.

Por unos momentos disfrutó del pasado con igual regocijo que del presente, pero un repentino ardor en la nuca le devolvió aquel doloroso anhelo que creía devorado para siempre por los días de espera. Mascó aire para liberar a sus ojos de aquellas imágenes que ya no podía volver a ver y a su corazón de aquella aflicción que tan poco casaba con su embriagadora felicidad.

—Te quiero mucho —susurró.

La Clínica de Maternidad Eskotene, un edificio blanco de sólida construcción con ventanas de cristal azul celeste y esbeltas columnas en el pórtico por las que trepaban rosas del color del cielo a la caída del sol, se hallaba en un parque con un estanque en el que se distinguían carpas doradas entre los nenúfares y una cuidada alfombra de tupida hierba verde. Los altos cedros, sobre cuyas ramas los mirlos metálicos desplegaban su plumaje de un azul resplandeciente formando pequeños abanicos, aún vaheaban tras la lluvia de la mañana. Ante el portón de la verja de hierro había un áscari de anchas espaldas con uniforme azul marino y un grueso palo de madera que sostenía con ambas manos. Un lebrel irlandés color café de barba gris yacía dormido a sus pies.

La costosa clínica privada se mostraba reacia a ayudar a los hijos de los refugiados a iniciar su andadura en la vida, y a este respecto el doctor Gregory, por lo demás siempre dispuesto a transigir, no se avenía a razones. Por principio, no atendía a ninguna paciente en el Hospital General, en el que los médicos tenían que atravesar los pasillos en que se encontraban las unidades para negros antes de llegar a la sección de los europeos. Durante el embarazo sus honorarios habían acabado con todos los ahorros que Jettel había acumulado con su empleo en el Horse Shoe, y la factura del parto y la estancia en el Eskotene se llevaría seguramente la paga extraordinaria que le correspondía a un sargento por el nacimiento de un hijo.

Pese a todo, el doctor Gregory hacía gala de una simpatía y un esmero intachables incluso con aquellas pacientes que no podían permitirse pagar sus honorarios y que no se correspondían con su categoría, alcanzada con el sudor de su frente. Tal como relató él mismo con aire risueño en su círculo íntimo, no sin cierto asombro ante aquel talante tan tolerante, nunca visto hasta la fecha, incluso se había acostumbrado a la pronunciación de Jettel. Cada vez que la examinaba, se sorprendía luego arrastrando la erre durante algún tiempo de un modo ciertamente absurdo.

Pero, sobre todo, no dejó que aquel extraño personaje advirtiera en su distinguida consulta que para sufragar la fuerte suma restante que le correspondía había recurrido, con total discreción y aludiendo a la edad de Jettel y a las complicaciones que cabía esperar durante el embarazo y el parto, a la Comunidad Judía de Nairobi. Al fin y al cabo, hacía años que estaba en la junta directiva con el anciano Rubens y nunca había vacilado en declarar públicamente su adhesión al judaísmo, ni siquiera cuando cambió su nombre, de origen polaco, por la versión inglesa, más fácil de pronunciar.

El doctor Gregory, que visitaba a sus pacientes dos veces al día porque el Eskotene le quedaba de camino al campo de golf y poseía desde joven un talento especial para combinar las obligaciones y las aficiones, estaba con Jettel cuando apareció Walter con Regina. Al verlo, los dos se quedaron indecisos en la puerta. La torpeza de ambos, la turbación del padre, que de inmediato se trocó en un atribulado servilismo, y la hija, con el cuerpo de una niña y un rostro que parecía cincelado por vivencias demasiado prematuras, conmovieron al médico.

Se preguntó, algo aturdido por una vergüenza que lo irritaba más de lo que le agradaba, si no debería haberse preocupado más de la suerte de aquella pequeña familia que, en su palpable unión, la cual se le antojaba grotescamente anticuada, le recordaba a los relatos de su abuelo. Hacía años que no pensaba en aquel anciano que, en su pequeño y húmedo piso del East End londinense, solía apelar un tanto fastidiosamente a las mismas raíces de las que el ambicioso estudiante de medicina había intentado librarse tan tenazmente. Con todo, la emoción fue demasiado efímera para dejarse vencer por ella.

-Come on! -exclamó, pues, a un volumen un poco exagerado que se había acostumbrado a utilizar expresamente con las gentes del continente, sedientas de cordialidad, para luego añadir, en voz más queda e incluso algo tímida y con un sentimiento de comunión que sólo podía explicarse con sentimentalismo-: Massel tow. - Le dio unas palmaditas a Walter en la espalda, acarició distraído la cabeza de Regina, rozando con su mano la mejilla de la niña, y abandonó a toda prisa la habitación.

Sólo cuando el médico cerró la puerta tras de sí vio Regina apoyada en el brazo de Jettel una diminuta cabecita con una corona de pelusilla negra. Oyó, como salida de una niebla que se tragara los sonidos, la respiración de su padre y, a continuación, un leve gimoteo del recién nacido y a Jettel acallando al bebé con tentadores arrullos. Regina deseaba echarse a reír a carcajadas o al menos dar gritos de alegría como sus compañeras cuando ganaban un partido de hockey, pero de su boca sólo salió un ruido gutural que le pareció francamente mezquino.

—Ven —dijo Jettel—, te estábamos esperando.

—Sujétalo bien, no podemos permitirnos hacer uno nuevo —le advirtió Walter, poniéndole el niño a Regina en los brazos—. Éste es tu hermano Max —anunció con una voz extraña, solemne—. Ya le he oído gritar esta mañana temprano. Sabe exactamente lo que quiere. Cuando sea mayor te cuidará bien. No como yo a mi hermana.

Max había abierto los ojos. Iluminaban de azul un semblante que tenía el color de las mazorcas tempranas de Rongai, y su piel olía dulce como el poscho recién hecho.

Regina rozó la frente de su hermano con la nariz para apoderarse del aroma. Estaba segura de que nunca en la vida volvería a sentir tal borrachera de felicidad. En ese instante le dijo un último adiós a su hada, a la que ya no tendría que molestar nunca más. Fue una despedida breve, sin pena ni titubeos.

—¿No quieres decirle nada? —No sé en qué idioma hablar con él.

—Aún no es un refugiado en toda regla y no se avergonzará de oír su lengua materna.

—Jambo —musitó Regina—, jambo, bwana kidogo. —Se asustó al darse cuenta de que la felicidad había adormecido su atención a las palabras que atemorizaban a su padre. El arrepentimiento hizo palpitar su corazón—. ¿De verdad es mío? —preguntó cohibida.

—De todos nosotros.

—Y también de Owuor —añadió Regina pensando en las conversaciones de la noche.

—Pues claro, siempre que Owuor pueda quedarse con nosotros.

—Hoy no —repuso Jettel enojada—, hoy sí que no.

Regina se tragó la pregunta que la curiosidad intentaba deslizar en su boca.

—Hoy sí que no —le explicó a su nuevo hermano, pero sólo pronunció las palabras mágicas mentalmente, y convirtió la risa que le arañaba la garganta en agudos sonidos de alegría para que ni el padre ni la madre se enteraran de que su hijo ya estaba aprendiendo la lengua de Owuor.

Owuor permaneció sentado ante la cocina con la cabeza entre las manos y el sueño bajo los párpados hasta la puesta de sol, antes de oír el coche, que chillaba más que un tractor maltratado por el barro y las piedras. Como el bwana tenía que devolverle primero el coche al tunante de Slapak, su espera aún tardaría un rato en concluir, pero él nunca había contado las horas, sólo los días buenos. Movió lentamente un brazo, y después un poco la cabeza, en dirección a la figura que estaba apoyada contra la pared detrás de él, y siguió dormitando satisfecho.

A Slapak también le gustaba el sabor de la alegría. Precisamente porque, tras cuatro hijos -el último ya estaba empezando a gatear-, contemplaba el nacimiento de un retoño en su propia familia con la misma sobriedad que el almacén de su tienda de artículos de segunda mano, cuya prosperidad era extraordinaria desde que terminara la guerra, precisamente por eso ansiaba la dicha ajena. Cuando Walter y Regina fueron a devolverle las llaves del coche, los hizo pasar a su apretada sala de estar, que olía a pañales mojados y sopa de hierbas.

Si bien la mayor parte de la gente del Hove Court sólo veía en León Slapak al taimado comerciante que vendería a su propia madre si ello le reportara el menor beneficio, en el fondo era un hombre piadoso para el que los favores con los que a otros colmaba eran la confirmación de que Dios quería el bien de los hombres buenos. Y a él siempre le había gustado aquel humilde y amable soldado de uniforme extranjero cuyos ojos delataban que sus heridas no las había recibido en el campo de batalla, sino en la lucha con la vida. Slapak siempre saludaba a Walter cuando lo veía, y le complacía la gratitud con que éste le devolvía el saludo, la cual le recordaba a los hombres de su tierra.

De modo que Slapak, al que sus vecinos despreciaban, llenó de vodka un vaso que previamente limpió a conciencia con su pañuelo, se lo puso a Walter en la mano, bebió él mismo un trago de la botella y soltó una retahila de palabras de las que Walter no entendió ni una. Era la mezcolanza habitual de los refugiados del Este; constaba de expresiones en polaco, yidish e inglés que a Walter, cuanto más lo agasajaba Slapak con su ardiente corazón y su refrescante alcohol, más le recordaban a Sohrau, ya que Slapak desistió pronto de sus esfuerzos con el inglés, y después también con el yidish, y empezó a hablar únicamente en polaco. Por su parte, Slapak, al oír a Walter chapurrear el escaso polaco que recordaba de su infancia, se alegró tanto como si acabara de hacer un lucrativo negocio del todo inesperado.

Fue una noche de complicidad entre dos hombres entregados a unos recuerdos que procedían de dos mundos muy distintos, pero que compartían las raíces comunes del dolor. Dos padres que no pensaban en sus hijos, sino en el deber de hijos que no habían podido cumplir. Aunque su invitado tenía su misma edad, Slapak lo despidió poco antes de medianoche con la antigua bendición de los padres. Después le regaló a Walter un cochecito que él mismo volvería a necesitar a lo sumo en un año, un paquete de pañales hechos jirones y un vestido de terciopelo rojo para Regina, aunque para llenarlo a ésta le faltaban varios kilos y otros tantos centímetros.

—He celebrado el nacimiento de mi hijo con un hombre con el que no puedo hablar —suspiró Walter en el breve trayecto que los separaba de su apartamento. Le dio un empujón al cochecito. Las ruedas, con la goma resquebrajada, crujieron en el empedrado—. Tal vez algún día pueda reírme de ello.

Tenía la necesidad de explicarle a Regina por qué, pese a la reconfortante sensación de calidez, consideraba la visita a Slapak como un símbolo de su disgregada vida, pero no sabía cómo.

También Regina estaba en ese momento ordenándole a su cabeza que contuviera aquellos desconcertantes pensamientos que no debía manifestar, pero entonces dijo: —No me entristecerá si ahora quieres a Max más que a mí. Ya no soy una niña.

—¿Cómo se te ocurre semejante tontería? Sin ti no habría aguantado todos estos años.

¿Acaso crees que puedo olvidar eso? Menudo padre sería. Nunca he podido darte más que amor.

—Ha sido enough. —Regina lamentó no haber logrado encontrar a tiempo la palabra alemana. Echó a correr tras el cochecito como si fuera importante cogerlo antes de que llegara a los eucaliptos, lo paró, regresó corriendo hacia su padre y lo abrazó. El olor a alcohol y tabaco que emanaba de su cuerpo y la sensación de seguridad que bullía en el suyo se fundieron en un torbellino que la dejó aturdida.—Te quiero más que a todas las personas del mundo —le dijo.

—Yo a ti también, pero eso no se lo diremos a nadie. Nunca.

—Nunca —prometió Regina.

Owuor estaba tan erguido ante la puerta como el áscari del palo en el hospital.

—Bwana, ya he encontrado un aja —anunció, el orgullo tiñendo su voz.

—¿Un aja? Eres tonto, Owuor. ¿Qué vamos a hacer con un aja? Nairobi no es como Rongai. En Rongai, el bwana Morrison pagaba al aja. Ella vivía en su granja. En Nairobi he de ser yo quien pague al aja. Y no puedo. Sólo tengo dinero suficiente para ti. No soy rico. Eso ya lo sabes.

—Nuestro niño es tan bueno como los demás —replicó Owuor—. Ningún niño puede estar sin aja. La memsahib no puede pasear por el jardín con un cochecito tan viejo. Y yo no puedo trabajar para un hombre que no tiene un aja para su hijo.

—Tú eres el gran Owuor —se burló Walter.

—Ésta es Chebeti, bwana —explicó Owuor, guarneciendo con paciencia cada una de las cuatro palabras—. No tienes que darle mucho dinero. Ya se lo he contado todo.

—¿Qué le has contado? —Todo, bwana.

—Pero si no la conozco.

—Yo la conozco, bwana. Eso es suficiente. .

Chebeti, que estaba sentada delante de la puerta de la cocina, se puso en pie. Era alta y delgada, llevaba un amplio vestido azul que le cubría los pies desnudos y colgaba de sus hombros como una capa floja. En la cabeza lucía un pañuelo blanco a modo de turbante.

Tenía los movimientos lentos y elegantes de las jóvenes del clan de los jaluo, su porte seguro. Cuando Walter le tendió la mano, ella abrió la boca, mas no dijo nada.

Regina no estaba ni siquiera lo bastante cerca como para ver en la oscuridad el blanco de aquellos ojos extraños, pero se dio cuenta de que la piel de Chebeti olía igual que la de Owuor, como dik-diks a mediodía en la alta hierba.

—Chebeti será una buena aja, papá —aprobó Regina—. Owuor sólo duerme con mujeres buenas.

 

CAPÍTULO XIX

El capitán Bruce Carruthers se puso en pie enérgicamente, pisó un escarabajo que había en el suelo, aplastó luego contra el cristal de la ventana una curruca que confundió con un mosquito y volvió a sentarse desganado. Le disgustaba tener que revolver el montón de papeles de su escritorio para sacar una carta concreta antes de hablar con aquel sargento que siempre saludaba como si estuviera ante el mismísimo rey y hablaba inglés como un indio miserable, aquel sargento que, pese a algunas reservas difíciles de explicar, en realidad no le era del todo antipático. Carruthers tenía aversión a toda forma de indisciplina y una repugnancia enfermiza a un desorden que él mismo había provocado. Le daba vueltas -demasiadas, pensaba malhumorado- al hecho de que precisamente a él, que detestaba las discusiones aún más que el desvarío entre los soldados, le tocara siempre la tarea de decirles a sus hombres cosas que no deseaban oír.

A él, que no quería otra cosa que poder por fin pasear por Princess Street en una neblinosa mañana de otoño y sentir en la piel las primeras señales del invierno, era al único al que nadie le había comunicado que su solicitud de baja del ejército había sido «pospuesta hasta nuevo aviso». Esa decepción había tenido que procurársela él mismo sacándola del correo dos días atrás. Desde entonces, el capitán tenía aún más claro que antes que África no era un buen lugar para un hombre que hacía cinco años, demasiado largos ya, había dejado en Edimburgo, además de su corazón, a una mujer muy joven que cada vez tardaba más tiempo en responder a sus cartas y ya hacía mucho que no podía explicar de forma convincente por qué.

El capitán Carruthers se tomó como una doble ironía del destino tener que informar ahora a aquel singular sargento con ojos de collie sumiso de que el Ejército de Su Majestad no tenía interés en prolongar su servicio.

—¿Por qué demonios quiere este tipo irse a Alemania? —rezongó.

—Allí me siento como en casa, señor.

El capitán miró a Walter sorprendido. Ni lo había oído llamar a la puerta ni se había percatado de que hablara solo, algo que últimamente le ocurría con lamentable frecuencia.

—¿Desea unirse al ejército de ocupación británico? —Sí, señor.

—No es mala idea. Supongo que sabe alemán. Por algún motivo, parece usted de allí.

—Sí, señor.

—Allí sería usted el hombre adecuado para poner orden entre los fucking jerries.

—Así lo creo, señor.

—Los de Londres no piensan así —afirmó Carruthers—. Si es que piensan alguna vez. —Rió con ese asomo de burla que le había granjeado reputación de oficial con el que siempre se podía hablar.

Cuando comprendió que había malgastado su ingenio, le tendió la carta a Walter. Se quedó contemplando con una impaciencia que no venía a cuento cómo Walter se peleaba con las ceremoniosas fórmulas de los arrogantes burócratas londinenses.

—En casa —dijo con una brusquedad que lamentó un tanto cuando la advirtió— no quieren ningún soldado en las fuerzas de ocupación que no tenga pasaporte inglés.

Realmente, ¿qué quería hacer en Alemania? —Quería quedarme allí cuando me licenciara.

—¿Por qué? —Alemania es mi patria, señor —balbuceó Walter—. Perdone, señor, que se lo diga.

—No tiene importancia —respondió el capitán, distraído.

Tenía claro que no necesitaba entrar en discusiones sobre el tema. Sólo estaba obligado a poner a sus hombres al corriente de aquellas cuestiones que les concernían y a cerciorarse de que también ellos entendían las decisiones, algo que, con la cantidad de extranjeros y la maldita gente de color que había en el ejército, ya no era tan obvio como en los buenos tiempos. El capitán se espantó una mosca de la frente. Sabía que se implicaría innecesariamente en un asunto que no le incumbía si no zanjaba la conversación de inmediato.

Sin embargo, un impulso, que más tarde se explicaría por la duplicidad del destino y su melancolía, le hizo demorar más de la cuenta la leve inclinación de la cabeza con que se habría deshecho del sargento del modo habitual y habría quedado libre para la siguiente batalla con los estúpidos mosquitos. El hombre que tenía ante sí había hablado de patria, y precisamente esa necia, profanada y romántica palabra perturbaba desde hacía meses el descanso de Bruce Carruthers.

—Mi patria es Escocia —dijo, y por un instante creyó de veras que hablaba de nuevo consigo mismo—, pero a algún chiflado de Londres se le ha metido en su retorcida cabeza que debo pudrirme aquí, en la condenada Ngong.

—Sí, señor.

—¿Conoce Escocia? —No, señor.

—Una tierra maravillosa con buen clima, buen whisky y buena gente en la que aún se puede confiar. Los ingleses no tienen ni la menor idea de lo que es Escocia ni de lo que nos hicieron cuando capturaron a nuestro rey y nos robaron la independencia — prosiguió el capitán. Cayó en la cuenta de que era totalmente ridículo hablar de Escocia y del año 1603 con un hombre que aparentemente no podía decir mucho más que sí y no.

—¿A qué se dedica en la vida civil? —preguntó en su lugar.

—En Alemania era abogado, señor.

—¿De verdad? —Sí, señor.

—Yo también soy abogado —replicó el capitán. Recordó que la última vez que había pronunciado esa frase fue cuando ingresó en el maldito ejército—. ¿Cómo diablos — preguntó pese al descontento por su repentina curiosidad— ha venido a parar a este país de monos? Un abogado necesita su lengua materna. ¿Por qué no se quedó en Alemania? —Hitler no me quería.

—¿Y por qué no? —Soy judío, señor.

—Cierto. Lo dice aquí. ¿Y ahora quiere volver a Alemania? ¿Acaso no ha leído esos horribles informes sobre los campos de concentración? Al parecer, Hitler ha tratado muy mal a su gente.

—Los Hitler van y vienen, pero el pueblo alemán perdura.

—Vaya, de repente sabe inglés. ¡Cómo lo ha expresado! —Lo dijo Stalin, señor.

Los años en el ejército habían enseñado al capitán Carruthers a no hacer más de lo que a uno se le exigía y, sobre todo, a no cargar sobre sus espaldas cuitas ajenas, pero la situación, por grotesca que fuera, le fascinaba. Acababa de mantener la primera conversación inteligente en meses, y precisamente con un hombre con el que no era capaz de comunicarse mejor que con el mecánico indio de la compañía, que interpretaba cada papel escrito como una ofensa personal.

—Seguro que quiere que el ejército le pague el pasaje. Un billete a casa gratis. Eso es lo que queremos todos.

—Sí, señor. Es mi única oportunidad.

—El ejército está obligado a enviar a cada soldado a su patria con su familia —le aclaró el capitán—. Eso lo sabe, ¿no? —Disculpe, señor, no le he entendido.

—El ejército debe llevarlo a Alemania si allí es donde está su hogar.

—¿Quién ha dicho eso? —Las ordenanzas. —El capitán rebuscó entre los papeles de su escritorio, pero no encontró lo que buscaba. Finalmente, sacó del cajón una hoja amarillenta, escrita con letra pequeña y muy apretada. No esperaba que el sargento pudiera leer lo que decía, pero le tendió de todas formas el reglamento y descubrió, perplejo y un tanto conmovido, que a todas luces Walter parecía entender la complicada exposición de los hechos, al menos en lo que a él concernía—. Un hombre de letras —sonrió Carruthers.

—Disculpe, señor, de nuevo no le he entendido.

—No tiene importancia. Mañana cursaremos su solicitud de licenciamiento y traslado a Alemania. ¿Por casualidad me ha entendido esta vez? —Oh, sí, señor.

—¿Tiene familia? —Esposa y dos hijos. Mi hija va a cumplir catorce años y mi hijo tiene ahora mismo ocho semanas. Se lo agradezco mucho, señor. No tiene idea de lo que está haciendo por mí.

—Creo que sí —lo interrumpió Carruthers pensativo—. Pero no se haga demasiadas ilusiones —añadió con una ironía que ya no le salió con tanta facilidad como antes—, en el ejército todo va muy despacio. ¿Cómo dicen aquí los malditos negros? —Pole pole —se alegró Walter y, al repetir lentamente las dos palabras, tuvo la sensación de ser Owuor. Cuando vio que Carruthers inclinaba la cabeza, se apresuró a abandonar el despacho.

Al principio no era capaz de explicarse las cambiantes emociones que sentía. Lo que primero había interpretado como la perspicacia de un hombre que tenía valor suficiente para reconocer su fracaso de repente le parecía una imprudencia irresponsable. Y, sin embargo, presentía que había surgido una chispa de esperanza que ni las dudas ni el miedo al futuro podían apagar.

No obstante, cuando Walter regresó al Hove Court aún estaba ofuscado por la inquietante mezcla de euforia e incertidumbre. Se detuvo en la puerta y se quedó allí un rato que se le hizo eterno, entre los cactus, contando las flores y tratando, sin éxito, de hallar la suma de las cifras de cada número. Más tiempo aún necesitó para vencer la tentación de pasarse primero por casa de Diana y sacar fuerzas de su buen humor y, sobre todo, de su whisky. Su paso era lento y silencioso cuando se decidió a continuar, pero entonces vio a Chebeti sentada con el bebé bajo el mismo árbol que había ofrecido consuelo, protección y sombra a Jettel durante el embarazo. Decidió darle un respiro a sus nervios.

Su hijo yacía oculto entre los pliegues del vestido azul celeste de Chebeti. Tan sólo asomaba su diminuta gorra de lienzo blanco. Ésta rozaba la barbilla de la mujer y, con el suave viento, parecía un barco en el océano en calma. Regina, con una corona de hojas de limonero en la cabeza, estaba acurrucada en la hierba con las piernas cruzadas. Como no sabía cantar, les leía al aja y a su hermano con voz solemne y enigmática una canción infantil con muchos y repetitivos sonidos.

Por un instante, Walter se enfadó pues no conseguía entender ni una sola palabra; luego comprendió, reconciliándose al punto consigo mismo y con el destino, que al recitarlo su hija estaba traduciendo sobre la marcha el texto inglés a la lengua jaluo. Tan pronto Chebeti captaba un sonido familiar, aplaudía y su garganta se inundaba de una risa dulce y melodiosa. Cuando su temperamento se encendía, los movimientos de su cuerpo despertaban a Max y era como si éste intentara imitar los tiernos y tentadores ruiditos antes de ser mecido hasta volver a sumirse en un placentero sueño.

Owuor estaba sentado, muy erguido, bajo un cedro de hojas oscuras y contemplaba hasta el menor movimiento del bebé con viva atención. A su lado yacía el bastón con la cabeza de león tallada en la empuñadura que se había comprado el primer día de trabajo de Chebeti. Se afanaba en el cuidado de sus dientes con un pedacito de caña de azúcar verde que roía con vigorosas dentelladas, y de cuando en cuando escupía a la alta hierba hasta que ésta refulgía al sol vespertino con los mismos visos multicolores que el rocío de la mañana. Con la mano izquierda acariciaba a Rummler, que incluso dormitando respiraba lo bastante fuerte como para espantar a las moscas antes de que llegaran a molestarle.

La armonía y plenitud de la escena le recordaron a Walter las imágenes de los libros de su infancia. Sonrió levemente al darse cuenta de que en la canícula europea la gente no era negra ni se sentaba bajo cedros y limoneros. Como la conversación con el capitán seguía bulléndole en la cabeza, deseaba impedir que sus ojos bebieran del idílico efluvio que flotaba en el ambiente, si bien sus sentidos no permitieron que les infligiera semejante castigo por mucho tiempo. Aunque el aire era pesado a causa de la humedad, disfrutaba de cada bocanada. En su inocencia, sentía un deseo impreciso de retener aquella imagen que lo fascinaba y se alegró de que Regina advirtiera su presencia y lo rescatara de sus sueños. Lo saludó y él le devolvió el saludo.

—Papá, Max ya tiene un nombre como es debido. Owuor lo llama askarija ossjeku.

—Un poco excesivo para un niño tan pequeño.

—Sabes lo que significa askarija ossjeku, ¿no? Soldado nocturno.

—Quieres decir vigilante nocturno.

—Pues claro —repuso Regina impaciente—, porque se pasa todo el día durmiendo y por la noche siempre está despierto.

—No sólo él. ¿Dónde está tu madre? —Dentro.

—¿Y qué hace en casa a estas horas y con este calor? —Ponerse nerviosa —dijo Regina reprimiendo una risita. Se dio cuenta demasiado tarde de que su padre no sabía interpretar ni las voces ni las miradas y de que estaba a punto de arrebatarle la tranquilidad—. Max —añadió a toda prisa, arrepentida— sale en el periódico. Yo ya lo he leído.

—¿Por qué no lo has dicho antes? —¿No me has preguntado dónde estaba mamá? Chebeti dice que una mujer debe cerrar el pico cuando un hombre envía a sus ojos de safari.

—Eres peor que todos los negros juntos —la reprendió Walter, si bien fue una estimulante impaciencia la que le hizo levantar la voz.

Echó a correr hacia la casa con tal prisa que Owuor se puso en pie alarmado. Arrojó al suelo la caña de azúcar y el bastón y apenas se dio tiempo a desentumecer sus miembros. También Rummler espabiló y salió tras Walter con la lengua colgando tan rápido como se lo permitieron sus pesadas patas.

—¡Enséñamelo, Jettel! —exclamó aún a la carrera—. No creí que fuera tan rápido.

—Aquí. ¿Por qué no me habías dicho nada? —Quería que fuera una sorpresa. Cuando nació Regina, aún pude regalarte el anillo.

Con Max sólo daba para un anuncio.

—Pero menudo anuncio. Me alegré mucho cuando el viejo Gottschalk llegó hace un momento con el periódico. Estaba muy impresionado. Imagínate cuánta gente lo leerá.

—Eso espero, ésa era la intención. ¿Ya has visto a algún conocido? —Aún no. Quería dejarte a ti el placer. Esa parte siempre te ha tocado a ti.

—Pero siempre has sido tú la que ha encontrado las buenas noticias.

El periódico estaba abierto sobre un pequeño escabel que había junto a la ventana. El fino papel crujía con cada ráfaga de viento y dejaba barruntar la familiar y a la vez siempre nueva melodía de la esperanza y el desencanto.

—Nuestros tambores —dijo Walter.

—A mí me pasa como a Regina —reconoció Jettel, inclinando a un lado la cabeza con un rastro de su antigua coquetería—, oigo historias antes de que sean contadas.

—Jettel, a ver si a tu edad vamos a descubrir en ti a una poetisa.

Se hallaban de pie ante la ventana abierta, contemplando embriagados las exuberantes buganvillas lilas junto al muro blanco, sin percatarse de lo cerca que estaban sus cuerpos y sus rostros; era uno de los escasos momentos de su matrimonio en que cada uno aprobaba los pensamientos del otro.

Der Aufbau no era un periódico cualquiera. Ya antes de la guerra, y más aún después, aquel diario en lengua alemana escrito en América era más que un mero portavoz para los emigrantes del mundo entero. Cada edición, lo quisieran o no los afectados, alimentaba las raíces que los unían al pasado e impulsaba el carrusel de los recuerdos hacia la tormenta del dolor. Incluso unas pocas líneas podían convertirse en destino. No eran los reportajes y los editoriales lo que primero se leía. Siempre y en todos los casos eran los anuncios de búsqueda de desaparecidos y acontecimientos familiares.

A través de ellos se reencontraban personas que no habían vuelto a saber nada las unas de las otras desde la emigración. Las referencias a la vieja madre patria podían resucitar a los dados por muertos e informaban mucho antes que las organizaciones humanitarias oficiales de quién había escapado del infierno y quién había sucumbido en él. Aun once meses después de que terminara la guerra en Europa, Der Aufbau seguía siendo con frecuencia la única posibilidad que tenían los supervivientes de enterarse de la verdad.

—Dios mío, el anuncio es enorme —se sorprendió Walter—. Y está arriba del todo.

¿Sabes lo que creo? Mi carta debió de caer en manos de alguien que nos conoce de antes y que ha querido hacernos un favor. Imagínate: alguien sentado en Nueva York, y de repente lee nuestro nombre y que somos de Leobschütz. Y se entera de que no he sido devorado por un león.

Walter carraspeó. Se dio cuenta de que siempre lo hacía antes de iniciar un alegato, pero reprimió la idea con una turbación que se le antojó la confesión de un delito.

Aunque no le cabía duda de que Jettel ya se sabía el texto de memoria, leyó en alto las escasas líneas: —«El doctor Walter Redlich y la señora doña Henriette, de soltera Perls (antes residentes en Leobschütz), se complacen en anunciar el nacimiento de su hijo Max Ronald Paul. P. O. B. 1312, Nairobi, Kenya Colony. 6 de marzo de 1946.» ¿Qué dices a eso, Jettel? Tu marido vuelve a ser el doctor. La primera vez en ocho años.

Aún mientras hablaba, Walter comprendió que el azar le había dado pie para contarle a Jettel lo de la conversación con el capitán y la gran oportunidad de llegar a Alemania por cuenta del ejército. Sólo tenía que buscar las palabras adecuadas y, sobre todo, hallar el valor necesario para comunicarle con el mayor tacto posible que finalmente se había decidido por el viaje con retorno. Durante un instante lleno de deseo, y en contra de su propia convicción, se abandonó a la ilusión de que Jettel lo comprendería e incluso quizá admirara su perspicacia, pero su experiencia no le permitió engañarse por mucho tiempo.

Walter sabía desde el día en que mencionó por primera vez la posibilidad de regresar a Alemania que no podría contar con el apoyo de Jettel. Desde aquel momento, discusiones fútiles se convertían cada vez con mayor frecuencia en contiendas sin lógica ni razón, llenas de amargura. Le parecía una ironía que, en esos casos, sintiera envidia de la intransigencia de su esposa. Cuántas veces había dudado él de su propia capacidad para sobreponerse al dolor, que dejaría heridas sin cicatrizar para siempre, pero al analizar sus motivos nunca había hallado otro camino que el que le imponía el anhelo de su idioma, sus raíces y su profesión. Sólo tenía que imaginarse la vida en una granja y de inmediato sabía que quería y debía volver a Alemania, por penoso que pudiera resultar el trayecto.

Jettel no pensaba igual. Se sentía feliz entre gente a la que le bastaba con el odio a Alemania para percibir el presente como la única dicha a que tenían derecho los que se habían salvado. No ansiaba más que la certeza de que había otros que opinaban como ella; siempre se había resistido a los cambios. ¡Cómo se había opuesto a emigrar a África en un tiempo en que cada día de demora suponía una amenaza mortal! El recuerdo de la época previa a la emigración en Breslau le proporcionó a Walter la certeza definitiva. Oyó a Jettel gritar: «Antes muerta que apartarme de mi madre»; vio la insolencia infantil de su rostro tras la cortina de lágrimas con tanta claridad como si aún siguiera sentado en el sofá de pana de su suegra. Desencantado y frustrado, Walter comprendió que nada había cambiado en su matrimonio desde entonces.

Jettel no era una mujer que se avergonzara de sus errores. Se empeñaba en cometerlos una y otra vez. Sólo que esta vez Walter ya no tenía los argumentos de un hombre que quiere salvar a su familia para convencer a su esposa. Seguía siendo un desposeído y un proscrito, y cualquiera podía tacharlo de hombre sin carácter ni orgullo. Aguardaba esa ira que no podía dejar traslucir, pero sólo sentía una agotadora lástima de sí mismo.

El corazón se le salía por la boca cuando carraspeó una vez más para conferirle a su voz una firmeza que ya no sentía en su interior. Notó que su empuje disminuía. Se sintió impotente contra la indecisión y el temor a hablar de regresar y de la patria. Las palabras que con tanta facilidad habían acudido a su mente en una lengua extranjera y en presencia del capitán se burlaban ahora de él, pero aun así no quería darse por vencido. Le parecía más oportuno y, en todo caso, más diplomático utilizar el término inglés que él mismo había oído por primera vez hacía sólo unas horas.

—Repatriation —dijo.

—¿Qué significa eso? —quiso saber Jettel de mala gana. Al mismo tiempo estaba pensando si tenía que conocer la palabra y si debía mandar al aja que entrara en casa con el niño o mejor ocuparse primero de que Owuor calentara el agua para hervir los pañales. Profirió un suspiro, ya que tomar decisiones a última hora de la tarde la fatigaba aún más que en la época anterior al parto.

-Bah, no es nada. Sólo se me pasó por la cabeza algo que dijo el capitán esta mañana.

Tuve que buscar durante horas una ordenanza que el muy estúpido tenía desde el principio en su escritorio.

—Ah, ¿has estado con él? Al menos espero que hayas aprovechado la oportunidad para hacerle comprender que ya es hora de que te ascienda. Elsa también dice que en estas cosas no eres lo bastante decidido.

—Jettel, hazte de una vez a la idea de que en el ejército británico los refugiados no pueden pasar de sargento. Créeme, soy un maestro a la hora de aprovechar oportunidades.

La ocasión de hablar tranquilamente con Jettel de Alemania ya no volvió a presentarse. El Aufbau no lo permitió. Seis semanas después de la publicación del anuncio, llegó la primera de un montón de cartas que evocaban tanto el pasado que Walter no halló el valor suficiente para describirle a Jettel un futuro que él mismo adivinaba muy incierto incluso en momentos de optimismo.

La primera carta era de una anciana de Shanghai. «El destino me ha traído hasta aquí desde la hermosa Maguncia —decía—, y aún albergo una pequeñísima esperanza de averiguar, por medio de usted, estimado doctor, algo sobre el paradero de mi único hermano. La última vez que recibí noticias suyas fue en enero de 1939. Entonces me escribió desde París diciendo que quería intentar emigrar a Sudáfrica para reunirse con su hijo. Por desgracia no tengo la dirección de mi sobrino en Sudáfrica, y él tampoco sabe que yo vine a parar a Shanghai en el último transporte. Ahora es usted la única persona que conozco en África. Naturalmente, sería una casualidad que usted se hubiera encontrado con mi hermano, pero los que vivimos se lo debemos todo a la pura casualidad. Les deseo todo lo mejor para su hijo. Quiera Dios que crezca en un mundo mejor que el que nos ha sido concedido a nosotros.» Siguieron muchas más cartas de desconocidos que se aferraban a una última esperanza de recibir noticias de familiares desaparecidos por el mero hecho de que o bien eran de la Alta Silesia o bien habían escrito por última vez desde allí. «Mi cuñado fue asesinado en Buchenwald en 1934 -escribía un hombre desde Australia-, tras lo cual mi hermana se mudó con sus dos hijos pequeños a Ratibor, donde encontró trabajo en una tejeduría.

Pese a todas las averiguaciones que he realizado en la Cruz Roja, no ha sido posible hallar su nombre ni el de sus hijos en ninguna lista de deportados. Me dirijo a usted porque mi hermana mencionó Leobschütz en una ocasión. Tal vez se haya topado alguna vez con su apellido o esté en contacto con judíos de Ratibor que hayan sobrevivido. Sé que es una petición disparatada, pero aún no he llegado al extremo de enterrar las esperanzas.» —Siempre pensé que nadie conocía Leobschütz —se sorprendió Jettel cuando, al día siguiente, llegó una carta similar—. Ojalá recibiéramos una buena noticia alguna vez.

—Ahora me doy cuenta —respondió Walter abatido— de lo cerca que estaba la Alta Silesia de Auschwitz. Eso me preocupa.

La plétora de desgracias ajenas y de absurdas esperanzas que se habían depositado en Nairobi no sólo hacía sangrar las heridas propias, sino que, con su violencia, lo volvía a uno apático.

—Buena la has armado —le dijo Walter a su hijo.

Un viernes de mayo Regina tomó el correo de la cesta de Owuor: —Una carta de América —anunció—, alguien que se llama Use.

Pronunció el nombre a la inglesa, y Jettel se echó a reír: —Así no se llama nadie en Alemania. Dámela.

Regina aún tuvo tiempo de decir: —Pero no rompas el sobre, los de América son muy bonitos... —Y entonces vio que su madre palidecía y le temblaban las manos.

—No estoy llorando ni mucho menos —sollozó Jettel—, es que me alegro tanto...

Regina, la carta es de mi amiga de la infancia Use Schottländer. Dios mío, aún vive.

Se sentaron una al lado de la otra junto a la ventana y Jettel comenzó a leer la carta en voz alta, muy despacio. Era como si su voz quisiera retener cada sílaba antes de pronunciar la siguiente. Había algunas palabras que Regina no entendía, y los extraños nombres se arremolinaban en sus oídos como langostas en un campo de maíz en flor.

Tenía que hacer un gran esfuerzo para reír y llorar cuando su madre lo hacía, pero obligó a sus sentidos con decisión a soportar el temporal de tristeza y alegría. Owuor preparó té, aunque todavía no era la hora, sacó del armario los pañuelos que tenía preparados para los días en que había sellos extranjeros y se sentó en la hamaca.

Una vez Jettel hubo leído la carta por cuarta vez, ella y Regina estaban tan cansadas que ninguna de las dos dijo nada más. No fue hasta después del almuerzo, que Owuor, para su disgusto, retiró intacto, cuando estuvieron de nuevo en condiciones de hablar sin tener que respirar hondo antes.

Pensaban cómo debían contarle a Walter lo de la carta, y al final decidieron no mencionar nada y dejársela en la mesa redonda con el resto del correo. Sin embargo, a primera hora de la tarde la emoción y la impaciencia hicieron que Jettel se echara a la calle. Pese al calor y a la ausencia de sombra, se puso en camino a toda prisa, con Regina, Max en el cochecito, el aja y el perro, hacia la parada del autobús.

El autobús estaba aún en marcha cuando Walter se bajó de un salto.

—¿Le pasa algo a Owuor? —preguntó asustado.

—Hoy más que nunca ha tenido que resignarse —le susurró Jettel.

Walter comprendió de inmediato. Se sintió como un niño que quiere apurar la alegría del momento hasta el final y prefiere no abrir un regalo inesperado. Primero besó a Jettel y luego a Regina, acarició a su hijo y silbó la melodía de Don't fence me in, que tanto le gustaba a Chebeti. Sólo entonces preguntó: —¿Quién ha escrito? —No lo adivinas en la vida.

—¿Alguien de Leobschütz? —No.

—¿De Sohrau? —No.

—Dilo ya, estoy a punto de estallar.

—Use Schottländer. De Nueva York. Quiero decir de Breslau.

—¿Los Schottländer. ricos? ¿Los que vivían en la plaza Tauentzienplatz? —Sí, Use iba a mi clase.

—Dios mío, hacía años que no me acordaba de ella.

—Yo tampoco —afirmó Jettel—, pero ella no me ha olvidado.

Se empeñó en que Walter leyera la carta allí mismo, en la parada del autobús. Al borde de la carretera se alzaban dos desmedrados espinos egipcios. Chebeti los señaló, sacó una manta del cochecito una vez la memsahib hubo acabado de hablar y la extendió bajo el mayor de los dos árboles, aún tarareando la hermosa melodía del bwana. Con aire risueño, sacó a Max del cochecito, dejó por un momento que las sombras bailotearan en el rostro del pequeño y luego lo colocó en su regazo. En los oscuros ojos de Chebeti refulgían chispas verdes.

—Una carta —dijo—, una carta que ha cruzado a nado el ancho mar. Owuor la ha traído.

—En alto, papá, léela en alto —le pidió Regina con voz suplicante de niña pequeña.

—¿Acaso no te la ha leído ya mamá miles de veces? —Sí, pero lloraba tanto que aún no la he entendido.

—«Mi querida, queridísima Jettel —leyó Walter—, cuando mami llegó a casa ayer con el Aufbau, casi me vuelvo loca. Aún sigo muy emocionada y apenas puedo creer que te esté escribiendo. Os felicito de todo corazón por el nacimiento de vuestro hijo.

Ojalá nunca tenga que pasar por lo que hemos pasado nosotros. Aún recuerdo con nitidez cuando nos visitabas en Breslau con tu hija. Por aquel entonces, ella tenía tres años y era muy tímida. Probablemente ahora sea una señorita y ya no hable alemán.

Aquí todos los hijos de los refugiados se avergüenzan de la denominada lengua materna. Con razón.

»En realidad, sabía que habíais emigrado a África, pero a partir de ese momento os perdí la pista. Así que tampoco sé por dónde empezar. En cualquier caso, nuestra historia se cuenta rápido. El 9 de noviembre de 1938 esos monstruos derribaron nuestra casa y a mi querido padre, que estaba en cama con una pulmonía, lo sacaron a la calle a rastras y se lo llevaron. Ésa fue la última vez que lo vimos. Murió cuatro semanas después en la cárcel. Sigo sin poder pensar en esa época sin sentir la impotencia y desesperación que ya nunca me abandonarán. Por aquel entonces yo no quería seguir viviendo, pero mi madre no lo permitió.

«Esa mujer menuda y frágil, en cuyos ojos mi padre había leído siempre todos y cada uno de sus deseos y que nunca había tenido que tomar la menor decisión, vendió todo lo que nos quedaba y encontró a un primo lejano en América que fue tan amable de proporcionarnos las referencias necesarias. Aún hoy no sé quién nos tendió una mano amiga en Breslau ni cómo conseguimos los pasajes para el barco. No nos atrevimos a hablar de ello con nadie. Tampoco nos arriesgamos a despedirnos de nadie (en una ocasión vi a tu hermana Käte delante de Wertheim, pero no llegamos a hablar), pues si se corría la voz de que uno quería emigrar, las dificultades eran aún mayores. Llegamos a América en el último barco y no teníamos literalmente nada, salvo algunos recuerdos sin valor. Uno de ellos, el libro de cocina de nuestra vieja y hacendosa criada Anna, que ni siquiera tras la Noche de los Cristales Rotos dejó de visitarnos a escondidas, resultó un tesoro insospechado.

»En una habitación con dos hornillos, mi madre y yo, que habíamos estado rodeadas de cocineras y sirvientas toda la vida, comenzamos a servir comidas a refugiados.

Cuando empezamos, no sabíamos cuánto tiempo había que cocer un huevo pasado por agua, y sin embargo logramos de algún modo reproducir todos los platos que en tiempos mejores engalanaran la mesa finamente vestida de los Schottländer. Qué suerte que mi padre adorara la comida casera. No obstante, no fueron nuestras artes culinarias las que nos mantuvieron a flote, sino el inquebrantable optimismo y la imaginación de mami.

»De postre ofrecía siempre los chismes de la alta sociedad judía de Breslau. No te imaginas hasta qué punto la gente que lo había perdido todo anhelaba que le contaran historias que resultaban disparatadas y absurdas en una época en que todo el mundo tenía que luchar por sobrevivir como ni siquiera lo hicieran en nuestra casa los criados y las sirvientas. Aún hoy vendemos productos caseros -mermeladas, pasteles, pepinillos envinagre con mostaza y arenques en escabeche-, aunque entretanto yo he hecho carrera. Soy dependienta en una librería y, aunque sigo sin hablar inglés especialmente bien, al menos sé leerlo y escribirlo, lo cual aquí se valora mucho. Hace tiempo que olvidé que un día quise ser escritora y que incluso llegué a cosechar mis primeros y modestos éxitos. Sólo hoy recuerdo mi sueño de juventud porque te estoy escribiendo a ti, a quien siempre tenía que ayudar con las redacciones. «Estamos en contacto con alguna gente de Breslau. Vemos con frecuencia a los dos hermanos Grünfeld. Su familia tenía un almacén al por mayor de productos textiles junto a la estación que abastecía a media Silesia. Wilhelm y Siegfried vinieron a Nueva York con sus esposas en 1936.

Los padres no querían emigrar y fueron deportados. Los Silbermann (él era dermatólogo, pero nunca ha logrado superar el examen de inglés requerido y es recepcionista en un modesto hotel) y los Olschewski (él era boticario y no consiguió salvar nada, excepto a un hijo de su hermana) viven en nuestro barrio, que aquí todo el mundo conoce como el Cuarto Reich. Mi madre necesita el pasado, yo no.

»Jettel, no te imagino en África. Siempre le tuviste tanto miedo a todo..., incluso a las arañas y abejas. Y, si mal no recuerdo, detestabas todos los trabajos a los que no se pudieran llevar los más elegantes vestidos. Me acuerdo perfectamente de tu apuesto marido. He de confesar que siempre te envidié por su causa, como también por tu belleza y por tu éxito con los hombres. Yo, como tú bien me auguraste durante una discusión con sólo doce años, me he convertido en una auténtica solterona; y aunque alguien hubiera estado tan ciego como para proponerme matrimonio, lo habría rechazado.

«Después de todo lo que mami ha hecho por mí, nunca habría podido dejarla sola.

»Pero aún hay algo más que debo contarte. ¿Te acuerdas del bedel de nuestro antiguo colegio, Barnowsky? Solía echarle una mano a nuestro jardinero en primavera y a Gretel, los días de colada. Mi padre le pagaba la matrícula en el colegio a su hijo mayor, que era muy inteligente, y pensaba que no lo sabíamos. No sé cómo se enteró el buen Barnowsky de nuestra partida, pero la noche antes de marchar apareció de pronto en la puerta de casa y nos trajo wellwurst10 para el viaje. Tenía lágrimas en los ojos y sacudía la cabeza sin cesar, y se ha ocupado durante todo este tiempo de evitar que odie a todos los alemanes.

«Ahora sí que he de poner punto final. Sé que nunca te ha gustado escribir, aun así espero de todo corazón que respondas a esta carta. Hay tantas cosas que querría que me contaras. Y mi madre se muere de ganas de saber si hay alguien más de Breslau en Kenia. A mí las historias de antaño sólo consiguen entristecerme. Cuando murió mi padre, una parte de mí murió con él, pero quejarse sería pecado. Ninguno de nosotros, los que sobrevivimos, logró salvar su alma. Escríbele pronto a tu vieja amiga Use.» Las sombras eran largas y negras cuando Walter guardó la carta en el bolsillo de la camisa. Se puso en pie, ayudó a Jettel a levantarse y por un momento fue como si ambos quisieran decir algo al mismo tiempo, pero se limitaron a sacudir la cabeza al unísono muy levemente. Durante el breve trayecto que separaba la parada del autobús del Hove Court sólo se oyó a Chebeti. Acallaba con retazos de una dulce melodía el llanto del bebé, que comenzaba a revolverse a causa del hambre, y rió satisfecha cuando se dio cuenta de que su canto también servía para secar los ojos de la memsahib y del bwana.

-Mañana -dijo contenta- llegará otra carta. Mañana será un buen día.

 

CAPÍTULO XX

Justo el día que Max cumplió seis meses puso fin, con una inesperada determinación, al rumor de que la ternura de Chebeti lo había ablandado y lo había hecho tan perezoso como los vástagos de su propio clan, que seguían aferrados al pecho de su madre cuando ya habían aprendido a andar. El pequeño áscari de Chebeti se incorporó por sí solo en su cochecito, pasando por encima de las reticencias de las experimentadas madres alemanas. Era domingo por la mañana cuando ocurrió. Entonces el jardín del Hove Court no ofrecía al pesado bebé el ambiente propicio para llamar la atención con proezas físicas.

La mayoría de las mujeres se mantenía fiel -si bien con cierto embarazo, ya que, desde que la palabra brunch comenzara a cobrar cada vez más popularidad, ya no se correspondía con las costumbres del país- al ritual europeo del opíparo almuerzo dominical. Todas estaban ocupadas supervisando a la servidumbre en la cocina y quejándose de la calidad de la carne sin manir. Los hombres se afanaban con el Sunday Post, que con sus florituras lingüísticas, sus ambiciones literarias y los complicados relatos de la vida de la alta sociedad londinense fatigaba de tal modo a la mayoría de los refugiados que sólo se sentían capaces de hacer frente a las penalidades de la lectura alternándola con largas pausas y con la idea, pronto desechada, de que querer es poder.

Si Owuor se hubiera asomado a la ventana cada poco, como hacía siempre, habría visto erguido en el cochecito al niño de sus ojos, al que se empeñaba en llamar «áscari» a pesar de que la tranquilidad se iba apoderando de las noches. Pero en aquel preciso instante Owuor vociferaba en la cocina como un joven masai en su primer día de caza, pues sobre las patatas había caído demasiada lluvia antes de la cosecha y se deshacían en el agua. Las patatas, que después de cocidas se parecían a las nubes que coronaban la gran montaña de Ol’ Joro Orok, solían provocar en Owuor una sensación de fracaso y en el rostro del bwana, un surco de ira entre la nariz y la boca.

Chebeti planchaba los pañales, lo que Owuor consideraba un envidioso ataque a su virilidad: entre las labores de un aja sólo se contaba lavar la ropa, no andar con la pesada plancha, que sólo le obedecía a él. Jettel y Walter habían aplazado su disputa de la noche anterior con aquel agotamiento que zanjaba prematuramente toda conversación desde el día en que Jettel comprendió hasta sus últimas consecuencias el significado de la palabra repatríation.

Ella y Walter habían ido a visitar al profesor Gottschalk. Éste se había torcido un tobillo y dependía desde hacía tres semanas de que sus amigos lo abastecieran tanto de comida como de noticias del mundo exterior, con el que no podía mantener contacto ni a través de la radio ni por los periódicos, sino sólo mediante conversaciones personales.

Así que sólo estaba presente Regina cuando su hermano, con un vigoroso impulso y un fuerte berrido, que sin embargo sólo atrajo la atención del perro de Diana, adoptó una nueva postura en la vida. En menos tiempo del que necesita un pájaro para desplegar sus alas ante un peligro, Max se transformó de un bebé que no veía más que el cielo y al que había que coger en brazos para que pudiera ensanchar su horizonte en un ser lleno de curiosidad capaz de mirar a la gente a los ojos en todo momento y de contemplar la vida desde lo alto a su antojo.

El cochecito se encontraba a la sombra del guayabo en que antaño se alojara el hada inglesa. Desde que aquella dama clasista dejó de ocuparse de los deseos y las inquietudes de la solitaria hija de un refugiado, Regina sólo buscaba la protección de su fantasía cuando el sol la empujaba despiadado hacia las sombras, devolviéndola así al pasado.

Cuando Max, presa de un asombro que hizo que sus ojos se tornaran redondos como la luna que en las noches de máximo esplendor nos regala la claridad del día, abandonó la seguridad de su almohada, su hermana acababa de hacer un descubrimiento irritante.

Experimentó por vez primera con una claridad meridiana que un mero olor familiar era capaz de despertar de su letargo aquellos recuerdos tan bien enterrados que avivaban en su mente el fuego de un turbador sufrimiento. El dulce aroma de aquellos días que ya nunca más serían le produjo un cosquilleo de nostalgia en la nariz. Sobre todo, lo que Regina no sabría decir a ciencia cierta era si deseaba que su hada volviera o no. La elección entre las dos posibilidades la hacía dudar.

—No —decidió al fin—, ya no la necesito. Te tengo a ti. Tú al menos sonríes cuando te cuentan algo. Y contigo puedo hablar inglés exactamente igual de bien que antes con el hada. Por lo menos cuando estamos solos. ¿O prefieres que te hable en suahili? Regina abrió la boca de par en par como un ave que alimenta a su nidada, llenó sus pulmones de aire fresco y rió sin perturbar la calma. Aún disfrutaba, con el mismo gozo que el maravilloso día en que le fue dado contemplar por vez primera aquel milagro, del hecho de que su sonrisa era capaz de hacer brotar la alegría como por arte de magia en el rostro de su hermano. Satisfecho, Max profería ruidos guturales y logró canalizar el torrente de expresiones de júbilo que se agolpaba en su interior hasta formar un sonido que Regina interpretó como «aja».

-No dejes que papá oiga eso -le dijo reprimiendo una risita-, se volverá loco si la primera palabra de su hijo es en suahili. Querrá hablar contigo de su patria en su idioma.

Di mejor Leobschütz o al menos Sohrau.» Regina descubrió demasiado tarde que se había comportado de forma tan inexperta como un buitre joven que mediante un graznido prematuro atrae a sus congéneres y ha de compartir con ellos su presa. Se había dejado arrastrar por su fantasía a un abismo del que no podría salir incólume. El antiguo y agradable juego del interlocutor que nunca daba una respuesta y, por tanto, siempre ofrecía la deseada había dado paso a una presencia con gesto burlón, y Regina recordó la pelea de sus padres, que ahora se repetía con tanta frecuencia como el aullido de las hienas en las noches de Ol’ Joro Orok.

Ya entonces Regina sabía hasta qué punto la palabra Alemania, tan pronto como su padre pronunciaba las primeras sílabas, era sinónima de pesar y disgusto. Pero desde hacía algún tiempo, Alemania representaba para todos una amenaza aún más fuerte que el poder de todas las palabras incomprensibles que Regina había aprendido a temer en su niñez. Cuando sus oídos no lograban cerrarse a tiempo a la despiadada batalla de sus padres, tenían que oír hablar una y otra vez de aquella despedida que Regina se imaginaba mucho más dolorosa aún que la separación de la granja, la cual no podía olvidar pese a sus esfuerzos y a la promesa hecha a Martin.

No eran sólo las barbaridades con las que sus padres se torturaban mutuamente las que asustaban a Regina, sino también y sobre todo la sensación de que se esperaba de ella que decidiera entre dar la razón a su cabeza o a su corazón. Su cabeza estaba del lado de su madre, su corazón latía por su padre.

—¿Sabes, áscari? —dijo Regina, y habló con su hermano en la hermosa y dulce lengua jaluo, como hacían Owuor y Chebeti tan pronto se quedaban a solas con el niño-, a ti te pasará exactamente lo mismo. Nosotros no somos como los demás niños. A los demás niños no les cuentan nada, a nosotros nos lo dicen todo. Nosotros tenemos unos padres que no pueden tener la boca cerrada.

Regina se puso en pie, disfrutó por un instante de las punzadas de la hierba dura en los pies descalzos como si de un vivificante baño se tratara, echó luego a correr hacia el florido hibisco y arrancó un ejemplar lila de la exuberante planta. Llevó con cuidado la delicada flor hasta el cochecito y acarició con ella al bebé hasta que éste berreó y chilló y de su garganta brotaron de nuevo aquellos monosílabos que sonaban como una mezcla de jaluo y suahili.

—Si no se lo cuentas a nadie —le susurró, lo sentó en su regazo y prosiguió, algo más alto, en inglés—, te lo explico. Ayer oí a mamá gritar: «Nadie logrará llevarme al país de esos asesinos», y no tuve más remedio que llorar con ella. Sabía que estaba pensando en su madre y su hermana. Sabes, eran nuestra abuela y nuestra tía. Pero entonces papá le contestó, también a gritos: «No todos eran asesinos», y estaba tan pálido y temblaba tanto que me dio una pena horrible. Y entonces lloré por él. Siempre es igual. Nunca sé de qué lado estoy. ¿Entiendes por qué prefiero hablar contigo? Ni siquiera sabes que existe Alemania.

—¡Vaya, Regina! ¿Ya estás atosigando a tu hermano con tus poesías en inglés o acaso estás inculcándole algún otro disparate? —gritó Walter desde lejos, asomando tras la morera.

Regina alzó a su hermano y ocultó el rostro tras su cuerpo. Esperó hasta que la turbación dejó de colorear su piel y tuvo la sensación de ser un cazador cazado. Esta vez Owuor se había equivocado. Él sostenía que Regina tenía la vista de un guepardo, pero no había visto venir a su padre.

—Creía que estabas en casa del viejo Gottschalk —balbuceó.

—Allí estábamos. Te manda recuerdos y dice que a ver si te dejas caer por allí alguna vez. Debes hacerlo, Regina. El pobre hombre está cada vez más solo. Hay que prestarle la poca ayuda que uno pueda de buen grado. No podemos darle nada salvo a nosotros mismos. Mamá se ha adelantado y va camino del apartamento. Y yo he pensado que mis hijos se alegrarían de verme. Pero mi hija parece una ladrona de huevos sorprendida con las manos en la masa.

La fuerza del arrepentimiento al percibir la decepción de Walter sacudió a Regina de aquel estado. Se levantó pesadamente, como una anciana desdentada y sin fuerzas, devolvió a Max a su almohada, se acercó a su padre poco a poco, vacilante, y lo abrazó tan fuerte como si ella sola pudiera con sus brazos aprisionar aquellos pensamientos de los que él no podía saber nada. El temblor de su padre le transmitió aun con más claridad que su expresión la agitación de la noche anterior. Aunque se resistía, sobre Regina pesaba una tristeza que le oprimía; buscó palabras con las que ocultarle su compasión, pero él se le adelantó.

—No fuiste muy cuidadosa en la elección de tus padres —dijo Walter, sentándose bajo el árbol—. Y ahora quieren llevarte con ellos a un país extranjero por segunda vez.

—Tú quieres, mamá no.

—Sí, Regina, quiero y debo. Y tú tienes que ayudarme.

—Pero aún soy una niña.

—No lo eres y lo sabes. Al menos no me lo pongas más difícil. Nunca podría perdonarme haberte hecho desgraciada.

—¿Por qué tenemos que ir a Alemania? Los demás no tienen que hacerlo. Inge dice que su padre será inglés el año que viene. Tú también puedes serlo. Tú estás en el ejército y él no.

—¿Es que le has contado a Inge que queremos volver a Alemania? —Sí —¿Y qué dice ella? —No lo sé. Ya no quiere hablar conmigo.

—No sabía que los niños pudieran ser tan crueles. No querría hacerte eso —murmuró Walter—, pero trata de entenderme. Es posible que al padre de Inge le den un pasaporte inglés, pero no por eso va a ser inglés. Dime, ¿crees que van a invitarlo a los hogares de las familias inglesas? Digamos, por ejemplo, ¿a casa de tu querida directora? —¡A casa de ella nunca! —Ni a la de nadie. ¿Lo ves? No quiero ser un hombre con un apellido que no le pertenece, pero debo saber por fin adonde pertenezco. No puedo seguir siendo un bloody refugee al que nadie toma en serio y al que la mayoría desprecia. Aquí se limitarán a soportarme y nunca dejaré de ser un marginado. ¿Puedes hacerte una idea de lo que eso significa? Regina se mordió el labio inferior, pero aun así respondió de inmediato: —Sí —dijo—, sí que puedo. —Se preguntaba si su padre se figuraba lo que había sufrido y aprendido en todos aquellos años en el colegio, primero en Nakuru y ahora también en Nairobi—. Aquí —le explicó— es aún peor. En Nakuru sólo era alemana y judía, ahora soy alemana, judía y una bloody scholar. Eso es peor que ser un bloody refugee. Créeme, papá.

—Nunca nos habías dicho nada de eso.

—No podía. Al principio no tenía palabras suficientes y luego no quise que te pusieras triste. Y además... —agregó tras una larga pausa durante la cual la asediaron los fantasmas de la soledad—, no me importa. Ya no.

—Lo mismo le pasará a Max cuando vaya al colegio. Espero que tenga un corazón tan grande como el tuyo y que no le reproche a su padre ser un fracasado.

Cuando el amor de una niña se tornó la admiración de una mujer, Regina decidió guardar silencio, pero supo que sus ojos la delataban. Su padre no era tonto, soñador y débil, como pensaba su madre. No era un cobarde ni huía de las dificultades, como afirmaba ella cada vez que discutían. El bwana era un luchador lleno de fuerza y tan astuto como sólo podía serlo un hombre que no abría la boca hasta el momento oportuno. Sólo un vencedor sabía cuándo debía sacar su mejor flecha, y él calculaba su disparo con gran precisión para hallar el punto más sensible de aquellos a los que quería alcanzar. A ella el intrépido bwana le había dado en pleno corazón, tan hondo como Cupido y tan sagaz como Ulises. Regina se preguntaba si debía reír o llorar.

—Tú luchas con las palabras —admitió Regina.

—Es lo único que sé hacer. Y quiero volver a hacerlo. Por todos vosotros. Debes ayudarme. Sólo te tengo a ti.

La carga que su padre le imponía era pesada. Regina trató una vez más de rebelarse, pero al mismo tiempo se sintió como si estuviera perdida en el bosque y acabara de descubrir el claro que habría de salvarla. El tira y afloja por su corazón tocaba a su fin.

Su padre tenía en su mano de una vez por todas el trozo más largo de cuerda.

—Prométeme —dijo Walter— que no te pondrás triste cuando regresemos a casa.

Prométeme que confiarás en mí.

Aun mientras su padre hablaba, los recuerdos golpearon a Regina tan certeros como un hacha afilada a un árbol enfermo. Aspiró el aroma del bosque de Ol’ Joro Orok, se vio a sí misma tumbada en la hierba, sintió el fuego de un inesperado roce y luego, al instante, un lancinante dolor.

—Martin también me dijo eso. Cuando aún era un príncipe y fue a buscarme al colegio. «No debes ponerte triste cuando tengas que marcharte de la granja», me dijo.

Tuve que prometérselo. ¿Lo sabías? —Sí. Algún día olvidarás la granja. Te lo prometo. Y otra cosa, Regina, olvídate de Martin. Eres demasiado joven para él y él no es suficientemente bueno para ti. Martin sólo se quiere a sí mismo, siempre ha sido así. Ya le hizo perder la cabeza a tu madre.

Por aquel entonces, ella no era mucho mayor que tú ahora. ¿Te ha escrito? —Lo hará —se apresuró a decir Regina.

—Eres igual que tu padre. Un pobre diablo que todo se lo cree. Quién sabe si volveremos a tener noticias de Martin. Se quedará en Sudáfrica. Debes olvidarlo. El primer amor nunca llega a nada en la vida, y está bien así.

—Pero mamá también fue tu primer amor. Ella misma me lo dijo.

—¿Y qué hemos sacado en limpio? —Max y yo —repuso Regina. Se quedó mirándolo hasta que por fin logró arrancarle una sonrisa.

De camino al apartamento, preguntó: —Si tenemos que irnos a Alemania, ¿qué será de Owuor? ¿Podrá venir con nosotros también esta vez? —Esta vez no. Nos partirá el corazón y la herida no cicatrizará jamás. Regina, lamento que ya no seas una niña. A los niños se les puede engañar.

Durante el almuerzo, no fue difícil justificar las lágrimas aduciendo un dolor físico.

Owuor había hecho de las patatas deshechas un puré compacto con mucha pimienta y aún más sal.

El jueves, Regina fue con Chepoi de compras al mercado con la vista puesta en el cumpleaños de Diana. Después tuvo que emplear mucho tiempo y muchas palabras, sacadas de un poema de Shakespeare y traducidas con mucha libertad, para aplacar los celos de Owuor, y por fin pudo visitar al profesor Gottschalk. Por primera vez desde la caída, volvía a estar sentado ante su puerta en la desvencijada silla de tijera con la gruesa chaqueta de terciopelo negro. Sobre la manta que cubría sus rodillas estaba el ya familiar libro, pero las tapas de piel roja con caracteres dorados que siempre habían fascinado a Regina de tal modo que no era capaz de concentrarse en las letras ahora estaban cubiertas de polvo.

Regina comprendió con una angustia que le hizo paladear el amargo sabor del miedo, y que sólo al día siguiente aprendió a identificar como un dolor, que aquel anciano ya no deseaba leer. Había enviado a sus ojos de safari por un mundo en el que los limoneros bajo los cuales había paseado tan a menudo en sus días de plenitud ya no daban frutos. Desde su última visita, el sombrero negro se había vuelto más grande y el rostro que cubría, más pequeño, pero su voz sonó firme cuando dijo: —Cuánto me alegro de que hayas venido, el tiempo se acaba.

—En absoluto —se apresuró a negar Regina con aquella obsequiosa amabilidad que tanto había tenido que ensayar como virtud de los exploradores—. Estoy de vacaciones.

—Antes yo también tenía vacaciones.

—Pero si usted siempre está de vacaciones.

—No. En casa tenía vacaciones. Aquí todos los días son iguales. Un año tras otro.

Perdona, Lilly, que sea tan ingrato y que diga tantos disparates. Tú no puedes hacerte una idea de lo que quiero decir. Aún eres lo bastante joven para que tus ojos beban cuanto se les ofrece.

Cuando Regina se percató de que el profesor la había confundido con su hija, quiso decírselo, pues no era bueno que una persona se apropiara del nombre de otra, pero no sabía cómo explicarle una historia tan compleja si no era con las palabras y en la lengua de Owuor.

—Mi padre también dice esas cosas —murmuró.

—Pronto ya no las dirá más, su corazón está listo para despedirse y comenzar de nuevo —dijo el profesor, e hizo un guiño sin que sus ojos reflejaran alegría. Por un breve instante, su rostro volvió a ser tan grande como su sombrero—. Tu padre es un hombre inteligente. Vuelve a tener esperanza. Y lo que dice la voz interior no defrauda al alma esperanzada.

Regina se preguntaba desconcertada por qué sentía tanto frío en la piel aun cuando la sombra del muro no podía alcanzarla. Entonces cayó en la cuenta. El aullido de las hienas demasiado viejas para capturar una presa resonaba en las noches oscuras como la risa del profesor a plena luz del día. Al mismo tiempo, pensaba cuántos años tendría el profesor y por qué la gente mayor decía tan a menudo cosas aún más difíciles de descifrar que los misteriosos enigmas de las leyendas antiguas.

—¿Te alegras de irte a Alemania? —quiso saber el profesor.

—Sí —dijo Regina, cruzando los dedos como había aprendido de Owuor cuando era niña para proteger su cuerpo del veneno de una mentira que su boca no había podido retener. Ahora estaba segura de que el profesor no hablaba con ella, pero eso no la confundía. ¿Acaso no había visto en su padre una y otra vez que un hombre necesita a alguien que le escuche aunque ese amigo no sea el más adecuado? —Cuánto me gustaría estar en tu lugar. Imagínate que estás en casa, sales a la calle y todo el mundo habla alemán. Hasta los niños. Sólo tienes que preguntarles algo y te entienden de inmediato y te responden.

Regina abrió la boca lentamente y volvió a cerrarla aún más despacio. Necesitaba tiempo para averiguar si el profesor sabía que estaba sentada en el suelo junto a su silla.

Él esbozó una sonrisa, como si llevara toda la vida hablando con monos bostezadores que ni siquiera tuvieran que proferir un sonido para llamar la atención.

—Francfort —espetó el profesor, rasgando con voz suave el apacible silencio— era tan bonito. ¿Te acuerdas? ¡Cómo puede alguien no ser de Francfort! Eso ya sabías decirlo cuando eras una canija. Todos se reían. Dios mío, ¡qué felices éramos entonces! ¡Y qué necios! Saluda a la patria de mi parte cuando la veas. Dile que no he podido olvidarla. Dios sabe que lo he intentado una y otra vez.

—Lo haré —respondió Regina. Se tragó su desconcierto y comenzó a toser.

—Y gracias por haberlo conseguido a tiempo. Dile a tu madre que no debe regañarte si llegas tarde a clase de canto.

Regina cerró los ojos mientras esperaba que la sal que había bajo sus párpados se convirtiera en pequeños granitos secos. Tardó más de lo que pensaba en volver a ver con claridad y entonces se dio cuenta de que el profesor se había quedado dormido.

Hacía tanto ruido al respirar que el tenue silbido del viento enmudeció; el ala del sombrero negro le rozaba la nariz.

Aunque Regina no llevaba zapatos y sus pasos sobre la tierra encostrada apenas hacían más ruido que una mariposa que se detiene a descansar sobre un sediento pétalo de rosa, procuró que sólo las puntas de sus pies tocaran el suelo. A medio camino se dio la vuelta de nuevo, pues de pronto le pareció conveniente e importante que el profesor no se despertara hasta que recuperase las fuerzas para ordenar en su cabeza las formas y los colores.

Le complacía y, por algún motivo que aún no alcanzaba a entender, le alegraba verlo dormir plácidamente. Como sabía que no la oiría, cedió al repentino y desbordante impulso de exclamar kwaheri en lugar de adiós.

Cayó la tarde antes de que a los inquilinos del Hove Court comenzara a extrañarles que el profesor Gottschalk, que tenía auténtica aversión al súbito frío que acompañaba a las noches africanas, siguiera plácidamente sentado en su silla. Pero luego, tan deprisa como si lo hubieran anunciado los tambores de la selva con sus ecos hechizados, corrió la voz de que había muerto.

El entierro tuvo lugar al día siguiente. Como era viernes y el difunto debía ser inhumado antes del comienzo del sabat, el rabino, pese a las alusiones a la extraordinaria furia de la estación de las lluvias en Gilgil, se negó a retrasar el sepelio más allá del mediodía. Procuró mostrar su comprensión por la irritación que suscitaba en el cortejo fúnebre su deber de fidelidad a las leyes sagradas con un amago de sonrisa y toda una serie de gestos conciliadores, pero desoyó toda objeción, incluso los argumentos, expuestos en un inglés de lo más comprensible, de que el profesor tenía derecho a estar acompañado de su hija y su yerno en su último viaje.

—Si oyera la radio en lugar de rezar, sabría que la carretera de Gilgil a Nairobi es un barrizal —dijo Elsa Conrad exasperada—. A un hombre como el profesor no se le entierra sin sus parientes.

—Sin hombres tan piadosos como el rabino aquí presente, ya no quedarían judíos — intentó mediar Walter—. El profesor lo habría entendido.

—Maldita sea, ¿es que siempre tienes que mostrar comprensión por otra gente? —Ésa es una cruz que he llevado toda mi vida.

Lilly y Osear Hahn llegaron al cementerio cuando el sol apenas arrojaba aún sombra y el pequeño círculo de cariacontecidos permanecía en pie, apenado, junto a la fosa. Tras las correspondientes oraciones, el rabino había pronunciado un breve discurso en inglés lleno de sabiduría y erudición, pero la indignación y, sobre todo, la falta de conocimientos lingüísticos de la mayoría de los presentes no habían hecho más que incrementar la agitación.

Oscar, vestido con unos pantalones caqui y una chaqueta oscura demasiado estrecha, no llevaba corbata, tenía rastros de barro seco en el pantalón y en la frente y respiraba con dificultad.

No dijo ni una palabra y sonrió confuso cuando llegó junto al grupo. Lilly llevaba puestos los pantalones con que daba de comer a las gallinas por las noches y un turbante rojo en la cabeza. Estaba tan nerviosa que olvidó cerrar la puerta del coche al bajarse a la entrada del cementerio. Su caniche, que, al igual que Osear, en los últimos dos años se había vuelto mucho más viejo, más gris y más gordo, corría tras ella jadeando. Desde el otro lado de los enormes árboles se oyó a Man] ala, a quien Regina reconoció de inmediato por su ronca voz, llamar a gritos al perro. Lo insultaba llamándolo hijo de la voraz serpiente de Rumuruti y lo amenazaba ora con su cólera ora con la venganza del implacable dios Mungo.

Regina tuvo que tragarse la risa, que afluía a su garganta con el ímpetu de una catarata furibunda, como quien mastica por descuido bayas de pimienta demasiado maduras; por respeto al profesor se esforzó también por desterrar de su rostro la alegría que sentía al ver a Lilly y Oha. Se encontraba en pie entre Walter y Jettel, bajo un cedro desde el que un mirlo en celo, pese al calor del resistero, galanteaba tratando de llamar la atención con sonidos agudos. Cuando Regina vio cómo corría Lilly y cómo la fatiga cincelaba profundas arrugas en su rostro, se dio cuenta de que al profesor le preocupaba que su hija pudiera llegar tarde a clase de canto. Primero pensó que debía reír, y se mordió el labio horrorizada, y luego sintió las lágrimas, aunque sus ojos estaban aún secos.

Cuando Lilly llegó junto a la fosa y suspiró aliviada, el caniche olisqueó a Regina y se abalanzó sobre ella con un estridente ladrido de alegría antes de enroscarse entre sus piernas. Ella lo acarició para calmarse ella misma, además de apaciguar al perro, llamando así la atención del rabino, que se quedó mirándolos fijamente, a ella y al perro, que no dejaba de gimotear.

En voz muy baja y sin haber recuperado aún el aliento, Oha recitó el kadis por los muertos, pero hacía tanto tiempo que habían fallecido sus padres que ya no era capaz de recordar el texto de la oración lo suficientemente rápido, y a cada palabra tenía que evocar un pasado que en aquel momento de agotadora emoción lo confundía con palabras equivocadas. Todos se percataron de lo embarazoso que le resultaba tener que aceptar la ayuda de un hombre solícito y menudo a quien nadie conocía y que había aparecido detrás de una lápida justo en el momento adecuado.

El desconocido de barba y sombrero alto y negro asistía a todos los enterramientos del círculo de los refugiados porque, por experiencia, podía estar seguro de que eran pocos los que conservaban la ortodoxia suficiente para recitar con soltura la oración por los difuntos y de que casi siempre se mostraban agradecidos por su ayuda con la generosidad de quienes no podían permitirse dar nada.

Cuando por fin Oha hubo balbuceado la última palabra de la oración por los muertos, el hoyo se cubrió de tierra rápidamente. Hasta el rabino parecía tener prisa. Ya se había alejado unos metros cuando Lilly se desasió de los brazos que la consolaban y, con una timidez casi infantil que la hizo parecer una extraña, dijo en voz queda: «Sé que la canción no pega en un entierro, pero mi padre la adoraba. Me gustaría cantarla para él una última vez.» El rostro de Lilly estaba pálido, pero su voz era suficientemente clara y firme para arrancarle más de un eco al azul resplandeciente de las montañas de Ngong cuando entonó No sé lo que significa. Algunos tararearon la melodía, y el silencio tras la última nota fue de una solemnidad tal que hasta el caniche pareció comprender, pues rompió - por primera vez en años- con su costumbre de acompañar el canto de Lilly con una salva de aullidos. Regina intentó primero tararear con los mayores y luego llorar con ellos, pero no logró ni una cosa ni la otra. La apenaba haber olvidado lo que tenía que decirles a Lilly y Oha, a pesar de que su padre había estado practicando con ella aquella misma mañana las tres palabras en alemán que tan bonitas y oportunas le habían parecido.

Jettel invitó a Lilly y Oha a cenar. Owuor, henchido de orgullo, les mostró al pequeño Max y les explicó con lujo de detalles por qué él lo llamaba áscari. Más orgulloso aún se sintió al recordar cómo le gustaban los huevos fritos a la hermosa mensahib de Gilgil.

Duros y con una costra marrón, no blandos y con una telilla como al bwana. También fue Owuor quien le contó a Lilly que, poco antes de su muerte, su padre había hablado con Regina.

—Ella —le dijo— fue con él al gran safari.

Regina se asustó, pues había pensado que su último encuentro con el profesor debía permanecer en secreto, pero luego volvió a comprobar una vez más lo listo que era Owuor, pues Lilly dijo primero: «Me alegro de que estuvieras con él», y más tarde propuso: «Tal vez te gustaría contarme de qué hablasteis.» Cuando Jettel se retiró para acostar a Max y los dos hombres fueron a dar un paseo por el jardín, Regina dejó salir las palabras que guardaba en su memoria desde la muerte del profesor. Incluso la frase «cómo puede alguien no ser de Francfort».

Al principio, a Regina le daba reparo hablar de la equivocación del profesor, pero precisamente eso acudía a sus labios con tanta insistencia que parecía que llevara todo ese tiempo aguardando la liberación del cautiverio. A Lilly aquella historia pareció confortarla; rió por primera vez desde que se bajara precipitadamente del coche en el cementerio, y luego volvió a hacerlo más fuerte cuando supo lo de la clase de canto.

—Típico —recordó—, mi padre siempre temía que llegara tarde.

—Ahora tú eres algo así como la hermana pequeña que nunca tuve —dijo cuando ella y Oha se despidieron para pasar la noche en la habitación del profesor.

A la mañana siguiente, en el desayuno, Lilly dejó a Regina aún más perpleja que la noche anterior cuando le preguntó: —¿Qué te parecería venir con nosotros a Arkadia? Ya le he preguntado a tus padres.

Ellos están de acuerdo.

—No puede ser —rehusó Regina, y mientras lo decía notó en el ardor de su piel que sólo había sido capaz de dominar su boca, mas no su cuerpo, y sintió vergüenza porque sabía cuánto anhelo contenía su mirada.

—¿Por qué no? Pero si estás de vacaciones.

—Me gustaría mucho volver a una granja..., pero también quiero estar con Max.

Acaba de llegar.

—Ayer por la noche Max dijo con absoluta claridad que quería conocer Gilgil— sonrió Oha.

 

CAPÍTULO XXI

En Gilgil los días volaban más aprisa que los patos salvajes en su largo safari hacia el lago Naivasha. Regina sólo trató de defenderse del vuelo del tiempo los primeros días.

Al comprender lo mucho que la inquietaba intentar retener la felicidad, empezó a observar detenidamente a los viajeros de resplandecientes plumas verdes y azules. Para ella, aquellos pájaros que pasaban planeando bajo los remolinos de nubes formaban parte de la magia única de Arkadia, la granja de los tres acertijos imposibles de resolver.

Entre las montañas, con sus cimas carcomidas por el calor y las tormentas, y las enormes schambas de maíz, pelitre y lino, los ojos jamás se topaban con una valla o una zanja. En esa llanura interminable, el dios Mungo reinaba sobre las gentes de Gilgil con mano aún más dura que en Ol’ Joro Orok. A éstas les bastaba con tener suficiente comida para ellas y su ganado. No se habían dejado domeñar ni por las órdenes ni por el dinero de los blancos; lo sabían todo acerca de la vida en la granja, pero de ellas la granja únicamente sabía que existían. Sólo Mungo podía disponer sobre la vida y la muerte de aquellos seres orgullosos que cuidaban de sí mismos y sólo permitían que llegara a su nariz el olor de lo familiar.

A partir de los primeros rebaños de ovejas que pastaban en la hierba, las cabras que brincaban hábilmente entre pequeños riscos musgosos, las vacas tumbadas que en su saciedad apenas movían la cabeza y las apelotonadas chozas con minúsculas piedras blancas en sus paredes de barro, Mungo sólo dejaba oír su voz en el estruendo de la lluvia muy de mañana, pero su poder era palpable por doquier. En ese reino de imágenes y sonidos familiares había pequeñas schambas que pertenecían a los chicos de las chozas.

En ellas crecían altas plantas de tabaco, arbustos de hierbas medicinales de aroma dulzón cuyos efectos sólo conocían los ancianos sabios y bajas plantas de maíz de vigorosas hojas que hablaban en voz queda con cada soplo del viento. Por la mañana y en las primeras horas de la tarde trabajaban allí jóvenes mujeres de cabezas rapadas, pechos desnudos y niños sujetos a la espalda con pañuelos de colores. Cuando dejaban sus azadas en la hierba y se llevaban los niños al pecho, las gallinas sacaban a picotazos de entre sus pies, encostrados de tierra, pequeños escarabajos relucientes. Mientras trabajaban, las mujeres rara vez cantaban como los hombres; cuando hacían agujeros en el largo silencio riendo como niños, a menudo hablaban festivamente de la memsahib y su bwana, que tanto amaban las palabras que arañaban el cuello y la lengua.

Para Regina, Lilly, con aquella voz que volaba sobre los árboles y llegaba sin esfuerzo a las montañas, se convirtió en la hermosa señora de un castillo blanco que recibía mensajes de mundos extraños. Aquel castillo tenía grandes ventanas que guardaban el calor del día hasta bien entrada la noche y transformaban en grandes bolas las más pequeñas gotas de lluvia. En el cristal, al que dos jóvenes kikuyus sacaban brillo a diario bajo la supervisión de Man-jala hasta poder escupir en su propia cara, el sol pintaba con más colores que en ningún otro paraíso africano.

En el salón, con la gran chimenea hecha de una piedra que se teñía de un rosa pálido tan pronto comenzaba a crepitar la madera al arder, de la pipa de Oha surgía un rey suave. Tenía el vientre abultado y los huesos oprimidos por una carga que Regina era incapaz de identificar, pero trepaba con facilidad y astucia a las diminutas lomas grises de tabaco allá en lo alto y desde ellas bendecía sonriente la casa con la sonora carcajada, la suave música y la amabilidad de unos sonidos hermosos, extraños, singulares.

Había noches en que sólo las altas llamas iluminaban la estancia, sumiéndola en una bruma de un rojo muy vivo. Entonces el aroma, una sutil y armoniosa mezcla de cedros en los que aún habitaba el bosque y tembo de caña de azúcar recién quemado que Oha bebía después de cenar en pequeñas copas de cristal pintado, demoraba una y otra vez su despedida. En tales noches incluso los taciturnos espíritus mágicos salían de sus escondrijos. Eran sordos a las voces de la gente, pero para ellos era una placentera necesidad enviar sus ojos a un safari sin principio ni fin.

Luego, de los oscuros marcos de madera de los cuadros escapaban unos hombres rechonchos con anchos fajines anaranjados, altos sombreros negros y camisas de cuello blanco formado por pequeños pliegues rígidos. Los seguían mujeres de porte muy serio con tocados de encaje blanco, perlas en el cuello tan blancas como la joven luna y vestidos de grueso terciopelo azul. Los niños llevaban atuendos de luminosa seda que envolvían sus cuerpos como la propia piel y ceñidos gorros con diminutas perlas en las costuras. Reían con la boca, mas nunca con los ojos.

Estos seres de las moradas de los colores misteriosos se instalaban a sus anchas por un breve instante en los mullidos sillones verde oscuro. Antes de volver a su sitio en las pétreas paredes con una risa que no era más sonora que el primer berrido de un niño, murmuraban con voz ronca en un idioma cuyos guturales sonidos eran iguales a los de los bóers.

Cuando por la noche Regina observaba a tan distinguido grupo en su huida de los estrechos marcos de los cuadros, se sentía como la sirenita de los cuentos a la que la tempestad arrastra a la orilla y ya no puede andar, pero tampoco se atreve a regresar. En cambio, si se sentaba de día en el gran sillón con las cabezas de león talladas en los brazos, a la sombra del muro, cubierto de arvejas rosas y blancas, y contemplaba, inmediatamente después de que cesara la lluvia, la encrespada danza de las nubes, se sentía fuerte como Atlas, con el pesado globo terráqueo a sus espaldas.

La entusiasmaba la idea de encontrarse exactamente en la encrucijada entre tres mundos. No habrían podido ser más distintos entre sí ni aunque el propio Mungo se hubiese tomado la molestia de darle a cada uno una forma inconfundible. Los tres mundos se llevaban tan bien como la gente que no habla el mismo idioma y, por tanto, tampoco puede avenirse en el significado de la palabra conflicto.

La hierba, que se extendía desde las montañas -con su resplandor rojizo- hasta el valle, había acumulado demasiado sol para adquirir en la estación de las lluvias un tono tan verde como en el resto de las tierras altas. Los grandes arbustos amarillos coloreaban la luz como si las agostadas plantas tuvieran que protegerse de las miradas. Ello le confería al paisaje una suavidad que no tenía y lo hacía abarcable. Las gruesas franjas de las cebras resplandecían en sus henchidos cuerpos hasta que el sol se precipitaba desde el cielo, y el pelaje de los babuinos se asemejaba a un tupido manto tejido con tierra pardusca.

Había días muy claros que convertían a los monos en bolas inmóviles, y en aquella luz blanca, que apenas toleraba una sombra, sólo tras múltiples y fatigosos esfuerzos lograba el ojo distinguirlos de las jorobas de las vacas que pastaban no muy lejos. Pero también había unas pocas horas que no pertenecían ni al día ni a la noche. En ellas los babuinos jóvenes, cuya experiencia y precaución aún no les habían arrancado la curiosidad del rostro, se acercaban tanto a la casa que cada una de sus voces adquiría un timbre propio.

Tras el último maizal se hallaba el bosque de los cedros cuyas copas ya no alcanzaban a ver las raíces y los bajos espinos egipcios de secas ramas. Cuando sonaban los tambores, su eco imponía un breve y tenso silencio incluso al más furioso de los vientos. Eran estos sonidos, que tanto echara de menos en Nairobi, los que más acariciaban los oídos de Regina. Hacían que los recuerdos, que nunca había aprendido a tragarse, se trocaran en un presente que la embriagaba como en los días dichosos el tembo a los hombres de las chozas. Cada uno de los tambores le arrebataba el temor de ser sólo una viajera sin destino que únicamente pudiera alimentarse fugazmente de la recobrada felicidad y le confirmaba que en verdad ella era Ulises, de vuelta en casa para siempre.

Cuando su piel notaba el viento, el sol y la lluvia, y sus ojos se aferraban al horizonte como un chacal a la primera presa de la noche, Regina se sentía embriagada con el éxtasis, desconocido hasta entonces, del gran olvido. Aunaba lo familiar y lo ignoto, la fantasía y la realidad, y la dejaba sin fuerzas para pensar en el futuro al que su padre ya había dado caza. En su cabeza se formaba una tupida red de desconcertantes historias de un lugar lejano en el que Lilly se convertía en Sheherezade.

Cada vez que Chebeti entraba con el biberón caliente en una bandejita de plata y Regina se lo metía en la boca a su hermano, se abría de golpe la puerta de un paraíso del que sólo la señora del castillo tenía llave. Chebeti se sentaba en el suelo y enterraba sus delgadas manos en las grandes flores amarillas de su vestido. Regina esperaba a oír los primeros chasquidos de la lengua del bebé y luego les hablaba a Max y Chebeti, con el mismo tono solemne con el que recitaba en el colegio los patrióticos poemas de Kipling, de las cosas con que Lilly alimentaba sus oídos.

En Gilgil, hasta la leche estaba encantada. Por la mañana, la bienhechora era la parda Antonia, que no podía cantar y a la que un violín atrajo a la muerte. El almuerzo del pequeño áscari procedía de la blanca Cho-Cho-San, que, con el puñal del padre en la mano y el aria Muere honrosamente en los labios, se quitó la vida cantando; por la noche, Max se dormía con el relato de Konstanze, mientras Lilly cantaba La tristeza fue mi sino, el caniche aullaba y Oha se enjugaba las lágrimas con la burda tela de su chaqueta.

Ya a los pocos días de estar en Gilgil, Regina comprendió que en lo referente a las favoritas de Lilly el apelativo de vacas lecheras era tan sólo un disfraz. Nada en ellas era como en las demás vacas. Cada sílaba de sus nombres, que nadie salvo Lilly y Oha podía pronunciar, tenía un significado. Esos eufónicos nombres, que por arte de magia se transformaban en canto en la garganta de Lilly con sólo mentarlos, eran para los demás de la granja una carga para cabeza y lengua. No había una sola vaca que entendiera suahili, kikuyu o jaluo. A menudo, cuando sólo la acompañaba Chebeti con Max en el cochecito, Regina trataba de hablar con Ariadne, Aida, Donna Anna, Güday Melisande del enigma de su origen. Pero las hechizadas vacas dejaban que el sol les calentara el cogote como si no tuvieran oídos. Tan sólo por boca de Lilly podían revelar sus secretos. Arabella era la última; mas también fue la primera que permitió a Regina barruntar que en el paraíso de Lilly la felicidad era tan delicada como las flores del frágil hibisco.

—¿Por qué le hablas a Arabella como si fuera un niño? —le preguntó Regina.

—Ay, niña, ¿cómo explicártelo? Arabella fue la última ópera que tuve la oportunidad de ver. Para ello, Oha y yo fuimos expresamente a Dresde. Eso no volverá a repetirse en esta vida. La ópera de Dresde está tan destrozada como mis sueños.

Precisamente porque hacía apenas una hora, en el desayuno, Lilly había cantado Nunca sueño, a Regina le costó mucho dar con el significado de su queja, pero desde el día de la historia de Arabella supo que no sólo las vacas de Lilly tenían sus secretos. Lo cierto es que la señora del castillo, con su mágica voz, podía reír tan alto que su carcajada hallaba eco hasta en la pequeña despensa, pero sus ojos con frecuencia tenían que hacer un esfuerzo para contener las lágrimas. Pequeñas arrugas surcaban entonces el rostro de Lilly. Parecían regueros de agua en la tierra reseca y hacían que la boca se viera muy roja y la piel, tan fina como un pellejo extendido sobre una piedra.

Oha parecía aquejado de un mal similar. En verdad se reía a carcajadas y su pecho temblaba cuando llamaba a sus animales, pero después de que Arabella delatara a Lilly, Regina constató rápidamente que tampoco Oha era siempre el gigante amable y pacífico que ella adorara desde su infancia. En realidad era la reencarnación de Arquímedes, que no quería ver perturbado su círculo.

Les había puesto nombres a sus gallinas y bueyes. Estaban los gallos Cicerón, Catilina César. También las gallinas eran para Oha masculinas y oriundas de Roma.

Las más hermosas se llamaban Antonio, Bruto y Pompeyo. Cuando Lilly las llamaba para darles de comer, Oha a menudo se sentaba en su sillón, cogía siempre el mismo libro de la repisa de la chimenea y leía sin hacer ruido al pasar las páginas. Durante un rato se reía tan ruidosamente para sus adentros como si se hubiese atragantado con su hilaridad. Con todo, cuando Regina lo observaba detenidamente, siempre pensaba en Owuor, que había sido el primero en revelarle que dormir con los ojos abiertos hacía enfermar la cabeza.

Los bueyes habían sido bautizados con nombres de compositores. Chopin y Bach eran las mejores bestias de tiro; el toro se llamaba Beethoven; su hijo menor desde hacía cuatro horas, Mozart. Al feliz término de la larga noche en que nació y en la que Manjala, debido a las débiles contracciones de Desdémona y a su repentino ahogo, tuvo que acudir a su hermano en busca de ayuda, Lilly propuso con voz solemne que fuera Regina quien le pusiera nombre al ternero que acababan de salvar.

—¿Por qué Regina? —protestó Oha—. No está al tanto de nuestras cosas. Un nombre así es una atadura para toda la vida.

—No seas bobo —repuso Lilly—. Dale ese gusto a la niña.

Regina estaba demasiado ocupada con la felicidad de Desdé—mona para darse cuenta de que Lilly acababa de ofrecerle una parte del botín de Oha. Puso la mano en la cabeza del animal, dejó que el aroma de la satisfacción invadiera su nariz y que en su cabeza penetraran recuerdos que se aprestaron a la lucha con demasiada celeridad. Como se vio obligada a pensar al mismo tiempo en el niño muerto de su madre y en el nacimiento de su hermano, olvidó en el momento de tomar la decisión, de enorme responsabilidad, que el ganado de Gilgil tenía que estar bajo el embrujo de la música. Le vino a la cabeza la salvación del vigoroso ternero, que casi llega demasiado tarde.

—David Copperfield —dijo contenta.

Oha sacudió la cabeza, tiró, con una brusquedad inusitada en él, la lámpara de parafina que Manjala sostenía y dijo un tanto enfadado: —Tonterías.

La titilante luz empequeñecía sus ojos, los labios parecían dos cerrojos blancos ante los dientes, y por vez primera Regina vio que también Oha y Lilly se peleaban, aunque lo hicieran más bajito y durante menos tiempo que sus padres.

—Llamaremos al pequeño Yago —propuso Lilly.

—¿Desde cuándo les pones tú el nombre a los toros? —preguntó Oha, troceando su propia voz con un cuchillo—. Me hacía ilusión llamarlo Mozart. Y no voy a dejar que me lo chafes.

A la mañana siguiente, Oha volvía a ser el gigante barrigón que no olía ni a irritación ni al desasosiego de un repentino mal humor, sino sólo a tabaco dulce y al suave aroma de una comprensiva serenidad. Se esforzó por no detener su mirada en Lilly, clavó los ojos en Regina y le dijo: —Lo de ayer no lo dije con mala intención. —Se puso a contar cuidadosamente las pepitas negras de su papaya y luego prosiguió como si no hubiera necesitado mucho tiempo para tomar aliento.— Pero es que sería gracioso que le pusiéramos aquí un nombre inglés. —Sonrió.— Sabes, ésos no los conocemos bien.

—No importa —le sonrió Regina a su vez. Su rápida cortesía la desconcertó, y creyó haber hablado en inglés, como era habitual cuando se disculpaba sin arrepentimiento—.

David Copperfield —aclaró cohibida, y cayó en la cuenta demasiado tarde de que en realidad no quería abrir la boca— es un viejo amigo mío. La pequeña Nell también — añadió.

Se paró a pensar, aterrada, si ahora tendría que seguir hablando y contarle a Oha la historia de la pequeña Nell, pero se percató de que los pensamientos de éste estaban muy lejos de allí. Como no respondía, Regina se tragó su alivio sin llamar la atención de Oha. No estaba bien hablar de cosas que aceleraban el corazón sin una boca ajena que acudiera en su ayuda.

Manjala, que durante todo ese tiempo había permanecido de pie junto a la vitrina de las relucientes copas, los cuencos blancos con reborde dorado y las gráciles bailarinas de porcelana blanca, puso su cuerpo en movimiento y sacó las manos de las largas mangas de su kanzu blanco. Recogió los platos, primero lentamente y luego con más prisa, e hizo danzar los cubiertos. Max se incorporó en el cochecito y acompañó cada sonido con una palmada que hizo entrar en calor los oídos de Regina.

Chebeti apartó al caniche de sus desnudos pies, se levantó, miró a Manjala con los ojos entornados, pues le había arrebatado la tranquilidad y dijo: «El pequeño áscari quiere beber», y fue a buscar el biberón. Sus pasos hicieron temblar el suelo de madera tan levemente como un viento atrapado de repente entre los árboles.

Lilly se sacó del bolsillo del pantalón el espejo dorado engastado con diminutas piedrecillas, se retocó los labios hasta que parecían recortados de su blusa roja y lanzó un beso al aire.

—He de ir a ver a Desdémona —anunció.

—Y a Mozart —rió Regina. Volvió a reír cuando se dio cuenta de que por fin había logrado pronunciar el nombre sin acento inglés. Lanzó un beso, como acababa de ver hacer a Lilly, en dirección a la cabeza de su hermano y notó que la pesadez huía de sus miembros y los acuciantes recuerdos de la noche, de su cabeza.

Era una sensación agradable que la llenaba como el posho de las chozas por la noche.

Oyó en el bosque los primeros tambores del día. Tras las grandes ventanas, el sol teñía el polvo de múltiples colores. Regina entrecerró los ojos hasta convertirlos en dos rendijas capaces de transformar las imágenes. Las siluetas de las cebras eran sólo franjas. El azul del cielo se tornó una pequeña mancha de color, los espinos egipcios perdieron su verde y los cedros se volvieron negros.

Regina sacó a Max del cochecito, apoyó la cabeza de su hermano en su hombro y alimentó sus oídos. Aguardó expectante los agudos sonidos que habían de indicarle que su hermano ya era lo bastante listo para disfrutar de la familiaridad. Cuando Chebeti entró con el biberón y le metió al niño la tetilla en la boca, el silencio empequeñeció la gran estancia.

El biberón estaba casi vacío cuando Oha trazó círculos con la cabeza y dijo: —Te envidio mucho por tu David Copperfield.

Al pronunciar las dos últimas palabras, Oha tragó demasiado aire, y Regina tuvo que emplearse a fondo para tragarse a su vez su risa y convertirla a tiempo en la tos de rigor.

—I'm sorry —repuso. Esta vez supo en el acto que había hablado en inglés.

—Déjalo —la tranquilizó Oha—. Yo de ti también me reiría si me oyera chapurrear inglés. Por eso me gustaría tener por amigo a David Copperfield.

—¿Para qué? —Para sentirme un poco como en casa.

Regina dividió primero cada una de las palabras en sílabas y luego volvió a unirlas.

Incluso las tradujo a su lengua, pero no consiguió averiguar por qué Oha las había dejado salir de su garganta.

—Pero si ya estás en tu casa —repuso ella.

—Podría decirse que sí.

—Pero si es tu granja —insistió Regina. Tuvo la sensación de que Oha quería decirle algo, pero solamente puso la lengua entre los labios, sin lograr proferir sonido alguno, de modo que ella repitió—: Ya estás en tu casa. Es tu granja. Todo aquí es tan bonito...

—Pro transeuntibus, Regina. ¿Lo entiendes? —No. Papá dice que el latín que me enseñan en el colegio es tiempo echado a los gatos.

—A los perros. Cuando vuelvas a Nairobi, pregúntale a tu padre qué significa pro transeuntibus. Él podrá explicártelo perfectamente. Es un hombre inteligente. El más inteligente de todos nosotros, aunque nadie se atreva a admitirlo.

Fueron la voz de Oha y también sus ojos los que le proporcionaron a Regina la certeza de que éste, al igual que su padre, deseaba hablar de raíces, de Alemania y de su hogar.

Preparó sus oídos para aquellos sonidos tan familiares como indeseados.

Entonces entró Lilly.

—El ternero ya ha hecho honor a su nombre —rió, apretando los labios hasta formar una pequeña bola roja.

Oha rió también al preguntar: —¿Ya es capaz de mugir la Kleine Nachtmusik? Lilly rió melodiosamente y abrió los ojos como platos, pero no se dio cuenta de que la alegría de su esposo sólo provenía de su boca. Se frotó las manos como si quisiera aplaudir y anunció: —He de arreglarme para celebrarlo.

—Por supuesto —convino Oha.

Sin querer, Regina lo miró y supo que aún no había regresado de aquel safari del que Lilly nada sabía. Notó que se le enfriaba la piel y se sintió como si hubiera pegado la oreja a una abertura de una pared ajena y, al hacerlo, se hubiese enterado de cosas que no debía saber. Regina necesitó fuerzas para combatir la necesidad de levantarse y consolar a Oha como hacía con su padre cuando lo atormentaban las heridas de su vida anterior. Por un momento logró reprimir cada movimiento de su cuerpo, pero las piernas no le daban tregua y finalmente vencieron a su voluntad.

—Voy fuera con Max —se disculpó. Aunque por lo general necesitaba ambas manos para sujetar a su hermano, liberó una de ellas y la pasó por la cabeza de Oha.

Los leones tallados del sillón recibieron el calor del sol, cuya sombra era aún muy pequeña. Los cedros habían recogido la lluvia de la noche en troncos y raíces. Cada vez que se movía una rama, Regina buscaba con la vista a los monos, pero sólo oía ruidos que le indicaban que las mamas mono llamaban a sus crías.

Por un momento pensó en Owuor y en la hermosa discusión de su infancia sobre si los monos eran más listos que las cebras o no, pero cuando su corazón empezó a desbocarse, se dio cuenta de que su padre estaba a punto de suplantar a Owuor. Por primera vez desde que llegara a Gilgil, se sintió asediada por la nostalgia de su hogar.

Pronunció la palabra varias veces para sus adentros, primero aún alegre en inglés, luego de mala gana en alemán. En ambos idiomas las sílabas zumbaban como una abeja enojada.

A Mozart lo atrajeron hacia la hierba los dos jóvenes pastores que sólo oían la lengua de las vacas, no la de las personas. Desdé-mona, que iba empujando dulcemente a su hijo delante de ella con su enorme cabeza, de pronto se detuvo en una mancha de sol y comenzó a lamerle el suave pelaje hasta formar pequeños rizos parduscos. Un mirlo metálico se posó en el lomo de la vaca y el radiante azul de sus plumas cegó los ojos a cualquier otro color.

Lilly apareció tras un rosal de rosas amarillas con un largo vestido blanco que envolvía su cuello en un montón de volantes. Era como si ya hubiera recibido la orden de Mungo de volar hacia el cielo, sin embargo no se movió hasta que el ternero empezó a mamar. Entonces dejó salir el aire de su garganta, alzó la cabeza, juntó las manos y entonó el aria Esta imagen es de una belleza cautivadora.

Los pájaros enmudecieron y ni siquiera el viento pudo resistirse al canto de Lilly, así que la acompañó en su viaje con agudos sonidos aislados. Volaron más veloces que nunca hacia las montañas. Antes de que el último eco llegara hasta Regina, comprendió que se había equivocado. No era Ulises, feliz por volver a casa. Sólo había oído a las sirenas en Gilgil.

 

CAPÍTULO XXII

Gobierno de Hesse Ministro de Justicia Wiesbaden Bahnhofstr. Doctor Walter Redlich Hove Court POB 1312 Nairobi Kenia Wiesbaden, 23 de octubre de 1946 Asunto: su solicitud de empleo en el servicio de justicia del Estado de Hesse de 9 de mayo de 1946.

Estimado doctor Redlich: Nos complace comunicarle que su solicitud de empleo en el servicio de justicia de Hesse de 9.5 del año en curso ha sido aceptada mediante resolución de 14 del corriente.

Por el momento pasará a desempeñar el cargo de juez en el tribunal de primera instancia de la ciudad de Francfort. Le rogamos que, a su regreso, se presente a la mayor brevedad posible ante el doctor Karl Maaj3, presidente de dicho tribunal, quien ya ha sido informado por nosotros sobre el particular. Asimismo le rogamos ponga en su conocimiento la fecha exacta de su traslado a Francfort. En el cálculo de sus emolumentos se han computado como años de servicio los transcurridos desde su destitución como abogado en Leobschütz (Alta Silesia), ocurrida en 1937.

El abajo firmante tiene el deber de comunicarle que es usted conocido personalmente en el Ministerio de Justicia de Hesse. Su deseo de colaborar en la reconstrucción de una justicia libre ha sido recibido aquí como una señal particularmente esperanzadora para la joven democracia de nuestro país.

Con la expresión de nuestros mejores deseos de futuro para usted y su familia, nos reiteramos a su entera disposición.

Atentamente, Fdo.:

Doctor Erwin Pollitzer.

Por orden del Ministro de Justicia del Gobierno de Hesse.

 

Owuor captó la importancia del momento con los ojos, la nariz, los oídos y la cabeza de un hombre al que la experiencia ha dotado de inteligencia y el instinto ha mantenido ágil como un joven guerrero. Era el cazador que vela toda la noche y sólo aguzando permanentemente sus sentidos consigue la tan ansiada presa. Ese día, que había empezado como los demás, deparó aquella carta que era más importante que todas las anteriores.

A Owuor le habrían bastado las manos temblorosas del bwana y la brusquedad con que su piel cambió de color al abrir el grueso sobre amarillo. Aún más reveladores fueron el acre olor a miedo que emanaba de los dos cuerpos y la impaciencia que hizo llamear los cuatro ojos como un fuego que se enciende a toda prisa. En la misma habitación en que Owuor, aún sin nerviosismo ni precipitación, contara las burbujas del café caliente antes de ir a la oficina del Hove Court a recoger el correo, el silencio dejaba oír ahora de tal modo la respiración que se diría que el bwana y la memsahib tuvieran encerrados tambores en el pecho.

Mientras calmaba los latidos de su propio corazón tocando una y otra vez objetos que habría reconocido incluso con los ojos cerrados, Owuor observaba al bwana y a la memsahib mientras leían. Si abriera únicamente los ojos y no el cajón repleto de las vivencias de los días que ya no volverían, aquellas dos personas pálidas por el gran miedo no parecerían distintas de los otros momentos en que las lejanas cartas ardieran con tanta vehemencia como un pedazo de manteca grande en una cacerola pequeña. Y, sin embargo, para Owuor el bwana y la memsahib se habían vuelto unos extraños.

Primero permanecieron los dos sentados en el sofá, separando una y otra vez los labios como enfermos muertos de sed sin que asomaran sus dientes. Después las dos cabezas se volvieron una, y finalmente ambos cuerpos se fundieron en una montaña petrificada que se tragó toda la vida. Era como los dik-diks que buscan protección el uno en el otro cuando el sol abrasador está en lo alto, pero que tampoco quieren separarse cuando la sombra es demasiado pequeña para ambos. La imagen de los inseparables dikdiks inquietaba a Owuor. Le quemaba los ojos y le resecaba la boca.

Le vino a la memoria la inteligente historia que contara Regina en Rongai muchas estaciones de las lluvias atrás. Fue mucho tiempo antes del hermoso día de las langostas. Un muchacho se había transformado en un corzo y su hermana no podía hacer nada contra el encantamiento. Ya no podía hablar con el hermano en la lengua de los hombres y temía por ello a los cazadores, pero el corzo no fue capaz de oler su miedo y abandonó la protección de la hierba alta.

Desde entonces Owuor sabía que, para las personas, un silencio demasiado largo podía ser mucho más amenazador que el gran ruido que engorda los oídos como sacos demasiado llenos. Owuor tosió para liberar su garganta, aunque el interior de su cuello estaba tan suave como el cuerpo recién aceitado de un ladrón. En ese instante se dio cuenta de que el bwana no había perdido la voz por siempre jamás. Era sólo que cada uno de los sonidos había de buscar trabajosamente el camino entre la lengua y los dientes.

—Dios mío, Jettel, que tenga que pasar por esto. No puede ser verdad. No sé qué decir. Dime que no estoy soñando y he de despertarme ahora mismo. Da igual lo que digas, basta con que abras la boca.

—Mis padres fueron de viaje de novios a Wiesbaden —susurró Jettel por toda respuesta—. Mi madre me hablaba a menudo del Schwarzer Bock y de las borracheras que pillaba mi padre. El vino se le subía a la cabeza y ella se enfadaba muchísimo.

—Jettel, compórtate. ¿Entiendes lo que ha pasado? ¿Sabes lo que esta carta significa para todos nosotros? —No del todo. No conocemos a nadie en Wiesbaden.

—¡Entérate de una vez! Quieren que volvamos. Podemos regresar. Podemos regresar sin preocupaciones. Se acabó ser un pobre desgraciado.

—Walter, tengo miedo, tengo mucho miedo.

—Pero lee esto, señora Redlich. Me han nombrado juez. A mí, al abogado y notario destituido de Leobschütz. Estoy aquí y soy el último capullo de Kenia, y en casa me nombran juez.

—Capullo —rió Owuor—. No he olvidado esa palabra, bwana. Ya la decías en Rongai.

Cuando el bwana empezó a bramar sin que hubiera ira en su voz, pataleando al mismo tiempo como un bailarín que se ha llenado la barriga de tembo antes que los demás, Owuor volvió a reír. Su garganta tenía más púas que la lengua de un gato enfurecido. El bwana de los ojos sin reflejo y la espalda demasiado estrecha que se doblegaba ante cualquier carga se había convertido en un toro que por primera vez en su vida siente la fuerza de sus lomos.

En Alemania un funcionario tiene la vida solucionada y un juez más aún. Lleva la cabeza bien alta, nadie puede despedirlo y cuando está enfermo, se queda en la cama y sigue recibiendo su salario. A un juez lo saludan por la calle aunque no lo conozcan personalmente: «Buenos días, señoría; adiós, señoría, salude de mi parte a su señora.» No es posible que lo hayas olvidado todo. Santo cielo, ¡di algo! —Nunca dijiste nada de ser juez. Siempre pensé que querías volver a ser abogado.

—De eso siempre estoy a tiempo más adelante. Si primero soy juez, podremos empezar de forma muy diferente. Alemania siempre ha velado por sus funcionarios.

Incluso reciben una vivienda del Estado. Eso nos facilitará mucho las cosas.

—Creía que las ciudades alemanas habían sido destruidas por los bombardeos. Si es así, ¿de dónde van a sacar las viviendas para sus jueces? A Jettel le gustó tanto la frase que se disponía a repetirla, mas al comprender que había demorado demasiado su triunfo se tiró de un mechón de pelo, desconcertada. Pese a todo, su nerviosismo disminuyó por un instante y la vivificante autoestima de su juventud le produjo una agradable sensación de calidez en la frente. Qué razón tenía su madre cuando dijo: «Mi Jettel no sacará las mejores notas, pero en el día a día nadie tiene nada que enseñarle.» Al pensar que aún conservaba en sus oídos el tono de su madre, Jettel sonrió ligeramente. Primero se abandonó a la dulce nostalgia del recuerdo y luego a la certeza de que con una sola frase le había dejado claro a su esposo que era un soñador que no tenía vista para las cosas que realmente contaban en la vida. Sin embargo, cuando miró a Walter, en su rostro no vio más que una determinación que primero la hizo sentirse insegura y luego enfadarse.

—Y si hemos de volver, ¿por qué ahora? —le reprochó recalcando cada palabra.

—Porque sólo podré hacer carrera si estoy allí desde el principio. Las oportunidades sólo se presentan cuando un país sucumbe o cuando resurge de sus cenizas.

—¿Quién lo ha dicho? Hablas como un libro.

—Lo leí en Lo que el viento se llevó. ¿No te acuerdas del pasaje? Hablamos de él en su momento. Me impresionó mucho.

—Ay, Walter. Tú y tus sueños de la patria. Somos tan felices aquí. Tenemos todo lo que necesitamos.

—Sólo que cuando necesitamos algo más que la propia vida dependemos de la caridad de gente desconocida. Sin la Comunidad Judía no habríamos podido pagar ni el médico ni el hospital cuando nació Max. Esperemos que el señor Rubens sea tan generoso cuando uno de nosotros caiga enfermo.

—Aquí al menos tenemos a gente que nos ayuda. En Francfort no conocemos a nadie.

—¿Y a quién conocías cuando tuvimos que venir a África? ¿Y cuándo hemos sido felices aquí? Exactamente dos veces. Con el primer sueldo que cobré del ejército y cuando nació Max. Nunca cambiarás. Mi Jettel ..., siempre deseando las ollas de Egipto.

Pero al final siempre acabo teniendo razón yo.

—No puedo irme de aquí. Ya no soy lo bastante joven para empezar de cero.

—Eso es exactamente lo que decías cuando teníamos que emigrar. Entonces tenías treinta años, y si te hubiera hecho caso, a estas alturas estaríamos todos muertos. Si cedo ahora, seguiremos siendo toda la vida unos pobres diablos indeseados en un país extranjero. Y no voy a permitir que el rey Jorge me tenga eternamente como el idiota de la compañía.

—Sólo dices eso porque quieres volver a tu maldita Alemania. ¿Acaso has olvidado lo que le pasó a tu padre? Yo no. Le debo a mi madre no pisar jamás el suelo por el que ha corrido su sangre.

—No vayas por ahí, Jettel. Es pecado. Dios no nos perdonará que profanemos a los muertos. Debes confiar en mí. Saldremos adelante. Te lo prometo. Deja de llorar. Algún día me darás la razón, y ese día no tardará tanto en llegar como puedas creer ahora.

—¿Cómo vamos a vivir entre asesinos? —sollozó Jettel—. Aquí todo el mundo dice que estás loco y que uno no debe olvidar. ¿Crees que a una mujer le gusta oír que su marido es un traidor? Aquí puedes encontrar un empleo como hacen todos los demás.

Ayudan a la gente del ejército. Eso dicen todos.

—Me han ofrecido un trabajo. En una granja en Yibuti. ¿Te gustaría ir allí? —Ni siquiera sé dónde está Yibuti.

—¿Lo ves? Yo tampoco. En todo caso no está en Kenia, pero sí en África.

La casi olvidada necesidad de abrazar a su esposa y quitarle el miedo como a un niño desconcertó a Walter. Aún más lo atormentaba saber que a ambos les dolían las mismas heridas. También él se sentía inerme contra el pasado. Éste sería siempre más fuerte que la esperanza de un futuro.

—Nunca olvidaremos —añadió, clavando la vista en el suelo—. Si de verdad quieres saberlo, Jettel, es nuestro destino ser un poco infelices allá donde vayamos. Hitler se ha ocupado de que así sea a partir de ahora. Los que hemos sobrevivido nunca más podremos vivir normalmente. Pero prefiero ser infeliz allí donde me respetan. Alemania no era Hitler. También tú lo comprenderás algún día. Los hombres de bien volverán a tener la palabra.

Aunque trató de resistirse, Jettel se dejó enternecer por la voz queda y el desvalimiento de Walter. Vio cómo su marido se metía las manos en los bolsillos y buscó algo que decir, pero no fue capaz de decidir si quería volver a herirlo o si por una vez prefería consolarlo, de modo que guardó silencio.

Permaneció un rato observando a Owuor planchar. Inflaba las mejillas, escupía en la ropa y, con amplios movimientos, dejaba caer la pesada plancha desde una gran altura sobre dos pañales extendidos.

—Llevo tanto tiempo viviendo aquí —suspiró Jettel, y se quedó mirando fijamente las pequeñas nubes de vapor que ascendían, y le parecieron el símbolo de toda la felicidad que jamás codiciaría—. ¿Cómo voy a arreglármelas con un niño pequeño y sin servicio? Regina no ha cogido una escoba en toda su vida.

—Gracias a Dios que vuelves a ser tú. Ésta es mi Jettel. Siempre que hemos tenido que tomar una decisión en nuestra vida, has tenido miedo de no encontrar sirvienta. Esta vez no tienes de qué preocuparte, señora Redlich. Alemania entera está llena de gente que se alegrará de encontrar un trabajo. Hoy por hoy no puedo decirte cómo será nuestra vida, pero te juro por lo más sagrado que tendrás una sirvienta.

—Bwana, ¿lavo las maletas con agua caliente? —quiso saber Owuor mientras apilaba la ropa recién planchada en aquella bienoliente montaña que sólo él sabía hacer tan alta y tan lisa.

—¿Por qué lo preguntas? —Necesitarás tus maletas para el safari. Y la memsahib también.

—Qué sabrás tú, Owuor.

—Todo, bwana.

—¿Desde cuándo? —Desde hace tiempo.

—Pero si no entiendes lo que hablamos.

—Cuando llegaste a Rongai, bwana, sólo escuchaba con los oídos. Esos días se han terminado.

—Gracias, amigo.

—Bwana, no te he dado nada y me das las gracias.

—Claro que sí, Owuor, tú eres el único que me ha dado algo —repuso Walter.

Experimentó un dolor que lo avergonzó, muy breve y sin embargo suficientemente prolongado para comprender que a las viejas heridas acababa de sumarse una nueva. Su Alemania había dejado de existir. Pisaría la recobrada patria no como repatriado embriagado, sino con nostalgia y tristeza.

La separación de Owuor no sería menos dolorosa que las despedidas anteriores. Eran muchas las ganas que sentía de acercarse a Owuor y abrazarlo, mas cuando dijo «todo irá bien» era a Jettel a quien acariciaba.

—Ay, Walter, ¿quién le dice a Regina que ahora la cosa va en serio? No es más que una niña y le tiene tanto apego a todo esto...

—Hace tiempo que lo sé —la interrumpió Regina.

—¿De dónde sales tú? ¿Cuánto tiempo llevas ahí? —He estado todo el tiempo en el jardín, con Max, pero oigo con los ojos —aclaró Regina. Se dio cuenta de que su padre nunca sabría lo que significaba que una persona imitara la voz de otra.

—Y tus padres ni siquiera pueden fiarse de sus ojos —replicó Walter—. ¿O acaso te imaginas, Jettel, quién es el que conoce personalmente a este viejo tonto en el Ministerio de Justicia de Hesse? No se me va de la cabeza.

Se puso a pensar febrilmente en la increíble coincidencia que estaba a punto de cambiar el rumbo de su vida, pero por más que escudriñó el pasado y examinó el incierto futuro en busca de una posibilidad que pudiera habérsele escapado, le fue imposible aclarar ese punto.

Ocho días más tarde, Walter se presentó ante el capitán Carruthers. Había traducido la carta del Ministerio de Justicia de Hesse a duras penas con ayuda de Regina. Parecía un estudiante preparado para su examen de licenciatura. La comparación, que hacía sólo dos semanas ni siquiera se le habría pasado por la cabeza, le divirtió.

Antes de que el capitán terminara de ojear desganado la correspondencia, de llenar cuidadosamente su pipa y luchar con múltiples y enojados movimientos contra la ventana, que no cerraba bien, Walter se sorprendió pensando satisfecho que parecía irle mejor a él que al capitán.

El capitán Bruce Carruthers opinaba de forma similar. Con un leve rastro de irritación, que antaño fuera en él más bien el logrado preludio de un comentario irónico cuidadosamente meditado que la expresión de un repentino mal humor, dijo: —Parece usted distinto de la última vez. ¿Es usted el hombre que yo pienso? ¿Ese que no entiende nada? Aunque Walter lo había entendido, se sintió inseguro.

—Sargento Redlich, señor —confirmó cohibido.

—¿Por qué ustedes, los del continente, no tienen el menor sentido del humor? No es de extrañar que Hitler haya perdido la guerra.

—Sorry, sir.

—Eso ya me lo conozco. Lo recuerdo perfectamente. Usted dice sorry y yo empiezo desde el principio con toda esta tontería —censuró el capitán, cerrando los ojos un instante—. ¿Cuándo fue la última vez que lo vi? —Hace casi seis meses, señor.

El capitán parecía mayor y aún más apesadumbrado que en su primer encuentro; él lo sabía. No eran sólo los dolores de estómago al despertarse y la desazón tras el último whisky de la noche. Sentía sobre todo, con una molesta melancolía, que ya no tenía aquel saludable sentido de la proporción necesario en un hombre de su edad para preservar el delicado equilibrio de la vida. Hasta las menudencias más insignificantes perturbaban a Bruce Carruthers sobremanera, como por ejemplo, que sólo haciendo un esfuerzo auténticamente degradante fuera capaz de recordar el nombre del sargento que estaba ante él. Y eso que en un montón de ocasiones había tenido que transcribir aquella caricatura de nombre de un estúpido formulario a otro. Los superfluos problemas de memoria mermaban sus fuerzas más de lo que era conveniente en un hombre de su categoría.

A ello había que añadir que, día tras día, Carruthers se veía obligado a constatar de nuevo que el destino ya no era benévolo con él. Cuando iba de caza, le costaba mucho concentrarse y pensaba demasiado en Escocia, y con excesiva frecuencia el golf se le antojaba un pasatiempo del todo absurdo para un hombre que en su juventud soñaba con ser científico. Le había llegado la tan temida carta de su mujer en la que le decía que ya no podía soportar más la separación y que quería el divorcio. Inmediatamente después había recibido del maldito ejército la orden que había de seguir reteniéndolo en Ngong.

El capitán se sobresaltó al percatarse de que se había perdido en el laberinto de su rebelión. También eso le ocurría con más frecuencia que en los buenos tiempos.

—Supongo que sigue queriendo que lo manden a Alemania —dijo desalentado.

—Oh, sí, señor, por eso estoy aquí —se apresuró a contestar Walter, juntando las punteras de las botas.

Carruthers sintió una curiosidad contraria a su naturaleza; la encontraba inadecuada, pero a la vez extrañamente fascinante. Entonces lo supo. El modo en que respondía a sus preguntas aquel tipo grotesco que tenía ante sí era diferente de la primera vez. Sobre todo había cambiado su acento. Lo cierto es que seguía siendo molesto para un oído sensible, pero en cierto modo el inglés que hablaba aquel hombre era mejor. Al menos se le entendía. Realmente no podía uno fiarse de esos tipos tan ambiciosos del continente. A una edad a la que otros sólo pensaban en la vida privada, ellos se sumergían entre libros y aprendían una lengua extranjera.

—¿Ya sabe lo que quiere hacer en Alemania? —Voy a ser juez, señor —respondió Walter, tendiéndole la traducción de la carta.

El capitán se quedó perplejo. Sentía esa aversión a la vanidad y el orgullo típica de sus compatriotas, y sin embargo su voz era tranquila y amable cuando acabó de leer la carta.

—No está mal —dijo.

—Sí, señor.

—Y ahora espera que el ejército británico se ocupe del problema y se encargue de que los fucking jerries consigan un juez a buen precio.

—Perdón, señor, no le he entendido.

—El ejército deberá pagar su pasaje, ¿no es eso? Así lo ha planeado usted.

—Así lo dijo usted, señor.

—¿Ah sí? Interesante. No me mire con esa cara de cordero degollado. ¿Acaso no ha aprendido en el Ejército de Su Majestad que un capitán siempre sabe lo que ha dicho, aun cuando esté encerrado en este país dejado de la mano de Dios y ya no sea capaz de acordarse de nada? ¿Tiene usted idea de cómo se embrutece uno aquí? —Oh, sí, señor, lo sé muy bien.

—¿Le gustan los ingleses? —Sí, señor. Ellos me salvaron la vida. Nunca lo olvidaré.

—Entonces, ¿por qué quiere marcharse? —Yo no les gusto a los ingleses.

—Tampoco yo. Soy escocés.

Ambos guardaron silencio. Bruce Carruthers se puso a pensar por qué un maldito sargento que no era británico conseguía volver a trabajar en su antigua profesión y un capitán de Edimburgo con una abuela de Glasgow no.

Walter temía que el capitán diera por terminada la conversación sin siquiera mencionar la palabra repatriación. Con alarmante lujo de detalles, se imaginó a Jettel cuando se enterara de que no había logrado nada. El capitán revolvió con la mano derecha en un montón de papeles y aplastó con la izquierda una mosca, entonces se puso en pie como si no tuviera otra cosa en la cabeza, rascó cuidadosamente la mosca muerta de la pared, se sacó por vez primera la pipa de la boca y preguntó: —¿Qué opina usted del Almanzora? —Señor, no le entiendo.

—Hombre de Dios, el Almanzora es un barco. Cubre permanentemente la ruta Mombasa—Southampton y lleva a las tropas a casa. ¿O es que a vosotros sólo os interesan el alcohol y las mujeres? —No, señor.

—Antes del nueve de marzo del año que viene no llegará ningún contingente en la vieja dama. Pero si lo desea, puedo intentarlo para marzo. ¿Cómo era? ¿Cuántas mujeres e hijos tiene usted? —Una mujer y dos hijos, señor. Se lo agradezco muchísimo, señor. No tiene idea de lo que está haciendo por mí.

—Creo que eso ya lo he oído en otra ocasión —sonrió Carruthers—. Aún hay algo más que debo saber. ¿Por qué de repente habla inglés? —No lo sé. Sorry, señor. No me había dado cuenta.

 

CAPÍTULO XXIII

Conscientes de que era el momento adecuado para impulsar un resurgimiento cultural, dos días antes de Nochevieja los refugiados del Hove Court decidieron por unanimidad, algo nunca visto hasta la fecha, recibir juntos el año 1947. Numerosos emigrantes esperaban convertirse muy pronto en súbditos británicos; practicaban incansables - aunque con lamentable frecuencia sin resultados satisfactorios- con la intención de acercarse al menos a la pronunciación correcta de las palabras United Kingdom, Empire y Commonwealth, cruciales para su destino. En los dos meses anteriores, cuatro matrimonios y dos hombres solteros habían logrado, gracias a la nacionalización, despojarse del estatus de bloody refugees, al menos oficialmente, y agenciarse apellidos con sonido inglés, los cuales eran más importantes para la autoestima que los bienes materiales.

Los Wohlgemuth se apellidaban ahora Welles y los Leubuscher pasaron a ser Laughton. Siegfried y Henny Schlachter aprovecharon la ocasión para desligarse por completo de las raíces de su apellido. Rechazaron enérgicamente las irónicas propuestas de sus vecinos de llamarse Butcher12 y se decidieron por Baker13. Constituyó una enorme sorpresa para todos que precisamente los Schlachter fueran de los primeros en convertirse en British subjects.

Tenían grandes dificultades con su nueva lengua materna y ciertamente no habían hecho más por la recién adoptada patria que muchos otros cuya instancia había sido desestimada por las autoridades sin motivo alguno. Los envidiosos se consolaban afirmando que los Schlachter habían obtenido el pasaporte británico por el mero hecho de que, en el preceptivo examen de inglés, un funcionario oriundo de Irlanda había confundido el deje suabo del anciano matrimonio con un acento celta que ya apenas se oía.

A la fiesta de Nochevieja se invitó, naturalmente, a la señora Taylor y a la señorita Jones, así como a un comandante de Rodesia recién jubilado y muy taciturno que al elegir el lugar de su retiro se había dejado engañar por el nombre inglés del complejo residencial, pero los tres enfermaron justo el mismo día y de la misma dolencia. El comité organizador se esforzó por mantener la compostura, pero la decepción por el hecho de que precisamente la primera fiesta de este tipo se viera ensombrecida por tan inesperadas indisposiciones no pudo disimularse a la admirada y fría manera británica en un espacio de tiempo tan breve y sin siglos de práctica.

En el comité organizador eran los «jóvenes ingleses», como se los denominaba sarcásticamente, quienes llevaban la voz cantante. Fue a ellos en particular a quienes no les pareció suficiente compensación por la triple cancelación que Diana Wilkins no hubiera caído enferma. A decir verdad, era indiscutible que Diana poseía la nacionalidad británica desde hacía años por su matrimonio con el pobre señor Wilkins, muerto de un disparo, pero ella no sabía apreciar en absoluto aquel honor. Tras un cuarto de botella de whisky confundía a los ingleses con los rusos, por los que aún seguía sintiendo un odio encarnizado.

Aun más indignación causó el hecho de que precisamente Walter, que debido a sus planes de trasladarse a Alemania no escatimaba injurias y sembraba la discordia a diario, tuviera la desfachatez de hablar de la «enfermedad inglesa». Tan sólo la circunstancia de que aún vistiera el uniforme del Ejército de Su Majestad y la compasión que despertaba su esposa, cuyas ideas acerca de Alemania eran de sobra conocidas, lograron preservar a Walter de una abierta hostilidad.

Aunque ahora la fiesta tuviera que celebrarse sin aquellos invitados que con su mera presencia le habrían garantizado el debido prestigio social, los responsables se sentían comprometidos con la tradición inglesa. Precisamente porque no sabían a ciencia cierta cómo reconciliar de forma creíble esa ambición con su ausencia de conocimientos sobre la vida en la alta sociedad británica, los refugiados observaron escrupulosamente aquellos detalles que habían ido advirtiendo en sus frecuentes visitas a los cines. Los reportajes sobre las ceremonias en la casa real inglesa que, justo por esa época, podían verse con todo lujo de detalles en los noticiarios constituyeron una ayuda inestimable.

A la caída del sol, las damas aparecieron ataviadas con escotados trajes de noche hasta los pies totalmente pasados de moda, la mayoría de los cuales aún no se había lucido desde la emigración. Muy a su pesar y debido a su escasa previsión al expatriarse, los caballeros se vieron obligados a renunciar al esmoquin, que entre los granjeros asentados desde hacía tiempo en las tierras altas se consideraba asimismo sin motivo concreto un dinner dress apropiado. Los gentlemen alemanes compensaron esa carencia con una digna actitud enfundada en trajes oscuros demasiado estrechos. No tardó en circular un malicioso comentario de Elsa Conrad.

«No me cabe en la cabeza que se atreva usted a oler a naftalina alemana», le dijo, olisqueando con insolencia, precisamente a Hermann Friedländer, que presumía de soñar en inglés.

Entre las obstinadas espinas de los resecos cactus se colgaron con prusiana precisión multitud de triquitraques, que en la vieja madre patria eran accesorios utilizados en todo caso en los cumpleaños infantiles y sobre los cuales, pese a todos los esfuerzos de reorientación espiritual, seguía planeando la sombra del ridículo. Con encomiable celo pero también con el desconocimiento de quienes aún no han desarrollado una relación como es debido con el objeto de sus nuevas ilusiones, se adquirieron discos con los éxitos del momento; en ninguna de las fiestas de Nochevieja de la colonia sonó tantas veces Don't fence me in como entre la puesta del sol y la medianoche en el amarillento césped del Hove Court. Con el auténtico whisky escocés que el comité organizador designó categóricamente como la única bebida aceptable, pese a su exorbitante precio, se produjo un pequeño contratiempo.

Apenas se bebió y, a pesar del ambiente de euforia y del paralizante calor, revivió, de un modo que más tarde fue imposible reconstruir, pero que en cualquier caso resultó en extremo embarazoso, nostálgicos recuerdos del ponche y los buñuelos berlineses.

Surgió una discusión sumamente abstrusa sobre si los típicos dulces de San Silvestre de los tiempos que en realidad todo el mundo quería olvidar estaban rellenos de mermelada de ciruela o de jalea de grosella.

Con todo, el pequeño castillo de fuego fue un éxito rotundo, y más aún la idea de cantar Auld lang syne bajo el jacarandá. La canción, que habían ensayado ex profeso en honor a los vecinos ingleses, por desgracia enfermos, sonó particularmente dura en las gargantas alemanas. Aunque formaron a la perfección el preceptivo corro y se agarraron de la mano con la mirada arrobada de las damas victorianas, poco se oyó en la noche africana de la suave melancolía escocesa.

Walter había escuchado muchas veces aquella vieja melodía en la cantina de la tropa y con divertida malicia advirtió el abismo que había entre querer y poder, pero se guardó de exteriorizar su burla por mor de Jettel. Así y todo, su sonrisa fue registrada por los circundantes con tanta desaprobación como si hubiese pregonado su crítica a los cuatro vientos. Aún peor sentó que, cuando se hubo escuchado la última nota, le susurrara a su esposa descaradamente alto: «El año que viene, en Francfort.» Jettel no entendió la alusión a la vieja y nostálgica plegaria de la Pésaj14 y contestó enojada: «Hoy no.» El patinazo, que puso de manifiesto que Jettel no tenía ni idea de las costumbres religiosas y la tradición judía, se consideró un justo castigo por la irreverencia de Walter y, sobre todo, un merecido freno a su insultante falta de tacto.

Con el estruendo de los fuegos artificiales y en el punto álgido de una disputa que se desató en torno a la letra exacta de No hay país más hermoso en esta época y que fue censurada por la mayoría al considerarla increíblemente indigna, Max se despertó. Le dio la bienvenida al nuevo año a la manera tradicional de los niños nacidos en la colonia. Si bien aún no había cumplido los diez meses, pronunció su primera palabra inteligible. Sin embargo, no dijo ni mamá ni papá, sino «aja». Chebeti, que estaba sentada en la cocina y al primer gimoteo se precipitó sobre la cama del niño, le repitió una y otra vez aquella palabra que le proporcionaba a su piel un calor más agradable que una manta de lana en las frías tormentas de su hogar, en las montañas. Completamente despierto por la risa gutural del aja y fascinado por los breves y melodiosos sonidos que acariciaban sus oídos, Max dijo por segunda vez «aja», y luego otra vez y otra más.

Con la esperanza de que el milagro se repitiera en el lugar adecuado, Chebeti llevó a su gorgoriteante trofeo hasta el grupo de asistentes a la fiesta, que se encontraba bajo el árbol. Se vio recompensada con creces. La memsahib y el bwana se quedaron pasmados, con la boca abierta y fuego en los ojos le quitaron de los brazos al pataleante toto y le repitieron ora «mamá» ora «papá», primero en voz queda y entre risas, mas pronto en alto y con una determinación que les hizo parecer guerreros antes de la batalla decisiva. La mayoría de los hombres tomó partido bramando «papá»; todo aquel que recordó a tiempo su nuevo pasaporte británico lo intentó con «daddy». Las mujeres apoyaron a Jettel gritando «mamá» con voz lisonjera, como esas muñecas de su infancia que al apretarles la barriga empezaban a hablar. No obstante, hasta que se sumió en un agotado sueño, Max no se dejó arrancar más sonido que «aja».

Desde ese día, la evolución lingüística del joven Max Redlich fue imparable. Decía «kula» cuando quería comer, «lala» cuando lo acostaban, un correctísimo «chai» para la tetera, «menú» cuando le salió el primer diente, «toto» a la imagen que le devolvía el espejo y «bua» cuando llovía. Decía hasta «kessu», la palabra para mañana, futuro y para esa imprecisa unidad de tiempo que sólo era un concepto comprensible y racional para Owuor.

Walter se reía cuando oía hablar a su hijo, y, sin embargo, una susceptibilidad -que intentaba disculpar ante sí mismo achacándola a sus sobreexcitados nervios- echaba a perder su alegría por el parloteo del pequeño. Aunque le parecía pueril y del todo enfermizo darle tanta importancia a aquel asunto, le atormentaba la idea de que África ya lo hubiera distanciado de su hijo. Más aún lo torturaba la sospecha de que Regina le enseñaba aquellas palabras a su hermano a propósito y disfrutaba con la irritación que provocaba cada una de ellas. Walter cavilaba apesadumbrado, y aún más dolido, si su hija querría transmitirle de ese modo su amor por África y su desacuerdo con la decisión de regresar a casa.

Sin embargo, Regina negaba con una indignación que, aparte de ella, sólo Owuor era capaz de imponer a su rostro en el momento adecuado su participación en un proceso que Walter, en sus momentos más depresivos, acostumbraba denominar kulturkampf15, aunque jamás decía la palabra en voz alta. A ello venía a añadirse que en el Hove Court todo el mundo se burlaba constantemente del vasto vocabulario suahili del pequeño Max. Hasta para los escasos vecinos comprensivos y tolerantes, aquello constituía una prueba clara de que el niño era más inteligente que su irresponsable padre y de que, en su inocencia, estaba dando a entender que no se le debía arrastrar a Alemania.

Cuando finalmente Max consiguió formar un sonido de tres sílabas, que con una gran dosis de fantasía podía interpretarse como el nombre de Owuor, a Walter le traicionaron los nervios. Con la cara como un tomate y los puños cerrados, le gritó a su hija: «¿Por qué quieres hacerme daño? ¿No te das cuenta de que todos aquí se ríen de mí porque mi hijo se niega a hablar mi idioma? Y luego tu madre se extraña de que quiera marcharme.

Siempre pensé que al menos tú estabas conmigo.» Regina comprendió horrorizada lo rastreramente que la había engañado su fantasía, seduciéndola para que traicionara su lealtad y su amor. El arrepentimiento y la vergüenza le escaldaron la piel y le clavaron puñales en el corazón. Tanto se había metido en su papel de hada que domina la magia de la lengua que no había tenido ni ojos ni oídos para su padre. Asustada, buscó una disculpa, pero, como siempre que estaba nerviosa, sólo pensar en el idioma de su padre le paralizó la lengua.

Al darse cuenta de que sus labios se disponían a pronunciar la palabra missuri, que significaba bueno y al mismo tiempo era una señal de que uno por fin había entendido, sacudió la cabeza. Lentamente, pero con decisión, se dirigió hacia su padre y se tragó su tristeza. Luego le lamió la sal de los ojos. Al día siguiente, Max dijo «papá».

No obstante, cuando al final de la semana dijo «mamá», los oídos de su madre no se mostraron receptivos a tan ansiada dicha, aunque en ese preciso instante las lágrimas le llegaran a la barbilla. Max estaba berreando «mamá» por segunda vez y Chebeti aplaudiendo cuando Walter entró precipitadamente en la cocina.

—¡Tenemos pasajes para el Almanzora. El barco sale de Mombasa el nueve de marzo —gritó, arrojando la gorra en el sofá, loco de alegría.

—Puttfarken se ha salvado —sollozó Jettel.

—¿De dónde demonios sale ahora ese Puttfarken? ¿Quién es? —Puttfarken, SchützenstraJSe —repuso Jettel. Se puso en pie, se secó las lágrimas en la manga de la blusa con un brusco movimiento de la cabeza y fue hacia la ventana, como si llevara tiempo esperando ese momento. Luego se llevó la mano a los labios y, aunque sólo eran las cinco de la tarde, echó las cortinas.

Walter comprendió al punto. A pesar de todo, preguntó incrédulo: —No te estarás refiriendo a nuestro Puttfarken de Leobschütz, ¿no? —¿A quién si no, cuando echo las cortinas en pleno día? Anna, corra primero las cortinas —imitó Jettel aquella voz tanto tiempo olvidada, reencontrada de pronto—. Es mejor que nadie me vea aquí. Soy un funcionario y debo ser precavido. Dios, Walter, ¿recuerdas cómo se enfadaba siempre nuestra Anna? No hacía más que llamarlo cobarde.

—No lo era. Pero, ¿por qué te acuerdas de él? —Bwana, la carta —intervino Owuor, señalando la mesa.

—Es de Wiesbaden —añadió Jettel—. Ahora es un pez gordo. «Consejero ministerial» —leyó en voz alta, atragantándose con la risa en cada sílaba—. Deja que te la lea. Llevo todo el día ilusionada pensando en hacerlo.

«Querido amigo Redlich —empezó Jettel—, debido a una fuerte gripe (si es que en su soleado paraíso aún recuerda lo que es eso), hoy por primera vez tengo ocasión de escribirle. Supongo que ya le habrá llegado la carta del ministerio. Debería haber sido al revés. Imagino lo mucho que se habrá devanado los sesos tratando de averiguar cómo es que el azar dispone que alguien lo conozca a usted en Wiesbaden. Aquí hace tiempo que sabemos que el azar es la única magnitud estable en la que aún se puede confiar, pero espero sinceramente que sus vivencias a este respecto hayan sido algo mejores.

«Cómo describirle mi perplejidad cuando aterrizó precisamente en mi mesa una solicitud de incorporación al servicio del Ministerio de Justicia de Hesse cursada por el doctor Walter Redlich. Desde la destitución de Bismarck, probablemente sea el primer funcionario alemán que llora en el desempeño de su cargo. Leí su solicitud una y otra vez y aun así no podía creer que siguiera con vida. Poco después de su partida, en Leobschütz corrió el rumor de que había sido atacado por un león y había encontrado así la muerte. Sólo la mención de sus años de estudio en Breslau y la práctica de la abogacía en Leobschütz me proporcionó la certeza de que realmente era usted el amigo de los buenos tiempos ya para siempre pasados.

»Y luego tampoco podía imaginarme que alguien que ha logrado escapar de Alemania quiera regresar a estas ruinas con las gentes que le hicieron lo que con usted y con su pueblo se ha hecho. ¡Las cosas que habrá vivido, lo mal que lo estará pasando para que haya tenido el valor de tomar tan fatal decisión! Ni que decir tiene que la aplaudo. Aquí, en Alemania, hemos destituido a los jueces con antecedentes políticos y son muy pocos los que han quedado sin antecedentes para reconstruir la justicia. De modo que prepárese, pues no pasará mucho tiempo en el juzgado de primera instancia antes de que lo asciendan. Le gustará Maa, el presidente del tribunal. Es un hombre muy respetable al que los nazis expulsaron de la judicatura y que tuvo que mantener a flote a su familia como pudo ,todos estos años.

»Y así llegamos a mi destino. De nada me sirvió que su Anna (espero que entretanto me haya perdonado, era una excelente persona) corriera las cortinas cada vez que iba a verlo a Asternweg para que nadie se enterara de que aún tenía trato con judíos. Poco después de que usted abandonara Leobschütz, me suspendieron del cargo de juez debido a que mi esposa era judía, pero gracias a la intercesión del buen Tenscher me asignaron al menos una especie de empleo en el registro de la propiedad.

»Al cabo de unos meses también me apartaron de aquel puesto a instancias del jefe de distrito Rummler, del que espero que no se acuerde tan bien como yo. Previamente, me hicieron comparecer tres veces en Breslau y me prometieron la reincorporación inmediata a la función pública si me divorciaba de mi esposa judía. Hasta que estalló la guerra, me las arreglé para sacar adelante a mi familia más mal que bien haciendo trabajos ocasionales para el abogado Pawlik, de los que naturalmente nadie podía saber nada. Ya nunca podré pagarle a Pawlik la deuda de gratitud que contraje con él.

«Cayó en Polonia en el primer mes de guerra. Yo mismo fui declarado "indigno del ejército" y en 1939 me obligaron a desempeñar trabajos forzados. De esa época le hablaré cuando volvamos a vernos. La pluma se resiste a poner por escrito lo vivido, aunque soy muy consciente de que podría haber sido mucho peor.

»Con el primer éxodo, una vez terminada la guerra, Käthe, mi hijo Klaus, que nació el mismo año que su hija, y yo logramos escapar de la Alta Silesia. Debido al permanente miedo de ser deportada, a Käthe no le ha ido muy bien todos estos años y, para colmo, en la huida se produjo una herida en la pierna que nos hizo temer lo peor. Aunque he perdido la costumbre de creer en Dios, hemos de estarle agradecidos por el hecho de que al final hayamos venido a parar aquí los tres, a Wiesbaden, donde nos acogió un pariente lejano. Ahora tengo que agradecerle precisamente a Hitler una carrera con la que jamás me habría atrevido a soñar en nuestro Leobschütz.

«Käthe se emocionó muchísimo cuando le conté lo de su solicitud. Y mi hijo está deseando conocer a un hombre que ha estado en África. Es un joven reservado, marcado por las vivencias de estos años tan malos e incapaz de olvidar el miedo de sus padres y las humillaciones y vejaciones a que fue sometido por sus amigos y, sobre todo, por sus profesores.

No pudo iniciar una educación superior16 y hoy tiene muchos problemas en la escuela. Está demasiado obsesionado para su edad con la idea de emigrar y creo que pronto lo perderemos.

«Temo haber sido demasiado prolijo, pero escribirle me ha venido bien. Sólo saber que esta carta va a Nairobi, a un mundo libre, sin escombros, me fascina. Y mientras le escribo, tengo en todo momento la sensación de estar sentado en su salón de Leobschütz. ¡Con las cortinas abiertas! No me atrevo a preguntarle por la suerte que han corrido su padre y su hermana, a los que conocí una vez en su casa. Tampoco me atrevo a darle ánimos en su nueva andadura. Los alemanes no sólo han sacrificado gran parte de su país y sus ciudades. También han perdido su alma y su conciencia. El país está lleno de gente que no ha visto nada ni sabía nada o que "siempre estuvo en contra". Y los pocos judíos que aún quedan y que escaparon del infierno vuelven a ser difamados. Además de la miserable ración de alimentos del ciudadano de a pie, reciben una prima de penosidad. Eso les basta a los culpables para aislar de nuevo a las víctimas.

«Hágame saber lo antes posible la fecha de su regreso. Mi pesimismo y mis vivencias me impiden hablar de retorno al hogar. Haré cuanto esté en mi mano para ayudarle, pero no espere gran cosa de un consejero ministerial que tiene el defecto de ser de Leobschütz. Aquí en el oeste nos consideran "chusma del este" y nadie creería hasta qué punto la gente, junto con la patria, ha perdido los valores materiales e ideológicos. Antes puedo hacer que lo asciendan a presidente de la audiencia territorial que conseguirle una vivienda o una libra de mantequilla.

«Pese a todo, no deje que mis lamentos, que llegados a este punto considero del todo improcedentes, le arrebaten ese optimismo suyo tan estupendo, ni tampoco su buen humor, del que tantos y tan buenos recuerdos conservo. Si le es posible, traiga algo de café. El café es la nueva moneda alemana. Con café se puede comprar de todo. Hasta unas manos limpias. Por de pronto se le llama certificado Persil17.

»Mi esposa y yo les esperamos a usted y a su familia con impaciencia y con el corazón abierto. Hasta entonces, reciba un afectuoso saludo de su amigo, Hans Puttfarken »PD: Casi lo olvido, su viejo amigo Greschek ha acabado en un pueblo del Harz.

Conseguí su dirección por casualidad y le he escrito contándole lo de su regreso.» Mientras metía de nuevo la carta en el sobre, Jettel trató de imaginarse el rostro de Puttfarken, pero sólo recordó que era alto y rubio y que tenía ojos muy azules. Al menos quería decirle eso a Walter, pero el silencio se había prolongado demasiado para hallar palabras que aliviaran su agitación. Con ademán vacilante, Jettel empezó a abanicarse con el sobre. Owuor le quitó la carta de la mano y la dejó sobre un plato de cristal.

Imitó los pequeños silbidos que de joven aprendiera de los pájaros, sonrió al recordar la palabra que la memsahib sacara del papel y descorrió las cortinas sin dejar de silbar.

Un rayo del sol vespertino, ya bajo en el horizonte, se reflejó en el cristal, arrojando un velo de tenue niebla azul sobre el grisáceo papel. El perro se despertó, alzó la cabeza, perezoso, y al bostezar hizo sonar tanto los dientes como en su juventud, cuando aún podía oler las liebres en la hierba.

—Rummler —rió Owuor—. En la carta se hablaba de Rummler. He oído el nombre de Rummler.

—Pobre infeliz, si Puttfarken supiera lo que ha sido de mi buen humor —dijo Walter—. Ay, Jettel, ¿no te reconforta un poco recibir una carta así? Al cabo de tantos años de ser el último mono.

—No lo sé. No sé qué decir. No lo he entendido todo.

—¿Y crees que yo sí? Yo sólo sé que allí hay una persona que se acuerda de mí tal como era antes. Y que está dispuesta a ayudarnos. Señora Redlich, démonos tiempo para acostumbrarnos al hecho de que las cosas han cambiado. No escuches lo que dice la gente de aquí. Nosotros hemos caído más bajo que ellos, pero también tenemos más práctica que los demás en eso de comenzar una nueva vida. Saldremos adelante.

Nuestro hijo no sabrá lo que significa ser un paria.

Por un momento, a Jettel le pareció que la dulzura y el anhelo de la voz de Walter le habían devuelto los sueños, las esperanzas y la seguridad, el amor y la alegría de vivir de su juventud, pero la conformidad con su esposo le resultaba demasiado extraña para ser duradera.

—¿Qué fue lo que dijiste cuando llegaste a casa? Ya no me acuerdo.

—Sí, Jettel, sí que te acuerdas. He dicho que partimos el nueve de marzo en el Almanzora. Y esta vez no irá cada uno por su lado. Iremos juntos. Me alegro de que se acabe la incertidumbre. Creo que no habría podido soportar la espera por más tiempo.

 

CAPÍTULO XXIV

A las cuatro de la mañana, a Walter lo despertó un ruido que no fue capaz de identificar. Se esforzó una y otra vez por atrapar aquellas leves vibraciones que parecían venir de cerca y que le resultaban más agradables que el miedo al insomnio, pero a sus oídos sólo llegaba el silencio absoluto de las atroces horas que precedían a la salida del sol, un silencio que hizo presa en su reposo. Aguardó impaciente el canto de los pájaros en los eucaliptos que había ante la ventana, ésa solía ser la señal para levantarse. La expectación aguzó sus sentidos antes de tiempo. Aunque el día aún no había capturado el hálito de la primera luz cenicienta, Walter creyó distinguir los contornos de las cuatro grandes cajas de madera clara que viajarían a ultramar.

Desde que llegaran a África, las habían utilizado a modo de armarios, y ahora, rotuladas con la letra empinada e infantil de Jettel, ocupaban una pared del dormitorio cada una. La noche anterior, Owuor había terminado de empaquetarlo todo y las había claveteado con unos golpes tan vehementes que los Keller, en el apartamento contiguo, habían respondido a su vez con furiosos puñetazos. Walter se sintió liberado al pensar que por fin estaba guardada la mayor parte de la vida de los últimos nueve años. Las dos semanas que quedaban hasta que zarpara el Almanzora transcurrirían sin las agotadoras discusiones que desencadenaba toda nueva decisión sobre lo que podían llevarse y lo que debían dejar.

Para Walter fue como si la fortuna le concediera un último retazo de normalidad. El plazo de gracia se le antojó demasiado breve. Escuchó el rechinar de sus dientes tan concentrado como si aquel desagradable ruido tuviera una importancia especial. Para su sorpresa, al cabo de un rato se sintió realmente liberado de la carga que lo atormentaba durante el día. Desarmado por un sentimiento de culpa del que no podía hablar si no quería perder su fuerza, había tenido que dar cuentas o bien a Jettel o bien a Regina de cada comentario, de sus suspiros, de cada enfado e inseguridad.

Sólo de noche podía admitir que lo torturaba el desencanto antes de que pudiera brotar la semilla de la esperanza. Desde los días en que empezaron a embalar, Walter se sintió apesadumbrado por el hecho de que las cajas sólo le recordaran con intensidad la partida hacia el destierro. No simbolizaban, como él se había figurado durante meses de reparadora euforia, la partida, tanto tiempo anhelada, hacia la reencontrada dicha.

Para obligarse a serenarse, apretó fuertemente los labios hasta que el dolor físico fue lo bastante grande como para emprender la lucha contra los malvados fantasmas que surgían del pasado y amenazaban el futuro. Entonces oyó por segunda vez el ruido que lo había arrancado del sueño. De la cocina llegaba un sonido suave que revelaba los lentos movimientos de unos pies descalzos sobre el tosco suelo de madera, y de vez en cuando era como si Rummler restregara su rabo contra la puerta cerrada.

Al pensar que el perro pudiera abrir siquiera un ojo antes de que la tetera se llenara de agua, Walter sonrió, pero la curiosidad le impulsó a comprobarlo. Se levantó sin hacer ruido para no despertar a Jettel y se deslizó de puntillas hasta la cocina. Los restos de una pequeña vela pegada a una tapadera de hojalata bañaban con su larga llama la habitación en una mortecina luz amarilla. En un rincón estaba Owuor, sentado en el suelo entre unas cuantas cacerolas y la oxidada sartén de Leobschütz, con los ojos cerrados, frotándose los pies para calentarlos. A su lado yacía Rummler. El perro estaba despierto y tenía una gruesa cuerda alrededor del cuello.

Bajo la mesa de la cocina había una toalla de cuadros blancos y azules anudada formando un hatillo muy abultado que colgaba de un grueso palo de madera. Por uno de los numerosos agujeros asomaba una manga del kanzu blanco con el que Owuor sirviera la comida desde los tiempos de Rongai. En el alféizar de la ventana estaba la toga de abogado de Walter, recién planchada y cuidadosamente doblada formando un rectángulo negro. Sólo la reconoció por la delicada seda del cuello y la solapa.

—Owuor, ¿qué estás haciendo aquí? —Estoy sentado esperando, bwana.

—¿Por qué? —Espero al sol —aclaró Owuor. Sólo se tomó un segundo para hacer surgir como por arte de magia en sus ojos el mismo asombro que el bwana tenía en los suyos.

—¿Y por qué Rummler lleva una cuerda al cuello? ¿Quieres venderlo en el mercado? —Bwana, ¿quién va a comprar un perro viejo? —Quería verte reír. Y ahora dime de una vez por qué estás aquí.

—Eso ya lo sabes.

—No.

—Sólo mientes con la boca, bwana. Rummler y yo vamos a emprender un largo safari.

El que primero se va de safari conserva los ojos secos.

Walter repitió cada una de las palabras sin que le fuera posible abrir la boca. Al darse cuenta de que le dolía la garganta, se sentó en el suelo y acarició el corto y tieso pelaje del pescuezo de Rummler. El cálido cuerpo del animal le recordó aquellas noches ante la chimenea de Ol’ Joro Orok que creía enterradas hacía tiempo y lo adormeció un tanto. Trató de combatir la calma que empezaba al paralizarlo apretando la cabeza contra las rodillas. En un principio, la presión que sentía en las cuencas de los ojos le resultó agradable, mas luego comenzaron a molestarle los colores, que se descomponían en la luz de igual modo que sus ideas.

Era como si ya hubiera vivido esa escena que ahora se le antojaba tan irreal, pero no sabía cuándo. Su memoria se dejó llevar con demasiada rapidez y complacencia por las confusas imágenes. Vio al su padre delante del hotel de Sohrau, pero cuando la vela inició su último combate por la vida, el padre se apartó del hijo y se convirtió en Greschek, que estaba en Génova, en la cubierta del Ussukuma.

La bandera de la cruz gamada ondeaba en la tormenta Exhausto, Walter esperaba oír la voz de Greschek, la dura pronunciación y la obstinada ira en las sílabas que harían la despedida aún más difícil de lo que ya de por sí era. Pero Greschek no dije nada, se limitó a sacudir la cabeza con tal violencia que la bandera se soltó y se precipitó sobre Walter. No sintió más que el propio desmayo y la opresión del silencio.

—Kimani —dijo Owuor—. ¿Tu cabeza aún recuerda a Kimani? —Sí —se apresuró a responder Walter. Se alegró de poder oír y pensar de nuevo—.

Kimani era un amigo, como tú, Owuor. Pienso en él a menudo. Se marchó de la granja antes de que yo abandonara Ol’ Joro Orok. No le dije kwaheri.

—Él te vio marchar, bwana. Se quedó demasiado tiempo ante la casa. El coche se hacía cada vez más pequeño. A la mañana siguiente Kimani estaba muerto. En el bosque sólo quedó un pedazo de su camisa.

—Eso no me lo habías dicho nunca, Owuor. ¿Por qué? ¿Qué le pasó a Kimani? —Kimani quería morir.

—Pero, ¿por qué? No estaba enfermo. No era viejo.

—Kimani sólo hablaba contigo, bwana. ¿Te acuerdas? El bwana y Kimani estaban siempre bajo el árbol. Era la schamba más hermosa, la del lino más alto. Le llenaste la cabeza con las imágenes de tu cabeza. Kimani quería más a esas imágenes que a sus hijos y al sol. Era listo, pero no lo bastante listo. Kimani dejó que la sal entrara en su cuerpo y se secó como un árbol sin raíces. Un hombre ha de ir de safari cuando llega su hora.

—Owuor, no te entiendo.

—Owuor, no te entiendo. Eso decías siempre cuando tus oídos no querían oír. Incluso el día que llegaron las langostas. Yo dije: Han llegado las langostas, bwana, pero el bwana dijo: Owuor, no te entiendo.

—Deja de robarme la voz —repuso Walter. Notó que su mano se abría paso desde el pelaje de Rummler hasta la rodilla de Owuor; trató de retirarla, pero ya no obedecía a su voluntad. Durante un instante que se le hizo demasiado largo y en el que sintió cada vez con más intensidad el calor y la suavidad de la piel de Owuor, se negó a entender.

Luego llegó el dolor y con él, la certeza de que esa despedida era más cruel que todas las anteriores.

»Owuor —dijo imponiendo su dominio a su herida abierta—, ¿qué le voy a decir a la memsahib cuando hoy no vengas a trabajar? ¿Le digo: Owuor ya no quiere ayudarte? ¿Le digo: Owuor quiere olvidarnos? —Chebeti hará mi trabajo, bwana.

—Chebeti no es más que un aja. No trabaja en la casa. De sobra lo sabes.

—Chebeti es tu aja, pero también es mi mujer. Ella hará lo que yo diga. Irá contigo y la memsahib hasta Mombasa y sostendrá al pequeño áscari.

—Nunca nos dijiste que Chebeti era tu mujer —lo interrumpió Walter. Su voz, llena de reproche, le pareció infantil, y se enjugó el sudor de la frente desconcertado—. ¿Por qué yo no lo sabía? —preguntó en voz queda.

—La memsahib kidogo lo sabía. Ella siempre lo sabe todo. Sus ojos son como los nuestros. Tus ojos siempre dormían, bwana —rió Owuor—. El perro —continuó, hablando tan aprisa como si hiciera ya tiempo que tenía en la boca cada una de aquellas palabras— no puede ir en barco. Es demasiado viejo para empezar una nueva vida. Yo me iré con Rummler. Igual que me fui de Rongai y luego de Ol’ Joro Orok a Nairobi.

—Owuor —pidió Walter cansado—, debes decirle kwaheri a la memsahib kidogo. ¿O le digo a mi hija: Owuor se ha ido y no quiere volver a verte? ¿O le digo: Rummler se ha ido para siempre? El perro forma parte de la vida de mi hija. Ya lo sabes. Tú estabas presente cuando ella y Rummler se hicieron amigos.

El suspiro fue como el primer silbido del viento tras la lluvia. El perro movió una oreja. Aún tenía el aullido en el hocico cuando se abrió la puerta.

—Owuor ha de irse, papá. ¿O acaso quieres que se le seque el corazón? —Regina, ¿cuánto hace que no estás durmiendo? Has estado escuchando. ¿Sabías que Owuor se marchaba? Como un ladrón en la noche.

—Sí —replicó Regina. Al repetir la palabra, sacudió la cabeza con el mismo movimiento leve con que impedía a su hermano hurgar en el cuenco del perro—. Pero no como un ladrón —aclaró, la tristeza oprimiendo su voz—. Owuor ha de irse. No quiere morir.

—Cielo santo, Regina, ¡deja de decir tonterías! Nadie muere por una despedida. De lo contrario, hace tiempo que yo estaría muerto.

—Algunas personas están muertas y siguen respirando. —Asustada, Regina atrapó su labio inferior entre los dientes, pero era demasiado tarde. Estaba tragando sal y su lengua ya no tenía fuerzas para retener aquella frase. Se hallaba tan confundida que incluso creyó oír la risa de su padre y no se atrevió a mirarlo.

—¿Quién te ha dicho eso, Regina? —Owuor. Hace mucho tiempo. Ya no recuerdo cuándo —mintió.

—Owuor, eres listo.

Owuor tuvo que aguzar el oído como un perro que, tras un profundo sueño, oye el primer sonido, pues el bwana había hablado como un anciano que tiene demasiado aire en el pecho. Pese a todo, logró saborear el halago como en los buenos tiempos de viva alegría. Trató de asir aquellos tiempos ya muertos, pero se le escurrieron entre los dedos como maíz muy molido. De modo que desplazó su cuerpo pesadamente hacia un lado y Regina se sentó entre él y su padre.

El silencio estaba bien, conseguía que el dolor que no procedía del cuerpo se volviese ligero como la pluma de una gallina antes de poner su primer huevo. Los tres permanecieron callados hasta que la luz del día se tornó blanca y clara y el sol tiñó las hojas del verde oscuro que anunciaba un día con fuego en el aire.

—Owuor —dijo Walter al abrir la ventana—, aquí está mi viejo abrigo negro. Lo has olvidado.

—No he olvidado nada, bwana. El abrigo ya no me pertenece.

—Te lo regalé. ¿Acaso el inteligente Owuor ya no lo recuerda? Te lo regalé en Rongai.

—Ahora volverás a ponerte el abrigo.

—¿Cómo lo sabes? —En Rongai dijiste: ya no necesito el abrigo. Pertenece a la vida que he perdido.

Ahora has vuelto a encontrar tu vida. La vida con el abrigo —replicó Owuor, mostrando los dientes al reír como en los días que ya sólo eran harina de maíz.

—Debes quedártelo, Owuor. Sin el abrigo me olvidarás.

—Bwana, mi cabeza no puede olvidarte. He aprendido tantas palabras de ti.

—Dilas, dilas otra vez, amigo mío.

—Perdí mi corazón en Heidelberg —tarareó Owuor. Notó que su voz cobraba más y más fuerza con cada nota y que la música en su garganta seguía siendo tan dulce como la primera vez—. Lo ves, mi lengua tampoco puede olvidarte —afirmó triunfante.

Resuelto y sin embargo con manos temblorosas, Walter tomó la toga, la sacudió y se la puso a Owuor sobre los hombros, como si fuera un niño al que el padre ha de proteger del frío.

—Ahora vete, amigo mío —dijo—. Tampoco yo quiero tener sal en los ojos.

—Está bien, bwana.

—¡No! —exclamó Regina, y dejó de luchar contra la opresión de las lágrimas que había estado tragándose todo ese tiempo—. No, Owuor, has de cogerme otra vez. No debo decirlo, pero lo digo de todos modos.

Cuando Owuor la tomó en brazos, Regina contuvo el aire hasta que el dolor le partió el pecho. Se frotó la frente contra los músculos de la nuca de su amigo y dejó que la nariz atrapara el aroma de su piel. Entonces se percató de que había empezado a respirar de nuevo. Sus labios se humedecieron. Las manos agarraron el cabello en el que cada día aparecía un nuevo y diminuto rayo de luz gris, pero Owuor se había transformado.

Ya no era viejo ni estaba lleno de tristeza. Su espalda volvía a estar derecha como la flecha del arco tensado de los masai. ¿O acaso era la flecha de Cupido, que atravesaba las imágenes con su silbido? Por un momento Regina temió haber visto el rostro de Cupido y haberlo empujado para siempre a aquel país al que ella no podía seguirlo, pero cuando por fin pudo alzar los párpados, vio la nariz de Owuor y el brillo de sus grandes dientes. De nuevo era el gigante que la había sacado del coche en Rongai y lanzado por los aires y posado sobre la tierra rojiza de la granja con infinita ternura.

—Owuor, no puedes irte —musitó—. La magia aún sigue ahí. No puedes destruir la magia. Tú no quieres irte de safari. Sólo tus pies quieren marcharse.

El gigante de los fuertes brazos le dio de beber a su oído. Eran unos sonidos maravillosamente suaves que podían volar, pero que no se dejaban atrapar, y sin embargo hacían fuertes hasta a los hombres débiles que lloraban. Regina devolvió sus ojos a la oscuridad cuando Owuor la dejó en el suelo. Sintió los labios de éste en su piel, pero sabía que no debía mirarlo.

Igual que los mendigos del mercado, dejó que su cuerpo cayera al suelo como si estuviera demasiado débil para combatir el entumecimiento. Escuchó atentamente la melodía de la despedida; oyó jadear a Rummler, los pasos de Owuor, que hacían crujir la madera, luego el chirrido de la puerta al abrirse enérgicamente y, a lo lejos, un pájaro que anunciaba que aún había otro mundo además del de las heridas abiertas. Durante un breve instante, la cocina siguió oliendo al húmedo pelaje de Rummler, más tarde tan sólo a la cera fría de la vela consumida.

—Owuor se queda con nosotros. No lo hemos visto marcharse —afirmó Regina.

Primero cayó en la cuenta de que había hablado en voz alta y luego de que lloraba.

—Perdóname, Regina. No quería hacerte esto. Eres demasiado pequeña. A tu edad yo sólo conocía el dolor cuando me caía del caballo.

—Nosotros no tenemos caballo.

Walter miró a su hija sorprendido. ¿Tanta infancia le había arrebatado que tenía que consolarse con una broma mientras las lágrimas le resbalaban por el rostro como a una niña que no entiende nada más que la obstinación de su padre? ¿O acaso sólo disfrutaba de la lengua de África y curaba su alma con un bálsamo que él nunca había probado? Quería estrechar a Regina entre sus brazos, pero los dejó caer apenas los hubo levantado.

—Ya nunca podrás olvidar, Regina.

—No quiero olvidar.

—Eso mismo dije yo, ¿y qué es lo que he conseguido? Le hago daño a la persona que más me importa en este mundo.

—No —negó Regina—. No puedes hacer otra cosa, debes emprender tu safari.

—¿Quién te ha dicho eso? —Owuor. Y me ha dicho otra cosa más.

—¿Qué? —¿De verdad quieres que te lo diga? Te sentirás ofendido.

—No, te prometo que no me sentiré ofendido.

—Owuor me ha dicho —recordó Regina, mirando por la ventana para no ver el rostro de su padre— que he de protegerte. Eres un niño. Eso ha dicho Owuor, papá, no yo.

—Tiene razón, pero no se lo digas a nadie, memsahib kigodo.

—Hapana, bwana.

Los dos se fundieron en un fuerte abrazo y creyeron que tenían ante sí un mismo camino. Por primera vez, Walter había pisado la tierra que, demasiado tarde, se había convertido para él en un pedazo de su patria. Sin embargo, Regina saboreaba lo precioso del momento: por fin su padre había comprendido que sólo el negro dios Mungo hacía feliz a la gente.

FIN

 


 

 

 

LA IMPACIENCIA DEL CORAZÓN / 1939

STEFAN ZWEIG

 

«Al que tiene le será dado.» Estas palabras del Libro de la Sabiduría las puede corroborar cualquier escritor sin miedo alguno en el sentido de que «a quien mucho ha narrado le será narrado». Nada más engañoso que la idea demasiado deferente de que en el escritor trabaja ininterrumpidamente la fantasía, de que él crea hechos e historias a partir de un acopio inagotable y sin pausa. En realidad, en vez de inventar, sólo necesita dejarse encontrar por los personajes y los acontecimientos, los cuales, siempre que haya conservado una elevada capacidad de mirar y de escuchar, lo buscan sin cesar para que los refiera; a quien a menudo ha intentado explicar destinos, muchos le cuentan el suyo.

 

También el suceso que voy a reproducir aquí me fue confiado casi en su totalidad y, justo es decir, de una manera completamente inesperada. La última vez que estuve en Viena, cansado después de mil gestiones, busqué al caer la noche un restaurante de arrabal que creía que había dejado de estar de moda y sería poco frecuentado. Pero, apenas entré, comprobé con irritación mi error. Justo de la primera mesa se levantó un conocido mío con todas las muestras de una alegría sincera, pero no correspondida por mí tan fogosamente, y me invitó a sentarme con él. Decir que aquel obsequioso caballero era antipático o desagradable sería faltar a la verdad; era de esa clase de personas sociables por naturaleza que coleccionan relaciones como los niños sellos y que por eso se enorgullecen de modo especial de cada ejemplar de su colección. Para este curioso y bonachón personaje —su profesión secundaria era la de archivero cualificado, y muy erudito—, todo el sentido de la vida se reducía a la modesta satisfacción de poder añadir con vanidosa naturalidad junto a cada nombre que de tarde en tarde leía en el periódico: «Un buen amigo mío» o «Ah, ayer mismo me lo encontré» o «Mi amigo A me ha dicho y mi amigo B opina», y así sucesivamente, con todo el alfabeto. Nunca dejaba de aplaudir a sus amigos en los estrenos, al día siguiente telefoneaba a los actores felicitándolos, no olvidaba un solo cumpleaños, pasaba en silencio notas de prensa desagradables y les enviaba las elogiosas expresándoles su más cordial simpatía. No era, pues, un mal hombre, sino sinceramente obsequioso, y se sentía feliz cuando se le pedía un pequeño favor o cuando añadía un nuevo objeto a su gabinete de curiosidades.

Pero no es necesario describir con más detalle al amigo «Adabei» —este término burlón y humorístico que equivale a la vez a cotilla y lapa y que suele aplicarse en Viena a esta clase de parásitos de buen talante que pululan dentro de los abigarrados grupos de esnobs—, pues todo el mundo los conoce y sabe que uno no se puede librar sin grosería de su conmovedora inocuidad. De modo que me senté resignado a su mesa y durante un cuarto de hora tuve que escuchar su verborrea, hasta que entró en el local un hombre fornido y llamativo por su rostro juvenil y rebosante de salud, con un punto de gris en las sienes que lo favorecía; su porte un tanto erguido al andar lo reveló en el acto como ex militar. Mi vecino dio un respingo para saludarlo con su típica obsequiosidad, aunque el caballero en cuestión correspondió a su ímpetu con más indiferencia que cortesía, y todavía el nuevo cliente no había acabado de pedir la bebida al presuroso camarero, cuando mi amigo Adabei ya se me acercó para susurrarme al oído: «¿Sabe quién es?» Puesto que yo conocía desde hacía tiempo su prurito de coleccionista de exhibir triunfante cada ejemplar más o menos interesante de su colección y temía prolijas explicaciones, me limité a responder con un «no» carente de interés y seguí diseccionando mi tarta Sacher. Pero esta indolencia mía incitó aún más al cazador de nombres y, tapándose la boca con la mano por precaución, me sopló con voz apagada: «Pues éste es Hofmiller, de intendencia general... Ya sabe, aquel que ganó la condecoración de María Teresa durante la guerra.» Como este dato no pareció impresionarme en la medida esperada, empezó a desembuchar con el entusiasmo de manual de lecturas patrióticas diciendo que el tal capitán de caballería Hofmiller había llevado a cabo grandes hazañas en la guerra, primero en caballería, luego en aquel vuelo de reconocimiento sobre el Piave en el que derribó él solo tres aviones, y finalmente en la compañía de ametralladoras en la que ocupó y mantuvo un sector del frente durante tres días. Contó todo esto con muchos detalles (que aquí omito) y 2 mostrando en cada momento su inmensa sorpresa por el hecho de que yo no hubiera oído hablar de aquel hombre admirable al que el emperador Carlos había distinguido con la más singular condecoración del ejército austríaco.

Involuntariamente me sentí tentado a mirar hacia la otra mesa para ver una vez en la vida y a dos metros de distancia a un héroe marcado por la historia. Pero me encontré con una mirada severa y enojada que más o menos venía a decirme: «¿le ha estado contando embustes acerca de mí ese individuo? ¡No se me quede usted mirando boquiabierto, que no hay nada que ver!» Al mismo tiempo, el caballero apartó la silla a un lado con un gesto inequívocamente desabrido y nos dio la espalda con aire decidido. Aparté los ojos un tanto avergonzado, y a partir de entonces evité por discreción rozar con la mirada siquiera el mantel de aquella mesa. No tardé en despedirme del bendito parlanchín, sin dejar de observar al salir que en el acto se trasladaba a la mesa de su héroe, probablemente para informarle sobre mí con la misma diligencia con que me había hablado antes de él.

Esto fue todo. Unas cuantas visitas a la ciudad y a buen seguro habría olvidado este encuentro fugaz si la casualidad no hubiera querido que al día siguiente me viera de nuevo en una pequeña tertulia frente al desabrido caballero que, además, con su esmoquin de noche tenía un aspecto todavía más llamativo y elegante que con su traje homespun más deportivo de la víspera. A ambos nos costó disimular una sonrisita, esa sonrisa ominosa entre dos personas que comparten un secreto bien guardado en medio de un grupo. Me reconoció exactamente igual que yo a él, y es probable que estuviéramos irritados o divertidos también de la misma manera a causa del fracasado chismoso del día anterior. Por el momento evitamos entablar conversación, cosa que hubiera resultado inútil porque a nuestro alrededor se había iniciado una animada discusión.

El objeto de la disputa se puede adivinar de antemano si menciono que tuvo lugar en el año 1938.

Futuros cronistas de nuestra época comprobarán un día que en aquel año casi todas las conversaciones mantenidas en este país de nuestra asolada Europa estaban dominadas por las conjeturas sobre la probabilidad de que estallara o no una nueva guerra mundial. Inevitablemente el tema fascinaba en cualquier tertulia, y a veces uno tenía la impresión de que no eran los hombres quienes desahogaban su miedo en suposiciones y esperanzas, sino la atmósfera misma, por decirlo así, el ambiente de la época, agitado y cargado de ocultas tensiones, que deseaba descargarse en la palabra.

El anfitrión, abogado de profesión y altercador de carácter, dirigía la tertulia. Demostraba con los argumentos habituales el habitual disparate de que la nueva generación sabía lo que era la guerra y ya no se lanzaría a una nueva contienda tan improvisadamente como a la anterior. Cuando los movilizaran dispararían los fusiles hacia atrás, y sobre todo los veteranos como él no habían olvidado lo que les esperaba.

En un momento en que decenas y centenares de miles de fábricas producían explosivos y gases tóxicos, me irritó la jactanciosa seguridad con que descartaba la posibilidad de una guerra de forma tan indolente como sacudía la ceniza de su cigarrillo con un ligero golpe del dedo índice. No siempre se debía creer aquello de lo que uno quería convencerse, respondí con resolución. Las autoridades y los organismos militares que dirigían el aparato bélico tampoco dormían y, mientras nosotros nos embriagábamos con utopías, habían aprovechado con creces los tiempos de paz para preparar y organizar a las masas y en cierto modo tenerlas disponibles y prontas para hacer fuego. Ya entonces, en medio de la paz, el servilismo general había adquirido proporciones increíbles gracias al perfeccionamiento de la propaganda, y a que teníamos muy claro el hecho de que, tan pronto como la radio transmitiera a todos los hogares la orden de movilización, no habría oposición alguna. El hombre era una partícula de polvo sin voluntad que no contaba para nada en aquel momento.

Naturalmente los tuve a todos contra mí, pues la experiencia nos demuestra que el instinto de autoaturdimiento del hombre prefiere librarse de los peligros conocidos en su fuero interno a base de declararlos nulos y sin valor, y esta advertencia contra un optimismo fútil a la fuerza tuvo que resultar inoportuna a la vista de la espléndida cena que ya nos esperaba en la sala contigua.

Entonces, inesperadamente, se colocó a mi lado como padrino de aquel duelo el caballero de la orden de María Teresa, precisamente el hombre en quien mi equivocado instinto había sospechado un adversario.

«Sí», dijo con vehemencia, era un puro disparate pretender tomar en consideración hoy día la voluntad o la falta de voluntad del material humano, pues en la próxima guerra la ejecución de la misma se asignará a las máquinas y las personas quedarán relegadas a la condición de simples componentes. Ya en la última contienda no había encontrado a muchos en el campo de batalla que se hubieran declarado claramente a favor o en contra de la guerra. La mayoría se había visto arrastrada a ella como una nube de polvo por el viento y metida después en el gran torbellino; los individuos, sin contar con su voluntad, habían sido traqueteados de un lado para otro como garbanzos en un gran saco. En suma, quizás incluso más hombres se habían refugiado en la guerra que huido de ella.

Lo escuché asombrado, había despertado mi interés sobre todo la vehemencia con que siguió hablando.

«No nos engañemos. Si en algún país hoy se hiciera propaganda a favor de una guerra exótica, por ejemplo en la Polinesia o en un rincón de África, miles y cientos de miles acudirían corriendo a la llamada sin saber muy bien por qué, quizá sólo por el deseo de huir de ellos mismos o de circunstancias desagradables. La resistencia real a una guerra difícilmente puedo estimarla en más de cero. La resistencia de un individuo frente a un organismo exige siempre mucho más valor que el simple dejarse arrastrar, es decir, valor individual, y esta especie está en vías de extinción en nuestra época de organización y mecanización crecientes. Yo he encontrado en la guerra casi exclusivamente el fenómeno del coraje de las masas, del valor de los que están en formación militar, y si alguien observa con lupa este concepto, descubrirá unos componentes muy peculiares: mucha vanidad, mucha ligereza e incluso aburrimiento, pero sobre todo mucho miedo... Sí, miedo de quedarse atrás, miedo de ser blanco de burlas, miedo de actuar solo y, sobre todo, de oponerse al entusiasmo de masa de los demás; la mayoría de los que pasaron por los más audaces en el campo de batalla, los he conocido después personalmente en la vida civil como héroes muy dudosos. Por favor, entiéndame, dijo, dirigiéndose cortésmente al anfitrión, que torcía el gesto, «no soy en absoluto una excepción.» Me gustaba cómo hablaba y deseaba acercarme a él, pero en aquel momento la anfitriona llamaba a la cena y, sentados muy lejos el uno del otro, no pudimos reanudar la conversación. No coincidimos de nuevo hasta el guardarropa cuando todo el mundo se retiró.

«Me parece», dijo sonriendo, «que nuestro común protector ya nos presentó indirectamente.» Yo le devolví la sonrisa: «Y detenidamente, además.» «Con toda seguridad exageró contándole que soy un Aquiles y más de una vez se colgó mi medalla sobre el pecho.» «Más o menos.» «Sí, está condenadamente orgulloso de ellas... como de los libros que usted escribe.» «¡Curioso individuo! Pero los hay peores... Por lo demás, ¿le importa que caminemos un trecho juntos?» Echamos a andar. De pronto se volvió hacia mí: «Créame, no hablo por hablar si le digo que lo que más me ha hecho sufrir durante años es esta medalla de María Teresa, demasiado llamativa para mi gusto. Quiero decir, para serle franco, que cuando la conseguí en el campo de batalla, al principio me emocionó, claro está. Al fin y al cabo uno había sido educado para soldado y había oído hablar de esta condecoración en la escuela de cadetes, una distinción que se otorga a una docena como máximo en una guerra y que, por decirlo así, cae del cielo como una estrella. Sí, para un muchacho de veintiocho años es mucho. Uno se encuentra de pronto ante la tropa, todo el mundo mira con asombro cómo de golpe algo brilla en tu pecho como un pequeño sol y el emperador, su inaccesible majestad, te estrecha la mano para felicitarte. Pero, mire usted, esta orden sólo tenía sentido y validez en nuestro mundo militar. Cuando se acabó la guerra, me pareció ridículo ir toda la vida por el mundo marcado como un héroe porque una vez actué con coraje durante veinte minutos..., probablemente no con más coraje que otros diez mil en comparación con los cuales mi única ventaja fue que se fijaran en mí y, más sorprendente todavía, la suerte de regresar vivo a casa. Ya al cabo de un año, cuando por doquier la gente se quedaba mirando el trocito de metal para luego deslizar los ojos respetuosos hacia mi rostro, me harté de ser un monumento ambulante, y el enojo que me producía esta eterna ostentación fue uno de los motivos decisivos que me indujeron a vestir de paisano tan pronto como pude después de la guerra.» Se puso a andar con más viveza.

«Uno de los motivos, digo, pero el principal era de carácter privado, y quizás a usted le resulte todavía más comprensible. El motivo principal fue que en el fondo yo mismo ponía en duda mi legitimidad o cuando menos mi heroísmo. Yo sabía mejor que los ignorantes mirones que tras esta medalla había alguien que era cualquier cosa menos un héroe e incluso un antihéroe declarado..., uno de los que corrieron a la guerra con tanta furia sólo porque querían ponerse a salvo de una situación desesperada. Éramos más desertores de nuestras responsabilidades que héroes de nuestro sentido del deber. No sé cómo lo verá usted pero a mí por lo menos la vida con aureola y nimbo me parece antinatural e insoportable. Y me sentí francamente aliviado al no tener que pasear más mi biografía de héroe colgada del uniforme. Todavía ahora me molesta que alguien desentierre mi gloria pasada y, por qué no se lo voy a confesar, ayer estuve a punto de acercarme a su mesa para increpar al pelmazo y decirle que fuera a jactarse con otro. Durante toda la velada me dio pena la mirada respetuosa que me dirigía usted, y de buena gana, para desmentir a este charlatán, le hubiera invitado a usted a escuchar por qué caminos tortuosos me convertí en héroe... Es una historia bastante extraña y, sin embargo, podría demostrarle que a menudo el valor no es sino la otra cara de una debilidad.

Por lo demás..., no tendría inconveniente en contársela ahora mismo. Lo que ocurrió a un hombre hace un cuarto de siglo ya no le incumbe, pero puede que desde entonces interese a otro. ¿Tiene tiempo? ¿Y no lo aburro?» Naturalmente tenía tiempo. Anduvimos todavía un buen rato arriba y abajo por las calles ya desiertas y también nos vimos con frecuencia los días siguientes. He cambiado muy pocas cosas de su relato, quizá digo ulanos en vez de húsares, he desplazado un poco las guarniciones en el mapa para disimularlas, y por precaución he eliminado los nombres reales. Pero no he modificado ni inventado nada de lo esencial, y no soy yo, sino el narrador, quien empieza ahora a narrar.

 

«Hay dos clases de piedad. Una, débil y sentimental, que en realidad sólo es impaciencia del corazón para liberarse lo antes posible de la penosa emoción ante una desgracia ajena, es una compasión que no es exactamente compasión, sino una defensa instintiva del alma frente al dolor ajeno. Y la otra, la única que cuenta, es la compasión desprovista de lo sentimental, pero creativa, que sabe lo que quiere y está dispuesta a aguantar con paciencia y resignación hasta sus últimas fuerzas e incluso más allá.»

 

Todo empezó con un desatino, una torpeza completamente excusable, una gaffe, como dicen los franceses. Después intenté remediar mi estupidez, pero cuando se quiere reparar con demasiadas prisas la ruedecita de un reloj, se suele estropear todo el mecanismo. Incluso hoy, al cabo de los años, soy incapaz de delimitar dónde terminó mi pura impaciencia y dónde empezó mi culpa. Probablemente nunca lo sabré.

Tenía por aquel entonces veinticinco años y era teniente en activo en el regimiento X de ulanos. No puedo afirmar que hubiera sentido nunca una pasión especial o una vocación interior por la carrera militar. Pero cuando dos niñas y cuatro rapaces siempre hambrientos de una vieja familia de funcionarios austriaca se sientan a una mesa mal provista, no se les pregunta por sus inclinaciones, sino que se los mete temprano en el horno de la profesión para que no graven por demasiado tiempo el presupuesto familiar. A mi hermano Ulrich, que ya en la escuela se quemaba las pestañas con tanto estudio, lo metieron en el seminario; a mí, que tenía los huesos fuertes, me mandaron a la academia militar: desde allí el hilo de la vida se devana automáticamente, no hace falta seguir lubricándolo. El Estado se ocupa de todo. Al cabo de pocos años y gratis, de acuerdo con el modelo diseñado por el erario, de un rapazuelo pálido e imberbe se consigue un sargento de incipiente barba y se lo envía al ejército listo para el uso. Un día, el del cumpleaños del emperador, cuando yo todavía no había cumplido los dieciocho, me licenciaron y poco después asomó la primera estrella en mi uniforme; así terminó la primera etapa y a partir de entonces pudo empezar el turno de los ascensos, siguiendo su curso mecánicamente y con las debidas pausas, hasta la jubilación y la gota. Tampoco había sido deseo mío servir precisamente en caballería, tropa por desgracia muy cara, sino un capricho de mi tía Daisy, que se había casado en segundas nupcias con el hermano mayor de mi padre cuando aquél pasó del Ministerio de Hacienda a la presidencia de un banco, un puesto mucho mejor remunerado. Rica y esnob a la vez, no podía tolerar que alguno de la parentela que también se llamaba Hofmiller maculara la familia sirviendo en infantería; y como este capricho costaba cien coronas al mes, tuve que mostrar ante ella la más sumisa gratitud a cada instante. Nadie había pensado, y yo menos que nadie, si quería servir en caballería o siquiera estar en activo. Montado en la silla me sentía bien y mis pensamientos no iban más allá del cuello del caballo.

En aquel noviembre de 1913 alguna orden debió de deslizarse de un despacho a otro, pues de improviso nuestro escuadrón fue trasladado de Jaroslau a otra pequeña guarnición en la frontera húngara. Poco importa el nombre de esta pequeña ciudad, pues dos botones del mismo uniforme no pueden parecerse tanto como una guarnición de provincias austriaca a otra. En una como en otra, los mismos edificios militares: un cuartel, un picadero, una plaza de armas, un casino de oficiales, más tres hoteles, dos cafés, una confitería, una taberna y un deslucido teatro de variedades con segundas damas de belleza pasada que hacían horas extra repartiéndose cariñosamente entre oficiales y voluntarios de un año. En todas partes el servicio militar significa la misma monotonía vacía y ajetreada, horas y horas distribuidas según un reglamento rígido e invariable desde hace siglos, y tampoco el tiempo libre parece muy variado. En el comedor de oficiales, las mismas caras y las mismas conversaciones; en el café, las mismas partidas de cartas y el mismo billar. A veces me maravilla que el buen Dios se haya molestado en colocar un cielo y un paisaje diferentes alrededor de los seiscientos u ochocientos tejados de una ciudad como ésta.

Una ventaja, sin embargo, ofrecía mi nueva guarnición frente a la anterior de Galitzia: tenía una estación de tren expreso y estaba, por un lado, cerca de Viena, y, por el otro, no lejos de Budapest. Quien tenía dinero —y en caballería sirven siempre los ricos, muy especialmente los voluntarios, en parte aristócratas, en parte hijos de fabricantes— y se espabilaba a tiempo, podía coger el tren de las cinco en dirección a Viena y regresar con el nocturno a las tres y media de la madrugada. Tiempo suficiente, pues, para ir al teatro, pasear por el Ring, hacerse el caballero y de paso ir en busca de aventuras. Algunos de los más envidiados tenían incluso casa permanente o una habitación en una pensión. Por desgracia estas escapadas vivificadoras excedían mi presupuesto mensual. Mi única distracción era el café o la confitería y allí, como quiera que en las partidas de cartas se apostara demasiado fuerte para mí, me dedicaba al billar o al ajedrez, todavía más barato.

Así pues, también aquella tarde —debió de ser a mediados de mayo de 1914— estaba sentado en la confitería con un compañero casual, el farmacéutico de El Ángel de Oro y a la vez viceburgomaestre de la pequeña ciudad. Hacía rato que habíamos terminado nuestras tres habituales partidas y seguíamos hablando a ratos sólo por pereza de levantarnos —¿adónde ir en aquel aburrido rincón del mundo?—, pero la conversación se iba apagando lentamente como un cigarro consumido. Entonces, de pronto se abre la puerta y como un soplo de aire fresco entra una bonita muchacha balanceando una falda acampanada: ojos castaños y almendrados, tez oscura, vestida con exquisitez, nada provinciana, y, sobre todo, una cara nueva en aquella lastimosa monotonía.

Lamentablemente, la hermosa ninfa no nos presta la menor atención cuando nos levantamos admirados y respetuosos; elegante y altiva, con paso firme y deportivo se dirige directamente al mostrador entre las nueve mesitas de mármol para encargar en gros una docena entera de pasteles, tartas y aguardiente. Enseguida me llama la atención el modo sumiso y servil con que el pastelero se inclina ante ella: nunca he visto tan estirada la costura de la espalda de su levita. Incluso su mujer, la exuberante y recia Venus provinciana, que suele dejarse cortejar indolentemente por todos los oficiales (a menudo le deben pequeñas cantidades hasta fin de mes), se levanta de su silla junto a la caja y se deshace en almibarados cumplidos. La hermosa muchacha mordisquea negligentemente unos cuantos pralinés e intercambia cuatro palabras con la señora Grossmaier, mientras el pastelero anota el pedido; a nosotros, en cambio, que estiramos el cuello quizá con demasiada avidez, no nos toca siquiera un parpadeo. Naturalmente, la señorita no carga su hermosa mano con un solo paquetito; puede tener la seguridad de que todo le será remitido, le asegura sumisamente la señora Grossmaier. Y tampoco piensa en absoluto, como los demás mortales, en pagar en metálico en la caja. Todos lo hemos comprendido: ¡clientela extrafina y distinguida! Una vez hecho el encargo y cuando se vuelve para marcharse, el señor Grossmaier se le adelanta de un salto para abrirle la puerta. También mi farmacéutico se levanta de la silla para presentar sus más respetuosos saludos a la dama cuando ésta pasa por delante de nuestra mesa con su balanceo. Ella le da las gracias con augusta afabilidad —¡caray, qué ojos de terciopelo, de color de miel!— y yo apenas puedo esperar a que, abrumada por tantos y dulces cumplidos, salga de la tienda para preguntar, despertada mi curiosidad, por esta belleza que de tal modo alborota el gallinero.

—Ah, ¿no la conoce? Pues es la sobrina de... —bueno, yo llamaré al caballero señor Von Kekesfalva, aunque el nombre real era otro—Kekesfalva. Conoce a los Kekesfalva, ¿verdad? Kekesfalva: me lanza el nombre sobre la mesa como un billete de mil coronas, mirándome como si esperara, a modo de respuesta lógica, un respetuoso «¡Ah, sí, claro!». Pero yo, teniente recién trasladado, llegado a la nueva guarnición hace sólo unos meses, sin la más remota idea de la situación, no sé nada de este dios tan misterioso y pido cortésmente al farmacéutico que me dé más información, cosa que él hace con toda la satisfacción del orgullo provinciano..., por supuesto, con mucha más locuacidad y lujo de detalles que yo en mi relato.

Kekesfalva, me explica, es el hombre más rico de la comarca. Lisa y llanamente, todo le pertenece, no sólo el castillo de Kekesfalva—«seguro que lo conoce, se ve desde la plaza de armas, a la izquierda de la carretera, es el palacio amarillo con la torre achatada y el gran parque antiguo»—, sino también la gran fábrica de azúcar que está en la carretera de R. y el aserradero de Bruck y la yeguada de M. Todo esto es suyo, además de seis o siete casas en Budapest y en Viena.

—Sí, cuesta creer que haya gente tan rica entre nosotros, y éste sabe vivir como un verdadero magnate. Pasa los inviernos en su palacete de la Jacquingasse de Viena y los veranos en balnearios. Vive aquí sólo unos meses, en primavera, pero ¡Dios santo, en qué casa! Cuartetos de Viena, champán y vinos franceses, ¡lo más selecto, lo mejor de lo mejor! Si me complace, con mucho gusto me introduciría allí, pues —gran gesto de satisfacción— es amigo del señor Von Kekesfalva, hace años tuvo con frecuencia tratos comerciales con él y sabe que recibe de buen grado a los oficiales. Una palabra suya y me invitarán.

Bueno, ¿por qué no? Uno se asfixia en el corrompido estanque de una guarnición de provincias como la nuestra. Acabas conociendo de vista a todas las mujeres en el paseo, y el sombrero de verano y de invierno de cada una de ellas, su vestido elegante y el de diario; todo es siempre lo mismo. Y conoces al perro y a la criada y a los niños de tanto verlos y fingir que no los ves mirando por encima de sus cabezas. Conoces todas las artes de la gruesa cocinera bohemia del casino y el paladar se te vuelve basto poco a poco con sólo ver el menú del restaurante, siempre el mismo. Te sabes de memoria todos los nombres, los rótulos y los anuncios de todas las calles, y conoces todas las tiendas y los escaparates de todos los establecimientos. Sabes casi con la misma exactitud que el camarero Eugen a qué hora aparecerá en el café el juez de la audiencia territorial, que se sentará en el rincón de la izquierda junto a la ventana y a las cuatro treinta en punto pedirá un café con leche, mientras que el señor notario, a su vez, llegará exactamente diez minutos después, a las cuatro cuarenta y, en cambio —bendito cambio—, pedirá té con limón a causa de su estómago delicado y contará los mismos chistes fumando su eterno Virginia. Ay, conoces todas las caras, todos los uniformes, todos los caballos, todos los cocheros y todos los mendigos de la región, y los conoces hasta la saciedad. ¿Por qué no salirse un día de la noria? Y, luego, ¡esta encantadora muchacha, estos ojos de color de avellana! De modo que digo a mi protector con fingida indiferencia (¡conviene no mostrarse demasiado ansioso ante el vanidoso boticario!) que sí, que tendré mucho gusto en conocer a la familia Kekesfalva.

Y, en efecto —¡mira por dónde el bueno del farmacéutico no había fanfarroneado!—, dos días después, hinchado de orgullo y con aire protector, me trae al café una tarjeta impresa, con mi nombre añadido de puño y letra, en la que se dice que el señor Lajos von Kekesfalva invita al teniente Anton Hofmiller a cenar el miércoles de la semana próxima a las ocho. Gracias a Dios, la gente de nuestra condición también desciende de buena familia y sabe cómo comportarse en estos casos. El mismo domingo por la mañana me enfundo mi uniforme de gala, guantes blancos y zapatos de charol, me afeito impecablemente, con una gota de colonia en el bigote, y salgo para hacer mi primera visita de cumplido. El criado —viejo, discreto, con una buena librea— toma mi tarjeta y se disculpa entre dientes diciendo que los señores lamentarán muchísimo no haber estado en casa para recibir al teniente, pero han ido a la iglesia. Mejor, pienso, las visitas de cumplido son lo más espantoso dentro y fuera del servicio. De todos modos, ya he cumplido con mi deber. El miércoles por la noche te presentas y esperemos que todo vaya bien. El asunto Kekesfalva, pienso, resuelto hasta el miércoles. Pero dos días después, el martes, encuentro con sincera alegría una tarjeta del señor Von Kekesfalva en mi cuarto. Impecable, pienso, esta gente tiene buenos modales.

Dos días después me devuelve la visita, a mí, un oficial insignificante: más cortesía y respeto no podría pedir un general. Tengo un buen presentimiento y ahora espero con ansiedad la noche del miércoles.

Pero justo este día me juegan una mala pasada. En verdad debería ser supersticioso y prestar más atención a las pequeñas señales. A las siete y media del miércoles estoy dispuesto, con mi mejor uniforme, guantes nuevos, zapatos de charol, los pantalones planchados como una cuchilla de afeitar y mi ordenanza me está alisando las arrugas del abrigo y revisando si todo está en orden (siempre lo necesito para eso, pues sólo tengo un pequeño espejo de mano en mi mal iluminado cuarto), cuando golpean fuertemente la puerta: un asistente. El oficial de servicio, mi amigo, el capitán de caballería conde Steinhübel, me ruega que vaya a verlo a los aposentos de la tropa. Dos ulanos, probablemente borrachos como una cuba, se han peleado y uno de ellos ha pegado un culatazo a la cabeza del otro. Y ahora el torpe está allí tendido, ensangrentado, inconsciente y con la boca abierta. No se sabe si el cráneo sigue entero o no. El médico del regimiento se ha ido de permiso a Viena y el coronel no aparece por ninguna parte. Viéndose en un apuro, el bueno de Steinhübel, maldita sea, acude precisamente a mí para que le ayude mientras él trata de socorrer al herido, y ahora tengo que levantar acta y mandar ordenanzas a todas partes para que traigan un médico civil del café o de donde sea. Entre una cosa y otra se me han hecho las ocho menos cuarto.

Veo que me será imposible salir antes de un cuarto de hora o media hora. Maldita sea, precisamente hoy tenía que surgir un imprevisto como ése. ¡Precisamente hoy, que estoy invitado! Miro la hora cada vez más impaciente; imposible llegar a tiempo, si tengo que perder más tiempo aquí aunque sean cinco minutos. Pero el servicio, así nos lo han inculcado hasta la médula, pasa por encima de cualquier obligación personal. No puedo largarme, de modo que hago lo único posible en esta condenada situación: mando a mi ordenanza con un coche de punto (cuatro coronas me cuesta la broma) a casa de los Kekesfalva, rogándoles que me disculpen en caso de que llegue tarde, pero un imprevisto en el servicio, etcétera, etcétera. Afortunadamente el barullo en el cuartel no dura demasiado, pues aparece el coronel en persona con un médico que han encontrado enseguida, y yo puedo escabullirme sin llamar la atención.

Pero la mala suerte me persigue: precisamente hoy no hay un solo coche de punto en la plaza del Ayuntamiento. Tengo que esperar a que llamen por teléfono a uno de dos caballos. Resulta inevitable, pues, que cuando llego finalmente al gran vestíbulo de los Kekesfalva la aguja larga del reloj de pared cuelgue ya verticalmente marcando las ocho y media en vez de las siete y media, y veo que los abrigos del guardarropa abultan unos encima de otros. También en el rostro un tanto turbado del sirviente observo que mi retraso es excesivo. ¡Desagradable, muy desagradable, justo en mi primera visita! De todos modos, el criado —esta vez con guantes blancos, frac, camisa y rostro almidonados— me tranquiliza diciendo que mi ordenanza ha traído el recado hace cosa de media hora y me acompaña al salón, una estancia de cuatro ventanas, tapizada de seda roja, resplandeciente de arañas de cristal, fabulosamente elegante, jamás he visto una cosa más selecta.

Pero, por desgracia y vergüenza mía, el salón está ya completamente desierto y de la sala contigua me llega con claridad el alegre tintineo de los cubiertos. ¡Enojoso, enojoso, pienso, ya están en la mesa! En fin, hago un esfuerzo y, tan pronto como el criado abre delante de mí la puerta corredera, avanzo hasta el umbral del comedor, saludo con un fuerte golpe de tacones y una reverencia.

Todos levantan la vista hacia mí, veinte o cuarenta ojos, ojos desconocidos que examinan al tardío militar, enmarcado en el dintel de la puerta con no demasiada seguridad en sí mismo. En el acto se levanta de la mesa un anciano caballero, el dueño de la casa sin duda, se quita la servilleta con un gesto brusco y viene hacia mí con la mano tendida invitándome a pasar. El señor Von Kekesfalva no es en absoluto como me lo había imaginado: un hidalgo de provincia, con bigote magiar, mofletudo, obeso y rubicundo por el buen vino. Tras sus gafas de montura dorada unos ojos un tanto cansados flotan sobre unos grises sacos lagrimales; los hombros parecen algo encorvados hacia delante; la voz es como un cuchicheo, un poco estorbada por una tosecilla: más bien se lo podría tomar por un sabio, con su rostro fino y delgado, que termina en una estrecha perilla blanca. La extraordinaria cortesía del anciano produce un efecto balsámico sobre mi inseguridad: no, no, es él quien tiene que disculparse, dice interrumpiéndome. Sabe muy bien que puede pasar de todo estando de servicio y ha sido muy amable de mi parte avisarlo expresamente; han empezado a cenar sólo porque no estaban seguros de que pudiera acudir, pero me ruega que ahora tome asiento sin más tardanza. Después me presentará uno a uno a todos los invitados. De momento —dice acompañándome hasta la mesa— sólo a su hija. Una adolescente, tierna, pálida y frágil como él mismo, levanta la vista de la conversación y dos ojos grises me examinan con timidez. Yo sólo veo fugazmente un semblante delgado y nervioso, me inclino primero ante ella y luego a derecha e izquierda al conjunto de invitados que, a todas luces, se alegran de no tener que dejar a un lado tenedor y cuchillo para aguantar la molestia de prolijas ceremonias de presentación.

Durante los primeros dos o tres minutos me siento todavía bastante incómodo. No hay nadie del regimiento allí, ningún camarada, ningún conocido, ni siquiera alguno de los notables de la ciudad, exclusivamente personas extrañas, del todo extrañas. Parecen sobre todo terratenientes de los alrededores con sus mujeres e hijas o funcionarios del Estado. ¡Pero todos civiles, el único con uniforme soy yo! Dios mío, ¿cómo puedo yo, persona torpe y tímida, entablar conversación con estas gentes desconocidas? Por fortuna me han colocado en un buen sitio: junto a mí se sienta la morena arrogante del otro día, la hermosa sobrina, que a pesar de todo parece haberse dado cuenta de mi mirada de admiración en la confitería, pues me sonríe amablemente como a un viejo conocido. Tiene unos ojos como granos de café y la verdad es que cuando sonríe se oye un chisporroteo como de granos de café que se tuestan. Tiene unas orejas encantadoras, pequeñas y transparentes bajo el espeso pelo negro: como ciclaminos rosa entre el musgo, pienso. Sus desnudos brazos son delicados y tersos; deben de tener el tacto de melocotones pelados.

Es agradable estar sentado al lado de una muchacha tan bonita, y su acento vocálico húngaro casi me enamora. Es agradable estar a la mesa en un salón tan brillantemente iluminado, sentado a una mesa puesta con tanta elegancia. Con criados de librea detrás y los platos más suculentos delante. También encuentro apetitosa, aunque algo gruesa, a mi vecina de la izquierda, que habla con un ligero acento polaco. ¿O me produce este efecto el vino, el blanco dorado primero, luego el tinto, oscuro como la sangre, y finalmente el burbujeante champán que, desde detrás, los criados con sus guantes blancos sirven con profusión de garrafas de plata y botellas abombadas? En verdad que el bueno del farmacéutico no ha mentido, la casa de los Kekesfalva es como la corte.

Nunca había comido tan bien, ni en sueños me hubiera imaginado que se pudiera comer tan bien, tan lujosa y copiosamente. Platos cada vez más exquisitos y caros desfilan majestuosamente en fuentes inagotables: pescados de color azul pálido, coronados de lechuga y enmarcados en rodajas de langosta, nadando en una salsa dorada; capones cabalgando sobre albardas de arroz en capas; puddings flameando en ron de llama azul; bolas de helado, dulces y de colores, brotando unas de otras; frutas, que deben de haber dado la vuelta a medio mundo, besándose en bandejas de plata.

¡Esto no tiene fin, no tiene fin! ¡Y, para acabar, un verdadero arco iris de licores, verdes, rojos, blancos y amarillos, y cigarros gruesos como espárragos para acompañar un café exquisito! Una casa magnífica, encantadora —¡bendito sea el farmacéutico!—, y una velada espléndida, feliz y vibrante. No sé si me siento tan relajado y libre porque a derecha e izquierda y enfrente a los demás también les brillan los ojos, y hablan en voz alta, porque han olvidado asimismo los modales distinguidos y charlan animadamente y todos a la vez, pero sea como fuere ha desaparecido todo mi apocamiento. Hablo sin la menor inhibición, galanteo a mis dos vecinas a la vez, bebo, río, miro con arrogancia y desenfado y, aunque no siempre por casualidad, rozo de vez en cuando con la mano el bello brazo desnudo de Ilona (así se llama la deliciosa sobrina), ella, también distendida, animada y relajada como todos por esta fiesta opípara, no parece tomar a mal estos pequeños deslices.

Poco a poco —¿no será a causa de la mezcla de excelente vino, el tokay húngaro, y el champán, a los que no estoy acostumbrado?— siento que me invade una ligereza que raya en la insolencia y casi en el desenfreno. Falta muy poco para flotar, sentirme arrastrado y completamente feliz, y lo que necesito sin saberlo se me revela con claridad meridiana al instante siguiente cuando, de pronto, de una tercera habitación —el criado había abierto de nuevo la puerta corredera sin que nos diéramos cuenta— llega una música amortecida, un cuarteto, precisamente la música que deseo en mi interior, música de baile, rítmica y suave a la vez, un vals, una melodía tocada por dos violines y marcada por un grave y melancólico violoncelo y, en medio, un piano que lleva el compás con un enérgico stacatto. ¡Sí, música, música es lo único que me faltaba! ¡Música y tal vez 11 baile, un vals, dejarse llevar, volar, para sentir más beatíficamente la ligereza interior! Y en verdad que esta mansión Kekesfalva es una casa encantada, basta con soñar para que los deseos se cumplan. Cuando nos levantamos y apartamos las sillas y pasamos al salón por parejas —yo ofrezco el brazo a Ilona y noto de nuevo su piel fresca, suave y voluptuosa—, veo que todas las mesas han sido retiradas como por duendes y las sillas colocadas a lo largo de la pared. El parquet, celestial pista de vals, reluce liso, pulido y castaño, y desde la habitación contigua anima, invisible, la música.

Me vuelvo hacia Ilona. Ella ríe y comprende. Sus ojos ya han dicho «sí». Ya damos vueltas, dos, tres, cinco parejas, por el liso entarimado, mientras los más prudentes y los mayores miran o charlan. Me gusta bailar, incluso bailo bien. Nos balanceamos y damos vueltas enlazados; creo que nunca en mi vida he bailado tan bien. Al siguiente vals invito a mi otra vecina; también ella baila magníficamente y yo, inclinado sobre ella, respiro el perfume de su pelo con un ligero aturdimiento. ¡Ah, baila maravillosamente, todo es maravilloso, soy feliz como no lo he sido desde hace años! He perdido la cabeza, quisiera abrazarlos a todos y decir a cada uno de ellos algo cordial, expresarles mi gratitud, tan ligero, rebosante y felizmente joven me siento. Me muevo de uno a otro, hablo, río, bailo y, arrastrado por el torrente de mi dicha, no siento el paso del tiempo.

Entonces, de repente —por casualidad miro el reloj: las doce y media—, se me ocurre con un sobresalto que llevo casi una hora bailando, charlando y bromeando y, bruto de mí, ¡todavía no he sacado a bailar a la hija de la casa! Sólo he bailado con mis vecinas y con dos o tres otras damas, las que más me gustaban, ¡y he olvidado completamente a la hija de la casa! ¡Qué grosería, qué afrenta! ¡Debo repararla pronto, enseguida! Pero, con gran espanto mío, no recuerdo en absoluto qué aspecto tiene la muchacha. Sólo me he inclinado ante ella un instante cuando me he sentado a la mesa; lo único que recuerdo es una cosa delicada y frágil y, luego, una mirada de curiosidad, gris y fugaz. Pero ¿dónde se ha metido? Siendo la hija de la casa, no puede haberse marchado. Impaciente, recorro la pared de izquierda a derecha examinando a todas las mujeres y muchachas: ninguna se le parece. Finalmente entro en la tercera habitación, donde toca el cuarteto escondido tras un biombo chino, y respiro aliviado, porque ahí está—seguro que es ella—, delicada, grácil, con su vestido azul pálido, sentada entre dos señoras ancianas en el rincón del boudoir, tras una mesa verde malaquita con un jarrón de flores encima. Tiene su cabecita un poco inclinada, como si escuchara sumergida en la música, y el intenso encarnado de las rosas hace aparecer todavía más pálida y traslúcida su frente bajo el espeso pelo pardo rojizo. Pero no me concedo tiempo para observaciones ociosas. Gracias a Dios que la he encontrado. Suspiro aliviado, todavía puedo reparar a tiempo mi descuido.

Me dirijo a la mesa —a su lado suena la música— y me inclino en señal de cortés invitación.

Dos ojos extrañados me miran con rígida estupefacción, unos labios se quedan entreabiertos en mitad de una palabra. Pero la muchacha no hace movimiento alguno para seguirme. ¿No me ha entendido? Me inclino, pues, de nuevo y mis espuelas tintinean ligeramente cuando digo: —¿Me concede el honor, señorita? Lo que ocurre ahora es terrible. El busto inclinado hacia delante retrocede bruscamente como para evitar un golpe; al mismo tiempo, una oleada de sangre inunda las pálidas mejillas, los labios todavía abiertos se aprietan con fuerza y sólo los ojos me miran fijos e inmóviles con tal expresión de espanto como nunca he visto en mi vida. Acto seguido, una sacudida recorre todo su cuerpo crispado. Se incorpora, se apoya con ambas manos en la mesa de tal modo, que el jarrón de flores tintinea y cruje, al tiempo que algo cae de su sillón al suelo, madera o metal. Sigue agarrada a la mesa vacilante con ambas manos, y su cuerpo de niña sigue estremeciéndose. Sin embargo, no huye, sigue aferrada con desesperación al pesado tablero. Y los estremecimientos no paran, esos temblores que la recorren desde los puños crispados hasta los cabellos. Y de repente estalla: un sollozo, indómito, elemental como un grito ahogado.

Las dos ancianas situadas a derecha e izquierda ya se apresuran a rodear a la temblorosa joven, la cogen, la acarician, la miman, la tranquilizan y separan suavemente sus manos crispadas de la mesa, y ella se desploma de nuevo en el sillón. Pero los lloros no cesan, incluso se vuelven 12 más vehementes, estallan cada vez más espasmódicos como una hemorragia, como un vómito, a empellones. Cuando la música de detrás del biombo (que se sobrepone con su ruido a todos los demás) cesa por un instante, los sollozos se tienen que oír hasta en la sala de baile.

Yo me he quedado pasmado, asustado. Pero... ¿qué ha pasado? Observo desconcertado cómo las dos señoras intentan calmar a la sollozante muchacha que ahora, en un súbito arrebato de pudor, ha dejado caer la cabeza sobre la mesa. Pero nuevos accesos de llanto recorren su flaco cuerpo hasta los hombros y con cada una de estas bruscas oleadas tintinean las tazas. Yo sigo ahí perplejo, helado hasta los tuétanos, estrangulado por el cuello de la guerrera como por una soga de fuego.

—Perdone —balbuceo finalmente a media voz al vacío y (puesto que las dos damas están ocupadas con la sollozante, no me dedican ni una sola mirada) regreso al salón tambaleándome.

Al parecer aquí todavía nadie se ha dado cuenta de nada, las parejas siguen dando vueltas vertiginosamente y siento que tengo que apoyarme en una columna porque la habitación da vueltas a mi alrededor. ¿Qué ha pasado? ¿He hecho algún disparate? ¡Dios mío, al final resultará que he bebido demasiado y demasiado deprisa y en medio de la modorra he cometido una estupidez! En este momento cesa la música y las parejas se separan. El jefe de distrito deja libre a Ilona con una reverencia y yo me precipito enseguida hacia ella y la arrastro, estupefacta, a un rincón casi con violencia: —Por favor, ayúdeme. ¡Por el amor de Dios, ayúdeme, explíqueme! Evidentemente Ilona había esperado que la llevase a la ventana para susurrarle algo divertido, pues de pronto sus ojos se endurecen: al parecer mi excitación debe de resultar digna de compasión o alarmante. Se lo cuento todo con el pulso acelerado. Y, cosa extraña, me increpa con el mismo intenso espanto en la mirada que la joven del boudoir.

—¿Se ha vuelto loco...? ¿Es que no sabe...? ¿No ha visto...? —No —balbuceo, abrumado por este nuevo e igualmente incomprensible espanto—. ¿Si he visto qué? Yo no sé nada. Es la primera vez que vengo a esta casa.

—¿No se ha dado cuenta de que Edith... es inválida? ¿No ha visto sus pobres piernas atrofiadas? No puede dar ni dos pasos sin muletas... y usted... desconsiderado —reprime con rapidez una palabra de cólera— usted invita a la pobre a bailar... Qué atrocidad, debo ir a verla enseguida.

—No. —En mi desesperación cojo a Ilona por el brazo—. Un momento, espere un momento...

Tiene que disculparme ante ella. No tenía idea de... Sólo la he visto sentada a la mesa. Sólo un instante... Le ruego que se lo explique.

Pero Ilona, la mirada encendida de cólera, ya ha liberado su brazo y corre a la otra habitación.

Yo, con un nudo en la garganta y náuseas en la boca, me quedo en el umbral del salón, que es un torbellino de cantos y parloteos con la gente (de repente se me ha hecho insoportable) que está ahí charlando y riendo despreocupada, y pienso: dentro de cinco minutos todo el mundo estará enterado de mi torpeza. Cinco minutos y de todos lados se clavarán en mí miradas burlonas, reprobadoras e irónicas, y mañana circulará por toda la ciudad, masticado por cien bocas, el rumor de mi burda torpeza, depositado al amanecer a las puertas de las casas y después corregido y aumentado en las habitaciones de los criados y transmitido a los cafés y las oficinas. Mañana se sabrá en mi regimiento.

En este momento veo al padre como a través de la niebla. Con el semblante un tanto acongojado —¿lo sabe ya? —atraviesa el salón. ¿Se dirige hacia mí? ¡No, ahora no quiero encontrármelo! De pronto me sobrecoge pánico de él y de todos. Y sin saber muy bien lo que hago, me dirijo zanqueando hacia la puerta que comunica con el vestíbulo para salir de esta casa infernal.

—¿El señor teniente nos deja ya?—me pregunta el criado con sorpresa y respeto.

—Sí —contesto, y apenas ha salido la palabra de mi boca, me asusto. ¿De veras quiero irme? Y en el instante en que el sirviente descuelga el abrigo de la percha me percato de que, con mi fuga cobarde, cometo una nueva estupidez, quizás aún más imperdonable. Pero ya es demasiado tarde.

Ahora no puedo devolverle el abrigo, no puedo volver al salón cuando me está abriendo la puerta de la casa con una ligera reverencia. Y así me encuentro de golpe fuera de la extraña y maldita casa, con el viento frío azotándome la cara, el corazón ardiéndome de vergüenza y el aliento entrecortado de alguien que se ahoga.

Ésta fue la desdichada torpeza con que comenzó todo. Ahora, que con la sangre sosegada y desde la distancia de muchos años recuerdo de nuevo aquel cándido episodio que dio principio a toda la tragedia, debo admitir que me vi involucrado con toda la inocencia del mundo en este malentendido; incluso el más listo y experimentado hubiera podido cometer la gaffe de sacar a bailar a una tullida. Pero en el momento del primer espanto sentí que me había portado no sólo como un perfecto imbécil, sino también como un bruto, un criminal. Fue como si hubiera azotado a una niña inocente. Sin embargo, todo esto hubiera podido arreglarse aún con presencia de espíritu. Lo eché todo a perder de modo irrevocable —fui consciente de ello cuando el primer soplo de aire frío me golpeó la frente delante de la casa— cuando huí como un ladrón sin siquiera intentar disculparme.

Imposible describir el estado en que me encontraba delante de la casa. La música cesó tras las ventanas iluminadas. Quizá sólo era que los músicos hacían un descanso, pero en mi sentimiento de culpa, hipersensible y febril, imaginé enseguida que el baile se había detenido por mi culpa, que todo el mundo se concentraba entonces en el boudoir para consolar a la sollozante joven; todos los invitados, mujeres, hombres y muchachas se acaloraban tras la puerta cerrada en unánime indignación por el desalmado que había querido sacar a bailar a una niña impedida para luego, consumada la canallada, huir como un cobarde. Y al día siguiente —el sudor me empapaba, lo sentía frío bajo la gorra— toda la ciudad sabría, comentaría y censuraría mi infamia. En mis pensamientos veía ya a mis camaradas, a Ferencz, a Mislywetz y sobre todo a Jozsi, el recondenado bromista, acercárseme chasqueando la lengua: «¡Vaya, Toni, buena la has armado! ¡Por una vez que te dejamos suelto, comprometes a todo el regimiento!» Las críticas y los escarnios durarían meses en el comedor de oficiales; las tonterías cometidas por uno de nosotros se rumian durante diez o veinte años en nuestra mesa, cada burrada se eterniza, cada broma se fosiliza.

Todavía hoy, al cabo de dieciséis años, cuentan la triste historia del capitán Wolinski, de cómo llegó de Viena jactándose de haber conocido a la condesa T. en el Ring y de haber pasado aquella misma noche en su casa, y dos días después los periódicos hablaban del escándalo de la criada despedida, que se había hecho pasar engañosamente por la condesa T. en comercios y en aventuras amorosas, y además el Casanova tuvo que hacerse tratar por el médico del regimiento durante tres semanas. Todo aquel que se ha puesto una vez en ridículo ante los compañeros sigue siendo ridículo para siempre; no conoce olvido ni perdón. Y cuanto más me lo pintaba e imaginaba, tanto más me daba una fiebre de ideas absurdas. En esos momentos me parecía cien veces más fácil una ligera y rápida presión del dedo índice en el gatillo del revólver que aguantar el tormento infernal de los próximos días, esta espera impotente de si los camaradas ya se habían enterado de mi plancha y de si a mis espaldas ya se habían desatado los cuchicheos sarcásticos y las sonrisas satisfechas. Ah, yo me conocía muy bien y sabía que no tendría fuerzas para aguantarlo una vez empezaran las burlas, las ironías y los chismorreos.

Ni siquiera hoy sé cómo llegué a casa. Sólo recuerdo que mi primer gesto fue abrir el armario donde guardaba una botella de Slivovitz para las visitas y atizarme dos o tres medios vasos para agua de este aguardiente de ciruelas a fin de quitarme el sabor amargo que tenía en la garganta.

Luego me eché en la cama, vestido como iba, y traté de reflexionar. Pero así como las flores de invernadero crecen más exuberantes y tropicales, también en la oscuridad surgen con más ímpetu las obsesiones. Brotan de modo caótico y fantástico en suelo pantanoso para convertirse en chirriantes lianas que nos quitan el aliento, y con la velocidad de los sueños se forman y se persiguen en el cerebro las más absurdas imágenes del miedo. ¡Ridiculizado para toda la vida, pensé, expulsado de la sociedad, escarnecido por los compañeros, comidilla de toda la ciudad! Nunca más saldré de la habitación, nunca más me atreveré a pisar la calle, por miedo a encontrarme a uno de los que conocen mi crimen (pues como un crimen consideraba yo en aquella primera noche de sobreexcitación mi simple torpeza y me veía a mí mismo como perseguido y acosado por la risotada general). Cuando al fin me dormí, debió de ser un sueño ligero y permeable durante el cual mi estado de angustia siguió actuando febrilmente; porque, cuando volví a abrir los ojos, apareció de nuevo delante de mí el airado rostro de niña, vi los labios espasmódicos, las manos agarradas convulsivamente a la mesa, oí el ruido de maderos al caer, que ahora, a posteriori, deduzco que fueron sus muletas, y me sobrecogió un miedo absurdo a que de repente se pudiera abrir la puerta y —levita negra, pechera blanca, gafas doradas— se acercara a grandes zancadas a mi cama el padre con su perilla árida y bien cuidada. Llevado por el miedo, me levanté de un salto. Y cuando entonces miré en el espejo mi rostro humedecido por el sudor de la noche y del miedo, tenía ganas de dar un puñetazo en la cara al majadero que estaba tras el pálido cristal.

Pero afortunadamente ya es de día, oigo pasos en el pasillo y carros sobre el empedrado. Y junto a una ventana iluminada por la luz del día se piensa con más claridad que hundido en esa malévola oscuridad que gusta de crear fantasmas. Quizá no es todo tan terrible a pesar de todo, me digo. Quizá nadie se diera cuenta. Ella, por supuesto..., nunca lo olvidará ni perdonará, ¡la pobre muchacha pálida, enferma e inválida! Entonces, de repente, un pensamiento útil cruza por mi cabeza como un relámpago. Me apresuro a peinarme el pelo enmarañado, me pongo el uniforme y paso por delante de mi perplejo asistente que grita tras de mí desesperado en su pobre alemán ruteno: —¡Mi teniente, mi teniente, el café está listo! Bajo a toda velocidad las escaleras del cuartel y paso tan veloz por delante de los ulanos a medio vestir que forman corro en el patio, que no tienen tiempo de cuadrarse. Los he dejado atrás en un santiamén y ya estoy fuera de las puertas del cuartel; corro directamente a la floristería de la plaza del Ayuntamiento, tan rápido como le es permitido a un teniente. En mi impaciencia he olvidado, claro está, que las tiendas aún no están abiertas a las cinco y media de la mañana, pero por fortuna la señora Gurtner no vende flores solamente, sino también hortalizas. Un carro de patatas está a medio descargar delante de la puerta y, cuando golpeo con fuerza en la ventana, la oigo bajar las escaleras. Invento una historia a toda prisa: ayer me olvidé por completo de que hoy era el santo de unos queridos amigos; salimos de marcha dentro de media hora y me gustaría que les mandaran flores enseguida. ¡De modo que, rápido, las más bonitas que tenga! La obesa señora, todavía en camisón y con sus zapatillas agujereadas, se dirige arrastrando los pies a la tienda, la abre y me enseña la joya de su corona, un grueso ramo de rosas de tallo largo. ¿Cuántas quiero? ¡Todas, digo, todas! ¿Simplemente atadas o mejor en una bonita cesta? Sí, sí, en una cesta. El resto de mi mesada se va en esta espléndida compra, a finales de mes tendré que escatimarme la cena y el café o pedir prestado. Pero en este momento me da igual o, mejor dicho, incluso me alegro de que mi locura me salga cara, pues en ningún momento he dejado de sentir un perverso deseo de castigarme sin piedad por cretino, de hacerme pagar amargamente mi doble estupidez.

Conforme, pues, ¿verdad? ¡Las rosas más bonitas, bien arregladitas en una cesta, que confío que la mujer mandará sin tardanza! Pero entonces la señora Gurtner corre tras de mí desesperada por la calle. Adónde y a quién hay que mandar las flores, el señor teniente no lo ha dicho. Vaya, lo he olvidado, tres veces idiota, en mi agitación. A la villa Kekesfalva, ordeno, y oportunamente recuerdo, gracias al grito de espanto de Ilona, el nombre de pila de mi pobre víctima: para la señorita Edith von Kekesfalva.

—Claro, claro, los señores Von Kekesfalva —dice la señora Gurtner orgullosa—, nuestros mejores clientes.

Y otra pregunta —yo ya estaba a punto de salir corriendo otra vez—: si no quiero añadir unas palabras. ¿Unas palabras? ¡Oh, sí! ¡El remitente! ¡El que se las regala! ¿Cómo sabría, si no, quién se las envía? Vuelvo a entrar, pues, en la tienda, cojo una tarjeta de visita y escribo: «Rogándole que me disculpe.» ¡No, imposible! Esto sería el cuarto disparate: ¿para qué recordarle mi torpeza? Pero 15 ¿qué pongo, si no? «Con mi más sincero pesar»... No, esto tampoco, al final podría pensar que mi pesar es por ella. Mejor no escribir nada, nada en absoluto.

—Adjunte sólo la tarjeta, señora Gurtner, sólo la tarjeta.

Ahora me siento mejor. Vuelvo rápidamente al cuartel, engullo el café, hago la instrucción más o menos bien, probablemente más nervioso y distraído que de costumbre. Pero en el ejército no llama demasiado la atención que un teniente entre de servicio con modorra por la mañana.

Cuántos vuelven de Viena después de una noche tan agotados que apenas pueden mantener los ojos abiertos y se duermen montados a caballo. En realidad incluso me viene al pelo tener que mandar, pasar revista y después dar un paseo a caballo, pues el servicio en cierto modo disipa las inquietudes. Aunque en realidad sigo notando entre las sienes el murmullo del desagradable recuerdo y sintiendo en la garganta algo viscoso como una esponja empapada de bilis.

Pero al mediodía, cuando me dispongo a ir al comedor de oficiales, mi asistente corre detrás de mí gritando «¡Pan teniente!». Lleva una carta en la mano, un rectángulo alargado, papel inglés, azul, levemente perfumado, con un escudo de armas finamente estampado al dorso, una carta de letra inclinada y delgada, letra de mujer. Rasgo el sobre presuroso y leo: «Muchas gracias, estimado señor teniente, por las bellas e inmerecidas flores que me han dado una gran alegría y me hacen muy feliz. Le ruego que venga a tomar el té con nosotros cualquier tarde que tenga libre.

No hace falta que avise con antelación. Por desgracia estoy siempre en casa. Edith von K.» Una caligrafía delicada. Sin querer me recuerda los delgados dedos de niña que se aferraban a la mesa, me recuerdan el pálido semblante que de repente se encendió en color púrpura, como un vaso al que se hubiera echado Burdeos. Leo de nuevo, dos, tres veces, las pocas líneas y lanzo un suspiro de alivio. Con qué tacto y habilidad alude a su defecto físico. «Por desgracia estoy siempre en casa.» No se puede perdonar con más elegancia. Ni la menor nota de rencor. Se me quita un peso del corazón. Me siento como el acusado que se creía condenado a cadena perpetua, cuando el juez se levanta, se pone el birrete y anuncia: «Absuelto.» Por supuesto tendré que ir a darle las gracias. Hoy es jueves..., pues el domingo le haré una visita. O no, ¡mejor el sábado! Pero no mantuve la palabra. Estaba demasiado impaciente. El desasosiego me empujaba a saber definitivamente cancelada mi deuda, a terminar lo antes posible con el malestar de una situación incierta, porque seguía crispándome los nervios el miedo de que en el comedor, en el café o en cualquier otro lugar, alguien empezara a hablar de mi percance: «Bueno, ¿y cómo te fue con los Kekesfalva?» En este caso podría contestar con frialdad y aires de superioridad: «Una gente encantadora. Ayer por la tarde estuve tomando otra vez el té con ellos», para que todo el mundo viera que no había huido de allí con escándalo. ¡Poner punto final de una vez a este asunto lamentable! ¡Terminar de una vez! Y este nerviosismo interior tiene finalmente la virtud de que ya al día siguiente, es decir el viernes, mientras paseo por el bulevar con Ferencz y Jozsi, mis mejores camaradas, de repente me asalte la decisión: ¡hoy mismo irás a visitarlos! Y sin más me despido de mis amigos un tanto sorprendidos.

En realidad el camino no es muy largo, máximo de media hora, si se camina a buen paso.

Primero, cinco aburridos minutos por la ciudad y, luego, a lo largo de la carretera un poco polvorienta que también lleva a nuestro campo de instrucción y del que nuestros caballos conocen cada piedra y cada recodo (uno puede dejar las riendas sueltas). A medio camino, a la izquierda, junto a una capillita al lado del puente, se desvía una avenida más estrecha, sombreada por viejos castaños, en cierto modo privada, poco utilizada y transitada y acompañada sin impaciencia por los reposados meandros de un riachuelo cenagoso.

Y cosa curiosa: a medida que me acerco al palacete, del cual ya son visibles el blanco muro circular y la verja de entrada de metal calado, mi ánimo se va desplomando cada vez más aprisa.

Así como delante de la puerta del dentista el paciente busca una excusa para dar media vuelta antes de pulsar el timbre, yo también quisiera escaparme corriendo. ¿Tiene que ser realmente hoy? ¿No podría liquidar definitivamente este lamentable asunto con una simple carta? Sin querer aflojo el paso; siempre hay tiempo para dar media vuelta, y un rodeo resulta siempre oportuno cuando no se quiere ir por el camino recto; de modo que cruzo el riachuelo por una plancha de madera tambaleante y tuerzo de la avenida a los prados para primero rodear el palacio por fuera.

La casa cercada por el alto muro de piedra se presenta como un vasto edificio de una sola planta, de estilo barroco tardío, pintado según el viejo estilo austríaco del color llamado amarillo Schönbrunn y provisto de postigos verdes. Separados por un patio, unos edificios más pequeños —sin duda destinados a la servidumbre, la administración y a las cuadras— se concentran en un gran parque en el que no reparé en mi primera visita. Ahora, atisbando por los llamados ojos de buey, los orificios ovales practicados en el sólido muro, observo que el palacio Kekesfalva no es en absoluto una villa moderna, como creí al principio bajo la impresión de la decoración interior, sino una auténtica hacienda rural, una casa señorial de estilo antiguo, como las que he visto en ocasiones durante las maniobras en Bohemia al pasar a caballo por delante de ellas. Sólo llama la atención la curiosa torre rectangular, que por su forma recuerda un poco a los campanarios italianos y que se yergue aquí bastante incongruente, quizá resto de un castillo que puede haber estado en este lugar hace tiempo. Ahora, a posteriori, recuerdo haber visto esta singular atalaya desde el campo de maniobras, de veras convencido de que se trataba del campanario de algún pueblo, y es ahora cuando me doy cuenta de que le falta el típico remate final y de que este curioso cubo tiene el tejado plano, que debe de servir bien de solárium bien de observatorio. Pero cuanto más seguro estoy del carácter feudal, ancestral, de esta noble hacienda, tanto más incómodo me siento: ¡precisamente aquí, donde las formas se observan de modo muy especial, tenía yo que hacer mi debut con tamaña torpeza! Finalmente, llegado de nuevo a la verja desde el otro lado tras dar la vuelta completa a la casa, hago el esfuerzo definitivo. Recorro el camino de grava entre árboles podados, rectos como cirios, y dejo caer sobre la puerta el pesado aldabón repujado en bronce que, siguiendo la vieja usanza, aquí hace las veces de campana. Enseguida aparece el criado... Cosa extraña, no parece nada sorprendido de esta visita no anunciada. Sin preguntar ni tomar la tarjeta de visita que le tiendo, me invita con una cortés reverencia a esperar en el salón, diciendo que las señoras están todavía en la habitación, pero que acudirán enseguida. Parece pues indudable que me recibirán. Me guía como a una visita anunciada. De nuevo me asalta un cierto malestar al reconocer el salón tapizado en rojo en el que se celebró el baile la otra vez y un amargo sabor en la garganta me recuerda que al lado debe encontrarse la salita con su rincón de funesto recuerdo.

Al principio una puerta corredera de color crema, con afiligranados adornos dorados, me cierra la vista del para mí claramente presente escenario de mi torpeza, pero al cabo de unos minutos percibo ya detrás de esta puerta ruido de sillones que se mueven, cuchicheos, algún ir y venir contenido, que me revela la presencia de varias personas. Trato de aprovechar la espera para observar el salón: suntuosos muebles Luis XVI, a derecha e izquierda viejos gobelinos, y entre las puertas vidrieras, que dan directamente al jardín, viejos cuadros del Canale Grande y de la piazza San Marco, que, aun siendo yo ignorante en estas cosas, me parecen valiosos. Cierto que no distingo con demasiada claridad el valor de estos tesoros artísticos porque a la vez escucho con tensa atención los ruidos de al lado. Oigo un apagado tintineo de platos, una puerta que chirría, y ahora creo percibir también... los golpes secos e irregulares de unas muletas al apoyarse en el suelo.

Finalmente una mano todavía invisible separa desde dentro los batientes de la puerta. Es Ilona la que me sale al encuentro.

—Cuánto me alegro de que haya venido, teniente.

Y acto seguido me conduce a la estancia por mí harto conocida, al mismo rincón del boudoir, a la misma chaise longue de detrás de la misma mesa de color malaquita (¿por qué repiten esta situación tan penosa para mí?) donde está sentada la inválida con una manta de piel blanca extendida sobre el regazo en toda su extensión y con todo su peso, de modo que las piernas quedan invisibles, obviamente para que no recuerde «aquello».

Con una amabilidad sin duda preparada, Edith me saluda sonriendo desde su rincón de enferma. Pero este primer encuentro es un reencuentro fatal, y en la manera cohibida con que me tiende la mano, un poco forzada, por encima de la mesa, adivino en el acto que ella también piensa en «aquello». Ninguno de los dos acierta a pronunciar la primera palabra de comunicación.

Por fortuna Ilona lanza rápidamente una pregunta al asfixiante silencio: —¿Qué podemos ofrecerle, teniente, té o café? —Oh, lo que ustedes prefieran —respondo.

—No, lo que prefiera usted, teniente. Nada de cumplidos. Da lo mismo.

—Entonces café, si es tan amable —decido, y me alegro al oír que mi voz no suena demasiado quebradiza.

Con una pregunta tan práctica la muchacha morena ha superado este primer momento de tensión con extraordinaria habilidad. Pero, por otra parte, qué desconsiderada al abandonar la habitación inmediatamente después para dar instrucciones al criado, pues de este modo me quedo incómodamente solo con mi víctima. Ahora sería el momento de decir algo, de entablar conversación à tout prix. Pero tengo un nudo en la garganta, y mi mirada debe de tener un cierto aire de perplejidad, pues no me atrevo a desviarla hacia el sofá, porque ella podría pensar que miro la manta que cubre sus piernas tullidas. Afortunadamente se muestra más serena que yo y empieza a hablar con una vehemencia nerviosa que descubro por primera vez en ella: —Pero ¿no quiere sentarse, teniente? Acerque el sillón. Y por qué no deja el sable en algún sitio... Viene en son de paz, ¿no? Allí sobre la mesa o en el alféizar..., como quiera.

Me acerco un sillón con cierto remilgo. Todavía no consigo dar a mi mirada una expresión de sosiego. Pero ella me sigue ayudando con entereza.

—Debo darle otra vez las gracias por sus magníficas flores... Son realmente estupendas, mire qué bonitas quedan en el jarrón. Y además... Además... tengo que disculparme por mi estúpida falta de dominio... Me comporté de un modo horrible..., no pude dormir en toda la noche de avergonzada como estaba. Usted lo hizo con toda su buena intención y... ¿cómo podía siquiera sospecharlo? Además—ríe de pronto con una risa nerviosa y convulsiva—, además adivinó usted mis pensamientos más íntimos... Me había sentado de manera que pudiera ver a los que bailaban, y cuando usted se me acercó nada me hubiera gustado más en el mundo que bailar. Estoy loca por el baile. Puedo pasar horas mirando cómo bailan los demás..., mirando de tal modo que siento cada movimiento en mi cuerpo..., de veras siento cada movimiento. No es el otro el que baila entonces, sino yo la que da vueltas, se inclina, se dobla y se deja llevar y levantar..., así de loca se puede ser, quizá usted ni se lo imagina... Al fin y al cabo, de niña bailaba muy bien y me gustaba mucho..., y ahora, cuando sueño, sueño con el baile. Sí, por tonto que parezca, bailo en sueños, y quizás sea bueno para papá lo que..., que me haya pasado esto, porque de lo contrario me habría escapado de casa para ser bailarina... Nada me apasiona tanto, y creo que tiene que ser fantástico agarrar, abrazar y elevar cada noche a cientos y cientos de personas con todo tu cuerpo, con tus movimientos, con todo tu ser..., tiene que ser fantástico... Además, para que vea lo tonta que soy, colecciono todas las fotografías de las grandes bailarinas. Las tengo todas: Saharet, Pávlova, Karsávina... Tengo fotografías de todas ellas, y en todos sus papeles y poses. Espere, se las mostraré..., están allí, en aquel cofrecillo..., junto a la chimenea..., el cofrecillo chino. —Su voz se vuelve de pronto irritada de impaciencia—. No, no, no, allí, junto a los libros... Ah, qué torpe es usted..., sí, ésta. —Por fin encuentro el cofrecillo y se lo llevo—. Mire, ésta, la de encima, es mi favorita, Pávlova en el papel del cisne moribundo... Ah, ojalá pudiera ir detrás de ella, ojalá pudiera verla, creo que sería el día más feliz de mi vida.

La puerta trasera, por la que ha salido Ilona, empieza a girar sin hacer ruido sobre sus goznes.

Bruscamente, como si la hubieran sorprendido, Edith cierra el cofrecillo con un golpe seco y ruidoso. Lo que me espeta ahora suena como una orden: —¡Ni una palabra de esto a los demás! ¡Ni una palabra de lo que le he dicho! Es el criado de pelo blanco y patillas estilo Francisco José bien recortadas quien abre la puerta con sumo cuidado; tras él aparece Ilona empujando una suntuosa mesita de té. Después de servirnos, se sienta con nosotros y enseguida vuelvo a sentirme más seguro. Un oportuno tema de conversación nos lo ofrece el enorme gato de angora que se ha escurrido dentro silenciosamente con la mesita del té y ahora se restriega contra mis piernas con desenvuelta familiaridad. Yo admiro el gato y luego vienen preguntas y más preguntas, cuánto tiempo llevo aquí, cómo me encuentro en la guarnición, si conozco al teniente fulano de tal, si voy a menudo a Viena...

Automáticamente surge una conversación normal y corriente, del todo relajada, en la que la enojosa tensión se disuelve de modo imperceptible. Poco a poco me atrevo incluso a observar a las dos muchachas de reojo. Son completamente diferentes la una de la otra: Ilona es ya toda una mujer, sensualmente cálida, de formas llenas, exuberantes; a su lado, Edith, mitad niña mitad mujer, entre los diecisiete y los dieciocho, da en cierto modo la impresión de no acabada. Curioso contraste: con la una apetece bailar, besarse; a la otra quisiera uno mimarla como a una enferma, acariciarla con cuidado, protegerla y sobre todo tranquilizarla. Pues de todo su ser emana un extraño desasosiego. Su rostro no permanece quieto ni un solo instante; la muchacha tan pronto mira a la derecha como a la izquierda, ora se yergue tiesa, ora se reclina como agotada; y habla también con el mismo nerviosismo con que se mueve: siempre a saltos, siempre stacatto, sin pausas. Pienso para mis adentros que esta falta de control y este desasosiego son quizás una compensación por la forzada inmovilidad de sus piernas, quizá también sean debidos a una ligera y continua fiebre que imprime mayor rapidez a sus gestos y a sus palabras. Pero tengo poco tiempo para observarla, pues con sus prontas preguntas y su forma ágil e imprevista de narrar sabe desviar toda la atención hacia ella; sorprendido, me adentro en una sugestiva e interesante conversación.

Dura una hora. Quizás incluso hora y media. Después, de pronto, la sombra de una figura se acerca desde el salón; entra alguien con sumo cuidado, como si temiera estorbar. Es Kekesfalva.

—Por favor, por favor. —Me presiona con la mano en la espalda cuando voy a levantarme por respeto y luego se inclina para dar un beso fugaz en la frente de su hija. Lleva de nuevo la levita negra con la pechera blanca y el anticuado lazo (nunca lo he visto con otro atuendo). Parece un médico con sus ojos que observan circunspectos tras las gafas doradas. Y realmente como un médico junto a la cama de un enfermo se sienta al lado de la inválida. Es curioso que desde el momento en que él ha entrado en la habitación, ella parece sumida en una sombra de melancolía; el modo temeroso como de vez en cuando mira de reojo a su hija con ojos escudriñadores y tiernos refrena y oscurece el ritmo de nuestra charla hasta ahora desenvuelta. También él nota pronto nuestro apocamiento y trata por su parte de forzar una conversación. Pregunta también por el regimiento, el capitán, se informa acerca del anterior coronel, que ha sido destinado como general de división al Ministerio de la Guerra. Parece estar al corriente con extraordinaria exactitud desde hace años de nuestros asuntos de personal y no sé por qué, pero tengo la impresión de que subraya con cierto énfasis y alguna intención determinada una especial familiaridad con todos los oficiales de alta graduación.

Diez minutos más, pienso, y podré despedirme con discreción. Entonces alguien llama de nuevo con suavidad a la puerta, entra el criado sigilosamente, como si caminara descalzo, y susurra algo al oído de Edith. Ella no puede evitar un estremecimiento.

—Que espere. O no, que me deje en paz hoy. Que se vaya, no lo necesito.

Su brusquedad nos hace sentir incómodos y yo me levanto con la desagradable sensación de haberme quedado demasiado tiempo. Pero me habla con el mismo tono imperioso y sin miramientos que al criado: —¡No, quédese! No se hable más.

En realidad en su tono altivo se esconde una clara impertinencia. También el padre parece sentirse molesto, pues con el rostro pesaroso y suplicante advierte: —Pero Edith...

Y ahora ella misma se da cuenta, quizá por el sobresalto del padre, quizá porque yo sigo de pie e indeciso, de que los nervios la han traicionado, pues de pronto se vuelve hacia mí: —Disculpe. La verdad es que Josef hubiera podido esperar, en vez de entrar con tanto escándalo. Se trata simplemente del tormento diario, el masajista, que me aplica ejercicios de estiramiento muscular. La cosa más estúpida que he visto: uno, dos, uno, dos, arriba, abajo, arriba, abajo. Dice que con esto todo se arreglará pronto. Es el último descubrimiento de nuestro querido doctor y un fastidio completamente inútil. Absurdo como todos los demás.

Mira desafiante a su padre, como si lo hiciera responsable. Confuso (se avergüenza en mi presencia), el anciano se inclina hacia ella.

—Pero hija..., ¿crees de veras que el doctor Condor...? Pero en el acto se interrumpe, pues un espasmo contrae la boca de la muchacha y sus estrechas aletas nasales tiemblan, exactamente igual que la otra vez, y yo tengo miedo de que se produzca otro estallido. Pero de repente enrojece y murmura condescendiente: —Está bien, ya voy, aunque no tiene sentido, ningún sentido. Disculpe, teniente, espero que vuelva pronto.

Me inclino, dispuesto a marcharme. Pero ella ha cambiado otra vez de idea.

—No, quédese un rato con papá mientras me pongo en marcha —recalca las últimas palabras «en marcha» con acritud y stacatto, como si fuera una amenaza. Después coge la campanita de bronce de encima la mesa y la hace sonar. Más tarde repararé en que en todos los aposentos de la casa hay campanitas como ésta sobre todas las mesas al alcance de su mano para que en todo momento pueda llamar a alguien sin tener que esperar ni un segundo. La campana suena aguda y estridente y en el acto aparece de nuevo el criado, que se había apartado discretamente ante el temor de su arrebato.

—Ayúdeme —le ordena, y con gesto brusco aparta la manta de piel. Ilona se inclina ante ella para susurrarle algo al oído, pero la muchacha, visiblemente irritada responde a su amiga—: No.

Josef sólo me ayudará a levantarme. Iré sola.

Lo que sigue a continuación es terrible. El criado se inclina hacia ella y, con una maniobra a todas luces ensayada, levanta el ligero cuerpo por las axilas con las dos manos. Una vez en pie, y apoyándose en el respaldo del sillón, la muchacha primero nos escruta a todos uno a uno con mirada desafiante, después agarra los dos bastones, que estaban ocultos bajo la manta, aprieta los labios con fuerza, se sostiene sobre las muletas y, tap-tap, toc-toc, echa a andar pesadamente, vacila, se impulsa hacia delante, de lado y encorvada como una bruja, mientras el criado va detrás de ella vigilante con los brazos extendidos para cogerla enseguida en caso de que resbale o flaquee. Taptap, toc-toc, un paso más y otro, y entre uno y otro algo que parece hecho de cuero tenso y metal chirría y cruje levemente: no me atrevo a bajar la vista hasta sus pobres piernas, pero seguramente lleva algún aparato ortopédico en los tobillos. El corazón se me encoge como bajo una garra de hielo al contemplar esta marcha forzada, porque comprendo lo que quiere demostrar con no dejarse ayudar ni llevar en silla de ruedas: quiere mostrarme, precisamente a mí, y a todos los presentes, que es una inválida. Quiere afligirnos, llevada por algún oscuro deseo de venganza, fruto de la desesperación, mortificarnos con su dolor, acusarnos, a nosotros los sanos, en lugar de acusar a Dios. Pero precisamente en este horrendo desafío percibo—y mil veces más fuerte que en su desesperado estallido anterior, cuando la invité a bailar— cuán infinitamente debe de sufrir con su desvalimiento. Por fin —parece una eternidad— ha dado los pocos pasos que hay hasta la puerta, tambaleándose y cargando con violencia de una muleta a otra todo el peso de su delgado cuerpo, traqueteado y bamboleado; no tengo valor para mirarla fijamente siquiera una vez, porque el solo ruido de las muletas, seco y duro, ese toc-toc de los golpes contra el suelo al caminar, los chirridos y el arrastre del aparato ortopédico, además del sordo jadeo del esfuerzo, me angustia y me conmueve de tal suerte que noto los latidos de mi corazón hasta en la tela del uniforme. Ya ha salido de la habitación y sigo oyendo sin aliento cómo tras la puerta cerrada el horrible sonido se va amortiguando y finalmente se desvanece.

Sólo entonces, cuando se ha hecho el silencio total, me atrevo a levantar de nuevo la mirada.

El anciano —ahora me doy cuenta— debe de haberse levantado en silencio entretanto y mira por la ventana con forzada concentración, demasiado forzada. Sólo veo su silueta vacilante a contraluz, pero los hombros de esta figura encorvada se contraen convulsivamente en líneas temblorosas. También él, el padre, que todos los días ve a su hija torturarse de este modo, está anonadado por esta visión.

La atmósfera de la habitación se ha helado entre nosotros dos. Al cabo de unos minutos la oscura figura se vuelve por fin y viene hacia mí con paso inseguro, como si caminara por un suelo resbaladizo: —Por favor, no se lo tome a mal a la niña, teniente, si a veces es un poco brusca, pero... Usted no tiene idea de sus torturas durante todos estos años..., siempre algo distinto, y los progresos son tan lentos que comprendo su impaciencia. ¿Qué se puede hacer? Pero hay que intentarlo todo, hay que hacerlo.

El anciano se ha detenido ante la mesita de té abandonada y no me mira mientras habla.

Mantiene fijos en la mesa los ojos, casi ocultos por los grises párpados. Como en sueños, mete la mano en el azucarero abierto, saca un terrón, lo hace girar entre los dedos, lo contempla sin razón alguna y lo devuelve a su recipiente; su modo de comportarse recuerda un poco al de un borracho. Sigue sin poder apartar la vista de la mesita, como si alguna cosa especial de allí lo tuviera hechizado. Mecánicamente toma una cucharita, la levanta, la deja de nuevo en la mesa y a continuación dice como si se dirigiera al cubierto: —¡Si supiera usted cómo era antes mi hija! Se pasaba el día entero subiendo y bajando escaleras, no caminaba sino que corría por ellas y por las habitaciones de un modo que nos daba pánico. A los once años recorría al galope toda la pradera montada en su pony, nada podía detenerla. A menudo pasábamos miedo, mi mujer que en paz descanse y yo, pues la niña era tan temeraria, traviesa y diestra, que todo le resultaba fácil. Daba la impresión de que le hubiera bastado con extender los brazos para volar... Y precisamente a ella tenía que ocurrirle esto, precisamente a ella...

La raya entre los ralos cabellos blancos se inclina cada vez más sobre la mesa. La mano, nerviosa, sigue revolviendo las cosas esparcidas encima, cogiendo ahora en vez de la cucharita unas ociosas tenacillas para el azúcar y trazando con ellas curiosas runas sobre la mesa (sé que por vergüenza y confusión tiene miedo incluso de mirarme).

—Y, sin embargo, qué fácil resulta todavía hoy contentarla. Es capaz de disfrutar como una chiquilla con la bagatela más insignificante, de reírse con el chiste más tonto y entusiasmarse con un libro... Ojalá hubiera visto lo encantada que estaba cuando llegaron sus flores y se esfumó el temor de haberlo ofendido... No puede usted imaginarse lo sensible que es a todo..., percibe las cosas con mucha más intensidad que nosotros. Sé muy bien que nadie está ahora más desesperado que ella por no haber sabido dominarse... Pero ¿cómo, cómo va a poder dominarse? ¡Cómo puede una niña tener tanta paciencia, cuando progresa tan lentamente, como si no avanzara, cuando ha sido castigada así por Dios sin haber hecho nada..., sin haber hecho nada a nadie! Siguió con la vista fija en las figuras imaginarias que su mano temblorosa trazaba en el vacío con las pinzas del azúcar. Y de pronto las dejó caer como sobresaltado. Fue como si se hubiera despertado y de golpe se diera cuenta de que no estaba solo y de que había estado hablando con un desconocido. Con una voz completamente distinta, alerta y abatida, empezó a disculparse con torpeza.

—Disculpe usted, teniente..., ¡para qué voy a importunarle con nuestras penas! Es sólo que...

de pronto me ha..., simplemente quería darle una explicación... No quisiera que pensara mal de ella..., que creyera que ella...

No sé de dónde saqué el valor para interrumpir al confuso y balbuceante anciano y acercarme a él, pero de repente cogí con ambas manos la de aquel desconocido. No dije nada. Me limité a coger y estrechar su mano fría y huesuda que se retiraba involuntariamente. Me miró sorprendido, los cristales de las gafas relampaguearon al mirarme de soslayo y detrás de ellos una mirada insegura, blanda y perpleja, tanteó la mía. Yo tenía miedo de que dijera algo en aquel momento. Pero no lo hizo; sólo sus pupilas negras y redondas se fueron dilatando más y más, como si quisieran saltar de los ojos. También yo sentí que brotaba dentro de mí una emoción como 21 nunca había experimentado, y para huir de ella me apresuré a saludar con una inclinación y salir de allí.

En el vestíbulo el criado me ayudó a ponerme el abrigo. De pronto sentí una corriente de aire en la espalda. Sin volverme, supe que el anciano me había seguido y ahora estaba en el dintel de la puerta, llevado por la necesidad de darme las gracias. Pero yo no quería sentirme turbado. Hice como si no me diera cuenta de que él estaba detrás de mí. Rápidamente, con el pulso acelerado, abandoné la trágica casa.

A la mañana siguiente —una pálida niebla cuelga todavía sobre las casas y los postigos están cerrados para proteger el honrado sueño de los ciudadanos— nuestro escuadrón marcha, como todas las mañanas, al campo de maniobras. Con paso cansino avanza por el incómodo empedrado; todavía bastante somnolientos, entorpecidos y malhumorados, mis ulanos se tambalean sobre sus sillas. Pronto hemos recorrido las cuatro o cinco calles, avanzamos ya por la ancha carretera a un trote ligero y torcemos luego a la derecha hacia los prados abiertos. Ordeno a mi grupo «al galope» y los caballos echan a correr resoplando al unísono. Animales inteligentes, conocen ya el campo blando y extenso, no hace falta espolearlos, se les puede dejar las riendas sueltas, pues apenas notan la presión ejercida con las piernas se lanzan al galope con todas sus fuerzas. También los caballos sienten el placer y la excitación del esparcimiento.

Yo voy delante. Me apasiona cabalgar. Siento cómo desde las ancas la sangre corre en el cuerpo distendido vibrante y serpenteando como un vivo calor vital, mientras la brisa fresca acaricia silbante la frente y las mejillas. Delicioso aire de la mañana: todavía se saborea en él el rocío de la noche, el hálito de la tierra mullida, el aroma de los campos en flor, y al mismo tiempo el vapor cálido y sensual de los ollares baña al jinete. Siempre me entusiasma de nuevo este primer galope matutino que sacude tan agradablemente el cuerpo mohoso y somnoliento y disipa el sopor como una espesa niebla; sin querer, la sensación de ligereza que me lleva me dilata el pecho, y con los labios abiertos me embebo en el aire que zumba a mi alrededor. «¡Al galope! ¡Al galope!» Siento que los ojos se me aclaran, los sentidos se desentumecen y detrás de mí oigo tintinear los sables a un ritmo regular, el resoplar entrecortado de los caballos, el blando y crujiente hincharse y rechinar de las sillas, los golpes acompasados de los cascos. Este grupo de hombres y caballos galopando es como un solo cuerpo de centauro, llevado por un solo empuje.

¡Adelante, adelante, adelante, al galope, al galope, al galope! ¡Ah, cabalgar así, cabalgar así hasta el fin del mundo! Con el secreto orgullo de ser dueño y creador de este placer de vez en cuando me vuelvo hacia atrás en la silla para observar a mis hombres. Y de repente veo que todos mis bravos ulanos tienen otros rostros. El pesado aturdimiento ruteno, la apatía, la falta de sueño han desaparecido como hollín de sus ojos. Se ponen más erguidos en las sillas, porque se sienten observados, con una sonrisa en los labios corresponden a la satisfacción en mi mirada. Veo que también estos rudos campesinos están impregnados del placer de ese movimiento vertiginoso, de ese presagio del vuelo humano. Todos sienten con la misma dicha que yo la felicidad animal de su juventud, de su fuerza contenida y a la vez liberada.

Pero de pronto ordeno: —¡Aaal-to! ¡Al trote! En una súbita sofrenada todos dan un tirón a las riendas. Como una máquina que reduce la velocidad bruscamente, toda la columna coge este paso más lento. Me miran de soslayo un tanto perplejos, pues de ordinario —me conocen y conocen mis irrefrenables ganas de cabalgar— atravesamos el prado a galope tendido y de una tirada hasta el campo de maniobras. Pero fue como si una mano ajena a mí hubiera tirado bruscamente de mis riendas: de repente he recordado algo. Sin querer debo de haber divisado en el horizonte, a la izquierda, el blanco cuadrado de los muros del castillo, los árboles de su jardín y el tejado de la torre y como un disparo me ha asaltado la idea de que quizás alguien me mira desde allí, alguien a quien mortifiqué con mis ganas de bailar y que ahora vuelvo a mortificar con mi pasión por los caballos. Alguien con las piernas 22 lisiadas, encadenadas, que podría tenerme envidia viéndome correr de este modo, ligero como un pájaro. En cualquier caso, de pronto me avergüenzo de correr, tan sano, tan libre y ebrio de velocidad, me avergüenzo de este placer demasiado corporal como de un privilegio indebido.

Despacio, a un trote pesado, hago atravesar el prado a mis decepcionados muchachos. Sin mirarlos, noto que esperan una orden que los avive de nuevo.

Es verdad que en el mismo momento en que me asalta este extraño impedimento sé también que tal penitencia es necia e inútil. Sé que es absurdo renunciar a un placer porque se le niega a otra persona, prohibirse una alegría porque alguien es infeliz. Sé que a cada instante, mientras reímos y bromeamos tontamente, en alguna parte alguien agoniza y muere entre estertores en la cama, que detrás de mil ventanas acechan la miseria y el hambre, que hay hospitales, canteras y minas de carbón, que en fábricas, oficinas y prisiones innumerables personas están sometidas en todo momento a un trabajo de esclavos y que en nada les alivia las penas el que otro se mortifique sin sentido. Tengo muy claro que si alguien quisiera empezar a imaginarse las miserias que se dan simultáneamente en este mundo, se le truncaría el sueño y se le borraría la sonrisa de los labios.

Pero nunca es el dolor imaginario e imaginado el que consterna y anonada, sino que sólo el que el alma ha visto realmente con ojos compasivos es capaz de perturbar de verdad. En mi apasionado y alegre galope había creído ver de repente tan cercano y real como en una visión su rostro desencajado y pálido, me había parecido verla arrastrándose por el salón con sus muletas y al mismo tiempo oír el toc-toc y el clac-clac y los crujidos y chirridos de los aparatos ortopédicos ocultos en las articulaciones de la enferma; como en un susto, sin pensar, sin reflexionar, había tirado de las riendas. Es inútil que ahora me diga a posteriori: ¿a quién sirve que cabalgues a un trote pesado y necio en vez de a un galope que excita y arrastra? Sin embargo, el golpe ha dado de lleno en algún lugar de mi corazón que está cerca de la conciencia; ya no tengo ánimo para disfrutar del placer de mi cuerpo fuerte, libre y sano. Despacio, adormilados, trotamos hasta el lisière que lleva al campo de maniobras; sólo cuando estamos completamente fuera del campo de visión del castillo me sacudo el entorpecimiento y me digo: ¡Qué tontería! ¡Déjate de sentimentalismos necios! Y ordeno: —¡Adelante! ¡Al galooope! Empezó con este brusco tirón de riendas. Fue como el primer síntoma de ese singular envenenamiento por compasión. Al principio noté sólo de manera sorda —como, por ejemplo, cuando un enfermo se despierta con la cabeza pesada— que algo me había pasado o me estaba pasando. Hasta entonces había vivido despreocupadamente dentro de mi estrecho círculo habitual. Sólo me había preocupado de lo que parecía importante o divertido a mis camaradas y a mis superiores, nunca había tenido interés personal en nada ni nadie en mí. Nada me había conmovido de verdad. Mi situación familiar estaba arreglada, mi profesión y mi carrera estaban bien delimitadas y reglamentadas, y esta despreocupación —ahora lo comprendía— había vuelto irreflexivo mi corazón. Ahora, de repente, algo había ocurrido en mí, conmigo: nada externamente visible, nada importante en apariencia. Sin embargo, aquella mirada colérica, cuando descubrí en los ojos de la muchacha ofendida una profundidad hasta entonces jamás sospechada, había desatado algo en mí y ahora un inesperado calor recorría desde dentro todo mi ser, provocando aquella misteriosa fiebre que siempre me ha resultado inexplicable, como la enfermedad para el enfermo. Al principio sólo comprendí que había rebasado el círculo seguro en cuyo seno había vivido hasta entonces libre de preocupaciones y había entrado en una zona nueva que como todo lo nuevo era a la vez incitante e inquietante; por primera vez vi abrirse ante mí un abismo del sentimiento que, sin que pudiera explicármelo, me atraía a medirlo y a precipitarme en él. Pero al mismo tiempo el instinto me advertía de que no cediera a esta temeraria curiosidad. Recordaba: «¡Basta ya! Te has disculpado, has reparado el absurdo desliz.» Pero otra voz susurraba en mi interior: «¡Vuelve allí otra vez! ¡Siente de nuevo ese escalofrío en la espalda, ese estremecimiento de miedo y ansia!» Y se repetía el aviso: «¡Déjalo! ¡No te metas donde no te llaman, no seas inoportuno! Joven simple como eres, no estarás a la altura de una situación que excede tus fuerzas y cometerás desatinos peores que la primera vez.» Sorprendentemente fui eximido de tomar esta decisión, pues tres días después encontré sobre la mesa una carta de Kekesfalva preguntándome si quería cenar con ellos el domingo. Esta vez sólo asistirían caballeros, entre ellos aquel teniente coronel Von F. del Ministerio de la Guerra del que me había hablado, y huelga decir que también su hija e Ilona se alegrarían sumamente de verme. No me avergüenza confesar que, siendo como soy un joven más bien tímido, esta invitación me llenó de orgullo. Así pues, no se habían olvidado de mí, y la observación de que asistiría también el teniente coronel Von F. parecía incluso insinuar que Kekesfalva (enseguida comprendí por qué sentimiento de gratitud) quería procurarme discretamente una protección de carácter oficial.

Y la verdad es que no tuve que arrepentirme de haber aceptado enseguida. Fue una velada de lo más agradable y yo, un oficial subalterno a quien nadie prestaba atención en el regimiento, tuve la sensación de hallar una cordialidad especial, totalmente insólita, en la persona de aquellos caballeros mayores y atildados. Era evidente que Kekesfalva se había fijado en mí de una manera especial. Por primera vez en mi vida un superior me trataba sin la altivez del rango. Me preguntó si estaba contento en el regimiento y cómo se presentaba la cuestión de mi ascenso. Me animó a ir a verlo si iba a Viena o necesitaba cualquier cosa. Por su parte el notario, un hombre calvo y vivaracho, con una cara de luna resplandeciente de bondad, me invitó a su casa; el director de la fábrica de azúcar me dirigió la palabra una y otra vez... ¡Qué diferencia de conversación comparada con la de nuestro comedor de oficiales, donde tenía que asentir a toda opinión de un superior con un «a sus órdenes»! Me inundó una agradable sensación de seguridad más rápidamente de lo que me había imaginado, y ya al cabo de media hora participaba en la conversación hablando sin inhibición alguna.

De nuevo los criados sirvieron manjares que yo hasta entonces sólo conocía de oídas y por las fanfarronadas de los compañeros más acomodados: caviar exquisito, helado que probé por primera vez, pastel de corzo y faisán, y para acompañar todo aquello, aquel vino que alegraba los sentidos. Sé que es estúpido dejarse impresionar por estas cosas. Pero ¿por qué negarlo? Yo, pequeño, joven y nada refinado teniente, disfruté con vanidad francamente pueril banqueteando tan opíparamente en compañía de unos caballeros mayores tan distinguidos. ¡Caray, pensaba una y otra vez, caray, esto tendrían que verlo Wawruschka y el descolorido voluntario que siempre hace gala de la opulencia con que cenaban en el Sacher de Viena! ¡Tendrían que acudir a algo así y verían cómo se quedaban boquiabiertos! Sí, si esos envidiosos pudieran verme aquí sentado alegremente y cómo el teniente coronel del Ministerio de la Guerra bebe a mi salud, cómo discuto con el director de la fábrica de azúcar y luego él declara con toda seriedad: «Me sorprende lo familiarizado que está usted con estos temas.» El café se sirve en el boudoir, el coñac desfila en grandes copas panzudas y heladas, seguido de nuevo del calidoscopio de licores y, por supuesto, también de los famosos y gruesos cigarros con sus pomposas vitolas. En mitad de la conversación Kekesfalva se inclina hacia mí para preguntarme discretamente qué prefiero: jugar a cartas con los hombres o charlar con las damas.

Por supuesto esto último, me apresuro a contestar, pues no me sentiría muy cómodo arriesgando un rubber con un teniente coronel del Ministerio de la Guerra. Si ganas, puedes enojarlo; si pierdes, tiras todo tu presupuesto mensual. Además, recuerdo que a lo sumo llevo veinte coronas en total en la cartera.

De modo que, mientras al lado abren la mesa de juegos, yo voy a sentarme con las dos muchachas, y cosa curiosa—¿será el vino o el buen humor, que me lo transfigura todo?—, las dos me parecen hoy especialmente bonitas. Edith no parece tan pálida ni enfermiza como la última vez... Sea que en honor a los invitados se ha dado un poco de colorete, sea que en realidad es sólo el ambiente animado lo que tiñe sus mejillas, lo cierto es que ha desaparecido de alrededor de su boca la tensa y nerviosa arruga y la terca contracción de las cejas. Lleva un largo vestido rosa y está sentada sin manta ni piel que cubra su defecto físico, y sin embargo, llevados por el buen humor, ni yo ni los demás pensamos «en aquello». En cuanto a Ilona, tengo la sospecha de que está un poco achispada, pues los ojos le brillan deslumbrantes y, cuando al reír echa hacia atrás sus hermosos y bien contorneados hombros, tengo realmente que apartarme para resistir la tentación de acariciar, casi por casualidad, sus brazos desnudos.

Con un coñac echado al coleto —uno de esos que dan un calorcito maravilloso—, con un hermoso y pesado cigarro, cuyo humo hace deliciosas cosquillas en la nariz, con dos bellas y animadas muchachas al lado, y después de una cena tan suculenta, incluso al más bobo no le resulta difícil conversar alegremente. Sé que en general soy un buen narrador, excepto cuando me lo impide mi maldita timidez. Pero esta vez estoy en una forma excelente y converso con verdadero ánimo. Desde luego, sólo cuento pequeñas historias tontas, por ejemplo el último incidente ocurrido en el cuartel, cuando la semana pasada el coronel quiso enviar una carta urgente en el expreso de Viena a última hora y llamó a un ulano, un auténtico joven campesino ruteno, encargándole encarecidamente que la carta llegara lo más rápido posible a Viena; tras recibir la orden, el bobalicón corre a toda prisa al establo, ensilla el caballo y en un santiamén sale galopando por la carretera de Viena; si no se hubiera dado parte por teléfono al destacamento siguiente, el muy animal habría cabalgado realmente dieciocho horas. Así pues, válgame Dios, no fatigo a los demás ni a mí mismo con ocurrencias profundas e inteligentes; en realidad sólo son historias corrientes, flores de cuartel de cosechas antiguas y recientes, pero —y yo mismo estoy admirado— divierten sobremanera a las dos muchachas, las dos ríen sin cesar. La risa de Edith es especialmente desbordante, con su tono agudo y argentino que a veces se atipla un poco y suelta un gallo, pero la alegría debe de salirle real y sincera desde dentro, pues la piel fina y transparente de porcelana de sus mejillas adquiere un colorido cada vez más vivo, un hálito de salud e incluso de belleza ilumina su rostro, y sus ojos grises, por lo general un tanto acerados y penetrantes, chispean con una alegría infantil. Resulta agradable mirarla cuando olvida su cuerpo encadenado, pues entonces sus movimientos se tornan más y más libres y sus gestos más sueltos; se reclina completamente despreocupada, ríe, bebe, atrae a Ilona a su lado y le rodea los hombros con el brazo; de veras, las dos muchachas se divierten de lo lindo con mis bagatelas. El éxito suele enardecer al narrador, y se me ocurre un montón de historias que había olvidado hace tiempo. De ordinario más bien temeroso y apocado, descubro en mí un valor completamente nuevo: río con ellas y las hago reír. Como niños traviesos nos acurrucamos los tres en el rincón.

Y, sin embargo, mientras bromeo así sin interrupción y parezco del todo integrado en nuestro alegre círculo, noto medio consciente y a la vez medio inconscientemente una mirada que me observa. Me llega por encima de los cristales de unas gafas; esta mirada viene de la mesa de juegos y es cálida y feliz y acrecienta aún más mi propia felicidad. Con disimulo (creo que se avergüenza ante los demás) y con cautela, de vez en cuando el anciano nos mira de soslayo por encima de sus cartas, y en una ocasión en que capto su mirada, inclina familiarmente la cabeza en señal de asentimiento. En este momento su rostro tiene el brillo concentrado y resplandeciente de alguien que escucha música.

Esto dura hasta casi medianoche; la conversación no se interrumpe ni una sola vez. Vuelven a servir exquisiteces, riquísimos canapés, y, cosa curiosa, no soy el único que echa la zarpa. Las dos muchachas también se atracan con ganas y beben cuantiosamente el viejo oporto inglés, hermoso, negro y fuerte. Pero al final llega el momento de despedirse. Edith e Ilona me estrechan la mano como a un viejo amigo, un compañero querido y de confianza. Naturalmente tengo que prometerles que volveré pronto, mañana o pasado. Y luego salgo al vestíbulo con los otros tres caballeros. El coche nos llevará a casa. Yo mismo voy a buscar el abrigo, puesto que el criado está ocupado en ayudar al teniente coronel. De pronto noto que alguien quiere ayudarme a ponérmelo: es el señor Von Kekesfalva, y mientras yo rechazo aterrado su ayuda (¿cómo puedo yo, joven bisoño, dejarme servir por un anciano?), se me acerca susurrándome: —Teniente —me dice tímidamente al oído—. Ah, teniente, no lo sabe usted bien. No se imagina lo feliz que me ha hecho volver a oír a mi hija reír con gusto. No tiene muchas ocasiones para alegrarse. Y hoy ha sido casi como antes, cuando...

En este momento se nos acerca el teniente coronel.

—¿Qué, nos vamos? —me sonríe amablemente. Por supuesto Kekesfalva no se atreve a seguir hablando, pero de pronto noto su mano acariciándome la manga, muy suave y apocadamente, como se acaricia a un niño o a una mujer. Hay una ternura y una gratitud inmensas en este tímido contacto, disimulado y a escondidas; percibo en él tanta dicha y tanta desesperación a la vez, que me siento de nuevo conmovido, y mientras con militar respeto subo los tres peldaños del coche junto al teniente coronel, tengo que dominarme para que nadie note mi turbación.

Aquella noche no pude dormirme enseguida, estaba demasiado nervioso. Por insignificante que pudiera parecer el motivo desde fuera—al fin y al cabo lo único que había ocurrido es que un anciano había pasado la mano por mi manga afectuosamente—, este gesto contenido de sincera gratitud había bastado para hacer brotar y desbordar algo muy íntimo dentro de mí. En esta embargadora relación experimenté una ternura de una profundidad tan casta y sin embargo tan apasionada como nunca la había sentido con una mujer. Por primera vez en mi vida yo, joven aún, tenía la certeza de haber ayudado a alguien en este mundo, y tremenda era mi estupefacción al comprobar que un pequeño, mediocre e inseguro oficial como yo tuviera realmente el poder de hacer tan feliz a alguien. Quizá, para explicarme lo delirante de este inesperado descubrimiento, tengo que recordarme de nuevo a mí mismo que desde mi infancia nada había pesado tanto en mi alma como el convencimiento de ser un hombre completamente superfluo, sin interés alguno para los demás o, en el mejor de los casos, indiferente. En la escuela de cadetes, en la academia militar, había sido un alumno mediocre, en absoluto destacado, no era de los más estimados ni aventajados, y las cosas no me iban mejor en el regimiento. Y, así, estaba profundamente convencido de que si de repente desapareciese, si por ejemplo me cayera del caballo y me desnucara, los camaradas quizá dirían: «Pobre Hofmiller», pero al cabo de un mes nadie me echaría de menos. Pondrían a otro en mi lugar, en mi caballo, y este otro cumpliría con el servicio tan bien o tan mal como yo. Y lo mismo que con mis camaradas, igual me habían ido las cosas con las chicas con las que había tenido relaciones en mis dos guarniciones: en Jaroslava con la ayudante de un dentista; en Wiener Neustadt con una modistilla; habíamos salido juntos, había llevado a Annerl a mi habitación en su día libre, le había regalado un pequeño collar de coral; nos habíamos dicho las habituales palabras cariñosas, probablemente ella incluso las dijera de corazón. Pero luego, cuando fui trasladado, nos consolamos rápidamente; durante los primeros tres meses todavía nos escribimos de vez en cuando las obligadas cartas, después cada uno trabó amistad con otra persona; toda la diferencia consistía en que en los arrebatos cariñosos ella llamaba al otro Ferdl en vez de Toni. Pasado, olvidado. Mas, hasta entonces, a los veinticinco años, no me había sentido impulsado por ningún sentimiento fuerte y apasionado y en el fondo no esperaba ni exigía de la vida más que cumplir correcta y esmeradamente con mi deber y nunca llamar la atención de modo desagradable.

Pero ahora había ocurrido lo inesperado y con curiosidad y sobresalto me contemplé a mí mismo admirado. ¿Cómo? ¿También yo, un joven mediocre, tenía poder sobre otras personas? ¿Yo, que a decir verdad no poseía ni cincuenta coronas, era capaz de proporcionar más dicha a un hombre rico que todos sus amigos? Si una o dos tardes me sentaba junto a una muchacha tullida y turbada y hablaba con ella, ¿sus ojos brillaban, sus mejillas respiraban vida y una casa toda ella ensombrecida se tornaba luminosa con mi presencia? Llevado por mi agitación, cruzo las calles oscuras con tal rapidez que enseguida me acaloro.

Quisiera desabrocharme la guerrera, hasta tal punto se me ensancha el corazón, pues en esta sorpresa se afirma y se revela insospechadamente otra nueva, más embriagadora todavía: el hecho de que resultara tan fácil, tan tremendamente fácil, hacer amistad con estos desconocidos. Porque, ¿qué méritos había hecho yo? Había mostrado un poco de compasión, había pasado dos veladas en su casa, por cierto alegres, animadas y amenas, ¿y eso había bastado? Qué estupidez entonces pasar todo el tiempo libre, día tras día, en el café, jugando tontamente a las cartas con aburridos compañeros, o pasear arriba y abajo por la avenida. ¡No, a partir de ahora se acabó esta memez, este insensato punto muerto! Mientras atravieso la noche con paso cada vez más rápido, me propongo con verdadera pasión, como si hubiera despertado de golpe, cambiar mi vida en adelante. Iré al café con menos frecuencia, dejaré los estúpidos naipes y el billar, pondré fin enérgicamente a todas esas maneras de matar el tiempo que a nadie aprovechan y a mí me embrutecen. Prefiero visitar más a menudo a esta enferma, prepararme incluso de modo especial para cada ocasión a fin de poder contar a las dos muchachas cosas gratas y divertidas, jugar al ajedrez o pasar el tiempo agradablemente; este simple propósito de ayudar, de ser útil a otros en lo sucesivo, me infunde ya una especie de entusiasmo. Quisiera cantar, cometer alguna locura, llevado por esta sensación de ligereza alada. Sólo cuando uno sabe que es algo también para otros, descubre el sentido y la misión de su propia existencia.

Fue por esta razón y sólo por ésta por la que en las semanas siguientes pasé las tardes y normalmente también las noches en casa de los Kekesfalva; estas horas de charla amigable se convirtieron pronto en costumbre, y en una mala costumbre también, nada inofensiva. Pero ¡qué seducción para un joven que desde su infancia ha sido llevado de un establecimiento militar a otro, encontrar de improviso un hogar, una patria para el corazón, en vez de las frías habitaciones de cuartel y las salas comunes llenas de humo! Terminado el servicio, a las cuatro y media o a las cinco, salía de la guarnición, y apenas posaba la mano sobre la aldaba, el criado abría la puerta con grandes muestras de alegría, como si hubiera estado observando mi llegada a través de una mirilla mágica. Todo me indicaba con una amabilidad manifiesta que se me consideraba del modo más natural como alguno de la familia; mimaban cada una de mis pequeñas debilidades y preferencias. Siempre tenía a mano mi marca favorita de cigarrillos; si mencionaba de paso un libro que me hubiera gustado leer, lo encontraba al día siguiente como por casualidad, nuevo y sin embargo previsoramente cortado, sobre el pequeño taburete; un sillón determinado, frente a la chaise longue de Edith, era considerado indiscutiblemente «mi» lugar: pequeñeces, bagatelas, sin duda, pero que dan calor y bienestar hogareños a una estancia extraña, y alegran y aligeran imperceptiblemente los sentidos. Ahí me sentaba, más seguro de lo que me había sentido jamás entre mis camaradas, y charlaba y bromeaba como me salía del alma, observando por primera vez que los vínculos, cualquiera que sea la forma que adoptan, atan las verdaderas fuerzas del alma y que la auténtica medida de un hombre sólo se manifiesta en un ambiente de confianza.

Pero había otro motivo, mucho más misterioso, que contribuía sin darme cuenta a que la tertulia diaria con las dos muchachas me animara tanto. Desde mi temprano ingreso en la academia militar, hacía pues diez o quince años, había vivido sin interrupción entre hombres, en un entorno masculino. De la mañana a la noche, de la noche a la mañana, en el dormitorio de la academia, en las tiendas de campaña durante las maniobras, en las habitaciones, a la mesa y durante las marchas, en la escuela de equitación y en las aulas, no había respirado otra cosa sino atmósfera masculina, primero de muchachos, luego de jóvenes, pero siempre de hombres, hombres acostumbrados ya a gestos enérgicos, a su paso firme y ruidoso, a sus voces guturales, a su olor a tabaco, a su desenvoltura y a veces incluso a su ordinariez. Cierto que la mayoría de mis compañeros me caía bien y a decir verdad no podía quejarme de falta de cordialidad por su parte.

Pero esta atmósfera carecía de vibración y ligereza, no contenía bastante ozono, por decirlo así, ni suficiente energía eléctrica, emoción y estímulo. Y así como nuestra magnífica banda militar, pese a su ejemplar empuje rítmico, nunca ha pasado de interpretar fría música metálica, es decir, dura, granular y ajustada sólo al compás, porque le falta el sonido delicado y sensual de los violines, así también incluso las más exquisitas horas de camaradería carecían de la sordina de ese fluido que la presencia o la mera proximidad de mujeres aporta a toda reunión. Ya entonces, cuando a los catorce años nos paseábamos de dos en dos por la ciudad con nuestros elegantes y acordonados uniformes de cadete y encontrábamos a otros muchachos flirteando o charlando despreocupadamente con chicas, nos dábamos cuenta con confusa nostalgia de que el acuartelamiento de seminario sustraía brutalmente a nuestra juventud lo que era dado diariamente y por supuesto a los chicos de nuestra edad, en las calles, los paseos, la pista de patinaje y la sala de baile: el trato natural con muchachas. Mientras que nosotros, aislados y entre rejas, veíamos pasar a esos elfos de chaquetas cortas como seres mágicos, soñando con una conversación con una muchacha como algo inalcanzable. Semejante privación no se olvida. El que más adelante se presentaran aventuras fugaces, casi siempre superficiales, con toda clase de mujeres complacientes, no servía de compensación para estos sueños sentimentales de adolescente, y en la torpeza y la timidez con que me desenvolvía en sociedad (aunque ya me había acostado con una docena de mujeres) en cuanto me tropezaba casualmente con una joven veía yo que ese trato desenvuelto y natural me estaba vedado y perdido para siempre.

Y ahora, de repente, se había cumplido del modo más perfecto ese deseo juvenil no confesado de vivir una amistad con chicas en vez de con camaradas barbudos, varoniles y toscos. Pasaba las tardes sentado entre ambas muchachas, como el gallo del gallinero; sus voces claras y femeninas (no sé expresarlo de otra manera) me causaban un bienestar casi físico, y con un sentimiento de felicidad, difícil de describir, disfrutaba por primera vez de falta de timidez en presencia de mujeres jóvenes. Pues el hecho de que, dadas las circunstancias, estuviera excluido ese crepitante contacto eléctrico que suele producirse inevitablemente cuando jóvenes de distinto sexo permanecen largo tiempo juntos, no hacía sino aumentar lo que de especialmente afortunado tenía nuestra relación. Nuestras charlas de horas y horas carecían por completo de esa atmósfera sensual que suele volver tan peligroso un tête-à-tête en la penumbra. Al principio, no tengo inconveniente en confesarlo, es cierto que me excitaban muy agradablemente los labios carnosos que invitaban al beso, los rollizos brazos de Ilona, la sensualidad magiar que se manifestaba en sus movimientos muelles y ondulantes. Algunas veces tuve que retener mis manos con férrea disciplina contra el deseo de atraer hacia mí a aquella criatura tierna y cálida de ojos negros y risueños y besarla hasta la saciedad. Pero, primero, Ilona me confesó en los primeros días de nuestra amistad que desde hacía dos años estaba comprometida con un aspirante a notario de Becskeret y que sólo esperaba la curación o la mejoría de Edith para casarse. Adiviné que Kekesfalva había prometido una dote a la parienta pobre con la condición de que esperara hasta entonces. Y, segundo, habría sido una brutalidad, una perfidia, que nos hubiéramos entregado a caricias y besuqueos sin estar realmente enamorados, a espaldas de aquella compañera enternecedora, impotente, encadenada a una silla de ruedas. Así que se desvaneció pronto el encanto sensual, al principio tan centelleante, y todo el afecto de que yo era capaz se concentró de forma cada vez más tierna en la desvalida y postergada, pues en la misteriosa química de los sentimientos la compasión por un enfermo se alía forzosa e imperceptiblemente con la ternura.

Estar sentado junto a la tullida, distraerla conversando con ella, ver cómo una sonrisa apacigua su boca delgada e inquieta o, a veces, cuando se estremecía impaciente cediendo a un arrebatado antojo, conseguir una avergonzada transigencia con sólo tocarla con la mano y recibir a cambio una mirada gris de gratitud: estas pequeñas intimidades de una amistad espiritual con una muchacha desamparada y endeble me hacían más feliz que la aventura más apasionada con su amiga. Y en virtud de estas leves emociones descubrí —¡cuántas cosas aprendí gracias a esos pocos días!— zonas del sentimiento para mí desconocidas e insospechadamente más tiernas.

Zonas del sentimiento desconocidas y más tiernas..., ¡pero sin duda también más peligrosas! Pues vanos resultan los esfuerzos por tratar a alguien con el mayor cuidado: la relación entre una persona sana y una enferma, una libre y otra prisionera, a la larga nunca pueden mantenerse en un equilibrio total. La desgracia hace a la gente vulnerable y el sufrimiento continuo la vuelve injusta. Así como entre deudor y acreedor persiste inextirpable una sensación molesta, porque a uno se le ha dado irremediablemente el papel de dador y al otro el de receptor, así también en el enfermo queda una irritación secreta siempre a punto de saltar contra todo gesto visible de protección. Tenía que estar siempre alerta para no traspasar la frontera casi imperceptible en que el sentimiento de simpatía, en vez de aplacar, hería aún más a la fácilmente susceptible muchacha; por una parte, consentida como estaba, exigía que todo el mundo le sirviera como a una princesa y la mimara como a un niño, pero ya al momento siguiente esta misma consideración podía amargarla, porque le daba más clara conciencia de su desvalimiento. Si por ejemplo se le acercaba el taburete para complacerla y ahorrarle el esfuerzo de tomar un libro o una taza, exclamaba en tono imperioso y con mirada fulgurante: «¿Cree usted que no puedo tomar por mí misma lo que quiera?» Y así como una fiera enjaulada se lanza a veces sin motivo alguno contra el cuidador al que de ordinario lame la mano, así también ella sentía un malicioso placer en desgarrar con un brusco zarpazo nuestro estado de ánimo sereno y tranquilo, hablando inesperadamente de sí misma como de «una miserable inválida». En estos momentos de tensión era preciso realmente hacer acopio de todas las fuerzas para no ser injustos con su agresivo malhumor.

Pero, para mi sorpresa, siempre encontraba esa fuerza. Misteriosamente, a un primer conocimiento de la naturaleza humana siempre se le agregan otros, y quien ha sido agraciado con la capacidad de sentir compasión por una sola forma de sufrimiento terrenal, es capaz de comprender también, gracias a esa enseñanza mágica, todas las demás, aun las más extrañas y en apariencia más absurdas. De modo que no me desconcerté con las rabietas ocasionales de Edith.

Al contrario, cuanto más injustos y vehementes eran sus arrebatos, tanto más me conmovían; poco a poco comprendí también por qué mis visitas eran tan bienvenidas para el padre y para Ilona, por qué mi presencia era tan bien recibida por toda la casa. Un sufrimiento que dura mucho en general fatiga no sólo al enfermo, sino que también agota la compasión de los demás; los sentimientos intensos no se pueden prolongar hasta el infinito. Sin duda el padre y la amiga sufrían hasta el fondo de su alma por esa pobre impaciente, pero también es cierto que lo hacían con cansancio y resignación. Tomaban a la enferma como enferma y el hecho de la invalidez como hecho; esperaban con los ojos bajos que se calmaran esas breves tormentas nerviosas, pero ya no se asustaban cada vez como yo. Yo, en cambio, el único para el que su sufrimiento significaba cada vez una nueva conmoción, pronto me convertí en el único ante el que ella se avergonzaba de su desmesura. Cuando se dejaba llevar por un arrebato, me bastaba una pequeña amonestación como «Pero, mi querida señorita Edith» para que bajara obedientemente la mirada. Se ruborizaba, y se veía que, si sus pies no la tuvieran encadenada, hubiera preferido huir de sí misma. Nunca pude despedirme de ella sin que me dijera con voz un tanto suplicante que me rompía el corazón: «Pero, volverá mañana, ¿no? ¿Verdad que no está enfadado conmigo por todas las tonterías que he dicho hoy?» En esos momentos sentía una especie de asombro enigmático porque yo, que no podía ofrecer más que mi sincera compasión, tuviera tanto poder sobre otras personas.

Pero es propio de la juventud que cada nuevo descubrimiento se convierta en exaltación y que, cuando un sentimiento la conmociona, nunca tenga bastante de él. Una extraña transformación empezó a operarse en mí al descubrir que esta compasión mía era una fuerza que no sólo me estimulaba agradablemente, sino que también tenía efectos benéficos más allá de mi persona: desde que por primera vez abrí mi corazón a esta nueva capacidad de compasión, me parecía como si una toxina hubiera penetrado en mi sangre y la hubiera vuelto más caliente, roja, rápida, palpitante y vehemente. De pronto ya no comprendía el embotamiento en que había vivido tan rutinariamente hasta entonces como en un crepúsculo gris y monótono. Empiezan a estimularme e interesarme cientos de cosas a las que antes ni siquiera prestaba atención. Como si esa primera visión del dolor ajeno hubiera despertado en mí una mirada más penetrante y sabia, percibo por doquier detalles que me atraen, entusiasman y conmueven. Y puesto que todo nuestro mundo está lleno, calle por calle y casa por casa, de un destino palpable e impregnado de abrasadora penuria hasta los más profundos cimientos, ahora mis días transcurren ininterrumpidamente llenos de tensión y atención. Descubro, por ejemplo, durante la remonta que de pronto soy incapaz de golpear la grupa de un caballo recalcitrante con la misma fuerza que antes, pues me siento culpable del dolor que causo y los verdugones queman mi propia piel. O los dedos se me crispan involuntariamente cuando nuestro colérico capitán asesta un puñetazo en la cara de un pobre ulano ruteno porque ha enjaezado mal el caballo y el muchacho se cuadra con las manos pegadas a las costuras de los pantalones. Alrededor, los otros soldados contemplan la escena o ríen estúpidamente, pero sólo yo veo cómo se empañan las pestañas del torpe muchacho bajo los párpados caídos y avergonzados. De repente no soporto en el comedor de oficiales las bromas sobre compañeros desmañados o poco diestros; desde que he comprendido el tormento de la flaqueza en aquella muchacha impotente e indefensa, me irrita odiosamente cualquier brutalidad y toda persona indefensa despierta mi interés. Desde que la casualidad ha vertido en mis ojos esa única gota ardiente de compasión reparo en infinidad de menudencias que hasta entonces me habían pasado por alto, cosas simples, sencillas, pero cada una de ellas desprende para mí interés y conmoción. Me llama la atención, por ejemplo, que la vendedora de tabaco a la que siempre compro mis cigarrillos se acerque ostensiblemente las monedas que le doy a sus gruesas gafas y enseguida me asalta la sospecha de que pueda tener cataratas. Mañana se lo preguntaré con tacto y quizá también pediré al médico del regimiento, Goldbaum, que la examine.

O me llama la atención que últimamente los voluntarios hagan el vacío tan visiblemente al pequeño y pelirrojo K. y recuerdo haber leído en el periódico (¿qué culpa tiene el pobre muchacho?) que su tío está en la cárcel por malversación; durante el rancho me siento a propósito a su lado y empiezo una larga conversación con él, sintiendo al instante en su mirada agradecida que comprende que lo hago para mostrar a los demás su modo injusto y vulgar de tratarlo. O pido que salga de la formación como voluntario a uno de mi sección al que el coronel habría castigado sin piedad a limpiar hebillas durante cuatro horas; diariamente y en pruebas diferentes experimento este placer que de pronto ha nacido en mí. Y me digo: ¡a partir de ahora ayudarás cuanto puedas a todos y cada uno! ¡Ya no soporto permanecer indiferente! Engrandecerse entregándose a otros, enriquecerse hermanándose con los destinos de los demás, comprendiendo y poniéndose al lado del dolor de otros con la compasión. Y mi corazón, sorprendido de sí mismo, tiembla de gratitud hacia la enferma a la que había ofendido sin querer y que con su sufrimiento me ha enseñado esa fecunda magia que entraña la compasión.

Ahora bien, pronto fui despertado de esos sentimientos tan románticos, y ello del modo más radical. Ocurrió lo siguiente. Aquella tarde habíamos jugado al dominó y después habíamos hablado largo y tendido, y así pasamos el tiempo tan animadamente, que nadie se dio cuenta de lo tarde que era. Finalmente, hacia las once y media, miro espantado el reloj y me despido a toda prisa. Pero mientras el padre me acompaña al vestíbulo oímos afuera un zumbido como de cien mil abejorros. Un auténtico aguacero tamborilea en el alero.

—El coche lo llevará a casa —me tranquiliza Kekesfalva.

Yo protesto diciendo que no hace falta. Me repugna la idea de que a las once y media de la noche y por mi culpa el chofer tenga que vestirse de nuevo y sacar el coche del garaje (toda esta comprensión y consideración hacia las vidas de los demás es completamente nueva en mí, la he aprendido durante estas últimas semanas). Aunque, a decir verdad, con este tiempo de perros también resulta tentadora la posibilidad de llegar rápida y cómodamente a casa en un coche bien mullido, en vez de caminar media hora con delgadas botas de charol por una carretera embarrada.

De modo que acepto. A pesar de la lluvia, el anciano insiste en acompañarme hasta el coche y subirme la capota. El chofer pone el motor en marcha y en un santiamén llego a casa bajo los redobles de la tormenta.

Se viaja maravillosamente cómodo y confortable en el coche, que se desliza sin ruido. Sin embargo, ahora que nos acercamos al cuartel —hacemos el trayecto con una rapidez mágica—, golpeo el cristal de separación y pido al chofer que se detenga en la plaza del Ayuntamiento.

¡Mejor no parar delante del cuartel en el elegante cupé de Kekesfalva! Sé que no es conveniente que un insignificante teniente aparezca como un archiduque en un fabuloso y traqueteante coche y se haga abrir la puerta por un chofer uniformado. A los del cuello de la guerrera dorado no les gustan semejantes fanfarronadas y, además, desde hace tiempo el instinto me aconseja mezclar lo menos posible mis dos mundos, el del lujo de fuera, donde soy un hombre libre, independiente y mimado, y el otro, el mundo del servicio, en el que debo someterme, pobre diablo que se siente aliviado cuando el mes tiene treinta días en vez de treinta y uno. Inconscientemente una parte de mí no quiere saber nada de la otra; a veces soy incapaz de distinguir cuál es el verdadero Toni Hofmiller, el del servicio militar o el de los Kekesfalva, el de fuera o el de dentro.

El chofer, atendiendo a mis deseos, detiene el coche en la plaza del Ayuntamiento, a dos calles del cuartel. Me apeo, me subo el cuello del abrigo y me dispongo a cruzar rápidamente la espaciosa plaza. Pero en este mismo instante la tormenta arrecia con redoblada furia, el viento me azota la cara con ráfagas de lluvia. Será mejor esperar unos minutos en un portal antes de recorrer las dos calles hasta el cuartel. O quizá todavía está abierto el café y podré guarecerme allí hasta que el bendito cielo haya vaciado sus enormes regaderas. Sólo hay seis casas hasta el café y, detrás de los cristales mojados, veo el resplandor crepuscular de la luz de gas. Quizá mis compañeros siguen todavía sentados a la mesa; una buena ocasión de enmendar mis faltas, pues ya va siendo hora de dejarme ver de nuevo. Ayer, anteayer, toda la semana y la anterior he faltado a la tertulia.

A decir verdad, tendrían toda la razón de estar enojados conmigo; cuando se es desleal, al menos hay que guardar las formas.

Alzo el picaporte. En la mitad delantera del local ya están apagadas las luces por razones de economía, los periódicos están esparcidos por doquier y el camarero Eugen pasa las cuentas. Sin embargo, veo luz todavía en la parte de atrás, en la sala de juegos, de donde me llegan destellos de lustrosos botones de uniforme; es verdad, siguen ahí los eternos jugadores de cartas: Jozsi, el teniente, Ferencz, el alférez, y el médico del regimiento, Goldbaum. Al parecer ya hace rato que han terminado su partida y permanecen repantigados, aletargados por esa pereza de café que conozco tan bien y que teme el momento de levantarse, razón por la cual reciben como un regalo del cielo mi llegada, que interrumpe su aburrida modorra.

—Hola, Toni— dice Ferencz, alarmando a los otros.

—Qué honor para nuestra humilde choza —declama el médico del regimiento, quien, como solemos decir en tono de burla, sufre de diarrea crónica de citas.

Seis ojos somnolientos me saludan parpadeando y sonrientes.

—¡Hola, hola! Su alegría me regocija. Son realmente buenos muchachos, pienso. No se han tomado nada mal el que los haya desdeñado todo este tiempo sin excusa ni explicación.

—Un café— pido al camarero, que se acerca arrastrando somnoliento los pies, y arrimo una silla con el inevitable «¿Bueno, qué hay de nuevo?» con que empiezan todas nuestras tertulias.

El cariancho Ferencz ensancha más aún su rostro, sus ojos parpadeantes casi desaparecen entre los mofletes de color rojo de manzana; abre la boca poco a poco, pastosamente.

—La última novedad —sonríe complacido— es que vuestra excelencia se haya dignado visitarnos de nuevo en nuestra humilde choza.

Y el médico del regimiento se reclina en su silla y empieza a recitar con la entonación del actor Kainz: —Mahadoeh, dios de la tierra, descendió por última vez, para sentir con los hombres, el tormento y el placer.

Los tres me miran divertidos y al instante me embarga una sensación agria. Será mejor, pienso, que me ponga a hablar yo enseguida, antes de que ellos empiecen a preguntar por qué he faltado todos estos días y de dónde vengo hoy. Pero antes de que pudiera intervenir, Ferencz ya ha hecho un extraño guiño y dado un codazo a Jozsi.

—Mira —dice, señalando debajo de la mesa—. ¿Qué te parece? ¡Con este tiempo de perros, botines de charol y uniforme de gala! Sí, Toni sí que ha sabido buscarse un buen cobijo. Debe de irle de fábula con ese viejo maniqueo. Cinco platos todas las noches, cuenta el farmacéutico, con caviar y capones, Bols auténtico y cigarros de primera... ¡Qué diferente de la bazofia que comemos en El León Rojo! Ah, hemos infravalorado a Toni. Qué callado se lo tenía, la mosquita muerta.

Jozsi se afana por ayudar: —Sólo en cuestión de camaradería flaquea un poco. Sí, querido Toni, en vez de decir a ese viejo amigo tuyo: «Mira, viejo, tengo ahí unos compañeros muy chic, unos muchachos excelentes, grandes compañeros, que tampoco comen con cuchillo y un día de éstos te los voy a traer», en vez de esto piensas: «¡Que sigan tragando su cerveza amarga y condimentándose el gaznate con su 31 triste gulasch!» Sí, vaya camaradería. Todo para él y nada para los demás. Bueno, ¿me traes un buen Upmann por lo menos? En este caso por hoy te perdonamos.

Los tres ríen y chasquean la lengua. De pronto siento que la sangre se me agolpa desde el cuello de la guerrera hasta las orejas, porque ¿cómo diablos ha adivinado ese condenado Jozsi que Kekesfalva me ha obsequiado realmente con uno de sus excelentes cigarros al despedirme en el vestíbulo, como hace siempre? ¿Acaso sobresale entre dos botones de mi casaca? ¡Ojalá no se den cuenta! Desconcertado, me esfuerzo por reír: —¡Un Upmann, claro, faltaría más! Más barato no puede ser. Pero creo que te conformarás con un cigarrillo de tercera. —Y le tiendo la tabaquera abierta. Pero en el mismo instante se me contrae la mano convulsivamente, pues anteayer cumplí veinticinco años, no sé cómo las dos muchachas lo descubrieron y durante la cena, cuando levanté la servilleta de encima del plato, noté que había algo pesado envuelto en ella: una pitillera como regalo de aniversario. Ferencz ya se había dado cuenta del nuevo estuche: en nuestra pequeña camarilla cualquier insignificante bagatela se convierte en un acontecimiento.

—Caramba, ¿qué es esto? —gruñe—. ¡Un armamento nuevo! —Me quita sin más la pitillera de la mano (¿cómo puedo impedírselo?), la palpa, la examina y finalmente se vuelve hacia el médico del regimiento sopesándola—: Mira, hasta creo que es de oro auténtico. Toma, échale un vistazo. Dicen que tu digno procreador comercia con este género, de modo que tú también debes de entender algo.

El médico del regimiento, Goldbaum, hijo en efecto de un orfebre de Drohobycz, se cala los quevedos sobre su algo gruesa nariz, toma la pitillera, la sopesa, la examina de todos los lados y le da unos golpecitos de experto con los nudillos.

—Auténtico —diagnostica al fin—. Oro auténtico, repujado y condenadamente pesado. Con esto se podrían empastar los dientes de todo el regimiento. El precio debe oscilar entre las setecientas y las ochocientas coronas.

Tras este veredicto, que a mí mismo me sorprende (había creído que sólo estaba dorada), el médico pasa la pitillera a Jozsi, que la toma con mucho más respeto que los otros dos (¡qué respeto vamos a tener nosotros, jóvenes diablos, por las cosas de valor!). La contempla, se mira en ella, la palpa, finalmente la abre apretando el rubí y se queda perplejo: —¡Vaya, una inscripción! ¡Escuchad, escuchad! «A nuestro querido camarada Anton Hofmiller en su cumpleaños, Ilona, Edith.» Los tres me miran fijamente.

—¡Caray! —exclama al fin Ferencz con un suspiro—. ¡Últimamente eliges muy bien a tus camaradas! Te presento mis respetos. De mí hubieras recibido a lo sumo un estuche de cerillas de tumbaga.

Se me hace un nudo en la garganta. Mañana todo el regimiento tendrá cumplida noticia de la embarazosa novedad sobre la pitillera de oro que he recibido de los Kekesfalva como regalo y sabrá la inscripción de memoria. «Vamos, enseña tu elegante pitillera», dirá Ferencz en el comedor de oficiales para alardear a costa de mí, y yo se la enseñaré obedientemente al capitán, al comandante y quizá también al coronel. Todos la sopesarán en la mano, la tasarán, leerán la inscripción con una sonrisa irónica y luego seguirán inevitablemente las preguntas y las bromas, y yo no podré ser descortés en presencia de mis superiores.

Confuso y deseoso de poner fin a la conversación, pregunto: —Bueno, ¿no tenéis ganas de echar una partidita? Pero enseguida sus sonrisas bonachonas se tornan franca risa.

—¿Has oído, Ferencz? —le espeta Jozsi—. Ahora, a las doce y media, cuando el cuchitril cierra, el chico quiere jugar a cartas.

Y el médico del regimiento se reclina en la silla, cómoda e indolentemente: —Sí, sí, para el afortunado no pasan las horas.

Ríen la insípida broma y chasquean la lengua todavía durante un rato, pero ya se acerca el camarero Eugen apremiándonos con humilde insistencia: ¡Hora de cerrar! Vamos juntos —la 32 lluvia ha amainado— hasta el cuartel y una vez allí nos despedimos con un apretón de manos.

Ferencz me da un golpecito en el hombro.

—Me alegro de que hayas vuelto.

Y siento que lo dice de corazón. En realidad, ¿por qué estaba yo tan enojado con ellos? Son todos unos muchachos requetebuenos, decentes, sin pizca de envidia ni de rencor. Y si se burlan un poco de mí, lo hacen sin malicia.

Ciertamente lo hacen sin malicia..., sin embargo, con su torpe admiración y sus cuchicheos han destruido en mí algo irreparable: mi seguridad. Pues hasta aquel momento mi singular relación con los Kekesfalva había acrecentado de modo asombroso mi amor propio. Por primera vez en mi vida me había sentido como quien da y ayuda, pero luego me di cuenta de cómo los demás veían esta relación o, mejor dicho, cómo tenían que verla inevitablemente desde fuera, sin conocer todas sus secretas conexiones. Cómo iban a comprender unos extraños ese sutil placer de la compasión al que yo —no puedo expresarlo de otra manera— había sucumbido como a una oscura pasión. Ellos daban por supuesto que yo me había hecho un nido en aquella casa opulenta y hospitalaria sólo para granjearme las simpatías de gente rica, para ahorrarme una que otra cena y recibir regalos. Con todo, en el fondo lo hacían sin malicia, no me envidiaban el rincón cálido ni los buenos cigarros; sin duda no veían —y era esto lo que me molestaba— nada deshonroso ni sucio en el hecho de que me dejase festejar y cortejar por esas «miniaturas», porque en su opinión más bien se les hace un honor a los ricachones sentándonos a su mesa. Pero no había ni asomo de reproche en la admiración que Ferencz y Jozsi demostraron por la pitillera de oro; al contrario, incluso les infundió un cierto respeto el que yo hubiera sabido explotar tan bien a mi mecenas.

Pero lo que ahora me disgusta es que empiezo a perder la confianza en mí mismo. ¿Me comporto acaso realmente como un parásito? Como hombre adulto y como oficial, ¿puedo dejarme invitar y festejar noche tras noche? La pitillera de oro, por ejemplo, en ningún caso debía haberla aceptado, ni tampoco la bufanda de seda que me colocaron alrededor del cuello hace poco en una noche de tormenta. Un oficial de caballería no se deja meter cigarros en el bolsillo para el camino de vuelta a casa y luego —por Dios que mañana sin falta tengo que hablar con Kekesfalva— ¡lo del caballo! De pronto recuerdo que anteayer masculló algo acerca de mi buen rocín (que, claro está, pago a plazos) en el sentido de que no tiene muy buena planta. Ya sé que tiene razón, pero que quiera prestarme uno de su yeguada, un pura sangre de tres años, un magnífico caballo de carreras con el que podría lucirme, eso no lo podía permitir. Sí, «prestar», ¡ya sé qué significa esta palabra para él! Tal como había prometido una dote a Ilona para que permaneciera como enfermera al lado de su pobre hija, ¡así quiere comprarme, pagarme al contado por mi compasión, por mis bromas y mi compañía! Y yo, hombre simple, estuve a punto de caer en la trampa, sin darme cuenta de que con ello me denigraba convirtiéndome en parásito.

Absurdo, me digo luego, y recuerdo la emoción con que el anciano me había acariciado la manga, cómo se le ilumina la cara cada vez que entro por la puerta de su casa. Recuerdo la camaradería cordial, fraternal, que me une a las dos muchachas; no reparan en si bebo una copa de más y, si se dan cuenta, sólo se alegran de que me sienta tan a mis anchas en su compañía.

«Absurdo, tontería», me repito una y otra vez. «Qué tontería, este anciano me quiere más que mi propio padre.» ¡Pero de qué sirve tratar de convencerse y de darse ánimos cuando vacila el equilibrio interior! Noto que los chasquidos y los murmullos de asombro de Jozsi y Ferencz han aniquilado mi buena y fácil disposición de espíritu. ¿Es verdad que visitas a esa gente rica sólo por compasión y simpatía?, me pregunto con suspicacia. ¿No se esconde también en ello un poco de vanidad y de sibaritismo? Sea como fuere, tengo que aclararlo. Y como primera medida me propongo espaciar mis visitas y anular mañana mismo la habitual tertulia de la tarde en casa de los Kekesfalva.

Al día siguiente, pues, no voy. Una vez terminado el servicio, me voy paseando con Ferencz y Jozsi al café, donde leemos el periódico y luego empezamos la inevitable partida de cartas. Pero yo juego condenadamente mal, porque justo delante de mí, en la pared enmaderada, hay empotrado un reloj esférico: las cuatro y veinte, las cuatro y treinta, las cuatro cuarenta, las cuatro cincuenta.

En vez de contar los puntos del juego, cuento los minutos. Las cuatro y media, la hora en que suelo ir a tomar el té, la mesa está puesta y todo preparado, y si alguna vez me retraso un cuarto de hora, enseguida me preguntan: «¿Qué le ha pasado hoy?» Mi llegada a la hora en punto se ha hecho ya tan natural, que ya cuentan con ella como con un deber; durante dos semanas y media no he faltado ni una sola tarde, y probablemente en este momento están mirando el reloj tan inquietos como yo, y esperan y esperan. ¿No debería cuando menos llamar por teléfono y disculparme? O mejor aún: mandaré a mi ordenanza...

—Pero, Toni, es un escándalo cómo juegas hoy. Presta un poco de atención, haz el favor —se enfada Jozsi, echándome una furiosa mirada. Mi distracción le ha costado una jugada. Hago un esfuerzo por concentrarme.

—Oye, ¿puedo cambiar de sitio contigo? —Claro, pero ¿por qué? —No lo sé —miento—, creo que el ruido de ahí fuera me pone nervioso.

En realidad es el reloj lo que no quiero seguir mirando, el avance implacable de los minutos.

Siento un cosquilleo en los nervios, los pensamientos siguen revoloteando sin cesar, me obsesiona la idea de si no debería ir al teléfono y excusarme. Por primera vez empiezo a sospechar que no se puede conectar y desconectar la verdadera compasión como si fuera un contacto eléctrico y que todo aquel que se interesa por un destino ajeno se ve privado de una parte de libertad del suyo propio.

Pero ¡diablos!, me increpo a mí mismo, nada me obliga a caminar todos los días esa media hora. Y, según la ley secreta de la correspondencia de sentimientos, según la cual quien está enojado transmite su enfado inconscientemente a otros ajenos a él, como una bola de billar comunica a otras el golpe inicial, mi desazón no se dirige contra Jozsi y Ferencz , sino contra los Kekesfalva. ¡Por una vez que me esperen! Que vean que no se me compra con regalos y gentilezas, que no me presento a la hora señalada como el masajista o el profesor de gimnasia. No quiero crear precedentes, obligarme a un hábito, comprometerme. De modo que persisto en mi estúpida terquedad y pierdo tres horas y media en el café, hasta las siete y media, sólo para convencerme y demostrarme que soy completamente libre de ir y venir donde y cuando me plazca y que la buena comida y los exquisitos cigarros de los Kekesfalva me son del todo indiferentes.

Y a las siete y media nos marchamos todos juntos. Ferencz propone un corto paseo por la avenida principal. Pero apenas salgo del café tras los dos amigos, me roza la mirada conocida de alguien que pasa rápidamente. ¿No era Ilona? Pues claro: aun cuando no hubiera admirado anteayer mismo su vestido rojo vinoso y el ancho panamá con sus cintas, la hubiera reconocido por detrás por su contoneo suave al andar. Pero ¿adónde se dirige con tanta prisa? No es un paseo, sino una carrera. De todos modos, como dice el dicho, tras el bello pájaro me dispongo también a volar.

—Perdonad —me despido algo bruscamente de mis perplejos camaradas y corro en pos de la falda que ya cruza ondeando la calle. La verdad es que me alegra sobremanera la oportunidad que me brinda el azar de sorprender a la sobrina de los Kekesfalva en mi propio terreno.

—¡Ilona, Ilona, espere, espere! —le grito. Camina notablemente deprisa, pero acaba por detenerse sin demostrar la menor sorpresa. Claro que me ha reconocido al pasar.

—Es fantástico tropezar así con usted en la ciudad, Ilona. Siempre he deseado poder pasear juntos por nuestra residencia. ¿O prefiere que entremos un momento en la confitería? —No, no—murmura un tanto confusa—. Tengo prisa, me esperan en casa.

—Bueno, pues entonces tendrán que esperar cinco minutos más. En el peor de los casos, y para que no la pongan de cara a la pared, le daré una carta de justificación. Vamos, no me mire con tanta severidad.

Me hubiera gustado cogerla del brazo, pues me encantaría de veras acompañarla precisamente a ella, a la representante de mis dos mundos, a este otro mundo mío, y si mis camaradas me sorprenden con esta belleza, ¡tanto mejor! Pero Ilona está todavía nerviosa.

—No, de veras tengo que volver a casa —dice apresuradamente—. Me está esperando el coche allí delante.

Y, en efecto, el chofer ya la saluda respetuosamente desde la plaza del Ayuntamiento.

—¿Pero al menos me permitirá acompañarla hasta el coche? —Desde luego —murmura extrañamente inquieta—. Desde luego... Y, a propósito..., ¿por qué no ha venido esta tarde? —¿Esta tarde? —repito la pregunta con estudiada lentitud, como esforzándome por recordar—. ¿Esta tarde? Oh, sí, qué fastidio esta tarde. El coronel quería comprarse un nuevo caballo y tuvimos todos que acompañarle para examinarlo y desbravarlo.

(En realidad esto ocurrió hace un mes. Miento muy mal.) Ella titubea y quiere contestar algo. Pero ¿por qué estira el guante y se balancea tan nerviosamente sobre el pie? —¿No quiere cuando menos ir conmigo a cenar? «Mantenerse firme», me apresuro a decirme. «¡No cejar! ¡Al menos un día!» Y digo con un suspiro de lamento: —Qué lástima, iría con mucho gusto, pero hoy las cosas ya se han torcido. Esta noche tenemos un acto social al que no puedo faltar.

Me mira fijamente —es curioso que ahora se forman entre sus cejas las mismas arrugas de impaciencia que en el rostro de Edith— y no dice una palabra, no sé si por descortesía deliberada o porque está molesta conmigo. El chofer le abre la puerta, ella la cierra con estrépito y pregunta a través del cristal: —Pero ¿vendrá mañana? —Sí, mañana seguro.

Y el coche se va.

No estoy demasiado satisfecho de mí mismo. ¿A qué se debía esa extraña prisa de Ilona, ese apocamiento suyo, como si tuviera miedo de ser vista conmigo, y ahora esta salida precipitada en coche? Y, además, ¿no debería haber mandado yo, por cortesía, siquiera un saludo al padre, una palabra amable a Edith? ¡Al fin y al cabo no me han hecho nada! Aunque, por otro lado, estoy satisfecho de mi actitud reservada. Me he mantenido firme. Por lo menos ahora no podrán pensar de mí que quiero imponerles mi presencia.

A pesar de que había prometido a Ilona que iría al día siguiente a la hora de costumbre, por precaución anuncio antes mi visita por teléfono. Mejor observar formas estrictas; las formas son una protección. Con ellas quiero dejar claro que no me presento en casa de nadie inoportunamente, y en adelante tengo la intención de preguntar cada vez si mi visita es esperada y si es grata. Hoy, sin embargo, no tengo por qué dudarlo, pues el criado ya me espera delante de la puerta abierta y, al entrar yo, me confía con encarecido celo: —La señorita está en la terraza de la torre y ruega al teniente que suba enseguida —y añade— : Creo que el teniente no ha estado nunca allá arriba. El teniente quedará maravillado de lo bonito que es.

Tiene razón el bueno y anciano Josef. Nunca he pisado esta terraza, a pesar de que muchas veces me ha llamado la atención esa torre construida de manera tan curiosa y abstrusa.

Originariamente—ya lo he dicho antes— torre angular de un castillo caído en ruina con el tiempo o demolido (ni siquiera las muchachas conocen con exactitud su historia), esa imponente torre cuadrada había permanecido vacía durante años y servido de desván. Durante su infancia, Edith subía a menudo, con espanto de sus padres, por una escalera bastante deteriorada hasta la buhardilla, donde entre trastos viejos revoloteaban somnolientos murciélagos y a cada paso por los podridos maderos se levantaban nubes de polvo y moho. Pero la niña, muy dada a la fantasía, había escogido esa estancia inútil, con vistas a un vasto horizonte desde sus ventanas cubiertas de suciedad, como escondrijo y mundo de sus juegos precisamente por su carácter misterioso e inservible. Y cuando luego le sobrevino la desgracia, sin esperanzas de poder trepar hasta aquella encumbrada y romántica pieza trastera con sus piernas rígidas e inmóviles, se sintió estafada. El padre observó muchas veces cómo la niña levantaba sus amargados ojos hacia aquel querido y de repente perdido paraíso de su infancia.

Kekesfalva quiso darle una sorpresa y aprovechó los tres meses que Edith pasó en un sanatorio alemán para encargar a un arquitecto de Viena que reconstruyera la vieja torre y añadiera en lo alto un cómodo mirador; cuando Edith regresó a casa en otoño, después de una mejoría apenas perceptible, la torre ampliada estaba provista ya de un ascensor tan ancho como el del sanatorio, con lo que se daba a la enferma la oportunidad de subir en cualquier momento en silla de ruedas a contemplar el apreciado panorama. De este modo, cuando menos lo esperaba, la muchacha recuperó el mundo de su infancia.

Es verdad que el arquitecto, con las prisas, había prestado menos atención a la pureza de estilo que a la comodidad que ofrecía la técnica; la caja del ascensor, desprovista de todo adorno, que había incorporado a la escarpada torre cuadrangular, habría resultado más propia, con sus formas geométricas rectilíneas, de un muelle o de una central eléctrica que de las agradables y recargadas formas barrocas del castillo que probablemente se remontaba a tiempos de María Teresa. Pero el principal deseo del padre se vio cumplido; Edith se mostró plenamente entusiasmada con aquella terraza que de manera inesperada la libraba de la estrechez y la monotonía de su cuarto de enferma. Desde ese mirador tan propio y particular podía dominar con prismáticos el vasto y llano paisaje, ver todo lo que ocurría a la redonda, la siembra y la cosecha, los quehaceres diarios y la vida social. Unida de nuevo al mundo tras una inacabable separación, pasaba horas contemplando desde esta atalaya el divertido juguete del tren que atravesaba la campiña con sus pequeñas volutas de humo; ningún coche que pasara por la carretera escapaba a su ociosa curiosidad y, como supe más tarde, también nos había acompañado con su telescopio en muchos de nuestros paseos a caballo, ejercicios y desfiles. Llevada por una curiosa especie de celos, mantenía vedado a todos los huéspedes de la casa este particular punto de escapatoria como un mundo privado; sólo gracias al impulsivo entusiasmo del fiel Josef comprendí hasta qué punto se valoraba como una distinción singular la invitación a pisar esta atalaya, por lo común inaccesible.

El criado quería hacerme subir en el ascensor, se le notaba el orgullo por haberle sido confiado en exclusiva el manejo de tal costoso vehículo. Pero decliné su invitación tan pronto me comunicó que además había una pequeña escalera de caracol, iluminada en cada piso por aberturas laterales, que también conducía a la terraza; enseguida me imaginé cuán fascinante sería ver cómo el paisaje se iba desplegando en la lontananza de un descansillo a otro de la escalera; en verdad cada una de aquellas pequeñas aberturas sin cristales ofrecía un nuevo y encantador cuadro. Reinaba sobre los campos estivales un día caluroso, transparente y quieto como una telaraña dorada. El humo se enroscaba en espirales casi inmóviles por encima de las chimeneas de las casas y granjas desparramadas, se veían —los contornos destacándose en el cielo de un azul acerado, como recortados con un cuchillo afilado— las cabañas de tejados de paja con sus inevitables nidos de cigüeñas en los aguilones y los estanques con patos delante de los graneros, que relucían como metal pulido. En medio, en los campos de colores de cera, figuras diminutas como liliputienses, vacas de colores jaspeados pastando, mujeres escardando los sembrados o lavando ropa, pesados carruajes tirados por bueyes y carritos cruzando ligeros y tambaleantes los cuartones cuidadosamente señalados. Cuando hube subido los aproximadamente noventa escalones, la mirada abarcaba satisfecha toda la redondez de la planicie húngara hasta el horizonte un tanto vaporoso, donde a lo lejos destacaba una línea azul elevada, quizá los Cárpatos, y a la izquierda resplandecía nuestra pequeña ciudad, graciosamente apiñada, con la cúpula de la torre de la iglesia en forma de cebolla. A simple vista reconocí nuestro cuartel, el ayuntamiento, la escuela, el campo de instrucción, y por primera vez desde mi traslado a esta guarnición sentí el modesto encanto de este mundo singular.

Mas no pude dedicarme con tranquilidad a contemplar este ameno panorama, pues, una vez llegado a la terraza, tuve que prepararme para saludar a la enferma. Al principio no descubrí a Edith; la blanda butaca de paja en la que descansaba me daba su ancha espalda y cubría su diminuto cuerpo como una concha de colores. Me percaté de su presencia gracias a la mesa que estaba a su lado con libros y un gramófono abierto. No me acerqué a ella de inmediato por miedo a asustarla en su reposo o en su sueño. De modo que recorrí el rectángulo de la terraza para llegar a ella de frente.

Pero cuando me adelanto de puntillas, compruebo que está durmiendo. Alguien ha tapado cuidadosamente el delicado cuerpo y envuelto los pies en una manta blanda, y su rostro de niña, oval y aureolado por su cabellera pelirroja, descansa sobra una almohada blanca. El sol poniente le confiere una apariencia de salud con sus reflejos de ámbar dorado.

Involuntariamente me detengo y aprovecho mi vacilante espera para contemplar a la durmiente como a un cuadro, pues la verdad es que en nuestros frecuentes encuentros todavía no he tenido la oportunidad de mirarla abiertamente, y es que todas las personas sensibles e hipersensibles se resisten de un modo instintivo a ser contempladas. Incluso cuando se la mira por casualidad durante la conversación, enseguida se le forma una pequeña arruga de enfado entre las cejas, sus ojos se vuelven inquietos, los labios nerviosos y su perfil no para quieto un solo momento. Sólo ahora, cuando está tendida con los ojos cerrados, inmóvil y sin oponer resistencia, puedo contemplar (y tengo la sensación de cometer algo indebido, un robo) ese rostro un tanto anguloso y como quien dice todavía no acabado, en el que se mezcla de un modo de lo más encantador lo infantil con lo femenino y lo enfermizo. Los labios, ligeramente abiertos como los de un sediento, respiran despacio, pero ya ese solo y pequeño esfuerzo levanta e hincha su exiguo pecho infantil, y como agotada y exangüe reclina en la almohada su pálido rostro, enmarcado por la cabellera rojiza. Me acerco con cuidado. Las sombras de debajo de los ojos, las venas azules en las sienes, la rosada transparencia de las aletas nasales, revelan cuán tenue e incolora es la envoltura con que su piel de alabastro se defiende de los embates exteriores. ¡Cuán sensible debe ser, pienso, cuando los nervios palpitan tan cerca de la superficie y tan desprotegidos, cuánto debe sufrir con ese cuerpo tan liviano de sílfide, que parece creado para correr, bailar y volar y que, sin embargo, permanece cruelmente encadenado al duro y pesado suelo! ¡Pobre criatura cautiva! Siento de nuevo ese ardiente manantial interior, esa crecida dolorosa y agotadora y a la vez indómita y estimulante de la compasión que me embarga cada vez que pienso en su desgracia; me tiembla la mano de deseos de acariciarle el brazo con ternura, de inclinarme sobre ella y, por decirlo así, recoger la sonrisa de sus labios en caso de que se despierte y me reconozca. Me impulsa a acercarme a ella una necesidad de ternura que en mí se mezcla con compasión cada vez que pienso en ella o la miro. ¡Pero no quiero turbar ese sueño que la aleja de sí misma, de su realidad corporal! Precisamente es tan maravillosa esa íntima cercanía con los enfermos mientras duermen, cuando olvidan tan por completo sus aflicciones que de vez en cuando una sonrisa se posa en sus labios semiabiertos como una mariposa en una trémula hoja, una sonrisa ajena, que no les pertenece y que desaparece asustada tan pronto como se despiertan. Es una bendición de Dios, pienso, que los tullidos, los mutilados, los despojados por el destino, al menos en el sueño ignoren la forma o la deformidad de su cuerpo, que el caritativo engaño del sueño cuando menos los engañe haciéndoles creer que poseen una figura bella y bien proporcionada, que el doliente al menos en ese mundo del sueño, único y envuelto de tinieblas, sea capaz de evadirse de la maldición en que vive físicamente encadenado. Pero para mí lo más conmovedor son sus manos, que tiene cruzadas sobre la manta, unas manos alargadas, surcadas por pálidas venas, de articulaciones frágiles y delicadas, y terminadas en unas uñas puntiagudas, un poco azuladas: manos sin sangre y sin fuerza, quizás aún lo suficiente fuertes para acariciar pequeños animales, palomas y conejos, pero demasiado débiles para coger y sujetar algo. ¿Cómo puede alguien, pienso con emoción, con semejantes manos impotentes, defenderse contra sufrimientos reales? ¿Cómo conseguir algo, cogerlo y retenerlo? Y casi me repugna pensar en las mías, unas manos firmes, pesadas, musculosas y fuertes, capaces de dominar el caballo más rebelde con un solo tirón de las riendas. Contra mi voluntad mi mirada se detiene en la manta peluda y pesada, demasiado pesada para esta criatura ligera como un pájaro, que carga sobre sus rodillas. Bajo esa envoltura opaca están las impotentes piernas —no sé si rotas, paralizadas o sólo debilitadas, pues nunca he tenido el valor de preguntarlo—, metidas dentro de aquel aparato de acero o de cuero. Recuerdo que, a cada movimiento, esa cruel maquinaria se pega como un peso a las articulaciones muertas; incesantemente tiene que arrastrar esa enojosa carga con sus chirridos y traqueteos, la delicada y débil muchacha, ¡precisamente ella, de la que cabía pensar que le resultaba más natural correr y volar que caminar! Me estremezco con sólo pensarlo, y esta emoción desgarradora me recorre con tanta fuerza de pies a cabeza, que mis espuelas empiezan a temblar y tintinear. No puede haber sido más que un ruido mínimo, apenas perceptible, ese sonido argentino, pero parece que ha penetrado en su tenue sueño. Respirando inquieta, no levanta todavía los párpados, pero sus manos empiezan a desperezarse: se separan, se estiran, como si los dedos bostezaran al despertar. Luego los ojos parpadean y, sorprendidos, tantean su alrededor.

De repente su mirada me descubre y enseguida se detiene; todavía no ha saltado la chispa de contacto entre la simple función óptica y el pensamiento y el recuerdo conscientes. Pero luego, una sacudida y ya está completamente despierta; me ha reconocido. Con un chorro purpúreo se agolpa la sangre en sus mejillas, bombeada de súbito por el corazón. De nuevo parece como si de pronto alguien vertiera vino tinto en un vaso de cristal.

—Qué tonta —dice, frunciendo las cejas con fuerza y con un gesto nervioso se sube la manta que había resbalado un poco, como si la hubiera sorprendido desnuda—. Qué tonta, debo haberme adormilado un momento.

Y las aletas de la nariz —conozco estas señales— empiezan a temblar ligeramente. Me mira con aires de exigencia.

—¿Por qué no me ha despertado enseguida? ¡No se observa a la gente cuando duerme! Es de mala educación. Todos tenemos un aspecto ridículo durmiendo.

Molesto conmigo mismo por haberla enojado con mis miramientos, intento salvar la situación con una broma tonta: —Más vale parecer ridículo dormido que despierto.

Pero ella ya se ha erguido apoyándose con ambas manos en los brazos del sillón, la arruga de su entrecejo aparece más hendida y también ahora los labios empiezan a temblar y a vibrar, presagio de tormenta. Me acomete su mirada severa.

—¿Por qué no vino ayer? El golpe ha sido tan inesperado, que no puedo contestar enseguida. Pero ella ya repite en tono inquisidor: —Espero que tuviera un motivo muy especial para dejarnos plantados y hacernos esperar. De lo contrario supongo que al menos habría llamado por teléfono.

¡Qué estúpido soy! Debí haber previsto precisamente esta pregunta y preparar de antemano una respuesta. En cambio, me quedo aturdido, levantando ora un pie ora otro y masticando la vieja excusa de una imprevista inspección de remonta. A las cinco todavía había tenido la esperanza de poder escabullirme, pero el coronel nos había querido presentar un caballo nuevo, etcétera, etcétera.

Su mirada, gris, severa y penetrante, no se aparta de mí. Cuanto más me enzarzo en explicaciones, más crítica y suspicaz se vuelve. Veo cómo sus dedos recorren convulsos los brazos del sillón.

—Ya—responde finalmente con toda frialdad y dureza—. ¿Y cómo termina esta historia de la inspección de remonta? ¿El coronel acaba comprando el flamante caballo? Me doy cuenta de que me he metido en un peligroso callejón sin salida. Con su guante suelto pega uno, dos y tres golpes sobre la mesa, como si quisiera librarse de un estorbo en las muñecas.

Después me mira amenazadora.

—¡Basta ya de mentiras estúpidas! Ni una sola palabra de todo eso es verdad. ¿Cómo se atreve a contar tamañas sandeces? El guante golpea la mesa con más y más fuerza. Luego lo arroja con decisión trazando un arco en el aire.

—¡Ni una palabra de toda su monserga es verdad! ¡Ni una palabra! No estuvo en la escuela de equitación. No tuvieron inspección de remonta. A las cuatro y media usted ya estaba en el café y, que yo sepa, allí no se monta a caballo. ¡No me venga con mentiras! Nuestro chofer lo vio por casualidad a las seis cuando usted todavía jugaba a las cartas.

Sigo sin poder articular palabra. Pero ella se interrumpe bruscamente y luego añade: —Además, ¿qué necesidad tengo de avergonzarme ante usted? ¿Tengo que jugar al escondite porque usted diga falsedades? Yo no tengo miedo de decir la verdad. Pues, para que lo sepa..., no, no fue por casualidad que nuestro chofer lo vio en el café, sino que lo mandé adrede para que me informase de qué le había pasado. Pensé que a lo mejor estaba enfermo o había sufrido un accidente, porque ni siquiera llamó por teléfono y... bueno, de mí puede pensar que soy nerviosa..., pero no soporto que me hagan esperar..., simplemente no lo soporto..., de modo que mandé al chofer. Pero en el cuartel le dijeron que el teniente estaba sano y salvo jugando a las cartas en el café, y entonces pedí a Ilona que averiguara por qué usted nos hacía este desaire..., si acaso anteayer yo lo ofendí con algo..., porque es verdad que a veces me comporto de un modo realmente irresponsable en mis estúpidos arrebatos... Bueno, ya ve, yo no me avergüenzo de confesarle todo esto... Y usted me viene con majaderías para excusarse... ¿No se da cuenta usted mismo de lo mezquino y miserable que resulta mentir de ese modo entre amigos? Yo quise contestar..., creo incluso que hubiera tenido el valor de contarle toda la torpe historia con Ferencz y Jozsi. Pero ella me ordenó impetuosamente: —¡No me venga con más embustes..., basta de falsedades! Estoy harta de mentiras. Me las sirven con cuchara de la mañana a la noche: «Qué buen aspecto tienes hoy, es fantástico cómo caminas hoy..., magnífico, eso va mejor, mucho mejor.» Siempre los mismos tranquilizantes de la mañana a la noche y nadie se da cuenta de que me ahogan. ¿Por qué no me dice directamente: ayer no tuve tiempo o no tuve ganas? No estamos abonados a usted y nada me hubiera alegrado tanto como que me hubiera dicho por teléfono: «Hoy no vendré, prefiero ir con los compañeros a callejear por la ciudad.» ¿Me tiene por tan ingenua como para no comprender que a veces tiene que cansar hacer el papel de samaritano compasivo y que un adulto prefiere montar a caballo o sacar a pasear sus piernas sanas en vez de perder el tiempo encerrado junto al sillón de otra persona? Una sola cosa me repugna y no la soporto: las excusas, los engaños y las mentiras. Estoy hasta la coronilla. No soy tan tonta como creen todos y puedo soportar una cierta dosis de sinceridad. Mire usted, hace unos días contratamos una nueva criada bohemia, encargada de fregar los platos, la anterior había muerto, y el primer día..., todavía no había hablado con nadie..., ve cómo me ayudan a trasladarme con las muletas al sillón. Del susto deja caer el cepillo y exclama: «¡Jesús, qué desgracia, qué desgracia más grande! ¡Una señorita tan rica y distinguida... y una inválida!» Ilona se lanzó como una fiera sobre la sincera mujer y todos querían despedirla en el acto, la pobre. Pero a mí, aquello me alegró, su espanto me hizo bien, porque es humano asustarse al ver algo así cuando no se espera. Además, en el acto le di diez coronas y ella corrió a la iglesia a rezar por mí... La alegría me duró todo el día, sí, de verdad, estaba contenta de saber por fin qué siente realmente un extraño al verme por primera vez... Ustedes, en cambio, con su falsa gentileza se creen obligados a «protegerme» y se imaginan que quizá me hacen un bien con sus condenados miramientos... ¿Acaso creen que no tengo ojos en la cara? ¿Que no noto detrás de sus cuchicheos y balbuceos el mismo horror y la misma incomodidad que sintió aquella buena mujer, la única persona decente? ¿Creen que no noto cómo se les corta el aliento cuando agarro las muletas y cómo se apresuran a forzar una conversación para que no me dé cuenta de nada, como si no les conociera de sobra, con su valeriana y azúcar, azúcar y valeriana, toda esa asquerosa baba? Ah, sé muy bien que suspiran de alivio cada vez que la puerta se cierra detrás de ustedes y me dejan tendida como un cadáver... Sé muy bien que entonces ponen los ojos en blanco y dicen: «Pobre muchacha», pero al mismo tiempo están de lo más satisfechos con ustedes mismos, porque han tenido la deferencia de dedicar una o dos horas a «la pobre niña enferma». ¡Pero yo no quiero sacrificios! ¡No quiero que se sientan obligados a servirme la ración de idea de compasión! ¡Si quiere venir, venga, y si no quiere, pues no venga y en paz! ¡Pero sea sincero entonces y no me venga con historias de remontas y pruebas con caballos! ¡No puedo..., ya no puedo soportar por más tiempo las mentiras y su asquerosa piedad! Ha proferido estas últimas palabras completamente fuera de sí, con los ojos enardecidos y con una palidez extrema. Luego el espasmo desaparece de golpe. Su cabeza, agotada, se recuesta sobre el respaldo y poco a poco la sangre afluye de nuevo a sus labios todavía temblorosos de la excitación.

—Bueno —dice en voz baja con un suspiro y como avergonzada—. Tenía que decirlo y ya lo he dicho. No hablemos más de ello. Déme... déme un cigarrillo.

En este momento me ocurre algo extraño. Por lo general sé dominarme bastante bien y tengo manos firmes y seguras. Pero este estallido inesperado de Edith me ha trastornado de tal manera, que siento todos mis miembros como paralizados; nunca en la vida nada me había consternado tanto. Con dificultad saco un cigarrillo del estuche, se lo ofrezco y enciendo una cerilla. Pero al acercárselo, los dedos me tiemblan tanto, que no puedo sostener derecha la cerilla encendida y la llama vacila y se apaga en el vacío. Tengo que encender otra y también ésta vacila insegura en mi mano temblorosa antes de encender el cigarrillo. Sin duda ella se ha dado cuenta de mi conmoción en la manifiesta torpeza, pues es una voz distinta, asombrada e inquieta la que me pregunta bajito: —Pero ¿qué le pasa? Está temblando... ¿Por qué...? ¿Por qué está tan nervioso? ¿Qué le importa a usted todo esto? La llamita del fósforo se ha apagado. Me he sentado callado, y ella murmura desconcertada: —¿Cómo puede usted ponerse tan nervioso por culpa de las estupideces que digo? Papá tiene razón. Usted es una persona... realmente curiosa.

En este instante se oye a nuestras espaldas un leve susurro. Es el ascensor, que sube a la terraza. Johann abre la reja y aparece Kekesfalva con ese porte cohibido y ese sentimiento de culpabilidad que absurdamente le hunde los hombros cada vez que se acerca a la enferma.

Me levanto rápidamente para saludarlo. Me responde con un apocado movimiento de cabeza y se inclina de inmediato sobre Edith para besarla en la frente. Luego se produce un extraño silencio. En esta casa todos se percatan de todo lo que les ocurre a todos; sin duda el anciano debe de haber notado que entre nosotros dos se ha producido una tensión peligrosa, porque se queda inquieto a nuestro lado y con los ojos bajos. Me doy cuenta de que preferiría huir de nuevo en el acto. Edith intenta ayudar.

—Fíjate, papá, el teniente ha visto hoy la terraza por primera vez.

—Sí, es un lugar muy hermoso —intervengo yo, dándome cuenta enseguida de que acabo de decir algo vergonzosamente banal y me callo de nuevo.

Para disipar este momento de turbación, Kekesfalva se inclina sobre la butaca.

—Temo que pronto hará demasiado fresco para ti aquí arriba. ¿No será mejor que bajemos? —Sí —responde Edith.

Todos nos alegramos de haber encontrado actividades fútiles para distraernos: recoger los libros, ponerle el chal a Edith, tocar la campanilla, una de las que como aquí arriba están en todas las mesas de la casa. Al cabo de dos minutos oímos el susurro del ascensor que sube y Josef empuja suavemente el sillón con la enferma hasta la puerta.

—Bajamos enseguida —dice Kekesfalva a su hija con un gesto de ternura—. Quizá podrías irte arreglando para la cena. Mientras pasearé un rato con el teniente por el jardín.

El criado cierra la puerta del ascensor y la silla de ruedas se hunde con la inválida en el pozo como en una cripta. Instintivamente el anciano y yo nos hemos apartado. Ambos guardamos silencio, pero de pronto noto que se me acerca con visible timidez.

—Si no tiene nada en contra, teniente, me gustaría hablar un momento con usted..., es decir, quisiera pedirle algo... Podríamos pasar a mi despacho, en el edificio de la administración...

Quiero decir, claro está, si a usted no le molesta... En ese caso..., si lo prefiere, podemos pasear por el parque.

—Al contrario, será para mí un honor señor Von Kekesfalva —contesto.

En este momento oímos el susurro del ascensor que sube a buscarnos. Bajamos y atravesamos el patio hacia el edificio de la administración. Me llama la atención la cautela con que Kekesfalva se desliza pegado a la pared de la casa, el esmero con que procura hacerse pequeño, como si temiera ser sorprendido. Por mimetismo —no hubiera podido actuar de otro modo— camino detrás de él con pasos igualmente quedos y cautelosos.

Al final del edificio de la administración, de techo bajo y no muy bien revocado, Kekesfalva abre una puerta que conduce a su despacho, una pieza que no resulta mejor puesta que mi habitación del cuartel: un escritorio barato, carcomido y gastado, sillas de rejilla viejas y manchadas, sobre el papel rasgado de la pared unos tableros viejos y a todas luces no utilizados desde hace años. También el olor a moho me recuerda desagradablemente nuestros despachos oficiales. Ya a primera vista—¡cuántas cosas he comprendido en esos pocos días! —descubro que el anciano amontona todo el lujo y todas las comodidades sólo para su hija y ahorra para sí mismo como un campesino tacaño. Por primera vez me he dado cuenta también —al caminar él delante de mí— de cómo brilla su chaqueta negra en los codos gastados; probablemente la lleva desde hace diez o quince años.

Kekesfalva me acerca el ancho sillón tapizado de cuero negro, el único cómodo del despacho.

—Siéntese, teniente. Por favor, siéntese —dice en un tono cariñoso pero insistente, mientras se acomoda en una de las inciertas sillas de rejilla antes de que yo pueda intervenir.

Nos sentamos, pues, muy cerca el uno del otro. Ahora puede empezar a hablar, él tiene la palabra, y yo espero que lo haga con comprensible impaciencia, pues ¿qué podría pedir a un pobre teniente un hombre rico, millonario? Sin embargo, mantiene la cabeza baja, como si examinara con detenimiento sus zapatos. Sólo oigo la respiración de su pecho inclinado hacia delante. Es una respiración fatigosa y forzada.

Finalmente Kekesfalva levanta la frente, perlada de sudor, se quita las gafas empañadas y, sin esta reluciente protección, su rostro adquiere enseguida un aspecto diferente, como más desnudo, pobre y trágico e, igual que ocurre a menudo con los cortos de vista, sus ojos aparecen más apagados y cansados que tras el cristal de aumento. Adivino también por el borde sus párpados, ligeramente inflamados, que el anciano duerme poco y mal. De nuevo siento en mi interior aquel cálido manantial: mana la compasión, ahora ya lo sé. De pronto me veo sentado no frente al rico señor Von Kekesfalva, sino frente a un anciano afligido.

Y ahora, carraspeando, empieza a hablar: —Teniente —la voz, enmohecida, sigue sin obedecerle—, quiero pedirle un gran favor...

Naturalmente sé que no tengo ningún derecho a pedir su ayuda. Apenas nos conoce... Además, puede rechazarlo..., por supuesto... Quizá sea una presunción mía, una impertinencia, pero desde el primer momento le tomé confianza. Usted, se nota enseguida, es una buena persona, bondadosa. Sí, sí, sí. —Debo de haber hecho un gesto de protesta—. Es una buena persona. Hay algo en usted que le da seguridad a uno y a veces... tengo la impresión de que me ha sido enviado por... —se interrumpe y me imagino que quería decir «por Dios», pero no ha tenido el valor suficiente— ...enviado como alguien a quien puedo hablar abiertamente... En realidad no es gran cosa lo que deseo pedirle... Pero yo hablo y hablo y no le he preguntado si está dispuesto a escucharme.

—Desde luego que sí.

41 —Se lo agradezco... A los viejos nos basta con mirar a una persona para conocerla perfectamente... Sé lo que es una persona buena, lo sé por mi mujer, en paz descanse... Ésta fue la primera desgracia, que la muerte se la llevase. Sin embargo, hoy me digo que quizá haya sido mejor que no tuviera que vivir la desgracia de nuestra hija..., no lo hubiese soportado. ¿Sabe usted?, cuando eso ocurrió, hace cinco años..., no creí al principio que duraría mucho... ¿Cómo se puede imaginar nadie que una niña como todas las demás, que corre y juega y no para de dar vueltas como una peonza..., que de repente todo eso se haya terminado, terminado para siempre...? Y, por otro lado, uno se ha criado en el respeto hacia los médicos..., lee en los periódicos las maravillas de que son capaces, cosen corazones y trasplantan ojos, dicen... Estábamos convencidos, es natural, ¿verdad?, de que podrían hacer lo más sencillo del mundo..., ayudar a restablecerse en poco tiempo a una niña..., una niña que había nacido sana y siempre había estado sana. Por eso al principio no estaba demasiado asustado, pues no creía, ni por un momento, que Dios fuera capaz de semejante cosa, castigar para siempre a una niña, una criatura inocente... Ah, si eso me hubiera ocurrido a mí..., a mí las piernas ya me han llevado bastante tiempo, ¿para qué las necesito? Además, yo no he sido un hombre bueno, he cometido muchos desatinos, incluso...

Pero ¿qué estoy diciendo? Sí..., lo que decía, si me hubiera ocurrido a mí, lo habría comprendido, pero ¿cómo puede Dios errar tanto el tiro y castigar injustamente a una inocente..., y cómo hemos de comprender que a un ser vivo, a una niña, de repente se le mueran las piernas, porque una minucia, un bacilo... dijeron los médicos, y con eso creyeron haber dicho algo...? Pero no es más que una palabra, un pretexto, en tanto que lo otro, lo real, es que una niña está postrada, de pronto tiene las piernas rígidas, ya no puede andar ni moverse y uno tiene que verlo impotente... Eso no se puede comprender.

Con un gesto brusco del dorso de la mano se limpia el sudor del cabello humedecido y revuelto.

—Claro que consulté a todos los médicos... Dondequiera que hubiera una eminencia, acudíamos a verlo... A todos los hice venir y todos explicaban la lección y hablaban latín, discutían y celebraban consultas, uno ensayaba esto y otro aquello, y luego decían que tenían esperanza y fe, y cobraron su dinero y se fueron y todo quedó como estaba. Es decir, algo se mejoró, en realidad bastante. Antes tenía que permanecer echada siempre de espaldas y su cuerpo estaba completamente paralizado... Ahora, por lo menos, los brazos, la parte superior del cuerpo, son normales y puede andar sola con las muletas... Está algo mejor, no, mucho mejor, no debo ser injusto... Pero nadie la ha curado del todo todavía... Todos se encogían de hombros y decían: paciencia, paciencia, paciencia... Uno solo ha perseverado en su tratamiento, el doctor Condor...

No sé si ha oído hablar de él, pero, claro, usted es de Viena.

Tuve que decir que no. Nunca había oído aquel nombre.

—Naturalmente que no tiene por qué conocerlo, ya que usted es un hombre sano y él no es de los que se dan bombo... Tampoco es profesor, ni siquiera profesor... Y no crea que tiene mucha clientela... quiero decir que no busca tener mucha. Y es que es un hombre raro, muy especial... No sé si seré capaz de explicárselo bien. No le interesan los casos corrientes, que cualquier medicastro puede tratar. Sólo le interesan los casos difíciles, aquéllos ante los que los demás pasan de largo encogiéndose de hombros. Claro está que yo, un hombre sin erudición, no puedo afirmar que el doctor Condor sea mejor médico que los demás..., sólo sé que es mejor persona que los demás. Lo conocí cuando asistió a mi mujer y vi cómo luchaba por salvarla... Fue el único que no quiso desistir hasta el último momento, y comprendí que este hombre vive y muere con cada paciente.

Tiene..., no sé si me expreso correctamente..., tiene una especie de pasión por ser más fuerte que la enfermedad..., no sólo ambición como los demás, de ganar dinero y llegar a profesor y consejero de la corte... No piensa en él, sino en los demás, los pacientes... ¡Ah, es un hombre admirable! El anciano se había emocionado; sus ojos, cansados hacía un momento, cobraron un brillo intenso.

—Un hombre admirable, le digo, que no deja a nadie en la estacada. Para él, cada caso es un compromiso... Sé que no me expreso muy bien..., pero es como si se sintiera culpable cuando no 42 puede ayudar a alguien..., él se siente culpable y por eso..., no me creerá, pero le juro que es la pura verdad..., la única vez que no consiguió su propósito... Había prometido curar a una mujer que perdía la vista... y cuando, no obstante, se quedó ciega, se casó con ella. Figúrese, un hombre joven se casa con una ciega, siete años mayor que él, ni bonita ni rica, histérica, que es una carga para él y ni siquiera se lo agradece... Esto demuestra qué clase de hombre es, ¿no es verdad? Y usted comprenderá que me sienta dichoso de haber encontrado a alguien así..., a un hombre que cuida de mi hija como yo mismo. Lo he incluido en mi testamento... Si alguien puede ayudarla, es él. Dios lo quiera. ¡Dios lo quiera! El anciano había juntado las manos como en una plegaria. De repente se me acercó: —Y ahora escuche, teniente. Querría pedirle algo. Ya le he contado hasta qué punto se toma interés por los demás ese doctor Condor..., pero mire, tiene que comprender que... precisamente el que sea tan buena persona también me inquieta... Tengo el temor, comprenda usted, siempre lo he tenido, de que por consideración hacia mí no me diga la verdad, toda la verdad... Siempre da esperanzas y promete que mi hija mejorará y se curará por completo..., pero cada vez que le pregunto cuándo y cuánto tiempo tardará todavía, sale con evasivas y se limita a contestar: ¡paciencia, paciencia! Sin embargo, se necesita tener una seguridad..., yo soy un hombre viejo y enfermo y tengo que saber si viviré para verlo y si mi hija se curará de verdad, si se curará del todo... No, créame, teniente, no puedo seguir viviendo así..., tengo que saber si es seguro que Edith sanará y cuándo... Tengo que saberlo, no soporto por más tiempo esta incertidumbre.

Se puso de pie, dominado por la emoción, y se acercó a la ventana con tres pasos presurosos y enérgicos. Para mí no era nada nuevo. Cada vez que le acudían las lágrimas a los ojos, se refugiaba volviéndose bruscamente de espaldas. Tampoco él quería compasión..., ¡al fin y al cabo era como su hija! Al mismo tiempo su mano derecha hurgaba sin tino en el bolsillo trasero de la triste chaqueta negra. Sacó un arrugado pañuelo y en vano fingió que se secaba con él el sudor de la frente: demasiado claramente vi sus párpados enrojecidos. Una o dos veces se paseó arriba y abajo del despacho; yo oía gemidos y no sabía si eran los carcomidos maderos que crujían bajo sus pies o si era él mismo, viejo y achacoso, que suspiraba. Luego, como un nadador antes de lanzarse al agua, recobró el aliento.

—Perdone..., no era de esto de lo que le quería hablar... ¿Qué era...? Ah, sí, mañana por la mañana el doctor Condor regresa de Viena, me lo ha comunicado por teléfono... Viene regularmente cada dos o tres semanas para examinarla... Si por mí fuera, no lo dejaría marchar nunca..., podría quedarse a vivir en esta casa, le pagaría lo que fuera. Pero él dice que necesita una cierta distancia de observación, para... una cierta distancia para..., sí..., ¿qué iba a decir...? Ah, sí..., o sea que vendrá mañana por la mañana y por la tarde examinará a Edith. Como siempre se quedará a cenar y regresará por la noche en el expreso. Pues, bien, yo había pensado que si alguien le preguntara casualmente, alguna persona extraña, alguien no vinculado a la familia, alguien a quien él no conoce..., si le preguntara como de paso, como cuando alguien se interesa por un conocido..., le preguntara en qué consiste propiamente esta parálisis y si él cree que la niña tiene curación, curación total... ¿Me oye? Curación total, y cuánto tiempo cree que tardará... Tengo la impresión de que a usted no le mentiría... Con usted no tendría por qué andar con miramientos.

Podría decirle la verdad tranquilamente... Conmigo quizá mantiene una actitud más reservada.

Soy el padre, un hombre viejo y enfermo, y él sabe cómo me rompe el corazón la enfermedad de mi hija... Pero, por supuesto, usted no debe dejarle translucir que ha hablado conmigo..., debe llevar la conversación a este punto como por pura casualidad, tal como se suele preguntar a un médico... ¿Quiere...? ¿Me haría este favor? ¿Cómo podía negarme? Tenía sentado frente a mí a aquel anciano de ojos humedecidos, esperando mi sí como la trompeta del Juicio Final. Naturalmente se lo prometí todo. De golpe me alargó las dos manos.

—Enseguida lo supe..., desde aquel día en que usted regresó y fue tan bueno con mi hija, después de... Bueno, usted ya sabe... Entonces enseguida lo supe, y me dije: éste es un hombre que me comprende, él y sólo él se lo preguntará por mí y... le prometo, le juro, que ni antes ni después nadie lo sabrá, ni Edith, ni Condor, ni Ilona..., sólo yo sabré el favor, el inmenso favor, que me habrá prestado.

—Pero ¿qué dice, señor Von Kekesfalva...? Esto no es nada, es una insignificancia.

—No, no es una insignificancia..., es un favor muy grande el que me presta..., un favor muy grande y si—bajó un poco la cabeza y también la voz pareció retraerse tímidamente—... Si por mi parte pudiera hacer algo por usted..., tal vez usted tenga...

Debí de hacer un gesto de sobresalto (¿quería pagarme en el acto?), pues se apresuró a añadir con aquella voz balbuceante que lo acompañaba en los momentos de fuerte emoción: —No, no me interprete mal..., no me refiero... No me refiero a nada material..., sólo a que... A que estoy bien relacionado..., conozco a mucha gente en los ministerios, también en el de la Guerra... Y siempre es bueno hoy en día tener a alguien con quien se pueda contar... A eso me refería... A todos nos puede llegar el momento... Era esto..., sólo esto..., lo que le quería decir.

Me abochornó la tímida perplejidad con que me ofreció sus manos. Durante todo aquel rato no me había mirado ni una sola vez, había mantenido la cabeza baja como hablando a sus manos.

Sólo en aquel momento levantó la vista inquieto, buscó a tientas las gafas que se había quitado y se las caló con dedos temblorosos.

—Tal vez sea mejor —dijo después con voz queda— que volvamos ahora a la casa, si no... Si no a Edith le extrañará que tardemos tanto. Por desgracia hay que andar con mucho tiento con ella. Desde que enfermó, parece que... que sus sentidos se hayan agudizado más de lo normal.

Desde su habitación sabe todo lo que ocurre en la casa..., lo adivina todo antes de que nadie lo haya dicho... Al final podría... Por esto le propongo que volvamos antes de que empiece a sospechar.

Regresamos a la casa. En el salón Edith ya nos esperaba en su silla de ruedas. Al entrar nosotros, levantó su mirada gris y penetrante, como si quisiera leer en nuestras frentes gachas y algo abochornadas lo que habíamos estado hablando. Y como no le dimos indicación alguna, permaneció toda la noche notablemente taciturna y ensimismada.

Ante Kekesfalva había calificado de «insignificancia» el ruego de averiguar de un médico todavía desconocido para mí y del modo más natural posible cuáles eran las posibilidades de curación de la enferma y, visto desde fuera, la tarea que me imponía era realmente una menudencia. En cambio, me resulta difícil describir cuánto significaba para mí este encargo inesperado. Nada acrecienta tanto el amor propio de un joven, nada ayuda tanto a formar su carácter, como encontrarse de improviso ante una misión que tiene que llevar a cabo contando exclusivamente con su propia iniciativa y sus propias fuerzas. Por supuesto que ya antes se me habían confiado cometidos de responsabilidad, pero siempre habían sido de carácter oficial, militar, simples prestaciones que debía ejecutar como oficial por orden de mis superiores y dentro de una esfera de influencia muy limitada, por ejemplo mandar un escuadrón, conducir un transporte, comprar caballos, zanjar disputas entre los soldados. Sin embargo, todas estas órdenes y su ejecución estaban dentro de la norma institucional. Dependían de instrucciones escritas a mano o impresas y, en caso de duda, me bastaba el consejo de un camarada más veterano y experimentado para cumplir satisfactoriamente la orden recibida. La petición de Kekesfalva, en cambio, no iba dirigida a mí como oficial, sino a aquel yo interior todavía inseguro cuyas capacidades y cuyos límites aún tenía que descubrir. Y el hecho de que este hombre, un extraño, al verse en un trance me escogiera precisamente a mí entre todos sus amigos y conocidos, esta confianza me hizo más feliz que todas las alabanzas que había recibido hasta entonces de mis superiores o de mis compañeros.

Sin embargo, esta sensación de felicidad estaba hermanada con una cierta consternación, pues me hacía patente de nuevo cuán torpe y negligente había sido hasta entonces mi interés por los demás. Cómo había podido frecuentar aquella casa durante semanas y semanas sin formular la pregunta más lógica y natural: ¿la pobre muchacha será inválida toda la vida? ¿No encontrará la ciencia médica una cura para este debilitamiento de los miembros? Intolerable vergüenza: ni una sola vez había preguntado a Ilona, al padre o al médico de nuestro regimiento; había aceptado la parálisis como un hecho fatal; por esta razón la inquietud que atormentaba al padre desde hacía años me atravesó como una bala. ¿Y si ese médico pudiera liberar realmente a la muchacha de su sufrimiento? ¿Y si esas pobres piernas encadenadas pudieran volver a caminar libremente? ¿Si esa criatura estafada por Dios pudiera volver a correr escaleras arriba y abajo, perseguir su propia risa, dichosa y feliz? Esta posibilidad me embriagó de pronto; fue un placer imaginarse cómo los dos o los tres galoparíamos por los campos y ella, en vez de esperarme en su cárcel, me saludaría en el portal y me acompañaría a dar un paseo. Con impaciencia me puse a contar las horas que faltaban para sondear cuanto antes a aquel médico desconocido, con más impaciencia quizá que Kekesfalva; en mi vida ninguna misión me había parecido tan importante.

Así pues, al día siguiente me presenté más temprano que de costumbre (adrede me había liberado del servicio). Esta vez me recibió Ilona sola. Me contó que el médico de Viena había llegado, que ahora estaba con Edith y parecía que la examinaba con especial detenimiento.

Llevaba con ella dos horas y media y probablemente Edith estaría demasiado cansada para unirse a los demás; esta vez debería conformarme con la compañía de ella sola..., es decir, añadió, si no tiene mejores planes.

De esta observación deduje, para satisfacción mía (siempre envanece compartir un secreto sólo entre dos personas), que Kekesfalva no la había puesto al corriente de nuestro acuerdo. Pero no dejé que se me notara. Jugamos al ajedrez para pasar el tiempo, y pasó todavía un buen rato antes de que oyéramos en la habitación contigua los pasos impacientemente esperados. Al fin Kekesfalva y el doctor Condor entraron enfrascados en una animada conversación, y yo tuve que hacer un esfuerzo para disimular una cierta sorpresa, pues mi primera impresión al hallarme frente al doctor Condor fue decepcionante. Siempre que nos hablan de una persona que todavía no conocemos y nos dicen de ella muchas cosas interesantes, nuestra fantasía visual se forma de antemano una imagen suya empleando para ello con gran generosidad todo un acopio de recuerdos más valiosos y románticos. Para imaginarme a un médico genial como el que Kekesfalva me había descrito, tenía que recurrir a los rasgos esquemáticos con cuya ayuda los directores y los peluqueros de teatro mediocres ponen en escena al personaje «médico»: rostro inteligente, mirada aguda y penetrante, porte altivo, palabra brillante e ingeniosa...

Irremediablemente caemos de continuo en el error de pensar que la naturaleza distingue a personas especiales con un carácter especial ya a primera vista. Por eso fue para mí como un puñetazo en el estómago cuando, sin esperarlo, tuve que saludar con una reverencia a un caballero menudo y rechoncho, corto de vista y calvo, vestido con un traje gris arrugado y manchado de ceniza, con una corbata mal anudada; en vez de la mirada que mi imaginación se había formado —una mirada de diagnóstico perspicaz—, me encontré con unos ojos apagados y algo somnolientos tras unos quevedos baratos de montura de acero. Antes de que Kekesfalva me presentara, Condor me tendió una mano pequeña y húmeda y enseguida se volvió para encender un cigarrillo junto a la mesita de fumadores. Se desperezó negligentemente.

—Bueno, eso ya está. Pero tengo que confesarle sin más tardanza, mi querido amigo, que tengo un hambre atroz. Sería fantástico que pudiéramos comer algo pronto. Si la cena aún no está lista, quizá Josef podría anticiparme un bocadito, un emparedado o lo que sea.—Y dejándose caer en el sillón—: Nunca me acuerdo de que este expreso de la tarde no tiene coche restaurante. Otro ejemplo genuinamente austríaco de la negligencia del gobierno... Ah, bravo —se interrumpió cuando el criado abrió la puerta corredera del comedor—, siempre tan puntual, Josef. Ahora podré hacer los honores al jefe de cocina de la casa. Por culpa de las malditas prisas hoy no he tenido tiempo de almorzar.

Y, dicho esto, se dirigió al comedor a grandes zancadas, se sentó sin esperarnos y, con la servilleta colgada de cualquier manera sobre el pecho, empezó a sorber la sopa a todo correr y, a mi juicio, con exceso de ruido. Durante esta apremiante actividad no nos dirigió la palabra a mí ni a Kekesfalva. Su única ocupación parecía ser la comida, y al mismo tiempo su mirada miope apuntaba hacia las botellas de vino.

—¡Excelente... su vino de Szomorod, y además del noventa y siete! Lo recuerdo de la última vez. Sólo por él ya vale la pena el ajetreo del viaje. No, Josef, todavía no lo escancies. Mejor un vaso de cerveza, primero... Sí, gracias.

Vació la copa de un solo y largo sorbo y luego, poniéndose en el plato grandes pedazos del guiso prontamente servido, empezó a masticar sin prisa y a gusto. Como no parecía darse cuenta en absoluto de nuestra presencia, tuve tiempo para observar de reojo al comilón. Decepcionado, comprobé que aquel hombre elogiado con tanto entusiasmo tenía un rostro de lo más burgués y satisfecho, una cara de luna llena, surcada por pequeños cráteres y granos, una nariz de patata, un mentón indefinido, las mejillas rojizas y sombreadas por indicios de barba tupida, el cuello redondo y corto: en fin, exactamente el tipo que los vieneses denominan en su dialecto sumper, es decir, vulgar y trivial, que disfruta de la vida con placidez y empeño. Se había sentado cómodamente y comía a gusto; llevaba el chaleco arrugado y medio desabrochado. Poco a poco la persistente satisfacción con que masticaba me resultó un tanto irritante, quizá porque recordaba la deferencia y la cortesía con que el teniente coronel y el fabricante me habían tratado en aquella misma mesa, pero quizá también porque me asaltó la duda de que alguien que comía y bebía con tanta avidez, que siempre miraba el vino al trasluz antes de probarlo con un chasquido, fuera capaz de dar una respuesta precisa a una consulta tan confidencial.

—¿Y, pues, qué hay de nuevo por aquí? ¿Cómo va la cosecha? ¿Las últimas semanas no han sido demasiado secas ni demasiado calurosas? Algo de esto he leído en el periódico. ¿Y la fábrica? ¿Han vuelto ustedes a subir los precios en el cártel del azúcar? Con estas preguntas planteadas con indolencia, diría incluso que con pereza, que en realidad no pedían respuesta alguna. Condor interrumpía de vez en cuando su impetuoso masticar y engullir; parecía ignorar con terquedad mi presencia y, a pesar de que yo había oído hablar de las típicas ordinarieces de los médicos, se apoderó de mí un cierto enojo hacia aquel personaje bonachón a la vez que grosero. El mal humor me impidió pronunciar una sola palabra.

Pero nuestra presencia no lo incomodaba en absoluto, y cuando finalmente pasamos al salón, donde ya estaba servido el café, Condor se dejó caer con un suspiro de satisfacción en el sillón de enferma de Edith, provisto de toda clase de comodidades especiales, como una estantería para libros giratoria, ceniceros y un respaldo ajustable. Como el enojo vuelve a la gente no sólo maliciosa, sino también perspicaz, no pude menos de comprobar con cierta satisfacción, al verlo adoptar una postura tan perezosa, cuán cortas eran sus piernas con sus calcetines caídos y cuán blanda y fofa era su barriga, y para demostrar lo poco que me importaba llegar a conocerlo algo mejor, di la vuelta a mi sillón de tal modo que prácticamente le daba la espalda. Condor, sin embargo, indiferente por completo a mi ostensible silencio y a las idas y venidas nerviosas de Kekesfalva por el salón —el anciano erraba sin cesar arriba y abajo como un fantasma con cigarros, mechero y coñac para comodidad del médico—, no sacó menos de tres cigarros a la vez de la caja, dejando dos de reserva junto a la taza de café y, aunque el mullido sillón se amoldaba a su cuerpo como hecho a medida, todavía no le parecía lo bastante cómodo. Se movía y removía hasta encontrar la postura más ostentosamente holgada. Sólo después de haber tomado la segunda taza de café, respiró satisfecho, como un animal ahíto. Asqueroso, asqueroso, me dije. De pronto, estiró los miembros y guiñó el ojo a Kekesfalva irónicamente.

—Bueno, usted es como san Lorenzo en la parrilla. No le duele obsequiarme con buenos cigarros porque no puede esperar que le haga el informe de una vez. Pero usted ya me conoce.

Sabe que no me gusta mezclar la comida con la medicina... Además, realmente estaba demasiado hambriento y cansado. Desde las siete y media de la mañana me tengo sin descanso sobre mis piernas y ya tenía la sensación de vacío no sólo en el estómago sino también en la cabeza. Pues bien —chupó lentamente el cigarro y expulsó el humo grisáceo formando volutas en el aire—, bien, amigo mío, vamos allá. Va todo muy bien. Los ejercicios de caminar, los ejercicios de estiramiento, todo va como es debido. Tal vez va todo un átomo mejor que la última vez. Como le decía, podemos estar contentos. Sólo—chupó de nuevo el cigarro—, sólo en el porte general..., en lo que llamamos el aspecto psíquico la he encontrado hoy..., pero, por favor, no se asuste tan pronto, mi querido amigo..., la he encontrado hoy algo cambiada.

A pesar de la advertencia, Kekesfalva se alarmó sobremanera. Vi cómo la cuchara que tenía en la mano empezaba a temblar.

—¿Cambiada...? ¿Qué quiere decir...? ¿En qué sentido? —Bueno, cambiada quiere decir cambiada... No he dicho que haya empeorado, amigo mío.

Como dijo el padre Goethe, no me interprete mal por arriba ni por abajo. Por ahora ni yo mismo sé muy bien lo que pasa..., pero hay algo que no cuadra.

El anciano seguía con la cuchara en la mano. Por lo visto no tenía fuerza para depositarla sobre la mesa.

—¿Qué es... Qué es lo que no cuadra? El doctor Condor se rascó la cabeza.

—¡Ah, si yo lo supiera! De todos modos no tiene por qué preocuparse. Al fin y al cabo hablamos en tono académico y sin hacer comedia. Prefiero decírselo de nuevo con toda claridad: no es el cuadro clínico lo que encuentro cambiado, sino algo en la enferma misma. Hoy le pasa algo, no sé qué. Por primera vez he tenido la impresión de que se me iba de la mano. —Chupó de nuevo el cigarro y luego volvió bruscamente sus vivaces ojos hacia Kekesfalva—. ¿Sabe usted?, lo mejor sería atacar el tema abiertamente. No tenemos por qué andar con reparos entre nosotros y podemos jugar a cartas vistas. Bueno, pues, amigo mío, ahora dígame clara y sinceramente: en su sempiterna impaciencia, ¿han consultado a otro médico? ¿Alguien más ha examinado o tratado a Edith durante mi ausencia? Kekesfalva se levantó precipitadamente como si lo hubieran acusado de algo monstruoso.

—Pero, por el amor de Dios, doctor, le juro por la vida de mi hija...

—Está bien, está bien..., no vaya a padecer de úlcera —se apresuró a interrumpirlo Condor—.

Le creo igualmente. Retiro la pregunta. Peccavi! Me he equivocado, ha sido una impertinencia...

Un falso diagnóstico es algo que les ocurre también a los consejeros imperiales y a los profesores.

¡Qué tontería! Hubiera jurado que... Bueno, entonces tiene que ser otra cosa..., pero es curioso, muy curioso... ¿Me permite...? Se sirvió una tercera taza de café.

—Sí, pero ¿qué le pasa a mi hija? ¿Qué ha cambiado...? ¿A qué se refiere? —tartamudeó el anciano con los labios resecos.

—Mi querido amigo, me lo pone muy difícil. Está de más cualquier preocupación, le doy mi palabra, mi palabra de honor. Si hubiera algo grave, no hablaría de ello ante un extraño... Oh, pardon, teniente, no quería ser descortés, quiero decir simplemente que... en tal caso no hablaría sentado cómodamente en una butaca, bebiendo su buen coñac... En verdad es un coñac excelente...

Se recostó de nuevo y parpadeó un momento.

—Sí, es difícil explicar así, a bote pronto, lo que ha cambiado en ella, porque es algo que se sitúa en el borde superior o inferior de lo explicable. Pero si antes sospeché que un médico extraño se había inmiscuido en el tratamiento..., la verdad, señor Von Kekesfalva, ya no lo creo, se lo juro..., es porque hoy por primera vez algo entre Edith y yo no ha funcionado como es debido..., no había el contacto normal... Espere, tal vez pueda expresarlo de modo más claro. Quiero decir que... en un tratamiento largo surge inevitablemente un cierto... un determinado contacto entre un médico y su paciente..., quizás incluso es demasiado burdo llamar contacto a esta relación, puesto que en última instancia esta palabra viene de «tocar», alude a algo corporal. En este sentido, y por raro que parezca, la confianza se mezcla con la desconfianza, luchan entre sí atracción y repulsión, y por supuesto esta mezcla varía de una visita a otra. Estamos habituados a ello. A veces al médico el paciente le parece cambiado y otras veces es el paciente quien ve cambiado al médico; a veces se entienden con sólo la mirada, otras veces hablan sin entenderse... Sí, son curiosas, muy curiosas, estas oscilaciones entre uno y otro, no se las puede captar y menos aún medir. Quizá sea más fácil de explicar con una comparación, aun a riesgo de que la comparación resulte un tanto basta.

Sucede, pues, con un paciente algo así como cuando usted ha estado varios días ausente y, al volver a casa, se pone a escribir a máquina. Al parecer, la máquina escribe igual que antes, funciona perfectamente como siempre. Sin embargo, usted nota por algo que no puede especificar que en el ínterin otra persona la ha usado. O usted, teniente, sin duda nota en su caballo, al cabo de dos días, que otro lo ha montado. Hay algo en su modo de andar, en su aire, que no concuerda del todo, ve que no le obedece, y probablemente tampoco sabrá definir en qué consisten los cambios, tan infinitesimales son... Ya sé que son comparaciones muy toscas, pues la relación de un médico con sus pacientes es, por supuesto, mucho más sutil. Ya le he dicho que me vería en un grave aprieto, si me pedía que le explicara lo que ha cambiado en Edith desde la última vez. Pero algo..., y me exaspera no llegarlo a entender..., algo pasa, algo ha cambiado en ella.

—Pero... ¿cómo se manifiesta ese algo? —preguntó Kekesfalva jadeando.

Vi que todos los juramentos de Condor no conseguían tranquilizarlo, y su frente brillaba de sudor.

—¿Que cómo se manifiesta? Pues en pequeños detalles, en imponderables. En los ejercicios de estiramiento he notado que me oponía resistencia incluso antes de que empezara propiamente a examinarla. Se ha rebelado: «Es inútil, igual que siempre.» Otras veces, en cambio, esperaba impaciente el resultado. Después, cuando le he propuesto unos determinados ejercicios, ha hecho observaciones necias como «Ah, esto tampoco servirá», o «Con esto tampoco avanzamos mucho».

Admito que tales observaciones en sí carecen de importancia..., mal humor, nervios sobreexcitados..., pero hasta ahora, amigo mío, Edith nunca me había dicho nada por el estilo.

Bueno, quizá se trate sólo de mal humor..., puede ocurrirle a cualquiera.

—Pero ¿verdad que... el cambio no ha sido a peor? —¿Cuántas palabras de honor tendré que poner sobre la mesa? Si hubiera empeorado lo más mínimo, yo como médico estaría tan preocupado como usted como padre, y ya ve que no lo estoy en absoluto. Al contrario, esta rebeldía no me disgusta en absoluto. De acuerdo que su hija se comporta de modo más irritable, adusto e impaciente que hace unas semanas, probablemente también a usted le da más de un hueso que roer. Pero, por otro lado, esta sublevación denota también un cierto aumento del deseo de vivir y de curarse: cuanto con más fuerza y con más normalidad empieza a funcionar un organismo, con tanta más vehemencia quiere poner fin de una vez a su enfermedad. Créame, no queremos a los «buenos» pacientes, a los obedientes, tanto como usted se imagina. Son los que menos nos ayudan. Preferimos una voluntad rebelde, enérgica e incluso furiosa por parte del enfermo, pues por extraño que parezca estas reacciones en apariencia poco razonables a veces producen mayor efecto que nuestros más sabios medicamentos. Así pues, le repito una vez más que no estoy en absoluto preocupado. Si ahora, por ejemplo, se quisiera empezar con ella una cura nueva, se le podría exigir cualquier esfuerzo.

Tal vez incluso sería ahora el momento oportuno de hacer entrar en juego las energías psíquicas, que precisamente en su caso son de una importancia decisiva. No sé —levantó la cabeza y nos miró— si me comprenden.

—Claro que sí —dije yo sin querer. Eran las primeras palabras que le dirigía. Todo aquello me parecía perfectamente natural y claro.

Pero el anciano no salía de su estupefacción. Seguía ensimismado y con la mirada completamente vacía. Me daba cuenta de que no había entendido nada de lo que Condor nos había explicado, porque en el fondo no quería entenderlo, porque toda su atención y temor estaban concentrados en el resultado final: ¿se curará? ¿Pronto? ¿Cuándo? —Pero ¿qué cura? —dijo tartamudeando y balbuciendo como siempre que se alteraba—. ¿Qué cura nueva?... Usted hablaba de una cura nueva... ¿Qué cura nueva quiere probar? Comprendí enseguida que se aferraba a la palabra «nueva», porque veía en ella una nueva esperanza.

—Amigo mío, deje a mi cargo lo que yo vaya a tratar de hacer y cuando lo haga... Por favor, no me atosigue, no quiera siempre conseguir por la fuerza lo que no se puede conseguir por arte de magia. Nuestro «caso», como se denomina entre nosotros de este modo tan antipático, es y será la mayor de mis preocupaciones. Terminaremos con él.

El anciano miraba mudo y abatido. Vi cómo a duras penas se contenía para no formular de nuevo una de sus preguntas absurdamente obstinadas. También Condor debió de haber percibido algo de esta presión silenciosa, pues de pronto se levantó.

—Y por hoy damos por zanjada esta cuestión, ¿verdad? Les he hablado de mi impresión, todo lo demás son cuentos y monsergas... Incluso si en los próximos días Edith se vuelve todavía un poco más irritable, no se asuste enseguida, ya vendré yo a comprobar qué tornillo se ha aflojado.

Usted sólo tiene que hacer una cosa: no rondar alrededor de la enferma tan azorado y temeroso. Y, en segundo lugar, cuide mejor sus propios nervios. Tiene el semblante pálido y temo que de tanto atormentarse y calentarse la cabeza se va a deprimir más de lo que pueda justificar ante su hija.

Comenzará por acostarse hoy pronto y tomar unas gotas de valeriana antes de irse a la cama, para mañana levantarse fresco y descansado. ¡Se ha terminado la consulta por hoy! Acabaré de fumarme el cigarro y me pondré en camino.

—¿De veras... ¿De veras quiere irse ya? El doctor Condor se mantuvo firme: —Sí, mi querido amigo, basta por hoy. Esta noche me queda todavía un último paciente, algo maltrecho, al que he prescrito un largo paseo. Tal como me ve, estoy en pie desde las siete y media ininterrumpidamente, he pasado la mañana metido en el hospital, tuvimos un caso curioso, se trataba de... Pero no hablemos de esto... Después en el tren, luego aquí, y los médicos de vez en cuando tenemos que ventilar los pulmones para mantener la cabeza despejada. De modo que hoy, por favor, nada de automóvil, prefiero ir paseando. Hay una magnífica luna llena. Por supuesto no voy a robarle al teniente, seguro que todavía le hará un poco de compañía, si quiere seguir levantado a pesar de la prohibición médica.

Pero entonces recordé mi misión.

—No —me apresuré a decir—, mañana tengo que entrar en servicio más temprano que de costumbre. Hace rato que debería haberme despedido.

—Pues, si le parece bien, emprenderemos juntos la marcha.

Entonces, por primera vez, una chispa brilló en la mirada cenicienta de Kekesfalva. ¡El encargo! ¡Preguntar! ¡Averiguar! También él se acordó.

—Y yo enseguida me voy a la cama —dijo con inesperada docilidad, guiñándome el ojo a escondidas de Condor. La advertencia era innecesaria, el pulso de mi mano golpeaba con fuerza contra el puño de la camisa. Sabía que en este momento comenzaba mi misión.

Apenas hubimos salido por la puerta, Condor y yo nos quedamos parados instintivamente en el peldaño superior de la escalinata, porque el jardín ofrecía un aspecto extraordinario. Durante las horas que habíamos pasado excitados dentro de la casa a ninguno de nosotros se le había ocurrido mirar por la ventana; ahora nos sorprendió un cambio total. Una luna llena gigantesca, como un disco de plata brillantemente pulido, pendía en medio de un cielo cuajado por completo de estrellas, y en tanto que el aire caldeado tras un radiante día de sol nos envolvía, aquel brillo deslumbrador parecía haber traído al mundo un invierno mágico. La grava resplandecía como nieve recién caída entre las dos hileras de árboles recortados en línea recta que con su negra sombra flanqueaban el camino; los árboles se erguían con una rigidez sin aliento, reflejándose ora en la luz ora en la oscuridad, como caoba y cristal. No recuerdo haber visto la luz de la luna con una sensación tan fantasmagórica como allí, en la calma e inmovilidad absolutas de aquel jardín anegado en el resplandor gélido y fluctuante; era tan engañoso el hechizo de aquella luz aparentemente invernal, que sin querer pisamos inseguros la brillante escalinata, como si fuera de cristal resbaladizo. Pero cuando caminamos a lo largo de la avenida de grava, bañada por la nívea luz crepuscular, de pronto ya no éramos dos, sino cuatro, pues nos precedían nuestras sombras, perfectamente modeladas por el intenso claro de luna. Sin querer, tenía que contemplar los dos tenaces compañeros negros que como siluetas errantes dibujaban delante de nosotros cada uno de nuestros movimientos y me tranquilizó un poco —a veces percibimos nuestras sensaciones con actitud curiosamente infantil— ver que mi sombra era más larga, más delgada y casi podría decir que «mejor» que la de mi acompañante, rechoncha y corta. Gracias a esta superioridad —ya sé que se necesita bastante valor para confesarse a sí mismo semejante simpleza— me sentí más seguro. Y es que las casualidades más peregrinas determinan las reacciones del alma y precisamente las circunstancias externas más nimias fortalecen o disminuyen nuestro valor.

Llegamos hasta la puerta enrejada sin pronunciar palabra. Para cerrarla tuvimos forzosamente que volvernos hacia atrás. La fachada de la casa resplandecía como pintada con fósforo azul, parecía un bloque de hielo reluciente, y la exaltada luz de la luna era tan deslumbrante, que no se podía distinguir qué ventanas estaban iluminadas por dentro y cuáles por fuera. Sólo el golpe seco de la aldaba al cerrar la puerta rompió el silencio; como si este ruido terrenal en medio del espectral silencio le hubiera infundido ánimos. Condor se volvió hacia mí con una naturalidad que yo no había esperado.

—Pobre Kekesfalva. Llevo todo el rato reprochándome que tal vez haya sido demasiado brusco con él. Ya sé, por supuesto, que hubiera preferido retenerme todavía unas cuantas horas más y preguntarme mil cosas o, en realidad, la misma cien veces. Pero, francamente, yo ya no podía más. Ha sido un día duro, enfermos de la mañana a la noche, y, además, todos ellos casos en los que no se avanza.

Mientras, habíamos entrado en la alameda, cuyos árboles unían sus ramas en una malla de sombra que no permitía pasar la luz de la luna. Con tanta más claridad brillaba la nívea grava en medio del camino, y nosotros seguimos este deslumbrante reguero de luz. Yo sentía demasiado respeto para contestar, pero Condor no parecía darse cuenta siquiera de mi presencia.

—Y luego hay días en que, la verdad, ya no soporto su insistencia. ¿Sabe usted?, lo difícil de nuestra profesión no son los enfermos; con el tiempo uno aprende a tratarlos, se adquiere técnica.

Y, a la postre, si los pacientes se quejan, preguntan e insisten, eso es tan propio de su estado como la fiebre o el dolor de cabeza. Contamos de antemano con su impaciencia. Estamos preparados y armados para ello, y todos tenemos frases y mentirijillas tranquilizantes tan a punto como somníferos y analgésicos. Pero nadie nos amarga tanto la vida como los parientes, los allegados, que se inmiscuyen entre el médico y el paciente y siempre quieren saber «la verdad». Actúan como si en aquel momento aquella persona fuera el único enfermo en la tierra y uno tuviera que cuidarla sólo a ella, sólo a ella. No tomo a mal en absoluto las preguntas de Kekesfalva, pero, ¿sabe usted?, cuando la impaciencia se hace crónica, a veces a uno le empieza a flaquear la paciencia. Le he explicado cien veces que ahora tengo un caso difícil en la ciudad, que es cuestión de vida o muerte. Y, a pesar de que lo sabe, me llama por teléfono todos los días, insistiendo una y otra vez, para conseguir alguna esperanza cueste lo que cueste. Y al mismo tiempo sé como médico que este desasosiego es fatal para su salud, me preocupa mucho más de lo que él se imagina. Por suerte no sabe lo mal que están las cosas.

Me asusté. ¡La situación, pues, es grave! Condor me dio clara y espontáneamente la información que quería obtener de él con argucias. Con profunda inquietud le interrumpí: —Perdone, doctor, pero comprenderá usted que esto me preocupa... No tenía idea de que Edith estaba tan mal...

—¿Edith? —Condor se volvió hacia mí estupefacto. Parecía darse cuenta por primera vez de que hablaba con otra persona—. ¿Por qué dice Edith? Yo no he dicho nada de Edith... Me ha entendido mal... No, no, en realidad el estado de Edith es estacionario, por desgracia sigue siendo estacionario. Es Kekesfalva quien me preocupa, y cada vez más. ¿No le ha llamado la atención cómo ha cambiado en los últimos meses, qué mal aspecto tiene, cómo desmejora de una semana a otra? —Yo, claro, eso no puedo juzgarlo..., sólo hace unas semanas que tengo el honor de conocer al señor Von Kekesfalva y...

—¡Ah, sí, es cierto! Perdone usted..., en este caso no puede haberlo apreciado, claro... Pero yo, que lo conozco desde hace años, la verdad es que hoy me he llevado un buen susto cuando por casualidad he visto sus manos. ¿No se ha fijado que son transparentes y están descarnadas?... Mire usted, cuando uno ha visto muchas manos de muertos se sorprende y se siente aterrado al encontrarse con esa especie de color azulado en la mano de una persona viva. Y luego... no me gusta su sensibilidad siempre a flor de piel: a la mínima se le humedecen los ojos, la más pequeña congoja le apaga el color de la cara. Ese abandono es más grave precisamente en hombres que como Kekesfalva toda la vida han sido decididos y enérgicos. Por desgracia no augura nada bueno que hombres duros se vuelvan de pronto blandos..., no, y ni siquiera me gusta verlos convertidos de golpe en personas afables y bondadosas. Algo falla, hay algo en su interior que no funciona.

Naturalmente, hace tiempo ya que tengo la intención de hacerle un reconocimiento a fondo..., lo malo es que no me atrevo a abordarlo, pues. Dios mío, insinuarle ahora que también él está enfermo y que podría morir, dejando a su hija tullida... ¡es impensable! Ya está minando bastante su salud con esa eterna obsesión, con esa delirante impaciencia... No, no, teniente, me ha entendido mal..., no es Edith, sino él, quien más me preocupa... Temo que el anciano no va a durar mucho.

Me quedé de una pieza. Nunca lo hubiera imaginado. Tenía yo entonces veinticinco años y no había visto morir a nadie cercano. Por eso me costaba hacerme a la idea de que alguien con quien había compartido la mesa, con quien había hablado y bebido, mañana mismo podía yacer rígido en su mortaja. Al mismo tiempo una punzada repentina en el corazón me hizo ver que había cogido verdadero cariño a aquel anciano. Perplejo y conmovido, no quería replicar cualquier cosa.

—Terrible —dije, embargado por la emoción—, sería terrible. Un hombre tan distinguido, tan generoso y bueno... realmente el primer noble húngaro auténtico que he conocido...

Pero entonces ocurrió algo sorprendente. Condor se detuvo de modo tan brusco, que sin querer mis pies también se pararon. Me miró fijamente; sus gafas relampaguearon al volverse hacia mí en un movimiento repentino. Después de tomar aliento una o dos veces, me preguntó perplejo: —¿Un noble...? ¿Y, además, auténtico, dice...? ¿Kekesfalva? Perdone usted, mi querido teniente..., pero ¿lo dice realmente en serio... eso de un auténtico noble húngaro? No comprendí del todo la pregunta. Pero tuve la sensación de haber dicho una tontería. De modo que contesté cohibido: —Sólo puedo juzgar por mí mismo, y en mi presencia el señor Von Kekesfalva se ha mostrado en toda ocasión del modo más afable y distinguido... En el regimiento siempre nos han pintado a los nobles húngaros como gente más bien arrogante..., pero yo... Yo no había conocido a un hombre más bondadoso...

Callé, porque noté que Condor me seguía mirando atentamente de reojo. Su cara redonda brillaba a la luz de la luna, los dos cristales de las gafas resplandecían enormes, y tras ellos percibí borrosos sus inquisitivos ojos; esto me produjo la impresión de ser yo un insecto agitándose bajo una potente lupa. Situados el uno frente al otro en mitad de la carretera, completamente vacía, debíamos ofrecer un extraño cuadro. Luego Condor agachó la cabeza y se puso a andar de nuevo, murmurando como para sí mismo: —Realmente... es usted... un hombre curioso. Perdone, no lo digo en sentido peyorativo, pero la verdad es que resulta curioso, tiene que admitirlo, curioso y raro... Tengo entendido que visita la casa desde hace unas semanas. Además, vive en una pequeña ciudad, en un gallinero, donde se cacarea no poco... y toma a Kekesfalva por un magnate... ¿No ha oído jamás de sus camaradas ciertas observaciones..., no diré desfavorables..., pero, en fin, observaciones acerca de su nobleza en el sentido de que no hay para tanto...? Por fuerza tiene que haber oído algún comentario.

—No —contesté con energía y me di cuenta de que empezaba a enojarme (no es una sensación agradable que le llamen a uno «curioso» y «raro»)—. Lo siento, pero no tolero que nadie me venga con chismorreos. Nunca he hablado con ninguno de mis camaradas sobre el señor Von Kekesfalva.

51 —Curioso —murmuró Condor—. Muy curioso. Siempre creí que él exageraba cuando me lo describía a usted. Y le diré francamente, porque parece que hoy es mi día de diagnósticos equivocados, que desconfiaba un poco de su entusiasmo... Me costaba creer que usted vino de visita sólo a causa de aquel incidente durante el baile y que volvió una y otra vez... por pura simpatía y compasión. Usted no sabe hasta qué punto explotan al pobre anciano... Yo me había propuesto, ¿por qué no decírselo?, averiguar qué le trae realmente por esta casa. Pensaba de usted que era..., ¿cómo decirlo de un modo cortés?..., un joven con pretensiones que venía a esquilarlo o, si he de serle sincero, un hombre interiormente muy joven, pues lo trágico y lo peligroso sólo ejerce una atracción tan notable en los jóvenes. Por lo demás, este instinto de los muy jóvenes suele ser acertado y usted se dio perfectamente cuenta de que Kekesfalva es en verdad un hombre muy especial. Sé muy bien lo que se le puede reprochar y por eso encontré un tanto gracioso, perdone usted, que lo calificara de noble. Pero haga caso de alguien que lo conoce mejor que nadie: no tiene por qué avergonzarse de su amistad con él y con la pobre niña. Por más cosas que le cuenten, no se deje engañar, nada tiene relación real con el hombre enternecedor y amable que es el Kekesfalva de hoy.

Condor hablaba mientras caminaba, sin mirarme; al cabo de un rato moderó el paso de nuevo.

Comprendí que daba vueltas a algo en la cabeza y no quise estorbarle. Seguimos andando en silencio el uno al lado del otro durante cuatro o cinco minutos; un carro se acercaba en sentido opuesto y nos hicimos a un lado; el carretero miró con curiosidad a la extraña pareja, un teniente al lado de un caballero bajito, rechoncho y con gafas, que paseaba en silencio por la carretera a altas horas de la noche. Dejamos pasar el carro y entonces, de repente, Condor se volvió hacia mí: —Escuche, teniente, las cosas medio hechas y las alusiones medio dichas siempre perjudican; todo lo malo de este mundo viene de las medias tintas. Mis labios quizá ya han hablado demasiado y de ningún modo quisiera irritar sus buenos sentimientos. Por otro lado, ya he despertado lo bastante su curiosidad para que acuda a otros en busca de información, y temo que por desgracia no siempre le cuenten la verdad. Al fin y al cabo resulta prácticamente imposible frecuentar una casa sin saber a la larga quiénes la habitan..., quizás en el futuro tampoco podrá usted hacerlo con suficiente naturalidad. De modo que, si de verdad le interesa saber algo de nuestro amigo, con mucho gusto me pondré a su disposición, teniente.

—Claro que me interesa.

Condor sacó el reloj.

—Las once menos cuarto. Tenemos todavía dos horas, mi tren no sale hasta la una y veinte.

Pero no creo que la carretera sea un buen lugar para hablar de estas cosas. Tal vez sepa usted de algún rincón tranquilo para conversar cómodamente.

Reflexioné un momento.

—El mejor sitio es la Taberna Tirolesa de la Erzherzog Friedrich-Strasse. Allí hay pequeños reservados donde nadie nos molestará.

—Magnífico. Justo lo que necesitamos —contestó y volvió a acelerar el paso.

Sin intercambiar más palabras llegamos al final de la carretera. Pronto apareció a la luz de la luna la primera calle con casas de la ciudad y una feliz casualidad quiso que no encontráramos a ninguno de mis camaradas en las calles ya completamente desiertas. No sé por qué, pero me hubiera resultado desagradable que al día siguiente me preguntasen acerca de mi acompañante.

Desde que me había visto envuelto en aquel extraño embrollo, ocultaba temeroso cualquier hilo que pudiera indicar una entrada al laberinto del que tenía la sensación de que me atraía a profundidades cada vez más misteriosas.

Aquella Taberna Tirolesa era un local pequeño y acogedor, con un punto de mala reputación.

Situada en una callejuela sinuosa y antigua, formaba parte, aunque separada, de una fonda de segunda o tercera categoría, muy estimada en nuestros círculos por la complaciente falta de memoria del portero, quien, a propósito, se olvidaba de importunar a los huéspedes que pedían 52 una habitación doble —también de día— con la hoja de registro exigida por la policía. Otra medida para garantizar la discreción de las horas de idilio más o menos largas era la circunstancia bien calculada de que, para llegar a aquellos nidos de amor, no hacía falta utilizar la llamativa entrada principal (una ciudad pequeña tiene mil ojos), sino que se podía subir directamente por la escalera desde la taberna y acceder así a la discreta meta sin llamar la atención. En este local dudoso, eran impecables, en cambio, los vinos de cereales de Terlan y los moscateles que se servían en la sala de abajo; todas las noches se congregaban y se instalaban cómodamente allí los ciudadanos en torno a las pesadas mesas de madera sin mantel y, tomando unas copas, discutían más o menos acaloradamente los temas obligados del municipio y del mundo. Alrededor de este espacio cuadrangular y un tanto vulgar, reservado a los honrados bebedores, que no buscaban en él otra cosa más que su vino y la lánguida compañía de los amigos, se habían construido una galería de los así llamados «reservados», un peldaño más altos, aislados entre sí por paredes de madera bastante gruesas y a prueba de ruidos, adornados además con superfluos pirograbados y brindis simplones. Gruesas cortinas separaban tan completamente las ocho cabinas del espacio central, que casi se las hubiera podido llamar chambres séparées, y hasta cierto punto para eso servían. Si oficiales o voluntarios de la guarnición querían divertirse con un par de chicas de Viena sin ser vistos, reservaban uno de esos palcos y, según dicen, incluso nuestro coronel, por lo general tan disciplinado, aprobaba expresamente estas sabias medidas, porque impedían a los civiles fisgonear en la vida alegre de sus muchachos. La discreción imperaba también en las prácticas internas como ley suprema: por orden expresa del propietario, un tal Ferleitner, las camareras ataviadas con el traje regional tirolés tenían la orden estricta de no levantar nunca las sagradas cortinas sin antes carraspear sonoramente ni de molestar a los señores militares de cualquier otro modo antes de que las hubieran llamado ellos con la campanilla. Así se protegía a la perfección la dignidad del ejército a la vez que su entretenimiento.

No debía de figurar a menudo en los anales de aquella taberna el que alguien quisiera utilizar un reservado sólo para hablar con tranquilidad. Pero a mí me resultaba enojoso que las explicaciones que el doctor Condor había prometido darme fueran interrumpidas por el saludo o la curiosidad de algún compañero o que tuviera que levantarme y ponerme firme a la llegada de un superior. Me desagradó incluso tener que atravesar el local al lado de Condor —¡qué risas mañana cuando se sepa que me he metido en uno de esos reservados íntimos a solas con un obeso desconocido!—, pero ya al entrar comprobé con gran satisfacción que allí reinaba el vacío propio de una pequeña guarnición a fin de mes. No había nadie de nuestro regimiento y teníamos a nuestra disposición todos los reservados.

Condor encargó de inmediato dos litros de vino blanco con el manifiesto propósito de impedir que la camarera volviera de nuevo, pagó en el acto y dio a la muchacha una propina tan generosa, que ésta desapareció para siempre con un agradecido «¡Que aproveche!». Cayó la cortina y sólo de vez en cuando nos llegaban algunas palabras o risas indistintas de las mesas del centro. Nos encontrábamos perfectamente aislados y resguardados en nuestra celda.

Condor escanció; primero llenó mi copa y después su vaso. Sus movimientos un tanto pausados revelaban que estaba preparando de antemano en su interior todo cuanto me quería contar (y quizá también lo que pensaba callar). Cuando se volvió hacia mí, había desaparecido completamente de su rostro aquel aspecto tardo y somnoliento, y su mirada estaba del todo concentrada.

—Será mejor que empecemos por el principio y que de momento dejemos de lado al noble señor Lajos von Kekesfalva, pues por aquel entonces no existía todavía. No había ningún terrateniente de levita negra y gafas doradas, no había ningún noble ni magnate. Sólo había, en un miserable pueblo de la frontera húngaro-eslovaca, un pequeño muchacho judío, de pecho estrecho y ojos penetrantes, que se llamaba Leopold Kanitz y al que creo que todos llamaban Lämmel Kanitz, Borreguito Kanitz.

Debí levantarme de golpe o denotar de otro modo mi sorpresa, pues esperaba cualquier cosa menos esto. Pero Condor prosiguió sonriente y con toda naturalidad: —Sí, Kanitz, Leopold Kanitz, yo no lo puedo remediar. Sólo mucho más tarde, y a petición de un ministro, se magiarizó el nombre de un modo tan sonoro y lo adornó además con una partícula nobiliaria. Probablemente a usted no se le ocurrió pensar que un hombre con influencia y bien relacionado, que vive aquí desde hace tiempo, puede hacerse una peau neuve, magiarizarse el nombre e incluso adquirir título nobiliario. Al fin y al cabo, ¿cómo podía saberlo un joven como usted? Además, ha bajado mucha agua por el Leitha desde que aquel braguillas, aquel avispado y pícaro mozalbete judío, cuidaba allá los caballos o los carros de los campesinos mientras sus dueños empinaban el codo en la taberna, o llevaba a casa las cestas de las verduleras a cambio de un capazo de patatas.

»Así pues, el padre de Kekesfalva o, mejor dicho, de Kanitz, no era un magnate, sino el arrendatario judío, desarrapado y de ensortijadas sienes, de una taberna situada en la carretera en las afueras del pueblo. Los leñadores y los cocheros se detenían allí por la mañana y por la tarde para calentarse con uno o más vasos de aguardiente de setenta grados, antes o después del viaje a través de los gélidos Cárpatos. A veces, el fuego líquido les calentaba demasiado los sentidos y entonces rompían sillas y vasos, y en uno de aquellos alborotos el padre de Kanitz sufrió una herida mortal. Unos campesinos que volvían borrachos del mercado habían empezado una pelea y, cuando el tabernero quiso separarlos para proteger su miserable establecimiento, uno de ellos, un hombretón, lo empujó hacia un rincón con tanta fuerza, que el pobre quedó allí tendido y gemebundo. A partir de aquel día escupió sangre y al cabo de un año murió en el hospital. No dejó dinero, y la madre, mujer esforzada, tuvo que ganarse la vida y la de sus hijos pequeños haciendo de lavandera y de comadrona. Además, vendía baratijas por las calles y Leopold le llevaba los paquetes a cuestas. El muchacho arrebañaba cuatro cuartos donde podía: haciendo de mozo recadero para un comerciante, llevando mensajes de pueblo en pueblo. A una edad en la que los otros niños se divierten todavía jugando a canicas, él ya sabía exactamente lo que cuesta todo, dónde y cómo se compra y se vende, cómo hacerse útil e indispensable; y todavía encontró tiempo para aprender más cosas. El rabino le enseñó a leer y escribir, y él era tan vivo y despierto, que a los trece años ya pudo trabajar en ocasiones como escribiente de un abogado y redactar a cambio de unas monedas las solicitudes y los formularios de impuestos para los pequeños comerciantes. Para ahorrar la luz (cada gota de petróleo significaba un despilfarro para aquella casa miserable) pasaba las noches sentado junto a la lámpara de señales próxima a la garita del guardagujas (el pueblo no tenía estación) estudiando los periódicos rotos que otros habían tirado.

Ya entonces los ancianos de la comunidad meneaban sus barbas en señal de aprobación y profetizaban que aquel mozalbete llegaría a ser alguien.

»No sé cómo se las arregló para escaparse de aquel pueblo eslovaco y llegar a Viena, pero cuando a sus veinte años apareció por estos alrededores, ya era agente de una prestigiosa compañía de seguros y, de acuerdo con su modo de ser laborioso e infatigable, añadió a esa actividad oficial otros cien pequeños quehaceres. Se convirtió en lo que en Galitzia se llama "factor", alguien que trafica con todo, lo agencia todo y tiende puentes donde haga falta entre la oferta y la demanda.

»Al principio se le toleraba. La gente pronto empezó a notar su presencia e incluso a servirse de él, pues sabía de todo y entendía de todo. Si una viuda buscaba casar a su hija, él se apresuraba a improvisar de casamentero; si alguien quería emigrar a América y para ello necesitaba referencias y documentos, Leopold se los reunía. Además, compraba ropa vieja, relojes, antigüedades, tasaba y canjeaba campos de cultivo, mercancías y caballos, y si un oficial necesitaba una fianza, él se la procuraba. De año en año se ampliaban sus conocimientos a la vez que se ensanchaba su esfera de actividades.

»Con una laboriosidad tan tenaz e infatigable se gana mucho. Pero las auténticas fortunas sólo se consiguen gracias a una determinada relación entre gastos e ingresos, entre debe y haber. Pues bien, en esto consistió el otro misterio del auge de nuestro amigo Kanitz: que durante todos aquellos años no gastó prácticamente nada, excepto para ayudar a toda una serie de parientes y subvencionar los estudios de su hermano. Las únicas adquisiciones importantes que se permitió para su persona fueron una levita negra y las gafas de metal sobredorado que usted ya conoce y que le daba entre los campesinos un aspecto de "hombre letrado". Pero cuando ya hacía tiempo que era acaudalado, por precaución seguía haciéndose pasar por simple agente. La palabra "agente" es maravillosa, una amplia capa con la que se puede ocultar todo lo que se quiera, y Kekesfalva escondía en ella sobre todo el hecho de que hacía tiempo que había dejado de ser intermediario para convertirse en capitalista y empresario. Para él era mucho más importante y acertado hacerse rico que pasar por rico (como si hubiera leído los sabios paralipómenos de Schopenhauer sobre lo que uno es o simplemente representa).

»De todos modos, el que alguien que es a la vez afanado, listo y ahorrador a la corta o a la larga se haga rico no me parece digno de un estudio filosófico especial, y tampoco admirable; al fin y al cabo los médicos sabemos mejor que nadie que en los momentos decisivos la cuenta corriente de poco le sirve a uno. Lo que sí me impresionó de nuestro Kanitz desde el principio es su voluntad realmente demoníaca para acrecentar, junto con su fortuna, también sus conocimientos. Las noches enteras en el tren, cada momento libre en el coche, en la fonda, en el camino, leía y aprendía. Estudiaba todos los libros de leyes, el derecho mercantil tanto como el industrial, para ser su propio abogado, seguía las subastas de Londres y de París como un anticuario profesional y estaba versado en todas las inversiones y transacciones como un banquero; la consecuencia lógica fue que sus negocios crecieran poco a poco cada vez en mayor escala. De los campesinos pasó a los arrendatarios, de los arrendatarios a los grandes terratenientes aristócratas; pronto gestionó la venta de cosechas enteras y de bosques, abasteció fábricas, fundó consorcios, finalmente consiguió incluso pedidos de suministros para el ejército y a partir de entonces se pudo ver cada vez más a menudo la levita negra y las gafas doradas en las salas de espera de los ministerios. Pero en este país la gente le seguía considerando un insignificante agente (y eso que por entonces había amasado ya una fortuna de un cuarto de millón de coronas o quizá de medio millón) y respondiendo al saludo de "el" Kanitz en la calle con gran indiferencia, hasta que dio el gran golpe y Lämmel Kanitz se convirtió en el señor Von Kekesfalva.

Cóndor se interrumpió.

—Bueno, todo lo que le he contado hasta ahora lo sé de segunda mano. Pero esta última historia la sé por boca de él mismo. Me la contó la noche en que, después de la operación de su esposa, esperamos en una habitación del sanatorio desde las diez de la noche hasta el amanecer. A partir de aquí puedo responder de cada palabra, pues en tales momentos no se miente.

Cóndor bebió un pequeño trago lenta y pensativamente antes de encender un nuevo cigarro; creo que era el cuarto de la noche y me llamó la atención que fumara tanto. Empecé a comprender que esa actitud tan manifiestamente jovial y relajada que adoptaba como médico, su lento modo de hablar y su aparente indolencia eran una técnica especial para, entretanto, reflexionar con más tranquilidad (y quizá también para observar). Tres o cuatro veces sus labios gruesos, medio dormidos, dieron una calada, mientras él seguía las volutas de humo con la mirada y un interés casi soñador. Luego, de golpe, cobró un nuevo impulso.

—La historia de cómo Leopold o Lämmel Kanitz se convirtió en dueño y señor Von Kekesfalva empieza en un tren de pasajeros de Budapest a Viena. A pesar de sus ya cuarenta y dos años y de su cabello entrecano, en aquella época nuestro amigo solía pasar las noches viajando..., los avaros economizan también el tiempo..., y no hace falta recalcar que viajaba exclusivamente en tercera. La larga experiencia le había enseñado cierta técnica para viajar de noche. Primero extendía sobre el duro banco de madera una manta escocesa que había adquirido barata en una subasta. A continuación, colgaba cuidadosamente su inevitable levita negra en un gancho para que no se arrugara, guardaba las gafas doradas en el estuche, sacaba de una bolsa de tela (nunca llegó a comprarse una maleta de cuero) una vieja bata acolchada y finalmente se cubría la cara con la gorra para que la luz no le diera en los ojos. Así pertrechado, se arrebujaba en un rincón del coche, acostumbrado desde hacía tiempo a dormitar también sentado. Desde niño, el pequeño Lämmel había aprendido que no hacía falta ninguna cama para pasar la noche ni ninguna comodidad para dormir.

»En esta ocasión, sin embargo, nuestro amigo no se durmió, pues en el compartimiento viajaban otras tres personas y hablaban de negocios. Y cuando alguien hablaba de negocios, Kanitz no podía dejar de escuchar. Su afán de aprender había disminuido con los años tan poco como su codicia; eran como las dos mitades de unas tenazas, unidas por un tornillo.

»En realidad estaba ya muy a punto de adormilarse, pero la palabra clave que lo despertó de repente como a un caballo cuando oye la trompeta fue un número: »—Figúrense ustedes, este chambón ha ganado sesenta mil coronas de golpe por una estupidez de campeonato.

»—¿Qué? ¿Sesenta mil? ¿Quién ha ganado sesenta mil? »En un instante Kanitz estuvo completamente despierto, como si una ducha helada le hubiera borrado el sueño de los ojos. Tenía que averiguar quién había ganado sesenta mil coronas y cómo.

Por supuesto se guardó muy bien de que los otros tres pasajeros notaran su interés. Al contrario: se caló la gorra en la frente para que la sombra le tapara del todo los ojos y los otros creyeran que dormía; al mismo tiempo, se les fue acercando poco a poco, aprovechando hábilmente las sacudidas del coche, para no perder ni una sola palabra con el traqueteo de las ruedas.

»El joven que hablaba con tanta vehemencia y había emitido el indignado toque de trompeta gracias al cual Kanitz se había espabilado resultó ser el escribiente de un abogado vienés, y la enorme irritación por la chiripa de su jefe le hacía perorar excitado: »—¡Y eso que el chapucero lo estropeó todo! Por culpa de una estúpida citación, que a lo más le reportó cincuenta coronas, llegó con un día de retraso a Budapest, y entretanto la idiota se dejó embaucar hasta las orejas. Todo había salido a pedir de boca: un testamento irreprochable, los mejores testigos suizos, dos dictámenes médicos irrefutables certificando que la Orosvár se encontraba en plena posesión de sus facultades mentales en el momento de redactar el testamento.

El atajo de bribones de sobrinos segundos y pseudoparientes políticos no recibiría un céntimo, a pesar de los escandalosos artículos que su abogado había publicado en los periódicos vespertinos, y el burro de mi jefe estaba tan convencido de que, como la vista oral no se celebraría hasta el viernes, podía regresar tan tranquilo a Viena para aquella estúpida citación. Entretanto, ese astuto bribón de Wiezner, el abogado de la parte contraria, se le acerca, le hace una visita amistosa, y la muy boba se pone histérica: "Pero si yo no quiero tanto dinero, sólo quiero vivir en paz", parodió el abogado, imitando un dialecto norteño. ¡Sí, paz, ahora ya la tiene, y los otros, a cambio de nada, tienen las tres cuartas partes de su herencia! Sin esperar a que llegara mi jefe, la imbécil firma un acuerdo, el acuerdo más estúpido e insensato desde Joriget. El plumazo le costó por lo menos medio millón.

»Y ahora preste atención, teniente. —Condor se volvió hacia mí—. Durante toda esta filípica nuestro amigo Kanitz permaneció en silencio, como un erizo enroscado, en su rincón, con la gorra calada casi hasta las cejas, pegado como una lapa a todo cuanto se decía. Enseguida comprendió de qué se trataba, pues el proceso Orosvár (empleo aquí un nombre falso, pues el verdadero es demasiado conocido) ocupaba los titulares de todos los periódicos húngaros y fue en verdad un asunto que levantó una gran polvareda. Se lo contaré en pocas palabras.

»La vieja princesa Orosvár, mujer riquísima procedente de algún lugar de Ucrania, había sobrevivido treinta y cinco años por lo menos a su marido. Tenaz como el cuero y más mala que una sabandija, desde que sus dos únicos hijos murieron de difteria en una misma noche, odiaba con toda el alma a todos los demás Orosvár porque habían sobrevivido a sus pobres criaturas.

Creo muy probable que llegara a los ochenta y cuatro años de edad sólo por maldad y despecho para que no la heredaran sus impacientes sobrinos y resobrinos. Si uno de sus parientes, ansioso de la herencia, anunciaba su visita, ella no lo recibía, incluso la carta más amable de alguno de la familia volaba bajo la mesa sin merecer contestación. Misántropa y caprichosa desde la muerte de los hijos y del esposo, sólo pasaba dos o tres meses en Kekesfalva y nadie entraba en la casa; pasaba el resto del año viajando por el mundo, vivía como una gran señora en Niza y Montreux, se vestía, se desnudaba, se hacía peinar, maquillar y arreglar las uñas, leía novelas francesas, compraba gran cantidad de vestidos, iba de tienda en tienda, regateaba y juraba como una verdulera rusa. Desde luego, la única persona que toleraba a su lado, su dama de compañía, no tenía la vida fácil. La pobre y callada mujer tenía que alimentar todos los días a tres repugnantes pinschers gruñones, cepillarlos y sacarlos a pasear, tocar el piano para la vieja loca, leerle libros y dejarse insultar sin motivo alguno del modo más cruel. Cuando la anciana, siguiendo una costumbre que había adquirido en Ucrania, tomaba unas cuantas copas de coñac o de vodka de más, incluso tenía que soportar palizas, según testimonios dignos de crédito. En todos los lugares de lujo, en Niza y Cannes, en Aix les Bains y Montreux, conocían a la vieja voluminosa señora, con su lustrosa cara de dogo y su cabello teñido, que siempre hablaba en voz alta, sin preocuparse de si alguien la oía, que discutía con los camareros como un sargento y dirigía muecas impertinentes a las personas que no le gustaban. En estos paseos terribles la seguía como una sombra (siempre tenía que ir detrás con los perros, nunca a su lado) la dama de compañía, una mujer delgada, pálida y rubia, de ojos asustados, que, bien se veía, se avergonzaba en todo momento de las rudas maneras de su señora y al mismo tiempo la temía como al mismo diablo.

»Pues bien, a los setenta y ocho años y en el mismo hotel de Territtet donde solía alojarse la emperatriz Isabel, la princesa Orosvár contrajo una grave pulmonía. Sigue siendo un misterio la manera como esta noticia llegó hasta Hungría, pero lo cierto es que, sin ponerse de acuerdo, los parientes acudieron presurosos, ocuparon el hotel, asaltaron al médico pidiéndole noticias y esperaron; esperaron su muerte.

»Pero mala hierba nunca muere. El viejo dragón se recuperó y el día en que se enteraron de que la convaleciente bajaría al vestíbulo por primera vez, los impacientes parientes se marcharon.

La Orosvár había husmeado la llegada demasiado interesada de sus herederos y, rencorosa como era, sobornó por de pronto a camareros y doncellas para que le transmitieran cada palabra que sus parientes habían pronunciado. Todo encajaba. Los apresurados herederos se habían peleado entre sí para ver quién se quedaba con Kekesfalva y quién con Orosvár, quién con las perlas, quién con las posesiones de Ucrania y quién con el palacio de la Ofnerstrasse. Éste fue el primer golpe. Al cabo de un mes llegó la carta de un prestamista de Budapest llamado Dessauer comunicándole que no podía prolongar por más tiempo el crédito a su sobrino nieto Deszö, a menos que ella le asegurase por escrito que era heredero suyo. Fue la gota que colmó el vaso. La Orosvár convocó a su abogado de Budapest a través de un telegrama, redactó con él un nuevo testamento y por supuesto (la maldad hace clarividente) en presencia de dos médicos, que certificaron expresamente que la princesa estaba en plena posesión de sus facultades mentales. El abogado se llevó el testamento a Budapest; el documento permaneció seis años sin abrir en su bufete, porque la anciana Orosvár no tenía ninguna prisa para morir. Cuando finalmente se pudo abrir, hubo una gran sorpresa. Se nombraba heredera universal a la dama de compañía, una tal señorita Annette Beate Dietzenhof de Westfalia, un nombre que a partir de entonces retumbó terriblemente en los oídos de toda la parentela. Heredó Kekesfalva, Orosvár, la fábrica de azúcar, la yeguada y el palacio de Budapest; sólo las posesiones de Ucrania y el dinero en efectivo los legó la vieja princesa a su ciudad natal, para la construcción de una iglesia ortodoxa. Ninguno de los parientes recibió siquiera un botón. Esta omisión quedó expresa e infamemente registrada en el testamento con el argumento: "porque no pudieron esperar mi muerte".

»Esto dio motivo a un suculento escándalo. La parentela puso el grito en el cielo, acudió a los abogados y éstos formularon las protestas de rigor, aduciendo que la testadora no estaba lúcida, pues había redactado el testamento durante una grave enfermedad y además se encontraba en una relación patológica de dependencia respecto a su dama de compañía; no cabía duda de que ésta había forzado astutamente la voluntad de la enferma mediante la sugestión. Al mismo tiempo trataron de inflar la historia y convertirla en una cuestión nacional: unas propiedades húngaras, que desde los tiempos de Arpad habían pertenecido a los Orosvár, pasarían ahora a manos de una extranjera, una prusiana, y la otra mitad de la fortuna a las de la Iglesia ortodoxa; en Budapest no se hablaba de otra cosa; los periódicos llenaban con ello columnas enteras. Pero, a pesar del alboroto levantado por los perjudicados, su causa no prosperó. Los herederos ya habían perdido el proceso en dos instancias; para su desgracia, los dos médicos vivían todavía en Territtet y confirmaron de nuevo su dictamen anterior sobre la total lucidez de la princesa. También los otros testigos tuvieron que admitir en un careo que, si bien en los últimos años la anciana princesa se había mostrado caprichosa, sin embargo estaba completamente lúcida. Habían fracasado todas las artimañas de los abogados, todas las intimidaciones, y era de esperar cien a uno que la curia real no invalidaría las decisiones tomadas anteriormente a favor de la Dietzenhof.

»Kanitz, por supuesto, había leído las informaciones acerca del proceso, pero escuchaba atentamente cada palabra, porque los asuntos monetarios ajenos le apasionaban como objetos de estudio; además conocía la propiedad Kekesfalva de sus tiempos de agente.

»—Imagínate —prosiguió entretanto el pequeño escribiente— el humor de mi jefe cuando a su regreso vio cómo habían engañado a aquella estúpida. Ya había renunciado a Orosvár y al palacio de la Ofnerstrasse por escrito y se había contentado con Kekesfalva y la yeguada. Al parecer, la había impresionado sobre todo la promesa de aquel tunante de que en adelante no tendría nada más que ver con los tribunales, incluso de que los herederos se harían cargo generosamente de los honorarios de su abogado. Bueno, de iure, aún se habría podido impugnar tal acuerdo, pues al fin y al cabo no se había tomado ante notario, sino sólo ante testigos, y habría sido de lo más fácil sitiar por hambre a esa caterva codiciosa, que ya no disponía de un céntimo para resistir más tramitaciones por nuevas instancias. Naturalmente, el maldito deber de mi jefe era decirles cuatro verdades e impugnar el acuerdo en interés de la heredera. Pero la pandilla supo agarrarlo bien por el cogote: le ofrecieron alevosamente sesenta mil coronas como honorarios si no ocasionaba más molestias. Y como él, aparte de todo, estaba furioso con la estúpida que en cosa de media hora se había dejado sonsacar un hermoso millón en números redondos, declaró válido el acuerdo y se embolsó el dinero. ¡Sesenta mil coronas! ¿Qué dices? ¡Y sólo por haber echado a perder la causa de su clienta por culpa de un estúpido viaje a Viena! Sí, tuvo suerte. El Señor, cuando duerme, favorece a los mayores tunantes. De toda la herencia millonaria no le queda sino Kekesfalva y, como la conozco, tampoco tardará en perderlo. ¡Es tonta de remate! »—¿Qué va a hacer con esta propiedad? —preguntó el otro.

»—¡Disparates, créeme! ¡Seguro que tonterías! Además, he oído campanas acerca de que los del cártel del azúcar quieren quitarle la fábrica. Creo que pasado mañana llega el director general de Budapest. Y creo que arrendará la finca un tal Petrovic, que era el administrador de la misma, pero puede ser también que los del cártel la administren por cuenta propia. Dinero no les falta, pues dicen que un banco francés (¿no lo ha leído en los periódicos?) prepara una fusión con la industria bohemia...

»Llegados a este punto, la conversación se desvió hacia temas más generales. Pero nuestro Kanitz había oído suficiente, tanto como para que le ardieran los oídos. Pocos conocían Kekesfalva tan a fondo como él; había estado allí ya veinte años atrás para asegurar el mobiliario. Conocía también a Petrovic, incluso lo conocía muy bien de la época de sus primeros negocios; ese tipo que se daba aires de honrado solía depositar los buenos dineros que todos los años se metía en el bolsillo con la administración de la finca en hipotecas que le conseguía el doctor Gollinger por mediación de Kanitz. Pero para éste lo más importante era que recordaba con toda exactitud un armario lleno de porcelana china y ciertas estatuillas vidriadas y bordados de seda que procedían del abuelo de los Orosvár, que había sido embajador de Rusia en Pekín; ya en vida de la princesa él, el único que conocía su inmenso valor, trató de comprarlas para los Rosenfeld de Chicago. Eran piezas rarísimas, de un valor aproximado de dos a tres mil libras; la anciana Orosvár no tenía ni idea, desde luego, de los precios que se pagaban en América desde hacía unas décadas por tales objetos asiáticos, pero despachó a Kanitz de malos modos, diciéndole que no le daría nada y que se fuera al diablo. Si estas piezas todavía existían (Kanitz se estremeció con sólo pensarlo), se podrían conseguir a un precio ridículo teniendo en cuenta el cambio de dueño. Lo mejor sería, claro está, asegurarse el derecho de preferencia para todo el inventario.

«Nuestro Kanitz hizo como si se despertara de repente (hacía rato que los otros tres viajeros hablaban de otras cosas), bostezó con arte y primor, se desperezó y sacó el reloj: en media hora el tren se detendría aquí, en la ciudad de su guarnición. Se apresuró a doblar la bata, se puso la inevitable levita negra y se arregló. A las dos y media en punto se apeó, se dirigió en coche al León Rojo, pidió una habitación, y no hará falta subrayar que durmió muy mal, como todo general la víspera de una batalla incierta. A las siete (para no perder un instante) se levantó y con paso firme recorrió la avenida que acabamos de dejar atrás en dirección al castillo. ¡Adelantarse, pensaba, llegar antes que los demás! ¡Liquidarlo todo antes de que acudiesen los buitres de Budapest! Persuadir lo antes posible a Petrovic de que le avisase en caso de que se llegara a vender el mobiliario. En caso necesario, subastarlo todo a medias con él y asegurarse el inventario en el reparto.

»Desde la muerte de la princesa había poco personal en el castillo, de modo que Kanitz pudo deslizarse fácilmente y contemplarlo todo a sus anchas. Es una hermosa propiedad, piensa, muy bien conservada, con los postigos recién pintados, las paredes pintadas, una verja nueva... Sí, sí, ese Petrovic sabe por qué manda hacer tantas reparaciones, pues con cada factura suculentas comisiones van a parar a su bolsillo. Pero ¿dónde se ha metido el hombre? La entrada principal resulta cerrada, nadie se mueve en el pabellón de administración por más fuerte que se llame...

¡Maldición! ¿Y si al final resulta que el individuo se ha marchado a Budapest para cerrar el trato con la boba de Dietzenhof? »Impaciente, Kanitz vuela de una puerta a otra, llamando, dando palmadas...; nadie. ¡Nadie! Al fin, deslizándose sigilosamente por la estrecha puerta lateral, divisa una figura de mujer en el invernadero. A través de los cristales sólo ve que riega las flores. Por fin alguien que podrá informarle. Kanitz da toscos golpes en los cristales. Grita «hola» y da palmadas para llamar la atención. La mujer que, dentro, se ocupa de las flores, se sobresalta, y pasa un rato antes de que se atreva a acercarse tímidamente a la puerta, como si la hubieran pillado con las manos en la masa; una mujer rubia, flaca, ya entrada en años, que lleva una sencilla blusa negra y un delantal de indiana atado por delante, aparece ahora entre los postes con las tijeras de podar todavía medio abiertas en la mano.

»Kanitz la increpa un tanto impaciente: »—¿Siempre hace esperar tanto a la gente? ¿Dónde está Petrovic? »—¿Quién dice? —pregunta la enjuta muchacha con mirada perpleja; involuntariamente da un paso hacia atrás y esconde las tijeras de podar detrás de la espalda.

»—¡¿Quién?! ¿Cuántos Petrovic hay aquí? ¡Me refiero a Petrovic, el administrador! »—Ah, perdone usted..., el... el señor administrador... Sí, sí. Yo tampoco lo he visto..., creo que se ha ido a Viena... Pero la señora ha dicho que lo espera de vuelta antes de la noche.

»Espera, espera, piensa Kanitz irritado. Esperar hasta la noche. Perder otra noche en el hotel.

Más gastos innecesarios y sin saber de lo cierto qué saldrá de todo esto.

»—¡Qué fastidio! ¡Precisamente hoy tiene que estar ausente este hombre! —murmura a media voz y luego se dirige a la muchacha—: ¿Se puede visitar el castillo mientras tanto? ¿Alguien tiene las llaves? »—¿Las llaves? —repite ella, sorprendida.

»—¡Sí, diablos, las llaves! (¿A qué vienen tantos remilgos?, piensa. Seguramente tiene órdenes de Petrovic de no dejar entrar a nadie. Bueno, a lo sumo habrá que darle una propina a esta miedosa estúpida.) —De pronto adopta una actitud jovial y prosigue en una mezcla de dialectos campesino y vienes—: Vamos, mujer, no tenga tanto miedo. No le voy a quitar nada. Sólo quiero echar una ojeada. Bueno, qué, ¿tiene o no tiene las llaves? »—¿Las llaves?... Claro que las tengo —balbucea—, pero... no sé cuándo volverá el señor administrador...

»—Ya le he dicho que para esto no necesito a su Petrovic. Basta de monsergas. ¿Conoce la casa? »La torpe muchacha está cada vez más confusa: »—Creo que sí..., más o menos...

»Una idiota, piensa Kanitz. ¡Vaya un desastre de personal contrata Petrovic! Y en voz alta ordena: »—Bueno, vamos, no tengo mucho tiempo.

»Él pasa delante y ella, efectivamente, lo sigue, tímida e inquieta. En la puerta de la casa, vacila de nuevo.

»—¡Mil rayos! ¡Abra de una vez! »¿Por qué actúa tan estúpida y apocadamente?, se pregunta Kanitz, irritado. Mientras ella saca las llaves de una bolsa de cuero delgada y gastada, él pregunta por mera precaución: »—¿En realidad, cuál es su papel en esta casa? »Intimidada, la muchacha se detiene y se ruboriza.

»—Soy... —comienza, pero enseguida se corrige—, era la dama de compañía de la señora princesa.

»Ahora es a nuestro Kanitz a quien se le corta la respiración (y le juro que era difícil desconcertar a un hombre de su calibre). Involuntariamente da un paso atrás.

»—¿Entonces..., no será usted la señorita Dietzenhof? »—Sí, soy yo —responde ella, asustada, como si la hubieran acusado de un crimen.

»Una sola cosa no había conocido hasta entonces en su vida: la perplejidad. Pero en aquel instante quedó totalmente perplejo por haber arremetido ciegamente contra la legendaria señorita Dietzenhof, la heredera de Kekesfalva. Cambió de tono en el acto.

»—Perdone —balbucea totalmente consternado y se apresura a quitarse el sombrero—.

Perdone, señorita... Pero nadie me había informado de que la señorita ya había llegado... Le pido mil disculpas... He venido sólo para...

»Se interrumpe, pues ahora se trata de inventar algo plausible.

»—Vengo por el seguro... Estuve aquí varias veces hace años, en vida de la difunta señora princesa. Lamento que entonces no tuviera la oportunidad de conocerla a usted, señorita... Sólo por esto, por el seguro..., para ver si el inventario está intacto... Tenemos la obligación de comprobarlo. De todos modos no hay prisa.

»—Oh, por favor, por favor... —dice ella tímidamente—. Yo no entiendo mucho de estas cosas. Quizá mejor que hable con el señor Peterwitz.

»—Claro, claro —responde nuestro Kanitz, quien todavía no ha recuperado del todo su presencia de ánimo—. Naturalmente esperaré al señor Peterwitz. (¿Para qué corregirla?, piensa.) Pero si usted no tiene inconveniente, podría hacer una inspección del castillo, así después lo dejaríamos todo solucionado en un santiamén. Supongo que no se ha modificado el inventario.

»—No, no —se apresura ella a contestar—. Nada se ha modificado. Si quiere usted convencerse...

»—Es usted muy amable, señorita—. Kanitz hace una reverencia y los dos franquean la puerta.

»En el salón, su mirada se detiene primero en los cuatro Guardi que usted ya conoce y al lado, en el boudoir de Edith, la vitrina con la porcelana china, las tapicerías y las estatuillas de jade. ¡Qué alivio! Todo está allí. Petrovic no ha robado nada, el muy estúpido prefiere sacar provecho de la avena, la alfalfa, las patatas y de las comisiones por los arreglos. La señorita Dietzenhof, evidentemente preocupada por no molestar al desconocido en su nerviosa inspección, abre mientras tanto las persianas. La luz entra a raudales y a través de las altas puertas vidrieras se divisa hasta el fondo del parque. Es preciso entablar conversación, piensa Kanitz, no dejar a la muchacha de lado, trabar amistad con ella.

»—Hay una bonita vista del parque desde aquí —empieza, respirando profundamente—. Es fantástico vivir aquí.

»—Sí, muy bonita —confirma ella dócilmente, pero el tono del asentimiento no parece muy sincero.

»Kanitz nota enseguida que la aturdida muchacha ha olvidado contradecir abiertamente. Sólo al cabo de un rato añade como rectificación: »—La verdad es que la señora princesa nunca se sintió a gusto aquí. Siempre decía que la tierra llana la ponía melancólica. En realidad, desde siempre sólo las montañas y el mar le han gustado. Esta región le parecía demasiado solitaria, y sus gentes...

»Se interrumpe de nuevo. Sin embargo, Kanitz recuerda que es preciso conversar, hablar, no dejar a la muchacha de lado, trabar amistad con ella.

»—Espero que usted, en cambio, ahora se quedará entre nosotros, señorita.

»—¿Yo? —Levanta involuntariamente la mano, como queriendo alejar algo indeseado—.

¿Yo...? No. ¡Oh, no! ¿Qué haría yo sola en esta casa enorme...? No, no, me iré tan pronto como esté todo en orden.

»Kanitz la mira cautelosamente de reojo. ¡Qué pequeña se ve la pobre dueña en este gran salón! Un poco demasiado pálida y atemorizada. De lo contrario, casi se podría decir que es bonita; ese rostro estrecho y alargado, de párpados velados, sugiere un paisaje bajo la lluvia; los ojos parecen de un suave azul de centaurea, unos ojos tiernos y cálidos que, sin embargo, no se atreven a resplandecer resueltamente y se esconden una y otra vez bajo los párpados. Y Kanitz, observador experimentado, se da cuenta enseguida de que se halla en presencia de un ser sumiso, un ser sin voluntad, al que se puede hacer bailar al son que se quiera. ¡De modo que a conversar! ¡Conversar! Y con la frente fruncida mostrando interés sigue preguntando: »—Pero ¿qué será entonces de esta hermosa propiedad? Una posesión corno ésta requiere alguien que la gobierne, y que la gobierne con autoridad.

»—No lo sé, no lo sé —responde ella, muy nerviosa. Su delicado cuerpo se estremece de inquietud, y en este preciso instante Kanitz comprende que la muchacha, dependiente de otros desde hace años, nunca tendrá el valor suficiente para tomar una decisión por sí sola y que está más asustada que contenta por una herencia que pesa sobre sus débiles hombros como un saco de preocupaciones. Reflexiona con rapidez. No en vano ha aprendido durante esos veinte años a comprar y vender, a convencer y disuadir. Al comprador, hay que animarlo; al vendedor, desalentarlo: primera norma de los agentes. Y él enseguida acciona el registro de disuasión de su órgano. Hay que "aguarle la fiesta", piensa. Al final quizá se le podrá arrendar todo esto de un solo golpe y adelantarse a Petrovic; quizá sea una suerte que el tipo ese se haya quedado en Viena precisamente hoy. Acto seguido adopta un aire de compasión y de vivo interés.

»—Tiene usted razón, es siempre una gran carga también. Nunca se descansa. Hay que discutir todos los días con los administradores, el personal doméstico y los vecinos, y además están los abogados y los impuestos. Cuando la gente se huele una pequeña propiedad o dinero, trata de exprimirle a uno hasta el último céntimo. Acaba rodeado sólo de enemigos, por más bien intencionado que sea uno. Es inútil, no sirve de nada..., en cuanto husmean dinero, todos se convierten en ladrones. Sí, por desgracia tiene usted razón: para una propiedad como ésta hay que tener mano de hierro, de lo contrario uno no sale adelante. Hay que haber nacido para ello, y aun así es una lucha eterna.

»—Oh, sí —dice ella con un suspiro. Está claro que recuerda algo espantoso—. ¡La gente es horrible, horrible, cuando se trata de dinero! Yo no lo sabía.

»¿La gente? ¿Qué le importa la gente a Kanitz? ¿Qué más le da que sea buena o mala? ¡Arrendar la propiedad, y ello cuanto antes y de la manera más ventajosa posible! Escucha y asiente cortésmente con la cabeza, y mientras escucha y contesta, calcula en otro rincón del cerebro cómo arreglar el asunto del modo más rápido. Fundar un consorcio que tome en arrendamiento todo Kekesfalva, la explotación agrícola, la fábrica de azúcar y la yeguada. Luego, por mí puede cederlo todo a Petrovic en subarriendo y asegurarse nada más que la organización. Lo importante es hacer la oferta de arrendamiento enseguida y meterle el miedo en el cuerpo a la muchacha; tomará todo lo que se le ofrezca. No sabe calcular, nunca ha ganado dinero y por lo tanto tampoco merece ganar mucho. Mientras su cerebro trabaja con todos los nervios y todas las fibras, sus labios siguen hablando con aparente interés.

61 »—Pero lo peor son los pleitos. Ahí de nada sirve ser pacífico, no hay forma de salir de los eternos litigios. Es la razón que siempre me ha hecho desistir de comprar una propiedad. Siempre pleitos, abogados, vistas, citaciones y escándalos... No, prefiero vivir modestamente, con seguridad, y no tener que disgustarme. Con una propiedad como ésta, uno cree tener algo, pero en realidad no es sino el sabueso de otros, nunca consigue estar realmente tranquilo. En sí mismo sería magnífico este castillo, esta hermosa y antigua propiedad..., magnífico..., pero para ello se necesitan nervios de acero y puños de hierro, de lo contrario se convierte sólo en una carga eterna...

»Ella lo escucha con la cabeza gacha. De repente levanta los ojos y un penoso suspiro sale de lo más profundo de su pecho: »—Sí, una carga terrible... ¡Ojalá pudiera venderlo!» El doctor Cóndor se detuvo de repente.

—Debo interrumpirme aquí, teniente, para explicarle lo que significó aquella lacónica frase en la vida de nuestro amigo. Ya le he dicho que Kekesfalva me contó esta historia en la noche más trágica de su vida, en la que murió su mujer, es decir en uno de aquellos momentos por los que un hombre atraviesa quizá sólo dos o tres veces en su vida, uno de aquellos momentos en los que hasta el más pérfido siente la necesidad de presentarse ante otro hombre con toda su verdad y desnudez como ante Dios. Aún lo veo ante mí. Estábamos sentados abajo, en la sala de espera del sanatorio. Se me había acercado todo lo posible y hablaba en voz baja, agitado y vehemente como un río. Me di cuenta de que con aquel flujo incesante quería olvidar que su mujer se estaba muriendo arriba, se anestesiaba con tanto hablar y hablar sin pausa. Pero en el momento de la narración en que la señorita Dietzenhof dijo: «¡Ojalá pudiera venderlo!», se interrumpió de golpe.

Imagínese, teniente, al cabo de quince o dieciséis años todavía le impresionaba el momento en que aquella muchacha ya madura e ingenua le confesaba impulsivamente que quería vender Kekesfalva de prisa, de prisa, de prisa, en un tono tan lúgubre que él palideció. Me repitió la frase dos o tres veces, probablemente con la misma entonación: «¡Ojalá pudiera venderlo!», pues el Leopold Kanitz de entonces había comprendido al instante, gracias a su rápida capacidad de percepción, que le caía en las manos el gran negocio de su vida y no tenía que hacer más que cogerlo, que podía comprar él mismo aquella magnífica propiedad, en vez de simplemente arrendarla. Y mientras disimulaba su sobresalto bajo una charla indiferente, los pensamientos se atropellaban en su cabeza. Desde luego tengo que comprar, pensaba, antes de que Petrovic o el director de Budapest se inmiscuyan. No puedo dejarla escapar. Tengo que cortarle la retirada. No me iré de aquí sin antes convertirme en el dueño de Kekesfalva. Y con esta capacidad de desdoblamiento que le es dada a nuestro intelecto en algunos segundos de gran tensión, pensaba para sus adentros, sólo para sí, y a la vez hablaba a la mujer con calculada lentitud en otro sentido, en el contrario: —Vender..., sí, claro, señorita. Vender se puede siempre y todo..., vender es fácil..., pero vender bien es un arte... ¡Vender bien, de eso se trata! Encontrar a alguien que sea honrado, que ya conozca el país, la tierra y la gente..., alguien que esté bien relacionado. Dios me libre de uno de esos abogados que no quieren sino meterte en pleitos inútiles... Además, y esto es muy importante precisamente en este caso: vender al contado. Encontrar a alguien que no compre con letras de cambio y pagarés con los que luego tienes que lidiar durante años... Vender seguro y al precio justo. —Y entretanto calculaba: Puedo dar hasta cuatrocientas mil coronas, como máximo cuatrocientas cincuenta mil. Al fin y al cabo están incluidos los cuadros, que también valen sus cincuenta mil, tal vez cien mil, la casa, la yeguada... Sólo habría que ver si la propiedad tiene cargas y sonsacar a la mujer si alguien le ha hecho una oferta antes que yo... Y de pronto se lió la manta a la cabeza—: Disculpe si mi pregunta resulta indiscreta, señorita, pero... ¿tiene una idea aproximada del precio? Quiero decir, ¿ha pensado ya en una cifra concreta? »—No —contestó ella completamente desconcertada y lo miró con ojos perplejos.

»¡Lástima! ¡Mal!, pensó Kanitz. ¡Muy mal! Los que no dicen el precio son los más difíciles en el momento de negociar. Van de Herodes a Pilatos en busca de información y todo el mundo da su opinión, habla y se inmiscuye. Durante este tumulto interior, sin embargo, sus labios seguían hablando, diligentes: »—Pero seguro que se habrá formado usted una idea aproximada, señorita... Después de todo habría que saber también si pesan hipotecas sobre la propiedad y cuántas...

»—¿Hipo... hipotecas?—repitió ella.

»Kanitz comprendió que era la primera vez que oía esta palabra en su vida.

»—Quiero decir... que debe de haber alguna tasación previa... aunque sea con vistas al impuesto de sucesión... Su abogado, y perdone si parezco indiscreto, ¿su abogado no le ha mencionado ninguna cifra? »—¿El abogado? —Parecía recordar vagamente algo—. Sí, sí... Espere... sí, algo me escribió el abogado, algo acerca de una tasación... Sí, tiene usted razón, a causa de los impuestos, pero... pero estaba escrito en húngaro y yo no conozco este idioma. Es verdad, ahora me acuerdo, el abogado me escribió diciendo que lo hiciera traducir. Dios mío, con todo el barullo se me olvidó completamente. Debo de tener todos estos papeles allá, en mi cartera... Es que vivo en el edificio de la administración, no puedo dormir en la habitación donde vivía la princesa... Pero, si tiene la bondad de acompañarme, se los mostraré todos..., es decir —se interrumpió de golpe—, si no le molesto demasiado con mis asuntos...

»Kanitz temblaba de emoción. Todo le salía a pedir de boca a una velocidad que sólo se conoce en sueños: ella misma iba a mostrarle los documentos, las tasaciones. Esto le daba la ventaja definitiva. Se inclinó humildemente.

»—Pero, mi querida señorita, para mí es un placer poder aconsejarla un poco. Y puedo decir sin exagerar que poseo cierta experiencia en estas cosas. La señora princesa —aquí mintió descaradamente— siempre acudía a mí cuando necesitaba información financiera y sabía que mi único interés personal era aconsejarla lo mejor posible.

»Pasaron al edificio de la administración. En efecto, toda la documentación del proceso estaba todavía en desorden dentro de una carpeta, la correspondencia con los abogados, las disposiciones sobre impuestos y la copia del acuerdo. La muchacha ojeó nerviosa los papeles, y a Kanitz le temblaban las manos al verla respirar con dificultad. Finalmente desplegó una hoja.

»—Creo que ésta es la carta.

»Kanitz cogió la hoja, que iba acompañada de un anexo en húngaro. Era una breve nota del abogado de Viena: "Tal como me informa mi colega húngaro, ha conseguido, gracias a sus relaciones, una tasación especialmente baja de la herencia a efectos de impuestos de transmisión.

En mi opinión, el valor estimado corresponde aproximadamente a la tercera parte del valor real y en algunos objetos incluso sólo a la cuarta parte." Con manos temblorosas Kanitz se quedó con la lista de tasaciones. Lo único que le interesaba de ella era la propiedad Kekesfalva. Estaba valorada en ciento noventa mil coronas.

»Kanitz palideció. Era exactamente la cantidad que había calculado, exactamente el triple de esa tasación artificial, es decir, de seiscientas a setecientas mil coronas, y eso que el abogado no tenía idea de los jarrones chinos. ¿Cuánto debería ofrecerle ahora? Los números pasaban corriendo y bailando ante sus ojos.

»Pero muy tímidamente preguntó la voz de la mujer a su lado: »—¿Es éste el papel? ¿Usted lo entiende? »—Claro —se sobresaltó Kanitz—. Sí..., el abogado le comunica que el valor de Kekesfalva, según la tasación, asciende a ciento noventa mil coronas. Desde luego, esto es sólo el valor de tasación.

»—¿El... valor de tasación? Perdone..., pero ¿qué significa valor de tasación? »Era el momento de jugar su mano. ¡Ahora o nunca! Kanitz hizo un esfuerzo para dominar su acelerada respiración.

»—El valor de tasación..., sí, el valor de tasación es... es siempre una cosa incierta, muy dudosa..., porque... porque el valor de tasación oficial nunca concuerda del todo con el valor de venta. Nunca se puede contar, es decir, dar por seguro que se obtendrá el valor total de tasación...

En muchos casos, naturalmente, se consigue, en algunos incluso más..., pero sólo en determinadas circunstancias... Es una especie de juego de azar, como en toda subasta... Después de todo, el valor de tasación no significa más que un punto de referencia y, claro está, muy vago... Por ejemplo, supongamos por ejemplo—Kanitz temblaba: ¡ni demasiado, ni demasiado poco!— que un objeto como éste es tasado oficialmente por ciento noventa mil coronas... Pues bien, entonces se puede suponer que... que... que en el caso de que se ponga a la venta se podrían conseguir a lo sumo ciento cincuenta mil coronas. ¡A lo sumo! En cualquier caso se puede contar con esta suma.

»—¿Cuánto dice usted? »A Kanitz le zumbaban los oídos con la sangre que se agolpó de repente. La muchacha se había vuelto hacia él con curiosa vehemencia y había hecho la pregunta como alguien que domina su cólera con sus últimas fuerzas. ¿Había adivinado su pérfido juego? ¿No convendría subir rápidamente el precio en cincuenta mil más? Pero una voz interior le decía: ¡Inténtalo! Y lo apostó todo a una carta. A pesar de que el pulso le retumbaba en las sienes como golpes de tambor, dijo con expresión comedida: »—Sí, esto es lo que yo pediría en todo caso. Ciento cincuenta mil coronas, creo que es lo que se puede conseguir sin problemas por la propiedad.

»Pero en este momento se le paralizó el corazón, y el pulso, que un momento antes se le había acelerado, se detuvo completamente, pues la ingenua mujer decía asombrada a su lado: »—¿Tanto? ¿Cree usted de verdad que... tanto? »Y Kanitz necesitó algún tiempo para recuperar su presencia de ánimo. Tuvo que contener la respiración antes de poder responder con el tono de honrada convicción: »—Sí, señorita, me comprometo a ello. Se puede conseguir este precio sin lugar a dudas.» El doctor Condor se interrumpió de nuevo. Primero creí que lo hacía para encender un cigarro, pero luego me di cuenta de que de repente se había puesto nervioso. Se quitó las gafas, se las volvió a poner, se alisó los ralos cabellos hacia atrás, corno si le molestasen, y me miró: fue una mirada larga, inquietamente escrutadora. Después se recostó en el asiento con un movimiento brusco.

—Teniente, quizá le he confiado demasiadas cosas..., en todo caso, más de las que me proponía en un principio. Pero confío que no me interprete mal. Si le he revelado honradamente la artimaña de que se valió Kekesfalva para embaucar a aquella ingenua mujer, no ha sido para predisponerlo en contra suya. El pobre anciano en cuya casa hemos cenado hoy, enfermo del corazón y trastornado, como hemos visto, que me confió a su hija y que daría el último céntimo de su fortuna para ver curada a la pobre, este hombre ya no es desde hace tiempo el personaje de aquel dudoso negocio, y yo sería hoy el último en acusarlo. Precisamente ahora, cuando en su desesperación necesita ayuda de veras, me parece importante que usted sepa la verdad por mí y no a través de habladurías mal intencionadas. Le ruego que tenga bien presente una cosa, y es que Kekesfalva o, mejor dicho, entonces todavía Kanitz, no había ido ese día a Kekesfalva con el propósito de embaucar a aquella cándida criatura para obtener la propiedad a bajo precio. Sólo pretendía realizar en passant uno de sus pequeños negocios y nada más. La verdad es que aquella espléndida oportunidad lo cogió desprevenido, y él no hubiera sido él si no la hubiera aprovechado plenamente. Pero ya verá usted que luego, hasta cierto punto, las cosas tomaron otro cariz.

»Pero no quiero extenderme y prefiero suprimir los detalles. Sólo le diré que aquellas horas fueron las más tensas y agitadas de su vida. Imagínese usted mismo la situación: a un hombre que hasta entonces no había sido otra cosa que un agente mediocre, un oscuro negociante, de repente le cae del cielo como un meteoro la oportunidad de convertirse de la noche a la mañana en un hombre rico. Tenía la posibilidad de ganar más dinero en veinticuatro horas que hasta entonces en veinticuatro años de pequeños y deplorables chanchullos a base de muchos sacrificios y, oh tentación terrible, no le hacía falta correr tras la víctima, ni atraerla, ni aturdirla. Al contrario, la víctima cayó voluntariamente en su lazo, hasta lamió la mano que esgrimía el cuchillo. El único peligro consistía en que interviniera otra persona. Por eso no podía dejar de la mano a la heredera ni por un instante, no podía darle tiempo. Tenía que sacarla de Kekesfalva antes de que regresara el administrador y, sin embargo, durante todas esas medidas de precaución, no debía revelarle en ningún momento que él mismo estaba interesado en la venta.

»El asalto a la fortaleza sitiada de Kekesfalva antes de que llegaran los refuerzos era un golpe de una osadía napoleónica que conllevaba un riesgo también napoleónico; pero el azar gusta de ayudar y encubrir al jugador. Una circunstancia que ni Kanitz mismo sospechaba le había allanado secretamente el camino, y era el hecho cruel y sin embargo natural de que esa pobre heredera había sufrido tanto odio y humillación en sus primeras horas pasadas en el castillo heredado, que sólo tenía un deseo: ¡irse, irse cuanto antes! No hay envidia más vulgar que la de las naturalezas subalternas cuando ven a su compañero que es sacado de la misma servidumbre sórdida y elevado por encima de ellos como por alas de ángeles: las almas mezquinas antes perdonan a un príncipe la riqueza fulminante que la libertad más modesta al compañero de desdichas uncido al mismo yugo. Los criados de Kekesfalva no podían reprimir su enojo al ver que precisamente esa alemana del norte, a la cual, como recordaban muy bien, la irascible princesa a menudo le había tirado a la cabeza el peine y el cepillo mientras la peinaba, iba a convertirse de pronto en la propietaria de Kekesfalva y, por lo tanto, en su ama. Al saber la noticia de la llegada de la heredera, Petrovic había tomado el tren para no tener que saludarla; su mujer, persona ordinaria, que había sido ayudante de cocina en el castillo, la saludó con estas palabras: "Bueno, de todos modos no creo que quiera vivir con nosotros, no lo encontrará lo bastante distinguido." El criado le había tirado la maleta al suelo con gran estruendo delante de la puerta de la casa; tuvo que entrarla ella misma a rastras, sin que la mujer del administrador levantara un dedo para ayudarla. Nadie le preparaba la comida, nadie se cuidaba de ella, y de noche podía oír con toda claridad ante su ventana conversaciones en voz bastante alta sobre una cierta "cazadora de herencias" y "estafadora".

»Con este primer recibimiento la pobre y pusilánime heredera descubrió que nunca tendría un momento de paz en aquella casa. Sólo por esto (y Kanitz no lo sospechaba) aceptó entusiasmada su proposición de ir a Viena aquel mismo día, donde, según decía él, conocía a un comprador seguro. Este hombre tan serio, atento y entendido, de ojos melancólicos, se le aparecía como un mensajero del cielo. De modo que no hizo más preguntas, le entregó agradecida todos los documentos y, mirándolo con sus ojos azules llenos de muda atención, escuchó sus consejos sobre cómo invertir el dinero de la venta. Coger algo seguro, valores del Estado, no confiar ni una migaja de su fortuna a particular alguno, depositarlo todo en el banco y encargar su administración a un notario, imperial y real. En ningún caso sería aconsejable consultar a su abogado, pues ¿no consistía el trabajo de los abogados en torcer las cosas claras? Sí, claro, no paraba de intercalar diligentemente, era posible conseguir un precio de venta superior dentro de tres o cinco años, pero entretanto, cuántos gastos y molestias con los tribunales y la administración. Y al reconocer en sus ojos, nuevamente azorados, el asco que juzgados y negocios daban a esa pacífica mujer, recorría una y otra vez toda la escala de argumentos hasta el mismo acorde final: ¡rápido, rápido! A las cuatro de la tarde, antes de que Petrovic regresara, los dos ya se habían puesto de acuerdo y viajaban en el expreso de Viena. Todo había sucedido rápido como un huracán, tanto, que la señorita Dietzenhof no tuvo tiempo siquiera de preguntar cómo se llamaba el desconocido al que había confiado la venta de toda su herencia.

»Viajaron en primera clase (era la primera vez que Kekesfalva se sentaba en uno de esos asientos tapizados de terciopelo rojo) y una vez en Viena alojó a la muchacha en un buen hotel de la Kärtner Strasse, donde él mismo tomó otra habitación. Por un lado, era preciso que aquella misma tarde Kanitz hiciera preparar por su camarada, el abogado doctor Gollinger, el contrato venta para, al día siguiente, poder dar una forma legalmente intachable a su hermosa jugada. Por el otro, no se atrevía a dejar sola a su víctima ni por un minuto. Y entonces se le ocurrió una idea que honradamente debo confesar que era genial. Propuso a la señorita Dietzenhof que aprovechara la tarde libre para ir a la ópera, donde estaba anunciada una sensacional función extraordinaria, mientras él por su parte intentaría dar aquella misma tarde con el caballero del que sabía que estaba buscando una gran propiedad. Conmovida por tantas atenciones, la señorita Dietzenhof aceptó gustosa; Kanitz la dejó en la ópera, con lo cual estaría a buen recaudo durante cuatro horas, y así pudo correr a visitar en un coche de punto (también por primera vez en su vida) a su compinche y encubridor, el doctor Gollinger. No estaba en casa. Kanitz lo descubrió en una taberna y le prometió dos mil coronas si aquella misma noche redactaba el contrato de venta, con todos los detalles, y citaba al notario para las siete de la tarde siguiente con el documento listo.

»Kanitz, derrochador por primera vez en su vida, mandó esperar al coche de punto delante de la casa del abogado durante la visita; una vez dadas las instrucciones, regresó veloz a la ópera, donde por fortuna llegó a tiempo para recoger a la entusiasmada Dietzenhof en el vestíbulo y acompañarla al hotel. Así empezó para él la segunda noche de insomnio; cuanto más se acercaba a su objetivo, más nervioso lo ponía el temor de que la muchacha, hasta entonces tan dócil y obediente, se desmandara en el último momento. Levantándose una y otra vez de la cama, elaboraba en todos sus detalles qué estrategia adoptaría al día siguiente. Sobre todo: no dejarla sola ni un instante. Alquilar un coche, hacerlo esperar en todas partes, no dar un solo paso a pie, a fin de que no se encontrara por casualidad con su abogado en la calle. Evitar que leyera algún periódico: podrían publicar de nuevo algo sobre el arreglo en el caso Orosvár y despertar en ella la sospecha de haber sido engañada por segunda vez. Pero en realidad todos estos temores y cautelas eran superfluos, pues la víctima no quería escapar, como un corderito con un lacito rosa seguía obediente al malvado pastor, y cuando nuestro amigo, exhausto tras una noche desoladora, entró en el comedor del hotel, ella ya lo esperaba pacientemente, con el mismo vestido que había confeccionado con sus propias manos. Y entonces comenzó un extraño carrusel en el que nuestro amigo hizo dar vueltas, de modo completamente superfluo, a la pobre señorita Dietzenhof desde la mañana hasta la noche, para simular todas las dificultades artificiales que había inventado para ella durante su fatigoso insomnio.

»Paso por alto los detalles, pero la condujo hasta su abogado y desde allí efectuó varias llamadas telefónicas por asuntos completamente distintos. La llevó a un banco y mandó llamar al apoderado para que la asesorara sobre la inversión y le abriera una cuenta corriente; la arrastró a dos o tres entidades hipotecarias y a una oscura inmobiliaria, como para recoger información. Y ella lo acompañaba, esperaba silenciosa y paciente en las antesalas, mientras él llevaba a cabo sus ficticios negocios; en doce años de esclavitud al servicio de la princesa las esperas a la entrada se habían convertido en algo natural para ella, algo que no la vejaba ni la humillaba, y esperaba y esperaba con las manos cruzadas y en silencio, bajando la mirada azul tan pronto como alguien pasaba por delante de ella. Paciente y sumisa como un niño, hacía todo lo que Kanitz le recomendaba. En el banco firmó formularios sin siquiera leerlos y acusó recibo de pagos todavía no recibidos sin poner reparos, hasta tal punto que a Kanitz empezó a torturarle la perversa idea de que aquella loca quizá se hubiera contentado igual con ciento cuarenta mil coronas o incluso con ciento treinta. Dijo "sí" cuando el apoderado le aconsejaba comprar acciones del ferrocarril, dijo "sí" cuando le propuso acciones bancarias, y cada vez miraba temerosa a su oráculo Kanitz.

Estaba claro que todas estas prácticas comerciales, estas firmas y formularios y aun la mera visión del dinero le causaban una inquietud a la vez respetuosa y desagradable y que sólo deseaba huir de esa actividad incomprensible para recogerse de nuevo en una habitación, leer, hacer calceta o tocar el piano, en vez de verse expuesta, sin ánimo de aprender y con el corazón en un puño, a tomar decisiones de tamaña responsabilidad.

»Pero Kanitz le hizo dar vueltas incansablemente por este círculo artificial, en parte para ayudarla realmente, como le había prometido, a invertir del modo más seguro el importe de la venta, y en parte para marearla; la cosa duró de las nueve de la mañana hasta las cinco y media de la tarde; al final del día estaban tan agotados, que él propuso descansar en un café. Lo esencial ya estaba hecho y la venta se podía dar poco menos que por perfecta; sólo faltaba firmar el contrato a las siete ante notario y recibir la suma. Al momento se iluminó el rostro de la muchacha.

»—Ah, ¿entonces podré marcharme por fin mañana temprano? —Las dos flores azules de sus ojos lo miraron radiantes.

»—Pues, claro que sí —la tranquilizó Kanitz—. Dentro de una hora será usted la persona más libre de la tierra y no tendrá que preocuparse más por dinero y propiedades. Sus seis mil coronas de renta están bien aseguradas. A partir de ahora podrá vivir en cualquier lugar del mundo, donde y como mejor le plazca.

»Por cortesía le preguntó adónde pensaba ir; el rostro de la muchacha, hacía un momento radiante, se ensombreció.

»—He pensado que, de momento, lo mejor sería ir a visitar a mis parientes de Westfalia. Creo que hay un tren mañana por la mañana vía Colonia.

Kanitz desplegó enseguida una actividad febril. Pidió al camarero la guía de ferrocarriles, estudió los horarios y apuntó todas las combinaciones: el expreso Viena-Frankfurt-Colonia, con transbordo en Osnabrück; el más cómodo era el de las nueve y veinte de la mañana, que llegaba a Frankfurt por la tarde; le aconsejó que pernoctara allí para no cansarse en exceso. Llevado por su acuciante celo, siguió pasando hojas y en la sección de anuncios encontró un albergue protestante.

Que no se preocupara del billete, él se ocuparía, y podía dar por seguro que la acompañaría también a la estación. Con tantas deliberaciones el tiempo pasó más deprisa de lo que había esperado. Finalmente pudo consultar el reloj y apremiarla: »—Pero ahora tenemos que ir al notario.

»En menos de una hora estaba todo hecho. En menos de una hora nuestro amigo había sacado a la heredera tres cuartas partes de su patrimonio. Cuando su cómplice vio en el documento el nombre del castillo de Kekesfalva y el bajo precio de compra, guiñó un ojo, sin que la señorita Dietzenhof se diera cuenta de ello, en un gesto de admiración hacia su viejo compinche. Esta muestra de admiración entre colegas quería decir, expresada en palabras, más o menos: "¡Estupendo, truhán! ¡Vaya golpe!" También el notario miró con interés a través de sus gafas a la señorita Dietzenhof; como todo el mundo, había leído en los periódicos acerca de la lucha por la herencia de la princesa Orosvár y como hombre de leyes le pareció sospechosa esta venta apresurada. ¡Pobre criatura, pensó, has caído en malas manos! Pero no es deber del notario poner sobre aviso a vendedor o comprador en el momento de firmar un contrato. Le incumbe poner un sello, registrar el acta y cobrar los derechos. De modo que el buen hombre (había tenido que presenciar muchos casos dudosos y sellarlos con el águila imperial) se limitó a bajar la cabeza, desplegar cuidadosamente el contrato de venta e invitar cortésmente a la señorita Dietzenhof a firmar la primera.

»La tímida mujer se sobresaltó. Indecisa, miró a su mentor Kanitz y, sólo cuando éste la hubo alentado con un gesto, se acercó a la mesa y con su letra alemana, pulcra, clara y derecha, escribió "Annette Beate Maria Dietzenhof". A continuación lo hizo nuestro amigo. Con esto quedó todo concluido, el acta firmada, el importe de la venta depositado en manos del notario y fijada la cuenta bancaria a la que se transferiría el cheque al día siguiente. De una plumada Leopold Kanitz había duplicado o triplicado su fortuna, desde aquel momento nadie sino él era el amo y señor de Kekesfalva.

»El notario secó con cuidado las firmas húmedas de tinta, luego los tres le dieron la mano y bajaron la escalera: primero la señorita Dietzenhof, detrás Kanitz conteniendo la respiración y finalmente el doctor Gollinger, quien enfurecía a Kanitz golpeándole a cada paso con el bastón en las costillas y murmurando con su voz aguardentosa y recalcando las palabras con énfasis: "¡Truhanus maximus, truhanus maximus!" Sin embargo a Kanitz aún le resultó más desagradable el que, al llegar a la puerta de la casa, el doctor Gollinger se despidiera de él con una profunda e irónica reverencia, porque de este modo se quedaba a solas con su víctima y esto lo asustaba.

»Pero, usted, mi querido teniente, debe tratar de comprender este cambio inesperado. No quisiera ser pedante y decir que de pronto se despertó la conciencia de nuestro amigo. Sin embargo, desde aquella plumada la situación externa entre los dos socios cambió radicalmente.

Piense usted: durante aquellos dos días enteros Kanitz había luchado como comprador contra la pobre muchacha como vendedora. Había sido la adversaria que él tenía que asediar con estratagemas, acorralarla y finalmente obligarla a capitular; pero ahora la operación financieromilitar había terminado. Napoleón Kanitz había vencido y con ello esa pobre y taciturna muchacha, que con su sencillo vestido caminaba a su lado como una sombra por la calle Walfisch, ya no era su adversaria, su enemiga. Y, por extraño que pueda parecer, en aquel momento de rápida victoria, a nuestro amigo nada lo atormentaba más que el hecho de que la víctima le hubiera facilitado demasiado la victoria. Pues, cuando se comete una injusticia contra alguien, el autor siente una misteriosa satisfacción al comprobar o al imaginarse que también la víctima actuó mal o injustamente en algún detalle; es un alivio para la conciencia poder atribuir al engañado siquiera una pequeña culpa. Pero Kanitz no podía reprochar nada, ni lo más mínimo, a aquella víctima; se había entregado a él con las manos atadas y, además, lo había mirado constantemente con sus ingenuos y agradecidos ojos azules. ¿Qué le podía decir ahora, una vez había terminado todo? ¿Felicitarla, encima, por la venta, es decir, por la pérdida? Se sentía cada vez más incómodo.

La acompañaré al hotel, pensó con rapidez, y, después, adiós muy buenas.

»Pero también la víctima a su lado se mostraba entonces visiblemente intranquila. También ella adoptó un paso distinto, lento y ensimismado. A pesar de caminar con la cabeza gacha, a Kanitz no se le escapó este cambio. Por el modo de andar vacilante de la muchacha (no se atrevía a mirarla a la cara) comprendió que reflexionaba intensamente sobre algo. Un temor se apoderó de él. Por fin ha comprendido, se dijo, que yo soy el comprador. Probablemente ahora me hará reproches, probablemente ya se arrepiente de sus necias prisas y quizá mañana correrá a ver a su abogado.

»Mas entonces (ya habían recorrido toda la calle Walfisch, dos sombras silenciosas una al lado de otra), ella finalmente se animó, carraspeó y empezó a hablar: »—Perdone... pero como me marcho mañana temprano, me gustaría dejarlo todo en orden...

En primer lugar quisiera darle las gracias por todas las molestias y... y... pedirle que me diga, mejor ahora mismo, cuánto le debo por sus gestiones. Ha perdido tanto tiempo haciendo de intermediario y... yo me marcho mañana temprano..., que me gustaría dejarlo todo arreglado.

»A nuestro amigo se le pararon los pies, se le detuvo el corazón. ¡Esto ya era demasiado! No estaba preparado para algo así. Le acometió la misma penosa sensación que cuando alguien pega a un perro en un arrebato de cólera y el animal castigado se le acerca arrastrándose, levanta sus ojos suplicantes y lame la cruel mano.

»—No, no —replicó él, consternado—, usted no me debe absolutamente nada. —Y al mismo tiempo notó que sudaba por todos los poros.

»A él, un hombre que lo tenía todo calculado de antemano, que desde hacía años había aprendido a prevenir todas las reacciones, le había ocurrido algo completamente nuevo. En sus años más amargos de agente había tenido que aguantar que le cerraran las puertas en las narices, que no correspondieran a su saludo y en su distrito había muchas calles que prefería evitar. Pero que encima le dieran las gracias, esto no le había ocurrido nunca. Y se avergonzaba ante la primera persona que a pesar de todo, pese a todo, confiaba en él. Contra su voluntad, sintió la necesidad de disculparse.

»—No —balbuceó—, por el amor de Dios, no... Usted no me debe nada... No aceptaré nada..., sólo espero haberlo hecho todo bien y actuado conforme a sus deseos... Quizá hubiera sido mejor esperar, sí, también a mí me asalta el temor de que se habría podido conseguir más, si usted no hubiera tenido tanta prisa... Pero usted quería vender rápido..., y creo que así es mejor para usted.

Por Dios, creo que es mejor para usted.

»Recuperó el aliento y en aquel momento fue incluso sincero.

»—Alguien como usted, que no entiende de negocios, lo mejor que puede hacer es no meterse en ellos. Alguien así es mejor que tenga menos, pero seguro. No se deje —tragó saliva—, no se deje, insisto, no se deje confundir más adelante por otras personas que querrán convencerla de que ha vendido mal o demasiado barato. Después de cada venta siempre aparece alguien que se las da de sabio y va diciendo que él le hubiera dado más, mucho más... Pero, llegado el momento, no hubiera pagado nada, le hubiera endosado con letras, pagarés o participaciones... Esto no le hubiera servido de nada, se lo juro, de nada, se lo juro aquí mismo, delante de usted, el banco es de primera y su dinero está seguro allí. Recibirá regular y puntualmente su renta, nada puede ocurrir. Créame..., se lo juro..., así es mejor para usted.

»Entretanto habían llegado al hotel. Kanitz titubeó. ¿Debía al menos invitarla?, pensó.

Invitarla a cenar o quizás al teatro. Pero entonces ella ya le tendía la mano.

»—Creo que no debo retenerlo más tiempo..., estos días me ha dolido ver que me dedicaba tanto tiempo. Hace dos días que se dedica exclusivamente a mis cosas y, la verdad, tengo la impresión de que nadie lo hubiera hecho con más abnegación. Una vez más... le... le doy las gracias. Nunca —se ruborizó un poco— nunca una persona había sido tan buena conmigo, tan atenta... Nunca hubiera creído posible que me quitara de encima este asunto tan deprisa, que me resultara tan bien y tan fácil... Le estoy muy agradecida, muy agradecida.

»Kanitz le cogió la mano y no pudo menos de mirarla. Parte de su temor habitual se había roto con el calor del sentimiento. El rostro, de ordinario tan pálido y atemorizado, adquirió de pronto un brillo animado, presentando un aspecto casi infantil con sus ojos azules y expresivos y una pequeña sonrisa de gratitud. Kanitz buscó en vano las palabras. Pero entonces ella se despidió y se alejó con pasos ligeros, ágiles y seguros: era un andar diferente de antes, el andar de una persona aliviada y liberada. Kanitz la siguió con la mirada, indeciso. Le quedaba la sensación de que le faltaba decirle algo. Pero el portero ya le entregaba la llave y el botones la acompañaba al ascensor. Se había acabado.

»Fue la despedida de la víctima de su verdugo. Pero para Kanitz fue como si hubiera golpeado su propia cabeza con el hacha; permaneció unos minutos aturdido, mirando fijamente el vestíbulo desierto del hotel. Finalmente lo arrastró el torrente de la calle, no supo adónde. Nunca una persona lo había mirado de aquella manera, tan humana, tan agradecida. Nunca nadie le había hablado de aquella manera. Involuntariamente le resonaba en los oídos aquel "le estoy muy agradecida". ¡Y precisamente a esta persona él la había expoliado, precisamente a ella la había estafado! Se detuvo una y otra vez, secándose el sudor de la frente. Y de pronto, ante la gran cristalería de la Kärtner Strasse por la que pasó tambaleándose como medio dormido, se encontró frente a frente, en su insensato zigzaguear, con su propio rostro reflejado en el espejo del escaparate y se quedó contemplándose fijamente como quien mira la fotografía de un criminal en el periódico intentando descubrir en qué consisten propiamente los rasgos criminales, si en el mentón aplastado, en el labio perverso o en los ojos de mirada dura. Se quedó mirándose y, al observar detrás de las gafas sus propios ojos desencajados de pavor, recordó de repente aquellos otros de antes. Habría que tener ojos como aquéllos, pensó conmovido, no tan enrojecidos, ávidos y nerviosos como los míos. Habría que tener ojos como aquéllos, azules, resplandecientes, animados de una fe interior (mi madre miraba así a veces, recordó, las noches de los viernes). Sí, habría que ser una persona así: mejor dejarse engañar que engañar a los demás..., una persona decente, sin malicia. Sólo esa clase de personas está bendecida por Dios. Todas mis habilidades, pensó, no me han hecho feliz, sigo siendo un hombre vencido, desasosegado. Y así siguió Leopold Kanitz calle abajo, ajeno a sí mismo; y nunca se sintió tan miserable como en ese día de su gran triunfo.

»Finalmente se sentó en un café porque creyó que tenía apetito y encargó una consumición.

Pero cada bocado le causaba repugnancia. Venderé Kekesfalva, meditaba, lo revenderé enseguida.

¿Qué voy a hacer con una finca en el campo? No soy agricultor. ¿He de vivir solo en una casa de dieciocho habitaciones y pelearme con el granuja de arrendatario? Ha sido un disparate, tenía que haberla comprado por cuenta del Banco Hipotecario y no a mi nombre..., porque si ella acaba por saber que yo fui el comprador... Además, no quiero ganar mucho con esto. Si ella está de acuerdo, se la devolveré con el veinte o incluso el diez por ciento de beneficio; podrá recuperarla en cualquier momento, si se arrepiente.

»La idea lo alivió. Mañana le escribiré, o incluso... puedo proponérselo en persona mañana temprano, antes de que parta. Sí, esto era lo justo: ofrecerle por iniciativa propia una opción de retroventa. Ahora se figuró que podría dormir tranquilo. Pero, a pesar de las dos noches de insomnio, Kanitz volvió a dormir poco y mal; seguía martilleando sus oídos el tono de aquel muy, aquel "le estoy muy agradecida", un acento alemán del norte, extraño, pero tan vibrante de sinceridad, que la agitación le hacía estremecer los nervios. Ningún negocio en los últimos veinticinco años había causado tantos quebraderos de cabeza a nuestro amigo como aquél, el más grande, el más exitoso, el realizado con menos escrúpulos que todos los demás.

»A las siete y media Kanitz ya estaba en la calle. Sabía que el expreso de Passau salía a las nueve y veinte y quería comprar chocolate o una caja de bombones; sentía la necesidad de hacer un gesto de agradecimiento y quizá también el secreto deseo de oír una vez más aquellas palabras, nuevas para él, "le estoy muy agradecida", dichas con aquel acento conmovedor y extraño.

Compró una caja grande, la más bonita y la más cara, pero aun así no le pareció suficiente como regalo de despedida, de modo que además compró flores en la tienda más próxima, todo un grueso ramo de flores de un rojo resplandeciente. Con las dos manos llenas, regresó al hotel y encargó al portero que mandara enseguida ambas cosas a la habitación de la señorita Dietzenhof.

Pero el portero, dándole de antemano tratamiento de nobleza según la costumbre vienesa, contestó respetuosamente: »—Ah, señor Von Kanitz, sepa usted que la señorita ya ha bajado a desayunar y está en el comedor.

»Kanitz reflexionó un instante. La despedida de la víspera había sido tan emocionante, que tenía miedo de que un nuevo encuentro pudiera destruir aquel grato recuerdo. Pero luego se decidió a entrar en el comedor, con la caja de bombones en una mano y las flores en la otra.

»Estaba sentada de espaldas a él. Aun sin verle la cara, Kanitz experimentó, por la manera modesta y quieta con la que aquella mujercita se sentaba en una mesa solitaria, un sentimiento de ternura que lo emocionó en contra de su voluntad. Se acercó tímidamente y con un gesto rápido depositó caja y flores sobre la mesa.

»—Un pequeño detalle para el viaje.

»Ella se sobresaltó y se sonrojó intensamente. Era la primera vez que alguien le regalaba flores, exceptuando la vez que uno de aquellos parientes cazadores de herencias le había mandado cuatro escuálidas rosas a la habitación con la esperanza de ganarla como aliada. Pero la furiosa bestia, la princesa, le había ordenado devolverlas enseguida. Y ahora aparecía alguien con flores y nadie podía prohibirlo.

»—Oh, no —balbuceó—. ¿Por qué me da eso? Es demasiado... demasiado hermoso para mí.

»Sin embargo, en sus ojos ya había una mirada de agradecimiento. Ya fuera el reflejo de las flores o la sangre que se agolpaba en sus mejillas, lo cierto es que un brillo rosado teñía cada vez más intensamente su rostro perplejo; aquella muchacha ya entrada en años parecía casi hermosa en aquel momento.

»—¿No quiere sentarse? —dijo en su confusión, y Kanitz tomó asiento torpemente frente a ella.

»—¿De modo que de veras se va? —preguntó, y en su voz vibraba un tono de sincero pesar.

»—Sí —dijo ella, inclinando la cabeza.

»No había alegría en este "sí", pero tampoco tristeza. Ni esperanza ni desencanto. Lo dijo tranquila, resignada y sin ninguna entonación especial.

»En su confusión, y movido por el deseo de serle útil, Kanitz le preguntó si había anunciado de antemano su llegada por telegrama. Oh, no, no, con ello sólo hubiera conseguido alarmar a sus familiares, que no recibían telegramas en casa durante años. ¿Eran tal vez parientes cercanos?, siguió preguntando Kanitz. ¿Parientes cercanos? Oh, no, en absoluto. Una especie de sobrina, hija de una hermanastra difunta, a cuyo marido ella no conocía. Cultivaban una pequeña finca rústica y se dedicaban a la apicultura; ambos le habían escrito ofreciéndole cariñosamente una habitación allí y diciéndole que podía quedarse todo el tiempo que quisiera.

»—Pero ¿qué va a hacer usted en ese lugarejo perdido? —preguntó Kanitz.

»—No lo sé —respondió ella, bajando los ojos.

»Nuestro amigo se sentía cada vez más afectado. Había tal vacío y abandono en aquella criatura, y tal indiferencia en el modo como aceptaba su propia persona y su destino, que se acordó de sí mismo, de su vida inestable, errante. En esta existencia sin rumbo de la muchacha reconoció la suya propia.

»—Pero esto es absurdo —dijo casi con vehemencia—. No se debe vivir con parientes, no es bueno. Además, ahora ya no tiene necesidad de enterrarse en semejante agujero.

»Ella lo miró agradecida y triste a la vez.

»—Sí —suspiró—. También a mí me da un poco de miedo. Pero ¿qué puedo hacer, si no? »Lo dijo como para sus adentros y luego levantó sus ojos azules hacia él, como esperando un consejo suyo (habría que tener ojos como éstos, se había dicho Kanitz el día antes), y de pronto, sin saber cómo, el hombre sintió que un pensamiento, un deseo, afloraba a sus labios: »—Entonces, mejor que se quede aquí —dijo, y, sin querer, añadió a media voz—. Quédese conmigo.

»Ella se sobresaltó y lo miró fijamente. Sólo ahora comprendió Kanitz que había expresado algo que conscientemente no había querido decir. Las palabras habían acudido a sus labios sin que él las hubiera sopesado, calculado y examinado como era su costumbre. Un deseo, que ni siquiera se había explicado ni confesado, se había convertido de golpe en voz, vibración y sonido. Por la turbación de la muchacha se dio cuenta de lo que acababa de decir y al momento temió que pudiera interpretarlo mal. Probablemente ella pensaba: como amante suya. Y para evitar que viera en sus palabras una intención ofensiva, se apresuró a añadir: »—Quiero decir... como mi esposa.

»Ella se irguió bruscamente. Se le contrajo la boca, y Kanitz no sabía si era para sollozar o para proferir algún insulto. Después se levantó de un salto y salió del comedor.

»Fue el momento más terrible en la vida de nuestro amigo. Sólo entonces comprendió el disparate que acababa de cometer. Había ofendido, humillado y degradado a una persona bondadosa, la única que le había demostrado confianza, porque ¡cómo podía él, un hombre casi viejo, un judío, deslucido, feo, corredor ambulante, codicioso de dinero, proponerse en matrimonio a una muchacha de alma tan distinguida, tan delicada! Involuntariamente consideró justificado que saliera corriendo con tal repugnancia. Bien, se dijo furioso, te está bien empleado.

Al fin me ha reconocido, al fin ha demostrado el desprecio que merezco. Mejor esto que no que me dé las gracias por mi canallada. Kanitz no se ofendió lo más mínimo por aquella huida; al contrario (él mismo me lo confesó), en aquel momento estaba incluso contento. Tenía la sensación de que había recibido su castigo; era justo que en lo sucesivo ella pensara en él con tanto desprecio como el que sentía él por sí mismo.

»Pero entonces ella volvió a aparecer en la puerta, con los ojos humedecidos y terriblemente agitada. Sus hombros temblaban. Se acercó a la mesa. Tuvo que apoyarse con ambas manos en el respaldo de la silla antes de sentarse de nuevo. Después tomó aliento, sin levantar los ojos: »—Perdone... perdone mi grosería por la manera como me he levantado de la mesa. Pero estaba tan asustada... ¿Cómo ha podido usted...? Pero si no me conoce... no me conoce.

»Kanitz estaba demasiado confuso para hablar. Hondamente conmovido, sólo veía que no había enojo en ella, sino simple miedo, que la mujer estaba tan asustada como él por la insensatez de su repentina proposición. Ninguno de los dos tenía el valor de hablar, de mirar al otro. Pero ella no salió de viaje aquella mañana. Permanecieron juntos de la mañana a la noche. Tres días más tarde él repitió la proposición y al cabo de dos meses se casaron.» El doctor Cóndor hizo una pausa.

—Bien, pues, un último trago..., ya termino. Sólo una cosa más. Por aquí se va diciendo que nuestro amigo se había acercado a la heredera con tretas y lisonjas y que la había atrapado con una proposición de matrimonio para conseguir la propiedad. Pero repito: no es verdad. Como usted ahora sabe, Kanitz ya tenía el castillo entonces y no le hacía falta casarse con ella, no había ni un ápice de cálculo en su petición de mano. El pequeño agente nunca hubiera tenido el valor de cortejar por astucia a aquella delicada muchacha de ojos azules, sino que en contra de su voluntad se vio sorprendido por un sentimiento que era sincero y que, como por milagro, siguió siéndolo.

»Pues bien, aquel compromiso absurdo terminó en un matrimonio feliz como pocos. Suele ocurrir que de los contrarios, cuando se complementan, sale la armonía más perfecta, y a menudo lo que parece más sorprendente resulta ser lo más natural. Cierto que la primera reacción en el caso de esta inesperada pareja fue el miedo mutuo. Kanitz recelaba que alguien divulgara la historia de sus oscuros negocios y que entonces ella, en el último momento, lo menospreciara y lo rechazara; desplegó una energía tremenda para encubrir su pasado. Puso fin a todas sus dudosas prácticas, devolvió con pérdidas los pagarés, se mantuvo alejado de sus anteriores cómplices. Se hizo bautizar, eligió un padrino influyente y con una suma considerable de dinero consiguió añadir al nombre de Kanitz el de "Von Kekesfalva", de resonancia más noble, con cuyo cambio, como suele ocurrir en estos casos, el nombre original pronto desapareció de las tarjetas de visita.

Pero hasta el día de la boda vivió obsesionado por la idea de que hoy, mañana o pasado, ella, atemorizada, le retiraría la confianza. Ella, a su vez, a quien su anterior dueña, la bestia, durante años había reprochado todos los días ineptitud, estupidez, maldad y estulticia, y con diabólica tiranía había anulado en ella todo sentimiento de dignidad personal, esperaba recibir también constantes gritos, burlas, insultos y humillaciones de su nuevo amo; resignada de antemano, contaba con la esclavitud como con un destino inexorable. Pero he aquí que todo lo que hacía estaba bien; el hombre a cuyo servicio y en cuyas manos había depositado su vida, le reiteraba todos los días su gratitud y la trataba siempre con la misma respetuosa timidez. La joven estaba perpleja; era incapaz de comprender tanta ternura. Poco a poco, la muchacha ya medio marchita, recuperó su lozanía, se volvió hermosa, adquirió formas suaves; pasaron uno, dos años, antes de que se atreviera a creer realmente que también ella, la ignorada, la pisoteada, podía ser respetada y amada como las demás mujeres. Pero la verdadera felicidad para ambos llegó cuando vino al mundo la niña.

»En aquellos años Kekesfalva reanudó sus actividades comerciales con renovada pasión.

Había dejado tras de sí al pequeño agente y su trabajo ganó en calidad. Modernizó la fábrica de azúcar, tomó participación en el taller de laminación de Wiener Neustadt y llevó a cabo esa deslumbrante transacción en el cártel del alcohol de la que tanto se habló entonces. El hecho de que por aquella época fuera rico, realmente rico, en nada cambió la modesta y retirada vida del matrimonio. Como si no quisieran que la gente se acordara demasiado de ellos, rara vez tenían invitados, y la casa, que usted ya conoce, daba entonces una impresión incomparablemente más simple y campesina..., ¡la verdad es que era mucho más feliz que hoy! »Luego llegó el momento de su primera prueba. Su esposa ya llevaba tiempo sufriendo dolores internos, la comida le repugnaba, adelgazaba, cada vez se sentía más cansada y débil, pero por miedo a inquietar con su insignificante persona al marido inmerso en mil ocupaciones apretaba los labios cuando sufría un ataque y pasaba en silencio sus dolores. Finalmente, cuando fue imposible ocultarlo por más tiempo, ya era demasiado tarde. La llevaron en ambulancia a Viena para operar la pretendida úlcera de estómago, en realidad un cáncer. Fue en esta ocasión cuando conocí a Kekesfalva: nunca he visto en una persona una forma de desesperación más feroz y desenfrenada. No podía ni quería entender que la medicina no fuera capaz de salvar a su esposa; para él, sólo la negligencia, la indiferencia y la inoperancia de los médicos eran la causa de que no hiciéramos más por ella, de que no pudiéramos hacer más. Ofreció al catedrático cincuenta, cien mil coronas, si la curaba. El mismo día de la operación mandó telegramas a las primeras autoridades en medicina de Budapest, Munich y Berlín para encontrar aunque sólo fuese uno que dijera que quizá se la podía salvar del bisturí. Nunca olvidaré en lo que me quede de vida sus ojos extraviados mientras nos gritaba que éramos todos unos asesinos, cuando la enferma incurable murió, como era de esperar, en la mesa de operaciones.

»Aquél fue su camino de Damasco. A partir de ese día algo cambió para siempre en este asceta de los negocios. Para él había muerto un dios al que había servido desde su infancia: el dinero. Ahora sólo le quedaba una cosa en el mundo: su hija. Contrató gobernantas y criados, mandó remodelar la casa, ningún lujo pareció bastante al hombre antes tan sobrio. Llevó a la niña, con nueve y diez años, a Niza, a París y a Viena, la malcrió y, con la misma furia con que hasta entonces había acumulado el dinero, lo derrochó ahora a su alrededor casi con desprecio... Quizá no estaba usted tan equivocado cuando lo llamó noble y distinguido, pues desde hace años lo ha dominado una insólita indiferencia frente al beneficio y la pérdida; aprendió a despreciar el dinero desde que todos los millones no pudieron recuperar a su mujer.

»Se hace tarde y no quiero describirle con detalle la idolatría que tributaba a su hija; al fin y al cabo es comprensible, pues con los años la pequeña se convirtió en una adolescente encantadora, en una auténtica sílfide, tierna, esbelta y grácil, de unos ojos grises que iluminaban a todo el mundo con su claridad y gentileza; había heredado de la madre la dulzura pudorosa y del padre, el agudo discernimiento. Juiciosa y amable, adquirió con el tiempo aquella maravillosa ingenuidad propia sólo de los niños que nunca han conocido la hostilidad o los rigores de la vida.

Y sólo quien conoció el hechizo en que vivía aquel hombre que ya envejecía y no se atrevía a esperar que de su sangre oscura y pesada pudiera brotar una criatura tan alegre, tan encantada de la vida, puede medir toda su desesperación cuando le sobrevino la segunda desgracia. No podía ni quería entender (ni siquiera hoy) que precisamente esta niña, su hija, tuviera que ser tan castigada y quedara tullida, y la verdad es que no me atrevo a contar todas las insensateces que cometió en su fanática desesperación. No voy a recordar una vez más que desespera con su insistencia a todos los médicos del mundo, con fabulosas sumas de dinero trata de obligarnos a obtener una curación inmediata, me llama cada dos días, cosa absurda, sólo para satisfacer su maníaca impaciencia, pero hace poco un colega me contó que el anciano todas las semanas acude a la biblioteca de la universidad, se sienta entre los estudiantes, anota torpemente todos los términos del diccionario que no conoce y después pasa horas estudiando a fondo todos los manuales de medicina con la absurda esperanza de descubrir quizá él mismo lo que los médicos hemos pasado por alto u olvidado. Por otra parte llegó a mis oídos (usted quizás sonreirá, pero es la locura lo que permite siempre adivinar la magnitud de una pasión) que prometió grandes sumas tanto a la sinagoga como al párroco de aquí a modo de donativo por la curación de su hija.

Sin saber a qué Dios acudir, si al de sus padres, que él había olvidado, o al nuevo, y perseguido por el miedo estremecedor de enemistarse con uno u otro, se juramentó con ambos al mismo tiempo.

»Pero... está claro que no le cuento todos estos detalles que rayan en el ridículo por ganas de chismorreo. Sólo quiero que comprenda lo que para este hombre castigado, abatido y destrozado significa una persona que sobre todo lo escuche, alguien del que sepa que comprende de todo corazón sus inquietudes o al menos quiere comprenderlas. Sé que se lo pone difícil a los demás con su obstinación, con su manía egocéntrica, que le induce a creer que en este mundo nuestro, lleno de desgracias hasta los bordes, no hay otra desgracia que la suya, la de su hija. Pero precisamente ahora, cuando su delirante desamparo empieza a enfermarlo también a él, no se le puede dejar en la estacada, y usted, mi querido teniente, está haciendo realmente, realmente, una buena obra al llevar un poco de su juventud, de su vitalidad, de su candidez, a esta trágica casa. Sólo por esta razón, por el temor de que otros pudieran confundirlo, le he contado quizá más de su vida privada de lo que en realidad me incumbe, pero creo poder contar con que todo lo que le he dicho quedará estrictamente entre nosotros.

—Por supuesto —dije automáticamente.

Eran las primeras palabras que salían de mis labios desde el principio del relato. Yo estaba poco menos que atónito, no sólo por las sorprendentes revelaciones que daban la vuelta como un guante a la idea que tenía de Kekesfalva, sino que a la vez me habían dejado perplejo mi propia ingenuidad y estupidez. ¡A mis veinticinco años iba todavía por el mundo con una venda en los ojos! Huésped diario durante semanas en aquella casa y, sin embargo, envuelto en la neblina de mi compasión y llevado por una necia discreción, nunca me había atrevido a preguntar ni acerca de la enfermedad, ni de la madre, que a ojos vistas faltaba en aquella casa, ni por el origen de la riqueza de aquel hombre singular. ¿Cómo había podido pasar por alto que esos ojos almendrados, cubiertos por un melancólico velo, no eran los de un aristócrata húngaro, sino que pertenecían a la mirada propia de la raza judía, aguzada y a la vez cansada por milenios de trágica lucha? ¿Cómo no me había dado cuenta de que en Edith aparecían mezcladas otras esencias? ¿Cómo no había visto que extraños pasados tenían forzosamente que pesar como fantasmas sobre aquella casa? Entonces, con retraso, me vino a las mientes como un relámpago toda una serie de detalles: la fría mirada con que nuestro coronel había rechazado el saludo de Kekesfalva al encontrarse con él en una ocasión, limitándose a levantar apenas dos dedos hacia la gorra, o cómo mis camaradas, sentados en el café, lo llamaron «viejo maniqueo». Tuve la sensación como si de repente se abriera una cortina en una habitación oscura y el sol diera en los ojos con tanta intensidad, que se llenan de fulgores purpúreos y uno anda a tientas bajo el deslumbrante brillo de esa luz, insoportable por excesiva.

Pero como si adivinara mis emociones. Condor se inclinó hacia mí y su pequeña y blanda mano tocó la mía con gesto tranquilizador, el gesto de un verdadero médico.

—Por supuesto usted, teniente, no podía siquiera sospecharlo. ¡Cómo iba a saberlo! Ha sido educado en un mundo completamente cerrado, muy peculiar, y se encuentra, además, en la edad dichosa en que uno no ha aprendido todavía a mirar con desconfianza todo lo que resulta extraño.

Créame, por ser más viejo: no hay que avergonzarse porque de vez en cuando la vida lo engañe a uno; es más bien una bendición no tener todavía en la pupila esa mirada de mal ojo, agudísima y diagnosticara, y preferir de entrada ver a las personas y las cosas con confianza. De lo contrario, usted no hubiera podido ayudar tan espléndidamente a ese anciano y a esa pobre niña enferma.

No, no se sorprenda y, sobre todo, no se avergüence: su buen instinto le ha inducido a actuar de la mejor manera.

Tiró la colilla del cigarro a un rincón, se estiró y echó la silla hacia atrás.

—Pero creo que ya va siendo hora de que me marche.

Me levanté al mismo tiempo que él, aunque todavía sentía algo de vértigo. Porque algo extraño me ocurría. Estaba enormemente agitado, todo lo que acababa de saber de modo tan sorprendente me había incluso desvelado aún más y llevado a un estado de sobreexcitación nerviosa; pero al mismo tiempo sentía una presión sorda en un punto muy determinado. Recordé con toda claridad que, en mitad de su narración, había querido preguntar algo a Condor, pero que no había tenido la suficiente presencia de ánimo para interrumpirlo: ¡quería preguntarle por un detalle en un momento determinado! Y ahora que me estaba permitido preguntar, no me acordaba de cuál era; la tensa concentración con que lo escuchaba debió de borrarlo de la memoria. En vano recorrí todos los recodos de la conversación: era como cuando uno siente un dolor preciso en el cuerpo y, sin embargo, es incapaz de localizarlo. Durante el minuto que tardamos en atravesar el local ya medio vacío en dirección a la puerta puse todo mi empeño en recordar.

Salimos a la calle. Condor alzó los ojos.

—¡Aja! —Sonrió con cierta satisfacción—. Lo he notado todo el rato. Este claro de luna me pareció demasiado brillante desde el primer momento. Tendremos tormenta, y fuerte, diría yo.

Será cosa de apresurarnos.

Tenía razón. Entre las casas dormidas el aire seguía estancado, quieto y sofocante, sin embargo desde el este empezaban a cubrir el cielo nubes oscuras y cargadas, ocultando la luna a hilachas, que desfallecía, amarillenta. La mitad del firmamento estaba ya completamente oscurecida; la compacta y metálica masa avanzaba como una gigantesca tortuga negra, surcada a veces por relámpagos lejanos, y tras ella algo gruñía a cada fogonazo, colérico como un animal irritado.

—En media hora va a caer una buena —diagnosticó Condor—. Yo llegaré al tren sin mojarme, pero usted, teniente, mejor que regrese, de lo contrario se llevará un buen remojón.

Pero yo tenía la vaga impresión de que todavía me quedaba algo por preguntar, y seguía sin saber qué; el recuerdo de lo que fuera se había anegado en una indistinta negrura, como en el cielo la luna entre los nubarrones que la perseguían. Sentía palpitar sin descanso en mi cerebro aquella idea indefinida; era como un dolor continuo e inquietante, como un taladro.

—No, me arriesgaré —respondí.

—En ese caso, apresúrese. Cuanto más rápido caminemos, mejor. De tanto estar sentado las piernas se quedan entumecidas.

Piernas entumecidas: ¡ésta era la palabra clave! Al momento, con la claridad de un relámpago se hizo la luz en lo más profundo de mi conciencia. De repente supe lo que había querido preguntar a Condor, lo que tenía que preguntarle: ¡el encargo! La misión que Kekesfalva me había encomendado. Es probable que mi subconsciente hubiera estado pensando todo el rato en la pregunta de Kekesfalva de si aquella parálisis era incurable o no: ahora era el momento de planteársela. Y, mientras andábamos por las calles desiertas, empecé con cierta cautela: —Perdone, doctor..., todo lo que me ha contado es por supuesto de sumo interés..., quiero decir de suma importancia... Pero comprenderá usted que, precisamente por eso, quiera todavía preguntarle algo..., algo que me preocupa desde hace tiempo y... al fin y al cabo usted es su médico. Conoce el caso como ningún otro... Yo soy un lego y no puedo hacerme una idea clara..., y me gustaría saber qué opina realmente usted. Quiero decir, en el caso de la parálisis de Edith, ¿se trata de una enfermedad pasajera o es incurable? Condor levantó los ojos bruscamente, de golpe. Sus gafas me miraron fulgurantes; sin querer, esquivé el golpe vehemente de esta mirada, que penetró en mi piel como una aguja. ¿Sospechaba acaso en mis palabras el encargo de Kekesfalva? ¿Recelaba algo? Pero enseguida volvió a bajar la cabeza y, sin interrumpir su ritmo acelerado, incluso echando a andar con más presteza, rezongó: —¡Pues claro! Tenía que habérmelo esperado. El final es siempre el mismo. Curable o incurable, blanco o negro. ¡Como si fuera tan fácil! «Sano» y «enfermo» son dos palabras que un médico decente y de buena fe no debería pronunciar jamás, pues ¿dónde empieza la enfermedad y termina la salud? ¡Y lo mismo «curable» e «incurable»! Ya lo sé, son palabras muy corrientes y en la práctica es difícil pasarse sin ellas. Pero no conseguirá que pronuncie la palabra «incurable».

¡Yo, nunca! Sé que el hombre más cuerdo del último siglo, Nietzsche, escribió esta frase terrible: no hay que querer ser médico de lo incurable. Pero es, con diferencia, la más falsa de todas las frases paradójicas y peligrosas que ofreció a nuestro análisis. La verdad es exactamente lo contrario, y yo afirmo: es justamente de lo incurable de lo que hay que querer ser médico. Y más aún: la verdadera piedra de toque del médico está en lo que llamamos incurable. El médico que acepta de antemano el concepto de «incurable» deserta de la misión que le es propia, capitula antes de la batalla. Desde luego, sé que es más fácil y cómodo emplear la palabra «incurable» en ciertos casos y dar media vuelta con cara de resignación y los honorarios de la consulta en el bolsillo... Sí, sí, es muy cómodo y lucrativo ocuparse exclusivamente de los casos comprobados, acreditados como curables y cuya terapia se puede encontrar bien detallada en las páginas tal y tal de cualquier mamotreto. Bueno, a quien le guste hacer de matasanos, que lo haga. A mí personalmente me parece una labor tan lamentable como la del poeta que se limita a repetir lo ya dicho, en vez de intentar domar con la palabra lo no dicho y aun lo indecible, o como el filósofo que explica por nonagésima novena vez lo que ya se sabe desde hace tiempo, en vez de enfrentarse a lo desconocido, lo incognoscible. Incurable: un concepto relativo, no absoluto. Para la medicina, como ciencia progresiva, los casos incurables sólo existen en un estadio momentáneo, en nuestro espacio de tiempo presente, esto es, desde nuestra perspectiva limitada y obtusa de sapos. Pero lo importante no es nuestro momento. En cien casos para los que hoy no vemos posibilidades de curación, mañana o pasado podrá haberse encontrado o inventado una... Nuestra ciencia avanza a un ritmo frenético. De modo que, y que no se le olvide —dijo enojado, como si lo hubiera ofendido—, para mí no hay enfermedades incurables, por principio no renuncio a nada ni a nadie, y nadie jamás me arrancará la palabra «incurable». Lo máximo que diría, aun en el caso más desesperado, sería que una enfermedad «todavía no es curable», es decir: no curable todavía por nuestra ciencia contemporánea.

Condor caminaba con tan grandes zancadas, que me costaba seguirlo. De repente, se detuvo.

—Tal vez me expreso de modo demasiado complicado, abstracto. Es difícil explicar estas cosas entre una fonda y una estación. Pero quizás un ejemplo le ilustrará mejor lo que quiero decir..., un ejemplo, además, muy personal y muy doloroso para mí. Hace veintidós años yo era un joven estudiante de medicina, más o menos de la edad de usted ahora, y me encontraba en segundo año de carrera cuando enfermó mi padre, hasta entonces un hombre fuerte, en perfecto estado de salud, trabajador incansable, al que yo quería y veneraba con pasión. Los médicos le diagnosticaron diabetes, una de las enfermedades más crueles y alevosas que puedan atacar a una persona. Sin motivo alguno, el organismo deja de asimilar los alimentos, no proporciona grasa y azúcar al cuerpo, y por lo tanto el enfermo decae y muere de inanición pese a su organismo vivo...

No quiero torturarlo con detalles que destruyeron tres años de mi juventud.

»Y ahora atienda usted: en aquel entonces la llamada ciencia no conocía ni el menor remedio contra la diabetes. Se martirizaba a los enfermos con una dieta especial, se pesaba cada gramo, se medía cada sorbo, pero los médicos sabían (y yo como estudiante de medicina también lo sabía) que con eso sólo se demoraba el final, que estos dos o tres años significaban una espantosa muerte lenta, perecer de hambre en medio de un mundo rebosante de manjares y bebidas. Se puede usted imaginar cómo yo, estudiante de medicina y futuro médico, corrí de una autoridad a otra, cómo estudié todos los libros y obras especializadas. Pero de todas partes recibía como respuesta, de viva voz o por escrito, la palabra que desde entonces se me hizo insoportable: «incurable», «incurable». Desde aquellos días detesto esa palabra, porque tuve que ver, siempre en vela, pero sin posibilidad de actuar, cómo la persona a la que más quería en el mundo, sucumbía de forma más miserable que un animal estúpido. Murió tres meses antes de que me graduase.

»Y ahora escuche con atención: hace unos días, en la Sociedad Médica, asistimos a la conferencia de uno de nuestros primeros quimiocólogos, quien nos informó de que en Estados Unidos y en los laboratorios de algunos otros países estaban bastante avanzados los experimentos para encontrar un remedio basado en extractos glandulares y afirmó que a buen seguro dentro de una década la diabetes sería una enfermedad «superada». Bueno, puede usted imaginarse cómo me conmocionó la idea de que hubieran podido existir ya por aquel entonces unos cientos de gramos de esa sustancia y la persona más querida por mí en el mundo no hubiera tenido que sufrir aquellos tormentos y morir; o al menos hubiéramos tenido la esperanza de curarlo, de salvarlo. Comprenderá usted ahora por qué me enfureció entonces el veredicto de «incurable»...

Noche y día soñaba con la posibilidad, y la necesidad, de que alguien encontrara, descubriera, algún remedio, quizá yo mismo. La sífilis, que en nuestra época de universitarios se nos describía expresamente como «incurable» en una hoja informativa a modo de advertencia, también se ha llegado a curar. Nietzsche, Schumann, Schubert y no sé cuántas más de sus trágicas víctimas, no murieron, pues, de una enfermedad «incurable», sino de una que entonces «todavía no era curable»... Sí, se puede decir que murieron prematuramente, en el doble sentido de la palabra.

¡Cuántas cosas nuevas, inesperadas, fantásticas, ayer todavía inimaginables, nos brindan todos los días! Por eso, cada vez que me encuentro ante un caso en que los demás se encogen de hombros, mi corazón se estremece de rabia porque todavía no conozco ese remedio de mañana, de pasado mañana, pero también palpita de esperanza: quizá tú lo descubrirás, quizás alguien lo descubra, para esta persona, en el momento justo, en el último momento. Todo es posible, incluso lo imposible, pues allí donde nuestra ciencia actual se encuentra con puertas cerradas, sucede a menudo que atrás otras se abren inesperadamente. Cuando nuestros métodos fracasan, hay que tratar de encontrar otros nuevos, y cuando la ciencia no sirve, siempre queda el milagro..., sí, también hoy se dan milagros en medicina. Milagros a plena luz eléctrica, contra toda lógica y experiencia, y a veces incluso se pueden provocar. Créame, ¿torturaría yo a esa muchacha y a mí mismo, si no tuviera la esperanza de lograr salvarla al fin? Es un caso difícil, lo admito, un caso rebelde, hace años que no avanzo tan rápido como quisiera. Sin embargo, a pesar de todo, no la abandono.

Lo había escuchado con gran atención; comprendí con toda claridad lo que quería decir, pero inconscientemente me había contagiado de la insistencia y la angustia del padre. Quería oír más cosas, más concretas y precisas. Y seguí preguntando: —¿Cree, pues, en una mejoría..., es decir, que ya ha conseguido una cierta mejoría? El doctor Condor permaneció callado. Al parecer, mi observación lo incomodó. Sus cortas piernas marcaban el paso cada vez con más viveza.

—¿Cómo puede usted afirmar que he conseguido una cierta mejoría? ¿Lo ha comprobado? ¿Y qué sabe usted de todo eso? Al fin y al cabo conoce a la enferma desde hace sólo unas semanas, y yo vengo tratándola desde hace cinco años.

Y de pronto se detuvo.

—Para que lo sepa de una vez para siempre: no he conseguido nada sustancial, nada definitivo, ¡y de eso se trata! He hecho con ella más pruebas y curas que un curandero. Todo inútil, estéril. No he conseguido nada hasta ahora.

Su arrebato me asustó: era evidente que había herido su amor propio de médico. Traté, pues, de tranquilizarlo.

—Pero el señor Von Kekesfalva me ha contado que los baños eléctricos producen un gran alivio a Edith y sobre todo las inye...

El doctor Condor se detuvo de golpe y me cortó la palabra a medio pronunciar.

—¡Bobadas! ¡Puras bobadas! ¡No se deje embaucar por ese viejo loco! ¿Cree usted realmente que se puede eliminar, como quien quita una mancha, semejante paraplejia con baños eléctricos y otras sandeces parecidas? ¿No conoce usted nuestro viejo truco médico? Cuando no sabemos más, tratamos de ganar tiempo y entretenemos al paciente con chácharas y monsergas para que no se dé cuenta de nuestro desconcierto y, por suerte nuestra, en la mayoría de los casos la naturaleza también miente al enfermo y se convierte en nuestro cómplice. ¡Claro que Edith se encuentra mejor! Cualquier cura, ya sea comer limones o beber leche, bañarse en agua fría o caliente, ocasiona de entrada un cambio en el organismo y produce un nuevo estímulo que el enfermo, eterno optimista, toma por una mejoría. Esta clase de autosugestión es nuestro mejor aliado, ayuda incluso a los médicos más burros. Pero el asunto tiene un inconveniente: tan pronto como el aliciente de lo nuevo mengua, viene la reacción y entonces conviene cambiar lo más rápido posible simular una nueva terapia. En los casos desesperados manipulamos con semejantes paparruchadas hasta que, quizá por casualidad, encontramos el verdadero método, el acertado.

No, nada de cumplidos, yo sé mejor que nadie lo poco que he conseguido de cuanto me he propuesto en el caso de Edith. Todo lo que he intentado hasta ahora (no se engañe al respecto), todas esas bufonadas como descargas eléctricas y masajes, no la han ayudado, en el verdadero sentido de la palabra, a ponerse en pie.

Condor estalló contra sí mismo con tanta vehemencia, que sentí la necesidad de defenderlo ante su propia conciencia. De modo que añadí tímidamente: —No obstante..., yo mismo he visto cómo camina gracias a las máquinas..., ese aparato extensor...

Pero entonces Condor ya no habló, sino que gritó lisa y llanamente, y con tanta cólera y falta de control, que en la calle solitaria dos transeúntes tardíos se volvieron hacia nosotros, llevados por la curiosidad.

—¡Paparruchadas, le he dicho! ¡Paparruchadas! Esos aparatos me ayudan a mí y no a ella.

Esas máquinas son meros aparatos de entretenimiento, para tenerla ocupada, ¿comprende? No es la muchacha quien las necesita, sino yo, porque los Kekesfalva ya no tenían paciencia. Sólo porque ya no podía resistir por más tiempo tanta insistencia, tuve que suministrar de nuevo al anciano una inyección de confianza. ¿Qué otra cosa podía hacer sino colgar este peso a la impaciente, tal como se ponen grilletes a un preso recalcitrante...? Algo completamente inútil... Es decir, esos aparatos quizá refuercen un poco los tendones... No podía servirme de otra cosa..., y tenía, que ganar tiempo... Pero no me avergüenzo en absoluto de estas trampas y artilugios. Usted mismo puede comprobar el éxito. ¡Edith se convence a sí misma de que desde entonces ha mejorado, el padre dice triunfante que yo la he ayudado, todos están entusiasmados con el magnífico y genial milagrero, y usted mismo me interroga como si yo fuera el doctor Sabelotodo! Se interrumpió y se quitó el sombrero para enjugarse con la mano el sudor de la frente. Luego me miró maliciosamente de reojo.

—¡Temo que todo esto no le guste demasiado! ¡Seguro que defrauda su idea del médico como salvador y hombre de la verdad! En su entusiasmo juvenil se imaginó la moral médica de otro modo y ahora está..., lo noto..., desencantado o incluso disgustado por esas prácticas. Lo lamento, pero la medicina nada tiene que ver con la moral: cada enfermedad es en sí un acto anárquico, una rebelión contra la naturaleza, y por esta razón es lícito emplear contra ella todos los medios, todos.

No, no cabe piedad con los enfermos..., el enfermo se coloca hors de la loi, infringe el orden, y para restablecer el orden y a sí mismo hay que intervenir despiadadamente, como en todas las revueltas. Uno tiene que servirse de todo lo que le cae en manos, pues nunca la humanidad, ni un solo hombre, se ha curado todavía con la bondad y con la verdad. Si un embuste cura, ya no es un embuste miserable, sino un medicamento de primera clase, y mientras no puedo curar efectivamente un caso determinado, debo procurar ayudar a pasar el trance. Tampoco es fácil, teniente, cambiar siempre de estribillo durante cinco años, sobre todo cuando uno no está especialmente entusiasmado con su arte. De todos modos, mis más humildes gracias por los cumplidos.

El rechoncho hombrecito se hallaba enfrente de mí tan agitado, que parecía que me iba a atacar con violencia a la primera que le llevara la contraria. En aquel momento un relámpago azul como una vena rasgó el horizonte oscurecido y tras él un trueno gruñó ronco y pesado. De pronto Condor rompió a reír.

—Fíjese..., el cielo le responde con un gruñido. Pobre muchacho, hoy lo han fastidiado más de la cuenta, le han extirpado una ilusión tras otra con el bisturí, primero la del magnate magiar y luego la del médico y amigo, previsor e infalible. ¡Pero debe comprender que a uno le irriten las alabanzas de ese viejo loco! Sobre todo en el caso de Edith, los arranques sentimentales me ponen especialmente frenético, porque a mí mismo me aflige avanzar tan despacio y no haber encontrado, es decir, inventado todavía nada definitivo.

Anduvo unos pasos sin hablar. Luego se volvió hacia mí y añadió en tono más cordial: —Además, no quisiera que pensara que en mi fuero interno he «abandonado» el caso, como decimos eufemísticamente entre colegas. Al contrario, es uno de estos casos en que no voy a perder comba, aunque dure un año o cinco. Por otro lado, mire qué coincidencia..., justo aquella misma tarde, después de la conferencia de la que le he hablado, leí en una revista médica de París la descripción de la terapia para una parálisis, el curioso caso de un hombre de cuarenta años que había pasado dos años enteros en cama, paralítico, sin poder mover un solo miembro, y al que el profesor Viennot ayudó a avanzar en cuatro meses hasta el punto de que hoy vuelve a subir cinco pisos tan alegremente. Figúrese usted: en cuatro meses, semejante curación de un caso parecido al que yo vengo tratando chapuceramente desde hace cinco años... ¡Le aseguro que caí de espaldas cuando lo leí! Claro está que la etiología del caso y también el método no son nada claros, parece ser que el profesor Viennot conjugó ahí de forma curiosa una serie de tratamientos: baños de sol en Cannes, aparatos y una cierta gimnasia. Por supuesto, al no disponer del historial médico del enfermo no tengo idea de si algo de su nuevo método es aplicable, y hasta qué punto, en nuestro caso. Pero enseguida escribí al profesor Viennot en persona para pedirle datos más precisos, y sólo con vistas a eso he martirizado hoy a Edith con un examen tan minucioso. Necesitaba poder establecer comparaciones. Ya ve, pues, que de ningún modo arrío la bandera y que, por el contrario, me agarro a cualquier clavo ardiendo. Quizá haya realmente una posibilidad en este muevo método..., digo «quizá», nada más, y ya he hablado demasiado. Basta por ahora de mi dichoso oficio.

En este momento nos encontrábamos ya cerca de la estación. Nuestra conversación tocaba a su fin, de modo que insistí: —¿Opina, pues, que...? Pero entonces el rechoncho hombrecito se detuvo bruscamente.

—¡Yo no opino nada! —me espetó—. ¡Y no hay «pues» que valga! ¿Qué quieren todos de mí? No tengo línea telefónica directa con Dios. No he dicho nada. Nada concreto. No opino ni creo ni pienso ni prometo nada. Así y todo, ya he hablado demasiado. ¡Y, en resumidas cuentas, basta! Muchas gracias por acompañarme. Ahora más vale que se dé prisa en regresar, de lo contrario no le quedará un solo hilo seco en el uniforme.

Y, sin darme la mano, se dirigió a la estación, visiblemente enojado (no comprendí por qué), con sus piernas cortas y, según me pareció, sus pies un tanto planos.

La previsión de Condor era correcta. La tormenta, que los nervios habían detectado desde hacía rato, se acercaba perceptiblemente. Con un estrépito como de pesados cajones negros, gruesos nubarrones se congregaban sobre las copas de los árboles, que temblaban inquietas, iluminadas a veces por la pálida rúbrica de un rayo. El aire, húmedo y agitado una y otra vez por bruscas ráfagas de viento, olía a quemado. En mi apresurado regreso, la ciudad y las calles presentaban un aspecto diferente que unos minutos antes, cuando se sumían todavía en el pálido resplandor de la luna conteniendo la respiración. Ahora los letreros matraqueaban y chirriaban como asustados por un sueño agobiador, las puertas golpeaban angustiadas, las chimeneas emitían quejumbrosos gemidos, en muchas casas aparecían luces despertadas por la curiosidad y después se veía aquí y allá algún que otro inquilino en camisón blanco cerrando previsor las ventanas ante la tormenta que se avecinaba. Los pocos transeúntes tardíos doblaban apresurados las esquinas, como empujados por el viento del miedo, e incluso la espaciosa plaza mayor, normalmente tan animada hasta la noche, estaba completamente desierta; el reloj iluminado del ayuntamiento atisbaba el inusual vacío con su mirada blanca y embobada. Sin embargo, lo importante fue que, gracias a la advertencia de Condor, llegué al cuartel a tiempo, antes de que estallara la tormenta. Sólo me faltaba recorrer dos manzanas más y cruzar el parque municipal para llegar al cuartel; luego, en mi habitación, podría terminar de pensar en todas las cosas sorprendentes que había llegado a saber y a vivir en las últimas horas.

El jardincito de enfrente del cuartel estaba completamente a oscuras; el aire se pegaba recio y tupido a las agitadas hojas, de vez en cuando una breve ráfaga de viento culebreaba silbando entre el follaje, y luego el irritado estrépito irrumpía de nuevo en un silencio más inquietante todavía.

Aceleré el paso cada vez más. Ya casi había llegado a la entrada cuando una figura apareció de detrás de un árbol y salió de las sombras. Me quedé algo desconcertado, pero no me detuve... Bah, seguramente era una de las prostitutas que solían esperar a los soldados aquí, en la oscuridad.

Pero, para irritación mía, oí unos pasos que corrían tras de mí sigilosamente, y, resuelto a increpar con aspereza a la atrevida tunante que me importunaba tan desvergonzadamente, me volví. A la luz de un relámpago que en aquel preciso instante hendió con su fulgor la oscuridad, vi, ante mi descomunal asombro, a un viejo tembloroso que me seguía jadeando, con la calva descubierta y unas gafas doradas y de cristales redondos y centelleantes: ¡Kekesfalva! En mi primera sorpresa, no daba crédito a mis ojos. ¡Kekesfalva en el parque del cuartel! Pero ¿cómo era posible? No hacía ni tres horas que Condor y yo lo habíamos dejado en su casa muerto de cansancio. ¿Eran alucinaciones mías o el anciano se había vuelto loco? ¿Se había levantado de la cama delirando de fiebre y erraba ahora sonámbulo, vestido sólo con una chaqueta delgada, sin abrigo ni sombrero? Pero era él, no cabía duda. Lo habría reconocido entre cien mil por su modo de andar a paso lento, abatido, con el cuerpo inclinado, temeroso.

—Por el amor de Dios, señor Von Kekesfalva —exclamé con asombro—. ¿Qué hace aquí? ¿No se había ido a la cama? —No..., o mejor dicho..., en realidad no podía dormir..., quería todavía...

—Bueno, pero ahora deprisa a casa. Ya ve que en cualquier momento puede estallar la tormenta. ¿No tiene el coche aquí? —Allá..., me espera a la izquierda del cuartel.

—¡Perfecto! ¡Pues, entonces, andando! Si acelera la marcha, todavía lo dejará en casa a tiempo.

Vamos, señor Von Kekesfalva.

Y como vacilaba, lo cogí por el brazo sin contemplaciones para llevármelo, pero él se soltó de un tirón.

—Enseguida, enseguida..., ya voy, teniente..., pero... pero primero dígame una cosa: ¿qué le ha dicho? —¿Quién? Tanto mi pregunta como mi sorpresa eran sinceras. El viento seguía silbando por encima de nuestras cabezas, los árboles gemían y se encorvaban como para librarse de sus raíces, en cualquier momento la lluvia podía caer a chuzos, y, como es natural, yo sólo pensaba en una cosa: en cómo hacer llegar a casa al anciano, que evidentemente estaba trastornado y no parecía darse cuenta de la tormenta que se avecinaba. Pero él dijo tartamudeando, casi indignado.

—El doctor Condor..., usted lo ha acompañado, ¿no? Entonces lo comprendí. Aquel encuentro en la oscuridad no era, por supuesto, obra del azar.

El padre impaciente había esperado en el parque, a pocos pasos de la entrada del cuartel, para estar seguro de verme, me había estado acechando cerca de la puerta, donde no podía escapar de él. Debió de haber estado caminando arriba y abajo durante dos o tres horas, agitado por una terrible inquietud, apenas oculto entre las sombras de aquel desabrido parquecillo de provincias, en el que por las noches sólo se reunían las criadas con sus amantes. Probablemente había supuesto que yo me limitaría a acompañar a Condor el corto trecho hasta la estación y que regresaría enseguida al cuartel, pero yo, sin saber, lo había hecho esperar y esperar durante las dos o tres horas que pasé sentado en la taberna con el médico, y el anciano enfermo me había esperado como antaño a sus deudores, tenaz, paciente, inflexible. Esta perseverancia tenía algo que me perturbaba, pero a la vez me conmovía.

—Todo está en perfecto orden —lo tranquilicé—. Todo irá bien, tengo plena confianza.

Mañana por la tarde le contaré más cosas, le informaré con todo detalle, palabra por palabra. Pero ahora vuelva deprisa al coche. Ya ve usted que no tenemos tiempo que perder.

—Sí, sí, ya voy.

Se dejó llevar a disgusto. Conseguí hacerlo andar diez o veinte pasos. Luego noté que la carga se hacía más pesada en mi brazo.

—Un momento —balbuceó—. Sentémonos un momento en este banco. Yo ya no... Ya no puedo más.

El anciano, en efecto, se tambaleaba como si estuviera ebrio. Tuve que emplear todas mis fuerzas para arrastrarlo hasta el banco en medio de la oscuridad, mientras los truenos retumbaban cada vez más cercanos. Se dejó caer, respirando penosamente. Era evidente que la espera lo había maltrecho, y no era de extrañar: había estado haciendo guardia a pie, inquieto y siempre al acecho sobre sus cansadas piernas durante tres horas y sólo ahora, una vez me tuvo felizmente atrapado, cobró conciencia del esfuerzo realizado. Exhausto y como vencido, se reclinó en el banco de los pobres, donde al mediodía los obreros comían su bocadillo, por la tarde se sentaban los canónigos y las mujeres embarazadas y por la noche las rameras atraían a los soldados: él, el anciano, el hombre más rico de la ciudad; y esperaba, esperaba, esperaba. Y yo sabía lo que esperaba, al instante adiviné que no lograría arrancar al obstinado viejo de aquel banco (¡qué situación más enojosa, si uno de mis camaradas me sorprendía en tal extraña familiaridad!) si no era, por decirlo así, levantándole primero los ánimos. Empecé por tranquilizarlo. Y de nuevo me invadió la compasión, de nuevo se levantó dentro de mí esa maldita ola de calor que cada vez me dejaba sin fuerza y sin voluntad. Me incliné sobre él y empecé a hablarle.

El viento silbaba, ululaba y rugía a nuestro alrededor, pero el anciano no se daba cuenta de nada. Para él no existía cielo ni nubes ni lluvia, sólo había en la tierra su hija y su curación. ¿Sería capaz de informar a ese hombre, que temblaba de excitación y debilidad, siquiera de los hechos reales y escuetos y decirle que Condor todavía no se sentía muy seguro de lo que estaba haciendo? Sin embargo, Kekesfalva necesitaba algo a lo que aferrarse, como antes, para no caer, a mi brazo.

Reuní, pues, a toda prisa las pocas promesas consoladoras que a duras penas había arrancado a Condor. Le conté que Condor había oído hablar de una nueva cura que el profesor Viennot había ensayado en Francia con gran éxito. Enseguida noté junto a mí algo que crujía y se movía en la oscuridad; su cuerpo, todavía recostado de decaimiento un minuto antes, hacía esfuerzos para acercarse, como si buscara calor en mí. En realidad, yo ya no debería haber prometido nada más, pero la compasión me arrastró más allá de mi responsabilidad. Sí, esa cura daba resultados extraordinarios, seguí animándole, en cuatro meses, incluso en tres, se habían logrado curaciones sorprendentes gracias a ella, y era probable, no, se podía decir que era seguro que tampoco fracasaría en el caso de Edith. Poco a poco fui tomando un cierto gusto a estas exageraciones, porque eran asombrosos sus efectos tranquilizadores. Cada vez que me preguntaba ansioso: «¿De verdad lo cree?» o «¿De veras ha dicho eso? ¿Lo ha dicho él?», y yo, débil e impaciente, respondía con un sí apasionado, la presión de su cuerpo contra el mío parecía disminuir. Sentía cómo crecía su seguridad con mis palabras y por primera y última vez en mi vida intuí en aquel momento algo de ese placer embriagador que es inherente a todo acto creador.

Ya no sé ni sabré nunca todo lo que aseguré y prometí entonces a Kekesfalva en aquel banco de los pobres, pues así como mis palabras extasiaron su ávido interés, así también su embelesada atención me embriagaba del placer de prometerle más y más. Ninguno de los dos prestábamos atención a los relámpagos que nos rodeaban con llamaradas azules ni a los truenos cada vez más insistentes. Permanecimos pegados el uno al otro, hablando y escuchando, escuchando y hablando, y yo le aseguraba una y otra vez con la mayor buena fe y sinceridad: «Sí, se curará, se curará pronto, con toda seguridad», sólo para seguir escuchando sus balbuceantes «¡Ah!» y «¡Gracias a Dios!», y compartiendo con él el éxtasis del arrebato, embriagado y embriagador. Y quién sabe cuánto tiempo hubiéramos permanecido así sentados, si de repente no hubiera llegado esa última y decisiva ráfaga de viento que precede siempre a una tormenta furiosa para dejarle libre el camino con sus golpes. Los árboles se doblaron de golpe con tanta fuerza, que la madera crujía y chirriaba, los castaños nos arrojaron sus henchidos proyectiles y una enorme nube de polvo nos envolvió en su espiral.

—A casa, debe volver a casa —le grité, obligándole a levantarse, y él no ofreció resistencia.

Mis palabras de consuelo lo habían fortalecido y restablecido. Ya no se tambaleaba como antes; con una premura confusa y alada corrió conmigo hasta el coche. El cochero le ayudó a subir. Sólo entonces me sentí aliviado. Lo sabía a resguardo. Le había dado consuelo. Ahora, por fin, el afligido anciano podría dormir, profunda, tranquila y felizmente.

Pero apenas me dispuse a extender la manta sobre sus pies para que no se enfriase, ocurrió algo terrible. Con un movimiento brusco me cogió las dos manos con fuerza por las muñecas, la derecha y la izquierda, y antes de que yo pudiera evitarlo, se las llevó a la boca y las besó, la derecha y la izquierda, y otra vez la derecha y luego la izquierda.

—Hasta mañana, hasta mañana —balbuceó después, y el coche se alejó rápidamente, como llevado por el viento gélido, que ahora había arreciado. Me quedé petrificado. Pero entonces azotaron mi gorra las primeras gotas, tamborileaban, estallaban y resonaban con un chisporreo, y corrí los últimos cuarenta o cincuenta pasos ya bajo un chaparrón fragoroso. Precisamente cuando llegué empapado a la puerta del cuartel, cayó un rayo que iluminó la tormentosa noche en toda la extensión de la calle; tras él retumbó el trueno, como si el cielo entero se viniese abajo. El rayo debió de caer muy cerca, pues la tierra tembló y los cristales tintinearon como si se hubieran roto.

Pero, a pesar de que mis ojos habían quedado cegados por el repentino deslumbramiento, no me asusté tanto como un minuto antes, cuando el anciano, llevado por su frenética gratitud, me había cogido y besado las manos.

Después de emociones intensas el sueño se hace también intenso y profundo. Sólo a la mañana siguiente descubrí, por la manera como me desperté, hasta qué punto me había aturdido el bochorno de antes de la tormenta y, en no menor grado, la tensión eléctrica de la conversación nocturna. Me desperté como saliendo de profundidades insondables, primero miré desconcertado la familiar habitación de cuartel e hice vanos esfuerzos por recordar cómo y cuándo me había sumido en aquel sueño abismal. Pero no había tiempo para evocar y ordenar recuerdos pasados; con aquella otra memoria, la oficial, que en cierto modo funcionaba en mí como soldado, separada de la memoria personal, recordé al punto que para ese día se habían dispuesto unos ejercicios extraordinarios. Abajo sonaban ya los toques de corneta, se oía el piafar de los caballos y por las llamadas apremiantes de mi ordenanza comprendí que debía ser hora de salir del cuartel. En un santiamén me puse el uniforme que ya tenía preparado, encendí un cigarrillo y bajé a todo correr las escaleras hasta el patio para dar la orden de marcha al escuadrón, ya formado.

En una columna a caballo uno no existe como individuo: al ritmo trepidante de cien cascos no se puede pensar ni soñar con claridad; en realidad, durante el trote ligero, no vi otra cosa sino que nuestro grupo avanzaba alegre hacia el día de verano más perfecto que se pueda imaginar: el cielo, lavado por la lluvia de todo velo y nubécula; el sol, fuerte y, sin embargo, sin bochorno; los contornos del paisaje, destacados con nitidez. Se distinguía a lo lejos cada casa, cada árbol y cada campo, tan real y claramente como si uno los tuviera en la mano; cada maceta de flores en las ventanas, cada voluta de humo en los tejados, parecía fortalecido en su existencia por colores límpidos y subidos; apenas reconocí nuestra aburrida carretera, a pesar de que la recorríamos semana tras semana al mismo trote y con el mismo destino, tan verde y lozano su techo de hojas se abovedaba sobre nuestras cabezas como si fuera recién pintado. Yo me sentía espléndidamente ligero y aliviado en mi montura, liberado de todo problema y agobio, de toda inquietud que me había atacado los nervios durante los últimos días y semanas; pocas veces creí haber cumplido mejor con el servicio que en aquella mañana radiante y soleada. Todo resultó fácil y natural, todo salió bien y todo me hizo feliz, el cielo y los prados, los buenos y fogosos caballos, que seguían obedientes cada presión de mis muslos y cada tirón de las riendas, y también mi propia voz al dar las órdenes.

Pero los estados de felicidad intensa tienen también algo de aturdidor, como todo lo que embriaga; el goce vehemente del presente hace olvidar siempre el pasado. Y así, aquella tarde, cuando después de las reconfortantes horas a caballo emprendí de nuevo el familiar camino del castillo, sólo recordé muy vagamente el encuentro de la noche anterior; me alegraba únicamente de la apasionada ligereza de mi corazón y de la alegría de los demás; cuando uno es feliz, se imagina que todos los demás no pueden sino serlo también.

Y, en efecto, apenas hube llamado a la más que conocida puerta del castillo, me saludó con una voz especialmente sonora el criado, que de ordinario actuaba con un ánimo tan impersonal y servil. Me instó de inmediato: —¿Puedo acompañar al teniente a la torre? Las señoritas lo esperan arriba.

¿Por qué estaban tan nerviosas sus manos, por qué me miraba tan radiante, por qué echó a andar delante de mí con tanta solicitud? ¿Qué le ocurre?, me pregunté sin querer, mientras me disponía a subir la escalera de caracol hasta la terraza. ¿Qué le pasa hoy al viejo Josef? Arde de impaciencia por que suba lo antes posible. ¿Qué le pasa a ese buen hombre? Pero era una suerte sentir alegría, una suerte también trepar por la sinuosa escalera en un día radiante de junio, con piernas jóvenes y sanas, y mirar por las ventanas laterales ora al norte, ora al sur, ora al este, ora al oeste, y ver el paisaje estival que se extendía hasta el infinito. No me quedaban más de diez o doce peldaños para llegar a la terraza, cuando algo inesperado hizo que me detuviera, porque..., cosa extraña, de repente, en la espiral de la escalera vibró misteriosamente una melodía de baile, ligera, llevada por violines, matizada por violoncelos y subrayada por los trinos de voces femeninas entrelazadas. Quedé sorprendido. ¿De dónde procedía aquella música, tan cercana y a la vez tan lejana, espectral y sin embargo terrenal, una canción de opereta que parecía transportada del cielo? Quizá tocaba una orquesta en el jardín de un restaurante cercano y el viento traía las últimas y más tenues vibraciones de la melodía hasta el castillo. Pero al instante siguiente comprendí que aquella airosa orquesta procedía de la terraza y no era otra cosa que un simple gramófono. Estúpido de mí, pensé, hoy descubres encantamientos por todas partes y no esperas sino milagros. ¡No se puede instalar toda una orquesta en una terraza tan estrecha como la de la torre! Pero unos peldaños más y de nuevo me asaltó la duda. Ciertamente era un gramófono el que tocaba, sin embargo... las voces que cantaban sonaban demasiado libres y auténticas para salir de una cajita zumbadora. ¡Eran verdaderas voces de mujer, llevadas por un entusiasmo alegre e infantil! Me detuve y escuché con más atención. La voz de soprano era la de Ilona, hermosa, llena, exuberante, tierna como sus brazos, pero la otra voz que la acompañaba, ¿a quién pertenecía? No la reconocí. Al parecer Edith había invitado a una amiga, una muchachita resuelta, vivaz, y yo sentía viva curiosidad por conocer a ese ruiseñor cantarín que tan inesperadamente se había instalado en nuestra torre. Tanto mayor fue mi perplejidad cuando, nada más pisar la terraza, observé que no estaban allí más que las dos muchachas, Edith e Ilona, y que era Edith la que reía y canturreaba con una voz completamente nueva, una voz libre y sosegada, ligera y argentina. Mi asombro era mayúsculo porque un cambio así de la noche a la mañana me parecía un tanto antinatural. Sólo una persona sana y segura de sí misma puede cantar tan despreocupadamente, en un delirio de felicidad; por otra parte, sin embargo, quedaba descartado que esa niña, esa enferma, pudiera estar sana, a no ser que entre la noche y la mañana hubiera ocurrido un verdadero milagro. ¿Qué la ha embriagado —me pregunté perplejo—, qué la ha enloquecido para que semejante bienaventurada seguridad brote de repente de su garganta, de su alma? Me resulta difícil explicar mi primer sentimiento: a decir verdad, era más bien de malestar, como si hubiera sorprendido desnudas a las dos muchachas, porque o bien la enferma me había ocultado hasta entonces con engaño su verdadero carácter o bien—pero ¿cómo y por qué?— una persona nueva había nacido en ella en el transcurso de una noche.

Pero, para mi perplejidad, las dos muchachas no parecieron en absoluto turbadas cuando se dieron cuenta de mi presencia.

—Vamos— me gritó Edith, y dirigiéndose a Ilona—: Rápido, para el gramófono.

Y me indicó por señas que me acercara.

—¡Por fin, por fin! Le he estado esperando todo el tiempo. ¡Pero, vamos, cuente! Cuéntenoslo todo, pero con todos los detalles... Papá se ha hecho un lío tan tremendo que no entendí nada... Ya sabe usted que, cuando se emociona, es incapaz de contar nada como es debido... Figúrese, subió a verme en plena noche, yo no podía dormir a causa de la horrible tormenta, el frío me calaba los huesos, entraba por la ventana, y no me veía con fuerzas para levantarme. Todo el tiempo deseaba que alguien se levantara y viniera a cerrar la ventana, y de pronto oigo pasos que se acercan.

Primero me asusté, porque eran las dos o las tres de la madrugada y, con la sorpresa del momento, no reconocí a papá, tan cambiado estaba. Se acercó sin más y no hubo forma de detenerlo... Tendría que haberlo visto, reía y sollozaba... ¡Sí, imagínese, papá riendo a carcajada limpia y bailando ahora sobre un pie ahora sobre el otro como un niño grande! Y claro, cuando empezó a hablar, me dejó tan desconcertada, que al principio no podía creerlo... Pensé que papá lo había soñado o que yo estaba soñando todavía. Pero entonces subió también Ilona y charlamos y reímos hasta el amanecer... Pero hable usted ahora..., diga..., ¿qué hay de esta nueva cura? Así como cuando una fuerte ola se lanza contra nosotros y, tambaleándonos, nos esforzamos en vano en hacerle frente, así traté de no ceder a mi enorme consternación. Aquella sola frase me lo aclaró todo en un segundo. Yo, y sólo yo, había destapado aquella voz nueva y sonora en la muchacha, sin que ella lo sospechara; yo, y sólo yo, había suscitado en ella esa desdichada certeza.

Kekesfalva debió de contarle lo que Condor me había confiado. Pero, en definitiva, ¿qué me había dicho Condor...? Y, por mi parte, ¿qué había contado yo de todo ello? En realidad. Condor se había manifestado con suma cautela, y yo, loco de mí, ¿qué fantasías añadí por compasión para que toda una casa se iluminara, los afligidos rejuvenecieran y los enfermos se creyeran sanos? Qué de cosas debí...

—Vamos, ¿qué pasa...? ¿Por qué tantas vacilaciones? —me urgió Edith—. Sabe muy bien lo mucho que me importa cada palabra. A ver, pues, ¿qué le dijo Cóndor? —¿Qué dijo Condor? —repetí, para ganar tiempo—. Sí, ya sabe..., buenas noticias... El doctor Condor confía en obtener los mejores resultados con el tiempo... Tiene la intención, si no me equivoco, de ensayar una nueva cura y se está informando sobre ella... Al parecer, es una cura eficaz..., si lo entendí bien... Yo, claro está, no puedo juzgar, pero en cualquier caso usted puede confiar en él, sí... Creo, estoy seguro, que lo hará todo correctamente.

Pero o bien ella no se daba cuenta de mis evasivas o bien su impaciencia desarmaba cualquier resistencia.

—Aja, ya sabía yo que así no avanzábamos. En definitiva, nos conocemos nosotros mismos mejor que nadie... ¿Recuerda cuando le dije que todos esos masajes, las corrientes eléctricas y los aparatos extensores eran un disparate...? Todo esto es demasiado lento, no se puede esperar tanto... Mire, hoy mismo, sin consultarlo, me he quitados esos estúpidos aparatos... No se puede imaginar qué alivio..., enseguida he caminado mucho mejor... Creo que eran esos malditos tarugos lo que me estorbaba. No, estas cosas hay que abordarlas de otra manera, hace tiempo que me di cuenta... Pero... pero ahora cuénteme usted en pocas palabras en qué consiste ese método del profesor francés. ¿Es verdad que habrá que viajar? ¿No se puede hacer aquí...? Ah, detesto los sanatorios, los abomino... ¡Sobre todo, no quiero ver enfermos! Ya tengo bastante conmigo misma... Pero ¿en qué consiste...? ¡Vamos, desembuche de una vez...! Y, sobre todo, ¿cuánto dura? ¿De veras es tan rápido? Dice papá que curó a su paciente en cuatro meses y ahora puede subir y bajar escaleras, puede ir y venir... ¡Es..., sería increíble! Pero no se quede ahí sentado sin decir nada, ¡cuente de una vez...! ¿Cuándo va empezar y cuánto durará todo el asunto? Hay que dar marcha atrás, me dije. No hay que dejar que se pierda en esta desenfrenada ilusión, creyendo que todo está asegurado y garantizado. De modo que, por precaución, rebajé las expectativas: —Un plazo concreto... naturalmente ningún médico puede fijarlo de antemano, no creo que se pueda... Además..., el doctor Condor habló del método sólo en general... Parece que se obtienen resultados excelentes, dijo, pero en cuanto a que si es del todo seguro..., quiero decir que sólo se puede comprobar caso por caso... De todos modos habrá que esperar hasta que él...

Pero su entusiasmo apasionado había derribado mi insegura defensa.

—¡Bah! ¡Usted no lo conoce! Es imposible arrancarle nada concreto. Exagera en su cautela.

Pero cada vez que promete algo, aunque sea a medias, funciona a las mil maravillas. Se puede confiar en él, y no sabe usted hasta qué punto necesito terminar con esto o por lo menos tener la seguridad de que se terminará... ¡Paciencia, me dicen siempre, paciencia! Pero es preciso saber hasta cuándo y hasta dónde hay que ser paciente. Si alguien me dijera que va a durar seis meses y resulta que dura un año..., diría, bueno, lo acepto, y haría lo que se me pidiera..., pero gracias a Dios que hemos llegado a eso por lo menos. No se puede imaginar qué aliviada me siento desde ayer. Es como si hubiera empezado a vivir. Esta mañana fuimos a la ciudad..., se asombra, ¿verdad?..., pero ahora, desde que sé que algo hemos avanzado, me da igual lo que diga y piense la gente, y que me miren y me compadezcan... Saldré todos los días para demostrarme a mí misma que por fin se va a terminar esta espera y esta impaciencia estúpidas. Y para mañana, domingo..., usted estará libre, supongo..., hemos preparado algo grande. Papá me ha prometido que iremos a ver la yeguada. Hace años que no he estado ahí, cuatro o cinco años..., no quería salir a la calle.

Pero mañana iremos y usted nos acompañará, naturalmente. Quedará asombrado, Ilona y yo hemos preparado una sorpresa. O—se volvió sonriendo hacia Ilona— ¿le chismorreo ya ahora el gran secreto? —Sí —rió Ilona—. ¡Basta de secretos! —Pues, escuche, querido amigo. Papá quería que fuéramos en coche, pero es demasiado rápido y aburrido. Entonces recordé que Josef contaba que la vieja princesa chiflada (ya sabe, la que tenía antes el castillo, una persona repugnante) siempre viajaba en la gran calesa tirada por cuatro caballos, la de colores, que todavía está en la cochera... Siempre hacía enganchar los cuatro caballos para que todo el mundo supiera que era la princesa, incluso cuando sólo fuera para ir a la estación. Nadie más a la redonda podía viajar así... ¡Imagínese qué divertido sería viajar una vez como la difunta princesa! Todavía vive el viejo cochero... Ah, es verdad, usted no conoce al viejo factótum, hace tiempo que está retirado, desde que tenemos el auto. Pero tenía que haberlo visto cuando le dijimos que queríamos salir con la cuadriga; enseguida vino zancajeando sobre sus vacilantes piernas, llorando de pura alegría de poder revivir aquello... Ya está todo arreglado, a las ocho saldremos en el coche..., habrá que levantarse temprano y, por supuesto, usted pasará la noche con nosotros. No se puede usted negar. Ocupará un bonito cuarto de invitados abajo y, cualquier cosa que necesite. Pista se lo traerá del cuartel... que, además, mañana llevará el uniforme de lacayo, como en tiempos de la princesa... No, no admito réplicas. Tiene que darnos este gusto, no hay excusa ni perdón que valga.

Y siguió hablando y hablando como si le hubieran dado cuerda. Yo la escuchaba atónito, sin dar crédito todavía a mis ojos por aquel cambio incomprensible. Su voz era completamente distinta; el tono de su conversación, por lo general nervioso, era ligero y fluido; el rostro que yo conocía parecía haber sido trocado por otro; el color enfermizo de la piel, rojo amarillento, había adquirido un matiz fresco y sano, y de sus gestos había desaparecido el desasosiego. Delante de mí tenía a una muchacha ligeramente embriagada, con las pupilas chispeantes y una boca animada por la risa. Sin querer, me contagié de esta embriaguez sofocante, que, como toda embriaguez, relajó mi resistencia interior. Me engañé a mí mismo diciéndome que quizás era verdad o lo sería. Quizá no la había engañado en absoluto, quizá se curaría de veras tan rápidamente como le había dicho. Al fin y al cabo, no he mentido de plano o, por lo menos, no demasiado, pues si Condor había leído en efecto acerca de una estupenda curación, ¿por qué no ha de ser posible también en esta niña impulsiva, de una credulidad conmovedora, en esta criatura sensible, a la que la simple alusión de recuperar la salud volvía tan animada y feliz? ¿Por qué, pues, reprimir un entusiasmo que la vivifica, por qué atormentarla con el desaliento? Bastante se ha torturado ya la pobre. Y como ocurre a un orador al que, de rebote, se le pega como una fuerza real el entusiasmo que con sus palabras vacías ha suscitado, así me fue invadiendo la confianza cada vez más victoriosa que, en realidad, no había nacido sino de las exageraciones dictadas por mi compasión. Y cuando finalmente compareció el padre, nos encontró a todos de un humor de lo más despreocupado; hablábamos y hacíamos planes como si Edith ya se hubiese restablecido y estuviera curada del todo. Me preguntaba dónde podía volver a aprender a montar y si en el regimiento dirigiríamos sus lecciones y la ayudaríamos. Y si no era ahora el momento de que su padre diera al párroco el dinero para el nuevo techo de la iglesia que le había prometido.

Todas esas preguntas temerarias, que anticipaban su curación como un hecho consumado, la hacían reír y bromear con tal despreocupación de espíritu, que acalló mis últimas resistencias. Y sólo cuando por la noche me encontré solo en mi cuarto, vagos recuerdos empezaron a llamar desde dentro a las paredes de mi corazón: ¿no será por un exceso de efusión que se promete tanto a sí misma? ¿No debería atemperar esta confianza peligrosa? Pero no permití que esta idea progresara. ¿Por qué preocuparme de si he dicho demasiado o demasiado poco? Aunque haya prometido más de lo que honradamente debía, esa mentira piadosa la ha hecho feliz, y hacer feliz a una persona no puede ser pecado ni delito.

La excursión anunciada se inició muy temprano con una pequeña fanfarria de buen humor.

Lo primero que oí al despertarme en mi pequeño cuarto de invitados, limpio e iluminado por el sol que entraba a raudales, fueron voces y risas. Me acerqué a la ventana y vi, ante las caras de asombro de toda la servidumbre, el imponente coche de viaje de la princesa, que seguramente habían sacado de la cochera durante la noche: una soberbia antigualla de museo, construida hacía cien años, tal vez ciento cincuenta, por el carrocero de la corte vienesa para un antepasado, en la Seilerstätte. La carrocería, protegida por artísticos muelles contra los golpes de las ruedas macizas, estaba decorada, de forma un tanto simple, con escenas pastoriles y alegorías clásicas, al estilo de los tapices antiguos, y quizá los antaño vivos colores originales ya habían palidecido. El interior de la carroza, tapizado con seda, ocultaba —tuvimos ocasión de comprobarlo en muchos detalles durante el viaje— toda clase de comodidades refinadas, como mesitas plegables, espejitos y frasquitos de perfume. Huelga decir que este descomunal juguete de un siglo desaparecido causaba al pronto una impresión de irrealidad y mascarada, pero precisamente esto produjo el grato efecto de que los criados se esforzaran, con un humor festivo propio de carnaval, en poner perfectamente a flote en la carretera el pesado navío. Con especial empeño, el mecánico de la fábrica de azúcar engrasó las ruedas y revisó a golpes de martillo los aros de hierro, mientras enganchaban los cuatro caballos, adornados con penachos como para una boda, lo que dio ocasión a Jonak, el viejo cochero, para dar, orgulloso, las pertinentes instrucciones. Ataviado con su descolorida librea principesca y sorprendentemente ágil a pesar de la gota, explicaba todas sus artes y saberes a los jóvenes criados, que desde luego sabían montar en bicicleta e incluso manejar un coche, pero no refrenar como es debido un tiro de cuatro caballos. Fue también él quien en la noche anterior había aclarado al cocinero que el honor de la casa exigía a toda costa que en los juegos al aire libre y en escapadas parecidas, incluso en los lugares más apartados, en un bosque o un prado, se sirviera una colación tan esmerada y abundante como en el comedor del castillo. Y así, bajo su control, el criado recogió manteles de damasco, servilletas y cubertería de plata, todo ello guardado en estuches adornados con el escudo de la colección de la vajilla de plata que había pertenecido a la princesa. Sólo entonces le fue permitido al cocinero, tocado con una gorra de plato blanca que sombreaba su rostro radiante, traer las provisiones propiamente dichas: pollos asados, jamón, empanadas, pan blanco recién hecho y baterías enteras de botellas, cada una colocada en un lecho de paja para superar los baches de las carreteras sin sufrir daño. Como representante del cocinero, acompañó la comitiva un muchacho que serviría las comidas, al que se le señaló el lugar en la parte trasera del coche que antaño ocupara el postillón de la princesa, tocado con un sombrero de abigarradas plumas, junto al lacayo de servicio.

Gracias a esa minuciosa ostentación, los preparativos adquirieron un aire teatral y festivo y, como la noticia de nuestra singular excursión se propagó rápidamente por los alrededores, no faltó público a ese simpático espectáculo. De los pueblos vecinos habían acudido campesinos con sus variopintos trajes típicos de domingo, y del cercano asilo de pobres llegaron ancianas arrugadas y hombrecillos canosos con sus inevitables pipas de barro. Pero, sobre todo, había niños descalzos, venidos de cerca y de lejos, que, hechizados de asombro, contemplaban boquiabiertos ora los caballos engalanados ora el cochero, en cuya mano marchita, pero todavía firme, se concentraban las largas riendas, misteriosamente anudadas. No menos entusiasmo les causaba Pista, al que conocían sólo en su uniforme azul de chofer y que ahora, ataviado con su librea de tiempos de la princesa, sostenía el plateado cuerno de caza, ansioso por dar la señal de partida.

Pero, para esto, era imprescindible que primero hubiéramos desayunado y, cuando al fin nos acercamos al suntuoso carruaje, no pudimos menos de comprobar divertidos que ofrecíamos un aspecto bastante menos imponente que la pomposa carroza y los relucientes lacayos. Kekesfalva dio un espectáculo un tanto cómico cuando, vestido con su inevitable levita y tieso como una cigüeña negra, subió al carruaje adornado con emblemas de nobleza que le eran ajenos. A decir verdad, uno hubiera esperado ver a las muchachas vestidas al estilo rococó, con el cabello empolvado, el negro lunar en la mejilla y un abanico de colores en la mano, y probablemente a mí mismo me hubiera sentado mejor el uniforme blanco de caballería de la época de María Teresa que mi guerrera azul de ulano. Pero, aun sin esta vestimenta histórica, a las buenas gentes ya les pareció todo lo bastante solemne cuando por fin nos acomodamos en el grande y pesado carromato: Pista levantó el cuerno, un sonido claro y agudo resonó por encima de los enardecidos ademanes y saludos de la servidumbre congregada, y el cochero, con gran arte, hizo restallar el látigo en el aire con el estruendo de un disparo. El primer tirón del voluminoso vehículo produjo una fuerte sacudida que, entre risas, nos hizo chocar los unos contra los otros, pero luego el hábil cochero condujo con destreza los cuatro caballos a través de la puerta de la verja, que desde la espaciosa carroza nos pareció de pronto angustiosamente estrecha, y llegamos sanos y salvos a la carretera.

En realidad no era de extrañar que nuestro aspecto extravagante causara gran expectación, pero también un gran respeto, a lo largo de todo el camino. Hacía décadas que en la comarca no se había visto la carroza principesca con sus cuatro caballos, y su inesperada reaparición les pareció a los campesinos el anuncio de un acontecimiento casi sobrenatural. Tal vez creían que íbamos a la corte o que había venido el emperador o que había ocurrido cualquier otra cosa difícil de imaginar, pues por doquier volaban los sombreros como cortados por una guadaña, y los niños, descalzos, corrían sin cesar tras nosotros llenos de entusiasmo; cuando nos cruzábamos por el camino con un carro cargado de heno o con una calesa ligera, el cochero desconocido saltaba presto del pescante y, con el sombrero en la mano, detenía los caballos para dejarnos pasar.

Nuestra era la carretera, por ser los soberanos, como en tiempos feudales nuestra era toda aquella hermosa y fértil tierra con sus campos ondulantes, nuestros los hombres y los animales. Cierto que la marcha no era rápida en aquel voluminoso vehículo, pero en cambio nos ofrecía la doble oportunidad de observar muchas cosas y reírnos de ellas, y sobre todo las dos muchachas la aprovecharon sobradamente. Y es que lo nuevo siempre fascina a los jóvenes, y todas estas cosas insólitas, nuestro extraño vehículo, el respeto servil de la gente ante nuestro aspecto anacrónico y cientos de otros pequeños incidentes, levantaban el ánimo de las dos muchachas hasta sumirlas en una especie de embriaguez de aire y de sol. En particular Edith, que no había salido de casa desde hacía meses, irradiaba sin freno una alegría incontenible y la comunicaba al espléndido día estival.

Hicimos la primera parada en un pueblecito donde en aquel momento las campanas echadas al vuelo llamaban a la misa dominical. En los estrechos pasos de los campos, entre bancal y bancal, vimos a los últimos rezagados dirigirse al pueblo; entre las altas gavillas de la cosecha de verano, sólo se distinguían los sombreros planos de seda negra de los hombres y las cofias bordadas en colores de las mujeres. De todas direcciones venía esa raya andarina como una oruga oscura a través del oro ondulante de los campos, y en el mismo momento en que entramos en la calle principal —no precisamente muy limpia— ante el espanto de algunos gansos que huían graznando, las campanas enmudecieron. Empezaba la misa. Y fue Edith quien, de forma inesperada e impetuosa, pidió que nos apeáramos todos y asistiéramos al oficio divino.

Una tremenda excitación se apoderó de los honrados aldeanos cuando vieron que en su modesta plaza del mercado se detenía una carroza tan inverosímil y que el hacendado, al que sólo conocían de oídas, tenía intención de asistir a misa junto con su familia—entre la que, al parecer me contaban a mí— precisamente en su pequeña iglesia. El sacristán salió corriendo como si ese ex Kanitz fuera el príncipe Orosvár en persona y nos comunicó diligentemente que el sacerdote nos esperaría para empezar la misa; los fieles, con la cabeza inclinada en señal de respeto, formaron una doble fila, y una visible emoción se apoderó de ellos cuando advirtieron la fragilidad de Edith, que tenía que ser sostenida y llevada por Josef e Ilona. Las gentes sencillas se impresionan cuando ven que la desgracia no tiene reparo en cebarse también de vez en cuando en los «ricos».

Se levantaron murmullos y cuchicheos, pero las mujeres se apresuraron solícitas a traer cojines para que la enferma pudiera sentarse lo más cómoda posible, desde luego en la primera fila de bancos, que se había vaciado con rapidez; casi daba la impresión de que el cura celebraba la misa para nosotros con especial solemnidad. Yo mismo me sentí emocionado por la conmovedora sencillez de aquella iglesia; el canto agudo de las mujeres, el áspero y algo torpe de los hombres, las voces ingenuas de los niños, me parecían una profesión de fe más pura y espontánea que las muchas ceremonias suntuosas a las que había asistido los domingos en la catedral de San Esteban de mi ciudad natal o en la iglesia de los Agustinos. Pero me distraje de mi recogimiento, contra mi voluntad, al echar una mirada casual a Edith, mi vecina, y ver casi asustado el ardiente fervor con que oraba. Hasta entonces nunca había podido sospechar por indicio alguno que hubiera tenido una educación religiosa o sintiera devoción; mas aquel día observé una forma de rezar que no era una costumbre aprendida como la de la mayoría; el pálido rostro hundido como alguien que camina de cara a la tempestad, las manos agarradas al reclinatorio, los sentidos, por así decirlo, vueltos hacia dentro y repitiendo sólo maquinalmente los murmullos de los demás, todo en su actitud revelaba la tensión de una persona que quiere obtener algo extremadamente difícil a fuerza de alzar y concentrar todas sus fuerzas. A veces, el temblor del oscuro banco de madera llegaba hasta mí, tanto era el fervor con que se comunicaban a la madera inanimada, el estremecimiento y las vibraciones de ese rezo extático. Comprendí enseguida que se dirigía a Dios con un ruego determinado, que quería algo de Él. Y no era difícil adivinar qué deseaba esa enferma, esa lisiada.

Cuando, terminado el oficio, ayudamos a Edith a subir al coche, ella permaneció todavía absorta en sí misma. No pronunció palabra. Ya no se volvía desbordante de alegría y curiosa a todos lados: era como si aquella media hora de lucha fervorosa hubiera abrumado y extenuado sus sentidos. Por supuesto, nosotros nos mantuvimos igualmente recatados. Fue un viaje silencioso y paulatinamente somnoliento hasta que, poco antes del mediodía, llegamos a la yeguada.

La verdad es que allí nos esperaba una recepción especial. Los mozos de la vecindad — informados al parecer de nuestra visita— habían reunido los caballos todavía no domados de la yeguada y corrían tras de nosotros a galope tendido, en una especie de fantasía árabe. Era un espectáculo soberbio ver a aquellos muchachos tostados por el sol, lanzando gritos, la camisa abierta, largas cintas de colores flotando al viento colgadas de sus sombreros planos, y blancos y anchos pantalones gauchos; como una horda de beduinos se acercaron raudos y veloces, montando a pelo, como dispuestos a arremeter contra nosotros. Nuestros caballos aguzaban ya inquietos las orejas y el viejo Jonak tuvo que tirar fuerte de las riendas con los pies bien apuntalados en el pescante, cuando la salvaje pandilla, a un silbido repentino, formó primorosamente en columna cerrada y nos acompañó en alegre cortejo hasta la casa del administrador.

Allí había para mí, experto oficial de caballería, muchas cosas de interés. A las dos muchachas, por su parte, les acercaron los potrillos, y ellas no cabían en sí de emoción con aquellos animales tímidos, pero curiosos, con sus patas angulosas y torpes y sus necios hocicos que aún no sabían mordisquear bien el azúcar que les ofrecían. Mientras nosotros estábamos tan alegremente entretenidos, el ayudante de cocina, bajo la cuidadosa dirección de Jonak, había dispuesto un suntuoso refrigerio al aire libre. Pronto el vino demostró ser tan fuerte y bueno, que nuestro alborozo, contenido hasta entonces, se manifestó cada vez más desbordante. Todos hablábamos con más locuacidad, camaradería y desinhibición que nunca, y así como ninguna nubecilla surcaba el cielo de seda azul, así tampoco cruzó mi mente durante aquellas horas el sombrío pensamiento de que siempre había conocido sólo como enferma, desesperada y aturdida a aquella muchacha delicada que era la que de todos nosotros ahora reía más cordial, más fuerte y más feliz, o de que aquel anciano, que examinaba y daba palmaditas a los caballos con la pericia de un veterinario, bromeaba con todos los mozos y les daba propinas a escondidas, era el mismo que dos días antes me había abordado de noche como un sonámbulo, llevado por un miedo demente. Tampoco apenas me reconocía a mí mismo, tan ligeros y como lubricados con aceite caliente respondían mis miembros. Después de comer, mientras llevaron a Edith a descansar un rato a la habitación de la mujer del administrador, probé uno tras otro unos cuantos caballos.

Corrí a porfía con algunos de los jóvenes mozos por los prados y experimenté, al soltar las riendas y soltarme a mí mismo, una sensación de libertad que desconocía. ¡Ojalá pudiera quedarme aquí, a las órdenes de nadie, libre en los campos libres, libre como el viento! Sentí un cierto pesar cuando, tras haber galopado un buen trecho a campo traviesa, oí de lejos la llamada del cuerno de caza que anunciaba el regreso.

Para variar, el experimentado Jonak había elegido otro camino para el regreso, probablemente también porque aquella carretera pasaba durante un buen trecho por un bosquecillo de refrescante sombra. Y como todo se sucedía felizmente en ese día tan perfecto, nos esperaba todavía una última sorpresa, la mejor. Al atravesar un modesto pueblo, de unas veinte casas, la única calle de ese apartado villorrio apareció casi totalmente bloqueada por una docena de carros vacíos. Era extraño que no hubiera nadie para despejar la calle y dejar pasar a nuestra espaciosa carroza; era como si la tierra se hubiera tragado a toda la gente de los alrededores. Sin embargo, pronto quedó aclarado este vacío, demasiado llamativo incluso para un domingo, cuando la experta mano de Jonak hizo restallar el enorme látigo en el aire, produciendo un ruido que parecía un pistoletazo, pues no bien acudieron varias personas asustadas, comprendimos que se trataba de un divertido malentendido. Resultó que el hijo del campesino más rico de la comarca celebraba la boda con una parienta pobre de otro caserío; del otro extremo de la calle que habíamos encontrado cerrada, donde se había vaciado un granero para convertirlo en sala de baile, llegó corriendo y acalorado por tanto afán, el corpulento padre de la novia para darnos la bienvenida.

Quizá creía de buena fe que el renombrado señor Von Kekesfalva había mandado enganchar los cuatro caballos para honrarlos, a él y a su hijo, con su presencia en el banquete de bodas, o quizá sólo por vanidad quería sacar provecho de nuestro paso casual por el pueblo para acrecentar su prestigio. Sea como fuere, pidió con muchas reverencias que el señor Von Kekesfalva y sus acompañantes tuvieran la bondad, mientras despejaban la calle, de tomar una copa de vino húngaro, de cosecha propia, a la salud de la joven pareja; por nuestra parte, estábamos de demasiado buen humor para rehusar una invitación tan sincera. De modo, pues, que Edith fue bajada del coche con sumo cuidado, y a través de una doble hilera murmurante y admirada, formada por gente respetuosa, entramos triunfantes en la rústica sala de baile.

Vista de cerca, esa sala de baile resultó ser un granero que había sido desembarazado y a cuyos lados se había levantado un estrado de tablas sueltas sobre barriles de cerveza vacíos. A la derecha, sentados a una larga mesa cubierta con manteles de lino blanco y provista de abundantes botellas y manjares, presidían el banquete, alrededor de la pareja de novios, los respectivos parientes, así como los inevitables dignatarios, el párroco y el comandante local de la gendarmería. En el estrado opuesto se habían instalado los músicos, unos gitanos bigotudos y bastante románticos: violín, contrabajo y címbalo. Los invitados se apiñaban en el suelo apisonado de la era, mientras los niños, que no habían encontrado sitio en el repleto local, miraban como espectadores furtivos desde la puerta o dejando colgar las piernas desde los cabrios del entramado del techo.

Por supuesto, algunos de los parientes menos nobles tuvieron que retirarse del estrado de honor para cedernos el sitio, y se levantó un murmullo de admiración por el trato afable de sus señorías cuando nos mezclamos con toda llaneza con aquellas honradas gentes. Titubeando de emoción, el padre de la novia tomó una gran jarra de vino, llenó las copas y levantó la voz para gritar: —¡A la salud del señor! El grito se propagó enseguida hasta la calle como un eco entusiasmado. Luego trajo a empellones a su hijo y a su nueva media naranja, una muchacha tímida, algo ancha de caderas, a la que el abigarrado vestido de ceremonia y la blanca corona de mirto conferían un aspecto conmovedor; roja como un tomate por la emoción y un poco torpe, hizo una reverencia a Kekesfalva y besó respetuosa la mano de Edith, que de pronto se emocionó visiblemente. Y es que una ceremonia nupcial desconcierta siempre a las jóvenes, porque en estos momentos se adueña de sus almas una misteriosa solidaridad femenina. Sonrojándose, Edith atrajo hacia sí a la humilde muchacha, la abrazó, luego, recordando de pronto, se sacó un anillo del dedo —era una sortija estrecha y anticuada, no muy valiosa— y lo colocó en el dedo de la novia que, a su vez, quedó completamente estupefacta por este regalo inesperado. Intimidada, miró a su suegro como preguntándole si debía aceptar realmente tan gran regalo. Apenas el hombre asintió, ella, orgullosa, rompió a llorar de pura felicidad. De nuevo nos inundó una ola entusiasta de gratitud; de todas partes se agolparon hasta nosotros aquellas gentes sencillas y en absoluto exigentes; se notaba claramente en sus miradas que de buen grado habrían hecho algo especial para demostrarnos su reconocimiento, pero nadie se atrevió siquiera a dirigir la palabra a tan altos «señores». Entre ellos, la vieja campesina pasaba de uno a otro, tambaleándose como ebria, con lágrimas en los ojos y cegada por el honor que se dispensaba a la boda del hijo, en tanto que el novio, en su confusión, miraba con grandes ojos ora a su novia, ora a nosotros, ora sus pesadas y lustrosas botas altas.

En aquel momento Kekesfalva hizo lo más inteligente para poner fin a esos testimonios de respeto, que ya empezaban a ser molestos. Dio la mano cordialmente al padre de la novia, al novio y a algunos dignatarios, rogándoles que no interrumpieran la hermosa fiesta por nosotros. Añadió que los jóvenes siguieran bailando a su gusto, puesto que no nos podían proporcionar mayor placer que continuar divirtiéndose sin preocuparse de nosotros. Al mismo tiempo hizo ademán al violinista de que se acercara, y éste, con el violín bajo el brazo derecho, estaba esperando delante del estrado en una postura de reverencia que parecía petrificada; le arrojó un billete y le indicó que comenzara la música. El billete debió de ser de los grandes, pues el lisonjero mozo se enderezó como sacudido por una descarga eléctrica, volvió corriendo a su estrado, guiñó el ojo a los músicos y acto seguido el grupo se puso a tocar como sólo los húngaros y los gitanos saben hacerlo. Ya la primera nota de címbalo disipó con su ímpetu seductor toda inhibición. En un santiamén se formaron las parejas y se inició el baile con estruendosas pisadas, más animado y delirante que antes, pues tanto los chicos como las chicas sentían el prurito de mostrarnos lo bien que saben bailar los húngaros auténticos. En un minuto, el local, hasta entonces sumido en un silencio respetuoso, se convirtió en un impetuoso torbellino de cuerpos que se contoneaban, saltaban y zapateaban; a cada compás tintineaban los vasos incluso del estrado, tan enérgico y fogoso atronaba el entusiasmo de los jóvenes.

Edith miraba con ojos fulgurantes esa barahúnda. De pronto sentí su mano en mi brazo.

—Usted también debería bailar —me ordenó.

Por fortuna, la novia no había sido arrastrada todavía por el torbellino y seguía contemplando extasiada el anillo de su dedo. Cuando me incliné ante ella, el inmerecido honor la hizo ruborizarse primero, pero luego se dejó llevar gustosa. Nuestro ejemplo infundió valor al novio.

Tras un fuerte empujón del padre, sacó a bailar a Ilona, y entonces el cimbalista arremetió más endemoniadamente todavía contra su instrumento, y el violinista tocó el suyo como un diablo negro y bigotudo; creo que nunca antes ni después se bailó de manera tan orgiástica en ese pueblo como en aquella boda.

Pero el cuerno de la abundancia de las sorpresas aún no se había vaciado del todo. Atraída por el lujoso regalo a la novia, una de esas viejas gitanas que nunca faltan a tales fiestas se había abierto paso hasta el estrado y trataba de convencer a Edith de que se dejara decir la buenaventura. La joven se mostró visiblemente incómoda. Curiosa por una parte, se avergonzaba por otra de ceder a tal charlatanería en presencia de tantos espectadores. Yo puse remedio rápido a la situación sacando con suavidad del estrado al señor Von Kekesfalva y a los demás para que nadie pudiera oír ni una palabra de las misteriosas profecías, y a los curiosos no les quedó más remedio que mirar desde lejos, riéndose, cómo la vieja, arrodillada ante Edith, le tomaba la mano entre mucho abracadabra y la estudiaba; todo el mundo en Hungría conoce hasta la saciedad el eterno truco de esas mujeres de predecir a cada uno lo más halagüeño para luego aprovecharse con creces de la buena nueva. Pero, para mi sorpresa, todo lo que la encorvada anciana le susurraba con voz ronca y apresurada parecía emocionar curiosamente a Edith. Empezó aquel temblor alrededor de las aletas de su nariz que la acompañaba siempre en estado de fuerte tensión. Escuchaba a la gitana inclinándose cada vez más y mirando de vez en cuando temerosa a su alrededor para comprobar si alguien la oía; luego pidió por señas a su padre que se acercara, le susurró una orden y él, dócil como siempre, metió la mano en el bolsillo interior y dio a la gitana unos billetes. La cantidad debió de ser inmensa para los cánones locales, pues la codiciosa vieja cayó de rodillas como si le hubieran segado las piernas, besó como una posesa el borde de la falda de Edith y, entre conjuros incomprensibles, le acarició las tullidas piernas con movimientos cada vez más rápidos. Luego se levantó de golpe y se fue corriendo, como si tuviera miedo de que alguien le quitara aquel montón de dinero.

—Vayámonos ahora —me apresuré a susurrar al señor Von Kekesfalva, pues observé que Edith había empalidecido.

Fue en busca de Pista; él e Ilona ayudaron a la tambaleante Edith con sus muletas a llegar hasta el coche. Al instante cesó la música, nadie de aquellas buenas gentes quiso privarse de acompañar nuestra partida con saludos y gritos. Los músicos rodearon el carruaje para interpretar una última pieza de honor; el pueblo entero gritaba con grandes voces: «¡Viva! ¡Viva!»; el viejo Jonak tuvo verdadero trabajo para contener a los caballos, no acostumbrados ya a semejante fragor bélico.

Yo seguía estando un poco preocupado por Edith, que iba sentada delante de mí en el coche.

Todo su cuerpo seguía temblando; parecía acosada por una emoción violenta. Y de pronto prorrumpió en arrebatados sollozos. Pero eran sollozos de felicidad. Lloraba mientras reía y reía mientras lloraba. Sin duda la astuta gitana le había profetizado su pronta curación. ¡Quizás incluso algo más! —Dejadme, dejadme —se defendía impaciente entre lloriqueos. En su conmoción parecía sentir un placer nuevo y extraño—. Dejadme, dejadme —repetía una y otra vez—. Ya sé que esa vieja es una charlatana. Lo sé muy bien. Pero ¿por qué no ser tonta por una vez? ¿Por qué una no puede dejarse engañar honradamente una vez? Ya era noche cerrada cuando cruzamos de nuevo la puerta del castillo. Todos insistieron para que me quedara también a cenar. Pero yo no quise, tenía la impresión de que ya había habido bastante, incluso demasiado. Me había sentido inmensamente feliz durante ese largo y dorado día de verano, y cualquier cosa de más, cualquier añadido sólo podía menguar esta felicidad. Preferí regresar a casa por la avenida que ya me era familiar, con el alma tranquila y serena como el aire estival tras el ardiente día. No pedía nada más, sólo recordar agradecido y reflexionar acerca de todo. De modo que me despedí antes de tiempo. Las estrellas brillaban y tuve la sensación de que me guiñaban cariñosamente el ojo. El viento acariciaba mortecino los campos que se desvanecían gradualmente, llenos de un vaho oscuro, y me pareció que cantaba para mí. Se apoderó de mí esa pura exaltación en que todo parece bueno y encantador, el mundo y los hombres, en que uno quisiera abrazar cada árbol y acariciar su corteza como una piel amada, entrar en cada casa, sentarse con desconocidos y confesarles todo, en que el propio pecho resulta demasiado estrecho y el sentimiento interior demasiado fuerte, en que uno quisiera comunicarse, derramarse, derrocharse..., ¡regalar y prodigar parte de esa exuberancia desbordante! Cuando al fin llegué al cuartel, encontré a mi ordenanza esperándome ante la puerta. Por primera vez (aquel día todo me parecía que ocurría por primera vez) observé la cara cándida, redonda y sana de aquel joven campesino ruteno. ¡Ah, también a él voy a darle una alegría!, pensé. Lo mejor será darle algún dinero para que invite a unas cervezas a su chica. ¡Hoy le daré el día libre, y mañana y toda la semana! Me metía ya la mano en el bolsillo para sacar una moneda de plata, cuando se puso firmes y, con las manos pegadas a las costuras de los pantalones, me comunicó: —Ha llegado un telegrama para usted, teniente.

¡Un telegrama! Enseguida me sentí incómodo. ¿Quién podía querer algo de mí en este mundo? Sólo una mala noticia podía perseguirme con tanta premura. Corrí hacia la mesa. Allí estaba el insólito papel, cuadrado y cerrado. Lo abrí con dedos indignados. Eran sólo una docena de palabras, que me comunicaban con cortante claridad: «Estoy citado mañana por Kekesfalva.

Debo hablar antes con usted sin falta. Lo espero a las cinco. Taberna Tirolesa. Cóndor.» Ya una vez me había ocurrido que en el espacio de un minuto pasaba de la embriaguez más absoluta a una sobria vigilia. Había sido el año pasado, en la fiesta de despedida de un compañero que se casaba con la hija de un riquísimo fabricante del norte de Bohemia y que antes nos obsequió con una espléndida cena. El buenazo fue en verdad muy generoso, mandó traer una batería de botellas tras otra, de un Burdeos espeso y de gran cuerpo, y para remate, una tal cantidad de champán, que, según el temperamento, unos nos pusimos ruidosos y otros sentimentales. Nos abrazábamos, reíamos, alborotábamos, gritábamos y cantábamos.

Entrechocábamos las copas en continuos brindis, trincábamos coñac y licores, fumábamos como chimeneas, densos vapores envolvían el sobrecargado local en una especie de niebla azulada, por lo que nadie se dio cuenta de que, detrás de las ventanas empañadas, el cielo empezaba a clarear.

Debían de haberse hecho las tres o las cuatro. En su mayoría, los invitados ya no podían seguir sentados en posición vertical; repantigados sobre las mesas, levantaban los ojos nublados y vidriosos a cada nuevo brindis; si alguno tenía que salir, caminaba tambaleándose hasta la puerta o tropezaba y caía como un saco. Ya nadie era capaz de hablar o pensar con claridad.

Entonces se abrió la puerta de golpe y entró el coronel (de quien tendré que hablar más tarde) hecho una furia, y como en medio de la tremenda barahúnda sólo algunos lo vieron o lo reconocieron, se acercó bruscamente a la mesa y golpeó con el puño la sucia tabla con tanta fuerza, que hizo saltar platos y copas. Luego, con su voz más severa y cortante, ordenó: —¡Silencio! E inmediatamente, de golpe, se hizo el silencio e incluso los más aletargados abrieron los ojos y se despertaron. El coronel nos informó en pocas palabras de que aquella mañana se esperaba una inspección sorpresa por parte de la división. Contaba con que todo funcionaría a la perfección y nadie sería el oprobio del regimiento. Y entonces se produjo algo sorprendente: de golpe y porrazo todos recuperamos nuestros sentidos. Como si se hubiera abierto una ventana interior, todos los vapores del alcohol se esfumaron, los rostros nebulosos se transmutaron, tensos ante la llamada del deber, en un santiamén todos adoptamos un porte marcial y antes de dos minutos habíamos abandonado la mesa devastada; cada uno sabía con claridad meridiana qué le correspondía hacer. Se despertó a la tropa, los ordenanzas corrían de un lado para otro, todo, hasta el último botón de arreos, fue limpiado y restregado. Unas horas más tarde, la temida inspección transcurrió impecablemente.

Con la misma rapidez se disipó la blanda somnolencia cuando abrí aquel telegrama. En un segundo supe lo que durante horas y horas no había querido reconocer: que todo aquel entusiasmo no había sido sino la embriaguez de una mentira y que yo, con mi debilidad, con mi desdichada compasión, me había hecho culpable, cómplice, de un engaño. Sospeché de inmediato que Condor venía a pedirme cuentas. Ahora se trataba de pagar el precio por la exaltación propia y la ajena.

Con la puntualidad que dicta la impaciencia y, por lo tanto, incluso con un cuarto de hora de anticipación me encontraba en aquella taberna, y exactamente a la hora convenida llegó Condor de la estación en un coche de dos caballos. Vino a mi encuentro sin más formalidades.

—Celebro que haya sido puntual. Enseguida supe que podía confiar en usted. Lo mejor será que nos metamos en el mismo rincón del otro día. El asunto del que tenemos que hablar no tolera testigos.

Me pareció notar un cambio en su porte descuidado. Nervioso, pero dominándose a la vez, entró con paso cargado en el local delante de mí y ordenó casi con grosería a la ajetreada camarera: —Un litro de vino. El mismo de anteayer. Y luego déjenos solos. Ya la llamaré.

Nos sentamos. Ya antes de que la camarera hubiera terminado de servir el vino, Condor empezó a hablar: —Bueno, vayamos al grano..., tengo que darme prisa, si no esos de ahí fuera descubrirán el pastel y se imaginarán que estamos conspirando. Ya he necesitado Dios y ayuda para deshacerme del cochero, que quería llevarme allí inmediatamente, coûte que coûte. ¡Pero, sin más demora, in medias res para que usted sepa en qué estamos! »Bien..., anteayer por la mañana recibí un telegrama. "Ruégole, estimado amigo, venga lo antes posible. Lo esperamos todos impacientísimos. Agradecido y confiado, suyo, Kekesfalva." Tantos superlativos, "lo antes posible", "impacientísimos", no me gustaron demasiado. ¿Por qué, de pronto, tanta impaciencia? Sólo hace unos días que examiné a Edith. Y luego, ¿a qué viene asegurarme su confianza por telegrama, a cuento de qué esa gratitud especial? Bueno, no me lo tomé demasiado a pecho y puse el telegrama ad acta. Al fin y al cabo, de vez en cuando el viejo se permite tales arranques. Pero lo de ayer por la mañana fue un golpe. Pues me llegó una carta interminable de Edith, una carta urgente completamente delirante y arrebatada, en la que decía que desde el principio había sabido que yo era la única persona en el mundo que la salvaría y que no encontraba palabras para decirme cuán feliz se sentía de haber llegado por fin hasta este punto.

Decía que me escribía sólo para asegurarme que podía confiar plenamente en ella, que aceptaba sin vacilar todo lo que le mandara hacer, por difícil que fuera, pero que empezara pronto, enseguida, el nuevo tratamiento, porque ardía de impaciencia. Y otra vez: que le exigiera todo, pero que empezara deprisa. Etcétera, etcétera.

»De todos modos..., esta mención del nuevo tratamiento me encendió una luz. Enseguida comprendí que alguien debía de haber ido a contar lo de la cura del profesor Viennot al viejo o a la hija, porque estas cosas no nacen del aire, y este alguien, desde luego, no podía haber sido otro que usted, teniente.

Debí de hacer un movimiento involuntario, pues él tiró de la misma cuerda: —¡Por favor, no discutamos este punto! Yo no he hecho ni la menor mención a nadie de ese método del profesor Viennot. Sólo usted tiene en la conciencia el que ahí fuera crean que en unos meses todo quedará borrado como si se hubiera pasado una bayeta. Pero, como le he dicho, ahorrémonos todas las recriminaciones... Ambos hemos hablado, yo con usted y usted, profusamente, con los otros. Habría sido mi obligación andar con más cuidado con usted..., al fin y al cabo su oficio no es tratar enfermos... ¿Cómo iba usted a saber que los enfermos y sus parientes utilizan un vocabulario diferente del de la gente normal, que cada «quizá» se transforma de inmediato en ellos en un «sin duda» y que por esta razón hay que dosificarles la esperanza con cuentagotas, si no se les sube el optimismo a la cabeza y los pone furiosos? »Pero ahora dejemos eso... ¡Lo pasado, pasado está! Pongamos punto final al tema de la responsabilidad. No le he pedido que viniera para discursear con usted. Pero, después de haberlo mezclado en mis asuntos, me siento obligado a ponerlo al corriente del estado de las cosas. Por eso le he pedido que venga.

Condor levantó por primera vez la frente y me miró cara a cara. Pero no había en absoluto severidad en su mirada. Al contrario, tuve la impresión de que me compadecía. Incluso su voz se volvió ahora más suave: —Ya sé, mi querido teniente, que lo que ahora tengo que comunicarle le afectará sensiblemente. Pero, como le he dicho, no hay tiempo para sentimientos ni sentimentalismos. Le conté que, a raíz de aquel artículo en la revista médica, escribí enseguida al profesor Viennot para pedirle más información..., no creo haberle contado más. Pues bien, ayer por la mañana llegó su respuesta, y por cierto que llegó en el mismo correo que traía la efusiva carta de Edith. A primera vista su informe parece positivo. Viennot tuvo realmente un éxito asombroso con aquel paciente y con algunos otros. Pero por desgracia, y éste es el punto doloroso, su método no es aplicable en nuestro caso. En sus curaciones se trataba de enfermedades de la médula espinal de base tuberculosa, en las que..., le ahorro los detalles técnicos..., se restablece la plena función de los nervios motores mediante un cambio de la presión. En nuestro caso, en que está afectado el sistema nervioso central, a priori ya no entran en consideración los procedimientos del profesor Viennot, como permanecer acostado, inmovilizado por un corsé, baños de sol simultáneamente, su tipo especial de gimnasia. Su método es, por desgracia, ¡por desgracia!, del todo impracticable en nuestro caso. Aplicar todos esos procedimientos a la pobre criatura significaría probablemente martirizarla en balde. Bien..., esto es lo que me sentía en el deber de comunicarle. Ahora sabe cuál es la situación y cómo trastornó irreflexivamente a la pobre niña con la esperanza de que en unos meses podía volver a saltar y bailar. De mi boca nadie jamás habría oído una afirmación tan estúpida. Pero ahora todos, y con razón, se agarrarán a lo dicho por usted, que les ha prometido a la ligera la luna y las estrellas.

Sentí que los dedos se me entumecían. Todo esto lo había presentido en mi subconsciente desde el momento en que vi el telegrama sobre la mesa; sin embargo, tuve la sensación de que me golpeaban en la frente con un mazo cuando Condor me expuso la situación con tanta objetividad y crudeza. Instintivamente sentí la necesidad de defenderme. No quería cargar sobre mí toda la responsabilidad. Pero lo que logré decir al final fue parecido al tartamudeo de un escolar cogido en falta: —¿Pero cómo...? Yo sólo quería lo mejor... Si le conté algo a Kekesfalva fue sólo por... por...

—Lo sé, lo sé —me interrumpió Condor—. Por supuesto que él se lo sacó a la fuerza, lo apremió y atosigó, es realmente capaz de dejarle a uno indefenso con su insistencia desesperada.

Sí, ya lo sé, sé que usted se mostró débil por compasión, por los mejores y más nobles motivos.

Pero, y creo que ya se lo advertí una vez, eso de la compasión es una maldita arma de doble filo.

El que no sabe manejarla, mejor que no la toque con la mano y menos aún con el corazón. Sólo al principio la compasión, como la morfina, es buena para el enfermo, un remedio, un recurso, pero si no se sabe dosificar como es debido y suprimirla a tiempo, se convierte en un veneno mortal.

Con las primeras inyecciones se hace bien, tranquilizan al enfermo y mitigan el dolor. Pero, fatalmente, el organismo, tanto el cuerpo como el alma, posee una tremenda capacidad de adaptación, y así como los nervios necesitan cada vez más morfina, así también el sentimiento necesita cada vez más compasión, y al final resulta más de la que se puede dar. Y llega indefectiblemente el momento, en uno y otro caso, en que hay que decir «no» y no preocuparse por si el enfermo lo odia a uno más por esta última negativa que por si nunca le hubiera ayudado.

Sí, mi querido teniente, hay que saber poner freno a la compasión, de lo contrario causa más daño que toda la indiferencia del mundo, y eso lo saben los médicos y los jueces y los alguaciles y los prestamistas. Si todos ellos dieran rienda suelta a su compasión, el mundo se paralizaría... ¡Cosa peligrosa, la compasión, muy peligrosa! Ya ve usted a qué ha conducido su debilidad en este caso.

—Sí..., pero no se puede... no se puede abandonar a una persona en su desesperación... Al fin y al cabo, no pasaba nada por que yo intentase...

De repente Condor se encolerizó.

—¡Sí que pasaba..., mucho! ¡Mucha responsabilidad, muchísima responsabilidad, cuando uno se burla de otro con su compasión! ¡Un adulto tiene que pensar, antes de inmiscuirse en un asunto, hasta dónde está dispuesto a llegar! ¡No se juega con los sentimientos ajenos! Lo admito, usted encandiló a esa buena gente llevado por los motivos más nobles y honrados, pero en nuestro mundo no importa si uno actúa con dureza o con timidez, sino sólo lo que al final se consigue o se provoca. ¡Compasión, muy bien! Pero hay dos clases de compasión. Una, la débil y sentimental, que en realidad sólo es impaciencia del corazón por liberarse lo antes posible de la penosa emoción ante una desgracia ajena, es una compasión que no es exactamente compasión, sino una defensa instintiva del alma frente al dolor ajeno. Y la otra, la única que cuenta, es la desprovista de lo sentimental, pero creativa, que sabe lo que quiere y está dispuesta a aguantar con paciencia y resignación hasta sus últimas fuerzas e incluso más allá. Sólo cuando uno llega hasta al final, hasta el final más extremo y amargo, sólo cuando uno tiene la gran paciencia, puede ayudar a los hombres. ¡Sólo cuando se sacrifica a sí mismo, sólo entonces! Un tono amargo vibraba en su voz. Sin querer, me vino a las mientes lo que Kekesfalva me había contado: que Condor se había casado, como castigo por decirlo así, con una ciega a la que no podía curar, y que esta mujer, en vez de estarle agradecida, todavía lo martirizaba. Pero no tardó en ponerme la mano, cálida y casi tierna, sobre el brazo.

—No, no lo digo con mala intención. Sus sentimientos lo han traicionado. Le puede ocurrir a cualquiera. Pero, vayamos al asunto que nos concierne, a mí y a usted. No lo he citado para hablar de psicología con usted. Tenemos que ser prácticos. Por supuesto, conviene que en este asunto procedamos de acuerdo. No debe ocurrir que por segunda vez me desbarate los planes a mis espaldas. ¡De modo que escuche! Por desgracia, debo suponer por la carta de Edith que nuestros amigos se han ofuscado por completo con la ilusión de que, mediante aquel tratamiento inaplicable, se podrá hacer desaparecer como con una esponja toda esa enfermedad tan compleja.

Aun cuando esta locura ya ha calado peligrosamente hondo, no queda otro remedio que extirparla... y cuanto antes, mejor para todos. Desde luego, sufrirán un duro golpe, porque la verdad es siempre una medicina amarga, pero no hay que permitir que esta ilusión siga proliferando. Déjelo de mi cuenta, yo procederé con sumo cuidado.

»¡Y ahora, usted! Claro está que para mí lo más cómodo sería echarle toda la culpa, decir que interpretó mal mis palabras, que ha exagerado o fantaseado. Pero no voy a hacerlo, sino que me haré responsable de todo. Ahora bien, y se lo digo desde este mismo instante, no podré dejarle del todo fuera de este juego. Ya conoce usted al viejo y su tremenda tenacidad. Aunque le explicara la cuestión cien veces y le enseñara la carta, seguiría lamentándose: "Pero usted prometió al teniente..." y "El teniente dijo..." Se remitiría sin cesar a usted para engañarse y engañarme a mí diciendo que, a pesar de todo, todavía existe una esperanza. Sin usted como testigo, no podré con él. No se puede hacer bajar las ilusiones de golpe, como el mercurio del termómetro. Una vez se ha mostrado una brizna de esperanza a uno de esos enfermos tan cruelmente llamados incurables, enseguida la convierten en viga, y la viga, en una casa entera. Pero esos castillos en el aire resultan de lo más perjudicial para los enfermos, y mi deber como médico es derribar este castillo sin pérdida de tiempo, antes de que esperanzas exaltadas se instalen en él. Tenemos que abordar el asunto con energía y sin pérdida de tiempo.

Condor calló. Al parecer esperaba mi asentimiento. Pero yo no me atrevía a topar con su mirada; en mi interior se agolpaban ahora, impelidas por los latidos del corazón, las imágenes del día anterior: el alegre viaje a través del paisaje estival, y el rostro de la enferma radiante de sol y de felicidad; recordé cómo acariciaba los potrillos, la vi sentada como una reina en la fiesta, y vi cómo una y otra vez las lágrimas se deslizaban por las mejillas del anciano hasta su boca sonriente y convulsa. ¡Borrar todo esto de un plumazo! ¡Volver a transformar a aquel ser que se había transformado, volver a arrojar con una palabra a los infiernos de la impaciencia a la que tan soberbiamente había escapado de la desesperación! No, sabía que nunca me prestaría a ello. Y así, titubeante, dije: —Pero, no sería preferible... —y me interrumpí al instante bajo su escrutadora mirada.

—¿Qué?—preguntó, tajante.

—Quería decir que... si no sería mejor esperar a dar esa noticia... al menos unos días, porque...

porque ayer tuve la impresión de que ella ya estaba predispuesta a empezar este tratamiento..., quiero decir interiormente predispuesta..., y de que ahora tendría, como usted dijo entonces, las...

las fuerzas psíquicas..., quiero decir que ahora estaría en condiciones de dar mucho más de sí misma, si... si se la dejara un poco más de tiempo en la creencia de que este nuevo tratamiento, del que lo espera todo, la curaría definitivamente... Porque... porque usted no ha visto..., no... no se puede imaginar el efecto que el simple anuncio ha tenido sobre ella... Tuve realmente la impresión de que enseguida podía moverse con mucha más facilidad... y me pregunto si no habría que dejar que esto surtiera todo su efecto... Claro que —bajé la voz, porque noté que Condor me miraba sorprendido—, claro que yo no entiendo nada de todo esto...

Condor siguió mirándome. Luego refunfuñó: —¡Vaya... Saúl entre los profetas! Parece haberse dedicado a fondo a este asunto... ¡Incluso ha tomado nota de lo de las «fuerzas psíquicas»! Y, además, sus observaciones clínicas... Sin saberlo, he reclutado, a la chita callando, a un ayudante y consejero. Por otro lado —se rascó pensativo la cabeza con gestos nerviosos de la mano—, lo que ha alegado no es en sí tan insensato... Perdone, quiero decir, claro está, insensato desde el punto de vista médico. Curioso, muy curioso... Cuando recibí la exaltada carta de Edith, yo mismo me pregunté por un instante si, después de que usted le hiciera creer que la curación se acercaba con botas de siete leguas, no debía aprovechar esta apasionada predisposición... ¡No está nada mal pensado, mi querido colega! Sería un juego de niños poner este asunto en escena... La envío a Engadina, donde tengo un médico amigo y la dejamos en la feliz creencia de que se trata de la nueva cura, cuando en realidad es la antigua. De entrada, el efecto sería probablemente fantástico y recibiríamos un montón de cartas entusiastas y agradecidas. La ilusión, el cambio de aires y de lugar, el despliegue de nuevas energías, todo esto contribuiría de hecho a la curación y ayudaría a mantener la mentira. Al fin y al cabo, quince días en Engadina nos animarían sobremanera también a nosotros, a usted y a mí. Pero yo, mi querido teniente, como médico no debo pensar sólo en el comienzo, sino también en la continuación y, sobre todo, en el resultado final. Debo tomar en cuenta la recaída, que, dadas esas esperanzas insensatamente exageradas, sería inevitable. ¡Sí señor, inevitable! También como médico, soy y seré un jugador de ajedrez, un juego de paciencia, no puedo entregarme a un juego de azar, y menos cuando es otro quien tiene que pagar la apuesta.

—Pero... Pero usted también es de la opinión que se podría conseguir una mejoría sustancial...

—Cierto..., en el primer asalto avanzaríamos un buen trecho. Porque las mujeres reaccionan siempre de modo sorprendente a los sentimientos y las ilusiones. Pero imagínese la situación dentro de unos meses, cuando las llamadas fuerzas psíquicas de las que hablábamos se han agotado, la voluntad fustigada se ha consumido, el entusiasmo se ha disipado y al cabo de semanas y semanas de tensión agotadora, no se produce la curación, esa curación total con la que ella cuenta ahora como cosa cierta... ¡Por favor, imagínese el efecto catastrófico en una criatura sensible y ya bastante consumida por la impaciencia! Porque no se trata en nuestro caso de una pequeña mejora, sino de algo fundamental: cambiar el método lento y más seguro de la paciencia por el temerario y peligroso de la impaciencia. ¿Cómo iba a seguir teniendo confianza en mí, o en cualquier otro médico, o en cualquier persona, si descubre que ha sido engañada a propósito? Mejor, pues, decir la verdad, por cruel que parezca: en medicina el bisturí es a menudo el método más suave. ¡No lo demoremos! No podría responder por semejante alevosía con la conciencia tranquila. Piénselo usted mismo. ¿Tendría el valor de hacerlo, en mi lugar? —Sí —respondí sin vacilar y al instante me asusté de esta palabra precipitada—. Quiero decir... —añadí cauteloso—, le confesaría la verdad de todo sólo cuando por lo menos se hubiera avanzado algo... Perdone, doctor... suena bastante arrogante..., pero usted no ha podido observar como yo en estos últimos días hasta qué punto estas personas necesitan algo para seguir adelante y..., cierto, hay que decirles la verdad... pero sólo cuando la puedan soportar..., no ahora, doctor, se lo suplico..., no ahora..., no enseguida.

Vacilé. Me confundió el asombro lleno de curiosidad de su mirada.

—¿Pues, cuándo...? —reflexionó—. Y, sobre todo, ¿quién se arriesgará a decírselo? En un momento dado esa explicación se hará necesaria y entonces el desengaño será cien veces más peligroso, incluso fatal. ¿De verdad asumiría usted semejante responsabilidad? —Sí —dije con firmeza (creo que sólo el temor de tener que ir de inmediato con él me inspiró esta repentina decisión)—. Asumo plenamente esta responsabilidad. Sé con seguridad que ahora sería una ayuda inmensa para Edith si de momento, se le dejara esa esperanza en una curación total y definitiva. Si luego surge la necesidad de explicar que nosotros..., que yo tal vez le había prometido demasiado, lo reconoceré honradamente, y estoy convencido de que ella lo comprenderá.

Condor me miró fijamente.

—¡Caray! —masculló luego—. Usted se ve capaz de todo. Y lo más notable es que nos contagia a los demás con su fe en Dios: primero a ellos y ahora, me temo, poco a poco a mí también... Bien, si realmente asume esta responsabilidad de devolver el equilibrio a Edith, si se produjera una crisis, entonces... Entonces, claro está, el asunto tomará un cariz distinto..., entonces quizá podríamos correr el riesgo de esperar unos días, hasta que sus nervios se asentaran un poco... ¡Pero este compromiso no tiene vuelta atrás, teniente! Es mi deber advertirle antes a conciencia. Los médicos estamos obligados, antes de una operación, a llamar la atención de los interesados sobre los posibles peligros... Prometer a una niña inválida desde hace mucho tiempo que se curará del todo en breve representa una intervención de no menor responsabilidad que si se hiciera con el escalpelo. Piense con detenimiento en el compromiso que contrae, hace falta una fuerza enorme para infundir ánimos de nuevo a una persona que ha sido engañada una vez. No me gustan las vaguedades. Antes de desistir de mi propósito de explicar enseguida y honradamente a los Kekesfalva que ese método es inaplicable en nuestro caso y que lamentamos tener que pedirles todavía mucha paciencia, debo saber si puedo confiar en usted. ¿Puedo contar sin falta con que no me dejará luego en la estacada? —Puede confiar en mí.

—Bien. —Condor apartó la copa de un golpe. No habíamos bebido una sola gota—. O, mejor dicho, esperemos que salga bien, pues no me siento muy cómodo con este aplazamiento. Le diré ahora hasta dónde llegaré: ni un paso más allá de la verdad. Le aconsejaré una cura en Engadina, pero le explicaré que el método de Viennot no está en absoluto experimentado y subrayaré explícitamente que ninguno de los dos debe esperar milagros. Si, a pesar de todo, y por confiar en usted, se ofuscan en esperanzas absurdas, será cosa suya, suya, poner en claro este asunto. Lo ha prometido. Quizás incurro en un cierto riesgo confiando más en usted que en mi conciencia médica..., pero, bueno, lo asumiré. Al fin y al cabo, ambos queremos lo mejor para esta pobre enferma. Condor se levantó.

—Como le he dicho, cuento con usted si llegara a producirse una crisis de desengaño. Ojalá su impaciencia consiga más que mi paciencia. Concedamos, pues, a la pobre criatura unas semanas más de confiado optimismo. Y si mientras tanto logramos realmente avanzar un trecho razonable, será usted quien la habrá ayudado y no yo. ¡Hecho! Es hora de que me vaya. Ahí fuera me están esperando.

Salimos del local. El coche lo aguardaba en la puerta. En el último momento, cuando Condor ya había subido, moví los labios como para volverlo a llamar. Pero los caballos ya empezaban a tirar. El coche y, con él, lo irrevocable, había emprendido la marcha.

Tres horas más tarde encontré sobre mi mesa del cuartel un billete, escrito a toda prisa y traído por el chofer. «Venga mañana lo antes posible. Hay muchísimas cosas que contar. El doctor Condor acaba de estar aquí. Dentro de diez días salimos de viaje. Soy tremendamente feliz.

Edith.» Es curioso que precisamente esa noche cayera en mis manos aquel libro. En general, yo no era muy dado a la lectura, y en la desvencijada estantería de mi castrense habitación sólo había los seis u ocho volúmenes militares, como el Reglamento y el Organigrama del ejército, que para nosotros son el alfa y el omega, junto a dos docenas de clásicos que, desde la escuela de cadetes, llevaba conmigo a todas las guarniciones, sin haberlos abierto jamás..., quizá sólo para dar una sombra y una apariencia de propiedad personal a esas habitaciones extrañas y desnudas en las que estaba obligado a vivir. Mezclados con ellos, había también otros libros mal impresos y mal encuadernados, con las páginas aún a medio cortar, que habían llegado a mí de modo curioso. Es el caso que a veces aparecía en nuestro café un vendedor ambulante, bajito y jorobado, de ojos legañosos y singularmente lastimeros, que con apremiante insistencia ofrecía papel de carta, lápices y literatura barata, sobre todo libros para los que esperaba hallar compradores en los círculos de caballería: la llamada literatura galante, como las aventuras amorosas de Casanova, el Decamerón, las memorias de una cantante o divertidas historias de cuarteles. Por compasión — ¡siempre por compasión!— y quizá también para defenderme de su melancólica impertinencia, le había comprado en distintas ocasiones tres o cuatro de esos cuadernos pringosos y mal impresos y los había dejado abandonados en el estante.

Aquella noche, sin embargo, cansado y a la vez con los nervios a flor de piel, incapaz de dormir e incapaz asimismo de pensar racionalmente, busqué alguna lectura para distraerme y adormilarme. Con la esperanza de que esos relatos ingenuos y coloristas, de los que guardaba un vago recuerdo desde la infancia, ejercieran sobre mí el mejor efecto narcótico, escogí el volumen de Las mil y una noches. Me eché en la cama y empecé a leer en aquel estado de somnolencia en que uno se siente demasiado perezoso para pasar hojas y por pura comodidad prefiere saltar una página que casualmente todavía no esta cortada. Leí el comienzo de la historia de Sherezade y el rey con atención fatigada y seguí leyendo y leyendo. Pero, de pronto, me sobresalté. Había llegado al extraño cuento del joven que ve tendido en el camino a un anciano tullido y, al leer esta palabra, «tullido», algo así como un dolor agudo me hizo dar un respingo; como un leño ardiendo, la repentina asociación de ideas me había tocado un nervio. En la historia, el anciano tullido llama desesperado a un joven, le dice que no puede caminar y le pide que lo lleve a hombros. Y el joven siente compasión —compasión, necio, ¿por qué sientes compasión?, pensé—, en efecto se inclina caritativo y sube al viejo a cuestas.

Pero el anciano en apariencia desvalido era un djin, un espíritu maligno, un mago infame, y apenas se sentó en los hombros del joven, apretó con fuerza sus muslos peludos y desnudos alrededor de la garganta de su benefactor, quien ya no pudo quitárselo de encima. Implacable, convirtió al caritativo joven en su montura; el cruel y despiadado viejo siguió pegando al compasivo joven sin darle reposo. Y el desdichado se vio obligado a llevarlo a donde el otro quería y desde entonces quedó desposeído de voluntad propia. Se convirtió en la cabalgadura, en el esclavo del miserable viejo y, aunque las rodillas le flaquearan y los labios se consumieran de sed, ese loco de la compasión tuvo que seguir trotando y trotando y llevar a cuestas como a su destino al malvado, astuto e infame viejo.

Me detuve. El corazón me latía como si quisiera saltar del pecho, pues, mientras leía, de repente vi en una visión insoportable al desconocido y astuto viejo, lo vi primero tendido en el suelo y levantando los ojos llenos de lágrimas para implorar ayuda al compasivo joven, y lo vi después montado sobre sus hombros. Aquel djin tenía el pelo blanco, peinado con raya en medio, y llevaba gafas doradas. Con la misma rapidez con que sólo los sueños saben evocar y mezclar imágenes y rostros, instintivamente había atribuido al anciano del cuento el rostro de Kekesfalva y yo mismo me había convertido de pronto en la infeliz cabalgadura, que él azuzaba con el látigo, e incluso sentía tan real la presión alrededor de la garganta, que se me cortó la respiración. Me cayó el libro de las manos, me quedé tendido, frío como el hielo, y oí los latidos de mi corazón golpeando las costillas como contra madera dura; y todavía durante el sueño la furibunda carrera prosiguió a todo galope, no sabía hacia adónde. Cuando me desperté al día siguiente con los cabellos empapados, estaba cansado y exhausto como después de una larga caminata.

De nada sirvió que por la mañana saliera a cabalgar con los compañeros, que cumpliera mi servicio atento y espabilado, conforme a las ordenanzas; apenas emprendí por la tarde el ineludible camino hacia el castillo, sentí de nuevo sobre los hombros aquella carga fantasmagórica, porque en mi atribulada conciencia intuía que la responsabilidad que ahora iba a asumir era nueva y sería inmensamente ardua. Aquella noche en el banco del parque, cuando había dejado entrever al anciano padre la pronta curación de su hija, mi exageración no fue sino un modo compasivo de no decir la verdad, involuntariamente y aun a disgusto, pero no era todavía un engaño consciente, no era una burda mentira. Pero en adelante, sabiendo que no era de esperar una pronta curación, había de simular una actitud fría, consecuente, calculadora y tenaz, debía mentir con semblante impenetrable, con voz convencida, como un taimado criminal que maquina refinadamente, durante semanas y meses, los detalles de su fechoría y de su defensa. Por primera vez empecé a comprender que los peores males de este mundo no son los causados por la maldad y la brutalidad, sino los causados por la debilidad.

Luego, en casa de los Kekesfalva todo ocurrió exactamente igual como yo había temido: apenas puse el pie en la terraza de la torre, el recibimiento fue entusiasta. A propósito había traído flores, para desviar de mi persona las primeras miradas. Pero, después de un brusco «Por el amor de Dios, ¿por qué me trae flores? ¡No soy una prima donna!», tuve que sentarme ya al lado de la impaciente enferma, y ella se puso a hablar sin parar. Con cierto tono de alucinación en la voz empezó a contar y contar que el doctor Condor—«¡Oh, ese hombre magnífico, único!»— le había infundido nuevos ánimos. Dentro de diez días partirían para Suiza, a un sanatorio de Engadina.

¿Para qué perder un día más, ahora que por fin se iba a abordar el asunto de forma tajante? Siempre había tenido la corazonada de que hasta entonces se había acometido desde el lado equivocado, que no se había avanzado nada con todos aquellos dispositivos eléctricos, masajes y demás aparatos estúpidos. ¡Por Dios que ya iba siendo hora! Por dos veces— nunca me lo había confesado —había intentado poner fin a su vida, y las dos en vano. Que nadie podía vivir a la larga en estas condiciones, sin poder estar sola ni una hora, siempre dependiendo de otros para cada movimiento, para cada paso, siempre espiada y vigilada y, encima, atormentada por la sensación de ser una mera carga para los demás, una pesadilla, algo insoportable. Sí, ya era hora, no había tiempo que perder, pero yo mismo vería, ahora que las cosas se iban a hacer bien, lo rápido que iría su curación. ¡De qué servían todas aquellas pequeñas mejorías tontas, que no mejoraban nada! Había que curarse por completo, de lo contrario no se estaba sano. ¡Ah, el mero presentimiento ya era maravilloso, qué maravilloso...! Y así siguió y siguió, un torrente de éxtasis, impetuoso burbujeante, centelleante. Me sentía como un médico que escucha las fantasías febriles de una alucinada, mientras cuenta de nuevo, desconfiado, con la insobornable manecilla del reloj, las pulsaciones aceleradas, porque le preocupa ese ardor inflamado, que él considera la más concluyente prueba clínica de un trastorno mental. Cada vez que, como leve espuma, una risa loca se desbordaba del torrente de su narración, yo me estremecía, porque sabía lo que ella ignoraba: sabía que ella se engañaba, que nosotros la engañábamos. Cuando al fin se calló, tuve la misma sensación del que se despierta sobresaltado de noche en un tren en marcha, porque las ruedas se paran de repente. Pero fue ella misma quien se interrumpió bruscamente.

—Bueno, ¿qué dice usted a todo esto? ¿Por qué se queda ahí mudo y tan embobado, perdón, tan asustado? ¿Por qué no dice nada? ¿No se alegra conmigo? Me sentí atrapado. Era ahora o nunca el momento de encontrar el tono cordial, de correcto entusiasmo. Pero yo no era sino un novato deplorable en decir mentiras, no dominaba todavía el arte del engaño consciente. De modo que apenas balbuceé unas palabras: —¿Cómo puede usted decir eso? Lo que pasa es que estoy de lo más sorprendido..., tiene que comprenderlo... En Viena, cuando alguien tiene una gran alegría, decimos que «se queda sin habla»... Claro que me alegro, y mucho, por usted.

A mí mismo me repugnó la frialdad y el artificio de esas palabras. También ella debió de notar al instante mi inhibición, porque cambió inmediatamente de actitud.

Algo parecido al mal humor de alguien al que se despierta sacudiéndolo de un sueño oscureció su arrobamiento; los ojos, que un momento antes centelleaban de entusiasmo, de repente se endurecieron, y el arco entre las cejas se tensó como un arco a punto de disparar.

—¡Pues no he notado mucho su gran alegría! Percibí muy bien su tono ofensivo y traté de calmarla.

—Pero criatura...

Pero ella se irguió de golpe.

—No me llame «criatura». Ya sabe que no lo soporto. Porque, ¿cuántos años me lleva usted? Quizás aún me pueda permitir extrañarme de que usted no se haya mostrado sorprendido y sobre todo no... no muy interesado. Aunque, por otra parte, ¿por qué no tendría usted que alegrarse? Al fin y al cabo usted también tendrá vacaciones cuando se cierre este cuchitril por unos meses.

Entonces podrá volver tranquilamente al café con sus camaradas y jugar a cartas, libre de esta aburrida obligación de samaritano. Sí, sí, ya lo creo que se alegra. Ahora viene una temporada tranquila para usted.

Había algo tan rudo y contundente en su voz, que sentí el golpe hasta el fondo de mi mala conciencia. Sin duda debí de haberme traicionado. Para cambiar de tema —pues sabía lo peligrosa que era su irritabilidad en semejantes momentos—, traté de dar un tono jovial a la disputa.

—Temporada tranquila... ¡Qué sabrá usted! Julio, agosto y septiembre, ¡una temporada tranquila para los de caballería! ¿No sabe que para nosotros es la temporada alta, que trabajamos como negros y recibimos toda clase de reprimendas? Primero, los preparativos para las maniobras, luego aquí o allá, a Bosnia o Galitzia, a continuación las propias maniobras y los grandes desfiles, oficiales nerviosos, tropas cansadas, servicio extraordinario en su más pura esencia de la mañana a la noche. Y este baile dura hasta muy entrado el mes de septiembre.

—¿Hasta fines de septiembre? —De pronto se volvió pensativa. Algo parecía rondarle la cabeza—. Pero, ¿cuándo...—empezó a decir después—... cuándo irá, pues? No la entendí. De veras que no comprendí lo que quería decir, y pregunté con toda ingenuidad: —¿Ir adónde? Enseguida sus cejas volvieron a ponerse tensas.

—¡No haga siempre preguntas tan necias! ¡A visitarnos! ¡A visitarme! —¿A Engadina? —¿Dónde, si no? ¿A Jauja, acaso? Entonces entendí lo que quería decir. Me había resultado, en efecto, demasiado absurda la idea de que yo, que acababa de gastar mis últimas siete coronas en aquellas flores y para quien cada escapada a Viena significaba un lujo a pesar de pagar sólo medio billete, pudiera permitirme un viaje a Engadina como si nada.

—Sí, en eso se ve la idea que tienen los civiles del ejército —dije riendo con toda sinceridad—.

Café y billar, pasear por la calle mayor y, cuando a uno se le antoja, vestir de paisano y correr mundo durante unas semanas. Muy fácil, es como salir a dar una vuelta. Uno se lleva dos dedos a la gorra y dice: «Adiós, coronel, no estoy de muy buen humor para seguir jugando a los soldados.

Nos volveremos a ver cuando vuelva a tener ganas.» ¿Tiene idea de la vida que arrastramos? ¿Sabe usted que, para disfrutar de una sola hora de libertad fuera de turno, tenemos que ponernos corbata y, a la hora del parte, pegar un fuerte taconazo y presentar la solicitud con un sumiso «a sus órdenes»? Sí señor, un montón de teatro y de ceremonias por una sola hora. Y para un día entero hace falta por lo menos que muera una tía o entierren a alguno de la familia. Me gustaría ver la cara del coronel si, en mitad de las maniobras, le comunicara sumisamente que me venía en gana irme ocho días de permiso a Suiza. El buen hombre soltaría cuatro expresiones que no encontrará usted en ningún diccionario decente. No, mi querida señorita Edith, a usted le parece demasiado fácil.

—¡Bah, todo es fácil cuando realmente se quiere! No presuma de ser imprescindible. En su ausencia otro instruiría a sus pedazos de bruto rutenos. Además, eso del permiso lo arregla papá en media hora. Conoce a una docena de cargos en el Ministerio de la Guerra y, con una palabra de arriba, usted consigue lo que quiera... Por otro lado, no le hará ningún daño por una vez ver otras cosas del mundo que no sean el picadero y el campo de maniobras. No me venga, pues, con excusas. Todo arreglado. Papá se encargará.

Fue una tontería por mi parte, pero aquel tono indulgente me irritó. No en vano unos cuantos años de servicio militar le inculcan a uno una cierta conciencia de clase. Me sentí denigrado porque una mocita inexperta dispusiera con altivez de los generales del Ministerio de la Guerra— para nosotros, una especie de dioses azules— como si fueran empleados de su papá. Con todo, a pesar de mi enojo, mantuve el tono desenfadado de la conversación.

—Muy bien: Suiza, permiso, Engadina... No está mal. Por mí, magnífico, si, como usted se imagina, me lo sirven en bandeja, sin que yo tenga que pedirlo «a sus órdenes, su seguro servidor». Pero, además, haría falta que su señor padre hiciera cosquillas a los del Ministerio de la Guerra y les sacara, aparte del permiso, una bolsa de viaje especial para el señor teniente Hofmiller.

Ahora fue ella la que se quedó pensativa. Notó en mis palabras algo oculto que no entendía.

Las cejas se tensaron aún más encima de sus ojos inquietos. Comprendí que debía expresarme con más claridad.

—Seamos razonables, criatura... Perdón, seamos razonables, señorita Edith. La cosa no es tan sencilla como usted cree. Dígame, ¿ha pensado alguna vez lo que cuesta una escapada como ésta? —Ah, se refiere a eso —dijo con toda candidez—. No puede ser mucho. Unos cientos de coronas, a lo sumo. No puede ser importante.

Entonces no pude contener por más tiempo mi enojo, pues había tocado mi punto débil. Creo haber dicho ya cuánto me vejaba formar parte de los oficiales de nuestro regimiento que no tenían un céntimo de patrimonio propio y depender exclusivamente del sueldo y de la subvención, bastante roñosa, de mi tía; ya en nuestro estrecho círculo me ponía enfermo que alguien hablara despectivamente del dinero en mi presencia, como si creciera entre los abrojos. Era mi punto vulnerable. Aquí era yo el inválido, era yo quien necesitaba muletas. Sólo por eso me sublevó tan desproporcionadamente el que aquella niña mimada y malcriada, que sufría a su vez los horrores de su postergación, no comprendiera la mía. Contra mi voluntad, fui casi grosero.

—¿Unos cientos de coronas, a lo sumo? Una bagatela, ¿verdad? Una nimiedad insignificante para un oficial. Y usted, claro está, encuentra mezquino por mi parte que mencione una ridiculez como ésta. ¿No es verdad? ¡Mezquino, tacaño, roñoso! Pero ¿ha pensado alguna vez de qué tenemos que vivir nosotros? ¿Con qué tenemos que conformarnos y apechugar? Y como ella siguió observándome con aquella mirada crispada y, según creí en mi estupidez, despectiva, me asaltó de pronto la necesidad de exponerle toda mi pobreza. Igual que aquel día, con la intención de atormentarnos, ella había cruzado la habitación cojeando ante nosotros, los sanos, y vengarse con este espectáculo desafiante de nuestra confortable salud, también yo experimenté una especie de alegría rabiosa desnudando a sus ojos como un exhibicionista la estrechez y la dependencia de mi vida.

—¿Sabe acaso cuál es la paga de un teniente? —le espeté—. ¿Ha pensado alguna vez en ello? Pues, para que lo sepa, doscientas coronas cada primero de mes para los treinta o treinta y un días, con la obligación, además, de vivir «conforme a su rango». Con esta limosna tiene que pagar la comida, la habitación, el sastre, el zapatero y su lujo «conforme al rango». Por no hablar, Dios nos libre, de si le ocurre algo al caballo. Si ha sabido administrarse con éxito, todavía le quedan algunos céntimos para regalarse a cuerpo de rey en aquel café paradisíaco con el que usted siempre me hace burla. Allí, si ha ahorrado de veras como un jornalero, puede adquirir todas las delicias de este mundo junto a una taza de café con leche.

Hoy sé que fue una necedad y una felonía dejarme arrastrar de tal modo por mi sinsabor.

¿Qué podía saber del valor del dinero, de la paga y de nuestra esplendorosa miseria, una niña de diecisiete años, mimada y criada sin contacto con el mundo, esa inválida, siempre confinada en su habitación? Pero el deseo de vengarme una vez en alguien por un sinfín de pequeñas humillaciones me había atacado, por decirlo así, a traición, y agredí a ciegas, sin pensar, como se golpea siempre cuando se está dominado por la furia, sin sentir la fuerza de los golpes en la propia mano.

Pero, apenas levanté la vista, comprendí la brutalidad animal de mi embestida. Con la sensibilidad propia de los enfermos, ella se había dado cuenta enseguida de que me había herido, sin saberlo, en el punto más sensible. Se ruborizó sin poderlo evitar, y yo vi cómo quiso disimularlo poniéndose rápidamente la mano delante del rostro; era evidente que un pensamiento agolpaba la sangre en sus mejillas.

—¿Y... y, a pesar de todo, me compra flores tan caras? Siguió entonces un silencio embarazoso, que se prolongó durante un buen rato. Ella me hacía sentirme avergonzado y yo la hacía sentirse avergonzada. Nos habíamos herido sin proponérnoslo y temíamos cada nueva palabra. De repente se oyó el viento, que soplaba cálido entre los árboles, y abajo en el patio el cacarear de las gallinas, y a lo lejos, de vez en cuando, el apagado rodar de un coche en la carretera. Pero entonces ella cobró ánimos de nuevo.

—Y yo soy tan tonta que me presto a sus desatinos. Soy realmente estúpida, porque incluso me pongo furiosa. En definitiva, ¿qué puede importarle a usted lo que cueste este viaje? Si va a visitarnos, por supuesto será nuestro invitado. ¿Cree usted que papá permitiría, si usted tiene realmente la gentileza de visitarnos..., que encima corriera con los gastos? ¡Qué tontería! Y yo dejo que se burle de mí... No hablemos más de ello... No, basta, ni una palabra más, he dicho.

Pero éste era el punto en el que yo no podía ceder, pues, como he dicho antes, nada me resultaba más insoportable que la idea de pasar por gorrón.

—¡Sí! ¡Una palabra más! No quiero que haya malentendidos. De modo que hablemos sin rodeos: no permitiré que pidan permiso para mí al regimiento, no permitiré que cubran mis gastos. No me gusta pedir excepciones ni privilegios. Quiero formar con mis otros compañeros, no quiero favores ni padrinos. Sé que lo dice con buena intención y su padre también. Pero algunas personas no pueden aceptar que se les sirva en bandeja todo lo bueno de la vida... No hablemos más de ello.

—¿O sea, que no quiere ir? —No he dicho que no quiera. Le he explicado con toda claridad por qué no puedo.

—¿Ni siquiera si mi padre se lo pide? —Tampoco.

—¿Y si... se lo pido yo? ¿Si se lo pido de corazón, si se lo pido por amistad? —No lo haga. No tendría sentido.

Inclinó la cabeza. Pero yo ya había observado el espasmódico y tempestuoso temblor alrededor de su boca, que infaliblemente anunciaba una peligrosa irritación. Esta pobre niña mimada, cuyos menores deseos eran obedecidos sin pestañear en la casa, acababa de experimentar algo nuevo: había encontrado resistencia. Alguien le había dicho «no», y esto la enfurecía. Agarró de un tirón mis flores de la mesa y las arrojó por encima de la balaustrada trazando un furioso arco en el aire.

—Bien —masculló luego entre dientes—. Por lo menos ahora sé hasta dónde llega su amistad.

Me alegro de haberlo comprobado. Sólo porque unos camaradas podrían irse de la lengua en el café, usted se escuda tras pretextos. Sólo por miedo de que en el regimiento le pongan una mala nota en conducta, estropea una alegría a sus amigos... ¡Pero, bien! ¡Se acabó! No seguiré mendigando. ¿No le viene en gana? Pues, bien. ¡Se acabó! Noté que su irritación aún no había desaparecido del todo, pues repitió ese «bien» una y otra vez con tenaz insistencia; al mismo tiempo apoyó ambas manos con fuerza en los brazos del sillón para enderezar su cuerpo, como preparándose para atacar. De repente se dirigió a mí en tono enérgico: —Bien. Asunto concluido. Nuestra más sumisa solicitud ha sido rechazada. No irá a visitarnos, no quiere visitarnos. No le viene en gana. ¡Bien! Sabremos sobrellevarlo. Al fin y al cabo, ya nos hemos arreglado antes sin usted... Pero quisiera saber una cosa más. ¿Me contestará con toda sinceridad? —Por supuesto.

—Pero de verdad. ¿Palabra de honor? Déme su palabra de honor.

—Si tanto insiste... palabra de honor.

—Bien. Bien —repitió ese duro e incisivo «bien» como si cortara algo con un cuchillo—. Bien.

No tema, no voy a insistir más en su ilustre visita. Sólo quisiera saber una cosa... Me ha dado su palabra. Sólo una cosa. A ver, no le viene en gana visitarnos porque le resulta desagradable, porque le incomoda... o por cualquier otra razón... ¿A mí qué me importa? Bien... bien. Asunto concluido. Pero ahora dígame con franqueza y con toda claridad: ¿por qué viene aquí? Estaba preparado para todo, excepto para esta pregunta. En mi confusión, balbuceé para ganar tiempo y preparar la respuesta: —Pues... Pues es muy sencillo... Para eso no hacía falta dar mi palabra de honor.

—¿Ah, sí...? ¿Sencillo? ¡Bien! ¡Mucho mejor! Adelante, pues.

Ahora ya no había escapatoria. Lo más sencillo era decir la verdad, pero enseguida comprendí que tenía que estilizarla del modo más cauto posible. Así pues, empecé con aparente naturalidad: —Pero, mi querida señorita Edith..., no busque en mí móviles ocultos. Después de todo, me conoce lo suficiente para saber que no soy de los que reflexionan demasiado sobre sí mismos. Le juro que nunca se me había pasado por la cabeza plantearme por qué visito a éste o a aquél, por qué aprecio a unos y a otros no. Palabra de honor, no puedo decirle nada más sensato y más banal que esto: que frecuento esta casa porque me gusta venir y porque aquí me siento cien veces mejor que en cualquier otra parte. Creo que ustedes se imaginan nuestro mundo de la caballería un poco demasiado como algo de opereta, siempre elegante, siempre divertido, una kermes eterna. Pues yo le digo que desde dentro las cosas no se ven tan bonitas y la tan elogiada camaradería es a veces puro cacareo. Dondequiera que unas docenas de hombres estén uncidos al mismo carro, siempre hay uno que tira con más fuerza que otro, y dondequiera que haya ascensos y escalafones, es fácil que uno ponga la zancadilla al que va delante. Hay que andar con cuidado con cada palabra que se dice, porque nunca se puede estar seguro del todo de no molestar a los peces gordos; el cielo siempre amenaza tormenta. Servicio viene de servir, y servir significa depender. Y luego, un cuartel y una mesa de café no son, a pesar de todo, un auténtico hogar; nadie necesita de nadie y a nadie le importa nada. Sí, sí, a veces es divertido salir de juerga con los compañeros, pero nunca se llega a tener una sensación de absoluta seguridad. En cambio, cuando vengo aquí, dejo a un lado, junto con el sable, todos estos escrúpulos y cuando charlo tan agradablemente con ustedes, entonces...

—Entonces... ¿qué?—lanzó estas palabras con impaciencia.

—Entonces... pues, usted quizás encontrará un poco atrevido que lo diga tan francamente..., entonces me convenzo de que a ustedes les gusta verme aquí, de que formo parte de este lugar, donde me encuentro más en casa que en cualquier otro sitio. Cada vez que la miro a usted, tengo la sensación...

Me interrumpí involuntariamente, pero ella repitió al instante con la misma impetuosidad: —Venga, diga, ¿qué pasa cuando me ve? —...la sensación de que hay alguien para quien no soy tan superfluo como para los míos... Sí, ya sé que no valgo gran cosa, a veces hasta a mí me asombra que no les aburra después de tanto tiempo... A menudo..., no sabe cuán a menudo he tenido miedo de que estén ya hartos de mí..., pero luego me acuerdo de cuán sola está usted aquí, en este caserón vacío y de que se alegra cuando alguien les visita. Y esto, sabe usted, me devuelve los ánimos... Cada vez que la encuentro en su torre o en su habitación, me convenzo de que valía la pena haber venido a pesar de todo, en vez de dejarla todo el día sola. ¿De veras no entiende esto? Pero entonces ocurrió algo inesperado. Los ojos grises se quedaron fijos, como si algo en mis palabras hubiera convertido en piedras sus pupilas. En cambio, poco a poco los dedos se volvieron inquietos, palparon los brazos del sillón de arriba abajo y empezaron a tamborilear sobre la lisa madera, primero con suavidad, luego cada vez con más viveza. La boca se contrajo levemente, y de pronto dijo en tono abrupto: —Sí, lo entiendo. Entiendo muy bien lo que quiere decir... Creo que... creo que ahora ha dicho realmente la verdad. Se ha expresado de modo muy, muy cortés, dando muchos rodeos. Pero le he entendido perfectamente, con toda exactitud... Dice que viene porque yo estoy tan «sola»..., esto significa, dicho en plata: porque estoy clavada en esta maldita tumbona. Es sólo por esto, pues, por lo que sale todos los días, para hacer de samaritano caritativo con «la pobre niña enferma»..., que es como seguramente me llaman cuando no estoy presente, lo sé, lo sé. Viene sólo por compasión, sí, sí, le creo... ¿Por qué quiere negarlo ahora? Usted es lo que se llama una «buena» persona y le gusta que mi padre lo considere como tal. Las «buenas personas» se compadecen de cualquier perro apaleado y de cualquier gato sarnoso..., ¿por qué no, también, de una inválida? Y de pronto se contorsionó, un espasmo recorrió todo su desmañado cuerpo.

—Pero ¡muchas gracias! Me río de esa clase de amistad, que se me brinda sólo por mi invalidez... Sí, no ponga esos ojos compungidos. Claro, ahora lamenta que se le haya escapado la verdad, lamenta haber confesado que viene sólo porque «le doy lástima», como decía aquella pobre criada, con la diferencia de que ella lo decía franca y llanamente, usted, en cambio, como «buena persona» se expresa con muchos más miramientos, con más «delicadeza», con rodeos: porque me paso el día entero aquí acurrucada y tan sola. Sólo por compasión, hace tiempo que lo noto en todo mi cuerpo, viene sólo por compasión y todavía quisiera que lo admiraran por su misericordioso espíritu de sacrificio..., pero lo siento, no quiero que nadie se sacrifique por mí. No se lo permito a nadie, y menos a usted... Se lo prohíbo, me oye, se lo prohíbo... ¿Cree usted que de verdad necesito tenerles aquí sentados, con sus miradas «compasivas», húmedas y esponjadas y su cháchara «considerada»...? No, gracias a Dios no les necesito, a ninguno... Me basto a mí misma, saldré adelante yo sola, y si no mejoro, ya sé cómo librarme de ustedes... ¡Mire! —Y me tendió bruscamente la palma de la mano—. ¡Mire la cicatriz! Ya lo intenté una vez, pero fui demasiado torpe y no acerté el pulso con la tijera sin punta. ¡Fue un fastidio que llegaran a tiempo para vendarme, de lo contrario ya me habría librado de todos ustedes y de su miserable compasión! Pero la próxima vez lo haré mejor, pierda cuidado. No crea que estoy a su merced, completamente indefensa. ¡Prefiero reventar a inspirar lástima! ¡Mire! —De pronto se echó a reír, con una risa cortante y dentada como una sierra—. Fíjese en lo que olvidó mi preocupado padre cuando mandó restaurar la torre para mí... Sólo pensó en que yo tuviera una hermosa vista...

Mucho sol, mucho sol y aire puro, había dicho el médico. Pero a nadie se le ocurrió el buen servicio que un día podía prestarme esta terraza, ni a mi padre, ni al médico, ni al arquitecto...

Mire abajo. —De pronto había apoyado los codos y con un movimiento brusco había lanzado su cuerpo vacilante hasta la balaustrada, a la que se aferró furiosamente con ambas manos—. Hay cuatro o cinco pisos hasta abajo, y abajo es todo piedra... Con esto basta... Y gracias a Dios tengo suficiente fuerza en los músculos para saltar por la barandilla... Sí, el andar con muletas refuerza los músculos. Basta un impulso y me libro de una vez de su maldita compasión, y todos se sentirán aliviados, papá, Ilona y usted..., todos a los que atormento como una pesadilla... Fíjese, es muy fácil, basta asomarse un poco y luego...

Me puse en pie de un salto, aterrorizado, al ver que ella, con los ojos chispeantes, se inclinaba peligrosamente sobre la balaustrada, y corrí a cogerla por el brazo. Pero se estremeció como si un fuego le hubiera salpicado la piel y me gritó: —¡Déjeme...! ¡Cómo se atreve a tocarme...! ¡Fuera...! Tengo derecho a hacer lo que quiera.

¡Suélteme...! ¡Suélteme ahora mismo! Y como yo no la obedecí, antes bien traté de alejarla por la fuerza de la balaustrada, se volvió de repente y me propinó un golpe en el pecho. Y entonces ocurrió algo terrible. Con el golpe perdió el punto de apoyo y por tanto el equilibrio. Como cortadas por una guadaña, sus débiles rodillas cedieron completamente. Se desplomó de golpe y, como al caer quiso agarrarse a la mesa, la arrastró en su caída. Sobre ella y sobre mí, que había acudido en el último instante para tratar de sostenerla, mientras se tambaleaba por falta de agilidad, cayó con estrépito el jarrón, rompiéndose en mil pedazos, retumbaron los platos y las tazas y tintinearon las cucharillas; la campanilla de bronce golpeó ruidosamente contra el suelo y rodó por toda la terraza con su estruendoso badajo.

Entretanto, la tullida se había derrumbado y había quedado tendida en el suelo hecho un desdichado e indefenso ovillo, un haz palpitante de ira, sollozando de rabia y de vergüenza. Traté de levantar aquel cuerpo liviano, pero se defendió chillando: —¡Fuera...! ¡Fuera...! ¡Fuera! ¡Bruto! ¡Animal! Y diciendo esto daba brazadas a su alrededor, tratando de levantarse sin mi ayuda. Cada vez que yo me acercaba para ayudarla, se retorcía para resistir y me gritaba llena de loca e indefensa furia: —¡Déjeme...! ¡No me toque...! ¡Váyase! Nunca me había ocurrido una cosa tan terrible.

En aquel momento oímos un zumbido sordo a nuestras espaldas. Era el ascensor, que subía.

Al parecer la campanilla había hecho suficiente ruido al rodar por el suelo para llamar al sirviente siempre alerta. Se acercó corriendo, bajando enseguida los turbados ojos discretamente, levantó del suelo con facilidad el convulsionado cuerpo —debía de estar acostumbrado a esta maniobra— y llevó a la sollozante enferma al ascensor. Un minuto después el ascensor volvía a zumbar hacia abajo; me quedé solo entre la mesa tumbada, las tazas rotas y los objetos desparramados en una maraña tal, que parecía como si un rayo hubiera caído del cielo sereno y los hubiera dispersado a todos lados con su explosión.

No sé cuánto tiempo permanecí en la terraza, en medio de los platos y las tazas hechos añicos, completamente desconcertado por aquel arrebato primitivo, para el cual no encontraba ninguna explicación. ¿Qué insensatez había dicho? ¿Con qué había provocado aquella furia inexplicable? Pero entonces oí de nuevo a mis espaldas el conocido ruido como el del tiro de chimenea; el ascensor volvía a subir y de nuevo se acercó Josef, el criado, con una sombra de notable tristeza sobre su rostro siempre bien afeitado. Pensé que subía sólo para limpiar y me sentí incómodo porque le estorbaba en medio de aquel montón de escombros. Pero se me acercó casi imperceptiblemente, con los ojos bajos, recogiendo al mismo tiempo una servilleta del suelo.

—Disculpe, mi teniente —dijo con su voz discretamente baja, que parecía hablar siempre con una reverencia (ah, era un criado del viejo cuño austríaco)—. Permita que le seque un poco, teniente.

Entonces observé, siguiendo sus activos dedos, una gran mancha en mi guerrera y otra en mis pantalones claros de Pejacsevitch. Al parecer una de las tazas de té arrastradas en la caída me había salpicado mientras me inclinaba para ayudar a Edith a levantarse, pues el criado frotó con cuidado y secó con la servilleta las partes húmedas. Mientras se afanaba arrodillado delante de mí, yo observaba desde arriba su cabeza canosa de hombre bueno, con su permanente raya; no pude sustraerme a la sospecha de que el anciano se inclinaba tanto adrede, para que no le viera el rostro y la turbación de su mirada.

—No, es inútil —dijo finalmente, afligido, sin levantar la cabeza—. Será mejor que mande al chofer al cuartel y que le traiga otra guerrera. El teniente no puede salir así. Pero, pierda cuidado, dentro de una hora todo se habrá secado y le plancharé los pantalones una vez limpios.

Manifestó todo esto con un celo en apariencia puramente profesional, pero en su voz había un tono que traicionaba sus sentimientos y una cierta turbación. Y cuando le indiqué que no hacía falta, que mejor que llamara un coche por teléfono, porque de todos modos quería volver enseguida al cuartel, carraspeó de improviso y levantó implorantes sus bondadosos ojos, un tanto cansados.

—Ruego al señor teniente que se quede todavía un rato. Sería terrible que el teniente se marchara ahora. Sé positivamente que la señorita se pondría muy furiosa, si el teniente no esperara un poco. La señorita Ilona está ahora con ella... y... la han acostado, pero la señorita Ilona me ha encargado que le diga que vendrá enseguida, que el teniente haga el favor de esperarla sin falta.

A pesar mío, me conmoví. ¡Cómo querían todos a la enferma! ¡Cómo la mimaban y la disculpaban! Sentí el impulso irresistible de decir unas palabras cordiales a aquel bondadoso anciano que, asustado de su propio valor, volvía a limpiar con sorprendente diligencia mi guerrera. Le di unos leves golpecitos en el hombro.

—Déjelo, Josef, no vale la pena. Con el sol se secará rápidamente y espero que su té no sea tan fuerte como para dejar una buena mancha. Déjelo, mi buen Josef. Será mejor que recoja la vajilla.

Esperaré a que venga la señorita Ilona.

—¡Oh, qué bien que el señor teniente quiera esperar! —respiró aliviado—. Y el señor Von Kekesfalva volverá enseguida también y a buen seguro se alegrará de saludar al señor teniente.

Me ha encargado expresamente...

Pero entonces se oyó crujir la escalera bajo unos pasos ligeros. Era Ilona. Cómo antes el criado, también ella mantuvo la mirada baja mientras se me acercaba.

—Edith le ruega que baje un momento a su dormitorio. Sólo un momento. Me manda decirle que se lo ruega de todo corazón.

Bajamos juntos por la escalera de caracol. No dijimos una sola palabra mientras atravesamos el recibidor y el segundo salón, hasta llegar al largo pasillo que por lo visto conducía a los dormitorios. A veces, casualmente, nuestros hombros se tocaban en aquel oscuro y estrecho paso, quizá también porque yo caminaba agitado e inquieto, Ilona se detuvo ante la segunda puerta lateral y susurró a mi oído en tono insistente: —Sea bueno con ella. No sé qué ha pasado allá arriba, pero conozco esos repentinos arrebatos suyos. Todos los conocemos. Sin embargo, no hay que tomárselos a mal, de veras que no.

Nosotros no podemos siquiera imaginarnos lo que significa pasar todo el día echada, indefensa, desde la mañana hasta la noche. Es natural que el desasosiego se acumule en los nervios y de pronto estalle, sin que ella lo sepa o lo quiera. Pero, créame, después nadie se siente tan desdichado como ella, la pobre. Y precisamente cuando se siente tan avergonzada y se atormenta de este modo, hay que ser doblemente bueno con ella.

No contesté. Tampoco hacía falta. Ilona debió de darse cuenta por sí sola de mi estado de agitación. Llamó suavemente a la puerta y, apenas llegó de dentro un tímido «adelante», me advirtió todavía con rapidez: —No se quede demasiado rato. Sólo un momento.

Pasé la puerta, que se abrió sin hacer ruido. A primera vista no percibí sino una penumbra rojiza en la espaciosa habitación, oscurecida por unas cortinas de color naranja en las ventanas que daban al jardín; sólo después distinguí en el fondo el rectángulo más claro de una cama. De allí vino, tímida, la voz que me era tan familiar: —Por favor, siéntese aquí, en el taburete. Sólo lo retendré un minuto.

Me acerqué. Desde las almohadas resplandecía tenuemente el delgado rostro bajo la sombra de la cabellera. Una colcha de colores hacía trepar sus flores bordadas hasta casi el flaco cuello infantil. Edith esperaba con cierto recelo que me sentara. Sólo entonces su voz se atrevió a dejarse oír tímidamente.

—Perdone que lo reciba aquí, pero estaba muy mareada..., no debí permanecer tanto tiempo fuera con este sol tan fuerte. Me turba siempre la cabeza... Creo de veras que no estaba en mis cabales cuando... Pero... pero... ¿verdad que lo olvidará todo? ¿No me tomará a mal mi impertinencia? Había un temor tan suplicante en su voz, que me apresuré a interrumpirla: —Pero ¿qué dice?... Fue culpa mía... No debí dejarla tanto tiempo bajo ese calor sofocante.

—¿De verdad, pues, que no me lo toma a mal..., de verdad que no? —Ni pensarlo.

—¿Y seguirá viniendo... como siempre? —Desde luego. Pero con una condición, claro. Me miró inquieta.

—¿Qué condición? —Que me tenga un poco más de confianza y no se inquiete siempre por si me ha molestado u ofendido. Entre amigos, ¿a quién se le ocurren estos disparates? ¡Si usted supiera cómo cambia de aspecto cuando se toma las cosas con ánimo y nos hace feliz a todos, a su padre, a Ilona, a mí y a toda la casa! Ojalá hubiera podido verse anteayer en la excursión, qué contenta estaba, y todos nosotros con usted... Toda la noche estuve pensando en eso.

—¿Estuvo toda la noche pensando en mí?—Me miró un tanto incrédula—. ¿De veras? —Toda la noche. Ah, es que fue un día que nunca olvidaré. ¡Todo el viaje fue maravilloso, maravilloso! —Sí —repitió ella, soñadora—, fue maravilloso, ma-ra-vi-llo-so...; primero el paseo por los campos, luego los potrillos y la fiesta del pueblo... ¡Todo fue maravilloso, de principio a fin! ¡Ah, debería salir más a menudo! Tal vez sea efectivamente esa estúpida reclusión en casa, ese absurdo encerrarme en mí misma, lo que me ha crispado de este modo los nervios. Pero tiene razón, siempre desconfío demasiado..., quiero decir, me pasa desde entonces. Antes... Dios mío, no recuerdo que jamás tuviera miedo de nadie... Es desde entonces que me he vuelto terriblemente insegura..., me imagino que todo el mundo está pendiente de mis muletas, que todos me compadecen... Ya sé que es una tontería, un orgullo estúpido e infantil, y que de este modo porfío contra mí misma, sé que se vuelve contra mí y no hace sino destrozarme los nervios. Pero ¡cómo no desconfiar, cuando esto dura una eternidad! ¡Ah, ojalá termine de una vez este horror, para que no me haga tan mala, tan perversa y tan colérica! —Pronto terminará. Tenga valor, sólo necesita un poco más de valor y de paciencia.

Se incorporó ligeramente.

—¿Cree... cree de veras que ahora con esta nueva cura realmente se terminará...? Figúrese, anteayer, cuando papá subió a verme, yo estaba más que convencida... Pero esta noche, no sé cómo se ha apoderado de mí el miedo de que el doctor se hubiera equivocado o que no me hubiera dicho la verdad, porque... porque me he acordado de algo. Antes yo confiaba en el doctor, el doctor Condor, como en Dios. Pero siempre ocurre lo mismo: primero el médico observa al paciente, pero cuando la cosa dura mucho, el enfermo aprende también a observar al médico, y ayer, y esto se lo cuento sólo a usted, ayer, mientras me examinaba, por momentos tuve la sensación de que..., ¿cómo se lo diría?..., la sensación de que estaba representando una comedia...

Me pareció tan inseguro, tan poco sincero, no tan franco y cordial como antes... No sé por qué, pero era como si por alguna razón se avergonzara ante mí... Naturalmente, me alegré muchísimo cuando después me dijo que quería mandarme enseguida a Suiza..., y, sin embargo, no sé en qué recóndito lugar de mi ser..., y se lo digo sólo a usted..., aparecía una y otra vez este miedo absurdo..., pero no se lo diga, por amor de Dios..., miedo de que algo no andaba bien con este nuevo tratamiento..., como si se burlara de mí..., o simplemente quisiera tranquilizar a papá... Ya ve usted que no acabo de librarme de esta horrible desconfianza. Pero ¿qué puedo hacer? ¡Cómo no voy a desconfiar de mí misma, de todos, cuando me han prometido tantas veces que esto se va a terminar pronto, y luego resulta que vuelve la lentitud, una lentitud terrible! ¡No, de verdad, no puedo soportar por más tiempo esta espera interminable! Se había incorporado con el acaloramiento, y sus manos empezaron a temblar. Me incliné rápidamente hacia ella.

—¡No! ¡No... no se excite de nuevo! Recuérdelo, me lo acaba de prometer...

—Sí, sí, tiene razón. No sirve de nada atormentarse, con ello sólo se logra atormentar a los demás. Y los demás, ¿qué pueden hacer? Bastante carga significo en su vida... Pero no, no quería hablar de esto, de verdad, no quería... Sólo quería darle las gracias por no tomar a mal mi estúpido arrebato y... por ser tan bueno conmigo..., tan... tan conmovedoramente bueno, sin que yo lo merezca, y porque en cambio yo le... precisamente a usted... Pero, no hablemos de ello, ¿de acuerdo? —De acuerdo. Cuente con ello. Y ahora descanse todo lo que pueda.

Me levanté para darle la mano. Ofrecía un aspecto enternecedor, sonriéndome desde las almohadas, medio temerosa todavía y medio tranquilizada ya: una niña, una niña antes de acostarse. Todo estaba bien, la atmósfera se había serenado como el cielo después de una tormenta. Me acerqué a ella con toda naturalidad y casi contento. Pero ella se sobresaltó de repente.

—¡Por todos los santos! ¿Qué le ha pasado a su uniforme? Se había dado cuenta de las grandes manchas húmedas en mi uniforme; consciente de su culpabilidad, debió de recordar que sólo las tazas arrastradas en su caída podían haber causado semejante accidente. Sus ojos se escondieron inmediatamente bajo los párpados y la mano, ya extendida, se retrajo atemorizada. Pero precisamente el que tomara tan en serio esta pueril nimiedad me emocionó; para tranquilizarla me refugié en un tono desenfadado.

—Oh, no es nada—bromeé—, nada grave. Una chiquilla traviesa me ha manchado.

En sus ojos se leía todavía consternación, pero se salvó agradecida refugiándose también en el tono juguetón.

—¿Y ha dado una buena zurra a esa chiquilla traviesa? —No —contesté, siguiendo el juego—. Ya no fue necesario. La chiquilla hace rato que se porta bien.

—¿Y de verdad que ya no está enfadado? —Ni pizca. Tenía que haber oído con qué gracia dijo «le pido perdón».

—¿Y no le guarda rencor? —No, perdonado y olvidado. Claro está que tiene que seguir portándose bien y hacer todo lo que se le diga.

—¿Y qué tiene que hacer ahora la niña? —Tener siempre paciencia, seguir siendo amable y alegre. No permanecer sentada al sol demasiado tiempo, dar muchos paseos y seguir estrictamente las órdenes del médico. Pero ahora, sobre todo, tiene que acostarse y dejar de hablar y de pensar. Buenas noches.

Le di la mano. Estaba encantadora allí tendida, sonriéndome feliz y con las pupilas brillantes.

Cinco finos dedos se posaron cálidos y sosegados en mi mano.

Entonces me fui, y sentí mi corazón aliviado. Ya tenía la mano en el picaporte, cuando detrás de mí oí una risa argentina.

—¿Ha sido buena ahora, la niña? —Muy buena. Le pondremos un diez así de grande. Pero ahora a dormir, dormir, dormir y no pensar en cosas malas.

Ya había abierto la puerta a medias, cuando de nuevo me persiguió aquella risa, infantil y picara. Y otra vez me llegó la voz de las almohadas: —¿Ha olvidado lo que se les da a las niñas buenas antes de acostarse? —¿Qué? —A las niñas buenas se les da un beso de buenas noches.

No sé por qué me sentí incómodo. En su voz vibraba y flameaba un tono quisquilloso que no me gustó; un momento antes sus ojos me habían mirado con un fulgor demasiado febril. Pero no quise contrariar a la irritable criatura.

—Oh, sí, claro—dije con aparente indolencia—. Casi lo había olvidado.

Retrocedí los cuatro pasos hasta su cama y noté en el repentino silencio que Edith contenía la respiración. Sus ojos, que habían seguido mis pasos, permanecían fijos en mí, mientras su cabeza se mantenía inmóvil en las almohadas. No movió la mano, ni un solo dedo, únicamente los ojos escrutadores no se desviaron de mí en ningún momento.

Rápido, rápido, pensé con creciente malestar. De modo que me incliné lo más deprisa posible y rocé fugaz y ligeramente su frente con los labios. A propósito toqué apenas su piel, y sólo percibí al acercarme el indefinido perfume de su pelo.

Pero entonces sus dos manos, que por lo visto estaban al acecho sobre la colcha, se levantaron de repente. Antes de que yo pudiera apartar la cabeza, me agarraron las sienes como pinzas y atrajeron mi boca de su frente a sus labios. Se apretaron contra los míos con tanto ardor, tan absorbentes y ávidos, que los dientes tocaron los dientes y al mismo tiempo su pecho se irguió y se tensó apremiante para tocar y sentir mi cuerpo inclinado. Nunca en mi vida había recibido un beso tan fogoso, desesperado y sediento como el de aquella niña inválida.

¡Y no bastó con eso! Me mantuvo apretado contra ella con una fuerza embriagada hasta que le faltó la respiración. Entonces aflojó su presión y sus manos excitadas dejaron mis sienes y empezaron a revolver mi pelo. Pero no me soltó. Sólo por un momento, para mirarme fijamente a los ojos, recostada y como hechizada. Luego me atrajo de nuevo hacia ella y me besó, al azar y ardiente, las mejillas, la frente, los ojos y los labios, con una voracidad furiosa y a la vez desmayada. A cada uno de estos embates, balbuceaba y gemía: —Tonto... tonto... tonto...—y cada vez con más ardor—: ¡Tú... tú... tú! El ataque se volvía cada vez más acuciante, más apasionado, cada vez me abrazaba y besaba con más fuerza y más convulsivamente. Y de pronto, como una cortina que se rasga, la recorrió un espasmo... Me soltó, su cabeza cayó de nuevo sobre las almohadas, y sólo sus ojos seguían mirándome con un centelleo triunfante.

Y después, volviendo presurosa la cabeza hacia mí, a la vez agotada y avergonzada, musitó: —Ahora vete, tonto... vete.

Salí de la habitación tambaleándome. Una vez en el oscuro pasillo, me abandonaron las últimas fuerzas. Tuve que apoyarme en la pared, porque mis sentidos daban vueltas vertiginosamente. ¡Era eso, pues! Ése era el secreto, revelado demasiado tarde, de su inquietud, de su agresividad, para la que hasta entonces yo no había encontrado explicación. Mi espanto era indescriptible. Me sentía como alguien que se inclina sin recelo sobre una flor y le sale al encuentro una víbora. Si aquella sensible muchacha me hubiera pegado, insultado, escupido..., todo esto me hubiera dejado menos atónito, pues conociendo sus nervios inestables estaba preparado en todo momento para lo imprevisible... excepto para esto: que la enferma, postrada, fuera capaz de amar y quisiera ser amada; que aquella niña, aquel medio ser, aquella criatura incompleta e impotente, se atreviera (no sé expresarlo de otro modo) a amar, a desear con el amor consciente y sensual de una verdadera mujer. Había pensado en todo, menos en que un ser truncado por el destino, que no tenía fuerzas siquiera para arrastrar su propio cuerpo, pudiera soñar con otro como amante y como amado, en que me hubiera interpretado tan mal, a mí, que iba a verla con frecuencia únicamente por compasión. Pero, acto seguido, comprendí con nuevo espanto que nada sino precisamente mi apasionada compasión era la principal culpable de que esa muchacha abandonada y aislada del mundo esperara de mí, el único hombre que la visitaba asiduamente día tras día en su cárcel, que esperara de este loco, presa de su compasión, un sentimiento distinto, un sentimiento de ternura. Pero yo, torpe de mí, ingenuo incurable en mi ignorancia, sólo había visto en ella a la enferma, a la inválida, a la niña y no a la mujer. Ni por un instante, ni siquiera el más fugaz, me hubiera pasado por la cabeza imaginar que bajo aquella manta alentaba, sentía y esperaba un cuerpo desnudo, el cuerpo de una mujer que, como todos, deseaba y quería ser deseado... Nunca, a los veinticinco años, me hubiera atrevido siquiera a soñar con la posibilidad de que también las enfermas, las inválidas, las inmaduras, las demasiado viejas, las excluidas y marcadas entre las mujeres, osaran amar. Pues, antes de conocer y vivir la vida real, un hombre joven e inexperto se imagina y conforma el mundo casi siempre de acuerdo con lo que ha leído o le han contado, antes de vivir la experiencia propia sueña indefectiblemente con imágenes y modelos ajenos. Sin embargo, en esos libros, en esas obras de teatro o en los cines (representaciones superficiales y simplificadas de la realidad), eran siempre y exclusivamente personas jóvenes, bellas y selectas las que se deseaban unas a otras; y así yo creía—de ahí también mi temor ante algunas aventuras— que había que ser especialmente atractivo, agraciado y favorecido por el destino para ganarse el afecto de una mujer. Sólo por esta razón había sido tan ingenuo y despreocupado en el trato con esas dos muchachas, porque desde el principio me pareció que quedaba excluido de nuestra relación todo lo erótico y nunca sospeché que ellas pudieran ver en mí algo más que un joven amable, a un buen amigo. Si bien en el caso de Ilona percibía a veces su belleza sensual, nunca había pensado en Edith como en una persona del sexo opuesto. Desde luego nunca había cruzado mi mente ni siquiera la sombra del pensamiento de que en su cuerpo decaído se tensaban los mismos órganos y en su alma aguijoneaba el mismo deseo que en otras mujeres. Sólo a partir de aquel momento empecé a comprender poco a poco (algo por lo general silenciado por los poetas) que precisamente los excluidos, los feos, los marchitos, los tullidos, los rechazados, desean con una avidez mucho más apasionada y peligrosa que los sanos y felices, que aquellos que aman con un amor fanático, sombrío y negro, y que ninguna pasión en el mundo se alza más impetuosa y afligida, estéril y desesperada que la de los hijastros de Dios, quienes sólo amando y siendo amados pueden sentir justificada su existencia terrena. Hombre sin experiencia, no probado en el crisol de la vida, nunca me hubiera atrevido a sospechar la existencia de este secreto terrible: que el grito de pánico del ansia de vivir resuena con más rabia precisamente en el abismo más profundo de la desesperación. Fue en aquel instante cuando el conocimiento de este hecho se clavó en mí como un puñal ardiente.

«¡Tonto!» También comprendí entonces por qué se le había escapado precisamente esta palabra en medio del pánico de los sentimientos, mientras su pecho a medio formar se apretaba contra el mío. «¡Tonto!» Sí, tenía razón en llamarme así. Todos debían de haberse dado cuenta desde el primer momento, el padre, Ilona, el criado y el resto de la servidumbre. Todos debían de haber sospechado hacía tiempo su amor, su pasión, quizá con espanto y probablemente con un mal presentimiento..., sólo yo no recelé nada, loco de mi compasión, que desempeñaba el papel de buen camarada, formal y torpe, que bromeaba jactancioso y no se daba cuenta de que un alma ardiente se atormentaba con mi irrazonable e incomprensible falta de comprensión. Tal como el triste héroe de una mala comedia que se encuentra en medio de una intriga, mientras todos los espectadores conocen el enredo desde hace mucho, y sólo él, el muy torpe, sigue actuando con toda seriedad, despreocupado y tranquilo, sin comprender todavía que ha caído en una red (de la que los demás conocen desde el principio cada hilo y cada malla), así todos los de la casa habían sido testigos de cómo yo daba vueltas a tientas en aquel estúpido juego de la gallina ciega de mis sentimientos, hasta que ella me arrancó de golpe la venda de los ojos. Pero, así como basta con encender una sola luz para iluminar a la vez una docena de objetos en una habitación, así más tarde —¡demasiado, demasiado tarde!— comprendí avergonzado una infinidad de detalles de todas aquellas semanas. Sólo entonces vi, como a la luz de un relámpago, por qué se irritaba cada vez que en mi arrogancia la llamaba «niña», cuando precisamente delante de mí no quería pasar por niña, sino por mujer, y ser deseada como amante. Sólo entonces comprendí por qué a veces le temblaban los labios inquietos, cuando su invalidez me conmovía visiblemente, por qué odiaba con rabia mi compasión... Al parecer, su instinto femenino le decía con clarividencia que la compasión era un sentimiento fraternal demasiado tibio y nada más que un triste sustituto del verdadero amor. ¡Cómo debía haber esperado la pobre una palabra, una señal de comprensión, que nunca llegaba, cómo debía haber sufrido con mi charla despreocupada, mientras ella se consumía en las ascuas de la impaciencia y con alma palpitante esperaba y esperaba el primer gesto de ternura o, por lo menos, que su pasión fuera por fin percibida! Y yo, yo no había dicho ni hecho nada y, sin embargo, no había dejado de ir a verla, reafirmándola en su esperanza con mis visitas diarias y a la vez turbándola con la sordera de mi alma... ¡cuán comprensible era que acabase con los nervios deshechos y me tomara como su botín! Todo esto penetró en mi alma con mil imágenes, mientras, como aturdido por una explosión, me apoyaba en la pared del oscuro pasillo, sin aliento y con las piernas casi tan paralizadas como las de Edith. Por dos veces intenté avanzar a tientas, pero sólo a la tercera toqué el picaporte. Por aquí se va al salón, pensé rápidamente. Por la izquierda se sale al vestíbulo, donde están mi sable y mi gorra. De modo que a atravesar la habitación a toda prisa y salir, salir antes de que venga el criado. ¡Bajar enseguida las escaleras y fuera, fuera, fuera! Ponerme a salvo fuera de la casa antes de encontrarme con alguien al que tuviera que hablar y responder. ¡Venga, sal, que no me cruce con el padre por el camino, ni con Ilona, ni con Josef, con ninguno de los que dejaron que siguiera metiéndome en este enredo! ¡Corre, vete, deprisa! Pero ¡demasiado tarde! En el salón me esperaba Ilona, que, al parecer, había oído mis pasos.

Apenas me vio, se transformaron sus facciones.

—¡Jesús María! ¿Qué pasa? Está muy pálido... ¿Ha... ha vuelto a ocurrir algo con Edith? —Nada, nada —encontré todavía fuerzas para balbucear, y quise seguir mi camino—. Creo que ahora duerme. Dispense, debo irme.

Sin embargo, debía de haber algo aterrador en mi brusquedad, pues Ilona me cogió resueltamente del brazo y me empujó con fuerza a un sillón.

—Veamos, primero se sienta un momento. Tiene que recuperarse... Y el pelo... ¡Vaya pinta! Lo tiene completamente revuelto... No, no se mueva.—Yo iba a levantarme—. Le traeré coñac.

Corrió al armario, llenó una copa, y yo la vacié de un trago. Ilona me miró preocupada cuando deposité la copa con mano temblorosa (nunca en mi vida me había sentido tan débil y agotado). Luego se sentó en silencio a mi lado y esperó sin hablar, sólo levantando de vez en cuando la mirada atenta e inquieta hacia mí como se observa a un enfermo. Al fin preguntó: —¿Edith le ha... dicho algo..., quiero decir algo que... le afecta? Por su tono de simpatía comprendí que sospechaba la verdad. Y yo era demasiado débil para defenderme. Me limité a susurrar: —Sí.

Ella no se movió. No contestó. Sólo noté que de pronto su respiración se volvía más agitada.

Se inclinó cautelosa hacia delante.

—¿Y hasta... hasta ahora usted de veras no lo había notado? —¡Cómo podía sospechar algo así..., semejante disparate...! ¿Cómo se le ocurrió...? ¿Por qué precisamente yo? Ilona suspiró.

—Dios mío..., y ella siempre había creído que usted venía por ella..., que por ella venía a visitarnos... Yo nunca lo creí, porque... se... se comportaba de un modo tan natural... y cordial, pero de otra manera. Desde el primer momento temí que en usted fuera sólo compasión, pero ¿cómo podía yo prevenir a la pobre criatura, cómo podía ser tan cruel como para disuadirla de una ilusión que la hacía feliz...? Desde hace semanas vive únicamente pensando que usted... Y cada vez que me preguntaba si creía que usted la quería de verdad, no podía darle una respuesta brutal... Tenía que tranquilizarla y confortarla.

No pude dominarme por más tiempo.

—No, al contrario, tiene que disuadirla, disuadirla a toda costa. Es una locura, un delirio, un capricho infantil..., no es más que la típica fantasía de adolescente por los uniformes, y si mañana aparece otro, será ése. Tiene que explicárselo... Tiene que disuadirla a tiempo. Es por pura casualidad que sea yo el que vino y no otro de mis camaradas mejor que yo. A su edad eso se olvida y pasa pronto...

Pero Ilona movía tristemente la cabeza de un lado para otro.

—No, mi querido amigo, no se engañe. Para Edith esto es serio, terriblemente serio, y cada día que pasa se vuelve más peligroso... No, amigo mío, no puedo convertir en fácil así de pronto algo tan difícil. Ah, si supiera usted lo que pasa en esta casa... En mitad de la noche la campanilla suena tres o cuatro veces, nos despierta a todos sin contemplación y, cuando corremos a su cama, llenos de miedo de que le haya ocurrido algo, la encontramos sentada, erguida, descompuesta, mirando fijamente al vacío, y nos pregunta siempre lo mismo, siempre lo mismo: «¿No crees que me quiere al menos un poco, sólo un poquito? Al fin y al cabo no soy tan fea.» Y luego pide un espejo, pero enseguida lo tira a un lado y al momento siguiente ella misma reconoce que es una locura lo que está haciendo, y dos horas más tarde empieza de nuevo. Llevada por la desesperación pregunta a su padre, a Josef, a las criadas. ¿Recuerda a aquella gitana de anteayer? Pues ayer la mandó llamar a escondidas para que le hiciera los mismos presagios... A usted le ha escrito ya cinco cartas, largas cartas, que después rompe. De la mañana a la noche, desde muy temprano hasta muy tarde, no piensa ni habla de otra cosa. Una vez me pidió que fuese a verlo y averiguara si la quería, aunque fuera sólo un poco, o si... si le resulta un fastidio, puesto que habla tan poco y se hace el esquivo.

Tenía que ir enseguida, enseguida, atraparlo a medio camino, que el chofer fuera corriendo a preparar el coche. Y en el último momento, cuando ya estoy fuera, delante de la puerta, suena de nuevo la campanilla, tengo que volver con el sombrero y el abrigo puestos y jurarle por la vida de mi madre que no haré la menor alusión. ¡Ah, qué sabe usted! Para usted todo termina cuando cierra la puerta. Pero apenas se ha ido, me informa de cada palabra que usted ha dicho y quiere saber lo que creo y opino... Si le digo: «Ya ves que te quiere», me grita: «¡Mientes! ¡No es verdad! ¡Hoy no me ha dicho ni una sola palabra amable!» Pero al mismo tiempo quiere oírlo todo otra vez, tengo que repetírselo y jurárselo tres veces... ¡Y luego el viejo! Desde entonces está completamente trastornado, y eso que a usted lo quiere y adora como a un hijo. Tendría que verlo sentado horas enteras, con sus ojos cansados, junto a la cama de Edith, acariciándola y tranquilizándola hasta que al fin se duerme. Y luego él anda toda la noche arriba y abajo, inquieto, por su habitación... Y usted... ¿de veras no se ha dado cuenta de nada de todo esto? —¡No! —exclamo sin poderme dominar a causa de la desesperación—. ¡No, le juro que de nada! ¡No tenía la menor idea! ¿Cree usted que habría seguido viniendo, que habría podido sentarme con ustedes, jugar al ajedrez y al dominó, o escuchar los discos del gramófono, si hubiera sospechado lo que pasaba...? Pero ¿cómo puede Edith obsesionarse con la vana ilusión de que yo..., precisamente yo...? ¿Cómo puede pretender que yo me preste a semejante disparate, semejante chiquillada...? ¡No, no, no! Iba a ponerme de pie de un salto, tanto me torturaba la idea de ser amado en contra de mi voluntad, pero Ilona me cogió enérgicamente de la muñeca.

—¡Quieto! Le ruego, mi querido amigo, que no se excite, y ante todo le suplico que hable más bajo. Edith posee el don de oír a través de las paredes. Y le ruego, por el amor de Dios, que no sea tan injusto. La pobre tomó como una señal el hecho de que el mensaje viniera de usted, de que fuera precisamente usted el primero en informar de la nueva cura a su padre. Aquel día corrió a su habitación en mitad de la noche y la despertó. ¿De verdad no se imagina usted cómo sollozaron los dos y dieron gracias al cielo porque estos tiempos horribles tocan a su fin, y que ambos están convencidos de que, tan pronto como Edith se haya curado y sea una persona como las demás, usted...? Bueno, no hace falta que yo se lo diga. Por esta razón no puede causar una conmoción a la pobre criatura precisamente ahora, cuando necesita todos sus nervios para el nuevo tratamiento.

Tenemos que proceder con extrema cautela y no permitir. Dios nos libre, que ella sospeche que a usted le resulta tan... tan terrible.

Pero mi desesperación me había vuelto despiadado.

—No, no y no. —Con la mano martilleé con fuerza el brazo del sillón—. No, no puedo..., no quiero ser amado, amado de esta manera... Y tampoco puedo seguir fingiendo que no me doy cuenta de nada, no puedo volver a sentarme como si nada y echar piropos... ¡No puedo! Usted no sabe lo que ha ocurrido allá, allá arriba, y... ella me ha interpretado del todo mal, porque yo sólo he tenido compasión hacia ella, ¡Sólo compasión, nada más, nada más en absoluto! Ilona callaba y miraba con la vista perdida en el vacío. Después suspiró.

—Sí, eso es lo que me temí desde el comienzo. Lo he sentido en los nervios durante todo este tiempo... Pero, Dios mío, ¿qué pasará ahora? ¿Cómo hacérselo comprender? Guardamos silencio. Estaba todo dicho. Ambos sabíamos que no había ninguna salida, ninguna escapatoria. De pronto Ilona se incorporó con la expresión tensa de quien aguza los oídos, y casi al mismo tiempo oí el rechinar de unos neumáticos que se detenían delante de la entrada. Debía de ser Kekesfalva. Ilona se levantó como un rayo.

—Mejor que ahora no se encuentre con él... Está demasiado alterado para hablarle con naturalidad... Espere, enseguida le traigo la gorra y el sable, y lo más fácil es que salga por la puerta trasera que da al parque. Encontraré una excusa para explicarle que no ha podido quedarse a pasar la velada.

Había ido a buscar mis cosas de un salto. Por suerte el criado había corrido al coche, y así pude pasar inadvertido a través del patio interior, y ya en el parque un temor frenético a tener que contestar a alguien aceleró mis pasos. Por segunda vez huí de aquella casa fatal, con la cabeza gacha y asustado como un ladrón.

Joven y poco experimentado, hasta entonces siempre había considerado las ansias y las cuitas del amor como el peor tormento del corazón. Mas en aquel momento empecé a entrever que existe otro tormento, quizá más terrible, que el de anhelar y desear, a saber: el de ser amado en contra de la propia voluntad y no poder luchar contra esta pasión abrumadora. Ver a alguien a tu lado consumiéndose en el fuego de su deseo y quedarse quieto e impotente, sin encontrar la fuerza ni el poder ni la capacidad para arrancarlo de estas llamas. Quien ama sin ser correspondido puede a veces dominar su pasión, porque no es sólo criatura, sino también creador, de su aflicción; si un amante no sabe dominar su pasión, por lo menos sufre por su propia culpa. En cambio, está completamente indefenso y desvalido el que es amado sin corresponder, pues la medida y los límites de esta pasión ya no están en sus manos, sino más allá de sus fuerzas, y si otro lo quiere su voluntad se anula. Quizá sólo el hombre es capaz de ver claramente que semejante atadura no tiene escapatoria, que esa necesidad de resistencia que le es impuesta sólo a él se convierte a la vez en martirio y culpa, pues cuando una mujer se defiende contra una pasión no deseada, en el fondo obedece a la ley de su sexo; a toda mujer es innato, primitivo por decirlo así, el gesto de la negativa inicial, y aun cuando se niegue a sí misma el deseo más ardiente, no se la puede llamar inhumana. ¡Pero qué fatalidad cuando el destino invierte la balanza, cuando una mujer ha vencido su pudor hasta el punto de revelar su pasión a un hombre y le ofrece su amor sin la certeza de ser correspondida, y él, el pretendido, la rechaza con frialdad! Enredo irresoluble siempre, pues no corresponder al deseo de una mujer significa aniquilar también su orgullo, destruir su pudor; quien se niega a una mujer que lo desea, por fuerza tiene que herirla en lo más noble. Resulta inútil entonces toda forma de eludirla —por delicada que sea—, absurdas todas las evasivas corteses, ofensiva toda oferta de simple amistad; una vez que la mujer ha dejado al descubierto su debilidad, toda resistencia del hombre se convierte irremisiblemente en crueldad; siempre que no acepta el amor, se convierte sin culpa en culpable. Terribles e irrompibles cadenas... Hace un momento te sentías todavía libre, eras dueño de ti mismo y no debías nada a nadie, y de pronto te ves perseguido y acorralado, botín y objetivo de un deseo ajeno no deseado. Consternado hasta el fondo de tu alma, sabes que día y noche alguien te espera, piensa en ti, te ansia y suspira por ti.

¡Una mujer, una extraña! Te quiere, te exige, te pretende con cada poro de su ser, con todo su cuerpo y con toda su sangre. Quiere tus manos, tu pelo, tus labios, tu cuerpo, tus noches y tus días, tus sentimientos, tu sexo y todos tus pensamientos y sueños. Quiere compartirlo todo contigo, quiere quitártelo todo y absorberlo con su aliento. Siempre, noche y día, duermas o estés despierto, ahora en algún lugar del mundo hay un ser, ardiente y alerta, que te espera, alguien que te observa y sueña contigo. Es inútil que no quieras pensar en la que siempre piensa en ti, es inútil que trates de huir, pues ya no estás en ti, sino en ella. Como un espejo, una persona extraña de pronto te lleva dentro..., no, no como un espejo, pues éste sólo se embebe de tu imagen cuando se la ofreces voluntariamente; en cambio ella, la mujer, la desconocida que te ama, ya te ha absorbido en su sangre. Te tiene siempre dentro y te lleva consigo dondequiera que huyas. Estás siempre en otra parte, preso y encadenado a otra persona, ya no eres tú mismo, ya no eres libre, despreocupado y sin culpa, siempre perseguido y comprometido; siempre percibes ese pensamiento puesto en ti como algo ardiente que se empapa de ti sin cesar. Lleno de odio y de espanto tienes que sufrir ese anhelo ajeno que sufre por ti. Y ahora sé que la tribulación más absurda e ineluctable de un hombre es ser amado en contra de su voluntad, tormento entre los tormentos y, sin embargo, culpa sin culpa.

Ni aun en la fantasía más fugaz me habría parecido jamás imaginable que una mujer pudiera amarme tan desmesuradamente. Cierto que a menudo he sido testigo de las fanfarronadas de camaradas contando que tal o cual mujer les «iba detrás»; quizás incluso había reído con los demás, haciendo coro jocoso al relato indiscreto de semejantes asedios, pues entonces todavía no sospechaba que toda forma de amor, incluso la más ridícula y absurda, es el destino del hombre y que también con la indiferencia se incurre en deuda con el amor. Pero lo que uno conoce de oídas o de los libros sólo le pasa rozando débilmente; tan sólo la experiencia propia puede enseñar al corazón la esencia de los sentimientos. Primero tuve que experimentar en mi propia conciencia las tribulaciones de un amor ajeno e insensato para sentir compasión por el uno y por el otro, por el que se impone a la fuerza y por el que a la fuerza se defiende de semejante delirio. Pero ¡en qué grado inimaginable se me asignaba precisamente a mí esta responsabilidad! Pues, si ya en sí mismo es crueldad del corazón y casi barbarie defraudar a una mujer en su afecto, ¡tanto más terrible resulta el «no», el «no quiero», que yo debía decir a esa niña apasionada! Tenía que mortificar a una enferma, herir todavía más hondo a un ser ya dolorosamente lastimado por la vida, arrebatar a una criatura insegura la última muleta de esperanza con la que se sostenía. Yo sabía que exponía al peligro y quizás a la destrucción a esa muchacha que sólo había despertado mi compasión, si me negaba a su amor huyendo; veía espantosamente clara de antemano la enorme falta que cometía en contra de mi voluntad si, incapaz de aceptar su amor, no fingía al menos que la correspondía.

Pero no tenía elección. Antes de que el alma comprendiera conscientemente el peligro, el cuerpo ya había rechazado el impetuoso abrazo. Los instintos siempre saben más que nuestros pensamientos despiertos; ya en aquel primer instante de sobresalto en que rehuí su violenta ternura, lo había presentido todo de forma borrosa. Supe que nunca tendría la fuerza salvadora para amar a la inválida como ella me amaba, y probablemente ni siquiera la compasión suficiente para soportar aquella pasión enervante. En aquel primer momento de retirada ya intuí que no había salida ni vía de compromiso. Uno de los dos tenía que acabar siendo infeliz por este amor absurdo, y quizá los dos.

Nunca llegaré a sacar en claro cómo regresé a la ciudad aquella tarde. Sólo sé que caminé muy deprisa y que un único pensamiento se repetía con cada pulsación: ¡Fuera, fuera, fuera de esta casa, fuera de este embrollo, huir, escapar, desaparecer! ¡No pisar nunca más esta mansión, no ver nunca más a estas personas, ni a nadie! ¡Esconderse, hacerse invisible, no estar nunca más obligado con nadie ni comprometido con nada! Sé que traté de ir más allá en mis pensamientos: abandonar el servicio, conseguir dinero en alguna parte y huir al mundo, lo bastante lejos para que el desvariado deseo no me alcanzara; pero todo esto era ya más un sueño que un pensamiento claro, porque entretanto seguía martilleándome las sienes la misma palabra: ¡fuera, fuera, fuera! Por el polvo que llevaba en los zapatos y por las roturas en los pantalones producidas por los abrojos supe después que debí de correr por campos, prados y caminos; en cualquier caso, cuando finalmente me encontré en la carretera principal, el sol ya se escondía detrás de los tejados. Y la verdad es que desperté sobresaltado como un sonámbulo cuando de improviso alguien me dio unos golpecitos en la espalda.

—¡Vaya, Toni, eres tú! ¡Ya era hora de que te pilláramos! Hemos registrado todos los rincones buscándote. Ya estábamos a punto de telefonear a tu castillo señorial.

Me vi rodeado por cuatro camaradas, entre ellos el inevitable Ferencz, Jozsi y el capitán de caballería, el conde Steinhübel.

—Pero ahora espabila. Imagínate, de sopetón nos llega Balinkay, Dios sabe si de Holanda o de América. Ha invitado esta noche a todos los oficiales y voluntarios del regimiento. Asistirán el coronel y el comandante, será un gran banquete, en El León Rojo, a los ocho y media. Menos mal que te hemos encontrado, el viejo habría gruñido de lo lindo, si te hubieras escabullido. Ya sabes que tiene debilidad por Balinkay. Cuando viene, todo el mundo tiene que desfilar en orden de batalla.

Yo todavía estaba en las nubes. Completamente aturdido, pregunté: —¿Quién dices que ha venido? —¡Balinkay! ¡No pongas esta cara de memo! ¿Será posible que no conozcas a Balinkay? ¿Balinkay? ¿Balinkay? En mi cabeza todo andaba todavía revuelto. A duras penas saqué de ella este nombre como de un montón de trastos viejos llenos de polvo. Ah, sí, Balinkay, el que en otro tiempo había sido el mauvais sujet del regimiento. Mucho antes de llegar yo, había servido en él como teniente y después como primer teniente, el mejor jinete, el mozo más alocado del regimiento, jugador exaltado y un Donjuán. Pero luego había pasado algo embarazoso, nunca me interesó el tema; sea lo que fuere, en veinticuatro horas colgó el uniforme y se dedicó a viajar por el mundo en todas las direcciones; corrían toda clase de historias extraordinarias. Finalmente se rehabilitó pescando en el hotel Shepherd de El Cairo a una holandesa, una viuda millonaria, propietaria de una maatschappij, una empresa que poseía diecisiete barcos y extensas plantaciones en Java y Borneo; desde entonces había sido nuestro invisible santo patrono.

Parece ser que nuestro coronel Bubencic ayudó a ese Balinkay a salir de un embrollo gordo, pues su fidelidad al coronel y al regimiento era realmente conmovedora. Cada vez que venía a Austria hacía una escapada al regimiento y tiraba el dinero con tanta prodigalidad, que durante semanas se hablaba de ello en la ciudad. Ponerse el viejo uniforme por una noche y volver a ser un camarada entre camaradas era para él una especie de necesidad del alma. Cuando se sentaba en la habitual mesa de oficiales, alegre y despreocupado, se le notaba que en aquella sala mal revocada y llena de humo de El León Rojo se sentía cien veces más en casa que en su palacio feudal junto a un canal de Amsterdam: nosotros habíamos sido y seguíamos siendo sus hijos, sus hermanos, su verdadera familia. Todos los años instituía premios para nuestra carrera de caballos, por Navidad llegaban regularmente dos o tres cajas de abigarradas botellas de Bols y cestas con otras de champán, y el coronel podía cobrar con seguridad absoluta un suculento cheque cada primero de año para la caja de oficiales. Quienquiera que llevara la guerrera de ulano y luciera en el cuello nuestras insignias, podía confiar en Balinkay si alguna vez se veía en algún apuro: una carta y todo arreglado.

En cualquier otro momento habría celebrado de buen grado la oportunidad de conocer a ese personaje tan famoso. Pero, la idea de jolgorio, de saludos a grito pelado, de brindis y discursos de sobremesa, me parecía, en mi turbación, la más insoportable de la tierra. De modo que traté de retirarme lo más rápido posible: me sentía algo indispuesto. Sin embargo, con un drástico «¡Ni hablar! ¡Hoy no se escaquea nadie!» Ferencz ya me había cogido del brazo y tuve que ceder de mala gana. Mientras me arrastraba, le oí confusamente contar cómo y a quién había ayudado Balinkay a salir del aprieto, cómo no tardó en procurar un empleo a su cuñado, y que si uno de nosotros no hacía carrera rápida, que se embarcara con rumbo a la India o a donde fuera para hablar con él. Jozsi, aquel muchacho flaco y sañudo, echaba de vez en cuando unas gotas de vinagre en el entusiasmo agradecido del bueno de Ferencz. Se preguntaba en tono de burla si el coronel recibiría tan amorosamente a su «hijo favorito», si Balinkay no hubiera pescado a ese gordo bacalao holandés, que además tenía doce años más que él. Y, «si uno se vende, por lo menos que se venda caro», reía el conde Steinhübel.

Ahora, al cabo del tiempo, me parece extraño que me haya quedado grabada en la memoria cada palabra de aquella conversación, a pesar de mi estupor. Sucede a menudo que una turbación del pensamiento va misteriosamente de la mano de una agitación nerviosa interior, y cuando entramos en la gran sala de El León Rojo cumplí más o menos decentemente con la tarea que se me había encomendado, gracias a la hipnosis de la disciplina. Y hubo mucho que hacer. Se tuvo que traer todo el acopio de pancartas, banderas y emblemas que de ordinario relucían sólo en el baile del regimiento, unos cuantos ordenanzas martilleaban las paredes con estrépito y alegría, a su lado Steinhübel instruía al corneta sobre cómo y cuándo tenía que tocar llamada. Jozsi, que tenía la letra más bonita, fue el encargado de escribir el menú, en el que todos los platos recibieron nombres humorísticos y alusivos; a mí me cargaron con la tarea de disponer a los comensales en la mesa. Entretanto, el mozo fue colocando mesas y sillas, los camareros repartieron tintineantes baterías de botellas de vino y de champán que Balinkay había traído de la casa Sacher de Viena en su coche. Por extraño que parezca, aquel torbellino me sentó bien, pues con su ruido ahogó los latidos sordos y las preguntas que golpeaban mis sienes.

Finalmente, a las ocho, todo estaba preparado. Tenía tiempo aún para llegarme al cuartel, cambiarme de ropa y arreglarme en un santiamén. Mi asistente ya estaba avisado. El uniforme y las botas de charol ya estaban preparados. Metí rápidamente la cabeza bajo el agua fría y consulté el reloj: me quedaban todavía diez minutos. Nuestro coronel exigía puntualidad rigurosa. De modo que me desvisto ligero, tiro los zapatos polvorientos, pero en el preciso momento en que me pongo delante del espejo en paños menores para peinarme el pelo revuelto, llaman a la puerta.

—No estoy para nadie—ordeno al asistente.

Sale raudo y veloz, y durante unos momentos oigo cuchicheos en la antesala. Después vuelve Kusma con una carta en la mano.

¿Una carta para mí? Tal como estoy, en camisa y calzoncillos, tomo el sobre azul rectangular, grueso y pesado, casi un pequeño paquete, que enseguida me quema la mano. No me hace falta mirar la letra para saber quién me escribe.

Más tarde, más tarde, me dice un rápido instinto. ¡No la leas ahora, ahora no! Pero, en contra de mi voluntad, ya he rasgado el sobre y leo la carta, que cruje cada vez con más fuerza en mis manos.

Era una carta de dieciséis páginas, escritas a vuelapluma con mano nerviosa, una de esas cartas que una persona escribe o recibe una sola vez en la vida. Como sangre de una herida abierta, las frases fluían incontenibles, sin párrafos, sin puntuación, con las palabras que se desbordaban, se sobreponían y se atropellaban unas a otras. Todavía ahora, después de tantos años, sigo viendo aquella carta delante de mí, veo cada línea, cada letra, todavía ahora podría repetirla de memoria, página tras página de principio a fin y a cualquier hora del día o de la noche, de tantas veces como la leí. Meses y meses después de aquel día, sigo llevando en el bolsillo aquel fajo plegado de papel azul, para sacarlo una y otra vez, en casa, en los establos, en los refugios y en los fuegos de campamento durante la guerra; sólo en la retirada de Volinia, cuando nuestra división se vio rodeada en ambos flancos por el enemigo y temí que esta confesión de un momento de éxtasis pudiera caer en manos extrañas, sólo entonces destruí la carta.

«Siete veces ya te había escrito», comenzaba diciendo, «y cada vez rompí todas las hojas, porque no quería traicionarme, no quería. Me retuve mientras hubo resistencia en mí. Durante semanas y semanas luché conmigo misma para disimular delante de ti. Cada vez que venías a visitarnos, amable y sin sospechar nada, tenía que ordenar a mis manos que se mantuvieran quietas, a mis miradas que fingieran indiferencia para no turbarte; a menudo incluso me comporté con dureza y sarcasmo contigo, a propósito, sólo para no dejarte entrever cuánto ardía mi corazón por ti..., intenté todo lo que está en las fuerzas de un ser humano y más allá de ellas. Pero hoy ha sucedido lo inevitable, y te juro que ha sido contra mi voluntad, porque me ha atacado a traición.

Ni yo misma comprendo cómo ha podido suceder; después hubiera querido abofetearme y castigarme, tan vil y avergonzada me sentía. Ya sé, ya sé que es una locura, un desvarío, obligarte a nada. Una criatura inválida, una tullida, no tiene derecho a amar... ¿Cómo no iba a ser una carga para ti, yo, un ser destrozado, castigado, que siente horror y asco de sí mismo? Un ser como yo, lo sé, no tiene derecho a amar y aún menos a ser amado. Debe esconderse en un rincón y reventar y no perturbar la vida de nadie con su presencia... Sí, todo eso lo sé, lo sé y por saberlo muero.

Nunca me habría atrevido a acosarte, pero ¿quién si no tú me dio la confianza de que no seguiría siendo por más tiempo el triste guiñapo que soy? Podría moverme, caminar, como los demás, como todos los millones de seres superfluos que no saben que cada paso dado libremente es una gracia y un lujo. Me había propuesto férreamente callar hasta que llegara a ser de verdad una persona, una mujer y quizá, ¡quizá!, digna de ti, amado mío. ¡Pero mi impaciencia, mi ansia de curarme, era tan frenética, que aquel momento en que te inclinaste sobre mí, creí, creí sinceramente, creí sincera y locamente que ya era otra, una mujer nueva y sana! Lo había deseado y soñado durante demasiado tiempo y tú estabas cerca de mí..., y por un instante olvidé mis desgraciadas piernas, sólo te vi a ti y me sentí como la mujer que quería ser tuya. ¿No crees que también en pleno día se puede soñar un momento, cuando durante años se ha tenido el mismo y único sueño noche y día? Créeme, amado mío, sólo esta insensata ilusión de no tener que seguir arrastrándome me ha confundido; sólo esta impaciencia de no ser más la postergada y la inválida hizo desbordar mi corazón tan desenfrenadamente. Compréndelo: mi anhelo de ti venía de tanto tiempo atrás y era tan infinito.

»Pero ahora sabes lo que nunca deberías haber sabido antes de que yo hubiera resucitado realmente, y sabes también para quién quiero curarme, para quién en todo el mundo: ¡sólo para ti! ¡Sólo para ti! Perdóname este amor, ser infinitamente amado, y sobre todo por este amor te pido, te suplico que no tengas miedo ni te horrorices de mí. No creas que, por haberte molestado una vez, seguiré importunándote, que yo, postrada y odiosa para mí misma, quiero retenerte. No, te juro que nunca te sentirás apremiado por mí, me mantendré imperceptible para ti. Sólo quiero esperar, pacientemente, hasta que Dios se apiade de mí y me devuelva la salud. Te pido, pues, te lo suplico, que no tengas miedo de mi amor, amado mío, pero recuerda, tú que me compadeciste como ningún otro, lo espantosamente desvalida que soy, recuérdame clavada en mi sillón, incapaz de dar un paso por mí misma, sin fuerzas para seguirte, para correr a tu encuentro. Recuerda, recuerda bien, que soy una prisionera que tiene que esperar en su cárcel, esperar siempre con impaciente paciencia, hasta que vengas y me dediques una hora, hasta que me permitas contemplarte, oír tu voz, sentir tu aliento en la misma estancia, sentir tu presencia, la primera y única dicha que me ha sido concedida desde hace años. Piensa en todo esto e imagínate que estoy tendida, esperando día y noche, y cada hora se alarga y casi es imposible soportar la tensión. Y entonces vienes tú y yo no puedo levantarme como los demás, no puedo correr a tu encuentro para abrazarte y retenerte.

Tengo que permanecer sentada y contenerme, refrenarme y callar, parar mientes en cada palabra, en cada mirada, en cada vibración de la voz, para que no creas que me atrevo a amarte.

Sin embargo, créeme, amado mío, también esta dicha torturadora era una dicha para mí a pesar de todo y me elogiaba y me amaba cada vez que conseguía disimular y tú te ibas sin sospechar nada, libre y sin trabas, ignorando mi amor; sólo a mí me quedaba el tormento de saberme irremisiblemente tu esclava.

»Pero ahora ha ocurrido. Y ahora que ya no puedo mentir ni desmentir lo que siento por ti, amor mío, ahora te suplico que no seas demasiado cruel conmigo; la criatura más pobre y miserable tiene también su orgullo, y yo no podría soportar que me despreciaras porque no pude refrenar mi corazón. No tienes que corresponder a mi amor... No, por Dios, por el Dios que me curará y salvará, no me aventuro a tal osadía. Ni siquiera en sueños me atrevo a esperar que pudieras amarme tal como estoy ahora... ¡Sabes muy bien que no quiero ningún sacrificio, ninguna compasión, de ti! ¡No deseo sino que toleres que yo espere, que espere en silencio, hasta que por fin llegue el momento! Ya sé que es mucho lo que te pido. Pero ¿en verdad es demasiado conceder esta dicha, la menor y lastimosa, que se otorga de buen grado a cualquier perro, la dicha de levantar la vista de vez en cuando con mirada taciturna a su amo? ¿Hay que rechazarlo a golpes enseguida, azotarlo con desprecio? Pues te digo que es esto, sólo esto, lo único que no podría soportar, que, infeliz como soy, te resultara odiosa por haberme traicionado a mí misma, que, además de sufrir mi propia vergüenza y desesperación, me castigaras. Entonces sólo me quedaría un camino, y tú sabes cuál. Te lo mostré.

»¡Pero no te asustes, no pretendo amenazarte! No quiero asustarte ni recabar con chantajes, en vez de tu amor, tu compasión, lo único que tu corazón me ha dado hasta ahora. Puedes sentirte completamente libre y despreocupado... Por Dios, no quiero ser una carga para ti, ni oprimirte con una culpa de la que eres inocente... Sólo quiero una cosa: que perdones y olvides completamente lo que ha ocurrido, olvida lo que te he dicho, olvida lo que te he revelado. ¡Dame siquiera este consuelo, esa pobre y pequeña certeza! Dime enseguida (me basta una sola palabra) que no te resulto odiosa, que seguirás visitándonos como si nada hubiera ocurrido: no tienes idea de mi aflicción por miedo a perderte. Desde el instante en que la puerta se cerró tras de ti, me martiriza, no sé por qué, una angustia mortal, el miedo de que fuera la última vez. Estabas tan pálido en aquel momento, había tal expresión de espanto en tu mirada cuando te dejé, que de pronto sentí un frío glacial en medio de mi ardor. Y sé (el criado me lo contó) que huiste inmediatamente de la casa; de repente ya no estabais ni tú ni tu sable ni tu gorra. En vano te buscó, en mi habitación y por todas partes, y por eso sé que huiste de mí como de la lepra, como de la peste. Pero no, amado mío, no te hago reproches, te comprendo. Precisamente yo, que me horrorizo de mí misma cuando veo esos tarugos que tengo por pies, sólo yo, que sé lo mala, lo lunática, lo atormentadora y lo difícil de soportar que me he vuelto en mi impaciencia, precisamente yo comprendo mejor que nadie el espanto de los demás... Oh, sí, comprendo tremendamente bien que huyan de mí, que se estremezcan cuando un monstruo como yo los ataca. Y, a pesar de todo, te suplico que me perdones, pues no hay día ni noche sin ti, sólo desesperación. ¡Mándame una nota, una nota breve y rápida, o una hoja en blanco, una flor, una señal cualquiera! Algo que me permita saber que no me rechazas, que no me he vuelto odiosa para ti. Y ten presente que dentro de unos días estaré lejos, durante varios meses, dentro de ocho o diez días terminará tu tormento. Y aun cuando entonces empiece el mío, multiplicado por mil, el tormento de verme privada de ti durante semanas y meses, no pienses en ello, piensa sólo en ti, como yo sólo pienso en ti, ¡sólo en ti! Dentro de ocho días estarás libre..., ¡así que vuelve, y entretanto mándame una nota, dame una señal! No puedo pensar, no puedo respirar ni sentir mientras no sepa que me has perdonado. No puedo ni quiero seguir viviendo, si me niegas el derecho de amarte.» Leí y leí. Empecé de nuevo una y otra vez. Las manos me temblaban y el martilleo en las sienes se hizo más intenso, de temor y de conmoción por ser amado tan desesperadamente.

—¡Vaya por Dios! Tú todavía en calzoncillos y allá te están esperando como buitres. Toda la banda está ahí sentada impaciente, deseando que empiece, incluso Balinkay. El coronel llegará en cualquier momento y ya sabes cómo se pone el viejo sapo cuando uno de nosotros llega tarde.

Ferdl me manda a propósito para ver si te ha ocurrido algo, y te encuentro aquí leyendo cartitas...

Hala, venga, vamos, vamos, o nos meterán un buen julepe.

Es Ferencz quien ha entrado como una tromba en mi habitación. Pero no advierto su presencia hasta que con su pesada manaza me da unos fraternales golpecitos en el hombro. Por el momento no comprendo nada. ¿El coronel? ¿Mandado? ¿Balinkay? Ah, sí, sí, ahora me acuerdo: ¡la recepción en honor de Balinkay! Me apresuro a coger los pantalones y la guerrera y con la rapidez adquirida en la academia militar me visto mecánicamente, sin saber muy bien cómo lo hago. Ferencz me observa curioso: —¿Se puede saber qué te pasa? Pareces completamente atontado. ¿Has recibido malas noticias quizá? Lo niego con un gesto.

—Ni por asomo. Ya voy.

En tres saltos nos plantamos en la escalera, pero de golpe doy media vuelta.

—¡Maldita sea! ¿Qué te pasa ahora? —ruge Ferencz furioso.

Yo sólo quería recoger la carta, que había olvidado sobre la mesa, y guardármela en el bolsillo interior. Llegamos a la sala realmente en el último momento. Alrededor de la larga mesa en forma de herradura se ha agrupado el variopinto corro de invitados, pero ninguno se atreve a exteriorizar su buen humor antes de que los superiores tomen asiento, igual que escolares cuando ya ha sonado la campana y el maestro ha de entrar de un momento a otro.

Y ya los ordenanzas abren la puerta, ya entran los oficiales del Estado Mayor, haciendo sonar las espuelas. Todos nos levantamos de estampida y nos ponemos firmes un momento. El coronel se sienta a la derecha de Balinkay, el comandante de mayor antigüedad a su izquierda, y la mesa se anima enseguida, los platos tintinean, las cucharas matraquean, todos hablan y beben a sorbos en alegre confusión. Sólo yo permanezco sentado como ausente en medio de los bulliciosos camaradas y continuamente palpo el lugar de mi guerrera donde algo palpita y martillea como un segundo corazón. A través de la tela blanda y flexible noto cómo la carta cruje cada vez que la toco, como un fuego al avivarlo; sí, está ahí, se mueve, se hace sentir cerca de mi pecho, como algo vivo y, mientras los demás hablan y comen tranquilamente, yo no puedo pensar en otra cosa que no sea la carta y la desesperada pena de la persona que la ha escrito.

En vano me sirve el camarero. Lo dejo todo sin tocarlo, esa necesidad de escuchar mi interior me paraliza como si durmiera con los ojos abiertos. A derecha e izquierda oigo palabras veladas que no llego a entender; es como si todos hablaran una lengua extranjera. Veo delante de mí y a mi lado rostros, bigotes, ojos, narices, labios, uniformes, pero con la indolencia con que se perciben los objetos de un escaparate a través de un cristal. Estoy allí y, sin embargo, no estoy presente; estoy inmóvil y, sin embargo, ocupado, pues no paro de musitar con labios mudos las palabras de la carta una a una, y a veces, cuando no las recuerdo o me confundo, siento que la mano se mueve involuntariamente para hurgar a escondidas en el bolsillo, como cuando en la escuela de cadetes sacábamos libros prohibidos durante la clase de táctica.

De pronto alguien golpea enérgicamente la copa con el cuchillo; como si el afilado acero hubiera cortado el ruido, se hace de repente el silencio. El coronel se ha puesto de pie y empieza un discurso. Habla con las dos manos fuertemente apoyadas sobre la mesa y balanceando el fornido cuerpo hacia delante y hacia atrás, como si montara a caballo. La entrada es una llamada dura y ronca formada por la palabra «camaradas»; midiendo las sílabas con precisión y haciendo rodar las erres como un tambor llamando al ataque, formula su bien preparado speech. Me esfuerzo en escucharle, pero la cabeza no me sigue. Sólo oigo palabras aisladas, que retumban y rechinan: «honorrr del ejérrrcito... espírrritu caballeresco austrrríaco... lealtad al rrregimiento...

viejo camarrrada...». Pero en medio cuchichean como fantasmas otras palabras, a media voz, suplicantes, tiernas, como de otro mundo. Desde dentro habla a la vez la carta: «Amado mío... no temas... no puedo seguir viviendo, si me niegas el derecho a amarte...», y al mismo tiempo la crepitante r. «... no ha olvidado a sus camarradas en el extranjero... ni la patrrria... ni su Austria...», y de nuevo, en medio, la otra voz como un sollozo, como un grito ahogado: «Permíteme sólo que te ame... dame una sola señal...» Y entonces estallan y retumban como una salva los gritos de «¡Bravo, bravo, bravo!». Todos se han puesto en pie y firmes, como arrancados de las sillas por la copa levantada del coronel y de la pieza contigua llega clamoroso el toque de trompeta convenido: «¡Tres burras por él!» Todos brindan y beben a la salud de Balinkay, que sólo espera que pase esta ducha para responder en tono relajado, frívolo y humorístico. Va a pronunciar unas pocas palabras sin pretensiones, sólo quiere decir que, a pesar de todo, en ninguna parte del mundo se encuentra tan a gusto como entre sus viejos camaradas y termina con el grito: —¡Viva el regimiento! ¡Viva su majestad, nuestro serenísimo jefe supremo, el emperador! Steinhübel hace una nueva señal al corneta, suena un nuevo toque, se canta a coro el himno nacional y acto seguido la inevitable canción de todos los regimientos austriacos, en la que cada uno pone su nombre con igual orgullo: «Somos del regimiento tal y tal de ulanos...» Luego Balinkay da la vuelta a la mesa, vaso en mano, para brindar con cada uno de los asistentes. De pronto, advertido por un codazo de mi vecino, noto un par de ojos que me saludan alegres: —Salud, camarada.

Respondo amodorrado con una inclinación de cabeza; sólo cuando Balinkay se detiene ante el siguiente me doy cuenta de que he olvidado brindar con él. Pero todo vuelve enseguida a desaparecer en una confusa niebla en la que se mezclan borrosos rostros y uniformes. ¡Canastos...! ¿De dónde viene este humo azul que de pronto se me pone delante de los ojos? ¿Es que los otros ya han empezado a fumar y por eso siento de repente un calor tan sofocante? ¡Necesito beber algo, rápido! Vacío de un trago uno, dos, tres vasos, sin saber lo que bebo. ¡Tengo que quitarme de la garganta esa sensación amarga, repugnante! ¡Y también fumar algo pronto! Pero cuando busco la pitillera en el bolsillo, percibo de nuevo el crujir debajo de la guerrera: ¡la carta! La mano se retira convulsa. Una vez más sólo oigo a través de la confusa barahúnda las palabras suplicantes, sollozantes: «Permíteme sólo que te ame... ya sé que es una locura obligarte a nada...» Pero entonces un tenedor vuelve a golpear una copa pidiendo silencio. Es el comandante Wondraceck, que aprovecha cualquier ocasión para desahogar su manía poética en versos humorísticos y coplas. Todos lo sabemos: cuando Wondraceck se levanta, apoya su respetable barriguita en la mesa y trata de poner cara de avispado con continuos guiños, empieza inevitablemente la «parte divertida» de la velada.

Ya está en posición, se ha puesto los quevedos ante los ojos un poco cansados y despliega detenidamente un folio. Es el obligado poema de circunstancias con el que cree amenizar cualquier fiesta y que en esta ocasión pretende guarnecer la biografía de Balinkay con bromas «incendiarias». Por cortesía de subalternos, o quizá porque habían bebido más de la cuenta, algunos de mis vecinos celebran riendo cada alusión. Finalmente, una ocurrencia acierta con tino y en toda la sala resuena un estruendoso «Bravo, bravo».

Pero de pronto soy presa del terror. Esas risas bastas se me clavan en el corazón como una garra. ¿Cómo se puede reír así cuando alguien gime, cuando alguien sufre tan intensamente? ¿Cómo se puede bromear y contar chistes puercos cuando alguien muere de pena? Sé que, cuando Wondraceck termine de decir bobadas, empezará la gran juerga, el barullo y las barrabasadas.

Cantarán, cantarán las nuevas estrofas de La posadera de Lahn, contarán chistes, reirán y reirán y reirán. De repente ya no veo los radiantes y bonachones rostros. ¿No ha escrito ella que le mandara sólo una nota, una sola palabra? ¿Y si llamo por teléfono? ¡No se puede hacer esperar tanto a una persona! Hay que decirle algo, hay que...

«¡Bravo, bravísimo!», y todos aplauden, las sillas se rompen, el suelo retumba y se levanta una nube de polvo cuando cuarenta o cincuenta hombres alegres y un poco achispados se levantan de golpe. El comandante, orgulloso, de buen humor y un tanto infatuado, se quita los quevedos y pliega el folio, saludando con la cabeza a los oficiales que lo rodean para felicitarlo. Y yo aprovecho el tumulto para salir corriendo sin despedirme. Tal vez no se darán cuenta. Y si lo hacen, me trae sin cuidado, simplemente ya no puedo soportar estas risas, esta hilaridad placentera que, por decirlo así, se rasca la tripa. ¡No puedo, no puedo! —¿Se marcha ya, mi teniente? —me pregunta sorprendido el ordenanza del guardarropa.

¡Vete al diablo!, murmuro para mis adentros y paso de largo sin decir palabra. Mi único afán es cruzar la calle, doblar la esquina y subir las escaleras del cuartel hasta mi piso: ¡estar solo, solo! Los pasillos transpiran vacío, en algún lugar un centinela camina arriba y abajo, un grifo gotea, una bota cae, y sólo de uno de los dormitorios de la tropa, donde siguiendo las ordenanzas ya se han apagado las luces, llega un sonido suave y extraño. Sin querer, aguzo el oído: un grupo de rutenos canta o tatarea una canción melancólica. Siempre antes de acostarse, al quitarse el abigarrado traje extraño con botones de latón y al volver a no ser más que el hombre desnudo que en casa dormía sobre paja, se acuerdan de la patria, de los campos o quizá de una muchacha que querían, y cantan esas tristes melodías para olvidar lo lejos que están. Otras veces no había prestado atención a ese canturreo, porque no entiendo la letra, pero hoy su tristeza me emociona fraternalmente. ¡Ah, cómo deseaba sentarme junto a uno de ellos, hablar con él, aunque no me entendiera, porque quizá con una mirada compasiva de sus cándidos ojos de vaca lo comprendiera todo mejor que mis divertidos camaradas, sentados a la mesa en forma de herradura! ¡Tener a alguien que me ayude a salir de este desesperante embrollo! De puntillas, para no despertar a Kusma, mi ordenanza, que duerme en la antecámara con fuertes ronquidos, entro en mi habitación, sin encender la luz tiro la gorra, me quito el sable y me desabrocho el corbatín, que me aprieta y ahoga desde hace rato. Luego enciendo la lámpara y me acerco a la mesa para poder leer al fin, ¡al fin!, con tranquilidad la carta, la primera carta conmovedora que me ha escrito una mujer, a mí, muchacho joven e inseguro.

Pero al instante me sobresalto, porque sobre la mesa —¿cómo es posible?— está la carta, iluminada por el círculo de luz de la lámpara, la carta que creía guardada en mi bolsillo interior...

Sí, ahí está, en su sobre rectangular, azul, y con la letra que tan bien conocía.

Vacilo un momento. ¿Estoy borracho? ¿Sueño con los ojos abiertos? ¿He perdido el juicio? Hace un momento, al quitarme la guerrera, he notado todavía el crujir de la carta en el bolsillo.

¿Estoy tan aturdido que la he dejado así, sin acordarme ya al cabo de un minuto? Meto la mano en el bolsillo. No —no podía ser de otro modo—, la carta todavía está ahí. Sólo ahora comprendo lo que pasa. Sólo ahora me despierto del todo. Esta carta que está sobre la mesa tiene que ser nueva, una segunda carta, que ha llegado más tarde, y el bueno de Kusma la ha dejado, previsor, junto al termo para que yo la encuentre nada más llegar.

¡Otra carta! ¡Dos cartas en dos horas! Al instante se me hace en la garganta un nudo de rabia e indignación. Eso será así todos los días ahora, todos los días y todas las noches, una carta tras otra.

Si le escribo, volverá a escribirme; si no le contesto, me exigirá una respuesta. Siempre querrá algo de mí, todos los días, ¡todos los días! Me mandará mensajeros, me llamará por teléfono, espiará y hará espiar cada paso mío, querrá saber cuándo salgo y cuándo vuelvo, con quién estoy y qué digo y hago y mi vida y milagros. Veo que estoy perdido..., ya no me soltarán... ¡Ah, el djin, el djin, el viejo lisiado! Nunca más volveré a ser libre, nunca me dejarán libre esos insatisfechos y desesperados, hasta que esta pasión insensata y desventurada acabe con uno de nosotros, ella o yo.

No la leas, me digo. No la leas hoy por nada del mundo. ¡No te dejes enredar! No tienes fuerza suficiente para resistir esta presión que te arrastra y que te destruirá.

¡Es mejor que rompas la carta o la devuelvas sin abrir! ¡No permitas que se obligue a tu conciencia, a tu juicio y a tu discernimiento a aceptar la idea de que un ser completamente desconocido te ama! ¡Manda al infierno a todos los Kekesfalva! Antes no los conocía ni quiero seguir conociéndolos. Pero entonces, de pronto, me estremece la idea de que ella haya podido hacer algo contra ella misma porque no he respondido. ¿Y si despierto a Kusma y lo mando allá con una palabra de consuelo, de simple acuse de recibo? Pero no cargues con la culpa de nada, ¡nada de culpas! De modo que rasgo el sobre. Gracias a Dios, es una carta breve. Sólo una cara, diez líneas y sin encabezamiento.

«¡Destruya enseguida mi primera carta! Estaba loca, completamente loca. Nada de lo que escribí es verdad. ¡Y mañana no venga a casa! ¡Le pido encarecidamente que no venga! Debo castigarme por haberme rebajado tan lamentablemente ante usted. De modo que mañana no venga bajo ningún concepto, no quiero, se lo prohíbo. ¡Y nada de respuestas! ¡En ningún caso quiero que me responda! Asegúrese de destruir mi carta anterior y olvide cada una de sus palabras. Y no piense más en ello.» Que no piense en ello... ¡Una orden infantil, como si unos nervios alterados pudieran jamás someterse a las riendas de la voluntad! ¡No pensar en ello, cuando los pensamientos te persiguen como caballos asustados y desbocados, con sus cascos martilleándote dolorosamente en el estrecho espacio entre las sienes! ¡No pensar en ello, mientras el recuerdo evoca febril e incesante imagen tras imagen, mientras los nervios vibran y tiemblan y todos los sentidos se tensan para la defensa y la resistencia! ¡No pensar en ello, mientras la carta sigue quemándote la mano con sus palabras ardientes, las cartas, la una y la otra, que uno coge y vuelve a dejar, que vuelve a leer y compara, la primera y la segunda, hasta que cada palabra queda grabada a fuego en el cerebro! No pensar en ello, cuando uno no es capaz de pensar sino en una sola y misma cosa: ¿cómo escapar, cómo defenderse? ¿Cómo salvarse de ese embate acucioso, de ese delirio indeseado? Que no piense en ello... Es lo que quiero, y apago la luz, porque la luz vuelve los pensamientos demasiado despiertos, demasiado reales. Intento ocultarme, esconderme en la oscuridad, me arranco la ropa del cuerpo para respirar con más libertad, me echo sobre la cama para volverme más insensible. Pero los pensamientos no descansan, como murciélagos revolotean errátiles y fantasmagóricos alrededor de los sentidos fatigados, hambrientos como ratones mordisquean y escarban en el plomizo cansancio. Cuanto más tranquilo descanso, más agitado se vuelve el recuerdo, tanto más excitantes las imágenes que flamean en la oscuridad; de modo que me levanto de nuevo y enciendo la luz para ahuyentar los fantasmas. Pero lo primero que la lámpara, hostil, atrapa en su círculo luminoso es el rectángulo claro de la carta, y en la silla cuelga la guerrera manchada; ambas cosas, recordatorio y advertencia. No pensar en ello... es lo que quiero, pero la voluntad no puede. Y doy vueltas por la habitación, arriba y abajo, abajo y arriba, abro el armario y los cajones del armario, uno tras otro, hasta que encuentro el frasco de vidrio con el somnífero y vuelvo tambaleándome a la cama. Pero no hay escapatoria. Incluso durmiendo, los incansables ratones de los negros pensamientos siguen escarbando y royendo la cáscara negra del sueño; son siempre los mismos, siempre los mismos, y a la mañana siguiente, al despertar, me siento como si los vampiros me hubieran vaciado y chupado toda la sangre.

Por todo esto, ¡qué alivio el toque de diana, qué alivio el servicio, ese cautiverio mejor y más benigno! ¡Qué alivio montar a caballo y salir al trote con los demás, tener que estar en tensión y en alerta sin descanso! ¡Hay que obedecer y hay que mandar! En tres o quizá cuatro horas de ejercicios, uno se evade de sí mismo a lomos del caballo.

Al principio todo va bien. Afortunadamente tenemos un día ajetreado, ejercicios para preparar las maniobras y el desfile final en que cada escuadrón tiene que pasar en formación de despliegue delante del general en jefe, con las cabezas de los caballos y las puntas de los sables en perfecta alineación. Estos preparativos para el desfile exigen un condenado montón de trabajo, hay que comenzar de nuevo diez o veinte veces, no perder de vista ni a un solo ulano, y eso exige tanta atención de cada uno de los oficiales, que no puedo sino concentrarme enteramente en el trabajo y olvidarme de todo lo demás. ¡Gracias a Dios! Pero, durante una pausa de diez minutos para dejar tomar aliento a los caballos, mi mirada vagabunda roza por casualidad el horizonte. A lo lejos, en el azul de acero, centellean los prados con sus gavillas y segadores, la línea plana se eleva redonda y limpia hacia el cielo..., detrás del borde se divisa solitaria la silueta, el extraño contorno, de una torre, estrecha como un palillo. Un estremecimiento me recorre el cuerpo: es la torre, con su terraza. Forzosamente vuelvo a pensar en ella, forzosamente fijo la mirada allá y recuerdo: son las ocho, hace rato ya que se ha despertado y piensa en mí. Quizás el padre se acerca a la cama y ella le habla de mí, acosa y pregunta a Ilona o al criado si ha llegado alguna carta, la ansiosamente esperada noticia (¡debí haberle escrito, a pesar de todo!), o tal vez se ha hecho subir a la torre y, desde allí, asida a la balaustra, otea el horizonte, buscándome con la mirada, de la misma manera que yo tengo la vista fija en su dirección. Y apenas recuerdo que allí hay alguien que suspira por mí, siento otra vez en mi pecho aquella cálida atracción ya tan familiar, la maldita garra de la compasión y, aunque empieza de nuevo el ejercicio, de todas partes llegan entremezcladas voces de mando y los distintos grupos forman y rompen al galope y a la carrera según las órdenes dadas, y yo mismo grito «giro a la izquierda» y «giro a la derecha» en medio del barullo, sin embargo, en lo más profundo e íntimo de mi conciencia sigo pensando en lo que no quiero ni debo pensar.

—¡Rayos y centellas! ¿Qué mamarrachada es ésta? ¡Atrás! ¡Separaos, chusma! Es nuestro coronel Bubencic, quien, rojo como un tomate, corre y vocifera por todo el campo de instrucción. Y no le falta razón, al coronel. Alguien debe de haber dado mal las órdenes, pues dos columnas, una de ellas la mía, que tenían que hacer una conversión coordinadas, se han lanzado a plena carrera la una contra la otra y se han mezclado peligrosamente. En pleno tumulto, unos caballos huyen asustados, otros se encabritan, un ulano ha caído bajo los cascos, en tanto que los oficiales gritan furiosos. Se oye fragor de armas, relinchos de caballos, estampidos y estrépitos como en una batalla de verdad. Los oficiales acuden echando rayos y poco a poco consiguen más o menos deshacer el ruidoso nudo; a un estridente toque de corneta los escuadrones vuelven a alinearse en formación cerrada como antes y en un solo frente. Ahora se produce un tremendo silencio: todo el mundo sabe que habrá rendición de cuentas. Los caballos, echando espuma todavía por la agitación del choque y sintiendo tal vez también el nerviosismo contenido de los jinetes, tiemblan convulsos y, en consecuencia, la larga línea de yelmos oscila levemente como un hilo telegráfico tensado al viento. Hacia este inquieto silencio avanza el coronel montado en su caballo. Por la manera como se yergue en la silla, apoyado en los estribos y golpeando nervioso con la fusta sus botas de montar, presentimos la tormenta que se avecina. Un pequeño tirón a las riendas. El caballo se para. Todo el campo se estremece con un grito cortante (es como un golpe de machete): —¡Teniente Hofmiller! Ahora comprendo lo que ha ocurrido. Sin duda fui yo quien dio la orden equivocada. Debí distraerme. Pensaba otra vez en ese horrible asunto que me tiene completamente trastornado. La culpa es sólo mía. Toda la responsabilidad recae sobre mí. Una ligera presión de las piernas, y mi caballo pasa al trote por delante de mis compañeros, que, penosamente impresionados, desvían la mirada, y se dirige hacia el coronel, que espera inmóvil a unos treinta pasos de la formación. Me detengo a la distancia reglamentaria; entretanto se ha extinguido hasta el más leve rumor y ruido.

Se produce ese silencio último, el más absoluto, ese silencio verdaderamente mortal que en una ejecución precede a la orden de «fuego».

Todos los que están a mi espalda, hasta el último campesino ruteno, saben lo que me espera.

No quiero recordar lo que pasó entonces. Es verdad que el coronel baja a propósito su voz áspera y chillona, para que la tropa no oiga las rudas groserías que me dedica, pero de vez en cuando le sube a la garganta y rasga el silencio una de las más sabrosas palabrotas que le dicta la ira, como «burrada» o «cochino modo de dar órdenes». Y, sin embargo, por la manera como me regaña, rojo como un cangrejo y acompañando cada staccato con un sonoro golpe contra la bota, todos tienen que ver, hasta los de la última fila, que me está echando un rapapolvo peor que a un crío de parvulario; siento mi espalda atravesada por cien miradas curiosas, quizás irónicas, mientras el colérico chusquero me cubre de estiércol verbal. Hace muchos meses que a ninguno de nosotros le caía una granizada como a mí en este radiante y azul día de junio, con su cielo surcado por alegres golondrinas que nada sospechan.

Me tiemblan las manos en las riendas, de impaciencia y de ira. Quisiera dar un golpe a la grupa del caballo y salir al galope, pero, inmóvil y con el rostro impasible según manda el reglamento tengo que soportar que Bubencic me sermonee, diciendo para terminar que no tolera que un miserable papanatas como yo le estropee el ejercicio entero, que mañana oiré unas cuantas cosas más y que por hoy no quiere volver a ver mi estampa. Luego lanza un despectivo «¡Retírese!», fuerte y duro como un puntapié, acompañado como remate final por un último latigazo contra la bota.

Yo tengo que llevarme obedientemente la mano al yelmo antes de dar media vuelta y regresar a la formación; ni uno de mis camaradas me mira abiertamente, el bochorno les hace esconder los ojos bajo la sombra de los cascos. Por fortuna una orden acorta este paso mío por las baquetas. A un toque de corneta empieza el ejercicio de nuevo; la formación se rompe y se separa en distintas columnas. Y Ferencz aprovecha este momento —¿por qué los más bobos son siempre los de mejor corazón?— para acercarse como por casualidad en su caballo y susurrarme: —No le hagas caso, eso puede ocurrirle a cualquiera.

Pero llega en mal momento, el pobre, pues yo le contesto con rudeza: —Mejor ocúpate de tus propios asuntos.—Y lo esquivo con brusquedad.

En este instante experimento por primera vez en mi propia carne cuán torpemente se puede herir con la compasión. Por primera vez y demasiado tarde.

¡Dejarlo! ¡Mandarlo todo al cuerno!, pienso, mientras regresamos a la ciudad. ¡Irme, fuera de aquí, a cualquier parte, donde nadie me conozca, donde uno sea libre de todo y de todos! ¡Marcharme, escapar, huir! ¡Nunca más ver a nadie, nunca más dejarse adorar, nunca más dejarse humillar! ¡Irme, irme...! Inconscientemente la palabra se confunde con el ritmo del trote. Una vez en el cuartel, tiro rápidamente las riendas a un ulano y abandono enseguida el patio. Hoy no quiero sentarme en el comedor de oficiales, no quiero dejar que se burlen de mí y menos que me compadezcan.

Pero no sé muy bien adónde ir. No tengo ningún plan premeditado ni una meta: me he hecho inaceptable en mis dos mundos, el de dentro y el de fuera. Tengo que irme, irme, siguen martilleándome esas palabras en las sienes, irme, retumba el pulso en las venas, salir de aquí, a cualquier parte, pero lejos del maldito cuartel, lejos de la ciudad! ¡Enfilar una vez más la asquerosa carretera y seguir, siempre adelante! Pero de pronto alguien muy cerca de mí me saluda con un cordial «¡Hola!» ¿Quién me saludará con tanta familiaridad? ¿Ese señor alto, de paisano, con pantalones de montar, chaqueta deportiva y gorra escocesa? No lo he visto nunca, no lo recuerdo.

El desconocido está junto a un automóvil, alrededor del cual dos mecánicos vestidos con monos azules se afanan a martillazos. Entonces se me acerca, evidentemente sin darse cuenta de mi perplejidad. Es Balinkay, al que siempre he visto sólo de uniforme.

—Vuelve a tener cistitis —me dice sonriendo y señalando el coche—. Le pasa en cada viaje.

Creo que tendrán que pasar todavía veinte años antes de que se pueda viajar seguro en estos cacharros. Era mucho más fácil con nuestros buenos y viejos jamelgos, por lo menos nosotros entendíamos algo de eso.

Instintivamente siento una gran simpatía hacia este desconocido. Todos sus gestos denotan una gran seguridad y posee además la mirada cálida y clara del hombre despreocupado y bohemio. Y apenas me llega este saludo inesperado, surge en mí el pensamiento de: en éste puedes confiar. Y en el minúsculo espacio de un segundo, toda una cadena de ideas se une a este primer pensamiento con la rapidez de relámpago con la que nuestro cerebro funciona en momentos de tensión. Es un paisano, dueño de sí mismo. Ha vivido algo parecido a lo mío.

Ayudó al cuñado de Ferencz, ayuda a todos de buen grado, ¿por qué no puede ayudarme también a mí? Antes ya de haber recuperado el aliento, toda esta cadena voladora y centelleante de reflexiones atropelladas se ha fundido en una decisión repentina. Cobro valor y me acerco a Balinkay.

—Perdona —le digo, y a mí mismo me asombra mi desenvoltura—, pero ¿podrías dedicarme cinco minutos? Queda un tanto perplejo, pero enseguida veo resplandecer sus dientes.

—Será un placer, querido Hoff... Hoff...

—Hofmiller—completo yo.

—A tu entera disposición. Faltaría más que no tuviera tiempo para un camarada. ¿Quieres que bajemos al restaurante o subimos a mi habitación? —Mejor arriba, si no te importa, y de verdad que serán sólo cinco minutos. No te entretendré.

—Todo el tiempo que quieras. Todavía pasará media hora antes de que reparen ese trasto. Lo malo es que no vas a estar muy cómodo en mi habitación. El posadero siempre quiere darme la habitación de lujo del primer piso, pero por motivos sentimentales siempre ocupo la vieja, la de entonces. Allí, una vez..., pero no hablemos de eso.

Subimos. En verdad es una habitación muy modesta para un hombre tan rico. Una sola cama, ningún armario, ningún sillón, sólo dos simples sillas de rejilla entre la ventana y la cama, Balinkay saca su tabaquera de oro, me ofrece un cigarrillo y me facilita amablemente las cosas empezando a hablar sin rodeos: —Bueno, pues, querido Hofmiller, ¿en qué puedo serte útil? Déjate de preámbulos, pienso, y le digo directamente: —Quería pedirte consejo, Balinkay. Quiero abandonar el servicio y marcharme de Austria. Tal vez sepas de algo para mí.

Balinkay se pone serio de repente. El rostro se le pone tenso. Arroja el cigarrillo.

—Un disparate..., ¡un muchacho como tú! ¡Qué ocurrencia! Pero de pronto se apodera de mí una tenaz obstinación. Noto que la decisión en la que ni siquiera pensaba todavía diez minutos antes se vuelve firme y fuerte como el acero.

—Querido Balinkay —digo con la sequedad que rechaza toda discusión—, ten la bondad de ahorrarme las explicaciones. Cada uno sabe lo que quiere y lo que debe hacer. Desde fuera otro no lo puede entender. Créeme, tengo que hacer borrón y cuenta nueva.

Balinkay me mira con ojos escrutadores. Debe de haber comprendido que hablo en serio.

—No quiero inmiscuirme, pero créeme, Hofmiller, estás cometiendo una tontería. No sabes lo que haces. Calculo que tienes veinticinco o veintiséis años y te falta poco para llegar a teniente. Y esto ya es mucho. Aquí tienes un rango, representas algo. Pero en el momento en que quieras empezar una nueva vida, el último bribón y el más sucio dependiente de una tienda te aventajarán, por el simple hecho de que no cargan a la espalda como una mochila todos nuestros estúpidos prejuicios. Créeme, cuando nos quitamos el uniforme, no nos queda mucho de lo que éramos antes, y sólo te pido una cosa: no te engañes por que yo haya conseguido salir con éxito del estiércol. Fue pura casualidad, algo que ocurre una vez en mil casos, y prefiero no saber cómo les va hoy a los otros, a quienes Dios no sostuvo el estribo tan benévolamente como a mí.

Hay algo convincente en su determinación, pero siento dentro de mí que no puedo ceder.

—Ya sé que es una caída, un descenso —confirmo—, pero aun así tengo que irme, no tengo otra posibilidad. Hazme el favor de no tratar de disuadirme. Sé que no soy especial y tampoco he aprendido nada en especial, pero si de verdad estás dispuesto a recomendarme a alguien, te prometo que no te haré quedar mal. Sé que no soy el primero, también conseguiste un empleo al cuñado de Ferencz.

—¿Jonas? —Balinkay chasquea los dedos con menosprecio—. Pero, por favor, ¿quién era ése? Un pequeño funcionario de provincias. A uno así es fácil ayudarle. Basta con sacarlo de un taburete y sentarlo en otro mejor, y ya se cree Dios. Le daba igual dónde gastaba los pantalones, puesto que no estaba acostumbrado a nada mejor. Pero idear algo para alguien que ha lucido una estrella en el cuello ya es harina de otro costal. No, mi querido Hofmiller, los pisos superiores están siempre ocupados. Quien quiere comenzar de paisano, tiene que instalarse abajo, en el sótano, donde no huele precisamente a rosas.

—No me importa.

Debo haberlo dicho con vehemencia, pues Balinkay me mira primero con curiosidad y luego con un singular pasmo, como de alguien que viene de lejos. Finalmente acerca la silla y me pone la mano sobre el brazo.

—Oye, Hofmiller, yo no soy tu tutor y no tengo que darte lecciones, pero cree a un camarada que ha pasado por eso: sí importa, y mucho, caer de golpe de arriba abajo, de tu caballo de oficial en medio del lodo... Te lo dice uno que estuvo en este sórdido cuartucho desde las doce del mediodía hasta el anochecer repitiéndose exactamente lo mismo: «No me importa.» Poco antes de las once y media me di de baja al dar el parte. No quería volver a sentarme con los demás en el comedor de oficiales ni andar de paisano por las calles a plena luz del día. De modo que cogí esta habitación..., ahora comprenderás por qué me gusta tener siempre la misma..., y esperé aquí hasta que oscureció para que nadie viera con ojos compasivos que Balinkay huía a hurtadillas con su raído traje gris y un sombrero hongo en la cabeza. Me quedé allí, de pie junto a la ventana, mirando por última vez el bullicio de las calles. Mis camaradas paseaban vestidos con su uniforme, erguidos, derechos y libres, cada uno cual un pequeño dios y cada uno sabiendo quién era y de dónde era. Entonces comprendí por primera vez que yo no era más que una basura en este mundo; era como si me hubiera arrancado la piel junto con el uniforme. Naturalmente ahora tú piensas que es una tontería, que un paño es azul y el otro es negro o gris y que da lo mismo pasear con un sable o con un paraguas. Pero todavía hoy siento en todos los huesos el escalofrío de aquella noche, cuando me deslicé hasta la estación y en la esquina dos ulanos pasaron junto a mí sin saludarme. Y recuerdo cómo tuve que llevar la maleta yo mismo y sentarme en tercera clase entre campesinas sudorosas y obreros... Sí, ya sé que todo esto es una tontería y una injusticia y que nuestro llamado honor profesional es puro adorno..., ¡pero uno lo lleva en la sangre después de cuatro años de academia militar y ocho de servicio! Al principio uno se siente como mutilado o como alguien que tiene una pústula en medio de la cara. ¡Dios no quiera que tengas que pasar por eso! Ni por todo el dinero del mundo quisiera revivir aquella noche en que salí de aquí a hurtadillas y evité todas las farolas hasta la estación. Y aquello fue sólo el comienzo.

—Pero, Balinkay, por esto mismo quiero irme lejos de aquí, a algún lugar donde no haya nada de todo esto y nadie vuelva a saber de mí.

—¡Exactamente así hablaba yo, Hofmiller, exactamente así pensaba! ¡Irme muy lejos, para que todo quede borrado, tabula rasa! Mejor ser limpiabotas o lavaplatos en América, como empezaron los grandes millonarios, según cuentan los periódicos. Pero, para llegar allí, Hofmiller, también hace falta un buen puñado de dinero, y tú aún no sabes lo que significa para nosotros hacer reverencias. Tan pronto como un ulano deja de sentir el cuello con las estrellas alrededor de la garganta, ya ni siquiera es capaz de guardar el decoro como antes y menos aún de hablar como estaba acostumbrado. Parece estúpido y apocado entre sus mejores amigos y, cuando va a pedir un favor, el orgullo le tapa la boca de golpe. Sí, mi querido amigo, viví muchas experiencias entonces, de las cuales prefiero no acordarme, ofensas y humillaciones de las que todavía no he hablado a nadie.

Se había puesto de pie e hizo un gesto brusco con los brazos, como si de pronto la chaqueta le resultara demasiado estrecha. De repente se volvió.

—Por lo demás, a ti te lo puedo contar tranquilamente, porque hoy ya no me avergüenzo de ello y a ti quizá te hará bien apagar a tiempo las luces románticas.

Volvió a sentarse y acercó más su silla.

—Seguramente también a ti te habrán contado la historia de mi gloriosa pesca, ¿verdad?, cuando conocí a mi mujer en el hotel Shepherd. Sé que circula por todos los regimientos y que, si por ellos fuera, la publicarían y la convertirían en libro de lectura como acto heroico de un oficial imperial. Bueno, pues tan gloriosa no fue la cosa; lo único de verdad que hay en la historia es que realmente conocí a mi mujer en el hotel Shepherd. Pero sólo yo y ella sabemos cómo la conocí, y ella no lo ha contado a nadie y yo, hasta ahora, tampoco. Y te lo cuento a ti sólo para que entiendas que no todo el monte es orégano... En fin, en pocas palabras: cuando la conocí en el hotel Shepherd, yo trabajaba allí..., ahora no te asustes..., trabajaba de camarero de habitaciones...

Sí, amigo mío, era un simple y vulgar criado. No llegué a ese puesto por placer, claro, sino por estupidez, por nuestra lamentable inexperiencia. En mi sórdida pensión de Viena vivía un egipcio, y este individuo me vino con el cuento de que su cuñado era el director del Real Club de Polo de El Cairo y que, si le daba una comisión de doscientas coronas, me conseguiría allí un empleo de entrenador. Decía que allí la gente se entusiasmaba con los buenos modales y los nombres de buena familia. Bueno, yo siempre había sido el mejor en los torneos de polo, y el sueldo del que me hablaba era magnífico... En tres años habría podido reunir lo suficiente para luego empezar algo más decoroso. Además, El Cairo está lejos y el polo brinda la oportunidad de relacionarse con gente de lo mejorcito. De modo que acepté encantado. Bueno, no te quiero aburrir contándote las docenas de puertas a las que tuve que llamar y la cantidad de abochornadas excusas que tuve que oír de labios de los llamados viejos amigos antes de sacarles unos cientos de coronas para el viaje y el equipo... Y es que para un club tan distinguido hacía falta un traje de montar y un frac, y había que presentarse decentemente. A pesar de viajar en el entrepuente, a mi llegada a El Cairo andaba corto de dinero. En total sonaban en mi bolsillo siete piastras y, cuando toqué el timbre del Club de Polo, un negro se me quedó mirando con cara de bobo y me dijo que no conocía a ningún señor Efdopulos y no sabía nada de ningún cuñado y no necesitaban a ningún entrenador y que, además, el club estaba a punto de cerrar... Comprendes ahora que aquel egipcio era, naturalmente, un miserable granuja que me estafó, imbécil de mí, las doscientas coronas, y yo no había sido lo bastante listo para exigirle que me mostrara las supuestas cartas y los telegramas. Sí, mi querido Hofmiller, no estamos a la altura de estos canallas, y eso que no era la primera vez que me la daban con queso buscando trabajo. Pero esta vez fue un golpe directo en el estómago, porque me encontraba en El Cairo, con siete piastras en el bolsillo y sin conocer un alma, y esa ciudad no es tan sólo calurosa, sino también terriblemente cara. Te ahorraré los detalles de cómo viví allí y qué comí los primeros seis días; yo mismo me asombro de haberlo resistido. Mira, en un caso así, otro va al consulado y consigue que lo devuelvan a casa rápidamente. Pero ahí está el quid: nosotros no sabemos hacer esto. Somos incapaces de sentarnos en el banco de una antesala, con obreros portuarios y cocineras despedidas, y de aguantar la mirada con que te observa un pequeño funcionario consular cuando deletrea tu nombre en el pasaporte: «Barón Balinkay.» Preferimos que nos echen a los perros. Imagínate, pues, la suerte que tuve cuando me enteré por casualidad de que necesitaban un camarero suplente en el hotel Shepherd. Y como yo tenía frac, además nuevo (el traje de montar me había servido para vivir los primeros días) y sabía francés, se dignaron tomarme a prueba. Bueno..., desde fuera, eso aún parece tolerable: estás ahí con una pechera de un blanco inmaculado, sirves y haces cortesías, quedas bien; pero esto de tener que dormir en una buhardilla con otros dos, bajo un techo abrasador, con siete millones de pulgas y chinches, y por la mañana lavarse los tres, uno tras otro, en la misma palangana, y que a nosotros nos quema la mano como fuego cuando nos echan una propina, etcétera, etcétera... En fin, ¡pelillos a la mar! ¡Basta con haberlo vivido! ¡Basta con haberlo superado! »Y luego, lo de mi mujer. Había quedado viuda poco antes y había venido a El Cairo con su hermana y su cuñado. Y ese cuñado era el individuo más vulgar que puedas imaginarte, ancho, gordo, fofo, insolente, y había algo en mí que lo irritaba. Quizá me encontraba demasiado elegante, o quizá no inclinaba bastante la espalda ante el señor, lo cierto es que una vez ocurrió que, al no servirle el desayuno a su debido tiempo, me gritó: "¡Torpe!" Y ya sabes, esto es algo que se te clava en la carne, cuando has sido oficial... Antes de darme cuenta, me sentí de repente arrebatado como un caballo al que fustigan, me enfurecí..., y la verdad es que faltó cosa de un pelo para que le arreara un puñetazo en la cara. Bueno... en el último momento recuperé el aplomo, porque, ¿sabes?, eso de hacer de camarero me lo había tomado siempre como una mascarada y al cabo de un momento (no sé si lo comprenderás) incluso me produjo una cierta gracia sádica el que yo, Balinkay, tuviera que tolerar semejante afrenta de un sucio vendedor de quesos. Así pues, me quedé quieto y le dediqué una pequeña sonrisa...; sí, le sonreí, pero de arriba abajo, ¿sabes?, por debajo de la nariz, de modo que el individuo se puso verde de rabia, porque acababa de darse cuenta de que de alguna manera yo era superior a él. Después salí de la habitación más frío que un témpano e incluso le hice una reverencia tan especialmente cortés como irónica... Él casi reventó de rabia. Pero mi mujer, quiero decir la que ahora es mi mujer, estaba allí; también ella debió de notar algo de lo que había pasado entre nosotros dos y de algún modo se había dado cuenta, como me confesó más tarde, por la manera como me enfurecí, de que nadie en toda mi vida se había permitido algo así conmigo. Me siguió al pasillo para decirme que su cuñado estaba un poco nervioso y que, por favor, no se lo tomara a mal... Bueno, y para que sepas toda la verdad, incluso trató de darme un billete de banco a escondidas para arreglar el asunto.

»Como rechacé el billete, debió de caer en la cuenta por segunda vez de que algo no cuadraba con mi condición de camarero. Pero con esto se habría terminado el asunto, pues en unas semanas yo había ahorrado suficiente dinero para poder volver a casa y no tener que ir a mendigar al consulado. Fui hasta allí sólo para buscar información. Y entonces el azar vino en mi ayuda, una de esas casualidades que se dan una vez entre mil, pues resulta que el cónsul pasó en aquel momento por la antesala y no era otro que el Elemér von Juhácz con el que sabe Dios las veces que me había sentado en el Club de Jockeys. Pues bien, enseguida me abrazó y me invitó a su club y por otra casualidad de la vida (ya ves, una casualidad tras otra, y te lo cuento para que comprendas cuántas casualidades extravagantes tienen que darse cita para sacarnos del fango): mi actual mujer estaba allí. Cuando Elemér me presentó como su amigo, el barón Balinkay, ella se ruborizó. Naturalmente me había reconocido enseguida y ahora le resultaba de lo más abominable el asunto de la propina. Pero al punto me di cuenta de que se trataba de una persona noble y decente, pues no fingió no saber nada, sino que lo reconoció todo de inmediato franca y llanamente. Todo lo demás se arregló pronto y no viene al caso ahora. Pero, créeme, un cúmulo de casualidades como éste no se da todos los días y, a pesar de mi dinero y de mi mujer, por la que doy gracias a Dios mil veces cada mañana y cada noche, no quisiera revivir lo que viví antes.

Involuntariamente tendí la mano a Balinkay.

—Te agradezco sinceramente que me hayas advertido. Ahora sé mejor todavía lo que me espera. Pero, palabra de honor, no veo otra salida. ¿De veras no sabes de nada para mí? Según dicen, tenéis grandes negocios.

Balinkay calló un momento, luego suspiró comprensivo.

—Pobre muchacho, deben de acosarte de lo lindo... No temas, no te haré preguntas, ya veo bastante. Cuando se ha llegado a este punto, de nada sirve ya tratar de aconsejar o de disuadir. En todo caso hay que intervenir como camarada, y no hace falta que te jure que por mí no quedará.

Sólo una cosa, Hofmiller: espero que seas lo bastante razonable para no imaginarte que puedo llevarte de la mano al brillo y a la gloria de buenas a primeras. Eso no se da en ninguna actividad humana como es debido, porque sólo hace mala sangre entre los otros el que uno les pase por encima sin más. Hay que empezar desde abajo, quizá tendrás que pasar unos meses en una oficina escribiendo estupideces antes de que puedan enviarte a las plantaciones o encontrarte otra cosa por arte de magia. En todo caso, como te decía, yo lo arreglaré. Mañana partimos, mi esposa y yo, pasaremos ocho o diez días haciendo el turista en París, luego iremos unos días a Le Havre y Amberes, para inspeccionar las agencias. Pero dentro de tres semanas, aproximadamente, estaremos de vuelta y te escribiré en cuanto lleguemos a Rotterdam. Pierde cuidado, no te olvidaré. Puedes confiar en Balinkay.

—Lo sé —dije— y te estoy muy agradecido.

Pero Balinkay debió notar un leve desencanto en mis palabras (probablemente él había vivido algo parecido, pues sólo aquel que ha tenido tales experiencias percibe semejantes matices).

—¿O... o te parece demasiado tarde? —No —titubeé—, sabiéndolo ya con seguridad, claro que no. Pero... pero hubiera preferido que...

Balinkay reflexionó un instante.

—¿Hoy, por ejemplo, no tendrías tiempo...? Quiero decir que mi esposa está todavía en Viena y, puesto que el negocio es suyo y no mío, ella tiene la última palabra.

—Sí... claro que estoy libre —me apresuré a contestar. Acababa de acordarme que el coronel no quería volver a ver mi «estampa» aquel día.

—¡Bravo! ¡Magnífico! Entonces lo mejor será que vengas conmigo en el cacharro. Todavía hay sitio delante, al lado del chofer. No puedes venir detrás, porque he invitado a mi viejo amigo de aquí, el barón Lajos, con los suyos. A las cinco estaremos en el Bristol, hablaré enseguida con mi esposa y con esto habremos ganado tiempo. Nunca ha dicho que no cuando le he pedido algo para un camarada.

Le di un apretón de manos. Bajamos las escaleras. Los mecánicos ya se habían quitado el mono azul y el automóvil estaba listo; dos minutos después salíamos a la carretera entre los traqueteos y los chisporroteos del coche.

La velocidad tiene algo de embriagador y aturde tanto el cuerpo como el alma. Apenas el coche dejó las calles de la ciudad y salió a campo abierto con sus bufidos, me invadió una extraña relajación. El chofer aceleró la marcha; los árboles y los postes de telégrafos se hacían atrás como cortados al sesgo; en los pueblos las casas se superponían como en una fotografía movida; las blancas piedras miliares se levantaban de pronto y se escondían de nuevo antes de que tuviéramos tiempo de leer los números, y por los turbulentos golpes del viento contra mi cara noté la temeraria velocidad con que viajábamos. Pero más asombrosa todavía era quizá la velocidad con que mi vida echaba a correr al mismo tiempo: ¡cuántas decisiones había tomado en aquellas pocas horas! Por lo común, sentimientos indefinidos se ciernen y oscilan en infinitos matices entre el deseo vago, el propósito indeciso y la realización definitiva, y uno de los placeres más secretos del corazón es juguetear, inseguro, con las decisiones antes de llevarlas a la práctica con plena conciencia. En esta ocasión, sin embargo, todo me sobrevino con una velocidad de ensueño y, así como tras el coche los pueblos, las calles, los árboles y los prados caían tambaleantes en la nada, definitivamente y sin retorno, así desaparecía de golpe y a gran velocidad todo lo que hasta entonces había sido mi vida diaria, el cuartel, la carrera, los compañeros, los Kekesfalva, el castillo, mi habitación, la escuela de equitación, toda mi existencia aparentemente tan ordenada y segura.

Una sola hora había bastado para cambiar mi mundo interior.

A las cinco y media nos detuvimos frente al hotel Bristol, zarandeados, cubiertos de polvo y, sin embargo, maravillosamente reanimados por la velocidad.

—Así no puedes presentarte ante mi esposa —dijo Balinkay sonriéndome—. Parece que te hayan vaciado un saco de harina encima. Quizá será mejor que hable primero con ella a solas, así podré explicarme con más libertad y tú no tendrás que sentirte incómodo. Lo más sensato es que vayas al guardarropa, te laves a fondo y luego te instales en el bar. Yo bajaré al cabo de unos minutos para darte la respuesta. Y no te preocupes. Arreglaré este asunto a tu gusto.

Efectivamente, no me hizo esperar mucho tiempo. Al cabo de cinco minutos entraba riendo.

—¿No te lo dije? Todo resuelto, es decir, si te parece bien. Tiempo de prueba ilimitado y posibilidad de renuncia en cualquier momento. Mi esposa, que es en verdad una mujer inteligente, ha encontrado de nuevo la solución más adecuada. En suma, embarcarás enseguida, sobre todo para que aprendas idiomas y veas cómo es todo aquello de allá. Serás ayudante del sobrecargo, te darán un uniforme, comerás a la mesa de oficiales, viajarás unas cuantas veces a las Indias Holandesas y ayudarás en el papeleo. Luego ya te colocaremos en alguna parte, aquí o allá, como gustes. Mi esposa me lo ha prometido formalmente.

—Muchas gra...

—Nada de gracias. Es natural que te echara una mano. Pero insisto, Hofmiller, no te precipites. Por mí, te puedes embarcar y presentar pasado mañana. De todos modos telegrafiaré al director para que tome nota de tu nombre, pero, desde luego, sería mejor que lo consultaras con la almohada. Preferiría verte en el regimiento, pero chacun à son goût. Como te decía, si vienes, pues muy bien, y si no, no te vamos a poner pleito... Bueno— me tendió la mano—, vengas o no, sea cual sea tu decisión, ha sido un placer. Adiós.

Miré con sincera emoción al hombre que el destino me había enviado. Con maravillosa facilidad me había quitado de encima lo más pesado, rogar y titubear, y la martirizante zozobra antes de tomar la decisión, de modo que sólo me quedaba por cumplir una pequeña formalidad: redactar mi renuncia. Luego quedaría libre y a salvo.

El llamado «papel de oficio», una hoja de folio de un formato determinado, medido al milímetro según las normas prescritas, era tal vez el requisito más imprescindible de la administración civil y militar austriaca. Cada solicitud, cada acta, cada comunicación, debía presentarse en este papel pulcramente cortado que, por la singularidad de la forma, distinguía claramente todo lo oficial de lo privado. Es posible que en los miles y millones de estas hojas amontonadas en los negociados se pueda consultar un día con absoluta habilidad la auténtica vida y milagros de la monarquía de los Habsburgo. No se consideraba correcta ninguna notificación que no estuviera redactada en uno de estos rectángulos blancos. Por lo que mi primera gestión consistió en comprar dos de estos folios en el estanco más cercano, además del llamado «perezoso» —una muestra de papel rayado—, así como el correspondiente sobre. Luego pasé al otro lado de la calle y entré en un café, que es donde en Viena se despacha todo, lo más serio como lo más informal. En veinte minutos, es decir a las seis, podía haber escrito la solicitud y, por lo tanto, pertenecerme de nuevo única y exclusivamente a mí mismo.

Recuerdo con inquietante claridad —al fin y al cabo fue la decisión más importante de mi vida hasta entonces— todos los detalles de aquella emocionante tarea, la mesita de mármol redonda junto a la ventana de un café del Ring, la carpeta sobre la que desplegué el folio y que luego doblé cuidadosamente por la mitad con un cuchillo, para que el pliegue resultara impecable. Todavía veo ante mí, como en una fotografía, la tinta de color negro azulado, un tanto acuosa, y siento el pequeño arranque con el que me puse a dar a las primeras letras el impulso más indicado, rotundo y enfático. Me seducía la idea de llevar a cabo mi último acto militar con especial corrección; como el contenido estaba establecido por una fórmula, sólo podía expresar la solemnidad del acto con una especial pulcritud y perfección de los trazos.

Pero ya cuando escribía las primeras líneas, me interrumpió un raro ensueño. Me detuve y me puse a reflexionar sobre lo que ocurriría al día siguiente, cuando la solicitud llegara al regimiento.

Primero, probablemente, una mirada perpleja del sargento primero del despacho, después cuchicheos de sorpresa entre los escribientes subalternos, pues no ocurría todos los días que un teniente diera al traste con su cargo. A continuación, la hoja seguiría los trámites reglamentarios de un despacho a otro, hasta llegar al coronel en persona; de pronto lo vi delante de mis ojos, calándose los quevedos ante sus ojos présbitas, quedando desconcertado al leer las primeras palabras y luego golpeando con el puño sobre la mesa a su modo colérico; el rudo militar estaba demasiado acostumbrado a que los subordinados a los que acababa de cubrir de improperios menearan de nuevo la cola felices cuando al día siguiente les diera a entender con palabras joviales que la tormenta había pasado definitivamente. Pero esta vez se daría cuenta de que había topado con otro cabezota, con el pequeño teniente Hofmiller, que no se dejaba abroncar. Y cuando más adelante se llegara a saber que Hofmiller dejaba el servicio, involuntariamente veinte o cuarenta cabezas se levantarían asombradas. Todos los compañeros pensarían para sus adentros: ¡Caramba, qué tío! ¡Tiene malas pulgas! El asunto podría resultar muy desagradable incluso para el coronel Bubencic... En cualquier caso, nadie en el regimiento había dejado el servicio más honrosamente, nadie había dejado el uniforme con más decencia, que yo recuerde.

No me avergonzó confesar que, mientras me imaginaba todo esto, me invadió una curiosa autocomplacencia. Y es que la vanidad constituye uno de los impulsos más fuertes en todos nuestros actos, y las naturalezas débiles sucumben con particular facilidad a la tentación de hacer algo que, desde fuera, produzca una impresión de fuerza, valor y decisión. Por primera vez tenía entonces la oportunidad de demostrar a los compañeros que yo era de los que se respetan a sí mismos, todo un hombre. Terminé de escribir las veinte líneas con trazos cada vez más rápidos y, según creo, cada vez más enérgicos; lo que al principio no había sido más que una tarea enojosa se convirtió de pronto en un placer personal.

Sólo faltaba la firma... y todo listo. Consulté el reloj: las cinco y media. Llamé al mozo y pagué.

Luego, una vez más, la última, pasear en uniforme por el Ring y regresar en el tren nocturno. A la mañana siguiente entregaría el papelucho, con lo que todo sería ya irrevocable y empezaría una nueva existencia.

De modo que cogí el folio y lo doblé primero a lo largo, luego a lo ancho, para guardar cuidadosamente el inexorable documento en el bolsillo interior. Entonces ocurrió lo inesperado.

Ocurrió lo siguiente: en aquel medio segundo en el que, seguro de mí mismo, resuelto e incluso alegre (siempre produce alegría liquidar un asunto), metí el abultado sobre en el bolsillo, percibí un crujido de resistencia de allí dentro. «¿Qué hay aquí?», pensé involuntariamente y metí la mano. Pero mis dedos retrocedieron con un movimiento brusco, como si hubieran comprendido lo que era aquella cosa ahí olvidada antes de que yo mismo me acordara. Era la carta de Edith, sus dos cartas de la víspera, la primera y la segunda.

Soy incapaz de describir con precisión el sentimiento que me embargó en el instante de este repentino recuerdo. Creo que no fue tanto de espanto como de infinita vergüenza, pues en aquel momento se rasgó una niebla ante mis ojos, o más bien una ofuscación de mis sentidos. Con la rapidez de un rayo, comprendí que todo lo que había hecho en las últimas horas era completamente falso: tanto la rabia por haber metido la pata como el orgullo por la heroica renuncia. Si me retiraba tan de repente, no era porque el coronel me hubiera echado un sermón (al fin y al cabo esto ocurría todas las semanas); en realidad yo huía de los Kekesfalva, de mi engaño, de mi responsabilidad, me escapaba porque no podía soportar ser amado en contra mi voluntad.

Al igual que un moribundo se olvida de su tormento mortal a causa de un dolor de muelas pasajero, así también yo había olvidado (o quería olvidar) lo que en realidad me atormentaba, lo que me acobardaba y, en su lugar, había pretextado como motivo de mi deseo de huir aquel percance, en el fondo insignificante, ocurrido en el campo de instrucción. Pero ahora veía que no se trataba de una renuncia heroica por una ofensa a mi honor. Era una huida cobarde y miserable.

Pero las cosas hechas tienen un poder especial. Ahora que ya estaba escrita mi solicitud de renuncia, no quería rectificar. ¡Al diablo!, me dije furioso. ¡Qué me importa que allí fuera alguien me espere y lloriquee! Bastante me han enojado y embrollado. ¿Qué me importa que allí fuera una desconocida me ame? Con sus millones pronto encontrará a otro y, si no, no es asunto mío. ¡Basta con que lo mande todo a paseo, basta con que me quite el uniforme! ¿Qué me importa todo este histerismo de si se curará o no? ¡Yo no soy médico...! Pero, al pronunciar en mi interior la palabra «médico», mis pensamientos se detuvieron de pronto, como se para a una señal una máquina que gira vertiginosamente. Con la palabra «médico» me vino a las mientes Condor. Y también recordé que aquél era asunto suyo, ¡suyo!, me dije al momento. Le pagan para que cure enfermos. Ella es paciente suya y no mía. Quien la armó que la desarme. Lo mejor será ir a verlo y decirle que abandono la partida.

Miro el reloj. Las siete menos cuarto, y el tren no sale hasta pasadas las diez. Tengo, pues, tiempo de sobra, y no tengo mucho que explicar, sólo que, por lo que a mí respecta, he terminado.

Pero ¿dónde vive? ¿Acaso no me lo dijo o yo lo he olvidado? Por otro lado, como médico de medicina general debe figurar en el listín telefónico. ¡Rápido, pues, a la cabina de teléfono y a consultar la guía! Be... Bi... Bu... Ca... Co... Aquí están todos los Condor, Condor Anton, comerciante... Condor Dr. Emmerich, medicina general, Florianigasse, 97, distrito VIII, y ningún otro médico en toda la página: tiene que ser él. Mientras salgo corriendo, repito la dirección dos, tres veces—no llevo ningún lápiz encima, en mi condenada prisa lo he olvidado todo—, la grito al primer coche que pasa y, mientras el carruaje rueda veloz y suave, preparo mi plan. Es importante hablar poco y con energía. En ningún caso dar la impresión de que todavía vacilo. No dejarle sospechar siquiera que me largo a causa de los Kekesfalva, sino presentarle la renuncia como un hecho consumado. Todo había sido preparado desde meses antes, pero sólo hoy había conseguido aquel magnífico empleo en Holanda. Si, a pesar de todo, seguía haciendo preguntas, ¡esquivarlas y no decir nada más! Al fin y al cabo, él tampoco me lo había contado todo. Tengo que terminar de una vez con esta eterna consideración con los demás.

El coche se detiene. ¿El cochero se ha equivocado o con las prisas le he dado una dirección equivocada? ¿Puede ser que ese Condor viva en un lugar tan miserable? Sólo con los Kekesfalva debe ganar un dineral, y en una choza como ésta no vive un médico de categoría. Pero vive aquí, en efecto, en la entrada cuelga la placa: «Dr. Emmerich Condor, segundo patio, tercera planta.

Consultas de dos a cuatro». De dos a cuatro, y ahora son ya cerca de las siete. De todos modos, a mí me recibirá. Despido rápidamente el coche y cruzo el patio mal empedrado. ¡Qué escalera de caracol tan sórdida, con los escalones gastados y las paredes desconchadas y emborronadas, con tufo de cocinas frugales y retretes mal cerrados, mujeres con batas sucias que conversan en los pasillos y miran recelosas al oficial de caballería que pasa a su lado en la penumbra, algo confundido y haciendo sonar las espuelas! Por fin la tercera planta, otro pasillo largo, con puertas a derecha y a izquierda y una al fondo, en el centro. Estoy a punto de meter la mano en el bolsillo y sacar una cerilla para encenderla y comprobar cuál es la puerta que busco, cuando de la de la izquierda sale una criada bastante mal vestida, con una jarra en la mano, probablemente para ir a buscar cerveza para la cena. Pregunto por el doctor Condor.

—Sí, vive aquí —me responde con acento de Bohemia— Aunque todavía no está en casa. Ha ido para Meidling, pero no tardará. Ha dicho a la señora que seguro que vendrá a cenar. Pase y espere.

Sin dejarme tiempo para reflexionar, me conduce a la antesala.

—Póngase cómodo—dice, señalándome un viejo perchero de madera blanda, el único mueble del pequeño y oscuro vestíbulo. Luego abre la puerta de la sala de espera, de aspecto más vistoso: por lo menos hay cuatro o cinco sillas alrededor de una mesa y la pared de la izquierda está llena de libros.

—Bueno, puede sentarse. —Y me indica con cierta condescendencia una de las sillas.

Comprendí enseguida: Condor debe tener una consulta para pobres. A los pacientes ricos los recibe en forma distinta. Un hombre curioso, muy curioso, pienso una vez más. Con sólo Kekesfalva podría hacerse rico, si él quisiera.

Espero, pues. Es la habitual espera nerviosa en la antesala de un médico, donde sin tener verdaderas ganas de leer, se hojean las mismas revistas de siempre, manoseadas y ya intemporales, para engañar la inquietud con una apariencia de actividad, donde uno se levanta y se vuelve a sentar a cada instante y sin parar consulta el reloj que hace tictac con su adormilado péndulo en la pared: las siete y doce, las siete catorce, las siete quince, las siete dieciséis, y mira hipnotizado el picaporte de la puerta del consultorio. Finalmente, a las siete y veinte, no puedo permanecer quieto por más tiempo. Ya he calentado dos sillas, me levanto y me acerco a la ventana. Abajo, en el patio, un anciano cojo—un mozo de cuerda, al parecer— unta las ruedas de su carretilla, tras las ventanas iluminadas de una cocina una mujer plancha, otra lava a un niño, creo, en una cuba. En algún lugar, no puedo determinar el piso, pero inmediatamente encima o debajo de mí, alguien practica escalas en el piano, siempre las mismas, siempre las mismas.

Vuelvo a mirar la hora: las siete y veinticinco, las siete y media. ¿Por qué no viene? ¡No quiero ni puedo esperar más! Noto que la espera me vuelve inseguro y torpe.

Por fin—un suspiro de alivio— oigo al lado una puerta que se cierra. Me apresuro a sentarme con compostura. Mantente firme ahora, relajado, me repito. Cuéntale con desenvoltura que has venido sólo de paso para despedirte y entre paréntesis le pides que vaya pronto a ver a los Kekesfalva y, en el caso de que muestren desconfianza, les explique que he tenido que marcharme a Holanda y abandonar el servicio. ¡Por todos los diablos, maldita sea, por qué me hace esperar todavía! Oigo claramente que alguien mueve una silla en la habitación de al lado. ¿La estúpida y lerda criada habrá dejado de anunciarme? Ya me dispongo a salir para recordar mi presencia a la mujer, pero me detengo de golpe, pues la persona que camina al lado no puede ser Condor. Conozco sus pasos. Sé perfectamente —desde aquella noche en que lo acompañé— que camina pesada y torpemente, corto de piernas y corto de aliento, con unos zapatos que crujen. En cambio, los pasos de al lado, que se acercan y se alejan sin cesar, son muy diferentes, vacilantes, inseguros, arrastrados. En realidad no sé por qué escucho estos pasos desconocidos con tanto nerviosismo, con tanta agitación interior. Pero tengo la impresión de que la persona del cuarto contiguo escucha y fisgonea con la misma inseguridad e inquietud. De pronto oigo un débil ruido junto a la puerta, como si alguien apretara o jugara con el picaporte, y, en efecto, veo que se mueve. La estrecha franja de latón se mueve visiblemente en la penumbra y la puerta se abre dejando al descubierto un pequeño resquicio negro. Quizás es sólo una corriente de aire, el viento, me digo, pues una persona normal no abre una puerta con tanto disimulo, a no ser un ladrón en la noche. Pero no, la rendija se ensancha. Una mano debe empujar la puerta desde dentro con cuidado, y ahora observo también una sombra humana en la oscuridad. Me quedo mirándola petrificado. Entonces, una voz femenina pregunta temerosa a través de la rendija: —¿Hay... hay alguien aquí? La respuesta me queda en la garganta. Enseguida comprendo que sólo una clase de personas puede hablar y preguntar de esta manera: los ciegos. Sólo los ciegos caminan arrastrando los pies y a tientas tan quedamente, sólo ellos tienen este timbre de inseguridad en la voz. Y en el mismo instante me viene un recuerdo. ¿No me había comentado Kekesfalva que Condor se había casado con una ciega? Tiene que ser ella, sólo puede ser ella la que está tras la puerta y me pregunta sin verme. Fuerzo la mirada para captar su sombra dentro de la sombra y finalmente distingo a una mujer delgada metida en una bata holgada y con el pelo gris algo revuelto. ¡Dios mío, esta mujer sin atractivo ni belleza es su mujer! Es terrible sentirte observado por unas pupilas completamente muertas y saber que, sin embargo, no te ven; al mismo tiempo noto, por la manera como adelanta la cabeza pata escuchar, que agudiza todos sus sentidos en un esfuerzo para localizar al desconocido en un espacio que ella no puede abarcar; este esfuerzo desfigura su boca grande y gruesa y la afea aún más.

Permanezco mudo durante un segundo. Luego me levanto, hago una reverencia —sí, hago una reverencia a pesar de que es absurdo inclinarse delante de una ciega— y balbuceo: —Estoy... estoy esperando al doctor.

Ahora ha abierto la puerta del todo. Sigue con la mano izquierda en el picaporte, como si buscara un apoyo en la habitación oscura. Después avanza a tientas, sus cejas se fruncen sobre los ojos apagados y una voz distinta, más dura, me dice en tono imperioso: —No es hora de consulta. Cuando mi marido regrese a casa, primero tendrá que comer y descansar. ¿No puede usted volver mañana? Con cada palabra su rostro se torna más inquieto, es evidente que apenas puede dominarse.

Una histérica, pienso enseguida. No conviene irritarla. Por eso murmuro, haciendo estúpidamente otra reverencia al vacío: —Perdone, señora... Por supuesto que no tengo intención de consultar al doctor a una hora tan tardía. Sólo quería comunicarle algo... Se trata de uno de sus enfermos.

—¡Sus enfermos! ¡Siempre sus pacientes! —el tono irritado se convierte en lacrimoso—. Esta madrugada, a la una y media han venido a buscarlo, ha vuelto a salir a las siete y desde la hora de la consulta no ha regresado todavía. ¡Él mismo caerá enfermo, si no lo dejan en paz! ¡Pero basta ya! Ya le he dicho que no es hora de consulta ahora. Se termina a las cuatro. Déjele anotado lo que quiera o, si es urgente, vaya a ver a otro médico. Hay médicos de sobra en la ciudad, cuatro en cada esquina.

Se acerca a tientas y yo, sintiéndome culpable, retrocedo ante este rostro excitado de ira en el que los ojos desencajados brillan de pronto como globos blancos iluminados.

—Que se vaya, le he dicho. ¡Váyase! ¡Déjenle comer y dormir como a la otra gente! No se agarren todos a él. ¡De noche y de madrugada, todo el santo día, siempre los enfermos, tiene que matarse trabajando por todos y siempre de balde! ¡Porque se dan cuenta de que es débil, lo buscan todos a él y sólo a él!... ¡Ah, son crueles! ¡No conocen más que su propia enfermedad, sus propias preocupaciones! Pero yo no lo tolero, no lo permito. Váyase, he dicho. ¡Váyase ahora mismo! ¡Déjelo en paz, déjele siquiera estas únicas horas libres de la noche! Ha llegado hasta la mesa. En virtud de algún instinto especial debe haber encontrado el lugar donde más o menos me encuentro, pues sus ojos me miran fijamente, como si pudieran verme.

Hay tanta desesperación sincera y a la vez enfermiza en su cólera, que sin quererlo me avergüenzo.

—Claro, señora —me disculpo—. Comprendo perfectamente que el doctor tenga que descansar... No la molesto más. Permítame que le deje una nota o que lo llame por teléfono dentro de media hora.

—¡No! —me grita, desesperada—. ¡No y no! ¡Nada de teléfono! Llaman todo el santo día, todos quieren algo de él, todos preguntan y se lamentan. Aún no se ha llevado el primer bocado a la boca, tiene ya que levantarse de la mesa. Venga mañana a la consulta, le he dicho, seguro que no es tan urgente. Alguna vez tiene que descansar. ¡Váyase ya...! ¡Le digo que se vaya! Y con los puños cerrados, caminando a tientas, la ciega se dirige hacia mí. Es espantoso.

Tengo la sensación de que de un momento a otro me va a atrapar con sus manos extendidas. Pero en este instante chirría la puerta de la entrada y se cierra con perceptible estrépito. Debe de ser Condor. La mujer escucha y se estremece. Sus rasgos se transforman en el acto. Empieza a temblar de pies a cabeza, y sus manos, hace un momento cerradas, se juntan de repente en un gesto de súplica.

—No lo entretenga ahora —susurra—. ¡No le diga nada! Sin duda está cansado, ha andado todo el día de un lado para otro... ¡Le ruego que tenga consideración! Tenga compa...

En este momento se abre la puerta y Condor entra en la habitación.

Sin duda se dio cuenta de la situación a primera vista, pero no perdió el aplomo ni por un segundo.

—Ah, veo que has hecho compañía al teniente —dijo a su manera jovial con la que mejor disimulaba (entonces lo comprendí) sus fuertes tensiones—. Eres muy amable, Klara.

Al tiempo que decía esto se acercó a la ciega y le acarició suavemente el cabello gris y revuelto. El aspecto de la mujer se transformó al instante por efecto de este contacto. El miedo, que un momento antes desfiguraba su boca grande y gruesa, desapareció bajo esa tierna caricia, y apenas sintió la proximidad de su marido se volvió hacia él con una sonrisa desvalida y pudorosa, como la de una novia; su frente un tanto angulosa brillaba pura y clara con el reflejo de la luz.

Después de aquel arrebato violento, era indescriptible esa expresión de calma y seguridad. Al parecer había olvidado por completo mi presencia, embargada por la dicha de sentir la de su esposo. Su mano, atraída magnéticamente, lo buscaba a tientas a través del aire vacío y tan pronto como sus dedos rastreadores tocaron su levita, pasaron una y otra vez arriba y abajo de la manga en suaves caricias. Comprendiendo que todo el cuerpo de la mujer buscaba su proximidad, Condor se le acercó, y entonces ella se apoyó en él, como alguien completamente agotado se deja caer para descansar. Sonriendo, él rodeó sus hombros con el brazo y repitió sin mirarme: —Eres muy amable, Klara —y su voz era también como una caricia.

—Perdona —comenzó ella a disculparse—, pero tenía que explicar a este caballero que tú primero tienes que comer, porque debes estar muerto de hambre. Todo el día de un lado para otro, y mientras te han llamado por teléfono doce o quince veces... Perdona que haya dicho a este señor que volviera mañana, pero...

—Esta vez, querida —dijo riendo y acariciándole de nuevo el cabello (comprendí que lo hacía para que su risa no la hiriera)—, te has equivocado tratando de deshacerte del visitante. Este caballero, el teniente Hofmiller, no es por fortuna un paciente, sino un amigo que hace tiempo me prometió visitarme, si alguna vez venía a la ciudad. Sólo tiene libres las noches, de día está ocupado con el servicio. La cuestión principal ahora es si tienes algo bueno para invitarlo a cenar.

El rostro de la mujer se tiñó de nuevo de aquella tensión miedosa, y por su sobresalto impulsivo comprendí que quería estar a solas con el hombre al que echaba de menos desde hacía tantas horas.

—Oh, no, gracias —me apresuré a rechazar—. Debo marcharme enseguida. No puedo perder el tren. En realidad, sólo quería transmitirle los saludos de los de allá, y eso no nos va a llevar más de unos minutos.

—¿Todo anda bien por allá? —preguntó Condor, mirándome fijamente a los ojos—. De alguna manera debió haber notado que algo no iba bien, pues añadió rápidamente—: Bueno, pues, escuche, amigo mío, mi esposa siempre sabe lo que me pasa, incluso lo sabe mejor que yo. En efecto, tengo un hambre canina, y antes de que haya comido algo y me haya ganado mi cigarro, no serviré para nada. Si te parece bien, Klara, nosotros dos vamos a cenar tranquilamente y haremos esperar un poco al teniente. Mientras tanto le doy un libro o, si lo prefiere, descansa un rato...

Supongo que usted también ha tenido un día agitado —dijo, dirigiéndose a mí—. Cuando llegue el momento del cigarro, volveré con usted, claro que con pantuflas y bata. ¿Verdad, teniente, que no me exige etiqueta? —Y de verdad que no me quedaré más de diez minutos, señora... Luego tendré que correr a la estación.

Estas palabras iluminaron de nuevo el rostro de la mujer. Se volvió hacia mí casi con amabilidad: —Lástima que no quiera cenar con nosotros, teniente. Pero espero que vuelva en otra ocasión.

Me tendió la mano, una mano muy delicada y delgada, ya algo pálida y arrugada. La besé respetuosamente. Y con sincero respeto me quedé mirando cómo Condor condujo a la ciega con gran precaución a través de la puerta, evitando hábilmente que la rozara a la derecha o a la izquierda: era como si llevara en la mano algo muy frágil y valioso.

La puerta permaneció abierta uno o dos minutos y oí los pasos de los pies que se alejaban arrastrándose ligeramente. Después Condor volvió. La expresión de su rostro había cambiado, era aquella cara atenta, penetrante, que le conocía de los momentos de tensión interior. Sin duda había comprendido que no me había presentado en su casa de improviso sin un motivo urgente.

—Vuelvo en veinte minutos, y lo hablaremos todo en un santiamén. Mientras, será mejor que se eche en el sofá o se repantigue en la butaca. No me gusta su aspecto, querido amigo, parece terriblemente cansado. Y ambos tenemos que estar frescos y concentrados.

Y, mudando rápidamente de voz, añadió más alto para que pudieran oírle en la tercera habitación: —Sí, querida Klara, enseguida estoy contigo. Sólo dejo un libro al teniente para que no se aburra entretanto.

La mirada experta de Condor no se había equivocado. Sólo después de haberlo dicho él, me di cuenta de lo terriblemente cansado que estaba tras una noche agitada y un día repleto de tribulaciones. Siguiendo su consejo —ya noté que había quedado completamente a merced de su voluntad—, me estiré en la butaca de su consultorio, con la cabeza del todo reclinada hacia atrás y las manos apoyadas lacias sobre los blandos brazos. Durante mi angustiada espera, fuera debía de haber anochecido del todo, porque apenas distinguía en la habitación algo más que el reflejo plateado de los instrumentos en la alta vitrina y sobre el rincón a mi espalda se abovedaba un nicho de oscuridad alrededor de la butaca en que descansaba. Sin querer, cerré los ojos y enseguida apareció, como en una linterna mágica, el rostro de la ciega con aquella inolvidable transición de temor a felicidad apenas la mano de Condor la había tocado y la había cogido del brazo. Maravilloso médico, pensé. Ojalá pudieras ayudarme a mí de la misma forma. Sentí que mis pensamientos se encadenaban, que recordaba a otra persona que también estaba intranquila y turbada y miraba de modo igualmente angustiado; quería pensar en algo concreto, por cuyo motivo había ido a aquella casa. Pero no lo conseguí.

De pronto una mano me tocó la espalda. Condor debió haber entrado con pasos muy quedos en la habitación completamente oscurecida o yo debí quedarme dormido de verdad. Quise levantarme, pero él me retuvo con una suave y a la vez enérgica presión sobre los hombros.

—No se mueva. Me sentaré a su lado. Se habla mejor en la oscuridad. Una sola cosa le pido: hablemos en voz baja, muy baja. Ya sabe usted que en los ciegos a menudo el oído se desarrolla de un modo mágico, y poseen además un misterioso instinto de adivinación. Bueno, pues —y recorrió mi brazo con la mano, desde el hombro hasta la mía, como en un pase hipnotizador—, cuénteme, y no tenga reparos. Enseguida me he dado cuenta de que algo le pasa.

Curiosamente, me acordé en aquel momento. En la academia militar tenía un compañero que se llamaba Erwin, rubio y delicado como una muchacha. Creo incluso que, sin confesármelo, estaba un poco enamorado de él. De día casi nunca nos hablábamos o, en todo caso, lo hacíamos sobre cosas indiferentes; seguramente nos avergonzábamos de nuestra inclinación secreta y no confesada. Sólo de noche, en el dormitorio, cuando las luces se apagaban, encontrábamos a veces el valor suficiente; apoyados sobre los codos en nuestras camas vecinas, envueltos por la oscuridad protectora y mientras los demás dormían, nos contábamos nuestros pensamientos y nuestras reflexiones pueriles, para luego, al día siguiente, evitarnos indefectiblemente de nuevo con el mismo apocamiento. Durante muchos años no había recordado esas confesiones a media voz que habían sido la dicha y el misterio de mi adolescencia. Pero ahora, arrellanado en la butaca y a oscuras, olvidé por completo mi propósito de disimular delante de Condor. Sin quererlo, fui del todo sincero; así como en aquellos otros tiempos había revelado al compañero de la academia militar mis pequeños sinsabores y mis grandes y extravagantes sueños, así también ahora conté a Condor —y mi relato tenía el secreto placer de la confesión— el inesperado arrebato de Edith, mi sobresalto, mi miedo y mi azoramiento. Se lo conté todo en aquella oscuridad silenciosa, en la que nada se movía excepto los cristales de las gafas que, a veces, cuando él meneaba la cabeza, centelleaban inciertamente.

Luego siguió un silencio y, tras el silencio, un sonido raro. Al parecer. Condor había entrecruzado los dedos y los hacía crujir.

—Así pues, se trataba de eso —refunfuñó de mal humor—. Y yo, estúpido de mí, no me di cuenta de nada. Siempre lo mismo: uno ve la enfermedad, pero no al enfermo. Con estos exámenes y métodos de exploración tan escrupulosos en busca de todos los síntomas, se pasa por alto lo esencial, lo que sucede dentro de la persona. Es decir, algo observé enseguida en la muchacha. Recordará que después del último examen pregunté al viejo si alguien más había intervenido en el tratamiento. Aquella repentina y ardiente voluntad de curarse cuanto antes me había llamado la atención. Acerté, pues, al sospechar que alguien más había entrado en juego.

Pero yo, mentecato, pensé sólo en un curandero o un hipnotizador; creí que algún charlatán le había hecho perder la cabeza. Se me ocurrió toda clase de conjeturas, menos la más simple, la más lógica, la más evidente. Al fin y al cabo, el enamoramiento forma parte orgánica de una muchacha en la edad de desarrollo. Lo malo es que pase precisamente ahora y con tal vehemencia... ¡Dios mío, pobre chiquilla! Se había puesto en pie. Oí el ir y venir de sus cortos pasos y un suspiro: —Es terrible que haya tenido que ocurrir precisamente ahora que hemos tramado ese asunto del viaje. Y lo peor del caso es que ya no hay modo de remediarlo, porque ella está sugestionada con la idea de que tiene que curarse por usted y no por ella misma. ¡Ah, la reacción será terrible, terrible! Ahora que ella lo espera y lo exige todo, no se conformará con una pequeña mejora, un simple progreso. ¡Dios mío, qué terrible responsabilidad hemos asumido! De pronto sentí dentro de mí un impulso de resistencia. Me irritó que me incluyera en ese plural. Al fin y al cabo, había ido allí para liberarme de cualquier compromiso. De modo que lo interrumpí con decisión: —Comparto plenamente su opinión. Las consecuencias son incalculables. Hay que atajar a tiempo esta absurda locura. Tendrá usted que intervenir con energía. Tendrá que decirle...

—¿Decirle qué? —Pues... que ese enamoramiento es una simple chiquillada, un disparate. Tiene que disuadirla.

—¿Disuadirla? ¡Disuadirla de qué! ¿Disuadir a una mujer de su pasión? ¿Decirle que no sienta lo que siente? ¿No amar cuando ama? Sería lo más equivocado y lo más estúpido que podría hacer. ¿Ha oído decir alguna vez que se pueda combatir la pasión con la lógica? ¿O que se pueda persuadir a la fiebre: «Fiebre, no ardas»; o al fuego: «Fuego, no quemes»? Es un pensamiento muy bello, francamente humanitario, gritarle a la cara a una enferma, a una tullida: «¡Por el amor de Dios, quítate de la cabeza la idea de que tú también puedes amar! ¡Es una arrogancia de tu parte manifestar y esperar sentimientos! ¡Tienes que callar y aguantar, porque eres una inválida! ¡Vete a un rincón! ¡Renuncia, abandona! ¡Date por vencida!»... Por lo visto, es así como usted quiere que hable a la pobre. ¡Pero le pido que haga el favor de imaginarse también el maravilloso efecto de estas palabras! —Pero precisamente usted tendría que...

—¿Por qué yo? ¿No ha cargado usted expresamente con toda la responsabilidad? ¿Por qué ahora precisamente yo? —Pero yo no puedo admitir ante ella que...

—¡Ni falta hace! ¡Ni debe hacerlo! ¡Primero volverla loca y luego exigirle sentido común de golpe...! ¡Lo que faltaba! Naturalmente usted no puede dejar entrever a la pobre, ni por el tono de voz ni por un solo gesto, que a usted le resulta penoso su afecto..., sería como golpearle la cabeza con un hacha.

—Pero... —me falló la voz—, alguien tendrá finalmente que explicárselo...

—¿Explicarle qué? ¡Haga el favor de expresarse con más precisión! —Quiero decir... que... que esto no tiene ninguna salida, que es absurdo... que ella no... si yo...

si yo...

Me interrumpí. Condor también callaba. Por lo visto esperaba. Luego, de repente, dio un par de pasos enérgicos hacia la puerta y acercó la mano al interruptor. Penetrantes y despiadadas—la deslumbrante descarga de luz me obligó a cerrar los párpados— tres llamas blancas penetraron en las bombillas. De pronto, la habitación se iluminó como en pleno día.

—¡Bien! —exclamó Condor con viveza—. Bien, teniente, ya veo que no se le pueden poner las cosas demasiado cómodas. Es demasiado fácil esconderse en la oscuridad, y hay ciertos asuntos que es mejor tratarlos mirándose claramente a las pupilas. De modo que basta de decir bobadas, teniente... Aquí hay algo que no cuadra. No me va engañar con eso de que ha venido sólo para enseñarme esta carta. Hay algo más. Tengo la impresión de que abriga un propósito determinado.

O habla francamente o aquí tendré que darle las gracias por su visita.

Las gafas me miraban con un centelleo penetrante. Tuve miedo de su reflejo redondo y bajé los ojos.

—No impone mucho su silencio, teniente. No es precisamente indicio de conciencia limpia.

Pero más o menos barrunto lo que pasa. No se ande con rodeos, por favor. A juzgar por esta carta, ¿se propone acaso poner fin repentino a eso que llama amistad? Esperó. Yo mantuve los ojos clavados en el suelo. Su voz adoptó el tono exigente de un examinador.

—¿Sabe lo que significaría que ahora usted pusiera pies en polvorosa, después de haber hecho perder el juicio a la muchacha con su dichosa compasión? Seguí callado.

—Bueno, pues, ahora me permitirá expresarle el calificativo que en mi opinión merece semejante proceder: esta manera de largarse sería una abominable cobardía... ¡Ah, no se sulfure enseguida como un militar! ¡Dejemos al margen al oficial y al código de honor! No es cosa de guasa, se trata de un ser vivo, de una persona joven y muy valiosa; de una persona, además, de la 1que yo soy responsable... En estas circunstancias, no tengo ganas ni humor de ser cortés. En todo caso, para que no se engañe respecto al peso que carga en su conciencia con su huida, le diré con toda claridad que su fuga en un momento tan crítico..., ¡por favor, no se haga el sordo!..., sería un crimen infame contra un ser inocente, y aún me temo más que eso: ¡sería un asesinato! El hombrecito regordete se abalanzó sobre mí con los puños cerrados como un boxeador. En otro momento habría parecido ridículo con su bata enguatada y arrastrando las pantuflas, pero de su cólera sincera emanaba una fuerza avasalladora cuando de nuevo me habló a gritos: —¡Un asesinato! ¡Un asesinato! ¡Un asesinato! ¡Sí, señor, y usted lo sabe! ¿O cree usted que esta criatura sensible y orgullosa soportaría que, después de haberse abierto por primera vez a un hombre, por toda respuesta ese caballero huyera despavorido, como si hubiera visto al mismísimo diablo? ¡Un poco más de fantasía, si se me permite! ¿Es que no ha leído la carta o no tiene ojos en el corazón? Ni siquiera una mujer normal y sana toleraría semejante desprecio. Un golpe así daría al traste con su equilibrio interior durante años. Y esta muchacha, que se mantiene en pie sólo con la insensata esperanza de curarse que usted le ha infundido por imprudencia..., esta persona turbada y traicionada, ¿cree usted que lo soportaría? ¡Si no la destruye ese golpe, se destruirá ella misma! Sí, lo hará ella misma, un ser desesperado no soporta semejante humillación. Estoy convencido de que no resistirá tal crueldad, y usted, teniente, lo sabe tan bien como yo. Y puesto que lo sabe, su huida no sería sólo debilidad y cobardía, ¡sino también un asesinato alevoso y premeditado! Instintivamente retrocedí todavía más. En el instante en que pronunció la palabra «asesinato», lo vi todo en una visión relámpago: ¡la balaustrada de la terraza y cómo Edith se agarraba a ella convulsivamente con ambas manos, cómo tuve que cogerla y separarla de allí con todas mis fuerzas y en el último momento! Sabía que Condor no exageraba, que Edith haría exactamente eso: arrojarse al vacío. Vi ante mí las losas de piedra del patio lo vi todo en aquel instante como si estuviera sucediendo, como si ya hubiera sucedido, y en mis oídos retumbó un zumbido como si yo mismo me precipitara hacia abajo los cuatro o cinco pisos.

Condor seguía apremiándome.

—¿Qué? ¡Niéguelo ahora! ¿Muestre por fin un poco de ese valor al que está obligado por su profesión! —Pero, doctor..., ¿qué quiere que haga?... No puedo actuar en contra de mi voluntad..., no puedo decir lo que no quiero decir... ¿A santo de qué debería proceder como si condescendiera a su desvarío?—y, sin poderme dominar, exclamé—: ¡No, no lo soporto, no puedo soportarlo...! ¡No puedo, no quiero ni puedo! Debí de gritar mucho, pues sentí los dedos de Condor en mi brazo como garfios de hierro.

—¡En voz baja, por el amor de Dios! Corrió hacia el interruptor y apagó de nuevo la luz. Sólo la lámpara del escritorio esparcía un cono de tenue claridad bajo su amarillenta pantalla.

—¡Por todos los diablos! Con usted hay que hablar como con un enfermo. Vamos, siéntese tranquilo. En este sillón se han discutido ya cuestiones bastante más graves.

Arrimó un poco más su silla.

—Bien. Hablemos ahora sin excitarnos y, por favor, poco a poco, tranquila y ordenadamente.

Usted anda gimoteando: «No puedo soportarlo.» Pero esto no me dice mucho. Tengo que saber qué es lo que no puede soportar. ¿Qué es lo que le aterra tanto en el hecho de que esa pobre niña se haya enamorado tan locamente de usted? Me disponía a contestar, pero Condor se apresuró a intervenir de nuevo: —¡No se precipite! ¡Y sobre todo no se avergüence! De suyo, puedo comprender que en un primer momento uno se asuste ante una confesión tan apasionada y que le coge desprevenido.

Sólo a las cabezas hueras las hace felices el «éxito» con las mujeres, sólo los necios alardean de ello.

Un hombre de verdad se queda más bien hecho un pasmarote al darse cuenta de que una mujer se ha vuelto loca por él y no poder corresponder a sus sentimientos. Todo eso lo comprendo. Pero, puesto que usted está tan completa e insólitamente trastornado, debo preguntarle: ¿no intervendrá en su caso algo especial, quiero decir, dadas las especiales circunstancias...? —¿Qué circunstancias? —Pues... el hecho de que Edith... Es tan difícil formular estas cosas... Quiero decir..., ¿no será tal vez que su... su defecto físico le produce en definitiva una cierta aversión..., una repugnancia fisiológica? —No, en absoluto —protesté enérgicamente.

Fue precisamente su desamparo, su indefensión, lo que me atrajo hacia ella de modo tan irresistible, y si en algunos momentos, experimenté algún sentimiento que se acercara misteriosamente a la ternura de un amante, fue sólo porque me conmovía su pena, su soledad y su defecto.

—¡No! ¡Nunca! —repetí con un convencimiento casi irritado—. ¡Cómo puede usted pensar una cosa así! —Tanto mejor. Eso me tranquiliza hasta cierto punto. Mire, los médicos a menudo tenemos ocasión de observar esta clase de inhibición psíquica en las personas al parecer más normales.

Nunca he comprendido a los hombres en los que la más pequeña anomalía en una mujer produce una especie de idiosincrasia, pero existe una infinidad de hombres para los que queda excluida toda posibilidad de relación erótica tan pronto como de los millones y miles de millones de células que conforman un cuerpo, un ser humano, tan sólo un centímetro de pigmento aparece desfigurado. Por desgracia, estas repulsiones, como todos los instintos, son insuperables... Por eso celebro doblemente que no sea éste su caso, que no sea la parálisis en sí lo que tanto le amedrenta.

Pero entonces sólo puedo suponer que... ¿Puedo hablar con toda sinceridad? —Desde luego.

—Sólo puedo suponer que su temor no era por el hecho en sí, sino por sus consecuencias...

Quiero decir que no le espanta tanto el enamoramiento de la pobre criatura como el hecho de que otros puedan enterarse y burlarse de ello... En mi opinión, pues, su turbación no es sino una especie de temor, y disculpe, de caer en el ridículo frente a los demás, frente a sus camaradas.

Fue como si Condor me hubiera clavado una aguja fina y afilada en el corazón, pues lo que él había expresado en palabras yo lo había sentido en el inconsciente desde hacía tiempo, pero no me atrevía a pensarlo. Ya desde el primer día había temido que mi singular relación con la inválida pudiera ser objeto de burlas por parte de mis camaradas, dados a aquella «campechanería» austriaca bonachona, pero a la vez mortificante; sabía demasiado bien cómo se mofaban de cualquiera al que «atrapaban» con una persona «deformada» o poco elegante. Sólo por esta razón había construido instintivamente aquel doble estrato en mi vida entre un mundo y el otro, entre el regimiento y los Kekesfalva. En efecto, Condor lo había sospechado con acierto: desde el primer momento en que me percaté de la pasión de Edith, me sentí sobre todo avergonzado ante los demás: ante el padre, ante Ilona, ante el criado, ante los compañeros. Incluso ante mí mismo me avergonzaba de mi fatal compasión.

Entonces sentí la mano de Condor que rozaba mi rodilla como un imán.

—No, no se avergüence. Si hay alguien que comprende que se pueda tener miedo de la gente en cuanto algo contraría sus conceptos reglamentados, ése soy yo. Usted ya ha visto a mi mujer.

Nadie entendió por qué me casé con ella, todo lo que no coincide con su línea estrecha y, digamos, normal, vuelve a los hombres primero curiosos y después malévolos. Mis señores colegas no tardaron en divulgar en voz baja que mi tratamiento había sido una chapuza y que me había casado con ella sólo por miedo... Mis amigos, a su vez, los así llamados amigos, hicieron correr la voz de que ella tenía mucho dinero o esperaba una herencia. Mi madre, mi propia madre, se negó durante dos años a recibirla, porque ya me tenía preparado otro partido, la hija de un catedrático, que entonces era el internista más famoso de la universidad, y cuando me hubiera casado con ella, a las tres semanas hubiera sido profesor, luego catedrático y toda mi vida habría sido un lecho de rosas. Pero yo sabía que aquella mujer se hundiría, si la dejaba en la estacada. Sólo creía en mí y, si yo le hubiera quitado esta fe, habría sido incapaz de seguir viviendo. Pues bien, le confieso con toda franqueza que no me arrepiento de mi elección, porque créame si le digo que como médico, y precisamente como médico, pocas veces se tiene la conciencia limpia. Es harto sabido cuán poco se puede ayudar en realidad, y que un individuo solo no puede luchar contra la inmensidad de la aflicción diaria. Lo único que consigue es sacar unas gotas de agua con un dedal de ese mar sin fondo, y aquellos a los que hoy cree haber curado mañana sufren otro achaque. Uno tiene siempre la sensación de haber sido demasiado negligente, demasiado descuidado, y a eso hay que añadir los errores, los fallos técnicos, que inevitablemente comete... De todos modos, queda la tranquilidad de conciencia de haber salvado por lo menos una vida, de no haber defraudado una confianza, de haber hecho una cosa bien. Al fin y a la postre, uno debe saber si ha llevado una existencia insulsa y boba o si ha vivido para algo. Créame —y de pronto sentí su proximidad como algo cálido y casi tierno—, vale la pena cargar con una tarea ardua, si con ello se aligera a otra persona.

Me emocionó la profunda vibración de su voz. De pronto sentí un leve ardor en el pecho, aquella presión harto conocida como si el corazón se ensanchara o se tensara; sentí cómo el recuerdo del desesperado abandono de aquella infeliz criatura despertara de nuevo en mí la compasión. Supe que enseguida empezaría a fluir aquel manantial al que era incapaz de resistirme. ¡Pero no cedas!, me dije. No te dejes comprometer de nuevo, no te retractes! Y alcé la vista completamente decidido.

—Doctor, cada uno conoce hasta cierto punto el límite de sus fuerzas. Por eso debo advertirle de que, por favor, no cuente conmigo. Le toca a usted y no a mí ayudar a Edith ahora. Ya he ido en este asunto mucho más lejos de lo que quería en un principio, y le digo con toda franqueza que no soy en absoluto tan bueno ni tan abnegado como usted cree. ¡He llegado al límite de mis fuerzas! No soporto por más tiempo que me adoren, que me idolatren, fingiendo a la vez que lo deseo o lo tolero. Es mejor que ella comprenda ahora la situación que no sufrir un desengaño más tarde. Le doy mi palabra de honor de soldado que le hablo con toda sinceridad: no cuente conmigo, no me sobreestime.

Debí hablar con gran decisión, porque Condor me miró un tanto perplejo.

—Esto suena casi como si hubiera tomado ya una decisión muy concreta.

Se levantó de golpe.

—¡Toda la verdad, por favor, y no a medias! ¿Ha hecho... algo irrevocable? Yo también me puse en pie.

—Sí —dije, sacando del bolsillo la solicitud de renuncia—. Tenga, léalo usted mismo.

Condor cogió la hoja de papel con gesto vacilante y me echó una mirada de inquietud antes de acercarse al pequeño cono de luz de la lámpara. Leyó en silencio y despacio. Después dobló la hoja y me dijo muy tranquilamente, en un tono impregnado de la mayor objetividad y naturalidad: —Supongo que, después de lo que le he expuesto anteriormente, se da perfecta cuenta de las consecuencias... Acabamos de comprobar que su escapada tendrá funestas consecuencias para la muchacha..., asesinato o suicidio... Supongo, pues, que se dará perfecta cuenta de que esta hoja de papel no sólo representa una solicitud de renuncia, sino también... una sentencia de muerte para la pobre criatura.

No respondí.

—Le he hecho una pregunta, teniente. Y la repito: ¿es plenamente consciente de las consecuencias? ¿Toma sobre su conciencia toda la responsabilidad? Seguí callado. Él se acercó con la hoja doblada en la mano y me la devolvió.

—Gracias. No quiero tener nada que ver con el asunto. ¡Tenga, cójala! Pero mi brazo estaba paralizado. No tenía fuerza para levantarlo. Y no tenía el valor suficiente para aguantar su mirada escrutadora.

—¿No tiene intención, pues, de... de cursar la sentencia de muerte? Me volví con las manos detrás de la espalda. Él comprendió.

—¿Puedo romperla, pues? —Sí —respondí—. Se lo ruego.

Volvió al escritorio. Sin mirar, oí cómo rasgaba el papel enérgicamente, una, dos y hasta tres veces, y luego cómo los trozos caían en la papelera con un leve crujido. Es curioso, pero me sentí aliviado. De nuevo —por segunda vez en aquel día tan cargado de destino— se había tomado una decisión por mí. No tuve que tomarla yo. Lo hizo ella misma por mí.

Condor se acercó y me obligó a sentarme de nuevo con una suave presión de su mano.

—Bien, creo que hemos evitado una gran desgracia..., ¡una desgracia muy grande! Y ahora, vayamos al asunto. De todos modos, celebro la oportunidad de haberlo más o menos conocido...; no, no se defienda. No lo sobreestimo, no lo considero en absoluto «la buena y maravillosa persona» por la que lo tienen los Kekesfalva, sino un interlocutor de poco fiar por la inseguridad de sus sentimientos y una singular impaciencia de su corazón. Si bien me alegro de haber evitado su absurda escapada, no me gusta en absoluto la rapidez con la que toma decisiones y con la que luego desiste de sus propósitos.

No hay que imponer responsabilidades serias a personas tan expuestas a los cambios de humor. Usted sería el último al que quisiera obligar a algo que requiere constancia y tenacidad.

»¡Por lo tanto, escúcheme! No le pido mucho. Sólo lo imprescindible, lo absolutamente necesario. Hemos inducido a Edith a empezar un nuevo tratamiento o, por lo menos, uno que ella considera nuevo. Por usted ha decidido emprender el viaje, irse unos meses y, como usted sabe, partirá dentro de ocho días. Pues bien, necesito su ayuda para esos ocho días, y añado para su descargo que será sólo para esos ocho días. Sólo le pido que me prometa que, durante esta semana, hasta el momento de su partida, no haga nada brusco, nada precipitado y, sobre todo, que ni con palabras ni con gestos demuestre que el afecto de la pobre muchacha le disgusta tanto.

Por el momento no voy a pedirle nada más... Creo que es lo mínimo que se le puede pedir: ocho días de autocontrol, tratándose como se trata de la vida de otra persona.

—Sí, pero... ¿y luego? —Por el momento no pensemos en más adelante. Si tengo que operar un tumor, tampoco me pregunto si se reproducirá o no al cabo de unos meses. Cuando me llaman para asistir a alguien, no tengo que hacer sino una cosa: intervenir sin titubear. En todos los casos es la única cosa acertada, porque es la única cosa humana. Todo lo demás está en manos del azar o, como dirían los creyentes, en manos de Dios. ¡Las cosas que pueden ocurrir en unos meses! Quizá su estado mejore realmente más deprisa de lo que me imaginaba o quizá su pasión se enfríe con la distancia...; no puedo prever todas las posibilidades, ¡y usted tampoco debe calcularlas de antemano! Concentre todas sus fuerzas únicamente en no revelarle dentro de este plazo de tiempo decisivo que el amor que le profesa a usted le resulta... le resulta horrible. Repítase una y otra vez: ocho días, siete días, seis días, y salvaré a una persona, no la heriré, no la ofenderé, no la abrumaré, no la desanimaré. Ocho días de porte viril, decidido... ¿Se ve verdaderamente capaz de aguantarlo? —Sí —respondí espontáneamente. Y añadí todavía con más decisión—: ¡Estoy seguro! ¡Estoy del todo seguro! Desde que sabía que mi cometido tenía un límite, sentí una especie de fuerza nueva. Oí un suspiro de alivio.

—¡Gracias a Dios! —exclamó Condor—. Ahora puedo confesarle también cuán preocupado estaba. Créame, Edith no habría soportado que en respuesta a su carta, a su confesión, usted hubiera huido. Por eso los próximos días son tan decisivos. Todo lo demás ya se andará. Por el momento dejemos que la pobre criatura sea un poco feliz: ocho días de felicidad sin pensar en nada. ¿Usted me garantiza esta semana, verdad? En vez de decir una palabra, le tendí la mano.

—Entonces, creo que todo está de nuevo arreglado y podemos ir sin más a hacer compañía a mi mujer.

Pero no se levantó. Noté que todavía había algo que lo hacía vacilar.

—Una cosa más —añadió en voz baja—. Los médicos estamos obligados a pensar siempre en los imprevistos, tenemos que estar preparados para cualquier eventualidad. Si ocurriera cualquier contratiempo, y pongo un caso irreal, por ejemplo... si le fallaran las fuerzas o si la desconfianza de Edith desembocara en una crisis, por favor notifíquemelo enseguida. Por nada del mundo debe ocurrir nada irrevocable durante esta fase breve, pero peligrosa. Si no se siente capaz de cumplir con su misión o si, en estos ocho días, se traiciona inconscientemente, no se avergüence delante de mí, ¡por el amor de Dios, no le dé vergüenza confiarse a mí, que he visto ya bastante gente desnuda y bastantes almas frágiles! Puede venir a verme o llamarme a cualquier hora del día o de la noche; estaré siempre preparado para acudir, porque sé lo que está en juego. Y ahora —la silla a mi lado se movió y comprendí que Condor se había levantado— más vale que nos traslademos allá. Hemos hablado bastante tiempo y mi mujer se impacienta con facilidad. Después de tantos años tengo que andar con cuidado para no irritarla. Aquel a quien el destino golpea una vez con dureza queda para siempre vulnerable.

Anduvo de nuevo los dos pasos hasta el interruptor y las bombillas se encendieron. Cuando entonces se volvió hacia mí, me pareció que su rostro había cambiado; quizás era sólo porque la claridad deslumbrante hacía resaltar sus rasgos, pero lo cierto es que por primera vez observé las profundas arrugas de su frente y, en toda su actitud, lo cansado y agotado que estaba aquel hombre. Siempre se ha entregado a los demás, pensé. De repente me pareció mezquina mi intención de huir ante la primera contrariedad, y lo miré con agradecida emoción.

Él pareció notarlo y sonrió.

—Celebro que haya venido a verme y hayamos podido explicarnos —me dijo, dándome un golpecito en el hombro—. ¡Imagínese que se hubiera largado sin pensarlo dos veces! Le hubiera pesado sobre la conciencia toda la vida, pues se puede huir de todo, menos de uno mismo... Pero, vamos ya. Venga, mi querido amigo.

La palabra «amigo», que aquel hombre me dedicó en ese momento, me emocionó. Él sabía lo débil y cobarde que era yo y, sin embargo, no me menospreció. Con esta sola palabra, el mayor devolvía la confianza al más joven, el hombre de experiencia al inexperto e inseguro. Lo seguí, aliviado y ligero.

Atravesamos primero la sala de espera, luego Condor abrió la puerta de la habitación contigua. Su mujer hacía labor de punto sentada a la mesa del comedor todavía sin quitar. No había en su actividad ningún indicio que permitiera sospechar que unas manos ciegas no manejasen las agujas con tanta facilidad y seguridad, y las cestitas con la lana y las tijeras formaban una línea perfectamente recta. Sólo cuando, inclinada sobre su labor como estaba, levantó hacia nosotros sus pupilas vacías y la lámpara se reflejó en miniatura en su curva lisa, se hizo evidente la insensibilidad de sus ojos.

—¿Qué, Klara, cumplimos la palabra? —dijo Condor acercándose a ella con ternura y con aquel tono dulce y vibrante que salía de su garganta siempre que se dirigía a ella—. ¿Verdad que no hemos tardado mucho? ¡Y si supieras cuánto me alegro de que el teniente haya venido a visitarme! Porque debes saber..., pero siéntese un momento, querido amigo..., que su guarnición está en la misma ciudad donde viven los Kekesfalva. ¿Seguro que recuerdas a mi pequeña paciente, verdad? —Ah, ¿la pobre muchacha inválida? —Y ahora comprenderás también que a través del teniente tengo noticias de vez en cuando de las novedades que hay allí, sin necesidad de desplazarme adrede. Casi todos los días va a visitarla para interesarse por su estado y hacerle compañía, a la pobre.

La ciega volvió la cabeza hacia donde suponía que yo me hallaba. Una expresión de ternura suavizó sus duros rasgos.

—Es usted muy bueno, teniente. Me imagino el bien que esto le hace —me dijo, asintiendo con la cabeza; involuntariamente su mano se me acercó por encima de la mesa.

—Sí, y a mí también —prosiguió Condor—, porque, de lo contrario, tendría que ir más a menudo a calmar sus nervios. Para mí significa un gran alivio que, precisamente en esta última semana, antes de irse a Suiza a reponerse, el teniente Hofmiller cuide un poco de ella. No siempre es fácil tratarla, pero el teniente sabe llevarla maravillosamente bien; sé que no me fallará. Puedo confiar en él más que en todos mis ayudantes y colegas.

Comprendí al instante que Condor quería tenerme más fuertemente atado comprometiéndome en presencia de aquella otra mujer desvalida, pero hice gustoso la promesa.

—Desde luego puede usted confiar en mí, doctor. Durante estos ocho días, del primero al último, iré a visitarla sin falta y de inmediato le comunicaría a usted por teléfono el menor incidente que se produjera. Sin embargo —lo miré significativamente por encima de la ciega—, no habrá incidentes ni dificultades. Estoy seguro.

—Yo también—confirmó él con una leve sonrisa.

Nos entendimos a la perfección. Pero entonces percibimos un ligero esfuerzo alrededor de la boca de la mujer. Era evidente que algo la atormentaba.

—Todavía no le he pedido disculpas, teniente. Temo que antes he estado un poco... un poco descortés con usted. Pero la estúpida de la muchacha no había anunciado a nadie, yo no tenía idea de quién esperaba en la sala y Emmerich todavía no me había hablado de usted. Por eso pensé que sería algún extraño que quería retenerlo, y él está siempre muerto de cansancio cuando llega a casa.

—Hizo lo que debía, señora, y creo incluso que aún debería ser más severa. Temo, y perdone mi indiscreción, que su esposo se prodiga demasiado.

—Lo da todo —me interrumpió con vehemencia y acercó un poco más la silla, mostrando un apasionado interés—. Lo da todo, créame: su tiempo, sus nervios, su dinero. No come ni duerme por culpa de sus enfermos. Todos lo explotan y yo, con mi ceguera, no puedo aliviarlo en nada, no puedo ahorrarle ningún trabajo. ¡Si usted supiera cuán preocupada me tiene! Todo el día pienso: todavía no ha comido nada, ahora está de nuevo en el tren, en el tranvía, y luego lo despertarán una vez más en mitad de la noche. Tiene tiempo para todos, menos para sí mismo. Y, Dios mío, ¿quién se lo agradece? ¡Nadie! ¡Nadie! —¿De verdad, nadie?—dijo él, inclinándose con una sonrisa hacia su vehemente esposa.

—Claro que sí —respondió ella, sonrojándose—. Pero yo no puedo hacer nada por él. Cada vez que vuelve a casa después del trabajo, me encuentra consumida por el miedo. ¡Ah, si usted tuviera influencia sobre él! Necesita a alguien que lo frene un poco. Al fin y al cabo, es imposible ayudar a todo el mundo...

—Pero hay que intentarlo —dijo él, mirándome—. Para eso se vive. Sólo para eso.

Fue una advertencia que me penetró hasta el fondo del alma. Pero, desde que había tomado la decisión, me sentía capaz de aguantar sus miradas.

Me levanté. En aquel momento había hecho una promesa. Apenas oyó que mi silla se movía, la ciega alzó los ojos.

—¿Realmente tiene que marcharse? —preguntó la mujer con sincero pesar—. ¡Qué lástima, qué lástima! Pero volverá pronto, ¿verdad? Tuve una sensación extraña. ¿Por qué será, me pregunté asombrado, que inspiro confianza a todo el mundo, que esta ciega levante radiante sus ojos vacíos hacia mí, que este hombre, casi un extraño, me rodee los hombros amistosamente con su brazo? Mientras bajaba las escaleras, ya no comprendía lo que me había llevado hasta allí una hora antes. En realidad, ¿por qué había querido huir? ¿Porque un superior gruñón me había insultado? ¿Porque alguien, una pobre criatura lisiada, se había enamorado de mí? ¿Porque alguien quería apoyarse en mí para levantarse? Sin embargo, era maravilloso ayudar, lo único que en verdad recompensaba y valía la pena. Y esa toma de conciencia me impelió a hacer, ahora por propia voluntad, lo que ayer todavía me había parecido un sacrificio insoportable: mostrarme agradecido a un ser que siente un amor tan grande y tan ardiente por otro ser.

¡Ocho días! Desde que Condor había fijado un plazo a mi misión, me sentí de nuevo seguro de mí mismo. Una sola hora me inspiraba temor, o más bien un solo minuto, aquel en que debía enfrentarme de nuevo a Edith, por primera vez después de su confesión. Sabía que, después de una confidencia tan impetuosa, ya no era posible aparentar una total naturalidad. La primera mirada después de aquel beso ardiente debía contener la pregunta: ¿me has perdonado?, y quizás otra más peligrosa todavía: ¿aceptas mi amor y lo correspondes? Esa primera mirada de rubor, de impaciencia contenida y, sin embargo, incontenible, podía convertirse, lo presentía claramente, en la más peligrosa y a la vez en la más decisiva. Una sola palabra desatinada, un solo gesto impropio, podía traicionar cruelmente lo que yo no tenía derecho a revelar y entonces podía ocurrir irrevocablemente aquello brusco y ofensivo contra lo que Condor me había advertido con tanta insistencia. Pero, si resistía aquella mirada, estaría salvado y quizá la habría salvado a ella para siempre.

Pero apenas entré en la casa al día siguiente, enseguida me di cuenta de que Edith, a quien la misma preocupación había vuelto perspicaz, había tomado las medidas necesarias para no encontrarse a solas conmigo. Ya en el vestíbulo oí voces femeninas conversando animadamente; al parecer, a aquella hora poco habitual, a la que de ordinario ningún otro invitado estorbaba nuestras entrevistas, había invitado a unas conocidas para que la protegieran y así tender un puente sobre el primer instante crítico.

Ya antes de entrar en el salón, Ilona corrió a mi encuentro con una impetuosidad llamativa — siguiendo instrucciones de Edith o por iniciativa propia— y me acompañó para presentarme a la esposa del jefe del distrito y a su hija, una muchacha clorótica, pecosa y de sonrisa burlona, y a la que, yo lo sabía, Edith no soportaba. De este modo se enmascaró, por decirlo así, aquella primera mirada, e Ilona me empujó enseguida hacia la mesa. Tomamos té y charlamos. Yo mantuve una vehemente conversación con la pecosa y arrogante pavitonta de provincias, mientras Edith charlaba con la madre. Esta distribución, nada casual, intercalaba unos eslabones aislantes en el vibrante contacto subterráneo entre ella y yo; pude evitar mirar a Edith, a pesar de que unas cuantas veces noté que sus ojos se posaban inquietos sobre mí. Y cuando las dos damas finalmente se levantaron, la hábil Ilona salvó también la situación con una rápida maniobra.

—Sólo acompaño a las señoras hasta la puerta. Mientras, podéis empezar vuestra partida de ajedrez. Y luego tendré todavía un poco que hacer con los preparativos del viaje, pero antes de una hora estaré de nuevo con vosotros.

—¿Tiene ganas de jugar una partida?—pude preguntar a Edith con naturalidad.

—Sí —contestó ella, bajando los ojos, mientras las otras tres salían de la habitación.

Mantuvo la mirada fija en el regazo mientras yo preparaba el tablero y ordenaba las piezas detenidamente para ganar tiempo. Según una vieja regla del juego, solíamos esconder una blanca y una negra en el puño, detrás de la espalda, para decidir quién atacaba y quién defendía. Pero la elección exigía un intercambio de palabras, como mínimo «derecha» o «izquierda», de modo que lo evitamos de común acuerdo, y yo dispuse las piezas sin más preámbulos. ¡No hables! ¡Encierra todos los pensamientos en el cuadrado de sesenta y cuatro casillas! ¡Ten la vista clavada sólo en las piezas, no mires siquiera los dedos que las mueven! Y así jugamos con aquel ensimismamiento fingido que suele ser propio sólo de los empedernidos maestros del ajedrez, los cuales olvidan todo lo que acontece a su alrededor y concentran toda su atención exclusivamente en la partida.

Pero pronto el juego mismo descubrió el embuste de nuestro proceder. En la tercera partida Edith falló por completo. Hacía movimientos equivocados, y yo noté claramente por el temblor de sus dedos que no resistiría por mucho tiempo aquel falso silencio. En mitad de la partida apartó el tablero de un manotazo.

—¡Basta! ¡Déme un cigarrillo! Saqué uno de la pitillera de plata cincelada y encendí solícito una cerilla. Cuando ardió la llama, no pude evitar sus ojos. Miraban completamente inmóviles, no dirigidos a mí ni hacia cualquier otra dirección determinada; como congelados por una cólera glacial, permanecían inmutables y ajenos, pero por encima de ellos se agitaban convulsivamente las tensas cejas, formando un arco tembloroso. Comprendí al instante las señales de tormenta que anunciaban un inevitable ataque nervioso.

—¡No!—la exhorté, sinceramente asustado—. ¡Por favor, no! Se echó hacia atrás en su sillón. Vi que el temblor convulsivo se propagaba por todo su cuerpo y que sus dedos se incrustaban cada vez más en los brazos del sillón.

—¡No, no! —le rogué de nuevo, pues no se me ocurría otra palabra de conjuro que ésta. Pero el llanto retenido ya había roto los diques. No eran sollozos fuertes e impetuosos, sino, peor todavía, un llanto silencioso y estremecedor, con los labios apretados, un llanto del que ella misma se avergonzaba y que, no obstante, no podía reprimir.

—¡No! ¡Por favor, no! —repetí y, para calmarla, me incliné hacia ella y puse la mano en su brazo. Inmediatamente una especie de descarga eléctrica recorrió sus hombros y luego atravesó como una hendidura todo su cuerpo doblado sobre sí mismo.

Y de repente cesaron las convulsiones, y toda ella volvió a erguirse. No se movió más. Era como si todo el cuerpo esperara, como si estuviera al acecho, para comprender lo que significaba ese contacto de otra persona, saber si era ternura o amor o sólo compasión. Fue terrible esta espera con el aliento contenido, la espera de todo un cuerpo que acechaba inmóvil. No tuve valor para retirar la mano, que había mitigado con tan maravillosa rapidez un llanto que se encrespaba y, por otro lado, tampoco tenía fuerza para imprimir a mis dedos una ternura que el cuerpo de Edith, su piel ardiente —la sentía bajo la mía— esperaba con impaciencia. Dejé descansar ahí mi mano como algo extraño, y me pareció como si en aquel punto me acogiera toda su sangre, cálida y palpitante.

Mi mano permaneció inerte sobre su brazo no sé durante cuánto rato, pues el tiempo se detuvo en aquellos minutos y se quedó tan quieto como el aire de la habitación. Luego sentí un incipiente y ligero esfuerzo en sus músculos. Con la cara vuelta hacia otro lado, sin mirarme, con su mano derecha llevó la mía, suavemente, hacia sí, poco a poco fue acercándola a su corazón y entonces añadió también la izquierda, tierna y vacilante. Ambas sostuvieron con mucho tiento mi grande, pesada y desnuda mano de hombre, y comenzaron a acariciarla suave y tímidamente. Al principio, sus delicados dedos, como llevados por la curiosidad, sólo recorrieron la palma de mi mano, inmóvil e indefensa, deslizándose por la piel como un hálito. Luego sentí cómo sus gestos de tacto fino e infantil se aventuraban con cuidadoso roce desde la muñeca hasta la punta de los dedos, cómo reseguían insinuantes y tentadores las formas, de dentro afuera y de fuera adentro, cómo primero se detuvieron asustados al llegar a la dureza de las uñas para luego rodearlas también a tientas y, deslizándose por las venas, regresar después a la muñeca, y de nuevo de arriba abajo. Era una exploración tierna, que en ningún momento se atrevió a coger, apretar y retener mi mano con verdadera fuerza. Como un baño de agua tibia se acercaba esa caricia juguetona, respetuosa y a la vez infantil, asombrada y avergonzada. Y, sin embargo, sentí que la amante muchacha me abrazaba todo entero en ese trocito de mí que yo le había entregado. Sin querer, su cabeza se hundió más en el respaldo del sillón como para gozar más voluptuosamente de este contacto; quedó tendida como una durmiente, como soñando, con los ojos cerrados y los labios entreabiertos, y un reposo total sosegaba y a la vez iluminaba su rostro, mientras sus amorosos dedos recorrían una y otra vez mi mano, con renovada dicha, desde la muñeca hasta la punta de los dedos. No había deseo en ese contacto íntimo, sólo una felicidad silenciosa y asombrada de poder poseer, al fin, algo de mi cuerpo, siquiera fugazmente, y mostrarle su inmenso amor. En ningún abrazo de mujer, ni aun en el más ardiente, he sentido desde entonces una ternura tan conmovedora como en aquel juego delicado, casi de ensueño.

No sé cuánto duró. Esta clase de experiencias está más allá del tiempo habitual; de aquellos tímidos toques y caricias emanaba algo aturdidor, hechicero, hipnótico, que me excitaba y trastornaba más que el beso impetuoso y ardiente de la otra vez. Aún no me sentía con fuerzas para retirar la mano —«sólo debes tolerar mi amor», recordé—; como en un vago sueño sentí con fruición ese constante goteo sobre mi piel hasta los nervios y lo toleré, impotente e indefenso, pero avergonzado a la vez en el subconsciente de ser amado tan sobremanera y de no sentir, por mi parte, más que un temor confuso, unos desconcertados escalofríos.

Pero, poco a poco, mi propia rigidez me resultó insoportable. No me cansaba la caricia, ni el cálido ir y venir de sus afectuosos dedos, ni su contacto tímido y vaporoso, antes bien me torturaba la inmovilidad de mi mano, tan muerta que era como si no me perteneciera y como si la persona que la acariciaba no formara parte de mi vida. Sabía que, así como en estado de duermevela se oye el repicar de las campanas, tenía que dar una respuesta: o resistirme a la caricia o devolverla. Pero no tenía fuerzas para lo uno ni para lo otro: sólo sentía la urgencia de poner fin a este juego peligroso, de modo que por cautela contraje los músculos. Despacio, despacio, muy despacio, comencé a liberar la mano del ligero lazo. Sin que se notara, confiaba. Pero la sensible muchacha notó enseguida esa incipiente retirada, antes incluso de que yo me diera cuenta; de golpe soltó mi mano, poco menos que asustada. Sus dedos cayeron como hojas marchitas; bruscamente desapareció de mi piel el cálido goteo. Un tanto perplejo, retiré la mano ahora liberada, pues al mismo tiempo se había oscurecido el rostro de Edith y de nuevo comenzó aquel temblor convulsivo e infantil alrededor de su boca.

—¡No, no! —le susurré; no encontraba otras palabras—. Ilona no tardará.

Y al ver que, con esas palabras vacías y sin fuerza, sólo conseguí que se pusiera a temblar todavía con más vehemencia, de nuevo se apoderó de mí aquella compasión que se inflamaba repentinamente. Me incliné sobre ella y la besé en la frente, rozándola con un beso fugaz.

Pero sus pupilas me miraron grises y severas, en actitud defensiva; por decirlo así, me atravesaron, como si Edith pudiera leer mis pensamientos detrás de la frente. No había logrado engañar sus sutiles sentimientos. Comprendió que, al mismo tiempo que mi mano huía, yo mismo rehuía su ternura y que aquel beso presuroso no había sido verdadero amor, sino simple perplejidad y compasión.

Mi error irreparable e imperdonable de aquellos días consistió en que, a pesar de todos mis fervientes esfuerzos, no conseguí toda la paciencia necesaria ni la fuerza suprema para disimular.

En vano me había propuesto no dejar que ninguna palabra, ninguna mirada, ningún gesto revelara que su ternura me abrumaba. De continuo recordaba la advertencia de Condor: el peligro y la responsabilidad en que incurría, si hacía daño a la vulnerable muchacha. Déjate amar por ella, me repetía una y otra vez. Escóndete, disimula, durante estos ocho días, para no herir su orgullo.

Que no sospeche que la engañas, que la engañas doblemente hablando con alegre seguridad de su pronto restablecimiento y al mismo tiempo temblando de miedo y bochorno en tu interior. Actúa con naturalidad, con total naturalidad, me exhortaba a cada momento, trata de infundir cordialidad a tu voz, ternura y delicadeza a tus manos.

Pero entre una mujer que ha revelado una vez su afecto por un hombre y ese hombre circula un aire de fuego, lleno de misterio y de peligro. Los enamorados poseen una inquietante clarividencia para la verdadera dicha del amado, y puesto que el amor, conforme a su esencia más íntima, aspira siempre a lo infinito, todo lo limitado le resulta odioso e insoportable. En toda inhibición y en toda represión del otro sospecha una resistencia y en toda falta de correspondencia ve, con razón, una defensa oculta. Era evidente que algo de turbación y desconcierto debía haber en mi comportamiento, algo de insinceridad y torpeza en mis palabras, pues todos mis esfuerzos no bastaban para hacer frente a su atenta espera. No conseguí mi propósito supremo: convencerla.

Y su desconfianza, cada vez más impaciente, sospechaba que yo no le daba lo más importante, lo único que deseaba de mí: la correspondencia a su amor. A veces, en medio de la conversación—y precisamente cuando con más celo solicitaba su confianza y su cordialidad— levantaba con acritud su mirada gris hacia mí, y entonces yo tenía que bajar los párpados. Me parecía como si hubiera lanzado una sonda para explorar el fondo más recóndito de mi corazón.

Así transcurrieron tres días, de tortura para mí y de tortura para ella; en sus miradas y en su silencio notaba esa espera sin descanso, muda y anhelante. Después — creo que fue al cuarto día— comenzó una extraña animosidad que al principio no comprendí. Había ido a visitarla a primera hora de la tarde, como de costumbre, y le había llevado flores. Las cogió sin levantar la vista del todo, las dejó indolentemente a un lado, para mostrarme con esta indiferencia que no esperara comprar mi libertad con regalos. Después de un casi despectivo «¡Ah, para qué unas flores tan bonitas!», enseguida se atrincheró de nuevo tras un silencio elocuente y hostil. Traté con naturalidad de entablar conversación. Pero ella respondía, en el mejor de los casos, con un lacónico «Ah» o un «¿De veras?» o un «Qué curioso», pero haciendo notar siempre clara y ofensivamente que mi conversación no le interesaba lo más mínimo. A propósito acentuaba ya sin ambages su indiferencia: jugaba con un libro, lo hojeaba, lo dejaba, jugueteaba con toda clase de objetos, una o dos veces bostezó ostensiblemente, después llamó al criado en mitad de mi narración, le preguntó si había metido en la maleta su abrigo de chinchilla y, sólo después de que éste le hubo respondido que sí, se volvió de nuevo hacia mí con un frío «Siga contando», que dejaba adivinar claramente la continuación no pronunciada de la frase: «Su charla me es completamente indiferente.» Al final noté que mis fuerzas desfallecían. Cada vez con más frecuencia miraba hacia la puerta esperando ver entrar a alguien que me salvara de aquel monólogo desesperado, Ilona o Kekesfalva. Pero tampoco esas miradas se le escaparon a Edith. Con disimulada mofa y aparente interés, preguntó: —¿Busca algo? ¿Quiere algo? Y para vergüenza mía, no pude contestar más que un estúpido: —No, no, nada.

Quizá lo más sensato hubiera sido aceptar el combate abiertamente y espetarle: «¿Qué quiere en realidad de mí? ¿Por qué me atormenta? Puedo irme, si lo prefiere.» Pero había prometido a Condor que evitaría cualquier brusquedad o provocación. En vez de sacudirme de encima el peso de ese silencio malévolo, arrastré neciamente la conversación durante dos horas como a través de arena muda y caliente, hasta que por fin apareció Kekesfalva, tímido como siempre desde un tiempo a esta parte y tal vez aún más apocado: —¿No quieren venir a la mesa? Y entonces nos sentamos alrededor de la mesa, Edith frente a mí. No levantó la vista ni una sola vez, no dijo una sola palabra a nadie. Los tres notamos la obstinación y el agresivo oprobio de su silencio forzado. Con tanto más empeño traté de crear ambiente. Les hablé de nuestro coronel, quien, como dipsómano, sufría con regularidad en los meses de junio y julio la llamada «maniobritis» y les conté que, cuanto más se acercaba la fecha de las grandes maniobras, se volvía más y más nervioso y quisquilloso. A pesar de que el cuello de la guerrera parecía estrangularme, y a fin de alargar la banal historia, la adorné con detalles ridículos. Sin embargo, sólo los demás reían, aunque también forzadamente y con el visible empeño de tapar el penoso silencio de Edith, que entonces bostezaba por tercera vez ostensiblemente. Pero tienes que seguir hablando, me dije.

Y conté cómo nos hacían correr de un lado para otro en aquellos días hasta marearnos. A pesar de que el día anterior dos ulanos habían caído del caballo a causa de una insolación, aquel tirano rabioso nos trataba cada día con mayor dureza. Cuando desmontábamos, nadie podía predecir cuántas veces, si veinte o treinta, nos mandaría repetir, en su manía por las maniobras, el ejercicio más tonto. A duras penas había podido escaparme a tiempo ese día, pero sólo Dios y el coronel, que por aquel entonces se creía su lugarteniente en la tierra, sabían si al día siguiente podría llegar con puntualidad.

Fue una observación sin duda inocente, que no podía herir ni irritar a nadie. Había hablado dirigiéndome a Kekesfalva, con desenvoltura y buen humor, sin mirar en ningún momento a Edith (hacía rato que ya no podía soportar su mirada fija en el vacío). De pronto se oyó un ruido metálico. Edith había tirado sobre el plato el cuchillo con el que había estado jugueteando nerviosamente durante todo ese tiempo y añadió a nuestro susto un cortante: —Bueno, si tanto le fastidia, quédese en el cuartel o en el café. Sabremos sobrellevarlo.

Como si alguien hubiera disparado a través de la ventana, nos quedamos todos mirándola sin aliento.

—Pero, Edith... —balbuceó Kekesfalva con la lengua seca.

Pero ella se echó hacia atrás en el sillón y añadió en tono de burla: —¡Hay que tener compasión de un hombre con una vida tan agitada! ¿Por qué no hemos de darle al teniente un día libre de nuestro servicio? Por mi parte, le ofrezco gustosa un día entero de libertad.

Kekesfalva e Ilona se miraron azorados. Ambos comprendieron enseguida que me acometía de un modo completamente absurdo, con una irritación mucho tiempo reprimida; por la manera angustiada con que se volvieron hacia mí adiviné su temor de que pudiera responder con grosería a aquella grosería. Por eso mismo me contuve con mayor denuedo.

—¿Sabe usted, Edith? En realidad tiene razón —dije tan cordialmente como me permitió mi corazón palpitante—. No debo ser una buena compañía para ustedes cuando vengo tan derrengado. Yo mismo he notado hoy todo el rato que los he aburrido soberanamente. Pero en esos pocos días que quedan deberían darse por satisfechos con un individuo tan molido como yo.

Porque, ¿cuánto tiempo podré visitarlos todavía? En un abrir y cerrar de ojos, la casa estará vacía y todos ustedes se habrán ido. Me cuesta imaginarme que ya no estaremos juntos más de cuatro días en total o, mejor dicho, tres y medio, antes de que...

Pero entonces, del otro lado de la mesa, estalló una risa aguda y estridente, como un paño que se desgarra.

—¡Ja! ¡Tres días y medio! ¡Ja, ja! ¡Ha calculado hasta los medios días para que por fin se libre de nosotros! ¿Acaso se ha comprado un calendario y ha marcado en rojo: «Día de fiesta, se van»? Pero tenga cuidado. Uno también puede equivocarse en sus cálculos ¡Ja! Tres días y medio, tres y medio, medio, medio...

Reía cada vez más fuerte, a la vez que nos fulminaba con ojos severos, pero temblaba mientras reía; era más bien una fiebre perniciosa lo que la sacudía y no una auténtica alegría. Se notaba que hubiera querido levantarse, lo que habría sido el movimiento más natural y normal en tal estado de violenta agitación, pero, con sus piernas inválidas, no podía apartarse de la butaca. Esa inmovilización forzada confirió a su cólera algo de la malignidad y de la trágica indefensión de un animal enjaulado.

—Espera, voy a buscar a Josef —le susurró Ilona, completamente pálida, acostumbrada desde hacía años a adivinar cada uno de sus movimientos, y el padre se colocó enseguida a su lado.

Pero su temor resultó superfluo, pues entonces, cuando entró el criado, se dejó llevar por éste y por Kekesfalva, sin despedirse ni disculparse con una sola palabra. Sólo por nuestra consternación se percató del trastorno que había causado.

Quedé a solas con Ilona. Me sentí como alguien que ha caído de un avión y se levanta tambaleante, aturdido del susto, sin saber lo que en realidad le ha ocurrido.

—Tiene que comprenderlo —musitó Ilona apresuradamente—. Ya no duerme por las noches.

Pensar en el viaje la altera muchísimo y... usted no sabe...

—Sí, Ilona, lo sé. Lo sé todo —dije—. Y precisamente por eso volveré mañana.

¡Debes aguantar! ¡Resistir!, me decía enérgicamente, mientras volvía al cuartel, excitado por aquella escena. ¡Perseverar a toda costa! Se lo prometiste a Condor, está en juego tu palabra. No dejes que los nervios y los caprichos te desconcierten. Tienes que tener siempre presente que esta animosidad no es sino la desesperación de una persona que te ama y te hace culpable por tu frialdad y tu dureza de corazón. Mantente firme hasta el último momento; sólo faltan tres días y medio, tres días, y habrás superado la prueba, podrás descansar semanas y meses. ¡Paciencia, ahora, paciencia! ¡Sólo este lapso de tiempo, sólo estos tres días y medio, estos últimos tres días! Condor tenía razón. Únicamente lo inconmensurable, lo inconcebible, nos asusta; en cambio, todo lo limitado y determinado nos desafía, nos pone a prueba y se convierte en medida de nuestras fuerzas. Tres días: estaba convencido de conseguirlo, y este convencimiento me infundió seguridad. Al día siguiente cumplí de forma excelente con el servicio, lo cual es decir mucho, pues ese día tuvimos que acudir una hora antes al campo de instrucción y ejecutar maniobras sin cesar hasta que el sudor nos empapó el cuello de la guerrera. Ante mi propia sorpresa, pude incluso arrancar al colérico coronel un involuntario «¡Así me gusta!». En esta ocasión, la tormenta cayó con tanta más virulencia sobre el conde Steinhübel. Loco apasionado por los caballos como era, había comprado la antevíspera un alazán de patas largas, un animal de pura sangre, joven e indómito; por desgracia, confiando en su pericia de jinete, había cometido la imprudencia de no tantearlo antes a fondo. En medio de la arenga, el animal, asustado por la sombra de un pájaro, se encabritó, volvió por segunda vez a la carga atravesando la formación en diagonal y, si Steinhübel no hubiese sido un excelente jinete, toda la tropa habría sido testigo de un singular vuelco de cabeza. Sólo después de una lucha realmente acrobática, pudo dominar a la fogosa bestia; sin embargo, esa respetable hazaña no le valió ningún comentario amable por parte del coronel. De una vez por todas, gruñó, no toleraba ejercicios circenses en el campo de instrucción; si el señor conde no entendía de jamelgos, que por lo menos los desbravara convenientemente antes en la escuela de equitación y no hiciera un ridículo tan lamentable delante de la guarnición.

Esta malévola observación enfureció sobremanera al capitán. En el camino de vuelta y luego en la mesa, explicaba todavía, una y otra vez, la injusticia de que había sido objeto. El rocín era demasiado brioso, contaba; ya verían el buen papel que haría el alazán, cuando le hubiera hecho bajar los humos. Pero, cuanto más se irritaba el enfurecido conde, más lo pinchaban los compañeros. Se burlaban y lo ponían rabioso diciéndole que se había dejado engañar. El debate fue subiendo de tono. Durante la tormentosa discusión se me acercó por detrás un ordenanza: —Al teléfono, mi teniente.

Me levanté de pronto con el peor de los presentimientos. En aquellas últimas semanas, el teléfono, los telegramas y las cartas sólo habían significado tensión nerviosa y sobresaltos. ¿Qué querrá ahora? Seguramente lamentaba haberme dado libre aquella tarde. Pues, si se arrepiente, tanto mejor; todo irá a pedir de boca. De todos modos cerré herméticamente la puerta acolchada de la cabina, como si de aquella manera cortara todo contacto entre la esfera profesional y la otra.

Era Ilona.

—Sólo quería decirle —a través del aparato me pareció un tanto cohibida— que sería preferible que hoy no viniera. Edith no se encuentra muy bien...

—Nada grave, espero —la interrumpí.

—No, no..., pero creo que es mejor que hoy la dejemos descansar y después... —titubeó un buen rato— y después... ahora un día ya no importa tanto. Pero habrá que... habrá que aplazar un poco el viaje.

—¿Aplazar? Debí preguntarlo muy temeroso, pues ella se apresuró a añadir: —Sí... pero esperamos que será por pocos días... Además, esto lo discutiremos mañana o pasado mañana... Puede que entretanto vuelva a llamarlo... Simplemente quería ponerlo al corriente... Así pues, hoy mejor que no y... y... Usted lo pase bien y hasta pronto.

—Sí, pero —balbuceé en el aparato. Pero no recibí respuesta. Escuché todavía durante unos segundos. Nada, ninguna respuesta. Había colgado. Curioso: ¿por qué había interrumpido la conversación tan deprisa? Era como si temiera que le siguiera preguntando. Esto debía significar algo... ¿Y, después de todo, por qué el aplazamiento? ¿Por qué aplazarlo, cuando ya se había fijado la fecha? Ocho días, había dicho Condor. Ocho días: yo ya me había hecho a la idea y me había preparado interiormente para este plazo, y ahora de nuevo tenía que... Imposible..., eso era imposible... No soportaría aquel ir de allá para acá... Al fin y al cabo, uno tenía también sus nervios... Alguna vez tendría que poder descansar al fin...

¿Hacía realmente tanto calor en la cabina? Abrí la puerta de golpe como alguien que se está asfixiando y volví a mi asiento casi a tientas. Al parecer, nadie se había dado cuenta de que me había levantado y marchado. Los otros seguían discutiendo con vehemencia y burlándose de Steinhübel y, junto a mi silla vacía, aguardaba de pie el ordenanza con la fuente de asado.

Mecánicamente me serví dos o tres tajadas para librarme cuanto antes del muchacho, pero no cogí el tenedor ni el cuchillo, pues de pronto sentí entre mis sienes unos fuertes latidos, como si un martillo me esculpiera implacablemente dentro del cráneo las palabras: «¡Aplazar! Aplazar el viaje!» Por fuerza debía haber un motivo. Seguro que algo había pasado. ¿Estaba enferma de gravedad? ¿La había ofendido? ¿Por qué de repente no quería irse? Sin embargo. Condor me había prometido que sólo tenía que aguantar ocho días, y ya había resistido cinco... Pero más no podría... ¡No aguantaría! —Despierta, Toni, ¿qué estás soñando? Parece que nuestro asado no te gusta. Oh, claro, ya se ve: esto pasa cuando uno se acostumbra al lujo. Yo siempre digo que lo nuestro ya no es bastante distinguido para él.

¡El maldito Ferencz de siempre, con su risa bonachona y pastosa, con sus sucias alusiones, como si yo viviera a costa ajena ahí fuera! —¡Vete al diablo! ¡Déjame en paz con tus estúpidas bromas! —lo increpé. Toda la furia contenida debió de manifestarse en mi voz, pues los dos aspirantes a oficial de enfrente nos miraron sorprendidos. Ferencz soltó cuchillo y tenedor.

—¡Oye, Toni! —dijo amenazador—. Te prohíbo ese tono conmigo. ¡Faltaría más que no se pudiera bromear durante el rancho! Que comas más a gusto en otra parte, en esto te doy la razón, es cosa tuya y no me importa, pero en nuestra mesa me permitiré la libertad de observar que no tocas la comida.

Los vecinos de mesa nos miraban con interés. De repente disminuyó el ruido de platos y cubiertos. Incluso el comandante guiñó los ojos y nos observó con atención. Vi que era el momento de reparar mi falta de dominio.

—Y tú, Ferencz —contesté, forzando una sonrisa—, haz el favor de permitirme que por una vez tenga dolor de cabeza y no me encuentre bien.

Ferencz mudó inmediatamente de tono.

—Hombre, Toni, perdona. ¿Quién iba a sospecharlo? Aunque, en realidad, sí tienes un aspecto bastante ruin. Desde hace unos días te noto algo raro. Pero, bueno, enseguida te recuperarás, por ti no me preocupo.

El lance terminó felizmente. Pero dentro de mí seguía hirviendo la rabia. ¿Qué juego se traen conmigo los del castillo? De un lado para otro, arriba y abajo, una de cal y otra de arena... ¡No, no me dejaré fustigar de este modo! He dicho tres días, tres y medio, ni una hora más. ¡Y me da igual que aplacen o no el viaje! No permitiré que sigan destrozándome los nervios ni que la maldita compasión siga atormentándome. Terminaré por volverme loco.

Tuve que contenerme para que no se notara la rabia que me consumía por dentro. Deseaba coger las copas y romperlas entre los dedos o aporrear la mesa con el puño; sentía la imperiosa necesidad de hacer algo violento para liberarme de aquella tensión, en vez de esperar sentado, indefenso, y esperar nervioso si volvían a escribirme o llamarme por teléfono, si aplazaban o no aplazaban. Simplemente no podía más. Tenía que hacer algo.

Enfrente, los compañeros seguían discutiendo con la misma excitación.

—Y yo te digo —se mofaba el flaco Jozsi— que Neutitscheiner te la ha pegado. Yo también entiendo algo de caballos, y con ese jamelgo no harás nada, nadie lo dominará.

—¿Ah no? Me gustaría verlo—intervine de pronto en la conversación—. Me gustaría ver si no es posible hacer algo con esa bestia. Steinhübel, ¿tienes inconveniente en que dedique una o dos horas a tu alazán y lo vapulee hasta que obedezca? No sé cómo se me ocurrió la idea, pero la necesidad de desahogar mi cólera contra alguien o algo, de andar a la greña, de pelearme, se apoderó de mí con un delirio tan febril que me agarré ansioso a esta primera oportunidad casual. Todos me miraron asombrados.

—A la bonne heure! —se rió el conde Steinhübel—. Si tienes coraje, incluso me harás un favor.

Hoy me han dado calambres en los dedos de tanto tirar de las riendas del animal. Estaría bien que alguien más descansado montara al diablillo. Si te parece bien, vamos ahora mismo. ¡Adelante, vamos! Todos se pusieron en pie de un salto, con el presentimiento cierto de tener una buena «chirigota». Fuimos a los establos para sacar a César, que éste era el invencible nombre que Steinhübel había elegido, quizás un poco precipitadamente, para su temible animal. A César le debió parecer sospechoso que nos reuniéramos en una cuadrilla tan parlanchina alrededor de su cuadra. Resopló y resolló y bailó arriba y abajo del estrecho espacio, y tiraba del cabestro con tanta fuerza que hacía crujir los maderos. No sin esfuerzo llevamos al desconfiado animal hasta el picadero.

En general, yo era un jinete regular y no podía compararme ni de lejos con un soldado de caballería apasionado como Steinhübel. Sin embargo, aquel día no habría encontrado otro mejor que yo, ni el indómito César se habría topado con un adversario más peligroso, porque esa vez la rabia me templaba los músculos; el perverso deseo de aplastar algo, de avasallar, me presentaba como un placer casi sádico demostrar por lo menos a aquel terco animal (¡no se puede dar golpes contra lo inalcanzable!) que mi paciencia tenía un límite. Poco le sirvió al bravo César revolverse como una peonza, golpear con los cascos contra las paredes, encabritarse y tratar de arrojarme al suelo dando saltos bruscos de lado. Yo estaba en plena forma y tiraba de las bridas sin compasión, como si quisiera arrancarle todos los dientes, le estampé los tacones en las costillas, y con este tratamiento pronto se le acabaron las mañas. Su resistencia tenaz me excitaba, me estimulaba y me entusiasmaba, y a la vez los gritos de ánimo de los oficiales, aquellos «¡Caramba, cómo le da!» o «¡Mirad a Hofmiller!», me enardecían y me infundían una seguridad cada vez más envalentonada.

El amor propio pasa siempre del esfuerzo físico a la satisfacción anímica; al cabo de media hora de lucha sin cuartel, me erguía triunfante en la silla, y debajo de mí el animal humillado echaba espuma, jadeaba y sudaba, como si hubiese salido de una ducha caliente. El cuello y los arreos estaban llenos de copos blancos de espuma, las orejas se agachaban obedientes y al cabo de otra media hora el invencible animal trotaba suave y dócil como yo quería; ya no me hacía falta apretar los muslos y hubiera podido desmontar tranquilamente para que los camaradas me felicitaran.

Pero todavía me quedaban demasiadas ganas de pelea, y me sentía tan a gusto en aquel estado de enardecimiento físico que pedí a Steinhübel que me permitiera salir a cabalgar una o dos horas más en el campo de instrucción, al trote por supuesto, para refrescar un poco al sudoroso animal.

—¡Encantado! —asintió sonriendo Steinhübel—. Ya veo que me lo devolverás impecable. A partir de ahora no tendrá ganas de gastarme más jugarretas. ¡Bravo, Toni, enhorabuena! Salí, pues, del picadero entre los atronadores aplausos de mis camaradas y, sin apenas asir las riendas, conduje al exhausto caballo a través de la ciudad y luego hasta las praderas. El caballo iba suelto y ligero, y suelto y ligero me sentía también yo. En aquella fatigosa hora había desahogado toda mi rabia y todo mi encono en ese terco animal; César trotaba ahora manso y pacífico, y tuve que dar la razón a Steinhübel: realmente tiene una andadura magnífica. No se puede galopar de una forma más hermosa, más vibrante y elástica; poco a poco, mi enojo inicial cedió el paso a un bienestar placentero, casi soñador. Hice correr al caballo de un lado para otro durante una hora larga y finalmente, a las cuatro y media, creí llegada la hora de regresar, esta vez lentamente.

Ambos, César y yo, ya teníamos bastante por un día. A un trote cómodo, balanceándome como en una mecedora, volví a la ciudad por la conocidísima carretera, yo mismo ya un poco mareado. De repente, oí detrás de mí un bocinazo fuerte y agudo. El nervioso alazán levantó enseguida las orejas y empezó a temblar. Pero me di cuenta a tiempo de la agitación que se había apoderado del jamelgo, tiré de la rienda y, apretando los muslos, lo aparté de en medio de la calzada hasta la cuneta, junto a un árbol, para dejar pasar al coche.

El coche debía conducirlo un chofer muy considerado, que comprendió correctamente mi precaución de echarme a un lado. Muy despacio, tanto que apenas se oía el motor, avanzó a una velocidad mínima; en realidad, fue casi innecesario que me fijara con tanta atención en el tembloroso caballo y apretara los muslos con tanta fuerza, esperando el momento de un salto de costado o una brusca reculada, pues cuando el coche pasó por nuestro lado, el caballo se quedó medianamente quieto.

Pude mirar con toda tranquilidad. Pero en el momento en que levanté los ojos, vi que alguien me saludaba con la mano desde el coche descubierto y reconocí la calva redonda de Condor, junto al cráneo ovalado, sombreado por el pelo blanco y ralo de Von Kekesfalva.

No sabía si temblaba el caballo debajo de mí o temblaba yo. ¿Qué significaba aquello? ¿Condor estaba allí, sin haberme avisado? ¡Tuvo que haber estado en casa de los Kekesfalva, pues el viejo iba sentado a su lado! ¿Por qué no se detenían para saludarme? ¿Por qué pasaban por mi lado como dos extraños? ¿Y a qué se debía que Condor hubiera vuelto a la casa tan de repente? De dos a cuatro tenía consulta en Viena. Debían de haberlo llamado con especial urgencia, seguramente muy de mañana. Algo tenía que haber sucedido. Sin duda debía tener relación con la llamada telefónica de Ilona, diciéndome que tenían que aplazar el viaje y que yo no fuera a visitarlos aquel día. ¡Por fuerza tenía que haber pasado algo, algo que se me ocultaba! Finalmente Edith debía de haber intentado algo..., la noche anterior se la veía tan decidida, con una seguridad tan burlona, como sólo la tiene alguien que planea algo malo, algo peligroso. ¡Sin duda se ha causado algún daño! ¿Y si me ponía a seguirlos al galope? Quizás alcanzaría todavía a Condor en la estación.

Pero a lo mejor, reflexioné con rapidez, todavía no se va. No, en modo alguno regresaría a Viena, si realmente ha ocurrido algo grave, sin dejarme un mensaje. Quizás encuentre una nota suya en el cuartel. Este hombre, lo sé, no hace nada sin mí en secreto, contra mí. Este hombre no me dejará en la estacada. ¡Debo regresar deprisa! Seguro que me espera una palabra suya, una carta, una nota, o él mismo. ¡Debo regresar deprisa! Una vez en el cuartel dejo apresuradamente el caballo en los establos y subo corriendo por la escalera de servicio para evitar comentarios y felicitaciones. En efecto, ante mi puerta me espera ya Kusma; en su rostro preocupado y en sus hombros caídos noto que algo pasa. Con cierta consternación me anuncia la presencia de un caballero de paisano en mi cuarto; no se ha atrevido a despacharlo porque el hombre ha dicho que es muy urgente. Kusma tiene la orden estricta de no dejar entrar a nadie, pero es probable que Condor le haya dado una propina y de ahí el miedo y la inseguridad de Kusma, que, sin embargo, se convierte rápidamente en asombro cuando, en vez de reprenderlo, le murmuro un jovial «Está bien» y voy directo hacia la puerta. ¡Gracias a Dios que Condor ha venido! Él me lo contará todo.

He abierto la puerta precipitadamente y al instante una figura, como salida de las sombras, se mueve en el otro extremo de la habitación a oscuras (Condor ha bajado las persianas por el calor).

Cuando me dispongo a saludar cordialmente a Condor, me doy cuenta de que no es él el hombre que me espera, sino otro, y precisamente el que menos hubiera esperado aquí. Es Kekesfalva: aunque la oscuridad hubiese sido más compacta, lo habría reconocido entre mil por su manera tímida de levantarse y de saludar con reverencias. Y ya antes de que carraspee para empezar a hablar, adivino de antemano el tono humilde y acongojado de su voz.

—Teniente, le pido disculpas —dice con una inclinación— por haber entrado aquí sin avisar, pero el doctor Condor me ha encargado que le transmita sus especiales saludos y que lo disculpe por no haber hecho parar el coche... Se hacía tarde y tenía que coger sin falta el expreso de Viena, porque esta noche... y... y... por eso me pidió que le dijera cuánto lo lamenta... Sólo por eso..., quiero decir que sólo por eso me he permitido venir a verlo personalmente...

Está delante de mí con la cabeza agachada como bajo un yugo invisible. En la penumbra reluce su cráneo huesudo, con el cabello ralo peinado a raya. El servilismo completamente innecesario de su actitud empieza a irritarme. Mi malestar me dice, infalible, que tras estos cohibidos circunloquios se esconde un propósito determinado. Un anciano que sufre del corazón no sube tres pisos sólo para transmitir unos saludos sin importancia. Habría podido hacerlo por teléfono o esperar a mañana. ¡Cuidado!, me digo. Este Kekesfalva quiere algo de ti. Ya una vez se te apareció así de entre las sombras; empieza humilde como un mendigo y acaba imponiéndote su voluntad como el djin de tu sueño al compasivo joven. ¡No cedas! ¡No te dejes atrapar! ¡No preguntes nada, no pidas aclaraciones sobre nada, despídelo y acompáñalo hasta la puerta lo antes posible! Pero ante mí tengo a un anciano con la cabeza humildemente inclinada. Veo su coronilla de cabellos blancos y ralos; como en sueños recuerdo la de mi abuela, cuando nos contaba cuentos, a mí y a mis hermanos, inclinada sobre sus labores de punto. No se puede ser descortés y echar a un viejo enfermo. De modo que, como si nada hubiera aprendido de la experiencia, le indico una silla: —Muy amable de su parte, señor Von Kekesfalva, molestarse en venir hasta aquí. De verdad, muy amable. ¿No quiere sentarse? Kekesfalva no contesta. Quizá no me ha oído. Pero por lo menos ha visto el gesto de mi mano.

Indeciso, se acerca al borde de la silla que le acabo de ofrecer. Así de intimidado—la imagen cruza como un relámpago mi cabeza— debió de sentarse, en su juventud, como huésped sin un céntimo, a las mesas ajenas. Y así se sienta ahora el millonario en mi pobre y gastada silla de mimbre. Se quita parsimonioso las gafas, saca un pañuelo del bolsillo y se pone a limpiar ambos cristales.

¡Pero, amigo mío, ya he escarmentado, conozco este gesto, conozco tus trucos! Sé que limpias las gafas para ganar tiempo. Quieres que yo inicie la conversación, que yo pregunte, incluso sé que deseas que te pregunte si Edith está realmente enferma y por qué habéis aplazado el viaje. Pero yo ando prevenido. ¡Empieza tú, si tienes algo que decirme! ¡No pienso dar el primer paso! No, no me dejaré embaucar otra vez... ¡Basta ya de esa compasión maldita! ¡Basta ya también de ese siempre más y más! ¡Se acabaron los engaños y las opacidades! Si quieres algo de mí, dilo rápida y francamente, pero no te escondas tras esa majadería de limpiarse las gafas. ¡No voy a caer otra vez en la trampa! ¡Estoy harto de mi compasión! Finalmente, el anciano, como si hubiera oído las palabras no pronunciadas tras mis labios cerrados, deposita resignado sobre la mesa las restregadas y brillantes gafas. Se da perfecta cuenta, es evidente, de que no tengo intención de ayudarle y de que es él quien debe empezar; con la cabeza tenazmente inclinada, comienza a hablar, sin levantar la vista hacia mí. Habla a la mesa, como esperando más compasión de la madera dura y agrietada que de mí.

—Ya sé, teniente —empieza, angustiado—, que no tengo derecho..., no, es verdad, no tengo derecho a quitarle su tiempo. Pero ¿qué puedo hacer, qué podemos hacer? No puedo seguir así, no podemos seguir así... Sabe Dios cómo le ha sobrevenido eso, ya no se puede hablar con ella, ya no escucha a nadie... Y, sin embargo, sé que no lo hace con mala intención..., sólo es desdichada..., inmensamente desdichada..., nos hace esto sólo porque está desesperada.

Espero. ¿Qué quiere decir? ¿Qué les hace? ¿Qué pasa? ¡Desembucha de una vez! ¿Por qué andas con tantos tapujos? ¿Por qué no dices directamente lo que pasa? Pero el anciano sigue con la mirada vacía clavada en la mesa.

—Y eso que estaba todo hablado y dispuesto. El coche cama, reservado; hermosas habitaciones, también reservadas, y ayer por la tarde ella estaba todavía llena de impaciencia. Ella misma había escogido los libros que quería llevarse, se había probado los vestidos nuevos y el abrigo de pieles que mandé traer de Viena. Y, de repente, le pasa eso, no lo entiendo, ayer por la noche, después de cenar... Recordará usted lo excitada que estaba. Ilona no lo entiende, nadie entiende qué le sobrevino de pronto. Pero dice, grita y jura que no se marchará a ningún precio, que ningún poder de la tierra logrará alejarla de nuestra casa. Repite una y otra vez que se queda, se queda, se queda, aunque peguen fuego a la casa con ella dentro. No tomará parte en esta patraña, no se dejará engañar, dice. Sólo pretenden alejarla con esa cura, librarse de ella. Pero todos nos equivocábamos, todos. Simplemente no hará el viaje. Se queda, se queda y se queda.

Siento escalofríos. He aquí, pues, lo que se escondía tras la risa colérica de la víspera. ¿Se había dado cuenta de que yo ya no podía soportarlo más y montaba esa escena para que le prometiera que sí la seguiría a Suiza? Pero me obligo a no comprometerme, a no mostrar mi irritación, a no revelar al anciano que su decisión de quedarse me destroza los nervios. Así que me hago el loco a propósito y declaro con harta indiferencia: —Oh, se le pasará. Usted sabe mejor que nadie que sus estados de ánimo cambian como una veleta. E Ilona me dijo por teléfono que sólo se trata de una demora de pocos días.

El anciano lanza un suspiro que brota de su interior apagado, como un vómito; es como si esta brusca arcada le arrancara las últimas fuerzas del cuerpo.

—¡Dios mío, ojalá no fuera más que eso! Pero lo terrible es que temo..., todos tememos que no hará el viaje ni ahora ni nunca... No lo sé, no lo entiendo..., de pronto el tratamiento le resulta indiferente, le da lo mismo curarse o no. «No dejaré que me sigan martirizando, no dejaré que sigan experimentando conmigo, todo eso no tiene sentido.» Esas cosas dice, y las dice de tal modo que a uno se le para el corazón. «No me dejaré engañar más», grita y solloza. «Adivino vuestras intenciones, lo veo todo... Todo.» Reflexiono rápidamente. Dios mío, ¿se habrá dado cuenta de algo? ¿Me habré delatado? ¿Habrá cometido Condor alguna imprudencia? ¿Puede ella haber sospechado, a raíz de una observación distraída, que no todo es trigo limpio en esa cura en Suiza? Su clarividencia, su clarividencia terriblemente desconfiada, ¿habrá caído en la cuenta de que en realidad la mandamos a Suiza sin ningún objeto? Tanteo con sumo cuidado: —No lo entiendo..., su hija ha tenido siempre absoluta confianza en el doctor Condor, y si él le ha recomendado esta cura con tanta insistencia... La verdad, no lo entiendo.

—Sí, pero así es... Esto es lo absurdo: no quiere someterse a ninguna cura más, ¡no quiere curarse! ¿Sabe lo que ha dicho? «No iré por nada del mundo, estoy harta de mentiras. Prefiero seguir lisiada como estoy y quedarme... ¡Ya no quiero curarme, no quiero, ya no tiene sentido !» —¿No tiene sentido?—repito, completamente desconcertado.

Pero el anciano hunde todavía más la cabeza, ya no veo sus ojos humedecidos, ni sus gafas.

Sólo por su cabello blanco y ralo, que se agita, descubro que ha comenzado a temblar violentamente. Después murmura de modo casi incomprensible: —«Ya no tiene sentido que me cure», dice entre sollozos, «porque él... él...» —el anciano toma aliento como preparándose para un gran esfuerzo. Al fin prorrumpe— «él... él sólo siente compasión por mí».

Un frío helado me recorre todo el cuerpo cuando Kekesfalva pronuncia la palabra «él». Es la primera vez que hace alusión a los sentimientos de su hija. Desde hacía algún tiempo me había llamado la atención que el anciano me evitaba visiblemente, que apenas se atrevía a mirarme, cuando antes se había mostrado conmigo tan cariñoso y solícito. Pero yo sabía que era por vergüenza por lo que se mantenía alejado de mí, porque debió haber sido terrible para un padre anciano ser testigo de cómo su hija solicitaba a un hombre que la rehuía. Sus confesiones secretas debían haberle atormentado terriblemente y su deseo no disimulado debió haberlo avergonzado sin medida. Quien oculta o tiene que ocultar algo, pierde la mirada abierta y franca.

Pero ahora ya estaba dicho y el mismo golpe nos había alcanzado a los dos en el corazón.

Después de esa palabra delatora, nos hemos quedado mudos y evitamos mirarnos el uno al otro.

En el angosto espacio de la mesa que nos separa se cierne un silencio de aire estancado. Pero poco a poco este silencio se expande; se hincha como un vapor negro hasta el techo y llena toda la habitación; desde arriba y desde abajo, desde todas partes, este vacío nos oprime y nos abruma, y por la respiración entrecortada de Kekesfalva noto hasta qué punto el silencio lo asfixia. Un instante más, y o bien esta presión nos ahogará a los dos, o uno de nosotros tendrá que levantarse y romper con una palabra ese vacío opresivo y sofocante.

Entonces, de repente, sucede algo. Al principio, sólo noto que él hace un movimiento, un gesto extrañamente torpe y pesado. Después, veo que el anciano cae al suelo de improviso como una masa blanda. Tras él, la silla cae con estrépito.

Un ataque, es mi primer pensamiento. Un ataque cardíaco, puesto que el hombre está enfermo del corazón, según me dijo Condor. Asustado, me levanto de un salto para ayudarle y tenderlo en el sofá. Pero en el mismo instante me doy cuenta de que el anciano no ha caído ni resbalado de la silla, sino que él mismo se ha arrojado al suelo. Con la agitación del momento, al levantarme se me ha pasado completamente por alto que el hombre ha caído de rodillas a propósito, y ahora, cuando me dispongo a ayudarle, se arrastra hasta mí, me aferra las manos e implora: —Tiene que ayudarla..., sólo usted puede ayudarla, sólo usted... También Condor lo dice: ¡usted y nadie más...! Se lo suplico, tenga compasión..., no puede seguir así..., de lo contrario cometerá algún desatino, se perderá.

A pesar de que las manos me tiemblan, obligo al anciano a levantarse, pero él sigue aferrándose a los brazos que intentan ayudarle; siento en mi carne sus dedos desesperadamente atenazados como garfios... Es el djin, el djin de mis sueños, que abusa del compasivo.

—Ayúdela —jadea—. Por el amor de Dios, ayúdela... No se puede dejar a la niña en este estado... Es cuestión de vida o muerte, se lo juro... No se imagina usted los disparates que dice en su desesperación... Que se quitará de en medio, que dejará el camino libre, dice entre sollozos, para que usted descanse y todos descansemos de ella... Y no lo dice por decir, lo dice muy en serio... Dos veces lo ha intentado: una cortándose las venas, y otra tomando somníferos. Cuando quiere algo, no hay modo de hacerla desistir, nadie puede... Sólo usted puede salvarla ahora, sólo usted... ¡Se lo juro, nadie más! —Por supuesto, señor Von Kekesfalva... Pero, tranquilícese, por favor... Por supuesto que haré todo cuanto esté en mi mano. Si usted quiere, iremos los dos ahora mismo e intentaré convencerla.

Ahora mismo lo acompaño. Decida usted lo que debo decir o hacer...

Suelta de pronto mi brazo y me mira fijamente.

—¿Lo que debe hacer...? ¿De veras no lo entiende o no lo quiere entender? Ella le ha abierto su corazón, se le ha ofrecido, y ahora se avergüenza mortalmente de haberlo hecho. Le ha escrito, y usted no ha contestado, y ahora se atormenta noche y día porque usted quiere alejarla, librarse de ella, porque la desprecia... La enloquece el temor de que usted la aborrezca..., porque ella... Ella...

¿No comprende usted que una persona tan orgullosa y apasionada como esta niña por fuerza tiene que hundirse cuando se la hace esperar tanto? ¿Por qué no le da un poco de esperanza? ¿Por qué no le dice una palabra? ¿Por qué es tan cruel y despiadado con ella? ¿Por qué atormenta tan terriblemente a esa pobre criatura inocente? —Pero si he hecho todo lo posible para calmarla..., le he dicho...

—¡Nada le ha dicho! Usted mismo tiene que darse cuenta de que la vuelve loca con sus visitas, con su silencio, porque ella sólo espera... esa sola palabra que toda mujer espera del hombre al que ama... Mientras estaba tan abatida, nunca se hubiera atrevido a esperar nada... Pero ahora que se curará con seguridad, con toda seguridad, dentro de unas semanas, ¿por qué no puede esperar lo mismo que cualquier otra muchacha? ¿Por qué no...? Ella le ha demostrado y dicho con qué impaciencia espera una palabra de usted... Pero no puede hacer más de lo que ha hecho..., no puede mendigarle... ¡Y usted, usted no dice nada, no dice lo único que puede hacerla feliz...! ¿Tan terrible le resulta? Tendría todo lo que un hombre puede tener en este mundo. Soy un hombre viejo y enfermo. Todo cuanto poseo, se lo dejaré, el castillo, las tierras y seis o siete millones que he reunido en cuarenta años... Todo será suyo..., mañana mismo puede tenerlo, cualquier día, a cualquier hora. Yo ya no quiero nada..., sólo que alguien cuide de mi hija cuando yo ya no esté. Y sé que usted es un hombre bueno, un hombre decente. ¡Usted la cuidará, será bueno con ella! Le faltó el aliento. De nuevo se desplomó, débil e indefenso, en la silla. Pero también yo había agotado mis fuerzas, también yo estaba exhausto y me dejé caer en la otra silla. Y así nos quedamos como antes, sentados frente a frente, sin hablar, sin mirar, no sé por cuánto tiempo.

Sólo de vez en cuando notaba que la mesa, a la que se agarraba, se estremecía ligeramente con los bruscos temblores que recorrían su cuerpo. Luego —de nuevo había transcurrido un lapso de tiempo inconmensurable— percibí un sonido más seco, como de algo duro que golpea algo duro.

Su frente inclinada había caído sobre la mesa. Sentí el sufrimiento de aquel hombre y despertó en mí una inmensa necesidad de consolarlo.

—Señor Von Kekesfalva —me incliné sobre él—, tenga confianza en mí..., pensemos en todo eso, pensemos con tranquilidad... Se lo repito, estoy a su completa disposición... Haré todo lo que esté en mi poder... Sólo que... eso a lo que antes se ha referido... Eso es... es imposible... Del todo imposible.

Se estremeció débilmente, como un animal abatido que recibe el último golpe mortal. Sus labios, húmedos de saliva por la excitación, se movieron trabajosamente, pero no le di tiempo para hablar.

—Es imposible, señor Von Kekesfalva. Le ruego que no hablemos más de ello... Piénselo usted mismo... ¿Quién soy yo? Un pobre teniente, que vive de su sueldo y de una pequeña asignación mensual... Con unos medios tan limitados no se puede construir un futuro, no se puede vivir de esto, dos personas no pueden...

Quiso interrumpirme.

—Sí, ya sé lo que me va a decir, señor Von Kekesfalva. El dinero no tiene importancia, opina usted, de esto se encargaría usted. Y también sé que es un hombre rico..., que yo podría tenerlo todo de usted... Pero precisamente porque usted es tan rico y yo no soy nada, un don Nadie..., eso lo convierte todo en imposible... Cualquiera podría creer que lo hacía sólo por el dinero, que me había... Y también Edith, créame, no se libraría en toda su vida de la sospecha de que me había casado con ella sólo por el dinero y a pesar... A pesar de sus especiales circunstancias... Créame, señor Von Kekesfalva, es imposible, por más sincera y honrada que sea mi estima por su hija... y...

y que la quiera... Pero eso usted debe comprenderlo.

El anciano no se movió. Al principio pensé que no había entendido lo que le había dicho. Pero poco a poco el movimiento volvió a su cuerpo desfallecido. A duras penas levantó la cabeza y miró al vacío. Luego se agarró con ambas manos al borde de la mesa, y me di cuenta de que quería apoyar el cuerpo, que le pesaba; quería levantarse, pero no lo logró enseguida. Dos o tres veces le fallaron las fuerzas. Finalmente se incorporó con denuedo y se puso de pie, tambaleándose todavía a causa del esfuerzo, una sombra en la oscuridad, con las pupilas fijas como cristales negros. Después, en un tono extraño, de una espantosa indiferencia, como si su propia voz, su voz humana, hubiese muerto, dijo: —Entonces... Entonces todo ha terminado.

Era terrible ese tono, terrible esa renuncia total. Con la mirada todavía fija en el vacío, buscó a tientas las gafas recorriendo la mesa con la mano sin bajar los ojos. Pero no se las puso ante los inmóviles ojos —¿para qué ver más?, ¿para qué seguir viviendo? —, sino que se las metió torpemente en el bolsillo. Una vez más sus azulados dedos (en los que Condor había visto la muerte) recorrieron la mesa hasta palpar, al borde de la misma, el sombrero negro, arrugado. Sólo entonces se volvió para salir y murmuró, sin mirarme: —Disculpe la molestia.

Se había puesto el sombrero sobre la cabeza, de lado; los pies no le obedecían del todo, se arrastraban y vacilaban sin fuerza. Avanzó tambaleante como un sonámbulo hacia la puerta.

Entonces, como si de pronto recordara algo, se quitó el sombrero, se inclinó y repitió: —Disculpe la molestia.

Se inclinó ante mí, ese anciano hundido, y precisamente este gesto de cortesía en medio de su tribulación me anonadó. De pronto sentí de nuevo en mí aquel calor, aquel ardor, aquel manantial, aquel torrente, que subía por mi cuerpo hasta quemarme los ojos, y al mismo tiempo aquel ablandamiento y debilitamiento: una vez más me sentí vencido por la compasión. No podía dejar marchar de esta manera a ese anciano que había venido para ofrecerme a su hija, lo único que tenía en este mundo, no podía abandonarlo a la desesperación, a la muerte. No podía arrebatarle la vida. Tenía que decirle algo más, unas palabras de consuelo, de tranquilidad, de sosiego. De modo que corrí hacia él.

—Señor Von Kekesfalva, no me interprete mal... No puede irse así y decirle a Edith... En este momento sería terrible para ella y además... tampoco sería verdad.

Mi agitación iba en aumento, pues me daba cuenta de que el anciano no me escuchaba.

Estatua de sal de su propia desesperación, permanecía inerte, sombra entre las sombras, muerte viviente. Mi necesidad de tranquilizarlo se hacía más y más apremiante.

—De veras, no sería cierto, señor Von Kekesfalva, se lo juro... Y nada sería para mí más terrible que ofender a su hija, a Edith, o... o suscitar en ella el sentimiento de que yo no la quiero sinceramente... Le juro que nadie tiene unos sentimientos más cordiales por ella, nadie puede quererla más que yo... Es un error por su parte pensar que me es indiferente... Al contrario... Al contrario... Simplemente quiero decir que no tendría sentido que ahora... Que ahora yo dijera algo... En este momento sólo importa una cosa..., que se cure..., que se restablezca de verdad.

—¿Y después, cuando esté curada? Se había vuelto de pronto hacia mí. Sus pupilas, hacía un momento todavía inmóviles, muertas, brillaban en la oscuridad.

Me sobresalté. El instinto me advertía del peligro. Si ahora prometía algo, quedaba comprometido. Pero en aquel momento se me ocurrió: todo lo que ella espera es un engaño, en ningún caso se curará pronto, puede durar años y años; no hay que pensar a largo plazo, había dicho Condor, ahora sólo se trata de calmarla y consolarla. ¿Por qué no darle un poco de esperanza, por qué no hacerla feliz, al menos por un tiempo? Y por eso dije: —Sí, cuando se haya curado, entonces naturalmente... yo mismo vendré a hablar con usted.

Me miró de hito en hito. Un temblor recorrió su cuerpo; era como si una fuerza interior lo empujara imperceptiblemente.

—¿Puedo... puedo decirle eso? De nuevo presentí el peligro. Pero ya no tenía fuerzas para resistir su mirada suplicante. De modo que respondí con firmeza: —Sí, dígaselo.—Y le tendí la mano.

Sus ojos centellearon, cobraron vida y se precipitaron hacia mí como un torrente. Así debió de mirar Lázaro cuando se levantó aturdido de su tumba y vio de nuevo el cielo y su bendita luz.

Sentí su mano que temblaba en la mía, cada vez más. Luego su frente empezó a inclinarse, más y más. Recordé a tiempo aquella vez en que se había inclinado para besarme la mano. Rápidamente la aparté y repetí: —Sí, dígaselo, por favor. Dígale que no se preocupe. Y, sobre todo, que se cure pronto, que lo haga por ella y por todos nosotros.

—Sí —respondió extasiado—, curarse pronto, muy pronto. Ahora partirá de viaje enseguida; oh, sí, estoy seguro. Partirá y se curará enseguida, se curará por usted y para usted... Desde el primer momento supe que Dios me lo había enviado... No, no, yo no puedo agradecérselo, Dios se lo pagará... Ya me voy... No, quédese aquí, no se moleste, ya me voy.

Y con un paso distinto, que yo no le conocía, un paso ligero y elástico, se dirigió ágil hacia la puerta, con los faldones negros ondeantes. Se cerró tras él con un sonido nítido, casi alegre. Me quedé solo, de pie en la oscura habitación, un tanto desconcertado, como siempre que se lleva a cabo algo decisivo sin antes haberlo decidido en el fondo. Pero lo que en realidad había prometido en la debilidad de mi compasión no se me hizo patente en toda su responsabilidad hasta una hora más tarde, cuando el ordenanza llamó tímidamente a la puerta y me entregó una carta, papel azul, formato harto conocido: «Partimos pasado mañana. Se lo he prometido formalmente a papá. Perdóneme estos últimos días, pero me enloquecía el temor de ser una carga para usted. Ahora sé para qué y para quién debo curarme. Ya no tengo miedo. Venga mañana lo más temprano que pueda. Nunca lo habré esperado con más impaciencia. Siempre suya, E.» «Siempre.» Esta palabra me produjo un brusco escalofrío. Una palabra que ata a un hombre irrevocablemente para toda la eternidad. Mas ahora ya no había marcha atrás. Una vez más mi compasión había sido más fuerte que mi voluntad. Me había entregado. Ya no era dueño de mí mismo.

Domínate, me dije. Esa media promesa, que han sabido arrancarte y que nunca se cumplirá, ha sido la última. Tendrás que tener paciencia uno o dos días más, y acceder a este amor disparatado, después se irán y te habrás recuperado a ti mismo. Pero cuanto más se acercaba la tarde, más irritante se volvía mi malestar, más me atormentaba la idea de tener que sostener su mirada tierna y confiada con una mentira en el corazón. En vano trataba de charlar de trivialidades con mis compañeros; sentía con demasiada precisión el tictac detrás de la frente, las vibraciones de los nervios y una repentina sequedad en la boca, como si dentro de mí humeara y ardiera sin llama un fuego apagado. Por puro instinto pedí un coñac y me lo bebí de un trago.

Pero fue inútil, la sequedad seguía agarrotándome la garganta. Y pedí otro coñac. Sólo al pedir el tercero, descubrí el impulso inconsciente: quería darme valor con la bebida para no comportarme como un cobarde o un sentimental allá en la casa. Antes quería cloroformizar algo dentro de mí, quizá el miedo, quizás la vergüenza, quizás un sentimiento muy bueno o acaso uno muy malo. Sí, era eso, sólo eso —por la misma razón se distribuía doble ración de aguardiente a los soldados antes del ataque—: quería insensibilizarme, embotarme, para no sentir tan intensamente la gravedad de la situación o tal vez el peligro que me acechaba. Sin embargo, el primer efecto de esas tres copas consistió únicamente en que me pesaban los pies y en la cabeza algo zumbaba y taladraba como la fresa de un dentista antes de proceder al golpe realmente doloroso. No era un hombre seguro de sí mismo, sereno y, menos todavía, alegre el que, con el corazón martilleante, recorrió con paso tardo la larga carretera —¿o sólo esta vez me pareció interminable?— hacia la temida casa.

Pero todo resultó más fácil de lo que me imaginaba. Me esperaba otro aturdimiento mejor, una embriaguez más pura y refinada que la que había buscado en el burdo aguardiente. Porque también la vanidad trastorna, también la gratitud aturde, también la ternura puede perturbar y hacer feliz. En la puerta, el bueno de Josef me saludó gratamente sorprendido.

—¡Oh, el señor teniente! —Tragó saliva, se pisó un pie con el otro de pura emoción, mientras alzaba los ojos furtivamente, como se mira a un santo en la iglesia; no sé expresarlo de otro modo—. Por favor, señor teniente, pase directamente al salón. Hace rato que la señorita Edith espera al señor teniente —susurró con la agitación de un entusiasmo recatado.

Me pregunté lleno de asombro: ¿por qué este desconocido, este viejo lacayo, me mira tan extasiado? ¿Por qué me tiene tanto afecto? ¿Es verdad que los hombres se vuelven buenos y felices cuando ven bondad y compasión en otros? Entonces Condor tendría razón al decir que quien ha ayudado a una sola persona ha dado sentido a su vida, que vale realmente la pena entregarse a otros hasta el límite de las propias fuerzas y aún más allá. En este caso, cualquier sacrificio estaría justificado, e incluso una mentira que haga felices a los demás sería más importante que toda la verdad. De pronto sentí que mis pies pisaban con más seguridad, pues uno camina de otra manera cuando sabe que lleva la alegría consigo.

Ya Ilona venía a mi encuentro, también ella radiante; sus ojos me abrazaron como brazos oscuros y tiernos. Nunca antes me había dado la mano tan cálida y efusivamente.

—Le doy las gracias —dijo, y su voz era como si hablara a través de una calurosa y húmeda lluvia estival—. No se imagina usted lo que ha hecho por esa niña. La ha salvado. ¡Dios mío, realmente la ha salvado! Pero venga, deprisa, no puedo describirle con qué impaciencia lo espera.

Entretanto, algo se movió sin apenas ruido en la otra parte. Tuve la impresión de que alguien había estado escuchando detrás. Entró el anciano; ya no se reflejaban en sus ojos la muerte y el horror, sino un brillo de ternura.

—Celebro que haya venido. Se sorprenderá al ver cómo se ha transformado. Durante todos estos años transcurridos desde la desgracia, nunca la había visto tan feliz y jovial. Es un milagro, un verdadero milagro. ¡Dios mío, cuánto ha hecho usted por ella, cuánto por todos nosotros! La emoción le cortó la palabra. Tragó saliva, sollozó y al mismo tiempo se avergonzó de mostrar su emoción, que poco a poco fue apoderándose también de mí, pues, ¿quién podría resistir impasible tanta gratitud? Espero no haber sido nunca un hombre vanidoso, uno que se admirase o sobreestimase a sí mismo, y tampoco hoy creo en mi bondad y en mis fuerzas. Pero aquel entusiasmo desenfrenado y agradecido rebosaba de una cordial confianza que me envolvía como en una cálida ola. Todo el miedo y toda la cobardía desaparecieron de repente como llevados por un viento dorado. ¿Por qué no dejarme amar despreocupadamente, si con ello hacía felices a los demás? Estaba en verdad impaciente por entrar en la habitación que la antevíspera había abandonado con tanto desespero.

Y he aquí, sentada en una butaca, a una muchacha que apenas reconocí, tan alegre era su mirada y tanta claridad emanaba de ella. Llevaba un vestido de seda de un azul pálido, que le daba una apariencia todavía más juvenil, más infantil. En sus cabellos rojizos brillaban unas flores blancas —¿eran mirtos?— y alrededor de la butaca estaban dispuestos en filas cestos de flores — ¿quién se los había enviado? —, una abigarrada floresta. Debía saber desde hacía rato que yo había llegado; sin duda había oído, mientras esperaba, las alegres salutaciones y mis pasos que se acercaban. Pero esta vez había desaparecido por completo de sus ojos aquella mirada nerviosa, inquisitiva y escrutadora con que solía recibirme, desconfiada, desde sus párpados medio cerrados. Se sentaba erguida y aliviada, en su butaca. En esta ocasión olvidé que la manta cubría una imperfección y que el hundido sillón era en realidad su cárcel, pues sólo estaba maravillado de aquella nueva muchachita que parecía más infantil en su alegría y más mujer en su belleza.

Advirtió mi sorpresa y la aceptó como un obsequio. Resonó de nuevo el viejo tono de nuestros días de despreocupada camaradería cuando me invitó: —¡Por fin, por fin! Por favor, siéntese aquí a mi lado. Y, por favor, no hable. Tengo que decirle algo muy importante.

Me senté con toda naturalidad. Porque, ¿cómo puede alguien desconcertarse y aturdirse cuando le hablan de forma tan serena y gentil? —Escúcheme sólo un minuto. ¿Verdad que no me interrumpirá? —Noté que esta vez había sopesado cada palabra—. Estoy enterada de todo lo que dijo a mi padre. Sé lo que usted está dispuesto a hacer por mí. Pues bien, créame, por favor, palabra por palabra, lo que ahora le prometo: nunca le preguntaré, ¿me oye?, nunca, por qué lo ha hecho, si ha sido sólo por mi padre o realmente por mí. Si ha sido sólo por compasión o... No, no me interrumpa, no quiero saberlo, no quiero... No quiero pensar más, no quiero atormentarme y atormentar a otros. Basta con que, gracias a usted todavía vivo y sobrevivo..., que desde ayer he empezado a vivir. Si me curo, se lo deberé a una sola persona, a usted. ¡Sólo a usted! Titubeó un instante y luego prosiguió: —Y ahora escuche lo que por mi parte le prometo. Esta noche lo he meditado todo a fondo.

Por primera vez pensé con claridad como una persona sana, no como antes, cuando todavía me sentía insegura, agitada e impaciente. Ahora comprendo lo maravilloso que es pensar sin miedo, maravilloso. Por primera vez presiento cómo es sentir como una persona normal, y a usted, sólo a usted, debo este presentimiento. Por lo mismo, aceptaré todo lo que los médicos me exijan, todo, todo, para convertir la piltrafa que soy en un ser humano. No cejaré ni aflojaré, ahora que sé lo que está en juego. Me esforzaré con todas las fibras y todos los nervios de mi cuerpo, con cada gota de mi sangre, y creo que se puede arrancar a Dios lo que se desea tan ardientemente. Lo hago todo por usted, es decir, para no aceptar ningún sacrificio suyo. Pero, si no saliera bien..., ¡por favor, no me interrumpa!..., o no saliera bien del todo, si no me curara del todo, si no llegara a moverme como los demás, no tema, afrontaré yo sola mi destino. Sé que hay sacrificios que no se deben aceptar y menos de una persona a la que se ama. En el caso de que fracasara esa cura en la que tengo puestas todas mis esperanzas, ¡todas!, nunca más volverá a saber de mí, nunca volverá a verme.

No seré una carga para usted, se lo prometo, porque no quiero que nadie cargue más conmigo, y menos usted. Bien, eso es todo. ¡Y ahora ni una palabra más! No nos quedan más que unas horas para estar juntos en los próximos días, y quisiera poder pasarlas feliz.

Era una voz diferente con la que ahora hablaba, una voz en cierto modo más madura. Eran otros ojos, ya no eran los ojos inquietos de una niña ni los de una enferma, consuntivos y anhelantes. Sentí que era otro el amor con el que me amaba, no el amor juguetón del principio y tampoco el que se atormentaba de impaciencia. Y yo también la miré con otros ojos; ya no me abrumaba como antes la compasión por su desgracia, ya no tenía que proceder con miedo y cautela, podía ser cordial y sincero. Sin saberlo muy bien, por primera vez sentí verdadera ternura hacia aquella muchacha frágil, iluminada por el resplandor de una felicidad soñada, que ella ya anticipaba. Sin darme cuenta, sin tener conciencia de ello, me acerqué más a ella para coger su mano, y ese contacto no la hizo temblar de sensualidad como la otra vez. La fría y delgada muñeca se prestó con sumiso silencio a mi apretón, y sentí complacido cómo el pequeño martillo de su pulso latía tranquilamente.

Luego hablamos con toda naturalidad del viaje y de pequeñas cosas cotidianas; charlamos de lo que había ocurrido en la ciudad y en el cuartel. Yo ya no comprendía que hubiera podido atormentarme tanto, cuando todo era tan sencillo: estaba sentado junto a una persona y la cogía de la mano. Ni tensiones ni disimulos, nos mostrábamos sinceros y cordiales el uno con el otro, no nos poníamos en guardia contra los sentimientos tiernos, aceptábamos el afecto sin bochorno y con pura gratitud.

Y después nos sentamos a la mesa. Las girándulas de plata resplandecían a la luz de las velas y las flores salían de los jarrones como llamas de colores. El brillo de las arañas de cristal se saludaba de espejo en espejo, toda la casa quedaba sumida en el silencio como una ostra oscura cerrada alrededor de su perla luminosa. A veces creía oír cómo los árboles de fuera respiraban callados y cómo el viento acariciaba cálido y voluptuoso las hierbas, pues el aroma entraba por las ventanas abiertas. Todo era más bello y mejor que nunca; el anciano estaba sentado erguido y solemne como un sacerdote, nunca había visto a Edith y a Ilona tan alegres y joviales, nunca la pechera del criado había brillado tan blanca, nunca la piel tersa de la fruta había ardido con tantos colores. Y así comimos y bebimos y hablamos y disfrutamos de la armonía recuperada.

Despreocupada como un pájaro cantor, la risa volaba de uno a otro, y la alegría subía y bajaba como olas juguetonas en pleamar y bajamar. Sólo cuando el criado llenó las copas de champán y yo alcé el primero la copa hacia Edith diciendo ¡A su salud!, todos callaron de pronto.

—Sí, tener salud —suspiró ella y me miró con fe, como si mi voluntad tuviera poder sobre la vida y la muerte—. Tener salud para ti.

—¡Dios te oiga! —El padre se había puesto en pie, incapaz de contenerse. Las lágrimas humedecían sus gafas, se las quitó y las limpió con todo esmero. Vi que sus manos apenas podían resistir el impulso de tocarme, y yo no me negué. Yo también sentía la necesidad de darle las gracias; me acerqué y lo abracé de modo que su barba me rozó la mejilla. Cuando nos separamos, me di cuenta de que Edith me estaba mirando. Sus labios entreabiertos temblaban ligeramente; intuí que también anhelaban un contacto íntimo. Al instante me incliné hacia ella y la besé en la boca.

Esto fueron los esponsales. No había besado a la enamorada de un modo reflexivo y consciente: una pura emoción lo había decidido por mí. Me había sucedido sin saberlo ni quererlo; pero no me arrepentí de ese pequeño y puro gesto de ternura, pues ella no apretó contra mí su pecho palpitante como entonces ni me retuvo ardiente de dicha. Sus labios recibieron los míos humildemente, como un gran regalo. Los demás callaban. Entonces nos llegó de un rincón un tímido rumor. Al principio parecía un carraspeo cohibido, pero, cuando levantamos los ojos, vimos que era el criado, que sollozaba quedamente en un rincón de la sala. Había dejado la botella sobre la mesa y se había dado la vuelta para que no nos apercibiéramos de su emoción inconveniente, pero todos sentimos en los propios ojos esas cálidas y torpes lágrimas de otro. De pronto noté la mano de Edith en la mía.

—Déjamela un momento.

Yo no sabía lo que se proponía. Entonces algo frío y liso se deslizó por mi dedo anular. Era un anillo.

—Para que pienses en mí mientras esté fuera —se disculpó.

No miré el anillo. Me limité a coger su mano y besarla.

Aquella noche fui Dios. Había creado el mundo, y he aquí que estaba lleno de bondad y de justicia. Había creado a un ser humano, y su frente brillaba pura como la mañana y en sus ojos se reflejaba el arco iris de la felicidad. Había puesto la mesa y la había colmado de riqueza y abundancia, había sazonado la fruta, el vino y los manjares. Espléndidamente acumulados, esos testigos de mi plétora se me ofrecían como sacrificios, venían en bandejas resplandecientes y en cestos repletos; el vino fulguraba, los frutos centelleaban y se ofrecían dulces y sabrosos a mi boca.

Había hecho la luz en la habitación y en el corazón de los hombres. En las copas centelleaba el sol de las arañas, como nieve brillaba el blanco damasco, y yo vi con orgullo que los hombres amaban la luz que emanaba de mí y acepté su amor y me embriagué con él.

Le ofrecieron vino y apuré la copa hasta la última gota. Me ofrecieron fruta y manjares, y saboreé sus dádivas. Me ofrecieron respeto y gratitud, y acepté su homenaje como oblaciones de comida y bebida.

Aquella noche fui Dios. Pero no contemplé desde mi elevado trono con mirada fría mis obras y mis actos; afable y clemente, me senté en medio de mis criaturas y divisé rostros borrosos como a través del humo plateado de mis nubes. A mi izquierda se encontraba un anciano; la gran luz de la bondad que emanaba de mí alisó las arrugas de su frente surcada de estrías y ahuyentó las sombras que oscurecían sus ojos; lo había arrancado a la muerte, y él habló con voz de resucitado, agradecido a sabiendas del milagro que había obrado en él. Tenía a mi lado a una muchacha que había estado enferma, encadenada, esclavizada y fatalmente enredada en su propia confusión.

Pero ahora la rodeaba el brillante nimbo de la curación. Con el aliento de mis labios la había salvado del infierno de los temores y ascendido al cielo del amor, y su anillo resplandecía en mi dedo como el lucero del alba. Frente a ella se sentaba otra muchacha, también ella sonriendo agradecida, pues yo había puesto la belleza en su rostro y el oscuro y perfumado bosque de cabellos alrededor de su esclarecida frente. A todos había obsequiado y elevado con el milagro de mi presencia, todos llevaban mi luz en los ojos; cuando se miraban unos a otros, yo era el brillo de su mirada; cuando hablaban entre ellos, yo y sólo yo era el sentido de sus palabras e, incluso cuando callábamos, yo permanecía en sus pensamientos. Porque yo y sólo yo era el principio, el centro y el origen de su felicidad; cuando se alababan mutuamente, me ensalzaban a mí y, cuando se amaban, pensaban en mí como el creador de todo amor, y vi que era bueno haber sido bondadoso con mis criaturas. Y bebí generoso el vino junto con el amor y con los manjares gocé de su felicidad.

Aquella noche fui Dios. Había calmado las aguas de la inquietud y apartado la oscuridad de los corazones. Pero también me había liberado a mí mismo de temores, mi alma estaba tranquila como nunca lo había estado en toda mi vida. Sólo cuando la velada declinaba y me levanté de la mesa, despuntó dentro de mí una ligera tristeza, la eterna tristeza de Dios en el séptimo día, cuando había concluido su obra, y mi tristeza se reflejó en sus rostros vacíos. Porque era el momento de la despedida. Todos estábamos singularmente emocionados, como si supiéramos que algo incomparable tocaba a su fin, una de aquellas raras horas ingrávidas que, como las nubes, no vuelven jamás. Por primera vez yo mismo sentí pena por tener que dejar a la muchacha; como un enamorado, retrasé el momento de despedirme de ella, la que me amaba. Ojalá, pensé, pudiera sentarme de nuevo junto a su cama, acariciar una y mil veces su mano delicada y temblorosa, contemplar incesantemente la rosada sonrisa de felicidad que la iluminaba. Pero era demasiado tarde. De modo que rápidamente la abracé y la besé en la boca. Noté que contenía la respiración, como si quisiera conservar para siempre el calor de la mía. Después me dirigí a la puerta, acompañado de su padre. Una última mirada, un último adiós, y me fui, libre y seguro, como se va siempre uno después de dejar atrás una obra acabada, una acción meritoria.

Anduve los pocos pasos que había hasta el vestíbulo, donde ya me esperaba el criado con la gorra y el sable.

¡Ojalá hubiera sido más rápido! Ojalá hubiera sido menos considerado, porque el anciano me seguía sin poder separarse de mí. Cogió de nuevo mi brazo y lo acarició, para demostrarme una y otra vez lo agradecido que estaba por lo que yo había hecho por él. Ahora podía morir en paz, su hija se curaría, todo iría bien, y todo gracias a mí, sólo a mí. Me resultaba cada vez más embarazoso dejarme acariciar y halagar de aquel modo en presencia del criado, que esperaba paciente a nuestro lado con la cabeza agachada. Había dado ya varias veces la mano al anciano para despedirme, pero cada vez él empezaba de nuevo. Y yo, juguete de mi compasión, no tenía fuerzas para arrancarme de allí, a pesar de que una oscura vocecita interior me instaba: ¡Basta y de sobra! De pronto nos llegó un ruido agitado a través de la puerta. Agucé el oído. En la habitación contigua debía de haber empezado un altercado, pues se oían fuertes voces en una crispada controversia; con sobresalto reconocí las voces enconadas de Ilona y de Edith. La primera parecía querer algo y la segunda trataba de disuadirla. «Te lo ruego», percibí claramente la advertencia de Ilona, «quédate aquí», y la rotunda y colérica negativa de Edith: «No, déjame, déjame.» Yo escuchaba cada vez más preocupado por encima del parloteo de Kekesfalva. ¿Qué ocurría detrás de la puerta? ¿Por qué se había roto la paz, mi paz, la paz de Dios de aquel día? ¿Qué deseaba Edith tan imperiosamente? ¿Y qué quería evitar la otra? Entonces, de repente, se oyó aquel ruido odioso, toc-toc, el toc-toc de las muletas. ¡Dios mío, no pretenderá seguirme sin la ayuda de Josef! Pero los golpes de madera ya se acercaban presurosos, toc-toc, izquierda, derecha... toc-toc...

izquierda, derecha, izquierda, derecha —sin querer, me imaginé el vacilante cuerpo que los acompañaba—, debía estar ya muy cerca de la puerta. Luego, un estrépito, un golpe, como si una pesada masa se hubiera lanzado contra los batientes de la puerta. Después, un jadeo causado por un intenso esfuerzo, y el picaporte, apretado violentamente hacia abajo, cedió con un chasquido.

¡Tremenda visión! Edith se apoyaba en el marco de la puerta, todavía agotada por el esfuerzo.

Con la mano izquierda se agarraba furiosa al montante de madera para no perder el equilibrio y en la derecha sostenía las dos muletas. Detrás de ella insistía Ilona, visiblemente desesperada, para ayudarla o retenerla por la fuerza. Pero los ojos de Edith relampagueaban de cólera y de impaciencia.

—¡Déjame, te he dicho que me dejes! —gritaba a su molesta ayudante—. Nadie tiene que ayudarme. Puedo hacerlo sola.

Y entonces, antes de que Kekesfalva o el criado pudieran darse cumplida cuenta, ocurrió lo increíble. La tullida apretó los labios como preparándose para un gran esfuerzo; mirándome con ojos ardientes y abiertos de par en par, de un tirón, como el nadador se separa de la orilla, se arrancó del marco de la puerta, que le había ofrecido apoyo, para venir a mi encuentro, completamente libre y sin muletas. En el momento del empellón vaciló, como si cayera al vacío del vestíbulo, pero enseguida agitó las manos, la que tenía libre y la que sostenía las muletas, para recuperar el equilibrio. Luego volvió a apretar los labios, avanzó un pie y a continuación arrastró el otro; estos movimientos convulsos y entrecortados, de izquierda a derecha, descoyuntaban su cuerpo como el de una marioneta. ¡Sin embargo, caminaba! ¡Caminaba! Caminaba con los ojos muy abiertos, fijos únicamente en mí, como si se deslizara por un cable invisible, los dientes clavados en los labios, las facciones desfiguradas espasmódicamente. Caminaba oscilando de un lado para otro como una barca zarandeada por la tormenta, pero caminaba, por primera vez caminaba sola, sin muletas y sin ayuda: un milagro de la voluntad debió haber despertado sus piernas muertas. Ningún médico ha podido explicarme jamás cómo la tullida consiguió aquella sola y única vez arrancar sus piernas impotentes de la rigidez y la debilidad, y yo soy incapaz de describir cómo sucedió, pues todos mirábamos petrificados sus ojos extáticos; incluso Ilona se olvidó de seguirla y protegerla. Pero daba tambaleante esos pocos pasos como impelida por una tormenta interior; no era un caminar, sino más bien un vuelo rasante, el vuelo a tientas de un pájaro con las alas cortadas. Mas la voluntad, ese demonio del corazón, la seguía empujando más y más hacia delante. Ya estaba muy cerca, ya extendía anhelante hacia mí, en un gesto de triunfo por la proeza llevada a cabo, los brazos que hasta entonces habían mantenido el equilibrio aleteando; sus rasgos tensos se aflojaban ya en una desbordante sonrisa de felicidad. Había logrado el milagro: dos pasos más, no, sólo uno, un último paso; yo ya casi sentía el aliento de su boca abierta en la sonrisa, cuando sucedió lo terrible. Por el esfuerzo anhelante que imprimió al movimiento con el que tendió los brazos antes de tiempo, anticipando el abrazo conquistado, perdió el equilibrio. Sus rodillas se doblaron de repente como bajo un golpe de guadaña. Cayó ruidosamente casi a mis pies; las muletas retumbaron contra el suelo. Mi primera reacción instintiva de espanto fue dar un paso hacia atrás, en vez de hacer lo más natural, que era acudir en su ayuda para levantarla.

Pero ya Kekesfalva, Ilona y Josef se habían adelantado casi al mismo tiempo para alzar del suelo a la muchacha que gemía. Noté (incapaz todavía de mirar) cómo entre todos se llevaban a Edith. Oía sólo los sollozos ahogados de su furia desesperada y los pasos arrastrados que se alejaban cuidadosos con su carga. En este instante se rasgó la niebla del entusiasmo que durante toda la noche había velado mi mirada. Lo vi todo con espantosa claridad en ese relámpago de luz interior. ¡Supe que la infeliz nunca se restablecería del todo! El milagro que todos esperaban de mí no se había producido. Yo ya no era Dios, sino un pobre hombre que con su debilidad causaba vilmente daño, con su compasión causaba estragos y turbación. Tenía conciencia clara, terriblemente clara, de cuál era mi deber: ahora o nunca era el momento de guardarle fidelidad; ahora o nunca debía ayudarla, correr tras los demás, sentarme junto a su cama, calmarla y engañarla diciéndole que había caminado espléndidamente, que se curaría del todo. Pero ya no tenía fuerzas para semejante engaño desesperado. Fui presa de un temor atroz, de un miedo a sus ojos medrosos y suplicantes y luego anhelantes y exigentes, miedo a la impaciencia de su corazón impetuoso, que yo era incapaz de domeñar. Y, sin pensar lo que hacía, cogí la capa y el sable. Por tercera y última vez huí de la casa como un criminal.

¡Aire! ¡Necesito una bocanada de aire! Me asfixio. ¿Es el bochorno de la noche entre los árboles o el vino, la gran cantidad de vino que he tomado? La camisa se me pega desagradablemente al cuerpo, me desabrocho el cuello de un tirón, y desearía deshacerme del abrigo, que me oprime los hombros con su peso. ¡Aire! ¡Una bocanada de aire! Tengo la sensación de que la sangre quiere atravesar los poros, tan ardiente me apremia y me oprime, y un ruido me martillea los oídos: toc-toc, toc-toc... ¿Son todavía los horribles golpes de las muletas o es sólo el pulso tras las sienes? ¿Y por qué corro tanto? ¿Qué ha ocurrido? Tengo que intentar pensar. ¿Qué ha ocurrido en realidad? ¡Tengo que pensar despacio, con calma, y no escuchar ese toc-toc, toc-toc! De modo que... me he comprometido..., no, no, me han comprometido..., yo no quería, ni siquiera lo había pensado... y ahora estoy comprometido, ahora estoy atado... Pero no... no es verdad... sólo he dicho al viejo que, sólo si se curaba, y nunca se curará... Mi promesa sólo tiene valor... ¡No, no tiene valor alguno! No ha ocurrido nada, nada en absoluto. Pero, entonces, ¿por qué la he besado, y en la boca...? Yo no quería. ¡Ah, esa compasión, esa maldita compasión! Siempre me atrapan con ella, y ahora estoy preso. Estoy comprometido formalmente, ambos estaban presentes, el padre y la otra, y además el criado... Y, sin embargo, no quiero, no quiero... ¿Qué puedo hacer...? Piensa con calma... ¡Ah, qué odioso ese eterno toc-toc! Ahora me romperá siempre los oídos con sus martillazos, ella me perseguirá siempre con sus muletas... Ha ocurrido, y es irrevocable. La he engañado y ellos me han engañado. Me he comprometido. Me han comprometido.

¿Qué es eso? ¿Por qué los árboles se tambalean y chocan entre sí? Y las estrellas... Siento dolor y zumbidos, algo debe nublar mis ojos. ¡Y cómo me pesa la cabeza! ¡Ah, este bochorno! Tendría que refrescarme la frente, entonces podría volver a pensar con claridad. O beber algo para enjuagar este lodo bilioso de la garganta. ¿No había ahí enfrente —tantas veces he pasado a caballo por delante— una fuente junto al camino? No, hace rato que la he dejado atrás, debo haber corrido como un loco, de ahí este martilleo en las sienes, ¡esos terribles golpes! Si pudiera beber algo, quizá sería capaz de reflexionar de nuevo. Al fin, entre las primeras casas bajas parpadea una ventana, medio velada por una cortina, con el ojo amarillo de una lámpara de petróleo. Exacto — ahora lo recuerdo—, es la pequeña taberna de suburbio, donde los carreteros paran todas las mañanas para calentarse con un rápido vaso de aguardiente. ¡Pediré allí un vaso de agua o me arrancaré con algo fuerte o amargo la flema de la garganta! ¡Tengo que beber algo, cualquier cosa! Abro la puerta de golpe, sin pensar, con la avidez del sediento.

Del antro semioscuro me llega el hedor asfixiante de tabaco de pipa malo. Al fondo, el mostrador de aguardiente barato; delante, una mesa en la que unos peones camineros juegan a cartas. Un ulano, apoyado en el mostrador, de espaldas a mí, bromea con la tabernera. Ahora nota la corriente de aire, pero apenas se da la vuelta, queda boquiabierto del susto: enseguida se cuadra y saluda con un taconazo. ¿Por qué se asusta tanto? Ah, ya, probablemente me toma por un oficial de inspección y hace rato que tendría que estar en el catre. También la tabernera me mira con cierta inquietud y los obreros interrumpen la partida. Algo en mí debe llamar la atención.

Entonces, demasiado tarde, caigo en la cuenta: sin duda se trata de uno de esos locales que sólo frecuenta la tropa. Como oficial no puedo poner los pies en él. Instintivamente, me doy la vuelta.

Pero la tabernera ya se dirige hacia mí obsequiosa, preguntándome en qué puede servirme.

Tengo la impresión de que debo disculparme por mi entrada a tontas y a locas. Le digo que no me encuentro muy bien y le pido un vaso de soda y un aguardiente de ciruelas.

—Enseguida —y se aleja ligera.

En realidad, sólo quiero echarme en el gaznate los dos vasos junto al mostrador y largarme, pero entonces, de pronto, la lámpara de petróleo en el centro del local empieza a balancearse, las botellas de la estantería tiemblan sin ruido y el suelo bajo mis pies se ablanda de repente, vibra y se mueve, haciéndome tambalear. Siéntate, me digo. Y con mis últimas fuerzas llego vacilante hasta una mesa vacía. Me traen el vaso de soda y lo tomo de un trago. Ah, fresca y buena. Por un momento desaparece el sabor nauseabundo de la boca. Y ahora, a beberse rápido el aguardiente y levantarse. Pero no puedo; es como si los pies hubieran echado raíces y la cabeza retumba de un modo extrañamente sordo. Pido otro aguardiente. ¡Luego un cigarrillo y a la calle! Enciendo el cigarrillo. Me propongo permanecer sentado durante un rato, con la cabeza amodorrada entre las manos, y pensar, reflexionar, examinarlo todo a fondo, punto por punto. O sea... que estoy comprometido..., me han comprometido..., pero eso sólo es válido..., no, nada de subterfugios, sí vale, sí vale..., la he besado en la boca, lo he hecho voluntariamente. Pero sólo para tranquilizarla, y porque sabía que no se va a curar..., ha vuelto a caerse como una tabla..., uno no puede casarse con alguien así, no es una verdadera mujer, sino... Pero no me dejarán, no, jamás me soltarán... El viejo, el djin, el djin, el djin con su melancólica cara de hombre honrado y sus gafas doradas, se aferra a mí, no me deja escapar..., me agarra siempre del brazo, siempre me arrastra tirando de mi compasión, mi maldita compasión. Mañana todo el mundo lo comentará en la ciudad, saldrá en los periódicos, y ya no habrá marcha atrás... ¿No sería mejor que advirtiese ahora a los de casa, para que mi madre o mi padre no se enteraran por otros o incluso por el periódico? Explicarles por qué y cómo me he comprometido, y que no es cosa de hoy para mañana ni que era ésta mi intención, que me he metido en este berenjenal sólo por compasión... ¡Ah, esa maldita compasión, esa maldita compasión! En el regimiento tampoco lo entenderán, ni uno solo de mis compañeros. ¿Qué dijo Steinhübel de Balinkay? «Si uno se vende, que al menos se venda caro.» Dios mío, lo que dirán... Ni yo mismo comprendo cómo he podido prometerme con esa...

con esa criatura inválida. Y cuando tía Daisy lo sepa...; es una mujer astuta que no se deja engañar, no gasta bromas. No se dejará engatusar con historias de nobles y de castillos, enseguida consultará el Gotha y al segundo día sabrá que Kekesfalva era antes Lämmel Kanitz y que Edith es medio judía, y que no hay nada más horrible en el mundo que tener judíos en la familia... Con mi madre no habría pegas, el dinero la impresiona... Seis, siete millones, ha dicho Kekesfalva... Pero me río de su dinero, no pienso en serio casarme con ella por todo el dinero del mundo... Se lo he prometido sólo en el caso de que se cure, sólo entonces... Pero ¿cómo explicarlo? Todos en el regimiento tienen algo en contra del viejo y en una cuestión son muy quisquillosos...: el honor del regimiento, lo sé... No se lo han perdonado ni al propio Balinkay. Se burlan diciendo que se ha vendido..., vendido a la vieja vaca holandesa. Y cuando vean las muletas... No, mejor no escribir nada a los de casa, de momento que nadie lo sepa, nadie... No, no quiero ser el hazmerreír del comedor de oficiales. Pero ¿cómo salvarme de ellos? ¿Y si, a fin de cuentas, me voy a Holanda, a casa de Balinkay? Exacto, todavía no le he dicho que no, cualquier día puedo escaparme a Rotterdam y que Condor se las arregle solo, puesto que también él solo lo lió todo... Ya verá cómo endereza el entuerto, él es el culpable de todo... Lo mejor será que vaya a verlo ahora mismo y se lo aclare todo..., explicarle que simplemente no puedo... Ha sido espantoso cómo se ha desplomado, como un saco de avena... No es posible casarse con algo así... Sí, ahora mismo le diré que me largo...

Ahora mismo voy a ver a Condor, ahora mismo... ¡Coche! ¡Coche! ¡Coche, aquí! ¿Adónde? Florianigasse... ¿El número? Florianigasse, noventa y seis... ¡Y apresúrate, recibirás una buena propina! Pero, deprisa, dale fuerte a los caballos... Ah, ya hemos llegado, reconozco la casa miserable donde vive, reconozco la asquerosa y sucia escalera de caracol. Pero es una suerte que sea tan empinada... Ja, ja, aquí no me seguirá con sus muletas, no me seguirá hasta arriba, por lo menos aquí estoy a salvo del toc-toc... ¿Qué? ¿Otra vez la chapucera criada delante de la puerta...? ¿Se pasa el día delante de la puerta la mondonga...? «¿Está el doctor en casa?» «No, no. Pero pase, enseguida vendrá.» ¡Suripanta bohemia! Bueno, sentémonos y esperemos. Siempre hay que esperar a ese tipo, nunca está en casa. ¡Dios mío, ojalá no vuelva a entrar la ciega arrastrando los pies! Lo que me faltaría, mis nervios no soportarían guardar tantas consideraciones... ¡Jesús, María, ahí viene! Oigo sus pasos al lado... No, alabado sea Dios, no, no puede ser ella, no camina con paso tan firme, tiene que ser otra persona la que camina y habla... Pero yo conozco esta voz...

¿Qué? ¿Cómo es posible...? Pero, si es... es la voz de tía Daisy y... Pero, ¿cómo es posible...? ¿Cómo están aquí de repente también tía Bella y mamá y mi hermano y mi cuñada...? Absurdo...

Imposible... Estoy esperando en casa de Condor, en la Florianigasse... y mi familia no lo conoce de nada, ¿cómo pueden haberse dado cita precisamente en casa de Condor? Pero sí, son ellos, conozco esa voz, la voz chillona de tía Daisy... Dios mío, ¿dónde me escondo aquí...? Se acercan cada vez más..., se abre la puerta..., se ha abierto sola, los dos batientes y —¡madre mía! —ahí están todos, formando un semicírculo, como para una fotografía, y me miran, mamá con el vestido negro de tafetán con volantes blancos que llevaba en la boda de Ferdinand, y tía Daisy con mangas abombadas y el monóculo dorado sujeto por una manija sobre la afilada y arrogante nariz, esa antipática nariz puntiaguda que yo ya odiaba a los cuatro años. Mi hermano, de frac...

¿Para qué lleva frac en pleno día...? Y la cuñada, Franzi, con su cara gorda y mofletuda... ¡Ah, qué asco, qué asco! ¡Cómo me miran! Y tía Bella sonríe maliciosa, como si esperara algo... Pero están todos en semicírculo, como en una audiencia, todos esperan y esperan... Pero ¿qué esperan? Pero ahora mi hermano se acerca con paso solemne con su sombrero de copa en la mano.

«Felicidades», dice. Y creo que el antipático lo dice con cierta sorna. Y los demás repiten «felicidades, felicidades», y saludan con la cabeza y doblan las rodillas... Pero ¿cómo? ¿Cómo lo saben ya y cómo se han reunido todos...? Si tía Daisy está enemistada con Ferdinand... y yo no he dicho nada a nadie.

«Desde luego, es para felicitarte. Bravo, bravo..., siete millones, vaya pellizco, lo has hecho muy bien... Siete millones, algo tocará a la familia», hablan todos a la vez y se ríen irónicamente.

«Bravo, bravo», chasquea tía Bella, «ahora Franzi podrá estudiar. ¡Un buen partido!» «Dicen que además son nobles», se mofa mi hermano, escondiéndose detrás del sombrero, pero ya interviene tía Daisy con su voz de cacatúa: «Bueno, eso de nobles habrá que mirarlo bien», y ahora se acerca mi madre y cuchichea tímidamente: «Pero ¿no nos vas a presentar a la novia?»... ¿Presentar...? Lo que faltaba: que todos vean a la tullida y lo que he ganado con mi estúpida compasión... Me guardaré bien... Además, ¿cómo voy a presentarla, si estamos en casa de Condor, Florianigasse, tercer piso...? En su vida podrá la coja subir los ochenta peldaños... Pero ¿por qué se vuelven ahora, como si algo ocurriera en la habitación contigua...? Por la corriente de aire a mi espalda, yo también adivino que alguien ha abierto la puerta detrás de nosotros. ¿Es que viene alguien más...? Sí, oigo algo que se acerca..., de la escalera llegan gemidos, crujidos y golpes..., algo sube arrastrándose, paso a paso, jadeando... toc-toc, toc-toc... ¡Dios mío, no puede ser verdad que ella suba...! No me pondrá en ridículo con sus muletas... Tenía que haberme escondido bajo tierra al ver a esa chusma maliciosa... Pero ¡qué horror!, es ella realmente, sólo puede ser ella... toc-toc, toctoc...

Si conoceré ese ruido... toc-toc, toc-toc, cada vez más cerca..., enseguida estará aquí arriba...

Mejor que cierre la puerta con llave... Pero ya mi hermano se quita de nuevo la chistera y hace una reverencia a mi espalda hacia el toc-toc... ¿Ante quién se inclina y por qué tan profundamente...? Y de pronto todos se echan a reír, tanto que los cristales vibran. «¡Ah, vaya, ah, vaya, ah, vaya, ah, vaya! Ja, ja... Ja, ja... ¡Éste es el aspecto de los siete millones...! Ja, ja... ¡Y además, las muletas de dote! ¡Ja, ja...!» ¡Ah! Me sobresalto. ¿Dónde estoy? Miro despavorido a mi alrededor. Dios mío, debo de haberme quedado dormido, debo de haberme amodorrado en este miserable antro. Miro alrededor, asustado. ¿Se habrán dado cuenta? La tabernera limpia indiferente los vasos, el ulano insiste en mostrarme su ancha y robusta espalda. Quizá no han reparado en nada. Sólo puedo haberme quedado traspuesto un minuto, máximo dos, la colilla todavía humea en el cenicero. Este sueño confuso tiene que haber durado un minuto, máximo dos. Pero me ha quitado todo el calor y el letargo del cuerpo. De pronto veo con claridad meridiana lo que ha ocurrido. ¡Fuera, rápido, fuera de este cuchitril! Arrojo las monedas sobre la mesa, voy hacia la puerta, y de inmediato el ulano se cuadra. Noto todavía la mirada extrañada de los obreros, que levantan la vista de las cartas y sé que, en cuanto cierre la puerta tras de mí, empezarán a hablar del extravagante personaje vestido de oficial: a partir de hoy, todo el mundo reirá a mis espaldas. Todos, todos, todos y nadie sentirá compasión por el loco de su compasión.

¿Adónde ir ahora? ¡Todo menos volver al cuartel! ¡Todo menos subir a la vacía habitación y estar solo con esos horribles pensamientos! Mejor volver a tomar algo, beber algo frío y fuerte, porque de nuevo siento en el paladar el repugnante sabor a bilis. Quizá son los pensamientos que quisiera vomitar... ¡Tengo que lavar, quemar, ahogar, extirpar todo esto! ¡Ah, es horrible esta sensación, espantosa! ¡Tengo que ir al centro de la ciudad! Estupendo, el café de la plaza del Ayuntamiento todavía está abierto. Tras los cristales con cortinas, brilla la luz a través de las rendijas. ¡Ah, debo beber algo, ahora! Entro y desde la misma puerta veo que en la mesa habitual están todos reunidos todavía: Ferencz, Jozsi, el conde Steinhübel, el médico del regimiento, toda la pandilla. Pero ¿por qué Jozsi levanta los ojos tan estupefacto? ¿Por qué da un codazo disimulado a su vecino? ¿Y por qué todos me miran fijamente como embobados? ¿Por qué se interrumpe de repente la conversación? Hace sólo un momento discutían acaloradamente y gritaban armando tal barullo que los he oído desde la puerta. Y ahora, apenas me han visto, se acurrucan en silencio y un tanto perplejos. Algo tiene que haber pasado.

Ahora que me han visto, no puedo volverme atrás. De modo que avanzo despacio con la mayor naturalidad de que soy capaz. La verdad es que no me siento cómodo, no tengo el menor deseo de divertirme ni de charlar. Y, además, noto una cierta tensión en el ambiente. Otras veces, uno me saluda con la mano u otro me lanza un «hola» como una pelota a través de medio local.

Hoy están todos sentados, rígidos como escolares pillados en una travesura. Mientras acerco una silla, digo con necia perplejidad: —¿Me permitís? Jozsi me mira de forma rara.

—Bueno, ¿qué decís? —pregunta a los demás, meneando la cabeza—. ¿Le permitimos? ¿Habéis visto nunca tantas ceremonias? Sí, sí, en fin, a Hofmiller le ha dado por las ceremonias hoy.

Debe haber sido una broma del malicioso muchacho, porque los demás sonríen o esconden una risa burda. Sí, algo ha pasado. Normalmente, cuando uno de nosotros llega después de medianoche, los otros le preguntan sin rodeos de dónde viene y por qué y salpican la chanza con sabrosas conjeturas. Hoy nadie me aborda, todos parecen estar incómodos. Debo haber caído en su cómodo charco como una piedra en el agua. Finalmente, Jozsi se reclina en la silla, guiña el ojo izquierdo como para disparar un fusil y luego pregunta: —Y, pues... ¿se te puede felicitar? —¿Felicitarme...? ¿Por qué? Estoy tan desconcertado que de momento no sé realmente a qué se refiere.

—Bueno, pues, el farmacéutico, que acaba de irse, ha contado que el criado del castillo le ha dicho por teléfono que te habías comprometido con la... digamos con la señorita de allá.

Ahora todos me miran. Dos, cuatro, ocho, diez, doce ojos están pendientes de mi boca. Sé que, si lo admito, al instante estallará un gran jaleo: chistes, bromas, burlas y felicitaciones irónicas. No, no puedo admitirlo. ¡Imposible delante de esos impertinentes, de esos burlones! —Tonterías —refunfuño, para salir del apuro.

Pero no tienen bastante con esta evasiva; el bueno de Ferencz, movido por una sincera curiosidad, me da un golpecito en el hombro.

—Vamos, Toni, tengo razón, ¿no es verdad? Lo ha dicho con buena intención, el buenazo, pero no ha debido ponerme tan fácil el «no».

Siento un asco inmenso ante esa curiosidad campechana y burlona. Me doy cuenta de lo absurdo que sería pretender explicar aquí, en una mesa de café, algo que ni yo mismo puedo explicarme en el fondo de mi corazón. Sin pensarlo, lo niego enfadado: —Ni por asomo.

Por un momento reina el silencio. Se miran unos a otros sorprendidos y, creo, un poco desencantados. Al parecer les he estropeado la diversión. Pero Ferencz apoya muy orgulloso los codos sobre la mesa y exclama triunfante: —¡Ea! ¿No os lo había dicho? ¡Conozco a Hofmiller como a mis propios bolsillos! Ahora mismo os decía que era mentira, una sucia mentira del farmacéutico. Me va a oír mañana, ese estúpido mezclapócimas. ¡Que vaya a pegársela a otros! Voy a pedirle explicaciones y, si se descuida, puede que reciba un par de suculentos sopapos. ¿Qué se ha creído? ¡Deshonrar sin más ni más a un hombre decente! ¡Andar por ahí chismorreando y llenarse la boca de infamias sobre uno de los nuestros! Pero ¿veis? Enseguida os lo dije, Hofmiller no puede haber hecho una cosa así. No vende sus piernas sanas y derechas por ningún oro del mundo.

El bueno y fiel compañero se vuelve hacia mí y palmea mi hombro con su pesada mano.

—De verdad, Toni, me alegro soberanamente de que no sea cierto. ¡Qué vergüenza habría sido para ti y para todos nosotros, una vergüenza para todo el regimiento! —¡Vaya que sí! —interviene ahora el conde Steinhübel—. Precisamente con la hija del viejo usurero, quien en su momento despellejó a Uli Neuendorff con el asunto de las letras de cambio.

Ya es un escándalo que semejante chusma pueda hacerse la barba de oro y comprarse castillos y encima títulos de nobleza. ¡Y todavía les gustaría pescar a uno de nosotros para su distinguida hijita! ¡Qué granuja! Él sabe por qué me esquiva, cuando me encuentra por la calle.

Con el alboroto que se acrecienta, Ferencz se exalta cada vez más.

—¡Ese cretino de boticario! ¡Por Dios que me vienen ganas de sacarlo de su cubil con el timbre nocturno y propinarle unos buenos sopapos! ¡Sinvergüenza! ¡Mira que colgarte semejante mentira, sólo porque fuiste allí unas cuantas veces! Ahora interviene también el barón Schonthaler, el flaco galgo aristocrático.

—¿Sabes, Hofmiller? Yo no quería entrometerme en este asunto, chacun à son goût, pero si tengo que serte sincero, te diré que desde el principio no me gustó saber que estuvieras siempre metido en aquella casa. Tenemos la obligación de pensar a quién honramos con nuestro trato. No sé qué clase de negocios hace o ha hecho, ni me importa. Yo no pido cuentas de nada a nadie. Pero nosotros tenemos que guardar una cierta reserva... Ya ves que por una tontería la gente empieza a hablar y decir necedades. No hay que tratar con la gente que no se conoce bien. Tenemos que mantenernos limpios, siempre limpios; el mero roce nos puede ensuciar. En fin, me alegro de que no te hayas dejado liar aún más.

Todos hablan a la vez, se lanzan contra el anciano, sacan a relucir las historias más disparatadas, se burlan de la «amiguita lisiada», su hija; a cada momento uno u otro se vuelve hacia mí para felicitarme por no haberme liado seriamente con esa «chusma». Y yo... Yo permanezco sentado, inmóvil y mudo; sus odiosas alabanzas me martirizan y quisiera gritarles: «¡Callad vuestras bocas infames!», o bramar: «¡El miserable soy yo! ¡El farmacéutico, no yo, ha dicho la verdad! No ha mentido él, sino yo. Yo, yo soy el cobarde y miserable embustero!» Pero sé que es demasiado tarde..., ¡demasiado tarde para todo! Ya no puedo paliar nada, desmentir nada.

De modo que sigo sentado, mudo, mirando fijamente en el vacío, con el cigarrillo apagado entre los dientes apretados, y al mismo tiempo con la terrible conciencia de la infame y criminal traición que con mi silencio cometo contra la pobre inocente. ¡Ah, quisiera esconderme bajo tierra! ¡Aniquilarme! ¡Destruirme! No sé adónde mirar, no sé qué hacer con las manos, que podrían traicionarme con su temblor. Las acerco cautelosamente y entrelazo los dedos, apretándolos con fuerza hasta que me duelen, para dominar durante unos minutos más la tensión interior con ese estrujamiento convulsivo.

Pero en el momento en que mis dedos se entrelazan, siento algo duro y extraño entre ellos. Lo palpo instintivamente. ¡Es el anillo, el anillo que Edith, toda sonrojada, me ha puesto en el dedo hace una hora! ¡El anillo de compromiso que he recibido en señal de consentimiento! Ya no tengo fuerzas para arrancarme la prueba evidente de mi mentira. Así que, con un gesto cobarde de ladrón, rápidamente hago girar la piedra hacia dentro, antes de dar la mano a los compañeros para despedirme.

La plaza del Ayuntamiento aparecía fantasmagóricamente bañada por la luz glacial de la luna; cada borde del empedrado parecía recortado a pico, y los contornos de las casas destacaban trazados con toda nitidez hasta los tejados y los aleros. Yo llevaba dentro la misma gélida claridad.

Nunca como en aquel momento había pensado con tanto brillo y, por decirlo así, con menos sombras: sabía lo que había hecho y sabía lo que mi deber me imponía hacer ahora. Me había comprometido a las diez de la noche y, tres horas más tarde, había negado cobardemente ese compromiso. Ante siete testigos, un capitán, dos tenientes, un médico de regimiento, dos alféreces y un aspirante a oficial de mi regimiento, yo, con el anillo de compromiso en el dedo, me había dejado alabar por una infame mentira. Había comprometido alevosamente a una muchacha que me amaba con pasión, a una criatura enferma, inocente e indefensa; había permitido, sin protestar, que insultasen a su padre y, como un perjuro, que llamaran embustero a un desconocido que había dicho la verdad. Al día siguiente todo el regimiento conocería mi vergüenza, ya todo habría terminado. Los mismos que hoy me habían palmeado fraternalmente los hombros, mañana me negarían la mano y el saludo. Como mentiroso desenmascarado no podría seguir llevando el sable, pero tampoco podría acudir a los otros, los traicionados, los calumniados; incluso para Balinkay era yo un hombre acabado. Esos tres minutos de cobardía habían arruinado mi vida: no me quedaba otra elección que el revólver.

Ya en aquella mesa había tenido conciencia clara de que era el único modo de salvar mi honor; lo que ahora ocupaba mi pensamiento —caminando solo por las calles— era la forma externa de su ejecución. Las ideas se me ordenaban con toda precisión en la cabeza, como si la blanca luz de la luna hubiera atravesado mi gorra, y con la misma indiferencia que si se tratara de desarmar una carabina, distribuí las dos o tres horas siguientes, las últimas de mi vida. ¡Tenía que dejarlo todo bien dispuesto, no olvidar nada, no pasar nada por alto! Primero, una carta a los padres, para disculparme del dolor que les causaría. Después, rogar a Ferencz por escrito que no pidiera cuentas al farmacéutico, puesto que el asunto quedaba despachado con mi muerte. Una tercera carta al coronel: para pedirle que evitara en lo posible todo escándalo, que me enterraran preferentemente en Viena, sin delegación ni coronas. En todo caso, unas líneas a Kekesfalva, breves y escuetas, para que asegurara a Edith mi afecto más cordial y pedirle que no pensara mal de mí. A continuación, poner orden impecable en mi cuarto, anotar en un papel las pequeñas deudas y dar orden de vender mi caballo para cubrir los eventuales atrasos. No tenía nada que dejar en herencia. El reloj y mi escasa ropa blanca serían para mi ordenanza... Ah, sí, y que se devolvieran al señor Von Kekesfalva el anillo y la pitillera de oro.

¿Qué más? Exacto: quemar las dos cartas de Edith, y todas las demás cartas y fotografías. No dejar nada atrás, ningún recuerdo, ninguna huella. Desaparecer del modo más disimulado posible, tal como había vivido. De todos modos, quedaba bastante trabajo para dos o tres horas, pues quería escribir las cartas con toda pulcritud, para que nadie pudiera decir de mí que tenía miedo o estaba confuso. Luego, lo último, lo más fácil: acostarme, cubrirme la cabeza con dos o tres mantas, y encima el edredón, para que no se oyera la detonación al lado o en la calle. Así lo hizo en su día el capitán Felber. Se disparó a medianoche y nadie oyó el más leve ruido; sólo a la mañana siguiente lo encontraron con el cráneo destrozado. Luego, bajo las mantas, apretaría el cañón contra la sien; mi revólver era seguro, casualmente dos días antes lo había engrasado. Y sabía que tenía la mano firme.

En mi vida —tengo que repetirlo— he dispuesto algo con más claridad, precisión y exactitud que entonces mi muerte. Todo estaba preparado, visible y ordenado como en un registro, distribuido minuto a minuto, cuando al cabo de una hora de vagar, aparentemente sin rumbo, llegué al cuartel. En todo este tiempo, mis pasos fueron tranquilos, mi pulso era regular y mi mano permanecía firme, observé con cierto orgullo cuando metí la llave en la cerradura de la puertecita lateral que los oficiales utilizábamos siempre después de medianoche. No erré la estrecha abertura ni por una pulgada, a pesar de la oscuridad. ¡Sólo me faltaba atravesar el patio y subir los tres tramos de escaleras! Entonces estaría solo y podría empezar y terminar a la vez. Pero, cuando desde el cuadrado del patio, iluminado por la luna, me acerqué a la puerta de la escalera sumida en la oscuridad, descubrí una figura que se movía. ¡Maldición!, pensé. Algún compañero que vuelve al cuartel. Ha llegado un poco antes y quiere saludarme y, si se tercia, charlar un rato.

Pero al instante reconocí, a disgusto, los anchos hombros del coronel Bubencic, que unos días antes me había sermoneado. Parecía haberse quedado a propósito en el arco de la puerta; yo sabía que a ese engreído no le gustaba que regresáramos tarde. Pero ¡al diablo, qué me importaba ya todo! A la mañana siguiente iba a presentarme ante alguien muy distinto. Así pues, con obstinada decisión, me propuse seguir adelante fingiendo no haberlo visto, pero entonces salió de las sombras. De improviso me salió al paso su voz ronca: —¡Teniente Hofmiller! Me acerqué y me cuadré. Me inspeccionó de arriba abajo.

—La última moda de los señoritos, llevar el abrigo medio desabrochado. ¿Os creéis que pasada medianoche podéis ir por el mundo como una cerda con las tetas colgando? Pronto os veremos ir por ahí desarrapados y con los pantalones abiertos. ¡No lo consiento! Mis oficiales tienen que ir vestidos decentemente incluso después de medianoche. ¿Entendido? Me puse firmes dando un taconazo.

—A sus órdenes, mi coronel.

Se dio la vuelta con una mirada despectiva y, sin saludar, se dirigió hacia la escalera a paso cargado; su gruesa espalda se alzaba imponente a la luz de la luna. Pero entonces me enfurecí porque las últimas palabras que oiría en vida serían un improperio; ante mi propio asombro, ocurrió algo completamente involuntario, como un acto reflejo de mi cuerpo. Di unos pasos apresurados para alcanzar al coronel. Sabía que lo que iba a hacer era una solemne estupidez: ¿para qué explicar o justificar algo a un cabezón una hora antes de la última? Pero esa absurda inconsecuencia es inherente a todos los suicidas, que diez minutos antes de convertirse en cadáveres desfigurados ceden a la vanidad de salir de la vida (de la vida que ya no compartirán) completamente limpios, que se afeitan (¿para quién?) y se ponen ropa limpia (¿para quién?) antes de pegarse un tiro en la cabeza. Sí, recordaba haber oído contar de una mujer que incluso se había puesto colorete y había ido a la peluquería para hacerse ondular el pelo y perfumar con el Coty más caro, antes de lanzarse de un cuarto piso. Fue sólo este sentimiento, lógicamente inexplicable, lo que tensó mis músculos y, si corrí tras al coronel, no fue en absoluto —tengo que recalcarlo— por miedo a la muerte o por repentina cobardía, sino únicamente por ese absurdo instinto de aseo, de no desaparecer en la nada sucio y desarreglado.

El coronel debió oír mis pasos, pues se volvió bruscamente, y sus ojillos punzantes me escudriñaron perplejos bajo las pobladas cejas. Por lo visto, no alcanzaba a entender la increíble inconveniencia de que un oficial subalterno osara seguirle sin su permiso. Me detuve a dos pasos de él, levanté la mano hasta la gorra y, sosteniendo tranquilo su terrible mirada, le dije con una voz que debió de ser tan pálida como la luz de la luna: —¿Da mi coronel su permiso para hablar con él unos minutos? Las pobladas cejas se contrajeron en un arco de estupefacción.

—¿Qué? ¿Ahora? ¿A la una y media de la madrugada? Me miró de mal humor. Acto seguido, pensé, me reprenderá a gritos o me mandará arrestar.

Pero debía de haber algo en mi cara que lo inquietó. Sus ojos penetrantes me inspeccionaron un minuto o dos. Después, refunfuñó: —¡Valiente historia debe ser! Pero como quieras. Venga, vamos a mi habitación, y abrevia.

Este coronel Svetozar Bubencic, tras el que yo caminaba ahora como una sombra pegada a su cuerpo, por pasillos y escaleras iluminados por mortecinas lámparas de petróleo, silenciosos y vacíos y, sin embargo, saturados del tufo de muchos hombres, era un veterano de la escala del chusco y el más temido de nuestros superiores. De piernas cortas, cuello corto y frente corta, escondía bajo unas hirsutas cejas un par de ojos hundidos y centelleantes, que pocos han visto alegres. Su vigoroso cuerpo y su paso torpe y pesado revelaban su inconfundible origen campesino (era oriundo del Banato). Pero con esa frente estrecha de búfalo y ese cráneo duro como el hierro, se había abierto paso poco a poco y con ahínco hasta llegar a coronel. A causa de su crasa incultura, de su manera ruda de hablar y de jurar y de sus maneras impresentables, el ministerio lo enviaba desde hacía años de una guarnición de provincias a otra, y en las «altas esferas» se daba por hecho que recibiría el pliego azul del retiro antes que el fajín rojo de general.

Pero, insignificante y ordinario como era, nadie lo igualaba en el cuartel y en el campo de maniobras. Conocía los párrafos más insignificantes del reglamento como un puritano escocés conoce la Biblia, y para él no eran en absoluto leyes flexibles que una mano más fina había enlazado en un conjunto armónico, sino casi mandamientos religiosos, cuyo sentido o contrasentido ningún soldado debía discutir. Vivía al servicio del augusto soberano como los creyentes al de Dios, no tenía trato con mujeres, no fumaba, no jugaba, en toda su vida apenas si había asistido a un teatro o a un concierto y, al igual que su supremo señor de la guerra, Francisco José, nunca había leído otra cosa que no fueran las Ordenanzas militares y el Diario del Ejército de Danzer; para él no existía en el mundo sino el ejército imperial y real; dentro del ejército, la caballería; dentro de la caballería, sólo los ulanos y, dentro de los ulanos, una sola cosa: su regimiento. Que en este regimiento todo funcionara mejor que en cualquier otro, eso era in nuce el sentido de su vida.

Un hombre de visión estrecha ya es de por sí difícil de soportar en cualquier parte donde tiene poder, pero es mucho más temible en el ejército. Dado que el servicio militar se compone de mil normas más que escrupulosas, la mayoría pasadas de moda y petrificadas, que sólo llega a conocer de memoria un veterano empedernido y sólo un loco exige que se cumplan al pie de la letra, en el cuartel nadie se sentía a salvo de este fanático del sacrosanto reglamento. El terror de la exactitud cabalgaba en su obesa figura; presidía la mesa como sentado en un trono, con miradas penetrantes como alfileres, era el terror de las cantinas y los despachos; un gélido viento de miedo precedía siempre su llegada, y cuando el regimiento formaba para inspección y Bubencic se acercaba lentamente, montado en su pequeño caballo húngaro, de color tostado, con la cabeza un poco baja como un toro antes de embestir, se paralizaba en las filas todo movimiento, como si enfrente hubiera tomado posición la artillería enemiga y ya quitara los armones y se dispusiera a apuntar. Todos sabíamos que en cualquier momento caería el primer obús, inevitable, imparable, y nadie podía prever si el primer impacto no sería para él. Incluso los caballos formaban tiesos como témpanos; no se movía ni una oreja, no se oía ninguna espuela, nadie respiraba. Y entonces el tirano avanzaba satisfecho, saboreando a ojos vistas el terror que infundía, atravesándonos uno tras otro con su mirada meticulosa, a la que nada escapaba. Lo veía todo, esa disciplinada mirada de acero; sorprendía la gorra que estaba un dedo demasiado calada, cada botón mal lustrado, cada mancha de óxido en el sable, cada rastro de suciedad en el caballo; y apenas atisbaba la menor contravención del reglamento, estallaba una tormenta o, más bien, caía un verdadero diluvio de denuestos. Bajo el apretado cuello del uniforme, la nuez de Adán se hinchaba apoplética como un tumor repentino, la frente, bajo el pelo cortado al rape, se ponía roja de sangre, y unas gruesas venas azules trepaban por las sienes. Y entonces arremetía con su poderosa voz ronca; vaciaba cubos enteros de porquería sobre la víctima, váyase a saber si culpable o inocente, y a veces la ordinariez de sus expresiones era tan desagradable, que los oficiales bajaban la vista indignados, porque se avergonzaban de él delante de la tropa.

La tropa lo temía como al mismísimo Satanás, porque por cualquier nimiedad imponía castigos y arrestos, y a veces en su ira llegaba incluso a pegar a la cara con su brutal puño. Yo mismo vi en los establos cómo un ulano ruteno se persignaba a la manera rusa y se ponía a rezar con labios temblorosos una breve oración, cuando el «sapo gordo»—así llamado porque su cuello se hinchaba hasta reventar cuando se ponía furioso— vociferaba en la cuadra contigua. Bubencic acosaba a los pobres diablos hasta agotarlos, los crucificaba, les mandaba repetir ejercicios con la carabina hasta que les crujían los huesos y montar los caballos más tercos hasta que la sangre les corría por los pantalones. A pesar de todo, y por asombroso que parezca, las honradas víctimas campesinas, a su manera obtusa y medrosa, querían a su tirano más que a los oficiales más indulgentes y por ende también más distanciados. Era como si algún instinto les dijera que aquella dureza provenía de una voluntad obtusa y tenaz que se afanaba por establecer un orden querido por Dios; además, era un consuelo para aquellos pobres diablos el que los oficiales no saliéramos mejor parados, pues el hombre acepta con más pronta facilidad el peor de los azotes cuando sabe que cae con la misma dureza sobre la espalda del vecino. La equidad equilibra misteriosamente el poder: los soldados se regalaban a gusto recordando la historia del joven príncipe W., quien, por estar emparentado con la augusta casa imperial, creía poder permitirse toda clase de estupideces.

Pero Bubencic le impuso quince días de arresto con la misma inclemencia que a cualquier hijo de vecino. En vano sus excelencias llamaron desde Viena; Bubencic no perdonó a su distinguido delincuente ni un solo día de condena...; una terquedad que, por otro lado, le valió un ascenso.

Pero lo más notable es que tampoco los oficiales podíamos sustraernos a un cierto apego hacia él. También a nosotros nos infundía respeto la lóbrega honradez de su inflexibilidad y, sobre todo, su absoluta solidaridad de camarada. Así como no toleraba una mota de polvo en la guerrera de un ulano, ni la menor salpicadura de lodo en la silla del último soldado, así tampoco soportaba la menor injusticia; cualquier escándalo en el regimiento lo afectaba como un golpe al propio honor.

Formábamos parte de él y sabíamos perfectamente que, si uno de nosotros había cometido alguna imprudencia, lo más sensato era hablar directamente con él; primero le decía las mil pestes, pero luego se calzaba las botas para sacarlo del barrizal. Cuando se trataba de conseguir un ascenso o de sacar un anticipo del Fondo Albertino para alguien que estaba en un aprieto, entonces se alzaba como un titán, se iba derecho al ministerio y no salía de allí hasta haber solucionado el asunto con su cabezonería. No nos importaba que nos hiciera rabiar y ajetrear, pues todos sentíamos en algún rincón oculto de nuestro corazón que ese campesino del Banato, a su manera torpe y cerril, defendía con más lealtad y honor que todos los oficiales nobles el sentido y la tradición del ejército, ese esplendor invisible del que nosotros, los mal pagados subalternos, vivíamos interiormente más que de nuestra paga.

Así era el coronel Svetozar Bubencic, el verdugo mayor de nuestro regimiento, tras el cual yo ahora subía las escaleras; y con la misma virilidad y estrechez de miras, con la misma necia integridad y honradez con la que nos acosó durante su vida, se llamó a cuentas a sí mismo.

Cuando en la campaña de Serbia, tras la debacle de Potiorek, los últimos cuarenta y nueve ulanos de nuestro regimiento en retirada cruzaron sanos y salvos el Save, se quedó el último en la orilla enemiga y, en vista de que la retirada se llevaba a cabo en medio del pánico —lo que le pareció vergonzoso para el honor del ejército—, hizo lo que pocos jefes y altos oficiales de la Gran Guerra hicieron tras la derrota: desenfundó su pesado revólver reglamentario y se pegó un tiro en la cabeza, para no tener que ser testigo del hundimiento de Austria, que él, con sus obtusos sentidos, anticipaba proféticamente en la terrible imagen de aquel regimiento que huía a la desbandada.

El coronel abrió la puerta y entramos en su habitación, que, con su sobriedad espartana, parecía más bien el cuarto de un estudiante. Una cama de campaña, de hierro—no quería dormir en otra mejor que la de Francisco José en Hofburg—, dos láminas en color, la del emperador a la derecha y la de la emperatriz a la izquierda, cuatro o cinco fotografías en marcos baratos que recordaban las tardes de revista y las veladas del regimiento, un par de sables cruzados y dos pistolas turcas; eso era todo. Ni un cómodo sillón, ni un libro, nada más que cuatro sillas de mimbre alrededor de una mesa vacía y maciza.

Bubencic se alisó enérgicamente el bigote una, dos y hasta tres veces. Todos conocíamos estos movimientos espasmódicos; eran la señal más visible de una peligrosa impaciencia. Finalmente, sin ofrecerme una silla, refunfuñó sofocado: —Ponte cómodo. Y ahora, sin rodeos... dispara. ¿Apuros económicos o líos de faldas? Me resultaba embarazoso tener que hablar de pie. Además, bajo la fuerte luz, me sentía expuesto a su impaciente mirada. De modo que me apresuré a negar que se tratara de un asunto de dinero.

—¡Entonces, lío de faldas! ¡Otra vez! ¡Es que no os dais tregua! Como si no hubiera bastantes mujeres que os lo ponen condenadamente fácil. Vamos, sigue. Y sin demasiadas monsergas...

¿Dónde está el busilis? Con toda la concisión posible le referí que me acababa de comprometer con la hija del señor Von Kekesfalva y que tres horas más tarde lo había negado lisa y llanamente. Pero que no creyera, le dije, que trataba de paliar a posteriori lo ignominioso de mi proceder; al contrario, había ido a verlo sólo para comunicarle en privado, como a mi superior, que era plenamente consciente de las consecuencias que había contraído como oficial por mi comportamiento incorrecto. Sabía cuál era mi deber y lo cumpliría.

Bubencic me miró con ojos desorbitados, sin comprenderme.

—¿Qué tonterías dices? ¿Ignominia y consecuencias? ¿De dónde sacas eso, y por qué? No pasa nada. ¿Dices que te has comprometido con la hija de Kekesfalva? La vi una vez... Tienes un gusto raro. Pero si es una moza contrahecha y lisiada... Vaya, y luego has cambiado de idea. No pasa nada. Otros lo han hecho y no por eso son unos canallas. ¿O es que has... —se me acercó—...

has tenido amoríos con ella y ha habido consecuencias? Entonces, claro que el asunto es peliagudo.

Me sentí indignado y a la vez avergonzado. Me disgustaba la manera desenvuelta y quizás intencionadamente ligera con la que lo malinterpretaba todo. Así que me puse firmes, dando un taconazo: —Permítame, mi coronel, que haga constar respetuosamente que dije esa grosera falsedad, de que no me había comprometido, ante siete oficiales del regimiento, en la mesa de tertulia del café.

Mentí a mis camaradas por cobardía y turbación. Mañana, el teniente Hawliczek pedirá explicaciones al farmacéutico, que le había dado la noticia correcta. Mañana, toda la ciudad sabrá que dije una mentira en la mesa de oficiales y que me he comportado, por tanto, sin el decoro propio de mi condición.

Entonces se me quedó mirando completamente perplejo. Al parecer, su torpe y pesado entendimiento empezaba al fin a funcionar. De pronto, su rostro se ensombreció: —¿Dónde dices que fue? —En nuestra mesa de tertulia, en el café.

—¿Delante de tus camaradas, dices? ¿Todos lo oyeron? —Sí, mi coronel.

—¿Y el farmacéutico sabe que tú lo has desmentido? —Lo sabrá mañana. Él y toda la ciudad.

El coronel retorcía y tiraba de su bigote con tanta fuerza, que parecía que iba a arrancárselo. Se veía que algo trabajaba detrás de su estrecha frente. Malhumorado, se puso a pasear arriba y abajo, con las manos cruzadas a la espalda, dos, cinco, diez, veinte veces. El suelo temblaba bajo sus fuertes pisadas, y las espuelas resonaban ligeramente. Al fin se detuvo frente a mí: —Bueno, y dime, ¿qué piensas hacer? —Sólo me queda una salida. Mi coronel la conoce tan bien como yo. He venido sólo para despedirme de usted y pedirle con todo respeto que cuide de que después transcurra todo en silencio y con el menor escándalo posible. No quiero que por mi culpa caiga sobre el regimiento vergüenza alguna.

—Tonterías —murmuró—. ¡Tonterías! ¡Por algo así! ¡Un hombre guapo, sano y decente como tú, por una lisiada! Parece ser que el viejo zorro te engatusó, y tú no supiste cómo salirte sin cumplidos. Bah, si por ellos fuera, no me importaría. Pero eso de los camaradas y lo de ese piojoso boticario, eso, claro está, ya es otra historia, y bastante sucia.

Empezó otra vez a caminar arriba y abajo, con más brío todavía que antes. Parecía fatigado de tanto pensar. Cada vez que se daba la vuelta en sus idas y venidas, su cara adquiría un tono más rojizo y las venas de sus sienes crecían como gruesas raíces negras.

—Vamos a ver, atiende. Un asunto así hay que solucionarlo enseguida. Si corre la voz, ya no habrá nada que hacer. Para empezar, ¿quiénes de los nuestros estaban allí? Le di los nombres. Bubencic se sacó el cuaderno de notas del bolsillo..., el famoso cuadernillo de cuero rojo que agitaba como un arma cada vez que pillaba a uno del regimiento haciendo algo indebido. Quien quedaba inscrito en ella alguna vez, ya podía despedirse del próximo permiso. A la manera de los campesinos, el coronel mojó primero el lápiz entre los dientes y después garabateó nombre tras nombre con sus gruesos dedos de anchas uñas.

—¿Esos son todos? —Sí.

—¿Seguro? —Sí, mi coronel.

—Bien.

Volvió a meter el cuaderno en el bolsillo como quien envaina un sable. Ese «bien» concluyente tenía el mismo sonido metálico.

—Bien..., una cosa solucionada. Mañana convocaré a los siete, uno a uno, antes de que pongan el pie en el campo de instrucción, y que Dios tenga piedad del que después se atreva a recordar lo que tú dijiste. Del farmacéutico me ocuparé luego por separado. Se tragará lo que yo le diga, confía en mí, algo se me ocurrirá. Por ejemplo, que primero querías pedir mi permiso, antes de hacerlo oficial... o... ¡un momento! —De pronto, se acercó tanto a mí, que sentí su aliento, y me miró a los ojos con su mirada punzante—. Dime con sinceridad, pero con toda sinceridad: ¿bebiste algo antes, es decir, antes de hacer esta tontería? Yo estaba abochornado.

—Sí, mi coronel, la verdad es que tomé un par de coñacs antes de salir y luego allá... durante...

durante la cena, bebí bastante... Pero...

Esperaba una reprimenda furiosa. En cambio, de repente su rostro se iluminó en una amplia sonrisa. Dio una palmada y soltó una carcajada estruendosa, satisfecha.

—¡Estupendo, estupendo, ya lo tengo! Con eso sacamos el carro del atolladero. ¡Está más claro que el lustre de mis botas! Les diré a todos que estabas borracho como un gorrino y no sabías lo que decías. No habrás dado tu palabra de honor, ¿verdad? —No, mi coronel.

—Entonces, de perillas. Estabas borracho, les diré. Ya ha pasado otras veces, en una ocasión incluso a un archiduque. Estabas como una cuba, no tenías la menor idea de lo que decías, no prestabas atención y entendiste mal lo que te preguntaban. ¡Muy lógico, en el fondo! Y al farmacéutico le haré creer que te reprendí severamente porque con esa curda de padre y muy señor mío entraste en el café a trompicones. Bien. Punto primero, resuelto.

Creció mi enojo porque me interpretaba tan mal. Me molestaba que un cabezota como él, en el fondo tan bonachón, quisiera sostenerme el estribo a toda costa; acabaría pensando que me agarraba a él por cobardía, para salvarme. ¡Al diablo! ¿Por qué no quería entender que mi conducta era infame? De modo que hice un esfuerzo.

—Con su permiso, mi coronel, para mí la cuestión no está en absoluto resuelta. Sé lo que hice y sé que no podré volver a mirar a la cara a ninguna persona decente. No quiero seguir viviendo como un canalla y...

—¡Cállate! —me interrumpió—. Oh, disculpa..., déjame pensar con tranquilidad y no me interrumpas con tu charla. Sé muy bien lo que tengo que hacer y no necesito lecciones de un bisoño. ¿Crees que se trata sólo de ti? No, amigo mío, eso era sólo el primer punto. Ahora viene el punto número dos, que reza así: mañana temprano desaparecerás, no te necesito para nada aquí.

Hay que dejar crecer la hierba sobre este tipo de cosas. No debes permanecer aquí ni un día más, de lo contrario empezarán las preguntas necias y el cotorreo, y eso a mí no me conviene. Los que sirven en mi regimiento no se pueden dejar interrogar ni mirar de soslayo por nadie. No lo permito... A partir de mañana quedas transferido a Czeslau como oficial reservista... Te daré la orden por escrito y una carta para el coronel. Lo que diga en ella no te importa un comino. Lo que tienes que hacer tú es esfumarte, y lo que yo haga es cosa mía. Esta noche te preparas con la ayuda de tu ordenanza y mañana te largas del cuartel temprano para que no te vea ninguno de los de la tertulia. En el parte del mediodía se leerá simplemente que has sido destacado para una misión urgente, y así nadie sospechará nada. Lo que más adelante convengas con el viejo y la muchacha no es cosa mía. Tú te lo guisas y tú te lo comes, hazme el favor. Lo único que me preocupa es que el mal olor y las habladurías no lleguen al cuartel... De acuerdo, pues: mañana a las cinco y media te presentas aquí listo para el viaje. Yo te daré la carta y en marcha. ¿Entendido? Dudé. No había ido allá para eso. No quería escaparme. Bubencic notó mi resistencia y repitió, casi amenazando: —¿Entendido? —A sus órdenes, mi coronel —contesté en tono frío y militar. En mi interior me decía: «Deja que el viejo loco hable cuanto quiera. Yo haré lo que debo hacer.» —Bien... y ahora basta. Mañana temprano, a las cinco y media.

Me cuadré. Él avanzó hacia mí.

—¡Que precisamente tú cometas semejantes tonterías! No te cedo con gusto a los de Czaslau.

De todos los jóvenes, siempre has sido mi preferido.

Noté que estaba pensando si darme la mano o no. Su mirada se había ablandado.

—¿Necesitas quizás algo más? Si puedo ayudarte, no tengas reparos, lo haré con mucho gusto. No quisiera que la gente pensara que estás en un aprieto o algo así. ¿No necesitas nada? —No, mi coronel, pero gracias.

—Tanto mejor. Bueno, adiós. Hasta mañana a las cinco y media.

—A sus órdenes, mi coronel.

Lo miré como se mira a alguien por última vez. Sabía que era la última persona con la que hablaba en la tierra. Mañana sería el único que sabría toda la verdad. Me puse firmes, pegué un taconazo, eché los hombros atrás y di media vuelta.

Pero algo debió notar incluso aquel hombre obtuso. Algo en mi mirada o en mi paso debió resultarle sospechoso, pues ordenó con dura voz de mando: —¡Hofmiller, alto! Me volví rápidamente. Enarcó las cejas, me examinó de arriba abajo y luego refunfuñó, mordaz y a la vez bonachón: —No me gustas, ¿sabes? A ti te pasa algo. Creo que quieres tomarme el pelo, que te propones algún disparate. Pero yo no tolero que por una condenada tontería cometas un desatino... con el revólver o algo así... No lo tolero... ¿Entendido? —Sí, mi coronel.

—¡Y basta de «sí, mi coronel». A mí no se me engaña. No me chupo el dedo. —Su voz se enterneció—. Dame la mano.

Se la di y él la apretó.

—Y ahora —me miró fijamente a los ojos—, ahora, Hofmiller, tu palabra de honor de que esta noche no cometerás ningún disparate. Tu palabra de honor de que mañana a las cinco y media te presentarás aquí y luego te marcharás a Czaslau.

No soporté su mirada.

—Palabra de honor, mi coronel.

—Bueno, así está bien. ¿Sabes? Algo me hacía sospechar que en tu primer arrebato podrías cometer una estupidez. Nunca se sabe con vosotros, los jóvenes furibundos..., siempre dispuestos a todo, incluso a echar mano del revólver... Después tú mismo entrarás en razón. Esas cosas se superan. Ya verás, Hofmiller, que todo quedará en nada, ¡nada! Este desaguisado lo arreglo yo hasta el último detalle, y no te pasará por segunda vez una tontería semejante... Y ahora, vete...

Habría sido una lástima perder a un muchacho como tú.

Nuestras decisiones dependen de la adaptación a la condición social y al entorno en mucha mayor medida de lo que estamos dispuestos a reconocer. Una parte considerable de nuestro pensamiento se limita a transmitir automáticamente impresiones e influencias recogidas mucho tiempo atrás, y en particular quien ha sido educado desde la infancia en el ejercicio de la disciplina militar sucumbe a la psicosis de una orden como a una coacción irresistible. Toda orden militar ejerce sobre él un poder que es completamente incomprensible para la lógica y que anula la voluntad. Metido en la camisa de fuerza del uniforme, ejecuta lo prescrito como un sonámbulo, sin oponer resistencia y casi inconsciente, aun cuando eche de ver con toda claridad lo absurdo del encargo.

También yo, que de mis veinticinco años había pasado los quince más decisivos para la formación en la academia militar y en el cuartel, dejé de pensar y de actuar por mi propia cuenta desde el momento en que recibí la orden del coronel. Ya no reflexioné. Sólo obedecí. Mi cerebro sabía una sola cosa: que a las cinco y media debía presentarme listo para marcharme y que hasta entonces tenía que hacer todos los preparativos sin rechistar. Así que desperté a mi ordenanza, le comuniqué en pocas palabras que, debido a una orden apremiante, teníamos que trasladarnos por la mañana a Czaslau y con su ayuda empaqueté mis cosas, una por una. A duras penas terminamos a tiempo y a las cinco y media, conforme a las órdenes, me hallaba en la habitación del coronel para recibir los papeles oficiales. Abandoné el cuartel sin que nadie me viera, tal como él había ordenado.

Por supuesto, esa paralización hipnótica de la voluntad duró mientras me encontraba dentro del radio de acción del poder militar y hasta tanto la orden no fue cumplida por entero. Con la primera sacudida de la locomotora que ponía en marcha el tren, ese estado de estupefacción ya desapareció y me sobresalté como alguien que, catapultado por la onda expansiva de un proyectil, se levanta vacilante y descubre sorprendido que ha resultado ileso. Mi primera sorpresa fue comprobar que todavía estaba vivo. La segunda, que iba sentado en un tren en marcha, arrancado de mi habitual existencia diaria. Y apenas comencé a recordar, todo se sucedió a una velocidad vertiginosa. Había querido poner fin a mi vida y alguien me había arrebatado el revólver de la mano. El coronel dijo que lo arreglaría todo. Pero sólo—constaté azorado— aquello que concernía al regimiento y a mi llamada «buena reputación». Tal vez en aquel momento mis compañeros estaban ante él en el cuartel y, por supuesto, le prometían bajo juramento y por su honor que no dirían ni una palabra sobre el asunto. Pero ninguna orden podía impedir lo que pensaran en su fuero interno; todos debían de darse cuenta de que había huido como un cobarde. Y luego, el farmacéutico quizá se dejara engatusar. Pero ¿y Edith, y el padre, y los demás? ¿Quién les informaría? ¿Quién se lo explicaría todo? Eran las siete de la mañana, a esa hora ella solía despertarse, y yo era su primer pensamiento. Quizá ya estaba mirando desde la terraza —ah, la terraza, ¿por qué me estremecía cada vez que pensaba en la terraza?— a través del telescopio, enfocado hacia el campo de maniobras, y no sabía ni sospechaba que allá faltaba uno. Pero por la tarde comenzaría a esperar, y yo no acudiría, y nadie le había dicho nada. Yo no le había escrito una sola línea. Llamaría por teléfono y le comunicarían que me habían trasladado, y ella no lo comprendería, no lo concebiría. O aún peor: lo comprendería, lo entendería al instante y entonces... De pronto vi la amenazadora mirada de Condor tras sus gafas refulgentes y le oí gritar otra vez: «¡Sería un crimen, un asesinato!» Y otra imagen se interfería ya con la primera: Edith se levantaba, apoyándose en los brazos del sillón, y se lanzaba contra la barandilla de la terraza, con el abismo y el suicidio en la mirada.

¡Tenía que hacer algo, y enseguida! Era necesario telegrafiarle desde la estación, telegrafiarle cualquier cosa. Debía evitar a toda costa que, en su desesperación, hiciera algo brusco e irreparable. No, era yo quien no debía hacer nada brusco e irreparable, había dicho Condor, y, si pasaba algo grave, debía informarle de inmediato. Se lo había prometido formalmente, y palabra era palabra de honor. Gracias a Dios, en Viena me quedaban dos horas de tiempo libre. El tren no proseguía su marcha hasta el mediodía. Quizás encontraría aún a Condor. Tenía que encontrarlo.

Nada más llegar a la estación, confié el equipaje a mi ordenanza. Le dije que fuera inmediatamente a la estación del Noroeste y me esperara allí. Luego, corrí en coche a casa de Condor y recé (aunque no suelo hacerlo): «¡Dios mío, haz que esté en casa, haz que esté en casa! Sólo a él puedo explicárselo, sólo él puede entenderme, sólo él puede ayudarme.» Pero me salió al encuentro la criada arrastrando indolentemente los pies, con un trapo de colores chillones alrededor de la cabeza. El doctor no estaba en casa. Le pregunté si podía esperarlo.

—No volverá antes de mediodía.

Que si sabía dónde estaba.

—No, no sé. Va de un lado a otro.

Que si podría hablar con su esposa.

—Voy a preguntar.—Se encogió de hombros y desapareció en el interior del piso.

Me esperé. La misma habitación, la misma espera de entonces y, gracias a Dios, el mismo paso, como de pies que resbalaran, en la estancia contigua.

La puerta se abrió, vacilante, insegura. Como la otra vez, era como si la hubiera abierto un soplo de aire, pero ahora la voz me saludó afable y cordial.

—Es usted, ¿verdad, teniente? —Sí —dije, mientras me inclinaba (¡siempre la misma tontería!) ante la ciega.

—Oh, mi marido lo lamentará mucho. Sé que lo sentirá. Pero confío en que tenga usted tiempo de esperarlo. Volverá a la una como más tarde.

—No, lamentablemente no puedo esperarlo. Pero... Pero es muy importante... ¿Podría hablar con él por teléfono en casa de alguno de sus pacientes? Ella suspiró.

—No, temo que eso no será posible. No sé dónde está, y además... Además, ¿sabe usted?, la gente a la que atiende con preferencia no tiene teléfono. Pero tal vez yo misma podría...

Se acercó. Una fugaz expresión de timidez se deslizó por su rostro. Quería decir algo, pero se veía que le daba vergüenza. Finalmente lo intentó: —Me... Me doy cuenta..., noto que debe de ser muy urgente..., y si hubiera una sola posibilidad, claro está que... le diría... Le diría dónde puede localizarlo. Pero... Pero... tal vez yo podría darle el recado en cuanto vuelva... Supongo que se trata de esa pobre muchacha con la que usted es siempre tan bueno... Si usted quiere, con mucho gusto me encargaré...

Y entonces me ocurrió algo absurdo: no me atreví a mirarla a los ojos cegados. No sabía por qué, pero tenía la impresión de que ella lo sabía todo, de que lo había adivinado todo. Por eso mismo estaba tan avergonzado, que sólo acerté a tartamudear: —Es usted muy amable, señora, pero... no quisiera molestarla. Si me lo permite, le pondré lo esencial por escrito. Pero seguro que vuelve a casa antes de la dos, ¿verdad? Porque el tren sale poco después de las dos y su marido tiene que cogerlo... Quiero decir que es absolutamente necesario que vaya al castillo. Créame, no exagero.

Observé que ella no dudaba. Se acercó todavía más, y vi que su mano tomaba inconscientemente la forma de un gesto, como si quisiera tranquilizarme o consolarme.

—Por supuesto, lo creo, si usted lo dice. Y pierda usted cuidado. Hará lo que pueda.

—¿Y puedo escribirle? —Sí, claro, escríbale... Venga, por favor.

Se me adelantó con la extraña seguridad de alguien que conocía todos los objetos de la habitación. Seguro que tocaba y ordenaba docenas de veces al día el escritorio con sus cuidadosos dedos, porque con el gesto preciso de una persona que ve sacó del cajón izquierdo tres o cuatro hojas de papel y me las dispuso, perfectamente derechas, encima de la carpeta.

—Allí encontrará pluma y tinta —dijo, señalándome también con toda precisión el lugar exacto.

Escribí cinco hojas de un tirón. Instaba a Condor a acudir al castillo de inmediato, de inmediato.

Subrayé tres veces la palabra. Se lo contaba todo del modo más sucinto y sincero. Le decía que no había podido perseverar, que había negado el compromiso ante mis camaradas, que sólo él se había percatado desde el principio que el temor a los demás, el deplorable miedo a las habladurías y los comentarios, era la causa de mi debilidad. No le ocultaba que yo mismo había querido condenarme y ejecutarme y el coronel me había salvado en contra de mi voluntad. Pero hasta aquel momento no había pensado sino en mí y sólo ahora comprendía que arrastraba conmigo a otra persona, una inocente. Debía partir de inmediato —subrayé de nuevo la palabra—, seguro que se hacía cargo de lo urgente que era, y decirles la verdad, toda la verdad. Sin tapujos. No debía presentarme mejor de lo que era, como inocente. Si, a pesar de todo, ella perdonaba mi debilidad, para mí el compromiso sería más sagrado que nunca. Sólo ahora era realmente sagrado, y si ella me lo permitía, la acompañaría enseguida a Suiza, dejaría el ejército y me quedaría a su lado, sin importarme si se curaba pronto o más tarde o nunca. Haría todo para reparar mi cobardía, mi mentira; a partir de entonces mi vida ya no tenía más que un sentido: demostrarle que no la había engañado a ella, sino a los demás. Debía decirle todo eso sinceramente, toda la verdad, pues sólo ahora sabía hasta qué punto estaba obligado a ella, más que a todos los demás, más que a mis camaradas y a la carrera militar. Sólo ella tenía derecho a juzgarme y a perdonarme. Dejaba en sus manos la decisión de perdonarme, si podía. Y pedía a Condor que lo dejara todo y partiera en el tren de mediodía, pues era cuestión de vida o muerte. Tenía que estar allí sin falta a las cuatro y media, no más tarde, a la hora en que ella solía esperarme. Era el último favor que le pedía, que me ayudara esa sola vez y que partiera de inmediato —cuatro veces subrayé ese apremiante «de inmediato»—, de lo contrario estaría todo perdido.

Cuando dejé la pluma, enseguida vi claro que por primera vez había tomado una decisión irrevocable. Sólo al escribirlo, tuve conciencia plena de que hacía lo que era debido. Por primera vez me sentía agradecido al coronel, por haberme salvado. Sabía que, a partir de entonces, estaba obligado con todo mi ser a una sola persona, a ella, que me amaba.

En aquel momento advertí también que la ciega había permanecido completamente inmóvil a mi lado. De nuevo me asaltó la absurda sensación de que había leído cada palabra de la carta y lo sabía todo de mí.

—Perdone mi descortesía —me puse en pie de un salto—, había olvidado por completo..., pero... pero... era importante que informara sin demora a su marido...

Ella me sonrió.

—No importa que haya permanecido de pie un ratito. Lo importante era lo otro. Estoy segura de que mi marido hará cualquier cosa que usted le pida... Comprendí enseguida..., pues conozco todos los matices de su voz..., que lo tiene en particular estima... Y no se atormente —su voz se volvía cada vez más cálida—, le ruego que no se atormente..., verá como todo se arregla.

—¡Dios lo quiera! —dije, lleno de sincera esperanza, porque ¿no dicen de los ciegos que poseen el don de la profecía? Me incliné y le besé la mano. Cuando levanté la cabeza, no comprendí que esa mujer de pelo gris y de boca áspera, y con la amargura de sus ojos ciegos, hubiera podido parecerme fea la primera vez, pues el amor y la compasión iluminaban su rostro. Tuve la impresión de que aquellos ojos que ya sólo reflejaban oscuridad para siempre sabían más de la realidad de la vida que todos los que pueden mirar el mundo claros y radiantes.

Me despedí como un convaleciente. De pronto, en aquel momento ya no me pareció un sacrificio haberme prometido de nuevo y para siempre a otro ser turbado y desheredado por la vida. No, los sanos, los seguros, los orgullosos, los satisfechos, los alegres, no aman... ¡No lo necesitan! Reciben el amor sólo como un homenaje que se les ofrece, como una obligación que se les debe, arrogantes e indiferentes. Aceptan la entrega de otros como un mero atributo, un adorno en el pelo, una pulsera en el brazo, y no como el sentido y la felicidad de su vida. Sólo a aquellos que el destino ha golpeado, los azorados, los postergados, los inseguros, los feos, los humillados, se les puede ayudar verdaderamente con el amor. Sólo ellos saben amar y ser amados como se debe amar: con gratitud y humildad.

Mi ordenanza espera fielmente en el vestíbulo de la estación.

—Ven —le digo sonriendo.

De pronto me siento extrañamente ligero. Sé, con un alivio hasta ahora desconocido, que por fin he obrado correctamente. Me he salvado y he salvado a otra persona. Y ni siquiera me arrepiento de la absurda cobardía de la noche anterior. Al contrario. Me digo: mejor así. Es mejor que las cosas hayan ido de tal manera que aquellos que confiaban en mí sepan ahora que no soy un héroe ni un santo ni un dios que, desde su nube, se digna graciosamente levantar a una pobre criatura enferma. Si acepto ahora su amor, ya no es un sacrificio. No, ahora a mí me corresponde pedir perdón, y a ella, concedérmelo. Es mejor así.

Nunca me he sentido tan seguro de mí mismo. Sólo en una ocasión me asaltó fugazmente una sombra de miedo, y eso ocurrió cuando, en Lundenburgo, un corpulento señor entró como una exhalación en el compartimiento y se dejó caer jadeante en el asiento acolchado: —Gracias a Dios que he podido alcanzarlo. Sin los seis minutos de retraso, habría perdido el tren.

Involuntariamente sentí una punzada dentro de mí.

¿Y si Condor no había regresado a casa a mediodía? ¿O había llegado demasiado tarde para coger el tren de mediodía? ¡Entonces, todo sería en vano! Ella esperaría y esperaría. De pronto vuelve a aparecer el espectro de la terraza: ¡ella se aferra con las manos a la barandilla, mira abajo y ya se asoma al precipicio! ¡Por el amor de Dios, es preciso que sepa a tiempo cuánto me arrepiento de mi traición! ¡A tiempo, antes de que desespere, antes de que quizás ocurra lo irreparable! Lo mejor es que telegrafíe desde la primera estación, que le diga unas palabras para infundirle confianza, en el caso de que Condor no haya podido avisarla.

En Brno, la primera estación, salto del tren y corro a la oficina de telégrafos. Pero ¿qué pasa? Delante de la puerta se aglomera un compacto y arracimado enjambre, una masa oscura de gente excitada que lee un anuncio. Tengo que abrirme paso a la fuerza y con grosería, empleando los codos sin consideración, para llegar a la pequeña puerta vidriera de la oficina de correos. ¡Rápido, rápido, un impreso! ¿Qué escribo? ¡Que no sea demasiado! «Edith von Kekesfalva. Kekesfalva.

Estoy de viaje, mil saludos y mi sincero afecto. Misión oficial. Volveré pronto. Condor informará de detalles. Escribiré al llegar. Con todo mi cariño. Anton.» Curso el telegrama. ¡Qué lenta es la empleada, cuántas preguntas, remitente, dirección, una formalidad tras otra! Y el tren que va a salir dentro de dos minutos. Tengo que volver a emplearme a fondo para pasar a través del enjambre de curiosos, que entretanto ha aumentado en número, apiñados ante el anuncio. ¿Se puede saber qué pasa? Voy a preguntar. Pero en este momento se oye la señal de salida. Tengo el tiempo justo de saltar al vagón. Gracias a Dios, ya está todo hecho, ahora ella ya no podrá estar recelosa ni inquieta. Sólo ahora noto el cansancio de estos dos días de tensión y de estas dos noches sin dormir. Al llegar a Czaslau por la noche, tengo que hacer acopio de todas mis fuerzas para subir tambaleándome hasta el primer piso del hotel, donde tengo mi habitación. Luego, me hundo en el sueño como en un abismo.

Creo que debí dormirme en el mismo instante de desplomarme sobre la cama: fue como sumergirme con los sentidos embotados en un torrente de aguas oscuras y profundas, una inmersión hasta simas de autodisolución nunca alcanzadas. Sólo después, mucho después, tuve un sueño cuyo comienzo no recuerdo. Lo único que sí recuerdo todavía es que me hallaba de nuevo en una habitación, creo que era la sala de espera de Condor, y de pronto volvió a empezar aquel ruido terrible que desde hacía días me golpeaba las sienes con su tictac de madera, el ruido rítmico de las muletas, el espantoso toc-toc, toc-toc. Primero matraqueaba desde lejos, como si viniera de la calle, y luego más cerca, toc-toc, toc-toc, y luego mucho más cerca, más fuerte, toc-toc, toc-toc, y, por último, tan terriblemente cerca de la puerta, que me despierto del sueño con un sobresalto.

Con los ojos muy abiertos, miro absorto hacia la oscuridad de la habitación extraña. Pero, entonces, otra vez: toc-toc, fuertes golpes de nudillos en la puerta. No, ya no sueño, alguien ha llamado. Alguien llama a mi puerta desde fuera. Me levanto de un salto y me apresuro a abrir.

Fuera está el portero de noche.

—Le llaman por teléfono, teniente.

Lo miro estupefacto. ¿A mí? ¿Por teléfono? ¿Dónde... dónde estoy? Una habitación extraña, una cama extraña... Ah, sí..., estoy... Ah, sí..., en Czeslau. Pero no conozco a nadie aquí. ¿Quién me puede llamar por teléfono en mitad de la noche? ¡Qué tontería! Tiene que ser por lo menos medianoche. Pero el portero apremia: —Por favor, teniente, dése prisa, es una conferencia de Viena, no he entendido bien el nombre.

Enseguida me espabilo. ¡De Viena! Sólo puede ser Condor. Sin duda quiere darme noticias: ella me ha perdonado. Todo está en orden. Digo al portero en tono imperioso: —¡Corra! Diga que ya voy.

El portero desaparece, me echo a toda prisa el abrigo encima de la camisa y corro tras él. El teléfono se encuentra en un rincón del despacho de la planta baja, el portero ya tiene el auricular pegado al oído. Impaciente, lo aparto de un empujón, a pesar de que me dice: —Se ha cortado.

Escucho. Pero nada... nada. Sólo un silbido y un zumbido lejanos... sfff... sff... srrr, como un aleteo metálico de mosquitos.

—¡Diga, diga! —grito. Y espero y espero.

Ninguna respuesta. Sólo el burlón y absurdo zumbido. ¿Tengo frío porque no llevo puesto más que el abrigo encima de los hombros o es un miedo repentino? Quizás el plan ha fracasado. O quizá... Espero y escucho, con el oído pegado al caliente auricular de caucho. Por fin, krx... krx...

una conmutación y la voz de la operadora: —¿Tiene ya comunicación? —No.

—¡Pero si la teníamos hace un momento! ¡Llamada de Viena...! Un momento, por favor, enseguida lo compruebo.

Otra vez krx... krx... Una nueva conmutación; se oyen crujidos, chirridos, cloqueteos y gorjeos.

El aparato silba y zumba y, luego, amortiguándose paulatinamente, vuelven los débiles susurros y vibraciones de los alambres. De pronto, una voz, un bajo áspero y duro: —Aquí la Comandancia de Praga. ¿Hablo con el Ministerio de la Guerra? —¡No, no! —grito desesperado.

La voz gruñe algo ininteligible y se extingue, se pierde en el vacío. De nuevo los estúpidos zumbidos y las vibraciones y luego, una vez más, una confusa sombra de voces lejanas, incomprensibles. Al fin, la voz de la telefonista: —Disculpe, lo acabo de comprobar. Se ha cortado la comunicación. Una llamada oficial urgente. Lo avisaré en cuanto el abonado vuelva a llamar. Entretanto, le ruego que cuelgue.

Cuelgo, agotado, decepcionado, irritado. No hay nada más absurdo que haber capturado una voz lejana y no poder retenerla. El corazón me martillea en el pecho, como si hubiera subido demasiado rápido una alta montaña. ¿Quién era? Sólo podía haber sido Condor. Pero ¿por qué me llama ahora, a las doce y media de la noche? El portero se acerca, servicial: —El teniente puede esperar tranquilamente en su habitación. Subiré corriendo cuando se restablezca la comunicación.

Pero rechazo el ofrecimiento. No puedo perder la conferencia por segunda vez. No quiero perder ni un minuto. Tengo que saber lo que ha ocurrido, pues algo—lo presiento— ha ocurrido a muchos kilómetros de distancia. Sólo pueden haber llamado Condor o los Kekesfalva. Sólo él puede haberles dado la dirección del hotel. En cualquier caso, debe tratarse de algo importante y urgente, de lo contrario nadie saca de la cama a nadie a medianoche. Siento cómo todos mis nervios vibran: ¡me necesitan, me requieren! Alguien quiere algo de mí. Alguien tiene que decirme algo decisivo, algo de lo que dependen la vida y la muerte. No, no puedo alejarme, tengo que permanecer en mi puesto. No quiero perder ni un minuto.

Me siento, pues, en la dura silla de madera que el portero, un tanto asombrado, me acerca, y espero, ocultando las piernas desnudas bajo el abrigo, con la mirada fija en el aparato. Espero un cuarto de hora, media hora, temblando de inquietud y tal vez de frío, pero al mismo tiempo secándome una y otra vez con la manga el sudor que de pronto me cubre la frente. Finalmente...

rrring... un timbre. Me lanzo sobre el aparato y descuelgo el auricular: ¡ahora, ahora me enteraré de todo! Pero es un estúpido error, sobre el que el portero me llama enseguida la atención. No es el teléfono lo que ha sonado, sino el timbre de la puerta. El portero corre a abrir a una parejita trasnochadora. Acompañado de una muchacha, cruza la puerta con ruido de espuelas un capitán de caballería; al pasar por delante de la portería, echa una mirada de asombro al extraño personaje que, a su vez, lo mira de debajo de un abrigo de oficial, con el cuello desabrochado y las piernas desnudas. Tras un fugaz saludo, desaparece por la penumbrosa escalera junto con la muchacha.

Ya no aguanto más. Hago girar la manivela y pregunto a la telefonista: —¿Todavía no se ha restablecido la comunicación? —¿Qué comunicación? —Viena..., creo que desde Viena..., hace más de media hora.

—Preguntaré de nuevo. Un momento.

El momento dura un buen rato. Al fin, la señal. Pero la telefonista sólo quiere tranquilizarme: —He preguntado, pero no se sabe nada. Unos minutos más. Le avisaré enseguida.

¡Esperar! ¡Esperar unos minutos más! ¡Minutos! ¡Minutos! ¡En un segundo puede morir una persona, decidirse un destino, un mundo puede sucumbir! ¿Por qué me hacen esperar, esperar tanto tiempo? ¡Es un crimen! ¡Un martirio! ¡Una monstruosidad! El reloj señala ya la una y media.

Hace una hora que espero aquí sentado, temblando y pasando frío.

Por fin, por fin, otra vez la señal. Escucho con todos los sentidos, pero la telefonista sólo me informa.

—Acaban de comunicarme que se ha anulado la conferencia.

¿Anulado? ¿Qué quiere decir anulado? —Un momento, señorita. Pero ella ya ha colgado.

¿Anulado? ¿Por qué anulado? ¿Por qué me llaman a las doce y media de la noche y luego anulan la conferencia? Debe haber pasado algo que yo no sé y, sin embargo, tengo que saber. ¡Es un horror no poder atravesar el espacio y el tiempo! ¿Y, si llamo yo a Condor? ¡No, a estas horas de la noche ya no! Su mujer se alarmaría. Probablemente ha visto que era demasiado tarde y prefiere volver a llamar mañana temprano.

No puedo describir esa noche. Una sucesión caótica de pensamientos absurdos, de imágenes confusas, y yo, cansado y desvelado a la vez, siempre esperando con los nervios de punta, atento a cada paso en la escalera y el pasillo, a cada timbre y cada crujido de la calle, a cada movimiento y a cada sonido, y al mismo tiempo tambaleándome de fatiga, agotado, exhausto, y luego, al fin, el sueño, un sueño demasiado largo y profundo, intemporal como la muerte, abismal como la nada.

Cuando me despierto, la luz del día inunda la habitación. Echo un vistazo al reloj: las diez y media. ¡Válgame Dios, y el coronel me ordenó que me presentara enseguida! Antes de que empiece a pensar en lo personal, vuelve a funcionar en mí el sentido del deber, la disciplina militar. Me pongo rápidamente el uniforme y bajo corriendo las escaleras. El portero quiere detenerme. ¡No, todo lo demás para más tarde! Primero presentarme, tal como prometí bajo palabra de honor.

Entro en las oficinas con el cinto ceñido de acuerdo con las ordenanzas. Pero allí sólo encuentro a un suboficial bajito y pelirrojo que, al verme, me mira asombrado.

—Baje enseguida, mi teniente, para recibir órdenes. El teniente coronel ha ordenado expresamente que todos los oficiales y tropa de la guarnición estén formados a las once en punto.

Por favor, baje enseguida.

Bajo las escaleras como alma que lleva el diablo. En efecto, toda la guarnición está reunida en el patio. Tengo el tiempo justo para colocarme al lado del capellán, y al instante aparece el comandante de la división. Camina a un paso especialmente lento y solemne, despliega una hoja de papel y empieza a leer con una voz que retumba por todo el recinto: —«Se ha perpetrado un crimen atroz, que llena de horror a Austria-Hungría y a todo el mundo civilizado». (¿Qué crimen?, pienso atemorizado. Sin querer, me pongo a temblar, como si lo hubiera cometido yo.) «El alevoso asesinato...» (¿Qué asesinato?) «... de nuestro muy amado heredero al trono, su alteza real e imperial, el archiduque Francisco Fernando y su serenísima esposa...» (¿Qué? ¿Han asesinado al sucesor al trono? ¿Cuándo? Claro, ahora entiendo por qué había tanta gente ayer en Brno alrededor del anuncio. ¡Era eso!) «ha sumido a nuestra augusta casa imperial en un profundo dolor y consternación. Pero es, sobre todo, el ejército real e imperial el que...» Ya no oigo con claridad el resto. No sé por qué, pero la palabra «crimen» y la palabra «asesinato» han caído sobre mi corazón como martillazos. Si hubiera sido yo el asesino, no me habría aterrado más. Un crimen, un asesinato..., es lo que dijo Condor. De repente, dejo de oír lo que masculla y vocifera el hombre del penacho de ahí delante, con su uniforme azul y sus condecoraciones. De repente, recuerdo la llamada telefónica de la noche anterior. ¿Por qué Condor no me ha dado aviso por la mañana? ¿Será porque en realidad no ha ocurrido nada? Sin presentarme al teniente coronel, aprovecho la confusión general después de la lectura de la orden del día para volver al hotel a toda prisa. Tal vez han vuelto a llamar entretanto.

El portero me entrega un telegrama. Dice que ha llegado por la mañana temprano, pero que yo he salido con tanta prisa que no ha podido dármelo. Rasgo el impreso. En un primer momento no entiendo nada. ¡No lleva firma! ¡Un texto completamente incomprensible! Después sí lo entiendo: no es sino un aviso de correos para comunicarme que el telegrama que cursé a las tres y cincuenta y ocho minutos en Brno no ha podido ser entregado.

¿No ha podido ser entregado? Miro fijamente esas palabras. ¿No se había podido entregar un telegrama dirigido a Edith von Kekesfalva? Todo el mundo la conoce en aquel villorrio. Ya no puedo resistir la tensión por más tiempo. En el acto pido comunicación telefónica con Viena, con el doctor Condor.

—¿Urgente? —me pregunta el portero.

—Sí, urgente.

Al cabo de veinte minutos tengo la comunicación y —¡oh, funesto milagro! —Condor está en casa y atiende él mismo el teléfono. En tres minutos lo sé todo; en una conferencia telefónica no hay mucho tiempo para ir con rodeos. Una diabólica casualidad ha desbaratado todos los planes y la infeliz muchacha ya no ha tenido noticia de mi arrepentimiento y de mi profunda y sincera resolución. Todas las medidas del coronel para encubrir el asunto han sido inútiles. Ferencz y los demás no habían regresado del café al cuartel, sino habían entrado en una taberna. Ahí encontraron, por desgracia, al farmacéutico, acompañado de mucha gente, y Ferencz, el atolondrado bonachón, arremetió contra él por puro afecto hacia mí. Le exigió explicaciones en presencia de todo el mundo y lo acusó de propagar viles mentiras sobre mí. Se originó un escándalo tremendo y al día siguiente lo sabía toda la ciudad. Porque el farmacéutico, herido profundamente en su honor, a primeras horas de la mañana siguiente entró en el cuartel hecho una furia para obligarme a servir de testigo y, al recibir la sospechosa noticia de que yo había desaparecido, se dirigió en coche al castillo de los Kekesfalva. Allí acometió al anciano en su despacho y, con unos rugidos que hacían temblar las ventanas, le increpó diciendo que los Kekesfalva le habían tomado el pelo con sus «estúpidos telefonazos» y que él, ciudadano de rancio abolengo, no toleraba esas afrentas por parte de una banda de oficiales insolentes. Ya sabía por qué yo había huido como un cobarde y no le harían creer que todo había sido una simple broma; detrás de aquello se escondía una vil canallada por mi parte... Pero, aunque tuviera que llegar hasta el ministerio, dejaría las cosas claras y de ningún modo se dejaba insultar por unos mocosos en locales públicos.

A duras penas se pudo calmar al energúmeno y mandarlo a casa. En medio de su espanto, Kekesfalva sólo tenía la esperanza de que Edith no hubiera oído nada de sus escandalosas sospechas. Pero quiso la fatalidad que las ventanas del despacho estuvieran abiertas y que las palabras llegaran retumbando a través del patio hasta la ventana del salón, donde estaba la muchacha. Probablemente tomó en el acto la decisión preparada desde hacía mucho tiempo. Pero supo disimular bien; se hizo enseñar otra vez los vestidos nuevos, rió con Ilona, se mostró amable con el padre, preguntó por mil detalles, si esto y lo otro ya estaba preparado y empaquetado. Pero, a escondidas, encargó a Josef que llamara al cuartel para saber cuándo volvía yo y si no había dejado un mensaje. El factor decisivo fue la noticia fidedigna que le dio mi ordenanza: yo había partido en misión oficial por un tiempo indefinido y no había dejado aviso para nadie. Llevada por la impaciencia de su corazón, no quiso esperar ni un día ni una hora más. Yo la había decepcionado demasiado hondo, la había herido tan mortalmente, que ya no podía seguir confiando en mí, y mi debilidad le dio a ella una fortaleza fatal.

Después de comer se hizo llevar a la terraza y, como impulsada por un oscuro presentimiento, Ilona se sentía inquieta por su ostentosa alegría. No se apartó de su lado. Pero a las cuatro y media —a la hora exacta en que yo solía llegar, y justo un cuarto de hora antes de que llegaran casi al mismo tiempo mi telegrama y Condor—, Edith pidió a su fiel amiga que fuera a buscarle un determinado libro y, por desgracia, Ilona accedió a ese ruego en apariencia inocente. Y ese escaso minuto bastó a la impaciente joven, que era incapaz de dominar su corazón, para llevar a cabo su propósito: tal como me lo había anunciado en aquella misma terraza, y tal como yo lo había visto en mis pesadillas, consumó su horrible decisión.

Condor la encontró todavía con vida. Incomprensiblemente, su cuerpo liviano no presentaba lesiones externas de importancia, y fue traslada a Viena, inconsciente, en una ambulancia. Hasta muy entrada la noche, los médicos creyeron todavía en una posibilidad de salvarla, y por eso Condor me llamó urgentemente a las ocho de la noche desde el sanatorio. Pero en aquella noche del 29 de junio que siguió al asesinato del príncipe heredero, toda la administración de la monarquía anduvo revuelta y las líneas telefónicas de las autoridades civiles y militares estuvieron ocupadas sin interrupción con llamadas oficiales. Condor esperó en vano cuatro horas para obtener comunicación. Sólo cuando, pasada la medianoche, los médicos constataron que ya no quedaba esperanza alguna, hizo anular la llamada. Media hora después, Edith había muerto.

De los cientos de miles de hombres que la guerra movilizó en aquellos días de agosto, estoy seguro de que pocos marcharon al frente tan serenos e incluso tan impacientes como yo. Y no porque estuviera ansioso por combatir. Era sólo una escapatoria, una salvación para mí; me refugiaba en la guerra como un criminal en la oscuridad. Había pasado las cuatro semanas previas a la decisión en un estado de autodesprecio, de confusión y desesperación, que todavía hoy recuerdo con más horror que las horas más terribles en los campos de batalla. Porque estaba convencido de que, con mi debilidad, con mi compasión, primero seductora y después escurridiza, había asesinado a una persona, una persona que, además, era la única que me amaba apasionadamente. Ya no me atrevía a salir a la calle, me declaré enfermo, me escondí en mi habitación. Escribí a Kekesfalva para expresarle mi sentimiento (¡ah, era realmente mi sentimiento, mi pésame!). No contestó. Abrumé a Condor con explicaciones para justificarme. No contestó. De mis compañeros, ni una línea. Tampoco de mi padre..., en realidad porque durante aquellas semanas críticas debió de andar sobrecargado de trabajo en su ministerio. Pero yo veía en ese silencio unánime una condena convenida entre todos. Me hundía cada vez más en el delirio de pensar que todos me habían condenado, porque yo mismo me había condenado; que todos me consideraban un asesino, porque yo mismo me juzgaba como tal. Mientras todo el imperio se estremecía conmocionado, mientras en toda la desolada Europa los hilos telefónicos y telegráficos vibraban candentes, portadores de noticias aterradoras, mientras las bolsas se tambaleaban, los ejércitos se movilizaban y los precavidos hacían las maletas, yo no pensaba sino en mi cobarde traición y en mi culpa. Por esa razón, el que me llamaran y me apartaran de mí mismo, significó una liberación para mí; la guerra, que había arrastrado a millones de inocentes, me salvó a mí, el culpable, de la desesperación (aunque no por ello la celebro).

Me repugnan las palabras altisonantes. Por eso no diré, por ejemplo, que busqué entonces la muerte. Digo simplemente que no la temí, al menos no tanto como la mayoría, pues en algunos momentos el regreso a la retaguardia, donde sabía que estaban los que conocían mi culpa, me parecía más terrible que todos los horrores del frente... ¿Y adónde hubiera podido ir? ¿Quién me necesitaba? ¿Quién me quería todavía? ¿Para quién y para qué debía vivir? Si ser valiente no significa una cosa distinta ni más elevada que no tener miedo, puedo afirmar con toda confianza y sinceridad que en el campo de batalla en efecto fui valiente, pues no me asustaba ni siquiera lo que a los más viriles de mis camaradas les parecía peor que la muerte: la posibilidad de quedar mutilado o inválido. Es muy probable que hubiera aceptado como castigo, como venganza justa, quedar lisiado, convertirme en un inválido, víctima de la compasión ajena, porque la mía había sido tan cobarde y tan débil. Si la muerte no me encontraba, no sería por negligencia mía; me enfrenté a ella docenas de veces con la mirada fría de la indiferencia. Dondequiera que se trataba de cumplir una misión especialmente difícil, dondequiera que pidieran voluntarios, yo me ofrecía.

Donde la lucha era más encarnizada, yo me sentía a gusto. Después de mi primera herida, pedí el traslado a una compañía de ametralladoras y luego a la aviación. Al parecer, logré muchos éxitos con esos cochambrosos aparatos nuestros. Pero, cada vez que en la orden del día leía la palabra «valor» relacionada con mi nombre, tenía la sensación de ser un estafador. Y cuando alguien miraba con demasiado interés mis condecoraciones, le daba rápidamente la espalda.

Cuando por fin transcurrieron esos cuatro años interminables, descubrí, para mi sorpresa, que, a pesar de todo, era capaz de seguir viviendo en aquel mundo de antes, pues los que regresábamos del Hades lo pesábamos todo con una nueva balanza. Tener sobre la conciencia la muerte de una persona no era lo mismo para un soldado de la Gran Guerra que para el hombre de un mundo en paz; mi culpa particular se había diluido con la culpa general en la inmensa ciénaga de sangre, pues el mismo yo—los mismos ojos, las mismas manos— había apuntado en Limanova la ametralladora que barrió la primera oleada de la infantería rusa ante nuestras trincheras; yo mismo había visto después con los prismáticos los ojos despavoridos de los que había matado y de los que había herido y que gimieron durante horas en los alambres de espino antes de reventar como perros. Había derribado un avión ante Goritzia; dio tres vueltas en el aire antes de estrellarse contra las rocas envuelto en llamas, y luego, con nuestras propias manos, registramos los cadáveres calcinados y horriblemente humeantes todavía, en busca de las placas de identidad.

Miles y miles de hombres que marchaban en fila a mi lado habían hecho lo mismo, con la carabina, la bayoneta, el lanzallamas, la ametralladora o con el puño, cientos de miles y millones de mi generación, en Francia, en Rusia y en Alemania... ¿Qué importaba entonces un asesinato más, una culpa personal y privada, en medio de la destrucción masiva y cósmica, del más fulminante exterminio en masa de la vida humana que la historia había conocido hasta entonces? Y luego —un nuevo alivio— en el mundo al que regresé ya no había ningún testigo que pudiera declarar contra mí. Nadie podía inculpar de su pasada cobardía a un hombre condecorado por su extraordinario valor, ya nadie podía reprocharme mi fatal debilidad.

Kekesfalva había sobrevivido unos pocos días a la muerte de su hija; Ilona vivía casada con un modesto notario en un pueblo yugoslavo; el coronel Bubencic se había pegado un tiro a orillas del Save; mis camaradas habían caído o habían olvidado el nimio episodio desde hacía tiempo... Todo lo que era «antes» se había vuelto tan fútil y sin valor durante aquellos cuatro años apocalípticos como el dinero de antes. Nadie podía acusarme, nadie podía juzgarme; era como un asesino que entierra el cuerpo de su víctima en el bosque, y empieza a caer la nieve, blanca, espesa, pesada; sabe que durante meses la capa protectora cubrirá su crimen y que luego se perderá para siempre cualquier rastro. Así que cobré coraje y empecé a vivir de nuevo. Como nadie me recordaba, yo mismo olvidé mi culpa. Porque el corazón sabe olvidar a la perfección, cuando le urge olvidar.

Una sola vez volvió el recuerdo de la otra orilla. Estaba sentado en la platea de la Ópera de Viena, en una butaca situada en el extremo de la última fila, para oír una vez más el Orfeo de Gluck, cuya pura y contenida melancolía me emociona más que cualquier otra música. Acababa de terminar la obertura, y en la breve pausa no se iluminó la sala, pero se dio oportunidad a algunos espectadores que llegaban con retraso de ocupar sus asientos a oscuras. También hacia mi fila se encaminaron dos sombras de esos rezagados: una dama y un caballero.

—Con su permiso —pidió el caballero, inclinándose cortésmente hacia mí. Sin prestarle atención ni mirarlo, me levanté para dejarlo pasar. Pero, en vez de sentarse de inmediato en la butaca libre junto a la mía, hizo pasar primero a la dama, empujándola con cuidado y suavidad y orientándola cariñosamente con las manos; le mostraba, por decirlo así, o le allanaba, el camino y, antes de que se sentara, le bajó previsor el asiento. Tanta protección solícita era demasiado inusual para que no me llamara la atención. Ah, una ciega, pensé y, sin querer, la miré compadeciéndola.

Pero entonces el caballero, un tanto obeso, ocupó el asiento del lado, y el corazón me dio un vuelco cuando lo reconocí: ¡Condor! La única persona que lo sabía todo, que me conocía hasta el fondo más oscuro de mi culpa, estaba sentado a un palmo de mí. ¡Él, cuya compasión no había sido una debilidad criminal como la mía, sino una fuerza abnegada, que se autosacrificaba, él, el único que podía juzgarme, el único ante el cual podía sentirme avergonzado! Cuando se encendieran las arañas en el entreacto, me reconocería por fuerza.

Me puse a temblar y me apresuré a taparme la cara con la mano para protegerme al menos en la oscuridad. Ya no oí una sola nota de mi música preferida; el corazón me latía con demasiada fuerza. Me abrumaba la proximidad de aquel hombre, el único en la tierra que me conocía de verdad. Como si me hallara desnudo en la oscuridad, entre toda aquella gente tan correcta y bien vestida, me estremecí pensando en el momento en que las luces se encenderían, dejándome al descubierto. Y así, en el breve intervalo entre la oscuridad y la luz, mientras el telón empezaba a caer sobre el primer acto, hundí rápidamente la cabeza y huí por el pasillo central... lo bastante deprisa, creo, para que él no pudiera verme, no pudiera reconocerme. Pero desde aquel momento sé que ninguna culpa queda olvidada mientras la conciencia tenga conocimiento de ella.

FIN

 


  

 

 

UNA PARTIDA DE AJEDREZ / 1941

STEFAN ZWEIG

 

A bordo del trasatlántico que a medianoche debía zarpar rumbo a Buenos Aires reinaban la habitual acucia y el ir y venir apresurado de la última hora. Se confundían y se abrían paso a codazos los allegados que acompañaban a los viajeros; los mensajeros de telégrafos, con las gorras terciadas, recorrían los salones como flechas, gritando tal o cual nombre; se arrastraban baúles y se traían flores; por las escaleras subían y bajaban niños movidos por la curiosidad, en tanto que la orquesta tocaba briosamente la música de acompañamiento de la deck show. Un poco apartado de ese tumulto, estaba yo conversando con un conocido sobre el puente de paseo, cuando a nuestro lado estallaron dos o tres agudos fogonazos de magnesio; algún personaje destacado había sido entrevistado y fotografiado, al parecer, instantes antes de la partida. Mi acompañante miró hacia aquel lado y sonrió: -Llevan ustedes un tipo raro a bordo, a ese Czentovic.

Debo haber revelado con un gesto harta ignorancia ante esa noticia, pues mi interlocutor agregó en seguida a guisa de explicación: -Mirko Czentovic es el campeón mundial de ajedrez. Acaba de recorrer Estados Unidos, de este a oeste, interviniendo en torneos, y ahora se dirige a la Argentina, en procura de nuevos triunfos.

Entonces recordé efectivamente el nombre del joven campeón mundial y aun algunos pormenores de su carrera meteórica; mi compañero, un lector de periódicos más asiduo que yo, estaba en condiciones de completarlos con toda una serie de anécdotas.

Aproximadamente un año atrás, Czentovic se había colocado de repente a la altura de los más expertos maestros consagrados del arte del ajedrez, como Alekhine, Capablanca, Tartakower, Lasker, Bogoljubow; desde la presentación, en el torneo de Nueva York de 1922 del niño prodigio de siete años llamado Reshewski, nunca la entrada brusca de un jugador absolutamente desconocido en el glorioso gremio había despertado una sensación tan unánime. Porque las dotes intelectuales de Czentovic no parecían augurarle una carrera tan brillante. No tardó en revelarse el secreto y difundirse la noticia de que el flamante maestro del ajedrez era incapaz, en su vida privada, de escribir una frase sin faltas de ortografía, en el idioma en que fuese, y, según el decir burlón y rencoroso de uno de sus colegas, «su ignorancia era en todas las materias igualmente universal».

Era hijo de un paupérrimo remero del Danubio del mediodía eslavo, cuya barca fue echada a pique una noche por una lancha a vapor cargada de cereales. El entonces niño de doce años fue recogido a la muerte de su padre en un acto de piedad por el párroco del apartado lugar, y el buen sacerdote se esforzó honradamente para compensar a fuerza de paciencia lo que el niño, avaro de palabras, apático y de ancha frente, no era capaz de aprender en la escuela de la aldea.

Pero todos sus esfuerzos fueron vanos. Mirko siempre miraba de hito en hito los signos de la escritura que se le habían explicado cien veces ya; su cerebro trabajaba pesadamente y carecía de fuerza retentiva aun para los objetos más simples de la enseñanza. A la edad de catorce años tenía que recurrir todavía a la ayuda de los dedos para hacer algún cálculo, y la lectura de un libro o del diario significaba aún para el mozo mayorcito un esfuerzo fuera de lo común. Pero a pesar de todo, no podía tildarse a Mirko de reacio o recalcitrante. Hacía de buen grado cuanto se le encomendaba, iba a buscar agua, echaba leña, ayudaba en las faenas del campo, ponía en orden la cocina y cumplía puntualmente, aunque con una lentitud desesperante, todo servicio que se le pedía. El rasgo del terco muchacho que más exasperaba al cura era su indiferencia absoluta y total. No hacía nada que no se le ordenase expresamente, jamás formuló una pregunta, no jugaba con otros niños ni buscaba espontáneamente un entretenimiento. En cuanto Mirko había terminado con los quehaceres de la casa, se quedaba sentado, impasible, con la mirada vacía como la de los borregos en el campo de pastoreo, sin demostrar el más remoto interés en las cosas que ocurrían a su derredor. Al anochecer, cuando el párroco, fumando su larga pipa de campesino, jugaba sus tres habituales partidas de ajedrez contra el sargento de gendarmería, el rubio y apático mozo permanecía sentado junto a él, mudo, mirando bajo los pesados párpados el tablero a cuadros, al parecer soñoliento e indiferente.

Una tarde de invierno, mientras los contrincantes estaban absortos en su partida cotidiana, resonaba en la calle pueblerina, más cerca cada vez, el tintín de un trineo. Un campesino, con la gorra espolvoreada de nieve, entró a grandes trancos para decir que su madre estaba agonizando y rogar al cura se diera prisa para llegar aún a tiempo de impartirle la extremaunción. El sacerdote le siguió sin titubear. A modo de despedida, el sargento de gendarmería, que no había terminado todavía de beber su vaso de cerveza, encendió su pipa y se disponía a calzar de nuevo sus pesadas botas de montar, cuando observó la mirada del pequeño Mirko, fija e inconmovible sobre el tablero, donde habían quedado las piezas de la partida inconclusa.

-¡Ea!, ¿quieres terminarla? -bromeó, absolutamente convencido de que el amodorrado niño no sabría mover debidamente ni una sola pieza sobre el tablero.

Pero el muchacho levantó tímido la cabeza, la inclinó luego y ocupó el asiento del cura. Al cabo de catorce jugadas, el sargento quedó vencido y hubo de reconocer, además, que su derrota no era debida a un movimiento descuidado o negligente.

Una segunda partida terminó de idéntica manera.

-¡Burra de Balaam! -exclamó sorprendido el cura cuando a su regreso el sargento le refirió la novedad-. Hace cinco mil años explicó al sargento, menos versado en el texto bíblico- se había producido, un milagro similar, cuando un ser mudo halló de pronto el lenguaje de la sabiduría.

A pesar de la hora avanzada, el bueno del cura no pudo menos de retar a su casi analfabeto fámulo a un duelo. Y he aquí que Mirko le venció a él también con toda facilidad. Jugaba de un modo tenaz, lento, inconmovible, sin levantar una sola vez la ancha frente inclinada sobre el tablero. Pero jugaba con imperturbable seguridad; en los días siguientes, ni el gendarme ni el cura fueron capaces de ganarle una sola partida. El sacerdote, que estaba en mejores condiciones que cualquier otro para juzgar del retraso de su pupilo en todos los demás aspectos, quiso cerciorarse por último hasta qué punto ese singular talento exclusivo resistiría una prueba más rigurosa. Mandó a Mirko al peluquero del pueblo para que éste le cortase sus desgreñados cabellos de color pajizo, a fin de dejarle un tanto más presentable, y luego le llevó en su trineo a la pequeña villa vecina, donde en el café de la plaza mayor había un grupo de jugadores de ajedrez más empedernidos que él, y a los que, a pesar de varias tentativas, jamás había podido vencer. No fue menudo el asombro de la tertulia local, cuando a empellones, el cura hizo pasar a un niño como de quince años, rubio y de mejillas coloradas, enfundado en una piel de cordero vuelta al revés y que calzaba pesadas botas altas. El niño se quedó avergonzado y perplejo en un rincón, sin levantar la mirada hasta que se le llamó a una de las mesas de ajedrez. Mirko, que en casa del cura nunca había visto la llamada defensa siciliana, quedó derrotado en la primera partida. La segunda se la disputó el mejor jugador de aquel círculo, y empataron.

De entonces en adelante, Mirko ganó todas las partidas, una tras otra.

Ahora bien, en una pequeña ciudad de provincia yugoslava rarísimas veces ocurren sucesos emocionantes, por cuya causa aquella primera aparición de ese campeón labriego se convirtió para los notables reunidos en un suceso cabal. Se decidió por unanimidad que el niño prodigio quedase, a todo trance, en la ciudad, por lo menos hasta el día siguiente, a fin de que se pudiera congregar a los demás integrantes del círculo de ajedrez, y, sobre todo, informar en su castillo al anciano conde Simiczic, un ajedrecista fanático. El cura, que miraba a su pupilo con un orgullo muy flamante, no quiso, sin embargo, descuidar su obligado oficio dominical, a pesar de la alegría de descubridor que le embargaba, y se declaró dispuesto a dejar a Mirko para que fuese sometido a una nueva prueba. El joven Czentovic fue alojado por cuenta del círculo de ajedrez en el hotel de la villa, donde aquella noche vio por primera vez en su vida un cuarto de baño. A la tarde del domingo siguiente, el salón del café estaba repleto de gente. Mirko, sentado durante cuatro horas, inmóvil, frente al tablero de ajedrez, venció uno tras otro a los jugadores, sin decir una sola palabra y sin levantar siquiera una vez la cabeza.

Por último, alguien propuso que se jugasen unas partidas simultáneas. Se necesitaba un largo rato para hacer comprender al ignorante que en una sesión de simultáneas él solo debía jugar a un mismo tiempo contra varios adversarios. Pero en cuanto Mirko se dio cuenta de lo que se trataba, se adaptó inmediatamente a la tarea, y pasando lentamente con sus pesadas botas, de una mesa a la otra, terminó ganando siete de las ocho partidas.

Acto seguido se originaron grandes deliberaciones. Aun cuando, en un sentido más estricto, el nuevo campeón no era hijo de la ciudad, el orgullo local se había inflamado. Acaso la pequeña ciudad, de cuya existencia difícilmente se había tomado nota hasta ese entonces, estaba en vísperas de alcanzar el honor de que uno de sus hijos recorriese el mundo hecho un hombre famoso. Un agente apellidado Koller, el mismo que de ordinario se limitaba a contratar cancionistas para el cabaret de la guarnición local, se declaró dispuesto -con la sola condición de que se sufragasen los gastos de pensión por espacio de un año- a cuidar de que el mozo fuese perfeccionado profesionalmente en el arte del ajedrez por un excelente maestro de su conocimiento, radicado en Viena. El conde Simiczic, que en sesenta años de cotidianas partidas de ajedrez jamás se había enfrentado con un contrincante tan extraordinario, se comprometió en el acto a pagar la suma necesaria. Ese día se inició, pues, la asombrosa carrera del hijo del remero.

Al cabo de medio año, Mirko dominaba todos los secretos de la técnica ajedrecística, pero, a decir verdad, con una extraña particularidad, que más tarde fue objeto de atenta observación y numerosas bromas por parte de los entendidos en la materia. Ha de saberse que Czentovic nunca logró jugar una sola partida de memoria, o, por emplear el término técnico, a ciegas. Carecía en absoluto de la facultad de proyectar el tablero de ajedrez sobre el campo ilimitado de la fantasía.

Necesitaba tener a la vista siempre el tablero, palpablemente, con sus sesenta y cuatro escaques blancos y negros y las treinta y dos piezas; aun en la época de su fama mundial llevaba constantemente consigo un pequeño tablero plegable, de bolsillo, para reproducir ante sus ojos las distintas posiciones, cuando se trataba de reconstruir para él una partida de campeón y de resolver algún problema. Ese defecto, insignificante de por sí, revelaba una ausencia de fuerza imaginativa que se discutía en los círculos respectivos con el mismo apasionamiento que los músicos revelarían, por supuesto, en el caso de un virtuoso o director de orquesta sobresaliente, que fuese incapaz de interpretar o dirigir una obra sin tener la partitura correspondiente a la vista. Mas aquella rara peculiaridad de Mirko no retardó en absoluto su estupenda carrera. A los diecisiete años ya había ganado una docena de premios de ajedrez; a los dieciocho, el campeonato húngaro, y a los veinte, por fin, el campeonato mundial. Los campeones más atrevidos, cada uno de los cuales le superaba infinitamente en dotes intelectuales, en fantasía y audacia, sucumbían a su lógica fría y tenaz, igual que Napoleón al pesado Kutuzow, o Aníbal a Fabio Cunctator, quien, al decir de Livio, también había demostrado en su juventud esos rasgos llamativos de pachorra e imbecilidad. Fue así como se introdujo en la ilustre galería de los campeones de ajedrez -que reúne en sus filas los más distintos tipos de superioridad intelectual: filósofos, matemáticos, naturalezas calculadoras, imaginativas y a menudo creadoras- el primer personaje absolutamente ajeno al mundo espiritual, un mozo aldeano, pesado, silencioso, a quien ni aun el periodista más avezado lograba arrancar una sola palabra que hubiera podido dar pábulo a la publicidad. Es verdad que los dichos agudos que la cortedad de espíritu de Czentovic escatimó, pronto quedaron sustituidos con creces por anécdotas relativas a su persona. Porque en el instante en que Mirko se levantaba de la mesa de ajedrez, donde era maestro sin igual, se transformaba irremisiblemente en una figura grotesca, poco menos que cómica; pese a su solemne traje negro, su pomposa corbata y el alfiler con una perla algo llamativa y sus uñas trabajosamente lustradas, seguía siendo por sus modales el mismo torpe campesino que en la aldea había fregado la habitación del cura. Su modo desmañado y casi desvergonzado de convertir su talento y su fama en dinero, satisfaciendo una codicia mezquina y hasta ordinaria a veces, ora divertía, ora indignaba a sus colegas. Viajaba de ciudad en ciudad, hospedándose siempre en los hoteles más económicos; jugaba en los clubes más míseros, con tal que se le pagasen sus honorarios; se dejaba retratar para servir de propaganda a una marca de jabón, y, sin importarle la burla de sus competidores, quienes sabían exactamente que no era capaz de escribir tres frases en forma correcta, incluso vendió su nombre para una «Filosofía del ajedrez» que en realidad había escrito un insignificante estudiante galitziano para un editor poco escrupuloso. Como todas las naturalezas tenaces, carecía en absoluto del sentido del ridículo; desde que había logrado el triunfo en el torneo mundial, se consideraba el personaje más importante de la tierra, y la noción de haber vencido con sus propias armas a todos aquellos que hablaban y escribían tan brillante y espiritualmente, así como, sobre todo, el hecho palpable de ganar más que ellos, transformó su primitiva inseguridad en una arrogancia fría y, por lo general, torpemente manifiesta.

-Pero, ¿cómo no había de engreír tan repentina gloria a una cabeza huera? - concluyó mi compañero, que acababa precisamente de relatarme algunas muestras palmarias de la infantil prepotencia de Czentovic-. El vértigo de la vanidad ¿cómo no iba a hacer presa en el campesino del Banato, quien con sus veintiún años, de pronto, moviendo los trebejos sobre un tablero de madera, ganaba más en una semana que, allá lejos, todo su pueblo en un año, derribando árboles y realizando las faenas más duras y pesadas? Y luego, ¿no es asombrosamente fácil considerarse un gran hombre, cuando uno vive libre de la más remota idea de que alguna vez hayan existido un Rembrandt, un Beethoven, un Dante, un Napoleón? En el cerebro tapiado de ese mozo cabe una sola cosa y es que desde hace meses no ha perdido ninguna partida de ajedrez, y puesto que no sospecha que aparte del ajedrez y del dinero existen otros valores en el mundo, le sobran razones para sentirse encantado de sí mismo.

Estas noticias de mi amigo no podían menos que despertar mi más viva curiosidad. Todas las especies de monomaniacos, enclaustrados en una sola idea, me han interesado desde un principio, pues cuanto más se limita un individuo, tanto más cerca se halla, por otra parte, del infinito; dado que esos seres aparentemente distantes del mundo, se construyen, cada cual en su materia y a la manera de los térmites, una extraña síntesis del mundo, absolutamente sin igual.

No disimulé, pues, mi propósito de estudiar más de cerca, durante los doce días de viaje hasta Río, aquel espécimen singular de la unilateralidad.

Pero mi amigo me previno.

-Será usted poco afortunado en este caso. Que yo sepa, nadie ha logrado hasta ahora entresacarle a Czentovic un mínimo de material psicológico. Detrás de toda su abismal limitación de alcances, oculta ese campesino ducho la gran astucia de no ponerse nunca en evidencia, lo cual consigue mediante la sencilla técnica de evitar toda conversación que no sea con compatriotas de su ambiente, cuya compañía busca en fondines modestos. Cuando advierte una persona culta, se encierra en su concha de caracol. He aquí por qué nadie puede vanagloriarse de haberle oído decir una necedad o de haber medido la profundidad, que se dice ilimitada, de su ignorancia.

Mi compañero, en efecto, estaba en lo cierto. Durante los tres primeros días del viaje resultó absolutamente imposible acercarse a Czentovic sin recurrir a la indiscreción grosera que, al fin y al cabo, no es característica mía. Es verdad que a veces se paseaba por la cubierta, pero siempre lo hacía con las manos sobre la espalda; en la actitud orgullosamente ensimismada del Napoleón del famoso retrato; sus vueltas peripatéticas por la cubierta eran, además, tan rápidas e imprevistas, que para alcanzarle uno habría tenido que correr en pos de él. En cambio, nunca se dejó ver en los salones, el bar, la sala de fumar. Según supe por el camarero, a raíz de una conversación íntima, pasaba la mayor parte del día en su camarote, ensayando o reconstruyendo partidas de ajedrez sobre un tablero enorme.

Al cabo de tres días, empezó a fastidiarme realmente el hecho de que su técnica defensiva fuese más hábil que mi voluntad de acercarme a él. En mi vida había tenido oportunidad hasta entonces de trabar conocimiento personal con un campeón de ajedrez, y cuanto más me esforzaba en esa ocasión por concebir tal tipo de hombre, tanto más inconcebible se me antojaba una actividad mental que durante una vida entera gira exclusivamente en torno a un tablero de sesenta y cuatro casillas negras y blancas. Conocía, huelga decirlo, por experiencia propia, la atracción misteriosa del «juego de reyes», el único entre todos los ideados por el hombre que se sustrae soberanamente a toda tiranía del azar y otorga sus laureles de vencedor de un modo exclusivo al espíritu, más propiamente dicho, a una forma determinada de la habilidad intelectual. ¿Pero no se comete una falta de empequeñecimiento humillante con sólo tildar de juego al ajedrez? ¿No es también una ciencia, una técnica, un arte, algo que se cierne entre esas categorías, como el ataúd de Mahoma entre el cielo y la tierra, una trabazón única entre todos los contrastes: Antiquísimo y eternamente joven; mecánico en la disposición, y, sin embargo, eficaz solamente por obra de la fantasía; limitado en el espacio, geométricamente fijo y a la vez ilimitado en sus combinaciones; desarrollándose de continuo y no obstante, estéril; un pensar que no conduce a nada; una matemática que nada soluciona; un arte sin obras; una arquitectura sin sustancia, y, no obstante, evidentemente más duradero en su existencia y ser que todos los libros y obras de arte; el único juego propio de todos los pueblos y tiempos y del que nadie sabe qué dios lo legó a la tierra para matar el hastío, aguzar los sentidos y poner en tensión el alma? ¿Dónde empieza, dónde termina? Cualquier niño puede aprender sus primeras reglas, cualquier chapucero puede ensayarse en él, y, sin embargo, llega a producir, dentro de ese cuadrado de invariable estrechez, una especie peculiar de maestros que no tienen comparación con los de ninguna otra, hombres con un talento exclusivo para el ajedrez, genios específicos, en quienes la visión, la paciencia y la técnica obra en una conjunción de igual modo determinada que en los matemáticos, escritores y músicos, aunque, eso sí, con distinta función y armonía. En tiempos pasados, de pasión fisionómica, tal vez un Gall hubiera realizado la disección de los cerebros de tales campeones, para averiguar si en la masa gris de esos genios del ajedrez se halla más intensamente marcada que en otras cabezas una sinuosidad determinada, una especie de músculo del ajedrez, una protuberancia ajedrecística. Cuánto más hubiera entusiasmado a semejante frenólogo el caso de un Czentovic, en que ese genio específico aparece incrustado en una desidia intelectual absoluta, como una sola veta de oro en una tonelada de roca. Siempre he comprendido, en principio, que un juego tan impar y tan genial debía producir sus maestros específicos, pero cuán difícil y aun imposible resulta imaginarse la vida de un hombre intelectualmente activo, para quien el mundo se reduce de un modo exclusivo a la estrecha vía entre blanco y negro, que busca los triunfos de su existencia en un nuevo ir y venir, adelantar y retrotraer de treinta y dos figuras; la vida de un individuo para quien el abrir el juego con un caballo en vez de hacerlo con un peón ya significa una hazaña y un miserable rinconcito de inmortalidad en dos líneas de un tratado de ajedrez; de un hombre, un ente espiritual que, sin volverse demente, dedica en el transcurso de diez, de veinte, de treinta y aun de cuarenta años, una y otra vez, toda la elasticidad de su pensar al ridículo afán de perseguir un rey de madera sobre un tablero de madera.

Y entonces, por primera vez, uno de esos genios raros o uno de esos locos enigmáticos se hallaba muy cerca de mí, en el espacio, en el mismo barco, cinco camarotes por medio; y yo, desdichado de mí, en quien la curiosidad en materia espiritual siempre termina por tomar la forma de una especie de pasión, ¿no sería capaz de allegarme a él? Comencé a pensar en los ardides más absurdos: ora pensaba en despertar su vanidad, simulando una pretendida entrevista para un diario importante, ora quería hacerle caer en las redes de la codicia y proponerle un torneo lucrativo en Escocia. Pero finalmente recordé que la técnica más eficaz de los cazadores para atraer al gallo montés consiste en imitar su grito de celo, y, en efecto, ¿que otra cosa ofrecía mayores probabilidades de merecer la atención de un campeón de ajedrez que un par de personas entregadas a ese juego? Ahora bien, en ningún momento de mi vida he sido un cabal artista del ajedrez, y ello por la simple razón de que jamás le atribuía importancia y sólo le dedicaba una que otra vez un corto tiempo para distraerme. Cuando me coloco por una hora frente al tablero, de ningún modo lo hago para esforzarme sino, al contrario, para descansar del esfuerzo intelectual. «Juego» al ajedrez en el sentido más acabado de la palabra, mientras los demás, los auténticos jugadores, «serian» al ajedrez, para introducir una nueva palabra atrevida en el idioma alemán que Hitler me ha vedado.

Pues bien, el ajedrez, lo mismo que el amor, requiere indefectiblemente un compañero, y en aquel instante aún no sabía si, además de nosotros, había aficionados a bordo. Para sacarlos con halagos de sus cuevas, armé una trampa primitiva en el salón de fumar, sentándome con mi esposa, a modo de reclamo, frente a un tablero, a pesar de que ella es menos experta aún que yo en ese juego.

Y, en efecto, no habíamos realizado todavía seis jugadas, cuando ya alguien se detuvo al pasar y otro más pidió permiso para vernos jugar; por último apareció también el deseado compañero que me propuso una partida. Llamábase McConnor y era un ingeniero de minas escocés que, según me enteré, había ganado una gran fortuna perforando el suelo de California en busca de petróleo.

Físicamente era un hombre fornido, con recias mandíbulas casi cuadradas y duras, dientes fuertes y una tez sanguínea, cuyo pronunciado tono rojizo se debía, seguramente, cuando menos en parte, a abundantes libaciones de whisky. Por desgracia manifestábase también, durante el juego, que los hombros excepcionalmente anchos correspondían a un ímpetu casi atlético que formaba parte del carácter del tal Mr. McConnor, un individuo de esa clase de triunfadores seguros de sí mismos, que consideran hasta la derrota en el juego más baladí como una afrenta a su propio concepto personal. Acostumbrado a imponerse sin contemplaciones en la vida, mimado por éxitos reales, ese macizo self made-man estaba inconmoviblemente persuadido de su superioridad, a tal punto que cualquier resistencia le excitaba como una sublevación inconveniente, casi como una ofensa. Cuando perdió la primera partida, volvióse gruñón y comenzó a declarar circunstanciada y dictatorialmente que ello sólo podía ser consecuencia de un descuido momentáneo. Al sufrir el tercer revés, culpó al ruido que llegaba desde el salón vecino, y no perdió una sola partida sin exigir inmediatamente el desquite. Al comienzo me divirtió ese encarnizamiento ambicioso, pero luego ya sólo lo acepté como inevitable fenómeno secundario, al que hube de conformarme en aras de mi verdadero propósito: el de atraer a nuestra mesa al campeón mundial.

Al tercer día lo logré, o, cuando menos, lo logré a medias. Ya sea que Czentovic nos había observado a través del ojo del buey, desde la cubierta de paseo, ya sea que honraba por mera casualidad al salón de fumar con su presencia, lo cierto es que en cuanto vio a unos legos entregados a su arte, se acercó instintivamente un paso y guardando la debida distancia echó una mirada escrutadora sobre nuestro tablero. En ese momento le tocaba a McConnor mover una pieza. Ese solo movimiento pareció suficiente para demostrar a Czentovic que nuestros esfuerzos de aficionados no eran dignos de la ulterior atención de un maestro. Con la misma naturalidad con que nosotros apartamos, en una librería, una mala novela policíaca que se nos ofrezca, sin siquiera empezar a hojearla, alejóse él de nuestra mesa y abandonó el salón de fumar.

«Nos probó y nos encontró demasiado insignificantes», pensé, un tanto disgustado por esa mirada fría, despectiva, y para abrir, como quien dice, una válvula de escape a mi mal humor, dije a McConnor: -Su jugada no parece haber entusiasmado mayormente al maestro.

-¿A qué maestro? Le expliqué que el caballero que acababa de pasar a nuestro lado y que había observado nuestro juego con mirada de desaprobación, era Czentovic, el campeón mundial de ajedrez. Agregué que ambos sobreviviríamos a su ilustre desprecio y nos conformaríamos sin sentirnos heridos en el alma, ya que, al fin y al cabo, «los pobres deben cocinar con agua». Pero ante mi sorpresa, esa comunicación hecha al desgaire produjo en McConnor un efecto absolutamente inesperado. Se excitó en seguida, se olvidó de nuestro juego, y su amor propio empezó, como quien dice, a latir de una manera audible. No había tenido la menor idea de que Czentovic se hallase a bordo, y en cuanto lo supo, afirmó que el campeón debía jugar con él, costase lo que costase. En su vida había jugado contra un campeón mundial, exceptuando un caso en que junto con otros cuarenta contrincantes intervino en una sesión de partidas simultáneas. Ya eso había sido, según él, terriblemente excitante y poco faltó en aquella oportunidad para que ganara. Me preguntó si conocía personalmente al campeón. Y como le contestara negativamente, me rogó que lo abordase e invitase a nuestra mesa. Me negué, aduciendo que, según tenía entendido, Czentovic no era accesible a nuevas relaciones. Además, ¿qué atractivo podía tener para un campeón mundial el enfrentarse con jugadores de tercer orden como lo éramos nosotros? Mejor no hubiera empleado esa expresión de jugadores de tercer orden al dirigirme a un hombre tan soberbio como McConnor. Se recostó disgustado y declaró con brusquedad que, por su parte no podía creer que Czentovic rechazaría la cortés invitación de un caballero. Él ya se cuidaría de eso. Respondiendo a su pedido, le esbocé una descripción de la persona del campeón mundial, y al momento se lanzó, abandonando indiferente nuestro tablero y con incontenible impaciencia, en pos de Czentovic, buscándolo por la cubierta de paseo. Noté de nuevo que era imposible detener al dueño de aquellos hombros tan anchos, en cuanto y tan pronto había orientado su voluntad hacia un objetivo determinado.

Esperé, bastante intrigado. Al cabo de unos diez minutos, McConnor volvió, de no muy buen talante, al parecer.

-¿Y? -pregunté.

-Tenía usted razón -contestó un si es no es indignado-. No es lo que se llama un hombre agradable. Me presenté. Le expliqué quién soy. Ni siquiera me tendió la mano. Traté de explicarle cuán orgullosos y honrados nos sentiríamos todos sus compañeros de viaje si jugara unas partidas simultáneas con nosotros. Pero no se inmutó. Sólo dijo que lo sentía, pero que estaba comprometido por un contrato con su agente, y que ese contrato le vedaba expresamente jugar durante toda su gira sin cobrar honorarios. Que su tarifa mínima eran 250 dólares por partida.

Me eché a reír: -Nunca se me hubiera ocurrido pensar que la tarea de mover unas piezas de ciertos escaques negros a otros blancos pudiera llegar a constituir un negocio tan lucrativo. Espero que usted se habrá despedido con la misma cortesía con que se presentó.

Pero McConnor permaneció inmutablemente serio.

-Concertamos un encuentro para mañana, a las tres de la tarde. Aquí, en el salón de fumar. Espero que no nos dejaremos derrotar tan fácilmente.

-¿Cómo? ¿Usted le concedió los 250 dólares? -exclamé grandemente sorprendido.

-¿Por qué no? C'est son métier. Si sufriera dolor de muelas y hubiese casualmente un dentista entre los pasajeros, tampoco pretendería que me arrancase la muela a título gratuito. Al hombre le asiste toda la razón del mundo cuando fija esos precios; en todos los oficios, los más entendidos son a la vez los mejores comerciantes. En cuanto a mí se refiere, cuanto más caro un negocio, tanto mejor.

Prefiero pagar lo que sea antes de admitir que un señor Czentovic me conceda una merced y yo termine por tener que darle las gracias. Mirándolo bien, ¿cuántas veces he perdido más de 250 dólares en una tarde en nuestro club?, y eso sin jugar contra un campeón mundial. Para jugadores de «tercer orden» no es vergonzoso quedar vencidos por un Czentovic.

Observé con cierto placer cuán profundamente mi inocente calificación de «jugadores de tercer orden» había herido el amor propio de McConnor. Pero, puesto que estaba en su ánimo el pagar tan caro su gusto, nada podía objetar contra su orgullo descarriado, que en última instancia había de facilitarme el conocimiento del objeto de mi curiosidad. Informamos rápidamente sobre el inminente suceso a los cuatro o cinco caballeros que hasta entonces habían hecho profesión de fe de su afición al ajedrez, y a fin de evitar en lo posible que nos molestasen los demás pasajeros con su ir y venir, mandamos reservar de antemano, no sólo nuestra mesa, sino también las mesas vecinas.

Al día siguiente nuestro grupito se reunió puntualmente a la hora convenida. El asiento del medio, frente al del maestro, quedaba, desde luego, destinado a McConnor, quien, para aliviar su nerviosidad, encendía pesados cigarros, uno tras otro, y miraba a cada rato, inquieto, el reloj. Pero el campeón mundial -según yo barruntaba después de las referencias que me había dado mi amigo- nos hizo esperar diez minutos largos, lo que, por supuesto, dio mayor aplomo a su aparición. Se acercó, tranquilo y grave, a la mesa. Sin presentarse -«vosotros sabéis quién soy, y a mí no me interesa saber quiénes sois», parecía significar esa grosería- inició con sequedad de profesional las disposiciones del caso. En vista de que por falta de suficientes tableros era imposible llevar a cabo una sesión de simultáneas, propuso que todos juntos jugásemos contra él. Después de cada movimiento, se retiraría a otra mesa en el extremo del salón para no molestar nuestras deliberaciones. Una vez realizadas nuestras jugadas de réplica, golpearíamos con una cuchara contra una copa, ya que, lamentablemente, no había una campanilla de mesa a mano. Además propuso que se fijara un límite máximo de diez minutos para cada jugada, siempre que nosotros no prefiriéramos otras disposiciones. Huelga decir que aceptamos, hechos unos estudiantillos cohibidos, todo cuanto nos proponía. En el sorteo de los colores, le tocaron a Czentovic las piezas negras; hizo, de pie todavía, su primer movimiento respondiendo a nuestra apertura y se dirigió inmediatamente al lugar de espera que él mismo había designado y donde, negligentemente recostado, hojeó una revista ilustrada.

Los pormenores del partido ofrecieron poco interés. Terminó, naturalmente, como tenía que terminar, es decir, con nuestra derrota absoluta, la cual se produjo ya después del vigésimo cuarto movimiento. El hecho de que un campeón mundial derrotase con toda facilidad a media docena de jugadores mediocres y aun menos que mediocres, era de por sí poco sorprendente; lo único que en realidad nos molestaba a todos era el modo prepotente y demasiado manifiesto con que Czentovic nos hacía sentir la facilidad con que nos había ganado. Cada vez que llegaba su turno, echaba sólo una mirada aparentemente fugaz sobre el tablero, midiéndonos con otra displicente, como si a nuestra vez tampoco hubiéramos sido más que inertes figuras de madera. Ese gesto impertinente hacía pensar, sin querer, en el modo con que se tira un hueso a un perro sarnoso, apartando la vista.

A mi ver, hubiera podido llamar nuestra atención, con un mínimo de tacto, sobre algún error y animarnos con una palabra gentil. Pero ese inhumano autómata ajedrecista no pronunció tampoco una sola sílaba una vez terminada la partida, sino que esperó, inmóvil, frente a la mesa, luego de darnos el «mate», por si deseábamos jugar una segunda partida con él. Indefenso, como siempre se queda uno ante la grosería insensible, por mi parte ya me había levantado para demostrar con ese movimiento que, concluido ése que se reducía a un negocio valorado en dólares, daba por terminado también el placer de nuestra relación, cuando, con gran disgusto mío, McConnor dijo con voz completamente ronca: -Desquite! Su tono provocativo me sobresaltó o poco menos. En ese momento McConnor daba más la impresión de un boxeador a punto de descargar una lluvia de golpes que de un caballero atento. Ya sea a causa del tratamiento desagradable que nos había dado Czentovic, o de su amor propio, patológicamente exitable, lo cierto es que los modales de McConnor habían cambiado totalmente. Su rostro se había vuelto encarnado, las ventanas de su nariz se dilataban bajo una fuerza interior, transpiró visiblemente y de sus labios apretados partió una marcada arruga hasta la barbilla que adelantaba con gesto belicoso. Descubrí con desasosiego, en sus ojos, la vibración de la pasión indómita que, por lo común, sólo ataca a la gente frente a la mesa de ruleta cuando a la sexta o séptima jugada, para las cuales cada vez se ha doblado la apuesta, no aparece el color esperado. En ese instante comprendí que ese fanático jugaría contra Czentovic, aunque le costara toda su fortuna, que jugaría y volvería a jugar simple y a doble hasta ganar siquiera una sola partida. A condición de que no se cansase, Czentovic había encontrado en McConnor una mina de oro de la que, hasta la llegada a Buenos Aires, podía extraer unos cuantos miles de dólares.

Czentovic no se inmutó.

-Acepto -contestó cortésmente-. Los señores jugarán ahora con las piezas negras.

Las alternativas del segundo encuentro no fueron mayormente distintas, salvo que unos cuantos curiosos no sólo ampliaron nuestro círculo, sino que además le prestaban mayor animación. McConnor miraba el tablero con tal fijeza que daba la impresión de querer magnetizar las piezas, de impregnarlas de su voluntad a fin de que ganasen. Era evidente que hubiese sacrificado con gusto hasta mil dólares por el placer de gritar «mate» al impasible adversario. Algo de su excitación encarnizada nos contagió de extraño modo y contra nuestra voluntad. Se discutían los distintos movimientos con mucha más pasión que antes; a último momento siempre el uno retenía al otro, antes de ponernos de acuerdo en dar la señal convenida para que Czentovic volviese a la mesa. Llegábamos poco a poco a la decimoséptima jugada cuando, ante nuestra propia sorpresa, se produjo una situación que parecía asombrosamente favorable, ya que habíamos conseguido llevar al peón de la línea c al penúltimo escaque, c2; sólo nos hacía falta adelantarla para coronarlo. Sin embargo, esa ventaja demasiado evidente no nos dejó muy ufanos, y barruntábamos que aun cuando la habíamos logrado aparentemente, acaso constituía una trampa que, con toda intención, nos había preparado Czentovic quien, de más está decirlo, abarcaba la situación con mucha mayor exactitud. Pero, a pesar de las afanosas búsquedas y discusiones, no logramos descubrir la supuesta maniobra secreta. Por fin, al término casi del tiempo establecido para cada movimiento, decidimos arriesgar la jugada. Ya McConnor tenía el peón entre los dedos para correrlo hasta la última casilla, cuando se sintió de pronto tomado del brazo y alguien musitó con voz vehemente: -¡No! ¡Por el amor de Dios! Todos volvimos la cabeza instintivamente. Un caballero, como de cuarenta y cinco años de edad, cuyo rostro fino y severo ya antes había llamado mi atención en el puente de paseo por su extraña palidez casi azulada, parecía haberse acercado a nosotros en los últimos minutos, cuando dedicábamos todo nuestro cuidado al juego. Notando nuestras miradas, agregó precipitadamente: -Si ustedes le toman ahora la dama, él replicará en seguida con el alfil y ustedes retirarán el caballo. Pero entretanto él corre su peón libre a d7, amenaza la torre y aunque digan jaque con el caballo, ustedes perderán y a los nueve o diez movimientos quedarán vencidos. Es casi la misma situación que Alekhine planteó en 1922, en el gran torneo de Pistoja, contra Bogoljubow.

McConnor soltó, asombrado, la pieza y miró de hito en hito, y no menos sorprendido que todos los demás, a aquel hombre que había aparecido inesperadamente como un ángel salvador. Un individuo capaz de calcular un jaque mate anticipándose a nueve jugadas, no podía ser sino un entendedor consumado y, acaso, hasta un competidor que viajaba para jugar en el mismo campeonato y cuya llegada e intervención precisamente en tan crítico instante tenía algo de sobrenatural. El primero en recobrarse fue McConnor, quien susurró agitado: -¿Qué aconsejaría usted? -No avanzar en seguida, sino eludir primero. Sobre todo, apartar el rey de la amenazada línea g8, llevándole a h7. Lo más probable es que entonces desviará el ataque hacia el flanco opuesto. Pero en tal caso usted replicará con la torre moviéndola de c8 a c4; eso le costará, en dos movimientos, un peón libre contra otro peón libre, y si usted juega bien en la defensa, lograría todavía un empate. Es todo lo que puede conseguirse.

Nos quedamos de nuevo absortos. Tanto la precisión como la rapidez de su cálculo tenía algo de desconcertante; daba la impresión de leer los movimientos en un libro impreso. Con todo, la inesperada posibilidad de lograr, gracias a su intervención, el empate de nuestra partida contra un campeón mundial, tuvo el efecto de encantamiento. Todos nos apartamos a un mismo tiempo, para ofrecerle una visión más despejada del tablero. Una vez más McConnor preguntó.

-¿De manera que el rey de g8 a h7? -¡Así es! ¡Eludir en primer término! McConnor obedeció y dimos la señal, golpeando contra una copa, Czentovic se acercó con su habitual paso indiferente a nuestra mesa y apreció con una sola mirada la jugada contraria. Luego movió el peón sobre el ala del rey de h2 a h4, exactamente tal como nuestro salvador desconocido lo había predicho. Entonces, éste murmuró exaltado.

-¡Avance con la torre, adelante la torre c8 a c4, así tendrá que cubrir primero el peón! Pero no le servirá para nada. Usted, sin prestar atención a su peón libre, mueva el caballo de c3 a d5, y con eso se restablecerá el equilibrio. Ahora, en vez de defenderse, tiene que ejercer presión hacia adelante.

No comprendimos lo que insinuaba. Nos sonaba a chino cuanto decía. Pero sometido ya a su hechizo, McConnor procedió sin reflexionar según las indicaciones del desconocido. Nuevamente llamamos a Czentovic, golpeando contra una copa. Por primera vez no se decidió al instante, sino que miró intensamente el tablero. Sus cejas se fruncían sin él quererlo. Luego ejecutó cabalmente el movimiento que el desconocido había pronosticado, y se dio vuelta con ademán de retirarse. Pero antes de marcharse, ocurrió algo nuevo e inesperado. Czentovic levantó la mirada y repasó nuestro grupo. Quería, evidentemente, averiguar quién le ofrecía de repente tan tenaz resistencia.

A partir de ese momento, nuestra excitación aumentó hasta lo indecible. Antes habíamos jugado sin esperanzas ciertas, mientras que ahora la idea de humillar la fría arrogancia de Czentovic aceleraba con ardor nuestro pulso. Pero ya nuestro flamante colaborador había dispuesto la jugada siguiente; podíamos -mis dedos temblaban mientras golpeaba la copa con la cucharita- volver a llamar a Czentovic. Entonces fue cuando obtuvimos nuestro primer triunfo. Hasta entonces Czentovic siempre había jugado de pie; ahora titubeaba, y acabó por sentarse. Lo hizo pausada y lentamente, pero el mismo hecho de sentarse ya bastaba para anular, físicamente, la anterior diferencia, aquella de arriba a abajo entre él y nosotros. Le habíamos obligado a situarse, cuando menos en el espacio, a un mismo nivel con nosotros. Reflexionó largo tiempo, con los ojos inmóviles clavados en el tablero, de manera que apenas se podían distinguir sus pupilas bajo los pesados párpados, y durante la laboriosa reflexión iba abriéndosele paulatinamente la boca, con lo que su cara redonda adquirió un aspecto un tanto simplón. Czentovic meditó unos minutos, luego hizo su jugada y se levantó. En seguida nuestro nuevo amigo musitó: -Fue un movimiento para ganar tiempo. Bien pensado. Pero no hay que contestarlo. Hay que forzar el cambio; el trueque es indispensable; así lograremos tablas, y ni Dios podrá ayudarle.

McConnor obedeció. Los próximos movimientos fueron para los dos -nosotros hacía rato ya que habíamos quedado relegados al papel de meros figurantes- un ir y venir que no sabíamos explicarnos. Después de siete jugadas, más o menos, y al cabo de prolongada vacilación, Czentovic levantó la cabeza y declaró: -¡Tablas! Durante un instante reinó un silencio absoluto. Se oían de pronto, el rumor de las olas y la música de jazz en el receptor de radio del salón, se percibía cada paso desde la cubierta de paseo y el tenue susurro del viento que se colaba por las rendijas de las ventanas. Todos reteníamos la respiración; aquello se había producido demasiado repentinamente y todos estábamos poco menos que aturdidos por la realidad del hecho increíble de que aquel desconocido impusiese su voluntad al campeón mundial en una partida a medias perdida ya. McConnor se reclinó con un movimiento brusco, y la respiración retenida se exhaló con un audible «¡ah!» de felicidad de sus labios. Yo, a mi vez, observé a Czentovic. Ya durante los últimos movimientos creí notar en su rostro una mayor palidez. Pero supo dominarse perfectamente. Se mantuvo en su rigidez de aparente indiferencia y sólo preguntó displicente, mientras quitaba con movimiento tranquilo las piezas del tablero: -¿Los señores desean una tercera partida todavía? Formuló la pregunta de un modo netamente convencional, puramente comercial.

Lo sorprendente fue que en esa oportunidad no se dirigiese a McConnor, sino que clavase la mirada penetrante y fija en la de nuestro salvador. Tal como el caballo distingue el mejor jinete por el modo de sentarse más aplomado, Czentovic debía haber reconocido en las últimas jugadas a su verdadero, su auténtico contrincante.

Todos seguimos instintivamente su mirada y nos fijamos atentos en el semblante del desconocido. Pero antes de que éste hubiera podido reflexionar y menos aún contestar, McConnor gritaba ya triunfalmente en su ambiciosa excitación: -¡Naturalmente! Pero esta vez usted debe jugar solo contra él. ¡Usted solo contra Czentovic! En ese momento sucedió algo imprevisible. El desconocido, que había quedado mirando fija y extrañamente el tablero de ajedrez limpio ya de piezas, se sobresaltó al notar todas las miradas fijas en él y que se le hablaba con tanto entusiasmo. Su rostro denotó súbita confusión: -De ninguna manera..., caballero -tartamudeó, visiblemente cohibido. Es absolutamente imposible... No hay ni qué hablar de eso... Hace veinte, más, veinticinco años, que no he vuelto a sentarme frente a un tablero de ajedrez... Y sólo ahora me doy cuenta de mi comportamiento incorrecto al intervenir en su juego sin el permiso de ustedes. Perdonen... que no molestaré más.

Antes de que nos recobráramos de nuestra sorpresa, ya se había retirado y abandonado el salón.

-Pero esto no puede ser... -vociferó el temperamental McConnor, dando un puñetazo-. No es posible que ese señor no haya jugado al ajedrez en veinticinco años. Si sabe calcular anticipadamente cinco o seis movimientos y sus correspondientes réplicas. Nadie puede hacer eso sin tener mucha práctica. Es absolutamente imposible, ¿verdad? Con esa última pregunta, McConnor se había dirigido, sin darse cuenta, a Czentovic. Pero el campeón mundial mantuvo su inalterable frialdad.

-No puedo juzgar al respecto. De todos modos, ese caballero juega de una manera un tanto sorprendente e interesante; por eso le di premeditadamente una oportunidad.

Levantándose al mismo tiempo con toda displicencia, agregó muy seco: -Si el señor o los señores desean otra partida para mañana, estaré a sus órdenes desde las tres de la tarde.

No pudimos menos de sonreír levemente. Todos sabíamos que Czentovic había estado lejos de querer brindar generosamente una oportunidad a nuestro salvador desconocido y que aquella observación no era más que una ingenua excusa para disimular su fracaso. Pero ella acrecentó nuestro deseo de ver humillada una arrogancia tan inconmovible. Un ambicioso y desorbitado afán de lucha invadió de pronto a los pacíficos y despreocupados pasajeros, porque nos fascinaba del modo más provocativo la idea de que precisamente en el buque en que viajábamos y en medio del océano pudiera arrebatársele la palma al campeón mundial de ajedrez, un acontecimiento que todas las agencias telegráficas irradiarían inmediatamente sobre el globo entero. A ello se agregaba todavía el encanto de lo misterioso que emanaba de la inesperada intervención de nuestro salvador, precisamente en el momento crítico, y el contraste de su humildad casi temerosa con el inconmovible amor propio del profesional. ¿Quién era aquel desconocido? ¿Reveló el azar aquí un genio del ajedrez que no se había descubierto todavía? ¿O nos ocultó su nombre un maestro famoso por alguna razón impenetrable? Discutíamos todas esas posibilidades con el mayor calor; ni aun las hipótesis más atrevidas nos parecían bastante osadas para armonizar la timidez misteriosa y la sorprendente confesión del desconocido, con su arte y habilidad innegables. En un punto, sin embargo, todos estábamos de acuerdo: no renunciar bajo ningún concepto al espectáculo de un nuevo encuentro. Decidimos agotar los medios para inducir a nuestro salvador a que al día siguiente jugase un partido contra Czentovic, y McConnor se comprometió a correr con el riesgo económico correspondiente. Como entretanto supimos por un camarero que el desconocido era austriaco, se me encargó a mí para que, como compatriota, le sometiese nuestro pedido.

No tardé mucho en encontrar en la cubierta de paseo al que tan rápidamente se había retirado. Estaba tendido en un sillón de tijera, leyendo. Antes de acercarme a él, me quedé un rato contemplándolo. La cabeza, de rasgos marcados, descansaba con gesto de leve cansancio sobre una almohada; nuevamente me sorprendió en particular la extrema palidez de aquella cara relativamente joven, en cuyas sienes resaltaban unos cabellos de deslumbrante blancura; tuve; no sé por qué, la sensación de que aquel hombre debía haber envejecido de golpe. Apenas me aproximé a él, se levantó y se presentó dándome a conocer su apellido, que era el de una antigua familia austriaca honrosamente conceptuada. Recordé que un caballero de ese apellido había pertenecido al círculo íntimo de los amigos de Schubert y que un médico de cabecera del anciano emperador era miembro de la misma familia. Cuando transmití al doctor B. nuestra solicitud en el sentido de que aceptase el reto de Czentovic, quedó visiblemente perplejo. Ello era que no tenía la menor noción de que en aquel partido se había enfrentado, gloriosamente, con un campeón mundial y, por añadidura, con el a la sazón más afortunado. Esa noticia parecía impresionarle por alguna razón determinada, pues una y otra vez preguntaba si estaba seguro de que se trataba de un campeón mundial reconocido.

Me di cuenta prontamente de que esa circunstancia facilitaba mi misión, pero atento a su delicadeza, creí oportuno callar por el momento que el riesgo material de una eventual derrota correría por cuenta de McConnor. Después de un titubeo prolongado, el doctor B. se declaró dispuesto, por fin, a llevar a cabo esa partida, pero no sin haber pedido expresamente que advirtiese nuevamente a los demás señores que no depositaran esperanzas demasiado vivas en su capacidad.

-Porque -agregó con una sonrisa pensativa- ignoro realmente si sé jugar, como es debido, una partida de ajedrez según todas las reglas. Créame usted, no era falsa modestia cuando dije que no he vuelto a tocar una pieza de ajedrez desde mis tiempos de estudiante secundario, es decir, desde hace más de veinte años. Y aun en aquellos tiempos sólo pasaba por jugador discreto.

Dijo eso en un tono tan natural, que no pude dar pábulo a la menor duda respecto de su sinceridad. Sin embargo, no pude menos de expresar mi admiración por la exactitud con que recordaba cada combinación de los más distintos maestros.

Debía haberse dedicado mucho al ajedrez, por lo menos en teoría. El doctor B.

volvió a sonreír de aquella manera extrañamente soñadora.

-¿Que si me había dedicado mucho al ajedrez...? Dios sabe que lo he hecho. Pero eso ocurrió en circunstancias muy particulares, más aún, absolutamente sin igual.

Es una historia asaz complicada, que podría pasar muy bien por una pequeña contribución a la caracterización de nuestra deliciosa y decisiva época. Si usted tiene media hora de paciencia...

Señaló una silla de tijera al lado de la suya. Acepté gustoso su invitación.

Estábamos sin vecinos. El doctor B. se quitó los lentes que usaba para leer, los dejó a un lado y empezó: -Ha tenido usted la gentileza de manifestar que como vienés recordaba mi apellido. Pero sospecho que nunca habrá oído hablar del bufete de abogados que al principio dirigía junto con mi padre y luego solo, pues no solíamos defender causas a las cuales se diera publicidad en los diarios, y evitábamos, por principio, aumentar el número de nuestros clientes. En realidad, el nuestro no era tampoco un verdadero estudio de abogados sino que nos limitábamos a la asesoría jurídica y sobre todo a la administración de bienes de los grandes conventos, con los cuales mi padre estaba relacionado como exdiputado del partido clerical. Además -hoy que la monarquía pertenece al dominio de la historia, ya puede hablarse de eso- se nos había confiado la administración de los fondos de algunos miembros de la familia imperial. Esa relación con la corte y el clero -un tío mío era médico de cabecera del emperador, y otro, abad de Seitenstetten- se remontaba ya a dos generaciones atrás; sólo teníamos que conservarla. Nuestra actividad era tranquila, casi diría silenciosa y continuaba en virtud de esa confianza heredada.

En realidad no requería mucho más que la discreción y confianza más absolutas, dos condiciones que mi difunto padre poseía en grado sumo. Él, en efecto, logró conservarles a sus clientes, gracias a su prudencia, considerables fortunas, tanto en los años de la inflación como en los de la revolución. Cuando más tarde Hitler se adueñó del poder en Alemania e inició sus asaltos contra la propiedad de la Iglesia y de los monasterios, intervinimos también allende la frontera en distintas negociaciones y transacciones para salvar, al menos, los bienes muebles de la confiscación, y sabíamos más con respecto a ciertas negociaciones políticas secretas de la curia y la corte de lo que jamás llegará a conocimiento del público.

Pero precisamente el aspecto poco llamativo de nuestro estudio -ni siquiera teníamos chapa en la puerta- así como la precaución de evitar, ambos, manifiestamente todos los círculos monárquicos de Viena, brindaron la mayor seguridad contra investigaciones indiscretas. De hecho, en todos esos años, ninguna autoridad jamás sospechó en Austria que los correos secretos de la casa imperial siempre entregaban y retiraban su correspondencia más importante, ni más ni menos que en nuestro insignificante estudio instalado en un cuarto piso.

«Pues bien, mucho antes de armar sus ejércitos, el nacionalsocialismo había comenzado a organizar en los países vecinos otro ejército no menos peligroso y disciplinado: la legión de los infortunados, de los relegados, de los humillados. En cada oficina, en cada empresa, se habían anidado las llamadas 'células'; en todo lugar, hasta en las habitaciones privadas de Dollfuss y Schuschnigg, estaban colocados sus escuchas y espías. Tenían su representante hasta en nuestro modestísimo escritorio, como por desgracia llegué a saber demasiado tarde. Es verdad que no era sino un escribiente miserable, sin talento alguno, que por recomendación de un cura había empleado para dar a nuestro estudio, exteriormente, el aspecto de una oficina regular; en realidad sólo lo empleábamos para recados inocentes, le dejábamos atender el teléfono y ordenar las actas, es decir, aquellas actas que eran indiferentes e insignificantes en absoluto. Jamás se le permitió abrir las cartas; todas las cartas importantes las escribía yo personalmente a máquina, sin dejar copia; yo mismo llevaba cualquier documento de valor a mi casa, y las conversaciones secretas las realizaba exclusivamente en el priorato del monasterio o en el consultorio de mi tío. Gracias a esas medidas de precaución aquel espía no llegó a descubrir ninguno de los sucesos verdaderos; pero a raíz de alguna casualidad desdichada, el ambicioso individuo debió haberse dado cuenta de que inspiraba desconfianza y que a sus espaldas ocurrían cosas harto interesantes. Es posible que en mi ausencia algún correo haya hablado imprudentemente de 'Su Majestad' en vez de emplear el convencional 'barón Fern', como también puede ser que el malandrín haya abierto alguna carta sin mi autorización; de todos modos, y antes de que yo pudiera sospechar algo, se hizo dar órdenes desde Munich o Berlín para vigilarnos. Sólo mucho más tarde, cuando ya hacía tiempo que estaba preso, recordé que en los últimos meses su primitiva desidia para el trabajo se había transformado en repentina aplicación, y que varias veces se ofreció casi importunamente a llevar mi correspondencia al correo. No puedo absolverme, pues, de cierta imprudencia, pero, ¿acaso el hitlerismo no ganó la partida venciendo aun a los diplomáticos y militares más avezados del mundo? Recibí una prueba palpable del cuidado y cariño con que la Gestapo, desde tiempo atrás, venía dedicando su atención a mi persona, cuando la misma tarde en que Schuschnigg renunció, y un día antes de que Hitler entrara en Viena, me detuvieron los hombres de la S.S. Felizmente había logrado quemar los papeles más importantes, no bien oí en la radio el discurso de despedida de Schuschnigg; y los documentos restantes con los indispensables comprobantes de los valores depositados en el extranjero y pertenecientes a los conventos y dos archiduques, los mandé, literalmente a último momento, antes que derribaran mi puerta, escondidos en un cesto de ropa con mi vieja ama de casa, mujer de toda confianza, al domicilio de mi tío.» El doctor B. se interrumpió para encender un cigarro. A su viva luz observé nuevamente el tic nervioso que se traducía en un movimiento convulsivo de la comisura izquierda de su boca, y que ya antes había llamado mi atención y, según pude comprobar, se repetía a intervalos bastante regulares de algunos minutos. No era más que un movimiento fugaz, poco más intenso que el tomar aliento, pero que marcaba todo el rostro con una inquietud extraña.

-Usted creerá tal vez que ahora voy a hablarle del campo de concentración al que se llevó a todos los que habían guardado fidelidad a nuestra vieja Austria; de las humillaciones, martirios y torturas que allí sufriría. Pero no ocurrió nada de eso.

Me destinaron a otra categoría de presidio. No me llevaron junto con los desdichados en quienes se ensañaba un resentimiento represado desde mucho tiempo atrás, humillándolos física y psíquicamente, sino que me incorporaron a aquel otro grupo reducido al que los nacionalsocialistas pensaban arrancar dinero o informaciones importantes. Desde luego, mi modesta persona le era perfectamente indiferente a la Gestapo. Ésta debía haberse enterado, sin embargo, de que éramos los testaferros, administradores y hombres de confianza de sus enemigos más tenaces, y lo que querían arrancarme a la fuerza, eran pruebas, pruebas contra los conventos a los que querían acusar de transferencias de fortunas, pruebas contra la familia imperial y todos los que en Austria se habían empeñado y sacrificado en favor de la monarquía. Sospechaban -y ciertamente, no sin razón- que grandes partes de los fondos que habían pasado por nuestras manos se mantenían ocultas e inaccesibles a su voracidad. Por eso me detuvieron desde el primer día, para obligarme con sus medios probados a revelar tales secretos. A la gente de mi condición, a la que importaba sonsacar informaciones valiosas o dinero, no se le pasaba, pues, al campo de concentración, sino que se le daba otra clase de tratamiento. Quizá usted recuerde todavía que tanto nuestro canciller como el barón Rothschild, a cuyos parientes esperaban arrancar unos cuantos millones, no fueron guardados en ningún momento tras los alambrados de púas de algún campo, sino que, ofreciéndoles aparentes privilegios, se les llevó a un hotel, más exactamente al Hotel Metropol, que era al mismo tiempo el cuartel general de la Gestapo, y donde se destinaba a cada uno una habitación aparte. Yo, con ser hombre tan insignificante, fui, sin embargo, objeto de la misma distinción.

«Una habitación individual en un hotel..., eso suena a tratamiento muy humano, ¿verdad? Pero puede usted creerme que en realidad no se nos daba un trato más humano sino que, simplemente, se nos aplicaba un método más refinado. A los 'prominentes' no se les enjaulaba de a veinte hombres, en una barraca helada; se les alojaba en una habitación de hotel, individual, dotada de regular calefacción, porque la presión mediante la cual se quería arrancamos el informe necesario debía tener características más sutiles que los golpes y torturas corporales; se nos aplicaba el aislamiento más refinado que imaginarse pueda. Nada se nos hizo, sólo que se nos situó dentro de la nada absoluta, porque, según es notorio, ninguna cosa del mundo ejerce tanta presión sobre el alma humana como la nada.

Encerrando a cada uno de nosotros individualmente en un vacío absoluto, en una habitación cerrada herméticamente al mundo exterior, esa presión debía producirse, no exteriormente por obra de golpes o del frío, sino interiormente, para despegar al final nuestros labios por fuerza. A primera vista, la habitación que me había sido designada no parecía incómoda en absoluto. Tenía puerta, mesa, cama, silla, lavabo y una ventana con reja. Pero la puerta quedaba cerrada día y noche, en la mesa no debía depositarse ningún libro, ningún diario, ni una hoja de papel, ni tampoco un lápiz. La ventana daba sobre una pared lisa: en torno a mi conciencia y a mi propio cuerpo, habíase creado la nada absoluta. Se me habían quitado todos los objetos: el reloj, para que no tuviera noción del tiempo, el lápiz, para que no pudiera escribir nada, el cortaplumas, para que no pudiera abrirme las venas; se me negó, incluso, el más débil narcótico, tal como un cigarrillo. Con excepción del centinela, sobre quien pesaba prohibición de hablarme o de contestarme ni a una sola pregunta, jamás veía una cara humana; jamás oía una voz de hombre, y de la noche a la mañana, de la mañana a la noche, ninguno de los sentidos recibía el menor alimento, y me quedaba inexorablemente solo conmigo mismo, con mi cuerpo y las cuatro o cinco cosas mudas: el lavabo, la ventana, la mesa, la cama; vivía como un buzo bajo una campana de vidrio en el océano negro de ese silencio, más aún, como un buzo que ya barrunta que la cuerda que le comunica con la superficie se ha roto y que nunca se podrá rescatarle de la silente profundidad. No había nada que hacer, que oír, ni ver; por todos lados me rodeaba ininterrumpidamente la nada, el vacío absoluto, carente de espacio y de tiempo. Me paseaba arriba y abajo y conmigo iban los pensamientos, arriba y abajo. Pero aun las ideas, por más insustanciales que parezcan, necesitan un punto de apoyo, de lo contrario empiezan a girar insensatas en derredor de sí mismas; ellas tampoco soportan la nada. De la mañana a la noche esperaba alguna cosa, pero nada acontecía. Volvía a esperar y a esperar de nuevo. Nada, sin embargo, sucedía. Esperaba, esperaba, pensaba, pensaba hasta que me dolían las sienes. Me quedaba solo. Solo, solo.

»Así pasaron quince días que viví fuera del tiempo, fuera del mundo. Si entonces hubiera estallado una guerra, yo no me habría enterado; mi mundo se componía únicamente de una mesa, una puerta, una cama, un lavabo, una pared y una ventana; siempre clavaba la mirada en el mismo papel pintado de la misma pared; cada línea de su dibujo de zigzag se grabó como a buril acerado en el pliegue más íntimo de mi cerebro, a fuerza de tanto mirarlo fijamente. Por fin comenzaron los interrogatorios. Se solía llamarnos repentinamente, sin que supiéramos bien si era de día o de noche. Nos llamaban, nos conducían a través de varios pasillos y no sabíamos adónde; luego debíamos esperar en algún sitio, que tampoco sabíamos qué era, y de pronto nos encontrábamos frente a una mesa en torno a la cual se hallaban sentados unos cuantos individuos uniformados. Sobre esa mesa se apilaba un montón de papeles, expedientes cuyo contenido no se conocía.

Comenzaban las preguntas, las falsas y las verdaderas, las claras y las intencionadas, las imprevistas y las taimadas; y mientras se contestaba, malévolos dedos extraños hojeaban aquellos papeles, de los que no se sabía a qué se referían, y anotaban algo en un protocolo, y no se sabía qué escribían. Pero lo más terrible de esos interrogatorios era, para mí, el que no se podía adivinar ni calcular lo que los agentes de la Gestapo sabían efectivamente en cuanto a lo que había ocurrido en mi estudio y lo que querían arrancarme a modo de obligada confesión. Ya le dije a usted que los documentos verdaderamente comprometedores los había remitido a último momento a mi tío, por intermedio de mi ama de llaves. Pero ¿los había recibido? ¿O no habían llegado a sus manos? ¿Y qué y cuánto había revelado aquel escribiente? ¿Qué cartas había interceptado, cuántas informaciones habían arrancado, acaso, en el ínterin en los monasterios alemanes que representábamos, a algún sacerdote poco hábil? Preguntaban y preguntaban.

Querían saber qué valores había comprado por cuenta de este o aquel convento, en qué banco los había depositado, si conocía o no a Fulano, si había recibido cartas desde Suiza o desde Steenockerzeele. Y como nunca pude barruntar cuánto habían averiguado ya por otros conductos, cada contestación se transformaba en tremenda responsabilidad. Si admitía algo que ellos ignoraban era muy fácil que con ello comprometiese injustamente a una persona. Si negaba demasiado, me perjudicaba personalmente.

«Pero los interrogatorios no eran lo peor todavía. Más terrible aún era el retorno de la inquisición a mi nada, a la misma habitación, la misma cama, la misma mesa, el mismo lavabo, los mismos papeles pintados. Porque apenas quedaba a solas conmigo mismo, trataba de reconstruir las contestaciones que habrían sido más prudentes y lo que debería decir la próxima vez para anular la sospecha que acaso había despertado con una observación imprudente. Reflexionaba, pensaba, estudiaba, revisaba una por una las palabras de la declaración que acababa de prestar ante el juez de instrucción, recapitulaba cada pregunta que se me había formulado, y cada una de mis réplicas; trataba de considerar qué parte habían protocolizado y sabía, sin embargo, que jamás lograría calcularlo ni averiguarlo.

Pero esos pensamientos, una vez puestos en marcha en el espacio vacío, no se cansaban de dar vueltas en la imaginación, vueltas y más vueltas, siempre en distintas combinaciones, ininterrumpidamente, hasta en los sueños. Después de cada interrogatorio por la Gestapo, mis propios pensamientos se hacían cargo no menos inexorablemente de la tortura del preguntar, averiguar, y acaso, martirizaban más cruelmente aún porque aquellos interrogatorios siquiera terminaban al cabo de una hora, mientras que éstos no cesaban nunca, debido a la tortura perversa de la soledad. Y siempre en mi derredor la mesa, la cama, el armario, los papeles pintados, la ventana; ninguna distracción, ningún libro, ningún diario, ninguna cosa extraña, ningún lápiz para apuntar algo, ningún fósforo para jugar con él..., nada, nada, nada. Entonces comprendí cuán diabólicamente ingenioso, cuán brutalmente ideado desde el punto de vista psicológico era ese sistema de las habitaciones de hotel. Es posible que en el campo de concentración habría tenido que acarrear piedras hasta sangrarme las manos y sentir helarse mis pies dentro de los zapatos; habría sido apilado con dos docenas de hombres en medio del hedor y del frío. Pero hubiera visto caras, hubiera podido mirar un campo, un carro, un árbol, una estrella, algo, cualquier cosa, mientras que en aquella habitación persistía invariablemente lo mismo en torno mío, siempre lo mismo, ese espantoso 'lo mismo'. Allí no había nada capaz de distraerme de mis ideas, de mis manías, de mi enfermizo recapitular. Y ése era precisamente el propósito... Yo debía engullir mis pensamientos, ellos debían ahogarme hasta que por último no podría sino escupirlos, confesarlos, diciendo todo lo que los agentes querían, entregar por fin, no sólo las indicaciones, sino también los hombres. Noté que poco a poco mis nervios comenzaban a resentirse bajo esa presión espantosa, y consciente del peligro, procuré mantenerlos tensos al extremo, buscando o inventado alguna distracción. Para ocuparme de alguna manera, empecé a recitar o a reconstruir todo lo que alguna vez había aprendido de memoria: el himno nacional, las rimas de los juegos infantiles, el Homero del colegio superior, los párrafos del código civil. Luego me esforzaba por calcular, sumar y dividir cualesquiera cantidades, pero mi memoria carecía en el vacío de fuerza de retención. Me resultaba imposible concentrarme en cosa alguna.

Siempre surgía, intervenía, se entrometía la misma idea: ¿Qué saben, qué ignoran? ¿Qué dije ayer, qué debería decir la próxima vez? »Ese estado, en verdad indescriptible, duró cuatro meses. Pues bien... Cuatro meses, eso se dice fácilmente, se escribe con once letras. Se dice fácilmente: cuatro meses..., cuatro sílabas. Los labios articulan ligeramente, en un cuarto de segundo, el sonido: ¡Cuatro meses! Pero nadie puede describir, puede medir, puede meter por los ojos a otro ni a sí mismo el tiempo que dura el tiempo en lo inespacial o intemporal; y a nadie puede explicársele cómo roe y carcome esa nada y nada y nada en torno a uno, esa inacabable soledad con mesa y cama y lavabo y papel pintado, ese eterno silencio... Siempre el mismo centinela que alcanza la comida sin mirarle a uno, siempre los mismos pensamientos que giran en la nada alrededor de un solo tópico hasta confundir al que los concibe. Advertí, alarmado, pequeños indicios de que mi cerebro empezaba a trastornarse. Al principio había conservado todavía durante los interrogatorios la claridad interior, había declarado serena y deliberadamente; funcionaba todavía aquel pensamiento doble en lo que debía decir y en lo que debía callar. Luego ya sólo lograba articular tartamudeando hasta las frases más sencillas, porque mientras respondía, miraba hipnotizado la pluma que corría protocolizando sobre el papel, como si hubiera querido correr detrás de mis propias palabras. Noté que mis fuerzas flaqueaban, comprendí que se aproximaba más y más el momento en que para salvarme diría todo cuanto sabía y quizá más aún, en que, para librarme del estrangulamiento de aquella nada, traicionaría a doce personas y su secreto, sin procurarme con ello más que una tranquilidad fugaz como un parpadeo. Cierta tarde, efectivamente, ya había llegado a ese punto. En ese momento de sofocación el guardián me trajo, por casualidad, la comida y yo le grité: «¡Lléveme para ir a declarar! Diré todo. Todo lo diré. Diré dónde se hallan los papeles, dónde se encuentra el dinero. Lo diré todo, todo.

»Por fortuna, no me oyó. También puede ser que no haya querido oírme.

»Cuando la desesperación llegaba así a su colmo, ocurrió algo inesperado que me salvó siquiera por algún tiempo. Era a fines de julio, un día nublado, oscuro, lluvioso. Recuerdo esos pormenores exactamente, porque la lluvia tamborileaba contra las ventanas del pasillo por el que se me condujo al interrogatorio. Debía esperar en una antecámara. Siempre había que esperar antes de pasar a declarar.

Esas esperas formaban parte de la técnica del interrogatorio. Primero se desgarraban los nervios del individuo, llamándole y sacándole en medio de la noche de su habitación; y cuando uno se había dispuesto interiormente para hacer frente a las preguntas, cuando ya se habían preparado la voluntad y la inteligencia para resistir, le obligaban a uno a esperar, le imponían hábilmente una espera sin sentido, de dos y tres horas, a fin de cansar el cuerpo y doblegar el alma antes de proceder a la inquisición. Ese jueves 27 de julio se me hizo esperar más de la cuenta, mucho más que de costumbre. llevaba ya dos horas enteras de pie en la antecámara. Esa fecha también la recuerdo con exactitud por una razón determinada, pues en esa antecámara donde -por supuesto, sin permiso de sentarme- tenía que aguantar dos horas de pie, colgaba un calendario en la pared.

No podré explicarle cómo con mi hambre de algo impreso, de algo escrito, miré y me fijé en ese número, en ese término '27 de julio'; lo absorbí, como quien dice, lo engullí cerebralmente.

»Y luego volví a esperar y aguardar, miraba fijamente la puerta, ansioso de que por fin se abriese, y al mismo tiempo me inquietaba pensando qué irían a preguntarme ahora mis inquisidores, aun cuando sabía perfectamente que me preguntarían cosas muy distintas de todo aquello que iba dispuesto y preparado a contestar. Pero a pesar de todo, aquel martirio de la espera y del permanecer de pie constituía a la vez un alivio, un placer, porque aquel lugar, con todo, era al menos distinto de mi habitación. Era un poco mayor, tenía dos ventanas en lugar de una sola; no había allí cama, ni lavabo, ni la rajadura en el alféizar que había contemplado millones de veces. La puerta estaba pintada de otro color, había una silla distinta junto a la pared, y a la izquierda un archivo con expedientes y un guardarropa con algunas perchas de las que colgaban tres o cuatro mojados abrigos de militares, los abrigos de mis verdugos. Tenía, pues, algo nuevo, algo diferente que contemplar, algo distinto, por fin, en que posar mis ojos hambrientos, que se clavaban ávidos en cada minucia. Observé cada pliegue de esas capas, me fijé, por ejemplo, en una gota que pendía de uno de los cuellos mojados y, por más ridículo que ello parezca, esperaba con una excitación inmensa para ver si esa gota terminaría por caer a lo largo del pliegue o si resistiría más tiempo todavía la fuerza de gravedad, permaneciendo en su lugar.

Sí, me quedé mirando esa gota fijamente, durante algunos minutos y con la respiración contenida, como si mi vida dependiera de esa observación. Después, cuando finalmente se había deslizado, volví a contar los botones de los abrigos, ocho en el primero, ocho en el segundo, diez en el tercero. Luego comparé las guarniciones. Mis ojos hambrientos tocaban, acariciaban, apresaban todas esas pequeñeces ridículas y carentes en absoluto de importancia, con una avidez que soy incapaz de describir. De pronto, mi mirada quedó fija, como irresistiblemente atraída, en algo. Había observado que el bolsillo de uno de aquellos abrigos estaba un tanto abultado. Me acerqué más y creí adivinar en el rectángulo de la deformación lo que contenía aquel bolsillo ensanchado: ¡un libro! Se me aflojaron las rodillas. Empecé a temblar. ¡Un libro! Durante cuatro meses no había tenido un libro en mis manos, y en aquella circunstancia tenía algo embriagador y a la vez casi hipnótico la mera idea de un libro en el cual se podían ver palabras puestas en ordenadas filas, líneas, páginas, un libro en el que se podía leer, cuyo texto podía seguirse, del que el cerebro podría tomar para su uso propio ideas nuevas y ajenas que distraían. Hechizados, mis ojos quedaron fijos en el pequeño abultamiento que aquel libro formaba en ese bolsillo, pareciendo arder en ese cuadrado insignificante como si fuesen a quemar el abrigo. Por último no pude dominar mi afán; sin darme cuenta, me acerqué. La sola idea de poder palpar un libro a través del paño del abrigo crispó los nervios de mis dedos hasta las uñas.

Sin saberlo casi, me arrimé más y más. Afortunadamente, el centinela no prestó atención a mi actitud, por supuesto extraña; acaso también le parecía natural que después de dos horas de estar de pie, un hombre procurase apoyarse contra una pared. Ya me había colocado cerca del abrigo, cruzados los brazos intencionalmente sobre la espalda, a fin de poder tocar aquella prenda sin despertar sospechas. Toqué el género y, realmente, a través del mismo palpé un objeto rectangular, flexible, y que crujía suavemente... ¡un libro! ¡Un libro! Y me atravesó como un tiro la idea: ¡roba ese libro! Quizá lo consigas y entonces podrás llevártelo, esconderlo en tu habitación y ¡leerlo, leer, por fin volver a leer una vez! Tan pronto como la idea se hubo posesionado de mí, obró a modo de un veneno fuerte; de repente, mis oídos empezaron a zumbar, y el corazón, a golpear con vehemencia, mis manos quedaron heladas y no me obedecían más. Pero luego del primer aturdimiento, me arrimé silenciosa y cautamente, y sin perder de vista al centinela, poniéndome cada vez más cerca del abrigo, empujé el libro con los dedos escondidos sobre la espalda hasta hacerlo sobresalir del borde del bolsillo.

Luego un gesto, un movimiento apenas perceptible, cuidadoso, y de pronto tenía en la mano un librito, no muy voluminoso por cierto. Sólo entonces me espantó mi acción. Pero ya no podía volver sobre mis pasos, y se presentaba la duda: ¿dónde meterlo? Guardé el libro sobre la espalda, metido dentro del pantalón, a la altura del cinturón, y luego lo corrí poco a poco hacia adelante, hasta la cadera, para sostenerlo mientras caminaba con la mano firme y militarmente apretada contra la costura. Entonces pasé por la primera prueba. Me aparté del guardarropa, un paso, dos pasos, tres pasos. Todo marchaba bien. Era, efectivamente posible sostener el libro con sólo apretar la mano fuertemente contra la costura, mientras caminaba.

»Se me hizo pasar a la habitación continua, para el interrogatorio. Requería de mi parte mayor esfuerzo que nunca, porque durante todo el tiempo de mi exposición concentraba mi energía, en realidad, no sobre lo que decía, sino antes bien, sobre la precaución de sostener el libro sin despertar sospechas. Por fortuna, esa vez se me formularon pocas preguntas y conseguí transportar mi libro con toda felicidad a mi habitación. No le entretendré con todos los pormenores; no le distraeré para contarle el momento de zozobra que pasé cuando en el pasillo se deslizó el libro una vez peligrosamente del pantalón y tuve que simular un fuerte acceso de tos para agacharme y poder restituir mi tesoro, sin inconveniente, a su lugar, a la altura del cinturón. Pero ¡qué segundo, en cambio, aquel en que me reintegré a mi infierno, solo por fin y ya no solo! »Usted supondrá, posiblemente, que sacaría el libro inmediatamente para contemplarlo y leerlo. ¡Nada de eso! Quería saborear el placer previo de saberme en posesión de un libro; el deleite artificialmente prolongado y que excitaba maravillosamente mis nervios, el gusto de soñar y pensar qué clase de libro habría preferido que fuese el que acababa de robar. Un libro, claro está, de letra muy menuda, eso en primer término, un libro que contuviese muchas letras, cuantas más, mejor; muchas, muchísimas páginas, para que fuese todo lo más largo posible el tiempo que emplearía en leerlo. Y luego deseaba que fuese una obra que me exigiese un esfuerzo intelectual, nada superficial, nada fácil, sino algo que se podía aprender, aprender de memoria, poesías, preferentemente -¡qué sueño atrevido!-, un libro de Goethe o de Homero. Pero al final no pude resistir más tiempo a mi avidez, a mi curiosidad. Tirado en la cama, de tal modo que el centinela no pudiese descubrirme si acaso abría la puerta repentinamente, saqué el tomo temblando de entre las ropas.

»El primer vistazo me deparó un desengaño, más aún una especie de amarguísimo disgusto: aquel libro conseguido a costa de tan gran peligro, guardado con tan ardiente esperanza, no era sino un compendio de ajedrez, un compendio de ciento cincuenta partidas de campeones. Si no me hubiera encontrado encerrado y enjaulado, en el primer arrebato de furia hubiese arrojado el libro por la ventana abierta, pues ¿qué iba a hacer yo con aquella cosa tan absurda? En la escuela secundaria había probado alguna vez, como la mayoría de los estudiantes, mi habilidad frente a un tablero de ajedrez para vencer el tedio. Pero ¿qué podía hacer en aquellas circunstancias con esa nadería teórica? No se puede jugar al ajedrez sin un contrincante y menos aún sin piezas y sin tablero. Hojeé el libro de mal talante, pero con la secreta esperanza, de encontrar, pese a todo, algo que pudiese leer, un prefacio, una indicación, pero no hallé más que los esquemas cuadrados de las distintas partidas y al pie de los mismos unos signos que al principio me resultaban incomprensibles: a1-a2, f1-g3, etcétera. Todo eso se me antojaba una especie de álgebra, cuya clave ignoraba y no hallaba de pronto. Sólo poco a poco fui descubriendo que las letras a b c indican las filas verticales, mientras que las cifras del 1 al 8 correspondían a las filas horizontales, determinando las combinaciones respectivas la situación en que se hallaban las distintas figuras. Con ello, esos esquemas puramente gráficos adquirían siquiera un lenguaje. Tal vez, reflexioné, podré construir en mi encierro una suerte de tablero, procurando entonces la reconstrucción de esas partidas; y se me ocurrió que era una señal de la Providencia el que mi cubrecama estuviese hecho de un género a grandes cuadros. Doblándolo en forma conveniente, podía combinar, con un poco de paciencia, las sesenta y cuatro casillas que me hacían falta. Comencé, pues, por esconder el librito debajo del elástico, arrancando sólo la primera hoja que hacía las veces de cubierta. Luego, y con ayuda de migas de pan que fui ahorrando de mis comidas, formé -aunque desde luego de un modo risiblemente grosero- las diferentes piezas del ajedrez, reyes, reinas, etcétera. Al cabo de infinitos esfuerzos pude por fin tratar de reconstruir en el cubrecama a cuadros las posiciones señaladas en el manual de ajedrez. Pero cuando quería jugar toda una partida, fracasaba al principio con mis ridículas figuras de miga de pan, la mitad de las cuales había oscurecido, para distinguirlas, cubriéndolas de polvo. En los primeros días me confundía invariablemente; tenía que reiniciar cada partida diez, veinte y aun cincuenta veces. Pero ¿había en el mundo quien dispusiera de tanto tiempo sin aprovechar e inútil, como yo, el esclavo de la nada; quien tuviese a su disposición tanta avidez inconmensurable y tanta paciencia? Al cabo de seis días jugué la primera partida intachablemente; ocho días después ya ni siquiera me hacían falta las migas sobre el cubrecama para representarme las posiciones señaladas en el tratado de ajedrez, y otros ocho días después no necesitaba ya tampoco el cubrecama a cuadros, ya que detrás de mi frente los al principio abstractos signos del libro a1, a2, c7, c8 se habían transformado en posiciones plásticas y visuales. La transformación se había operado acabadamente: había proyectado el tablero de ajedrez con todas sus piezas hacia adentro, y gracias a aquellas fórmulas abarcaba de un vistazo toda la posición respectiva, tal como a un músico experto le basta mirar simplemente la partitura para oír todas las voces y percibir su armonía. Al cabo de otros quince días más estaba en condiciones de jugar sin ninguna dificultad cualquier partida del libro, reproduciría de memoria o -para emplear el término técnico- a ciegas; sólo entonces empecé a comprender el inmenso beneficio que me había conquistado con aquel hurto atrevido. Porque de pronto tenía una ocupación, un quehacer sin sentido, inútil, si usted quiere, pero con todo, algo que anulaba la nada en mi derredor. Las ciento cincuenta partidas magistrales constituían para mí un arma maravillosa contra la aplastante monotonía del espacio y del tiempo. Para conservar intacto el encanto de la nueva ocupación, repartí de entonces en adelante las jornadas, imponiéndome como deber dos partidas por la mañana, dos partidas por la tarde y un rápido repaso al anochecer. Con ello adquirían mis días un contenido, mientras que hasta entonces se habían prolongado vacuamente; tenía algo que hacer sin cansarme; porque el juego del ajedrez posee la magnífica ventaja de no agotar el cerebro, pese al esfuerzo mental más intenso, pues reduce el empleo de las energías espirituales a un campo estrechamente limitado, aguzando más bien la agilidad y elasticidad de la mente. Poco a poco la reconstrucción de las partidas de maestros que primero efectuaba de un modo totalmente mecánico, fue causándome un interés artístico, placentero. Llegué a conocer las finezas, las agudezas y perfidias del ataque y de la defensa; comprendí la técnica de la previsión, combinación y réplica, y pronto descubrí también la nota personal de cada campeón, las características de su conducción individual, que pueden distinguirse tan indefectiblemente como puede reconocerse el autor de un poema a través de la lectura de unos pocos versos. Lo que había comenzado como actividad destinada únicamente a pasatiempo, se convirtió en deleite, y las figuras de los grandes estrategas ajedrecistas como Alekhine, Lasker, Bogoljubow, Tartakower entraron como estimados camaradas en mi soledad. Una variación infinita animaba diariamente la muda celda, y la regularidad de mis ejercicios, sobre todo, devolvió la ya conmovida seguridad a mis facultades intelectuales; sentí mi cerebro renovado y hasta reaguzado, por así decirlo, gracias a esa constante disciplina mental. Los interrogatorios, en primer término, me probaban que pensaba más clara y concisamente; en el tablero de ajedrez me había perfeccionado, sin pensarlo ni saberlo, en la defensa contra coartadas, amenazas falsas y subterfugios encubiertos; a partir de entonces ya no ofrecía ningún instante más de debilidad frente a mis inquisidores e incluso tenía la sensación de que los agentes de la Gestapo empezaban a considerarme con cierto respeto. Es posible que en secreto se preguntasen, viendo sucumbir a todos los demás, de qué fuentes ocultas únicamente yo sacaba fuerzas para tan inmutable resistencia.

»Aquel periodo de mi felicidad, durante el cual jugaba diariamente por sistema y una tras otra las ciento cincuenta partidas de mi libro, se extendió sobre cosa de dos meses y medio a tres meses. De pronto llegué inesperadamente a un punto muerto. Sin más ni más volví a encontrarme ante la nada. Es que cuando había jugado de veinte a treinta veces una cualquiera de aquellas partidas, perdía naturalmente el atractivo de la novedad, de la sorpresa y quedaba agotada su anterior fuerza de excitación tan estimulante. ¿Qué sentido tenía el repetir una y otra vez unas partidas que ya sabía de memoria, jugada por jugada? Apenas efectuaba el primer movimiento de apertura, su desarrollo ulterior se sucedía casi automáticamente en mi mente, y no se presentaban más sorpresas, alternativas ni problemas. Para ocuparme, es decir, para procurarme el esfuerzo y la distracción intelectuales que ya se me habían tornado indispensables, hubiera necesitado otro libro que reprodujera otras partidas. Pero como quedaba absolutamente fuera de lo posible el conseguirlo, me quedó un solo camino en ese laberinto curioso: debía inventar partidas nuevas en reemplazo de las que ya conocía. Tenía que tratar de jugar conmigo mismo, más exactamente, contra mí mismo.

»No sé hasta qué grado usted habrá reflexionado alguna vez sobre la situación espiritual que ofrece ese juego de los juegos. Sin embargo, la más fugaz reflexión habrá de bastar para poner en evidencia que en el ajedrez, que es un juego cabal, independiente en absoluto del azar, significaría un absurdo el querer jugar contra sí mismo. En el fondo, el atractivo del ajedrez descansa únicamente en el hecho de que su estrategia se desarrolla de distinto modo en dos cerebros; que en esa guerra espiritual, el negro ignora las maniobras e intenciones del blanco, aunque trata continuamente de adivinarlas y malbaratarlas, mientras que el blanco, a su vez, procura adelantarse y frustrar los propósitos inconfesos del negro. Ahora bien, si el negro y el blanco quedaran representados por una y la misma persona, se produciría la contradictoria situación de que un cerebro debería al mismo tiempo saber algo e ignorarlo. Sería necesario que jugando en función del blanco, pudiese olvidar totalmente, como siguiendo una orden, lo que un minuto antes había querido e intentado representando al contrincante negro. Semejante pensamiento doble supondría en realidad una división absoluta de la conciencia, un abrir y cerrar a discreción de un como obturador del cerebro, similar al de un aparato mecánico; querer jugar contra sí mismo significa, pues, en materia de ajedrez, igual paradoja que saltar sobre la propia sombra.

»Pero, para abreviar, he aquí que durante meses procuraba en mi desesperación ese imposible, ese absurdo. No me quedaba otra alternativa que ese contrasentido, para no caer víctima de la locura pura o de un total marasmo intelectual. Una situación angustiosa me obligaba a procurar, cuando menos, esa escisión en blanco y negro, para no quedar apretado por aquella horrible nada reinante en torno mío.» El doctor B. se reclinó en su sillón y cerró sus ojos por un momento. Parecía querer alejar por fuerza un recuerdo que le azoraba. Nuevamente se produjo en la comisura izquierda de su boca ese extraño y brusco movimiento que no sabía dominar. Luego se volvió a enderezar un poco en su asiento.

-Bien; hasta aquí, espero, le habré explicado todo de una manera más o menos comprensible. Pero, por desgracia, estoy lejos de tener la certeza de poder expresar lo demás con parecida exactitud. Porque mi nueva ocupación requería una aplicación tan absoluta del cerebro que tornaba imposible toda autofiscalización simultánea. No era posible desdoblar la personalidad y, además, observarla. Repito que, en mi concepto, era un absurdo querer jugar al ajedrez consigo mismo; pero aun ese absurdo implicaba siquiera una probabilidad mínima a condición de disponer de un real tablero de ajedrez, porque el tal admite con su realidad cierta distancia, una como quien dice extraterritorialización material.

Frente a un verdadero tablero con reales piezas puede aplicarse la reflexión; puede uno colocarse físicamente ora a un lado de la mesa, ora al lado opuesto, abarcando así la situación tan pronto desde el punto de vista de las piezas negras como desde el de las blancas. Pero obligado como estaba a proyectar esas luchas conmigo o contra mí mismo, como usted prefiera, en un espacio imaginario, tenía que retener firmemente en mi imaginación la posición respectiva de las piezas en los sesenta y cuatro escaques, y calcular, además, al mismo tiempo, los posibles movimientos ulteriores de ambos bandos. Más aún -sé cuán absurdamente debe impresionar todo eso- debía imaginar todos esos movimientos y las posiciones resultantes de ellos, no sólo de manera doble y triple, sino aun seis, ocho y hasta doce veces, de seis, ocho, doce maneras; debía imaginarlos con la fantasía del blanco y con la del negro, anticipándome mentalmente siempre cuatro o cinco jugadas. En ese juego realizado en el espacio abstracto de la fantasía -perdone que pretenda de usted que imagine y reflexione sobre ese contrasentido- debía calcular de antemano cuatro o cinco jugadas que efectuaría como jugador blanco y otras tantas que llevaría a cabo como jugador negro; es decir, que debía combinar por adelantado todas las situaciones que iban a resultar y combinarlas, por así decirlo, con dos cerebros, con el cerebro blanco y el cerebro negro. Pero aun esa autoescisión no significaba el aspecto más peligroso de mi experimento fantástico. Lo peor era que la invención autárquica de partidos, tuviera por consecuencia el que perdiese pie y resbalase hacia un abismo infinito. La mera reconstrucción de las partidas magistrales que había llevado a cabo en las semanas anteriores, no había constituido más que un esfuerzo reproductivo, la simple recapitulación de una materia existente, y como tal no cansaba más que, por ejemplo, el aprender de memoria unos cuantos poemas o los incisos de una ley. Era una tarea limitada, disciplinada y, por consiguiente, un excelente ejercicio mental. Las dos partidas que solía jugar a la mañana, y las dos que jugaba a la tarde, representaban un deber determinado que cumplía sin la menor excitación nerviosa; suplían una actividad normal y, además, el libro no dejaba de ofrecerme algún apoyo cuando en el transcurso de alguna partida me equivocaba o no sabía seguir adelante. Esa actividad había sido bienhechora y balsámica para mis nervios agotados, porque la reconstrucción de partidas extrañas no me incluía personalmente en el juego; me era indiferente que ganasen las blancas o las negras, puesto que eran Alekhine o Bogoljubow quienes luchaban por la palma del campeón, y mi propia persona, mi inteligencia, mi alma, sólo disfrutaban en calidad de espectadoras, como conocedoras de las peripecias y bellezas de aquellas partidas. Pero a partir del momento en que procuraba jugar contra mí mismo, empecé inconscientemente a provocarme. Cada uno de mis dos 'yo', el blanco y el negro, debían competir uno contra el otro, y cada uno de ellos adquiría por su parte una ambición, un afán de ganar, de vencer; como yo negro me ponía nervioso después de cada jugada, ansioso de saber qué haría ahora el yo blanco. Cada uno de mis yo se exaltaba cuando el otro cometía un error y se exasperaba simultáneamente por la propia torpeza.

«Todo parece un desatino, y realmente, semejante esquizofrenia con su peligrosa dosis de excitación sería inimaginable en un hombre normal y en condiciones normales. Pero no olvide usted que yo había sido brutalmente arrancado de toda normalidad, que era un prisionero, encerrado sin culpa, martirizado desde hacía meses, sometido refinadamente a la tortura de la soledad; un hombre que desde hacía tiempo deseaba descargar su acopio de furia contra cualquier cosa. Y como no tenía más que ese juego insensato contra mí mismo, mi rabia, mi afán de venganza, se abalanzaron fanáticamente sobre ese juego. Algo en mi interior quería tener razón, y sólo me quedaba ese otro yo dentro de mí para combatirlo; de esa suerte me exaltaba durante el juego hasta llegar a una excitación casi mecánica. Al principio reflexionaba todavía tranquila y serenamente, intercalaba pausas entre una partida y la siguiente a fin de reponerme del esfuerzo; pero, poco a poco, mis nervios alterados ya no me permitían tales esperas. Apenas mi yo blanco había movido una pieza, mi yo negro avanzaba febrilmente; apenas terminaba mi partida, me retaba a la siguiente, puesto que cada vez uno de mis dos yo ajedrecistas había quedado vencido, pidiendo el desquite. Nunca sabré decir, ni aun aproximadamente, cuántas partidas jugué en esos últimos meses de mi encierro, contra mí mismo, a causa de esa insaciabilidad loca. Habrán sido mil, tal vez más. Fue una locura que no pude resistir; de la mañana a la noche no pensaba más que en peones y alfiles, torres y reyes en a y b y c, en jaque y mate, hundiéndome con todo mi ser y sentir en el tablero a cuadros. La alegría de jugar se había transformado en pasión del juego, la pasión del juego en necesidad de jugar, en manía, en frenesí que se posesionó, no sólo de mis horas de vigilia, sino poco a poco también de mi sueño. No podía pensar ya sino en términos de ajedrez, en movimientos y problemas de ajedrez; a veces me despertaba con la frente húmeda y me daba cuenta de que en mis sueños, inconscientemente desde luego, debía haber seguido jugando. Cuando soñaba con personas, ello ocurría sin excepción refiriéndolas a movimientos de alfil, de torre, al avance o retroceso del caballo. Incluso cuando se me llamaba para declarar, no me era posible pensar de un modo preciso en mi responsabilidad; tengo la idea de que en los últimos interrogatorios debo haberme expresado de manera harto confusa, porque los funcionarios se miraban a veces visiblemente extrañados. Pero mientras ellos preguntaban y deliberaban, yo, en mi pasión desdichada, sólo esperaba en realidad que se me condujera nuevamente a mi encierro para proseguir mi juego, mi juego demente, otra partida y otra y otra más. Cada interrupción me resultaba a la postre un trastorno; el cuarto de hora que necesitaba el guardia para poner mi habitación en orden, y aun los dos minutos que tardaba en entregarme las comidas martirizaban mi febril impaciencia; a veces, la escudilla con la comida quedaba hasta la noche sin que yo la tocara, porque jugando. jugando, me había olvidado de comer. Lo único que sentía físicamente era una sed terrible; debe haber sido consecuencia de la fiebre de aquella manera de pensar y jugar sin interrupción.

Vaciaba la botella en dos grandes sorbos y pedía al guardia más agua. Me la traía y, no obstante, al momento volvía a sentir la lengua reseca en la boca. Por último, mi excitación durante el juego -y ya no hacía otra cosa de la mañana a la noche alcanzó tal grado que me resultaba imposible quedarme sentado un solo instante; reflexionando sobre las partidas caminaba sin cesar arriba y abajo, cada vez más rápidamente. siempre arriba y abajo y siempre más impetuoso cuanto más me aproximaba a la decisión; el afán de ganar, de triunfar, de vencerme a mí mismo se trocó paulatinamente en una especie de furia; no temblaba de impaciencia, porque siempre uno de mis yo ajedrecistas le resultaba demasiado lerdo al otro. El uno azuzaba al otro, y por muy ridículo que acaso lo juzgue usted, empecé a insultarme, diciéndome: '¡más rápido, ¡más rápido!, ¡adelante, vamos!' cuando un yo no respondía bastante pronto al otro. Hoy tengo, desde luego, la noción exacta de que aquel estado constituía ya una forma patológica de la sobreexcitación, para la que no encuentro otra denominación que ésta hasta hoy ignorada por la medicina: intoxicación ajedrecística. Esa monomanía empezó a atacar no sólo mi cerebro, sino también todo mi cuerpo. Adelgacé, dormía mal, poco e intranquilo, y al despertar siempre me costaba un esfuerzo abrir los párpados que pesaban como plomo; a veces me sentía a tal punto débil que, al tomar un vaso, me costaba trabajo levantarlo hasta los labios; tanto me temblaban mis manos. Pero en cuanto empezaba a jugar, me sobrevenía una fuerza brutal; caminaba de un lado al otro, arriba y abajo, con los puños cerrados, y a veces oía mi propia voz como a través de una neblina roja, gritándome a mí mismo con maldad y ronquera: '¡Jaque! ¡Mate!' »No puedo decir cómo ese estado espantoso, indescriptible, hizo crisis. Todo lo que sé a ese respecto es que una mañana desperté, y que ese despertar era distinto al de todos los días anteriores. Mi cuerpo estaba como aislado de mí; descansaba muelle y cómodamente. Un cansancio denso y reparador como no lo había experimentado en meses parecía haberse posado sobre mis párpados, en forma tan cálida y benéfica, que al principio no podía decidirme a abrir los ojos. Hacía ya unos minutos que estaba tendido despierto, gozando sensualmente con los sentidos apagados esa languidez, ese tibio dejarse estar. De pronto tuve la sensación de oír unas voces a mis espaldas; voces vivas, humanas, voces de susurro que pronunciaban palabras, y no logrará usted imaginarse mi alegría, porque desde hacía meses, casi un año, no había oído otras que las duras, incisivas y malas que se pronunciaban junto a la mesa de mis jueces. 'Estás soñando', me dije. '¡No abras los ojos, de ninguna manera! Deja que ese sueño dure; de lo contrario, volverás a ver la habitación maldita, la silla, el lavabo, la mesa y el papel pintado con el mismo dibujo. Sueñas..., ¡sigue soñando!» «Pero pudo más la curiosidad. Abrí lenta y cuidadosamente los ojos. Y, ¡milagro...!, me encontraba en otra habitación, más ancha, más amplia que mi encierro en el hotel. Una ventana sin rejas daba paso a la luz, dejando posar la mirada sobre verdes árboles mecidos por el viento en lugar de la pared lisa. Los muros eran blancos, brillantes; blanco y alto tendíase sobre mí el cielo raso; verdaderamente, me hallaba en otra cama, en una cama extraña y, efectivamente, no era en sueños, pues a mi espalda susurraban reales voces humanas. En mi sorpresa debo haberme movido sin querer y bruscamente, pues enseguida oí unos pasos que se acercaban desde atrás. Se aproximó, graciosa, una mujer; una mujer con una cofia blanca en la cabeza, una enfermera, una hermana. Me estremeció un escalofrío voluptuoso; ¡hacía un año que no había visto una mujer! Miré la dulce figura de hito en hito, y debió haber sido la mía una mirada extática, salvaje, porque la mujer que se me había acercado me tranquilizó inmediatamente con un ';Quieto! ¡Quédese quieto! Pero yo sólo escuchaba su voz... ¿No era un ser humano el que me hablaba? ¿Realmente, había en el mundo todavía una persona que no me interrogase, que no me atormentase? Y además... -¡milagro incomprensible!- una suave, cálida, casi dulce voz femenina. Miré ávidamente su boca, porque en esos meses infernales me había llegado a parecer inverosímil el que una persona pudiese hablar a otra de un modo bondadoso. Me sonrío..., sí, sonrió; aún quedaban personas capaces de sonreír gentilmente..., luego puso sus dedos sobre los labios en señal de advertencia, y se alejó en silencio. Pero me fue imposible obedecer su orden. Aún no había visto suficientemente ese milagro.

Procuré levantarme por la fuerza en mi cama, para seguir con la mirada ese prodigio de un ser humano bondadoso. Pero cuando quise apoyarme en la orilla de la cama, no lo conseguí. Lo que fuera mi mano derecha, dedos y coyunturas, lo sentí como algo extraño, un gran bulto blanco y grueso, al parecer un voluminoso vendaje. Primero miré sin comprender esa cosa blanca, gruesa, extraña en mi mano; luego empecé a darme cuenta de dónde me encontraba y a reflexionar sobre lo que podía haberme sucedido. Alguien debía haberme herido o yo mismo me había causado un daño en la mano. Me hallaba en un hospital.

»Al mediodía se presentó el médico, un gentil señor de cierta edad. Conocía mi apellido y mencionaba con todo respeto a mi tío, el médico de cabecera del emperador, de manera que en seguida cobré la sensación de que tenía buenas intenciones para conmigo. Me hizo diversas preguntas, entre ellas una, sobre todo, que me sorprendió...: si yo era matemático o químico. Contesté que ni lo uno ni lo otro.

»-Es extraño -murmuró-. En la fiebre usted siempre murmuraba fórmulas tan raras, c3, c4... Ninguno de nosotros comprendimos su sentido.

»Me informó sobre lo que me había sucedido. Sonrió misteriosamente.

»-Nada grave. Una irritación aguda de los nervios -agregó en voz baja, luego de mirar detenidamente en su derredor-. Muy comprensible, al fin y al cabo. ¿Desde el 13 de marzo, verdad? »Asentí con un movimiento de cabeza.

-»No me maravilla, con esos métodos -murmuró- No es usted el primero. Pero no se preocupe.

»-Por el modo tranquilizador de decirme todo eso en voz baja y por su mirada apaciguadora comprendía que, atendido por ese médico, me encontraba en buenas manos.

»Dos días después, el bondadoso galeno me dijo con bastante franqueza lo que había ocurrido. El centinela me había oído gritar en mi encierro y creído, en un principio, que alguien había penetrado y que yo peleaba con ese supuesto intruso.

Pero en cuanto apareció en la puerta, me había abalanzado sobre él, llenándole de denuestos y gritos, al tenor de '¡Muera de una vez, maldito cobarde!', tratando de asirle por la garganta y zamarreándolo tan reciamente que tuvo que pedir socorro.

Cuando luego se me arrastró en ese estado de demencia a la revisión médica, me había desasido de repente y corrido hacia la ventana del corredor, rompiendo el vidrio y cortándome entonces las manos; aún puede usted reconocer aquí la profunda cicatriz. Pasé las primeras noches en el hospital en una especie de fiebre cerebral, pero a la sazón, declaró el médico, encontraba clara y normal mi sensibilidad.

»-Desde luego -agregó- será mejor que no lo diga a esos señores, porque de lo contrario serían capaces de volver a llevarle allá. Cuente usted conmigo. Haré todo cuanto esté a mi alcance.

»Desconozco los informes que a mi respecto entregó aquel médico caritativo a mis torturadores. Sólo sé que consiguió de una manera u otra lo que se había propuesto: mi liberación. Tanto puede ser que me haya declarado irresponsable como que entretanto la Gestapo haya perdido todo interés en mi persona, dado que para ese tiempo Hitler había ocupado Checoslovaquia, con lo cual el 'caso Austria' quedaba resuelto y concluido para él. Sólo se me exigió, pues, que firmase el compromiso de abandonar nuestra patria en el término de quince días, y en esa quincena estuve tan atareado con las mil formalidades que hoy en día debe cumplir el ciudadano del mundo de antaño para poder salir de su país - documentos militares, policía, impuestos, pasaportes, visaciones, certificado de salud- que no me quedó tiempo para pensar mucho en lo ocurrido. Parece que en nuestro cerebro obran fuerzas misteriosamente reguladoras que eliminan automáticamente cuanto puede resultarle molesto y peligroso a nuestra alma, porque siempre que quiero recordar el tiempo de mi prisión se apaga la luz en mi cerebro, por así decirlo; sólo al cabo de muchas semanas, en realidad sólo aquí a bordo, he tenido el valor de recordar lo que me había sucedido.

»Ahora usted comprenderá acaso por qué razón me comporté ante sus amigos tan incorrecta y acaso hasta incomprensiblemente. Fue mera casualidad que atravesara el salón de fumar cuando sus amigos estaban entretenidos jugando al ajedrez; al verlos, me sentí instintivamente paralizado de sorpresa y terror. Pues debe usted saber que había olvidado por entero que se puede jugar al ajedrez con un tablero real y con piezas verdaderas; había olvidado que en ese juego dos personas absolutamente distintas se hallan sentadas, excitadas, una frente a la otra.

Necesité, cabalmente, varios minutos para darme cuenta de que aquellos jugadores hacían, en el fondo, lo mismo que en mi desamparo había tratado durante meses de hacer contra mí mismo. Los signos de los cuales me había servido durante mis furiosos ejercicios, sólo eran un sustituto de aquellas piezas de hueso. La sorpresa que experimenté al comprobar que esa manera de mover las piezas sobre el tablero era la misma que mi actividad imaginaría en el espacio especulativo, se parecía posiblemente a la de un astrónomo que calculara con los métodos más complicados, sobre el papel, la existencia de un planeta nuevo, y luego lo viera efectivamente en el cielo como estrella blanca, clara, sustancial. Me quedé como atraído por un imán, mirando fijamente el tablero, y allí vi mis esquemas, los alfiles, peones, reyes y torres, convertidos en figuras tangibles talladas en hueso. Para abarcar la partida con la vista, hube de transferirla involuntariamente de mi mundo abstracto de cifras al de las figuras movibles.

Poco a poco me venció la curiosidad y quise observar ese juego real entre dos contrincantes. Entonces ocurrió ese molesto desliz mío, el que, olvidándome de la más elemental cortesía, interviniese en su partida. Pero aquel movimiento equivocado del amigo suyo me hirió como una puñalada en el corazón. Le detuve en un acto puramente instintivo, un movimiento impulsivo comparable al que se efectúa cuando sin pensarlo se agarra a un niño que se inclina sobre una balaustrada. Sólo más tarde me di cuenta de la zafia falta de tacto que había cometido al entremeterme en el juego.» Me faltó tiempo para asegurarle al doctor B. que todos estábamos encantados de deber a esa casualidad el gusto de conocerle, y que, después de todo lo que acababa de confesarme, me resultaría doblemente interesante poder verle jugar al día siguiente en el improvisado torneo. El doctor B. hizo un gesto revelador de cierta inquietud.

-No, no espere usted demasiadas cosas. No debe ser para mí más que un ensayo..., una prueba..., para cerciorarme si en realidad soy capaz de jugar una partida de ajedrez normal, una partida sobre un tablero real con piezas tangibles y un contrincante viviente..., porque ahora se acrecienta cada vez más la duda de si aquellas partidas, aquellas centenares y acaso millares de partidas que había jugado, eran en verdad auténticas partidas de ajedrez o si sólo eran una suerte de ajedrez de sueños, juegos de la fiebre, un ajedrez febril en que, como en los sueños, saltaba peldaños intermedios. Supongo que usted no espera en serio de mí que pretenda establecer superioridades con un campeón y, por añadidura, nada menos que con el actual campeón mundial. Lo que me interesa e intriga es nada más que la curiosidad, el deseo de comprobar si lo que hacía en mi encierro eran todavía juegos de ajedrez o si ya era locura, si entonces me encontraba a un paso del escollo peligroso o si ya estaba más allá del mismo...; eso únicamente, nada más que eso.

En ese momento se oyó en un extremo del barco el gong que convocaba a la cena.

Debimos haber estado charlando casi dos horas. Lo que aquí reproduzco es sólo un resumen de lo que me contó el doctor B., quien abundó en pormenores mucho más explícitos. Le manifesté mi cordial agradecimiento y me despedí. Pero aún no había recorrido toda la cubierta, cuando siguiéndome a grandes pasos me alcanzó para agregar todavía, visiblemente nervioso y hasta tartamudeando un poco: -¡Otra cosa! Haga usted el favor de decir a los señores, de antemano, para que luego no parezca descortés, que jugaré una sola partida... Quiero que no sea más que el punto y raya final de una cuenta vieja..., un definitivo remate y no un recomenzar... No quisiera sucumbir por segunda vez a esa apasionada fiebre de juego que me espanta al sólo recordarla..., y, además..., el médico me previno aquella vez..., me advirtió expresamente... Todo el que alguna vez ha sufrido una manía se halla en peligro constante... y el que ha sufrido una intoxicación ajedrecística..., aunque luego se haya curado..., hará mejor en no acercarse a ningún tablero... Usted comprende, ¿verdad...? Una sola partida que me sirva de ensayo a mí mismo y nada más.

Al día siguiente, puntualmente a la hora convenida, las tres, nos encontrábamos todos reunidos en el salón de fumar. Todavía se habían agregado a nuestro grupo otros dos aficionados al juego de los reyes, dos oficiales de a bordo que habían solicitado licencia expresamente para poder asistir, en calidad de espectadores, a aquel encuentro. Ni siquiera Czentovic se hizo esperar, como el día anterior, y después de la obligada elección de los colores, empezó la memorable partida de aquel homo obscurissimus contra el célebre campeón mundial. Lamento que haya sido jugada para espectadores absolutamente incompetentes y que su desarrollo se haya perdido para los anales del arte del ajedrez, del mismo modo que para el arte de la música están perdidas las improvisaciones al piano de un Beethoven. Es cierto que entre todos tratamos de reconstruir de memoria esa partida en los días siguientes, pero fue en vano; se me ocurre que durante ella debemos haber concentrado nuestra atención con demasiado apasionamiento e interés, en los jugadores, en vez de fijarla en el mismo juego. Y eso sucedía porque el manifiesto contraste intelectual en las actitudes de ambos contrincantes, adquiría durante la partida cada vez mayor plasticidad corporal. Czentovic, el rutinario, permaneció durante todo el tiempo inmóvil como una piedra; con los ojos severa y fijamente clavados en el tablero; la reflexión parecía constituir para él un esfuerzo casi físico, que obligaba a todos sus órganos a la máxima concentración. El doctor B., en cambio se movía con toda flexibilidad y soltura. Como verdadero aficionado, que juega sólo por el deleite inherente al juego mismo, no se esforzó; su cuerpo quedaba en distensión; nos hablaba durante las pausas para darnos explicaciones; encendía con mano fácil un cigarrillo y sólo miraba el tablero, por espacio de un minuto, cuando le tocaba el turno de mover una pieza. Siempre daba la impresión de haber estado esperando de antemano la jugada de su contrario.

Los tradicionales movimientos de apertura se sucedían con bastante rapidez. Sólo después de la séptima u octava jugada, túvose la impresión de que se desarrollaba sobre el tablero algo así como un plan determinado. Czentovic se tomaba más tiempo para reflexionar; esto nos daba la pauta de que se iniciaba la verdadera lucha por la superioridad. Mas, en honor de la verdad, hay que decir que el planteo paulatino de la situación, como toda partida de verdadero torneo, significaba para nosotros, por legos, una desilusión. Porque cuanto más se entremezclaban las piezas, formando un raro dibujo, tanto más impenetrable nos resultaba la verdadera situación. No llegábamos a barruntar las intenciones de ninguno de los contrincantes; ni sabíamos apreciar tampoco cuál de los dos había alcanzado una ventaja. Sólo vimos determinadas piezas avanzar a modo de palancas con el propósito de separar el frente enemigo, pero -dado que esos jugadores versadísimos precombinaban siempre varias jugadas- no lográbamos captar el objetivo estratégico de aquel ir y venir. A ello se agregaba, paulatinamente, un cansancio que paralizaba nuestra atención y que era debido sobre todo a los interminables intervalos de reflexión de Czentovic, los que también empezaban a irritar visiblemente a nuestro amigo. Observé azorado que cuanto más se prolongaba la partida, más inquieto se movía en su asiento; ora encendiendo un cigarrillo con la colilla del otro, ora tomando un lápiz para anotar algo. Luego pidió agua mineral, que bebió ávidamente, vaso tras vaso. Era evidente que combinaba con una rapidez cien veces mayor que Czentovic. Cada vez que éste se decidía, al cabo de una larga reflexión, a mover una pieza con su mano pesada, nuestro amigo sólo sonreía, como quien ve que se cumple algo que había estado esperando desde mucho antes, y respondía casi instantáneamente. Su inteligencia viva y pronta debe haberle permitido calcular mentalmente con anticipación todas las posibilidades de que disponía su adversario; cuanto más tardaban las decisiones de Czentovic, tanto más aumentaba por esa misma razón su impaciencia, y en sus labios apretados se dibujaba, durante la larga espera, un gesto molesto, casi hostil. Pero Czentovic no mostraba el menor apresuramiento.

Pensaba, mudo y terco, e intercalaba pausas cada vez más prolongadas, a medida que las piezas desaparecían del tablero. Cuando se hizo la cuadragésima segunda jugada -y para entonces ya habían transcurrido dos horas y tres cuartos-, todos estábamos sentados, con fatiga y casi sin interés, en torno a la mesa de juego. Uno de los oficiales de a bordo ya se había retirado; otro de los espectadores se había procurado un libro y lo leía, levantando la vista nada más que por un instante cada vez que se producía un cambio en el tablero. Al hacer entonces Czentovic una jugada, ocurrió lo inesperado. Tan pronto como el doctor B. observó que su contrario tocaba el alfil para adelantarlo, se encogió como un gato que se dispone a dar un salto. Todo su cuerpo temblaba, y no bien Czentovic hubo movido el alfil, dijo triunfante y en alta voz: -¡Muy bien! ¡Ya está listo! Al instante se reclinó, cruzó los brazos sobre el pecho y miró a Czentovic con expresión de desafío. En sus pupilas habíase encendido una luz brillante.

Todos nos inclinamos instintivamente sobre el tablero, para comprender el movimiento tan triunfalmente anunciado. A primera vista, no podía reconocerse ninguna amenaza directa. La expresión de nuestro amigo debía referirse, pues, a un desarrollo ulterior que, como aficionados de cortos alcances, aún no sabíamos calcular. Czentovic era el único entre todos nosotros que no se había movido ante aquel anuncio provocativo; se quedó impasible, como si no hubiese llegado a oír el injuriante «listo». Nada sucedió. Como todos conteníamos sin querer la respiración, oíase de repente el tictac del reloj que había sido colocado sobre la mesa para medir el tiempo de cada jugada. Pasaron tres minutos, siete minutos, ocho, y Czentovic seguía sin moverse. Pero yo tenía la idea de que el esfuerzo mental achataba más aún su gruesa nariz. La muda espera le parecía a nuestro amigo tan insoportable como a nosotros mismos. Levantóse de pronto, comenzó a pasearse por el salón, con lentitud primero y luego cada vez más rápidamente.

Todos le miramos un tanto asombrados, pero nadie con más azoramiento que yo, porque llamó mi atención el que a pesar de toda la violencia, sus pasos, en ese ir y venir nervioso, medían siempre el mismo espacio. Era como si en medio del vasto salón hubiese chocado contra una barrera invisible que le obligaba a volver. Y espantado reconocí que su caminata reproducía inconscientemente la medida de su encierro de otro tiempo, exactamente así debía haber ocurrido arriba y abajo en los meses de su reclusión, como un animal enjaulado, con los puños cerrados como en aquellos instantes, convulso, con los hombros encogidos; así y sólo así debía haber caminado mil veces, con las luces rojas de la demencia en la mirada fija y no obstante febril. Sin embargo, su capacidad parecía mantenerse perfectamente intacta, porque de cuando en cuando se dirigía impaciente a la mesa para averiguar si, entretanto, Czentovic ya había tomado una determinación.

Pero pasaron nueve, diez minutos. Por fin ocurrió lo que ninguno de nosotros había esperado. Czentovic levantó lentamente la pesada mano que hasta entonces había quedado inmóvil sobre la mesa. Todos le mirábamos atentos a la espera de su decisión. Pero Czentovic no realizó ninguna jugada, sino que limpió el tablero de piezas, con ademán resuelto aunque pausado. Sólo entonces comprendimos: Czentovic había abandonado la partida. Había capitulado para no exponerse a un jaque mate visible, en presencia de todos nosotros. Había ocurrido lo inverosímil: el campeón mundial, ganador de infinidad de torneos, se declaraba tácitamente vencido por un desconocido, un hombre que en veinte o veinticinco años no había tocado una pieza de ajedrez. Nuestro amigo, el hombre anónimo, ignorado, ¡había vencido en lucha abierta al jugador de ajedrez más competente del mundo! Sin darnos cuenta, nos habíamos levantado uno después del otro, movidos por la excitación. Cada cual tenía la sensación de que nos correspondía decir o hacer algo para dar rienda suelta a nuestra gozosa sorpresa. El único que no perdió su aplomo ni su calma era Czentovic. Sólo al cabo de una pausa estudiada midió a nuestro amigo con una mirada dura: -¿Otra partida? -preguntó.

-Desde luego -contestó el doctor B. con un entusiasmo que me resultó desagradable; y antes de que pudiese recordarle su propósito de no jugar más que una sola partida, volvió a sentarse y a ordenar de nuevo las piezas con un apresuramiento febril. Tan aturdido las colocó que por dos veces se le deslizó un peón de entre los dedos, cayendo al suelo. A la vista de su excitación anormal, mi malestar del primer momento se transformó en una especie de temor. Porque, en efecto, una agitación visible se había adueñado de aquel hombre, hasta entonces tan tranquilo y sereno; su boca se contraía cada vez con mayor frecuencia, convulsivamente, y su cuerpo temblaba como sacudido por una fiebre repentina.

-¡No! -le dije en voz baja-. ¡Ahora no! Déjelo por hoy. Basta. Eso le cansa demasiado.

-¿Cansarme? ¡Vamos! -contestó riendo sonora y maliciosamente. Hubiera podido jugar diecisiete partidas en el tiempo que necesitamos para esa partida vagabunda.

Lo único que me cuesta un esfuerzo es no quedarme dormido a ese paso... ¡Bien! ¡Empiece de una buena vez! Esas últimas palabras las dijo en tono brusco, casi vehemente, dirigiéndose a Czentovic. Éste le miró tranquilo y aplomado, pero en su mirada pétrea ya había algo de un puño cerrado. De pronto se percibió un algo indefinible entre los dos contrarios: una tensión peligrosa, un odio apasionado. Ya no eran dos contrincantes que medían su capacidad en el juego, sino dos adversarios que se habían jurado aniquilarse mutuamente. Czentovic tardó mucho en abrir el juego, y tuve la clara sensación de que titubeaba deliberadamente. Táctico experto, se había dado cuenta, evidentemente, de que con su lentitud, más que con otra cosa cualquiera, cansaba e irritaba al contrario. Empleó, pues, nada menos que cuatro minutos para hacer la primera jugada, la mas simple, la más corriente, adelantando el peón de rey por las dos casillas habituales. Nuestro amigo replicó inmediatamente, moviendo el peón de rey en el mismo sentido; pero de nuevo Czentovic hizo una pausa larguísima, casi insoportable. Era como cuando cae un rayo poderoso y se espera, angustiado, con el corazón agitado, el trueno, y el trueno no acaba y no acaba de producirse. Reflexionaba muda, obstinadamente y, según yo notaba con certeza cada vez mayor, con maliciosa lentitud; lo que me dio harto tiempo para observar al doctor B. Éste acababa de tomar de un trago un tercer vaso de agua, recordándome así sin querer cuanto me había dicho respecto a la sed de fiebre que padeciera en su encierro. Se revelaban nítidamente todos los síntomas de la excitación anormal; vi humedecerse su frente, y ponerse cada vez más roja y marcada la cicatriz de su mano. Pero aún se dominaba. Sólo cuando Czentovic volvió a tomarse infinito tiempo para la cuarta jugada, perdió la serenidad, gritándole de repente: -¡Pero juegue ya de una buena vez! Czentovic levantó fríamente la vista: -Tengo entendido que hemos concertado un plazo de diez minutos por jugada. Es uno de mis principios no jugar en menos tiempo.

El doctor B. se mordió los labios; bajo la mesa, la suela de su zapato golpeaba cada vez más nerviosamente contra el piso, y mi excitación también aumentaba, pues presentía que iba a ocurrir algo desagradable. En efecto, al octavo movimiento, se produjo un incidente. El doctor B., cada vez menos dueño de sí mismo, no pudo ya reprimir su tensión, y moviéndose en la silla de un lado para el otro, comenzó, sin darse cuenta, a tamborilear con los dedos sobre la mesa.

De nuevo Czentovic levantó su pesada cabeza de aldeano.

-Le ruego quiera abstenerse de tamborilear. Me molesta. No puedo jugar así.

-¡Ja, ja! -rio el doctor B. secamente-. A la vista está.

Czentovic se puso colorado.

-¿Qué quiere usted decir con eso? -preguntó cortante y enojado.

El doctor B. volvió a reír breve y maliciosamente.

-Nada. Que, a lo que parece, está usted nervioso.

Czentovic se calló y bajó la cabeza. Sólo al término de diez minutos efectuó el movimiento siguiente, y con ese ritmo letal prosiguió todo el juego. Acabó por aprovechar cada vez el máximo de tiempo convenido antes de proceder a una jugada, y el comportamiento de nuestro amigo se volvía más extraño de intervalo en intervalo. Daba la impresión de no interesarse ya por el partido, sino de pensar en cosas absolutamente distintas. Esta vez no corrió alocadamente arriba y abajo, sino que se quedó tranquilamente sentado, sin moverse de su lugar. Con la mirada fija y ausente en el vacío, murmuraba sin cesar palabras incomprensibles; o se perdía en infinitas combinaciones o elaboraba -eso era lo que íntimamente sospeché- partidas diferentes, porque, cada vez que Czentovic se decidía finalmente a jugar había que volverle de su ausencia mental. Necesitaba entonces, cada vez, unos minutos para orientarse de nuevo sobre la situación en el tablero; así iba afianzándose en mí la sospecha de que el doctor B. se había olvidado hacía rato ya de Czentovic y de nosotros, hundiéndose en esa forma fría de la locura que podía de un momento a otro manifestarse en cualquier forma de violencia. Y, en efecto, la crisis se produjo al llegar la decimonovena jugada. Apenas Czentovic había movido su pieza, el doctor B. adelantó el alfil en tres escaques, sin mirar el tablero y gritó con tanta fuerza que todos nos sobresaltamos: -¡Jaque! ¡Jaque al rey! Inmediatamente miramos todos al tablero, curiosos por descubrir una jugada extraordinaria. Pero al cabo de un minuto sucedió lo que ninguno de nosotros había podido esperar. Czentovic alzó la cabeza lenta, muy lentamente y -cosa que nunca había hecho- nos miró a todos, uno por uno. Parecía gozar inconmensurablemente de algo, porque poco a poco se dibujó en sus labios una sonrisa de satisfacción y de evidente burla. Sólo después de haber saboreado hasta el extremo ese su triunfo, inexplicable todavía para nosotros, se dirigió con simulada cortesía a la concurrencia: - Lo siento..., pero no veo ningún jaque. ¿Acaso uno de los señores ve un jaque a mi rey? Volvimos a mirar el tablero y luego, preocupados, al doctor B. Un niño podía ver que el cuadro ocupado por el rey de Czentovic estaba, en efecto, protegido por un peón contra el alfil, de modo que no era posible dar jaque a ese rey. Nos azoramos. ¿Acaso nuestro amigo había llevado su pieza una casilla demasiado lejos o la había dejado demasiado cerca en su aturdimiento? Como nuestro silencio llamase la atención del doctor B., éste también miró el tablero y empezó a tartamudear con violencia: -¡Pero si el rey debe estar en f7...! Está mal colocado..., completamente mal...

¡Usted movió mal! Todo está fuera de su lugar... El peón debe estar sobre g5 y no sobre 4... Pero... ¡si ésta es una partida completamente distinta...! Esto es...

Se interrumpió de súbito. Yo le había asido con fuerza del brazo y hasta pellizcado, quizá, con tanto rigor, que hubo de sentirlo no obstante su febril confusión, pues se dio vuelta y me miró de hito en hito, como sonámbulo: -¿Qué..., qué quiere usted? No dije más que remember, y pasé al mismo tiempo el dedo sobre la cicatriz de su mano. El doctor B. siguió involuntariamente ese gesto y pasó una mirada vidriosa sobre la marca encarnada. Luego empezó de pronto a temblar y un escalofrío recorrió todo su cuerpo. Empalidecieron sus labios y murmuró: -¡Por el amor de Dios...! ¿Acabo de decir o de hacer un disparate...? ¿Acaso volví a...? -No -contesté en voz baja-. Pero debe interrumpir la partida en el acto, sin falta...

¡Recuerde lo que le dijo el médico! El doctor B. se levantó como movido por un resorte.

-Perdone usted mi error tan torpe -dijo con su habitual voz y cortesía, inclinándose ante Czentovic-. Lo que acabo de decir es, naturalmente, un puro dislate. La partida es suya, desde luego.

En seguida, volviéndose a nosotros, agregó: -También debo pedir perdón a los señores. Pero les advertí de antemano que no cifrasen grandes esperanzas en mí. Disculpen la plancha... Ha sido la última vez que pruebe suerte en el ajedrez.

Hizo una reverencia y se alejó del mismo modo, modesto y misterioso, con que había aparecido la primera vez. Sólo yo sabía por qué ese hombre nunca más volvería a tocar una pieza de ajedrez, en tanto que los demás se quedaban un poco perplejos, con la incierta sensación de haberse escapado a duras penas de un episodio ingrato y acaso peligroso.

-Damned fool -rezongó McConnor, desencantado.

El último en levantarse de su asiento fue Czentovic, quien paseó todavía una última mirada sobre la partida a medio terminar.

-Lástima -dijo magnánimamente-. El ataque no estaba mal dispuesto.

Considerando que se trata de un aficionado, es justicia decir que ese caballero posee, en realidad, condiciones excepcionales.

FIN