OBRAS ESCOGIDAS STEFAN ZWEIG (1981-1942) Stefan Zweig representa uno de los intelectuales más
sobresalientes de la primera mitad del siglo XX. Esta selección de obras, ofrece
la visión de este genial autor de la Civilización Occidental en la turbulenta época
que le tocó vivir. ÍNDICE TRES MAESTROS / BALZAC –
DICKENS – DOSTOIEWSKI DOSTOIEWSKI, TRASGRESOR DE
FRONTERAS.
(HÖLDERLIN
· KLEIST · NIETZSCHE) EL RUISEÑOR CANTA EN LAS TINIEBLAS
EL MISTERIO DE LA CREACIÓN
ARTÍSTICA / CONFERENCIA LORD BYRON / EL DRAMA DE UNA
GRAN EXISTENCIA LA VIDA TRÁGICA DE MARCEL
PROUST PALABRAS ANTE EL FÉRETRO DE
SIGMUND FREUD EXTRAVÍO Y FIN DE PIERRE
BONCHAMPS LA TRAGEDIA DE FELIPE DAUDET LEYENDA Y VERDAD DE BEATRICE
CENCI BALZAC DEDICATORIA A
ROMAIN ROLLAND, Por su amistad inconmovible de años luminosos y
oscuros. No es un puro azar el que reúne aquí en un volumen
estos tres ensayos sobre Balzac, Dickens, Dostoiewski, escritos en el trascurso
de diez años. Una y armónica es la intención que nos anima al presentar a estos
tres grandes, y a nuestro juicio únicos, novelistas del siglo XIX, como a tipos
que, precisamente por el contraste de sus personalidades, se completan entre sí
y elevan acaso a forma visible la idea de ese arquitecto épico de universos que
es el novelista. Si digo que estos tres, Balzac, Dickens, Dostoiewski,
son los únicos grandes novelistas que conoce el siglo, no ignoro, al
discernirles tal primacía, la magnitud de ciertas obras de un Goethe, de un
Godofredo Keller, de un Stendhal, de Flaubert, de Tolstoi, de Victor Hugo
––para no citar otros nombres––, ni desconozco que muchas de sus novelas,
tomadas aisladamente, raya muy por encima de las de Dickens o las de Balzac.
Mas hay, a nuestro modo de ver, una diferencia íntima e inquebrantable entre el
novelista y el autor de novelas. Novelista, en el sentido último y supremo de
esta palabra, sólo lo es el genio enciclopédico, artista universal que
––fijémonos en la envergadura de la obra y en la muchedumbre de sus figuras––
modela con sus manos todo un cosmos; que, al lado del mundo terrenal, levanta
un mundo propio, con leyes propias de gravitación, con criaturas propias y un
manto propio de estrellas tendido sobre sus frentes; que sabe imprimir a cada
figura, a cada suceso, un ser tan genuino, que no sólo les da relieve típico en
su mundo, sino que los impone, con fuerza plástica penetrante, al mundo real,
obligándonos a tomar su nombre para subrayar hechos y personas; y así, decimos
de un hombre viviente que es un figura balzacquiana, un carácter de
Dostoiewski, un personaje de Dickens. El novelista estatuye, en el mundo de sus
criaturas, una ley de vida, crea una idea de la vida, con armonía tal, que el
mundo recibe por él una forma nueva. Destacar en su recóndita unidad esta ley
íntima, esta formación caracterológica, es el intento primordial que persigue
el presente libro, cuyo subtítulo inédito podría rezar: “Psicología del
novelista” Cada uno de los tres aquí estudiados tiene su esfera propia. Balzac,
el mundo de la sociedad; Dickens, el mundo de la familia; Dostoiewski, el mundo
del Uno y el Todo. Y, si por fuerza hemos de comparar entre sí estos mundos
para contrastar sus diferencias, jamás intentaremos trasponerlas en juicios
valorativos ni colorear los elementos nacionales de un artista con tintas de
simpatía o aversión. Todo gran creador es una unidad que guarda en su propio
seno, en medidas que le son propias, sus fronteras y sus quilates. Hay un peso
específico de cada obra, que no puede ponderarse en la balanza absoluta de la
justicia. Los tres ensayos presuponen conocimiento de las obras respectivas: no
pretenden ser introducción sino quintaesencia, condensación, extracto. Mas ésta su misma condensación les fuerza a limitarse
a lo que el autor sintió como esencial. El estudio de Dostoiewski hace
especialmente dolorosa esta insuficiencia, pues el volumen infinito del
novelista ruso rechaza, como el de Goethe, toda fórmula, por amplia que ella
sea. Bien hubiéramos
querido añadir a estas tres grandes figuras del francés, el inglés y el ruso la
imagen de un novelista alemán representativo; es decir, de uno de esos
arquitectos épicos de universos en que hemos cifrado la elevada idea del
novelista. Mas ¿qué, si no encontramos ninguno digno de ser elevado a este
rango, en el pasado ni el presente? ¿Será tan afortunado este libro que
contribuya a alentarlo para lo futuro y pueda saludar desde aquí su remoto
advenimiento? ST. ZWEIG. Salzburgo, 1919. Balzac viene al mundo el año de 1799 en la Turena, la
alegre patria de Rabelais. En junio de 1799: la fecha merece la pena de
repetirse. Es el año en que retorna de Egipto, mitad victorioso, mitad
fugitivo, Napoleón ––el mundo, a quien ya sus hechos comienzan a traer
desasosegado le llama todavía Bonaparte––. Después de llevar sus armas bajo las
estrellas de un cielo extranjero, de guerrear ante las Pirámides, testigos de
piedra, el cansancio le vence, y abandona la magna empresa; sortea en un ruin
barquillo las corbetas de Nelson, que le acechan; junta, apenas toca tierra
firme, un puñado de adictos, barre la Convención, contraria a sus designios, y
en un momento se adueña de Francia. El año en que nace Balzac ––1799–– señala
el principio del Imperio. Bonaparte no es ya le petit caporal, el aventurero
corso: el nuevo siglo saluda a Napoleón emperador. Diez, quince años más ––la
adolescencia del novelista–– y sus manos ávidas abarcarán media Europa,
mientras las alas de águila de sus sueños de codicia se ciernen sobre el mundo
entero, de Oriente a Occidente. Para quien tan intensamente como Balzac sabe
vivir en lo que le rodea, no podía ser indiferente esta coincidencia de sus
primeros dieciséis años con los dieciséis años del Imperio, época tal vez la
más fantástica de la Historia universal. ¿Acaso las primeras experiencias de la vida y el
Destino no son las dos caras de la misma imagen? He aquí que llega uno,
cualquiera, de una isla cualquiera perdida en el Mediterráneo azul, se presenta
en París, solo, sin oficio ni beneficio, sin amigos, sin fama y sin dignidades,
toma en sus manos el Poder sin riendas y le' pone freno, se adueña de París a
fuerza de audacia, y luego de Francia, y luego del mundo... Y este capricho
aventurero de la Historia no lo cantan negros caracteres inverosímiles entre
leyendas y gestas, sino que penetra por todos los sentidos ávidos del niño, y
se entreteje con su vida y su persona, vestido con todos los colores del
recuerdo y la realidad, poblando el mundo todavía virgen de su alma. ¿Qué vida
que pase por momentos tales no los tomará para siempre por espejo? Balzac
muchacho aprende quizá a leer en las proclamas que relatan, con lenguaje
marcial, rudo y orgulloso, con una emoción casi romana, los triunfos alcanzados
en lejanas tierras; pasea acaso sus torpes dedos de chico, en el mapa, sobre
los territorios por los que Francia va desbordándose a lo largo de Europa como
un torrente, mientras escucha los relatos legendarios de los soldados de
Napoleón, que hoy le hablan de Monte Cenis, mañana de Sierra Nevada, de la
marcha a través de Alemania, vadeando ríos; de la invasión de Rusia, entre la
nieve, o de la batalla naval delante de Gibraltar, donde los ingleses prenden
fuego a la flotilla con balas inflamadas. Durante el día, quizá han jugado con
él, en la calle, unos soldados que guarda todavía en el rostro las cicatrices
de los sables cosacos. En medio de la noche se ha despertado acaso más de una
vez con el ruido colérico de los cañones arrastrados camino de Austria para
hacer añicos la capa de hielo sobre la que galopa la caballería rusa en
Austerlitz. Todos los afanes de su infancia tenían por fuerza que resumirse en
un nombre enfebreciente, en una idea, en un pensamiento: Napoleón. Delante de
aquel parque gigantesco que arranca de París hacia el mundo, ve el niño
erigirse un arco de triunfo y cómo en sus muros se van grabando los nombres de
las ciudades vencidas de medio universo ¡Qué indecible golpe para este
sentimiento de superioridad cuando, años más tarde, viese desfilar bajo este
mismo arco las tropas extranjeras con su música de triunfo y sus banderas desplegadas!
Los acontecimientos del agitado mundo exterior van grabándose en su alma con la
emoción de lo vivido. Y ya en edad temprana se ofrece a sus ojos la subversión
inaudita de todos los valores, espirituales y materiales. Ve cómo arrastra el
vendaval, igual que hojas secas, aquellos asignados puestos bajo la garantía de
la República. Cómo en las monedas de oro que tocan sus manos, luce tan pronto
el rotundo perfil del rey decapitado como el gorro frigio de la Libertad, o la
faz romana del Primer Cónsul, o el boato imperial de Napoleón. Una época como ésta de transiciones tan radicales, en
que vacilaba y se deshacía cuanto los siglos habían rodeado de barreras que se
pensaron inconmovibles: moral, dinero, territorio y jerarquías, no podía por
menos de infundirle un temprano sentimiento de la relatividad de todos los
valores. Un torbellino era el mundo que le rodeaba, y si en medio de esta
vorágine su mirada vacilante buscaba un poco de armonía en la dispersión, un
asidero, un símbolo, una estrella para orientarse sobre el oleaje tempestuoso,
era siempre Uno y el Mismo; la causa activa donde se engendraban, incesantes,
las convulsiones y oscilaciones... Un día, Napoleón deja en su vida la emoción de la
presencia. El niño ve al coloso cabalgar en una parada, con las criaturas de su
voluntad: con Rustán, el mameluco; con José a quien había hecho el regalo de
España; con Murat, para quien fue la dádiva de Sicilia; con Bernadotte, el
traidor; con todos aquellos a quienes acuñó coronas y conquistó reinos, a
quienes sacó de la nada de su pasado para elevarlos al esplendor de su
presente. En un segundo penetra por todos los poros del niño, sensible y viva,
una imagen más grandiosa que todos los cuadros de la Historia: ¡el gran
conquistador del mundo estaba ante sus ojos! ¿Y acaso en un` muchacho el ver a
un conquistador no equivale al deseo de serlo él? Otros dos conquistadores
universales guardaba la tierra, en esta época, lejos de París: uno, en
Konigsberg, en cuya mente la dispersión del mundo se ordenaba en armonía; otro,
en Weimar, donde un poeta reinaba sobre su mundo y lo domeñaba tan
triunfadoramente como los ejércitos de Napoleón. Pero estas grandezas eran
todavía demasiado remotas para Balzac. Fue el ejemplo de Napoleón quien le
infundió desde la infancia la ambición de aspirar siempre a lo más alto, sin
detenerse nunca en lo parcial, de asir el mundo codiciosamente en el eje de su
totalidad. Por el momento, esta voluntad cósmica insaciable
ignora sus caminos. Nacido dos años antes, habríase enganchado bajo las banderas
de Napoleón; hubiera, acaso, atacado las alturas de Belle-Aliance, barridas por
el fuego de los ingleses; pero la Historia no gusta de repeticiones. Al cielo
tormentoso de la era napoleónica siguen días de sol, tibios, suaves y
adormecedores. Bajo el cetro de Luis XVIII, el sable se convierte en espadín,
el soldado en paje, el político en orador de moda; no es ya el puño de la
acción a la oscura cornucopia del acaso quien otorga los altos sitiales del
Estado: son blancas manos de mujer las que reparten favores y gracias. La vida
pública se encalma y aplana, el torbellino espumeante de los acontecimientos
cobra la apacibilidad de un tranquilo estanque. Napoleón, acicate para muchos,
era para los más intimidante admonición. El arte sufre los mismos influjos. Es
entonces cuando Balzac comienza a escribir. Pero no como los demás, para hacer
dinero, para divertir, para llenar las estanterías, para ser el tema de los
bulevares; lo que él ambiciona no es un bastón de mariscal en la literatura,
sino el cetro de emperador. Su obra empieza en una buhardilla. Como para probar
sus fuerzas, publica las primeras novelas bajo seudónimo. No es todavía la
guerra, sino un supuesto táctico; no es el combate, sino la maniobra.
Insatisfecho de lo logrado, deja la pluma. Se dedica durante tres, cuatro años,
a otras ocupaciones; desempeña el cargo de escribiente en una notaría; observa,
ve, disfruta, penetra con su mirada en los senos del mundo, para volver de
nuevo a la batalla. Pero ahora con aquella voluntad indomable de totalidad, con
aquella avidez fanática gigantesca que desprecia todo lo que es detalle,
apariencia, fenómeno, dispersión, para abarcar sólo lo que vibra en vuelo
grandioso, para auscultar el mecanismo misterioso de los instintos primigenios.
Su ambición, ahora, es obtener del tropel de los sucesos de los elementos
simples: del caos numérico la suma, de los ruidos la armonía, de la plenitud de
vida la esencia, exprimir el mundo entero en su retorta, crearlo de nuevo,
recrearlo en raccourci, en exacto escorzo, y animar con su propio aliento,
modelar con sus propias manos la materia así domeñada. Y ni un solo elemento ha
de perderse, en este proceso. Para reducir lo infinito a lo finito, lo
inasequible a lo humanamente real, no hay más que un camino: la concentración.
Todas sus fuerzas conspiran tenazmente a este resultado, a comprimir los
fenómenos, a hacerlos pasar por su tamiz, donde queda todo lo que es accesorio,
accidental, y sólo penetran las formas elementales y valiosas. Y luego,
obtenidas estas formas aisladas y dispersas, quinta esenciarlas en la brasa de
sus manos, plasmar su inmensa heterogeneidad en sistema ordenado y claro, al
modo como Linneo esquematiza los miles de millones de plantas que viven en una
rápida clave, o los químicos cifran en un puñado de cuerpos simples las
innumerables composiciones: tal es la ambición de este novelista. Para poder
gobernarlo, simplifica el mundo, y lo recluye en la cárcel grandiosa de La
comedia humana. Este proceso de destilación hace de sus hombres-tipos fórmulas
expresivas de una pluralidad que un genio artístico inaudito ha depurado de
todo lo superfluo y accidental. Estas pasiones rectilíneas son las fuerzas
motrices; estos tipos elementales, los actores; este mundo decorativamente
esquematizado en torno suyo, la escena de La comedia humana. Balzac traslada a la literatura el régimen centralista
de la Administración. Como Napoleón, hace de Francia la circunferencia del
mundo, y de París su centro. Dentro de este círculo, en el mismo París inscribe
otros círculos: el círculo de la nobleza, el del clero, la clase obrera, los
poetas, los artistas, los sabios. De cincuenta salones aristocráticos extrae el
de la duquesa de Cadignan; exprime el jugo de cien banqueros para formar a su
barón de Nucingen; de un mundo de usureros saca a su Gobsec; los médicos se
compendian en Horace Bianchon. Hace que estos hombres vivan cerca unos de
otros, que entren en diario contacto, que se combatan con vehemencia. Allí
donde la vida engendra mil variedades, para él solo hay una. En su mundo no
existen tipos intermedios, matices ni mescolanzas. Este mundo es más pobre que
la realidad, pero más intenso. Sus hombres son extractos de hombres; sus
pasiones, elementos simples; sus tragedias, condensaciones. Como Napoleón,
comienza por la conquista de París; tras París se anexiona las provincias, una
tras otra ––todas envían sus diputados, por decirlo así, al parlamento de las
novelas balzacquianas––, y de allí lanza sus tropas, como las del Cónsul
victorioso., a través del mundo. Cruza las fronteras y pasea sus hombres por
los fiordos de Noruega, por las mesetas calcinadas de España, bajo el cielo
llameante de Egipto; atraviesa con ellas el puente helado de la Beresina; a
todas partes, y aun más allá, llega su voluntad cósmica, como la de su gran
predecesor. Y como Napoleón, descansando entre ––dos campañas, nos legó el Code
civil, Balzac nos entrega, para reposarse de la conquista del mundo en su
Comedia humana, un código moral del amor y del matrimonio, que es un ensayo de
filosofía, y aun le queda tiempo para trazar sobre el meridiano de sus grandes
obras el arabesco generoso de los Cuentos droláticos. De las cabañas de los
campesinos, de los abismos más hondos de la miseria, se traslada a los palacios
de Saint Germain, penetra en los aposentos de Napoleón; por todas partes va
arrancando la cuarta pared y los secretos guardados bajo cerrojos; descansa con
los soldados en las celdas de la Bretaña; juega en la Bolsa; otea por entre los
bastidores de los teatros; vigila el trabajo paciente del erudito; no queda un
rincón del mundo adonde no llegue su mirada mágica. Su ejército se compone de
dos, de tres mil hombres; pero a estos hombres los ha pateado él sobre el
suelo, los ha visto crecer en la palma de su mano. Los ha sacado de la riada,
desnudos, y los ha vestido, los ha cubierto de dignidades y de riquezas, como
Napoleón a sus mariscales, para dejarlos de nuevo inermes y jugar con ellos y
estrellarlos unos contra otros. Indecible es la muchedumbre de los sucesos,
inmenso el paisaje que tras estos sucesos se desarrolla. Y única en la
literatura moderna, como Napoleón en la Historia moderna, esta conquista del
Universo que representa La comedia humana, este sostener el mundo entero,
sintetizado, entre dos manos. El sueño infantil de Balzac fue conquistar el
mundo, y nada más avasallasador que estos sueños tempranos cuando se convierten
en realidad. No en vano el novelista había escrito debajo de un retrato del
emperador: “Ce qu'il n'a pu achever par l'epée, je l'accomplirai par la plume”
Y como él son sus héroes. Poseídos todos de la misma ansia de conquistar el
mundo. Una fuerza centrípeta los lanza fuera de su provincia,
de su región natal, hacia París. Y París es el campo de batalla. Cincuenta mil
hombres, un verdadero ejército, avanzan sobre la capital, llenos de casta
fuerza latente, de oscuras energías contenidas, prestas a estallar, y una vez
en ella, hacinados en estrecho espacio, explotan unos contra otros como bombas,
chocan, se enfurecen, se destruyen, se empujan al abismo. Nadie encuentra
puesto reservado en esta mesa; todos han de abrirse paso a codazos y
dentelladas, y este metal acerado, flexible, que se llama la juventud, se forja
en armas, y sus energías se condensan como explosivos. Es orgullo de Balzac
haber sido el primero en demostrar que bajo esta pugna de los que decimos
civilización no se esconde menos crueldad que en los campos de batalla. «Mis
novelas burguesas son más trágicas que vuestras tragedias luctuosas», dice a
los románticos. Y, en efecto, lo primero que estas fuerzas jóvenes aprenden en
los libros de Balzac es la ley de lo inexorable. Saben que no caben todos en
tan pequeño espacio, que fatalmente han de devorarse unos a otros ––la imagen
es de Vautrin, criatura predilecta de Balzac–– como arañas en un puchero. Las armas
forjadas en la juventud se templan luego en el veneno candente de la
experiencia. La razón es del que vence y sobrevive. Las treinta y
dos puntas de la rosa de los vientos los impulsan como a los san––culottes de
la Grande Armée hacia París, con los zapatos destrozados en las piedras de
todos los caminos, cubiertos de polvo de todos los suelos, y la garganta
abrasada en una sed infinita de gozar. Al posar su vista sobre este mundo
nuevo, fascinador, el mundo de la elegancia, de la riqueza y del poder, comprenden
–– que para conquistar estos palacios, estas posiciones, estas mujeres, no vale
de nada el bagaje que traen sobre sus hombros. Que si quieren triunfar han de
fundir en nuevos moldes sus capacidades: cambiar la juventud en tenacidad; la
inteligencia en astucia; la confianza en falsedad; la belleza en vicio; la
audacia en hipocresía. Y en su carrera hacia lo más alto nada detiene a estos
ansiosos invencibles que son los héroes de Balzac. La aventura es siempre la
misma: cruza, raudo, un coche, salpicando lodo,–– el cochero restalla el
látigo, pero dentro se yergue el busto de una mujer joven, y en su pecho
brillan las joyas. En el aire queda flotando una mirada rápida. La mujer es
tentadora y bella, símbolo de la sensualidad. En este instante, todos los
héroes de Balzac se concentran en un deseo único: ser dueños de esta mujer, del
coche, del criado, de la riqueza, de París, del mundo... El ejemplo de
Napoleón, que proclama que el poder, por alto que sea, está al alcance de la
mano del más humilde los ha corrompido. Ya no luchan, como sus padres
provincianos, por una viña, una alcaldía, una herencia; luchan por símbolos,
por el poder, por remontarse hasta el círculo de luz en que brilla el sol del
Imperio, y el oro corre por entre los dedos como el agua. Y así nacen aquellos
grandes ambiciosos, a quienes Balzac dota de músculos más acerados, de
elocuencia más fogosa, de instintos más vigorosos, de una vida, si más breve,
más henchida e intensa que a los demás. Estos son los hombres cuyos sueños
incuban hechos, los poetas ––Balzac lo dice–– que poetizan sobre la realidad.
Uno es el camino para el genio, otro para el hombre vulgar. O descubrir rutas
nuevas para la conquista del poder, o aprender las que otros siguen, los
métodos de la sociedad. Caer mortíferamente como balas de cañón sobre todos los
que estorben nuestras ambiciones o envenenarlos silenciosamente, como la peste:
he aquí el consejo que da Vautrin, el anarquista, hijo predilecto y grandioso
de Balzac. En el mismo Barrio Latino, donde el novelista, en un
pobre cuartucho, empieza su carrera, se congregan sus héroes, formas
elementales de la sociedad: Deplein, el estudiante de Medicina; Rastignac, el
arrivista; Louis Lambert, el filósofo; Rubempré, el periodista; Bridan, el
pintor; un cenáculo de hombres jóvenes, elementos caóticos, caracteres
rudimentarios, y, sin embargo, es la vida entera la que se agrupa en torno a la
camilla de la legendaria pensión Vauquer. Pero más tarde, vaciados en la gran
retorta de la vida; cocidos al fuego de las pasiones y luego enfriados y
entumecidos en los desengaños; sometidos a las múltiples acciones y reacciones
de la naturaleza social, a los frotamientos mecánicos, atracciones magnéticas,
descomposiciones moleculares, aquellos hombres se transforman, pierden su verdadero
ser. Ese terrible ácido que se llama París disuelve a unos, los corroe, los
elimina, los anula, mientras a otros los cristaliza, los endurece, los
petrifica. Y después de pasar por todos los procesos posibles de cambio,
coloración y aglutinación, los elementos unidos forman nuevos complejos. Pasan
diez años, y los transformados se saludan con sonrisas augurales en las alturas
de la vida, y vemos a un Desplein médico famoso, a un Rastignac ministro, a un
Bridan célebre pintor, mientras que Louis Lambert y Rubempré se han estrellado
contra el volante. Se comprende que Balzac amase la química, que estudiase las
obras de Cuvier, de Lavoisier. En este proceso múltiple de acciones y reacciones,
afinidades, atracciones y repulsiones, eliminaciones y aglutinaciones,
descomposiciones y cristalizaciones, en la simplificación atómica de lo
sintético, creía él ver reflejada, más diáfana que en ningún otro espejo, la
imagen de la sociedad. Para Balzac era axiomático que la pluralidad influía por
modo tan decisivo en la unidad como ésta sobre aquélla ––teoría a que él daba
nombre de lamarquismo y que Taine ha de plasmar más tarde en conceptos––; que
el individuo era un producto formado por el clima, el medio social, las
costumbres, el acaso; es decir, por el Destino; que todo individuo absorbía una
atmósfera ya creada antes de irradiar de sí otra nueva: este condicionamiento
universal del mundo interior y del entorno era para él artículo de fe. Esta
trasposición de lo orgánico a lo inorgánico, la auscultación de lo vivo en lo
conceptual, este sintetizar en el ser social un patrimonio espiritual
momentáneo, dibujado en él la fisonomía de épocas enteras: tal era, para
Balzac, la misión suprema del artista. Todas las fuerzas flotan y se
entrecruzan, ninguna es libre. Ante un relativismo tan limitado, no puede
prevalecer ninguna continuidad, ni aun la del carácter. Balzac deja que sus
hombres se formen sobre los acontecimientos, que se modelen como arcillasen las
manos del Destino. Hasta los hombres de sus personajes repugnan la unidad y
reflejan la mudanza. En veinte novelas de Balzac hemos encontrado al barón de
Rastignac, par de Francia. Creemos conocer ya perfectamente a este arrivista
sin escrúpulos, prototipo del pícaro parisino, brutal y despiadado, que se
escurre como una anguila por entre las mallas de todas las leyes y encarna
magistralmente la moral de una sociedad; le hemos visto en la calle, en los
salones, en los periódicos. Mas de pronto cae en nuestras manos una novela en
la que nos encontramos con un Rastignac hijo de nobles arruinados, a quien sus
padres mandan a París con muchas esperanzas y poco dinero y un carácter blando,
dulce, modesto, sentimental. Y le vemos caer en la pensión Vauquer, en aquel
crisol mágico de personajes, una de esas síntesis geniales en que Balzac, entre
cuatro paredes mal empapeladas, encierra toda la variedad de temperamentos y
caracteres que ofrece la vida. Ante sus ojos se desarrolla la tragedia del
ignorado rey Lear, del pere Goriot; contempla cómo las princesas de lentejuelas
del faubourg Saint Germain despojan a su padre anciano; contempla todas las
miserias de la sociedad metidas en una tragedia. Y llega aquel día en que,
siguiendo al cadáver del que pecó por demasiado bueno, sin otro cortejo que el
de un portero y una criada, encendido en rabia, ve a París a sus pies desde las
alturas del Pére La Chaise, sucio, amarillo y triste como una llaga purulenta,
y es entonces cuando conoce la verdadera sabiduría de la vida. Es en aquel
instante cuando resuena en su oído la voz de Vautrin, el presidiario, que le
dice que a los hombres hay que tratarlos como a bestias de tiro, aguijonearlos
para que vuelen arrastrando el coche, aunque caigan reventados rendida la,
carrera: la cuestión es llegar. En este segundo nace el barón de Rastignac de
los otros libros, el arrivista sin escrúpulos y sin piedad, el par de Francia.
Este segundo en la encrucijada de la vida lo tienen todos los héroes de Balzac.
Todos se enganchan como soldados en la guerra de todos contra todos, todos
avanzan, cuando no caen, y sobre los cadáveres de los caídos pasan los caminos
de los vencedores. No hay hombre que no tenga su Rubicón, su Waterloo, y las
batallas son siempre las mismas, aunque se libren en un palacio, en una cabaña
o en una taberna. Balzac lo ha demostrado. Y, rasgando las vestiduras del
sacerdote, del soldado, del abogado, del médico, pone al desnudo sus instintos,
que no varían, aunque' cambie el hábito bajo el cual se esconden. Esto nadie lo
sabe mejor que su Vautrin, el anarquista, que representa los papeles de todos y
se nos aparece bajo diez disfraces diferentes, y, sin embargo, siempre el mismo
y con la conciencia de su identidad. Debajo de la tierra nivelada de la vida
moderna minan las luchas, y el instinto indesarraigable de la ambición conspira
contra las apariencias igualitarias. La tensión de la lucha se duplica, lejos
de remitir, pues en la vida moderna no hay puestos reservados, como antes el
del rey, el de la nobleza, el del sacerdocio: todos tienen derecho a
pretenderlo todo. La reducción de posibilidades multiplica las energías. Esta lucha homicida y suicida de energías es la que
encanta a Balzac. Su pasión es pintar las energías tensas hacia un fin, como
expresión de una consciente voluntad vital. Mas no en sus
efectos, sino en sí mismas, por propia virtud. Nada le importa que esa voluntad
sea buena o mala, fecunda o estéril, con tal que sea intensa. La voluntad, la
intensidad, son todo––, ellas hacen al hombre; la fama, el éxito, no son nada,
pues es el acaso quien los da y los quita. El raterillo que escamotea
tímidamente un panecillo, es un ser insignificante: el gran ladrón, el
profesional, el que no roba sólo por lo robado, sino por la pasión de robar,
cuya vida se entrega entera a este–– frenesí del despojo, éste tiene
grandiosidad. Medir los efectos, ponderar los hechos es incumbencia del
historiador; dejar en libertad las intensidades, la misión del novelista, según
la entiende Balzac. La fuerza sólo es trágica cuando fracasa. Balzac pinta los
héros oubliés; la Historia sólo ve un Napoleón, el Napoleón que conquistó el
mundo y lo gobernó en los años 1796 a 1815; para él hay cuatro o cinco en cada
época. Uno es acaso aquel que sucumbió en Marengo y se llamó Dexais; otro lo
envió a Egipto, el Napoleón histórico, lejos de los grandes acontecimientos; el
tercero conoce tal vez la más espantosa de las tragedias, pues llevando dentro
de sí un verdadero Napoleón no vio jamás un campo de batalla; la vida obligó a
estancarse en un rincón provinciano aguas que pudieron ser torrente impetuoso; mas
sus energías no fueron mezquinas, aunque lo fuesen las circunstancias entre que
vivió. Balzac conoce mujeres cuya ternura y cuya belleza las hubiesen hecho
famosas entre las reinas-soles, cuyos nombres hubieran podido rivalizar con el
de la Pompadour o el de Diana de Poitiers; poetas que fracasaron por la
adversidad de un momento, por delante de cuyos nombres pasó la fama sin
detenerse y a quienes otro poeta tiene que entregar la gloria de que no gozaron
en vida. Sabe que cada minuto que pasa derrocha estérilmente una plenitud
inconcebible de energías. Sabe que Eugenia Grandet, la provincianita
sentimental, tiene un momento ––aquel en que, temblando ante la codicia de su
padre, entrega a su primo la bolsa del dinero–– en que su heroísmo alcanza la
intensidad del de la Juana de Arco cuyos mármoles resplandecen en todas las
plazas de Francia. Ningún éxito, por ruidoso que sea, puede fascinar a un
biógrafo como éste de vidas innumerables, que ha analizado químicamente todos
los afeites y todas las mixturas de la sociedad. El ojo insobornable de Balzac
sólo ojea las energías, sólo ve la tensión de vida que palpita en el torbellino
de los sucesos. En aquel tumulto de la Beresina, en que el ejército
desmoralizado de Napoleón se precipita al río; en aquel segundo terrible donde
se apelotonan tragedias de heroísmo, cobardía y desesperación cien veces
relatadas, ¿quiénes son para Balzac los verdaderos, los supremos héroes?
Aquellos cuarenta peones cuyos nombres no conoce nadie, que, hundidos hasta el
pecho durante tres días en las aguas heladas, cortantes, levantaron el frágil
puente por el cual pudo salvarse la mitad de las tropas. El novelista sabe que
detrás de las celosías de París se desarrollan en cada segundo tragedias que no
ceden en magnitud a la muerte de Julia, al fin de Wallenstein, al destino de
maldición del Rey Lear, y nos repite una y otra vez, con el mismo orgullo,
aquel apóstrofe: «Mis novelas burguesas son más trágicas que vuestras tragedias
luctuosas». Su romanticismo ahonda en la vida interior. Vautrin, vistiendo
chaqueta, no tiene menos grandeza que el campanero de Notre-Dame con sus
cascabeles, el Quasimodo de Víctor Hugo; los paisajes rocosos y adustos del
alma, la maraña de las pasiones y la avidez que laten en el pecho de sus
grandes arrivistas, no son menos espantables que la gruta pavorosa del Han de
Islandia. Balzac no busca la grandeza del ropaje en la lejanía de lo histórico
y lo exótico, sino en lo superdimensional, en la intensidad exaltada de
pasiones únicas en su grandioso retraimiento. En su mundo sólo tienen cabida
los sentimientos que ante nada deponen su fuerza e integridad; sólo son grandes
los hombres que se concentran en una aspiración, que no se disipan en varias
direcciones, aquellos cuya pasión absorbe toda la savia: la suya y la reservada
a otros afanes, enriqueciéndose así por el despojo y la crueldad, como esas
ramas que florecen y fructifican monstruosamente cuando el jardinero amputa o
estrangula las ramas hermanas. Balzac pinta esos monomaníacos de la pasión para
quienes el mundo sólo gira en torno a un símbolo, que en la maraña
indiscernible se estatuyen un sentido de vida. La ley fundamental de su
energética es una especie de mecánica de las pasiones: la creencia de que cada
vida desarrolla una masa igual de fuerza, cualesquiera que sean las miras sobre
las que se derramen los afanes de su voluntad, lo mismo cuando fluyen
lentamente en mil emociones que cuando se acumulan avaramente para lanzarse
concentradas sobre un momento fugaz de rapto y exaltación, lo mismo cuando el
fuego de esa vida se consume en lenta combustión que cuando explota en un
instante. No vive menos quien vive más. de prisa; ni es menos varia la vida más
uniforme. Un novelista que sólo aspira a crear tipos, a desintegrar los
elementos puros, no puede tener ojos más que para estos monomaníacos, para
estos hombres hechos de una pieza, que se aferran a una ilusión con todos sus
nervios, con todos sus músculos, con todos sus pensamientos. Cualquiera que esa
ilusión sea: amor, arte, avaricia, valentía, pereza, política, amistad. No
importa el símbolo, con tal que haya uno, único y soberano. Estos hommes á
passion, fanáticos de una religión de que son el dios ellos mismos, pasan por
la vida sin mirar a los lados. Hablan lenguajes diferentes y no se entienden unos a
otros. Ya podéis ofrecer al coleccionista la mujer más bella, al amoroso un
puesto brillante, al avariento lo mejor del mundo, si no es dinero. Y si se
dejan tentar, si abandonan por otra su pasión predilecta, están perdidos. Los
músculos se atrofian en la inacción; los anhelos que no se ponen en tensión
durante años se petrifican, y el que se pasa la vida entera entregado a una
pasión, virtuoso de ella, atleta de su único sentimiento, es impotente y nulo
para los demás. Un sentimiento exaltado a monomanía devora a los otros, les
roba la savia, los deseca para atraer a sí todos los valores y todos los
encantos que una voluntad sana están repartidos. Todos los matices y peripecias del amor, todas las
cuitas, los celos y el luto, el agotamiento y el éxtasis se concentran para el
avariento en la manía del ahorro, para el coleccionista en el ansia de
coleccionar, pues en cada percepción absoluta y total se cifra la suma de todas
las posibilidades del sentimiento. La intensidad de un goce exclusivista encuentra
en sus emociones toda la gama de las ansias truncadas. Y aquí comienzan las
grandes tragedias de Balzac. Nucingen, el símbolo del dinero, que ha amasado
millones y gana en talento a todos los banqueros de Francia juntos, se
convierte en un niño estúpido entre las manos de una cortesana; el poeta que se
pasa al periodismo desaparece estrujado como los granos en una muela. Quimera
del mundo, cada símbolo es celoso como Jehová, y no tolera pasiones rivales. Y
ninguna pasión puede decirse superior a otra; no puede haber entre ellas
jerarquías, como no las hay entre los paisajes o entre los sueños. Ninguna es vil. «¿Por qué no escribir también la
tragedia de la estupidez ––se pregunta Balzac––, la del pudor, la de la
timidez, la del hastío?» Todas son fuerzas motrices, todas empujan, todas son
respetables, siempre que sean lo bastante fuertes; hasta la más pobre línea de
la vida puede tener vuelo y grandeza, con tal que no se rompa en su trazado,
con tal que gire hasta abarcar la totalidad de su destino. Arrancar al pecho
del hombre estas fuerzas elementales ––o mejor, estas mil formas proteicas de
la verdadera y única fuerza elemental––; calentarlas, poniendo a presión la
atmósfera en que viven; fustigarlas a ramalazos de sentimiento y emborracharlas
con los elixires del amor y el odio, para luego azuzarlas y que se revuelvan
furiosas en el arrebato de la embriaguez; estrellar a los hombres contra el
guardacantón de la fatalidad; estrujarlos y separarlos violentamente para
aglutinarlos de nuevo; tender puentes entre sus sueños, entre el avaro y el
coleccionista, entre el mujeriego y el ambicioso; desplazar sin descanso el
paralelogramo de las fuerzas; rasgar en todas las vidas el abismo aterrador de
valle y montaña; lanzar las olas de arriba abajo, y de abajo arriba; atizar el
fuego de las llamas y contemplarlo con los ojos inflamados de avidez con que
Gobsec el usurero se extasiaba ante los brillantes de la condesa Rastaud;
avivar el fuego perenne con sus nuevos despojos; flagelar a los hombres como a
esclavos; arrastrarlos como Napoleón a sus soldados, sin un minuto de tregua,
por todo el orbe, desde Austria a la Vendée, por mar a Egipto y de allí a Roma,
para cruzar en seguida la Puerta de Brandeburgo entrando por Berlín, o asaltar
las alturas de la Alhambra, o emprender la conquista de Moscú, pasando por
sobre la victoria y la derrota; dejar a la mitad tendida en los caminos,
aniquilada por las granadas de los cañones o por la nieve de las estepas;
recortar en figuras el mundo entero, y pintar detrás del cartón del paisaje,
para luego tirar de los hilos a los muñecos con mano nerviosa: ésta era su
monomanía, la monomanía de Balzac. Pues Balzac, el propio Balzac, era uno de esos grandes
monomaníacos eternizados en sus novelas. Un desengañado. Repelido en todos sus
sueños por un mundo cruel que odia al principiante y al pobre, se retrae a su
soledad y se crea a sí mismo símbolo del mundo. Un mundo que es suyo propio, que vive en él y con él
sucumbe. La realidad pasa de largo ante sus ojos, sin que alargue la mano para
cogerla. Vive recoleto en su cuarto, clavado a la mesa de trabajo, en la selva
de sus creaciones, como entre sus cuadros Elías Mago, el coleccionista. Desde
los veinticinco años ––salvo en casos que fueron excepciones y acabaron siempre
en tragedia–– sólo utiliza la realidad como material, como combustible para
mantener alta la presión de su propio universo. Pasó por delante de la vida
tímidamente, como si le dijese el presentimiento que el menor contacto de estos
dos mundos, el suyo y el de los otros, sólo podía engendrar dolor. Todas las
noches al dar las ocho caía sobre la cama agotado de fatiga, dormía cuatro
horas, y hacía que le despertasen a medianoche. Y cuando París y todo entorno
suyo cerraba sus ojos inflamados, cuando las sombras caían sobre el rumor de
las calles y se borraba el mundo de fuera, apuntaba la aurora del suyo. El
novelista lo conjuraba al margen del otro, congregaba todos sus elementos
dispersos y vivía horas de éxtasis febril, espoleando sin cesar los sentidos
postrados con el aguijón del café puro. ¡Y así trabajaba diez, doce, y a veces
hasta dieciocho horas diarias! Hasta que algo viniese a arrancarle de aquel
mundo y volverle al de la realidad. En este segundo de despertar es cuando nos
le imaginamos con aquella mirada que tiene en la estatua de Rodin, aquella
mirada de miedo y de sorpresa del que retorna de un cielo remoto y se ve de
súbito precipitado en la olvidada realidad; aquella mirada horriblemente
grandiosa que casi grita de angustia; aquella mano que se crispa en la ropa
sobre el hombro escalofriado; el gesto de uno a quien sacuden en el sueño, de
un sonámbulo a quien de pronto, con voz estridente, gritan su nombre. Ningún
poeta ha llevado tan allá como éste la intensidad de la abstracción en la
propia obra, hasta rayar en el engaño de sí mismo; la fe en sus propios sueños,
la alucinación. Su pulso no acertaba a detener siempre la máquina de la
emoción, el motor embalado; a distinguir el espejismo de la realidad, ni era
siempre diáfana a sus ojos la frontera entre los dos mundos. Con sus anécdotas
se ha llenado un libro entero ––un libro divertido, que a veces es terrible––;
con aquellas anécdotas que nos lo pintan absorbido en su quimera y poseído de
la existencia real y corpórea de sus criaturas de imaginación. Un día, entra un
amigo en su cuarto, y Balzac, convulso, se abalanza a él: «¿No sabes que la
desventurada se ha suicidado?» El amigo da un paso atrás, lleno de terror, y
sólo entonces se recobra el poeta en su conciencia y vuelve la imagen que le
alucinaba, la imagen de Eugenia Grandet, a las constelaciones irreales de su
firmamento. Un estado de alucinación tan intenso, tan completo, tan permanente,
no se distingue de la locura, acaso, más que por la identidad de las leyes que
gobiernan la vida exterior y esta nueva realidad, por la identidad de las
condiciones causales del ser, que no residen tanto en la forma de vida como en
la posibilidad de vida de sus entes de imaginación: es como si cruzasen el
dintel del cuarto de trabajo del novelista para incorporarse a sus novelas. En
duración, tenacidad y cerrazón quimérica, en cuyas creaciones no había sólo
laboriosidad, sino fiebre, embriaguez, sueños y éxtasis. El trabajo era para
Balzac un paliativo de su hechizo, un narcótico que le hacía olvidarse de su
hambre de vida. Dotado como nadie para ser un gozador, un disipador, él mismo
confiesa que este trabajo febril no hace más que alimentar su ansia de goces.
Su sensualismo, desenfrenado como el de los monomaníacos de sus novelas, sólo
podía renunciar a las demás pasiones encontrándolas compensadas en esta única.
Podía prescindir de todos los excitantes del ansia de vivir, del amor, de la
ambición, del juego, de la riqueza, de los viajes, de la fama y de la victoria,
porque su obra se los suplía centuplicados. Los sentidos son necios como
criaturas. No saben distinguir lo auténtico de lo falso, la ficción de la
realidad. Sólo piden que se les alimente, sea con experiencias o con sueños. Y
Balzac se pasó toda la vida engañando a los sentidos, mintiéndoles goces en vez
de procurárselos, saciando su hombre con el olor de los platos que no podía
servirles. La gran emoción de su vida fue compartir apasionadamente los goces
de sus personajes. El era el que ponía los diez luises sobre el tapete verde y
aguardaba temblando de ansiedad a que la ruleta se parase; él el que pasaba la
mano abrasada sobre la ganancia reluciente, él que triunfaba en el teatro y
atacaba las alturas al frente de los batallones, él que hacía temblar los
cimientos de la Bolsa con cartuchos de dinamita; suyos eran todos los placeres
que tomaban cuerpo en sus criaturas, y en ellos se exaltaba hasta el éxtasis de
su vida, aparentemente tan pobre. Jugaba con sus personajes como Gobsec el
usurero con sus víctimas, con aquellos infelices atormentados que acudían a él
sin esperanza alguna y a quienes tenía, dando coletazos, colgando de su
anzuelo; sus dolores, sus goces y sus tormentos eran para él objeto de atenta
observación, como podía serlo el accionar más o menos inteligente de un actor
en escena. Y es su corazón el que habla bajo la grasienta zamarra del usurero;
«¿Pues qué, no es nada poder penetrar hasta los pliegues más recónditos del
corazón humano, poder mirar hasta el fondo de él y tenerlo en la mano desnudo?»
Balzac, el mago de la voluntad, refunde lo ajeno en propio, el sueño en vida.
Cuéntase de él que en su juventud, cuando toda su comida era un trozo de pan
seco, dibujó con yeso en la mesa a la que se sentaba en su buhardilla la
circunferencia de unos cuantos platos y escribió dentro de ellos el nombre de
los manjares más apetecidos, para así encontrar en el pan, por pura sugestión
de la voluntad, el sabor de lo no comido. Y como aquí creía gustar el gusto,
como lo gustaba en realidad, es seguro que en el elixir de sus libros bebió
desaforadamente todos los encantos de la vida, engañando a su pobreza con la
riqueza y el esplendor de sus propios esclavos. Y el eternamente agobiado por
las deudas, atormentado por los acreedores, debía de sentir una emoción sensual
al asignar a uno de sus personajes «cien mil francos de renta». El era el que
rondaba entre los cuadros de Elías Mago; el que amaba a las dos condesitas como
su propio padre Goriot; el que subía a las cumbres con Seráfito sobre los nunca
vistos fiordos de Noruega; el que gozaba con Rubempré las miradas rendidas de
las mujeres, y era para él, para él mismo, para quien todos estos hombres
vertían sus goces como lava ardiente; estos hombres para quienes él destilaba
la dicha y el dolor con las hierbas brillantes y oscuras de la tierra. Ningún
poeta gozó como él de los goces de sus personajes. Y en los pasajes donde pinta
los mágicos encantos de la riqueza ansiada es donde se respira con mayor fuerza
––mayor todavía que en las aventuras de amor la embriaguez del iluso, la
borrachera de haschich del solitario, Este flujo y reflujo de cifras, este
codicioso acumular de sumas que se desvanecen, este voleo de capitales de mano
en mano, es la pasión más recóndita del novelista. La inflación de los
balances, la crisis tempestuosa de los valores, el derrumbamiento y la subida
hasta lo infinito... Conjura millones como tormentas sobre la cabeza de un
mendigo; hace que los capitales se desvanezcan como espuma entre las manos de
una mujer, y pinta con fruición los palacios de los faubourgs, la magia del
oro. La palabra «millones» tiene siempre en sus labios el balbuceo impotente
del que pierde el habla, el estertor del último goce sensual. La pompa de los aposentos alineados en sus novelas
sugiere la voluptuosidad de las mujeres de un serrallo, y las insignias del poder
refulgen allí como las joyas esplendorosas de una corona. Y hasta en sus
manuscritos se pulsa esta fiebre. Las líneas al principio reposadas y
cuidadosas, van hinchándose como las venas de un colérico, se tambalean, cobran
ritmo más acelerado, se excitan y se exaltan convulsivamente, maculadas todavía
por las huellas del café con que el poeta espoleaba y ponía al galope sus
nervios fatigados. Se oye casi el jadear de la máquina a sobrepresión, el
calambre fanático, maniático, del escritor, esta avidez del Don Juan du verbe
que quiere poseerlo todo, lograrlo todo por el conjuro de la palabra. El
frenesí del eterno insatisfecho llega hasta las galeradas y pliegos de
imprenta, rasgando una vez y otra y otra lo ya compuesto, como el enfermo en
delirio sus vendajes, para flagelar todavía a lo largo del cuerpo yerto y
rígido del texto, la sangre roja y latente de sus líneas. Esta labor titánica no podría concebirse sin el
acicate de la voluptuosidad, sin ver en ella la única ansia de vida de un
hombre que dimite ascéticamente todas las demás formas del poder, de un
pasional para quien no existe más fórmula de desprendimiento que la de su arte.
Una o dos veces intentó Balzac escaparse fugazmente a otros sueños. Quiso
probar su estrella en la vida práctica. Una vez, la primera, cuando,
desesperando de sus creaciones, le tentó el poder real del dinero y se lanzó a
especular y abrió una imprenta, y fundó un periódico. El Destino, con esa
ironía que guarda siempre para los rebeldes, decretó la ruina infamante de este
hombre, y el que en sus libros lo sabía todo: las jugadas de los bolsistas; los
resortes de los negocios, pequeños y grandes; las emboscadas de los usureros;
que conocía el valor de todas las cosas y había traído al mundo en sus novelas
a cientos de seres, y les había conquistado fortunas, por los caminos lógicos y
certeros; el que hizo ricos a Eugenia Grandet, a Popinot, a Crevel, a Goriot, a
Bridau, a Nucingen, a Wehrbrust y a Gobsec, volvió a sus libros arruinado y con
aquella montaña de deudas bajo cuyo peso había de gemir durante el medio siglo
de su vida, ilota del trabajo más sobrehumano, hasta el día en que sucumbe a él
silenciosamente y cae muerto con las venas rotas. Los celos de la pasión
abandonada, dueña y soberana de su vida, el arte, se cebaron cruelmente en él.
Hasta el amor, que para los demás es un sueño mágico de lo vivido y lo real,
fue para él solamente la experiencia vivida de un sueño. Aquella Frau von
Hanske que luego había de ser su esposa, la étrangère a quien dirigía las
cartas famosas, era su amor apasionado mucho antes de haberse mirado en sus
ojos; ya era su amor cuando todavía no había cobrado realidad: era «la muchacha
de los ojos de oro»; era Delfina y Eugenia Grandet. Para el verdadero poeta,
cualquier pasión que no sea la de crear, soñar, es una aberración, «L'homme de
lettres doit s'abstenir des femmes, elles font perdre son temps, on doit se
borner à leur écrire, cela forme le style»: así escribía a Teófilo Gautier
nuestro autor. En el fondo recóndito de su alma, no era Frau von Hanske lo que
él amaba, era su amor por ella; no estaba hecho él para amar las situaciones
que se le ofrecían, sino las que para sí sabía crearse; y tanto cebó con
ilusiones su hambre de realidad, tanto jugó con cuadros y con trajes, que, como
los actores en los momentos más exaltados, acabó creyendo él mismo en su
pasión. Jamás se cansó de sacrificar a esta pasión de creador, y aceleró de tal
manera el proceso de íntima combustión, que las llamas se levantaron, le
envolvieron y abrasaron su vida. Ésta, como la mágica piel de zapa de su
novela, iba encogiéndose con cada obra nueva que producía, con cada deseo nuevo
así logrado. Y el novelista sucumbió a su monomanía como el jugador al tapete
verde, el bebedor al vino, el fumador de haschich a la pipa fatal y el
lujurioso a las mujeres. Fue el excesivo logro de sus ansia el que le mató. Una voluntad de coloso como ésta, que así sabía
infundir a sus sueños sangre y vida, que los exaltaba hasta que sus emociones
tocasen por lo intensas a los fenómenos de la realidad; una voluntad de fuerza
evocadora tan inaudita, era natural que creyese cifrado en su propia magia el
secreto de la vida y se erigiese a sí misma en ley universal. No podía tener
verdadera filosofía quien no revelaba nada de sí mismo y no era acaso más que
una forma mudable; que no tenía la faz, como Proteo, porque todas se resumían
en él; que se infiltraba como un derviche, como un espíritu, en los cuerpos de
mil figuras y se perdía en el dédalo de sus vidas, en las de optimistas y
altruistas, pesimistas y relativistas, sin preferencias ni distinciones; que
abrazaba y desechaba todas las ideas y todos los valores, como el que pone o
corta la corriente tocando un botón. A nadie da la razón, a nadie se la quita.
Balzac no tuvo nunca opiniones propias; sólo supo épouser les opinions des
autres ––el alemán no tiene palabra para expresar esta adhesión espontánea a
las ideas de otro sin ningún género de espiritual identificación–– Aprisionado
en el instante entre las costillas de sus criaturas, velase arrastrado sin
remisión por el oleaje de sus pasiones y de sus vicios. Y no había nada para él
verdadero e inmutable por encima de su voluntad monstruosa, aquel mágico sésamo
que hacía saltar entre sus ojos las peñas tras las que estaba oculto el
misterio del corazón humano, la clave con la que descendía hasta los abismos
más tenebroso de sus sentimientos y que le sacaba de nuevo a la superficie,
cargado con los tesoros de su conquista. ¿Quién mejor que él podía asignar a la
voluntad un poder creador de materia y espíritu, y sentirla como principio de
vida e imperativo cósmico? Balzac sabía que este fluido de la voluntad que,
irradiando de un Napoleón, hacía temblar al mundo, derribaba imperios, exaltaba
príncipes, confundía el destino de millones de seres; que esta vibración
inmaterial, esta presión puramente atmosférica gobernada por el espíritu tenía
por fuerza que trascender exteriormente a los ámbitos de lo material, modelar
la fisonomía, invadir la mecánica del cuerpo entero. ¡Cómo no ha de cincelar el
metal de los rasgos humanos una voluntad tenaz, una pasión crónica, si basta la
excitación de un instante para iluminar la faz del hombre más vil, para
embellecer y dar carácter a los trozos más brutales y más estúpidos! Un rostro
era, para Balzac, una voluntad vital petrificada, un carácter fundido en
bronce, y así como el arqueólogo reconstruye sobre las reliquias fosilizadas
toda una civilización, era obra del poeta, según él, componer el mundo interior
del hombre sobre su cara y la atmósfera que le rodea. Esta caracterología
llevábale a comulgar en las teorías de Gal, en su topografia del cerebro, con
aquella curiosa tabicación de dotes y capacidades; a estudiar a Lavatier, para
quien la cara era también la voluntad vital plasmada en carne y hueso, el carácter
vuelto hacia fuera. Todo cuanto fuese alentar esta magia, este intercambio
misterioso de lo interno y lo exterior, le era grato al novelista. Creía en
aquella teoría de Mesmer sobre la transmisión magnética de la voluntad;
compartía la imagen de los dedos como puntas de fuego irradiado de la voluntad,
y daba por buenos los espiritismos de Swedenborg; y todas estas quimeras, sin
llegar a articularse en una verdadera teoría, forma las ideas de su predilecto:
aquel Louis Lambert, chemiste de la volunté, extraña imagen del prematuramente
muerto, en quien se hermanan de modo curioso el autoretrato y el ansia de
íntima perfección; la figura que con más frecuencia que ninguna otra desnuda la
propia vida del autor. Para Balzac, toda, cara era una especie de charada que
había de descifrar. Decía descubrir en cualquier rostro la fisonomía de un
animal; creíase capaz de señalar por signos misteriosos los tocados de muerte;
jactábase de leer en la cara, en los movimientos, en el vestido de los que
cruzaban a su lado por la calle, su género de vida, su profesión. Pero este
talento intuitivo no podía bastarle; no era ésta todavía la magia suprema de la
mirada. No le bastaba penetrar en lo externo y en lo presente.
Todo su anhelo era poseer esa fuerza de concentración de los que, abstrayéndose
del contorno, no ven sólo lo momentáneo, sino que descubren también en las
raíces desenterradas las huellas de lo pasado y lo futuro; ser hermano de los
quirománticos, de los visionarios, de los profetas, de los que dicen los horóscopos;
de todos lo que, dotados de la mirada recóndita de la seconde vue, saben
descifrar lo oculto en lo aparente, lo infinito en lo inmediato; que sobre las
rayas tenues de la mano descubren el camino de la vida andada y evocan la senda
oscura del porvenir. El don de esta mirada bruja sólo puede ser otorgado, según
Balzac, a quien no disperse su inteligencia en mil direcciones, a quien la
dispare ––la idea de la concentración es en este escritor eterno ritornello––,
avaramente ahorrada, sobre un solo blanco. Este don no es atributo exclusivo
del mago y el visionario; esta mirada mágica espontánea, que es el sello
innegable del genio, la tienen las madres para sus hijos; la tiene Desplein, el
médico, que por los sufrimientos enmarañados de un enfermo descubre
infaliblemente la causa del mal y el límite probable de su duración; la tiene
Napoleón, el genio de las batallas, que con un rápido golpe de vista sabe dónde
ha de lanzar sus regimientos para decidir la suerte de un combate; la posee
Marsay, el seductor, que acecha certero el fugaz segundo en que la mujer vacila
y cae; Nucingen, el jugador de Bolsa, cuyas jugadas, lanzadas en el preciso
instante, no fallan nunca: todos estos astrólogos del cielo del alma deben su
ciencia a aquella mirada introspectiva que sabe ver perspectivas y horizontes
allí donde el ojo inerme ve sólo tintas caóticas y grises. Aquí es precisamente
donde está el nudo de afinidad entre la visión del poeta y las deducciones del
investigador, entre la aprehensión rápida y espontánea y el estudio lento y
lógico. Balzac, para quien su propio talento intuitivo tenía
que ser inconcebible, que más de una vez pasaría la vista aterrada sobre su
obra como sobre algo inverosímil, tenía por fuerza que abrazar una filosofía de
los inconmensurable, una mística incapaz de contenerse dentro de las fronteras
del catolicismo trillado de un de Maistre. Este grano de magia diluido en lo
más íntimo de su ser; este algo inverosímil que hace de su arte, más que la
química, la alquimia de la vida, es lo que le separa de cuantos han de seguir
sus huellas, de sus imitadores ––de Zola, principalmente––, que ha de ir
reuniendo piedra tras piedra, en una rebusca fatigosa, allí donde a Balzac le
bastaba con mover la varita mágica para que brotase de la tierra un palacio de
mil ventanas. Pues por inmensa que sea la energía encerrada en su obra, la
primera impresión que produce es siempre la de magia y no la de trabajo; no es
la del que toma prestado de la vida, sino la del que la regala y enriquece. Balzac, que suspende sus estudios y experimentos en
los años de producción ––y ésta es la nube que flota como un misterio
inescrutable en torno a su figura––, no era hombre que observase la vida, como
otros novelistas; como Zola, que antes de sentarse a escribir una novela abre
una carpeta a cada personaje; como Flaubert, que revuelve bibliotecas enteras
para escribir un libro menos gordo que un dedo. Balzac se aventuraba rarísimas
veces en el mundo ajeno al suyo, vivía encerrado entre los muros de sus
alucinaciones como en una cárcel, clavado al potro del trabajo, y cuando volvía
de sus fugaces incursiones a la realidad: de luchar con el editor, de llevar a
la imprenta unas galeradas, de comer con algún amigo o de revolver en las
prenderías, el viaje le había servido más bien de confirmación que de
información. No se sabe por qué caminos misteriosos llegó a adueñarse, ya en
los primeros años de su carrera de escritor, de aquel saber enciclopédico sobre
cuanto abarca la vida, como lo reunió y almacenó. Y acaso sea éste ––si se prescinde
de la figura mítica de Shakespeare–– el mayor enigma de la literatura
universal. ¿Cómo cristalizaron en Balzac, cuándo y por dónde,
todos estos tesoros inauditos de conocimientos, relativos a todas las clases
sociales, a todas las materias, a todos los fenómenos y temperamentos? En los
tres o cuatro años mozos de vida profesional, en que fue escribiente de abogado
y luego estudiante y editor, tuvo que asimilarse toda aquella muchedumbre
inmensa, inverosímil, de hechos y conocimientos sobre todos los sucesos y
caracteres. Tuvo que haber observado increíblemente durante este período de
vida. Su mirada succionaría ávidamente, tremendamente, como un vampiro, cuanto
le rodeaba, para depositarlo en sus adentros, en su memoria, donde nada
amarilleaba, nada se marchitaba ni desvanecía, nada se corrompía ni degeneraba;
donde las riquezas se alineaban en orden celoso, guardadas avaramente, en
grandes rimeros, siempre a mono y vueltas siempre del lado esencial, y mudando
todo de plumaje y cobrando alma tan pronto como él lo tocaba suavemente con su
deseo y su voluntad. Todo lo sabía Balzac: procesos, batallas, jugadas de
bolsa, las especulaciones de terrenos, los secretos de la química, los manejos
de los perfumistas y sus añagazas, las maniobras de los artistas, las
discusiones de los teólogos, los secretos de una empresa periodística, los
trucos del teatro y los de esa otra escena que llamamos política. Conocía la
vida provinciana, la de París y la del mundo, y era el connaisseur en flânerie
que leía como en un libro en los jeroglíficos de las calles; sabía cuándo se
había construido cada casa y por quién y para quién; descifraba la heráldica de
sus armas sobre la puerta; atesoraba en sí toda una época de la arquitectura;
sabía el coste de los alquileres; habitaba con sus criaturas todos los pisos;
los amueblaba y los llenaba con la atmósfera de la dicha y el infortunio, y
hacía que entre el piso primero y el segundo, entre el segundo y el tercero, se
tejiese la red invisible del Destino. Poseía conocimientos enciclopédicos:
sabía lo que valía un cuadro de Palma Vecchio, lo que costaba una hectárea de
tierra, una puntilla, un coche o un criado; conocía la vida de los elegantes
que, vegetando entre deudas, dilapidan veinte mil francos en un año; y dos
páginas más allá de la que describe la vida del pródigo nos encontramos con las
existencia del infeliz rentista, en cuyo presupuesto un paraguas destrozado, un
cristal roto, significan una hecatombe. Otras dos páginas, y ya nos hallamos
entre los pobres de solemnidad, y seguimos sus pasos, y les vemos ganarse la
limosna de unos centavos, y tropezamos con aquel pobre aguador cuyas
aspiraciones se cifran todas en poder liberarse un día del barril que agobia
sus espaldas, comprando un burro, un humilde burro; y pasan ante nosotros el
estudiante y la costurera, todas estas existencias casi vegetativas de las
grandes ciudades. Mil paisajes van desfilando, cada uno de ellos dispuesto a
colocarse tras de su Destino, a formarlo, y todos son más diáfanos par el
novelista, en un instante de contemplación, que para nosotros después de muchos
años de vivir en ellos. Todo lo sabía, todo quedaba indeleble, en él, con sólo
pasar sobre las cosas su rápida mirada, y ––¡oh maravillosa paradoja del
artista!–– sabía hasta lo que no podía saber: a fuerza de ensoñación, Balzac
conjura sobre el papel los fiordos de Noruega y los muros de Zaragoza,
trasuntos de la realidad en sus imágenes de la fantasía. Esta rapidez y
potencia de visión es algo monstruoso. Era como si el novelista tuviese el don
de ver desnudo y lúcido lo que a los ojos de los demás se representa empañado y
vestido de mil ropajes. Para todo poseía el signo, la clave; una clave que
desnudaba a las cosas de sus envolturas y apariencias para que se le mostrasen
en los secretos de la intimidad. Las fisonomías se le revelaban, y todo caía
bajo el dominio de sus sentidos como cae la simiente de un fruto seco. De un
tirón arrancaba lo esencial del tejido de lo secundario; pero no cavando y
buceando trabajosamente, capa por capa, sino haciendo explotar como con
dinamita las minas de la vida para poner al sol sus vetas de oro. Y con las
formas de lo real y de lo tangible aprisiona lo inaprensible; los fluidos de la
atmósfera de dicha o infortunio que sobre ellas flotan; las conmociones que acechan
entre tierra y cielo, las explosiones que son simientes, las tormentas
suspendidas en el aire. Y lo que para otros sólo es perfil, lo que ellos
contemplan fría y tranquilamente como tras el cristal de una vitrina, hace
vibrar la magnífica sensibilidad de este escritor como la presión atmosférica
las agujas de un barómetro. Este saber intuitivo, inmenso, incomparable,
constituye el genio de Balzac. Lo que se llama el artista, ese ponderador de
fuerzas, ordenador y modelador, que ata y desata, éste no se ve en Balzac tan
claramente. Casi se siente uno tentado a decir que era demasiado genio para ser
eso que llamamos artista. “Une telle force n'a pas besoin d'art”, La frase es
aplicable a él. Tan grande y grandiosa es esta fuerza suya, que, como las bestias
más indómitas de las selvas vírgenes, se resiste a ser domada; es bella en su
desorden como una maleza, como un torrente, como un tormenta, como todas esas
grandezas cuyo valor estético reside únicamente en la intensidad de la
expresión. Su belleza no necesita la ayuda de la simetría, la decoración, el
cuidado del equilibrio, sino que gana la admiración por la variedad
irreductible de sus fuerzas. Balzac no supo jamás componer una novela
ponderadamente; se perdía en su maraña como en una pasión, se hundía en sus
pinturas como el sensual en las sedas o en la carne desnuda y palpitante. Como
Napoleón y sus milicias, el novelista hace la leva de sus personajes en todas
las clases sociales, en todas las familias; los saca de todas las provincias de
Francia; los divide en brigadas; a los unos los monta en caballos; a los otros
los coloca junto al cañón; retaca la pólvora en sus fusiles, y luego los
abandona a las fuerzas indómitas de su pecho. La comedia humana carece, a pesar
del hermoso prólogo ––que, además, fue compuesto después que la obra– –, de
todo plan. Carece del plan como la vida misma, según a su autor se le
representaba; no pretende ofrecer una moral ni ser un compendio, sino pintar la
mutabilidad de lo eternamente mudable. Ninguna fuerza perenne alienta en este
incesante fluyo y reflujo, sino influencias siempre pasajeras como la
misteriosa atracción de la luna, esa atmósfera etérea, como tejida de nubes y
de luz, que se llama una época. Sólo una podría ser la ley suprema de este
cosmos, si alguna le moviese: la ley de la necesaria mutabilidad de cuanto vive
y se influye mutuamente y a un tiempo mismo, en que no hay energía libre que,
como un dios, actúe e impulse desde lo alto; la ley según la cual los hombres,
todos los hombres, cuyo ensamblaje inestable constituye la época, son producto
de la época misma, como su moral, como sus sentimientos. Todo es, según esto,
relativo, y lo que un parisino llama virtud es en las Azores, acaso, vicio; no
existen valores fijos, y el hombre de pasiones debe estimar el mundo y juzgarlo
por el canon que el mismo novelista le da para la mujer, la cual vale siempre
lo que cuesta. De aquí la misión del artista, que sólo puede ser una,
incapacitado como está ya por el hecho de ser un mero producto, criatura de una
época, para encontrar lo que haya de permanente en lo mudable: pintar la
presión atmosférica, el espíritu de su tiempo, la acción y reacción de las
fuerzas comunes que animan los millones de moléculas y las aglutinan y fuerzan
a repelerse. Ser el meteorólogo de la atmósfera social, el matemático de la
voluntad, el químico de las pasiones, el geólogo de las formas elementales de
un pueblo, el sabio enciclopédico que, equipado con todos los instrumentos de
investigación, ausculte el organismo de una época, a la par que el
coleccionista de todos sus hechos, el pintor de todos sus paisajes, el soldado
de todas sus ideas: esta gran ambición de Balzac es la que le anima a catalogar
infatigablemente lo infinitesimal y lo grandioso. Por eso su obra es ––según la
frase perdurable de Taine––, después de la de Shakespeare, el más formidable
archivo de documentos humanos. Para sus contemporáneos, Balzac no era ––y así
es todavía para muchos hoy–– más que un simple autor de novelas. Juzgado de
este modo, a través del vidrio estético, su magnitud no es tan sobrehumana. Sus
standard works no son muchas, ciertamente. Pero no hay que juzgarle sólo por
unas cuantas novelas, sino por su obra entera, contemplarlo como se contempla
un paisaje, con valles y montañas, y con la lejanía de lo infinito, con sus
abismos traidores y sus corrientes despeñadas. En él comienza ––y, si no
hubiese venido luego un Dostoiewski, podríamos decir que comienza y acaba–– la
idea de la novela como enciclopedia del mundo interior. Antes de escribir él, los
poetas sólo conocían dos procedimientos para acelerar un poco el motor
languideciente de la acción: o introducían en su novelas la mano exterior del
acaso, que, como aire desencadenado, se alojaba en las velas e impulsaba al
bergantín, o, si acudían al acervo de las fuerzas del alma, sólo sabían manejar
el resorte erótico, las peripecias del amor. Balzac traspone a un campo nuevo
la pasión amatoria. Para él, hay dos clases de ansiosos ––y ya hemos dicho que
sólo los ansiosos, los ambiciosos le interesan––: hay los eróticos en sentido
estricto, que son, con un par de hombres, casi todas la mujeres, para quienes
no alumbra otra estrella que la del amor, bajo la que nacen y habrán de morir. Pero estas fuerzas desencadenadas en la amatoria no
son las únicas: hay hombre en quienes las peripecias de la pasión, sin perder
un punto de intensidad; en quienes las fuerzas propulsoras elementales, sin
dispersarse ni estrangularse, se proyectan bajo otras formas, bajo otros
símbolos. El haberlo sabido ver y encarnar en sus personajes es lo que da a las
novelas de Balzac variedad tan intensa. Una segunda fuente las nutre de realidad: Balzac es el
primero que lleva el dinero a la novela. El, que no reconocía valores
absolutos, observa minuciosamente, como secretario de sus contemporáneos, como
estadístico de lo relativo, los valores externos, morales, políticos y
estéticos de las cosas, y, sobre todo, aquel valor universal que en nuestros
días raya ya casi con lo absoluto: el dinero. Caídos los privilegios de la
autocracia y niveladas las diferencias de jerarquía, el dinero es la sangre, la
fuerza propulsora de la sociedad. Las cosas son
lo que valen; las pasiones, lo que representan materialmente su sacrificio; los
hombres, lo que sus ingresos les permiten ser. Los números son el barómetro de
una serie de estados atmosféricos de conciencia que Balzac se propuso por
misión investigar. El dinero llena sus novelas. Mas éstas no pintan sólo
la acumulación y la ruina de las grandes fortunas, las especulaciones
gigantescas de la Bolsa, esas grandes batallas en que se gastan tantas energías
como costaran Leipzig y Waterloo; por ellas no desfilan solamente los veinte
tipos rapaces de avaros, despechados, pródigos y ambiciosos, los hombres que
sólo aman el dinero por el dinero y los que lo adoran como a un símbolo, o los
que sólo lo buscan como medio para otros fines; nadie antes que Balzac ni nadie
tan audazmente como él demostró que el dinero se halla incubado hasta en los
sentimientos más nobles, más puros y más espirituales del hombre. Todos sus
personajes calculan, como nosotros en la vida, instintivamente. Sus
principiantes saben, apenas llegados a París, lo que cuesta una visita a la
buena sociedad, un vestido elegante, un par de zapatos relucientes, un berlina,
un piso, un criado, todas esas pequeñeces y mezquindades que hay que pagar y
que hay que aprender. Conocen la catástrofe que representa verse despreciado
por vestir una prenda pasada de moda, y aprenden en seguida que sólo el dinero
o las apariencias del dinero abren las puertas de par en par; y de estas
pequeñas y repetidas humillaciones nacen luego las grandes pasiones y la
ambición tenaz. El novelista acompaña a sus criaturas. Ayuda al gastizo a
calcular sus gastos, cuenta sus réditos al usurero, sus ganancias al comerciante,
saca al elegante el cálculo de sus deudas, al político el del producto de sus
corrupciones. Y las cifras resultantes son los grados termométricos del
desasosiego ascensional, la presión barométrica de la catástrofe que se
avecina. Siendo el dinero el precipitado tangible de la ambición universal,
insinuándose en todos los sentimientos y todas las pasiones, es natural que un
patólogo de la vida social como era Balzac, para investigar la crisis de un
organismo enfermo examine al microscopio la sangre y vea qué quilates de dinero
encierra. Pues el dinero es el alimento de todas las vidas, el oxígeno de todos
los pulmones. Nadie puede prescindir de él: el ambiciosos, para sus planes; el
amante, para su dicha, y el artista, menos que nadie; harto lo supo éste que
arrastró toda la vida sobre sus hombros la montaña de una deuda de cien mil
francos, que sólo de vez en cuando, pasajeramente, en los éxtasis de su
trabajo, se sacudía, y que acabó por aplastarle bajo su peso. La mirada no alcanza a abarcar la obra de este
novelista. En los ochenta volúmenes que deja escritos se encierra una época, un
mundo, una generación. Nadie antes de él había acometido conscientemente
empresa tan vasta, ni nadie vio mejor recompensada la temeridad de una ambición
tan desmedida. Quien, al caer el día, huyendo de su mundo estrecho, busca aquí
goce y busca descanso, encuentra en estas novelas cuadros y hombres nuevos; el
talento dramático, asunto para cien tragedias; el estudioso, muchedumbre de
problemas y sugestiones ––caídos de la obra de este novelista como las migajas
de la mesa de un gran señor––; el amoroso, un ardor de éxtasis que puede servir
de espejo a su pasión. Pero la parte mayor y mejor de su herencia es para el
poeta. El proyecto de La comedia humana comprendía, además de las acabadas,
cuarenta novelas, que quedaron sin concluir, sin escribir. Moscú había de
titularse una; otra, La llanura de Wagram; otra describiría la conquista de
Viena; otra la vida de la pasión... Casi es una suerte que la obra quedase sin
terminar. El propio Balzac dijo una vez: “Genio es aquel que, en todo instante,
sabe plasmar en hechos sus pensamientos. Pero los genios grandes y verdaderos
no desarrollan continuamente esta actividad; de otro modo, semejarían demasiado
a Dios”. Si Balzac hubiera podido realizar, completos sus planes, cerrar el
círculo grandioso de los sucesos y las pasiones, su obra habría cobrado las
proporciones de lo inverosímil. Hubiera sido, por lo inasequible para el simple
mortal, un monstruo, una voz de espanto, mientras que así ––torso sin igual––
es aguijón magnífico, grandeza ejemplar para cualquier voluntad creadora
sedienta de lo inalcanzable. DICKENS No acudamos a los libros ni a los biógrafos, si
queremos saber la devoción que sentían por Carlos Dickens sus contemporáneos.
El amor sólo tiene hálito de vida en la palabra hablada. Hablemos de Dickens
con cualquier inglés cuyos recuerdos lleguen hasta la época de los primeros
éxitos del novelista, con uno de esos viejos que todavía conocen al poeta de
Pickwick por aquel antiguo sobrenombre familiar de “Boz” con que publicó las
primeras novelas. Por la emoción y la nostalgia que en ellos despierta el
recuerdo podremos juzgar el entusiasmo de los miles de personas que leían con
delectación, mes tras mes, aquellas entregas azules que hoy son joya de
bibliófilos y que el tiempo va tornando amarillas en armarios y estantes. Uno
de estos “old Dickensians” me ha contado lo que representaba para los
suscriptores de las novelas de Dickens el día de correo. La impaciencia no .les
permitía esperar en casa al cartero, que al fin llegaba con el ansiado cuaderno
azul. Todo un mes lo habían estado aguardando, hambrientos; todo un mes
discutiendo, anhelando por saber si Copperfield se casaría con Dora o con Inés,
alegrándose de que la situación de Micawber hiciese de nuevo crisis ––de sobra
sabían que había de vencerla, como las otras, a fuerza de ponches calientes y
de buen humor––, un mes entero de ansiedad, y ahora que llegaba la solución de
todos estos enigmas, ¿habían de esperar, sentados y tranquilos, a que
apareciese el cartero, en su cochecillo, al paso de un caballo adormilado? La
curiosidad los avasallaba. Y todos, jóvenes y viejos, al cumplirse el plazo,
salían al encuentro del correo fuera del pueblo y andaban un par de millas para
arrancarle de las manos el anhelado envío. La inquietud no les daba vagar a
llegar a casa; ya por el camino se entregaban a la lectura, y quien no tenía
que leer echaba una mirada furtiva por encima del hombro del feliz poseedor,
cuando éste no leía en voz alta para todos, y sólo los más generosos corrían a
llevar el tesoro a la mujer y a los niños. El cuadro de este pueblecillo inglés
y la devoción que de él trasciende era la de todos los pueblos, aldeas y
ciudades, la del país entero y aun más allá, la de todos los rincones del mundo
en que sonase la palabra inglesa; y este entusiasmo duró desde las primeras
obras el poeta hasta la última hora de su vida. El siglo XIX no conoció otro
caso de identificación tan cordial y tan inquebrantable de un poeta con su
pueblo. Su fama subió como un cohete, pero sin caer ni declinar jamás,
suspendida en el firmamento, inmutable y refulgente como un sol. De la primera
entrega del Pickwick se tiraron 400 ejemplares: ya en la tirada alcanza el
número de 40,000: el triunfo fue repentino, se impuso con la fuerza arrolladora
de una avalancha. No tardaron en abrirse los caminos del mundo. En Alemania
circulaban por miles los cuentos de Dickens en cuadernos de a diez centavos,
inundando de risa y de alegría los resquicios de los corazones más
ensombrecidos, y por América, por Australia, por el Canadá corrían en caudal
copioso las vidas de Nicolás Nickelby, del pobre Oliverio Twist y de los miles
y miles de personajes que el ingenio inagotable de este novelista entregó al mundo.
Hoy deben de contarse por millones los libros de Dickens, grandes y pequeños,
de todos los precios y tamaños, desde las ediciones baratas para pobres hasta
esa fastuosa edición americana de multimillonarios, la más cara que se haya
hecho en literatura, y que cuesta, al parecer muchos miles de marcos. Y en
todas estas páginas sigue viviendo, fresca como el primer día, la bendita risa,
posada allí por el poeta para echarse a volar gorjeando como un pájaro en
cuanto se abre el libro. Nada hay que pueda compararse a la popularidad de que
gozó este novelista, y si los años no la aumentaron fue porque la pasión
desbordada ya no admitía más. Inglaterra se sintió atravesada por una especie
de vértigo el día en que Dickens se decidió a leer sus creaciones en público,
cuando por vez primera se presentó en persona a los ojos del pueblo que le
admiraba. El público asaltaba las salas, masas inconcebibles de gente se
apretujaban para verle, par oírle; racimos de entusiastas se colgaban de las
columnas, se hacinaban debajo de la tribuna del orador. En Norteamérica, en el
rigor del invierno, la gente se pasaba noches enteras en la cola para coger
sitio, durmiendo en colchones que traían de casa y comiendo lo que les servían
de cualquier restaurante cercano; es increíble la multitud que se agolpaba para
escuchar la palabra del poeta. Todas las salas de espectáculos resultaban
pequeñas, y en Brooklyn hubo que habilitar una iglesia. Y el novelista leyó
desde el púlpito las aventuras de Oliverio Twist y la historia de la pequeña
Nelly. Esta fama, que no declinaba, nubló el nombre de Walter Scott y eclipsó
durante toda su vida el genio de Thackeray. Al extinguirse la llama humana, al
morir Dickens, fue como si un rayo hubiese desgarrado el firmamento inglés. Gentes desconocidas se paraban en la calle para
condolerse de la noticia, y la consternación se apoderó de Londres como después
de una gran derrota. El novelista fue enterrado en la Abadía de Westminster,
panteón nacional de Inglaterra, entre Shakespeare y Fielding. Fue imponente el
cortejo que acudió a su sencilla sepultura, inundada días y días de flores y
coronas. Y todavía hoy, pasados cuarenta años, es raro el día en que no se ven
sobre la tumba algunas flores depositadas por una mano agradecida: el tiempo no
ha marchitado la fama ni ha enfriado el amor conquistado por este poeta.
Dickens sigue siendo, como el día en que su pueblo puso en el regazo del
escritor anónimo ––bien ajeno a ello–– la fama universal, el novelista
predilecto, el más festejado y admirado del mundo inglés. Para que la obra de un poeta logre un influencia tan
inmensa como ésta en difusión y en intensidad, es menester que en ella se dé la
conjunción de dos elementos pugnantes que muy rara vez coinciden: la conjunción
del hombre genial con la tradición de su pueblo y de su tiempo. Lo genial y lo
tradicional suelen estar reñidos como el agua y el fuego. El signo del genio
¿no es, casi siempre el rompimiento con la tradición que representa el pasado
como encarnación del alma de una tradición nueva, la declaración de guerra de
una generación que caduca como signo precursor de otra que en él comienza? El
genio y su época son como dos mundos que aunque cambien entre sí luces y
sombras se mueven en órbita distintas; y si acaso coinciden, jamás se unen.
Rara vez suena en el firmamento el segundo en que la sombra de uno de estos dos
astros cubra tan de lleno el disco del otro que los contornos de ambos se
identifique. Dickens es el único gran poeta del siglo cuyo sentido íntimo se
conjuga totalmente con las necesidades espirituales de su tiempo. Su novela llena y refleja a la par los gustos de la
Inglaterra en que escribe; en su obra vive la tradición inglesa corporizada.
Dickens representa el “humour”, el carácter observador, la moral, la estética,
el contenido artístico y espiritual, el sentido de vida genuino ––unas veces
extraño para quien lo mire desde fuera; otras veces, simpático y atrayente–– de
los sesenta millones de hombres que viven al otro lado del Canal de la Mancha.
Y no es el poeta quien ha forjado esta obra, sino la tradición inglesa, la más
fuerte, la más rica, la más peculiar y, por tanto, la más peligrosa de todas
las culturas nacionales modernas. Es imposible para un inglés desentenderse de
la fuerza vital de estas raíces. Cualquier inglés tiene más de inglés que un
alemán tiene de alemán. El carácter inglés es algo más que un barniz extendido
sobre el organismo espiritual de un hombre: es algo que se lleva en la masa de
la sangre, que marca el ritmo de la vida y late en lo más íntimo y en lo más recóndito,
en lo más personal del ser: en su sentido artístico. Aun como artista, el inglés debe siempre más a su raza
que el francés o el alemán. Por eso todos los ingleses que sintieron de verdad
una misión de artista, todos los verdaderos poetas, han tenido que pugnar con
el inglés inacallable que llevaban dentro, sin que el odio más entrañado y
desesperado consiguiese descuajar de su pecho la tradición. Sus finas raicillas
están demasiado enterradas en el alma para que puedan arrancarse sin riesgo:
los artistas que se empeñaron en matar lo que había en ellos de inglés, lo
lograron, mas a costa de dejar de ser. Byron, Shelley, Oscar Wilde,
aristócratas todos, ávidos de aire, de libertad y cosmopolitismo, pugnaron por
ahogar en su interior al inglés, llevados del odio al espíritu eternamente
burgués de la raza, y en el empeño dejaron la vida. La tradición inglesa es la
más fuerte, la más victoriosa del mundo, pero también la más peligrosa para el
arte. Peligrosa por su perfidia: porque no es un yermo desolado, sino un hogar
tibio y confortable, dulcemente tentador, en que el espíritu se ve aprisionado
insensiblemente, ceñido de fronteras morales, cercado de normas y reglamentos
que se avienen muy mal con la libertad que reclama el impulso artístico. Es
como una casa muy cómoda y bien instalada, pero donde el aire se confina para
que no entren de fuera las peligrosas tormentas de la vida; una casa alegre,
grata y acogedora, un auténtico “home” de placidez burguesa en cuya chimenea
arden los leños, pero cuyos muros pesan como una cárcel sobre el que quiere
hacer del mundo su hogar, respirar sin tregua el aire de una vida aventurera y
nómada. Dickens supo acomodarse gustosamente en la tradición inglesa; se
instaló entre sus cuatro paredes como en su propia casa. Se sentía feliz en
ella; no echaba nada de menos, y jamás, durante toda su vida, puso la planta
fuera de las fronteras artísticas, morales o estéticas de su país. Este poeta
no sentía vocación de revolucionario. En su espíritu, el artista se conciliaba
muy bien con el inglés, y el segundo acabó por absorber al primero. Todas las
obras de Dickens tienen sólido cimiento en las vetas seculares de la tradición
inglesa ––sólo raras, muy raras veces, se aparta de ellas, y en cosas muy
leves––, aunque levanten el edificio a alturas inesperadas, con los encantos de
su arquitectura. Su obra es la voluntad inconsciente de la nación plasmada en
arte, y para aquilatar la intensidad, los raros méritos y las posibilidades
frustradas de este novelista, no hay que olvidar un momento que al enfrentarnos
con él nos enfrentamos con Inglaterra. Dickens es la expresión poética más alta que alcanza
la tradición inglesa entre la era heroica de Napoleón, el pasado glorioso, y el
imperialismo, el sueño del porvenir. Si este genio rindió una obra
extraordinaria, pero no el fruto imponente a que estaba predestinado, no
echemos la culpa a Inglaterra, ni a la raza, sino al momento irresponsable en
que vivió; a aquella época, regida por el cetro de la reina Victoria. También
Shakespeare fue suprema posibilidad y realización literaria de un período de la
historia inglesa. Pero el del clásico era un mundo muy distinto: era aquel
mundo de la Inglaterra isabelina, vigorosa y activa, juvenil y sensual, que
empieza a luchar por la supremacía: un mundo cálido y vibrante de fuerza
pletórica. Shakespeare fue hijo de un siglo de acción, de voluntad ambiciosa y
de energía. Se abrían horizontes nuevos; descubríanse en América reinos de
aventuras; el enemigo jurado se entregaba; llegaban de Italia los resplandores
del Renacimiento, rompiendo las nieblas norteñas; caducaban un Dios y una
religión, y era necesario llenar el mundo con nuevos valores vivos. Shakespeare
es la encarnación de la Inglaterra heroica como Dickens el símbolo de la
Inglaterra poética más alta que alcanza la tradición inglesa burguesa. El
novelista fue súbdito leal de la dulce, maternal, insignificante old queen
Victoria, ciudadano de un Estado moderado, prudente, tranquilo, amigo del
orden, curado de arranques y pasiones. Pesaba sobre él la gravitación de una
época que no sentía hambre, que sólo quería que la dejasen hacer sosegadamente
la digestión. La brisa suave que soplaba en sus velas no alejó jamás la nave de
su poesía de las costas inglesas, rumbo a la belleza peligrosa de lo desconocido,
hacia el infinito que no tiene sendas. El poeta procura mantenerse cautamente
cerca del lar, junto a la costumbre y la tradición. Shakespeare es el impulso
audaz de la Inglaterra ambiciosa; Dickens, la prudencia de la Inglaterra
satisfecha. Cuando el novelista, que nació en 1812, puede volver los ojos al
mundo, sobre éste se ciernen las sombras, extinguida la gran hoguera que
amenazó reducir a cenizas el ensamblaje podrido de los Estados europeos. La guardia del emperador se ha estrellado en Waterloo
contra la infantería inglesa. Inglaterra está salvada y ve hundirse al enemigo
irreconciliable en una isla lejana, solitario sin poder y sin corona. Dickens
no alcanzó ya la emoción de aquellos años, no vio los resplandores del fuego
que envolvía a Europa de punta apunta; ante su mirada vuelve a levantarse,
cerrada la espesura de la niebla inglesa. Su juventud no reconoce ya ningún
héroe; los tiempos heroicos han pasado. Todavía quedan en Inglaterra un par de
almas que no se resignan a creerlo, que anhelan volver atrás, a fuerza de
pasión, la rueda del tiempo, imprimirle la furia de su girar pasado. El país
que no quiere que interrumpan su sosiego, repudia a estos soñadores. Y allá
van, a buscar el espíritu romántico a los rincones donde se guarece, empeñado
en encender de nuevo la hoguera con los rescoldos. Mas el destino no se deja avasallar. Shelley muere
ahogado en el Mar Tirreno y lord Byron se consume de fiebre en Missolounghi. La
época está cansada de aventuras. El mundo es color de ceniza. Inglaterra se
sienta a la mesa, plácidamente, a disfrutar del botín todavía sangrante. El
burgués, el mercader, el corredor de comercio son los reyes de este reino, y se
repantigan en el trono como en una poltrona. Inglaterra sestea en los placeres
de la digestión. Para gustar, el artista que se presentase ante el país en esta
hora tenía que ser digestónico, no inquietar, no despertar emociones fuertes,
acariciar suavemente, sin sacudir, infundir sólo sensaciones sentimentales, sin
cariz trágico. Nada de ese terror que parte el pecho como un rayo, que corta el
respiro ––harto inquietaban con semejantes emociones de la vida real las
gacetas llegadas de Francia y Rusia––, sino los sentimientos cosquilleantes que
dan vida y color a las aventuras y excitan la curiosidad. Una literatura de
junto al fuego era lo que la época pedía; libros de esos que se leen
confortablemente al lado de la chimenea, mientras la tormenta azota en los
cristales; esos libros que arden y chisporrotean alegremente como los leños en
el hogar, que calientan el cazón como los sorbos de té, sin embriagarlo en gozo
ni abrazar en fuego. Tan miedosos se han vuelto los vencedores de la
antevíspera, tan celosos sólo de retener y de conservar sin el menor arranque
para osar y emprender, que hasta sienten recelo de la violencia de sus propios
sentimiento. En los libros, como en la vida: sólo quieren pasiones templadas,
sentimientos normales, equilibrados y honestos; nada de éxtasis tempestuosos.
La idea de la dicha quiere decir ahora contemplación; la estética, moralidad;
la sensibilidad se confunde con la sensiblería; el sentimiento patriótico con
la lealtad al régimen; el amor, con el matrimonio. Todos los valores vitales se
vuelven anémicos. Inglaterra está satisfecha, y no quiere cambios. El arte que
hubiera de llenar las aspiraciones de este país saciado, tenía que ser también
un arte satisfecho, bien avenido con el presente, sin veleidades de nada mejor.
Y así como la Inglaterra, isabelina había encontrado su expresión en
Shakespeare, esta Inglaterra, sin ambiciones descubre el genio capaz de darle
lo que necesitaba: un arte placentero, amable, digestónico. Dickens llegó en el
momento propicio. Y esta fortuna le valió la fama; mas el haberse dejado
arrollar, débilmente, por esta ley de la necesidad, fue su tragedia. Su arte se
nutre de una moral hipócrita: la moral hedonista de un pueblo satisfecho. Y si
detrás de su obra no hubiese un genio artístico tan extraordinario, si su
brillante y fino humorismo no envolviese la pobreza incolora de los sentimientos
que le sirven de savia, esta obra no hubiera conquistado el mundo; sería tan
diferente fuera de Inglaterra como tantas y tantas novelas urdidas del otro
lado del Canal por manos habilidosas. Sólo repudiando con lo mejor del alma la
mezquindad hipócrita de la cultura de aquella época y de aquel pueblo, puede
uno admirar verdaderamente el genio del hombre que la retrata y en su retrato
nos obliga a sentir interés y hasta afecto por un mundo repulsivo de saciedad.
Grande tenía que ser el soplo de su poesía para redimir a esta prosa, la más
banal que pueda imaginarse. Dickens no rompe, personalmente, con la Inglaterra en
que vive. Pero allá, en el fondo de su alma, en el seno de lo inconsciente, el
artista hubo de luchar en él con el inglés. El poeta avanza al principio con
paso fuerte y decidido. Mas, poco a poco, conforme va sintiendo bajo sus pies
la arena blanda, que su misma blandura hace fuerte, le gana el cansancio, y
acaba por seguir las huellas anchas y antiguas de la tradición. El destino de
este artista, vencido por su época, me hace recordar, sin querer, la aventura
de Gulliver en Liliput: mientras duerme el gigante, los enanos aprovechan su
sueño para envolverle en la red de sus hilillos, y el prisionero tiene que
capitular, jurando que no violará las leyes del país. La tradición inglesa teje
su trama en torno a Dickens, mientras éste duerme el sueño de su vida oscura;
cada nuevo éxito es un hilo más que le ata a la gleba, y la fama le sujeta las
manos. El poeta tiene una larga infancia sórdida. En su juventud entra de
taquígrafo del Parlamento, y es entonces cuando se pone a escribir bocetos
rápidos, más para ayudar un poco a sus ingresos que por una necesidad poética
vehemente. Mas como la primera tentativa fuese feliz, el periódico le contrata.
Viene luego la proposición de un editor para que escriba una serie de glosas
satíricas acerca de un club, que habían de servir de texto a una colección de
caricaturas sobre la gentry. Dickens acepta. Y triunfó, triunfó como nadie
podía imaginarse que triunfaría. Los primeros cuadernos del Pickwick Club
tuvieron en éxito sin precedentes. A los dos meses, “Boz” era un autor
nacional. La fama siguió creciendo, y Pickwick se convirtió en una novela.
Nuevo triunfo. Las mallas de la red, las ligaduras secretas de la gloria, iban
siendo cada vez más tupidas. El aplauso le impulsaba de una obra a otra, cada
vez más lleno en la dirección en que soplaba el viento del gusto público. Estas
redes sutiles hechas de aplausos y de éxitos, entretejida en ellas la
conciencia orgullosa de crear una obra de arte, le tienen atado al suelo inglés
hasta que capitula y jura interiormente no infringir jamás las leyes estéticas
y morales de su nación. He aquí ya al novelista prisionero de la tradición
inglesa, prisionero del espíritu del tiempo, como nuevo Gulliver entre los
liliputienses. Su maravillosa fantasía, que hubiese podido volar como un águila
sobre este mundo estrecho, se recluye en la jaula del triunfo. Sobre su
inspiración de artista gravita el peso de una profunda satisfacción. Dickens vivió contento. Contento con el mundo, con
Inglaterra, con sus contemporáneos, como ellos con él. Ambos se querían tales
como eran, sin ambicionar otro ideal. En este novelista no alentaba ese amor
colérico, que flagela, sacude, espolea y exalta; esa voluntad primitiva que
enciende a los grandes poetas en rebeldía contra su Dios y les arrastra a
repudiar a su mundo para levantarlo de nuevo sobre leyes propias. Dickens era
templado y respetuoso; tenía una admiración benevolente para cuanto existía;
todo despertaba en él un entusiasmo gozoso e infantil. Vivía contento, y no
necesitaba mucho para vivir. No se olvidaba de su infancia, de aquellos años de
pobreza extrema en que el Destino le tuvo olvidado, y el mundo, intimidado,
hundido en míseras profesiones. Entonces, cuando las ansias eran en él más variadas y
más vivas, todas las puertas se le cerraban, todas las cosas le ponían gesto
ceñudo. Jamás se apagó en el pecho de Dickens la llama encendida por estos
años, que fueron la experiencia verdaderamente trágica de que había de
alimentarse su poesía. En el mantillo fecundo de este dolor silencioso queda
enterrada la simiente de su voluntad creadora. En su alma prendió como el
anhelo más profundo el ansia de vengarse de esta infancia humillada cuando el
Destino le concediese poder y un campo para desarrollar sus fuerzas; el ansia
de acudir con sus novelas en ayuda de estos niños pobres, abandonados y
olvidados, que sufren como él sufrió de la injusticia de malos maestros, de
escuelas descuidadas, de padres indiferentes, del carácter indolente, egoísta y
seco de la mayoría de los hombres. Salvar para ellos las flores de la alegría
infantil, malogradas tan temprano en su pecho sin el rocío de la bondad humana. Cuando la vida puso en sus manos lo que apetecía, ya
no hubo fuerzas para acusarla; pero la niñez perdida seguía clamando en él. Y
ésta es la única intención moral que se salva, la voluntad vital que anima su
obra; éste, la protección de estos seres débiles, el único punto en que aspira
a corregir el orden reinante. Mas no recusándolo ni rebelándose contra las
leyes del Estado; no es la voz que amenaza, el puño colérico que se levanta
contra la sociedad, contra el legislador, contra sus conciudadanos, contra la
mentira convencional: Dickens se limita a señalar el mal, a apuntar con dedo
prudente a la herida abierta. Inglaterra fue el único país de Europa donde no
prendió la revolución de 1848, como el pueblo, el novelista se abstiene de
derrocar para reconstruir; se contenta con corregir y rectificar, con limar y
suavizar las injusticias sociales allí donde le parecen más agudas y dolorosas,
pero sin arrancar de cuajo las raíces del mal ni descender a las causas
últimas. Como buen inglés, no se atreve a tocar los fundamentos
de la moral, tan sacrosantos para el conservador como el gospel: el Evangelio.
Y este espíritu conservador del hombre satisfecho, que es el pozo de las aguas
estancadas de la época, marca la obra de Dickens. Como él, sus héroes piden poco a la vida. Los
personajes de Balzac son siempre ávidos y ambiciosos, arden en ansia codiciosa
de poder. Nada les basta, son todos unos insaciables que llevan dentro de sí un
conquistador del mundo y un revolucionario, un tirano y un anarquista. En todos
arde el fuego napoleónico. Los héroes de Dostoiewski tiene también temple
fogoso y arrebatado: su voluntad repudia el mundo y desprecia con magnífico
descontento la vida real, para aspirar a la verdadera vida; su ambición no es
ser ciudadanos y hombres: por debajo de su humildad arde el orgullo peligroso
de ser redentores y Mesías. El héroe de Balzac aspira a subyugar el mundo; el
héroe de Dostoiewski quiere sobreponerse a él. Ambos se remontan sobre la vida
diaria, ambos disparan sus flechas sobre el infinito. Las aspiraciones de los
hombres de Dickens son más modestas. Con cien libras de renta al año, una mujer
discreta, una docena de hijos, una mesa amable a cuyos manteles se pueden
sentar de vez en cuando un par de amigos, y una casa de campo cerca de Londres,
desde cuyas ventanas se vean árboles, con un trozo de jardín y un puñado de
dicha, viven satisfechos. Es el ideal del pequeño burgués, el paraíso de la
clase media: el que apetezca otra cosa, que no venga a Dickens. Sus criaturas
repugnan todas, en sus adentros, los cambios del orden social establecido y ni
ambicionan la riqueza ni aman la pobreza, sino esa plácida mediocridad que como
ideal de vida es tan peligroso para el artista como sabio para el menestral y
el tendero. Los ideales de Dickens tienen la palidez anémica del aires mísero
que respiran. Y presidiendo, su obra, no truena como creador y domeñador del
caos un dios colérico, gigantesco y sobrehumano, sino que aparece cómodamente
sentado en actitud contemplativa un buen ciudadano inglés. La sociedad burguesa
es la atmósfera en que viven todas las novelas de este novelista. Su grande y memorable mérito fue descubrir lo que
había de romántico en la vida civil, la poesía de lo prosaico. Él fue el
primero que tejió en red poética los hilos de la vida diaria de la más
antipoética de todas las naciones. Sus libros derramaron sol sobre el gris
apagado de la existencia de su país. Y como esa magnífica luz dorada, radiante,
que el sol arranca por momentos al turbio ovillo de la niebla inglesa, este
poeta redime a su pueblo por unos segundos del crepúsculo plomizo que lo
envuelve. Dickens es el nimbo dorado sobre la vulgaridad de todos los días,
sobre la vulgaridad de cosas y personas; el idilio de Inglaterra. Saca sus
héroes y sus sucesos de las callejuelas míseras de los barrios por donde otros poetas
pasaban indiferentes, pues para ellos no podía haber tipos literarios ni vida
interesante más que bajo las lámparas de los salones aristocráticos o en la
sendas del bosque encantado de los fairy tales, en el reino de lo
extraordinario. El buen burgués monótono de todos los días era la ley terrena
de la gravedad hecha carne, y ellos buscaban almas fogosas, preciosas, aéreas;
buscaban el hombre lírico, heroico. Dickens no se avergüenza de tomar por héroe
a un pobre diablo; también él descendía del pueblo, era un self-made man, y
siempre profesó una devoción fiel a las clases humildes. Es maravilloso su
entusiasmo por lo vulgar, por las tradiciones patriarcales más insignificantes,
por todos esos pequeños detalles que hacen la vida. Y almacén de curiosidades,
curiosity shop, son sus libros una feria de cachivaches y pequeñeces
pintorescas que cualquier otro habría despreciado, y que parecían haber estado
esperando años y años, cubiertas de polvo, la mano amorosa del coleccionista.
Dickens reúne estas antigüedades polvorientas y sin valor, las limpia y las
bruñe hasta dejarlas brillantes, las ordena y las pone al sol de su humorismo,
donde refulgen con destellos que nadie sospechaba. Saca del pecho de gentes
sencillas sentimientos humildes y desdeñados, los articula en su engranaje como
un relojero y los pone a andar. La maquinaria zumba un poco y carraspea, y de
pronto, como esos relojes de música antiguos, rompe a tocar una dulce melodía,
más alegre que las melancólicas baladas legendarias de los trovadores. El poeta
desentierra de las cenizas del olvido la vida burguesa de su país y la pone al
sol, armónica y reluciente, animada con nueva vida. Apunta piadosamente a sus
faltas y mezquindades, ilumina con amor sus bellezas, viste sus supersticiones
con los colores poéticos de una nueva mitología. Las estridencias del grillo
familiar son suave música en sus novelas; las campanas de la noche de San
Silvestre, un poema humano; el encanto de la Navidad hermana la poesía y el
sentimiento religioso. Dickens encuentra un sentido profundo en la fiesta
popular más humilde; ayuda a estas gentes sencillas a encontrar la poesía de su
vida diaria, las encariña todavía más con lo que ya era su mayor cariño; con su
home, con el aposento recogido, íntimo, en cuya chimenea juegan las lenguas de
fuego y crepita la leña seca, mientras el té zumba y canta en la tetera: estas
paredes donde una vida sin ambiciones se amuralla contra las tempestades de la
codicia y los embates temerarios de los tiempos. Este poeta quiso enseñar los encantos
poéticos de la vida de cada día a cuantos vivían recluidos en ellas. Reveló a
miles y millones de seres humildes hasta dónde llegaba el valor de eternidad de
sus pobres vidas, dónde se escondía la chispa de la alegría serena enterrada
entre las cenizas de los afanes cotidianos, y cómo con esta chispa
insignificante se podía pretender la brasa inextinguible del buen humor. Su
aspiración era servir a los niños y a los pobres. Todo lo que sobresalía,
material o espiritualmente, de este nivel medio, le era antipático. El
verdadero amor de su corazón lo guarda para lo ordinario, para lo vulgar.
Siente aversión hacia los ricos y los aristócratas, hacia los privilegiados de
la vida. A ellos corresponden en casi todas sus novelas los papeles de pícaros
y avaros. Los dibujos de estos personajes son casi siempre caricaturas, rara
vez retratos. Se ve que no gozaban de las simpatías de su autor. Este se
acordaba demasiado bien de las veces que había estado de niño a llevar cartas a
su padre a la cárcel de deudores, a la Marshalsea, y de las veces que había
entrado en las casas de empeños; conocía demasiado de cerca las privaciones;
sabía lo que era haberse pasado año tras año en Hungerford Stairs, en un
cuartucho abuhardillado, sucio y sin sol, troquelando y atando miles y miles de
pastillas de betún en un día, hasta que sus manos de niño no podían más y las
lágrimas de la miseria le saltaban a los ojos. Sabía lo que era haber padecido
hambres y humillaciones en las frías mañanas londinenses, errando por las calles
envueltas en niebla. Entonces, ninguna mano se había tendido para levantarle;
los coches pasaban veloces por delante del niño pobre, aterido de frío; los
caballos de los lores trotaban sin detenerse; no se le abría ninguna puerta.
Sólo había conocido la buena voluntad de los humildes, y sólo para con ellos se
consideraba ahora obligado a gratitud. La poesía de este novelista es eminentemente
democrática ––no socialista, porque para esto le faltaba a su autor la vena
radical––: sólo la simpatía y la compasión hacia los que sufren le arrancan
tonos patéticos. Dickens se mueve con predilección en el plano del burgués
humilde, en la esfera intermedia entre el asilo y el rentista; sólo cerca de
estas gentes sencillas se siente a gusto. Pinta con complacencia y prolijidad
los cuartos donde viven, como si él mismo quisiera habitar allí; teje en torno
a ellos destinos variados, sobre los cuales se cierne siempre un rayo de sol;
sueña sus sueños humildes; es su abogado, su predicador, su favorito, el sol
claro perennemente tibio de este mundo gris. ¡Y cuánta riqueza gana él en esta pobre realidad de
las vidas insignificantes! Todo el tropel confuso de estas sencillas
existencias, con su ajuar, el cúmulo de sus profesiones y oficios, la madeja
inextricable de sus sentimientos, cristaliza armónicamente en el cosmos de sus
novelas, con estrellas propias y dioses propios. La mirada penetrante de este
poeta sondea bajo la superficie lisa, sin oleaje apenas, de estas vidas
humildes, y saca de las aguas que otros creyeron estancadas, con sus finas
redes, verdadero tesoros. Su pluma va extrayendo del montón informe hombres y
más hombres, cientos de figuras, seres bastantes para poblar una pequeña
ciudad. Entre ellos hay fisonomías inolvidables que conquistan un valor de perennidad
en la literatura y cuya vida toca con sus raíces a la verdadera esencia del
pueblo: figuras como Picwick y Sam Weiler, Pecksniff y Betzey Trotwood, cuyos
solos nombres evocan mágicamente en nosotros un tropel de recuerdos sonrientes.
¡Qué riqueza la de estas novelas! Solamente los episodios del David Copperfield
suministrarían materia bastante para toda la obra poética de un novelista. Los
libros de Dickens son verdades novelas, por su plenitud y su vida incesante, y
no acaecimientos psicológicos estirados como las nuestras, las alemanas. No hay
en ellas puntos muertos ni trechos arenosos en que la corriente se suma; el
flujo de los sucesos no se estanca un instante, y sus aguas son como un
verdadero mar, inescrutables e inmensas. Apenas la vista puede abarcar el alegre y tumultuoso
ir y venir de las figuras que hormiguean en estos libros, pugnando por salir a
la escena del corazón, empujándose y echándose fuera unas a otras, cruzando por
delante de nuestros ojos como un torbellino. Emergen como la espuma, de las olas del seno de la
ciudad gigantesca, para precipitarse y desaparecer de nuevo en la marejada y de
nuevo reaparecer, ahora en la cumbre y luego en la sima, tragándose y
repeliéndose unas a otras, sin cesar. Pero esta dinámica no es caprichosa, detrás
del tumulto pintoresco hay un orden, y los hilos aparentemente enredados, se
tejen y entretejen formando un alegre tapiz. Ninguna de las figuras que parecen
deambular ante nuestra vista sin objeto se pierde; todas se completan y se
impulsan y combaten entre sí, en un juego de luces y sombras. El enredo de los
sucesos, ya tristes, ya alegres, va desmadejando, como el gato jugando con el
hilo, el ovillo de la vida, y el sentimiento de todas sus notas, en rápida
escala, desde la más tenue a la más intensa: del júbilo se pasa al espanto, de
éste a la insolencia, y tan pronto brillan en las mejillas la lágrimas de la
emoción tierna como las de la alegría exaltada. Se acumulan las nubes,
amenazadoras; se espesan, pero al final brilla siempre, magnífico, el sol, en
un cielo limpio. Algunas de estas novelas tienen algo de Ilíada en sus mil
combates, la Ilíada de un mundo desdivinizado; otras son modestos idilios
pacíficos; pero todas, las mejores como las ilegibles, se distinguen por esta
pródiga variedad. Y todas, hasta las más rebeldes y las más tristes, hacen
brotar en la roca del paisaje trágico las flores de unas cuantas gracias
amables. En las vastas praderas de sus libros, en todos, florecen como violetas
recatadas estos detalles atractivos, inolvidables; de la faz sobria de los
duros sucesos brota, cantando, la fuente clara de una sana alegría. Hay en
Dickens capítulos que sólo pueden compararse a paisajes, por la emoción límpida
que producen; tanta es su divina pureza, libre de toda contaminación con los
bajos instintos; tal es el sol de tibia y gozosa humanidad que los baña. La
muchedumbre de estos paisajes, largamente prodigados en su obra, constituyen
una de las grandezas de este novelista, y sólo por ella habría que admirarle.
¡Qué magníficos tipos los de sus novelas, pintorescos, joviales, bondadosos,
casi siempre ridículos y tan divertidos siempre! Son como prisioneros de sus
manías y genialidades, enquistados en las profesiones más extrañas, metidos en
las aventuras más extravagantes. Y siendo tantos, y todos dibujados
minuciosamente, hasta en el menor detalle, ninguno semeja al otro, nada es en
ellos molde o esquema, todo sentido y vitalidad. Todos tipos vistos, nunca
fingidos. Y vistos por la mirada incomparable de este poeta. La mirada de Dickens es de una precisión sin igual, un
instrumento infalible, maravilloso. Dickens era un genio visual. Todos, sus
retratos, los de juventud como los que le representan en edad madura ––que son
los mejores––, están dominados por esta magnífica mirada. No es la mirada del
poeta, perdida en una hermosa locura o velada elegiacamente, blanda y sumisa o
visionaría y fogosa. Es una mirada inglesa: fría, gris, aguda como un acero. Y
blindada, como un tesoro; pues éste era, en efecto, el tesoro en que el
novelista guardaba herméticamente cerrados, a cubierto de toda pérdida y de
toda combustión, los tributos que el mundo exterior le iba pagando; los de ayer
como los de muchos años antes: los sublimes como los más insignificantes; la
pintoresca muestra de cualquier tenducho que hubiese visto de niños, a los
cinco años, entre las nieblas de la infancia, o el árbol florido delante de la
ventana. Nada escapaba a esta mirada, más fuerte que el tiempo; sus imágenes
iban atesorándose avaramente en el granero de la memoria, hasta que el poeta
las evocase. Ninguna se coagulaba en el olvido, ninguna palidecía o perdía el
perfume; todas esperaban, fragantes y jugosas, llenas de luz y de color a que
su voz las llamase. La memoria visual es, en Dickens, algo incomparable. Su
hoja finísima de acero corta las tinieblas de la infancia; en el David
Copperfield, que es una autobiografía disfrazada, se recortan como siluetas,
con perfil agudo, sobre el fondo de lo inconsciente, los recuerdos de la madre
y la criada que a los dos años quedaron impresos en su alma de niño. En Dickens
no hay nunca contornos vagos ni posibilidades ambiguas de visión: queramos o
no, lo vemos todo con nitidez. La fuerza plástica de estas figuras no deja el
más mínimo margen de libertad a la fantasía del lector; se adueña de ella y la
sojuzga: por eso era éste el poeta ideal para un pueblo sin imaginación. Si
ponemos a veinte dibujantes delante de sus libros y les pedimos los retratos de
Pickwick y Copperfield, veremos qué misteriosa semejanza presentan todas las imágenes;
por mucho que los detallen varíen, serán siempre el caballero orondo con su
chaleco blanco y los ojos bondadosos sonriendo detrás de los cristales, y el
muchacho rubio, hermoso y tímido, en la diligencia que le lleva a Yarmouth. Las
descripciones de Dickens son tan precisas, tan minuciosas, que nuestra mirada
mental tiene que seguir, como hipnotizada, las huellas de la suya. No es el ojo
mágico de Balzac, que arrancaba el alma de los hombres a la noche de fuego de
sus pasiones y sobre ellas los modelaba caóticamente, sino un ojo muy terreno,
ojo de marino, de cazador, de halcón, al que ningún detalle humano se escapa.
Estos detalles, estas minucias, constituyen para este poeta ––una vez lo dice––
el sentido de la vida. Su mirada avizora los signos más insignificantes;
descubre las manchas en los vestidos; sorprende los gestos apenas esbozados de
perplejidad y desamparo; los pelillos canosos que asoman por debajo de una
peluca negra, cuando el que la luce tiene un acceso de cólera. Aprecia los
matices más finos; tienta el pulso de cada dedo de la mano que estrecha la
suya; mide las gradaciones de la risa. Unos años antes de entregarse a la
literatura, fue taquígrafo en el Parlamento y en esta tarea desarrolló sus
facultades de concentración, se acostumbró a cifrar en una raya una palabra, en
un signo toda una frase. Su obra de poeta es también una especie de clave del
mundo real, en que los rápidos signos sustituyen a las descripciones: es la
esencia de sus observaciones, destilada allí del caudal de los sucesos varios.
Su mirada tenía una penetración inquietante para sorprender estos pequeños
detalles de observación; nada se le escapaba: su ojo captaba, como una buena
instantánea fotográfica en una centésima de segundo, gestos y movimientos.
Además, esta potencia de visión del novelista se agudiza por un curioso
fenómeno de refracción visual que hace que su ojo, en vez de reflejar fielmente
el objeto, con sus proporciones naturales, realce sus rasgos característicos,
como si fuese un espejo cóncavo. Dickens, en efecto, recarga siempre lo que hay
de típico en sus hombres, los saca del plano de lo objetivo para subrayar sus
características; es decir, los caricaturiza, los concentra, los convierte en
símbolos. El orondo Pickwick tiene también un alma oronda; el flaco, es
igualmente seco de espíritu; el malo es Satanás; el bueno, la perfección
personificada. Dickens exagera, como todo gran artista, pero no en la nota de
lo grandioso, sino de lo humorístico. Y la impresión indeciblemente regocijante
que producen sus relatos, no nace tanto del capricho de su autor, de su
voluntad, como de esta desviación óptica de su mirada, en que los sucesos de la
vida, captados con un exceso de agudeza, se reflejan siempre un tanto
caricaturizados. Y lo cierto es que el genio de Dickens reside, más que
en su alma ––harto burguesa––, en su óptica. Dickens no fue nunca, en rigor, un
psicólogo, uno de esos genios que se adueñan mágicamente del alma del hombre y
que en sus simientes, luminosas o sombrías, ven germinar los sucesos, con sus
formas y sus colores. La psicología de este novelista comienza donde comienza
el mundo de lo visible, y los caracteres de sus personajes se dibujan siempre
sobre los rasgos exteriores ––rasgos, claro está, finísimos y definitivos, que
sólo una visión aguda de poeta podía sorprender––. Igual en esto a los
filósofos ingleses, no arranca nunca de supuestos, sino de características.
Sorprende las manifestaciones puramente materiales, hasta las más desviadas, en
que se revela lo anímico, y, ayudado por su peculiar óptica de caricatura,
construye sobre ellas todo el carácter del personaje. En sus rasgos
característicos se trasluce la especie de su alma. Presta al maestro Creakle una voz lenta y premiosa,
tras la cual se adivina el terror de los niños ante este hombre, a quien los
esfuerzos que hace para expresarse hinchan las venas coléricas de la frente. Su
Uriah Heep tiene siempre las manos frías y húmedas, y basta este detalle para
retratar lo desagradable y repelente de este personaje culebrino. Pequeñeces y exterioridades en que se vierte el alma.
Otras veces, el novelista pinta las manías de sus criaturas, manías que se van
desarrollando con su vida y la mueven mecánicamente como a un muñeco. Otros
personajes aparecen revelados en las figuras que los acompañan ––¿qué sería
Pickwick sin Sam Weller, Dora sin jip, Barnaby sin el cuervo, Kit sin el
pony?––, y ,su carácter no se dibuja en los trazos de modelo mismo, sino en la
mancha grotesca de su sombra. Sus caracteres son siempre simples sumas de
rasgos, pero tan agudos, tan precisos, que de su combinación, sin que se pierda
ni el más nimio, brota el retrato. Por eso, las más de las veces, la emoción
que producen estas figuras es sólo externa, de percepción; un recuerdo visual
muy profundo que sólo deja huellas vagas en el sentimiento. Si nombramos una
figura de Balzac o de Dostoiewski; si evocamos al père Goriot, a Raskolnikoff,
al nombre responde en seguida un sentimiento, el recuerdo de un arrebato, una
desesperación, un caos pasional. Mas si decimos Pickwick, lo que emerge es una
imagen gráfica, la figura de un buen señor jovial, obeso, un chaleco blanco y
botonadura dorada. Mientras que las figuras de Balzac y Dostoiewski tienen la
emoción de lo musical, las de Dickens dejan en el lector la sensación de lo
pictórico. El arte de aquéllos es instintivamente creador; el del Dickens,
reproductivo; y donde el francés y el ruso ven con mirada espiritual, el
novelista inglés ve con los ojos de la cara. Dickens no sorprende al alma en
esos momentos en que emerge como un espíritu de la noche de lo inconsciente,
conjurado por las siete luces ardientes del visionario; sólo percibe el fluido
incorpóreo en sus precipitados de realidad: mas aquí, en las mil reacciones del
alma sobre el cuerpo, ninguna escapa a su mirada inquisitiva. En rigor, podría
decirse que la fantasía de este poeta es todo mirada, y, por tanto, sólo
penetra en aquellos sentimientos y aquellas formas del mundo medio que habitan
en lo terrenal; sus hombres sólo cobran vida plástica en las temperaturas moderadas
de los sentimientos normales. Al llegar al grado de ebullición de las pasiones,
se derriten como figuras de cera en sentimentalismo o se cuajan en odio
quebradizo. En sus novelas sólo se logran los caracteres rectilíneos, pero no
esos otros, incomparablemente más interesantes, en que sin cesar se desplazan y
desdibujan las cien fronteras entre el bien y el mal, entre la bestia y Dios.
Los hombres de Dickens son siempre inequívocos: o excelentes como héroes o
rematados como pícaros; criaturas predestinadas a la virtud o al vicio, con un
halo de santidad sobre la frente o marcadas con el hierro de la maldad. Su
mundo oscila con movimientos de péndulo entre good y wicked, entre lo
humanitario y lo inhumano. Su método no conoce otros caminos, esos caminos que
van al reino de los entronques misteriosos, de las concatenaciones místicas. Lo
grandioso es inaprensible y lo heroico esquiva toda enseñanza. La gloria, y la
tragedia a la par de Dickens, es el haberse mantenido siempre en su justo medio
entre el genio y la tradición, entre lo extraordinario y lo vulgar, en las
sendas trilladas, en el mundo de lo amable y lo emotivo, de lo placentero y lo
burgués. Mas él no se contentaba con esta gloria; el idílico
aspira a la conquista de lo trágico. En vano, pues cuantas veces aspira a
remontarse a la tragedia, ésta degenera en melodrama. Su genio no podía franquear este muro, y tantas como
fueron las tentativas fueron los fracasos. Aunque Inglaterra considere las
novelas trágicas de Dickens ––Historia de dos ciudades, Bleak House–– como
obras maestras, nuestro sentimiento nos dice que el esfuerzo del novelista se
estrella aquí contra una grandeza de gesto que es forzada. Los esfuerzos del
poeta inglés por llegar a la tragedia son verdaderamente admirables. Dickens, en estas novelas, acumula conspiraciones,
suspende grandes catástrofes como bloques de roca sobre la cabeza de sus
héroes; conjura el terror de las noches de tormenta; fragua levantamientos
populares y revoluciones; desencadena todo el aparato del espanto y la
angustia. Pero este terror no es jamás sublime, no es el verdadero terror del
alma, sino un temblor físico, puro reflejo del miedo corporal. En sus libros no
estallan nunca esas profundas conmociones, esas tormentas que hacen gritar al
corazón de angustia. Dickens amontona peligros sobre peligros; pero estos
peligros imponentes no nos sobrecogen; no son esos abismos que se abren en
Dostoiewski y nos miran sombríamente helando la sangre en nuestras venas; esos
pasajes que cortan el respiro, y en los que el lector siente desgarrarse en su
propio pecho las tinieblas y las simas indecibles que describe el novelista, y
siente que el suelo vacila bajo sus pies, y se ve hundirse en un vértigo
repentino, abrasador, pero dulce, y quisiera caer derribado en tierra por esta
sensación escalofriante en que el dolor y el goce, fundidos al blanco bajo un
grado tan sobrehumano de pasión, no podrían separarse. Dickens rasga estos
abismos, los llena de negrura, nos dice sus grandes peligros, y, sin embargo,
el alma no se espanta, no siente aquella dulce sensación del vértigo que es
acaso el encanto supremo del goce artístico. Le parece a uno que con él se está
siempre seguro de no caer al precipicio, protegido por una barandilla; sabemos
que el poeta no nos dejará hundirnos en la negrura; que el héroe no puede
sucumbir a las fuerzas del mal, que los dos ángeles que se ciernen siempre con
sus alas blancas sobre este mundo poético, la compasión y la justicia, le
transportarán indemne sobre todas las simas y todos los peligros. Para ser
verdadero trágico, a Dickens le falta brutalidad, le falta valentía. Sus
arranques no son heroicos, sino sentimentales. La tragedia es voluntad
irrefrenable; el sentimentalismo, nostalgia de lágrimas. A las alturas supremas
del dolor desesperado que no conoce ya las lágrimas ni las palabras, no llegó
jamás el novelista inglés. El sentimiento sumo y más tenso que él podía pintar
con mano maestra ––recuérdese, por ejemplo, la muerte de Dora en David
Copperfield–– era la ternura. Cuando parece que va a tener el arranque de
lanzarse a los abismos de lo trágico, viene a cogerle del brazo la compasión. Y
el aceite ––no pocas veces rancio–– de este sentimiento calma el tumulto de los
elementos provocado por el soplo de la tragedia: la tradición sentimental de la
novela inglesa puede más que la voluntad de alcanzar las alturas donde están
las sensaciones avasalladoras. Los episodios de una buena novela inglesa deben
limitarse a ilustrar las máximas morales al uso. Ya través de la sinfonía del
destino de sus personajes se oye siempre la voz del bajo, que dice: “Sed
honestos y virtuosos”. Y el desenlace ha de ser forzosamente un Apocalipsis, un
juicio final, en que los buenos ganen el cielo y los malos tengan su castigo. Desdichadamente, Dickens aplica también el esquema de
esta justicia distributiva en la mayor parte de sus novelas: los malos se
ahogan, se asesinan unos a otros; los ricos y los soberbios quiebran; el bien y
la virtud salen triunfantes. Todavía es hoy el día en que el inglés típico no
quiere dramas que no acaben dándole la sensación de seguridad y de orden
perfecto del mundo en que vive. Esta hipertrofia auténticamente inglesa del
sentido moral corta las alas a las grandiosas aspiraciones que Dickens sentía
por la novela trágica. La visión del mundo que anima estas obras y las sostiene
en pie no es la idea de justicia de un artista libre, sino la de un súbdito
anglicano. Dickens censura y vigila los sentimientos, en vez de dejarlos
desarrollarse a su libre albedrío; no permite, como Balzac, que se desborden en
su desenfreno elemental; los canaliza y los lleva por medio de diques a mover
los molinos de la moral civil. Yen el taller del artista se hermanan con él y
se confunden el predicador, el reverendo, el filósofo del common sense, el
maestro de la escuela, y le obligan a hacer de la novela ––imagen sumisa de la
libre realidad modelo y aviso para jóvenes. La buena intención no quedó sin
recompensa; al morir Dickens, el obispo de Winchester hizo resaltar en la obra
de este novelista, como uno de sus grandes méritos, el que pudiera ponerse sin
ningún temor en manos de cualquier niño. Mas esto, el no pintar la vida en toda
su realidad, sino con colores accesibles a un niño, es precisamente lo que
rebaja sus quilates de convicción. En estas novelas hay, para quien no sea
inglés, demasiada moral. Para conquistar en ellas puesto de héroe, se requiere
ser un dechado de virtudes, un ideal puritano. Los héroes de Fielding y
Smollet, que también eran ingleses, aunque hijos de un siglo menos austero, no
pierden su dignidad heroica por liarse a puñetazos en una pelea o cometer la
infidelidad de adorar apasionadamente a su dama. Dickens no permite semejantes
excesos ni a sus personajes más licenciosos. Sus pretendidos libertinos son, en
realidad, unos inocentes, tan simples en sus acciones, que cualquiera solterona
puede leerlas sin sentir rubor. ¿En qué consisten, por ejemplo, los
libertinajes de Dick Swiveler? No pueden ser más moderados: consisten en beber
cuatro vasos de cerveza en vez de dos; en pagar irregularmente sus cuentas; en
echar de vez en cuando una cana al aire: eso es todo. Y esto, hasta que en el
momento providencial le cae una herencia ––una herencia modestita,
naturalmente–– y se casa como Dios manda con la chica que le ayuda a volver a
la senda de la virtud. Ni los malos son, en Dickens, verdaderamente inmorales;
hasta ellos tienen la sangre anémica, a pesar de sus depravados instintos y sus
pasiones. Esta máscara inglesa que oculta el rostro de la sensualidad es el
estigma de todas las obras de este novelista; este estrabismo hipócrita que no
ve lo que no quiere ver, desvía de las realidades la penetrante mirada del
poeta. La Inglaterra victoriana le malogra aquella novela trágica consumada que
era su ambición más honda: escribir. Y le hubiera hundido irremisiblemente en
la mediocridad de su ambiente saciado; le hubiera convertido en abogado de su
mentira sexual, sujeto por las cadenas de la simpatía, si al espíritu del
artista no se le hubiese deparado un mundo libre en que pudo refugiar su ansia
creadora, si su genio no hubiese dispuesto de aquellas alas de plata que le
levantan magníficamente sobre el paisaje banal de las conveniencias sociales:
las alas de su alegre humorismo, que es un don casi celestial. Este mundo hermoso, libre, al que no bajan las nieblas
británicas, es el país de la infancia. La mentira inglesa amputa en el hombre
la vida de los sentidos y esclaviza al adulto; pero los niños viven todavía en
su reino paradisíaco, no son todavía ingleses, sino flores humanas claras y fragantes;
aun no se proyecta sobre su mundo la sombra de la hipocresía. Aquí, donde
Dickens, podía moverse libremente, sin los escrúpulos de su conciencia civil de
inglés, es donde crea la parte inmortal de su obra. Los años de infancia que viven en sus novelas tiene
una belleza única, y no es fácil que el mundo llegue a borrar jamás de su
memoria estas figuras, estos episodios tristes y alegres de los niños de
Dickens ¿Cómo olvidar la odisea de la pequeña Nelly cuando, de la mano de su
anciano abuelo, sale del humo y el polvo de la ciudad populosa a pasearse por
el verde temprano de los campos, inocente y dulce, guardando hasta en la muerte
aquella sonrisa angelical con que atravesó por todos los peligros todas las
asechanzas? La emoción que estas figuras nos infunden es algo más que puro
sentimentalismo; es algo que toca a las fibras de humanidad más auténticas y
más hondas. ¿Y aquel Traddles, el gordito, con sus inflados bombachos, que
dibujando esqueletos olvida el dolor de los azotes, y el pequeño Nickleby, fiel
entre los más fieles, y este otro niño que aparece en todas partes, este niño
“pequeñito, para quien la vida no era precisamente amable”, y que no es otro
que Carlos Dickens, el poeta, que como nadie inmortalizó los gozos y los
dolores de su infancia? El novelista no se cansa de contarnos de este huérfano
humillado, abandonado, asustadizo, soñador, y en estos pasajes su pathos toca
realmente a las lágrimas, su voz sonora cobra resonancias de campana. El corro
de niños de las novelas de Dickens es algo inolvidable. La risa y el llanto, lo
ridículo y lo sublime, se combinan en estos cuadros como los colores de un arco
iris; lo sublime, y lo sentimental, lo trágico y lo cómico, la poesía y la
verdad, se funden aquí en una belleza nueva y única. En un monumento que se
levantase a Dickens, habría que poner este corro de niños en mármol rodeando la
figura de bronce de su creador, protector, hermano y padre. En la obra de
Dickens los niños son la forma más pura de humanidad. Y cuando este poeta
quiere hacer a un hombre simpático, lo hace infantil. La devoción por la
infancia le llevaba a amar, no ya sólo a los niños y a los hombres que tienen
alma de niño, no ya sólo a los niños y a los hombres que tienen alma de niño,
sino a esos seres aniñados que son los dementes y los pobres de espíritu. Por
todas sus novelas cruza uno de estos dulces locos, cuyo espíritu trascordado
vuela como un pájaro blanco por encima de los cuidados y los clamores del
mundo; esos seres para quienes la vida no es un problema, un esfuerzo y una
misión, sino un juego; juego gozoso, ininteligible, pero bello. Son
enternecedoras las pinturas que hace Dickens de estos tipos. Los maneja
delicadamente, como a enfermos; hace irradiar de sus frentes la luz de la
simpatía como un halo de santidad. Estas criaturas son sagradas para el poeta,
porque viven perennemente en el paraíso de la infancia. Y la infancia es el
cielo de las obras de Dickens. Yo no puedo leer una de estas novelas sin sentir
una angustia nostálgica al ver cómo los niños crecen y se hacen hombres, porque
sé que en este cambio pierden irreparablemente lo más dulce que hay en su ser,
para entrar en una vida en que lo poético se mezclará lo convencional, la
verdad pura y humana con la mentira inglesa. Y el mismo novelista parece compartir
recónditamente este sentimiento de miedo, pues nunca entrega de buen grado a la
vida a sus héroes favoritos. Se separa siempre de ellos antes de llegar a los
años maduros, al dominio de la trivialidad y de la triste vida de acarreo; los
despide en el umbral de la vida, a la puerta de la iglesia, cuando ya los ha
llevado de la mano hasta el matrimonio y los ha sacado de todas las tormentas,
para dejarlos fondeados en el puerto tranquilo de una existencia sin
sobresaltos. Y a su predilecta, a la pequeña Nelly, en quien quiso eternizar el
recuerdo de un ser muy querido y muerto en flor, no le permite entrar en el
áspero mundo de los desengañados, en el mundo de la mentira. No quiso que
saliese del paraíso de su niñez, le cerró a tiempo los dulces ojos azules; la
transplantó antes de que adquiriese conciencia del mundo desde la claridad de
la infancia a la tiniebla de la muerte. Le era un ser demasiado caro para
sepultarlo entre los escombros de la realidad. Esta realidad es ––ya lo he dicho–– la del mundo inglés;
la realidad de esta Inglaterra burguesamente modesta, cansada, harta, fragmento
mezquino de las inmensas posibilidades de la vida. Un mundo tan pobre como éste
sólo podía enriquecerse por un sentimiento muy grande. Balzac hace fuertes a
sus burgueses por el odio; Dostoiewski, por su ansia de salvación. Dickens
artista, redime al súbdito inglés de la ley de gravitación moral que sojuzga,
por su humorismo. No contempla su mundo de pequeños burgueses con unción
objetiva, no une su voz al himno de estas gentes honestas que cantan las
excelencias de la austeridad y la virtud ––esa virtud que hace tan insoportable
la mayoría de las novelas alemanas de sabor nacional––. Dickens guiña el ojo a
sus criaturas humorísticamente; se sonríe de ellas con risa bondadosa, como
Gottfried Keller y Wilhelm Rabe; subraya un poquito el lado ridículo de sus
preocupaciones liliputianas. Pero lo hace siempre de un modo tierno y paternal,
obligándonos a quererlas así, tales como son, con todas sus chocarrerías y
bufonadas. El humorismo es el rayo de sol que baña todos sus libros; gracias a
él se ilumina y alegra su pobre paisaje y nos revela mil encantos ocultos. A la
luz de este sol bueno y tibio, todo toma color de vida y de verdad, hasta las
falsas lágrimas tienen destellos diamantinos, y las pequeñas pasiones parecen
arder con el fuego de los grandes incendios del alma. El humorismo arranca la
obra de este novelista a su tiempo y la entrega a los tiempos. La redime del
hastío de la vida inglesa. Dickens vence a la mentira, con su sonrisa. El
“humour” flota como Ariel, derramando espíritu, en la atmósfera de sus novelas;
la llena de música recóndita; la hace danzar gozosamente, y por todas partes
abre sobre su paisaje horizontes de alegría. Pues en todas partes está. Hasta
en las simas más hondas de. los extravíos tenebroso brilla como lámpara del
minero, aflojando las tensiones extremas, suavizando los excesos del
sentimentalismo con la nota de la ironía y apagando la exageración con su
sombra, que es lo grotesco. El humorismo es la esencia conciliadora,
neutralizante, imperecedera, de esta obra. Y este humorismo, como todo en
Dickens, es, naturalmente, un humorismo inglés, auténticamente inglés. Curado
de toda sensualidad, jamás se embriaga con los vapores de sus propia gracias,
jamás degenera en licencia. Mesurado siempre, no gruñe ni eructa, como el
humorismo de Rabelais; ni se pone a hacer piruetas en sus raptos de alegría,
como el de Cervantes, ni se lanza de cabeza a lo imposible, como el de los
americanos. No pierde nunca la línea, erguido siempre y frío,
siempre correcto. Dickens no se ríe jamás con todo el cuerpo; sólo ríe con la
boca, como buen inglés. Su alegría no se consume a sí misma; sólo brilla para
los demás, e infiltra su luz por la venas de los lectores; parpadea con mil
lenguecillas de fuego, engañosa y espiritual como los fuegos fatuos,
encantadoramente maliciosa, en medio de la realidad. Como todo en la obra
Dickens, cuyo destino fue mantenerse siempre en el justo medio, este humorismo
es una transacción entre la embriaguez del sentimiento, la pasión desenfrenada
y la helada ironía. No se puede comparar al de ningún otro gran autor inglés.
No tiene nada de la ironía corrosiva, mordaz, de un Sterne, ni de la alegría
fácil y jubilosa de un Fielding, alegría de hidalgo de pueblo; no hace dolorosa
mella, como el de Thackeray; más bien es sedativo que punzante; juega
gozosamente como los reflejos del sol en la cabeza y en las manos. Dickens, con
el humorismo, no pretende moralizar ni satirizar; no esconde bajo los cascabeles
del bufón el ceño de ninguna doctrina severa. No quiere nada, no se propone
nada. Existe, y eso basta. Y su existencia es tan inintencionada como evidente. Ya en la curiosa posición de los ojos de Dickens se ve
la mirada un poco burlona que caracteriza y exagera las figuras, dándoles
aquellas posiciones grotescas y aquellos visajes cómicos que son el encanto de
millones de lectores. Todos sus personajes quedan inscritos en este círculo de
luz, todos resplandecen como si su interior estuviese iluminado; hasta los
malvados y los pillos tienen su parte en este reflejo glorioso del humorismo
con que los baña el poeta; el mundo entero parece que sonríe cuando Dickens lo
mira. Todo brilla alegre, todo gira y danza, y el él parece calmarse para
siempre la sed de sol de este país de la niebla. El lenguaje hace piruetas, las
frases bailan en giraldilla, saltan y se ocultan, juegan al escondite con su
sentido, se hacen guiños unas a otras, se provocan, se engañan. La alegría les
da alas para danzar. Este humorismo es imperturbable. Es gustoso aún sin la sal
de la sexualidad, que vedaba la cocina inglesa, y el poeta no pierde el tino
porque la voz del impresor le conmine y le meta prisas. La alegría de Dickens
al escribir no palidece ni en los momentos de fiebre, de enojo o de privación.
Nada resiste a la vena de su “humour”, que mora perenne en su mirada
maravillosamente aguda y sólo se extingue al extinguirse su luz. Nada terrenal
podía quitarle su encanto, ni el tiempo puede tampoco, pues ¿qué hombre de hoy se
resistirá a leer con delectación novelas como El rinconcito junto al fuego, a
reír y alegrarse luminosamente con tantas y tantas páginas de los libros de
Dickens? Cambiarán las necesidades espirituales y las literarias; pero mientras
haya un hombre que sienta ansias de alegría, en esos momentos de tregua en que
la voluntad de vivir descansa y sólo el sentimiento de vivir se agita
dulcemente, en que nada se anhela tanto como una emoción cordial melódica e
inocente, no palidecerán estos libros únicos, ni en Inglaterra ni en ninguna
parte del mundo. Esto es lo grandioso, lo imperecedero de la obra
terrenal, demasiado terrenal, de Dickens: este sol tibio que de ella irradia.
No busquemos en las grandes obras de arte sólo intensidad ni preguntemos
exclusivamente por el hombre que se esconde en ellas: juzguémoslas también por
su radio de acción, por su influjo sobre los hombres. Y nadie, en este siglo,
ha derramado más alegría sobre el mundo que Dickens. Sobre sus páginas se han
humedecido millones de ojos, y miles de seres en quienes parecía haberse
marchitado y apagado para siempre la risa, la han visto florecer de nuevo en su
pecho por la gracia de estos libros. Su gran influencia trasciende del mundo
puramente literario. Las desdichas de los hermanos Chereby tocaron el alma de
no pocos ricos y les movieron a crear fundaciones de beneficencia; los duros de
corazón se sintieron enternecidos; a raíz de publicarse el Oliverio Twist se
comprobó que aumentan las limosnas a los niños pobres; el Gobierno mejoró los
asilos y organizó la vigilancia de las escuelas particulares. Gracias a Dickens aumentaron en Inglaterra la
benevolencia y la compasión, y a él deben buena parte del bien que hoy se les
prodiga muchos desvalidos. Ya sé que estos efectos extraordinarios nada tiene
que ver con el valor estético de una obra de arte. Pero importa conocerlos,
porque demuestran que toda obra de espíritu verdaderamente grande trasciende al
mundo real y contribuye a modificarlo, sin mantenerse encerrada en el reino de
la imaginación, donde la voluntad creadora puede volar a sus anchas como en
tierra de encanto. Las obras de arte poderosas mudan el mundo en los esencial y
en lo visible, y en la temperatura de sus sentimientos, Dickens ––a diferencia
de esos poetas que imploran para sí la compasión y el consuelo–– enriquece a su
tiempo en alegría y en gozo, activa el movimiento circulatorio de su sangre. El
mundo empezó a brillar con luz más clara el día en que el joven taquígrafo del
Parlamente inglés cogió la pluma para escribir de los hombres y de sus sucesos.
Y a la par que salvaba el gozo de su tiempo, el novelista transmitió a las
generaciones el sentimiento de alegría de aquella merry old England, de la
Inglaterra que vive desde las guerra napoleónicas hasta la era del imperialismo. Pasarán muchos años, y todavía los hombres volverán
los ojos con nostalgia a este mundo ya viejo y patriarcal, con sus profesiones
raras y perdidas, pulverizadas en el mortero del industrialismo, y ansiarán
acaso volver a esta vida candorosa, llena de alegría sencilla y serena. Dickens
creó poéticamente el idilio de esta Inglaterra, y esa fue su obra. No desdeñemos este sentimiento suave de contento,
comparándolo con la potencia avasalladora de las pasiones: también el
sentimiento de lo idílico es eterno y primigenio, un perenne retorno. Este
inglés revive y revivirá incesantemente en el transcurso de las generaciones,
la poesía geórgica y bucólica, el poema del hombre que se recata a las
conmociones dé los deseos, que busca una tregua. Es un instante de reposo; una
pausa entre dos emociones fuertes; un alto para ganar fuerzas al salir de una
prueba o disponerse a ella; un segundo de contento en que el corazón descansa
de su palpitar febril; y este instante viene y desaparece, y es eterno. Unos,
crean el tumulto; otros, la quietud. Dickens fija poéticamente un momento de
alto vivido por el mundo. Hoy, la vida vuelve a levantar su estrépito, las
máquinas vibran, el tiempo corre veloz y agitado. Pero el idilio es inmortal,
porque es goce de vida, y retorna incesantemente, como el cielo azul después de
la tormenta, como el eterno encanto de la vida por sobre todas las crisis y
conmociones del alma. Y mientras sea así, mientras haya hombres necesitados de
alegría, hombres que, agotados por la tensión trágica de las pasiones, quieran
escuchar la música misteriosa de la poesía que fluye quedamente de las cosas,
las novelas de Dickens retornarán también incesantemente. DOSTOIEWSKI Que no puedas llegar, es lo que te hace grande. GOETHE, Westöstlicher Divan. ACORDE Hablar dignamente de Fedor Mihailovitsch Dostoiewski,
y de lo que significa para nuestro mundo interior, es empresa difícil y
arriesgada, pues la magnitud y el peso de este hombre único reclaman medida
nueva. Un mundo cercado, un poeta en quien se sospechaban
primeros términos y se descubre lo infinito, un cosmos con astros propios en
órbitas propias y una música de las esferas jamás oída. Nuestro sentido se
desalienta, comprende que jamás podrá penetrar en la entraña de este mundo: su
magia es demasiado misteriosa y hostil al primer contacto con una mente humana;
sus pensamientos, demasiado envuelto es las tinieblas de lo infinito; su
mensaje, demasiado enigmático para que el alma de uno pueda mirar de frente a
este nuevo cielo como mira el cielo de su país. Dostoiewski no es nada para
quien no le viva desde su interior. En lo más recóndito de nuestras almas
debemos aquilatar y acercar las fuerzas de la compasión y la hermandad en los
sentimientos; afinar su receptividad; cavar hasta las raíces más enterradas y
más hondas de nuestro ser, para descubrir lo que pueda acercarnos a su
humanidad, a primera vista desatentada y en realidad maravillosamente humana y
verdadera. Sólo allí, en lo más hondo, en lo eterno e inmutable de nosotros
mismos, raíz con raíz, podemos aspirar a la unión en Dostoiewski. Mirado con
los ojos de la carne, ¡cuán ajeno y cuán lejano se nos aparece este paisaje
ruso, impenetrable como las estepas de su patria; cuán otro mundo, fuero del
nuestro! Nada atrayente y dulce encuentra nuestra mirada; rara vez una hora
apacible convida al descanso en este peregrinaje. Un ocaso místico del
sentimiento, preñado de rayos, alterna allí con la claridad fría, a las veces
helada, de la inteligencia; y en lugar del tibio sol, el cielo vierte una luz
norteña, sangrante y misteriosa. Al pisar en los ámbitos de Dostoiewski,
pisamos un suelo de mundo primitivo, un mundo místico, primitivo y virgen a la
vez, y sentimos que un dulce terror nos invade, como siempre que nos acercamos
a los eternos elementos. Ya la admiración, ganada por la fe, ansía detenerse;
mas el sobrecogido corazón presiente que la paz, aquí, no puede ser duradera
para nosotros, y nos induce a retornar a nuestro mundo, más cálido, más
luminoso, pero más estrecho. Nos confesamos, avergonzados, que este paisaje de
bronce es demasiado fuerte para las miradas de todos los días; este aire, tan
pronto de fuego como de hielo, demasiado recio, demasiado oprimente para
nuestro pulmones. Y el alma huiría, ante la majestad del terror que la invade,
si sobre este paisaje inexorablemente trágico, espantosamente terreno, no se
alzase un cielo infinito de bondad bañado en luz de estrellas, cielo también de
nuestro mundo, pero de bóveda menos radiante en nuestro climas suaves que en el
infinito de este hielo sutil de espíritu de Dostoiewski. Sólo la mirada
apaciguada que se eleve de este paisaje a su cielo sentirá el consuelo infinito
de este infinito duelo terrenal, presentirá la grandeza bajo el terror, el dios
escondido en las tinieblas. Sólo la mirada que se levante a lo alto de su sentido
último puede mudar ese respeto temeroso que experimentamos ante este mundo en
ardiente amor; sólo la mirada que se adentre en su entraña acertará a iluminar
todo lo que hay en este ruso de hondamente fraternal y universalmente humano.
Pero ¡cuán largo y cuán laberíntico el sendero que nos conduce hasta el corazón
de este coloso! Imponente por sus dimensiones, aterradora por su lejanía, esta
obra única se nos revela más misteriosa cuanto más pretendemos escrutar en su
hondura infinita desde lo infinito de su superficie. Por todas partes acecha en
ella el misterio. De cada uno de sus personajes arranca una galería subterránea
que desemboca en los abismos demoníacos de lo terrenal, y cada una de sus
exaltaciones al mundo del espíritu roza con sus alas la faz del Señor. Detrás
de cada muro de esta obra, de cada rostro de sus hombres, de cada pliegue de
sus envolturas se esconde la noche eterna y brilla la eterna luz; Dostoiewski
es, por el hilo de su vida y por su estrella, hermano inseparable de todos los
misterios del ser. Su mundo gira entre la muerte y la locura, entre el sueño y
la llama clara de la realidad. Cada uno de sus problemas personales toca a un
problema insoluble de la Humanidad; cualquier superficie que en él iluminemos
destella infinito. Como hombre, como poeta, como ruso, como profeta, como
político, su ser irradia en todas direcciones sentido eterno. Ningún camino
conduce a su meta, ningún problema guarda la verdadera y más intima esencia de
su corazón. Para acercarnos a él, sólo hay una senda: el entusiasmo, pero un
entusiasmo humilde que se sepa pequeño ante el respeto amoroso que en él
alentaba al asomarse al misterio del hombre. Dostoiewski no se molesta en lo más mínimo por
ayudarnos a comprenderle. Otros forjadores de obras formidables de esta época
nos desnudan su voluntad. Wagner pone al lado de su creación la explicación
programática, la defensa polémica; Tolstoi abre de par en par las puertas de su
vida de todos los días para dar acceso a la curiosidad y rendir cuentas a quien
se las demande. Las intenciones de Dostoiewski sólo se traslucen en la obra
acabada; deja que los planes se consuman en la brasa de la creación. Toda su
vida es la de un huraño y silencioso: apenas lo exterior, lo corporal de su existencia,
está proclamado por testimonios irrefragables. Sólo de muchacho tuvo amigos; ya
hombres, fue siempre un solitario: parecíale mengua de su amor a la Humanidad
entregarse a unos pocos. Y sus mismas cartas sólo nos hablan de las necesidades
materiales de la existencia, de los suplicios del cuerpo atormentado: ni una
sola vez se despegan sus labios que no sea para dejar pasar quejas y gritos de
angustia. Hay en su vida largos años, la, niñez entera, hundidos en sombra, y
aquél cuya mirada todavía quedan muchos que vieron arder, es ya, para nosotros,
humanamente, algo muy lejano e irreal, una leyenda, un héroe y un santo. Hasta
en su rostro se deshumana aquella luz de ocaso que es verdad y presentimiento,
la luz baña las imágenes de un Homero, de un Dante, de un Shakespeare. Es
inútil acudir a los documentos: sólo y únicamente un consciente amor puede
mostrarnos la hechura de su destino. Solos, pues, y sin guía, a tientas, hemos de
aventurarnos en el corazón de este laberinto, buscando el hilo de Ariadna, el
hilo del alma, en el ovillo de la pasión de nuestra propia vida. Cuanto más en
él nos internemos, más cerca sentiremos nuestras mismas entrañas. Y sólo tocando al fondo verdadero de nuestro ser, a lo
que en él haya de omnihumano, nos palparemos unidos a él. Quien se conozca bien
y profundamente, conocerá también verdadera y entrañadamente a este hombre, que
es, si alguien puede serlo, la medida última de toda humanidad. La senda que
nos conduce a través de su obra pasa por todos los purgatorios de la pasión,
desciende a los infiernos del vicio, se remonta sobre todos los grados del
suplicio terreno: el suplicio del hombre, el suplicio de la Humanidad, el
suplicio del artista y el suplicio de todos, el más cruel, el suplicio de Dios.
Sombrío es el camino y es menester que el corazón arda de pasión y de amor a la
verdad para no extraviarse; menester es que midamos y abarquemos nuestra propia
hondura, ante de aventurarnos en la de él. Dostoiewski no manda mensajeros al
encuentro del peregrino: tienen que ser las experiencias interiores de nuestra
propia vida la luz que nos lleve a su verdad. Por él no hablan más testigos que
los del artista, en su mística trinidad de carne y espíritu: su rostro, su
destino y su obra. EL ROSTRO Diríase, a primera vista, el de un aldeano. Color de
tierra, sucias casi, las mejillas hundidas, donde mordieron, dejando sus
surcos, los sufrimientos de largos años; la piel, sedienta y abrasada,
resquebrajada, sin sangre y sin color, chupada por el vampiro de veinte años de
enfermedades. A ambos lados del rostro, emergiendo como dos potentes bloques de
piedra, los pómulos eslavos, y en el centro, la boca áspera, el mentón hendido,
que se esconde bajo el matorral silvestre de la barba. Tierra, roca y bosque,
un paisaje trágicamente elemental: eso es el rostro de Dostoiewski. Todo es
sombrío, terreno y huraño en esta cara de aldeano y casi de mendigo; aplanado
sin color, como un trozo de estepa rusa tallado en piedra. Y los ojos, sus ojos
hundidos, no iluminan, desde el fondo de su sima, esta masa terrosa, pues su
llama eréctil no se derrama hacia fuera, clara y brillante: la mirada, aguzada,
se proyecta hacia adentro, y muerde en la sangre y la consume con su ardor. Se
cierran los ojos, e inmediatamente cae la muerte sobre este rostro; la alta
tensión nerviosa que mantenía sus rasgos alerta, se postra en un letargo del
que parece borrada la vida. El rostro, como la obra: primero que hace destacarse,
instintivamente, en el corro de nuestros sentimientos, es el terror, con el que
luego se empareja, titubeante, la timidez, y en seguida, apasionadamente, con
creciente hechizo la admiración. Pues el duelo humano, sombrío y magnífico de
este rostro, tan sólo vela lo que hay en él de terreno y de carnal. Sobre la
cara obtusa del aldeano se yergue orgullosa, esplendente de blancura,
abovedada, como una cúpula, la redondez ascensional de la frente: de la
tiniebla emerge, bruñida, esplendorosa, la catedral del espíritu: duro mármol
sobre la arcilla de la carne y la desolada espesura del pelo. Toda la luz
refluye en este rostro hacia lo alto, y la mirada sólo se para en esta frente,
ancha, potente, magnífica, que brilla con más vivo fulgor y parece dilatarse
más y más cuanto más el rostro se va afligiendo y marchitando a fuerza de
enfermedades. Alta e inconmovible como un cielo sobre la fragilidad del cuerpo
doliente, gloria del espíritu sobre el duelo de la tierra. Y en ningún otro
cuadro tiene este solio sagrado del espíritu victorioso luz más radiante, de
mayor gloria, que en aquel de la hora de la muerte, cuando ya los párpados han
caído fatigados sobre los ojos, y las manos, exangües, pero firmes, aprietan
ávidamente el crucifijo ––aquel pobre y pequeño crucifijo de madera, de los
tiempos del presidiario, recuerdo de una aldeana––. Esa luz brilla aquí sobre
el rostro inanimado como la de un sol de amanecer sobre la tierra envuelta en
sombras. Y su fulgor proclama el mismo mensaje de todas sus obras: el mensaje
de la redención, por el espíritu y por la fe, de una vida triste, vil y
corporal. Siempre reside en lo más hondo la grandeza suprema de
Dostoiewski, y su rostro no habló jamás con acento más hondo que en la muerte. LA TRAGEDIA DE SU VIDA Non vi si pensa quanto sangue costa. DANTE. El primer sentimiento, ante Dostoiewski, es siempre el
de terror; el segundo, el de grandeza. Igual su destino. A la mirada
superficial, este destino se representa tan cruel, tan vil, como al principio
su rostro terroso y vulgar. Martirio insensato es lo que clama la primera
sensación de quien lo contempla, y ve cómo estos sesenta años torturan el
frágil cuerpo con todos los instrumentos de suplicio. La lima de la miseria
muerde cuanto pudiera haber de amable en su juventud y en su vejez; la sierra
del dolor físico chirría en sus huesos; el tornillo de la privación, cada día
más apretado, le desgarra hasta el nervio de la vida; los ardientes alambres de
los nervios le agitan y convulsionan sin cesar; el fino aguijón de la
sensualidad espolea su pasión insaciablemente. Ningún suplicio le es perdonado,
ningún tormento le es remitido. ¿No es insensata tanta crueldad, ciega y
rabiosa, tanta dureza? Sólo más tarde, mirándole desde lo alto de su vida, se
comprende que si el cielo le forjo con golpes tan rudos fue porque quería
cincelar en él algo eterno; pegó fuerte para ser digno del fuerte que en él se
fraguaba. En la vida de este hombre desmesurado no hay un solo instante
placentero, nada en el curso de sus días que se asemeje a la calzada ancha y
bien pavimentada por donde discurren los demás poetas de su siglo; siempre acecha
tras él el dios sombrío de su destino, complaciéndose en tentar con terrible
fuerza al más fuerte. La vida de Dostoiewski es una vida heroica, jamás
moderna, jamás burguesa: una vida de Antiguo Testamento. Luchando eternamente
con el ángel, cual un nuevo Job, y como Job eternamente alzándose contra su
Dios para eternamente plegarse a su voluntad. Ni un instante de seguridad, ni
un segundo de tregua: siempre el índice alerta de Dios, que le castiga porque
le ama. No hay descanso en esta lucha, ni un minuto de apaciguamiento, para que
así su senda ascienda hasta lo infinito. Por momentos, parece que el Destino contiene su
cólera, que el poeta puede acogerse a la vía ancha y trillada de la vida que
los demás viven; pero la mano imponente se yergue de nuevo y le arroja de nuevo
a la espesura, entre espinas de fuego. Y si alguna vez le exalta, es para
precipitarle en seguida en abismos más hondos, para hacerle apurar la copa del
arrebato y la desesperación; le levanta sobre las alturas de la esperanza,
donde otros, flojos, se hunden en la indolencia, y le lanza a la sima del
dolor, donde otros endebles, se estrellan y se consumen. Como a nuevo Job,
aguarda al momento en que es más radiante su confianza para derribarle, le
arrebata mujer e hijo, envía sobre él enfermedades, le carga de desprecios,
para que no ceje en su pugna con Dios, y de ella, de su incesante rebeldía y su
esperanza incesante, salga su alma más enriquecida. Diríase que esta generación
de hombres tibios quiso guardar a Dostoiewski para que se viese qué masa
titánica de placer y de tormento cabe todavía en nuestro mundo, y él mismo
parece adivinar oscuramente que penden sobre su cabeza los decretos de una
ineluctable voluntad. Ni una sola vez se defiende de su destino, ni una sola
vez levanta el puño. El cuerpo llegado se revuelve en sacudidas de convulsión;
en sus cartas brotan a veces, como si fuesen vómitos de sangre, gritos de
angustia; pero el espíritu y la fe ahogan la rebeldía. La conciencia mística de
Dostoiewski presiente la santidad de la mano que le azota, el sentido
trágicamente fecundo de su destino. Y su dolor se torna en amor de sus dolores,
y de la brasa encendida y consciente de su tormento salen las llamas que
iluminan su época, su mundo. Tres veces le levanta la vida en triunfo, y las tres
para derrocarle nuevamente con mayor furia. El Destino le brinda en edad
temprana las mieles de la gloria: su primer libro le conquista un nombre. Pero
pronto la zarpa impía se adueña de él y le precipita en las simas de un anónimo
tenebroso: es el presidio, la Catorga, son las estepas de Siberia. Otra vez
sale a flote, y fuerte y animoso como nunca: sus Memorias de la Casa de los
Muertos agitan a Rusia entera en loco frenesí. El propio zar baña el libro con
sus lágrimas; la juventud rusa se inflama de entusiasmo por su autor.
Dostoiewski funda una revista; su voz resuena por todos los ámbitos del pueblo;
nacen las primeras novelas. Es entonces cuando estalla la tormenta en que su
vida material se hunde; las deudas y privaciones le arrojan de la patria; la
enfermedad muerde en su carne, y el poeta anda errabundo como un nómada por
toda Europa, olvidado de su país. Y por tercera vez, tras años indecibles de
trabajos y de angustias, emerge de las aguas grises de una miseria sin nombre:
su discurso a la memoria de Puschkin le conquista el primer lugar entre los
poetas de su nación, y la patria le erige en profeta. Su gloria, ahora, es
inextinguible. Mas, precisamente en este instante la mano de hierro inexorable
aplasta su vida; el entusiasmo frenético de un pueblo en masa se estrella,
impotente contra un ataúd. Ya su destino no le necesita; la voluntad sabiamente
cruel que lo trazó ha conseguido lo que anhelaba: la vida de este hombre ha
dado el supremo rendimiento de fruto espiritual; ya puede arrojar como un
despojo la cáscara de su cuerpo. Esta sabia crueldad hace de la vida de Dostoiewski una
obra de arte; de su biografía, una tragedia. Y con simbolismo maravilloso, su
obra artística reviste las formas del destino de su creador. Hay entre una y
otro misteriosas identidades, entronques místicos, espejismos maravillosos,
imposibles de explicar y esclarecer. Ya el mismo nacimiento–– del novelista
encierra un símbolo: Fedor Mihailovitsch Dostoiewski viene al mundo en un
asilo. La vida le señala, así, desde el primer instante, el puesto asignado a
su existencia: siempre al margen, en el desprecio, junto a las heces de la
vida, y, sin embargo, en el centro del destino humano, cerca del sufrimiento,
el dolor y la muerte. Jamás, ni en la última hora de sus días que acabaron
en un barrio obrero, en un sórdido interior de un cuarto piso––, había de
romper este asedio; los cincuenta y seis años terribles de su vida discurren en
un asilo de miseria, pobreza, enfermedades y privaciones. Su padre, médico militar, como el de Schiller, era de
origen noble; su madre tenía sangre aldeana; y así se enlazan en su existencia
y la fecundan las dos raíces del pueblo ruso, y una educación severamente
religiosa cambia prematuramente en éxtasis su sensualidad. Dostoiewski pasa dos
primeros años de su vida en aquel asilo de Moscú, compartiendo con su hermano
un estrecho refugio. Los primeros años, que no nos atrevemos a llamar su
infancia, pues este concepto ha desaparecido de su vida, no sabemos cómo, sin
dejar huella. Jamás habla de su niñez el novelista, y los silencios de
Dostoiewski era siempre vergüenza o repugnancia orgullosa de suscitar la
compasión ajena. Estos años, que en otros poetas llenan imágenes coloridas y
rientes, recuerdos tiernos y dulces nostalgias, son en 'su biografía un vacío
gris. Y, sin embargo, creemos descubrir la luz de aquellos años, y a él en
ellos, si miramos al fondo de los ojos ardientes de las figuras de niño que en
sus libros creó. Su niñez sería de seguro como la de Kolia, precoz, imaginativa
hasta la alucinación, subyugada por aquella llama insegura y temblorosa de
llegar a ser algo grande, por aquel fanatismo potente y pueril de desprenderse
de sí mismo y “padecer por la Humanidad”. Como la de la pequeña Netoscha
Neswanowa, cáliz colmado de amor en que se mezcla el miedo histérico de
traicionarlo. O como aquel trágico Iliotschka, el hijo del capitán alcohólico,
lleno de vergüenza ante la miseria de su casa y la angustia de sus privaciones,
pero dispuesto siempre a defender a su padre heroicamente delante del mundo. Al asomarse a la vida, ya adolescente, saliendo de
este mundo sombrío, su niñez se ha disipado. Dostoiewski se interna en el
variado y peligroso mundo de los libros ––este eterno refugio de todos los
descontentos, asilo de todos los desdeñados––. Lee incesantemente, con sus
hermanos, día y noche ––ya entonces era el insaciable en quien toda inclinación
se exaltaba a extremos de vicio––, y este mundo fantástico de los libros le
aleja más todavía de la realidad. Lleno del entusiasmo más apasionado por la
Humanidad, es, sin embargo, huraño y retraído hasta traspasar los linderos de
lo patológico, brasa y hielo a la vez, fanático de la soledad más peligrosa. Su
pasión camina a ciegas, anda a tientas, se revuelve a uno y otro lado; recorre,
en estos “años subterráneos”, todos los caminos del libertinaje, pero solitario
siempre y poniendo su asco en todos los placeres, su sentimiento de culpa en
todos los goces, siempre mordiéndose los labios. Por salir de su penuria
económica y poder disponer de un par de rublos, abraza la carrera de las armas;
tampoco en la milicia encuentra un amigo. Siguen un par de años sórdidos de
juventud. Como los héroes de todos sus libros, vive, metido en un rincón, una
existencia troglodítica, soñando, cavilando, prisionero de todos los vicios
misteriosos de la razón y de los sentidos. Su ambición no conoce todavía sus
derroteros; el pota está atento a sus propios latidos e incuba sus fuerzas. Y
las siente, con terror y con voluptuosidad, fermentar dentro de sí, en lo hondo;
las ama y las teme, y no osa moverse para no dañar a esta oscura gestación. Dos
años dura, tenebroso y disforme, este estado larval de soledad y de silencio,
hasta que el poeta cae presa de la hipocondría de una angustia mística de
morir, de un terror que a veces es del mundo y a veces de sí mismo, de un pavor
espantoso y elemental ante el caos incubado en su propio pecho. Por las noches,
para remediar un poco el desequilibrio de su presupuesto ––pues el dinero se le
iba de las manos, dato muy elocuente, por caminos opuestos, en francachelas y
en limosnas–– se dedica a traducir la Eugenia Grandet de Balzac y el Don Carlos
de Shiller. Los vapores confusos de este período, entretanto, se
van apelotonando lentamente, hasta definirse en formas propias y al fin este
estado nebuloso y como de sueño, este estado de éxtasis y de angustia da el
fruto de su primera obra poética, que es la novela titulada Gente Pobre. En el año 1844, a los veinticuatro de su vida, escribe
Dostoiewski, este estudio humano, que es ya el de un maestro, él, el solitario;
y lo escribe “en el fuego de la pasión casi con lagrimas”. Lo engendra su más
terrible humillación: la pobreza, y lo apadrina su fuerza más hermosa: el amor
del sufrimiento, la compasión infinita. Contempla con desconfianza las páginas
escritas. Presiente que en ellas se guarda el enigma de su destino, y a duras
penas decídese a entregar el manuscrito al poeta Nekrasov, para que lo examine.
Pasan dos días sin la menor respuesta. Solo y caviloso, Dostoiewski, se encierra
por la noche en su cuarto y trabaja hasta que la lámpara humosa, se extingue.
De pronto, por la mañana, sobre las cuatro, alguien tira violentamente de la
campanilla, y Nekrasov se abalanza en los brazos de su amigo, que le abre
aterrado; lo estrecha contra su pecho, le cubre de besos, le ensordece con
exclamaciones de alegría. Nekrasov había leído el manuscrito con un amigo,
juntos se pasaron la noche en claro, riendo y llorando con la novela, y, al
acabarla, los dos sintieron la invencible necesidad de ir desde allí a abrazar
a su autor. Esta campana que le arranca al silencio de la noche y le llama a la
fama es el primer segundo en la vida de Dostoiewski. Hasta bien entrada la
mañana, los amigos no se separan, comunicándose en cálidas palabras la alegría y
el entusiasmo. Nekrasov vuela a ver a Bielinski, el crítico todo poderoso: “¡Ya
tenemos un nuevo Gogol!”, grita apenas cruza el umbral, sin poder contenerse,
tremolando el manuscrito como una bandera. “Para vosotros, los Gogol brotan
como las setas”, murmura el crítico, desconfiado, sin poder comprender tanto
entusiasmo. Pero cuando al día siguiente le visita Dostoiewski, es otro. “¿Sabe usted mismo la maravilla que ha escrito aquí?”,
le dice, conmovido. Y el terror se apodera de Dostoiewski, un dulce terror ante
esta nueva fama súbita . Baja las escaleras como un sonámbulo, y al llegar a la
esquina tiene que detenerse sobre sus piernas trémulas. Siente por primera vez
en su vida, sin atreverse aún a creerlo, que aquellas fuerzas oscuras y
peligrosas que empujaban a su corazón son fuerzas potentes, son acaso la
“grandeza” con que soñó confusamente su infancia, la inmortalidad, el padecer
por el mundo. Por su pecho cruzan, vacilantes y confusas, la exaltación y la
contrición, la humildad y el orgullo, y no sabe qué voz ha de escuchar. Va como
un borracho, tambaleándose por las calles, y en sus lágrimas se mezclaron la
dicha y el dolor. Así es de melodramática la revelación de Dostoiewski
como poeta. La forma de su vida empieza ya a ser misterioso trasunto de la de
su obra. En una y otra tienen los rudos episodios algo del romanticismo banal
de una novela de folletín; los golpes del Destino, algo de primitivo y de
pueril, y sólo la grandeza y la verdad interiores les infunden el soplo de lo
sublime. En la vida de Dostoiewski, lo que empieza siendo melodrama acaba
siempre en terrible tragedia. Una tensión extrema lo domina todo; las
decisiones se concentran en pocos segundos, sin transición, y diez o veinte de
estos segundos de éxtasis o de hecatombe fijan la suerte de toda su existencia.
Ataques epilépticos de vida podríamos llamarlos: un segundo de arrobamiento, y
la vida se hunde, impotente. Detrás de cada éxtasis acecha el ocaso gris del
sentimiento adormecido, y en los largos días de nublado que siguen se van
incubando traidoramente el nuevo rayo homicida. Cada ascensión se paga con una
caída; cada segundo de gracia, con largas horas sombrías de agobio y
desesperación. La fama, este círculo de luz y de fuego con que Bielinski, le
ciñe la frente en un instante, es ya el primer eslabón de los grilletes que van
a encadenarle por toda la vida a la anilla inhumana del trabajo. Noches
blancas, en su primer libro, es también el último que le será dado crear como
hombre libre, sin otro móvil, que el goce puro que la creación. Aquí acaba el
crear: en adelante será comprar, devolver, pagar, pues no comenzará una sola
obra sobre la que no pese ya la sombra de un anticipo desde las primeras líneas
que escriba en ella; sus criaturas nacerán ya desde el ceno paterno marcadas con
el hierro de la esclavitud mercantil. El poeta queda amarrado para siempre al
baño de la literatura; y toda la vida clamará con gritos angustiosos por su
libertad hasta que la muerte venga a ser su liberadora. Mas el novicio no
presiente aún, en la embriaguez de los primeros goces, los tormentos que le
esperan. Dar remate rápidamente a un par de novelas cortas, y ya proyecta un
nuevo libro. Sin embargo, el Destino levanta su dedo monitorio. Su
demonio familiar, vigilante, alerta, no quiere que la vida le sea demasiado
fácil. Y para que pueda penetrar en sus senos más hondos, Dios, que le ama, le
envía su prueba. Vuelve a sonar la campanilla en la noche. Dostoiewski
abre, otra vez sorprendido; pero esta vez no es la llamada de la vida, la
amistad gozosa, el mensaje de la fama: es la voz de la Muerte. Cosacos y
oficiales irrumpen en su cuarto; su ocupante, que no a salido del asombro, es
tomado preso; sus papeles, secuestrados. Cuatro meses languidece en una celda
de la fortaleza de Pedro y Pablo, sin sospechar siquiera el crimen de que se le
acusa: todo su delito es haber intervenido en las discusiones de unos cuantos
jóvenes exaltados, a que el énfasis dio el nombre de “conspiración de
Petrachevsky”. Su prisión obedece, indudablemente a un error. Mas sobre el
preso, esperanzado con su inminente liberación, cae de pronto, como un rayo, la
sentencia que le condena a la pena última: a morir bajo la pólvora y el plomo. Y otra vez su destino se condensa en un segundo, en el
más apretado y más rico de su existencia, un segundo infinito en que la muerte
y la vida se dan los labios en ardiente beso. Bajo el gris del alba le sacan de
la celda con nueve condenados en la misma pena; ya le han vestido con la
mortaja de la muerte, ya le han atado a la estaca y vendado los ojos. Ya han
escuchado la lectura de la sentencia, y oye cómo redoblan los tambores...; todo
su destino se apelotona y se estruja en un puñado de esperanza; su
desesperación infinita y su infinita ansia de vivir se condensan en una sola
molécula de tiempo. Y de pronto, el oficial levanta la mano, agita y un pañuelo
blanco, y lee el indulto, que conmuta la pena de muerte por presidio siberiano. De su prematura fama juvenil se precipita ahora a una
sima sin nombre. Durante cuatro años, todo su horizonte estará cercado por mil
quinientos postes de madera, y en ellos cuenta el preso, día tras día, con
muecas y con lágrimas, los trescientos sesenta y cinco días del año, hasta
cuatro años. Tiene por compañeros de vida a criminales, ladrones y asesinos;
por trabajo diario, partir alabastro, transportar tejas, palear nieve. La
Biblia es el único libro que se le tolera, y sus solos amigos, un perro sarnoso
y un águila aliquebrada. Cuatro años le tienen sepultado en la “Casa de los
Muertos”, en este infierno, una sombra entre sombras, anónimo y olvidado. Y
cuando le quitan los grilletes de los pies llagados y deja a sus espaldas los
postes de la prisión, sus muros oscuros y podridos, es ya otro: su salud está
arruinada; su existencia, aniquilada; su fama, hundida. Sólo su goce de vivir
permanece intacto e intangible, y de la cera derretida de su cuerpo caduco se
alza, más inflamada y brillante que nunca, la llama ardiente del éxtasis. Dos
años más ha de seguir en Siberia sin goce completo de su libertad, sin poder publicar
una línea. Y allí en el destierro, en las horas más amargas de soledad y
desesperación, es donde contrae aquel matrimonio misterioso con su primera
mujer, una mujer rara y enferma que le retribuye de mala gana su compasivo
amor. Alguna tragedia oscura de sacrificio se recata para siempre a la
curiosidad y al respeto de los hombres en esta decisión, y sólo por algunas
alusiones que al novelista se le escapan en sus Humillados y Ofendidos podemos
entrever el heroísmo de aquel extravagante sacrificio. Cuando regresa a San Petersburgo, todo el mundo le ha
olvidado. Sus protectores literarios le han abandonado, sus amigos han
desertado de él. No importa. El poeta lucha, animoso y lleno de fuerzas, contra
la ola del infortunio, hasta salir de nuevo a la luz. Sus Memorias de la casa
de los Muertos, pintura imperecedera del presidio, arrancan a Rusia del letargo
de la indiferencia contemplativa. La nación entera ve con espanto que debajo de
la superficie serena del mundo aparente, tocando con su aliento, hay otro mundo
que es un purgatorio de suplicios. Y la llamarada de la acusación sube hasta el
Kremlin; el zar solloza sobre el libro, y miles de labios pronuncian el nombre
de Dostoiewski. Un año le basta para rehacer su fama, mas alta ahora y más
fuerte que nunca. El resucitado funda, en unión con su hermano, una revista que
casi llena él solo, y bajo el poeta se revela el predicador, el profeta, el
praeceptor Rusiae. Resuena ruidoso, el eco de su voz; la revista corre por
todas las manos; sale a la luz una nueva novela; la gloria le tienta, pérfida,
con miradas sostenidas y brillantes. Parece asegurado para siempre el destino
del novelista. Pero la sombría voluntad que gobierna su vida no
quiere que aún sea llegada la hora de la dicha suprema. Falta todavía a su
existencia un suplicio terreno: el del destierro y la angustia devorante y
cruel de las necesidades de cada día. En Siberia y en la Catorga vivía aún la
patria, aunque deformada, caricaturizada con los rasgos más espantosos. Había llegado la hora de que el poeta conociese la
nostalgia ancestral del nómada lejos de su cabaña, el amor avasallante y
elemental al pueblo donde se nace. Todavía ha de descender, y más bajo que
nunca, a la sima del anónimo, a la tiniebla, antes de que pueda ser el poeta y
el heraldo de su país. Su vida se convulsiona bajo un nuevo rayo y conoce un
nuevo segundo de aniquilación. La revista es suprimida por la autoridad. Otro
error, y tan homicida como el primero. Desde este momento, de tormenta en
tormenta, el terror va invadiendo la vida de Dostoiewski. Muere su mujer, y
poco después muere su hermano, que no era sólo un hermano, sino su mejor amigo
y colaborador. Sobre sus hombros vienen a cargar con peso de plomo las deudas
de dos familias, y su espinazo se dobla bajo el agobio. Todavía se defiende
desesperadamente; trabaja con furia febril los días y las noches; escribe,
redacta y él mismo compone e imprime lo escrito, sólo para ahorrar, para salvar
su honor, su existencia. Pero el Destino es más fuerte que él. Y una noche, el
poeta pasa la frontera como un criminal, huido de sus acreedores. Así comienza aquel peregrinar sin fin de largos años a
través del destierro de Europa, aquella espantosa mutilación de Rusia, torrente
de la sangre de su vida, más angustiosa y dura para el alma de este hombre que
los postes de la Catorga. Es terrible pensar cómo el más grande de los poetas
rusos, el genio de su generación, el mensajero de un mundo de lo infinito,
andaría errante durante estos años, sin hogar, lleno de miseria, de país en
país. A duras penas encuentra techo en algún cuartucho
mezquino, oprimente, donde sólo se respira el vaho de la pobreza; el demonio
epiléptico se clava en sus nervios; las deudas, los pagarés, los compromisos,
le azotan sin tregua de uno en otro trabajador; la timidez y la vergüenza le
acosan de una en otra ciudad. Y si un relámpago de dicha brilla acaso en su
vida, el Destino le envuelve enseguida en nubes más sombrías y más espesas.
Hace su segunda mujer a la muchacha que le sirve de secretaria, y el primer hijo
que tiene de ella se lo arrebatan, a los pocos días de nacer, la miseria y la
inanición del destierro. Si Siberia fue el purgatorio, la antesala de sus
tormentos, Francia, Alemania, Italia, fueron, de seguro, el infierno. Apenas se
atreve uno a representarse esta existencia trágica. Siempre que paseo por las
calles de Dresde y paso por delante de alguna casucha sucia y mísera, pienso
que acaso vivió él allí, en uno de aquellos cuartos abuhardillados y estrechos,
mezclado con vendedores ambulantes y jornaleros, solo, infinitamente solo entre
este mundo activo ajeno al suyo. Nadie, durante estos años, le conoció. A una
hora de allí, en Naumburgo, está Federico Nietzsche, el único capaz de
comprenderle; Ricardo Wagner, Hebbel, Flaubert, Godofredo Keller, que son sus
contemporáneos, no tienen noción de su existencia, ni él de las suyas. Hay que
imaginárselo, hirsuto como una bestia acosada, saliendo a la calle de la
madriguera en que trabaja, con su traje mísero, recorriendo siempre el mismo
camino, en Dresde, en Ginebra, en París: a leer los periódicos rusos en algún
café o en algún club. Todo lo que ansía es ver el reflejo de Rusia, de la
patria; le basta con contemplar las letras de su alfabeto, con sentir el
aliento fugaz de su palabra. Alguna vez, entra a sentarse en un Museo, pero no por
amor del Arte ––en Dostoiewski nada vence al bárbaro bizantino, al
iconoclasta––, sino para calentarse. Nada sabe de los hombres que le rodean;
sólo que los odia porque no son rusos: en Alemania odia a los alemanes; en Francia,
a los franceses. Su corazón vive alerta al palpitar de Rusia: es su cuerpo el
que vegeta indiferente en este mundo hostil. Ninguno de los poetas alemanes,
franceses e italianos nos dice haberle encontrado, hablado con él. Sólo le
conocen en el banco, donde se presenta, un día y otro día, este hombre pálido,
se acerca a la ventanilla, y con voz balbuciente de emoción pregunta si ha
llegado ya de Rusia el giro que espera, aquellos cien rublos que suplicó cien
veces, hincado de rodillas, con palabras de humillación, de gentes viles e
indiferentes. Y los empleados acaban por reírse del pobre diablo y su eterna
espera. También en la casa de empeños le conocen, pues también allí es huésped
habitual; todo lo ha empeñado, una vez, hasta su última prenda de vestir, para
mandar un telegrama a San Petersburgo, uno de aquellos gritos de angustia,
escalofriantes, que llenan sus cartas y se nos clavan en la médula. Se le
encoge a uno el corazón leyendo las cartas de este coloso, humillantes y
serviles como gemidos de perro hambriento, en que para suplicar diez rublos
invoca cinco veces el nombre del Salvador; estas cartas espantosas que jadean,
lloran y aúllan por un mísero puñado de dinero. El poeta se pasa las noches en
claro, trabajando y escribiendo; y mientras en el cuarto de al lado gime su
mujer con los dolores del parto; mientras el ataque epiléptico extiende la
zarpa para estrujarle; mientras la casera amenaza con la policía para cobrar
los alquileres y la portera gruñe porque no le pagan, escribe Crimen y castigo,
El idiota, Los endemoniados, El jugador, estas obras monumentales del siglo
XIX, formas universales que han modelado el inundo de nuestra alma. El trabajo
es su suplicio y es su salvación. Por él vive en Rusia, en su patria. El descanso, en
Europa, en la Catorga, es para él la muerte. Para librarse de ella, se hunde en
sus obras, con frenesí cada día mayor. Sus creaciones son el elixir que le
embriaga, el acorde que hace vibrar en sus nervios atormentados el supremo
goce. Y entretanto, como antaño en los postes del presidio, va contando
ansiosamente los días que pasan. En sus labios, en su miseria, sólo hay un
clamor eterno: ¡repatriarse, aunque sea para volver a su Rusia como un mendigo,
pero repatriarse! ¡Rusia, Rusia, Rusia! Mas aun es pronto, aun tiene que seguir
hundido en el anonimato algún tiempo para que su obra triunfe, mártir resignado
y solitario sin queja ni grito. Aun tiene que seguir algún tiempo, ignorado, en
la crisálida de la vida, antes de poder ascender a la gloria inmarcesible de la
eterna fama. Su cuerpo está minado por las privaciones; los golpes de maza de
la enfermedad son cada vez más aplastantes sobre su cerebro; días enteros yace
sumido en la inconsciencia, en la noche de los sentidos, para arrastrarse hasta
la mesa de trabajo, tambaleante, en cuanto siente renacer las primeras fuerzas.
Dostoiewski tiene cincuenta años, pero ha vivido siglos de tormento. Por fin, en el instante supremo y más angustioso, la
voz de su destino grita: “¡Basta!” Dios vuelve su faz a Job: a los cincuenta y
dos años, Dostoiewski puede retomar a Rusia. Sus libros le han abierto el camino. Turgueniev,
Tolstoi, quedan rezagados. Su pueblo sólo tiene ojos para él. El Diario de un
escritor le eleva a heraldo de este pueblo. Y reuniendo sus últimas fuerzas y
su supremo arte, el poeta acaba su testamento al porvenir de la nación rusa,
que son Los hermanos Karamazov. El Destino le devela ahora para siempre el
destino de la vida, y ofrenda al que tanto sufrió, y supo ser fuerte en el
sufrimiento, un segundo de dicha infinita. Dostoiewski comprende que la
simiente de sus días de pasión empieza a dar cosecha interminable: El triunfo
se aprieta en un instante fugaz, como antes el suplicio, y su Dios le envía un
rayo. Mas esta vez no es el rayo que derriba; es la chispa que arrebata a los
profetas, sobre un corcel de fuego, a la eternidad. Los grandes poetas de Rusia se congregan para celebrar
el centenario de Puschkin. Turgueniev, el occidental, el que toda una vida le
usurpó la fama, habla el primero, entre el aplauso tibio de sus amigos. Al día
siguiente, habla Dostoiewski; se apodera de la palabra con demoníaca embriaguez
y la esgrime como un rayo. En su voz, insinuante y cálida, estallan de pronto,
como una tormenta, palabras de éxtasis y de arrebato, para anunciar la misión
sagrada de la reconciliación de todos con todos en la Gran Rusia. Cuantos le escuchan, caen de hinojos, como segados. La
sala retiembla con explosiones de entusiasmo; las mujeres le besan las manos;
un estudiante se desploma a los pies del poeta, desvanecido. Los demás oradores
renuncian a hablar. La exaltación raya en lo infinito, y sobre la frente
coronada de espinas refulge el fuego de la gloria. Era lo que faltaba a su destino: encerrar en un minuto
en ascuas la culminación de la carrera de este hombre, con resplandor que
revelase al mundo entero la llamarada de su triunfo. Ya estaba salvado el fruto
puro, ¿para qué conservar la áspera corteza de su cuerpo? Dostoiewski muere el
10 de febrero de 1881. Una sacudida de escalofrío atraviesa Rusia de punta a
punta. Es un instante de duelo indecible. Mas luego el dolor contenido estalla;
de las ciudades más lejanas se ponen en camino, al mismo tiempo, sin que nadie
las organice, diputaciones que vienen a rendir al muerto los últimos honores. De todos los rincones de la ciudad inmensa se desborda
ahora ––¡demasiado tarde! ¡demasiado tarde!–– el entusiasmo frenético de la
multitud; todos quieren ver muerto a quien olvidaron en vida. La calle que
guarda su cuerpo está negra de la muchedumbre que se atropella, y una masa
sombría de gente que guarda un silencio entremetido pugna en las escaleras de
la casa obrera en que murió el poeta e invade las estrechas habitaciones, hasta
tocar el ataúd. En un par de horas, desaparecen las flores que cubrían su
cuerpo, arrebatadas como preciosas reliquias. Y tan irrespirable se hace el
aire de la angosta cámara mortuoria, que los cirios se apagan por falta de
oxígeno. Cada vez es mayor la muchedumbre que afluye y refluye, como el oleaje,
a los pies del muerto. El ataúd vacila, y la viuda, los niños aterrados, tienen
que sujetarlo para que no caiga. Corren rumores de que los estudiantes van a llevar los
grilletes del presidiario detrás de la caja, y la policía quiere prohibir la
manifestación pública del entierro. Mas no se atreve a hacerlo, comprendiendo
que sólo la fuerza de las armas sería capaz de contener el entusiasmo de la
multitud. Y en su cortejo fúnebre se cumple, inesperadamente, y por un
instante, el sueño sagrado de Dostoiewski: la unión de Rusia. Detrás de aquel
ataúd, los cientos de miles son uno en su dolor, como en su obra se hermanan
por el sentimiento todas las clases y todas las categorías del pueblo ruso;
príncipes mozos, popes cubiertos de pompa, trabajadores, estudiantes,
oficiales, lacayos y mendigos, bajo un bosque tremolante de estandartes y
banderas: todos claman con un solo clamor por el muerto atesorado. La iglesia
en que se celebran su exequias es un jardín florido, y delante de su tumba
abierta todos los partidos se unen en un juramento unánime de amor y
admiración. Así, con su último latido, el poeta extiende sobre su
pueblo un instante de reconciliación y contiene por última vez, por fuerza
demoníaca, las disensiones rabiosas de su época. Detrás del cortejo, como una grandiosa salva por el
muerto, estalla la mina espantosa: la revolución. Tres semanas más tarde, el
zar cae asesinado; suena el trueno de la revuelta, y los rayos de la represión
arrastran el país: Dostoiewski muere, como Beethoven, bajo la tempestad, en el
tumulto sagrado de los elementos. EL SENTIDO DE SU DESTINO He llegado a ser maestro en soportar placer y dolor, y
el sobrellevar el placer es mi gozo mayor GODOFREDO KELLER. Entre Dostoiewski y su destino se libra un combate sin
tregua, una especie de amorosa hostilidad. Todos los conflictos lo aguzan
dolorosamente, todos los contrastes aumentan su dolorosa tensión hasta el
desgarramiento. La vida le hace sufrir porque le ama, y él la ama porque le
aprieta hasta ahogarle, pues este hombre, en quien reside la mayor de las
sabidurías, sabe que en el dolor se guardan las más grandes posibilidades del
sentimiento. Su estrella jamás le deja libre, jamás afloja las
riendas de su sujeción; quiere que este creyente sea el eterno testigo de
sangre de su esplendor y su omnipotencia. Pugna con él, nuevo Jacob, en la
noche infinita de su vida, hasta la primera claridad del alba de la muerte, y
la mano que le estrangula no se retira en tanto que el atormentado no bendice
para siempre a su atormentador. Dostoiewski, el “siervo de Dios”, comprende la
grandeza de este mensaje, y encuentra su dicha suprema en ser eterno juguete de
los poderes infinitos. Y besa su cruz con labios febriles: “No hay sentimiento
de que más necesite el hombre que el de poder humillarse ante el infinito”. De
hinojos bajo el agobio de su destino, alza, piadoso, las manos y proclama la
grandeza sagrada de la vida. Desde el Evangelio, no vive mayor develador de todos
los dolores, más potente maestro y subvertidor de los valores establecidos, que
este poeta, rendido a la servidumbre de su estrella por conciencia y por
humillación. Es poderoso y fuerte por que le han hecho así el poder y la fuerza
de su destino, y son los martillazos que éste descarga sobre el yunque de su
existencia no se hubiesen forjado las energías de su alma. Y cuanto más su
cuerpo se hunde, más alta se eleva su fe; cuanto más sufre como hombre, más
alaba como santo el sentido y la necesidad de su dolor universal. El amor fati,
ese amor arrebatado del Destino que ensalza Nietsche como la ley más fecunda de
cuanto vive, le hace adorar en lo que le azota la plenitud; en lo que le
tienta, la salvación. Como en Balaam, las maldiciones se convierten para el
elegido en bendiciones, y lo que parece que debía humillarle le glorifica. En
Siberia, con los grilletes en las manos, compone un himno al zar que condeno a
muerte a su inocencia, y besa una y otra vez la mano que le flagela, con
humillación que uno no alcanza a comprender. Levantándose como Lázaro, todavía
'pálido, de su tumba, está siempre dispuesto a proclamar la belleza de la vida,
y se incorpora de su agonía diaria, de sus espasmos y convulsiones epilépticas,
con la espuma en la boca todavía, para alabar a Dios que le envía esas pruebas.
El dolor engendra en su alma ávida nuevo amor, amor de sus mismos dolores, y
una sed insaciable, devoradora, flagelante de meras coronas de martirio. Y si
el Destino le azota con dureza, cae a tierra bañado en su sangre clamando por
golpes más duros. Recogiendo amoroso los rayos que fulguran sobre su cabeza,
convierte la chispa que había de carbonizarle en fuego del alma y éxtasis
creador. Contra este poder demoníaco de metamorfosis que así
cambia el dolor en gozo, nada pueden los golpes del Destino. Lo que parece
castigo y prueba es, para este sabio fuerza y ayuda, y lo que rinde a otros
hombres hace erguirse al poeta. Sus energías se aceran en los golpes que a un
débil aniquilarían. El siglo, que gusta de jugar con alegorías, nos aporta una
prueba de los opuestos que pueden ser los efectos de experiencias iguales en
hombres de distintos temple. Fijémonos en Oscar Wilde, poeta de nuestro mundo,
tocado por el mismo rayo del infortunio que Dostoiewski. Los dos son escritores
de renombre, los dos nobles de sangre, y los dos se hunden, en un día, desde el
plano de su vida burguesa, en la sima de un presidio. Mas ¡cuán distintos los
resultados! Oscar Wilde sale de la prueba pulverizado, con un mortero;
Dostoiewski, moldeado a fuego, como el bronce del crisol. Oscar Wilde, en quien
no ha muerto la preocupación social, el instinto del hombre de sociedad, atento
sólo a lo externo, se siente infamado por el hierro del poder civil, y la más
espantosa humillación porque podía pasar su persona en este baño inmundo de
Reading Gol, en que su cuerpo delicado y noble tiene que sumergirse en el agua
donde han dejado sus miserias otros diez presos. En él habla una clase
privilegiada, la cultura del gentleman, y tiembla de espanto ante el trance de
mezclarse con el vulgo impuro. Dostoiewski es el hombre nuevo que está por
encima de todas las clases: su alma encendida y sedienta de su Destino anhela
en contacto y unión que el otro aborrece, y el baño sucio de la prisión es para
él el purgatorio de su orgullo. Y la ayuda humilde que le es dado prestar a un
mísero tártaro tiene para su espíritu toda la emoción estética que guarda el
misterio cristiano del lavatorio. En Oscar Wilde, el lord sobrevive al hombre,
y el aristócrata pena entre los presidiarios del temor de que le traten como a
un igual; Dostoiewski pena de que el ladrón y el asesino no se sientan hermanos
suyos, pues para él toda distancia entre las almas, todo lo que no sea
hermanamiento, significa mácula, impotencia de humanidad. Como el carbón y el
diamante, hechos de un mismo elemento, así es el destino de estos dos poetas,
el mismo, y, sin embargo, tan desigual. La carrera de Wilde queda truncada, al
reintegrarse del presidio a la sociedad, en el momento en que empieza la de
Dostoiewski; el mismo fuego que reduce al inglés a escoria forja la reluciente
rudeza del ruso. Wilde es flagelado como un siervo rebelde por su señor;
Dostoiewski triunfa de su destino por amor de él. Y tal metamorfoseador de sus tormentos era
Dostoiewski, también sabía trastrocar el sentido profundo de todas sus
humillaciones, que el Destino, para ser digno de él, hubo de extremar con él la
crueldad. El poeta forja bajo los duros golpes de la existencia su firmeza más
íntima y más alta; sus tormentos son ganancias para su alma; sus vicios,
purificaciones; sus obstáculos impulsos. Siberia, la Catorga, la epilepsia, la miseria,
la pasión del juego, la sensualidad; por una demoníaca fuerza de subversión,
todas estas crisis de su vida son otras tantas fuentes que vienen a fecundar su
arte, y del mismo modo que los hombres arranca sus metales mas preciosos a la
entraña tenebrosa de la tierra, tocando a cada paso el peligro de la hecatombe,
muy por debajo de la superficie serena por donde se pasea la vida, así el
artista conquista sus verdades más ardorosas y sus supremos conocimientos en
las simas más peligrosas de su naturaleza. La vida de Dostoiewski, que
contemplada artísticamente es una tragedia, vista moralmente es una conquista
única porque representa el triunfo del hombre sobre su estrella y nos revela
cómo la magia interior del alma puede convertir a su bien los valores
materiales de la vida exterior. Nada hay que pueda compararse a ese triunfo de las
fuerzas espirituales de la vida sobre un cuerpo mísero y achacoso. No olvidemos
que Dostoiewski era un enfermo; que su obra eterna, forjada en bronce, salió de
miembros rotos y caducos, de nervios convulsos, trémulos y excitados. En este
cuerpo se alojaba, clavado a él el más terrible de los males: la epilepsia.
Dostoiewski fue epiléptico durante los treinta años de su vida de artista. Trabajando o conversando, en medio de la calle y hasta
dormido, se le clavaba en la garganta la mano del “el demonio que estrangula” y
le derivaba contra el suelo, la boca espumeante, con tal violencia que muchas
veces se hacía sangre. Su nerviosidad le hacía presentir, ya en la infancia, en
raras alucinaciones, en momentos crueles de tensión de espíritus, el relámpago
del peligro; pero el rayo de “la enfermedad sagrada” fue en el presidio donde
se forjó. La sobreexcitación increíble de sus nervios estalla aquí con fuerza
elemental y como en todas sus desdichas, como la pobreza y la privación, esta
miseria física permanece fiel al poeta hasta su muerte. Mas lo admirable es que
la víctima no se resuelva nunca ni exhale la menor protesta contra el tormento.
Jamás la oímos quejarse de su mal, como a Beethoven de su sordera, a Byron de
su pie cojo, a Rousseau de su vejiga, ni hay el menor testimonio de que nunca
se hubiese puesto seriamente en cura. Y es que ––no hay más remedio que admitir
como verdadero y cierto lo que parece inverosímil–– aquel infinito amor a su
estrella ––amor fati–– le hacía amar también este sufrimiento, con el amor que
guardaba para todos sus vicios y todas sus asechanzas. La pasión inquisitiva
del poeta domeña los padecimientos del hombre: Dostoiewski, auscultándolo, se
hace dueño de su dolor. El peligro extremo de su vida, la epilepsia, se
convierte en uno de los misterios supremos de su arte. De estos momentos
maravillosos de presentimiento balbuciente en que se concentra el éxtasis del
yo, extrae el poeta una belleza misteriosa, jamás conocida. Abreviada en la más
terrible de las cifras, el epiléptico vive la muerte en medio de la vida, y, en
ese segundo que precede a la muerte cifrada de cada ataque, gusta la esencia
más fuerte y embriagadora del ser: la emoción patológicamente exaltada de
“sentirse a él en sí mismo”. Y el Destino le convida una vez y otra a revivir
en su sangre, como símbolo mágico, su momento de vida más henchido, el minuto
de la plaza Semenowski, para que nunca olvide la sensación pavorosa del
contraste entre el Todo y la Nada. Las sombras estrangulan la mirada; el
torrente del alma, río salido del cause, se estrella contra el cuerpo; ya se
eleva con las alas trémulas y tensas, hacia Dios; ya entrevé la luz
ultraterrena derramarse sobre las vibraciones descarnadas, rayo de luz y gracia
del más allá; ya la tierra desaparece bajo sus pies; ya suena la música de las
esferas... y de pronto, el trueno del despertar le devuelve, roto, a la vida
mísera de todos los días. La voz de Dostoiewski tiene un trémolo de pasión
siempre que describe y evoca este minuto, esta sensación de dicha que es como
un sueño y que su increíble agudeza de observación anima, y lo que fue instante
pavoroso se torna en himno: “Ningún hombre sano puede siquiera sospechar
––dice, en su entusiasmo–– el sentimiento de felicidad que invade al epiléptico
un segundo antes del ataque Mahoma cuenta en el Corán que se vio en el Paraíso
sólo un instante, el tiempo que un cántaro tarda en caer y en derramarse el
agua, y todos los tontos listos, al leer esto, le motejan de farsante y
mentiroso. Pero no, Mahoma no mentía. Yo puedo aseguraros que estuvo de verdad
en el Paraíso durante uno de sus ataques epilépticos, enfermedad que, como yo,
sufría. No sé si este segundo de delicias dura horas, pero podéis creerme que
no lo cambiaría por todas las satisfacciones de la Tierra”. En este segundo abrasador la mirada de Dostoiewski se
remonta sobre todo lo que es detalle y dispersión, y vuela al infinito y lo
abraza en un ardoroso sentimiento de humanidad. Mas el poeta no nos dice el
castigo cruel, con que se paga cada uno de estos vuelos convulsos que le
acercan a Dios. Una horrible hecatombe hace saltar en añicos cada uno de estos
sutiles minutos de cristal, y el poeta se estrella, cual nuevo Ícaro, con el
cuerpo roto y los sentidos embotados, contra la noche terrenal. El sentimiento,
segado todavía por la infinita luz, va encontrándose a tientas en la cárcel
sombría del cuerpo, y los sentidos ––estos mismos sentidos que, un instante
antes, tocaban en su sagrado vuelo la faz de Dios–– se arrastran como
gusanillos por el suelo del ser. Dostoiewski queda, al salir de sus ataques en
esa postración crepuscular, de idiotizado, que el mismo retrata, en todo su
horror y con crudeza flagelativa, en uno de sus personajes: el príncipe
Mischkin. Su cuerpo baldado no puede abandonar la cama; la
lengua no obedece la voz ni la mano a pluma, y el enfermo, hosco y humillado,
rehúsa todo comercio. La claridad diáfana del cerebro que, un momento antes,
abarcaba miles de detalles en síntesis armónica, se pierde en la espesa
penumbra, y la memoria no recuerda las cosas más cercanas: el hilo vital que
enlazaba su espíritu al Universo, yace por tierra, roto. Al salir de un ataque
que le sorprende poniendo en limpio Los endemoniados, advierte con terror que a
perdido la conciencia de todos los sucesos, hijos de su propia fantasía, y ni
el nombre del protagonista acierta a recordar. Fatigosamente, va haciendo
revivir en sí la trama; su voluntad acuciante atiza de nuevo el fuego de las
visiones desvanecidas, hasta que recobra su antiguo vigor... y un nuevo ataque
le precipita al fondo de la sima. Y así, con en el terror de caída en la médula
y en los labios el amargo regusto de la muerte, acuciado por la miseria y la
privación, nacen sus últimas y más formidables novelas. Caminando como un
sonámbulo sobre los abismos de la muerte y la locura, crea sus obras más
sublimes; el eterno resucitado saca de este incesante morir aquella fuerza
demoníaca con que se aferra ávidamente a la vida y la estruja para arrancarle
su rendimiento máximo de poder y pasión. El genio de Dostoiewski ––ya Merechkowski ha estudiado
brillantemente esta antítesis–– debe tanto a esta estrella fatal, satánica, de
su enfermedad, como Tolstoi a su salud. Ella es la que le exalta a sensaciones
concentradas inasequibles a una sensibilidad normal; ella la que le dota de una
mirada mágica para penetrar en el mundo recóndito de los sentimientos y en ese
reino que se levanta entre las almas. El grandioso antagonismo de su ser; aquel
velar en medio de los sueños más agitados; aquel deslizarse de su inteligencia
hasta los últimos laberintos del sentimiento, le permite trazar la primera
metafísica de lo patológico e iluminar lo que el escalpelo analítico de la
ciencia sólo sabe disecar, imperfectamente, en el muerto, sobre el caso
clínico. Dostoiewski, el único que retorna vivo y alerta de aquellos mundos,
como Ulises el peregrino del seno de Plutón, nos trae la pintura más
angustiante del reino de las sombras y las llamas, y atestigua con su sangre y
el frío temblor de sus labios la existencia de mundos insospechados que se
alzan entre la vida y la muerte. A su enfermedad debe Dostoiewski ese goce
supremo del arte a que Stendhal llamó una vez “inventer des sensations
inédites”, el orgullo de presentar en toda su trópica floración sensaciones que
laten germinales en todos nosotros sin que el frío climático de nuestra sangre
las deje expandir. El fino oído del enfermo le permite captar las últimas
palabras que se escapan al alma antes de hundirse en el delirio; la agudeza
exaltada de su sensibilidad recoge y pulsa y apura las más tenues vibraciones
de los sentidos, y su mística clarividencia en los segundos del presentimiento
revela en él los dotes del visionario y el talento mágico de la ilación. ¡Oh
maravilloso poder de metamorfosis, fecundo en todas las crisis del alma!
Dostoiewski, el artista, se acuña riquezas de todas las fuerzas hostiles que le
acosan, y el hombre sabe extraer también nueva grandeza de la nueva medida. El
dolor y la dicha, los dos polos contrarios del sentimiento, para él sólo
representan una intensidad de fase desigual, que no mide con la escala al uso
en la vida de los demás, sino por el grado de ebullición de su propio frenesí.
El máximo de dicha, para otros, es el goce de un paisaje, la posesión de una
mujer, el sentimiento de la armonía: siempre una riqueza de sensación lograda
por estados de índole terrena. En Dostoiewski, el punto de ebullición de las
sensaciones toca ya a lo sobrehumano, al estertor mortal. Su dicha es espasmo,
convulsión; su tormento aniquilación, colapso, hecatombe: siempre estados
esenciales comprimidos como el fuego en el rayo; tan intensos, que en lo
terrenal no podrán durar; tan candentes, que la mano no puede sostenerlos un
segundo sin quemarse y tiene que arrojarlos como una brasa. Quien vive muriendo
día tras día, entretejiendo la vida con la muerte, conoce un terror potente y
elemental del que nada sabe la experiencia diaria de los demás; los cuerpos que
jamás perdieron su contacto con la tierra ignoran lo que es el placer de flotar
en el éter, como alma sin cuerpo. El concepto de la dicha del que vive tales
momentos, equivale al éxtasis; su concepto del tormento, a la disolución en la
nada. Por eso la felicidad de los hombres en este poeta, no
trasluce tampoco esa ruidosa alegría de otras vida, sino que arde y llamea como
el fuego, y tiembla de lágrimas contenidas, y siente el pecho rompérsele de
miedo; es un estado intolerable, insostenible, que más bien se diría de goce
que de dolor. Y lo mismo sus tormentos: tienen siempre algo que ha vencido ya
esa sensación vulgar de angustia confusa que pone un nudo en la garganta y
oprime de agobio y de terror; es una claridad helada y casi riente, una codicia
satánica de amargura que no conoce las lágrimas, una risa estertórea y seca,
una risa sarcástica y demoníaca que casi semeja a una explosión de gozo
triunfante. Nunca, hasta él, había sido tan desgarrada esta polarización de los
sentimientos ni el mundo tan dolorosamente tenso entre estos dos nuevos polos
de éxtasis y aniquilación que Dostoiewski exalta por sobre toda medida habitual
de dolor y de dicha. Dostoiewski sólo puede comprenderse situándole bajo el
imperio de esta ley de polarización con que le sella el Destino. Víctima de una
vida dual, este afirmador apasionado de su estrella es fanático del contraste.
El fuego abrasador de su temperamento de artista no se hubiera encendido sin el
roce continuo de estos contrastes, y, lejos de armonizarlos, su genio, que
jamás amó la medida, rasga más aún el abismo innato entre cielo e infierno. La
herida abierta no cicatriza nunca bajo la fiebre espiritual, ardiente, del
crear. Dostoiewski artista es el producto más perfecto de un mundo de
antagonismo, el más poderoso dualista que jamás engendró el arte y acaso la
Humanidad. Uno de sus vicios ––su pasión patológica por el
juego–– simboliza en forma visible esta voluntad primigenia de su vida.
Dostoiewski, que ya de muchacho era apasionado de los naipes, descubre en
Europa el espejo satánico de sus nervios: el Rojo y el Negro, la ruleta, este
juego pavorosamente dominador, en el dualismo elemental de sus colores. El
tapete verde de Baden-Baden, la banca de Montecarlo, son los goces más intensos
que le brinda Europa; mucho más intensos, para sus nervios, que la Madonna de
la Sixtina, las esculturas de Miguel Angel, los paisajes del Sur, que todo el
arte y toda la cultura del Universo. ¿Dónde como aquí ––negro o rojo, pares o
nones, triunfo o aniquilación, ganancia o pérdida–– la tensión y la decisión se
concentran en un segundo único del disco giratorio; dónde como aquí la emoción
contenida salta en ese rayo a la vez doloroso y gozoso de antítesis explosiva,
que como nada en el mundo es grato a su carácter? Las transiciones suaves, los
matices y las transacciones, los ascensos, paso a paso, son intolerables para
una impaciencia febril como la suya; lo que él quiere no es hacer dinero como
un salchichero alemán, a fuerza de tacto, de cálculo, de ahorro, sino echarse
en brazos del ciego acaso, entregarse al Todo en cuerpo y alma. La voluntad,
delante del tapete verde, imita, con desafío consciente e inconsciente, la
hechura exterior de su destino, ese cifrar las decisiones en un segundo único,
ese afilar las sensaciones hasta que se le clavan en los nervios como puntas
candentes: hay aquí algo de misteriosamente semejante a aquellos segundos de
presentimiento y de hecatombe del rayo epiléptico, a aquel segundo imborrable
de la plaza Semenowski. Aquí es él el que juega con su estrella como allí ella
la que hace juguete de él: el jugador hostiga el acaso, le fuerza a artísticas
tensiones, y cuando ya parece haberse adueñado de él, arroja toda su
existencia, con mano temblorosa, sobre el tapete. Dostoiewski no es jugador por
hambre de dinero, sino por esa sed de vida inaudita, “desvergonzada”, que tan
bien conocemos de los Karamazov; por esa codicia que quiere aspirarlo todo en
sus esencias más concentradas; por esa avidez patológica de vértigo y ese
“frenesí de las alturas” que es también la perversión de asomarse a todos los
abismos. A Dostoiewski le atraen los abismos, las simas de la vida, lo que hay
de satánico en el azar; ama con fanática humillación a todas las potencias que
son más fuertes que su voluntad, y se complace en conjurar sobre su cabeza, una
vez y otra, con eternas añagazas, sus rayos asesinos. El juego es, para él, una
provocación lanzada al Destino: en sus puestas no va sólo dinero ––y siempre lo
último que le queda––; va toda su existencia; y cuanto puede salir ganando es
una intensa embriaguez nerviosa, un terror mortal, una angustia pánica, un
sentimiento cósmico demoníaco. Hasta el veneno del oro enciende en él nueva sed
de ansia divina. Naturalmente, esta pasión, como todas las suyas rompe
en el poeta todos los diques de lo normal y traspasa los linderos del vicio. La
continencia, la prudencia, la mesura, no son virtudes de este temperamento de
titán. “En toda mi vida no he hecho otra cosa que traspasar los límites,
siempre y por doquier”. Este traspasar todos los límites es lo que constituye
su grandeza como artista, a la vez que el peligro constante de su vida como
hombre. Dostoiewski no se detiene ante los lindes de la moral burguesa, y nadie
puede saber hasta qué punto la vida de este poeta respetó las fronteras
jurídicas, hasta qué punto los instintos criminales de sus héroes tomaron acaso
en él carne de realidad. Lo poco que de ello sabemos no basta para concluir. De
niño hacía trampas jugando a las cartas, y más tarde, como Marmeladov, el
trágico bufón de Crimen y castigo, aquel que convertía las medias de su mujer
en aguardiente, Dostoiewski sustrae a la suya el dinero, y una vez un vestido,
para ponerlo en la ruleta. Los biógrafos no se atreven a investigar demasiado
acuciosamente el sedimento de perversidad que los libertinajes de los “años subterráneos”
dejasen en él; ni quieren averiguar si aquellas “arañas de la voluptuosidad”
que viven en sus novelas: Swidrigailov, Stawrogín, Fedor Karamazov, tejen
también en la vida del autor sus aberraciones sensuales., Es evidente que las
inclinaciones y perversidades del poeta se polarizarían en la misma misteriosa
avidez de contraste, en la misma tensión entre la corrupción y la inocencia que
preside todas sus pasiones, pero no hay para qué indagar aquí ––por
características que ellas sean–– estas leyendas y conjeturas. Lo que importa es
no ignorar que el santo y el Mesías, el Alioscha, aparece siempre hermanado, en
Dostoiewski––Karamazov, en hermandad de carne y sangre, con su reverso, con el
sexual de instintos exaltados, con el sucio Fedor. En su sensualidad, Dostoiewski ––y esto lo sabemos con
certidumbre–– rompía también la medida burguesa, y no en el sentido moderado de
un Goethe, que sentía latir en sí ––según su dicho célebre–– los gérmenes de
todas las infamias y todos los crímenes. Toda la potente vida ascensional de Goethe no es más
que un esfuerzo único indecible por matar dentro de sí estos gérmenes que
pululaban amenazadores. El olímpico aspira a la armonía; su anhelo más alto es
borrar de su alma todos los contrastes, apagar la fiebre de su sangre, mantener
flotando, serenas, sus energías. Goethe se amputa toda sensualidad, desarraiga
de sí, en gracia a la moral ––con no pocas pérdidas de sangre para su arte, y
desarraigando con ellas también gran parte de su fuerza––, todas las raíces peligrosas
de sus instintos. Dostoiewski, en cambio, apasionado en su dualismo como en
cuanto es testimonio de vida, no quiere remontarse a la armonía, que para él
significa estancamiento, y, lejos de disolver sus contrastes en la unidad de lo
divino, los acentúa todavía más, los polariza en Dios y en el diablo, y entre
los dos polos gira el mundo. Lo que él apetece es un infinito de vida, y para
este poeta la vida no es otra cosa que una descarga eléctrica entre los dos
polos del contraste. Todos sus gérmenes, los buenos y los malos, los nobles y
los malignos, todos fecundan, todos florecen y fructifican en el trópico de su
pasión. Deja que sus vicios crezcan como hierbas salvajes, que sus instintos,
sin ponerles freno, por criminales que ellos sean, galopen por la vida.
Idolatra sus vicios, su enfermedad, sus malos sentimientos; ama el juego y
hasta su instinto de voluptuosidad, que no es, al cabo, más que una metafísica
de la carne, la voluntad de gozar hasta el infinito. Goethe aspira al ideal
apolíneo; Dostoiewski tiende al ideal báquico. No ansía ser un olímpico, igual a los dioses; todo lo
que ambiciona es ser un hombre, un hombre fuerte. Su moral no tiene por canon
el clasicismo, ni guarda más norma que una: la intensidad. Vivir bien es, para
él, vivir como los fuertes, y vivirlo todo, y todo a la vez, lo bueno y lo
malo, y ambas experiencias en sus formas más henchidas y embriagadoras. Por
eso, Dostoiewski no busca jamás una regla; busca sólo y busca siempre la
plenitud. Contemplad a Tolstoi en medio de su obra, y vedle detenerse,
desasosegado, abandonar el arte y atormentarse toda una vida con el pensamiento
del bien y del mal, con la desazón de si su existencia será verdadera o falsa.
La vida de Tolstoi es una vida didáctica, un tratado, un folleto de propaganda:
la de Dostoiewski es una obra de arte, una tragedia, un destino. Dostoiewski no
obra por fines, conscientemente, con la mirada inquisitiva vuelta hacia sí;
sólo le preocupa hacerse fuerte. Tolstoi se acusa de todos los pecados, en voz
alta y ante todo el mundo. Dostoiewski calla, pero su silencio dice más de Sodoma
que todos los clamores de Tolstoi. Dostoiewski no pretende juzgarse, ni
modificarse, ni mejorarse; toda su aspiración es: fortificarse. No opone
resistencia a lo que en su carácter haya de malo y de peligroso; antes al
contrario, ama los peligros como espuelas de su voluntad; diviniza sus culpas
en cuanto le mueven a arrepentimiento; su orgullo, como padre de su
humillación. Sería pueril, por tanto, silenciar el lado satánico de
su ser ––tan afín al lado divino––, pretender “disculparle” moralmente y
arrebatar para la armonía mezquina de lo normal lo que en él corresponde a la
belleza elemental de lo desmedido. Quien supo crear a Karamazov y aquella figura de
estudiante de Adolescencia, al Stawrogin de Los endemoniados, al Swidrigailov
de Crimen y castigo, a todos estos fanáticos de la carne, a estos grandes
poseídos por el demonio de la voluptuosidad, a estos sabios maestros en
lascivia, por fuerza tuvo que vivir en su propia sangre las formas más bajas de
sensualidad, pues sin un cierto amor espiritual por estos excesos hubiéranle
sido imposible infundir a estas figuras la realidad aterradora con que viven.
La incomparable susceptibilidad del poeta que engendró a estos seres conoció el
erotismo en sus dos polos: conoció el de la borrachera carnal, en el que el
cuerpo se revuelca sobre el lodo que es la lascivia, con sus declives
espirituales más refinados, donde el vicio se convierte en perversidad y en
crimen; le conoció bajo todas sus máscaras, y en lo más álgido de sus furia le
vemos reír con la más sabia de las miradas. Pero le conoció también en su forma
más noble, en esa forma divina en que el amor se desnuda de la carne y se hace
compasión, dulce piedad, fraternidad con todo y con todos, y lágrimas
inflamadas. Todas estas esencias misteriosas se contenían en él, y
no en granos químicos y fugaces, como en todo verdadero poeta, sino en los
extractos más fuertes y más puros. Cuando Dostoiewski describe los extravíos
del libertinaje, se percibe en el pulso del escritor la emoción sexual y la
vibración de los sentidos, y muchas de las licencias que relata es evidente que
las vivió, y que las vivió gozosamente, el propio autor. Lo cual nos quiere
decir ––como los ajenos a su sangre pudieran pensar–– que Dostoiewski fuese un
libertino, un devoto de los goces carnales, un gozador. No. Tenía ansia de
placeres como de tormentos, era siervo de sus instintos, esclavo de una
avasalladora curiosidad corporal y espiritual, que le instigaba, azotándolo, a
lanzarse a todos los peligros y le arrojaba por entre todas las malezas
espinosas de los caminos extraviados. Y sus mismos placeres no son goces
banales, sino un juego al que pone todos los sentidos de su vida, todas las
fuentes de su voluntad, un querer embriagarse una vez y otra con el aire
misterioso de bochorno que es el presagio de la tormenta epiléptica; la
concentración del sentimiento en un par de segundos tensos de peligroso
preludio del placer, tras los que viene la crisis confusa de la expiación. Lo
único que le atrae y le fascina en el placer son los resplandores del peligro,
las vibraciones de los nervios, este pedazo de palpitante naturaleza que se
esconde es su cuerpo; con una mezcla rara de conciencia y vergüenza sombría,
busca en todos los placeres el reverso del placer, el poso de la contrición; en
la infamia, la inocencia; en el crimen, la expiación. La sensualidad de
Dostoiewski en un laberinto en el que todos los caminos se pierden; Dios y la
bestia moran vecinos en la misma carne, y éste es el símbolo que encierran los
Karamazov: Alioscha, el ángel, es santo, tenía que ser hijo de Fedor, la
repulsiva “araña de la voluptuosidad”. La lujuria engendra la pureza; el
crimen, la grandeza; el placer engendra el dolor, y éste, nuevamente, el placer.
Eternamente se tocan los extremos: entre el cielo y el infierno, Dios y el
diablo, gira, tenso hasta romperse, el mundo de este creador. Este abrazar sin límites y sin tregua, sabiamente y
sin defensa, la estrella de su dualismo; este amor fati apasionado, es el
supremo y único misterio de Dostoiewski, la fuente de fuego de donde brotan sus
grandes arrebatos. Ese mismo caudal poderoso en que la vida se le volcaba, ese
horizonte desmedido de sentimientos que se le abría en el dolor, es lo que le
llevaba a amar la vida; esta vida cruel y llena de bondad, divinamente
ininteligible, eternamente inaprehensible, eternamente mística. La medida de
este poeta es la plenitud, el infinito. Jamás quiso para el flujo de su vida un
ritmo suave, sino la intensidad y la concentración: por eso no esquiva nunca
ningún peligro, ni para su cuerpo ni para su alma, pues todos guardan para él
posibilidades de sensaciones nuevas, incentivos para sus nervios infatigables.
Exalta hasta el apogeo, a fuerza de entusiasmo y éxtasis, todos sus gérmenes,
los del bien y los del mal; todas sus pasiones, todos sus vicios; ningún
peligro aleja de su sangre sabia. Dostoiewski, el jugador, hace de su vida
puesta, y la lanza sin descanso al juego apasionado de los poderes, para gozar
toda la voluptuosidad de su existencia, para embriagarse en el continuo girar
del rojo y el negro, de la vida y la muerte. “Tú, que me has metido en este
dédalo, tú me sacarás”, es, como la de Goethe, la respuesta que da a la
Naturaleza. Jamás se le ocurre “corregir la fortuna”, mejorar su suerte,
eludirla, hacer flaquear su estrella. Jamás busca la consumación, el fin, el
remate, en el descanso; busca la exaltación de la vida en el dolor, y cada vez
son más altas las tensiones a que obliga a su alma, pues no es a sí mismo a
quien este incansable quiere conquistar, sino a la suma máxima de sentimiento.
No quiere cuajarse, como Goethe, en cristal; en un cristal que devuelva
fríamente, con sus cien facetas, el agitado caos, sino seguir siendo
eternamente llama, una llama que se devora a sí misma, que se consume día tras
día, para alzarse de nuevo y cada día en una eterna repetición, pero siempre
con fuerzas nuevas y en un esfuerzo de contraste siempre más tenso y exaltado. No quiere señorear la vida sino sentirla; ser, no el
soberano, sino el siervo fanático de su destino. Sólo así, como “siervo de
Dios”, y el más sumiso de todos, pudo llegar a ser el más sabio entre los
humanos. Dostoiewski entrega al Destino el señorío sobre su
destino, y no otra cosa es lo que da a su vida el secreto con el que triunfa de
todos los azares del tiempo. Es el hombre demoníaco, sujeto a los eternos
poderes, y reencarnación, bajo la clara luz documental de nuestra época, de
aquel poeta de los tiempos místicos que se creía muerto para siempre: el
visionario, el frenético, el hombre del Destino. Hay algo de primitivo y
heroico en esta figura de titán. Y si las epopeyas literarios de otros se alzan
como montañas floridas, asentadas sobre la entraña de la época, testigos
todavía, sin duda, de la fuerza primitiva que las engendró, pero dulcificadas
ya en perennidad y accesibles hasta en las cumbres coronadas de nieve y perdida
en lo infinito, el remate supremo de la obra de este poeta se nos aparece
fantástico y gris, como una roca volcánica y estéril. Mas desde el cráter de su
pecho desgarrado, llega la brasa de su lava hasta la vena de fuego en fusión
que es la médula de nuestro mundo, y en su entraña nos encontramos con hilos
que nos llevan al origen de todos los orígenes, con los hilos elementales de
las fuerzas primigenias, y, sobrecogidos, sentimos que en el destino y en la
obra de este hombre late la hondura misteriosa de toda humanidad. LOS HOMBRES DE DOSTOIEWSKI ¡Oh, no creáis en la unidad del hombre! DOSTOIEWSKI. De este poeta volcánico, por fuerza tenían que salir
héroes volcánicos, pues el hombre es siempre la imagen del Dios que le creó.
Los personajes de Dostoiewski no están hechos tampoco para gozar de la paz de
este mundo: todos bucean con su sensibilidad hasta tocar en los problemas
elementales y eternos. El hombre nervioso de los tiempos modernos se compagina
en ellos con el hombre de los orígenes que nada sabe de la vida fuera de su
pasión; y, mezcladas con los supremos conocimientos, balbucean en sus labios
las primeras preguntas que oyó el mundo. Las formas del hombre primitivo no se
han enfriado aún en ellos; sus rocas no se han estratificado: su fisonomía no
se ha pulido. Eternamente inacabados, son por ello doblemente vivos.
Acabamiento es para el hombre, fin, y en Dostoiewski todo aspira a infinitud.
Para que un hombre le parezca heroico, modelable, en arte, ha de encerrar un
carácter problemático, pugnante consigo mismo; los acabados, los maduros, los
aparta de sí, como el árbol sus frutos logrados. Dostoiewski sólo ama a sus
hombres mientras sufren, mientras revisten la forma exaltada y antagónica de su
propia vida, mientras son, como él, caos que pugna por convertirse en destino. Coloquemos a sus héroes ante el cuadro de otras vidas,
para mejor destacar así su maravillosa personalidad. Comparemos. Traigamos a la
memoria, por ejemplo, ––para tomar el tipo de novela francesa––, un personaje
de Balzac, y se nos representará en seguida, inconscientemente, la idea de lo
rectilíneo, de lo limitado, de lo cercado con cerco interior. Un concepto claro
como una figura geométrica y sujeto como ella a determinadas leyes. Todos los
héroes de Balzac están hechos de una sustancia única, perfectamente analizable
por los procedimientos de la química psicológica. Son todos elementos, con las
propiedades esenciales que a estos elementos corresponden, y, como es natural,
con sus formas típicas de reacción, en lo moral y en lo psíquico. Casi han
dejado de ser hombres, para convertirse en propiedades humanas, en aparatos de
precisión de las pasiones. Cada hombre sugiere, en los personajes de Balzac, la
pasión correspondiente: Rastignac quiere decir ambición: Goriot, sacrificio;
Vautrin, anarquía. En cada uno de ellos hay un impulso vital que domina y
absorbe todas las demás fuerzas interiores y las empuja en el sentido que marca
la voluntad central. Todos son caracterológicamente clasificables, pues su alma
se mueve por un resorte único que los lanza, con determinada cantidad de
energía, a través de la sociedad humana: disparado el resorte, estos hombres
jóvenes se abalanzan como explosivos sobre el blanco de la vida. Apurando el sentido de esta imagen casi se ve uno
tentado a llamarlos autómatas, por la precisión mecánica con que reaccionan a
las excitaciones de la vida, y en el funcionamiento de sus fuerzas y sus
resistencias, que un técnico puede perfectamente calcular, hay en realidad algo
de máquinas. El que haya leído un poco Balzac, sabe de antemano la réplica que
determinados hechos han de provocar en el carácter de un personaje, como se sabe
la parábola que una piedra describiría conociendo su peso y la fuerza con que
se lanza. Sabe, por ejemplo, que Grandet, el harpagón, sentirá crecer su
avaricia cuanto más heroica y dócil al sacrificio su hija se manifieste. Y
aquel Goriot, que todavía vive con cierto desahogo y empolva cuidadosamente su
peluca todas las mañanas, acabará vendiendo por su hija la ropa que viste y
desbaratando lo último que le queda, su vajilla de plata. Forzosamente tiene
que ser así, pues así lo exige el carácter del personaje, la fuerza dinámica
que reviste imperfectamente de forma humana su carne terrenal. Los caracteres
de Balzac, lo mismo que los de Víctor Hugo, los de Walter Scott, los de
Dickens, son siempre simplistas y primitivos, finalistas, de un solo color. Son
todos unidades, y como tales, perfectamente ponderables en la balanza de la
Moral. Sólo el azar contra el que se debaten es policromo y proteico, en el
cosmos espiritual de estos novelistas. Frente a la variedad de la vida, el
hombre representa, en tales epopeyas, la unidad, y la novela viene a ser la
lucha del hombre contra los poderes terrenales por la conquista del poder. Los
héroes de Balzac, y los de la novelística francesa son, o más fuertes o más
débiles que la resistencia que les opone la sociedad. O triunfan sobre la vida
o perecen entre sus ruedas. El héroe de la novela alemana ––Wilhelm Meister o
Enrique el Verde pueden servir de tipos–– no está ya tan seguro de su dirección
central. En su pecho resuenan muchas voces, su psicología es compleja y su alma
polífona. El bien y el mal, la debilidad y la fuerza, fluyen por ella, en
tropel confuso: su origen es siempre confusión, y la niebla del amanecer le
turba la claridad de la mirada. Siente que en su interior se agolpan las
fuerzas, pero dispersas todavía, todavía en pugna; le falta la armonía, pero ya
le anima el anhelo de alcanzarla. El genio alemán tiende siempre, en último
término, al orden y a la unidad. Y cuantas novelas de desarrollo tengan por
héroe a un alemán girarán todas en torno al desenvolvimiento de la
personalidad, exclusivamente. Organizando sus fuerzas, el protagonista se eleva
al ideal alemán, que es la virtud: “En la corriente del mundo se forma el
carácter”, dice Goethe. Los elementos turbios y agitados de la vida van posando
y cristalizando en la paz conquistada, de los años de aprendizaje sale el
maestro, y en la última página de estas epopeyas, en Enrique el Verde, en el
Hyperion, en el Wilhelm Meister, en el Ofterdingen, brilla siempre, potente,
una mirada clara sobre el mundo claro. Las corrientes pugnantes de la vida se
reconcilian en el ideal y las fuerzas actúan, ahora, ordenadas, ahorradas para
un supremo fin, sin perderse como antes en la disipación. Los héroes de Goethe
y los de todos los poetas alemanes se logran y realizan en su forma suprema,
acaban siempre siendo activos y virtuosos; aprenden de las experiencias de la
vida. No así los héroes de Dostoiewski, que jamás buscan ni
descubren el lazo que los una a la vida real; y este retraimiento es lo que los
caracteriza. Se resisten por todos los medios a entrar en la realidad: su
primera aspiración es arrancarse a ella, remontarse sobre ella, hasta el
infinito. Para estos hombres, el Destino no tiene jamás sentido material, sino
interior. Su reino no es de este mundo. Todas esas formas aparentes de valores
que son los títulos, los poderes y las riquezas; todas esas conquistas
visibles, no les dicen nada. Ni como fin en sí, al modo de los personajes de
Balzac, ni como medio para otros fines, cual los novelistas alemanes los
consideran. No les interesa en lo más mínimo acomodarse a este mundo,
imponerse, triunfar. No ahorran de sí, sino que se disipan; no saben calcular,
y son, eternamente, incalculables. La actividad de su ser hace que se los crea,
a primera vista, soñadores ociosos y fantásticos; pero si su mirada parece
vacía es porque no se posa en el mundo exterior, porque se vuelve, como una
brasa, hacia adentro, al interior de su propia existencia. El hombre ruso
tiende a la totalidad. Quiere poseerse, sentirse a sí mismo y a la vida, mas no
en su sombra e imagen especular: la realidad visible, sino en lo que en ella
hay de grandeza mística elemental: el poder cósmico, el sentimiento de la
existencia. Dondequiera que ahondemos en la obra de Dostoiewski, escucharemos
siempre, como un rumor de una fuente muy honda, este impulso vital
completamente primitivo, casi vegetativo, fanático; este sentimiento de la
existencia, este afán ancestral que no apetece la dicha ni el dolor, pues ambos
son ya formas concretas de vida, valoraciones, distinciones, sino el goce total
y único, ese que se experimenta al respirar. Quieren beber del mismo manantial, y no en los pozos
de las calles y de la ciudad; sentir palpitar en sí la eternidad, vencer el
tiempo. Para ellos no existe el mundo social: su mundo es el eterno. Y no
pretenden aprender la vida ni conquistarla; sólo aspiran a sentirla en sus
carnes desnudas, y a sentirla como el éxtasis de existir. Apartados del mundo por el amor al mundo, irreales por
pura pasión de realidad, las figuras de Dostoiewski parecen, al principio, un
poco simplistas. Su marcha no es rectilínea, ni persigue ningún fin visible.
Estos hombres todos adultos, todos hombres hechos, andan por el mundo a tientas
como los ciegos y tiene el torpor de los borrachos. Les vemos detenerse, mirar en derredor, hacer todo
género de preguntas, para aventurarse de nuevo, sin esperar respuesta, hacia lo
desconocido: diríase que acaban de llegar a nuestro mundo y que aun no se han
hecho a vivir en él. Para poder comprender a los hombres de Dostoiewski, no hay
que olvidar que son rusos, hijos de un pueblo que se ha visto precipitado de
pronto en nuestra cultura europea saliendo de un milenio de inconsciencia
bárbara. Estas criaturas, arrancadas en un día a su vieja cultura y a su régimen
patriarcal, sin familiarizar todavía con este mundo nuevo, se quedan perplejas
en medio del tráfago, en la encrucijada, y su perplejidad es la de todo un
pueblo. Nosotros, europeos, vivimos instalados en nuestras añejas tradiciones
en una casa confortable. El ruso del siglo XIX, del tiempo de Dostoiewski,
abandona la cabaña de la prehistoria, y le pone fuego sin esperar a tener
construida la nueva casa. Estos hombres son todos nómadas, desarraigados, andan
sin dirección fija. Sus puños guardan todavía la fuerza de la juventud, la
fuerza bárbara, pero su instinto se extravía en la maraña de los problemas, y,
con los músculos pletóricos de energía, no saben por dónde empezar. Así
desorientados, lo acometen todo y ante nada se cansan. He aquí la tragedia de
todos los héroes de Dostoiewski, de todas las disensiones y todos los
obstáculos que forma el destino del pueblo ruso. Esta Rusia de mediados del
siglo XIX no sabe adónde dirigir sus pasos, si a Oriente o a Occidente, a
Europa o a Asia; si encaminarse a San Petersburgo, la “ciudad artificial”, la
civilización, o retornar a la tierra aldeana, a la estepa. Turgueniev la empuja
hacia delante; Tolstoi, hacia atrás. Todo es desorientación, desasosiego:
Frente al zarismo se levanta, sin transición, la anarquía comunista; la
ortodoxia, la fe venerable y heredada, se torna de súbito en un ateísmo
fanático y rabioso. Nada hay seguro, nada tiene su valor, una medida, en esta
época: ya no brillan sobre las frentes las estrellas de la fe ni la ley en los
pechos. Los hombres de Dostoiewski, descuajados de una gran tradición, son
auténticos rusos, hombres de transición que llevan en el corazón el caos de los
orígenes, seres cargados de inhibiciones e incertidumbres. Siempre tímidos y
temerosos, siempre creyéndose humillados y despreciados, y todo por el
sentimiento primigenio y único de su nación: por no saber quiénes son y qué
son, si poco o mucho. Siempre y eternamente cabalgando sobre el abismo del
orgullo y de la contrición, entre la soberbia y el desprecio de sí mismos;
siempre y eternamente mirando a los demás y consumiéndose, todos, por la
angustia furiosa de parecer ridículos. Avergonzados siempre: unas veces, del
cuello usado de su pelliza; otras veces, de su nación, pero siempre, siempre
avergonzados, desasosegados, confusos. Su sentimiento, ese sentimiento potente
que los avasalla, no tiene apoyo ni tiene guía; no hay uno solo entre ellos que
tenga una medida, una ley, el asidero de una tradición, el báculo de una
ideología heredada. Todos andan desmesurados y perplejos por un mundo ignoto. Ninguna pregunta se alza en su espíritu que encuentre
respuesta; ningún camino se abre a sus ojos que sea llano. Todos son seres de
transición, hombres primigenios. Y cada uno de ellos, un Hernán Cortés, a la
espalda las naves quemadas y delante lo desconocido. Pero lo maravilloso es que, por ser hombres
primigenios, en todos ellos reempieza el mundo. Todos esos problemas que en
nosotros han cristalizado ya en fríos conceptos, a ellos les arden todavía en
la sangre. Ignoran el absoluto esos cómodos caminos trillados por donde
marchamos los modernos, con sus guardacantones morales y sus postes
indicadores: sus senderos van siempre trochando por la maleza, hasta lo
infinito. Por ninguna parte se atalayan, desde estos senderos, las torres de la
certeza, los puentes de la seguridad. Cada individuo se siente llamado por la
Rusia de Lenin y Trotsky, a erigir un orden cósmico nuevo desde los cimientos
hasta el remate, y éste es el valor incalculable del hombre ruso para nuestra
Europa, ya petrificada en su cultura; la curiosidad siempre virgen del ruso se
enfrenta a cada paso con la infinitud y le dirige las preguntas elementales de
la vida que oyó el primer día de la creación. Allí donde nuestra cultura nos
hace perezosos, se enciende el ardor febril de esos hombres. Cada hombre de
Dostoieswki somete a revisión todos los problemas, mueve con sus manos
sangrantes las piedras liminares del bien y del mal y hace de su caos un mundo.
Cada uno de estos hombres es siervo y profeta de un nuevo Cristo, mártir y
profeta de un tercer Reino. Y aunque en ellos perviva el caos de los orígenes,
entre sus tinieblas se percibe también el alborear del primer día, el que trajo
la luz sobre la Tierra, y se adivina el advenimiento del sexto, el que creó al
nuevo hombre. En todos sus héroes se abre la senda de un mundo nuevo: la novela
de Dostoiewski es el mito del hombre nuevo y de sus alumbramiento del seno del
alma rusa. Todo mito, sobre todo si es nacional, reclama fe. No
se intente, pues, llegar a estos hombres y comprenderlos por la vía cristalina
de la razón. Para adueñarse de su sentido sólo vale el sentimiento, lo único
que hermana. Juzgados por el common sense de un inglés, de un americano, de un
hombre práctico, los cuatro Karamazov son cuatro locos, y un manicomio todo el
mundo trágico de Dostoiewski. Lo que es y será siempre el alfa y el omega del
sano sentido común: el vivir feliz, es para estas criaturas la cosa más
indiferente de la Tierra. Abrid los cincuenta mil libros que Europa produce
cada año, y ved de qué tratan todos: de la manera de ser feliz. Siempre el
mismo problema, cualquiera que sea la forma: la mujer que quiere a un hombre, o
el hombre que ansía ser rico, poderoso y célebre. Todos los afanes de una
novela de Dickens acaban en la casita de campo rodeada de verde y llena de
voces alegres de niños; si la novela es de Balzac, en un palacio, en el título
de par de Francia, en los millones. Echemos una mirada a nuestro alrededor, en
la calle, en las tiendas, en los cuartos de los pobres o en los salones
iluminados: ¿qué es lo que anhela toda esa gente? Alcanzar la felicidad, vivir
satisfechos, ser ricos, poderosos. ¿Hay algún hombre en el mundo de Dostoiewski
que apetezca eso? Ninguno. Ni uno solo. Todo su afán es andar, andar, no detenerse
jamás, ni en la dicha. Marchar adelante, sin descanso. Tienen todos ese
“corazón superior” que se atormenta. No les preocupa ser felices; el vivir satisfechos les
es indiferente, la riqueza es más bien despreciable que apetecible. Nada ansían
de cuanto ansía la Humanidad entera; son todos unos raros. En todos impera el
uncommon sense. No quieren nada de este mundo. ¿Es decir, que son unos flemáticos, indiferentes a la
vida, unos ascetas? Por el contrario. Los hombres de Dostoiewski son todos, ya
lo he dicho, hombres en quienes late un nuevo Génesis. Tienen, con todo su
genio y su inteligencia diamantina, corazones de niño, antojos de niño: no
quieren, concretamente, ésta o aquella cosa; lo quieren todo. Y todo con toda su fuerza. Lo bueno y lo malo, lo ardiente
y lo frío, lo próximo y lo remoto. Son en todo exagerados, desmesurados. He
dicho que no querían nada en este mundo, y dije mal: no quieren nada en
particular, pero lo quieren todo, la totalidad de su sentido, toda su hondura:
la vida entera. No olvidemos que estos hombres no son seres frágiles por el
estilo de un Lovelace, de un Hamlet, de un Werther, de un René. Los héroes de
Dostoiewski tienen todos músculos acerados y un hambre brutal de vida; son
todos Karamazov, “fieras del deseo”, acuciados por aquella avidez de vida
“fanática, desvergonzada”, que apura las últimas gotas del cáliz antes de
estrellarlo. En todo buscan el superlativo, en todo el rojo candente de la
sensación, allí donde las aleaciones vulgares de lo casual se funden y no queda
más que un sentimiento cósmico ardiente de fuego fluido; como los corredores
encendidos de la fiebre de Amok, se lanzan furiosos a través de la vida; del
deseo, al arrepentimiento, y de éste, al hecho; del crimen, a la confesión, y
de la confesión, al éxtasis, recorriendo hasta el fin y sin dejar una todas las
callejuelas tortuosas de su destino, hasta que llega el supremo instante en que
se estrellan o alguien los quita de en medio. ¡Oh esta sed de vida que arde en
cada hombre de Dostoiewski; esta nueva Humanidad con los labios abrasados de
ansia de mundo, de ciencia, de verdad! Buscadme, enseñadme un solo hombre, uno
solo, en la obra de Dostoiewski, que respire reposadamente, que se eche a
descansar, que haya tocado su meta. Ninguno. Todos son uno, en esta carrera
furiosa hacia las altura y en este despeñarse hacia las simas, pues, según la
fórmula de Alioscha, todo el que pise el primer eslabón tiene por fuerza que
anhelar por poner el pie en el último. Todos se vuelven, llenos de avidez, en
todas direcciones, hacia el fuego y hacia el hielo, insaciables, desmesurados
que sólo buscan y encuentran su medida en lo infinito. Se dispara, veloces como
flechas, del arco eternamente tenso de sus fuerzas, sobre el cielo, siempre en
la dirección de lo inasequible, siempre buscando las estrellas. Cada una es una
llama, un fuego de inquietud. Y quien dice inquietud, dice tormento por eso los
héroes de Dostoiewski son todos grandes atormentados. Todos tienen la cara
desencajada, todos viven febriles, convulsos, en un constante espasmo. Un gran
francés, aterrado, llamó al mundo de Dostoiewski un hospital de enfermos
nerviosos, y, verdaderamente, ¡que fantástico y qué triste tienen que
aparecerse este mundo a la mirada que por primera vez se pose en él viniendo de
fuera! Tabernas cargadas de vapor de aguardiente, celda de cárcel, rincones de
casuchas en barrios míseros, callejuelas de vicio, figones, y, al fondo, esta
sombra de cuadro de Rembrandt, un tropel de figuras estáticas: el asesino
elevando al cielo las manos manchadas todavía con la sangre del crimen; el
borracho, en el coro de risas de los que le escuchan; la prostituida que se
aposta en la penumbra de la callejuela; el niño epiléptico que mendiga en las
esquinas; el hombre que asesinó siete veces, entre las sombras de la Catorga;
el jugador, entregado a su vicio entre los puños de los jaques; aquel
Rogoschin, revolcándose como una fiera delante del cuarto de su mujer, que no
quiere abrirle; el ex ladrón honrado, agonizante en una mísera cama; ¡qué bajo
mundo de sentimientos, qué infierno de pasiones! ¡Oh, qué trágica humanidad;
qué cielo este cielo ruso, gris, plomizo, eternamente sombrío, sobre estas
frentes; qué tinieblas en el corazón y en el paisaje! Tierra de infortunio,
yermo de desesperación, purgatorio sin gracia y sin justicia. ¡Tenebrosa en verdad, confusa, extraña y hostil, para
quien por vez primera la contempla, esta humanidad, este mundo ruso! Una tierra
anegada de dolor, “calada de lágrimas hasta el meollo”, como dice Iván
Karamazov en un arrebato de furia. Mas aquí se obra el mismo milagro que ante
el rostro de Dostoiewski: para las primeras miradas, tétrico, terroso, obtuso,
rústico, hundido, y luego transfigurado por el resplandor de su frente
irradiando sobre la noche, como la luz de la fe que se encendiese sobre las
simas: esta luz espiritual irradia también y penetra en su obra, borrando las
sombras tenebrosas de la materia. Diríase que el mundo de este novelista está
modelado única y exclusivamente sobre el dolor. Y, sin embargo, la suma de
dolor que pesa sobre cada uno de sus hombres, no es mayor, aunque lo parezca,
que la que soportan los seres de otras novelas. Estos hombres no serían hijos
de Dostoiewski si no supieran metamorfosear sus sentimientos, empujarlos y
espolearlos de contraste en contraste. Y el dolor, y su propio dolor, es,
muchas veces, su más profunda beatitud. Hay algo en ellos que contrapone
sabiamente a la sensualidad, al goce de ser dichosos, un ansia ávida de dolor,
un goce de sufrir; y así, su sufrimiento es, a la par, su dicha; por eso lo
defienden a dentelladas, lo apechugan, lo acarician, lo acunan contra su alma.
Sólo no amándolo serían los más desdichados de los hombres. Este trueque, es
frenético, rabioso trueque de los sentimientos en su interior, esta eterna
permuta de valores en la entraña de los hombres de Dostoiewski acaso no pueda
verse del todo clara y sin la ayuda de un ejemplo. Elegiré uno que se repite
constantemente, bajo mil formas; el del dolor que causa al hombre una
humillación, sea real o imaginaria. Representémonos un ser cualquiera de cierta
sensibilidad ––lo mismo da que sea un modesto empleado o la hija de un
general–– que se sienta ofendido. Herido en su orgullo por una palabra, por una
nada tal vez. Esta primera ofensa es el sentimiento primario que subleva todo
el organismo. El ofendido sufre, se pone en guardia, vive con los nervios en
tensión, y espera..., una nueva ofensa. Viene esta segunda ofensa, y parece que el nuevo golpe
debiera aumentar el dolor. Y, sin embargo, cosa rara, el ofendido ya no la
siente. Acusa, sin dudad, grita, pero su queja ya no es sincera. Y es que ya le
ha tomado amor a la injuria. En este “continuo hacerse consciente de sus
propias afrentas, el alma encuentra un secreto goce monstruoso”. El orgullo
ofendido halla una compensación: la del martirio. Y desde este instante se
enciende en el humillado la sed de nuevas ofensas, y clama por más y más.
Comienza a provocar, exagera, reta, desafía: sufrir es, ahora, su ansia, su
goce, su avidez: ya humillado, este hombre sin medida quiere apurar hasta las
heces la copa de la humillación. Y ya no suelta la presa de su duelo, la
defiende apretando los dientes, y quien le ame, quien pretenda ayudarle a
levantarse, es, ahora, su peor enemigo. He aquí explicado por qué la pequeña
Nelly lanza tres veces la pólvora a la cara del médico, por qué Raskolnikov
repudia a Sonia, por qué Iliuschka muerde en el dedo al santo Alioscha: por
amor, por un amor fanático de sus propios tormentos. Y todos, todos aman el
dolor porque sienten pulsar en él, potente, la vida que adoran; porque saben
que “sobre la tierra sólo por el dolor cabe amor verdadero”, y esto, el amor,
es lo que ellos persiguen y anhelan por encima de todas las cosas. Para ellos,
la prueba más indubitable de su existencia no es el cógito, ergo sum, “existo
porque pienso”, sino el “sufro, luego existo”. Y este “existir” es, en
Dostoiewski y en todas sus criaturas, el triunfo supremo de la vida. El grado
superlativo del sentimiento cósmico. Detrás de los hierros de la cárcel,
Dimitri canta jubiloso el gran himno al gozo de “existir”, a la voluptuosidad
del ser, y este amor de voluntad vital es precisamente el que arrastra a todos
estos hombres hacia el dolor. Por eso decía que la suma del dolor que agobia a
las criaturas de Dostoiewski sólo en apariencia excede a la que sienten los
personajes de otras novelas. Pues si hay un mundo en que nada sea inexorable,
en que los abismos más hondos tengan una salida, los mayores infortunios una
luz de éxtasis, las más profundas desesperaciones un resplandor de esperanza,
este mundo es el suyo. ¿Qué es la obra de este poeta sino una sucesión de
semblanzas de apóstoles modernos, de leyendas en que canta la redención del
dolor por el espíritu? ¿De conversiones a la fe virtal, de sendas de calvario
que suben al conocimiento, de caminos de Damasco abiertos en medio de nuestro
mundo? Los hombres de Dostoiewski luchan todos por su última verdad, por su yo
omnihumano. Lo mismo da que se trate de un asesinato, o del amor de una mujer:
todo eso es accesorio, externo; son los bastidores del drama. La epopeya, aquí,
se desarrolla en la entraña del hombre, en los aposentos del alma, en el mundo
del espíritu: el acaso, los sucesos, las ocurrencias del mundo exterior, no son
más que tópicos, la maquinaria, el marco escénico. La tragedia anda por dentro.
Y su argumento es siempre uno: la superación de todos los obstáculos, la lucha
por la verdad. Todos estos hombres se pregunta, como Rusia, su patria: ¿Quién
soy? ¿Qué valgo? Y se buscan, o por mejor decir, buscan la esencia superlativa
de su ser, fuera del suelo, fuera del tiempo, fuera del espacio. Ansían
conocerse tal como son, como Dios los ve, y ansían confesarse de lo que son. La
verdad, es, para ellos, para todos, más que una necesidad; es un exceso, un
goce voluptuoso, y la confesión, su dicha más sacrosanta, su espasmo. En la
confesión, el hombre interior que vive en todos los personajes de Dostoiewski,
el hombre omnihumano, el hombre divino, rompe la envolturas del hombre
terrenal, y la verdad, que es Dios, triunfa sobre la vida de la carne. ¡Y con
qué voluptuosidad juegan con la confesión, cómo la esconden y cómo ––recuérdese
la escena de Raskolnikov ante Porfiri Petrowitsch–– la asoman sigilosamente,
para volver a ocultarla, y cómo, al cabo, se exceden en su arrebato y confiesan
más verdad que la verdad; cómo, llevados de un vértigo de exhibicionismo
refinado, descubren sus desnudeces, cómo mezclan la virtud y el vicio! Aquí y
sólo aquí, en esta pugna por sacar a luz el verdadero yo, hay que buscar las
más entrañadas y más tensas emociones de Dostoiewski. Aquí, en lo más íntimo,
en donde se libra el gran combate de sus criaturas, donde se riñen las grandes
epopeyas del corazón. Y aquí también, en estas reconditeces, donde lo que en
ellas hay de ruso, de ajeno a nosotros, se evapora, es donde su tragedia se
hace toda nuestra, universalmente humana. En estos momentos es cuando el
destino típico de estos hombres es revelador y conmovedor; cuando vivimos, en
el misterio de nuestro propio alumbramiento, el mito de Dostoiewski que canta
el nuevo hombre y lo que hay de omnihumano en todo lo terrenal. El misterio de nuestro propio alumbramiento: tal es lo
que, para mí, significa en la cosmogonía, en el génesis del mundo de
Dostoiewski, la creación del nuevo hombre. Intentaré quintaesenciar la fisonomía histórica de
todos los caracteres dostoiewskianos en uno solo, y mostrar en él el mito de
este poeta. ]pues, en realidad, todos estos hombres, tan varios, tan
heterogéneos, obedecen a la ley suprema de un único destino. Todas sus vidas
son variantes de una vida única, que es un proceso de humanización. No
olvidemos que el arte de Dostoiewski apunta siempre al centro; al centro del
mundo psicológico, al hombre que se esconde en el hombre, al hombre abstracto,
absoluto, al que no llegan las estratificaciones de la cultura. Estas
estratificaciones, que son esenciales para la mayoría de los artistas, para la
mayoría de las novelas al uso, cuyos episodios se desarrollan siempre ––sin
penetrar en capas más profundas–– en el tablado de lo social, de lo amoroso y
convencional. La mirada centrípeta de Dostoiewski barrena hasta encontrar en el
hombre lo omnihumano, su yo absoluto, universal. Siempre es este hombre último
en que modela, y como él la misión con que le envía. Todos sus héroes empiezan
lo mismo. Como rusos auténticos que son, les inquietan ante todo
sus propias energías vitales. En los años de la pubertad, cuando despierta en
ellos el sexo y el espíritu, su frente clara y libre se ensombrece. Sienten que
una fuerza nueva fermenta oscuramente dentro de sí, que se acumula en ellos un
fluido misterioso; algo aprisionado, que brota y crece como agua manantía
estancada, pugna por escapar de sus ropas de niño. Una misteriosa gestación
––es el hombre nuevo que germina, pero ellos no lo saben–– les hace soñadores. Se sienten, “solitarios hasta el salvajismo”, en el
rincón de un cuarto sombrío, y cavilan, cavilan día y noche sobre sí mismos. Y
se pasan, a veces, años enteros incubando lo desconocido en este extraño estado
de ataraxia, hasta caer casi en el abstraimiento budista de todo, y se doblan
sobre su cuerpo como las mujeres en los primeros meses, para sentir palpitar
dentro de su entraña el nuevo corazón. Todas las sensaciones misteriosas de la
embarazada les asaltan: la angustia histérica de morir, el miedo de vivir,
antojos crueles y enfermizos, deseos sexuales y perversos. Por fin, comprenden que están encima de una idea
nueva, y desde este instante sólo viven para el afán de acechar y descubrir el
misterio oculto. Aguzan sus pensamientos hasta hacerlos punzantes y cortantes
como bisturíes; disecan incansablemente su estado de espíritu; quiebran su
depresión en fanáticas conversaciones; rompen su cerebro a fuerza de pensar,
hasta que la razón amenaza inflamarse en locura; forjan todos sus pensamientos
en una idea fija, sobre la que cavilan hasta agotarla, en una punta peligrosa
que se vuelve contra sí mismos en sus propias manos. Kirilov, Schatov,
Raskolnikov, Iván Karamazov, todos estos solitarios son posesos de una idea, de
“su” idea: la del nihilismo, o la del altruismo, o la manía napoleónica de
grandeza; y todos la han incubado en esta enfermiza soledad. Unos buscan un
abortivo contra el nuevo hombre que se está gestando en ellos, pues su orgullo
necesita ahogarlo, impedirle nacer. Otros se esfuerzan por acelerar
furiosamente, espoleándola con el aguijón candente de sus sentidos y
esterilizándola, esta misteriosa germinación, este dolor de vida que fermenta y
pugna por salir. Para seguir usando la misma imagen: quieren matar en su entraña
el embrión, abortar, como esas mujeres que buscan liberarse del importuno
saltando de las escaleras, bailando frenéticamente o ingiriendo tóxico. Gritan
como locos para ahogar con sus gritos el rumor del agua que fluye soterraña
dentro de sí, y en su afán de destruir el maldecido germen, llegan, no pocas
veces, a destruirse a sí mismos. Durante estos años de gestación se pierden y
se hunden en su propio intento. Beben y juegan, se entregan a la crápula, y
todo esto, como hijos genuinos de Dostoiewski, con un fanatismo que es frenesí.
Es el dolor no un deseo indolente de placer, quien los empuja al vicio. No es
el beber para gozar de paz y dormir satisfechos, en un sueño profundo, como
bebe un alemán, sino el beber por amor a la embriaguez, par enterrar en ella la
idea que enloquece; no el jugar para ganar, sino par matar en la pasión el
tiempo; el libertinaje que no busca el placer, sino el perder, en el torbellino
de los excesos, la medida angustiante del espíritu. Estos hombres quieren saber
quiénes son, y para saberlo buscan las fronteras de sus posibilidades. Quieren
conocer los linderos extremos de su humanidad en los excesos del calor y el
frío, y quieren, sobre todo, sondear su propia hondura. Y acuciados por este
anhelo ascienden hasta Dios y descienden hasta la bestia, pero siempre para
asir al hombre verdadero que llevan en sí. Y ya que no se conocen, intentan,
cuando menos, probarse. Para “probarse” que es valiente se arroja Kolia al paso
de un tren; Raskolnikov asesina a la vieja para “probar” su teoría napoleónica,
y todos hacen más de lo que realmente se proponen, sólo para tocar las
fronteras extremas del sentimiento. Para sondear su propia hondura, la medida
de su humanidad, se precipitan a todos los abismos: del sensualismo a la
crápula, de ésta a la crueldad, y así hasta tocar el fondo de todas las simas
que es la maldad fría, desalmada, alevosa, y todo por aquel amor trascordado,
por aquella codicia de penetrar su verdadero ser, por aquella especia de pasión
religiosa pervertida. Una inteligencia sabia y vigilante los empuja al
torbellino de la locura; su curiosidad espiritual se convierte en perversión de
los sentimientos; sus crímenes llegan, en su frenesí, hasta el estupro y el
asesinato; pero lo típico de todos estos hombre es la exaltación de la
repugnancia en la exaltación del goce: los resplandores de su conciencia
tiemblan, en fanático arrepentimiento, hasta en las simas más hondas de su
furia. Y cuanto más ahondan en los excesos de la sensualidad
y de la cavilación más cerca están de sí mismos, y cuanto más quieren anular,
más pronto se han recobrado. Sus bacanales trágicas son sólo convulsiones; sus
crímenes, los espasmos de su propio alumbramiento. Cuando creen aniquilarse a
sí mismos, lo que destruyen es la cáscara que envolvía a su hombre interior,
con lo que el suicido se torna en su salvación propia y suprema. Cuanto más se
agitan y oprimen y contorsionan, más alientan, sin saberlo, la vida del nuevo
ser. Este sólo puede venir al mundo en una hoguera de dolor. Es menester que una
mano terrible y extraña provoque la eclosión; que algún poder superior haga
oficio de comadrona en este parto; que la bondad, el amor omnihumano, los
sostenga en esta hora extrema y difícil. Ha de ocurrir un suceso externo muy
grave, un crimen, algo que exalte todos sus sentidos hasta la desesperación,
para que de esta hecatombe nazca la pureza, pues aquí, como en la vida, el
nacimiento está envuelto en las sombras de un supremo peligro mortal. En este
segundo se cruzan hasta confundirse las dos fuerzas polares del patrimonio
humano: la vida y la muerte. Tal es el mito humano de Dostoiewski, que nos revela
que esté yo múltiple, mezclado y oscuro, de cada hombre, lleva en su entraña el
embrión del hombre verdadero ––de aquel hombre primigenio, libre del pecado
original, de que nos hablan los teólogos medievales– –, del ser elemental, en
quien todo es divino. La misión más alta y el deber más verdadero que se impone
al hombre sobre la Tierra es hacer que este ser primitivo y eterno triunfe en
nosotros sobre el cuerpo caduco del hombre formado por la cultura. Ese germen
late en la entraña de todos, pues a nadie repudia la vida; todos los mortales
lo hemos concebido con amor en un segundo bienaventurado, pero no en todos se
alumbra el fruto. Unos lo dejan que se pudra en la indolencia de su
alma, y en ella muere, y al morir, envenena la entraña que lo abriga. Otros
sucumben en los dolores del alumbramiento; mas el niño, la idea, les sobrevive.
Kirilow tiene que matarse apara permanecer enteramente fiel a su verdad, y en
testimonio de esa verdad muere Schatow asesinado. Pero los otros, los héroes heroicos de Dostoiewski: el
Staretz Sóssima, Raskolnikov, Stepanowistch, Rogoschin, Dimitry Karamazov
destruyen su humanidad social, la oscura larva de su ser interior, para
desnudarse, como la mariposa, de la forma muerta; el pájaro triunfa en ellos
sobre el reptil; la estrella, sobre el lodo. Rota la envoltura que la
aprisionaba, el alma, su alma omnihumana, se escapa y vuela a lo infinito. Todo
lo personal, lo individual, se esfuma en ellos; por eso todas estas fisonomías,
en el instante de la consumación, guardan entre sí tan absoluta semejanza.
Alioscha se distingue apenas del Staretz; Karamazov tiene el mismo semblante de
Raskolnikov en el momento en que, bañado el rostro de lágrimas, sale de sus
crímenes a la luz de la vida nueva. Todas la novelas de Dostoiewski terminan
con la “catarsis” de la tragedia griega, con la gran purificación: sobre las
nubes tempestuosas y la atmósfera lavada se enciende la gloria magnífica del
arco iris, símbolo supremo de reconciliación para el alma rusa. Después de haber alumbrado en sí al hombre puro, y
sólo entonces, es cuando los héroes de Dostoiewski entran en la verdadera vida
de comunidad. El héroe de Balzac triunfa en la sociedad y sobre ella; el de
Dickens triunfa al acomodarse pacíficamente dentro de su clase, en la vida
civil, en la familia, en la profesión. Mas la comunidad a que tiende el hombre
dostoiewskiano no es ya la vida social, sino la religiosa; no es la sociedad a
lo que aspira, sino a la fraternidad humana universal. Y este llegar a lo hondo
de la propia intimidad y en ella a la comunidad mística con los demás hombres,
es la única jerarquía que se destaca en el mundo de este poeta. Todas sus
novelas cantan la epopeya de este hombre último, en el que queda superado lo
social, vencidas todas las gradaciones de la sociedad, con sus orgullos y sus
odios; el egoísmo se convierte en omnihumanidad; se rompe la soledad, el
retraimiento, que era sólo orgullo, y con humildad infinita y abrasado amor, el
corazón del hombre nuevo abraza en cada prójimo al hermano, al hombre puro. De
este hombre último, purificado, se han borrado todas las distinciones y la
conciencia social de clase: desnudo como el hombre del Paraíso, su alma no conoce
la vergüenza, el orgullo, el odio ni el desprecio. Criminales y prostitutas,
asesinos y santos, borrachos y príncipes: todos se hablan y comunican como
hermanos en la entraña más honda y verdadera de su ser, todos funden y
confunde, corazón con corazón, alma con alma. Lo único decisivo, para
Dostoiewski, es la medida en que el hombre encuentra su verdad y ahonda hasta
sacar a la luz su humanidad verdadera. El camino que se recorra para llegar a
esta conquista de sí mismo, a esta expiación, es indiferente. Ningún vicio
mancha, ningún crimen corrompe, ningún tribunal es válido ante Dios sino la
conciencia: la razón y la sinrazón, el bien y el mal, son meras palabras que se
disipan en el hoguera del sufrimiento. Sólo aquel cuya voluntad sea verdadera
está purificado, pues la verdad es la humildad. Y el que de verdad conoce,
comprende todo, y sabe que “las leyes del espíritu humano son todavía tan
inescrutables y misteriosas, que no existen médicos infalibles ni jueces
inapelables”, sabe que nadie es culpable o lo somos todos, que nadie puede ser
juez de nadie, sino todos hermanos de todos. Por esto en el mundo de
Dostoiewski no hay réprobos ni “malvados”, no hay infierno ni un círculo
infernal como el de Dante, del que ni el mismo Cristo puede redimir a los condenado,.––. Sólo un
purgatorio, y el poeta sabe que el hombre extraviado es aquel cuya alma más se
abrasa, el que está más cerca del hombre verdadero que todos los orgullosos,
los fríos, los impecables, en cuyo pecho el fuego puro de humanidad se ha helado
para convertirse en corrección burguesa. Sus verdaderos hombres, que han
sufrido, poseen el respeto del dolor, y en él secreto supremo de la Tierra.
Quien padece es ya hermano suyo por vínculo de compasión, y todos estos
hombres, que sólo ponen su mirada en el hombre interior, en el hermano, ignoran
el miedo. Todos poseen el sublime don ––que Dostoiewski llama en algún sitio la
virtud típicamente rusa–– de no saber odiar por largo tiempo, lo que les
permite una comprensión ilimitada de todo lo terrenal. Todavía, de vez en
cuando, se enciende entre ellos la discordia, todavía se atormentan alguna vez
por vergüenza de su propio amor, por creer debilidad la humillación, porque
ignoran aún que este sometimiento es la fuerza más temible de la Humanidad.
Pero su voz interior conoce ya la verdad. Y mientras sus palabras dicen
ultrajes y pregonan guerra, con los ojos del alma se miran amorosamente y se
comprenden, y los labios que posan llenos de dolor sobre la boca hermana. El
hombre desnudo y eterno que hay en ellos se ha reconocido, y este misterio de
universal reconciliación y hermanamiento, este canto orfeico de las almas, es
la lírica que baña de luz la obra sombría de Dostoiewski. REALISMO Y FANTASÍA. Para mí, nada puede haber más fantástico que la
realidad. DOSTOIEWSKI. El hombre, en Dostoiewski, busca la verdad, la
realidad inmediata de su ser limitado; el artista busca la verdad, la
esencialidad inmediata de Todo. Dostoiewski es realista y tan consecuente con
su realismo que su realidad ––llevada siempre al límite extremo, allí donde las
formas cobran semejanza tan misteriosa con su reverso, con su antítesis–– se
antoja fantasía al ojo cotidiano, acostumbrado a las tintas de lo equilibrado y
lo mediocre. El mismo poeta nos dice que “ama el realismo hasta el
punto en que raya en lo fantástico, pues par él nada puede haber más fantástico
e inesperado, y hasta más inverosímil, que la realidad”. En ningún artista se
revela con tanta fuerza como en éste que la verdad no se esconde precisamente
tras lo verosímil; que muchas veces se alza contra lo verosímil. La verdad se
escapa a la mirada, a la potencia de visión del ojo vulgar y psicológicamente
inerme: es como la gota de agua donde el ojo desnudo ve una unidad brillante y
cristalina, sin sospechar siquiera la verbeneante variedad, el caos de miradas
de infusorios que el microscopio descubre allí como un mundo nuevo, oculto, del
que el ojo sólo alcanzaba la forma visible: así, el artista, a través del
prisma de su exaltado realismo alumbra verdades que parecen absurdas a quien
sólo ve lo externo, lo ostensible. Asir esta verdad escondida en
lo alto o en lo profundo, soterrada muy hondo por bajo de la epidermis de las
cosas, tocando casi al corazón de toda vida, es la pasión de Dostoiewski. Este
novelista aspira a conocer al hombre a la vez como unidad y pluralidad, mirando
a simple vista y contemplando a través de su aguda lente; por eso su realismo,
a la par esciente y visionario, en que la potencia del microscopio se une a la
clarividencia del iluminado, está separado por un abismo muy hondo de eso que
llaman los franceses “realismo” y “naturalismo”. En efecto: aunque Dostoiewski,
en sus análisis, sea más exacto y vaya más allá que los que se llamaron
“naturalistas consecuentes” ––con lo cual querían dar a entender, sin duda, que
llevaban su realismo hasta el fin, mientras que Dostoiewski no respeta ningún
fin, ninguna frontera––, su psicología tiene las raíces en otra esfera del
espíritu creador. El naturalismo exacto tipo Zola desciende en derechura de la
ciencia. Es una psicología experimental vuelta del revés, encadenada al estudio
y a la experiencia, condenada al sudor y a la sujeción. Para dar colorido
natural a Salambó o a las Tentaciones, Flaubert destila en la retorta de su
cerebro dos mil volúmenes de la Biblioteca Nacional de París; Zola, antes de
sentarse a escribir una línea de sus novelas, anda azacanado durante varios
meses, de acá para allá, como un reportero con su carnet de notas, observando
el tráfago de la Bolsa, la vida de los talleres y los bazares, para copiar los
modelos y cazar los hechos. Pues eso son estos escritores: copistas del mundo,
para quienes la realidad es una sustancia fría, ponderable, manifiesta. Todo lo
ven con el ojo alerta, calculador, del fotógrafo, que tara y destara las imágenes.
Son fríos –– científicos del arte, que coleccionan, mezclan y destilan los
elementos que la vida les ofrece, en una especie de química analítica y
sintética. En el proceso de observación que sigue el ojo de
Dostoiewski hay siempre algo de diabólico. Y si el arte de aquéllos es ciencia,
el de éste es magia. No es química experimental, sino alquimia de la realidad,
astrología del alma y no astronomía. Dostoiewski no es un frío investigador. Desciende a
las galerías más profundas de la vida como un alucinado, sin sentir el espanto
de las simas satánicas. Y con todo, su rápida visión es más perfecta, más real
que la de ninguno de aquellos observadores sistemáticos. Sin coleccionar, tiene a mano siempre los materiales
que necesita. Sin calcular, su medida es infalible. Sus diagnósticos de
visionario sorprenden el misterioso origen en la fiebre de los fenómenos, sin
que para ello necesite tocar siquiera el pulso de las cosas. Su ciencia tiene
parte de soñador y de iluminado; su arte, parte de magia. Su mirada de mago
traspasa la corteza de la vida, para absorber la sabia fluida y dulce. Y su
visión, que sube siempre de la hondura de su propio ser, aunque ésta sea
omnisciente; de la médula y el nervio de su naturaleza demoníaca, supera en
veracidad y en realidad a la de todos los realistas. Como un místico, lo conoce
todo por dentro. Sólo un signo, y le veréis asir faústicamente el Mundo. Sólo
una mirada, y le veréis trazar su imagen. Y sus imágenes no necesitan mucho
dibujo, ni ese trabajo de acarreo que es el detalle. Sus trabajos son mágicos.
Evoquemos por un momento las grandes figuras de este realista: Raskolnikov,
Alioscha y Fedor Karamàzov, Mischkin, todos estos seres que viven con vida tan
real y tan potente dentro de nosotros ¿dónde los pinta su creador? A lo sumo
emplea tres líneas en dibujar su fisonomía, con una especie de rasgos
taquigráficos. Una palabras de acotación: cuatro o cinco indicaciones breves
sobre la expresión del personaje: eso es todo. La edad, la profesión, la
categoría social, el vestido, el color del pelo, el semblante, todas esas
descripciones que parecen tan esenciales para la filiación de una persona, las
concentra su pluma en rápidos trazos de una concisión estenográfica. Y, sin
embargo, ¡cómo palpitan de vida y cómo encienden nuestra sangre todas esas
figuras! Compárense con este realismo mágico las descripciones meticulosas de
cualquier “naturalista consecuente”. Zola, por ejemplo, antes de ponerse a
escribir una novela, abre todo un expediente para cada figura, extiende –– todavía
hoy pueden verse estos curiosos documentos–– una cartilla en toda regla, una
especie de pasaporte, a cada personaje que traspone el umbral de sus novelas.
Mide su talla en centímetros; toma nota de los dientes que le faltan; cuenta
cuidadosamente las verrugas que tienen en la cara; nos dice si su barba es dura
o suave; repasa su piel grano por grano; le toca las uñas; conoce la voz, el
aliento de todos sus personajes; investiga la limpieza de su sangre, su
herencia y sus taras; consulta sus cuentas en el Banco, para saber a cuánto
ascienden sus ingresos. Mide y sopesa todo lo que desde fuera puede medirse y
sopesarse. Y con todas estas medidas, tan pronto como empiezan a moverse los
personajes, la unidad de visión se esfuma, y el mosaico, tan trabajosamente
ensamblado, se deshace en mil añicos. Lo que queda es algo aproximado a un
alma, pero no se ve el hombre viviente. Los naturalistas franceses ––y por aquí fracasa su
arte–– pintan a sus hombres concienzudamente en los umbrales de la novela,
cuando están parados; los pintan, con parecido perfecto, cuando duerme su alma
y sus imágenes tienen, así, la estéril fidelidad de la mascarilla. Se ve muy
bien al muerto, se ven sus facciones: lo que no se ve es la vida que circula
por dentro. Precisamente aquí, donde acaba este naturalismo, es donde empieza
el naturalismo inquietantemente grandioso de Dostoiewski. Sus hombres sólo
cobran vida y plasticidad en las emociones, en la pasión, en la exaltación. Y,
al contrario de aquellos novelistas, que se esfuerzan por representar el alma a
través del cuerpo, éste modela el cuerpo sobre el alma; y es menester que la
pasión ponga rígidos y tensos los rasgos de sus criaturas, que el ojo se
humedezca de emoción, que caiga la máscara de la quietud burguesa y se rompa la
tiesura del alma, para que sus imágenes se enciendan de vida y realidad. En
este momento, cuando el hierro de sus hombres se pone candente, el blanco, es
cuando Dostoiewski, el visionario, coge el martillo para forjarlos sobre el
yunque. No son, pues, casuales, sino buscados y de propósito,
esos contornos oscuros y un poco sombreados que tienen, en Dostoiewski, las
primeras descripciones. Al entrar en una de sus novelas tenemos la impresión de
penetrar en una cámara oscura. Al principio no se ven más que sombras, y se
oyen voces confusas, sin saber a ciencia cierta de dónde vienen. Poco a poco,
va uno acostumbrándose a estas sombras, y el ojo se aguza: como en los cuadros
de Rembrandt, de la espesa penumbra empieza a irradiar ese fino fluido
inmaterial que se derrama sobre la imágenes. Para que se proyecten en la luz,
es menester que la pasión ilumine. El hombre de Dostoiewski tiene que
encenderse interiormente para hacer visible; para resonar tienen que ponerse en
tensión sus nervios, hasta romperse: “El cuerpo se forma, aquí, en torno a un
alma, y la imagen cristalizada en torno a una pasión”. Y entonces, sólo
entonces, cuando ya arde el fuego en todas las figuras, cuando todas se están
consumiendo en su extraña fiebre ––todos los hombres de Dostoiewski son febriles
en pie––, es cuando comienza el realismo demoníaco de este autor, cuando suena
aquella batida mágica tras los detalles, cuando el novelista persigue sin
descanso los más insignificantes movimientos de sus criaturas, cuando socava en
ellas buscando las sonrisas y se agazapa en las guaridas sinuosas donde se
esconden los oscuros sentimientos, y sigue las huellas más tenues de sus
pensamientos, hasta el reino de sombras de lo desconocido. Cada minuto cobra,
ahora, relieve plástico; cada idea, claridad cristalina, y cuanto más las
almas, aguijoneadas, se enredan en la maraña dé lo dramático, más se enciende
su interior, más traslúcido es su ser. Esos estados inaprensibles que caen ya
en el más allá; esos estados enfermizos, hipnóticos, de éxtasis, de epilepsia,
son cabalmente los que tienen en Dostoiewski la precisión de diagnósticos
clínicos, los diáfanos contornos de una figura geométrica. En estos momentos,
al ojo del poeta no se le escapa el más fino matiz; su aguzada sensibilidad no
pierde la más leve oscilación. Aquí donde fracasan los demás artistas, donde
apartan la vista como cegados por la luz sobrenatural, es donde triunfa y mejor
resalta el realismo dostoiewskiano. Y en estos momentos, en que el hombre toca
los confines extremos de su humanidad, en que la clarividencia es ya casi
locura y la pasión crimen, es cuando se nos ofrecen la visiones más imborrables
de su obra. Si traemos al recuerdo la imagen de Raskolnikov, no le veremos
corriendo las calles ni sentado en su cuarto; no veremos al estudiante de
medicina de veinticinco años; al hombre enfrentado con tales o cuáles sucesos
del mundo exterior, sino que se alzará en nosotros la visión dramática de su
insana pasión, cuando, con mano temblorosa y las sienes perladas de frío sudor,
sube como un sonámbulo las escaleras de la casa en que asesinó; en aquel trance
misterioso en que, para gozarse otra vez de sus tormentos, tira de la
campanilla de latón que hay a la puerta de la víctima. Y a Dimitri Karamazov
nos le representaremos espumante de ira, de pasión, en el suplicio del
interrogatorio, en el momento en que deshace la mesa de un puñetazo, en un
ataque de furia. Es siempre en el momento de suprema excitación, en el apogeo
de sus sentimientos apasionados, cuando vemos adquirir vida y plasticidad al
hombre de Dostoiewski. Y así como Leonardo, en sus grandiosas caricaturas,
dibuja lo que sorprende de grotesco en el cuerpo, las anormalidades de lo
físico en que se rompen la formas comunes, Dostoiewski se apodera del alma del
hombre en los momentos de frenesí, siempre en aquel segundo en que se asoma
sobre el borde extremo de sus posibilidades. Los estados mediocres, ordinarios, le son odiosos,
como toda transacción y toda armonía: sólo lo extraordinario, lo invisible, lo
demoníaco, incita su pasión de artista y la empuja al más exaltado realismo.
Jamás ha conocido el arte escultor más valiente de lo desmesurado ni la ciencia
anatómico más fino de las almas enfermas y excitables. El instrumento ––instrumento misterioso–– con que
Dostoiewski penetra en las honduras de sus personajes es la palabra. Goethe lo
pinta todo con la mirada. Y si éste es ––cómo Wagner ha advertido, en parangón
muy feliz–– el artista de lo visual, Dostoiewski lo es de lo auditivo. Para
sentir visibles a sus criatura, tienen que oírlas hablar, dejarlas hablar.
Merechkowski lo ha dicho también con gran diafanidad, en su estudio genial de
los dos novelistas rusos: “en Tolstoi, oímos porque vemos; en Dostoiewski,
vemos por que oímos”. Sus hombres mientras están callados, son sombras, son
larvas. La palabra es el rocío que fecunda sus almas: en la conversación se
abre su interior como una flor fantástica, enseña sus colores, descubre el
polen de su feracidad. Discutiendo, estas almas se acaloran, despiertan de su
sueño, y el hombre apasionado, el hombre despierto, es ––ya lo he dicho–– el
único que suscita el sentimiento artístico de Dostoiewski. El artista les
arranca las palabras del alma, para, por ella, apoderarse de ésta. Aquella
clarividencia psicológica del detalle que es don diabólico de este poeta, tiene
su órgano, en realidad, en una inaudita finura de oído. No hay en toda la
literatura universal nada más perfectamente plástico que los dichos de las
novelas de Dostoiewski. La colocación de las palabras es siempre simbólica; el
lenguaje, característico; nada es casual en estas expresiones; cada sílaba
rota, cada sonido saltado, tienen su poderosa razón de ser. Cada pausa, cada
repetición, cada descanso para tomar aliento, cada balbuceo está allí porque es
imprescindible para que, por debajo de las palabras pronunciadas o no
pronunciadas, se perciban las pulsaciones contenidas; y en la conversación
derraman estos seres todas las emociones secretas de su alma. Oyendo hablar a
un tipo de Dostoiewski, sabemos lo que dice y quiere decir, y sabemos también
lo que calla. Y este realismo genial que sabe oír en las almas, penetra,
íntegro, en las reconditeces más misteriosas de la palabra; en los yermos
pantanosos, entrecortados, del hablar embriagado de los locos; en los éxtasis
alados, jadeantes, del ataque epiléptico; en la maleza confusionista del
mentiroso. En el vapor del discurso apasionado se escapa el alma, que va
cristalizando, poco a poco, en el cuerpo. Sin que sepamos cómo, entre el vaho
de las palabras entre el humo de haschich de la conversación va dibujándose en
imagen corpórea la visión de Dostoiewski. Y lo que los otros quieren conseguir
con sus trabajosos mosaicos, con sus colores, sus dibujos y su imitación, lo
logra en éste el milagro de la palabra, en la que se plasman visionariamente,
las fisonomías y las figura. En estas novelas sueña uno a los personajes, por arte
de magia, con oírles hablar. Bien puede el autor omitir las pinturas, pues,
bajo la sugestión hipnótica de lo que dicen sus personajes, el mismo lector se
torna visionario. Sírvanos de ejemplo aquel viejo general que sale en El
Idiota, mentiroso patológico, que camina al lado del príncipe Mischkin y le
cuenta sus recuerdos. Empieza a mentir va deslizándose cada vez más veloz por
la pendiente de la mentira, y acaba por enredarse en su propio enredo, sin
saber cómo salir de él. Y habla, habla, habla, ... Y sus mentiras llenan
páginas enteras. Dostoiewski no se detiene una sola línea a pintarnos
el gesto de este hombre; pero oyéndole, por sus palabras, sus tropiezos, sus
balbuceos, su agitación nerviosa, nos le representamos caminando junto al
príncipe; le vemos trabarse en sus mentiras, levantar los ojos, mirar con
cautela a su acompañante; temeroso de su desconfianza; detenerse, esperando a
que el otro le interrumpa. Y vemos las gotas de sudor que perlan su frente;
vemos cómo su rostro, que al empezar tenía el arrobo del entusiasmo, se va
tiñendo de angustia; cómo se encoge, temeroso de la reprimenda, como el perro
que barrunta el castigo. Y nos imaginamos al príncipe, y vemos cómo se da
cuenta de los esfuerzos del mentiroso y los repele. Ya decimos que no hay en
Dostoiewski una sola línea de descripción, y, sin embargo, nos parece estar
viendo, con apasionada claridad, cada arruga de la cara de estos dos
personajes. No sabe uno dónde se esconde el arcano de este mago de la palabra:
si en el tono o en la composición; pero es algo tan portentoso, que hasta en la
inevitable coagulación que todo trasiego a una lengua extraña significa, sigue
vibrando entera el alma de sus criaturas. Todo el carácter de estos hombres se
cifra en el ritmo de sus discursos. Y la intuición genial que ello supone se
acusa a veces en una minucia, casi en una sílaba. Así, cuando Fedor Karamazov
escribe en el sobre dictado a Gruschenka, al lado de su nombre, aquello de “a
mi pastelito”, le parece a uno estar viendo la cara del viejo, su cara de
libertino senil y sus dientes podridos, con la saliva fluyéndole a los labios,
y en éstos el rictus de una sonrisa. Y cuando en La casa de los Muertos aquel sádico
comandante, azotando a los presos, se marca el diapasón ––”!Hiebé! ¡Hiebé! “––,
con este detalle insignificante nos desnuda todo su carácter y a través de él
nos lo representamos ––imagen inflamada–– jadeante de ansia, con los ojos
encendidos, la cara roja, poseído hasta el agotamiento por el goce del mal.
Estos pequeños trazos realistas, sutiles, que se agarran al sentimiento como
anzuelos afilados y le arrastran sin resistencia a compartir las emociones de
una vida extraña, son los recursos más poderosos de este artista, a la par que
el triunfo supremo del realismo intuitivo sobre el naturalismo programático.
Dostoiewski no prodiga, ni mucho menos, estos detalles. Pone uno allí donde
otros pondrían ciento; pero atesora estas minuciosidades crueles de la gran
verdad con voluptuoso refinamiento, y nos sorprende con ellas precisamente en
los momentos de apogeo y éxtasis, cuando menos se las esperaba. Su mano
inexorable pone siempre la gota de bilis terrena en la copa del entusiasmo,
pues para él no cabe verdad ni realidad donde asome un resabio de romanticismo
o sentimentalismo. No olvidemos que Dostoiewski no es sólo un mártir del
contraste, que es también su misionero. En el arte, como en la vida, su pasión
es fundir los dos extremos, hermanar la más cruel, la más desnuda, la más fría
y la más sucia de las realidades con los sueños más nobles y más sublimes.
Quiere que en todas las cosas terrenas sintamos en soplo divino: en el
realismo, la fantasía; en lo sublime, lo vulgar; en el espíritu aéreo, la amarga
sal de la tierra, y todo siempre y a un tiempo mismo. Quiere que gocemos de la
vida en sus dos polos, como él mismo la goza y la siente, sin apetecer tampoco
aquí la armonía ni la transacción. En ninguna de sus obras falta ese desgarrón
donde con un detalle impío hecha por tierra la exaltación más ideal y pone ante
lo más sagrado de la vida la mueca sarcástica de su vulgaridad. En la tragedia
de El Idiota, por ejemplo, se ven bien claros estos momentos agudos de
contraste. Rogoschin, que ha asesinado a Nastasia Philipowna, busca a Mischkin,
hermano de la víctima. Le encuentra en la calle. Le toca apenas con la mano,
mas no necesitan hablarse: un terrible presagio lo dice todo. Atraviesan la
calle y se dirigen a la casa donde yace el cadáver. Un presentimiento indecible
de grandeza y de solemnidad se apodera de uno; es de esos segundos en que
resuenan las esferas. Los dos enemigos de toda una vida, hermanos en el
sentimiento, entran en el cuarto donde está el cuerpo de Nastasia. El corazón
nos anuncia que estos dos hombres van a decirse sus palabras últimas y supremas
junto al cadáver de la mujer que fue la causa de su discordia. Y hablan... y el cielo se hunde ante la desnuda y
brutal frialdad terrena, abrasadamente terrena, diabólicamente espiritual. Lo primero,
lo único que se les ocurre, es preguntarse si el cadáver se corromperá. Y
Rogoschin dice, con cortante indiferencia, que, en previsión de eso, ha
comprado unos cuantos metros de “buena tela encerada americana”, y la ha
rociado con “cuatro frascos de un líquido desinfectante”. Estos son los detalles que yo llamo sádicos,
satánicos, en las novelas de Dostoiewski, porque aquí el realismo meticuloso es
ya algo más que un recurso técnico: es una venganza metafísica, la explosión de
una misteriosa voluptuosidad, de un desengaño irónico, avasallador. En la
precisión matemática del número –– “¡cuatro frascos!” ––, en la minuciosidad
cruel del detalle –– “buena tela encerada americana”––, se ve la fruición, el
gozo de romper la armonía del alma, el afán cruel de hacer saltar la unidad del
sentimiento. Aquí, la verdad traspasa sus lindes y se hace exceso, vicio y
sadismo. Este espantoso caer de bruces desde el cielo del entusiasmo contra el
sucio suelo de la realidad, haría insoportable a Dostoiewski si esta misma
potencia de contraste no engendrase en él otros momentos antagónicos en que los
éxtasis más nobles del alma brotan constantemente de los rincones más viles de
aquella realidad misma. Recordemos una vez más el mundo de este poeta. Mirado
socialmente, es una gusanera pegada a los sumideros de la vida, verbenando
siempre en las esferas más sombrías de la privación y la miseria. El novelista
––tan antisentimental como antirromántico––lleva de propósito su escenario al
foco de la vulgaridad. Sucias tabernas que apestan a vaho de cerveza y
aguardiente; cartuchos angostos y tenebrosos como ataúdes, separados sólo por
tabiques de madera; jamás un salón confortable, un hotel, un palacio, un
escritorio. Y para poblar esta escena busca también, de propósito, las figuras
de exterior más mísero, mujeres tísicas, estudiantes andrajosos, zánganos,
disipados, rateros; nunca un personaje de la sociedad. En medio de esta oscura
vulgaridad, coloca el poeta las mayores tragedias de su tiempo. Y del seno de
lo miserable vemos alzarse fantásticamente lo sublime. Nada más diabólico en
Dostoiewski, que este contraste de la sobriedad externa con la embriaguez
interior, de la riqueza pródiga del corazón con la pobreza del entorno. Junto
al vaso de aguardiente, un borracho anuncia la venida del Tercer reino, y
Alioscha, el santo, cuenta la leyenda más conmovedora con una prostituta
sentada en sus rodillas, en prostíbulos y garitos vemos encenderse apostolados
de bondad y anunciación, y la escena más sublime de Crimen y castigo, cuando
Raskolnikov, el asesino, se postra ante el dolor de la Humanidad, se desarrolla
en el refugio de una prostituida que arroja un pobre sastre tartamudo. La sangre de la pasión de este poeta se derrama sobre
la vida como un Apocalipsis, en un torbellino incesante, helado unas veces,
otras hirviente, pero jamás tibio. En su frenesí de contraste, hermana
constantemente lo sublime con lo vulgar, y el sentimiento excitado pasa sin
transición de la quietud al desasosiego. Por eso el lector, en estas novelas, no
encuentra nunca descanso, ni su respiración fluye sosegadamente, gozando de ese
ritmo suave y musical de otras lecturas; el alma salta trémula como impulsada
por descargas eléctricas, de página en página, y en cada nueva página se siente
más desasosegada, más excitada, más ardiente, más encendida en curiosidad.
Subyugados por su potencia creadora, el poeta nos forma a su imagen. Y sentimos
que se rompe en nuestro interior la unidad del sentimiento, como se rompe en el
pecho del creador, antagonista eterno, eternamente parado en la encrucijada del
dualismo, y en el pecho de sus criaturas. He ahí la característica perenne y genuina de la obra
de Dostoiewski, a que sería degradación aplicar ese apelativo de “técnica”, que
trasciende a oficio, pues es un arte que emana de la personalidad misma del
poeta, del antagonismo candente y primigenio de su sensibilidad. Su mundo tiene
de verdad patente y de misterio, de intuición visionaria de la realidad, de
ciencia y de magia. Lo más inaprehensible se torna, aquí, en verdad asequible a
la inteligencia; lo más claro cobra contornos inaccesibles; y aunque los
problemas rayen en los linderos de las extremas posibilidades, no caen jamás en
lo fantasmagórico. Aquellos detalles meticulosos de realismo y de visión clavan
sus figuras a la tierra con fuerza invencible sin que ninguna se pierda en la
sombra. Cuando Dostoiewski pinta una imagen, es que se ha adueñado mágicamente
de su ser hasta el último nudo de sus fibras nerviosas; que ha buceado en ella
hasta el fondo abisal de sus sueños; que ha penetrado, febril, en sus pasiones
y ha cernido su embriaguez espiritual. Jamás se pierde, en sus manos, un respiro de la
sustancia anímica; jamás se le escapa un pensamiento. Eslabón por eslabón va
forjando a martillo la cadena psicológica con que sujeta a los prisioneros de
su arte. No hay un solo error psicológico, un solo amaño que no ilumine su
inteligencia mágica, su lógica de visionario. Jamás se le desliza una falta,
una sola infidelidad contra la verdad interior. Y sus obras atesoran monumentos
maravillosos de espíritu y de visión que la mirada no puede abarcar ni el
tiempo destruir. Aquel duelo dialéctico que se libra entre Porfiri
Petrowitsch y Raskolnikov, aquella arquitectónica del crimen, aquel laberinto
lógico de los Karamazov, son monumentos de espíritu sin igual, infalibles como
las matemáticas, y, sin embargo embriagadores como la música. Las fuerzas
supremas de la inteligencia se hermanan aquí con el don visionario del alma en
una verdad nueva y más profunda de la que hasta venir él conocía la Humanidad. ¿Cómo, entonces ––no hay más remedio que enfrentarse
con este–– interrogante y despejarlo––, a pesar de toda esa perfección
diabólica de la verdad que encierra la obra de Dostoiewski, esta obra, la más
terrenal de todas las obras de novelista, se nos aparece con el color de lo
irreal, de un mundo que, aunque sea tal, se nos antoja extraño o superior al
nuestro, nunca este mundo en que vivimos? ¿Por qué nos detenemos ante ella,
tocados en lo más íntimo y en lo más hondo de nuestros sentimientos, y, sin
embargo, tomo sorprendidos? ¿Por qué en todas estas novelas parece que arde
como una luz artificial y que los cuerpos que alumbra son como entes de ensueño
o alucinación? ¿Por qué este realista extremo aparenta ser más bien un sonámbulo
que un pintor de la realidad? ¿Por qué, con todo su fuego, con todo el exceso
de presión que guarda su obra, no calienta en ella el sol fecundante, sino una
luz mortecina y dolorosa, turbadora y sangrante; por qué sentimos que esta
pintura de la vida, la más fiel que se haya escrito, no es, sin embargo, la
vida misma, no es nuestra propia vida? Intentaré contestar a estas preguntas.
Para Dostoiewski no es demasiado alto ningún punto de comparación; sus obras
pueden contrastarse con las más elevadas y las más imperecederas de la
literatura universal. Yo no creo que la tragedia de los Karamazov sea inferior
a los embates de la de Orestes, a la épica de Homero, a la línea sublime de la
obra de Goethe. Más bien diría que todas estas obras son más sencillas, más
tersas, menos ricas de conocimiento, menos preñadas de futuro que la epopeya
del poeta ruso. Pero, en cambio, son más gratas y más suaves para el alma, y
ofrecen al sentimiento una redención, allí donde Dostoiewski sólo brinda
ciencia. Y si consiguen este apogeo de serenidad es precisamente ––a mi modo de
ver–– por no ser tan humanas, tan puramente humanas. Al fondo de ellas se ve
siempre el cielo radiante, el mundo, el olor de los campos, y en lo alto un
cielo estrellado al que puede huir y refugiarse, liberándose y serenándose, el
alma angustiada. Homero pone una tregua en sus combates, en las matanzas más
encarnizadas de los hombres, para pintar en dos trazos el paisaje, y en su
descripción respiramos la brisa salina del mar, vemos refulgir sobre la sangre
la luz plateada de Grecia; y así arrullado, ante la imagen eterna de las cosas,
el sentimiento contempla la furia aniquiladora de los hombres como un extravío
insignificante. Y el alma respira, redimida de la aflicción humana. También
Fausto tiene su día de sol pascual, su tormento se diluye en la Naturaleza
pletórica y su gozo se confunde con la primavera del mundo. En todas estas
epopeyas viene la Naturaleza a redimir al hombre de sus angustia. En
Dostoiewski no hay paisaje, no hay sedativo en que se afloje la tensión. El
cosmos de este poeta no es el mundo, sino el hombre, y sólo el hombre. Su oído
es sordo a la música, su ojo ciego para los colores, velado al paisaje: paga la
ciencia incomparable e inescrutable que tiene para el hombre con una
indiferencia inaudita ante la Naturaleza ante el arte. Por eso su obra como
todo lo que es exclusivamente humano, peca de insuficiencia. El Dios de
Dostoiewski sólo mora en el alma, abstraído de las demás cosas; a su poesía le
falta aquel grano precioso de panteísmo que hace tan gratos y tan consoladores
los poemas griegos y los alemanes. Todas sus tragedias se desarrollan en
cuartos ahogados, en calles negras de hollín, en tabernas apestantes, donde no
entran el aire del cielo ni el ritmo de las estaciones a barrer y a clarificar
el vaho humano y sombrío que allí se respira. ¿En qué época del año, en qué
paisaje ocurren sus grandes obras Crimen y Castigo, El idiota, los Karamazov,
El adolescente? ¿En verano, en la primavera, en el otoño? Acaso el autor lo diga
en alguna parte, pero en el ambiente mismo de la obra no se percibe. No se
respira, no se paladea, no se adivina, no se vive. Todas discurren en el mismo lugar: en algún rincón
oscuro del corazón, iluminado a ratos por los rayos de la ciencia que lo ausculta;
en las concavidades de algún cerebro, sin flores ni estrellas, sin silencio y
sin paz. El humo de las grandes ciudades ennegrece el cielo en que respiran
estas almas. Les falta un retiro a que puedan acogerse para redimirse de lo
humano, aquel bendito sedante que es la mejor medicina del hombre, en que la
mirada, apartándose de sí y de sus tormentos, se reposa en el mundo
desapasionado e insensible. Esta es la parte sombría de los libros de
Dostoiewski: sus personajes se recortan como sobre un muro gris de miseria y
tenebrosidad; no se les ve moverse, libres y claros, en la atmósfera de un
mundo real, sino rodar por un infinito de puro sentimiento. Su esfera es el mundo del espíritu y no la Naturaleza;
su mundo, la pura Humanidad. Y, sin embargo, hasta su misma humanidad, a pesar de
lo maravillosamente verdadero de sus personajes y de lo infalible de su
mecanismo lógico, es, en conjunto y en cierto sentido irreal: sus hombres
tienen algo de imágenes de pesadilla, y parece que se deslizan en el vacío como
sombras que se arrastrasen: Mas esto no acusa falsedad en tales figuras: pecan,
al contrario, de supraverdaderas. Aunque la psicología de Dostoiewski es
infalible, sus hombres no están vistos plásticamente, sino sublimemente y
sublimemente sentidos, modelados exclusivamente sobre el alma, sin mezcla de
corporeidad. Por esto dejan en nosotros la sensación de sentimientos
humanizados que pasan por la vida con pisada leve, seres hechos no más que de
nervios y alma, en los que casi no se advierte la sangre y la carne por donde
discurre ese fluido. Apenas ofrecen el menor contacto corporal a nuestros
sentidos. En las veinte mil páginas de la obra de este poeta, ninguna de sus
criaturas se nos revela sentada, comiendo o bebiendo, sino siempre abstraídas
en el mundo de sus sentimientos, hablando, luchando. No las vemos dormir ––sólo
soñar, en sus visiones––, ni descansar; siempre se nos presentan febriles,
siempre cavilantes. Jamás sorprendemos a uno de sus hombres vegetativo,
enraizado, animalizado, apático; los vemos siempre en movimiento, inquietos,
excitados, en tensión, y siempre, siempre alertas. Alertas hasta el exceso.
Todos tienen la presbicia espiritual de su creador; todos son telépatas
alucinados, todos hombres típicos y penetrados de ciencia psicológica hasta los
senos más profundos ––de su ser. En la vida corriente, la mayoría de los
conflictos que se producen entre los hombres, y los de éstos con el Destino,
nacen de no entenderse, de ser el suyo un entendimiento puramente terrenal.
Shakespeare, otro gran psicólogo de la Humanidad, construye la mitad de sus
tragedias sobre esta ignorancia innata, sobre esta tiniebla que se levanta como
una fatalidad, como piedra de escándalo, entre los hombres. El rey Lear desconfía de su hija por no sospechar
siquiera la nobleza de su corazón, la magnitud del amor que se esconde bajo su
timidez; Otelo hace de Yago su confidente; César ama a Bruto, su asesino; todos
caen víctimas del verdadero demonio que gobierna el mundo terrenal: el error.
Esta insuficiencia de los sentidos humanos es, en Shakespeare, como es en la
vida, la fuerza trágica propulsora, la fuente de todos los conflictos. Mas los
hombres de Dostoiewski, superpresentes, no conocen el error. Todos se adivinan proféticamente, todos se comprenden
y ven en las almas de los demás, nada se hurta a su exploración, y jamás les
sorprende el desengaño, jamás la extrañeza, pues cada alma abarca, en su
misterioso don de presciencia, el sentido de las demás. Lo inconsciente y lo
subconsciente toman en estos espíritus dimensiones monstruosas: todos son
profetas, todos adivinos y visionarios, penetrados de esa mística penetración
del ser y el saber que tienen de su creador. Rogoschin asesina a Nastasia
Philipowna. Ella sabe que este hombre ha de asesinarla, desde el primer día que
la mira; se le revela ese presentimiento todas las veces que le oye hablar;
huye de su lado, porque lo sabe, pero torna a él, porque ansía su propio
destino. Sabe, mucho antes, hasta el cuchillo con que ha de matarla. Y
Rogoschin lo sabe también. Y lo sabe Mischkin. Y sus labios tiemblan, si por
acaso sorprende a su amigo jugando distraídamente con aquel cuchillo, mientras
le habla. Y lo mismo en el asesinato de Karamazov: en todos vive
el presentimiento de lo que va a ocurrir, sin que nadie tenga ningún motivo
para estar cierto de que va a ocurrir. El Staretz cae de rodillas porque
presiente el crimen, y hasta Rakitin, el burlón, lee en este su destino.
Alioscha besa a su padre en el hombro al despedirse, pues también a él le dice
el corazón que no volverá a verle. Iván se marcha a Tchermaschnja para no ser
testigo del crimen. El sucio Smerdiakov se lo anuncia sonriendo. Todos, todos,
lo saben, y saben hasta la hora y el sitio, por una supersaturación de ciencia
profética, inverosímil en su mismo exceso. Todos son profetas, en este mundo;
todo lo saben y lo comprenden todo. Y aquí, en el terreno de lo psicológico, volvemos a
encontrarnos con aquella forma doble en que se proyecta, para este artista,
toda verdad. Dostoiewski conoce al hombre más profundamente que nadie antes que
él, pero Shakespeare le es superior en conocimiento de la Humanidad. El poeta
inglés conoce el tejido de la vida, coloca lo vulgar y lo indiferente junto a
lo grandioso; Dostoiewski lo exalta todo al infinito. Shakespeare conoce el mundo hecho de carne;
Dostoiewski, el mundo todo de espíritu. El mundo de este novelista, es, acaso,
la más perfecta alucinación del mundo real, una típica y profética pesadilla
del alma, un sueño que sobrepasa a la realidad; pero siempre un mundo realista,
que a fuerza de realismo se rebasa a sí mismo hasta rayar en lo fantástico. Dostoiewski, superrealista, infractor de todas las
fronteras, no se limita a pintar la realidad: la exalta sobre sus propios
goznes. Y es que el arte de este creador modela al mundo desde
dentro, sobre el alma, y aquí, desde dentro lo encadena y lo redime. Esta clase
de arte, la más profunda y humana de todas, no tiene precedente en la
literatura, en la rusa ni en la de ningún otro pueblo. Sólo, acaso, algún afin
remoto. Las convulsiones y la miseria de estos hombres, doblados bajo la garra
de un destino avasallador, la copa rebosante de tormento en que beben,
recuerdan a veces a los trágicos griegos, y a veces también a Miguel Ángel, por
la tristeza mística, broncínea, irredimible de sus almas. Pero el verdadero
hermano del arte de Dostoiewski a través de los tiempos es Rembrandt. Los dos
tienen tras sí una vida de sufrimientos, de privaciones y de desprecios; los
dos se ven repudiados de los bienes terrenos, azotados por los sicarios del
dinero y empujados a los más bajos fondos de la existencia humana. Ambos saben del sentido creador del contraste, del
combate eterno de la luz y la tiniebla, y saben que no hay belleza más honda
que la belleza santa del alma forjada sobre la sobriedad del ser. Dostoiewski
busca sus santos entre los aldeanos rusos, los jugadores y los criminales;
Rembrandt recluta los modelos para sus cuadros bíblicos en las callejuelas del
puerto; ambos descubren en las formas ínfimas de la vida una belleza nueva y
misteriosa; ambos encuentran a su Cristo en las heces del pueblo. Los dos
conocen las constantes acciones y reacciones de las fuerzas terrenas, la luz y
la sombra, tan poderosas en la vida como en las almas, y saben que aquí como
allí la luz brota siempre de los últimos senos de la oscuridad. Conforme nos
adentramos en la hondura de los cuadros de Rembrandt, de los libros de
Dostoiewski, sentimos que se van encendiendo ante nuestros ojos el secreto
último de las formas cósmicas y espirituales; la omnihumanidad. Y donde el
alma, al principio, sólo creía ver formas sombrías, turbias realidades,
descubre, levantándose en el fondo y bañándola de gozo cognoscente, una luz
insospechada: aquel resplandor sagrado que pone una corona de martirio sobre la
frente de las cosas supremas de la vida. ARQUITECTURA Y PASIÓN Que celui aime peu qui aime la mesure. LA BOÉTIE “Todo lo llevas a términos de pasión”. Esta frase de
Natasia Philipowna da en el blanco del alma de todos los hombres de
Dostoiewski, y da, sobre todo, en el alma de su mismo creador. Este coloso sólo
sabe situarse apasionadamente ante la vida, y la pasión llega al apogeo,
naturalmente, ante su amor más apasionado: el arte. ¿Hace falta decir que, en
este poeta, el proceso creador, el esfuerzo artístico, no se ajusta a cánones
mesurados y armónicos, a los cánones de una arquitectura fría y calculadora?
Dostoiewski escribe como vive; con el fuego de la fiebre. Bajo la mano que va
cuajando las palabras en el papel, en diminutos y fluyentes hilos de perlas
––Dostoiewski tiene la escritura nerviosa de todos los hombres arrebatados––,
martillea el pulso con aceleradas pulsaciones, y los nervios se agitan
convulsos. Creación es, para este novelista, tormento, éxtasis, arrobo y
anonadamiento, una voluptuosidad exaltada hasta el dolor, un dolor conmovido
hasta la voluptuosidad, eterno espasmo, explosión volcánica incesante de su
naturaleza avasalladora. A los veintidós años escribe “con lágrimas” su obra
primeriza: Gente pobre, y desde entonces el trabajo será para él invencible
crisis y enfermedad. “Trabajó nerviosamente, entre tormentos y preocupaciones.
Y si el trabajo es intenso, me enferma físicamente”. La epilepsia, su mística
enfermedad, se adueña de él con su ritmo febril y acuciante, con sus frenos oscuros,
misteriosos, y penetra hasta las vibraciones más finas de su obra. Dostoiewski
crea con todo su ser, poseído de furor histérico. Y en este fuego de pasión se
funde y se troquela hasta lo que parece más insignificante e indiferente de su
labor, como los artículos de periódico. Jamás produce con las fuerzas libres y
sueltas de su potencia creadora, con la mecánica de la mano, con la fácil
habilidad de la técnica, como en un juego: su excitabilidad física reacciona y
se yergue siempre, y siempre total, ante el menor suceso, y la vibración llega
hasta el último nervio de su vida, y el autor padece y compadece ante el menor
de sus personajes. Todas sus obras se forman por avulsión, al golpe explosivo
de furiosas tormentas, bajo una presión atmosférica insostenible. Dostoiewski
no sabe producir sin poner toda su alma en lo que produce, y de él puede
decirse lo que se dijo de Stendhal: “Lorsqu'il n'avait pas d'émotion, il était
sans sprit”. Cuando dejaba de apasionarse, Dostoiewski dejaba de ser poeta. Pero la pasión, en arte, puede ser elemento tan
deletéreo como creador. Es menester que la inteligencia clara desprenda las
formas eternas del caos de fuerza que ella conjura. Todo arte necesita de la inquietud como acicate de
creación; pero a su apogeo ha de presidir, en no menor medida, una serenidad de
ponderación superior y meditada. La poderosa inteligencia de Dostoiewski,
aquella agudeza de espíritu que penetraba en la realidad con fulgor diamantino,
conoce bien la frialdad de mármol y de bronce que irradia de las grandes obras
de arte. Ama y diviniza la grandiosa arquitectónica; traza líneas magníficas en
que se ordena, con orden sublime, la imagen del Universo. Pero la pasión inunda
constantemente los cimientos de su arquitectura. El eterno antagonismo de inteligencia
y corazón invade también su obra, y se traduce aquí en el contraste entre la
arquitectura y la pasión. Es en vano que Dostoiewski artista se esfuerce por
crear objetivamente, por mantenerse al margen de la vida que crea, que quiera
limitarse a contar y a modelar, que pretenda ser épico, relator de sucesos y
analizador de sentimientos. La pasión le arrastra irresistiblemente a padecer y
compadecer con los dolores del mundo que evoca. Hasta en sus obras más logradas
flotan siempre jirones del caos de los orígenes, y jamás triunfa en ellas
completamente la armonía (“Odio la armonía”, grita Iván Karamazov, el personaje
en quien se traducen los más secretos pensamientos de su autor). Y otra vez nos
sale al paso el perenne pleito sin transacción, entre la forma y la voluntad,
esta lucha sin tregua–– ¡oh desgarramiento irremediable que atraviesa todo el
ser de este hombre, desde la fría corteza hasta el núcleo candente!–– entre lo
externo y lo interior. Es el eterno antagonismo de su vida, que traspuesto a la
obra épica se llama ––ya lo hemos dicho–– la pugna entre la arquitectura y la
pasión. La novela de Dostoiewski no domina jamás eso que en
lenguaje literario se llama “el verbo épico”, el gran secreto de vestir la vida
tumultuosa en un relato sereno, que va transmitiéndose de maestro en maestro a
lo largo de infinitas generaciones, desde Homero hasta Godofredo Keller y
Tolstoi. No. Este poeta nos' presenta su mundo apasionadamente, y sólo
apasionadamente, emocionadamente, se puede gozar de él. En sus libros no se
percibe nunca aquel sentimiento placentero, dulce, rítmico, arrullador; el
lector no se siente nunca ajeno a los sucesos y seguro de ellos, al margen del
acaecer, con la pura emoción espectacular de quien contempla la rompiente del
mar desde la orilla, sino cogido en el nudo de la tragedia, atado a ella.
Siente uno latir en la propia sangre, como una fiebre, la crisis de estos
hombres, y arden en el sentimiento conmovido, como propios, sus problemas. El
novelista nos sumerge con todos nuestros sentidos en la atmósfera candente de
su mundo, nos empuja hasta el borde del abismo del alma, y nos deja allí,
jadeantes, respirando angustiosos, con la sensación del vértigo. Y mientras
nuestro pulso, al vivir esta vida, nos galope como el suyo al crearla; mientras
no muerda en nosotros su misma pasión demoníaca, no podemos decir que su obra
nos pertenece por entero; hasta entonces no es nuestra como nosotros suyos, en
cuerpo y alma. Los hombres que sientan la épica de Dostoiewski han de ser
hombres de alma tensa y exaltada: el poeta escoge sus lectores como sus héroes.
Los consumidores de bibliotecas del alquiler, los placenteros pascantes de la
lectura, los que sólo saben andar por la acera de los problemas trillados,
deben renunciar a este autor, como él renuncia a ellos. Mas las ardientes, los
apasionados, los abrasados en el sentimiento, encuentran aquí su verdadero
mundo. No puede negarse, ni hay por qué ocultarlo o
disfrazarlo: la relación de Dostoiewski con sus lectores no es un coloquio
amistoso y plácido, sino un verdadero duelo, erizado de instintos peligrosos,
voluptuosos, crueles. No es un lazo de amistad y de confianza reposada, como en
otros poetas, sino un vínculo de pasión, como el que une al hombre y a la
mujer. Dickens o Godofredo Keller, contemporáneos suyos, van internando al
lector en su mundo por la fuerza suave de la persuasión y la tentación de lo
musical; van tejiendo agradablemente en torno a él la trama de los sucesos, y
sólo apelan a su curiosidad, a su imaginación; no le piden nunca, como
Dostoiewski, la entrega del corazón entero e inflamado. Este pasional quiere
poseer a quienes penetren en sus novelas en todo su ser; no le basta la
conquista del interés, de la curiosidad: quiere adueñarse del alma íntegra y
hasta del cuerpo de sus lectores. Para ello, lo primero que hace es cargar de
electricidad la atmósfera interior, espolear nuestra excitabilidad con
exquisito refinamiento. Su voluntad apasionada se nos impone y anula la nuestra
como en una especie de hipnotismo, de poder de inhibición: sus lentas
conversaciones, fantásticas e inacabables, van velando el sentido del que lee,
como el murmullo oscuro del hipnotizador; excita la atención con misterios y
alusiones, hasta tocar en su nervio más íntimo. Mas no quiere tampoco que nos entreguemos
demasiado rápidamente; alarga, con sabia perversidad, el martirio de la
preparación; sentimos que la inquietud se apodera de nosotros sigilosamente,
pero ante nuestra mirada y la perspectiva de los sucesos, la mano del
taumaturgo interpone nuevos telones, desliza nuevas figuras. Se diría un
erótico refinado que dilatase con satánica voluntad su entrega y la nuestra,
esperando a que la presión interior y la excitabilidad atmosférica alcancen el
infinito. Y el lector, oprimido por el Destino, siente que una nube tormentosa
de tragedia va a descargar. ¡Qué angustia el tiempo que pasa en Crimen y
castigo hasta que se sabe que todos aquellos inexplicables estados del alma del
protagonista son el preludio de un crimen! Y, sin embargo, nuestros nervios adivinan
en seguida algo espantoso, y en el cielo del alma se enciende, con fulgores de
tempestad, el presentimiento aterrador. La voluptuosidad sensual de Dostoiewski se embriaga en
el refinamiento de la morosidad; sus remotas alusiones pinchan como alfilerazos
en la piel de la sensación. Yantes de desencadenar las grandes escenas, va
acumulando, con lentitud diabólica, páginas y más páginas de un tedio místico y
demoníaco, hasta que en la sangre del lector impresionable ––el que no lo sea
no pude sentir esto–– se enciende una fiebre espiritual y un tormento físico.
Es siempre el fanático del contraste arrastrado a los abismos del dolor por el
goce de la tensión: hasta que en la caldera candente del pecho no hierve el
sentimiento y sus paredes están a punto de estallar, no deja caer el martillo
sobre el corazón, y entonces es cuando se rasgan las sombras, en uno de
aquellos momentos sublimes, y en el cielo de su obra se enciende, con fulgor de
rayo, la redención que ilumina el fondo de nuestras almas. Dostoiewski espera
siempre a que la tensión sea insostenible, para desgarrar el misterio épico y
aflojar la tirantez trágica del sentimiento en una emoción suave en que el
pecho vuelve a respirar y en los ojos asoman las lágrimas. Así es de sañuda, la voluptuosa, de refinada la pasión
con que este novelista cerca a sus lectores. No es el luchador que venza y
aniquile en el palenque, sino el alevoso que acecha a su víctima horas y horas,
para en un segundo caer sobre ella y traspasarle con un estilete el corazón. Mas
tan apasionada es su propia agitación, que casi dudamos de si, en justicia,
puede contarse este poeta entre los épicos. Su técnica es explosiva: no va
laborando pacientemente, a golpes de pico, las galerías de su obra, sino que
condensa sus fuerzas en lo más íntimo, las apelotona, sin que ni una sola se
descarríe, y en un momento, con una explosión, hace saltar la mina del mundo y
el pecho redimido. Sus preparativos son subterráneos, sigilosos como una
conspiración, y el golpe cae sobre el lector con la sorpresa instantánea del
rayo. Y aunque se presienta la catástrofe como inminente, jamás se sabe en el
pecho de cuál personaje ha enterrado el autor la mecha de la mina, ni de qué
lado va a venir ni a qué hora la espantosa descarga. De todos los puntos arrancan
galerías que van a confluir al crucero central de la historia, todos los
personajes están cargados con la materia inflamable de la pasión, presta a
saltar. Pero, ¿quién será el que encienda la mecha? De aquellos hombres,
envenenados todos por la idea del crimen ¿quién será, por ejemplo, el que mate
a Fedor Karamazov? El misterio lo oculta hasta el último instante, con arte
inaudito, pues este novelista, que nos induce a presentirlo todo, guarda
celosamente su secreto. Se siente al Destino fatal minar como un topo bajo la
superficie de la vida, y cómo la mina va heredando hasta tocar a nuestro
corazón, como el taladro se detiene a ratos amorosamente y nos devora en una
tensión infinita, hasta que estalla el segundo indecible que desgarra como un
rayo la atmósfera, irrespirable ya. Hasta Dostoiewski no conocía la épica la potencia y
envergadura de desarrollo que son necesario para lograr el apogeo instantáneo
de estos pocos segundos, estos momentos de increíble concentración. Sólo un
arte monumental como el suyo, de cósmica grandeza primigenia y de pujanza
mística, podía culminar en semejantes minutos de intensidad. Aquí la amplitud no es prolijidad, sino vasta
arquitectura. El vértice de las Pirámides se yergue sobre bases gigantescas, y
los puntos agudos de apogeo de las novelas de Dostoiewski reclaman sus
dimensiones extraordinarias. Estas novelas caudalosas llevan el curso
majestuoso de los grandes ríos de Rusia, del Volga, del Dnieper. Y tienen,
verdaderamente, algo de río, en cuyas aguas flotan y discurren con lentitud
masas inmensas de vida. Ríos que fluyen a lo largo de miles y miles de páginas,
y que no pocas veces se desbordan de los cauces de la forma artística,
arrastrando en su furia las tierras de la política, los cantos rodados de la
polémica. A ratos, allí donde remite la furia de la inspiración, las aguas se
sosiegan en parajes anchos y arenoso. Parece que la corriente va a estancarse.
El hilo de los sucesos se desarrolla con interrupciones, trabajosamente, a
vuelta de revueltas y sinuosidades; las aguas se sumen horas y horas en el
lecho de arena de las conversaciones, y van ahondando, ahondando, hasta tocar
en la propia entraña y en el nervio de su pasión. Y la masa de agua se agolpa de nuevo, y de pronto, ya
próxima al mar, a lo infinito, vienen aquellos pasajes indescriptibles de
vértigo en que se despeña bramando, y la superficie sosegada se apelotona en
torbellino; parece que las páginas vuelan, su tiempo acelerado se hace
angustioso, y el alma se ve lanzada, sin poder contenerse, a los abismos del
sentimiento. Ya se siente la inmensidad cercana a través del estrépito de las
aguas bramantes; su enorme masa se convierte toda en espuma veloz, y como la
corriente del relato, atraída magnéticamente por la catarata, volando espumante
hacia la catarsis, el lector, sin notarlo, se precipita anhelante sobre estas
páginas, hasta hundirse, con el corazón destrozado, en la sima de los sucesos. Aquí está el vértice invisible de las grandes
pirámides épicas de Dostoiewski: en este sentimiento que parece reducir la suma
infinita de la vida a una cifra única; este sentimiento de exaltada
concentración que es tormento y es vértigo ––él mismo lo llamó una vez el
“sentimiento de las alturas”––; en esta divina locura de asomarse al precipicio
de sí mismo y gozar en el presentimiento el goce de la caída mortal: este
sentimiento supremo en que se vive, con la vida entera, vida y muerte. Por este
momento de sensación candente puesta al blanco, existen acaso todas sus
novelas. Habrá en ellas veinte o treinta momentos grandiosos de esta
intensidad, y es tan fuerte la vehemencia de pasión que encierran, que, no ya
en la primera lectura, cuando fulguran sobre uno, indefenso, desprevenido, sino
cuando por cuarta o quinta vez se releen, atraviesan el corazón como una punta
de fuego. Cuando suena este instante decisivo, todos los personajes del libro
aparecen de pronto congregados en un punto, y en todos se aguza hasta el límite
la intensidad de sus voluntades tenaces. Todas la sendas, todos los ríos, todas
las fuerzas, vienen a confluir mágicamente en este momento, convergen en un
gesto único, en un movimiento único, en una palabra única. El “golpe seco de la
bofetada de Schatov desgarra instantáneamente la tela de araña del misterio que
se cierne sobre Los endemoniados; instante decisivo es aquel de El idiota en
que Nastasia Philopowna arroja al fuego los cien mil rublos; los Karamazov y
Crimen y castigo tienen su apogeo en las escenas de confesión En estos momentos
supremos, puramente elementales, del arte Dostoiewski, desprendidos de toda
materia, se hermanan íntimamente en él la arquitectura y la pasión. Dostoiewski
sólo logra la armonía en los momentos de éxtasis; sólo en estos fugaces
momentos se ve en él al artista consumado ¡Ah, pero estas pocas escenas,
juzgadas en puro arte, representan un triunfo sin igual del artista sobre el
hombre! Hay que mirar hacia abajo, desde su altura, para comprender con qué
genial previsión su mano va trazando las sendas hacia este vértice, con qué
sabia distribución se completan mágicamente en sus novelas las circunstancias y
los hombres, y cómo la inmensa ecuación enredada y compleja se resuelve de
pronto en la cifra única, en la unidad suprema, exhaustiva, del sentimiento: el
éxtasis. He aquí el gran secreto del arte de este poeta: todas sus novelas se
rematan en estos vértices, sobre los que se condensa, para conjurar con
seguridad infalible el rayo del Destino, toda la electricidad atmosférica del
sentimiento. ¿Será necesario decir dónde está la raíz de esta forma
única de arte por nadie poseída antes de Dostoiewski y que tal vez nadie
volverá a dominar con la potencia de este artista? ¿Será necesario advertir que
esta convulsión de todas las fuerzas vitales en un rápido segundo no es otra
cosa que la trasposición del arte de su propia vida, de su diabólica
enfermedad? Jamás padecimiento de artista fue más fecundo para su creación que
en Dostoiewski esta metamorfosis de la epilepsia: nadie, antes de venir él,
había acertado a condensar una tal cantidad de vida en un mínimo tal de espacio
y tiempo. Sólo quien en aquel instante de la plaza Semenoswki había revivido en
dos minutos, con los ojos nublados, su vida entera; el que en un segundo, en
aquel segundo de aura epiléptica que transcurría entre el vacilar sobre la
silla y el venir a tierra, erraba a través de mundos como un visionario, podía
conocer el secreto de condensar en un puñado de tiempo un cosmos de vida. Sólo
él podía forzar a lo inconcebible a que tomase cuerpo de realidad en esos
segundos explosivos, con fuerza tan diabólica, que apenas nos damos cuenta de
esta capacidad de superación de tiempo y espacio. Las obras de Dostoiewski son
verdaderos milagros de concentración. Léase el primer tomo de El idiota, que
tiene unas quinientas páginas. A través de esta lectura hemos visto levantarse
un tumulto de destinos, nos hemos enfrentado con un caos de almas, hemos visto
vivir interiormente a una multitud de hombres. Con ellos hemos recorrido
calles, y entrado en casas, y, cuando paramos mientes en ello, venimos a darnos
cuenta de que toda esta inmensa muchedumbre de sucesos acaece en el transcurso
de unas pocas horas, en lo que va de la mañana a la medianoche. El mundo
fantástico de los Karamazov se concentra en un par de días, el de Raskolnikov
dura una semana: obras maestras, todas, de condensación como ningún otro épico
ha conseguido ni la vida misma consigue más que en momentos muy raros. Únicamente la tragedia de Edipo, que en el breve
espacio del mediodía al anochecer resume una vida entera y la de pasadas
generaciones, es comparable a estas epopeyas, con su vertiginoso precipitarse
de la altura al abismo y del abismo a la altura, y con la fuerza purificadora
de las tormentas del alma que en ellas se encierra. Ninguna otra obra épica
resiste el parangón con éstas: en los momentos culminantes de Dostoiewski se
revela el trágico, y sus novelas encierran verdaderos dramas velados,
metamorfoseados. Los Karamazov son, en el fondo, espíritu del espíritu
de la tragedia griega, carne de la carne de Shakespeare. El hombre gigantesco
aparece en ellos indefenso e insignificante bajo el conjuro trágico del
Destino. En estos momentos apasionados de hecatombe, la novela
de Dostoiewski pierde de pronto su carácter de relato. La delgada envoltura
épica se disuelve y evapora con el calor del sentimiento, y sólo queda en pie
el diálogo escueto y candente. Las grandes escenas de este novelista son
siempre diálogos dramáticos presentados en toda su desnudez. Podrían llevarse a la escena sin quitarles ni ponerles
comas; no hay en ellos una sola figura que no esté firmemente modelada, y es
maravilloso cómo, en este segundo de tensión dramática, se encauza en el
diálogo todo el caudal anchuroso y fluyente de la novela. El sentimiento
trágico de este novelista, que le arrastra siempre a lo definitivo y avasallador,
a la explosión fulgurante, parece convertir, íntegra, en drama, en estos
momentos de apogeo, la obra épica de arte. Los expeditivos mecánicos de las tablas y los
dramaturgos bulevarderos supieron ver sobradamente bien lo que había de fuerza
dramática, de precisión teatral en estas escenas, mucho antes de que los
críticos de la literatura se apercibiesen de ello, y no fue empresa forzada
sacar unas cuantas piezas sólidas de teatro de Crimen y Castigo, de El idiota,
de los Karamazov. Por otra parte, estas tentativas han venido a demostrar lo
pobres que resultan la figuras de Dostoiewski asidas desde fuera, en su
corporeidad y en los azares de su vida exterior; arrancadas a su esfera, al
mundo de las almas; sacadas de la atmósfera tormentosa de su rítmica
excitabilidad. Sobre las tablas, estas figuras dramáticas son como troncos
secos y desnudos, inanimados, si se las compara con las que viven en las
novelas como árboles vivos, agitados, llenos de rumor, con copas que tocan el
cielo entronizadas sobre un tronco cuyas raíces, se agarran a la tierra épica
con mil secretas nervaturas. El tejido de sus venas, ramificado por cientos y
cientos de páginas, saca la savia de su fuerza plástica más intensa de la
sombra, del presagio y el presentimiento. La psicología de Dostoiewski no está hecha para
analizarse a la luz clara del laboratorio; se ríe de cuantos pretenden
“investigarla” y extractarla. En este averno épico hay contactos psíquicos
misteriosos, venas ocultas, matices extraños. Las figuras que en él se mueven
no se delinean y modelan con gestos visibles, sino a fuerza de sugestiones, y
la literatura no conoce tejido más delicado que el de la trama anímica de estos
hombres. Para comprender el valor de estas fibrillas
subcutáneas del relato, que no salen a flor de piel, basta hacer una prueba:
leer a Dostoiewski en cualquiera de esas ediciones francesas abreviadas.
Aparentemente, nada falta en ellas; el hilo de la historia se desarrolla más
velozmente y las figuras parecen hasta más ágiles, mejor delineadas, más
pasionales. Y sin embargo, hay algo que las empobrece, y es que falta a su alma
el iris maravilloso que le dio su autor; a su atmósfera, la fulgurante
electricidad, aquella tensión sofocante que hace temer y esperar a la vez la
explosión. Se nota en ellas algo roto e irreparable, y lo roto es su encanto.
Nada mejor que estas tentativas de resumen y escenificación para demostrar el
sentido que tiene en la obra de Dostoiewski la amplitud, la razón de ser de su
aparente prolijidad. A la vuelta de cientos y cientos de páginas encontramos el
eco de sugestiones rápidas, de pasada, insignificantes, que nos habían parecido
fortuitas y superfluas. Por debajo de la superficie del relato corren los
cables ocultos, los ocultos contactos, por los que circulan mensajes
misteriosos y entre los que se cambian extraños reflejos. Hay, en estas
novelas, claves psicológica, cifras físicas y psíquicas desapercibidas para el
lector primerizo, que sólo se advierten en una segunda, en una tercera lectura.
En ningún otros escritor épico es tan complejo del sistema nervioso del relato,
tan subterránea la red de vida, tan escondida entre los huesos de los sucesos
materiales, bajo la piel del diálogo. Decimos sistema, y apenas lo es, pues
este proceso psicológico sólo puede compararse a la aparente arbitrariedad y,
en el fondo, orden misteriosos que reina en el hombre mismo. Otros poetas
épicos, y pensamos principalmente en Goethe, parecen imitar más a la Naturaleza
que al hombre: sus historias tienen la vida orgánica de las plantas, son
pintorescas como un paisaje. En las novelas de Dostoiewski no hay tal: aquí se
yergue ante nosotros un hombre extrañadamente profundo y apasionado. La obra
artística de este ruso es primitiva, con todo lo que tienen de eterna; es una
trama nerviosa, antagónica, sabia, excitablemente apasionada, carne y cerebro
siempre en fermentación, jamás bronce, jamás elemento sereno y acerado. Inmensa
e inescrutable como lo es el alma en las lindes de su corporeidad, y hostil a
toda comparación en el dominio de las formas del arte. No, aquí no cabe comparación; sólo admiración para
este arte, para esta maestría psicológica que rebasa todas las medidas, y
cuanto más nos adentramos en la obra, más potente e inconcebible su
grandiosidad se nos aparece. No quiere esto decir, ni mucho menos, que todas
las novelas de este autor sean obras de arte consumadas; acaso alcancen mayor
perfección artística otras de contenido más pobre, que se contenten con menos
que éstas y describan círculos menos altos. La ambición desmesurada puede tocar
a lo eterno, pero nunca imitarlo. La pasión anega no poco de la maravilla
arquitectónica de estas epopeyas, y la impaciencia destruye muchas de sus
heroicas concepciones. Esta impaciencia de Dostoiewski es una pasión
trasplantada de la tragedia de su vida a la de su arte. Es la crueldad de la
vida y no su propio afán, como a Balzac, la que le mete prisa, la que le
hostiga y le impide dar a sus obras el modelado de la perfección. No olvidemos
cómo nacieron todas estas novela. El libro ya tenía dueño cuando el autor se
sentaba a escribir el primer capítulo, y así trabajaba, como bestia acosada, de
anticipo en anticipo. Errante por el mundo, “como un caballo viejo
enganchado al carro”, le falta muchas veces tiempo y sosiego para dar los
últimos toques a sus obras, y él, a quien nadie gana en sabiduría, lo sabe
bien, y le duele como si fuese suya la culpa. “¡Ah, si viesen las condiciones
en que trabajo! Quieren que de mi pluma salgan obras maestras y depuradas,
cuando me azota la miseria más espantosa sin dejarme punto de sosiego”, clama
el poeta, amargamente. Y maldice de Tolstoi y Turgueniev, que, sentados
cómodamente en sus posesiones, pueden pulir y ordenar sus líneas, y es todo lo
que envidia en ellos. Y si personalmente no esquiva ninguna miseria, el artista
degradado a proletario se rebela contra la “literatura señorial”, en un anhelo
irrefrenable de poder modelar un día sus obras con quietud, hasta llevarlas a
la perfección. Nadie como él conoce sus faltas: sabe que al salir de sus
ataques epilépticos remite la pasión, y entonces la envoltura bien ceñida de la
obra de arte se hace permeable y deja infiltrarse por sus poros cosas
indiferentes. Muchas veces, sus amigos o su mujer tienen que llamarle la
atención sobre olvidos elementales en que incurre leyendo los manuscritos con
los sentidos todavía nublados de un ataque. Y este proletario, este jornalero
de la industria literaria y esclavo del anticipo, que en sus días de miseria
más espantosos escribe, una tras otra, tres novelas gigantescas, es en el
interior de su alma, el artista más concienzudo. Es un enamorado fanático de
las formas bien rematada y perfiladas, y bajo los latigazos de la miseria se
pasa las horas, como un orfebre, limando y puliendo la finura de su filigrana,
y destruye y rehace por dos veces El idiota, en un momento en que su mujer
padece hambre y no hay en casa con qué pagar a la comadrona. Infinita es su
ansia de perfección, pero también el apremio de la necesidad es infinito. Y en
su alma vuelve a pugnar los dos poderes hostiles y más imperiosos: la presión
externa y el anhelo interior, para que así el eterno antagonismo desgarre al
artista como al hombre. Su alma de hombre clama perennemente por la armonía y
la quietud; la del artista vive perennemente sedienta de perfección. Y una y
otra penden desgarradas de la cruz de su destino. Tampoco en el arte, uno y único, encuentra, pues, la
redención este crucificado del contraste; también el arte, como la vida, le es
tormento, inquietud, desasosiego y fuga; tampoco él es patria para el sin
patria. La misma pasión que le arrastra a crear le espolea sin dejarle vagar
para la perfección; le espolea, como siempre, al eterno infinito. Las torres
truncadas, inacabadas, de sus novelas ––pues tanto Los hermanos Karamazov como
Crimen y castigo anuncian una segunda parte que no llegó a ver la luz–– se
recortan sobre el cielo de la religión, se pierden en las nubes de los
problemas eternos. No les demos ya nombres de novelas ni les apliquemos la
medida épica: con ellas abandonamos el terreno de la literatura y estamos ante
un misterioso alborear, ante un preludio profético, ante la profecía de un
mito: el mito del hombre nuevo. El arte, que tanto ama, no es, con todo, para
Dostoiewski, la verdad suprema. Es lo que fue para todos sus augustos antepasados
rusos: la senda por la que el hombre asciende a su Dios. Gogol abandona la
literatura después de escribir las Almas muertas, y en el poeta se enciende el
místico, el mensajero misterioso de la nueva Rusia; Tolstoi, al llegar a los
setenta años, abjura del arte, del propio y del ajeno, para hacerse evangelista
de la justicia y del bien, como Gorki, más tarde, ha de renunciar a la fama
literaria para entregarse a la propaganda de la revolución. Dostoiewski no
aparta de sí la pluma hasta el último instante; pero llega un momento en que
sus creaciones dejan de ser obras de arte, en el estricto y terrenal sentido de
la palabra, para convertirse en el evangelio del Tercer reino, en el mito de
una nueva Rusia, en una predicación apocalíptica, oscura y enigmática. El arte,
para este eterno insaciable, sólo podía ser un principio cuyo término se pierde
en la infinitud. Un peldaño para subir al templo, mas no el templo. En la
plenitud de sus obras se encierra algo más grande, que la palabra no acierta a
expresar, que sólo cabe adivinar sin moldearlo en formas perecederas. Y este
algo es el que hace de las obras de Dostoiewski sendas de perfección para el
hombre y la Humanidad. DOSTOIEWSKI, TRASGRESOR DE FRONTERAS. Que no puedas llegar es lo que te hace grande. GOETHE La tradición es una muralla de piedra hecha de pasados
que ciñe al presente. Quien tenga anhelo de futuro, por fuerza ha de saltarla,
pues la Naturaleza no tolera altos en el conocer. Y aunque aparentemente quiere
el orden, en el fondo sólo ama a quien pasa por sobre él para crear un orden
nuevo. Ella misma es la que engendra en unos pocos, por plétora de fuerzas,
esos conquistadores que abandonan las tierras familiares del alma, para
lanzarse a los oscuros océanos de lo desconocido, en busca de zonas nuevas del
corazón, de mundos nuevos del espíritu. A no ser por estos audaces
transgresores, la Humanidad viviría prisionera de sí misma, encerrada en un
círculo sin escape. Sin estos grandes mensajeros en que se adelante a sí
propia, cada generación ignoraría sus caminos. Sin estos grandes soñadores, la
Humanidad no entrevería nada de su profundo sentido. No los estudiosos
pacientes y sedentarios, los geógrafos comarcanos, han ensanchado el Mundo,
sino los desesperados que se aventuraron por mares ignotos buscando continentes
nuevos. Ni son los psicólogos, los cientifistas, quienes descubren la hondura
del alma moderna, sino esos poetas desmesurados que no se detienen ante ningún
límite. Entre estos transgresores de fronteras literarias de
nuestros días, ninguno tan grande como Dostoiewski, ninguno que haya atalayado
tantas tierras nuevas como este impetuoso, este genio desmesurado, para quien,
según sus mismas palabras, “lo inconmensurable y lo infinito era tan necesario
como la misma Tierra”. No se detiene ante nada; “por doquier he traspasado los
límites”, escribe orgulloso y acusándose, en una carta. Y casi es empresa
imposible referir sus gestas, sus peregrinaciones a través de las tierras
heladas del pensamiento, sus descensos a las fuentes más escondidas de lo
inconsciente, sus ascensiones como de sonámbulo a las cumbres vertiginosas de
la introspección. Su planta pisó todos los caminos no trillados, y se sentía
más a gusto donde mayor fuera la confusión y más tenebroso el laberinto. Jamás
antes de él, sondeó tan profundamente la Humanidad el mecanismo y la mística de
su alma, ni su mirada se hizo tan alerta ni tan clara, a la par que tan
misterioso y tan divino su sentimiento. Sin él, sin este gran infractor de
todas las medidas, la Humanidad sabría menos de sus misterio ingénito, y no
podríamos mirar a lo porvenir como hoy miramos desde las alturas de la obra de
este poeta. La primera frontera que allana Dostoiewski, el primer
horizonte que nos abre, es Rusia. Es él quien revela su patria al Mundo, ensanchando con
ello nuestra conciencia europea; el primero que nos enseña a conocer el alma
del ruso como fragmento, y fragmento precioso, del alma universal. Antes de él,
Rusia era para Europa una linde, el tránsito a Asia, una mancha en el mapa, un
trozo de pasado, de nuestra propia infancia bárbara ya vencida. Es Dostoiewski
quien nos descubre la fuerza de futuro encerrada en esta estepa, quien nos hace
sentir a Rusia como una posibilidad virgen de espíritu religioso, como una
estrofa no escrita en el gran poema de la Humanidad. De este modo, el novelista
enriquece el corazón del Mundo con un conocimiento y una esperanza. Puschkin ––
difícilmente accesible en traducciones, donde su atmósfera poética pierde la
congénita electricidad–– no pintó de Rusia más que la aristocracia; Tolstoi es
el poeta del hombre sencillo, del campesino patriarcal; seres ambos, de un
mundo viejo, estratificado, caduco. Hasta Dostoiewski, no se ilumina a nuestros ojos el
horizonte de Rusia con el anuncio de nuevas posibilidades, y él es quien
inflama el genio de esta nación nueva y casi nos hace anhelar que esa gota
candente de infancia cósmica y de génesis que hay en el alma del pueblo ruso
prenda fuego en el mundo fatigado, estancado, de la vieja Europa. Tuvo que
venir la guerra a enseñarnos que lo que sabíamos de Rusia se lo debíamos a este
novelista, gracias al cual pudimos ver en este país enemigo un país hermano del
nuestro por el alma. Pero mucho más profundo y entrañado que este
enriquecimiento de cultura que le debe la conciencia universal ––esto ya lo
hubiese conseguido, acaso, Puschkin, a no ser la bala que le mató en un duelo,
cuando tenía treinta y siete años–– es el que trae a nuestra conciencia
psicológica introspectiva; aquí, la obra de este poeta supera a cuanto conoce
la literatura. Dostoiewski es el psicólogo de los psicólogos. El abismo del
corazón humano le atrae con fuerza mágica, y su verdadero mundo está en el
inconsciente y lo subconsciente, en lo insondable. Desde Shakespeare nadie nos
había enseñado tanto de los misterios del sentimiento y de las leyes
indiscernibles que los gobiernan como este Ulises que retorna del mundo
infraterreno, trayéndonos, descifrado, el mensaje enigmático de las almas. Y un
dios o un demonio familiar guía también sus pasos, como los de Ulises. Su
sagrada enfermedad le arrebata hasta alturas del sentimiento que el simple
mortal no alcanza, le aplasta en crisis de angustia y de terror que caen ya en
el más allá de la vida, en una atmósfera casi irrespirable, tan pronto de hielo
como de fuego, que es el reino de lo inanimado y lo supravivo. Como las bestias
nocturnas en la tiniebla, la mirada de este poeta lee más claro en las sombras
que la de otros bajo el sol. Y el fuego donde otros se abrasan es para su
sentimiento calor tibio y grato: su superioridad sobre el alma sana, su
comercio familiar con el alma enferma, le acercan a los misterios más hondos de
la vida. Mira de cerca de la locura, hasta sentir su aliento en la mejilla, y
se pasea como un sonámbulo por las cimas del sentimiento, donde caen,
desvanecidos e impotentes, los despiertos y los sabios. Penetra en los abismos
de lo inconsciente más adentro que todos los médicos, criminalistas y
psiquiatras. Aquel don místico del visionario que le hermanaba con todo en
conciencia y en pasión, permitióle anticiparse a todas esas verdades que la
ciencia había de descubrir y catalogar después, a fuerza de irlas disecando con
el escalpelo del análisis sobre el cadáver de la experiencia: todos esos
fenómenos de telepatía e histerismo, de perversión y alucinamiento, hoy tan
investigados. Los pasos de este gran precursor recorrieron todos los
secretos del alma, hasta tocar al borde de la locura ––exceso de espíritu––,
hasta asomarse a las simas del crimen –– exceso de sentimiento––, descubriendo
en el universo psicológico un infinito de tierras nuevas. Con él se dobla la
última hoja en el libro de una ciencia caduca, y se abre, en el libro del arte,
la era de una psicología nueva. Una nueva psicología, pues también la ciencia del alma
tiene sus métodos, y también el arte, que a primera vista se creyera unidad
infinita tendida a lo largo de los tiempos, obedece a leyes eternamente nuevas.
La ruta del saber no es recta en ciencia alguna; en todas tienen revueltas
donde el conocimiento para avanzar cambia de rumbo con nuevos datos y
orientaciones. Y así como la química, con incesantes experimentos, ha ido
reduciendo cada vez más el número en apariencia irreductible de los cuerpos
simples, cerniendo lo sintético en lo aparentemente uno, la psicología por un
proceso cada vez más intensivo de diferenciación, va desenmarañando un complejo
infinito de impulsos e inhibiciones. A nadie puede ocultarse ––sin que ello sea
desconocer el genio de unos cuantos predecesores–– la línea divisora que se
levanta entre la antigua y la nueva psicología. Desde Homero hasta mucho
después de Shakespeare, no hay en realidad más psicología que la rectilínea. El
hombre es todavía una fórmula, una propiedad espiritual hecha carne y hueso:
Ulises es la astucia; Aquiles, la valentía; Ayax, la cólera; Néstor, la
prudencia... Cada resolución, cada acto de estos hombres, se lee claro y
diáfano en el plano de tiro de su voluntad. Todavía Shakespeare, el poeta en
quien se separan el arte antiguo y el nuevo, dibuja a sus hombres haciendo
resaltar siempre una dominante que capte la melodía antagónica de su ser. Y,
sin embargo, de manos Shakespeare sale el primer hombre que rompe las
envolturas del alma medieval, para poner su planta en el mundo psicológico
moderno, y este hombre es Hamlet. En Hamlet pugna ya ese carácter problemático
que ha de animar al hombre diferenciado de la moderna literatura. En su
voluntad, rota por inhibiciones, y en el espejo de la introspección centrado en
su alma, está ya la psicología de hoy, está ya perfilado este hombre que sabe
de sí mismo, que vive a la vez en dos mundos: en el suyo interior y en el de
fuera, que piensa obrando ––y se realiza en el pensamiento. En Hamlet, el
hombre vive por vez primera su vida, la vida que nosotros sentimos, nosotros,
hombres modernos, aunque emergiendo todavía de las sombras de la conciencia:
sobre el príncipe de Dinamarca se ciernen aún las voces de un mundo de
superstición; sobre su sentido desasosegado actúan todavía los filtros y los
espíritus, allí donde en un moderno soplaría el presentimiento y la locura. No
importa; en él se encarna ya el acontecimiento psicológico extraordinario que
es el antagonismo del sentimiento. Con Hamlet, el poeta descubre el nuevo
continente del alma y traza la ruta para futuros navegantes. El hombre
romántico de Byron, de Goethe y de Shelley, el Werther y el Childe Harold; este
hombre en quien vive como una antinomia perenne el contraste de pasión entre el
mundo de su espíritu y la prosaica realidad, acelera con su inquietud la
descomposición química de los sentimientos aglutinados. Entretanto, las
ciencias exactas aportan algunos datos concretos de gran valor, Y llega
Stendhal. Y éste, que sabe más que hasta él se había sabido de la
cristalización de los sentimientos en el alma del hombre, de la multiplicidad y
fuerza proteica de las sensaciones, sospecha la misteriosa pugna que alumbra
cada resolución en el pecho humano. Pero la pereza psicológica de su genio, su
indolencia temperamental de paseante, no le permitieron sondear en toda su hondura
la dinámica de lo inconsciente. Fue Dostoiewski, el gran detractor de la unidad, el
eterno antagonista, quien antes que nadie penetró en el misterio. Y nadie mejor
dotado que él para arrancar la verdad escondida acerca del sentimiento humano.
En sus criaturas se rompe tan desgarradamente la unidad del sentimiento, que en
ellas parece alentar un alma distinta de la de todas las criaturas literarias
anteriores. Al lado de los suyos, parecen superficiales los análisis
psicológicos más audaces de los poetas que le preceden, y nos producen la
impresión que, por ejemplo, nos produciría un libro de electrotécnica escrito
hace treinta años, en el que ni siquiera se atisbasen los fundamentos de lo que
hoy es elemental. En el mundo psicológico de Dostoiewski no hay un solo
sentimiento que pueda decirse simple, un solo elemento indivisible; todo es
conglomerado, forma intermedia, de transición. Sensaciones que pugnan,
vacilantes y desorientadas, por convertirse en hechos; trastrueque y confusión;
un furioso intercambio entre verdad y voluntad: tal es el cuadro de los
sentimientos, en este novelista. Y cuando creemos haber tocado al fundamento
último de una decisión, de un deseo, no acertamos a hacer pie en él, y hemos de
seguir sondeando en busca de otro, y así al tocar en éste, en una busca sin
fin. Odio, amor, sensualidad, flaqueza, vanidad, orgullo, ambición, humildad,
respeto: unos impulsos devoran a otros y se tornan otros, en perenne
metamorfosis. El alma, en la obra de Dostoiewski, es un caos sagrado, una selva
inextricable. Borrachos que lo son por ansia de pureza, criminales por sed de
arrepentimiento, hombres que deshonran a niñas por una ciega adoración de la
inocencia, blasfemos por hambre de Dios. En los deseos de estas criaturas hay
tanta esperanza de repulsa, como ambición de logro. Y si se analiza hasta el
fondo, se ve que su tenacidad no es más que pudor encubierto; su amor, odio
replegado; su odio, amor oculto. Y el antagonismo fecunda al antagonismo. En
Dostoiewski hay libertinos por codicia de dolor, y seres que se atormentan a sí
mismos por ansia de placer. El torbellino de la voluntad gira en ciclo furioso.
A estos hombres les basta apetecer para gozar, y en el goce sienten ya el asco;
en la acción, la contricción, y en ésta ven de nuevo reflejarse,
retrospectivamente, el mal cometido. En ellos se funden y confunden los dos
planos de vida, y sus sensaciones se multiplican por refracción. Lo que sus
manos obran, no lo obran sus corazones, ni el lenguaje de éstos es el de sus
labios, y así, cada sentimiento se descompone en varios, por escisión y
multiplicidad. En el mundo dostoiewskiano es imposible asir un sentimiento
total y uno, aprisionar a un hombre entero en la red de un concepto
aprehensible. Si decimos que Fedor Karamazov es un libertino, parece que
expresamos bastante bien el ser de este hombre; pero un libertino es también
Swidrigailow, y lo es aquel estudiante anónimo de El adolescente, y ¡qué mundo
de diferencia entre estos tres hombres y sus sentimientos! En Swidrigailov,
hábil calculador de sus impudicias, la lujuria es vicio frío, inanimado, Mas la
lujuria de Karamazov e goce de vida, una exaltación del vicio que no se detiene
ante las fronteras de la propia persona, un arrebato hondo que le arrastra a
buscar lo más vil de la vida, sólo porque es vida, a gozar de sus heces en un
éxtasis de vitalidad. Aquél es crapuloso por defecto; éste, por exceso de
sentimiento, y lo que en uno es inflamación crónica, es en el otro una
excitabilidad anormal del espíritu. Swidrigailov, además, es un mediocre de la
sensualidad; es el hombre que tienen “vicillos” pero no sabe del verdadero
vicio; es una sucia bestezuela, un insecto lujurioso. Y aquel estudiante
anónimo representa la perversión de la maldad espiritual traspuesta al mundo
del sexo. Es, como se ve, un abismo en que separa el alma de estos hombres, a
pesar de ser manifestaciones de un concepto único. El sentimiento de la
lujuria, común a los tres, se diferencia y se escinde, aquí, en misteriosas
ramificaciones, y así ocurre con todos los sentimientos, con todos los
instintos que viven en la obra de Dostoiewski: todos tienen su raíz en la capa
más honda, allí donde está el manantial del que brotan todas las fuerzas; en
esa antinomia última e invencible entre el yo y el mundo, entre la afirmación de
la personalidad y el sacrificio, el orgullo y la Humanidad, la disipación y la
avaricia, el retraimiento y la sociedad; entre las fuerzas centrípetas y las
centrífugas, la exaltación en el rebajamiento de sí mismo: el hombre y Dios. No
importa el nombre que tome este antagonismo, proyectado sobre el momento; en él
se enfrentan siempre los dos sentimientos últimos y primitivos de este mundo
que gira entre el espíritu y la carne. Y Dostoiewski fue quien, más que
ninguno, nos reveló de esta feria verbeneante de los sentimientos, de esta
muchedumbre tan apretada que puebla el reino, de nuestras–– almas. Nada más sorprendente, en la psicología de
Dostoiewski, que el tema del amor. La novela, que, desde los autores antiguos,
y con ella el resto de la literatura, se concentraba exclusivamente en este
sentimiento central y único de hombre a mujer, se remonta con él, ––y éste es
su gran triunfo–– a las verdades últimas. El amor, fin supremo de vida y meta
de la obra de arte para otros poetas, no es jamás, para éste, elemento
primigenio, sino un peldaño de humanidad. El segundo glorioso de armonía y
nivelación de todas las disonancias suena, para otros, en el instante en que se
enlazan el alma y los sentidos, en que el sexo y el sexo se disuelven en un
sentimiento divino, sin dejar poso. Y en todos ellos es ridículamente primitivo
el conflicto vital, si se los compara con Dostoiewski. En la novela clásica, el
amor toca al hombre como una varita mágica que moviese la mano de Dios; es el
misterio, la gran magia inexplicable, indefinible, el enigma supremo de la
vida. Y el amante ama, y se siente feliz si alcanza lo que apetece, desdichado
si se le rehúsa. Ser correspondido en el amor es, para estos poetas, alcanzar
el cielo sobre la Tierra. Los cielos de Dostoiewski están más altos. Aquí, el
abrazo no es todavía unión, la concordancia no es todavía unidad. En sus
novelas, el amor no significa dicha, tregua ni término, sino combate
recrudecido, en que se hace más vivo el dolor de la eterna herida; es un
momento exaltado de pasión en que la vida duele más. La inquietud de los
hombres de Dostoiewski no se encalma cuando aman y se saben amados. Por el
contrario; en este momento en que el amor responde al amor, es cuando se
sienten más agitados por todas las contradicciones de su ser, pues en vez de
entregarse a la plétora de sentimientos que el amor les trae, se torturan por
superarla. Su perenne tumulto interior no hace alto en este segundo de apogeo.
Desdeñan la dulce culminación de este instante ––por el que todos los demás se afana
como el más bello de la vida––, en que el amante y la amada aman con amor mutuo
y con la misma fuerza, pues rendirse a él sería armonía, término, límite, y
ellos ansían lo ilimitado. Las criaturas de este poeta no quieren amar como son
amadas; quieren amar desprendidamente, con amor de sacrificio; dar sin
esperanza de recompensa, y se pujan unas a otras en una subasta loca del
sentimiento, en que lo que empieza siendo un juego acaba en agotamiento, en
gemido, en tormento, en combate. Su rabiosa fuerza de metamorfosis les hace
sentirse más felices cuanto más repudiados, cuanto más despreciadas y
escarnecidas, cuanto más son ellas las que dan, las que dan infinitamente, sin
recibir nada en pago: por eso en estos maestros de la antimonia el odio es siempre
tan parecido al amor, el amor tan semejante al odio. Y ni aun en las breves
treguas en que se aman concentradamente se funden sus sentimientos en unidad,
:pues no aciertan nunca: a poner en su amor; las fuerzas unánimes del alma y
los sentidos. Aman con éstos o, con aquélla y jamás se armonizan en su pasión:
la carne y el espíritu. Véanse sus tipos de mujer: son todas Cundrios, cuya
vida se, parte en dos mundos del sentimiento, que sirven con su alma al santo
Graal, mientras su cuerpo se quema voluptuosamente en las praderas floridas: de
Titurel. El fenómeno del amor doble, tan complicado en otros poetas, es en éste
corriente y natural. Natasia Philipowna hace Mischkin, el angélico, su dueño,
espiritual, al mismo tiempo que ama. con sensualismo apasionado a Rogoschin, su
enemigo., Ya a. la: puerta de la iglesia ––se desprende del .brazo, del
príncipe para volar al lecho del otro, y de la orgía de este amante huye de
nuevo a refugiarse en el santuario de su Mesías. Su espíritu flota en las
alturas y contempla aterrado lo que late bajo su cuerpo, mientras el alma se,
entrega en éxtasis al amado espiritual. Y lo mismo–– Gruschenka: ama y odia a
la vez a su primer seductor, ama con amor de pasión a su Dimitri, y con
adoración abstraída de toda corporeidad suspira por Alioscha. La madre de El
adolescente ama de gratitud a su primer marido, al mismo tiempo que se rinde
como una esclava, con humildad exaltada, a Wesilov. Así, este concepto, que la
psicología tradicional cifra superficialmente bajo el nombre de “amor”, como si
fuese una unidad, tiene en Dostoiewski infinitas, inmensurables modalidades,
como ––tienen en la medicina actual cien nombres y cien tratamientos
enfermedades que los médicos de otros tiempos confundían bajo un nombre común.
El “amor”, en Dostoiewski, puede ser las cosas más diversas: puede ser odio
metamorfoseado (Alejandra),:compasión (Dunia), obstinación (Rogoschin),
sensualidad (Fedor Karamazov), avasallamiento de sí mismo; siempre se oculta
tras él otro sentimiento, que es el primigenio. Nunca es el amor lo elemental,
indivisible, inexplicable, el fenómeno primitivo, el milagro: el novelista lo
analiza, lo explica, lo disuelve. Infinitas son las modalidades por las que atraviesa
aquí este sentimiento, tan pronto cuajado en hielo cómo encendido en brasa, y
en cada una de ellas brilla el iris entero. Recordemos solamente el caso de Caterina Inowna.
Dimitri la encuentra en un baile, hace que le presenten a ella, la ofende, y
ella le odia. Mas él se venga y la humilla... y en el pecho femenino se enciende
amor, que no es tanto amor hacia ese hombre como amor de la humillación que Je
hizo sufrir. Se sacrifica a él y cree amarle, mas lo que ama es su propio
sacrificio, su propio gesto de amor, y cuanto más parece amarle, le odia más.
Este odio se cierne sobre la vida del hombre amado y la destruye, y cuando ya
la ha arruinado, cuando el sacrificio se ha revelado como una mentira y la
humillada se ha aplacado en la venganza de su humillación..., entonces, le ama
de nuevo. Así son de complicados los lazos del amor en Dostoiewski. Sus novelas
están muy lejos de esas otras en que la historia fina en el momento en que los
amantes se sienten correspondidos y eternamente unidos. Sus tragedias empiezan
precisamente allí donde acaban las de los otros, pues lo que él busca como
sentido y triunfo de su universo no es el amor, la reconciliación suave y tibia
de los dos sexos. En sus epopeyas se reanudan las grandes tradiciones de la
antigüedad, que no cifraban el sentido y la grandeza de un destino en la
conquista del corazón–– de: una mujer,; sino en la fortaleza frente al Mundo y
frente a los dioses. Los ojos del hombre que se yergue de nuevo en, estas
novelas no: buscan a la mujer, sino a su Dios. Y su drama se esconde en una
vena, más honda, que la del combate entre hombre y mujer. En Dostoiewski se cierran todos los caminos hacia el
pasador nadie que haya tocado en él la hondura del conocimiento y se haya
penetrado de su análisis exhaustivo de las pasiones puede volver atrás. Ningún
arte que quiera ser verdadero puede entronizar de nuevo los ídolos que él
destronó: ¿quién puede atreverse a inscribir hoy la novela en los círculos de
la sociedad y de los sentimientos de donde la sacó este novelista a ignorar ese
reino misterioso que se levanta entre las almas y que su clarividencia iluminó?
A él debemos el presentimiento del hombre nuevo que llevamos dentro, esta
conciencia de ser nosotros, mismos frente al pasado, con una vida de
sentimientos mucha más compleja, más henchida de conocimientos que las otras
generaciones. Y nadie sabrá decir cuánto nos hemos aproximado al hombre de
Dostoiewski, en los cincuenta años que van transcurridos desde su obra; cuántas
de sus profecías han tomado cuerpo ya en nuestra sangre, en nuestro espíritu.
¿No son acaso las tierras por él descubiertas las que habitamos hoy, y las
fronteras que él transpuso los linderos de nuestra firme patria actual? El don
profético de Dostoiewski trazó infinitos caminos hacia esta verdad última de
que vive el hombre de hoy y nos entregó una medida nueva para medir la hondura
de la Humanidad; ningún mortal antes de él supo tanto del misterio insondable
del alma. Mas lo maravilloso es que, por mucho que haya ensanchado nuestro
saber acerca de nosotros mismos, por mucho que nos enseñe, su ciencia no mata jamás
esa elevada sabiduría del sentimiento qué nos exhorta a ser humildes y a acatar
la vida como obra de una voluntad superior a la nuestra. La ciencia y la
conciencia que el nos infunde, no nos hace más libres, sino mas sumisos. Y así
como el hombre moderno; por saber que el rayo es un fenómeno eléctrico, una
descarga de la atmósfera en tensión, no deja de sentir su furia avasalladora
con el mismo respeto que los antiguos, los progresos del conocimiento respecto
al mecanismo psicológico del hombre no van en mengua del sentimiento reverente
con que, ante la obra de este creador, contemplamos la Humanidad. Dostoiewski, al mismo tiempo que nos enseña a leer con
mirada sabia en, el boscaje de las almas, como analizador y fisiólogo del
sentimiento, nos infunde un sentimiento, cósmico más profundo y omnihumano que
todos los poetas de nuestros días. Ese hombre, que como nadie sondea en el alma
del hombre, se inclina también reverente como ninguno ante lo In asequible
quede formó: ante lo divino, ante Dios. EL TORMENTO DE DIOS. Toda la vida me
ha atormentado Dios. DOSTOIEWSKI “¿Existe Dios?”: Iván Karamazov lanza esta pregunta,
como una imprecación, en aquel terrible duelo de palabras, a la cara de su
doble, que es el diablo. El maligno ríe. No se da ninguna prisa en contestar,
en descargar a un hombre martirizado de la más torturadora de las dudas. Iván
se debate “con rabiosa obstinación”, presa de su furia de poseer a Dios; quiere
a todo trance tener una respuesta para el problema más hondo de la existencia. Pero el diablo sigue atizando el fuego de la
impaciencia bajo la parrilla en que se consume el atormentado.” No lo sé”, le
contesta al cabo, para que su suplicio no tenga fin; le deja sin resolver la
duda de Dios, entregado al tormento de Dios. Todos los hombres de Dostoiewski, y él el primero,
llevan dentro de sí este espíritu diabólico que suscita la duda de Dios y no la
resuelve. Todos poseen ese corazón para quien se guarda el fuego de estos
problemas torturadores. “¿Cree usted en Dios?”, le pregunta de pronto y con
tono imperioso Stawrogin, otro demonio encarnado en hombre, al humilde Schatov.
Y la pregunta se le clava en el corazón como una punta candente. El infeliz
retrocede, vacilante sobre sus pies, y tiembla y palidece, pues en Dostoiewski
son precisamente los hombres sinceros de alma los que tiemblan al llegar a esta
suprema confesión ––y él, el propio Dostoiewski, ¡cómo se estremecía ante ella,
dominado por una santa angustia!––. Mas Stawrogin le acosa cada vez más de
cerca, hasta que sus labios pálidos balbucean esta evasiva: “Creo en Rusia”. Y
sólo por amor a Rusia confiesa a su Dios. Este Dios escondido es el problema de todas las obras
de Dostoiewski; este Dios que está en nosotros y fuera de nosotros, y su
resurrección. Para este auténtico ruso, el más grande y entrañado que haya
formado su inmensa nación, este problema de Dios y la inmortalidad tenía que
ser por fuerza, según sus propias palabra, “el más apremiante de la vida”. Este
problema se ciñe al alma de sus criaturas como la sombra al cuerpo, proyectada
unas veces hacia delante, como la esperanza; otras veces para atrás, como la
contrición; ninguna se sustrae a él. No pueden esquivarle, y el único que
intenta negarlo, aquel gran mártir del pensamiento, el Kirilov de Los
endemoniados, tiene que matarse para matar a Dios; con lo cual, más apasionado
por Él que todos los demás, demuestra que existe y es ineluctable. Fijándose en
las conversaciones de estas criaturas, se ve cómo procuran hurtar el cuerpo y
doblar por esta esquina para no encontrarse con El; cómo eligen temas
indiferentes, ese small talk de la novela inglesa, y hablan de la emancipación
de los siervos, de la Madona de la Sixtina, de Europa...; pero la fuerza
infinita de gravitación que encierra el magno problema acaba por atraer mágicamente
los temas más triviales a su insondable abismo. No hay discusión, en
Dostoiewski, que no acabe en la idea de Rusia o en la idea de Dios ––y ya hemos
visto que los dos pensamientos se resumen, para él, en uno solo––. Como rusos
auténticos que son, estos hombres no saben detenerse en la idea ni en el
sentimiento; se ven inevitablemente arrastrados de lo práctico y real a lo
abstracto, de lo finito a lo infinito, siempre hasta rayar en los últimos
linderos de lo posible, allí donde está el problema magno. Este torbellino
interior arrastra sin salvación a sus ideas, es como un foco supurante
enterrado en la carne que enciende sus almas en fiebre. En fiebre, pues Dios ––el Dios de Dostoiewski–– es el
principio de toda inquietud, el Sí y el No, el padre eterno de todos los
antagonismos. No es el Dios que pintaron los viejos maestros, el de los
místicos, aquel Poder suave que flota sobre un trono de nubes, con sublimidad
beata y contemplativa; es la chispa que salta entre los dos polos del perenne
contraste; no un Ser, sino un estado, una tensión, un proceso de combustión del
sentimiento: es la llama que enciende y consume en éxtasis la carne humana. Es
el azote que flagela y empuja fuera de sí a estos hombres, fuera de su cuerpo
tibio y confortable con sed de infinito, tentándolos a todos los excesos de
palabra y de obra y precipitándolos sobre el matorral espinoso de sus vicios.
Es, como todos los hombres de este mundo dostoiewskiano y como el hombre mismo
que lo creó, un Dios insaciable, que no se rinde a ningún esfuerzo, que no se
agota en ningún pensamiento, a quien no aplaca ningún sacrificio. Este eterno
Inasequible es la fuente de todos los tormentos en que se abrasan estas
criaturas, y aquel grito de Kirilow: “Toda la vida me ha atormentado Dios”, es
al propio Dostoiewski a quien se le escapa desde lo más profundo de su ser. Necesitar a Dios y no encontrarle: he aquí el misterio
y el suplicio del poeta. A veces, cree oírle ya, muy cerca, y ya se apodera de
él el éxtasis; mas el anhelo de negación levanta de nuevo la cabeza y le arroja
otra vez a la sima. Nadie ha sentido con mayor ahínco el hambre divina.
“Necesito a Dios ––dijo una vez––, porque es el único Ser a quien siempre se
puede amar”. Y en otra ocasión: “No hay angustia más torturante e invencible
para el hombre que no encontrar algo ante que poder humillarse”. Sesenta años
le dura este suplico de Dios y sesenta años ama a Dios con la pasión con que se
entrega a todos sus dolores; le ama con amor más apasionado que a otro ninguno,
porque es el más eterno de todos, y el amor del dolor la entraña más profunda
de su existencia. Sesenta años se debate con este tormento y arde “como
la hierba seca” en sed de fe. El eterno antagónico clama por la unidad; el
eterno acosado clama por un respiro, el tronco eternamente a merced de la
corrientes frenéticas de todas las pasiones, río que se ha cegado la salida,
clama por el descanso, por el mar. Y así se pasa la vida, soñando a Dios como
sedante y conociéndole sólo como fuego. El poeta ambiciona ser uno de esos
humildes, de esos simples de espíritu a quienes es dado perderse en Él; ansía
poder comulgar en la sencilla fe del carbonero, como “la gorda mujer del
tendero de la esquina”; daría gustoso toda su ciencia por ser un creyente, y
como Verlaine implora en vano; en “Donnez moi de la simplicité”. Sueña con
quemar la inteligencia en la hoguera del sentimiento, con afluir a las
tranquilas aguas de seno de Dios en la inconsciencia de una bestezuela. Y alza
las manos hacia El, se revuelve encelado, grita, dispara los arpones de la
lógica para alcanzarle, y su amor es una desazón ardorosa de Dios, una “pasión
casi deshonesta”, una plétora, un paroxismo. Pero ¿basta la voluntad fanática de creer para ser
creyente? Dostoiewski, predicador fogoso de la ortodoxia, de la “pravoslavia”,
¿comulgaba de alma en esta fe, era un poeta christianissimus? Lo era, desde
luego, en aquellos segundos en que las convulsiones de su espíritu le exaltaban
a lo infinito: en estos momentos se aferra, trémulo, a su Dios, toca con sus manos
la unidad que la Tierra le rehúsa, y el crucificado de su antagonismo resucita
en el cielo uno y armónico. Y, sin embargo, hasta en estos instantes hay en él
algo que vela, alerta, algo que no se ha derretido en la combustión de su alma.
Y cuando más parece estar abstraído en embriaguez sobrenatural, asoma aquel
espíritu crítico inexorable, siempre receloso y en acecho, pretendiendo cubicar
el mar infinito en que se hunde. Hay en él otro yo, cruel, que no se entrega,
que alza su voz contra la renuncia de la personalidad. Siempre, frente a Dios
como frente al Mundo, este antagonismo irrefrenable, que, si es ingénito al
hombre por naturaleza, en ningún mortal aparece minado tan hondo como en
Dostoiewski, hasta convertirse en espantoso abismo. En el alma de este poeta se
hermanan el creyente más fiel y el ateo más exaltado, y las posibilidades
polarizadas de ambas formas de espíritu conviven en sus criaturas con la misma
fuerza de convicción, sin que el novelista abrace ninguna de las dos, sin que
se decida, Allí está la humilde sencillez del que se entrega y se disuelve como
un grano de polvo en la inmensidad de Dios, y el extremo opuesto más grandioso:
el ansia del que quiere alzarse hasta Dios, ser él mismo Dios : “El absurdo de
saber que existe un Dios y que uno mismo no ha llegado a serlo, bastaría para
arrastrarle a uno al suicidio”. El corazón del poeta está con los dos bandos:
está con el siervo de Dios y con el ateo, con Alioscha y con Iván Karamazov. Y
jamás, en el interminable concilio de sus obras, proclama su verdad; jamás se
declara por los creyentes o por heréticos: lucha con ambos. Su fe es un río de fuego que va y viene entre el sí y
entre el no, entre los dos polos del Mundo. Ante Dios como ante los hombres,
Dostoiewski es el gran réprobo de la unidad. Atormentado cual nuevo Sísifo, va rodando eternamente
su piedra a las alturas del conocimiento y viendo cómo eternamente se le escapa
de nuevo a la sima, sin llegar nunca. Es el eterno sediento de Dios que jamás
llega a la fuente donde pueda saciarse. Mas ¿acaso me equivoco yo? ¿No es Dostoiewski el gran
misionero de la fe? ¿No resuena a través de todas sus obras, como en un órgano,
el gran himno a Dios? ¿No atestiguan todos sus escritos, los políticos y los
literarios, unánimemente, incuestionablemente, dictatorialmente, la necesidad y
la existencia de Dios, y no decretan la ortodoxia, y rechazan el ateísmo como
el peor de los crímenes? ¡Ah, si fuesen lo mismo la voluntad y la verdad, la fe
y el postulado de la fe! Dostoiewski, el poeta de las eternas conversiones,
este contraste hecho carne predica la fe como la necesidad, la predica a los
demás, y la propaga con el fuego de quien carece de ella, entendiendo por tal,
esa fe constante, segura, serena y confiada que el “entusiasmo inteligente”
reclama como el más alto deber. Desde Siberia, escribe a una mujer, en cierta
ocasión: “De mí le diré que soy un hijo de estos tiempos de descreimiento y de
duda, y es probable y hasta seguro que lo siga siendo mientras viva. ¡Y qué
espantosamente me tortura, cómo me atormenta, aquí y ahora, el ansia de la fe,
ansia tanto más fuerte cuanto mayores son las pruebas que poseo en contrario!”
Imposible poner al desnudo con mayor claridad su anhelo de fe por
descreimiento. Y aquí nos encontramos con otro de esos sublimes trastrueques de
valores de Dostoiewski: el escéptico ––este hombre que sólo ama el tormento
para sí y guarda la piedad para los otros: él mismo lo ha dicho––, atormentado
por el dolor de su escepticismo, predica a los demás la fe que él no tiene. El
atormentado de Dios quiere una Humanidad a la que Dios sonría; el angustiado
por su descreimiento, quiere que los hombres sean creyentes felices. Desde la
cruz en que le tiene clavado su falta de fe, predica al pueblo la ortodoxia,
reprime su verdad porque sabe que quema y desgarra, y predica la mentira que
hace dichoso, la fe estricta, textual, del aldeano. Él, que “no tiene un grano
de fe”, que se revuelve contra Dios y son sus propias palabras–– “hace hablar
al ateísmo con mayor fuerza que nadie en Europa”, reclama la sumisión al
sacerdote. Proclama el amor de Dios para guardar al hombre del suplicio de
Dios, que él sintió en su carne como ninguno sabe que, “para un hombre
concienzudo, las vacilaciones, el desasosiego de la fe son un tormento tal, que
más le ––valiera ahorcarse Él no esquiva este tormento; abraza la cruz de la
duda y la lleva como un mártir. Mas quiere apartar del suplicio a la Humanidad,
que es su amor infinito; quiere, con su Gran Inquisidor, ahorrarle los dolores
de la conciencia libre y arrullarla en el ritmo muerto de la autoridad. Y en
vez de proclamar la verdad soberbia de su conciencia, levanta la mentira
humilde de una fe. Hermana el problema religioso con el nacional, al que
infunde el fanatismo de lo divino. Y como la más fiel de sus criaturas, cuando
le preguntas si cree en Dios, responde con la confesión más sincera de su vida:
“Creo en Rusia”. Rusia: he aquí su asilo, su refugio, su salvación.
Aquí, su palabra deja de ser Contradicción y se convierte en dogma. Puesto que
Dios le esconde su faz, el poeta se crea para sí un Cristo, mediador entre su
vida y su conciencia, y este Cristo, Mesías de una nueva Humanidad, es el
Cristo ruso. Su indecible anhelo de fe se remonta sobre el espacio, sobre el
tiempo, a un mundo infinito ––Sólo a lo infinito, a lo ilimitado, podía
entregarse este hombre sin medida––, a la idea inmensa de Rusia, a esta palabra
–– ¡Rusia!–– que él colma con todo el delirio de su fe insaciada. Nuevo San
Juan, anuncia la venida del nuevo Mesías sin haberle visto. Y en su nombre, en
nombre de Rusia, habla al mundo. Sus doctrinas mesiánicas ––contenidas en los artículos
políticos y en algunas páginas de los Karamazov–– son harto oscuras. En ellas
se dibuja muy borroso el rostro de este nuevo Cristo, de esta nueva idea de redención
y universal reconciliación: un rostro bizantino de trazos duros y severos
pliegues. Como en los viejos iconos ahumados, sentimos que nos miran, fijos,
desde el fondo de ese cuadro, dos ojos extraños y penetrantes, en los que hay
fervor, pero también odio y dureza. La voz de Dostoiewski cobra tonos terribles
cuando anuncia al paganismo perdido de Europa este mensaje de redención.
Poseído de este fanatismo político y religioso, parece hablar en él uno de
aquellos frenéticos monjes medievales que empuñaban la cruz bizantina como un
azote. Su doctrina no es el sermón suave, sino flujo de
pasión desmesurada y delirante, atormentada y convulsa de misticismo, que se
descarga en explosión de cólera demoníaca. Deshace a mazazos todas las
objeciones, y, presa del delirio de su fiebre, ceñido de soberbia, centelleante
de odio, asalta la tribuna del siglo. Y desde ella, con espuma en la boca y las
manos trémulas, exorciza a nuestro mundo. Este poeta se lanza como un iconoclasta enloquecido
sobre los santuarios de la cultura europea, y en su frenesí de abrir la senda
al nuevo Mesías, al Cristo ruso, no deja en pie uno solo de nuestros ideales.
Su intransigencia moscovita raya en delirio. ¿Qué es Europa? Un cementerio
donde hay tumbas lujosas, pero apestantes de podredumbre, y cuyos despojos no
sirven siquiera de estiércol para la nueva siembra. La cosecha esperada sólo
puede florecer sobre la tierra rusa. Los franceses son unos fatuos y vanidosos;
los alemanes, un pueblo vil de salchicheros; los ingleses, mercachifles del
sentido común; los judíos, orgullo apestoso. El catolicismo, la doctrina de
Satanás, ludibrio de Cristo; el protestantismo, la fe de un Estado de
razonadores, y ambas religiones, caricatura de la única verdadera, que es la
Iglesia rusa. El Papa, Satanás bajo la tiara; nuestras ciudades, Babilonia, la
gran prostituida del Apocalipsis; nuestra ciencia, un vanidoso fuego de
artificio; la democracia, el caldo aguado de seseras reblandecidas; la
revolución, una comedia de engaño para los tontos y entontecidos; el pacifismo,
cháchara de comadres. Con todas las ideas de Europa se podría forma un
ramillete, seco, marchito, bueno para dejarlo pudrirse en el estiércol. Sólo
hay una idea verdadera, justa, grande: la idea rusa. Y como un poseído del
delirio de “amok” el furioso desmesurado sigue su carrera arrolladora,
derribando con su puñal cuantas objeciones se le opongan en el camino. “Nosotros os comprendemos, mas vosotros no nos podéis
comprender”: con este mazazo derriba y aniquila toda discusión. “La inteligencia
rusa lo comprende todo, es universal; la vuestra es limitada”, decreta
inapelable. Sólo Rusia posee la verdad, y todo lo ruso, por serlo, es justo y
bueno: el zar y el knut, el pope y el mujik, la troica y el icono; y más
verdadero y bueno cuanto más antieuropeo, cuanto más asiático, mongólico,
tártaro, más acertado cuanto más conservador, más retrógrado, más
antiprogresivo, más bizantino, menos espiritual. ¡Oh, cómo se exalta aquí la
furia de este gran exagerado! “¡Seamos asiáticos, seamos sármatas!”, exclama,
delirante. “¡Volvamos la espalda a San Petersburgo, la ciudad europea, y
retrocedamos otra vez a Moscú, a Siberia: allí está la nueva Rusia, el Tercer
reino!” Este monje medieval, enfebrecido de Dios, no admite discusiones. ¡Abajo
la razón! Rusia es el dogma que hay que confesar sin razonar ni contradecir.
“Rusia no se comprende con la razón, sino con la fe”. El que ante ella no caiga
de hinojos, es el enemigo, el Anticristo, ¡sea anatematizado! Y el poeta se
lanza, frenético y gozoso, a la cruzada. Y predica la desaparición de Austria,
la destrucción de la Media Luna en la Hagia Sofía de Constantinopla, la
debelación de Alemania, la victoria sobre Inglaterra. Bajo la cogulla del
monje, azota la locura imperialista: “Dieu le veut”. Y sueña el Mundo entero a
los pies de Rusia y entronizado en ésta el reino de Dios. Ya se ve: Rusia, el Cristo, el nuevo Redentor, y
nosotros, europeos, los paganos. Réprobos a quienes nada salva del purgatorio de
nuestra culpa, del pecado original de no haber nacido rusos. En el Tercer reino
que anuncia el profeta, no hay cabida para nuestro mundo. Para aspirar a la
redención, Europa tiene primero que perecer, disolverse en el reinado universal
de Rusia, en el nuevo reino de Dios. “Es menester que cada hombre empiece por
hacerse ruso”, dice el poeta literalmente. Sólo entonces se encenderá el alba
de este mundo nuevo. Rusia es el pueblo elegido por Dios para reinar, y luego
de conquistar la Tierra por la espada, dirá su “última palabra” a la Humanidad.
Y esta última palabra será: reconciliación. El genio ruso consiste, según
Dostoiewski, en el don de comprenderlo todo, de conciliarlo todo. La
comprensión rusa es docilidad. Su Estado, el Estado del porvenir, será una
Iglesia, una forma de comunidad fraterna, en la que a la sumisión sustituya la
penetración. Oyéndole creemos escuchar el prólogo a lo que había de ser esta
guerra, tan nutrida en un principio de la ideas de Dostoiewski, como en su
término de las de Tolstoi: “Nosotros seremos los primeros en decir al mundo que
no queremos prosperar sobre la opresión de la personalidad ni sobre el
avasallamiento de las nacionalidades, sino por el contrario, sobre la mayor
libertad e independencia de todos los pueblos y en una unión fraternal”. En
esta profecía están ya Lenin y Trotsky y está también la guerra, que tan
apasionadamente ensalzó este eterno abogado de todos los antagonismos. La
reconciliación universal como aspiración, y Rusia el único camino hacia esa
meta: “El mundo nacerá en el Oriente”. Detrás de las cumbres del Ural irradiará
la eterna luz, y será el pueblo sencillo ––no el espíritu alambicado, la
cultura europea–– quien redima al mundo, aliando sus fuerzas en los oscuros
misterios de la Tierra. Y donde hoy reina el poder, reinará maña el amor
activo; a la contienda de las individualidades sucederá un sentimiento de
omnihumanidad, y el nuevo Cristo, el Cristo ruso, traerá la reconciliación de
todo y de todos, la disolución de los contrastes en la armonía. Y .el tigre se
apacentará junto al cordero y el ciervo al lado del león, ¡Oh, cómo tiembla de
emoción la voz de Dostoiewski, cuando nos habla de este Tercer reino, del
advenimiento sobre la redondez de la Tierra de esta Panrusia; cómo tiembla todo
él, en el éxtasis de la fe, y cuán quiméricos son los sueños mesiánicos de este
hombre, que sabía de la realidad más que nadie supo! En la palabra “Rusia”, en
la idea de Rusia, se hace carne este sueño de Cristo, esta unidad reconciliada
de todos los antagonismos, que durante sesenta años de lucha buscó tan en vano
el poeta en la vida, en el arte y hasta en Dios. Mas esta Rusia de Dostoiewski,
¿es la real o la mística, la política o la profética? Son, como por fuerza
tenían que serlo para este dualista, ambas a la vez. Es en vano pedir lógica a
un pasional o preguntar por las razones en que se basa un dogma. En los
escritos mesiánicos de Dostoiewski, en los políticos, en los literarios, se
agolpan y se mezclan los conceptos en agitada confusión. Unas veces, es la Rusia de Cristo; otras, es Dios;
otras, el reinado de Pedro el Grande, la nueva Roma, la conjunción del espíritu
con el poder, la unión de la tiara y el cetro imperial, y su metrópoli, tan
pronto Moscú como Constantinopla o la nueva Jerusalén. Los ideales más humildes de humanidad se tornan
bruscamente en las más codiciosas apetencia eslavófilas de conquista, y con
horóscopos políticos de desconcertante clarividencia se mezclan profecías
apocalípticas fantásticas. La idea de Rusia, aprisionada unas veces en la
estrechez de la hora política, se exalta otras a lo infinito; es como su arte:
la misma mezcla chisporroteante de agua y de fuego, de realismo y fantasía. Las
fuerzas demoníacas, las furias de exageración, que en la novela se veían
forzadas a guardar una medida, se desatan aquí en píticas convulsiones, y con todo
el fervor de que es capaz la pasión candente de este poeta, pregona a Rusia
como la salvación del Mundo y el único camino de santidad. Jamás la idea
nacional se predicó más soberbia, más genial, más arrebatadora, más fascinante,
más extática que la idea de Rusia en los libros de Dostoiewski. Mas, ¿cómo este fanático de su raza, este monje ruso
delirante y despiadado, este soberbio propagandista y creyente engañoso, puede
conciliarse con la gran figura del poeta? Diríase una excrescencia de su genio.
Y precisamente por esto era necesaria en la armonía de su personalidad, ya que
todas las manifestaciones misteriosas de este hombre hay que resolverlas por la
ley del contraste. No olvidemos que Dostoiewski es siempre y a un tiempo mismo
un Sí y un No, que se aniquila al tiempo que se exalta y que en él se
personifica el contraste más agudizado. Y esta soberbia desmedida que pone en
su predicación, no es más que el resol de una desmedida humildad; en su
conciencia nacional exaltada se polariza un sentimiento sobreexcitado de
nihilismo individualista. Su mundo se divide siempre en dos hemisferios: el uno
de orgullo y el otro de humildad. Su personalidad se abate en la humillación:
búsquese en los veinte volúmenes de su obra una sola palabra de vanidad, de
soberbia, de arrogancia. Sólo desprecio y empequeñecimiento se encontrará,
asco, rebajamiento, acusación. Todo lo que hay en su alma de orgullo lo guarda
para la raza o lo concentra en la idea de su pueblo. Mutila cuanto interesa a
su individualidad, para exaltar hasta la deificación todo lo que hay en él de
impersonal, de ruso, de omnihumano. Y así, no creyendo en Dios, se convierte en
su misionero, y despreciándose a sí mismo, predica la fe en su nación y en la
Humanidad. Siempre, ahora en la idea como antes en el arte y en la vida, es el
mártir que se clava a sí mismo en la cruz para redimir con su sangre el ideal. Ese es su gran secreto. Hacerse fecundo por contraste.
Tender este contraste hasta el infinito para que abarque el Mundo entero, y
proyectar luego sobre el futuro la energía que de él irradia. Otros poetas se
crean un ideal a fuerza de exaltar su personalidad, representándose a sí mismos
purificados, esclarecidos, mejorados, entronizados, proyectándose en ideal
alambicamiento sobre el hombre futuro. Dostoiewski, la criatura del contraste y
el dualista creador, forma su ideal, su Dios, por antítesis consigo mismo,
rebajando su humanidad carnal al grado negativo. Le basta con ser el barro en
que se fragüe la nueva forma; a su siniestra corresponde la diestra de la
imagen futura; lo que es en él sima será allí elevación; sus dudas, fe; su
dualismo, unidad. “Perezca yo si con ello han de ser los demás felices”. Esta
frase, que dice el Staretz, es espíritu del espíritu de su autor. El poeta se
aniquila para resucitar en el hombre futuro. El ideal de Dostoiewski es, por tanto, ser lo que no
es. Sentir como no siente. Pensar como no piensa. Vivir como no vive. El hombre
nuevo en que se cifran sus anhelos es, en todos sus rasgos, hasta en los más
mínimos, antítesis de la forma individual del poeta: de cada sombra de su
propio ser brota una luz; de cada tiniebla, un resplandor. Su No individual
engendra el Sí, el apasionado Sí de una nueva Humanidad. Y esta aniquilación
moral sin ejemplo de la propia persona en aras del ser futuro, esta anulación
del hombre individual para alimentar con sus despojos al hombre universal, se
trasluce hasta en lo físico. Contémplese su imagen, su fotografía, su
mascarilla de muerto, y compárese a las imágenes de esos hombres en quienes
encarna su ideal: a la de Alioscha Karamazov, a la del Staretz Sossima, a la
del príncipe Mischkin, a estos esbozos del Cristo ruso, del Mesías, trazados
por su mano. Y se verá que cada una de sus líneas, la más insignificante, es la
antítesis, el contraste vivo del rostro de su autor. El semblante de
Dostoiewski es sombrío, lleno de misterio y tiniebla; el de aquéllos, alegre,
abierto, atractivo, la voz de Dostoiewski, ardiente y áspera; la de sus
criaturas blanda y dulce. Y lo mismo el pelo, negro y enmarañado en él; los
ojos, enterrados e inquietos, mientras la faz de las tres figuras ideales de
sus novelas está encuadrada en suaves guedejas y sus ojos brillan sin inquietud
ni angustia. Miran derechamente ––dice de ellos su autor–– y su mirada tiene la
dulce sonrisa de los niños. Los labios de Dostoiewski se pliegan en el rictus
de la sátira y la pasión, no saben reír; Alioscha, Sossima, enseñan la blancura
de sus dientes en la risa desembarazada del que está seguro de sí. La imagen
del poeta es, pues, en todas sus facciones, el negativo de la nueva forma. Su
rostro tiene la dureza de un hombre encadenado, esclavo de todas las pasiones,
agobiado bajo la carga del pensamiento; la cara de sus héroes ideales revela la
libertad de su corazón, el dominio de sí, el vuelo de su alma. El es
desgarramiento, antagonismo; ellos, armonía, unidad. Él, el hombre individual,
recluido en sí; ellos, los hombres universales, de los que arranca, en todos
sentidos, el camino que conduce a Dios. Jamás ni en órbita alguna, ética o espiritual, fue tan
perfecta la creación de un ideal moral a fuerza de aniquilación del propio yo.
Decretando su misma muerte, casi puede decirse que este novelista pinta la
imagen del hombre futuro con la sangre de sus venas abiertas. El apasionado, el
convulsivo, el hombre de los saltos de tigre, cuyos entusiasmos son como
explosiones de los sentidos o balas inflamadas que prenden en los nervios,
engendra aquellas criaturas, en las que arde una brasa casta, recatada,
silenciosa, pero perenne. Sus hombres ideales tienen la callada obstinación que
llega más allá que los saltos salvajes del éxtasis, la verdadera humildad que
no teme las risas; no son, como él, los eternos humillados y ofendidos, los
perseguidos y agazapados. Saben hablar a todos, y todos encuentran en ellos
apaciguamiento y serenidad; no viven bajo el eterno miedo histérico de ofender
o ser ofendidos; no mira, recelosos, a su alrededor. Dios no los atormenta; les
da paz. Lo saben todo, y sabiéndolo lo comprenden todo, y jamás condenan, jamás
murmuran; todo lo aceptan y en todo creen, poniendo en su creencia la unción de
su gratitud. Y el eterno desasosegado ve en estos hombres serenos, lúcidos, la
forma suprema de vida; el antagonista predica como ideal último la unidad; el
rebelde re clama la sumisión. Su suplicio de Dios es para su hombre ideal gozo
divino; su duda, certeza; su enfermedad, salud; su dolor, una alegría sin
límites. Lo más alto y hermoso de la vida es lo que jamás conoció su
inteligencia clarividente; lo que, por ignorarlo, ansía como lo más sublime
para el hombre: la sencillez, la infancia de corazón, la suave y natural
alegría del espíritu. Ved a sus criaturas predilectas cómo se mueven siempre
con una dulce sonrisa en los labios: lo saben todo, y, sin embargo, jamás
conocen el orgullo, y no viven en el misterio de la vida como en una sima de
fuego, sino como bajo un cielo azul tendido sobre sus frentes. Han vencido en
su pecho a los enemigos elementales de la existencia: “el miedo y la angustia”,
y esto los hace bienaventurados en la infinita fraternidad de cuanto vive. Se han redimido de su yo. Y la dicha mayor de los
mortales es la despersonalización; así, el individualista más exacerbado
convierte la sabiduría de Dios en una nueva fe. La historia del espíritu no conoce ejemplo humano
semejante de anulación moral de la propia persona, ni caso igual de fecunda
creación de un ideal por el contraste. Dostoiewski se clava en la cruz, mártir de sí mismo, y con él clava a su ciencia, para que de sus heridas mane la fe; a su cuerpo, para que de él forme el arte al nuevo hombre; a su individualidad, para que de ella se engendre la totalidad. Se mata, y mata con él todo lo que como tipo de hombre significa, para alumbrar de sus despojos una Humanidad nueva y más feliz, y echa sobre sus hombros todo el dolor del Mundo, para que los demás conozcan la dicha. Y el que vivió sesenta años en la tensión desgarrante de sus contradicciones, minando hasta las últimas honduras de su ser para encontrar a Dios y el sentido de la vida, arroja a la hoguera toda la ciencia dolorosamente acumulada, en aras de una nueva Humanidad, a la que grita su secreto más profundo, su última fórmula, su palabra más inolvidable: “Amar la vida más que el sentido de la vida”. LA VIDA TRIUNFA Y a pesar de todo, la vida es bella. GOETHE. ¡Cuán oscura la senda que cruza los abismos de
Dostoiewski, cuán sombrío su paisaje, cuán agobiadora su infinitud, y cuán
misteriosamente semejante a su rostro trágico, donde el Destino cinceló todos
los dolores de su existencia! Abismáticos círculos infernales del corazón,
purgatorio purpúreo del alma, galería la más honda que mano de hombre haya
minado en las profundidades del sentimiento. ¡Cuánta tiniebla en este mundo
humano, y cuánto dolor en esta tiniebla! ¡Qué duelo en esta tierra, “calada de
lágrimas”!, ¡qué círculos infernales, más sombríos que los que el Dante, el
profeta, entrevió hace mil años! Víctimas que no han podido desprenderse de su
ganga terrestre, mártires de su propio sentimiento, estrangulados por las
serpientes de sus pasiones, flagelados por todos los azotes del espíritu,
espumante bajo el desbordamiento de su impotente rebelión; tal es este mundo de
Dostoiewski. Amurallado a toda alegría; desterrada de él toda esperanza; sin
redención para el dolor que, como un muro infinitamente artillado, cerca a
todas sus víctimas. ¿No hay compasión que redima a estos hombres de la sima de
su propia hondura, una hora apocalíptica que rompa las murallas de este
infierno creado en su tormento por un hombre de Dios? Jamás la Humanidad
escuchó tumultos y clamores como los que nos llegan de esta sima. Jamás sobre
una creación se cernieron sombras más espesas. Hasta las criaturas atormentadas
de Miguel Ángel encuentran más alivio en su dolor, y sobre las tinieblas
dantescas luce el resplandor santo del Paraíso. ¿Es verdad que en la obra de
Dostoiewski la vida es una noche sin término, y el dolor el sentimiento de toda
una vida? El alma se asoma temblorosa a esta sima y siente espanto de escuchar
cómo los labios de estos hermanos suyos se abren sólo para dejar pasar quejas y
decir tormentos. Y de pronto, de lo más hondo de la sima sale una voz
flotando dulcemente sobre el tumulto, como paloma que volase sobre el oleaje
tempestuoso. Suave es su acento, grandioso su sentido, y santas las palabras
que pronuncia: “¡Amigos: no temáis la vida! “ Y un silencio sucede a estas
palabras, las sombras escuchan estremecidas, y vuelve a oírse la voz,
cerniéndose sobre todos los tormentos: “Sólo en el tormento aprenderemos a amar
la vida”. ¿Y quién dice estas palabras, las más consoladoras que
nunca se hayan pronunciado sobre el dolor? El que más que todos conoció la
mordedura del dolor, él mismo: Dostoiewski. Todavía las manos desgarradas están
clavadas a la cruz de sus contradicciones, todavía los clavos del suplicio
traspasan su cuerpo frágil, pero el poeta besa, humilde, el leño del martirio
que es para él la existencia, y sus labios destilan dulzura cuando dicen a sus
semejantes el gran secreto: “Creo, amigos, que lo primero que todos debemos
aprender es a amar la vida”. Y en sus palabras alborea el día, resuena la hora
apocalíptica. Saltan las piedras de las tumbas y los hierros de las cárceles, y
los muertos y los encarcelados emergen de la sima, y todos, todos, desfilan
ante el poeta para ser apóstoles de su verdad, todos se desnudan de su duelo.
Afluyen en tropel de las cárceles, de la Catorga siberiana, arrastrando sus
cadenas; de los cuartuchos sórdidos, de los prostíbulos, de las celdas
conventuales: de todos los cuatro puntos cardinales acuden estos grandes
mártires de la pasión; todavía traen cuajarones de sangre en las manos, todavía
arden sus espaldas flageladas, todavía se lee en sus rostros la degradación de
la ira y la miseria; pero la queja se rompe en sus labios, y en sus lágrimas
fulgura la confianza. ¡Oh milagro de Balaam, eternamente repetido! La maldición
se torna bendición en sus labios ardientes cuando el poeta canta ¡Hosanna!,
este ¡Hosanna! que “ha pasado por todos los purgatorios de la duda”. Los más
sombríos son los primeros en iluminarse, los más dolientes son los más fieles,
todos acuden en fervorosa peregrinación para dar testimonio de aquella verdad.
Y de sus labios ásperos y quemados de sed irrumpe como un coral grandioso, con
la fuerza elemental de éxtasis, el himno al dolor, el himno a la vida. Todos,
todos estos mártires desfilan cantando el triunfo de la vida. Dimitri
Karamazov, el condenado inocente, exclama con todas sus fuerzas, detrás de los
hierros de la cárcel: “Me sobrepondré a todo el dolor, para poder decirme tan
sólo: “¡existo!” Y aunque el dolor me doble sobre el potro del tormento, me
bastará saber que “existo”; atado a la galera, todavía veo el sol, y si no lo
veo, vivo a pesar de todo, y sé que hay un sol, y esto me basta”: Y su hermano
Iván acude a su lado, y proclama: “No hay más que una desdicha irrevocable, que
es el estar muerto”. Y el goce de vivir atraviesa su pecho como un rayo del
sol, y el ateo, el que siempre negó a Dios, le reconoce: “Te amo, oh Dios, pues
la vida es grande”. Stefan Trofimovitsch, el eterno escéptico, se incorpora
sobre las almohadas en que agoniza, y balbucea: “¡Oh, con qué gusto volvería a
vivir! Cada minuto, cada instante, debiera ser una gozosa eternidad para el
hombre”. Y las voces son cada vez más claras, cada vez más puras, más elevadas.
El príncipe Mischkin, el extraviado, sostenido apenas por las alas vacilantes
de sus sentidos, dice estas palabras delirantes: “No comprendo cómo nadie puede
pasar por delante de un árbol sin sentirse feliz de que exista y se le ame...
¡Cuántas cosas maravillosas tropezamos a cada paso en esta vida, en que hasta
el más réprobo siente el aliento del milagro!” Y el Staretz Sossima predica el
mismo triunfo: “Los que maldicen de Dios y de la vida, maldicen de sí mismos...
Si amas a todas las cosas, en todas se te revelará el misterio, y acabarás por
abrazar el Universo entero en un amor sin límites”. Hasta el “Hombre de la
callejuela”, el anónimo insignificante y tímido, “acude a formar en estas filas
con su pobre gabán raído, y extiende el brazo para decir que “la vida es
belleza y que sólo hay sentido en el dolor: ¡oh, cuán bella es la vida!” El
“Hombre ridículo” despierta de su sueño para “cantar la vida, la vida
grandiosa”: todos, todos salen arrastrándose de las madrigueras de su ser como
gusanos, para unir sus voces en el himno sublime. Ninguno quiere morir,
abandonar la vida, la santa, idolatrada vida; en ninguno es el dolor tan hondo
que quiera cambiarlo por la muerte, el eterno enemigo. Y entre las sombrías
paredes de este infierno, en medio de esta tiniebla de desesperación, resuena
inesperado el cántico jubiloso del Destino, y en el purgatorio de estos hombres
se enciende una llama fanática de gratitud a su creador. Se rompe la sombra, y
la luz, una luz' infinita, se derrama sobre este mundo; el cielo de Dostoiewski
se entreabre sobre la tierra, y todos los rumores quejumbrosos se pierden en el
eco del último grito que salió del poeta, el grito jubiloso de los niños junto
a la gran piedra de Iluischa, aquel gran grito santamente Bárbaro: “¡Hurra a la
vida!”. ¡Vida, potencia maravillosa que así sabes, con sabia
voluntad, crear mártires para que te canten y te ensalcen; vida sabia y cruel
que encadenas a tus pies a los grandes con las cadenas del dolor, para que
entonen tus triunfos! Ansías oír perennemente el grito eterno de Job, que
resuena a través de los siglos confesando a Dios en sus llagas, y el canto
jubiloso de los hombres de Israel mientras sus cuerpos se abrasan en el horno.
Enciendes eternamente esa brasa sobre la lengua de los poetas que tú torturas
para que sean tus esclavos y te nombren con amor. Hieres a Beethoven en el
sentido de la música, para que, sordo, escuche la voz tonante de Dios, y tocado
por el dedo de la Muerte componga el Himno a la Alegría en tu loor; acorralas a
Rembrandt en las sombras de la miseria, para que busque la luz, tu luz
primigenia, en el color; arrojas de su patria al Dante, para que arranque de
sus sueños la visión del cielo y el infierno: a todos lo flagelas con tus
azotes hasta conseguir que se refugien en lo infinito. También a este, a quien
azotaste como a ninguno, lo hiciste tu siervo, y he aquí que, retorciéndose en
convulsiones, con los labios llenos de espuma, te grita: ¡Hosanna!, un
¡Hosanna! santo que “ha pasado por todos los purgatorios de la duda”. ¡Oh vida,
cómo triunfas en los hombres a quienes sellas con el dolor; cómo haces de la
noche día; del amor, dolor, y cómo arrancas a las sombras del infierno el himno
jubiloso que canta tu triunfo! Pues el que más sufre es el que más sabe, y
quien te conoce tiene por fuerza que bendecirte: por eso éste que más
profundamente que nadie te conoció, como nadie también te confesó y te amó como
nadie. FIN LA LUCHA CONTRA EL DEMONIO (HÖLDERLIN · KLEIST · NIETZSCHE) ESTEFAN ZWEIG INTRODUCCIÓN Cuanto más difícilmente se libera un hombre, tanto más
logra conmover nuestro sentimiento humano. CONRAD FERDINAND MEYER En la presente obra, lo mismo que en la anterior
trilogía titulada Tres maestros, se exhiben tres retratos de poetas unidos por
una íntima afinidad; pero esta afinidad no debe tomarse más que como algo
alegórico. No trato de buscar fórmulas para lo espiritual, sino
que plasmo espiritualidades. Si en mis libros, con toda intención, coloco
siempre unos retratos junto a los otros, lo hago para lograr un efecto
pictórico, como lo hace el pintor que, buscando efectos de luz y de contraluz,
logra poner de manifiesto, por medio del contraste, cualidades y analogías que
de otro modo quedarían ocultas. Siempre me ha parecido la comparación un
elemento creador de gran eficacia, y hasta me gusta como método, ya que puede
ser usado sin necesidad de forzarse; así como las fórmulas empobrecen, la
comparación enriquece, pues realza los valores, dando una serie de reflejos
que, alrededor de las figuras, forman como un marco de profundidad en el
espacio. Ese secreto plástico lo sabía ya Plutarco, ese antiguo creador de
retratos, quien, en sus Vidas paralelas, presenta siempre un personaje romano a
la par que uno griego, para que así, detrás de la personalidad, pueda verse de
modo más claro su proyección espiritual, es decir, el tipo. Algo parecido a lo
que perseguía ese ilustre escritor antiguo dentro de la biografía histórica, lo
intento alcanzar yo en la presentación literaria de personajes. Esos dos
volúmenes son los primeros de una serie en proyecto que llamaré: Los
constructores del mundo, Tipología del espíritu. Nada, sin embargo, más lejos
de mi intención que querer ver un rígido sistema en el mundo de los genios.
Psicólogo por pasión, plasmador de la voluntad creadora, realizo solamente mis
aficiones dejándome arrastrar por aquellas figuras que más profundamente me
atraen. Así pues, por mis tendencias, queda creada una valla opuesta a toda
idea de delimitación. No lo lamento, pues lo fragmentario sólo asusta a aquel
que cree en sistemas dentro de las fuerzas creadoras y que, orgullosamente, se
imagina que el mundo del espíritu, mundo infinito, puede ser encerrado dentro
de un círculo; a mí, por el contrario, lo que me atrae de ese vasto plan es
precisamente eso: que no tiene límites, porque toca al infinito. Y así,
lentamente pero con pasión, seguiré elevando ese edificio que empecé al azar,
con mis manos llenas de curiosidad, en la incertidumbre del tiempo que, como un
pedazo de cielo, se cierne sobre nuestra vida. Las tres épicas figuras de Hölderlin, Kleist y
Nietzsche tienen extrañas afinidades en los destinos de su existencia. Los
tres, arrancados de su propio ser por una fuerza poderosísima y en cierto modo
ultramundana, son arrojados a un calamitoso torbellino de pasión. Los tres
terminan prematuramente su vida, con el espíritu destrozado y un mortal
envenenamiento en los sentidos. Los tres terminan en la locura o en el
suicidio. Los tres parece que viven bajo el mismo signo del Horóscopo. Los tres
pasan por el mundo cual rápido y luminoso meteoro, ajenos a su época,
incomprendidos por su generación, para sumergirse después en la misteriosa
noche de su misión. Ignoran adónde van; salen del Infinito para hundirse de
nuevo en el Infinito y, al pasar, rozan apenas el mundo material. Domina en
ellos un poder superior a su propia voluntad, un poder no humano en el que se
sienten aprisionados. Su voluntad no rige (llenos de angustia, lo reconocen
ellos mismos en momentos de clarividencia). Son esclavos. Son posesos (en todo
el sentido de la palabra) del poder del demonio. Demonio, demoníaco. Estas palabras han sufrido ya
tantas interpretaciones desde su primitivo sentido misticorreligioso en la
antigüedad, que se hace necesario revestirlas de una interpretación personal. Llamaré demoníaca a esa inquietud innata, y esencial a
todo hombre, que lo separa de sí mismo y lo arrastra hacia lo infinito, hacía
lo elemental. Es como sí la Naturaleza hubiese dejado una pequeña porción de
aquel caos primitivo dentro de cada alma y esa parte quisiera apasionadamente
volver al elemento de donde salió: a lo ultra humano, a lo abstracto. El demonio
es, en nosotros, ese fermento atormentador y convulso que empuja al ser, por lo
demás tranquilo, hacia todo lo peligroso, hacia el exceso, al éxtasis, a la
renunciación y hasta a la anulación de sí mismo. En la mayoría de las personas,
en el hombre medio, esa magnífica y peligrosa levadura del alma es pronto
absorbida y agotada; sólo en momentos aislados, en la crisis de la pubertad o
en aquellos minutos en que por amor o simple instinto genésico ese cosmos
interior entra en ebullición, sólo entonces domina hasta en las existencias
burguesas más triviales y, sobre el alma, reina ese poder misterioso que sale
del cuerpo, esa fuerza gravitante y fatal. Por lo demás, el hombre comedido
anula esa presión extraña, la sabe cloroformizar por medio del orden, porque el
burgués es enemigo mortal del desorden dondequiera que lo encuentre: en sí
mismo o en la sociedad. Pero en todo hombre superior, y más especialmente si es
de espíritu creador, se encuentra una inquietud que le hace marchar siempre
hacia adelante, descontento de su trabajo. Esta inquietud mora en todo «corazón
elevado que se atormenta» (Dostoievsky); es como un espíritu inquieto que se
extiende sobre el propio ser como un anhelo hacia el Cosmos. Todo cuanto nos
eleva por encima de nosotros mismos, de nuestros intereses personales y nos
lleva, llenos de inquietud, hacia interrogaciones peligrosas, lo hemos de
agradecer a esa porción demoníaca que todos llevamos dentro. Pero ese demonio
interior que nos eleva es una fuerza amiga en tanto que logramos dominarlo; su
peligro empieza cuando la tensión que desarrolla se convierte en una
hipertensión, en una exaltación; es decir, cuando el alma se precipita dentro
del torbellino volcánico del demonio, porque ese demonio no puede alcanzar su
propio elemento, que es la inmensidad, sino destruyendo todo lo finito, todo lo
terrenal, y así el cuerpo que lo encierra se dilata primero, pero acaba por
estallar por la presión interior. Por eso se apodera de los hombres que no
saben domarlo a tiempo y llena primero las naturalezas demoníacas de terrible
inquietud; después, con sus manos poderosísimas, les arranca la voluntad, y así
ellos, arrastrados como un buque sin timón, se precipitan contra los arrecifes
de la fatalidad. Siempre es la inquietud el primer síntoma de ese poder del
demonio; inquietud en la sangre, inquietud en los nervios, inquietud en el
espíritu. (Por eso se llama demonios a esas mujeres fatales que llevan en sí la
perdición y la intranquilidad.) Alrededor del poseso sopla siempre un viento
peligroso de tormenta, y por encima de él se cierne un siniestro cielo,
tempestuoso, trágico, fatal. Todo espíritu creador cae infaliblemente en lucha con
su demonio, y esa lucha es siempre épica, ardorosa y magnífica. Muchos son los
que sucumben a esos abrazos ardientes -como la mujer al hombre-; se entregan a
esa fuerza poderosa, se sienten penetrar, llenos de felicidad, para ser
inundados del licor fecundante. Otros lo dominan con su voluntad de hombre, y a
veces ese abrazo de amorosa lucha se prolonga durante toda la vida. Ahora bien,
en el artista, esa lucha heroica y grandiosa se hace visible, por decirlo así,
en él y en su obra; y, en lo que crea, está viva y palpitante, llena de cálido
aliento, la sensual vibración de esa noche de bodas de su alma con el eterno seductor.
Sólo al que crea algo le es dado trasladar esa lucha demoníaca desde los
oscuros repliegues de su sentimiento a la luz del día, al idioma. Pero es en
los que sucumben en esa lucha en quienes podemos ver más claramente los rasgos
pasionales de la misma, y principalmente en el tipo del poeta que es arrebatado
por el demonio; por eso he escogido aquí las tres figuras de Hölderlin, Kleist
y Nietzsche como las más significativas para los alemanes, pues cuando el
demonio reina como amo y señor en el alma de un poeta, surge, cual una
llamarada, un arte característico: arte de embriaguez, de exaltación, de
creación febril, un arte espasmódico que arrolla al espíritu, un arte
explosivo, convulso, de orgía y de borrachera, el frenesí sagrado que los
griegos llamaron pavta y que se da sólo en lo profético o en lo pítico. El primer signo distintivo de ese arte es lo
ilimitado, lo superlativo del mismo; un deseo de superación y un impulso hacia
la inmensidad, que es adonde quiere llegar el demonio, porque allí está su
elemento, el mundo de donde salió. Hólderlin, Kleist y Nietzsche son como
Prometeos que se precipitan llenos de ardor contra las fronteras de la vida, de
una vida que, rebelde, rompe los moldes y en el colmo del éxtasis acaba por
destruirse a sí misma. En sus ojos brilló la mirada del demonio, y éste habló
por sus labios. Sí, él habla por sus labios dentro de su cuerpo destruido y su
espíritu apagado. Nunca se ve más claramente al demonio que albergaba en su ser
que cuando puede ser atisbado a través de su alma destrozada por el tormento,
rota en terrible crispación, y es a través de sus desgarraduras como se ven las
oscuras sinuosidades donde se esconde el terrible huésped. En esos tres
personajes se hace visible, de pronto, el terrible poder del demonio, que antes
estuvo en cierto modo oculto, y ello sucede precisamente cuando su espíritu
sucumbe. Para hacer resaltar mejor las características
misteriosas del poeta poseso, he seguido mi método comparativo y he contrastado
a esos tres héroes clásicos con otra figura. Pero lo opuesto al alado poeta
demoníaco no es en modo alguno el no demoníaco; no, no hay verdadero arte que
no sea demoníaco y que no proceda, como un susurro, de lo ultra terrenal. Nadie
lo ha afirmado de modo tan rotundo como Goethe, el enemigo por antonomasia del
poder del demonio, el que estuvo siempre alerta frente a ese poder, cuando dice
a Eckermann, refiriéndose a esa cuestión: «Todo lo creado por el arte más
elevado, todo aperçu..., no procede del poder humano; está por encima de lo terrenal.»
Y así es: no hay arte grande sin inspiración, y la inspiración llega
inconscientemente del misterioso más allá y está por encima de nuestra ciencia.
Yo veo, pues, en contraposición al espíritu exaltado, arrastrado fuera de sí
mismo por su propia exuberancia, frente al espíritu que no conoce límites, veo,
digo, al poeta que es amo de sí mismo y que, con su voluntad humana, sabe domar
al demonio interior y lo convierte en una fuerza práctica, eficaz. Pues el
poder del demonio -magnífica fuerza creadora- no conoce una dirección
determinada, apunta sólo al infinito o al caos de donde procede. Por tanto, es
arte grande y elevado, y no inferior en modo alguno al que procede del demonio,
aquel otro que crea un artista que domina por su voluntad ese misterioso poder,
que le da una dirección fija, que lo sujeta a una medida, que «gobierna» en la
poesía, en el sentido en que lo dice Goethe, y que sabe convertir lo
inconmensurable en forma definitiva. Es decir, el poeta que es amo del demonio
y no su siervo. Goethe: con ese nombre está ya designado el tipo, el
contratipo, cuya presencia se halla en todo momento en este libro. Goethe no
fue sólo opuesto al vulcanismo en las cuestiones geológicas, sino que también,
en el arte, ha colocado lo evolutivo ante lo eruptivo y combate toda fuerza
convulsiva, volcánica, es decir, todo lo demoníaco, con decisión entusiasta. Y
es precisamente ese ataque encarnizado lo que revela y traiciona su secreto, y
éste es: que, para él, la lucha contra el demonio fue también el problema
decisivo de su arte, pues solamente quien se ha encontrado en su vida con el
demonio, quien lo ha percibido en todo su peligro, sólo ése puede sentirse
enemigo terrible de él. En alguna peligrosa encrucijada de su vida debió Goethe
de encontrarse un día frente a frente con el Maligno en lucha de vida o muerte.
Buena prueba de ello es Werther, donde proféticamente está escrita la vida de
Kleist y de Tasso, de Hölderlin y de Nietzsche. Desde ese temible encuentro quedaron en el espíritu de
Goethe, para siempre, un temor respetuoso y un oculto miedo hacia la terrible
fuerza de su adversario. La mirada inteligente de Goethe reconoce a su enemigo
mortal en todas sus formas, en todos sus disfraces: en la música de Beethoven,
en Pentesilea de Kleist, en las tragedias de Shakespeare (de las que dice que
no se atreve ni a abrirlas, porque < me destruirían»), y cuanto más su mente
tiende a la propia conservación y a la adaptación, tanto más lo evita lleno de
angustia. Sabe perfectamente cuál es el fin de aquel que se entrega al demonio,
y por eso lo evita y hasta lo señala, aunque en vano, a los otros. Tanta fuerza
de heroísmo necesita Goethe para defenderse, como los otros para entregarse. Él
se juega en esa lucha algo muy alto: lo definido, la perfección, mientras que
aquéllos luchaban únicamente por la inmensidad. Sólo en ese sentido he puesto a Goethe frente a los
tres poetas esclavos del demonio, nunca en el sentido de una rivalidad entre
ellos (aunque existió realmente.) Necesitaba yo una gran figura como contrapunto
para que no pareciera que lo hímnico, lo extático, lo titánico que yo presento
en Kleist, en Hölderlin y en Nietzsche, lleno de devoción, es el único arte
posible, ni el más sublime por su valor. Precisamente presento su antítesis
como una polaridad espiritual del más alto rango; así no parecerá superfluo si
yo trato a veces superficialmente esa relación, pues ese contraste se
encuentra, como en fórmula matemática, ya en el conjunto que todo lo envuelve,
ya en los menores episodios de su vida sensitiva: sólo la comparación de Goethe
con sus polos opuestos puede iluminar hasta el fondo ese problema, que es, al
fin, comparación de las formas más altas del espíritu. Lo primero que salta a la vista en Hölderlin, Kleist y
Nietzsche es su alejamiento de las cosas del mundo; y es que aquel a quien el
demonio estrecha en su puño, se ve arrancado de la realidad. Ninguno de los
tres tiene mujer ni hijos (como tampoco Beethoven ni Miguel Ángel), ninguno de
los tres tiene hogar ni propiedades, ninguno tiene una profesión fija o un
empleo duradero. Son nómadas por naturaleza, eternos vagabundos, externos a
todo, extraños, menospreciados, y su existencia es completamente anónima. No
poseen nada en el mundo: ni Kleist ni Hölderlín ni Nietzsche han tenido jamás
una cama que les fuera propia; nada es suyo; alquilada es la silla en que se
sientan, alquilada es la mesa en que escriben y alquiladas son las habitaciones
en que van parando. No echan raíces en ninguna parte, ni aun el amor logra
atarlos de modo duradero, pues así sucede con aquellos que han encontrado al
demonio como compañero de vida. Sus amistades son frágiles; sus posiciones poco
fijas; su trabajo no es remunerador; están como en el vacío, y el vacío los
rodea por todas partes. Su vida tiene algo de meteoro, de estrella errante en
eterna caída; no así la vida de Goethe, que forma una línea clara y definida.
Goethe sabe arraigar y arraiga profundamente, y cada vez más hondas se hunden
sus raíces. Tiene mujer y tiene hijos, y lo femenino florece siempre a su alrededor;
en cualquier hora de su vida hay siempre unos pocos pero buenos amigos que
están a su lado. Habita amplia casa, bien puesta, repleta de colecciones
diversas y de mil curiosidades; vive rodeado de su vasta fama, y la celebridad
vive con él más de medio siglo; es Consejero y tiene título de Excelencia, y
sobre su ancho pecho brillan los distintivos de todas las órdenes de la Tierra.
En él aumenta cada día la fuerza para el vuelo. Él se torna más y más
sedentario, con más base, mientras que aquéllos, eternos fugitivos, corren cual
animales acosados. Donde Goethe está, allí está siempre el centro mismo de su
«Yo», que es a la vez el centro espiritual de la nación, y desde este punto
fijo, quieto, pero activo, abrasa al mundo entero, y sus vínculos crecen ya por
encima de los hombres y alcanzan a las plantas, a los animales, a las piedras y
se unen fecundamente hasta con los elementos. Al final de su vida está, amo del demonio, más
afianzado que nunca en su propio ser, mientras que aquéllos acaban despedazados
por su propia jauría, como Dionisos. La existencia de Goethe se dirige a la
conquista del mundo y toda su estrategia a ello tiende; pero la de ellos, la de
los otros, es una continua lucha heroica, sin plan alguno, en la que acaban por
ser arrojados del mundo para hundirse en el Infinito. Deben ser arrebatados con fuerza de lo terrenal para
unirse a lo ultra terrenal. Goethe, para alcanzar la inmensidad, no necesita
dar un solo paso fuera de este mundo, sino que sabe atraerla hacia él, lenta y
pacientemente. Su sistema es perfectamente igual al sistema capitalista: cada
año sabe poner a un lado una porción de la existencia que ha adquirido; es su
ganancia espiritual. Como buen comerciante, lo registra al final del ejercicio
en su Diario y en sus Anales. Su vida le produce ganancias, como el campo
produce frutos. Los otros, en cambio, siguen el método de los jugadores y
ponen, con una magnífica indiferencia hacia las cosas del mundo, todo su ser,
toda su existencia, en una sola carta, ganando así infinito o perdiendo
infinito; pues el demonio aborrece el lento ahorro hecho peseta a peseta. Cosas
que aprende Goethe como esenciales, no tienen para aquellos otros ningún valor;
así, nada aprenden en el mundo si no es a aumentar su sensibilidad, y van hacia
la perdición, como santos, absortos. Goethe aprende siempre; la vida es para él
un libro abierto que él quiere saber renglón por renglón: es el eterno curioso,
y sólo mucho más adelante se atreve a pronunciar aquellas misteriosas palabras:
He aprendido a vivir; prolongadme, oh dioses, el
tiempo. Los otros no encuentran que la vida enseñe nada ni la
creen, por lo demás, digna de ser aprendida; tienen sólo el presentimiento de
una existencia más alta y por encima de toda percepción o experiencia. Nada les
es dado sino lo que da el genio. Sólo de la plenitud interior que los llena de
destellos saben tomar su parte y se dejan elevar, convulsivos, por su
sentimiento ardiente; y el fuego es su propio elemento, la acción es llamarada,
y eso mismo que fogosamente los levanta es lo que abrasa su propia vida.
Kleist, Hölderlin y Nietzsche se encuentran al final de su existencia más
abandonados que nunca, más extraños a la Tierra, más solitarios que en sus
comienzos; para Goethe, en cambio, de cada hora « el último momento es el más
rico». En ellos, al contrario, sólo el demonio es el que va haciéndose fuerte,
sólo el Infinito manda en ellos; hay pobreza de vida en su belleza y belleza en
su pobreza de felicidad. Esa tan opuesta polarización de la vida muestra,
dentro del más íntimo parentesco con el genio, el diferente aprecio de la
realidad. La naturaleza demoníaca desprecia la realidad, porque para ella es
sólo insuficiencia. Los tres, Hölderlin, Kleist y Nietzsche, son eternos
rebeldes, sublevados, amotinados contra el orden de las cosas. Prefieren
romperse antes que ceder al orden establecido, y su intransigencia es llevada,
sin titubeos, hasta su propio aniquilamiento. Por eso -y ello es magnífico- se
convierten en personajes trágicos de la tragedia de su vida. Goethe, al
contrario -claramente se ve que estaba afirmado en sí mismo- confiesa a Zelter
que no se sentía nacido para lo trágico «porque su naturaleza era
conciliadora». No desea, como aquéllos, una continua guerra, sino que
prefiere, porque su naturaleza es conservadora y acomodaticia, transigencia y
armonía. Se subordina a la vida, lleno de devoción, porque la vida es la fuerza
más alta y él adora la vida en todas sus formas y aspectos («sea como sea, la
vida siempre es buena»). Nada se les puede dar a esos atormentados, a esos
perseguidos, a esos arrancados del mundo, a esos posesos, si no es la realidad
de ese tan alto valor; por eso ellos ponen el arte por encima de la vida y la
poesía por encima de la realidad. Ellos, como Miguel Ángel, abren a martillazos,
a través de los duros bloques de piedra, la galería de su vida que va hacia la
gema resplandeciente adivinada en sus sueños, allá profundamente enterrada.
Goethe, pues, como Leonardo, siente el Arte como una de las miles y miles de
hermosísimas formas de la vida, que él tanto ama; el Arte es sólo una parte,
como la Ciencia, como la Filosofía, pero, al fin, sólo una parte de la vida.
Por eso el demonio interior de aquéllos es cada vez más intensivo, mientras en
Goethe es cada vez más extensivo. Aquéllos convierten su ser en un grandioso
exclusivismo, una entrega sin condiciones, y Goethe, por el contrario, es cada
vez de una más amplia universalidad. Ese mismo amor a la existencia hace que en Goethe
apunte todo contra el demonio, es decir, hacia su propia seguridad y
conservación. Y por el desprecio a esa misma existencia real, tienden aquéllos
al juego peligroso, a su ensanchamiento, para acabar de esta forma en su
perdición. Así como en Goethe se reúnen todas las fuerzas en una sola fuerza,
la centrípeta, en los otros obra la fuerza centrífuga; en aquél, del exterior
al punto central; en éstos, del centro de la vida al exterior, y este empuje
hacia fuera los rasga, los desgarra inexorablemente. Esa tendencia hacia lo
abstracto se sublima en el espacio definido por la inclinación a la música. En
ella les es dado derramarse en su elemento, ese elemento sin orillas, sin
forma, que atrae con su magia a Hölderlin y a Nietzsche, y hasta al duro
Kleist, precisamente al llegar a su muerte. Con la música, la razón se transmuta en éxtasis, y el
idioma en ritmo. Cuando se extingue un espíritu poseso, siempre va rodeado de
música (hasta en Lenau sucede así). Goethe teme a la música, es cauteloso ante
su atracción que arrastra a lo quimérico y, cuando está en momentos de fortaleza,
se defiende hasta de Beethoven; sólo en los momentos de debilidad, de
enfermedad o de amor, se abre para ella. Su verdadero elemento es el dibujo, es
decir, lo plástico, lo que presenta formas definidas, lo que limita toda
vaguedad y evita la propia difusión. Aquéllos, pues, aman todo lo que desliga y
conduce hacia la libertad, hacía el caos primitivo del sentimiento, pero él
tiende siempre hacia todo lo que pueda fomentar la estabilidad del individuo,
esto es: el orden, la norma, la forma y la ley. Hay cien imágenes apropiadas para representar esa
contraposición creadora entre él que es amo del demonio y el que es siervo del
mismo. Escogeré la geometría por ser la más clara. La forma de la vida de
Goethe es el círculo: una línea cerrada, completa, que abraza todo su ser; una
eterna vuelta hacia sí mismo; la misma distancia desde su inconmovible centro
hacia el infinito; crecimiento armónico de todas sus partes a partir del
centro. Por eso no hay en su existencia lo que pudiera constituir un punto culminante,
ninguna cumbre de producción, sino que su crecimiento es por igual hacia todas
las direcciones. La vida de los posesos tiene forma parabólica, esto es, una
subida brusca a impulsiva hacia una dirección fija que es siempre la superior,
lo infinito; después aparecen una curva rápida y la caída repentina. El punto
más alto (poéticamente y como momento de vida) está junto a la caída,
misteriosamente va unido a ella. Así se comprende que las muertes de Hölderlin,
de Kleist o de Nietzsche formen parte integrante de su destino. Sin su caída no se ve la forma completa de su
existencia, así como no hay parábola sin la caída brusca de la línea. La muerte
de Goethe no es más que una partícula insignificante en la historia de su vida;
nada nuevo esencial añade la muerte a su existencia. Él no muere, como
aquéllos, de muerte mística, heroica y legendaria, sino que su muerte es la de
un patriota (pues en vano el vulgo quiso ver algo profético o simbólico en
aquellas palabras de: «¡Luz, más luz!»). La vida se ha cumplido por sí misma y
la muerte es sólo su fin; pero en los otros, en los posesos, la muerte es
caída, es llamarada. La muerte les indemniza de la pobreza de su existencia y
llena sus últimos momentos de un poder místico. Y es que quien la vida como una
tragedia, tiene la muerte de un héroe. Una entrega pasional del propio ser, incluso hasta el
aniquilamiento, una defensa pasional de la propia conservación: ambas formas de
lucha con el demonio exigen el más alto heroísmo, y ambas recompensan al
corazón con magnífica victoria. La vida de Goethe, llena de plenitud, y la
muerte de ellos, de los otros, es lo mismo, pero en sentido contrario; es la
misma meta del individualismo espiritual: pedir a la existencia lo
inconmensurable. Si he colocado esas figuras una junto a otra, es para hacer
resaltar más ese doble aspecto de la belleza; no lo he hecho para sacar de ello
conclusiones, ni menos aún para afirmar aquella interpretación clínica, trivial
por lo demás, de que Goethe representa la salud y aquéllos la enfermedad;
Goethe lo normal y aquéllos lo patológico. La palabra patológico sirve tan sólo
en el mundo inferior, en el mundo de lo infecundo; pues si la enfermedad puede
crear cosas inmortales, ya no es enfermedad, sino que será una fuerza, un
exceso de salud, la más alta salud. Y cuando el demonio está al borde extremo
de la vida y ya se inclina hacia fuera, hacia lo inaccesible, no deja de ser
por ello algo inmanente a lo humano y comprendido dentro del círculo de la
naturaleza. Pues hasta la misma naturaleza, ella que desde los principios fija
exactamente el plazo durante el que el niño vive en el cuerpo de la madre,
también ella, prototipo de lo inexorable de las leyes, conoce esos momentos
demoníacos y tiene erupciones, y en sus exuberancias -tormentas, ciclones,
cataclismos- pone en peligrosa tensión todas sus fuerzas y lleva hasta el
extremo su tendencia a la propia destrucción. Ella también interrumpe a veces, raras veces, es
cierto, como también raras veces surge un hombre demoníaco en la humanidad; interrumpe,
digo, su paso tranquilo, y es entonces cuando, al pasar de las medidas
normales, nos damos cuenta de su fuerza ilimitada. Sólo lo raro ensancha
nuestros sentidos, sólo ante el estremecimiento crece nuestra sensibilidad. Por
eso lo extraordinario es siempre la medida de toda grandeza. Y siempre, aun en
las formas más complicadas, el mérito creador queda por encima de todos los
valores, y su sentido por encima de nuestros sentidos. SALZBURGO, 1925 FRIEDRICH HÖLDERLIN Difícilmente
los mortales reconocen al hombre puro. LA MUERTE DE EMPÉDOCLES LA PLÉYADE SAGRADA El frío y la noche cubrirían la tierra, y el alma se
hundiría en la miseria, si los buenos dioses no enviaran de cuando en cuando al
mundo a tales adolescentes para rejuvenecer la marchita vida de los hombres. La muerte de Empédocles El siglo XIX, el nuevo siglo, no ama a sus juventudes.
Ha surgido una nueva generación que, fogosa y llena de empuje, avanza hacia la
nueva libertad. La fanfarria de la revolución ha despertado a esos jóvenes; en
sus espíritus hay una divina primavera y una fe nueva envuelve sus almas. Lo
imposible parece, de pronto, realizable; el dominio de la tierra y de su
magnificencia parece ofrecerse como botín al primer audaz, desde que aquel
joven de veintiún años, Camille Desmoulins, de un solo golpe hiciera saltar la
Bastilla, desde que aquel abogado de Arras, esbelto como un muchacho,
Robespierre, hiciera temblar a los reyes y a los emperadores con la fuerza
huracanada de sus decretos, y desde que aquel menudo teniente venido de
Córcega, Bonaparte, dibujara a su antojo, con la punta de la espada, las nuevas
fronteras de Europa y, con sus manos de aventurero, cogiera la corona más
preciada del Universo. La hora de la juventud ha llegado: así como, después de
las primeras lluvias primaverales, se ven aparecer los primeros y tiernos
brotes, brota ahora también toda esa sementera de jóvenes puros y entusiastas.
En todos los países se han alzado al mismo tiempo y, con la mirada fija en las
estrellas, traspasan las fronteras del nuevo siglo, como las de un reino que se
les ofreciera. El siglo XVIII, en su sentir, perteneció a los viejos y a los
sabios, a Voltaire, a Rousseau, a Leibniz y a Kant, a Haydn y a Wieland, a los
calmosos y a los acomodaticios, a los hombres grandes y a los eruditos; ahora
es ya el tiempo de la juventud y de la audacia, de la pasión y de la
impaciencia. Ahora se lanza ya al asalto esa ola poderosa; nunca Europa, desde
el Renacimiento, ha visto una más pura elevación de espíritu ni una más hermosa
generación. Pero el nuevo siglo no ama a esa intrépida generación;
siente miedo de su plenitud y un sordo terror ante la fuerza extática de su
exuberancia. Y con la hoja de su guadaña siega sin piedad esos brotes de su
propia primavera. Centenares de miles, los más valerosos, son aplastados por
las guerras napoleónicas, que, como rueda de molino, asesinan y trituran
durante quince años. La guerra aplasta a los más nobles, a los más valerosos, a
los más animosos de todas las naciones, y la tierra de Francia, de Alemania, de
Italia, y hasta los remotos campos de nieve de Rusia o los desiertos de Egipto,
se riegan y se empapan de su sangre palpitante aún. Pero, como si no quisiera
destruir solamente a la juventud apta para llevar las armas, sino el mismo
espíritu de esa juventud, no se limita ese furor suicida a lo guerrero, es
decir, a los soldados, y la destrucción levanta su hacha sobre los soñadores y
cantores, que, casi niños, han pasado los umbrales del siglo, y también sobre
los efebos del espíritu, sobre los divinos poetas y sobre las figuras más
sagradas. Nunca, en un espacio de tiempo tan corto, han sido
sacrificados en magnífica hecatombe tantos poetas y artistas como en aquellos
años del cambio de siglo, de ese siglo que Schiller saludó como un sonoro himno,
sin adivinar su propio destino. Nunca la adversidad ha producido cosecha tan
fatal de espíritus tan puros e iluminados. Nunca humedeció el altar de los
dioses tanta sangre divina. Múltiple es la forma de muerte, pero en todos es
prematura, a todos les llega en el momento de más íntima elevación. El primero
de ellos, André Chénier, con quien Francia vio nacer un nuevo helenismo, es
llevado a la guillotina en la última carreta del Terror; un día, sólo un día,
la noche del ocho al nueve Termidor, y se hubiera salvado de la cuchilla para
volver a recogerse en su canto de pureza clásica. Pero el destino no quiere
perdonarlo, ni a él ni a los otros; con su cólera codiciosa, como una hidra,
destroza toda una generación. Inglaterra, después de siglos de espera, ve
aparecer de nuevo un genio lírico, un adolescente de elegíacos ensueños, John
Keats, ese sublime anunciador del Universo; a los veintisiete años, la
fatalidad le roba el último aliento de su pecho. Un hermano en espíritu,
Shelley, se asoma a su tumba, soñador, lleno de fuego (la naturaleza lo escogió
como mensajero de sus arcanos más hermosos); conmovido, entona para su hermano
espiritual el más magnífico canto fúnebre que un poeta ha dedicado jamás a
otro, su elegía «Adonais». Dos años después, su cadáver es arrojado a la costa
por una insignificante tempestad en las aguas del Tirreno. Lord Byron, amigo
suyo, preciado heredero de Goethe, acude allí a encender la pira funeraria,
como Aquiles encendió la de Patroclo junto a aquel mar sureño; la envoltura mortal
de Shelley se eleva entre las llamas hacia el cielo de Italia -pero él, el
mismo Byron, se consume por la fiebre en Missolonghi dos años después-. Sólo un
decenio, y la más bella floración lírica de Francia y de Inglaterra ha quedado
extinguida. Tampoco esa dura mano se torna más suave para la joven
generación alemana: Novalis, cuyo devoto misticismo ha penetrado hasta los más
guardados secretos de la Naturaleza, se extingue prematuramente, agotándose
gota a gota, como la luz de una vela en oscura celda. Kleist se salta la tapa
de los sesos en una repentina desesperación. Raimund le sigue pronto con una
muerte igualmente violenta. George Büchner es aniquilado a los veinticuatro
años por una fiebre nerviosa. Wilhelm Hauff, ese genio apenas abierto, ese
narrador tan lleno de fantasía, está ya en el cementerio a los veinticinco
años, y Schubert, alma de todos esos poetas hecha canción, expira antes de
tiempo en dulce melodía. Ya es la enfermedad, con sus golpes o sus venenos, ya
el suicidio, ya el asesinato, lo que bien pronto ha dado cuenta de esa joven
generación. Leopardi, con su noble melancolía, se marchita en su
languidez tan sombría; Bellini, el poeta de Norma, muere después de ese
comienzo trágico; Gribodejov, el espíritu más claro de la Rusia nueva, es
apuñalado en Tiflis por un persa. Su coche fúnebre se encuentra casualmente,
allá en el Cáucaso, con Aleksandr Pushkin, ese genio ruso, aurora espiritual de
su patria, pero éste no tiene mucho tiempo para llorar al muerto, sólo dos
años, pues una bala lo mata en desafío. Ninguno de ellos llega a los cuarenta
años, muy pocos alcanzan los treinta. Así, la primavera lírica más sonora que
ha conocido Europa se sumerge en la noche, y esa pléyade sagrada de jóvenes que
han cantado en idiomas diversos el mismo himno a la naturaleza y al mundo la
bienaventuranza, se ve deshecha y destrozada. Solitario, como Merlín en su
bosque encantado, sin darse cuenta del tiempo que va pasando, ya medio
olvidado, ya medio legendario, está el anciano y sabio Goethe allá en Weimar;
sólo de esos ya viejos labios fluye aún, de cuando en cuando, el canto órfico.
Padre y heredero, al mismo tiempo, de la nueva generación, a la que ha
sobrevivido por milagro, guarda en urna de bronce el fuego de la poesía. Uno solo de esa pléyade sagrada, el más puro de todos,
se arrastra todavía largo tiempo sobre esa tierra ya sin dioses. Es Hölderlin,
a quien la Fatalidad ha deparado los más extraños destinos. Aún florecen sus
labios, aún camina a tropezones su avejentado cuerpo por las tierras alemanas;
su mirada azul se hunde todavía desde la ventana en el tan amado paisaje del
Neckar. Aún puede abrir sus párpados para elevar sus ojos hacia el Padre Éter,
hacia el cielo eterno; pero su espíritu ya no está despierto, sino cubierto por
las nubes de un ensueño infinito. Los dioses, celosos, no han matado al que los
espiaba, sino que, como a Tiresias, le han cegado la inteligencia. No han
degollado a la víctima sagrada, como a Ifigenia, sino que la han envuelto en
una nube para llevarla al Ponto Euxino del espíritu, a la oscuridad quimérica
del sentimiento. Un espeso velo cubre su alma y su palabra. Vive aún algunas
docenas de años con los sentidos turbados «en divina esclavitud», desligado del
mundo, extraño a sí mismo, y sólo el ritmo, como una ola, brota aún,
pulverizado, en sonidos quejumbrosos, de su boca vibrante. Las primaveras
florecen y se marchitan a su alrededor, pero él ya no las cuenta. En torno a
él, caen y mueren los hombres, pero no repara en ello. Schiller y Goethe, Kant
y Napoleón, los dioses de su juventud, hace ya tiempo le precedieron en el
camino de la tumba. Los ferrocarriles trepidantes cruzan ya Alemania en todas
direcciones; crecen las ciudades; se levantan los países; pero nada de todo eso
llega a su corazón apagado. Poco a poco, empieza a grisear su cabeza; ya no
queda más que una sombra tímida, un fantasma, del ser agradable que fue un día. Y, tambaleante, marcha por las calles de Tubinga,
escarnecido por los muchachos, rodeado de estudiantes que se burlan de él,
estudiantes que no supieron ver aquel espíritu apagado tras la envoltura
trágica del cuerpo. Hace ya tiempo que nadie se acuerda de Hölderlin. Un día, a
mediados del siglo, Bettina -que una vez lo saludó como a un dios- oye decir
que el poeta arrastra su vida serpentina en casa de un honrado carpintero y se
horroriza ante él como si fuera un emisario del Hades, tan extraño lo encuentra
para el presente, tan remoto suena ya su nombre, tan olvidada está su
magnificencia. Y el día que se acuesta para morir, su muerte no tiene en
Alemania más importancia que la caída de una hoja ya marchita por el otoño. Algunos obreros lo llevan a la tumba envuelto en raída
mortaja; miles de páginas que escribió durante su vida se dispersan entonces o
algunas son guardadas negligentemente, cubriéndose de polvo años y más años en
las bibliotecas. Durante toda una generación quedó sin ser leído el heroico
mensaje del último, del más puro de la pléyade sagrada. Como una estatua griega, enterrada entre escombros,
permanece la imagen espiritual del poeta escondida durante muchos años, docenas
de años, cubierta por el olvido. Pero del mismo modo que esfuerzos piadosos
hacen salir al fin de la oscuridad el torso sepultado, por fin también una
generación, con divino estremecimiento, siente toda la pureza indestructible de
esa figura marmórea de adolescente. En sus admirables proporciones, el último
efebo del helenismo se levanta de nuevo hacia el cielo, y otra vez, como antes,
sus labios sonoros florecen de exaltación. Con su aparición parecen haberse
vuelto eternas todas las primaveras que él anunció y, con la frente coronada de
destellos de gloria, sale de la oscuridad, como quien abandona una misteriosa
patria, para iluminar de nuevo nuestra época. INFANCIA Desde su quieta mansión, los dioses envían a menudo a
sus favoritos por algún tiempo a las naciones para que, ante su imagen y su
recuerdo, el corazón de los mortales se alegre. La casa de Hölderlin está situada en Lauffen, antiguo
pueblecillo conventual de las orillas del Neckar, a un par de horas de camino
de la patria de Schiller. Este paisaje de Suabia es el más dulce de Alemania,
es la Italia alemana. Los Alpes ya no se alzan aquí con sus moles opresivas,
pero se adivina su proximidad; los ríos con sus meandros de plata cruzan entre
viñedos; el humor del pueblo suaviza aquí la crudeza de la raza germánica y la
resuelve en canciones. La tierra es rica, sin ser exuberante; la Naturaleza,
apacible, sin ser generosa en extremo: los trabajos del campesino se hermanan,
casi sin transición, con los de los artesanos. El Idilio tiene ahí su patria, porque la Naturaleza
contenta fácilmente al hombre, y hasta el poeta que se ha dejado vencer por la
más sombría tristeza, piensa con sereno espíritu en el país perdido: ¡Ángeles
de la patria! ¡Oh, vosotros, ante quien el ojo más fuerte y hasta la rodilla
del hombre solitario no pueden menos que desfallecer y hasta hacer que se apoye
en sus amigos y ruegue a las personas queridas que le ayuden a llevar esa carga
de felicidad! ¡Oh, ángeles bondadosos, aceptad nuestro agradecimiento! ¡Cuán
dulce, con qué ternura elegíaca salta la exuberancia de su melancolía cuando él
canta a Suabia y a ese cielo, que es el suyo entre los cielos de la eternidad!
¡Cuán apacible fluye la ola de su emoción extática y con qué ritmo tan
acompasado, cuando el poeta se enternece ante el recuerdo! Huido de su patria,
traicionado por su querida Grecia, rotas sus esperanzas, siempre reconstruye
con intensa ternura el cuadro del mundo de su infancia y lo inmortaliza al
convertirlo en inspirado himno: ¡País afortunado! No hay ni una colina que no
esté cubierta de vid. Y allá sobre la hierba ondulante, cae su fruto como una
lluvia de otoño. Los montes, encendidos por el sol, mojan con agrado su pie en
la corriente del río, mientras que su cabeza recibe la dulce sombra de las
coronas de ramaje y de musgo. Y allá arriba se ven fortalezas y casitas, sobre
las espaldas del monte, cual niños a quienes llevara a cuestas el robusto
abuelo. Durante toda su vida siente el anhelo de esa patria,
como si fuera el cielo de su corazón. La infancia fue para Hölderlin la época
más sincera, más vívida y más feliz de su existencia. Una Naturaleza dulce lo rodea, suaves mujeres cuidan
de él. No tiene, por desgracia, un padre que le enseñe la disciplina y la
fortaleza, que robustezca los músculos de su sensibilidad contra su eterno
enemigo, es decir, contra la misma vida. Al contrario que en Goethe, no hace
presión sobre él un espíritu pedantesco y disciplinado que despierte pronto en
el todavía muchacho el sentimiento de la responsabilidad y que imprima en su
espíritu maleable la inclinación hacia las formas sistemáticas. Sólo la piedad
le enseñan su abuela y su bondadosa madre, y ya, desde entonces, su sentido
soñador se refugia en la música, en ese infinito que se ofrece siempre, antes
que otros, a la juventud. Pero ese idilio termina prematuramente; a los catorce
años, el niño, todo sensibilidad, entra como alumno en la escuela del
monasterio de Denkendorf; después pasa al convento de Maulbronn y, a los
dieciocho años, ingresa en el Seminario de Tubinga para no abandonarlo ya hasta
finales del año 1792. Durante más de diez años, su naturaleza libre se ve
encerrada entre muros, en el espacio reducido de un convento, entre una
comunidad opresora. El contraste es demasiado violento para que no tenga
resultados dolorosos y hasta desastrosos. Ha pasado, de pronto, de la libertad
de sus juegos y de sus sueños, paseados por el borde del río o por los campos,
al encierro; ha pasado de la ternura femenina y maternal a la severidad del
régimen monástico; se ve oprimido por el hábito negro, y la disciplina del
convento lo atornilla a un régimen de trabajo ordenado mecánicamente. Para Hölderlin, esos años de convento son lo que para
Kleist fueron sus años de cadete, a saber: represión de la sensibilidad, origen
de la más fuerte excitación de su tensión nerviosa y de una fuerte aversión
hacia el mundo real. En su interior, se rompió y se hundió algo para siempre.
Diez años después escribe todavía: «Voy a decirte que de mis años de muchacho,
de mi corazón de entonces, guardo aún, como lo que más quiero, una ternura como
de blanda cera... y precisamente esa parte de mi corazón fue lo que sufrió más
durante todo el tiempo que viví en el convento.» Al cerrarse detrás de él las
pesadas puertas del Seminario, su instinto más noble y más íntimo, su fe en la
vida, han enfermado prematuramente y están ya medio marchitos antes de que el
poeta se bañe en el brillante sol de su primer día libre. Alrededor de su clara
frente de muchacho flota ya, sólo aún como un ligero soplo, aquella imprecisa
melancolía del hombre que se ha extraviado en el mundo, melancolía que, con los
años, se hace cada vez más profunda y rodea su alma, cada vez más sombría,
hasta llegar a ocultar a su mirada toda perspectiva de alegría. Es entonces, en el crepúsculo de su infancia, en los
años decisivos de su formación, cuando se inicia en Hölderlin ese
desgarramiento interior, incurable, ese corte rotundo entre el mundo real y su
mundo interior. Y ese desgarramiento no cicatriza ya lamas; siempre le
queda la sensación de ser un niño desterrado lejos de su casa; siempre
experimentará la nostalgia de una patria feliz, perdida prematuramente, y que
se le aparece a menudo como una Fata Morgana, rodeada siempre de una atmósfera
poética, hecha de presentimientos y de recuerdos, de sueños y de música. Sin
cesar se siente, ese eterno muchacho, como arrancado del cielo de su juventud,
de sus primeros deseos, de un mundo primitivo a ignoto; se siente precipitado
brutalmente contra la dura tierra, metido en un medio repulsivo para él; y
desde esa época, desde su primer encuentro con la realidad, supura, en su alma
herida, el sentimiento de un mundo hostil. Hölderlin resulta desde entonces irrecuperable para la
vida, y todo lo que desde entonces experimenta, con aparente alegría o
desencanto, ya no influye en su actitud fume a inconmovible de defensa contra
la realidad: « ¡Ah!, el mundo; desde mi primera infancia ha asustado a mi
espíritu y le ha hecho replegarse en sí mismo», escribe en cierta ocasión a
Neuffer. Y, efectivamente, ya nunca más entra en contacto o en relación con el
mundo: se convierte, paradigmáticamente, en eso que los psicólogos llaman «tipo
introvertido», uno de esos caracteres que se cierran, llenos de desconfianza, a
toda excitación exterior y que se nutren intelectualmente de sus propios
gérmenes interiores. Medio muchacho todavía, sueña siempre con su infancia y
evoca continuamente tiempos místicos o el mundo del parnaso que nunca ha
vivido. Desde entonces, la mitad de sus poesías no son más que variaciones del
mismo motivo: la oposición irremediable entre la infancia, llena de fe y libre
de cuidados, y la vida real, hostil, vacía de ilusiones; es decir, el contraste
entre la existencia temporal y la espiritual. A los veinte años, titula
melancólicamente una poesía: «Antes y ahora», y en el himno a la Naturaleza
brota sonora esa eterna melancolía de sus primeras impresiones: Cuando yo
jugaba todavía junto a lo velo; cuando estaba prendido a ti como una flor,
sentía aún latir lo corazón en cada uno de los rumores que rodeaban mi pecho
estremecido de ternura. Cuando aún estaba lleno de deseos y de ilusiones, lo
mismo que tú, en ti encontraba todavía un sitio donde poder llorar y un
universo entero para mi amor. Mi corazón se volvía hacia el Sol, como si el Sol
escuchara sus acentos y llamara «hermanas» a las estrellas y « melodía de Dios»
a la Primavera. Y la brisa que mecía el ramaje estaba llena de lo espíritu, de
lo espíritu alegre que se henchía en ondas apacibles. Entonces, sí, entonces
viví días de oro. Pero a ese himno juvenil contesta, en tono grave, el
espíritu desilusionado y que siente ya la hostilidad de la vida Muerta está ya
aquella que me crió y que me amaba; muerto está ya también el mundo de mi
infancia; ese mi pecho, que un día se emborrachaba del azul del cielo, está ya
muerto y estéril como un campo de rastrojos. ¡Oh!, la Primavera podrá cantar
todavía como entonces su canción dulce y de consuelo, pero la aurora de mi vida
pasó ya y la primavera de mi pecho ha tiempo que se marchitó. Eternamente, nuestro amor más intenso debe estar
envuelto en miseria; lo que amamos no es más que una sombra. Cuando los dulces
sueños de la juventud se acabaron, murió para mí toda la alegría de la
Naturaleza. En los días alegres de la niñez no pensabas que lo patria pudiera
un día estar lejos de ti. ¡Pobre corazón! Nunca la volverás a encontrar si no
es en sueños. En estas estrofas (que se repiten innumerables veces,
en mil variantes, a través de toda su obra) está ya fijada la posición
romántica que Hölderlin ha tomado en la vida. Ya siempre habrá en él una mirada
atrás, hacia el pasado: hacia «esa nube mágica con que mi buen espíritu de la
juventud me envolvió para que no viera demasiado pronto todo lo mezquino y
bárbaro del mundo que me rodeaba.» Desde esa época, el eterno niño desamparado
se defiende ya hostilmente contra la procesión de los acontecimientos
cotidianos. Las dos únicas direcciones de su alma están fijadas:
«hacia atrás» y « hacía arriba»; nunca su voluntad se dirige a la vida real,
sino que está siempre fuera y por encima de ella. No quiere tener nada que ver
con el presente, ni aun para combatirlo. Toda su fuerza se hace pasiva, muda,
tratando sólo de conservar la pureza de su ser. Así como el mercurio no se mezcla
nunca con el agua, así su propio ser se niega a toda combinación o mezcla. Por
eso, fatalmente, se ve siempre rodeado de una invencible soledad. La formación de Hölderlin está virtualmente acabada
cuando abandona la escuela. Aumentará todavía su intensidad, pero no aumentará
en nada la extensión de su apariencia. Él nada quería aprender, nada quería
aceptar de ese círculo de lo cotidiano que tanto le repugna; su invariable
inclinación hacia la pureza le impide mezclarse con esa materia impura que constituye
la vida. Por eso se convierte en pecador endurecido -en el más alto
significado- contra la ley del mundo, y su destino es ya sólo la expiación de
su Hybris, la expiación de su orgullo heroico y santo, pues la ley de la vida
es -mezcla, convivencia, y no consiente que se permanezca fuera de su eterna
órbita; quien se niega a sumergirse en su oleaje, ése muere de sed junto a su
borde; aquel que no colabora queda condenado a eterna ausencia, a trágica
soledad. El único deseo de Hölderlin, que es servir al arte y a los dioses y no
a la vida ni a los hombres, constituye, repito, en el sentido más elevado y
trascendental, lo mismo que el de Empédocles, una exigencia irreal y
presuntuosa. Pues sólo a los dioses les es dado permanecer en su pureza,
separados de todo, y si la vida se venga de aquel que la desprecia empleando en
su venganza los medios más rastreros y hasta la necesidad del pan cotidiano; si
somete a aquel que precisamente no la quería servir a la esclavitud más
mezquina, es debido a que esta venganza era inevitable. Precisamente porque
Hölderlin no quiere tomar parte en el banquete de la vida, se le arrebata todo;
precisamente porque su espíritu no quiere dejarse encadenar, su vida cae en la
esclavitud. La pureza de Hölderlin es su error trágico. Al poner toda su fe en
un mundo más elevado, queda en lucha con el mundo bajo, con el terrenal, del
que no puede escapar si no es con el ímpetu de su poesía. Y sólo cuando ese
eterno incorregible comprende un día el sentido de su destino -que es una muerte
heroica-, sólo entonces se hace amo de su sino. Solamente dispone del corto
espacio que media entre la salida y la puesta del Sol, entre la partida y el
fracaso; pero eso, en la juventud, es sumamente heroico: es como un alto
peñascal que se alza desafiante, rodeado de las olas agitadas del infinito; es
como una vela afortunada perdida en medio de la tempestad o como una ardiente
ascensión hacia las nubes. LA IMAGEN DEL POETA Nunca comprendí las palabras de los hombres. Crecí en
brazos de los dioses. Como fugitivo rayo de sol entre pesadas nubes, brilla
la imagen de Hölderlin en el único retrato que de él se conserva: mozo esbelto;
cabellos rubios y rizados que forman una aurora resplandeciente en torno a su
rostro; boca suave y mejillas delicadamente femeninas, mejillas que uno se
imagina cubiertas del rubor del entusiasmo y unos ojos claros bajo la hermosa
curvatura de sus oscuras cejas. Tal es su rostro: ni un solo rasgo que deje
adivinar un punto de dureza o de orgullo; más bien domina una timidez de
doncella y una misteriosa ola de sentimiento. «Gracia y gentileza», dice
Schiller al hablar de él. No es difícil imaginarse a ese joven esbelto metido
en el severo hábito de magister protestante o verle cruzar meditabundo por los
corredores del Seminario, dentro de su hábito negro y sin mangas, con su blanca
gorguera. Parece un músico; hasta tiene cierto parecido con uno de los primeros
retratos de Mozart, y así también nos lo describen sus compañeros de colegio:
«Tocaba el violín; sus rasgos regulares, la expresión dulce de su cara, su
elegante estatura, sus vestidos tan meticulosamente limpios y, sobre todo,
aquella distinción de todo su ser, me han quedado grabados para siempre.» Así
dice uno de sus camaradas. Nadie podría imaginar una palabra cruda en esa suave
boca; ningún deseo impuro en esos ojos límpidos; ningún pensamiento mezquino
bajo esa noble frente; pero tampoco hay nada en su porte delicado y
aristocrático que nos hable de sentimientos verdaderamente alegres. Y es así,
retraído, tímidamente recogido en sí mismo, como también nos lo pintan sus
compañeros. Nos dicen que jamás se mezcló con los otros, que solamente en el
refectorio, lleno de entusiasmo, leía algunas veces versos de Ossian, de
Klopstock y de Schiller, o que a veces desahogaba la exaltación de su pecho por
medio de la música. Sin ser orgulloso, se guardaba a distancia; cuando salía de
su celda, esbelto, erguido, como si marchara hacia lo sublime, les parecía a
sus camaradas como «si Apolo atravesara la habitación». La persona de Hölderlín
hace pensar en la antigua Grecia y en la patria griega incluso al menos dado a
las musas, incluso a aquel hijo de pastor, destinado a ser él también pastor,
de quien son las palabras que he citado. Pero sólo por un momento su figura aparece nimbada de
luz entre las nubes oscuras de su destino, como algo salido de la propia
divinidad. De su edad madura no nos queda ningún retrato, como si la suerte no
quisiera dejarnos ver a Hölderlin más que en plena floración; como si no
quisiera dejarnos ver más que la resplandeciente faz del poeta adolescente, y
no la del hombre que en realidad nunca fue. Sólo medio siglo después nos
muestra la máscara reseca del viejo, convertido otra vez en niño. Entre estas
dos imágenes hay tinieblas y crepúsculo. Se puede adivinar tan sólo, por unas
palabras que han llegado hasta nosotros, que el resplandor de su figura, pura
como la de una doncella, y el impulso alado de su juventud empezaron pronto a
borrarse. Aquella «gentileza» que Schiller le atribuye se convierte pronto en crispación,
y su timidez, en miedo misantrópico a los hombres; en su raída levita de
preceptor, el último a la mesa, cerca ya de la librea del criado, se ve forzado
a aprender el gesto servil del fracasado. Temeroso, asustado, atormentado y
sólo dándose cuenta de su fuerza de espíritu por un sufrimiento impotente,
pierde ya pronto el movimiento libre con que su ritmo marchaba como por encima
de las nubes y, dentro de su alma, se rompen la cadencia y el equilibrio
espiritual. Hölderlin se vuelve desconfiado y susceptible: «una
palabra, una palabra cualquiera, podía ofenderle». Lo precario de su situación le quita la seguridad y
hace que su ambición se refugie en lo más hondo de su pecho, causándole una
profunda herida de arrogancia y amargura. Desde entonces, trata ya de ocultar
su rostro interior ante la brutalidad de la plebe intelectual a quien está
obligado a servir y, poco a poco, esta máscara servil se le incrusta en la
carne y en la sangre. Sólo la locura, como sucede con toda pasión, pone al
desnudo la íntima distorsión que padece. Aquel servilismo que, mientras fue
preceptor, encubría su universo interior, se trueca en manía de propia
degradación y llega a ser un continuo gesto con que el poeta saluda, al primer
extraño que se le presenta, con exageradas cortesías y con reverencias
repetidas centenares de veces, y le hace desplegar (siempre temeroso de ser
reconocido) un torrente de «Vuestra Santidad», « Vuestra Excelencia», «Vuestra
Gracia.» Su rostro también se llena de lasitud; su mirada se oscurece; se
dirigen hacia abajo aquellos ojos que siempre se alzaban hacia el cielo y, como
una llama que se apaga, se vuelven oscilantes y débiles; a veces, entre sus
párpados se ve relampaguear la mirada del demonio que ya se ha apoderado de su
espíritu. En fin, su figura, en esos largos años de olvido, se inclina hacia
delante, como en terrible simbolismo. Cincuenta años más tarde de su primera
efigie juvenil, hay otro retrato del poeta sujeto a celestial prisión. En un
croquis a lápiz vemos al Hölderlin que fue, convertido ya en un anciano flaco,
desdentado, que va tanteando con el bastón y que levanta su mano descarnada
diciendo versos en el vacío, en un mundo ya insensible. Sólo la proporción de
sus rasgos se ha salvado de la destrucción, y la frente conserva aún su línea
pura a pesar del hundimiento de su espíritu, pura como la de una estatua
marmórea, bajo su cabellera gris y revuelta. Su mirada tiene aún pureza,
reflejo de la pureza interior. Los visitantes contemplan estremecidos la
máscara especial de Scardanellí y en vano tratan de ver en él al mensajero del
destino, personificación de la belleza y de los éxtasis sobrenaturales. Pero
ese mensajero ya no está allí; está ya lejos. Sólo la sombra de Hölderlin es lo
que marcha tambaleante, durante cuarenta años, por el mundo. Al poeta de figura
de adolescente se lo llevaron los dioses. Su belleza permanece, pura a
inmaculada, invulnerable a la edad, en otras esferas: en el espejo irrompible
de sus cantos. LA MISIÓN DEL POETA Sólo creen en lo divino aquellos que son divinos. La escuela fue, para Hölderlin, una prisión; lleno de
impaciencia y al mismo tiempo temeroso, entra ahora de pronto en el mundo, en
ese mundo que siempre le parecerá extraño. Todo lo que había que aprender lo ha
aprendido en Tubinga, en el Seminario. Domina completamente las lenguas
muertas: el latín, el griego y el hebreo; ha estudiado filosofía, teniendo a
Hegel y Schelling por compañeros de clase; y documentos con sus buenos sellos
atestiguan que no ha estado ocioso en el estudio de la Teología: «Studia
theologica magno cum successo tractavít. Orationem sacrum recte elaboratam
decenter recitavit.» Ya sabe, pues, pronunciar un buen sermón protestante y
puede dar por seguro un vicariato, con su correspondiente alzacuello y birrete.
El deseo de su madre se ha cumplido; tiene ya el camino abierto para llegar a
un buen estado civil o eclesiástico, para alcanzar el púlpito o la cátedra. Pero, desde el principio, el corazón de Hölderlin no
desea una colocación temporal o eclesiástica; sólo conoce una vocación: la de
mensajero de un mundo superior. En la escuela ya ha escrito algunas poesías,
«litterarum elegantiarum assiduus cultor», según dice un certificado
ampulosamente barroco. Al principio ha escrito algunas imitaciones de elegías,
después muestra tendencia decidida hacia la concepción de Klopstock y,
finalmente, en sus Himnos a los ideales de la humanidad, ha seguido el ritmo
sonoro de Schiller. Ha empezado una novela de formas vagas a imprecisas aún:
Hyperion, y es solamente en esa esfera supraterrestre donde su espíritu
clarividente encuentra sus elementos afines. Desde el principio, lleno de
entusiasmo, vuelve el timón de su vida hacia el infinito, hacía la costa
inaccesible donde ha de estrellarse. Nada puede ya apartarlo de ese llamamiento
misterioso al cual obedecerá siempre con una fidelidad que no retrocede ni aun
ante su propia destrucción. Desde un principio también, Hölderlin no admite
compromiso profesional alguno, ni quiere contacto alguno con ninguna actividad
práctica. Se niega a la indignidad que significaría el construir un puente, por
estrecho que fuese, que uniera lo prosaico de una ocupación burguesa con lo
sublime de su vocación. Mi vocación es sólo cantar lo sublime; por eso Dios me
dio una lengua y puso el reconocimiento en mi corazón. Ésas son sus orgullosas palabras. Quiere permanecer
puro en su resolución a íntegro en su modo de ser. No quiere la realidad que él
llama destructora, sino que busca el mundo eternamente puro; busca, con
Shelley, some world where music and moonlight
and feeling are one. Un mundo donde no haya necesidad de mezclarse con las
cosas bajas y donde el espíritu puro pueda flotar en un elemento también puro.
En esa resistencia fanática, en esa grandiosa intransigencia hacia la realidad,
es donde se manifiesta el sublime heroísmo de Hölderlin mucho más claramente
aún que en cualquiera de sus poesías. Sabe que, con esa exigencia, queda
anulada la seguridad de su vida; sabe que renuncia a tener casa y hogar; sabe,
en fin, que se aparta para siempre de las comodidades de la existencia. No ignora cuán fácil es ser feliz si uno tiene un
corazón superficial, y tampoco ignora que no podrá conocer la alegría. Pero no
quiere que su vida sea un tranquilo lugar donde estar a cubierto, sino que
desea un destino profético. Así, pues, con la mirada hacia el cielo, con el
alma impasible ante las necesidades de su cuerpo, con el corazón lleno de
privaciones, marcha decidido hacia el altar invisible en el cual va a ser
sacerdote y víctima al mismo tiempo. Esa firmeza interior, esa decisión de mantenerse puro
ante todo, esa voluntad de dedicarse con toda el alma a la vida que se ha
marcado, todo eso constituye la verdadera fuerza de Hölderlin, de ese muchacho
dulce y humilde. Sabe perfectamente que la poesía, el infinito, no pueden ser
alcanzados si divorcia su corazón de su espíritu; quien quiere anunciar lo
divino debe entregarse íntegramente a lo divino y sacrificarse completamente.
Hölderlín tiene un concepto sagrado de la poesía; el verdadero poeta, el poeta
de vocación, debe renunciar a todo lo que la Tierra ofrece a los humanos, a
cambio de poderse aproximar a la divinidad. El que está al servicio de los
elementos debe permanecer entre ellos en sagrada incertidumbre y en constante
peligro purificador. Sólo se puede encontrar el Infinito dedicándose
enteramente a él; toda desviación de la voluntad conduce a una meta inferior.
Desde el primer momento, Hölderlin comprende la necesidad absoluta de esa
entrega sin condiciones; antes de abandonar el Seminario ya ha decidido no ser
sacerdote, no ligarse a un compromiso terrenal, y no ser nunca otra cosa que
«guardián del fuego sagrado». No sabe el camino, pero sabe adónde va. Y como su
potencia espiritual le hace darse cuenta de todo lo que le amenaza en su
debilidad, se dirige a sí mismo esas palabras de consuelo: ¿No son hermanos
tuyos todos los hombres? ¿No vendrá en tu auxilio hasta la misma Parca?
Continúa, pues, marchando tranquilamente por el camino de tu vida; no temas
nada, y bendice todo lo que acaeciere. Y así, decidido, entra bajo el cielo de su destino.
Con esa resolución de tener un fin único en su vida y conservarse íntegramente
puro, queda marcado el destino de Hölderlín, y así también atrae sobre sí la
fatalidad. Pero su sufrimiento interior llega a ser pronto trágico, porque su
primera lucha no ha de ser contra el mundo que él odia, contra el mundo brutal,
sino contra los seres a los que ama y que lo rodean llenos de cariño; y eso,
para su corazón lleno de sensibilidad, es la mayor de las miserias. Los primeros
adversarios con que se encuentra su firme voluntad de vivir tan sólo para la
poesía, son las personas de su familia a quienes ama tanto y que, al mismo
tiempo, lo aman tanto a él. Es su madre, es su abuela, son los parientes
cercanos los que le cierran el paso. Él querría no lastimar sus sentimientos,
pero se ve obligado, a pesar de todo, más tarde o más temprano, a disgustarles
dolorosamente. Como siempre, el heroísmo de un hombre encuentra el mayor
peligro en los seres que más lo quieren; los que lo aman tratan de calmar esa
tensión dolorosa y bondadosamente soplan sobre el fuego sagrado para reducirlo
a las cómodas proporciones de una modesta llama de hogar doméstico. Conmueve en extremo ver cómo ese humilde adolescente,
«fortiter in re, suaviter in modo»- fuerte en el fondo, suave en las formas-,
sabe, con amables evasivas, disculparse, consolar a sus allegados y
testimoniarles repetidas veces su agradecimiento; durante diez años les está
expresando su pesar por no poderles dar la satisfacción mayor que ellos pueden
esperar, que es verle pastor, sacerdote. Esta lucha invisible constituye un
indecible heroísmo de silencio y de evasivas, puesto que Hölderlin mantiene
secreta, escondida, tímidamente, castamente diríamos, toda la fuerza que anima
y sostiene su alma, es decir, su vocación poética. Cuando habla de sus versos,
los cita tan sólo como « ensayos poéticos», y el más grande éxito que podrá
ofrecer a su madre no le inspira más que esas modestas palabras: « Que espera
poderse mostrar, un día, digno de su buena opinión.» Nunca se vanagloria de sus
tentativas o de sus éxitos; al contrario, siempre da a entender que es sólo un
principiante: «Tengo la profunda convicción de que el objeto de mi vida es algo
noble y provechoso para los hombres, siempre que pueda llegar a una perfección
conveniente.» Pero su madre y su abuela, en la lejana aldea, no ven, tras esas
palabras, más que la triste realidad, que es que Hölderlin, como un iluso,
corre tras extrañas fantasmagorías, ciegamente, sin casa ni hogar. Las dos
pobres mujeres están un día y otro día sentadas en su casa de Nürtingen.
Durante años y más años han economizado, céntimo a céntimo, un poquito de sus
gastos de comida, de vestuario y hasta lo destinado a leña para el fuego, para,
con todo ello, poder dar estudios al muchacho. Llenas de felicidad, leen las
cartas respetuosas que el joven les escribe desde la escuela; se alegran con él
de sus adelantos y de sus premios, y participan también de su orgullo por los
primeros ensayos poéticos que salen a la luz. Ahora que ha terminado sus estudios, las pobres
mujeres lo ven ya vicario; entonces, seguramente, se casará con una muchacha
dulce y amable, y podrán ver, llenas de orgullo, cómo dirige al pueblo la
palabra de Dios desde el púlpito de alguna iglesia de Suabia. Hölderlin conoce
ese sueño y sabe que lo ha de romper; pero no quiere deshacerlo bruscamente,
sino que prefiere, con mano suave, ir apartándolo dulcemente. Entonces piensa
que, muy probablemente, a pesar del cariño que le tienen, empiezan ya a sospechar
que es un holgazán, y trata por eso de explicarles algo acerca de su vocación.
Les escribe así: «A pesar de esa aparente ociosidad no estoy ocioso, y me hallo
muy lejos de soñar en disponerme a vivir a costa de los demás». Insiste
formalmente, para quitarles semejantes sospechas, en lo serio y moral de su
vocación. «No debe creer -escribe a su madre- que considero a la ligera mis
relaciones con usted; muy a menudo me lleno de inquietud cuando trato de
reconciliar mi pensamiento con sus deseos.» Trata de persuadirla de que sirve a
los hombres igual que si fuera predicador, y al asegurarle eso sabe, sin
embargo, que nunca logrará convencerla. «No es un capricho -le dice a su madre-
lo que determina mi inclinación; es mi propia naturaleza, mi destino, y éstas
son cosas a las que uno no puede negarse nunca a obedecer.» A pesar de todo
eso, las dos pobres viejas, tristes y solitarias, no lo abandonan; llorosas,
envían al incorregible muchacho sus ahorrillos, le lavan las camisas y le
zurcen los calcetines; muchas veces, esa ropa que le envían va empapada de
lágrimas. Pero los años pasan y el muchacho sigue, en opinión de ellas, fuera
de la realidad. Así, suavemente, llaman de nuevo a su corazón para recordarle
su deseo. No es que quieran apartarlo de su pasión por la poesía; le insinúan
tímidamente que eso no está reñido con algún buen vicariato. Le recuerdan a
Mörike, tan semejante a él, que estuvo siempre resignado en su vida idílica y
supo dividir bien el mundo entre la poesía y la vida real. Pero eso es tocar la
cuerda sensible de Hölderlin, el cual cree firmemente en la indivisibilidad de
la fe y en que el sacerdote se debe sólo a Dios, y así expresa esa convicción
como quien despliega un estandarte: « Más de un hombre de mayores méritos que
yo, ha tratado de ser comerciante o profesor y cultivar al mismo tiempo la
poesía. Pero siempre ha tenido que acabar por sacrificar una a otra cosa..., y
eso no ha sido nunca por su propio bien, pues el sacrificar su profesión era
perjudicial para los demás hombres, y al sacrificar su arte pecaba contra sí
mismo, contra su vocación, contra los dones que Dios le había dispensado, lo
cual es un gran pecado, ciertamente mayor que pecar contra su propio cuerpo.»
Pero esa seguridad absoluta que él tiene en su misión nunca es afirmada por el
menor éxito. Pasa ya de los veinte años, llega después a los treinta y
Hölderlin sigue siendo un humilde magister y comiendo a expensas de los demás,
y, como un niño, ha de dar las gracias a las pobres mujeres por los pañuelos,
por los calcetines o por las medías que le envían, y ha de oír una y otra vez
el suave reproche que le dirigen. Para él eso es un tormento, y así, como en un
gemido, dice a su madre: «Bien quisiera no serle más gravoso», pero, a pesar de
ello, muy a menudo ha de acudir a la única puerta que en el mundo le queda
abierta para seguir repitiendo: «Tened paciencia.» Mucho después acaba por
venir a caer en el umbral de esa misma puerta; está vencido, hundido. Su lucha
por el ideal le ha costado la vida. El heroísmo de Hölderlin es magnífico porque es
heroísmo sin orgullo y sin fe en el mundo. El poeta siente su misión, obedece a
la misteriosa voz y cree en su vocación, pero no tiene fe en el triunfo. Él,
tan sensible, nunca tiene la conciencia de ser invulnerable a los dardos del
destino, como Sigfrido; nunca jamás se imagina victorioso o triunfante. Y es
precisamente esa idea de fracaso que siempre lo acompaña en la vida lo que da a
su lucha esa fuerza grandiosamente heroica. No hay que confundir, pues, esa fe
inquebrantable que Hölderlin tiene en la poesía, en la cual ve el único fin de
su existencia, con la fe en sí mismo como poeta; cuanta más fe ponía en la
poesía, tanto más humilde se consideraba como poeta. Nada estaba más lejos de
él que aquella fe casi enfermiza que Nietzsche puso en sí mismo y que
representó en aquella su divisa: «Pauci mihi satis, unus mihi satis, nullus
mihi satis». Cualquier palabra al vuelo le descorazona y le hace dudar de sus
dotes. Una evasiva de Schiller lo puso enfermo durante meses enteros. Como un escolar, se inclina ante vulgares
versificadores como Conz y Neuffer; pero bajo esta modestia personal se oculta,
envuelta en su suavidad exterior, una voluntad de acero para marchar hacia el
sacrificio. «¡Oh, querido! -escribe a uno de sus amigos-, ¿cuándo
se reconocerá que la fuerza más alta es siempre la más modesta, y que cuando lo
divino se manifiesta por boca de un hombre, se realiza siempre con humildad y
hasta con tristeza?» Su heroísmo no es un heroísmo guerrero, de fuerza, sino el
heroísmo del mártir, es decir, una alegre disposición a sufrir por lo
inevitable y a sucumbir por su fe y por su ideal. «Hágase tu voluntad, ¡oh destino!» Con esas palabras
se inclina hacia la fatalidad que él mismo se ha atraído. Yo no conozco una
forma más elevada de heroísmo que ésta: un heroísmo limpio de sangre o de deseo
de dominio; el más noble heroísmo es el heroísmo sin brutalidad; es el abandono
al destino fatal, todopoderoso y sagrado. EL MITO DE LA POESÍA No son los hombres quienes me lo han enseñado, sino un
corazón sagrado y amante que me empujó hacia el Infinito. Ningún poeta alemán ha tenido tanta fe en la poesía y
en el origen divino de la misma como Hölderlin; nadie ha proclamado como él la
división absoluta que separa a la poesía de las cosas del mundo. Él mismo, todo
éxtasis, ha trasladado su propia pureza al concepto poético. Podrá parecer
raro, pero ese tierno aspirante a pastor de almas tiene un concepto de lo
Invisible y un punto de vista respecto a las potencias sobrenaturales como
nadie lo ha tenido desde la antigüedad. Tiene una fe mucho más firme en el
Padre Éter y en el Destino que gobierna al mundo que la que sus contemporáneos
Novalis y Brentano tuvieron en Cristo. Para él, la poesía es lo que el
Evangelio para aquéllos: es la verdad suprema, es el misterio embriagador de la
Hostia y el Vino que pone en comunicación el cuerpo con el Infinito. Incluso
para el propio Goethe, la poesía era parte de su vida, pero para Hölderlin es
la vida misma y su único sentido; para aquél fue una necesidad puramente
personal; para éste es una necesidad religiosa. Hölderlin reconoce en la poesía
el aliento divino que anima y fecunda la tierra, la única armonía en la que se
sumerge el espíritu para, en dulce bienaventuranza, borrar dentro de sí el
eterno desacuerdo interior. La poesía llena este angustioso vacío que existe
entre las partes elevadas y las regiones más bajas del espíritu, entre los
dioses y los hombres, de la misma manera que el éter llena y presta color a ese
abismo espantoso que existe entre la bóveda estrellada y la superficie de la
tierra. Repito, pues, que para Hölderlin no es la poesía un puro adorno de la
humanidad, o una postura espiritual, sino que es el único designio de la vida,
es el principio creador que sostiene al Universo. Por eso, el consagrar la vida
entera a la poesía es la única ofrenda digna de ofrecerse. Y este grandioso
concepto explica por sí solo el heroísmo de Hölderlin. Incansablemente, Hölderlin trata, en sus poemas, de
ese mito de la poesía, y hay que insistir en ello para que así sea comprendida
la pasión de su responsabilidad y el deseo absoluto que llena su existencia. Para él, fiel creyente, el mundo se divide en dos
partes, según el concepto griego de Platón: arriba están los inmortales,
bienaventurados y nimbados de luz, inaccesibles a nosotros y que, sin embargo,
participan de nuestra existencia. Abajo está la masa oscura de los mortales,
uncidos a la triste rueda de la vida cotidiana: Nuestra generación peregrina en
eterna noche, como sumergida en el Orco, ausente de todo lo divino. Están los hombres como atornillados en su propia
actividad, y en el estruendo de los talleres sólo oyen su propia voz. Como
salvajes, trabajan incansablemente y con brazo duro, pero su labor queda
siempre infructuosa, estéril, como la de las Furias. Como en el poema de Goethe El diván, el mundo está
dividido en luz y en tinieblas, hasta que llega la aurora y, compadecida de ese
tormento, forma una transición, un enlace, entre las dos esferas. Pues la
soledad y el aislamiento en ese cosmos sería doblemente soledad (soledad de los
dioses y soledad de los hombres), si no apareciera una ligazón entre ambas
partes, una ligazón que, aunque de modo pasajero, reflejase el mundo de arriba
en el mundo de abajo. Tampoco los dioses, que marchan rodeados de luz en la
esfera celeste, tampoco ellos podrían ser felices si su existencia no fuera
sentida por alguien: Ciertamente lo sagrado necesita, para su completa gloria,
un corazón humano que lo sienta y lo reconozca, del mismo modo que los héroes
sienten la necesidad de ser reconocidos y coronados de laurel. Así es que lo bajo se siente atraído por lo alto, pero
también lo alto tiende hacia lo bajo; la Vida se eleva hacia lo espiritual,
pero también lo espiritual desciende hasta la Vida. La Naturaleza no tiene
verdadero sentido si no es reconocida por los mortales; si no es amada por los
hombres. La rosa no será verdaderamente una rosa mientras no sea acariciada por
la contemplación; no hay magnificencia en el crepúsculo si no se refleja en la
retina del hombre. Así como el hombre necesita lo divino para no morir, lo
divino necesita del hombre para ser realmente divino, y por eso crea testigos
de su fuerza y bocas para que le canten alabanzas, bocas de poetas que lo hacen
verdaderamente divino. Esa idea primordial en la filosofía de Hölderlin
podría ser muy bien un préstamo recibido de Schiller, pues conocido es el
concepto del autor de Los dioses de Grecia: El gran amo del mundo estaba sin
alegría, algo faltaba a su divinidad; por eso creó a los espíritus, que son los
espejos afortunados donde se refleja la divina beatitud. Pero no. ¡Cuán diferente es la visión órfica que tiene
Hölderlin del nacimiento del poeta! Solo y solitario, mudo y triste, estaría en
las tinieblas el Padre divino, a pesar de su omnipotencia, a pesar de ser todo
pensamiento, todo fuego, si no pudiera reflejarse en los humanos, si los
hombres no tuvieran un corazón para cantarle. No es por ocio o por tristeza, como dice Schiller, por
lo que la Divinidad crea al poeta -en eso muestra Schiller una idea secundaria
de la poesía-, sino que, según Hölderlin, es por una necesidad esencial; sin el
poeta no existe lo divino, que sólo se forma gracias a él. La poesía -aquí se
llega hasta el mismo fondo de la ideología de Hölderlin- es una necesidad del
Universo, no es algo que el Cosmos ha creado, sino que es algo creado con el
mismo Cosmos. Los dioses no crean a los poetas como un juego, sino como una
necesidad; les son precisos: Pero los dioses se cansan de su inmortalidad;
necesitan una cosa: esa cosa es el heroísmo, la Humanidad. Sí, necesitan de los mortales, porque los seres
celestes no tienen conciencia de su ser. Necesitan -sea permitido expresarse
así- que alguien les revele su existencia. Sí, los dioses necesitan a los poetas, pero los humanos,
los mortales, también sienten necesidad de ellos, de esos vasos sagrados donde
se conserva el vino de la vida, el espíritu de los héroes. En ellos se concilia el eterno dualismo del Universo,
el elemento superior con el inferior; ellos saben resolver esa disonancia en la
armonía de la unidad, pues... los pensamientos del espíritu común van completándose
silenciosamente en el alma del poeta. Así el poeta, figura escogida y al mismo tiempo
maldita, nacido en el mundo pero saturado de divinidad, se interpone entre los
dioses y los hombres y es llamado a contemplar la divinidad para presentarla
después a los hombres en imágenes terrenales. El poeta procede de lo humano,
pero sirve a lo divino; su existencia es una misión; es como una escalera
armoniosa por la que descendiera a este mundo la divinidad. Gracias al poeta,
la Humanidad en tinieblas puede vivir simbólicamente lo divino. Como en el
misterio del cáliz, en él, en el poeta, toman los hombres la hostia y beben el
vino del cuerpo y de la sangre de lo Infinito. Por eso el poeta lleva la unción
sacerdotal y ha de guardar el voto de pureza. Ese mito constituye, para Hölderlin, el eje
intelectual del mundo. Nunca perdió esa fe en lo sagrado de la poesía; por eso
también su esencia era sacerdotal, sacramental. Siempre, las poesías de
Hölderlin empiezan por una elevación; desde el momento en que su espíritu se
dirige a lo poético, se olvida de su propio ser para convertirse en un
mensajero que las fuerzas divinas envían a la Humanidad. Aquel que es la «voz de
Díos», el «proclamador del heroísmo» o como dice en otra ocasión «la lengua del
pueblo, necesita elevación en su discurso, porte sacramental y la pureza propia
de todo mensajero de Dios. Habla, elevado sobre invisibles escalones de un
templo, a una multitud también invisible, a un pueblo que existe sólo en
sueños, a una nación, en fin, que aún ha de aparecer sobre la tierra, pues lo
«inamovible son los poetas que la han de fundar». Al callar los dioses, hablan
los poetas en su nombre para plasmar la divinidad en la vida cotidiana. Por eso
sus vestiduras crujen como las de un sacerdote y, como las de un sacerdote, son
de limpieza inmaculada; por eso también su discurso tiene siempre un tono
elevado. Esa misión de mensajero divino no fue nunca olvidada por Hölderlin, a
pesar de los embates y desgracias de su vida; sin embargo, ese mito se hizo
cada vez más sombrío, hasta convertirse en trágico, y perdió el carácter de
optimismo y el sentido de alegre elección, para convertirse solamente en un
destino heroico. Lo que al joven se le aparecía como dulce bendición, acaba por
ser, ya en su madurez, como una grandiosa misión, rodeada de negras nubes,
alumbrada por los destellos de la fatalidad y acompañada de los coléricos
truenos de las fuerzas misteriosas: Pues aquellos que nos han otorgado el fuego
celeste, es decir, los dioses, nos han dado también el divino sufrimiento. El poeta sabe perfectamente que ser llamado por los
dioses quiere decir renunciar a toda felicidad; el elegido viene a ser como un
árbol del celeste bosque que es marcado para que lo reconozca el hacha del
leñador. La poesía pertenece a la fatalidad; por eso el poeta sabe que ha de
renunciar a lo agradable de la vida y abandonarse mansamente a las fuerzas
sobrenaturales. Sólo llegará a ser verdadero héroe aquel que abandone su cómodo
hogar para lanzarse en medio del torbellino de la tormenta; no basta ser
anunciador de lo heroico y de lo trágico si uno no sabe vivir. Ya lo dice
Hyperion: Haz un solo sacrificio al Genio y verás cómo quedan rotos para
siempre los lazos que lo atan al mundo. Pero sólo Empédocles se da cuenta de la terrible
maldición que pesa sobre aquellos que divinamente saben contemplar lo divino:
Sin embargo, ése ha de destruir su propia casa y destrozar, como si fuera
enemigo, lo que le es más querido; y ha de ver sepultados en sus escombros a su
propio padre y a sus propios hijos; si río, nunca será como los dioses, nunca
se verá nimbado de su luz. El poeta está siempre en peligro porque lucha con las
fuerzas que no conocen el freno. Es como un pararrayos solitario que recoge
toda la exhalación tremulante del Infinito, y ese fuego celeste que recoge lo
presenta, envuelto en música, a los habitantes de la Tierra. Está solo, frente
a toda la tensión atmosférica del fuego sagrado, y esa fuerza es casi siempre
mortal. No puede el poeta reservarse esa sagrada llama que ha
atraído sobre sí, no puede ocultar esa ardiente profecía: El poeta se
consumiría en el fuego celeste, pues nunca ha soportado la divina llama la
cautividad. Por otra parte, nunca puede el poeta revelar lo
indecible. Callar lo divino es un crimen, pero también lo es el revelarlo sin
ninguna restricción. El poeta debe buscar lo heroico y lo divino entre los
hombres, y por eso ha de participar de sus miserias, sin por ello maldecir a la
humanidad; debe anunciar a los dioses y proclamar su esplendor, aunque ellos,
los dioses, lo abandonen a su soledad en las miserias terrestres. Tanto la
revelación como el silencio son parte de su sagrada misión. La poesía no es
-como creía Hölderlin en sus mocedades -una libertad feliz, un dulce
equilibrio, sino un deber amargo, una esclavitud. Quien ha hecho voto de
obediencia queda atado para siempre. Nunca más podrá ya arrancar de sí la
ardiente túnica de Neso, y habrá de seguir la suerte de Hércules y de los demás
héroes. Los espíritus elegidos por la poesía, lo son para toda la eternidad. Por eso Hölderlin se da perfecta cuenta de lo trágico
de su destino; como en Kleist y en Nietzsche, domina en él, desde muy pronto,
el sentimiento de una caída trágica a inevitable, y su siniestra sombra se
proyecta ante él con diez años de antelación. Pero ese tierno hijo de pastor
protestante, Hölderlin, tiene -como Nietzsche, que también era hijo de pastor-,
el valor y hasta el deseo de medir su fuerza con el Infinito. No trata nunca,
como hizo Goethe, de domar a ese demonio interior, ni aun intenta refrenarlo. Mientras Goethe está siempre esquivando su destino,
para salvar así el tesoro dulcísimo de la vida, Hölderlin, con su alma de
bronce, se lanza a la lucha sin más armas que su pureza. Sin miedo y lleno de
devoción (ese dualismo de su vida no le abandonó jamás, ni en la vida ni en la
poesía), levanta su voz para recordar a los poetas, hermanos de martirio, lo
sagrado de su fe y lo heroico de su responsabilidad: No debemos desmentir la
nobleza que hay en nuestro deseo de modelar esa porción de Infinito que existe
dentro de nosotros. El poeta no puede, no debe querer ahorrar nada de esa
felicidad cotidiana que constituye el precio, el monstruoso precio que paga por
su misión. La poesía es un reto al destino, es devoción y es valentía. Quien
habla con los cielos no debe temer a los relámpagos, ni a los truenos, ni
tampoco a la fatalidad: Los poetas debemos entrar con la cabeza descubierta
hasta el mismo centro de la tempestad. Con nuestra propia mano hemos de tomar
el rayo celeste y, envueltos en nuestro canto, transmitir al pueblo ese don
divino. Pues sólo nosotros tenemos el corazón puro como el de un niño y sólo
nuestras manos son inocentes. El rayo celestial no nos aniquila y, aunque nos
sacude de dolor divino, nuestro corazón, eternamente, permanece firme. FAETÓN O EL ENTUSIASMO ¡Oh entusiasmo! En ti encontramos una afortunada
tumba. Nos sumergimos con silenciosa alegría en lo oleaje, hasta que oímos la
llamada del tiempo; y entonces, despertamos para volver orgullosamente, lo
mismo que las estrellas, a la breve noche de la vida. Para la misión heroica que se ha asignado, Hölderlin
cuenta -¿por qué negarlo?- con muy pocos dones poéticos. Nada, ni en la aptitud
ni en la actividad de ese joven de veinte años, anuncia una verdadera
personalidad. La forma de sus primeras poesías, hasta las imágenes aisladas y
aun las frases mismas, son de una semejanza casi ilícita con las poesías de los
maestros de sus años juveniles de Tubinga, con las odas de Klopstock, con los
sonoros himnos de Schiller y con la prosodia alemana de Ossian. Sus motivos
poéticos son pobres; sólo la fogosidad juvenil con que los va repitiendo puede
disimular la estrechez de horizontes. Su fantasía marcha por un mundo vago, sin figuras: los
dioses, el parnaso y la patria forman el eterno círculo de sus ensueños. Las
palabras mismas, y los epítetos «celeste» y «divino», se repiten con molesta
monotonía. Su pensamiento propio está también sin desarrollar; depende
enteramente de Schiller y de las tinieblas; punzan algunas frases misteriosas,
como pronunciadas por un vidente, que no provienen de su propio espíritu, sino
del espíritu del Universo. Faltan en sus poesías incluso las huellas de los elementos
fundamentales de toda creación literaria; es decir: visión del mundo sensible,
humor, conocimiento de los hombres, en fin, todo lo que procede de lo humano; y
como Hölderlin renuncia siempre a mezclarse con la realidad, ese estado de
ceguera para las cosas del mundo llega a convertirse en un sueño absoluto y en
una visión irreal de un mundo formado únicamente de idealismo. La sustancia de
su poesía está privada de sal y de pan, falta en ella todo colorido y así
resulta algo etéreo, transparente a ingrávido, que ni aun los años de
infortunio logran teñir de una sombra mística ni darle más que un misterioso
soplo como de presentimiento. Su capacidad productiva es, al mismo tiempo, escasa,
está como entorpecida por una debilidad en el sentimiento, por la melancolía o
por un desarreglo nervioso. Junto a esa plenitud sabrosa de Goethe -cuyas
poesías están llenas de fuerza y de jugos vitales-, junto a ese campo fértil,
trabajado por mano fuerte, junto a esa tierra que parece absorber toda la
fuerza del Sol y de los elementos, el campo poético de Hölderlin aparece pobre
en extremo. Tal vez nunca, en la historia literaria de Alemania, haya habido un
poeta tan grande con menos dotes poéticas. Su «material» era insuficiente; el
todo era su ejecución, como se dice de los cantantes. Era más débil que
cualquier otro, pero su alma creció alimentada por un mundo superior. Sus dotes
pesaban poco, pero su expansión era infinita. El genio de Hölderlin no era, en
fin, genio de arte, sino milagro de pureza. Su genio era el entusiasmo, el
impulso invisible. Pero el talento poético de Hölderlin no puede ser
medido, filosóficamente hablando, ni por su longitud ni por su profundidad.
Hölderlin es un fenómeno de intensidad. Su figura poética es mezquina comparada
con la de Goethe o la de Schiller, que fueron todo fuerza arrolladora. Junto a
esas dos figuras, Hölderlin es tan débil y humilde como lo fue san Francisco de
Asís junto a las torres gigantescas de la Iglesia de la Edad Media que se
llamaron santo Tomás de Aquino, san Bernardo o san Ignacio de Loyola. Como san
Francisco, Hölderlin no tiene más que aquella ternura angélica y transparente,
aquel sentimiento extático de la fraternidad, pero también tiene aquella enorme
fuerza franciscana: la fuerza de la dulzura y del entusiasmo y el impulso del
éxtasis que nos eleva por encima de nuestra mezquina esfera. Como el santo de Asís, Hölderlin llega a ser un
artista sin arte; y no artista por fe evangélica en un mundo superior, sino por
un gesto heroico de renuncia como el de san Francisco en la plaza del mercado
de Asís. Lo que predestina a Hölderlin para la poesía no es,
pues, una fuerza parcial o un talento literario cualquiera, sino que es la
facultad de concentrar toda su alma en el éxtasis, todo su ser en un estado de
exaltación: esa fuerza que ha de arrebatarlo del mundo para arrojarlo al
Infinito. La poesía de Hölderlin no afluye de su sangre o de sus nervios, de su
savia interior o de circunstancias personales, sino que brota de un entusiasmo
innato y espasmódico y de su anhelo por un mundo inaccesible. Para él, no hay
un asunto especial que le inspire particularmente, pues ve con ojos poéticos
todo el Universo y no vive su vida más que poéticamente. El mundo se le aparece
como una inmensa poesía épica y gigantesca; lo que toma para plasmarlo con sus
manos se vuelve inmediatamente épico: sea paisaje, río, hombre o sentimiento.
El Éter es para él su padre, como san Francisco se sentía hermano del Sol. La
roca o la fuente se le presentan, igual que a los griegos, como unos labios que
exhalan una melodía cautiva. Las cosas más prosaicas que él convierte en
armoniosas palabras, se transforman enseguida en parte de aquel mundo
platónico; se hacen transparentes y vibran en dulce melodía de luz por la
fuerza de un lenguaje que no tiene nada en común con el corriente si no es la
forma de los vocablos. Las palabras que usa tienen un brillo nuevo, como el que
el rocío sabe dar a una pradera, un brillo libre de todo aspecto terrenal. Ni
antes ni después de Hölderlin ha habido jamás en Alemania poesía tan alada, tan
ingrávida, tan como un vuelo de pájaro; nunca el mundo fue mirado desde tanta
altura, desde una altura como la que quiere alcanzar Hölderlin llevado por su
fogoso entusiasmo. Por eso, en su poesía, aparecen todos los seres como vistos
a través de un sueño, misteriosamente libres de la fuerza de la gravedad, como
si fueran almas. Nunca Hölderlin (y en ello está su grandeza, al mismo tiempo
que su limitación), nunca ha aprendido a mirar el mundo tal como el mundo es.
Sólo lo ha cantado. No llegó a ser un sabio, sino un soñador, un fanático. Pero
ese desconocimiento de lo real es lo que creó en él la más alta magia: que es
aspirar siempre a la pureza absoluta, bañar la realidad en la luz de otras
esferas y soñarla siempre, sin tocarla nunca con torpe mano al contemplarla con
su corazón puro. Ese impulso interior es la única y propia fuerza de
Hölderlin. Nunca desciende el poeta hacia lo inferior, a lo terrestre, a lo
contaminado por la vida cotidiana, sino que, de un solo salto, como llevado por
alas, sube a un mundo superior que es como su patria. No vive en la realidad,
pero tiene un mundo propio, un armonioso < más allá». Siempre aspira a
remontarse todavía más. ¡Oh, melodías, que os cernéis allá arriba en lo
Infinito quiero volar hacia vosotras, siempre hacia vosotras! Como una flecha,
se dispara siempre por medio de un misterioso arco, tenso hacia las alturas,
pues él, para sentir su «yo», necesita estar subiendo, estar en unas regiones
de exaltado ensueño. Una naturaleza como ésta debía de estar siempre en
peligrosa tensión; y así fue ya desde el principio. Schiller, al hablar de él,
menciona, en sentido de censura y no de alabanza ni de admiración, su violencia
impulsiva y lamenta la falta de estabilidad de Hölderlin. Pero esos entusiasmos
inefables en los que desaparecen el mundo y el tiempo, y por los que el
espíritu se libera hasta convertirse en dios, esos espasmos lejos del «yo» son
el fundamento, la base de Hölderlin. Siempre en eterno flujo y reflujo, no
puede ser poeta sí no es con toda su alma. Cuando no está inspirado, en las
horas oscuras de su existencia, Hölderlin es el más pobre, el más encadenado,
el más triste y sombrío de los hombres, pero en su exaltación llega a ser el
más feliz y el más libre de todos. El entusiasmo de Hölderlin es, a decir verdad, algo
vacío de toda sustancia; el entusiasmo está lleno tan sólo de entusiasmo y,
así, el poeta no se entusiasma sino cuando canta al entusiasmo, que es para él
objeto y sujeto a la vez, y si no tiene forma propia, es porque es plenitud
suprema; no tiene límites porque viene de la eternidad y vuelve a la eternidad.
Hasta en Shelley, de gran parentesco espiritual con Hölderlin, el entusiasmo se
encuentra siempre unido a lo terrestre. Para aquél, aún va vinculado a los ideales
sociales, a la fe en la libertad o al progreso del mundo. Pero el entusiasmo de
Hölderlin, como si fuera humo, sube directamente hacia el cielo y se pierde en
las tinieblas; no descansa más que en sí mismo y no pasa de ser nunca más que
una sensación de divina felicidad en la Tierra. El placer y su descripción
vienen a ser una misma cosa en él: para describirlo ha de gozarlo y el goce
está en la descripción. Hölderlin representa ese estado interior que sólo a él
le es propio; su poesía es un himno ininterrumpido a la productividad, una
queja patética por la esterilidad, pues «los dioses mueren cuando muere el
entusiasmo.» La poesía va unida en él al entusiasmo, así como éste no puede
resolverse más que en canto, en poesía. Por eso la poesía (en el sentido del
poeta de la necesidad universal) es la liberación del individuo y de la
humanidad entera: «¡Oh, entusiasmo; oh, rocío celeste; tú eres quien volverá a
traer la primavera de los pueblos!», dice ya febrilmente Hyperion y su
Empédocles no significa nada más que el contraste inaudito entre el sentimiento
divino (es decir, fructífero) y el terrenal (es decir, improductivo). La
naturaleza de la inspiración de Hölderlin se ve claramente en su poesía
trágica. El estado fundamental de toda productividad es ese sentimiento
crepuscular, sin alegría y sin dolor, de la contemplación interior y del
ensueño meditabundo: Aquel que no siente necesidades marcha por el mundo con la
apacible tranquilidad de los dioses, camina entre sus propios pensamientos, y
el soplo del aire está temeroso de molestar su ventura. No siente el mundo exterior, la fuerza del entusiasmo
está en sí mismo: El mundo nada le dice; su entusiasmo se desarrolla por sí
mismo, aumentando así la felicidad, hasta que en la noche oscura del éxtasis
fecundo surge de pronto, como vívida chispa, el milagro del pensamiento. Por eso, en Hölderlin, la inspiración poética no
procede nunca de una idea, de un suceso ni de una voluntad, sino que es de sí
mismo, del entusiasmo, de donde surge la fuerza creadora. No se inflama contra
una superficie cualquiera, sino que el fuego brota en él espontáneamente, como
un milagro: ...de pronto el genio creador desciende sobre nosotros; nuestro
espíritu enmudece entonces y nuestro cuerpo sufre una sacudida hasta lo más
hondo, como tocado por el rayo. Y eso es la inspiración, un rayo divino que se
enciende en nosotros. Hölderlin nos describe este estado -que él conoce tan
bien- en el cual la llamarada celeste consume todo el recuerdo del mundo real:
Entonces nos sentimos como si fuéramos un dios en su elemento propio, y nuestra
alegría es un canto celestial. Desaparece entonces el dualismo, el cielo abraza a la
totalidad del sentimiento. (Sentirse identificado con el Todo es ser dios, es
estar en el cielo -dice su Hyperion.) Faetón, que simboliza la vida de
Hölderlin, ha llegado a las estrellas en su carro de fuego, y la música sideral
suena ya en sus oídos. En esos momentos de éxtasis es cuando Hölderlin vive el
apogeo de su vida. Pero, aun en esos momentos de bienaventuranza, se
mezcla ya un impreciso sentimiento de derrumbamiento, de caída. Sabe
perfectamente que sólo se está el instante que dura un relámpago en esas
esferas celestes, en esa mesa divina donde se sirven el néctar y la ambrosía a
los mortales; por eso predice acto seguido su destino: Sólo unos instantes
puede el mortal vivir plenamente como un dios; después su vida ya no puede ser
más que un continuo recuerdo de esos instantes. Como a Faetón, después de ese maravilloso viaje en el
carro de fuego no le queda ya más que la terrible caída, la insondable caída a
los más profundos abismos: Pues parece como si a los dioses no les pluguiera
nuestra impaciente plegaria. Es entonces cuando el genio lúcido y feliz muestra a
Hölderlin su otra cara, es decir, el aspecto tenebroso del demonio. Hölderlin,
libre de la poesía, cae pesadamente para estrellarse en la vida cotidiana. Como
Faetón, se precipita hacia abajo, para caer, no sobre la Tierra, sino aún más
abajo: sobre el tenebroso mar de la melancolía. Goethe y Schiller y los demás
vuelven de la poesía como de un viaje; podrán volver, si se quiere, cansados,
pero regresan con el alma sana y los sentidos cabales. Pero no así Hölderlin,
que se rompe al caer y queda herido, destrozado y extrañamente ausente de la
realidad. Su despertar del entusiasmo es siempre como una muerte del alma, y
entonces, en su hipersensibilidad, no ve en el mundo más que vulgaridad y
grosería: «Los dioses mueren cuando muere el entusiasmo. Pan muere cuando muere
Psique.» La vida vulgar no merece ser vivida; fuera de los momentos de
entusiasmo, todo es insípido y sin alma. Aquí están las raíces de aquella melancolía peculiar
de Hölderlin, que no era, a decir verdad, una melancolía patológica del
espíritu, sino que era como un contrapunto de la fuerza de exaltación extrema
que posee su organismo. Esa melancolía, lo mismo que su entusiasmo, no procede
del exterior, se alimenta de sí misma, pues no hay que exagerar la importancia
del episodio de Diotima. Su melancolía es sólo la reacción que sigue al éxtasis
y por tanto es algo fecundo. Si cuando se elevaba en el éter se sentía bañado
de Infinito, como formando parte de él, en su melancolía, en su esterilidad, se
encuentra terriblemente aislado y ajeno a la existencia. Por eso yo quisiera
llamar a esa melancolía sentimiento de nostalgia, tristeza que ha de despertar
en un ángel el recuerdo del cielo perdido, añoranza infinita de una invisible
patria. Hölderlín nunca trató de apartar de sí esa melancolía,
como hicieron Leopardi, Schopenhauer o Byron, proyectándola hacia un pesimismo
mundano. «Soy enemigo de esa enemistad hacia lo humano que se llama
misantropía», nos dice el poeta. Su piedad le impide renegar de una parte del
Todo, por insignificante que esa parte pueda parecer. Lo que sucede es que se
siente ajeno a la vida real, a la vida práctica. No sabe hablar a los hombres
más que cantando, es decir, su lenguaje, su conversación, no pueden ser de otro
modo para que sean inteligibles; por eso la producción poética es algo, para
él, de una necesidad absoluta. La poesía es como un asilo amable donde
refugiarse al huir de ese país extraño que es la Tierra. Nunca ningún poeta ha
entonado con más fervor el Veni, Creator Spiritus, pues Hölderlin sabe que toda
fuerza creadora desciende siempre de arriba, como el vuelo de un ángel, y nunca
surge del propio ser. Fuera del éxtasis, vaga como ciego por el mundo vacío de
dioses. «Pan muere [para él] cuando muere Psique», y la vida no es más que un
montón de escorias sin la llama ardiente de un espíritu abierto para la floración. Pero su tristeza es impotente contra el mundo: su
melancolía es muda; poeta de la aurora, queda callado en el crepúsculo de la
noche y se deja llevar a la deriva, como un cadáver de sí mismo, hasta el final
de su vida, poeta siempre, pero sin poder expresar sus sentimientos; y así
Hölderlin, con las alas rotas, se convierte en su espectro trágico, en
Scardanelli. Waiblinger, que lo conoció mucho y lo trató de cerca
en los años en que su espíritu estaba ya velado, lo colocó en una de sus
novelas con el nombre de Faetón. Faetón es el nombre que los griegos dieron a
aquel adolescente que montó en un carro de fuego para marchar a ver a los
dioses. Los dioses le dejan aproximarse; su vuelo cruza los cielos dejando un
rastro de luz, pero después se precipita sin piedad en las tinieblas. Los
dioses castigan siempre a aquel que se les aproxima demasiado; destrozan su
cuerpo, ciegan su vista y arrojan al audaz al fondo del abismo del destino.
Pero, al mismo tiempo, aman al temerario que se quema por aproximarse a ellos,
y por eso colocan su nombre, como una figura ideal, a guisa de ejemplo, entre
las eternas estrellas. ENTRADA EN EL MUNDO Muy a menudo, el corazón del hombre permanece dormido,
como una simiente que estuviera envuelto en inerte cáscara, hasta que un día
llega su hora. Hölderlin, al salir de la escuela, entra en el mundo
como quien penetra en territorio enemigo; él, todo fragilidad, sabe de sobra la
lucha que le espera. Aún no ha bajado del coche de postas que avanza chirriante
por el camino, cuando ya escribe, en extraño simbolismo, un himno titulado El
destino que dedica a la madre de los héroes: la « necesidad de brazo de
bronce». En el momento de la partida, ya va el poeta cargado de presentimientos
y dispuesto para su caída. Todo parece que se le presenta bien: Schiller en
persona le ha recomendado como domine a Charlotte von Kalb, pues el poeta se ha
negado a ser pastor según los deseos de su madre. No hay otra casa en todas las
províncias alemanas donde se honren tanto el entusiasmo y la emoción como en
casa de Charlotte; no hay otra casa tampoco donde pueda encontrar más
comprensión para su sensibilidad y timidez. Charlotte misma era una mujer «
incomprendida» y, por haber sido amante de Jean Paul, tenía toda la comprensión
posible para las almas sentimentales. El propio Von Kalb le recibe con extrema
amabilidad, y el muchacho le coge pronto aprecio sincero; por las mañanas,
Hölderlin no tiene ocupaciones; puede, pues, dedicarse libremente a la poesía.
Los paseos y excursiones a caballo que hace en común con la familia lo ponen de
nuevo en contacto con la amada Naturaleza, de la que hacía ya algún tiempo que
estaba algo apartado, y en sus paseos a Weimar y a Jena, Charlotte, mujer muy
inteligente, cuida de introducirlo en los círculos más distinguidos, y así es
como le fue dado conocer a Goethe. Se ve, pues, que Hölderlin no podía haber
caído en mejor parte. Sus primeras cartas están henchidas de entusiasmo y hasta
de optimismo; bromeando, escribe a su madre que «desde que no tengo cuidados ni
pájaros en la cabeza he empezado a engordar» . Expresa su satisfacción por la amabilidad de sus
amigos, los cuales hacen llegar a Schiller y dan a conocer los primeros
fragmentos de Hyperion, que aún es sólo un esbozo. Por un momento, parece que
Hölderlin se ha domiciliado en el mundo. Pero pronto siente en su interior aquel demonio de la
intranquilidad, aquel espíritu demoníaco de la inquietud que lo arrastra como
las aguas de un torrente. Pronto en las cartas hay un dejo de melancolía y
veladas quejas acerca de la falta de libertad; el secreto es éste: quiere
partir, porque Hölderlin no puede vivir sujeto a un empleo; quiere vivir sólo
para la poesía. En esta primera crisis, Hölderlin no se da cuenta de que lleva
un demonio interior que le impide trabar relaciones, y no comprende que son su
voluntad inflamable, su interno impulso, los que le mueven. Esta vez lo
atribuye a la molesta obstinación del muchacho y a su secreto vicio, que él no
logra dominar. En eso se ve la incapacidad para la vida de Hölderlin: un
muchacho de nueve años puede más que él. Y deja el empleo. Charlotte von Kalb,
al verlo partir, comprende el porqué y escribe a su madre (para consolarla) la
cruda verdad: «Su espíritu no puede descender a las mezquindades y trabajos del
mundo..., o mejor aún, su alma sufre demasiado por esas cosas.» Hölderlin
destroza por sí mismo todas las formas de vida que se le van presentando. Nada
hay más falso que la idea corriente, de orden puramente sentimental, que se
encuentra en las biografías del poeta y que declara que Hölderlin fue humillado
por todas partes, que por doquier sufrió ofensas y que en Walterhausen, o en
Francfort, o en Suiza, se quiso hacer de él un lacayo, torturando así su
dignidad. La verdad no es ésa, no: por todas partes se trató de favorecerle.
Pero su epidermis era demasiado fina, su sensibilidad exagerada, su ánimo
sufría demasiado. Se puede aplicar a Hölderlin y a naturalezas análogas
lo que Stendhal hizo reflejar en su espejo y personificó en Henri Brulard: «Ce
qui ne fait qu'effleurer les autres me blesse jusqu'au sang.» Hölderlin se ha
encontrado con la realidad y el mundo es ya sólo, para él, brutalidad,
encadenamiento y esclavitud; sólo la poesía le puede hacer feliz. Fuera de la
esfera poética, Hölderlin no puede respirar; sus manos se tienden hacia el
vacío que lo rodea y el aire del mundo lo asfixia. «¿Por qué no he de estar
tranquilo como un muchacho, si nada me impide dedicarme a mi inocente diversión
y lo que me rodea es agradable?», se pregunta a sí mismo, asustado de tanto
conflicto que se le presenta a cada paso. No sabe todavía que su inadaptación
es incurable; todavía llama casualidad a eso que encierra un demonio y que es
su vocación. Cree aún que libertad y poesía son cosas que pueden
unirlo al mundo. Así se atreve a lanzarse a una vida libre, sin trabas, lleno
de esperanzas por la obra que va a realizar. Hölderlin prueba la libertad. Se
dispone a pagar con toda suerte de privaciones una vida libre, puramente
intelectual. En invierno pasa días enteros en cama para así ahorrar leña; sólo
come una vez al día; renuncia a beber vino o cerveza; renuncia, en fin, hasta
al más insignificante placer. Nada ve de Jena si no es algunas conferencias de
Fichte; a veces Schiller le concede alguna hora de compañía. Vive retirado en un
cuartucho que apenas puede llamarse habitación. Pero su alma viaja con Hyperion a través de Grecia, y
hasta podría considerarse feliz si no fuera porque está predestinado a la
inquietud, a la convulsión. ENCUENTRO PELIGROSO ¡Ojalá no
hubiera ido nunca a vuestra escuela! Lo primero que hace Hölderlin, cuando se decide a
vivir en libertad, es pensar en lo heroico de la vida, que es el impulso hacia
lo grande. Sin embargo, antes de querer descubrir ese pensamiento heroico
dentro de su propio pecho, quiere ver a «los espíritus grandes», a los poetas,
quiere ver las cumbres sagradas. No es, pues, la casualidad lo que le lleva a
Weimar; no, allí están Goethe y Schiller, allí está Fichte, y alrededor de
éstos, como satélites brillantes, están Wieland, Herder, Jean Paul, los
Schlegel, es decir, todo el firmamento espiritual de Alemania. Su espíritu
poético, que odia lo que no es poesía, anhela vivir en ese círculo elevado y
respirar esa atmósfera espiritual. Aquí espera gustar del divino néctar del
espíritu antiguo, a fin de ensayar así sus fuerzas en esta ágora, en este
coliseo de lucha poética. Pero antes, el joven Hölderlín quiere prepararse para
esas lides, pues el poeta no se siente digno, intelectualmente hablando, por su
pensamiento y por su cultura, de sentarse junto a Goethe, cuyo espíritu abraza
el universo, o junto a Schiller, espíritu de coloso que se agita en formidables
abstracciones. Por este motivo, incurre en el eterno error de los alemanes, que
es quererse formar de un modo sistemático; quiere cultivarse y emprende
estudios filosóficos. Lo mismo que Kleist, fuerza su naturaleza, que es toda
espontaneidad, trata de hacer la anatomía de ese cielo que le llena de
felicidad y quiere someter sus proyectos poéticos a las doctrinas filosóficas.
Nunca, en mi opinión, se ha dicho con toda crudeza cuán perjudicial fue, no ya
para Hölderlin, sino para todos los poetas alemanes, el encontrarse con Kant y
con su metafísica. La historia de la literatura podrá encontrar digno de
alabanza que los poetas de entonces llevasen a su círculo poético la ideología
de Kant, pero todo espíritu libre debe reconocer los daños incalculables
derivados de esa invasión de ideas dogmáticas en el reino de la poesía. Soy de
la firme opinión de que la influencia de Kant limitó en extremo la producción
poética de la época clásica, producción que se dejó influir mucho por la
maestría constructiva de sus pensamientos. Kant perjudicó en extremo la
expresión sensual, la euforia de la poesía, el libre curso de la imaginación,
al quererlas llevar hacia un criticismo estético. Esterilizó las facultades
puramente poéticas de todo aquel que abrazó sus teorías. ¿Y cómo podía ser de
otro modo? Un ser todo cerebro, todo fría razón, ¿cómo podría ese hombre, que
no conoció mujer ni salió de su provincia, ese hombre que era como un delicado
mecanismo de relojería inflexible en su regularidad, ese hombre que se encadenó
así a su vida cuarenta, cincuenta y hasta sesenta años; ese hombre desprovisto
de espontaneidad, sujeto a un sistema rígido, pues su genio era sólo
constructivismo fanático; cómo podría ese hombre, repito, ser jamás útil a un
poeta, a un poeta que vive sólo por sus sentidos, que se eleva por su
inspiración y a quien la pasión arrastra siempre a la inconsciencia? La
influencia de Kant apartó a los clásicos de su pasión más magnífica, más
poética, que tenía toda la fuerza y el colorido del Renacimiento, y los llevó
insensiblemente a un nuevo humanismo: a una poesía de eruditos. Por último ¿no
ha sido para la poesía alemana una gran pérdida el que Schiller, el más
formidable plasmador de figuras poéticas, se preocupe y se torture buscando
dividir la poesía en dos categorías, la poesía ingenua y la poesía sentimental,
y que Goethe diserte con los hermanos Schlegel acerca de los clásicos y los románticos?
El exceso de luz de la filosofía debilita a los poetas, aunque ellos no se den
cuenta, porque esa luz es fría y surge de este espíritu sistemático que
cristaliza según leyes fijas; precisamente cuando Hölderlin llegó a Weimar,
Schiller ha perdido ya aquella su primera borrachera de inspiración y Goethe
(cuya sana naturaleza ha reaccionado siempre a toda metafísica sistemática) se
dedica con todo interés a la ciencia. La correspondencia entre Goethe y
Schiller nos demuestra muy claramente en qué esferas de acción se agitaban
entonces sus pensamientos; esas cartas son magníficos documentos, son una
magnífica concepción del universo, pero son racionalistas; parecen más bien la
correspondencia de filósofos o de profesores de estética que confesiones poéticas.
La poesía está, cuando Hölderlin entra en aquellos círculos, desplazada de su
centro por la constelación de Kant y ha sido relegada a la periferia. Ha
empezado una época de humanismo clásico. Sólo que, por fatal contraste con
Italia, los espíritus más fuertes de la época no se han refugiado, como Dante,
Petrarca o Boccaccio, en la poesía al huir del mundo helado de la erudición; al
contrarío, Goethe y Schiller han dejado el divino mundo creador para refugiarse
en la frialdad de la ciencia y de la estética. ¡Ay, nunca más han de volver ya
aquellos años divinos! Y los jóvenes que tienen a esas grandes figuras como
maestros sufren la fatal locura de la formación filosófica. Y así Novalis, de
espíritu angélicamente abstracto, y Kleist, todo impulso, ambos, a pesar de su
naturaleza que repele todo espíritu positivo como el de Kant y su escuela, se
dejan llevar a la deriva, llenos de duda, hacia este elemento hostil. Hasta
Hölderlin, todo inspiración, que aborrece lo sistemático; indómito, abstracto,
rebelde por propia voluntad, fuerza su naturaleza y se aferra a los análisis
filosóficos, creyéndose además obligado a hablar en la jerga
estético-filosófica dominante, y todas sus cartas de los tiempos de Jena están
atiborradas de sosas interpretaciones de conceptos y de esfuerzos por
filosofar, cosas muy contrarias al anhelo infinito que le llenaba. Pues
Hölderlin es precisamente un espíritu ilógico, no intelectual; sus
pensamientos, grandiosos como relámpagos de genio, no son articulables; se
resisten a toda combinación, a todo sistema. Lo que él dice del espíritu
creador marca bien sus límites: Sólo reconozco
lo que florece naturalmente; lo meditado ya no lo reconozco. Este espíritu no puede expresar más que el anhelo de
llegar, pero no puede elaborar esquemas o conceptos. Las ideas de Hölderlin son
aerolitos -piedras del cielo y no de cantera terrestre-, y por eso no pueden
ser alisadas y colocadas disciplinadamente para formar un muro, es decir, un
sistema, pues todo sistema es siempre un muro. Esas piedras quedan en la misma
forma en que caen, no necesitan ser desbastadas ni sufrir variación alguna. Lo
que una vez dijo Goethe refiriéndose a Byron, se le puede aplicar mil veces
mejor a Hölderlin: «Cuando raciocina es un niño; sólo es grande cuando hace
poesía.» Pero ese niño se sienta en el banco de la escuela de Fichte y de Kant
y se asfixia, desesperado, en las doctrinas que oye, de forma que hasta
Schiller le ha de advertir un día: «Huya usted siempre que pueda de las
materias filosóficas; son las más ingratas... Permanezca más bien cerca del
mundo sensible; así no se expondrá a perder el entusiasmo.» Ha de pasar
bastante tiempo antes de que Hölderlin vea el peligro a que se expone en el
laberinto de la lógica. Pero una disminución en sus producciones, como un
exacto barómetro, le advierte un día que él, todo alas, ha caído en una
atmósfera que lo asfixia, y entonces sí, dándose cuenta, rechaza toda la
filosofía sistemática: « He ignorado durante algún tiempo por qué el estudio de
la filosofía, que suele producir tantas satisfacciones y que compensa esa
dedicación con la serenidad, me hacía sentir inquieto y exaltado, y tanta más
intranquilidad me producía cuanto más me concentraba en ella. Ahora ya veo que
si esto sucedía es porque me alejaba de mí mismo, de mi propia naturaleza.» Por
primera vez descubre la fuerza de su vocación poética, que celosamente no le
permite entregarse a la vida material. Su naturaleza le exigía situarse entre
el mundo superior y el inferior. No podía encontrar el reposo ni en lo abstracto
ni en la realidad concreta. Así engaña la filosofía a su abnegado discípulo;
inspira, en su espíritu lleno de dudas, más dudas todavía, y no le hace
aumentar la certeza, como él habría esperado. Pero su segunda decepción, más
peligrosa que la primera, viene de los poetas. Desde lejos, se le aparecían
como mensajeros de lo sobrenatural, sacerdotes que dirigían su corazón hacia
Dios; deseaba poder elevar su espíritu a través de ellos, de Goethe y aún más
de Schiller, a quien había leído noches enteras en el Seminario de Tubinga y
cuyo Don Carlos había sido como la «nube encantadora de su juventud». Esperaba
que le darían, a su propia inseguridad, aquello que transfigura la vida, es
decir, el impulso hacia el infinito, la elevada fogosidad. Pero aquí empieza el
eterno error de la segunda y tercera generaciones, y que consiste en querer
seguir a sus maestros; olvidan los jóvenes que el tiempo resbala sobre las
obras perfectas como sobre el mármol, sin dañarlas, pero que no pasa así con
los hombres, aunque sean poetas; las obras perduran, pero el hombre envejece.
Schiller es ya consejero; Goethe es consejero privado; Herder, consejero
municipal, y Fichte, profesor de universidad. Sus intereses ya no están en la producción poética,
sino en los problemas de la poesía; la diferencia es clara. Todos están ligados a su obra, han anclado en la vida
y nada hay tan ajeno a un hombre, nada tan fácil de olvidar, como su propia
juventud; así, el paso de los años determina la incomprensión: Hölderlin
esperaba de ellos entusiasmo, y ellos le enseñaron moderación; él ansiaba
inflamarse a su lado, y ellos sólo lo bañan con una ligera luz; junto a ellos
quería una vida libre, una existencia espiritual, y ellos se esfuerzan por
buscarle una buena colocación burguesa. Él iba a buscar, junto a ellos, ánimos
para la lucha monstruosa que le marca su destino, y ellos (con la mejor
intención) le aconsejan una paz honrosa. Él iba a inflamarse, y ellos tratan de
apagarlo; así, a pesar de todas las afinidades intelectuales, a pesar de sus
simpatías, la sangre ardiente de Hölderlin, frente a la sangre ya templada de
ellos, da lugar a la mala inteligencia. Ya su primer encuentro con Goethe es simbólico.
Hölderlín visita a Schiller, y en su casa se encuentra con un señor ya anciano
que le dirige fríamente algunas preguntas, a las que él contesta con
indiferencia; la misma noche, con sobresalto, se entera de que ha estado frente
a Goethe, y espiritualmente no había de reconocerlo ya nunca; Goethe, por lo
demás, tampoco reconoció nunca a Hölderlin. Si se exceptúan las cartas que
escribió a Schiller, no menciona Goethe a Hölderlin para nada en el transcurso
de casi cuarenta años. Como desquite, Hölderlin se siente atraído por Schiller,
como Kleist se sintió atraído por Goethe; ambos sólo sienten la atracción hacia
uno de los astros de aquella constelación y, con injusticia de jóvenes, se
olvidan totalmente del otro genio. Goethe desconoce totalmente a Hölderlin cuando dice de
él que «sus poesías expresan un agradable esfuerzo que se pierde en la satisfacción
por su propia obra», y no ve la pasión. nunca satisfecha de Hölderlin cuando le
alaba por poseer «cierta intimidad, atractivo y mesura», y recomienda al
verdadero creador del himno en la poesía alemana que haga principalmente
pequeñas poesías. Ese buen olfato que siempre tuvo Goethe para descubrir el
oculto demonio, le falló completamente en este caso, y por eso no se pone en
guardia, como siempre acostumbraba a hacer cuando sospechaba lo demoníaco; en
este caso, es decir, en sus relaciones con Hölderlin, no lo hizo, y así se
muestra con él lleno de bonhomie, amable a indiferente. Y mira a Hölderlin con
mirada superficial que no trata nunca de hacerse profunda. Eso lastimó en grado
sumo a Hölderlin, tanto, que cuando éste se sumergió en las tinieblas de la
locura, saltaba de cólera sí algún visitante osaba pronunciar el nombre de
Goethe, porque, cosa notable, Hölderlin, entre las brumas de su desvío de la
razón, siempre recordó las antipatías o las simpatías de antaño. Hölderlin pasó, pues, como todos los poetas de su
tiempo, por el obligado desengaño, por aquella decepción que hizo que
Grillparzer, tan frío y hermético, dijera un día con toda claridad: «Goethe se
ha dedicado a la ciencia y, en su quietismo grandioso, reclama la moderación,
la inercia y la pasividad, mientras que en mí arden, chispeantes, todas las
antorchas de la imaginación.» Hasta él, el más sabio de los hombres, no fue
bastante sabio para comprender, en sus años de vejez, que juventud es sólo otra
palabra para designar la exaltación. Las relaciones de Hölderlin con Goethe no fueron,
pues, más que unas relaciones muy tenues; si Hölderlin, con su habitual
humildad, se hubiera dado a los consejos de Goethe, es decir, hubiera reducido
sus proporciones, limitándose a ser un poeta idílico o bucólico, su propia
vocación habría corrido un gran peligro; por eso esa resistencia que mostró
hacia Goethe es, en el mejor de los sentidos, su propio instinto de
conservación. Trágicas fueron, en cambio, sus relaciones con Schiller, trágicas
y tempestuosas para Hölderlin, pues, en este caso, su voluntad tuvo que
enfrentarse al hombre a quien más amaba, al hombre que era su formador
espiritual, su maestro. La veneración que siente por Schiller es el fundamento
de su concepción del universo; por eso, es nada menos que su universo lo que
amenaza con hundirse cuando Schiller, con su actitud suave, reservada, tibia e
inquieta, provoca en el alma sensible del poeta un verdadero terremoto; pero
esa falta de comprensión entre Schiller y Hölderlin es algo altamente ético, es
una defensa llena de afecto y de dolor. Sólo es comparable ese desacuerdo al
que reinó entre Nietzsche y Wagner. También, en este caso, el alumno es el que
defiende la pureza de ideas contra su propio maestro y antepone la fidelidad a
sí mismo al proselitismo. Y verdad es que Hölderlin fue más fiel a Schiller de
lo que el mismo Schiller lo fue hacia sí mismo. En efecto, Schiller, por aquellos tiempos, es aún amo
y señor de sus dotes poéticas; todavía sabe poner en sus palabras aquel énfasis
que llega hasta el fondo de los corazones alemanes; pero Schiller, antes que
Goethe, ha visto cómo se enfriaba su espíritu; allí está, asmático, envejecido,
sin salir de su habitación, sentado en un sillón de enfermo; su entusiasmo
poético no se ha perdido, sin embargo; lo que ha pasado es que se ha hecho un
entusiasmo intelectual, se ha convertido en teoría; la fuerza creadora,
espumosa y rebelde del poeta que supo lanzar al mundo su In tyrannos, ha
cristalizado en una Metodología del idealismo; su alma de fuego se ha
convertido en una lengua de fuego; su fe se ha hecho un optimismo perfectamente
manejable para los fines burgueses en forma de liberalismo; Schiller ya no vive
más que emociones intelectuales, que no son, como exige Hölderlin,
«integrales», es decir, de todo el ser, de la existencia toda. Debió de ser en
verdad una hora extraña aquella en que Hölderlin se presentó ante Schiller,
pues Hölderlin era su propio hijo espiritual, no ya en el sentido de la forma
de los versos ni en su orientación, sino que era hijo de toda su ideología y de
la fe de Schiller en la elevación de la Humanidad. Está formado de su misma sustancia, es tan hijo suyo
como los personajes que ha creado en sus obras, como Posa y como Maz
Piccolomini; así que no puede menos que ver en Hölderlin el reflejo de su «yo»,
su palabra que ha tomado cuerpo. Hölderlin es sencillamente todo lo que
Schiller pidió a los jóvenes: entusiasmo, pureza, exaltación; es el postulado
de Schiller hecho hombre, es decir, idealismo como condición primera de la
existencia. Hölderlin vive verdaderamente ese postulado, mientras que el propio
Schiller ya no pide más que un idealismo retórico-dogmático; Hölderlin cree en
los dioses de Grecia, esos dioses que para Schiller ya no son más que
grandiosas y decorativas alegorías; Hölderlin vive con plena fe religiosa, no
poética tan sólo, para aquella misión del poeta que en Schiller es ya sólo un
postulado ideal. Y de pronto ve ante sí, en Hólderlin, encarnadas todas sus
teorías, sus anhelos. Y se comprende el espanto de Schíller cuando ve hecho
hombre ante sí su propio postulado; en seguida lo reconoce: «encontré en sus
poesías -escribe a Goethe- mi propia sustancia; no es la primera vez que ese
poeta me recuerda a mí mismo», y se inclina respetuoso ante el joven humilde
que es todo fuego, y lo hace como si tuviera delante su propia imagen de cuando
era joven y que ahora está ya tan lejos. Pero esa fogosidad volcánica, ese entusiasmo (que él
en sus poesías trata siempre de despertar), aparecen ante Schiller, ya hombre
maduro, como algo sumamente peligroso para la vida normal. Schiller,
humanamente hablando, no puede aprobar en Hölderlin lo que siempre pidió en el
orden poético; es decir, efervescencia espumante al jugarse la vida a una sola
carta. Y, trágicamente, ha de apartar de sí su propia creación, ese idealismo
exaltado, no adaptable a la existencia humana. Por primera vez se presenta ante
Schiller la contradicción peligrosa de querer partir la vida interior entre la
poesía heroica y la existencia burguesa y comodona. Mientras que corona de
laurel a sus discípulos poéticos, Posa, Max, Moor, y los envía a la muerte
porque son demasiado grandes esta vida, queda perplejo ante su otra creación,
ante Hölderlin, pues enseguida le salta a la vista que aquel idealismo que él
ha encendido en los jóvenes alemanes sólo está en su lugar en el mundo ideal,
en el drama, pero que aquí, en Weimar o en Jena, esa entrega sin condiciones a
la poesía, esa voluntad interior al servicio del demonio, traen forzosamente la
perdición de todo joven: «Tiene una peligrosa subjetividad, es un estado grave,
pues a naturalezas así, muy difícilmente se las puede conducir.» Entonces habla
de Hölderlin como si fuera una aparición ambigua, llamándole «el iluminado»,
del mismo modo en que Goethe hablaba del « patológico» Kleist. Ambos reconocen, por intuición, a ese demonio
interior, esa presión interna, recalentada, explosiva. Y Schíller, que en la
poesía ensalza a tales jóvenes en exaltados lirismos que brotan de lo más hondo
de sus sentimientos, en la vida real, como hombre bondadoso, trata tan sólo de
aplacar y moderar a Hölderlin. Entonces se interesa por su vida privada, busca
colocar sus obras en una casa editora; Schiller es, por decirlo así, algo
paternal con el joven poeta. Con suave presión, trata de reducir su entusiasmo,
esa tensión interior tan peligrosa; pero no cuenta con que esa ligera presión,
aun siendo tan suave, puede fácilmente romper aquella alma hipersensible y
frágil. Y así, poco a poco, se van haciendo complicadas las relaciones entre
Schiller y Hölderlin. Schíller, con esa mirada que sabe conocer el destino, ve
elevada sobre la cabeza de Hölderlin el hacha de la destrucción, y Hölderlin se
siente otra vez incomprendido, y ahora es por el hombre único a quien se ha
entregado con toda el alma, por Schiller, de quien él depende fatalmente, sin
condiciones. Había esperado recibir de Schiller un nuevo impulso,
un nuevo fortalecimiento: «Una palabra amable, salida de los labios de un
hombre honrado, viene a ser como un agua espiritual que fluye de las entrañas
de un monte y que nos comunica el misterioso vigor de la tierra», dice
Hyperion. Pero tanto uno como otro, tanto Schiller como Goethe, no le dan esta
agua más que gota a gota y como con tamiz; nunca le prodigan el entusiasmo ni le
inflaman el corazón; así, pues, la proximidad de Schiller acaba siendo para
Hólderlin un verdadero tormento: «Siempre deseé verlo a usted y, cuando lo vi,
fue solamente para sentir que yo nada podía significar para usted», le escribe
en dolorosa despedida, hasta que acaba por expresar claramente su
disconformidad: «Por eso me permitirá usted que le confiese que, muy a menudo,
lucho secretamente contra su genio para poder apartar de su influencia mi
propia libertad.» Reconoce, pues, que ya no puede confiar lo más íntimo de su
ser a quien censura sus poesías, a quien apaga sus entusiasmos, a quien lo
prefiere pequeño y tibio que « subjetivo y exaltado». Por orgullo -aun dentro
de su humildad- acaba ocultando a Schiller sus creaciones más esenciales, más ciertas,
y le muestra lo más teatral y lo más epigramático de su producción, pues
Hólderlin no sabe defenderse; sólo le es dado doblegarse o esconderse; ésa es
siempre su posición. Hólderlin sigue de rodillas ante los dioses de su
juventud; nunca desaparecen de él la veneración y el agradecimiento hacia
aquellos que fueron «la nube encantada de su juventud» y que le revelaron el
secreto del canto. Y ahora, Schíller se vuelve de vez en cuando hacia él sólo
para decirle algunas palabras amables, y Goethe pasa por su lado con
indiferencia; pero ambos le dejarán de rodillas hasta que se le rompa el
espinazo. Así, pues, su encuentro con esos dos grandes hombres
fue algo fatal y peligroso; el año de libertad absoluta que pasa en Weimar,
durante el cual pensaba terminar sus obras, ha sido un año perdido. La
filosofía -ese hospital para poetas desgraciados- de nada le ha servido; los
poetas tampoco. Hyperion ha quedado como un torso solamente; el drama está sin
acabar y sus medios económicos se han agotado pese a la más estricta
austeridad. Parece, pues, perdida su primera batalla para lograr una existencia
de pura poesía. Hólderlin vuelve a ser una carga para su madre, y cada pedazo
de pan está empapado en reproches encubiertos. Pero, en realidad, ha triunfado
ante su mayor enemigo; no se ha dejado apartar de la integridad de su
entusiasmo; no se ha dejado moderar ni templar como querían los que hablaban en
nombre de sus intereses. Su genio se ha afirmado más profundamente en su
verdadero elemento y su demonio le ha dado el instinto de no acomodarse a las
sensateces que se le proponían. Así que sólo responde con un exabrupto violento
a los esfuerzos de Schiller y de Goethe para llevarlo a lo idílico, a lo
bucólico. Goethe había dicho al poeta en su poesía «Euforion» Suavemente,
suavemente; nada de audacia para así no encontrarte con la desgracia y la
perdición...; por amor a tus padres, mira de domar tus impulsos sobrehumanos,
que son demasiado violentos. Conténtate con adornar silenciosamente tu campo. Y a esto contesta Hólderlin lleno de pasión: ¿Qué he
de domar, si el alma me arde al verse encadenada? ¿Por qué vosotros, oh
espíritus relajados, queréis arrancarme de mí propio elemento, que es el fuego,
sí no puedo vivir más que combatiendo? Ese elemento ardiente, es decir, el
entusiasmo, en el cual vive el alma de Hölderlin como salamandra en el fuego,
ha podido ser salvado del abrazo glacial de los clásicos y, ebrio en su propio
destino, aquel que no podía vivir más que combatiendo, se arroja de nuevo en
medio de la lucha, en medio de la vida y es entonces cuando, en esa fragua, se
forja toda su pureza. Lo que podía romperlo sirve sólo para templar mejor su
alma; y lo que templa su alma acaba por romperlo. DIOTIMA A pesar de todo, los débiles son arrastrados por el
destino. Madame de Staël escribe en su Diario: «Francfort est
une très jolie ville; on y dîne parfaitement bien, tout le monde parle le
français et s'appelle Gontard». En una de esas familias llamadas Gontard, el fracasado
poeta entra como dómine, como maestro de un niño de ocho años; aquí, como en
Waltershausen, su espíritu impresionable no ve al principio más que «buenas
gentes, como no es fácil encontrar»; se encuentra bien, aunque ya ha perdido
mucha de su primitiva fuerza impulsiva. «Estoy, por lo demás -escribe en tono
elegíaco a Neuffer-, como una planta en flor que, roto el tiesto, ha caído a la
calle; los tiernos brotes se han perdido, sus raíces están mutiladas y, vuelta
a plantar de nuevo, sólo puede salvarse de la muerte a fuerza de cuidados.» Y
él conoce perfectamente su fragilidad, que consiste en no poder respirar más
que en una atmósfera de idealismo y poesía, en una Grecia imaginaria. La
realidad es que, ni aquí ni allí, ni en Waltershausen ni en Francfort ni en
Hauptwyl, ha encontrado una vida particularmente dura; todos esos sitios, por
ser lugares determinados y reales, ya son trágicos a sus ojos: «The world is
too brutal for me», dijo ya una vez su hermano en espíritu, Keats. Esas almas
tan tiernas no podían soportar más que una existencia poética. Así, el sentimiento poético de Hölderlin se vuelve
hacia la única figura que puede ser considerada, en el medio en que vive, como
un ensueño, como un mensajero del «más allá». Y esa figura es la madre del
muchacho, Susanne Gontard, su Diotima. En un busto que ha llegado hasta
nosotros brilla en sus rasgos toda la pureza griega, y es en este aspecto en el
que Hölderlin la ve desde el primer momento. «¿No es verdad?; es una griega
-susurra a su amigo Hegel cuando éste viene a verle a Francfort-, parece que
pertenece a un mundo que nada tiene de terrestre.» Ella, como él, caída entre
los hombres, busca dolorosamente su propio elemento, su propio universo: Tú
callas y sufres porque no lo comprenden, oh espíritu noble; miras la tierra y
callas, porque en vano buscas a los tuyos en la luz del Sol, pues esas almas
grandes y tiernas no existen en ninguna parte. Hölderlin, eterno soñador, no ve en la esposa del que
le da el pan más que a una hermana, una mujer desterrada del mismo mundo
interior que él sueña, y a este profundo sentimiento de afinidad no viene a
mezclarse ningún pensamiento sensual. Todo pensamiento de Hölderlin tiende
siempre hacia arriba, hacia la esfera espiritual. Por primera vez en su vida,
Hölderlin ha encontrado en la Tierra una imagen del ideal que un día presintió
y, en un extraño paralelismo con los versos que un día dirigió Goethe a
Charlotte de Stein, ¡Oh!, en tiempos que ya fueron vividos, tú fuiste hermana.
mía, o esposa quizá, él también saluda a Diotima como si la hubiese esperado largo
tiempo o como si hubiera sido una hermana en alguna existencia anterior:
Diotima, noble espíritu. Hermana mía, divina allegada. Antes de haberte dado la
mano, lo había ya conocido en un inundo pretérito. Por primera vez en este mundo corrompido y fragmentario,
logra ver, en la embriaguez del entusiasmo, a la criatura que es «Uno y Todo.»
Amabilidad y elevación, calma y viveza, espíritu y corazón, y además belleza;
tal es esa criatura privilegiada. Y por primera vez, en una carta de Hölderlin
brota la palabra felicidad como un sonido de órgano triunfal: «Todavía soy
feliz, como en el primer momento; para mí es ella una amistad alegre, eterna y
sagrada, pues es un ser desterrado en este mundo de miseria, de desorden y sin
espíritu. Mi sentimiento de belleza no se engaña; se orienta ya para siempre
hacia esa cabeza de madonna. Mi inteligencia se educa junto a ella y mi ánimo
turbado se calma y reposa, a su lado, en una paz agradable.» Esa mujer influye
formidablemente en Hölderlin, ya que logra serenarlo. Un Hölderlin todo éxtasis
no necesita aprender de una mujer lo que es la fogosidad. La felicidad, para
ese corazón siempre inflamado, es la acción bienhechora del reposo. Y ésa es la
influencia que Diotima ejerce en él: moderación. Lo que no había logrado Schiller,
lo que no había logrado ni aun la madre del poeta, lo logra esa mujer que, en
dulce melodía, sabe domar a aquel espíritu intranquilo. Entre las líneas de
Hyperion se adivinan su mano solícita, su ternura maternal. Se ve cómo ella
trata de volver a ganar la vida de aquel muchacho que parecía perdido, pues,
como escribe el mismo Hölderlin, «ella siempre trata, con sus consejos, con sus
cariñosas advertencias, de hacer de mí un hombre normal y hasta de buen humor,
y me reprocha el desorden de mis cabellos, el descuido de mi traje, o mis uñas
roídas.» Como a un niño impaciente, lo cuida con ternura -a él, que es quien
debía velar por los hijos de ella-, y esta atmósfera apacible hace la felicidad
de Hólderlin. «Bien sabes tú -escribe a un amigo de confianza cómo era yo;
sabes cómo vivía sin fe; mi corazón estaba cerrado a todos y era por eso un
miserable; ¿cómo Podría, pues, ahora ser tan alegre como un águila si no se me
hubiera aparecido ese ser único?» El mundo se le presenta más puro, más
sagrado, ahora que su monstruosa soledad se ha convertido en armonía: ¿No se ha
llenado mi corazón de la más hermosa vida? ¿No hay en él algo santo, desde que
amo? Y la frente de Hölderlin se vio libre por algunos momentos de aquella
perenne misantropía: La fatalidad ha aflojado su presión por algún tiempo. Una sola vez -sólo esa vez- y durante un momento
fugaz, su vida tiene el armonioso equilibrio de la poesía. Pero el terrible
demonio vela siempre en él: La divina flor, la tierna flor de la serenidad, no
floreció mucho tiempo... Hölderlin es de aquellos a quienes no es dado
descansar largo tiempo en un mismo lugar. El mismo amor «sólo le calma para
hacerle después más salvaje», como dice Diotima hablando de Hyperion, hermano
espiritual de Hölderlin. Y él mismo, vibrando a fuerza de presentimientos,
conoce muy bien la calamidad que anida en su ser, y de sobra sabe que no
podrían estar mucho tiempo juntos < como dos cisnes amorosos». La confesión
del secreto misterio que lo envuelve como siniestra nube está manifestada en su
Perdón: Sagrada criatura; muy a menudo he turbado lo divino reposo dorado y has
aprendido de mí muchos dolores de la vida. Entonces empieza a ver claro el «maravilloso vértigo
del abismo», esa misteriosa atracción del precipicio, y poco a poco, el poeta
va cayendo, insensiblemente, en la fiebre del pesimismo. El mundo cotidiano que
lo rodea se ensombrece y, como un relámpago que surge de las nubes, brota la
siguiente frase en una de sus cartas: «Estoy roto de amor y de odio.» Su
excitada sensibilidad experimenta desagrado ante la trivial riqueza de la casa,
riqueza que tiene una fuerte acción sobre las personas que viven en ella, «como
-dice él- el vino nuevo en los campesinos». En todas partes cree ver ofensas,
hasta que por último -como le sucede siempre- acaba explotando violentamente.
Es un secreto para nosotros lo que pudo pasar aquel día; quizá el marido se ha
puesto celoso y hasta brutal al ir observando la inclinación que su esposa va
sintiendo por el poeta; quizá, pero no lo sabemos. De un modo o de otro,
Hölderlin se siente herido en plena alma, y ésta le queda rota; desde entonces
las estrofas de sus versos fluyen dolorosamente, como gotas de sangre, entre
sus labios contraídos: Si muero en la ignominia, si mi alma no se venga de la
insolencia, si me veo hundido en una tumba de cobardía por los enemigos del
genio, entonces olvídame tú también y no recuerdes ya ni siquiera mi nombre,
¡oh, corazón bondadoso! Pero Hölderlin no se defiende, no se vuelve virilmente
hacia quien lo ataca, sino que se deja arrojar de la casa como si fuera un
ladrón al que hubieran sorprendido y renuncia a ver de nuevo a su amada, si no
es en algunos encuentros convenidos en secreto, para los que viene de Hamburgo.
La posición de Hölderlin es débil, pueril y hasta femenina en esos momentos
decisivos. Escribe cartas exaltadas a la amiga que le ha sido arrebatada; hace
de ella la sublime novia de Hyperion y derrama sobre el papel las hipérboles
más exaltadas de su amor, pero nada hace para recobrar a su amada, que está allí,
casi junto a él. No se atreve como Schelling, como Schlegel, a arrancar a la
mujer que ama del odioso tálamo matrimonial, frío y helado, riéndose de
peligros y maledicencias, para transportarla al flamante centro de su vida. Ese
eterno desarmado no lucha nunca con el destino; siempre se inclina y cede ante
su poder superior, siempre se declara vencido por la vida, que es más fuerte
que él: «the world is too brutal for me». Y ésa su posición muy bien pudiera
llamarse cobardía sí detrás de ella no estuvieran ocultos un gran orgullo y una
gran energía muda. Pues este hombre tan frágil siente dentro de sí algo
indestructible, algo que siempre queda incólume al recibir los manotazos de la
vida. «La libertad, para quien sabe lo que esta palabra significa, es algo
lleno de profundidad.» «Estoy herido, brutalmente herido, como nadie pudo
estarlo jamás; estoy sin esperanza, sin meta, sin honor y, sin embargo, dentro
de mí noto algo fuerte, invencible, que me hace estremecer apenas se agita en
el interior de mi pecho, llenándome de entusiasmo.» En estas palabras está todo
el valor de Hölderlin; detrás de su decaimiento de neurasténico, detrás de su
cuerpo débil, caduco, se ocultan un aplomo indestructible, la invulnerabilidad
de un dios. Por eso permanece invencible ante los embates del
mundo, y los acontecimientos pasan tan sólo como pubes rosadas o sombrías por
encima del espacio de su alma, siempre serena. Nada de lo que sucede a
Hölderlin logra atravesar su espíritu; la misma Susanne Gontard llegó a él como
un sueño, como una madonna griega, y como un sueño se esfumó después, para
dejarle meditabundo y melancólico. Un niño sabe quejarse más amargamente y
hasta defenderse mejor, cuando se le priva de un juguete, que Hölderlin cuando
se le arrebata a la mujer amada. Su despedida es débil, resignada, y hasta
parece desprovista de dolor: Quiero partir. Tal vez algún día pueda volver a
verte, Dio tima, pero el deseo ya se habrá marchado entonces y nos mira remos
apaciblemente, extraños uno para el otro, como bienaventurados. Hasta lo más querido está ausente para él en este
mundo. Hölderlin está siempre sin fuerza vital, como un noctámbulo, como un
iluminado, fuera de la realidad Lo que conquista o lo que pierde no influye en
su vida interna; por eso pueden reunirse en él la sensibilidad extrema y la
invulnerabilidad absoluta de su genio. Aquel que todo lo da por perdido nada puede perder, y
el sufrimiento purifica su alma y aumenta su fuerza creadora: «Cuanto más sufre
un hombre, tanto más profunda se hace su fuerza.» Ahora que tiene el alma
herida, rota, es cuando va a desplegar la fuerza suprema de su valor poético,
arrojando lejos de sí todas las armas defensivas, para marchar orgulloso y sin
miedo hacia su destino: ¿No son hermanos tuyos todos los hombres? ¿No vendrá en
lo auxilio aun la misma parca? Continúa, pues, tranquilamente marchando por el
camino de lo vida; no temas nada, y bendice todo lo que acaeciere. Lo que procede de la miseria a injusticia de los
hombres nada puede contra Hölderlin. Pero el destino que le marcan los dioses
es recogido por su genio, y entonces lo despliega grandiosamente en su corazón
sonoro. EL RUISEÑOR CANTA EN LAS TINIEBLAS La ola del corazón no se cubriría de la más hermosa
espuma, ni se haría toda espíritu, si la roca impasible del destino no se
opusiera a su paso. Sólo en estas horas trágicas y oscuras, feliz en su
canto solitario, puede haber escrito Hölderlin esas frases llenas de elevación,
de fuerza y de belleza: Nunca había experimentado tan plenamente esa antigua e
infalible voz del destino que nos dice que una nueva felicidad se abre en
nuestro corazón, soportando la negrura del dolor; esa voz que nos dice que es
solamente en la profundidad del dolor donde surge y resuena divinamente el
canto vital del mundo, del mismo modo que se oye en las tinieblas el canto del
ruiseñor. La melancolía de Hölderlin, presentimiento en la
adolescencia, se convierte entonces en un dolor trágico y la elegíaca
melancolía se transforma en poder hímnico. Las estrellas de su vida han caído:
Schiller y Diotima. Ahora, completamente solo, en la oscuridad, eleva su canto
de ruiseñor, canto que perdurará siempre, mientras perdure la lengua alemana.
Desde ahora, todo lo que crea Hölderlin, templado y endurecido por el dolor,
todo lo que crea desde este punto culminante que separa el éxtasis de la caída,
está ya ungido por el genio; ahora su obra ya es una obra acabada. Ha saltado
ya la cáscara, la envoltura que ocultaba la verdadera esencia de su ser, y
ahora corre libremente la verdadera melodía del canto incomparable de su sino.
Entonces nace ese magnífico triple acorde de su vida: la poesía de Hölderlin,
la novela de Hyperion y la tragedia de Empédocles, esas tres variantes de su
apogeo y de su caída. Al hundirse su vida terrenal encuentra Hölderlin la más
alta armonía del espíritu. «Quien marcha sobre su dolor -dice Hyperion- marcha
hacia las alturas.» Hölderlin ha dado ya su paso decisivo; está por encima de
su desgracia, por encima de j su propia vida. Ya no busca la sensibilidad en su
vida, sino que vive consciente de su destino trágico. Como Empédocles en el
Etna, teniendo allá abajo las voces de los hombres, arriba las melodías eternas
y delante de sí el abismo de fuego, así está el poeta también en su magnífico
aislamiento. Sus ideales de antes se han borrado ya como nubes; incluso la
figura de Diotima se entrevé sólo como en sueños, pero ahora se alzan visiones
poderosas y proféticas, himnos atronadores como de anunciación. Hölderlin,
desligado del tiempo y de la sociedad, ha renunciado a todo lo que significa
felicidad o comodidad; la certeza de su próxima caída lo eleva por encima de
las preocupaciones de la vida. Sólo una inquietud lo conmueve aún, levemente:
no caer demasiado pronto, no hundirse antes de haber podido cantar sus himnos
en honor de Apolo, sus cantos de victoria sobre su propia alma. Así pues, se
postra ante el altar invisible y suplica una muerte heroica, una muerte rodeada
de canto: Concededme un verano, ¡oh, inmortales!; concededme 1, también un
otoño para la madurez de mi canto, para que mí corazón, satisfecho de esos
dulces juegos, pueda luego morir. El alma que en la vida no logró la divina
satisfacción, tampoco descansa cuando está en el Orco subterráneo; sí, por el
contrario, terminase la sagrada tarea que hay en mí corazón, la poesía,
entonces bendeciré la llegada del reino de las sombras Contento marcharé, aun
cuando la lira no me acompañe, puesto que sólo entonces habré vivido como los
dioses; y esto me ha de bastar. Pero las Parcas, las calladas Parcas, tienen una hebra
de hilo muy corta; ya las tijeras brillan en manos de Atropos. Pero ese corto
espacio de tiempo encierra un infinito: Hyperion, Empédocles y las Poesías se
han salvado, y llegará a nosotros ese triple canto del genio. Después el poeta
desaparece en la oscuridad. Los dioses no le permiten acabar completamente su
obra. Pero a él sí le dejan acabado. «HYPERION» ¿Sabes lo que lloras? No lloras algo que haya
desaparecido en tal o cual año; no se puede decir exactamente cuándo estaba aún
aquí, ni cuándo partió; sino que estaba aquí, que está aún aquí, está en ti. Tú
buscas una época mejor, un mundo más hermoso. Hyperion es el sueño de juventud de Hölderlin; es
aquel mundo del «más allá»; es la patria invisible de los dioses; es, en fin,
aquel sueño que él cobijó tan ardientemente y del cual nunca llegó a despertar
en la vida real. «No hago más que adivinar, sin poder encontrar», dice en el
primer fragmento de Hyperion. Sin experiencia, sin conocer el mundo y hasta
ignorando las formas del arte, empieza Hölderlin a escribir versos de una vida
que no ha vívido todavía. Como todas las novelas de los románticos, como
Ardinghello, de Heinze, Sternbald, de Tieck, y Ofterdingen, de Novalis,
Hyperion es también algo escrito a priori, antes de toda experiencia; Hyperion
es sólo sueño, sólo poesía; sólo un mundo donde el Poeta se refugia al huir del
mundo de la realidad, pues, en los umbrales del siglo, los idealistas alemanes
huyen de la realidad para refugiarse en la literatura, mientras que al otro
lado del Rin saben interpretar mejor a su maestro Jean Jacques Rousseau. Éstos
están ya cansados de limitarse a soñar en un mundo mejor; ya no esperan, desde
hace tiempo, transformar las cosas del mundo real por medio de la poesía, sino
por la fuerza y por la violencia. Robespierre ha rasgado sus poesías; Marat ha
roto sus novelas sentimentales; Camille Desmoulins, sus malos versos; Napoleón,
su planeada novela al estilo de Werther, y se disponen todos a transformar el
mundo según sus ideales, mientras que los alemanes se agitan convulsivamente en
el sentimentalismo y en la música; llaman novelas a libros de ensueño o f. a
diarios de su sensibilidad, pero que nada tienen de concreto y que se pierden
en los límites adonde llegan sus sentimientos entreabiertos, de forma que un
mundo imaginario les oculta el mundo real. Se entregan a elevados sueños de
voluptuosidad espiritual hasta que se agotan ' sus sentidos. El triunfo de Jean
Paul marca el punto mas elevado de esta clase de novela y el fin de la
sentimental, que había llegado más allá de lo tolerable con obras que eran más
música que poesía, que eran una melodía tocada sobre las cuerdas de la
sensibilidad, tensas hasta el exceso, que eran, en fin, una elevación pasional
del alma hacia la melodía del universo. De todas esas anti-novelas (perdóneseme esta palabra),
de todas esas novelas emocionales, puras, divinamente juveniles, es Hyperion la
más pura, la más emocionante y la más juvenil. Tiene todo el dulce abandono de
un sueño de juventud, junto con el embriagador ímpetu del genio; es inverosímil
hasta la parodia y al mismo tiempo solemne por el ritmo de esa marcha hacia el
infinito; hay que reflexionar largo tiempo para poder descubrir todo lo que se
ha malogrado por falta de madurez en este libro encantador, y aún no se puede
presumir j todo. Pero hay que tener la valentía (en presencia de una naciente
idolatría por Hölderlin, idolatría que desearía encontrar grandioso hasta lo
menos acertado, lo mismo que en Goethe) de declarar que la naturaleza íntima
del genio de Hölderlin era entonces ajena a lo humano a incapaz, por tanto, de
formar una psicología consistente. «Amigo, no me conozco ni conozco nada de los hombres,
había dicho, lleno de clarividencia. Ahora, en Hyperion, vemos su intento de
crear personajes plásticos, aun cuando él no conoce a los hombres; describe una
esfera (la guerra) que nunca ha visto; pinta un escenario (Grecia) donde no ha
estado nunca; y un tiempo (el presente) que nunca le ha preocupado. Por eso él,
todo pureza, todo presentimiento, necesita pedir prestado a otros libros lo que
quiere representar. Toma los nombres de otras novelas; las descripciones de
Grecia, de los viajes de Chandler; copia situaciones y figuras de obras
contemporáneas como las copiaría un escolar; la fábula está llena de
reminiscencias; la forma epistolar es imitación; la parte filosófica no es más
que una presentación poética de escritos o conversaciones. Nada en Hyperion es
propiedad de Hölderlin (¿por qué no hablar claro?), si no es lo único y más
original, o sea, el monstruoso impulso del sentimiento; un ritmo en la palabra
que nos hace saltar, un ritmo que es reflejo del infinito. En el más elevado
sentido, esa novela no tiene más interés que como música. Pero a ese libro de ensueños no sólo le falta lo
plástico, sino hasta lo espiritual, y se ha tratado de llamarlo novela
filosófica para encubrir así todo lo que tiene de amorfo, de abstracto y de
impreciso. Ernst Cassirer, con muchos trabajos, ha ido aislando todo lo que
Hyperion, ese conglomerado sonoro, tiene de Kant, de Schiller, de Schelling y
de Schlegel; sin embargo, lo creo un esfuerzo vano, pues la filosofía de
Hölderlín no tiene lazos profundos con ninguna filosofía. Su espíritu
indisciplinado, inquieto, desordenado, que se nutría sólo de la intuición o de
la revelación, no podía nunca asimilar ningún sistema filosófico; es decir, no
podía ordenar coordinaciones de pensamientos arquitectónicamente; sí, cierta
confusión de ideas, paralela a la confusión de sentimientos que -tenía Kleist,
cierta incoherencia del pensamiento es típica de Hölderlin; aun antes de que
llegara a ser, por su enfermedad, completamente incapaz de coordinar las ideas. . Su espíritu inflamable se encendía por cualquier
chispa aislada que cayera en el barril de pólvora de su entusiasmo; así la
filosofía le era ciertamente útil, pero sólo en aquello que sirviera a sus
fines poéticos, es decir, como fuente de inspiración. Las ideas sólo le son
útiles cuando pueden convertirse en impulso interior; jamás Hölder1ín, cuya
potencia intelectual era la contemplación, tuvo que agradecer nada a las
especulaciones teóricas o a los refinamientos de las escuelas filosóficas. Y si
alguna vez le sirven como motivos de inspiración, las trastoca y las resuelve
en éxtasis y en ritmo; utiliza unas palabras de su amigo Hegel o de Schelling
como Wagner utiliza la filosofía de Schopenhauer en la obertura de Tristán o en
el preludio del tercer acto de Los maestros cantores; es decir, las transforma
en música, en sentimiento o en exaltación. Su pensamiento es sólo una vía para
esa sensibilidad que lanza al mundo, del mismo modo que el aliento del hombre
necesita una flauta, un instrumento, para que el aire de su pecho, al ser
devuelto a la atmósfera, se haga armonioso. El contenido ideológico de Hyperion cabría
perfectamente dentro de una nuez; de toda su enervadora y ardiente lírica se
desprende, tan sólo, un único pensamiento, y este pensamiento es, como siempre
pasa en Hölderlin, el sentimiento de su vida: el dualismo inarmónico, el no
poder conciliar el mundo externo, trivial a impuro, con el mundo interior.
Reunir el interior y el exterior en una forma suprema de unidad y de pureza,
crear sobre la Tierra la «teocracia de la belleza», la unidad del Todo, he aquí
la tarea ideal del individuo en particular y de la Humanidad en general: «
Sagrada Naturaleza; eres la misma dentro y fuera de nosotros. No puede ser muy
difícil conciliar lo que está fuera de mí con lo que hay de divino en mi
interior», así reza el joven y entusiasta Hyperion al preconizar la sublime
religión de una comunión universal. En él no se halla la voluntad fría y verbal
de Schelling, sino la voluntad brutal de Shelley de lograr una comunión con la
Naturaleza, o bien la nostalgia de Novalis por hacer saltar esa tierna membrana
que limita nuestro «yo», para así poderse difundir voluptuosamente en el tibio
cuerpo de la Naturaleza. En Hölderlin, la única cosa que parece original, en su
aspiración hacia la unidad de la vida, es el mito de una edad de oro de la
Humanidad, en que este estado existía inconscientemente, como en una Arcadia
primitiva, y también su fe religiosa en una segunda edad de oro de la
Humanidad. Lo que una vez dieron los dioses a los hombres y éstos perdieron en
su inconsciencia, ese estado sagrado, será obtenido de nuevo, después de siglos
de rudo trabajo, a fuerza de espíritu, a fuerza de entusiasmo poético. Los
pueblos han perdido la armonía infantil, y la armonía de los espíritus será
siempre el principio de una nueva historia de la Tierra. Sólo habrá belleza, y
el hombre y el mundo exterior se unirán en un solo abrazo, formando así una
divinidad universal. «Pues de este modo -deduce con sorprendente inspiración
Hölderlin- no habrá para el hombre ningún ensueño que no corresponda a una
realidad. El ideal -nos dice el poeta- es lo que fue en otro tiempo la
naturaleza. Así el mundo alciónico debe de haber existido, pues sentimos
nostalgia de él. Y teniendo la nostalgia, nace en nosotros la voluntad de que
resucite ese antiguo mundo. junto a la Grecia histórica, debemos crear otra
nueva Grecia: la del espíritu.» Hólderlin, el más grande patriota de esa nueva
patria espiritual, nos da su imagen en sus obras. Por todas partes busca Hólderlin ese mundo mejor que
él ha anunciado: Hölderlin lo ha colocado en Oriente y en el mar, a fin de que
las costas del nuevo reino aparezcan más pronto a sus claros ojos. El primer
ideal de Hyperion (que es una sombra luminosa de Hölderlin) será la naturaleza
que todo lo abraza en su seno; pero aun así, ésta no puede disipar la
melancolía innata de ese eterno soñador, pues la naturaleza, que es el todo,
rehusa tener una visión fragmentaria. Entonces Hyperion busca esa comunión en
la amistad, pero ésta no logra llenar la inmensidad de su corazón; después,
parece que el amor le concede, al fin, esa sagrada unión, pero Diotima desaparece
y así acaba ese sueño apenas empezado. Ahora va tras el heroísmo, la lucha por
la libertad; pero ese nuevo mundo ideal queda hecho pedazos ante la realidad,
pues la realidad rebaja la guerra hasta hacerla saqueo, asesinato, brutalidad.
El nostálgico peregrino sigue entonces a sus dioses hacia su patria, pero
Grecia ya no es la Hélade de la antigüedad; una generación descreída profana
hoy aquellos lugares míticos. Por ninguna parte la exaltación de Hyperion puede
encontrar lo absoluto ni la armonía; reconoce su destino terrible, que es ser
vencido, más tarde o más temprano, y presiente la «incurabilidad del siglo». El
mundo está despedazado y se ha hecho insípido. Pero el sol del espíritu, el mundo ideal, ha
desaparecido, y en la noche glacial sólo reinan huracanes. Entonces, cediendo a una cólera que no puede dominar,
Hölderlin conduce a su héroe a Alemania, a la Alemania donde el mismo Hölderlin
sufre, en su propia carne, la maldición de no poder encontrar nada de aquella
perfección de la vida, sino que sólo encuentra dispersión, aislamiento y
disolución del todo. Entonces se alza la voz de Hyperion para hacer una
terrible advertencia. Parece como si Hölderlin hubiera ya profetizado con ello
todo el peligro al que conduce Occidente: el americanismo, la mecanización, la
desespiritualización de ese siglo para el que él pedía la teocracia de la
belleza. Nadie, en el tiempo presente, piensa ya más que en sí mismo; al
contrario de los antiguos y de los hombres futuros que él ha soñado y que
formarán unidad con el universo: Están los hombres como encadenados a su propia
actividad y, en el estruendo de los talleres, sólo oyen su propia voz. Como
salvajes, trabajan incansablemente y con brazo duro, pero su labor resulta
siempre infructuosa, estéril, como la de las Furias. La independencia de Hölderlin con respecto al presente
se convierte en una declaración de guerra a su patria, cuando ve que en
Alemania no aparece todavía su nueva Grecia, su Germanía; así que él, que tanta
fe tenía en su pueblo, alza su voz de maldición, que es la maldición más fuerte
que ningún alemán, herido de amor patrio, haya podido lanzar contra su país. Él había partido a la busca del ideal en el universo y
ha de huir ahora a refugiarse en su idealismo: «Ha terminado ya mi sueño sobre
las cosas humanas.» Pero ¿adónde huye entonces Hyperion? La novela no lo dice.
Goethe, en el Fausto o en Wilhelm Meister, habría contestado: «A la acción.»
Novalis habría dicho: «A la fantasía, al ensueño o a la magia.» Hyperion, que
es todo r preguntas, no tiene qué contestar. Como lamento nostálgico, su acento
se pierde en el vacío. El hermano que nace, Empédocles, sabe ya algo más acerca
de sublimes huidas; huye del mundo para refugiarse en la poesía, huye de la
vida a la muerte. En Empédocles se ve ya la ciencia del genio; Hyperion, en
cambio, es siempre el eterno muchacho, el eterno soñador que presiente, pero no
encuentra. Un presentimiento puesto en música: tal es Hyperion,
nada más; no es una obra completa, ni un poema tampoco. Sin recurrir al examen
filosófico, se ve claramente que, en él, los años y la sensibilidad mezclan
caóticamente diferentes sedimentos y que la melancolía del desengaño convierte
en profunda depresión aquel optimismo entusiasta de la juventud. En la segunda
parte de la novela flota como un cansancio otoñal; aquella luz resplandeciente
del éxtasis es ya un crepúsculo que marcha hacia la noche oscura y empieza a
ocultar « las ruinas de pensamientos que fueron edificados tiempo atrás». En
esta obra, como en las demás, la impotencia del poeta le ha impedido realizar
su ideal, es decir, crear una unidad. La fatalidad sólo le ha permitido crear
un fragmento y su esfuerzo no llega nunca a producir algo terminado por
completo. Hyperion es como un torso de juventud, un sueño que no ha llegado a su
fin, pero toda sensación de imperfección desaparece totalmente gracias al
magnífico ritmo del lenguaje, que cautiva nuestro entusiasmo por su pureza y
fuerza, ya sea en lo que tiene de exaltación, ya en lo de desaliento. Nada ha
producido la prosa alemana más puro y más lleno que esas oleadas sonoras que no
se interrumpen ni por un segundo; ninguna obra de la poesía alemana tiene esa
continuidad de ritmo, esa armonía tan bellamente desplegada. Pues, para
Hölderlin, la nobleza de su lenguaje era la forma natural de su aliento, de su
voz; era algo fundamental de su propio ser; así que nada hay de artificial en
esa obra, en la que sólo hallamos espontaneidad y naturalidad, compensándose
así la endeblez del fondo, por la magnificencia de la forma. Todo Satisface, todo conmueve en esa prosa elevada e
impetuosa que llena de amplitud las figuras más inverosímiles, haciéndolas como
vivas y posibles. Las ideas, pobres de por sí, se llenan de un ímpetu tal, que
parecen sonar a algo celeste; los paisajes irreales se desvanecen en la magia
de esa música, como visiones de un sueño de vívidos colores. El genio de
Hölderlin viene siempre de lo inconcebible, de lo inconmensurable; siempre es
algo alado que desciende de un mundo superior hasta nuestra alma, subyugada por
el entusiasmo. Siempre vence él, pobre artista, sin facultades, por su pureza y
su música. «LA MUERTE DE EMPÉDOCLES» ... Y puras imágenes salen, como tranquilas estrellas, de
aquellas largas dudas. Empédocles es el grado superlativo del sentimiento
heroico de Hyperion. Ya no es elegía del presentimiento, sino tragedia de la
seguridad del destino; lo que en la primera obra es un canto lírico, dirigido
al destino, se eleva en Empédocles hasta ser una rapsodia dramática. El
soñador, el buscador incansable, ha dejado paso libre al héroe consciente a
impávido. Después de que Hölderlin ha visto su alma destrozada, ha subido el
escalón decisivo, un escalón formidable, elevándose hasta el espíritu de
resignación, y con un paso más traspasa ya el umbral oscuro de la profundidad
suprema que consiste en abandonarse, voluntariamente y con piedad antigua, al
propio destino. Por eso, ese oculto duelo que flota en ambas obras es tan
diferente en cada una de ellas: en Hyperion tiene toda la media luz del
crepúsculo matutino; en Empédocles es ya una siniestra y oscura nube de
tempestad, que vibra bajo los relámpagos de la desesperación y adelanta el
brazo amenazador de la destrucción. El sentimiento de fatalidad se ha
convertido ahora en un heroico sentimiento de caída. Hyperion soñaba aún en una
vida noble y pura, en una unidad en la existencia. Empédocles, borrados ya sus
sueños, pide, con relevante clarividencia, no una vida noble y grande, sino una
muerte grande. Hyperion es una pregunta juvenil; Empédocles, una viril contestación.
Hyperion es una elegía del comienzo; Empédocles, una magnífica apoteosis del
fin, de la caída heroica. Por eso la figura de Empédocles se alza de manera tan
visible por encima de Hyperion; la poesía tiene aquí un ritmo más elevado, pues
no se trata de un casual sufrimiento del hombre, sino de la sagrada miseria del
genio. El sufrimiento del muchacho es sufrimiento de él mismo y de la tierra,
es la suerte inherente a todo ser humano; pero el dolor del genio es un dolor
más alto que ya no le pertenece a él mismo, es un sufrimiento sagrado que
pertenece a los dioses. Aquí se delimita, pues, un mundo nuevo; el primero de
ellos está aún húmedo por el rocío de la fe, es como un dulce paisaje del alma;
el otro es ya una esfera heroica, una mole rocosa, una cordillera donde reinan
la soledad y las grandes tormentas; la separación entre ambos mundos la
constituyen la pubertad del genio y el choque con el destino. El que no ha
podido aprender a vivir, el que ha visto hundirse el cielo de la fe,
rompiéndose así su corazón, va ahora a tener su último sueño, el sueño supremo,
el sueño de la muerte en la inmortalidad. Hölderlin quería representarse a sí mismo una muerte
voluntaria, recibida con toda la energía y todo el sentimiento de que es capaz
un alma que está en su plenitud; quería representarse a sí mismo cómo se muere
en la belleza (pues ¡cuán cerca estaba de tal decisión en aquellos días en que
buscaba su propia destrucción!). Entre sus papeles se encuentra un primer
esbozo del drama La muerte de Sócrates; debía ser la muerte de un sabio, la
muerte de un hombre libre, pero pronto la imprecisa imagen de Empédocles
descarta la figura de Sócrates, la figura del filósofo escéptico. De Empédocles
nos ha quedado la sugestiva frase: « Se vanagloriaba de ser más que los
humanos, consagrados a tantos males.» Este sentimiento de diferencia, de
superioridad y de mayor pureza hace de Empédocles un antepasado intelectual de
Hölderlin, que ahora, siglos después, se dispone a adornar a este personaje
mítico con todas las desilusiones que el mundo, ese mundo eternamente
fragmentario, le ha hecho experimentar a él. Y va a revestir a esa figura de
toda la cólera que a él le inspira la humanidad impía y egoísta. Al muchacho
Hyperion sólo podía Hölderlin darle su anhelo caótico, su impaciencia, pero a
Empédocles puede darle ya su mística comunión con el todo, su éxtasis y su
intuición de una próxima y fatal caída. Hyperíon es poesía, símbolo;
Empédocles, la exaltación del heroísmo, la embriaguez de la divinidad. Aquí se
cumple todo su ideal, que es elevarse con toda la plenitud de su intacta
sensibilidad. Empédocles de Agrigento es -como Hölderlin dice en su
primer renglón- «un enemigo implacable de toda existencia parcial». La vida y
los hombres le hacen sufrir porque él no puede « vivir y amar con todos ellos,
con corazón omnipotente, ardiente como un dios y libre como un dios». Por eso
Hölderlin le da lo más íntimo que tiene: la indivisibilidad del sentimiento;
Empédocles posee, como todo poeta, como todo genio, el privilegio de comunicarse
con el universo, un celeste parentesco con la naturaleza eterna. Pero pronto la
fuerza embriagadora de Hölderlin lo eleva aún más alto, haciendo de él un mago
del espíritu: Para quien, en la hora sagrada, en la hora alegre de la muerte,
la divinidad descorre el velo; aquel a quien amaban la luz y la tierra; aquel
en quien el espíritu del mundo despertó su propio espíritu. Pero, precisamente a causa de esta universalidad, el
maestro padece por la forma fragmentaria de la vida; sufre al ver que todo lo
que existe es regido por la ley de la sucesión. Sufre al ver que los hombres
dividen la vida en escalones, en puertas, en barreras, y que, hasta el más alto
entusiasmo, nunca es capaz de fundir las divisiones en . una unidad de fuego.
Así, Hölderlín proyecta hacía lo cósmico su propia experiencia, el desacuerdo
que hay entre su propia fe y la insipidez del mundo real; adorna a Empédocles
con lo más entusiasta de su ser, con el éxtasis de su inspiración, pero también
con la depresión más profunda de sus horas de abatimiento. Pues, en el momento
en que Hölderlin hace aparecer a Empédocles, ya no es éste aquel espíritu
poderoso; los dioses (es decir, la inspiración) le han abandonado y le han
desposeído de su fuerza, porque su hybris le ha hecho jactarse de su felicidad:
Pues la divinidad pensativa odia una grandeza inoportuna. Pero el sentimiento de universalidad se había
convertido ya en un arrobamiento feliz; el vuelo de Faetón le ; había elevado
tan alto en los aires que él creía ser un dios y se vanagloriaba: La
Naturaleza, que necesita un amo, se ha convertido en sierva mía, y si está
esplendorosa es gracias a mí. ¿Qué serían los cielos y la mar, las islas y los
astros, y todo lo que se ofrece a la vista de los hombres, qué sería también la
lira muerta, si yo no les diese un alma? ¿Qué son los dioses, si yo no soy
heraldo? Ahora, sin embargo, le ha sido retirada la gracia de los dioses; de la
altura todopoderosa en que estaba, se ha precipitado en la más terrible
impotencia. El vasto mundo, pletórico de vida, parece a su espíritu, condenado
al silencio, un reino perdido. La voz de la Naturaleza pasa por encima de él
como si estuviera vacía; ya no llena su pecho de armonías; así se ve, pues,
arrojado hacia las cosas terrenas. En esta obra se sublímalo experimentado por el propio
Hölderlin, es decir, su caída desde el más alto entusiasmo al bajo nivel de lo
real y, en una escena grandiosa, describe toda la ignominia que ha de sufrir. Los hombres en seguida se dan cuenta de la impotencia
del genio de Empédocles y, con malicia, los desagradecidos se precipitan contra
él y lo arrojan de su patria, de su ciudad, del mismo modo que ya arrojaron a
Hölderlin de su nido de amor, y lo persiguen hasta hacerle refugiarse en la más
profunda soledad. Aquí, en la cumbre del Etna, en la divina soledad, la
Naturaleza recobra su voz y el caído se levanta, y con él se levanta,
magnífica, la poesía heroica. Tan pronto como Empédocles -¡cuán maravilloso es
este símbolo- ha bebido el agua pura de aquel monte, la pureza penetra otra vez
en su sangre: Otra vez, entre tú y yo, aquel amor de antes brilla como en
rosada aurora. La tristeza se convierte en luz y la violencia se
trueca en aceptación. Empédocles sabe el camino que conduce a su patria, que es
comunión suprema; ese camino discurre por encima de los hombres; es un camino
solitario más allá de la vida; es un camino de muerte. El deseo más fuerte de
Empédocles es ahora la suprema libertad, la comunión con el gran Todo; lleno de
fe, se dispone a alcanzarla: Repugna generalmente a los humanos todo aquello
que es j nuevo o extraño. Limitados a cuidar de su propiedad, no se inquietan
más que por su subsistencia; su espíritu no llega a más. Pero, finalmente, han
de partir, han de dejar la vida y, medrosos, se sumergen en el misterio. Así,
cada uno de ellos recobra una nueva juventud, como quien se refresca en la
purificación de un baño. Los hombres deberían hallar su mayor placer en este
rejuvenecimiento y salir invencibles, como Aquiles de la, Estigia, de una
muerte purificadora, fijada por ellos mismos. «Entregaos a la Naturaleza antes de que sea ella la
que os tome.» Es un modo magistral de sugerir el suicidio. Y el sabio comprende
el sentido sublime de una muerte que llega demasiado pronto, fatalmente,
necesariamente. En efecto, la vida es destrucción, porque es desintegración,
fraccionamiento, mientras que la muerte disuelve al ser en el Universo. La
pureza es la ley suprema del artista y éste ha de cuidar de mantener puro, no
la envoltura, sino el espíritu que ella encierra: Debe marcharse aquel cuyo
espíritu ya ha hablado. La divina Naturaleza se manifiesta a veces como es:
divina, y así es como la reconoce la raza que tiene osadía; pero después,
cuando el mortal ha sentido ya su pecho lleno de delicias y ya ha pregonado,
puede ya romper el vaso, a fin de que no pueda servir para otro uso. Que lo
divino no se mezcle con lo humano. Mueran, pues, esos hombres libres, esos
hombres felices; mueran antes de que caigan en el egoísmo, en la frivolidad o
en la ignominia, aportando así a los dioses su sacrificio de amor. Sólo la muerte salva lo divino que hay en el poeta;
sólo la muerte puede guardar intacto su entusiasmo, no manchado aún por la
vida; sólo la muerte puede inmortalizarlo y hacer de él un mito: Ése es el
único destino propio del poeta, para quien, en la hora sagrada, en la hora
alegre de la muerte, la divinidad descorre el velo; aquel a quien amaban la luz
y la tierra; aquel en quien el espíritu del mundo despertó su propio espíritu. En el presentimiento de la muerte encuentra su último
entusiasmo, que es a la vez el más alto; como el cisne a la hora de morir, él
también ve que su alma se llena de melodía... de una melodía que se eleva
magníficamente y que no tiene fin. Aquí, pues, cesa ya la tragedia. A Hölderlin
ya no le era posible elevarse mas por encima de su propia destrucción
voluntaria, pero abajo contesta todavía una voz terrenal a los elegidos que
cantan la suprema necesidad: Así debe suceder, así lo quieren el espíritu y el
tiempo que llegó a su madurez, pues nosotros, los ciegos, necesitamos un día
ver el milagro. Y termina en un sublime final, cantando en alabanza de
ese misterio inconcebible: Grande es su divinidad y grande es el sacrificio. Hasta su última palabra, hasta su último aliento,
Hölderlin alaba todavía al destino, servidor inconmovible de la sagrada
necesidad. Nunca se ha acercado tanto al mundo griego como en esta tragedia;
con su dualismo de sacrificio y exaltación, alcanza más pureza y elevación que
la que alcanzó nunca la tragedia alemana. El hombre que desafía a los dioses y
al destino, alzándose contra ellos con ímpetu amoroso; el sufrimiento del
genio, rodeado de vulgaridad y fraccionamiento en este mundo sin alas; tal es
el conflicto elemental en el que Hólderlin ha expresado magistralmente su propia
opresión. Lo que no logró Goethe en Tasso, porque se limita a mostrar el
tormento del poeta en la vida burguesa, por el sentimiento de vanidad, del
orgullo de casta y de un amor exaltado, lo alcanzó Hölderlin por la pureza del
elemento trágico: Empédocles está completamente deshumanizado y su tragedia es
puramente tragedia de la poesía. Ni un átomo de episodio vano o de teatralidad
oscurece el ropaje armonioso de esta acción dramática. Ninguna mujer dificulta
la acción con la menor intriga erótica; no se interponen ni criados ni siervos
en el terrible conflicto entre el solitario y los dioses. Como en Dante, como
en Calderón, se eleva sobre el destino individual un espacio infinito, y así la
acción se desarrolla bajo el gran cielo de la eternidad. Ninguna tragedia
alemana tiene tanto cielo encima como ésta, ninguna sale tan naturalmente de
las tablas para llegar al ágora, a la plaza pública, a la fiesta y al
sacrificio solemne: en este fragmento (y en el titulado Guiskard pasa lo mismo)
ha sido resucitado el mundo antiguo por la voluntad apasionada del alma.
Empédocles se alza aquí, entre nosotros, como un templo de mármol de columnas
sonoras, aparentemente incompleto, un torso nada más, pero perfecto. LAS POESÍAS DE HÖLDERLIN Es un enigma aquel que nace puro. Apenas puede el
canto descubrirlo, pues así como naciste quedarás. La poesía de Hölderlin sólo tiene tres de los cuatro
elementos de la filosofía griega, éstos eran: el fuego, el agua, el aire y la
tierra; en la poesía de Hölderlin falta la tierra, esa tierra turbia y pesada
que subyuga poderosamente y que es signo de plasticidad y de dureza. La poesía
de Hólderlin ha sido moldeada con un fuego que, llameante, se eleva hacia la
altura; es símbolo del espíritu, del eterno viaje hacia el cielo; es ligera
como el aire y se cierne allá arriba como una procesión de nubecillas y de
viento sonoro; es pura, es diáfana. A través de ella pasan todos los colores y
tiene un ritmo incesante de subida y bajada, como la eterna respiración del
espíritu creador. No tiene raíces que la aten a la tierra, sino que crece hacia
arriba, hostilmente, en esa tierra pesada a infructífera; sus versos son
inquietos, errantes, como nubes que suben hacia el cielo y que ya se arrebolan
de sol, ya se oscurecen de pesimismo y, a veces, dejan escapar de pronto el
violento rayo y trueno de la profecía. Pero siempre se mantienen allá arriba,
en las regiones etéreas, siempre alejadas de la tierra, inaccesibles a los
sentidos y sensibles solamente para el sentimiento. «En su canto flota su espíritu»,
dice Hölderlin al hablar de los poetas, y así su espíritu se convierte en
música igual que el fuego se convierte en humo. Todo se dirige hacia las
alturas; « por el calor se alza el espíritu» ; por la combustión, es decir, por
la idealización de la materia, el sentimiento se sublima. Para Hölderlin, la
poesía es siempre la evaporación de lo material y. su conversión en espíritu,
la sublimación en el espíritu universal, pero nunca es envoltura o adorno de lo
material. La poesía de Goethe, aun la más sublime, siempre tiene una porción
material; tiene calor de vida: i es sabrosa como una fruta y se la puede
abarcar con los sentidos, pero la de Hölderlin escapa a toda percepción. La
poesía de Goethe tiene aún la tibieza del cuerpo, aroma de tiempo, gusto de
tierra; hay siempre en ella algo de individualismo, algo de Johann Wolfgang
Goethe y algo también de su mundo. Al contrario, la poesía de Hölderlin está
personificada adrede: «lo individual molesta siempre al espíritu puro que lo
concibe», dice el poeta algo oscuramente. Por esta falta de materialidad, su
poesía tiene una estática particular, no descansa en sí misma, formando un
círculo vicioso, sino que se sostiene, elevada por sí misma, como un aerostato;
siempre nos recuerda a los ángeles, esos espíritus puros, sin sexo, que pasan
como un sueño por encima de nuestro mundo, esos seres ingrávidos convertidos en
su propia melodía. Goethe poetiza cosas de la Tierra; Hölderlin,
supraterrestres. Su poesía es (como la de Novalis, como la de Keats,
como la de todos los genios muertos prematuramente) una victoria sobre la
gravedad, una conversión de expansión en sonido, un regreso al fluido
elemental. La tierra, pues, ese elemento duro, pesado, ese cuarto
elemento del Todo -ya lo dije antes-, no es compatible con la plasmación
espiritual de la poesía de Hölderlin; para éste, la tierra es siempre lo
inferior, lo bajo, lo enemigo, lo brutal, la fuerza de gravedad que le recuerda
su origen terrenal y de la que se desprende. Pero también la tierra está llena
de fuerza poética, es fuerte, tiene forma, calor, abundancia divina, para los
que la saben aprovechar. Baudelaire, que todo lo forma de materia terrenal con
la misma pasión espiritual que Hölderlin, es tal vez el lírico más completo en
contraposición a Hölderlin; sus poesías están hechas por compresión (las de
Hölderlin por expansión) y tienen tanta solidez frente al infinito como la
música de Hölderlin; su brillo cristalino y su solidez no son menos puros que
la transparencia y armonía de este último. Esos dos géneros de poesía están
frente a frente, como la tierra y el cielo, como el mármol y la nube. En ambos
géneros, la transformación de la vida en arte plástico o musical es perfecta.
Lo que entre ellos se despliega, como variantes infinitas del soplo poético,
hecho ya sea de materialización, ya de idealización, constituye una transición
magnífica. Son ambas formas del arte los dos extremos, el punto supremo de la
concentración y el punto supremo de la expansión. En la poesía de Hölderlin, la desintegración de lo
concreto, o mejor aún, según la expresión de Schiller, « la negación de lo
accidental, es tan completa y destruye tanto lo objetivo, que los títulos que
escribe sobre los versos no parecen a veces tener ningún sentido y diríanse
colocados por la casualidad. Para darse cuenta de eso, léanse las tres odas «
Al Rhin», «Al Main» y « Al Neckar», y podrá verse cómo el mismo paisaje está
despojado de toda individualidad: el Neckar corre hacia el mar Ártico de sus
ensueños y los templos griegos muestran su blancura en las márgenes del Main.
La propia vida del poeta se disuelve en símbolos; Susanne Gontard pierde su
verdadero sentido al convertirse en Diotima. Alemania es una patria mística;
los sucesos se convierten en sueños; el mundo, en mito; ningún vestigio terrestre,
ningún vislumbre del destino del propio poeta, se salva de ese proceso de
depuración lírica. Hölderlin no transforma, como Goethe, el suceso en
poesía, sino que aquél desaparece, se borra, al hacerse poesía sin dejar ni una
nube. Hölderlin no transforma la vida en poesía, sino que huye de la vida para
refugiarse en la poesía, como realidad más cierta de la existencia. Esa falta de fuerza real, de precisión de los
sentidos, no sólo descorporiza lo objetivo, lo real, en la poesía de Hölderlin,
sino que hasta el propio idioma deja de ser terrenal, pierde su color y su
resabio para hacerse una cosa transparente, nebulosa, blanda: «El idioma es
superfluo», hace decir a Hyperion con acento dolorido, ya que el lenguaje de
Hölderlin está falto de toda riqueza, pues él no quiere beber en la fuente del
idioma, sino que escoge sus palabras sobriamente y con cuidado. Su caudal de
palabras es tal vez inferior en una décima parte al de Schiller y apenas llega
a una centésima del de Goethe. Este, con mano firme y nunca mojigata, tomó sus
palabras del pueblo, de la plaza pública, para así enriquecer su estilo y
renovar sus imágenes. Hölderlin se forma un caudal reducido, sin variedad, sin
matices. Él mismo se da cuenta de esa limitación voluntaria y
del peligro de esa renuncia a lo sensitivo: «Me falta menos fuerza que
ligereza, menos las ideas que los matices, menos un tono mayor que una serie
complementaria de tonos menores, menos luz que sombras, y todo por la razón de
que aborrezco lo vulgar y común que hay en la vida real.» Prefiere permanecer
pobre, prefiere reducir su lenguaje a un círculo limitado, antes que tomar del
idioma del mundo impuro un solo dracma para utilizarlo en las esferas celestes.
Prefiere «proceder sin adornos, únicamente por largos acordes, en que cada uno
forme un todo, y alternarlos armónicamente», antes que dar a su lenguaje lírico
el acento del mundo inferior. En su sentir, no debe considerarse la poesía como
una cosa terrestre, sino como un presentimiento de lo divino. Prefiere el peligro
de la monotonía antes que comprometer la pureza absoluta de su poesía; que su
lenguaje sea puro es preferible a que sea rico. Incesantemente se repiten,
aunque en magistrales variantes, los epítetos «divino», «celestial», «santo»,
«eterno», «feliz», «bienaventurado»; tampoco utiliza sino palabras tomadas de
la antigüedad, ennoblecidas por la edad, y rechaza las que aún llevan prendido
en su ropaje el aliento de ahora, del presente, que todavía están tibias de
vaho de pueblo y gastadas por el use incesante. Así como antes el sacerdote
vestía de blanco inmaculado, así también la poesía de Hölderlin lleva un ropaje
solemne y severo que la distingue de lo que hay de vanidoso y de superficial en
los poetas. Elige adrede las palabras vaporosas, sugestivas, que como incienso
exhalan un perfume religioso, un aroma de fiesta, de solemnidad, algo que huele
a consagración. Todo lo tangible, concreto, plástico y físico falta
completamente en sus expresiones elevadas. Y es que Hölderlin no toma nunca las
palabras por lo que pesan, por su colorido para concretar las cosas, sino
siempre por su fuerza de ascensión, por su ímpetu espiritual para llevarnos al
mundo superior, al mundo divino del éxtasis. Todos esos epítetos efímeros,
«feliz», «celeste», «sagrado», esas palabras, como ángeles sin sexo, son
incoloras como un velo, pero, como un velo también, cuando se inflan por la
impetuosidad del ritmo, por el soplo del entusiasmo, se llenan de ampulosidades
maravillosas y nos elevan muy alto. Toda la fuerza de Hölderlin -ya lo he
dicho- viene de su potencia de exaltación, de su entusiasmo; eleva todas las
cosas, y por tanto también las palabras, a otras esferas, donde adquieren otro
peso específico que el que tienen en nuestro mundo mezquino, apagado, donde no
son más que una < nube eufónica». En el aliento del canto, esas palabras
vacías a incoloras adquieren nueva luz, se mantienen en el éter, solemnes, y
suenan misteriosamente como con un sentido oculto. Su más alta magia viene de la sugestión, la elevación
del sentimiento, pero no de su precisión. Su poesía no quiere ser nunca
plástica, sino luminosa, y por eso carece de sombras. No quiere describir las
cosas de la vida real, sino algo que está más allá de los sentidos y que nos
eleva hacia el cielo al mostrarnos lo sobrenatural, lo que se escapa al
intelecto. Por eso, la característica de las poesías de Hólderlin es el impulso
hacia la altura. Todas empiezan con ese fuego de la exaltación» en el que el
espíritu puro y la sinceridad de sus himnos tienen siempre algo rudo, algo de
choque, algo de empujón: es que el lenguaje que emplea en los versos se ha de
separar enseguida del lenguaje corriente para difundirse en su propio elemento.
En Goethe no se encuentra una gran distancia entre la prosa poética (véanse sus
cartas de juventud) y el verso; no hay apenas transición. Como en los anfibios,
su lenguaje vive en los dos mundos: el de la prosa y el de la poesía; el de la
carne y el del espíritu. Hölderlin, por el contrario, en la prosa tiene una
lengua pesada; en sus cartas y en su conversación tropieza continuamente con
fórmulas filosóficas; el léxico de su prosa está desarticulado sí se compara
con el de sus poesías, que es donde mana con naturalidad. Como aquel albatros
de la poesía de Baudelaire, sólo puede medio arrastrarse por tierra; pero en
los aires, en las alturas, puede moverse libremente, planear y hasta descansar.
Así, cuando Hölderlin encuentra su propio entusiasmo, el ritmo fluye de su boca
como aliento de fuego; la pesadez de la sintaxis se transforma en giros llenos
de arte; brillantes inversiones son el contrapunto a una fluidez mágica: su
etérea canción, transparente como el ala membranosa y cristalina de un insecto,
deja ver a través de ella el azul infinito, todo sonoridad. Precisamente lo que
en los demás poetas es más raro, la inspiración que no decae un momento, la
continuidad del verdadero canto, es para Hólderlín lo más natural. En
Empédocles, en Hyperion, no se anquilosa nunca el ritmo, no decae ni desciende
un solo segundo. Nada prosaico queda a aquel que se deja arrebatar por el
entusiasmo; él habla en poesía como en un lenguaje que poseyera a la perfección
y nunca la mezcla con la prosa cotidiana; el lirismo y el entusiasmo lo llenan
completamente en los momentos de inspiración: «la embriaguez de su caída en las
alturas», como él mismo dice magistralmente, se extiende por encima de él. Más
tarde, su destino, como un emocionante símbolo, nos demostró que su poesía era
más fuerte que su espíritu, pues cuando Hölderlin está ya enfermo de espíritu,
pierde la capacidad para la vida inferior, pierde el lenguaje cotidiano de la
conversación, pero el ritmo sonoro sigue fluyendo siempre de sus labios
temblorosos. Esa magnificencia, esa desligadura completa de todo
prosaísmo, ese ímpetu hacía el elemento etéreo, no fueron propios de Hólderlin
desde el primer momento; el poder y la belleza de su poesía crecen a medida que
aumenta la presión de su demonio interior. Los inicios poéticos de Hölderlin
son insignificantes y faltos de toda individualidad. La cubierta que envuelve a
la larva interior no se ha desprendido todavía. El principiante se limita a la
imitación, se nutre de sentimientos ajenos, a veces en una medida que roza
incluso lo ilegítimo, pues no sólo la forma métrica y hasta el fondo espiritual
son de Klopstock, sino que desliza en sus obras versos enteros y hasta estrofas
del maestro en sus propias odas. Después, en Tubinga, le llegó la influencia de
Schiller, de quien «depende invariablemente», y a ella, a su atmósfera clásica,
a sus pensamientos, se va sometiendo en sus obras de versificación, en el
acento de la estrofa. La oda barda se convierte pronto en himno schilleriano,
armonioso, limado, con un fondo mitológico que se despliega lleno de sonoridad.
Aquí la imitación no sólo alcanza al original, sino que sobrepasa las formas
más propias del maestro (a mí, al menos, la poesía de Hölderlin « A la
Naturaleza» me parece más bella que las más bellas creaciones de Schiller) Pero
un tono elegíaco que empieza a sonar medio oculto nos revela, en esas poesías,
la melodía personal de Hölderlin: el poeta no tiene más que acentuar su
tonalidad, abandonarse completamente a su impulso hacía la altura, al
idealismo, sin otra necesidad que escoger la forma antigua, pura, desnuda, que
no admite ritmo, y entonces nace la verdadera poesía hölderliniana; es decir,
el ritmo puro. Sin embargo, en esa época de transición, todavía se
halla en sus versos su propia personalidad, aún hay algo de arquitectura
intelectual que es como el esqueleto de una máquina voladora; el poeta, aunque
depende todavía de la materia sistemática y razonada de Schiller, busca ya una
estabilidad propia para sus poesías, que se desprende del ritmo y del
encuadramiento de la estrofa: si se estudian sus poesías de esa época se ve, en
todas ellas, un sistema rígido (observado por muchos, pero estudiado
detalladamente por Viëtor); hay como una triplicidad: ascenso, descenso y
equilibrio, lo que constituye un triple acorde armonioso: la tesis, la
antítesis y la síntesis. En docenas de composiciones de Hölderlin pueden
observarse ese flujo, ese reflujo y esa resolución en armonías sonoras; pero,
aun dentro de esa ingravidez mágica de sus poesías, se adivina la huella de la
maquinaria, la parte técnica. Pero al fin se desprende de ese resto de lo
sistemático, de ese resabio de técnica schilleriana, como la serpiente se
desprende de su piel. Reconoce la grandiosidad de una libertad sin leyes, de
una lírica toda ritmo. Y aunque los informes de Bettina no son siempre dignos
de la mayor confianza, en este caso las palabras que pone en la narración de
Sinclair no hay duda de que son ciertamente las de Hölderlin: «El espíritu no
se eleva sino por el entusiasmo, y el ritmo no obedece más que a aquel cuyo
espíritu se llena de vida. Aquel que ha nacido para la poesía, en el sentido
divino de la palabra, ha de reconocer, como única ley, el espíritu del
infinito, y a esta ley ha de sacrificar todas las restantes: "hágase lo
voluntad, mas no la mía".» Por primera vez Hölderlin se libra, en sus
poesías, de la razón, del racionalismo, y se abandona a las fuerzas puras. Lo
demoníaco de su ser rompe sus trabas rugiendo y despliega las magnificencias
del ritmo, una vez que ha dejado ya las leyes que lo ataban. Sólo entonces es
cuando, de las profundidades de su ser, brota la música original de Hölderlin,
ese ritmo, esa fuerza caótica y salvaje que es lo más íntimo de su ser y de la
cual él mismo dice: «Todo es ritmo; el destino del hombre es ritmo celeste y
toda obra de arte es un ritmo único.» Las leyes arquitectónicas desaparecen y la
poesía hölderliniana expresa ya tan sólo su propia melodía; en toda la poesía
alemana no hay otro ejemplo en que el todo descanse tanto en el ritmo; en las
poesías de Hölderlin, el color, la forma, no son más que cosas diáfanas,
vaporosas. La poesía de Hölderlin ya no tiene nada de material, ni recuerda ya
la técnica de Schiller, donde todo es trabajo, remache, tornillo; se ha
convertido ahora en algo aéreo, angelical, ligero como el pájaro, libre como
una nube que se expande en sonido, en armonía. La melodía de Hölderlin, como la
de Keats, y a menudo como la de Verlaine, parece tomada de las regiones
cósmicas de los sueños; nada tiene de terrenal; su carácter específico está por
encima de todo contacto tangible y se mantiene elevada milagrosamente. Por eso sus
poesías tienen tan poca materia objetiva que admits ser aislada y transmitida
por medio de una traducción; mientras que las poesías de Schiller y hasta las
de Goethe pueden ser traducidas línea a línea a lenguas extranjeras, las de
Hölderlin no admiten ese trasplante porque, dentro de la lengua alemana, se
sitúan más allá de la expresión sensible. Su secreto supremo es mágico; es un
milagro de idioma, único, inimitable y sagrado. El ritmo de Hölderlin no tiene nada de la estabilidad
que ofrece, por ejemplo, el de Walt Whitman (a quien Hölderlin recuerda a veces
por su fluidez y abundancia). Walt Whitman había encontrado enseguida el metro
que convenía a su ritmo, su forma poética; una vez hallado ese ritmo, se
express con él en toda su obra poética, es decir, durante veinte, treinta o
hasta cuarenta años. En Hölderlin, por el contrario, el ritmo se refuerza, se
amplía incesantemente, se hace cada vez más sonoro, más libre, más precipitado,
más turbio, más primitivo y más tempestuoso. Empieza con la dulce sonoridad de
una fuente, como una melodía que pasa, y acaba espumeante, ruidoso, como un
torrente. Esa libertad, esa potencia, esa glorificación del ritmo sin ley, van
mano a mano, misteriosamente (como en Nietzsche), con la destrucción del
espíritu y el oscurecimiento de la razón. El ritmo, en Hölderlin, va tomando
más libertad a medida que se aflojan los lazos de las facultades mentales del
poeta.. Por fin, Hölderlín ya no puede poner dique a su desbordamiento interior
y se ve inundado, sumergido en él, y su propio cadáver es arrastrado por las
aguas rugientes de su canto. Esa libertad, mejor dicho, esa liberación, ese
dominio del ritmo a costa de la coherencia y de la razón, va realizándose por
etapas: primero se libera de la rima, esa cadena que estaba sus pies; después
prescinde de la estrofa, esa vestidura que oprimía su amplio pecho. Ahora, como
una obra de la antigüedad, vive su poesía la belleza del desnudo y como un
corredor griego marcha hacia el infinito. Todas las formas tradicionales se
hacen demasiado estrechas para el poeta, las profundidades resultan
superficiales, todas las palabras, sin acento, y todos los ritmos, pesados; la
regularidad, que era al principio clásica, tiende a formar la bóveda del
edificio lírico para hundirse después; el pensamiento fluye oscuro, pero más
fuerte y tormentoso, del seno de las imágenes evocadas; al mismo tiempo, el
ritmo es cada vez mas profundo y más lleno y, a veces, construcciones atrevidas
de las frases unen, en un solo párrafo, una serie de estrofas; la poesía se
hace canto, himno, mirada profética, manifestación heroica. La transmutación
del mundo en mito ha comenzado para Hölderlin; todo su ser se convierte en
poesía. Europa, Asia, Alemania, se muestran ante él como paisajes de ensueño
vistos a una inverosímil distancia; mágicas asociaciones de ideas unen el
horizonte próximo con el horizonte del infinito; es decir, el sueño y la
realidad. «El mundo se hace sueño, el sueño se hace mundo.» Las palabras de
Novalis se realizan en Hölderlin. La esfera personal queda anulada en él. «Las
canciones de amor no son más que como un vuelo fatigado -escribe en aquellos
días-; otra cosa es la alegría pura y elevada de los cantos nacionales.» Así,
un nuevo énfasis se abre paso como por fuerza plutónica a través de su sensibilidad
desbordada. Empieza el tránsito a lo místico; el tiempo y el espacio se han
hundido en purpúrea oscuridad; la razón ha sido completamente sacrificada a la
inspiración; ya no hay canciones, sino oraciones versificadas a las que rodean
luces de antorcha y de relámpagos píticos. El entusiasmo juvenil de Hölderlin
se ha convertido en embriaguez demoníaca, en furor sagrado. Esas poesías van sin dirección fija, como naves sin
timón en un mar de infinito; a nada obedecen si no es al mandato de los elementos;
son voces del más allá; cada una de ellas es un bateau ivre que, sin gobierno,
marcha cantando hacia la catarata. Por último, el ritmo de Hölderlin llega a
ser tan tenso, que acaba por romperse el idioma; a fuerza de versificación,
pierde sus sentidos; ya no es más que «el sonido del bosque profético de
Dodona». El ritmo triunfa sobre la idea y se convierte en algo «divinamente
loco y sin ley, como Baco». El poeta y sus poesías perecen a la vez en el
Infinito, en la suprema exaltación de sus fuerzas. Perece el espíritu de
Hölderlin, sublimándose dentro de la poesía sin dejar rastro, y al fin se
oscurece en un caótico crepúsculo. Todo lo terreno, todo lo personal, todo lo
formal, queda devorado en esa autodestrucción; sus palabras son pura música
órfica que vuela hacia el éter, hacia su elemento. CAÍDA EN EL INFINITO Lo que uno es se rompe, Empédocles, del mismo modo que
los astros declinan solemnemente. Y ebrios de luz brillan los valles. Treinta años cuenta Hölderlin al cruzar el umbral del
nuevo siglo; los sufrimientos de sus últimos años han hecho en él una obra
gigantesca. Ha encontrado la forma lírica; ha creado el ritmo del gran canto;
su propia juventud se ha corporizado en la figura de Hyperion; la tragedia de
su espíritu ha quedado inmortalizada en Empédocles. Nunca había llegado a tanta
altura; nunca tampoco había estado tan cerca de la caída. Pues las mismas olas
que, en maravilloso empuje, le han llevado por encima de su propia vida, forman
ya una mole amenazante, dispuesta a dar el golpe destructor. Él mismo,
proféticamente, tiene la sensación de su descenso: Contra su voluntad, el
maravilloso deseo lo arrastra de escollo en escollo hacia el abismo. Y va a la
deriva, sin timón. De nada le sirve haber creado una tan alta obra: la
realidad, celosa, se venga de quien la despreció, y el mundo, del que él nada
quiso saber, tampoco quiere ahora saber nada de él. Sólo recoge incomprensión
donde espera hallar amor, pues ...hay una oscura generación que no gusta de
escuchar ni aun a un semidiós, ni quiere oír al espíritu celeste que aparece
entre los hombres o sobre las ondas. Una raza que no adora la pureza ni aun el
rostro del mismo Dios, próximo y omnipotente. A los treinta años sigue comiendo en una mesa que no
es suya; da sus lecciones vistiendo una raída levita de aspirante a pastor.
Vive aún a expensas de su anciana madre y de su decrépita abuela, encorvada por
la edad. Como cuando era muchacho, esas dos mujeres siguen zurciéndole las
medías, le proveen de ropa blanca y de vestidos. Con «cotidiana aplicación» ha
buscado en Homburg, como antes lo hizo en Jena, un medio de vivir sólo para la
poesía, gracias a una vida de increíble privación, se ha tasado la comida y ha
tratado de llamar la atención de la patria alemana hasta el punto de que los hombres
deseen conocer su lugar de nacimiento y el nombre de su madre. Pero nada sucede
de esa manera; nada le es favorable; a veces, Schiller, con condescendencia
benévola, acepta alguna de sus poesías para su Almanaque, rechazando las
restantes. Ese silencio que el mundo mantiene a su alrededor
quiebra todos sus ánimos. Verdad es que él, en lo profundo de su alma, sabe
perfectamente que lo sagrado es siempre sagrado, aunque no sea reconocido por
los hombres, pero el poeta encuentra más difícil cada día sostener su fe en un
mundo donde no encuentra ninguna simpatía. «Nuestro corazón no puede seguir
amando a la Humanidad sí no tiene hombres a quien amar.» Su soledad, que
durante un tiempo fue su castillo de oro y de sol, se torna fría, invernal, con
rigidez de hielo. « Callo y callo siempre, y así se va acumulando un gran peso
sobre mí... que por lo menos ha de oscurecer inevitablemente mi espíritu», dice
quejándose. Y en otra ocasión escribe a Schiller: «Tengo frío y me entumezco en
el invierno que me rodea. Mi cielo es de hierro y mi ser es de piedra.» Pero
nadie llega a él con el calor de la amistad. «Pocos hay ya que tengan fe en
mí», dice el poeta con resignada pena, y, poco a poco, él mismo va perdiendo
también la fe en sí mismo. Lo que antes le parecía divino, celestial, es decir,
su misión como poeta, se le aparece ahora vacío y sin sentido. Duda ya de la
poesía. Los amigos están lejos. La llamada de la gloria no resuena: Sin
embargo, me parece a menudo que mejor sería dormir que estar en esta soledad. No
sé qué hacer ni qué decir y me pregunto muchas veces por que ha de haber poetas
en esto, tiempos de miseria. Una vez más ha experimentado la impotencia del
espíritu frente a la realidad; una vez más, ha de encorvar su espalda bajo el
yugo opresor, y una vez más se entrega a una vida que no es la suya, puesto que
le resulta imposible vivir de la literatura si no quiere conducirse con exceso
de servilismo. No le es dado volver a ver su patria sino en una hora feliz de
otoño, un día en que con sus amigos de Stuttgart celebra la «fiesta del otoño».
Pero después ha de volver a tomar su casaca de dómine y marchar a Suiza, a
Hauptwyl, para amarrarse una vez más a une ocupación servil. El corazón profético de Hólderlin sabe perfectamente
que ha llegado la hora de su ocaso, la hora de su crepúsculo y de su dolorosa
caída. Elegiacamente se despide de su juventud: « ¡Oh, juventud, lo has apagado
ya!»Y en sus poesías sopla un airecillo frío, vespertino: He vivido poco; pero
ya respiro el aire frío del ocaso. Aquí estoy, silencioso como una sombra; mi
corazón se estremece en mi pecho, incapaz ya de cantar. Se ha roto el resorte de su impulso, y él, que sólo
sabía vivir en pleno vuelo, rotas las alas no recobra jamás el equilibrio.
Ahora debe pagar la falta de no haberse ocupado «exclusivamente de lo
superficial de su ser y haberse entregado a la acción destructora de la
realidad con toda su alma, con todo su amor». El nimbo del genio se ha borrado
de su cabeza; angustiado, se recoge en sí mismo para ocultarse a los hombres,
cuyo trato le es molesto hasta físicamente. Cuanto mayor es su debilidad, tanto
más fuerte salta el demonio y hace vibrar sus nervios. Poco a poco, la
sensibilidad de Hölderlin se va haciendo enfermiza y sus impulsos espirituales
se convierten en ataques. Las nimiedades le excitan, y aquella actitud humilde,
que le protegía como una coraza, se desgarra y deja ver su hipersensibilidad;
por todas partes cree ver ofensas y desprecios. Su cuerpo reacciona
dolorosamente a los cambios atmosféricos; lo que antes era inquietud espiritual
es ya neurastenia, crisis y catástrofe de sus nervios; sus gestos son
crispados, su humor agresivo; y su mirada, antes tan serena a inteligente, pone
ya un brillo de inquietud en su cara demacrada. El incendio se extiende por todo su ser; el demonio de
la agitación y de la confusión, el espíritu siniestro, se apodera de la
víctima; «una inquietud que lo aturde» y que « e acumula alrededor de su alma»
lo arrastra a los extremos opuestos: ardor y frialdad; éxtasis y desespero;
alegría y tristeza, y lo lleva de país en país, de ciudad en ciudad. La febril
irritación turba sus pensamientos hasta que alcanza a su poesía; la
intranquilidad del hombre se refleja ya en la incoherencia de sus versos; se ve
incapaz de formar un pensamiento, sostenerlo y desarrollarlo. Así como su
cuerpo va de casa en casa, su espíritu va de imagen en imagen, de idea en idea.
Y este ardor demoníaco no se calma hasta que ha devorado a toda la persona del
poeta. Sólo resta, cual ennegrecida armazón de un edificio destruido por el
fuego, el cuerpo, en el cual el demonio no puede aniquilar lo que aún queda de
divino: ese ritmo que sigue fluyendo todavía de sus labios inconscientes. Así pues, en la patología de Hölderlin no se encuentra
un punto preciso que marque el principio de su hundimiento; no hay una división
clara entre lo que es su espíritu lúcido y sano y su espíritu ya enfermo. Hölderlin arde interior y lentamente; su razón es
destruida por el demonio, no con uno de esos incendios que de pronto hacen
arder todo un bosque, sino por medio de un fuego escondido, entre rescoldos.
Sólo la parte más divina de su ser resiste como si fuera de amianto ese
incendio interior; su sentido poético sobrevive a su razón y salva su melodía,
su ritmo, su palabra. Tal vez sea Hölderlin el único caso clínico en que,
muerta la inteligencia, subsista la poesía, del mismo modo que, a veces -muy
raras veces, es cierto-, un árbol carbonizado por el rayo sigue floreciendo en
alguna rama elevada que salió incólume del siniestro. El tránsito de Hölderlin
a lo patológico es escalonado, progresivo. No es, como en Níetzsche, un
derrumbamiento repentino de un altísimo edificio de ideas, sino que es una
desintegración gradual, piedra a piedra, una descomposición paulatina de los
cimientos, un deslizamiento hacia lo inconsciente. Es sólo en su exterior donde se van acentuando su
inquietud, su miedo nervioso, su exagerada sensibilidad, que llegan a provocar
accesos de furor y crisis nerviosas que aumentan de intensidad y se repiten
cada vez más frecuentemente; así como antes podía contenerse meses y aun años
enteros hasta llegar a la explosión, ahora esas descargas eléctricas se suceden
sin apenas interrupción. Mientras que en Waltershausen y en Francfort supo
resistir años enteros, en Hauptwyl y en Burdeos sólo puede aguantar unas
semanas; su incapacidad para la vida se vuelve más agresiva. Por fin, la vida,
como el temporal a un buque, lo arroja a la casa materna. Allí, en pleno
desespero, se dirige de nuevo a Schiller, al maestro de su juventud, pero
Schiller no responde; le deja hundirse, y Hölderlin, como una piedra, se hunde
hasta lo más hondo de su destino. Aún vuelve a partir una vez, pues ha de
aceptar un cargo de preceptor; va ya sin espíritu, ungido por la muerte,
diciendo adiós eterno a sus seres queridos. Entonces, un tupido velo nos oculta su vida. Su
historia es ya leyenda, mito. Se sabe que en florida primavera pasó por
Francia, y que pernoctó en las cumbres de Auvernia, rodeado de nieve, en paraje
solitario, en dura cama y con una pistola a su lado. Se sabe que estuvo en
Burdeos, en casa del cónsul de Alemania, y que después, de pronto, abandonó el
lugar. Pero luego descienden negras nubes que nos ocultan su caída. ¿Sería Hölderlin aquel extranjero que, diez años más
tarde, fue visto por una mujer en París hablando entusiasmado con las marmóreas
estatuas de los dioses en un parque? ¿Será cierto que una insolación le privó
de sus sentidos y que, como él mismo afirma, el rayo de Apolo lo castigó? ¿Será
cierto que unos bandidos le robaron todo su dinero y hasta sus vestiduras?
Nunca se tendrá la respuesta a estas preguntas. Un negro velo encubre su regreso a Alemania y su
caída. Sólo se sabe que un día, en casa de Matthisson, en Stuttgart, entró un
hombre pálido como un cadáver, flaquísimo, con ojos apagados, enmarañada y
salvaje cabellera, luengas barbas y traje de mendigo, y como Matthíson
retrocediera espantado y temeroso ante aquella visión, el extranjero, con voz
apagada, dijo su propio nombre: Hölderlin. Las últimas pavesas se han apagado. Sus restos van a
la deriva hacía la casa materna, pero los mástiles de la confianza y el timón
de la inteligencia se han roto para siempre. Desde entonces, Hólderlin vive ya
en oscura noche, iluminada tan sólo de vez en cuando por relámpagos órficos. Su
razón está apagada, pero de esa oscuridad surge aún, a veces, la palabra del
genio y sobre su cabeza pasa, en alguna ocasión, sonora y rápida, la poesía. En
la conversación, no puede encontrar el sentido de las palabras, sus cartas son
un conglomerado barroco; su ser sigue aún cerrándose a las cosas reales, pero
se abre todavía a las palabras musicales, mas sin comprender siquiera lo que le
dicen. Su ser se deshace grano a grano, se hace total la pérdida de la
conciencia, y su inconsciencia se transforma en portavoz de palabras píticas;
su voz se convierte «en órgano del imperativo que llega del más allá», como
dice Nietzsche, intérprete y heraldo de las cosas divinas que le susurra el
demonio y cuyo sentido ya no puede reconocer. Los hombres se apartan de su compañía (pues su
irritabilidad se desata a menudo como una bestia desencadenada) o también a
veces se burlan de él. Sólo Bettina, que, como en Goethe y en Beethoven, sabe
distinguir el genio a través de la atmósfera, y Sinclair, el amigo magnífico, digno
de una leyenda, siguen reconociendo la presencia de un dios en esta degradación
del poeta que está « preso en celeste esclavitud». «Es cosa cierta para mí -escribe aquella espléndida
mujer- que una fuerza divina ha envuelto en sus olas a Hölderlin; me refiero a
sus palabras, que, en río irrefrenable, han inundado sus sentidos, los cuales,
al pasar esa inundación, han quedado ya debilitados, como muertos.» Nadie ha
expresado con más nobleza y perspicacia el destino de Hölderlin; nadie nos ha
hecho más asequible el eco de aquellas conversaciones demoníacas (que se han
perdido, como las improvisaciones de Beethoven) como Bettina cuando escribe a
la señora Günderode: «Al oírle, uno parece escuchar el viento desencadenado,
pues su voz suena a himno rugiente que de pronto cesa, como cesan las ráfagas
del viento.» Y entonces se apodera de él como una ciencia profunda, de tal modo
que no se puede pensar que haya perdido la razón y hay que escuchar lo que dice
de la poesía para llevarse la impresión de que está a punto de revelar el
secreto divino del lenguaje. Y de pronto todo se hunde en la oscuridad, el
poeta languidece, queda en completa confusión y declara «que no lo logrará
nunca». Todo su ser se funde en la música; durante horas enteras (como
Níetzsche en los últimos días de su estancia en Turín) se sienta al piano y
golpea el teclado en incesante esfuerzo para lograr acordes, como si quisiera
captar las melodías infinitas que pasan sobre su cabeza y que resuenan
dolorosamente en su cerebro, o a veces también se recita a sí mismo, como en un
monólogo, siempre rítmicamente, palabras y cantos. Él, que antes se sentía
arrebatado por la poesía, se va hundiendo poco a poco en el río sonoro; lo
mismo que los indios del poema « Hiawatha», de su hermano espiritual Lenau, se
precipita cantando hacía la catarata rugiente. Aterrorizados y conmovidos a la vez, su madre y sus
amigos, respetuosos ante el milagro incomprensible, le dejan en completa
libertad dentro de la casa. Pero el demonio estalla cada vez más poderosamente
en su interior; sufre furiosos ataques; la llama, antes de apagarse
completamente, se levanta en peligrosas contorsiones, hasta que se hace
necesario llevarlo a una clínica, después a casa de unos amigos y finalmente a
la casa de un honrado carpintero. Con los años, ese furor salvaje se va
apaciguando, sus crisis se calman, y Hölderlin se hace manso como un niño; las
tempestades de sus nervios se disipan, dejando lugar al silencio del
crepúsculo. Su locura cataléptica se hace ahora tranquila, pero, aunque el
espíritu del poeta se calma, su razón queda siempre envuelta en negro velo y
muy raras veces un relámpago de lucidez ilumina su pasado. Recuerda cosas, es
cierto, pero no se acuerda de sí mismo. Como en un sueno, su cuerpo sin alma
nota aún la suave acción benéfica de la primavera y aspira el agradable aliento
de los campos; su corazón solitario palpita aún durante cuarenta años en su
cuerpo consumido, pero ya no es más que una sombra del que fue. Hölderlín,
aquel adolescente divino, está ya hace mucho tiempo entre los dioses, como
Ifigenia de Áulide. Vive en otra esfera, vive una vida que nada tiene de
terrestre. Lo que ahora queda aquí, entre las negras garras del
tiempo, es su cadáver espiritual; es una sombra fantasmal desfigurada, que ya
no se reconoce a sí misma y que se llama a veces « el señor bibliotecario», y a
veces también « Scardanelli». TINIEBLAS DE PÚRPURA ...hasta en la oscuridad lucen brillantes imágenes. Las grandes poesías órficas que Hölderlin, con su
espíritu ya apagado, crea en aquellos años de crepúsculo, sus Cantos de la
noche, pertenecen a una zona completamente definida de la literatura universal;
sólo son comparables quizá a aquellos libros proféticos de William Blake,
aquella otra criatura angélica, confidente de Dios, al que sus contemporáneos
consideraban «unfortunate lunatic whose personal inoffensivenes secures him
from confinement. En éste, como en Hölderlin, la creación es algo
dictado por el demonio; en Blake, como en Hölderlin, apunta un sentido pueril a
impreciso en la significación manifiesta de sus palabras; la sonoridad órfica
se apodera de la frase como un eco que llega de otras esferas; en uno y en
otro, la mano inconsciente a ignorante de la realidad traza aún la bóveda de un
firmamento sin analogía, por encima de este caos cruzado de estrellas y
relámpagos, y crea así un mito propio. La poesía (y en Blake también el dibujo)
llega a ser en el estado crepuscular del poeta un lenguaje pítico: como la
sacerdotisa, ebria de visiones inauditas, por encima de los vapores de la
caverna de Delfos, balbuce palabras profundas en transportes convulsos, así el
demonio creador hace fluir en ellos, del cráter apagado de su espíritu, una
lava de fuego y de piedras incandescentes. En estas poesías demoníacas de
Hölderlin no habla la razón, ni habla el idioma corriente de la vida real, sino
sólo el ritmo, sin significación, incomprensible, dejando ver a veces en un
renglón el relámpago que ilumina todo el Universo. El vidente es transportado a
una esfera apocalíptica: Un valle y ríos se extienden alrededor de las montañas
de la profecía, a fin de que el hombre pueda tender su vista hacia el Oriente y
ya partir de allí, en variadas metamorfosis. Pero del Éter desciende la fiel
imagen y llueven las palabras divinas y resuenan las profundidades del bosque. Los sueños poéticos se han convertido en una melodiosa
anunciación, en una «resonancia en lo más profundo del bosque»; la voz del más
allá, en una voluntad superior a la propia. Aquí el poeta no habla ya de sí, ni
trata ya de él; es sólo el héroe inconsciente de las palabras elementales. El
demonio, la voluntad superior, ha vencido al espíritu del poeta y ha hecho
enmudecer sus palabras y habla ahora por su boca crispada, por sus labios
exánimes, como a través de algo muerto que resonase sordamente. Aquel hombre
esclarecido que fue Friedrich Hölderlin se marchó ya. Y de su cuerpo se sirve
ahora el demonio como de una larva vacía. Pues esos Cantos de la noche, esas canciones rotas,
son indudablemente improvisaciones que ya no nacen de lo terrenal, de lo
cultivado del arte; no salen ya de lo conmensurable; no son materia trabajada
en el trepidante taller del genio, sino meteoros caídos del invisible cielo de
la inspiración, llenos aún de la fuerza mágica de las regiones ultraterrenales.
Una poesía representa un tejido de elementos artísticos, salidos de la
inconsciencia, de la inspiración y de la conciencia, y cualquiera de esas
artimañas se ve más o menos, se acusa con más o menos fuerza. Es un fenómeno
completamente típico que, en el ser corriente (Goethe, por ejemplo), en la edad
madura, domine ya la técnica, es decir, el elemento material, sobre la
inspiración, y, por consiguiente, que el arte que fue al principio un
presentimiento consciente, se convierta en sabia maestría dominadora y sugestiva.
En Hölderlin sucede lo contrario; se fortalecen el envoltorio, lo inspirativo,
lo demoníaco, lo genial, mientras se deshacen como una cadeneta el tejido
intelectual, lo artificioso, lo planeado. Por eso, en sus obras líricas
posteriores, el lazo intelectual va relajándose más y más; los versos, como las
olas, montan uno sobre otro, no obedeciendo ya más que a la armonía de sonido,
y toda forma, toda regla, toda ley, son arrolladas por la ola sonora. Pues el
ritmo se ha hecho ya el amo y señor; la fuerza primitiva vuelve a su origen. A
veces puede verse en Hölderlin, que ha sido arrancado de su propio ser, una
especie de defensa contra este poder superior; se ve su esfuerzo para fijar una
idea poética y desarrollarla espiritualmente, pero siempre las olas sonoras le
arrebatan lo medio planeado, lo que está a medio formar. Y he aquí su queja: Poco nos conocemos a nosotros
mismos, pues llevamos dentro un dios que nos domina. Cada vez más, el poeta indefenso pierde el dominio
sobre la poesía. «Como un arroyo, me siento arrastrado hacia el fin de algo que
es tan vasto como toda Asia», dice al hablar de esa fuerza superior que lo
arranca de su propio ser. Parece que toda coherencia ha sido anulada en su
cerebro y que los pensamientos caen dispersos en el vacío: todo lo que empezaba
con valiente y osado énfasis, acaba en trágico balbuceo. El hilo de su discurso se embarulla, las oraciones
forman un enredo; las frases se barajan rítmicamente, de modo que es imposible
encontrar su principio o su fin. Y el poeta, cansado, ve siempre cómo el
pensamiento primitivo se desprende de su cerebro. Entonces, su mano temblorosa
a inhábil une dos pensamientos no acabados por medio de un «a saber» o un «sin
embargo, o abandona resignadamente la continuación del hilo del pensamiento
diciendo: «mucho podría decirse sobre esto». Una poesía como «Patmos», de gran
enjundia espiritual, que se extiende sobre la inmortalidad, se deshace al final
en un balbuceo que no es más que un preludio de lo que iba a decir. En vez de
un discurso, nos da como una nota taquigráfica que nada tiene que ver con el
texto: Y ahora quisiera cantar la partida de los caballeros hacia Jerusalén y
los sufrimientos errantes de Canosa y del emperador Enrique, pero sería
necesario que el ánimo no me faltara para ello. Desde Cristo, los nombres son
como el aire matinal; se convierten en sueños. Pero esos sonidos, esos balbuceos faltos de la
coherencia del pensamiento, están unidos por un sentido elevado. El espíritu,
invadido por una vegetación exuberante, no puede ya fijarse en detalles; los
lazos intelectuales se aflojan, pero bajo esas lagunas de forma, el contenido
ardiente de las poesías de Hölderlin toma más fuego y más calor. El que era
plasmador se ha convertido en visionario poderosísimo, y con mirada ardiente
abraza todo el universo poéticamente. Hölderlin alcanza en ese tartamudeo
rítmico, en su embriaguez ¡lógica, una profundidad de sentido que nunca alcanzó
cuando su espíritu estaba despierto. «Llueven las palabras divinas y resuenan las
profundidades del bosque.» Lo que ahora ha perdido su poesía en claridad
matinal y en precisión de silueta, lo gana en inspiración demoníaca, en claros
relámpagos de su espíritu que llenan de luz el caos del sentimiento y alumbran
por un instante todas las alturas y las profundidades de la Naturaleza. Desde
ahora, las poesías de Hölderlin son tempestuosas, llenas de relámpagos
proféticos; son rápidas, cortas y brotan de los oscuros nublados de sus odas,
pero iluminan espacios infinitos. La poesía de Hölderlin se extiende por todo
el universo; sus cantos brotan de él como visiones cósmicas y se dirigen a su
elemento natural, al caos. El poeta de espíritu ya ciego tantea en la oscuridad,
alumbrado tan sólo por relámpagos llenos de vibraciones, y trata de captar
grandiosas imágenes y signos del tiempo y del espacio. Y en su maravillosa
marcha por esta región sin caminos, antes de su caída, de su final, se produce
aún un milagro sin precedentes: en lo más tenebroso de su camino, en ese
tormentoso crepúsculo de su espíritu, Hölderlin alcanza lo que en vano trató de
encontrar cuando su espíritu estaba aún despierto y su inteligencia lúcida: el
secreto de la Gracia. Desde su niñez lo había perseguido por todos los caminos,
en los cielos del idealismo, en los ensueños; ya adolescente, había buscado su
Grecia y había enviado en vano a su Hyperion en busca de su secreto por todos
los caminos del tiempo y del pasado. Había evocado a Empédocles entre las
sombras, estudiado las obras de los filósofos; el «estudio de los griegos» le
había servido de círculo de amigos y había llegado a ser tan extraño a su
patria y a su tiempo por haber estado siempre en la Grecia de sus sueños. Y él
mismo, asombrado de ese poder que se ejercía sobre sus sentidos, se había
preguntado a menudo: ¿Qué es lo que me ata a aquellas riberas afortunadas y me
las hace amar todavía más que a mi propia patria? Pues, como sometido a dulce
esclavitud, siempre estoy en los lugares por donde pasó Apolo. La antigua Grecia fue siempre su meta; Grecia lo había
arrancado del agradable calor de su hogar y de los brazos de su gente para
sumergirlo en continuas decepciones hasta llevarlo a la desesperación, a la
soledad suprema y absoluta. Y entonces, en el caos de sus sentidos, entre los más
profundos repliegues de su espíritu, brilla de pronto su secreto griego. Como
Virgilio conduce a Dante, Píndaro conduce al exaltado, con la superabundancia
de su verbo, hacia la última embriaguez de la expresión hímnica, y el poeta,
deslumbrado en el crepúsculo del mito, ve brillar como una brasa, en el fondo
del abismo abierto, aquella Grecia que antes que él nadie había adivinado y
que, después de él, sólo otro poseso, Nietzsche, el filósofo todo luz, hará
salir de las entrañas del pasado. Hölderlin puede ver y anunciar con su verbo
vidente esa región de fuego, y su anunciación es el primer sentimiento, vivo,
cálido y lleno del vigor de la sangre, que el mundo ha tenido de esa fuente
espiritual del universo perdida entre los escombros del pasado. No se trata ya
de la Grecia clásica de figuras de yeso, mostrada por Winckelmann, ni es la
Grecia helénica que Schiller ha tomado como modelo en su «imitación tímida y
sin ánimo del arte antiguo» -según las palabras de Nietzsche-; ahora se trata
de la Grecia asiática, la Grecia oriental que acaba de salir de la barbarie,
ebria de sangre y de juventud, y que aún muestra las huellas ardientes de la
matriz del caos. Es Dionisos, que sale ebrio y lleno de ardor báquico de la
oscura caverna; ya no es la clara y diáfana luz de Homero iluminando las formas
de la vida, sino que ahora es el espíritu trágico de la lucha eterna el que se
levanta gigantesco entre la alegría y el dolor. Sólo lo demoníaco, que ha
triunfado en Hölderlin, permite que sea visto lo antiguo, es decir, la
significación de aquella verdadera Grecia, como visión del principio del mundo
que une grandiosamente las épocas de la historia, Asía y Europa, y la
interpretación de las culturas: la barbarie, el paganismo y el cristianismo. Pues esta Grecia que Hölderlin descubre brillando en
la oscuridad ya no es la pequeña península griega, arrinconada, sino que es el
ombligo del mundo, origen y centro de toda mudanza: < Es de allí de donde
viene el futuro Dios y es allá adonde volverá.» Es la fuente del espíritu que
salta de pronto de los pliegues de la barbarie, y al mismo tiempo es el mar
sagrado adonde han de ir a parar un día los ríos de los pueblos; es el mar de
la futura Germanía; es la mediadora entre el misterio de Asia y el mito del
Crucificado. Lo mismo que a Nietzsche en su decadencia espiritual, por el
presentimiento trágico de este «Dionisos crucificado» que se figura ser en su
delirio, también a Hölderlin le llena el presentimiento de una sublime unión
entre Cristo y Pan. El símbolo de Grecia torna proporciones gigantescas. Nunca
ningún poeta tuvo una más alta concepción histórica que la mostrada por
Hölderlin en sus últimos cantos, que en apariencia carecen de sentido. Y en esos cantos, en esas versiones de Píndaro y de
Sófocles, grandes como rocas caóticas, el lenguaje de Hölderlin sobrepasa el
simple helenismo, la claridad apolínea de sus comienzos: como enormes
construcciones de bloques megalíticos de una Grecia primitiva y rítmica, esas
transposiciones de ritmo trágico se levantan en nuestro mundo lingüístico de
atmósfera tibia y que ya no tiene más que un calor artificial. No es la palabra
del, poeta, no es una frase dulce de un verso lo que pasa de una orilla del
lenguaje a la otra, sino que es el núcleo de fuego de la pasión creadora, que
sigue ardiendo con su fuerza primitiva. Así como, en el mundo físico, los
ciegos oyen más claramente, porque un sentido muerto despierta a los otros, así
también el espíritu de Hölderlín, privado de razón, es más sensible a las
fuerzas que llegan de las misteriosas profundidades poéticas con audacia inaudita:
Hölderlin estruja el idioma hasta hacerle manar sangre melódica, hasta romper
el esqueleto de su armazón, tornándolo así flexible, y al mismo tiempo endurece
su lenguaje por la tensión del ritmo sonoro. Como Miguel Ángel con sus bloques
medio elaborados, Hölderlín, en sus fragmentos caóticos, es más perfecto que en
la obra terminada, que es ya una meta, un fin; en esos fragmentos resuena un
canto grandioso, el caos, la fuerza del universo, y no la voz poética del
individuo. Así es como el espíritu de Hölderlin cae en la
oscuridad de la noche; es como una hoguera que aún lanzara hacia el cielo una
columna de chispas antes de convertirse en un montón de cenizas. Si su genio
tiene una figura divina, también la tiene el demonio de su melancolía. Cuando en
los poetas el demonio aplasta al individuo, generalmente las llamaradas que
surgen están azuladas por el alcohol (Grabbe, Günter, Verlaíne, Marlowe) o se
mezclan con el incienso del aturdimiento voluntario (Byron, Lenau); la
embriaguez de Hölderlin, al contrario, es pura, y su caída es más bien un vuelo
hacia atrás, hacia el infinito. El lenguaje de Hölderlin se disuelve en el ritmo, y su
espíritu, en visiones grandiosas, en el mundo primitivo. Su caída es todavía música, y su desaparición, un
canto; como Euforion, que en el Fausto es el símbolo de la poesía, Hölderlin,
hijo del espíritu alemán y del espíritu griego, destruye todo lo destructible
de su ser, y su cuerpo es lo único que desciende a las tinieblas de la nada.
Pero su lira de plata se eleva siempre por encima del horizonte, hacia las
estrellas. SCARDANELLI Pero él ha partido; está ya lejos, pues los genios son
demasiado buenos: una celeste conversación le ocupa ahora. Durante cuarenta años, lo que queda de Hölderlin está
sumergido en la vorágine de la locura. Lo que queda de él en la Tierra es sólo
su sombra, su triste imagen, Scardanelli, pues éste es el nombre que su mano
desvalida pone al final de las tumultuosas olas de sus versos. El mundo lo ha
olvidado ya; él también se olvidó de sí mismo. Scardanelli vive en casa de un honrado carpintero
hasta bastante avanzado el siglo. El tiempo pasa insensible por encima de su
cabeza y, con su toque, hace emblanquecer los cabellos que antes fueron
revueltas ondas doradas. El mundo exterior se agita, muda continuamente.
Napoleón invade Alemania para ser rechazado después; perseguido desde Rusia,
acaba en Elba y en Santa Elena; aquí vive aún diez años como un Prometeo
encadenado; entonces muere y se convierte en leyenda. El pobre solitario de
Tubinga nada sabe de eso, y sin embargo una vez cantó al héroe de Arcole. Unos
artesanos colocan una noche el féretro de Schiller en el fondo de una tumba;
años y años se pudre allí su esqueleto; luego, un día, vuelve a abrirse esa
sepultura y Goethe, pensativo, toma en sus manos la calavera del que fue su
amigo tan querido. Pero «el celeste prisionero» ni tan sólo comprende la
palabra « muerte». Después, aquel sabio anciano de 83 años, Goethe, parte
también; va a la muerte después de Beethoven, Kleist, Novalis, Schubert. Hasta
el mismo Waiblinger, que siendo estudiante visitó a menudo a Scardanelli en su
celda, es encerrado en el ataúd, mientras que Hölderlin sigue viviendo,
arrastrándose «como una serpiente». Surge una nueva generación. Finalmente, los
hijos de Hölderlin, Empédocles a Hyperion, son reconocidos por el pueblo
alemán, pero todo eso es ignorado por aquel cadáver viviente de Tubinga.
Hölderlin está fuera de todo tiempo; está en lo eterno, embriagado por el ritmo
y la melodía. A veces llega algún curioso, algún forastero, para ver
a Hölderlin, que es ya como algo legendario. junto a la antigua torre del
Concejo de Tubínga hay una pequeña casita; arriba, en un cuarto, hay una
ventana enrejada que tiene amplia vista al campo; esta habitación es el pequeño
remanso de Hölderlin. La honrada familia del carpintero guía al visitante allá
arriba hasta llegar ante una puertecilla; tras ésta nada hay sino el triste
enfermo que se pasea hablando incesantemente en elevado lenguaje. Fluye un río
de palabras de su boca, palabras sin forma, sin sentido, como un murmullo de
salmodia. Muchas veces Hölderlin se sienta al piano para tocar horas enteras;
pero no coordina; del instrumento sale solamente una armonización muerta, una
repetición monótona, fanática, de una corta y pobre melodía (y al mismo tiempo
se oye el ruido de sus uñas, enormemente crecidas, que golpean las teclas).
Siempre hay, pues, un ritmo que envuelve al poeta prisionero. Así como el
viento pasa por el arpa de Eolo cantando, en Hölderlin parece que la música de
los elementos pase a través de su cerebro ya vacío. El visitante, medio asustado, acaba golpeando la
puerta; una voz apagada que da miedo contesta: « Adelante». Una figura
encanijada, como un personaje de Hoffmann, se halla en medio de la pequeña
habitación, su cuerpo frágil está ya encorvado por la edad; el cabello blanco y
escaso le cae sobre la frente surcada de arrugas. Cincuenta años de
sufrimiento, de soledad, no han podido destrozar totalmente aquella nobleza que
era adorno de su adolescencia; una línea pura, que el tiempo ha acusado más
fuertemente, marca su fina silueta; los rasgos delicados de su cara dibujan aún
sus líneas ligeramente abovedadas y su barbilla prominente. A veces, los
nervios marcan en su cara un rápido «tic», o una sacudida lo estremece hasta el
fondo de sus huesos. Pero su mirada tiene ahora una fijeza horrorosa; aquellos
ojos, antes dulces y soñadores, están ahora apagados, sin expresión; su pupila
parece la de un ciego. Sin embargo, en alguna parte escondida de esa figura
decrépita, en esa sombra, arde aún un poco de vida; el pobre Scardanelli se
encorva servilmente en exageradas y múltiples reverencias, como quien recibe a
una alta a inmerecida visita. Brota un río de tratamientos: «Alteza»,
«Santidad», «Eminencia», «Majestad», y, con cortesía que oprime, conduce
Hölderlin a su visitante al honroso sillón, que arrima respetuosamente. No se entabla una verdadera conversación, pues el
pobre loco no puede fijar su pensamiento ni desarrollarlo lógicamente; cuanto
más se esfuerza convulsivamente en ordenar sus ideas, tanto más se le enredan
las palabras, formando un surtido de balbuceos que ya no son lenguaje, sino
sonidos barrocos, fantásticos. Con gran dificultad comprende las preguntas que
se le hacen, pero en su cerebro luce un momento de claridad cuando se le nombra
a Schíller o a alguna otra figura desaparecida. Pero si un imprudente pronuncia
el nombre de Hölderlin, entonces Scardanellí se encoleriza y pierde todo freno.
Una conversación prolongada impacienta al enfermo, porque el esfuerzo de pensar
y concentrarse es demasiado grande para su cerebro cansado; y, cuando el
visitante se marcha, se ve acompañado hasta la puerta con toda clase de
reverencias a inclinaciones. Pero, cosa extraña: en ese espíritu sumergido
completamente en la noche, en esas quemadas cenizas de lo que fue, queda aún
una chispa: la chispa de la poesía. Ese ser extraño no puede ir libremente por
la calle por que la «elite» espiritual de Alemania, los estudiantes, se burla
de él y sus torpes bufonadas llevan al infeliz a terribles accesos. Pero, como
digo, en esa ruina queda una chispa que brilla simbólicamente. Scardanelli, pues, hace poesías, como las hacía
también Hölderlin cuando niño. Horas enteras escribe en pliegos de papel versos
y más versos o prosas fantásticas (Mörike, que dejó perder esos manuscritos,
declara que se los llevaba a capazos). Si un visitante le pide una hoja como
recuerdo, se sienta sin dudarlo y escribe con mano segura (su letra salió
indemne de su enfermedad) unos versos, según se desee, sobre las estaciones,
sobre Grecia, o también un « pensamiento» como éste: La ciencia que llega a la
más profunda espiritualidad es como el día que, con sus luces, ilumina al
hombre y que, con sus rayos, unifica los fenómenos crepusculares. Abajo escribe una fecha cualquiera, siempre inexacta,
pues en las cosas reales le abandona instantáneamente la razón, y después añade
siempre estas palabras: «Vuestro humilde servidor, Scardanelli.» Esos versos de
locura son completamente distintos de las producciones de su crepúsculo
espiritual, de aquellas ampulosidades de sus Cantos de la noche. Parece que el
poeta vuelve misteriosamente a sus principios. Ninguna de las composiciones de
ahora está escrita en versos libres como aquellos himnos compuestos en el umbral
de la locura; todas riman (a menudo en asonantes); presentan estrofas bien
marcadas, de ritmo corto, en contraposición a la amplitud del ritmo que hay en
sus odas. Es como si el poeta fatigado temiera lanzarse a la oda sin freno,
libre, a la catarata del ritmo; aquí parece servirle la rima como de muleta.
Ninguna de esas poesías tiene un sentido claro, pero ninguna está tampoco
desprovista completamente de sentido; no tienen forma lógica, sino forma
eufórica; son como la trascripción lírica de algo vago que no puede ser
desentrañado. Pero estas poesías de locura siguen siendo poesías,
mientras que las de los otros dementes, como el Lenau ingresado en Winethal,
están vacías de sentido, son un simple sonsonete («Die Schwaben, sie traben,
traben, traben...») En Hölderlin aún hay imágenes, comparaciones; a veces se ve
aún el alma del poeta en algún grito agudo, como en aquel verso inolvidable: He
gozado ya de lo que hay de agradable en este mundo; los placeres de la juventud
se han ido. ¡Oh, cuánto tiempo hace! Se fueron ya abril, mayo y junio; ahora ya
no soy nada; ya no me gusta vivir. Eso parece escrito, más que por un demente, por un
niño poeta o por un gran poeta que se ha convertido en niño; tiene la candidez
y ligereza del pensamiento infantil, pero nada tiene de abrupto, ni de
monstruoso, ni de exaltación de locura. Como en el abecedario, las imágenes
están alineadas una junto a la otra y su ritmo es repetitivo. Un niño de siete
años no puede ver un paisaje más puro ni más simple que Scardanelli cuando nos
dice: ¡Oh!, frente a ese dulce cuadro donde hay árboles verdes, como ante el
rótulo de una hostería, trabajo me cuesta no pararme. Pues, decididamente, en
los días agradables, me parece un reposo excelente. A eso no lo habría de
contestar si me lo preguntaras. Sin pensarlo, eso parece el juego improvisado de un
muchacho feliz que nada conoce aún de la realidad más que los sonidos y los
colores y la libre armonía de la forma. Como un reloj de manecillas rotas, pero
que sigue marchando todavía, Scardanelli no cesa de marchar, de ser poeta, en
medio del vacío de un mundo que ya acabó para él. Su respirar es hacer poesías.
La razón ha muerto, pero sobreviven el ritmo, la poesía; así, de esa manera, se
cumple uno de los deseos de su vida: ser todo poesía y marchar en el mundo
exclusivamente envuelto en lo poético. El hombre ha muerto para dejar sólo al
poeta; su razón es ya sólo la poesía; y la muerte y la vida elaboran su
destino, aquello que él proféticamente proclamó un día como único fin del
poeta: «Ser consumidos Por las llamas que no supimos domar.» RESURRECCIÓN Yo era como una nubecilla matinal: efímera a inútil. Y
a mi alrededor dormía el mundo mientras yo florecía en mí soledad. La Historia es la más grave de todas las diosas.
Inconmovible a inmortal, penetra con su mirada hasta las profundidades de los
tiempos y, con mano segura, sin sonrisas y sin piedades, va modelando los
sucesos. Parece indiferente, ella, la inmutable, y sin embargo
tiene sus ocultos placeres. Su misión es dar forma a los sucesos y formar
tragedias de las fatalidades, pero sus placeres, en medio de este austero
trabajo, son las pequeñas analogías, las coincidencias inesperadas que afectan
a las gentes, a los pueblos, o al azar, con sus profundas significaciones. Nada
deja la Historia solo con su destino; para todo suceso encuentra otro parecido;
así, a la muerte de Hölderlin ha de corresponder una muerte análoga. El 7 de junio de 1843 han sacado un cadáver ligero
como el de un muchacho para llevarlo desde su cuartito a la tierra que lo ha de
cubrir. Scardanelli ha muerto y Hö1derlin no ha resucitado todavía en la
gloria. Su existencia está ya terminada. Las historias literarias mencionan su
nombre como de paso, citándolo como discípulo de Schiller. Los papeles que ha
dejado -grandes rimeros y voluminosos tomosson en parte desdeñados; algunos son
llevados a la Biblioteca de Stuttgart; allí se les pega un número que indica el
fascículo y se les pone la abreviación «Mcpt» (manuscritos), con una cifra al
lado. El polvo los va pudriendo; nadie los hojea; tal vez en cincuenta años no
les dirigen ni una sola mirada los futuros profesores de literatura, que saben
administrar muy cómodamente las herencias del genio. Tácitamente se los tiene
por ilegibles, como escritos de un loco, como la grafomanía de un monomaníaco,
como simple curiosidad, tan simple curiosidad que, en medio siglo, nadie se
empolva los dedos desatando esas empolvadas pandectas. Unos meses antes, en los últimos días del año 1842, en
París, en el boulevard des Italiens, un caballero obeso cae herido por el rayo
de la apoplejía; se mete al muerto en un portal; alguien reconoce en él al ex
ministro del Consejo de Estado, Henri Beyle. Algunas gacetillas recuerdan al
día siguiente en la prensa que este señor Beyle había escrito algunas
narraciones de viajes y algunas novelas, que firmaba con el seudónimo de
Stendhal. Pero su muerte pasa, por lo demás, inadvertida. Lo mismo pasó con
Hölderlin. Algunos montones de manuscritos son llevados (para que
no molesten a nadie) a la Biblioteca de Grenoble, y allí, igual que los de
Stuttgart, se empolvan sin que nadie los toque durante medio siglo. También
pasan por ilegibles, por escritos sin valor alguno de un monomaníaco de la
literatura; nadie los toca. Y así las generaciones resultan insensibles al
mejor prosista francés y al mejor lírico alemán. A la Historia, en su ironía,
le gustan esas jugadas dobles. Pero Stendhal había dicho: «Je serai célèbre vers
1900», es decir, casi en la misma época en que Hölderlin es elevado, como un
héroe, por el pueblo alemán. Algunas personas aisladas habían adivinado ya eso,
tanto en el uno como en el otro, pero solamente Friedrich Nietzsche los había
reconocido a ambos como raíces de su propia personalidad, porque Friedrich
Nietzsche fue el espíritu más claro y más sabio que ha habido entre nosotros.
Nietzsche vio en Hölderlin al magnífico amante de la libertad, que proyecta su
naturaleza hacia el mundo; y en Stendhal vio también a un magnífico espíritu
independiente que desciende a las profundidades de su conciencia con un
implacable deseo de verdad; el uno es el genio del entusiasmo, y el otro, el
genio de la renunciación, ambos ardientes de pasión artística; ambos
incomprendidos y ajenos a su tiempo; ya por exceso de calor, ya por exceso de
frialdad, ninguno de los dos tuvo la tibieza necesaria para ser amado por sus
contemporáneos. Nietzsche encuentra en ellos dos extremos de su propio ser, y
eso sin haberlos llegado a conocer perfectamente, pues el testamento
psicológico de Stendhal, su Henri Brulard, está tan cubierto de polvo como las
poesías de Hölderlin; aún ha de vivir y desaparecer toda una generación hasta
que la personalidad de esos dos genios llegue a ser desenterrada y reconocida. Después, sin embargo, la resurrección de Hölderlin es
grandiosa. Aquel eterno adolescente vuelve a la luz, puro, incólume, igual que
aquellas estatuas griegas que han permanecido siglos enteros bajo las arenas
del pasado para salir después a la luz mostrando su belleza. Muchos poetas
tienen para nosotros un doble aspecto, según la época de su vida en que fijemos
nuestra atención: Goethe se nos presenta ya como muchacho impetuoso, ya como
hombre de madura razón, ya como anciano profético. Schiller, como principiante
lleno de entusiasmo o como artista que ha llegado a la perfección. Pero
Hölderlin únicamente se presenta ante nuestra alma como una constelación de
juventud, del mismo modo que Kant siempre se nos aparece como un viejo.
Hölderlin, al ser transportado fuera de la realidad, quedó más allá del tiempo. No podemos imaginar a Hölderlin más que como poeta
alado, como radiante genio de la aurora, el hijo del arte cuyas miradas
conservan todo el día el frescor del rocío matinal; siempre parece venir de una
esfera más alta, de una región que está allá arriba, y su poesía no tiene la
tibieza de la sangre y del trabajo cotidiano, sino el fuego interno de oculto
origen. Hasta el demonio que le atenaza y le hace sentir lo peligroso de su
misión toma por su pureza un brillo de serafín: como fuego sin humo, como un
aliento, sube la palabra de su boca. Es así como, revestido de pureza, se
presenta a las generaciones posteriores como la imagen heroica del idealismo
alemán; ese idealismo que cabalga en las nubes, ese idealismo entusiasta que
tomó en Schiller una forma teatral; en Fichte, una forma teórica; en los
románticos, una forma mítico-católica; el mismo que, en la masa del pueblo, se
había convertido en idealismo político. En Hölderlin, este entusiasmo que le sale del corazón
toma una forma radiante, única y sin rival: Pues, por donde pasan los seres
puros, el espíritu se hace más visible. Como una leyenda heroica, su destino, reflejado en sus
obras, toma un prestigio grandioso: anhelo infinito hacia un cielo infinito,
ardiente entusiasmo juvenil de la vida que sube, eterno adolescente de los
alemanes; todo, eso es Hölderlin para las generaciones nuevas que tienen fe en
la poesía. Si Goethe es el Zeus de Otricoli, dios de plenitud y de fuerza,
Hölderlin es el joven Apolo, el dios de la mañana y del canto: un mito de dulce
heroísmo y de santa pureza emana de su figura apacible y, como si fuera un
joven serafín con alas de esplendor, el rayo plateado de su poesía se eleva por
encima de la pesadez y confusión de nuestro mundo. HEINRICH VON KLEIST La encina muerta resiste la tempestad, pero la sana
sucumbe y cae al suelo deshecha porque el viento la puede agarrar por su testa
coronada. PENTESILEA EL PERSEGUIDO Soy un arcano para ti, pero consuélate: Dios lo es
también para mí. No hay ninguna dirección de la rosa de los vientos que
Kleist, el eterno inquieto, no haya seguido; no hay ninguna ciudad de Alemania
en la que Kleist, el eterno solitario, no haya vivido. Siempre está en camino. Desde Berlín, sale presuroso en un chirriante coche de
posta hacia Dresde; cruza el Erzgebirge, va a Bayreuth, pasa por Chemnitz, para
marchar después, como perseguido, hacia Würzburgo; después atraviesa los campos
de las guerras napoleónicas para dirigirse a París. Se propone estar un año en
esta población, pero, unas semanas más tarde, huye a Suiza; reside en Berna
para luego ir a Thun y, más tarde, a Basilea; de pronto, sale disparado como
una piedra para ir a parar a la tranquila casa de Wieland en Ossmannstedt. Otra noche, las ruedas del carruaje que le lleva pasan
por Mailand y por los lagos italianos para volver hacia París; se mete entre
los ejércitos en Bolonia y se despierta, en grave peligro, en Maguncia. Y huye
hacia Berlín y Potsdam. Un empleo logra retenerlo durante un año en Königsberg;
nuevamente se desprende de todo y quiere pasar entre los ejércitos franceses
que marchan hacia Dresde, pero, preso como presunto espía, llega a Chálons.
Apenas está libre, va y viene por las ciudades, pasa por Dresde, llega a Viena,
que arde en guerra, cae prisionero en la batalla de Aspern y logra escapar à
Praga. A veces, como ciertos ríos subterráneos, desaparece durante algunos
meses para aparecer mil millas más lejos; por último, como atraído por la
fuerza de la gravedad, vuelve a Berlín. Aún, con sus alas vibrantes y medio
rotas, va y viene varias veces. Intenta ir a Francfort, como buscando, en casa
de su hermana, un escondrijo para ocultarse de la invisible jauría que lo
acosa. Tampoco encuentra allí el descanso. Vuelve, pues, a subir al carruaje
(que durante treinta y cuatro años fue su verdadero hogar) y parte hacia
Wannsee, donde se mete una bala en la cabeza. Su tumba está en una carretera. ¿Qué es lo que arrastra a Kleist a esa eterna
peregrinación? ¿Qué se propone? La filología no basta para explicarlo; sus
viajes no tienen meta alguna, ni sentido tampoco. No son realmente explicables.
Lo que una investigación concienzuda pudiera descubrir como motivos de esos
viajes, no serían, en realidad, más que pretextos, excusas que da su demonio. A
pesar de toda reflexión, esos viajes ahasvéricos quedarán siempre como un
enigma; no es, pues, extraño que dos o tres veces sea detenido por espía. En
Boulogne se prepara un ejército napoleónico para desembarcar en Inglaterra, y
Kleist, que acaba de dejar su servicio como oficial en el ejército alemán, va y
viene en medio de este ejército; por poco lo fusilan. Cuando los franceses
avanzan hacia Berlín, Kleist marcha entre las tropas hasta que se le descubre y
se le interna; Kleist aparece en el campo de Whelstatt; no lleva otros
documentos de identidad que unas poesías patrióticas. Ese proceder tan ilógico
en cada uno de los casos citados no tiene explicación razonable; indudablemente
se halla dominado por una fuerza poderosa que le llena de una invencible
inquietud. Se ha hablado de misiones secretas que le fueron confiadas, para
explicar así sus andanzas; eso podría justificar algo, pero no toda su vida,
que fue una eterna peregrinación. La verdad es simplemente que Kleist no tenía
ninguna razón que explicara sus viajes. El poeta no intenta ir aquí o allí; no apunta a ningún
sitio, sino que se dispara como una flecha desde el arco de su inquietud.
Evidentemente, huye de algo más fuerte que su ser; cambia (como dice Lenau) de
ciudad como el enfermo atacado de fiebre cambia de almohada. Por todas partes
busca alivio, curación; en vano, porque cuando es el demonio el que arrastra,
no permite el calor del hogar ni la protección del techo. Así, del mismo modo, Rimbaud recorre tantos países;
así Nietzsche cambia continuamente de residencia; así Beethoven va de casa en casa,
y Lenau, de nación en nación. Todos ellos sienten dentro de sí el terrible
látigo de la inquietud, la intranquilidad perpetua, la trágica inestabilidad
espiritual. Todos son arrastrados por una fuerza poderosa, desconocida, de la
cual nunca han de poder librarse, pues reside en su misma sangre y domina
dentro de su propio cerebro. Para poder destruir a ese demonio interior que los
domina, no pueden hacer nada más que destruirse a sí mismos. Kleist sabe perfectamente adónde le empuja esa fuerza
desconocida: al abismo, pero lo que ya no sabe es si huye de ese abismo o si
marcha a su encuentro. A veces, sus manos se agarran crispadas a la vida, al
último pedazo de tierra, de esa tierra que ha de cubrirlo. En esos momentos busca algo que lo retenga en la caída;
busca el afecto de su hermana, busca mujeres, busca amigos que lo sostengan.
Pero, de pronto, vuelve a precipitarse como anhelante hacia el, hacia las
profundidades abismales. Kleist tiene a siempre la sensación de la proximidad
de ese abismo, pero ignora también siempre si está delante de él, si está
detrás, y sí ese abismo es vida o es muerte. Y es que ese abismo está en su
interior, y por eso nunca podrá librarse de él. Lo lleva consigo como a su
propia sombra. Corre desesperado por todos los países, como aquellas
antorchas vivientes, aquellos mártires del cristianismo que Nerón hacía
envolver en estopa alquitranada para después prenderles fuego, y que, con su
vestido de llamas, corrían y corrían sin saber adónde iban. Tampoco Kleist
sabía adónde iba; los mojones de la carretera pasaban inadvertidos a sus ojos y
las ciudades del camino apenas merecían una mirada suya. Toda su vida es una huida del abismo; una carrera
hacía la sima; una caza azarosa que hace latir el corazón y jadear los
pulmones. Por eso se explica aquel terrible grito de alegría cuando por fin,
cansado ya, se arroja voluntariamente al abismo. La vida de Kleist no fue vida, sino un eterno correr
por la tierra; una cacería monstruosa, llena de sangre y de sensualidad, de
crueldad y de terror, rodeada de la máxima excitación y del sonar de la trompa
de caza. Toda una jauría lo acosa; él, como ciervo perseguido,
se mete en la espesura; a veces, se vuelve de pronto, movido por su voluntad,
contra alguno de los perros acosadores del destino, hace su sacrificio -tres,
cuatro, cinco obras concebidas en la sacudida de la pasión- y sigue su carrera,
sangrando. Y cuando los mastines de la fatalidad creen ya tenerle, se alza,
magnífico, en un último esfuerzo y se precipita -antes que ser botín de la
vulgaridad-, en un salto aparatoso, al fondo del abismo. EL INESCRUTABLE No sé lo que te he de decir acerca de mí, pues soy una
persona inefable. (De una carta) Las imágenes que del poeta han llegado hasta nosotros
son casi inutilizables para su descripción; se conservan sólo una miniatura mal
hecha y un retrato de muy poco valor. Ambas imágenes nos muestran una cara
redonda, como de muchacho, a pesar de que es ya un hombre hecho; una cara como
la de cualquier joven alemán, con ojos negros a inquisitivos. Nada indica en él
al poeta, ni aun al hombre espiritual; ninguno de sus rasgos despierta la
curiosidad por saber qué alma se esconde tras ese rostro; uno lo contempla sin
curiosidad, sin nada que le atraiga. Y es que el interior de Kleist está metido
muy hondo dentro de su cuerpo; su secreto no estaba a flor de piel y no era
fácil captarlo. Tampoco se conservan narraciones que traten del poeta.
Todos los informes que de él nos han llegado, procedentes de sus contemporáneos
o amigos, son escasos e insignificantes. Todos, pues, tienen un punto de
unanimidad al decirnos que era inexpresivo, hermético, y que nada había en él
que chocase al observador. Nada había en él que pudiera llamar la atención a
nadie; ningún pintor podía sentirse inclinado a pintarle; ningún poeta, a
describirle. Deben de haber habido en él una vulgaridad, una falta de expresión
y una reserva sin igual. Centenares de personas hablaron con él sin adivinar
que era un poeta; amigos y compañeros le encontraron en sus andanzas docenas de
veces, y ni uno de ellos, en sus cartas, hace mención de haber visto a Kleist.
Su vida de treinta años no ha sido capaz de dar pie ni a una docena de
anécdotas. Para hacerse cargo de esa penumbra que rodeaba a Kleist, basta que
uno recuerde las descripciones de Wieland referentes a la llegada de Goethe a
Weimar, de ese Goethe que fue como un rayo de luz deslumbradora; recuérdese
igualmente la aureola de atractivo que rodeó a las figuras de Byron y Shelley,
Jean Paul y Víctor Hugo, a quienes uno encuentra mil veces mencionados en
libros, cartas o poesías de la época. En cambio, nadie toma la pluma para
hablarnos de Kleist; la única descripción que se conserva del poeta son
aquellos cortos renglones de Clemens Brentano, que dicen así: «Un hombre
rechoncho, de unos treinta y dos años, cabeza redonda y vivaracha; carácter
variable; bueno como un niño; pobre y firme.» Incluso esa' única descripción
que de él tenemos nos muestra mas su modo de ser que su físico. Muchos son los
que pasaron por su lado; nadie le dirigió una mirada. El que logró verlo, es
porque miró en su interior. Eso sucedía porque su envoltura era muy gruesa y
fuerte (con ello decimos ya cuál fue la tragedia de su vida). Todo lo que era
lo llevaba oculto; sus pasiones no lograban hacerle brillar los ojos; los
exabruptos no lograban pasar más allá de sus labios, que ya ni siquiera
articulaban la primera palabra. Hablaba poco; tal vez eso fuera debido a la
vergüenza, pues era tartamudo, o quizá a que sus propios sentimientos no podían
expresarse con libertad. Él mismo reconoce su incapacidad para conversar, su
dificultad de expresión, que como un sello hizo enmudecer a sus labios: «Falta
-dice- un medio de comunicación. El único que poseemos, la palabra, no es
aprovechable; es incapaz de servir de expresión al alma y nos permite sólo dar
fragmentos aislados de la misma. Por eso siempre he sentido temor, terror más
bien, cuando he tenido que descubrir a alguien mi intimidad.» As permanecía,
pues, callado, no por no tener nada que decir, sino por lo que podría llamarse
castidad del pensamiento. Y este silencio persistente, sordo, era lo que más
chocaba en él cuando estaba en compañía de otras personas. Y además de eso,
cierta ausencia de espíritu que era como un nublado en un día claro. A veces,
cuando hablaba, quedaba de pronto cortado y enmudecía sus ojos permanecían
fijos, como quien mira un abismo. Wieland cuenta que «en la mesa a menudo
murmuraba algo entre dientes, igual que hace un hombre que está solo o que está
preocupado, con sus pensamientos en otro sitio o en otros asuntos». No podía
charlar ni estar con naturalidad; le faltaba todo lo convencional, de modo que
todos adivinaban en él algo raro, oculto y nada atrayente, mientras que a otros
disgustaban su agudeza, su cinismo y exageración (cuando él, a veces, incitado
por su propio silencio, rompía a hablar de pronto). No aureolaba a su ser la
amable conversación, su palabra no emanaba simpatía, su cara no era atractiva.
Rahel, que fue quien mejor le comprendió, ha dicho esto mejor que nadie: «había
una atmósfera de severidad a su alrededor». Y obsérvese que Rahel, en general
tan descriptiva, tan buena narradora, al hablar de Kleist nos refiere sólo su
modo de ser interior, pero nada dice respecto a su figura, es decir, a su parte
física. Así vemos que Kleist ha de quedar para nosotros como invisible, como
«inefable». La mayor parte de las personas que lo conocieron no se
fijaron en él, o sintieron, como mucho, una sensación de desagrado. Pero los
que le comprendieron, le amaron, y los que le amaron, lo hicieron con pasión.
Pero incluso éstos, en su presencia, notaban siempre una angustia secreta y
fría que les rozaba el alma y les cohibía. Cuando ese hombre hermético se
abría, era para mostrarse en toda su profundidad: una profundidad que era más
bien un abismo. Nadie lograba encontrarse a gusto en su compañía y, sin
embargo, tenía, como el abismo, una gran fuerza, una fuerza mágica de
atracción; así se ve que ninguno de los que lo conocieron llegó a abandonarlo
del todo, pero, por otra parte, tampoco nadie permaneció a su lado
incondicionalmente, y es que la opresión que de él dimana, su pasión ardiente,
lo exagerado de sus pretensiones (pide nada menos que la muerte), todo eso son
cosas difíciles de ser soportadas por otra persona. Todos los que tratan de estar a su lado retroceden
ante su demonio interior; todos le creen capaz de lo más alto y también de lo
más terrible, y al mismo tiempo todos le sienten separado de la muerte sólo por
un paso. Cuando Pfuel no lo encuentra una noche en su casa, cuando vivía en
París, sólo se le ocurre ir al depósito, para buscar su cadáver entre los
suicidas. Una vez que Marie von Kleist está sin noticias suyas durante una
semana, manda a su hijo para que lo busque y evite que cometa un disparate. Los
que lo conocían le creían frío e indiferente; pero los que lo tratan temen el
incendio interior que le consume. Así que nadie pudo comprenderle ni ayudarle,
los unos porque le creen demasiado frío, los otros porque saben que es
demasiado fogoso. Sólo el demonio le fue fiel. El mismo Kleist sabe cuán peligroso es su trato, y en
una ocasión así lo manifiesta; por eso nunca se queja de que se retiren de su
compañía: sabe que quien está cerca de él corre peligro de chamuscarse en las
llamas de su pasión. Wilhelmine von Zenge, su novia, pierde a su lado la
juventud, debido a sus intransigencias. Ulrica, su hermana predilecta, por su
causa pierde su fortuna Marie von Kleist, su amiga del alma, queda sola y
aislada, y Henriette Vogel acaba muriendo con él. Kleist sabe eso perfectamente,
conoce lo peligroso que es para los demás su demonio interior, y así se recoge
en sí mismo y se vuelve aún más solitario de lo que la naturaleza le creó. En
sus últimos años, pasa días enteros fumando en la cama y escribiendo; pocas
veces sale a la calle, y cuando lo hace, es para meterse en cafés y en
tabernas. Su aislamiento aumenta cada vez más; cada vez queda más olvidado de
los hombres, y así, cuando en 1809 desaparece un par de meses, sus amigos, con
indiferencia, le dan por muerto. No hace falta a nadie, y sí su muerte no
hubiera sido tan trágica, habría pasado inadvertida, tan aislado se había
quedado del mundo. No tenemos ningún retrato suyo, ningún retrato de sus
facciones; tampoco tenemos otro retrato de su espíritu, de su interior, si no
es el espejo de sus propias obras o de su epistolario. Y, sin embargo, hubo un retrato magnífico de su ser,
que hizo estremecer a aquellos que llegaron a leerlo: unas confesiones a lo
Rousseau que él mismo escribió poco antes de morir y que se titulaban Historia
de mi alma. Pero no han llegado hasta nosotros; o el mismo Kleist quemó el
manuscrito, o sus hojas se esparcieron debido a la indiferencia de las manos
que lo recogieron, como pasó con otras muchas obras. No conocemos su imagen, ningún retrato físico o moral
nos queda de ese hombre hermético; sólo conocemos a su siniestro acompañante:
el demonio. PLAN DE VIDA Todo está revuelto en mí, como la estopa en la rueca. Pronto, muy pronto, se dio cuenta Kleist del caos
interior que formaban sus sentimientos. Ya de muchacho, y después cuando
hombre, siente el golpear de las olas del sentimiento contra el mundo que le
oprime. Pero cree que esa confusión extraña es como una fermentación de
juventud, una postura desacertada de su vida y sobre todo una falta de preparación
sistemática. Eso es cierto; Kleist no había sido educado para la vida:
huérfano, sin hogar, es educado por un sacerdote emigrado; después va a la
Escuela Militar a aprender el arte de la guerra, a pesar de que su inclinación
verdadera es la música, que es, en él, como la primera erupción de su ser hacía
lo inefable. Sin embargo, sólo le es dado tocar a escondidas la flauta (debió
de tocarla magistralmente); durante el día está siempre de servicio, bajo la
dura disciplina prusiana, o haciendo ejercicios en el polígono. La campaña de
1793, que le arroja definitivamente a la guerra, fue la campaña más penosa, más
aburrida y más triste de la historia de Alemania. Nunca hizo mención de ninguna
acción de guerra; sólo en una poesía a la paz deja entrever su anhelo de huir
de eso que para él no tiene sentido. El uniforme le viene estrecho a su pecho
amplio. Nota que está lleno de fuerza, pero que esa fuerza no podrá ser
eficiente mientras no esté disciplinada. Nadie lo ha educado; nadie lo ha
instruido, por lo que decide ser su propio maestro y hacer un plan de vida, y,
como buen prusiano, este plan ha de ser ante todo un plan de orden. Quiere
vivir ordenadamente conforme a principios fijos, conforme a ideas y a máximas,
y así, de esta manera, espera poder domar este caos interior que ya adivina; su
existencia ha de ser para ello regular, sistemática, para después -según sus
propias palabras- entrar en el mundo en condiciones convencionales. Su
pensamiento básico es que cada hombre debiera tener un plan de vida, y esta
idea quimérica no le abandona ya nunca. Uno debe fijarse una meta y después
escoger cuidadosamente los medios de lograrla, lo mismo que hacen el estratega
o el matemático. El hombre que piensa no debe quedarse allí donde lo arroje la
casualidad ...; él cree que uno puede ser superior a su destino o que es
posible guiar este destino. Determina, pues, según su razón, cuál sería su
suprema felicidad y se traza el plan para alcanzarla. Mientras un hombre no sea
capaz de formarse un plan de vida, seguirá siendo un menor y habrá de estar
sujeto a la tutela de los padres o de la fatalidad; así filosofa Kleist a los
veintiún años y cree poder burlarse del hado. Todavía no sabe que su destino
está dentro de sí mismo y por encima de sus fuerzas. Con gran empuje entra en la vida. Se quita el
uniforme, porque « el estado militar -según escribe- me era molesto y odioso,
al igual que sus fines». Y, liberado de esa disciplina, busca en seguida otra.
Ya lo he dicho: Kleist no sería prusiano si su primer pensamiento no hubiera
sido de orden; ahora no sería alemán si no lo esperara todo del estudio. Su
formación es para él su primera preocupación, como lo es para todo alemán:
aprender, aprender mucho en los libros; asistir a las conferencias, escuchar a
los profesores. Así cree el joven Kleist poder encontrar el camino de su vida.
Con máximas y teorías, con filosofía y ciencia, con matemáticas o historia de
la literatura, espera Kleist compenetrarse con el espíritu del mundo y dominar
su demonio. Y, eterno exagerado, se arroja como un loco a los libros. Como todo
lo hace con voluntad demoníaca, se emborracha con el saber y hace de la
pedantería una verdadera orgía. Como a Fausto, le resultan también muy lentos
la tarea y el camino que conducen a la Ciencia; quisiera abarcarlo todo de un
solo salto, para después deducir la verdadera forma de vida. Influido por el espíritu de su tiempo, llega a creer,
con toda la exageración de su impulso, que es posible aprender la virtud en el
sentido de los griegos; que es posible hallar una fórmula de vida con la que
puedan determinarse la ciencia y la educación a ir aplicando esa fórmula, como
quien se sirve de la tabla de logaritmos, para cada caso concreto. Por eso se
pone a estudiar como un desesperado: lógica, matemáticas puras, física
experimental, griego, latín, todo con la máxima aplicación, pero sin saber lo
que busca, sin meta alguna, como era de esperar de su carácter fanático. Se
nota que debe apretar los dientes para no perder la constancia. «Me he
propuesto algo que exige, para poder ser alcanzado, el empleo de todas mis
fuerzas y de todo el tiempo de que pueda disponer», pero ese algo que se ha
propuesto no acaba de definirse. Aprende en el vacío, y cuantos más
conocimientos aislados acumula, tanto menos sabe el fin que se propone. «Para
mí no hay una ciencia más útil que otra. ¿Tendré que ir siempre de una a otra
nadando solamente en su superficie, sin llegar a sumergirme en ninguna?» En
vano predica continuamente Kleíst acerca de la utilidad de lo que está
haciendo; lo hace, sin duda, para convencerse a sí mismo, aunque se dirige a su
novia. De modo pedante, le expone todo un sistema moral; durante meses
atormenta a la pobre muchacha, como el más obstinado maestro de escuela, con
toda clase de preguntas y respuestas sosas y vacías de sentido que, para
educarla, le presenta por escrito. Nunca Kleíst aparece más antipático, más
poco humano y más prusiano que en esta época desgraciada en que está buscándose
a sí mismo por medio de libros, preceptos o conferencias. Nunca se nos aparece
tampoco más lejos de su verdadera personalidad que en este tiempo en que
trataba de educarse para ser un ciudadano útil. Pero no puede escaparse de su demonio aunque acumule
sobre él toda clase de libros y pandectas; de esos mismos libros surge un día
hacia él una terrible llamarada. De pronto, un día, queda destruida toda la fe
que Kleist ponía en la ciencia; su religión de la inteligencia, deshecha; su
plan de vida, aniquilado. Es que ha leído a Kant -enemigo terrible de todos los
poetas alemanes, su seductor y destructor-, y su luz brillante, pero fría, lo
deslumbra. Horrorizado, Kleist ha de reconocer la falsedad de sus más
arraigadas convicciones; es decir, su fe en la ciencia y en la educación y
hasta en la verdad como fuerza espiritual. «Nosotros nunca podremos afirmar sí eso que llamamos
verdad es verdad o si sólo nos lo parece.» La agudeza de este pensamiento le
atraviesa dolorosamente el corazón y, excitado, declara en una de sus cartas: «
Se ha hundido mi único fin y no me queda ya otro.» Su plan de vida se ha
deshecho. Kleist se queda de nuevo consigo mismo, con ese misterioso, terrible
y oscuro «yo» que nunca podrá domar. Ese hundimiento resulta terriblemente
trágico, porque Kleist, con su modo de ser pasional, se lo juega siempre todo a
una sola carta. Al perder su fe y su pasión, lo ha perdido todo; en eso
estriban siempre su tragedia y su grandeza: en revolcarse apasionadamente en un
sentimiento, y no poder zafarse de él si no es por el camino de la explosión o
de la propia destrucción. Así, pues, esta vez se libra por destrucción. Arroja
el cáliz sagrado, en el que ha bebido lleno de fe durante años, contra la pared
de su destino; de su boca sale un juramento. De ahí en adelante, al hablar de la razón, que ha sido
su gran ídolo, la llama «la triste razón». Después huye de los libros hasta
llegar al otro extremo, y huye con su ansia exagerada, con fervor, con ardor,
pues es el eterno exagerado. «Me da asco todo lo que se llama ciencia»,
exclama, y de un salto se lanza al extremo contrarío, rompe su fe como uno
rasga la hoja del calendario de un día ya vivido, y aquel que hasta entonces
había visto la única salvación en la ciencia, en la instrucción, aquel que
había creído en la magia del saber, en la fuerza protectora del estudio, arde ahora
por refugiarse en lo primitivo, por vivir una vida vegetativa. Enseguida -la
pasión de Kleist no puede comprender la palabra paciencia- está ya trazándose
un nuevo plan de vida, un plan débil, pues, como el primero, tampoco éste se
funda en la experiencia. Ahora el noble prusiano quiere una vida retirada,
oscura, tranquila; quiere vivir en aquella soledad que Jean Jacques Rousseau
inventó como cosa tan tentadora. No pide nada más que lo que los magos persas
llaman «el cielo de la satisfacción», esto es: «un campo que cultivar, plantar
un árbol y educar un niño». Apenas concebido este plan, se dispone ya a
ejecutarlo; con la misma velocidad con que quería hacerse sabio, quiere ahora
hacerse un ignorante. Al día siguiente huye de París, adonde había ido extraviadamente
tras una falsa filosofía; al mismo tiempo se separa bruscamente de su novia,
tan sólo porque ella, de pronto, no se atreve a aprobar el nuevo plan y expresa
la preocupación de si, siendo ella hija de un general, debería hacer las faenas
de sirvienta en el campo o en los establos. Pero Kleist no puede esperar cuando
está poseído de una idea; febrilmente se pone a leer libros de agricultura,
trabaja con los campesinos suizos; viaja de un lado para otro por los cantones,
en busca de un buen campo que comprar con su último dinero, precisamente en
unos momentos en que el país está sacudido por la guerra; aunque lo que él
busca es sencillo, no lo puede hacer si no es con pasión, demoníacamente. Sus planes de vida son como la yesca: arden al primer
contacto con la realidad; cuanto más se esfuerza en lograr sus fines, tanto
peor le salen las cosas, puesto que esta misma pasión que pone en ello, por ser
exagerada, es destructora. Si algo le sale bien a Kleist, es porque sucede
contra su voluntad; es el oscuro demonio que a veces vence a esta última. Así
que, mientras su voluntad busca el camino de la instrucción, primero, y el de
la ignorancia, después, su ímpetu interno se ha liberado ya; ; como una úlcera
se abre su interna supuración. Mientras quiere curar juiciosamente su fiebre
interior con salvia o con emplastos, el demonio interior se ha desencadenado en
poesía. Como un sonámbulo del sentimiento, Kleist había empezado en París, sin
objeto alguno, La familia Schroffenstein. Enseña a regañadientes ese ensayo a
sus amigos. Pero después adivina una posibilidad, entrevé la válvula por la que
puede descargarse de su presión interior, y apenas se da cuenta de ello, apenas
comprende que, en este mundo de la fantasía, en ese mundo sin fronteras, puede
dar rienda suelta a sus sueños, entonces se precipita de cabeza, locamente y
con toda su voluntad, a esas regiones de la ficción, y su ansia ya no decae un
momento, es la misma en el primer minuto que cuando llega al fin. La literatura
es la liberación única que encuentra Kleist y, saltando de júbilo, se entrega
enteramente al demonio (de quien precisamente quería huir) y se arroja a su
abismo, a su precipicio. AMBICIÓN El despertar de nuestra ambición... es irresponsable;
somos pasto de una Furia. (De una carta) Como quien sale de la prisión, Kleist se precipita en
ese mundo sin fronteras que es la poesía. Finalmente ha encontrado un modo de
huir de esa fuerza que hierve en su interior. Su fantasía aherrojada puede por
fin resolverse en imágenes y desbordarse en torrentes de palabras, pero a
Kleist nada le satisface, porque es insaciable y no tiene mesura. Apenas
empieza a hacer de poeta, de plasmador, quiere en seguida ser el más grande, el
más magnífico y el más poderoso poeta de todos los tiempos, y con su obra de
primerizo, de aprendiz, tiene ya la pretensión de eclipsar las grandes
creaciones de los griegos y de los clásicos; quiere lograrlo todo con su primer
salto; la exageración de Kleist se ha hecho ahora literaria. Otros poetas
empiezan sus tanteos llenos de esperanzas y de sueños, con modestia, contentos
si logran crear una obra importante. Pero Kleist vive en superlativo y pide a
su primer ensayo lo inalcanzable. Al empezar su Guiskard, que es lo primero que
escribe después del ensayo La familia Schroffenstein, piensa ya que esta obra
ha de ser la mejor tragedia de todos los tiempos; de un salto pretende pasar a
la inmortalidad; nunca la literatura ha conocido una audacia semejante a la
pretensión de Kleist de pasar a la eternidad con su primer esbozo. Ahora se ve
cuánto orgullo ocultaba en su pecho, un orgullo que, como el vapor de una
caldera, silba y sale vibrando. Cuando un Platen se jacta con vana palabrería
de las Odiseas o de las Ilíadas que va a crear, no hace más que, con palabras
huecas, expresar un exagerado aprecio de sí mismo, todo debilidad; pero, en
Kleist, es seria esta apuesta contra los dioses del espíritu; cuando una pasión
se apodera de él, se entrega a ella con una intensidad sin límites, y desde
este momento la ambición es para él una mortal misión de todo su ser. Su
impulso poético tiene la realidad de la vida y la realidad de la muerte, y él,
como un desesperado, retando a los dioses, se arroja de cabeza en una obra que
debe ser (según él mismo sugiere a Wieland) como un conjunto donde estén
presentes los espíritus de Esquilo, de Sófocles y de Shakespeare. Siempre Kleist se lo ha jugado todo a una carta. Desde
entonces, su plan de vida ya no se refiere a vivir bien, sino a lograr la
inmortalidad. Kleist empieza su obra espasmódicamente, como si
hubiera bebido demasiado; a él, todo, hasta la creación literaria, se le
convierte en una orgía; sus cartas están llenas de frases doloridas y de frases
alegres. Lo que anima a otros poetas, y les da más fuerza, es,
sin duda, alguna palabra amigable de aliento; pero a Kleist, lejos de esto, lo
llenan de temor y de placer al mismo tiempo, pues lo excitan terriblemente
pensamientos oscilantes entre el éxito y el fracaso. Lo que para otros es
alegría, es para el, por su exageración, un serio peligro, pues en su lucha
decisiva pone en tensión hasta el último de sus nervios. « Las primeras
estrofas de mi poema -escribe a su hermana-, «en las cuales se presenta tu amor
hacia mí, despiertan el entusiasmo de todas aquellas personas a quienes se las
enseño. ¡Oh, Jesús mío! ¡Ojalá pudiera terminarlo! Quiera el Cielo concederme
este mi único deseo; después de esto, puede hacer de mí lo que quiera.» Kleist
apuesta todo el tesoro de su vida a una sola carta, Guiskard. Apartado, allá en
una isla del lago de Thun, se sumerge absolutamente en el trabajo y se hunde
cada vez más en el abismo. Allí lucha con su demonio, como Jacob luchó con el
ángel. En éxtasis grita a veces: «Pronto tendré que contarte muchas cosas
alegres, pues me aproximo a la felicidad.» Después, pronto, reconoce que hay
fuerzas misteriosas que se han conjurado contra él: «¡Ah!, la ambición es un
veneno que emponzoña todas las alegrías.» En esos momentos de decaimiento
siente el deseo de morir, pues dice: «Estoy pidiendo a Dios que me envíe la muerte»;
después le vuelve a invadir el temor de que «pudiera morir antes de terminar la
obra». Tal vez nunca ningún poeta ha aportado todo su ser a una obra como lo
hizo Kleist en aquellas semanas de soledad en la isla del lago de Thun.
Guiskard es, ante todo, un espejo que refleja el interior del poeta; quiere
expresar en esa obra toda la tragedia de su vida, la monstruosa fuerza de su
espíritu frente a las debilidades y miserias de su cuerpo. La terminación de
este trabajo significa para Kleist su Bizancio, su dominio del mundo, la
realización de sus sueños de ambición y de poder, que él quiere realizar en
lucha con su propio cuerpo. Así como Heracles quiere arrancar de sí la ardiente
túnica de Neso, Kleist quisiera también librarse de las llamas de su fuego
interior; quiere huir de su demonio arrojándolo lejos de sí convertido en un
símbolo, en una imagen, es decir, en su obra. Terminarla significa para él la
curación, la victoria contra su división interna y hasta su propia
conservación; por eso lucha con todos sus músculos, con todos sus nervios. Es
una lucha decisiva; él lo comprende así y también lo ven sus amigos, los cuales
le aconsejan: «Usted debe terminar su Guiskard aunque todo el Cáucaso o el
Atlas le caigan encima.» Nunca Kleist se ha lanzado tan de cabeza en su
trabajo; escribe la tragedia dos y tres veces para volverla a destruir después,
y llega a aprenderse sus palabras tan de memoria, que es capaz de recitarlas en
casa de Wieland. Durante meses, se esfuerza por escalar la inaccesible altura de
la máxima cumbre, resbala y cae hacia abajo, pero vuelve a empezar. Él no
puede, como hace Goethe en su Werther, desprenderse del espectro que lo atrapa;
su demonio lo ha agarrado demasiado fuerte. Por último, la mano le queda ya
deshecha: « El Cielo sabe, querida Wrica (y máteme el Cielo si no digo la
verdad) -dice tartamudeando-, con cuánto gusto daría una gota de sangre de mi
corazón por cada una de las letras de una carta que pudiera empezar así: mi
poesía está terminada. Pero tú sabes que nadie hace más de lo que puede. He
intentado terminarla durante más de medio millar de días seguidos con sus
noches respectivas, para conquistar así otra corona para nuestro apellido.
Ahora mi diosa protectora me llama para decirme que ya es bastante. Necio sería
si quisiera poner todavía más tiempo a prueba mis fuerzas en una obra que,
estoy convencido, es demasiado pesada para mí. Así que retrocedo ante uno que no está todavía aquí, y
me inclino reverente, con un millar de años de adelanto, ante su espíritu.»
Parece, por un momento, que Kleist se inclina obediente ante su destino, como
si su espíritu esclarecido dominara su tumultuoso sentimiento. Pero no, su
demonio domina más furioso que nunca; su ambición, despertada a latigazos, no
se deja frenar de nuevo. En vano sus amigos tratan de apartarle de su
desesperación; en vano le aconsejan un viaje hacia países más alegres. Lo que
le ha sido recomendado como una excursión de esparcimiento, se convierte en
seguida en una huida. El fracaso de Guiskard es Para Kleist una puñalada, y su
orgullo, que bajaba del cielo, se trueca ahora en un sentimiento virulento de
desprecio hacia sí mismo. Un pensamiento de su juventud retoña en su cerebro:
el sentimiento de la impotencia ante el arte. Como en su juventud, ahora cree
no poder llegar a poeta, y este sentimiento de debilidad, terriblemente
exagerado, le hace gemir de dolor. «El Infierno me dio la mitad de lo que ha de
ser un talento; el Cielo, o no da talento o, si lo da, lo da entero.» En su
exageración, Kleist no conoce la medianía: todo o nada; inmortalidad o fracaso. Y opta por ser nada, y realiza de esa manera su primer
suicidio. Marcha a París sin saber a qué va; allí quema el manuscrito de su
Guiskard y otros originales, para salvarse así de su anhelo de inmortalidad. De
este modo queda destruido un segundo plan de vida; entonces, como le sucede
siempre en tales momentos, surge mágicamente, junto al plan de vida que se ha
deshecho, su contrapunto, que es un plan de muerte. Liberado de esa manera de toda ambición, escribe una
carta inmortal, la más hermosa que haya podido escribir un artista en el
momento de su fracaso: «Mi querida Ulrica. Tal vez lo que lo voy a contar lo
costará la vida, pero debo decidirme a escribirlo. Una vez terminada mi obra,
aquí en París, la he leído y en seguida la he arrojado al fuego; ahora todo ha
terminado. El Cielo me niega la Gloria, que es la mayor felicidad de la Tierra.
Todo lo demás no lo quiero y, como un niño obstinado, lo arrojo lejos de mí. No
soy digno de lo amistad y, sin embargo, me eres imprescindible; me echo en
brazos de la muerte. Estate tranquila: moriré como un héroe en la batalla... Me
alistaré en el ejército francés que se dispone a desembarcar en Inglaterra.
Toda clase de peligros están acechando ya en el mar y me lleno de alegría al
pensar en mí tumba, infinita y magnífica.» Y con sus sentidos extraviados,
loco, se lanza a través de Francia para ir a Boulogne; con dificultad logra
detenerle su amigo, y permanece durante un mes, con el espíritu ofuscado, en
casa de un médico de Maguncia. Aquí termina el primer salto gigantesco de Kleist..
Haciéndose una herida, quería expulsar por ella al demonio que albergaba en su
pecho, pero sólo ha conseguido desgarrarse, y en sus manos ensangrentadas queda
una obra incompleta, un torso, uno de los más hermosos que haya podido crear un
poeta. Su obra no está acabada, pero sí lo está –y es todo un símbolo- la
escena de la lucha con la voluntad, donde Guiskard vence su debilidad y sus
dolores. El resto de la obra queda sin acabar.' Pero esa lucha por lograr la
tragedia es ya una tragedia heroica. Sólo aquel que lleva en su pecho todo un
infierno puede luchar como lucha un dios, como lucha Kleist; contra sí mismo en
esta obra. LA NECESIDAD DEL DRAMA Sí escribo poesías, es porque no puedo hacer menos. (De una carta) Al destruir su Guiskard, cree Kleist
que ha logrado estrangular al terrible perseguidor que lleva dentro de su alma,
pero la ambición, que había nacido de lo más ardiente de su sangre, no ha
muerto; lo que ha hecho no ha sido más que disparar contra su propia imagen
reflejada en un espejo; ha roto su imagen, pero no ha destruido al demonio que
le sigue acechando. Kleíst no puede prescindir del arte, del mismo modo que un
morfinómano no puede prescindir de la morfina. En el arte ha encontrado una
válvula por donde puede descargar algo la excesiva presión de sus sentimientos,
la superabundancia de su fantasía, por donde dar salida a sus sueños poéticos.
En vano trata de defenderse, al darse cuenta de que cae en manos de otra
pasión; comprende que no puede ya prescindir del arte, que es para él como una
sangría que le alivia su plétora. Además, no tiene ya bienes de fortuna; echó a
rodar su carrera; una vida modesta de empleado no puede en modo alguno
satisfacer a su naturaleza poderosa; así, nada puede hacer ya fuera del arte.
Aunque atormentado, escribe en una ocasión: «¡Oh! ¡Escribir libros por dinero!
¡Nada de eso!» El arte es la forma forzosa de su existencia; el demonio se ha
transformado ya en un personaje que va y viene junto a él en sus obras. Todos
los planes de vida que se ha formado han sido destruidos por la fatalidad;
ahora vive conforme a la voluntad de la Naturaleza, que siempre ha gozado
formando algo inmenso a partir del inmenso dolor del hombre. El arte entonces es para él algo atenazante y
pesaroso; de ahí procede la fuerza explosiva de sus dramas. Todos han nacido -excepto El cántaro roto-, mas que de
él, de su nerviosa mano; son, en fin, una explosión de su sentimiento, un
movimiento de huida de ese infierno que hay en su corazón; todos sus dramas
tienen una hipertensión, algo de alarido; parecen salir disparados de la
tensión de sus nervios; son, para terminar, y perdón por la imagen, pero es la
más exacta, eyaculados como el semen del hombre, que brota de lo más ardiente
de su sangre. Carecen de fecundación espiritual y apenas se nota en ellos la
sombra de la razón; son desnudos, vergonzosamente desnudos; salen solamente de
una pasión infinita para ser lanzados al infinito. Cualquiera de sus partes
lleva un sentimiento en grado superlativo; en cada detalle hay una célula de
fuego de su alma ahogada en instintos. En Guiskard brota toda su ambición de
Prometeo, como si fuera un chorro de sangre; en Pentesilea se agita todo su
ardor sexual; en Hermanrcssch1acht salta su odio, elevado hasta la bestialidad;
todas esas obras tienen, más que vida real, ardor de sangre. Hasta en aquellas
obras más serenas, más apartadas de su «yo», como Käthchen von Heilbronn, y en
algunas novelitas, se ve toda la vibración eléctrica de sus nervios; se adivina
ese tránsito cruel que va desde la ampulosidad épica a la sobriedad espiritual.
Por doquiera, que se siga a Kleíst, se le ve siempre en regiones demoníacas,
mágicas, de ensombrecimiento de sus sentidos, para elevarse hasta la exhalación
grandiosa en medio de una atmósfera pesada y opresiva, como la que toda la vida
envolvió a su propio corazón. Esa atmósfera de azufre y de fuego es lo que hace
tan extraños los dramas de Kleist. Cierto que en Goethe se ven transformaciones
de la vida, pero sólo en un sentido episódico; son desahogos de un alma
oprimida, justificaciones de sí mismo, huida, pero nunca tienen esa fuerza
explosiva, volcánica, de las obras de Kleist, donde parece que la lava ardiente
es arrojada a chorros desde las profundidades de su corazón. Ese poder
volcánico de Kleist, esa acción sobre los arrecifes que están entre la Vida y
la Muerte, es lo que distingue a Kleist de los pensamientos adornados de
Hebbel, en quien se ve que todo sale del cerebro y no de las profundidades más hondas
de la existencia o de Schiller también, cuyas creaciones son grandiosos
edificios que están, por decirlo así, fuera de él y no nacen de la necesidad
imperiosa de su ser. Ningún poeta alemán ha puesto tanto su alma en sus obras
como Kleist, ninguno ha destrozado de modo tan criminal su propio pecho en la
poesía. Sólo la música puede ser tan volcánica, tan potente, tan soñadora;
precisamente este carácter peligroso es lo que ha cautivado tan mágicamente al
músico Hugo Wolf hasta hacer brotar su música pasional para Pentesilea. Pero esa fuerza de Kleist, ¿no traduce de modo sublime
el deseo que, dos mil años antes, había expresado Aristóteles de que la
tragedia « libere de un afecto peligroso por una vehemente expansión»? En los
adjetivos «peligroso» y «vehemente» está la verdadera cuestión (que han dejado
de ver los franceses y tantos alemanes), y eso parece haber sido escrito para
Kleist, pues ¿qué afectos fueron más peligrosos que los suyos? No dominaba los
problemas como los dominó Schiller, sino que los problemas lo dominaban a él;
pero eso precisamente, esa falta de libertad, es lo que le hace tan volcánico y
explosivo. Su producción no es una exposición planeada y medida de lo que desea
expresar, sino que es una lucha para librarse desesperadamente de esa locura
interior que lo oprime hasta matarlo. Todo personaje que aparece en su obra
siente (como el mismo Kleist) el problema que se le presenta como si fuera el
único y esencial problema del mundo, del cual dependiera su existencia; a cada
personaje se le ve lleno de la locura de ese modo de ser. En Kleist (y por eso
también en sus personajes);. cualquier cosa se convierte en algo incisivo,
cortante, todo en él es herida, es crisis. Las desgracias de la patria, que en
otros dan pie a un hinchado patetismo, la filosofía (que Goethe precisamente
trató con cierto escepticismo, aprovechando de ella tan sólo lo que podía
favorecer su, desarrollo espiritual), su erotismo, todos sus sentimientos,
todos, se vuelven en él fiebre y manía, pasión y dolor, pero siempre en grado
máximo, hasta amenazar con la destrucción de su propia existencia. Eso hace que
la vida de Kleist sea tan dramática y sus problemas tan trágicos que no puedan
quedar, como los de Schiller, en meras ficciones poéticas, sino que lleguen a
ser crueles . realidades de su sentimiento; por eso hay en sus obras esa
atmósfera tan realmente trágica, que ningún otro, poeta alemán ha podido
presentar en tan alto grado. Para Kleist, el mundo y toda su vida se convierten
en tensión; ha sabido transportar sus contrastes a los hiperbólicos personajes
de sus ficciones como en una polaridad de la Naturaleza: la incapacidad para no
adentrarse en los sentimientos, la severidad rígida de sus conceptos, conducen
siempre a sus personajes a un conflicto con el ambiente que los rodea, ya se
trate de Kohlhaas, de Homburg o de Aquiles, y como esta resistencia se da en
grado superlativo (como la de Kleist), ha de surgir, no por casualidad, sino
fatalmente, la tragedia. La esencia de Kleist lo lleva fatalmente a la tragedia
sólo la tragedia puede hacer tangible la lucha interna de su naturaleza, pues,
mientras que la épica es de formas más conciliadoras y deja cierto margen de
libertad, el drama exige agudización, fuerza vibrante (por eso encaja mejor con
su carácter exaltado). Las pasiones lo empujan con su ansia de liberarse, y son
ellas, y no Kleist, las que forman sus obras; por eso siempre me ha parecido
equivocado el atribuir a Kleíst un plan, o un método, o hasta un esfuerzo
consciente para lograr sus creaciones Goethe ha hablado algo irónicamente de un
teatro invisible para el cual eran escritas sus obras: ese teatro invisible
era, sin embargo, para Kleist, la demoníaca naturaleza del mundo que, en su
poderosa dualidad, en su contradicción rotunda, en su fuerza y en su movimiento
no cabía entre los decorados, cualesquiera que fueran, si no era para
destruirlos. Nadie fue ni quiso ser menos práctico que Kleíst. Lo que él
buscaba era librarse de su presión, liberarse, y todo lo teatral y práctico se
oponía completamente a su carácter. Sus concepciones tienen siempre algo de
casual a inevitable, sus lazos son más sólidos, la parte técnica está dibujada
como al fresco por su mano presurosa a impaciente. Cuando su mano no es genial,
deriva enseguida hacia lo teatral, hacía lo melodramático y, en según que
momentos, cae en los efectos más bajos del teatro de arrabal, del espectáculo
de magia, para, de pronto, cortar de un solo tajo con lo anterior (como
Shakespeare) y elevarse a las más altas esferas del espíritu. El argumento es
para Kleist un simple pretexto; su arte empieza cuando lo adorna todo con
pasiones, con todo el entusiasmo de que es capaz. Por este motivo sabe crear
muy a menudo la emoción con los medios más vulgares, débiles o remotos
(Käthchen von Heilbronn, Schroffenstein); pero cuando está encendido por la
pasión, se encuentra en su propio elemento, que es el choque y la lucha de los
impulsos; cuando suelta toda la fuerza expansiva de su alma, llega a una
intensidad de emoción sin precedentes. La técnica de Kleist parece sencilla,
cándida; sus disposiciones, triviales y defectuosas; se va metiendo en lo más
interno del conflicto a fuerza de rodeos y de apartados vericuetos para saltar
después, con fuerza enorme, con la terrible expansión de sentimientos que lo caracteriza.
Antes, sin embargo, tiene que adentrarse hasta lo más hondo, y necesitaba para
ello, como Dostoievski, largos preparativos, refinadas complicaciones, rodeos
laberínticos. Al principio de sus dramas (El cántaro roto, Guiskard,
Pentesilea), las situaciones se enredan tupidamente, del mismo modo que las
nubes preparan la tormenta, y a Kleist parece gustarle esa atmósfera
sobrecargada, tensa y oscura, porque, por su tensión, oscuridad y sobrecarga,
es la fiel imagen de su alma. La confusión de las situaciones corresponde a
aquella confusión de los sentimientos que Goethe adivinó en nuestro poeta.
Ciertamente, en el fondo de esa poderosa confusión hay una chispa de
masoquismo, un placer en la tensión mantenida para encender con su propia
inquietud la inquietud ajena. Así, los dramas de Kleist tratan de excitar
deliciosamente los nervios antes de conmoverlos; algo análogo a lo que pasa con
la música de Tristán, que sabe despertar una vibración de los sentidos con su
monotonía de ensueño y sus insinuaciones y frases excitantes. Sólo en Guiskard
arranca de un tirón la cortina para dejarlo todo tan claro como el día; en sus
otros dramas (Homburg, Pentesilea, Hermansschlacht) empieza siempre con una
situación confusa y con cierta imprecisión en los personajes, y de esa
confusión primera brota después un alud de pasiones que luchan y chocan entre
sí. Muchas veces, ese cúmulo de pasiones se desborda y destroza la frágil
concepción del drama; excepto en Homburg, en Kleist se tiene siempre la
sensación de que sus personajes han saltado de su mano y de que febrilmente se
precipitan más allá de toda medida, con una fuerza que él ni en sueños habría
podido pretender alcanzar. No domina a sus personajes, como hace Shakespeare,
sino que sus personajes lo arrastran a él; parece que en Kleist los personajes
acuden a la llamada del demonio, convirtiéndose cada uno de ellos en un
aprendiz de brujo, y que no siguen en nada a una voluntad consciente. Dicho en
el más elevado sentido de la palabra, Kleist no es responsable de lo que ellos
hacen o dicen; parece que hablen en sueños y dejen ver los deseos más ciertos a
irrefrenables. Esa fuerza superior a la propia voluntad, esa
irresponsabilidad, está también en su lenguaje dramático, que se asemeja al
aliento ardiente de la exaltación, que deja escapar a veces un quejido de dolor
o un alarido, o marca, a veces, un silencio. Incesantemente, su lenguaje oscila
entre los más opuestos contrastes; en ocasiones, la reserva de Kleist se
traduce en un magnífico laconismo; en otras, funde su lenguaje en un ardor sin
límites, sin diques. A veces surgen de sus palabras como masas vivas y tibias
de sangre; después hace pedazos el sentimiento que había provocado. Mientras
logra dominar el idioma, éste es fuerte y viril, pero cuando los sentidos desbocados
se convierten en pasión, entonces las palabras le huyen para expresar el
delirio de sus sueños. Nunca logra Kleist dominar perfectamente la palabra; sus
oraciones salen torcidas, oscuras y descoyuntadas. Cuando quiere que su
lenguaje sea duro y fuerte, él, el eterno exagerado, lo extiende y desarticula
de tal forma que resulta difícil encontrar la ilación entre las frases. Su
paciencia y dominio no se extienden más que a frases aisladas; nunca logra
abarcar la totalidad, así que sus versos nunca salen fluidos ni melódicos, sino
que parecen salidos a chorros intermitentes, llenos de la espuma y el calor de
la pasión. Lo mismo que pasa con sus personajes, que se ven arrebatados por la
fiebre y la exageración y rompen sus riendas, así también le pasa con el
lenguaje. Cuando Kleist se entrega de verdad (y en sus producciones pone todo
su «yo»), el exceso de pasión le arrolla; por eso no logra crear nunca una
verdadera poesía (excepto aquella mágica «Letanía de la muerte»), porque la
hipertensión y la propia caída nunca podrán crear una fuente fluida y
cadenciosa, sino sólo un torbellino hirviente; su verso es tan poco melodioso y
tranquilo como lo es su respiración. Sólo la muerte logró transformar en música
su último suspiro. Arrebatador y arrebatado; flagelador y flagelado; tal
aparece Kleist en relación con sus personajes, y lo que hace tremendamente
trágicos sus dramas no es su concepción, ni los anhelos espirituales que
encierran, ni sus escenas, sino su horizonte monstruosamente nublado, que los eleva
al grado mayor de lo heroico y grandioso. Kleist posee una visión trágica del
mundo, una visión innata, porque nunca forma una tragedia, que por lo demás no
sentiría, de una sola faceta, sino que su tragedia es siempre la tragedia del
mundo. Kleist lleva siempre consigo, hiperbólicamente, su
propia fatalidad, y la herida que abre el pecho de cada uno de sus personajes
no es más que una parte de esa monstruosa herida que lacera al mundo entero y
lo convierte en eterno dolor. Otra gran verdad que dijo Nietzsche es que Kleist
se ocupaba siempre de la parte incurable de la naturaleza, pues a menudo
hablaba de lo enfermizo del mundo; para él, el mundo era incurable, no podía
nunca integrarse en un todo, no había solución. Pero precisamente por eso,
Kleist merece el nombre de verdadero trágico; sólo el que siente el mundo en su
dualidad de juez y de reo, sólo éste puede actuar como acusador y defensor,
como deudor y acreedor, en cada una de sus frases, y dar la razón a cada una de
las partes, frente a la injusticia de la naturaleza, que ha hecho a los hombres
tan fragmentarios, tan divididos, tan eternamente insatisfechos. Una vez escribió Goethe una ironía en el álbum de un
hombre de alma entenebrecida, en el álbum de Schopenhauer: Si quieres sentir la
satisfacción de lo propio mérito, debes conceder mérito al mundo. La visión trágica de Kleist no le permitió nunca
conceder mérito al mundo; por eso en él se cumplió la profecía, y así nunca
pudo tener la satisfacción de su propio mérito; al contrario, todas sus creaciones
surgen de su descontento del mundo, y sus personajes trágicos (de una tragedia
verdadera) quieren elevarse siempre por encima de sí mismos y romper con sus
cabezas las rígidas paredes del destino. La resignación de Goethe respecto a la
vida contagió siempre a todos los personajes de sus obras; por eso ninguna de
ellas tiene la grandiosidad de los antiguos, aunque él las vistiera con túnica
y coturno. Aun los personajes trágicos de Goethe, como Fausto y Tasso, acaban
por tranquilizarse y salvan a su «yo» de la última caída. Goethe, todo sabiduría, no ignoraba el efecto
destructor de toda verdadera tragedia («me destruiría a mí mismo -dice una vez-
si escribiese una verdadera tragedia»); con su mirada de águila domina la
perspectiva del peligro, y era por otra parte demasiado sabio y prudente para
precipitarse en él. Kleist era, por el contrario, heroicamente ignorante del
peligro, y su ` ánimo y entereza, absolutamente profundos; con voluptuosidad,
llevaba sus sueños y sus creaciones hasta las más extremas posibilidades,
sabiendo que iba a la perdición. Veía el mundo como una tragedia y por eso creó
tragedias, y de su propia vida supo hacer la última y más sublime de sus obras. EL MUNDO Y SU ESENCIA Únicamente puedo sentirme satisfecho cuando estoy en
compañía de mí mismo, pues sólo entonces puedo ser sincero. (De una carta) Kleíst supo muy poco del mundo, pero mucho de su
esencia. Vivía como un extraño, casi como un enemigo de lo que le rodeaba;
sabía tan poco de la astucia a intereses creados de los hombres, como esos
mismos hombres sabían de su exageración. Su psicología era tal vez nula en lo
que se refiere al tipo corriente de los hombres, a lo normal; sólo parece
despertarse toda su lucidez cuando los sentimientos, al apoderarse de los
hombres, los suben a alturas insospechadas; Kleist sólo está unido al mundo
exterior por las pasiones; su aislamiento cesa allí donde la naturaleza de los
hombres se hace demoníaca, abismal. Igual que les pasa a muchos animales,
Kleíst no ve claro a plena luz, sino en la penumbra del sentimiento, en la
noche o en el crepúsculo del corazón. Lo único que parece ser adecuado para él
son los ardientes y volcánicos interiores de los hombres. En lo eruptivo, en lo
caótico de los sentimientos básicos, domina vidente su pasional imaginación; lo
superficial de la vida, la cáscara fría y dura de la existencia cotidiana, la
sencilla forma de lo corriente, todo eso no merece ser ni aun rozado por una
mirada de Kleist. Era demasiado impaciente para poder observar sereno durante algún
tiempo la realidad; por eso siempre tiende a apresurar los sucesos hasta
hacerlos llegar a un ardor de trópico; para ese hombre pasional sólo hay
problemas en el fuego de los sentimientos. Bien mirado, nunca llegó a crear
personajes, sino que su demonio reconoció a su hermano en cada uno de ellos,
fuera de la esfera de lo terrenal: los demonios de las figuras, los demonios de
la Naturaleza. Por eso todos sus héroes son tan desequilibrados,
porque se han elevado por encima de la vida cotidiana, llevando consigo una
parte del espíritu de Kleist; cada uno de ellos era portador exagerado de su
pasión. Todas esas indomables criaturas de su imaginación son,
como dice Goethe al hablar de Pentesílea, «de una casta singular, y cada una de
ellas ostenta los rasgos del poeta: intransigencia, acritud, obstinación,
impulso, independencia y acometividad; desde la primera mirada, se reconocen en
ellas los rasgos de Caín: deben destruir o ser destruidas. Todos sus personajes
tienen esta extraña mezcla de fogosidad y de frialdad, de «demasiado poco» y
«en exceso de brutalidad y de vergüenza, de superabundancía y de reserva, de
versatilidad y de exaltación, hasta alcanzar la máxima tensión nerviosa. Todos
martirizan incluso a aquellos a quienes aman (como Kleist a sus amigos); todos
llevan prendido de los ojos un brillo de fuego peligroso que asusta hasta a los
más escépticos; de ahí que su heroísmo no sea nunca popular ni esté al alcance
del pueblo; nunca los libros de Kleíst han sido manuales del heroísmo. Hasta la
misma Káthchen, que, retrocediendo sólo un poquitín hacía lo popular y lo
trivial, sería más popular que Gretchen y que Louise, tiene un no sé qué en el
alma, un exceso de abnegación, que no desciende a los límites del sentido
común. Hermann, el héroe nacional, tiene un deje excesivo de
política y de habilidad; tiene, en fin, demasiado de Talleyrand, para
convertirse en figura patriótica. En todo, hasta en lo más trivial, hay siempre
una gota de algo peligroso que lo hace extraño al pueblo: al oficial Homburg su
magnífico miedo a la muerte le imposibilita para llevar el nimbo de la
popularidad, igual que le pasa a Pentesilea por su ansia báquica, a Wetter von
Strahl por cierto trazo excesivamente viril, y a Thusnelda, por tontería y
vanidad femenina. A todos les aparta Kleist de lo común, de lo schilleriano,
por algún rasgo primitivo que sale descarnado por debajo de su ropaje teatral.
Cada uno de ellos tiene algo extraño, inesperado, inarmónico, algo no típico en
su espíritu; todos ellos (si se exceptúa al bufón Kunigunda y a los soldados)
tienen un rasgo acusadísimo en su fisonomía, como sucede con los personajes de
Shakespeare. Así como Kleist es, en sus dramas, antíteatral, también es
antídealista como formador de figuras, y lo es de un modo inconsciente; pues siempre
que en él se encuentra idealización, se ve que se ha logrado por una consciente
labor de retocado o por una visión superficial y miope. Pero Kleist siempre ve
claro y nada odia más que los pequeños sentimientos; antes dejará de tener buen
gusto, que ser vulgar; antes será exageradamente seco que melifluo. El
enternecimiento le es repulsivo pues su naturaleza es cruda y consciente de la
pasión real; por eso también es conscientemente antisentimental y sabe cortar a
tiempo en aquellos momentos en que se inicia lo trivial o lo romántico,
cerrando la boca de sus personajes, principalmente en las escenas de amor;
permitiéndoles, a lo sumo, un balbuceo, un sonrojo, un suspiro y sobre todo un
silencio significativo. Tiene extremo cuidado en que sus personajes no sean
algo vulgar, y de ahí-hay que hablar francamente-que tales personajes sean
extraños al pueblo alemán, y no sólo al pueblo, sino a cualquiera acostumbrado
a la literatura y formado según las tradiciones de la escena. Esos personajes
pueden ser considerados como tipos nacionales, pero de una nación de ensueño,
así como sólo pueden ser considerados como figuras teatrales en el sentido de
aquel teatro imaginario de que Kleist hablaba a Goethe. Los personajes de
Kleist son rebeldes, obstinados como su creador, y por eso están aureolados de
soledad. Sus dramas quedan sin contacto alguno con la literatura, ya anterior,
ya posterior a Kleist; no son herederos de ningún estilo literario y tampoco
formaron escuela. Kleist fue un caso aislado y el mundo que creó ha quedado
también como un mundo aislado. Sí, un caso aislado, pues ese mundo no tiene límites
en el tiempo ni el espacio; no se reduce a los años que van de 1790 a 1807, ni
a las fronteras de Brandeburgo; tampoco hay en él el soplo del clasicismo ni el
crepúsculo del romanticismo. El mundo de Kleist es tan extraño y tan sin
delimitación posible como lo fue el mismo Kleist; es como una esfera de
Saturno, apartada de la luz del día. A la par que el hombre, la Naturaleza también interesa
a Kleist, pero sólo en sus fronteras extremas, donde linda con lo demoníaco,
donde lo natural se hace mágico, y lo corriente, extraño; donde el mundo se
acerca al caos primitivo para convertirse en lo inaudito, en lo inverosímil;
donde, permítaseme decirlo así, abandonando toda norma, se hace pasional y
vicioso. A Kleist le preocupa lo anormal, lo anárquico. (Véanse La marquesa de O, La mendiga de Locarno, El
terremoto de Chile.) Siempre se interesa, pues, por aquel momento en que la
Naturaleza diríase que rompe el círculo que Dios le había trazado. No en vano
ha leído con tanta pasión Nachtseite der Natur, de Schubart. Los misterios del
sonambulismo, del hipnotismo, de la sugestión, del magnetismo animal, son
materias apropiadas para encender su fantasía, que se ve atraída no ya sólo por
las pasiones humanas, sino también por las fuerzas secretas del Cosmos, y de
esta manera, sus creaciones se enredan aún más, porque a la confusión del
sentimiento, hay que añadir la confusión de las cosas materiales. Donde está lo
extraordinario, allí está a gusto Kleist; allí, entre tinieblas, trata de ver
al demonio por alguna rendija, y sale siempre a su encuentro; allí, entonces,
está lejos de lo vulgar, que siempre le repugna y hasta le asusta; eterno
apasionado, se adentra cada vez más en la Naturaleza. También en el modo de ser
del mundo, como antes en el modo de ser de los hombres, busca ahora siempre lo
superlativo. Ese apartamiento de lo real y manifiesto podría, a
primera vista, hacer de Kleist un pariente próximo de sus contemporáneos los
románticos, pero no es así: entre la cándida superstición y novelería de éstos
y el amor invencible de Kleist hacia todo lo fantástico o abstruso hay un
verdadero abismo de sentimiento. Los románticos buscan lo maravilloso como una
devoción; Kleist busca lo extraño como una enfermedad de la naturaleza. Un
Novalis quiere creer y remontarse en esta fe; un Eichendorff o un Tieck quieren
resolver la dureza y el contrasentido de la vida en música, pero Kleist sólo
persigue ansiosamente el secreto que se oculta detrás de las cosas y quiere
andar a tientas hasta lo más extremo para poder dirigir su mirada fríamente
pasional, su mirada que siempre escruta, sondea a investiga, hasta los últimos
rincones de lo maravilloso. Cuanto más extraño es un suceso, tanto más le
agrada relatarlo, y pone todo su ánimo en aclarar lo inconcebible a fuerza de
sobriedad en la narración, y así su intelecto, tenaz como un tornillo, va
penetrando hasta lo más profundo de las cosas, hasta las esferas mágicas donde
celebran extraña boda lo maravilloso de la naturaleza con lo demoníaco de los
hombres. En esto se parece a Dostoievski mas que ningún otro alemán; como en
Dostoievski, los personajes de Kleist están cargados de fuerzas nerviosas,
enfermizas y exageradas, y sus nervios parece que estén enredados dolorosamente
en lo demoníaco de la naturaleza. Kleist sólo es auténtico, como Dostoievski,
cuando pasa por la exaltación, y por eso va rodeado de esa atmósfera pesada,
pero al mismo tiempo cristalina, como la del cielo antes de soplar el viento,
sobre el paisaje de su mundo interior; como el frío hielo de la razón, que de
pronto se trueca en una pesadez tibia de fantasía para romper después
inopinadamente en terribles ráfagas de pasión. El panorama espiritual de Kleist
es ciertamente hermoso y lleno de profunda visión, tan intensa como no hay otro
ejemplo en la poesía alemana, pero al mismo tiempo es difícil de soportar;
nadie puede sumergirse largo tiempo en el mundo de Kleist (él sólo Pudo
soportarlo diez años), porque los nervios se ponen en tensión, excita
constantemente con sus alternancias de calor v de frío y le llena a uno de
inquietud. Es demasiado duro el pasar toda una vida en esa atmósfera cargada y
opresora; el cielo parece que pesa sobre el alma; es un mundo demasiado cálido
para tan poco sol y hay demasiada luz para tan poco espacio. Tampoco Kleist,
eterno indeciso, tiene en el sentido artístico ninguna patria, ningún pedazo de
tierra firme bajo sus pasos de eterna peregrinación. Está aquí o allí, pero ese
aquí o allí nunca es su casa, su patria; vive en lo maravilloso sin creer en
ello, y plasma la realidad sin amarla. EL NARRADOR Pues es cualidad de la verdadera forma el hacer salir
de ella inmediatamente al espíritu, mientras que, en la forma defectuosa, ese
espíritu queda retenido como por un espejo y nada nos recuerda si no es a sí
mismo. (Carta de un poeta a otro) El alma de Kleist vive en dos mundos distintos; en el
mundo cálido de la fantasía y en el mundo helado de la razón, del análisis; por
eso su arte está dividido en dos partes, que marcan esos dos extremos. Se ha
relacionado muy a menudo al Kleist dramaturgo con el Kleist novelista, pero en
realidad sus dos formas de arte (drama y novela) son lo opuesto, lo inverso;
marcan, en fin, la división interior de Kleist llevada al extremo. El
dramaturgo se arroja, sin riendas, en el asunto, lo calienta con la fiebre de
sus propias venas, mientras que el novelista se abstiene de mezclarse en su
narración, se reprime fuertemente, queda ausente ella, procurando que no se
note ni aun el aliento de su boca. En los dramas es todo tensión y pasión; en
sus narraciones, quiere que esas tensiones y esa pasión las ponga el lector. En
los dramas está delante su autor; en las novelas, detrás. En aquéllos hay
expansión; en éstas, reserva; ambas cosas son llevadas hasta los límites más
exagerados que el arte permite. Por eso sus dramas son los más volcánicos y más
caudalosos del teatro alemán, y sus novelas, las más recortadas, más heladas y
más comprimidas de todas las alemanas. Y es que Kleist sólo vive en grado superlativo. En las novelas, Kleist aparta a su «yo», sofoca su
propia pasión para dejar paso a los otros, y eso lo practica hasta el extremo
de la exageración. Lleva la autoseparación hasta tal punto, que es ya un exceso
de objetividad y, por tanto, un peligro para el arte (el peligro es su
elemento). Nunca la literatura alemana ha logrado un estilo tan
objetivo, una tranquilidad tan aparente, un realismo tan magistral, como en
esas pequeñas novelas y anécdotas; quizá les falte sólo un elemento para ser
perfectas: la naturalidad; en ellas sigue siendo Kleist el eterno esclavo: aquí
lo es de su voluntad rígida, como en los dramas lo es de su pasión desbordada;
les falta por eso a sus narraciones un punto de alegría, una presentación
suave, una naturalidad de lenguaje. Constantemente se adivinan sus labios
apretados para no dejar escapar el aliento cálido de su pasión; uno se da
cuenta de que su mano está febril a fuerza de contenerse; se ve cómo el hombre
está luchando por echarse atrás, por estar ausente. En esa reserva, en esa
ocultación y represión, se adivina una perversa voluptuosidad que busca
extraviar al lector y desorientarlo en un laberinto ingeniosamente disfrazado
de realidad que no es más que su impulso erótico, desterrado de su estilo. Para
darse cuenta de esto, véase su modelo, las Novelas ejemplares de Cervantes, y
compárese con la técnica de Kleist, que hace un exceso de la misma sobriedad
que se adivina. No hay ningún Aríel en su alma oprimida y rebosante; la
atmósfera es siempre opresora y no vibra musicalmente. Quiere ser frío, y se
vuelve de hielo; quiere bajar la voz, y habla como ahogado; quiere ser fuerte
en el lenguaje, latino, a lo Tácito, y sus palabras salen convulsas. Siempre,
al lado de Kleist, en un sentido u otro, está la exageración. Nunca había el idioma alemán adquirido tal dureza,
pero al mismo tiempo nunca tampoco había sonado tan metálico, tan frío, como en
la prosa de Kleist. No lo sabe manejar (como Hölderlin, Novalis y Goethe) como
si fuera un arpa, sino como un arma, como un arado de poder inflexible. Y en
esta lengua dura, de bronce, el eterno contraste de Kleist quiere encajar las
cosas más ardientes, más sugestivas, y su sobriedad y claridad de protestante
luchan con los problemas más fantásticos a inverosímiles. Su narración se hace
misteriosa, enredada, tensa, con el fin malévolo de llenar de angustia al
lector, atraerlo, asustarlo, y después, cuando ya está junto al borde, dar un
tirón a las riendas y parar de golpe; aquel que no vea, en la aparente frialdad
de Kleist como narrador, su placer demoníaco de apartar a los lectores de
aquello que es su verdadero elemento, a ése le parecerá simplemente una
cuestión de técnica lo que en realidad es fanatismo del autodominio o disimulo
de las más profundas pasiones. Yo mismo no puedo menos que estremecerme cuando
releo las historias de Kleist (La mendiga de Locarno y otras historias), y no a
causa de lo que en ellas se narra, sino por la terrible vibración, latente en
ellas, de una inflexible voluntad demoníaca que se muestra silenciosa y que, en
su aparente tranquilidad, resulta mucho más terrible que el apasionamiento de
los versos y hasta que los gritos pasionales de Pentesilea. Todo lo malo que
hay en Kleist, todo lo que él oculta, todo lo equívoco que en él existe, se
traiciona en su estilo comedido, porque la tranquilidad, dominio y maestría de
su estilo eran la antítesis de su modo de ser. No podía lograr la naturalidad
-que es la suprema magia del artista-, porque esa naturalidad aparente no era
otra cosa que una ley que el poeta se imponía a sí mismo. Y sin embargo, ¡cómo logra Kleist imponer su voluntad
de acero en la prosa de sus narraciones! ¡Con qué precisión corre la sangre por
las venas del idioma! Donde más claramente se ve esa voluntad férrea es en
aquellas pequeñas anécdotas que escribía sin fin artístico, sólo para llenar
los blancos de su periódico. En cualquiera de los informes de la policía o en
aquellos menudos episodios de la Guerra de los Siete Años, se ve de modo
inolvidable el resultado de su voluntad; la narración es transparente como un
bloque de cristal; no hay en ella el menor vestigio de psicología, por lo que
la realidad queda perfecta. En las novelas se advierte con más intensidad el
esfuerzo de Kleist por ser objetivo. Toda la pasión de Kleist por lo
complicado, por lo tortuoso, sus ganas de buscar siempre el lado misterioso o
escondido de las cosas, se aprecia notablemente en las narraciones más
extensas, pero donde más se adivina es en su aparente frialdad, de tal manera
que, en La marquesa de O, una anécdota de ocho renglones escasos parece casi
una charada, y La mendiga de Locarno es como una pesadilla. Lo que hace más
atormentadores y fuertes esos sueños es que sus figuras aparecen dibujadas
sobriamente, con un estilo de cronista, sin nada de imágenes de ensueño, sin
claroscuros, como troqueladas con una naturalidad que tiene tanto de real como
de espectral. El demonio de su voluntad va ahí disfrazado de sobriedad; pero de
una sobriedad llevada al exceso, llevada, en fin, a un límite tal que nos deja
ver claramente el reverso de Kleist, que es una exaltación de la frialdad fuera
de toda medida. También Stendhal había tendido siempre a escribir en
una prosa fría, sobria y antisentimental, y diariamente se preocupaba de leer
el estilo burgués de las disposiciones oficiales. Kleist, del mismo modo,
procuró tomar como modelo el tono y el estilo de las crónicas, pero mientras
que el primero logra una técnica propia, Kleist, en su exageración, cae de
lleno en la pasión de no ser apasionado y la emoción pasa del autor al lector.
Pero siempre se ve ese eterno < demasiado» que fluye de su ser; por eso
siempre son más fuertes aquellas novelas en que crea una figura que es
representación de su caso; por eso Michael Kohlhaas es el tipo más magistral
que ha sabido crear, porque en él se personifica la exageración, una
exageración que acaba por destruirlo; es la imagen inconsciente del escritor,
que creó, de lo mejor de sí mismo, lo más peligroso, y el fanatismo de su
voluntad sale desbordante por encima de toda ley. En lo exagerado de esa
autodisciplina, de esa reserva, Kleist es tan demoníaco como en su pasión. Todo eso resulta mucho más palpable, como ya he dicho,
en aquellas pequeñas anécdotas que escribió sin buscar efecto artístico
ninguno, y después en aquellas extrañas manifestaciones que hace en sus cartas. Nunca ningún autor alemán se ha mostrado a sí mismo
tan desnudo, tan descarnado como Kleist en aquellas pocas cartas que se
conservan de él. Me parece que no tienen comparación con los documentos
psicológicos de Goethe y de Schiller, porque la veracidad de Kleist es
infinitamente más osada, más ¡limitada a incondicional que las confesiones de
los clásicos, que siempre van más o menos subordinadas a la estética. Kleist, conforme
a su modo de ser, es excesivo hasta en la confesión; parece que hace su
autopsia lleno de placer; no es que sienta amor a la verdad, sino que
experimenta una fogosa pasión por ella y conserva una magnífica estética hasta
en el más profundo dolor. Nada hay más agudo que los gritos de ese corazón y,
sin embargo, parecen descender desde las alturas como el grito estremecido de
un ave herida; nada hay más gran dios que el patetismo heroico de su soledad
quejumbrosa. Parece oírse el tormento de Filotek envenenado, disputando con los
dioses, aislado en la isla de su espíritu, separado de sus hermanos, cuando, en
el tormento de conocerse a sí mismo, se arranca las vestiduras y queda desnudo
ante nosotros; pero no como un desvergonzado, sino como un cuerpo sangriento y
ardiente que acaba de salir de su última lucha. Hay gritos que proceden de lo
más hondo de lo humano, gritos de un dios despedazado, gritos de un animal
atormentado, y después de eso vuelven a fluir las palabras, llenas de lucidez,
de una lucidez tal que deslumbra. En ninguna obra pudo llegar a tanta
profundidad como en sus cartas; en ninguna obra se ve tan claramente ese
dualismo de exceso de presión y exceso de contención; de análisis y éxtasis; de
ponderación y pasión; de prusianismo y primítivismo. Muy posiblemente, en aquel
manuscrito perdido de Historia de mi alma, todos esos mismos relámpagos y
llamaradas formarían una única luz; pero ese manuscrito, que no era ciertamente
un arbitraje entre Poesía y Verdad, sino el fanatismo de la verdad, se ha
perdido para nosotros. En esto, como siempre, la fatalidad ha intervenido de
nuevo para no dejar escapar su secreto, para que Kleist siga siendo el hombre
hermético y desconocido, para que, en fin, no podamos verle en sí mismo, solo,
sino siempre envuelto en las sombras del Demonio. EL ULTIMO LAZO Por encima de todo, siempre vence el sentimiento de
justicia. La familia Schroffenstein En cada uno de sus dramas, Kleist nos revela su alma;
en todos ellos hay una entrega al mundo de una chispa del fuego de su espíritu;
porque en cada uno de ellos se encuentra una de sus pasiones convertida en
personaje de ficción. Así, pues, por sus obras lo conocemos en parte, a él y su
batallar heroico; sin embargo, no habría pisado nunca el terreno de la inmortalidad
si en su última obra no nos hubiera ofrecido lo más elevado: su heroica lucha.
En su Príncipe de Homburg ha sabido hacer una tragedia con su conflicto vital,
y lo ha logrado con ese soplo genial que raras veces el destino concede más de
una vez al artista; ha escrito la tragedia genial de su fuerza interior, de su
lucha, de la antinomia entre la pasión y el autodominio. En sus otras obras, Pentesilea, Guiskard,
Hermannsschlacht, había siempre un impulso pasional hacia el infinito,
exagerado, contundente; pero en su última tragedia no sólo ha puesto ese
impulso, sino que ha creado un mundo donde se agita todo ese revoltijo de
fuerzas pasionales; un mundo donde la presión y la contención forman una unidad
que se eleva poderosa por encima de todo, en vez de dejar que esas fuerzas de
acción y de reacción se separen en direcciones distintas. Y ese elevarse de las
fuerzas, ¿qué es, sino la más alta armonía? El arte no conoce momentos más
hermosos que aquellos en que puede presentar en su justo equilibrio lo desmesurado;
momentos sonoros en que, en un abrir y cerrar de ojos, toda disonancia se une
para formar una armonía celeste; entonces todas esas fuerzas opuestas,
divorciadas, incompatibles, se precipitan una dentro de la otra para, sólo un
instante, unir sus labios, formados de palabras y de amor. Cuanto más fuerte es
esa separación, esa contraposición, tanto más fuerte es también ese ósculo y
tanto más rugiente el acorde que surge de esas cataratas de pasión. El Homburg
de Kleist tiene, mas que ningún otro drama alemán, la magnificencia de la
extrema tensión, y su autor da a la nación alemana una tragedia perfecta a un
paso apenas de su propia destrucción, del mismo modo que Hölderlin, una hora
antes de sumergirse en las tinieblas, entona su himno órfico universal; del
mismo modo que Nietzsche, antes de su derrumbamiento interior, deja fluir,
embriagado, la fuente saltarina, brillante como una gema, de sus palabras. Esa
fuerza mágica que sale del sentimiento de la propia desaparición está más allá
de todo análisis o explicación, es algo inefablemente hermoso, como el último
salto de la azulada llama antes de apagarse. En su Homburg supo Kleist domar a su demonio por algún
tiempo y hasta arrojarlo de su obra. En esa obra no se ha limitado a aplastar
una de las cabezas de la hidra que lo rodeaban amenazantes, como hace en
Pentesilea, en Guiskard y en Hermannsschlacht; aquí ha agarrado al monstruo por
la garganta y lo arroja lejos de sí. Y por eso aquí puede verse toda la fuerza
enorme de la pasión, que no sale silbando como el vapor, desde la presión
interior hacia el vacío, sino que ahora una fuerza, una pasión, se precipita
contra la otra en lucha abierta. En esta obra no queda ni un solo átomo de esa
presión interior que no tome parte en esa lucha dramática, porque se expande
con toda su fuerza; aquí son igualmente fuertes el dique y la corriente, el
oleaje y el acantilado. Ahora Kleist no sale de sí mismo, sino que se duplica;
así lo antagónico pierde su fuerza destructora porque no deja, como antes,
comer libremente ninguno de sus impulsos; no permite, en fin, ninguna
hegemonía, Toda la antinomia de su ser se presenta aquí claramente. Pero toda
claridad facilita la visión de las cosas, y esa visión produce la
reconciliación. Cesa ya la eterna lucha entre su apasionamiento y su disciplina
al quedar éstos frente a frente y a plena luz. La disciplina (el príncipe, que
hace proclamar vencedor a Homburg en la iglesia) honra al apasionado, y éste
(Homburg, que exige su propia pena de muerte) honra la ley. Ambas fuerzas se
reconocen como fuerzas primordiales que forman un conjunto; la inquietud pide
movimientos; la disciplina, orden; y cuando Kleist arranca de su pecho oprimido
aquella lucha eterna para colocarla allá arriba, entre las estrellas, logra por
primera vez su unidad y se convierte en partícipe de la creación. Y, de pronto, fluye naturalmente todo lo que ha estado
buscando, todo lo que amaba, y fluye en la forma más elevada y pura, ungido por
un sentimiento de reconciliación. Todas las pasiones de sus treinta años se
realizan de pronto, se materializan, pero ya no de un modo brusco y exagerado,
sino suave y luminosamente. La loca ambición de Guiskard tiene toda la
fogosidad del adolescente cuando se cobija en el pecho de Homburg. El
patriotismo de Hermannsschlacht, patriotismo brutal, homicida, obsesionante,
bárbaro, se suaviza y se hace humano hasta trocarse en inefable sentimiento
patrio. La manía legalista de Kohlhaas se trueca, en la figura del príncipe, en
clara observancia de la ley. Toda la decoración mágica de Käthchen no es ya más
que un dulce claro de luna que ilumina la escena de un jardín de verano, donde
la muerte flota como un soplo del más allá. Y aquella pasión voluptuosa de
Pentesilea, aquella extraña ansia de vivir, se reducen a un natural sentimiento
de deseo. Por primera vez, hay en esta obra de Kleist un escondido fondo de
bondad, un aliento de humanidad y de comprensión, y de esa comprensión -cuerda
de plata, que él nunca había ni rozado- surge como una armonía de arpa. Todo lo
que puede emocionar a un hombre está reunido aquí, y así como se dice que los
moribundos en sus últimos momentos de vida reviven su pasado, así pasa también
por esta obra de Kleist toda su anterior vida, todas sus faltas, todos sus
errores, todas sus omisiones, todo lo que parecía sin sentido, todo lo vano en
apariencia, y todo eso recobra en esta obra su verdadera significación. La
filosofía de Kant, que tanto lo atormentó a los veinte años y que casi asfixió
su plan de vida, está ahora en las palabras del príncipe y eleva esa figura a
lo espiritual. Sus años de cadete, su escuela militar tantas veces maldecida,
reviven en magnífica imagen del ejército, en un canto a la solidaridad; hasta
el mundo real y mercantilizado, tan odiado por él, es ahora base de la
tragedia, y la atmósfera, antes tan vacía, adquiere transparencia y horizontes.
Todo aquello de lo que él había logrado liberarse: disciplina, tradición,
tiempo, se alza ahora como un cielo por encima de su obra. Por primera vez crea
algo que sale de su patria, de su hogar, de su propia sangre. Por primera vez,
la atmósfera ha dejado de ser tan pesada y densa; ya no vibran sus nervios en
dolorosa tensión; sus versos fluyen por primera vez claros y armónicos; no
brotan ya a empujones, a borbotones; por primera vez hay música en su obra. El
mundo espiritual, que antes era como una presión demoníaca en su obra, se eleva
ahora como un crepúsculo por encima de lo humano; un tono dulce, como el de los
últimos dramas de Shakespeare, consciente y animoso, cubre como un velo su mundo
lleno de armonía. El Principe de Homburg es el verdadero drama de
Kleist, porque en él está contenida su vida entera; todas las complicaciones de
su existencia están allí: su amor a la vida; su anhelo de muerte; su
indisciplina, su exuberancia, su atavismo, su experiencia; sólo aquí, donde se
ha entregado completamente, se eleva por encima de su conciencia. De ahí ese
tono profético y misterioso en la escena de la muerte; el miedo a la fatalidad,
que suena como a poesía, de su muerte, escrita por adelantado, es también todo
su pasado. Sólo los que han recibido ya la unción de la muerte tienen esa
visión elevada que abarca el pasado y el futuro. De todos los dramas alemanes, sólo Homburg y
Empédocles regalan nuestros oídos con esa música espiritual que es ya como una
resonancia del Infinito. Sólo en el último umbral es dado a las almas el
diluirse completamente; sólo la resignación de llegar a aquellas misteriosas
esferas, tanto tiempo anheladas, permite su entera expansión; Kleist logra,
cuando ya nada espera, aquello que le fue negado a su ansia fogosa y pasional.
Sólo en esa hora en que ya nada espera, el destino le concede lo que antes le
negó: la perfección. PASIÓN DE MUERTE He hecho lo máximo que permiten las fuerzas humanas:
he buscado el imposible. Todo lo he apostado en esa jugada. El dado está ya
echado; ahí está... y he perdido. Pentesilea En el tiempo en que Kleist alcanza la cumbre del arte,
el año de Homburg, llega fatalmente también a la soledad más absoluta. Nunca
estuvo más olvidado del mundo, más perdido en el tiempo y en su patria; ha
abandonado el empleo; le han prohibido la entrada al periódico; aquella misión
que se le había encomendado de arrastrar a Austria a la guerra, ha quedado en
nada. Su enemigo, Napoleón, domina en toda Europa; el rey de Prusia se
convierte en su aliado, después de haber sido su vasallo. Las obras de Kleist
van y vienen por los escenarios sin ser representadas, rechazadas por los
empresarios, o, sí se representan, no son del agrado del público; sus libros no
encuentran editor; él mismo no logra encontrar ni el empleo más modesto. Goethe
se ha apartado de él; los demás apenas lo conocen y ningún aprecio pueden
tenerle; sus protectores lo han abandonado en su caída; los amigos le han
olvidado; finalmente, también lo abandona su hermana Ulrica. Ha perdido en
todas las cartas a que ha apostado; sólo le resta ya una; lo único de valor que
le queda en las manos es el manuscrito de su obra maestra, El Príncipe de
Homburg, que no logra ver representada. Nadie le sienta a su mesa ya, y nadie
tampoco tiene la menor confianza en esta última carta que él lleva en la mano.
Entonces, Kleist se dirige de nuevo a su familia, saliendo así de una soledad
que duraba y muchos meses. Así, pues, se va hacia Francfort del Oder a ver a los
suyos y a alegrarse el alma con un poco de amor; pero los suyos le echan sal en
las heridas y hiel en los labios. Aquella hora que pasa con su familia le destroza;
todos ven en Kleist al fracasado que ha perdido el empleo, al dramaturgo sin
éxito, y, en resumen, le miran desdeñosamente como a algo indigno de la
familia. «Quisiera morir diez veces, antes de volver a sufrir lo que sufrí en
Francfort, en ese día, durante la comida», escribe lleno de desespero. Los
suyos le echan y él se ha de refugiar en sí mismo, en su pecho,, oprimido, y,
avergonzado, humillado, se dirige como puede hacia Berlín. Durante algunos
meses va y viene, vestido, miserablemente y con los zapatos rotos, intentando
encontrar un empleo. Ofrece su Homburg, su Hermannsschlacht a los libreros,
pero en vano; pone de mal humor a sus amistades con su triste aspecto, hasta
que todos parece que se cansan de él y él a su vez se cansa también de esa
búsqueda. Mi alma está tan lacerada -escribe estremecido en
aquellos días-, que diría que hasta la luz del Sol me hace daño cuando me
atrevo a asomarme a la ventana.» Todas sus pasiones han terminado; todas sus
fuerzas están dispersas; todas sus esperanzas han resultado, fallidas, pues: Su
fama no logra llegar a los oídos de nadie, y cuando ve el signo de los tiempos
que ondea ante cada puerta, termina su canción; quiere acabar ya y, llorando,
deja escapar la lira de sus manos. Entonces, en medio de la soledad espantosa en que se
encuentra, soledad y silencio como nunca ha sentido otro genio alrededor de sí
(si se exceptúa tal vez a Nietzsche), entonces oye sonar una voz siniestra,
oscura, y que ya había oído en momentos de desesperación: es la llamada de la
muerte. Este pensamiento de una muerte voluntaria le acompaña desde su
juventud, y así como cuando era casi un muchacho se había hecho un plan de
vida, ahora, desde hacía algún tiempo, estaba formando un plan de muerte; este
pensamiento, aunque oculto, se había afirmado en su alma, y ahora, cuando la
marea y el oleaje de la esperanza se retiran de su alma, queda el pensamiento
de la muerte como una negra roca descubierta por el reflujo, negro y fuerte.
Son innumerables en las cartas de Kleist las alusiones voluptuosas al suicidio. Ciertamente, se podría decir paradójicamente que si
soportó la vida tanto tiempo, fue porque en todo momento sabía que podía
arrancarla de su cuerpo. Siente continuamente el deseo de morir, y si se le ve
titubear no es de miedo, sino por su naturaleza exagerada, excesiva; Kleist no
ama a la muerte de cualquier manera, sino con pasión, con exaltación; no quiere
matarse, pues, miserablemente, cobardemente, sino que ansía -según él mismo
escribe a Ulrica- «una muerte magnífica». Hasta este pensamiento siniestro y
oscuro logra en Kleist la voluptuosidad de la embriaguez. Quiere ir a la muerte
como quien va al lecho nupcial; su erotismo, que no encontró el cauce natural,
se desborda hasta inundar todas las profundidades de la naturaleza, y sueña ya
con una muerte que sea de místico amor, una muerte que sea desaparición de dos
almas. Cierto terror atávico -que él ha inmortalizado en el Principe de
Homburg- le hace temer la soledad de la muerte, el tener que soportarla toda
una eternidad; así pide desde su infancia, a todos los que ama, que mueran con
él. Él, que durante la vida ha estado sediento de amor, pide ahora una muerte
de amor. En el mundo ninguna mujer logró satisfacer su amor ¡limitado, ninguna
mujer logró sostener el paso hacia el éxtasis de aquel loco de amor; ninguna,
ni su novia, ni Ulrica, ni Marie von Kleist, pudieron soportar la ebullición de
sus pasiones. Ahora el amor, el ansia de amor de Kleist, sólo puede
satisfacerse con la muerte, que es lo más alto a insuperable; en Pentesilea se
adivina esa pasión. Así pues, sólo la mujer que esté dispuesta a morir con él
es la que puede ofrecerle un amor insuperable, y esa mujer es la única que
Kleist desea; « su tumba me ha de ser más agradable que los lechos de todas las
emperatrices del mundo», escribe en su última carta de despedida. Por eso
Kleíst pide la compañía hacia la muerte a las personas que le son más afectas,
y a Karoline von Schiller, que le era casi desconocida, le propone «pegarle un
tiro a ella y después pegarse otro él». Trata de atraer a su amigo Rühle
diciéndole: «No acaba de abandonarme la idea de que todavía hemos de hacer
juntos una cosa; ven -sigue diciendo-, hagamos algo bien hecho y encontremos la
muerte en ello; será uno de los millones de muertes que ya hemos sufrido o que
hemos de sufrir todavía; es sólo como si pasáramos de una habitación a otra.» Como
siempre le sucede a Kleist, la idea, fría al principio, es pronto ardiente
pasión; cada vez se entusiasma más con el proyecto de acabar su lento
desmoronamiento con una explosión, de un golpe, en una destrucción heroica, y
arrojarse a una muerte fantástica para librarse de su eterna lamentación, de su
lucha interior, de su insaciable pasión, rodeado de embriaguez y de éxtasis. Su
demonio interior se alza magnífico, pues quiere arrojarse a su elemento: al
Infinito. Esa pasión de muerte en compañía de otra persona,
queda sin ser comprendida por sus amigos y por las mujeres, como incomprendidas
quedaron siempre sus hipertrofias sentimentales. En vano insiste, mendiga casi,
para encontrar a su compañero en la muerte: todos se apartan de él horrorizados
al oír tal proposición. Finalmente, cuando su alma rezuma ya asco y amargura,
cuando la oscuridad de su corazón le borra la vista y el sentimiento, encuentra
a una mujer que acepta agradecida su proposición. Se trata de una enferma
condenada a muerte; un cáncer le corroe las entrañas como a Kleist le corroe el
alma el cansancio de vivir. Kleist, exaltado en su éxtasis, se deja acompañar
voluptuosamente por aquella infeliz a la tumba: ya hay alguien que le priva de
la soledad en sus últimos momentos de vida, y así surgió aquella extraña noche
de bodas del «no-amado» con la «no-amada», así aquella mujer enferma y fea (él
sólo miró su rostro en el éxtasis del pensamiento) se arroja con él a la
inmortalidad. En el fondo, aquella pobre cajera le era desconocida; nunca la
conoció sexualmente, pero se desposa con ella bajo otros signos y otras
estrellas, se desposa con ella en el sagrado sacramento de la muerte. Esa
mujer, que para su vida habría resultado pequeña, débil y enfermiza, será una
magnífica compañera de muerte, porque es la única que pone, sobre la muerte del
poeta, un alba engañosa de amor y compañerismo. Él mismo se le ofreció: ella no
tenía mas que tomarlo, y él estaba preparado. La vida le había dispuesto demasiado a ello, pues lo
había pisoteado, esclavizado, decepcionado y hasta rebajado, y ahora él sabe
levantarse con toda su magnífica fuerza para hacer de su muerte su última
tragedia. El artista que hay en él reaviva ahora el fuego que ardía oculto
entre cenizas, soplando con su aliento poderoso, y de su pecho brota una
llamarada de júbilo apenas está seguro, como él mismo dice, de que « ya está
maduro para la muerte», apenas se da cuenta que la vida ya no lo domina, sino
que es él quien domina la vida. Y aquel que nunca pudo decir un «sí» claro y
puro (como Goethe), ahora dice su «sí» más sagrado y alegre a la muerte, y ese
«sí» suena por primera vez magnífico y sin disonancia. Toda la acrimonia ha
desaparecido; toda torpeza ha muerto; todas sus palabras suenan ahora
magníficas bajo el hacha del destino. La luz del día no le molesta ya, porque
su alma respira la inmortalidad; lo vulgar está lejos; su mundo interior está
lleno de luz; ahora vive feliz su propio «yo»; vive aquellos versos de su
Homburg, que son los versos de su propia extinción: Ahora, oh Inmortalidad, ya
eres completamente mía. A través de la venda que cubre mis ojos, pasa lo brillo
como el de mil soles. Siento que me nacen alas y que flota mi espíritu
tranquilo en los etéreos espacios; y del mismo modo que un buque llevado por el
soplo del viento ve cómo paulatinamente van desapareciendo el puerto y la
ciudad, así yo veo cómo toda mi ida se va hundiendo en el crepúsculo. Aún
distingo los colores y las formas... y ahora sólo niebla se extiende debajo de
mí. El éxtasis que lo arrastró, durante treinta y tres
años, través de todas las espesuras del bosque de la vida, lo levanta ahora
henchido de amor en una despedida llena de bienaventuranza. Todo el antagonismo
interior, toda la lucha eterna, se funde ahora en un único y exclusivo
sentimiento. Al entrar en las tinieblas voluntariamente, animoso, su sombra lo
abandona; el demonio de su vida se cierne unos instantes sobre su cuerpo
arruinado y, corno el humo, se disuelve después. En esta última hora, todo el
dolor y la pesadumbre de Kleist se disuelven, desaparecen, y su demonio se
convierte en armonía. FRIEDRICH NIETZSCHE El interés que despierta en mí un filósofo depende
exactamente de su capacidad para darnos un ejemplo. CONSIDERACIONES INTEMPESTIVAS TRAGEDIA SIN PERSONAJES Vivir de un modo peligroso es obtener el mayor placer
que puede dar la existencia. La tragedia de Friedrich Nietzsche es un monodrama: el
único actor en la corta escena de su vida es él mismo. En cada uno de los actos
-rápidos como un alud- está Nietzsche como un luchador solitario bajo el
tempestuoso cielo de su destino; no tiene a nadie a su lado; nadie está
enfrente de él; ninguna mujer, con su tierna presencia, suaviza esa tensión
atmosférica. Toda acción procede de él y en él se refleja solamente. Las únicas figuras que al principio marchan a su lado
son acompañantes mudos, asombrados y asustados de su heroica empresa, que
después, poco a poco, se van alejando de él, como si fuera peligroso. Nadie se
atreve a adentrarse en el círculo interior de su destino. Nietzsche habla,
lucha y sufre siempre por su propia cuenta. No habla a nadie y nadie le habla a
él. Y, lo que aún es más terrible: nadie lo escucha. Esa heroica tragedia de Friedrich Nietzsche no tiene,
pues, personajes ni público, y tampoco tiene decorado, ni escenario, ni trajes:
se representa, por decirlo así, en el vacío, en la idea. Basilea, Naumburgo,
Niza, Sorrento, Sils-Maria, Génova: esos nombres no son, en realidad,
diferentes residencias de Nietzsche, sino jalones que bordean el camino
recorrido en un vuelo ardiente, es decir, bastidores y telones fríos y sin
color. Realmente, el decorado de su tragedia fue siempre el mismo: aislamiento,
soledad, esa soledad muda que siempre rodea el pensamiento de Nietzsche como
una campana de cristal; esa soledad sin flores ni luz, sin música, sin seres
humanos, sin animales, y hasta sin Dios; esa soledad petrificada, muerta, de un
mundo primitivo anterior o posterior a cualquier tiempo. Pero lo que hace más
vacía y triste esa soledad, terrible y grotesca al mismo tiempo, es el hecho
inconcebible de que esta soledad de desierto, de glaciar, se encuentre,
intelectualmente hablando, en medio de un país americanizado, en medio de esa
Alemania moderna donde trepidan los ferrocarriles que van y vienen, donde cruza
por doquier el telégrafo; un país lleno de ruido y tumulto, en medio de una
cultura llena de curiosidad malsana que lanza al mundo, todos los años,
cuarenta mil libros, que en sus cien universidades trata continuamente de
resolver nuevos problemas, que en sus centenares de teatros está contemplando
diariamente dramas y tragedias, y que, a pesar de todo lo dicho, no sabe
absolutamente nada, ni adivina nada, ni siente nada de ese formidable drama del
espíritu que se está desarrollando en su mismo centro, en su círculo más
íntimo. Pues ni aun en los momentos más grandiosos la tragedia
de Nietzsche logra tener en Alemania siquiera un espectador, un solo testigo. A
principio, cuando habla desde su cátedra y la luz de Wagner lo ilumina, sus
palabras despiertan alguna curiosidad; pero cuanto más profundiza en sí mismo o
en la hondura del tiempo, tanto menor es el eco que despierta su voz. Uno
después de otro, amigos y extraños se sienten intimidados por el heroico
monólogo, asustados por las transformaciones cada vez más salvajes y por los
éxtasis cada vez más ardientes del eterno solitario que fue Nietzsche, y por
eso le abandonan, terriblemente solo, a su destino. Poco a poco, el solitario
actor se va llenando de la inquietud de hablar siempre en el vacío; va alzando
la voz, grita, gesticula, queriendo despertar así un eco o una voz
contradictoria. Inventa una música para sus palabras: una música tempestuosa,
embriagadora, dionisíaca, pero ya nadie lo escucha. Recurre entonces a arlequinadas, a una alegría
forzada, punzante, estridente; hace cabriolas con sus frases, las adorna, todo
ello sólo para atraer, con su diversión artificial, a algunos oyentes a aquello
tan terriblemente serio que él está diciendo, pero ni una mano se mueve para
aplaudirle. Finalmente, inventa una danza, la danza de las espadas, y, herido,
desgarrado, sangrante, ejercita su nuevo arte ante el público, pero nadie
adivina el sentido de esas bromas estridentes ni la pasión destrozada que se
encierra en su afectada frivolidad. Sin público, sin eco, termina entonces el
drama de su espíritu, que es el más extraordinario que pueda haberse presentado
en nuestro inquieto siglo. Nadie se molesta en dirigirle una mirada cuando el
zumbel de sus pensamientos salta por última vez, para acabar cayendo al suelo
agotado... «muerto ante la inmortalidad.» Ese aislamiento rotundo, ese estar
consigo mismo, es lo más profundo, lo más trágico de la vida de Friedrich
Nietzsche. Nunca una plenitud de espíritu como la suya, ni una orgía semejante
de los sentimientos, estuvieron rodeadas de un vacío tan enorme, de un silencio
tan hermético. Ni siquiera tuvo adversarios; así, la más poderosa voluntad de
pensar, «encerrada en sí misma y enterrándose a sí misma», se ve obligada a
buscar dentro de su propio pecho, dentro de su alma trágica, la respuesta o la
contradicción. Y ese espíritu, furioso por su destino, arranca su túnica de
Neso de los jirones sangrientos de su piel, arranca ese ardor que lo devora
para aparecer desnudo ante la verdad, frente a sí mismo. Pero ¡qué frío glacial
hay alrededor de esa desnudez! ¡Qué silencio alrededor de ese grito del
espíritu! ¡Qué cielo siniestro, lleno de nubes y de rayos, se cierne sobre ese
« asesino de la divinidad», que, a falta de un enemigo con quien combatir, se
precipita sobre sí mismo, sin piedad, como quien se conoce a sí mismo y es su
propio verdugo! Arrebatado por su demonio más allá del tiempo y del espacio,
más allá de los límites más extremos de su ser, Sacudido por extraña fiebre,
temblando ante las aceradas puntas de las flechas heladas, repudiado por ti,
¡oh, pensamiento! ¡Indecible! ¡Sombrío! ¡Terrible! retrocede a veces, sacudido
por un estremecimiento, con la mirada llena de terror, cuando se da cuenta de
cuán lejos de todo lo viviente, de todo lo que ha sido, le ha arrastrado su
vida. Pero un impulso tan grande no puede volver atrás; con plena conciencia, y
al mismo tiempo en el supremo éxtasis de la embriaguez de sí mismo, cumple su
destino, aquel que Bölderlin, su querido Hölderlin, le había marcado en la
figura de Empedocles. Un heroico paisaje sin cielo, un espectáculo grandioso
sin espectadores, un silencio cada vez mayor que rodea al trágico grito de la
soledad de un espíritu: tal es la tragedia de Friedrich Nietzsche; se debería
abominar de tina tragedia así, como de una de esas terribles crueldades de la
Naturaleza, tan estúpida, sí Nietzsche no la hubiera aceptado en un gesto
extático y si no hubiera escogido, y hasta amado, esa crueldad única a causa de
su naturaleza también única. Pues, voluntariamente y con claro sentido, supo
edificar esa «vida particular» en su segura existencia, con su profundo
instinto trágico, y su gran fortaleza de ánimo supo retar a los dioses para
experimentar en sí mismo el mayor grado de peligro en que un hombre puede
vivir: ¡Salud, oh, demonios! Con ese grito de la hybris, Nietzsche y sus amigos
evocan las potencias en una noche alegre, como de estudiantes: a la hora de los
espíritus, arrojan por la ventana sus vasos llenos de vino a una de las calles
tranquilas de una Basilea dormida, como en sacrificio a los Invisibles. Es sólo
una broma fantástica que encierra un presentimiento; pero los demonios
escucharon la invocación y persiguen al que los desafió, y así la broma de una
noche llega a ser la tragedia de un destino. Nunca logra Nietzsche escabullirse
de esas monstruosas exigencias que lo han agarrado y atado con cadenas: cuanto
más fuerte pega el martillo, tanto más sonoro rebota en la masa de bronce de su
voluntad. Y sobre ese yunque, puesto al rojo por la pasión, se ve forjada, a
golpes cada vez más fuertes, la fórmula que, como una armadura, defiende su
espíritu: «Fórmula para la grandeza de un hombre, amor fatí; no querer ser nada
diferente de lo que ha sido, de lo que es, o de lo que ha de ser. Soportar lo
fatal; más aún: no disimularlo; más aún: amarlo.» Ese canto ferviente de amor a
las potencias ahoga ditirámbicamente los gritos de dolor: arrojado a tierra,
vencido por el silencio, devorado por sí mismo, roído por todas las amarguras
del dolor, no levanta jamás su mano para que el destino lo abandone. Al
contrario, reclama una miseria mayor todavía, una soledad más profunda, un
sufrimiento más completo; siempre lo máximo que puede resistir. Si alza sus
manos no es pidiendo gracia, sino al contrario, su oración es la de los héroes:
« ¡Oh!, voluntad de mí alma, que yo llamaré mi destino, tú que estás en mí, por
encima sírvame y concédeme un destino grande.» Y el que así sabe orar, es
escuchado. DOBLE RETRATO El énfasis en el gesto no es propio de la grandeza;
quien necesita del gesto, es falso... Desconfiemos de todas las personas
pintorescas. Imagen patética del héroe: veamos cómo lo describe la
mentira marmórea, la leyenda pintoresca: una cabeza de héroe orgullosamente
levantada; frente alta, surcada por sombríos pensamientos; los cabellos
revueltos, como en oleadas; el cuello potente y robusto. Bajo sus cejas
tupidas, una mirada de halcón; cada músculo de su rostro está tenso de
voluntad, de salud y de fuerza. El bigote a lo Vercingétorix, que cubre su boca
áspera, y un mentón prominente nos recuerdan a un guerrero bárbaro, a
involuntariamente surge el pensamiento de la espada guerrera y victoriosa, del
cuerno de caza o de la lanza, al contemplar su robusta cabeza de león y su
cuerpo musculoso de vikingo germano. Bajo esta forma de superhombre, de antiguo
Prometeo, ha sido representado por escultores y pintores ese gran solitario del
espíritu para hacerle más comprensible a una humanidad no muy llena de fe, que
es incapaz de comprender la tragedia si no la ve envuelta en el ropaje teatral,
influida en esto por los libros de texto y por el teatro. Pero el auténtico
trágico nunca es teatral; el verdadero retrato de Nietzsche es mucho menos
pintoresco de como lo representan los bustos o los cuadros. Imagen del hombre: un mezquino comedor de una pensión
de seis francos al día, en un hotel de los Alpes o junto a la ribera de
Liguria. Huéspedes indiferentes, la mayor parte de veces; algunas señoras
viejas en small talk, es decir, en conversación trivial. La campana ha llamado
ya a comer. Entra un hombre de espaldas cargadas, de silueta imprecisa; su paso
es incierto, porque Nietzsche, que tiene «seis séptimos de ciego», anda casi
tanteando, como si saliese de una caverna. Su traje es oscuro y cuidadosamente
aseado; oscuro es también su rostro, y su cabello castaño va revuelto, como
agitado por el oleaje; oscuros son igualmente sus ojos, que se ven a través de
unos cristales gruesos, extraordinariamente gruesos. Suavemente, casi con
timidez, se aproxima; a su alrededor flota un silencio anormal. Parece un
hombre que vive en las sombras, más allá de la sociedad, más allá de la
conversación, y que está siempre temeroso de todo lo que sea ruido o hasta
sonido; saluda a los demás huéspedes con cortesía y distinción y, cortésmente,
se le devuelve el saludo. Se aproxima a la mesa con paso inseguro de miope; va
probando los alimentos con una precaución propia de un enfermo del estómago, no
sea que algún guiso esté excesivamente sazonado o que el té sea demasiado
fuerte, pues cualquier cosa de ésas irritaría su vientre delicado, y sí éste
enferma, sus nervios se excitan tumultuosamente. Ni un vaso de vino, ni una
jarra de cerveza, nada de alcohol, nada de café, ningún cigarro, ningún
cigarrillo; nada estimulante; sólo una comida sobria y una conversación de
cortesía, en voz baja, con el vecino de mesa (como hablaría uno que ha perdido
el hábito de conversar y tiene miedo de que le pregunten demasiado). Después se retira a su habitación mezquina, pobre,
fría. La mesa está colmada de papeles, notas, escritos, pruebas; pero ni una
flor, ni un adorno, algún libro apenas y, muy raras veces, alguna carta. Allá
en un rincón, un pesado cofre de madera, toda su fortuna: dos camisas, un
traje, libros y manuscritos. Sobre un estante, muchas botellitas, frascos y
medicinas con que combatir unos dolores de cabeza que le tienen loco durante
horas y más horas, para luchar con los espasmos gástricos y los vómitos, para
vencer su pereza intestinal y para combatir, sobre todo, su terrible insomnio
con cloral y veronal. Un horrible arsenal de venenos y de drogas, que es la
única ayuda que puede encontrar en el vacío de un cuarto extranjero, donde no
le es posible encontrar otro reposo que el obtenido por un sueño corto,
artificial, forzado. Envuelto en una capa y una bufanda de lana (pues la
chimenea hace humo, pero no da calor), con sus dedos ateridos, sus gruesos
lentes tocando casi el papel, escribe rápidamente, durante horas enteras,
palabras que sus mismos ojos no pueden luego apenas descifrar. Durante horas
está allá sentado escribiendo, hasta que los ojos le arden y lagrimean; una de
las pocas felicidades de su vida es que alguien, apiadado de él, se le ofrezca
para escribir un rato, para ayudarle. Si hace buen día, el eterno solitario
sale a dar un paseo, siempre solo con sus pensamientos. Nadie lo saluda jamás,
nadie lo acompaña jamás, nadie lo para jamás. El mal tiempo, la nieve, la
lluvia, todo eso que él odia tanto, lo retienen prisionero en su cuarto; nunca
abandona su habitación para buscar la compañía de otros, para buscar a otras
personas. Por la noche, un par de pastelillos, una tacita de té flojo, y
enseguida otra vez la soledad eterna con sus pensamientos. Horas enteras vela
junto a la lámpara macilenta y humosa sin que sus nervios, siempre tensos, se
aflojen de cansancio. Después echa mano del cloral a otro hipnótico
cualquiera, y así, a la fuerza, se duerme, se duerme como las demás personas,
como las personas que no piensan ni son perseguidas por el demonio. A veces permanece en cama días enteros: vómitos y
espasmos gástricos que le hacen perder el sentido, las sienes le duelen como si
se las trepanasen, los ojos pierden casi totalmente la vista; pero nadie se
aproxima a su lecho, nadie tiende su mano para poner una compresa en su frente,
nadie hay que se preste a leerle en voz alta, a conversar con él, a reír con
él. Esa habitación es siempre la misma. La población tiene
nombres distintos: Sorrento, Turín, Venecia, Níza, Marienbad, pero la
habitación es la misma: una habitación de alquiler, extraña, fría, de muebles
descabalados; siempre la misma mesa de trabajo y el mismo lecho de dolor;
siempre también la misma soledad. En todos sus años de peregrinación no hay ni
un solo descanso en un ambiente alegre y amable; nunca, durante la noche, se
aprieta contra él el cuerpo desnudo y tibio de una mujer; nunca hay una aurora
de gloria tras de sus miles y miles de noches de trabajo y de soledad. ¡Cuánto
más absoluta es la soledad de Nietzsche que la de la pintoresca meseta de
Sils-Maria, visitada ahora por los turistas, entre su lunch y su diner: la
soledad de Níetzsche es de toda su vida, de todo su mundo! De vez en cuando un
huésped, un visitante. Pero la corteza se ha hecho ya demasiado dura alrededor
de ese corazón anhelante de compañía; el solitario da un suspiro de alivio
cuando se marcha el visitante. No queda ya en él ni rastro de sociabilidad; la
conversación fatiga, agota, al que se alimenta de sí mismo y que, por tanto,
sólo tiene apetito de sí mismo. A veces, rápido como un destello, pasa aún un
rayo de felicidad: esa felicidad se llama música. Una representación de Carmen
en un mal teatro de Niza, un par de arias de un concierto, alguna hora de
piano, pero esa felicidad es también forzada y le conmueve hasta hacerle
derramar lágrimas; su falta de felicidad lo ha desacostumbrado tanto a ella que
acaba por ser ya sólo un tormento. Durante quince años recorre Níetzsche esa galería
subterránea que va de habitación alquilada a habitación alquilada; siempre
desconocido, sólo conocido de sí mismo, pasa por oscuras ciudades, por tétricas
habitaciones, por pensiones mezquinas, por sucios vagones de ferrocarril, por
cuartos de enfermo, mientras en la superficie del tiempo bulle toda la ruidosa
feria de las artes y de las ciencias. Sólo el caso de Dostoievski, simultáneo,
igualmente oscuro y triste, presenta la misma luz grisácea y espectral. En
éste, como en aquél, la obra de titán oculta a la figura miserable del Lázaro
que muere diariamente de miseria y de enfermedades, y que también cada día
encuentra el milagro salvador de su voluntad que lo saca de lo profundo.
Durante quince años, Nietzsche sale y vuelve a caer en el ataúd de su
habitación, va de muerte en muerte, de dolor en dolor, de resurrección en
resurrección, hasta que todas las energías de su cerebro estallan por fin y le
destrozan. Hombres desconocidos levantan del suelo de una calle a ese otro
hombre desconocido; hombres desconocidos, extranjeros, le llevan a la
habitación, también extranjera, de la Vía Carlo-Alberto de Turín. Nadie
presencia su muerte intelectual. Su fin está rodeado de oscuridad y de soledad.
Solo, desconocido, se sumerge el espíritu más lúcido del genio en la oscuridad
de su propia noche. APOLOGÍA DE LA ENFERMEDAD Lo que no me mata, me hace más fuerte. Innumerables son los gritos de dolor de ese cuerpo
martirizado. Es todo un cuadro de los males físicos, con cien anotaciones, y
después esa terrible frase: «En todas las edades de mi vida, el exceso de dolor
ha sido monstruoso.» Y efectivamente, no falta ningún diabólico tormento en ese
pandemónium de la enfermedad: dolores de cabeza, martilleantes, brutales, que
hacen permanecer a ese pobre mártir días enteros echado en un sofá o en la
cama; espasmos gástricos con vómitos de sangre, migrañas, fiebres, abatimiento,
falta de apetito, hemorroides, debilidad intestinal, escalofríos, sudores
nocturnos; todo un círculo terrible. Además, unos ojos «que son, en sus tres
cuartos, ciegos», que al menor esfuerzo se hinchan y lagrimean y que no le
permiten gozar de la luz del día más que una hora y media o dos diariamente;
pero Nietzsche odia el cuidado del cuerpo y trabaja diez horas diarias en su
mesa, y su cerebro se venga de esos excesos con dolores de cabeza que lo
enloquecen o con terribles tensiones nerviosas, pues su cerebro sobreexcitado
no se para por la noche, sino que continúa girando en sus visiones y en sus
pensamientos hasta que lo ha de ensordecer por medio de soporíferos. Pero las
dosis son cada vez mayores (en dos meses, Nietzsche llega a emplear cincuenta
gramos de cloral para procurarse el sueño); entonces su estómago se niega a
resistir tan dura prueba y se subleva. Y, en un círculo vicioso, sus vómitos,
sus dolores de cabeza, necesitan nuevos remedios; se entabla una lucha
encarnizada, insaciable, entre sus órganos irritados, que, en un juego loco, se
arrojan uno a otro la pelota llena de espinas del sufrimiento. Jamás hay un
momento de reposo en esa lucha, jamás se presenta un momento de satisfacción,
ni un solo mes de descanso y de olvido en su dolor. En veinte años, no hay una
sola de sus cartas en donde no suene el gemido de sus padecimientos. Y sus gritos son cada vez más furiosos, más agudos,
ante el aguijonazo incesante de sus nervios delicados y sensibles. «Descárgate
de ello; muere», se dice a sí mismo. Otra vez escribe: «Una pistola es para mí,
actualmente, un pensamiento consolador.» Y en otra ocasión, exclama: «Mi
terrible martirio, casi insoportable, me hace anhelar la muerte; por ciertos
indicios, me parece próximo un ataque cerebral que me traerá la liberación.»
Después ya no encuentra palabras lo bastante significativas para expresar sus
sufrimientos; tanto han sido repetidas, que han perdido su fuerza; sus gritos
atroces ya no parecen humanos y suben a la superficie desde lo más hondo de su
« existencia de perro» De pronto brilla una afirmación que hace estremecer por
lo monstruosa; una afirmación sólida, firme, que da el mentís a todos sus
anteriores quejidos: «En resumen, he tenido (en esos quince últimos años) un
buen estado de salud» ¿Qué significa eso? ¿Qué vale aquí: sus sufrimientos, o
su frase lapidaria? Evidentemente, ambas cosas. El cuerpo de Nietzsche era fuerte y resistente; su
tronco grueso y sólido podía soportar cualquier carga; sus raíces se hunden
profundamente en una sana generación de sanos alemanes. En summa summarum -como
él dice-, su constitución, su organismo, eran sanos; sólo sus nervios son
demasiado sensibles para la violencia de su sensibilidad, y por eso están en
perpetua conmoción (una conmoción que, sin embargo, nunca logra hacer temblar
su sólida fuerza de espíritu) Una vez, Nietzsche encontró la expresión feliz de
ese estado semi-peligroso de su salud, cuando habló de «esos pequeños disparos
del sufrimiento», porque, efectivamente, en esa lucha, no se abrió nunca una
verdadera brecha en sus murallas interiores; vive, como Gulliver en Brobdignac,
sitiado por un hormiguero de diminutos sufrimientos. Sus nervios están siempre
alerta, siempre en guardia y al acecho; toda su atención está supeditada a su
propia defensa, pero nunca fue vencido por una verdadera enfermedad, si se
exceptúa esa dolencia sorda que, en silencio, fue abriendo aquella mina que un
día hizo saltar su cerebro. Un espíritu monumental como el de Nietzsche no
sucumbe al fuego de fusilería; sólo una explosión puede hacer saltar en pedazos
su cerebro de granito. Así, a un gran sufrimiento se opone una gran capacidad
para sufrir y, frente a una gran vehemencia de sentimiento, se opone una gran
delicadeza nerviosa del sistema motor. Pues cada nervio del estómago o del
corazón de Nietzsche es como un manómetro de precisión que marca, con depresión
o excitación terribles, las más pequeñas alteraciones de la tensión. Nada
permanece inconsciente para su cuerpo o para su espíritu. El más pequeño
nerviecillo, que en los otros está mudo, le señala a él siempre su misión con
un estremecimiento poderoso, y su «furiosa irritabilidad» rompe su fuerte
vitalidad en mil fragmentos agudos, cortantes y peligrosos. De ahí los gritos penetrantes que le hacen exhalar sus
nervios lastimados al menor movimiento, al menor paso que Nietzsche da en su
vida. Esa hipersensibilidad fatal, demoníaca, de sus
nervios, que se estremecen al menor roce con un dolor que en otra persona no
traspasaría el umbral de la conciencia, es la verdadera fuente de sus
sufrimientos y al mismo tiempo es también fuente de su genial sistema de
valores. No es necesario, para agitar su sangre en reacción fisiológica, que
haya una causa tangible o una afección verdadera; basta para ello la menor
cosa: las variaciones meteorológicas, por ejemplo, que para Nietzsche son ya
motivo de penalidades terribles. Puede que no haya existido nunca un intelecto tan
sensible a las variaciones atmosféricas o a las oscilaciones meteorológicas. En
su interior lleva un manómetro, lleva mercurio; es la excitación misma; entre
su pulso y la presión atmosférica, entre sus nervios y la humedad del ambiente,
parece que existen misteriosos contactos eléctricos. Sus nervios acusan la
presión dolorosamente y reaccionan al compás de las oscilaciones de la
naturaleza. La lluvia o un tiempo revuelto deprimen su vitalidad («un cielo
cubierto me abate profundamente», declara él mismo); un cielo cargado de nubes
descompone sus intestinos; las lluvias le restan « potencial», la humedad lo
debilita; la sequedad lo vivifica; el sol le da vida; el invierno lo agarrota y
lo mata. La aguja barométrica de sus nervios nunca está quieta; necesita ir a
un cielo sin nubes, subir a la meseta de Engadín, donde no sopla el viento. Y
todas esas variaciones, esas presiones que alteran tanto su estado físico,
obran también poderosamente sobre su espíritu. Pues cada vez que brota en él un
pensamiento, corre una chispa eléctrica a través de sus tensos nervios; la
acción de pensar se realiza, en Nietzsche, como una descarga eléctrica que
actúa sobre su cuerpo como una tormenta, y «en cada explosión de su
sensibilidad, aunque sea rápida como un parpadeo hay una alteración en el curso
de sus venas». El cuerpo y el espíritu, en el más vital de los pensadores, se
encuentran íntimamente ligados a las variaciones atmosféricas. Para Níetzsche,
las reacciones internas y externas llegan a ser idénticas: «No llego a ser ni
espíritu ni cuerpo: soy algo diferente: sufro en todo y por todo» Ahora bien,
esa precisión de su sensibilidad, esa tendencia a reaccionar vehementemente
ante cada impresión, se ven aumentadas por la atmósfera inmóvil y concentrada
en que se desenvuelve su vida, por esa soledad en que vive Nietzsche. En los
trescientos sesenta y cinco días del año, nada entra en contacto con él, ni
amigo ni mujer, y en las veinticuatro horas del día, nada tiene ante sí mas que
a sí mismo; por eso su vida llega a ser un continuo diálogo con sus nervios. En
medio de este monstruoso silencio, sostiene en sus manos la brújula de su
sensibilidad y, como un anacoreta, como un solitario, como un aislado, observa,
bañado en hipocondría, hasta las menores alteraciones que sufren las funciones
de su cuerpo. Otros se olvidan de sí mismos porque dirigen su atención a la
charla y a los negocios, a la diversión y a las distracciones, porque se sumen
en el vino y la apatía, pero Nietzsche es un diagnosticador genial, que se
entrega al placer del psicólogo curioso hasta en su propio dolor y hace de sí
mismo un « caso de observación y estudio». Continuamente, con agudas pinzas, pone al desnudo sus
nervios, actuando como médico y paciente simultáneamente, dejando al
descubierto lo más doloroso de su sensibilidad, y con ello sólo logra, como ha
de suceder con toda naturaleza nerviosa, aumentar su hípersensíbilidad.
Escamado de los médicos, se convierte en su propio médico y se medica por su
propia cuenta durante toda su vida. Va ensayando todas las medicinas o las
curas que uno pueda imaginarse: masajes eléctricos, dietas, brebajes, curas de
agua; ya calma sus nervios con bromuro, ya se los excita de nuevo con alguna
otra sustancia. La extrema sensibilidad que presenta a los cambios
meteorológicos lo mueve continuamente a buscar una atmósfera particular, un
lugar apropiado, lo que él llama « clima para su alma». Pronto está en Lugano por
el aire del lago y la carencia de viento; pronto en Pfáfer o en Sorrento;
después cree que los baños de Ragaz podrían librarle de esa porción dolorosa de
su ser y que la región salubre de Saint-Moritz o las fuentes de Baden-Baden o
Marienbad podrían convenirle. Durante una primavera cree haber descubierto en
Engadin la atmósfera más apropiada a su naturaleza, debido a aquel aire
vigorizador y ozonizado; después descubre que es Niza, con su aire seco;
después cree que es Verona o Génova. Ahora desea estar en pleno bosque, después
necesita el aire del mar; ya una pequeña ciudad con alimentos puros y
sencillos, ya un lugar en la ribera. Dios sabe cuántos kilómetros de vía férrea
recorrió ese fugitivus errans, buscando siempre ese lugar fabuloso donde debía cesar
esa excitación, esa quemazón de sus nervios. De sus experiencias patológicas va
surgiendo, poco a poco, toda la geografía sanitaria; hojea gruesos volúmenes de
obras geológicas buscando ese lugar que nunca encuentra; ese lugar que, como
una lámpara de Aladino, ha de reportarle la paz y la tranquilidad. Ningún viaje
ha de parecerle excesivamente largo; está en sus proyectos ir a Barcelona, y
también piensa en las cordilleras mejicanas, en la Argentina y hasta en el
Japón. La situación geográfica, la dietética y la climatología llegan a ser su
segunda ciencia particular. En cada lugar anota la temperatura, la presión; con
el hidroscopio mide la humedad y toma razón de las precipitaciones
atmosféricas; su cuerpo es ya como una especie de columna barométrica, un
alambique. En la dicta observa una sistematización igualmente exagerada; lleva
un registro con todas las precauciones necesarias. El té ha de ser de cierta
marca y tener una fuerza prescrita; la carne no le conviene; las legumbres y
verduras han de ser preparadas de cierta manera. Poco a poco, esta medicación,
este diagnóstico continuo, se convierten en un egotismo enfermizo, en una
contemplación patológica de sí mismo. Nada ha hecho más doloroso el
padecimiento de Nietzsche que esa continua vivisección; como siempre, el
psicólogo sufre doblemente, porque vive dos veces su dolor: una vez, en la
realidad, y otra vez, en la auto-observación. Pero Nietzsche es el genio de las más violentas
posiciones enfrentadas; contrariamente a Goethe, que sabe siempre evitar los
peligros, tiene una monstruosa y audaz manera de ir directamente hacía ellos
para coger, como se dice, el toro por los cuernos. La psicología, la
intelectualidad (he tratado de demostrarlo), arrastran con fuerza al hombre
sensible hacia el sufrimiento y hacia el desespero; pero también sólo por la
psicología, por el espíritu, puede volver a la normalidad; así, en Nietzsche su
enfermedad y su cura vienen del conocimiento que tiene de sí mismo. La
psicología, manejada magistralmente en este caso, se convierte en terapéutica,
en una aplicación sin par del «arte de la alquimia» que se jacta de convertir
en algo precioso lo que nada valía. Después de seis años de tormentos
incesantes, ha llegado al punto más bajo de su vitalidad; se le puede creer abatido,
deshecho por sus nervios, víctima ya del pesimismo y del propio abandono, y he
aquí que, de pronto, en la salud espiritual de Nietzsche, se presenta uno de
aquellos mágicos «restablecimientos», parecidos a una chispa eléctrica, uno de
aquellos momentos en los que se encuentra frente a sí mismo, uno de aquellos
movimientos rápidos de propia salvación que han hecho de la vida espiritual de
Nietzsche algo tan dramático y emocionante. En gesto brusco, toma la enfermedad
que mina su propio terreno y la estrecha contra su corazón; es un momento
misterioso (no se puede precisar cuándo ocurrió); es una de esas inspiraciones
que, como destellos, están en sus obras, en las que Nietzsche descubre su
propia enfermedad; entonces se asombra de encontrarse vivo y de ver que, en el
curso de sus mas profundas depresiones, en las épocas más dolorosas de su
existencia, no ha hecho más que aumentar su Productividad, y proclama entonces,
firmemente convencido, que sus sufrimientos, sus privaciones, son parte
integrante de lo único sagrado que hay en su vida. A partir de este momento, su
espíritu no tiene la menor compasión por su cuerpo, no toma parte en su dolor
y, por primera vez, ve su propia vida desde un punto de vista completamente
nuevo y otorga a sus padecimientos un sentido grande y profundo. Con los brazos
abiertos, acepta el dolor conscientemente, como algo necesario, y puesto que
él, «defensor de la vida», ama todo lo que constituye la existencia, pronuncia,
ante su sufrimiento, aquel hímnico «sí» de Zarathustra: aquel entusiasta «otra
vez, otra vez, siempre, eternamente». El conocimiento se convierte en
reconocimiento, y éste en gratitud; pues desde este elevado punto de mira que
se alza por encima de sus propios dolores y desde donde contempla la vida como
el camino para llegar a sí mismo, descubre (con la alegría extrema que en él
produce la magia de las cosas extremas) que a nada del mundo está más unido y
debe más reconocimiento que a su enfermedad y que ha de agradecer lo que en él
hay de más elevado a ese terrible verdugo de su vida; ha de agradecerle la
libertad, la libertad de su existencia, la libertad de su espíritu, pues
siempre ha sido la enfermedad la que lo ha aguijoneado cuando quería reposar,
cuando tendía a la pereza, cuando se sentía tentado a fosilizarse en una
profesión, en una ocupación o en una forma espiritual. A la enfermedad ha de
agradecer haberse librado de la profesión militar para reintegrarse a la
ciencia; a la enfermedad ha de agradecer igualmente no haberse estancado en esa
misma ciencia; ella es quien le ha hecho salir de la Universidad de Basilea
para llevarlo a su «retiro» y, por tanto, a su mundo. A sus ojos enfermos tiene
que estar agradecido, pues le han librado de «leer libros», lo que «es el mayor
beneficio de que he disfrutado» Todas las trabazones que lo privaban de su
desenvolvimiento, todos los lazos que lo ataban, han sido destruidos por sus
padecimientos; ha sido doloroso, pero útil. «La enfermedad me libera por sí
misma», reconoce claramente; y en verdad que ha sido para él la feliz
auxiliadora en el parto del hombre superior que ha salido de su existencia; sus
dolores han sido, pues, los dolores vitales del alumbramiento; ha de
agradecerles que, para él, la vida no haya sido un hábito, una rutina, sino una
renovación, un descubrimiento: « Descubrí la vida como si fuera algo nuevo, y a
mí mismo también.» Pues « sólo el dolor da la ciencia» (así entona su canto de
agradecimiento al dolor ese hombre torturado). La salud de hierro, simplemente heredada, no se
estremece jamás y evita la lucidez: nada desea, nada pregunta, por eso no hay
psicólogos que disfruten de buena salud. Toda ciencia viene del dolor, «el
dolor busca siempre las causas de las cosas, mientras que el bienestar se
inclina a estar quieto y no volver la mirada hacía atrás»; en el dolor uno se
hace cada vez más sensible; es el sufrimiento el que prepara y labra el terreno
para el alma, y ese dolor que produce el arado al desgarrar el interior,
prepara todo fruto espiritual. «Sólo el dolor libera al espíritu, sólo él nos
obliga a descender a lo más profundo de nuestro ser», y por ser casi mortal ese
dolor, dice aún esas orgullosas palabras: «Conozco mejor la vida porque muy a
menudo he estado en trance de perderla.» Nietzsche vence todo dolor, no por un
artificio, no por una negación, no por paliativos, no idealizando su
sufrimiento corporal, sino por la fuerza primordial de su naturaleza: por el
conocimiento; el magnífico descubridor de valores define en sí mismo el valor
de la enfermedad. Mártir a la inversa, no llega al tormento lleno de fe, sino
que encuentra esa fe en el sufrimiento, en el mismo dolor. Pero, por misteriosa
ciencia, descubre no sólo el valor de la enfermedad, sino también su polo
opuesto: el valor de la salud; hacen falta estas dos cosas reunidas para dar
con el verdadero sentido de la vida, el eterno estado de tensión que oscila
entre el éxtasis y el tormento, y que proyecta al hombre hacia el infinito.
Ambas cosas son necesarias: la enfermedad, como medio; la salud como fin; la
enfermedad es el camino, la salud es la meta. Pues, al modo de ver de Nietzsche, el sufrimiento es
la orilla imprecisa de la enfermedad; la orilla opuesta brilla de un modo
indecible, es la orilla de la salud, que no puede ser alcanzada si no se parte
del sufrimiento. Ahora bien, curarse, obtener la salud, es algo más que
alcanzar un estado normal de salud; no es sólo un cambio, una transformación,
sino infinitamente más: es una ascensión, una elevación, un perfeccionamiento
de la sensibilidad. Se sale de la enfermedad con una piel nueva, más delicada,
con un gusto más refinado para saborear el placer, con una lengua más sensible
a los sabores, con una sensibilidad más feliz y una segunda inocencia en medio
de la alegría, como la inocencia de un niño, y con mas refinamiento que nunca.
Y esta segunda salud que sigue a la enfermedad, esa salud que no ha venido sin
saber por qué, sino que ha sido deseada con anhelo, que ha sido atraída por la
voluntad a costa de mil lamentos, gritos y suspiros, esa salud que ha sido
conquistada, es cien veces mas viva que la de aquel que siempre estuvo sano. Y
el que ha gustado una vez de su dulzura, de su embriaguez, ese arde en ganas de
disfrutar mil veces de esa sensación agradable; se precipita una y otra vez en
el torbellino de fuego del dolor y se somete a los tormentos sólo para poder
encontrar de nuevo esa impresión deliciosa de la curación, esa embriaguez que
para Nietzsche reemplaza y sobrepasa mil veces a los estimulantes vulgares como
el alcohol o la nicotina. Pero, apenas Nietzsche descubre el sentido de sus
padecimientos y la gran voluptuosidad de la curación, quiere enseguida
convertirlo en un apostolado, como si fuera el único sentido del mundo. Como
todos los demoníacos, enseguida se rinde a su propio éxtasis y nunca queda
saciado ya de esa oscilación entre el dolor y el placer; quiere ser martirizado
más profundamente para así después elevarse más alto en el placer supremo y
bienaventurado de la curación, que es fuego y vigor. Y, en esa embriaguez
chispeante y ardiente, confunde poco a poco su rabiosa voluntad de curación con
la propia curación; su fiebre, con la vitalidad; el vértigo de su caída, con el
aumento de sus fuerzas. ¡La salud, la salud! como un estandarte hace flamear
esta palabra ante sí; esa palabra debe ser el sentido del Universo, la meta de
la existencia, la medida de todas las cosas, la piedra de toque de todos los
valores. Y el que, año tras año, ha ido dando tumbos por las tinieblas del
tormento, ahoga ahora sus lamentos en un himno a la vitalidad, a la fuerza
bruta. Monstruosamente despliega los colores ardientes de la
bandera de la voluntad de poder, de la voluntad de vida, de la voluntad de ser
fuerte y cruel, y sale, enarbolando esa bandera, al encuentro de una humanidad
futura, sin darse cuenta de que la fuerza que lo anima a levantar tan alto su
estandarte es la que, al mismo tiempo, tensa el arco que va a dispararle la
flecha mortal. Pues esa segunda salud de Nietzsche, que en su propia
exaltación se estimula a sí misma hasta llegar al ditirambo, es una autosugestión,
una salud ficticia; precisamente cuando levanta sus manos hacia el cielo lleno
de gozo, ebrio de fuerza y (en su Ecce Homo) se jacta de su salud y jura no
haber estado nunca enfermo ni decadente, el rayo mortal vibra ya en sus venas.
Lo que canta victoriosamente en él no es la Vida, sino la Muerte; no es su
intelecto, sino el demonio que se apodera de su víctima. Lo que él toma por
luz, por brillo de su fuerza, es el germen disfrazado de su enfermedad, y aquel
mágico bienestar que le invade en sus últimas horas, lo diagnosticaría
cualquier médico de hoy como euforia, esa sensación agradable precursora del
fin. La luz argentina que alumbra sus últimas horas proviene del demonio, del
más allá, de otras esferas; pero él, en su embriaguez, de nada se da cuenta; se
limita a sentirse sacudido por el placer, por el mayor placer posible en la
Tierra; los pensamientos le brotan ardientes, el lenguaje le mana por todos los
poros, la música le envuelve el alma. Adondequiera que dirige la vista no ve
mas que paz; los transeúntes, en la calle, le saludan sonrientes; cada carta
que recibe es un mensaje divino y, tambaleándose de placer, en uno de sus
últimos escritos llama a su amigo Peter Gast: «Cántame una nueva canción. El
mundo se ha transfigurado y los cielos se estremecen de alegría.» Y es
precisamente de ese cielo de donde sale el rayo que le alcanza, confundiendo el
sufrimiento y la felicidad en una sola cosa indisoluble. Los dos extremos del
sentimiento le atraviesan al mismo tiempo el pecho y, en sus sienes ardorosas,
la sangre hace brotar vida y muerte al mismo tiempo, en una música única y
apocalíptica. EL DON JUAN DEL CONOCIMIENTO Lo que importa no es la vida eterna, sino la vitalidad
eterna. Kant vive con el conocimiento como quien vive con la
esposa; duerme con él, durante cuarenta años, en el mismo lecho espiritual y,
con él, engendra toda una generación alemana de sistemas filosóficos, cuyos
descendientes viven aún entre nosotros en nuestro mundo burgués. Sus relaciones
con la verdad son de un orden puramente monogámico, así como lo son para todos
sus hijos intelectuales: Schiller, Fichte, Hegel y Schopenhauer; lo que los
arrastra hacia la filosofía es una voluntad de orden; una voluntad muy alemana,
objetiva, profesional, para disciplinar el espíritu; en modo alguno demoníaca,
sino, al contrario, una voluntad que tiende hacia una sistematización del
destino. Sienten el amor a la verdad como un amor hondo, duradero y fiel. Pero
ese sentimiento está desprovisto enteramente de erotismo y del deseo de consumir,
de dominar, ya a uno mismo, ya a otros; sienten la verdad, su verdad, como una
esposa o bien propio del que no han de separarse hasta la hora de la muerte y
al que han de ser siempre fieles. Pero en estas relaciones hay algo que huele a
doméstico, a casero, y, efectivamente, cada uno de ellos se ha edificado su
casa, es decir, su sistema filosófico, para albergar a su amada. Y trabajan con
mano maestra el campo de su espíritu, con arado y rastrillo, ese campo que les
pertenece y que han conquistado para la humanidad, arrancándolo de la confusión
del caos. Cautelosamente van poniendo, cada vez más lejos, los mojones que
marcan el límite de sus conocimientos desde el seno de la cultura de su época,
y saben aumentar, con su sudor y su trabajo, la cosecha intelectual. En cambio, la pasión de Nietzsche por saber viene de
un temperamento muy distinto, de un lugar que está en los antípodas de lo
anteriormente dicho. Su posición frente a la verdad es demoníaca, pasional,
vibrante, nerviosa y ávida, nunca se ahíta ni se agota, no se para en un
resultado y, a pesar de todas las respuestas, sigue preguntando
implacablemente, siempre insaciable. Nunca busca la verdad para hacer de ella
una esposa, un sistema, una doctrina a los que se debe fidelidad. Todos los conocimientos
lo atraen y ninguno lo sujeta. Tan pronto como un problema ha perdido la
virginidad, el encanto del pudor, lo abandona sin piedad y sin celos a los que
van detrás, como hacía don Juan -hermano suyo por los instintos con las mille a
tre que ya no le interesaban. Pues, como hace todo gran seductor que busca a la
mujer en las mujeres, Nietzsche busca el « conocimiento cabal» en los
conocimientos aislados, y el conocimiento cabal es algo eternamente imposible,
eternamente inaccesible. Lo que martiriza a Nietzsche no es la lucha por el
conocimiento, no es su conquista, su posesión, su disfrute, sino la eterna
pregunta, la búsqueda, la caza. Su pasión es incertidumbre y no-certeza; por
tanto, es una voluntad « vuelta hacía la metafísica» y que consiste en
amour-plaisir del conocimiento; un deseo demoníaco de seducir, de poner al
desnudo, de violar cada objeto intelectual; un conocer en el sentido bíblico,
donde el hombre « conoce» a la mujer y, por decirlo así, descubre su secreto.
Nietzsche, eterno relativista de los valores, sabe que ninguno de esos actos de
conocimiento, ninguna de esas tomas de posesión, es una verdadera posesión, un
conocimiento definitivo, y que la verdad, en su verdadero sentido, nunca se
deja poseer por nadie, pues «quien cree estar en posesión de la verdad,
¡cuántas cosas no deja escapar!». Por eso Nietzsche no trata de conservar a su
lado la Verdad, por eso no construye nada como refugio intelectual; quiere (o
quizá sería mejor decir «debe», pues va forzado por su naturaleza nómada)
permanecer siempre sin posesiones, como un Nemrod solitario que pasea sus armas
por todos los boscajes del espíritu, que no tiene techo, ni mujer, ni hijos, ni
criados, pero que, en compensación, tiene el pleno goce del placer de la caza.
Igual que don Juan, busca, no la posesión del placer, ni su prolongación, sino
sólo «los grandes y encantadores instantes», sólo le atraen las aventuras del
espíritu, aquellos peligrosos «tal vez», en cuya persecución uno se enciende y
estimula, pero que si se los alcanza nunca sacian; no busca un botón, sino
(como él mismo dice en Don Juan del conocimiento) «el espíritu, el cosquilleo y
el placer de la caza o las intrigas del conocimiento, hasta sus más altas y
lejanas estrellas, hasta que nada le queda por perseguir, sino los
conocimientos perniciosos, como el bebedor que, al final, acaba por beber
ajenjo o ácido corrosivo». Pues, en el concepto de Nietzsche, don Juan no es un
epicúreo ni un gran gozador; para ello le falta a ese aristócrata, a ese
gentilhombre de nervios sensibles, el romo placer de la digestión, el perezoso
contentamiento de la saciedad, la satisfacción y la fanfarronería del triunfo.
El cazador de mujeres es (como el Nemrod del espíritu) el eterno perseguidor de
su propio instinto. El seductor sin escrúpulos es seducido, a su vez, por su
insaciable curiosidad; es un tentador que es tentado continuamente por la
tentación de tentar; así Nietzsche pregunta por el placer de preguntar, en
inextinguible placer psicológico. Para don Juan, el secreto está en todas y en
ninguna de las mujeres: en cada una de ellas, cada noche; en ninguna, para
siempre. Así, para el psicólogo, la verdad está momentáneamente en cada
problema, pero en ninguno de ellos existe perennemente. La vida intelectual de Nietzsche no tiene nunca, pues,
un punto de reposo ni una superficie lisa como un espejo; es completamente
parecida a un torrente, siempre variable, llena de rápidos zigzags, de meandros
y de corrientes violentas. En otros filósofos alemanes, la existencia discurre
con tranquilidad épica; su filosofía consiste en hilar cómodamente y hasta
mecánicamente el hilo que antes estaba enredado; filosofan sentados, con sus
miembros cómodamente descansados, y, durante el acto de pensar, apenas se nota
una mayor afluencia de sangre a sus cerebros o algo de fiebre en su destino.
Kant nunca da la sensación de un espíritu agarrado por los vampiros del
pensamiento y espoleado perpetuamente por la necesidad de crear o elaborar
ideas; y la vida de Schopenhauer, a partir de sus treinta años, después de
haber creado El mundo como voluntad y como representación, tiene, a mi modo de
ver, un cierto parecido con la vida de un hombre jubilado ya, con todas las
pequeñas amarguras de una carrera que se ha detenido. Todos avanzan con paso
firme, seguro y medido, por un camino que ellos mismos han elegido, mientras
que Nietzsche (como las aventuras de don Juan) tiene un sello altamente
dramático; forma una cadena de episodios peligrosos y sorprendentes, una
tragedia sin reposo, llena de incesantes emociones y de peripecias a cuál más
vibrante; y todo acaba en una inevitable caída a un abismo sin fondo. Y
precisamente esa ausencia de todo reposo, esa necesidad de pensar, ese impulso
demoníaco de seguir adelante, son lo que da a esa existencia única una fuerza trágica,
inaudita, y un sabor seductor de obra de arte, porque nada hay en ella de
profesional o de burgués. Nietzsche está maldito, está condenado a pensar
continuamente, como el cazador de la leyenda está condenado a cazar
eternamente; lo que era un placer, se convierte en un tormento, en un pesar, y
su aliento tiene el ritmo y el fuego de una pieza de caza acosada; su alma time
los ardores y las depresiones de un hombre sin reposo, que nunca puede estar
satisfecho. Por eso sus lamentos de Ahasverus son tan emocionantes, así como lo
es el grito que exhala a partir del momento en que querría la tranquilidad y el
placer del reposo; pero lo espolea siempre el aguijón del eterno descontento y
lo obliga a levantarse para seguir el camino: «Uno ama algo y, apenas ese algo
se convierte en un amor profundo, el tirano que llevamos dentro (que podríamos
llamar nuestro «yo» superior) dice: eso es precisamente lo que lo pido en
sacrificio. Y, en efecto, lo sacrificamos, pero no sin ser torturados a fuego
lento.» Siempre estas naturalezas de don Juan deben abandonar la voluptuosidad
del conocimiento, los dulces abrazos femeninos. Porque el demonio que los lleva cogidos por la nuca
les hace seguir avanzando (el mismo demonio de Hölderlin, el mismo demonio de
Kleist, el mismo demonio de todos los fanáticos del infinito). Y el grito de
Nietzsche, cuando surge, cuando estalla, suena agudo, áspero, como el alarido
de una pieza de caza herida por la flecha. Y ese grito de Nietzsche, eterno
perseguido y acosado, dice así: Por todas partes hay para mí jardines de
Armidas y por todas partes hay, por tanto, desgarramientos y amarguras para el
corazón. Necesito levantar el pie fatigado y herido y, ya que es necesario que
así lo haga, he de dirigir una mirada de pesar hacia todo lo hermoso que he ido
dejando atrás y que no ha sabido retenerme... Precisamente por eso, porque no
ha sabido retenerme. Ese grito de su alma no tiene parangón posible, no hay
otro grito tan irresistible como ese, que brota de lo más hondo del
sufrimiento; no hay nada semejante en todo lo que, anteriormente a Nietzsche,
se escribió en Alemania con el nombre de Filosofía; quizá lo haya entre los
místicos de la Edad Media o entre los herejes. En los santos de la época gótica se encuentra a veces
una exclamación impregnada de un dolor parecido, puede ser que más sordo y a
través de unos dientes más apretados y con palabras más sobriamente vestidas. Pascal, que se encuentra también sumergido en el
purgatorio de la duda, conoce estas convulsiones, esos aniquilamientos del alma
inquieta, pero nunca, ni en Leibniz, ni en Kant, ni en Hegel, ni siquiera en
Schopenhauer, encontramos ese acento emocionante. Pues, por leales que sean
esas naturalezas científicas, por valerosa y resuelta que pueda parecer su
concentración en el todo, no se arrojan, sin embargo, de esa manera-con todo su
ser, sin contemplaciones, de corazón, con nervios y entrañas, con todo su
destino-, a ese juego heroico de perseguir el conocimiento. Sólo arden como las
bujías, es decir, por arriba, por la cabeza, por el espíritu. Una parte de
ellos mismos, la terrenal, la privada, y, por tanto, lo más personal de su
existencia, queda siempre al abrigo del destino, mientras que Nietzsche pone en
juego todo su ser, abordando en todo caso el peligro, no con las ligeras
antenas de su pensamiento, sino con todas las voluptuosidades y tormentos de su
sangre, con todo su ser, con todo su destino. Sus pensamientos no vienen
solamente de arriba, sino que son también el producto de una fiebre que quema
su sangre excitada, de una fiebre que procede de sus nervios vibrantes, de sus
sentidos no satisfechos, de todo su sentimiento vital; por eso es por lo que
sus pensamientos, como los de Pascal, se tienden trágicamente sobre la historia
pasional de su alma; con la consecuencia, elevada hasta el extremo, de
aventuras peligrosas, casi mortales: un drama vivo que nosotros contemplamos
emocionados (mientras que los otros filósofos -biógrafos no ensanchan ni una
pulgada el panorama intelectual). Y, sin embargo, aun en su miseria y tristeza
más extremas, no querría Nietzsche cambiar su vida, su vida peligrosa, por la
de otros, que es un modelo de orden, pues precisamente lo que están buscando
los otros por mediación del conocimiento -una aequitas animae, un reposo del
alma, un muro de contención contra la ola de los sentimientos- es lo que más
odia Nietzsche, porque disminuye la vitalidad. Para Nietzsche, tan trágico y
tan heroico, la lucha por la existencia no es buscar protección ni parapeto
contra la misma vida; no ¡nada de seguridad ni de bienestar! «¿Cómo podría uno
sentir esta maravillosa inquietud, esa totalidad de existencia, sin interrogar,
sin temblar continuamente de curiosidad y de placer por esa eterna pregunta?»,
inquiere Nietzsche orgullosamente, menospreciando así a los espíritus
domésticos, caseros, que viven satisfechos. Que se hielen en el frío de la
certeza, que se encierren en la cáscara de un sistema; a él sólo lo atraen el
revuelto oleaje, la aventura, la multiplicidad seductora, la tentación
ardiente, el eterno encanto y la eterna desilusión. Que continúen los otros
practicando su filosofía, encerrados en la frialdad de un sistema, como si
fuera un negocio, aumentando honradamente y con economías lo que poseen hasta
crearse una fortuna; a él le atraen el juego, la riqueza suprema, su propia
existencia. Pues él, tan aventurero, ni aun su propia vida anhela poseer;
quiere algo más heroico: «No es la vida eterna lo que importa, sino la
vitalidad eterna.» Con Nietzsche aparece por primera vez, en el vasto mar de la
filosofía alemana, el pabellón negro del pirata: un hombre de otra especie, de
otra raza, un nuevo heroísmo, una filosofía despojada de las vestiduras sabias,
pero provista de una armadura para la lucha. Los navegantes del espíritu que lo
han precedido, aunque heroicos y audaces, habían descubierto solamente imperios
y continentes con fines utilitarios, como conquista para la civilización y para
la humanidad, a fin de completar también el mapa geográfico de la filosofía y
conocer, cada vez más, la porción de terra incógnita del pensamiento. Ellos
plantan su bandera de Dios o del espíritu en las nuevas tierras que conquistan;
edifican ciudades, templos, calles en esas regiones antes desconocidas, y tras
ellos llegan los gobernantes o los administradores para cultivar los nuevos
campos y recoger sus cosechas, es decir, llegan los comentadores, los
profesores, los hombres de cultura. Pero el sentido último de sus trabajos era
el descanso, la paz, la seguridad; quieren aumentar las posesiones del mundo,
propagar las normas y las leyes, todo lo que es orden superior. Níetzsche, al contrario, entra en la filosofía alemana
como entraron en el Imperio español los filibusteros del final del siglo XVI,
un enjambre de desesperados sin patria, sin amor, sin rey, sin bandera y sin
hogar. Lo mismo que aquéllos, nada conquista Nietzsche para
sí ni para los que lo siguen, ni para un rey, ni para un dios, ni aun para una
fe, sino sólo por la satisfacción de la conquista misma, pues nada pretende
ganar, ni poseer, ni conquistar. No hace pactos con nadie, ni se edifica
ninguna casa, desprecia la estrategia filosófica y no busca secuaces: él, el
eterno apasionado, el destructor de todo reposo gris, de toda habitación
cómoda, desea únicamente saquear, destruir la propiedad, la paz y el goce de
los hombres; desea tan sólo propagar, a sangre y fuego, esa vitalidad que él
ama tanto como aman los hombres la tranquilidad y el reposo. Aparece de un modo
audaz; echa abajo las murallas de la moral y las empalizadas de la fe; no da
cuartel a nadie; ningún veto, procedente de la Iglesia o de la realeza, es
capaz de detenerle; detrás de él, como detrás de los filibusteros, quedan las
iglesias profanadas, los santuarios violados, los sentimientos escarnecidos,
las creencias asesinadas, los rebaños de la moralidad dispersos y un horizonte
en llamas, como monstruoso faro de osadía y de fuerza. Pero nunca vuelve la
vista hacia atrás, ni para regocijarse con lo que deja, ni para gozarse en su
posesión; su fin, lo que persigue, es lo desconocido, lo ignoto a inexplorado,
es el infinito; su único placer es ejercer el poder, «sacudir la somnolencia»
Continuamente apareja su nave para nuevas aventuras, libre, sin creencia
alguna, sin patria, hermano de la inquietud y amante de lo infinito. Espada en
mano y con el barril de pólvora a sus pies, aleja su nave de la costa y, solo
ante los peligros, canta para s mismo, en honor suyo, su magnífico canto del
pirata, si canto de fuego, su canto del destino: Sí, ya sé de dónde vengo; como
la llama insaciable me con sumo; todo lo que tocan mis manos se vuelve luz y lo
que arrojo no es ya más que carbón. Seguramente soy una llama... PASIÓN DE SINCERIDAD Sólo un mandamiento hay para ti: sé puro. Passio nuova o Pasión de sinceridad: tal es el título
de una obra que se proponía escribir Friedrich Nietzsche; pero este libro nunca
fue escrito. Mas, si no fue escrito, fue vivido, pues la pasión por la
sinceridad, una sinceridad fanática, un amor exaltado por la verdad, llevado
hasta el tormento, es el eje alrededor del que gira todo el desarrollo de
Nietzsche. Como un resorte de acero que mantiene en tensión su pensamiento,
esta pasión está clavada en su carne, embutida en su cerebro, aferrada a sus
nervios, y ese resorte es lo que le hace mantenerse erguido siempre ante todos
los problemas de la vida. Sinceridad, honradez, pureza; uno se sorprende un poco
al no encontrar, precisamente en un «amoralista» como Nietzsche, ningún otro
impulso que sea más extraño, que sea diferente del que los burgueses, los
tenderos, los comerciantes y los abogados llaman, con orgullo, su virtud;
honradez, sinceridad hasta la tumba, es decir, una verdadera y auténtica virtud
intelectual de gente vulgar, un sentimiento convencional y mediocre. Pero al
hablar de sentimientos, lo único que cuenta es su intensidad, el sentimiento en
sí, nada; y a las naturalezas demoníacas les es dado recobrar la noción
trivial, vulgar, para llevarla a un caos creador, a una esfera infinita. Ellas
saben dar a los elementos más insignificantes y más convencionales el calor del
fuego y el éxtasis de la exaltación; lo que un ser demoníaco toma en sus manos,
lo convierte siempre en caótico a indómito; por eso la sinceridad de Nietzsche
nada tiene que ver con la correcta honradez de los hombres de orden; su amor
hacia la verdad es una llama, es un demonio, un demonio de claridad, un ave de
rapiña salvaje, hambrienta y anhelante de botín, dotada de los instintos más
finos de los animales carniceros, Una sinceridad como la de Nietzsche nada
tiene que ver con el instinto de prudencia enjaulada, domesticada, atemperada,
de los comerciantes, y menos aún con la sinceridad grosera y brutal, a lo
Kohl-haas, de muchos pensadores (por ejemplo, Lutero) que, llevando a su
derecha y a su izquierda sendas anteojeras, se precipitan furiosamente por el
camino de una sola verdad, que es la suya. Por poderosa y hasta brutal que
pueda parecer a veces la pasión de Nietzsche por la verdad, es sin embargo
demasiado nerviosa, demasiado cultivada, para poder ser limitada; nunca se para
ni se obstina, sino que, vibrando, va de problema en problema, como una
llamarada, iluminándolos y consumiéndolos sin que ninguno llegue a saciarla.
Esa dualidad es magnífica; siempre, en Nietzsche, la sinceridad y la pasión
están en el mismo plano. Puede ser que nunca un tan destacado genio psicológico
haya tenido una estabilidad ética tan grande ni tanto carácter. Por eso, Nietzsche está predestinado a ser un pensador
claro: el que comprende y practica la psicología con pasión, siente todo su ser
Heno de aquel placer que sólo sienten los que son perfectos. Sinceridad,
verdad; esa virtud burguesa que se siente materialmente como fermento de toda
vida espiritual, produce las sensaciones de la música. Las magníficas
exaltaciones, los crescendo en contrapunto que hay en su amor son como una fuga
de mano maestra, pasando, con compás tempestuoso, desde el viril andante a un
espléndido maestoso, renovándose continuamente en magnífica polifonía. La
claridad se hace mágica. Ese hombre medio ciego, que anda tanteando el terreno
y que vive en la oscuridad, como los búhos, tenía, para la psicología, una
mirada de halcón, una mirada que se precipita en un segundo desde lo alto del
cielo altísimo de sus pensamientos tras la pista más oculta, descubriendo
infaliblemente los matices más parecidos de un color. Ante ese inaudito
conocedor, ante ese psicólogo sin rival, no es posible ocultarse ni
disimularse; sus ojos, como los rayos de Roentgen, atraviesan los vestidos y la
piel y la carne y los cabellos hasta llegar al fondo de cada problema. Y del
mismo modo que sus nervios reaccionan, con los cambios de presión atmosférica,
como un aparato de precisión, su intelecto, provisto de nervios también de
precisión, registra con la misma fidelidad cualquier matiz espiritual. La
psicología de Nietzsche no proviene de su inteligencia dura y lúcida como el
diamante, sino que es parte integrante de la hipersensibilidad característica
de su cuerpo; él siente, husmea, ventea («Mi genio está en mi olfato») con
espontaneidad de función física todo aquello que no es completamente puro y
completamente sano en los negocios humanos a intelectuales. «Una lealtad
extrema frente a todo el mundo» es, para él, no sólo un dogma moral, sino
condición primaria elemental, precisa, para su existencia. «Peligro cuando estoy
en un medio impuro.» La falta de luz, la suciedad moral, lo deprimen y lo
irritan del mismo modo que la pesadez de la atmósfera deprime también sus
nervios o la pesadez de los alimentos mal condimentados oprime su estómago; su
cuerpo reacciona antes de que lo haga su espíritu. « Siento una irritabilidad
muy desagradable en el instinto de pureza, de modo que la percibo
fisiológicamente en las entrañas de las almas, y en sus proximidades.» Todo lo
que está adulterado por el moralismo, hiere desagradablemente su olfato y le
hace detectar la mentira: el incienso de la iglesia, la frase patriótica o
cualquier otro narcótico de la conciencia. Tiene un olfato finísimo para todo
lo que huela a podrido, a corrompido o a malsano, un olfato que descubre toda
mezquindad intelectual; así, pues, la claridad, la pureza, la limpieza,
significan, para su intelecto, condiciones tan necesarias para su existencia
como para su cuerpo es necesario el aire puro (ya lo dije antes). Ésa es la psicología verdadera tal como él mismo la
define al llamarla «interpretación del cuerpo»; es decir, prolongación de una
disposición nerviosa en lo cerebral. Todos los demás psicólogos parecen pesados
y romos sí se los compara con este caso de sensibilidad adivinatoria. Ni
siquiera Stendhal, que estaba provisto de nervios de gran delicadeza, puede ser
comparado con Nietzsche, porque a aquél le faltan el acento apasionado, la
insistencia vehemente, se limita a anotar observaciones, mientras que Nietzsche
pone toda su alma en el menor detalle, se precipita sobre el menor
conocimiento, del mismo modo que el ave de presa se lanza desde enormes alturas
sobre algún pequeño animalillo. Sólo Dostoievski tiene nervios tan
clarividentes (producto igualmente de una hipersensibilidad, de una enfermedad
dolorosa), pero Dostoievski es inferior a Nietzsche en lo que se refiere a la
veracidad. Puede ser injusto, puede exagerar a veces, pero Nietzsche nunca cede
una pulgada de verdad, ni aun en medio del éxtasis. Por eso nadie tuvo nunca
una tan gran predisposición a la psicología como la que tuvo Nietzsche; nunca
un espíritu estuvo tan bien constituido para actuar de barómetro del alma;
nunca el estudio de los valores poseyó un aparato de precisión tan exacto, tan
sublime, como Nietzsche. Pero no basta a la psicología disponer de un escalpelo
cortante, fino, exacto; no basta el tener un instrumento espiritual perfecto;
necesita también que la mano del psicólogo sea de acero duro y templado;
necesita una mano que no retroceda ni tiemble durante la operación; pues a la
psicología no le basta el talento, sino que precisa también carácter, exige el
valor de «pensar todo lo que se sabe». En un caso como el de Nietzsche, que se
podría considerar ideal, se trata de una facultad de conocer, junto a una
fuerte voluntad de saber, de conocer. El psicólogo de verdad debe « querer» ver
allá donde «puede ver»; no debe dejar que su pensamiento se desvíe como
consecuencia de una indulgencia sentimental, de una timidez personal o de un
temor innato; no debe adormecerse por escrúpulos o por sentimientos. Esos
guardianes «cuyo deber es la vigilancia» no pueden tener espíritu de
conciliación, ni magnanimidad, ni timidez, ni compasión; no pueden tener, en
fin, ninguna debilidad o virtud de burgués o de hombre mediocre. No les está
permitido a esos guerreros, a esos conquistadores del espíritu, el dejar
escapar con indulgencia alguna verdad que han podido capturar en algunas de sus
expediciones. En lo que se refiere al conocimiento, « la ceguera no es sólo
error, sino cobardía», y la indulgencia es un crimen, pues aquel que tiene
miedo o vergüenza de hacer daño, aquel que teme oír los gritos de los
desenmascarados o retrocede ante la fealdad del desnudo, ése no ha de descubrir
nunca el último secreto. Toda verdad que no alcance el punto más extremo
posible, toda veracidad que no sea absoluta, no constituye nunca un valor
absoluto. De ahí viene la severidad de Nietzsche con aquellos que, por pereza o
cobardía de pensamiento, descuidan el deber sagrado de la firmeza; de ahí la
cólera contra Kant por haber introducido en su sistema, por una puerta secreta,
volviendo al mismo tiempo la mirada hacía otro lado, el concepto de la
divinidad; de ahí su cólera contra aquellos que cierran o entornan los ojos
frente a la filosofía, frente «al diablo o el demonio de la oscuridad », y que
echan un velo sobre la última y suprema verdad. No hay verdades de gran estilo
que surjan por adulación; no hay grandes secretos que puedan ser descubiertos
en una charla llana y familiar; la naturaleza sólo se deja arrancar sus
secretos más preciosos a la fuerza, con violencia, con tenacidad; gracias a la
brutalidad se puede hacer la afirmación, en una moral de gran estilo, de «la
majestad y la atrocidad de las exigencias infinitas» Todo lo que está oculto
exige mano dura a intransigente; sin firmeza no hay sinceridad ni « conciencia
de espíritu» «Donde desaparece mi sinceridad, quedo en las tinieblas, allí
donde quiero saber, quiero también ser sincero; es decir: duro, severo,
intransigente, cruel a inexorable.» No se piense que Nietzsche ha recibido ese
radicalismo, esa dureza y esa implacabilidad como regalo del destino; no, todo
eso lo ha comprado, y el precio ha sido su vida, su reposo, su tranquilidad, su
bienestar. Siendo la naturaleza de Nietzsche, en su origen, dulce,
buena, accesible, hasta alegre y bien dispuesta, ha necesitado una fuerza de
voluntad verdaderamente espartana para hacerse inexorable a inaccesible a sus
propios sentimientos; la mitad de su vida la ha pasado, puede decirse, en el
fuego. Hay que estudiarlo profundamente para lograr comprender lo doloroso de
ese proceso moral, pues Nietzsche quema, junto con su debilidad, su mansedumbre
y su bondad: todo lo humano que hay en él y que lo une a la humanidad; destruye
sus amistades, sus relaciones, y su último pedazo de vida llega a ser tan
ardiente, tan al rojo por su propio fuego, que los que quieren tocarlo se
abrasan la mano. Así como se cura una herida por medio del cauterio, así
también Nietzsche cauteriza su sentimiento para conservarlo limpio y sano; se
cura a sí mismo, sin compasión, con el hierro candente de su amor a la verdad;
por eso su soledad es una soledad buscada, forzada. Pero como verdadero
fanático, sacrifica todo lo que él ama, sacrifica incluso a Richard Wagner,
cuya amistad fue para él el más precioso de los hallazgos; se vuelve pobre,
solitario, odiado, aislado, infeliz, y todo por ese apostolado de la verdad, de
la sinceridad, que quiere cumplir completamente. Como todos aquellos que están
en poder del demonio, la pasión (en él es pasión de sinceridad) se convierte,
poco a poco, en una monomanía que llega a destruir, con su fuego, todos los
bienes de la vida; como todos los que están en poder del demonio, acaba por no
tener ya nada más que esta pasión. Hay, pues, que descartar de una vez esas
preguntas, propias de un maestro de escuela, que dicen, por ejemplo: «¿qué
quería Nietzsche?», « ¿qué quería decir Nietzsche?», «¿qué sistema filosófico
profesaba Nietzsche?»: Nietzsche nada quiere, sino que está en poder de una
pasión inconmensurable hacia la verdad. Nada persigue; Nietzsche nunca piensa
para, con su pensamiento, instruir al mundo o hacerlo mejor, ni para buscar una
posición tranquila; el éxtasis del pensamiento es su único fin, y en el pensar
están el único placer, la única recompensa, la única voluntad (egoísta y
elemental, como toda pasión demoníaca). Nunca en ese despliegue de fuerzas se
refiere a una «doctrina»; hace tiempo que está más allá «de esa puerilidad del
principiante que es el dogmatismo» y más lejos todavía de toda religión. («En
mí nada hay de común con el fundador de una religión, la religión es asunto del
pueblo.») Nietzsche practica la filosofía como quien practica un arte y, como
un verdadero artista, no busca el resultado, ni cosas fríamente definitivas,
sino únicamente un estilo, « el estilo de la moral», y, como un verdadero
artista también, experimenta los escalofríos de la inspiración. Por eso es
probablemente un error dar a Nietzsche el nombre de filósofo, es decir, amigo
del saber, pues en el hombre apasionado falta toda sabiduría y nada había más
lejos del ánimo de Nietzsche que el ir a parar a un equilibrio intelectual, a
un reposo, a una tranquilidad, a una sabiduría gris y satisfecha, a una
convicción firme y perenne. Él va usando y consumiendo nuevas convicciones,
después las arroja lejos de sí y por eso pudiera ser llamado más bien un
«filaleta», es decir, un amante apasionado de Aleteya, de la verdad, de esa
diosa virginal y cruel que sin cesar, como Artemisa, encadena a su amante en
una cacería eterna para permanecer, sin embargo, siempre inaccesible tras su
velo desgarrado. La verdad, como la comprende Nietzsche, no es una verdad
rígida, cristalizada, sino una voluntad ardiente de ser sincero y de permanecer
siempre así; para él, no es la verdad el término final de una ecuación, sino
una elevación constante y demoníaca hacia una tensión mayor del sentimiento
vital, una exaltación de la vida en toda su plenitud; Nietzsche no quiere
jamás, en ningún caso, ser feliz, sino sincero. No busca el reposo (como el
noventa por ciento de los filósofos), sino que, como servidor y esclavo del
demonio, busca lo superlativo de todas las excitaciones, de todos los
movimientos. Pero toda lucha por lo inaccesible adquiere carácter de heroísmo,
acaba necesariamente en una consecuencia fatal y sagrada: en la caída. Una hipertensión tan fanática de la necesidad de
sinceridad, una exigencia tan implacable y peligrosa como la de Nietzsche,
entran necesariamente en lucha con el mundo, en una lucha asesina y suicida al
mismo tiempo. La naturaleza, que es la mezcla de mil elementos, se defiende
siempre de todo radicalismo unilateral. La vida es, al fin y al cabo,
conciliación, indulgencia (eso es lo que Goethe comprendió pronto y practicó en
seguida con sabiduría) Es necesario, para conservar el equilibrio, someterse a
situaciones intermedias, concesiones, compromisos y pactos. Y aquel que tiene
la pretensión antinatural y antropomorfa de no vivir superficialmente, de no
aceptar la superficialidad, las concesiones en este mundo, aquel que quiere
arrancarse con violencia esa serie de lazos que forman una red tejida por los
siglos, éste se opone, no sólo a la humanidad, sino a la naturaleza. Cuanto más
pretende un individuo «querer ser completamente puro», tanta más enemistad se
atrae de sus contemporáneos. Ya sea que, como Hölderlin, pretenda querer dar
una forma esencialmente poética a una vida que, en esencia, es prosaica, ya sea
que pretenda, como Nietzsche, «pensar en claro» dentro de la tremenda confusión
de las vicisitudes humanas; en ambos casos, ese deseo insensato, pero heroico,
constituye una sublevación contra las normas y las reglas, lo cual trae como
consecuencia que el temerario se vea rodeado del aislamiento más irremediable y
de una guerra sin esperanza. Lo que Nietzsche llama la «mentalidad trágica», la
resolución de llegar hasta el fin del sentimiento, pasa desde el espíritu a la
realidad, creándose así la tragedia. El que quiere acatar en la vida sólo una
ley, el que, en el caos de las pasiones, quiere hacer prevalecer una sola
pasión, se convierte en un solitario y como tal sucumbe; si es un soñador, no
pasa de ser un inconsciente, pero es un héroe si conoce el peligro y lo
desafía. Nietzsche, aunque apasionado de la verdad, es de los conscientes.
Conoce el peligro a que se expone; sabe desde el primer momento, desde sus
primeros escritos, que sus pensamientos giran alrededor de un centro peligroso
y trágico, sabe que su vida es también peligrosa, pero (como buen héroe
intelectual) ama la vida a causa de este peligro. «Edificad vuestras casas al
borde del Vesubio», grita a los filósofos para espolearles hacia un concepto
elevado de la vida, pues « el grado de peligro en que un hombre vive, por su
voluntad», es la única medida de su grandeza. Sólo aquel que sabe jugarse el
Todo puede ganar el Infinito; sólo el que arriesga su propia vida puede dar a
su estrecha forma terrestre un valor infinito. Fiat veritas, pereat vita: qué
importa que la vida perezca si se salva la verdad. La pasión es más que la
existencia, el sentido de la vida es más que la misma vida. Con pujanza
monstruosa, en su éxtasis, Nietzsche va dando a este pensamiento una forma
grandiosa y que sobrepasa a su destino: «Todos preferimos la ruina de la
humanidad a la ruina del conocimiento.» Cuanto más peligrosos se vuelven la
suerte, el destino, tanto más adivina ya en el cielo el rayo suspendido sobre
su cabeza, y el deseo de ese conflicto supremo se hace cada vez más
fatídicamente gozoso. «Conozco mi destino», dice la víspera de su caída. «Un día mi nombre irá unido al recuerdo de algo
extraordinario, el recuerdo de una crisis sin rival en el mundo, el recuerdo de
la más grande lucha en la conciencia, el recuerdo de una conjuración contra
aquello que, hasta entonces, había sido tenido por artículo de fe sagrada»;
pero Nietzsche ama el máximo abismo de todo conocimiento y todo su ser marcha
hacia esta conclusión mortal: «¿Qué dosis de verdad puede soportar un hombre?»
Ésa fue la pregunta que durante toda su vida se hizo ese gran pensador, pero,
para medir la capacidad de resistir la verdad, se necesita antes franquear la
zona de seguridad, a fin de llegar al escalafón en el cual el hombre ya no la
soporta ese escalafón en que el conocimiento se hace ya algo mortal, donde la
luz es ya tan fuerte que ciega. Y precisamente esos últimos pasos son los más
inolvidables y más emocionantes de la tragedia de su vida: nunca su espíritu
estuvo más lúcido, nunca su alma fue más apasionada, nunca sus palabras fueron
más musicales y alegres que cuando, con plena conciencia, con plena voluntad se
arroja desde las alturas de su vida a las profundidades de la nada. HACIA SÍ MISMO La serpiente que no puede mudar la piel, perece; del
mismo modo, los espíritus que se ven impedidos de cambiar de opinión, dejan de
ser espíritus. Los hombres de orden son habitualmente ciegos para
descubrir lo que es original, pero tienen un instinto infalible para señalar lo
que les es hostil; mucho antes de que Nietzsche se presentara como amoralista a
incendiario de sus refugios morales, intuyeron ya que era un enemigo; esos
hombres presintieron mucho más de él que lo que él mismo podía saber de sí. Les
era molesto (nadie ha practicado con tanta pericia the gentle art of making
enemies), porque era para ellos un tipo dudoso, un outsider de todas las categorías,
una mezcla de filósofo, filólogo, revolucionario, artista, literato y músico;
desde el primer momento le odiaron los especialistas porque traspasaba sus
límites. Apenas Nietzsche, como filólogo, publicó su primera obra, Wilamowitz,
maestro de la filología (en maestro quedó, mientras Níetzsche se elevaba hacia
la inmortalidad), lo fustiga delante de todos sus colegas: los wagnerianos
desconfían (y muy justamente) del apasionado defensor; los filósofos, de sus
filosofías; antes de haber salido de la crisálida de la filología, antes de que
le hayan nacido las alas, tiene ya contra sí a los especialistas. Solamente el
genio, que conoce todas las mudanzas, solamente Richard Wagner ama a ese
espíritu que ha de ser su enemigo. Pero todos los demás olfatean el peligro en
su manera audaz de ser, en su manera de caminar; adivinan en él a aquel que no
está nunca seguro y que no ha de permanecer mucho tiempo fiel a sus
convicciones, adivinan en él esa libertad absoluta que todo hombre libre
practica con todas las cosas y, por tanto, consigo mismo; a incluso hoy, cuando
su autoridad los intimida y aplasta, los especialistas querrían volver a
encerrar de nuevo al < príncipe fuera de la ley» en un sistema, en una
doctrina, en una religión o en una misión; querrían verlo atado a las
convicciones, como lo están ellos mismos, encerrado entre las cuatro paredes de
una concepción del universo (precisamente lo que más temía Nietzsche); lo
definitivo, lo absoluto, es lo que ellos querrían imponer a ese hombre que
ahora ya no puede defenderse, y querrían también colocar a ese gran nómada en
un templo (ahora que ya ha conquistado el mundo infinito del espíritu), en un
palacio, cosa que él no deseó nunca. Pero Nietzsche no puede ser encerrado en una doctrina,
ni clavado en una convicción -nunca se ha pretendido en estas páginas sacar la
conclusión, a la manera de un maestro de escuela, de que de esta tragedia del
espíritu surgió una «teoría del conocimiento»-; nunca este apasionado de todos
los valores quiso sujetarse a las palabras de su propia boca, ni a una
convicción de su espíritu, ni a una pasión de su alma. «Un filósofo utiliza o consume convicciones», responde
altaneramente a los espíritus sedentarios que se jactan orgullosamente de su
firmeza de voluntad y de sus convicciones; cada una de sus convicciones es algo
provisional; y hasta su propio « yo», su piel, su cuerpo, su estructura
intelectual, no han sido jamás a sus ojos más que «un asilo de numerosas almas»
Una vez llega a pronunciar la frase más atrevida: « Es pernicioso para el
pensador estar sujeto a una sola persona. Cuando uno ha llegado a encontrarse a
sí mismo, es necesario intentar perderse de nuevo, para después volverse a
encontrar.» Su modo de ser constituye, en él, un modo de transformarse, un modo
de perderse para hallarse nuevamente, es decir, un eterno cambio sin reposo ni
quietud; por eso el único imperativo de vida que se encuentra en sus escritos
es: «Llega a ser lo que eres.» Goethe ha dicho irónicamente que estaba siempre
en Jena cuando se le buscaba en Weimar, y la imagen preferida de Nietzsche, que
se refiere a la piel de la serpiente, se encuentra ya cien anos antes en una
carta de Goethe; pero ¡cuán contrarios son el desenvolvimiento reflexivo de
Goethe y los cambios eruptivos de Nietzsche! Pues Goethe va engrandeciendo su
vida alrededor de un punto fijo, del mismo modo que un árbol añade cada año un
anillo más a la circunferencia de su tronco, y aunque se libra de la coraza
exterior, cada vez se hace más sólido, más robusto, más alto, y, por tanto, su
mirada alcanza cada vez más lejos. El desarrollo de Goethe se efectúa de un
modo paciente, con una fuerza que crece progresivamente, así como aumenta su
resistencia, la defensa de su propio «yo», que se robustece a la vez que su
crecimiento, mientras que Nietzsche tiene un desarrollo violento, producido por
la vehemencia de su voluntad. Goethe crece sin sacrificar ni un ápice de sí
mismo; no necesita negarse para ascender; Nietzsche, en cambio, es el hombre de
las metamorfosis, que se ve obligado a destruirse para reconstruirse después.
Todas sus conquistas y descubrimientos intelectuales provienen de heridas de su
propio «yo» o de creencias perdidas, es decir, de descomposición; para subir
más, necesita ir arrojando pedazos de sí (mientras que Goethe nada sacrifica y
se limita a hacer cambios químicos, alquitarados, de sus elementos). Nietzsche,
para alcanzar una mirada más amplia, ha de pasar por caminos de dolor y de
destrozo: «La ruptura de todo lazo individual es dura, pero me nace un ala en
cada sitio donde antes había una atadura.» Como naturaleza demoníaca, no conoce
otra transformación que la brutal, la violenta, la que se opera por combustión;
así como el Fénix ha de pasar todo su cuerpo por el fuego destructor para
renacer de sus propias cenizas, con un nuevo canto, un nuevo plumaje, unas
nuevas alas, así, para Nietzsche, los hombres espirituales deben pasar por el
fuego de la contradicción devoradora para que el espíritu se eleve sin cesar,
libre de toda convicción. Nada queda de lo anterior en su visión del universo,
en sus transformaciones, de ahí que sus nuevas fases no se deslicen una después
de otra, dulce y fraternalmente, sino hostilmente; siempre se encuentra en el
camino de Damasco. No se trata de una fe que cambia de creencia o de sentimiento,
sino de infinidad de creencias, pues cada nuevo elemento espiritual penetra en
él, no sólo por el espíritu, sino hasta sus entrañas; sus conocimientos morales
o intelectuales se transforman en él químicamente, cambiando el curso de su
sangre, su sentimiento y sus pensamientos. A la manera de un jugador insensato
(como lo exige un día Hölderlin de sí mismo), se juega «toda su alma a la
potencia destructiva de la realidad» y, desde el principio, las impresiones que
recibe parecen erupciones volcánicas. En su juventud lee en Leipzig El mundo
como voluntad y como representación, de Schopenhauer, y eso le impide dormir
durante diez días; toda su alma, todo su ser, se ven agitados como por un
ciclón; la fe sobre la que se apoyaba se derrumba con estrépito y, cuando su
espíritu deslumbrado sale poco a poco de ese vértigo y recobra su sangre fría,
se encuentra frente a una filosofía completamente nueva, frente a un concepto
de la vida completamente distinto. Del mismo modo, su amistad con Richard
Wagner es también una fuente de amor apasionado que ensancha enormemente la
enjundia de su sensibilidad. Cuando regresa de Triebschen a Basilea, su vida
toma otro rumbo: de la noche a la mañana ha muerto en él el filólogo y la
perspectiva del pasado, es decir, la historia, ha hecho sitio al porvenir. Y es
precisamente porque toda su alma está llena de este amor espiritual, por lo que
su ruptura con Wagner abre en él una herida ardiente y casi mortal, que
continuamente supura y que ya no ha de cerrarse ni cicatrizarse nunca de un
modo completo. Siempre, como en un terremoto, se hunde el edificio de sus
convicciones por las sacudidas espirituales, y Nietzsche, en cada caso, se ve
obligado a reconstruirse de arriba abajo. Nada se desarrolla en él suavemente,
silenciosamente, orgánicamente, como crecen las cosas en la Naturaleza; nunca
su individualidad se desarrolla por un trabajo oculto, creciente; no: todo,
hasta sus propios pensamientos, brota a golpes como una chispa eléctrica; es
necesario siempre que sea destruido su mundo interior para que de sus ruinas
salga un nuevo cosmos. Esa fuerza tempestuosa de las ideas en el cerebro de
Nietzsche no tiene parangón: «Quiero verme libre -dice un día- de esa fuerza
expansiva de mis sentimientos que se desarrolla en mis producciones; muchas
veces me ha venido el pensamiento de que un día voy a morir repentinamente por
este motivo.» Y verdad es que hay algo que muere en él repentinamente en esos
procesos de renovación; siempre hay algo que se desgarra en sus tejidos
internos, como sí un acerado cuchillo penetrase en sus entrañas para cortar
todos los vínculos, todas las relaciones anteriores. Su refugio espiritual se
ve quemado por las nuevas inspiraciones, quemado hasta quedar inservible. Las
transformaciones de Nietzsche van acompañadas de calambres y convulsiones de
muerte y de parto. Nunca un ser humano se ha desarrollado con tormentos tan
terribles; ningún hombre se ha herido tan profundamente en la búsqueda de sí
mismo. En realidad, todos sus libros no son -si hemos de hablar con propiedad-
más que informes clínicos de esas operaciones, la exposición de métodos de sus
vivisecciones: manuales de partos espirituales. «Mis libros sólo hablan de las
victorias sobre mí mismo.» Son la historia de sus transformaciones, de sus
preñeces, de sus partos, de sus muertes, de sus resurrecciones; una historia de
descomunales guerras sostenidas sin piedad contra su «yo»; una historia de
castigos y ejecuciones y, en su conjunto, una biografía de todos esos hombres
diferentes que ha ido siendo Nietzsche en el transcurso de su vida intelectual. Lo que hay de característico en las transformaciones
de Nietzsche es que la línea de su vida representa, en cierto modo, un
movimiento retrógrado. Tomemos a Goethe (siempre es Goethe con quien nos
encontramos, como lo más simbólico de los fenómenos humanos) como prototipo de
una naturaleza orgánica que, de modo misterioso, marcha al unísono con el ritmo
del universo; vemos que las formas de su desarrollo son un reflejo de las
edades de su vida. Goethe es, en su juventud, fogosamente exuberante; cuando
hombre, es sensato en su actividad; en su vejez, su mirada es toda luz; el
ritmo de su pensamiento corresponde orgánicamente a la temperatura de su
sangre. El caos es su principio (como pasa siempre en los jóvenes), el orden,
su final (como pasa siempre en los ancianos); el orden está al final de su
carrera; allí se vuelve conservador, cuando antes fue revolucionario; allí se
encuentra convertido en hombre de ciencia, cuando antes fue ocultista; allí es
un administrador de sí mismo, cuando antes sólo sabía prodigarse. Nietzsche sigue el camino contrario al de Goethe;
mientras éste aspira a lazos que den firmeza a su ser, busca Nietzsche una
disgregación apasionada; como en todos los caracteres demoníacos, cada vez hay
más fuego en su pasión, más impaciencia; cada vez es más tempestuoso, más
revolucionario, más caótico. Hasta su aspecto exterior está en completa
oposición con la evolución normal. Nietzsche comienza siendo viejo. A los veintiún años, cuando sus camaradas se entregan
aún a las bromas estudiantiles y celebran sus ritos báquicos, cuando vacían
interminables jarros de cerveza y desfilan a «paso de oca», Nietzsche es ya
todo un profesor, propietario de la cátedra de Filosofía en la Universidad de
Basilea. Sus amigos son hombres de cincuenta a sesenta años, grandes eruditos
como Jacob Burckhardt y Ritschl. Su íntimo amigo es el más serio artista de su
tiempo: Richard Wagner. Una severidad implacable, una objetividad inflexible,
lo hacen pasar siempre por un sabio, nunca por un artista, y todos sus libros
tienen un aire didáctico más propio de un hombre de experiencia que de un
principiante. Con toda su fuerza trata de ahogar sus aficiones poéticas, su
alma profesional; como un grave profesor universitario, fosilizado por los
años, está encorvado sobre sus escritos; elabora índices, y se place en revisar
polvorientos legajos de viejos papeles. La mirada de Nietzsche por aquel
entonces está vuelta hacia el pasado: hacía la historia, hacia lo muerto, hacia
lo que fue; los placeres de su vida están encerrados entre los muros de una
manía por lo antiguo; su alegría y su ardor se ocultan tras la dignidad del
profesor; su mirada está siempre fija en los libros o en problemas de
erudición. A los veintisiete años, El origen de la tragedia abre un primer foso
en el presente, pero el autor lleva todavía la seria máscara del filólogo, y
sólo ocultamente hay ya en esa obra un brillo de cosas futuras, una chispa de
amor al presente y una pasión por el arte. A los treinta años, edad en que el
hombre normal empieza a convertirse en un reposado burgués, edad en que Goethe
llega a ser consejero, edad en que Kant y Schiller son ya profesores, a esa
edad, Nietzsche abandona sus tareas oficiales y se aleja de su cátedra con un
suspiro de alivio: ése es su primer avance hacia sí mismo, su primer empujón
hacia su mundo, su primer cambio íntimo, y esa primera ruptura constituye el
principio del artista. El verdadero Nietzsche comienza con su entrada en el
presente, es ya este Nietzsche trágico, intelectual, con su mirada dirigida
siempre hacia lo futuro, lleno de nostalgia por el hombre que ha de venir.
Entretanto, brotan sus impulsos de transformación, surgen cambios radícales en
lo más íntimo de su ser, pasa bruscamente de la filología a la música, de la
gravedad al éxtasis, de la paciencia positiva a la danza. A los treinta y seis
años, Nietzsche es ya libre, inmoralista, escéptico, poeta y músico, más joven
que en su juventud, libre del peso del pasado y de su propia ciencia, libre también
del presente y compañero sólo del hombre futuro, del hombre del más allá. Por
eso, en vez de estabilizarse su vida con los años, como le pasa al artista
normal, en vez de arraigarse, de hacerse más positivo, se libra apasionadamente
de todos los vínculos, de todas las relaciones. El ritmo de ese rejuvenecimiento es verdaderamente
monstruoso. A los cuarenta años, el lenguaje de Nietzsche, sus pensamientos, su
ser, tiene más glóbulos rojos, más lozanía, más colorido, más temeridad, más
pasión y más música que a los diecisiete, y el solitario de Sils-Maria marcha
con un paso más ligero, más alado, más ingrávido que el antiguo profesor de
veinticuatro años, que era prematuramente viejo. Por eso en Nietzsche se intensifica el sentimiento de
la vida en vez de adormecerse; sus metamorfosis se hacen cada vez más rápidas,
libres, ligeras, múltiples, convulsivas, malignas, patológicas; ya no encuentra
en ninguna parte un punto de reposo para su espíritu inquieto. Apenas se para,
su piel «se seca y se rompe»; por último, su propia vida es incapaz de seguir
esas transformaciones, esas renovaciones, que se realizan con un ritmo
cinematográfico, en el que las imágenes titilan de continuo. Precisamente
aquellos que creen conocerlo mejor, los amigos de su juventud, que ya están
encadenados a la ciencia, a sus convicciones o a un sistema, se llenan de
sorpresa al verle tan diferente cada vez que tienen un nuevo encuentro con él.
Con sobresalto, descubren, en su figura intelectual rejuvenecida, rasgos nuevos
que en nada se parecen a los de antes. Y el mismo Nietzsche, en eterna
metamorfosis, cree encontrarse ante un espectro cuando oye que lo llaman por su
antiguo título, cuando oye que lo «confunden» con el « profesor Friedrich
Nietzsche», el filólogo, con aquel hombre envejecido por la erudición de hace
ya -apenas puede recordarlo-, más de veinte años. Puede ser que nadie haya
arrojado lejos de sí su vida pasada como la arrojó Nietzsche, apartando de su
ser hasta los vestigios de sus sentimientos de antes; de ahí vienen el terrible
aislamiento, la terrible soledad de sus últimos años, pues ha roto todos los
lazos de «lo que fue» y su ritmo actual no le permite crearse nuevos vínculos
que lo unan a las cosas nuevas. Pasa raudo junto a los hombres y a las cosas y,
cuanto más se aproxima a sí mismo, tanto más rápidamente huye de sí. Las
metamorfosis de su ser son cada vez más radicales; cada vez más bruscos sus
saltos desde el « sí» al «no»; cada vez más fuertes sus sacudidas eléctricas.
Se devora a sí mismo en un incendio interior y su camino es un camino de
llamas. Pero a medida que se aceleran esas transformaciones,
ganan también en violencia y en dolor. Las primeras victorias de Nietzsche
sobre sí mismo se reducen a despojarse de algunas creencias de muchacho, es
decir, de las creencias impuestas o formadas en la escuela; esas creencias
quedan tras de sí, como una serpiente deja su piel seca a inútil. Pero cuanto
más profundo se hace su sentido de la psicología, tanto más hondamente ha de
escarbar con su cuchillo en las capas más íntimas de su ser; cuanto más
subcutáneas, más nerviosas, más jugosas, son sus convicciones, tanto más vivas
son, tanto más formadas en su plasma, tanto más violenta ha de ser su
extirpación, tanto más cruenta. Es ya un trabajo de verdugo de sí mismo, de
Shylock, una verdadera operación en su carne palpitante. Finalmente, esa
auto-vivisección alcanza las zonas más íntimas del sentimiento y las
operaciones se hacen más dolorosas y más peligrosas. La amputación del complejo
wagneriano, sobre todo, resulta una intervención quirúrgica extremadamente
delicada y casi mortal, porque se realiza en lo más profundo de su sentimiento,
casi en el mismo corazón; linda con el suicidio, y en su violencia, en su
ritmo, tiene algo de asesinato masoquista, pues en sus abrazos amorosos, en los
segundos de unión íntima, su instinto salvaje hacia la verdad viola,
estrangula, lo que le es más querido; pero cuanta más violencia, mejor; cuanto
más cruenta es la victoria sobre sí mismo, tanto más voluptuosamente goza su
ambición en la prueba a la que somete a su fuerza de voluntad. Como un
implacable inquisidor de sí mismo, somete despiadadamente a cada una de sus más
íntimas convicciones a las preguntas de su conciencia y, con una crueldad
voluptuosa, siniestra, contempla los autos de fe de sus ideas heréticas. Poco a
poco, el espíritu de destrucción de sí mismo que anida en Nietzsche se
convierte en una pasión intelectual: «Siento el placer de destruir en un grado
idéntico a mi fuerza destructora.» De la simple transformación de sí mismo nace
el deseo de contradecirse y de ser su propio adversario. Hay pasajes de sus
libros que se contradicen violentamente; a cada « sí», ese prosélito de sus
convicciones sabe poner un correspondiente « no», y a cada « no» no falta nunca
un « sí»; se extiende hacía el infinito para poder desplazar los polos de sus
convicciones a dos puntos opuestos de ese infinito y poder sentir así la
tensión eléctrica que hay entre esos dos polos opuestos, tensión que es en él
la verdadera vida intelectual. Siempre huir, alcanzarse siempre (su «alma huye de sí
misma y trata de encontrarse de nuevo en un círculo más vasto»). Eso acaba por
llevarlo a una excitabilidad extrema y esa exageración llega a serle fatal.
Pues, precisamente cuando la forma de su ser se ha extendido hasta el infinito,
la tensión de su espíritu se rompe: el núcleo de fuego, la fuerza primitiva y
demoníaca, hacen explosión, y esa fuerza elemental destruye, con un solo choque
volcánico, la serie grandiosa de figuras que su espíritu de creador plástico
había sacado de su propia sangre y de su propia vida, en su carrera hacia el
infinito. DESCUBRIMIENTO DEL SUR Tenemos necesidad del sur a cualquier precio;
necesitamos acentos límpidos, inocentes, alegres, felices y delicados. «Nosotros, los aeronautas del espíritu», dice en una
ocasión Nietzsche, lleno de orgullo, al vanagloriarse de esa libertad de
pensamiento que se abre nuevas sendas a través de un elemento ¡limitado y
virgen. Y, efectivamente, la historia de sus viajes espirituales, de sus excursiones,
de sus transformaciones y de sus ascensiones se realiza en un espacio superior,
en un espacio espiritualmente ¡limitado. Como un globo cautivo que
continuamente va arrojando lastre, Nietzsche es cada vez más libre a fuerza de
deshacerse de lazos que lo aten o de pesos que lo entorpezcan, Con cada cable
que rompe, con cada dependencia que arroja lejos de sí, se eleva más y más
hacia un horizonte más amplio, hacia un campo de visión más vasto y hacia una
perspectiva personal fuera de todo tiempo. Innumerables son los cambios de
dirección que sufre el globo antes de caer en el torbellino tempestuoso que ha
de destrozarlo; tantas son esas direcciones, que se hace imposible contarlas o
hasta fijarlas. Sólo un momento decisivo, extraordinariamente importante, se
dibuja agudamente y como un símbolo en la vida de Nietzsche; es como el segundo
dramático en que se suelta el último cable y el aerostato pasa de la cautividad
a la libertad, de la gravedad a la fuerza ascensional. Y este simbólico segundo
se encuentra, en la vida de Nietzsche, en el día en que abandona su puesto de
amarre, su patria, su cátedra, su profesión, para no volver ya a Alemania sino
en un vuelo de ave de paso, en un vuelo despreciativo, en un vuelo que ya se
desarrolla eternamente en un elemento libre. Pues todo lo que sucede antes de
esa hora no tiene una importancia esencial para la personalidad de Nietzsche;
sus primeros cambios sólo son movimientos para conocerse mejor. Y sin su
impulso decisivo hacía la libertad, Nietzsche habría sido siempre un hombre
sujeto, un profesional atado a su rama, un Erwin Rohde, un Dilthey, uno de esos
hombres que nosotros admiramos en su especialidad, pero que no son nunca una
revelación para nuestro mundo interior. Sólo es la aparición de su naturaleza demoníaca,
la libre expansión de su pasión intelectual, el sentimiento de libertad
primitiva, lo que convierte a Nietzsche en una figura profética y transforma su
destino en un mito. Y dado que yo, en esta obra, trato de explicar la vida de
Nietzsche como una tragedia y no como una historia, una tragedia que es una
obra maestra del espíritu, su vida no empieza, para mí, antes de aquel momento
en que comienza en él el artista y se siente consciente de su libertad.
Nietzsche, en su crisálida de filólogo, es un problema para los filólogos:
solamente el hombre alado, el « aeronauta del espíritu», pertenece a la
creación literaria. Esta primera dirección de Nietzsche, en su ruta de
argonauta a la búsqueda de sí mismo, es el sur, y siempre quedará como la
metamorfosis de sus metamorfosis. También, en la vida de Goethe, el viaje a
Italia significa algo decisivo; también Goethe va a Italia en busca de su
verdadero «yo», en busca de la libertad y de una vida creadora, en vez de la
vida vegetativa de antes. Cuando atraviesa los Alpes, cuando los primeros
resplandores del sol italiano le dan en la cars, se produce en él una
metamorfosis fuerte como una erupción. «Me parece –escribe– que regreso de una
excursión a Groenlandia.» También era Goethe un «enfermo del invierno» que en
Alemania sufría bajo el cielo nublado; también Goethe, que era todo ansia de
luz y de claridad, al entrar en el suelo de Italia, siente brotar en su pecho
un sentimiento íntimo, una expansión, una necesidad de libertad, un alivio
nuevo y personal. Pero el milagro del sur vino demasiado tarde para Goethe:
tenía cuarenta años. La corteza que rodea su alma es ya demasiado dura; su
naturaleza es ya metódica y reflexiva; una pane de su ser, de su esencia, de su
pensamiento, ha quedado allá en Weimar, prendida en la corte, en sus funciones,
en su jerarquía. Ha cristalizado ya demasiado fuerte en sí mismo para poder ser
transformado por otro elemento. Dejarse dominar sería ahora contrarío a su
constitución orgánica: Goethe quiere ser el señor de su destino y no tomar de
las cosas más que lo que su sino le permite (Nietzsche, Hölderlin y Kleist, al
contrario, los disipadores, se abandonan enteramente, con toda su alma, a
cualquier impresión, felices de verse arrastrados por ella al torbellino de
fuego de la vida). Goethe encuentra en Italia lo que buscaba y no mucho más:
nuevos lazos de unión con el mundo (Nietzsche anhelaba romper esos lazos), los
grandes recuerdos del pasado (Nietzsche iba en busca del grandioso futuro y del
olvido de todo lo histórico); Goethe va tras cosas que se encuentran en el
mundo: arte antiguo, el alma del pueblo romano, los misterios de la Naturaleza
(Nietzsche sólo contempla con placer lo que está más allá de él: el cielo de
zafiro, el horizonte claro hasta el infinito, la magia de la luz que parece que
le penetra por todos los poros). Por eso la impresión de Goethe es sobre todo
cerebral y estética y la de Nietzsche es vital; mientras que aquél se lleva de
Italia un estilo artístico, Nietzsche se lleva un estilo de vida. Goethe se ve
fecundado; Nietzsche, trasplantado y renovado. Verdad es que el sabio de Weimar
siente también anhelo de renovación («ciertamente sería mejor que no volviera
si no puedo hacerlo renacido»), pero como toda figura ya asentada, sólo puede
recibir « nuevas impresiones». Para sufrir un cambio radical como el de
Nietzsche, Goethe, a los cuarenta años, está ya demasiado formado, es demasiado
egoísta y ésta poco dispuesto a ello; su poderoso y sólido instinto de
conservación (que en sus últimos años es ya una verdadera coraza) no consiente
un cambio que comprometa su estabilidad; el hombre sabio y ordenado sólo acepta
aquello que su naturaleza puede aprovechar (mientras que las naturalezas
dionisíacas lo aceptan todo, hasta un exceso de peligro). Goethe solamente quiere
enriquecerse espiritualmente, pero nunca perderse en una inclinación excesiva,
en una transformación radical. Por eso sus últimas palabras dirigidas al sur
son mesuradas, agradecidas, y en el fondo negativas: « Entre las cosas loables
que he aprendido en este viaje -dice al abandonar Italia- se encuentra el hecho
de que ya no puedo en modo alguno vivir solo ni alejado de mi patria.» Basta
invertir completamente esas palabras, duras como la leyenda de una medalla,
para tener en sustancia el efecto que el sur produjo en Nietzsche; al contrario
que Goethe, llega a la conclusión de que ya sólo puede vivir fuera de su
patria. Mientras que Goethe, al salir de Italia, regresa al mismo punto de
donde partió, tras un viaje atractivo a interesante, llevando en su equipaje
muchas cosas preciosas para su hogar, Nietzsche queda expatriado para siempre y
encuentra su verdadero « yo»: príncipe sin ley, apátrida feliz, sin hogar, sin
bienes, alejado para siempre de las mezquindades de la patria y de toda
sujeción patriótica, ya no hay para él otra perspectiva que la vista de pájaro
del « buen europeo», de «esta clase de hombre esencialmente nómada y que está
más allá de la idea de nacionalidad», un nuevo hombre cuya llegada inevitable
siente Nietzsche en la atmósfera, y en ese punto de vista fija su residencia,
su reino, que pertenece al porvenir. La casa espiritual de Nietzsche se halla
allí donde está, no donde nació (eso pertenece a la historia); está sólo donde
él mismo se engendra a sí mismo y vuelve a nacer: ubi pater sum, ibi patria,
allí donde soy padre, donde engendro, allí está mí patria, no donde fui
engendrado. El beneficio inestimable a inalterable que ha recogido en su viaje
al sur es que, desde entonces, el mundo entero se convierte para Nietzsche en
un país extranjero y en su propia patria al mismo tiempo, y que puede conservar
la perspectiva de la vista de pájaro, esa mirada límpida y penetrante de ave de
presa en la altura, una mirada que se extiende hacia todos los horizontes
abiertos (Goethe, al contrario, según sus propias palabras, pone en peligro su
personalidad y al mismo tiempo la conserva «al volverse hacia horizontes
cerrados»). Una vez que Nietzsche se ha establecido en el sur, se encuentra ya
más allá del pasado; está ya completamente desgermanizado, del mismo modo que
ha abandonado ya la filología, el cristianismo y la moral; y nada caracteriza
tanto esa naturaleza excesiva y que siempre avanza sin freno como este simple
hecho: que nunca ha dado un paso atrás ni ha dirigido una mirada de melancolía
o de nostalgia hacia su pasado. El navegante que marcha hacia el reino futuro
es demasiado feliz por haberse embarcado « en el más rápido buque que hay para
ir a Cosmópolis» para que pueda sentir la nostalgia de su patria, que sólo
tiene un idioma para expresarse y por tanto es unilateral y monótona; por eso
toda tentativa de querer germanizar a Nietzsche (tendencia ahora muy corriente)
es un craso error. No es posible, para ese hombre archilibre, el abandonar la
libertad por ningún concepto; desde el momento en que siente sobre sí el
inmenso azul del cielo de Italia, su alma se estremece al pensar en la
oscuridad que procede de las nubes, de los anfiteatros universitarios, de la
iglesia o del cuartel; sus pulmones, sus nervios sensibles, ya no pueden soportar
nada del norte, nada germano, nada de pesadez; no puede ya vivir con las
ventanas cerradas, con las puertas entornadas, en la penumbra, en el crepúsculo
o entre la niebla intelectual. Ser sincero es, desde este momento, ser claro,
ver en todas direcciones y trazar contornos en el infinito; y desde que ha
divinizado con toda la embriaguez de su sangre esa luz elemental, aguda y
penetrante del sur, ha renunciado gustoso para siempre al «diablo propiamente
alemán, al genio o al demonio de la oscuridad» En el sur, en el extranjero, su
sensibilidad casi gastronómica percibe, en todo lo que es alemán, un alimento
pesado para su gusto refinado, una especie de indigestión, una necesidad de no
terminar con los problemas, un dejarse arrastrar el alma por los rodeos que da
la vida: lo alemán ya no será jamás, para él, bastante libre, bastante ligero.
Hasta las obras que antes le deleitaban le causan ahora una especie de pesadez
de estómago; siente esa pesadez en Los maestros cantores; esta forzada; en
Schopenhauer nota sensación de sed; en Kant descubre un resabio de la
hipocresía de un moralista oficial; en Goethe, pesadez causada por sus
funciones oficiales y los horizontes limitados. Todo lo alemán es ya sólo, para
él, crepúsculo, penumbra, oscuridad, sombras del pasado, exceso de historia;
resulta demasiado pesado para su nuevo «yo», que es algo lleno de
posibilidades, pero sin nada claro: una interrogación continua, un deseo
ininterrumpido de buscar, una perenne transformación dolorosa, una oscilación
perpetua entre el «sí» y el «no» Pero no se trata solamente de un desasosiego
intelectual ante la estructura espiritual de la nueva Alemania de entonces, que
había llegado realmente a un punto extremo; no se trata sólo de un sentimiento
de desagrado político causado por el Imperio y por todos los que han
sacrificado la idea alemana al ideal de los cánones; no es sólo una antipatía
estética hacia la Alemania de los muebles de felpa y de las columnas de la
Victoria. La nueva doctrina del sur, que es la de Nietzsche, pide toda clase de
problemas, y no sólo problemas nacionales; reclama la vida entera, pura y clara
como el Sol, «luz, sólo luz, aunque alumbre cosas malas», la más alta luz por
la limpidez más alta, una gaya scienza y no el didactismo pedagógico, malsano, del
«pueblo escolar», esa erudición paciente, gravemente profesional de los
alemanes, que huele a gabinete o a aula. Su renuncia al norte no procede de su
espíritu, de su intelecto, sino de sus nervios, del corazón, del sentimiento,
de sus mismas entrañas; es un grito de sus pulmones, que por fin encuentran el
aire libre; es el grito de júbilo de alguien que por fin ha encontrado el clima
apropiado a su alma, la libertad; de ahí ese su grito de alegría íntima y
maligna: «Ya he dado el salto.» Al mismo tiempo que el sur contribuye a su
desgermanización, le ayuda también a descristianizarse. Al mismo tiempo que
como una lagartija goza del sol y en su alma penetra la luz hasta los rincones
más ocultos, y mientras Pregunta qué es lo que durante tanto tiempo ha ensombrecido
al mundo, qué es lo que lo ha llenado de inquietud, de ansia, de abatimiento,
de cobarde conciencia del pecado, qué es lo que lo ha despojado de las cosas
más serenas, más naturales, más vigorosas, aviejando lo más precioso que hay en
el mundo, que es la vida misma, Nietzsche reconoce en el cristianismo, en la fe
en el más allá, el principio que arroja su sombra sobre el mundo moderno. Este
«judaísmo maloliente, hecho de rabinismo y de superstición», ha arruinado y
asfixiado la sensualidad y la serenidad del Universo; ha sido para cincuenta
generaciones un narcótico tan peligroso que ha paralizado moralmente todo lo
que antes había sido una fuerza verdadera. Pero ahora (y de pronto ve la misión
de su vida) debe ya comenzar la cruzada contra la cruz, la cruzada para
reconquistar los lugares más santos de la humanidad, es decir, la vida. El «
sentimiento de exuberancia de la existencia» le ha enseñado un modo de mirar
apasionado para todo lo que pertenece al mundo, verdad animal y objeto
inmediato; sólo después de este descubrimiento se da cuenta de cómo la moral y
el humo de incienso le han ocultado tanto tiempo «la vida sana y roja». En el
sur, en esa escuela «de curación espiritual y física», ha aprendido la fuerza
de lo natural, el goce sin remordimientos, y conoce la vida serena y alegre sin
miedo al infierno ni a Dios. Ha aprendido la fe en sí mismo que le da un
rotundo, alegre a inocente «sí». Pero este optimismo no viene más que de
arriba; no de un dios oculto, naturalmente, sino de un secreto, de un misterio
abierto de par en par; viene del Sol, de la luz. «En San Petersburgo sería
nihilista, aquí creo en el Sol como creen en él las plantas.» Toda su filosofía
mana directamente de su sangre libertada. «Sed meridionales, hacedlo por la
fe», había dicho a un amigo; ahora, cuando la claridad es un remedio tan
grande, se convierte en algo sagrado, y en su nombre comienza la guerra, la más
terrible de las campañas, contra todo lo que hay en la Tierra que tienda a
destruir la serenidad, la limpidez, la libertad desnuda y la soleada embriaguez
de la vida. « Mi actitud hacía el presente ya no es más que una guerra a
cuchillo.» Pero, junto con esa audacia, entra también el orgullo en esa vida de
filósofo que ha transcurrido tras las ventanas cerradas, en malsana
inmovilidad; la circulación de su sangre toma un ritmo rápido y fogoso; hasta
en sus nervios más ocultos, infiltrados de luz, se agita la fuerza clara y
cristalina de sus pensamientos, y en el estilo, en su idioma, que se hace
fuerte a inquieto, hay destellos de sol. « Todo está escrito en el lenguaje
"del viento de deshielo"», dice él mismo al hablar de su primer libro
escrito en el sur; su acento es de violenta liberación, volcánico, como cuando
se rompe una capa de hielo y la primavera tibia pasa sobre el paisaje,
voluptuosa, acariciante. Brilla la luz en el mismo centro de su ser, hay
claridad hasta en lo más nimio de su lenguaje, hay música hasta en las pausas
y, por encima de todo, un acento de Alción y un cielo lleno de luz. ¡Qué
diferencia de ritmo entre su idioma de antes, que era fuerte y bien construido,
pero en su conjunto algo petrificado, y ese idioma de ahora, nuevo, sonoro y
exuberante, de movimientos sueltos y que, como los italianos, gesticula
mímicamente, no limitándose, como los alemanes, a hablar inmóvil y sin que el
cuerpo participe en la expresión! Níetzsche no confía sus pensamientos de ahora
al grave idioma de los humanistas, a ese idioma vestido de frac, porque sus
nuevos pensamientos son como ingrávidas mariposas recogidas en el curso de sus
paseos; esos pensamientos libres necesitan un lenguaje libre, flexible,
saltarín, de cuerpo ágil y desnudo como un gimnasta, de articulaciones
flexibles; un lenguaje que pueda correr, saltar, ascender por los aires, bajar,
extenderse y bailar todas las danzas, desde la danza de la melancolía hasta la
tarantela de la locura; un lenguaje que lo resista todo y que pueda decirlo
todo sin necesidad de tener espaldas de ganapán ni paso tardo y pesado de
hombre forzudo. Toda la pasividad del animal doméstico, toda la dignidad de las
cosas confortables, ha desaparecido de su lenguaje; ahora sabe ya hacer
piruetas de juegos de palabras, tanto como llegar a la serenidad más elevada; y
en otros momentos sabe tomar un pathos que resuena como una campana ancestral;
un lenguaje que bulle en fermentación de fuerza, como el champaña,
desprendiendo pequeñas y brillantes perlitas o desbordándose en espuma; su
estilo está dorado por la luz y es solamente como el antiguo Falerno,
mágicamente transparente hasta en sus mas grandes profundidades, y mana
límpido, alegre y brillante. Muy posiblemente, nunca la lengua de un poeta
alemán se ha rejuvenecido tan rápidamente, tan completamente, como en
Nietzsche, y seguro que en ninguno se ha visto tan inundada de sol, ni se ha
hecho tan libre, tan meridional, tan divinamente cadenciosa, tan llena del
aroma del buen vino, tan pagana. Sólo en el caso fraternal de Van Gogh podemos
volver a ver una tan rápida irrupción de luz en un hombre del norte: sólo en
Van Gogh hay ese tránsito del colorido triste, gris y pesado de sus años de
Holanda a los colores vívidos, agudos, crudos y sonoros de la Provenza; sólo en
él se da esa irrupción local de luz en un espíritu ya medio ciego, comparable a
la iluminación que el sur produce en el modo de ser de Nietzsche. Sólo en esos
días fanáticos de la transformación es tan rápida a inaudita la absorción de
luz, realizada con pasión vampiresca. Sólo los espíritus demoníacos son capaces
de abrirse tan completamente al milagro de la luz, con sus nervios, con su
pintura, con su música y con sus palabras. Pero la sangre de Nietzsche no sería sangre de poseso
si pudiera saciarse con alguna embriaguez; por eso sigue buscando algo superior
al sur, a Italia; busca más luz, más claridad. Del mismo modo que Hölderlin
lleva su Hellas a Asia, a Oriente, a los países bárbaros, así también la pasión
de Nietzsche lanza destellos pasionales hacia un nuevo éxtasis, un éxtasis
tropical, africano. Ya no quiere la luz del Sol, sino su fuego, una luz que
hiera cruelmente, en vez de rodear de claridad las cosas que ilumina; quiere un
espasmo de placer en vez de serenidad; su anhelo se hace infinito cuando busca
convertir en embriaguez las excitaciones de los sentidos; quiere hacer de la
danza un vuelo, y subir hasta el rojo vivo el calor vital. Y mientras tales
deseos congestionan sus arterias, el idioma no basta ya para expresarlos; se ha
vuelto demasiado limitado, pesado y material. Necesita un nuevo instrumento
para esa danza dionisíaca que ha empezado en él por una embriaguez; necesita
más libertad que la que le permite la rigidez de las palabras, y por eso se
refugia en la música. La música del sur se convierte en su último anhelo, en su
última inspiración: una música en la que la claridad se ha hecho melodía y en la
que el espíritu adquiere nuevas alas. Y la busca; la busca en todos los tiempos
y en todos los lugares, sin encontrarla jamás... hasta que él mismo la inventa. EL REFUGIO EN LA MÚSICA ¡Dorada serenidad, ven! La música había estado en Nietzsche desde el
principio, pero de un modo latente y apartada por una fuerte voluntad de
justificación espiritual. Cuando niño, entusiasmaba a sus amigos con sus
audaces improvisaciones; en sus cuadernos de escuela se encuentran múltiples
alusiones a composiciones propias. Pero cuanto más se inclina por los estudios
filológicos primero y filosóficos después, tanto más va limitando ese empuje de
su naturaleza que quiere abrirse paso. La música es sólo para el joven
estudiante una especie de opio, un descanso, un entretenimiento, como el
teatro, la literatura, la equitación, la esgrima o cualquier otro ejercicio
gimnástico. Por esa cuidadosa canalización, por esa consciente oclusión,
ninguna gota puede filtrarse para caer, fecundándola, sobre la obra de la
primera época de Nietzsche. Al escribir El nacimiento de la tragedia en el
espíritu de la música, ésta no es más que un tema, un objeto, pero no una
modulación del sentimiento musical que se introduzca en su estilo, en su poesía
o en su pensamiento. Incluso los ensayos líricos de su juventud están
desprovistos de musicalidad y, lo que parece más asombroso todavía, sus ensayos
de composición parecen, según el juicio de Bülow, resolución de un tema, algo
amorfo, una música anti-musical. Durante largo tiempo la música no es, para
Nietzsche, más que una inclinación particular a la que el joven estudiante se
lanza con todo el placer de la irresponsabilidad, con la alegría del
dilettante, pero nada más. La irrupción de la música en el espíritu de Nietzsche
no se realiza sino cuando su larva de filólogo, su objetividad de erudito, se
agrietan y se rompen, cuando todo su cosmos se descalabra y se desgarra por
sacudidas volcánicas. Sólo entonces se rompen los canales, y la inundación es
repentina. La música penetra siempre con más fuerza en los hombres sacudidos
por la pasión, debilitados y sometidos a tensiones violentas o desgarrados en
lo más íntimo de su ser; eso lo sabía Tolstoi, y Goethe lo experimentó
trágicamente. Pues incluso Goethe, que tomó ante la música una actitud de prudencia,
defensiva y temerosa (como hizo siempre ante todo lo demoníaco, pues siempre
reconocía el sitio donde se ocultaba el demonio), hasta Goethe sucumbe a la
música en los momentos de debilidad (o, como él dice, en los momentos de
eclosión, cuando todo su ser se ve trastornado, cuando se vuelve débil y
asequible). Cuando él (la última vez fue con Ulrica) se ve presa de un
sentimiento y pierde su propio dominio, la música rompe los más fuertes diques,
le hace derramar lágrimas como tributo y, como agradecimiento, música poética,
que es la más magnífica de todas. La música (¿quién no lo ha experimentado?)
necesita que uno esté predispuesto para recibirla, sumido en una especie de
languidez femenina, para poder fecundar un sentimiento; sólo entonces es cuando
llega a Nietzsche, sólo cuando el sur le ha abierto otros horizontes donde
anhela vivir con más ardor y con más pasión. Es un simbolismo notable que se
introduce en él precisamente en el momento en que su vida abandona la
tranquilidad, la continuidad épica, para volverse hacia lo trágico en una
rápida catálisis; quería expresar el nacimiento de la tragedia en el espíritu
de la música y experimenta lo contrario: el nacimiento de la música en el
espíritu de la tragedia. La fuerza desbordante de los nuevos sentimientos no
puede ya expresarse con un lenguaje mesurado; necesita un instrumento más
poderoso. «Será necesario que cantes, alma mía.» Precisamente
porque esa fuente demoníaca de su ser ha estado tanto tiempo cegada por la
filología, la erudición y la indiferencia, es por lo que ahora brota con más
fuerza y sale a tal presión, llegando hasta las fibras nerviosas más ocultas,
hasta la última entonación de su estilo. Como después de una infiltración de
nueva vida, el lenguaje, que hasta entonces sólo aspiraba a expresar las cosas,
comienza a respirar sonoridad y música: el andante maestoso del discurso, el
pesado estilo de los anteriores escritos, tienen ahora todas las sinuosidades,
las reflexiones, el movimiento ondulatorio y múltiple de la música. Todos los
refinamientos de un virtuoso brillan en las palabras: los pequeños staccati de
los aforismos, el sordini lírico de los cantos, el spiccato de la burla, las
estilizaciones audaces y armónicas de la prosa, de las sentencias y de la
poesía. Hasta la puntuación, lo que sobreentiende el idioma, los guiones, los
subrayados, tienen toda la fuerza de signos musicales. Nunca como en el caso de
Nietzsche ha provocado la lengua alemana tal sentimiento de prosa instrumentada
para pequeña o gran orquesta. Un artista del idioma siente una voluptuosidad
tan grande como la del músico en los detalles de una polifonía como la lograda
por Nietzsche. ¡Cuánta armonía se oculta tras las aparentes disonancias! ¡Cómo
se adivina bajo esa abundancia desordenada un espíritu de la forma pura! Pues
no sólo las extremidades de los nerviecillos del idioma vibran de musicalidad,
sino que sus obras enteras tienen una concepción sinfónica; no responden a una
arquitectura puramente intelectual, planeada fríamente, sino a una inspiración
directamente musical. Él mismo ha dicho, hablando de Zarathustra, que estaba
escrita siguiendo el espíritu de la primera fase de la Novena sinfonía. Y el
preludio de Ecce Homo, único y divino, ¿no es un conjunto de frases musicales
enormes, interpretadas como por el monumental órgano de la catedral del
porvenir? En las poesías como «El canto de la noche» y «La canción del
gondolero», ¿no es una voz esencialmente humana la que suena en medio de una
soledad infinita? ¿Y cuándo la embriaguez ha podido llegar a ser una música
cadenciosa, heroica, griega, como lo es en el ditirambo de Dionisos? Aquí su
lenguaje, rodeado de la luz del sur y elevado en un torrente de música, se
convierte en un oleaje sin descanso, y sobre ese vasto oleaje, sobre ese mar
tormentoso, flota el espíritu de Nietzsche marchando hacía el torbellino que lo
ha de hundir. Ahora, cuando la música penetra violenta a
impetuosamente en su espíritu, Nietzsche, con la sabiduría de un demonio,
reconoce enseguida el peligro y se da cuenta de que ese torbellino podría
arrastrarlo lejos de sí mismo; pero, así como Goethe evita los peligros (una
vez Nietzsche hace notar la « actitud prudente de Goethe frente a la música»),
Nietzsche se adelanta a cogerlos por los cuernos, pues las transmutaciones y
transformaciones son su defensa e, igual que con sus padecimientos físicos,
convierte aquí el veneno en remedio. Es necesario que la música tenga ahora
para él un sentido completamente diferente del que tenía en sus años de
filólogo; entonces pedía a la música que pusiera sus nervios en tensión y su
cerebro en actividad (¡Wagner!); la embriaguez y exuberancia musical eran en
aquel entonces un antídoto contra su tranquila vida de erudito, un estimulante
frente a su sobriedad. Ahora que su existencia es todo exceso y una pérdida,
una dilapidación estática de sentimiento, necesita que la música sea para él un
sedante, un bromuro moral, un calmante interior. No le pide ya la embriaguez
(pues su espíritu está en embriaguez perpetua), sino que ahora le pide, según
frase magistral de Hólderlin, «la santa sobriedad». La música ha de ser ahora
sedante y no excitante. Necesita de la música para refugiarse en ella cuando
regresa herido y maltrecho de la caza de pensamientos; la necesita como
refugio, como baño que lo refresque y purifique. « Música divina» que desciende
del cielo, de un cielo sereno y no de un espíritu de fuego medio asfixiado en
una atmósfera pesada; música que lo ayude a olvidar y no a abstraerse y sumirse
en crisis y catástrofes del sentimiento; una música que diga «sí» y que haga
«sí»; una música del sur, límpida en sus armonías, simple, pura; una música que
se deje silbar; una música que es música y no caos (como el caos que alberga en
su pecho); una música del séptimo día de la Creación, de ese día de descanso y
de alabanza al Dios; una música serena... «Ahora que he llegado a puerto, dadme
música, música.» La ligereza es el último amor de Nietzsche, la suprema medida
de todas las cosas; lo que da ligereza y salud es bueno, ya sea en el alimento,
en el espíritu, en el aire, en el sol, en el paisaje o en la música. Lo que
eleva, lo que hace olvidar la pesadez y la oscuridad de la vida y la fealdad de
la verdad, sólo es fuente de gracia. Por eso siente ese tardío amor por el arte
que « hace fácil la vida», que es su mejor estimulante. La mejor bendición
celeste para un espíritu agitado es una música pura, libre y ligera. Ya no
puede prescindir de la música para aliviarse de los dolores de sus partos
cruentos. «La vida sin música es sencillamente una fatiga y un error.» Un
enfermo abrasado de fiebre no podría alargar sus labios, secos y ardientes, en
un delirio de sed, de un modo más salvaje que el de Nietzsche en sus últimas
crisis, cuando los tiende hacia esa bebida fresca y límpida que es la música.
«¿Ha tenido jamás un hombre tanta sed de música?» Es su última salvación; por
ese motivo siente un odio apocalíptico contra Wagner, que ha emponzoñado la
música con estimulantes y narcóticos. De ahí esos dolores que experimenta
Nietzsche «en el destino de la música» como si fuera una herida abierta. El
gran solitario ha renegado de todos los dioses; sólo quiere conservar esa única
cosa, ese néctar y esa ambrosía que le refrescan alma y la rejuvenecen, esa
cosa única que es la música. «Arte y sólo arte..., tenemos el arte para no
morir a fuerza de verdad.» Con la crispación del que se ahoga se agarra él al
arte, a la única fuerza vital que no depende de la fuerza de gravedad; al arte,
que es ya lo único que puede elevarlo para transportarlo a su propio elemento. Y la música, que ha sido invocada de modo tan
emocionante, se inclina bondadosa y recibe el cuerpo de Nietzsche en el momento
en que iba a hundirse. Todos han abandonado a ese hombre delirante; se fueron,
tiempo ha, todos sus amigos; sus pensamientos corren sin descanso en peligrosas
peregrinaciones; sólo la música lo acompaña en su última, en su séptima
soledad. Todo lo que Nietzsche toca con sus manos, queda impregnado de música;
cuando habla, su voz suena musicalmente; sólo la música levanta al que se está cayendo,
y cuando, por fin, Nietzsche se precipita al abismo, la música queda velando
esa alma que se ha apagado. Overbeck, que entra en el cuarto de Nietzsche, lo
encuentra, ya cegado en su espíritu, delante del piano buscando despertar con
mano temblorosa elevadas armonías, y mientras el pobre loco es llevado a su
casa, va cantando, durante todo el viaje, melodías emocionantes: va cantando
«La canción del gondolero». La música le acompaña hasta las oscuras profundidades
del espíritu; la fuerza demoníaca de la música preside su vida y su muerte. LA SÉPTIMA SOLEDAD Un gran hombre se ve empujado, oprimido y martirizado
por su soledad. « ¡Oh, soledad, soledad, patria mía!», tal es el canto
melancólico que sale del mundo glacial del silencio. Zarathustra compone su canto precursor de la última
noche, su canto de eterno regreso a la patria. Pues, ¿no ha sido la soledad la
eterna posada del viajero, su frío hogar, su techo de piedra...? En mil
diversas ciudades ha vivido Nietzsche en su peregrinaje espiritual; a veces, ha
tratado de huir de su soledad trasladándose a otro país; pero siempre ha vuelto
a ella, herido, agotado, desilusionado, como quien vuelve a su patria. Pero esa soledad que ha acompañado a Nietzsche en sus
metamorfosis se ha ido metamorfoseando a su vez, y, cuando él la mira a la
cara, queda asustado, pues, a fuerza de convivencia, la soledad se parece ya a
él. Se ha vuelto dura, cruel, violenta como él; también ella parece que ha
aprendido a hacer daño y a engrandecerse en el peligro. Y cuando él la llama
cariñosamente «su querida y vieja soledad», hace ya tiempo que ese nombre no es
muy apropiado, porque se ha convertido en un aislamiento completo, en la
séptima y última soledad; eso ya no es estar solo, eso es estar completamente
abandonado. Alrededor del Nietzsche de los dos últimos años se hace un vacío
terrible, un silencio horroroso; nunca un eremita o un anacoreta del desierto
han estado tan abandonados, pues esos fanáticos de su fe tienen todavía un Dios
que llena, con su sombra, toda la cabaña. Pero Nietzsche, «el asesino de Dios»,
no tiene a su lado ni a Dios ni a persona alguna; cuanto más se aproxima a su
«yo», tanto más se aleja del mundo; cuanto más camina, tanto más vasto es el
horizonte de su desierto. Ordinariamente, los escritores más solitarios ven
cómo aumenta silenciosa y lentamente el poder magnético que ejercen sobre los
hombres; por raro misterio, van atrayendo a un círculo cada vez más amplio de
hombres a la órbita de su presencia aún invisible; pero la obra de Nietzsche
tiene un efecto repulsivo: va alejando de sí a todos los amigos y se aísla del
presente con una violencia cada vez mayor. Cada nuevo libro le cuesta un amigo,
cada obra le hace perder una nueva relación. Poco a poco, la última hierbecilla
de interés que pueda haber hacia su obra se va secando; primero perdió a los
filólogos, después vio alejarse a Wagner de su círculo espiritual y, por fin, a
sus compañeros de juventud. Acaba por no encontrar editor en Alemania; el
trabajo de veinte años, acumulado en un sótano, pesa sesenta y cuatro
quintales; se ve obligado a recurrir a su propio dinero, que procede de lo poco
que ha podido ahorrar o que le ha sido dado para que siguiera publicando sus
obras. Pero no sólo no las compra nadie, sino que, incluso cuando Nietzsche las
regala, nadie las lee. De la cuarta parte de Zarathustra, que imprime por su
cuenta, sólo hace tirar cuarenta ejemplares y, entre los sesenta millones de
alemanes, sólo encuentra siete a quienes pueda enviarles un ejemplar; porque
Nietzsche, que está ahora en el apogeo de su obra, es un ser desconocido por su
época. Nadie le concede la menor confianza ni el menor crédito, ni le muestra
agradecimiento; al contrario, para no perder a su último amigo de juventud,
Overbeck, se ve obligado a darle excusas por escribir libros: «Mi viejo amigo
(se ve en estas palabras un gesto de ansiedad; se ve en su rostro contraído, en
sus manos tendidas, el porte de alguien que ha recibido golpes y espera aún
algún otro), lee este libro desde el principio hasta el fin; no lo turbes ni lo
extrañes. Concentra toda lo benevolencia en mi obra. Si el libro lo es
insoportable, quizá sus detalles no lo sean.» Así es cómo, en 1887, el más
grande espíritu de su siglo ofrece a sus contemporáneos los más grandes libros
de su época, y no encuentra nada más heroico y elogiable en una amistad que el
hecho de no haberla podido destruir, « ni aun el Zarathustra» «¡El
Zarathustra!» ¡De tal manera ha llegado a hacerse insoportable la actividad
creadora de Nietzsche para los que lo rodean! ¡Tan intolerable se ha vuelto!
¡De qué manera se ha hecho infranqueable la distancia que media entre su genio
y la inferioridad de su época! Crece el vacío a su alrededor y el silencio se
hace cada vez mayor. Ese silencio convierte en un verdadero infierno la última,
la séptima soledad de Níetzsche; el muro metálico del aislamiento le rompe el
cerebro. «Después de Zarathustra, que es un grito de llamada salido de lo más
íntimo de mí alma, ¡no he oído ni una sola palabra de contestación!; ¡nada,
nada, siempre el mismo silencio de la soledad, mil veces más penosa! ¡Es algo
más terrible de lo que se pueda concebir y que hace sucumbir aun al más
fuerte!», dice gimiendo; después añade: «Y yo no soy el más fuerte. Me parece a
veces que estoy herido de muerte.» Pero lo que él pide no son aplausos, ni
muestras de agrado, ni gloria; al contrario, nada sería más agradable a su
temperamento combativo que la ira, la indignación, el desprecio y hasta la
mofa. « Para un arco tan tenso que hasta corre el peligro de romperse, todo
sentimiento apasionado es favorable, mientras sea violento»; pero nada, ni una
sola contestación fogosa o fría o siquiera tibia; nada que le dé la prueba de
que existe espiritualmente. Hasta sus amigos evitan contestar, y en sus cartas
pasan por encima de ese asunto, sin expresar su juicio porque les es penoso. Y
ésta es la herida que lo corroe cada vez con más fuerza, que inflama su amor
propio y su orgullo, < la herida de no recibir contestación». Esa herida es
la que envenenó su soledad hasta convertirla en un estado febril. Y esa fiebre, después de haberse incubado largamente,
rompe un día de pronto su prisión y surge hirviente. Si uno ausculta los
escritos de Nietzsche o las cartas de sus últimos años, puede oír el batir
precipitado de su sangre bajo la monstruosa presión del aire enrarecido. El
corazón de los alpinistas o de los aviadores ha experimentado el ritmo
martilleante de unos pulmones sometidos a tan ruda prueba; las últimas cartas
de Kleist tienen también ese pulso y esa presión violenta: las vibraciones
peligrosas y el zumbido de una caldera que va a estallar. En el porte tranquilo
de Nietzsche surge un rasgo de impaciencia: «El silencio tan prolongado ha
exasperado mi orgullo.» Ahora quiere, exige a cualquier precio una
contestación. Estimula, azuza al impresor con cartas y telegramas para que
imprima deprisa, rápidamente, como si la demora fuese perjudicial. Ya no espera
-como era su primitivo proyecto- a que La voluntad de poder, su obra principal,
esté acabada, sino que, lleno de impaciencia, arranca algunos fragmentos de la
obra y los arroja como si fueran antorchas en medio de su época. « El acento
alciónico» ha desaparecido; hay en sus últimas obras gemidos de dolor, de un
dolor reprimido; hay gritos de una cólera terriblemente irónica, arrancados a
su espíritu por el látigo de la impaciencia; hay gruñidos de mastín, mastín de
labios llenos de baba y de dientes blanquísimos. La indiferencia, en su orgullo
exaltado, acaba empujándole a provocar a su época para que ésta reaccione
contra él con un grito de rabia. Y, como un reto más provocador, se pone a
narrar su vida en Ecce Homo con un cinismo que pasará a la historia. Nunca
ningún libro había sido producido con este deseo, con una sed tan febril y una
tal impaciencia por la respuesta como esos últimos libelos de Nietzsche: así
como Jerjes ordenó castigar al mar insensible y rebelde con fuertes latigazos,
Nietzsche quiere ahora también, en una locura semejante, desafiar la
indiferencia que lo rodea por medio de esos escorpiones que son sus libros. Hay
en su deseo urgente de respuesta una inquietud demoníaca, un temor terrible de
no poder vivir el tiempo suficiente para ver el resultado, el éxito. Y se siente claramente cómo a cada golpe de látigo que
da, le sigue un momento de pausa. Es entonces cuando se asoma fuera de sí mismo
para escuchar ansioso el grito de sus víctimas; pero no hay ningún grito; nada
se conmueve; ninguna respuesta sube hasta las regiones de su soledad de azur.
El silencio forma como un anillo de hierro alrededor de su garganta y no se
rompe ni aun con el grito más terrible que ha conocido el hombre. Y él se da
perfecta cuenta de que ningún dios podrá ya librarle del tormento de su suprema
soledad. Entonces se apodera de Níetzsche una cólera
apocalíptica. Cual Polifemo ciego, arroja Nietzsche a su alrededor bloques de
piedra que silban en el aire, sin ver si acierta o no; y como no tiene a nadie
que sufra con él, que sienta con él, se coge a sí mismo, se coge su corazón
tembloroso. Como ha matado a todos los dioses, hace de sí mismo un nuevo dios.
«¿No debemos convertirnos en dioses, para parecer dignos de tal acción?» Ha
destruido todos los altares, y por eso se construye uno nuevo, el Ecce Homo,
con el fin de celebrar sobre él su propio sacrificio; ensalzarse, ya que nadie
lo ensalza; vanagloriarse, ya que nadie lo alaba. Amontona ahora las más
grandes piedras del idioma; resuenan golpes de martillo furiosos como no han
resonado otros en el siglo; entona con entusiasmo su canto fúnebre de
embriaguez y exaltación, el pean de sus actos y victorias. Empieza como un
crepúsculo, y hay en él aullidos de una tempestad que se acerca; después
resuenan carcajadas, unas carcajadas de loco, malignas, estridentes, como la
alegría de un desesperado, que rompen el alma; eso es su Ecce Homo. Pero ese
canto se hace cada vez más violento, más estridente; las carcajadas resuenan
agudamente en medio de silencios glaciales, y Nietzsche, como transportado
lejos de sí mismo, eleva sus manos y agita sus pies ditirámbicamente; y de
pronto empieza la danza, la danza sobre el abismo; el abismo de su horrible
caída. LA DANZA SOBRE EL ABISMO Si miras largo tiempo hacia el abismo, llegas a sentir
que el abismo lo mira a ti. Los cinco meses del otoño de 1888, los últimos de la
época creadora de Nietzsche, son únicos en los anales de la producción
literaria. Es posible que, en un período de tiempo tan limitado, nunca un genio
haya pensado tanto, de un modo tan intenso, tan continuo, tan hiperbólico y
radical; jamás un cerebro humano se ha visto tan colmado de ideas, tan lleno de
imágenes a inundado de música como el de Nietzsche, ya dispuesto así por el
destino. No hay otro ejemplo en la historia literaria universal que pueda ser
comparable a esa abundancia, a ese éxtasis de embriaguez, a ese furor fanático
de creación; sólo cerca de él, en el mismo año y bajo el mismo cielo, un pintor
experimenta una productividad semejante, una productividad que llega a los
confines de la locura. En su jardín de Arles, y en su asilo de alienados, Van
Gogh pinta con la misma rapidez, con la misma pasión de luz, con la misma
exuberancia creativa. Apenas ha terminado uno de sus cuadros al rojo blanco, su
pincel impecable corre ya sobre otra tela, sin plan, sin duda, sin reflexión.
Crea al dictado, con una lucidez y una mirada completamente demoníacas, en una
procesión de visiones inagotables. Los amigos que lo han dejado solo durante
una hora ante su caballete, se asombran al ver que ya ha acabado una segunda
tela y que, sin parar, húmedos aún los pinceles, con ojos brillantes, está ya
empezando la tercera. El demonio, que lo tiene asido por la garganta, no
consiente ni aun darle tiempo para respirar, ni se inquieta porque, como un
jinete vertiginoso, esté destrozando al cuerpo jadeante y febril que tiene
debajo de sí. Del mismo modo crea Nietzsche su obra: sin respiro, sin descanso,
con una rapidez y velocidad sin precedentes. Sus últimas obras sólo le ocupan
diez días, quince tal vez, tres semanas a lo más; los períodos de gestación, de
creación y de elaboración se funden en uno solo como en un brillante relámpago.
No hay tiempo para la incubación, para el reposo, para alguna investigación,
para un tanteo, para correcciones o rectificaciones; todo sale ya perfecto,
definitivo; caliente y ya enfriado al mismo tiempo. Nunca ha tenido un cerebro
una tal tensión eléctrica, sostenida hasta en las últimas vibraciones de sus
palabras; nunca se han asociado las palabras a velocidades tan mágicas; la
visión es ya al mismo tiempo palabra, la idea es claridad perfecta y, a pesar
de esa plenitud gigantesca, no hay rastro de la violencia del esfuerzo. La
creación ha dejado de ser acción o trabajo; es ya sólo un laissez faire a las
potencias superiores. El espíritu vibrante no necesita más que alzar los ojos,
esos ojos que tan lejos miran y que «tan lejos piensan», para ver (como
Hölderlin en su último impulso de contemplación mística) enormes espacios del
pasado y del porvenir; pero él, con el demonio de la claridad, los ve al
alcance de su mano. Y no tiene más que alargar esa mano, ardiente y rápida,
para tocarlos; y apenas los toca, se llenan de imágenes, de música, de vida. Y
ese río de ideas y de imágenes no se interrumpe un solo momento en esas
jornadas verdaderamente napoleónicas. El espíritu está inundado, se llena de
fuerza, de una fuerza elemental. « Zarathustra me ha asaltado.» Siempre, con
sorpresa violenta, se ve desarmado ante cualquier cosa superior, como si en
alguna parte de su espíritu un dique de razón o de defensa hubiera sido
destruido por la corriente torrencial que se precipita sobre ese ser impotente
y desprovisto magníficamente de toda voluntad. « Puede ser que nunca haya sido
producido nada por un tal desbordamiento de fuerzas», dice Nietzsche
estáticamente al hablar de sus últimas obras; pero nunca osa afirmar que esa fuerza
que se agita dentro de él y lo destruye sea su propia fuerza. Al contrario, se
siente como ebrio. Modestamente se da cuenta de que es solamente «portavoz de
imperativos del más allá» y que se ve presa de un poder demoníacamente
superior. Pero ¿quién podría describir ese milagro de
inspiración, los espantos y los estremecimientos de ese huracán creador que
sopla cinco meses sin interrupción, cuando él mismo lo ha descrito ya con
transportes de gratitud, con la fuerza iluminada de las cosas que ha vívido por
sí mismo? Sólo cabe copiar la siguiente página como él mismo la escribió entre
relámpagos: «¿Tiene alguien, a fines del siglo XIX, una idea clara de eso que
los poetas de las edades fuertes llamaron inspiración? Si no, os lo diré yo:
con sólo un resto de superstición en nuestro interior, no podríamos, desde
luego, rechazar la posibilidad de ser solamente una encarnación, un portavoz,
un medium de potencias superiores. Ése es el concepto de revelación, en el
sentido de que, de pronto, con seguridad y fineza indecibles, algo bien visible
y audible, algo que os estremece y trastorna hasta lo más mínimo de vuestro
ser, describe simplemente un hecho. Se oye, sin tratar de oírlo; se toma sin
tenerlo que pedir; como un relámpago surge un pensamiento, como algo necesario.
No hay la menor duda al darle forma..., nunca he tenido que elegir. Un encanto,
cuya formidable tensión se resuelve a veces en un torrente de lágrimas, y en el
cual el ritmo de la marcha ya se acelera, ya se retarda; un estado
completamente fuera de uno mismo, con una conciencia clarísima de experimentar
innumerables escalofríos y estremecimientos hasta la punta de los pies; una
profundidad feliz en la que las cosas más dolorosas y más siniestras no
producen efectos de contraste, sino que parecen indispensables, necesarias,
como si fueran un color complementario en medio de esa superabundancia de luz,
un instinto de relaciones rítmicas que abrazan vastos espacios donde las formas
se despliegan..., la necesidad de un ritmo amplio, son casi la medida de la
fuerza de la inspiración, como un contrapeso a la presión interior, a la
tensión... Todo sucede fuera del dominio de la voluntad, en un desbordamiento
sentimental de la libertad, de lo absoluto, de la fuerza, de la divinidad... Lo
más característico es la necesidad de la imagen, de la metáfora; uno no se da
cuenta de lo que es imagen o metáfora, sino que éstas se presentan como la
expresión más adecuada, más justa y más sencilla. Se podría decir, en verdad,
recordando una frase de Zarathustra, que los objetos, las cosas vienen solas
para ofrecerse como metáforas ("Todas las cosas se presentan dócilmente en
lo discurso y lo acarician y lo adulan; pues quieren montarse sobre tus
espaldas. Aquí cabalgas tú mismo sobre cada parábola, en marcha hacia la
verdad. Aquí lo brotan todas las palabras del ser y todos los secretos de esas
palabras; el espíritu, el ser entero, quiere convertirse en palabra, todo el
futuro quiere expresarse por ti"). Eso es lo que yo sé de la inspiración;
no dudo que tendríamos que remontarnos miles de años atrás para encontrar a
alguien que pudiese decirme: "Eso es también lo que yo creo".» En ese
vertiginoso acento que suena en esa especie de beatífico himno a sí mismo, ya
sé que los médicos ven un caso de euforia, ese último sentimiento de
voluptuosidad del que va a morir, así como el estigma de la megalomanía, de esa
exaltación del «yo» tan característica de los espíritus enfermos; sin embargo,
pregunto yo: ¿cuándo la embriaguez creadora ha sido esculpida así, para la
eternidad, con una claridad tan diamantina? Pues ése es el milagro particular a
inaudito de las últimas obras de Nietzsche: en ellas hay una especie de
sonambulismo, un grado supremo de claridad mezclado con un grado supremo de
embriaguez, y son sutiles como serpientes, en medio de una fuerza casi bestial
de orgía desenfrenada. Habitualmente, los exaltados, aquellos a quienes
Dionisos ha embriagado el alma, tienen los labios pesados y la palabra oscura. Como en un sueño, sus expresiones son confusas. Todos
aquellos que han mirado hacia el fondo del abismo adquieren el acento órfico,
pítico y misterioso de un lenguaje del más allá, para el cual nuestros sentidos
sólo tienen un presentimiento temeroso, al tiempo que nuestro espíritu no acaba
de comprenderlo. Nietzsche, sin embargo, es claro como un diamante, aun
cuando esté poseído por la exaltación, y su palabra sigue siendo fuerte,
incisiva y dura aun en medio del fuego de la embriaguez. No ha habido
seguramente otro mortal que se haya asomado al borde de la locura con tanta
temeridad y tanta calma como lo hizo Nietzsche. El estilo de Nietzsche no es
(como el de Hölderlin y el de todos los místicos o píticos) algo sombrío y
oscuro a fuerza de misterio; al contrario, nunca ha sido más claro, más
verdadero, que en sus últimos momentos, cuando se podría muy bien decir que se
vio iluminado por el misterio. Verdad es que ésta es una luz muy peligrosa;
tiene el brillo y resplandor enfermizos de un sol de medianoche, que se eleva
rojo por encima de los icebergs; es una luz septentrional del alma que, en su
grandiosidad única, hace estremecer. No calienta, pero espanta; no deslumbra, pero mata.
Nietzsche no es arrastrado al abismo por el ritmo oscuro del sentimiento, como
Hölderlin, ni tampoco por un torrente de melancolía; Nietzsche se consume en su
propia luz, como por una insolación de un sol extraordinariamente brillante y
luminoso, por una alegría que pudiéramos llamar alegría al rojo blanco y que
resulta insoportable. La caída de Nietzsche es una muerte de luz, una carbonización
del espíritu en su propia llama. Hace ya tiempo que el alma le arde y le llamea por un
exceso de luz; a menudo él mismo se asusta, en su clarividencia, de ese exceso
de luz que le llega de arriba y de la salvaje alegría que hay en su alma: « Las
intensidades de mi sentimiento me hacen estremecer y reír.» Pero ya nada puede
poner diques a esa corriente de éxtasis, a ese flujo de pensamientos que han
descendido del cielo como halcones y aletean chillando a su alrededor día y
noche, hora tras hora, hasta que las sienes parecen estallar. Durante la noche
el cloral le alivia y le provee de un refugio pasajero, el del sueño, contra la
invasión tumultuosa de las visiones, pero sus nervios están al rojo, como hilos
metálicos; todo su ser se convierte en electricidad y en luz, una luz
resplandeciente, llena de llamaradas y fulguraciones. ¿Puede considerarse un milagro el hecho de que este
torbellino de inspiración tan rápida, esa torrentera de vertiginosos
pensamientos, pierda el contacto con la tierra firme, y que Nietzsche,
arrastrado por todos los demonios del espíritu, olvide quién es y acabe por no
reconocer sus propios límites? Desde hace mucho tiempo (desde el momento en que
observó que obedecía a fuerzas superiores y no a sí mismo), su mano duda antes
de escribir su propio nombre bajo sus escritos: Friedrich Nietzsche. Pues el
nieto del pastor protestante de Naumburgo siente sordamente que, después de
tanto tiempo, ya no es él quien está viviendo esa vida tan extraordinaria, sino
que es otro ser que no tiene nombre todavía, una potencia superior, un nuevo
mártir de la humanidad. Por eso no firma sus últimos mensajes más que con
nombres simbólicos: «El Monstruo», «El Crucificado», « El Anticristo»,
«Dionisos». No los firma con su nombre porque se da cuenta de que sólo obran en
él las potencias superiores y él ya no es, en su concepto, un hombre, sino una
potencia, una misión. «Ya no soy un hombre, soy dinamita.» «Soy un pasaje de la
historia universal que divide en dos toda la historia de la humanidad», grita
en un acceso de hybris, en medio de un atroz silencio. Del mismo modo que Napoleón ante Moscú ardiendo, con
el invierno frente a él, el infinito invierno de Rusia, y a su alrededor los
restos miserables de aquel gran ejército, lanza aún las proclamas y alocuciones
más amenazadoras y grandiosas (grandiosas hasta rozar el ridículo), Níetzsche,
ante el Kremlin en llamas que es su cerebro, compone, con los restos de sus
pensamientos, libelos terribles. Ordena al emperador de Alemania que venga a
Roma para ser fusilado; invita a las potencias europeas a una acción militar
contra Alemania, a la que quisiera ver encerrada en una camisa de hierro. Nunca
un furor tan apocalíptico se ha debatido tan en el vacío; nunca una hybris más
magnífica ha elevado a un espíritu tan lejos de las cosas terrestres. Sus
palabras suenan como martillazos dados contra el edificio mundial; pide que el
calendario sea modificado y cuente, no desde el nacimiento de Cristo, sino
desde la aparición del Anticristo; coloca su imagen encima de las más altas
figuras de todos los tiempos; el delirio mental de Nietzsche es más grandioso
que el de los demás enfermos del espíritu; en eso, como en todo, sigue reinando
el exceso. Nunca un mortal se ha visto invadido por una
inundación tan grande de inspiración creadora como la que sufrió Nietzsche en
ese otoño. «Nunca se ha escrito de esa manera, nunca se ha sentido así; nadie
ha sufrido nunca de ese modo; así sólo sufre un dios: un Dionisos»; esas
palabras, que pronuncia cuando empieza su locura, son de una verdad terrible.
Pues ese cuartito del cuarto piso y la gruta de Sils-Maria albergan, al mismo
tiempo que al hombre enfermo, presa del delirio, los pensamientos y las
palabras más grandiosos que ha conocido el siglo; el espíritu creador se ha
refugiado bajo ese techo quemado por el sol, y despliega toda su plenitud sobre
un pobre hombre solitario, innominado, tímido y perdido... Es mucho más de lo
que un ser humano puede soportar. Y en este estrecho espacio, asfixiado de
inmensidad, el pobre espíritu terrestre, asustado, vacila y se tambalea bajo la
fuerza de los relámpagos, de las iluminaciones y de las fulguraciones que lo
azotan. Igual que Hölderlin en su ceguera espiritual, siente que un dios está
junto a él, un dios de fuego, cuya mirada es imposible sostener y cuyo aliento
quema... El pobre ser, estremecido, se levanta para verle la cara y los
pensamientos se le escapan en incoherente precipitación..., pues el que siente,
crea y sufre cosas inefables... ¿no es él, por sí mismo, un dios?... ; ¿no es
él un nuevo dios del Universo, ya que el otro ha sido aniquilado?... ¿Quién
es?... ¿El Crucificado?... ¿Un dios muerto o un dios vivo?... ¿El dios de su
juventud, Dionisos..., o las dos cosas a la vez?... ¿Dionisos crucificado?...
Sus pensamientos corren como un torrente, la corriente arde a fuerza de luz...
Pero ¿es que eso es luz? ¿No es más bien música? El cuartucho de la Vía Alberto
comienza a resonar, las esferas vibran, los cielos se transfiguran... ¡Oh, qué
música! Las lágrimas le resbalan por la barba, ardientes, fervorosas... ¡Oh,
qué ternura, qué felicidad... ! ¡Y qué inmensa claridad! En la calle, allá
abajo, todos le sonríen; sí, las gentes le sonríen. Respetuosamente se levantan
para saludarlo; y la vendedora busca en su cesta las más hermosas manzanas... ;
todos hacen cortesías y reverencias ante el asesino de Dios; todo es júbilo...
¿por qué?... Sí, él lo sabe; es porque ha llegado el Anticristo y todos gritan:
«¡Hosanna, hosanna!...» Todo canta, el Universo resuena de alegría y de
música... Después todo queda mudo... ; algo ha caído; ¡ay! es él mismo el que
ha caído frente a su casa... Alguien lo levanta .... está de nuevo en su
cuarto... ¿Ha dormido mucho tiempo?... Todo está oscuro... Allí está el piano. ¡Música,
música!... De pronto hay muchos hombres en el cuarto... ¿No es Overbeck?... Sin embargo, está en Basilea... Y
él mismo, ¿dónde está?..., ¿dónde?... Ya lo sabe... ¿Por qué lo miran de un modo tan extraño, tan
inquietos?... Un vagón, un coche... Los raíles rechinan, rechinan de un modo
extraño, como si quisieran cantar... Sí... Están cantando La canción del
gondolero..., y él empieza a cantar con los raíles..., canta en medio de las
tinieblas infinitas... Y después, largo tiempo en un cuarto oscuro, lejos, en
un cuarto siempre oscuro, siempre oscuro. Ya no hay sol; ya no hay luz, ni
dentro ni fuera. En alguna parte, abajo, hablan algunos hombres. Una mujer...
¿Es su hermana?... Pero su hermana está lejos, muy lejos, en el país de los
lamas... Una mujer le lee un libro... ¿Un libro?... ¿No ha escrito él también libros?...
Alguien le habla con dulzura, pero él no comprende lo que le dicen... Aquel a
quien ha pasado un tal huracán por el alma queda sordo para siempre a las
palabras humanas... Aquel a quien el demonio ha mirado tan profundamente a los
ojos, queda ciego para siempre. EL EDUCADOR PARA LA LIBERTAD Grandeza significa marcar una dirección. «Después de la próxima guerra europea me
entenderán»-entre sus últimos escritos emerge esta frase profética. Porque, en
efecto, el verdadero sentido, la necesidad histórica del gran exhortador sólo
se comprende a partir de la situación tensa, insegura y peligrosa de nuestro
mundo a finales del siglo XIX y principios del XX. En este genio atmosférico se
descargó con violencia toda la presión del embotamiento moral de Europa: la
tempestad más maravillosa del espíritu que precede a la tempestad más terrible
de la historia. La mirada de Nietzsche, mirada que «pensaba más allá», previó
la crisis, mientras los demás se mantenían en un ambiente doméstico al calor de
los agradables fuegos del tópico, y vio también sus causas: «el prurito
nacionalista del corazón y el veneno en la sangre por los que hoy en día en
Europa los pueblos se aíslan el uno del otro como si estuvieran en cuarentena»,
el «nacionalismo bovino» carente de una idea superior a la idea egoísta de la
historia, mientras todas las fuerzas se empeñaban ya con ahínco en alcanzar una
unión futura y más elevada. Y el anuncio de la catástrofe prorrumpe con furia
de su boca cuando ve los intentos convulsos por «eternizar en Europa el sistema
de pequeños estados» y por defender una moral basada única y exclusivamente en
el negocio y los intereses. «Esta situación absurda no puede durar mucho»,
escribe en la pared con dedo de fuego, «la capa de hielo que la sustenta se ha
vuelto tan delgada que todos percibimos el aliento cálido y peligroso de los
vientos del deshielo» Nadie como Nietzsche percibió los crujidos en los
cimientos de la sociedad europea, nadie lanzó tan desesperadamente, en una
época de autocomplacencia optimista, un grito a Europa, un grito a favor de la
huida, de la huida hacia la honestidad, hacia la claridad, hacia la máxima
libertad intelectual. Nadie sintió tan intensamente que una época había acabado
y muerto, y que algo nuevo y violento tomaba cuerpo en el núcleo de una crisis
letal: sólo ahora lo sabemos con él. Esta crisis letal fue pensada y vivida previamente por
él de una manera también letal: he ahí su grandeza, su heroísmo. Y la enorme
tensión que atormentó su espíritu hasta límites insospechados y que, por
último, lo desgarró, lo hizo vincularse a un elemento superior: no era más que
la fiebre de nuestro mundo antes de que estallara el absceso. Los pájaros que
anuncian la tempestad, mensajeros del espíritu, siempre preceden a las grandes
revoluciones y catástrofes, y hay una verdad espiritual en la fe sorda y
supersticiosa del pueblo, que hace que aparezcan cometas en el elemento
superior y tracen órbitas sangrientas antes de las crisis y de las guerras.
Nietzsche fue una luz de este tipo en el elemento superior, el relámpago que
precede a la tormenta, el gran tumulto en las montañas antes de que la
tempestad se precipite hacia los valles: nadie presintió como él, con tal
certeza meteorológica, además de los detalles, toda la violencia del futuro
cataclismo de nuestra cultura. Mas esa es la eterna tragedia del espíritu: que
su ámbito claro y superior de contemplación no se transmita al aire escaso y
viciado de su época, que el presente jamás capte ni perciba que un signo se alza
sobre él en el cielo del espíritu y que se oye el aleteo de la profecía. Ni
siquiera el espíritu más lúcido del siglo se mostró lo suficientemente claro
para que su época lo entendiera; así como aquel corredor de maratón que
presenciara el ocaso del imperio persa y que, recorriendo con pulmones
palpitantes la larga distancia que lo separaba de Atenas, sólo pudo anunciar su
mensaje con un único grito extático (la sangre explotó después mortalmente en
su sofocado pecho), Nietzsche sólo pudo anunciar la terrible catástrofe de
nuestra cultura, pero no pudo evitarla. Solamente lanzó un grito inmenso,
inolvidable, extático a su tiempo: luego se le quebró el espíritu. Sin embargo, a mi juicio, quien mejor nos reveló a
nosotros y a todo el mundo su verdadera acción fue su mejor lector, Jakob
Burckhardt, cuando escribió que sus libros «acrecentaban la independencia en el
mundo». Hombre inteligente y perspicaz, Burckhardt dijo de manera expresa: la
independencia en el mundo, y no la independencia del mundo. Pues la
independencia siempre existe sólo en el individuo, en lo singular, y no puede
multiplicarse con el número, no crece con los libros y con la educación: «no
existen edades heroicas, sino sólo hombres heroicos». Es siempre el individuo
quien introduce la independencia en el mundo y siempre lo hace para sí solo.
Pues todo espíritu libre es un Alejandro que conquista al asalto todas las
provincias a imperios, pero carece de heredero: el reino de la libertad siempre
recae luego en diadocos y administradores, en comentaristas e intérpretes que
se convierten en esclavos de la palabra. La grandiosa independencia de
Nietzsche no regala por tanto una doctrina (como creen los académicos), sino
una atmósfera, la atmósfera infinitamente clara, demasiado clara, atravesada
por tormentas de pasión, de una naturaleza demoníaca que se redime en la
tempestad y en la destrucción. Cuando uno se adentra en sus libros, siente el
ozono, el aire elemental despojado de todo embotamiento, de toda niebla y
humedad: en ese paisaje heroico, uno ve con libertad hasta las alturas de los
cielos y respira un aire transparente y afilado como un cuchillo, un aire para
corazones fuertes y espíritus libres. El último sentido de Nietzsche es siempre
la libertad: el sentido de su vida y el sentido de su ocaso. Así como la
naturaleza necesita ciclones y tornados para descargar su exceso de fuerza en
una revuelta contra su propia existencia, así necesita el espíritu de vez en
cuando a un hombre demoníaco cuyo exceso de violencia se rebele contra la comunidad
del pensamiento y la monotonía de la moral. A un hombre que destruya y se
destruya a sí mismo; pero estos rebeldes heroicos no son menos formadores a
imagen del universo que los creadores silenciosos. Si aquellos muestran la
plétora de la vida, éstos señalan su inconcebible amplitud. Porque por las
naturalezas trágicas tomamos conciencia de la profundidad del sentimiento. Y
sólo gracias a los desmesurados conoce la humanidad su última dimensión. FIN
EL MISTERIO DE LA CREACIÓN ARTÍSTICA STEFAN ZWEIG CONFERENCIA PRONUNCIADA EN BUENOS AIRES De todos los misterios del universo, ninguno más
profundo que el de la creación. Nuestro espíritu humano es capaz de comprender
cualquier desarrollo o transformación de la materia. Pero cada vez que surge
algo que antes no había existido -cuando nace un niño o, de la noche a la
mañana, germina una plantita entre grumos de tierra- nos vence la sensación de
que ha acontecido algo sobrenatural, de que ha estado obrando una fuerza
sobrehumana, divina. Y nuestro respeto llega a su máximo, casi diría, se torna
religioso, cuando aquello que aparece de repente no es cosa perecedera. Cuando
no se desvanece como una flor, ni fallece como el hombre, sino que tiene fuerza
para sobrevivir a nuestra propia época y a todos los tiempos por venir -la
fuerza de durar eternamente, como el cielo, la tierra y el mar, el sol, la luna
y las estrellas, que no son creaciones del hombre, sino de Dios. A veces nos es dado asistir a ese milagro, y nos es
dado en una esfera sola: en la del arte. Les consta a todos que año tras año se
escriben y publican diez mil, veinte mil, cincuenta mil libros, se pintan
cientos de miles de cuadros y se componen cientos de miles de compases de
música. Pero esa producción inmensa de libros, cuadros y música no nos
impresiona mayormente. Nos resulta tan natural que los autores escriban libros,
como que luego los encuadernen y los libreros, por último, los vendan. Es éste
un proceso de producción regular como el hornear pan, el hacer zapatos y el
tejer medias. El milagro sólo comienza para nosotros cuando un libro único
entre esos diez mil, veinte mil, cincuenta mil, cien mil, cuando uno solo de esos
cuadros incontables sobrevive, gracias a su entelequia, a nuestro tiempo y a
muchos tiempos más. En este caso, y sólo en éste, nos apercibimos, llenos de
veneración profunda, de que el milagro de la creación vuelve a cumplirse aún en
nuestro mundo. Es ésta una idea subyugante. He aquí un hombre o una
mujer. Tienen el mismo aspecto que cualquier otro, duermen en camas como las
nuestras, comen sentados a la mesa, van vestidos como nosotros. Le encontramos
en la calle, acaso frecuentábamos el mismo colegio que él, y hasta puede darse
el caso de que hayamos sido compañeros de banco; exterior-mente, ese hombre no
se distingue en nada de nosotros. Pero de pronto ese solo hombre da
cumplimiento a algo que nos está negado a todos nosotros. No vive sólo el
tiempo de su existencia propia, porque lo que creó y realizó sobrepasa la
existencia de todos nosotros y la vida de nuestros hijos y nietos. Ha vencido
la mortalidad del hombre y ha forzado los límites en que, por lo común, nuestra
vida propia queda encerrada inexorablemente. Ahora bien, ¿cómo realizó aquel hombre ese milagro?
Llevando a cabo simplemente aquel acto divino de la creación, en virtud del
cual surgía algo nuevo de la nada. Su cuerpo terrenal, su espíritu terrenal han
creado algo indestructible, y el esfuerzo repentino de ese solo hombre nos ha
permitido convivir con el arcano más profundo de nuestro mundo, el misterio de
la creación. ¿En mérito de qué encantamiento, de qué magia,
consigue tal hombre superar los límites del tiempo y de la muerte? Consideremos
primero la forma meramente exterior de su acción. Si ha sido músico, compuso
unas cuantas notas de la escala de tal manera que forman una melodía nueva, que
luego se grava en la memoria de cientos, de miles y aun de millones de hombres,
despertando en todos ellos la misma sensación de una armonía nueva. Si ha sido pintor, creó con los siete colores del
espectro, y mediante la distribución peculiar de luces y sombras un cuadro que,
después de haberlo visto por primera vez, nos ha resultado inolvidable. Si ha
sido poeta, no hizo más que reunir unos pocos centenares de palabras -unos
pocos centenares de los cincuenta o cien mil que constituyen nuestro idioma- de
tal manera que resultó de ello un poema inmortal. Visto superficialmente, no ha hecho gran cosa, pero
bendecido por el genio, ha realizado algo que destruyó la fuerza, por lo demás
inexorable, de lo perecedero. Ha creado algo que es más persistente que la
madera que toco, más persistente que la piedra de que está construida esta
casa, más duradero, sobre todo, que nuestra propia vida. Por medio de él, lo
inmortal se ha hecho visible a nuestro mundo transitorio. ¿Cómo puede suceder tal milagro en nuestro mundo, que
parece haberse tornado tan mecánico y sistemático? ¿En virtud de qué magia
pósase de vez en cuando tal rayo de eternidad en medio de nuestras ciudades y
de nuestras casas? Creo que no hay entre todos ustedes uno solo que no se
hubiera preguntado una y otra vez consciente e inconscientemente cómo nacen
tales obras inmortales, ya sea porque en una galería de arte haya estado frente
a la obra de un Rembrandt, un Goya, un Greco, ya sea porque un poema haya
conmovido las profundidades de su alma o porque escuchara con el alma abierta
una sinfonía de Mozart o de Beethoven. Creo que han de ser pocos los que no
hayan formulado la pregunta: ¿"Cómo podía un hombre igual a mí, un simple
mortal, formar esa obra inmortal con unos pocos colores, con unas pocas notas,
con unos cuantos centenares de palabras? ¿Qué sucedió en su interior en esas
horas de la creación y cuán misteriosas deben de ser esas horas?" Creo que
todos ustedes se han preguntado esto alguna vez, y hasta me atrevo a afirmar
que carece de capacidad para comprenderla en verdad todo aquel que, en
presencia de una obra de arte grande, no se formule tal pregunta. Por este
motivo, nos deberíamos acercar a toda obra de arte con una doble sensación. Por
una parte, deberíamos sentir, con una sensación de gran humildad, que se trata
de algo extraterrenal, de un milagro; pero al mismo tiempo deberíamos
esforzarnos también por comprender con toda nuestra fuerza espiritual cómo pudo
ese milagro divino lograrse por un ser humano. Pues la máxima virtud del
espíritu humano consiste en procurar hacerse comprensible a sí mismo lo que en
un principio le parece incomprensible. Queda entonces por saber si somos capaces de
imaginarnos cómo han nacido las grandes obras de arte que conmueven a nuestra
alma. ¿Podemos imaginarnos lo que ha acontecido en el alma de un Shakespeare,
de un Cervantes, de un Rembrandt, mientras creaban sus obras imperecederas? A
ello puedo contestar rotundamente "No, es imposible. No podemos imaginárnoslo." La concepción de un
artista es un proceso interior. Tiene lugar en el espacio aislado e
impenetrable de su cerebro, de su cuerpo. La creación artística es un acto
sobrenatural en una esfera espiritual que se sustrae a toda observación. Tan
imposible nos resulta explicar el elemento prístino de la fuerza creadora, como
en el fondo nos es imposible decir qué es la electricidad o la fuerza de
gravitación o la energía magnética. Todo cuanto podemos hacer se reduce a
comprobar ciertas leyes y formas en que se manifiesta aquella ignota fuerza
elemental. Por eso no quiero despertar en ustedes esperanzas demasiado grandes.
Prefiero decirles desde el comienzo: Toda nuestra fantasía y toda nuestra
lógica no pueden facilitarnos sino una idea insuficiente del origen de una obra
de arte. No nos es dado descifrar este, el misterio más luminoso de la
humanidad; acaso no podamos más que comprobar su sombra terrenal. No estamos en
condiciones de participar del acto creador artístico; sólo podemos tratar de
reconstruirlo, exactamente como nuestros hombres de ciencia tratan de
reconstruir, al cabo de miles y miles de años, unos mundos desaparecidos y unos
astros apagados. Procurémoslo de
consuno. Y espero que ustedes no tomarán a mal si a ese efecto empleo un método
que a primera vista les parecerá poco adecuado; me refiero al método de la
criminología. Bien se me alcanza que la criminología es la ciencia que se
emplea para descubrir crímenes: un asesinato o un robo u otro atentado
cualquiera contra el bienestar de la comunidad, mientras que nosotros nos hemos
propuesto investigar el esfuerzo supremo y más noble del que es capaz la
humanidad: la creación artística. Y, sin embargo, en el fondo, el problema es
el mismo, pues tanto en el caso del asesinato como en el de la génesis de una
obra de arte, nos cabe reconstruir una acción cuya realización no hemos
presenciado. Pues bien, ¿cuál es el caso ideal en la criminología?
Para el juez, el caso ideal es aquél en que el autor -el asesino o ladrón- se
presenta espontáneamente ante el tribunal para reconocer su crimen y
describirlo en todos sus pormenores. En el caso de semejante confesión
voluntaria, la policía o la justicia está dispensada de toda investigación
ulterior. Para nuestro problema -el saber cómo el artista creó
su obra de arte inmortal-, la solución ideal consistiría también en que el
artista nos expusiese el arcano de su creación en todas sus etapas y estados,
es decir, en que el poeta nos quisiera decir cómo ha venido formándose su poema
inmortal, y el músico a raíz de qué incentivos o inspiraciones había obrado.
Semejante información clara por parte del artista haría superflua toda
investigación ulterior sobre el arcano de la creación y, por consiguiente,
también esta conferencia mía. Sería lo más natural que aquél que cometió un acto
explicara ese acto y sus motivos, que aquél que creó una gran obra de arte
explicara cuándo, cómo y de qué modo había obrado. Pero, por desgracia, nos
hallamos frente a un fenómeno extraño y es que todos esos hombres creadores,
tanto poetas y pintores como músicos, casi nunca nos revelan el secreto de su
creación. Hace un siglo ya, el gran poeta norteamericano Edgar Poe se lamentaba
porque poseemos tan pocos informes autobiográficos de artistas, y en su ensayo
sobre The philosophy of composition comienza observando: "Yo mismo he
pensado muchas veces cuán interesante habría de ser un artículo en que un autor
-si fuera capaz de ello- nos describiera con todos los detalles cómo una de sus
creaciones alcanzó paso a paso el estado definitivo de la perfección. Muy a
pesar mío, no soy capaz de decir por qué jamás ha sido entregado al mundo
semejante in-forme." Como ustedes ven, hace ya un siglo, el más grande
poeta de América se lamentaba porque, hablando en términos de criminología,
poseemos tan pocas confesiones de los creadores sobre el misterio de la
creación. Declara expresamente que no sabe explicar ese problema. Debo rogarles
que no me juzguen pretencioso si ahora, por mi parte, procuro darles una
contestación. El hecho mismo de que poseamos tan pocas confesiones sobre el
origen de una obra artística es en realidad sorprendente. ¿De quién habríamos
de esperar informes exactos sobre el acto de la creación, sino del creador
mismo? ¿No es la observación y la auto observación en verdad la principal
condición previa de un poeta? Los poetas, los escritores, nos describen en sus
libros, con fuerza maravillosa y con pormenores magistrales, cualquier viaje
que hacen, toda aventura que les sucede, cada sentimiento que los agita. ¿Por
qué no nos explican, pues, la experiencia más importante de su vida? ¿Por qué
no nos describen su modo de crear? Esto debe de tener una razón determinada, y
esta razón consiste en que el artista no tiene tiempo ni lugar de observarse a
sí mismo mientras se halla en el estado apasionado de la creación. El artista
no es capaz de observar su propia mentalidad mientras trabaja, como no es capaz
de mirarse por encima de su propio hombro mientras escribe. Para volver, pues,
a nuestra comparación criminológica, el artista se parece más al culpable de un
crimen pasional, es decir a aquel tipo de asesino que comete su acción en un
arrebato de ciego apasionamiento y que luego dice la pura verdad cuando ante el
juzgado depone: "En realidad no sé por qué lo hice, ni puedo describir
cómo lo hice. Vino sobre mí repentinamente. No estaba con mis cinco sentidos.
No estaba en mis cabales." ¿Cómo?, objetarán ustedes, mis amables oyentes,
¿el artista no estaría en sus cabales, no sería dueño de sus cinco sentidos,
mientras produce las obras más hermosas? Imposible. Y quizá me explico mejor diciéndoles que no está con
sus propios sentidos, que no es dueño de su propia razón, pues toda creación
verdadera sólo acontece mientras el artista se halla hasta cierto grado fuera
de sí mismo, cuando se olvida de sí mismo, cuando se encuentra en una situación
de éxtasis. Y permítanme ustedes recordarles en esta oportunidad que la palabra
griega ekstasis no significa otra cosa que "estar fuera de sí mismo". Ahora bien; si el artista está "fuera de sí
mismo" mientras produce, ¿dónde se encuentra? La contestación es muy
simple. Está en su obra. Mientras crea, no está en su mundo, en nuestro mundo,
sino en el mundo de su obra, y por esto mismo es incapaz de observarse a sí
mismo. Un poeta, por ejemplo, que en un sombrío día de invierno describe,
apoyado en el recuerdo, en sus versos, un paisaje primaveral iluminado por
suaves rayos de sol y con árboles verdeantes, no se halla en ese instante con
su alma dentro de sus cuatro paredes, ni junto a su mesa de escritorio. Ante su
ojo no hay invierno, si-no que ve con su mirada espiritual la clara primavera y
siente sus vientos cálidos. En el momento en que Shakespeare escribió las
palabras que hace decir a Otelo, no estaba espiritualmente en Londres, sino en
la Venecia de un siglo atrás, y no vivía sus emociones propias, sino las de un
hombre inventado, de Otelo, el moro, y sus celos. Es, pues, perfectamente natural
que un poeta se olvide totalmente de sí mismo mientras con todos sus sentidos y
pensamientos vive en un carácter imaginario. Y ese estado de la concentración
absoluta, no es un elemento secundario de la creación, sino que constituye el
elemento ineludible, la verdadera médula de nuestro secreto. El artista sólo
puede crear su mundo imaginario olvidándose del mundo real. En el ejemplo clásico de Arquímedes aprendimos, en el
colegio ya, la intensidad que puede alcanzar ese olvido de sí mismo, esa existencia
fuera del mundo verdadero. Ustedes han de acordarse: ...Cuando la ciudad
siciliana de Siracusa, al cabo de largo sitio, fue conquistada, y los soldados,
penetrando en ella, empezaban a saquearla, uno de ellos entró en la casa de
Arquímedes. Halló al gran matemático en medio de su jardín, donde con un bastón
dibujaba figuras geométricas en la arena. Apenas lo distinguió, el asesino se
abalanzó sobre él con la espada desnuda, pero el pensador ensimismado en sus
problemas, sólo murmuraba, sin volver la cabeza: "No alteres mis
círculos". En su estado de concentración creadora, Arquímedes sólo se
había apercibido de que algún extraño pudiera destruir las figuras geométricas
que acababa de dibujar en la arena. No sabía que aquel pie era el de un soldado
dispuesto a saquear y asesinar, no sabía que el enemigo había ocupado ya la
ciudad, no había oído las fanfarrias marciales ni los gritos de los vencedores,
ni los estertores de sus compatriotas asesinados. No se daba cuenta de la
amenaza que se cernía sobre su propia vida, pues en aquel instante de extrema
concentración no se hallaba en Siracusa, sino en su problema matemático. Prueba es ésta de la intensidad que la concentración
espiritual pude alcanzar en grandes hombres creadores. Permítanme ofrecerles
otro ejemplo más, correspondiente a tiempo más moderno. Cierto día, un amigo de
Balzac entró sin anunciarse en el estudio de éste. Balzac, quien a la sazón
estaba trabajando en una novela, dio media vuelta, se levantó de golpe, tomó al
amigo del brazo en un estado de suprema exaltación, y exclamó con lágrimas en
los ojos: "¡Qué horror! La duquesa de Langeais ha muerto." Su
visitante lo miró perplejo. Conocía bien a la sociedad de París, pero nunca
había oído mencionar tal duquesa de Langeais, y en realidad, tampoco existía
una duquesa de ese nombre; no era sino una de las figuras de la novela de
Balzac, quien, en el instante de entrar el amigo, describía la muerte de
aquélla. Tenía esa muerte tan presente como si la hubiera visto con sus propios
ojos, y aun no había despertado de su sueño productivo. Sólo cuando se
apercibió de la sorpresa de su visitante, se dio cuenta que se hallaba
nuevamente en el otro mundo, en el de la realidad. Basten estos dos ejemplos para demostrarles hasta qué
grado el artista puede olvidarse de sí mismo y del mundo durante la creación,
no de otro modo que el creyente durante la oración, que el soñador durante el
sueño. A causa de ese ensimismamiento absoluto, resulta luego incapaz de
describir el proceso de la creación artística. En efecto, él no sabe de qué
modo ha procedido, incluso hay veces que ni siquiera sabe lo que ha producido.
El artista no miente cuando alguna vez se pregunta a sí mismo, asombrado ante
su propia obra perfecta: "Realmente ¿fui yo quien creó esto? ¿Cuándo hice
esto? ¿Cómo lo hice? No es posible que yo mismo haya hecho todo esto." Y
pueden ustedes creerlo; muchas veces el artista realmente ignora lo que en ese
instante le ha venido a la pluma o al pincel. ¡Déjenme ustedes darles dos
breves ejemplos en este sentido! Al final de su larga vida, cuando Goethe, a
los ochenta años, coleccionaba sus poemas, le ocurrió la pequeña desgracia de
acoger entre sus producciones primeras dos poemas de otro autor, plena y
sinceramente convencido de que él mismo los había escrito diez lustros atrás.
Ya no sabía él lo que era de su propiedad y lo que no lo era. O un ejemplo tal
vez más flagrante todavía: En los últimos años de su vida, Corot, el gran
pintor impresionista francés, lograba por sus cuadros precios tan elevados que
unos pintores jóvenes y pobres inventaron la industria de falsificar
"Corots" de la primera época y venderlos como auténticos. Cierto día
se ofrecieron a un comerciante de objetos de arte tales "Corots"
primitivos, cuya autenticidad le parecía dudosa. Entonces ese merchant d'art
tuvo una ocurrencia muy natural. Se dijo: "Es muy fácil comprobar si esos
cuadros han sido pintados por Corot o no. Hay un hombre en el mundo que tiene
que saberlo: y es el maestro Corot mismo." Tomó su sombrero, fue a ver al
anciano maestro y le mostró las dos telas. Corot las miró largo rato, meneó la cabeza y dijo
finalmente: "Puede ser que sean mías, puede que no lo sean. He pintado
tantísimos cuadros y ha pasado tanto tiempo desde que pinto de esa manera, que
yo mismo ya no lo sé." Ustedes compartirán seguramente mi parecer cuando
digo que para nuestra investigación sobre la génesis de la obra de arte, el
propio artista que la ha creado resulta un testigo harto inseguro. Nos vemos
por lo mismo ante la necesidad de volver sobre nuestros métodos detectivescos.
Pues bien; ¿qué ha-ce la policía en el caso en que un malhechor se niega a
informar sobre su acción? Prosigue independientemente la búsqueda de más
material, y lo hace en el propio lugar en que se cometió el crimen. Trata de
reconstruir el hecho y sus fases, basándose en huellas que el autor acaso ha
dejado en el lugar del crimen: impresiones digitales, objetos olvidados.
¡Hagamos nosotros otro tanto! Pero, preguntarán ustedes tal vez, ¿cómo podemos
hallar huellas en el lugar donde se realiza la creación artística? ¿No es ése
un proceso invisible, no tiene por escenario un lugar inaccesible, el cerebro
del artista? ¿No indica ya la mera palabra "inspiración", inspiratio,
bien a las claras que el proceso de la creación artística es algo inmaterial? A
ello quisiera contestar esto: no confundamos la inspiración artística con la
creación, la obra artística. Vivimos en un mundo material, y sólo somos capaces de
comprender lo que se ofrece visiblemente a nuestros sentidos. Para nosotros,
una flor no es flor todavía mientras permanece encerrada en su capullo y
mientras su germen yace aún bajo tierra, sino que lo es sólo cuando se
despliega visiblemente en forma y color. De igual modo, solamente logramos
comprender una melodía cuando llega a ser audible, pero no así cuando nace en
el cerebro de su creador; sólo comprendemos el pensamiento de un filósofo
cuando ha sido pronunciado y una estatua cuando está formada. Toda creación
debe materializarse, debe convertirse en materia, para que la comprendamos.
Hasta la poesía más preciosa ha de quedar escrita primero en lápiz o tinta y
sobre papel; un cuadro ha de quedar pintado sobre tela o madera; una estatua,
modelada en mármol o bronce. Para resultarnos terrenalmente comprensible, la
inspiración de un artista tiene que tomar formas materiales. Aquí encuentro,
por fin, la oportunidad para conducirles un poco más cerca del proceso de la
creación artística, pues es precisamente ese instante breve de la transición,
cuando la idea artística pasa a la realización artística, el que a veces
podemos observar. Aquí se nos abre una rendija estrecha para el estudio del
artista, y así como las impresiones digitales del criminal ofrecen a la policía
cierta posibilidad para reconstruir el crimen, así hallamos la posibilidad de
descubrir algo del secreto del artista mediante las huellas que deja al
realizar su tarea. Esas huellas que el artista deja en el lugar de su acción
son sus trabajos previos; los primeros esquemas que el pintor hace de sus
cuadros, los manuscritos y borradores del poeta y del músico. Estas son las
únicas huellas visibles, el hilo de Ariadna que nos permite encontrar nuestro
camino de regreso en ese laberinto misterioso. Y por fortuna encontramos tales
documentos precisamente de nuestros artistas más grandes. Poseemos los esquemas
de Miguel Angel, Rembrandt, el Greco y de Veláquez para sus gran-des cuadros.
Poseemos los manuscritos de Beethoven y Mozart y Bach y otros de Calderón y
Montaigne. Podemos observar, pues, hasta cierto grado cómo se han ido formando
las obras que conocemos y admiramos cual perfectas. Gracias a esos testimonios
podemos volver a situarnos en las horas de la génesis artística y acercarnos
humildemente al profundo arcano de las creaciones de artistas y pensadores. Investiguémoslo ahora de consuno. Concurramos a un
museo o una biblioteca, a uno de esos lugares donde se conserva el material tan
valioso de esquemas y manuscritos; hagámonos mostrar borradores de Mozart,
Beethoven y Bach, croquis de grandes pintores, originales de dramas y poesías,
y veamos si el aspecto de esos manuscritos no nos revela acaso una ley común en
el secreto del artista. Investiguemos el modo de crear del músico, antes de
considerar el del escritor o del pintor. Contemplemos en primer término unos
cuantos manuscritos de Mozart para ver cómo el genio tal vez más grande de la
música creaba sus obras. Veamos primero el manuscrito de una sonata famosa en
su forma perfecta y luego, para comprender mejor el proceso de su formación,
preguntemos si existe acaso un borrador anterior de esa obra de la mano de
Mozart. Con sorpresa nos enteramos de que no hay tales borradores primeros de
Mozart. Todos los manuscritos que de él poseemos están escritos con la misma
mano fácil, ligera, graciosa, en un solo trazo, de modo que casi cobramos la
impresión de que le habían sido dictados. En efecto, los contemporáneos nos
informan de que Mozart nunca había trabajado en el sentido del esfuerzo y de la
dedicación. No le hacía falta buscar la melodía; la melodía venía a él; no tenía
necesidad de pensar y construir, los pasajes se unían unos a otros casi
automáticamente, como en un juego. La creación musical era para ese genio algo
tan carente de esfuerzo, algo tan poco absorbente, que al mismo tiempo que
jugaba al billar con los amigos era capaz de trabajar interior-mente; y cuando
luego salía del café, le bastaba llegar hasta su habitación para poder anotar
con su pluma rápida el movimiento de una sonata completamente acabado. Con Schubert ocurría otro tanto. Schubert podía estar
sentado con unos amigos en una habitación, hojear un libro y encontrar en el
mismo una poesía, levantarse de pronto, dirigirse a una pieza contigua y volver
al cabo de diez o quince minutos o sea al cabo exactamente del tiempo que se
necesita para llenar cuatro o cinco hojas con notas. Se sentaba entonces al
piano y tocaba para los amigos la canción que acababa de componer, uno de
aquellos lieder que aún hoy, después de cien años, se cantan en todos los
países. Así trabajaba Mozart, así creaba Juan Sebastián Bach,
así también Rossini, quien era capaz de terminar una ópera en quince días; y
con ello creen ustedes tal vez haber reconocido ya el arcano de la creación
artística. De acuerdo con los ejemplos que les he presentado, el gran artista
parece asumir una actitud meramente pasiva durante la creación. El genio de la inspiración dicta, y el artista no es
en verdad más que el escribiente, el instrumento. No necesita trabajar, luchar,
esforzarse por su trabajo, sino que le basta copiar obedientemente lo que se le
acerca como en un sueño divino. No trabaja en absoluto; algo trabaja dentro de
él y en su lugar. Pero no nos precipitemos, comprometiéndonos con una
fórmula tan seductora, según la cual el artista siempre sería nada más que el
ejecutante de una orden superior. Echemos primero un vistazo sobre los
manuscritos de Beethoven. ¡Qué contraste tan sorprendente nos ofrecen! En esos
manuscritos desordenados, casi ilegibles -¡cada uno de ellos, un campo de
batalla!- ya no encontramos ni un adarme de la facilidad divina que Mozart
tenía para producir. Vemos que Beethoven no era un hombre que obedecía a su
genio, sino que luchaba por él, encarnizadamente, como Jacob con el ángel,
hasta que le concediera lo último y supremo. Mientras en el caso de Mozart
nunca vemos trabajos preparatorios y apenas uno que otro apunte y noticia, cada
sinfonía de Beethoven exigía gruesos tomos de trabajos preliminares, que a
veces abarcaban años enteros. En sus libros de trabajo pueden comprobarse con
claridad las distintas etapas de sus proyectos, su trayectoria hacia la
perfección. He aquí, primero, sus anotaciones de bolsillo, que
siempre llevaba consigo en sus amplios faldones y en los que de vez en cuando
trazaba unas cuantas notas con un gran lápiz grueso -un lápiz como, por lo
demás, sólo suelen usarlo los carpinteros. Les siguen otras notas que no tienen
relación alguna con las anteriores; en esos libros de trabajo de Beethoven todo
forma un caos tremendo; es como si un titán hubiera tirado bloques montañosos,
impulsado por la ira. Y en efecto, Beethoven sólo lanzaba sus ideas tal como
acudían a él, sin ordenarlas, sin hacer la tentativa de construirlas en seguida
arquitectónicamente, como Mozart, o Bach, o Haydn. En él era mucho más lento el
proceso de la composición, mucho más dificultoso, diría: menos divino, pero
mucho más humano. Los contemporáneos nos han dado noticias claras sobre
su modo de trabajar. Corría horas enteras a campo traviesa, sin fijarse en
nadie, cantando, murmurando, gritando salvajemente, ora marcando el ritmo con
las manos, ora lanzando los brazos al aire en una especie de éxtasis; los
campesinos que de lejos le veían, tomábanle por un loco y le esquivaban con
cuidado. De vez en cuando se detenía y registraba con el lápiz unas cuantas de
esas notas, apenas legibles, en su cuadernillo de apuntes. Luego de haber
llegado a su casa, se sentaba a su mesa y trabajaba y componía poco a poco esas
ideas musicales aisladas. En tal estado surgía otra forma del manuscrito, hojas
de un tamaño mayor, generalmente escritas ya con tinta y en que se presenta la
melodía con sus primeras variaciones. Pero está lejos aun de haber encontrado
la forma precisa. Borra líneas enteras, a veces hasta páginas completas, con
rasgos salvajes, de modo que la tinta salpica ensuciando toda la hoja, y
empieza de nuevo. Mas sigue sin quedar satisfecho. Vuelve a cambiar y a
enmendar; a veces arranca en medio de la escritura media página, y es como si
se viera al compositor fanático dedicado a su tarea, suspirando, blasfemando,
golpeando con el pie, porque la idea que se le presenta sigue y sigue negándose
a hallar y tomar la forma ideal soñada. Así pasan días y días, a veces semanas y semanas. Sólo
después de infinidad de trabajos preliminares de esa especie redacta el primer
manuscrito de una sonata, y luego el segundo, con modificaciones. Pero aún no
está conforme: introduce cambio tras cambio aun en la obra grabada, y bien
sabemos que después de la primera obertura de su ópera Fidelio escribió una
segunda, y después de la segunda, todavía la tercera, insatisfecho aún y
siempre ansioso de un grado superior de perfección. Estos primeros ejemplos ya demuestran cuán enormemente
distinto puede ser el acto de la creación artística en dos genios de igual
rango cual Mozart y Beethoven, y qué perfectamente distinto es el estado en que
esos dos hombres se hallaban durante el rapto creador. Mientras que en el caso
de Mozart tenemos la sensación de que el proceso creador es un estado
bienaventurado, un cernirse y hallarse lejos del mundo, Beethoven debe de haber
sufrido todos los dolores terrenales de un alumbramiento. Mozart juega con su
arte como el viento con las hojas; Beethoven lucha con la música como Hércules
con la hidra de las cien cabezas; y la obra de uno y otro produce la misma
perfección, la obra de ambos nos brinda la misma dicha inefable. Contemplemos ahora en las letras el mismo contraste de
la producción que acabo de tratar de señalar en su extremos máximos dentro de
la esfera musical. Recordemos cómo nacieron dos de los más famosos poemas de la
literatura universal, dos poesías que han de acudir seguramente sin más ni más
al recuerdo de la mayoría de ustedes: una poesía europea, la Marsellesa, de
Rouget de Lisle, y otra norteamericana, El cuervo, de Edgar Poe. El autor de la Marsellesa no fue en rigor de verdad ni
poeta ni compositor. Fue oficial técnico del ejército francés y prestaba
servicio en Estrasburgo. Cierto día llegó la noticia de que Francia había
declarado la guerra a los reyes europeos en nombre de la libertad. Al instante,
toda la ciudad cayó en una embriaguez de entusiasmo. Por la tarde de ese mismo
día, el alcalde ofreció a los oficiales del ejército un banquete. Y como por
azar supo que Rouget de Lisle poseía talento bastante para componer versos
fáciles y fáciles de comprender, propúsole que compusiera a la ligera una
marcha-canción para las tropas que debían dirigirse al frente. Rouget de Lisle, el oficial insignificante, prometió
hacer lo mejor posible. El banquete duró hasta muy pasada la medianoche, y sólo
entonces Rouget de Lisle volvió a su aposento. Había hecho mucho honor al vino
y participado diligentemente en las conversaciones. Muchas palabras de los discursos guerreros
revoloteaban todavía dentro de su cabeza frases aisladas, como le jour de
gloire est arrivé o allons, marchons!- Apenas hubo llegado a su casa, se sentó
y bosquejó unas cuantas estrofas, a pesar de que nunca había sido un poeta
cabal. Luego sacó su violín del armario y ensayó una melodía para acompañar
aquellas palabras, a pesar de que nunca había sido un compositor de verdad. A
las dos horas, todo estaba listo. Rouget de Lisle se acostó a dormir. A la
mañana siguiente llevó a su amigo, el alcalde, la canción creada que, sin
modificación alguna, sigue siendo al cabo de siglo y medio, el himno de
Francia. Sin saberlo, y sin proponérselo, un hombre perfectamente mediocre
había creado, en virtud de una inspiración única, una de las poesías y una de
las melodías inmortales del mundo. O, para ser más exacto, no fue él
precisamente quien producía ese milagro, sino que lo fue el genio de la hora,
pues, a partir de aquel instante, nunca más logró un poema de verdad, ni
melodía real alguna. Fue una inspiración única, que había elegido por órgano a
un hombre cualquiera por perfecta casualidad. Y ahora el ejemplo contrario: Edgar Poe, un verdadero
poeta nato y genial, refiere que creó la más famosa de sus poesías, El cuervo,
sin inspiración alguna y que, al contrario, la compuso palabra por palabra,
"con la precisión y consecuencia de un problema matemático". Dice que
cada efecto era cuidadosamente meditado, y que nada había sido dejado a cargo
del azar; mientras en el caso de Rouget de Lisle se formó un poema de una
plumada, como al vuelo, en esta otra poesía no menos hermosa, todo está montado
y compuesto, trozo a trozo, como en una máquina complicada, palabra por
palabra, vocal por vocal, consonante por consonante, todo a fuerza de trabajo,
fatigoso, frío, lógico. Y, milagrosamente, el resultado es el mismo, pese a la
diferencia de los dos métodos: un poema perfecto. Detengámonos por un instante en este punto. Acabamos
de hacer conjuntamente nuestra primera comprobación. Hemos observado que todo
acto de creación artística requiere una condición previa, que es la
concentración. Además, hemos comprobado que debe existir uno u otro de dos
elementos contrarios, o lo inconsciente o lo consciente, la inspiración divina
o el trabajo humano. Pero ahora debo hacerles una confesión. Para hacerme
comprender más fácilmente pequé de exagerado, y representé los dos casos, el de
la alada inspiración pura y el del consciente trabajo penoso, de un modo más
extremo del que en verdad les corresponde. En realidad, los dos estados suelen
estar mezclados misteriosamente en el artista. No basta que el artista esté
inspirado para que produzca. De-be, además, trabajar y trabajar para llevar esa
inspiración a la forma perfecta. La fórmula verdadera de la creación artística
no es, pues, inspiración o trabajo, sino inspiración más trabajo, exaltación
más paciencia, deleite creador más tormento creador. Cada artista posee la idea
presente como un sueño, ¿y quién pudiera decir de dónde proceden las ideas?
¿Quién podría decir de qué profundidades de la naturaleza humana o de qué
altura del cielo proceden esos rayos divinos que de repente resplandecen en el artista?
Pero sólo resplandecen por instantes con ese brillo maravilloso. Luego se apagan y entonces comienza para el artista la
tarea de reproducir esa visión interior, única. Procura entonces hacer visible
a la humanidad para todos los tiempos lo que él mismo vislumbró en un instante
de iluminación. El pintor tratará de fijar en la materia basta de la tela el
cuadro que ha visto con los ojos del espíritu. El músico tratará de retener con
el número limitado de los instrumentos terrenales la sucesión de sonidos que le
sonaba como en sueños. Siempre es el mismo proceso: un sueño se convierte en
fenómeno duradero, una idea toma forma, lo inconsciente de un solo hombre
genial llega a la conciencia de la humanidad entera. Pero no hay regla ni ley para esa misteriosa
transformación química en cada artista aislado, ninguno obra igual que el otro,
y tal como ninguna hora de amor se parece sobre la tierra a otra hora de amor,
si bien siempre se trata de amor, así ninguna obra de creación parécese
exactamente a la otra, a pesar de que siempre se trata de producir. Por eso tal
vez no estaba muy acertado el título de mi disertación "El misterio de la
creación artística", y quizá habría dicho mejor: "los mil misterios
de la creación artística", pues cada artista agrega al gran arcano de la
creación uno nuevo: su misterio propio, personal. Si quisiera hacer la tentativa de describirles, aunque
sólo fuera con los rasgos más fugaces, esas diversidades maravillosas de la
creación entre los distintos artistas, me haría falta retenerles aquí por horas
enteras. ¡Qué de contrastes sorprendentes, qué de diferencias hallaríamos en la
técnica, en el método, en el procedimiento de trabajo de los distintos
artistas! ¡Veamos un solo ejemplo de esa diversidad! Estoy convencido de que muchos
de ustedes se habrán preguntado: "¿Cuánto tiempo necesita en realidad uno
de los grandes dramaturgos para completar uno de sus dramas? ¿Un mes, un año,
cinco años, diez años? ¿Cuánto tiempo necesitaron Holbein, o Leonardo, o Goya,
o el Greco, para pintar sus cuadros más célebres?" A ello sólo puedo
contestarles que en el arte no existe una medida común, que cada artista se
toma su tiempo propio. Para dar un solo ejemplo en cuanto al drama: Lope de
Vega era capaz de escribir un drama en tres días, un acto por día, sin detener
la pluma. Goethe, el gran autor alemán, empezó su drama Fausto cuando tenía
dieciocho años y estampó los últimos versos a la edad de ochenta y dos. Ya ven
ustedes: tres días en un caso, y más de veinte mil en el otro. Otro tanto ocurre con la pintura. En los últimos años
de su vida, Van Gogh pintaba tres y a veces hasta cuatro cuadros por día. Aun
no se había secado el color del uno, y ya quedaba terminado el próximo. Y tal
vez habría pintado cinco o diez más, si la luz del día hubiera durado más
tiempo. Leonardo, en cambio, dedicaba a un solo cuadro, su Monna Lisa, dos o
tres años, una sola hora o dos por día, y algunos días ninguna, porque deseaba
reflexionar primero sobre cada detalle, cada matiz. Holbein y Durero trazaban
bosquejos al lápiz y medían la tela con el compás antes de colocar el primer
trazo de color, y necesitaban meses enteros para concluir un cuadro, que no por
ello era menos perfecto que uno de Goya o de Frans Hals, quienes en pocas horas
retenían de modo inolvidable la imagen de un ser humano. Lo mismo en la música. El enorme Mesías de Händel
estuvo bosquejado, compuesto, instrumentado y perfectamente acabado en el
término de dieciséis días, mientras que Wagner trabajaba años y años en una
ópera; un maestro de la prosa como Flaubert martillaba y limaba a veces durante
horas enteras una sola frase, mientras que Balzac escribe en un solo día
cuarenta páginas con tal rapidez que tiene que abreviar las palabras mientras
escribe e inventar una especie de taquigrafía. Cada uno tiene su propio método,
su propia rapidez, sus propias dificultades, su propia facilidad. Y no hay ley
del tiempo para el artista: él mismo se crea su tiempo. Y otra pregunta que ustedes acaso se han hecho también
con alguna frecuencia: ¿Es el artista capaz de crear regular y constantemente,
o le hace falta una peculiar disposición inspirada, un estado de ánimo
especial? ¿Es lo creador un estado permanente en el poeta, un estado que le
acompaña a través de la vida como su sombra, o no es más que un estado
esporádico, que surge y desaparece cual una especie de fiebre espiritual, una
como inflamación del alma? Y nuevamente sólo puedo contestarles: sí y no. En
muchos artistas, lo creador es un estado permanente. Hay artistas que son
absolutamente incapaces de escribir siquiera una sola línea cuando no se
sienten llamados interiormente. El genio creador les sobrecoge como una
tempestad sagrada y sin él son áridos como campo sin lluvia. Hasta un músico como Ricardo Wagner sufría semejantes
épocas de vacío absoluto; durante cinco años en la mitad de su vida, cuando ya
había producido Tanhauser y Lohengrin, se sintió de repente incapaz de escribir
un solo compás de música. Hubo de esperar cinco años, y se creía para siempre
perdido. Había desesperado ya de poder jamás volver a comenzar cuando de pronto
reapareció la inspiración. Llególe de la noche a la mañana. Había marchado sin
sueño y sin tregua de un lugar a otro, había elaborado el proyecto de su gran
tetralogía, ya tenía las palabras, pero no se atrevía a comenzar la música. Cierta noche había llegado a Spezia y estaba tendido
sobre su cama, despierto, cuando a través de la ventana abierta oía el murmullo
rítmico del mar, y de repente percibió con el oído interior el motivo del Rin
que fluye, el motivo que más tarde apareció en el Oro del Rin. En el término de
un segundo quedó roto el en-canto. Hizo las valijas, emprendió el viaje a su
casa y empezó a escribir, producir y producir, sin detenerse. Le había
sobrevenido el milagro de la inspiración y no dejó la obra antes de haberle
dado cima. Pero ese milagro del estado de ánimo creador que
Wagner hubo de esperar por espacio de cinco años, se produce en otros músicos
día por día y no les hace falta esperarlo. Están siempre dispuestos. Tal vez les resulte a
ustedes molesto pensar o recordar que Juan Sebastián Bach entregaba sus
cantatas para el oficio divino dominical semana tras semana, exactamente con la
puntualidad misma con que el pastor de la misma iglesia escribía sus sermones
dominicales. Haydn, Rossini, Mozart y muchos otros de los grandes músicos
producían a pedido, y tal como un zapatero entrega en un día exactamente fijado
un par de zapatos que le ha sido encargado, así ellos entregaban a un príncipe
o a un editor en día determinado y a precio convenido de antemano, una sonata o
una danza o una ópera. Pero esa regularidad, esa pedantería burguesa, esa
exactitud profesional, no deben infundir a ustedes dudas con respecto al genio.
Aun la paciencia puede ser genial, aun la minuciosidad y el método pueden crear
lo extraordinario. Por eso repito: el método no es nada, la perfección lo es
todo y resulta insensato disputar sobre cuál de aquéllos sería el mejor. Todo camino que conduce a la perfección es acertado, y
cada artista no debe ir más que por uno de esos caminos, el suyo propio. Debe
ser creador y maestro de su propio arcano. Para nosotros resulta, desde luego,
ventaja enorme el conocer ese camino y acechar ese secreto, pues de cada hombre
sólo sabemos verdaderamente lo que es cuando le vemos y conocemos dedicado a su
trabajo. No basta que en un barco, en el ferrocarril, junto a la mesa, se haya
encontrado a un maestro y se haya hablado con él. Para saber cómo es, hay que
haberle visto enseñando a sus alumnos. De igual modo que sólo tengo nociones
acabadas de un arquitecto cuando he visto sus construcciones y hasta de un
zapatero, sólo cuando he visto sus zapatos, ¡cuánto más reza todo esto para el
artista que funde lo mejor, lo más esencial de su yo, en su obra! Un cuadro de
Rembrandt resulta para cada uno de nosotros cien veces más impresionante si
antes hemos visto los dibujos y los croquis, los esbozos correspondientes,
cuando comprendemos por qué ha rechazado esto y colocado aquella figura en el
medio y oscurecido aquella otra. En tal caso no sólo estamos frente a la obra
concluida, sino que participamos también del secreto de su creación,
compartimos algo de las horas, de los pensamientos y visiones de los grandes
muertos, y en vez de solo gozar, participamos también de la dicha y del
tormento de ese genio. Ahora objetarán ustedes tal vez: ¿No es en el fondo
atrevido procurar introducirse en el taller cerrado del artista? ¿No sería
preferible destrozar todos sus ensayos y mostrarnos sólo la obra terminada? ¿No
sería mejor que nos olvidáramos de que esas obras inmortales han sido
producidas por hombres mortales y con métodos humanos, no sería mejor admirar
esos cuadros, esos libros, esa música, como meteoros que se precipitan desde el
cielo ignoto? ¿No deberíamos mejor olvidar que esos escritores, pintores y
músicos han sido hombres, hombres con defectos humanos, pequeñas vanidades,
debilidades de burgués, mezquindades, y nos situáramos mejor ante sus obras,
como ante un paisaje maravilloso, sin preguntarnos como se formó? ¿No echamos a
perder acaso un goce extremo y supremo cuando recordamos una y otra vez que
esas obras no fueron donadas a sus creadores por Dios, sino que nacieron de su
propia voluntad, de su trabajo, y que vinieron al mundo a veces en medio de la
más amarga desesperación? No pienso así, pues estoy convencido de que ningún
deleite artístico puede ser perfecto mientras sólo sea pasivo. Nunca
comprenderemos una obra con sólo mirarla. Donde no preguntamos, nada aprendemos, y donde no
buscamos, no encontramos nada. Ninguna obra de arte se manifiesta a primera vista en
toda su grandeza y profundidad. No sólo quieren ser admiradas, sino también
comprendidas. Cada obra de arte quiere ser conquistada, como una mujer, antes
de ser amada, más aún, llego hasta decir que no tenemos ningún derecho moral a contemplar
cómoda y tranquilamente la acción sacrosanta y más apasionada de otro hombre.
Donde el artista estaba agitado y ha dado de sí lo mejor, para hacernos
accesible su visión, ahí nosotros también debemos brindar lo mejor para
comprenderle. Cuanto más nos esforzamos por penetrar en su misterio personal,
tanto más nos acercamos al arcano de su arte. Y, créanme ustedes, cuando
seguimos, aunque sea a un solo artista, humildemente, a través de todas las
etapas de sus obras, ese esfuerzo nos enseña más, con respecto al carácter del
arte, que cien libros y mil conferencias. Pero sobre todo, no teman ustedes que
al procurar introducirnos en el misterio más íntimo de la creación artística se
pierda por ello nuestro respeto por ese misterio. La belleza de las estrellas
no ha sufrido mengua porque nuestros sabios hayan procurado calcular las leyes
de acuerdo con las cuales aquéllas se mueven, ni la majestad del firmamento ha
perdido nada de su grandeza porque procuraran medir la velocidad de los rayos
con que su argentino brillo llega hasta nuestros ojos. Al contrario, esas
investigaciones nos han hecho aparecer más maravillosos todavía los milagros
del cielo, el sol, la luna y las estrellas. Lo mismo reza para el firmamento
espiritual. Cuanto más nos esforzamos por profundizar en los misterios del arte
y del espíritu, tanto más los admiramos por su inconmensurabilidad. No tengo yo
noticias de deleite y satisfacción más grandes que reconocer que también le es
dado al hombre crear valores imperecederos, y que eternamente quedamos unidos
al Eterno mediante nuestro esfuerzo supremo en la tierra: mediante el arte. LORD BYRON EL DRAMA DE UNA GRAN EXISTENCIA 1924 "This man Is
of no common order, as his port And
presence here denote... his aspirations
Have been be yond the dwellers
of the earth". "MANFRED,
Acto II" El lunes de Pascua de 1824 truenan treinta y siete
cañonazos de la gran batería de Misolonghi, todos los edificios públicos y
todas las tiendas se cierran de repente por orden del príncipe Mavrocordato, y
en seguida, de un extremo al otro, llena el mundo la noticia de lo ocurrido en
esta miserable fortaleza griega de los pantanos: ha muerto lord Byron, el
primer poeta que después de Shakespeare volvió a llevar por todo el universo el
verbo inglés. Durante veinte años, una juventud entusiasta, un presente
hechizado, vio en su figura orgullosa, brusca, a menudo teatral y, a veces,
verdaderamente heroica, al campeón de la época, al poeta de la libertad: Rusia
difundió sus ideas con Puchkine, Polonia con Mickiewicz, Francia con Víctor
Hugo, Lamartine y Musset, y en Alemania se abre amoroso una vez más a esta
aparición magníficamente juvenil el corazón de Goethe. La misma Inglaterra,
ultrajada, escarnecida, fustigada con mil azotes y versos, se inclina ante el héroe
que vuelve a la patria en un féretro, y aunque la Iglesia atranca las puertas
de la abadía de Westminster al blasfemo de Caín, su muerte cruje sombríamente
por todo el país como una desgracia nacional. Quizá nunca el mundo entero
sintió la pérdida de un poeta con tanta unanimidad, con tal estremecimiento, y
el más grande de los sobrevivientes abre una vez más su obra máxima, el Fausto,
e inserta en él -"cantando con envidia su destino"-un conmovedor
llanto fúnebre: Ach! zum Erdenglück
geboren, Hoher Ahnen, grosser Kraft, Leider! früh dir
selbst verloren, Jugendblüte
weggerafft. Scharfer Blick, die
Welt zu schauen, Mitsinn jedem
Herzensdrang, Liebesglut der
besten Frauen Und ein eigenster
Gesang. Doch du ranntest
unaufhaltsam Frei ins willenlose
Netz; So entzweitest du
gewaltsam Dich mit Sitte, mit
Gesetz; Doch zuletzt das
höchste Sinnen Gab dem reinen Mut
Gewicht, Wolltest Herrliches
gewinnen, Aber es gelang dir nicht. En estas dos estrofas, que simbolizan el destino en la
eternidad de la poesía, con la sombría fuga además: "¿Quién lo logra?
Amarga pregunta ante la cual enmudece el destino", Goethe esculpió en
negro granito la existencia de lord Byron. Esta lápida permanece, imperecedera,
en el trágico paisaje del Fausto, conservando, no solamente la imagen de este
ser extraordinario, sino también su obra. Porque esta obra de lord Byron no está fundida en
bronce de la misma dureza: mucho ha palidecido ya de su enceguecedor colorido;
lo excelso tan predominante de su figura decayó paulatinamente y nuestra
generación, nuestra época, apenas concibe ya el mágico sortilegio que irradió
un día de su obra sobre el mundo, oscureciendo sin piedad el genio más noble de
Shelley, el genio más puro de Keats. Lord Byron es hoy más efigie que poeta; su
vida, esa vida ruidosa, dramática, a menudo hasta espectacular, es más
aventurera que su palabra poética, leyenda heroica, imagen patética del poeta
más que el poeta mismo. Tenía todo el hechizo del porte; fue totalmente el
poeta que sueña una juventud: aristócrata de nacimiento y de apostura,
juvenilmente hermoso, atrevido y orgulloso, hirviente en aventuras, endiosado
por las mujeres, rebelde ante la ley, poseía el romanticismo del levantisco
contra la época; desterrado principesco, vivió en las zonas paradisíacas de
Italia y Suiza y murió con un pueblo esclavizado en una guerra por la libertad.
Alrededor de él se oscurecieron y brillaron negras leyendas: cuando los
ingleses visitaban a Venecia, sobornaban a los gondoleros para oír hablar de
sus orgías y francachelas. Hasta Goethe y Grillparzer, seres sin aventuras que
envejecían en la soledad, hablan tímidamente y con secreta envidia del tremendo
mito de la vida. Y dondequiera que aparezca, su figura, grande y solemne,
resulta al mismo tiempo renacentista o antigua en el breve marco de la época;
en el Lido todas las mañanas pasa volando montado en un potro árabe cubierto de
espuma; atraviesa a nado, el primero entre los ingleses, el Helesponto; en la
playa de Liorna -¡magnífico símbolo de su paganismo!-enciende la pira en que
yace el cadáver de Shelley y retira de su corazón intacto la ceniza que cae.
Con sirvientes, pajes y perros, viaja de castillo en castillo como chichisbeo
en seguimiento de cierta condesa italiana, y descansa en la poesía toda una
noche sobre la tumba de Dante; visita a los bajaes de Albania, quienes lo
reciben como a un príncipe; por él se matan mujeres; todo un país lo persigue
con alguaciles y leyes, pero él lo enfrenta todo, juvenilmente bello,
magníficamente orgulloso e independiente, porfía en atrevidos versos contra
príncipes y reyes y aun contra el Dios de la Biblia y de las Iglesias. De este
modo, convierte su juventud en un solo poema heroico, del cual Harold y Don
Juan son apenas un eco débil, y la juventud, cansada de los poetas meramente
sentimentales, harta de los Werther y los René, que por una casera muchacha
burguesa echan mano a la pistola, hastiada de los viejos ironistas y
sentimentaloides, los Rousseau y los Voltaire, aburrida del mismo Goethe y de
todos los poetas en bata de noche, que escriben sus obras en casa, al lado de
la estufa bien caldeada, envueltos en afelpada franela y tocados con el gorro
de entrecasa, esa juventud se enciende por el señor de la aventura, que vive su
vida con patética audacia, arrollada por todas las retumbantes fanfarrias de la
guerra y del amor. Con Byron, el mundo vuelve a ser joven: estaba cansado de
ser siempre apenas burgués y prudente. Después de Napoleón, que languidecía
confinado en Santa Elena, Europa no tuvo más héroes; con Byron comienza otra
vez el romanticismo de la juventud, porque vive ante ella abierta y
teatralmente sus más secretos ensueños y muere ante ella heroica y
patéticamente de la muerte adecuada. Esto hizo entonces tan grande a Byron; esto y su nuevo
gesto original, la gran oscuridad del misterio alrededor de su naturaleza, de
su persona, la trágica tiniebla del espíritu, la máscara casi vanagloriosa de
dolor universal y melancolía. Antes de él, los poetas eran los abogados ideales
del bien: Schiller fue apóstol de una fe libre, como Milton y Klopstock lo
fueron de la fe religiosa..., todos ellos eran los miembros de una gran
comunidad, los heraldos de un mundo mejor, más puro. Byron, en cambio, se
envuelve dramáticamente en ropaje sombrío: sus héroes, sus metamorfosis son los
corsarios, los bandidos, los hechiceros y los rebeldes, los expulsados de la
sociedad, los ángeles caídos, y Caín, el primero que se rebela contra Dios, es
elegido por él como su figura preferida. Llega como el solitario, que desprecia a la humanidad,
después de todos los que la amaron; su frente parece nublada por atrevidas
ideas de rebelión, su alma entenebrecida por misteriosos crímenes; el dolor de
milenios truena en su voz, con su voz, cuando él, desterrado de su patria,
vuelve a acusar a la época con las palabras y los versos de Dante. Con él comienza el satanismo, que Baudelaire eleva
luego tan maravillosamente en la literatura, el himno a lo malo y peligroso de
la carne, la proclamación del "pecado" como rebelión contra el
espíritu hasta entonces sagrado, el orgullo por la revuelta del individuo y del
mundo: inconscientemente, prepara o anticipa la revolución del individualismo,
que un siglo más tarde encuentra su fórmula en Nietzsche. Y la juventud, la
eterna levantisca, siente este impulso de libertad que vive sólo para sí, no ya
para el desaparecido ideal de una libertad colectiva, común, y se embriaga en
su trágica lobreguez; no puede acabar de verse en la imagen de este ángel
tenebroso que Dios amó y arrojó de sus cielos. Byron vivió a Prometeo para su
época, al Prometeo que Goethe y Shelley cantaron; de aquí parte la monstruosa
fascinación que durante medio siglo hizo del enemigo de Dios al Dios de casi
toda una juventud. En lo hondo de este titánico espíritu de Byron no hubo
tal vez nada más genuino y real que un enorme orgullo, un orgullo sin meta ni
medida, que se excitaba por una nadería y no se saciaba con ningún triunfo, un
orgullo que ninguna gloria aplacaba ni podía satisfacer siquiera una corona
real (le había sido ofrecida por los griegos). La menor mortificación podía
tornar casi físicamente infeliz al gran poeta; se cuenta que palidecía y
comenzaba a temblar de insensata furia cuando una palabra cualquiera hería su
vanidad, y la forma cruel, maligna, que llegaba a lo patológico de su sátira
contra sus críticos (ante todo Southey, a quien él clavó en la cruz de su
mofa), contra la esposa de la que se separara, contra sus enemigos políticos,
revela la inflamabilidad de su egolatría; pero precisamente este orgullo, esta
excitada voluntad de ser, lo engrandeció, llevando sus energías a la tensión
máxima. Esto alcanzaba lo físico, o salía (sería interesante investigarlo
psicoanalíticamente), en realidad, de lo corporal: supo transformar en fuerza,
justamente mediante su voluntad, lo menguado de su naturaleza. Poseía hermosas
manos, que le gustaba mostrar, buen porte, que mantenía esbelto con sacrificios
-durante años no comió casi, para conservarlo-, pero tenía tullida una pierna y
por este defecto lo ridiculizó su madre; una histérica, como lo hicieron sus
colegas. Su orgullo le hizo dedicarse apasionadamente a la gimnasia; fue el
mejor jinete, un brillante esgrimista; con su pie contrahecho atravesó a nado
el Helesponto, como Leandro en busca de Hero. Todo lo reemplazaba con la
voluntad: Mary Charworth, la amada de la juventud, había despreciado al lame
boy, al muchacho cojo; no cejó hasta que diez años más tarde logró convertir en
amante a la joven, ya casa-da. Siempre le atrajo el mostrar que podía hacerlo
todo; por eso actuó una sola vez en el Parlamento como orador, para no poner ya
más el pie en él después de su triunfo; por eso intervino en política e hizo la
guerra, y por eso, realmente sólo por su orgullo, llegó a la literatura. Me atrevo, pues, a sostener la opinión de que Byron no
fue poeta en origen, sino que su labor poética fue impuesta por las
circunstancias externas de su vida. En el fondo despreciaba la literatura; aun
apremiado por deudas, rehusó arrogantemente aceptar alguna vez un chelín por
sus versos, concedió su trato personal únicamente al gentilhombre Shelley y
apretó apenas fríamente la mano que Goethe le tendía con pasión, casi
servilmente. Cuando estudiante, escribió un tomito de malos versos que él mismo
tituló despectivamente Horas de pereza; escribía versos a esa edad, del mismo
modo que tiraba con la pistola y deslomaba caballos como jinete, por
aristocrático aburrimiento y deportismo espiritual. Pero luego, cuando la
"Edinburgh Review" ridiculizó estos versos, se exasperó su ambición;
ante todo, contestó escribiendo con la más venenosa agudeza la sátira
"Bardos ingleses y revisteros escoceses", y luego se empeñó en
demostrar a la plebe intelectual que él, lord Byron, podía ser poeta: así tuvo
comienzo un fervor inaudito. Un año más tarde era famoso; pero entonces le
tentó la lucha con los más grandes de la época y de todo el pasado, le tentó el
deseo de superar al Fausto de Goethe con el Manfredo, a Shakespeare con nuevos
dramas, a la Commedia de Dante con una nueva epopeya, el Don Juan, y así
comienza aquella grandiosa exaltación a modo de embriaguez, aquella furia de
una voluntad poética, exclusivamente por enorme orgullo. De tal manera lanzó su
alta llamarada y toda su vida, toda su titánica pasión, en el incendio de su
voluntad: del orgullo y la fuerza surge este único drama de la propia quemazón
poética que resplandece por encima de Europa y de la cual irradia todavía un
purpúreo reflejo sobre nuestra época. Es cierto, solamente un purpúreo reflejo aún. Porque
en la poesía de lord Byron halla muy poco calor ya nuestro sentimiento íntimo:
sus pasiones son, casi siempre, para nosotros apenas llamas pintadas; sus
pensamientos y sus sufrimientos, un día tan estremecedores, no pasan ya de frío
ruido teatral y trampas pintorescas. Todo dolor egoísta tiene poco poder sobre
la época, sobre el tiempo, y cansan aquellas deliberadas tristezas, que Dante
relega al Antepurgatorio, mientras que lo compasivamente trágico de Hölderlin y
la mágica conmoción de Keats perduran eternamente cual melodía a través de los
mundos. Los gestos de Byron, adoptados luego por Heine, estos
desordenados gestos prometeicos del poeta: "¡Oh desdichado de mí! ¡Qué
mundo de sufrimientos debo llevar, como otro Atlas, sobre mis hombros!",
tienen hoy sobre nuestra sensibilidad una influencia más bien penosa, y aun
insulsa y antipática, y el juego contrario, el ingenio agudo que alterna
crudamente con estas patéticas declamaciones, suena generalmente a vacío y
superficial. Es siempre peligroso para un poeta transigir con su inteligencia y
malbaratarla con agudezas: la sátira, que penetra cortante en la carne viva de
lo contemporáneo, se embota rápidamente y cae en el vacío ya para la primera
generación de la posteridad. Todas las estrofas, los centenares de ellas en Don
Juan contra lord Castlereagh, contra Southey y los enemigos personales del
momento, que entonces se encendieron en la maligna comprensión de la época y
tuvieron efecto explosivo, hoy apenas son pólvora húmeda, lastre inútil. Por
esta razón, de aquella gran épica, realmente no vive más que el escenario, los
magníficos paisajes metafóricos, escenas aisladas, como las pintó Delacroix en
su Naufragio; de la torre de Chillon, del campo de batalla de Waterloo, se
recuerdan algunas estrofas plásticas; pero sólo queda el ropaje del mundo
byroniano que cuelga ondeando alrededor de los personajes convertidos en
títeres. La historia, aunque parezca pro-ceder con insensatez, es
encarnizadamente justa al final; aparta lo artificial de lo verdadero, deja
secarse despiadadamente hasta los sentimientos más ampulosos, y conserva para
la vida solamente lo vivo: por eso de los sentimientos de Byron quedó
únicamente lo grande de él, su orgullo. Cuando Manfredo, en su hora última, se yergue
rígidamente aun y pone en fuga a los malos espíritus para perecer libre y grande
y atrevido, cuando Caín se rebela contra su Dios, la diabólica terquedad de
Byron se ha inmortalizado en estas escenas y tal vez también en algunas poesías
que nacieron de una íntima conmoción de su alma (como en Adiós a Inglaterra, en
las Estancias a Augusta y en aquellos últimos versos magníficos en que anuncia
su muerte). Estas solamente alcanzan en los siglos, monumento imperecedero del
orgullo sagrado y pagano, por encima de toda su obra poética un día tan
ensalzada y ahora desintegrada completamente. Y así Byron es para nuestro sentir más figura que
genio, más naturaleza heroica que poeta, un colorido poema existencial, como
rara vez lo crea tan puro y dramático el gran Demiurgo, el eterno señor de los
mundos. Su aparición se impone menos poéticamente que teatralmente a nuestra
sensibilidad, pero este su drama es pintoresco y grande, es inolvidable, cual
apenas otro en todo el siglo. Como en una tempestad, la naturaleza creadora
reúne a veces en un solo hombre todas sus múltiples fuerzas en forma dramática
para un breve juego heroico para que el mundo, estremecido, comprenda todas sus
posibilidades. Ese drama de un hombre fue la poesía vital de lord
Byron, un magnífico exceso de acaecimiento exterior, un brillante despliegue de
sentimientos terrenales, que ciega con grandes pensamientos y embriaga con su
ajustada melodía, perecedero como ser y, sin embargo, inolvidable como
fenómeno, de manera que hoy consideramos al poeta más como espectáculo, y su
caída, como una magnífica estrofa del eterno poema heroico de la humanidad. LA VIDA TRÁGICA DE MARCEL PROUST 1925 Nació hacia el final de la guerra, el 10 de julio de
1871, en París, hijo de un médico célebre, de rica y más que rica familia
burguesa. Pero ni el arte del padre ni la millonaria fortuna de la madre pueden
salvar su infancia: a los nueve años, el pequeño Marcel deja para siempre de
ser sano. De regreso de un paseo por el Bois de Boulogne, es acometido por un
espasmo asmático, y estos terribles ataques aplastaron su pecho durante toda su
vida, hasta el último suspiro. Desde los nueve años, casi todo queda vedado
para él: los viajes, los juegos agitados, el movimiento, el entusiasmo, todo lo
que se llama infancia. Así se torna muy temprano observador, sensitivo,
delicado de nervios, fácilmente irritable, un ser de increíble excitabilidad
nerviosa y sensorial. Ama apasionadamente el paisaje, pero sólo rara vez puede
contemplarlo y nunca en la primavera: el fino polvillo del polen, el bochorno y
la fecundidad de la naturaleza punzan demasiado dolorosamente los órganos
inflamables. Ama apasionadamente las flores, pero no puede acercarse a ellas.
Hasta cuando un amigo entra en su habitación con un clavel en el ojal, tiene
que pedirle que se deshaga de él, y una visita a un salón donde haya ramos, lo obliga
a guardar cama varios días. Y por eso, algunas veces, pasea en coche cerrado,
para mirar por los vidrios de las ventanillas los colores amados, las corolas
que respiran. Y busca libros, libros y más libros, para leer cosas de viajes,
de tierras que nunca alcanzará. Cierto día llega hasta Venecia, un par de veces
ve el mar; pero cada viaje le cuesta demasiadas energías. Y así se encierra
casi totalmente en París. Tanto más delicada se torna en él la percepción de
todo lo humano. El cambio de tono de un diálogo, una horquilla en el cabello de
una mujer, la manera en que alguien se sienta ante una mesa y se levanta de
ella, todos los adornos más finos de la existencia social se aferran con
incomparable firmeza en su memoria. El pormenor más minucioso atrapa su ojo,
siempre alerta entre dos parpadeos; todas las ligaduras, las vueltas, los
serpenteos y las pausas de una conversación quedan en su oído inalterables, con
todas sus oscilaciones. Y así, más tarde, puede fijar de una vez en su novela
la conversación del conde Norpois a través de ciento cincuenta páginas, y allí
no falta un solo respiro, un solo movimiento casual, una sola vacilación, una
transición sola; sus ojos están despiertos, y se mueven por todos los demás
órganos agotados. En un principio, los padres lo destinaron al estudio y
a la diplomacia, pero todos los proyectos fracasaron a causa de su débil salud.
Al fin, no hay apremios, sus padres son ricos, su madre lo adora...; así disipa
el joven sus años en sociedades y salones, lleva hasta los treinta y cinco
años, en realidad, la más ridícula, la más insulsa, la más insensata existencia
de holgazán que haya vivido nunca un gran artista; se agita como un snob en
todas las instituciones de los ricos ociosos que forman la llamada buena
sociedad; está en todas partes y en todas es bien recibido. Durante quince
años, noche tras noche, se puede encontrar indefectiblemente en todos los
salones, aun en los casi inaccesibles, a este hombre joven, delicado, tímido,
siempre estremecido con el respeto por todo lo mundano, que constantemente
charla, corteja, divierte o aburre. En todas partes se apoya en un rincón, se
mezcla en una conversación; cosa extraña, hasta la alta aristocracia del barrio
de Saint- Germain tolera al intruso sin nombre; y, para él, éste es su mayor
triunfo. Porque el joven Marcel Proust no posee las menores cualidades en lo
exterior. No es particularmente hermoso, ni particular-mente elegante, ni es
noble y hasta es hijo de una hebrea. No lo autoriza tampoco su valor literario,
porque su pequeño volumen Los placeres y los días, a pesar de un complaciente
prefacio de Anatole France, carece de peso y de difusión. Solamente su generosidad lo torna agradable: cubre a
las mujeres de flores de precio, colma a todo el mundo con los más inesperados
regalos, invita a todos, se tortura los sesos para gustar y ser simpático a los
bobos más insignificantes de la sociedad. En el hotel Ritz cobró fama por sus
invitaciones y sus fantásticas propinas. Da diez veces más que los millonarios
norteamericanos, y cuando pone el pie en el vestíbulo, todos se quitan la gorra
ante él. Sus comidas para invitados son de una fabulosa prodigalidad y el colmo
de la selección culinaria: hace traer de las más diversas tiendas de la ciudad
todas las especialidades: las uvas, de un mercado de la orilla del Sena; las
aves, del Carlton; las primicias, directamente para él desde Niza. Y así se
vincula con el tout Paris y lo compromete sin cesar con gentilezas y favores,
sin solicitar nunca nada para él mismo. Pero lo que más le habilita entre esta
sociedad no es su dinero, gastado alegre y pródigamente, sino su respeto casi
morboso por el rito, su servil endiosamiento de la etiqueta, la increíble
importancia que asigna a todo lo mundano, a todas las bufonadas de la moda. Honra
como libro sagrado el Corteggiano no escrito de los usos aristocráticos: días
enteros le preocupa el problema de la disposición de los invitados alrededor de
una mesa, la razón por la cual la princesa X. colocó al conde L. en un extremo y al barón R. en el
otro. Cualquier chisme insignificante, cualquier escándalo momentáneo lo excita
como una catástrofe que sacudiese el universo; pregunta a quince personas para
informarse sobre cuál es el orden secreto en el turno de la princesa M. o por
qué tal otra aristócrata recibió en su palco al señor F. Y por esta pasión, por
esta manía de tomar en serio las naderías, que domina también en sus libros más
tarde, él mismo conquista la categoría de maestro de ceremonias en este mundo
ridículo y bullicioso. Durante quince años, un espíritu tan elevado, una de las
figuras más vigorosas de nuestra época, lleva esta vida insensata entre
holgazanes y advenedizos, tirado durante el día en el lecho, exhausto y
febriciente, corriendo por la noche, vestido de frac, de un círculo a otro,
perdiendo su tiempo en invitaciones y cartas y disposiciones, convertido en el
más superfluo de los hombres en esta danza cotidiana de las vanidades; se le ve
con placer en todas partes, pero en ninguna se le observa verdaderamente; es él
apenas un frac y una corbata blanca entre tantas otras personas de frac y
también de blanca corbata. Apenas un solo rasgo casi imperceptible le distingue
de los demás. Todas las noches, cuando llega a su casa y se acuesta, sin poder
dormir, llena tarjetas y más tarjetas con apuntaciones de lo que acaba de
observar, ver y oír. Poco a poco estas tarjetas forman montones que conserva en
una carpeta. Y como Saint-Simon, en apariencia cortesano superficial en la
corte del rey, se convierte en secreto en descriptor y juez de toda una época;
todas las noches el joven Marcel Proust consigna lo vacuo y fugaz del tout
Paris en noticias, apuntes y esbozos a modo de proyecto, para transformar quizá
algún día lo efímero en permanente. Ahora, un problema para el psicólogo: ¿qué es lo
primario, lo esencial?, ¿Vive Marcel Proust, enfermo e inhábil para la vida,
esta existencia absurda e insensata de un snob durante quince años solamente
por un gozo íntimo y son esos apuntes solamente algo accesorio, parecido a un
renovado saborear del placer social demasiado pronto desaparecido? ¿O frecuenta
los salones únicamente como un químico su laboratorio y el botánico la pradera,
a fin de ir reuniendo material para una gran obra definitiva sin llamar la
atención? ¿Se disfraza o es sincero? ¿Es un camarada en la legión de los que
disipan los días o solamente un espía de un reino distinto, superior?
¿Haraganea por placer o por cálculo? Esta pasión casi supersticiosa por la
psicología de la etiqueta ¿es para él necesidad vital o simplemente la grandiosa
simulación de un analista apasionado? Probablemente, ambas condiciones se
mezclaban en él tan genialmente, en forma tan mágica, que la pura naturaleza
del artista nunca hubiera llegado a exteriorizarse, si el destino, con mano
dura, no lo hubiese arrancado de pronto del mundo indolente y bullicioso de la
conversación y sumido en la reducida esfera de su propio mundo, fatal, oscura,
sólo iluminada a momentos por una luz interior. Porque la escena se trasforma de pronto. En 1903 muere
su madre y, poco después, los médicos establecen que la enfermedad de él es
incurable, y empeora constantemente. De un solo ramalazo, Marcel Proust invierte su vida.
Se encierra herméticamente en su "ermita" del bulevar Haussmann; de
la noche a la mañana, el holgazán aburrido, el perezoso, se trasforma en uno de
los trabajadores más encarnizados y sin descanso que admiró este siglo en la
literatura. De la noche a la mañana, desde la más disipada compañía se hunde en
la más absoluta soledad. Trágico cuadro el de este gran poeta: está siempre en
la cama, todo el día; su cuerpo magro, consumido por la tos, sacudido por los
espasmos, tiene siempre frío. En la cama, se pone tres camisas, una sobre la
otra, una pechera acolchada sobre el tórax, gruesos guantes en las manos... y,
sin embargo, tiene frío y más frío. En la chimenea arde el fuego, la ventana
nunca se abre, porque, hasta los pocos castaños enclenques plantados casi en el
asfalto, le hacen daño con su débil perfume (que ningún otro pulmón en París
siente como el suyo). Ya-ce siempre como un cadáver contraído, siempre en cama;
respira fatigosamente el aire espeso, viciado, envenenado por las medicinas.
Sólo más tarde, por la noche, se recobra para ver un poco de luz, un poco de
esplendor, su amada esfera de la elegancia, un par de rostros aristocráticos.
El valet le viste a duras penas el frac, lo envuelve en telas, le cubre con un
abrigo de piel el cuerpo, ya rebujado tres veces. Y así va en coche al Ritz
para hablar con dos o tres personas, para ver su mundo idolatrado, para ver el
lujo. Delante de la puerta le espera su fiacre, le espera toda la noche y le
trae, de nuevo, muerto de cansancio, a su cama. Marcel Proust ya no frecuenta
la sociedad, exceptuando una oportunidad solamente; necesita para su novela el
detalle de un ademán de un noble distinguido. Y por eso se arrastra hasta un
salón, sorprendiendo a todo el mundo, para observar como lleva el monóculo el
duque de Sagan. Y una vez, de noche, visita a una famosa cocotte para
preguntarle si conserva todavía el sombrero que lució veinte años antes en el
Bois de Boulogne. Lo necesitaba para describir a Odette. Y sufre un gran
desengaño, cuando oye a aquella mujer reírse de él; hacía ya mucho tiempo que
lo había regalado a su sirvienta. El coche trae a su casa desde el Ritz al hombre
agotado. En la estufa siempre caldeada, cuelgan sus ropas nocturnas y sus
pecheras: hace mucho que no puede llevar sobre su cuerpo ropas frías. El mucamo
lo envuelve, lo acuesta. Y allí, sobre un tablero, escribe la vasta red de su
novela En busca del tiempo perdido. Se han llenado ya veinte cartapacios con
es-bozos; las sillas y las mesitas alrededor de su lecho y el lecho mismo están
cubiertos de blancas tarjetas y hojas. Y así escribe, escribe día y noche,
todas las horas que está despierto, con la fiebre en la sangre, las manos que
tiemblan de frío dentro de los guantes, y escribe, escribe, escribe. A veces, le visita algún amigo y él lo interroga
curioso acerca de todas las nonadas de la sociedad; aun extinguiéndose, sigue
tanteando con todos los tentáculos de la curiosidad afuera, en el mundo
perdido, el mundo mundano. Azuza de un lado a otro a sus amigos como perros de
caza; tienen que informarle de este y de aquel escándalo, para que él conozca
hasta lo insignificante de una u otra personalidad, y cuanto le aportan lo
anota con nerviosa codicia. Y la fiebre roe cada vez más quemante en él. Cada
vez más decae y pasa ese pobre jirón afiebrado de humanidad que es Marcel
Proust, y cada vez más se ensancha y crece la obra grandiosamente planeada, la
novela o, más bien, la serie de novelas En busca del tiempo perdido. La obra está comenzada ya en 1905; en 1912 la
considera terminada. Por su extensión parece abarcar tres gruesos tomos (fueron
luego no menos de diez, por las ampliaciones durante la impresión). Ahora, sin
embargo, le preocupa el problema de la publicación. Marcel Proust, cuarentón, es totalmente desconocido;
no, menos aun que desconocido, es decir, tiene, en sentido literario, mala
fama: Marcel Proust es el snob de los salones, el escritorzuelo mundano de
quien de vez en cuando aparecen en el "Figaro" anécdotas sociales
(además, el público que siempre lee mal, en lugar de Marcel Proust leyó
invariablemente Marcel Prevost). No se puede esperar nada bueno de él. No puede
contar, pues, con las vías directas. Por eso sus amigos tratan de facilitar la
publicación por los conductos sociales. Un encumbrado aristócrata invita a
André Gide, director de la Nouvelle Revue Française, y le entrega el original.
Y esta revista, la misma que más tarde ganará cientos de miles de francos con
tal obra, la rechaza lisa y llanamente; lo mismo hacen el Mercure de France y
Ollendorf. Finalmente, encuentra a un nuevo y animoso editor, que se atreverá;
pero transcurrirán aún dos años, hasta 1913, antes de que el primer tomo de la
gran obra vea la luz. Y precisamente, apenas el buen éxito quiere abrir las
alas, llega la guerra y se las corta. Después de la guerra, cuando ya han aparecido cinco
volúmenes, Francia comienza a señalar esta obra épica tan original de nuestra
época, y comienza también Europa a señalarla con su admiración. Pero lo que la
fama llama entonces ruidosamente por ese nombre de Marcel Proust, es ya hace
mucho apenas un fragmento humano consumido, afiebrado, inquieto, una sombra
temblorosa, un pobre enfermo, cuyas energías se contraen por entero sólo para
ver la aparición de su obra. Proust, ese resto de Proust, sigue arrastrándose
siempre hasta el Ritz por la noche. Allí, en la mesa tendida o en el cuarto del
portero, lima las correcciones de los últimos pliegos de imprenta, porque en su
casa, en su habitación, en su cama, presiente ya el sepulcro. Sólo allí, donde
ve centellear una vez más su amada esfera mundana, siente una última migaja de
fuerza, mientras que en casa se abate con las alas vencidas, ora matando su
sensibilidad con narcóticos, ora excitándose con cafeína para un breve coloquio
con los amigos o para una nueva labor. Su enfermedad se acentúa cada día más rápidamente, y
el hombre que estuvo demasiado tiempo ocioso, trabaja cada vez más fogosamente,
más ávidamente, para adelantarse a la muerte. No quiere ver más a los médicos;
ya lo torturaron demasiado y nunca le socorrieron. Así se defiende solo y así
muere el 18 de noviembre de 1922. En los últimos días, ya totalmente invadido por
la destrucción, se lanza contra lo inevitable con la única arma del artista: la
observación. Analiza su propio estado físico, valerosamente despierto hasta la
última hora, y estos apuntes deben servirle para volver la muerte de su héroe
Bergotte, en las galeradas de corrección, más plástica, más verdadera; debe
intentar establecer algunos pormenores muy íntimos, aquellos últimos pormenores
que el escritor no podía conocer, que sólo el moribundo percibe. Su último
movimiento es observación todavía. Y sobre la mesa de noche, embadurnada, en
una tarjeta apenas legible, se encuentran las últimas palabras que escribió con
la mano casi fría. Noticias acerca de un nuevo libro que le hubiera costado
años de labor cuando sólo disponía de pocos minutos más. Así abofetea a la
muerte: último ademán magnífico del artista, que vence el miedo a la muerte
acechándola... HUGO VON HOFMANNSTHAL Oración conmemorativa para el funeral cívico en el
Burgtheater de Viena 1929 Nuestro dolor, nuestra terrible confusión, nuestra total
turbación expresaron ya en el primer segundo trágico, más elocuente y
apasionadamente que toda palabra, la inmensa pérdida que hemos sufrido con la
desaparición de Hugo von Hofmannsthal. El dolor, en verdad, es siempre el más
sabio vaticinador de toda pérdida...; con un solo ramalazo penetrante rompe las
honduras del sentimiento, que nunca aclara el pensamiento posterior y menos aun
la palabra que poco a poco se recobra. En esta impresión unánime todos supimos,
y lo supieron Austria entera, Alemania entera, el mundo entero, intuitivamente,
que con él se nos arrebataba algo irreemplazable, pero sólo ahora comprendemos
por qué su ejemplar figura de guía nunca fue para nosotros más necesaria que en
la hora presente. Porque en esta época domina un genio o un demonio, que
quiere del arte sólo lo perecedero, sólo la fugitiva imagen de su propia
inquietud y movilidad. Pasa indiferente y hostil delante de las grandes figuras
de símbolo que quieren interpretar lo eterno, el mundo superior. Ha barrido de
sus inclinaciones la poesía, y del teatro, la cohesión del discurso; reniega
del pasado, de la tradición sagrada; quiere solamente el presente, el hoy que
arde, a lo sumo una mirada a la jornada inmediata. Únicamente Hugo von
Hofmannsthal se enfrentó solitario contra la corriente de la hora. Siguiendo a
ilustres antepasados, fiel a formas que sabía son imperecederas, creyendo en
aquellos signos misteriosamente alusivos que llamamos símbolos, solitario y
grande, se mantuvo en el terreno alemán de la tradición clásica. Y sola-mente
esta su elevada conducta hizo vacilar todavía la inquieta presión de los demás.
Estuvo solo, desde que se nos fue aquel otro custodio del alto verbo, el otro
gran austríaco, Rainer Maria Rilke. Y este desaparecer estelar casi simultáneo
nos tocó como una advertencia, como si realmente la fe en la ley suprema del
arte quisiera dejar abandonada ahora nuestra época, como si hubiera llegado
para siempre, en las letras alemanas, el fin de la supremacía de la pura
creación literaria indiferente a su época. Pero meditemos su elevada significación y no nos
dejemos inducir a error por las apariencias. Habrá siempre, fatalmente, tiempos
que no quieran oír ni ver nada que no sea su realidad inmediata, tiempos que
crean prematuramente poder renunciar a la consagración de leyes heredadas, que
supongan poder evadirse de los eternos vínculos de las normas y las formas.
Tiempos semejantes hubo ya a menudo en Alemania, y justamente uno de ellos
correspondió al momento en que Hugo von Hofmannsthal se presentó literariamente
al mundo. Fue alrededor de hace cuarenta años. La mente profética de Federico
Nietzsche se había envuelto en la tiniebla, enmudeciendo así la última voz
alemana que creó una gran poesía y levantó ditirámbicamente el idioma a nuevas
magnificencias. En cambio, llegó una nueva generación que creyó que la lengua
no necesita del cohesivo cuidado del bronce para transformarse en letra
inspirada. El naturalismo pensó que era suficiente oírla de paso en la calle,
en una conversación casual, y que ya estaría creado así lo más valioso. Rechazó
la forma pura y elaborada de la poesía como ocioso juego de mujeres; echó de
los escenarios, violentamente, el drama de líneas clásicas. Y también entonces,
la época consideró colocadas en un féretro y sepultadas las obras eternas,
clásicas. Algo ocurrió entonces... algo aparentemente sin la
menor importancia. En algunos periódicos minúsculos de Brünn y de Viena
aparecieron unas poesías y luego unos preludios, firmados primeramente con el
curioso seudónimo de "Theophil Morren", luego con "Loris"
y, finalmente, descubriendo el verdadero nombre, Hugo von Hofmannsthal. Pocas
poesías, cinco o diez en total, y en publicaciones desaparecidas, enterradas en
seguida. Mas como una fuerza explosiva realmente elemental sólo
necesita una brizna de su energía comprimida para un sacudimiento de vastas
proporciones, estas pocas poesías determinaron en brevísimo tiempo en los más
vastos círculos literarios, una excitación apenas posible de medir. La
influencia y la esencia de la poesía es siempre un misterio. Millones de
palabras agitan con su ruido nuestro mundo cotidiano y recaen en el vacío,
polvo suelto en torbellino. Pero alguna vez -raramente en todos los tiempos-
ocurre que se infiltran algunas de esas palabras, de esas líneas, en un
conjunto que forma una imagen que respira, que felizmente sobrevive a los
labios que las crearon y a generaciones enteras que se deleitaron con ellas.
Poesías acabadas de esta naturaleza aparecieron de pronto ante la época
asombrada. Una nueva voz estaba resonando en el mundo superior de las letras
alemanas, y se presto oído atento, hechizado, reconfortado, a la nueva melodía
en devenir. Niños que todavía ocupaban los bancos escolares conocieron, amaron,
endiosaron ya aquellas dulces estrofas, claras como clara mañana, del Viento
primaveral, aquellos Tercetos sobre lo perecedero, que hunden oscuramente la
mirada en su propia hondura musical; aprendimos de memoria las estrofas órficas
de la Canción de la vida y las arias panorámicas de la Muerte del Ticiano,
donde la lengua alemana lleva con ligereza verdaderamente clásica la más
preciosa pompa de su riqueza. Allí -todos lo supieron en seguida- se había
alcanzado la perfección, lo inolvidable eternamente en el campo de la
literatura germánica, lo imperdible para la nación que vive por esa lengua. Y,
respetuosamente, todo un pueblo se asombró admirado por esa maestría revelada
de pronto. Había llegado un poeta, justamente en el momento en que se
consideraba imposible y anticuada la creación poética de corte clásico, un
poeta que sabía encerrar un universo de sentimientos en la materia más frágil y
delicada. Porque lo perfecto infunde siempre respeto, colma
siempre los corazones de un estremecimiento especial, devoto y temeroso. Porque
dondequiera se manifieste, en la inmaculada belleza de un rostro, en el ritmo
de un cuerpo irreprochable, en el vuelo de un verso, en la melodía de una
canción, siempre y dondequiera la humanidad percibe lo perfecto como si de
pronto en lo terrenal la mirara el ojo de lo divino. Mas aun esta devota admiración de lo perfecto tiene
sus grados, el consuelo de lo perfecto su sublimación. Porque en todo caso el
sentido claro y alerta puede encontrar lógico que la plenitud de la perfección
se logre por un hombre, por un artista experimentado y maduro, como suma final
y compensación de incontables años de crear. Pero siempre resulta un verdadero
milagro, algo divinamente inconcebible, si lo perfecto es don de un joven, sin
presciencia, educado solamente por su propia genialidad. En todos los tiempos y
en todos los pueblos se consideró a estos jóvenes como la única prueba valedera
de que lo poético procede de los dioses, de que la suprema labor de las artes
nunca puede ser conquista y elaboración, sino sólo gracia de las alturas. Y aun
nuestra época, que hace mucho tiempo huyó de lo mítico, puede llamar milagro,
únicamente milagro, hoy todavía, la mágica aparición del joven Hofmannsthal.
¿Cómo comprender con sensibilidad alerta y cómo explicar ahora, después de casi
cuarenta años, que un niño de dieciséis, de diecisiete años, escribiera en los
bancos de un colegio de segunda enseñanza, en un cuaderno forrado de azul,
ejercicios escolares de latín, de matemáticas y de alemán severamente
corregidos con tinta roja por el maestro, y al mismo tiempo, con la misma mano,
en una hoja igual grabara poemas imperecederos para la lengua alemana? ¿Cómo
explicar que labios de niño que nunca habían rozado los labios de una mujer,
"cambiaran palabras elevadas con lo nuclear, lo esencial de todas las cosas",
cómo explicar que simultáneamente con su labor del bachillerato el imberbe
escribiera justamente al salir de la escuela, la "Puerta" y la
"Muerte", esa perdurable Muerte del Tiziano, esa pieza de profundo
sentido que ostenta aún hoy intacta su belleza? Y maravillosos como el primer
comienzo fueron los años de las superaciones magníficas, de la propia maestría,
insistentes como una tempestad. En esta sola década de los diecisiete a los
veintisiete años, en lo lírico, este único nos dio tanto como una generación
entera, porque a estas primeras tentativas no, tentativas, no, porque fueron ya
plenitud-, a estas primeras obras siguieron en quemante sucesión las profundas
piezas del Pequeño teatro universal y del Abanico blanco, los nobles y
resonantes prólogos, los coloridos y henchidos preludios, los primeros cuentos,
tan clásicos a la manera de Kleist en su prosa, como aquellas poesías que
hubieran sido dignas de Goethe. Y ya comenzó aquella corriente subterránea
hacia el drama, hacia visiones tendidas más lejos como Boda de los Zobeid, El
aventurero y la cantante, obras de la riqueza y la prodigalidad. Ningún poeta
moderno, ninguno después de Goethe tal vez, creó con tal impetuosidad
visionaria, con tal plenitud rumorosa y espiritualmente inebriada como Hugo von
Hofmannsthal en su década lírica, ni después de Novalis y Hölderlin hubo un
poeta lírico de tal envergadura en el sentido del amado de los dioses, del
consagrado por la música, del ungido en realeza con el sagrado óleo de la
lengua, como este joven que aquí en nuestra ciudad, en nuestra tierra, fue
sembrando con su nombre en todos los dominios de la lengua alemana y en su
infinidad intemporal. Esta juventud de Hugo von Hofmannsthal fue -¡no
vacilemos en pronunciar la palabra!- un milagro, un portento, un fenómeno
incomparable, ultraterreno. Pero el signo de todo prodigio verdadero es su
unicidad. Muy rara vez puede descender de las alturas y nunca puede permanecer
sobre la tierra por mucho tiempo, para que su estremecimiento y su divinidad no
se pierdan con la repetición. Por anticipado, pues, era imposible que este estado de
magia, esta embriaguez de obra en obra, durara toda una vida; esta dichosa
exaltación está ligada como sangre a su elemento original, la juventud. Debía
llegar fatalmente el segundo en que esta plenitud de visiones no pudiera
soportarse ya por la misma alma que las creaba, porque el arrebato lírico debía
ceder a una claridad ordenadora y consciente. Pero no debe entenderse por eso -
tal confusión de-be rechazarse enérgicamente- que el genio que vivió y habitó
en el joven Hofmannsthal y habló por su boca, lo abandonara, como ocurrió para
muchos otros poetas, para Rimbaud, para Lamartine, para Uhland, que fueron
poetas solamente durante un breve lapso y luego se sobrevivieron a sí mismos en
un cuerpo mudado en extraño para ellos. No, no; toda la fuerza poética
permaneció intacta hasta el último instante en Hugo von Hofmannsthal, y aun se
iluminó y clarificó por su espiritualidad cada vez más poderosa. Solamente aquel transporte, ese glotón exceso de los
primeros años, se apagó en él con la juventud, sólo la actividad olvidada de sí
mismo, el cantar y crear como por imperio de potencias ultrasensibles. Y nada
honra tanto el respeto de Hofmannsthal por las leyes inmanentes y no
reversibles de la edad en el arte, como el que, más tarde, nunca intentó
reproducir artificialmente, con recursos del oficio, ese mágico estado de los
comienzos, nunca intentó fingir una ebriedad que ya no estaba en su alma ni en
su sangre. Y quien desee comprender la íntima resolución de esta renuncia y su
más honda significación, debe. El autor emplea lógicamente el término alemán
equivalente al bachillerato en castellano: "Matura", madurez, con lo
cual haría juego el "imberbe" inmediato. El matiz se pierde en la
versión. leer aquella
imperecedera página de prosa que es la imaginaria Carta de lord Chando, donde
Hofmannsthal explica parecido fenómeno espiritual de inversión con maravillosa
claridad psicológica. Ningún poeta se desprendió más honestamente que el Hugo
von Hofmannsthal maduro y obsecuente a leyes supremas de ese milagro del joven
Hugo von Hofmannsthal que él mismo fue. Un enorme y casi trágico deber correspondió entonces
al artista de treinta años. En una edad en que otros comienzan sobriamente su
labor, él había creado ya lo perfecto en la poesía, lo inalcanzado hasta
entonces en la prosa, lo insuperable en aquellos dramas simbólicos de
ensoñación. Pero en ese momento, en cambio, el drama, la más poderosa y
exigente de las formas artísticas, incitaba a la lucha; correspondía al artista
imprimir a esta forma también el sagrado sello de su arte magistral. Cayó sobre
él un cometido verdaderamente sobrehumano, porque justamente a un Hofmannsthal
y sólo a él estaba vedado conformarse con una labor mediana. La seriedad con
que Hugo von Hofmannsthal se impuso a sí mismo este duro deber -nadie conocía
mejor las normas y los valores de la obra de arte-, esta labor moral, está
demostrada entre nosotros, en su patria, por el lamentable hecho de que, aquí,
en esta ciudad juguetona e inclinada solamente a la ligereza, apenas pudimos
ver en la escena aquellas obras donde el núcleo de su voluntad creadora no
puede reconocerse tan fácilmente: Regreso de Cristina y El difícil. Obras
maestras en su género, no son sólo obras; en ellas el sentido, magníficamente
insatisfecho, tiene de una vez como en leve juego la suprema energía y descansa
en el gozo, islas sudeñas de Alción en su mundo creador más nórdico, trágico
que vuela sobre todos los tiempos y sobre todas las regiones. Pero medir su voluntad real de acción en ellas sería
tan injusto como si de una sinfonía construida en cuatro movimientos se tomara
solamente el del scherzo. Porque la voluntad de Hofmannsthal, apasionadamente
tensa hasta el dolor, marchó desde el comienzo al encuentro de algo
"fanático", de un dramático símbolo universal en el cual se reunieran
todas las fuerzas y reacciones de la existencia. Este sueño de un drama
realmente grande, que abarcara el mundo, de un teatro universal, acompañó a
Hofmannsthal desde su primera juventud, porque ya aquella Muerte del Tiziano
que sólo consideramos obra romántica y que la mayoría juzga erróneamente como
un todo acabado, estaba imaginada como preludio melancólicamente dulce de una
sinfonía de la vida. El niño héroe que allí, en una bien protegida esfera de
belleza noblemente elegida, en el reino ultraterrenal del arte, entona con el
corazón aun inmaculado el himno de la belleza, en el curso ulterior de la pieza
debía descender luego a la ciudad, mezclarse con el otro mundo, y conocer lo
común de la vida cotidiana, las pasiones oscuras e impuras; luego debía
estallar la peste en aquella ciudad e inflamar como monstruosa antorcha todas
las pasiones terrenales: el niño, a los dieciocho años, sueña ya el drama como
fresco colosal, con sueño de gigante. Quedó en fragmento, como otro drama
poderoso, aquella tragedia en cinco actos que se titula La mina de Falum, donde
en idéntica forma la voluntad fáustica quiere rasgar en un hombre la membrana
demasiado delgada intercalada entre su propio cuerpo y el universo. Apenas en
el verano de su vida, que termina tarde, pero que entonces termina realmente,
Hofmannsthal creó, en una construcción incesante, siempre más alta, de siete
largos años, su gran drama; me refiero al misterio dramático levantado por
encima de la insuficiencia escénica, ese misterio de la Torre, en el que se
inserta todo un mundo de ideas, inaccesible para muchos, esta obra suya en que
luchó como Jacob con el ángel y que -como a aquél- lo dejó herido. Todavía un
otoño, quizás un otoño que madura-se dorado después de tal comienzo
esplendoroso y tendiente hacia cumbres siempre nuevas, después de aquellos años
de madurez varonil, de dura lucha... y, acaso, a esa obra hubiera seguido otra
de la madurez, acaso, hubiera entonces concluido, como Goethe, en el último
envejecer con sabiduría observadora, los grandes planes dramáticos de la
juventud. Mas entre esta última plenitud y nuestra apasionada espera surgió la
fatalidad de su temprana muerte. Pero mientras, con tan incesante esfuerzo, el genio
creador trataba de arrancar al drama su misterio, la mano teatralmente experta
ejercitábase al mismo tiempo en formas ajenas ya elaboradas. Y a esta ocupación
en desarrollo debemos un inconmensurable enriquecimiento; la escena le debe un
tesoro imperecedero. Porque abarcando la literatura de todos los tiempos con su
mirada humanista, realmente mágica, hechizada por los tesoros, Hofmannsthal
vio, justamente allí donde otros vieron solamente ruinas, el precioso metal en
la piedra bruta y le extasió dedicarle su energía y volver a dar a nuestra
época y a nuestro teatro obras de la literatura mundial tanto tiempo olvidadas.
¡Qué de valores, qué de eternos valores infinitos salvó de todo un pasado este
su servir al drama, sacrificándose! La Electra de Eurípides estaba sepultada
entre escombros filológicos; sólo la leían los profesores como texto culto;
nada era para nuestro teatro, para nuestra hora. Pero ¡bastó que él tocara esta
obra hundida en el ayer para que surgiera la figura de los Atridas! Saliendo de
su puerta real en Misenas, entró como gigante en nuestra época y estremeció
nuestro corazón con el poder de su hado. Edipo, Clitemnestra y Admeto, como
ciegas estatuas de la antigüedad, que antes nos miraban fijamente, demasiado
grandes para ser vivas, horrorosas y ajenas, recibieron una mirada nueva,
humana, gracias a él y una vida en su boca de piedra, cuando él les dio una
lengua de su lengua y la fuerza espiritual de su espíritu. O bien ahí yacía La
Venecia salvada, de Otway, tirada y casi pisoteada ya en el camino de
Shakespeare, un bastardo deshecho y cubierto de sangre, de una sensibilidad
genial y de una insuficiencia verbal; pero él lo arrancó y lo levantó,
llenándolo con el hálito bochornoso que pesa sobre los canales de Venecia, con
las ardientes y tensas pasiones del Renacimiento, y se convirtió en drama, tan
poderoso que muchas de sus escenas pueden nombrarse a la par de las
shakesperianas. O bien ahí estaba pudriéndose un antiguo y piadoso misterio
inglés, Cada uno; nadie podía decir ya exactamente quién lo escribió. Había
sido representado para el pueblo, para la gente mínima, siglos antes, en las
explanadas delante de las iglesias, y todos los augures literarios declararon
unánimes que se trataba de una pieza superada, infantilmente burda. El tomó lo
olvidado, pues, en su mano inteligente, idiomáticamente poderosa, lo templó en
su fuerza dramática y lo hizo en versos magníficamente grabados, como los de
Lutero y Hans Sachs. Y de pronto este Cada uno surgió de nuevo ante el mundo; dominando
todos los años a millares y millares de personas, con los estremecimientos más
profundos, como una de las formas dramáticas más puras y duraderas de nuestro
tiempo. Era suficiente que este hechicero, este mago, tocara lo yerto y ya
revivía; La dama duende de Calderón, fue rozada por él con su lenguaje y ya
revoloteó juvenil de nuevo con sus encantadores juegos de palabras en las
tablas conquistando a cada espectador con su insolente picardía. Todos los
tiempos, todos los países, todas las formas y todas las esferas se abrían en
seguida como por magia a su sensibilidad; del Oriente y de las Mil y una noches
tomó el arrebato de noches pobladas de estrellas en su Boda de los Zobeid; del
mundo de sortilegio de China espiritualizó el misterio en la Mujer sin sombra;
y todo esto no fue simplemente ponerse máscara y cubrirse con trajes
forasteros, sino penetración perfecta; su lenguaje pasaba al ritmo ajeno, su
alma en su alma, como sangre en la sangre. Con la labor prestada al drama universal, Hofmannsthal
dotó de un enorme provecho a la escena alemana, no sólo en esplendor y color y
pasión, sino -y es mucho más importante- que enseñó a toda nuestra época a
tender la mirada hacia atrás y hacia adelante, de lo efímero de la dramática
labor diaria a lo eternalmente magistral que debe sobrevivir. Y así como no vaciló en servir a los hermanos de la
poesía, tampoco rehuyó servir como el más grande en el idioma al más grande en
la música también, para imprimir así a la forma casi superada de la ópera, una
vez más, el sello real de lo poético. El mundo musical de nuestros días y de
los días venideros le debe que hayan nacido obras maestras como Electra,
Ariadna en Naxos, La mujer sin sombra, y un reconocimiento especial le debemos
nosotros, le debe nuestro país, nuestra ciudad de Viena. Porque escribiendo
aparentemente apenas un libreto, con El caballero de la rosa Hofmannsthal creó
la más perfecta comedia austriaca que poseemos, nuestra Minna von Barnhelm de
Austria, la obra verdaderamente nacional, color y temperamento, abismo y
cumbre, nobleza y plebe, dulzura y alegría, todo el carácter luminosamente
mezclado de la ciudad, reflejado en la más encantadora forma. Acaso haya quien diga para empequeñecer todo esto:
"¡Sí, una comedia apenas para música y viva sólo por ésta!" Pero ¿es
posible imaginar una comedia verdaderamente austriaca sin música? Quítese a las
obras que hasta hoy se consideraron maestras, al Pródigo de Raimund, al
Campesino millonario, la canción del cepillo, la canción de la ceniza, el
Brüderlein fein, quítense a Nestroy los entretenimientos animados y se los
dejará romos, se les habrá quitado la sustancia más fina y delicada. Una parte
del alma del austriaco es siempre música, y justamente por esto El caballero de
la rosa, en su imperecedera unión de poesía y música, es el símbolo absoluto de
lo que somos y hemos sido. Así se agrega a la gloria de Hofmannsthal también
ésta: en su labor, que abarca el universo, dio justamente a su patria la más
permanente obra escénica de la época. ¡ Cuántos hechos éstos, cuántas obras en una sola vida
y aun así no la obra ni el hecho total! Porque ¡qué espíritu superior, qué
pensador de amplísimo alcance, hemos perdido con Hugo von Hofmannsthal, el
poeta! Esto lo revelan ante todo sus escritos en prosa. Un espíritu siempre
alado, que sólo descansaba volando, que no conocía distancias y medía todos los
abismos; un espíritu para el cual el elemento más alto, que otros tocan con las
alas sola-mente en breves alientos temblorosos, era su verdadero y lógico
hogar. Pero esta obra espiritual grandiosa no debe separarse de su obra
literaria, porque estos escritos incomparables están redactados en aquella
prosa azul que sólo una prosa podía glorificar en verdad: ¡la suya! En una
prosa que para ocultar su propia palabra se desprende del idioma común, tan
fácilmente, tan victoriosamente dominadora, como el viento en el campo cubierto
de espigas; una prosa -y diré esta atrevida palabra- que desde Goethe nadie
escribió ya en Alemania. En la literatura alemana nunca se habló -más aún, se
poetizó- con mayor altura, desde tal visión espiritual de águila, con tan
amplias alas en la conciencia universal, acerca de temas de arte, como en estos
escritos en prosa. Porque este espíritu superior nunca pudo ver más que desde
las alturas, ni moverse más que en los grados supremos. El mundo superior,
inasible para todos nosotros, era la esfera verdadera y lógica de su alma. Por
eso, el arte de nuestra época no ha perdido sólo con Hugo von Hofmannsthal a su
más elocuente poeta, sino también a su juez más alto y puro. Con Hugo von
Hofmannsthal ha caído la suprema instancia de la justicia normativa de nuestro
mundo subvertido en sus valores, y al mismo tiempo el testigo incorruptible de
la superioridad del espíritu sobre la materia o el antiespíritu, de lo
perfectamente formado sobre lo caótico y sin forma. Porque éste fue el último y
supremo significado de su misión sobre la tierra: dirigir otra vez la medida
hacia arriba, volver a colocar en lo duradero y lo eterno una época que, como
él decía con agra-do, descansa sólo en lo deleznable. Hugo von Hofmannsthal
exigió y demostró con su obra que hoy es posible todavía un arte elevado,
noble, que sirva a lo absoluto; y hay una gran responsabilidad en el hecho de
que hayamos podido comprobarlo viviendo, en su propia existencia. Porque
solamente si dejamos penetrar en nosotros mismos como energía viva el heroico
amor de Hugo von Hofmannsthal por lo eterno y lo inmaculado, sólo si nos
acostumbramos a volver a levantar la mirada a las esferas superiores donde él
operó y donde desapareció, honraremos verdaderamente a este poeta desaparecido
y sempiterno; sólo así celebraremos dignamente la memoria de Hugo von
Hofmannsthal. PALABRAS ANTE EL FÉRETRO DE SIGMUND FREUD Pronunciadas el 26 de septiembre de 1939 en el Crematorio
de Londres. Permítanme, en presencia de este glorioso féretro,
unas palabras de estremecido reconocimiento en nombre de sus amigos vieneses,
austriacos y mundiales, en aquella lengua que Sigmund Freud enriqueció y
ennobleció con su obra en forma tan grandiosa. Tengamos ante todo conciencia de que los que aquí
estamos reunidos por un duelo común, vivimos un momento histórico que
ciertamente no nos concederá el destino por segunda vez en nuestra vida.
Recordemos que para otros mortales, para casi todos los mortales, en el breve
minuto en que el cuerpo se hiela, su existencia, su presencia entre nosotros,
ha terminado para siempre. En cambio, para éste ante cuyo féretro estamos, para
este uno y único de nuestra desconsolada época, la muerte es apenas un fenómeno
fugaz y casi carente de esencia. Aquí, el desaparecer de entre nosotros no es
un fin, no es una dura conclusión, sino simplemente una transición suave de lo
mortal a la inmortalidad. Por lo transitorio del cuerpo que hoy perdemos
dolorosamente se salva lo imperecedero de su obra, de su sustancia: los que
aquí en este lugar respiramos y vivimos y hablamos y escuchamos aún, todos,
todos juntos no estamos vivos en sentido espiritual ni una milésima parte
siquiera de como lo está este gran muerto aquí, en su estrecho féretro
terrenal. No cuenten con que celebraré los hechos de la vida de
Sigmund Freud. Ustedes conocen su obra y ¿quién no la conoce? ¿Quién de nuestra
generación no la formuló íntimamente y la transformó? Ella vive, magnífico
descubrimiento del alma humana, como leyenda inmortal en todos los idiomas, y
esto en el más estricto sentido de la palabra, porque ¿existe acaso una lengua
que pudiera no echar de menos y carecer otra vez de los conceptos y los
términos que él arrancó al crepúsculo de lo subconsciente? La moral, la
educación, la filosofía, las letras, la psicología, todas y todas las formas de
la creación espiritual y artística y del entendimiento anímico, desde dos o
tres generaciones atrás, se enriquecieron por él como por ningún otro de
nuestra época; por él se revalorizaron... Aun aquellos que no saben de su obra
o se niegan a reconocer sus hallazgos, aun aquellos que nunca oyeron su nombre,
están inconscientemente en deuda con él y sometidos a su voluntad espiritual.
Cada uno de nosotros, los hombres del siglo XX, sería distinto, sería otro, sin
él en su pensamiento y su comprensión; cada uno de nosotros pensaría, juzgaría,
sentiría en forma más estrecha, menos libre, más injusta si él no nos hubiera
precedido en el pensar, sin aquel poderoso impulso hacia adentro que él nos
dio. Y cada vez que tratemos de penetrar en el laberinto del corazón humano, su
luz espiritual seguirá estando constantemente en nuestro camino... Todo lo que
Sigmund Freud concibió y anticipó como inventor y guía, estará con nosotros
también en el futuro; una sola cosa, un solo ser nos abandonó, el hombre mismo,
el amigo precioso e irreemplazable. Yo creo que todos nosotros sin distinción,
por diferentes que seamos, nada hemos deseado en nuestra juventud tan
viva-mente como ver vivir en carne y sangre ante nosotros lo que Schopenhaüer
llama la forma suprema de la existencia: una existencia moral, una vida
heroica. Todos hemos soñado cuando niños con encontrar una vez a ese héroe
espiritual, por el cual pudiéramos formarnos y crecer en sustancia, un hombre
indiferente a las seducciones de la gloria y de la vanidad, un hombre de alma
rebosante y responsable, entregado únicamente a su labor, una labor que a su
vez no se sirve a sí misma sino a toda la humanidad. Este ilustre muerto
realizó inolvidablemente con su vida aquel sueño entusiasta de nuestra
infancia, aquel postulado cada vez más exigente de nuestra madurez, y con ello
nos donó una dicha espiritual incomparable. Aquí, finalmente, en una época
vanidosa y olvidadiza, fue el imperturbable, el buscador puro de la verdad,
para quien en este mundo nada es más importante que lo absoluto, lo definitivo.
Aquí estaba ante nuestros ojos, en fin, ante nuestro respetuoso corazón, el más
noble, el más perfecto tipo de investigador en su eterno desacuerdo: por una
parte, prudente, examinando con cuidado, reflexionando siete veces siete y
dudando de sí mismo, hasta no estar seguro de un conocimiento; pero luego,
apenas conquistada una convicción, defendiéndola contra la oposición de todo un
mundo. Por él, nosotros y nuestra época hemos aprendido una vez más en forma
ejemplar que no hay sobre la tierra valentía más admirable que la libre e
independiente de un hombre del espíritu; inolvidable será para nosotros ésta su
valentía de encontrar conocimientos que los demás no descubrían porque no se
atrevían a encontrarlos o, en ocasiones, ni a expresarlos y confesarlos. Más él
osó y osó, constantemente, solo contra todos; osó anticiparse en lo nunca
hollado hasta el último día de su vida. ¡Qué ejemplo nos legó con éste su valor
del alma en la eterna lucha de la humanidad por el conocimiento! Pero cuantos
le conocíamos, sabemos también qué emotiva modestia personal acompañaba de
cerca este valor para lo absoluto, y cómo este ser admirablemente fuerte de
alma era al mismo tiempo el más comprensivo para todas las debilidades
espirituales. Este doble tono profundo -la severidad del alma, la generosidad
del corazón- originó al final de su vida la más perfecta armonía que pueda
conquistarse en el mundo del espíritu: una pura, clara y otoñal sabiduría.
Quien la experimentó en estos últimos años, se consoló en una hora de mutua
confidencia de la contradicción y la locura de nuestro mundo, y, a menudo,
durante esas horas, deseó que ellas fueran concedidas también a hombres
jóvenes, en devenir, para que ellos, en un momento en que no podremos ya ser
testimonio de la grandeza espiritual de este hombre, pudiesen decir todavía con
orgullo: "He visto a un verdadero sabio, he conocido a Sigmund Freud". Algo puede
reconfortarnos en esta hora: Freud había concluido su obra y se había concluido
en plenitud él mismo íntimamente. Dueño hasta del enemigo primitivo de la vida,
del dolor físico, por la firmeza del espíritu, por la resistencia del alma, dueño
de sí no menos contra el dolor propio, como lo fue toda la vida en la lucha
contra lo que le era ajeno, ejemplar por eso como médico, como filósofo, como
conocedor de sí mismo hasta el último instante amargo. Gracias por este ejemplo, amado y venerado amigo, y
gracias por tu gran vida creadora, gracias por tus acciones y tus obras,
gracias por lo que fuiste y por lo que vertiste de ti en nuestras almas;
gracias por los mundos que abriste para nosotros y que ahora recorremos solos,
sin guía, siempre fieles a ti, siempre recordándote con respeto; tú, el amigo
más precioso, tú, el maestro más amado, Sigmund Freud. MATER DOLOROSA Las cartas de la madre de Nietzsche a Overbeck. 1937 Esta mujer es realmente inagotable en su paciencia... y aquí hace falta esa paciencia que sólo puede tener
una madre. PETER GAST, 1890. Una tranquila y esbelta viuda de pastor en Naumburg;
viste siempre de negro, va siempre sola y a menudo a la iglesia, la piadosa y
sufrida mujer. La vida no fue buena con ella. Su esposo murió temprano; la hija
única, la delicada y alegre Isabel, la abandonó, emigrando al Paraguay con un
extraño silvicultor visionario; y su hijo predilecto, el hijo de su corazón...;
¡ay, ella suspira cuando recuerda su nombre, y en la iglesia reza por él una oración
especial! ¡Cuánta alegría le proporcionó este jovencito fino, inteligente,
delicado! ¡Qué orgullosa estuvo ella de su Fritz los primeros años! El mejor
alumno en el Gimnasio, el preferido de todos los maestros en la Universidad, a
los veinticuatro años de edad -un milagro en el mundo académico- profesor,
profesor ordinario de la Universidad de Basilea, a los veinticinco, honrado con
la amistad de Ricardo Wagner; todas las madres deben envidiar por ese hijo a la
tranquila y modesta viuda de un pastor en Naumburg. ¡Y qué hermosos y sabios
libros escribe, poco comprensibles, ciertamente, para la ingenua mujercita a la
antigua -que ha leído poco fuera de libros piadosos y tal vez los clásicos-, y
escribe hasta los títulos de sus obras con errores (Crepúsculo del espíritu en
lugar de "Crepúsculo de los ídolos", y Zara Tustra en lugar de
"Zarathustra"). Pero la gente culta de todas clases atribuye
importancia a los escritos de su hijo; ¿cómo no prestaría entera fe una madre a
esa alabanza? Mas de pronto una angustia salvaje, un repentino terror, destruye
su alegría; primero llegó uno, luego otro para contarle que Fritz, el
"Fritz de su corazón" deshonra la memoria de su piadoso padre,
escribiendo libros blasfemos, horrendamente blasfemos y que se llama a sí mismo
sacrílegamente "el Anticristo". Es una infamia, una vergüenza: el
hijo de un pastor ultraja la doctrina cristiana y anuncia una cruzada contra la
Cruz. La pobre y sencilla mujer se asusta hasta lo más hondo del alma; ha
perdido al hijo, aunque viva físicamente, y, en verdad, sus cartas, las cartas
de él, se tornan extrañas, a veces duras. En sus escritos, en su ser, estalla
un tono salvaje, dominador; inconscientemente, oscuros presentimientos rozan a
la trastornada madre, un demonio, el enemigo de Dios hecho carne debe de
haberse apoderado del alma de su hijo. Y de repente, la terrible noticia desde Basilea, en
enero de 1889: ella debía acudir en seguida. Over-beck, el único amigo seguro y
de la confianza especial de ella como profesor de teología, acaba de traer
desde Turín al hombre mentalmente enfermo: quiere entregárselo a ella, sólo a
ella, que es la madre del enloquecido, para que lo lleve a la tumba viviente, a
un instituto de lunáticos. Escenas horribles que uno se niega a reproducir, se
desarrollan durante el encuentro, que para el enfermo de la mente ya no es un
reconocer. Hundido en un sueño artificial con una elevada dosis
de cloral y, además, en compañía de un médico y de un enfermero, se carga al
enfermo Nietzsche en unión de su madre en un coche ferroviario y allí comienza
su viaje hacia la última noche, la eterna noche y comienza también la
información de la madre en las cartas a Overbeck, que son uno de los documentos
más estremecedores de la historia del espíritu. Terrible el viaje -un estallido de furia del de-mente
contra la madre, que debe ponerse a salvo en otro compartimiento del tren-,
terrible el traslado al manicomio, donde el mayor genio del siglo es encerrado
en una celda por cinco marcos diarios. Para los médicos no es ciertamente tal
genio, sino un simple caso de paranoia con la anotación entre paréntesis
"incurable"; el director del establecimiento, a quien se quiere
demostrar la importancia de Nietzsche, rehúsa en seguida leer sus obras,
"ellos tienen tan poco tiempo para libros de literatura"; pocos días
después, se muestra a los estudiantes de un curso un profesor Nietzsche como
ejemplo magistral de paranoia, sin que uno solo saltara asustado al oír el
nombre de "Nietzsche" -que entonces era tan desconocido todavía que
la Enciclopedia no contiene su nombre-: Hacen andar al paciente hacia arriba y
hacia abajo, y como no lo hace bastante erguido -para revelar los síntomas-, el
profesor se ríe de él: "Un viejo soldado como usted debe saber marchar
decorosamente". Y también se ríe de él, de esta larva del espíritu máximo
de nuestra época, el loquero; le acaricia buenamente los espesos bigotes, le
golpea en el hombro y abraza alegremente al hombre que cuando estaba sano,
consideraba demasiado íntimo e importuno el más leve contacto. Como en
Albatros, de Baudelaire, el que antes volaba libre y magnífico por el éter y
ahora tiene las alas cortadas, se convirtió en mofa para los chicos y en
grosera diversión para los loqueros. ("Se me arrastra a veces por la
cabeza", dice en su jerga sajona al bondadoso compañero de cuarto.)
"Incurable" y "debe quedar internado toda la vida", dijeron
los médicos. Pero alguien no lo quiere creer; la mujer emotivamente simple,
emotivamente esperanzada, emotivamente delicada; su madre. "Sólo me
atormentó constantemente la idea de que los médicos tal vez no comprendían
exactamente la enfermedad de mi hijo". ¿Qué son para ella estas terribles
y extrañas palabras, estos diagnósticos? No, ella no cree, porque no quiere
creerlo, que su hijo, el Fritz de su corazón, esté loco. Sólo que trabajó
demasiado este "hijo de su alma", y sanaría pronto, si ella, la
madre, pudiera cuidarlo en su casa. Los médicos titubean, vacilan mucho tiempo.
Dejar en manos de una débil y anciana mujer a un enfermo mental que a veces
sufre terribles ataques de furia -el mismo Peter Gast teme que Nietzsche
"pueda derribar y aun asesinar a su madre durante esos ataques"-, sin
cuidadores, sin medidas de precaución, parece absurdo. Pero la madre no ceja,
no teme el peligro, se curva bajo la cruz que le ha sido impuesta y,
finalmente, a comienzos de 1891, los médicos dan de alta -exigiendo un
documento que los dispense de toda responsabilidad- a ese ser un poco más
tranquilo, pero aun no curado por completo. Desde ese momento, la madre es la
única persona que le cuida. Y desde ese momento se ve a una anciana que de vez en
cuando lleva por las calles y en largos paseos al enfermo, como si llevara a un
enorme oso muy torpe. Para entretenerlo le recita sin interrupción poesías, que
él escucha estúpidamente; le hace esquivar con habilidad a la gente, que los
observa curiosa; y a los caballos que lo asustan. ("No tiemblo a los
caballos", dice siempre en lugar de: "No amo a los caballos". Y
se siente feliz cada vez que vuelve con él a casa, sin llamar la atención y sin
que él hable fuerte (con esta expresión de un delicado disimulo llama ella los
salvajes rugidos del demente). En casa es más fácil tenerlo ocupado. Si lo
sienta delante del piano, el ser ausente de sí mismo fantasea largas horas en
el vacío, y ella lo deja hacer, excepto cuando toca música de Wagner, porque
sabe que Amfortas le excita siempre los nervios. O le da algo para leer;
naturalmente, Nietzsche hace mucho ya que no sabe lo que lee, pero se calma
teniendo en sus manos un diario o un libro y murmurando tontamente como si
leyera. Si se le entrega un lápiz, se despierta en él el oscuro recuerdo de que
un día fue escritor, y garabatea constantemente palabras ilegibles en el papel:
inconscientemente, algo queda despierto todavía en él de aquél que fue poeta
inmortal, músico profundo; pero ese algo no es de modo fantasmagórico más que
lo mecánico de las funciones. Cuando habla, es casi siempre farfullando y
"feliz por hablar", como escribe la madre; sólo de vez en cuando
relampaguean, como en Hölderlin enfermo, tremendas palabras a través de las
nubes de la locura, como cuando dice: "Estoy muerto porque soy tonto"
o, sacudiendo salvajemente la melena: "Sumariamente muerto". Todo esto comunica la madre al amigo en forma
estremecedora. Es sincera en su sencilla narración, pero se siente que la tan
sufrida mujer callase lo más amargo; que trata de imaginar ilusionada, para sí
misma y para los amigos, que el verdadero estado de Nietzsche es más claro y
curable; se siente que pasa de prisa por encima de sus estallidos de furia
(cuando grita y "¡con qué voz!"), para contar del "buen
hijo" cuyas "queridas facciones" tienen un aspecto
"sumamente divertido, del todo pícaro". Y sólo en sus ahogados
suspiros se adivina la enorme carga que la madre se ha impuesto, para cuidar
sola a un enfermo con quien no se puede contar, para vigilarlo, lavarlo, darle
de comer, vestirlo, todo ella sola sin ayuda alguna, entreteniéndole las doce
horas largas, y luego, en lugar de descansar mientras él duerme, cuidar de la casa...,
sacrificando un año, dos, cinco de su vida al delirio de su curación, sin una
hora de libertad, sin descanso, sin pausa. "¡Oh queridos, nadie puede
sospechar siquiera lo que yo sufro!", suspira a veces. Pero siempre se
advierte a sí misma: "Hay que tener paciencia y confiar en la gracia y la
misericordia de Dios". Pero, al final, tampoco esta alma devota que cree en
el milagro puede engañarse por más tiempo y renuncia a la ilusión tan
largamente acariciada de que su hijo, el "Fritz de su corazón", pueda
volver a ser un día un hombre sano, despierto, normal de espíritu. Resignada, confiesa que "su mal será siempre para
mí un misterio". Sigue cumpliendo fielmente su deber cotidiano, lo
alimenta con emparedados de jamón y le acaricia las mejillas. Pero las fuerzas
de Nietzsche siguen decayendo. Está cada día más cansado. Los paseos no le
atraen ya, está tendido en silencio en su sillón de enfermo, dirigiendo los
ojos vacíos bajo los párpados ya pesados, con fatigoso esfuerzo, hacia las
personas que entran en su cuarto. Cesan las explosiones de furor; el cráter ha
terminado de arder. Apáticamente se sienta o se tiende en el mirador; "en
todo un mes apenas pronuncia una sola frase, físicamente contrahecho, un
espectáculo que hace llorar". Pero, evidentemente, nada siente ya, ni la
felicidad ni la desdicha; de modo espantoso está en "el más allá de
todo". Pierde paulatinamente toda facultad de distinguir; progresa en
forma terrible la disolución, "hasta del concepto de la propia
persona". "Contempla largamente sus manos con la expresión de quien
cree que no le pertenecen y luego, generalmente, las mete en los bolsillos del
pantalón, cosa que antes nunca hacía. En esos casos, le hago colocar las manos
sobre la mesa, aunque se resiste convulsamente, se las acaricio y le hago
comprender que son sus manos, la derecha y la izquierda". Es en vano que
la fama lo busque, que vengan extranjeros a Naumburg en peregrinación, que los
amigos que en vida le desconocieron, lo visiten ahora... Es demasiado tarde. No
reconoce ya a nadie; como un león moribundo, tremendo y grandioso, mira
fijamente con los ojos que estallan, a amigos y parientes. Y un destino
generoso evitó a la madre la pena de ver, de seguir viendo el final, lo más
terrible: cómo esta inmóvil figura, cadáver viviente, yace allí en la casa años
y más años, hasta que finalmente el corazón deja de latir en el cuerpo, que
también va tornándose rígido. Estremecedora tragedia: un cerebro de la más luminosa
claridad, la más asombrosa plenitud del saber, unida a la más alta expresión
idiomática... y un bacilo infinitesimal, que roe, asesinándolo, a este ser
único, aniquilando en bestial insensibilidad la más radiosa clarividencia que
ayer todavía fue energía creadora: enigma y misterio que no sólo esta suave y
sencilla mujer fue incapaz de resolver y de-velar, sino que también nosotros
contemplamos con horror y sin comprender. Pero es admirable cómo ella, que se
encuentra confusa, ignara ante lo inexplicable, que sigue con energía
inagotable, madre heroica, cumpliendo fiel y sacrificada su inútil obra, espera
obrar el milagro por el amor y la humildad; este heroísmo del amor, no menos
poderoso que el valor espiritual del gran rebelde, se conoce ahora
indiscutiblemente, por primera vez, en sus cartas. El gesto impremeditado es
siempre el más bello y el más humano; justamente de lo simple, de lo natural y
realmente verdadero, brotan las emociones más puras, y así, por estas
anotaciones de una mujer sencilla, sabemos más que por todos los documentos
clínicos y las disertaciones cultas acerca de la caída y la pérdida de este
gran espíritu de la pasada generación. Precisamente aquella que menos comprendió tal vez sus
obras, la madre piadosa, retirada del mundo y ajena a todo eso, lo describió
mejor milagro del poder del amor- en su verdadera esencia. TOLSTOI Pensador religioso y social 1937 El 27 de junio de 1883, Turguenev, con Tolstoi, el más
importante de los escritores rusos de entonces, escribió al camarada amigo una
carta estremecedora, dirigida a Jasnaia Poliana. Desde unos años atrás había
estado observando con extrañeza que Tolstoi, a quien él veneraba como el
artista máximo de su país, abandonando la literatura, se acercaba a una
"ética mística" y amenazaba perderse en ella; que él, que sabía
describir como nadie a la naturaleza y al ser humano, no tenía sobre su mesa
más que la Biblia y tratados teológicos. Le acucia la preocupación de que Tolstoi, como Gogol,
pueda perder sus años más decisivos de creador en especulaciones religiosas,
sin sentido para el mundo. Y por eso, enfermo de muerte, toma la pluma, más
exactamente el lápiz -porque sus manos, mortal-mente cansadas, ya no pueden
manejar la pluma- y se dirige al genio máximo de su patria con un tembloroso
pedido. "Es el pedido sincero, el último pedido, de un moribundo", le
escribe. "¡Vuelva usted a la literatura! Este es su verdadero don. Gran
escritor de nuestra patria rusa, ¡escuche mi ruego!" Este grito conmovedor
de un agonizante -la carta se interrumpe en la mitad y Turguenev escribe que le
faltan las fuerzas- no fue contestado en seguida por Tolstoi; cuando al fin
quiere responder, es demasiado tarde. Turguenev murió sin saber si su deseo
había sido escuchado. Probablemente, sin embargo, le hubiera resultado difícil
a Tolstoi contestar al amigo, porque no lo empujaron por ese camino de las
cavilaciones y la búsqueda de Dios la vanidad y la curiosidad especulativa,
sino que se sintió atraído a ello sin quererlo y aun contra su deseo. Tolstoi,
que como nadie vio y percibió penetrantemente lo sensible, lo material, de este
mundo, hombre de la tierra ligado a la tierra, nunca había mostrado antes, en
toda su vida, inclinación a la metafísica. Nunca había sido pensador por
elemental impulso o gusto de pensar; ante todo, en su arte épico le preocupó lo
sensible de las cosas, no su sentido. No emprendió, pues, voluntariamente este
cambio de rumbo hacia lo especulativo, sino que recibió de repente una
impulsión, desde algún sitio de las tinieblas, que de pronto hace tambalear a
este ser firme, fuerte y sano, que hasta ese momento ha ido por la vida erguido
y dueño de sí, y le obliga a buscar, con las manos angustiosamente
acalambradas, un punto de apoyo, un sostén. Este choque interior, que Tolstoi experimentó
alrededor de los cincuenta años, carece de nombre y, realmente, también de
causa visible. Todo aquello que se puede llamar premisa o condición para una
vida feliz, se cumplió maravillosamente en aquel mismo momento. Tolstoi está
sano, físicamente fuerte como nunca, ágil de espíritu, artísticamente intacto.
Como dueño de una gran posesión, no conoce cuitas materiales, goza de respeto
como descendiente de una de las más nobles familias y más respeto aun como el
más grande escritor en lengua rusa, famoso en todo el mundo. Su vida familiar
tiene mujer e hijos- es totalmente armoniosa, y no se puede descubrir ninguna
causa externa para una disconformidad cualquiera con la existencia. Y de repente llega ese empellón desde la tiniebla.
Tolstoi siente que ha chocado con algo tremendo. "La vida se detuvo y se
volvió fatal." Tantea al mismo tiempo alrededor de él y pregunta qué le
acaba de suceder, por qué le invade de repente esa melancolía, ese estado de
angustia, por qué nada le alegra ya, nada le estremece. Siente solamente que el
trabajo le repugna, que su mujer se le vuelve extraña, los hijos indiferentes.
Acaba de caer sobre él un hastío de la vida, taedium vitae, y tiene que
encerrar su fusil de caza en el armario para no emplearlo contra sí mismo en la
desesperación. "Por primera vez reconoció claramente entonces -así describe
este estado en su figura refleja, el Lewin de Ana Kareninaque en lo futuro
solamente el dolor, la muerte, la eterna fatalidad esperan al hombre, a él
también, y resolvió, pues, que no podría seguir viviendo así; que debía
encontrar una explicación de la vida o matarse de un tiro". No tiene sentido querer dar un nombre a esta sacudida
interior, que hizo de Tolstoi un cavilador, un pensador, un maestro del vivir.
Probablemente no fue más que un estado climatérico, la angustia ante la vejez,
la ansiedad ante la muerte, una depresión neurasténica, que se transformaba en
un estado pasajero de laxitud. Pero es connatural en el hombre de espíritu y,
sobre todo, en el artista, que observe sus crisis íntimas y trate de
superarlas. Al comienzo invade a Tolstoi solamente una inefable inquietud.
Quiere saber lo que le ocurrió y por qué la vida, que hasta ese momento le
pareció tan repleta de significado, tan rica, lozana y múltiple, de pronto se
tornó para él chata y hueca. Y como en la magnífica no-vela, su Iván Ilitch,
cuando siente por primera vez la garra de la muerte en su propia carne, se
pregunta asustado: "Tal vez no viví como debí vivir", así comienza
Tolstoi, día tras día, a preguntarse ahora acerca de su vida, acerca del
sentido de su vida; buscador de la verdad y filósofo no por primitivo placer de
pensar o curiosidad espiritual, sino por el instinto de la propia conservación,
por desesperanza. Su pensar es, como en Pascal, filosofía ante el abismo o
surgida del abismo, del gouffre, investigación de la vida por angustia ante la
muerte, ante la nada. Hay una rara hoja de Tolstoi de aquellos días, una hoja
de papel donde anotó las seis "desconocidas preguntas" que debe
contestarse: a) ¿Para qué vivir? b) ¿Qué causa tiene mi existencia y la de todos? c) ¿Qué fin tiene mi vivir y el de los demás? d) ¿Qué significa la división, la separación entre el
bien y el mal, que siento en mí, y para qué está? e) ¿Cómo debo vivir? f) ¿Qué es la muerte... y como puedo salvarme? Durante los próximos treinta años -más que lo
literario-, el contestar a estas preguntas de cómo él y los otros deben vivir
"correctamente", es la razón de ser y obrar de Tolstoi. La primera etapa de esta búsqueda del "sentido de
la vida" resulta enteramente lógica. Tolstoi, que, a pesar de ocasionales posturas
nihilistas, que encuentran expresión principalmente en la filosofía de la
historia de Guerra y paz, nunca fue un escéptico; que pasó sus años libre de
preocupaciones materia-les y morales, gozoso, trabajando; como repentino adepto
de la filosofía, se dirige ante todo a las autoridades para saber su opinión
acerca de por qué y para qué vivimos. Comienza a estudiar libros filosóficos, a
derecha e izquierda, Schopenhauer y Platón, Kant y Pascal, para que ellos le
expliquen "la razón de la vida". Pero ni los filósofos ni las
ciencias le contestan. Tolstoi encuentra con cierto malestar que las opiniones
de estos sabios son exactas y claras solamente cuando no se refieren a
"problemas inmediatos del vivir", que en cambio se reservan toda
respuesta apenas se les pide un consejo decisivo, una ayuda, y que nadie entre
ellos puede explicarle lo único importante: "¿qué importancia temporal,
causal y espacial tiene mi vida?" Y - segunda fase deja a los filósofos y
acude a las religiones, para encontrar consuelo en ellas. El "saber" se lo negó, lo busca, por lo
tanto, en una "fe" y reza: "Señor, dame una fe y deja luego que
ayude a los demás a encontrarla". En aquellos años de íntima perturbación, Tolstoi no
corre detrás de ninguna doctrina suprapersonal, no es un iniciador, un
revolucionario en sentido espiritual; sólo quiere encontrar para sí mismo, para
el individuo León Tolstoi caído en la duda, un camino, una meta, quiere
conquistar para sí mismo la paz del alma. Sólo quiere salvarse -según sus propias
palabras- del nihilismo interior, encontrar una razón para la sinrazón del
destino. No piensa entonces ni lejanamente en proclamar una
nueva creencia, una nueva fe, y tampoco quiere abandonar la vieja religión
heredada, alejarse del cristianismo ortodoxo. Por el contrario, se acerca de nuevo a la Iglesia,
después de haber dejado de rezar, de frecuentar los templos y prepararse a
comulgar, a los dieciséis años. Se esfuerza en ser un severo creyente, observa
todos los mandamientos y las normas, ayuna, va en peregrinación a los
monasterios, se arrodilla delante de los íconos, discute con obispos y popes
sectarios y, sobre todo, estudia el Evangelio. Y entonces ocurre lo que les pasa a los inquietos
buscadores de la verdad. Entiende que el Evangelio, con sus leyes y
mandamientos, ya no se observa y que lo que enseña la Iglesia ortodoxa rusa
como doctrina "verdadera" de Cristo no es ya la original y
"verdadera"; con ello descubre también su primer cometido: exponer el
Evangelio en su sentido real, propio, y enseñar a todos los demás este
cristianismo como "una nueva concepción de la vida, no como doctrina
mística". Del buscador ha surgido un confesor, del confesor un profeta y
del profeta será breve el paso para llegar al zelotes. Una desesperanza personal
comienza a transformarse en una doctrina autoritaria, reforma de todo el
pensamiento espiritual y moral y, además, en una nueva sociología. La pregunta
primitiva, tan angustiosa, de un individuo: "¿Para qué vivo y como debo
vivir?", se convirtió en un postulado para la humanidad entera: "Así
debéis vivir". Por experiencia de milenios, sin embargo, la Iglesia
tiene una intuición muy especial para el peligro que trae aparejada toda
arbitraria explicación de los libros sagrados. Sabe que aquél que una vez
comienza por acomodar su modo de vivir a la letra de la Biblia, tiene que
llegar necesariamente a un conflicto con las normas de la Iglesia oficial y las
leyes del Estado. Ya el primer libro de principios de Tolstoi, Mi confesión, es
prohibido por la censura, el segundo, Mi fe, por el Santo Sínodo, y aunque las
autoridades eclesiásticas, por respeto, sientan miedo del gran escritor, deben
concluir por aplicar a Tolstoi la condenación de la Iglesia y excomulgarlo.
Porque Tolstoi, rebelde hasta lo más profundo de su ser, ha comenzado a socavar
todos los cimientos sobre que descansan la Iglesia, el Estado y todo el orden
valedero en la época; como los valdenses, los albigenses, los anabaptistas, los
predicadores rústicos de la Revolución, como todos aquellos que quisieron
llevar de nuevo el cristianismo a sus formas primitivas, originales, y trataron
de vivir únicamente de acuerdo con la letra de la Biblia, Tolstoi está desde
ese instante irresistiblemente en camino de ser el más decidido enemigo del
Estado, el ácrata anticolectivista más apasionado que conoce la época moderna.
De acuerdo con su energía, su resolución, su tenacidad y lo indomable de su
coraje, avanza por una parte a la manera de los grandes reformadores, como
Lutero y Calvino, por la otra, en sentido sociológico, cual los anarquistas más
atrevidos, como Stirner y sus discípulos. Y de pronto, la cultura moderna, la
sociedad contemporánea, con todas sus razones y sus sinrazones, no tiene en el
siglo XIX adversario más rencoroso y peligroso que el autor máximo de sus días
y nadie que obre tan destructivamente, en el sentido de la crítica social, como
él, que antes fue artísticamente el más grande de los creadores de su época. La Iglesia y el Estado, sin embargo, conocen el
peligro de estos decididos francotiradores, de estos independientes; saben que
aun las investigaciones más puramente ideológicas poco a poco invaden el
terreno práctico y que justamente los más honestos, los más dotados entre los
reformadores del mundo, provocan la mayor confusión sobre la tierra. Saben que
el cristianismo primitivo, original, tiene por meta un reino de Dios y no uno
terrenal; que sus mandamientos, sus leyes en el sentido político, estatal, son
en parte subversivas, en parte niegan el Estado, porque el creyente está
obligado a colocar a Cristo por encima del César, el reino de Dios sobre el
terrenal, y por eso debe fatalmente chocar con los deberes de los
"súbditos", con la ley y la organización del Estado. Pero Tolstoi comprende paulatinamente a qué densos y
complicados problemas lo llevarían su búsqueda y su investigación. Al
principio, piensa solamente en poner orden en su propia vida privada, en poner
paz en su alma, tratando de adaptar, en todo lo posible, su conducta personal,
individual, a las normas del Evangelio; no tiene otra intención que vivir en
paz con Dios, en paz consigo mismo. Pero inconscientemente el problema
primitivo: "¿Qué había de falso en mi vida?", se amplía y abarca este
otro: "¿Qué hay de falso en la vida de todos nosotros?" y con esto se
convierte en crítica de la época, en crítica del presente. Comienza a mirar en
su derredor y descubre -lo que de modo especial en la Rusia de aquellos años no
era difícil descubrir- la desigualdad de las condiciones sociales, el contraste
entre pobre y rico, entre lujo y miseria; ve al lado de sus errores privados,
personales, la general injusticia de sus compañeros de clase, y reconoce como
su primer deber el de oponerse con todas sus fuerzas a esa injusticia. También en esto comienza muy lentamente; mucho antes
de llegar -la senda llevará siempre más adelante a este ser encarnizadamente
duro, amargamente claro en su visión- a ser anarquista, a ser revolucionario
elemental; se transforma en filántropo y liberal. Un lapso ocasional de
residencia en Moscú, en 1881, le pone en contacto por primera vez con el
problema social; en su libro "¿Qué debemos hacer?" describe en forma
que estremece éste su primer encuentro con la miseria en masa de la gran
ciudad. Naturalmente, en sus viajes y peregrinaciones había visto ya mil veces con
sus claros ojos la pobreza; pero se trataba solamente de la pobreza aislada,
individual, en los pueblos y en los campos, no de la miseria concentrada
"proletarizada" de las ciudades industriales, la miseria como
producto de la época, fatal fruto mecánico de una civilización mecánica: de
acuerdo con su posición bíblica, Tolstoi trata de aliviar la miseria con
regalos y ofrendas, con la organización de la beneficencia; mas comprende muy
pronto la inutilidad de toda acción individual y que "solamente el dinero
no puede bastar para transformar la trágica existencia de esta gente". Un cambio real puede lograrse únicamente con invertir
por completo todo el sistema actual de la sociedad. Y así escribe en la pared
de la época las ardientes palabras de admonición: "Entre nosotros, los
ricos y los pobres, se levanta un muro de falsa educación, y antes de poder
ayudar a los pobres, debemos derribar este muro. Necesariamente, llegué a la
conclusión de que nuestra riqueza es la verdadera causa de la miseria de los
pobres". Hay algo equivocado y falaz en el orden social
presente; esto se le tornó dolorosamente claro en lo más hondo del alma y,
desde este momento, Tolstoi tiene una sola meta: instruir, prevenir, educar a
los hombres, para que se esfuercen en reparar voluntariamente la monstruosa
injusticia que nace de la separación de los seres humanos en clases
arbitrariamente diversas. Voluntariamente y por una convicción pura-mente moral
-aquí tiene sus comienzos el "tolstoianismo"-, porque Tolstoi no
tiende a una revolución violenta, sino a una moral, que debe realizar esa
nivelación lo más pronto que sea posible y ahorrar con ello a la humanidad la
otra rebelión, la sangrienta. Una revolución desde la conciencia, una
revolución por la renuncia voluntaria del rico a su riqueza, del ocioso a su
ocio, y la pronta renovación de una división del trabajo en el sentido natural
que Dios fija, para que nadie pueda tener una excesiva participación en el
trabajo ajeno, y todos solamente iguales necesidades; desde ese instante, el
lujo es para él apenas una flor venenosa en el pantano de la riqueza, y debe
eliminarse en razón de la igualdad entre los seres humanos. Por esta
convicción, Tolstoi inicia su lucha contra la propiedad, cien veces más
encarnizado que Carlos Marx y Proudhon. "La propiedad es hoy en día la
raíz de todo el mal. Es la causa del sufrimiento de aquellos que poseen y de
aquellos que no poseen. Y es inevitable el choque entre aquellos que tienen por
demás y aquellos que viven en la miseria". Todo el mal comienza con la propiedad, y mientras el
Estado reconozca todavía el principio de la propiedad, obra, en el sentir de
Tolstoi, en forma tan anticristiana como antisocial y se torna cómplice y aun
principal culpable, por cuanto, para Tolstoi, la propiedad representa una culpa
frente a otros. "Estados y gobiernos están intrigando y van a la guerra
por la propiedad, ora en las orillas del Rin, en las tierras africanas, ora en
la China y los Balcanes; los banqueros, los comerciantes, los industriales y
los terratenientes trabajan, proyectan y se atormentan y atormentan a los demás
en holocausto de la propiedad. Nuestros tribunales, nuestra policía, defienden la
propiedad. Nuestras colonias penales y nuestras cárceles, todos los horrores de
lo que llamamos represión del delito, existen solamente para la protección de
la propiedad". En el concepto de Tolstoi, no hay más que un
encubridor único y poderoso, que apaña toda la injusticia del presente orden
social, y este delincuente es el Estado. Ha sido inventado exclusivamente, en
su opinión, para proteger la propiedad; sólo para este fin supo erigir su
complicado sistema de fuerza, con leyes, jueces, prisiones, abogados, policías,
ejércitos. Pero Tolstoi considera como la culpa más tremenda y anticristiana
del Estado el alistamiento militar general y obligatorio, apenas inventado en
nuestro siglo. Ninguna otra cosa le parece mayor desafío del hombre
"cristiano" a los dogmas de Cristo, a los mandamientos evangélicos,
que el hecho de que se adapte a la orden del Estado, acepte que le pongan un
instrumento en las manos para matar a un hombre completamente desconocido, por
amor de una palabra ocasional -patria, libertad, Estado-, de una palabra que,
como Tolstoi sigue insistiendo siempre, sólo oculta el deliberado deseo de
proteger la propiedad que no le pertenece, elevando así violentamente la idea
de posesión a la de un derecho más elevado y moral. Tolstoi escribió cientos y
cientos de páginas para explicar la contradicción que hay en eso de que, en el
estado actual de la así llamada civilización, en la cual él sólo ve un pretexto
de íntima inmoralidad se obligue a los hombres a matarse mutuamente por orden
estatal contra los mandamientos de Dios y contra el íntimo mandamiento moral-,
porque con ello "un hombre es colocado contra su propia voluntad en una
situación que repugna a su conciencia". De esta manera, Tolstoi -del estudioso del Evangelio
ha nacido finalmente el ácrata radical- llega a la conclusión de que es deber
de todo hombre que piensa moralmente, oponerse al Estado cuando le exige algo
"anticristiano", el servicio militar, pues, y precisamente oponerse
no con la violencia, sino con la resistencia pasiva; y llega además a la otra
conclusión: que debe negarse voluntariamente a toda actividad que se funde en
la utilización y explotación del trabajo ajeno. El honesto no debe pensar ni
obrar patrióticamente, sino humanamente; sin cesar insiste Tolstoi en el más
sagrado derecho del individuo para rechazar cosas por su íntima convicción
aunque sean permitidas o aun ordenadas por la ley, para resistirse a todas las
disposiciones del Estado que no reconozca como morales. Por eso aconseja al
"cristiano" rehuir en todo lo posible cualquier organización e
institución, no prestar servicio judicial, no aceptar ningún cargo de
funcionario público, para mantener pura su alma. Constantemente incita al
individuo a no dejarse intimidar por el principio antimoral y falso de la
fuerza, aunque se llame fuerza del Estado, porque el Estado, en su forma
actual, no es en sí más que el defensor, el abogado, el alguacil de una
injusticia latente; y aún los crímenes de los anarquistas, cometidos
individualmente, no le parecen tan moralmente perjudiciales como las
instituciones aparentemente bien ordenadas y pretendidamente humanas de ese
supremo enemigo. "Ladrones, asaltantes, asesinos y estafadores son
un ejemplo de lo que no se debe hacer y ellos despiertan en el ser humano el
miedo ante el mal. Pero los hombres que efectúan actos de robo, asalto,
asesinato y deshonestidad y se escudan en justificaciones religiosas,
científicas, liberales, que lo hacen como terratenientes, comerciantes,
industriales, invitan a los demás a imitar sus acciones y no hacen daño sólo a
los que sufren directamente por esos actos, sino a miles y millones de seres
humanos que ellos pervierten, al destruir en esos seres la diferencia entre el
bien y el mal... Una sola sentencia capital, ejecutada por hombres que no se
hallan bajo la influencia de la pasión, por hombres cultos y en buena
situación, con el consentimiento y la participación de pastores de almas,
desmoraliza, pervierte y bestializa a los seres humanos más que cientos y miles
de asesinatos cometidos por hombres incultos de trabajo, casi siempre en los
excesos de la pasión... Toda guerra, hasta la más breve, con todas las pérdidas
que acompañan a la guerra, los robos, los des-manes tolerados, las
depredaciones, las matanzas, con la supuesta justificación de su necesidad y
justicia, con la alabanza y la magnificación de las hazañas bélicas y la
simulación del cuidado por los heridos, pervierte moralmente en un año a los
hombres más que los millones de robos, incendios y asesinatos que se cometen en
el curso de cientos de años individualmente, bajo el influjo de la
pasión". El Estado, pues, la actual organización de la sociedad,
es el responsable principal, el verdadero Anticristo, la personificación del
mal, y Tolstoi lanza contra él su más enconado "Ecrasez l'infâme". Ahora bien, cuando el Estado como campeón de la humana
vida en común es sin más el "mal", la más sensible forma del
Anticristo sobre la tierra, según Tolstoi, el deber más natural y lógico del
"hombre cristiano" es el de huir tanto de las imposiciones como de
las seducciones de este diabólico fantasma. Rusia debe ser para el cristiano
libre tan indiferente como Francia o Inglaterra; no se debe pensar en naciones
sino solamente desde el punto de vista estrictamente humano. Y así como Tolstoi
se aparta de la Iglesia ortodoxa, se retira también espiritualmente de la
sociedad estatal, cuando declara: "No puedo reconocer a Estados o
Naciones, ni tomar parte en conflictos entre ellos, ni intervenir con escritos,
ni servir a uno de ellos. No puedo tomar parte en ninguna de las cosas que se
fundan en la distinción entre Estados, como aduanas, receptorías de rentas, fábricas
de explosivos y armas o cualquier preparación para la guerra". El
"hombre cristiano" no debe tratar de obtener beneficios o ventajas de
instituciones estatales; no debe intentar enriquecerse bajo la protección del
Estado o hacer carrera gracias a su protección. No debe invocar tribunales,
utilizar productos de la industria, emplear en su vida alguna cosa que proviene
del trabajo ajeno. No debe poseer bienes, debe evitar tomar dinero en sus
manos, no puede usar trenes ni vehículos, ni tomar parte en elecciones o
investir cargos públicos. No debe prestar juramento alguno de fidelidad ni al
zar ni a otra entidad análoga cualquiera, porque debe su obediencia
exclusivamente a Dios y a su palabra, como lo dicen claramente los Evangelios,
y no debe admitir ningún otro juez fuera de su conciencia. El "hombre
cristiano", según piensa Tolstoi -en realidad se podría escribir siempre
en ese caso "el anarquista puro"-, debe negar el Estado y vivir
moralmente fuera de esta institución inmoral; sola-mente esta actitud o
conducta meramente pasiva, puramente negativa, apática, que acepta
voluntariamente todos los sufrimientos, lo distingue básicamente del
revolucionario político, que odia la organización estatal en lugar de
ignorarla. Es necesario advertir el antagonismo de principios
entre Tolstoi y Lenin: con la misma severidad y decisión con que combate la
organización social presente, el tolstoianismo condena también toda rebelión
violenta contra la organización social, porque la revolución tiene que emplear
el mal -la violencia, la fuerza- contra el mal. No se debe ni se puede combatir
al demonio con Belcebú. De acuerdo con el principio íntimo y supremo de
"No oponerse al mal con la fuerza", la doctrina de Tolstoi establece
la resistencia pasiva e individual como la única forma permitida de lucha
frente a la resistencia activa, revolucionaria. El "hombre cristiano"
debe padecer y aceptar toda injusticia que le impone el Estado, sin por ello
reconocerla nunca. Jamás puede emplear la violencia para combatir a la
violencia, porque con su acción agresiva reconocería como válido el principio
del mal y de la fuerza: el revolucionario tolstoiano nunca golpea, se deja
golpear, no aspira a ninguna situación exterior de poder, pero no se deja
eliminar de su íntima posición de no violencia por violencia alguna. Tiene el
"poder", la facultad, no de conquistar el "Estado", sino de
dejarlo a un lado como algo indiferente, insignificante, al que no pertenece
moralmente y del cual nadie puede obligarle contra su conciencia a ser
"súbdito". Tolstoi, pues, traza muy claramente la línea divisoria
entre su rebelión religiosa contra toda autoridad y la lucha de clases,
profesional y activa. "Cuando nos encontramos los revolucionarios, a
menudo nos engañamos creyendo que tenemos puntos de contacto. Ambos gritamos: Ni Estado, ni propiedad, ni
injusticia, y muchas otras ideas más. Pero hay una gran diferencia: para el
cristiano no existe Estado; aquéllos, en cambio, quieren aniquilar al Estado.
Para el cristiano no existe la propiedad; aquéllos quieren eliminarla. Para el cristiano todos somos iguales; aquéllos
quieren destruir la desigualdad. Los revolucionarios luchan contra los
gobiernos desde afuera, el cristianismo, en cambio, no lucha en absoluto,
destruye los fundamentos del Estado desde dentro". Si millares y cada vez
más millares, cada uno individualmente y por convicción, no se dejan someter y
prefieren dejarse exilar a Siberia, flagelar con el "knut" y echar en
una cárcel, consiguen más -según Tolstoi- con su heroica pasividad que los revolucionarios
con su violencia solidaria. Por esta razón, la rebelión religiosa, mediante el
exacto cumplimiento de la no resistencia, se torna a la larga más peligrosa y
desbaratadora para el Estado que la sedición y las conspiraciones. Para cambiar
la organización del mundo, hay que transformar antes a los hombres. Lo que
Tolstoi sueña, pues, es la revolución desde adentro, no la de las armas, sino
la de las conciencias inconmovibles y preparadas a cualquier sufrimiento: una
revolución de las almas y no de los puños. Esta "doctrina antiestatal" de Tolstoi -se
remonta uno con el pensamiento al tratado de Lutero sobre la Libertad del
hombre cristiano- es en sí misma de una poderosa fuerza impulsiva. La quiebra
dentro de este sistema comienza sólo cuando Tolstoi trata de invertir su
postulado de autodeterminación transformándola en una doctrina positiva del
Estado. Después de todo, el hombre no vive en el vacío y más
allá de su siglo; donde se acumulan en capas o clases millones de seres
humanos, y profesiones, oficios y cualidades se cruzan en las relaciones
cotidianas, debe encontrarse -aun eliminando al delincuente que sería el
Estado- una forma de regulación en el orden existencial y con ello oponerse lo
"justo" a lo que hasta ahora fue y es "injusto", el bien al
mal. Y por milésima vez en la historia de la humanidad, se demuestra que en lo
sociológico es mucho más difícil la construcción que la crítica. Desde el
instante en que Tolstoi pasa del diagnóstico a la terapia, en que proyecta una
futura comunidad humana mejor, en lugar de negar y condenar la organización
social presente, sus conceptos se tornan completamente nebulosos, sus ideas,
confusas. Porque en lugar de un orden estatal fijo, estable, regula-do, con
autoridades y leyes y órganos ejecutivos, Tolstoi recomienda -es asombroso oír
esto en labios de un conocedor de hombres, que como nadie supo investigar todos
los abismos del alma terrena como recurso de cohesión para todos los
encontrados intereses-, muy simplemente, "el" amor "la"
fraternidad, "la" fe, "la vida en Cristo". El enorme
abismo, cavado entre las clases poseedoras, culturalmente mimadas, y las
carentes de bienes, puede salvarse, según Tolstoi, solamente si las clases
ricas renuncian voluntariamente a sus privilegios y no siguen planteando a la
vida exigencias tan grandes como hasta hoy. Los ricos deben ceder su riqueza,
el intelectual perder su ambición, el artista mirar en sus obras exclusivamente
a la comprensión de parte de las grandes masas, cada uno vivir solamente de su
propio trabajo, sin recibir por el mismo nada más que lo necesario para esta
forma primitiva de existencia. La nivelación social -esta idea nuclear de Tolstoi- no
debe realizarse desde abajo, como quieren los revolucionarios, quitando por la
fuerza la propiedad a quienes la posean, sino de arriba abajo, por una
concesión espontánea de los que poseen. Tolstoi comprende perfectamente que con
este descenso a una vida rústica y primitiva se perderán muchos valores de
nuestra civilización; trató, por lo tanto, en su obra, sobre el arte de aliviar
para nosotros esa renuncia, esa pérdida, desvalorizando la labor literaria y
musical de nuestros más grandes artistas, incluyendo aún a Shakespeare y
Beethoven, porque no resultan lo bastante comprensibles para el pueblo. Nada le
parece más importante que destruir el terrible contraste entre ricos y pobres
que hoy envenena al mundo. Porque apenas se reconstituya la unidad entre los
hombres mediante necesidades iguales o, más bien, mediante igual carencia de
necesidades, a su entender, los malos instintos de la envidia y del odio no
pueden encontrar ya su blanco. Será superfluo crear autoridades especiales y
emplear la fuerza para combatirlos. El verdadero reino de Dios sobre la tierra
comenzará apenas se eliminen todas las subordinaciones hacia arriba y hacia
abajo, y apenas los hombres hayan aprendido otra vez a formar una sola
comunidad fraternal. Tan seductoras fueron estas teorías en un país de
extremos contrastes sociales y tan poderosa era la autoridad de Tolstoi en su
época, que despertaron en muchos hombres el deseo de dar realidad con-creta a
esta nueva doctrina tolstoiana de la sociedad. En algunos lugares hubo gente
que quiso poner a prueba la doctrina en la práctica y se fundaron colonias
sobre el principio de la no-propiedad y de la eliminación de la fuerza. Pero
fatalmente, estos intentos concluyeron en la desilusión y ni siquiera en su
propia casa, en su propia familia, pudo imponer Tolstoi los postulados básicos
del tolstoianismo. Durante años se esforzó para hacer concordar su vida privada
en forma armónica con sus teorías: renunció a la caza, que le agradaba, para no
matar animales; evitó en lo posible utilizar el ferrocarril; destinó el
producto de sus obras a su familia o a fines de beneficencia; rechazó toda
alimentación con carnes, porque presupone la muerte violenta de seres vivos.
Aró él mismo los campos, vistió toscas ropas de campesino y con sus propias
manos aplicó nuevas suelas a sus zapatos. Pero no pudo vencer la oposición de la realidad contra
sus ideas, y -ésta fue la más honda tragedia de su vida- donde menos lo
consiguió fue justamente entre los seres humanos que estaban más cerca de él,
sus familiares. Su mujer se alejó de él, sus hijos no comprendieron por qué
ellos justamente, por las doctrinas de su padre, debían ser educados como mozas
de establo e hijos de campesinos, sus secretarios y traductores se pelearon
como cocheros borrachos por la "propiedad" de las obras de Tolstoi;
ni uno solo alrededor de él consideró la vida de este magnífico pagano como algo
verdaderamente cristiano y, al final, el contraste entre su convicción y la
mala voluntad de su ambiente se tornó tan doloroso para él, que huyó de su casa
y murió en una pequeña estación de ferrocarril, en un lecho ajeno, solitario y
desengañado en sus más santas intenciones. Precisamente por la inflexibilidad
de su convencimiento, por la falta de concesiones a sus ideas, su tentativa
debió fracasar, esa tentativa de cambiar de golpe la organización del mundo,
como siempre ocurre al pensamiento ideal en el mundo terrenal. Con todo, sería repetición intranscendente establecer
con arrogancia que el sistema conceptual religioso y social de Tolstoi era
irrealizable en nuestro mundo real en conjunto, como la utopía política de
Platón o el orden social de Juan Jacobo Rousseau. Y también sería ridículamente
fácil descubrir que sus escritos teóricos solamente en contados pasajes
aislados irradian el esplendor y la fuerza de persuasión de sus obras
literarias; bastaría cotejar uno o dos de sus cuentos populares, donde
desarrolla las mismas ideas, con el grito caldeado de sus escritos
doctrinarios, para advertir la diferencia. En las narraciones populares, las
más bellas de las cuales podrían estar al lado de las leyendas bíblicas de Job
y de Ruth, es sobrio, estricto, "magnífico", ocurrente, mientras en
su filosofía cae fácilmente en la vaguedad y el énfasis y, además, a menudo
causa pena por su pretensión dictatorial, como si él, León Tolstoi, en 1880
años, hubiera sido el primero en leer "correctamente" el Evangelio y
nadie más antes que él hubiese meditado críticamente los problemas de la
comunidad humana. A menudo nos sentimos llevados a dar razón a la invocación de
Turguenev, que quiso arrancar a Tolstoi de los vagos tratados ¿Qué debemos
hacer? y El reino de Dios está en nosotros, y de la inútil exégesis de la
Biblia, para devolverlo al reino de la creación literaria, donde él no es
meramente uno de tantos pensadores, sino el maestro indiscutido, el más
respetable pintor de su pueblo y aun de su siglo. Pero sería injusto no admitir
los poderosos efectos, hasta históricamente universales, que el mundo debe a
las teorías existenciales de Tolstoi, y no se exagera en absoluto estableciendo
que ninguna obra de pensamiento de sus contemporáneos, sin excluir las de Carlos
Marx y Nietzsche, lanzó sacudimientos parecidos para millones de seres humanos,
aunque en direcciones completamente distintas. Como del corazón del paraíso las
corrientes fluyeron en línea precisamente opuesta, las ideas de Tolstoi
fecundaron justamente las más opuestas reacciones espirituales del siglo XX.
Probablemente, nada le hubiera resultado tan ajeno como el bolchevismo
sistemático, que plantea como primer postulado la destrucción del adversario
-mientras que él exigía la igualdad por el amor-, que otorgó al Estado -el
Belcebú de Tolstoi- una autoridad nunca soñada sobre el individuo, y con su
concentración de toda la fuerza, su ateísmo, su colectivización e
industrialización, su voluntad de elevar a las masas fuera de su
insensibilidad, justamente lo contrario del tolstoiano ¡Así debéis vivir! A
pesar de todo, nadie allanó más el camino entre los revolucionarios rusos del
siglo XIX a Lenin y Trotski que este conde antirrevolucionario, que fue el
primero en ponerse frente al zar y, perseguido por el anatema del Santo Sínodo,
abandonó la Iglesia; que a golpes de hacha hizo pedazos toda autoridad
constituida y colocó la igualdad social como condición previa de una nueva y
mejor organización del mundo; prohibidas por la censura, sus obras, copiadas, llegaron
a manos de cientos de miles de ciudadanos y convirtieron el postulado de la
abolición de la propiedad en concepto universal ya en una época en que los más
rencorosos revolucionarios sociales se conformaban modestamente con reformas y
mejoras liberales. Ningún libro, ningún hombre, contribuyó tanto a
"radicalizar" a Rusia como el radicalismo ideológico de Tolstoi,
nadie supo como él incitar a sus compatriotas a no retroceder ante la osadía,
la temeridad. A pesar de toda íntima oposición, le correspondería un monumento
en la Plaza Roja. Porque así como Rousseau fue el vocero de la Revolución
francesa, Tolstoi -probablemente contra su voluntad, como aquél otro
individualista sumo- fue el prodromos, el verdadero apóstol, de la Revolución
rusa y aun de la mundial. Pero, de curiosa manera, su doctrina influyó
contemporáneamente en millones de otros seres humanos en un sentido totalmente
opuesto. Mientras los rusos toman lo radical de la teoría tolstoiana, en otro
rincón del mundo, en la India, Gandhi, no cristiano, extrae el apostolado del
cristianismo primitivo, la teoría de la resistencia pasiva, y organiza por
primera vez la técnica de esa resistencia con sus trescientos millones de seres
humanos. En esta lucha emplea también todas las demás armas incruentas de
Tolstoi, las únicas que éste recomendó como aceptables: el abandono de la
industria, el trabajo casero, la conquista de la libertad moral y política con
la extremada limitación de las necesidades materiales. Cientos de millones, pues -unos en la revolución
activa de Rusia, otros en la pasiva de la India-, hicieron propias las ideas de
este revolucionario de la reacción o reaccionario de la revolución y las
convirtieron en realidad, aunque en un sentido que su creador hubiera rechazado
o renegado. Pero las ideas no tienen ninguna dirección en sí
mismas. Sólo cuando las aferra la época, el tiempo, son arrastradas lejos, como
las velas por el viento. En sí mismas, las ideas son simplemente fuerzas
motoras que producen movimiento, sin saber en qué dirección lleva este
movimiento, esta excitación. Es indiferente cuánto de ellas sea discutible;
como, sin duda alguna, las ideas de Tolstoi maduraron la historia de la época y
del mundo en las dimensiones más vastas, sus escritos teóricos, con todas sus
contradicciones, pertenecen para siempre al patrimonio espiritual y social de
nuestros días y pueden dar hoy todavía mucho de sí al individuo. Aquel que
lucha por el pacifismo y por el pacífico entendimiento entre los hombres,
difícilmente encontrará otro arsenal tan rico y sistemático de armas contra la
guerra. Aquel que se rebela íntimamente contra el endiosamiento hoy en boga del
Estado como la dirección supuestamente única y valedera de nuestro pensar y
obrar y se niega a prestar a esta idolatría el total sacrificio de sí, se
sentirá robustecido por este fuoruscito de todas las patrioterías. Cualquier
estadista, cualquier sociólogo, descubrirá en la crítica fundamental de Tolstoi
sobre nuestra época nociones proféticamente anticipadas; cualquier artista se
sentirá estimulado por la acción ejemplar de ese vigoroso escritor que
atormentó su alma para pensar para todos y por todos y luchar con la fuerza de
su verbo contra la injusticia en la tierra. Es siempre un deleite el poder
sentir a un artista sobresaliente como ejemplo moral también, como un ser que,
en lugar de dominar gracias a su propia gloria, se convierte en servidor de la
humanidad y, en su lucha por el verdadero "eros", se somete
únicamente a una sola de todas las autoridades del mundo terrenal: a su propia
e incorruptible conciencia. EXTRAVÍO Y FIN DE PIERRE BONCHAMPS LA TRAGEDIA DE
FELIPE DAUDET 1924 Este Pierre Bonchamps vivió solamente cinco días y
nunca se llamó así: un nombre usurpado, detrás del cual se escondía un niño
fugaz y extraviado, título de una honda tragedia que no alcanzó a develar por
entero uno de los más candentes y apasionados procesos de nuestra época. Pero
precisamente lo inconcebible, lo inexplicable e impenetrable de este caso
convierte aquí una crisis individual y patética de la pubertad en algo típico
para muchos casos ocultos. Y por eso mismo no será inútil narrar imparcialmente
los hechos en su sorprendente sucesión, exacta a pesar de todo, frente a todas
las descripciones políticamente demasiado ardorosas. El 20 de noviembre de 1923, a la hora habitual de la
mañana, Felipe Daudet, de catorce años y medio de edad, hijo del diputado y
fanático realista León Daudet, nieto de Alfonso Daudet, se levanta, deja la
habitación donde duerme en compañía de su madre y se despide como siempre, sin
que nada llame la atención. Pero en vez de tomar sus libros, se lleva un talego
mísero; en lugar de ir a la escuela, donde el día antes presentó al maestro un
ejercicio incorrecto de latín, va directamente a la estación de Saint-Lazare,
para partir de allí hacia El Havre, y luego hacia el Canadá. Todo lo que posee
se compone de escasa ropa interior y 1.700 francos, que sacó de una cómoda de
sus padres. En El Havre, el fugitivo estudiante alójase en un pequeño hotel y
se inscribe con el nombre de Pierre Bonchamps; desde ese instante comienza su
propia vida; ya no es Felipe Daudet, el hijo de familia acomodada, bien cuidado
y aun mimado, sino algo nuevo, un aventurero, un independiente, que inicia su
camino por el mundo. Pero ya al primer paso en la realidad, se da de cabeza. En
la agencia de navegación para el Canadá, para su desconsuelo, se entera de que
los 1.700 francos no alcanzan ni de lejos para la travesía. El Felipe Daudet
del día precedente aprendió a conjugar verbos griegos, sabe de César y Vercingétrix,
puede calcular con logaritmos y redactar bellas composiciones, pero ¿dónde
podía aprender que para marchar al Nuevo Mundo se necesita pasaporte, pasaje y
documentos, que la suma que ayer le pareció fantástica al joven escolar, hoy no
le basta a Pierre Bonchamps para cruzar el océano? Trastornado, vuelve al
pequeño hotel; el mundo lo ha rechazado; por primera vez el concepto "el
extranjero", envuelto en romanticismo, se abre para él, como un abismo de
tiniebla y oquedad. En su angustia, se aferra a lo primero que se le presenta;
comienza largas conversaciones con el camarero, con la camarera, que
experimentan una notable simpatía por ese joven tan crecido, en cuya
distracción presienten en seguida algo trágico. Por la noche, se encierra en su
cuarto, lee y escribe. Al día siguiente, el 21, el segundo de su nueva
existencia, asiste por la mañana temprano a la misa en la iglesia, última
tentativa, acaso, para pedir a Dios un milagro; vaga luego por las calles hasta
el puerto, sin meta, vuelve por la tarde otra vez al hotel, lee y escribe
nuevamente, entre otras cosas, una carta que rompe en pedazos. La próxima
mañana, el día 22, tercero de esta su nueva vida, se marcha, después de haber
estrechado la mano de su único amigo, el camarero, diciéndole que conserve como
un recuerdo los libros que deja en el cuarto. Algo arde en el aspecto del angustiado jovencito que
llama la atención de la buena gente. Cuando arreglan el cuarto desocupado,
encuentran en el canasto de los papeles los trozos de una carta desgarrada. Por
curiosidad combinan los fragmentos y leen asustados: "Queridos padres,
perdonadme, ¡oh!, perdonadme el enorme dolor que os proporcioné. Soy un
miserable, un ladrón, pero espero que mi arrepentimiento borre esta falta mía.
Os devuelvo el dinero que no gasté todavía y os pido que me perdonéis. Cuando
recibáis esta carta, ya no estaré con vida. Adiós, os respeto sobre todas las
cosas. Vuestro desesperado hijo, Felipe." Después una breve posdata:
"Abrazad por mí a Clara y a Francisco, pero nunca les digáis que fui un
ladrón." Tiemblan las manos de esa buena gente. Su primer pensamiento es
correr a la policía para impedir en lo posible el suicidio o advertir a los
destinatarios de la carta. Pero las señas de la carta los asustan. León Daudet es
temido hasta lejos de París por su agresividad, tiene mala fama por su
vehemencia, es alguien que sabe odiar mortalmente; comunicarle que su hijo es
un ladrón, sólo puede traer amargas consecuencias. Por ello, ocultan la carta.
Y como miles de veces en este mundo nuestro, un hombre perece por la cobardía
de los demás, por su angustia ante un pequeño disgusto, por inercia de
espíritu. ¿Por qué huyó Felipe, por qué abandonó la casa
paterna, por qué se transformó en Pierre Bonchamps? ¿Fue odio contra el padre,
crisis nerviosa, temor del profesor de latín, espíritu de aventura? ¿Algunos
habituales motivos patológicos de la pubertad? Ninguna carta, ninguna palabra
de su diario dan una respuesta clara. Pero algo del misterioso extravío de su
alma revelan ciertos apuntes que escribió la noche antes de huir, con torpe
caligrafía de niño, y que luego, antes de irse de París, regaló a una persona
encontrada por casualidad. Son pequeñas poesías en prosa, inspiradas
evidentemente en Baudelaire y tituladas, a la manera del viejo maestro de
Satanás Los perfumes malditos, poesías de casi ningún valor literario, pero
asombrosamente reveladoras del extravío de la pubertad. Citaré aquí tres de
estos poemitas: Hija de Nereo. "Hemos bailado juntos en una despreciable
hostería de Montmartre y, desde entonces, la volví a ver a menudo. No es más
que una ramera, pero ella lo sabe. No es bella, pero lo sabe. Es hija de un ex
primer ministro de Rusia y, cuando esta borracha de baile y licores y amor,
canta mejor que nunca cantó sirena alguna." Muchachas perdidas. "Pasé
la noche con muchachas perdidas. Olvidé sus rostros, solo recuerdo sus cuerpos
brutales tantas veces abrazados, pero cuerpos de mujer, sin embargo, y Villón
dice: "Tan suave y puro..." Partida. "Mi alma tiembla de placer
pensando en todo lo que sentiré pronto. Ante mis ojos pasan el sol de Provenza,
las bellas muchachas morenas, los claros y atrevidos varones, los negros cielos
del Norte y la nieve y la eterna tristeza. Todo esto lo sentiré, lo viviré, y
sólo debo hacer vibrar en mí la cuerda que todos llevamos adentro y seré feliz,
si esto es posible. ¡Adiós, mi vieja casa! ¡Adiós, mis padres! Nadie
comprenderá por qué me marché, nadie sospechará las sensaciones que me han
echado de aquí. Dos días más, y como el pájaro en su primer vuelo, me iré hacia
lejanos países, hacia nuevas sensaciones... en la aventura..." "Nadie sospechará las
sensaciones que me han echado de aquí..."; este verso mínimo de niño se ha
convertido en realidad y ningún procedimiento puede aclarar la tiniebla de este
corazón de niño, revuelto por un tempranero viento del trópico. Cuando estos apuntes del niño de catorce años y medio
se conocieron y publicaron en el curso del proceso, León Daudet, el padre, se
rebeló amargado. "¿Cómo es posible -gritaque mi hijo Felipe entregara su
manuscrito a un hombre completamente extraño, cuando no nos lo enseñó siquiera
a nosotros?" Este grito es tan típico de los padres como la poesía para el
hijo. Ellos no pueden comprender lo más comprensible, es decir, que los niños
prefieren entregar su secreto a cualquier persona extraña y no a los parientes
más cercanos, y que menos se avergüenza de los ajenos que de los de su propia
sangre. Precisamente porque ven siempre en el hijo a un niño, los padres
permanecen ciegos, naturalmente, más tiempo que los demás ante el hombre nuevo,
que crece en silencio, ante el otro yo de cada ser en desarrollo, ante el
Pierre Bonchamps, el fugitivo, el aventurero, que se oculta en cada jovencito
catorceañero, aunque no se llame Felipe ni Daudet. De nada sirve en esto la
inteligencia o la psicología: nunca quedó demostrado más clara-mente esto que
en el presente caso, porque León Daudet es, por un lado, médico culto, patólogo
y discípulo de Charcot; por el otro, psicólogo de profesión, descriptor e investigador
del hombre; hubiera sido, pues, predestinado a la observación como ningún otro.
Pero su maestría caracterológica, esta ciencia mágica que sabe caricaturizar
con trazo firme cada ser, falla precisamente en un solo caso: en su hijo. El
hijo duerme en el cuarto de la madre, cerca como la respiración; sus padres
hablan con él de día y de noche, pero no le han mirado una sola vez en sus años
interiores. Le llaman el pequeño Felipe; para ellos es el jovencito
larguirucho, alrededor de cuyos labios nace ya el bozo, un ser todavía a medio
crecer, ingenuo, intacto, sin sexo, y el Pierre Bonchamps que en sus poesías
sueña con prostitutas y con suaves abrazos de mujer, es para ellos todavía el
niño Felipe, que a la mañana va a la escuela y compone sus ejercicios de latín.
El padre, sin embargo, conoce los ataques epilépticos del hijo, no ignora la
tara heredada del abuelo -Alfonso Daudet fue un enfermo de tabes-, sabe de su
apasionamiento por la evasión y la aventura, porque a los doce años había huido
hasta Marsella y sólo por una casualidad pudo ser reintegrado a la familia.
Pero justamente aquí nada sospechan; los que lo saben todo, nada entienden del
caso de esta alma de niño, y consideran la tragedia como una tonta locura
juvenil... Por eso no se preocupan demasiado, por lo me-nos, a
juzgar por las apariencias. Mientras Pierre Bonchamps vaga por las calles de El
Havre, con el alma encogida de angustia, la muerte ante los ojos, mientras en
París se atreve a frecuentar los círculos más peligrosos, el padre -durante
todas estas cinco trágicas jornadas- escribe todos los días sus valientes
editoriales sobre política y literatura. Tampoco la madre de Felipe se queda
atrás, charla con la pluma sobre tres largas columnas, acerca del Arte de
envejecer, con la misma espiritualidad que con los labios charlan en los
salones mundanos. No realizan la menor búsqueda, no comunican nada a la
policía, apenas al cuarto día desde la fuga del hijo, aparece al pie del
invariable editorial del padre una breve nota: "A uno de nuestros
corresponsales del Sur: Le aconsejo el inmediato regreso; es lo más simple. L.
D.". En esta frase terriblemente seca y casi amenazante: "es lo más
simple" siéntese toda la indolencia de la convicción paterna: "¡Bah!,
ya volverá, el tonto". Ningún grito de ansiedad, ningún presentimiento del
horror, ningún gesto de perdón tampoco en esto. Una vez más, también en esto,
como siempre en todas las cosas, el último delito, la última culpa se llama:
inercia del corazón. Entre tanto, Pierre Bonchamps ha llegado a París de
vuelta, en tercera clase, sacudido por el rápido viaje, zarandeado por caóticos
pensamientos. Se encuentra otra vez en la estación, en la misma que tres días
antes creyó pisar por última vez y desde la cual esperó volar hacia su propia
vida; un rechazado, un fracasado ahora. ¿Adónde irá? En ningún caso a la
residencia paterna ni a las de amigos de los padres; ya lo traicionaron una vez
con ocasión de su primera fuga. Y llega a dar entonces una vuelta en redondo
tan sorprendente y, sin embargo, tan consecuente como nunca se atrevió a
imaginarla ningún novelista y como sólo la realidad, esa literata siempre
suprema, la puede inventar. Pierre Bonchamps toma en la estación un automóvil
de alquiler y va directamente a la redacción del periódico anarquista, es
decir, a casa del enemigo más encarnizado y mortal de su padre. El hijo del
jefe de los monárquicos se refugia -como Coriolano entre los volscosentre los
peores enemigos del realismo. Alguna genial intuición en el afiebrado cerebro
infantil llévale a la conclusión psicológicamente audaz, según la cual con
nadie de todos los parisienses estará más seguro que entre los enemigos
irreductibles de su padre. El automóvil se detiene y él sube a la redacción; da
su falso nombre de Pierre Bonchamps, confiesa ser un anarquista ardoroso y para
justificar su presencia desarrolla el plan de acuerdo con el cu-al -admírese lo
monstruoso de esta audacia infantil quiere asesinar a uno de los hombres
eminentes de la república burguesa, al presidente Poincaré o a... León Daudet,
su propio padre. ¿Habla en serio al manifestar esta resolución? No
parece inverosímil que Felipe odie al padre, aun prescindiendo de los conocidos
axiomas psicoanalíticos. Tal vez esta fuga loca revela solamente una frenética
antipatía al padre. Y más extraño aun es el testimonio de una carta que entrega
en sobre cerrado al redactor Vidal, para el caso de que llegara a pasarle algo
y que revela hasta qué punto jugara el niño con la idea del atentado político.
La carta que después de su muerte llegó efectivamente al verdadero
destinatario, dice: "Querida madre: Perdóname el enorme tormento que te
causo, pero hace mucho que soy anarquista, sin atreverme a decirlo. Ahora me
llama mi cometido y creo mi deber hacer lo que hago. Te amo mucho. Felipe". Ni una palabra acerca del padre, contra el cual ya
apunta, sin ser visible, su revólver. ¿Piensa él en serio en el plan homicida? Misterio sin
respuesta. ¿Y proceden verdaderamente en serio los anarquistas que reciben en
seguida amablemente al desconocido Pierre Bonchamps -todavía no sospechan a
quién tienen en sus manos- por este insensato ofrecimiento, lo miman y cuidan,
le prestan dinero, le proporcionan un arma, y llevando a las reuniones de la
juventud ácrata al mismo jovencito a medio crecer, que ayer todavía fue
devotamente a la iglesia en El Havre, y al mismo tiempo robustecen, por así
decir, su muñeca? ¿Son siquiera anarquistas genuinos, verdaderos, éstos entre
quienes se esconde el fugitivo estudiante de buena fe, con el corazón en los
labios? De todo el proceso y no sola-mente de las afirmaciones de León Daudet
se recibe la penosa impresión de que estos camaradas peligrosos para el Estado
mantienen una extraña amistad con la policía; hasta surge violentamente la
sospecha de que todo este Libertaire, este peligroso libelo, no es tan
peligroso como quiere hacerlo creer con sus gestos. En este círculo parecen
mezclarse atentados falsos y genuinos, con otros artificiales y espontáneos,
tolerados en silencio, y en forma tan rara que cabe perfectamente suponer que
el pobre e ingenuo joven fue a caer en una cueva policial y no en un local de
acción de la anarquía. De todas maneras, le tratan como amigo, se lo pasan de
mano en mano; el niño burgués mimado duerme en casa de la amante de un
vagabundo, en la buhardilla, luego en una alcoba; vaga durante tres días por
cabarets de ínfimo orden, sin dinero ya, y de noche, con los bolsillos vacíos,
por el Mercado central, sin saber lo que ha de hacer. Estos tres últimos días
de Pierre Bonchamps son una odisea trágica por todos los mares de la
desesperación. Es inútil que en el proceso se citen testigos y más testigos,
vendedores, chóferes; nada aclara las tinieblas de este extravío trágico de
tres días en el niño, a dos o tres kilómetros de la casa de sus padres. Alguna vez, la declaración de un testigo arroja un
rayo de luz sobre una hora, sobre un minuto: se ve al escuálido joven, en un
frío día de noviembre, ofrecer lo último que posee, su sobretodo, como prenda
por un par de francos, se le ve dejarse pagar un miserable almuerzo en el
"bistro" de los ácratas, se le ve salir trasnochado de una buhardilla
ajena, se le ve subir otra vez a la redacción a visitar a sus nuevos amigos.
Pero sólo se lo-gran momentos aislados, escenas y episodios, y sólo puede
imaginarse lo que este pequeño fugitivo antes tan mimado debió sufrir en tal
odisea. Finalmente, el 24 de noviembre, el quinto día de su
existencia como Pierre Bonchamps, lo envían a casa del librero Le Flaouter, en
el bulevar Beaumarchais. Balzac no hubiera podido inventar para esta virada una
figura más fantástica que este cómplice y encubridor profesional de toda oscura
intriga. Porque este pequeño librero de un bulevar del suburbio reúne en su
carácter de grandes mallas toda clase de extrañas funciones. Posee una diminuta
biblioteca circulante (esto oficial, públicamente), luego es comerciante de
libros y fotografías pornográficas (esto ocultamente), en tercer lugar actúa
como anarquista y presidente de la Comisión para la amnistía (esto una vez más
públicamente) y en cuarto lugar, es confidente de la policía (y esto en el
mayor secreto). A este cínico individuo, a quien le recomiendan como camarada
en ideas, envían los anarquistas o seudoanarquistas al pobre jovencito, que
debe solicitar allí una edición de Baudelaire, pero en realidad procurarse un
jou-jou, un revólver, después de confesar su intención de cometer un atentado. Le Flaouter le escucha gentilmente, le recibe más
gentilmente aun, promete buscarle el libro para esa tarde; y le invita a volver
entre las tres y las cuatro. Cuando el desgraciado joven, desesperado, por última
vez Pierre Bonchamps, llega esa tarde a las cuatro, la tienda está rodeada por
todas partes por agentes de la policía secreta, como si se tratara real-mente
de apresar a un individuo peligroso para el país, al criminal sumo. Pero -cosa
muy extraña- todos los agentes pedidos amablemente por Le Flaouter (desde aquí
se tiende sobre todo el proceso una espesa penumbra) afirman que no vieron
entrar ni salir al joven descrito, y nadie sabe -porque el testimonio de un
perdulario como Le Flaouter no vale un ochavo- lo que allí ocurrió en ese
cuarto de hora. En esta cueva terminan los hechos susceptibles de comprobación.
Sólo cobra de nuevo evidencia el dato de que, veinte o veinticinco minutos más
tarde, llega al hospital Lariboisière un automóvil de alquiler, en que yace,
junto al revólver, un joven con un tiro en la sien. El chófer Bajot de-clara
con precisión que a las cuatro y quince fue llamado en la plaza de la Bastilla
por este joven, con la indicación de que lo llevara hasta el Circo Medrano. Por el camino, en el bulevar Magenta, oyó una
detonación; creyendo que hubiera estallado un neumático de su coche, bajó en
seguida. Pero ya la sangre corría por el estribo y entonces se dirigió al hospital
en seguida, para entregar allí al moribundo. Contra todo
esto, León Daudet afirmó cada vez con mayor violencia que su hijo, apenas los
ácratas lo reconocieron como tal, fue muerto de un tiro en complicidad o aun
con la ayuda de la policía en casa de Le Flaouter, y que lo colocaron moribundo
en el automóvil ya apalabrado antes por la policía. Pero su acusación contra
asesinos desconocidos, como otra subsiguiente contra el comisario de policía,
queda sin resultado; finalmente, el chófer, molesto por los ataques de Daudet,
cada vez más violentos, demanda a su acusador, y León Daudet es condenado por
calumnia. Para los jurisconsultos y el público político, con este veredicto el
caso de Felipe Daudet queda dilucidado y confirmado el suicidio; no en cambio para
el psicólogo, pues queda indiferente ante las resoluciones de los tribunales y
a quien nunca desafía el hecho notorio, sino las causas misteriosamente ligadas
al mismo, aquel enredado juego que la verosimilitud se permite a menudo con la
verdad. El psicólogo considera demasiado imprevisto, demasiado violento, este
suicidio de Felipe, demasiado ilógicamente vulgar para el impetuoso jovencito
que, desde la primera audacia de la fuga y el hurto infantil, sube cada vez
más, se eleva fugazmente en cinco días desde la penumbra de un aula escolar a
planes políticos fantásticos y se transforma de niño tímido y angustiado, en
forma más grandiosa de lo que podría inventar una novela literaria, en un
hombre heroico o, si se prefiere, en un hombre criminalmente valeroso. ¿Se
aclarará algún día el excitante dramatismo de aquellas últimas horas fuera de
los tribunales, en la última instancia de la certeza espiritual? ¿Se explicará
alguna vez lo increíble de aquella fantástica situación de cómo el hijo del
realista, convertido en proletario, en vagabundo, conspira contra su padre en
un círculo de anarquistas autorizados por la policía, y luego, como si
estuviera cubierto por una capa que lo torna invisible, cruza sin ser visto, en
pleno día, el cordón de agentes de investigaciones que le acechan, para volver
de pronto el revolver contra sí mismo? Mucho me temo que no quede mucha
esperanza... Pierre Bonchamps no puede hablar ya. Felipe, el niño,
ha sido sepultado. Y la muerte posee mandíbulas duras, no suelta ningún secreto. LEYENDA Y VERDAD DE BEATRICE CENCI 1926 La Historia siempre aparece primero como sustancia
bruta; es el escritor o aquel otro literato anónimo que llamamos leyenda quien
le otorga forma representativa. La literatura renueva lo pasado convirtiéndolo
en vida permanente, la invención une a la argumentación audaz la casual
yuxtaposición de la realidad, y algún tiempo después ocurre lo más singular: la
leyenda proyecta su sombra sobre la realidad, y gracias a ella, sobreviven en
nuestra memoria figuras que nunca vivieron así en la verdad y que solamente el
poeta despierta a esa vida. Pero, cosa extraña, cuando en alguna ocasión se
comparan en un examen esas figuras ya independientes con su imagen histórica
original, la leyenda con la historia, la literatura con el documento, he aquí
que, a menudo, después de décadas y siglos, la personalidad verdadera vuelve a
parecernos más real que la transmitida por la literatura. Los documentos acerca
de Wallenstein, el proceso de Juana de Arco, plantean a la colaboración de la
psicología exigencias más altas que la configuración demasiado pulida y
casualmente lógica de los dramas de Schiller. Precisamente por la ausencia de
todo sentimentalismo, la naturalidad desnuda de la Historia impresiona más que
la forma de la tragedia con su disfraz dramático, y la materia, la lógica
realista de los hechos, posee mayor influencia convincente que su elaboración
literaria. Por eso hemos visto palidecer una tras otra toda una serie de esas
figuras literariamente embellecidas por la firme y cuidadosa labor de los
investigadores de la Historia. Y justa-mente en este momento está marchitándose
una leyenda para revivir como historia: la trágica crónica de Beatrice Cenci. En la Galería Barberini de Roma está colgado un
retrato de mujer que durante dos siglos se atribuyó a Guido Reni y se consideró
constantemente como retrato de Beatrice Cenci. Fue difundido en millares de
copias, en colores, en grabados y fotografías, en nada inferior a la
descripción de Stendhal. Esta jovencita -imagina fantasiosamente ese escritor
por lo general nada romántico- representa a la desdichada, con el vestido
extrañamente compuesto que se hizo preparar para su ejecución, y los "ojos
muy suaves" tendrían una "asombrada expresión, como si hubieran sido
sorprendidos en el momento de sus más amargas lágrimas". En realidad, el
retrato muestra a una muchacha de unos dieciséis años, que mira por encima del
hombro al observador, sin la menor angustia, sin el menor asombro, un rostro de
inocencia, todo curiosidad solamente y amabilidad delicada, sin un solo rasgo,
pues, que pueda pertenecer a una osada parricida, que dentro de pocas horas
deba ser ajusticiada en presencia de todo el pueblo romano. Y, en realidad, la
imagen nunca representó a Beatrice Cenci, y Guido Reni no pudo haberla pintado
cuando ella vivía, por la simple razón de que -los historiadores son
despiadados con la leyenda- llegó a Roma por primera vez tres años después del
suplicio. Carecen de fundamento, pues, el estremecido asombro de Stendhal y la
romántica tragedia de Shelley, quien la hace perecer víctima emocionante de la
bestialidad paterna; la realidad, que los documentos ponen al desnudo, nos da
un cuadro esencialmente distinto. Menos inocencia, menos pureza, menos
romanticismo y superabundancia; en cambio infinitamente más fuerza dramática,
tumulto de sentimientos, audacia heroica. Muestra al Renacimiento tal como fue
en realidad: brutal y sangriento, sin escrúpulos y cruel, lucha primitiva de
naturalezas desencadenadas, tragedia enorme y penetrante como aquella de la
familia de los Atridas. Y en lugar de la fría novela de Stendhal, en lugar del
bello drama retórico y sólo un poco dulzón de Shelley, tenemos de pronto una
novela configurada por la documentación -sobria y dura como un sillar-, la
historia real de esa generación infame y salvaje8. La historia de los Cenci comienza en este caso con
Francesco Cenci. Y apenas se han visto las primeras líneas de su retrato, la
memoria se contrae pasmada: ¿de donde conocemos a este hombre, a este anciano
bajo, vulgar, cínico, codicioso y brutal, a esta araña del placer, que comete
todas las infamias imaginables, que esclaviza a sus hijos y les escamotea su
herencia, que se encierra en una apartada posesión y allí se entrega al más
bajo desenfreno, a este perverso demonio, asesinado finalmente por sus propios
hijos, confabulados secretamente? La memoria se concentra y de pronto lo
sabemos: sí, es, rasgo por rasgo, Fedor Pavlovich Karamasov, creado casi tres
siglos después por Dostoiewski. El retrato concuerda en el menor rasgo y es cosa de
estremecerse ante tanta semejanza casual. También Francesco Cenci es rico, y
rico solamente por inmunda explotación. También él escapa, gracias a la falta
de aplicación de las leyes, al castigo por sus culpas y desvíos; pero está constantemente
en conflicto con la justicia, sin que el miedo logre dominar de modo permanente
su grandioso cinismo. Se le encierra en la prisión del Capitolio por asesinato
y violación, y compra su libertad por cien mil escudos. Otra vez, después de
idéntico crimen, se refugia en el hospital de los Incurables, de donde sale con
dificultad, sí, pero por dinero, sucio y cubierto de sarna como un pordiosero,
él, uno de los nobles más ricos y poderosos de la época. Se le somete a
proceso, en una forma terriblemente parecida a la de Oscar Wilde, porque en su
propia casa pecó con sirvientes y sucios jóvenes del arroyo; vuelve a escaparse
de la hoguera gracias al soborno y a la astucia. Como en el caso de Karamasov, se exaspera entre
Francesco y sus hijos una encarnizada lucha por la herencia, que él les
retiene, por el dinero, que emplea exclusivamente para el placer de someter a
los demás. Exactamente como Karamasov, perseguido y amedrentado, el cruel
anciano se retira por fin a una posesión alejada, en la "Petrella" y
exacta-mente también como Fedor, que arranca a su hijo Aliosha del claustro y
lo arrastra consigo en amarga soledad, Francesco Cenci lleva consigo, como
prisioneras en su amurallado y siniestro castillo a su segunda mujer Lucrecia y
a su hija Beatrice Cenci, que cuenta entonces dieciséis años. Como prisioneras, porque la mujer y la hija no pueden
ver a ningún hombre, no pueden tener trato con nadie. Las ventanas de su
habitación están clavadas, no puede llegarles una sola carta, no pueden recibir
ningún mensaje del mundo exterior, y cuando el inhumano llega a saber que
Beatrice se ha dirigido al Papa pidiendo su liberación, cae sobre ella con un
látigo y la derriba en un lago de sangre. Impide su casamiento para no darle la
dote, impide su relación con los hermanos, de quienes -con razón teme lo peor.
Porque sus hijos heredaron su sangre, son asesinos, lascivos, perdularios
corrompidos sin temor de Dios ni de las leyes, brutales, sensualmente violentos
y sin miedo. El sabe que no vacilarían en eliminarlo en la hora conveniente,
como entonces se eliminaba a los enemigos en Roma: de una puñalada. Por eso el
viejo demonio estaba siempre alerta. No toma un bocado de comida, una gota de
vino, sin que antes los haya probado Beatrice o Lucrecia. Cierra su dormitorio,
para no ser atacado mientras duerme, exactamente como Fedor Karamasov se siente
invadido constantemente por sombríos presentimientos acerca de su destino y, a
pesar de su total salvajismo, colmado de perruno y cobarde terror por su vida. La historia del mundo apenas conoce escenarios tan
terribles como esos tres cuartos en el pétreo castillo de la Petrella, llenos
de perversidad, terror, brutalidad y horror, y no hay tal vez ninguna
descripción del Renacimiento que haya mostrado con igual atrocidad la
gigantesca lucha de indomables instintos en la oposición más terrible de padre
e hija, de varón y mujer, de hijos y padre. Solamente el mito atrida, en sus
colosales medidas y su bárbara y sombría luz, posee semejante grandiosidad
horripilante de las personalidades erguidas atrevidamente en el peligro. Pero esto no era suficiente para la leyenda. Ella
necesitaba algo claro en contraste con este fondo trágico, una figura emotiva
como contraparte del diabólico demonio del viejo vicioso y codicioso, un impulso
conmovedor de la tragedia que se inicia; y así inventó muy pronto la leyenda de
una Beatrice Cenci pura y casta. El padre cayó sobre la virgen y la deshonró, y
la virtud, sacudida por la ira y la indignación, se vengó en el padre que la
estupró: de esta manera elabora la leyenda la historia previa del crimen. Pero
los documentos, que nunca muestran la menor simpatía o parcialidad por
Francesco, ignoran totalmente este extremo crimen. Hablan de dinero robado, de
humillaciones, de brutalidades, pero nunca de aquella última infamia de
Francesco Cenci. En ellos, Beatrice no figura como una mártir inocente, sino
-grandiosa en otro sentido- como hija cabal de su padre, audaz, resuelta a
todo, aun más allá de los últimos límites naturales, sensualmente frenética y
empecinada en la venganza, una mujer del Renacimiento, animosa y atrevida e
irreflexivamente audaz en su arrojo. Su padre la humilló, su padre la golpeó,
su padre le quitó con el encierro toda su vida: debe morir, pues ella sacrifica
a esta meta todo, hasta su cuerpo. No puede ejecutar sola este acto extremo, ni con la
ayuda de la madrastra, que está de acuerdo con ella, ni siquiera entre tres,
con su propio hermano además, que de lejos aprueba abiertamente el asesinato.
No es posible emplear veneno, porque el padre es muy precavido. Les falta
fuerza física para matar con un hacha al gigante, robustísimo aun en la vejez.
Buscan, pues, a un cómplice más; Beatrice trata de hallar a un hombre, que al
precio de su cuerpo, como Egisto con Agamemnón, aplique el golpe mortal. Y lo
encuentra pronto. Olimpio, criado y guardián de la casa, es un hombre
imponente, de cuerpo vigoroso y enorme valor, ambicioso, vanidoso: la joven no
tiene, pues, que luchar mucho para seducirlo y quitárselo a la esposa, y paga
por entero el precio. Por una escala de mano Olimpio llega trepando todas las
noches al cuarto, al lecho de la niña; y allí elaboran el plan para eliminar al
viejo demonio y aun ganan la complicidad de otro. Y tenemos otra vez a Karamazov: del mismo modo que
Fedor, en la noche, con un martillo, a una señal convenida, Francesco es
atacado por los dos conjurados, después de haberle dado un soporífero. El uno
le hunde el cráneo, mientras el otro mantiene apretado contra el suelo el
cuerpo del gigante. Luego, arrastran el cadáver hasta la terraza de madera, que
la noche antes perforaron, para dar la impresión de que el balcón, ya podrido,
cedió casualmente y Francesco Cenci, casualmente también, se precipitó en el
vacío. A la mañana siguiente, se encuentra el cadáver aplastado al pie de la
terraza. El arrebato concibió el plan, el arrebato lo ejecutó,
pero no la reflexión. Demasiado prepotentes, demasiado orgullosas para
anticiparse a la sospecha, las dos mujeres descansan en una insensata
despreocupación. Ocultan a medias las ropas ensangrentadas, dejan ver el
cadáver en su dormitorio a toda la ciudad, sin prevención alguna; luego, la
misma tarde, lo hacen enterrar con gran prisa, como si fuera el de una bestia.
Como seres típicos del Quinientos, como amos de vasallos y aristócratas
orgullosas, creen innecesario ocultar nada y ser prudentes: desdeñan las
charlas de la plebe, los chismes de las sirvientas, desprecian a las mujeres de
los cómplices -esta inmundicia que se quita de en medio con una puñalada, si se
atreviera a abrir la boca-. Intima y exteriormente, se sienten superiores a
toda ley, porque poseen la riqueza, el poder de los grandes. Con palabras de
triunfo, Beatrice comunica al hermano el feliz resultado del hecho; y sin
advertir lo sospechoso del proceder, regala a su amante, al asesino, a Olimpio,
como recompensa, el anillo con un brillante y un traje del padre asesinado,
como si premiara a un criado por un acto valiente. Pero poco a poco, el cuchicheo se agita y crece, y la
mala suerte dispone que a la sazón gobierne un Papa severo. Como en el caso de
Gilles de Retz y de todos los aristócratas criminales de la Edad Media y, tal
vez, todavía en el caso de los ricos de los tiempos modernos, hay siempre uno
para toda una generación, en quien el Estado, el poder terrenal, hace un
escarmiento. La riqueza, que generalmente es un escudo protector, se convierte
en ruina precisamente para el más rico, en este caso, los Cenci, porque el
castigo del culpable beneficia al Estado con la confiscación de enormes bienes.
El papa Clemente está resuelto por fin a tomar en serio la ley. A pesar de
ello, la investigación, al comienzo, se realiza blandamente; Beatrice, su madre
y su hermano son interrogados con gran prudencia y confinados apenas en sus
casas. Parecería, pues, que, como siempre en estas ocasiones, el triste suceso
quedará apañado con retrasos, sobornos y compromisos. Los dos testigos más
importantes, los verdaderos asesinos, han huido; uno de ellos es inhallable,
pero el otro, Olimpio, se atreve luego, confiado en el poder de los Cenci, a
mostrarse abiertamente en Roma. Y una vez más es sólo la insensata arrogancia,
la arrebatada osadía de las gentes del Renacimiento, la que trae la ruina de
los nobles delincuentes. Porque como los testigos podrían llegar a ser molestos,
los compromisos con esos plebeyos son desagradables y, como, además, repugna al
"honor" de esta familia de asesinos que un mozo de la clase baja,
Olimpio, pueda vanagloriarse de haber sido el amante de una Cenci, ellos
resuelven, sin más ni más, hacerlo desaparecer. Alquilan al espadachín, que
entonces era fácil encontrar, y Olimpio es secuestrado violentamente y
asesinado. Y con la misma cínica despreocupación de los señores, de los amos,
los valentones dejan abandonado el cadáver en la calle, desdeñando la ley, que
finalmente se irrita e interviene, exasperada por tan desafiante audacia, por
tanta arrogancia. Y la ley posee en esa época una garra terrible, un
arma horrorosa: el tormento. A Beatrice, a Lucrecia y al hermano, como a todos
los demás complicados, se les lleva por orden del Papa a los calabozos del
castillo de Sant'Angelo. Allí, en las celdas húmedas y frías de las cámaras de
tortura, comienzan los horribles interrogatorios, los tormentos que destruyen
los nervios; los documentos los describen, y la cuerda y el diabólico invento
de la "veglia", del torniquete aplicado a los miembros, son tan
crueles que los torturados confiesan prontamente. Y ahora la tragedia corre con
irresistible prisa hacia el final. Recae la sentencia en los reos: pena de
muerte por la espada para la madrastra y la hija, descuartizamiento del hijo
parricida. Y muy poco antes de la muerte, se descubre y pierde
sus velos, a la vista de los que observan, entre tanto derrumbe en el abismo,
un último secreto, sumamente embarazoso para la leyenda: Beatrice Cenci, que
más tarde aparecerá como una segunda Lucrecia y será celebrada como virgen
inflexible, dicta su testamento antes de la ejecución y en él instituye como
herederas universales a las "Hermanas seráficas de los estigmas de San
Francisco" y fija legados para una treintena de instituciones, iglesias,
monasterios, hospitales, congregaciones y cárceles. Pero la disposición más
extraña en este documento es un codicilo, aparentemente sin importancia, en el
cual deja una gruesa suma a una amiga de confianza, para un niño determinado,
que no se indicó con su nombre, quien deberá recibir ese capital, con sus
intereses, cuando llegue a la edad de veinte años. La repetida mención de este
niño anónimo, conocido solamente por la amiga, tanto en el testamento como en
el codicilo, ya no deja ninguna duda de que la relación con Olimpio no quedó
sin consecuencias y el impulso de Beatrice en eliminar a su padre se fundó
también, después de todo, en el miedo de que descubriera su maternidad. Con eso
tambalea y se derrumba ciertamente una gran parte -la esencial- de la leyenda,
pero se revela mucho más humana, más clara y aun impresionante la tragedia
interior que ocultó durante siglos enteros el castillo de la
"Petrella". El 11 de
septiembre de 1599 se cumple la ejecución. Alrededor de medianoche, entran en
las celdas de los condenados las escalofriantes figuras de los Confortatori,
los consoladores, disfrazados, cubierta la cabeza con negras capuchas y la cara
con antifaces, llevando linternas en la mano. Se conduce a los condenados lo
primero a oír misa y a confesarse para comulgar; luego, sólo entonces, marchan
camino de la muerte. Abren el cortejo las congregacionistas de los Estigmas,
descalzas, envueltas en sacos de color ceniciento, con una gruesa soga
alrededor de la cintura y colgando de ella el rosario, luego soldados y
esbirros, los miembros del tribunal y la Hermandad de la Misericordia; detrás
del carro de los condenados otras órdenes piadosas, cantando letanías, y
numerosas masas de pueblo, de tal manera que esta ceremonia tiene casi el
aspecto de un auto de fe español. Desde todos los balcones, desde todas las ventanas,
mira estremecida la gente, pero no tanto por compasión por Giácomo Cenci, a
quien el verdugo arranca con tenaza enrojecida en el fuego trozos de carne del
cuerpo martirizado, sino únicamente para ver a la joven, que tiene veintidós
años, padeció en las torres todos los tormentos, y ahora, bella como un ángel,
con un aspecto milagrosamente juvenil, es conducida al cadalso. Y apenas el
verdugo acaba de cumplir su obra y el ataúd queda colocado a los pies del
sangriento palco, se acercan las muchachas para coronar de flores la cabeza
cortada, otras mujeres se apiñan detrás y, pronto, todo el pueblo, nobleza y
plebe sin distinción, pasan juntos en una procesión enorme y colocan velas
cerca del ataúd, traen flores y coronas, como si hubiera muerto una santa y no
una parricida. Porque el poder de la juventud y la belleza es tan
fuerte que dondequiera la toque la muerte, crea misterio y turbación, y el
mundo, contra toda realidad, se niega a creer en su culpa. En ese momento en
que las primeras flores del pueblo adornan el rostro pálido para siempre, nace
pujante la leyenda de Beatrice Cenci, la mártir, que vengó su honra virginal en
su padre, que profanó su propia sangre. Penetra en el pueblo, se vuelve poema y
tradición, se enrosca firme alrededor de los siglos; poetas y pintores la
renuevan en forma cada vez más emotiva. Y ni siquiera la realidad de los
documentos, que, por fin, sale a luz notablemente más verdadera y grandiosa, la
podrá destruir nunca por completo. LOS JARDINES EN LA GUERRA 1939 Entre tantos europeos como poseen el triste privilegio
de haber vivido con los sentidos despiertos también una segunda guerra mundial,
me tocó la rara situación de ver cada uno de los dos conflictos desde un frente
distinto. Vi la primera lucha desde Alemania, desde Austria; la segunda desde
Inglaterra. Por esta razón, el observar se torna para mí instintivamente en
constante comparar, y no solamente las constelaciones de ambas, sino los dos
pueblos en guerra también. Ya el primer día sentí la inmensa diferencia. En 1914,
la declaración de guerra en Viena fue una embriaguez, un éxtasis. Habíamos
conocido la guerra solamente en los libros, la creíamos imposible para siempre
en una época civilizada. De pronto estábamos en guerra, y como no sabíamos cuán
cruel y homicida llegaría a ser, la fantasía, repentinamente excitada,
estremecíase infantilmente curiosa como si se tratara de una aventura
romántica. Masas enormes salían como ríos de las casas, de las tiendas, a las
calles y se ordenaban en entusiasmadas columnas; de pronto aparecían banderas,
sin que se supiera de donde, y músicas, y se cantaba en coro, se gritaba de
alegría, jubilosamente, sin saber exactamente por qué. Los jóvenes se apiñaban
en las oficinas para alistarse; sólo temían ser llamados demasiado tarde y
perder la oportunidad de la gran aventura. Y, sobre todo, cada uno sentía la
necesidad de hablar, de hablar de aquello que excitaba al mismo tiempo a todo
el mundo. Aunque no se conocieran unos a otros, todos se hallaban en la calle;
en las oficinas públicas se olvidaba la tarea, en las tiendas, el comercio; se
telefoneaba sin cesar de una casa a otra, para descargar en la palabra la
tensión interior; los restaurantes, los cafés de Viena, se llenaban por la
noche durante semanas enteras, de parroquianos que discutían, exaltados,
nerviosos, pero todos hablando y hablando constantemente, convertido cada uno
en estratego, en gran maestro de ciencias económicas, en profeta. Tal quedó para mí, inolvidable, el aspecto de la Viena
de 1914. Y después, la Inglaterra de 1939, en un contraste igualmente
inolvidable. En 1939, la guerra no fue una sorpresa inesperada,
sino un recelo convertido en realidad. En todos los países se la vio llegar
desde el momento en que Hitler tomó el poder, cada vez más apremiante; se había
hecho todo para alejarla, porque se conocían sus horrores. Por experiencia, por
observación di-recta, se sabía que no era un romántico monstruo fabuloso, sino
una máquina gigantesca, armada con todas las artes diabólicas de la técnica,
que en su largo curso gasta todos los días enormes multitudes humanas, enormes
cantidades de dinero. No cabía la ilusión. Nadie gritaba jubilosamente, todos
se asustaron, todos supieron que para su patria, para el mundo, llegarían
entonces años de devastación. Se aceptó la guerra porque había que aceptarla como
algo inevitable. Así fue en 1939. Pero aunque lo sabía y esperaba esta
postura estoica como la única lógica y natural, Inglaterra fue para mí una
sorpresa y aprendí acerca del pueblo inglés en los días de la guerra, más que
antes en largos años. La primera experiencia la tuve el primer día. Hube
casualmente de realizar una diligencia en una oficina pública; el empleado
estaba redactando un documento para mí, cuando de pronto se abrió la puerta y
entró otro empleado, anunciando: -Alemania acaba de invadir a Polonia. Es la
guerra. I have to leave at once. Lo dijo con voz completamente tranquila, como si
hiciera una comunicación oficial sin importancia. Y mientras mi corazón se
detenía y -¿por qué avergonzarme?- mis dedos temblaban, el primer empleado
concluyó tranquilamente el documento y me lo entregó con una leve y amable
sonrisa inglesa. ¿No habría comprendido? ¿No creería en la noticia? Luego salí
a la calle. Había calma completa, la gente no marchaba ni más de prisa ni más
excitada. Todavía no lo saben, pensé una vez más. Si lo supieran, no podrían
caminar tan tranquilos, tan concentrado cada uno en sus asuntos. Pero ya
llegaron los diarios como una blanca llamarada. La gente los compraba, leía y
continuaba su camino. Nada de grupos sobresaltados; en las tiendas mismas, nada
de reuniones nerviosas. Y así transcurrieron todas las semanas, cada uno hizo
su tarea con calma, con sosiego, ni uno solo visiblemente excitado, todos
calmosamente resueltos y callados: si hubiesen faltado ciertas señales
exteriores, como el oscurecimiento o la abundancia de uniformes militares,
desacostumbrada en Inglaterra, nadie hubiera podido suponer por la simple
conducta de la gente que aquel país estaba librando una de las guerras más
difíciles y decisivas de su historia. Esta
intrepidez, precisamente en momentos de excitación, de arrebato, de
nerviosismo, que estalla incontenible en las demás naciones, sigue siendo para
los que no somos ingleses lo misterioso del temperamento británico. Se ha
intentado muchas veces explicar psicológicamente este dominio de sí como efecto
de una innata resistencia nerviosa o del sistema de educación que acostumbra ya
al niño a ocultar sus sentimientos o, por lo menos, su expresión visible. Pero
creo yo que se subestima un factor más profundo: la constante vinculación con
la naturaleza, que transfiere invisiblemente a cada ser humano algo de su
perfecta serenidad, cuando el hombre vive en permanente diálogo con ella. Por mucho tiempo -como la mayoría-, creí que el culto
y la preferencia del inglés se concretan a su casa. En realidad, en cambio,
tienen por objeto su jardín. Alguien calculó recientemente en Inglaterra que en
esta tierra hay tres millones y medio de jardines; casi todas las casas y aun
las casitas tienen el suyo, y muchos de los habitantes de las grandes ciudades
o los de la capital que moran en las casas de pisos londinenses, poseen una
casa para el fin de semana, en la que ansían estar todos los días de la semana
por el jardín y por las flores que allí cuidan. Por eso, millones de
británicos, estos seres aparentemente tan antirrománticos, trabajan en el
jardín o en el jardincito todos los fines de semana o después de su labor
principal: por la tarde por la mañana, el obrero, el empleado, el ministro, el
estudiante y el sacerdote toman sus utensilios de jardinería, cavan la tierra,
podan los arbustos y cuidan sus flores. En esta diaria ocupación de jardinería
(gardening), que no es deporte, ni trabajo, ni juego, sino todo esto junto en
transición de matices, son solidarios todos los ingleses, todas las diferencias
sociales desaparecen, toda distancia entre rico y pobre queda eliminada. Hasta
el baronet y el duque, que da ocupación a una docena de jardineros, está ligado
íntimamente con su jardín tanto como el maquinista ferroviario con el diminuto
rectángulo verde detrás de su casa. Y esta hora diaria o esta media hora entre
flores, plantas y frutos, entre las cosas eternas de la naturaleza, este lapso
de total disociación de los acontecimientos y los negocios, me parece que
origina con su poder de alivio -su relaxing- aquella maravillosa calma del
inglés, que no logramos comprender o, por lo menos, alcanzar. En un mundo
mudable y destructible, deben recordar todos los días que lo esencial del mundo
en que vivimos, su belleza, su serenidad, no pueden ser rozadas por el desvío
de las guerras y las locuras de la política; cuando comienzan el día o lo
terminan, en este contacto han recibido fuerza y calma, que, sumadas en
millones de seres, aparecen en toda la nación como carácter, como temperamento;
estos incontables jardincitos, reducidos y modestos, que se adhieren hasta a la
casa más pobre con un par de arbustos, una corona de flores y su verde
servicial, son el gran paliativo de este pueblo contra la nerviosidad, la
inseguridad y la parlería en voz alta. Por ellos día por día se renueva la
constante tranquilidad y la permanente serenidad individual, para los no
ingleses casi inconcebible, como energía de toda la nación; con ello los
británicos nos proporcionan un grandioso espectáculo de firmeza espiritual,
casi tan grandioso como aquel que nos brinda la naturaleza. FIN
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