OBRAS ESCOGIDAS

 MAESTROS DE LA LITERATURA

STEFAN ZWEIG

(1981-1942)

Stefan Zweig representa uno de los intelectuales más sobresalientes de la primera mitad del siglo XX. Esta selección de obras, ofrece la visión de este genial autor de la Civilización Occidental en la turbulenta época que le tocó vivir.


ÍNDICE

TRES MAESTROS / BALZAC – DICKENS – DOSTOIEWSKI

BALZAC

DICKENS

DOSTOIEWSKI

ACORDE

EL ROSTRO

LA TRAGEDIA DE SU VIDA

EL SENTIDO DE SU DESTINO

LOS HOMBRES DE DOSTOIEWSKI

REALISMO Y FANTASÍA.

ARQUITECTURA Y PASIÓN

DOSTOIEWSKI, TRASGRESOR DE FRONTERAS.

EL TORMENTO DE DIOS.

LA VIDA TRIUNFA

 

LA LUCHA CONTRA EL DEMONIO /

(HÖLDERLIN · KLEIST · NIETZSCHE)

INTRODUCCIÓN

HÖLDERLIN

LA PLÉYADE SAGRADA

INFANCIA,

LA IMAGEN DEL POETA,

LA MISIÓN DEL POETA

EL MITO DE LA POESÍA

FAETÓN O EL ENTUSIASMO

ENTRADA EN EL MUNDO

ENCUENTRO PELIGROSO

DIOTIMA

EL RUISEÑOR CANTA EN LAS TINIEBLAS

HYPERION

LA MUERTE DE EMPÉDOCLES

LAS POESÍAS DE HÖLDERLIN

CAÍDA EN EL INFINITO

TINIEBLAS DE PÚRPURA

SCARDANELLI

RESURRECCIÓN

HEINRICH VON KLEIST

EL PERSEGUIDO

EL INESCRUTABLE

PLAN DE VIDA

AMBICIÓN

LA NECESIDAD DEL DRAMA

EL MUNDO Y SU ESENCIA

EL NARRADOR

EL ÚLTIMO LAZO

PASIÓN DE MUERTE

FRIEDRICH NIETZSCHE

TRAGEDIA SIN PERSONAJES

DOBLE RETRATO

APOLOGÍA DE LA ENFERMEDAD

EL DON JUAN DEL CONOCIMIENTO

PASIÓN DE SINCERIDAD

HACIA SÍ MISMO

DESCUBRIMIENTO DEL SUR

EL REFUGIO EN LA MÚSICA

LA SÉPTIMA SOLEDAD

LA DANZA SOBRE EL ABISMO

EL EDUCADOR PARA LA LIBERTAD

 

EL MISTERIO DE LA CREACIÓN ARTÍSTICA / CONFERENCIA

LORD BYRON / EL DRAMA DE UNA GRAN EXISTENCIA

LA VIDA TRÁGICA DE MARCEL PROUST

HUGO VON HOFMANNSTHAL

PALABRAS ANTE EL FÉRETRO DE SIGMUND FREUD

MATER DOLOROSA

TOLSTOI

EXTRAVÍO Y FIN DE PIERRE BONCHAMPS LA TRAGEDIA DE FELIPE DAUDET

LEYENDA Y VERDAD DE BEATRICE CENCI

LOS JARDINES EN LA GUERRA

 


 

  

 

BALZAC

DEDICATORIA A ROMAIN ROLLAND,

Por su amistad inconmovible de años luminosos y oscuros.

 

No es un puro azar el que reúne aquí en un volumen estos tres ensayos sobre Balzac, Dickens, Dostoiewski, escritos en el trascurso de diez años. Una y armónica es la intención que nos anima al presentar a estos tres grandes, y a nuestro juicio únicos, novelistas del siglo XIX, como a tipos que, precisamente por el contraste de sus personalidades, se completan entre sí y elevan acaso a forma visible la idea de ese arquitecto épico de universos que es el novelista.

Si digo que estos tres, Balzac, Dickens, Dostoiewski, son los únicos grandes novelistas que conoce el siglo, no ignoro, al discernirles tal primacía, la magnitud de ciertas obras de un Goethe, de un Godofredo Keller, de un Stendhal, de Flaubert, de Tolstoi, de Victor Hugo ––para no citar otros nombres––, ni desconozco que muchas de sus novelas, tomadas aisladamente, raya muy por encima de las de Dickens o las de Balzac. Mas hay, a nuestro modo de ver, una diferencia íntima e inquebrantable entre el novelista y el autor de novelas. Novelista, en el sentido último y supremo de esta palabra, sólo lo es el genio enciclopédico, artista universal que ––fijémonos en la envergadura de la obra y en la muchedumbre de sus figuras–– modela con sus manos todo un cosmos; que, al lado del mundo terrenal, levanta un mundo propio, con leyes propias de gravitación, con criaturas propias y un manto propio de estrellas tendido sobre sus frentes; que sabe imprimir a cada figura, a cada suceso, un ser tan genuino, que no sólo les da relieve típico en su mundo, sino que los impone, con fuerza plástica penetrante, al mundo real, obligándonos a tomar su nombre para subrayar hechos y personas; y así, decimos de un hombre viviente que es un figura balzacquiana, un carácter de Dostoiewski, un personaje de Dickens. El novelista estatuye, en el mundo de sus criaturas, una ley de vida, crea una idea de la vida, con armonía tal, que el mundo recibe por él una forma nueva. Destacar en su recóndita unidad esta ley íntima, esta formación caracterológica, es el intento primordial que persigue el presente libro, cuyo subtítulo inédito podría rezar: “Psicología del novelista” Cada uno de los tres aquí estudiados tiene su esfera propia. Balzac, el mundo de la sociedad; Dickens, el mundo de la familia; Dostoiewski, el mundo del Uno y el Todo. Y, si por fuerza hemos de comparar entre sí estos mundos para contrastar sus diferencias, jamás intentaremos trasponerlas en juicios valorativos ni colorear los elementos nacionales de un artista con tintas de simpatía o aversión. Todo gran creador es una unidad que guarda en su propio seno, en medidas que le son propias, sus fronteras y sus quilates. Hay un peso específico de cada obra, que no puede ponderarse en la balanza absoluta de la justicia. Los tres ensayos presuponen conocimiento de las obras respectivas: no pretenden ser introducción sino quintaesencia, condensación, extracto.

Mas ésta su misma condensación les fuerza a limitarse a lo que el autor sintió como esencial. El estudio de Dostoiewski hace especialmente dolorosa esta insuficiencia, pues el volumen infinito del novelista ruso rechaza, como el de Goethe, toda fórmula, por amplia que ella sea.

Bien hubiéramos querido añadir a estas tres grandes figuras del francés, el inglés y el ruso la imagen de un novelista alemán representativo; es decir, de uno de esos arquitectos épicos de universos en que hemos cifrado la elevada idea del novelista. Mas ¿qué, si no encontramos ninguno digno de ser elevado a este rango, en el pasado ni el presente? ¿Será tan afortunado este libro que contribuya a alentarlo para lo futuro y pueda saludar desde aquí su remoto advenimiento?

ST. ZWEIG.

Salzburgo, 1919.

 

Balzac viene al mundo el año de 1799 en la Turena, la alegre patria de Rabelais. En junio de 1799: la fecha merece la pena de repetirse. Es el año en que retorna de Egipto, mitad victorioso, mitad fugitivo, Napoleón ––el mundo, a quien ya sus hechos comienzan a traer desasosegado le llama todavía Bonaparte––. Después de llevar sus armas bajo las estrellas de un cielo extranjero, de guerrear ante las Pirámides, testigos de piedra, el cansancio le vence, y abandona la magna empresa; sortea en un ruin barquillo las corbetas de Nelson, que le acechan; junta, apenas toca tierra firme, un puñado de adictos, barre la Convención, contraria a sus designios, y en un momento se adueña de Francia. El año en que nace Balzac ––1799–– señala el principio del Imperio. Bonaparte no es ya le petit caporal, el aventurero corso: el nuevo siglo saluda a Napoleón emperador. Diez, quince años más ––la adolescencia del novelista–– y sus manos ávidas abarcarán media Europa, mientras las alas de águila de sus sueños de codicia se ciernen sobre el mundo entero, de Oriente a Occidente. Para quien tan intensamente como Balzac sabe vivir en lo que le rodea, no podía ser indiferente esta coincidencia de sus primeros dieciséis años con los dieciséis años del Imperio, época tal vez la más fantástica de la Historia universal.

¿Acaso las primeras experiencias de la vida y el Destino no son las dos caras de la misma imagen? He aquí que llega uno, cualquiera, de una isla cualquiera perdida en el Mediterráneo azul, se presenta en París, solo, sin oficio ni beneficio, sin amigos, sin fama y sin dignidades, toma en sus manos el Poder sin riendas y le' pone freno, se adueña de París a fuerza de audacia, y luego de Francia, y luego del mundo... Y este capricho aventurero de la Historia no lo cantan negros caracteres inverosímiles entre leyendas y gestas, sino que penetra por todos los sentidos ávidos del niño, y se entreteje con su vida y su persona, vestido con todos los colores del recuerdo y la realidad, poblando el mundo todavía virgen de su alma. ¿Qué vida que pase por momentos tales no los tomará para siempre por espejo? Balzac muchacho aprende quizá a leer en las proclamas que relatan, con lenguaje marcial, rudo y orgulloso, con una emoción casi romana, los triunfos alcanzados en lejanas tierras; pasea acaso sus torpes dedos de chico, en el mapa, sobre los territorios por los que Francia va desbordándose a lo largo de Europa como un torrente, mientras escucha los relatos legendarios de los soldados de Napoleón, que hoy le hablan de Monte Cenis, mañana de Sierra Nevada, de la marcha a través de Alemania, vadeando ríos; de la invasión de Rusia, entre la nieve, o de la batalla naval delante de Gibraltar, donde los ingleses prenden fuego a la flotilla con balas inflamadas. Durante el día, quizá han jugado con él, en la calle, unos soldados que guarda todavía en el rostro las cicatrices de los sables cosacos. En medio de la noche se ha despertado acaso más de una vez con el ruido colérico de los cañones arrastrados camino de Austria para hacer añicos la capa de hielo sobre la que galopa la caballería rusa en Austerlitz. Todos los afanes de su infancia tenían por fuerza que resumirse en un nombre enfebreciente, en una idea, en un pensamiento: Napoleón. Delante de aquel parque gigantesco que arranca de París hacia el mundo, ve el niño erigirse un arco de triunfo y cómo en sus muros se van grabando los nombres de las ciudades vencidas de medio universo ¡Qué indecible golpe para este sentimiento de superioridad cuando, años más tarde, viese desfilar bajo este mismo arco las tropas extranjeras con su música de triunfo y sus banderas desplegadas! Los acontecimientos del agitado mundo exterior van grabándose en su alma con la emoción de lo vivido. Y ya en edad temprana se ofrece a sus ojos la subversión inaudita de todos los valores, espirituales y materiales. Ve cómo arrastra el vendaval, igual que hojas secas, aquellos asignados puestos bajo la garantía de la República. Cómo en las monedas de oro que tocan sus manos, luce tan pronto el rotundo perfil del rey decapitado como el gorro frigio de la Libertad, o la faz romana del Primer Cónsul, o el boato imperial de Napoleón.

Una época como ésta de transiciones tan radicales, en que vacilaba y se deshacía cuanto los siglos habían rodeado de barreras que se pensaron inconmovibles: moral, dinero, territorio y jerarquías, no podía por menos de infundirle un temprano sentimiento de la relatividad de todos los valores. Un torbellino era el mundo que le rodeaba, y si en medio de esta vorágine su mirada vacilante buscaba un poco de armonía en la dispersión, un asidero, un símbolo, una estrella para orientarse sobre el oleaje tempestuoso, era siempre Uno y el Mismo; la causa activa donde se engendraban, incesantes, las convulsiones y oscilaciones...

Un día, Napoleón deja en su vida la emoción de la presencia. El niño ve al coloso cabalgar en una parada, con las criaturas de su voluntad: con Rustán, el mameluco; con José a quien había hecho el regalo de España; con Murat, para quien fue la dádiva de Sicilia; con Bernadotte, el traidor; con todos aquellos a quienes acuñó coronas y conquistó reinos, a quienes sacó de la nada de su pasado para elevarlos al esplendor de su presente. En un segundo penetra por todos los poros del niño, sensible y viva, una imagen más grandiosa que todos los cuadros de la Historia: ¡el gran conquistador del mundo estaba ante sus ojos! ¿Y acaso en un` muchacho el ver a un conquistador no equivale al deseo de serlo él? Otros dos conquistadores universales guardaba la tierra, en esta época, lejos de París: uno, en Konigsberg, en cuya mente la dispersión del mundo se ordenaba en armonía; otro, en Weimar, donde un poeta reinaba sobre su mundo y lo domeñaba tan triunfadoramente como los ejércitos de Napoleón. Pero estas grandezas eran todavía demasiado remotas para Balzac. Fue el ejemplo de Napoleón quien le infundió desde la infancia la ambición de aspirar siempre a lo más alto, sin detenerse nunca en lo parcial, de asir el mundo codiciosamente en el eje de su totalidad.

Por el momento, esta voluntad cósmica insaciable ignora sus caminos. Nacido dos años antes, habríase enganchado bajo las banderas de Napoleón; hubiera, acaso, atacado las alturas de Belle-Aliance, barridas por el fuego de los ingleses; pero la Historia no gusta de repeticiones. Al cielo tormentoso de la era napoleónica siguen días de sol, tibios, suaves y adormecedores. Bajo el cetro de Luis XVIII, el sable se convierte en espadín, el soldado en paje, el político en orador de moda; no es ya el puño de la acción a la oscura cornucopia del acaso quien otorga los altos sitiales del Estado: son blancas manos de mujer las que reparten favores y gracias. La vida pública se encalma y aplana, el torbellino espumeante de los acontecimientos cobra la apacibilidad de un tranquilo estanque. Napoleón, acicate para muchos, era para los más intimidante admonición. El arte sufre los mismos influjos. Es entonces cuando Balzac comienza a escribir. Pero no como los demás, para hacer dinero, para divertir, para llenar las estanterías, para ser el tema de los bulevares; lo que él ambiciona no es un bastón de mariscal en la literatura, sino el cetro de emperador. Su obra empieza en una buhardilla. Como para probar sus fuerzas, publica las primeras novelas bajo seudónimo. No es todavía la guerra, sino un supuesto táctico; no es el combate, sino la maniobra. Insatisfecho de lo logrado, deja la pluma. Se dedica durante tres, cuatro años, a otras ocupaciones; desempeña el cargo de escribiente en una notaría; observa, ve, disfruta, penetra con su mirada en los senos del mundo, para volver de nuevo a la batalla. Pero ahora con aquella voluntad indomable de totalidad, con aquella avidez fanática gigantesca que desprecia todo lo que es detalle, apariencia, fenómeno, dispersión, para abarcar sólo lo que vibra en vuelo grandioso, para auscultar el mecanismo misterioso de los instintos primigenios. Su ambición, ahora, es obtener del tropel de los sucesos de los elementos simples: del caos numérico la suma, de los ruidos la armonía, de la plenitud de vida la esencia, exprimir el mundo entero en su retorta, crearlo de nuevo, recrearlo en raccourci, en exacto escorzo, y animar con su propio aliento, modelar con sus propias manos la materia así domeñada. Y ni un solo elemento ha de perderse, en este proceso. Para reducir lo infinito a lo finito, lo inasequible a lo humanamente real, no hay más que un camino: la concentración. Todas sus fuerzas conspiran tenazmente a este resultado, a comprimir los fenómenos, a hacerlos pasar por su tamiz, donde queda todo lo que es accesorio, accidental, y sólo penetran las formas elementales y valiosas. Y luego, obtenidas estas formas aisladas y dispersas, quinta esenciarlas en la brasa de sus manos, plasmar su inmensa heterogeneidad en sistema ordenado y claro, al modo como Linneo esquematiza los miles de millones de plantas que viven en una rápida clave, o los químicos cifran en un puñado de cuerpos simples las innumerables composiciones: tal es la ambición de este novelista. Para poder gobernarlo, simplifica el mundo, y lo recluye en la cárcel grandiosa de La comedia humana. Este proceso de destilación hace de sus hombres-tipos fórmulas expresivas de una pluralidad que un genio artístico inaudito ha depurado de todo lo superfluo y accidental. Estas pasiones rectilíneas son las fuerzas motrices; estos tipos elementales, los actores; este mundo decorativamente esquematizado en torno suyo, la escena de La comedia humana.

Balzac traslada a la literatura el régimen centralista de la Administración. Como Napoleón, hace de Francia la circunferencia del mundo, y de París su centro. Dentro de este círculo, en el mismo París inscribe otros círculos: el círculo de la nobleza, el del clero, la clase obrera, los poetas, los artistas, los sabios. De cincuenta salones aristocráticos extrae el de la duquesa de Cadignan; exprime el jugo de cien banqueros para formar a su barón de Nucingen; de un mundo de usureros saca a su Gobsec; los médicos se compendian en Horace Bianchon. Hace que estos hombres vivan cerca unos de otros, que entren en diario contacto, que se combatan con vehemencia. Allí donde la vida engendra mil variedades, para él solo hay una. En su mundo no existen tipos intermedios, matices ni mescolanzas. Este mundo es más pobre que la realidad, pero más intenso. Sus hombres son extractos de hombres; sus pasiones, elementos simples; sus tragedias, condensaciones. Como Napoleón, comienza por la conquista de París; tras París se anexiona las provincias, una tras otra ––todas envían sus diputados, por decirlo así, al parlamento de las novelas balzacquianas––, y de allí lanza sus tropas, como las del Cónsul victorioso., a través del mundo. Cruza las fronteras y pasea sus hombres por los fiordos de Noruega, por las mesetas calcinadas de España, bajo el cielo llameante de Egipto; atraviesa con ellas el puente helado de la Beresina; a todas partes, y aun más allá, llega su voluntad cósmica, como la de su gran predecesor. Y como Napoleón, descansando entre ––dos campañas, nos legó el Code civil, Balzac nos entrega, para reposarse de la conquista del mundo en su Comedia humana, un código moral del amor y del matrimonio, que es un ensayo de filosofía, y aun le queda tiempo para trazar sobre el meridiano de sus grandes obras el arabesco generoso de los Cuentos droláticos. De las cabañas de los campesinos, de los abismos más hondos de la miseria, se traslada a los palacios de Saint Germain, penetra en los aposentos de Napoleón; por todas partes va arrancando la cuarta pared y los secretos guardados bajo cerrojos; descansa con los soldados en las celdas de la Bretaña; juega en la Bolsa; otea por entre los bastidores de los teatros; vigila el trabajo paciente del erudito; no queda un rincón del mundo adonde no llegue su mirada mágica. Su ejército se compone de dos, de tres mil hombres; pero a estos hombres los ha pateado él sobre el suelo, los ha visto crecer en la palma de su mano. Los ha sacado de la riada, desnudos, y los ha vestido, los ha cubierto de dignidades y de riquezas, como Napoleón a sus mariscales, para dejarlos de nuevo inermes y jugar con ellos y estrellarlos unos contra otros. Indecible es la muchedumbre de los sucesos, inmenso el paisaje que tras estos sucesos se desarrolla. Y única en la literatura moderna, como Napoleón en la Historia moderna, esta conquista del Universo que representa La comedia humana, este sostener el mundo entero, sintetizado, entre dos manos. El sueño infantil de Balzac fue conquistar el mundo, y nada más avasallasador que estos sueños tempranos cuando se convierten en realidad. No en vano el novelista había escrito debajo de un retrato del emperador: “Ce qu'il n'a pu achever par l'epée, je l'accomplirai par la plume” Y como él son sus héroes. Poseídos todos de la misma ansia de conquistar el mundo.

Una fuerza centrípeta los lanza fuera de su provincia, de su región natal, hacia París. Y París es el campo de batalla. Cincuenta mil hombres, un verdadero ejército, avanzan sobre la capital, llenos de casta fuerza latente, de oscuras energías contenidas, prestas a estallar, y una vez en ella, hacinados en estrecho espacio, explotan unos contra otros como bombas, chocan, se enfurecen, se destruyen, se empujan al abismo. Nadie encuentra puesto reservado en esta mesa; todos han de abrirse paso a codazos y dentelladas, y este metal acerado, flexible, que se llama la juventud, se forja en armas, y sus energías se condensan como explosivos. Es orgullo de Balzac haber sido el primero en demostrar que bajo esta pugna de los que decimos civilización no se esconde menos crueldad que en los campos de batalla. «Mis novelas burguesas son más trágicas que vuestras tragedias luctuosas», dice a los románticos. Y, en efecto, lo primero que estas fuerzas jóvenes aprenden en los libros de Balzac es la ley de lo inexorable. Saben que no caben todos en tan pequeño espacio, que fatalmente han de devorarse unos a otros ––la imagen es de Vautrin, criatura predilecta de Balzac–– como arañas en un puchero. Las armas forjadas en la juventud se templan luego en el veneno candente de la experiencia.

La razón es del que vence y sobrevive. Las treinta y dos puntas de la rosa de los vientos los impulsan como a los san––culottes de la Grande Armée hacia París, con los zapatos destrozados en las piedras de todos los caminos, cubiertos de polvo de todos los suelos, y la garganta abrasada en una sed infinita de gozar. Al posar su vista sobre este mundo nuevo, fascinador, el mundo de la elegancia, de la riqueza y del poder, comprenden –– que para conquistar estos palacios, estas posiciones, estas mujeres, no vale de nada el bagaje que traen sobre sus hombros. Que si quieren triunfar han de fundir en nuevos moldes sus capacidades: cambiar la juventud en tenacidad; la inteligencia en astucia; la confianza en falsedad; la belleza en vicio; la audacia en hipocresía. Y en su carrera hacia lo más alto nada detiene a estos ansiosos invencibles que son los héroes de Balzac. La aventura es siempre la misma: cruza, raudo, un coche, salpicando lodo,–– el cochero restalla el látigo, pero dentro se yergue el busto de una mujer joven, y en su pecho brillan las joyas. En el aire queda flotando una mirada rápida. La mujer es tentadora y bella, símbolo de la sensualidad. En este instante, todos los héroes de Balzac se concentran en un deseo único: ser dueños de esta mujer, del coche, del criado, de la riqueza, de París, del mundo... El ejemplo de Napoleón, que proclama que el poder, por alto que sea, está al alcance de la mano del más humilde los ha corrompido. Ya no luchan, como sus padres provincianos, por una viña, una alcaldía, una herencia; luchan por símbolos, por el poder, por remontarse hasta el círculo de luz en que brilla el sol del Imperio, y el oro corre por entre los dedos como el agua. Y así nacen aquellos grandes ambiciosos, a quienes Balzac dota de músculos más acerados, de elocuencia más fogosa, de instintos más vigorosos, de una vida, si más breve, más henchida e intensa que a los demás. Estos son los hombres cuyos sueños incuban hechos, los poetas ––Balzac lo dice–– que poetizan sobre la realidad. Uno es el camino para el genio, otro para el hombre vulgar. O descubrir rutas nuevas para la conquista del poder, o aprender las que otros siguen, los métodos de la sociedad. Caer mortíferamente como balas de cañón sobre todos los que estorben nuestras ambiciones o envenenarlos silenciosamente, como la peste: he aquí el consejo que da Vautrin, el anarquista, hijo predilecto y grandioso de Balzac.

En el mismo Barrio Latino, donde el novelista, en un pobre cuartucho, empieza su carrera, se congregan sus héroes, formas elementales de la sociedad: Deplein, el estudiante de Medicina; Rastignac, el arrivista; Louis Lambert, el filósofo; Rubempré, el periodista; Bridan, el pintor; un cenáculo de hombres jóvenes, elementos caóticos, caracteres rudimentarios, y, sin embargo, es la vida entera la que se agrupa en torno a la camilla de la legendaria pensión Vauquer. Pero más tarde, vaciados en la gran retorta de la vida; cocidos al fuego de las pasiones y luego enfriados y entumecidos en los desengaños; sometidos a las múltiples acciones y reacciones de la naturaleza social, a los frotamientos mecánicos, atracciones magnéticas, descomposiciones moleculares, aquellos hombres se transforman, pierden su verdadero ser. Ese terrible ácido que se llama París disuelve a unos, los corroe, los elimina, los anula, mientras a otros los cristaliza, los endurece, los petrifica. Y después de pasar por todos los procesos posibles de cambio, coloración y aglutinación, los elementos unidos forman nuevos complejos. Pasan diez años, y los transformados se saludan con sonrisas augurales en las alturas de la vida, y vemos a un Desplein médico famoso, a un Rastignac ministro, a un Bridan célebre pintor, mientras que Louis Lambert y Rubempré se han estrellado contra el volante. Se comprende que Balzac amase la química, que estudiase las obras de Cuvier, de Lavoisier.

En este proceso múltiple de acciones y reacciones, afinidades, atracciones y repulsiones, eliminaciones y aglutinaciones, descomposiciones y cristalizaciones, en la simplificación atómica de lo sintético, creía él ver reflejada, más diáfana que en ningún otro espejo, la imagen de la sociedad. Para Balzac era axiomático que la pluralidad influía por modo tan decisivo en la unidad como ésta sobre aquélla ––teoría a que él daba nombre de lamarquismo y que Taine ha de plasmar más tarde en conceptos––; que el individuo era un producto formado por el clima, el medio social, las costumbres, el acaso; es decir, por el Destino; que todo individuo absorbía una atmósfera ya creada antes de irradiar de sí otra nueva: este condicionamiento universal del mundo interior y del entorno era para él artículo de fe. Esta trasposición de lo orgánico a lo inorgánico, la auscultación de lo vivo en lo conceptual, este sintetizar en el ser social un patrimonio espiritual momentáneo, dibujado en él la fisonomía de épocas enteras: tal era, para Balzac, la misión suprema del artista. Todas las fuerzas flotan y se entrecruzan, ninguna es libre. Ante un relativismo tan limitado, no puede prevalecer ninguna continuidad, ni aun la del carácter. Balzac deja que sus hombres se formen sobre los acontecimientos, que se modelen como arcillasen las manos del Destino. Hasta los hombres de sus personajes repugnan la unidad y reflejan la mudanza. En veinte novelas de Balzac hemos encontrado al barón de Rastignac, par de Francia. Creemos conocer ya perfectamente a este arrivista sin escrúpulos, prototipo del pícaro parisino, brutal y despiadado, que se escurre como una anguila por entre las mallas de todas las leyes y encarna magistralmente la moral de una sociedad; le hemos visto en la calle, en los salones, en los periódicos. Mas de pronto cae en nuestras manos una novela en la que nos encontramos con un Rastignac hijo de nobles arruinados, a quien sus padres mandan a París con muchas esperanzas y poco dinero y un carácter blando, dulce, modesto, sentimental. Y le vemos caer en la pensión Vauquer, en aquel crisol mágico de personajes, una de esas síntesis geniales en que Balzac, entre cuatro paredes mal empapeladas, encierra toda la variedad de temperamentos y caracteres que ofrece la vida. Ante sus ojos se desarrolla la tragedia del ignorado rey Lear, del pere Goriot; contempla cómo las princesas de lentejuelas del faubourg Saint Germain despojan a su padre anciano; contempla todas las miserias de la sociedad metidas en una tragedia. Y llega aquel día en que, siguiendo al cadáver del que pecó por demasiado bueno, sin otro cortejo que el de un portero y una criada, encendido en rabia, ve a París a sus pies desde las alturas del Pére La Chaise, sucio, amarillo y triste como una llaga purulenta, y es entonces cuando conoce la verdadera sabiduría de la vida. Es en aquel instante cuando resuena en su oído la voz de Vautrin, el presidiario, que le dice que a los hombres hay que tratarlos como a bestias de tiro, aguijonearlos para que vuelen arrastrando el coche, aunque caigan reventados rendida la, carrera: la cuestión es llegar. En este segundo nace el barón de Rastignac de los otros libros, el arrivista sin escrúpulos y sin piedad, el par de Francia. Este segundo en la encrucijada de la vida lo tienen todos los héroes de Balzac. Todos se enganchan como soldados en la guerra de todos contra todos, todos avanzan, cuando no caen, y sobre los cadáveres de los caídos pasan los caminos de los vencedores. No hay hombre que no tenga su Rubicón, su Waterloo, y las batallas son siempre las mismas, aunque se libren en un palacio, en una cabaña o en una taberna. Balzac lo ha demostrado. Y, rasgando las vestiduras del sacerdote, del soldado, del abogado, del médico, pone al desnudo sus instintos, que no varían, aunque' cambie el hábito bajo el cual se esconden. Esto nadie lo sabe mejor que su Vautrin, el anarquista, que representa los papeles de todos y se nos aparece bajo diez disfraces diferentes, y, sin embargo, siempre el mismo y con la conciencia de su identidad. Debajo de la tierra nivelada de la vida moderna minan las luchas, y el instinto indesarraigable de la ambición conspira contra las apariencias igualitarias. La tensión de la lucha se duplica, lejos de remitir, pues en la vida moderna no hay puestos reservados, como antes el del rey, el de la nobleza, el del sacerdocio: todos tienen derecho a pretenderlo todo. La reducción de posibilidades multiplica las energías.

Esta lucha homicida y suicida de energías es la que encanta a Balzac. Su pasión es pintar las energías tensas hacia un fin, como expresión de una consciente voluntad vital.

Mas no en sus efectos, sino en sí mismas, por propia virtud. Nada le importa que esa voluntad sea buena o mala, fecunda o estéril, con tal que sea intensa. La voluntad, la intensidad, son todo––, ellas hacen al hombre; la fama, el éxito, no son nada, pues es el acaso quien los da y los quita. El raterillo que escamotea tímidamente un panecillo, es un ser insignificante: el gran ladrón, el profesional, el que no roba sólo por lo robado, sino por la pasión de robar, cuya vida se entrega entera a este–– frenesí del despojo, éste tiene grandiosidad. Medir los efectos, ponderar los hechos es incumbencia del historiador; dejar en libertad las intensidades, la misión del novelista, según la entiende Balzac. La fuerza sólo es trágica cuando fracasa. Balzac pinta los héros oubliés; la Historia sólo ve un Napoleón, el Napoleón que conquistó el mundo y lo gobernó en los años 1796 a 1815; para él hay cuatro o cinco en cada época. Uno es acaso aquel que sucumbió en Marengo y se llamó Dexais; otro lo envió a Egipto, el Napoleón histórico, lejos de los grandes acontecimientos; el tercero conoce tal vez la más espantosa de las tragedias, pues llevando dentro de sí un verdadero Napoleón no vio jamás un campo de batalla; la vida obligó a estancarse en un rincón provinciano aguas que pudieron ser torrente impetuoso; mas sus energías no fueron mezquinas, aunque lo fuesen las circunstancias entre que vivió. Balzac conoce mujeres cuya ternura y cuya belleza las hubiesen hecho famosas entre las reinas-soles, cuyos nombres hubieran podido rivalizar con el de la Pompadour o el de Diana de Poitiers; poetas que fracasaron por la adversidad de un momento, por delante de cuyos nombres pasó la fama sin detenerse y a quienes otro poeta tiene que entregar la gloria de que no gozaron en vida. Sabe que cada minuto que pasa derrocha estérilmente una plenitud inconcebible de energías. Sabe que Eugenia Grandet, la provincianita sentimental, tiene un momento ––aquel en que, temblando ante la codicia de su padre, entrega a su primo la bolsa del dinero–– en que su heroísmo alcanza la intensidad del de la Juana de Arco cuyos mármoles resplandecen en todas las plazas de Francia. Ningún éxito, por ruidoso que sea, puede fascinar a un biógrafo como éste de vidas innumerables, que ha analizado químicamente todos los afeites y todas las mixturas de la sociedad. El ojo insobornable de Balzac sólo ojea las energías, sólo ve la tensión de vida que palpita en el torbellino de los sucesos. En aquel tumulto de la Beresina, en que el ejército desmoralizado de Napoleón se precipita al río; en aquel segundo terrible donde se apelotonan tragedias de heroísmo, cobardía y desesperación cien veces relatadas, ¿quiénes son para Balzac los verdaderos, los supremos héroes? Aquellos cuarenta peones cuyos nombres no conoce nadie, que, hundidos hasta el pecho durante tres días en las aguas heladas, cortantes, levantaron el frágil puente por el cual pudo salvarse la mitad de las tropas. El novelista sabe que detrás de las celosías de París se desarrollan en cada segundo tragedias que no ceden en magnitud a la muerte de Julia, al fin de Wallenstein, al destino de maldición del Rey Lear, y nos repite una y otra vez, con el mismo orgullo, aquel apóstrofe: «Mis novelas burguesas son más trágicas que vuestras tragedias luctuosas». Su romanticismo ahonda en la vida interior. Vautrin, vistiendo chaqueta, no tiene menos grandeza que el campanero de Notre-Dame con sus cascabeles, el Quasimodo de Víctor Hugo; los paisajes rocosos y adustos del alma, la maraña de las pasiones y la avidez que laten en el pecho de sus grandes arrivistas, no son menos espantables que la gruta pavorosa del Han de Islandia. Balzac no busca la grandeza del ropaje en la lejanía de lo histórico y lo exótico, sino en lo superdimensional, en la intensidad exaltada de pasiones únicas en su grandioso retraimiento. En su mundo sólo tienen cabida los sentimientos que ante nada deponen su fuerza e integridad; sólo son grandes los hombres que se concentran en una aspiración, que no se disipan en varias direcciones, aquellos cuya pasión absorbe toda la savia: la suya y la reservada a otros afanes, enriqueciéndose así por el despojo y la crueldad, como esas ramas que florecen y fructifican monstruosamente cuando el jardinero amputa o estrangula las ramas hermanas. Balzac pinta esos monomaníacos de la pasión para quienes el mundo sólo gira en torno a un símbolo, que en la maraña indiscernible se estatuyen un sentido de vida. La ley fundamental de su energética es una especie de mecánica de las pasiones: la creencia de que cada vida desarrolla una masa igual de fuerza, cualesquiera que sean las miras sobre las que se derramen los afanes de su voluntad, lo mismo cuando fluyen lentamente en mil emociones que cuando se acumulan avaramente para lanzarse concentradas sobre un momento fugaz de rapto y exaltación, lo mismo cuando el fuego de esa vida se consume en lenta combustión que cuando explota en un instante. No vive menos quien vive más. de prisa; ni es menos varia la vida más uniforme. Un novelista que sólo aspira a crear tipos, a desintegrar los elementos puros, no puede tener ojos más que para estos monomaníacos, para estos hombres hechos de una pieza, que se aferran a una ilusión con todos sus nervios, con todos sus músculos, con todos sus pensamientos. Cualquiera que esa ilusión sea: amor, arte, avaricia, valentía, pereza, política, amistad. No importa el símbolo, con tal que haya uno, único y soberano. Estos hommes á passion, fanáticos de una religión de que son el dios ellos mismos, pasan por la vida sin mirar a los lados.

Hablan lenguajes diferentes y no se entienden unos a otros. Ya podéis ofrecer al coleccionista la mujer más bella, al amoroso un puesto brillante, al avariento lo mejor del mundo, si no es dinero. Y si se dejan tentar, si abandonan por otra su pasión predilecta, están perdidos. Los músculos se atrofian en la inacción; los anhelos que no se ponen en tensión durante años se petrifican, y el que se pasa la vida entera entregado a una pasión, virtuoso de ella, atleta de su único sentimiento, es impotente y nulo para los demás. Un sentimiento exaltado a monomanía devora a los otros, les roba la savia, los deseca para atraer a sí todos los valores y todos los encantos que una voluntad sana están repartidos.

Todos los matices y peripecias del amor, todas las cuitas, los celos y el luto, el agotamiento y el éxtasis se concentran para el avariento en la manía del ahorro, para el coleccionista en el ansia de coleccionar, pues en cada percepción absoluta y total se cifra la suma de todas las posibilidades del sentimiento. La intensidad de un goce exclusivista encuentra en sus emociones toda la gama de las ansias truncadas. Y aquí comienzan las grandes tragedias de Balzac. Nucingen, el símbolo del dinero, que ha amasado millones y gana en talento a todos los banqueros de Francia juntos, se convierte en un niño estúpido entre las manos de una cortesana; el poeta que se pasa al periodismo desaparece estrujado como los granos en una muela. Quimera del mundo, cada símbolo es celoso como Jehová, y no tolera pasiones rivales. Y ninguna pasión puede decirse superior a otra; no puede haber entre ellas jerarquías, como no las hay entre los paisajes o entre los sueños.

Ninguna es vil. «¿Por qué no escribir también la tragedia de la estupidez ––se pregunta Balzac––, la del pudor, la de la timidez, la del hastío?» Todas son fuerzas motrices, todas empujan, todas son respetables, siempre que sean lo bastante fuertes; hasta la más pobre línea de la vida puede tener vuelo y grandeza, con tal que no se rompa en su trazado, con tal que gire hasta abarcar la totalidad de su destino. Arrancar al pecho del hombre estas fuerzas elementales ––o mejor, estas mil formas proteicas de la verdadera y única fuerza elemental––; calentarlas, poniendo a presión la atmósfera en que viven; fustigarlas a ramalazos de sentimiento y emborracharlas con los elixires del amor y el odio, para luego azuzarlas y que se revuelvan furiosas en el arrebato de la embriaguez; estrellar a los hombres contra el guardacantón de la fatalidad; estrujarlos y separarlos violentamente para aglutinarlos de nuevo; tender puentes entre sus sueños, entre el avaro y el coleccionista, entre el mujeriego y el ambicioso; desplazar sin descanso el paralelogramo de las fuerzas; rasgar en todas las vidas el abismo aterrador de valle y montaña; lanzar las olas de arriba abajo, y de abajo arriba; atizar el fuego de las llamas y contemplarlo con los ojos inflamados de avidez con que Gobsec el usurero se extasiaba ante los brillantes de la condesa Rastaud; avivar el fuego perenne con sus nuevos despojos; flagelar a los hombres como a esclavos; arrastrarlos como Napoleón a sus soldados, sin un minuto de tregua, por todo el orbe, desde Austria a la Vendée, por mar a Egipto y de allí a Roma, para cruzar en seguida la Puerta de Brandeburgo entrando por Berlín, o asaltar las alturas de la Alhambra, o emprender la conquista de Moscú, pasando por sobre la victoria y la derrota; dejar a la mitad tendida en los caminos, aniquilada por las granadas de los cañones o por la nieve de las estepas; recortar en figuras el mundo entero, y pintar detrás del cartón del paisaje, para luego tirar de los hilos a los muñecos con mano nerviosa: ésta era su monomanía, la monomanía de Balzac.

Pues Balzac, el propio Balzac, era uno de esos grandes monomaníacos eternizados en sus novelas. Un desengañado. Repelido en todos sus sueños por un mundo cruel que odia al principiante y al pobre, se retrae a su soledad y se crea a sí mismo símbolo del mundo.

Un mundo que es suyo propio, que vive en él y con él sucumbe. La realidad pasa de largo ante sus ojos, sin que alargue la mano para cogerla. Vive recoleto en su cuarto, clavado a la mesa de trabajo, en la selva de sus creaciones, como entre sus cuadros Elías Mago, el coleccionista. Desde los veinticinco años ––salvo en casos que fueron excepciones y acabaron siempre en tragedia–– sólo utiliza la realidad como material, como combustible para mantener alta la presión de su propio universo. Pasó por delante de la vida tímidamente, como si le dijese el presentimiento que el menor contacto de estos dos mundos, el suyo y el de los otros, sólo podía engendrar dolor. Todas las noches al dar las ocho caía sobre la cama agotado de fatiga, dormía cuatro horas, y hacía que le despertasen a medianoche. Y cuando París y todo entorno suyo cerraba sus ojos inflamados, cuando las sombras caían sobre el rumor de las calles y se borraba el mundo de fuera, apuntaba la aurora del suyo. El novelista lo conjuraba al margen del otro, congregaba todos sus elementos dispersos y vivía horas de éxtasis febril, espoleando sin cesar los sentidos postrados con el aguijón del café puro. ¡Y así trabajaba diez, doce, y a veces hasta dieciocho horas diarias! Hasta que algo viniese a arrancarle de aquel mundo y volverle al de la realidad. En este segundo de despertar es cuando nos le imaginamos con aquella mirada que tiene en la estatua de Rodin, aquella mirada de miedo y de sorpresa del que retorna de un cielo remoto y se ve de súbito precipitado en la olvidada realidad; aquella mirada horriblemente grandiosa que casi grita de angustia; aquella mano que se crispa en la ropa sobre el hombro escalofriado; el gesto de uno a quien sacuden en el sueño, de un sonámbulo a quien de pronto, con voz estridente, gritan su nombre. Ningún poeta ha llevado tan allá como éste la intensidad de la abstracción en la propia obra, hasta rayar en el engaño de sí mismo; la fe en sus propios sueños, la alucinación. Su pulso no acertaba a detener siempre la máquina de la emoción, el motor embalado; a distinguir el espejismo de la realidad, ni era siempre diáfana a sus ojos la frontera entre los dos mundos. Con sus anécdotas se ha llenado un libro entero ––un libro divertido, que a veces es terrible––; con aquellas anécdotas que nos lo pintan absorbido en su quimera y poseído de la existencia real y corpórea de sus criaturas de imaginación. Un día, entra un amigo en su cuarto, y Balzac, convulso, se abalanza a él: «¿No sabes que la desventurada se ha suicidado?» El amigo da un paso atrás, lleno de terror, y sólo entonces se recobra el poeta en su conciencia y vuelve la imagen que le alucinaba, la imagen de Eugenia Grandet, a las constelaciones irreales de su firmamento. Un estado de alucinación tan intenso, tan completo, tan permanente, no se distingue de la locura, acaso, más que por la identidad de las leyes que gobiernan la vida exterior y esta nueva realidad, por la identidad de las condiciones causales del ser, que no residen tanto en la forma de vida como en la posibilidad de vida de sus entes de imaginación: es como si cruzasen el dintel del cuarto de trabajo del novelista para incorporarse a sus novelas. En duración, tenacidad y cerrazón quimérica, en cuyas creaciones no había sólo laboriosidad, sino fiebre, embriaguez, sueños y éxtasis. El trabajo era para Balzac un paliativo de su hechizo, un narcótico que le hacía olvidarse de su hambre de vida. Dotado como nadie para ser un gozador, un disipador, él mismo confiesa que este trabajo febril no hace más que alimentar su ansia de goces. Su sensualismo, desenfrenado como el de los monomaníacos de sus novelas, sólo podía renunciar a las demás pasiones encontrándolas compensadas en esta única. Podía prescindir de todos los excitantes del ansia de vivir, del amor, de la ambición, del juego, de la riqueza, de los viajes, de la fama y de la victoria, porque su obra se los suplía centuplicados. Los sentidos son necios como criaturas. No saben distinguir lo auténtico de lo falso, la ficción de la realidad. Sólo piden que se les alimente, sea con experiencias o con sueños. Y Balzac se pasó toda la vida engañando a los sentidos, mintiéndoles goces en vez de procurárselos, saciando su hombre con el olor de los platos que no podía servirles. La gran emoción de su vida fue compartir apasionadamente los goces de sus personajes. El era el que ponía los diez luises sobre el tapete verde y aguardaba temblando de ansiedad a que la ruleta se parase; él el que pasaba la mano abrasada sobre la ganancia reluciente, él que triunfaba en el teatro y atacaba las alturas al frente de los batallones, él que hacía temblar los cimientos de la Bolsa con cartuchos de dinamita; suyos eran todos los placeres que tomaban cuerpo en sus criaturas, y en ellos se exaltaba hasta el éxtasis de su vida, aparentemente tan pobre. Jugaba con sus personajes como Gobsec el usurero con sus víctimas, con aquellos infelices atormentados que acudían a él sin esperanza alguna y a quienes tenía, dando coletazos, colgando de su anzuelo; sus dolores, sus goces y sus tormentos eran para él objeto de atenta observación, como podía serlo el accionar más o menos inteligente de un actor en escena. Y es su corazón el que habla bajo la grasienta zamarra del usurero; «¿Pues qué, no es nada poder penetrar hasta los pliegues más recónditos del corazón humano, poder mirar hasta el fondo de él y tenerlo en la mano desnudo?» Balzac, el mago de la voluntad, refunde lo ajeno en propio, el sueño en vida. Cuéntase de él que en su juventud, cuando toda su comida era un trozo de pan seco, dibujó con yeso en la mesa a la que se sentaba en su buhardilla la circunferencia de unos cuantos platos y escribió dentro de ellos el nombre de los manjares más apetecidos, para así encontrar en el pan, por pura sugestión de la voluntad, el sabor de lo no comido. Y como aquí creía gustar el gusto, como lo gustaba en realidad, es seguro que en el elixir de sus libros bebió desaforadamente todos los encantos de la vida, engañando a su pobreza con la riqueza y el esplendor de sus propios esclavos. Y el eternamente agobiado por las deudas, atormentado por los acreedores, debía de sentir una emoción sensual al asignar a uno de sus personajes «cien mil francos de renta». El era el que rondaba entre los cuadros de Elías Mago; el que amaba a las dos condesitas como su propio padre Goriot; el que subía a las cumbres con Seráfito sobre los nunca vistos fiordos de Noruega; el que gozaba con Rubempré las miradas rendidas de las mujeres, y era para él, para él mismo, para quien todos estos hombres vertían sus goces como lava ardiente; estos hombres para quienes él destilaba la dicha y el dolor con las hierbas brillantes y oscuras de la tierra. Ningún poeta gozó como él de los goces de sus personajes. Y en los pasajes donde pinta los mágicos encantos de la riqueza ansiada es donde se respira con mayor fuerza ––mayor todavía que en las aventuras de amor la embriaguez del iluso, la borrachera de haschich del solitario, Este flujo y reflujo de cifras, este codicioso acumular de sumas que se desvanecen, este voleo de capitales de mano en mano, es la pasión más recóndita del novelista. La inflación de los balances, la crisis tempestuosa de los valores, el derrumbamiento y la subida hasta lo infinito... Conjura millones como tormentas sobre la cabeza de un mendigo; hace que los capitales se desvanezcan como espuma entre las manos de una mujer, y pinta con fruición los palacios de los faubourgs, la magia del oro. La palabra «millones» tiene siempre en sus labios el balbuceo impotente del que pierde el habla, el estertor del último goce sensual.

La pompa de los aposentos alineados en sus novelas sugiere la voluptuosidad de las mujeres de un serrallo, y las insignias del poder refulgen allí como las joyas esplendorosas de una corona. Y hasta en sus manuscritos se pulsa esta fiebre. Las líneas al principio reposadas y cuidadosas, van hinchándose como las venas de un colérico, se tambalean, cobran ritmo más acelerado, se excitan y se exaltan convulsivamente, maculadas todavía por las huellas del café con que el poeta espoleaba y ponía al galope sus nervios fatigados. Se oye casi el jadear de la máquina a sobrepresión, el calambre fanático, maniático, del escritor, esta avidez del Don Juan du verbe que quiere poseerlo todo, lograrlo todo por el conjuro de la palabra. El frenesí del eterno insatisfecho llega hasta las galeradas y pliegos de imprenta, rasgando una vez y otra y otra lo ya compuesto, como el enfermo en delirio sus vendajes, para flagelar todavía a lo largo del cuerpo yerto y rígido del texto, la sangre roja y latente de sus líneas.

Esta labor titánica no podría concebirse sin el acicate de la voluptuosidad, sin ver en ella la única ansia de vida de un hombre que dimite ascéticamente todas las demás formas del poder, de un pasional para quien no existe más fórmula de desprendimiento que la de su arte. Una o dos veces intentó Balzac escaparse fugazmente a otros sueños. Quiso probar su estrella en la vida práctica. Una vez, la primera, cuando, desesperando de sus creaciones, le tentó el poder real del dinero y se lanzó a especular y abrió una imprenta, y fundó un periódico. El Destino, con esa ironía que guarda siempre para los rebeldes, decretó la ruina infamante de este hombre, y el que en sus libros lo sabía todo: las jugadas de los bolsistas; los resortes de los negocios, pequeños y grandes; las emboscadas de los usureros; que conocía el valor de todas las cosas y había traído al mundo en sus novelas a cientos de seres, y les había conquistado fortunas, por los caminos lógicos y certeros; el que hizo ricos a Eugenia Grandet, a Popinot, a Crevel, a Goriot, a Bridau, a Nucingen, a Wehrbrust y a Gobsec, volvió a sus libros arruinado y con aquella montaña de deudas bajo cuyo peso había de gemir durante el medio siglo de su vida, ilota del trabajo más sobrehumano, hasta el día en que sucumbe a él silenciosamente y cae muerto con las venas rotas. Los celos de la pasión abandonada, dueña y soberana de su vida, el arte, se cebaron cruelmente en él. Hasta el amor, que para los demás es un sueño mágico de lo vivido y lo real, fue para él solamente la experiencia vivida de un sueño. Aquella Frau von Hanske que luego había de ser su esposa, la étrangère a quien dirigía las cartas famosas, era su amor apasionado mucho antes de haberse mirado en sus ojos; ya era su amor cuando todavía no había cobrado realidad: era «la muchacha de los ojos de oro»; era Delfina y Eugenia Grandet. Para el verdadero poeta, cualquier pasión que no sea la de crear, soñar, es una aberración, «L'homme de lettres doit s'abstenir des femmes, elles font perdre son temps, on doit se borner à leur écrire, cela forme le style»: así escribía a Teófilo Gautier nuestro autor. En el fondo recóndito de su alma, no era Frau von Hanske lo que él amaba, era su amor por ella; no estaba hecho él para amar las situaciones que se le ofrecían, sino las que para sí sabía crearse; y tanto cebó con ilusiones su hambre de realidad, tanto jugó con cuadros y con trajes, que, como los actores en los momentos más exaltados, acabó creyendo él mismo en su pasión. Jamás se cansó de sacrificar a esta pasión de creador, y aceleró de tal manera el proceso de íntima combustión, que las llamas se levantaron, le envolvieron y abrasaron su vida. Ésta, como la mágica piel de zapa de su novela, iba encogiéndose con cada obra nueva que producía, con cada deseo nuevo así logrado. Y el novelista sucumbió a su monomanía como el jugador al tapete verde, el bebedor al vino, el fumador de haschich a la pipa fatal y el lujurioso a las mujeres. Fue el excesivo logro de sus ansia el que le mató.

Una voluntad de coloso como ésta, que así sabía infundir a sus sueños sangre y vida, que los exaltaba hasta que sus emociones tocasen por lo intensas a los fenómenos de la realidad; una voluntad de fuerza evocadora tan inaudita, era natural que creyese cifrado en su propia magia el secreto de la vida y se erigiese a sí misma en ley universal. No podía tener verdadera filosofía quien no revelaba nada de sí mismo y no era acaso más que una forma mudable; que no tenía la faz, como Proteo, porque todas se resumían en él; que se infiltraba como un derviche, como un espíritu, en los cuerpos de mil figuras y se perdía en el dédalo de sus vidas, en las de optimistas y altruistas, pesimistas y relativistas, sin preferencias ni distinciones; que abrazaba y desechaba todas las ideas y todos los valores, como el que pone o corta la corriente tocando un botón. A nadie da la razón, a nadie se la quita. Balzac no tuvo nunca opiniones propias; sólo supo épouser les opinions des autres ––el alemán no tiene palabra para expresar esta adhesión espontánea a las ideas de otro sin ningún género de espiritual identificación–– Aprisionado en el instante entre las costillas de sus criaturas, velase arrastrado sin remisión por el oleaje de sus pasiones y de sus vicios. Y no había nada para él verdadero e inmutable por encima de su voluntad monstruosa, aquel mágico sésamo que hacía saltar entre sus ojos las peñas tras las que estaba oculto el misterio del corazón humano, la clave con la que descendía hasta los abismos más tenebroso de sus sentimientos y que le sacaba de nuevo a la superficie, cargado con los tesoros de su conquista. ¿Quién mejor que él podía asignar a la voluntad un poder creador de materia y espíritu, y sentirla como principio de vida e imperativo cósmico? Balzac sabía que este fluido de la voluntad que, irradiando de un Napoleón, hacía temblar al mundo, derribaba imperios, exaltaba príncipes, confundía el destino de millones de seres; que esta vibración inmaterial, esta presión puramente atmosférica gobernada por el espíritu tenía por fuerza que trascender exteriormente a los ámbitos de lo material, modelar la fisonomía, invadir la mecánica del cuerpo entero. ¡Cómo no ha de cincelar el metal de los rasgos humanos una voluntad tenaz, una pasión crónica, si basta la excitación de un instante para iluminar la faz del hombre más vil, para embellecer y dar carácter a los trozos más brutales y más estúpidos! Un rostro era, para Balzac, una voluntad vital petrificada, un carácter fundido en bronce, y así como el arqueólogo reconstruye sobre las reliquias fosilizadas toda una civilización, era obra del poeta, según él, componer el mundo interior del hombre sobre su cara y la atmósfera que le rodea. Esta caracterología llevábale a comulgar en las teorías de Gal, en su topografia del cerebro, con aquella curiosa tabicación de dotes y capacidades; a estudiar a Lavatier, para quien la cara era también la voluntad vital plasmada en carne y hueso, el carácter vuelto hacia fuera. Todo cuanto fuese alentar esta magia, este intercambio misterioso de lo interno y lo exterior, le era grato al novelista. Creía en aquella teoría de Mesmer sobre la transmisión magnética de la voluntad; compartía la imagen de los dedos como puntas de fuego irradiado de la voluntad, y daba por buenos los espiritismos de Swedenborg; y todas estas quimeras, sin llegar a articularse en una verdadera teoría, forma las ideas de su predilecto: aquel Louis Lambert, chemiste de la volunté, extraña imagen del prematuramente muerto, en quien se hermanan de modo curioso el autoretrato y el ansia de íntima perfección; la figura que con más frecuencia que ninguna otra desnuda la propia vida del autor. Para Balzac, toda, cara era una especie de charada que había de descifrar. Decía descubrir en cualquier rostro la fisonomía de un animal; creíase capaz de señalar por signos misteriosos los tocados de muerte; jactábase de leer en la cara, en los movimientos, en el vestido de los que cruzaban a su lado por la calle, su género de vida, su profesión. Pero este talento intuitivo no podía bastarle; no era ésta todavía la magia suprema de la mirada.

No le bastaba penetrar en lo externo y en lo presente. Todo su anhelo era poseer esa fuerza de concentración de los que, abstrayéndose del contorno, no ven sólo lo momentáneo, sino que descubren también en las raíces desenterradas las huellas de lo pasado y lo futuro; ser hermano de los quirománticos, de los visionarios, de los profetas, de los que dicen los horóscopos; de todos lo que, dotados de la mirada recóndita de la seconde vue, saben descifrar lo oculto en lo aparente, lo infinito en lo inmediato; que sobre las rayas tenues de la mano descubren el camino de la vida andada y evocan la senda oscura del porvenir. El don de esta mirada bruja sólo puede ser otorgado, según Balzac, a quien no disperse su inteligencia en mil direcciones, a quien la dispare ––la idea de la concentración es en este escritor eterno ritornello––, avaramente ahorrada, sobre un solo blanco. Este don no es atributo exclusivo del mago y el visionario; esta mirada mágica espontánea, que es el sello innegable del genio, la tienen las madres para sus hijos; la tiene Desplein, el médico, que por los sufrimientos enmarañados de un enfermo descubre infaliblemente la causa del mal y el límite probable de su duración; la tiene Napoleón, el genio de las batallas, que con un rápido golpe de vista sabe dónde ha de lanzar sus regimientos para decidir la suerte de un combate; la posee Marsay, el seductor, que acecha certero el fugaz segundo en que la mujer vacila y cae; Nucingen, el jugador de Bolsa, cuyas jugadas, lanzadas en el preciso instante, no fallan nunca: todos estos astrólogos del cielo del alma deben su ciencia a aquella mirada introspectiva que sabe ver perspectivas y horizontes allí donde el ojo inerme ve sólo tintas caóticas y grises. Aquí es precisamente donde está el nudo de afinidad entre la visión del poeta y las deducciones del investigador, entre la aprehensión rápida y espontánea y el estudio lento y lógico.

Balzac, para quien su propio talento intuitivo tenía que ser inconcebible, que más de una vez pasaría la vista aterrada sobre su obra como sobre algo inverosímil, tenía por fuerza que abrazar una filosofía de los inconmensurable, una mística incapaz de contenerse dentro de las fronteras del catolicismo trillado de un de Maistre. Este grano de magia diluido en lo más íntimo de su ser; este algo inverosímil que hace de su arte, más que la química, la alquimia de la vida, es lo que le separa de cuantos han de seguir sus huellas, de sus imitadores ––de Zola, principalmente––, que ha de ir reuniendo piedra tras piedra, en una rebusca fatigosa, allí donde a Balzac le bastaba con mover la varita mágica para que brotase de la tierra un palacio de mil ventanas. Pues por inmensa que sea la energía encerrada en su obra, la primera impresión que produce es siempre la de magia y no la de trabajo; no es la del que toma prestado de la vida, sino la del que la regala y enriquece.

Balzac, que suspende sus estudios y experimentos en los años de producción ––y ésta es la nube que flota como un misterio inescrutable en torno a su figura––, no era hombre que observase la vida, como otros novelistas; como Zola, que antes de sentarse a escribir una novela abre una carpeta a cada personaje; como Flaubert, que revuelve bibliotecas enteras para escribir un libro menos gordo que un dedo. Balzac se aventuraba rarísimas veces en el mundo ajeno al suyo, vivía encerrado entre los muros de sus alucinaciones como en una cárcel, clavado al potro del trabajo, y cuando volvía de sus fugaces incursiones a la realidad: de luchar con el editor, de llevar a la imprenta unas galeradas, de comer con algún amigo o de revolver en las prenderías, el viaje le había servido más bien de confirmación que de información. No se sabe por qué caminos misteriosos llegó a adueñarse, ya en los primeros años de su carrera de escritor, de aquel saber enciclopédico sobre cuanto abarca la vida, como lo reunió y almacenó. Y acaso sea éste ––si se prescinde de la figura mítica de Shakespeare–– el mayor enigma de la literatura universal.

¿Cómo cristalizaron en Balzac, cuándo y por dónde, todos estos tesoros inauditos de conocimientos, relativos a todas las clases sociales, a todas las materias, a todos los fenómenos y temperamentos? En los tres o cuatro años mozos de vida profesional, en que fue escribiente de abogado y luego estudiante y editor, tuvo que asimilarse toda aquella muchedumbre inmensa, inverosímil, de hechos y conocimientos sobre todos los sucesos y caracteres. Tuvo que haber observado increíblemente durante este período de vida. Su mirada succionaría ávidamente, tremendamente, como un vampiro, cuanto le rodeaba, para depositarlo en sus adentros, en su memoria, donde nada amarilleaba, nada se marchitaba ni desvanecía, nada se corrompía ni degeneraba; donde las riquezas se alineaban en orden celoso, guardadas avaramente, en grandes rimeros, siempre a mono y vueltas siempre del lado esencial, y mudando todo de plumaje y cobrando alma tan pronto como él lo tocaba suavemente con su deseo y su voluntad. Todo lo sabía Balzac: procesos, batallas, jugadas de bolsa, las especulaciones de terrenos, los secretos de la química, los manejos de los perfumistas y sus añagazas, las maniobras de los artistas, las discusiones de los teólogos, los secretos de una empresa periodística, los trucos del teatro y los de esa otra escena que llamamos política. Conocía la vida provinciana, la de París y la del mundo, y era el connaisseur en flânerie que leía como en un libro en los jeroglíficos de las calles; sabía cuándo se había construido cada casa y por quién y para quién; descifraba la heráldica de sus armas sobre la puerta; atesoraba en sí toda una época de la arquitectura; sabía el coste de los alquileres; habitaba con sus criaturas todos los pisos; los amueblaba y los llenaba con la atmósfera de la dicha y el infortunio, y hacía que entre el piso primero y el segundo, entre el segundo y el tercero, se tejiese la red invisible del Destino. Poseía conocimientos enciclopédicos: sabía lo que valía un cuadro de Palma Vecchio, lo que costaba una hectárea de tierra, una puntilla, un coche o un criado; conocía la vida de los elegantes que, vegetando entre deudas, dilapidan veinte mil francos en un año; y dos páginas más allá de la que describe la vida del pródigo nos encontramos con las existencia del infeliz rentista, en cuyo presupuesto un paraguas destrozado, un cristal roto, significan una hecatombe. Otras dos páginas, y ya nos hallamos entre los pobres de solemnidad, y seguimos sus pasos, y les vemos ganarse la limosna de unos centavos, y tropezamos con aquel pobre aguador cuyas aspiraciones se cifran todas en poder liberarse un día del barril que agobia sus espaldas, comprando un burro, un humilde burro; y pasan ante nosotros el estudiante y la costurera, todas estas existencias casi vegetativas de las grandes ciudades. Mil paisajes van desfilando, cada uno de ellos dispuesto a colocarse tras de su Destino, a formarlo, y todos son más diáfanos par el novelista, en un instante de contemplación, que para nosotros después de muchos años de vivir en ellos. Todo lo sabía, todo quedaba indeleble, en él, con sólo pasar sobre las cosas su rápida mirada, y ––¡oh maravillosa paradoja del artista!–– sabía hasta lo que no podía saber: a fuerza de ensoñación, Balzac conjura sobre el papel los fiordos de Noruega y los muros de Zaragoza, trasuntos de la realidad en sus imágenes de la fantasía. Esta rapidez y potencia de visión es algo monstruoso. Era como si el novelista tuviese el don de ver desnudo y lúcido lo que a los ojos de los demás se representa empañado y vestido de mil ropajes. Para todo poseía el signo, la clave; una clave que desnudaba a las cosas de sus envolturas y apariencias para que se le mostrasen en los secretos de la intimidad. Las fisonomías se le revelaban, y todo caía bajo el dominio de sus sentidos como cae la simiente de un fruto seco. De un tirón arrancaba lo esencial del tejido de lo secundario; pero no cavando y buceando trabajosamente, capa por capa, sino haciendo explotar como con dinamita las minas de la vida para poner al sol sus vetas de oro. Y con las formas de lo real y de lo tangible aprisiona lo inaprensible; los fluidos de la atmósfera de dicha o infortunio que sobre ellas flotan; las conmociones que acechan entre tierra y cielo, las explosiones que son simientes, las tormentas suspendidas en el aire. Y lo que para otros sólo es perfil, lo que ellos contemplan fría y tranquilamente como tras el cristal de una vitrina, hace vibrar la magnífica sensibilidad de este escritor como la presión atmosférica las agujas de un barómetro.

Este saber intuitivo, inmenso, incomparable, constituye el genio de Balzac. Lo que se llama el artista, ese ponderador de fuerzas, ordenador y modelador, que ata y desata, éste no se ve en Balzac tan claramente. Casi se siente uno tentado a decir que era demasiado genio para ser eso que llamamos artista. “Une telle force n'a pas besoin d'art”, La frase es aplicable a él. Tan grande y grandiosa es esta fuerza suya, que, como las bestias más indómitas de las selvas vírgenes, se resiste a ser domada; es bella en su desorden como una maleza, como un torrente, como un tormenta, como todas esas grandezas cuyo valor estético reside únicamente en la intensidad de la expresión. Su belleza no necesita la ayuda de la simetría, la decoración, el cuidado del equilibrio, sino que gana la admiración por la variedad irreductible de sus fuerzas. Balzac no supo jamás componer una novela ponderadamente; se perdía en su maraña como en una pasión, se hundía en sus pinturas como el sensual en las sedas o en la carne desnuda y palpitante. Como Napoleón y sus milicias, el novelista hace la leva de sus personajes en todas las clases sociales, en todas las familias; los saca de todas las provincias de Francia; los divide en brigadas; a los unos los monta en caballos; a los otros los coloca junto al cañón; retaca la pólvora en sus fusiles, y luego los abandona a las fuerzas indómitas de su pecho. La comedia humana carece, a pesar del hermoso prólogo ––que, además, fue compuesto después que la obra– –, de todo plan. Carece del plan como la vida misma, según a su autor se le representaba; no pretende ofrecer una moral ni ser un compendio, sino pintar la mutabilidad de lo eternamente mudable. Ninguna fuerza perenne alienta en este incesante fluyo y reflujo, sino influencias siempre pasajeras como la misteriosa atracción de la luna, esa atmósfera etérea, como tejida de nubes y de luz, que se llama una época. Sólo una podría ser la ley suprema de este cosmos, si alguna le moviese: la ley de la necesaria mutabilidad de cuanto vive y se influye mutuamente y a un tiempo mismo, en que no hay energía libre que, como un dios, actúe e impulse desde lo alto; la ley según la cual los hombres, todos los hombres, cuyo ensamblaje inestable constituye la época, son producto de la época misma, como su moral, como sus sentimientos. Todo es, según esto, relativo, y lo que un parisino llama virtud es en las Azores, acaso, vicio; no existen valores fijos, y el hombre de pasiones debe estimar el mundo y juzgarlo por el canon que el mismo novelista le da para la mujer, la cual vale siempre lo que cuesta. De aquí la misión del artista, que sólo puede ser una, incapacitado como está ya por el hecho de ser un mero producto, criatura de una época, para encontrar lo que haya de permanente en lo mudable: pintar la presión atmosférica, el espíritu de su tiempo, la acción y reacción de las fuerzas comunes que animan los millones de moléculas y las aglutinan y fuerzan a repelerse. Ser el meteorólogo de la atmósfera social, el matemático de la voluntad, el químico de las pasiones, el geólogo de las formas elementales de un pueblo, el sabio enciclopédico que, equipado con todos los instrumentos de investigación, ausculte el organismo de una época, a la par que el coleccionista de todos sus hechos, el pintor de todos sus paisajes, el soldado de todas sus ideas: esta gran ambición de Balzac es la que le anima a catalogar infatigablemente lo infinitesimal y lo grandioso. Por eso su obra es ––según la frase perdurable de Taine––, después de la de Shakespeare, el más formidable archivo de documentos humanos. Para sus contemporáneos, Balzac no era ––y así es todavía para muchos hoy–– más que un simple autor de novelas. Juzgado de este modo, a través del vidrio estético, su magnitud no es tan sobrehumana. Sus standard works no son muchas, ciertamente. Pero no hay que juzgarle sólo por unas cuantas novelas, sino por su obra entera, contemplarlo como se contempla un paisaje, con valles y montañas, y con la lejanía de lo infinito, con sus abismos traidores y sus corrientes despeñadas. En él comienza ––y, si no hubiese venido luego un Dostoiewski, podríamos decir que comienza y acaba–– la idea de la novela como enciclopedia del mundo interior. Antes de escribir él, los poetas sólo conocían dos procedimientos para acelerar un poco el motor languideciente de la acción: o introducían en su novelas la mano exterior del acaso, que, como aire desencadenado, se alojaba en las velas e impulsaba al bergantín, o, si acudían al acervo de las fuerzas del alma, sólo sabían manejar el resorte erótico, las peripecias del amor. Balzac traspone a un campo nuevo la pasión amatoria. Para él, hay dos clases de ansiosos ––y ya hemos dicho que sólo los ansiosos, los ambiciosos le interesan––: hay los eróticos en sentido estricto, que son, con un par de hombres, casi todas la mujeres, para quienes no alumbra otra estrella que la del amor, bajo la que nacen y habrán de morir.

Pero estas fuerzas desencadenadas en la amatoria no son las únicas: hay hombre en quienes las peripecias de la pasión, sin perder un punto de intensidad; en quienes las fuerzas propulsoras elementales, sin dispersarse ni estrangularse, se proyectan bajo otras formas, bajo otros símbolos. El haberlo sabido ver y encarnar en sus personajes es lo que da a las novelas de Balzac variedad tan intensa.

Una segunda fuente las nutre de realidad: Balzac es el primero que lleva el dinero a la novela. El, que no reconocía valores absolutos, observa minuciosamente, como secretario de sus contemporáneos, como estadístico de lo relativo, los valores externos, morales, políticos y estéticos de las cosas, y, sobre todo, aquel valor universal que en nuestros días raya ya casi con lo absoluto: el dinero. Caídos los privilegios de la autocracia y niveladas las diferencias de jerarquía, el dinero es la sangre, la fuerza propulsora de la sociedad.

Las cosas son lo que valen; las pasiones, lo que representan materialmente su sacrificio; los hombres, lo que sus ingresos les permiten ser. Los números son el barómetro de una serie de estados atmosféricos de conciencia que Balzac se propuso por misión investigar.

El dinero llena sus novelas. Mas éstas no pintan sólo la acumulación y la ruina de las grandes fortunas, las especulaciones gigantescas de la Bolsa, esas grandes batallas en que se gastan tantas energías como costaran Leipzig y Waterloo; por ellas no desfilan solamente los veinte tipos rapaces de avaros, despechados, pródigos y ambiciosos, los hombres que sólo aman el dinero por el dinero y los que lo adoran como a un símbolo, o los que sólo lo buscan como medio para otros fines; nadie antes que Balzac ni nadie tan audazmente como él demostró que el dinero se halla incubado hasta en los sentimientos más nobles, más puros y más espirituales del hombre. Todos sus personajes calculan, como nosotros en la vida, instintivamente. Sus principiantes saben, apenas llegados a París, lo que cuesta una visita a la buena sociedad, un vestido elegante, un par de zapatos relucientes, un berlina, un piso, un criado, todas esas pequeñeces y mezquindades que hay que pagar y que hay que aprender. Conocen la catástrofe que representa verse despreciado por vestir una prenda pasada de moda, y aprenden en seguida que sólo el dinero o las apariencias del dinero abren las puertas de par en par; y de estas pequeñas y repetidas humillaciones nacen luego las grandes pasiones y la ambición tenaz. El novelista acompaña a sus criaturas. Ayuda al gastizo a calcular sus gastos, cuenta sus réditos al usurero, sus ganancias al comerciante, saca al elegante el cálculo de sus deudas, al político el del producto de sus corrupciones. Y las cifras resultantes son los grados termométricos del desasosiego ascensional, la presión barométrica de la catástrofe que se avecina. Siendo el dinero el precipitado tangible de la ambición universal, insinuándose en todos los sentimientos y todas las pasiones, es natural que un patólogo de la vida social como era Balzac, para investigar la crisis de un organismo enfermo examine al microscopio la sangre y vea qué quilates de dinero encierra. Pues el dinero es el alimento de todas las vidas, el oxígeno de todos los pulmones. Nadie puede prescindir de él: el ambiciosos, para sus planes; el amante, para su dicha, y el artista, menos que nadie; harto lo supo éste que arrastró toda la vida sobre sus hombros la montaña de una deuda de cien mil francos, que sólo de vez en cuando, pasajeramente, en los éxtasis de su trabajo, se sacudía, y que acabó por aplastarle bajo su peso.

La mirada no alcanza a abarcar la obra de este novelista. En los ochenta volúmenes que deja escritos se encierra una época, un mundo, una generación. Nadie antes de él había acometido conscientemente empresa tan vasta, ni nadie vio mejor recompensada la temeridad de una ambición tan desmedida. Quien, al caer el día, huyendo de su mundo estrecho, busca aquí goce y busca descanso, encuentra en estas novelas cuadros y hombres nuevos; el talento dramático, asunto para cien tragedias; el estudioso, muchedumbre de problemas y sugestiones ––caídos de la obra de este novelista como las migajas de la mesa de un gran señor––; el amoroso, un ardor de éxtasis que puede servir de espejo a su pasión. Pero la parte mayor y mejor de su herencia es para el poeta. El proyecto de La comedia humana comprendía, además de las acabadas, cuarenta novelas, que quedaron sin concluir, sin escribir. Moscú había de titularse una; otra, La llanura de Wagram; otra describiría la conquista de Viena; otra la vida de la pasión... Casi es una suerte que la obra quedase sin terminar. El propio Balzac dijo una vez: “Genio es aquel que, en todo instante, sabe plasmar en hechos sus pensamientos. Pero los genios grandes y verdaderos no desarrollan continuamente esta actividad; de otro modo, semejarían demasiado a Dios”. Si Balzac hubiera podido realizar, completos sus planes, cerrar el círculo grandioso de los sucesos y las pasiones, su obra habría cobrado las proporciones de lo inverosímil. Hubiera sido, por lo inasequible para el simple mortal, un monstruo, una voz de espanto, mientras que así ––torso sin igual–– es aguijón magnífico, grandeza ejemplar para cualquier voluntad creadora sedienta de lo inalcanzable.

 

DICKENS

No acudamos a los libros ni a los biógrafos, si queremos saber la devoción que sentían por Carlos Dickens sus contemporáneos. El amor sólo tiene hálito de vida en la palabra hablada. Hablemos de Dickens con cualquier inglés cuyos recuerdos lleguen hasta la época de los primeros éxitos del novelista, con uno de esos viejos que todavía conocen al poeta de Pickwick por aquel antiguo sobrenombre familiar de “Boz” con que publicó las primeras novelas. Por la emoción y la nostalgia que en ellos despierta el recuerdo podremos juzgar el entusiasmo de los miles de personas que leían con delectación, mes tras mes, aquellas entregas azules que hoy son joya de bibliófilos y que el tiempo va tornando amarillas en armarios y estantes. Uno de estos “old Dickensians” me ha contado lo que representaba para los suscriptores de las novelas de Dickens el día de correo. La impaciencia no .les permitía esperar en casa al cartero, que al fin llegaba con el ansiado cuaderno azul. Todo un mes lo habían estado aguardando, hambrientos; todo un mes discutiendo, anhelando por saber si Copperfield se casaría con Dora o con Inés, alegrándose de que la situación de Micawber hiciese de nuevo crisis ––de sobra sabían que había de vencerla, como las otras, a fuerza de ponches calientes y de buen humor––, un mes entero de ansiedad, y ahora que llegaba la solución de todos estos enigmas, ¿habían de esperar, sentados y tranquilos, a que apareciese el cartero, en su cochecillo, al paso de un caballo adormilado? La curiosidad los avasallaba. Y todos, jóvenes y viejos, al cumplirse el plazo, salían al encuentro del correo fuera del pueblo y andaban un par de millas para arrancarle de las manos el anhelado envío. La inquietud no les daba vagar a llegar a casa; ya por el camino se entregaban a la lectura, y quien no tenía que leer echaba una mirada furtiva por encima del hombro del feliz poseedor, cuando éste no leía en voz alta para todos, y sólo los más generosos corrían a llevar el tesoro a la mujer y a los niños. El cuadro de este pueblecillo inglés y la devoción que de él trasciende era la de todos los pueblos, aldeas y ciudades, la del país entero y aun más allá, la de todos los rincones del mundo en que sonase la palabra inglesa; y este entusiasmo duró desde las primeras obras el poeta hasta la última hora de su vida. El siglo XIX no conoció otro caso de identificación tan cordial y tan inquebrantable de un poeta con su pueblo. Su fama subió como un cohete, pero sin caer ni declinar jamás, suspendida en el firmamento, inmutable y refulgente como un sol. De la primera entrega del Pickwick se tiraron 400 ejemplares: ya en la tirada alcanza el número de 40,000: el triunfo fue repentino, se impuso con la fuerza arrolladora de una avalancha. No tardaron en abrirse los caminos del mundo. En Alemania circulaban por miles los cuentos de Dickens en cuadernos de a diez centavos, inundando de risa y de alegría los resquicios de los corazones más ensombrecidos, y por América, por Australia, por el Canadá corrían en caudal copioso las vidas de Nicolás Nickelby, del pobre Oliverio Twist y de los miles y miles de personajes que el ingenio inagotable de este novelista entregó al mundo. Hoy deben de contarse por millones los libros de Dickens, grandes y pequeños, de todos los precios y tamaños, desde las ediciones baratas para pobres hasta esa fastuosa edición americana de multimillonarios, la más cara que se haya hecho en literatura, y que cuesta, al parecer muchos miles de marcos. Y en todas estas páginas sigue viviendo, fresca como el primer día, la bendita risa, posada allí por el poeta para echarse a volar gorjeando como un pájaro en cuanto se abre el libro. Nada hay que pueda compararse a la popularidad de que gozó este novelista, y si los años no la aumentaron fue porque la pasión desbordada ya no admitía más. Inglaterra se sintió atravesada por una especie de vértigo el día en que Dickens se decidió a leer sus creaciones en público, cuando por vez primera se presentó en persona a los ojos del pueblo que le admiraba. El público asaltaba las salas, masas inconcebibles de gente se apretujaban para verle, par oírle; racimos de entusiastas se colgaban de las columnas, se hacinaban debajo de la tribuna del orador. En Norteamérica, en el rigor del invierno, la gente se pasaba noches enteras en la cola para coger sitio, durmiendo en colchones que traían de casa y comiendo lo que les servían de cualquier restaurante cercano; es increíble la multitud que se agolpaba para escuchar la palabra del poeta. Todas las salas de espectáculos resultaban pequeñas, y en Brooklyn hubo que habilitar una iglesia. Y el novelista leyó desde el púlpito las aventuras de Oliverio Twist y la historia de la pequeña Nelly. Esta fama, que no declinaba, nubló el nombre de Walter Scott y eclipsó durante toda su vida el genio de Thackeray. Al extinguirse la llama humana, al morir Dickens, fue como si un rayo hubiese desgarrado el firmamento inglés.

Gentes desconocidas se paraban en la calle para condolerse de la noticia, y la consternación se apoderó de Londres como después de una gran derrota. El novelista fue enterrado en la Abadía de Westminster, panteón nacional de Inglaterra, entre Shakespeare y Fielding. Fue imponente el cortejo que acudió a su sencilla sepultura, inundada días y días de flores y coronas. Y todavía hoy, pasados cuarenta años, es raro el día en que no se ven sobre la tumba algunas flores depositadas por una mano agradecida: el tiempo no ha marchitado la fama ni ha enfriado el amor conquistado por este poeta. Dickens sigue siendo, como el día en que su pueblo puso en el regazo del escritor anónimo ––bien ajeno a ello–– la fama universal, el novelista predilecto, el más festejado y admirado del mundo inglés.

Para que la obra de un poeta logre un influencia tan inmensa como ésta en difusión y en intensidad, es menester que en ella se dé la conjunción de dos elementos pugnantes que muy rara vez coinciden: la conjunción del hombre genial con la tradición de su pueblo y de su tiempo. Lo genial y lo tradicional suelen estar reñidos como el agua y el fuego. El signo del genio ¿no es, casi siempre el rompimiento con la tradición que representa el pasado como encarnación del alma de una tradición nueva, la declaración de guerra de una generación que caduca como signo precursor de otra que en él comienza? El genio y su época son como dos mundos que aunque cambien entre sí luces y sombras se mueven en órbita distintas; y si acaso coinciden, jamás se unen. Rara vez suena en el firmamento el segundo en que la sombra de uno de estos dos astros cubra tan de lleno el disco del otro que los contornos de ambos se identifique. Dickens es el único gran poeta del siglo cuyo sentido íntimo se conjuga totalmente con las necesidades espirituales de su tiempo.

Su novela llena y refleja a la par los gustos de la Inglaterra en que escribe; en su obra vive la tradición inglesa corporizada. Dickens representa el “humour”, el carácter observador, la moral, la estética, el contenido artístico y espiritual, el sentido de vida genuino ––unas veces extraño para quien lo mire desde fuera; otras veces, simpático y atrayente–– de los sesenta millones de hombres que viven al otro lado del Canal de la Mancha. Y no es el poeta quien ha forjado esta obra, sino la tradición inglesa, la más fuerte, la más rica, la más peculiar y, por tanto, la más peligrosa de todas las culturas nacionales modernas. Es imposible para un inglés desentenderse de la fuerza vital de estas raíces. Cualquier inglés tiene más de inglés que un alemán tiene de alemán. El carácter inglés es algo más que un barniz extendido sobre el organismo espiritual de un hombre: es algo que se lleva en la masa de la sangre, que marca el ritmo de la vida y late en lo más íntimo y en lo más recóndito, en lo más personal del ser: en su sentido artístico.

Aun como artista, el inglés debe siempre más a su raza que el francés o el alemán. Por eso todos los ingleses que sintieron de verdad una misión de artista, todos los verdaderos poetas, han tenido que pugnar con el inglés inacallable que llevaban dentro, sin que el odio más entrañado y desesperado consiguiese descuajar de su pecho la tradición. Sus finas raicillas están demasiado enterradas en el alma para que puedan arrancarse sin riesgo: los artistas que se empeñaron en matar lo que había en ellos de inglés, lo lograron, mas a costa de dejar de ser. Byron, Shelley, Oscar Wilde, aristócratas todos, ávidos de aire, de libertad y cosmopolitismo, pugnaron por ahogar en su interior al inglés, llevados del odio al espíritu eternamente burgués de la raza, y en el empeño dejaron la vida. La tradición inglesa es la más fuerte, la más victoriosa del mundo, pero también la más peligrosa para el arte. Peligrosa por su perfidia: porque no es un yermo desolado, sino un hogar tibio y confortable, dulcemente tentador, en que el espíritu se ve aprisionado insensiblemente, ceñido de fronteras morales, cercado de normas y reglamentos que se avienen muy mal con la libertad que reclama el impulso artístico. Es como una casa muy cómoda y bien instalada, pero donde el aire se confina para que no entren de fuera las peligrosas tormentas de la vida; una casa alegre, grata y acogedora, un auténtico “home” de placidez burguesa en cuya chimenea arden los leños, pero cuyos muros pesan como una cárcel sobre el que quiere hacer del mundo su hogar, respirar sin tregua el aire de una vida aventurera y nómada. Dickens supo acomodarse gustosamente en la tradición inglesa; se instaló entre sus cuatro paredes como en su propia casa. Se sentía feliz en ella; no echaba nada de menos, y jamás, durante toda su vida, puso la planta fuera de las fronteras artísticas, morales o estéticas de su país. Este poeta no sentía vocación de revolucionario. En su espíritu, el artista se conciliaba muy bien con el inglés, y el segundo acabó por absorber al primero. Todas las obras de Dickens tienen sólido cimiento en las vetas seculares de la tradición inglesa ––sólo raras, muy raras veces, se aparta de ellas, y en cosas muy leves––, aunque levanten el edificio a alturas inesperadas, con los encantos de su arquitectura. Su obra es la voluntad inconsciente de la nación plasmada en arte, y para aquilatar la intensidad, los raros méritos y las posibilidades frustradas de este novelista, no hay que olvidar un momento que al enfrentarnos con él nos enfrentamos con Inglaterra.

Dickens es la expresión poética más alta que alcanza la tradición inglesa entre la era heroica de Napoleón, el pasado glorioso, y el imperialismo, el sueño del porvenir. Si este genio rindió una obra extraordinaria, pero no el fruto imponente a que estaba predestinado, no echemos la culpa a Inglaterra, ni a la raza, sino al momento irresponsable en que vivió; a aquella época, regida por el cetro de la reina Victoria. También Shakespeare fue suprema posibilidad y realización literaria de un período de la historia inglesa. Pero el del clásico era un mundo muy distinto: era aquel mundo de la Inglaterra isabelina, vigorosa y activa, juvenil y sensual, que empieza a luchar por la supremacía: un mundo cálido y vibrante de fuerza pletórica. Shakespeare fue hijo de un siglo de acción, de voluntad ambiciosa y de energía. Se abrían horizontes nuevos; descubríanse en América reinos de aventuras; el enemigo jurado se entregaba; llegaban de Italia los resplandores del Renacimiento, rompiendo las nieblas norteñas; caducaban un Dios y una religión, y era necesario llenar el mundo con nuevos valores vivos. Shakespeare es la encarnación de la Inglaterra heroica como Dickens el símbolo de la Inglaterra poética más alta que alcanza la tradición inglesa burguesa. El novelista fue súbdito leal de la dulce, maternal, insignificante old queen Victoria, ciudadano de un Estado moderado, prudente, tranquilo, amigo del orden, curado de arranques y pasiones. Pesaba sobre él la gravitación de una época que no sentía hambre, que sólo quería que la dejasen hacer sosegadamente la digestión. La brisa suave que soplaba en sus velas no alejó jamás la nave de su poesía de las costas inglesas, rumbo a la belleza peligrosa de lo desconocido, hacia el infinito que no tiene sendas. El poeta procura mantenerse cautamente cerca del lar, junto a la costumbre y la tradición. Shakespeare es el impulso audaz de la Inglaterra ambiciosa; Dickens, la prudencia de la Inglaterra satisfecha. Cuando el novelista, que nació en 1812, puede volver los ojos al mundo, sobre éste se ciernen las sombras, extinguida la gran hoguera que amenazó reducir a cenizas el ensamblaje podrido de los Estados europeos.

La guardia del emperador se ha estrellado en Waterloo contra la infantería inglesa.

Inglaterra está salvada y ve hundirse al enemigo irreconciliable en una isla lejana, solitario sin poder y sin corona. Dickens no alcanzó ya la emoción de aquellos años, no vio los resplandores del fuego que envolvía a Europa de punta apunta; ante su mirada vuelve a levantarse, cerrada la espesura de la niebla inglesa. Su juventud no reconoce ya ningún héroe; los tiempos heroicos han pasado. Todavía quedan en Inglaterra un par de almas que no se resignan a creerlo, que anhelan volver atrás, a fuerza de pasión, la rueda del tiempo, imprimirle la furia de su girar pasado. El país que no quiere que interrumpan su sosiego, repudia a estos soñadores. Y allá van, a buscar el espíritu romántico a los rincones donde se guarece, empeñado en encender de nuevo la hoguera con los rescoldos.

Mas el destino no se deja avasallar. Shelley muere ahogado en el Mar Tirreno y lord Byron se consume de fiebre en Missolounghi. La época está cansada de aventuras. El mundo es color de ceniza. Inglaterra se sienta a la mesa, plácidamente, a disfrutar del botín todavía sangrante. El burgués, el mercader, el corredor de comercio son los reyes de este reino, y se repantigan en el trono como en una poltrona. Inglaterra sestea en los placeres de la digestión. Para gustar, el artista que se presentase ante el país en esta hora tenía que ser digestónico, no inquietar, no despertar emociones fuertes, acariciar suavemente, sin sacudir, infundir sólo sensaciones sentimentales, sin cariz trágico. Nada de ese terror que parte el pecho como un rayo, que corta el respiro ––harto inquietaban con semejantes emociones de la vida real las gacetas llegadas de Francia y Rusia––, sino los sentimientos cosquilleantes que dan vida y color a las aventuras y excitan la curiosidad. Una literatura de junto al fuego era lo que la época pedía; libros de esos que se leen confortablemente al lado de la chimenea, mientras la tormenta azota en los cristales; esos libros que arden y chisporrotean alegremente como los leños en el hogar, que calientan el cazón como los sorbos de té, sin embriagarlo en gozo ni abrazar en fuego. Tan miedosos se han vuelto los vencedores de la antevíspera, tan celosos sólo de retener y de conservar sin el menor arranque para osar y emprender, que hasta sienten recelo de la violencia de sus propios sentimiento. En los libros, como en la vida: sólo quieren pasiones templadas, sentimientos normales, equilibrados y honestos; nada de éxtasis tempestuosos. La idea de la dicha quiere decir ahora contemplación; la estética, moralidad; la sensibilidad se confunde con la sensiblería; el sentimiento patriótico con la lealtad al régimen; el amor, con el matrimonio. Todos los valores vitales se vuelven anémicos. Inglaterra está satisfecha, y no quiere cambios. El arte que hubiera de llenar las aspiraciones de este país saciado, tenía que ser también un arte satisfecho, bien avenido con el presente, sin veleidades de nada mejor. Y así como la Inglaterra, isabelina había encontrado su expresión en Shakespeare, esta Inglaterra, sin ambiciones descubre el genio capaz de darle lo que necesitaba: un arte placentero, amable, digestónico. Dickens llegó en el momento propicio. Y esta fortuna le valió la fama; mas el haberse dejado arrollar, débilmente, por esta ley de la necesidad, fue su tragedia. Su arte se nutre de una moral hipócrita: la moral hedonista de un pueblo satisfecho. Y si detrás de su obra no hubiese un genio artístico tan extraordinario, si su brillante y fino humorismo no envolviese la pobreza incolora de los sentimientos que le sirven de savia, esta obra no hubiera conquistado el mundo; sería tan diferente fuera de Inglaterra como tantas y tantas novelas urdidas del otro lado del Canal por manos habilidosas. Sólo repudiando con lo mejor del alma la mezquindad hipócrita de la cultura de aquella época y de aquel pueblo, puede uno admirar verdaderamente el genio del hombre que la retrata y en su retrato nos obliga a sentir interés y hasta afecto por un mundo repulsivo de saciedad. Grande tenía que ser el soplo de su poesía para redimir a esta prosa, la más banal que pueda imaginarse.

Dickens no rompe, personalmente, con la Inglaterra en que vive. Pero allá, en el fondo de su alma, en el seno de lo inconsciente, el artista hubo de luchar en él con el inglés. El poeta avanza al principio con paso fuerte y decidido. Mas, poco a poco, conforme va sintiendo bajo sus pies la arena blanda, que su misma blandura hace fuerte, le gana el cansancio, y acaba por seguir las huellas anchas y antiguas de la tradición. El destino de este artista, vencido por su época, me hace recordar, sin querer, la aventura de Gulliver en Liliput: mientras duerme el gigante, los enanos aprovechan su sueño para envolverle en la red de sus hilillos, y el prisionero tiene que capitular, jurando que no violará las leyes del país. La tradición inglesa teje su trama en torno a Dickens, mientras éste duerme el sueño de su vida oscura; cada nuevo éxito es un hilo más que le ata a la gleba, y la fama le sujeta las manos. El poeta tiene una larga infancia sórdida. En su juventud entra de taquígrafo del Parlamento, y es entonces cuando se pone a escribir bocetos rápidos, más para ayudar un poco a sus ingresos que por una necesidad poética vehemente. Mas como la primera tentativa fuese feliz, el periódico le contrata. Viene luego la proposición de un editor para que escriba una serie de glosas satíricas acerca de un club, que habían de servir de texto a una colección de caricaturas sobre la gentry. Dickens acepta. Y triunfó, triunfó como nadie podía imaginarse que triunfaría. Los primeros cuadernos del Pickwick Club tuvieron en éxito sin precedentes. A los dos meses, “Boz” era un autor nacional. La fama siguió creciendo, y Pickwick se convirtió en una novela. Nuevo triunfo. Las mallas de la red, las ligaduras secretas de la gloria, iban siendo cada vez más tupidas. El aplauso le impulsaba de una obra a otra, cada vez más lleno en la dirección en que soplaba el viento del gusto público. Estas redes sutiles hechas de aplausos y de éxitos, entretejida en ellas la conciencia orgullosa de crear una obra de arte, le tienen atado al suelo inglés hasta que capitula y jura interiormente no infringir jamás las leyes estéticas y morales de su nación. He aquí ya al novelista prisionero de la tradición inglesa, prisionero del espíritu del tiempo, como nuevo Gulliver entre los liliputienses. Su maravillosa fantasía, que hubiese podido volar como un águila sobre este mundo estrecho, se recluye en la jaula del triunfo. Sobre su inspiración de artista gravita el peso de una profunda satisfacción.

Dickens vivió contento. Contento con el mundo, con Inglaterra, con sus contemporáneos, como ellos con él. Ambos se querían tales como eran, sin ambicionar otro ideal. En este novelista no alentaba ese amor colérico, que flagela, sacude, espolea y exalta; esa voluntad primitiva que enciende a los grandes poetas en rebeldía contra su Dios y les arrastra a repudiar a su mundo para levantarlo de nuevo sobre leyes propias. Dickens era templado y respetuoso; tenía una admiración benevolente para cuanto existía; todo despertaba en él un entusiasmo gozoso e infantil. Vivía contento, y no necesitaba mucho para vivir. No se olvidaba de su infancia, de aquellos años de pobreza extrema en que el Destino le tuvo olvidado, y el mundo, intimidado, hundido en míseras profesiones.

Entonces, cuando las ansias eran en él más variadas y más vivas, todas las puertas se le cerraban, todas las cosas le ponían gesto ceñudo. Jamás se apagó en el pecho de Dickens la llama encendida por estos años, que fueron la experiencia verdaderamente trágica de que había de alimentarse su poesía. En el mantillo fecundo de este dolor silencioso queda enterrada la simiente de su voluntad creadora. En su alma prendió como el anhelo más profundo el ansia de vengarse de esta infancia humillada cuando el Destino le concediese poder y un campo para desarrollar sus fuerzas; el ansia de acudir con sus novelas en ayuda de estos niños pobres, abandonados y olvidados, que sufren como él sufrió de la injusticia de malos maestros, de escuelas descuidadas, de padres indiferentes, del carácter indolente, egoísta y seco de la mayoría de los hombres. Salvar para ellos las flores de la alegría infantil, malogradas tan temprano en su pecho sin el rocío de la bondad humana.

Cuando la vida puso en sus manos lo que apetecía, ya no hubo fuerzas para acusarla; pero la niñez perdida seguía clamando en él. Y ésta es la única intención moral que se salva, la voluntad vital que anima su obra; éste, la protección de estos seres débiles, el único punto en que aspira a corregir el orden reinante. Mas no recusándolo ni rebelándose contra las leyes del Estado; no es la voz que amenaza, el puño colérico que se levanta contra la sociedad, contra el legislador, contra sus conciudadanos, contra la mentira convencional: Dickens se limita a señalar el mal, a apuntar con dedo prudente a la herida abierta.

Inglaterra fue el único país de Europa donde no prendió la revolución de 1848, como el pueblo, el novelista se abstiene de derrocar para reconstruir; se contenta con corregir y rectificar, con limar y suavizar las injusticias sociales allí donde le parecen más agudas y dolorosas, pero sin arrancar de cuajo las raíces del mal ni descender a las causas últimas.

Como buen inglés, no se atreve a tocar los fundamentos de la moral, tan sacrosantos para el conservador como el gospel: el Evangelio. Y este espíritu conservador del hombre satisfecho, que es el pozo de las aguas estancadas de la época, marca la obra de Dickens.

Como él, sus héroes piden poco a la vida. Los personajes de Balzac son siempre ávidos y ambiciosos, arden en ansia codiciosa de poder. Nada les basta, son todos unos insaciables que llevan dentro de sí un conquistador del mundo y un revolucionario, un tirano y un anarquista. En todos arde el fuego napoleónico. Los héroes de Dostoiewski tiene también temple fogoso y arrebatado: su voluntad repudia el mundo y desprecia con magnífico descontento la vida real, para aspirar a la verdadera vida; su ambición no es ser ciudadanos y hombres: por debajo de su humildad arde el orgullo peligroso de ser redentores y Mesías. El héroe de Balzac aspira a subyugar el mundo; el héroe de Dostoiewski quiere sobreponerse a él. Ambos se remontan sobre la vida diaria, ambos disparan sus flechas sobre el infinito. Las aspiraciones de los hombres de Dickens son más modestas. Con cien libras de renta al año, una mujer discreta, una docena de hijos, una mesa amable a cuyos manteles se pueden sentar de vez en cuando un par de amigos, y una casa de campo cerca de Londres, desde cuyas ventanas se vean árboles, con un trozo de jardín y un puñado de dicha, viven satisfechos. Es el ideal del pequeño burgués, el paraíso de la clase media: el que apetezca otra cosa, que no venga a Dickens. Sus criaturas repugnan todas, en sus adentros, los cambios del orden social establecido y ni ambicionan la riqueza ni aman la pobreza, sino esa plácida mediocridad que como ideal de vida es tan peligroso para el artista como sabio para el menestral y el tendero. Los ideales de Dickens tienen la palidez anémica del aires mísero que respiran. Y presidiendo, su obra, no truena como creador y domeñador del caos un dios colérico, gigantesco y sobrehumano, sino que aparece cómodamente sentado en actitud contemplativa un buen ciudadano inglés. La sociedad burguesa es la atmósfera en que viven todas las novelas de este novelista.

Su grande y memorable mérito fue descubrir lo que había de romántico en la vida civil, la poesía de lo prosaico. Él fue el primero que tejió en red poética los hilos de la vida diaria de la más antipoética de todas las naciones. Sus libros derramaron sol sobre el gris apagado de la existencia de su país. Y como esa magnífica luz dorada, radiante, que el sol arranca por momentos al turbio ovillo de la niebla inglesa, este poeta redime a su pueblo por unos segundos del crepúsculo plomizo que lo envuelve. Dickens es el nimbo dorado sobre la vulgaridad de todos los días, sobre la vulgaridad de cosas y personas; el idilio de Inglaterra. Saca sus héroes y sus sucesos de las callejuelas míseras de los barrios por donde otros poetas pasaban indiferentes, pues para ellos no podía haber tipos literarios ni vida interesante más que bajo las lámparas de los salones aristocráticos o en la sendas del bosque encantado de los fairy tales, en el reino de lo extraordinario. El buen burgués monótono de todos los días era la ley terrena de la gravedad hecha carne, y ellos buscaban almas fogosas, preciosas, aéreas; buscaban el hombre lírico, heroico. Dickens no se avergüenza de tomar por héroe a un pobre diablo; también él descendía del pueblo, era un self-made man, y siempre profesó una devoción fiel a las clases humildes. Es maravilloso su entusiasmo por lo vulgar, por las tradiciones patriarcales más insignificantes, por todos esos pequeños detalles que hacen la vida. Y almacén de curiosidades, curiosity shop, son sus libros una feria de cachivaches y pequeñeces pintorescas que cualquier otro habría despreciado, y que parecían haber estado esperando años y años, cubiertas de polvo, la mano amorosa del coleccionista. Dickens reúne estas antigüedades polvorientas y sin valor, las limpia y las bruñe hasta dejarlas brillantes, las ordena y las pone al sol de su humorismo, donde refulgen con destellos que nadie sospechaba. Saca del pecho de gentes sencillas sentimientos humildes y desdeñados, los articula en su engranaje como un relojero y los pone a andar. La maquinaria zumba un poco y carraspea, y de pronto, como esos relojes de música antiguos, rompe a tocar una dulce melodía, más alegre que las melancólicas baladas legendarias de los trovadores. El poeta desentierra de las cenizas del olvido la vida burguesa de su país y la pone al sol, armónica y reluciente, animada con nueva vida. Apunta piadosamente a sus faltas y mezquindades, ilumina con amor sus bellezas, viste sus supersticiones con los colores poéticos de una nueva mitología. Las estridencias del grillo familiar son suave música en sus novelas; las campanas de la noche de San Silvestre, un poema humano; el encanto de la Navidad hermana la poesía y el sentimiento religioso. Dickens encuentra un sentido profundo en la fiesta popular más humilde; ayuda a estas gentes sencillas a encontrar la poesía de su vida diaria, las encariña todavía más con lo que ya era su mayor cariño; con su home, con el aposento recogido, íntimo, en cuya chimenea juegan las lenguas de fuego y crepita la leña seca, mientras el té zumba y canta en la tetera: estas paredes donde una vida sin ambiciones se amuralla contra las tempestades de la codicia y los embates temerarios de los tiempos. Este poeta quiso enseñar los encantos poéticos de la vida de cada día a cuantos vivían recluidos en ellas. Reveló a miles y millones de seres humildes hasta dónde llegaba el valor de eternidad de sus pobres vidas, dónde se escondía la chispa de la alegría serena enterrada entre las cenizas de los afanes cotidianos, y cómo con esta chispa insignificante se podía pretender la brasa inextinguible del buen humor. Su aspiración era servir a los niños y a los pobres. Todo lo que sobresalía, material o espiritualmente, de este nivel medio, le era antipático. El verdadero amor de su corazón lo guarda para lo ordinario, para lo vulgar. Siente aversión hacia los ricos y los aristócratas, hacia los privilegiados de la vida. A ellos corresponden en casi todas sus novelas los papeles de pícaros y avaros. Los dibujos de estos personajes son casi siempre caricaturas, rara vez retratos. Se ve que no gozaban de las simpatías de su autor. Este se acordaba demasiado bien de las veces que había estado de niño a llevar cartas a su padre a la cárcel de deudores, a la Marshalsea, y de las veces que había entrado en las casas de empeños; conocía demasiado de cerca las privaciones; sabía lo que era haberse pasado año tras año en Hungerford Stairs, en un cuartucho abuhardillado, sucio y sin sol, troquelando y atando miles y miles de pastillas de betún en un día, hasta que sus manos de niño no podían más y las lágrimas de la miseria le saltaban a los ojos. Sabía lo que era haber padecido hambres y humillaciones en las frías mañanas londinenses, errando por las calles envueltas en niebla. Entonces, ninguna mano se había tendido para levantarle; los coches pasaban veloces por delante del niño pobre, aterido de frío; los caballos de los lores trotaban sin detenerse; no se le abría ninguna puerta. Sólo había conocido la buena voluntad de los humildes, y sólo para con ellos se consideraba ahora obligado a gratitud.

La poesía de este novelista es eminentemente democrática ––no socialista, porque para esto le faltaba a su autor la vena radical––: sólo la simpatía y la compasión hacia los que sufren le arrancan tonos patéticos. Dickens se mueve con predilección en el plano del burgués humilde, en la esfera intermedia entre el asilo y el rentista; sólo cerca de estas gentes sencillas se siente a gusto. Pinta con complacencia y prolijidad los cuartos donde viven, como si él mismo quisiera habitar allí; teje en torno a ellos destinos variados, sobre los cuales se cierne siempre un rayo de sol; sueña sus sueños humildes; es su abogado, su predicador, su favorito, el sol claro perennemente tibio de este mundo gris.

¡Y cuánta riqueza gana él en esta pobre realidad de las vidas insignificantes! Todo el tropel confuso de estas sencillas existencias, con su ajuar, el cúmulo de sus profesiones y oficios, la madeja inextricable de sus sentimientos, cristaliza armónicamente en el cosmos de sus novelas, con estrellas propias y dioses propios. La mirada penetrante de este poeta sondea bajo la superficie lisa, sin oleaje apenas, de estas vidas humildes, y saca de las aguas que otros creyeron estancadas, con sus finas redes, verdadero tesoros. Su pluma va extrayendo del montón informe hombres y más hombres, cientos de figuras, seres bastantes para poblar una pequeña ciudad. Entre ellos hay fisonomías inolvidables que conquistan un valor de perennidad en la literatura y cuya vida toca con sus raíces a la verdadera esencia del pueblo: figuras como Picwick y Sam Weiler, Pecksniff y Betzey Trotwood, cuyos solos nombres evocan mágicamente en nosotros un tropel de recuerdos sonrientes. ¡Qué riqueza la de estas novelas! Solamente los episodios del David Copperfield suministrarían materia bastante para toda la obra poética de un novelista. Los libros de Dickens son verdades novelas, por su plenitud y su vida incesante, y no acaecimientos psicológicos estirados como las nuestras, las alemanas. No hay en ellas puntos muertos ni trechos arenosos en que la corriente se suma; el flujo de los sucesos no se estanca un instante, y sus aguas son como un verdadero mar, inescrutables e inmensas.

Apenas la vista puede abarcar el alegre y tumultuoso ir y venir de las figuras que hormiguean en estos libros, pugnando por salir a la escena del corazón, empujándose y echándose fuera unas a otras, cruzando por delante de nuestros ojos como un torbellino.

Emergen como la espuma, de las olas del seno de la ciudad gigantesca, para precipitarse y desaparecer de nuevo en la marejada y de nuevo reaparecer, ahora en la cumbre y luego en la sima, tragándose y repeliéndose unas a otras, sin cesar. Pero esta dinámica no es caprichosa, detrás del tumulto pintoresco hay un orden, y los hilos aparentemente enredados, se tejen y entretejen formando un alegre tapiz. Ninguna de las figuras que parecen deambular ante nuestra vista sin objeto se pierde; todas se completan y se impulsan y combaten entre sí, en un juego de luces y sombras. El enredo de los sucesos, ya tristes, ya alegres, va desmadejando, como el gato jugando con el hilo, el ovillo de la vida, y el sentimiento de todas sus notas, en rápida escala, desde la más tenue a la más intensa: del júbilo se pasa al espanto, de éste a la insolencia, y tan pronto brillan en las mejillas la lágrimas de la emoción tierna como las de la alegría exaltada. Se acumulan las nubes, amenazadoras; se espesan, pero al final brilla siempre, magnífico, el sol, en un cielo limpio. Algunas de estas novelas tienen algo de Ilíada en sus mil combates, la Ilíada de un mundo desdivinizado; otras son modestos idilios pacíficos; pero todas, las mejores como las ilegibles, se distinguen por esta pródiga variedad. Y todas, hasta las más rebeldes y las más tristes, hacen brotar en la roca del paisaje trágico las flores de unas cuantas gracias amables. En las vastas praderas de sus libros, en todos, florecen como violetas recatadas estos detalles atractivos, inolvidables; de la faz sobria de los duros sucesos brota, cantando, la fuente clara de una sana alegría. Hay en Dickens capítulos que sólo pueden compararse a paisajes, por la emoción límpida que producen; tanta es su divina pureza, libre de toda contaminación con los bajos instintos; tal es el sol de tibia y gozosa humanidad que los baña. La muchedumbre de estos paisajes, largamente prodigados en su obra, constituyen una de las grandezas de este novelista, y sólo por ella habría que admirarle. ¡Qué magníficos tipos los de sus novelas, pintorescos, joviales, bondadosos, casi siempre ridículos y tan divertidos siempre! Son como prisioneros de sus manías y genialidades, enquistados en las profesiones más extrañas, metidos en las aventuras más extravagantes. Y siendo tantos, y todos dibujados minuciosamente, hasta en el menor detalle, ninguno semeja al otro, nada es en ellos molde o esquema, todo sentido y vitalidad. Todos tipos vistos, nunca fingidos. Y vistos por la mirada incomparable de este poeta.

La mirada de Dickens es de una precisión sin igual, un instrumento infalible, maravilloso. Dickens era un genio visual. Todos, sus retratos, los de juventud como los que le representan en edad madura ––que son los mejores––, están dominados por esta magnífica mirada. No es la mirada del poeta, perdida en una hermosa locura o velada elegiacamente, blanda y sumisa o visionaría y fogosa. Es una mirada inglesa: fría, gris, aguda como un acero. Y blindada, como un tesoro; pues éste era, en efecto, el tesoro en que el novelista guardaba herméticamente cerrados, a cubierto de toda pérdida y de toda combustión, los tributos que el mundo exterior le iba pagando; los de ayer como los de muchos años antes: los sublimes como los más insignificantes; la pintoresca muestra de cualquier tenducho que hubiese visto de niños, a los cinco años, entre las nieblas de la infancia, o el árbol florido delante de la ventana. Nada escapaba a esta mirada, más fuerte que el tiempo; sus imágenes iban atesorándose avaramente en el granero de la memoria, hasta que el poeta las evocase. Ninguna se coagulaba en el olvido, ninguna palidecía o perdía el perfume; todas esperaban, fragantes y jugosas, llenas de luz y de color a que su voz las llamase. La memoria visual es, en Dickens, algo incomparable. Su hoja finísima de acero corta las tinieblas de la infancia; en el David Copperfield, que es una autobiografía disfrazada, se recortan como siluetas, con perfil agudo, sobre el fondo de lo inconsciente, los recuerdos de la madre y la criada que a los dos años quedaron impresos en su alma de niño. En Dickens no hay nunca contornos vagos ni posibilidades ambiguas de visión: queramos o no, lo vemos todo con nitidez. La fuerza plástica de estas figuras no deja el más mínimo margen de libertad a la fantasía del lector; se adueña de ella y la sojuzga: por eso era éste el poeta ideal para un pueblo sin imaginación. Si ponemos a veinte dibujantes delante de sus libros y les pedimos los retratos de Pickwick y Copperfield, veremos qué misteriosa semejanza presentan todas las imágenes; por mucho que los detallen varíen, serán siempre el caballero orondo con su chaleco blanco y los ojos bondadosos sonriendo detrás de los cristales, y el muchacho rubio, hermoso y tímido, en la diligencia que le lleva a Yarmouth. Las descripciones de Dickens son tan precisas, tan minuciosas, que nuestra mirada mental tiene que seguir, como hipnotizada, las huellas de la suya. No es el ojo mágico de Balzac, que arrancaba el alma de los hombres a la noche de fuego de sus pasiones y sobre ellas los modelaba caóticamente, sino un ojo muy terreno, ojo de marino, de cazador, de halcón, al que ningún detalle humano se escapa. Estos detalles, estas minucias, constituyen para este poeta ––una vez lo dice–– el sentido de la vida. Su mirada avizora los signos más insignificantes; descubre las manchas en los vestidos; sorprende los gestos apenas esbozados de perplejidad y desamparo; los pelillos canosos que asoman por debajo de una peluca negra, cuando el que la luce tiene un acceso de cólera. Aprecia los matices más finos; tienta el pulso de cada dedo de la mano que estrecha la suya; mide las gradaciones de la risa. Unos años antes de entregarse a la literatura, fue taquígrafo en el Parlamento y en esta tarea desarrolló sus facultades de concentración, se acostumbró a cifrar en una raya una palabra, en un signo toda una frase. Su obra de poeta es también una especie de clave del mundo real, en que los rápidos signos sustituyen a las descripciones: es la esencia de sus observaciones, destilada allí del caudal de los sucesos varios. Su mirada tenía una penetración inquietante para sorprender estos pequeños detalles de observación; nada se le escapaba: su ojo captaba, como una buena instantánea fotográfica en una centésima de segundo, gestos y movimientos. Además, esta potencia de visión del novelista se agudiza por un curioso fenómeno de refracción visual que hace que su ojo, en vez de reflejar fielmente el objeto, con sus proporciones naturales, realce sus rasgos característicos, como si fuese un espejo cóncavo. Dickens, en efecto, recarga siempre lo que hay de típico en sus hombres, los saca del plano de lo objetivo para subrayar sus características; es decir, los caricaturiza, los concentra, los convierte en símbolos. El orondo Pickwick tiene también un alma oronda; el flaco, es igualmente seco de espíritu; el malo es Satanás; el bueno, la perfección personificada. Dickens exagera, como todo gran artista, pero no en la nota de lo grandioso, sino de lo humorístico. Y la impresión indeciblemente regocijante que producen sus relatos, no nace tanto del capricho de su autor, de su voluntad, como de esta desviación óptica de su mirada, en que los sucesos de la vida, captados con un exceso de agudeza, se reflejan siempre un tanto caricaturizados.

Y lo cierto es que el genio de Dickens reside, más que en su alma ––harto burguesa––, en su óptica. Dickens no fue nunca, en rigor, un psicólogo, uno de esos genios que se adueñan mágicamente del alma del hombre y que en sus simientes, luminosas o sombrías, ven germinar los sucesos, con sus formas y sus colores. La psicología de este novelista comienza donde comienza el mundo de lo visible, y los caracteres de sus personajes se dibujan siempre sobre los rasgos exteriores ––rasgos, claro está, finísimos y definitivos, que sólo una visión aguda de poeta podía sorprender––. Igual en esto a los filósofos ingleses, no arranca nunca de supuestos, sino de características. Sorprende las manifestaciones puramente materiales, hasta las más desviadas, en que se revela lo anímico, y, ayudado por su peculiar óptica de caricatura, construye sobre ellas todo el carácter del personaje. En sus rasgos característicos se trasluce la especie de su alma.

Presta al maestro Creakle una voz lenta y premiosa, tras la cual se adivina el terror de los niños ante este hombre, a quien los esfuerzos que hace para expresarse hinchan las venas coléricas de la frente. Su Uriah Heep tiene siempre las manos frías y húmedas, y basta este detalle para retratar lo desagradable y repelente de este personaje culebrino.

Pequeñeces y exterioridades en que se vierte el alma. Otras veces, el novelista pinta las manías de sus criaturas, manías que se van desarrollando con su vida y la mueven mecánicamente como a un muñeco. Otros personajes aparecen revelados en las figuras que los acompañan ––¿qué sería Pickwick sin Sam Weller, Dora sin jip, Barnaby sin el cuervo, Kit sin el pony?––, y ,su carácter no se dibuja en los trazos de modelo mismo, sino en la mancha grotesca de su sombra. Sus caracteres son siempre simples sumas de rasgos, pero tan agudos, tan precisos, que de su combinación, sin que se pierda ni el más nimio, brota el retrato. Por eso, las más de las veces, la emoción que producen estas figuras es sólo externa, de percepción; un recuerdo visual muy profundo que sólo deja huellas vagas en el sentimiento. Si nombramos una figura de Balzac o de Dostoiewski; si evocamos al père Goriot, a Raskolnikoff, al nombre responde en seguida un sentimiento, el recuerdo de un arrebato, una desesperación, un caos pasional. Mas si decimos Pickwick, lo que emerge es una imagen gráfica, la figura de un buen señor jovial, obeso, un chaleco blanco y botonadura dorada. Mientras que las figuras de Balzac y Dostoiewski tienen la emoción de lo musical, las de Dickens dejan en el lector la sensación de lo pictórico. El arte de aquéllos es instintivamente creador; el del Dickens, reproductivo; y donde el francés y el ruso ven con mirada espiritual, el novelista inglés ve con los ojos de la cara. Dickens no sorprende al alma en esos momentos en que emerge como un espíritu de la noche de lo inconsciente, conjurado por las siete luces ardientes del visionario; sólo percibe el fluido incorpóreo en sus precipitados de realidad: mas aquí, en las mil reacciones del alma sobre el cuerpo, ninguna escapa a su mirada inquisitiva. En rigor, podría decirse que la fantasía de este poeta es todo mirada, y, por tanto, sólo penetra en aquellos sentimientos y aquellas formas del mundo medio que habitan en lo terrenal; sus hombres sólo cobran vida plástica en las temperaturas moderadas de los sentimientos normales. Al llegar al grado de ebullición de las pasiones, se derriten como figuras de cera en sentimentalismo o se cuajan en odio quebradizo. En sus novelas sólo se logran los caracteres rectilíneos, pero no esos otros, incomparablemente más interesantes, en que sin cesar se desplazan y desdibujan las cien fronteras entre el bien y el mal, entre la bestia y Dios. Los hombres de Dickens son siempre inequívocos: o excelentes como héroes o rematados como pícaros; criaturas predestinadas a la virtud o al vicio, con un halo de santidad sobre la frente o marcadas con el hierro de la maldad. Su mundo oscila con movimientos de péndulo entre good y wicked, entre lo humanitario y lo inhumano. Su método no conoce otros caminos, esos caminos que van al reino de los entronques misteriosos, de las concatenaciones místicas. Lo grandioso es inaprensible y lo heroico esquiva toda enseñanza. La gloria, y la tragedia a la par de Dickens, es el haberse mantenido siempre en su justo medio entre el genio y la tradición, entre lo extraordinario y lo vulgar, en las sendas trilladas, en el mundo de lo amable y lo emotivo, de lo placentero y lo burgués.

Mas él no se contentaba con esta gloria; el idílico aspira a la conquista de lo trágico. En vano, pues cuantas veces aspira a remontarse a la tragedia, ésta degenera en melodrama.

Su genio no podía franquear este muro, y tantas como fueron las tentativas fueron los fracasos. Aunque Inglaterra considere las novelas trágicas de Dickens ––Historia de dos ciudades, Bleak House–– como obras maestras, nuestro sentimiento nos dice que el esfuerzo del novelista se estrella aquí contra una grandeza de gesto que es forzada. Los esfuerzos del poeta inglés por llegar a la tragedia son verdaderamente admirables.

Dickens, en estas novelas, acumula conspiraciones, suspende grandes catástrofes como bloques de roca sobre la cabeza de sus héroes; conjura el terror de las noches de tormenta; fragua levantamientos populares y revoluciones; desencadena todo el aparato del espanto y la angustia. Pero este terror no es jamás sublime, no es el verdadero terror del alma, sino un temblor físico, puro reflejo del miedo corporal. En sus libros no estallan nunca esas profundas conmociones, esas tormentas que hacen gritar al corazón de angustia. Dickens amontona peligros sobre peligros; pero estos peligros imponentes no nos sobrecogen; no son esos abismos que se abren en Dostoiewski y nos miran sombríamente helando la sangre en nuestras venas; esos pasajes que cortan el respiro, y en los que el lector siente desgarrarse en su propio pecho las tinieblas y las simas indecibles que describe el novelista, y siente que el suelo vacila bajo sus pies, y se ve hundirse en un vértigo repentino, abrasador, pero dulce, y quisiera caer derribado en tierra por esta sensación escalofriante en que el dolor y el goce, fundidos al blanco bajo un grado tan sobrehumano de pasión, no podrían separarse. Dickens rasga estos abismos, los llena de negrura, nos dice sus grandes peligros, y, sin embargo, el alma no se espanta, no siente aquella dulce sensación del vértigo que es acaso el encanto supremo del goce artístico. Le parece a uno que con él se está siempre seguro de no caer al precipicio, protegido por una barandilla; sabemos que el poeta no nos dejará hundirnos en la negrura; que el héroe no puede sucumbir a las fuerzas del mal, que los dos ángeles que se ciernen siempre con sus alas blancas sobre este mundo poético, la compasión y la justicia, le transportarán indemne sobre todas las simas y todos los peligros. Para ser verdadero trágico, a Dickens le falta brutalidad, le falta valentía. Sus arranques no son heroicos, sino sentimentales. La tragedia es voluntad irrefrenable; el sentimentalismo, nostalgia de lágrimas. A las alturas supremas del dolor desesperado que no conoce ya las lágrimas ni las palabras, no llegó jamás el novelista inglés. El sentimiento sumo y más tenso que él podía pintar con mano maestra ––recuérdese, por ejemplo, la muerte de Dora en David Copperfield–– era la ternura. Cuando parece que va a tener el arranque de lanzarse a los abismos de lo trágico, viene a cogerle del brazo la compasión. Y el aceite ––no pocas veces rancio–– de este sentimiento calma el tumulto de los elementos provocado por el soplo de la tragedia: la tradición sentimental de la novela inglesa puede más que la voluntad de alcanzar las alturas donde están las sensaciones avasalladoras. Los episodios de una buena novela inglesa deben limitarse a ilustrar las máximas morales al uso. Ya través de la sinfonía del destino de sus personajes se oye siempre la voz del bajo, que dice: “Sed honestos y virtuosos”. Y el desenlace ha de ser forzosamente un Apocalipsis, un juicio final, en que los buenos ganen el cielo y los malos tengan su castigo.

Desdichadamente, Dickens aplica también el esquema de esta justicia distributiva en la mayor parte de sus novelas: los malos se ahogan, se asesinan unos a otros; los ricos y los soberbios quiebran; el bien y la virtud salen triunfantes. Todavía es hoy el día en que el inglés típico no quiere dramas que no acaben dándole la sensación de seguridad y de orden perfecto del mundo en que vive. Esta hipertrofia auténticamente inglesa del sentido moral corta las alas a las grandiosas aspiraciones que Dickens sentía por la novela trágica. La visión del mundo que anima estas obras y las sostiene en pie no es la idea de justicia de un artista libre, sino la de un súbdito anglicano. Dickens censura y vigila los sentimientos, en vez de dejarlos desarrollarse a su libre albedrío; no permite, como Balzac, que se desborden en su desenfreno elemental; los canaliza y los lleva por medio de diques a mover los molinos de la moral civil. Yen el taller del artista se hermanan con él y se confunden el predicador, el reverendo, el filósofo del common sense, el maestro de la escuela, y le obligan a hacer de la novela ––imagen sumisa de la libre realidad modelo y aviso para jóvenes. La buena intención no quedó sin recompensa; al morir Dickens, el obispo de Winchester hizo resaltar en la obra de este novelista, como uno de sus grandes méritos, el que pudiera ponerse sin ningún temor en manos de cualquier niño. Mas esto, el no pintar la vida en toda su realidad, sino con colores accesibles a un niño, es precisamente lo que rebaja sus quilates de convicción. En estas novelas hay, para quien no sea inglés, demasiada moral. Para conquistar en ellas puesto de héroe, se requiere ser un dechado de virtudes, un ideal puritano. Los héroes de Fielding y Smollet, que también eran ingleses, aunque hijos de un siglo menos austero, no pierden su dignidad heroica por liarse a puñetazos en una pelea o cometer la infidelidad de adorar apasionadamente a su dama. Dickens no permite semejantes excesos ni a sus personajes más licenciosos. Sus pretendidos libertinos son, en realidad, unos inocentes, tan simples en sus acciones, que cualquiera solterona puede leerlas sin sentir rubor. ¿En qué consisten, por ejemplo, los libertinajes de Dick Swiveler? No pueden ser más moderados: consisten en beber cuatro vasos de cerveza en vez de dos; en pagar irregularmente sus cuentas; en echar de vez en cuando una cana al aire: eso es todo. Y esto, hasta que en el momento providencial le cae una herencia ––una herencia modestita, naturalmente–– y se casa como Dios manda con la chica que le ayuda a volver a la senda de la virtud. Ni los malos son, en Dickens, verdaderamente inmorales; hasta ellos tienen la sangre anémica, a pesar de sus depravados instintos y sus pasiones. Esta máscara inglesa que oculta el rostro de la sensualidad es el estigma de todas las obras de este novelista; este estrabismo hipócrita que no ve lo que no quiere ver, desvía de las realidades la penetrante mirada del poeta. La Inglaterra victoriana le malogra aquella novela trágica consumada que era su ambición más honda: escribir. Y le hubiera hundido irremisiblemente en la mediocridad de su ambiente saciado; le hubiera convertido en abogado de su mentira sexual, sujeto por las cadenas de la simpatía, si al espíritu del artista no se le hubiese deparado un mundo libre en que pudo refugiar su ansia creadora, si su genio no hubiese dispuesto de aquellas alas de plata que le levantan magníficamente sobre el paisaje banal de las conveniencias sociales: las alas de su alegre humorismo, que es un don casi celestial.

Este mundo hermoso, libre, al que no bajan las nieblas británicas, es el país de la infancia. La mentira inglesa amputa en el hombre la vida de los sentidos y esclaviza al adulto; pero los niños viven todavía en su reino paradisíaco, no son todavía ingleses, sino flores humanas claras y fragantes; aun no se proyecta sobre su mundo la sombra de la hipocresía. Aquí, donde Dickens, podía moverse libremente, sin los escrúpulos de su conciencia civil de inglés, es donde crea la parte inmortal de su obra.

Los años de infancia que viven en sus novelas tiene una belleza única, y no es fácil que el mundo llegue a borrar jamás de su memoria estas figuras, estos episodios tristes y alegres de los niños de Dickens ¿Cómo olvidar la odisea de la pequeña Nelly cuando, de la mano de su anciano abuelo, sale del humo y el polvo de la ciudad populosa a pasearse por el verde temprano de los campos, inocente y dulce, guardando hasta en la muerte aquella sonrisa angelical con que atravesó por todos los peligros todas las asechanzas? La emoción que estas figuras nos infunden es algo más que puro sentimentalismo; es algo que toca a las fibras de humanidad más auténticas y más hondas. ¿Y aquel Traddles, el gordito, con sus inflados bombachos, que dibujando esqueletos olvida el dolor de los azotes, y el pequeño Nickleby, fiel entre los más fieles, y este otro niño que aparece en todas partes, este niño “pequeñito, para quien la vida no era precisamente amable”, y que no es otro que Carlos Dickens, el poeta, que como nadie inmortalizó los gozos y los dolores de su infancia? El novelista no se cansa de contarnos de este huérfano humillado, abandonado, asustadizo, soñador, y en estos pasajes su pathos toca realmente a las lágrimas, su voz sonora cobra resonancias de campana. El corro de niños de las novelas de Dickens es algo inolvidable. La risa y el llanto, lo ridículo y lo sublime, se combinan en estos cuadros como los colores de un arco iris; lo sublime, y lo sentimental, lo trágico y lo cómico, la poesía y la verdad, se funden aquí en una belleza nueva y única. En un monumento que se levantase a Dickens, habría que poner este corro de niños en mármol rodeando la figura de bronce de su creador, protector, hermano y padre. En la obra de Dickens los niños son la forma más pura de humanidad. Y cuando este poeta quiere hacer a un hombre simpático, lo hace infantil. La devoción por la infancia le llevaba a amar, no ya sólo a los niños y a los hombres que tienen alma de niño, no ya sólo a los niños y a los hombres que tienen alma de niño, sino a esos seres aniñados que son los dementes y los pobres de espíritu. Por todas sus novelas cruza uno de estos dulces locos, cuyo espíritu trascordado vuela como un pájaro blanco por encima de los cuidados y los clamores del mundo; esos seres para quienes la vida no es un problema, un esfuerzo y una misión, sino un juego; juego gozoso, ininteligible, pero bello. Son enternecedoras las pinturas que hace Dickens de estos tipos. Los maneja delicadamente, como a enfermos; hace irradiar de sus frentes la luz de la simpatía como un halo de santidad. Estas criaturas son sagradas para el poeta, porque viven perennemente en el paraíso de la infancia. Y la infancia es el cielo de las obras de Dickens. Yo no puedo leer una de estas novelas sin sentir una angustia nostálgica al ver cómo los niños crecen y se hacen hombres, porque sé que en este cambio pierden irreparablemente lo más dulce que hay en su ser, para entrar en una vida en que lo poético se mezclará lo convencional, la verdad pura y humana con la mentira inglesa. Y el mismo novelista parece compartir recónditamente este sentimiento de miedo, pues nunca entrega de buen grado a la vida a sus héroes favoritos. Se separa siempre de ellos antes de llegar a los años maduros, al dominio de la trivialidad y de la triste vida de acarreo; los despide en el umbral de la vida, a la puerta de la iglesia, cuando ya los ha llevado de la mano hasta el matrimonio y los ha sacado de todas las tormentas, para dejarlos fondeados en el puerto tranquilo de una existencia sin sobresaltos. Y a su predilecta, a la pequeña Nelly, en quien quiso eternizar el recuerdo de un ser muy querido y muerto en flor, no le permite entrar en el áspero mundo de los desengañados, en el mundo de la mentira. No quiso que saliese del paraíso de su niñez, le cerró a tiempo los dulces ojos azules; la transplantó antes de que adquiriese conciencia del mundo desde la claridad de la infancia a la tiniebla de la muerte. Le era un ser demasiado caro para sepultarlo entre los escombros de la realidad.

Esta realidad es ––ya lo he dicho–– la del mundo inglés; la realidad de esta Inglaterra burguesamente modesta, cansada, harta, fragmento mezquino de las inmensas posibilidades de la vida. Un mundo tan pobre como éste sólo podía enriquecerse por un sentimiento muy grande. Balzac hace fuertes a sus burgueses por el odio; Dostoiewski, por su ansia de salvación. Dickens artista, redime al súbdito inglés de la ley de gravitación moral que sojuzga, por su humorismo. No contempla su mundo de pequeños burgueses con unción objetiva, no une su voz al himno de estas gentes honestas que cantan las excelencias de la austeridad y la virtud ––esa virtud que hace tan insoportable la mayoría de las novelas alemanas de sabor nacional––. Dickens guiña el ojo a sus criaturas humorísticamente; se sonríe de ellas con risa bondadosa, como Gottfried Keller y Wilhelm Rabe; subraya un poquito el lado ridículo de sus preocupaciones liliputianas.

Pero lo hace siempre de un modo tierno y paternal, obligándonos a quererlas así, tales como son, con todas sus chocarrerías y bufonadas. El humorismo es el rayo de sol que baña todos sus libros; gracias a él se ilumina y alegra su pobre paisaje y nos revela mil encantos ocultos. A la luz de este sol bueno y tibio, todo toma color de vida y de verdad, hasta las falsas lágrimas tienen destellos diamantinos, y las pequeñas pasiones parecen arder con el fuego de los grandes incendios del alma. El humorismo arranca la obra de este novelista a su tiempo y la entrega a los tiempos. La redime del hastío de la vida inglesa. Dickens vence a la mentira, con su sonrisa. El “humour” flota como Ariel, derramando espíritu, en la atmósfera de sus novelas; la llena de música recóndita; la hace danzar gozosamente, y por todas partes abre sobre su paisaje horizontes de alegría. Pues en todas partes está. Hasta en las simas más hondas de. los extravíos tenebroso brilla como lámpara del minero, aflojando las tensiones extremas, suavizando los excesos del sentimentalismo con la nota de la ironía y apagando la exageración con su sombra, que es lo grotesco. El humorismo es la esencia conciliadora, neutralizante, imperecedera, de esta obra. Y este humorismo, como todo en Dickens, es, naturalmente, un humorismo inglés, auténticamente inglés. Curado de toda sensualidad, jamás se embriaga con los vapores de sus propia gracias, jamás degenera en licencia. Mesurado siempre, no gruñe ni eructa, como el humorismo de Rabelais; ni se pone a hacer piruetas en sus raptos de alegría, como el de Cervantes, ni se lanza de cabeza a lo imposible, como el de los americanos.

No pierde nunca la línea, erguido siempre y frío, siempre correcto. Dickens no se ríe jamás con todo el cuerpo; sólo ríe con la boca, como buen inglés. Su alegría no se consume a sí misma; sólo brilla para los demás, e infiltra su luz por la venas de los lectores; parpadea con mil lenguecillas de fuego, engañosa y espiritual como los fuegos fatuos, encantadoramente maliciosa, en medio de la realidad. Como todo en la obra Dickens, cuyo destino fue mantenerse siempre en el justo medio, este humorismo es una transacción entre la embriaguez del sentimiento, la pasión desenfrenada y la helada ironía. No se puede comparar al de ningún otro gran autor inglés. No tiene nada de la ironía corrosiva, mordaz, de un Sterne, ni de la alegría fácil y jubilosa de un Fielding, alegría de hidalgo de pueblo; no hace dolorosa mella, como el de Thackeray; más bien es sedativo que punzante; juega gozosamente como los reflejos del sol en la cabeza y en las manos. Dickens, con el humorismo, no pretende moralizar ni satirizar; no esconde bajo los cascabeles del bufón el ceño de ninguna doctrina severa. No quiere nada, no se propone nada. Existe, y eso basta. Y su existencia es tan inintencionada como evidente.

Ya en la curiosa posición de los ojos de Dickens se ve la mirada un poco burlona que caracteriza y exagera las figuras, dándoles aquellas posiciones grotescas y aquellos visajes cómicos que son el encanto de millones de lectores. Todos sus personajes quedan inscritos en este círculo de luz, todos resplandecen como si su interior estuviese iluminado; hasta los malvados y los pillos tienen su parte en este reflejo glorioso del humorismo con que los baña el poeta; el mundo entero parece que sonríe cuando Dickens lo mira. Todo brilla alegre, todo gira y danza, y el él parece calmarse para siempre la sed de sol de este país de la niebla. El lenguaje hace piruetas, las frases bailan en giraldilla, saltan y se ocultan, juegan al escondite con su sentido, se hacen guiños unas a otras, se provocan, se engañan. La alegría les da alas para danzar. Este humorismo es imperturbable. Es gustoso aún sin la sal de la sexualidad, que vedaba la cocina inglesa, y el poeta no pierde el tino porque la voz del impresor le conmine y le meta prisas. La alegría de Dickens al escribir no palidece ni en los momentos de fiebre, de enojo o de privación. Nada resiste a la vena de su “humour”, que mora perenne en su mirada maravillosamente aguda y sólo se extingue al extinguirse su luz. Nada terrenal podía quitarle su encanto, ni el tiempo puede tampoco, pues ¿qué hombre de hoy se resistirá a leer con delectación novelas como El rinconcito junto al fuego, a reír y alegrarse luminosamente con tantas y tantas páginas de los libros de Dickens? Cambiarán las necesidades espirituales y las literarias; pero mientras haya un hombre que sienta ansias de alegría, en esos momentos de tregua en que la voluntad de vivir descansa y sólo el sentimiento de vivir se agita dulcemente, en que nada se anhela tanto como una emoción cordial melódica e inocente, no palidecerán estos libros únicos, ni en Inglaterra ni en ninguna parte del mundo.

Esto es lo grandioso, lo imperecedero de la obra terrenal, demasiado terrenal, de Dickens: este sol tibio que de ella irradia. No busquemos en las grandes obras de arte sólo intensidad ni preguntemos exclusivamente por el hombre que se esconde en ellas: juzguémoslas también por su radio de acción, por su influjo sobre los hombres. Y nadie, en este siglo, ha derramado más alegría sobre el mundo que Dickens. Sobre sus páginas se han humedecido millones de ojos, y miles de seres en quienes parecía haberse marchitado y apagado para siempre la risa, la han visto florecer de nuevo en su pecho por la gracia de estos libros. Su gran influencia trasciende del mundo puramente literario. Las desdichas de los hermanos Chereby tocaron el alma de no pocos ricos y les movieron a crear fundaciones de beneficencia; los duros de corazón se sintieron enternecidos; a raíz de publicarse el Oliverio Twist se comprobó que aumentan las limosnas a los niños pobres; el Gobierno mejoró los asilos y organizó la vigilancia de las escuelas particulares.

Gracias a Dickens aumentaron en Inglaterra la benevolencia y la compasión, y a él deben buena parte del bien que hoy se les prodiga muchos desvalidos. Ya sé que estos efectos extraordinarios nada tiene que ver con el valor estético de una obra de arte. Pero importa conocerlos, porque demuestran que toda obra de espíritu verdaderamente grande trasciende al mundo real y contribuye a modificarlo, sin mantenerse encerrada en el reino de la imaginación, donde la voluntad creadora puede volar a sus anchas como en tierra de encanto. Las obras de arte poderosas mudan el mundo en los esencial y en lo visible, y en la temperatura de sus sentimientos, Dickens ––a diferencia de esos poetas que imploran para sí la compasión y el consuelo–– enriquece a su tiempo en alegría y en gozo, activa el movimiento circulatorio de su sangre. El mundo empezó a brillar con luz más clara el día en que el joven taquígrafo del Parlamente inglés cogió la pluma para escribir de los hombres y de sus sucesos. Y a la par que salvaba el gozo de su tiempo, el novelista transmitió a las generaciones el sentimiento de alegría de aquella merry old England, de la Inglaterra que vive desde las guerra napoleónicas hasta la era del imperialismo.

Pasarán muchos años, y todavía los hombres volverán los ojos con nostalgia a este mundo ya viejo y patriarcal, con sus profesiones raras y perdidas, pulverizadas en el mortero del industrialismo, y ansiarán acaso volver a esta vida candorosa, llena de alegría sencilla y serena. Dickens creó poéticamente el idilio de esta Inglaterra, y esa fue su obra.

No desdeñemos este sentimiento suave de contento, comparándolo con la potencia avasalladora de las pasiones: también el sentimiento de lo idílico es eterno y primigenio, un perenne retorno. Este inglés revive y revivirá incesantemente en el transcurso de las generaciones, la poesía geórgica y bucólica, el poema del hombre que se recata a las conmociones dé los deseos, que busca una tregua. Es un instante de reposo; una pausa entre dos emociones fuertes; un alto para ganar fuerzas al salir de una prueba o disponerse a ella; un segundo de contento en que el corazón descansa de su palpitar febril; y este instante viene y desaparece, y es eterno. Unos, crean el tumulto; otros, la quietud. Dickens fija poéticamente un momento de alto vivido por el mundo. Hoy, la vida vuelve a levantar su estrépito, las máquinas vibran, el tiempo corre veloz y agitado. Pero el idilio es inmortal, porque es goce de vida, y retorna incesantemente, como el cielo azul después de la tormenta, como el eterno encanto de la vida por sobre todas las crisis y conmociones del alma. Y mientras sea así, mientras haya hombres necesitados de alegría, hombres que, agotados por la tensión trágica de las pasiones, quieran escuchar la música misteriosa de la poesía que fluye quedamente de las cosas, las novelas de Dickens retornarán también incesantemente.

 

DOSTOIEWSKI

Que no puedas llegar, es lo que te hace grande.

GOETHE, Westöstlicher Divan.

 

ACORDE

Hablar dignamente de Fedor Mihailovitsch Dostoiewski, y de lo que significa para nuestro mundo interior, es empresa difícil y arriesgada, pues la magnitud y el peso de este hombre único reclaman medida nueva.

Un mundo cercado, un poeta en quien se sospechaban primeros términos y se descubre lo infinito, un cosmos con astros propios en órbitas propias y una música de las esferas jamás oída. Nuestro sentido se desalienta, comprende que jamás podrá penetrar en la entraña de este mundo: su magia es demasiado misteriosa y hostil al primer contacto con una mente humana; sus pensamientos, demasiado envuelto es las tinieblas de lo infinito; su mensaje, demasiado enigmático para que el alma de uno pueda mirar de frente a este nuevo cielo como mira el cielo de su país. Dostoiewski no es nada para quien no le viva desde su interior. En lo más recóndito de nuestras almas debemos aquilatar y acercar las fuerzas de la compasión y la hermandad en los sentimientos; afinar su receptividad; cavar hasta las raíces más enterradas y más hondas de nuestro ser, para descubrir lo que pueda acercarnos a su humanidad, a primera vista desatentada y en realidad maravillosamente humana y verdadera. Sólo allí, en lo más hondo, en lo eterno e inmutable de nosotros mismos, raíz con raíz, podemos aspirar a la unión en Dostoiewski. Mirado con los ojos de la carne, ¡cuán ajeno y cuán lejano se nos aparece este paisaje ruso, impenetrable como las estepas de su patria; cuán otro mundo, fuero del nuestro! Nada atrayente y dulce encuentra nuestra mirada; rara vez una hora apacible convida al descanso en este peregrinaje. Un ocaso místico del sentimiento, preñado de rayos, alterna allí con la claridad fría, a las veces helada, de la inteligencia; y en lugar del tibio sol, el cielo vierte una luz norteña, sangrante y misteriosa. Al pisar en los ámbitos de Dostoiewski, pisamos un suelo de mundo primitivo, un mundo místico, primitivo y virgen a la vez, y sentimos que un dulce terror nos invade, como siempre que nos acercamos a los eternos elementos.

Ya la admiración, ganada por la fe, ansía detenerse; mas el sobrecogido corazón presiente que la paz, aquí, no puede ser duradera para nosotros, y nos induce a retornar a nuestro mundo, más cálido, más luminoso, pero más estrecho. Nos confesamos, avergonzados, que este paisaje de bronce es demasiado fuerte para las miradas de todos los días; este aire, tan pronto de fuego como de hielo, demasiado recio, demasiado oprimente para nuestro pulmones. Y el alma huiría, ante la majestad del terror que la invade, si sobre este paisaje inexorablemente trágico, espantosamente terreno, no se alzase un cielo infinito de bondad bañado en luz de estrellas, cielo también de nuestro mundo, pero de bóveda menos radiante en nuestro climas suaves que en el infinito de este hielo sutil de espíritu de Dostoiewski. Sólo la mirada apaciguada que se eleve de este paisaje a su cielo sentirá el consuelo infinito de este infinito duelo terrenal, presentirá la grandeza bajo el terror, el dios escondido en las tinieblas.

Sólo la mirada que se levante a lo alto de su sentido último puede mudar ese respeto temeroso que experimentamos ante este mundo en ardiente amor; sólo la mirada que se adentre en su entraña acertará a iluminar todo lo que hay en este ruso de hondamente fraternal y universalmente humano. Pero ¡cuán largo y cuán laberíntico el sendero que nos conduce hasta el corazón de este coloso! Imponente por sus dimensiones, aterradora por su lejanía, esta obra única se nos revela más misteriosa cuanto más pretendemos escrutar en su hondura infinita desde lo infinito de su superficie. Por todas partes acecha en ella el misterio. De cada uno de sus personajes arranca una galería subterránea que desemboca en los abismos demoníacos de lo terrenal, y cada una de sus exaltaciones al mundo del espíritu roza con sus alas la faz del Señor. Detrás de cada muro de esta obra, de cada rostro de sus hombres, de cada pliegue de sus envolturas se esconde la noche eterna y brilla la eterna luz; Dostoiewski es, por el hilo de su vida y por su estrella, hermano inseparable de todos los misterios del ser. Su mundo gira entre la muerte y la locura, entre el sueño y la llama clara de la realidad. Cada uno de sus problemas personales toca a un problema insoluble de la Humanidad; cualquier superficie que en él iluminemos destella infinito. Como hombre, como poeta, como ruso, como profeta, como político, su ser irradia en todas direcciones sentido eterno. Ningún camino conduce a su meta, ningún problema guarda la verdadera y más intima esencia de su corazón. Para acercarnos a él, sólo hay una senda: el entusiasmo, pero un entusiasmo humilde que se sepa pequeño ante el respeto amoroso que en él alentaba al asomarse al misterio del hombre.

Dostoiewski no se molesta en lo más mínimo por ayudarnos a comprenderle. Otros forjadores de obras formidables de esta época nos desnudan su voluntad. Wagner pone al lado de su creación la explicación programática, la defensa polémica; Tolstoi abre de par en par las puertas de su vida de todos los días para dar acceso a la curiosidad y rendir cuentas a quien se las demande. Las intenciones de Dostoiewski sólo se traslucen en la obra acabada; deja que los planes se consuman en la brasa de la creación. Toda su vida es la de un huraño y silencioso: apenas lo exterior, lo corporal de su existencia, está proclamado por testimonios irrefragables. Sólo de muchacho tuvo amigos; ya hombres, fue siempre un solitario: parecíale mengua de su amor a la Humanidad entregarse a unos pocos. Y sus mismas cartas sólo nos hablan de las necesidades materiales de la existencia, de los suplicios del cuerpo atormentado: ni una sola vez se despegan sus labios que no sea para dejar pasar quejas y gritos de angustia. Hay en su vida largos años, la, niñez entera, hundidos en sombra, y aquél cuya mirada todavía quedan muchos que vieron arder, es ya, para nosotros, humanamente, algo muy lejano e irreal, una leyenda, un héroe y un santo. Hasta en su rostro se deshumana aquella luz de ocaso que es verdad y presentimiento, la luz baña las imágenes de un Homero, de un Dante, de un Shakespeare. Es inútil acudir a los documentos: sólo y únicamente un consciente amor puede mostrarnos la hechura de su destino.

Solos, pues, y sin guía, a tientas, hemos de aventurarnos en el corazón de este laberinto, buscando el hilo de Ariadna, el hilo del alma, en el ovillo de la pasión de nuestra propia vida. Cuanto más en él nos internemos, más cerca sentiremos nuestras mismas entrañas.

Y sólo tocando al fondo verdadero de nuestro ser, a lo que en él haya de omnihumano, nos palparemos unidos a él. Quien se conozca bien y profundamente, conocerá también verdadera y entrañadamente a este hombre, que es, si alguien puede serlo, la medida última de toda humanidad. La senda que nos conduce a través de su obra pasa por todos los purgatorios de la pasión, desciende a los infiernos del vicio, se remonta sobre todos los grados del suplicio terreno: el suplicio del hombre, el suplicio de la Humanidad, el suplicio del artista y el suplicio de todos, el más cruel, el suplicio de Dios. Sombrío es el camino y es menester que el corazón arda de pasión y de amor a la verdad para no extraviarse; menester es que midamos y abarquemos nuestra propia hondura, ante de aventurarnos en la de él. Dostoiewski no manda mensajeros al encuentro del peregrino: tienen que ser las experiencias interiores de nuestra propia vida la luz que nos lleve a su verdad. Por él no hablan más testigos que los del artista, en su mística trinidad de carne y espíritu: su rostro, su destino y su obra.

 

EL ROSTRO

Diríase, a primera vista, el de un aldeano. Color de tierra, sucias casi, las mejillas hundidas, donde mordieron, dejando sus surcos, los sufrimientos de largos años; la piel, sedienta y abrasada, resquebrajada, sin sangre y sin color, chupada por el vampiro de veinte años de enfermedades. A ambos lados del rostro, emergiendo como dos potentes bloques de piedra, los pómulos eslavos, y en el centro, la boca áspera, el mentón hendido, que se esconde bajo el matorral silvestre de la barba. Tierra, roca y bosque, un paisaje trágicamente elemental: eso es el rostro de Dostoiewski. Todo es sombrío, terreno y huraño en esta cara de aldeano y casi de mendigo; aplanado sin color, como un trozo de estepa rusa tallado en piedra. Y los ojos, sus ojos hundidos, no iluminan, desde el fondo de su sima, esta masa terrosa, pues su llama eréctil no se derrama hacia fuera, clara y brillante: la mirada, aguzada, se proyecta hacia adentro, y muerde en la sangre y la consume con su ardor. Se cierran los ojos, e inmediatamente cae la muerte sobre este rostro; la alta tensión nerviosa que mantenía sus rasgos alerta, se postra en un letargo del que parece borrada la vida.

El rostro, como la obra: primero que hace destacarse, instintivamente, en el corro de nuestros sentimientos, es el terror, con el que luego se empareja, titubeante, la timidez, y en seguida, apasionadamente, con creciente hechizo la admiración. Pues el duelo humano, sombrío y magnífico de este rostro, tan sólo vela lo que hay en él de terreno y de carnal. Sobre la cara obtusa del aldeano se yergue orgullosa, esplendente de blancura, abovedada, como una cúpula, la redondez ascensional de la frente: de la tiniebla emerge, bruñida, esplendorosa, la catedral del espíritu: duro mármol sobre la arcilla de la carne y la desolada espesura del pelo. Toda la luz refluye en este rostro hacia lo alto, y la mirada sólo se para en esta frente, ancha, potente, magnífica, que brilla con más vivo fulgor y parece dilatarse más y más cuanto más el rostro se va afligiendo y marchitando a fuerza de enfermedades. Alta e inconmovible como un cielo sobre la fragilidad del cuerpo doliente, gloria del espíritu sobre el duelo de la tierra. Y en ningún otro cuadro tiene este solio sagrado del espíritu victorioso luz más radiante, de mayor gloria, que en aquel de la hora de la muerte, cuando ya los párpados han caído fatigados sobre los ojos, y las manos, exangües, pero firmes, aprietan ávidamente el crucifijo ––aquel pobre y pequeño crucifijo de madera, de los tiempos del presidiario, recuerdo de una aldeana––. Esa luz brilla aquí sobre el rostro inanimado como la de un sol de amanecer sobre la tierra envuelta en sombras. Y su fulgor proclama el mismo mensaje de todas sus obras: el mensaje de la redención, por el espíritu y por la fe, de una vida triste, vil y corporal.

Siempre reside en lo más hondo la grandeza suprema de Dostoiewski, y su rostro no habló jamás con acento más hondo que en la muerte.

 

LA TRAGEDIA DE SU VIDA

Non vi si pensa quanto sangue costa.

DANTE.

 

El primer sentimiento, ante Dostoiewski, es siempre el de terror; el segundo, el de grandeza. Igual su destino. A la mirada superficial, este destino se representa tan cruel, tan vil, como al principio su rostro terroso y vulgar. Martirio insensato es lo que clama la primera sensación de quien lo contempla, y ve cómo estos sesenta años torturan el frágil cuerpo con todos los instrumentos de suplicio. La lima de la miseria muerde cuanto pudiera haber de amable en su juventud y en su vejez; la sierra del dolor físico chirría en sus huesos; el tornillo de la privación, cada día más apretado, le desgarra hasta el nervio de la vida; los ardientes alambres de los nervios le agitan y convulsionan sin cesar; el fino aguijón de la sensualidad espolea su pasión insaciablemente. Ningún suplicio le es perdonado, ningún tormento le es remitido. ¿No es insensata tanta crueldad, ciega y rabiosa, tanta dureza? Sólo más tarde, mirándole desde lo alto de su vida, se comprende que si el cielo le forjo con golpes tan rudos fue porque quería cincelar en él algo eterno; pegó fuerte para ser digno del fuerte que en él se fraguaba. En la vida de este hombre desmesurado no hay un solo instante placentero, nada en el curso de sus días que se asemeje a la calzada ancha y bien pavimentada por donde discurren los demás poetas de su siglo; siempre acecha tras él el dios sombrío de su destino, complaciéndose en tentar con terrible fuerza al más fuerte. La vida de Dostoiewski es una vida heroica, jamás moderna, jamás burguesa: una vida de Antiguo Testamento. Luchando eternamente con el ángel, cual un nuevo Job, y como Job eternamente alzándose contra su Dios para eternamente plegarse a su voluntad. Ni un instante de seguridad, ni un segundo de tregua: siempre el índice alerta de Dios, que le castiga porque le ama. No hay descanso en esta lucha, ni un minuto de apaciguamiento, para que así su senda ascienda hasta lo infinito.

Por momentos, parece que el Destino contiene su cólera, que el poeta puede acogerse a la vía ancha y trillada de la vida que los demás viven; pero la mano imponente se yergue de nuevo y le arroja de nuevo a la espesura, entre espinas de fuego. Y si alguna vez le exalta, es para precipitarle en seguida en abismos más hondos, para hacerle apurar la copa del arrebato y la desesperación; le levanta sobre las alturas de la esperanza, donde otros, flojos, se hunden en la indolencia, y le lanza a la sima del dolor, donde otros endebles, se estrellan y se consumen. Como a nuevo Job, aguarda al momento en que es más radiante su confianza para derribarle, le arrebata mujer e hijo, envía sobre él enfermedades, le carga de desprecios, para que no ceje en su pugna con Dios, y de ella, de su incesante rebeldía y su esperanza incesante, salga su alma más enriquecida. Diríase que esta generación de hombres tibios quiso guardar a Dostoiewski para que se viese qué masa titánica de placer y de tormento cabe todavía en nuestro mundo, y él mismo parece adivinar oscuramente que penden sobre su cabeza los decretos de una ineluctable voluntad. Ni una sola vez se defiende de su destino, ni una sola vez levanta el puño. El cuerpo llegado se revuelve en sacudidas de convulsión; en sus cartas brotan a veces, como si fuesen vómitos de sangre, gritos de angustia; pero el espíritu y la fe ahogan la rebeldía. La conciencia mística de Dostoiewski presiente la santidad de la mano que le azota, el sentido trágicamente fecundo de su destino. Y su dolor se torna en amor de sus dolores, y de la brasa encendida y consciente de su tormento salen las llamas que iluminan su época, su mundo.

Tres veces le levanta la vida en triunfo, y las tres para derrocarle nuevamente con mayor furia. El Destino le brinda en edad temprana las mieles de la gloria: su primer libro le conquista un nombre. Pero pronto la zarpa impía se adueña de él y le precipita en las simas de un anónimo tenebroso: es el presidio, la Catorga, son las estepas de Siberia. Otra vez sale a flote, y fuerte y animoso como nunca: sus Memorias de la Casa de los Muertos agitan a Rusia entera en loco frenesí. El propio zar baña el libro con sus lágrimas; la juventud rusa se inflama de entusiasmo por su autor. Dostoiewski funda una revista; su voz resuena por todos los ámbitos del pueblo; nacen las primeras novelas. Es entonces cuando estalla la tormenta en que su vida material se hunde; las deudas y privaciones le arrojan de la patria; la enfermedad muerde en su carne, y el poeta anda errabundo como un nómada por toda Europa, olvidado de su país. Y por tercera vez, tras años indecibles de trabajos y de angustias, emerge de las aguas grises de una miseria sin nombre: su discurso a la memoria de Puschkin le conquista el primer lugar entre los poetas de su nación, y la patria le erige en profeta. Su gloria, ahora, es inextinguible. Mas, precisamente en este instante la mano de hierro inexorable aplasta su vida; el entusiasmo frenético de un pueblo en masa se estrella, impotente contra un ataúd. Ya su destino no le necesita; la voluntad sabiamente cruel que lo trazó ha conseguido lo que anhelaba: la vida de este hombre ha dado el supremo rendimiento de fruto espiritual; ya puede arrojar como un despojo la cáscara de su cuerpo.

Esta sabia crueldad hace de la vida de Dostoiewski una obra de arte; de su biografía, una tragedia. Y con simbolismo maravilloso, su obra artística reviste las formas del destino de su creador. Hay entre una y otro misteriosas identidades, entronques místicos, espejismos maravillosos, imposibles de explicar y esclarecer. Ya el mismo nacimiento–– del novelista encierra un símbolo: Fedor Mihailovitsch Dostoiewski viene al mundo en un asilo. La vida le señala, así, desde el primer instante, el puesto asignado a su existencia: siempre al margen, en el desprecio, junto a las heces de la vida, y, sin embargo, en el centro del destino humano, cerca del sufrimiento, el dolor y la muerte.

Jamás, ni en la última hora de sus días que acabaron en un barrio obrero, en un sórdido interior de un cuarto piso––, había de romper este asedio; los cincuenta y seis años terribles de su vida discurren en un asilo de miseria, pobreza, enfermedades y privaciones.

Su padre, médico militar, como el de Schiller, era de origen noble; su madre tenía sangre aldeana; y así se enlazan en su existencia y la fecundan las dos raíces del pueblo ruso, y una educación severamente religiosa cambia prematuramente en éxtasis su sensualidad. Dostoiewski pasa dos primeros años de su vida en aquel asilo de Moscú, compartiendo con su hermano un estrecho refugio. Los primeros años, que no nos atrevemos a llamar su infancia, pues este concepto ha desaparecido de su vida, no sabemos cómo, sin dejar huella. Jamás habla de su niñez el novelista, y los silencios de Dostoiewski era siempre vergüenza o repugnancia orgullosa de suscitar la compasión ajena. Estos años, que en otros poetas llenan imágenes coloridas y rientes, recuerdos tiernos y dulces nostalgias, son en 'su biografía un vacío gris. Y, sin embargo, creemos descubrir la luz de aquellos años, y a él en ellos, si miramos al fondo de los ojos ardientes de las figuras de niño que en sus libros creó. Su niñez sería de seguro como la de Kolia, precoz, imaginativa hasta la alucinación, subyugada por aquella llama insegura y temblorosa de llegar a ser algo grande, por aquel fanatismo potente y pueril de desprenderse de sí mismo y “padecer por la Humanidad”. Como la de la pequeña Netoscha Neswanowa, cáliz colmado de amor en que se mezcla el miedo histérico de traicionarlo. O como aquel trágico Iliotschka, el hijo del capitán alcohólico, lleno de vergüenza ante la miseria de su casa y la angustia de sus privaciones, pero dispuesto siempre a defender a su padre heroicamente delante del mundo.

Al asomarse a la vida, ya adolescente, saliendo de este mundo sombrío, su niñez se ha disipado. Dostoiewski se interna en el variado y peligroso mundo de los libros ––este eterno refugio de todos los descontentos, asilo de todos los desdeñados––. Lee incesantemente, con sus hermanos, día y noche ––ya entonces era el insaciable en quien toda inclinación se exaltaba a extremos de vicio––, y este mundo fantástico de los libros le aleja más todavía de la realidad. Lleno del entusiasmo más apasionado por la Humanidad, es, sin embargo, huraño y retraído hasta traspasar los linderos de lo patológico, brasa y hielo a la vez, fanático de la soledad más peligrosa. Su pasión camina a ciegas, anda a tientas, se revuelve a uno y otro lado; recorre, en estos “años subterráneos”, todos los caminos del libertinaje, pero solitario siempre y poniendo su asco en todos los placeres, su sentimiento de culpa en todos los goces, siempre mordiéndose los labios. Por salir de su penuria económica y poder disponer de un par de rublos, abraza la carrera de las armas; tampoco en la milicia encuentra un amigo. Siguen un par de años sórdidos de juventud. Como los héroes de todos sus libros, vive, metido en un rincón, una existencia troglodítica, soñando, cavilando, prisionero de todos los vicios misteriosos de la razón y de los sentidos. Su ambición no conoce todavía sus derroteros; el pota está atento a sus propios latidos e incuba sus fuerzas. Y las siente, con terror y con voluptuosidad, fermentar dentro de sí, en lo hondo; las ama y las teme, y no osa moverse para no dañar a esta oscura gestación. Dos años dura, tenebroso y disforme, este estado larval de soledad y de silencio, hasta que el poeta cae presa de la hipocondría de una angustia mística de morir, de un terror que a veces es del mundo y a veces de sí mismo, de un pavor espantoso y elemental ante el caos incubado en su propio pecho. Por las noches, para remediar un poco el desequilibrio de su presupuesto ––pues el dinero se le iba de las manos, dato muy elocuente, por caminos opuestos, en francachelas y en limosnas–– se dedica a traducir la Eugenia Grandet de Balzac y el Don Carlos de Shiller.

Los vapores confusos de este período, entretanto, se van apelotonando lentamente, hasta definirse en formas propias y al fin este estado nebuloso y como de sueño, este estado de éxtasis y de angustia da el fruto de su primera obra poética, que es la novela titulada Gente Pobre.

En el año 1844, a los veinticuatro de su vida, escribe Dostoiewski, este estudio humano, que es ya el de un maestro, él, el solitario; y lo escribe “en el fuego de la pasión casi con lagrimas”. Lo engendra su más terrible humillación: la pobreza, y lo apadrina su fuerza más hermosa: el amor del sufrimiento, la compasión infinita. Contempla con desconfianza las páginas escritas. Presiente que en ellas se guarda el enigma de su destino, y a duras penas decídese a entregar el manuscrito al poeta Nekrasov, para que lo examine. Pasan dos días sin la menor respuesta. Solo y caviloso, Dostoiewski, se encierra por la noche en su cuarto y trabaja hasta que la lámpara humosa, se extingue. De pronto, por la mañana, sobre las cuatro, alguien tira violentamente de la campanilla, y Nekrasov se abalanza en los brazos de su amigo, que le abre aterrado; lo estrecha contra su pecho, le cubre de besos, le ensordece con exclamaciones de alegría. Nekrasov había leído el manuscrito con un amigo, juntos se pasaron la noche en claro, riendo y llorando con la novela, y, al acabarla, los dos sintieron la invencible necesidad de ir desde allí a abrazar a su autor. Esta campana que le arranca al silencio de la noche y le llama a la fama es el primer segundo en la vida de Dostoiewski. Hasta bien entrada la mañana, los amigos no se separan, comunicándose en cálidas palabras la alegría y el entusiasmo. Nekrasov vuela a ver a Bielinski, el crítico todo poderoso: “¡Ya tenemos un nuevo Gogol!”, grita apenas cruza el umbral, sin poder contenerse, tremolando el manuscrito como una bandera. “Para vosotros, los Gogol brotan como las setas”, murmura el crítico, desconfiado, sin poder comprender tanto entusiasmo. Pero cuando al día siguiente le visita Dostoiewski, es otro.

“¿Sabe usted mismo la maravilla que ha escrito aquí?”, le dice, conmovido. Y el terror se apodera de Dostoiewski, un dulce terror ante esta nueva fama súbita . Baja las escaleras como un sonámbulo, y al llegar a la esquina tiene que detenerse sobre sus piernas trémulas. Siente por primera vez en su vida, sin atreverse aún a creerlo, que aquellas fuerzas oscuras y peligrosas que empujaban a su corazón son fuerzas potentes, son acaso la “grandeza” con que soñó confusamente su infancia, la inmortalidad, el padecer por el mundo. Por su pecho cruzan, vacilantes y confusas, la exaltación y la contrición, la humildad y el orgullo, y no sabe qué voz ha de escuchar. Va como un borracho, tambaleándose por las calles, y en sus lágrimas se mezclaron la dicha y el dolor.

Así es de melodramática la revelación de Dostoiewski como poeta. La forma de su vida empieza ya a ser misterioso trasunto de la de su obra. En una y otra tienen los rudos episodios algo del romanticismo banal de una novela de folletín; los golpes del Destino, algo de primitivo y de pueril, y sólo la grandeza y la verdad interiores les infunden el soplo de lo sublime. En la vida de Dostoiewski, lo que empieza siendo melodrama acaba siempre en terrible tragedia. Una tensión extrema lo domina todo; las decisiones se concentran en pocos segundos, sin transición, y diez o veinte de estos segundos de éxtasis o de hecatombe fijan la suerte de toda su existencia. Ataques epilépticos de vida podríamos llamarlos: un segundo de arrobamiento, y la vida se hunde, impotente. Detrás de cada éxtasis acecha el ocaso gris del sentimiento adormecido, y en los largos días de nublado que siguen se van incubando traidoramente el nuevo rayo homicida. Cada ascensión se paga con una caída; cada segundo de gracia, con largas horas sombrías de agobio y desesperación. La fama, este círculo de luz y de fuego con que Bielinski, le ciñe la frente en un instante, es ya el primer eslabón de los grilletes que van a encadenarle por toda la vida a la anilla inhumana del trabajo. Noches blancas, en su primer libro, es también el último que le será dado crear como hombre libre, sin otro móvil, que el goce puro que la creación. Aquí acaba el crear: en adelante será comprar, devolver, pagar, pues no comenzará una sola obra sobre la que no pese ya la sombra de un anticipo desde las primeras líneas que escriba en ella; sus criaturas nacerán ya desde el ceno paterno marcadas con el hierro de la esclavitud mercantil. El poeta queda amarrado para siempre al baño de la literatura; y toda la vida clamará con gritos angustiosos por su libertad hasta que la muerte venga a ser su liberadora. Mas el novicio no presiente aún, en la embriaguez de los primeros goces, los tormentos que le esperan. Dar remate rápidamente a un par de novelas cortas, y ya proyecta un nuevo libro.

Sin embargo, el Destino levanta su dedo monitorio. Su demonio familiar, vigilante, alerta, no quiere que la vida le sea demasiado fácil. Y para que pueda penetrar en sus senos más hondos, Dios, que le ama, le envía su prueba.

Vuelve a sonar la campanilla en la noche. Dostoiewski abre, otra vez sorprendido; pero esta vez no es la llamada de la vida, la amistad gozosa, el mensaje de la fama: es la voz de la Muerte. Cosacos y oficiales irrumpen en su cuarto; su ocupante, que no a salido del asombro, es tomado preso; sus papeles, secuestrados. Cuatro meses languidece en una celda de la fortaleza de Pedro y Pablo, sin sospechar siquiera el crimen de que se le acusa: todo su delito es haber intervenido en las discusiones de unos cuantos jóvenes exaltados, a que el énfasis dio el nombre de “conspiración de Petrachevsky”. Su prisión obedece, indudablemente a un error. Mas sobre el preso, esperanzado con su inminente liberación, cae de pronto, como un rayo, la sentencia que le condena a la pena última: a morir bajo la pólvora y el plomo.

Y otra vez su destino se condensa en un segundo, en el más apretado y más rico de su existencia, un segundo infinito en que la muerte y la vida se dan los labios en ardiente beso. Bajo el gris del alba le sacan de la celda con nueve condenados en la misma pena; ya le han vestido con la mortaja de la muerte, ya le han atado a la estaca y vendado los ojos. Ya han escuchado la lectura de la sentencia, y oye cómo redoblan los tambores...; todo su destino se apelotona y se estruja en un puñado de esperanza; su desesperación infinita y su infinita ansia de vivir se condensan en una sola molécula de tiempo. Y de pronto, el oficial levanta la mano, agita y un pañuelo blanco, y lee el indulto, que conmuta la pena de muerte por presidio siberiano.

De su prematura fama juvenil se precipita ahora a una sima sin nombre. Durante cuatro años, todo su horizonte estará cercado por mil quinientos postes de madera, y en ellos cuenta el preso, día tras día, con muecas y con lágrimas, los trescientos sesenta y cinco días del año, hasta cuatro años. Tiene por compañeros de vida a criminales, ladrones y asesinos; por trabajo diario, partir alabastro, transportar tejas, palear nieve. La Biblia es el único libro que se le tolera, y sus solos amigos, un perro sarnoso y un águila aliquebrada.

Cuatro años le tienen sepultado en la “Casa de los Muertos”, en este infierno, una sombra entre sombras, anónimo y olvidado. Y cuando le quitan los grilletes de los pies llagados y deja a sus espaldas los postes de la prisión, sus muros oscuros y podridos, es ya otro: su salud está arruinada; su existencia, aniquilada; su fama, hundida. Sólo su goce de vivir permanece intacto e intangible, y de la cera derretida de su cuerpo caduco se alza, más inflamada y brillante que nunca, la llama ardiente del éxtasis. Dos años más ha de seguir en Siberia sin goce completo de su libertad, sin poder publicar una línea. Y allí en el destierro, en las horas más amargas de soledad y desesperación, es donde contrae aquel matrimonio misterioso con su primera mujer, una mujer rara y enferma que le retribuye de mala gana su compasivo amor. Alguna tragedia oscura de sacrificio se recata para siempre a la curiosidad y al respeto de los hombres en esta decisión, y sólo por algunas alusiones que al novelista se le escapan en sus Humillados y Ofendidos podemos entrever el heroísmo de aquel extravagante sacrificio.

Cuando regresa a San Petersburgo, todo el mundo le ha olvidado. Sus protectores literarios le han abandonado, sus amigos han desertado de él. No importa. El poeta lucha, animoso y lleno de fuerzas, contra la ola del infortunio, hasta salir de nuevo a la luz. Sus Memorias de la casa de los Muertos, pintura imperecedera del presidio, arrancan a Rusia del letargo de la indiferencia contemplativa. La nación entera ve con espanto que debajo de la superficie serena del mundo aparente, tocando con su aliento, hay otro mundo que es un purgatorio de suplicios. Y la llamarada de la acusación sube hasta el Kremlin; el zar solloza sobre el libro, y miles de labios pronuncian el nombre de Dostoiewski. Un año le basta para rehacer su fama, mas alta ahora y más fuerte que nunca. El resucitado funda, en unión con su hermano, una revista que casi llena él solo, y bajo el poeta se revela el predicador, el profeta, el praeceptor Rusiae. Resuena ruidoso, el eco de su voz; la revista corre por todas las manos; sale a la luz una nueva novela; la gloria le tienta, pérfida, con miradas sostenidas y brillantes. Parece asegurado para siempre el destino del novelista.

Pero la sombría voluntad que gobierna su vida no quiere que aún sea llegada la hora de la dicha suprema. Falta todavía a su existencia un suplicio terreno: el del destierro y la angustia devorante y cruel de las necesidades de cada día. En Siberia y en la Catorga vivía aún la patria, aunque deformada, caricaturizada con los rasgos más espantosos.

Había llegado la hora de que el poeta conociese la nostalgia ancestral del nómada lejos de su cabaña, el amor avasallante y elemental al pueblo donde se nace. Todavía ha de descender, y más bajo que nunca, a la sima del anónimo, a la tiniebla, antes de que pueda ser el poeta y el heraldo de su país. Su vida se convulsiona bajo un nuevo rayo y conoce un nuevo segundo de aniquilación. La revista es suprimida por la autoridad. Otro error, y tan homicida como el primero. Desde este momento, de tormenta en tormenta, el terror va invadiendo la vida de Dostoiewski. Muere su mujer, y poco después muere su hermano, que no era sólo un hermano, sino su mejor amigo y colaborador. Sobre sus hombros vienen a cargar con peso de plomo las deudas de dos familias, y su espinazo se dobla bajo el agobio. Todavía se defiende desesperadamente; trabaja con furia febril los días y las noches; escribe, redacta y él mismo compone e imprime lo escrito, sólo para ahorrar, para salvar su honor, su existencia. Pero el Destino es más fuerte que él. Y una noche, el poeta pasa la frontera como un criminal, huido de sus acreedores.

Así comienza aquel peregrinar sin fin de largos años a través del destierro de Europa, aquella espantosa mutilación de Rusia, torrente de la sangre de su vida, más angustiosa y dura para el alma de este hombre que los postes de la Catorga. Es terrible pensar cómo el más grande de los poetas rusos, el genio de su generación, el mensajero de un mundo de lo infinito, andaría errante durante estos años, sin hogar, lleno de miseria, de país en país.

A duras penas encuentra techo en algún cuartucho mezquino, oprimente, donde sólo se respira el vaho de la pobreza; el demonio epiléptico se clava en sus nervios; las deudas, los pagarés, los compromisos, le azotan sin tregua de uno en otro trabajador; la timidez y la vergüenza le acosan de una en otra ciudad. Y si un relámpago de dicha brilla acaso en su vida, el Destino le envuelve enseguida en nubes más sombrías y más espesas. Hace su segunda mujer a la muchacha que le sirve de secretaria, y el primer hijo que tiene de ella se lo arrebatan, a los pocos días de nacer, la miseria y la inanición del destierro. Si Siberia fue el purgatorio, la antesala de sus tormentos, Francia, Alemania, Italia, fueron, de seguro, el infierno. Apenas se atreve uno a representarse esta existencia trágica. Siempre que paseo por las calles de Dresde y paso por delante de alguna casucha sucia y mísera, pienso que acaso vivió él allí, en uno de aquellos cuartos abuhardillados y estrechos, mezclado con vendedores ambulantes y jornaleros, solo, infinitamente solo entre este mundo activo ajeno al suyo. Nadie, durante estos años, le conoció. A una hora de allí, en Naumburgo, está Federico Nietzsche, el único capaz de comprenderle; Ricardo Wagner, Hebbel, Flaubert, Godofredo Keller, que son sus contemporáneos, no tienen noción de su existencia, ni él de las suyas. Hay que imaginárselo, hirsuto como una bestia acosada, saliendo a la calle de la madriguera en que trabaja, con su traje mísero, recorriendo siempre el mismo camino, en Dresde, en Ginebra, en París: a leer los periódicos rusos en algún café o en algún club. Todo lo que ansía es ver el reflejo de Rusia, de la patria; le basta con contemplar las letras de su alfabeto, con sentir el aliento fugaz de su palabra.

Alguna vez, entra a sentarse en un Museo, pero no por amor del Arte ––en Dostoiewski nada vence al bárbaro bizantino, al iconoclasta––, sino para calentarse. Nada sabe de los hombres que le rodean; sólo que los odia porque no son rusos: en Alemania odia a los alemanes; en Francia, a los franceses. Su corazón vive alerta al palpitar de Rusia: es su cuerpo el que vegeta indiferente en este mundo hostil. Ninguno de los poetas alemanes, franceses e italianos nos dice haberle encontrado, hablado con él. Sólo le conocen en el banco, donde se presenta, un día y otro día, este hombre pálido, se acerca a la ventanilla, y con voz balbuciente de emoción pregunta si ha llegado ya de Rusia el giro que espera, aquellos cien rublos que suplicó cien veces, hincado de rodillas, con palabras de humillación, de gentes viles e indiferentes. Y los empleados acaban por reírse del pobre diablo y su eterna espera. También en la casa de empeños le conocen, pues también allí es huésped habitual; todo lo ha empeñado, una vez, hasta su última prenda de vestir, para mandar un telegrama a San Petersburgo, uno de aquellos gritos de angustia, escalofriantes, que llenan sus cartas y se nos clavan en la médula. Se le encoge a uno el corazón leyendo las cartas de este coloso, humillantes y serviles como gemidos de perro hambriento, en que para suplicar diez rublos invoca cinco veces el nombre del Salvador; estas cartas espantosas que jadean, lloran y aúllan por un mísero puñado de dinero. El poeta se pasa las noches en claro, trabajando y escribiendo; y mientras en el cuarto de al lado gime su mujer con los dolores del parto; mientras el ataque epiléptico extiende la zarpa para estrujarle; mientras la casera amenaza con la policía para cobrar los alquileres y la portera gruñe porque no le pagan, escribe Crimen y castigo, El idiota, Los endemoniados, El jugador, estas obras monumentales del siglo XIX, formas universales que han modelado el inundo de nuestra alma. El trabajo es su suplicio y es su salvación.

Por él vive en Rusia, en su patria. El descanso, en Europa, en la Catorga, es para él la muerte. Para librarse de ella, se hunde en sus obras, con frenesí cada día mayor. Sus creaciones son el elixir que le embriaga, el acorde que hace vibrar en sus nervios atormentados el supremo goce. Y entretanto, como antaño en los postes del presidio, va contando ansiosamente los días que pasan. En sus labios, en su miseria, sólo hay un clamor eterno: ¡repatriarse, aunque sea para volver a su Rusia como un mendigo, pero repatriarse! ¡Rusia, Rusia, Rusia! Mas aun es pronto, aun tiene que seguir hundido en el anonimato algún tiempo para que su obra triunfe, mártir resignado y solitario sin queja ni grito. Aun tiene que seguir algún tiempo, ignorado, en la crisálida de la vida, antes de poder ascender a la gloria inmarcesible de la eterna fama. Su cuerpo está minado por las privaciones; los golpes de maza de la enfermedad son cada vez más aplastantes sobre su cerebro; días enteros yace sumido en la inconsciencia, en la noche de los sentidos, para arrastrarse hasta la mesa de trabajo, tambaleante, en cuanto siente renacer las primeras fuerzas. Dostoiewski tiene cincuenta años, pero ha vivido siglos de tormento.

Por fin, en el instante supremo y más angustioso, la voz de su destino grita: “¡Basta!” Dios vuelve su faz a Job: a los cincuenta y dos años, Dostoiewski puede retomar a Rusia.

Sus libros le han abierto el camino. Turgueniev, Tolstoi, quedan rezagados. Su pueblo sólo tiene ojos para él. El Diario de un escritor le eleva a heraldo de este pueblo. Y reuniendo sus últimas fuerzas y su supremo arte, el poeta acaba su testamento al porvenir de la nación rusa, que son Los hermanos Karamazov. El Destino le devela ahora para siempre el destino de la vida, y ofrenda al que tanto sufrió, y supo ser fuerte en el sufrimiento, un segundo de dicha infinita. Dostoiewski comprende que la simiente de sus días de pasión empieza a dar cosecha interminable: El triunfo se aprieta en un instante fugaz, como antes el suplicio, y su Dios le envía un rayo. Mas esta vez no es el rayo que derriba; es la chispa que arrebata a los profetas, sobre un corcel de fuego, a la eternidad.

Los grandes poetas de Rusia se congregan para celebrar el centenario de Puschkin.

Turgueniev, el occidental, el que toda una vida le usurpó la fama, habla el primero, entre el aplauso tibio de sus amigos. Al día siguiente, habla Dostoiewski; se apodera de la palabra con demoníaca embriaguez y la esgrime como un rayo. En su voz, insinuante y cálida, estallan de pronto, como una tormenta, palabras de éxtasis y de arrebato, para anunciar la misión sagrada de la reconciliación de todos con todos en la Gran Rusia.

Cuantos le escuchan, caen de hinojos, como segados. La sala retiembla con explosiones de entusiasmo; las mujeres le besan las manos; un estudiante se desploma a los pies del poeta, desvanecido. Los demás oradores renuncian a hablar. La exaltación raya en lo infinito, y sobre la frente coronada de espinas refulge el fuego de la gloria.

Era lo que faltaba a su destino: encerrar en un minuto en ascuas la culminación de la carrera de este hombre, con resplandor que revelase al mundo entero la llamarada de su triunfo. Ya estaba salvado el fruto puro, ¿para qué conservar la áspera corteza de su cuerpo? Dostoiewski muere el 10 de febrero de 1881. Una sacudida de escalofrío atraviesa Rusia de punta a punta. Es un instante de duelo indecible. Mas luego el dolor contenido estalla; de las ciudades más lejanas se ponen en camino, al mismo tiempo, sin que nadie las organice, diputaciones que vienen a rendir al muerto los últimos honores.

De todos los rincones de la ciudad inmensa se desborda ahora ––¡demasiado tarde! ¡demasiado tarde!–– el entusiasmo frenético de la multitud; todos quieren ver muerto a quien olvidaron en vida. La calle que guarda su cuerpo está negra de la muchedumbre que se atropella, y una masa sombría de gente que guarda un silencio entremetido pugna en las escaleras de la casa obrera en que murió el poeta e invade las estrechas habitaciones, hasta tocar el ataúd. En un par de horas, desaparecen las flores que cubrían su cuerpo, arrebatadas como preciosas reliquias. Y tan irrespirable se hace el aire de la angosta cámara mortuoria, que los cirios se apagan por falta de oxígeno. Cada vez es mayor la muchedumbre que afluye y refluye, como el oleaje, a los pies del muerto. El ataúd vacila, y la viuda, los niños aterrados, tienen que sujetarlo para que no caiga.

Corren rumores de que los estudiantes van a llevar los grilletes del presidiario detrás de la caja, y la policía quiere prohibir la manifestación pública del entierro. Mas no se atreve a hacerlo, comprendiendo que sólo la fuerza de las armas sería capaz de contener el entusiasmo de la multitud. Y en su cortejo fúnebre se cumple, inesperadamente, y por un instante, el sueño sagrado de Dostoiewski: la unión de Rusia. Detrás de aquel ataúd, los cientos de miles son uno en su dolor, como en su obra se hermanan por el sentimiento todas las clases y todas las categorías del pueblo ruso; príncipes mozos, popes cubiertos de pompa, trabajadores, estudiantes, oficiales, lacayos y mendigos, bajo un bosque tremolante de estandartes y banderas: todos claman con un solo clamor por el muerto atesorado. La iglesia en que se celebran su exequias es un jardín florido, y delante de su tumba abierta todos los partidos se unen en un juramento unánime de amor y admiración.

Así, con su último latido, el poeta extiende sobre su pueblo un instante de reconciliación y contiene por última vez, por fuerza demoníaca, las disensiones rabiosas de su época.

Detrás del cortejo, como una grandiosa salva por el muerto, estalla la mina espantosa: la revolución. Tres semanas más tarde, el zar cae asesinado; suena el trueno de la revuelta, y los rayos de la represión arrastran el país: Dostoiewski muere, como Beethoven, bajo la tempestad, en el tumulto sagrado de los elementos.

 

EL SENTIDO DE SU DESTINO

He llegado a ser maestro en soportar placer y dolor, y el sobrellevar el placer es mi gozo mayor GODOFREDO KELLER.

 

Entre Dostoiewski y su destino se libra un combate sin tregua, una especie de amorosa hostilidad. Todos los conflictos lo aguzan dolorosamente, todos los contrastes aumentan su dolorosa tensión hasta el desgarramiento. La vida le hace sufrir porque le ama, y él la ama porque le aprieta hasta ahogarle, pues este hombre, en quien reside la mayor de las sabidurías, sabe que en el dolor se guardan las más grandes posibilidades del sentimiento.

Su estrella jamás le deja libre, jamás afloja las riendas de su sujeción; quiere que este creyente sea el eterno testigo de sangre de su esplendor y su omnipotencia. Pugna con él, nuevo Jacob, en la noche infinita de su vida, hasta la primera claridad del alba de la muerte, y la mano que le estrangula no se retira en tanto que el atormentado no bendice para siempre a su atormentador. Dostoiewski, el “siervo de Dios”, comprende la grandeza de este mensaje, y encuentra su dicha suprema en ser eterno juguete de los poderes infinitos. Y besa su cruz con labios febriles: “No hay sentimiento de que más necesite el hombre que el de poder humillarse ante el infinito”. De hinojos bajo el agobio de su destino, alza, piadoso, las manos y proclama la grandeza sagrada de la vida.

Desde el Evangelio, no vive mayor develador de todos los dolores, más potente maestro y subvertidor de los valores establecidos, que este poeta, rendido a la servidumbre de su estrella por conciencia y por humillación. Es poderoso y fuerte por que le han hecho así el poder y la fuerza de su destino, y son los martillazos que éste descarga sobre el yunque de su existencia no se hubiesen forjado las energías de su alma. Y cuanto más su cuerpo se hunde, más alta se eleva su fe; cuanto más sufre como hombre, más alaba como santo el sentido y la necesidad de su dolor universal. El amor fati, ese amor arrebatado del Destino que ensalza Nietsche como la ley más fecunda de cuanto vive, le hace adorar en lo que le azota la plenitud; en lo que le tienta, la salvación. Como en Balaam, las maldiciones se convierten para el elegido en bendiciones, y lo que parece que debía humillarle le glorifica. En Siberia, con los grilletes en las manos, compone un himno al zar que condeno a muerte a su inocencia, y besa una y otra vez la mano que le flagela, con humillación que uno no alcanza a comprender. Levantándose como Lázaro, todavía 'pálido, de su tumba, está siempre dispuesto a proclamar la belleza de la vida, y se incorpora de su agonía diaria, de sus espasmos y convulsiones epilépticas, con la espuma en la boca todavía, para alabar a Dios que le envía esas pruebas. El dolor engendra en su alma ávida nuevo amor, amor de sus mismos dolores, y una sed insaciable, devoradora, flagelante de meras coronas de martirio. Y si el Destino le azota con dureza, cae a tierra bañado en su sangre clamando por golpes más duros. Recogiendo amoroso los rayos que fulguran sobre su cabeza, convierte la chispa que había de carbonizarle en fuego del alma y éxtasis creador.

Contra este poder demoníaco de metamorfosis que así cambia el dolor en gozo, nada pueden los golpes del Destino. Lo que parece castigo y prueba es, para este sabio fuerza y ayuda, y lo que rinde a otros hombres hace erguirse al poeta. Sus energías se aceran en los golpes que a un débil aniquilarían. El siglo, que gusta de jugar con alegorías, nos aporta una prueba de los opuestos que pueden ser los efectos de experiencias iguales en hombres de distintos temple. Fijémonos en Oscar Wilde, poeta de nuestro mundo, tocado por el mismo rayo del infortunio que Dostoiewski. Los dos son escritores de renombre, los dos nobles de sangre, y los dos se hunden, en un día, desde el plano de su vida burguesa, en la sima de un presidio. Mas ¡cuán distintos los resultados! Oscar Wilde sale de la prueba pulverizado, con un mortero; Dostoiewski, moldeado a fuego, como el bronce del crisol. Oscar Wilde, en quien no ha muerto la preocupación social, el instinto del hombre de sociedad, atento sólo a lo externo, se siente infamado por el hierro del poder civil, y la más espantosa humillación porque podía pasar su persona en este baño inmundo de Reading Gol, en que su cuerpo delicado y noble tiene que sumergirse en el agua donde han dejado sus miserias otros diez presos. En él habla una clase privilegiada, la cultura del gentleman, y tiembla de espanto ante el trance de mezclarse con el vulgo impuro. Dostoiewski es el hombre nuevo que está por encima de todas las clases: su alma encendida y sedienta de su Destino anhela en contacto y unión que el otro aborrece, y el baño sucio de la prisión es para él el purgatorio de su orgullo. Y la ayuda humilde que le es dado prestar a un mísero tártaro tiene para su espíritu toda la emoción estética que guarda el misterio cristiano del lavatorio. En Oscar Wilde, el lord sobrevive al hombre, y el aristócrata pena entre los presidiarios del temor de que le traten como a un igual; Dostoiewski pena de que el ladrón y el asesino no se sientan hermanos suyos, pues para él toda distancia entre las almas, todo lo que no sea hermanamiento, significa mácula, impotencia de humanidad. Como el carbón y el diamante, hechos de un mismo elemento, así es el destino de estos dos poetas, el mismo, y, sin embargo, tan desigual. La carrera de Wilde queda truncada, al reintegrarse del presidio a la sociedad, en el momento en que empieza la de Dostoiewski; el mismo fuego que reduce al inglés a escoria forja la reluciente rudeza del ruso. Wilde es flagelado como un siervo rebelde por su señor; Dostoiewski triunfa de su destino por amor de él.

Y tal metamorfoseador de sus tormentos era Dostoiewski, también sabía trastrocar el sentido profundo de todas sus humillaciones, que el Destino, para ser digno de él, hubo de extremar con él la crueldad. El poeta forja bajo los duros golpes de la existencia su firmeza más íntima y más alta; sus tormentos son ganancias para su alma; sus vicios, purificaciones; sus obstáculos impulsos. Siberia, la Catorga, la epilepsia, la miseria, la pasión del juego, la sensualidad; por una demoníaca fuerza de subversión, todas estas crisis de su vida son otras tantas fuentes que vienen a fecundar su arte, y del mismo modo que los hombres arranca sus metales mas preciosos a la entraña tenebrosa de la tierra, tocando a cada paso el peligro de la hecatombe, muy por debajo de la superficie serena por donde se pasea la vida, así el artista conquista sus verdades más ardorosas y sus supremos conocimientos en las simas más peligrosas de su naturaleza. La vida de Dostoiewski, que contemplada artísticamente es una tragedia, vista moralmente es una conquista única porque representa el triunfo del hombre sobre su estrella y nos revela cómo la magia interior del alma puede convertir a su bien los valores materiales de la vida exterior.

Nada hay que pueda compararse a ese triunfo de las fuerzas espirituales de la vida sobre un cuerpo mísero y achacoso. No olvidemos que Dostoiewski era un enfermo; que su obra eterna, forjada en bronce, salió de miembros rotos y caducos, de nervios convulsos, trémulos y excitados. En este cuerpo se alojaba, clavado a él el más terrible de los males: la epilepsia. Dostoiewski fue epiléptico durante los treinta años de su vida de artista.

Trabajando o conversando, en medio de la calle y hasta dormido, se le clavaba en la garganta la mano del “el demonio que estrangula” y le derivaba contra el suelo, la boca espumeante, con tal violencia que muchas veces se hacía sangre. Su nerviosidad le hacía presentir, ya en la infancia, en raras alucinaciones, en momentos crueles de tensión de espíritus, el relámpago del peligro; pero el rayo de “la enfermedad sagrada” fue en el presidio donde se forjó. La sobreexcitación increíble de sus nervios estalla aquí con fuerza elemental y como en todas sus desdichas, como la pobreza y la privación, esta miseria física permanece fiel al poeta hasta su muerte. Mas lo admirable es que la víctima no se resuelva nunca ni exhale la menor protesta contra el tormento. Jamás la oímos quejarse de su mal, como a Beethoven de su sordera, a Byron de su pie cojo, a Rousseau de su vejiga, ni hay el menor testimonio de que nunca se hubiese puesto seriamente en cura. Y es que ––no hay más remedio que admitir como verdadero y cierto lo que parece inverosímil–– aquel infinito amor a su estrella ––amor fati–– le hacía amar también este sufrimiento, con el amor que guardaba para todos sus vicios y todas sus asechanzas. La pasión inquisitiva del poeta domeña los padecimientos del hombre: Dostoiewski, auscultándolo, se hace dueño de su dolor. El peligro extremo de su vida, la epilepsia, se convierte en uno de los misterios supremos de su arte. De estos momentos maravillosos de presentimiento balbuciente en que se concentra el éxtasis del yo, extrae el poeta una belleza misteriosa, jamás conocida. Abreviada en la más terrible de las cifras, el epiléptico vive la muerte en medio de la vida, y, en ese segundo que precede a la muerte cifrada de cada ataque, gusta la esencia más fuerte y embriagadora del ser: la emoción patológicamente exaltada de “sentirse a él en sí mismo”. Y el Destino le convida una vez y otra a revivir en su sangre, como símbolo mágico, su momento de vida más henchido, el minuto de la plaza Semenowski, para que nunca olvide la sensación pavorosa del contraste entre el Todo y la Nada. Las sombras estrangulan la mirada; el torrente del alma, río salido del cause, se estrella contra el cuerpo; ya se eleva con las alas trémulas y tensas, hacia Dios; ya entrevé la luz ultraterrena derramarse sobre las vibraciones descarnadas, rayo de luz y gracia del más allá; ya la tierra desaparece bajo sus pies; ya suena la música de las esferas... y de pronto, el trueno del despertar le devuelve, roto, a la vida mísera de todos los días. La voz de Dostoiewski tiene un trémolo de pasión siempre que describe y evoca este minuto, esta sensación de dicha que es como un sueño y que su increíble agudeza de observación anima, y lo que fue instante pavoroso se torna en himno: “Ningún hombre sano puede siquiera sospechar ––dice, en su entusiasmo–– el sentimiento de felicidad que invade al epiléptico un segundo antes del ataque Mahoma cuenta en el Corán que se vio en el Paraíso sólo un instante, el tiempo que un cántaro tarda en caer y en derramarse el agua, y todos los tontos listos, al leer esto, le motejan de farsante y mentiroso. Pero no, Mahoma no mentía. Yo puedo aseguraros que estuvo de verdad en el Paraíso durante uno de sus ataques epilépticos, enfermedad que, como yo, sufría. No sé si este segundo de delicias dura horas, pero podéis creerme que no lo cambiaría por todas las satisfacciones de la Tierra”.

En este segundo abrasador la mirada de Dostoiewski se remonta sobre todo lo que es detalle y dispersión, y vuela al infinito y lo abraza en un ardoroso sentimiento de humanidad. Mas el poeta no nos dice el castigo cruel, con que se paga cada uno de estos vuelos convulsos que le acercan a Dios. Una horrible hecatombe hace saltar en añicos cada uno de estos sutiles minutos de cristal, y el poeta se estrella, cual nuevo Ícaro, con el cuerpo roto y los sentidos embotados, contra la noche terrenal. El sentimiento, segado todavía por la infinita luz, va encontrándose a tientas en la cárcel sombría del cuerpo, y los sentidos ––estos mismos sentidos que, un instante antes, tocaban en su sagrado vuelo la faz de Dios–– se arrastran como gusanillos por el suelo del ser. Dostoiewski queda, al salir de sus ataques en esa postración crepuscular, de idiotizado, que el mismo retrata, en todo su horror y con crudeza flagelativa, en uno de sus personajes: el príncipe Mischkin.

Su cuerpo baldado no puede abandonar la cama; la lengua no obedece la voz ni la mano a pluma, y el enfermo, hosco y humillado, rehúsa todo comercio. La claridad diáfana del cerebro que, un momento antes, abarcaba miles de detalles en síntesis armónica, se pierde en la espesa penumbra, y la memoria no recuerda las cosas más cercanas: el hilo vital que enlazaba su espíritu al Universo, yace por tierra, roto. Al salir de un ataque que le sorprende poniendo en limpio Los endemoniados, advierte con terror que a perdido la conciencia de todos los sucesos, hijos de su propia fantasía, y ni el nombre del protagonista acierta a recordar. Fatigosamente, va haciendo revivir en sí la trama; su voluntad acuciante atiza de nuevo el fuego de las visiones desvanecidas, hasta que recobra su antiguo vigor... y un nuevo ataque le precipita al fondo de la sima. Y así, con en el terror de caída en la médula y en los labios el amargo regusto de la muerte, acuciado por la miseria y la privación, nacen sus últimas y más formidables novelas. Caminando como un sonámbulo sobre los abismos de la muerte y la locura, crea sus obras más sublimes; el eterno resucitado saca de este incesante morir aquella fuerza demoníaca con que se aferra ávidamente a la vida y la estruja para arrancarle su rendimiento máximo de poder y pasión.

El genio de Dostoiewski ––ya Merechkowski ha estudiado brillantemente esta antítesis–– debe tanto a esta estrella fatal, satánica, de su enfermedad, como Tolstoi a su salud. Ella es la que le exalta a sensaciones concentradas inasequibles a una sensibilidad normal; ella la que le dota de una mirada mágica para penetrar en el mundo recóndito de los sentimientos y en ese reino que se levanta entre las almas. El grandioso antagonismo de su ser; aquel velar en medio de los sueños más agitados; aquel deslizarse de su inteligencia hasta los últimos laberintos del sentimiento, le permite trazar la primera metafísica de lo patológico e iluminar lo que el escalpelo analítico de la ciencia sólo sabe disecar, imperfectamente, en el muerto, sobre el caso clínico. Dostoiewski, el único que retorna vivo y alerta de aquellos mundos, como Ulises el peregrino del seno de Plutón, nos trae la pintura más angustiante del reino de las sombras y las llamas, y atestigua con su sangre y el frío temblor de sus labios la existencia de mundos insospechados que se alzan entre la vida y la muerte. A su enfermedad debe Dostoiewski ese goce supremo del arte a que Stendhal llamó una vez “inventer des sensations inédites”, el orgullo de presentar en toda su trópica floración sensaciones que laten germinales en todos nosotros sin que el frío climático de nuestra sangre las deje expandir.

El fino oído del enfermo le permite captar las últimas palabras que se escapan al alma antes de hundirse en el delirio; la agudeza exaltada de su sensibilidad recoge y pulsa y apura las más tenues vibraciones de los sentidos, y su mística clarividencia en los segundos del presentimiento revela en él los dotes del visionario y el talento mágico de la ilación. ¡Oh maravilloso poder de metamorfosis, fecundo en todas las crisis del alma! Dostoiewski, el artista, se acuña riquezas de todas las fuerzas hostiles que le acosan, y el hombre sabe extraer también nueva grandeza de la nueva medida. El dolor y la dicha, los dos polos contrarios del sentimiento, para él sólo representan una intensidad de fase desigual, que no mide con la escala al uso en la vida de los demás, sino por el grado de ebullición de su propio frenesí. El máximo de dicha, para otros, es el goce de un paisaje, la posesión de una mujer, el sentimiento de la armonía: siempre una riqueza de sensación lograda por estados de índole terrena. En Dostoiewski, el punto de ebullición de las sensaciones toca ya a lo sobrehumano, al estertor mortal. Su dicha es espasmo, convulsión; su tormento aniquilación, colapso, hecatombe: siempre estados esenciales comprimidos como el fuego en el rayo; tan intensos, que en lo terrenal no podrán durar; tan candentes, que la mano no puede sostenerlos un segundo sin quemarse y tiene que arrojarlos como una brasa. Quien vive muriendo día tras día, entretejiendo la vida con la muerte, conoce un terror potente y elemental del que nada sabe la experiencia diaria de los demás; los cuerpos que jamás perdieron su contacto con la tierra ignoran lo que es el placer de flotar en el éter, como alma sin cuerpo. El concepto de la dicha del que vive tales momentos, equivale al éxtasis; su concepto del tormento, a la disolución en la nada.

Por eso la felicidad de los hombres en este poeta, no trasluce tampoco esa ruidosa alegría de otras vida, sino que arde y llamea como el fuego, y tiembla de lágrimas contenidas, y siente el pecho rompérsele de miedo; es un estado intolerable, insostenible, que más bien se diría de goce que de dolor. Y lo mismo sus tormentos: tienen siempre algo que ha vencido ya esa sensación vulgar de angustia confusa que pone un nudo en la garganta y oprime de agobio y de terror; es una claridad helada y casi riente, una codicia satánica de amargura que no conoce las lágrimas, una risa estertórea y seca, una risa sarcástica y demoníaca que casi semeja a una explosión de gozo triunfante. Nunca, hasta él, había sido tan desgarrada esta polarización de los sentimientos ni el mundo tan dolorosamente tenso entre estos dos nuevos polos de éxtasis y aniquilación que Dostoiewski exalta por sobre toda medida habitual de dolor y de dicha.

Dostoiewski sólo puede comprenderse situándole bajo el imperio de esta ley de polarización con que le sella el Destino. Víctima de una vida dual, este afirmador apasionado de su estrella es fanático del contraste. El fuego abrasador de su temperamento de artista no se hubiera encendido sin el roce continuo de estos contrastes, y, lejos de armonizarlos, su genio, que jamás amó la medida, rasga más aún el abismo innato entre cielo e infierno. La herida abierta no cicatriza nunca bajo la fiebre espiritual, ardiente, del crear. Dostoiewski artista es el producto más perfecto de un mundo de antagonismo, el más poderoso dualista que jamás engendró el arte y acaso la Humanidad.

Uno de sus vicios ––su pasión patológica por el juego–– simboliza en forma visible esta voluntad primigenia de su vida. Dostoiewski, que ya de muchacho era apasionado de los naipes, descubre en Europa el espejo satánico de sus nervios: el Rojo y el Negro, la ruleta, este juego pavorosamente dominador, en el dualismo elemental de sus colores. El tapete verde de Baden-Baden, la banca de Montecarlo, son los goces más intensos que le brinda Europa; mucho más intensos, para sus nervios, que la Madonna de la Sixtina, las esculturas de Miguel Angel, los paisajes del Sur, que todo el arte y toda la cultura del Universo. ¿Dónde como aquí ––negro o rojo, pares o nones, triunfo o aniquilación, ganancia o pérdida–– la tensión y la decisión se concentran en un segundo único del disco giratorio; dónde como aquí la emoción contenida salta en ese rayo a la vez doloroso y gozoso de antítesis explosiva, que como nada en el mundo es grato a su carácter? Las transiciones suaves, los matices y las transacciones, los ascensos, paso a paso, son intolerables para una impaciencia febril como la suya; lo que él quiere no es hacer dinero como un salchichero alemán, a fuerza de tacto, de cálculo, de ahorro, sino echarse en brazos del ciego acaso, entregarse al Todo en cuerpo y alma. La voluntad, delante del tapete verde, imita, con desafío consciente e inconsciente, la hechura exterior de su destino, ese cifrar las decisiones en un segundo único, ese afilar las sensaciones hasta que se le clavan en los nervios como puntas candentes: hay aquí algo de misteriosamente semejante a aquellos segundos de presentimiento y de hecatombe del rayo epiléptico, a aquel segundo imborrable de la plaza Semenowski. Aquí es él el que juega con su estrella como allí ella la que hace juguete de él: el jugador hostiga el acaso, le fuerza a artísticas tensiones, y cuando ya parece haberse adueñado de él, arroja toda su existencia, con mano temblorosa, sobre el tapete. Dostoiewski no es jugador por hambre de dinero, sino por esa sed de vida inaudita, “desvergonzada”, que tan bien conocemos de los Karamazov; por esa codicia que quiere aspirarlo todo en sus esencias más concentradas; por esa avidez patológica de vértigo y ese “frenesí de las alturas” que es también la perversión de asomarse a todos los abismos. A Dostoiewski le atraen los abismos, las simas de la vida, lo que hay de satánico en el azar; ama con fanática humillación a todas las potencias que son más fuertes que su voluntad, y se complace en conjurar sobre su cabeza, una vez y otra, con eternas añagazas, sus rayos asesinos. El juego es, para él, una provocación lanzada al Destino: en sus puestas no va sólo dinero ––y siempre lo último que le queda––; va toda su existencia; y cuanto puede salir ganando es una intensa embriaguez nerviosa, un terror mortal, una angustia pánica, un sentimiento cósmico demoníaco. Hasta el veneno del oro enciende en él nueva sed de ansia divina.

Naturalmente, esta pasión, como todas las suyas rompe en el poeta todos los diques de lo normal y traspasa los linderos del vicio. La continencia, la prudencia, la mesura, no son virtudes de este temperamento de titán. “En toda mi vida no he hecho otra cosa que traspasar los límites, siempre y por doquier”. Este traspasar todos los límites es lo que constituye su grandeza como artista, a la vez que el peligro constante de su vida como hombre. Dostoiewski no se detiene ante los lindes de la moral burguesa, y nadie puede saber hasta qué punto la vida de este poeta respetó las fronteras jurídicas, hasta qué punto los instintos criminales de sus héroes tomaron acaso en él carne de realidad. Lo poco que de ello sabemos no basta para concluir. De niño hacía trampas jugando a las cartas, y más tarde, como Marmeladov, el trágico bufón de Crimen y castigo, aquel que convertía las medias de su mujer en aguardiente, Dostoiewski sustrae a la suya el dinero, y una vez un vestido, para ponerlo en la ruleta. Los biógrafos no se atreven a investigar demasiado acuciosamente el sedimento de perversidad que los libertinajes de los “años subterráneos” dejasen en él; ni quieren averiguar si aquellas “arañas de la voluptuosidad” que viven en sus novelas: Swidrigailov, Stawrogín, Fedor Karamazov, tejen también en la vida del autor sus aberraciones sensuales., Es evidente que las inclinaciones y perversidades del poeta se polarizarían en la misma misteriosa avidez de contraste, en la misma tensión entre la corrupción y la inocencia que preside todas sus pasiones, pero no hay para qué indagar aquí ––por características que ellas sean–– estas leyendas y conjeturas. Lo que importa es no ignorar que el santo y el Mesías, el Alioscha, aparece siempre hermanado, en Dostoiewski––Karamazov, en hermandad de carne y sangre, con su reverso, con el sexual de instintos exaltados, con el sucio Fedor.

En su sensualidad, Dostoiewski ––y esto lo sabemos con certidumbre–– rompía también la medida burguesa, y no en el sentido moderado de un Goethe, que sentía latir en sí ––según su dicho célebre–– los gérmenes de todas las infamias y todos los crímenes.

Toda la potente vida ascensional de Goethe no es más que un esfuerzo único indecible por matar dentro de sí estos gérmenes que pululaban amenazadores. El olímpico aspira a la armonía; su anhelo más alto es borrar de su alma todos los contrastes, apagar la fiebre de su sangre, mantener flotando, serenas, sus energías. Goethe se amputa toda sensualidad, desarraiga de sí, en gracia a la moral ––con no pocas pérdidas de sangre para su arte, y desarraigando con ellas también gran parte de su fuerza––, todas las raíces peligrosas de sus instintos. Dostoiewski, en cambio, apasionado en su dualismo como en cuanto es testimonio de vida, no quiere remontarse a la armonía, que para él significa estancamiento, y, lejos de disolver sus contrastes en la unidad de lo divino, los acentúa todavía más, los polariza en Dios y en el diablo, y entre los dos polos gira el mundo. Lo que él apetece es un infinito de vida, y para este poeta la vida no es otra cosa que una descarga eléctrica entre los dos polos del contraste. Todos sus gérmenes, los buenos y los malos, los nobles y los malignos, todos fecundan, todos florecen y fructifican en el trópico de su pasión. Deja que sus vicios crezcan como hierbas salvajes, que sus instintos, sin ponerles freno, por criminales que ellos sean, galopen por la vida. Idolatra sus vicios, su enfermedad, sus malos sentimientos; ama el juego y hasta su instinto de voluptuosidad, que no es, al cabo, más que una metafísica de la carne, la voluntad de gozar hasta el infinito. Goethe aspira al ideal apolíneo; Dostoiewski tiende al ideal báquico.

No ansía ser un olímpico, igual a los dioses; todo lo que ambiciona es ser un hombre, un hombre fuerte. Su moral no tiene por canon el clasicismo, ni guarda más norma que una: la intensidad. Vivir bien es, para él, vivir como los fuertes, y vivirlo todo, y todo a la vez, lo bueno y lo malo, y ambas experiencias en sus formas más henchidas y embriagadoras. Por eso, Dostoiewski no busca jamás una regla; busca sólo y busca siempre la plenitud. Contemplad a Tolstoi en medio de su obra, y vedle detenerse, desasosegado, abandonar el arte y atormentarse toda una vida con el pensamiento del bien y del mal, con la desazón de si su existencia será verdadera o falsa. La vida de Tolstoi es una vida didáctica, un tratado, un folleto de propaganda: la de Dostoiewski es una obra de arte, una tragedia, un destino. Dostoiewski no obra por fines, conscientemente, con la mirada inquisitiva vuelta hacia sí; sólo le preocupa hacerse fuerte. Tolstoi se acusa de todos los pecados, en voz alta y ante todo el mundo.

Dostoiewski calla, pero su silencio dice más de Sodoma que todos los clamores de Tolstoi. Dostoiewski no pretende juzgarse, ni modificarse, ni mejorarse; toda su aspiración es: fortificarse. No opone resistencia a lo que en su carácter haya de malo y de peligroso; antes al contrario, ama los peligros como espuelas de su voluntad; diviniza sus culpas en cuanto le mueven a arrepentimiento; su orgullo, como padre de su humillación.

Sería pueril, por tanto, silenciar el lado satánico de su ser ––tan afín al lado divino––, pretender “disculparle” moralmente y arrebatar para la armonía mezquina de lo normal lo que en él corresponde a la belleza elemental de lo desmedido.

Quien supo crear a Karamazov y aquella figura de estudiante de Adolescencia, al Stawrogin de Los endemoniados, al Swidrigailov de Crimen y castigo, a todos estos fanáticos de la carne, a estos grandes poseídos por el demonio de la voluptuosidad, a estos sabios maestros en lascivia, por fuerza tuvo que vivir en su propia sangre las formas más bajas de sensualidad, pues sin un cierto amor espiritual por estos excesos hubiéranle sido imposible infundir a estas figuras la realidad aterradora con que viven. La incomparable susceptibilidad del poeta que engendró a estos seres conoció el erotismo en sus dos polos: conoció el de la borrachera carnal, en el que el cuerpo se revuelca sobre el lodo que es la lascivia, con sus declives espirituales más refinados, donde el vicio se convierte en perversidad y en crimen; le conoció bajo todas sus máscaras, y en lo más álgido de sus furia le vemos reír con la más sabia de las miradas. Pero le conoció también en su forma más noble, en esa forma divina en que el amor se desnuda de la carne y se hace compasión, dulce piedad, fraternidad con todo y con todos, y lágrimas inflamadas.

Todas estas esencias misteriosas se contenían en él, y no en granos químicos y fugaces, como en todo verdadero poeta, sino en los extractos más fuertes y más puros. Cuando Dostoiewski describe los extravíos del libertinaje, se percibe en el pulso del escritor la emoción sexual y la vibración de los sentidos, y muchas de las licencias que relata es evidente que las vivió, y que las vivió gozosamente, el propio autor. Lo cual nos quiere decir ––como los ajenos a su sangre pudieran pensar–– que Dostoiewski fuese un libertino, un devoto de los goces carnales, un gozador. No. Tenía ansia de placeres como de tormentos, era siervo de sus instintos, esclavo de una avasalladora curiosidad corporal y espiritual, que le instigaba, azotándolo, a lanzarse a todos los peligros y le arrojaba por entre todas las malezas espinosas de los caminos extraviados. Y sus mismos placeres no son goces banales, sino un juego al que pone todos los sentidos de su vida, todas las fuentes de su voluntad, un querer embriagarse una vez y otra con el aire misterioso de bochorno que es el presagio de la tormenta epiléptica; la concentración del sentimiento en un par de segundos tensos de peligroso preludio del placer, tras los que viene la crisis confusa de la expiación. Lo único que le atrae y le fascina en el placer son los resplandores del peligro, las vibraciones de los nervios, este pedazo de palpitante naturaleza que se esconde es su cuerpo; con una mezcla rara de conciencia y vergüenza sombría, busca en todos los placeres el reverso del placer, el poso de la contrición; en la infamia, la inocencia; en el crimen, la expiación. La sensualidad de Dostoiewski en un laberinto en el que todos los caminos se pierden; Dios y la bestia moran vecinos en la misma carne, y éste es el símbolo que encierran los Karamazov: Alioscha, el ángel, es santo, tenía que ser hijo de Fedor, la repulsiva “araña de la voluptuosidad”. La lujuria engendra la pureza; el crimen, la grandeza; el placer engendra el dolor, y éste, nuevamente, el placer. Eternamente se tocan los extremos: entre el cielo y el infierno, Dios y el diablo, gira, tenso hasta romperse, el mundo de este creador.

Este abrazar sin límites y sin tregua, sabiamente y sin defensa, la estrella de su dualismo; este amor fati apasionado, es el supremo y único misterio de Dostoiewski, la fuente de fuego de donde brotan sus grandes arrebatos. Ese mismo caudal poderoso en que la vida se le volcaba, ese horizonte desmedido de sentimientos que se le abría en el dolor, es lo que le llevaba a amar la vida; esta vida cruel y llena de bondad, divinamente ininteligible, eternamente inaprehensible, eternamente mística. La medida de este poeta es la plenitud, el infinito. Jamás quiso para el flujo de su vida un ritmo suave, sino la intensidad y la concentración: por eso no esquiva nunca ningún peligro, ni para su cuerpo ni para su alma, pues todos guardan para él posibilidades de sensaciones nuevas, incentivos para sus nervios infatigables. Exalta hasta el apogeo, a fuerza de entusiasmo y éxtasis, todos sus gérmenes, los del bien y los del mal; todas sus pasiones, todos sus vicios; ningún peligro aleja de su sangre sabia. Dostoiewski, el jugador, hace de su vida puesta, y la lanza sin descanso al juego apasionado de los poderes, para gozar toda la voluptuosidad de su existencia, para embriagarse en el continuo girar del rojo y el negro, de la vida y la muerte. “Tú, que me has metido en este dédalo, tú me sacarás”, es, como la de Goethe, la respuesta que da a la Naturaleza. Jamás se le ocurre “corregir la fortuna”, mejorar su suerte, eludirla, hacer flaquear su estrella. Jamás busca la consumación, el fin, el remate, en el descanso; busca la exaltación de la vida en el dolor, y cada vez son más altas las tensiones a que obliga a su alma, pues no es a sí mismo a quien este incansable quiere conquistar, sino a la suma máxima de sentimiento. No quiere cuajarse, como Goethe, en cristal; en un cristal que devuelva fríamente, con sus cien facetas, el agitado caos, sino seguir siendo eternamente llama, una llama que se devora a sí misma, que se consume día tras día, para alzarse de nuevo y cada día en una eterna repetición, pero siempre con fuerzas nuevas y en un esfuerzo de contraste siempre más tenso y exaltado.

No quiere señorear la vida sino sentirla; ser, no el soberano, sino el siervo fanático de su destino. Sólo así, como “siervo de Dios”, y el más sumiso de todos, pudo llegar a ser el más sabio entre los humanos.

Dostoiewski entrega al Destino el señorío sobre su destino, y no otra cosa es lo que da a su vida el secreto con el que triunfa de todos los azares del tiempo. Es el hombre demoníaco, sujeto a los eternos poderes, y reencarnación, bajo la clara luz documental de nuestra época, de aquel poeta de los tiempos místicos que se creía muerto para siempre: el visionario, el frenético, el hombre del Destino. Hay algo de primitivo y heroico en esta figura de titán. Y si las epopeyas literarios de otros se alzan como montañas floridas, asentadas sobre la entraña de la época, testigos todavía, sin duda, de la fuerza primitiva que las engendró, pero dulcificadas ya en perennidad y accesibles hasta en las cumbres coronadas de nieve y perdida en lo infinito, el remate supremo de la obra de este poeta se nos aparece fantástico y gris, como una roca volcánica y estéril. Mas desde el cráter de su pecho desgarrado, llega la brasa de su lava hasta la vena de fuego en fusión que es la médula de nuestro mundo, y en su entraña nos encontramos con hilos que nos llevan al origen de todos los orígenes, con los hilos elementales de las fuerzas primigenias, y, sobrecogidos, sentimos que en el destino y en la obra de este hombre late la hondura misteriosa de toda humanidad.

 

LOS HOMBRES DE DOSTOIEWSKI

¡Oh, no creáis en la unidad del hombre!

DOSTOIEWSKI.

 

De este poeta volcánico, por fuerza tenían que salir héroes volcánicos, pues el hombre es siempre la imagen del Dios que le creó. Los personajes de Dostoiewski no están hechos tampoco para gozar de la paz de este mundo: todos bucean con su sensibilidad hasta tocar en los problemas elementales y eternos. El hombre nervioso de los tiempos modernos se compagina en ellos con el hombre de los orígenes que nada sabe de la vida fuera de su pasión; y, mezcladas con los supremos conocimientos, balbucean en sus labios las primeras preguntas que oyó el mundo. Las formas del hombre primitivo no se han enfriado aún en ellos; sus rocas no se han estratificado: su fisonomía no se ha pulido.

Eternamente inacabados, son por ello doblemente vivos. Acabamiento es para el hombre, fin, y en Dostoiewski todo aspira a infinitud. Para que un hombre le parezca heroico, modelable, en arte, ha de encerrar un carácter problemático, pugnante consigo mismo; los acabados, los maduros, los aparta de sí, como el árbol sus frutos logrados. Dostoiewski sólo ama a sus hombres mientras sufren, mientras revisten la forma exaltada y antagónica de su propia vida, mientras son, como él, caos que pugna por convertirse en destino.

Coloquemos a sus héroes ante el cuadro de otras vidas, para mejor destacar así su maravillosa personalidad. Comparemos. Traigamos a la memoria, por ejemplo, ––para tomar el tipo de novela francesa––, un personaje de Balzac, y se nos representará en seguida, inconscientemente, la idea de lo rectilíneo, de lo limitado, de lo cercado con cerco interior. Un concepto claro como una figura geométrica y sujeto como ella a determinadas leyes. Todos los héroes de Balzac están hechos de una sustancia única, perfectamente analizable por los procedimientos de la química psicológica. Son todos elementos, con las propiedades esenciales que a estos elementos corresponden, y, como es natural, con sus formas típicas de reacción, en lo moral y en lo psíquico. Casi han dejado de ser hombres, para convertirse en propiedades humanas, en aparatos de precisión de las pasiones. Cada hombre sugiere, en los personajes de Balzac, la pasión correspondiente: Rastignac quiere decir ambición: Goriot, sacrificio; Vautrin, anarquía.

En cada uno de ellos hay un impulso vital que domina y absorbe todas las demás fuerzas interiores y las empuja en el sentido que marca la voluntad central. Todos son caracterológicamente clasificables, pues su alma se mueve por un resorte único que los lanza, con determinada cantidad de energía, a través de la sociedad humana: disparado el resorte, estos hombres jóvenes se abalanzan como explosivos sobre el blanco de la vida.

Apurando el sentido de esta imagen casi se ve uno tentado a llamarlos autómatas, por la precisión mecánica con que reaccionan a las excitaciones de la vida, y en el funcionamiento de sus fuerzas y sus resistencias, que un técnico puede perfectamente calcular, hay en realidad algo de máquinas. El que haya leído un poco Balzac, sabe de antemano la réplica que determinados hechos han de provocar en el carácter de un personaje, como se sabe la parábola que una piedra describiría conociendo su peso y la fuerza con que se lanza. Sabe, por ejemplo, que Grandet, el harpagón, sentirá crecer su avaricia cuanto más heroica y dócil al sacrificio su hija se manifieste. Y aquel Goriot, que todavía vive con cierto desahogo y empolva cuidadosamente su peluca todas las mañanas, acabará vendiendo por su hija la ropa que viste y desbaratando lo último que le queda, su vajilla de plata. Forzosamente tiene que ser así, pues así lo exige el carácter del personaje, la fuerza dinámica que reviste imperfectamente de forma humana su carne terrenal. Los caracteres de Balzac, lo mismo que los de Víctor Hugo, los de Walter Scott, los de Dickens, son siempre simplistas y primitivos, finalistas, de un solo color. Son todos unidades, y como tales, perfectamente ponderables en la balanza de la Moral. Sólo el azar contra el que se debaten es policromo y proteico, en el cosmos espiritual de estos novelistas. Frente a la variedad de la vida, el hombre representa, en tales epopeyas, la unidad, y la novela viene a ser la lucha del hombre contra los poderes terrenales por la conquista del poder. Los héroes de Balzac, y los de la novelística francesa son, o más fuertes o más débiles que la resistencia que les opone la sociedad. O triunfan sobre la vida o perecen entre sus ruedas.

El héroe de la novela alemana ––Wilhelm Meister o Enrique el Verde pueden servir de tipos–– no está ya tan seguro de su dirección central. En su pecho resuenan muchas voces, su psicología es compleja y su alma polífona. El bien y el mal, la debilidad y la fuerza, fluyen por ella, en tropel confuso: su origen es siempre confusión, y la niebla del amanecer le turba la claridad de la mirada. Siente que en su interior se agolpan las fuerzas, pero dispersas todavía, todavía en pugna; le falta la armonía, pero ya le anima el anhelo de alcanzarla. El genio alemán tiende siempre, en último término, al orden y a la unidad. Y cuantas novelas de desarrollo tengan por héroe a un alemán girarán todas en torno al desenvolvimiento de la personalidad, exclusivamente. Organizando sus fuerzas, el protagonista se eleva al ideal alemán, que es la virtud: “En la corriente del mundo se forma el carácter”, dice Goethe. Los elementos turbios y agitados de la vida van posando y cristalizando en la paz conquistada, de los años de aprendizaje sale el maestro, y en la última página de estas epopeyas, en Enrique el Verde, en el Hyperion, en el Wilhelm Meister, en el Ofterdingen, brilla siempre, potente, una mirada clara sobre el mundo claro. Las corrientes pugnantes de la vida se reconcilian en el ideal y las fuerzas actúan, ahora, ordenadas, ahorradas para un supremo fin, sin perderse como antes en la disipación. Los héroes de Goethe y los de todos los poetas alemanes se logran y realizan en su forma suprema, acaban siempre siendo activos y virtuosos; aprenden de las experiencias de la vida.

No así los héroes de Dostoiewski, que jamás buscan ni descubren el lazo que los una a la vida real; y este retraimiento es lo que los caracteriza. Se resisten por todos los medios a entrar en la realidad: su primera aspiración es arrancarse a ella, remontarse sobre ella, hasta el infinito. Para estos hombres, el Destino no tiene jamás sentido material, sino interior. Su reino no es de este mundo. Todas esas formas aparentes de valores que son los títulos, los poderes y las riquezas; todas esas conquistas visibles, no les dicen nada. Ni como fin en sí, al modo de los personajes de Balzac, ni como medio para otros fines, cual los novelistas alemanes los consideran. No les interesa en lo más mínimo acomodarse a este mundo, imponerse, triunfar. No ahorran de sí, sino que se disipan; no saben calcular, y son, eternamente, incalculables. La actividad de su ser hace que se los crea, a primera vista, soñadores ociosos y fantásticos; pero si su mirada parece vacía es porque no se posa en el mundo exterior, porque se vuelve, como una brasa, hacia adentro, al interior de su propia existencia. El hombre ruso tiende a la totalidad. Quiere poseerse, sentirse a sí mismo y a la vida, mas no en su sombra e imagen especular: la realidad visible, sino en lo que en ella hay de grandeza mística elemental: el poder cósmico, el sentimiento de la existencia. Dondequiera que ahondemos en la obra de Dostoiewski, escucharemos siempre, como un rumor de una fuente muy honda, este impulso vital completamente primitivo, casi vegetativo, fanático; este sentimiento de la existencia, este afán ancestral que no apetece la dicha ni el dolor, pues ambos son ya formas concretas de vida, valoraciones, distinciones, sino el goce total y único, ese que se experimenta al respirar.

Quieren beber del mismo manantial, y no en los pozos de las calles y de la ciudad; sentir palpitar en sí la eternidad, vencer el tiempo. Para ellos no existe el mundo social: su mundo es el eterno. Y no pretenden aprender la vida ni conquistarla; sólo aspiran a sentirla en sus carnes desnudas, y a sentirla como el éxtasis de existir.

Apartados del mundo por el amor al mundo, irreales por pura pasión de realidad, las figuras de Dostoiewski parecen, al principio, un poco simplistas. Su marcha no es rectilínea, ni persigue ningún fin visible. Estos hombres todos adultos, todos hombres hechos, andan por el mundo a tientas como los ciegos y tiene el torpor de los borrachos.

Les vemos detenerse, mirar en derredor, hacer todo género de preguntas, para aventurarse de nuevo, sin esperar respuesta, hacia lo desconocido: diríase que acaban de llegar a nuestro mundo y que aun no se han hecho a vivir en él. Para poder comprender a los hombres de Dostoiewski, no hay que olvidar que son rusos, hijos de un pueblo que se ha visto precipitado de pronto en nuestra cultura europea saliendo de un milenio de inconsciencia bárbara. Estas criaturas, arrancadas en un día a su vieja cultura y a su régimen patriarcal, sin familiarizar todavía con este mundo nuevo, se quedan perplejas en medio del tráfago, en la encrucijada, y su perplejidad es la de todo un pueblo. Nosotros, europeos, vivimos instalados en nuestras añejas tradiciones en una casa confortable. El ruso del siglo XIX, del tiempo de Dostoiewski, abandona la cabaña de la prehistoria, y le pone fuego sin esperar a tener construida la nueva casa. Estos hombres son todos nómadas, desarraigados, andan sin dirección fija. Sus puños guardan todavía la fuerza de la juventud, la fuerza bárbara, pero su instinto se extravía en la maraña de los problemas, y, con los músculos pletóricos de energía, no saben por dónde empezar. Así desorientados, lo acometen todo y ante nada se cansan. He aquí la tragedia de todos los héroes de Dostoiewski, de todas las disensiones y todos los obstáculos que forma el destino del pueblo ruso. Esta Rusia de mediados del siglo XIX no sabe adónde dirigir sus pasos, si a Oriente o a Occidente, a Europa o a Asia; si encaminarse a San Petersburgo, la “ciudad artificial”, la civilización, o retornar a la tierra aldeana, a la estepa. Turgueniev la empuja hacia delante; Tolstoi, hacia atrás. Todo es desorientación, desasosiego: Frente al zarismo se levanta, sin transición, la anarquía comunista; la ortodoxia, la fe venerable y heredada, se torna de súbito en un ateísmo fanático y rabioso. Nada hay seguro, nada tiene su valor, una medida, en esta época: ya no brillan sobre las frentes las estrellas de la fe ni la ley en los pechos. Los hombres de Dostoiewski, descuajados de una gran tradición, son auténticos rusos, hombres de transición que llevan en el corazón el caos de los orígenes, seres cargados de inhibiciones e incertidumbres. Siempre tímidos y temerosos, siempre creyéndose humillados y despreciados, y todo por el sentimiento primigenio y único de su nación: por no saber quiénes son y qué son, si poco o mucho.

Siempre y eternamente cabalgando sobre el abismo del orgullo y de la contrición, entre la soberbia y el desprecio de sí mismos; siempre y eternamente mirando a los demás y consumiéndose, todos, por la angustia furiosa de parecer ridículos. Avergonzados siempre: unas veces, del cuello usado de su pelliza; otras veces, de su nación, pero siempre, siempre avergonzados, desasosegados, confusos. Su sentimiento, ese sentimiento potente que los avasalla, no tiene apoyo ni tiene guía; no hay uno solo entre ellos que tenga una medida, una ley, el asidero de una tradición, el báculo de una ideología heredada. Todos andan desmesurados y perplejos por un mundo ignoto.

Ninguna pregunta se alza en su espíritu que encuentre respuesta; ningún camino se abre a sus ojos que sea llano. Todos son seres de transición, hombres primigenios. Y cada uno de ellos, un Hernán Cortés, a la espalda las naves quemadas y delante lo desconocido.

Pero lo maravilloso es que, por ser hombres primigenios, en todos ellos reempieza el mundo. Todos esos problemas que en nosotros han cristalizado ya en fríos conceptos, a ellos les arden todavía en la sangre. Ignoran el absoluto esos cómodos caminos trillados por donde marchamos los modernos, con sus guardacantones morales y sus postes indicadores: sus senderos van siempre trochando por la maleza, hasta lo infinito. Por ninguna parte se atalayan, desde estos senderos, las torres de la certeza, los puentes de la seguridad. Cada individuo se siente llamado por la Rusia de Lenin y Trotsky, a erigir un orden cósmico nuevo desde los cimientos hasta el remate, y éste es el valor incalculable del hombre ruso para nuestra Europa, ya petrificada en su cultura; la curiosidad siempre virgen del ruso se enfrenta a cada paso con la infinitud y le dirige las preguntas elementales de la vida que oyó el primer día de la creación. Allí donde nuestra cultura nos hace perezosos, se enciende el ardor febril de esos hombres. Cada hombre de Dostoieswki somete a revisión todos los problemas, mueve con sus manos sangrantes las piedras liminares del bien y del mal y hace de su caos un mundo. Cada uno de estos hombres es siervo y profeta de un nuevo Cristo, mártir y profeta de un tercer Reino. Y aunque en ellos perviva el caos de los orígenes, entre sus tinieblas se percibe también el alborear del primer día, el que trajo la luz sobre la Tierra, y se adivina el advenimiento del sexto, el que creó al nuevo hombre. En todos sus héroes se abre la senda de un mundo nuevo: la novela de Dostoiewski es el mito del hombre nuevo y de sus alumbramiento del seno del alma rusa.

Todo mito, sobre todo si es nacional, reclama fe. No se intente, pues, llegar a estos hombres y comprenderlos por la vía cristalina de la razón. Para adueñarse de su sentido sólo vale el sentimiento, lo único que hermana. Juzgados por el common sense de un inglés, de un americano, de un hombre práctico, los cuatro Karamazov son cuatro locos, y un manicomio todo el mundo trágico de Dostoiewski. Lo que es y será siempre el alfa y el omega del sano sentido común: el vivir feliz, es para estas criaturas la cosa más indiferente de la Tierra. Abrid los cincuenta mil libros que Europa produce cada año, y ved de qué tratan todos: de la manera de ser feliz. Siempre el mismo problema, cualquiera que sea la forma: la mujer que quiere a un hombre, o el hombre que ansía ser rico, poderoso y célebre. Todos los afanes de una novela de Dickens acaban en la casita de campo rodeada de verde y llena de voces alegres de niños; si la novela es de Balzac, en un palacio, en el título de par de Francia, en los millones. Echemos una mirada a nuestro alrededor, en la calle, en las tiendas, en los cuartos de los pobres o en los salones iluminados: ¿qué es lo que anhela toda esa gente? Alcanzar la felicidad, vivir satisfechos, ser ricos, poderosos. ¿Hay algún hombre en el mundo de Dostoiewski que apetezca eso? Ninguno. Ni uno solo. Todo su afán es andar, andar, no detenerse jamás, ni en la dicha.

Marchar adelante, sin descanso. Tienen todos ese “corazón superior” que se atormenta.

No les preocupa ser felices; el vivir satisfechos les es indiferente, la riqueza es más bien despreciable que apetecible. Nada ansían de cuanto ansía la Humanidad entera; son todos unos raros. En todos impera el uncommon sense. No quieren nada de este mundo.

¿Es decir, que son unos flemáticos, indiferentes a la vida, unos ascetas? Por el contrario. Los hombres de Dostoiewski son todos, ya lo he dicho, hombres en quienes late un nuevo Génesis. Tienen, con todo su genio y su inteligencia diamantina, corazones de niño, antojos de niño: no quieren, concretamente, ésta o aquella cosa; lo quieren todo.

Y todo con toda su fuerza. Lo bueno y lo malo, lo ardiente y lo frío, lo próximo y lo remoto. Son en todo exagerados, desmesurados. He dicho que no querían nada en este mundo, y dije mal: no quieren nada en particular, pero lo quieren todo, la totalidad de su sentido, toda su hondura: la vida entera. No olvidemos que estos hombres no son seres frágiles por el estilo de un Lovelace, de un Hamlet, de un Werther, de un René. Los héroes de Dostoiewski tienen todos músculos acerados y un hambre brutal de vida; son todos Karamazov, “fieras del deseo”, acuciados por aquella avidez de vida “fanática, desvergonzada”, que apura las últimas gotas del cáliz antes de estrellarlo. En todo buscan el superlativo, en todo el rojo candente de la sensación, allí donde las aleaciones vulgares de lo casual se funden y no queda más que un sentimiento cósmico ardiente de fuego fluido; como los corredores encendidos de la fiebre de Amok, se lanzan furiosos a través de la vida; del deseo, al arrepentimiento, y de éste, al hecho; del crimen, a la confesión, y de la confesión, al éxtasis, recorriendo hasta el fin y sin dejar una todas las callejuelas tortuosas de su destino, hasta que llega el supremo instante en que se estrellan o alguien los quita de en medio. ¡Oh esta sed de vida que arde en cada hombre de Dostoiewski; esta nueva Humanidad con los labios abrasados de ansia de mundo, de ciencia, de verdad! Buscadme, enseñadme un solo hombre, uno solo, en la obra de Dostoiewski, que respire reposadamente, que se eche a descansar, que haya tocado su meta. Ninguno. Todos son uno, en esta carrera furiosa hacia las altura y en este despeñarse hacia las simas, pues, según la fórmula de Alioscha, todo el que pise el primer eslabón tiene por fuerza que anhelar por poner el pie en el último. Todos se vuelven, llenos de avidez, en todas direcciones, hacia el fuego y hacia el hielo, insaciables, desmesurados que sólo buscan y encuentran su medida en lo infinito. Se dispara, veloces como flechas, del arco eternamente tenso de sus fuerzas, sobre el cielo, siempre en la dirección de lo inasequible, siempre buscando las estrellas. Cada una es una llama, un fuego de inquietud. Y quien dice inquietud, dice tormento por eso los héroes de Dostoiewski son todos grandes atormentados. Todos tienen la cara desencajada, todos viven febriles, convulsos, en un constante espasmo. Un gran francés, aterrado, llamó al mundo de Dostoiewski un hospital de enfermos nerviosos, y, verdaderamente, ¡que fantástico y qué triste tienen que aparecerse este mundo a la mirada que por primera vez se pose en él viniendo de fuera! Tabernas cargadas de vapor de aguardiente, celda de cárcel, rincones de casuchas en barrios míseros, callejuelas de vicio, figones, y, al fondo, esta sombra de cuadro de Rembrandt, un tropel de figuras estáticas: el asesino elevando al cielo las manos manchadas todavía con la sangre del crimen; el borracho, en el coro de risas de los que le escuchan; la prostituida que se aposta en la penumbra de la callejuela; el niño epiléptico que mendiga en las esquinas; el hombre que asesinó siete veces, entre las sombras de la Catorga; el jugador, entregado a su vicio entre los puños de los jaques; aquel Rogoschin, revolcándose como una fiera delante del cuarto de su mujer, que no quiere abrirle; el ex ladrón honrado, agonizante en una mísera cama; ¡qué bajo mundo de sentimientos, qué infierno de pasiones! ¡Oh, qué trágica humanidad; qué cielo este cielo ruso, gris, plomizo, eternamente sombrío, sobre estas frentes; qué tinieblas en el corazón y en el paisaje! Tierra de infortunio, yermo de desesperación, purgatorio sin gracia y sin justicia.

¡Tenebrosa en verdad, confusa, extraña y hostil, para quien por vez primera la contempla, esta humanidad, este mundo ruso! Una tierra anegada de dolor, “calada de lágrimas hasta el meollo”, como dice Iván Karamazov en un arrebato de furia. Mas aquí se obra el mismo milagro que ante el rostro de Dostoiewski: para las primeras miradas, tétrico, terroso, obtuso, rústico, hundido, y luego transfigurado por el resplandor de su frente irradiando sobre la noche, como la luz de la fe que se encendiese sobre las simas: esta luz espiritual irradia también y penetra en su obra, borrando las sombras tenebrosas de la materia. Diríase que el mundo de este novelista está modelado única y exclusivamente sobre el dolor. Y, sin embargo, la suma de dolor que pesa sobre cada uno de sus hombres, no es mayor, aunque lo parezca, que la que soportan los seres de otras novelas. Estos hombres no serían hijos de Dostoiewski si no supieran metamorfosear sus sentimientos, empujarlos y espolearlos de contraste en contraste. Y el dolor, y su propio dolor, es, muchas veces, su más profunda beatitud. Hay algo en ellos que contrapone sabiamente a la sensualidad, al goce de ser dichosos, un ansia ávida de dolor, un goce de sufrir; y así, su sufrimiento es, a la par, su dicha; por eso lo defienden a dentelladas, lo apechugan, lo acarician, lo acunan contra su alma. Sólo no amándolo serían los más desdichados de los hombres. Este trueque, es frenético, rabioso trueque de los sentimientos en su interior, esta eterna permuta de valores en la entraña de los hombres de Dostoiewski acaso no pueda verse del todo clara y sin la ayuda de un ejemplo. Elegiré uno que se repite constantemente, bajo mil formas; el del dolor que causa al hombre una humillación, sea real o imaginaria. Representémonos un ser cualquiera de cierta sensibilidad ––lo mismo da que sea un modesto empleado o la hija de un general–– que se sienta ofendido. Herido en su orgullo por una palabra, por una nada tal vez. Esta primera ofensa es el sentimiento primario que subleva todo el organismo. El ofendido sufre, se pone en guardia, vive con los nervios en tensión, y espera..., una nueva ofensa.

Viene esta segunda ofensa, y parece que el nuevo golpe debiera aumentar el dolor. Y, sin embargo, cosa rara, el ofendido ya no la siente. Acusa, sin dudad, grita, pero su queja ya no es sincera. Y es que ya le ha tomado amor a la injuria. En este “continuo hacerse consciente de sus propias afrentas, el alma encuentra un secreto goce monstruoso”. El orgullo ofendido halla una compensación: la del martirio. Y desde este instante se enciende en el humillado la sed de nuevas ofensas, y clama por más y más. Comienza a provocar, exagera, reta, desafía: sufrir es, ahora, su ansia, su goce, su avidez: ya humillado, este hombre sin medida quiere apurar hasta las heces la copa de la humillación. Y ya no suelta la presa de su duelo, la defiende apretando los dientes, y quien le ame, quien pretenda ayudarle a levantarse, es, ahora, su peor enemigo. He aquí explicado por qué la pequeña Nelly lanza tres veces la pólvora a la cara del médico, por qué Raskolnikov repudia a Sonia, por qué Iliuschka muerde en el dedo al santo Alioscha: por amor, por un amor fanático de sus propios tormentos. Y todos, todos aman el dolor porque sienten pulsar en él, potente, la vida que adoran; porque saben que “sobre la tierra sólo por el dolor cabe amor verdadero”, y esto, el amor, es lo que ellos persiguen y anhelan por encima de todas las cosas. Para ellos, la prueba más indubitable de su existencia no es el cógito, ergo sum, “existo porque pienso”, sino el “sufro, luego existo”. Y este “existir” es, en Dostoiewski y en todas sus criaturas, el triunfo supremo de la vida. El grado superlativo del sentimiento cósmico. Detrás de los hierros de la cárcel, Dimitri canta jubiloso el gran himno al gozo de “existir”, a la voluptuosidad del ser, y este amor de voluntad vital es precisamente el que arrastra a todos estos hombres hacia el dolor. Por eso decía que la suma del dolor que agobia a las criaturas de Dostoiewski sólo en apariencia excede a la que sienten los personajes de otras novelas. Pues si hay un mundo en que nada sea inexorable, en que los abismos más hondos tengan una salida, los mayores infortunios una luz de éxtasis, las más profundas desesperaciones un resplandor de esperanza, este mundo es el suyo. ¿Qué es la obra de este poeta sino una sucesión de semblanzas de apóstoles modernos, de leyendas en que canta la redención del dolor por el espíritu? ¿De conversiones a la fe virtal, de sendas de calvario que suben al conocimiento, de caminos de Damasco abiertos en medio de nuestro mundo? Los hombres de Dostoiewski luchan todos por su última verdad, por su yo omnihumano. Lo mismo da que se trate de un asesinato, o del amor de una mujer: todo eso es accesorio, externo; son los bastidores del drama. La epopeya, aquí, se desarrolla en la entraña del hombre, en los aposentos del alma, en el mundo del espíritu: el acaso, los sucesos, las ocurrencias del mundo exterior, no son más que tópicos, la maquinaria, el marco escénico. La tragedia anda por dentro. Y su argumento es siempre uno: la superación de todos los obstáculos, la lucha por la verdad. Todos estos hombres se pregunta, como Rusia, su patria: ¿Quién soy? ¿Qué valgo? Y se buscan, o por mejor decir, buscan la esencia superlativa de su ser, fuera del suelo, fuera del tiempo, fuera del espacio. Ansían conocerse tal como son, como Dios los ve, y ansían confesarse de lo que son. La verdad, es, para ellos, para todos, más que una necesidad; es un exceso, un goce voluptuoso, y la confesión, su dicha más sacrosanta, su espasmo. En la confesión, el hombre interior que vive en todos los personajes de Dostoiewski, el hombre omnihumano, el hombre divino, rompe la envolturas del hombre terrenal, y la verdad, que es Dios, triunfa sobre la vida de la carne. ¡Y con qué voluptuosidad juegan con la confesión, cómo la esconden y cómo ––recuérdese la escena de Raskolnikov ante Porfiri Petrowitsch–– la asoman sigilosamente, para volver a ocultarla, y cómo, al cabo, se exceden en su arrebato y confiesan más verdad que la verdad; cómo, llevados de un vértigo de exhibicionismo refinado, descubren sus desnudeces, cómo mezclan la virtud y el vicio! Aquí y sólo aquí, en esta pugna por sacar a luz el verdadero yo, hay que buscar las más entrañadas y más tensas emociones de Dostoiewski. Aquí, en lo más íntimo, en donde se libra el gran combate de sus criaturas, donde se riñen las grandes epopeyas del corazón. Y aquí también, en estas reconditeces, donde lo que en ellas hay de ruso, de ajeno a nosotros, se evapora, es donde su tragedia se hace toda nuestra, universalmente humana. En estos momentos es cuando el destino típico de estos hombres es revelador y conmovedor; cuando vivimos, en el misterio de nuestro propio alumbramiento, el mito de Dostoiewski que canta el nuevo hombre y lo que hay de omnihumano en todo lo terrenal.

El misterio de nuestro propio alumbramiento: tal es lo que, para mí, significa en la cosmogonía, en el génesis del mundo de Dostoiewski, la creación del nuevo hombre.

Intentaré quintaesenciar la fisonomía histórica de todos los caracteres dostoiewskianos en uno solo, y mostrar en él el mito de este poeta. ]pues, en realidad, todos estos hombres, tan varios, tan heterogéneos, obedecen a la ley suprema de un único destino. Todas sus vidas son variantes de una vida única, que es un proceso de humanización. No olvidemos que el arte de Dostoiewski apunta siempre al centro; al centro del mundo psicológico, al hombre que se esconde en el hombre, al hombre abstracto, absoluto, al que no llegan las estratificaciones de la cultura. Estas estratificaciones, que son esenciales para la mayoría de los artistas, para la mayoría de las novelas al uso, cuyos episodios se desarrollan siempre ––sin penetrar en capas más profundas–– en el tablado de lo social, de lo amoroso y convencional. La mirada centrípeta de Dostoiewski barrena hasta encontrar en el hombre lo omnihumano, su yo absoluto, universal. Siempre es este hombre último en que modela, y como él la misión con que le envía. Todos sus héroes empiezan lo mismo.

Como rusos auténticos que son, les inquietan ante todo sus propias energías vitales. En los años de la pubertad, cuando despierta en ellos el sexo y el espíritu, su frente clara y libre se ensombrece. Sienten que una fuerza nueva fermenta oscuramente dentro de sí, que se acumula en ellos un fluido misterioso; algo aprisionado, que brota y crece como agua manantía estancada, pugna por escapar de sus ropas de niño. Una misteriosa gestación ––es el hombre nuevo que germina, pero ellos no lo saben–– les hace soñadores.

Se sienten, “solitarios hasta el salvajismo”, en el rincón de un cuarto sombrío, y cavilan, cavilan día y noche sobre sí mismos. Y se pasan, a veces, años enteros incubando lo desconocido en este extraño estado de ataraxia, hasta caer casi en el abstraimiento budista de todo, y se doblan sobre su cuerpo como las mujeres en los primeros meses, para sentir palpitar dentro de su entraña el nuevo corazón. Todas las sensaciones misteriosas de la embarazada les asaltan: la angustia histérica de morir, el miedo de vivir, antojos crueles y enfermizos, deseos sexuales y perversos.

Por fin, comprenden que están encima de una idea nueva, y desde este instante sólo viven para el afán de acechar y descubrir el misterio oculto. Aguzan sus pensamientos hasta hacerlos punzantes y cortantes como bisturíes; disecan incansablemente su estado de espíritu; quiebran su depresión en fanáticas conversaciones; rompen su cerebro a fuerza de pensar, hasta que la razón amenaza inflamarse en locura; forjan todos sus pensamientos en una idea fija, sobre la que cavilan hasta agotarla, en una punta peligrosa que se vuelve contra sí mismos en sus propias manos. Kirilov, Schatov, Raskolnikov, Iván Karamazov, todos estos solitarios son posesos de una idea, de “su” idea: la del nihilismo, o la del altruismo, o la manía napoleónica de grandeza; y todos la han incubado en esta enfermiza soledad. Unos buscan un abortivo contra el nuevo hombre que se está gestando en ellos, pues su orgullo necesita ahogarlo, impedirle nacer. Otros se esfuerzan por acelerar furiosamente, espoleándola con el aguijón candente de sus sentidos y esterilizándola, esta misteriosa germinación, este dolor de vida que fermenta y pugna por salir. Para seguir usando la misma imagen: quieren matar en su entraña el embrión, abortar, como esas mujeres que buscan liberarse del importuno saltando de las escaleras, bailando frenéticamente o ingiriendo tóxico. Gritan como locos para ahogar con sus gritos el rumor del agua que fluye soterraña dentro de sí, y en su afán de destruir el maldecido germen, llegan, no pocas veces, a destruirse a sí mismos. Durante estos años de gestación se pierden y se hunden en su propio intento. Beben y juegan, se entregan a la crápula, y todo esto, como hijos genuinos de Dostoiewski, con un fanatismo que es frenesí. Es el dolor no un deseo indolente de placer, quien los empuja al vicio. No es el beber para gozar de paz y dormir satisfechos, en un sueño profundo, como bebe un alemán, sino el beber por amor a la embriaguez, par enterrar en ella la idea que enloquece; no el jugar para ganar, sino par matar en la pasión el tiempo; el libertinaje que no busca el placer, sino el perder, en el torbellino de los excesos, la medida angustiante del espíritu. Estos hombres quieren saber quiénes son, y para saberlo buscan las fronteras de sus posibilidades. Quieren conocer los linderos extremos de su humanidad en los excesos del calor y el frío, y quieren, sobre todo, sondear su propia hondura. Y acuciados por este anhelo ascienden hasta Dios y descienden hasta la bestia, pero siempre para asir al hombre verdadero que llevan en sí. Y ya que no se conocen, intentan, cuando menos, probarse. Para “probarse” que es valiente se arroja Kolia al paso de un tren; Raskolnikov asesina a la vieja para “probar” su teoría napoleónica, y todos hacen más de lo que realmente se proponen, sólo para tocar las fronteras extremas del sentimiento. Para sondear su propia hondura, la medida de su humanidad, se precipitan a todos los abismos: del sensualismo a la crápula, de ésta a la crueldad, y así hasta tocar el fondo de todas las simas que es la maldad fría, desalmada, alevosa, y todo por aquel amor trascordado, por aquella codicia de penetrar su verdadero ser, por aquella especia de pasión religiosa pervertida. Una inteligencia sabia y vigilante los empuja al torbellino de la locura; su curiosidad espiritual se convierte en perversión de los sentimientos; sus crímenes llegan, en su frenesí, hasta el estupro y el asesinato; pero lo típico de todos estos hombre es la exaltación de la repugnancia en la exaltación del goce: los resplandores de su conciencia tiemblan, en fanático arrepentimiento, hasta en las simas más hondas de su furia.

Y cuanto más ahondan en los excesos de la sensualidad y de la cavilación más cerca están de sí mismos, y cuanto más quieren anular, más pronto se han recobrado. Sus bacanales trágicas son sólo convulsiones; sus crímenes, los espasmos de su propio alumbramiento. Cuando creen aniquilarse a sí mismos, lo que destruyen es la cáscara que envolvía a su hombre interior, con lo que el suicido se torna en su salvación propia y suprema. Cuanto más se agitan y oprimen y contorsionan, más alientan, sin saberlo, la vida del nuevo ser. Este sólo puede venir al mundo en una hoguera de dolor. Es menester que una mano terrible y extraña provoque la eclosión; que algún poder superior haga oficio de comadrona en este parto; que la bondad, el amor omnihumano, los sostenga en esta hora extrema y difícil. Ha de ocurrir un suceso externo muy grave, un crimen, algo que exalte todos sus sentidos hasta la desesperación, para que de esta hecatombe nazca la pureza, pues aquí, como en la vida, el nacimiento está envuelto en las sombras de un supremo peligro mortal. En este segundo se cruzan hasta confundirse las dos fuerzas polares del patrimonio humano: la vida y la muerte.

Tal es el mito humano de Dostoiewski, que nos revela que esté yo múltiple, mezclado y oscuro, de cada hombre, lleva en su entraña el embrión del hombre verdadero ––de aquel hombre primigenio, libre del pecado original, de que nos hablan los teólogos medievales– –, del ser elemental, en quien todo es divino. La misión más alta y el deber más verdadero que se impone al hombre sobre la Tierra es hacer que este ser primitivo y eterno triunfe en nosotros sobre el cuerpo caduco del hombre formado por la cultura. Ese germen late en la entraña de todos, pues a nadie repudia la vida; todos los mortales lo hemos concebido con amor en un segundo bienaventurado, pero no en todos se alumbra el fruto.

Unos lo dejan que se pudra en la indolencia de su alma, y en ella muere, y al morir, envenena la entraña que lo abriga. Otros sucumben en los dolores del alumbramiento; mas el niño, la idea, les sobrevive. Kirilow tiene que matarse apara permanecer enteramente fiel a su verdad, y en testimonio de esa verdad muere Schatow asesinado.

Pero los otros, los héroes heroicos de Dostoiewski: el Staretz Sóssima, Raskolnikov, Stepanowistch, Rogoschin, Dimitry Karamazov destruyen su humanidad social, la oscura larva de su ser interior, para desnudarse, como la mariposa, de la forma muerta; el pájaro triunfa en ellos sobre el reptil; la estrella, sobre el lodo. Rota la envoltura que la aprisionaba, el alma, su alma omnihumana, se escapa y vuela a lo infinito. Todo lo personal, lo individual, se esfuma en ellos; por eso todas estas fisonomías, en el instante de la consumación, guardan entre sí tan absoluta semejanza. Alioscha se distingue apenas del Staretz; Karamazov tiene el mismo semblante de Raskolnikov en el momento en que, bañado el rostro de lágrimas, sale de sus crímenes a la luz de la vida nueva. Todas la novelas de Dostoiewski terminan con la “catarsis” de la tragedia griega, con la gran purificación: sobre las nubes tempestuosas y la atmósfera lavada se enciende la gloria magnífica del arco iris, símbolo supremo de reconciliación para el alma rusa.

Después de haber alumbrado en sí al hombre puro, y sólo entonces, es cuando los héroes de Dostoiewski entran en la verdadera vida de comunidad. El héroe de Balzac triunfa en la sociedad y sobre ella; el de Dickens triunfa al acomodarse pacíficamente dentro de su clase, en la vida civil, en la familia, en la profesión. Mas la comunidad a que tiende el hombre dostoiewskiano no es ya la vida social, sino la religiosa; no es la sociedad a lo que aspira, sino a la fraternidad humana universal. Y este llegar a lo hondo de la propia intimidad y en ella a la comunidad mística con los demás hombres, es la única jerarquía que se destaca en el mundo de este poeta. Todas sus novelas cantan la epopeya de este hombre último, en el que queda superado lo social, vencidas todas las gradaciones de la sociedad, con sus orgullos y sus odios; el egoísmo se convierte en omnihumanidad; se rompe la soledad, el retraimiento, que era sólo orgullo, y con humildad infinita y abrasado amor, el corazón del hombre nuevo abraza en cada prójimo al hermano, al hombre puro. De este hombre último, purificado, se han borrado todas las distinciones y la conciencia social de clase: desnudo como el hombre del Paraíso, su alma no conoce la vergüenza, el orgullo, el odio ni el desprecio. Criminales y prostitutas, asesinos y santos, borrachos y príncipes: todos se hablan y comunican como hermanos en la entraña más honda y verdadera de su ser, todos funden y confunde, corazón con corazón, alma con alma. Lo único decisivo, para Dostoiewski, es la medida en que el hombre encuentra su verdad y ahonda hasta sacar a la luz su humanidad verdadera. El camino que se recorra para llegar a esta conquista de sí mismo, a esta expiación, es indiferente. Ningún vicio mancha, ningún crimen corrompe, ningún tribunal es válido ante Dios sino la conciencia: la razón y la sinrazón, el bien y el mal, son meras palabras que se disipan en el hoguera del sufrimiento. Sólo aquel cuya voluntad sea verdadera está purificado, pues la verdad es la humildad. Y el que de verdad conoce, comprende todo, y sabe que “las leyes del espíritu humano son todavía tan inescrutables y misteriosas, que no existen médicos infalibles ni jueces inapelables”, sabe que nadie es culpable o lo somos todos, que nadie puede ser juez de nadie, sino todos hermanos de todos. Por esto en el mundo de Dostoiewski no hay réprobos ni “malvados”, no hay infierno ni un círculo infernal como el de Dante, del que ni el mismo Cristo puede redimir a los condenado,.––.

Sólo un purgatorio, y el poeta sabe que el hombre extraviado es aquel cuya alma más se abrasa, el que está más cerca del hombre verdadero que todos los orgullosos, los fríos, los impecables, en cuyo pecho el fuego puro de humanidad se ha helado para convertirse en corrección burguesa. Sus verdaderos hombres, que han sufrido, poseen el respeto del dolor, y en él secreto supremo de la Tierra. Quien padece es ya hermano suyo por vínculo de compasión, y todos estos hombres, que sólo ponen su mirada en el hombre interior, en el hermano, ignoran el miedo. Todos poseen el sublime don ––que Dostoiewski llama en algún sitio la virtud típicamente rusa–– de no saber odiar por largo tiempo, lo que les permite una comprensión ilimitada de todo lo terrenal. Todavía, de vez en cuando, se enciende entre ellos la discordia, todavía se atormentan alguna vez por vergüenza de su propio amor, por creer debilidad la humillación, porque ignoran aún que este sometimiento es la fuerza más temible de la Humanidad. Pero su voz interior conoce ya la verdad. Y mientras sus palabras dicen ultrajes y pregonan guerra, con los ojos del alma se miran amorosamente y se comprenden, y los labios que posan llenos de dolor sobre la boca hermana. El hombre desnudo y eterno que hay en ellos se ha reconocido, y este misterio de universal reconciliación y hermanamiento, este canto orfeico de las almas, es la lírica que baña de luz la obra sombría de Dostoiewski.

 

REALISMO Y FANTASÍA.

Para mí, nada puede haber más fantástico que la realidad.

DOSTOIEWSKI.

 

El hombre, en Dostoiewski, busca la verdad, la realidad inmediata de su ser limitado; el artista busca la verdad, la esencialidad inmediata de Todo. Dostoiewski es realista y tan consecuente con su realismo que su realidad ––llevada siempre al límite extremo, allí donde las formas cobran semejanza tan misteriosa con su reverso, con su antítesis–– se antoja fantasía al ojo cotidiano, acostumbrado a las tintas de lo equilibrado y lo mediocre.

El mismo poeta nos dice que “ama el realismo hasta el punto en que raya en lo fantástico, pues par él nada puede haber más fantástico e inesperado, y hasta más inverosímil, que la realidad”. En ningún artista se revela con tanta fuerza como en éste que la verdad no se esconde precisamente tras lo verosímil; que muchas veces se alza contra lo verosímil. La verdad se escapa a la mirada, a la potencia de visión del ojo vulgar y psicológicamente inerme: es como la gota de agua donde el ojo desnudo ve una unidad brillante y cristalina, sin sospechar siquiera la verbeneante variedad, el caos de miradas de infusorios que el microscopio descubre allí como un mundo nuevo, oculto, del que el ojo sólo alcanzaba la forma visible: así, el artista, a través del prisma de su exaltado realismo alumbra verdades que parecen absurdas a quien sólo ve lo externo, lo ostensible.

Asir esta verdad escondida en lo alto o en lo profundo, soterrada muy hondo por bajo de la epidermis de las cosas, tocando casi al corazón de toda vida, es la pasión de Dostoiewski. Este novelista aspira a conocer al hombre a la vez como unidad y pluralidad, mirando a simple vista y contemplando a través de su aguda lente; por eso su realismo, a la par esciente y visionario, en que la potencia del microscopio se une a la clarividencia del iluminado, está separado por un abismo muy hondo de eso que llaman los franceses “realismo” y “naturalismo”. En efecto: aunque Dostoiewski, en sus análisis, sea más exacto y vaya más allá que los que se llamaron “naturalistas consecuentes” ––con lo cual querían dar a entender, sin duda, que llevaban su realismo hasta el fin, mientras que Dostoiewski no respeta ningún fin, ninguna frontera––, su psicología tiene las raíces en otra esfera del espíritu creador. El naturalismo exacto tipo Zola desciende en derechura de la ciencia. Es una psicología experimental vuelta del revés, encadenada al estudio y a la experiencia, condenada al sudor y a la sujeción. Para dar colorido natural a Salambó o a las Tentaciones, Flaubert destila en la retorta de su cerebro dos mil volúmenes de la Biblioteca Nacional de París; Zola, antes de sentarse a escribir una línea de sus novelas, anda azacanado durante varios meses, de acá para allá, como un reportero con su carnet de notas, observando el tráfago de la Bolsa, la vida de los talleres y los bazares, para copiar los modelos y cazar los hechos. Pues eso son estos escritores: copistas del mundo, para quienes la realidad es una sustancia fría, ponderable, manifiesta. Todo lo ven con el ojo alerta, calculador, del fotógrafo, que tara y destara las imágenes. Son fríos –– científicos del arte, que coleccionan, mezclan y destilan los elementos que la vida les ofrece, en una especie de química analítica y sintética.

En el proceso de observación que sigue el ojo de Dostoiewski hay siempre algo de diabólico. Y si el arte de aquéllos es ciencia, el de éste es magia. No es química experimental, sino alquimia de la realidad, astrología del alma y no astronomía.

Dostoiewski no es un frío investigador. Desciende a las galerías más profundas de la vida como un alucinado, sin sentir el espanto de las simas satánicas. Y con todo, su rápida visión es más perfecta, más real que la de ninguno de aquellos observadores sistemáticos.

Sin coleccionar, tiene a mano siempre los materiales que necesita. Sin calcular, su medida es infalible. Sus diagnósticos de visionario sorprenden el misterioso origen en la fiebre de los fenómenos, sin que para ello necesite tocar siquiera el pulso de las cosas. Su ciencia tiene parte de soñador y de iluminado; su arte, parte de magia. Su mirada de mago traspasa la corteza de la vida, para absorber la sabia fluida y dulce. Y su visión, que sube siempre de la hondura de su propio ser, aunque ésta sea omnisciente; de la médula y el nervio de su naturaleza demoníaca, supera en veracidad y en realidad a la de todos los realistas. Como un místico, lo conoce todo por dentro. Sólo un signo, y le veréis asir faústicamente el Mundo. Sólo una mirada, y le veréis trazar su imagen. Y sus imágenes no necesitan mucho dibujo, ni ese trabajo de acarreo que es el detalle. Sus trabajos son mágicos. Evoquemos por un momento las grandes figuras de este realista: Raskolnikov, Alioscha y Fedor Karamàzov, Mischkin, todos estos seres que viven con vida tan real y tan potente dentro de nosotros ¿dónde los pinta su creador? A lo sumo emplea tres líneas en dibujar su fisonomía, con una especie de rasgos taquigráficos. Una palabras de acotación: cuatro o cinco indicaciones breves sobre la expresión del personaje: eso es todo. La edad, la profesión, la categoría social, el vestido, el color del pelo, el semblante, todas esas descripciones que parecen tan esenciales para la filiación de una persona, las concentra su pluma en rápidos trazos de una concisión estenográfica. Y, sin embargo, ¡cómo palpitan de vida y cómo encienden nuestra sangre todas esas figuras! Compárense con este realismo mágico las descripciones meticulosas de cualquier “naturalista consecuente”. Zola, por ejemplo, antes de ponerse a escribir una novela, abre todo un expediente para cada figura, extiende –– todavía hoy pueden verse estos curiosos documentos–– una cartilla en toda regla, una especie de pasaporte, a cada personaje que traspone el umbral de sus novelas. Mide su talla en centímetros; toma nota de los dientes que le faltan; cuenta cuidadosamente las verrugas que tienen en la cara; nos dice si su barba es dura o suave; repasa su piel grano por grano; le toca las uñas; conoce la voz, el aliento de todos sus personajes; investiga la limpieza de su sangre, su herencia y sus taras; consulta sus cuentas en el Banco, para saber a cuánto ascienden sus ingresos. Mide y sopesa todo lo que desde fuera puede medirse y sopesarse. Y con todas estas medidas, tan pronto como empiezan a moverse los personajes, la unidad de visión se esfuma, y el mosaico, tan trabajosamente ensamblado, se deshace en mil añicos. Lo que queda es algo aproximado a un alma, pero no se ve el hombre viviente.

Los naturalistas franceses ––y por aquí fracasa su arte–– pintan a sus hombres concienzudamente en los umbrales de la novela, cuando están parados; los pintan, con parecido perfecto, cuando duerme su alma y sus imágenes tienen, así, la estéril fidelidad de la mascarilla. Se ve muy bien al muerto, se ven sus facciones: lo que no se ve es la vida que circula por dentro. Precisamente aquí, donde acaba este naturalismo, es donde empieza el naturalismo inquietantemente grandioso de Dostoiewski. Sus hombres sólo cobran vida y plasticidad en las emociones, en la pasión, en la exaltación. Y, al contrario de aquellos novelistas, que se esfuerzan por representar el alma a través del cuerpo, éste modela el cuerpo sobre el alma; y es menester que la pasión ponga rígidos y tensos los rasgos de sus criaturas, que el ojo se humedezca de emoción, que caiga la máscara de la quietud burguesa y se rompa la tiesura del alma, para que sus imágenes se enciendan de vida y realidad. En este momento, cuando el hierro de sus hombres se pone candente, el blanco, es cuando Dostoiewski, el visionario, coge el martillo para forjarlos sobre el yunque.

No son, pues, casuales, sino buscados y de propósito, esos contornos oscuros y un poco sombreados que tienen, en Dostoiewski, las primeras descripciones. Al entrar en una de sus novelas tenemos la impresión de penetrar en una cámara oscura. Al principio no se ven más que sombras, y se oyen voces confusas, sin saber a ciencia cierta de dónde vienen. Poco a poco, va uno acostumbrándose a estas sombras, y el ojo se aguza: como en los cuadros de Rembrandt, de la espesa penumbra empieza a irradiar ese fino fluido inmaterial que se derrama sobre la imágenes. Para que se proyecten en la luz, es menester que la pasión ilumine. El hombre de Dostoiewski tiene que encenderse interiormente para hacer visible; para resonar tienen que ponerse en tensión sus nervios, hasta romperse: “El cuerpo se forma, aquí, en torno a un alma, y la imagen cristalizada en torno a una pasión”. Y entonces, sólo entonces, cuando ya arde el fuego en todas las figuras, cuando todas se están consumiendo en su extraña fiebre ––todos los hombres de Dostoiewski son febriles en pie––, es cuando comienza el realismo demoníaco de este autor, cuando suena aquella batida mágica tras los detalles, cuando el novelista persigue sin descanso los más insignificantes movimientos de sus criaturas, cuando socava en ellas buscando las sonrisas y se agazapa en las guaridas sinuosas donde se esconden los oscuros sentimientos, y sigue las huellas más tenues de sus pensamientos, hasta el reino de sombras de lo desconocido. Cada minuto cobra, ahora, relieve plástico; cada idea, claridad cristalina, y cuanto más las almas, aguijoneadas, se enredan en la maraña dé lo dramático, más se enciende su interior, más traslúcido es su ser. Esos estados inaprensibles que caen ya en el más allá; esos estados enfermizos, hipnóticos, de éxtasis, de epilepsia, son cabalmente los que tienen en Dostoiewski la precisión de diagnósticos clínicos, los diáfanos contornos de una figura geométrica. En estos momentos, al ojo del poeta no se le escapa el más fino matiz; su aguzada sensibilidad no pierde la más leve oscilación. Aquí donde fracasan los demás artistas, donde apartan la vista como cegados por la luz sobrenatural, es donde triunfa y mejor resalta el realismo dostoiewskiano. Y en estos momentos, en que el hombre toca los confines extremos de su humanidad, en que la clarividencia es ya casi locura y la pasión crimen, es cuando se nos ofrecen la visiones más imborrables de su obra. Si traemos al recuerdo la imagen de Raskolnikov, no le veremos corriendo las calles ni sentado en su cuarto; no veremos al estudiante de medicina de veinticinco años; al hombre enfrentado con tales o cuáles sucesos del mundo exterior, sino que se alzará en nosotros la visión dramática de su insana pasión, cuando, con mano temblorosa y las sienes perladas de frío sudor, sube como un sonámbulo las escaleras de la casa en que asesinó; en aquel trance misterioso en que, para gozarse otra vez de sus tormentos, tira de la campanilla de latón que hay a la puerta de la víctima. Y a Dimitri Karamazov nos le representaremos espumante de ira, de pasión, en el suplicio del interrogatorio, en el momento en que deshace la mesa de un puñetazo, en un ataque de furia. Es siempre en el momento de suprema excitación, en el apogeo de sus sentimientos apasionados, cuando vemos adquirir vida y plasticidad al hombre de Dostoiewski.

Y así como Leonardo, en sus grandiosas caricaturas, dibuja lo que sorprende de grotesco en el cuerpo, las anormalidades de lo físico en que se rompen la formas comunes, Dostoiewski se apodera del alma del hombre en los momentos de frenesí, siempre en aquel segundo en que se asoma sobre el borde extremo de sus posibilidades.

Los estados mediocres, ordinarios, le son odiosos, como toda transacción y toda armonía: sólo lo extraordinario, lo invisible, lo demoníaco, incita su pasión de artista y la empuja al más exaltado realismo. Jamás ha conocido el arte escultor más valiente de lo desmesurado ni la ciencia anatómico más fino de las almas enfermas y excitables.

El instrumento ––instrumento misterioso–– con que Dostoiewski penetra en las honduras de sus personajes es la palabra. Goethe lo pinta todo con la mirada. Y si éste es ––cómo Wagner ha advertido, en parangón muy feliz–– el artista de lo visual, Dostoiewski lo es de lo auditivo. Para sentir visibles a sus criatura, tienen que oírlas hablar, dejarlas hablar. Merechkowski lo ha dicho también con gran diafanidad, en su estudio genial de los dos novelistas rusos: “en Tolstoi, oímos porque vemos; en Dostoiewski, vemos por que oímos”. Sus hombres mientras están callados, son sombras, son larvas. La palabra es el rocío que fecunda sus almas: en la conversación se abre su interior como una flor fantástica, enseña sus colores, descubre el polen de su feracidad.

Discutiendo, estas almas se acaloran, despiertan de su sueño, y el hombre apasionado, el hombre despierto, es ––ya lo he dicho–– el único que suscita el sentimiento artístico de Dostoiewski. El artista les arranca las palabras del alma, para, por ella, apoderarse de ésta. Aquella clarividencia psicológica del detalle que es don diabólico de este poeta, tiene su órgano, en realidad, en una inaudita finura de oído. No hay en toda la literatura universal nada más perfectamente plástico que los dichos de las novelas de Dostoiewski.

La colocación de las palabras es siempre simbólica; el lenguaje, característico; nada es casual en estas expresiones; cada sílaba rota, cada sonido saltado, tienen su poderosa razón de ser. Cada pausa, cada repetición, cada descanso para tomar aliento, cada balbuceo está allí porque es imprescindible para que, por debajo de las palabras pronunciadas o no pronunciadas, se perciban las pulsaciones contenidas; y en la conversación derraman estos seres todas las emociones secretas de su alma. Oyendo hablar a un tipo de Dostoiewski, sabemos lo que dice y quiere decir, y sabemos también lo que calla. Y este realismo genial que sabe oír en las almas, penetra, íntegro, en las reconditeces más misteriosas de la palabra; en los yermos pantanosos, entrecortados, del hablar embriagado de los locos; en los éxtasis alados, jadeantes, del ataque epiléptico; en la maleza confusionista del mentiroso. En el vapor del discurso apasionado se escapa el alma, que va cristalizando, poco a poco, en el cuerpo. Sin que sepamos cómo, entre el vaho de las palabras entre el humo de haschich de la conversación va dibujándose en imagen corpórea la visión de Dostoiewski. Y lo que los otros quieren conseguir con sus trabajosos mosaicos, con sus colores, sus dibujos y su imitación, lo logra en éste el milagro de la palabra, en la que se plasman visionariamente, las fisonomías y las figura.

En estas novelas sueña uno a los personajes, por arte de magia, con oírles hablar. Bien puede el autor omitir las pinturas, pues, bajo la sugestión hipnótica de lo que dicen sus personajes, el mismo lector se torna visionario. Sírvanos de ejemplo aquel viejo general que sale en El Idiota, mentiroso patológico, que camina al lado del príncipe Mischkin y le cuenta sus recuerdos. Empieza a mentir va deslizándose cada vez más veloz por la pendiente de la mentira, y acaba por enredarse en su propio enredo, sin saber cómo salir de él. Y habla, habla, habla, ... Y sus mentiras llenan páginas enteras.

Dostoiewski no se detiene una sola línea a pintarnos el gesto de este hombre; pero oyéndole, por sus palabras, sus tropiezos, sus balbuceos, su agitación nerviosa, nos le representamos caminando junto al príncipe; le vemos trabarse en sus mentiras, levantar los ojos, mirar con cautela a su acompañante; temeroso de su desconfianza; detenerse, esperando a que el otro le interrumpa. Y vemos las gotas de sudor que perlan su frente; vemos cómo su rostro, que al empezar tenía el arrobo del entusiasmo, se va tiñendo de angustia; cómo se encoge, temeroso de la reprimenda, como el perro que barrunta el castigo. Y nos imaginamos al príncipe, y vemos cómo se da cuenta de los esfuerzos del mentiroso y los repele. Ya decimos que no hay en Dostoiewski una sola línea de descripción, y, sin embargo, nos parece estar viendo, con apasionada claridad, cada arruga de la cara de estos dos personajes. No sabe uno dónde se esconde el arcano de este mago de la palabra: si en el tono o en la composición; pero es algo tan portentoso, que hasta en la inevitable coagulación que todo trasiego a una lengua extraña significa, sigue vibrando entera el alma de sus criaturas. Todo el carácter de estos hombres se cifra en el ritmo de sus discursos. Y la intuición genial que ello supone se acusa a veces en una minucia, casi en una sílaba. Así, cuando Fedor Karamazov escribe en el sobre dictado a Gruschenka, al lado de su nombre, aquello de “a mi pastelito”, le parece a uno estar viendo la cara del viejo, su cara de libertino senil y sus dientes podridos, con la saliva fluyéndole a los labios, y en éstos el rictus de una sonrisa. Y cuando en La casa de los Muertos aquel sádico comandante, azotando a los presos, se marca el diapasón ––”!Hiebé! ¡Hiebé! “––, con este detalle insignificante nos desnuda todo su carácter y a través de él nos lo representamos ––imagen inflamada–– jadeante de ansia, con los ojos encendidos, la cara roja, poseído hasta el agotamiento por el goce del mal. Estos pequeños trazos realistas, sutiles, que se agarran al sentimiento como anzuelos afilados y le arrastran sin resistencia a compartir las emociones de una vida extraña, son los recursos más poderosos de este artista, a la par que el triunfo supremo del realismo intuitivo sobre el naturalismo programático. Dostoiewski no prodiga, ni mucho menos, estos detalles. Pone uno allí donde otros pondrían ciento; pero atesora estas minuciosidades crueles de la gran verdad con voluptuoso refinamiento, y nos sorprende con ellas precisamente en los momentos de apogeo y éxtasis, cuando menos se las esperaba. Su mano inexorable pone siempre la gota de bilis terrena en la copa del entusiasmo, pues para él no cabe verdad ni realidad donde asome un resabio de romanticismo o sentimentalismo. No olvidemos que Dostoiewski no es sólo un mártir del contraste, que es también su misionero. En el arte, como en la vida, su pasión es fundir los dos extremos, hermanar la más cruel, la más desnuda, la más fría y la más sucia de las realidades con los sueños más nobles y más sublimes. Quiere que en todas las cosas terrenas sintamos en soplo divino: en el realismo, la fantasía; en lo sublime, lo vulgar; en el espíritu aéreo, la amarga sal de la tierra, y todo siempre y a un tiempo mismo. Quiere que gocemos de la vida en sus dos polos, como él mismo la goza y la siente, sin apetecer tampoco aquí la armonía ni la transacción. En ninguna de sus obras falta ese desgarrón donde con un detalle impío hecha por tierra la exaltación más ideal y pone ante lo más sagrado de la vida la mueca sarcástica de su vulgaridad. En la tragedia de El Idiota, por ejemplo, se ven bien claros estos momentos agudos de contraste. Rogoschin, que ha asesinado a Nastasia Philipowna, busca a Mischkin, hermano de la víctima. Le encuentra en la calle. Le toca apenas con la mano, mas no necesitan hablarse: un terrible presagio lo dice todo. Atraviesan la calle y se dirigen a la casa donde yace el cadáver. Un presentimiento indecible de grandeza y de solemnidad se apodera de uno; es de esos segundos en que resuenan las esferas. Los dos enemigos de toda una vida, hermanos en el sentimiento, entran en el cuarto donde está el cuerpo de Nastasia. El corazón nos anuncia que estos dos hombres van a decirse sus palabras últimas y supremas junto al cadáver de la mujer que fue la causa de su discordia.

Y hablan... y el cielo se hunde ante la desnuda y brutal frialdad terrena, abrasadamente terrena, diabólicamente espiritual. Lo primero, lo único que se les ocurre, es preguntarse si el cadáver se corromperá. Y Rogoschin dice, con cortante indiferencia, que, en previsión de eso, ha comprado unos cuantos metros de “buena tela encerada americana”, y la ha rociado con “cuatro frascos de un líquido desinfectante”.

Estos son los detalles que yo llamo sádicos, satánicos, en las novelas de Dostoiewski, porque aquí el realismo meticuloso es ya algo más que un recurso técnico: es una venganza metafísica, la explosión de una misteriosa voluptuosidad, de un desengaño irónico, avasallador. En la precisión matemática del número –– “¡cuatro frascos!” ––, en la minuciosidad cruel del detalle –– “buena tela encerada americana”––, se ve la fruición, el gozo de romper la armonía del alma, el afán cruel de hacer saltar la unidad del sentimiento. Aquí, la verdad traspasa sus lindes y se hace exceso, vicio y sadismo. Este espantoso caer de bruces desde el cielo del entusiasmo contra el sucio suelo de la realidad, haría insoportable a Dostoiewski si esta misma potencia de contraste no engendrase en él otros momentos antagónicos en que los éxtasis más nobles del alma brotan constantemente de los rincones más viles de aquella realidad misma. Recordemos una vez más el mundo de este poeta. Mirado socialmente, es una gusanera pegada a los sumideros de la vida, verbenando siempre en las esferas más sombrías de la privación y la miseria. El novelista ––tan antisentimental como antirromántico––lleva de propósito su escenario al foco de la vulgaridad. Sucias tabernas que apestan a vaho de cerveza y aguardiente; cartuchos angostos y tenebrosos como ataúdes, separados sólo por tabiques de madera; jamás un salón confortable, un hotel, un palacio, un escritorio. Y para poblar esta escena busca también, de propósito, las figuras de exterior más mísero, mujeres tísicas, estudiantes andrajosos, zánganos, disipados, rateros; nunca un personaje de la sociedad. En medio de esta oscura vulgaridad, coloca el poeta las mayores tragedias de su tiempo. Y del seno de lo miserable vemos alzarse fantásticamente lo sublime. Nada más diabólico en Dostoiewski, que este contraste de la sobriedad externa con la embriaguez interior, de la riqueza pródiga del corazón con la pobreza del entorno. Junto al vaso de aguardiente, un borracho anuncia la venida del Tercer reino, y Alioscha, el santo, cuenta la leyenda más conmovedora con una prostituta sentada en sus rodillas, en prostíbulos y garitos vemos encenderse apostolados de bondad y anunciación, y la escena más sublime de Crimen y castigo, cuando Raskolnikov, el asesino, se postra ante el dolor de la Humanidad, se desarrolla en el refugio de una prostituida que arroja un pobre sastre tartamudo.

La sangre de la pasión de este poeta se derrama sobre la vida como un Apocalipsis, en un torbellino incesante, helado unas veces, otras hirviente, pero jamás tibio. En su frenesí de contraste, hermana constantemente lo sublime con lo vulgar, y el sentimiento excitado pasa sin transición de la quietud al desasosiego. Por eso el lector, en estas novelas, no encuentra nunca descanso, ni su respiración fluye sosegadamente, gozando de ese ritmo suave y musical de otras lecturas; el alma salta trémula como impulsada por descargas eléctricas, de página en página, y en cada nueva página se siente más desasosegada, más excitada, más ardiente, más encendida en curiosidad. Subyugados por su potencia creadora, el poeta nos forma a su imagen. Y sentimos que se rompe en nuestro interior la unidad del sentimiento, como se rompe en el pecho del creador, antagonista eterno, eternamente parado en la encrucijada del dualismo, y en el pecho de sus criaturas.

He ahí la característica perenne y genuina de la obra de Dostoiewski, a que sería degradación aplicar ese apelativo de “técnica”, que trasciende a oficio, pues es un arte que emana de la personalidad misma del poeta, del antagonismo candente y primigenio de su sensibilidad. Su mundo tiene de verdad patente y de misterio, de intuición visionaria de la realidad, de ciencia y de magia. Lo más inaprehensible se torna, aquí, en verdad asequible a la inteligencia; lo más claro cobra contornos inaccesibles; y aunque los problemas rayen en los linderos de las extremas posibilidades, no caen jamás en lo fantasmagórico. Aquellos detalles meticulosos de realismo y de visión clavan sus figuras a la tierra con fuerza invencible sin que ninguna se pierda en la sombra. Cuando Dostoiewski pinta una imagen, es que se ha adueñado mágicamente de su ser hasta el último nudo de sus fibras nerviosas; que ha buceado en ella hasta el fondo abisal de sus sueños; que ha penetrado, febril, en sus pasiones y ha cernido su embriaguez espiritual.

Jamás se pierde, en sus manos, un respiro de la sustancia anímica; jamás se le escapa un pensamiento. Eslabón por eslabón va forjando a martillo la cadena psicológica con que sujeta a los prisioneros de su arte. No hay un solo error psicológico, un solo amaño que no ilumine su inteligencia mágica, su lógica de visionario. Jamás se le desliza una falta, una sola infidelidad contra la verdad interior. Y sus obras atesoran monumentos maravillosos de espíritu y de visión que la mirada no puede abarcar ni el tiempo destruir.

Aquel duelo dialéctico que se libra entre Porfiri Petrowitsch y Raskolnikov, aquella arquitectónica del crimen, aquel laberinto lógico de los Karamazov, son monumentos de espíritu sin igual, infalibles como las matemáticas, y, sin embargo embriagadores como la música. Las fuerzas supremas de la inteligencia se hermanan aquí con el don visionario del alma en una verdad nueva y más profunda de la que hasta venir él conocía la Humanidad.

¿Cómo, entonces ––no hay más remedio que enfrentarse con este–– interrogante y despejarlo––, a pesar de toda esa perfección diabólica de la verdad que encierra la obra de Dostoiewski, esta obra, la más terrenal de todas las obras de novelista, se nos aparece con el color de lo irreal, de un mundo que, aunque sea tal, se nos antoja extraño o superior al nuestro, nunca este mundo en que vivimos? ¿Por qué nos detenemos ante ella, tocados en lo más íntimo y en lo más hondo de nuestros sentimientos, y, sin embargo, tomo sorprendidos? ¿Por qué en todas estas novelas parece que arde como una luz artificial y que los cuerpos que alumbra son como entes de ensueño o alucinación? ¿Por qué este realista extremo aparenta ser más bien un sonámbulo que un pintor de la realidad? ¿Por qué, con todo su fuego, con todo el exceso de presión que guarda su obra, no calienta en ella el sol fecundante, sino una luz mortecina y dolorosa, turbadora y sangrante; por qué sentimos que esta pintura de la vida, la más fiel que se haya escrito, no es, sin embargo, la vida misma, no es nuestra propia vida? Intentaré contestar a estas preguntas. Para Dostoiewski no es demasiado alto ningún punto de comparación; sus obras pueden contrastarse con las más elevadas y las más imperecederas de la literatura universal. Yo no creo que la tragedia de los Karamazov sea inferior a los embates de la de Orestes, a la épica de Homero, a la línea sublime de la obra de Goethe. Más bien diría que todas estas obras son más sencillas, más tersas, menos ricas de conocimiento, menos preñadas de futuro que la epopeya del poeta ruso. Pero, en cambio, son más gratas y más suaves para el alma, y ofrecen al sentimiento una redención, allí donde Dostoiewski sólo brinda ciencia. Y si consiguen este apogeo de serenidad es precisamente ––a mi modo de ver–– por no ser tan humanas, tan puramente humanas. Al fondo de ellas se ve siempre el cielo radiante, el mundo, el olor de los campos, y en lo alto un cielo estrellado al que puede huir y refugiarse, liberándose y serenándose, el alma angustiada. Homero pone una tregua en sus combates, en las matanzas más encarnizadas de los hombres, para pintar en dos trazos el paisaje, y en su descripción respiramos la brisa salina del mar, vemos refulgir sobre la sangre la luz plateada de Grecia; y así arrullado, ante la imagen eterna de las cosas, el sentimiento contempla la furia aniquiladora de los hombres como un extravío insignificante. Y el alma respira, redimida de la aflicción humana. También Fausto tiene su día de sol pascual, su tormento se diluye en la Naturaleza pletórica y su gozo se confunde con la primavera del mundo. En todas estas epopeyas viene la Naturaleza a redimir al hombre de sus angustia. En Dostoiewski no hay paisaje, no hay sedativo en que se afloje la tensión. El cosmos de este poeta no es el mundo, sino el hombre, y sólo el hombre. Su oído es sordo a la música, su ojo ciego para los colores, velado al paisaje: paga la ciencia incomparable e inescrutable que tiene para el hombre con una indiferencia inaudita ante la Naturaleza ante el arte. Por eso su obra como todo lo que es exclusivamente humano, peca de insuficiencia. El Dios de Dostoiewski sólo mora en el alma, abstraído de las demás cosas; a su poesía le falta aquel grano precioso de panteísmo que hace tan gratos y tan consoladores los poemas griegos y los alemanes. Todas sus tragedias se desarrollan en cuartos ahogados, en calles negras de hollín, en tabernas apestantes, donde no entran el aire del cielo ni el ritmo de las estaciones a barrer y a clarificar el vaho humano y sombrío que allí se respira. ¿En qué época del año, en qué paisaje ocurren sus grandes obras Crimen y Castigo, El idiota, los Karamazov, El adolescente? ¿En verano, en la primavera, en el otoño? Acaso el autor lo diga en alguna parte, pero en el ambiente mismo de la obra no se percibe. No se respira, no se paladea, no se adivina, no se vive.

Todas discurren en el mismo lugar: en algún rincón oscuro del corazón, iluminado a ratos por los rayos de la ciencia que lo ausculta; en las concavidades de algún cerebro, sin flores ni estrellas, sin silencio y sin paz. El humo de las grandes ciudades ennegrece el cielo en que respiran estas almas. Les falta un retiro a que puedan acogerse para redimirse de lo humano, aquel bendito sedante que es la mejor medicina del hombre, en que la mirada, apartándose de sí y de sus tormentos, se reposa en el mundo desapasionado e insensible. Esta es la parte sombría de los libros de Dostoiewski: sus personajes se recortan como sobre un muro gris de miseria y tenebrosidad; no se les ve moverse, libres y claros, en la atmósfera de un mundo real, sino rodar por un infinito de puro sentimiento.

Su esfera es el mundo del espíritu y no la Naturaleza; su mundo, la pura Humanidad.

Y, sin embargo, hasta su misma humanidad, a pesar de lo maravillosamente verdadero de sus personajes y de lo infalible de su mecanismo lógico, es, en conjunto y en cierto sentido irreal: sus hombres tienen algo de imágenes de pesadilla, y parece que se deslizan en el vacío como sombras que se arrastrasen: Mas esto no acusa falsedad en tales figuras: pecan, al contrario, de supraverdaderas. Aunque la psicología de Dostoiewski es infalible, sus hombres no están vistos plásticamente, sino sublimemente y sublimemente sentidos, modelados exclusivamente sobre el alma, sin mezcla de corporeidad. Por esto dejan en nosotros la sensación de sentimientos humanizados que pasan por la vida con pisada leve, seres hechos no más que de nervios y alma, en los que casi no se advierte la sangre y la carne por donde discurre ese fluido. Apenas ofrecen el menor contacto corporal a nuestros sentidos. En las veinte mil páginas de la obra de este poeta, ninguna de sus criaturas se nos revela sentada, comiendo o bebiendo, sino siempre abstraídas en el mundo de sus sentimientos, hablando, luchando. No las vemos dormir ––sólo soñar, en sus visiones––, ni descansar; siempre se nos presentan febriles, siempre cavilantes. Jamás sorprendemos a uno de sus hombres vegetativo, enraizado, animalizado, apático; los vemos siempre en movimiento, inquietos, excitados, en tensión, y siempre, siempre alertas. Alertas hasta el exceso. Todos tienen la presbicia espiritual de su creador; todos son telépatas alucinados, todos hombres típicos y penetrados de ciencia psicológica hasta los senos más profundos ––de su ser. En la vida corriente, la mayoría de los conflictos que se producen entre los hombres, y los de éstos con el Destino, nacen de no entenderse, de ser el suyo un entendimiento puramente terrenal. Shakespeare, otro gran psicólogo de la Humanidad, construye la mitad de sus tragedias sobre esta ignorancia innata, sobre esta tiniebla que se levanta como una fatalidad, como piedra de escándalo, entre los hombres.

El rey Lear desconfía de su hija por no sospechar siquiera la nobleza de su corazón, la magnitud del amor que se esconde bajo su timidez; Otelo hace de Yago su confidente; César ama a Bruto, su asesino; todos caen víctimas del verdadero demonio que gobierna el mundo terrenal: el error. Esta insuficiencia de los sentidos humanos es, en Shakespeare, como es en la vida, la fuerza trágica propulsora, la fuente de todos los conflictos. Mas los hombres de Dostoiewski, superpresentes, no conocen el error.

Todos se adivinan proféticamente, todos se comprenden y ven en las almas de los demás, nada se hurta a su exploración, y jamás les sorprende el desengaño, jamás la extrañeza, pues cada alma abarca, en su misterioso don de presciencia, el sentido de las demás. Lo inconsciente y lo subconsciente toman en estos espíritus dimensiones monstruosas: todos son profetas, todos adivinos y visionarios, penetrados de esa mística penetración del ser y el saber que tienen de su creador. Rogoschin asesina a Nastasia Philipowna. Ella sabe que este hombre ha de asesinarla, desde el primer día que la mira; se le revela ese presentimiento todas las veces que le oye hablar; huye de su lado, porque lo sabe, pero torna a él, porque ansía su propio destino. Sabe, mucho antes, hasta el cuchillo con que ha de matarla. Y Rogoschin lo sabe también. Y lo sabe Mischkin. Y sus labios tiemblan, si por acaso sorprende a su amigo jugando distraídamente con aquel cuchillo, mientras le habla.

Y lo mismo en el asesinato de Karamazov: en todos vive el presentimiento de lo que va a ocurrir, sin que nadie tenga ningún motivo para estar cierto de que va a ocurrir. El Staretz cae de rodillas porque presiente el crimen, y hasta Rakitin, el burlón, lee en este su destino. Alioscha besa a su padre en el hombro al despedirse, pues también a él le dice el corazón que no volverá a verle. Iván se marcha a Tchermaschnja para no ser testigo del crimen. El sucio Smerdiakov se lo anuncia sonriendo. Todos, todos, lo saben, y saben hasta la hora y el sitio, por una supersaturación de ciencia profética, inverosímil en su mismo exceso. Todos son profetas, en este mundo; todo lo saben y lo comprenden todo.

Y aquí, en el terreno de lo psicológico, volvemos a encontrarnos con aquella forma doble en que se proyecta, para este artista, toda verdad. Dostoiewski conoce al hombre más profundamente que nadie antes que él, pero Shakespeare le es superior en conocimiento de la Humanidad. El poeta inglés conoce el tejido de la vida, coloca lo vulgar y lo indiferente junto a lo grandioso; Dostoiewski lo exalta todo al infinito.

Shakespeare conoce el mundo hecho de carne; Dostoiewski, el mundo todo de espíritu. El mundo de este novelista, es, acaso, la más perfecta alucinación del mundo real, una típica y profética pesadilla del alma, un sueño que sobrepasa a la realidad; pero siempre un mundo realista, que a fuerza de realismo se rebasa a sí mismo hasta rayar en lo fantástico.

Dostoiewski, superrealista, infractor de todas las fronteras, no se limita a pintar la realidad: la exalta sobre sus propios goznes.

Y es que el arte de este creador modela al mundo desde dentro, sobre el alma, y aquí, desde dentro lo encadena y lo redime. Esta clase de arte, la más profunda y humana de todas, no tiene precedente en la literatura, en la rusa ni en la de ningún otro pueblo. Sólo, acaso, algún afin remoto. Las convulsiones y la miseria de estos hombres, doblados bajo la garra de un destino avasallador, la copa rebosante de tormento en que beben, recuerdan a veces a los trágicos griegos, y a veces también a Miguel Ángel, por la tristeza mística, broncínea, irredimible de sus almas. Pero el verdadero hermano del arte de Dostoiewski a través de los tiempos es Rembrandt. Los dos tienen tras sí una vida de sufrimientos, de privaciones y de desprecios; los dos se ven repudiados de los bienes terrenos, azotados por los sicarios del dinero y empujados a los más bajos fondos de la existencia humana.

Ambos saben del sentido creador del contraste, del combate eterno de la luz y la tiniebla, y saben que no hay belleza más honda que la belleza santa del alma forjada sobre la sobriedad del ser. Dostoiewski busca sus santos entre los aldeanos rusos, los jugadores y los criminales; Rembrandt recluta los modelos para sus cuadros bíblicos en las callejuelas del puerto; ambos descubren en las formas ínfimas de la vida una belleza nueva y misteriosa; ambos encuentran a su Cristo en las heces del pueblo. Los dos conocen las constantes acciones y reacciones de las fuerzas terrenas, la luz y la sombra, tan poderosas en la vida como en las almas, y saben que aquí como allí la luz brota siempre de los últimos senos de la oscuridad. Conforme nos adentramos en la hondura de los cuadros de Rembrandt, de los libros de Dostoiewski, sentimos que se van encendiendo ante nuestros ojos el secreto último de las formas cósmicas y espirituales; la omnihumanidad. Y donde el alma, al principio, sólo creía ver formas sombrías, turbias realidades, descubre, levantándose en el fondo y bañándola de gozo cognoscente, una luz insospechada: aquel resplandor sagrado que pone una corona de martirio sobre la frente de las cosas supremas de la vida.

 

ARQUITECTURA Y PASIÓN

Que celui aime peu qui aime la mesure.

LA BOÉTIE

 

“Todo lo llevas a términos de pasión”. Esta frase de Natasia Philipowna da en el blanco del alma de todos los hombres de Dostoiewski, y da, sobre todo, en el alma de su mismo creador. Este coloso sólo sabe situarse apasionadamente ante la vida, y la pasión llega al apogeo, naturalmente, ante su amor más apasionado: el arte. ¿Hace falta decir que, en este poeta, el proceso creador, el esfuerzo artístico, no se ajusta a cánones mesurados y armónicos, a los cánones de una arquitectura fría y calculadora? Dostoiewski escribe como vive; con el fuego de la fiebre. Bajo la mano que va cuajando las palabras en el papel, en diminutos y fluyentes hilos de perlas ––Dostoiewski tiene la escritura nerviosa de todos los hombres arrebatados––, martillea el pulso con aceleradas pulsaciones, y los nervios se agitan convulsos. Creación es, para este novelista, tormento, éxtasis, arrobo y anonadamiento, una voluptuosidad exaltada hasta el dolor, un dolor conmovido hasta la voluptuosidad, eterno espasmo, explosión volcánica incesante de su naturaleza avasalladora. A los veintidós años escribe “con lágrimas” su obra primeriza: Gente pobre, y desde entonces el trabajo será para él invencible crisis y enfermedad. “Trabajó nerviosamente, entre tormentos y preocupaciones. Y si el trabajo es intenso, me enferma físicamente”. La epilepsia, su mística enfermedad, se adueña de él con su ritmo febril y acuciante, con sus frenos oscuros, misteriosos, y penetra hasta las vibraciones más finas de su obra. Dostoiewski crea con todo su ser, poseído de furor histérico. Y en este fuego de pasión se funde y se troquela hasta lo que parece más insignificante e indiferente de su labor, como los artículos de periódico. Jamás produce con las fuerzas libres y sueltas de su potencia creadora, con la mecánica de la mano, con la fácil habilidad de la técnica, como en un juego: su excitabilidad física reacciona y se yergue siempre, y siempre total, ante el menor suceso, y la vibración llega hasta el último nervio de su vida, y el autor padece y compadece ante el menor de sus personajes. Todas sus obras se forman por avulsión, al golpe explosivo de furiosas tormentas, bajo una presión atmosférica insostenible. Dostoiewski no sabe producir sin poner toda su alma en lo que produce, y de él puede decirse lo que se dijo de Stendhal: “Lorsqu'il n'avait pas d'émotion, il était sans sprit”. Cuando dejaba de apasionarse, Dostoiewski dejaba de ser poeta.

Pero la pasión, en arte, puede ser elemento tan deletéreo como creador. Es menester que la inteligencia clara desprenda las formas eternas del caos de fuerza que ella conjura.

Todo arte necesita de la inquietud como acicate de creación; pero a su apogeo ha de presidir, en no menor medida, una serenidad de ponderación superior y meditada. La poderosa inteligencia de Dostoiewski, aquella agudeza de espíritu que penetraba en la realidad con fulgor diamantino, conoce bien la frialdad de mármol y de bronce que irradia de las grandes obras de arte. Ama y diviniza la grandiosa arquitectónica; traza líneas magníficas en que se ordena, con orden sublime, la imagen del Universo. Pero la pasión inunda constantemente los cimientos de su arquitectura. El eterno antagonismo de inteligencia y corazón invade también su obra, y se traduce aquí en el contraste entre la arquitectura y la pasión. Es en vano que Dostoiewski artista se esfuerce por crear objetivamente, por mantenerse al margen de la vida que crea, que quiera limitarse a contar y a modelar, que pretenda ser épico, relator de sucesos y analizador de sentimientos. La pasión le arrastra irresistiblemente a padecer y compadecer con los dolores del mundo que evoca. Hasta en sus obras más logradas flotan siempre jirones del caos de los orígenes, y jamás triunfa en ellas completamente la armonía (“Odio la armonía”, grita Iván Karamazov, el personaje en quien se traducen los más secretos pensamientos de su autor). Y otra vez nos sale al paso el perenne pleito sin transacción, entre la forma y la voluntad, esta lucha sin tregua–– ¡oh desgarramiento irremediable que atraviesa todo el ser de este hombre, desde la fría corteza hasta el núcleo candente!–– entre lo externo y lo interior. Es el eterno antagonismo de su vida, que traspuesto a la obra épica se llama ––ya lo hemos dicho–– la pugna entre la arquitectura y la pasión.

La novela de Dostoiewski no domina jamás eso que en lenguaje literario se llama “el verbo épico”, el gran secreto de vestir la vida tumultuosa en un relato sereno, que va transmitiéndose de maestro en maestro a lo largo de infinitas generaciones, desde Homero hasta Godofredo Keller y Tolstoi. No. Este poeta nos' presenta su mundo apasionadamente, y sólo apasionadamente, emocionadamente, se puede gozar de él. En sus libros no se percibe nunca aquel sentimiento placentero, dulce, rítmico, arrullador; el lector no se siente nunca ajeno a los sucesos y seguro de ellos, al margen del acaecer, con la pura emoción espectacular de quien contempla la rompiente del mar desde la orilla, sino cogido en el nudo de la tragedia, atado a ella. Siente uno latir en la propia sangre, como una fiebre, la crisis de estos hombres, y arden en el sentimiento conmovido, como propios, sus problemas. El novelista nos sumerge con todos nuestros sentidos en la atmósfera candente de su mundo, nos empuja hasta el borde del abismo del alma, y nos deja allí, jadeantes, respirando angustiosos, con la sensación del vértigo. Y mientras nuestro pulso, al vivir esta vida, nos galope como el suyo al crearla; mientras no muerda en nosotros su misma pasión demoníaca, no podemos decir que su obra nos pertenece por entero; hasta entonces no es nuestra como nosotros suyos, en cuerpo y alma. Los hombres que sientan la épica de Dostoiewski han de ser hombres de alma tensa y exaltada: el poeta escoge sus lectores como sus héroes. Los consumidores de bibliotecas del alquiler, los placenteros pascantes de la lectura, los que sólo saben andar por la acera de los problemas trillados, deben renunciar a este autor, como él renuncia a ellos. Mas las ardientes, los apasionados, los abrasados en el sentimiento, encuentran aquí su verdadero mundo.

No puede negarse, ni hay por qué ocultarlo o disfrazarlo: la relación de Dostoiewski con sus lectores no es un coloquio amistoso y plácido, sino un verdadero duelo, erizado de instintos peligrosos, voluptuosos, crueles. No es un lazo de amistad y de confianza reposada, como en otros poetas, sino un vínculo de pasión, como el que une al hombre y a la mujer. Dickens o Godofredo Keller, contemporáneos suyos, van internando al lector en su mundo por la fuerza suave de la persuasión y la tentación de lo musical; van tejiendo agradablemente en torno a él la trama de los sucesos, y sólo apelan a su curiosidad, a su imaginación; no le piden nunca, como Dostoiewski, la entrega del corazón entero e inflamado. Este pasional quiere poseer a quienes penetren en sus novelas en todo su ser; no le basta la conquista del interés, de la curiosidad: quiere adueñarse del alma íntegra y hasta del cuerpo de sus lectores. Para ello, lo primero que hace es cargar de electricidad la atmósfera interior, espolear nuestra excitabilidad con exquisito refinamiento. Su voluntad apasionada se nos impone y anula la nuestra como en una especie de hipnotismo, de poder de inhibición: sus lentas conversaciones, fantásticas e inacabables, van velando el sentido del que lee, como el murmullo oscuro del hipnotizador; excita la atención con misterios y alusiones, hasta tocar en su nervio más íntimo. Mas no quiere tampoco que nos entreguemos demasiado rápidamente; alarga, con sabia perversidad, el martirio de la preparación; sentimos que la inquietud se apodera de nosotros sigilosamente, pero ante nuestra mirada y la perspectiva de los sucesos, la mano del taumaturgo interpone nuevos telones, desliza nuevas figuras. Se diría un erótico refinado que dilatase con satánica voluntad su entrega y la nuestra, esperando a que la presión interior y la excitabilidad atmosférica alcancen el infinito. Y el lector, oprimido por el Destino, siente que una nube tormentosa de tragedia va a descargar. ¡Qué angustia el tiempo que pasa en Crimen y castigo hasta que se sabe que todos aquellos inexplicables estados del alma del protagonista son el preludio de un crimen! Y, sin embargo, nuestros nervios adivinan en seguida algo espantoso, y en el cielo del alma se enciende, con fulgores de tempestad, el presentimiento aterrador.

La voluptuosidad sensual de Dostoiewski se embriaga en el refinamiento de la morosidad; sus remotas alusiones pinchan como alfilerazos en la piel de la sensación.

Yantes de desencadenar las grandes escenas, va acumulando, con lentitud diabólica, páginas y más páginas de un tedio místico y demoníaco, hasta que en la sangre del lector impresionable ––el que no lo sea no pude sentir esto–– se enciende una fiebre espiritual y un tormento físico. Es siempre el fanático del contraste arrastrado a los abismos del dolor por el goce de la tensión: hasta que en la caldera candente del pecho no hierve el sentimiento y sus paredes están a punto de estallar, no deja caer el martillo sobre el corazón, y entonces es cuando se rasgan las sombras, en uno de aquellos momentos sublimes, y en el cielo de su obra se enciende, con fulgor de rayo, la redención que ilumina el fondo de nuestras almas. Dostoiewski espera siempre a que la tensión sea insostenible, para desgarrar el misterio épico y aflojar la tirantez trágica del sentimiento en una emoción suave en que el pecho vuelve a respirar y en los ojos asoman las lágrimas.

Así es de sañuda, la voluptuosa, de refinada la pasión con que este novelista cerca a sus lectores. No es el luchador que venza y aniquile en el palenque, sino el alevoso que acecha a su víctima horas y horas, para en un segundo caer sobre ella y traspasarle con un estilete el corazón. Mas tan apasionada es su propia agitación, que casi dudamos de si, en justicia, puede contarse este poeta entre los épicos. Su técnica es explosiva: no va laborando pacientemente, a golpes de pico, las galerías de su obra, sino que condensa sus fuerzas en lo más íntimo, las apelotona, sin que ni una sola se descarríe, y en un momento, con una explosión, hace saltar la mina del mundo y el pecho redimido. Sus preparativos son subterráneos, sigilosos como una conspiración, y el golpe cae sobre el lector con la sorpresa instantánea del rayo. Y aunque se presienta la catástrofe como inminente, jamás se sabe en el pecho de cuál personaje ha enterrado el autor la mecha de la mina, ni de qué lado va a venir ni a qué hora la espantosa descarga. De todos los puntos arrancan galerías que van a confluir al crucero central de la historia, todos los personajes están cargados con la materia inflamable de la pasión, presta a saltar. Pero, ¿quién será el que encienda la mecha? De aquellos hombres, envenenados todos por la idea del crimen ¿quién será, por ejemplo, el que mate a Fedor Karamazov? El misterio lo oculta hasta el último instante, con arte inaudito, pues este novelista, que nos induce a presentirlo todo, guarda celosamente su secreto. Se siente al Destino fatal minar como un topo bajo la superficie de la vida, y cómo la mina va heredando hasta tocar a nuestro corazón, como el taladro se detiene a ratos amorosamente y nos devora en una tensión infinita, hasta que estalla el segundo indecible que desgarra como un rayo la atmósfera, irrespirable ya.

Hasta Dostoiewski no conocía la épica la potencia y envergadura de desarrollo que son necesario para lograr el apogeo instantáneo de estos pocos segundos, estos momentos de increíble concentración. Sólo un arte monumental como el suyo, de cósmica grandeza primigenia y de pujanza mística, podía culminar en semejantes minutos de intensidad.

Aquí la amplitud no es prolijidad, sino vasta arquitectura. El vértice de las Pirámides se yergue sobre bases gigantescas, y los puntos agudos de apogeo de las novelas de Dostoiewski reclaman sus dimensiones extraordinarias. Estas novelas caudalosas llevan el curso majestuoso de los grandes ríos de Rusia, del Volga, del Dnieper. Y tienen, verdaderamente, algo de río, en cuyas aguas flotan y discurren con lentitud masas inmensas de vida. Ríos que fluyen a lo largo de miles y miles de páginas, y que no pocas veces se desbordan de los cauces de la forma artística, arrastrando en su furia las tierras de la política, los cantos rodados de la polémica. A ratos, allí donde remite la furia de la inspiración, las aguas se sosiegan en parajes anchos y arenoso. Parece que la corriente va a estancarse. El hilo de los sucesos se desarrolla con interrupciones, trabajosamente, a vuelta de revueltas y sinuosidades; las aguas se sumen horas y horas en el lecho de arena de las conversaciones, y van ahondando, ahondando, hasta tocar en la propia entraña y en el nervio de su pasión.

Y la masa de agua se agolpa de nuevo, y de pronto, ya próxima al mar, a lo infinito, vienen aquellos pasajes indescriptibles de vértigo en que se despeña bramando, y la superficie sosegada se apelotona en torbellino; parece que las páginas vuelan, su tiempo acelerado se hace angustioso, y el alma se ve lanzada, sin poder contenerse, a los abismos del sentimiento. Ya se siente la inmensidad cercana a través del estrépito de las aguas bramantes; su enorme masa se convierte toda en espuma veloz, y como la corriente del relato, atraída magnéticamente por la catarata, volando espumante hacia la catarsis, el lector, sin notarlo, se precipita anhelante sobre estas páginas, hasta hundirse, con el corazón destrozado, en la sima de los sucesos.

Aquí está el vértice invisible de las grandes pirámides épicas de Dostoiewski: en este sentimiento que parece reducir la suma infinita de la vida a una cifra única; este sentimiento de exaltada concentración que es tormento y es vértigo ––él mismo lo llamó una vez el “sentimiento de las alturas”––; en esta divina locura de asomarse al precipicio de sí mismo y gozar en el presentimiento el goce de la caída mortal: este sentimiento supremo en que se vive, con la vida entera, vida y muerte. Por este momento de sensación candente puesta al blanco, existen acaso todas sus novelas. Habrá en ellas veinte o treinta momentos grandiosos de esta intensidad, y es tan fuerte la vehemencia de pasión que encierran, que, no ya en la primera lectura, cuando fulguran sobre uno, indefenso, desprevenido, sino cuando por cuarta o quinta vez se releen, atraviesan el corazón como una punta de fuego. Cuando suena este instante decisivo, todos los personajes del libro aparecen de pronto congregados en un punto, y en todos se aguza hasta el límite la intensidad de sus voluntades tenaces. Todas la sendas, todos los ríos, todas las fuerzas, vienen a confluir mágicamente en este momento, convergen en un gesto único, en un movimiento único, en una palabra única. El “golpe seco de la bofetada de Schatov desgarra instantáneamente la tela de araña del misterio que se cierne sobre Los endemoniados; instante decisivo es aquel de El idiota en que Nastasia Philopowna arroja al fuego los cien mil rublos; los Karamazov y Crimen y castigo tienen su apogeo en las escenas de confesión En estos momentos supremos, puramente elementales, del arte Dostoiewski, desprendidos de toda materia, se hermanan íntimamente en él la arquitectura y la pasión. Dostoiewski sólo logra la armonía en los momentos de éxtasis; sólo en estos fugaces momentos se ve en él al artista consumado ¡Ah, pero estas pocas escenas, juzgadas en puro arte, representan un triunfo sin igual del artista sobre el hombre! Hay que mirar hacia abajo, desde su altura, para comprender con qué genial previsión su mano va trazando las sendas hacia este vértice, con qué sabia distribución se completan mágicamente en sus novelas las circunstancias y los hombres, y cómo la inmensa ecuación enredada y compleja se resuelve de pronto en la cifra única, en la unidad suprema, exhaustiva, del sentimiento: el éxtasis. He aquí el gran secreto del arte de este poeta: todas sus novelas se rematan en estos vértices, sobre los que se condensa, para conjurar con seguridad infalible el rayo del Destino, toda la electricidad atmosférica del sentimiento.

¿Será necesario decir dónde está la raíz de esta forma única de arte por nadie poseída antes de Dostoiewski y que tal vez nadie volverá a dominar con la potencia de este artista? ¿Será necesario advertir que esta convulsión de todas las fuerzas vitales en un rápido segundo no es otra cosa que la trasposición del arte de su propia vida, de su diabólica enfermedad? Jamás padecimiento de artista fue más fecundo para su creación que en Dostoiewski esta metamorfosis de la epilepsia: nadie, antes de venir él, había acertado a condensar una tal cantidad de vida en un mínimo tal de espacio y tiempo. Sólo quien en aquel instante de la plaza Semenoswki había revivido en dos minutos, con los ojos nublados, su vida entera; el que en un segundo, en aquel segundo de aura epiléptica que transcurría entre el vacilar sobre la silla y el venir a tierra, erraba a través de mundos como un visionario, podía conocer el secreto de condensar en un puñado de tiempo un cosmos de vida. Sólo él podía forzar a lo inconcebible a que tomase cuerpo de realidad en esos segundos explosivos, con fuerza tan diabólica, que apenas nos damos cuenta de esta capacidad de superación de tiempo y espacio. Las obras de Dostoiewski son verdaderos milagros de concentración. Léase el primer tomo de El idiota, que tiene unas quinientas páginas. A través de esta lectura hemos visto levantarse un tumulto de destinos, nos hemos enfrentado con un caos de almas, hemos visto vivir interiormente a una multitud de hombres. Con ellos hemos recorrido calles, y entrado en casas, y, cuando paramos mientes en ello, venimos a darnos cuenta de que toda esta inmensa muchedumbre de sucesos acaece en el transcurso de unas pocas horas, en lo que va de la mañana a la medianoche. El mundo fantástico de los Karamazov se concentra en un par de días, el de Raskolnikov dura una semana: obras maestras, todas, de condensación como ningún otro épico ha conseguido ni la vida misma consigue más que en momentos muy raros.

Únicamente la tragedia de Edipo, que en el breve espacio del mediodía al anochecer resume una vida entera y la de pasadas generaciones, es comparable a estas epopeyas, con su vertiginoso precipitarse de la altura al abismo y del abismo a la altura, y con la fuerza purificadora de las tormentas del alma que en ellas se encierra. Ninguna otra obra épica resiste el parangón con éstas: en los momentos culminantes de Dostoiewski se revela el trágico, y sus novelas encierran verdaderos dramas velados, metamorfoseados.

Los Karamazov son, en el fondo, espíritu del espíritu de la tragedia griega, carne de la carne de Shakespeare. El hombre gigantesco aparece en ellos indefenso e insignificante bajo el conjuro trágico del Destino.

En estos momentos apasionados de hecatombe, la novela de Dostoiewski pierde de pronto su carácter de relato. La delgada envoltura épica se disuelve y evapora con el calor del sentimiento, y sólo queda en pie el diálogo escueto y candente. Las grandes escenas de este novelista son siempre diálogos dramáticos presentados en toda su desnudez.

Podrían llevarse a la escena sin quitarles ni ponerles comas; no hay en ellos una sola figura que no esté firmemente modelada, y es maravilloso cómo, en este segundo de tensión dramática, se encauza en el diálogo todo el caudal anchuroso y fluyente de la novela. El sentimiento trágico de este novelista, que le arrastra siempre a lo definitivo y avasallador, a la explosión fulgurante, parece convertir, íntegra, en drama, en estos momentos de apogeo, la obra épica de arte.

Los expeditivos mecánicos de las tablas y los dramaturgos bulevarderos supieron ver sobradamente bien lo que había de fuerza dramática, de precisión teatral en estas escenas, mucho antes de que los críticos de la literatura se apercibiesen de ello, y no fue empresa forzada sacar unas cuantas piezas sólidas de teatro de Crimen y Castigo, de El idiota, de los Karamazov. Por otra parte, estas tentativas han venido a demostrar lo pobres que resultan la figuras de Dostoiewski asidas desde fuera, en su corporeidad y en los azares de su vida exterior; arrancadas a su esfera, al mundo de las almas; sacadas de la atmósfera tormentosa de su rítmica excitabilidad. Sobre las tablas, estas figuras dramáticas son como troncos secos y desnudos, inanimados, si se las compara con las que viven en las novelas como árboles vivos, agitados, llenos de rumor, con copas que tocan el cielo entronizadas sobre un tronco cuyas raíces, se agarran a la tierra épica con mil secretas nervaturas. El tejido de sus venas, ramificado por cientos y cientos de páginas, saca la savia de su fuerza plástica más intensa de la sombra, del presagio y el presentimiento.

La psicología de Dostoiewski no está hecha para analizarse a la luz clara del laboratorio; se ríe de cuantos pretenden “investigarla” y extractarla. En este averno épico hay contactos psíquicos misteriosos, venas ocultas, matices extraños. Las figuras que en él se mueven no se delinean y modelan con gestos visibles, sino a fuerza de sugestiones, y la literatura no conoce tejido más delicado que el de la trama anímica de estos hombres.

Para comprender el valor de estas fibrillas subcutáneas del relato, que no salen a flor de piel, basta hacer una prueba: leer a Dostoiewski en cualquiera de esas ediciones francesas abreviadas. Aparentemente, nada falta en ellas; el hilo de la historia se desarrolla más velozmente y las figuras parecen hasta más ágiles, mejor delineadas, más pasionales. Y sin embargo, hay algo que las empobrece, y es que falta a su alma el iris maravilloso que le dio su autor; a su atmósfera, la fulgurante electricidad, aquella tensión sofocante que hace temer y esperar a la vez la explosión. Se nota en ellas algo roto e irreparable, y lo roto es su encanto. Nada mejor que estas tentativas de resumen y escenificación para demostrar el sentido que tiene en la obra de Dostoiewski la amplitud, la razón de ser de su aparente prolijidad. A la vuelta de cientos y cientos de páginas encontramos el eco de sugestiones rápidas, de pasada, insignificantes, que nos habían parecido fortuitas y superfluas. Por debajo de la superficie del relato corren los cables ocultos, los ocultos contactos, por los que circulan mensajes misteriosos y entre los que se cambian extraños reflejos. Hay, en estas novelas, claves psicológica, cifras físicas y psíquicas desapercibidas para el lector primerizo, que sólo se advierten en una segunda, en una tercera lectura. En ningún otros escritor épico es tan complejo del sistema nervioso del relato, tan subterránea la red de vida, tan escondida entre los huesos de los sucesos materiales, bajo la piel del diálogo. Decimos sistema, y apenas lo es, pues este proceso psicológico sólo puede compararse a la aparente arbitrariedad y, en el fondo, orden misteriosos que reina en el hombre mismo. Otros poetas épicos, y pensamos principalmente en Goethe, parecen imitar más a la Naturaleza que al hombre: sus historias tienen la vida orgánica de las plantas, son pintorescas como un paisaje. En las novelas de Dostoiewski no hay tal: aquí se yergue ante nosotros un hombre extrañadamente profundo y apasionado. La obra artística de este ruso es primitiva, con todo lo que tienen de eterna; es una trama nerviosa, antagónica, sabia, excitablemente apasionada, carne y cerebro siempre en fermentación, jamás bronce, jamás elemento sereno y acerado. Inmensa e inescrutable como lo es el alma en las lindes de su corporeidad, y hostil a toda comparación en el dominio de las formas del arte.

No, aquí no cabe comparación; sólo admiración para este arte, para esta maestría psicológica que rebasa todas las medidas, y cuanto más nos adentramos en la obra, más potente e inconcebible su grandiosidad se nos aparece. No quiere esto decir, ni mucho menos, que todas las novelas de este autor sean obras de arte consumadas; acaso alcancen mayor perfección artística otras de contenido más pobre, que se contenten con menos que éstas y describan círculos menos altos. La ambición desmesurada puede tocar a lo eterno, pero nunca imitarlo. La pasión anega no poco de la maravilla arquitectónica de estas epopeyas, y la impaciencia destruye muchas de sus heroicas concepciones. Esta impaciencia de Dostoiewski es una pasión trasplantada de la tragedia de su vida a la de su arte. Es la crueldad de la vida y no su propio afán, como a Balzac, la que le mete prisa, la que le hostiga y le impide dar a sus obras el modelado de la perfección. No olvidemos cómo nacieron todas estas novela. El libro ya tenía dueño cuando el autor se sentaba a escribir el primer capítulo, y así trabajaba, como bestia acosada, de anticipo en anticipo.

Errante por el mundo, “como un caballo viejo enganchado al carro”, le falta muchas veces tiempo y sosiego para dar los últimos toques a sus obras, y él, a quien nadie gana en sabiduría, lo sabe bien, y le duele como si fuese suya la culpa. “¡Ah, si viesen las condiciones en que trabajo! Quieren que de mi pluma salgan obras maestras y depuradas, cuando me azota la miseria más espantosa sin dejarme punto de sosiego”, clama el poeta, amargamente. Y maldice de Tolstoi y Turgueniev, que, sentados cómodamente en sus posesiones, pueden pulir y ordenar sus líneas, y es todo lo que envidia en ellos. Y si personalmente no esquiva ninguna miseria, el artista degradado a proletario se rebela contra la “literatura señorial”, en un anhelo irrefrenable de poder modelar un día sus obras con quietud, hasta llevarlas a la perfección. Nadie como él conoce sus faltas: sabe que al salir de sus ataques epilépticos remite la pasión, y entonces la envoltura bien ceñida de la obra de arte se hace permeable y deja infiltrarse por sus poros cosas indiferentes. Muchas veces, sus amigos o su mujer tienen que llamarle la atención sobre olvidos elementales en que incurre leyendo los manuscritos con los sentidos todavía nublados de un ataque. Y este proletario, este jornalero de la industria literaria y esclavo del anticipo, que en sus días de miseria más espantosos escribe, una tras otra, tres novelas gigantescas, es en el interior de su alma, el artista más concienzudo. Es un enamorado fanático de las formas bien rematada y perfiladas, y bajo los latigazos de la miseria se pasa las horas, como un orfebre, limando y puliendo la finura de su filigrana, y destruye y rehace por dos veces El idiota, en un momento en que su mujer padece hambre y no hay en casa con qué pagar a la comadrona. Infinita es su ansia de perfección, pero también el apremio de la necesidad es infinito. Y en su alma vuelve a pugnar los dos poderes hostiles y más imperiosos: la presión externa y el anhelo interior, para que así el eterno antagonismo desgarre al artista como al hombre. Su alma de hombre clama perennemente por la armonía y la quietud; la del artista vive perennemente sedienta de perfección. Y una y otra penden desgarradas de la cruz de su destino.

Tampoco en el arte, uno y único, encuentra, pues, la redención este crucificado del contraste; también el arte, como la vida, le es tormento, inquietud, desasosiego y fuga; tampoco él es patria para el sin patria. La misma pasión que le arrastra a crear le espolea sin dejarle vagar para la perfección; le espolea, como siempre, al eterno infinito. Las torres truncadas, inacabadas, de sus novelas ––pues tanto Los hermanos Karamazov como Crimen y castigo anuncian una segunda parte que no llegó a ver la luz–– se recortan sobre el cielo de la religión, se pierden en las nubes de los problemas eternos. No les demos ya nombres de novelas ni les apliquemos la medida épica: con ellas abandonamos el terreno de la literatura y estamos ante un misterioso alborear, ante un preludio profético, ante la profecía de un mito: el mito del hombre nuevo. El arte, que tanto ama, no es, con todo, para Dostoiewski, la verdad suprema. Es lo que fue para todos sus augustos antepasados rusos: la senda por la que el hombre asciende a su Dios. Gogol abandona la literatura después de escribir las Almas muertas, y en el poeta se enciende el místico, el mensajero misterioso de la nueva Rusia; Tolstoi, al llegar a los setenta años, abjura del arte, del propio y del ajeno, para hacerse evangelista de la justicia y del bien, como Gorki, más tarde, ha de renunciar a la fama literaria para entregarse a la propaganda de la revolución. Dostoiewski no aparta de sí la pluma hasta el último instante; pero llega un momento en que sus creaciones dejan de ser obras de arte, en el estricto y terrenal sentido de la palabra, para convertirse en el evangelio del Tercer reino, en el mito de una nueva Rusia, en una predicación apocalíptica, oscura y enigmática. El arte, para este eterno insaciable, sólo podía ser un principio cuyo término se pierde en la infinitud. Un peldaño para subir al templo, mas no el templo. En la plenitud de sus obras se encierra algo más grande, que la palabra no acierta a expresar, que sólo cabe adivinar sin moldearlo en formas perecederas. Y este algo es el que hace de las obras de Dostoiewski sendas de perfección para el hombre y la Humanidad.

 

DOSTOIEWSKI, TRASGRESOR DE FRONTERAS.

Que no puedas llegar es lo que te hace grande.

GOETHE

 

La tradición es una muralla de piedra hecha de pasados que ciñe al presente. Quien tenga anhelo de futuro, por fuerza ha de saltarla, pues la Naturaleza no tolera altos en el conocer. Y aunque aparentemente quiere el orden, en el fondo sólo ama a quien pasa por sobre él para crear un orden nuevo. Ella misma es la que engendra en unos pocos, por plétora de fuerzas, esos conquistadores que abandonan las tierras familiares del alma, para lanzarse a los oscuros océanos de lo desconocido, en busca de zonas nuevas del corazón, de mundos nuevos del espíritu. A no ser por estos audaces transgresores, la Humanidad viviría prisionera de sí misma, encerrada en un círculo sin escape. Sin estos grandes mensajeros en que se adelante a sí propia, cada generación ignoraría sus caminos. Sin estos grandes soñadores, la Humanidad no entrevería nada de su profundo sentido. No los estudiosos pacientes y sedentarios, los geógrafos comarcanos, han ensanchado el Mundo, sino los desesperados que se aventuraron por mares ignotos buscando continentes nuevos. Ni son los psicólogos, los cientifistas, quienes descubren la hondura del alma moderna, sino esos poetas desmesurados que no se detienen ante ningún límite.

Entre estos transgresores de fronteras literarias de nuestros días, ninguno tan grande como Dostoiewski, ninguno que haya atalayado tantas tierras nuevas como este impetuoso, este genio desmesurado, para quien, según sus mismas palabras, “lo inconmensurable y lo infinito era tan necesario como la misma Tierra”. No se detiene ante nada; “por doquier he traspasado los límites”, escribe orgulloso y acusándose, en una carta. Y casi es empresa imposible referir sus gestas, sus peregrinaciones a través de las tierras heladas del pensamiento, sus descensos a las fuentes más escondidas de lo inconsciente, sus ascensiones como de sonámbulo a las cumbres vertiginosas de la introspección. Su planta pisó todos los caminos no trillados, y se sentía más a gusto donde mayor fuera la confusión y más tenebroso el laberinto. Jamás antes de él, sondeó tan profundamente la Humanidad el mecanismo y la mística de su alma, ni su mirada se hizo tan alerta ni tan clara, a la par que tan misterioso y tan divino su sentimiento. Sin él, sin este gran infractor de todas las medidas, la Humanidad sabría menos de sus misterio ingénito, y no podríamos mirar a lo porvenir como hoy miramos desde las alturas de la obra de este poeta.

La primera frontera que allana Dostoiewski, el primer horizonte que nos abre, es Rusia.

Es él quien revela su patria al Mundo, ensanchando con ello nuestra conciencia europea; el primero que nos enseña a conocer el alma del ruso como fragmento, y fragmento precioso, del alma universal. Antes de él, Rusia era para Europa una linde, el tránsito a Asia, una mancha en el mapa, un trozo de pasado, de nuestra propia infancia bárbara ya vencida. Es Dostoiewski quien nos descubre la fuerza de futuro encerrada en esta estepa, quien nos hace sentir a Rusia como una posibilidad virgen de espíritu religioso, como una estrofa no escrita en el gran poema de la Humanidad. De este modo, el novelista enriquece el corazón del Mundo con un conocimiento y una esperanza. Puschkin –– difícilmente accesible en traducciones, donde su atmósfera poética pierde la congénita electricidad–– no pintó de Rusia más que la aristocracia; Tolstoi es el poeta del hombre sencillo, del campesino patriarcal; seres ambos, de un mundo viejo, estratificado, caduco.

Hasta Dostoiewski, no se ilumina a nuestros ojos el horizonte de Rusia con el anuncio de nuevas posibilidades, y él es quien inflama el genio de esta nación nueva y casi nos hace anhelar que esa gota candente de infancia cósmica y de génesis que hay en el alma del pueblo ruso prenda fuego en el mundo fatigado, estancado, de la vieja Europa. Tuvo que venir la guerra a enseñarnos que lo que sabíamos de Rusia se lo debíamos a este novelista, gracias al cual pudimos ver en este país enemigo un país hermano del nuestro por el alma.

Pero mucho más profundo y entrañado que este enriquecimiento de cultura que le debe la conciencia universal ––esto ya lo hubiese conseguido, acaso, Puschkin, a no ser la bala que le mató en un duelo, cuando tenía treinta y siete años–– es el que trae a nuestra conciencia psicológica introspectiva; aquí, la obra de este poeta supera a cuanto conoce la literatura. Dostoiewski es el psicólogo de los psicólogos. El abismo del corazón humano le atrae con fuerza mágica, y su verdadero mundo está en el inconsciente y lo subconsciente, en lo insondable. Desde Shakespeare nadie nos había enseñado tanto de los misterios del sentimiento y de las leyes indiscernibles que los gobiernan como este Ulises que retorna del mundo infraterreno, trayéndonos, descifrado, el mensaje enigmático de las almas. Y un dios o un demonio familiar guía también sus pasos, como los de Ulises. Su sagrada enfermedad le arrebata hasta alturas del sentimiento que el simple mortal no alcanza, le aplasta en crisis de angustia y de terror que caen ya en el más allá de la vida, en una atmósfera casi irrespirable, tan pronto de hielo como de fuego, que es el reino de lo inanimado y lo supravivo. Como las bestias nocturnas en la tiniebla, la mirada de este poeta lee más claro en las sombras que la de otros bajo el sol. Y el fuego donde otros se abrasan es para su sentimiento calor tibio y grato: su superioridad sobre el alma sana, su comercio familiar con el alma enferma, le acercan a los misterios más hondos de la vida. Mira de cerca de la locura, hasta sentir su aliento en la mejilla, y se pasea como un sonámbulo por las cimas del sentimiento, donde caen, desvanecidos e impotentes, los despiertos y los sabios. Penetra en los abismos de lo inconsciente más adentro que todos los médicos, criminalistas y psiquiatras. Aquel don místico del visionario que le hermanaba con todo en conciencia y en pasión, permitióle anticiparse a todas esas verdades que la ciencia había de descubrir y catalogar después, a fuerza de irlas disecando con el escalpelo del análisis sobre el cadáver de la experiencia: todos esos fenómenos de telepatía e histerismo, de perversión y alucinamiento, hoy tan investigados.

Los pasos de este gran precursor recorrieron todos los secretos del alma, hasta tocar al borde de la locura ––exceso de espíritu––, hasta asomarse a las simas del crimen –– exceso de sentimiento––, descubriendo en el universo psicológico un infinito de tierras nuevas. Con él se dobla la última hoja en el libro de una ciencia caduca, y se abre, en el libro del arte, la era de una psicología nueva.

Una nueva psicología, pues también la ciencia del alma tiene sus métodos, y también el arte, que a primera vista se creyera unidad infinita tendida a lo largo de los tiempos, obedece a leyes eternamente nuevas. La ruta del saber no es recta en ciencia alguna; en todas tienen revueltas donde el conocimiento para avanzar cambia de rumbo con nuevos datos y orientaciones. Y así como la química, con incesantes experimentos, ha ido reduciendo cada vez más el número en apariencia irreductible de los cuerpos simples, cerniendo lo sintético en lo aparentemente uno, la psicología por un proceso cada vez más intensivo de diferenciación, va desenmarañando un complejo infinito de impulsos e inhibiciones. A nadie puede ocultarse ––sin que ello sea desconocer el genio de unos cuantos predecesores–– la línea divisora que se levanta entre la antigua y la nueva psicología. Desde Homero hasta mucho después de Shakespeare, no hay en realidad más psicología que la rectilínea. El hombre es todavía una fórmula, una propiedad espiritual hecha carne y hueso: Ulises es la astucia; Aquiles, la valentía; Ayax, la cólera; Néstor, la prudencia... Cada resolución, cada acto de estos hombres, se lee claro y diáfano en el plano de tiro de su voluntad. Todavía Shakespeare, el poeta en quien se separan el arte antiguo y el nuevo, dibuja a sus hombres haciendo resaltar siempre una dominante que capte la melodía antagónica de su ser. Y, sin embargo, de manos Shakespeare sale el primer hombre que rompe las envolturas del alma medieval, para poner su planta en el mundo psicológico moderno, y este hombre es Hamlet. En Hamlet pugna ya ese carácter problemático que ha de animar al hombre diferenciado de la moderna literatura. En su voluntad, rota por inhibiciones, y en el espejo de la introspección centrado en su alma, está ya la psicología de hoy, está ya perfilado este hombre que sabe de sí mismo, que vive a la vez en dos mundos: en el suyo interior y en el de fuera, que piensa obrando ––y se realiza en el pensamiento. En Hamlet, el hombre vive por vez primera su vida, la vida que nosotros sentimos, nosotros, hombres modernos, aunque emergiendo todavía de las sombras de la conciencia: sobre el príncipe de Dinamarca se ciernen aún las voces de un mundo de superstición; sobre su sentido desasosegado actúan todavía los filtros y los espíritus, allí donde en un moderno soplaría el presentimiento y la locura. No importa; en él se encarna ya el acontecimiento psicológico extraordinario que es el antagonismo del sentimiento. Con Hamlet, el poeta descubre el nuevo continente del alma y traza la ruta para futuros navegantes. El hombre romántico de Byron, de Goethe y de Shelley, el Werther y el Childe Harold; este hombre en quien vive como una antinomia perenne el contraste de pasión entre el mundo de su espíritu y la prosaica realidad, acelera con su inquietud la descomposición química de los sentimientos aglutinados. Entretanto, las ciencias exactas aportan algunos datos concretos de gran valor, Y llega Stendhal. Y éste, que sabe más que hasta él se había sabido de la cristalización de los sentimientos en el alma del hombre, de la multiplicidad y fuerza proteica de las sensaciones, sospecha la misteriosa pugna que alumbra cada resolución en el pecho humano. Pero la pereza psicológica de su genio, su indolencia temperamental de paseante, no le permitieron sondear en toda su hondura la dinámica de lo inconsciente.

Fue Dostoiewski, el gran detractor de la unidad, el eterno antagonista, quien antes que nadie penetró en el misterio. Y nadie mejor dotado que él para arrancar la verdad escondida acerca del sentimiento humano. En sus criaturas se rompe tan desgarradamente la unidad del sentimiento, que en ellas parece alentar un alma distinta de la de todas las criaturas literarias anteriores. Al lado de los suyos, parecen superficiales los análisis psicológicos más audaces de los poetas que le preceden, y nos producen la impresión que, por ejemplo, nos produciría un libro de electrotécnica escrito hace treinta años, en el que ni siquiera se atisbasen los fundamentos de lo que hoy es elemental. En el mundo psicológico de Dostoiewski no hay un solo sentimiento que pueda decirse simple, un solo elemento indivisible; todo es conglomerado, forma intermedia, de transición. Sensaciones que pugnan, vacilantes y desorientadas, por convertirse en hechos; trastrueque y confusión; un furioso intercambio entre verdad y voluntad: tal es el cuadro de los sentimientos, en este novelista. Y cuando creemos haber tocado al fundamento último de una decisión, de un deseo, no acertamos a hacer pie en él, y hemos de seguir sondeando en busca de otro, y así al tocar en éste, en una busca sin fin. Odio, amor, sensualidad, flaqueza, vanidad, orgullo, ambición, humildad, respeto: unos impulsos devoran a otros y se tornan otros, en perenne metamorfosis. El alma, en la obra de Dostoiewski, es un caos sagrado, una selva inextricable. Borrachos que lo son por ansia de pureza, criminales por sed de arrepentimiento, hombres que deshonran a niñas por una ciega adoración de la inocencia, blasfemos por hambre de Dios. En los deseos de estas criaturas hay tanta esperanza de repulsa, como ambición de logro. Y si se analiza hasta el fondo, se ve que su tenacidad no es más que pudor encubierto; su amor, odio replegado; su odio, amor oculto. Y el antagonismo fecunda al antagonismo. En Dostoiewski hay libertinos por codicia de dolor, y seres que se atormentan a sí mismos por ansia de placer. El torbellino de la voluntad gira en ciclo furioso. A estos hombres les basta apetecer para gozar, y en el goce sienten ya el asco; en la acción, la contricción, y en ésta ven de nuevo reflejarse, retrospectivamente, el mal cometido. En ellos se funden y confunden los dos planos de vida, y sus sensaciones se multiplican por refracción. Lo que sus manos obran, no lo obran sus corazones, ni el lenguaje de éstos es el de sus labios, y así, cada sentimiento se descompone en varios, por escisión y multiplicidad. En el mundo dostoiewskiano es imposible asir un sentimiento total y uno, aprisionar a un hombre entero en la red de un concepto aprehensible. Si decimos que Fedor Karamazov es un libertino, parece que expresamos bastante bien el ser de este hombre; pero un libertino es también Swidrigailow, y lo es aquel estudiante anónimo de El adolescente, y ¡qué mundo de diferencia entre estos tres hombres y sus sentimientos! En Swidrigailov, hábil calculador de sus impudicias, la lujuria es vicio frío, inanimado, Mas la lujuria de Karamazov e goce de vida, una exaltación del vicio que no se detiene ante las fronteras de la propia persona, un arrebato hondo que le arrastra a buscar lo más vil de la vida, sólo porque es vida, a gozar de sus heces en un éxtasis de vitalidad. Aquél es crapuloso por defecto; éste, por exceso de sentimiento, y lo que en uno es inflamación crónica, es en el otro una excitabilidad anormal del espíritu. Swidrigailov, además, es un mediocre de la sensualidad; es el hombre que tienen “vicillos” pero no sabe del verdadero vicio; es una sucia bestezuela, un insecto lujurioso. Y aquel estudiante anónimo representa la perversión de la maldad espiritual traspuesta al mundo del sexo. Es, como se ve, un abismo en que separa el alma de estos hombres, a pesar de ser manifestaciones de un concepto único. El sentimiento de la lujuria, común a los tres, se diferencia y se escinde, aquí, en misteriosas ramificaciones, y así ocurre con todos los sentimientos, con todos los instintos que viven en la obra de Dostoiewski: todos tienen su raíz en la capa más honda, allí donde está el manantial del que brotan todas las fuerzas; en esa antinomia última e invencible entre el yo y el mundo, entre la afirmación de la personalidad y el sacrificio, el orgullo y la Humanidad, la disipación y la avaricia, el retraimiento y la sociedad; entre las fuerzas centrípetas y las centrífugas, la exaltación en el rebajamiento de sí mismo: el hombre y Dios. No importa el nombre que tome este antagonismo, proyectado sobre el momento; en él se enfrentan siempre los dos sentimientos últimos y primitivos de este mundo que gira entre el espíritu y la carne. Y Dostoiewski fue quien, más que ninguno, nos reveló de esta feria verbeneante de los sentimientos, de esta muchedumbre tan apretada que puebla el reino, de nuestras–– almas.

Nada más sorprendente, en la psicología de Dostoiewski, que el tema del amor. La novela, que, desde los autores antiguos, y con ella el resto de la literatura, se concentraba exclusivamente en este sentimiento central y único de hombre a mujer, se remonta con él, ––y éste es su gran triunfo–– a las verdades últimas. El amor, fin supremo de vida y meta de la obra de arte para otros poetas, no es jamás, para éste, elemento primigenio, sino un peldaño de humanidad. El segundo glorioso de armonía y nivelación de todas las disonancias suena, para otros, en el instante en que se enlazan el alma y los sentidos, en que el sexo y el sexo se disuelven en un sentimiento divino, sin dejar poso. Y en todos ellos es ridículamente primitivo el conflicto vital, si se los compara con Dostoiewski. En la novela clásica, el amor toca al hombre como una varita mágica que moviese la mano de Dios; es el misterio, la gran magia inexplicable, indefinible, el enigma supremo de la vida. Y el amante ama, y se siente feliz si alcanza lo que apetece, desdichado si se le rehúsa. Ser correspondido en el amor es, para estos poetas, alcanzar el cielo sobre la Tierra. Los cielos de Dostoiewski están más altos. Aquí, el abrazo no es todavía unión, la concordancia no es todavía unidad. En sus novelas, el amor no significa dicha, tregua ni término, sino combate recrudecido, en que se hace más vivo el dolor de la eterna herida; es un momento exaltado de pasión en que la vida duele más. La inquietud de los hombres de Dostoiewski no se encalma cuando aman y se saben amados. Por el contrario; en este momento en que el amor responde al amor, es cuando se sienten más agitados por todas las contradicciones de su ser, pues en vez de entregarse a la plétora de sentimientos que el amor les trae, se torturan por superarla. Su perenne tumulto interior no hace alto en este segundo de apogeo. Desdeñan la dulce culminación de este instante ––por el que todos los demás se afana como el más bello de la vida––, en que el amante y la amada aman con amor mutuo y con la misma fuerza, pues rendirse a él sería armonía, término, límite, y ellos ansían lo ilimitado. Las criaturas de este poeta no quieren amar como son amadas; quieren amar desprendidamente, con amor de sacrificio; dar sin esperanza de recompensa, y se pujan unas a otras en una subasta loca del sentimiento, en que lo que empieza siendo un juego acaba en agotamiento, en gemido, en tormento, en combate. Su rabiosa fuerza de metamorfosis les hace sentirse más felices cuanto más repudiados, cuanto más despreciadas y escarnecidas, cuanto más son ellas las que dan, las que dan infinitamente, sin recibir nada en pago: por eso en estos maestros de la antimonia el odio es siempre tan parecido al amor, el amor tan semejante al odio. Y ni aun en las breves treguas en que se aman concentradamente se funden sus sentimientos en unidad, :pues no aciertan nunca: a poner en su amor; las fuerzas unánimes del alma y los sentidos. Aman con éstos o, con aquélla y jamás se armonizan en su pasión: la carne y el espíritu. Véanse sus tipos de mujer: son todas Cundrios, cuya vida se, parte en dos mundos del sentimiento, que sirven con su alma al santo Graal, mientras su cuerpo se quema voluptuosamente en las praderas floridas: de Titurel. El fenómeno del amor doble, tan complicado en otros poetas, es en éste corriente y natural. Natasia Philipowna hace Mischkin, el angélico, su dueño, espiritual, al mismo tiempo que ama. con sensualismo apasionado a Rogoschin, su enemigo., Ya a. la: puerta de la iglesia ––se desprende del .brazo, del príncipe para volar al lecho del otro, y de la orgía de este amante huye de nuevo a refugiarse en el santuario de su Mesías. Su espíritu flota en las alturas y contempla aterrado lo que late bajo su cuerpo, mientras el alma se, entrega en éxtasis al amado espiritual. Y lo mismo–– Gruschenka: ama y odia a la vez a su primer seductor, ama con amor de pasión a su Dimitri, y con adoración abstraída de toda corporeidad suspira por Alioscha. La madre de El adolescente ama de gratitud a su primer marido, al mismo tiempo que se rinde como una esclava, con humildad exaltada, a Wesilov. Así, este concepto, que la psicología tradicional cifra superficialmente bajo el nombre de “amor”, como si fuese una unidad, tiene en Dostoiewski infinitas, inmensurables modalidades, como ––tienen en la medicina actual cien nombres y cien tratamientos enfermedades que los médicos de otros tiempos confundían bajo un nombre común. El “amor”, en Dostoiewski, puede ser las cosas más diversas: puede ser odio metamorfoseado (Alejandra),:compasión (Dunia), obstinación (Rogoschin), sensualidad (Fedor Karamazov), avasallamiento de sí mismo; siempre se oculta tras él otro sentimiento, que es el primigenio. Nunca es el amor lo elemental, indivisible, inexplicable, el fenómeno primitivo, el milagro: el novelista lo analiza, lo explica, lo disuelve.

Infinitas son las modalidades por las que atraviesa aquí este sentimiento, tan pronto cuajado en hielo cómo encendido en brasa, y en cada una de ellas brilla el iris entero.

Recordemos solamente el caso de Caterina Inowna. Dimitri la encuentra en un baile, hace que le presenten a ella, la ofende, y ella le odia. Mas él se venga y la humilla... y en el pecho femenino se enciende amor, que no es tanto amor hacia ese hombre como amor de la humillación que Je hizo sufrir. Se sacrifica a él y cree amarle, mas lo que ama es su propio sacrificio, su propio gesto de amor, y cuanto más parece amarle, le odia más. Este odio se cierne sobre la vida del hombre amado y la destruye, y cuando ya la ha arruinado, cuando el sacrificio se ha revelado como una mentira y la humillada se ha aplacado en la venganza de su humillación..., entonces, le ama de nuevo. Así son de complicados los lazos del amor en Dostoiewski. Sus novelas están muy lejos de esas otras en que la historia fina en el momento en que los amantes se sienten correspondidos y eternamente unidos. Sus tragedias empiezan precisamente allí donde acaban las de los otros, pues lo que él busca como sentido y triunfo de su universo no es el amor, la reconciliación suave y tibia de los dos sexos. En sus epopeyas se reanudan las grandes tradiciones de la antigüedad, que no cifraban el sentido y la grandeza de un destino en la conquista del corazón–– de: una mujer,; sino en la fortaleza frente al Mundo y frente a los dioses. Los ojos del hombre que se yergue de nuevo en, estas novelas no: buscan a la mujer, sino a su Dios. Y su drama se esconde en una vena, más honda, que la del combate entre hombre y mujer.

En Dostoiewski se cierran todos los caminos hacia el pasador nadie que haya tocado en él la hondura del conocimiento y se haya penetrado de su análisis exhaustivo de las pasiones puede volver atrás. Ningún arte que quiera ser verdadero puede entronizar de nuevo los ídolos que él destronó: ¿quién puede atreverse a inscribir hoy la novela en los círculos de la sociedad y de los sentimientos de donde la sacó este novelista a ignorar ese reino misterioso que se levanta entre las almas y que su clarividencia iluminó? A él debemos el presentimiento del hombre nuevo que llevamos dentro, esta conciencia de ser nosotros, mismos frente al pasado, con una vida de sentimientos mucha más compleja, más henchida de conocimientos que las otras generaciones. Y nadie sabrá decir cuánto nos hemos aproximado al hombre de Dostoiewski, en los cincuenta años que van transcurridos desde su obra; cuántas de sus profecías han tomado cuerpo ya en nuestra sangre, en nuestro espíritu. ¿No son acaso las tierras por él descubiertas las que habitamos hoy, y las fronteras que él transpuso los linderos de nuestra firme patria actual? El don profético de Dostoiewski trazó infinitos caminos hacia esta verdad última de que vive el hombre de hoy y nos entregó una medida nueva para medir la hondura de la Humanidad; ningún mortal antes de él supo tanto del misterio insondable del alma. Mas lo maravilloso es que, por mucho que haya ensanchado nuestro saber acerca de nosotros mismos, por mucho que nos enseñe, su ciencia no mata jamás esa elevada sabiduría del sentimiento qué nos exhorta a ser humildes y a acatar la vida como obra de una voluntad superior a la nuestra. La ciencia y la conciencia que el nos infunde, no nos hace más libres, sino mas sumisos. Y así como el hombre moderno; por saber que el rayo es un fenómeno eléctrico, una descarga de la atmósfera en tensión, no deja de sentir su furia avasalladora con el mismo respeto que los antiguos, los progresos del conocimiento respecto al mecanismo psicológico del hombre no van en mengua del sentimiento reverente con que, ante la obra de este creador, contemplamos la Humanidad.

Dostoiewski, al mismo tiempo que nos enseña a leer con mirada sabia en, el boscaje de las almas, como analizador y fisiólogo del sentimiento, nos infunde un sentimiento, cósmico más profundo y omnihumano que todos los poetas de nuestros días. Ese hombre, que como nadie sondea en el alma del hombre, se inclina también reverente como ninguno ante lo In asequible quede formó: ante lo divino, ante Dios.

 

EL TORMENTO DE DIOS.

Toda la vida me ha atormentado Dios.

DOSTOIEWSKI

 

“¿Existe Dios?”: Iván Karamazov lanza esta pregunta, como una imprecación, en aquel terrible duelo de palabras, a la cara de su doble, que es el diablo. El maligno ríe. No se da ninguna prisa en contestar, en descargar a un hombre martirizado de la más torturadora de las dudas. Iván se debate “con rabiosa obstinación”, presa de su furia de poseer a Dios; quiere a todo trance tener una respuesta para el problema más hondo de la existencia.

Pero el diablo sigue atizando el fuego de la impaciencia bajo la parrilla en que se consume el atormentado.” No lo sé”, le contesta al cabo, para que su suplicio no tenga fin; le deja sin resolver la duda de Dios, entregado al tormento de Dios.

Todos los hombres de Dostoiewski, y él el primero, llevan dentro de sí este espíritu diabólico que suscita la duda de Dios y no la resuelve. Todos poseen ese corazón para quien se guarda el fuego de estos problemas torturadores. “¿Cree usted en Dios?”, le pregunta de pronto y con tono imperioso Stawrogin, otro demonio encarnado en hombre, al humilde Schatov. Y la pregunta se le clava en el corazón como una punta candente. El infeliz retrocede, vacilante sobre sus pies, y tiembla y palidece, pues en Dostoiewski son precisamente los hombres sinceros de alma los que tiemblan al llegar a esta suprema confesión ––y él, el propio Dostoiewski, ¡cómo se estremecía ante ella, dominado por una santa angustia!––. Mas Stawrogin le acosa cada vez más de cerca, hasta que sus labios pálidos balbucean esta evasiva: “Creo en Rusia”. Y sólo por amor a Rusia confiesa a su Dios.

Este Dios escondido es el problema de todas las obras de Dostoiewski; este Dios que está en nosotros y fuera de nosotros, y su resurrección. Para este auténtico ruso, el más grande y entrañado que haya formado su inmensa nación, este problema de Dios y la inmortalidad tenía que ser por fuerza, según sus propias palabra, “el más apremiante de la vida”. Este problema se ciñe al alma de sus criaturas como la sombra al cuerpo, proyectada unas veces hacia delante, como la esperanza; otras veces para atrás, como la contrición; ninguna se sustrae a él. No pueden esquivarle, y el único que intenta negarlo, aquel gran mártir del pensamiento, el Kirilov de Los endemoniados, tiene que matarse para matar a Dios; con lo cual, más apasionado por Él que todos los demás, demuestra que existe y es ineluctable. Fijándose en las conversaciones de estas criaturas, se ve cómo procuran hurtar el cuerpo y doblar por esta esquina para no encontrarse con El; cómo eligen temas indiferentes, ese small talk de la novela inglesa, y hablan de la emancipación de los siervos, de la Madona de la Sixtina, de Europa...; pero la fuerza infinita de gravitación que encierra el magno problema acaba por atraer mágicamente los temas más triviales a su insondable abismo. No hay discusión, en Dostoiewski, que no acabe en la idea de Rusia o en la idea de Dios ––y ya hemos visto que los dos pensamientos se resumen, para él, en uno solo––. Como rusos auténticos que son, estos hombres no saben detenerse en la idea ni en el sentimiento; se ven inevitablemente arrastrados de lo práctico y real a lo abstracto, de lo finito a lo infinito, siempre hasta rayar en los últimos linderos de lo posible, allí donde está el problema magno. Este torbellino interior arrastra sin salvación a sus ideas, es como un foco supurante enterrado en la carne que enciende sus almas en fiebre.

En fiebre, pues Dios ––el Dios de Dostoiewski–– es el principio de toda inquietud, el Sí y el No, el padre eterno de todos los antagonismos. No es el Dios que pintaron los viejos maestros, el de los místicos, aquel Poder suave que flota sobre un trono de nubes, con sublimidad beata y contemplativa; es la chispa que salta entre los dos polos del perenne contraste; no un Ser, sino un estado, una tensión, un proceso de combustión del sentimiento: es la llama que enciende y consume en éxtasis la carne humana. Es el azote que flagela y empuja fuera de sí a estos hombres, fuera de su cuerpo tibio y confortable con sed de infinito, tentándolos a todos los excesos de palabra y de obra y precipitándolos sobre el matorral espinoso de sus vicios. Es, como todos los hombres de este mundo dostoiewskiano y como el hombre mismo que lo creó, un Dios insaciable, que no se rinde a ningún esfuerzo, que no se agota en ningún pensamiento, a quien no aplaca ningún sacrificio. Este eterno Inasequible es la fuente de todos los tormentos en que se abrasan estas criaturas, y aquel grito de Kirilow: “Toda la vida me ha atormentado Dios”, es al propio Dostoiewski a quien se le escapa desde lo más profundo de su ser.

Necesitar a Dios y no encontrarle: he aquí el misterio y el suplicio del poeta. A veces, cree oírle ya, muy cerca, y ya se apodera de él el éxtasis; mas el anhelo de negación levanta de nuevo la cabeza y le arroja otra vez a la sima. Nadie ha sentido con mayor ahínco el hambre divina. “Necesito a Dios ––dijo una vez––, porque es el único Ser a quien siempre se puede amar”. Y en otra ocasión: “No hay angustia más torturante e invencible para el hombre que no encontrar algo ante que poder humillarse”. Sesenta años le dura este suplico de Dios y sesenta años ama a Dios con la pasión con que se entrega a todos sus dolores; le ama con amor más apasionado que a otro ninguno, porque es el más eterno de todos, y el amor del dolor la entraña más profunda de su existencia.

Sesenta años se debate con este tormento y arde “como la hierba seca” en sed de fe. El eterno antagónico clama por la unidad; el eterno acosado clama por un respiro, el tronco eternamente a merced de la corrientes frenéticas de todas las pasiones, río que se ha cegado la salida, clama por el descanso, por el mar. Y así se pasa la vida, soñando a Dios como sedante y conociéndole sólo como fuego. El poeta ambiciona ser uno de esos humildes, de esos simples de espíritu a quienes es dado perderse en Él; ansía poder comulgar en la sencilla fe del carbonero, como “la gorda mujer del tendero de la esquina”; daría gustoso toda su ciencia por ser un creyente, y como Verlaine implora en vano; en “Donnez moi de la simplicité”. Sueña con quemar la inteligencia en la hoguera del sentimiento, con afluir a las tranquilas aguas de seno de Dios en la inconsciencia de una bestezuela. Y alza las manos hacia El, se revuelve encelado, grita, dispara los arpones de la lógica para alcanzarle, y su amor es una desazón ardorosa de Dios, una “pasión casi deshonesta”, una plétora, un paroxismo.

Pero ¿basta la voluntad fanática de creer para ser creyente? Dostoiewski, predicador fogoso de la ortodoxia, de la “pravoslavia”, ¿comulgaba de alma en esta fe, era un poeta christianissimus? Lo era, desde luego, en aquellos segundos en que las convulsiones de su espíritu le exaltaban a lo infinito: en estos momentos se aferra, trémulo, a su Dios, toca con sus manos la unidad que la Tierra le rehúsa, y el crucificado de su antagonismo resucita en el cielo uno y armónico. Y, sin embargo, hasta en estos instantes hay en él algo que vela, alerta, algo que no se ha derretido en la combustión de su alma. Y cuando más parece estar abstraído en embriaguez sobrenatural, asoma aquel espíritu crítico inexorable, siempre receloso y en acecho, pretendiendo cubicar el mar infinito en que se hunde. Hay en él otro yo, cruel, que no se entrega, que alza su voz contra la renuncia de la personalidad. Siempre, frente a Dios como frente al Mundo, este antagonismo irrefrenable, que, si es ingénito al hombre por naturaleza, en ningún mortal aparece minado tan hondo como en Dostoiewski, hasta convertirse en espantoso abismo. En el alma de este poeta se hermanan el creyente más fiel y el ateo más exaltado, y las posibilidades polarizadas de ambas formas de espíritu conviven en sus criaturas con la misma fuerza de convicción, sin que el novelista abrace ninguna de las dos, sin que se decida, Allí está la humilde sencillez del que se entrega y se disuelve como un grano de polvo en la inmensidad de Dios, y el extremo opuesto más grandioso: el ansia del que quiere alzarse hasta Dios, ser él mismo Dios : “El absurdo de saber que existe un Dios y que uno mismo no ha llegado a serlo, bastaría para arrastrarle a uno al suicidio”. El corazón del poeta está con los dos bandos: está con el siervo de Dios y con el ateo, con Alioscha y con Iván Karamazov. Y jamás, en el interminable concilio de sus obras, proclama su verdad; jamás se declara por los creyentes o por heréticos: lucha con ambos.

Su fe es un río de fuego que va y viene entre el sí y entre el no, entre los dos polos del Mundo. Ante Dios como ante los hombres, Dostoiewski es el gran réprobo de la unidad.

Atormentado cual nuevo Sísifo, va rodando eternamente su piedra a las alturas del conocimiento y viendo cómo eternamente se le escapa de nuevo a la sima, sin llegar nunca. Es el eterno sediento de Dios que jamás llega a la fuente donde pueda saciarse.

Mas ¿acaso me equivoco yo? ¿No es Dostoiewski el gran misionero de la fe? ¿No resuena a través de todas sus obras, como en un órgano, el gran himno a Dios? ¿No atestiguan todos sus escritos, los políticos y los literarios, unánimemente, incuestionablemente, dictatorialmente, la necesidad y la existencia de Dios, y no decretan la ortodoxia, y rechazan el ateísmo como el peor de los crímenes? ¡Ah, si fuesen lo mismo la voluntad y la verdad, la fe y el postulado de la fe! Dostoiewski, el poeta de las eternas conversiones, este contraste hecho carne predica la fe como la necesidad, la predica a los demás, y la propaga con el fuego de quien carece de ella, entendiendo por tal, esa fe constante, segura, serena y confiada que el “entusiasmo inteligente” reclama como el más alto deber. Desde Siberia, escribe a una mujer, en cierta ocasión: “De mí le diré que soy un hijo de estos tiempos de descreimiento y de duda, y es probable y hasta seguro que lo siga siendo mientras viva. ¡Y qué espantosamente me tortura, cómo me atormenta, aquí y ahora, el ansia de la fe, ansia tanto más fuerte cuanto mayores son las pruebas que poseo en contrario!” Imposible poner al desnudo con mayor claridad su anhelo de fe por descreimiento. Y aquí nos encontramos con otro de esos sublimes trastrueques de valores de Dostoiewski: el escéptico ––este hombre que sólo ama el tormento para sí y guarda la piedad para los otros: él mismo lo ha dicho––, atormentado por el dolor de su escepticismo, predica a los demás la fe que él no tiene. El atormentado de Dios quiere una Humanidad a la que Dios sonría; el angustiado por su descreimiento, quiere que los hombres sean creyentes felices. Desde la cruz en que le tiene clavado su falta de fe, predica al pueblo la ortodoxia, reprime su verdad porque sabe que quema y desgarra, y predica la mentira que hace dichoso, la fe estricta, textual, del aldeano. Él, que “no tiene un grano de fe”, que se revuelve contra Dios y son sus propias palabras–– “hace hablar al ateísmo con mayor fuerza que nadie en Europa”, reclama la sumisión al sacerdote. Proclama el amor de Dios para guardar al hombre del suplicio de Dios, que él sintió en su carne como ninguno sabe que, “para un hombre concienzudo, las vacilaciones, el desasosiego de la fe son un tormento tal, que más le ––valiera ahorcarse Él no esquiva este tormento; abraza la cruz de la duda y la lleva como un mártir. Mas quiere apartar del suplicio a la Humanidad, que es su amor infinito; quiere, con su Gran Inquisidor, ahorrarle los dolores de la conciencia libre y arrullarla en el ritmo muerto de la autoridad. Y en vez de proclamar la verdad soberbia de su conciencia, levanta la mentira humilde de una fe. Hermana el problema religioso con el nacional, al que infunde el fanatismo de lo divino. Y como la más fiel de sus criaturas, cuando le preguntas si cree en Dios, responde con la confesión más sincera de su vida: “Creo en Rusia”.

Rusia: he aquí su asilo, su refugio, su salvación. Aquí, su palabra deja de ser Contradicción y se convierte en dogma. Puesto que Dios le esconde su faz, el poeta se crea para sí un Cristo, mediador entre su vida y su conciencia, y este Cristo, Mesías de una nueva Humanidad, es el Cristo ruso. Su indecible anhelo de fe se remonta sobre el espacio, sobre el tiempo, a un mundo infinito ––Sólo a lo infinito, a lo ilimitado, podía entregarse este hombre sin medida––, a la idea inmensa de Rusia, a esta palabra –– ¡Rusia!–– que él colma con todo el delirio de su fe insaciada. Nuevo San Juan, anuncia la venida del nuevo Mesías sin haberle visto. Y en su nombre, en nombre de Rusia, habla al mundo.

Sus doctrinas mesiánicas ––contenidas en los artículos políticos y en algunas páginas de los Karamazov–– son harto oscuras. En ellas se dibuja muy borroso el rostro de este nuevo Cristo, de esta nueva idea de redención y universal reconciliación: un rostro bizantino de trazos duros y severos pliegues. Como en los viejos iconos ahumados, sentimos que nos miran, fijos, desde el fondo de ese cuadro, dos ojos extraños y penetrantes, en los que hay fervor, pero también odio y dureza. La voz de Dostoiewski cobra tonos terribles cuando anuncia al paganismo perdido de Europa este mensaje de redención. Poseído de este fanatismo político y religioso, parece hablar en él uno de aquellos frenéticos monjes medievales que empuñaban la cruz bizantina como un azote.

Su doctrina no es el sermón suave, sino flujo de pasión desmesurada y delirante, atormentada y convulsa de misticismo, que se descarga en explosión de cólera demoníaca. Deshace a mazazos todas las objeciones, y, presa del delirio de su fiebre, ceñido de soberbia, centelleante de odio, asalta la tribuna del siglo. Y desde ella, con espuma en la boca y las manos trémulas, exorciza a nuestro mundo.

Este poeta se lanza como un iconoclasta enloquecido sobre los santuarios de la cultura europea, y en su frenesí de abrir la senda al nuevo Mesías, al Cristo ruso, no deja en pie uno solo de nuestros ideales. Su intransigencia moscovita raya en delirio. ¿Qué es Europa? Un cementerio donde hay tumbas lujosas, pero apestantes de podredumbre, y cuyos despojos no sirven siquiera de estiércol para la nueva siembra. La cosecha esperada sólo puede florecer sobre la tierra rusa. Los franceses son unos fatuos y vanidosos; los alemanes, un pueblo vil de salchicheros; los ingleses, mercachifles del sentido común; los judíos, orgullo apestoso. El catolicismo, la doctrina de Satanás, ludibrio de Cristo; el protestantismo, la fe de un Estado de razonadores, y ambas religiones, caricatura de la única verdadera, que es la Iglesia rusa. El Papa, Satanás bajo la tiara; nuestras ciudades, Babilonia, la gran prostituida del Apocalipsis; nuestra ciencia, un vanidoso fuego de artificio; la democracia, el caldo aguado de seseras reblandecidas; la revolución, una comedia de engaño para los tontos y entontecidos; el pacifismo, cháchara de comadres.

Con todas las ideas de Europa se podría forma un ramillete, seco, marchito, bueno para dejarlo pudrirse en el estiércol. Sólo hay una idea verdadera, justa, grande: la idea rusa. Y como un poseído del delirio de “amok” el furioso desmesurado sigue su carrera arrolladora, derribando con su puñal cuantas objeciones se le opongan en el camino.

“Nosotros os comprendemos, mas vosotros no nos podéis comprender”: con este mazazo derriba y aniquila toda discusión. “La inteligencia rusa lo comprende todo, es universal; la vuestra es limitada”, decreta inapelable. Sólo Rusia posee la verdad, y todo lo ruso, por serlo, es justo y bueno: el zar y el knut, el pope y el mujik, la troica y el icono; y más verdadero y bueno cuanto más antieuropeo, cuanto más asiático, mongólico, tártaro, más acertado cuanto más conservador, más retrógrado, más antiprogresivo, más bizantino, menos espiritual. ¡Oh, cómo se exalta aquí la furia de este gran exagerado! “¡Seamos asiáticos, seamos sármatas!”, exclama, delirante. “¡Volvamos la espalda a San Petersburgo, la ciudad europea, y retrocedamos otra vez a Moscú, a Siberia: allí está la nueva Rusia, el Tercer reino!” Este monje medieval, enfebrecido de Dios, no admite discusiones. ¡Abajo la razón! Rusia es el dogma que hay que confesar sin razonar ni contradecir. “Rusia no se comprende con la razón, sino con la fe”. El que ante ella no caiga de hinojos, es el enemigo, el Anticristo, ¡sea anatematizado! Y el poeta se lanza, frenético y gozoso, a la cruzada. Y predica la desaparición de Austria, la destrucción de la Media Luna en la Hagia Sofía de Constantinopla, la debelación de Alemania, la victoria sobre Inglaterra. Bajo la cogulla del monje, azota la locura imperialista: “Dieu le veut”. Y sueña el Mundo entero a los pies de Rusia y entronizado en ésta el reino de Dios.

Ya se ve: Rusia, el Cristo, el nuevo Redentor, y nosotros, europeos, los paganos.

Réprobos a quienes nada salva del purgatorio de nuestra culpa, del pecado original de no haber nacido rusos. En el Tercer reino que anuncia el profeta, no hay cabida para nuestro mundo. Para aspirar a la redención, Europa tiene primero que perecer, disolverse en el reinado universal de Rusia, en el nuevo reino de Dios. “Es menester que cada hombre empiece por hacerse ruso”, dice el poeta literalmente. Sólo entonces se encenderá el alba de este mundo nuevo. Rusia es el pueblo elegido por Dios para reinar, y luego de conquistar la Tierra por la espada, dirá su “última palabra” a la Humanidad. Y esta última palabra será: reconciliación. El genio ruso consiste, según Dostoiewski, en el don de comprenderlo todo, de conciliarlo todo. La comprensión rusa es docilidad. Su Estado, el Estado del porvenir, será una Iglesia, una forma de comunidad fraterna, en la que a la sumisión sustituya la penetración. Oyéndole creemos escuchar el prólogo a lo que había de ser esta guerra, tan nutrida en un principio de la ideas de Dostoiewski, como en su término de las de Tolstoi: “Nosotros seremos los primeros en decir al mundo que no queremos prosperar sobre la opresión de la personalidad ni sobre el avasallamiento de las nacionalidades, sino por el contrario, sobre la mayor libertad e independencia de todos los pueblos y en una unión fraternal”. En esta profecía están ya Lenin y Trotsky y está también la guerra, que tan apasionadamente ensalzó este eterno abogado de todos los antagonismos. La reconciliación universal como aspiración, y Rusia el único camino hacia esa meta: “El mundo nacerá en el Oriente”. Detrás de las cumbres del Ural irradiará la eterna luz, y será el pueblo sencillo ––no el espíritu alambicado, la cultura europea–– quien redima al mundo, aliando sus fuerzas en los oscuros misterios de la Tierra. Y donde hoy reina el poder, reinará maña el amor activo; a la contienda de las individualidades sucederá un sentimiento de omnihumanidad, y el nuevo Cristo, el Cristo ruso, traerá la reconciliación de todo y de todos, la disolución de los contrastes en la armonía. Y .el tigre se apacentará junto al cordero y el ciervo al lado del león, ¡Oh, cómo tiembla de emoción la voz de Dostoiewski, cuando nos habla de este Tercer reino, del advenimiento sobre la redondez de la Tierra de esta Panrusia; cómo tiembla todo él, en el éxtasis de la fe, y cuán quiméricos son los sueños mesiánicos de este hombre, que sabía de la realidad más que nadie supo! En la palabra “Rusia”, en la idea de Rusia, se hace carne este sueño de Cristo, esta unidad reconciliada de todos los antagonismos, que durante sesenta años de lucha buscó tan en vano el poeta en la vida, en el arte y hasta en Dios. Mas esta Rusia de Dostoiewski, ¿es la real o la mística, la política o la profética? Son, como por fuerza tenían que serlo para este dualista, ambas a la vez. Es en vano pedir lógica a un pasional o preguntar por las razones en que se basa un dogma. En los escritos mesiánicos de Dostoiewski, en los políticos, en los literarios, se agolpan y se mezclan los conceptos en agitada confusión.

Unas veces, es la Rusia de Cristo; otras, es Dios; otras, el reinado de Pedro el Grande, la nueva Roma, la conjunción del espíritu con el poder, la unión de la tiara y el cetro imperial, y su metrópoli, tan pronto Moscú como Constantinopla o la nueva Jerusalén.

Los ideales más humildes de humanidad se tornan bruscamente en las más codiciosas apetencia eslavófilas de conquista, y con horóscopos políticos de desconcertante clarividencia se mezclan profecías apocalípticas fantásticas. La idea de Rusia, aprisionada unas veces en la estrechez de la hora política, se exalta otras a lo infinito; es como su arte: la misma mezcla chisporroteante de agua y de fuego, de realismo y fantasía. Las fuerzas demoníacas, las furias de exageración, que en la novela se veían forzadas a guardar una medida, se desatan aquí en píticas convulsiones, y con todo el fervor de que es capaz la pasión candente de este poeta, pregona a Rusia como la salvación del Mundo y el único camino de santidad. Jamás la idea nacional se predicó más soberbia, más genial, más arrebatadora, más fascinante, más extática que la idea de Rusia en los libros de Dostoiewski.

Mas, ¿cómo este fanático de su raza, este monje ruso delirante y despiadado, este soberbio propagandista y creyente engañoso, puede conciliarse con la gran figura del poeta? Diríase una excrescencia de su genio. Y precisamente por esto era necesaria en la armonía de su personalidad, ya que todas las manifestaciones misteriosas de este hombre hay que resolverlas por la ley del contraste. No olvidemos que Dostoiewski es siempre y a un tiempo mismo un Sí y un No, que se aniquila al tiempo que se exalta y que en él se personifica el contraste más agudizado. Y esta soberbia desmedida que pone en su predicación, no es más que el resol de una desmedida humildad; en su conciencia nacional exaltada se polariza un sentimiento sobreexcitado de nihilismo individualista. Su mundo se divide siempre en dos hemisferios: el uno de orgullo y el otro de humildad. Su personalidad se abate en la humillación: búsquese en los veinte volúmenes de su obra una sola palabra de vanidad, de soberbia, de arrogancia. Sólo desprecio y empequeñecimiento se encontrará, asco, rebajamiento, acusación. Todo lo que hay en su alma de orgullo lo guarda para la raza o lo concentra en la idea de su pueblo. Mutila cuanto interesa a su individualidad, para exaltar hasta la deificación todo lo que hay en él de impersonal, de ruso, de omnihumano. Y así, no creyendo en Dios, se convierte en su misionero, y despreciándose a sí mismo, predica la fe en su nación y en la Humanidad. Siempre, ahora en la idea como antes en el arte y en la vida, es el mártir que se clava a sí mismo en la cruz para redimir con su sangre el ideal.

Ese es su gran secreto. Hacerse fecundo por contraste. Tender este contraste hasta el infinito para que abarque el Mundo entero, y proyectar luego sobre el futuro la energía que de él irradia. Otros poetas se crean un ideal a fuerza de exaltar su personalidad, representándose a sí mismos purificados, esclarecidos, mejorados, entronizados, proyectándose en ideal alambicamiento sobre el hombre futuro. Dostoiewski, la criatura del contraste y el dualista creador, forma su ideal, su Dios, por antítesis consigo mismo, rebajando su humanidad carnal al grado negativo. Le basta con ser el barro en que se fragüe la nueva forma; a su siniestra corresponde la diestra de la imagen futura; lo que es en él sima será allí elevación; sus dudas, fe; su dualismo, unidad. “Perezca yo si con ello han de ser los demás felices”. Esta frase, que dice el Staretz, es espíritu del espíritu de su autor. El poeta se aniquila para resucitar en el hombre futuro.

El ideal de Dostoiewski es, por tanto, ser lo que no es. Sentir como no siente. Pensar como no piensa. Vivir como no vive. El hombre nuevo en que se cifran sus anhelos es, en todos sus rasgos, hasta en los más mínimos, antítesis de la forma individual del poeta: de cada sombra de su propio ser brota una luz; de cada tiniebla, un resplandor. Su No individual engendra el Sí, el apasionado Sí de una nueva Humanidad. Y esta aniquilación moral sin ejemplo de la propia persona en aras del ser futuro, esta anulación del hombre individual para alimentar con sus despojos al hombre universal, se trasluce hasta en lo físico. Contémplese su imagen, su fotografía, su mascarilla de muerto, y compárese a las imágenes de esos hombres en quienes encarna su ideal: a la de Alioscha Karamazov, a la del Staretz Sossima, a la del príncipe Mischkin, a estos esbozos del Cristo ruso, del Mesías, trazados por su mano. Y se verá que cada una de sus líneas, la más insignificante, es la antítesis, el contraste vivo del rostro de su autor. El semblante de Dostoiewski es sombrío, lleno de misterio y tiniebla; el de aquéllos, alegre, abierto, atractivo, la voz de Dostoiewski, ardiente y áspera; la de sus criaturas blanda y dulce. Y lo mismo el pelo, negro y enmarañado en él; los ojos, enterrados e inquietos, mientras la faz de las tres figuras ideales de sus novelas está encuadrada en suaves guedejas y sus ojos brillan sin inquietud ni angustia. Miran derechamente ––dice de ellos su autor–– y su mirada tiene la dulce sonrisa de los niños. Los labios de Dostoiewski se pliegan en el rictus de la sátira y la pasión, no saben reír; Alioscha, Sossima, enseñan la blancura de sus dientes en la risa desembarazada del que está seguro de sí. La imagen del poeta es, pues, en todas sus facciones, el negativo de la nueva forma. Su rostro tiene la dureza de un hombre encadenado, esclavo de todas las pasiones, agobiado bajo la carga del pensamiento; la cara de sus héroes ideales revela la libertad de su corazón, el dominio de sí, el vuelo de su alma. El es desgarramiento, antagonismo; ellos, armonía, unidad. Él, el hombre individual, recluido en sí; ellos, los hombres universales, de los que arranca, en todos sentidos, el camino que conduce a Dios.

Jamás ni en órbita alguna, ética o espiritual, fue tan perfecta la creación de un ideal moral a fuerza de aniquilación del propio yo. Decretando su misma muerte, casi puede decirse que este novelista pinta la imagen del hombre futuro con la sangre de sus venas abiertas. El apasionado, el convulsivo, el hombre de los saltos de tigre, cuyos entusiasmos son como explosiones de los sentidos o balas inflamadas que prenden en los nervios, engendra aquellas criaturas, en las que arde una brasa casta, recatada, silenciosa, pero perenne. Sus hombres ideales tienen la callada obstinación que llega más allá que los saltos salvajes del éxtasis, la verdadera humildad que no teme las risas; no son, como él, los eternos humillados y ofendidos, los perseguidos y agazapados. Saben hablar a todos, y todos encuentran en ellos apaciguamiento y serenidad; no viven bajo el eterno miedo histérico de ofender o ser ofendidos; no mira, recelosos, a su alrededor. Dios no los atormenta; les da paz. Lo saben todo, y sabiéndolo lo comprenden todo, y jamás condenan, jamás murmuran; todo lo aceptan y en todo creen, poniendo en su creencia la unción de su gratitud. Y el eterno desasosegado ve en estos hombres serenos, lúcidos, la forma suprema de vida; el antagonista predica como ideal último la unidad; el rebelde re clama la sumisión. Su suplicio de Dios es para su hombre ideal gozo divino; su duda, certeza; su enfermedad, salud; su dolor, una alegría sin límites. Lo más alto y hermoso de la vida es lo que jamás conoció su inteligencia clarividente; lo que, por ignorarlo, ansía como lo más sublime para el hombre: la sencillez, la infancia de corazón, la suave y natural alegría del espíritu.

Ved a sus criaturas predilectas cómo se mueven siempre con una dulce sonrisa en los labios: lo saben todo, y, sin embargo, jamás conocen el orgullo, y no viven en el misterio de la vida como en una sima de fuego, sino como bajo un cielo azul tendido sobre sus frentes. Han vencido en su pecho a los enemigos elementales de la existencia: “el miedo y la angustia”, y esto los hace bienaventurados en la infinita fraternidad de cuanto vive.

Se han redimido de su yo. Y la dicha mayor de los mortales es la despersonalización; así, el individualista más exacerbado convierte la sabiduría de Dios en una nueva fe.

La historia del espíritu no conoce ejemplo humano semejante de anulación moral de la propia persona, ni caso igual de fecunda creación de un ideal por el contraste.

Dostoiewski se clava en la cruz, mártir de sí mismo, y con él clava a su ciencia, para que de sus heridas mane la fe; a su cuerpo, para que de él forme el arte al nuevo hombre; a su individualidad, para que de ella se engendre la totalidad. Se mata, y mata con él todo lo que como tipo de hombre significa, para alumbrar de sus despojos una Humanidad nueva y más feliz, y echa sobre sus hombros todo el dolor del Mundo, para que los demás conozcan la dicha. Y el que vivió sesenta años en la tensión desgarrante de sus contradicciones, minando hasta las últimas honduras de su ser para encontrar a Dios y el sentido de la vida, arroja a la hoguera toda la ciencia dolorosamente acumulada, en aras de una nueva Humanidad, a la que grita su secreto más profundo, su última fórmula, su palabra más inolvidable: “Amar la vida más que el sentido de la vida”.

 

LA VIDA TRIUNFA

Y a pesar de todo, la vida es bella.

GOETHE.

 

¡Cuán oscura la senda que cruza los abismos de Dostoiewski, cuán sombrío su paisaje, cuán agobiadora su infinitud, y cuán misteriosamente semejante a su rostro trágico, donde el Destino cinceló todos los dolores de su existencia! Abismáticos círculos infernales del corazón, purgatorio purpúreo del alma, galería la más honda que mano de hombre haya minado en las profundidades del sentimiento. ¡Cuánta tiniebla en este mundo humano, y cuánto dolor en esta tiniebla! ¡Qué duelo en esta tierra, “calada de lágrimas”!, ¡qué círculos infernales, más sombríos que los que el Dante, el profeta, entrevió hace mil años! Víctimas que no han podido desprenderse de su ganga terrestre, mártires de su propio sentimiento, estrangulados por las serpientes de sus pasiones, flagelados por todos los azotes del espíritu, espumante bajo el desbordamiento de su impotente rebelión; tal es este mundo de Dostoiewski. Amurallado a toda alegría; desterrada de él toda esperanza; sin redención para el dolor que, como un muro infinitamente artillado, cerca a todas sus víctimas. ¿No hay compasión que redima a estos hombres de la sima de su propia hondura, una hora apocalíptica que rompa las murallas de este infierno creado en su tormento por un hombre de Dios? Jamás la Humanidad escuchó tumultos y clamores como los que nos llegan de esta sima. Jamás sobre una creación se cernieron sombras más espesas. Hasta las criaturas atormentadas de Miguel Ángel encuentran más alivio en su dolor, y sobre las tinieblas dantescas luce el resplandor santo del Paraíso. ¿Es verdad que en la obra de Dostoiewski la vida es una noche sin término, y el dolor el sentimiento de toda una vida? El alma se asoma temblorosa a esta sima y siente espanto de escuchar cómo los labios de estos hermanos suyos se abren sólo para dejar pasar quejas y decir tormentos.

Y de pronto, de lo más hondo de la sima sale una voz flotando dulcemente sobre el tumulto, como paloma que volase sobre el oleaje tempestuoso. Suave es su acento, grandioso su sentido, y santas las palabras que pronuncia: “¡Amigos: no temáis la vida! “ Y un silencio sucede a estas palabras, las sombras escuchan estremecidas, y vuelve a oírse la voz, cerniéndose sobre todos los tormentos: “Sólo en el tormento aprenderemos a amar la vida”.

¿Y quién dice estas palabras, las más consoladoras que nunca se hayan pronunciado sobre el dolor? El que más que todos conoció la mordedura del dolor, él mismo: Dostoiewski. Todavía las manos desgarradas están clavadas a la cruz de sus contradicciones, todavía los clavos del suplicio traspasan su cuerpo frágil, pero el poeta besa, humilde, el leño del martirio que es para él la existencia, y sus labios destilan dulzura cuando dicen a sus semejantes el gran secreto: “Creo, amigos, que lo primero que todos debemos aprender es a amar la vida”.

Y en sus palabras alborea el día, resuena la hora apocalíptica. Saltan las piedras de las tumbas y los hierros de las cárceles, y los muertos y los encarcelados emergen de la sima, y todos, todos, desfilan ante el poeta para ser apóstoles de su verdad, todos se desnudan de su duelo. Afluyen en tropel de las cárceles, de la Catorga siberiana, arrastrando sus cadenas; de los cuartuchos sórdidos, de los prostíbulos, de las celdas conventuales: de todos los cuatro puntos cardinales acuden estos grandes mártires de la pasión; todavía traen cuajarones de sangre en las manos, todavía arden sus espaldas flageladas, todavía se lee en sus rostros la degradación de la ira y la miseria; pero la queja se rompe en sus labios, y en sus lágrimas fulgura la confianza. ¡Oh milagro de Balaam, eternamente repetido! La maldición se torna bendición en sus labios ardientes cuando el poeta canta ¡Hosanna!, este ¡Hosanna! que “ha pasado por todos los purgatorios de la duda”. Los más sombríos son los primeros en iluminarse, los más dolientes son los más fieles, todos acuden en fervorosa peregrinación para dar testimonio de aquella verdad. Y de sus labios ásperos y quemados de sed irrumpe como un coral grandioso, con la fuerza elemental de éxtasis, el himno al dolor, el himno a la vida. Todos, todos estos mártires desfilan cantando el triunfo de la vida. Dimitri Karamazov, el condenado inocente, exclama con todas sus fuerzas, detrás de los hierros de la cárcel: “Me sobrepondré a todo el dolor, para poder decirme tan sólo: “¡existo!” Y aunque el dolor me doble sobre el potro del tormento, me bastará saber que “existo”; atado a la galera, todavía veo el sol, y si no lo veo, vivo a pesar de todo, y sé que hay un sol, y esto me basta”: Y su hermano Iván acude a su lado, y proclama: “No hay más que una desdicha irrevocable, que es el estar muerto”. Y el goce de vivir atraviesa su pecho como un rayo del sol, y el ateo, el que siempre negó a Dios, le reconoce: “Te amo, oh Dios, pues la vida es grande”. Stefan Trofimovitsch, el eterno escéptico, se incorpora sobre las almohadas en que agoniza, y balbucea: “¡Oh, con qué gusto volvería a vivir! Cada minuto, cada instante, debiera ser una gozosa eternidad para el hombre”. Y las voces son cada vez más claras, cada vez más puras, más elevadas. El príncipe Mischkin, el extraviado, sostenido apenas por las alas vacilantes de sus sentidos, dice estas palabras delirantes: “No comprendo cómo nadie puede pasar por delante de un árbol sin sentirse feliz de que exista y se le ame... ¡Cuántas cosas maravillosas tropezamos a cada paso en esta vida, en que hasta el más réprobo siente el aliento del milagro!” Y el Staretz Sossima predica el mismo triunfo: “Los que maldicen de Dios y de la vida, maldicen de sí mismos... Si amas a todas las cosas, en todas se te revelará el misterio, y acabarás por abrazar el Universo entero en un amor sin límites”. Hasta el “Hombre de la callejuela”, el anónimo insignificante y tímido, “acude a formar en estas filas con su pobre gabán raído, y extiende el brazo para decir que “la vida es belleza y que sólo hay sentido en el dolor: ¡oh, cuán bella es la vida!” El “Hombre ridículo” despierta de su sueño para “cantar la vida, la vida grandiosa”: todos, todos salen arrastrándose de las madrigueras de su ser como gusanos, para unir sus voces en el himno sublime. Ninguno quiere morir, abandonar la vida, la santa, idolatrada vida; en ninguno es el dolor tan hondo que quiera cambiarlo por la muerte, el eterno enemigo. Y entre las sombrías paredes de este infierno, en medio de esta tiniebla de desesperación, resuena inesperado el cántico jubiloso del Destino, y en el purgatorio de estos hombres se enciende una llama fanática de gratitud a su creador. Se rompe la sombra, y la luz, una luz' infinita, se derrama sobre este mundo; el cielo de Dostoiewski se entreabre sobre la tierra, y todos los rumores quejumbrosos se pierden en el eco del último grito que salió del poeta, el grito jubiloso de los niños junto a la gran piedra de Iluischa, aquel gran grito santamente Bárbaro: “¡Hurra a la vida!”.

¡Vida, potencia maravillosa que así sabes, con sabia voluntad, crear mártires para que te canten y te ensalcen; vida sabia y cruel que encadenas a tus pies a los grandes con las cadenas del dolor, para que entonen tus triunfos! Ansías oír perennemente el grito eterno de Job, que resuena a través de los siglos confesando a Dios en sus llagas, y el canto jubiloso de los hombres de Israel mientras sus cuerpos se abrasan en el horno. Enciendes eternamente esa brasa sobre la lengua de los poetas que tú torturas para que sean tus esclavos y te nombren con amor. Hieres a Beethoven en el sentido de la música, para que, sordo, escuche la voz tonante de Dios, y tocado por el dedo de la Muerte componga el Himno a la Alegría en tu loor; acorralas a Rembrandt en las sombras de la miseria, para que busque la luz, tu luz primigenia, en el color; arrojas de su patria al Dante, para que arranque de sus sueños la visión del cielo y el infierno: a todos lo flagelas con tus azotes hasta conseguir que se refugien en lo infinito. También a este, a quien azotaste como a ninguno, lo hiciste tu siervo, y he aquí que, retorciéndose en convulsiones, con los labios llenos de espuma, te grita: ¡Hosanna!, un ¡Hosanna! santo que “ha pasado por todos los purgatorios de la duda”. ¡Oh vida, cómo triunfas en los hombres a quienes sellas con el dolor; cómo haces de la noche día; del amor, dolor, y cómo arrancas a las sombras del infierno el himno jubiloso que canta tu triunfo! Pues el que más sufre es el que más sabe, y quien te conoce tiene por fuerza que bendecirte: por eso éste que más profundamente que nadie te conoció, como nadie también te confesó y te amó como nadie.

FIN

 


 

 

LA LUCHA CONTRA EL DEMONIO

(HÖLDERLIN · KLEIST · NIETZSCHE)

ESTEFAN ZWEIG

  

 

INTRODUCCIÓN

Cuanto más difícilmente se libera un hombre, tanto más logra conmover nuestro sentimiento humano.

CONRAD FERDINAND MEYER

 

En la presente obra, lo mismo que en la anterior trilogía titulada Tres maestros, se exhiben tres retratos de poetas unidos por una íntima afinidad; pero esta afinidad no debe tomarse más que como algo alegórico.

No trato de buscar fórmulas para lo espiritual, sino que plasmo espiritualidades. Si en mis libros, con toda intención, coloco siempre unos retratos junto a los otros, lo hago para lograr un efecto pictórico, como lo hace el pintor que, buscando efectos de luz y de contraluz, logra poner de manifiesto, por medio del contraste, cualidades y analogías que de otro modo quedarían ocultas. Siempre me ha parecido la comparación un elemento creador de gran eficacia, y hasta me gusta como método, ya que puede ser usado sin necesidad de forzarse; así como las fórmulas empobrecen, la comparación enriquece, pues realza los valores, dando una serie de reflejos que, alrededor de las figuras, forman como un marco de profundidad en el espacio. Ese secreto plástico lo sabía ya Plutarco, ese antiguo creador de retratos, quien, en sus Vidas paralelas, presenta siempre un personaje romano a la par que uno griego, para que así, detrás de la personalidad, pueda verse de modo más claro su proyección espiritual, es decir, el tipo. Algo parecido a lo que perseguía ese ilustre escritor antiguo dentro de la biografía histórica, lo intento alcanzar yo en la presentación literaria de personajes. Esos dos volúmenes son los primeros de una serie en proyecto que llamaré: Los constructores del mundo, Tipología del espíritu. Nada, sin embargo, más lejos de mi intención que querer ver un rígido sistema en el mundo de los genios. Psicólogo por pasión, plasmador de la voluntad creadora, realizo solamente mis aficiones dejándome arrastrar por aquellas figuras que más profundamente me atraen. Así pues, por mis tendencias, queda creada una valla opuesta a toda idea de delimitación. No lo lamento, pues lo fragmentario sólo asusta a aquel que cree en sistemas dentro de las fuerzas creadoras y que, orgullosamente, se imagina que el mundo del espíritu, mundo infinito, puede ser encerrado dentro de un círculo; a mí, por el contrario, lo que me atrae de ese vasto plan es precisamente eso: que no tiene límites, porque toca al infinito. Y así, lentamente pero con pasión, seguiré elevando ese edificio que empecé al azar, con mis manos llenas de curiosidad, en la incertidumbre del tiempo que, como un pedazo de cielo, se cierne sobre nuestra vida.

Las tres épicas figuras de Hölderlin, Kleist y Nietzsche tienen extrañas afinidades en los destinos de su existencia. Los tres, arrancados de su propio ser por una fuerza poderosísima y en cierto modo ultramundana, son arrojados a un calamitoso torbellino de pasión. Los tres terminan prematuramente su vida, con el espíritu destrozado y un mortal envenenamiento en los sentidos. Los tres terminan en la locura o en el suicidio. Los tres parece que viven bajo el mismo signo del Horóscopo. Los tres pasan por el mundo cual rápido y luminoso meteoro, ajenos a su época, incomprendidos por su generación, para sumergirse después en la misteriosa noche de su misión. Ignoran adónde van; salen del Infinito para hundirse de nuevo en el Infinito y, al pasar, rozan apenas el mundo material. Domina en ellos un poder superior a su propia voluntad, un poder no humano en el que se sienten aprisionados. Su voluntad no rige (llenos de angustia, lo reconocen ellos mismos en momentos de clarividencia). Son esclavos. Son posesos (en todo el sentido de la palabra) del poder del demonio.

Demonio, demoníaco. Estas palabras han sufrido ya tantas interpretaciones desde su primitivo sentido misticorreligioso en la antigüedad, que se hace necesario revestirlas de una interpretación personal.

Llamaré demoníaca a esa inquietud innata, y esencial a todo hombre, que lo separa de sí mismo y lo arrastra hacia lo infinito, hacía lo elemental. Es como sí la Naturaleza hubiese dejado una pequeña porción de aquel caos primitivo dentro de cada alma y esa parte quisiera apasionadamente volver al elemento de donde salió: a lo ultra humano, a lo abstracto. El demonio es, en nosotros, ese fermento atormentador y convulso que empuja al ser, por lo demás tranquilo, hacia todo lo peligroso, hacia el exceso, al éxtasis, a la renunciación y hasta a la anulación de sí mismo. En la mayoría de las personas, en el hombre medio, esa magnífica y peligrosa levadura del alma es pronto absorbida y agotada; sólo en momentos aislados, en la crisis de la pubertad o en aquellos minutos en que por amor o simple instinto genésico ese cosmos interior entra en ebullición, sólo entonces domina hasta en las existencias burguesas más triviales y, sobre el alma, reina ese poder misterioso que sale del cuerpo, esa fuerza gravitante y fatal. Por lo demás, el hombre comedido anula esa presión extraña, la sabe cloroformizar por medio del orden, porque el burgués es enemigo mortal del desorden dondequiera que lo encuentre: en sí mismo o en la sociedad. Pero en todo hombre superior, y más especialmente si es de espíritu creador, se encuentra una inquietud que le hace marchar siempre hacia adelante, descontento de su trabajo. Esta inquietud mora en todo «corazón elevado que se atormenta» (Dostoievsky); es como un espíritu inquieto que se extiende sobre el propio ser como un anhelo hacia el Cosmos. Todo cuanto nos eleva por encima de nosotros mismos, de nuestros intereses personales y nos lleva, llenos de inquietud, hacia interrogaciones peligrosas, lo hemos de agradecer a esa porción demoníaca que todos llevamos dentro. Pero ese demonio interior que nos eleva es una fuerza amiga en tanto que logramos dominarlo; su peligro empieza cuando la tensión que desarrolla se convierte en una hipertensión, en una exaltación; es decir, cuando el alma se precipita dentro del torbellino volcánico del demonio, porque ese demonio no puede alcanzar su propio elemento, que es la inmensidad, sino destruyendo todo lo finito, todo lo terrenal, y así el cuerpo que lo encierra se dilata primero, pero acaba por estallar por la presión interior. Por eso se apodera de los hombres que no saben domarlo a tiempo y llena primero las naturalezas demoníacas de terrible inquietud; después, con sus manos poderosísimas, les arranca la voluntad, y así ellos, arrastrados como un buque sin timón, se precipitan contra los arrecifes de la fatalidad. Siempre es la inquietud el primer síntoma de ese poder del demonio; inquietud en la sangre, inquietud en los nervios, inquietud en el espíritu. (Por eso se llama demonios a esas mujeres fatales que llevan en sí la perdición y la intranquilidad.) Alrededor del poseso sopla siempre un viento peligroso de tormenta, y por encima de él se cierne un siniestro cielo, tempestuoso, trágico, fatal.

Todo espíritu creador cae infaliblemente en lucha con su demonio, y esa lucha es siempre épica, ardorosa y magnífica. Muchos son los que sucumben a esos abrazos ardientes -como la mujer al hombre-; se entregan a esa fuerza poderosa, se sienten penetrar, llenos de felicidad, para ser inundados del licor fecundante. Otros lo dominan con su voluntad de hombre, y a veces ese abrazo de amorosa lucha se prolonga durante toda la vida. Ahora bien, en el artista, esa lucha heroica y grandiosa se hace visible, por decirlo así, en él y en su obra; y, en lo que crea, está viva y palpitante, llena de cálido aliento, la sensual vibración de esa noche de bodas de su alma con el eterno seductor. Sólo al que crea algo le es dado trasladar esa lucha demoníaca desde los oscuros repliegues de su sentimiento a la luz del día, al idioma. Pero es en los que sucumben en esa lucha en quienes podemos ver más claramente los rasgos pasionales de la misma, y principalmente en el tipo del poeta que es arrebatado por el demonio; por eso he escogido aquí las tres figuras de Hölderlin, Kleist y Nietzsche como las más significativas para los alemanes, pues cuando el demonio reina como amo y señor en el alma de un poeta, surge, cual una llamarada, un arte característico: arte de embriaguez, de exaltación, de creación febril, un arte espasmódico que arrolla al espíritu, un arte explosivo, convulso, de orgía y de borrachera, el frenesí sagrado que los griegos llamaron pavta y que se da sólo en lo profético o en lo pítico.

El primer signo distintivo de ese arte es lo ilimitado, lo superlativo del mismo; un deseo de superación y un impulso hacia la inmensidad, que es adonde quiere llegar el demonio, porque allí está su elemento, el mundo de donde salió. Hólderlin, Kleist y Nietzsche son como Prometeos que se precipitan llenos de ardor contra las fronteras de la vida, de una vida que, rebelde, rompe los moldes y en el colmo del éxtasis acaba por destruirse a sí misma. En sus ojos brilló la mirada del demonio, y éste habló por sus labios. Sí, él habla por sus labios dentro de su cuerpo destruido y su espíritu apagado. Nunca se ve más claramente al demonio que albergaba en su ser que cuando puede ser atisbado a través de su alma destrozada por el tormento, rota en terrible crispación, y es a través de sus desgarraduras como se ven las oscuras sinuosidades donde se esconde el terrible huésped. En esos tres personajes se hace visible, de pronto, el terrible poder del demonio, que antes estuvo en cierto modo oculto, y ello sucede precisamente cuando su espíritu sucumbe.

Para hacer resaltar mejor las características misteriosas del poeta poseso, he seguido mi método comparativo y he contrastado a esos tres héroes clásicos con otra figura. Pero lo opuesto al alado poeta demoníaco no es en modo alguno el no demoníaco; no, no hay verdadero arte que no sea demoníaco y que no proceda, como un susurro, de lo ultra terrenal. Nadie lo ha afirmado de modo tan rotundo como Goethe, el enemigo por antonomasia del poder del demonio, el que estuvo siempre alerta frente a ese poder, cuando dice a Eckermann, refiriéndose a esa cuestión: «Todo lo creado por el arte más elevado, todo aperçu..., no procede del poder humano; está por encima de lo terrenal.» Y así es: no hay arte grande sin inspiración, y la inspiración llega inconscientemente del misterioso más allá y está por encima de nuestra ciencia. Yo veo, pues, en contraposición al espíritu exaltado, arrastrado fuera de sí mismo por su propia exuberancia, frente al espíritu que no conoce límites, veo, digo, al poeta que es amo de sí mismo y que, con su voluntad humana, sabe domar al demonio interior y lo convierte en una fuerza práctica, eficaz. Pues el poder del demonio -magnífica fuerza creadora- no conoce una dirección determinada, apunta sólo al infinito o al caos de donde procede. Por tanto, es arte grande y elevado, y no inferior en modo alguno al que procede del demonio, aquel otro que crea un artista que domina por su voluntad ese misterioso poder, que le da una dirección fija, que lo sujeta a una medida, que «gobierna» en la poesía, en el sentido en que lo dice Goethe, y que sabe convertir lo inconmensurable en forma definitiva. Es decir, el poeta que es amo del demonio y no su siervo.

Goethe: con ese nombre está ya designado el tipo, el contratipo, cuya presencia se halla en todo momento en este libro. Goethe no fue sólo opuesto al vulcanismo en las cuestiones geológicas, sino que también, en el arte, ha colocado lo evolutivo ante lo eruptivo y combate toda fuerza convulsiva, volcánica, es decir, todo lo demoníaco, con decisión entusiasta. Y es precisamente ese ataque encarnizado lo que revela y traiciona su secreto, y éste es: que, para él, la lucha contra el demonio fue también el problema decisivo de su arte, pues solamente quien se ha encontrado en su vida con el demonio, quien lo ha percibido en todo su peligro, sólo ése puede sentirse enemigo terrible de él. En alguna peligrosa encrucijada de su vida debió Goethe de encontrarse un día frente a frente con el Maligno en lucha de vida o muerte. Buena prueba de ello es Werther, donde proféticamente está escrita la vida de Kleist y de Tasso, de Hölderlin y de Nietzsche.

Desde ese temible encuentro quedaron en el espíritu de Goethe, para siempre, un temor respetuoso y un oculto miedo hacia la terrible fuerza de su adversario. La mirada inteligente de Goethe reconoce a su enemigo mortal en todas sus formas, en todos sus disfraces: en la música de Beethoven, en Pentesilea de Kleist, en las tragedias de Shakespeare (de las que dice que no se atreve ni a abrirlas, porque < me destruirían»), y cuanto más su mente tiende a la propia conservación y a la adaptación, tanto más lo evita lleno de angustia. Sabe perfectamente cuál es el fin de aquel que se entrega al demonio, y por eso lo evita y hasta lo señala, aunque en vano, a los otros. Tanta fuerza de heroísmo necesita Goethe para defenderse, como los otros para entregarse. Él se juega en esa lucha algo muy alto: lo definido, la perfección, mientras que aquéllos luchaban únicamente por la inmensidad.

Sólo en ese sentido he puesto a Goethe frente a los tres poetas esclavos del demonio, nunca en el sentido de una rivalidad entre ellos (aunque existió realmente.) Necesitaba yo una gran figura como contrapunto para que no pareciera que lo hímnico, lo extático, lo titánico que yo presento en Kleist, en Hölderlin y en Nietzsche, lleno de devoción, es el único arte posible, ni el más sublime por su valor. Precisamente presento su antítesis como una polaridad espiritual del más alto rango; así no parecerá superfluo si yo trato a veces superficialmente esa relación, pues ese contraste se encuentra, como en fórmula matemática, ya en el conjunto que todo lo envuelve, ya en los menores episodios de su vida sensitiva: sólo la comparación de Goethe con sus polos opuestos puede iluminar hasta el fondo ese problema, que es, al fin, comparación de las formas más altas del espíritu.

Lo primero que salta a la vista en Hölderlin, Kleist y Nietzsche es su alejamiento de las cosas del mundo; y es que aquel a quien el demonio estrecha en su puño, se ve arrancado de la realidad. Ninguno de los tres tiene mujer ni hijos (como tampoco Beethoven ni Miguel Ángel), ninguno de los tres tiene hogar ni propiedades, ninguno tiene una profesión fija o un empleo duradero. Son nómadas por naturaleza, eternos vagabundos, externos a todo, extraños, menospreciados, y su existencia es completamente anónima. No poseen nada en el mundo: ni Kleist ni Hölderlín ni Nietzsche han tenido jamás una cama que les fuera propia; nada es suyo; alquilada es la silla en que se sientan, alquilada es la mesa en que escriben y alquiladas son las habitaciones en que van parando. No echan raíces en ninguna parte, ni aun el amor logra atarlos de modo duradero, pues así sucede con aquellos que han encontrado al demonio como compañero de vida. Sus amistades son frágiles; sus posiciones poco fijas; su trabajo no es remunerador; están como en el vacío, y el vacío los rodea por todas partes. Su vida tiene algo de meteoro, de estrella errante en eterna caída; no así la vida de Goethe, que forma una línea clara y definida. Goethe sabe arraigar y arraiga profundamente, y cada vez más hondas se hunden sus raíces. Tiene mujer y tiene hijos, y lo femenino florece siempre a su alrededor; en cualquier hora de su vida hay siempre unos pocos pero buenos amigos que están a su lado. Habita amplia casa, bien puesta, repleta de colecciones diversas y de mil curiosidades; vive rodeado de su vasta fama, y la celebridad vive con él más de medio siglo; es Consejero y tiene título de Excelencia, y sobre su ancho pecho brillan los distintivos de todas las órdenes de la Tierra. En él aumenta cada día la fuerza para el vuelo. Él se torna más y más sedentario, con más base, mientras que aquéllos, eternos fugitivos, corren cual animales acosados. Donde Goethe está, allí está siempre el centro mismo de su «Yo», que es a la vez el centro espiritual de la nación, y desde este punto fijo, quieto, pero activo, abrasa al mundo entero, y sus vínculos crecen ya por encima de los hombres y alcanzan a las plantas, a los animales, a las piedras y se unen fecundamente hasta con los elementos.

Al final de su vida está, amo del demonio, más afianzado que nunca en su propio ser, mientras que aquéllos acaban despedazados por su propia jauría, como Dionisos. La existencia de Goethe se dirige a la conquista del mundo y toda su estrategia a ello tiende; pero la de ellos, la de los otros, es una continua lucha heroica, sin plan alguno, en la que acaban por ser arrojados del mundo para hundirse en el Infinito.

Deben ser arrebatados con fuerza de lo terrenal para unirse a lo ultra terrenal. Goethe, para alcanzar la inmensidad, no necesita dar un solo paso fuera de este mundo, sino que sabe atraerla hacia él, lenta y pacientemente. Su sistema es perfectamente igual al sistema capitalista: cada año sabe poner a un lado una porción de la existencia que ha adquirido; es su ganancia espiritual. Como buen comerciante, lo registra al final del ejercicio en su Diario y en sus Anales. Su vida le produce ganancias, como el campo produce frutos. Los otros, en cambio, siguen el método de los jugadores y ponen, con una magnífica indiferencia hacia las cosas del mundo, todo su ser, toda su existencia, en una sola carta, ganando así infinito o perdiendo infinito; pues el demonio aborrece el lento ahorro hecho peseta a peseta. Cosas que aprende Goethe como esenciales, no tienen para aquellos otros ningún valor; así, nada aprenden en el mundo si no es a aumentar su sensibilidad, y van hacia la perdición, como santos, absortos. Goethe aprende siempre; la vida es para él un libro abierto que él quiere saber renglón por renglón: es el eterno curioso, y sólo mucho más adelante se atreve a pronunciar aquellas misteriosas palabras:

He aprendido a vivir; prolongadme, oh dioses, el tiempo.

Los otros no encuentran que la vida enseñe nada ni la creen, por lo demás, digna de ser aprendida; tienen sólo el presentimiento de una existencia más alta y por encima de toda percepción o experiencia. Nada les es dado sino lo que da el genio. Sólo de la plenitud interior que los llena de destellos saben tomar su parte y se dejan elevar, convulsivos, por su sentimiento ardiente; y el fuego es su propio elemento, la acción es llamarada, y eso mismo que fogosamente los levanta es lo que abrasa su propia vida. Kleist, Hölderlin y Nietzsche se encuentran al final de su existencia más abandonados que nunca, más extraños a la Tierra, más solitarios que en sus comienzos; para Goethe, en cambio, de cada hora « el último momento es el más rico». En ellos, al contrario, sólo el demonio es el que va haciéndose fuerte, sólo el Infinito manda en ellos; hay pobreza de vida en su belleza y belleza en su pobreza de felicidad.

Esa tan opuesta polarización de la vida muestra, dentro del más íntimo parentesco con el genio, el diferente aprecio de la realidad. La naturaleza demoníaca desprecia la realidad, porque para ella es sólo insuficiencia. Los tres, Hölderlin, Kleist y Nietzsche, son eternos rebeldes, sublevados, amotinados contra el orden de las cosas. Prefieren romperse antes que ceder al orden establecido, y su intransigencia es llevada, sin titubeos, hasta su propio aniquilamiento. Por eso -y ello es magnífico- se convierten en personajes trágicos de la tragedia de su vida. Goethe, al contrario -claramente se ve que estaba afirmado en sí mismo- confiesa a Zelter que no se sentía nacido para lo trágico «porque su naturaleza era conciliadora».

No desea, como aquéllos, una continua guerra, sino que prefiere, porque su naturaleza es conservadora y acomodaticia, transigencia y armonía. Se subordina a la vida, lleno de devoción, porque la vida es la fuerza más alta y él adora la vida en todas sus formas y aspectos («sea como sea, la vida siempre es buena»). Nada se les puede dar a esos atormentados, a esos perseguidos, a esos arrancados del mundo, a esos posesos, si no es la realidad de ese tan alto valor; por eso ellos ponen el arte por encima de la vida y la poesía por encima de la realidad. Ellos, como Miguel Ángel, abren a martillazos, a través de los duros bloques de piedra, la galería de su vida que va hacia la gema resplandeciente adivinada en sus sueños, allá profundamente enterrada. Goethe, pues, como Leonardo, siente el Arte como una de las miles y miles de hermosísimas formas de la vida, que él tanto ama; el Arte es sólo una parte, como la Ciencia, como la Filosofía, pero, al fin, sólo una parte de la vida. Por eso el demonio interior de aquéllos es cada vez más intensivo, mientras en Goethe es cada vez más extensivo. Aquéllos convierten su ser en un grandioso exclusivismo, una entrega sin condiciones, y Goethe, por el contrario, es cada vez de una más amplia universalidad.

Ese mismo amor a la existencia hace que en Goethe apunte todo contra el demonio, es decir, hacia su propia seguridad y conservación. Y por el desprecio a esa misma existencia real, tienden aquéllos al juego peligroso, a su ensanchamiento, para acabar de esta forma en su perdición. Así como en Goethe se reúnen todas las fuerzas en una sola fuerza, la centrípeta, en los otros obra la fuerza centrífuga; en aquél, del exterior al punto central; en éstos, del centro de la vida al exterior, y este empuje hacia fuera los rasga, los desgarra inexorablemente. Esa tendencia hacia lo abstracto se sublima en el espacio definido por la inclinación a la música. En ella les es dado derramarse en su elemento, ese elemento sin orillas, sin forma, que atrae con su magia a Hölderlin y a Nietzsche, y hasta al duro Kleist, precisamente al llegar a su muerte.

Con la música, la razón se transmuta en éxtasis, y el idioma en ritmo. Cuando se extingue un espíritu poseso, siempre va rodeado de música (hasta en Lenau sucede así). Goethe teme a la música, es cauteloso ante su atracción que arrastra a lo quimérico y, cuando está en momentos de fortaleza, se defiende hasta de Beethoven; sólo en los momentos de debilidad, de enfermedad o de amor, se abre para ella. Su verdadero elemento es el dibujo, es decir, lo plástico, lo que presenta formas definidas, lo que limita toda vaguedad y evita la propia difusión. Aquéllos, pues, aman todo lo que desliga y conduce hacia la libertad, hacía el caos primitivo del sentimiento, pero él tiende siempre hacia todo lo que pueda fomentar la estabilidad del individuo, esto es: el orden, la norma, la forma y la ley.

Hay cien imágenes apropiadas para representar esa contraposición creadora entre él que es amo del demonio y el que es siervo del mismo. Escogeré la geometría por ser la más clara. La forma de la vida de Goethe es el círculo: una línea cerrada, completa, que abraza todo su ser; una eterna vuelta hacia sí mismo; la misma distancia desde su inconmovible centro hacia el infinito; crecimiento armónico de todas sus partes a partir del centro. Por eso no hay en su existencia lo que pudiera constituir un punto culminante, ninguna cumbre de producción, sino que su crecimiento es por igual hacia todas las direcciones. La vida de los posesos tiene forma parabólica, esto es, una subida brusca a impulsiva hacia una dirección fija que es siempre la superior, lo infinito; después aparecen una curva rápida y la caída repentina. El punto más alto (poéticamente y como momento de vida) está junto a la caída, misteriosamente va unido a ella. Así se comprende que las muertes de Hölderlin, de Kleist o de Nietzsche formen parte integrante de su destino.

Sin su caída no se ve la forma completa de su existencia, así como no hay parábola sin la caída brusca de la línea. La muerte de Goethe no es más que una partícula insignificante en la historia de su vida; nada nuevo esencial añade la muerte a su existencia. Él no muere, como aquéllos, de muerte mística, heroica y legendaria, sino que su muerte es la de un patriota (pues en vano el vulgo quiso ver algo profético o simbólico en aquellas palabras de: «¡Luz, más luz!»). La vida se ha cumplido por sí misma y la muerte es sólo su fin; pero en los otros, en los posesos, la muerte es caída, es llamarada. La muerte les indemniza de la pobreza de su existencia y llena sus últimos momentos de un poder místico. Y es que quien la vida como una tragedia, tiene la muerte de un héroe.

Una entrega pasional del propio ser, incluso hasta el aniquilamiento, una defensa pasional de la propia conservación: ambas formas de lucha con el demonio exigen el más alto heroísmo, y ambas recompensan al corazón con magnífica victoria. La vida de Goethe, llena de plenitud, y la muerte de ellos, de los otros, es lo mismo, pero en sentido contrario; es la misma meta del individualismo espiritual: pedir a la existencia lo inconmensurable. Si he colocado esas figuras una junto a otra, es para hacer resaltar más ese doble aspecto de la belleza; no lo he hecho para sacar de ello conclusiones, ni menos aún para afirmar aquella interpretación clínica, trivial por lo demás, de que Goethe representa la salud y aquéllos la enfermedad; Goethe lo normal y aquéllos lo patológico. La palabra patológico sirve tan sólo en el mundo inferior, en el mundo de lo infecundo; pues si la enfermedad puede crear cosas inmortales, ya no es enfermedad, sino que será una fuerza, un exceso de salud, la más alta salud. Y cuando el demonio está al borde extremo de la vida y ya se inclina hacia fuera, hacia lo inaccesible, no deja de ser por ello algo inmanente a lo humano y comprendido dentro del círculo de la naturaleza. Pues hasta la misma naturaleza, ella que desde los principios fija exactamente el plazo durante el que el niño vive en el cuerpo de la madre, también ella, prototipo de lo inexorable de las leyes, conoce esos momentos demoníacos y tiene erupciones, y en sus exuberancias -tormentas, ciclones, cataclismos- pone en peligrosa tensión todas sus fuerzas y lleva hasta el extremo su tendencia a la propia destrucción.

Ella también interrumpe a veces, raras veces, es cierto, como también raras veces surge un hombre demoníaco en la humanidad; interrumpe, digo, su paso tranquilo, y es entonces cuando, al pasar de las medidas normales, nos damos cuenta de su fuerza ilimitada. Sólo lo raro ensancha nuestros sentidos, sólo ante el estremecimiento crece nuestra sensibilidad. Por eso lo extraordinario es siempre la medida de toda grandeza. Y siempre, aun en las formas más complicadas, el mérito creador queda por encima de todos los valores, y su sentido por encima de nuestros sentidos.

SALZBURGO, 1925

 

FRIEDRICH HÖLDERLIN

Difícilmente los mortales reconocen al hombre puro.

LA MUERTE DE EMPÉDOCLES

 

LA PLÉYADE SAGRADA

El frío y la noche cubrirían la tierra, y el alma se hundiría en la miseria, si los buenos dioses no enviaran de cuando en cuando al mundo a tales adolescentes para rejuvenecer la marchita vida de los hombres.

La muerte de Empédocles

 

El siglo XIX, el nuevo siglo, no ama a sus juventudes. Ha surgido una nueva generación que, fogosa y llena de empuje, avanza hacia la nueva libertad. La fanfarria de la revolución ha despertado a esos jóvenes; en sus espíritus hay una divina primavera y una fe nueva envuelve sus almas. Lo imposible parece, de pronto, realizable; el dominio de la tierra y de su magnificencia parece ofrecerse como botín al primer audaz, desde que aquel joven de veintiún años, Camille Desmoulins, de un solo golpe hiciera saltar la Bastilla, desde que aquel abogado de Arras, esbelto como un muchacho, Robespierre, hiciera temblar a los reyes y a los emperadores con la fuerza huracanada de sus decretos, y desde que aquel menudo teniente venido de Córcega, Bonaparte, dibujara a su antojo, con la punta de la espada, las nuevas fronteras de Europa y, con sus manos de aventurero, cogiera la corona más preciada del Universo. La hora de la juventud ha llegado: así como, después de las primeras lluvias primaverales, se ven aparecer los primeros y tiernos brotes, brota ahora también toda esa sementera de jóvenes puros y entusiastas. En todos los países se han alzado al mismo tiempo y, con la mirada fija en las estrellas, traspasan las fronteras del nuevo siglo, como las de un reino que se les ofreciera. El siglo XVIII, en su sentir, perteneció a los viejos y a los sabios, a Voltaire, a Rousseau, a Leibniz y a Kant, a Haydn y a Wieland, a los calmosos y a los acomodaticios, a los hombres grandes y a los eruditos; ahora es ya el tiempo de la juventud y de la audacia, de la pasión y de la impaciencia. Ahora se lanza ya al asalto esa ola poderosa; nunca Europa, desde el Renacimiento, ha visto una más pura elevación de espíritu ni una más hermosa generación.

Pero el nuevo siglo no ama a esa intrépida generación; siente miedo de su plenitud y un sordo terror ante la fuerza extática de su exuberancia. Y con la hoja de su guadaña siega sin piedad esos brotes de su propia primavera. Centenares de miles, los más valerosos, son aplastados por las guerras napoleónicas, que, como rueda de molino, asesinan y trituran durante quince años. La guerra aplasta a los más nobles, a los más valerosos, a los más animosos de todas las naciones, y la tierra de Francia, de Alemania, de Italia, y hasta los remotos campos de nieve de Rusia o los desiertos de Egipto, se riegan y se empapan de su sangre palpitante aún. Pero, como si no quisiera destruir solamente a la juventud apta para llevar las armas, sino el mismo espíritu de esa juventud, no se limita ese furor suicida a lo guerrero, es decir, a los soldados, y la destrucción levanta su hacha sobre los soñadores y cantores, que, casi niños, han pasado los umbrales del siglo, y también sobre los efebos del espíritu, sobre los divinos poetas y sobre las figuras más sagradas.

Nunca, en un espacio de tiempo tan corto, han sido sacrificados en magnífica hecatombe tantos poetas y artistas como en aquellos años del cambio de siglo, de ese siglo que Schiller saludó como un sonoro himno, sin adivinar su propio destino. Nunca la adversidad ha producido cosecha tan fatal de espíritus tan puros e iluminados. Nunca humedeció el altar de los dioses tanta sangre divina.

Múltiple es la forma de muerte, pero en todos es prematura, a todos les llega en el momento de más íntima elevación. El primero de ellos, André Chénier, con quien Francia vio nacer un nuevo helenismo, es llevado a la guillotina en la última carreta del Terror; un día, sólo un día, la noche del ocho al nueve Termidor, y se hubiera salvado de la cuchilla para volver a recogerse en su canto de pureza clásica. Pero el destino no quiere perdonarlo, ni a él ni a los otros; con su cólera codiciosa, como una hidra, destroza toda una generación. Inglaterra, después de siglos de espera, ve aparecer de nuevo un genio lírico, un adolescente de elegíacos ensueños, John Keats, ese sublime anunciador del Universo; a los veintisiete años, la fatalidad le roba el último aliento de su pecho. Un hermano en espíritu, Shelley, se asoma a su tumba, soñador, lleno de fuego (la naturaleza lo escogió como mensajero de sus arcanos más hermosos); conmovido, entona para su hermano espiritual el más magnífico canto fúnebre que un poeta ha dedicado jamás a otro, su elegía «Adonais». Dos años después, su cadáver es arrojado a la costa por una insignificante tempestad en las aguas del Tirreno. Lord Byron, amigo suyo, preciado heredero de Goethe, acude allí a encender la pira funeraria, como Aquiles encendió la de Patroclo junto a aquel mar sureño; la envoltura mortal de Shelley se eleva entre las llamas hacia el cielo de Italia -pero él, el mismo Byron, se consume por la fiebre en Missolonghi dos años después-. Sólo un decenio, y la más bella floración lírica de Francia y de Inglaterra ha quedado extinguida.

Tampoco esa dura mano se torna más suave para la joven generación alemana: Novalis, cuyo devoto misticismo ha penetrado hasta los más guardados secretos de la Naturaleza, se extingue prematuramente, agotándose gota a gota, como la luz de una vela en oscura celda. Kleist se salta la tapa de los sesos en una repentina desesperación. Raimund le sigue pronto con una muerte igualmente violenta. George Büchner es aniquilado a los veinticuatro años por una fiebre nerviosa. Wilhelm Hauff, ese genio apenas abierto, ese narrador tan lleno de fantasía, está ya en el cementerio a los veinticinco años, y Schubert, alma de todos esos poetas hecha canción, expira antes de tiempo en dulce melodía. Ya es la enfermedad, con sus golpes o sus venenos, ya el suicidio, ya el asesinato, lo que bien pronto ha dado cuenta de esa joven generación.

Leopardi, con su noble melancolía, se marchita en su languidez tan sombría; Bellini, el poeta de Norma, muere después de ese comienzo trágico; Gribodejov, el espíritu más claro de la Rusia nueva, es apuñalado en Tiflis por un persa. Su coche fúnebre se encuentra casualmente, allá en el Cáucaso, con Aleksandr Pushkin, ese genio ruso, aurora espiritual de su patria, pero éste no tiene mucho tiempo para llorar al muerto, sólo dos años, pues una bala lo mata en desafío. Ninguno de ellos llega a los cuarenta años, muy pocos alcanzan los treinta. Así, la primavera lírica más sonora que ha conocido Europa se sumerge en la noche, y esa pléyade sagrada de jóvenes que han cantado en idiomas diversos el mismo himno a la naturaleza y al mundo la bienaventuranza, se ve deshecha y destrozada. Solitario, como Merlín en su bosque encantado, sin darse cuenta del tiempo que va pasando, ya medio olvidado, ya medio legendario, está el anciano y sabio Goethe allá en Weimar; sólo de esos ya viejos labios fluye aún, de cuando en cuando, el canto órfico. Padre y heredero, al mismo tiempo, de la nueva generación, a la que ha sobrevivido por milagro, guarda en urna de bronce el fuego de la poesía.

Uno solo de esa pléyade sagrada, el más puro de todos, se arrastra todavía largo tiempo sobre esa tierra ya sin dioses. Es Hölderlin, a quien la Fatalidad ha deparado los más extraños destinos. Aún florecen sus labios, aún camina a tropezones su avejentado cuerpo por las tierras alemanas; su mirada azul se hunde todavía desde la ventana en el tan amado paisaje del Neckar. Aún puede abrir sus párpados para elevar sus ojos hacia el Padre Éter, hacia el cielo eterno; pero su espíritu ya no está despierto, sino cubierto por las nubes de un ensueño infinito. Los dioses, celosos, no han matado al que los espiaba, sino que, como a Tiresias, le han cegado la inteligencia. No han degollado a la víctima sagrada, como a Ifigenia, sino que la han envuelto en una nube para llevarla al Ponto Euxino del espíritu, a la oscuridad quimérica del sentimiento. Un espeso velo cubre su alma y su palabra. Vive aún algunas docenas de años con los sentidos turbados «en divina esclavitud», desligado del mundo, extraño a sí mismo, y sólo el ritmo, como una ola, brota aún, pulverizado, en sonidos quejumbrosos, de su boca vibrante. Las primaveras florecen y se marchitan a su alrededor, pero él ya no las cuenta. En torno a él, caen y mueren los hombres, pero no repara en ello. Schiller y Goethe, Kant y Napoleón, los dioses de su juventud, hace ya tiempo le precedieron en el camino de la tumba. Los ferrocarriles trepidantes cruzan ya Alemania en todas direcciones; crecen las ciudades; se levantan los países; pero nada de todo eso llega a su corazón apagado. Poco a poco, empieza a grisear su cabeza; ya no queda más que una sombra tímida, un fantasma, del ser agradable que fue un día.

Y, tambaleante, marcha por las calles de Tubinga, escarnecido por los muchachos, rodeado de estudiantes que se burlan de él, estudiantes que no supieron ver aquel espíritu apagado tras la envoltura trágica del cuerpo. Hace ya tiempo que nadie se acuerda de Hölderlin. Un día, a mediados del siglo, Bettina -que una vez lo saludó como a un dios- oye decir que el poeta arrastra su vida serpentina en casa de un honrado carpintero y se horroriza ante él como si fuera un emisario del Hades, tan extraño lo encuentra para el presente, tan remoto suena ya su nombre, tan olvidada está su magnificencia. Y el día que se acuesta para morir, su muerte no tiene en Alemania más importancia que la caída de una hoja ya marchita por el otoño.

Algunos obreros lo llevan a la tumba envuelto en raída mortaja; miles de páginas que escribió durante su vida se dispersan entonces o algunas son guardadas negligentemente, cubriéndose de polvo años y más años en las bibliotecas. Durante toda una generación quedó sin ser leído el heroico mensaje del último, del más puro de la pléyade sagrada.

Como una estatua griega, enterrada entre escombros, permanece la imagen espiritual del poeta escondida durante muchos años, docenas de años, cubierta por el olvido. Pero del mismo modo que esfuerzos piadosos hacen salir al fin de la oscuridad el torso sepultado, por fin también una generación, con divino estremecimiento, siente toda la pureza indestructible de esa figura marmórea de adolescente. En sus admirables proporciones, el último efebo del helenismo se levanta de nuevo hacia el cielo, y otra vez, como antes, sus labios sonoros florecen de exaltación. Con su aparición parecen haberse vuelto eternas todas las primaveras que él anunció y, con la frente coronada de destellos de gloria, sale de la oscuridad, como quien abandona una misteriosa patria, para iluminar de nuevo nuestra época.

 

INFANCIA

Desde su quieta mansión, los dioses envían a menudo a sus favoritos por algún tiempo a las naciones para que, ante su imagen y su recuerdo, el corazón de los mortales se alegre.

 

La casa de Hölderlin está situada en Lauffen, antiguo pueblecillo conventual de las orillas del Neckar, a un par de horas de camino de la patria de Schiller. Este paisaje de Suabia es el más dulce de Alemania, es la Italia alemana. Los Alpes ya no se alzan aquí con sus moles opresivas, pero se adivina su proximidad; los ríos con sus meandros de plata cruzan entre viñedos; el humor del pueblo suaviza aquí la crudeza de la raza germánica y la resuelve en canciones. La tierra es rica, sin ser exuberante; la Naturaleza, apacible, sin ser generosa en extremo: los trabajos del campesino se hermanan, casi sin transición, con los de los artesanos.

El Idilio tiene ahí su patria, porque la Naturaleza contenta fácilmente al hombre, y hasta el poeta que se ha dejado vencer por la más sombría tristeza, piensa con sereno espíritu en el país perdido: ¡Ángeles de la patria! ¡Oh, vosotros, ante quien el ojo más fuerte y hasta la rodilla del hombre solitario no pueden menos que desfallecer y hasta hacer que se apoye en sus amigos y ruegue a las personas queridas que le ayuden a llevar esa carga de felicidad! ¡Oh, ángeles bondadosos, aceptad nuestro agradecimiento! ¡Cuán dulce, con qué ternura elegíaca salta la exuberancia de su melancolía cuando él canta a Suabia y a ese cielo, que es el suyo entre los cielos de la eternidad! ¡Cuán apacible fluye la ola de su emoción extática y con qué ritmo tan acompasado, cuando el poeta se enternece ante el recuerdo! Huido de su patria, traicionado por su querida Grecia, rotas sus esperanzas, siempre reconstruye con intensa ternura el cuadro del mundo de su infancia y lo inmortaliza al convertirlo en inspirado himno: ¡País afortunado! No hay ni una colina que no esté cubierta de vid. Y allá sobre la hierba ondulante, cae su fruto como una lluvia de otoño. Los montes, encendidos por el sol, mojan con agrado su pie en la corriente del río, mientras que su cabeza recibe la dulce sombra de las coronas de ramaje y de musgo. Y allá arriba se ven fortalezas y casitas, sobre las espaldas del monte, cual niños a quienes llevara a cuestas el robusto abuelo.

Durante toda su vida siente el anhelo de esa patria, como si fuera el cielo de su corazón. La infancia fue para Hölderlin la época más sincera, más vívida y más feliz de su existencia.

Una Naturaleza dulce lo rodea, suaves mujeres cuidan de él. No tiene, por desgracia, un padre que le enseñe la disciplina y la fortaleza, que robustezca los músculos de su sensibilidad contra su eterno enemigo, es decir, contra la misma vida. Al contrario que en Goethe, no hace presión sobre él un espíritu pedantesco y disciplinado que despierte pronto en el todavía muchacho el sentimiento de la responsabilidad y que imprima en su espíritu maleable la inclinación hacia las formas sistemáticas. Sólo la piedad le enseñan su abuela y su bondadosa madre, y ya, desde entonces, su sentido soñador se refugia en la música, en ese infinito que se ofrece siempre, antes que otros, a la juventud. Pero ese idilio termina prematuramente; a los catorce años, el niño, todo sensibilidad, entra como alumno en la escuela del monasterio de Denkendorf; después pasa al convento de Maulbronn y, a los dieciocho años, ingresa en el Seminario de Tubinga para no abandonarlo ya hasta finales del año 1792. Durante más de diez años, su naturaleza libre se ve encerrada entre muros, en el espacio reducido de un convento, entre una comunidad opresora. El contraste es demasiado violento para que no tenga resultados dolorosos y hasta desastrosos. Ha pasado, de pronto, de la libertad de sus juegos y de sus sueños, paseados por el borde del río o por los campos, al encierro; ha pasado de la ternura femenina y maternal a la severidad del régimen monástico; se ve oprimido por el hábito negro, y la disciplina del convento lo atornilla a un régimen de trabajo ordenado mecánicamente.

Para Hölderlin, esos años de convento son lo que para Kleist fueron sus años de cadete, a saber: represión de la sensibilidad, origen de la más fuerte excitación de su tensión nerviosa y de una fuerte aversión hacia el mundo real. En su interior, se rompió y se hundió algo para siempre. Diez años después escribe todavía: «Voy a decirte que de mis años de muchacho, de mi corazón de entonces, guardo aún, como lo que más quiero, una ternura como de blanda cera... y precisamente esa parte de mi corazón fue lo que sufrió más durante todo el tiempo que viví en el convento.» Al cerrarse detrás de él las pesadas puertas del Seminario, su instinto más noble y más íntimo, su fe en la vida, han enfermado prematuramente y están ya medio marchitos antes de que el poeta se bañe en el brillante sol de su primer día libre. Alrededor de su clara frente de muchacho flota ya, sólo aún como un ligero soplo, aquella imprecisa melancolía del hombre que se ha extraviado en el mundo, melancolía que, con los años, se hace cada vez más profunda y rodea su alma, cada vez más sombría, hasta llegar a ocultar a su mirada toda perspectiva de alegría.

Es entonces, en el crepúsculo de su infancia, en los años decisivos de su formación, cuando se inicia en Hölderlin ese desgarramiento interior, incurable, ese corte rotundo entre el mundo real y su mundo interior.

Y ese desgarramiento no cicatriza ya lamas; siempre le queda la sensación de ser un niño desterrado lejos de su casa; siempre experimentará la nostalgia de una patria feliz, perdida prematuramente, y que se le aparece a menudo como una Fata Morgana, rodeada siempre de una atmósfera poética, hecha de presentimientos y de recuerdos, de sueños y de música. Sin cesar se siente, ese eterno muchacho, como arrancado del cielo de su juventud, de sus primeros deseos, de un mundo primitivo a ignoto; se siente precipitado brutalmente contra la dura tierra, metido en un medio repulsivo para él; y desde esa época, desde su primer encuentro con la realidad, supura, en su alma herida, el sentimiento de un mundo hostil.

Hölderlin resulta desde entonces irrecuperable para la vida, y todo lo que desde entonces experimenta, con aparente alegría o desencanto, ya no influye en su actitud fume a inconmovible de defensa contra la realidad: « ¡Ah!, el mundo; desde mi primera infancia ha asustado a mi espíritu y le ha hecho replegarse en sí mismo», escribe en cierta ocasión a Neuffer. Y, efectivamente, ya nunca más entra en contacto o en relación con el mundo: se convierte, paradigmáticamente, en eso que los psicólogos llaman «tipo introvertido», uno de esos caracteres que se cierran, llenos de desconfianza, a toda excitación exterior y que se nutren intelectualmente de sus propios gérmenes interiores. Medio muchacho todavía, sueña siempre con su infancia y evoca continuamente tiempos místicos o el mundo del parnaso que nunca ha vivido. Desde entonces, la mitad de sus poesías no son más que variaciones del mismo motivo: la oposición irremediable entre la infancia, llena de fe y libre de cuidados, y la vida real, hostil, vacía de ilusiones; es decir, el contraste entre la existencia temporal y la espiritual. A los veinte años, titula melancólicamente una poesía: «Antes y ahora», y en el himno a la Naturaleza brota sonora esa eterna melancolía de sus primeras impresiones: Cuando yo jugaba todavía junto a lo velo; cuando estaba prendido a ti como una flor, sentía aún latir lo corazón en cada uno de los rumores que rodeaban mi pecho estremecido de ternura. Cuando aún estaba lleno de deseos y de ilusiones, lo mismo que tú, en ti encontraba todavía un sitio donde poder llorar y un universo entero para mi amor.

Mi corazón se volvía hacia el Sol, como si el Sol escuchara sus acentos y llamara «hermanas» a las estrellas y « melodía de Dios» a la Primavera. Y la brisa que mecía el ramaje estaba llena de lo espíritu, de lo espíritu alegre que se henchía en ondas apacibles. Entonces, sí, entonces viví días de oro.

Pero a ese himno juvenil contesta, en tono grave, el espíritu desilusionado y que siente ya la hostilidad de la vida Muerta está ya aquella que me crió y que me amaba; muerto está ya también el mundo de mi infancia; ese mi pecho, que un día se emborrachaba del azul del cielo, está ya muerto y estéril como un campo de rastrojos. ¡Oh!, la Primavera podrá cantar todavía como entonces su canción dulce y de consuelo, pero la aurora de mi vida pasó ya y la primavera de mi pecho ha tiempo que se marchitó.

Eternamente, nuestro amor más intenso debe estar envuelto en miseria; lo que amamos no es más que una sombra. Cuando los dulces sueños de la juventud se acabaron, murió para mí toda la alegría de la Naturaleza. En los días alegres de la niñez no pensabas que lo patria pudiera un día estar lejos de ti. ¡Pobre corazón! Nunca la volverás a encontrar si no es en sueños.

En estas estrofas (que se repiten innumerables veces, en mil variantes, a través de toda su obra) está ya fijada la posición romántica que Hölderlin ha tomado en la vida. Ya siempre habrá en él una mirada atrás, hacia el pasado: hacia «esa nube mágica con que mi buen espíritu de la juventud me envolvió para que no viera demasiado pronto todo lo mezquino y bárbaro del mundo que me rodeaba.» Desde esa época, el eterno niño desamparado se defiende ya hostilmente contra la procesión de los acontecimientos cotidianos.

Las dos únicas direcciones de su alma están fijadas: «hacia atrás» y « hacía arriba»; nunca su voluntad se dirige a la vida real, sino que está siempre fuera y por encima de ella. No quiere tener nada que ver con el presente, ni aun para combatirlo. Toda su fuerza se hace pasiva, muda, tratando sólo de conservar la pureza de su ser. Así como el mercurio no se mezcla nunca con el agua, así su propio ser se niega a toda combinación o mezcla. Por eso, fatalmente, se ve siempre rodeado de una invencible soledad.

La formación de Hölderlin está virtualmente acabada cuando abandona la escuela. Aumentará todavía su intensidad, pero no aumentará en nada la extensión de su apariencia. Él nada quería aprender, nada quería aceptar de ese círculo de lo cotidiano que tanto le repugna; su invariable inclinación hacia la pureza le impide mezclarse con esa materia impura que constituye la vida. Por eso se convierte en pecador endurecido -en el más alto significado- contra la ley del mundo, y su destino es ya sólo la expiación de su Hybris, la expiación de su orgullo heroico y santo, pues la ley de la vida es -mezcla, convivencia, y no consiente que se permanezca fuera de su eterna órbita; quien se niega a sumergirse en su oleaje, ése muere de sed junto a su borde; aquel que no colabora queda condenado a eterna ausencia, a trágica soledad. El único deseo de Hölderlin, que es servir al arte y a los dioses y no a la vida ni a los hombres, constituye, repito, en el sentido más elevado y trascendental, lo mismo que el de Empédocles, una exigencia irreal y presuntuosa. Pues sólo a los dioses les es dado permanecer en su pureza, separados de todo, y si la vida se venga de aquel que la desprecia empleando en su venganza los medios más rastreros y hasta la necesidad del pan cotidiano; si somete a aquel que precisamente no la quería servir a la esclavitud más mezquina, es debido a que esta venganza era inevitable. Precisamente porque Hölderlin no quiere tomar parte en el banquete de la vida, se le arrebata todo; precisamente porque su espíritu no quiere dejarse encadenar, su vida cae en la esclavitud. La pureza de Hölderlin es su error trágico. Al poner toda su fe en un mundo más elevado, queda en lucha con el mundo bajo, con el terrenal, del que no puede escapar si no es con el ímpetu de su poesía. Y sólo cuando ese eterno incorregible comprende un día el sentido de su destino -que es una muerte heroica-, sólo entonces se hace amo de su sino. Solamente dispone del corto espacio que media entre la salida y la puesta del Sol, entre la partida y el fracaso; pero eso, en la juventud, es sumamente heroico: es como un alto peñascal que se alza desafiante, rodeado de las olas agitadas del infinito; es como una vela afortunada perdida en medio de la tempestad o como una ardiente ascensión hacia las nubes.

 

LA IMAGEN DEL POETA

Nunca comprendí las palabras de los hombres. Crecí en brazos de los dioses.

 

Como fugitivo rayo de sol entre pesadas nubes, brilla la imagen de Hölderlin en el único retrato que de él se conserva: mozo esbelto; cabellos rubios y rizados que forman una aurora resplandeciente en torno a su rostro; boca suave y mejillas delicadamente femeninas, mejillas que uno se imagina cubiertas del rubor del entusiasmo y unos ojos claros bajo la hermosa curvatura de sus oscuras cejas. Tal es su rostro: ni un solo rasgo que deje adivinar un punto de dureza o de orgullo; más bien domina una timidez de doncella y una misteriosa ola de sentimiento. «Gracia y gentileza», dice Schiller al hablar de él. No es difícil imaginarse a ese joven esbelto metido en el severo hábito de magister protestante o verle cruzar meditabundo por los corredores del Seminario, dentro de su hábito negro y sin mangas, con su blanca gorguera. Parece un músico; hasta tiene cierto parecido con uno de los primeros retratos de Mozart, y así también nos lo describen sus compañeros de colegio: «Tocaba el violín; sus rasgos regulares, la expresión dulce de su cara, su elegante estatura, sus vestidos tan meticulosamente limpios y, sobre todo, aquella distinción de todo su ser, me han quedado grabados para siempre.» Así dice uno de sus camaradas.

Nadie podría imaginar una palabra cruda en esa suave boca; ningún deseo impuro en esos ojos límpidos; ningún pensamiento mezquino bajo esa noble frente; pero tampoco hay nada en su porte delicado y aristocrático que nos hable de sentimientos verdaderamente alegres. Y es así, retraído, tímidamente recogido en sí mismo, como también nos lo pintan sus compañeros. Nos dicen que jamás se mezcló con los otros, que solamente en el refectorio, lleno de entusiasmo, leía algunas veces versos de Ossian, de Klopstock y de Schiller, o que a veces desahogaba la exaltación de su pecho por medio de la música. Sin ser orgulloso, se guardaba a distancia; cuando salía de su celda, esbelto, erguido, como si marchara hacia lo sublime, les parecía a sus camaradas como «si Apolo atravesara la habitación». La persona de Hölderlín hace pensar en la antigua Grecia y en la patria griega incluso al menos dado a las musas, incluso a aquel hijo de pastor, destinado a ser él también pastor, de quien son las palabras que he citado.

Pero sólo por un momento su figura aparece nimbada de luz entre las nubes oscuras de su destino, como algo salido de la propia divinidad. De su edad madura no nos queda ningún retrato, como si la suerte no quisiera dejarnos ver a Hölderlin más que en plena floración; como si no quisiera dejarnos ver más que la resplandeciente faz del poeta adolescente, y no la del hombre que en realidad nunca fue. Sólo medio siglo después nos muestra la máscara reseca del viejo, convertido otra vez en niño. Entre estas dos imágenes hay tinieblas y crepúsculo. Se puede adivinar tan sólo, por unas palabras que han llegado hasta nosotros, que el resplandor de su figura, pura como la de una doncella, y el impulso alado de su juventud empezaron pronto a borrarse. Aquella «gentileza» que Schiller le atribuye se convierte pronto en crispación, y su timidez, en miedo misantrópico a los hombres; en su raída levita de preceptor, el último a la mesa, cerca ya de la librea del criado, se ve forzado a aprender el gesto servil del fracasado. Temeroso, asustado, atormentado y sólo dándose cuenta de su fuerza de espíritu por un sufrimiento impotente, pierde ya pronto el movimiento libre con que su ritmo marchaba como por encima de las nubes y, dentro de su alma, se rompen la cadencia y el equilibrio espiritual.

Hölderlin se vuelve desconfiado y susceptible: «una palabra, una palabra cualquiera, podía ofenderle».

Lo precario de su situación le quita la seguridad y hace que su ambición se refugie en lo más hondo de su pecho, causándole una profunda herida de arrogancia y amargura. Desde entonces, trata ya de ocultar su rostro interior ante la brutalidad de la plebe intelectual a quien está obligado a servir y, poco a poco, esta máscara servil se le incrusta en la carne y en la sangre. Sólo la locura, como sucede con toda pasión, pone al desnudo la íntima distorsión que padece. Aquel servilismo que, mientras fue preceptor, encubría su universo interior, se trueca en manía de propia degradación y llega a ser un continuo gesto con que el poeta saluda, al primer extraño que se le presenta, con exageradas cortesías y con reverencias repetidas centenares de veces, y le hace desplegar (siempre temeroso de ser reconocido) un torrente de «Vuestra Santidad», « Vuestra Excelencia», «Vuestra Gracia.» Su rostro también se llena de lasitud; su mirada se oscurece; se dirigen hacia abajo aquellos ojos que siempre se alzaban hacia el cielo y, como una llama que se apaga, se vuelven oscilantes y débiles; a veces, entre sus párpados se ve relampaguear la mirada del demonio que ya se ha apoderado de su espíritu. En fin, su figura, en esos largos años de olvido, se inclina hacia delante, como en terrible simbolismo. Cincuenta años más tarde de su primera efigie juvenil, hay otro retrato del poeta sujeto a celestial prisión. En un croquis a lápiz vemos al Hölderlin que fue, convertido ya en un anciano flaco, desdentado, que va tanteando con el bastón y que levanta su mano descarnada diciendo versos en el vacío, en un mundo ya insensible. Sólo la proporción de sus rasgos se ha salvado de la destrucción, y la frente conserva aún su línea pura a pesar del hundimiento de su espíritu, pura como la de una estatua marmórea, bajo su cabellera gris y revuelta. Su mirada tiene aún pureza, reflejo de la pureza interior. Los visitantes contemplan estremecidos la máscara especial de Scardanellí y en vano tratan de ver en él al mensajero del destino, personificación de la belleza y de los éxtasis sobrenaturales. Pero ese mensajero ya no está allí; está ya lejos. Sólo la sombra de Hölderlin es lo que marcha tambaleante, durante cuarenta años, por el mundo. Al poeta de figura de adolescente se lo llevaron los dioses. Su belleza permanece, pura a inmaculada, invulnerable a la edad, en otras esferas: en el espejo irrompible de sus cantos.

 

LA MISIÓN DEL POETA

Sólo creen en lo divino aquellos que son divinos.

 

La escuela fue, para Hölderlin, una prisión; lleno de impaciencia y al mismo tiempo temeroso, entra ahora de pronto en el mundo, en ese mundo que siempre le parecerá extraño. Todo lo que había que aprender lo ha aprendido en Tubinga, en el Seminario. Domina completamente las lenguas muertas: el latín, el griego y el hebreo; ha estudiado filosofía, teniendo a Hegel y Schelling por compañeros de clase; y documentos con sus buenos sellos atestiguan que no ha estado ocioso en el estudio de la Teología: «Studia theologica magno cum successo tractavít. Orationem sacrum recte elaboratam decenter recitavit.» Ya sabe, pues, pronunciar un buen sermón protestante y puede dar por seguro un vicariato, con su correspondiente alzacuello y birrete. El deseo de su madre se ha cumplido; tiene ya el camino abierto para llegar a un buen estado civil o eclesiástico, para alcanzar el púlpito o la cátedra.

Pero, desde el principio, el corazón de Hölderlin no desea una colocación temporal o eclesiástica; sólo conoce una vocación: la de mensajero de un mundo superior. En la escuela ya ha escrito algunas poesías, «litterarum elegantiarum assiduus cultor», según dice un certificado ampulosamente barroco. Al principio ha escrito algunas imitaciones de elegías, después muestra tendencia decidida hacia la concepción de Klopstock y, finalmente, en sus Himnos a los ideales de la humanidad, ha seguido el ritmo sonoro de Schiller. Ha empezado una novela de formas vagas a imprecisas aún: Hyperion, y es solamente en esa esfera supraterrestre donde su espíritu clarividente encuentra sus elementos afines. Desde el principio, lleno de entusiasmo, vuelve el timón de su vida hacia el infinito, hacía la costa inaccesible donde ha de estrellarse. Nada puede ya apartarlo de ese llamamiento misterioso al cual obedecerá siempre con una fidelidad que no retrocede ni aun ante su propia destrucción.

Desde un principio también, Hölderlin no admite compromiso profesional alguno, ni quiere contacto alguno con ninguna actividad práctica. Se niega a la indignidad que significaría el construir un puente, por estrecho que fuese, que uniera lo prosaico de una ocupación burguesa con lo sublime de su vocación.

Mi vocación es sólo cantar lo sublime; por eso Dios me dio una lengua y puso el reconocimiento en mi corazón.

Ésas son sus orgullosas palabras. Quiere permanecer puro en su resolución a íntegro en su modo de ser. No quiere la realidad que él llama destructora, sino que busca el mundo eternamente puro; busca, con Shelley,

some world

where music and moonlight and feeling

are one.

 

Un mundo donde no haya necesidad de mezclarse con las cosas bajas y donde el espíritu puro pueda flotar en un elemento también puro. En esa resistencia fanática, en esa grandiosa intransigencia hacia la realidad, es donde se manifiesta el sublime heroísmo de Hölderlin mucho más claramente aún que en cualquiera de sus poesías. Sabe que, con esa exigencia, queda anulada la seguridad de su vida; sabe que renuncia a tener casa y hogar; sabe, en fin, que se aparta para siempre de las comodidades de la existencia.

No ignora cuán fácil es ser feliz si uno tiene un corazón superficial, y tampoco ignora que no podrá conocer la alegría. Pero no quiere que su vida sea un tranquilo lugar donde estar a cubierto, sino que desea un destino profético. Así, pues, con la mirada hacia el cielo, con el alma impasible ante las necesidades de su cuerpo, con el corazón lleno de privaciones, marcha decidido hacia el altar invisible en el cual va a ser sacerdote y víctima al mismo tiempo.

Esa firmeza interior, esa decisión de mantenerse puro ante todo, esa voluntad de dedicarse con toda el alma a la vida que se ha marcado, todo eso constituye la verdadera fuerza de Hölderlin, de ese muchacho dulce y humilde. Sabe perfectamente que la poesía, el infinito, no pueden ser alcanzados si divorcia su corazón de su espíritu; quien quiere anunciar lo divino debe entregarse íntegramente a lo divino y sacrificarse completamente. Hölderlín tiene un concepto sagrado de la poesía; el verdadero poeta, el poeta de vocación, debe renunciar a todo lo que la Tierra ofrece a los humanos, a cambio de poderse aproximar a la divinidad. El que está al servicio de los elementos debe permanecer entre ellos en sagrada incertidumbre y en constante peligro purificador. Sólo se puede encontrar el Infinito dedicándose enteramente a él; toda desviación de la voluntad conduce a una meta inferior. Desde el primer momento, Hölderlin comprende la necesidad absoluta de esa entrega sin condiciones; antes de abandonar el Seminario ya ha decidido no ser sacerdote, no ligarse a un compromiso terrenal, y no ser nunca otra cosa que «guardián del fuego sagrado».

No sabe el camino, pero sabe adónde va. Y como su potencia espiritual le hace darse cuenta de todo lo que le amenaza en su debilidad, se dirige a sí mismo esas palabras de consuelo: ¿No son hermanos tuyos todos los hombres? ¿No vendrá en tu auxilio hasta la misma Parca? Continúa, pues, marchando tranquilamente por el camino de tu vida; no temas nada, y bendice todo lo que acaeciere.

Y así, decidido, entra bajo el cielo de su destino. Con esa resolución de tener un fin único en su vida y conservarse íntegramente puro, queda marcado el destino de Hölderlín, y así también atrae sobre sí la fatalidad. Pero su sufrimiento interior llega a ser pronto trágico, porque su primera lucha no ha de ser contra el mundo que él odia, contra el mundo brutal, sino contra los seres a los que ama y que lo rodean llenos de cariño; y eso, para su corazón lleno de sensibilidad, es la mayor de las miserias. Los primeros adversarios con que se encuentra su firme voluntad de vivir tan sólo para la poesía, son las personas de su familia a quienes ama tanto y que, al mismo tiempo, lo aman tanto a él. Es su madre, es su abuela, son los parientes cercanos los que le cierran el paso. Él querría no lastimar sus sentimientos, pero se ve obligado, a pesar de todo, más tarde o más temprano, a disgustarles dolorosamente. Como siempre, el heroísmo de un hombre encuentra el mayor peligro en los seres que más lo quieren; los que lo aman tratan de calmar esa tensión dolorosa y bondadosamente soplan sobre el fuego sagrado para reducirlo a las cómodas proporciones de una modesta llama de hogar doméstico.

Conmueve en extremo ver cómo ese humilde adolescente, «fortiter in re, suaviter in modo»- fuerte en el fondo, suave en las formas-, sabe, con amables evasivas, disculparse, consolar a sus allegados y testimoniarles repetidas veces su agradecimiento; durante diez años les está expresando su pesar por no poderles dar la satisfacción mayor que ellos pueden esperar, que es verle pastor, sacerdote. Esta lucha invisible constituye un indecible heroísmo de silencio y de evasivas, puesto que Hölderlin mantiene secreta, escondida, tímidamente, castamente diríamos, toda la fuerza que anima y sostiene su alma, es decir, su vocación poética. Cuando habla de sus versos, los cita tan sólo como « ensayos poéticos», y el más grande éxito que podrá ofrecer a su madre no le inspira más que esas modestas palabras: « Que espera poderse mostrar, un día, digno de su buena opinión.» Nunca se vanagloria de sus tentativas o de sus éxitos; al contrario, siempre da a entender que es sólo un principiante: «Tengo la profunda convicción de que el objeto de mi vida es algo noble y provechoso para los hombres, siempre que pueda llegar a una perfección conveniente.» Pero su madre y su abuela, en la lejana aldea, no ven, tras esas palabras, más que la triste realidad, que es que Hölderlin, como un iluso, corre tras extrañas fantasmagorías, ciegamente, sin casa ni hogar. Las dos pobres mujeres están un día y otro día sentadas en su casa de Nürtingen. Durante años y más años han economizado, céntimo a céntimo, un poquito de sus gastos de comida, de vestuario y hasta lo destinado a leña para el fuego, para, con todo ello, poder dar estudios al muchacho. Llenas de felicidad, leen las cartas respetuosas que el joven les escribe desde la escuela; se alegran con él de sus adelantos y de sus premios, y participan también de su orgullo por los primeros ensayos poéticos que salen a la luz.

Ahora que ha terminado sus estudios, las pobres mujeres lo ven ya vicario; entonces, seguramente, se casará con una muchacha dulce y amable, y podrán ver, llenas de orgullo, cómo dirige al pueblo la palabra de Dios desde el púlpito de alguna iglesia de Suabia. Hölderlin conoce ese sueño y sabe que lo ha de romper; pero no quiere deshacerlo bruscamente, sino que prefiere, con mano suave, ir apartándolo dulcemente. Entonces piensa que, muy probablemente, a pesar del cariño que le tienen, empiezan ya a sospechar que es un holgazán, y trata por eso de explicarles algo acerca de su vocación. Les escribe así: «A pesar de esa aparente ociosidad no estoy ocioso, y me hallo muy lejos de soñar en disponerme a vivir a costa de los demás». Insiste formalmente, para quitarles semejantes sospechas, en lo serio y moral de su vocación. «No debe creer -escribe a su madre- que considero a la ligera mis relaciones con usted; muy a menudo me lleno de inquietud cuando trato de reconciliar mi pensamiento con sus deseos.» Trata de persuadirla de que sirve a los hombres igual que si fuera predicador, y al asegurarle eso sabe, sin embargo, que nunca logrará convencerla. «No es un capricho -le dice a su madre- lo que determina mi inclinación; es mi propia naturaleza, mi destino, y éstas son cosas a las que uno no puede negarse nunca a obedecer.» A pesar de todo eso, las dos pobres viejas, tristes y solitarias, no lo abandonan; llorosas, envían al incorregible muchacho sus ahorrillos, le lavan las camisas y le zurcen los calcetines; muchas veces, esa ropa que le envían va empapada de lágrimas. Pero los años pasan y el muchacho sigue, en opinión de ellas, fuera de la realidad. Así, suavemente, llaman de nuevo a su corazón para recordarle su deseo. No es que quieran apartarlo de su pasión por la poesía; le insinúan tímidamente que eso no está reñido con algún buen vicariato. Le recuerdan a Mörike, tan semejante a él, que estuvo siempre resignado en su vida idílica y supo dividir bien el mundo entre la poesía y la vida real. Pero eso es tocar la cuerda sensible de Hölderlin, el cual cree firmemente en la indivisibilidad de la fe y en que el sacerdote se debe sólo a Dios, y así expresa esa convicción como quien despliega un estandarte: « Más de un hombre de mayores méritos que yo, ha tratado de ser comerciante o profesor y cultivar al mismo tiempo la poesía. Pero siempre ha tenido que acabar por sacrificar una a otra cosa..., y eso no ha sido nunca por su propio bien, pues el sacrificar su profesión era perjudicial para los demás hombres, y al sacrificar su arte pecaba contra sí mismo, contra su vocación, contra los dones que Dios le había dispensado, lo cual es un gran pecado, ciertamente mayor que pecar contra su propio cuerpo.» Pero esa seguridad absoluta que él tiene en su misión nunca es afirmada por el menor éxito. Pasa ya de los veinte años, llega después a los treinta y Hölderlin sigue siendo un humilde magister y comiendo a expensas de los demás, y, como un niño, ha de dar las gracias a las pobres mujeres por los pañuelos, por los calcetines o por las medías que le envían, y ha de oír una y otra vez el suave reproche que le dirigen. Para él eso es un tormento, y así, como en un gemido, dice a su madre: «Bien quisiera no serle más gravoso», pero, a pesar de ello, muy a menudo ha de acudir a la única puerta que en el mundo le queda abierta para seguir repitiendo: «Tened paciencia.» Mucho después acaba por venir a caer en el umbral de esa misma puerta; está vencido, hundido. Su lucha por el ideal le ha costado la vida.

El heroísmo de Hölderlin es magnífico porque es heroísmo sin orgullo y sin fe en el mundo. El poeta siente su misión, obedece a la misteriosa voz y cree en su vocación, pero no tiene fe en el triunfo. Él, tan sensible, nunca tiene la conciencia de ser invulnerable a los dardos del destino, como Sigfrido; nunca jamás se imagina victorioso o triunfante. Y es precisamente esa idea de fracaso que siempre lo acompaña en la vida lo que da a su lucha esa fuerza grandiosamente heroica. No hay que confundir, pues, esa fe inquebrantable que Hölderlin tiene en la poesía, en la cual ve el único fin de su existencia, con la fe en sí mismo como poeta; cuanta más fe ponía en la poesía, tanto más humilde se consideraba como poeta. Nada estaba más lejos de él que aquella fe casi enfermiza que Nietzsche puso en sí mismo y que representó en aquella su divisa: «Pauci mihi satis, unus mihi satis, nullus mihi satis». Cualquier palabra al vuelo le descorazona y le hace dudar de sus dotes. Una evasiva de Schiller lo puso enfermo durante meses enteros.

Como un escolar, se inclina ante vulgares versificadores como Conz y Neuffer; pero bajo esta modestia personal se oculta, envuelta en su suavidad exterior, una voluntad de acero para marchar hacia el sacrificio.

«¡Oh, querido! -escribe a uno de sus amigos-, ¿cuándo se reconocerá que la fuerza más alta es siempre la más modesta, y que cuando lo divino se manifiesta por boca de un hombre, se realiza siempre con humildad y hasta con tristeza?» Su heroísmo no es un heroísmo guerrero, de fuerza, sino el heroísmo del mártir, es decir, una alegre disposición a sufrir por lo inevitable y a sucumbir por su fe y por su ideal.

«Hágase tu voluntad, ¡oh destino!» Con esas palabras se inclina hacia la fatalidad que él mismo se ha atraído. Yo no conozco una forma más elevada de heroísmo que ésta: un heroísmo limpio de sangre o de deseo de dominio; el más noble heroísmo es el heroísmo sin brutalidad; es el abandono al destino fatal, todopoderoso y sagrado.

 

EL MITO DE LA POESÍA

No son los hombres quienes me lo han enseñado, sino un corazón sagrado y amante que me empujó hacia el Infinito.

 

Ningún poeta alemán ha tenido tanta fe en la poesía y en el origen divino de la misma como Hölderlin; nadie ha proclamado como él la división absoluta que separa a la poesía de las cosas del mundo. Él mismo, todo éxtasis, ha trasladado su propia pureza al concepto poético. Podrá parecer raro, pero ese tierno aspirante a pastor de almas tiene un concepto de lo Invisible y un punto de vista respecto a las potencias sobrenaturales como nadie lo ha tenido desde la antigüedad. Tiene una fe mucho más firme en el Padre Éter y en el Destino que gobierna al mundo que la que sus contemporáneos Novalis y Brentano tuvieron en Cristo. Para él, la poesía es lo que el Evangelio para aquéllos: es la verdad suprema, es el misterio embriagador de la Hostia y el Vino que pone en comunicación el cuerpo con el Infinito. Incluso para el propio Goethe, la poesía era parte de su vida, pero para Hölderlin es la vida misma y su único sentido; para aquél fue una necesidad puramente personal; para éste es una necesidad religiosa. Hölderlin reconoce en la poesía el aliento divino que anima y fecunda la tierra, la única armonía en la que se sumerge el espíritu para, en dulce bienaventuranza, borrar dentro de sí el eterno desacuerdo interior. La poesía llena este angustioso vacío que existe entre las partes elevadas y las regiones más bajas del espíritu, entre los dioses y los hombres, de la misma manera que el éter llena y presta color a ese abismo espantoso que existe entre la bóveda estrellada y la superficie de la tierra. Repito, pues, que para Hölderlin no es la poesía un puro adorno de la humanidad, o una postura espiritual, sino que es el único designio de la vida, es el principio creador que sostiene al Universo. Por eso, el consagrar la vida entera a la poesía es la única ofrenda digna de ofrecerse. Y este grandioso concepto explica por sí solo el heroísmo de Hölderlin.

Incansablemente, Hölderlin trata, en sus poemas, de ese mito de la poesía, y hay que insistir en ello para que así sea comprendida la pasión de su responsabilidad y el deseo absoluto que llena su existencia.

Para él, fiel creyente, el mundo se divide en dos partes, según el concepto griego de Platón: arriba están los inmortales, bienaventurados y nimbados de luz, inaccesibles a nosotros y que, sin embargo, participan de nuestra existencia. Abajo está la masa oscura de los mortales, uncidos a la triste rueda de la vida cotidiana: Nuestra generación peregrina en eterna noche, como sumergida en el Orco, ausente de todo lo divino.

Están los hombres como atornillados en su propia actividad, y en el estruendo de los talleres sólo oyen su propia voz. Como salvajes, trabajan incansablemente y con brazo duro, pero su labor queda siempre infructuosa, estéril, como la de las Furias.

Como en el poema de Goethe El diván, el mundo está dividido en luz y en tinieblas, hasta que llega la aurora y, compadecida de ese tormento, forma una transición, un enlace, entre las dos esferas. Pues la soledad y el aislamiento en ese cosmos sería doblemente soledad (soledad de los dioses y soledad de los hombres), si no apareciera una ligazón entre ambas partes, una ligazón que, aunque de modo pasajero, reflejase el mundo de arriba en el mundo de abajo. Tampoco los dioses, que marchan rodeados de luz en la esfera celeste, tampoco ellos podrían ser felices si su existencia no fuera sentida por alguien: Ciertamente lo sagrado necesita, para su completa gloria, un corazón humano que lo sienta y lo reconozca, del mismo modo que los héroes sienten la necesidad de ser reconocidos y coronados de laurel.

Así es que lo bajo se siente atraído por lo alto, pero también lo alto tiende hacia lo bajo; la Vida se eleva hacia lo espiritual, pero también lo espiritual desciende hasta la Vida. La Naturaleza no tiene verdadero sentido si no es reconocida por los mortales; si no es amada por los hombres. La rosa no será verdaderamente una rosa mientras no sea acariciada por la contemplación; no hay magnificencia en el crepúsculo si no se refleja en la retina del hombre. Así como el hombre necesita lo divino para no morir, lo divino necesita del hombre para ser realmente divino, y por eso crea testigos de su fuerza y bocas para que le canten alabanzas, bocas de poetas que lo hacen verdaderamente divino.

Esa idea primordial en la filosofía de Hölderlin podría ser muy bien un préstamo recibido de Schiller, pues conocido es el concepto del autor de Los dioses de Grecia: El gran amo del mundo estaba sin alegría, algo faltaba a su divinidad; por eso creó a los espíritus, que son los espejos afortunados donde se refleja la divina beatitud.

Pero no. ¡Cuán diferente es la visión órfica que tiene Hölderlin del nacimiento del poeta! Solo y solitario, mudo y triste, estaría en las tinieblas el Padre divino, a pesar de su omnipotencia, a pesar de ser todo pensamiento, todo fuego, si no pudiera reflejarse en los humanos, si los hombres no tuvieran un corazón para cantarle.

No es por ocio o por tristeza, como dice Schiller, por lo que la Divinidad crea al poeta -en eso muestra Schiller una idea secundaria de la poesía-, sino que, según Hölderlin, es por una necesidad esencial; sin el poeta no existe lo divino, que sólo se forma gracias a él. La poesía -aquí se llega hasta el mismo fondo de la ideología de Hölderlin- es una necesidad del Universo, no es algo que el Cosmos ha creado, sino que es algo creado con el mismo Cosmos. Los dioses no crean a los poetas como un juego, sino como una necesidad; les son precisos: Pero los dioses se cansan de su inmortalidad; necesitan una cosa: esa cosa es el heroísmo, la Humanidad.

Sí, necesitan de los mortales, porque los seres celestes no tienen conciencia de su ser. Necesitan -sea permitido expresarse así- que alguien les revele su existencia.

Sí, los dioses necesitan a los poetas, pero los humanos, los mortales, también sienten necesidad de ellos, de esos vasos sagrados donde se conserva el vino de la vida, el espíritu de los héroes.

En ellos se concilia el eterno dualismo del Universo, el elemento superior con el inferior; ellos saben resolver esa disonancia en la armonía de la unidad, pues...

los pensamientos del espíritu común van completándose silenciosamente en el alma del poeta.

Así el poeta, figura escogida y al mismo tiempo maldita, nacido en el mundo pero saturado de divinidad, se interpone entre los dioses y los hombres y es llamado a contemplar la divinidad para presentarla después a los hombres en imágenes terrenales. El poeta procede de lo humano, pero sirve a lo divino; su existencia es una misión; es como una escalera armoniosa por la que descendiera a este mundo la divinidad. Gracias al poeta, la Humanidad en tinieblas puede vivir simbólicamente lo divino. Como en el misterio del cáliz, en él, en el poeta, toman los hombres la hostia y beben el vino del cuerpo y de la sangre de lo Infinito. Por eso el poeta lleva la unción sacerdotal y ha de guardar el voto de pureza.

Ese mito constituye, para Hölderlin, el eje intelectual del mundo. Nunca perdió esa fe en lo sagrado de la poesía; por eso también su esencia era sacerdotal, sacramental. Siempre, las poesías de Hölderlin empiezan por una elevación; desde el momento en que su espíritu se dirige a lo poético, se olvida de su propio ser para convertirse en un mensajero que las fuerzas divinas envían a la Humanidad. Aquel que es la «voz de Díos», el «proclamador del heroísmo» o como dice en otra ocasión «la lengua del pueblo, necesita elevación en su discurso, porte sacramental y la pureza propia de todo mensajero de Dios. Habla, elevado sobre invisibles escalones de un templo, a una multitud también invisible, a un pueblo que existe sólo en sueños, a una nación, en fin, que aún ha de aparecer sobre la tierra, pues lo «inamovible son los poetas que la han de fundar». Al callar los dioses, hablan los poetas en su nombre para plasmar la divinidad en la vida cotidiana. Por eso sus vestiduras crujen como las de un sacerdote y, como las de un sacerdote, son de limpieza inmaculada; por eso también su discurso tiene siempre un tono elevado. Esa misión de mensajero divino no fue nunca olvidada por Hölderlin, a pesar de los embates y desgracias de su vida; sin embargo, ese mito se hizo cada vez más sombrío, hasta convertirse en trágico, y perdió el carácter de optimismo y el sentido de alegre elección, para convertirse solamente en un destino heroico. Lo que al joven se le aparecía como dulce bendición, acaba por ser, ya en su madurez, como una grandiosa misión, rodeada de negras nubes, alumbrada por los destellos de la fatalidad y acompañada de los coléricos truenos de las fuerzas misteriosas: Pues aquellos que nos han otorgado el fuego celeste, es decir, los dioses, nos han dado también el divino sufrimiento.

El poeta sabe perfectamente que ser llamado por los dioses quiere decir renunciar a toda felicidad; el elegido viene a ser como un árbol del celeste bosque que es marcado para que lo reconozca el hacha del leñador. La poesía pertenece a la fatalidad; por eso el poeta sabe que ha de renunciar a lo agradable de la vida y abandonarse mansamente a las fuerzas sobrenaturales. Sólo llegará a ser verdadero héroe aquel que abandone su cómodo hogar para lanzarse en medio del torbellino de la tormenta; no basta ser anunciador de lo heroico y de lo trágico si uno no sabe vivir. Ya lo dice Hyperion: Haz un solo sacrificio al Genio y verás cómo quedan rotos para siempre los lazos que lo atan al mundo.

Pero sólo Empédocles se da cuenta de la terrible maldición que pesa sobre aquellos que divinamente saben contemplar lo divino: Sin embargo, ése ha de destruir su propia casa y destrozar, como si fuera enemigo, lo que le es más querido; y ha de ver sepultados en sus escombros a su propio padre y a sus propios hijos; si río, nunca será como los dioses, nunca se verá nimbado de su luz.

El poeta está siempre en peligro porque lucha con las fuerzas que no conocen el freno. Es como un pararrayos solitario que recoge toda la exhalación tremulante del Infinito, y ese fuego celeste que recoge lo presenta, envuelto en música, a los habitantes de la Tierra. Está solo, frente a toda la tensión atmosférica del fuego sagrado, y esa fuerza es casi siempre mortal.

No puede el poeta reservarse esa sagrada llama que ha atraído sobre sí, no puede ocultar esa ardiente profecía: El poeta se consumiría en el fuego celeste, pues nunca ha soportado la divina llama la cautividad.

Por otra parte, nunca puede el poeta revelar lo indecible. Callar lo divino es un crimen, pero también lo es el revelarlo sin ninguna restricción. El poeta debe buscar lo heroico y lo divino entre los hombres, y por eso ha de participar de sus miserias, sin por ello maldecir a la humanidad; debe anunciar a los dioses y proclamar su esplendor, aunque ellos, los dioses, lo abandonen a su soledad en las miserias terrestres. Tanto la revelación como el silencio son parte de su sagrada misión. La poesía no es -como creía Hölderlin en sus mocedades -una libertad feliz, un dulce equilibrio, sino un deber amargo, una esclavitud. Quien ha hecho voto de obediencia queda atado para siempre. Nunca más podrá ya arrancar de sí la ardiente túnica de Neso, y habrá de seguir la suerte de Hércules y de los demás héroes. Los espíritus elegidos por la poesía, lo son para toda la eternidad.

Por eso Hölderlin se da perfecta cuenta de lo trágico de su destino; como en Kleist y en Nietzsche, domina en él, desde muy pronto, el sentimiento de una caída trágica a inevitable, y su siniestra sombra se proyecta ante él con diez años de antelación. Pero ese tierno hijo de pastor protestante, Hölderlin, tiene -como Nietzsche, que también era hijo de pastor-, el valor y hasta el deseo de medir su fuerza con el Infinito. No trata nunca, como hizo Goethe, de domar a ese demonio interior, ni aun intenta refrenarlo.

Mientras Goethe está siempre esquivando su destino, para salvar así el tesoro dulcísimo de la vida, Hölderlin, con su alma de bronce, se lanza a la lucha sin más armas que su pureza. Sin miedo y lleno de devoción (ese dualismo de su vida no le abandonó jamás, ni en la vida ni en la poesía), levanta su voz para recordar a los poetas, hermanos de martirio, lo sagrado de su fe y lo heroico de su responsabilidad: No debemos desmentir la nobleza que hay en nuestro deseo de modelar esa porción de Infinito que existe dentro de nosotros.

El poeta no puede, no debe querer ahorrar nada de esa felicidad cotidiana que constituye el precio, el monstruoso precio que paga por su misión. La poesía es un reto al destino, es devoción y es valentía. Quien habla con los cielos no debe temer a los relámpagos, ni a los truenos, ni tampoco a la fatalidad: Los poetas debemos entrar con la cabeza descubierta hasta el mismo centro de la tempestad. Con nuestra propia mano hemos de tomar el rayo celeste y, envueltos en nuestro canto, transmitir al pueblo ese don divino. Pues sólo nosotros tenemos el corazón puro como el de un niño y sólo nuestras manos son inocentes. El rayo celestial no nos aniquila y, aunque nos sacude de dolor divino, nuestro corazón, eternamente, permanece firme.

 

FAETÓN O EL ENTUSIASMO

¡Oh entusiasmo! En ti encontramos una afortunada tumba. Nos sumergimos con silenciosa alegría en lo oleaje, hasta que oímos la llamada del tiempo; y entonces, despertamos para volver orgullosamente, lo mismo que las estrellas, a la breve noche de la vida.

Para la misión heroica que se ha asignado, Hölderlin cuenta -¿por qué negarlo?- con muy pocos dones poéticos. Nada, ni en la aptitud ni en la actividad de ese joven de veinte años, anuncia una verdadera personalidad. La forma de sus primeras poesías, hasta las imágenes aisladas y aun las frases mismas, son de una semejanza casi ilícita con las poesías de los maestros de sus años juveniles de Tubinga, con las odas de Klopstock, con los sonoros himnos de Schiller y con la prosodia alemana de Ossian. Sus motivos poéticos son pobres; sólo la fogosidad juvenil con que los va repitiendo puede disimular la estrechez de horizontes.

Su fantasía marcha por un mundo vago, sin figuras: los dioses, el parnaso y la patria forman el eterno círculo de sus ensueños. Las palabras mismas, y los epítetos «celeste» y «divino», se repiten con molesta monotonía. Su pensamiento propio está también sin desarrollar; depende enteramente de Schiller y de las tinieblas; punzan algunas frases misteriosas, como pronunciadas por un vidente, que no provienen de su propio espíritu, sino del espíritu del Universo. Faltan en sus poesías incluso las huellas de los elementos fundamentales de toda creación literaria; es decir: visión del mundo sensible, humor, conocimiento de los hombres, en fin, todo lo que procede de lo humano; y como Hölderlin renuncia siempre a mezclarse con la realidad, ese estado de ceguera para las cosas del mundo llega a convertirse en un sueño absoluto y en una visión irreal de un mundo formado únicamente de idealismo. La sustancia de su poesía está privada de sal y de pan, falta en ella todo colorido y así resulta algo etéreo, transparente a ingrávido, que ni aun los años de infortunio logran teñir de una sombra mística ni darle más que un misterioso soplo como de presentimiento.

Su capacidad productiva es, al mismo tiempo, escasa, está como entorpecida por una debilidad en el sentimiento, por la melancolía o por un desarreglo nervioso. Junto a esa plenitud sabrosa de Goethe -cuyas poesías están llenas de fuerza y de jugos vitales-, junto a ese campo fértil, trabajado por mano fuerte, junto a esa tierra que parece absorber toda la fuerza del Sol y de los elementos, el campo poético de Hölderlin aparece pobre en extremo. Tal vez nunca, en la historia literaria de Alemania, haya habido un poeta tan grande con menos dotes poéticas. Su «material» era insuficiente; el todo era su ejecución, como se dice de los cantantes. Era más débil que cualquier otro, pero su alma creció alimentada por un mundo superior. Sus dotes pesaban poco, pero su expansión era infinita. El genio de Hölderlin no era, en fin, genio de arte, sino milagro de pureza. Su genio era el entusiasmo, el impulso invisible.

Pero el talento poético de Hölderlin no puede ser medido, filosóficamente hablando, ni por su longitud ni por su profundidad. Hölderlin es un fenómeno de intensidad. Su figura poética es mezquina comparada con la de Goethe o la de Schiller, que fueron todo fuerza arrolladora. Junto a esas dos figuras, Hölderlin es tan débil y humilde como lo fue san Francisco de Asís junto a las torres gigantescas de la Iglesia de la Edad Media que se llamaron santo Tomás de Aquino, san Bernardo o san Ignacio de Loyola. Como san Francisco, Hölderlin no tiene más que aquella ternura angélica y transparente, aquel sentimiento extático de la fraternidad, pero también tiene aquella enorme fuerza franciscana: la fuerza de la dulzura y del entusiasmo y el impulso del éxtasis que nos eleva por encima de nuestra mezquina esfera.

Como el santo de Asís, Hölderlin llega a ser un artista sin arte; y no artista por fe evangélica en un mundo superior, sino por un gesto heroico de renuncia como el de san Francisco en la plaza del mercado de Asís.

Lo que predestina a Hölderlin para la poesía no es, pues, una fuerza parcial o un talento literario cualquiera, sino que es la facultad de concentrar toda su alma en el éxtasis, todo su ser en un estado de exaltación: esa fuerza que ha de arrebatarlo del mundo para arrojarlo al Infinito. La poesía de Hölderlin no afluye de su sangre o de sus nervios, de su savia interior o de circunstancias personales, sino que brota de un entusiasmo innato y espasmódico y de su anhelo por un mundo inaccesible. Para él, no hay un asunto especial que le inspire particularmente, pues ve con ojos poéticos todo el Universo y no vive su vida más que poéticamente. El mundo se le aparece como una inmensa poesía épica y gigantesca; lo que toma para plasmarlo con sus manos se vuelve inmediatamente épico: sea paisaje, río, hombre o sentimiento. El Éter es para él su padre, como san Francisco se sentía hermano del Sol. La roca o la fuente se le presentan, igual que a los griegos, como unos labios que exhalan una melodía cautiva. Las cosas más prosaicas que él convierte en armoniosas palabras, se transforman enseguida en parte de aquel mundo platónico; se hacen transparentes y vibran en dulce melodía de luz por la fuerza de un lenguaje que no tiene nada en común con el corriente si no es la forma de los vocablos. Las palabras que usa tienen un brillo nuevo, como el que el rocío sabe dar a una pradera, un brillo libre de todo aspecto terrenal. Ni antes ni después de Hölderlin ha habido jamás en Alemania poesía tan alada, tan ingrávida, tan como un vuelo de pájaro; nunca el mundo fue mirado desde tanta altura, desde una altura como la que quiere alcanzar Hölderlin llevado por su fogoso entusiasmo. Por eso, en su poesía, aparecen todos los seres como vistos a través de un sueño, misteriosamente libres de la fuerza de la gravedad, como si fueran almas. Nunca Hölderlin (y en ello está su grandeza, al mismo tiempo que su limitación), nunca ha aprendido a mirar el mundo tal como el mundo es. Sólo lo ha cantado. No llegó a ser un sabio, sino un soñador, un fanático. Pero ese desconocimiento de lo real es lo que creó en él la más alta magia: que es aspirar siempre a la pureza absoluta, bañar la realidad en la luz de otras esferas y soñarla siempre, sin tocarla nunca con torpe mano al contemplarla con su corazón puro.

Ese impulso interior es la única y propia fuerza de Hölderlin. Nunca desciende el poeta hacia lo inferior, a lo terrestre, a lo contaminado por la vida cotidiana, sino que, de un solo salto, como llevado por alas, sube a un mundo superior que es como su patria. No vive en la realidad, pero tiene un mundo propio, un armonioso < más allá». Siempre aspira a remontarse todavía más.

¡Oh, melodías, que os cernéis allá arriba en lo Infinito quiero volar hacia vosotras, siempre hacia vosotras! Como una flecha, se dispara siempre por medio de un misterioso arco, tenso hacia las alturas, pues él, para sentir su «yo», necesita estar subiendo, estar en unas regiones de exaltado ensueño. Una naturaleza como ésta debía de estar siempre en peligrosa tensión; y así fue ya desde el principio. Schiller, al hablar de él, menciona, en sentido de censura y no de alabanza ni de admiración, su violencia impulsiva y lamenta la falta de estabilidad de Hölderlin. Pero esos entusiasmos inefables en los que desaparecen el mundo y el tiempo, y por los que el espíritu se libera hasta convertirse en dios, esos espasmos lejos del «yo» son el fundamento, la base de Hölderlin. Siempre en eterno flujo y reflujo, no puede ser poeta sí no es con toda su alma. Cuando no está inspirado, en las horas oscuras de su existencia, Hölderlin es el más pobre, el más encadenado, el más triste y sombrío de los hombres, pero en su exaltación llega a ser el más feliz y el más libre de todos.

El entusiasmo de Hölderlin es, a decir verdad, algo vacío de toda sustancia; el entusiasmo está lleno tan sólo de entusiasmo y, así, el poeta no se entusiasma sino cuando canta al entusiasmo, que es para él objeto y sujeto a la vez, y si no tiene forma propia, es porque es plenitud suprema; no tiene límites porque viene de la eternidad y vuelve a la eternidad. Hasta en Shelley, de gran parentesco espiritual con Hölderlin, el entusiasmo se encuentra siempre unido a lo terrestre. Para aquél, aún va vinculado a los ideales sociales, a la fe en la libertad o al progreso del mundo. Pero el entusiasmo de Hölderlin, como si fuera humo, sube directamente hacia el cielo y se pierde en las tinieblas; no descansa más que en sí mismo y no pasa de ser nunca más que una sensación de divina felicidad en la Tierra. El placer y su descripción vienen a ser una misma cosa en él: para describirlo ha de gozarlo y el goce está en la descripción.

Hölderlin representa ese estado interior que sólo a él le es propio; su poesía es un himno ininterrumpido a la productividad, una queja patética por la esterilidad, pues «los dioses mueren cuando muere el entusiasmo.» La poesía va unida en él al entusiasmo, así como éste no puede resolverse más que en canto, en poesía. Por eso la poesía (en el sentido del poeta de la necesidad universal) es la liberación del individuo y de la humanidad entera: «¡Oh, entusiasmo; oh, rocío celeste; tú eres quien volverá a traer la primavera de los pueblos!», dice ya febrilmente Hyperion y su Empédocles no significa nada más que el contraste inaudito entre el sentimiento divino (es decir, fructífero) y el terrenal (es decir, improductivo). La naturaleza de la inspiración de Hölderlin se ve claramente en su poesía trágica. El estado fundamental de toda productividad es ese sentimiento crepuscular, sin alegría y sin dolor, de la contemplación interior y del ensueño meditabundo: Aquel que no siente necesidades marcha por el mundo con la apacible tranquilidad de los dioses, camina entre sus propios pensamientos, y el soplo del aire está temeroso de molestar su ventura.

No siente el mundo exterior, la fuerza del entusiasmo está en sí mismo: El mundo nada le dice; su entusiasmo se desarrolla por sí mismo, aumentando así la felicidad, hasta que en la noche oscura del éxtasis fecundo surge de pronto, como vívida chispa, el milagro del pensamiento.

Por eso, en Hölderlin, la inspiración poética no procede nunca de una idea, de un suceso ni de una voluntad, sino que es de sí mismo, del entusiasmo, de donde surge la fuerza creadora. No se inflama contra una superficie cualquiera, sino que el fuego brota en él espontáneamente, como un milagro: ...de pronto el genio creador desciende sobre nosotros; nuestro espíritu enmudece entonces y nuestro cuerpo sufre una sacudida hasta lo más hondo, como tocado por el rayo.

Y eso es la inspiración, un rayo divino que se enciende en nosotros. Hölderlin nos describe este estado -que él conoce tan bien- en el cual la llamarada celeste consume todo el recuerdo del mundo real: Entonces nos sentimos como si fuéramos un dios en su elemento propio, y nuestra alegría es un canto celestial.

Desaparece entonces el dualismo, el cielo abraza a la totalidad del sentimiento. (Sentirse identificado con el Todo es ser dios, es estar en el cielo -dice su Hyperion.) Faetón, que simboliza la vida de Hölderlin, ha llegado a las estrellas en su carro de fuego, y la música sideral suena ya en sus oídos. En esos momentos de éxtasis es cuando Hölderlin vive el apogeo de su vida.

Pero, aun en esos momentos de bienaventuranza, se mezcla ya un impreciso sentimiento de derrumbamiento, de caída. Sabe perfectamente que sólo se está el instante que dura un relámpago en esas esferas celestes, en esa mesa divina donde se sirven el néctar y la ambrosía a los mortales; por eso predice acto seguido su destino: Sólo unos instantes puede el mortal vivir plenamente como un dios; después su vida ya no puede ser más que un continuo recuerdo de esos instantes.

Como a Faetón, después de ese maravilloso viaje en el carro de fuego no le queda ya más que la terrible caída, la insondable caída a los más profundos abismos: Pues parece como si a los dioses no les pluguiera nuestra impaciente plegaria.

Es entonces cuando el genio lúcido y feliz muestra a Hölderlin su otra cara, es decir, el aspecto tenebroso del demonio. Hölderlin, libre de la poesía, cae pesadamente para estrellarse en la vida cotidiana. Como Faetón, se precipita hacia abajo, para caer, no sobre la Tierra, sino aún más abajo: sobre el tenebroso mar de la melancolía. Goethe y Schiller y los demás vuelven de la poesía como de un viaje; podrán volver, si se quiere, cansados, pero regresan con el alma sana y los sentidos cabales. Pero no así Hölderlin, que se rompe al caer y queda herido, destrozado y extrañamente ausente de la realidad. Su despertar del entusiasmo es siempre como una muerte del alma, y entonces, en su hipersensibilidad, no ve en el mundo más que vulgaridad y grosería: «Los dioses mueren cuando muere el entusiasmo. Pan muere cuando muere Psique.» La vida vulgar no merece ser vivida; fuera de los momentos de entusiasmo, todo es insípido y sin alma.

Aquí están las raíces de aquella melancolía peculiar de Hölderlin, que no era, a decir verdad, una melancolía patológica del espíritu, sino que era como un contrapunto de la fuerza de exaltación extrema que posee su organismo. Esa melancolía, lo mismo que su entusiasmo, no procede del exterior, se alimenta de sí misma, pues no hay que exagerar la importancia del episodio de Diotima. Su melancolía es sólo la reacción que sigue al éxtasis y por tanto es algo fecundo. Si cuando se elevaba en el éter se sentía bañado de Infinito, como formando parte de él, en su melancolía, en su esterilidad, se encuentra terriblemente aislado y ajeno a la existencia. Por eso yo quisiera llamar a esa melancolía sentimiento de nostalgia, tristeza que ha de despertar en un ángel el recuerdo del cielo perdido, añoranza infinita de una invisible patria.

Hölderlín nunca trató de apartar de sí esa melancolía, como hicieron Leopardi, Schopenhauer o Byron, proyectándola hacia un pesimismo mundano. «Soy enemigo de esa enemistad hacia lo humano que se llama misantropía», nos dice el poeta. Su piedad le impide renegar de una parte del Todo, por insignificante que esa parte pueda parecer. Lo que sucede es que se siente ajeno a la vida real, a la vida práctica. No sabe hablar a los hombres más que cantando, es decir, su lenguaje, su conversación, no pueden ser de otro modo para que sean inteligibles; por eso la producción poética es algo, para él, de una necesidad absoluta. La poesía es como un asilo amable donde refugiarse al huir de ese país extraño que es la Tierra. Nunca ningún poeta ha entonado con más fervor el Veni, Creator Spiritus, pues Hölderlin sabe que toda fuerza creadora desciende siempre de arriba, como el vuelo de un ángel, y nunca surge del propio ser. Fuera del éxtasis, vaga como ciego por el mundo vacío de dioses. «Pan muere [para él] cuando muere Psique», y la vida no es más que un montón de escorias sin la llama ardiente de un espíritu abierto para la floración.

Pero su tristeza es impotente contra el mundo: su melancolía es muda; poeta de la aurora, queda callado en el crepúsculo de la noche y se deja llevar a la deriva, como un cadáver de sí mismo, hasta el final de su vida, poeta siempre, pero sin poder expresar sus sentimientos; y así Hölderlin, con las alas rotas, se convierte en su espectro trágico, en Scardanelli.

Waiblinger, que lo conoció mucho y lo trató de cerca en los años en que su espíritu estaba ya velado, lo colocó en una de sus novelas con el nombre de Faetón. Faetón es el nombre que los griegos dieron a aquel adolescente que montó en un carro de fuego para marchar a ver a los dioses. Los dioses le dejan aproximarse; su vuelo cruza los cielos dejando un rastro de luz, pero después se precipita sin piedad en las tinieblas. Los dioses castigan siempre a aquel que se les aproxima demasiado; destrozan su cuerpo, ciegan su vista y arrojan al audaz al fondo del abismo del destino. Pero, al mismo tiempo, aman al temerario que se quema por aproximarse a ellos, y por eso colocan su nombre, como una figura ideal, a guisa de ejemplo, entre las eternas estrellas.

 

ENTRADA EN EL MUNDO

Muy a menudo, el corazón del hombre permanece dormido, como una simiente que estuviera envuelto en inerte cáscara, hasta que un día llega su hora.

 

Hölderlin, al salir de la escuela, entra en el mundo como quien penetra en territorio enemigo; él, todo fragilidad, sabe de sobra la lucha que le espera. Aún no ha bajado del coche de postas que avanza chirriante por el camino, cuando ya escribe, en extraño simbolismo, un himno titulado El destino que dedica a la madre de los héroes: la « necesidad de brazo de bronce». En el momento de la partida, ya va el poeta cargado de presentimientos y dispuesto para su caída.

Todo parece que se le presenta bien: Schiller en persona le ha recomendado como domine a Charlotte von Kalb, pues el poeta se ha negado a ser pastor según los deseos de su madre. No hay otra casa en todas las províncias alemanas donde se honren tanto el entusiasmo y la emoción como en casa de Charlotte; no hay otra casa tampoco donde pueda encontrar más comprensión para su sensibilidad y timidez. Charlotte misma era una mujer « incomprendida» y, por haber sido amante de Jean Paul, tenía toda la comprensión posible para las almas sentimentales. El propio Von Kalb le recibe con extrema amabilidad, y el muchacho le coge pronto aprecio sincero; por las mañanas, Hölderlin no tiene ocupaciones; puede, pues, dedicarse libremente a la poesía. Los paseos y excursiones a caballo que hace en común con la familia lo ponen de nuevo en contacto con la amada Naturaleza, de la que hacía ya algún tiempo que estaba algo apartado, y en sus paseos a Weimar y a Jena, Charlotte, mujer muy inteligente, cuida de introducirlo en los círculos más distinguidos, y así es como le fue dado conocer a Goethe. Se ve, pues, que Hölderlin no podía haber caído en mejor parte. Sus primeras cartas están henchidas de entusiasmo y hasta de optimismo; bromeando, escribe a su madre que «desde que no tengo cuidados ni pájaros en la cabeza he empezado a engordar» .

Expresa su satisfacción por la amabilidad de sus amigos, los cuales hacen llegar a Schiller y dan a conocer los primeros fragmentos de Hyperion, que aún es sólo un esbozo. Por un momento, parece que Hölderlin se ha domiciliado en el mundo.

Pero pronto siente en su interior aquel demonio de la intranquilidad, aquel espíritu demoníaco de la inquietud que lo arrastra como las aguas de un torrente. Pronto en las cartas hay un dejo de melancolía y veladas quejas acerca de la falta de libertad; el secreto es éste: quiere partir, porque Hölderlin no puede vivir sujeto a un empleo; quiere vivir sólo para la poesía. En esta primera crisis, Hölderlin no se da cuenta de que lleva un demonio interior que le impide trabar relaciones, y no comprende que son su voluntad inflamable, su interno impulso, los que le mueven. Esta vez lo atribuye a la molesta obstinación del muchacho y a su secreto vicio, que él no logra dominar. En eso se ve la incapacidad para la vida de Hölderlin: un muchacho de nueve años puede más que él. Y deja el empleo. Charlotte von Kalb, al verlo partir, comprende el porqué y escribe a su madre (para consolarla) la cruda verdad: «Su espíritu no puede descender a las mezquindades y trabajos del mundo..., o mejor aún, su alma sufre demasiado por esas cosas.» Hölderlin destroza por sí mismo todas las formas de vida que se le van presentando. Nada hay más falso que la idea corriente, de orden puramente sentimental, que se encuentra en las biografías del poeta y que declara que Hölderlin fue humillado por todas partes, que por doquier sufrió ofensas y que en Walterhausen, o en Francfort, o en Suiza, se quiso hacer de él un lacayo, torturando así su dignidad. La verdad no es ésa, no: por todas partes se trató de favorecerle. Pero su epidermis era demasiado fina, su sensibilidad exagerada, su ánimo sufría demasiado.

Se puede aplicar a Hölderlin y a naturalezas análogas lo que Stendhal hizo reflejar en su espejo y personificó en Henri Brulard: «Ce qui ne fait qu'effleurer les autres me blesse jusqu'au sang.» Hölderlin se ha encontrado con la realidad y el mundo es ya sólo, para él, brutalidad, encadenamiento y esclavitud; sólo la poesía le puede hacer feliz. Fuera de la esfera poética, Hölderlin no puede respirar; sus manos se tienden hacia el vacío que lo rodea y el aire del mundo lo asfixia. «¿Por qué no he de estar tranquilo como un muchacho, si nada me impide dedicarme a mi inocente diversión y lo que me rodea es agradable?», se pregunta a sí mismo, asustado de tanto conflicto que se le presenta a cada paso. No sabe todavía que su inadaptación es incurable; todavía llama casualidad a eso que encierra un demonio y que es su vocación.

Cree aún que libertad y poesía son cosas que pueden unirlo al mundo. Así se atreve a lanzarse a una vida libre, sin trabas, lleno de esperanzas por la obra que va a realizar. Hölderlin prueba la libertad. Se dispone a pagar con toda suerte de privaciones una vida libre, puramente intelectual. En invierno pasa días enteros en cama para así ahorrar leña; sólo come una vez al día; renuncia a beber vino o cerveza; renuncia, en fin, hasta al más insignificante placer. Nada ve de Jena si no es algunas conferencias de Fichte; a veces Schiller le concede alguna hora de compañía. Vive retirado en un cuartucho que apenas puede llamarse habitación.

Pero su alma viaja con Hyperion a través de Grecia, y hasta podría considerarse feliz si no fuera porque está predestinado a la inquietud, a la convulsión.

 

ENCUENTRO PELIGROSO

¡Ojalá no hubiera ido nunca a vuestra escuela!

Lo primero que hace Hölderlin, cuando se decide a vivir en libertad, es pensar en lo heroico de la vida, que es el impulso hacia lo grande. Sin embargo, antes de querer descubrir ese pensamiento heroico dentro de su propio pecho, quiere ver a «los espíritus grandes», a los poetas, quiere ver las cumbres sagradas. No es, pues, la casualidad lo que le lleva a Weimar; no, allí están Goethe y Schiller, allí está Fichte, y alrededor de éstos, como satélites brillantes, están Wieland, Herder, Jean Paul, los Schlegel, es decir, todo el firmamento espiritual de Alemania. Su espíritu poético, que odia lo que no es poesía, anhela vivir en ese círculo elevado y respirar esa atmósfera espiritual. Aquí espera gustar del divino néctar del espíritu antiguo, a fin de ensayar así sus fuerzas en esta ágora, en este coliseo de lucha poética. Pero antes, el joven Hölderlín quiere prepararse para esas lides, pues el poeta no se siente digno, intelectualmente hablando, por su pensamiento y por su cultura, de sentarse junto a Goethe, cuyo espíritu abraza el universo, o junto a Schiller, espíritu de coloso que se agita en formidables abstracciones. Por este motivo, incurre en el eterno error de los alemanes, que es quererse formar de un modo sistemático; quiere cultivarse y emprende estudios filosóficos. Lo mismo que Kleist, fuerza su naturaleza, que es toda espontaneidad, trata de hacer la anatomía de ese cielo que le llena de felicidad y quiere someter sus proyectos poéticos a las doctrinas filosóficas. Nunca, en mi opinión, se ha dicho con toda crudeza cuán perjudicial fue, no ya para Hölderlin, sino para todos los poetas alemanes, el encontrarse con Kant y con su metafísica.

La historia de la literatura podrá encontrar digno de alabanza que los poetas de entonces llevasen a su círculo poético la ideología de Kant, pero todo espíritu libre debe reconocer los daños incalculables derivados de esa invasión de ideas dogmáticas en el reino de la poesía. Soy de la firme opinión de que la influencia de Kant limitó en extremo la producción poética de la época clásica, producción que se dejó influir mucho por la maestría constructiva de sus pensamientos. Kant perjudicó en extremo la expresión sensual, la euforia de la poesía, el libre curso de la imaginación, al quererlas llevar hacia un criticismo estético. Esterilizó las facultades puramente poéticas de todo aquel que abrazó sus teorías. ¿Y cómo podía ser de otro modo? Un ser todo cerebro, todo fría razón, ¿cómo podría ese hombre, que no conoció mujer ni salió de su provincia, ese hombre que era como un delicado mecanismo de relojería inflexible en su regularidad, ese hombre que se encadenó así a su vida cuarenta, cincuenta y hasta sesenta años; ese hombre desprovisto de espontaneidad, sujeto a un sistema rígido, pues su genio era sólo constructivismo fanático; cómo podría ese hombre, repito, ser jamás útil a un poeta, a un poeta que vive sólo por sus sentidos, que se eleva por su inspiración y a quien la pasión arrastra siempre a la inconsciencia? La influencia de Kant apartó a los clásicos de su pasión más magnífica, más poética, que tenía toda la fuerza y el colorido del Renacimiento, y los llevó insensiblemente a un nuevo humanismo: a una poesía de eruditos. Por último ¿no ha sido para la poesía alemana una gran pérdida el que Schiller, el más formidable plasmador de figuras poéticas, se preocupe y se torture buscando dividir la poesía en dos categorías, la poesía ingenua y la poesía sentimental, y que Goethe diserte con los hermanos Schlegel acerca de los clásicos y los románticos? El exceso de luz de la filosofía debilita a los poetas, aunque ellos no se den cuenta, porque esa luz es fría y surge de este espíritu sistemático que cristaliza según leyes fijas; precisamente cuando Hölderlin llegó a Weimar, Schiller ha perdido ya aquella su primera borrachera de inspiración y Goethe (cuya sana naturaleza ha reaccionado siempre a toda metafísica sistemática) se dedica con todo interés a la ciencia. La correspondencia entre Goethe y Schiller nos demuestra muy claramente en qué esferas de acción se agitaban entonces sus pensamientos; esas cartas son magníficos documentos, son una magnífica concepción del universo, pero son racionalistas; parecen más bien la correspondencia de filósofos o de profesores de estética que confesiones poéticas. La poesía está, cuando Hölderlin entra en aquellos círculos, desplazada de su centro por la constelación de Kant y ha sido relegada a la periferia. Ha empezado una época de humanismo clásico. Sólo que, por fatal contraste con Italia, los espíritus más fuertes de la época no se han refugiado, como Dante, Petrarca o Boccaccio, en la poesía al huir del mundo helado de la erudición; al contrarío, Goethe y Schiller han dejado el divino mundo creador para refugiarse en la frialdad de la ciencia y de la estética. ¡Ay, nunca más han de volver ya aquellos años divinos! Y los jóvenes que tienen a esas grandes figuras como maestros sufren la fatal locura de la formación filosófica. Y así Novalis, de espíritu angélicamente abstracto, y Kleist, todo impulso, ambos, a pesar de su naturaleza que repele todo espíritu positivo como el de Kant y su escuela, se dejan llevar a la deriva, llenos de duda, hacia este elemento hostil. Hasta Hölderlin, todo inspiración, que aborrece lo sistemático; indómito, abstracto, rebelde por propia voluntad, fuerza su naturaleza y se aferra a los análisis filosóficos, creyéndose además obligado a hablar en la jerga estético-filosófica dominante, y todas sus cartas de los tiempos de Jena están atiborradas de sosas interpretaciones de conceptos y de esfuerzos por filosofar, cosas muy contrarias al anhelo infinito que le llenaba. Pues Hölderlin es precisamente un espíritu ilógico, no intelectual; sus pensamientos, grandiosos como relámpagos de genio, no son articulables; se resisten a toda combinación, a todo sistema. Lo que él dice del espíritu creador marca bien sus límites:

Sólo reconozco lo que florece naturalmente; lo meditado ya no lo reconozco.

Este espíritu no puede expresar más que el anhelo de llegar, pero no puede elaborar esquemas o conceptos. Las ideas de Hölderlin son aerolitos -piedras del cielo y no de cantera terrestre-, y por eso no pueden ser alisadas y colocadas disciplinadamente para formar un muro, es decir, un sistema, pues todo sistema es siempre un muro. Esas piedras quedan en la misma forma en que caen, no necesitan ser desbastadas ni sufrir variación alguna. Lo que una vez dijo Goethe refiriéndose a Byron, se le puede aplicar mil veces mejor a Hölderlin: «Cuando raciocina es un niño; sólo es grande cuando hace poesía.» Pero ese niño se sienta en el banco de la escuela de Fichte y de Kant y se asfixia, desesperado, en las doctrinas que oye, de forma que hasta Schiller le ha de advertir un día: «Huya usted siempre que pueda de las materias filosóficas; son las más ingratas... Permanezca más bien cerca del mundo sensible; así no se expondrá a perder el entusiasmo.» Ha de pasar bastante tiempo antes de que Hölderlin vea el peligro a que se expone en el laberinto de la lógica. Pero una disminución en sus producciones, como un exacto barómetro, le advierte un día que él, todo alas, ha caído en una atmósfera que lo asfixia, y entonces sí, dándose cuenta, rechaza toda la filosofía sistemática: « He ignorado durante algún tiempo por qué el estudio de la filosofía, que suele producir tantas satisfacciones y que compensa esa dedicación con la serenidad, me hacía sentir inquieto y exaltado, y tanta más intranquilidad me producía cuanto más me concentraba en ella. Ahora ya veo que si esto sucedía es porque me alejaba de mí mismo, de mi propia naturaleza.» Por primera vez descubre la fuerza de su vocación poética, que celosamente no le permite entregarse a la vida material. Su naturaleza le exigía situarse entre el mundo superior y el inferior. No podía encontrar el reposo ni en lo abstracto ni en la realidad concreta.

Así engaña la filosofía a su abnegado discípulo; inspira, en su espíritu lleno de dudas, más dudas todavía, y no le hace aumentar la certeza, como él habría esperado. Pero su segunda decepción, más peligrosa que la primera, viene de los poetas. Desde lejos, se le aparecían como mensajeros de lo sobrenatural, sacerdotes que dirigían su corazón hacia Dios; deseaba poder elevar su espíritu a través de ellos, de Goethe y aún más de Schiller, a quien había leído noches enteras en el Seminario de Tubinga y cuyo Don Carlos había sido como la «nube encantadora de su juventud». Esperaba que le darían, a su propia inseguridad, aquello que transfigura la vida, es decir, el impulso hacia el infinito, la elevada fogosidad. Pero aquí empieza el eterno error de la segunda y tercera generaciones, y que consiste en querer seguir a sus maestros; olvidan los jóvenes que el tiempo resbala sobre las obras perfectas como sobre el mármol, sin dañarlas, pero que no pasa así con los hombres, aunque sean poetas; las obras perduran, pero el hombre envejece. Schiller es ya consejero; Goethe es consejero privado; Herder, consejero municipal, y Fichte, profesor de universidad.

Sus intereses ya no están en la producción poética, sino en los problemas de la poesía; la diferencia es clara.

Todos están ligados a su obra, han anclado en la vida y nada hay tan ajeno a un hombre, nada tan fácil de olvidar, como su propia juventud; así, el paso de los años determina la incomprensión: Hölderlin esperaba de ellos entusiasmo, y ellos le enseñaron moderación; él ansiaba inflamarse a su lado, y ellos sólo lo bañan con una ligera luz; junto a ellos quería una vida libre, una existencia espiritual, y ellos se esfuerzan por buscarle una buena colocación burguesa. Él iba a buscar, junto a ellos, ánimos para la lucha monstruosa que le marca su destino, y ellos (con la mejor intención) le aconsejan una paz honrosa. Él iba a inflamarse, y ellos tratan de apagarlo; así, a pesar de todas las afinidades intelectuales, a pesar de sus simpatías, la sangre ardiente de Hölderlin, frente a la sangre ya templada de ellos, da lugar a la mala inteligencia.

Ya su primer encuentro con Goethe es simbólico. Hölderlín visita a Schiller, y en su casa se encuentra con un señor ya anciano que le dirige fríamente algunas preguntas, a las que él contesta con indiferencia; la misma noche, con sobresalto, se entera de que ha estado frente a Goethe, y espiritualmente no había de reconocerlo ya nunca; Goethe, por lo demás, tampoco reconoció nunca a Hölderlin. Si se exceptúan las cartas que escribió a Schiller, no menciona Goethe a Hölderlin para nada en el transcurso de casi cuarenta años. Como desquite, Hölderlin se siente atraído por Schiller, como Kleist se sintió atraído por Goethe; ambos sólo sienten la atracción hacia uno de los astros de aquella constelación y, con injusticia de jóvenes, se olvidan totalmente del otro genio.

Goethe desconoce totalmente a Hölderlin cuando dice de él que «sus poesías expresan un agradable esfuerzo que se pierde en la satisfacción por su propia obra», y no ve la pasión. nunca satisfecha de Hölderlin cuando le alaba por poseer «cierta intimidad, atractivo y mesura», y recomienda al verdadero creador del himno en la poesía alemana que haga principalmente pequeñas poesías. Ese buen olfato que siempre tuvo Goethe para descubrir el oculto demonio, le falló completamente en este caso, y por eso no se pone en guardia, como siempre acostumbraba a hacer cuando sospechaba lo demoníaco; en este caso, es decir, en sus relaciones con Hölderlin, no lo hizo, y así se muestra con él lleno de bonhomie, amable a indiferente. Y mira a Hölderlin con mirada superficial que no trata nunca de hacerse profunda. Eso lastimó en grado sumo a Hölderlin, tanto, que cuando éste se sumergió en las tinieblas de la locura, saltaba de cólera sí algún visitante osaba pronunciar el nombre de Goethe, porque, cosa notable, Hölderlin, entre las brumas de su desvío de la razón, siempre recordó las antipatías o las simpatías de antaño.

Hölderlin pasó, pues, como todos los poetas de su tiempo, por el obligado desengaño, por aquella decepción que hizo que Grillparzer, tan frío y hermético, dijera un día con toda claridad: «Goethe se ha dedicado a la ciencia y, en su quietismo grandioso, reclama la moderación, la inercia y la pasividad, mientras que en mí arden, chispeantes, todas las antorchas de la imaginación.» Hasta él, el más sabio de los hombres, no fue bastante sabio para comprender, en sus años de vejez, que juventud es sólo otra palabra para designar la exaltación.

Las relaciones de Hölderlin con Goethe no fueron, pues, más que unas relaciones muy tenues; si Hölderlin, con su habitual humildad, se hubiera dado a los consejos de Goethe, es decir, hubiera reducido sus proporciones, limitándose a ser un poeta idílico o bucólico, su propia vocación habría corrido un gran peligro; por eso esa resistencia que mostró hacia Goethe es, en el mejor de los sentidos, su propio instinto de conservación. Trágicas fueron, en cambio, sus relaciones con Schiller, trágicas y tempestuosas para Hölderlin, pues, en este caso, su voluntad tuvo que enfrentarse al hombre a quien más amaba, al hombre que era su formador espiritual, su maestro. La veneración que siente por Schiller es el fundamento de su concepción del universo; por eso, es nada menos que su universo lo que amenaza con hundirse cuando Schiller, con su actitud suave, reservada, tibia e inquieta, provoca en el alma sensible del poeta un verdadero terremoto; pero esa falta de comprensión entre Schiller y Hölderlin es algo altamente ético, es una defensa llena de afecto y de dolor. Sólo es comparable ese desacuerdo al que reinó entre Nietzsche y Wagner. También, en este caso, el alumno es el que defiende la pureza de ideas contra su propio maestro y antepone la fidelidad a sí mismo al proselitismo. Y verdad es que Hölderlin fue más fiel a Schiller de lo que el mismo Schiller lo fue hacia sí mismo.

En efecto, Schiller, por aquellos tiempos, es aún amo y señor de sus dotes poéticas; todavía sabe poner en sus palabras aquel énfasis que llega hasta el fondo de los corazones alemanes; pero Schiller, antes que Goethe, ha visto cómo se enfriaba su espíritu; allí está, asmático, envejecido, sin salir de su habitación, sentado en un sillón de enfermo; su entusiasmo poético no se ha perdido, sin embargo; lo que ha pasado es que se ha hecho un entusiasmo intelectual, se ha convertido en teoría; la fuerza creadora, espumosa y rebelde del poeta que supo lanzar al mundo su In tyrannos, ha cristalizado en una Metodología del idealismo; su alma de fuego se ha convertido en una lengua de fuego; su fe se ha hecho un optimismo perfectamente manejable para los fines burgueses en forma de liberalismo; Schiller ya no vive más que emociones intelectuales, que no son, como exige Hölderlin, «integrales», es decir, de todo el ser, de la existencia toda. Debió de ser en verdad una hora extraña aquella en que Hölderlin se presentó ante Schiller, pues Hölderlin era su propio hijo espiritual, no ya en el sentido de la forma de los versos ni en su orientación, sino que era hijo de toda su ideología y de la fe de Schiller en la elevación de la Humanidad.

Está formado de su misma sustancia, es tan hijo suyo como los personajes que ha creado en sus obras, como Posa y como Maz Piccolomini; así que no puede menos que ver en Hölderlin el reflejo de su «yo», su palabra que ha tomado cuerpo. Hölderlin es sencillamente todo lo que Schiller pidió a los jóvenes: entusiasmo, pureza, exaltación; es el postulado de Schiller hecho hombre, es decir, idealismo como condición primera de la existencia. Hölderlin vive verdaderamente ese postulado, mientras que el propio Schiller ya no pide más que un idealismo retórico-dogmático; Hölderlin cree en los dioses de Grecia, esos dioses que para Schiller ya no son más que grandiosas y decorativas alegorías; Hölderlin vive con plena fe religiosa, no poética tan sólo, para aquella misión del poeta que en Schiller es ya sólo un postulado ideal. Y de pronto ve ante sí, en Hólderlin, encarnadas todas sus teorías, sus anhelos. Y se comprende el espanto de Schíller cuando ve hecho hombre ante sí su propio postulado; en seguida lo reconoce: «encontré en sus poesías -escribe a Goethe- mi propia sustancia; no es la primera vez que ese poeta me recuerda a mí mismo», y se inclina respetuoso ante el joven humilde que es todo fuego, y lo hace como si tuviera delante su propia imagen de cuando era joven y que ahora está ya tan lejos.

Pero esa fogosidad volcánica, ese entusiasmo (que él en sus poesías trata siempre de despertar), aparecen ante Schiller, ya hombre maduro, como algo sumamente peligroso para la vida normal. Schiller, humanamente hablando, no puede aprobar en Hölderlin lo que siempre pidió en el orden poético; es decir, efervescencia espumante al jugarse la vida a una sola carta. Y, trágicamente, ha de apartar de sí su propia creación, ese idealismo exaltado, no adaptable a la existencia humana. Por primera vez se presenta ante Schiller la contradicción peligrosa de querer partir la vida interior entre la poesía heroica y la existencia burguesa y comodona. Mientras que corona de laurel a sus discípulos poéticos, Posa, Max, Moor, y los envía a la muerte porque son demasiado grandes esta vida, queda perplejo ante su otra creación, ante Hölderlin, pues enseguida le salta a la vista que aquel idealismo que él ha encendido en los jóvenes alemanes sólo está en su lugar en el mundo ideal, en el drama, pero que aquí, en Weimar o en Jena, esa entrega sin condiciones a la poesía, esa voluntad interior al servicio del demonio, traen forzosamente la perdición de todo joven: «Tiene una peligrosa subjetividad, es un estado grave, pues a naturalezas así, muy difícilmente se las puede conducir.» Entonces habla de Hölderlin como si fuera una aparición ambigua, llamándole «el iluminado», del mismo modo en que Goethe hablaba del « patológico» Kleist.

Ambos reconocen, por intuición, a ese demonio interior, esa presión interna, recalentada, explosiva. Y Schíller, que en la poesía ensalza a tales jóvenes en exaltados lirismos que brotan de lo más hondo de sus sentimientos, en la vida real, como hombre bondadoso, trata tan sólo de aplacar y moderar a Hölderlin.

Entonces se interesa por su vida privada, busca colocar sus obras en una casa editora; Schiller es, por decirlo así, algo paternal con el joven poeta. Con suave presión, trata de reducir su entusiasmo, esa tensión interior tan peligrosa; pero no cuenta con que esa ligera presión, aun siendo tan suave, puede fácilmente romper aquella alma hipersensible y frágil. Y así, poco a poco, se van haciendo complicadas las relaciones entre Schiller y Hölderlin. Schíller, con esa mirada que sabe conocer el destino, ve elevada sobre la cabeza de Hölderlin el hacha de la destrucción, y Hölderlin se siente otra vez incomprendido, y ahora es por el hombre único a quien se ha entregado con toda el alma, por Schiller, de quien él depende fatalmente, sin condiciones.

Había esperado recibir de Schiller un nuevo impulso, un nuevo fortalecimiento: «Una palabra amable, salida de los labios de un hombre honrado, viene a ser como un agua espiritual que fluye de las entrañas de un monte y que nos comunica el misterioso vigor de la tierra», dice Hyperion. Pero tanto uno como otro, tanto Schiller como Goethe, no le dan esta agua más que gota a gota y como con tamiz; nunca le prodigan el entusiasmo ni le inflaman el corazón; así, pues, la proximidad de Schiller acaba siendo para Hólderlin un verdadero tormento: «Siempre deseé verlo a usted y, cuando lo vi, fue solamente para sentir que yo nada podía significar para usted», le escribe en dolorosa despedida, hasta que acaba por expresar claramente su disconformidad: «Por eso me permitirá usted que le confiese que, muy a menudo, lucho secretamente contra su genio para poder apartar de su influencia mi propia libertad.» Reconoce, pues, que ya no puede confiar lo más íntimo de su ser a quien censura sus poesías, a quien apaga sus entusiasmos, a quien lo prefiere pequeño y tibio que « subjetivo y exaltado». Por orgullo -aun dentro de su humildad- acaba ocultando a Schiller sus creaciones más esenciales, más ciertas, y le muestra lo más teatral y lo más epigramático de su producción, pues Hólderlin no sabe defenderse; sólo le es dado doblegarse o esconderse; ésa es siempre su posición. Hólderlin sigue de rodillas ante los dioses de su juventud; nunca desaparecen de él la veneración y el agradecimiento hacia aquellos que fueron «la nube encantada de su juventud» y que le revelaron el secreto del canto. Y ahora, Schíller se vuelve de vez en cuando hacia él sólo para decirle algunas palabras amables, y Goethe pasa por su lado con indiferencia; pero ambos le dejarán de rodillas hasta que se le rompa el espinazo.

Así, pues, su encuentro con esos dos grandes hombres fue algo fatal y peligroso; el año de libertad absoluta que pasa en Weimar, durante el cual pensaba terminar sus obras, ha sido un año perdido. La filosofía -ese hospital para poetas desgraciados- de nada le ha servido; los poetas tampoco. Hyperion ha quedado como un torso solamente; el drama está sin acabar y sus medios económicos se han agotado pese a la más estricta austeridad. Parece, pues, perdida su primera batalla para lograr una existencia de pura poesía. Hólderlin vuelve a ser una carga para su madre, y cada pedazo de pan está empapado en reproches encubiertos. Pero, en realidad, ha triunfado ante su mayor enemigo; no se ha dejado apartar de la integridad de su entusiasmo; no se ha dejado moderar ni templar como querían los que hablaban en nombre de sus intereses. Su genio se ha afirmado más profundamente en su verdadero elemento y su demonio le ha dado el instinto de no acomodarse a las sensateces que se le proponían. Así que sólo responde con un exabrupto violento a los esfuerzos de Schiller y de Goethe para llevarlo a lo idílico, a lo bucólico. Goethe había dicho al poeta en su poesía «Euforion» Suavemente, suavemente; nada de audacia para así no encontrarte con la desgracia y la perdición...; por amor a tus padres, mira de domar tus impulsos sobrehumanos, que son demasiado violentos. Conténtate con adornar silenciosamente tu campo.

Y a esto contesta Hólderlin lleno de pasión: ¿Qué he de domar, si el alma me arde al verse encadenada? ¿Por qué vosotros, oh espíritus relajados, queréis arrancarme de mí propio elemento, que es el fuego, sí no puedo vivir más que combatiendo? Ese elemento ardiente, es decir, el entusiasmo, en el cual vive el alma de Hölderlin como salamandra en el fuego, ha podido ser salvado del abrazo glacial de los clásicos y, ebrio en su propio destino, aquel que no podía vivir más que combatiendo, se arroja de nuevo en medio de la lucha, en medio de la vida y es entonces cuando, en esa fragua, se forja toda su pureza.

Lo que podía romperlo sirve sólo para templar mejor su alma; y lo que templa su alma acaba por romperlo.

 

DIOTIMA

A pesar de todo, los débiles son arrastrados por el destino.

 

Madame de Staël escribe en su Diario: «Francfort est une très jolie ville; on y dîne parfaitement bien, tout le monde parle le français et s'appelle Gontard».

En una de esas familias llamadas Gontard, el fracasado poeta entra como dómine, como maestro de un niño de ocho años; aquí, como en Waltershausen, su espíritu impresionable no ve al principio más que «buenas gentes, como no es fácil encontrar»; se encuentra bien, aunque ya ha perdido mucha de su primitiva fuerza impulsiva. «Estoy, por lo demás -escribe en tono elegíaco a Neuffer-, como una planta en flor que, roto el tiesto, ha caído a la calle; los tiernos brotes se han perdido, sus raíces están mutiladas y, vuelta a plantar de nuevo, sólo puede salvarse de la muerte a fuerza de cuidados.» Y él conoce perfectamente su fragilidad, que consiste en no poder respirar más que en una atmósfera de idealismo y poesía, en una Grecia imaginaria. La realidad es que, ni aquí ni allí, ni en Waltershausen ni en Francfort ni en Hauptwyl, ha encontrado una vida particularmente dura; todos esos sitios, por ser lugares determinados y reales, ya son trágicos a sus ojos: «The world is too brutal for me», dijo ya una vez su hermano en espíritu, Keats. Esas almas tan tiernas no podían soportar más que una existencia poética.

Así, el sentimiento poético de Hölderlin se vuelve hacia la única figura que puede ser considerada, en el medio en que vive, como un ensueño, como un mensajero del «más allá». Y esa figura es la madre del muchacho, Susanne Gontard, su Diotima. En un busto que ha llegado hasta nosotros brilla en sus rasgos toda la pureza griega, y es en este aspecto en el que Hölderlin la ve desde el primer momento. «¿No es verdad?; es una griega -susurra a su amigo Hegel cuando éste viene a verle a Francfort-, parece que pertenece a un mundo que nada tiene de terrestre.» Ella, como él, caída entre los hombres, busca dolorosamente su propio elemento, su propio universo: Tú callas y sufres porque no lo comprenden, oh espíritu noble; miras la tierra y callas, porque en vano buscas a los tuyos en la luz del Sol, pues esas almas grandes y tiernas no existen en ninguna parte.

Hölderlin, eterno soñador, no ve en la esposa del que le da el pan más que a una hermana, una mujer desterrada del mismo mundo interior que él sueña, y a este profundo sentimiento de afinidad no viene a mezclarse ningún pensamiento sensual. Todo pensamiento de Hölderlin tiende siempre hacia arriba, hacia la esfera espiritual. Por primera vez en su vida, Hölderlin ha encontrado en la Tierra una imagen del ideal que un día presintió y, en un extraño paralelismo con los versos que un día dirigió Goethe a Charlotte de Stein, ¡Oh!, en tiempos que ya fueron vividos, tú fuiste hermana. mía, o esposa quizá, él también saluda a Diotima como si la hubiese esperado largo tiempo o como si hubiera sido una hermana en alguna existencia anterior: Diotima, noble espíritu. Hermana mía, divina allegada. Antes de haberte dado la mano, lo había ya conocido en un inundo pretérito.

Por primera vez en este mundo corrompido y fragmentario, logra ver, en la embriaguez del entusiasmo, a la criatura que es «Uno y Todo.» Amabilidad y elevación, calma y viveza, espíritu y corazón, y además belleza; tal es esa criatura privilegiada. Y por primera vez, en una carta de Hölderlin brota la palabra felicidad como un sonido de órgano triunfal: «Todavía soy feliz, como en el primer momento; para mí es ella una amistad alegre, eterna y sagrada, pues es un ser desterrado en este mundo de miseria, de desorden y sin espíritu. Mi sentimiento de belleza no se engaña; se orienta ya para siempre hacia esa cabeza de madonna. Mi inteligencia se educa junto a ella y mi ánimo turbado se calma y reposa, a su lado, en una paz agradable.» Esa mujer influye formidablemente en Hölderlin, ya que logra serenarlo. Un Hölderlin todo éxtasis no necesita aprender de una mujer lo que es la fogosidad. La felicidad, para ese corazón siempre inflamado, es la acción bienhechora del reposo. Y ésa es la influencia que Diotima ejerce en él: moderación. Lo que no había logrado Schiller, lo que no había logrado ni aun la madre del poeta, lo logra esa mujer que, en dulce melodía, sabe domar a aquel espíritu intranquilo. Entre las líneas de Hyperion se adivinan su mano solícita, su ternura maternal. Se ve cómo ella trata de volver a ganar la vida de aquel muchacho que parecía perdido, pues, como escribe el mismo Hölderlin, «ella siempre trata, con sus consejos, con sus cariñosas advertencias, de hacer de mí un hombre normal y hasta de buen humor, y me reprocha el desorden de mis cabellos, el descuido de mi traje, o mis uñas roídas.» Como a un niño impaciente, lo cuida con ternura -a él, que es quien debía velar por los hijos de ella-, y esta atmósfera apacible hace la felicidad de Hólderlin. «Bien sabes tú -escribe a un amigo de confianza cómo era yo; sabes cómo vivía sin fe; mi corazón estaba cerrado a todos y era por eso un miserable; ¿cómo Podría, pues, ahora ser tan alegre como un águila si no se me hubiera aparecido ese ser único?» El mundo se le presenta más puro, más sagrado, ahora que su monstruosa soledad se ha convertido en armonía: ¿No se ha llenado mi corazón de la más hermosa vida? ¿No hay en él algo santo, desde que amo? Y la frente de Hölderlin se vio libre por algunos momentos de aquella perenne misantropía: La fatalidad ha aflojado su presión por algún tiempo.

Una sola vez -sólo esa vez- y durante un momento fugaz, su vida tiene el armonioso equilibrio de la poesía. Pero el terrible demonio vela siempre en él: La divina flor, la tierna flor de la serenidad, no floreció mucho tiempo...

Hölderlin es de aquellos a quienes no es dado descansar largo tiempo en un mismo lugar. El mismo amor «sólo le calma para hacerle después más salvaje», como dice Diotima hablando de Hyperion, hermano espiritual de Hölderlin. Y él mismo, vibrando a fuerza de presentimientos, conoce muy bien la calamidad que anida en su ser, y de sobra sabe que no podrían estar mucho tiempo juntos < como dos cisnes amorosos». La confesión del secreto misterio que lo envuelve como siniestra nube está manifestada en su Perdón: Sagrada criatura; muy a menudo he turbado lo divino reposo dorado y has aprendido de mí muchos dolores de la vida.

Entonces empieza a ver claro el «maravilloso vértigo del abismo», esa misteriosa atracción del precipicio, y poco a poco, el poeta va cayendo, insensiblemente, en la fiebre del pesimismo. El mundo cotidiano que lo rodea se ensombrece y, como un relámpago que surge de las nubes, brota la siguiente frase en una de sus cartas: «Estoy roto de amor y de odio.» Su excitada sensibilidad experimenta desagrado ante la trivial riqueza de la casa, riqueza que tiene una fuerte acción sobre las personas que viven en ella, «como -dice él- el vino nuevo en los campesinos». En todas partes cree ver ofensas, hasta que por último -como le sucede siempre- acaba explotando violentamente. Es un secreto para nosotros lo que pudo pasar aquel día; quizá el marido se ha puesto celoso y hasta brutal al ir observando la inclinación que su esposa va sintiendo por el poeta; quizá, pero no lo sabemos. De un modo o de otro, Hölderlin se siente herido en plena alma, y ésta le queda rota; desde entonces las estrofas de sus versos fluyen dolorosamente, como gotas de sangre, entre sus labios contraídos: Si muero en la ignominia, si mi alma no se venga de la insolencia, si me veo hundido en una tumba de cobardía por los enemigos del genio, entonces olvídame tú también y no recuerdes ya ni siquiera mi nombre, ¡oh, corazón bondadoso! Pero Hölderlin no se defiende, no se vuelve virilmente hacia quien lo ataca, sino que se deja arrojar de la casa como si fuera un ladrón al que hubieran sorprendido y renuncia a ver de nuevo a su amada, si no es en algunos encuentros convenidos en secreto, para los que viene de Hamburgo. La posición de Hölderlin es débil, pueril y hasta femenina en esos momentos decisivos. Escribe cartas exaltadas a la amiga que le ha sido arrebatada; hace de ella la sublime novia de Hyperion y derrama sobre el papel las hipérboles más exaltadas de su amor, pero nada hace para recobrar a su amada, que está allí, casi junto a él. No se atreve como Schelling, como Schlegel, a arrancar a la mujer que ama del odioso tálamo matrimonial, frío y helado, riéndose de peligros y maledicencias, para transportarla al flamante centro de su vida. Ese eterno desarmado no lucha nunca con el destino; siempre se inclina y cede ante su poder superior, siempre se declara vencido por la vida, que es más fuerte que él: «the world is too brutal for me». Y ésa su posición muy bien pudiera llamarse cobardía sí detrás de ella no estuvieran ocultos un gran orgullo y una gran energía muda. Pues este hombre tan frágil siente dentro de sí algo indestructible, algo que siempre queda incólume al recibir los manotazos de la vida. «La libertad, para quien sabe lo que esta palabra significa, es algo lleno de profundidad.» «Estoy herido, brutalmente herido, como nadie pudo estarlo jamás; estoy sin esperanza, sin meta, sin honor y, sin embargo, dentro de mí noto algo fuerte, invencible, que me hace estremecer apenas se agita en el interior de mi pecho, llenándome de entusiasmo.» En estas palabras está todo el valor de Hölderlin; detrás de su decaimiento de neurasténico, detrás de su cuerpo débil, caduco, se ocultan un aplomo indestructible, la invulnerabilidad de un dios.

Por eso permanece invencible ante los embates del mundo, y los acontecimientos pasan tan sólo como pubes rosadas o sombrías por encima del espacio de su alma, siempre serena. Nada de lo que sucede a Hölderlin logra atravesar su espíritu; la misma Susanne Gontard llegó a él como un sueño, como una madonna griega, y como un sueño se esfumó después, para dejarle meditabundo y melancólico. Un niño sabe quejarse más amargamente y hasta defenderse mejor, cuando se le priva de un juguete, que Hölderlin cuando se le arrebata a la mujer amada. Su despedida es débil, resignada, y hasta parece desprovista de dolor: Quiero partir. Tal vez algún día pueda volver a verte, Dio tima, pero el deseo ya se habrá marchado entonces y nos mira remos apaciblemente, extraños uno para el otro, como bienaventurados.

Hasta lo más querido está ausente para él en este mundo. Hölderlin está siempre sin fuerza vital, como un noctámbulo, como un iluminado, fuera de la realidad Lo que conquista o lo que pierde no influye en su vida interna; por eso pueden reunirse en él la sensibilidad extrema y la invulnerabilidad absoluta de su genio.

Aquel que todo lo da por perdido nada puede perder, y el sufrimiento purifica su alma y aumenta su fuerza creadora: «Cuanto más sufre un hombre, tanto más profunda se hace su fuerza.» Ahora que tiene el alma herida, rota, es cuando va a desplegar la fuerza suprema de su valor poético, arrojando lejos de sí todas las armas defensivas, para marchar orgulloso y sin miedo hacia su destino: ¿No son hermanos tuyos todos los hombres? ¿No vendrá en lo auxilio aun la misma parca? Continúa, pues, tranquilamente marchando por el camino de lo vida; no temas nada, y bendice todo lo que acaeciere.

Lo que procede de la miseria a injusticia de los hombres nada puede contra Hölderlin. Pero el destino que le marcan los dioses es recogido por su genio, y entonces lo despliega grandiosamente en su corazón sonoro.

 

EL RUISEÑOR CANTA EN LAS TINIEBLAS

La ola del corazón no se cubriría de la más hermosa espuma, ni se haría toda espíritu, si la roca impasible del destino no se opusiera a su paso.

 

Sólo en estas horas trágicas y oscuras, feliz en su canto solitario, puede haber escrito Hölderlin esas frases llenas de elevación, de fuerza y de belleza: Nunca había experimentado tan plenamente esa antigua e infalible voz del destino que nos dice que una nueva felicidad se abre en nuestro corazón, soportando la negrura del dolor; esa voz que nos dice que es solamente en la profundidad del dolor donde surge y resuena divinamente el canto vital del mundo, del mismo modo que se oye en las tinieblas el canto del ruiseñor.

La melancolía de Hölderlin, presentimiento en la adolescencia, se convierte entonces en un dolor trágico y la elegíaca melancolía se transforma en poder hímnico. Las estrellas de su vida han caído: Schiller y Diotima. Ahora, completamente solo, en la oscuridad, eleva su canto de ruiseñor, canto que perdurará siempre, mientras perdure la lengua alemana. Desde ahora, todo lo que crea Hölderlin, templado y endurecido por el dolor, todo lo que crea desde este punto culminante que separa el éxtasis de la caída, está ya ungido por el genio; ahora su obra ya es una obra acabada. Ha saltado ya la cáscara, la envoltura que ocultaba la verdadera esencia de su ser, y ahora corre libremente la verdadera melodía del canto incomparable de su sino. Entonces nace ese magnífico triple acorde de su vida: la poesía de Hölderlin, la novela de Hyperion y la tragedia de Empédocles, esas tres variantes de su apogeo y de su caída. Al hundirse su vida terrenal encuentra Hölderlin la más alta armonía del espíritu.

«Quien marcha sobre su dolor -dice Hyperion- marcha hacia las alturas.» Hölderlin ha dado ya su paso decisivo; está por encima de su desgracia, por encima de j su propia vida. Ya no busca la sensibilidad en su vida, sino que vive consciente de su destino trágico. Como Empédocles en el Etna, teniendo allá abajo las voces de los hombres, arriba las melodías eternas y delante de sí el abismo de fuego, así está el poeta también en su magnífico aislamiento. Sus ideales de antes se han borrado ya como nubes; incluso la figura de Diotima se entrevé sólo como en sueños, pero ahora se alzan visiones poderosas y proféticas, himnos atronadores como de anunciación. Hölderlin, desligado del tiempo y de la sociedad, ha renunciado a todo lo que significa felicidad o comodidad; la certeza de su próxima caída lo eleva por encima de las preocupaciones de la vida. Sólo una inquietud lo conmueve aún, levemente: no caer demasiado pronto, no hundirse antes de haber podido cantar sus himnos en honor de Apolo, sus cantos de victoria sobre su propia alma. Así pues, se postra ante el altar invisible y suplica una muerte heroica, una muerte rodeada de canto: Concededme un verano, ¡oh, inmortales!; concededme 1, también un otoño para la madurez de mi canto, para que mí corazón, satisfecho de esos dulces juegos, pueda luego morir. El alma que en la vida no logró la divina satisfacción, tampoco descansa cuando está en el Orco subterráneo; sí, por el contrario, terminase la sagrada tarea que hay en mí corazón, la poesía, entonces bendeciré la llegada del reino de las sombras Contento marcharé, aun cuando la lira no me acompañe, puesto que sólo entonces habré vivido como los dioses; y esto me ha de bastar.

Pero las Parcas, las calladas Parcas, tienen una hebra de hilo muy corta; ya las tijeras brillan en manos de Atropos. Pero ese corto espacio de tiempo encierra un infinito: Hyperion, Empédocles y las Poesías se han salvado, y llegará a nosotros ese triple canto del genio. Después el poeta desaparece en la oscuridad. Los dioses no le permiten acabar completamente su obra. Pero a él sí le dejan acabado.

 

«HYPERION»

¿Sabes lo que lloras? No lloras algo que haya desaparecido en tal o cual año; no se puede decir exactamente cuándo estaba aún aquí, ni cuándo partió; sino que estaba aquí, que está aún aquí, está en ti. Tú buscas una época mejor, un mundo más hermoso.

 

Hyperion es el sueño de juventud de Hölderlin; es aquel mundo del «más allá»; es la patria invisible de los dioses; es, en fin, aquel sueño que él cobijó tan ardientemente y del cual nunca llegó a despertar en la vida real. «No hago más que adivinar, sin poder encontrar», dice en el primer fragmento de Hyperion. Sin experiencia, sin conocer el mundo y hasta ignorando las formas del arte, empieza Hölderlin a escribir versos de una vida que no ha vívido todavía. Como todas las novelas de los románticos, como Ardinghello, de Heinze, Sternbald, de Tieck, y Ofterdingen, de Novalis, Hyperion es también algo escrito a priori, antes de toda experiencia; Hyperion es sólo sueño, sólo poesía; sólo un mundo donde el Poeta se refugia al huir del mundo de la realidad, pues, en los umbrales del siglo, los idealistas alemanes huyen de la realidad para refugiarse en la literatura, mientras que al otro lado del Rin saben interpretar mejor a su maestro Jean Jacques Rousseau. Éstos están ya cansados de limitarse a soñar en un mundo mejor; ya no esperan, desde hace tiempo, transformar las cosas del mundo real por medio de la poesía, sino por la fuerza y por la violencia. Robespierre ha rasgado sus poesías; Marat ha roto sus novelas sentimentales; Camille Desmoulins, sus malos versos; Napoleón, su planeada novela al estilo de Werther, y se disponen todos a transformar el mundo según sus ideales, mientras que los alemanes se agitan convulsivamente en el sentimentalismo y en la música; llaman novelas a libros de ensueño o f. a diarios de su sensibilidad, pero que nada tienen de concreto y que se pierden en los límites adonde llegan sus sentimientos entreabiertos, de forma que un mundo imaginario les oculta el mundo real. Se entregan a elevados sueños de voluptuosidad espiritual hasta que se agotan ' sus sentidos. El triunfo de Jean Paul marca el punto mas elevado de esta clase de novela y el fin de la sentimental, que había llegado más allá de lo tolerable con obras que eran más música que poesía, que eran una melodía tocada sobre las cuerdas de la sensibilidad, tensas hasta el exceso, que eran, en fin, una elevación pasional del alma hacia la melodía del universo.

De todas esas anti-novelas (perdóneseme esta palabra), de todas esas novelas emocionales, puras, divinamente juveniles, es Hyperion la más pura, la más emocionante y la más juvenil. Tiene todo el dulce abandono de un sueño de juventud, junto con el embriagador ímpetu del genio; es inverosímil hasta la parodia y al mismo tiempo solemne por el ritmo de esa marcha hacia el infinito; hay que reflexionar largo tiempo para poder descubrir todo lo que se ha malogrado por falta de madurez en este libro encantador, y aún no se puede presumir j todo. Pero hay que tener la valentía (en presencia de una naciente idolatría por Hölderlin, idolatría que desearía encontrar grandioso hasta lo menos acertado, lo mismo que en Goethe) de declarar que la naturaleza íntima del genio de Hölderlin era entonces ajena a lo humano a incapaz, por tanto, de formar una psicología consistente.

«Amigo, no me conozco ni conozco nada de los hombres, había dicho, lleno de clarividencia. Ahora, en Hyperion, vemos su intento de crear personajes plásticos, aun cuando él no conoce a los hombres; describe una esfera (la guerra) que nunca ha visto; pinta un escenario (Grecia) donde no ha estado nunca; y un tiempo (el presente) que nunca le ha preocupado. Por eso él, todo pureza, todo presentimiento, necesita pedir prestado a otros libros lo que quiere representar. Toma los nombres de otras novelas; las descripciones de Grecia, de los viajes de Chandler; copia situaciones y figuras de obras contemporáneas como las copiaría un escolar; la fábula está llena de reminiscencias; la forma epistolar es imitación; la parte filosófica no es más que una presentación poética de escritos o conversaciones. Nada en Hyperion es propiedad de Hölderlin (¿por qué no hablar claro?), si no es lo único y más original, o sea, el monstruoso impulso del sentimiento; un ritmo en la palabra que nos hace saltar, un ritmo que es reflejo del infinito. En el más elevado sentido, esa novela no tiene más interés que como música.

Pero a ese libro de ensueños no sólo le falta lo plástico, sino hasta lo espiritual, y se ha tratado de llamarlo novela filosófica para encubrir así todo lo que tiene de amorfo, de abstracto y de impreciso. Ernst Cassirer, con muchos trabajos, ha ido aislando todo lo que Hyperion, ese conglomerado sonoro, tiene de Kant, de Schiller, de Schelling y de Schlegel; sin embargo, lo creo un esfuerzo vano, pues la filosofía de Hölderlín no tiene lazos profundos con ninguna filosofía. Su espíritu indisciplinado, inquieto, desordenado, que se nutría sólo de la intuición o de la revelación, no podía nunca asimilar ningún sistema filosófico; es decir, no podía ordenar coordinaciones de pensamientos arquitectónicamente; sí, cierta confusión de ideas, paralela a la confusión de sentimientos que -tenía Kleist, cierta incoherencia del pensamiento es típica de Hölderlin; aun antes de que llegara a ser, por su enfermedad, completamente incapaz de coordinar las ideas.

. Su espíritu inflamable se encendía por cualquier chispa aislada que cayera en el barril de pólvora de su entusiasmo; así la filosofía le era ciertamente útil, pero sólo en aquello que sirviera a sus fines poéticos, es decir, como fuente de inspiración. Las ideas sólo le son útiles cuando pueden convertirse en impulso interior; jamás Hölder1ín, cuya potencia intelectual era la contemplación, tuvo que agradecer nada a las especulaciones teóricas o a los refinamientos de las escuelas filosóficas. Y si alguna vez le sirven como motivos de inspiración, las trastoca y las resuelve en éxtasis y en ritmo; utiliza unas palabras de su amigo Hegel o de Schelling como Wagner utiliza la filosofía de Schopenhauer en la obertura de Tristán o en el preludio del tercer acto de Los maestros cantores; es decir, las transforma en música, en sentimiento o en exaltación. Su pensamiento es sólo una vía para esa sensibilidad que lanza al mundo, del mismo modo que el aliento del hombre necesita una flauta, un instrumento, para que el aire de su pecho, al ser devuelto a la atmósfera, se haga armonioso.

El contenido ideológico de Hyperion cabría perfectamente dentro de una nuez; de toda su enervadora y ardiente lírica se desprende, tan sólo, un único pensamiento, y este pensamiento es, como siempre pasa en Hölderlin, el sentimiento de su vida: el dualismo inarmónico, el no poder conciliar el mundo externo, trivial a impuro, con el mundo interior. Reunir el interior y el exterior en una forma suprema de unidad y de pureza, crear sobre la Tierra la «teocracia de la belleza», la unidad del Todo, he aquí la tarea ideal del individuo en particular y de la Humanidad en general: « Sagrada Naturaleza; eres la misma dentro y fuera de nosotros. No puede ser muy difícil conciliar lo que está fuera de mí con lo que hay de divino en mi interior», así reza el joven y entusiasta Hyperion al preconizar la sublime religión de una comunión universal. En él no se halla la voluntad fría y verbal de Schelling, sino la voluntad brutal de Shelley de lograr una comunión con la Naturaleza, o bien la nostalgia de Novalis por hacer saltar esa tierna membrana que limita nuestro «yo», para así poderse difundir voluptuosamente en el tibio cuerpo de la Naturaleza.

En Hölderlin, la única cosa que parece original, en su aspiración hacia la unidad de la vida, es el mito de una edad de oro de la Humanidad, en que este estado existía inconscientemente, como en una Arcadia primitiva, y también su fe religiosa en una segunda edad de oro de la Humanidad. Lo que una vez dieron los dioses a los hombres y éstos perdieron en su inconsciencia, ese estado sagrado, será obtenido de nuevo, después de siglos de rudo trabajo, a fuerza de espíritu, a fuerza de entusiasmo poético. Los pueblos han perdido la armonía infantil, y la armonía de los espíritus será siempre el principio de una nueva historia de la Tierra. Sólo habrá belleza, y el hombre y el mundo exterior se unirán en un solo abrazo, formando así una divinidad universal. «Pues de este modo -deduce con sorprendente inspiración Hölderlin- no habrá para el hombre ningún ensueño que no corresponda a una realidad. El ideal -nos dice el poeta- es lo que fue en otro tiempo la naturaleza. Así el mundo alciónico debe de haber existido, pues sentimos nostalgia de él. Y teniendo la nostalgia, nace en nosotros la voluntad de que resucite ese antiguo mundo. junto a la Grecia histórica, debemos crear otra nueva Grecia: la del espíritu.» Hólderlin, el más grande patriota de esa nueva patria espiritual, nos da su imagen en sus obras.

Por todas partes busca Hólderlin ese mundo mejor que él ha anunciado: Hölderlin lo ha colocado en Oriente y en el mar, a fin de que las costas del nuevo reino aparezcan más pronto a sus claros ojos. El primer ideal de Hyperion (que es una sombra luminosa de Hölderlin) será la naturaleza que todo lo abraza en su seno; pero aun así, ésta no puede disipar la melancolía innata de ese eterno soñador, pues la naturaleza, que es el todo, rehusa tener una visión fragmentaria. Entonces Hyperion busca esa comunión en la amistad, pero ésta no logra llenar la inmensidad de su corazón; después, parece que el amor le concede, al fin, esa sagrada unión, pero Diotima desaparece y así acaba ese sueño apenas empezado. Ahora va tras el heroísmo, la lucha por la libertad; pero ese nuevo mundo ideal queda hecho pedazos ante la realidad, pues la realidad rebaja la guerra hasta hacerla saqueo, asesinato, brutalidad. El nostálgico peregrino sigue entonces a sus dioses hacia su patria, pero Grecia ya no es la Hélade de la antigüedad; una generación descreída profana hoy aquellos lugares míticos. Por ninguna parte la exaltación de Hyperion puede encontrar lo absoluto ni la armonía; reconoce su destino terrible, que es ser vencido, más tarde o más temprano, y presiente la «incurabilidad del siglo». El mundo está despedazado y se ha hecho insípido.

Pero el sol del espíritu, el mundo ideal, ha desaparecido, y en la noche glacial sólo reinan huracanes.

Entonces, cediendo a una cólera que no puede dominar, Hölderlin conduce a su héroe a Alemania, a la Alemania donde el mismo Hölderlin sufre, en su propia carne, la maldición de no poder encontrar nada de aquella perfección de la vida, sino que sólo encuentra dispersión, aislamiento y disolución del todo.

Entonces se alza la voz de Hyperion para hacer una terrible advertencia. Parece como si Hölderlin hubiera ya profetizado con ello todo el peligro al que conduce Occidente: el americanismo, la mecanización, la desespiritualización de ese siglo para el que él pedía la teocracia de la belleza. Nadie, en el tiempo presente, piensa ya más que en sí mismo; al contrario de los antiguos y de los hombres futuros que él ha soñado y que formarán unidad con el universo: Están los hombres como encadenados a su propia actividad y, en el estruendo de los talleres, sólo oyen su propia voz. Como salvajes, trabajan incansablemente y con brazo duro, pero su labor resulta siempre infructuosa, estéril, como la de las Furias.

La independencia de Hölderlin con respecto al presente se convierte en una declaración de guerra a su patria, cuando ve que en Alemania no aparece todavía su nueva Grecia, su Germanía; así que él, que tanta fe tenía en su pueblo, alza su voz de maldición, que es la maldición más fuerte que ningún alemán, herido de amor patrio, haya podido lanzar contra su país.

Él había partido a la busca del ideal en el universo y ha de huir ahora a refugiarse en su idealismo: «Ha terminado ya mi sueño sobre las cosas humanas.» Pero ¿adónde huye entonces Hyperion? La novela no lo dice. Goethe, en el Fausto o en Wilhelm Meister, habría contestado: «A la acción.» Novalis habría dicho: «A la fantasía, al ensueño o a la magia.» Hyperion, que es todo r preguntas, no tiene qué contestar. Como lamento nostálgico, su acento se pierde en el vacío. El hermano que nace, Empédocles, sabe ya algo más acerca de sublimes huidas; huye del mundo para refugiarse en la poesía, huye de la vida a la muerte. En Empédocles se ve ya la ciencia del genio; Hyperion, en cambio, es siempre el eterno muchacho, el eterno soñador que presiente, pero no encuentra.

Un presentimiento puesto en música: tal es Hyperion, nada más; no es una obra completa, ni un poema tampoco. Sin recurrir al examen filosófico, se ve claramente que, en él, los años y la sensibilidad mezclan caóticamente diferentes sedimentos y que la melancolía del desengaño convierte en profunda depresión aquel optimismo entusiasta de la juventud. En la segunda parte de la novela flota como un cansancio otoñal; aquella luz resplandeciente del éxtasis es ya un crepúsculo que marcha hacia la noche oscura y empieza a ocultar « las ruinas de pensamientos que fueron edificados tiempo atrás». En esta obra, como en las demás, la impotencia del poeta le ha impedido realizar su ideal, es decir, crear una unidad. La fatalidad sólo le ha permitido crear un fragmento y su esfuerzo no llega nunca a producir algo terminado por completo. Hyperion es como un torso de juventud, un sueño que no ha llegado a su fin, pero toda sensación de imperfección desaparece totalmente gracias al magnífico ritmo del lenguaje, que cautiva nuestro entusiasmo por su pureza y fuerza, ya sea en lo que tiene de exaltación, ya en lo de desaliento. Nada ha producido la prosa alemana más puro y más lleno que esas oleadas sonoras que no se interrumpen ni por un segundo; ninguna obra de la poesía alemana tiene esa continuidad de ritmo, esa armonía tan bellamente desplegada. Pues, para Hölderlin, la nobleza de su lenguaje era la forma natural de su aliento, de su voz; era algo fundamental de su propio ser; así que nada hay de artificial en esa obra, en la que sólo hallamos espontaneidad y naturalidad, compensándose así la endeblez del fondo, por la magnificencia de la forma.

Todo Satisface, todo conmueve en esa prosa elevada e impetuosa que llena de amplitud las figuras más inverosímiles, haciéndolas como vivas y posibles. Las ideas, pobres de por sí, se llenan de un ímpetu tal, que parecen sonar a algo celeste; los paisajes irreales se desvanecen en la magia de esa música, como visiones de un sueño de vívidos colores. El genio de Hölderlin viene siempre de lo inconcebible, de lo inconmensurable; siempre es algo alado que desciende de un mundo superior hasta nuestra alma, subyugada por el entusiasmo. Siempre vence él, pobre artista, sin facultades, por su pureza y su música.

 

«LA MUERTE DE EMPÉDOCLES» ...

Y puras imágenes salen, como tranquilas estrellas, de aquellas largas dudas.

 

Empédocles es el grado superlativo del sentimiento heroico de Hyperion. Ya no es elegía del presentimiento, sino tragedia de la seguridad del destino; lo que en la primera obra es un canto lírico, dirigido al destino, se eleva en Empédocles hasta ser una rapsodia dramática. El soñador, el buscador incansable, ha dejado paso libre al héroe consciente a impávido. Después de que Hölderlin ha visto su alma destrozada, ha subido el escalón decisivo, un escalón formidable, elevándose hasta el espíritu de resignación, y con un paso más traspasa ya el umbral oscuro de la profundidad suprema que consiste en abandonarse, voluntariamente y con piedad antigua, al propio destino. Por eso, ese oculto duelo que flota en ambas obras es tan diferente en cada una de ellas: en Hyperion tiene toda la media luz del crepúsculo matutino; en Empédocles es ya una siniestra y oscura nube de tempestad, que vibra bajo los relámpagos de la desesperación y adelanta el brazo amenazador de la destrucción. El sentimiento de fatalidad se ha convertido ahora en un heroico sentimiento de caída. Hyperion soñaba aún en una vida noble y pura, en una unidad en la existencia. Empédocles, borrados ya sus sueños, pide, con relevante clarividencia, no una vida noble y grande, sino una muerte grande. Hyperion es una pregunta juvenil; Empédocles, una viril contestación. Hyperion es una elegía del comienzo; Empédocles, una magnífica apoteosis del fin, de la caída heroica. Por eso la figura de Empédocles se alza de manera tan visible por encima de Hyperion; la poesía tiene aquí un ritmo más elevado, pues no se trata de un casual sufrimiento del hombre, sino de la sagrada miseria del genio. El sufrimiento del muchacho es sufrimiento de él mismo y de la tierra, es la suerte inherente a todo ser humano; pero el dolor del genio es un dolor más alto que ya no le pertenece a él mismo, es un sufrimiento sagrado que pertenece a los dioses. Aquí se delimita, pues, un mundo nuevo; el primero de ellos está aún húmedo por el rocío de la fe, es como un dulce paisaje del alma; el otro es ya una esfera heroica, una mole rocosa, una cordillera donde reinan la soledad y las grandes tormentas; la separación entre ambos mundos la constituyen la pubertad del genio y el choque con el destino. El que no ha podido aprender a vivir, el que ha visto hundirse el cielo de la fe, rompiéndose así su corazón, va ahora a tener su último sueño, el sueño supremo, el sueño de la muerte en la inmortalidad.

Hölderlin quería representarse a sí mismo una muerte voluntaria, recibida con toda la energía y todo el sentimiento de que es capaz un alma que está en su plenitud; quería representarse a sí mismo cómo se muere en la belleza (pues ¡cuán cerca estaba de tal decisión en aquellos días en que buscaba su propia destrucción!). Entre sus papeles se encuentra un primer esbozo del drama La muerte de Sócrates; debía ser la muerte de un sabio, la muerte de un hombre libre, pero pronto la imprecisa imagen de Empédocles descarta la figura de Sócrates, la figura del filósofo escéptico. De Empédocles nos ha quedado la sugestiva frase: « Se vanagloriaba de ser más que los humanos, consagrados a tantos males.» Este sentimiento de diferencia, de superioridad y de mayor pureza hace de Empédocles un antepasado intelectual de Hölderlin, que ahora, siglos después, se dispone a adornar a este personaje mítico con todas las desilusiones que el mundo, ese mundo eternamente fragmentario, le ha hecho experimentar a él. Y va a revestir a esa figura de toda la cólera que a él le inspira la humanidad impía y egoísta. Al muchacho Hyperion sólo podía Hölderlin darle su anhelo caótico, su impaciencia, pero a Empédocles puede darle ya su mística comunión con el todo, su éxtasis y su intuición de una próxima y fatal caída. Hyperíon es poesía, símbolo; Empédocles, la exaltación del heroísmo, la embriaguez de la divinidad. Aquí se cumple todo su ideal, que es elevarse con toda la plenitud de su intacta sensibilidad.

Empédocles de Agrigento es -como Hölderlin dice en su primer renglón- «un enemigo implacable de toda existencia parcial». La vida y los hombres le hacen sufrir porque él no puede « vivir y amar con todos ellos, con corazón omnipotente, ardiente como un dios y libre como un dios». Por eso Hölderlin le da lo más íntimo que tiene: la indivisibilidad del sentimiento; Empédocles posee, como todo poeta, como todo genio, el privilegio de comunicarse con el universo, un celeste parentesco con la naturaleza eterna. Pero pronto la fuerza embriagadora de Hölderlin lo eleva aún más alto, haciendo de él un mago del espíritu: Para quien, en la hora sagrada, en la hora alegre de la muerte, la divinidad descorre el velo; aquel a quien amaban la luz y la tierra; aquel en quien el espíritu del mundo despertó su propio espíritu.

Pero, precisamente a causa de esta universalidad, el maestro padece por la forma fragmentaria de la vida; sufre al ver que todo lo que existe es regido por la ley de la sucesión. Sufre al ver que los hombres dividen la vida en escalones, en puertas, en barreras, y que, hasta el más alto entusiasmo, nunca es capaz de fundir las divisiones en . una unidad de fuego. Así, Hölderlín proyecta hacía lo cósmico su propia experiencia, el desacuerdo que hay entre su propia fe y la insipidez del mundo real; adorna a Empédocles con lo más entusiasta de su ser, con el éxtasis de su inspiración, pero también con la depresión más profunda de sus horas de abatimiento. Pues, en el momento en que Hölderlin hace aparecer a Empédocles, ya no es éste aquel espíritu poderoso; los dioses (es decir, la inspiración) le han abandonado y le han desposeído de su fuerza, porque su hybris le ha hecho jactarse de su felicidad: Pues la divinidad pensativa odia una grandeza inoportuna.

Pero el sentimiento de universalidad se había convertido ya en un arrobamiento feliz; el vuelo de Faetón le ; había elevado tan alto en los aires que él creía ser un dios y se vanagloriaba: La Naturaleza, que necesita un amo, se ha convertido en sierva mía, y si está esplendorosa es gracias a mí. ¿Qué serían los cielos y la mar, las islas y los astros, y todo lo que se ofrece a la vista de los hombres, qué sería también la lira muerta, si yo no les diese un alma? ¿Qué son los dioses, si yo no soy heraldo? Ahora, sin embargo, le ha sido retirada la gracia de los dioses; de la altura todopoderosa en que estaba, se ha precipitado en la más terrible impotencia. El vasto mundo, pletórico de vida, parece a su espíritu, condenado al silencio, un reino perdido. La voz de la Naturaleza pasa por encima de él como si estuviera vacía; ya no llena su pecho de armonías; así se ve, pues, arrojado hacia las cosas terrenas.

En esta obra se sublímalo experimentado por el propio Hölderlin, es decir, su caída desde el más alto entusiasmo al bajo nivel de lo real y, en una escena grandiosa, describe toda la ignominia que ha de sufrir.

Los hombres en seguida se dan cuenta de la impotencia del genio de Empédocles y, con malicia, los desagradecidos se precipitan contra él y lo arrojan de su patria, de su ciudad, del mismo modo que ya arrojaron a Hölderlin de su nido de amor, y lo persiguen hasta hacerle refugiarse en la más profunda soledad.

Aquí, en la cumbre del Etna, en la divina soledad, la Naturaleza recobra su voz y el caído se levanta, y con él se levanta, magnífica, la poesía heroica. Tan pronto como Empédocles -¡cuán maravilloso es este símbolo- ha bebido el agua pura de aquel monte, la pureza penetra otra vez en su sangre: Otra vez, entre tú y yo, aquel amor de antes brilla como en rosada aurora.

La tristeza se convierte en luz y la violencia se trueca en aceptación. Empédocles sabe el camino que conduce a su patria, que es comunión suprema; ese camino discurre por encima de los hombres; es un camino solitario más allá de la vida; es un camino de muerte. El deseo más fuerte de Empédocles es ahora la suprema libertad, la comunión con el gran Todo; lleno de fe, se dispone a alcanzarla: Repugna generalmente a los humanos todo aquello que es j nuevo o extraño. Limitados a cuidar de su propiedad, no se inquietan más que por su subsistencia; su espíritu no llega a más. Pero, finalmente, han de partir, han de dejar la vida y, medrosos, se sumergen en el misterio. Así, cada uno de ellos recobra una nueva juventud, como quien se refresca en la purificación de un baño. Los hombres deberían hallar su mayor placer en este rejuvenecimiento y salir invencibles, como Aquiles de la, Estigia, de una muerte purificadora, fijada por ellos mismos.

«Entregaos a la Naturaleza antes de que sea ella la que os tome.» Es un modo magistral de sugerir el suicidio. Y el sabio comprende el sentido sublime de una muerte que llega demasiado pronto, fatalmente, necesariamente. En efecto, la vida es destrucción, porque es desintegración, fraccionamiento, mientras que la muerte disuelve al ser en el Universo. La pureza es la ley suprema del artista y éste ha de cuidar de mantener puro, no la envoltura, sino el espíritu que ella encierra: Debe marcharse aquel cuyo espíritu ya ha hablado. La divina Naturaleza se manifiesta a veces como es: divina, y así es como la reconoce la raza que tiene osadía; pero después, cuando el mortal ha sentido ya su pecho lleno de delicias y ya ha pregonado, puede ya romper el vaso, a fin de que no pueda servir para otro uso. Que lo divino no se mezcle con lo humano. Mueran, pues, esos hombres libres, esos hombres felices; mueran antes de que caigan en el egoísmo, en la frivolidad o en la ignominia, aportando así a los dioses su sacrificio de amor.

Sólo la muerte salva lo divino que hay en el poeta; sólo la muerte puede guardar intacto su entusiasmo, no manchado aún por la vida; sólo la muerte puede inmortalizarlo y hacer de él un mito: Ése es el único destino propio del poeta, para quien, en la hora sagrada, en la hora alegre de la muerte, la divinidad descorre el velo; aquel a quien amaban la luz y la tierra; aquel en quien el espíritu del mundo despertó su propio espíritu.

En el presentimiento de la muerte encuentra su último entusiasmo, que es a la vez el más alto; como el cisne a la hora de morir, él también ve que su alma se llena de melodía... de una melodía que se eleva magníficamente y que no tiene fin. Aquí, pues, cesa ya la tragedia. A Hölderlin ya no le era posible elevarse mas por encima de su propia destrucción voluntaria, pero abajo contesta todavía una voz terrenal a los elegidos que cantan la suprema necesidad: Así debe suceder, así lo quieren el espíritu y el tiempo que llegó a su madurez, pues nosotros, los ciegos, necesitamos un día ver el milagro.

Y termina en un sublime final, cantando en alabanza de ese misterio inconcebible: Grande es su divinidad y grande es el sacrificio.

Hasta su última palabra, hasta su último aliento, Hölderlin alaba todavía al destino, servidor inconmovible de la sagrada necesidad. Nunca se ha acercado tanto al mundo griego como en esta tragedia; con su dualismo de sacrificio y exaltación, alcanza más pureza y elevación que la que alcanzó nunca la tragedia alemana. El hombre que desafía a los dioses y al destino, alzándose contra ellos con ímpetu amoroso; el sufrimiento del genio, rodeado de vulgaridad y fraccionamiento en este mundo sin alas; tal es el conflicto elemental en el que Hólderlin ha expresado magistralmente su propia opresión. Lo que no logró Goethe en Tasso, porque se limita a mostrar el tormento del poeta en la vida burguesa, por el sentimiento de vanidad, del orgullo de casta y de un amor exaltado, lo alcanzó Hölderlin por la pureza del elemento trágico: Empédocles está completamente deshumanizado y su tragedia es puramente tragedia de la poesía. Ni un átomo de episodio vano o de teatralidad oscurece el ropaje armonioso de esta acción dramática. Ninguna mujer dificulta la acción con la menor intriga erótica; no se interponen ni criados ni siervos en el terrible conflicto entre el solitario y los dioses. Como en Dante, como en Calderón, se eleva sobre el destino individual un espacio infinito, y así la acción se desarrolla bajo el gran cielo de la eternidad. Ninguna tragedia alemana tiene tanto cielo encima como ésta, ninguna sale tan naturalmente de las tablas para llegar al ágora, a la plaza pública, a la fiesta y al sacrificio solemne: en este fragmento (y en el titulado Guiskard pasa lo mismo) ha sido resucitado el mundo antiguo por la voluntad apasionada del alma. Empédocles se alza aquí, entre nosotros, como un templo de mármol de columnas sonoras, aparentemente incompleto, un torso nada más, pero perfecto.

 

LAS POESÍAS DE HÖLDERLIN

Es un enigma aquel que nace puro. Apenas puede el canto descubrirlo, pues así como naciste quedarás.

 

La poesía de Hölderlin sólo tiene tres de los cuatro elementos de la filosofía griega, éstos eran: el fuego, el agua, el aire y la tierra; en la poesía de Hölderlin falta la tierra, esa tierra turbia y pesada que subyuga poderosamente y que es signo de plasticidad y de dureza. La poesía de Hólderlin ha sido moldeada con un fuego que, llameante, se eleva hacia la altura; es símbolo del espíritu, del eterno viaje hacia el cielo; es ligera como el aire y se cierne allá arriba como una procesión de nubecillas y de viento sonoro; es pura, es diáfana. A través de ella pasan todos los colores y tiene un ritmo incesante de subida y bajada, como la eterna respiración del espíritu creador. No tiene raíces que la aten a la tierra, sino que crece hacia arriba, hostilmente, en esa tierra pesada a infructífera; sus versos son inquietos, errantes, como nubes que suben hacia el cielo y que ya se arrebolan de sol, ya se oscurecen de pesimismo y, a veces, dejan escapar de pronto el violento rayo y trueno de la profecía. Pero siempre se mantienen allá arriba, en las regiones etéreas, siempre alejadas de la tierra, inaccesibles a los sentidos y sensibles solamente para el sentimiento. «En su canto flota su espíritu», dice Hölderlin al hablar de los poetas, y así su espíritu se convierte en música igual que el fuego se convierte en humo. Todo se dirige hacia las alturas; « por el calor se alza el espíritu» ; por la combustión, es decir, por la idealización de la materia, el sentimiento se sublima. Para Hölderlin, la poesía es siempre la evaporación de lo material y. su conversión en espíritu, la sublimación en el espíritu universal, pero nunca es envoltura o adorno de lo material. La poesía de Goethe, aun la más sublime, siempre tiene una porción material; tiene calor de vida: i es sabrosa como una fruta y se la puede abarcar con los sentidos, pero la de Hölderlin escapa a toda percepción. La poesía de Goethe tiene aún la tibieza del cuerpo, aroma de tiempo, gusto de tierra; hay siempre en ella algo de individualismo, algo de Johann Wolfgang Goethe y algo también de su mundo. Al contrario, la poesía de Hölderlin está personificada adrede: «lo individual molesta siempre al espíritu puro que lo concibe», dice el poeta algo oscuramente. Por esta falta de materialidad, su poesía tiene una estática particular, no descansa en sí misma, formando un círculo vicioso, sino que se sostiene, elevada por sí misma, como un aerostato; siempre nos recuerda a los ángeles, esos espíritus puros, sin sexo, que pasan como un sueño por encima de nuestro mundo, esos seres ingrávidos convertidos en su propia melodía. Goethe poetiza cosas de la Tierra; Hölderlin, supraterrestres.

Su poesía es (como la de Novalis, como la de Keats, como la de todos los genios muertos prematuramente) una victoria sobre la gravedad, una conversión de expansión en sonido, un regreso al fluido elemental.

La tierra, pues, ese elemento duro, pesado, ese cuarto elemento del Todo -ya lo dije antes-, no es compatible con la plasmación espiritual de la poesía de Hölderlin; para éste, la tierra es siempre lo inferior, lo bajo, lo enemigo, lo brutal, la fuerza de gravedad que le recuerda su origen terrenal y de la que se desprende. Pero también la tierra está llena de fuerza poética, es fuerte, tiene forma, calor, abundancia divina, para los que la saben aprovechar. Baudelaire, que todo lo forma de materia terrenal con la misma pasión espiritual que Hölderlin, es tal vez el lírico más completo en contraposición a Hölderlin; sus poesías están hechas por compresión (las de Hölderlin por expansión) y tienen tanta solidez frente al infinito como la música de Hölderlin; su brillo cristalino y su solidez no son menos puros que la transparencia y armonía de este último. Esos dos géneros de poesía están frente a frente, como la tierra y el cielo, como el mármol y la nube. En ambos géneros, la transformación de la vida en arte plástico o musical es perfecta. Lo que entre ellos se despliega, como variantes infinitas del soplo poético, hecho ya sea de materialización, ya de idealización, constituye una transición magnífica. Son ambas formas del arte los dos extremos, el punto supremo de la concentración y el punto supremo de la expansión.

En la poesía de Hölderlin, la desintegración de lo concreto, o mejor aún, según la expresión de Schiller, « la negación de lo accidental, es tan completa y destruye tanto lo objetivo, que los títulos que escribe sobre los versos no parecen a veces tener ningún sentido y diríanse colocados por la casualidad. Para darse cuenta de eso, léanse las tres odas « Al Rhin», «Al Main» y « Al Neckar», y podrá verse cómo el mismo paisaje está despojado de toda individualidad: el Neckar corre hacia el mar Ártico de sus ensueños y los templos griegos muestran su blancura en las márgenes del Main. La propia vida del poeta se disuelve en símbolos; Susanne Gontard pierde su verdadero sentido al convertirse en Diotima. Alemania es una patria mística; los sucesos se convierten en sueños; el mundo, en mito; ningún vestigio terrestre, ningún vislumbre del destino del propio poeta, se salva de ese proceso de depuración lírica.

Hölderlin no transforma, como Goethe, el suceso en poesía, sino que aquél desaparece, se borra, al hacerse poesía sin dejar ni una nube. Hölderlin no transforma la vida en poesía, sino que huye de la vida para refugiarse en la poesía, como realidad más cierta de la existencia.

Esa falta de fuerza real, de precisión de los sentidos, no sólo descorporiza lo objetivo, lo real, en la poesía de Hölderlin, sino que hasta el propio idioma deja de ser terrenal, pierde su color y su resabio para hacerse una cosa transparente, nebulosa, blanda: «El idioma es superfluo», hace decir a Hyperion con acento dolorido, ya que el lenguaje de Hölderlin está falto de toda riqueza, pues él no quiere beber en la fuente del idioma, sino que escoge sus palabras sobriamente y con cuidado. Su caudal de palabras es tal vez inferior en una décima parte al de Schiller y apenas llega a una centésima del de Goethe. Este, con mano firme y nunca mojigata, tomó sus palabras del pueblo, de la plaza pública, para así enriquecer su estilo y renovar sus imágenes. Hölderlin se forma un caudal reducido, sin variedad, sin matices.

Él mismo se da cuenta de esa limitación voluntaria y del peligro de esa renuncia a lo sensitivo: «Me falta menos fuerza que ligereza, menos las ideas que los matices, menos un tono mayor que una serie complementaria de tonos menores, menos luz que sombras, y todo por la razón de que aborrezco lo vulgar y común que hay en la vida real.» Prefiere permanecer pobre, prefiere reducir su lenguaje a un círculo limitado, antes que tomar del idioma del mundo impuro un solo dracma para utilizarlo en las esferas celestes. Prefiere «proceder sin adornos, únicamente por largos acordes, en que cada uno forme un todo, y alternarlos armónicamente», antes que dar a su lenguaje lírico el acento del mundo inferior. En su sentir, no debe considerarse la poesía como una cosa terrestre, sino como un presentimiento de lo divino. Prefiere el peligro de la monotonía antes que comprometer la pureza absoluta de su poesía; que su lenguaje sea puro es preferible a que sea rico. Incesantemente se repiten, aunque en magistrales variantes, los epítetos «divino», «celestial», «santo», «eterno», «feliz», «bienaventurado»; tampoco utiliza sino palabras tomadas de la antigüedad, ennoblecidas por la edad, y rechaza las que aún llevan prendido en su ropaje el aliento de ahora, del presente, que todavía están tibias de vaho de pueblo y gastadas por el use incesante. Así como antes el sacerdote vestía de blanco inmaculado, así también la poesía de Hölderlin lleva un ropaje solemne y severo que la distingue de lo que hay de vanidoso y de superficial en los poetas. Elige adrede las palabras vaporosas, sugestivas, que como incienso exhalan un perfume religioso, un aroma de fiesta, de solemnidad, algo que huele a consagración. Todo lo tangible, concreto, plástico y físico falta completamente en sus expresiones elevadas. Y es que Hölderlin no toma nunca las palabras por lo que pesan, por su colorido para concretar las cosas, sino siempre por su fuerza de ascensión, por su ímpetu espiritual para llevarnos al mundo superior, al mundo divino del éxtasis. Todos esos epítetos efímeros, «feliz», «celeste», «sagrado», esas palabras, como ángeles sin sexo, son incoloras como un velo, pero, como un velo también, cuando se inflan por la impetuosidad del ritmo, por el soplo del entusiasmo, se llenan de ampulosidades maravillosas y nos elevan muy alto. Toda la fuerza de Hölderlin -ya lo he dicho- viene de su potencia de exaltación, de su entusiasmo; eleva todas las cosas, y por tanto también las palabras, a otras esferas, donde adquieren otro peso específico que el que tienen en nuestro mundo mezquino, apagado, donde no son más que una < nube eufónica». En el aliento del canto, esas palabras vacías a incoloras adquieren nueva luz, se mantienen en el éter, solemnes, y suenan misteriosamente como con un sentido oculto.

Su más alta magia viene de la sugestión, la elevación del sentimiento, pero no de su precisión. Su poesía no quiere ser nunca plástica, sino luminosa, y por eso carece de sombras. No quiere describir las cosas de la vida real, sino algo que está más allá de los sentidos y que nos eleva hacia el cielo al mostrarnos lo sobrenatural, lo que se escapa al intelecto. Por eso, la característica de las poesías de Hólderlin es el impulso hacia la altura. Todas empiezan con ese fuego de la exaltación» en el que el espíritu puro y la sinceridad de sus himnos tienen siempre algo rudo, algo de choque, algo de empujón: es que el lenguaje que emplea en los versos se ha de separar enseguida del lenguaje corriente para difundirse en su propio elemento. En Goethe no se encuentra una gran distancia entre la prosa poética (véanse sus cartas de juventud) y el verso; no hay apenas transición. Como en los anfibios, su lenguaje vive en los dos mundos: el de la prosa y el de la poesía; el de la carne y el del espíritu. Hölderlin, por el contrario, en la prosa tiene una lengua pesada; en sus cartas y en su conversación tropieza continuamente con fórmulas filosóficas; el léxico de su prosa está desarticulado sí se compara con el de sus poesías, que es donde mana con naturalidad. Como aquel albatros de la poesía de Baudelaire, sólo puede medio arrastrarse por tierra; pero en los aires, en las alturas, puede moverse libremente, planear y hasta descansar. Así, cuando Hölderlin encuentra su propio entusiasmo, el ritmo fluye de su boca como aliento de fuego; la pesadez de la sintaxis se transforma en giros llenos de arte; brillantes inversiones son el contrapunto a una fluidez mágica: su etérea canción, transparente como el ala membranosa y cristalina de un insecto, deja ver a través de ella el azul infinito, todo sonoridad. Precisamente lo que en los demás poetas es más raro, la inspiración que no decae un momento, la continuidad del verdadero canto, es para Hólderlín lo más natural. En Empédocles, en Hyperion, no se anquilosa nunca el ritmo, no decae ni desciende un solo segundo. Nada prosaico queda a aquel que se deja arrebatar por el entusiasmo; él habla en poesía como en un lenguaje que poseyera a la perfección y nunca la mezcla con la prosa cotidiana; el lirismo y el entusiasmo lo llenan completamente en los momentos de inspiración: «la embriaguez de su caída en las alturas», como él mismo dice magistralmente, se extiende por encima de él. Más tarde, su destino, como un emocionante símbolo, nos demostró que su poesía era más fuerte que su espíritu, pues cuando Hölderlin está ya enfermo de espíritu, pierde la capacidad para la vida inferior, pierde el lenguaje cotidiano de la conversación, pero el ritmo sonoro sigue fluyendo siempre de sus labios temblorosos.

Esa magnificencia, esa desligadura completa de todo prosaísmo, ese ímpetu hacía el elemento etéreo, no fueron propios de Hólderlin desde el primer momento; el poder y la belleza de su poesía crecen a medida que aumenta la presión de su demonio interior. Los inicios poéticos de Hölderlin son insignificantes y faltos de toda individualidad. La cubierta que envuelve a la larva interior no se ha desprendido todavía. El principiante se limita a la imitación, se nutre de sentimientos ajenos, a veces en una medida que roza incluso lo ilegítimo, pues no sólo la forma métrica y hasta el fondo espiritual son de Klopstock, sino que desliza en sus obras versos enteros y hasta estrofas del maestro en sus propias odas. Después, en Tubinga, le llegó la influencia de Schiller, de quien «depende invariablemente», y a ella, a su atmósfera clásica, a sus pensamientos, se va sometiendo en sus obras de versificación, en el acento de la estrofa. La oda barda se convierte pronto en himno schilleriano, armonioso, limado, con un fondo mitológico que se despliega lleno de sonoridad. Aquí la imitación no sólo alcanza al original, sino que sobrepasa las formas más propias del maestro (a mí, al menos, la poesía de Hölderlin « A la Naturaleza» me parece más bella que las más bellas creaciones de Schiller) Pero un tono elegíaco que empieza a sonar medio oculto nos revela, en esas poesías, la melodía personal de Hölderlin: el poeta no tiene más que acentuar su tonalidad, abandonarse completamente a su impulso hacía la altura, al idealismo, sin otra necesidad que escoger la forma antigua, pura, desnuda, que no admite ritmo, y entonces nace la verdadera poesía hölderliniana; es decir, el ritmo puro.

Sin embargo, en esa época de transición, todavía se halla en sus versos su propia personalidad, aún hay algo de arquitectura intelectual que es como el esqueleto de una máquina voladora; el poeta, aunque depende todavía de la materia sistemática y razonada de Schiller, busca ya una estabilidad propia para sus poesías, que se desprende del ritmo y del encuadramiento de la estrofa: si se estudian sus poesías de esa época se ve, en todas ellas, un sistema rígido (observado por muchos, pero estudiado detalladamente por Viëtor); hay como una triplicidad: ascenso, descenso y equilibrio, lo que constituye un triple acorde armonioso: la tesis, la antítesis y la síntesis. En docenas de composiciones de Hölderlin pueden observarse ese flujo, ese reflujo y esa resolución en armonías sonoras; pero, aun dentro de esa ingravidez mágica de sus poesías, se adivina la huella de la maquinaria, la parte técnica.

Pero al fin se desprende de ese resto de lo sistemático, de ese resabio de técnica schilleriana, como la serpiente se desprende de su piel. Reconoce la grandiosidad de una libertad sin leyes, de una lírica toda ritmo.

Y aunque los informes de Bettina no son siempre dignos de la mayor confianza, en este caso las palabras que pone en la narración de Sinclair no hay duda de que son ciertamente las de Hölderlin: «El espíritu no se eleva sino por el entusiasmo, y el ritmo no obedece más que a aquel cuyo espíritu se llena de vida. Aquel que ha nacido para la poesía, en el sentido divino de la palabra, ha de reconocer, como única ley, el espíritu del infinito, y a esta ley ha de sacrificar todas las restantes: "hágase lo voluntad, mas no la mía".» Por primera vez Hölderlin se libra, en sus poesías, de la razón, del racionalismo, y se abandona a las fuerzas puras. Lo demoníaco de su ser rompe sus trabas rugiendo y despliega las magnificencias del ritmo, una vez que ha dejado ya las leyes que lo ataban. Sólo entonces es cuando, de las profundidades de su ser, brota la música original de Hölderlin, ese ritmo, esa fuerza caótica y salvaje que es lo más íntimo de su ser y de la cual él mismo dice: «Todo es ritmo; el destino del hombre es ritmo celeste y toda obra de arte es un ritmo único.» Las leyes arquitectónicas desaparecen y la poesía hölderliniana expresa ya tan sólo su propia melodía; en toda la poesía alemana no hay otro ejemplo en que el todo descanse tanto en el ritmo; en las poesías de Hölderlin, el color, la forma, no son más que cosas diáfanas, vaporosas. La poesía de Hölderlin ya no tiene nada de material, ni recuerda ya la técnica de Schiller, donde todo es trabajo, remache, tornillo; se ha convertido ahora en algo aéreo, angelical, ligero como el pájaro, libre como una nube que se expande en sonido, en armonía. La melodía de Hölderlin, como la de Keats, y a menudo como la de Verlaine, parece tomada de las regiones cósmicas de los sueños; nada tiene de terrenal; su carácter específico está por encima de todo contacto tangible y se mantiene elevada milagrosamente. Por eso sus poesías tienen tan poca materia objetiva que admits ser aislada y transmitida por medio de una traducción; mientras que las poesías de Schiller y hasta las de Goethe pueden ser traducidas línea a línea a lenguas extranjeras, las de Hölderlin no admiten ese trasplante porque, dentro de la lengua alemana, se sitúan más allá de la expresión sensible. Su secreto supremo es mágico; es un milagro de idioma, único, inimitable y sagrado.

El ritmo de Hölderlin no tiene nada de la estabilidad que ofrece, por ejemplo, el de Walt Whitman (a quien Hölderlin recuerda a veces por su fluidez y abundancia). Walt Whitman había encontrado enseguida el metro que convenía a su ritmo, su forma poética; una vez hallado ese ritmo, se express con él en toda su obra poética, es decir, durante veinte, treinta o hasta cuarenta años. En Hölderlin, por el contrario, el ritmo se refuerza, se amplía incesantemente, se hace cada vez más sonoro, más libre, más precipitado, más turbio, más primitivo y más tempestuoso. Empieza con la dulce sonoridad de una fuente, como una melodía que pasa, y acaba espumeante, ruidoso, como un torrente. Esa libertad, esa potencia, esa glorificación del ritmo sin ley, van mano a mano, misteriosamente (como en Nietzsche), con la destrucción del espíritu y el oscurecimiento de la razón. El ritmo, en Hölderlin, va tomando más libertad a medida que se aflojan los lazos de las facultades mentales del poeta.. Por fin, Hölderlín ya no puede poner dique a su desbordamiento interior y se ve inundado, sumergido en él, y su propio cadáver es arrastrado por las aguas rugientes de su canto. Esa libertad, mejor dicho, esa liberación, ese dominio del ritmo a costa de la coherencia y de la razón, va realizándose por etapas: primero se libera de la rima, esa cadena que estaba sus pies; después prescinde de la estrofa, esa vestidura que oprimía su amplio pecho. Ahora, como una obra de la antigüedad, vive su poesía la belleza del desnudo y como un corredor griego marcha hacia el infinito. Todas las formas tradicionales se hacen demasiado estrechas para el poeta, las profundidades resultan superficiales, todas las palabras, sin acento, y todos los ritmos, pesados; la regularidad, que era al principio clásica, tiende a formar la bóveda del edificio lírico para hundirse después; el pensamiento fluye oscuro, pero más fuerte y tormentoso, del seno de las imágenes evocadas; al mismo tiempo, el ritmo es cada vez mas profundo y más lleno y, a veces, construcciones atrevidas de las frases unen, en un solo párrafo, una serie de estrofas; la poesía se hace canto, himno, mirada profética, manifestación heroica. La transmutación del mundo en mito ha comenzado para Hölderlin; todo su ser se convierte en poesía. Europa, Asia, Alemania, se muestran ante él como paisajes de ensueño vistos a una inverosímil distancia; mágicas asociaciones de ideas unen el horizonte próximo con el horizonte del infinito; es decir, el sueño y la realidad. «El mundo se hace sueño, el sueño se hace mundo.» Las palabras de Novalis se realizan en Hölderlin. La esfera personal queda anulada en él. «Las canciones de amor no son más que como un vuelo fatigado -escribe en aquellos días-; otra cosa es la alegría pura y elevada de los cantos nacionales.» Así, un nuevo énfasis se abre paso como por fuerza plutónica a través de su sensibilidad desbordada. Empieza el tránsito a lo místico; el tiempo y el espacio se han hundido en purpúrea oscuridad; la razón ha sido completamente sacrificada a la inspiración; ya no hay canciones, sino oraciones versificadas a las que rodean luces de antorcha y de relámpagos píticos. El entusiasmo juvenil de Hölderlin se ha convertido en embriaguez demoníaca, en furor sagrado.

Esas poesías van sin dirección fija, como naves sin timón en un mar de infinito; a nada obedecen si no es al mandato de los elementos; son voces del más allá; cada una de ellas es un bateau ivre que, sin gobierno, marcha cantando hacia la catarata. Por último, el ritmo de Hölderlin llega a ser tan tenso, que acaba por romperse el idioma; a fuerza de versificación, pierde sus sentidos; ya no es más que «el sonido del bosque profético de Dodona». El ritmo triunfa sobre la idea y se convierte en algo «divinamente loco y sin ley, como Baco».

El poeta y sus poesías perecen a la vez en el Infinito, en la suprema exaltación de sus fuerzas. Perece el espíritu de Hölderlin, sublimándose dentro de la poesía sin dejar rastro, y al fin se oscurece en un caótico crepúsculo. Todo lo terreno, todo lo personal, todo lo formal, queda devorado en esa autodestrucción; sus palabras son pura música órfica que vuela hacia el éter, hacia su elemento.

 

CAÍDA EN EL INFINITO

Lo que uno es se rompe, Empédocles, del mismo modo que los astros declinan solemnemente. Y ebrios de luz brillan los valles.

 

Treinta años cuenta Hölderlin al cruzar el umbral del nuevo siglo; los sufrimientos de sus últimos años han hecho en él una obra gigantesca. Ha encontrado la forma lírica; ha creado el ritmo del gran canto; su propia juventud se ha corporizado en la figura de Hyperion; la tragedia de su espíritu ha quedado inmortalizada en Empédocles. Nunca había llegado a tanta altura; nunca tampoco había estado tan cerca de la caída. Pues las mismas olas que, en maravilloso empuje, le han llevado por encima de su propia vida, forman ya una mole amenazante, dispuesta a dar el golpe destructor. Él mismo, proféticamente, tiene la sensación de su descenso: Contra su voluntad, el maravilloso deseo lo arrastra de escollo en escollo hacia el abismo. Y va a la deriva, sin timón.

De nada le sirve haber creado una tan alta obra: la realidad, celosa, se venga de quien la despreció, y el mundo, del que él nada quiso saber, tampoco quiere ahora saber nada de él. Sólo recoge incomprensión donde espera hallar amor, pues ...hay una oscura generación que no gusta de escuchar ni aun a un semidiós, ni quiere oír al espíritu celeste que aparece entre los hombres o sobre las ondas. Una raza que no adora la pureza ni aun el rostro del mismo Dios, próximo y omnipotente.

A los treinta años sigue comiendo en una mesa que no es suya; da sus lecciones vistiendo una raída levita de aspirante a pastor. Vive aún a expensas de su anciana madre y de su decrépita abuela, encorvada por la edad. Como cuando era muchacho, esas dos mujeres siguen zurciéndole las medías, le proveen de ropa blanca y de vestidos. Con «cotidiana aplicación» ha buscado en Homburg, como antes lo hizo en Jena, un medio de vivir sólo para la poesía, gracias a una vida de increíble privación, se ha tasado la comida y ha tratado de llamar la atención de la patria alemana hasta el punto de que los hombres deseen conocer su lugar de nacimiento y el nombre de su madre. Pero nada sucede de esa manera; nada le es favorable; a veces, Schiller, con condescendencia benévola, acepta alguna de sus poesías para su Almanaque, rechazando las restantes.

Ese silencio que el mundo mantiene a su alrededor quiebra todos sus ánimos. Verdad es que él, en lo profundo de su alma, sabe perfectamente que lo sagrado es siempre sagrado, aunque no sea reconocido por los hombres, pero el poeta encuentra más difícil cada día sostener su fe en un mundo donde no encuentra ninguna simpatía. «Nuestro corazón no puede seguir amando a la Humanidad sí no tiene hombres a quien amar.» Su soledad, que durante un tiempo fue su castillo de oro y de sol, se torna fría, invernal, con rigidez de hielo. « Callo y callo siempre, y así se va acumulando un gran peso sobre mí... que por lo menos ha de oscurecer inevitablemente mi espíritu», dice quejándose. Y en otra ocasión escribe a Schiller: «Tengo frío y me entumezco en el invierno que me rodea. Mi cielo es de hierro y mi ser es de piedra.» Pero nadie llega a él con el calor de la amistad. «Pocos hay ya que tengan fe en mí», dice el poeta con resignada pena, y, poco a poco, él mismo va perdiendo también la fe en sí mismo. Lo que antes le parecía divino, celestial, es decir, su misión como poeta, se le aparece ahora vacío y sin sentido. Duda ya de la poesía. Los amigos están lejos. La llamada de la gloria no resuena: Sin embargo, me parece a menudo que mejor sería dormir que estar en esta soledad. No sé qué hacer ni qué decir y me pregunto muchas veces por que ha de haber poetas en esto, tiempos de miseria.

Una vez más ha experimentado la impotencia del espíritu frente a la realidad; una vez más, ha de encorvar su espalda bajo el yugo opresor, y una vez más se entrega a una vida que no es la suya, puesto que le resulta imposible vivir de la literatura si no quiere conducirse con exceso de servilismo. No le es dado volver a ver su patria sino en una hora feliz de otoño, un día en que con sus amigos de Stuttgart celebra la «fiesta del otoño». Pero después ha de volver a tomar su casaca de dómine y marchar a Suiza, a Hauptwyl, para amarrarse una vez más a une ocupación servil.

El corazón profético de Hólderlin sabe perfectamente que ha llegado la hora de su ocaso, la hora de su crepúsculo y de su dolorosa caída. Elegiacamente se despide de su juventud: « ¡Oh, juventud, lo has apagado ya!»Y en sus poesías sopla un airecillo frío, vespertino: He vivido poco; pero ya respiro el aire frío del ocaso. Aquí estoy, silencioso como una sombra; mi corazón se estremece en mi pecho, incapaz ya de cantar.

Se ha roto el resorte de su impulso, y él, que sólo sabía vivir en pleno vuelo, rotas las alas no recobra jamás el equilibrio. Ahora debe pagar la falta de no haberse ocupado «exclusivamente de lo superficial de su ser y haberse entregado a la acción destructora de la realidad con toda su alma, con todo su amor». El nimbo del genio se ha borrado de su cabeza; angustiado, se recoge en sí mismo para ocultarse a los hombres, cuyo trato le es molesto hasta físicamente. Cuanto mayor es su debilidad, tanto más fuerte salta el demonio y hace vibrar sus nervios. Poco a poco, la sensibilidad de Hölderlin se va haciendo enfermiza y sus impulsos espirituales se convierten en ataques. Las nimiedades le excitan, y aquella actitud humilde, que le protegía como una coraza, se desgarra y deja ver su hipersensibilidad; por todas partes cree ver ofensas y desprecios. Su cuerpo reacciona dolorosamente a los cambios atmosféricos; lo que antes era inquietud espiritual es ya neurastenia, crisis y catástrofe de sus nervios; sus gestos son crispados, su humor agresivo; y su mirada, antes tan serena a inteligente, pone ya un brillo de inquietud en su cara demacrada.

El incendio se extiende por todo su ser; el demonio de la agitación y de la confusión, el espíritu siniestro, se apodera de la víctima; «una inquietud que lo aturde» y que « e acumula alrededor de su alma» lo arrastra a los extremos opuestos: ardor y frialdad; éxtasis y desespero; alegría y tristeza, y lo lleva de país en país, de ciudad en ciudad. La febril irritación turba sus pensamientos hasta que alcanza a su poesía; la intranquilidad del hombre se refleja ya en la incoherencia de sus versos; se ve incapaz de formar un pensamiento, sostenerlo y desarrollarlo. Así como su cuerpo va de casa en casa, su espíritu va de imagen en imagen, de idea en idea. Y este ardor demoníaco no se calma hasta que ha devorado a toda la persona del poeta. Sólo resta, cual ennegrecida armazón de un edificio destruido por el fuego, el cuerpo, en el cual el demonio no puede aniquilar lo que aún queda de divino: ese ritmo que sigue fluyendo todavía de sus labios inconscientes.

Así pues, en la patología de Hölderlin no se encuentra un punto preciso que marque el principio de su hundimiento; no hay una división clara entre lo que es su espíritu lúcido y sano y su espíritu ya enfermo.

Hölderlin arde interior y lentamente; su razón es destruida por el demonio, no con uno de esos incendios que de pronto hacen arder todo un bosque, sino por medio de un fuego escondido, entre rescoldos. Sólo la parte más divina de su ser resiste como si fuera de amianto ese incendio interior; su sentido poético sobrevive a su razón y salva su melodía, su ritmo, su palabra. Tal vez sea Hölderlin el único caso clínico en que, muerta la inteligencia, subsista la poesía, del mismo modo que, a veces -muy raras veces, es cierto-, un árbol carbonizado por el rayo sigue floreciendo en alguna rama elevada que salió incólume del siniestro. El tránsito de Hölderlin a lo patológico es escalonado, progresivo. No es, como en Níetzsche, un derrumbamiento repentino de un altísimo edificio de ideas, sino que es una desintegración gradual, piedra a piedra, una descomposición paulatina de los cimientos, un deslizamiento hacia lo inconsciente.

Es sólo en su exterior donde se van acentuando su inquietud, su miedo nervioso, su exagerada sensibilidad, que llegan a provocar accesos de furor y crisis nerviosas que aumentan de intensidad y se repiten cada vez más frecuentemente; así como antes podía contenerse meses y aun años enteros hasta llegar a la explosión, ahora esas descargas eléctricas se suceden sin apenas interrupción. Mientras que en Waltershausen y en Francfort supo resistir años enteros, en Hauptwyl y en Burdeos sólo puede aguantar unas semanas; su incapacidad para la vida se vuelve más agresiva. Por fin, la vida, como el temporal a un buque, lo arroja a la casa materna. Allí, en pleno desespero, se dirige de nuevo a Schiller, al maestro de su juventud, pero Schiller no responde; le deja hundirse, y Hölderlin, como una piedra, se hunde hasta lo más hondo de su destino. Aún vuelve a partir una vez, pues ha de aceptar un cargo de preceptor; va ya sin espíritu, ungido por la muerte, diciendo adiós eterno a sus seres queridos.

Entonces, un tupido velo nos oculta su vida. Su historia es ya leyenda, mito. Se sabe que en florida primavera pasó por Francia, y que pernoctó en las cumbres de Auvernia, rodeado de nieve, en paraje solitario, en dura cama y con una pistola a su lado. Se sabe que estuvo en Burdeos, en casa del cónsul de Alemania, y que después, de pronto, abandonó el lugar. Pero luego descienden negras nubes que nos ocultan su caída.

¿Sería Hölderlin aquel extranjero que, diez años más tarde, fue visto por una mujer en París hablando entusiasmado con las marmóreas estatuas de los dioses en un parque? ¿Será cierto que una insolación le privó de sus sentidos y que, como él mismo afirma, el rayo de Apolo lo castigó? ¿Será cierto que unos bandidos le robaron todo su dinero y hasta sus vestiduras? Nunca se tendrá la respuesta a estas preguntas.

Un negro velo encubre su regreso a Alemania y su caída. Sólo se sabe que un día, en casa de Matthisson, en Stuttgart, entró un hombre pálido como un cadáver, flaquísimo, con ojos apagados, enmarañada y salvaje cabellera, luengas barbas y traje de mendigo, y como Matthíson retrocediera espantado y temeroso ante aquella visión, el extranjero, con voz apagada, dijo su propio nombre: Hölderlin.

Las últimas pavesas se han apagado. Sus restos van a la deriva hacía la casa materna, pero los mástiles de la confianza y el timón de la inteligencia se han roto para siempre. Desde entonces, Hólderlin vive ya en oscura noche, iluminada tan sólo de vez en cuando por relámpagos órficos. Su razón está apagada, pero de esa oscuridad surge aún, a veces, la palabra del genio y sobre su cabeza pasa, en alguna ocasión, sonora y rápida, la poesía. En la conversación, no puede encontrar el sentido de las palabras, sus cartas son un conglomerado barroco; su ser sigue aún cerrándose a las cosas reales, pero se abre todavía a las palabras musicales, mas sin comprender siquiera lo que le dicen. Su ser se deshace grano a grano, se hace total la pérdida de la conciencia, y su inconsciencia se transforma en portavoz de palabras píticas; su voz se convierte «en órgano del imperativo que llega del más allá», como dice Nietzsche, intérprete y heraldo de las cosas divinas que le susurra el demonio y cuyo sentido ya no puede reconocer.

Los hombres se apartan de su compañía (pues su irritabilidad se desata a menudo como una bestia desencadenada) o también a veces se burlan de él. Sólo Bettina, que, como en Goethe y en Beethoven, sabe distinguir el genio a través de la atmósfera, y Sinclair, el amigo magnífico, digno de una leyenda, siguen reconociendo la presencia de un dios en esta degradación del poeta que está « preso en celeste esclavitud».

«Es cosa cierta para mí -escribe aquella espléndida mujer- que una fuerza divina ha envuelto en sus olas a Hölderlin; me refiero a sus palabras, que, en río irrefrenable, han inundado sus sentidos, los cuales, al pasar esa inundación, han quedado ya debilitados, como muertos.» Nadie ha expresado con más nobleza y perspicacia el destino de Hölderlin; nadie nos ha hecho más asequible el eco de aquellas conversaciones demoníacas (que se han perdido, como las improvisaciones de Beethoven) como Bettina cuando escribe a la señora Günderode: «Al oírle, uno parece escuchar el viento desencadenado, pues su voz suena a himno rugiente que de pronto cesa, como cesan las ráfagas del viento.» Y entonces se apodera de él como una ciencia profunda, de tal modo que no se puede pensar que haya perdido la razón y hay que escuchar lo que dice de la poesía para llevarse la impresión de que está a punto de revelar el secreto divino del lenguaje. Y de pronto todo se hunde en la oscuridad, el poeta languidece, queda en completa confusión y declara «que no lo logrará nunca». Todo su ser se funde en la música; durante horas enteras (como Níetzsche en los últimos días de su estancia en Turín) se sienta al piano y golpea el teclado en incesante esfuerzo para lograr acordes, como si quisiera captar las melodías infinitas que pasan sobre su cabeza y que resuenan dolorosamente en su cerebro, o a veces también se recita a sí mismo, como en un monólogo, siempre rítmicamente, palabras y cantos. Él, que antes se sentía arrebatado por la poesía, se va hundiendo poco a poco en el río sonoro; lo mismo que los indios del poema « Hiawatha», de su hermano espiritual Lenau, se precipita cantando hacía la catarata rugiente.

Aterrorizados y conmovidos a la vez, su madre y sus amigos, respetuosos ante el milagro incomprensible, le dejan en completa libertad dentro de la casa. Pero el demonio estalla cada vez más poderosamente en su interior; sufre furiosos ataques; la llama, antes de apagarse completamente, se levanta en peligrosas contorsiones, hasta que se hace necesario llevarlo a una clínica, después a casa de unos amigos y finalmente a la casa de un honrado carpintero. Con los años, ese furor salvaje se va apaciguando, sus crisis se calman, y Hölderlin se hace manso como un niño; las tempestades de sus nervios se disipan, dejando lugar al silencio del crepúsculo. Su locura cataléptica se hace ahora tranquila, pero, aunque el espíritu del poeta se calma, su razón queda siempre envuelta en negro velo y muy raras veces un relámpago de lucidez ilumina su pasado. Recuerda cosas, es cierto, pero no se acuerda de sí mismo. Como en un sueno, su cuerpo sin alma nota aún la suave acción benéfica de la primavera y aspira el agradable aliento de los campos; su corazón solitario palpita aún durante cuarenta años en su cuerpo consumido, pero ya no es más que una sombra del que fue. Hölderlín, aquel adolescente divino, está ya hace mucho tiempo entre los dioses, como Ifigenia de Áulide. Vive en otra esfera, vive una vida que nada tiene de terrestre.

Lo que ahora queda aquí, entre las negras garras del tiempo, es su cadáver espiritual; es una sombra fantasmal desfigurada, que ya no se reconoce a sí misma y que se llama a veces « el señor bibliotecario», y a veces también « Scardanelli».

 

TINIEBLAS DE PÚRPURA

...hasta en la oscuridad lucen brillantes imágenes.

 

Las grandes poesías órficas que Hölderlin, con su espíritu ya apagado, crea en aquellos años de crepúsculo, sus Cantos de la noche, pertenecen a una zona completamente definida de la literatura universal; sólo son comparables quizá a aquellos libros proféticos de William Blake, aquella otra criatura angélica, confidente de Dios, al que sus contemporáneos consideraban «unfortunate lunatic whose personal inoffensivenes secures him from confinement.

En éste, como en Hölderlin, la creación es algo dictado por el demonio; en Blake, como en Hölderlin, apunta un sentido pueril a impreciso en la significación manifiesta de sus palabras; la sonoridad órfica se apodera de la frase como un eco que llega de otras esferas; en uno y en otro, la mano inconsciente a ignorante de la realidad traza aún la bóveda de un firmamento sin analogía, por encima de este caos cruzado de estrellas y relámpagos, y crea así un mito propio. La poesía (y en Blake también el dibujo) llega a ser en el estado crepuscular del poeta un lenguaje pítico: como la sacerdotisa, ebria de visiones inauditas, por encima de los vapores de la caverna de Delfos, balbuce palabras profundas en transportes convulsos, así el demonio creador hace fluir en ellos, del cráter apagado de su espíritu, una lava de fuego y de piedras incandescentes. En estas poesías demoníacas de Hölderlin no habla la razón, ni habla el idioma corriente de la vida real, sino sólo el ritmo, sin significación, incomprensible, dejando ver a veces en un renglón el relámpago que ilumina todo el Universo. El vidente es transportado a una esfera apocalíptica: Un valle y ríos se extienden alrededor de las montañas de la profecía, a fin de que el hombre pueda tender su vista hacia el Oriente y ya partir de allí, en variadas metamorfosis. Pero del Éter desciende la fiel imagen y llueven las palabras divinas y resuenan las profundidades del bosque.

Los sueños poéticos se han convertido en una melodiosa anunciación, en una «resonancia en lo más profundo del bosque»; la voz del más allá, en una voluntad superior a la propia. Aquí el poeta no habla ya de sí, ni trata ya de él; es sólo el héroe inconsciente de las palabras elementales. El demonio, la voluntad superior, ha vencido al espíritu del poeta y ha hecho enmudecer sus palabras y habla ahora por su boca crispada, por sus labios exánimes, como a través de algo muerto que resonase sordamente. Aquel hombre esclarecido que fue Friedrich Hölderlin se marchó ya. Y de su cuerpo se sirve ahora el demonio como de una larva vacía.

Pues esos Cantos de la noche, esas canciones rotas, son indudablemente improvisaciones que ya no nacen de lo terrenal, de lo cultivado del arte; no salen ya de lo conmensurable; no son materia trabajada en el trepidante taller del genio, sino meteoros caídos del invisible cielo de la inspiración, llenos aún de la fuerza mágica de las regiones ultraterrenales. Una poesía representa un tejido de elementos artísticos, salidos de la inconsciencia, de la inspiración y de la conciencia, y cualquiera de esas artimañas se ve más o menos, se acusa con más o menos fuerza. Es un fenómeno completamente típico que, en el ser corriente (Goethe, por ejemplo), en la edad madura, domine ya la técnica, es decir, el elemento material, sobre la inspiración, y, por consiguiente, que el arte que fue al principio un presentimiento consciente, se convierta en sabia maestría dominadora y sugestiva. En Hölderlin sucede lo contrario; se fortalecen el envoltorio, lo inspirativo, lo demoníaco, lo genial, mientras se deshacen como una cadeneta el tejido intelectual, lo artificioso, lo planeado. Por eso, en sus obras líricas posteriores, el lazo intelectual va relajándose más y más; los versos, como las olas, montan uno sobre otro, no obedeciendo ya más que a la armonía de sonido, y toda forma, toda regla, toda ley, son arrolladas por la ola sonora. Pues el ritmo se ha hecho ya el amo y señor; la fuerza primitiva vuelve a su origen. A veces puede verse en Hölderlin, que ha sido arrancado de su propio ser, una especie de defensa contra este poder superior; se ve su esfuerzo para fijar una idea poética y desarrollarla espiritualmente, pero siempre las olas sonoras le arrebatan lo medio planeado, lo que está a medio formar.

Y he aquí su queja: Poco nos conocemos a nosotros mismos, pues llevamos dentro un dios que nos domina.

Cada vez más, el poeta indefenso pierde el dominio sobre la poesía. «Como un arroyo, me siento arrastrado hacia el fin de algo que es tan vasto como toda Asia», dice al hablar de esa fuerza superior que lo arranca de su propio ser. Parece que toda coherencia ha sido anulada en su cerebro y que los pensamientos caen dispersos en el vacío: todo lo que empezaba con valiente y osado énfasis, acaba en trágico balbuceo.

El hilo de su discurso se embarulla, las oraciones forman un enredo; las frases se barajan rítmicamente, de modo que es imposible encontrar su principio o su fin. Y el poeta, cansado, ve siempre cómo el pensamiento primitivo se desprende de su cerebro. Entonces, su mano temblorosa a inhábil une dos pensamientos no acabados por medio de un «a saber» o un «sin embargo, o abandona resignadamente la continuación del hilo del pensamiento diciendo: «mucho podría decirse sobre esto». Una poesía como «Patmos», de gran enjundia espiritual, que se extiende sobre la inmortalidad, se deshace al final en un balbuceo que no es más que un preludio de lo que iba a decir. En vez de un discurso, nos da como una nota taquigráfica que nada tiene que ver con el texto: Y ahora quisiera cantar la partida de los caballeros hacia Jerusalén y los sufrimientos errantes de Canosa y del emperador Enrique, pero sería necesario que el ánimo no me faltara para ello. Desde Cristo, los nombres son como el aire matinal; se convierten en sueños.

Pero esos sonidos, esos balbuceos faltos de la coherencia del pensamiento, están unidos por un sentido elevado. El espíritu, invadido por una vegetación exuberante, no puede ya fijarse en detalles; los lazos intelectuales se aflojan, pero bajo esas lagunas de forma, el contenido ardiente de las poesías de Hölderlin toma más fuego y más calor. El que era plasmador se ha convertido en visionario poderosísimo, y con mirada ardiente abraza todo el universo poéticamente. Hölderlin alcanza en ese tartamudeo rítmico, en su embriaguez ¡lógica, una profundidad de sentido que nunca alcanzó cuando su espíritu estaba despierto.

«Llueven las palabras divinas y resuenan las profundidades del bosque.» Lo que ahora ha perdido su poesía en claridad matinal y en precisión de silueta, lo gana en inspiración demoníaca, en claros relámpagos de su espíritu que llenan de luz el caos del sentimiento y alumbran por un instante todas las alturas y las profundidades de la Naturaleza. Desde ahora, las poesías de Hölderlin son tempestuosas, llenas de relámpagos proféticos; son rápidas, cortas y brotan de los oscuros nublados de sus odas, pero iluminan espacios infinitos. La poesía de Hölderlin se extiende por todo el universo; sus cantos brotan de él como visiones cósmicas y se dirigen a su elemento natural, al caos.

El poeta de espíritu ya ciego tantea en la oscuridad, alumbrado tan sólo por relámpagos llenos de vibraciones, y trata de captar grandiosas imágenes y signos del tiempo y del espacio. Y en su maravillosa marcha por esta región sin caminos, antes de su caída, de su final, se produce aún un milagro sin precedentes: en lo más tenebroso de su camino, en ese tormentoso crepúsculo de su espíritu, Hölderlin alcanza lo que en vano trató de encontrar cuando su espíritu estaba aún despierto y su inteligencia lúcida: el secreto de la Gracia. Desde su niñez lo había perseguido por todos los caminos, en los cielos del idealismo, en los ensueños; ya adolescente, había buscado su Grecia y había enviado en vano a su Hyperion en busca de su secreto por todos los caminos del tiempo y del pasado. Había evocado a Empédocles entre las sombras, estudiado las obras de los filósofos; el «estudio de los griegos» le había servido de círculo de amigos y había llegado a ser tan extraño a su patria y a su tiempo por haber estado siempre en la Grecia de sus sueños. Y él mismo, asombrado de ese poder que se ejercía sobre sus sentidos, se había preguntado a menudo: ¿Qué es lo que me ata a aquellas riberas afortunadas y me las hace amar todavía más que a mi propia patria? Pues, como sometido a dulce esclavitud, siempre estoy en los lugares por donde pasó Apolo.

La antigua Grecia fue siempre su meta; Grecia lo había arrancado del agradable calor de su hogar y de los brazos de su gente para sumergirlo en continuas decepciones hasta llevarlo a la desesperación, a la soledad suprema y absoluta.

Y entonces, en el caos de sus sentidos, entre los más profundos repliegues de su espíritu, brilla de pronto su secreto griego. Como Virgilio conduce a Dante, Píndaro conduce al exaltado, con la superabundancia de su verbo, hacia la última embriaguez de la expresión hímnica, y el poeta, deslumbrado en el crepúsculo del mito, ve brillar como una brasa, en el fondo del abismo abierto, aquella Grecia que antes que él nadie había adivinado y que, después de él, sólo otro poseso, Nietzsche, el filósofo todo luz, hará salir de las entrañas del pasado. Hölderlin puede ver y anunciar con su verbo vidente esa región de fuego, y su anunciación es el primer sentimiento, vivo, cálido y lleno del vigor de la sangre, que el mundo ha tenido de esa fuente espiritual del universo perdida entre los escombros del pasado. No se trata ya de la Grecia clásica de figuras de yeso, mostrada por Winckelmann, ni es la Grecia helénica que Schiller ha tomado como modelo en su «imitación tímida y sin ánimo del arte antiguo» -según las palabras de Nietzsche-; ahora se trata de la Grecia asiática, la Grecia oriental que acaba de salir de la barbarie, ebria de sangre y de juventud, y que aún muestra las huellas ardientes de la matriz del caos. Es Dionisos, que sale ebrio y lleno de ardor báquico de la oscura caverna; ya no es la clara y diáfana luz de Homero iluminando las formas de la vida, sino que ahora es el espíritu trágico de la lucha eterna el que se levanta gigantesco entre la alegría y el dolor. Sólo lo demoníaco, que ha triunfado en Hölderlin, permite que sea visto lo antiguo, es decir, la significación de aquella verdadera Grecia, como visión del principio del mundo que une grandiosamente las épocas de la historia, Asía y Europa, y la interpretación de las culturas: la barbarie, el paganismo y el cristianismo.

Pues esta Grecia que Hölderlin descubre brillando en la oscuridad ya no es la pequeña península griega, arrinconada, sino que es el ombligo del mundo, origen y centro de toda mudanza: < Es de allí de donde viene el futuro Dios y es allá adonde volverá.» Es la fuente del espíritu que salta de pronto de los pliegues de la barbarie, y al mismo tiempo es el mar sagrado adonde han de ir a parar un día los ríos de los pueblos; es el mar de la futura Germanía; es la mediadora entre el misterio de Asia y el mito del Crucificado. Lo mismo que a Nietzsche en su decadencia espiritual, por el presentimiento trágico de este «Dionisos crucificado» que se figura ser en su delirio, también a Hölderlin le llena el presentimiento de una sublime unión entre Cristo y Pan. El símbolo de Grecia torna proporciones gigantescas. Nunca ningún poeta tuvo una más alta concepción histórica que la mostrada por Hölderlin en sus últimos cantos, que en apariencia carecen de sentido.

Y en esos cantos, en esas versiones de Píndaro y de Sófocles, grandes como rocas caóticas, el lenguaje de Hölderlin sobrepasa el simple helenismo, la claridad apolínea de sus comienzos: como enormes construcciones de bloques megalíticos de una Grecia primitiva y rítmica, esas transposiciones de ritmo trágico se levantan en nuestro mundo lingüístico de atmósfera tibia y que ya no tiene más que un calor artificial. No es la palabra del, poeta, no es una frase dulce de un verso lo que pasa de una orilla del lenguaje a la otra, sino que es el núcleo de fuego de la pasión creadora, que sigue ardiendo con su fuerza primitiva. Así como, en el mundo físico, los ciegos oyen más claramente, porque un sentido muerto despierta a los otros, así también el espíritu de Hölderlín, privado de razón, es más sensible a las fuerzas que llegan de las misteriosas profundidades poéticas con audacia inaudita: Hölderlin estruja el idioma hasta hacerle manar sangre melódica, hasta romper el esqueleto de su armazón, tornándolo así flexible, y al mismo tiempo endurece su lenguaje por la tensión del ritmo sonoro. Como Miguel Ángel con sus bloques medio elaborados, Hölderlín, en sus fragmentos caóticos, es más perfecto que en la obra terminada, que es ya una meta, un fin; en esos fragmentos resuena un canto grandioso, el caos, la fuerza del universo, y no la voz poética del individuo.

Así es como el espíritu de Hölderlin cae en la oscuridad de la noche; es como una hoguera que aún lanzara hacia el cielo una columna de chispas antes de convertirse en un montón de cenizas. Si su genio tiene una figura divina, también la tiene el demonio de su melancolía. Cuando en los poetas el demonio aplasta al individuo, generalmente las llamaradas que surgen están azuladas por el alcohol (Grabbe, Günter, Verlaíne, Marlowe) o se mezclan con el incienso del aturdimiento voluntario (Byron, Lenau); la embriaguez de Hölderlin, al contrario, es pura, y su caída es más bien un vuelo hacia atrás, hacia el infinito.

El lenguaje de Hölderlin se disuelve en el ritmo, y su espíritu, en visiones grandiosas, en el mundo primitivo.

Su caída es todavía música, y su desaparición, un canto; como Euforion, que en el Fausto es el símbolo de la poesía, Hölderlin, hijo del espíritu alemán y del espíritu griego, destruye todo lo destructible de su ser, y su cuerpo es lo único que desciende a las tinieblas de la nada. Pero su lira de plata se eleva siempre por encima del horizonte, hacia las estrellas.

 

SCARDANELLI

Pero él ha partido; está ya lejos, pues los genios son demasiado buenos: una celeste conversación le ocupa ahora.

 

Durante cuarenta años, lo que queda de Hölderlin está sumergido en la vorágine de la locura. Lo que queda de él en la Tierra es sólo su sombra, su triste imagen, Scardanelli, pues éste es el nombre que su mano desvalida pone al final de las tumultuosas olas de sus versos. El mundo lo ha olvidado ya; él también se olvidó de sí mismo.

Scardanelli vive en casa de un honrado carpintero hasta bastante avanzado el siglo. El tiempo pasa insensible por encima de su cabeza y, con su toque, hace emblanquecer los cabellos que antes fueron revueltas ondas doradas. El mundo exterior se agita, muda continuamente. Napoleón invade Alemania para ser rechazado después; perseguido desde Rusia, acaba en Elba y en Santa Elena; aquí vive aún diez años como un Prometeo encadenado; entonces muere y se convierte en leyenda. El pobre solitario de Tubinga nada sabe de eso, y sin embargo una vez cantó al héroe de Arcole. Unos artesanos colocan una noche el féretro de Schiller en el fondo de una tumba; años y años se pudre allí su esqueleto; luego, un día, vuelve a abrirse esa sepultura y Goethe, pensativo, toma en sus manos la calavera del que fue su amigo tan querido.

Pero «el celeste prisionero» ni tan sólo comprende la palabra « muerte». Después, aquel sabio anciano de 83 años, Goethe, parte también; va a la muerte después de Beethoven, Kleist, Novalis, Schubert. Hasta el mismo Waiblinger, que siendo estudiante visitó a menudo a Scardanelli en su celda, es encerrado en el ataúd, mientras que Hölderlin sigue viviendo, arrastrándose «como una serpiente». Surge una nueva generación. Finalmente, los hijos de Hölderlin, Empédocles a Hyperion, son reconocidos por el pueblo alemán, pero todo eso es ignorado por aquel cadáver viviente de Tubinga. Hölderlin está fuera de todo tiempo; está en lo eterno, embriagado por el ritmo y la melodía.

A veces llega algún curioso, algún forastero, para ver a Hölderlin, que es ya como algo legendario. junto a la antigua torre del Concejo de Tubínga hay una pequeña casita; arriba, en un cuarto, hay una ventana enrejada que tiene amplia vista al campo; esta habitación es el pequeño remanso de Hölderlin. La honrada familia del carpintero guía al visitante allá arriba hasta llegar ante una puertecilla; tras ésta nada hay sino el triste enfermo que se pasea hablando incesantemente en elevado lenguaje. Fluye un río de palabras de su boca, palabras sin forma, sin sentido, como un murmullo de salmodia. Muchas veces Hölderlin se sienta al piano para tocar horas enteras; pero no coordina; del instrumento sale solamente una armonización muerta, una repetición monótona, fanática, de una corta y pobre melodía (y al mismo tiempo se oye el ruido de sus uñas, enormemente crecidas, que golpean las teclas). Siempre hay, pues, un ritmo que envuelve al poeta prisionero. Así como el viento pasa por el arpa de Eolo cantando, en Hölderlin parece que la música de los elementos pase a través de su cerebro ya vacío.

El visitante, medio asustado, acaba golpeando la puerta; una voz apagada que da miedo contesta: « Adelante». Una figura encanijada, como un personaje de Hoffmann, se halla en medio de la pequeña habitación, su cuerpo frágil está ya encorvado por la edad; el cabello blanco y escaso le cae sobre la frente surcada de arrugas. Cincuenta años de sufrimiento, de soledad, no han podido destrozar totalmente aquella nobleza que era adorno de su adolescencia; una línea pura, que el tiempo ha acusado más fuertemente, marca su fina silueta; los rasgos delicados de su cara dibujan aún sus líneas ligeramente abovedadas y su barbilla prominente. A veces, los nervios marcan en su cara un rápido «tic», o una sacudida lo estremece hasta el fondo de sus huesos. Pero su mirada tiene ahora una fijeza horrorosa; aquellos ojos, antes dulces y soñadores, están ahora apagados, sin expresión; su pupila parece la de un ciego.

Sin embargo, en alguna parte escondida de esa figura decrépita, en esa sombra, arde aún un poco de vida; el pobre Scardanelli se encorva servilmente en exageradas y múltiples reverencias, como quien recibe a una alta a inmerecida visita. Brota un río de tratamientos: «Alteza», «Santidad», «Eminencia», «Majestad», y, con cortesía que oprime, conduce Hölderlin a su visitante al honroso sillón, que arrima respetuosamente.

No se entabla una verdadera conversación, pues el pobre loco no puede fijar su pensamiento ni desarrollarlo lógicamente; cuanto más se esfuerza convulsivamente en ordenar sus ideas, tanto más se le enredan las palabras, formando un surtido de balbuceos que ya no son lenguaje, sino sonidos barrocos, fantásticos. Con gran dificultad comprende las preguntas que se le hacen, pero en su cerebro luce un momento de claridad cuando se le nombra a Schíller o a alguna otra figura desaparecida. Pero si un imprudente pronuncia el nombre de Hölderlin, entonces Scardanellí se encoleriza y pierde todo freno. Una conversación prolongada impacienta al enfermo, porque el esfuerzo de pensar y concentrarse es demasiado grande para su cerebro cansado; y, cuando el visitante se marcha, se ve acompañado hasta la puerta con toda clase de reverencias a inclinaciones.

Pero, cosa extraña: en ese espíritu sumergido completamente en la noche, en esas quemadas cenizas de lo que fue, queda aún una chispa: la chispa de la poesía. Ese ser extraño no puede ir libremente por la calle por que la «elite» espiritual de Alemania, los estudiantes, se burla de él y sus torpes bufonadas llevan al infeliz a terribles accesos. Pero, como digo, en esa ruina queda una chispa que brilla simbólicamente.

Scardanelli, pues, hace poesías, como las hacía también Hölderlin cuando niño. Horas enteras escribe en pliegos de papel versos y más versos o prosas fantásticas (Mörike, que dejó perder esos manuscritos, declara que se los llevaba a capazos). Si un visitante le pide una hoja como recuerdo, se sienta sin dudarlo y escribe con mano segura (su letra salió indemne de su enfermedad) unos versos, según se desee, sobre las estaciones, sobre Grecia, o también un « pensamiento» como éste: La ciencia que llega a la más profunda espiritualidad es como el día que, con sus luces, ilumina al hombre y que, con sus rayos, unifica los fenómenos crepusculares.

Abajo escribe una fecha cualquiera, siempre inexacta, pues en las cosas reales le abandona instantáneamente la razón, y después añade siempre estas palabras: «Vuestro humilde servidor, Scardanelli.» Esos versos de locura son completamente distintos de las producciones de su crepúsculo espiritual, de aquellas ampulosidades de sus Cantos de la noche. Parece que el poeta vuelve misteriosamente a sus principios. Ninguna de las composiciones de ahora está escrita en versos libres como aquellos himnos compuestos en el umbral de la locura; todas riman (a menudo en asonantes); presentan estrofas bien marcadas, de ritmo corto, en contraposición a la amplitud del ritmo que hay en sus odas. Es como si el poeta fatigado temiera lanzarse a la oda sin freno, libre, a la catarata del ritmo; aquí parece servirle la rima como de muleta. Ninguna de esas poesías tiene un sentido claro, pero ninguna está tampoco desprovista completamente de sentido; no tienen forma lógica, sino forma eufórica; son como la trascripción lírica de algo vago que no puede ser desentrañado.

Pero estas poesías de locura siguen siendo poesías, mientras que las de los otros dementes, como el Lenau ingresado en Winethal, están vacías de sentido, son un simple sonsonete («Die Schwaben, sie traben, traben, traben...») En Hölderlin aún hay imágenes, comparaciones; a veces se ve aún el alma del poeta en algún grito agudo, como en aquel verso inolvidable: He gozado ya de lo que hay de agradable en este mundo; los placeres de la juventud se han ido. ¡Oh, cuánto tiempo hace! Se fueron ya abril, mayo y junio; ahora ya no soy nada; ya no me gusta vivir.

Eso parece escrito, más que por un demente, por un niño poeta o por un gran poeta que se ha convertido en niño; tiene la candidez y ligereza del pensamiento infantil, pero nada tiene de abrupto, ni de monstruoso, ni de exaltación de locura. Como en el abecedario, las imágenes están alineadas una junto a la otra y su ritmo es repetitivo. Un niño de siete años no puede ver un paisaje más puro ni más simple que Scardanelli cuando nos dice: ¡Oh!, frente a ese dulce cuadro donde hay árboles verdes, como ante el rótulo de una hostería, trabajo me cuesta no pararme. Pues, decididamente, en los días agradables, me parece un reposo excelente. A eso no lo habría de contestar si me lo preguntaras.

Sin pensarlo, eso parece el juego improvisado de un muchacho feliz que nada conoce aún de la realidad más que los sonidos y los colores y la libre armonía de la forma. Como un reloj de manecillas rotas, pero que sigue marchando todavía, Scardanelli no cesa de marchar, de ser poeta, en medio del vacío de un mundo que ya acabó para él. Su respirar es hacer poesías. La razón ha muerto, pero sobreviven el ritmo, la poesía; así, de esa manera, se cumple uno de los deseos de su vida: ser todo poesía y marchar en el mundo exclusivamente envuelto en lo poético. El hombre ha muerto para dejar sólo al poeta; su razón es ya sólo la poesía; y la muerte y la vida elaboran su destino, aquello que él proféticamente proclamó un día como único fin del poeta: «Ser consumidos Por las llamas que no supimos domar.»

 

RESURRECCIÓN

Yo era como una nubecilla matinal: efímera a inútil. Y a mi alrededor dormía el mundo mientras yo florecía en mí soledad.

 

La Historia es la más grave de todas las diosas. Inconmovible a inmortal, penetra con su mirada hasta las profundidades de los tiempos y, con mano segura, sin sonrisas y sin piedades, va modelando los sucesos.

Parece indiferente, ella, la inmutable, y sin embargo tiene sus ocultos placeres. Su misión es dar forma a los sucesos y formar tragedias de las fatalidades, pero sus placeres, en medio de este austero trabajo, son las pequeñas analogías, las coincidencias inesperadas que afectan a las gentes, a los pueblos, o al azar, con sus profundas significaciones. Nada deja la Historia solo con su destino; para todo suceso encuentra otro parecido; así, a la muerte de Hölderlin ha de corresponder una muerte análoga.

El 7 de junio de 1843 han sacado un cadáver ligero como el de un muchacho para llevarlo desde su cuartito a la tierra que lo ha de cubrir. Scardanelli ha muerto y Hö1derlin no ha resucitado todavía en la gloria. Su existencia está ya terminada. Las historias literarias mencionan su nombre como de paso, citándolo como discípulo de Schiller. Los papeles que ha dejado -grandes rimeros y voluminosos tomosson en parte desdeñados; algunos son llevados a la Biblioteca de Stuttgart; allí se les pega un número que indica el fascículo y se les pone la abreviación «Mcpt» (manuscritos), con una cifra al lado. El polvo los va pudriendo; nadie los hojea; tal vez en cincuenta años no les dirigen ni una sola mirada los futuros profesores de literatura, que saben administrar muy cómodamente las herencias del genio. Tácitamente se los tiene por ilegibles, como escritos de un loco, como la grafomanía de un monomaníaco, como simple curiosidad, tan simple curiosidad que, en medio siglo, nadie se empolva los dedos desatando esas empolvadas pandectas.

Unos meses antes, en los últimos días del año 1842, en París, en el boulevard des Italiens, un caballero obeso cae herido por el rayo de la apoplejía; se mete al muerto en un portal; alguien reconoce en él al ex ministro del Consejo de Estado, Henri Beyle. Algunas gacetillas recuerdan al día siguiente en la prensa que este señor Beyle había escrito algunas narraciones de viajes y algunas novelas, que firmaba con el seudónimo de Stendhal. Pero su muerte pasa, por lo demás, inadvertida. Lo mismo pasó con Hölderlin.

Algunos montones de manuscritos son llevados (para que no molesten a nadie) a la Biblioteca de Grenoble, y allí, igual que los de Stuttgart, se empolvan sin que nadie los toque durante medio siglo. También pasan por ilegibles, por escritos sin valor alguno de un monomaníaco de la literatura; nadie los toca. Y así las generaciones resultan insensibles al mejor prosista francés y al mejor lírico alemán. A la Historia, en su ironía, le gustan esas jugadas dobles.

Pero Stendhal había dicho: «Je serai célèbre vers 1900», es decir, casi en la misma época en que Hölderlin es elevado, como un héroe, por el pueblo alemán. Algunas personas aisladas habían adivinado ya eso, tanto en el uno como en el otro, pero solamente Friedrich Nietzsche los había reconocido a ambos como raíces de su propia personalidad, porque Friedrich Nietzsche fue el espíritu más claro y más sabio que ha habido entre nosotros. Nietzsche vio en Hölderlin al magnífico amante de la libertad, que proyecta su naturaleza hacia el mundo; y en Stendhal vio también a un magnífico espíritu independiente que desciende a las profundidades de su conciencia con un implacable deseo de verdad; el uno es el genio del entusiasmo, y el otro, el genio de la renunciación, ambos ardientes de pasión artística; ambos incomprendidos y ajenos a su tiempo; ya por exceso de calor, ya por exceso de frialdad, ninguno de los dos tuvo la tibieza necesaria para ser amado por sus contemporáneos. Nietzsche encuentra en ellos dos extremos de su propio ser, y eso sin haberlos llegado a conocer perfectamente, pues el testamento psicológico de Stendhal, su Henri Brulard, está tan cubierto de polvo como las poesías de Hölderlin; aún ha de vivir y desaparecer toda una generación hasta que la personalidad de esos dos genios llegue a ser desenterrada y reconocida.

Después, sin embargo, la resurrección de Hölderlin es grandiosa. Aquel eterno adolescente vuelve a la luz, puro, incólume, igual que aquellas estatuas griegas que han permanecido siglos enteros bajo las arenas del pasado para salir después a la luz mostrando su belleza. Muchos poetas tienen para nosotros un doble aspecto, según la época de su vida en que fijemos nuestra atención: Goethe se nos presenta ya como muchacho impetuoso, ya como hombre de madura razón, ya como anciano profético. Schiller, como principiante lleno de entusiasmo o como artista que ha llegado a la perfección. Pero Hölderlin únicamente se presenta ante nuestra alma como una constelación de juventud, del mismo modo que Kant siempre se nos aparece como un viejo. Hölderlin, al ser transportado fuera de la realidad, quedó más allá del tiempo.

No podemos imaginar a Hölderlin más que como poeta alado, como radiante genio de la aurora, el hijo del arte cuyas miradas conservan todo el día el frescor del rocío matinal; siempre parece venir de una esfera más alta, de una región que está allá arriba, y su poesía no tiene la tibieza de la sangre y del trabajo cotidiano, sino el fuego interno de oculto origen. Hasta el demonio que le atenaza y le hace sentir lo peligroso de su misión toma por su pureza un brillo de serafín: como fuego sin humo, como un aliento, sube la palabra de su boca. Es así como, revestido de pureza, se presenta a las generaciones posteriores como la imagen heroica del idealismo alemán; ese idealismo que cabalga en las nubes, ese idealismo entusiasta que tomó en Schiller una forma teatral; en Fichte, una forma teórica; en los románticos, una forma mítico-católica; el mismo que, en la masa del pueblo, se había convertido en idealismo político.

En Hölderlin, este entusiasmo que le sale del corazón toma una forma radiante, única y sin rival: Pues, por donde pasan los seres puros, el espíritu se hace más visible.

Como una leyenda heroica, su destino, reflejado en sus obras, toma un prestigio grandioso: anhelo infinito hacia un cielo infinito, ardiente entusiasmo juvenil de la vida que sube, eterno adolescente de los alemanes; todo, eso es Hölderlin para las generaciones nuevas que tienen fe en la poesía. Si Goethe es el Zeus de Otricoli, dios de plenitud y de fuerza, Hölderlin es el joven Apolo, el dios de la mañana y del canto: un mito de dulce heroísmo y de santa pureza emana de su figura apacible y, como si fuera un joven serafín con alas de esplendor, el rayo plateado de su poesía se eleva por encima de la pesadez y confusión de nuestro mundo.

 

 

HEINRICH VON KLEIST

La encina muerta resiste la tempestad, pero la sana sucumbe y cae al suelo deshecha porque el viento la puede agarrar por su testa coronada.

PENTESILEA

 

EL PERSEGUIDO

Soy un arcano para ti, pero consuélate: Dios lo es también para mí.

 

No hay ninguna dirección de la rosa de los vientos que Kleist, el eterno inquieto, no haya seguido; no hay ninguna ciudad de Alemania en la que Kleist, el eterno solitario, no haya vivido. Siempre está en camino.

Desde Berlín, sale presuroso en un chirriante coche de posta hacia Dresde; cruza el Erzgebirge, va a Bayreuth, pasa por Chemnitz, para marchar después, como perseguido, hacia Würzburgo; después atraviesa los campos de las guerras napoleónicas para dirigirse a París. Se propone estar un año en esta población, pero, unas semanas más tarde, huye a Suiza; reside en Berna para luego ir a Thun y, más tarde, a Basilea; de pronto, sale disparado como una piedra para ir a parar a la tranquila casa de Wieland en Ossmannstedt.

Otra noche, las ruedas del carruaje que le lleva pasan por Mailand y por los lagos italianos para volver hacia París; se mete entre los ejércitos en Bolonia y se despierta, en grave peligro, en Maguncia. Y huye hacia Berlín y Potsdam. Un empleo logra retenerlo durante un año en Königsberg; nuevamente se desprende de todo y quiere pasar entre los ejércitos franceses que marchan hacia Dresde, pero, preso como presunto espía, llega a Chálons. Apenas está libre, va y viene por las ciudades, pasa por Dresde, llega a Viena, que arde en guerra, cae prisionero en la batalla de Aspern y logra escapar à Praga. A veces, como ciertos ríos subterráneos, desaparece durante algunos meses para aparecer mil millas más lejos; por último, como atraído por la fuerza de la gravedad, vuelve a Berlín. Aún, con sus alas vibrantes y medio rotas, va y viene varias veces. Intenta ir a Francfort, como buscando, en casa de su hermana, un escondrijo para ocultarse de la invisible jauría que lo acosa. Tampoco encuentra allí el descanso. Vuelve, pues, a subir al carruaje (que durante treinta y cuatro años fue su verdadero hogar) y parte hacia Wannsee, donde se mete una bala en la cabeza. Su tumba está en una carretera.

¿Qué es lo que arrastra a Kleist a esa eterna peregrinación? ¿Qué se propone? La filología no basta para explicarlo; sus viajes no tienen meta alguna, ni sentido tampoco. No son realmente explicables. Lo que una investigación concienzuda pudiera descubrir como motivos de esos viajes, no serían, en realidad, más que pretextos, excusas que da su demonio. A pesar de toda reflexión, esos viajes ahasvéricos quedarán siempre como un enigma; no es, pues, extraño que dos o tres veces sea detenido por espía. En Boulogne se prepara un ejército napoleónico para desembarcar en Inglaterra, y Kleist, que acaba de dejar su servicio como oficial en el ejército alemán, va y viene en medio de este ejército; por poco lo fusilan. Cuando los franceses avanzan hacia Berlín, Kleist marcha entre las tropas hasta que se le descubre y se le interna; Kleist aparece en el campo de Whelstatt; no lleva otros documentos de identidad que unas poesías patrióticas. Ese proceder tan ilógico en cada uno de los casos citados no tiene explicación razonable; indudablemente se halla dominado por una fuerza poderosa que le llena de una invencible inquietud. Se ha hablado de misiones secretas que le fueron confiadas, para explicar así sus andanzas; eso podría justificar algo, pero no toda su vida, que fue una eterna peregrinación. La verdad es simplemente que Kleist no tenía ninguna razón que explicara sus viajes.

El poeta no intenta ir aquí o allí; no apunta a ningún sitio, sino que se dispara como una flecha desde el arco de su inquietud. Evidentemente, huye de algo más fuerte que su ser; cambia (como dice Lenau) de ciudad como el enfermo atacado de fiebre cambia de almohada. Por todas partes busca alivio, curación; en vano, porque cuando es el demonio el que arrastra, no permite el calor del hogar ni la protección del techo.

Así, del mismo modo, Rimbaud recorre tantos países; así Nietzsche cambia continuamente de residencia; así Beethoven va de casa en casa, y Lenau, de nación en nación. Todos ellos sienten dentro de sí el terrible látigo de la inquietud, la intranquilidad perpetua, la trágica inestabilidad espiritual. Todos son arrastrados por una fuerza poderosa, desconocida, de la cual nunca han de poder librarse, pues reside en su misma sangre y domina dentro de su propio cerebro. Para poder destruir a ese demonio interior que los domina, no pueden hacer nada más que destruirse a sí mismos.

Kleist sabe perfectamente adónde le empuja esa fuerza desconocida: al abismo, pero lo que ya no sabe es si huye de ese abismo o si marcha a su encuentro. A veces, sus manos se agarran crispadas a la vida, al último pedazo de tierra, de esa tierra que ha de cubrirlo.

En esos momentos busca algo que lo retenga en la caída; busca el afecto de su hermana, busca mujeres, busca amigos que lo sostengan. Pero, de pronto, vuelve a precipitarse como anhelante hacia el, hacia las profundidades abismales. Kleist tiene a siempre la sensación de la proximidad de ese abismo, pero ignora también siempre si está delante de él, si está detrás, y sí ese abismo es vida o es muerte. Y es que ese abismo está en su interior, y por eso nunca podrá librarse de él. Lo lleva consigo como a su propia sombra.

Corre desesperado por todos los países, como aquellas antorchas vivientes, aquellos mártires del cristianismo que Nerón hacía envolver en estopa alquitranada para después prenderles fuego, y que, con su vestido de llamas, corrían y corrían sin saber adónde iban. Tampoco Kleist sabía adónde iba; los mojones de la carretera pasaban inadvertidos a sus ojos y las ciudades del camino apenas merecían una mirada suya.

Toda su vida es una huida del abismo; una carrera hacía la sima; una caza azarosa que hace latir el corazón y jadear los pulmones. Por eso se explica aquel terrible grito de alegría cuando por fin, cansado ya, se arroja voluntariamente al abismo.

La vida de Kleist no fue vida, sino un eterno correr por la tierra; una cacería monstruosa, llena de sangre y de sensualidad, de crueldad y de terror, rodeada de la máxima excitación y del sonar de la trompa de caza.

Toda una jauría lo acosa; él, como ciervo perseguido, se mete en la espesura; a veces, se vuelve de pronto, movido por su voluntad, contra alguno de los perros acosadores del destino, hace su sacrificio -tres, cuatro, cinco obras concebidas en la sacudida de la pasión- y sigue su carrera, sangrando. Y cuando los mastines de la fatalidad creen ya tenerle, se alza, magnífico, en un último esfuerzo y se precipita -antes que ser botín de la vulgaridad-, en un salto aparatoso, al fondo del abismo.

 

EL INESCRUTABLE

No sé lo que te he de decir acerca de mí, pues soy una persona inefable.

(De una carta)

 

Las imágenes que del poeta han llegado hasta nosotros son casi inutilizables para su descripción; se conservan sólo una miniatura mal hecha y un retrato de muy poco valor. Ambas imágenes nos muestran una cara redonda, como de muchacho, a pesar de que es ya un hombre hecho; una cara como la de cualquier joven alemán, con ojos negros a inquisitivos. Nada indica en él al poeta, ni aun al hombre espiritual; ninguno de sus rasgos despierta la curiosidad por saber qué alma se esconde tras ese rostro; uno lo contempla sin curiosidad, sin nada que le atraiga. Y es que el interior de Kleist está metido muy hondo dentro de su cuerpo; su secreto no estaba a flor de piel y no era fácil captarlo.

Tampoco se conservan narraciones que traten del poeta. Todos los informes que de él nos han llegado, procedentes de sus contemporáneos o amigos, son escasos e insignificantes. Todos, pues, tienen un punto de unanimidad al decirnos que era inexpresivo, hermético, y que nada había en él que chocase al observador. Nada había en él que pudiera llamar la atención a nadie; ningún pintor podía sentirse inclinado a pintarle; ningún poeta, a describirle. Deben de haber habido en él una vulgaridad, una falta de expresión y una reserva sin igual. Centenares de personas hablaron con él sin adivinar que era un poeta; amigos y compañeros le encontraron en sus andanzas docenas de veces, y ni uno de ellos, en sus cartas, hace mención de haber visto a Kleist. Su vida de treinta años no ha sido capaz de dar pie ni a una docena de anécdotas. Para hacerse cargo de esa penumbra que rodeaba a Kleist, basta que uno recuerde las descripciones de Wieland referentes a la llegada de Goethe a Weimar, de ese Goethe que fue como un rayo de luz deslumbradora; recuérdese igualmente la aureola de atractivo que rodeó a las figuras de Byron y Shelley, Jean Paul y Víctor Hugo, a quienes uno encuentra mil veces mencionados en libros, cartas o poesías de la época. En cambio, nadie toma la pluma para hablarnos de Kleist; la única descripción que se conserva del poeta son aquellos cortos renglones de Clemens Brentano, que dicen así: «Un hombre rechoncho, de unos treinta y dos años, cabeza redonda y vivaracha; carácter variable; bueno como un niño; pobre y firme.» Incluso esa' única descripción que de él tenemos nos muestra mas su modo de ser que su físico. Muchos son los que pasaron por su lado; nadie le dirigió una mirada. El que logró verlo, es porque miró en su interior.

Eso sucedía porque su envoltura era muy gruesa y fuerte (con ello decimos ya cuál fue la tragedia de su vida). Todo lo que era lo llevaba oculto; sus pasiones no lograban hacerle brillar los ojos; los exabruptos no lograban pasar más allá de sus labios, que ya ni siquiera articulaban la primera palabra. Hablaba poco; tal vez eso fuera debido a la vergüenza, pues era tartamudo, o quizá a que sus propios sentimientos no podían expresarse con libertad.

Él mismo reconoce su incapacidad para conversar, su dificultad de expresión, que como un sello hizo enmudecer a sus labios: «Falta -dice- un medio de comunicación. El único que poseemos, la palabra, no es aprovechable; es incapaz de servir de expresión al alma y nos permite sólo dar fragmentos aislados de la misma. Por eso siempre he sentido temor, terror más bien, cuando he tenido que descubrir a alguien mi intimidad.» As permanecía, pues, callado, no por no tener nada que decir, sino por lo que podría llamarse castidad del pensamiento. Y este silencio persistente, sordo, era lo que más chocaba en él cuando estaba en compañía de otras personas. Y además de eso, cierta ausencia de espíritu que era como un nublado en un día claro. A veces, cuando hablaba, quedaba de pronto cortado y enmudecía sus ojos permanecían fijos, como quien mira un abismo. Wieland cuenta que «en la mesa a menudo murmuraba algo entre dientes, igual que hace un hombre que está solo o que está preocupado, con sus pensamientos en otro sitio o en otros asuntos». No podía charlar ni estar con naturalidad; le faltaba todo lo convencional, de modo que todos adivinaban en él algo raro, oculto y nada atrayente, mientras que a otros disgustaban su agudeza, su cinismo y exageración (cuando él, a veces, incitado por su propio silencio, rompía a hablar de pronto). No aureolaba a su ser la amable conversación, su palabra no emanaba simpatía, su cara no era atractiva. Rahel, que fue quien mejor le comprendió, ha dicho esto mejor que nadie: «había una atmósfera de severidad a su alrededor». Y obsérvese que Rahel, en general tan descriptiva, tan buena narradora, al hablar de Kleist nos refiere sólo su modo de ser interior, pero nada dice respecto a su figura, es decir, a su parte física. Así vemos que Kleist ha de quedar para nosotros como invisible, como «inefable».

La mayor parte de las personas que lo conocieron no se fijaron en él, o sintieron, como mucho, una sensación de desagrado. Pero los que le comprendieron, le amaron, y los que le amaron, lo hicieron con pasión. Pero incluso éstos, en su presencia, notaban siempre una angustia secreta y fría que les rozaba el alma y les cohibía. Cuando ese hombre hermético se abría, era para mostrarse en toda su profundidad: una profundidad que era más bien un abismo. Nadie lograba encontrarse a gusto en su compañía y, sin embargo, tenía, como el abismo, una gran fuerza, una fuerza mágica de atracción; así se ve que ninguno de los que lo conocieron llegó a abandonarlo del todo, pero, por otra parte, tampoco nadie permaneció a su lado incondicionalmente, y es que la opresión que de él dimana, su pasión ardiente, lo exagerado de sus pretensiones (pide nada menos que la muerte), todo eso son cosas difíciles de ser soportadas por otra persona.

Todos los que tratan de estar a su lado retroceden ante su demonio interior; todos le creen capaz de lo más alto y también de lo más terrible, y al mismo tiempo todos le sienten separado de la muerte sólo por un paso. Cuando Pfuel no lo encuentra una noche en su casa, cuando vivía en París, sólo se le ocurre ir al depósito, para buscar su cadáver entre los suicidas. Una vez que Marie von Kleist está sin noticias suyas durante una semana, manda a su hijo para que lo busque y evite que cometa un disparate. Los que lo conocían le creían frío e indiferente; pero los que lo tratan temen el incendio interior que le consume. Así que nadie pudo comprenderle ni ayudarle, los unos porque le creen demasiado frío, los otros porque saben que es demasiado fogoso. Sólo el demonio le fue fiel.

El mismo Kleist sabe cuán peligroso es su trato, y en una ocasión así lo manifiesta; por eso nunca se queja de que se retiren de su compañía: sabe que quien está cerca de él corre peligro de chamuscarse en las llamas de su pasión. Wilhelmine von Zenge, su novia, pierde a su lado la juventud, debido a sus intransigencias. Ulrica, su hermana predilecta, por su causa pierde su fortuna Marie von Kleist, su amiga del alma, queda sola y aislada, y Henriette Vogel acaba muriendo con él. Kleist sabe eso perfectamente, conoce lo peligroso que es para los demás su demonio interior, y así se recoge en sí mismo y se vuelve aún más solitario de lo que la naturaleza le creó. En sus últimos años, pasa días enteros fumando en la cama y escribiendo; pocas veces sale a la calle, y cuando lo hace, es para meterse en cafés y en tabernas. Su aislamiento aumenta cada vez más; cada vez queda más olvidado de los hombres, y así, cuando en 1809 desaparece un par de meses, sus amigos, con indiferencia, le dan por muerto. No hace falta a nadie, y sí su muerte no hubiera sido tan trágica, habría pasado inadvertida, tan aislado se había quedado del mundo.

No tenemos ningún retrato suyo, ningún retrato de sus facciones; tampoco tenemos otro retrato de su espíritu, de su interior, si no es el espejo de sus propias obras o de su epistolario.

Y, sin embargo, hubo un retrato magnífico de su ser, que hizo estremecer a aquellos que llegaron a leerlo: unas confesiones a lo Rousseau que él mismo escribió poco antes de morir y que se titulaban Historia de mi alma. Pero no han llegado hasta nosotros; o el mismo Kleist quemó el manuscrito, o sus hojas se esparcieron debido a la indiferencia de las manos que lo recogieron, como pasó con otras muchas obras.

No conocemos su imagen, ningún retrato físico o moral nos queda de ese hombre hermético; sólo conocemos a su siniestro acompañante: el demonio.

 

PLAN DE VIDA

Todo está revuelto en mí, como la estopa en la rueca.

 

Pronto, muy pronto, se dio cuenta Kleist del caos interior que formaban sus sentimientos. Ya de muchacho, y después cuando hombre, siente el golpear de las olas del sentimiento contra el mundo que le oprime. Pero cree que esa confusión extraña es como una fermentación de juventud, una postura desacertada de su vida y sobre todo una falta de preparación sistemática. Eso es cierto; Kleist no había sido educado para la vida: huérfano, sin hogar, es educado por un sacerdote emigrado; después va a la Escuela Militar a aprender el arte de la guerra, a pesar de que su inclinación verdadera es la música, que es, en él, como la primera erupción de su ser hacía lo inefable. Sin embargo, sólo le es dado tocar a escondidas la flauta (debió de tocarla magistralmente); durante el día está siempre de servicio, bajo la dura disciplina prusiana, o haciendo ejercicios en el polígono. La campaña de 1793, que le arroja definitivamente a la guerra, fue la campaña más penosa, más aburrida y más triste de la historia de Alemania. Nunca hizo mención de ninguna acción de guerra; sólo en una poesía a la paz deja entrever su anhelo de huir de eso que para él no tiene sentido. El uniforme le viene estrecho a su pecho amplio. Nota que está lleno de fuerza, pero que esa fuerza no podrá ser eficiente mientras no esté disciplinada. Nadie lo ha educado; nadie lo ha instruido, por lo que decide ser su propio maestro y hacer un plan de vida, y, como buen prusiano, este plan ha de ser ante todo un plan de orden. Quiere vivir ordenadamente conforme a principios fijos, conforme a ideas y a máximas, y así, de esta manera, espera poder domar este caos interior que ya adivina; su existencia ha de ser para ello regular, sistemática, para después -según sus propias palabras- entrar en el mundo en condiciones convencionales. Su pensamiento básico es que cada hombre debiera tener un plan de vida, y esta idea quimérica no le abandona ya nunca. Uno debe fijarse una meta y después escoger cuidadosamente los medios de lograrla, lo mismo que hacen el estratega o el matemático. El hombre que piensa no debe quedarse allí donde lo arroje la casualidad ...; él cree que uno puede ser superior a su destino o que es posible guiar este destino. Determina, pues, según su razón, cuál sería su suprema felicidad y se traza el plan para alcanzarla. Mientras un hombre no sea capaz de formarse un plan de vida, seguirá siendo un menor y habrá de estar sujeto a la tutela de los padres o de la fatalidad; así filosofa Kleist a los veintiún años y cree poder burlarse del hado. Todavía no sabe que su destino está dentro de sí mismo y por encima de sus fuerzas.

Con gran empuje entra en la vida. Se quita el uniforme, porque « el estado militar -según escribe- me era molesto y odioso, al igual que sus fines». Y, liberado de esa disciplina, busca en seguida otra. Ya lo he dicho: Kleist no sería prusiano si su primer pensamiento no hubiera sido de orden; ahora no sería alemán si no lo esperara todo del estudio. Su formación es para él su primera preocupación, como lo es para todo alemán: aprender, aprender mucho en los libros; asistir a las conferencias, escuchar a los profesores. Así cree el joven Kleist poder encontrar el camino de su vida. Con máximas y teorías, con filosofía y ciencia, con matemáticas o historia de la literatura, espera Kleist compenetrarse con el espíritu del mundo y dominar su demonio. Y, eterno exagerado, se arroja como un loco a los libros. Como todo lo hace con voluntad demoníaca, se emborracha con el saber y hace de la pedantería una verdadera orgía. Como a Fausto, le resultan también muy lentos la tarea y el camino que conducen a la Ciencia; quisiera abarcarlo todo de un solo salto, para después deducir la verdadera forma de vida.

Influido por el espíritu de su tiempo, llega a creer, con toda la exageración de su impulso, que es posible aprender la virtud en el sentido de los griegos; que es posible hallar una fórmula de vida con la que puedan determinarse la ciencia y la educación a ir aplicando esa fórmula, como quien se sirve de la tabla de logaritmos, para cada caso concreto. Por eso se pone a estudiar como un desesperado: lógica, matemáticas puras, física experimental, griego, latín, todo con la máxima aplicación, pero sin saber lo que busca, sin meta alguna, como era de esperar de su carácter fanático. Se nota que debe apretar los dientes para no perder la constancia. «Me he propuesto algo que exige, para poder ser alcanzado, el empleo de todas mis fuerzas y de todo el tiempo de que pueda disponer», pero ese algo que se ha propuesto no acaba de definirse. Aprende en el vacío, y cuantos más conocimientos aislados acumula, tanto menos sabe el fin que se propone. «Para mí no hay una ciencia más útil que otra. ¿Tendré que ir siempre de una a otra nadando solamente en su superficie, sin llegar a sumergirme en ninguna?» En vano predica continuamente Kleíst acerca de la utilidad de lo que está haciendo; lo hace, sin duda, para convencerse a sí mismo, aunque se dirige a su novia. De modo pedante, le expone todo un sistema moral; durante meses atormenta a la pobre muchacha, como el más obstinado maestro de escuela, con toda clase de preguntas y respuestas sosas y vacías de sentido que, para educarla, le presenta por escrito. Nunca Kleíst aparece más antipático, más poco humano y más prusiano que en esta época desgraciada en que está buscándose a sí mismo por medio de libros, preceptos o conferencias. Nunca se nos aparece tampoco más lejos de su verdadera personalidad que en este tiempo en que trataba de educarse para ser un ciudadano útil.

Pero no puede escaparse de su demonio aunque acumule sobre él toda clase de libros y pandectas; de esos mismos libros surge un día hacia él una terrible llamarada. De pronto, un día, queda destruida toda la fe que Kleist ponía en la ciencia; su religión de la inteligencia, deshecha; su plan de vida, aniquilado. Es que ha leído a Kant -enemigo terrible de todos los poetas alemanes, su seductor y destructor-, y su luz brillante, pero fría, lo deslumbra. Horrorizado, Kleist ha de reconocer la falsedad de sus más arraigadas convicciones; es decir, su fe en la ciencia y en la educación y hasta en la verdad como fuerza espiritual.

«Nosotros nunca podremos afirmar sí eso que llamamos verdad es verdad o si sólo nos lo parece.» La agudeza de este pensamiento le atraviesa dolorosamente el corazón y, excitado, declara en una de sus cartas: « Se ha hundido mi único fin y no me queda ya otro.» Su plan de vida se ha deshecho. Kleist se queda de nuevo consigo mismo, con ese misterioso, terrible y oscuro «yo» que nunca podrá domar. Ese hundimiento resulta terriblemente trágico, porque Kleist, con su modo de ser pasional, se lo juega siempre todo a una sola carta. Al perder su fe y su pasión, lo ha perdido todo; en eso estriban siempre su tragedia y su grandeza: en revolcarse apasionadamente en un sentimiento, y no poder zafarse de él si no es por el camino de la explosión o de la propia destrucción.

Así, pues, esta vez se libra por destrucción. Arroja el cáliz sagrado, en el que ha bebido lleno de fe durante años, contra la pared de su destino; de su boca sale un juramento.

De ahí en adelante, al hablar de la razón, que ha sido su gran ídolo, la llama «la triste razón». Después huye de los libros hasta llegar al otro extremo, y huye con su ansia exagerada, con fervor, con ardor, pues es el eterno exagerado. «Me da asco todo lo que se llama ciencia», exclama, y de un salto se lanza al extremo contrarío, rompe su fe como uno rasga la hoja del calendario de un día ya vivido, y aquel que hasta entonces había visto la única salvación en la ciencia, en la instrucción, aquel que había creído en la magia del saber, en la fuerza protectora del estudio, arde ahora por refugiarse en lo primitivo, por vivir una vida vegetativa. Enseguida -la pasión de Kleist no puede comprender la palabra paciencia- está ya trazándose un nuevo plan de vida, un plan débil, pues, como el primero, tampoco éste se funda en la experiencia. Ahora el noble prusiano quiere una vida retirada, oscura, tranquila; quiere vivir en aquella soledad que Jean Jacques Rousseau inventó como cosa tan tentadora. No pide nada más que lo que los magos persas llaman «el cielo de la satisfacción», esto es: «un campo que cultivar, plantar un árbol y educar un niño». Apenas concebido este plan, se dispone ya a ejecutarlo; con la misma velocidad con que quería hacerse sabio, quiere ahora hacerse un ignorante. Al día siguiente huye de París, adonde había ido extraviadamente tras una falsa filosofía; al mismo tiempo se separa bruscamente de su novia, tan sólo porque ella, de pronto, no se atreve a aprobar el nuevo plan y expresa la preocupación de si, siendo ella hija de un general, debería hacer las faenas de sirvienta en el campo o en los establos. Pero Kleist no puede esperar cuando está poseído de una idea; febrilmente se pone a leer libros de agricultura, trabaja con los campesinos suizos; viaja de un lado para otro por los cantones, en busca de un buen campo que comprar con su último dinero, precisamente en unos momentos en que el país está sacudido por la guerra; aunque lo que él busca es sencillo, no lo puede hacer si no es con pasión, demoníacamente.

Sus planes de vida son como la yesca: arden al primer contacto con la realidad; cuanto más se esfuerza en lograr sus fines, tanto peor le salen las cosas, puesto que esta misma pasión que pone en ello, por ser exagerada, es destructora. Si algo le sale bien a Kleist, es porque sucede contra su voluntad; es el oscuro demonio que a veces vence a esta última. Así que, mientras su voluntad busca el camino de la instrucción, primero, y el de la ignorancia, después, su ímpetu interno se ha liberado ya; ; como una úlcera se abre su interna supuración. Mientras quiere curar juiciosamente su fiebre interior con salvia o con emplastos, el demonio interior se ha desencadenado en poesía. Como un sonámbulo del sentimiento, Kleist había empezado en París, sin objeto alguno, La familia Schroffenstein. Enseña a regañadientes ese ensayo a sus amigos. Pero después adivina una posibilidad, entrevé la válvula por la que puede descargarse de su presión interior, y apenas se da cuenta de ello, apenas comprende que, en este mundo de la fantasía, en ese mundo sin fronteras, puede dar rienda suelta a sus sueños, entonces se precipita de cabeza, locamente y con toda su voluntad, a esas regiones de la ficción, y su ansia ya no decae un momento, es la misma en el primer minuto que cuando llega al fin. La literatura es la liberación única que encuentra Kleist y, saltando de júbilo, se entrega enteramente al demonio (de quien precisamente quería huir) y se arroja a su abismo, a su precipicio.

 

AMBICIÓN

El despertar de nuestra ambición... es irresponsable; somos pasto de una Furia.

(De una carta)

 

Como quien sale de la prisión, Kleist se precipita en ese mundo sin fronteras que es la poesía. Finalmente ha encontrado un modo de huir de esa fuerza que hierve en su interior. Su fantasía aherrojada puede por fin resolverse en imágenes y desbordarse en torrentes de palabras, pero a Kleist nada le satisface, porque es insaciable y no tiene mesura. Apenas empieza a hacer de poeta, de plasmador, quiere en seguida ser el más grande, el más magnífico y el más poderoso poeta de todos los tiempos, y con su obra de primerizo, de aprendiz, tiene ya la pretensión de eclipsar las grandes creaciones de los griegos y de los clásicos; quiere lograrlo todo con su primer salto; la exageración de Kleist se ha hecho ahora literaria. Otros poetas empiezan sus tanteos llenos de esperanzas y de sueños, con modestia, contentos si logran crear una obra importante. Pero Kleist vive en superlativo y pide a su primer ensayo lo inalcanzable. Al empezar su Guiskard, que es lo primero que escribe después del ensayo La familia Schroffenstein, piensa ya que esta obra ha de ser la mejor tragedia de todos los tiempos; de un salto pretende pasar a la inmortalidad; nunca la literatura ha conocido una audacia semejante a la pretensión de Kleist de pasar a la eternidad con su primer esbozo. Ahora se ve cuánto orgullo ocultaba en su pecho, un orgullo que, como el vapor de una caldera, silba y sale vibrando. Cuando un Platen se jacta con vana palabrería de las Odiseas o de las Ilíadas que va a crear, no hace más que, con palabras huecas, expresar un exagerado aprecio de sí mismo, todo debilidad; pero, en Kleist, es seria esta apuesta contra los dioses del espíritu; cuando una pasión se apodera de él, se entrega a ella con una intensidad sin límites, y desde este momento la ambición es para él una mortal misión de todo su ser. Su impulso poético tiene la realidad de la vida y la realidad de la muerte, y él, como un desesperado, retando a los dioses, se arroja de cabeza en una obra que debe ser (según él mismo sugiere a Wieland) como un conjunto donde estén presentes los espíritus de Esquilo, de Sófocles y de Shakespeare.

Siempre Kleist se lo ha jugado todo a una carta. Desde entonces, su plan de vida ya no se refiere a vivir bien, sino a lograr la inmortalidad.

Kleist empieza su obra espasmódicamente, como si hubiera bebido demasiado; a él, todo, hasta la creación literaria, se le convierte en una orgía; sus cartas están llenas de frases doloridas y de frases alegres.

Lo que anima a otros poetas, y les da más fuerza, es, sin duda, alguna palabra amigable de aliento; pero a Kleist, lejos de esto, lo llenan de temor y de placer al mismo tiempo, pues lo excitan terriblemente pensamientos oscilantes entre el éxito y el fracaso. Lo que para otros es alegría, es para el, por su exageración, un serio peligro, pues en su lucha decisiva pone en tensión hasta el último de sus nervios. « Las primeras estrofas de mi poema -escribe a su hermana-, «en las cuales se presenta tu amor hacia mí, despiertan el entusiasmo de todas aquellas personas a quienes se las enseño. ¡Oh, Jesús mío! ¡Ojalá pudiera terminarlo! Quiera el Cielo concederme este mi único deseo; después de esto, puede hacer de mí lo que quiera.» Kleist apuesta todo el tesoro de su vida a una sola carta, Guiskard. Apartado, allá en una isla del lago de Thun, se sumerge absolutamente en el trabajo y se hunde cada vez más en el abismo. Allí lucha con su demonio, como Jacob luchó con el ángel. En éxtasis grita a veces: «Pronto tendré que contarte muchas cosas alegres, pues me aproximo a la felicidad.» Después, pronto, reconoce que hay fuerzas misteriosas que se han conjurado contra él: «¡Ah!, la ambición es un veneno que emponzoña todas las alegrías.» En esos momentos de decaimiento siente el deseo de morir, pues dice: «Estoy pidiendo a Dios que me envíe la muerte»; después le vuelve a invadir el temor de que «pudiera morir antes de terminar la obra». Tal vez nunca ningún poeta ha aportado todo su ser a una obra como lo hizo Kleist en aquellas semanas de soledad en la isla del lago de Thun. Guiskard es, ante todo, un espejo que refleja el interior del poeta; quiere expresar en esa obra toda la tragedia de su vida, la monstruosa fuerza de su espíritu frente a las debilidades y miserias de su cuerpo. La terminación de este trabajo significa para Kleist su Bizancio, su dominio del mundo, la realización de sus sueños de ambición y de poder, que él quiere realizar en lucha con su propio cuerpo. Así como Heracles quiere arrancar de sí la ardiente túnica de Neso, Kleist quisiera también librarse de las llamas de su fuego interior; quiere huir de su demonio arrojándolo lejos de sí convertido en un símbolo, en una imagen, es decir, en su obra. Terminarla significa para él la curación, la victoria contra su división interna y hasta su propia conservación; por eso lucha con todos sus músculos, con todos sus nervios. Es una lucha decisiva; él lo comprende así y también lo ven sus amigos, los cuales le aconsejan: «Usted debe terminar su Guiskard aunque todo el Cáucaso o el Atlas le caigan encima.» Nunca Kleist se ha lanzado tan de cabeza en su trabajo; escribe la tragedia dos y tres veces para volverla a destruir después, y llega a aprenderse sus palabras tan de memoria, que es capaz de recitarlas en casa de Wieland. Durante meses, se esfuerza por escalar la inaccesible altura de la máxima cumbre, resbala y cae hacia abajo, pero vuelve a empezar. Él no puede, como hace Goethe en su Werther, desprenderse del espectro que lo atrapa; su demonio lo ha agarrado demasiado fuerte. Por último, la mano le queda ya deshecha: « El Cielo sabe, querida Wrica (y máteme el Cielo si no digo la verdad) -dice tartamudeando-, con cuánto gusto daría una gota de sangre de mi corazón por cada una de las letras de una carta que pudiera empezar así: mi poesía está terminada. Pero tú sabes que nadie hace más de lo que puede. He intentado terminarla durante más de medio millar de días seguidos con sus noches respectivas, para conquistar así otra corona para nuestro apellido. Ahora mi diosa protectora me llama para decirme que ya es bastante. Necio sería si quisiera poner todavía más tiempo a prueba mis fuerzas en una obra que, estoy convencido, es demasiado pesada para mí.

Así que retrocedo ante uno que no está todavía aquí, y me inclino reverente, con un millar de años de adelanto, ante su espíritu.» Parece, por un momento, que Kleist se inclina obediente ante su destino, como si su espíritu esclarecido dominara su tumultuoso sentimiento. Pero no, su demonio domina más furioso que nunca; su ambición, despertada a latigazos, no se deja frenar de nuevo. En vano sus amigos tratan de apartarle de su desesperación; en vano le aconsejan un viaje hacia países más alegres. Lo que le ha sido recomendado como una excursión de esparcimiento, se convierte en seguida en una huida. El fracaso de Guiskard es Para Kleist una puñalada, y su orgullo, que bajaba del cielo, se trueca ahora en un sentimiento virulento de desprecio hacia sí mismo. Un pensamiento de su juventud retoña en su cerebro: el sentimiento de la impotencia ante el arte. Como en su juventud, ahora cree no poder llegar a poeta, y este sentimiento de debilidad, terriblemente exagerado, le hace gemir de dolor. «El Infierno me dio la mitad de lo que ha de ser un talento; el Cielo, o no da talento o, si lo da, lo da entero.» En su exageración, Kleist no conoce la medianía: todo o nada; inmortalidad o fracaso.

Y opta por ser nada, y realiza de esa manera su primer suicidio. Marcha a París sin saber a qué va; allí quema el manuscrito de su Guiskard y otros originales, para salvarse así de su anhelo de inmortalidad. De este modo queda destruido un segundo plan de vida; entonces, como le sucede siempre en tales momentos, surge mágicamente, junto al plan de vida que se ha deshecho, su contrapunto, que es un plan de muerte.

Liberado de esa manera de toda ambición, escribe una carta inmortal, la más hermosa que haya podido escribir un artista en el momento de su fracaso: «Mi querida Ulrica. Tal vez lo que lo voy a contar lo costará la vida, pero debo decidirme a escribirlo. Una vez terminada mi obra, aquí en París, la he leído y en seguida la he arrojado al fuego; ahora todo ha terminado. El Cielo me niega la Gloria, que es la mayor felicidad de la Tierra. Todo lo demás no lo quiero y, como un niño obstinado, lo arrojo lejos de mí. No soy digno de lo amistad y, sin embargo, me eres imprescindible; me echo en brazos de la muerte. Estate tranquila: moriré como un héroe en la batalla... Me alistaré en el ejército francés que se dispone a desembarcar en Inglaterra. Toda clase de peligros están acechando ya en el mar y me lleno de alegría al pensar en mí tumba, infinita y magnífica.» Y con sus sentidos extraviados, loco, se lanza a través de Francia para ir a Boulogne; con dificultad logra detenerle su amigo, y permanece durante un mes, con el espíritu ofuscado, en casa de un médico de Maguncia.

Aquí termina el primer salto gigantesco de Kleist.. Haciéndose una herida, quería expulsar por ella al demonio que albergaba en su pecho, pero sólo ha conseguido desgarrarse, y en sus manos ensangrentadas queda una obra incompleta, un torso, uno de los más hermosos que haya podido crear un poeta. Su obra no está acabada, pero sí lo está –y es todo un símbolo- la escena de la lucha con la voluntad, donde Guiskard vence su debilidad y sus dolores. El resto de la obra queda sin acabar.' Pero esa lucha por lograr la tragedia es ya una tragedia heroica. Sólo aquel que lleva en su pecho todo un infierno puede luchar como lucha un dios, como lucha Kleist; contra sí mismo en esta obra.

 

LA NECESIDAD DEL DRAMA

Sí escribo poesías, es porque no puedo hacer menos.

 

(De una carta) Al destruir su Guiskard, cree Kleist que ha logrado estrangular al terrible perseguidor que lleva dentro de su alma, pero la ambición, que había nacido de lo más ardiente de su sangre, no ha muerto; lo que ha hecho no ha sido más que disparar contra su propia imagen reflejada en un espejo; ha roto su imagen, pero no ha destruido al demonio que le sigue acechando. Kleíst no puede prescindir del arte, del mismo modo que un morfinómano no puede prescindir de la morfina. En el arte ha encontrado una válvula por donde puede descargar algo la excesiva presión de sus sentimientos, la superabundancia de su fantasía, por donde dar salida a sus sueños poéticos. En vano trata de defenderse, al darse cuenta de que cae en manos de otra pasión; comprende que no puede ya prescindir del arte, que es para él como una sangría que le alivia su plétora. Además, no tiene ya bienes de fortuna; echó a rodar su carrera; una vida modesta de empleado no puede en modo alguno satisfacer a su naturaleza poderosa; así, nada puede hacer ya fuera del arte. Aunque atormentado, escribe en una ocasión: «¡Oh! ¡Escribir libros por dinero! ¡Nada de eso!» El arte es la forma forzosa de su existencia; el demonio se ha transformado ya en un personaje que va y viene junto a él en sus obras. Todos los planes de vida que se ha formado han sido destruidos por la fatalidad; ahora vive conforme a la voluntad de la Naturaleza, que siempre ha gozado formando algo inmenso a partir del inmenso dolor del hombre.

El arte entonces es para él algo atenazante y pesaroso; de ahí procede la fuerza explosiva de sus dramas.

Todos han nacido -excepto El cántaro roto-, mas que de él, de su nerviosa mano; son, en fin, una explosión de su sentimiento, un movimiento de huida de ese infierno que hay en su corazón; todos sus dramas tienen una hipertensión, algo de alarido; parecen salir disparados de la tensión de sus nervios; son, para terminar, y perdón por la imagen, pero es la más exacta, eyaculados como el semen del hombre, que brota de lo más ardiente de su sangre. Carecen de fecundación espiritual y apenas se nota en ellos la sombra de la razón; son desnudos, vergonzosamente desnudos; salen solamente de una pasión infinita para ser lanzados al infinito. Cualquiera de sus partes lleva un sentimiento en grado superlativo; en cada detalle hay una célula de fuego de su alma ahogada en instintos. En Guiskard brota toda su ambición de Prometeo, como si fuera un chorro de sangre; en Pentesilea se agita todo su ardor sexual; en Hermanrcssch1acht salta su odio, elevado hasta la bestialidad; todas esas obras tienen, más que vida real, ardor de sangre. Hasta en aquellas obras más serenas, más apartadas de su «yo», como Käthchen von Heilbronn, y en algunas novelitas, se ve toda la vibración eléctrica de sus nervios; se adivina ese tránsito cruel que va desde la ampulosidad épica a la sobriedad espiritual. Por doquiera, que se siga a Kleíst, se le ve siempre en regiones demoníacas, mágicas, de ensombrecimiento de sus sentidos, para elevarse hasta la exhalación grandiosa en medio de una atmósfera pesada y opresiva, como la que toda la vida envolvió a su propio corazón. Esa atmósfera de azufre y de fuego es lo que hace tan extraños los dramas de Kleist. Cierto que en Goethe se ven transformaciones de la vida, pero sólo en un sentido episódico; son desahogos de un alma oprimida, justificaciones de sí mismo, huida, pero nunca tienen esa fuerza explosiva, volcánica, de las obras de Kleist, donde parece que la lava ardiente es arrojada a chorros desde las profundidades de su corazón. Ese poder volcánico de Kleist, esa acción sobre los arrecifes que están entre la Vida y la Muerte, es lo que distingue a Kleist de los pensamientos adornados de Hebbel, en quien se ve que todo sale del cerebro y no de las profundidades más hondas de la existencia o de Schiller también, cuyas creaciones son grandiosos edificios que están, por decirlo así, fuera de él y no nacen de la necesidad imperiosa de su ser. Ningún poeta alemán ha puesto tanto su alma en sus obras como Kleist, ninguno ha destrozado de modo tan criminal su propio pecho en la poesía. Sólo la música puede ser tan volcánica, tan potente, tan soñadora; precisamente este carácter peligroso es lo que ha cautivado tan mágicamente al músico Hugo Wolf hasta hacer brotar su música pasional para Pentesilea.

Pero esa fuerza de Kleist, ¿no traduce de modo sublime el deseo que, dos mil años antes, había expresado Aristóteles de que la tragedia « libere de un afecto peligroso por una vehemente expansión»? En los adjetivos «peligroso» y «vehemente» está la verdadera cuestión (que han dejado de ver los franceses y tantos alemanes), y eso parece haber sido escrito para Kleist, pues ¿qué afectos fueron más peligrosos que los suyos? No dominaba los problemas como los dominó Schiller, sino que los problemas lo dominaban a él; pero eso precisamente, esa falta de libertad, es lo que le hace tan volcánico y explosivo. Su producción no es una exposición planeada y medida de lo que desea expresar, sino que es una lucha para librarse desesperadamente de esa locura interior que lo oprime hasta matarlo. Todo personaje que aparece en su obra siente (como el mismo Kleist) el problema que se le presenta como si fuera el único y esencial problema del mundo, del cual dependiera su existencia; a cada personaje se le ve lleno de la locura de ese modo de ser. En Kleist (y por eso también en sus personajes);. cualquier cosa se convierte en algo incisivo, cortante, todo en él es herida, es crisis. Las desgracias de la patria, que en otros dan pie a un hinchado patetismo, la filosofía (que Goethe precisamente trató con cierto escepticismo, aprovechando de ella tan sólo lo que podía favorecer su, desarrollo espiritual), su erotismo, todos sus sentimientos, todos, se vuelven en él fiebre y manía, pasión y dolor, pero siempre en grado máximo, hasta amenazar con la destrucción de su propia existencia. Eso hace que la vida de Kleist sea tan dramática y sus problemas tan trágicos que no puedan quedar, como los de Schiller, en meras ficciones poéticas, sino que lleguen a ser crueles . realidades de su sentimiento; por eso hay en sus obras esa atmósfera tan realmente trágica, que ningún otro, poeta alemán ha podido presentar en tan alto grado. Para Kleist, el mundo y toda su vida se convierten en tensión; ha sabido transportar sus contrastes a los hiperbólicos personajes de sus ficciones como en una polaridad de la Naturaleza: la incapacidad para no adentrarse en los sentimientos, la severidad rígida de sus conceptos, conducen siempre a sus personajes a un conflicto con el ambiente que los rodea, ya se trate de Kohlhaas, de Homburg o de Aquiles, y como esta resistencia se da en grado superlativo (como la de Kleist), ha de surgir, no por casualidad, sino fatalmente, la tragedia.

La esencia de Kleist lo lleva fatalmente a la tragedia sólo la tragedia puede hacer tangible la lucha interna de su naturaleza, pues, mientras que la épica es de formas más conciliadoras y deja cierto margen de libertad, el drama exige agudización, fuerza vibrante (por eso encaja mejor con su carácter exaltado). Las pasiones lo empujan con su ansia de liberarse, y son ellas, y no Kleist, las que forman sus obras; por eso siempre me ha parecido equivocado el atribuir a Kleíst un plan, o un método, o hasta un esfuerzo consciente para lograr sus creaciones Goethe ha hablado algo irónicamente de un teatro invisible para el cual eran escritas sus obras: ese teatro invisible era, sin embargo, para Kleist, la demoníaca naturaleza del mundo que, en su poderosa dualidad, en su contradicción rotunda, en su fuerza y en su movimiento no cabía entre los decorados, cualesquiera que fueran, si no era para destruirlos. Nadie fue ni quiso ser menos práctico que Kleíst. Lo que él buscaba era librarse de su presión, liberarse, y todo lo teatral y práctico se oponía completamente a su carácter. Sus concepciones tienen siempre algo de casual a inevitable, sus lazos son más sólidos, la parte técnica está dibujada como al fresco por su mano presurosa a impaciente. Cuando su mano no es genial, deriva enseguida hacia lo teatral, hacía lo melodramático y, en según que momentos, cae en los efectos más bajos del teatro de arrabal, del espectáculo de magia, para, de pronto, cortar de un solo tajo con lo anterior (como Shakespeare) y elevarse a las más altas esferas del espíritu. El argumento es para Kleist un simple pretexto; su arte empieza cuando lo adorna todo con pasiones, con todo el entusiasmo de que es capaz. Por este motivo sabe crear muy a menudo la emoción con los medios más vulgares, débiles o remotos (Käthchen von Heilbronn, Schroffenstein); pero cuando está encendido por la pasión, se encuentra en su propio elemento, que es el choque y la lucha de los impulsos; cuando suelta toda la fuerza expansiva de su alma, llega a una intensidad de emoción sin precedentes. La técnica de Kleist parece sencilla, cándida; sus disposiciones, triviales y defectuosas; se va metiendo en lo más interno del conflicto a fuerza de rodeos y de apartados vericuetos para saltar después, con fuerza enorme, con la terrible expansión de sentimientos que lo caracteriza. Antes, sin embargo, tiene que adentrarse hasta lo más hondo, y necesitaba para ello, como Dostoievski, largos preparativos, refinadas complicaciones, rodeos laberínticos.

Al principio de sus dramas (El cántaro roto, Guiskard, Pentesilea), las situaciones se enredan tupidamente, del mismo modo que las nubes preparan la tormenta, y a Kleist parece gustarle esa atmósfera sobrecargada, tensa y oscura, porque, por su tensión, oscuridad y sobrecarga, es la fiel imagen de su alma. La confusión de las situaciones corresponde a aquella confusión de los sentimientos que Goethe adivinó en nuestro poeta. Ciertamente, en el fondo de esa poderosa confusión hay una chispa de masoquismo, un placer en la tensión mantenida para encender con su propia inquietud la inquietud ajena. Así, los dramas de Kleist tratan de excitar deliciosamente los nervios antes de conmoverlos; algo análogo a lo que pasa con la música de Tristán, que sabe despertar una vibración de los sentidos con su monotonía de ensueño y sus insinuaciones y frases excitantes. Sólo en Guiskard arranca de un tirón la cortina para dejarlo todo tan claro como el día; en sus otros dramas (Homburg, Pentesilea, Hermansschlacht) empieza siempre con una situación confusa y con cierta imprecisión en los personajes, y de esa confusión primera brota después un alud de pasiones que luchan y chocan entre sí. Muchas veces, ese cúmulo de pasiones se desborda y destroza la frágil concepción del drama; excepto en Homburg, en Kleist se tiene siempre la sensación de que sus personajes han saltado de su mano y de que febrilmente se precipitan más allá de toda medida, con una fuerza que él ni en sueños habría podido pretender alcanzar. No domina a sus personajes, como hace Shakespeare, sino que sus personajes lo arrastran a él; parece que en Kleist los personajes acuden a la llamada del demonio, convirtiéndose cada uno de ellos en un aprendiz de brujo, y que no siguen en nada a una voluntad consciente. Dicho en el más elevado sentido de la palabra, Kleist no es responsable de lo que ellos hacen o dicen; parece que hablen en sueños y dejen ver los deseos más ciertos a irrefrenables.

Esa fuerza superior a la propia voluntad, esa irresponsabilidad, está también en su lenguaje dramático, que se asemeja al aliento ardiente de la exaltación, que deja escapar a veces un quejido de dolor o un alarido, o marca, a veces, un silencio. Incesantemente, su lenguaje oscila entre los más opuestos contrastes; en ocasiones, la reserva de Kleist se traduce en un magnífico laconismo; en otras, funde su lenguaje en un ardor sin límites, sin diques. A veces surgen de sus palabras como masas vivas y tibias de sangre; después hace pedazos el sentimiento que había provocado. Mientras logra dominar el idioma, éste es fuerte y viril, pero cuando los sentidos desbocados se convierten en pasión, entonces las palabras le huyen para expresar el delirio de sus sueños. Nunca logra Kleist dominar perfectamente la palabra; sus oraciones salen torcidas, oscuras y descoyuntadas. Cuando quiere que su lenguaje sea duro y fuerte, él, el eterno exagerado, lo extiende y desarticula de tal forma que resulta difícil encontrar la ilación entre las frases. Su paciencia y dominio no se extienden más que a frases aisladas; nunca logra abarcar la totalidad, así que sus versos nunca salen fluidos ni melódicos, sino que parecen salidos a chorros intermitentes, llenos de la espuma y el calor de la pasión. Lo mismo que pasa con sus personajes, que se ven arrebatados por la fiebre y la exageración y rompen sus riendas, así también le pasa con el lenguaje. Cuando Kleist se entrega de verdad (y en sus producciones pone todo su «yo»), el exceso de pasión le arrolla; por eso no logra crear nunca una verdadera poesía (excepto aquella mágica «Letanía de la muerte»), porque la hipertensión y la propia caída nunca podrán crear una fuente fluida y cadenciosa, sino sólo un torbellino hirviente; su verso es tan poco melodioso y tranquilo como lo es su respiración. Sólo la muerte logró transformar en música su último suspiro.

Arrebatador y arrebatado; flagelador y flagelado; tal aparece Kleist en relación con sus personajes, y lo que hace tremendamente trágicos sus dramas no es su concepción, ni los anhelos espirituales que encierran, ni sus escenas, sino su horizonte monstruosamente nublado, que los eleva al grado mayor de lo heroico y grandioso. Kleist posee una visión trágica del mundo, una visión innata, porque nunca forma una tragedia, que por lo demás no sentiría, de una sola faceta, sino que su tragedia es siempre la tragedia del mundo.

Kleist lleva siempre consigo, hiperbólicamente, su propia fatalidad, y la herida que abre el pecho de cada uno de sus personajes no es más que una parte de esa monstruosa herida que lacera al mundo entero y lo convierte en eterno dolor. Otra gran verdad que dijo Nietzsche es que Kleist se ocupaba siempre de la parte incurable de la naturaleza, pues a menudo hablaba de lo enfermizo del mundo; para él, el mundo era incurable, no podía nunca integrarse en un todo, no había solución. Pero precisamente por eso, Kleist merece el nombre de verdadero trágico; sólo el que siente el mundo en su dualidad de juez y de reo, sólo éste puede actuar como acusador y defensor, como deudor y acreedor, en cada una de sus frases, y dar la razón a cada una de las partes, frente a la injusticia de la naturaleza, que ha hecho a los hombres tan fragmentarios, tan divididos, tan eternamente insatisfechos.

Una vez escribió Goethe una ironía en el álbum de un hombre de alma entenebrecida, en el álbum de Schopenhauer: Si quieres sentir la satisfacción de lo propio mérito, debes conceder mérito al mundo.

La visión trágica de Kleist no le permitió nunca conceder mérito al mundo; por eso en él se cumplió la profecía, y así nunca pudo tener la satisfacción de su propio mérito; al contrario, todas sus creaciones surgen de su descontento del mundo, y sus personajes trágicos (de una tragedia verdadera) quieren elevarse siempre por encima de sí mismos y romper con sus cabezas las rígidas paredes del destino. La resignación de Goethe respecto a la vida contagió siempre a todos los personajes de sus obras; por eso ninguna de ellas tiene la grandiosidad de los antiguos, aunque él las vistiera con túnica y coturno. Aun los personajes trágicos de Goethe, como Fausto y Tasso, acaban por tranquilizarse y salvan a su «yo» de la última caída.

Goethe, todo sabiduría, no ignoraba el efecto destructor de toda verdadera tragedia («me destruiría a mí mismo -dice una vez- si escribiese una verdadera tragedia»); con su mirada de águila domina la perspectiva del peligro, y era por otra parte demasiado sabio y prudente para precipitarse en él. Kleist era, por el contrario, heroicamente ignorante del peligro, y su ` ánimo y entereza, absolutamente profundos; con voluptuosidad, llevaba sus sueños y sus creaciones hasta las más extremas posibilidades, sabiendo que iba a la perdición. Veía el mundo como una tragedia y por eso creó tragedias, y de su propia vida supo hacer la última y más sublime de sus obras.

 

EL MUNDO Y SU ESENCIA

Únicamente puedo sentirme satisfecho cuando estoy en compañía de mí mismo, pues sólo entonces puedo ser sincero.

(De una carta)

 

Kleíst supo muy poco del mundo, pero mucho de su esencia. Vivía como un extraño, casi como un enemigo de lo que le rodeaba; sabía tan poco de la astucia a intereses creados de los hombres, como esos mismos hombres sabían de su exageración. Su psicología era tal vez nula en lo que se refiere al tipo corriente de los hombres, a lo normal; sólo parece despertarse toda su lucidez cuando los sentimientos, al apoderarse de los hombres, los suben a alturas insospechadas; Kleist sólo está unido al mundo exterior por las pasiones; su aislamiento cesa allí donde la naturaleza de los hombres se hace demoníaca, abismal. Igual que les pasa a muchos animales, Kleíst no ve claro a plena luz, sino en la penumbra del sentimiento, en la noche o en el crepúsculo del corazón. Lo único que parece ser adecuado para él son los ardientes y volcánicos interiores de los hombres. En lo eruptivo, en lo caótico de los sentimientos básicos, domina vidente su pasional imaginación; lo superficial de la vida, la cáscara fría y dura de la existencia cotidiana, la sencilla forma de lo corriente, todo eso no merece ser ni aun rozado por una mirada de Kleist. Era demasiado impaciente para poder observar sereno durante algún tiempo la realidad; por eso siempre tiende a apresurar los sucesos hasta hacerlos llegar a un ardor de trópico; para ese hombre pasional sólo hay problemas en el fuego de los sentimientos. Bien mirado, nunca llegó a crear personajes, sino que su demonio reconoció a su hermano en cada uno de ellos, fuera de la esfera de lo terrenal: los demonios de las figuras, los demonios de la Naturaleza.

Por eso todos sus héroes son tan desequilibrados, porque se han elevado por encima de la vida cotidiana, llevando consigo una parte del espíritu de Kleist; cada uno de ellos era portador exagerado de su pasión.

Todas esas indomables criaturas de su imaginación son, como dice Goethe al hablar de Pentesílea, «de una casta singular, y cada una de ellas ostenta los rasgos del poeta: intransigencia, acritud, obstinación, impulso, independencia y acometividad; desde la primera mirada, se reconocen en ellas los rasgos de Caín: deben destruir o ser destruidas. Todos sus personajes tienen esta extraña mezcla de fogosidad y de frialdad, de «demasiado poco» y «en exceso de brutalidad y de vergüenza, de superabundancía y de reserva, de versatilidad y de exaltación, hasta alcanzar la máxima tensión nerviosa. Todos martirizan incluso a aquellos a quienes aman (como Kleist a sus amigos); todos llevan prendido de los ojos un brillo de fuego peligroso que asusta hasta a los más escépticos; de ahí que su heroísmo no sea nunca popular ni esté al alcance del pueblo; nunca los libros de Kleíst han sido manuales del heroísmo. Hasta la misma Káthchen, que, retrocediendo sólo un poquitín hacía lo popular y lo trivial, sería más popular que Gretchen y que Louise, tiene un no sé qué en el alma, un exceso de abnegación, que no desciende a los límites del sentido común.

Hermann, el héroe nacional, tiene un deje excesivo de política y de habilidad; tiene, en fin, demasiado de Talleyrand, para convertirse en figura patriótica. En todo, hasta en lo más trivial, hay siempre una gota de algo peligroso que lo hace extraño al pueblo: al oficial Homburg su magnífico miedo a la muerte le imposibilita para llevar el nimbo de la popularidad, igual que le pasa a Pentesilea por su ansia báquica, a Wetter von Strahl por cierto trazo excesivamente viril, y a Thusnelda, por tontería y vanidad femenina. A todos les aparta Kleist de lo común, de lo schilleriano, por algún rasgo primitivo que sale descarnado por debajo de su ropaje teatral. Cada uno de ellos tiene algo extraño, inesperado, inarmónico, algo no típico en su espíritu; todos ellos (si se exceptúa al bufón Kunigunda y a los soldados) tienen un rasgo acusadísimo en su fisonomía, como sucede con los personajes de Shakespeare. Así como Kleist es, en sus dramas, antíteatral, también es antídealista como formador de figuras, y lo es de un modo inconsciente; pues siempre que en él se encuentra idealización, se ve que se ha logrado por una consciente labor de retocado o por una visión superficial y miope. Pero Kleist siempre ve claro y nada odia más que los pequeños sentimientos; antes dejará de tener buen gusto, que ser vulgar; antes será exageradamente seco que melifluo. El enternecimiento le es repulsivo pues su naturaleza es cruda y consciente de la pasión real; por eso también es conscientemente antisentimental y sabe cortar a tiempo en aquellos momentos en que se inicia lo trivial o lo romántico, cerrando la boca de sus personajes, principalmente en las escenas de amor; permitiéndoles, a lo sumo, un balbuceo, un sonrojo, un suspiro y sobre todo un silencio significativo. Tiene extremo cuidado en que sus personajes no sean algo vulgar, y de ahí-hay que hablar francamente-que tales personajes sean extraños al pueblo alemán, y no sólo al pueblo, sino a cualquiera acostumbrado a la literatura y formado según las tradiciones de la escena. Esos personajes pueden ser considerados como tipos nacionales, pero de una nación de ensueño, así como sólo pueden ser considerados como figuras teatrales en el sentido de aquel teatro imaginario de que Kleist hablaba a Goethe. Los personajes de Kleist son rebeldes, obstinados como su creador, y por eso están aureolados de soledad. Sus dramas quedan sin contacto alguno con la literatura, ya anterior, ya posterior a Kleist; no son herederos de ningún estilo literario y tampoco formaron escuela. Kleist fue un caso aislado y el mundo que creó ha quedado también como un mundo aislado.

Sí, un caso aislado, pues ese mundo no tiene límites en el tiempo ni el espacio; no se reduce a los años que van de 1790 a 1807, ni a las fronteras de Brandeburgo; tampoco hay en él el soplo del clasicismo ni el crepúsculo del romanticismo. El mundo de Kleist es tan extraño y tan sin delimitación posible como lo fue el mismo Kleist; es como una esfera de Saturno, apartada de la luz del día.

A la par que el hombre, la Naturaleza también interesa a Kleist, pero sólo en sus fronteras extremas, donde linda con lo demoníaco, donde lo natural se hace mágico, y lo corriente, extraño; donde el mundo se acerca al caos primitivo para convertirse en lo inaudito, en lo inverosímil; donde, permítaseme decirlo así, abandonando toda norma, se hace pasional y vicioso. A Kleist le preocupa lo anormal, lo anárquico.

(Véanse La marquesa de O, La mendiga de Locarno, El terremoto de Chile.) Siempre se interesa, pues, por aquel momento en que la Naturaleza diríase que rompe el círculo que Dios le había trazado. No en vano ha leído con tanta pasión Nachtseite der Natur, de Schubart. Los misterios del sonambulismo, del hipnotismo, de la sugestión, del magnetismo animal, son materias apropiadas para encender su fantasía, que se ve atraída no ya sólo por las pasiones humanas, sino también por las fuerzas secretas del Cosmos, y de esta manera, sus creaciones se enredan aún más, porque a la confusión del sentimiento, hay que añadir la confusión de las cosas materiales. Donde está lo extraordinario, allí está a gusto Kleist; allí, entre tinieblas, trata de ver al demonio por alguna rendija, y sale siempre a su encuentro; allí, entonces, está lejos de lo vulgar, que siempre le repugna y hasta le asusta; eterno apasionado, se adentra cada vez más en la Naturaleza. También en el modo de ser del mundo, como antes en el modo de ser de los hombres, busca ahora siempre lo superlativo.

Ese apartamiento de lo real y manifiesto podría, a primera vista, hacer de Kleist un pariente próximo de sus contemporáneos los románticos, pero no es así: entre la cándida superstición y novelería de éstos y el amor invencible de Kleist hacia todo lo fantástico o abstruso hay un verdadero abismo de sentimiento. Los románticos buscan lo maravilloso como una devoción; Kleist busca lo extraño como una enfermedad de la naturaleza. Un Novalis quiere creer y remontarse en esta fe; un Eichendorff o un Tieck quieren resolver la dureza y el contrasentido de la vida en música, pero Kleist sólo persigue ansiosamente el secreto que se oculta detrás de las cosas y quiere andar a tientas hasta lo más extremo para poder dirigir su mirada fríamente pasional, su mirada que siempre escruta, sondea a investiga, hasta los últimos rincones de lo maravilloso. Cuanto más extraño es un suceso, tanto más le agrada relatarlo, y pone todo su ánimo en aclarar lo inconcebible a fuerza de sobriedad en la narración, y así su intelecto, tenaz como un tornillo, va penetrando hasta lo más profundo de las cosas, hasta las esferas mágicas donde celebran extraña boda lo maravilloso de la naturaleza con lo demoníaco de los hombres. En esto se parece a Dostoievski mas que ningún otro alemán; como en Dostoievski, los personajes de Kleist están cargados de fuerzas nerviosas, enfermizas y exageradas, y sus nervios parece que estén enredados dolorosamente en lo demoníaco de la naturaleza. Kleist sólo es auténtico, como Dostoievski, cuando pasa por la exaltación, y por eso va rodeado de esa atmósfera pesada, pero al mismo tiempo cristalina, como la del cielo antes de soplar el viento, sobre el paisaje de su mundo interior; como el frío hielo de la razón, que de pronto se trueca en una pesadez tibia de fantasía para romper después inopinadamente en terribles ráfagas de pasión. El panorama espiritual de Kleist es ciertamente hermoso y lleno de profunda visión, tan intensa como no hay otro ejemplo en la poesía alemana, pero al mismo tiempo es difícil de soportar; nadie puede sumergirse largo tiempo en el mundo de Kleist (él sólo Pudo soportarlo diez años), porque los nervios se ponen en tensión, excita constantemente con sus alternancias de calor v de frío y le llena a uno de inquietud. Es demasiado duro el pasar toda una vida en esa atmósfera cargada y opresora; el cielo parece que pesa sobre el alma; es un mundo demasiado cálido para tan poco sol y hay demasiada luz para tan poco espacio. Tampoco Kleist, eterno indeciso, tiene en el sentido artístico ninguna patria, ningún pedazo de tierra firme bajo sus pasos de eterna peregrinación. Está aquí o allí, pero ese aquí o allí nunca es su casa, su patria; vive en lo maravilloso sin creer en ello, y plasma la realidad sin amarla.

 

EL NARRADOR

Pues es cualidad de la verdadera forma el hacer salir de ella inmediatamente al espíritu, mientras que, en la forma defectuosa, ese espíritu queda retenido como por un espejo y nada nos recuerda si no es a sí mismo.

(Carta de un poeta a otro)

 

El alma de Kleist vive en dos mundos distintos; en el mundo cálido de la fantasía y en el mundo helado de la razón, del análisis; por eso su arte está dividido en dos partes, que marcan esos dos extremos. Se ha relacionado muy a menudo al Kleist dramaturgo con el Kleist novelista, pero en realidad sus dos formas de arte (drama y novela) son lo opuesto, lo inverso; marcan, en fin, la división interior de Kleist llevada al extremo. El dramaturgo se arroja, sin riendas, en el asunto, lo calienta con la fiebre de sus propias venas, mientras que el novelista se abstiene de mezclarse en su narración, se reprime fuertemente, queda ausente ella, procurando que no se note ni aun el aliento de su boca. En los dramas es todo tensión y pasión; en sus narraciones, quiere que esas tensiones y esa pasión las ponga el lector. En los dramas está delante su autor; en las novelas, detrás. En aquéllos hay expansión; en éstas, reserva; ambas cosas son llevadas hasta los límites más exagerados que el arte permite. Por eso sus dramas son los más volcánicos y más caudalosos del teatro alemán, y sus novelas, las más recortadas, más heladas y más comprimidas de todas las alemanas.

Y es que Kleist sólo vive en grado superlativo.

En las novelas, Kleist aparta a su «yo», sofoca su propia pasión para dejar paso a los otros, y eso lo practica hasta el extremo de la exageración. Lleva la autoseparación hasta tal punto, que es ya un exceso de objetividad y, por tanto, un peligro para el arte (el peligro es su elemento).

Nunca la literatura alemana ha logrado un estilo tan objetivo, una tranquilidad tan aparente, un realismo tan magistral, como en esas pequeñas novelas y anécdotas; quizá les falte sólo un elemento para ser perfectas: la naturalidad; en ellas sigue siendo Kleist el eterno esclavo: aquí lo es de su voluntad rígida, como en los dramas lo es de su pasión desbordada; les falta por eso a sus narraciones un punto de alegría, una presentación suave, una naturalidad de lenguaje. Constantemente se adivinan sus labios apretados para no dejar escapar el aliento cálido de su pasión; uno se da cuenta de que su mano está febril a fuerza de contenerse; se ve cómo el hombre está luchando por echarse atrás, por estar ausente. En esa reserva, en esa ocultación y represión, se adivina una perversa voluptuosidad que busca extraviar al lector y desorientarlo en un laberinto ingeniosamente disfrazado de realidad que no es más que su impulso erótico, desterrado de su estilo. Para darse cuenta de esto, véase su modelo, las Novelas ejemplares de Cervantes, y compárese con la técnica de Kleist, que hace un exceso de la misma sobriedad que se adivina. No hay ningún Aríel en su alma oprimida y rebosante; la atmósfera es siempre opresora y no vibra musicalmente. Quiere ser frío, y se vuelve de hielo; quiere bajar la voz, y habla como ahogado; quiere ser fuerte en el lenguaje, latino, a lo Tácito, y sus palabras salen convulsas. Siempre, al lado de Kleist, en un sentido u otro, está la exageración.

Nunca había el idioma alemán adquirido tal dureza, pero al mismo tiempo nunca tampoco había sonado tan metálico, tan frío, como en la prosa de Kleist. No lo sabe manejar (como Hölderlin, Novalis y Goethe) como si fuera un arpa, sino como un arma, como un arado de poder inflexible. Y en esta lengua dura, de bronce, el eterno contraste de Kleist quiere encajar las cosas más ardientes, más sugestivas, y su sobriedad y claridad de protestante luchan con los problemas más fantásticos a inverosímiles. Su narración se hace misteriosa, enredada, tensa, con el fin malévolo de llenar de angustia al lector, atraerlo, asustarlo, y después, cuando ya está junto al borde, dar un tirón a las riendas y parar de golpe; aquel que no vea, en la aparente frialdad de Kleist como narrador, su placer demoníaco de apartar a los lectores de aquello que es su verdadero elemento, a ése le parecerá simplemente una cuestión de técnica lo que en realidad es fanatismo del autodominio o disimulo de las más profundas pasiones. Yo mismo no puedo menos que estremecerme cuando releo las historias de Kleist (La mendiga de Locarno y otras historias), y no a causa de lo que en ellas se narra, sino por la terrible vibración, latente en ellas, de una inflexible voluntad demoníaca que se muestra silenciosa y que, en su aparente tranquilidad, resulta mucho más terrible que el apasionamiento de los versos y hasta que los gritos pasionales de Pentesilea. Todo lo malo que hay en Kleist, todo lo que él oculta, todo lo equívoco que en él existe, se traiciona en su estilo comedido, porque la tranquilidad, dominio y maestría de su estilo eran la antítesis de su modo de ser. No podía lograr la naturalidad -que es la suprema magia del artista-, porque esa naturalidad aparente no era otra cosa que una ley que el poeta se imponía a sí mismo.

Y sin embargo, ¡cómo logra Kleist imponer su voluntad de acero en la prosa de sus narraciones! ¡Con qué precisión corre la sangre por las venas del idioma! Donde más claramente se ve esa voluntad férrea es en aquellas pequeñas anécdotas que escribía sin fin artístico, sólo para llenar los blancos de su periódico.

En cualquiera de los informes de la policía o en aquellos menudos episodios de la Guerra de los Siete Años, se ve de modo inolvidable el resultado de su voluntad; la narración es transparente como un bloque de cristal; no hay en ella el menor vestigio de psicología, por lo que la realidad queda perfecta. En las novelas se advierte con más intensidad el esfuerzo de Kleist por ser objetivo. Toda la pasión de Kleist por lo complicado, por lo tortuoso, sus ganas de buscar siempre el lado misterioso o escondido de las cosas, se aprecia notablemente en las narraciones más extensas, pero donde más se adivina es en su aparente frialdad, de tal manera que, en La marquesa de O, una anécdota de ocho renglones escasos parece casi una charada, y La mendiga de Locarno es como una pesadilla. Lo que hace más atormentadores y fuertes esos sueños es que sus figuras aparecen dibujadas sobriamente, con un estilo de cronista, sin nada de imágenes de ensueño, sin claroscuros, como troqueladas con una naturalidad que tiene tanto de real como de espectral. El demonio de su voluntad va ahí disfrazado de sobriedad; pero de una sobriedad llevada al exceso, llevada, en fin, a un límite tal que nos deja ver claramente el reverso de Kleist, que es una exaltación de la frialdad fuera de toda medida.

También Stendhal había tendido siempre a escribir en una prosa fría, sobria y antisentimental, y diariamente se preocupaba de leer el estilo burgués de las disposiciones oficiales. Kleist, del mismo modo, procuró tomar como modelo el tono y el estilo de las crónicas, pero mientras que el primero logra una técnica propia, Kleist, en su exageración, cae de lleno en la pasión de no ser apasionado y la emoción pasa del autor al lector. Pero siempre se ve ese eterno < demasiado» que fluye de su ser; por eso siempre son más fuertes aquellas novelas en que crea una figura que es representación de su caso; por eso Michael Kohlhaas es el tipo más magistral que ha sabido crear, porque en él se personifica la exageración, una exageración que acaba por destruirlo; es la imagen inconsciente del escritor, que creó, de lo mejor de sí mismo, lo más peligroso, y el fanatismo de su voluntad sale desbordante por encima de toda ley. En lo exagerado de esa autodisciplina, de esa reserva, Kleist es tan demoníaco como en su pasión.

Todo eso resulta mucho más palpable, como ya he dicho, en aquellas pequeñas anécdotas que escribió sin buscar efecto artístico ninguno, y después en aquellas extrañas manifestaciones que hace en sus cartas.

Nunca ningún autor alemán se ha mostrado a sí mismo tan desnudo, tan descarnado como Kleist en aquellas pocas cartas que se conservan de él. Me parece que no tienen comparación con los documentos psicológicos de Goethe y de Schiller, porque la veracidad de Kleist es infinitamente más osada, más ¡limitada a incondicional que las confesiones de los clásicos, que siempre van más o menos subordinadas a la estética. Kleist, conforme a su modo de ser, es excesivo hasta en la confesión; parece que hace su autopsia lleno de placer; no es que sienta amor a la verdad, sino que experimenta una fogosa pasión por ella y conserva una magnífica estética hasta en el más profundo dolor. Nada hay más agudo que los gritos de ese corazón y, sin embargo, parecen descender desde las alturas como el grito estremecido de un ave herida; nada hay más gran dios que el patetismo heroico de su soledad quejumbrosa. Parece oírse el tormento de Filotek envenenado, disputando con los dioses, aislado en la isla de su espíritu, separado de sus hermanos, cuando, en el tormento de conocerse a sí mismo, se arranca las vestiduras y queda desnudo ante nosotros; pero no como un desvergonzado, sino como un cuerpo sangriento y ardiente que acaba de salir de su última lucha. Hay gritos que proceden de lo más hondo de lo humano, gritos de un dios despedazado, gritos de un animal atormentado, y después de eso vuelven a fluir las palabras, llenas de lucidez, de una lucidez tal que deslumbra. En ninguna obra pudo llegar a tanta profundidad como en sus cartas; en ninguna obra se ve tan claramente ese dualismo de exceso de presión y exceso de contención; de análisis y éxtasis; de ponderación y pasión; de prusianismo y primítivismo. Muy posiblemente, en aquel manuscrito perdido de Historia de mi alma, todos esos mismos relámpagos y llamaradas formarían una única luz; pero ese manuscrito, que no era ciertamente un arbitraje entre Poesía y Verdad, sino el fanatismo de la verdad, se ha perdido para nosotros. En esto, como siempre, la fatalidad ha intervenido de nuevo para no dejar escapar su secreto, para que Kleist siga siendo el hombre hermético y desconocido, para que, en fin, no podamos verle en sí mismo, solo, sino siempre envuelto en las sombras del Demonio.

 

EL ULTIMO LAZO

Por encima de todo, siempre vence el sentimiento de justicia.

La familia Schroffenstein

 

En cada uno de sus dramas, Kleist nos revela su alma; en todos ellos hay una entrega al mundo de una chispa del fuego de su espíritu; porque en cada uno de ellos se encuentra una de sus pasiones convertida en personaje de ficción. Así, pues, por sus obras lo conocemos en parte, a él y su batallar heroico; sin embargo, no habría pisado nunca el terreno de la inmortalidad si en su última obra no nos hubiera ofrecido lo más elevado: su heroica lucha. En su Príncipe de Homburg ha sabido hacer una tragedia con su conflicto vital, y lo ha logrado con ese soplo genial que raras veces el destino concede más de una vez al artista; ha escrito la tragedia genial de su fuerza interior, de su lucha, de la antinomia entre la pasión y el autodominio.

En sus otras obras, Pentesilea, Guiskard, Hermannsschlacht, había siempre un impulso pasional hacia el infinito, exagerado, contundente; pero en su última tragedia no sólo ha puesto ese impulso, sino que ha creado un mundo donde se agita todo ese revoltijo de fuerzas pasionales; un mundo donde la presión y la contención forman una unidad que se eleva poderosa por encima de todo, en vez de dejar que esas fuerzas de acción y de reacción se separen en direcciones distintas. Y ese elevarse de las fuerzas, ¿qué es, sino la más alta armonía? El arte no conoce momentos más hermosos que aquellos en que puede presentar en su justo equilibrio lo desmesurado; momentos sonoros en que, en un abrir y cerrar de ojos, toda disonancia se une para formar una armonía celeste; entonces todas esas fuerzas opuestas, divorciadas, incompatibles, se precipitan una dentro de la otra para, sólo un instante, unir sus labios, formados de palabras y de amor. Cuanto más fuerte es esa separación, esa contraposición, tanto más fuerte es también ese ósculo y tanto más rugiente el acorde que surge de esas cataratas de pasión. El Homburg de Kleist tiene, mas que ningún otro drama alemán, la magnificencia de la extrema tensión, y su autor da a la nación alemana una tragedia perfecta a un paso apenas de su propia destrucción, del mismo modo que Hölderlin, una hora antes de sumergirse en las tinieblas, entona su himno órfico universal; del mismo modo que Nietzsche, antes de su derrumbamiento interior, deja fluir, embriagado, la fuente saltarina, brillante como una gema, de sus palabras. Esa fuerza mágica que sale del sentimiento de la propia desaparición está más allá de todo análisis o explicación, es algo inefablemente hermoso, como el último salto de la azulada llama antes de apagarse.

En su Homburg supo Kleist domar a su demonio por algún tiempo y hasta arrojarlo de su obra. En esa obra no se ha limitado a aplastar una de las cabezas de la hidra que lo rodeaban amenazantes, como hace en Pentesilea, en Guiskard y en Hermannsschlacht; aquí ha agarrado al monstruo por la garganta y lo arroja lejos de sí. Y por eso aquí puede verse toda la fuerza enorme de la pasión, que no sale silbando como el vapor, desde la presión interior hacia el vacío, sino que ahora una fuerza, una pasión, se precipita contra la otra en lucha abierta. En esta obra no queda ni un solo átomo de esa presión interior que no tome parte en esa lucha dramática, porque se expande con toda su fuerza; aquí son igualmente fuertes el dique y la corriente, el oleaje y el acantilado. Ahora Kleist no sale de sí mismo, sino que se duplica; así lo antagónico pierde su fuerza destructora porque no deja, como antes, comer libremente ninguno de sus impulsos; no permite, en fin, ninguna hegemonía, Toda la antinomia de su ser se presenta aquí claramente. Pero toda claridad facilita la visión de las cosas, y esa visión produce la reconciliación. Cesa ya la eterna lucha entre su apasionamiento y su disciplina al quedar éstos frente a frente y a plena luz. La disciplina (el príncipe, que hace proclamar vencedor a Homburg en la iglesia) honra al apasionado, y éste (Homburg, que exige su propia pena de muerte) honra la ley. Ambas fuerzas se reconocen como fuerzas primordiales que forman un conjunto; la inquietud pide movimientos; la disciplina, orden; y cuando Kleist arranca de su pecho oprimido aquella lucha eterna para colocarla allá arriba, entre las estrellas, logra por primera vez su unidad y se convierte en partícipe de la creación.

Y, de pronto, fluye naturalmente todo lo que ha estado buscando, todo lo que amaba, y fluye en la forma más elevada y pura, ungido por un sentimiento de reconciliación. Todas las pasiones de sus treinta años se realizan de pronto, se materializan, pero ya no de un modo brusco y exagerado, sino suave y luminosamente. La loca ambición de Guiskard tiene toda la fogosidad del adolescente cuando se cobija en el pecho de Homburg. El patriotismo de Hermannsschlacht, patriotismo brutal, homicida, obsesionante, bárbaro, se suaviza y se hace humano hasta trocarse en inefable sentimiento patrio. La manía legalista de Kohlhaas se trueca, en la figura del príncipe, en clara observancia de la ley. Toda la decoración mágica de Käthchen no es ya más que un dulce claro de luna que ilumina la escena de un jardín de verano, donde la muerte flota como un soplo del más allá. Y aquella pasión voluptuosa de Pentesilea, aquella extraña ansia de vivir, se reducen a un natural sentimiento de deseo. Por primera vez, hay en esta obra de Kleist un escondido fondo de bondad, un aliento de humanidad y de comprensión, y de esa comprensión -cuerda de plata, que él nunca había ni rozado- surge como una armonía de arpa. Todo lo que puede emocionar a un hombre está reunido aquí, y así como se dice que los moribundos en sus últimos momentos de vida reviven su pasado, así pasa también por esta obra de Kleist toda su anterior vida, todas sus faltas, todos sus errores, todas sus omisiones, todo lo que parecía sin sentido, todo lo vano en apariencia, y todo eso recobra en esta obra su verdadera significación. La filosofía de Kant, que tanto lo atormentó a los veinte años y que casi asfixió su plan de vida, está ahora en las palabras del príncipe y eleva esa figura a lo espiritual. Sus años de cadete, su escuela militar tantas veces maldecida, reviven en magnífica imagen del ejército, en un canto a la solidaridad; hasta el mundo real y mercantilizado, tan odiado por él, es ahora base de la tragedia, y la atmósfera, antes tan vacía, adquiere transparencia y horizontes. Todo aquello de lo que él había logrado liberarse: disciplina, tradición, tiempo, se alza ahora como un cielo por encima de su obra. Por primera vez crea algo que sale de su patria, de su hogar, de su propia sangre. Por primera vez, la atmósfera ha dejado de ser tan pesada y densa; ya no vibran sus nervios en dolorosa tensión; sus versos fluyen por primera vez claros y armónicos; no brotan ya a empujones, a borbotones; por primera vez hay música en su obra. El mundo espiritual, que antes era como una presión demoníaca en su obra, se eleva ahora como un crepúsculo por encima de lo humano; un tono dulce, como el de los últimos dramas de Shakespeare, consciente y animoso, cubre como un velo su mundo lleno de armonía.

El Principe de Homburg es el verdadero drama de Kleist, porque en él está contenida su vida entera; todas las complicaciones de su existencia están allí: su amor a la vida; su anhelo de muerte; su indisciplina, su exuberancia, su atavismo, su experiencia; sólo aquí, donde se ha entregado completamente, se eleva por encima de su conciencia. De ahí ese tono profético y misterioso en la escena de la muerte; el miedo a la fatalidad, que suena como a poesía, de su muerte, escrita por adelantado, es también todo su pasado. Sólo los que han recibido ya la unción de la muerte tienen esa visión elevada que abarca el pasado y el futuro.

De todos los dramas alemanes, sólo Homburg y Empédocles regalan nuestros oídos con esa música espiritual que es ya como una resonancia del Infinito. Sólo en el último umbral es dado a las almas el diluirse completamente; sólo la resignación de llegar a aquellas misteriosas esferas, tanto tiempo anheladas, permite su entera expansión; Kleist logra, cuando ya nada espera, aquello que le fue negado a su ansia fogosa y pasional. Sólo en esa hora en que ya nada espera, el destino le concede lo que antes le negó: la perfección.

 

PASIÓN DE MUERTE

He hecho lo máximo que permiten las fuerzas humanas: he buscado el imposible. Todo lo he apostado en esa jugada. El dado está ya echado; ahí está... y he perdido.

Pentesilea

 

En el tiempo en que Kleist alcanza la cumbre del arte, el año de Homburg, llega fatalmente también a la soledad más absoluta. Nunca estuvo más olvidado del mundo, más perdido en el tiempo y en su patria; ha abandonado el empleo; le han prohibido la entrada al periódico; aquella misión que se le había encomendado de arrastrar a Austria a la guerra, ha quedado en nada. Su enemigo, Napoleón, domina en toda Europa; el rey de Prusia se convierte en su aliado, después de haber sido su vasallo. Las obras de Kleist van y vienen por los escenarios sin ser representadas, rechazadas por los empresarios, o, sí se representan, no son del agrado del público; sus libros no encuentran editor; él mismo no logra encontrar ni el empleo más modesto. Goethe se ha apartado de él; los demás apenas lo conocen y ningún aprecio pueden tenerle; sus protectores lo han abandonado en su caída; los amigos le han olvidado; finalmente, también lo abandona su hermana Ulrica. Ha perdido en todas las cartas a que ha apostado; sólo le resta ya una; lo único de valor que le queda en las manos es el manuscrito de su obra maestra, El Príncipe de Homburg, que no logra ver representada. Nadie le sienta a su mesa ya, y nadie tampoco tiene la menor confianza en esta última carta que él lleva en la mano. Entonces, Kleist se dirige de nuevo a su familia, saliendo así de una soledad que duraba y muchos meses. Así, pues, se va hacia Francfort del Oder a ver a los suyos y a alegrarse el alma con un poco de amor; pero los suyos le echan sal en las heridas y hiel en los labios.

Aquella hora que pasa con su familia le destroza; todos ven en Kleist al fracasado que ha perdido el empleo, al dramaturgo sin éxito, y, en resumen, le miran desdeñosamente como a algo indigno de la familia. «Quisiera morir diez veces, antes de volver a sufrir lo que sufrí en Francfort, en ese día, durante la comida», escribe lleno de desespero. Los suyos le echan y él se ha de refugiar en sí mismo, en su pecho,, oprimido, y, avergonzado, humillado, se dirige como puede hacia Berlín. Durante algunos meses va y viene, vestido, miserablemente y con los zapatos rotos, intentando encontrar un empleo. Ofrece su Homburg, su Hermannsschlacht a los libreros, pero en vano; pone de mal humor a sus amistades con su triste aspecto, hasta que todos parece que se cansan de él y él a su vez se cansa también de esa búsqueda.

Mi alma está tan lacerada -escribe estremecido en aquellos días-, que diría que hasta la luz del Sol me hace daño cuando me atrevo a asomarme a la ventana.» Todas sus pasiones han terminado; todas sus fuerzas están dispersas; todas sus esperanzas han resultado, fallidas, pues: Su fama no logra llegar a los oídos de nadie, y cuando ve el signo de los tiempos que ondea ante cada puerta, termina su canción; quiere acabar ya y, llorando, deja escapar la lira de sus manos.

Entonces, en medio de la soledad espantosa en que se encuentra, soledad y silencio como nunca ha sentido otro genio alrededor de sí (si se exceptúa tal vez a Nietzsche), entonces oye sonar una voz siniestra, oscura, y que ya había oído en momentos de desesperación: es la llamada de la muerte. Este pensamiento de una muerte voluntaria le acompaña desde su juventud, y así como cuando era casi un muchacho se había hecho un plan de vida, ahora, desde hacía algún tiempo, estaba formando un plan de muerte; este pensamiento, aunque oculto, se había afirmado en su alma, y ahora, cuando la marea y el oleaje de la esperanza se retiran de su alma, queda el pensamiento de la muerte como una negra roca descubierta por el reflujo, negro y fuerte. Son innumerables en las cartas de Kleist las alusiones voluptuosas al suicidio.

Ciertamente, se podría decir paradójicamente que si soportó la vida tanto tiempo, fue porque en todo momento sabía que podía arrancarla de su cuerpo. Siente continuamente el deseo de morir, y si se le ve titubear no es de miedo, sino por su naturaleza exagerada, excesiva; Kleist no ama a la muerte de cualquier manera, sino con pasión, con exaltación; no quiere matarse, pues, miserablemente, cobardemente, sino que ansía -según él mismo escribe a Ulrica- «una muerte magnífica». Hasta este pensamiento siniestro y oscuro logra en Kleist la voluptuosidad de la embriaguez. Quiere ir a la muerte como quien va al lecho nupcial; su erotismo, que no encontró el cauce natural, se desborda hasta inundar todas las profundidades de la naturaleza, y sueña ya con una muerte que sea de místico amor, una muerte que sea desaparición de dos almas. Cierto terror atávico -que él ha inmortalizado en el Principe de Homburg- le hace temer la soledad de la muerte, el tener que soportarla toda una eternidad; así pide desde su infancia, a todos los que ama, que mueran con él. Él, que durante la vida ha estado sediento de amor, pide ahora una muerte de amor. En el mundo ninguna mujer logró satisfacer su amor ¡limitado, ninguna mujer logró sostener el paso hacia el éxtasis de aquel loco de amor; ninguna, ni su novia, ni Ulrica, ni Marie von Kleist, pudieron soportar la ebullición de sus pasiones. Ahora el amor, el ansia de amor de Kleist, sólo puede satisfacerse con la muerte, que es lo más alto a insuperable; en Pentesilea se adivina esa pasión. Así pues, sólo la mujer que esté dispuesta a morir con él es la que puede ofrecerle un amor insuperable, y esa mujer es la única que Kleist desea; « su tumba me ha de ser más agradable que los lechos de todas las emperatrices del mundo», escribe en su última carta de despedida. Por eso Kleíst pide la compañía hacia la muerte a las personas que le son más afectas, y a Karoline von Schiller, que le era casi desconocida, le propone «pegarle un tiro a ella y después pegarse otro él». Trata de atraer a su amigo Rühle diciéndole: «No acaba de abandonarme la idea de que todavía hemos de hacer juntos una cosa; ven -sigue diciendo-, hagamos algo bien hecho y encontremos la muerte en ello; será uno de los millones de muertes que ya hemos sufrido o que hemos de sufrir todavía; es sólo como si pasáramos de una habitación a otra.» Como siempre le sucede a Kleist, la idea, fría al principio, es pronto ardiente pasión; cada vez se entusiasma más con el proyecto de acabar su lento desmoronamiento con una explosión, de un golpe, en una destrucción heroica, y arrojarse a una muerte fantástica para librarse de su eterna lamentación, de su lucha interior, de su insaciable pasión, rodeado de embriaguez y de éxtasis. Su demonio interior se alza magnífico, pues quiere arrojarse a su elemento: al Infinito.

Esa pasión de muerte en compañía de otra persona, queda sin ser comprendida por sus amigos y por las mujeres, como incomprendidas quedaron siempre sus hipertrofias sentimentales. En vano insiste, mendiga casi, para encontrar a su compañero en la muerte: todos se apartan de él horrorizados al oír tal proposición.

Finalmente, cuando su alma rezuma ya asco y amargura, cuando la oscuridad de su corazón le borra la vista y el sentimiento, encuentra a una mujer que acepta agradecida su proposición. Se trata de una enferma condenada a muerte; un cáncer le corroe las entrañas como a Kleist le corroe el alma el cansancio de vivir.

Kleist, exaltado en su éxtasis, se deja acompañar voluptuosamente por aquella infeliz a la tumba: ya hay alguien que le priva de la soledad en sus últimos momentos de vida, y así surgió aquella extraña noche de bodas del «no-amado» con la «no-amada», así aquella mujer enferma y fea (él sólo miró su rostro en el éxtasis del pensamiento) se arroja con él a la inmortalidad. En el fondo, aquella pobre cajera le era desconocida; nunca la conoció sexualmente, pero se desposa con ella bajo otros signos y otras estrellas, se desposa con ella en el sagrado sacramento de la muerte. Esa mujer, que para su vida habría resultado pequeña, débil y enfermiza, será una magnífica compañera de muerte, porque es la única que pone, sobre la muerte del poeta, un alba engañosa de amor y compañerismo. Él mismo se le ofreció: ella no tenía mas que tomarlo, y él estaba preparado.

La vida le había dispuesto demasiado a ello, pues lo había pisoteado, esclavizado, decepcionado y hasta rebajado, y ahora él sabe levantarse con toda su magnífica fuerza para hacer de su muerte su última tragedia. El artista que hay en él reaviva ahora el fuego que ardía oculto entre cenizas, soplando con su aliento poderoso, y de su pecho brota una llamarada de júbilo apenas está seguro, como él mismo dice, de que « ya está maduro para la muerte», apenas se da cuenta que la vida ya no lo domina, sino que es él quien domina la vida. Y aquel que nunca pudo decir un «sí» claro y puro (como Goethe), ahora dice su «sí» más sagrado y alegre a la muerte, y ese «sí» suena por primera vez magnífico y sin disonancia. Toda la acrimonia ha desaparecido; toda torpeza ha muerto; todas sus palabras suenan ahora magníficas bajo el hacha del destino. La luz del día no le molesta ya, porque su alma respira la inmortalidad; lo vulgar está lejos; su mundo interior está lleno de luz; ahora vive feliz su propio «yo»; vive aquellos versos de su Homburg, que son los versos de su propia extinción: Ahora, oh Inmortalidad, ya eres completamente mía. A través de la venda que cubre mis ojos, pasa lo brillo como el de mil soles. Siento que me nacen alas y que flota mi espíritu tranquilo en los etéreos espacios; y del mismo modo que un buque llevado por el soplo del viento ve cómo paulatinamente van desapareciendo el puerto y la ciudad, así yo veo cómo toda mi ida se va hundiendo en el crepúsculo. Aún distingo los colores y las formas... y ahora sólo niebla se extiende debajo de mí.

El éxtasis que lo arrastró, durante treinta y tres años, través de todas las espesuras del bosque de la vida, lo levanta ahora henchido de amor en una despedida llena de bienaventuranza. Todo el antagonismo interior, toda la lucha eterna, se funde ahora en un único y exclusivo sentimiento. Al entrar en las tinieblas voluntariamente, animoso, su sombra lo abandona; el demonio de su vida se cierne unos instantes sobre su cuerpo arruinado y, corno el humo, se disuelve después. En esta última hora, todo el dolor y la pesadumbre de Kleist se disuelven, desaparecen, y su demonio se convierte en armonía.

 

 

FRIEDRICH NIETZSCHE

El interés que despierta en mí un filósofo depende exactamente de su capacidad para darnos un ejemplo.

CONSIDERACIONES INTEMPESTIVAS

 

TRAGEDIA SIN PERSONAJES

Vivir de un modo peligroso es obtener el mayor placer que puede dar la existencia.

 

La tragedia de Friedrich Nietzsche es un monodrama: el único actor en la corta escena de su vida es él mismo. En cada uno de los actos -rápidos como un alud- está Nietzsche como un luchador solitario bajo el tempestuoso cielo de su destino; no tiene a nadie a su lado; nadie está enfrente de él; ninguna mujer, con su tierna presencia, suaviza esa tensión atmosférica. Toda acción procede de él y en él se refleja solamente.

Las únicas figuras que al principio marchan a su lado son acompañantes mudos, asombrados y asustados de su heroica empresa, que después, poco a poco, se van alejando de él, como si fuera peligroso. Nadie se atreve a adentrarse en el círculo interior de su destino. Nietzsche habla, lucha y sufre siempre por su propia cuenta. No habla a nadie y nadie le habla a él. Y, lo que aún es más terrible: nadie lo escucha.

Esa heroica tragedia de Friedrich Nietzsche no tiene, pues, personajes ni público, y tampoco tiene decorado, ni escenario, ni trajes: se representa, por decirlo así, en el vacío, en la idea. Basilea, Naumburgo, Niza, Sorrento, Sils-Maria, Génova: esos nombres no son, en realidad, diferentes residencias de Nietzsche, sino jalones que bordean el camino recorrido en un vuelo ardiente, es decir, bastidores y telones fríos y sin color. Realmente, el decorado de su tragedia fue siempre el mismo: aislamiento, soledad, esa soledad muda que siempre rodea el pensamiento de Nietzsche como una campana de cristal; esa soledad sin flores ni luz, sin música, sin seres humanos, sin animales, y hasta sin Dios; esa soledad petrificada, muerta, de un mundo primitivo anterior o posterior a cualquier tiempo. Pero lo que hace más vacía y triste esa soledad, terrible y grotesca al mismo tiempo, es el hecho inconcebible de que esta soledad de desierto, de glaciar, se encuentre, intelectualmente hablando, en medio de un país americanizado, en medio de esa Alemania moderna donde trepidan los ferrocarriles que van y vienen, donde cruza por doquier el telégrafo; un país lleno de ruido y tumulto, en medio de una cultura llena de curiosidad malsana que lanza al mundo, todos los años, cuarenta mil libros, que en sus cien universidades trata continuamente de resolver nuevos problemas, que en sus centenares de teatros está contemplando diariamente dramas y tragedias, y que, a pesar de todo lo dicho, no sabe absolutamente nada, ni adivina nada, ni siente nada de ese formidable drama del espíritu que se está desarrollando en su mismo centro, en su círculo más íntimo.

Pues ni aun en los momentos más grandiosos la tragedia de Nietzsche logra tener en Alemania siquiera un espectador, un solo testigo. A principio, cuando habla desde su cátedra y la luz de Wagner lo ilumina, sus palabras despiertan alguna curiosidad; pero cuanto más profundiza en sí mismo o en la hondura del tiempo, tanto menor es el eco que despierta su voz. Uno después de otro, amigos y extraños se sienten intimidados por el heroico monólogo, asustados por las transformaciones cada vez más salvajes y por los éxtasis cada vez más ardientes del eterno solitario que fue Nietzsche, y por eso le abandonan, terriblemente solo, a su destino. Poco a poco, el solitario actor se va llenando de la inquietud de hablar siempre en el vacío; va alzando la voz, grita, gesticula, queriendo despertar así un eco o una voz contradictoria. Inventa una música para sus palabras: una música tempestuosa, embriagadora, dionisíaca, pero ya nadie lo escucha.

Recurre entonces a arlequinadas, a una alegría forzada, punzante, estridente; hace cabriolas con sus frases, las adorna, todo ello sólo para atraer, con su diversión artificial, a algunos oyentes a aquello tan terriblemente serio que él está diciendo, pero ni una mano se mueve para aplaudirle. Finalmente, inventa una danza, la danza de las espadas, y, herido, desgarrado, sangrante, ejercita su nuevo arte ante el público, pero nadie adivina el sentido de esas bromas estridentes ni la pasión destrozada que se encierra en su afectada frivolidad. Sin público, sin eco, termina entonces el drama de su espíritu, que es el más extraordinario que pueda haberse presentado en nuestro inquieto siglo. Nadie se molesta en dirigirle una mirada cuando el zumbel de sus pensamientos salta por última vez, para acabar cayendo al suelo agotado... «muerto ante la inmortalidad.» Ese aislamiento rotundo, ese estar consigo mismo, es lo más profundo, lo más trágico de la vida de Friedrich Nietzsche. Nunca una plenitud de espíritu como la suya, ni una orgía semejante de los sentimientos, estuvieron rodeadas de un vacío tan enorme, de un silencio tan hermético. Ni siquiera tuvo adversarios; así, la más poderosa voluntad de pensar, «encerrada en sí misma y enterrándose a sí misma», se ve obligada a buscar dentro de su propio pecho, dentro de su alma trágica, la respuesta o la contradicción. Y ese espíritu, furioso por su destino, arranca su túnica de Neso de los jirones sangrientos de su piel, arranca ese ardor que lo devora para aparecer desnudo ante la verdad, frente a sí mismo. Pero ¡qué frío glacial hay alrededor de esa desnudez! ¡Qué silencio alrededor de ese grito del espíritu! ¡Qué cielo siniestro, lleno de nubes y de rayos, se cierne sobre ese « asesino de la divinidad», que, a falta de un enemigo con quien combatir, se precipita sobre sí mismo, sin piedad, como quien se conoce a sí mismo y es su propio verdugo! Arrebatado por su demonio más allá del tiempo y del espacio, más allá de los límites más extremos de su ser, Sacudido por extraña fiebre, temblando ante las aceradas puntas de las flechas heladas, repudiado por ti, ¡oh, pensamiento! ¡Indecible! ¡Sombrío! ¡Terrible! retrocede a veces, sacudido por un estremecimiento, con la mirada llena de terror, cuando se da cuenta de cuán lejos de todo lo viviente, de todo lo que ha sido, le ha arrastrado su vida. Pero un impulso tan grande no puede volver atrás; con plena conciencia, y al mismo tiempo en el supremo éxtasis de la embriaguez de sí mismo, cumple su destino, aquel que Bölderlin, su querido Hölderlin, le había marcado en la figura de Empedocles.

Un heroico paisaje sin cielo, un espectáculo grandioso sin espectadores, un silencio cada vez mayor que rodea al trágico grito de la soledad de un espíritu: tal es la tragedia de Friedrich Nietzsche; se debería abominar de tina tragedia así, como de una de esas terribles crueldades de la Naturaleza, tan estúpida, sí Nietzsche no la hubiera aceptado en un gesto extático y si no hubiera escogido, y hasta amado, esa crueldad única a causa de su naturaleza también única. Pues, voluntariamente y con claro sentido, supo edificar esa «vida particular» en su segura existencia, con su profundo instinto trágico, y su gran fortaleza de ánimo supo retar a los dioses para experimentar en sí mismo el mayor grado de peligro en que un hombre puede vivir: ¡Salud, oh, demonios! Con ese grito de la hybris, Nietzsche y sus amigos evocan las potencias en una noche alegre, como de estudiantes: a la hora de los espíritus, arrojan por la ventana sus vasos llenos de vino a una de las calles tranquilas de una Basilea dormida, como en sacrificio a los Invisibles. Es sólo una broma fantástica que encierra un presentimiento; pero los demonios escucharon la invocación y persiguen al que los desafió, y así la broma de una noche llega a ser la tragedia de un destino. Nunca logra Nietzsche escabullirse de esas monstruosas exigencias que lo han agarrado y atado con cadenas: cuanto más fuerte pega el martillo, tanto más sonoro rebota en la masa de bronce de su voluntad. Y sobre ese yunque, puesto al rojo por la pasión, se ve forjada, a golpes cada vez más fuertes, la fórmula que, como una armadura, defiende su espíritu: «Fórmula para la grandeza de un hombre, amor fatí; no querer ser nada diferente de lo que ha sido, de lo que es, o de lo que ha de ser. Soportar lo fatal; más aún: no disimularlo; más aún: amarlo.» Ese canto ferviente de amor a las potencias ahoga ditirámbicamente los gritos de dolor: arrojado a tierra, vencido por el silencio, devorado por sí mismo, roído por todas las amarguras del dolor, no levanta jamás su mano para que el destino lo abandone. Al contrario, reclama una miseria mayor todavía, una soledad más profunda, un sufrimiento más completo; siempre lo máximo que puede resistir. Si alza sus manos no es pidiendo gracia, sino al contrario, su oración es la de los héroes: « ¡Oh!, voluntad de mí alma, que yo llamaré mi destino, tú que estás en mí, por encima sírvame y concédeme un destino grande.» Y el que así sabe orar, es escuchado.

 

DOBLE RETRATO

El énfasis en el gesto no es propio de la grandeza; quien necesita del gesto, es falso... Desconfiemos de todas las personas pintorescas.

 

Imagen patética del héroe: veamos cómo lo describe la mentira marmórea, la leyenda pintoresca: una cabeza de héroe orgullosamente levantada; frente alta, surcada por sombríos pensamientos; los cabellos revueltos, como en oleadas; el cuello potente y robusto. Bajo sus cejas tupidas, una mirada de halcón; cada músculo de su rostro está tenso de voluntad, de salud y de fuerza. El bigote a lo Vercingétorix, que cubre su boca áspera, y un mentón prominente nos recuerdan a un guerrero bárbaro, a involuntariamente surge el pensamiento de la espada guerrera y victoriosa, del cuerno de caza o de la lanza, al contemplar su robusta cabeza de león y su cuerpo musculoso de vikingo germano. Bajo esta forma de superhombre, de antiguo Prometeo, ha sido representado por escultores y pintores ese gran solitario del espíritu para hacerle más comprensible a una humanidad no muy llena de fe, que es incapaz de comprender la tragedia si no la ve envuelta en el ropaje teatral, influida en esto por los libros de texto y por el teatro. Pero el auténtico trágico nunca es teatral; el verdadero retrato de Nietzsche es mucho menos pintoresco de como lo representan los bustos o los cuadros.

Imagen del hombre: un mezquino comedor de una pensión de seis francos al día, en un hotel de los Alpes o junto a la ribera de Liguria. Huéspedes indiferentes, la mayor parte de veces; algunas señoras viejas en small talk, es decir, en conversación trivial. La campana ha llamado ya a comer. Entra un hombre de espaldas cargadas, de silueta imprecisa; su paso es incierto, porque Nietzsche, que tiene «seis séptimos de ciego», anda casi tanteando, como si saliese de una caverna. Su traje es oscuro y cuidadosamente aseado; oscuro es también su rostro, y su cabello castaño va revuelto, como agitado por el oleaje; oscuros son igualmente sus ojos, que se ven a través de unos cristales gruesos, extraordinariamente gruesos. Suavemente, casi con timidez, se aproxima; a su alrededor flota un silencio anormal. Parece un hombre que vive en las sombras, más allá de la sociedad, más allá de la conversación, y que está siempre temeroso de todo lo que sea ruido o hasta sonido; saluda a los demás huéspedes con cortesía y distinción y, cortésmente, se le devuelve el saludo. Se aproxima a la mesa con paso inseguro de miope; va probando los alimentos con una precaución propia de un enfermo del estómago, no sea que algún guiso esté excesivamente sazonado o que el té sea demasiado fuerte, pues cualquier cosa de ésas irritaría su vientre delicado, y sí éste enferma, sus nervios se excitan tumultuosamente. Ni un vaso de vino, ni una jarra de cerveza, nada de alcohol, nada de café, ningún cigarro, ningún cigarrillo; nada estimulante; sólo una comida sobria y una conversación de cortesía, en voz baja, con el vecino de mesa (como hablaría uno que ha perdido el hábito de conversar y tiene miedo de que le pregunten demasiado).

Después se retira a su habitación mezquina, pobre, fría. La mesa está colmada de papeles, notas, escritos, pruebas; pero ni una flor, ni un adorno, algún libro apenas y, muy raras veces, alguna carta. Allá en un rincón, un pesado cofre de madera, toda su fortuna: dos camisas, un traje, libros y manuscritos. Sobre un estante, muchas botellitas, frascos y medicinas con que combatir unos dolores de cabeza que le tienen loco durante horas y más horas, para luchar con los espasmos gástricos y los vómitos, para vencer su pereza intestinal y para combatir, sobre todo, su terrible insomnio con cloral y veronal. Un horrible arsenal de venenos y de drogas, que es la única ayuda que puede encontrar en el vacío de un cuarto extranjero, donde no le es posible encontrar otro reposo que el obtenido por un sueño corto, artificial, forzado. Envuelto en una capa y una bufanda de lana (pues la chimenea hace humo, pero no da calor), con sus dedos ateridos, sus gruesos lentes tocando casi el papel, escribe rápidamente, durante horas enteras, palabras que sus mismos ojos no pueden luego apenas descifrar. Durante horas está allá sentado escribiendo, hasta que los ojos le arden y lagrimean; una de las pocas felicidades de su vida es que alguien, apiadado de él, se le ofrezca para escribir un rato, para ayudarle. Si hace buen día, el eterno solitario sale a dar un paseo, siempre solo con sus pensamientos. Nadie lo saluda jamás, nadie lo acompaña jamás, nadie lo para jamás. El mal tiempo, la nieve, la lluvia, todo eso que él odia tanto, lo retienen prisionero en su cuarto; nunca abandona su habitación para buscar la compañía de otros, para buscar a otras personas. Por la noche, un par de pastelillos, una tacita de té flojo, y enseguida otra vez la soledad eterna con sus pensamientos. Horas enteras vela junto a la lámpara macilenta y humosa sin que sus nervios, siempre tensos, se aflojen de cansancio.

Después echa mano del cloral a otro hipnótico cualquiera, y así, a la fuerza, se duerme, se duerme como las demás personas, como las personas que no piensan ni son perseguidas por el demonio.

A veces permanece en cama días enteros: vómitos y espasmos gástricos que le hacen perder el sentido, las sienes le duelen como si se las trepanasen, los ojos pierden casi totalmente la vista; pero nadie se aproxima a su lecho, nadie tiende su mano para poner una compresa en su frente, nadie hay que se preste a leerle en voz alta, a conversar con él, a reír con él.

Esa habitación es siempre la misma. La población tiene nombres distintos: Sorrento, Turín, Venecia, Níza, Marienbad, pero la habitación es la misma: una habitación de alquiler, extraña, fría, de muebles descabalados; siempre la misma mesa de trabajo y el mismo lecho de dolor; siempre también la misma soledad. En todos sus años de peregrinación no hay ni un solo descanso en un ambiente alegre y amable; nunca, durante la noche, se aprieta contra él el cuerpo desnudo y tibio de una mujer; nunca hay una aurora de gloria tras de sus miles y miles de noches de trabajo y de soledad. ¡Cuánto más absoluta es la soledad de Nietzsche que la de la pintoresca meseta de Sils-Maria, visitada ahora por los turistas, entre su lunch y su diner: la soledad de Níetzsche es de toda su vida, de todo su mundo! De vez en cuando un huésped, un visitante. Pero la corteza se ha hecho ya demasiado dura alrededor de ese corazón anhelante de compañía; el solitario da un suspiro de alivio cuando se marcha el visitante. No queda ya en él ni rastro de sociabilidad; la conversación fatiga, agota, al que se alimenta de sí mismo y que, por tanto, sólo tiene apetito de sí mismo. A veces, rápido como un destello, pasa aún un rayo de felicidad: esa felicidad se llama música. Una representación de Carmen en un mal teatro de Niza, un par de arias de un concierto, alguna hora de piano, pero esa felicidad es también forzada y le conmueve hasta hacerle derramar lágrimas; su falta de felicidad lo ha desacostumbrado tanto a ella que acaba por ser ya sólo un tormento.

Durante quince años recorre Níetzsche esa galería subterránea que va de habitación alquilada a habitación alquilada; siempre desconocido, sólo conocido de sí mismo, pasa por oscuras ciudades, por tétricas habitaciones, por pensiones mezquinas, por sucios vagones de ferrocarril, por cuartos de enfermo, mientras en la superficie del tiempo bulle toda la ruidosa feria de las artes y de las ciencias. Sólo el caso de Dostoievski, simultáneo, igualmente oscuro y triste, presenta la misma luz grisácea y espectral. En éste, como en aquél, la obra de titán oculta a la figura miserable del Lázaro que muere diariamente de miseria y de enfermedades, y que también cada día encuentra el milagro salvador de su voluntad que lo saca de lo profundo. Durante quince años, Nietzsche sale y vuelve a caer en el ataúd de su habitación, va de muerte en muerte, de dolor en dolor, de resurrección en resurrección, hasta que todas las energías de su cerebro estallan por fin y le destrozan. Hombres desconocidos levantan del suelo de una calle a ese otro hombre desconocido; hombres desconocidos, extranjeros, le llevan a la habitación, también extranjera, de la Vía Carlo-Alberto de Turín. Nadie presencia su muerte intelectual. Su fin está rodeado de oscuridad y de soledad. Solo, desconocido, se sumerge el espíritu más lúcido del genio en la oscuridad de su propia noche.

 

APOLOGÍA DE LA ENFERMEDAD

Lo que no me mata, me hace más fuerte.

 

Innumerables son los gritos de dolor de ese cuerpo martirizado. Es todo un cuadro de los males físicos, con cien anotaciones, y después esa terrible frase: «En todas las edades de mi vida, el exceso de dolor ha sido monstruoso.» Y efectivamente, no falta ningún diabólico tormento en ese pandemónium de la enfermedad: dolores de cabeza, martilleantes, brutales, que hacen permanecer a ese pobre mártir días enteros echado en un sofá o en la cama; espasmos gástricos con vómitos de sangre, migrañas, fiebres, abatimiento, falta de apetito, hemorroides, debilidad intestinal, escalofríos, sudores nocturnos; todo un círculo terrible. Además, unos ojos «que son, en sus tres cuartos, ciegos», que al menor esfuerzo se hinchan y lagrimean y que no le permiten gozar de la luz del día más que una hora y media o dos diariamente; pero Nietzsche odia el cuidado del cuerpo y trabaja diez horas diarias en su mesa, y su cerebro se venga de esos excesos con dolores de cabeza que lo enloquecen o con terribles tensiones nerviosas, pues su cerebro sobreexcitado no se para por la noche, sino que continúa girando en sus visiones y en sus pensamientos hasta que lo ha de ensordecer por medio de soporíferos. Pero las dosis son cada vez mayores (en dos meses, Nietzsche llega a emplear cincuenta gramos de cloral para procurarse el sueño); entonces su estómago se niega a resistir tan dura prueba y se subleva. Y, en un círculo vicioso, sus vómitos, sus dolores de cabeza, necesitan nuevos remedios; se entabla una lucha encarnizada, insaciable, entre sus órganos irritados, que, en un juego loco, se arrojan uno a otro la pelota llena de espinas del sufrimiento. Jamás hay un momento de reposo en esa lucha, jamás se presenta un momento de satisfacción, ni un solo mes de descanso y de olvido en su dolor. En veinte años, no hay una sola de sus cartas en donde no suene el gemido de sus padecimientos.

Y sus gritos son cada vez más furiosos, más agudos, ante el aguijonazo incesante de sus nervios delicados y sensibles. «Descárgate de ello; muere», se dice a sí mismo. Otra vez escribe: «Una pistola es para mí, actualmente, un pensamiento consolador.» Y en otra ocasión, exclama: «Mi terrible martirio, casi insoportable, me hace anhelar la muerte; por ciertos indicios, me parece próximo un ataque cerebral que me traerá la liberación.» Después ya no encuentra palabras lo bastante significativas para expresar sus sufrimientos; tanto han sido repetidas, que han perdido su fuerza; sus gritos atroces ya no parecen humanos y suben a la superficie desde lo más hondo de su « existencia de perro» De pronto brilla una afirmación que hace estremecer por lo monstruosa; una afirmación sólida, firme, que da el mentís a todos sus anteriores quejidos: «En resumen, he tenido (en esos quince últimos años) un buen estado de salud» ¿Qué significa eso? ¿Qué vale aquí: sus sufrimientos, o su frase lapidaria? Evidentemente, ambas cosas.

El cuerpo de Nietzsche era fuerte y resistente; su tronco grueso y sólido podía soportar cualquier carga; sus raíces se hunden profundamente en una sana generación de sanos alemanes. En summa summarum -como él dice-, su constitución, su organismo, eran sanos; sólo sus nervios son demasiado sensibles para la violencia de su sensibilidad, y por eso están en perpetua conmoción (una conmoción que, sin embargo, nunca logra hacer temblar su sólida fuerza de espíritu) Una vez, Nietzsche encontró la expresión feliz de ese estado semi-peligroso de su salud, cuando habló de «esos pequeños disparos del sufrimiento», porque, efectivamente, en esa lucha, no se abrió nunca una verdadera brecha en sus murallas interiores; vive, como Gulliver en Brobdignac, sitiado por un hormiguero de diminutos sufrimientos. Sus nervios están siempre alerta, siempre en guardia y al acecho; toda su atención está supeditada a su propia defensa, pero nunca fue vencido por una verdadera enfermedad, si se exceptúa esa dolencia sorda que, en silencio, fue abriendo aquella mina que un día hizo saltar su cerebro. Un espíritu monumental como el de Nietzsche no sucumbe al fuego de fusilería; sólo una explosión puede hacer saltar en pedazos su cerebro de granito. Así, a un gran sufrimiento se opone una gran capacidad para sufrir y, frente a una gran vehemencia de sentimiento, se opone una gran delicadeza nerviosa del sistema motor. Pues cada nervio del estómago o del corazón de Nietzsche es como un manómetro de precisión que marca, con depresión o excitación terribles, las más pequeñas alteraciones de la tensión. Nada permanece inconsciente para su cuerpo o para su espíritu. El más pequeño nerviecillo, que en los otros está mudo, le señala a él siempre su misión con un estremecimiento poderoso, y su «furiosa irritabilidad» rompe su fuerte vitalidad en mil fragmentos agudos, cortantes y peligrosos.

De ahí los gritos penetrantes que le hacen exhalar sus nervios lastimados al menor movimiento, al menor paso que Nietzsche da en su vida.

Esa hipersensibilidad fatal, demoníaca, de sus nervios, que se estremecen al menor roce con un dolor que en otra persona no traspasaría el umbral de la conciencia, es la verdadera fuente de sus sufrimientos y al mismo tiempo es también fuente de su genial sistema de valores. No es necesario, para agitar su sangre en reacción fisiológica, que haya una causa tangible o una afección verdadera; basta para ello la menor cosa: las variaciones meteorológicas, por ejemplo, que para Nietzsche son ya motivo de penalidades terribles.

Puede que no haya existido nunca un intelecto tan sensible a las variaciones atmosféricas o a las oscilaciones meteorológicas. En su interior lleva un manómetro, lleva mercurio; es la excitación misma; entre su pulso y la presión atmosférica, entre sus nervios y la humedad del ambiente, parece que existen misteriosos contactos eléctricos. Sus nervios acusan la presión dolorosamente y reaccionan al compás de las oscilaciones de la naturaleza. La lluvia o un tiempo revuelto deprimen su vitalidad («un cielo cubierto me abate profundamente», declara él mismo); un cielo cargado de nubes descompone sus intestinos; las lluvias le restan « potencial», la humedad lo debilita; la sequedad lo vivifica; el sol le da vida; el invierno lo agarrota y lo mata. La aguja barométrica de sus nervios nunca está quieta; necesita ir a un cielo sin nubes, subir a la meseta de Engadín, donde no sopla el viento. Y todas esas variaciones, esas presiones que alteran tanto su estado físico, obran también poderosamente sobre su espíritu. Pues cada vez que brota en él un pensamiento, corre una chispa eléctrica a través de sus tensos nervios; la acción de pensar se realiza, en Nietzsche, como una descarga eléctrica que actúa sobre su cuerpo como una tormenta, y «en cada explosión de su sensibilidad, aunque sea rápida como un parpadeo hay una alteración en el curso de sus venas». El cuerpo y el espíritu, en el más vital de los pensadores, se encuentran íntimamente ligados a las variaciones atmosféricas. Para Níetzsche, las reacciones internas y externas llegan a ser idénticas: «No llego a ser ni espíritu ni cuerpo: soy algo diferente: sufro en todo y por todo» Ahora bien, esa precisión de su sensibilidad, esa tendencia a reaccionar vehementemente ante cada impresión, se ven aumentadas por la atmósfera inmóvil y concentrada en que se desenvuelve su vida, por esa soledad en que vive Nietzsche. En los trescientos sesenta y cinco días del año, nada entra en contacto con él, ni amigo ni mujer, y en las veinticuatro horas del día, nada tiene ante sí mas que a sí mismo; por eso su vida llega a ser un continuo diálogo con sus nervios. En medio de este monstruoso silencio, sostiene en sus manos la brújula de su sensibilidad y, como un anacoreta, como un solitario, como un aislado, observa, bañado en hipocondría, hasta las menores alteraciones que sufren las funciones de su cuerpo. Otros se olvidan de sí mismos porque dirigen su atención a la charla y a los negocios, a la diversión y a las distracciones, porque se sumen en el vino y la apatía, pero Nietzsche es un diagnosticador genial, que se entrega al placer del psicólogo curioso hasta en su propio dolor y hace de sí mismo un « caso de observación y estudio».

Continuamente, con agudas pinzas, pone al desnudo sus nervios, actuando como médico y paciente simultáneamente, dejando al descubierto lo más doloroso de su sensibilidad, y con ello sólo logra, como ha de suceder con toda naturaleza nerviosa, aumentar su hípersensíbilidad. Escamado de los médicos, se convierte en su propio médico y se medica por su propia cuenta durante toda su vida. Va ensayando todas las medicinas o las curas que uno pueda imaginarse: masajes eléctricos, dietas, brebajes, curas de agua; ya calma sus nervios con bromuro, ya se los excita de nuevo con alguna otra sustancia. La extrema sensibilidad que presenta a los cambios meteorológicos lo mueve continuamente a buscar una atmósfera particular, un lugar apropiado, lo que él llama « clima para su alma». Pronto está en Lugano por el aire del lago y la carencia de viento; pronto en Pfáfer o en Sorrento; después cree que los baños de Ragaz podrían librarle de esa porción dolorosa de su ser y que la región salubre de Saint-Moritz o las fuentes de Baden-Baden o Marienbad podrían convenirle. Durante una primavera cree haber descubierto en Engadin la atmósfera más apropiada a su naturaleza, debido a aquel aire vigorizador y ozonizado; después descubre que es Niza, con su aire seco; después cree que es Verona o Génova. Ahora desea estar en pleno bosque, después necesita el aire del mar; ya una pequeña ciudad con alimentos puros y sencillos, ya un lugar en la ribera. Dios sabe cuántos kilómetros de vía férrea recorrió ese fugitivus errans, buscando siempre ese lugar fabuloso donde debía cesar esa excitación, esa quemazón de sus nervios. De sus experiencias patológicas va surgiendo, poco a poco, toda la geografía sanitaria; hojea gruesos volúmenes de obras geológicas buscando ese lugar que nunca encuentra; ese lugar que, como una lámpara de Aladino, ha de reportarle la paz y la tranquilidad. Ningún viaje ha de parecerle excesivamente largo; está en sus proyectos ir a Barcelona, y también piensa en las cordilleras mejicanas, en la Argentina y hasta en el Japón. La situación geográfica, la dietética y la climatología llegan a ser su segunda ciencia particular. En cada lugar anota la temperatura, la presión; con el hidroscopio mide la humedad y toma razón de las precipitaciones atmosféricas; su cuerpo es ya como una especie de columna barométrica, un alambique. En la dicta observa una sistematización igualmente exagerada; lleva un registro con todas las precauciones necesarias. El té ha de ser de cierta marca y tener una fuerza prescrita; la carne no le conviene; las legumbres y verduras han de ser preparadas de cierta manera. Poco a poco, esta medicación, este diagnóstico continuo, se convierten en un egotismo enfermizo, en una contemplación patológica de sí mismo. Nada ha hecho más doloroso el padecimiento de Nietzsche que esa continua vivisección; como siempre, el psicólogo sufre doblemente, porque vive dos veces su dolor: una vez, en la realidad, y otra vez, en la auto-observación.

Pero Nietzsche es el genio de las más violentas posiciones enfrentadas; contrariamente a Goethe, que sabe siempre evitar los peligros, tiene una monstruosa y audaz manera de ir directamente hacía ellos para coger, como se dice, el toro por los cuernos. La psicología, la intelectualidad (he tratado de demostrarlo), arrastran con fuerza al hombre sensible hacia el sufrimiento y hacia el desespero; pero también sólo por la psicología, por el espíritu, puede volver a la normalidad; así, en Nietzsche su enfermedad y su cura vienen del conocimiento que tiene de sí mismo. La psicología, manejada magistralmente en este caso, se convierte en terapéutica, en una aplicación sin par del «arte de la alquimia» que se jacta de convertir en algo precioso lo que nada valía. Después de seis años de tormentos incesantes, ha llegado al punto más bajo de su vitalidad; se le puede creer abatido, deshecho por sus nervios, víctima ya del pesimismo y del propio abandono, y he aquí que, de pronto, en la salud espiritual de Nietzsche, se presenta uno de aquellos mágicos «restablecimientos», parecidos a una chispa eléctrica, uno de aquellos momentos en los que se encuentra frente a sí mismo, uno de aquellos movimientos rápidos de propia salvación que han hecho de la vida espiritual de Nietzsche algo tan dramático y emocionante. En gesto brusco, toma la enfermedad que mina su propio terreno y la estrecha contra su corazón; es un momento misterioso (no se puede precisar cuándo ocurrió); es una de esas inspiraciones que, como destellos, están en sus obras, en las que Nietzsche descubre su propia enfermedad; entonces se asombra de encontrarse vivo y de ver que, en el curso de sus mas profundas depresiones, en las épocas más dolorosas de su existencia, no ha hecho más que aumentar su Productividad, y proclama entonces, firmemente convencido, que sus sufrimientos, sus privaciones, son parte integrante de lo único sagrado que hay en su vida. A partir de este momento, su espíritu no tiene la menor compasión por su cuerpo, no toma parte en su dolor y, por primera vez, ve su propia vida desde un punto de vista completamente nuevo y otorga a sus padecimientos un sentido grande y profundo. Con los brazos abiertos, acepta el dolor conscientemente, como algo necesario, y puesto que él, «defensor de la vida», ama todo lo que constituye la existencia, pronuncia, ante su sufrimiento, aquel hímnico «sí» de Zarathustra: aquel entusiasta «otra vez, otra vez, siempre, eternamente». El conocimiento se convierte en reconocimiento, y éste en gratitud; pues desde este elevado punto de mira que se alza por encima de sus propios dolores y desde donde contempla la vida como el camino para llegar a sí mismo, descubre (con la alegría extrema que en él produce la magia de las cosas extremas) que a nada del mundo está más unido y debe más reconocimiento que a su enfermedad y que ha de agradecer lo que en él hay de más elevado a ese terrible verdugo de su vida; ha de agradecerle la libertad, la libertad de su existencia, la libertad de su espíritu, pues siempre ha sido la enfermedad la que lo ha aguijoneado cuando quería reposar, cuando tendía a la pereza, cuando se sentía tentado a fosilizarse en una profesión, en una ocupación o en una forma espiritual. A la enfermedad ha de agradecer haberse librado de la profesión militar para reintegrarse a la ciencia; a la enfermedad ha de agradecer igualmente no haberse estancado en esa misma ciencia; ella es quien le ha hecho salir de la Universidad de Basilea para llevarlo a su «retiro» y, por tanto, a su mundo. A sus ojos enfermos tiene que estar agradecido, pues le han librado de «leer libros», lo que «es el mayor beneficio de que he disfrutado» Todas las trabazones que lo privaban de su desenvolvimiento, todos los lazos que lo ataban, han sido destruidos por sus padecimientos; ha sido doloroso, pero útil. «La enfermedad me libera por sí misma», reconoce claramente; y en verdad que ha sido para él la feliz auxiliadora en el parto del hombre superior que ha salido de su existencia; sus dolores han sido, pues, los dolores vitales del alumbramiento; ha de agradecerles que, para él, la vida no haya sido un hábito, una rutina, sino una renovación, un descubrimiento: « Descubrí la vida como si fuera algo nuevo, y a mí mismo también.» Pues « sólo el dolor da la ciencia» (así entona su canto de agradecimiento al dolor ese hombre torturado).

La salud de hierro, simplemente heredada, no se estremece jamás y evita la lucidez: nada desea, nada pregunta, por eso no hay psicólogos que disfruten de buena salud. Toda ciencia viene del dolor, «el dolor busca siempre las causas de las cosas, mientras que el bienestar se inclina a estar quieto y no volver la mirada hacía atrás»; en el dolor uno se hace cada vez más sensible; es el sufrimiento el que prepara y labra el terreno para el alma, y ese dolor que produce el arado al desgarrar el interior, prepara todo fruto espiritual. «Sólo el dolor libera al espíritu, sólo él nos obliga a descender a lo más profundo de nuestro ser», y por ser casi mortal ese dolor, dice aún esas orgullosas palabras: «Conozco mejor la vida porque muy a menudo he estado en trance de perderla.» Nietzsche vence todo dolor, no por un artificio, no por una negación, no por paliativos, no idealizando su sufrimiento corporal, sino por la fuerza primordial de su naturaleza: por el conocimiento; el magnífico descubridor de valores define en sí mismo el valor de la enfermedad. Mártir a la inversa, no llega al tormento lleno de fe, sino que encuentra esa fe en el sufrimiento, en el mismo dolor. Pero, por misteriosa ciencia, descubre no sólo el valor de la enfermedad, sino también su polo opuesto: el valor de la salud; hacen falta estas dos cosas reunidas para dar con el verdadero sentido de la vida, el eterno estado de tensión que oscila entre el éxtasis y el tormento, y que proyecta al hombre hacia el infinito. Ambas cosas son necesarias: la enfermedad, como medio; la salud como fin; la enfermedad es el camino, la salud es la meta.

Pues, al modo de ver de Nietzsche, el sufrimiento es la orilla imprecisa de la enfermedad; la orilla opuesta brilla de un modo indecible, es la orilla de la salud, que no puede ser alcanzada si no se parte del sufrimiento. Ahora bien, curarse, obtener la salud, es algo más que alcanzar un estado normal de salud; no es sólo un cambio, una transformación, sino infinitamente más: es una ascensión, una elevación, un perfeccionamiento de la sensibilidad. Se sale de la enfermedad con una piel nueva, más delicada, con un gusto más refinado para saborear el placer, con una lengua más sensible a los sabores, con una sensibilidad más feliz y una segunda inocencia en medio de la alegría, como la inocencia de un niño, y con mas refinamiento que nunca. Y esta segunda salud que sigue a la enfermedad, esa salud que no ha venido sin saber por qué, sino que ha sido deseada con anhelo, que ha sido atraída por la voluntad a costa de mil lamentos, gritos y suspiros, esa salud que ha sido conquistada, es cien veces mas viva que la de aquel que siempre estuvo sano. Y el que ha gustado una vez de su dulzura, de su embriaguez, ese arde en ganas de disfrutar mil veces de esa sensación agradable; se precipita una y otra vez en el torbellino de fuego del dolor y se somete a los tormentos sólo para poder encontrar de nuevo esa impresión deliciosa de la curación, esa embriaguez que para Nietzsche reemplaza y sobrepasa mil veces a los estimulantes vulgares como el alcohol o la nicotina.

Pero, apenas Nietzsche descubre el sentido de sus padecimientos y la gran voluptuosidad de la curación, quiere enseguida convertirlo en un apostolado, como si fuera el único sentido del mundo. Como todos los demoníacos, enseguida se rinde a su propio éxtasis y nunca queda saciado ya de esa oscilación entre el dolor y el placer; quiere ser martirizado más profundamente para así después elevarse más alto en el placer supremo y bienaventurado de la curación, que es fuego y vigor. Y, en esa embriaguez chispeante y ardiente, confunde poco a poco su rabiosa voluntad de curación con la propia curación; su fiebre, con la vitalidad; el vértigo de su caída, con el aumento de sus fuerzas. ¡La salud, la salud! como un estandarte hace flamear esta palabra ante sí; esa palabra debe ser el sentido del Universo, la meta de la existencia, la medida de todas las cosas, la piedra de toque de todos los valores. Y el que, año tras año, ha ido dando tumbos por las tinieblas del tormento, ahoga ahora sus lamentos en un himno a la vitalidad, a la fuerza bruta.

Monstruosamente despliega los colores ardientes de la bandera de la voluntad de poder, de la voluntad de vida, de la voluntad de ser fuerte y cruel, y sale, enarbolando esa bandera, al encuentro de una humanidad futura, sin darse cuenta de que la fuerza que lo anima a levantar tan alto su estandarte es la que, al mismo tiempo, tensa el arco que va a dispararle la flecha mortal.

Pues esa segunda salud de Nietzsche, que en su propia exaltación se estimula a sí misma hasta llegar al ditirambo, es una autosugestión, una salud ficticia; precisamente cuando levanta sus manos hacia el cielo lleno de gozo, ebrio de fuerza y (en su Ecce Homo) se jacta de su salud y jura no haber estado nunca enfermo ni decadente, el rayo mortal vibra ya en sus venas. Lo que canta victoriosamente en él no es la Vida, sino la Muerte; no es su intelecto, sino el demonio que se apodera de su víctima. Lo que él toma por luz, por brillo de su fuerza, es el germen disfrazado de su enfermedad, y aquel mágico bienestar que le invade en sus últimas horas, lo diagnosticaría cualquier médico de hoy como euforia, esa sensación agradable precursora del fin. La luz argentina que alumbra sus últimas horas proviene del demonio, del más allá, de otras esferas; pero él, en su embriaguez, de nada se da cuenta; se limita a sentirse sacudido por el placer, por el mayor placer posible en la Tierra; los pensamientos le brotan ardientes, el lenguaje le mana por todos los poros, la música le envuelve el alma. Adondequiera que dirige la vista no ve mas que paz; los transeúntes, en la calle, le saludan sonrientes; cada carta que recibe es un mensaje divino y, tambaleándose de placer, en uno de sus últimos escritos llama a su amigo Peter Gast: «Cántame una nueva canción. El mundo se ha transfigurado y los cielos se estremecen de alegría.» Y es precisamente de ese cielo de donde sale el rayo que le alcanza, confundiendo el sufrimiento y la felicidad en una sola cosa indisoluble. Los dos extremos del sentimiento le atraviesan al mismo tiempo el pecho y, en sus sienes ardorosas, la sangre hace brotar vida y muerte al mismo tiempo, en una música única y apocalíptica.

 

EL DON JUAN DEL CONOCIMIENTO

Lo que importa no es la vida eterna, sino la vitalidad eterna.

 

Kant vive con el conocimiento como quien vive con la esposa; duerme con él, durante cuarenta años, en el mismo lecho espiritual y, con él, engendra toda una generación alemana de sistemas filosóficos, cuyos descendientes viven aún entre nosotros en nuestro mundo burgués. Sus relaciones con la verdad son de un orden puramente monogámico, así como lo son para todos sus hijos intelectuales: Schiller, Fichte, Hegel y Schopenhauer; lo que los arrastra hacia la filosofía es una voluntad de orden; una voluntad muy alemana, objetiva, profesional, para disciplinar el espíritu; en modo alguno demoníaca, sino, al contrario, una voluntad que tiende hacia una sistematización del destino. Sienten el amor a la verdad como un amor hondo, duradero y fiel. Pero ese sentimiento está desprovisto enteramente de erotismo y del deseo de consumir, de dominar, ya a uno mismo, ya a otros; sienten la verdad, su verdad, como una esposa o bien propio del que no han de separarse hasta la hora de la muerte y al que han de ser siempre fieles. Pero en estas relaciones hay algo que huele a doméstico, a casero, y, efectivamente, cada uno de ellos se ha edificado su casa, es decir, su sistema filosófico, para albergar a su amada. Y trabajan con mano maestra el campo de su espíritu, con arado y rastrillo, ese campo que les pertenece y que han conquistado para la humanidad, arrancándolo de la confusión del caos. Cautelosamente van poniendo, cada vez más lejos, los mojones que marcan el límite de sus conocimientos desde el seno de la cultura de su época, y saben aumentar, con su sudor y su trabajo, la cosecha intelectual.

En cambio, la pasión de Nietzsche por saber viene de un temperamento muy distinto, de un lugar que está en los antípodas de lo anteriormente dicho. Su posición frente a la verdad es demoníaca, pasional, vibrante, nerviosa y ávida, nunca se ahíta ni se agota, no se para en un resultado y, a pesar de todas las respuestas, sigue preguntando implacablemente, siempre insaciable. Nunca busca la verdad para hacer de ella una esposa, un sistema, una doctrina a los que se debe fidelidad. Todos los conocimientos lo atraen y ninguno lo sujeta. Tan pronto como un problema ha perdido la virginidad, el encanto del pudor, lo abandona sin piedad y sin celos a los que van detrás, como hacía don Juan -hermano suyo por los instintos con las mille a tre que ya no le interesaban. Pues, como hace todo gran seductor que busca a la mujer en las mujeres, Nietzsche busca el « conocimiento cabal» en los conocimientos aislados, y el conocimiento cabal es algo eternamente imposible, eternamente inaccesible. Lo que martiriza a Nietzsche no es la lucha por el conocimiento, no es su conquista, su posesión, su disfrute, sino la eterna pregunta, la búsqueda, la caza. Su pasión es incertidumbre y no-certeza; por tanto, es una voluntad « vuelta hacía la metafísica» y que consiste en amour-plaisir del conocimiento; un deseo demoníaco de seducir, de poner al desnudo, de violar cada objeto intelectual; un conocer en el sentido bíblico, donde el hombre « conoce» a la mujer y, por decirlo así, descubre su secreto. Nietzsche, eterno relativista de los valores, sabe que ninguno de esos actos de conocimiento, ninguna de esas tomas de posesión, es una verdadera posesión, un conocimiento definitivo, y que la verdad, en su verdadero sentido, nunca se deja poseer por nadie, pues «quien cree estar en posesión de la verdad, ¡cuántas cosas no deja escapar!». Por eso Nietzsche no trata de conservar a su lado la Verdad, por eso no construye nada como refugio intelectual; quiere (o quizá sería mejor decir «debe», pues va forzado por su naturaleza nómada) permanecer siempre sin posesiones, como un Nemrod solitario que pasea sus armas por todos los boscajes del espíritu, que no tiene techo, ni mujer, ni hijos, ni criados, pero que, en compensación, tiene el pleno goce del placer de la caza. Igual que don Juan, busca, no la posesión del placer, ni su prolongación, sino sólo «los grandes y encantadores instantes», sólo le atraen las aventuras del espíritu, aquellos peligrosos «tal vez», en cuya persecución uno se enciende y estimula, pero que si se los alcanza nunca sacian; no busca un botón, sino (como él mismo dice en Don Juan del conocimiento) «el espíritu, el cosquilleo y el placer de la caza o las intrigas del conocimiento, hasta sus más altas y lejanas estrellas, hasta que nada le queda por perseguir, sino los conocimientos perniciosos, como el bebedor que, al final, acaba por beber ajenjo o ácido corrosivo».

Pues, en el concepto de Nietzsche, don Juan no es un epicúreo ni un gran gozador; para ello le falta a ese aristócrata, a ese gentilhombre de nervios sensibles, el romo placer de la digestión, el perezoso contentamiento de la saciedad, la satisfacción y la fanfarronería del triunfo. El cazador de mujeres es (como el Nemrod del espíritu) el eterno perseguidor de su propio instinto. El seductor sin escrúpulos es seducido, a su vez, por su insaciable curiosidad; es un tentador que es tentado continuamente por la tentación de tentar; así Nietzsche pregunta por el placer de preguntar, en inextinguible placer psicológico. Para don Juan, el secreto está en todas y en ninguna de las mujeres: en cada una de ellas, cada noche; en ninguna, para siempre. Así, para el psicólogo, la verdad está momentáneamente en cada problema, pero en ninguno de ellos existe perennemente.

La vida intelectual de Nietzsche no tiene nunca, pues, un punto de reposo ni una superficie lisa como un espejo; es completamente parecida a un torrente, siempre variable, llena de rápidos zigzags, de meandros y de corrientes violentas. En otros filósofos alemanes, la existencia discurre con tranquilidad épica; su filosofía consiste en hilar cómodamente y hasta mecánicamente el hilo que antes estaba enredado; filosofan sentados, con sus miembros cómodamente descansados, y, durante el acto de pensar, apenas se nota una mayor afluencia de sangre a sus cerebros o algo de fiebre en su destino. Kant nunca da la sensación de un espíritu agarrado por los vampiros del pensamiento y espoleado perpetuamente por la necesidad de crear o elaborar ideas; y la vida de Schopenhauer, a partir de sus treinta años, después de haber creado El mundo como voluntad y como representación, tiene, a mi modo de ver, un cierto parecido con la vida de un hombre jubilado ya, con todas las pequeñas amarguras de una carrera que se ha detenido. Todos avanzan con paso firme, seguro y medido, por un camino que ellos mismos han elegido, mientras que Nietzsche (como las aventuras de don Juan) tiene un sello altamente dramático; forma una cadena de episodios peligrosos y sorprendentes, una tragedia sin reposo, llena de incesantes emociones y de peripecias a cuál más vibrante; y todo acaba en una inevitable caída a un abismo sin fondo. Y precisamente esa ausencia de todo reposo, esa necesidad de pensar, ese impulso demoníaco de seguir adelante, son lo que da a esa existencia única una fuerza trágica, inaudita, y un sabor seductor de obra de arte, porque nada hay en ella de profesional o de burgués. Nietzsche está maldito, está condenado a pensar continuamente, como el cazador de la leyenda está condenado a cazar eternamente; lo que era un placer, se convierte en un tormento, en un pesar, y su aliento tiene el ritmo y el fuego de una pieza de caza acosada; su alma time los ardores y las depresiones de un hombre sin reposo, que nunca puede estar satisfecho. Por eso sus lamentos de Ahasverus son tan emocionantes, así como lo es el grito que exhala a partir del momento en que querría la tranquilidad y el placer del reposo; pero lo espolea siempre el aguijón del eterno descontento y lo obliga a levantarse para seguir el camino: «Uno ama algo y, apenas ese algo se convierte en un amor profundo, el tirano que llevamos dentro (que podríamos llamar nuestro «yo» superior) dice: eso es precisamente lo que lo pido en sacrificio. Y, en efecto, lo sacrificamos, pero no sin ser torturados a fuego lento.» Siempre estas naturalezas de don Juan deben abandonar la voluptuosidad del conocimiento, los dulces abrazos femeninos.

Porque el demonio que los lleva cogidos por la nuca les hace seguir avanzando (el mismo demonio de Hölderlin, el mismo demonio de Kleist, el mismo demonio de todos los fanáticos del infinito). Y el grito de Nietzsche, cuando surge, cuando estalla, suena agudo, áspero, como el alarido de una pieza de caza herida por la flecha. Y ese grito de Nietzsche, eterno perseguido y acosado, dice así: Por todas partes hay para mí jardines de Armidas y por todas partes hay, por tanto, desgarramientos y amarguras para el corazón. Necesito levantar el pie fatigado y herido y, ya que es necesario que así lo haga, he de dirigir una mirada de pesar hacia todo lo hermoso que he ido dejando atrás y que no ha sabido retenerme... Precisamente por eso, porque no ha sabido retenerme.

Ese grito de su alma no tiene parangón posible, no hay otro grito tan irresistible como ese, que brota de lo más hondo del sufrimiento; no hay nada semejante en todo lo que, anteriormente a Nietzsche, se escribió en Alemania con el nombre de Filosofía; quizá lo haya entre los místicos de la Edad Media o entre los herejes.

En los santos de la época gótica se encuentra a veces una exclamación impregnada de un dolor parecido, puede ser que más sordo y a través de unos dientes más apretados y con palabras más sobriamente vestidas.

Pascal, que se encuentra también sumergido en el purgatorio de la duda, conoce estas convulsiones, esos aniquilamientos del alma inquieta, pero nunca, ni en Leibniz, ni en Kant, ni en Hegel, ni siquiera en Schopenhauer, encontramos ese acento emocionante. Pues, por leales que sean esas naturalezas científicas, por valerosa y resuelta que pueda parecer su concentración en el todo, no se arrojan, sin embargo, de esa manera-con todo su ser, sin contemplaciones, de corazón, con nervios y entrañas, con todo su destino-, a ese juego heroico de perseguir el conocimiento. Sólo arden como las bujías, es decir, por arriba, por la cabeza, por el espíritu. Una parte de ellos mismos, la terrenal, la privada, y, por tanto, lo más personal de su existencia, queda siempre al abrigo del destino, mientras que Nietzsche pone en juego todo su ser, abordando en todo caso el peligro, no con las ligeras antenas de su pensamiento, sino con todas las voluptuosidades y tormentos de su sangre, con todo su ser, con todo su destino. Sus pensamientos no vienen solamente de arriba, sino que son también el producto de una fiebre que quema su sangre excitada, de una fiebre que procede de sus nervios vibrantes, de sus sentidos no satisfechos, de todo su sentimiento vital; por eso es por lo que sus pensamientos, como los de Pascal, se tienden trágicamente sobre la historia pasional de su alma; con la consecuencia, elevada hasta el extremo, de aventuras peligrosas, casi mortales: un drama vivo que nosotros contemplamos emocionados (mientras que los otros filósofos -biógrafos no ensanchan ni una pulgada el panorama intelectual). Y, sin embargo, aun en su miseria y tristeza más extremas, no querría Nietzsche cambiar su vida, su vida peligrosa, por la de otros, que es un modelo de orden, pues precisamente lo que están buscando los otros por mediación del conocimiento -una aequitas animae, un reposo del alma, un muro de contención contra la ola de los sentimientos- es lo que más odia Nietzsche, porque disminuye la vitalidad. Para Nietzsche, tan trágico y tan heroico, la lucha por la existencia no es buscar protección ni parapeto contra la misma vida; no ¡nada de seguridad ni de bienestar! «¿Cómo podría uno sentir esta maravillosa inquietud, esa totalidad de existencia, sin interrogar, sin temblar continuamente de curiosidad y de placer por esa eterna pregunta?», inquiere Nietzsche orgullosamente, menospreciando así a los espíritus domésticos, caseros, que viven satisfechos. Que se hielen en el frío de la certeza, que se encierren en la cáscara de un sistema; a él sólo lo atraen el revuelto oleaje, la aventura, la multiplicidad seductora, la tentación ardiente, el eterno encanto y la eterna desilusión. Que continúen los otros practicando su filosofía, encerrados en la frialdad de un sistema, como si fuera un negocio, aumentando honradamente y con economías lo que poseen hasta crearse una fortuna; a él le atraen el juego, la riqueza suprema, su propia existencia. Pues él, tan aventurero, ni aun su propia vida anhela poseer; quiere algo más heroico: «No es la vida eterna lo que importa, sino la vitalidad eterna.» Con Nietzsche aparece por primera vez, en el vasto mar de la filosofía alemana, el pabellón negro del pirata: un hombre de otra especie, de otra raza, un nuevo heroísmo, una filosofía despojada de las vestiduras sabias, pero provista de una armadura para la lucha. Los navegantes del espíritu que lo han precedido, aunque heroicos y audaces, habían descubierto solamente imperios y continentes con fines utilitarios, como conquista para la civilización y para la humanidad, a fin de completar también el mapa geográfico de la filosofía y conocer, cada vez más, la porción de terra incógnita del pensamiento. Ellos plantan su bandera de Dios o del espíritu en las nuevas tierras que conquistan; edifican ciudades, templos, calles en esas regiones antes desconocidas, y tras ellos llegan los gobernantes o los administradores para cultivar los nuevos campos y recoger sus cosechas, es decir, llegan los comentadores, los profesores, los hombres de cultura. Pero el sentido último de sus trabajos era el descanso, la paz, la seguridad; quieren aumentar las posesiones del mundo, propagar las normas y las leyes, todo lo que es orden superior.

Níetzsche, al contrario, entra en la filosofía alemana como entraron en el Imperio español los filibusteros del final del siglo XVI, un enjambre de desesperados sin patria, sin amor, sin rey, sin bandera y sin hogar.

Lo mismo que aquéllos, nada conquista Nietzsche para sí ni para los que lo siguen, ni para un rey, ni para un dios, ni aun para una fe, sino sólo por la satisfacción de la conquista misma, pues nada pretende ganar, ni poseer, ni conquistar. No hace pactos con nadie, ni se edifica ninguna casa, desprecia la estrategia filosófica y no busca secuaces: él, el eterno apasionado, el destructor de todo reposo gris, de toda habitación cómoda, desea únicamente saquear, destruir la propiedad, la paz y el goce de los hombres; desea tan sólo propagar, a sangre y fuego, esa vitalidad que él ama tanto como aman los hombres la tranquilidad y el reposo. Aparece de un modo audaz; echa abajo las murallas de la moral y las empalizadas de la fe; no da cuartel a nadie; ningún veto, procedente de la Iglesia o de la realeza, es capaz de detenerle; detrás de él, como detrás de los filibusteros, quedan las iglesias profanadas, los santuarios violados, los sentimientos escarnecidos, las creencias asesinadas, los rebaños de la moralidad dispersos y un horizonte en llamas, como monstruoso faro de osadía y de fuerza. Pero nunca vuelve la vista hacia atrás, ni para regocijarse con lo que deja, ni para gozarse en su posesión; su fin, lo que persigue, es lo desconocido, lo ignoto a inexplorado, es el infinito; su único placer es ejercer el poder, «sacudir la somnolencia» Continuamente apareja su nave para nuevas aventuras, libre, sin creencia alguna, sin patria, hermano de la inquietud y amante de lo infinito. Espada en mano y con el barril de pólvora a sus pies, aleja su nave de la costa y, solo ante los peligros, canta para s mismo, en honor suyo, su magnífico canto del pirata, si canto de fuego, su canto del destino: Sí, ya sé de dónde vengo; como la llama insaciable me con sumo; todo lo que tocan mis manos se vuelve luz y lo que arrojo no es ya más que carbón. Seguramente soy una llama...

 

PASIÓN DE SINCERIDAD

Sólo un mandamiento hay para ti: sé puro.

 

Passio nuova o Pasión de sinceridad: tal es el título de una obra que se proponía escribir Friedrich Nietzsche; pero este libro nunca fue escrito. Mas, si no fue escrito, fue vivido, pues la pasión por la sinceridad, una sinceridad fanática, un amor exaltado por la verdad, llevado hasta el tormento, es el eje alrededor del que gira todo el desarrollo de Nietzsche. Como un resorte de acero que mantiene en tensión su pensamiento, esta pasión está clavada en su carne, embutida en su cerebro, aferrada a sus nervios, y ese resorte es lo que le hace mantenerse erguido siempre ante todos los problemas de la vida.

Sinceridad, honradez, pureza; uno se sorprende un poco al no encontrar, precisamente en un «amoralista» como Nietzsche, ningún otro impulso que sea más extraño, que sea diferente del que los burgueses, los tenderos, los comerciantes y los abogados llaman, con orgullo, su virtud; honradez, sinceridad hasta la tumba, es decir, una verdadera y auténtica virtud intelectual de gente vulgar, un sentimiento convencional y mediocre. Pero al hablar de sentimientos, lo único que cuenta es su intensidad, el sentimiento en sí, nada; y a las naturalezas demoníacas les es dado recobrar la noción trivial, vulgar, para llevarla a un caos creador, a una esfera infinita. Ellas saben dar a los elementos más insignificantes y más convencionales el calor del fuego y el éxtasis de la exaltación; lo que un ser demoníaco toma en sus manos, lo convierte siempre en caótico a indómito; por eso la sinceridad de Nietzsche nada tiene que ver con la correcta honradez de los hombres de orden; su amor hacia la verdad es una llama, es un demonio, un demonio de claridad, un ave de rapiña salvaje, hambrienta y anhelante de botín, dotada de los instintos más finos de los animales carniceros, Una sinceridad como la de Nietzsche nada tiene que ver con el instinto de prudencia enjaulada, domesticada, atemperada, de los comerciantes, y menos aún con la sinceridad grosera y brutal, a lo Kohl-haas, de muchos pensadores (por ejemplo, Lutero) que, llevando a su derecha y a su izquierda sendas anteojeras, se precipitan furiosamente por el camino de una sola verdad, que es la suya. Por poderosa y hasta brutal que pueda parecer a veces la pasión de Nietzsche por la verdad, es sin embargo demasiado nerviosa, demasiado cultivada, para poder ser limitada; nunca se para ni se obstina, sino que, vibrando, va de problema en problema, como una llamarada, iluminándolos y consumiéndolos sin que ninguno llegue a saciarla. Esa dualidad es magnífica; siempre, en Nietzsche, la sinceridad y la pasión están en el mismo plano. Puede ser que nunca un tan destacado genio psicológico haya tenido una estabilidad ética tan grande ni tanto carácter.

Por eso, Nietzsche está predestinado a ser un pensador claro: el que comprende y practica la psicología con pasión, siente todo su ser Heno de aquel placer que sólo sienten los que son perfectos. Sinceridad, verdad; esa virtud burguesa que se siente materialmente como fermento de toda vida espiritual, produce las sensaciones de la música. Las magníficas exaltaciones, los crescendo en contrapunto que hay en su amor son como una fuga de mano maestra, pasando, con compás tempestuoso, desde el viril andante a un espléndido maestoso, renovándose continuamente en magnífica polifonía. La claridad se hace mágica. Ese hombre medio ciego, que anda tanteando el terreno y que vive en la oscuridad, como los búhos, tenía, para la psicología, una mirada de halcón, una mirada que se precipita en un segundo desde lo alto del cielo altísimo de sus pensamientos tras la pista más oculta, descubriendo infaliblemente los matices más parecidos de un color. Ante ese inaudito conocedor, ante ese psicólogo sin rival, no es posible ocultarse ni disimularse; sus ojos, como los rayos de Roentgen, atraviesan los vestidos y la piel y la carne y los cabellos hasta llegar al fondo de cada problema. Y del mismo modo que sus nervios reaccionan, con los cambios de presión atmosférica, como un aparato de precisión, su intelecto, provisto de nervios también de precisión, registra con la misma fidelidad cualquier matiz espiritual. La psicología de Nietzsche no proviene de su inteligencia dura y lúcida como el diamante, sino que es parte integrante de la hipersensibilidad característica de su cuerpo; él siente, husmea, ventea («Mi genio está en mi olfato») con espontaneidad de función física todo aquello que no es completamente puro y completamente sano en los negocios humanos a intelectuales. «Una lealtad extrema frente a todo el mundo» es, para él, no sólo un dogma moral, sino condición primaria elemental, precisa, para su existencia. «Peligro cuando estoy en un medio impuro.» La falta de luz, la suciedad moral, lo deprimen y lo irritan del mismo modo que la pesadez de la atmósfera deprime también sus nervios o la pesadez de los alimentos mal condimentados oprime su estómago; su cuerpo reacciona antes de que lo haga su espíritu. « Siento una irritabilidad muy desagradable en el instinto de pureza, de modo que la percibo fisiológicamente en las entrañas de las almas, y en sus proximidades.» Todo lo que está adulterado por el moralismo, hiere desagradablemente su olfato y le hace detectar la mentira: el incienso de la iglesia, la frase patriótica o cualquier otro narcótico de la conciencia. Tiene un olfato finísimo para todo lo que huela a podrido, a corrompido o a malsano, un olfato que descubre toda mezquindad intelectual; así, pues, la claridad, la pureza, la limpieza, significan, para su intelecto, condiciones tan necesarias para su existencia como para su cuerpo es necesario el aire puro (ya lo dije antes).

Ésa es la psicología verdadera tal como él mismo la define al llamarla «interpretación del cuerpo»; es decir, prolongación de una disposición nerviosa en lo cerebral. Todos los demás psicólogos parecen pesados y romos sí se los compara con este caso de sensibilidad adivinatoria. Ni siquiera Stendhal, que estaba provisto de nervios de gran delicadeza, puede ser comparado con Nietzsche, porque a aquél le faltan el acento apasionado, la insistencia vehemente, se limita a anotar observaciones, mientras que Nietzsche pone toda su alma en el menor detalle, se precipita sobre el menor conocimiento, del mismo modo que el ave de presa se lanza desde enormes alturas sobre algún pequeño animalillo. Sólo Dostoievski tiene nervios tan clarividentes (producto igualmente de una hipersensibilidad, de una enfermedad dolorosa), pero Dostoievski es inferior a Nietzsche en lo que se refiere a la veracidad. Puede ser injusto, puede exagerar a veces, pero Nietzsche nunca cede una pulgada de verdad, ni aun en medio del éxtasis. Por eso nadie tuvo nunca una tan gran predisposición a la psicología como la que tuvo Nietzsche; nunca un espíritu estuvo tan bien constituido para actuar de barómetro del alma; nunca el estudio de los valores poseyó un aparato de precisión tan exacto, tan sublime, como Nietzsche.

Pero no basta a la psicología disponer de un escalpelo cortante, fino, exacto; no basta el tener un instrumento espiritual perfecto; necesita también que la mano del psicólogo sea de acero duro y templado; necesita una mano que no retroceda ni tiemble durante la operación; pues a la psicología no le basta el talento, sino que precisa también carácter, exige el valor de «pensar todo lo que se sabe». En un caso como el de Nietzsche, que se podría considerar ideal, se trata de una facultad de conocer, junto a una fuerte voluntad de saber, de conocer. El psicólogo de verdad debe « querer» ver allá donde «puede ver»; no debe dejar que su pensamiento se desvíe como consecuencia de una indulgencia sentimental, de una timidez personal o de un temor innato; no debe adormecerse por escrúpulos o por sentimientos. Esos guardianes «cuyo deber es la vigilancia» no pueden tener espíritu de conciliación, ni magnanimidad, ni timidez, ni compasión; no pueden tener, en fin, ninguna debilidad o virtud de burgués o de hombre mediocre. No les está permitido a esos guerreros, a esos conquistadores del espíritu, el dejar escapar con indulgencia alguna verdad que han podido capturar en algunas de sus expediciones. En lo que se refiere al conocimiento, « la ceguera no es sólo error, sino cobardía», y la indulgencia es un crimen, pues aquel que tiene miedo o vergüenza de hacer daño, aquel que teme oír los gritos de los desenmascarados o retrocede ante la fealdad del desnudo, ése no ha de descubrir nunca el último secreto. Toda verdad que no alcance el punto más extremo posible, toda veracidad que no sea absoluta, no constituye nunca un valor absoluto. De ahí viene la severidad de Nietzsche con aquellos que, por pereza o cobardía de pensamiento, descuidan el deber sagrado de la firmeza; de ahí la cólera contra Kant por haber introducido en su sistema, por una puerta secreta, volviendo al mismo tiempo la mirada hacía otro lado, el concepto de la divinidad; de ahí su cólera contra aquellos que cierran o entornan los ojos frente a la filosofía, frente «al diablo o el demonio de la oscuridad », y que echan un velo sobre la última y suprema verdad. No hay verdades de gran estilo que surjan por adulación; no hay grandes secretos que puedan ser descubiertos en una charla llana y familiar; la naturaleza sólo se deja arrancar sus secretos más preciosos a la fuerza, con violencia, con tenacidad; gracias a la brutalidad se puede hacer la afirmación, en una moral de gran estilo, de «la majestad y la atrocidad de las exigencias infinitas» Todo lo que está oculto exige mano dura a intransigente; sin firmeza no hay sinceridad ni « conciencia de espíritu» «Donde desaparece mi sinceridad, quedo en las tinieblas, allí donde quiero saber, quiero también ser sincero; es decir: duro, severo, intransigente, cruel a inexorable.» No se piense que Nietzsche ha recibido ese radicalismo, esa dureza y esa implacabilidad como regalo del destino; no, todo eso lo ha comprado, y el precio ha sido su vida, su reposo, su tranquilidad, su bienestar.

Siendo la naturaleza de Nietzsche, en su origen, dulce, buena, accesible, hasta alegre y bien dispuesta, ha necesitado una fuerza de voluntad verdaderamente espartana para hacerse inexorable a inaccesible a sus propios sentimientos; la mitad de su vida la ha pasado, puede decirse, en el fuego. Hay que estudiarlo profundamente para lograr comprender lo doloroso de ese proceso moral, pues Nietzsche quema, junto con su debilidad, su mansedumbre y su bondad: todo lo humano que hay en él y que lo une a la humanidad; destruye sus amistades, sus relaciones, y su último pedazo de vida llega a ser tan ardiente, tan al rojo por su propio fuego, que los que quieren tocarlo se abrasan la mano. Así como se cura una herida por medio del cauterio, así también Nietzsche cauteriza su sentimiento para conservarlo limpio y sano; se cura a sí mismo, sin compasión, con el hierro candente de su amor a la verdad; por eso su soledad es una soledad buscada, forzada. Pero como verdadero fanático, sacrifica todo lo que él ama, sacrifica incluso a Richard Wagner, cuya amistad fue para él el más precioso de los hallazgos; se vuelve pobre, solitario, odiado, aislado, infeliz, y todo por ese apostolado de la verdad, de la sinceridad, que quiere cumplir completamente. Como todos aquellos que están en poder del demonio, la pasión (en él es pasión de sinceridad) se convierte, poco a poco, en una monomanía que llega a destruir, con su fuego, todos los bienes de la vida; como todos los que están en poder del demonio, acaba por no tener ya nada más que esta pasión. Hay, pues, que descartar de una vez esas preguntas, propias de un maestro de escuela, que dicen, por ejemplo: «¿qué quería Nietzsche?», « ¿qué quería decir Nietzsche?», «¿qué sistema filosófico profesaba Nietzsche?»: Nietzsche nada quiere, sino que está en poder de una pasión inconmensurable hacia la verdad. Nada persigue; Nietzsche nunca piensa para, con su pensamiento, instruir al mundo o hacerlo mejor, ni para buscar una posición tranquila; el éxtasis del pensamiento es su único fin, y en el pensar están el único placer, la única recompensa, la única voluntad (egoísta y elemental, como toda pasión demoníaca). Nunca en ese despliegue de fuerzas se refiere a una «doctrina»; hace tiempo que está más allá «de esa puerilidad del principiante que es el dogmatismo» y más lejos todavía de toda religión. («En mí nada hay de común con el fundador de una religión, la religión es asunto del pueblo.») Nietzsche practica la filosofía como quien practica un arte y, como un verdadero artista, no busca el resultado, ni cosas fríamente definitivas, sino únicamente un estilo, « el estilo de la moral», y, como un verdadero artista también, experimenta los escalofríos de la inspiración. Por eso es probablemente un error dar a Nietzsche el nombre de filósofo, es decir, amigo del saber, pues en el hombre apasionado falta toda sabiduría y nada había más lejos del ánimo de Nietzsche que el ir a parar a un equilibrio intelectual, a un reposo, a una tranquilidad, a una sabiduría gris y satisfecha, a una convicción firme y perenne. Él va usando y consumiendo nuevas convicciones, después las arroja lejos de sí y por eso pudiera ser llamado más bien un «filaleta», es decir, un amante apasionado de Aleteya, de la verdad, de esa diosa virginal y cruel que sin cesar, como Artemisa, encadena a su amante en una cacería eterna para permanecer, sin embargo, siempre inaccesible tras su velo desgarrado. La verdad, como la comprende Nietzsche, no es una verdad rígida, cristalizada, sino una voluntad ardiente de ser sincero y de permanecer siempre así; para él, no es la verdad el término final de una ecuación, sino una elevación constante y demoníaca hacia una tensión mayor del sentimiento vital, una exaltación de la vida en toda su plenitud; Nietzsche no quiere jamás, en ningún caso, ser feliz, sino sincero. No busca el reposo (como el noventa por ciento de los filósofos), sino que, como servidor y esclavo del demonio, busca lo superlativo de todas las excitaciones, de todos los movimientos. Pero toda lucha por lo inaccesible adquiere carácter de heroísmo, acaba necesariamente en una consecuencia fatal y sagrada: en la caída.

Una hipertensión tan fanática de la necesidad de sinceridad, una exigencia tan implacable y peligrosa como la de Nietzsche, entran necesariamente en lucha con el mundo, en una lucha asesina y suicida al mismo tiempo. La naturaleza, que es la mezcla de mil elementos, se defiende siempre de todo radicalismo unilateral. La vida es, al fin y al cabo, conciliación, indulgencia (eso es lo que Goethe comprendió pronto y practicó en seguida con sabiduría) Es necesario, para conservar el equilibrio, someterse a situaciones intermedias, concesiones, compromisos y pactos. Y aquel que tiene la pretensión antinatural y antropomorfa de no vivir superficialmente, de no aceptar la superficialidad, las concesiones en este mundo, aquel que quiere arrancarse con violencia esa serie de lazos que forman una red tejida por los siglos, éste se opone, no sólo a la humanidad, sino a la naturaleza. Cuanto más pretende un individuo «querer ser completamente puro», tanta más enemistad se atrae de sus contemporáneos. Ya sea que, como Hölderlin, pretenda querer dar una forma esencialmente poética a una vida que, en esencia, es prosaica, ya sea que pretenda, como Nietzsche, «pensar en claro» dentro de la tremenda confusión de las vicisitudes humanas; en ambos casos, ese deseo insensato, pero heroico, constituye una sublevación contra las normas y las reglas, lo cual trae como consecuencia que el temerario se vea rodeado del aislamiento más irremediable y de una guerra sin esperanza. Lo que Nietzsche llama la «mentalidad trágica», la resolución de llegar hasta el fin del sentimiento, pasa desde el espíritu a la realidad, creándose así la tragedia. El que quiere acatar en la vida sólo una ley, el que, en el caos de las pasiones, quiere hacer prevalecer una sola pasión, se convierte en un solitario y como tal sucumbe; si es un soñador, no pasa de ser un inconsciente, pero es un héroe si conoce el peligro y lo desafía. Nietzsche, aunque apasionado de la verdad, es de los conscientes. Conoce el peligro a que se expone; sabe desde el primer momento, desde sus primeros escritos, que sus pensamientos giran alrededor de un centro peligroso y trágico, sabe que su vida es también peligrosa, pero (como buen héroe intelectual) ama la vida a causa de este peligro. «Edificad vuestras casas al borde del Vesubio», grita a los filósofos para espolearles hacia un concepto elevado de la vida, pues « el grado de peligro en que un hombre vive, por su voluntad», es la única medida de su grandeza. Sólo aquel que sabe jugarse el Todo puede ganar el Infinito; sólo el que arriesga su propia vida puede dar a su estrecha forma terrestre un valor infinito. Fiat veritas, pereat vita: qué importa que la vida perezca si se salva la verdad. La pasión es más que la existencia, el sentido de la vida es más que la misma vida. Con pujanza monstruosa, en su éxtasis, Nietzsche va dando a este pensamiento una forma grandiosa y que sobrepasa a su destino: «Todos preferimos la ruina de la humanidad a la ruina del conocimiento.» Cuanto más peligrosos se vuelven la suerte, el destino, tanto más adivina ya en el cielo el rayo suspendido sobre su cabeza, y el deseo de ese conflicto supremo se hace cada vez más fatídicamente gozoso. «Conozco mi destino», dice la víspera de su caída.

«Un día mi nombre irá unido al recuerdo de algo extraordinario, el recuerdo de una crisis sin rival en el mundo, el recuerdo de la más grande lucha en la conciencia, el recuerdo de una conjuración contra aquello que, hasta entonces, había sido tenido por artículo de fe sagrada»; pero Nietzsche ama el máximo abismo de todo conocimiento y todo su ser marcha hacia esta conclusión mortal: «¿Qué dosis de verdad puede soportar un hombre?» Ésa fue la pregunta que durante toda su vida se hizo ese gran pensador, pero, para medir la capacidad de resistir la verdad, se necesita antes franquear la zona de seguridad, a fin de llegar al escalafón en el cual el hombre ya no la soporta ese escalafón en que el conocimiento se hace ya algo mortal, donde la luz es ya tan fuerte que ciega. Y precisamente esos últimos pasos son los más inolvidables y más emocionantes de la tragedia de su vida: nunca su espíritu estuvo más lúcido, nunca su alma fue más apasionada, nunca sus palabras fueron más musicales y alegres que cuando, con plena conciencia, con plena voluntad se arroja desde las alturas de su vida a las profundidades de la nada.

 

HACIA SÍ MISMO

La serpiente que no puede mudar la piel, perece; del mismo modo, los espíritus que se ven impedidos de cambiar de opinión, dejan de ser espíritus.

 

Los hombres de orden son habitualmente ciegos para descubrir lo que es original, pero tienen un instinto infalible para señalar lo que les es hostil; mucho antes de que Nietzsche se presentara como amoralista a incendiario de sus refugios morales, intuyeron ya que era un enemigo; esos hombres presintieron mucho más de él que lo que él mismo podía saber de sí. Les era molesto (nadie ha practicado con tanta pericia the gentle art of making enemies), porque era para ellos un tipo dudoso, un outsider de todas las categorías, una mezcla de filósofo, filólogo, revolucionario, artista, literato y músico; desde el primer momento le odiaron los especialistas porque traspasaba sus límites. Apenas Nietzsche, como filólogo, publicó su primera obra, Wilamowitz, maestro de la filología (en maestro quedó, mientras Níetzsche se elevaba hacia la inmortalidad), lo fustiga delante de todos sus colegas: los wagnerianos desconfían (y muy justamente) del apasionado defensor; los filósofos, de sus filosofías; antes de haber salido de la crisálida de la filología, antes de que le hayan nacido las alas, tiene ya contra sí a los especialistas. Solamente el genio, que conoce todas las mudanzas, solamente Richard Wagner ama a ese espíritu que ha de ser su enemigo. Pero todos los demás olfatean el peligro en su manera audaz de ser, en su manera de caminar; adivinan en él a aquel que no está nunca seguro y que no ha de permanecer mucho tiempo fiel a sus convicciones, adivinan en él esa libertad absoluta que todo hombre libre practica con todas las cosas y, por tanto, consigo mismo; a incluso hoy, cuando su autoridad los intimida y aplasta, los especialistas querrían volver a encerrar de nuevo al < príncipe fuera de la ley» en un sistema, en una doctrina, en una religión o en una misión; querrían verlo atado a las convicciones, como lo están ellos mismos, encerrado entre las cuatro paredes de una concepción del universo (precisamente lo que más temía Nietzsche); lo definitivo, lo absoluto, es lo que ellos querrían imponer a ese hombre que ahora ya no puede defenderse, y querrían también colocar a ese gran nómada en un templo (ahora que ya ha conquistado el mundo infinito del espíritu), en un palacio, cosa que él no deseó nunca.

Pero Nietzsche no puede ser encerrado en una doctrina, ni clavado en una convicción -nunca se ha pretendido en estas páginas sacar la conclusión, a la manera de un maestro de escuela, de que de esta tragedia del espíritu surgió una «teoría del conocimiento»-; nunca este apasionado de todos los valores quiso sujetarse a las palabras de su propia boca, ni a una convicción de su espíritu, ni a una pasión de su alma.

«Un filósofo utiliza o consume convicciones», responde altaneramente a los espíritus sedentarios que se jactan orgullosamente de su firmeza de voluntad y de sus convicciones; cada una de sus convicciones es algo provisional; y hasta su propio « yo», su piel, su cuerpo, su estructura intelectual, no han sido jamás a sus ojos más que «un asilo de numerosas almas» Una vez llega a pronunciar la frase más atrevida: « Es pernicioso para el pensador estar sujeto a una sola persona. Cuando uno ha llegado a encontrarse a sí mismo, es necesario intentar perderse de nuevo, para después volverse a encontrar.» Su modo de ser constituye, en él, un modo de transformarse, un modo de perderse para hallarse nuevamente, es decir, un eterno cambio sin reposo ni quietud; por eso el único imperativo de vida que se encuentra en sus escritos es: «Llega a ser lo que eres.» Goethe ha dicho irónicamente que estaba siempre en Jena cuando se le buscaba en Weimar, y la imagen preferida de Nietzsche, que se refiere a la piel de la serpiente, se encuentra ya cien anos antes en una carta de Goethe; pero ¡cuán contrarios son el desenvolvimiento reflexivo de Goethe y los cambios eruptivos de Nietzsche! Pues Goethe va engrandeciendo su vida alrededor de un punto fijo, del mismo modo que un árbol añade cada año un anillo más a la circunferencia de su tronco, y aunque se libra de la coraza exterior, cada vez se hace más sólido, más robusto, más alto, y, por tanto, su mirada alcanza cada vez más lejos. El desarrollo de Goethe se efectúa de un modo paciente, con una fuerza que crece progresivamente, así como aumenta su resistencia, la defensa de su propio «yo», que se robustece a la vez que su crecimiento, mientras que Nietzsche tiene un desarrollo violento, producido por la vehemencia de su voluntad. Goethe crece sin sacrificar ni un ápice de sí mismo; no necesita negarse para ascender; Nietzsche, en cambio, es el hombre de las metamorfosis, que se ve obligado a destruirse para reconstruirse después. Todas sus conquistas y descubrimientos intelectuales provienen de heridas de su propio «yo» o de creencias perdidas, es decir, de descomposición; para subir más, necesita ir arrojando pedazos de sí (mientras que Goethe nada sacrifica y se limita a hacer cambios químicos, alquitarados, de sus elementos). Nietzsche, para alcanzar una mirada más amplia, ha de pasar por caminos de dolor y de destrozo: «La ruptura de todo lazo individual es dura, pero me nace un ala en cada sitio donde antes había una atadura.» Como naturaleza demoníaca, no conoce otra transformación que la brutal, la violenta, la que se opera por combustión; así como el Fénix ha de pasar todo su cuerpo por el fuego destructor para renacer de sus propias cenizas, con un nuevo canto, un nuevo plumaje, unas nuevas alas, así, para Nietzsche, los hombres espirituales deben pasar por el fuego de la contradicción devoradora para que el espíritu se eleve sin cesar, libre de toda convicción.

Nada queda de lo anterior en su visión del universo, en sus transformaciones, de ahí que sus nuevas fases no se deslicen una después de otra, dulce y fraternalmente, sino hostilmente; siempre se encuentra en el camino de Damasco. No se trata de una fe que cambia de creencia o de sentimiento, sino de infinidad de creencias, pues cada nuevo elemento espiritual penetra en él, no sólo por el espíritu, sino hasta sus entrañas; sus conocimientos morales o intelectuales se transforman en él químicamente, cambiando el curso de su sangre, su sentimiento y sus pensamientos. A la manera de un jugador insensato (como lo exige un día Hölderlin de sí mismo), se juega «toda su alma a la potencia destructiva de la realidad» y, desde el principio, las impresiones que recibe parecen erupciones volcánicas. En su juventud lee en Leipzig El mundo como voluntad y como representación, de Schopenhauer, y eso le impide dormir durante diez días; toda su alma, todo su ser, se ven agitados como por un ciclón; la fe sobre la que se apoyaba se derrumba con estrépito y, cuando su espíritu deslumbrado sale poco a poco de ese vértigo y recobra su sangre fría, se encuentra frente a una filosofía completamente nueva, frente a un concepto de la vida completamente distinto. Del mismo modo, su amistad con Richard Wagner es también una fuente de amor apasionado que ensancha enormemente la enjundia de su sensibilidad. Cuando regresa de Triebschen a Basilea, su vida toma otro rumbo: de la noche a la mañana ha muerto en él el filólogo y la perspectiva del pasado, es decir, la historia, ha hecho sitio al porvenir. Y es precisamente porque toda su alma está llena de este amor espiritual, por lo que su ruptura con Wagner abre en él una herida ardiente y casi mortal, que continuamente supura y que ya no ha de cerrarse ni cicatrizarse nunca de un modo completo. Siempre, como en un terremoto, se hunde el edificio de sus convicciones por las sacudidas espirituales, y Nietzsche, en cada caso, se ve obligado a reconstruirse de arriba abajo. Nada se desarrolla en él suavemente, silenciosamente, orgánicamente, como crecen las cosas en la Naturaleza; nunca su individualidad se desarrolla por un trabajo oculto, creciente; no: todo, hasta sus propios pensamientos, brota a golpes como una chispa eléctrica; es necesario siempre que sea destruido su mundo interior para que de sus ruinas salga un nuevo cosmos. Esa fuerza tempestuosa de las ideas en el cerebro de Nietzsche no tiene parangón: «Quiero verme libre -dice un día- de esa fuerza expansiva de mis sentimientos que se desarrolla en mis producciones; muchas veces me ha venido el pensamiento de que un día voy a morir repentinamente por este motivo.» Y verdad es que hay algo que muere en él repentinamente en esos procesos de renovación; siempre hay algo que se desgarra en sus tejidos internos, como sí un acerado cuchillo penetrase en sus entrañas para cortar todos los vínculos, todas las relaciones anteriores. Su refugio espiritual se ve quemado por las nuevas inspiraciones, quemado hasta quedar inservible. Las transformaciones de Nietzsche van acompañadas de calambres y convulsiones de muerte y de parto. Nunca un ser humano se ha desarrollado con tormentos tan terribles; ningún hombre se ha herido tan profundamente en la búsqueda de sí mismo. En realidad, todos sus libros no son -si hemos de hablar con propiedad- más que informes clínicos de esas operaciones, la exposición de métodos de sus vivisecciones: manuales de partos espirituales. «Mis libros sólo hablan de las victorias sobre mí mismo.» Son la historia de sus transformaciones, de sus preñeces, de sus partos, de sus muertes, de sus resurrecciones; una historia de descomunales guerras sostenidas sin piedad contra su «yo»; una historia de castigos y ejecuciones y, en su conjunto, una biografía de todos esos hombres diferentes que ha ido siendo Nietzsche en el transcurso de su vida intelectual.

Lo que hay de característico en las transformaciones de Nietzsche es que la línea de su vida representa, en cierto modo, un movimiento retrógrado. Tomemos a Goethe (siempre es Goethe con quien nos encontramos, como lo más simbólico de los fenómenos humanos) como prototipo de una naturaleza orgánica que, de modo misterioso, marcha al unísono con el ritmo del universo; vemos que las formas de su desarrollo son un reflejo de las edades de su vida. Goethe es, en su juventud, fogosamente exuberante; cuando hombre, es sensato en su actividad; en su vejez, su mirada es toda luz; el ritmo de su pensamiento corresponde orgánicamente a la temperatura de su sangre. El caos es su principio (como pasa siempre en los jóvenes), el orden, su final (como pasa siempre en los ancianos); el orden está al final de su carrera; allí se vuelve conservador, cuando antes fue revolucionario; allí se encuentra convertido en hombre de ciencia, cuando antes fue ocultista; allí es un administrador de sí mismo, cuando antes sólo sabía prodigarse.

Nietzsche sigue el camino contrario al de Goethe; mientras éste aspira a lazos que den firmeza a su ser, busca Nietzsche una disgregación apasionada; como en todos los caracteres demoníacos, cada vez hay más fuego en su pasión, más impaciencia; cada vez es más tempestuoso, más revolucionario, más caótico. Hasta su aspecto exterior está en completa oposición con la evolución normal. Nietzsche comienza siendo viejo.

A los veintiún años, cuando sus camaradas se entregan aún a las bromas estudiantiles y celebran sus ritos báquicos, cuando vacían interminables jarros de cerveza y desfilan a «paso de oca», Nietzsche es ya todo un profesor, propietario de la cátedra de Filosofía en la Universidad de Basilea. Sus amigos son hombres de cincuenta a sesenta años, grandes eruditos como Jacob Burckhardt y Ritschl. Su íntimo amigo es el más serio artista de su tiempo: Richard Wagner. Una severidad implacable, una objetividad inflexible, lo hacen pasar siempre por un sabio, nunca por un artista, y todos sus libros tienen un aire didáctico más propio de un hombre de experiencia que de un principiante. Con toda su fuerza trata de ahogar sus aficiones poéticas, su alma profesional; como un grave profesor universitario, fosilizado por los años, está encorvado sobre sus escritos; elabora índices, y se place en revisar polvorientos legajos de viejos papeles. La mirada de Nietzsche por aquel entonces está vuelta hacia el pasado: hacía la historia, hacia lo muerto, hacia lo que fue; los placeres de su vida están encerrados entre los muros de una manía por lo antiguo; su alegría y su ardor se ocultan tras la dignidad del profesor; su mirada está siempre fija en los libros o en problemas de erudición. A los veintisiete años, El origen de la tragedia abre un primer foso en el presente, pero el autor lleva todavía la seria máscara del filólogo, y sólo ocultamente hay ya en esa obra un brillo de cosas futuras, una chispa de amor al presente y una pasión por el arte. A los treinta años, edad en que el hombre normal empieza a convertirse en un reposado burgués, edad en que Goethe llega a ser consejero, edad en que Kant y Schiller son ya profesores, a esa edad, Nietzsche abandona sus tareas oficiales y se aleja de su cátedra con un suspiro de alivio: ése es su primer avance hacia sí mismo, su primer empujón hacia su mundo, su primer cambio íntimo, y esa primera ruptura constituye el principio del artista. El verdadero Nietzsche comienza con su entrada en el presente, es ya este Nietzsche trágico, intelectual, con su mirada dirigida siempre hacia lo futuro, lleno de nostalgia por el hombre que ha de venir. Entretanto, brotan sus impulsos de transformación, surgen cambios radícales en lo más íntimo de su ser, pasa bruscamente de la filología a la música, de la gravedad al éxtasis, de la paciencia positiva a la danza. A los treinta y seis años, Nietzsche es ya libre, inmoralista, escéptico, poeta y músico, más joven que en su juventud, libre del peso del pasado y de su propia ciencia, libre también del presente y compañero sólo del hombre futuro, del hombre del más allá. Por eso, en vez de estabilizarse su vida con los años, como le pasa al artista normal, en vez de arraigarse, de hacerse más positivo, se libra apasionadamente de todos los vínculos, de todas las relaciones.

El ritmo de ese rejuvenecimiento es verdaderamente monstruoso. A los cuarenta años, el lenguaje de Nietzsche, sus pensamientos, su ser, tiene más glóbulos rojos, más lozanía, más colorido, más temeridad, más pasión y más música que a los diecisiete, y el solitario de Sils-Maria marcha con un paso más ligero, más alado, más ingrávido que el antiguo profesor de veinticuatro años, que era prematuramente viejo.

Por eso en Nietzsche se intensifica el sentimiento de la vida en vez de adormecerse; sus metamorfosis se hacen cada vez más rápidas, libres, ligeras, múltiples, convulsivas, malignas, patológicas; ya no encuentra en ninguna parte un punto de reposo para su espíritu inquieto. Apenas se para, su piel «se seca y se rompe»; por último, su propia vida es incapaz de seguir esas transformaciones, esas renovaciones, que se realizan con un ritmo cinematográfico, en el que las imágenes titilan de continuo. Precisamente aquellos que creen conocerlo mejor, los amigos de su juventud, que ya están encadenados a la ciencia, a sus convicciones o a un sistema, se llenan de sorpresa al verle tan diferente cada vez que tienen un nuevo encuentro con él. Con sobresalto, descubren, en su figura intelectual rejuvenecida, rasgos nuevos que en nada se parecen a los de antes. Y el mismo Nietzsche, en eterna metamorfosis, cree encontrarse ante un espectro cuando oye que lo llaman por su antiguo título, cuando oye que lo «confunden» con el « profesor Friedrich Nietzsche», el filólogo, con aquel hombre envejecido por la erudición de hace ya -apenas puede recordarlo-, más de veinte años. Puede ser que nadie haya arrojado lejos de sí su vida pasada como la arrojó Nietzsche, apartando de su ser hasta los vestigios de sus sentimientos de antes; de ahí vienen el terrible aislamiento, la terrible soledad de sus últimos años, pues ha roto todos los lazos de «lo que fue» y su ritmo actual no le permite crearse nuevos vínculos que lo unan a las cosas nuevas. Pasa raudo junto a los hombres y a las cosas y, cuanto más se aproxima a sí mismo, tanto más rápidamente huye de sí. Las metamorfosis de su ser son cada vez más radicales; cada vez más bruscos sus saltos desde el « sí» al «no»; cada vez más fuertes sus sacudidas eléctricas. Se devora a sí mismo en un incendio interior y su camino es un camino de llamas.

Pero a medida que se aceleran esas transformaciones, ganan también en violencia y en dolor. Las primeras victorias de Nietzsche sobre sí mismo se reducen a despojarse de algunas creencias de muchacho, es decir, de las creencias impuestas o formadas en la escuela; esas creencias quedan tras de sí, como una serpiente deja su piel seca a inútil. Pero cuanto más profundo se hace su sentido de la psicología, tanto más hondamente ha de escarbar con su cuchillo en las capas más íntimas de su ser; cuanto más subcutáneas, más nerviosas, más jugosas, son sus convicciones, tanto más vivas son, tanto más formadas en su plasma, tanto más violenta ha de ser su extirpación, tanto más cruenta. Es ya un trabajo de verdugo de sí mismo, de Shylock, una verdadera operación en su carne palpitante. Finalmente, esa auto-vivisección alcanza las zonas más íntimas del sentimiento y las operaciones se hacen más dolorosas y más peligrosas. La amputación del complejo wagneriano, sobre todo, resulta una intervención quirúrgica extremadamente delicada y casi mortal, porque se realiza en lo más profundo de su sentimiento, casi en el mismo corazón; linda con el suicidio, y en su violencia, en su ritmo, tiene algo de asesinato masoquista, pues en sus abrazos amorosos, en los segundos de unión íntima, su instinto salvaje hacia la verdad viola, estrangula, lo que le es más querido; pero cuanta más violencia, mejor; cuanto más cruenta es la victoria sobre sí mismo, tanto más voluptuosamente goza su ambición en la prueba a la que somete a su fuerza de voluntad. Como un implacable inquisidor de sí mismo, somete despiadadamente a cada una de sus más íntimas convicciones a las preguntas de su conciencia y, con una crueldad voluptuosa, siniestra, contempla los autos de fe de sus ideas heréticas. Poco a poco, el espíritu de destrucción de sí mismo que anida en Nietzsche se convierte en una pasión intelectual: «Siento el placer de destruir en un grado idéntico a mi fuerza destructora.» De la simple transformación de sí mismo nace el deseo de contradecirse y de ser su propio adversario. Hay pasajes de sus libros que se contradicen violentamente; a cada « sí», ese prosélito de sus convicciones sabe poner un correspondiente « no», y a cada « no» no falta nunca un « sí»; se extiende hacía el infinito para poder desplazar los polos de sus convicciones a dos puntos opuestos de ese infinito y poder sentir así la tensión eléctrica que hay entre esos dos polos opuestos, tensión que es en él la verdadera vida intelectual.

Siempre huir, alcanzarse siempre (su «alma huye de sí misma y trata de encontrarse de nuevo en un círculo más vasto»). Eso acaba por llevarlo a una excitabilidad extrema y esa exageración llega a serle fatal. Pues, precisamente cuando la forma de su ser se ha extendido hasta el infinito, la tensión de su espíritu se rompe: el núcleo de fuego, la fuerza primitiva y demoníaca, hacen explosión, y esa fuerza elemental destruye, con un solo choque volcánico, la serie grandiosa de figuras que su espíritu de creador plástico había sacado de su propia sangre y de su propia vida, en su carrera hacia el infinito.

 

DESCUBRIMIENTO DEL SUR

Tenemos necesidad del sur a cualquier precio; necesitamos acentos límpidos, inocentes, alegres, felices y delicados.

 

«Nosotros, los aeronautas del espíritu», dice en una ocasión Nietzsche, lleno de orgullo, al vanagloriarse de esa libertad de pensamiento que se abre nuevas sendas a través de un elemento ¡limitado y virgen. Y, efectivamente, la historia de sus viajes espirituales, de sus excursiones, de sus transformaciones y de sus ascensiones se realiza en un espacio superior, en un espacio espiritualmente ¡limitado. Como un globo cautivo que continuamente va arrojando lastre, Nietzsche es cada vez más libre a fuerza de deshacerse de lazos que lo aten o de pesos que lo entorpezcan, Con cada cable que rompe, con cada dependencia que arroja lejos de sí, se eleva más y más hacia un horizonte más amplio, hacia un campo de visión más vasto y hacia una perspectiva personal fuera de todo tiempo. Innumerables son los cambios de dirección que sufre el globo antes de caer en el torbellino tempestuoso que ha de destrozarlo; tantas son esas direcciones, que se hace imposible contarlas o hasta fijarlas. Sólo un momento decisivo, extraordinariamente importante, se dibuja agudamente y como un símbolo en la vida de Nietzsche; es como el segundo dramático en que se suelta el último cable y el aerostato pasa de la cautividad a la libertad, de la gravedad a la fuerza ascensional. Y este simbólico segundo se encuentra, en la vida de Nietzsche, en el día en que abandona su puesto de amarre, su patria, su cátedra, su profesión, para no volver ya a Alemania sino en un vuelo de ave de paso, en un vuelo despreciativo, en un vuelo que ya se desarrolla eternamente en un elemento libre. Pues todo lo que sucede antes de esa hora no tiene una importancia esencial para la personalidad de Nietzsche; sus primeros cambios sólo son movimientos para conocerse mejor. Y sin su impulso decisivo hacía la libertad, Nietzsche habría sido siempre un hombre sujeto, un profesional atado a su rama, un Erwin Rohde, un Dilthey, uno de esos hombres que nosotros admiramos en su especialidad, pero que no son nunca una revelación para nuestro mundo interior. Sólo es la aparición de su naturaleza demoníaca, la libre expansión de su pasión intelectual, el sentimiento de libertad primitiva, lo que convierte a Nietzsche en una figura profética y transforma su destino en un mito. Y dado que yo, en esta obra, trato de explicar la vida de Nietzsche como una tragedia y no como una historia, una tragedia que es una obra maestra del espíritu, su vida no empieza, para mí, antes de aquel momento en que comienza en él el artista y se siente consciente de su libertad. Nietzsche, en su crisálida de filólogo, es un problema para los filólogos: solamente el hombre alado, el « aeronauta del espíritu», pertenece a la creación literaria.

Esta primera dirección de Nietzsche, en su ruta de argonauta a la búsqueda de sí mismo, es el sur, y siempre quedará como la metamorfosis de sus metamorfosis. También, en la vida de Goethe, el viaje a Italia significa algo decisivo; también Goethe va a Italia en busca de su verdadero «yo», en busca de la libertad y de una vida creadora, en vez de la vida vegetativa de antes. Cuando atraviesa los Alpes, cuando los primeros resplandores del sol italiano le dan en la cars, se produce en él una metamorfosis fuerte como una erupción. «Me parece –escribe– que regreso de una excursión a Groenlandia.» También era Goethe un «enfermo del invierno» que en Alemania sufría bajo el cielo nublado; también Goethe, que era todo ansia de luz y de claridad, al entrar en el suelo de Italia, siente brotar en su pecho un sentimiento íntimo, una expansión, una necesidad de libertad, un alivio nuevo y personal. Pero el milagro del sur vino demasiado tarde para Goethe: tenía cuarenta años. La corteza que rodea su alma es ya demasiado dura; su naturaleza es ya metódica y reflexiva; una pane de su ser, de su esencia, de su pensamiento, ha quedado allá en Weimar, prendida en la corte, en sus funciones, en su jerarquía. Ha cristalizado ya demasiado fuerte en sí mismo para poder ser transformado por otro elemento. Dejarse dominar sería ahora contrarío a su constitución orgánica: Goethe quiere ser el señor de su destino y no tomar de las cosas más que lo que su sino le permite (Nietzsche, Hölderlin y Kleist, al contrario, los disipadores, se abandonan enteramente, con toda su alma, a cualquier impresión, felices de verse arrastrados por ella al torbellino de fuego de la vida). Goethe encuentra en Italia lo que buscaba y no mucho más: nuevos lazos de unión con el mundo (Nietzsche anhelaba romper esos lazos), los grandes recuerdos del pasado (Nietzsche iba en busca del grandioso futuro y del olvido de todo lo histórico); Goethe va tras cosas que se encuentran en el mundo: arte antiguo, el alma del pueblo romano, los misterios de la Naturaleza (Nietzsche sólo contempla con placer lo que está más allá de él: el cielo de zafiro, el horizonte claro hasta el infinito, la magia de la luz que parece que le penetra por todos los poros). Por eso la impresión de Goethe es sobre todo cerebral y estética y la de Nietzsche es vital; mientras que aquél se lleva de Italia un estilo artístico, Nietzsche se lleva un estilo de vida. Goethe se ve fecundado; Nietzsche, trasplantado y renovado. Verdad es que el sabio de Weimar siente también anhelo de renovación («ciertamente sería mejor que no volviera si no puedo hacerlo renacido»), pero como toda figura ya asentada, sólo puede recibir « nuevas impresiones». Para sufrir un cambio radical como el de Nietzsche, Goethe, a los cuarenta años, está ya demasiado formado, es demasiado egoísta y ésta poco dispuesto a ello; su poderoso y sólido instinto de conservación (que en sus últimos años es ya una verdadera coraza) no consiente un cambio que comprometa su estabilidad; el hombre sabio y ordenado sólo acepta aquello que su naturaleza puede aprovechar (mientras que las naturalezas dionisíacas lo aceptan todo, hasta un exceso de peligro). Goethe solamente quiere enriquecerse espiritualmente, pero nunca perderse en una inclinación excesiva, en una transformación radical. Por eso sus últimas palabras dirigidas al sur son mesuradas, agradecidas, y en el fondo negativas: « Entre las cosas loables que he aprendido en este viaje -dice al abandonar Italia- se encuentra el hecho de que ya no puedo en modo alguno vivir solo ni alejado de mi patria.» Basta invertir completamente esas palabras, duras como la leyenda de una medalla, para tener en sustancia el efecto que el sur produjo en Nietzsche; al contrario que Goethe, llega a la conclusión de que ya sólo puede vivir fuera de su patria. Mientras que Goethe, al salir de Italia, regresa al mismo punto de donde partió, tras un viaje atractivo a interesante, llevando en su equipaje muchas cosas preciosas para su hogar, Nietzsche queda expatriado para siempre y encuentra su verdadero « yo»: príncipe sin ley, apátrida feliz, sin hogar, sin bienes, alejado para siempre de las mezquindades de la patria y de toda sujeción patriótica, ya no hay para él otra perspectiva que la vista de pájaro del « buen europeo», de «esta clase de hombre esencialmente nómada y que está más allá de la idea de nacionalidad», un nuevo hombre cuya llegada inevitable siente Nietzsche en la atmósfera, y en ese punto de vista fija su residencia, su reino, que pertenece al porvenir. La casa espiritual de Nietzsche se halla allí donde está, no donde nació (eso pertenece a la historia); está sólo donde él mismo se engendra a sí mismo y vuelve a nacer: ubi pater sum, ibi patria, allí donde soy padre, donde engendro, allí está mí patria, no donde fui engendrado. El beneficio inestimable a inalterable que ha recogido en su viaje al sur es que, desde entonces, el mundo entero se convierte para Nietzsche en un país extranjero y en su propia patria al mismo tiempo, y que puede conservar la perspectiva de la vista de pájaro, esa mirada límpida y penetrante de ave de presa en la altura, una mirada que se extiende hacia todos los horizontes abiertos (Goethe, al contrario, según sus propias palabras, pone en peligro su personalidad y al mismo tiempo la conserva «al volverse hacia horizontes cerrados»). Una vez que Nietzsche se ha establecido en el sur, se encuentra ya más allá del pasado; está ya completamente desgermanizado, del mismo modo que ha abandonado ya la filología, el cristianismo y la moral; y nada caracteriza tanto esa naturaleza excesiva y que siempre avanza sin freno como este simple hecho: que nunca ha dado un paso atrás ni ha dirigido una mirada de melancolía o de nostalgia hacia su pasado. El navegante que marcha hacia el reino futuro es demasiado feliz por haberse embarcado « en el más rápido buque que hay para ir a Cosmópolis» para que pueda sentir la nostalgia de su patria, que sólo tiene un idioma para expresarse y por tanto es unilateral y monótona; por eso toda tentativa de querer germanizar a Nietzsche (tendencia ahora muy corriente) es un craso error. No es posible, para ese hombre archilibre, el abandonar la libertad por ningún concepto; desde el momento en que siente sobre sí el inmenso azul del cielo de Italia, su alma se estremece al pensar en la oscuridad que procede de las nubes, de los anfiteatros universitarios, de la iglesia o del cuartel; sus pulmones, sus nervios sensibles, ya no pueden soportar nada del norte, nada germano, nada de pesadez; no puede ya vivir con las ventanas cerradas, con las puertas entornadas, en la penumbra, en el crepúsculo o entre la niebla intelectual. Ser sincero es, desde este momento, ser claro, ver en todas direcciones y trazar contornos en el infinito; y desde que ha divinizado con toda la embriaguez de su sangre esa luz elemental, aguda y penetrante del sur, ha renunciado gustoso para siempre al «diablo propiamente alemán, al genio o al demonio de la oscuridad» En el sur, en el extranjero, su sensibilidad casi gastronómica percibe, en todo lo que es alemán, un alimento pesado para su gusto refinado, una especie de indigestión, una necesidad de no terminar con los problemas, un dejarse arrastrar el alma por los rodeos que da la vida: lo alemán ya no será jamás, para él, bastante libre, bastante ligero. Hasta las obras que antes le deleitaban le causan ahora una especie de pesadez de estómago; siente esa pesadez en Los maestros cantores; esta forzada; en Schopenhauer nota sensación de sed; en Kant descubre un resabio de la hipocresía de un moralista oficial; en Goethe, pesadez causada por sus funciones oficiales y los horizontes limitados. Todo lo alemán es ya sólo, para él, crepúsculo, penumbra, oscuridad, sombras del pasado, exceso de historia; resulta demasiado pesado para su nuevo «yo», que es algo lleno de posibilidades, pero sin nada claro: una interrogación continua, un deseo ininterrumpido de buscar, una perenne transformación dolorosa, una oscilación perpetua entre el «sí» y el «no» Pero no se trata solamente de un desasosiego intelectual ante la estructura espiritual de la nueva Alemania de entonces, que había llegado realmente a un punto extremo; no se trata sólo de un sentimiento de desagrado político causado por el Imperio y por todos los que han sacrificado la idea alemana al ideal de los cánones; no es sólo una antipatía estética hacia la Alemania de los muebles de felpa y de las columnas de la Victoria. La nueva doctrina del sur, que es la de Nietzsche, pide toda clase de problemas, y no sólo problemas nacionales; reclama la vida entera, pura y clara como el Sol, «luz, sólo luz, aunque alumbre cosas malas», la más alta luz por la limpidez más alta, una gaya scienza y no el didactismo pedagógico, malsano, del «pueblo escolar», esa erudición paciente, gravemente profesional de los alemanes, que huele a gabinete o a aula. Su renuncia al norte no procede de su espíritu, de su intelecto, sino de sus nervios, del corazón, del sentimiento, de sus mismas entrañas; es un grito de sus pulmones, que por fin encuentran el aire libre; es el grito de júbilo de alguien que por fin ha encontrado el clima apropiado a su alma, la libertad; de ahí ese su grito de alegría íntima y maligna: «Ya he dado el salto.» Al mismo tiempo que el sur contribuye a su desgermanización, le ayuda también a descristianizarse. Al mismo tiempo que como una lagartija goza del sol y en su alma penetra la luz hasta los rincones más ocultos, y mientras Pregunta qué es lo que durante tanto tiempo ha ensombrecido al mundo, qué es lo que lo ha llenado de inquietud, de ansia, de abatimiento, de cobarde conciencia del pecado, qué es lo que lo ha despojado de las cosas más serenas, más naturales, más vigorosas, aviejando lo más precioso que hay en el mundo, que es la vida misma, Nietzsche reconoce en el cristianismo, en la fe en el más allá, el principio que arroja su sombra sobre el mundo moderno. Este «judaísmo maloliente, hecho de rabinismo y de superstición», ha arruinado y asfixiado la sensualidad y la serenidad del Universo; ha sido para cincuenta generaciones un narcótico tan peligroso que ha paralizado moralmente todo lo que antes había sido una fuerza verdadera. Pero ahora (y de pronto ve la misión de su vida) debe ya comenzar la cruzada contra la cruz, la cruzada para reconquistar los lugares más santos de la humanidad, es decir, la vida. El « sentimiento de exuberancia de la existencia» le ha enseñado un modo de mirar apasionado para todo lo que pertenece al mundo, verdad animal y objeto inmediato; sólo después de este descubrimiento se da cuenta de cómo la moral y el humo de incienso le han ocultado tanto tiempo «la vida sana y roja». En el sur, en esa escuela «de curación espiritual y física», ha aprendido la fuerza de lo natural, el goce sin remordimientos, y conoce la vida serena y alegre sin miedo al infierno ni a Dios. Ha aprendido la fe en sí mismo que le da un rotundo, alegre a inocente «sí». Pero este optimismo no viene más que de arriba; no de un dios oculto, naturalmente, sino de un secreto, de un misterio abierto de par en par; viene del Sol, de la luz. «En San Petersburgo sería nihilista, aquí creo en el Sol como creen en él las plantas.» Toda su filosofía mana directamente de su sangre libertada. «Sed meridionales, hacedlo por la fe», había dicho a un amigo; ahora, cuando la claridad es un remedio tan grande, se convierte en algo sagrado, y en su nombre comienza la guerra, la más terrible de las campañas, contra todo lo que hay en la Tierra que tienda a destruir la serenidad, la limpidez, la libertad desnuda y la soleada embriaguez de la vida. « Mi actitud hacía el presente ya no es más que una guerra a cuchillo.» Pero, junto con esa audacia, entra también el orgullo en esa vida de filósofo que ha transcurrido tras las ventanas cerradas, en malsana inmovilidad; la circulación de su sangre toma un ritmo rápido y fogoso; hasta en sus nervios más ocultos, infiltrados de luz, se agita la fuerza clara y cristalina de sus pensamientos, y en el estilo, en su idioma, que se hace fuerte a inquieto, hay destellos de sol. « Todo está escrito en el lenguaje "del viento de deshielo"», dice él mismo al hablar de su primer libro escrito en el sur; su acento es de violenta liberación, volcánico, como cuando se rompe una capa de hielo y la primavera tibia pasa sobre el paisaje, voluptuosa, acariciante. Brilla la luz en el mismo centro de su ser, hay claridad hasta en lo más nimio de su lenguaje, hay música hasta en las pausas y, por encima de todo, un acento de Alción y un cielo lleno de luz. ¡Qué diferencia de ritmo entre su idioma de antes, que era fuerte y bien construido, pero en su conjunto algo petrificado, y ese idioma de ahora, nuevo, sonoro y exuberante, de movimientos sueltos y que, como los italianos, gesticula mímicamente, no limitándose, como los alemanes, a hablar inmóvil y sin que el cuerpo participe en la expresión! Níetzsche no confía sus pensamientos de ahora al grave idioma de los humanistas, a ese idioma vestido de frac, porque sus nuevos pensamientos son como ingrávidas mariposas recogidas en el curso de sus paseos; esos pensamientos libres necesitan un lenguaje libre, flexible, saltarín, de cuerpo ágil y desnudo como un gimnasta, de articulaciones flexibles; un lenguaje que pueda correr, saltar, ascender por los aires, bajar, extenderse y bailar todas las danzas, desde la danza de la melancolía hasta la tarantela de la locura; un lenguaje que lo resista todo y que pueda decirlo todo sin necesidad de tener espaldas de ganapán ni paso tardo y pesado de hombre forzudo. Toda la pasividad del animal doméstico, toda la dignidad de las cosas confortables, ha desaparecido de su lenguaje; ahora sabe ya hacer piruetas de juegos de palabras, tanto como llegar a la serenidad más elevada; y en otros momentos sabe tomar un pathos que resuena como una campana ancestral; un lenguaje que bulle en fermentación de fuerza, como el champaña, desprendiendo pequeñas y brillantes perlitas o desbordándose en espuma; su estilo está dorado por la luz y es solamente como el antiguo Falerno, mágicamente transparente hasta en sus mas grandes profundidades, y mana límpido, alegre y brillante. Muy posiblemente, nunca la lengua de un poeta alemán se ha rejuvenecido tan rápidamente, tan completamente, como en Nietzsche, y seguro que en ninguno se ha visto tan inundada de sol, ni se ha hecho tan libre, tan meridional, tan divinamente cadenciosa, tan llena del aroma del buen vino, tan pagana. Sólo en el caso fraternal de Van Gogh podemos volver a ver una tan rápida irrupción de luz en un hombre del norte: sólo en Van Gogh hay ese tránsito del colorido triste, gris y pesado de sus años de Holanda a los colores vívidos, agudos, crudos y sonoros de la Provenza; sólo en él se da esa irrupción local de luz en un espíritu ya medio ciego, comparable a la iluminación que el sur produce en el modo de ser de Nietzsche. Sólo en esos días fanáticos de la transformación es tan rápida a inaudita la absorción de luz, realizada con pasión vampiresca. Sólo los espíritus demoníacos son capaces de abrirse tan completamente al milagro de la luz, con sus nervios, con su pintura, con su música y con sus palabras.

Pero la sangre de Nietzsche no sería sangre de poseso si pudiera saciarse con alguna embriaguez; por eso sigue buscando algo superior al sur, a Italia; busca más luz, más claridad. Del mismo modo que Hölderlin lleva su Hellas a Asia, a Oriente, a los países bárbaros, así también la pasión de Nietzsche lanza destellos pasionales hacia un nuevo éxtasis, un éxtasis tropical, africano. Ya no quiere la luz del Sol, sino su fuego, una luz que hiera cruelmente, en vez de rodear de claridad las cosas que ilumina; quiere un espasmo de placer en vez de serenidad; su anhelo se hace infinito cuando busca convertir en embriaguez las excitaciones de los sentidos; quiere hacer de la danza un vuelo, y subir hasta el rojo vivo el calor vital. Y mientras tales deseos congestionan sus arterias, el idioma no basta ya para expresarlos; se ha vuelto demasiado limitado, pesado y material. Necesita un nuevo instrumento para esa danza dionisíaca que ha empezado en él por una embriaguez; necesita más libertad que la que le permite la rigidez de las palabras, y por eso se refugia en la música. La música del sur se convierte en su último anhelo, en su última inspiración: una música en la que la claridad se ha hecho melodía y en la que el espíritu adquiere nuevas alas. Y la busca; la busca en todos los tiempos y en todos los lugares, sin encontrarla jamás... hasta que él mismo la inventa.

 

EL REFUGIO EN LA MÚSICA

¡Dorada serenidad, ven!

 

La música había estado en Nietzsche desde el principio, pero de un modo latente y apartada por una fuerte voluntad de justificación espiritual. Cuando niño, entusiasmaba a sus amigos con sus audaces improvisaciones; en sus cuadernos de escuela se encuentran múltiples alusiones a composiciones propias.

Pero cuanto más se inclina por los estudios filológicos primero y filosóficos después, tanto más va limitando ese empuje de su naturaleza que quiere abrirse paso. La música es sólo para el joven estudiante una especie de opio, un descanso, un entretenimiento, como el teatro, la literatura, la equitación, la esgrima o cualquier otro ejercicio gimnástico. Por esa cuidadosa canalización, por esa consciente oclusión, ninguna gota puede filtrarse para caer, fecundándola, sobre la obra de la primera época de Nietzsche. Al escribir El nacimiento de la tragedia en el espíritu de la música, ésta no es más que un tema, un objeto, pero no una modulación del sentimiento musical que se introduzca en su estilo, en su poesía o en su pensamiento.

Incluso los ensayos líricos de su juventud están desprovistos de musicalidad y, lo que parece más asombroso todavía, sus ensayos de composición parecen, según el juicio de Bülow, resolución de un tema, algo amorfo, una música anti-musical. Durante largo tiempo la música no es, para Nietzsche, más que una inclinación particular a la que el joven estudiante se lanza con todo el placer de la irresponsabilidad, con la alegría del dilettante, pero nada más.

La irrupción de la música en el espíritu de Nietzsche no se realiza sino cuando su larva de filólogo, su objetividad de erudito, se agrietan y se rompen, cuando todo su cosmos se descalabra y se desgarra por sacudidas volcánicas. Sólo entonces se rompen los canales, y la inundación es repentina. La música penetra siempre con más fuerza en los hombres sacudidos por la pasión, debilitados y sometidos a tensiones violentas o desgarrados en lo más íntimo de su ser; eso lo sabía Tolstoi, y Goethe lo experimentó trágicamente. Pues incluso Goethe, que tomó ante la música una actitud de prudencia, defensiva y temerosa (como hizo siempre ante todo lo demoníaco, pues siempre reconocía el sitio donde se ocultaba el demonio), hasta Goethe sucumbe a la música en los momentos de debilidad (o, como él dice, en los momentos de eclosión, cuando todo su ser se ve trastornado, cuando se vuelve débil y asequible). Cuando él (la última vez fue con Ulrica) se ve presa de un sentimiento y pierde su propio dominio, la música rompe los más fuertes diques, le hace derramar lágrimas como tributo y, como agradecimiento, música poética, que es la más magnífica de todas. La música (¿quién no lo ha experimentado?) necesita que uno esté predispuesto para recibirla, sumido en una especie de languidez femenina, para poder fecundar un sentimiento; sólo entonces es cuando llega a Nietzsche, sólo cuando el sur le ha abierto otros horizontes donde anhela vivir con más ardor y con más pasión. Es un simbolismo notable que se introduce en él precisamente en el momento en que su vida abandona la tranquilidad, la continuidad épica, para volverse hacia lo trágico en una rápida catálisis; quería expresar el nacimiento de la tragedia en el espíritu de la música y experimenta lo contrario: el nacimiento de la música en el espíritu de la tragedia. La fuerza desbordante de los nuevos sentimientos no puede ya expresarse con un lenguaje mesurado; necesita un instrumento más poderoso.

«Será necesario que cantes, alma mía.» Precisamente porque esa fuente demoníaca de su ser ha estado tanto tiempo cegada por la filología, la erudición y la indiferencia, es por lo que ahora brota con más fuerza y sale a tal presión, llegando hasta las fibras nerviosas más ocultas, hasta la última entonación de su estilo. Como después de una infiltración de nueva vida, el lenguaje, que hasta entonces sólo aspiraba a expresar las cosas, comienza a respirar sonoridad y música: el andante maestoso del discurso, el pesado estilo de los anteriores escritos, tienen ahora todas las sinuosidades, las reflexiones, el movimiento ondulatorio y múltiple de la música. Todos los refinamientos de un virtuoso brillan en las palabras: los pequeños staccati de los aforismos, el sordini lírico de los cantos, el spiccato de la burla, las estilizaciones audaces y armónicas de la prosa, de las sentencias y de la poesía. Hasta la puntuación, lo que sobreentiende el idioma, los guiones, los subrayados, tienen toda la fuerza de signos musicales. Nunca como en el caso de Nietzsche ha provocado la lengua alemana tal sentimiento de prosa instrumentada para pequeña o gran orquesta. Un artista del idioma siente una voluptuosidad tan grande como la del músico en los detalles de una polifonía como la lograda por Nietzsche. ¡Cuánta armonía se oculta tras las aparentes disonancias! ¡Cómo se adivina bajo esa abundancia desordenada un espíritu de la forma pura! Pues no sólo las extremidades de los nerviecillos del idioma vibran de musicalidad, sino que sus obras enteras tienen una concepción sinfónica; no responden a una arquitectura puramente intelectual, planeada fríamente, sino a una inspiración directamente musical. Él mismo ha dicho, hablando de Zarathustra, que estaba escrita siguiendo el espíritu de la primera fase de la Novena sinfonía. Y el preludio de Ecce Homo, único y divino, ¿no es un conjunto de frases musicales enormes, interpretadas como por el monumental órgano de la catedral del porvenir? En las poesías como «El canto de la noche» y «La canción del gondolero», ¿no es una voz esencialmente humana la que suena en medio de una soledad infinita? ¿Y cuándo la embriaguez ha podido llegar a ser una música cadenciosa, heroica, griega, como lo es en el ditirambo de Dionisos? Aquí su lenguaje, rodeado de la luz del sur y elevado en un torrente de música, se convierte en un oleaje sin descanso, y sobre ese vasto oleaje, sobre ese mar tormentoso, flota el espíritu de Nietzsche marchando hacía el torbellino que lo ha de hundir.

Ahora, cuando la música penetra violenta a impetuosamente en su espíritu, Nietzsche, con la sabiduría de un demonio, reconoce enseguida el peligro y se da cuenta de que ese torbellino podría arrastrarlo lejos de sí mismo; pero, así como Goethe evita los peligros (una vez Nietzsche hace notar la « actitud prudente de Goethe frente a la música»), Nietzsche se adelanta a cogerlos por los cuernos, pues las transmutaciones y transformaciones son su defensa e, igual que con sus padecimientos físicos, convierte aquí el veneno en remedio. Es necesario que la música tenga ahora para él un sentido completamente diferente del que tenía en sus años de filólogo; entonces pedía a la música que pusiera sus nervios en tensión y su cerebro en actividad (¡Wagner!); la embriaguez y exuberancia musical eran en aquel entonces un antídoto contra su tranquila vida de erudito, un estimulante frente a su sobriedad. Ahora que su existencia es todo exceso y una pérdida, una dilapidación estática de sentimiento, necesita que la música sea para él un sedante, un bromuro moral, un calmante interior. No le pide ya la embriaguez (pues su espíritu está en embriaguez perpetua), sino que ahora le pide, según frase magistral de Hólderlin, «la santa sobriedad». La música ha de ser ahora sedante y no excitante. Necesita de la música para refugiarse en ella cuando regresa herido y maltrecho de la caza de pensamientos; la necesita como refugio, como baño que lo refresque y purifique. « Música divina» que desciende del cielo, de un cielo sereno y no de un espíritu de fuego medio asfixiado en una atmósfera pesada; música que lo ayude a olvidar y no a abstraerse y sumirse en crisis y catástrofes del sentimiento; una música que diga «sí» y que haga «sí»; una música del sur, límpida en sus armonías, simple, pura; una música que se deje silbar; una música que es música y no caos (como el caos que alberga en su pecho); una música del séptimo día de la Creación, de ese día de descanso y de alabanza al Dios; una música serena... «Ahora que he llegado a puerto, dadme música, música.» La ligereza es el último amor de Nietzsche, la suprema medida de todas las cosas; lo que da ligereza y salud es bueno, ya sea en el alimento, en el espíritu, en el aire, en el sol, en el paisaje o en la música. Lo que eleva, lo que hace olvidar la pesadez y la oscuridad de la vida y la fealdad de la verdad, sólo es fuente de gracia. Por eso siente ese tardío amor por el arte que « hace fácil la vida», que es su mejor estimulante. La mejor bendición celeste para un espíritu agitado es una música pura, libre y ligera. Ya no puede prescindir de la música para aliviarse de los dolores de sus partos cruentos. «La vida sin música es sencillamente una fatiga y un error.» Un enfermo abrasado de fiebre no podría alargar sus labios, secos y ardientes, en un delirio de sed, de un modo más salvaje que el de Nietzsche en sus últimas crisis, cuando los tiende hacia esa bebida fresca y límpida que es la música. «¿Ha tenido jamás un hombre tanta sed de música?» Es su última salvación; por ese motivo siente un odio apocalíptico contra Wagner, que ha emponzoñado la música con estimulantes y narcóticos. De ahí esos dolores que experimenta Nietzsche «en el destino de la música» como si fuera una herida abierta. El gran solitario ha renegado de todos los dioses; sólo quiere conservar esa única cosa, ese néctar y esa ambrosía que le refrescan alma y la rejuvenecen, esa cosa única que es la música. «Arte y sólo arte..., tenemos el arte para no morir a fuerza de verdad.» Con la crispación del que se ahoga se agarra él al arte, a la única fuerza vital que no depende de la fuerza de gravedad; al arte, que es ya lo único que puede elevarlo para transportarlo a su propio elemento.

Y la música, que ha sido invocada de modo tan emocionante, se inclina bondadosa y recibe el cuerpo de Nietzsche en el momento en que iba a hundirse. Todos han abandonado a ese hombre delirante; se fueron, tiempo ha, todos sus amigos; sus pensamientos corren sin descanso en peligrosas peregrinaciones; sólo la música lo acompaña en su última, en su séptima soledad. Todo lo que Nietzsche toca con sus manos, queda impregnado de música; cuando habla, su voz suena musicalmente; sólo la música levanta al que se está cayendo, y cuando, por fin, Nietzsche se precipita al abismo, la música queda velando esa alma que se ha apagado. Overbeck, que entra en el cuarto de Nietzsche, lo encuentra, ya cegado en su espíritu, delante del piano buscando despertar con mano temblorosa elevadas armonías, y mientras el pobre loco es llevado a su casa, va cantando, durante todo el viaje, melodías emocionantes: va cantando «La canción del gondolero».

La música le acompaña hasta las oscuras profundidades del espíritu; la fuerza demoníaca de la música preside su vida y su muerte.

 

LA SÉPTIMA SOLEDAD

Un gran hombre se ve empujado, oprimido y martirizado por su soledad.

 

« ¡Oh, soledad, soledad, patria mía!», tal es el canto melancólico que sale del mundo glacial del silencio.

Zarathustra compone su canto precursor de la última noche, su canto de eterno regreso a la patria. Pues, ¿no ha sido la soledad la eterna posada del viajero, su frío hogar, su techo de piedra...? En mil diversas ciudades ha vivido Nietzsche en su peregrinaje espiritual; a veces, ha tratado de huir de su soledad trasladándose a otro país; pero siempre ha vuelto a ella, herido, agotado, desilusionado, como quien vuelve a su patria.

Pero esa soledad que ha acompañado a Nietzsche en sus metamorfosis se ha ido metamorfoseando a su vez, y, cuando él la mira a la cara, queda asustado, pues, a fuerza de convivencia, la soledad se parece ya a él. Se ha vuelto dura, cruel, violenta como él; también ella parece que ha aprendido a hacer daño y a engrandecerse en el peligro. Y cuando él la llama cariñosamente «su querida y vieja soledad», hace ya tiempo que ese nombre no es muy apropiado, porque se ha convertido en un aislamiento completo, en la séptima y última soledad; eso ya no es estar solo, eso es estar completamente abandonado. Alrededor del Nietzsche de los dos últimos años se hace un vacío terrible, un silencio horroroso; nunca un eremita o un anacoreta del desierto han estado tan abandonados, pues esos fanáticos de su fe tienen todavía un Dios que llena, con su sombra, toda la cabaña. Pero Nietzsche, «el asesino de Dios», no tiene a su lado ni a Dios ni a persona alguna; cuanto más se aproxima a su «yo», tanto más se aleja del mundo; cuanto más camina, tanto más vasto es el horizonte de su desierto. Ordinariamente, los escritores más solitarios ven cómo aumenta silenciosa y lentamente el poder magnético que ejercen sobre los hombres; por raro misterio, van atrayendo a un círculo cada vez más amplio de hombres a la órbita de su presencia aún invisible; pero la obra de Nietzsche tiene un efecto repulsivo: va alejando de sí a todos los amigos y se aísla del presente con una violencia cada vez mayor. Cada nuevo libro le cuesta un amigo, cada obra le hace perder una nueva relación. Poco a poco, la última hierbecilla de interés que pueda haber hacia su obra se va secando; primero perdió a los filólogos, después vio alejarse a Wagner de su círculo espiritual y, por fin, a sus compañeros de juventud. Acaba por no encontrar editor en Alemania; el trabajo de veinte años, acumulado en un sótano, pesa sesenta y cuatro quintales; se ve obligado a recurrir a su propio dinero, que procede de lo poco que ha podido ahorrar o que le ha sido dado para que siguiera publicando sus obras. Pero no sólo no las compra nadie, sino que, incluso cuando Nietzsche las regala, nadie las lee. De la cuarta parte de Zarathustra, que imprime por su cuenta, sólo hace tirar cuarenta ejemplares y, entre los sesenta millones de alemanes, sólo encuentra siete a quienes pueda enviarles un ejemplar; porque Nietzsche, que está ahora en el apogeo de su obra, es un ser desconocido por su época. Nadie le concede la menor confianza ni el menor crédito, ni le muestra agradecimiento; al contrario, para no perder a su último amigo de juventud, Overbeck, se ve obligado a darle excusas por escribir libros: «Mi viejo amigo (se ve en estas palabras un gesto de ansiedad; se ve en su rostro contraído, en sus manos tendidas, el porte de alguien que ha recibido golpes y espera aún algún otro), lee este libro desde el principio hasta el fin; no lo turbes ni lo extrañes. Concentra toda lo benevolencia en mi obra. Si el libro lo es insoportable, quizá sus detalles no lo sean.» Así es cómo, en 1887, el más grande espíritu de su siglo ofrece a sus contemporáneos los más grandes libros de su época, y no encuentra nada más heroico y elogiable en una amistad que el hecho de no haberla podido destruir, « ni aun el Zarathustra» «¡El Zarathustra!» ¡De tal manera ha llegado a hacerse insoportable la actividad creadora de Nietzsche para los que lo rodean! ¡Tan intolerable se ha vuelto! ¡De qué manera se ha hecho infranqueable la distancia que media entre su genio y la inferioridad de su época! Crece el vacío a su alrededor y el silencio se hace cada vez mayor.

Ese silencio convierte en un verdadero infierno la última, la séptima soledad de Níetzsche; el muro metálico del aislamiento le rompe el cerebro. «Después de Zarathustra, que es un grito de llamada salido de lo más íntimo de mí alma, ¡no he oído ni una sola palabra de contestación!; ¡nada, nada, siempre el mismo silencio de la soledad, mil veces más penosa! ¡Es algo más terrible de lo que se pueda concebir y que hace sucumbir aun al más fuerte!», dice gimiendo; después añade: «Y yo no soy el más fuerte. Me parece a veces que estoy herido de muerte.» Pero lo que él pide no son aplausos, ni muestras de agrado, ni gloria; al contrario, nada sería más agradable a su temperamento combativo que la ira, la indignación, el desprecio y hasta la mofa. « Para un arco tan tenso que hasta corre el peligro de romperse, todo sentimiento apasionado es favorable, mientras sea violento»; pero nada, ni una sola contestación fogosa o fría o siquiera tibia; nada que le dé la prueba de que existe espiritualmente. Hasta sus amigos evitan contestar, y en sus cartas pasan por encima de ese asunto, sin expresar su juicio porque les es penoso. Y ésta es la herida que lo corroe cada vez con más fuerza, que inflama su amor propio y su orgullo, < la herida de no recibir contestación». Esa herida es la que envenenó su soledad hasta convertirla en un estado febril.

Y esa fiebre, después de haberse incubado largamente, rompe un día de pronto su prisión y surge hirviente. Si uno ausculta los escritos de Nietzsche o las cartas de sus últimos años, puede oír el batir precipitado de su sangre bajo la monstruosa presión del aire enrarecido. El corazón de los alpinistas o de los aviadores ha experimentado el ritmo martilleante de unos pulmones sometidos a tan ruda prueba; las últimas cartas de Kleist tienen también ese pulso y esa presión violenta: las vibraciones peligrosas y el zumbido de una caldera que va a estallar. En el porte tranquilo de Nietzsche surge un rasgo de impaciencia: «El silencio tan prolongado ha exasperado mi orgullo.» Ahora quiere, exige a cualquier precio una contestación. Estimula, azuza al impresor con cartas y telegramas para que imprima deprisa, rápidamente, como si la demora fuese perjudicial. Ya no espera -como era su primitivo proyecto- a que La voluntad de poder, su obra principal, esté acabada, sino que, lleno de impaciencia, arranca algunos fragmentos de la obra y los arroja como si fueran antorchas en medio de su época. « El acento alciónico» ha desaparecido; hay en sus últimas obras gemidos de dolor, de un dolor reprimido; hay gritos de una cólera terriblemente irónica, arrancados a su espíritu por el látigo de la impaciencia; hay gruñidos de mastín, mastín de labios llenos de baba y de dientes blanquísimos. La indiferencia, en su orgullo exaltado, acaba empujándole a provocar a su época para que ésta reaccione contra él con un grito de rabia. Y, como un reto más provocador, se pone a narrar su vida en Ecce Homo con un cinismo que pasará a la historia. Nunca ningún libro había sido producido con este deseo, con una sed tan febril y una tal impaciencia por la respuesta como esos últimos libelos de Nietzsche: así como Jerjes ordenó castigar al mar insensible y rebelde con fuertes latigazos, Nietzsche quiere ahora también, en una locura semejante, desafiar la indiferencia que lo rodea por medio de esos escorpiones que son sus libros. Hay en su deseo urgente de respuesta una inquietud demoníaca, un temor terrible de no poder vivir el tiempo suficiente para ver el resultado, el éxito.

Y se siente claramente cómo a cada golpe de látigo que da, le sigue un momento de pausa. Es entonces cuando se asoma fuera de sí mismo para escuchar ansioso el grito de sus víctimas; pero no hay ningún grito; nada se conmueve; ninguna respuesta sube hasta las regiones de su soledad de azur. El silencio forma como un anillo de hierro alrededor de su garganta y no se rompe ni aun con el grito más terrible que ha conocido el hombre. Y él se da perfecta cuenta de que ningún dios podrá ya librarle del tormento de su suprema soledad.

Entonces se apodera de Níetzsche una cólera apocalíptica. Cual Polifemo ciego, arroja Nietzsche a su alrededor bloques de piedra que silban en el aire, sin ver si acierta o no; y como no tiene a nadie que sufra con él, que sienta con él, se coge a sí mismo, se coge su corazón tembloroso. Como ha matado a todos los dioses, hace de sí mismo un nuevo dios. «¿No debemos convertirnos en dioses, para parecer dignos de tal acción?» Ha destruido todos los altares, y por eso se construye uno nuevo, el Ecce Homo, con el fin de celebrar sobre él su propio sacrificio; ensalzarse, ya que nadie lo ensalza; vanagloriarse, ya que nadie lo alaba. Amontona ahora las más grandes piedras del idioma; resuenan golpes de martillo furiosos como no han resonado otros en el siglo; entona con entusiasmo su canto fúnebre de embriaguez y exaltación, el pean de sus actos y victorias. Empieza como un crepúsculo, y hay en él aullidos de una tempestad que se acerca; después resuenan carcajadas, unas carcajadas de loco, malignas, estridentes, como la alegría de un desesperado, que rompen el alma; eso es su Ecce Homo. Pero ese canto se hace cada vez más violento, más estridente; las carcajadas resuenan agudamente en medio de silencios glaciales, y Nietzsche, como transportado lejos de sí mismo, eleva sus manos y agita sus pies ditirámbicamente; y de pronto empieza la danza, la danza sobre el abismo; el abismo de su horrible caída.

 

LA DANZA SOBRE EL ABISMO

Si miras largo tiempo hacia el abismo, llegas a sentir que el abismo lo mira a ti.

 

Los cinco meses del otoño de 1888, los últimos de la época creadora de Nietzsche, son únicos en los anales de la producción literaria. Es posible que, en un período de tiempo tan limitado, nunca un genio haya pensado tanto, de un modo tan intenso, tan continuo, tan hiperbólico y radical; jamás un cerebro humano se ha visto tan colmado de ideas, tan lleno de imágenes a inundado de música como el de Nietzsche, ya dispuesto así por el destino. No hay otro ejemplo en la historia literaria universal que pueda ser comparable a esa abundancia, a ese éxtasis de embriaguez, a ese furor fanático de creación; sólo cerca de él, en el mismo año y bajo el mismo cielo, un pintor experimenta una productividad semejante, una productividad que llega a los confines de la locura. En su jardín de Arles, y en su asilo de alienados, Van Gogh pinta con la misma rapidez, con la misma pasión de luz, con la misma exuberancia creativa. Apenas ha terminado uno de sus cuadros al rojo blanco, su pincel impecable corre ya sobre otra tela, sin plan, sin duda, sin reflexión. Crea al dictado, con una lucidez y una mirada completamente demoníacas, en una procesión de visiones inagotables. Los amigos que lo han dejado solo durante una hora ante su caballete, se asombran al ver que ya ha acabado una segunda tela y que, sin parar, húmedos aún los pinceles, con ojos brillantes, está ya empezando la tercera. El demonio, que lo tiene asido por la garganta, no consiente ni aun darle tiempo para respirar, ni se inquieta porque, como un jinete vertiginoso, esté destrozando al cuerpo jadeante y febril que tiene debajo de sí. Del mismo modo crea Nietzsche su obra: sin respiro, sin descanso, con una rapidez y velocidad sin precedentes. Sus últimas obras sólo le ocupan diez días, quince tal vez, tres semanas a lo más; los períodos de gestación, de creación y de elaboración se funden en uno solo como en un brillante relámpago. No hay tiempo para la incubación, para el reposo, para alguna investigación, para un tanteo, para correcciones o rectificaciones; todo sale ya perfecto, definitivo; caliente y ya enfriado al mismo tiempo. Nunca ha tenido un cerebro una tal tensión eléctrica, sostenida hasta en las últimas vibraciones de sus palabras; nunca se han asociado las palabras a velocidades tan mágicas; la visión es ya al mismo tiempo palabra, la idea es claridad perfecta y, a pesar de esa plenitud gigantesca, no hay rastro de la violencia del esfuerzo. La creación ha dejado de ser acción o trabajo; es ya sólo un laissez faire a las potencias superiores. El espíritu vibrante no necesita más que alzar los ojos, esos ojos que tan lejos miran y que «tan lejos piensan», para ver (como Hölderlin en su último impulso de contemplación mística) enormes espacios del pasado y del porvenir; pero él, con el demonio de la claridad, los ve al alcance de su mano. Y no tiene más que alargar esa mano, ardiente y rápida, para tocarlos; y apenas los toca, se llenan de imágenes, de música, de vida. Y ese río de ideas y de imágenes no se interrumpe un solo momento en esas jornadas verdaderamente napoleónicas. El espíritu está inundado, se llena de fuerza, de una fuerza elemental. « Zarathustra me ha asaltado.» Siempre, con sorpresa violenta, se ve desarmado ante cualquier cosa superior, como si en alguna parte de su espíritu un dique de razón o de defensa hubiera sido destruido por la corriente torrencial que se precipita sobre ese ser impotente y desprovisto magníficamente de toda voluntad. « Puede ser que nunca haya sido producido nada por un tal desbordamiento de fuerzas», dice Nietzsche estáticamente al hablar de sus últimas obras; pero nunca osa afirmar que esa fuerza que se agita dentro de él y lo destruye sea su propia fuerza. Al contrario, se siente como ebrio. Modestamente se da cuenta de que es solamente «portavoz de imperativos del más allá» y que se ve presa de un poder demoníacamente superior.

Pero ¿quién podría describir ese milagro de inspiración, los espantos y los estremecimientos de ese huracán creador que sopla cinco meses sin interrupción, cuando él mismo lo ha descrito ya con transportes de gratitud, con la fuerza iluminada de las cosas que ha vívido por sí mismo? Sólo cabe copiar la siguiente página como él mismo la escribió entre relámpagos: «¿Tiene alguien, a fines del siglo XIX, una idea clara de eso que los poetas de las edades fuertes llamaron inspiración? Si no, os lo diré yo: con sólo un resto de superstición en nuestro interior, no podríamos, desde luego, rechazar la posibilidad de ser solamente una encarnación, un portavoz, un medium de potencias superiores. Ése es el concepto de revelación, en el sentido de que, de pronto, con seguridad y fineza indecibles, algo bien visible y audible, algo que os estremece y trastorna hasta lo más mínimo de vuestro ser, describe simplemente un hecho. Se oye, sin tratar de oírlo; se toma sin tenerlo que pedir; como un relámpago surge un pensamiento, como algo necesario. No hay la menor duda al darle forma..., nunca he tenido que elegir. Un encanto, cuya formidable tensión se resuelve a veces en un torrente de lágrimas, y en el cual el ritmo de la marcha ya se acelera, ya se retarda; un estado completamente fuera de uno mismo, con una conciencia clarísima de experimentar innumerables escalofríos y estremecimientos hasta la punta de los pies; una profundidad feliz en la que las cosas más dolorosas y más siniestras no producen efectos de contraste, sino que parecen indispensables, necesarias, como si fueran un color complementario en medio de esa superabundancia de luz, un instinto de relaciones rítmicas que abrazan vastos espacios donde las formas se despliegan..., la necesidad de un ritmo amplio, son casi la medida de la fuerza de la inspiración, como un contrapeso a la presión interior, a la tensión... Todo sucede fuera del dominio de la voluntad, en un desbordamiento sentimental de la libertad, de lo absoluto, de la fuerza, de la divinidad... Lo más característico es la necesidad de la imagen, de la metáfora; uno no se da cuenta de lo que es imagen o metáfora, sino que éstas se presentan como la expresión más adecuada, más justa y más sencilla. Se podría decir, en verdad, recordando una frase de Zarathustra, que los objetos, las cosas vienen solas para ofrecerse como metáforas ("Todas las cosas se presentan dócilmente en lo discurso y lo acarician y lo adulan; pues quieren montarse sobre tus espaldas. Aquí cabalgas tú mismo sobre cada parábola, en marcha hacia la verdad. Aquí lo brotan todas las palabras del ser y todos los secretos de esas palabras; el espíritu, el ser entero, quiere convertirse en palabra, todo el futuro quiere expresarse por ti"). Eso es lo que yo sé de la inspiración; no dudo que tendríamos que remontarnos miles de años atrás para encontrar a alguien que pudiese decirme: "Eso es también lo que yo creo".» En ese vertiginoso acento que suena en esa especie de beatífico himno a sí mismo, ya sé que los médicos ven un caso de euforia, ese último sentimiento de voluptuosidad del que va a morir, así como el estigma de la megalomanía, de esa exaltación del «yo» tan característica de los espíritus enfermos; sin embargo, pregunto yo: ¿cuándo la embriaguez creadora ha sido esculpida así, para la eternidad, con una claridad tan diamantina? Pues ése es el milagro particular a inaudito de las últimas obras de Nietzsche: en ellas hay una especie de sonambulismo, un grado supremo de claridad mezclado con un grado supremo de embriaguez, y son sutiles como serpientes, en medio de una fuerza casi bestial de orgía desenfrenada. Habitualmente, los exaltados, aquellos a quienes Dionisos ha embriagado el alma, tienen los labios pesados y la palabra oscura.

Como en un sueño, sus expresiones son confusas. Todos aquellos que han mirado hacia el fondo del abismo adquieren el acento órfico, pítico y misterioso de un lenguaje del más allá, para el cual nuestros sentidos sólo tienen un presentimiento temeroso, al tiempo que nuestro espíritu no acaba de comprenderlo.

Nietzsche, sin embargo, es claro como un diamante, aun cuando esté poseído por la exaltación, y su palabra sigue siendo fuerte, incisiva y dura aun en medio del fuego de la embriaguez. No ha habido seguramente otro mortal que se haya asomado al borde de la locura con tanta temeridad y tanta calma como lo hizo Nietzsche. El estilo de Nietzsche no es (como el de Hölderlin y el de todos los místicos o píticos) algo sombrío y oscuro a fuerza de misterio; al contrario, nunca ha sido más claro, más verdadero, que en sus últimos momentos, cuando se podría muy bien decir que se vio iluminado por el misterio. Verdad es que ésta es una luz muy peligrosa; tiene el brillo y resplandor enfermizos de un sol de medianoche, que se eleva rojo por encima de los icebergs; es una luz septentrional del alma que, en su grandiosidad única, hace estremecer.

No calienta, pero espanta; no deslumbra, pero mata. Nietzsche no es arrastrado al abismo por el ritmo oscuro del sentimiento, como Hölderlin, ni tampoco por un torrente de melancolía; Nietzsche se consume en su propia luz, como por una insolación de un sol extraordinariamente brillante y luminoso, por una alegría que pudiéramos llamar alegría al rojo blanco y que resulta insoportable. La caída de Nietzsche es una muerte de luz, una carbonización del espíritu en su propia llama.

Hace ya tiempo que el alma le arde y le llamea por un exceso de luz; a menudo él mismo se asusta, en su clarividencia, de ese exceso de luz que le llega de arriba y de la salvaje alegría que hay en su alma: « Las intensidades de mi sentimiento me hacen estremecer y reír.» Pero ya nada puede poner diques a esa corriente de éxtasis, a ese flujo de pensamientos que han descendido del cielo como halcones y aletean chillando a su alrededor día y noche, hora tras hora, hasta que las sienes parecen estallar. Durante la noche el cloral le alivia y le provee de un refugio pasajero, el del sueño, contra la invasión tumultuosa de las visiones, pero sus nervios están al rojo, como hilos metálicos; todo su ser se convierte en electricidad y en luz, una luz resplandeciente, llena de llamaradas y fulguraciones.

¿Puede considerarse un milagro el hecho de que este torbellino de inspiración tan rápida, esa torrentera de vertiginosos pensamientos, pierda el contacto con la tierra firme, y que Nietzsche, arrastrado por todos los demonios del espíritu, olvide quién es y acabe por no reconocer sus propios límites? Desde hace mucho tiempo (desde el momento en que observó que obedecía a fuerzas superiores y no a sí mismo), su mano duda antes de escribir su propio nombre bajo sus escritos: Friedrich Nietzsche. Pues el nieto del pastor protestante de Naumburgo siente sordamente que, después de tanto tiempo, ya no es él quien está viviendo esa vida tan extraordinaria, sino que es otro ser que no tiene nombre todavía, una potencia superior, un nuevo mártir de la humanidad. Por eso no firma sus últimos mensajes más que con nombres simbólicos: «El Monstruo», «El Crucificado», « El Anticristo», «Dionisos». No los firma con su nombre porque se da cuenta de que sólo obran en él las potencias superiores y él ya no es, en su concepto, un hombre, sino una potencia, una misión. «Ya no soy un hombre, soy dinamita.» «Soy un pasaje de la historia universal que divide en dos toda la historia de la humanidad», grita en un acceso de hybris, en medio de un atroz silencio.

Del mismo modo que Napoleón ante Moscú ardiendo, con el invierno frente a él, el infinito invierno de Rusia, y a su alrededor los restos miserables de aquel gran ejército, lanza aún las proclamas y alocuciones más amenazadoras y grandiosas (grandiosas hasta rozar el ridículo), Níetzsche, ante el Kremlin en llamas que es su cerebro, compone, con los restos de sus pensamientos, libelos terribles. Ordena al emperador de Alemania que venga a Roma para ser fusilado; invita a las potencias europeas a una acción militar contra Alemania, a la que quisiera ver encerrada en una camisa de hierro. Nunca un furor tan apocalíptico se ha debatido tan en el vacío; nunca una hybris más magnífica ha elevado a un espíritu tan lejos de las cosas terrestres. Sus palabras suenan como martillazos dados contra el edificio mundial; pide que el calendario sea modificado y cuente, no desde el nacimiento de Cristo, sino desde la aparición del Anticristo; coloca su imagen encima de las más altas figuras de todos los tiempos; el delirio mental de Nietzsche es más grandioso que el de los demás enfermos del espíritu; en eso, como en todo, sigue reinando el exceso.

Nunca un mortal se ha visto invadido por una inundación tan grande de inspiración creadora como la que sufrió Nietzsche en ese otoño. «Nunca se ha escrito de esa manera, nunca se ha sentido así; nadie ha sufrido nunca de ese modo; así sólo sufre un dios: un Dionisos»; esas palabras, que pronuncia cuando empieza su locura, son de una verdad terrible. Pues ese cuartito del cuarto piso y la gruta de Sils-Maria albergan, al mismo tiempo que al hombre enfermo, presa del delirio, los pensamientos y las palabras más grandiosos que ha conocido el siglo; el espíritu creador se ha refugiado bajo ese techo quemado por el sol, y despliega toda su plenitud sobre un pobre hombre solitario, innominado, tímido y perdido... Es mucho más de lo que un ser humano puede soportar. Y en este estrecho espacio, asfixiado de inmensidad, el pobre espíritu terrestre, asustado, vacila y se tambalea bajo la fuerza de los relámpagos, de las iluminaciones y de las fulguraciones que lo azotan. Igual que Hölderlin en su ceguera espiritual, siente que un dios está junto a él, un dios de fuego, cuya mirada es imposible sostener y cuyo aliento quema... El pobre ser, estremecido, se levanta para verle la cara y los pensamientos se le escapan en incoherente precipitación..., pues el que siente, crea y sufre cosas inefables... ¿no es él, por sí mismo, un dios?... ; ¿no es él un nuevo dios del Universo, ya que el otro ha sido aniquilado?... ¿Quién es?... ¿El Crucificado?... ¿Un dios muerto o un dios vivo?... ¿El dios de su juventud, Dionisos..., o las dos cosas a la vez?... ¿Dionisos crucificado?... Sus pensamientos corren como un torrente, la corriente arde a fuerza de luz... Pero ¿es que eso es luz? ¿No es más bien música? El cuartucho de la Vía Alberto comienza a resonar, las esferas vibran, los cielos se transfiguran... ¡Oh, qué música! Las lágrimas le resbalan por la barba, ardientes, fervorosas... ¡Oh, qué ternura, qué felicidad... ! ¡Y qué inmensa claridad! En la calle, allá abajo, todos le sonríen; sí, las gentes le sonríen. Respetuosamente se levantan para saludarlo; y la vendedora busca en su cesta las más hermosas manzanas... ; todos hacen cortesías y reverencias ante el asesino de Dios; todo es júbilo... ¿por qué?... Sí, él lo sabe; es porque ha llegado el Anticristo y todos gritan: «¡Hosanna, hosanna!...» Todo canta, el Universo resuena de alegría y de música... Después todo queda mudo... ; algo ha caído; ¡ay! es él mismo el que ha caído frente a su casa... Alguien lo levanta .... está de nuevo en su cuarto... ¿Ha dormido mucho tiempo?...

Todo está oscuro... Allí está el piano. ¡Música, música!... De pronto hay muchos hombres en el cuarto...

¿No es Overbeck?... Sin embargo, está en Basilea... Y él mismo, ¿dónde está?..., ¿dónde?... Ya lo sabe...

¿Por qué lo miran de un modo tan extraño, tan inquietos?... Un vagón, un coche... Los raíles rechinan, rechinan de un modo extraño, como si quisieran cantar... Sí... Están cantando La canción del gondolero..., y él empieza a cantar con los raíles..., canta en medio de las tinieblas infinitas...

Y después, largo tiempo en un cuarto oscuro, lejos, en un cuarto siempre oscuro, siempre oscuro. Ya no hay sol; ya no hay luz, ni dentro ni fuera. En alguna parte, abajo, hablan algunos hombres. Una mujer... ¿Es su hermana?... Pero su hermana está lejos, muy lejos, en el país de los lamas... Una mujer le lee un libro...

¿Un libro?... ¿No ha escrito él también libros?... Alguien le habla con dulzura, pero él no comprende lo que le dicen... Aquel a quien ha pasado un tal huracán por el alma queda sordo para siempre a las palabras humanas... Aquel a quien el demonio ha mirado tan profundamente a los ojos, queda ciego para siempre.

 

EL EDUCADOR PARA LA LIBERTAD

Grandeza significa marcar una dirección.

 

«Después de la próxima guerra europea me entenderán»-entre sus últimos escritos emerge esta frase profética. Porque, en efecto, el verdadero sentido, la necesidad histórica del gran exhortador sólo se comprende a partir de la situación tensa, insegura y peligrosa de nuestro mundo a finales del siglo XIX y principios del XX. En este genio atmosférico se descargó con violencia toda la presión del embotamiento moral de Europa: la tempestad más maravillosa del espíritu que precede a la tempestad más terrible de la historia. La mirada de Nietzsche, mirada que «pensaba más allá», previó la crisis, mientras los demás se mantenían en un ambiente doméstico al calor de los agradables fuegos del tópico, y vio también sus causas: «el prurito nacionalista del corazón y el veneno en la sangre por los que hoy en día en Europa los pueblos se aíslan el uno del otro como si estuvieran en cuarentena», el «nacionalismo bovino» carente de una idea superior a la idea egoísta de la historia, mientras todas las fuerzas se empeñaban ya con ahínco en alcanzar una unión futura y más elevada. Y el anuncio de la catástrofe prorrumpe con furia de su boca cuando ve los intentos convulsos por «eternizar en Europa el sistema de pequeños estados» y por defender una moral basada única y exclusivamente en el negocio y los intereses. «Esta situación absurda no puede durar mucho», escribe en la pared con dedo de fuego, «la capa de hielo que la sustenta se ha vuelto tan delgada que todos percibimos el aliento cálido y peligroso de los vientos del deshielo» Nadie como Nietzsche percibió los crujidos en los cimientos de la sociedad europea, nadie lanzó tan desesperadamente, en una época de autocomplacencia optimista, un grito a Europa, un grito a favor de la huida, de la huida hacia la honestidad, hacia la claridad, hacia la máxima libertad intelectual. Nadie sintió tan intensamente que una época había acabado y muerto, y que algo nuevo y violento tomaba cuerpo en el núcleo de una crisis letal: sólo ahora lo sabemos con él.

Esta crisis letal fue pensada y vivida previamente por él de una manera también letal: he ahí su grandeza, su heroísmo. Y la enorme tensión que atormentó su espíritu hasta límites insospechados y que, por último, lo desgarró, lo hizo vincularse a un elemento superior: no era más que la fiebre de nuestro mundo antes de que estallara el absceso. Los pájaros que anuncian la tempestad, mensajeros del espíritu, siempre preceden a las grandes revoluciones y catástrofes, y hay una verdad espiritual en la fe sorda y supersticiosa del pueblo, que hace que aparezcan cometas en el elemento superior y tracen órbitas sangrientas antes de las crisis y de las guerras. Nietzsche fue una luz de este tipo en el elemento superior, el relámpago que precede a la tormenta, el gran tumulto en las montañas antes de que la tempestad se precipite hacia los valles: nadie presintió como él, con tal certeza meteorológica, además de los detalles, toda la violencia del futuro cataclismo de nuestra cultura. Mas esa es la eterna tragedia del espíritu: que su ámbito claro y superior de contemplación no se transmita al aire escaso y viciado de su época, que el presente jamás capte ni perciba que un signo se alza sobre él en el cielo del espíritu y que se oye el aleteo de la profecía. Ni siquiera el espíritu más lúcido del siglo se mostró lo suficientemente claro para que su época lo entendiera; así como aquel corredor de maratón que presenciara el ocaso del imperio persa y que, recorriendo con pulmones palpitantes la larga distancia que lo separaba de Atenas, sólo pudo anunciar su mensaje con un único grito extático (la sangre explotó después mortalmente en su sofocado pecho), Nietzsche sólo pudo anunciar la terrible catástrofe de nuestra cultura, pero no pudo evitarla. Solamente lanzó un grito inmenso, inolvidable, extático a su tiempo: luego se le quebró el espíritu.

Sin embargo, a mi juicio, quien mejor nos reveló a nosotros y a todo el mundo su verdadera acción fue su mejor lector, Jakob Burckhardt, cuando escribió que sus libros «acrecentaban la independencia en el mundo». Hombre inteligente y perspicaz, Burckhardt dijo de manera expresa: la independencia en el mundo, y no la independencia del mundo. Pues la independencia siempre existe sólo en el individuo, en lo singular, y no puede multiplicarse con el número, no crece con los libros y con la educación: «no existen edades heroicas, sino sólo hombres heroicos». Es siempre el individuo quien introduce la independencia en el mundo y siempre lo hace para sí solo. Pues todo espíritu libre es un Alejandro que conquista al asalto todas las provincias a imperios, pero carece de heredero: el reino de la libertad siempre recae luego en diadocos y administradores, en comentaristas e intérpretes que se convierten en esclavos de la palabra. La grandiosa independencia de Nietzsche no regala por tanto una doctrina (como creen los académicos), sino una atmósfera, la atmósfera infinitamente clara, demasiado clara, atravesada por tormentas de pasión, de una naturaleza demoníaca que se redime en la tempestad y en la destrucción. Cuando uno se adentra en sus libros, siente el ozono, el aire elemental despojado de todo embotamiento, de toda niebla y humedad: en ese paisaje heroico, uno ve con libertad hasta las alturas de los cielos y respira un aire transparente y afilado como un cuchillo, un aire para corazones fuertes y espíritus libres. El último sentido de Nietzsche es siempre la libertad: el sentido de su vida y el sentido de su ocaso. Así como la naturaleza necesita ciclones y tornados para descargar su exceso de fuerza en una revuelta contra su propia existencia, así necesita el espíritu de vez en cuando a un hombre demoníaco cuyo exceso de violencia se rebele contra la comunidad del pensamiento y la monotonía de la moral. A un hombre que destruya y se destruya a sí mismo; pero estos rebeldes heroicos no son menos formadores a imagen del universo que los creadores silenciosos. Si aquellos muestran la plétora de la vida, éstos señalan su inconcebible amplitud. Porque por las naturalezas trágicas tomamos conciencia de la profundidad del sentimiento. Y sólo gracias a los desmesurados conoce la humanidad su última dimensión.

FIN

 


 

 

 

EL MISTERIO DE LA CREACIÓN ARTÍSTICA

STEFAN ZWEIG

 

CONFERENCIA PRONUNCIADA EN BUENOS AIRES

  

De todos los misterios del universo, ninguno más profundo que el de la creación.

Nuestro espíritu humano es capaz de comprender cualquier desarrollo o transformación de la materia. Pero cada vez que surge algo que antes no había existido -cuando nace un niño o, de la noche a la mañana, germina una plantita entre grumos de tierra- nos vence la sensación de que ha acontecido algo sobrenatural, de que ha estado obrando una fuerza sobrehumana, divina. Y nuestro respeto llega a su máximo, casi diría, se torna religioso, cuando aquello que aparece de repente no es cosa perecedera. Cuando no se desvanece como una flor, ni fallece como el hombre, sino que tiene fuerza para sobrevivir a nuestra propia época y a todos los tiempos por venir -la fuerza de durar eternamente, como el cielo, la tierra y el mar, el sol, la luna y las estrellas, que no son creaciones del hombre, sino de Dios.

A veces nos es dado asistir a ese milagro, y nos es dado en una esfera sola: en la del arte. Les consta a todos que año tras año se escriben y publican diez mil, veinte mil, cincuenta mil libros, se pintan cientos de miles de cuadros y se componen cientos de miles de compases de música. Pero esa producción inmensa de libros, cuadros y música no nos impresiona mayormente. Nos resulta tan natural que los autores escriban libros, como que luego los encuadernen y los libreros, por último, los vendan. Es éste un proceso de producción regular como el hornear pan, el hacer zapatos y el tejer medias. El milagro sólo comienza para nosotros cuando un libro único entre esos diez mil, veinte mil, cincuenta mil, cien mil, cuando uno solo de esos cuadros incontables sobrevive, gracias a su entelequia, a nuestro tiempo y a muchos tiempos más. En este caso, y sólo en éste, nos apercibimos, llenos de veneración profunda, de que el milagro de la creación vuelve a cumplirse aún en nuestro mundo.

Es ésta una idea subyugante. He aquí un hombre o una mujer. Tienen el mismo aspecto que cualquier otro, duermen en camas como las nuestras, comen sentados a la mesa, van vestidos como nosotros. Le encontramos en la calle, acaso frecuentábamos el mismo colegio que él, y hasta puede darse el caso de que hayamos sido compañeros de banco; exterior-mente, ese hombre no se distingue en nada de nosotros. Pero de pronto ese solo hombre da cumplimiento a algo que nos está negado a todos nosotros. No vive sólo el tiempo de su existencia propia, porque lo que creó y realizó sobrepasa la existencia de todos nosotros y la vida de nuestros hijos y nietos. Ha vencido la mortalidad del hombre y ha forzado los límites en que, por lo común, nuestra vida propia queda encerrada inexorablemente.

Ahora bien, ¿cómo realizó aquel hombre ese milagro? Llevando a cabo simplemente aquel acto divino de la creación, en virtud del cual surgía algo nuevo de la nada. Su cuerpo terrenal, su espíritu terrenal han creado algo indestructible, y el esfuerzo repentino de ese solo hombre nos ha permitido convivir con el arcano más profundo de nuestro mundo, el misterio de la creación.

¿En mérito de qué encantamiento, de qué magia, consigue tal hombre superar los límites del tiempo y de la muerte? Consideremos primero la forma meramente exterior de su acción. Si ha sido músico, compuso unas cuantas notas de la escala de tal manera que forman una melodía nueva, que luego se grava en la memoria de cientos, de miles y aun de millones de hombres, despertando en todos ellos la misma sensación de una armonía nueva.

Si ha sido pintor, creó con los siete colores del espectro, y mediante la distribución peculiar de luces y sombras un cuadro que, después de haberlo visto por primera vez, nos ha resultado inolvidable. Si ha sido poeta, no hizo más que reunir unos pocos centenares de palabras -unos pocos centenares de los cincuenta o cien mil que constituyen nuestro idioma- de tal manera que resultó de ello un poema inmortal.

Visto superficialmente, no ha hecho gran cosa, pero bendecido por el genio, ha realizado algo que destruyó la fuerza, por lo demás inexorable, de lo perecedero. Ha creado algo que es más persistente que la madera que toco, más persistente que la piedra de que está construida esta casa, más duradero, sobre todo, que nuestra propia vida. Por medio de él, lo inmortal se ha hecho visible a nuestro mundo transitorio.

¿Cómo puede suceder tal milagro en nuestro mundo, que parece haberse tornado tan mecánico y sistemático? ¿En virtud de qué magia pósase de vez en cuando tal rayo de eternidad en medio de nuestras ciudades y de nuestras casas? Creo que no hay entre todos ustedes uno solo que no se hubiera preguntado una y otra vez consciente e inconscientemente cómo nacen tales obras inmortales, ya sea porque en una galería de arte haya estado frente a la obra de un Rembrandt, un Goya, un Greco, ya sea porque un poema haya conmovido las profundidades de su alma o porque escuchara con el alma abierta una sinfonía de Mozart o de Beethoven. Creo que han de ser pocos los que no hayan formulado la pregunta: ¿"Cómo podía un hombre igual a mí, un simple mortal, formar esa obra inmortal con unos pocos colores, con unas pocas notas, con unos cuantos centenares de palabras? ¿Qué sucedió en su interior en esas horas de la creación y cuán misteriosas deben de ser esas horas?" Creo que todos ustedes se han preguntado esto alguna vez, y hasta me atrevo a afirmar que carece de capacidad para comprenderla en verdad todo aquel que, en presencia de una obra de arte grande, no se formule tal pregunta. Por este motivo, nos deberíamos acercar a toda obra de arte con una doble sensación. Por una parte, deberíamos sentir, con una sensación de gran humildad, que se trata de algo extraterrenal, de un milagro; pero al mismo tiempo deberíamos esforzarnos también por comprender con toda nuestra fuerza espiritual cómo pudo ese milagro divino lograrse por un ser humano. Pues la máxima virtud del espíritu humano consiste en procurar hacerse comprensible a sí mismo lo que en un principio le parece incomprensible.

Queda entonces por saber si somos capaces de imaginarnos cómo han nacido las grandes obras de arte que conmueven a nuestra alma. ¿Podemos imaginarnos lo que ha acontecido en el alma de un Shakespeare, de un Cervantes, de un Rembrandt, mientras creaban sus obras imperecederas? A ello puedo contestar rotundamente "No, es imposible.

No podemos imaginárnoslo." La concepción de un artista es un proceso interior. Tiene lugar en el espacio aislado e impenetrable de su cerebro, de su cuerpo. La creación artística es un acto sobrenatural en una esfera espiritual que se sustrae a toda observación. Tan imposible nos resulta explicar el elemento prístino de la fuerza creadora, como en el fondo nos es imposible decir qué es la electricidad o la fuerza de gravitación o la energía magnética. Todo cuanto podemos hacer se reduce a comprobar ciertas leyes y formas en que se manifiesta aquella ignota fuerza elemental. Por eso no quiero despertar en ustedes esperanzas demasiado grandes. Prefiero decirles desde el comienzo: Toda nuestra fantasía y toda nuestra lógica no pueden facilitarnos sino una idea insuficiente del origen de una obra de arte. No nos es dado descifrar este, el misterio más luminoso de la humanidad; acaso no podamos más que comprobar su sombra terrenal. No estamos en condiciones de participar del acto creador artístico; sólo podemos tratar de reconstruirlo, exactamente como nuestros hombres de ciencia tratan de reconstruir, al cabo de miles y miles de años, unos mundos desaparecidos y unos astros apagados.

Procurémoslo de consuno. Y espero que ustedes no tomarán a mal si a ese efecto empleo un método que a primera vista les parecerá poco adecuado; me refiero al método de la criminología. Bien se me alcanza que la criminología es la ciencia que se emplea para descubrir crímenes: un asesinato o un robo u otro atentado cualquiera contra el bienestar de la comunidad, mientras que nosotros nos hemos propuesto investigar el esfuerzo supremo y más noble del que es capaz la humanidad: la creación artística. Y, sin embargo, en el fondo, el problema es el mismo, pues tanto en el caso del asesinato como en el de la génesis de una obra de arte, nos cabe reconstruir una acción cuya realización no hemos presenciado.

Pues bien, ¿cuál es el caso ideal en la criminología? Para el juez, el caso ideal es aquél en que el autor -el asesino o ladrón- se presenta espontáneamente ante el tribunal para reconocer su crimen y describirlo en todos sus pormenores. En el caso de semejante confesión voluntaria, la policía o la justicia está dispensada de toda investigación ulterior.

Para nuestro problema -el saber cómo el artista creó su obra de arte inmortal-, la solución ideal consistiría también en que el artista nos expusiese el arcano de su creación en todas sus etapas y estados, es decir, en que el poeta nos quisiera decir cómo ha venido formándose su poema inmortal, y el músico a raíz de qué incentivos o inspiraciones había obrado. Semejante información clara por parte del artista haría superflua toda investigación ulterior sobre el arcano de la creación y, por consiguiente, también esta conferencia mía.

Sería lo más natural que aquél que cometió un acto explicara ese acto y sus motivos, que aquél que creó una gran obra de arte explicara cuándo, cómo y de qué modo había obrado. Pero, por desgracia, nos hallamos frente a un fenómeno extraño y es que todos esos hombres creadores, tanto poetas y pintores como músicos, casi nunca nos revelan el secreto de su creación. Hace un siglo ya, el gran poeta norteamericano Edgar Poe se lamentaba porque poseemos tan pocos informes autobiográficos de artistas, y en su ensayo sobre The philosophy of composition comienza observando: "Yo mismo he pensado muchas veces cuán interesante habría de ser un artículo en que un autor -si fuera capaz de ello- nos describiera con todos los detalles cómo una de sus creaciones alcanzó paso a paso el estado definitivo de la perfección. Muy a pesar mío, no soy capaz de decir por qué jamás ha sido entregado al mundo semejante in-forme." Como ustedes ven, hace ya un siglo, el más grande poeta de América se lamentaba porque, hablando en términos de criminología, poseemos tan pocas confesiones de los creadores sobre el misterio de la creación. Declara expresamente que no sabe explicar ese problema. Debo rogarles que no me juzguen pretencioso si ahora, por mi parte, procuro darles una contestación. El hecho mismo de que poseamos tan pocas confesiones sobre el origen de una obra artística es en realidad sorprendente. ¿De quién habríamos de esperar informes exactos sobre el acto de la creación, sino del creador mismo? ¿No es la observación y la auto observación en verdad la principal condición previa de un poeta? Los poetas, los escritores, nos describen en sus libros, con fuerza maravillosa y con pormenores magistrales, cualquier viaje que hacen, toda aventura que les sucede, cada sentimiento que los agita. ¿Por qué no nos explican, pues, la experiencia más importante de su vida? ¿Por qué no nos describen su modo de crear? Esto debe de tener una razón determinada, y esta razón consiste en que el artista no tiene tiempo ni lugar de observarse a sí mismo mientras se halla en el estado apasionado de la creación. El artista no es capaz de observar su propia mentalidad mientras trabaja, como no es capaz de mirarse por encima de su propio hombro mientras escribe. Para volver, pues, a nuestra comparación criminológica, el artista se parece más al culpable de un crimen pasional, es decir a aquel tipo de asesino que comete su acción en un arrebato de ciego apasionamiento y que luego dice la pura verdad cuando ante el juzgado depone: "En realidad no sé por qué lo hice, ni puedo describir cómo lo hice. Vino sobre mí repentinamente. No estaba con mis cinco sentidos. No estaba en mis cabales." ¿Cómo?, objetarán ustedes, mis amables oyentes, ¿el artista no estaría en sus cabales, no sería dueño de sus cinco sentidos, mientras produce las obras más hermosas? Imposible.

Y quizá me explico mejor diciéndoles que no está con sus propios sentidos, que no es dueño de su propia razón, pues toda creación verdadera sólo acontece mientras el artista se halla hasta cierto grado fuera de sí mismo, cuando se olvida de sí mismo, cuando se encuentra en una situación de éxtasis. Y permítanme ustedes recordarles en esta oportunidad que la palabra griega ekstasis no significa otra cosa que "estar fuera de sí mismo".

Ahora bien; si el artista está "fuera de sí mismo" mientras produce, ¿dónde se encuentra? La contestación es muy simple. Está en su obra. Mientras crea, no está en su mundo, en nuestro mundo, sino en el mundo de su obra, y por esto mismo es incapaz de observarse a sí mismo. Un poeta, por ejemplo, que en un sombrío día de invierno describe, apoyado en el recuerdo, en sus versos, un paisaje primaveral iluminado por suaves rayos de sol y con árboles verdeantes, no se halla en ese instante con su alma dentro de sus cuatro paredes, ni junto a su mesa de escritorio. Ante su ojo no hay invierno, si-no que ve con su mirada espiritual la clara primavera y siente sus vientos cálidos. En el momento en que Shakespeare escribió las palabras que hace decir a Otelo, no estaba espiritualmente en Londres, sino en la Venecia de un siglo atrás, y no vivía sus emociones propias, sino las de un hombre inventado, de Otelo, el moro, y sus celos. Es, pues, perfectamente natural que un poeta se olvide totalmente de sí mismo mientras con todos sus sentidos y pensamientos vive en un carácter imaginario. Y ese estado de la concentración absoluta, no es un elemento secundario de la creación, sino que constituye el elemento ineludible, la verdadera médula de nuestro secreto. El artista sólo puede crear su mundo imaginario olvidándose del mundo real.

En el ejemplo clásico de Arquímedes aprendimos, en el colegio ya, la intensidad que puede alcanzar ese olvido de sí mismo, esa existencia fuera del mundo verdadero. Ustedes han de acordarse: ...Cuando la ciudad siciliana de Siracusa, al cabo de largo sitio, fue conquistada, y los soldados, penetrando en ella, empezaban a saquearla, uno de ellos entró en la casa de Arquímedes. Halló al gran matemático en medio de su jardín, donde con un bastón dibujaba figuras geométricas en la arena. Apenas lo distinguió, el asesino se abalanzó sobre él con la espada desnuda, pero el pensador ensimismado en sus problemas, sólo murmuraba, sin volver la cabeza: "No alteres mis círculos". En su estado de concentración creadora, Arquímedes sólo se había apercibido de que algún extraño pudiera destruir las figuras geométricas que acababa de dibujar en la arena. No sabía que aquel pie era el de un soldado dispuesto a saquear y asesinar, no sabía que el enemigo había ocupado ya la ciudad, no había oído las fanfarrias marciales ni los gritos de los vencedores, ni los estertores de sus compatriotas asesinados. No se daba cuenta de la amenaza que se cernía sobre su propia vida, pues en aquel instante de extrema concentración no se hallaba en Siracusa, sino en su problema matemático.

Prueba es ésta de la intensidad que la concentración espiritual pude alcanzar en grandes hombres creadores. Permítanme ofrecerles otro ejemplo más, correspondiente a tiempo más moderno. Cierto día, un amigo de Balzac entró sin anunciarse en el estudio de éste. Balzac, quien a la sazón estaba trabajando en una novela, dio media vuelta, se levantó de golpe, tomó al amigo del brazo en un estado de suprema exaltación, y exclamó con lágrimas en los ojos: "¡Qué horror! La duquesa de Langeais ha muerto." Su visitante lo miró perplejo. Conocía bien a la sociedad de París, pero nunca había oído mencionar tal duquesa de Langeais, y en realidad, tampoco existía una duquesa de ese nombre; no era sino una de las figuras de la novela de Balzac, quien, en el instante de entrar el amigo, describía la muerte de aquélla. Tenía esa muerte tan presente como si la hubiera visto con sus propios ojos, y aun no había despertado de su sueño productivo. Sólo cuando se apercibió de la sorpresa de su visitante, se dio cuenta que se hallaba nuevamente en el otro mundo, en el de la realidad.

Basten estos dos ejemplos para demostrarles hasta qué grado el artista puede olvidarse de sí mismo y del mundo durante la creación, no de otro modo que el creyente durante la oración, que el soñador durante el sueño. A causa de ese ensimismamiento absoluto, resulta luego incapaz de describir el proceso de la creación artística. En efecto, él no sabe de qué modo ha procedido, incluso hay veces que ni siquiera sabe lo que ha producido. El artista no miente cuando alguna vez se pregunta a sí mismo, asombrado ante su propia obra perfecta: "Realmente ¿fui yo quien creó esto? ¿Cuándo hice esto? ¿Cómo lo hice? No es posible que yo mismo haya hecho todo esto." Y pueden ustedes creerlo; muchas veces el artista realmente ignora lo que en ese instante le ha venido a la pluma o al pincel. ¡Déjenme ustedes darles dos breves ejemplos en este sentido! Al final de su larga vida, cuando Goethe, a los ochenta años, coleccionaba sus poemas, le ocurrió la pequeña desgracia de acoger entre sus producciones primeras dos poemas de otro autor, plena y sinceramente convencido de que él mismo los había escrito diez lustros atrás. Ya no sabía él lo que era de su propiedad y lo que no lo era. O un ejemplo tal vez más flagrante todavía: En los últimos años de su vida, Corot, el gran pintor impresionista francés, lograba por sus cuadros precios tan elevados que unos pintores jóvenes y pobres inventaron la industria de falsificar "Corots" de la primera época y venderlos como auténticos. Cierto día se ofrecieron a un comerciante de objetos de arte tales "Corots" primitivos, cuya autenticidad le parecía dudosa. Entonces ese merchant d'art tuvo una ocurrencia muy natural. Se dijo: "Es muy fácil comprobar si esos cuadros han sido pintados por Corot o no. Hay un hombre en el mundo que tiene que saberlo: y es el maestro Corot mismo." Tomó su sombrero, fue a ver al anciano maestro y le mostró las dos telas.

Corot las miró largo rato, meneó la cabeza y dijo finalmente: "Puede ser que sean mías, puede que no lo sean. He pintado tantísimos cuadros y ha pasado tanto tiempo desde que pinto de esa manera, que yo mismo ya no lo sé." Ustedes compartirán seguramente mi parecer cuando digo que para nuestra investigación sobre la génesis de la obra de arte, el propio artista que la ha creado resulta un testigo harto inseguro. Nos vemos por lo mismo ante la necesidad de volver sobre nuestros métodos detectivescos. Pues bien; ¿qué ha-ce la policía en el caso en que un malhechor se niega a informar sobre su acción? Prosigue independientemente la búsqueda de más material, y lo hace en el propio lugar en que se cometió el crimen. Trata de reconstruir el hecho y sus fases, basándose en huellas que el autor acaso ha dejado en el lugar del crimen: impresiones digitales, objetos olvidados. ¡Hagamos nosotros otro tanto! Pero, preguntarán ustedes tal vez, ¿cómo podemos hallar huellas en el lugar donde se realiza la creación artística? ¿No es ése un proceso invisible, no tiene por escenario un lugar inaccesible, el cerebro del artista? ¿No indica ya la mera palabra "inspiración", inspiratio, bien a las claras que el proceso de la creación artística es algo inmaterial? A ello quisiera contestar esto: no confundamos la inspiración artística con la creación, la obra artística.

Vivimos en un mundo material, y sólo somos capaces de comprender lo que se ofrece visiblemente a nuestros sentidos. Para nosotros, una flor no es flor todavía mientras permanece encerrada en su capullo y mientras su germen yace aún bajo tierra, sino que lo es sólo cuando se despliega visiblemente en forma y color. De igual modo, solamente logramos comprender una melodía cuando llega a ser audible, pero no así cuando nace en el cerebro de su creador; sólo comprendemos el pensamiento de un filósofo cuando ha sido pronunciado y una estatua cuando está formada. Toda creación debe materializarse, debe convertirse en materia, para que la comprendamos. Hasta la poesía más preciosa ha de quedar escrita primero en lápiz o tinta y sobre papel; un cuadro ha de quedar pintado sobre tela o madera; una estatua, modelada en mármol o bronce. Para resultarnos terrenalmente comprensible, la inspiración de un artista tiene que tomar formas materiales. Aquí encuentro, por fin, la oportunidad para conducirles un poco más cerca del proceso de la creación artística, pues es precisamente ese instante breve de la transición, cuando la idea artística pasa a la realización artística, el que a veces podemos observar. Aquí se nos abre una rendija estrecha para el estudio del artista, y así como las impresiones digitales del criminal ofrecen a la policía cierta posibilidad para reconstruir el crimen, así hallamos la posibilidad de descubrir algo del secreto del artista mediante las huellas que deja al realizar su tarea. Esas huellas que el artista deja en el lugar de su acción son sus trabajos previos; los primeros esquemas que el pintor hace de sus cuadros, los manuscritos y borradores del poeta y del músico. Estas son las únicas huellas visibles, el hilo de Ariadna que nos permite encontrar nuestro camino de regreso en ese laberinto misterioso. Y por fortuna encontramos tales documentos precisamente de nuestros artistas más grandes. Poseemos los esquemas de Miguel Angel, Rembrandt, el Greco y de Veláquez para sus gran-des cuadros. Poseemos los manuscritos de Beethoven y Mozart y Bach y otros de Calderón y Montaigne. Podemos observar, pues, hasta cierto grado cómo se han ido formando las obras que conocemos y admiramos cual perfectas. Gracias a esos testimonios podemos volver a situarnos en las horas de la génesis artística y acercarnos humildemente al profundo arcano de las creaciones de artistas y pensadores.

Investiguémoslo ahora de consuno. Concurramos a un museo o una biblioteca, a uno de esos lugares donde se conserva el material tan valioso de esquemas y manuscritos; hagámonos mostrar borradores de Mozart, Beethoven y Bach, croquis de grandes pintores, originales de dramas y poesías, y veamos si el aspecto de esos manuscritos no nos revela acaso una ley común en el secreto del artista. Investiguemos el modo de crear del músico, antes de considerar el del escritor o del pintor. Contemplemos en primer término unos cuantos manuscritos de Mozart para ver cómo el genio tal vez más grande de la música creaba sus obras. Veamos primero el manuscrito de una sonata famosa en su forma perfecta y luego, para comprender mejor el proceso de su formación, preguntemos si existe acaso un borrador anterior de esa obra de la mano de Mozart. Con sorpresa nos enteramos de que no hay tales borradores primeros de Mozart. Todos los manuscritos que de él poseemos están escritos con la misma mano fácil, ligera, graciosa, en un solo trazo, de modo que casi cobramos la impresión de que le habían sido dictados. En efecto, los contemporáneos nos informan de que Mozart nunca había trabajado en el sentido del esfuerzo y de la dedicación. No le hacía falta buscar la melodía; la melodía venía a él; no tenía necesidad de pensar y construir, los pasajes se unían unos a otros casi automáticamente, como en un juego. La creación musical era para ese genio algo tan carente de esfuerzo, algo tan poco absorbente, que al mismo tiempo que jugaba al billar con los amigos era capaz de trabajar interior-mente; y cuando luego salía del café, le bastaba llegar hasta su habitación para poder anotar con su pluma rápida el movimiento de una sonata completamente acabado.

Con Schubert ocurría otro tanto. Schubert podía estar sentado con unos amigos en una habitación, hojear un libro y encontrar en el mismo una poesía, levantarse de pronto, dirigirse a una pieza contigua y volver al cabo de diez o quince minutos o sea al cabo exactamente del tiempo que se necesita para llenar cuatro o cinco hojas con notas. Se sentaba entonces al piano y tocaba para los amigos la canción que acababa de componer, uno de aquellos lieder que aún hoy, después de cien años, se cantan en todos los países.

Así trabajaba Mozart, así creaba Juan Sebastián Bach, así también Rossini, quien era capaz de terminar una ópera en quince días; y con ello creen ustedes tal vez haber reconocido ya el arcano de la creación artística. De acuerdo con los ejemplos que les he presentado, el gran artista parece asumir una actitud meramente pasiva durante la creación.

El genio de la inspiración dicta, y el artista no es en verdad más que el escribiente, el instrumento. No necesita trabajar, luchar, esforzarse por su trabajo, sino que le basta copiar obedientemente lo que se le acerca como en un sueño divino. No trabaja en absoluto; algo trabaja dentro de él y en su lugar.

Pero no nos precipitemos, comprometiéndonos con una fórmula tan seductora, según la cual el artista siempre sería nada más que el ejecutante de una orden superior. Echemos primero un vistazo sobre los manuscritos de Beethoven. ¡Qué contraste tan sorprendente nos ofrecen! En esos manuscritos desordenados, casi ilegibles -¡cada uno de ellos, un campo de batalla!- ya no encontramos ni un adarme de la facilidad divina que Mozart tenía para producir. Vemos que Beethoven no era un hombre que obedecía a su genio, sino que luchaba por él, encarnizadamente, como Jacob con el ángel, hasta que le concediera lo último y supremo. Mientras en el caso de Mozart nunca vemos trabajos preparatorios y apenas uno que otro apunte y noticia, cada sinfonía de Beethoven exigía gruesos tomos de trabajos preliminares, que a veces abarcaban años enteros. En sus libros de trabajo pueden comprobarse con claridad las distintas etapas de sus proyectos, su trayectoria hacia la perfección.

He aquí, primero, sus anotaciones de bolsillo, que siempre llevaba consigo en sus amplios faldones y en los que de vez en cuando trazaba unas cuantas notas con un gran lápiz grueso -un lápiz como, por lo demás, sólo suelen usarlo los carpinteros. Les siguen otras notas que no tienen relación alguna con las anteriores; en esos libros de trabajo de Beethoven todo forma un caos tremendo; es como si un titán hubiera tirado bloques montañosos, impulsado por la ira. Y en efecto, Beethoven sólo lanzaba sus ideas tal como acudían a él, sin ordenarlas, sin hacer la tentativa de construirlas en seguida arquitectónicamente, como Mozart, o Bach, o Haydn. En él era mucho más lento el proceso de la composición, mucho más dificultoso, diría: menos divino, pero mucho más humano.

Los contemporáneos nos han dado noticias claras sobre su modo de trabajar. Corría horas enteras a campo traviesa, sin fijarse en nadie, cantando, murmurando, gritando salvajemente, ora marcando el ritmo con las manos, ora lanzando los brazos al aire en una especie de éxtasis; los campesinos que de lejos le veían, tomábanle por un loco y le esquivaban con cuidado. De vez en cuando se detenía y registraba con el lápiz unas cuantas de esas notas, apenas legibles, en su cuadernillo de apuntes. Luego de haber llegado a su casa, se sentaba a su mesa y trabajaba y componía poco a poco esas ideas musicales aisladas. En tal estado surgía otra forma del manuscrito, hojas de un tamaño mayor, generalmente escritas ya con tinta y en que se presenta la melodía con sus primeras variaciones. Pero está lejos aun de haber encontrado la forma precisa. Borra líneas enteras, a veces hasta páginas completas, con rasgos salvajes, de modo que la tinta salpica ensuciando toda la hoja, y empieza de nuevo. Mas sigue sin quedar satisfecho. Vuelve a cambiar y a enmendar; a veces arranca en medio de la escritura media página, y es como si se viera al compositor fanático dedicado a su tarea, suspirando, blasfemando, golpeando con el pie, porque la idea que se le presenta sigue y sigue negándose a hallar y tomar la forma ideal soñada.

Así pasan días y días, a veces semanas y semanas. Sólo después de infinidad de trabajos preliminares de esa especie redacta el primer manuscrito de una sonata, y luego el segundo, con modificaciones. Pero aún no está conforme: introduce cambio tras cambio aun en la obra grabada, y bien sabemos que después de la primera obertura de su ópera Fidelio escribió una segunda, y después de la segunda, todavía la tercera, insatisfecho aún y siempre ansioso de un grado superior de perfección.

Estos primeros ejemplos ya demuestran cuán enormemente distinto puede ser el acto de la creación artística en dos genios de igual rango cual Mozart y Beethoven, y qué perfectamente distinto es el estado en que esos dos hombres se hallaban durante el rapto creador. Mientras que en el caso de Mozart tenemos la sensación de que el proceso creador es un estado bienaventurado, un cernirse y hallarse lejos del mundo, Beethoven debe de haber sufrido todos los dolores terrenales de un alumbramiento. Mozart juega con su arte como el viento con las hojas; Beethoven lucha con la música como Hércules con la hidra de las cien cabezas; y la obra de uno y otro produce la misma perfección, la obra de ambos nos brinda la misma dicha inefable.

Contemplemos ahora en las letras el mismo contraste de la producción que acabo de tratar de señalar en su extremos máximos dentro de la esfera musical. Recordemos cómo nacieron dos de los más famosos poemas de la literatura universal, dos poesías que han de acudir seguramente sin más ni más al recuerdo de la mayoría de ustedes: una poesía europea, la Marsellesa, de Rouget de Lisle, y otra norteamericana, El cuervo, de Edgar Poe.

El autor de la Marsellesa no fue en rigor de verdad ni poeta ni compositor. Fue oficial técnico del ejército francés y prestaba servicio en Estrasburgo. Cierto día llegó la noticia de que Francia había declarado la guerra a los reyes europeos en nombre de la libertad. Al instante, toda la ciudad cayó en una embriaguez de entusiasmo. Por la tarde de ese mismo día, el alcalde ofreció a los oficiales del ejército un banquete. Y como por azar supo que Rouget de Lisle poseía talento bastante para componer versos fáciles y fáciles de comprender, propúsole que compusiera a la ligera una marcha-canción para las tropas que debían dirigirse al frente.

Rouget de Lisle, el oficial insignificante, prometió hacer lo mejor posible. El banquete duró hasta muy pasada la medianoche, y sólo entonces Rouget de Lisle volvió a su aposento. Había hecho mucho honor al vino y participado diligentemente en las conversaciones.

Muchas palabras de los discursos guerreros revoloteaban todavía dentro de su cabeza frases aisladas, como le jour de gloire est arrivé o allons, marchons!- Apenas hubo llegado a su casa, se sentó y bosquejó unas cuantas estrofas, a pesar de que nunca había sido un poeta cabal. Luego sacó su violín del armario y ensayó una melodía para acompañar aquellas palabras, a pesar de que nunca había sido un compositor de verdad. A las dos horas, todo estaba listo. Rouget de Lisle se acostó a dormir. A la mañana siguiente llevó a su amigo, el alcalde, la canción creada que, sin modificación alguna, sigue siendo al cabo de siglo y medio, el himno de Francia. Sin saberlo, y sin proponérselo, un hombre perfectamente mediocre había creado, en virtud de una inspiración única, una de las poesías y una de las melodías inmortales del mundo. O, para ser más exacto, no fue él precisamente quien producía ese milagro, sino que lo fue el genio de la hora, pues, a partir de aquel instante, nunca más logró un poema de verdad, ni melodía real alguna. Fue una inspiración única, que había elegido por órgano a un hombre cualquiera por perfecta casualidad.

Y ahora el ejemplo contrario: Edgar Poe, un verdadero poeta nato y genial, refiere que creó la más famosa de sus poesías, El cuervo, sin inspiración alguna y que, al contrario, la compuso palabra por palabra, "con la precisión y consecuencia de un problema matemático". Dice que cada efecto era cuidadosamente meditado, y que nada había sido dejado a cargo del azar; mientras en el caso de Rouget de Lisle se formó un poema de una plumada, como al vuelo, en esta otra poesía no menos hermosa, todo está montado y compuesto, trozo a trozo, como en una máquina complicada, palabra por palabra, vocal por vocal, consonante por consonante, todo a fuerza de trabajo, fatigoso, frío, lógico. Y, milagrosamente, el resultado es el mismo, pese a la diferencia de los dos métodos: un poema perfecto.

Detengámonos por un instante en este punto. Acabamos de hacer conjuntamente nuestra primera comprobación. Hemos observado que todo acto de creación artística requiere una condición previa, que es la concentración. Además, hemos comprobado que debe existir uno u otro de dos elementos contrarios, o lo inconsciente o lo consciente, la inspiración divina o el trabajo humano.

Pero ahora debo hacerles una confesión. Para hacerme comprender más fácilmente pequé de exagerado, y representé los dos casos, el de la alada inspiración pura y el del consciente trabajo penoso, de un modo más extremo del que en verdad les corresponde. En realidad, los dos estados suelen estar mezclados misteriosamente en el artista. No basta que el artista esté inspirado para que produzca. De-be, además, trabajar y trabajar para llevar esa inspiración a la forma perfecta. La fórmula verdadera de la creación artística no es, pues, inspiración o trabajo, sino inspiración más trabajo, exaltación más paciencia, deleite creador más tormento creador. Cada artista posee la idea presente como un sueño, ¿y quién pudiera decir de dónde proceden las ideas? ¿Quién podría decir de qué profundidades de la naturaleza humana o de qué altura del cielo proceden esos rayos divinos que de repente resplandecen en el artista? Pero sólo resplandecen por instantes con ese brillo maravilloso.

Luego se apagan y entonces comienza para el artista la tarea de reproducir esa visión interior, única. Procura entonces hacer visible a la humanidad para todos los tiempos lo que él mismo vislumbró en un instante de iluminación. El pintor tratará de fijar en la materia basta de la tela el cuadro que ha visto con los ojos del espíritu. El músico tratará de retener con el número limitado de los instrumentos terrenales la sucesión de sonidos que le sonaba como en sueños. Siempre es el mismo proceso: un sueño se convierte en fenómeno duradero, una idea toma forma, lo inconsciente de un solo hombre genial llega a la conciencia de la humanidad entera.

Pero no hay regla ni ley para esa misteriosa transformación química en cada artista aislado, ninguno obra igual que el otro, y tal como ninguna hora de amor se parece sobre la tierra a otra hora de amor, si bien siempre se trata de amor, así ninguna obra de creación parécese exactamente a la otra, a pesar de que siempre se trata de producir. Por eso tal vez no estaba muy acertado el título de mi disertación "El misterio de la creación artística", y quizá habría dicho mejor: "los mil misterios de la creación artística", pues cada artista agrega al gran arcano de la creación uno nuevo: su misterio propio, personal.

Si quisiera hacer la tentativa de describirles, aunque sólo fuera con los rasgos más fugaces, esas diversidades maravillosas de la creación entre los distintos artistas, me haría falta retenerles aquí por horas enteras. ¡Qué de contrastes sorprendentes, qué de diferencias hallaríamos en la técnica, en el método, en el procedimiento de trabajo de los distintos artistas! ¡Veamos un solo ejemplo de esa diversidad! Estoy convencido de que muchos de ustedes se habrán preguntado: "¿Cuánto tiempo necesita en realidad uno de los grandes dramaturgos para completar uno de sus dramas? ¿Un mes, un año, cinco años, diez años? ¿Cuánto tiempo necesitaron Holbein, o Leonardo, o Goya, o el Greco, para pintar sus cuadros más célebres?" A ello sólo puedo contestarles que en el arte no existe una medida común, que cada artista se toma su tiempo propio. Para dar un solo ejemplo en cuanto al drama: Lope de Vega era capaz de escribir un drama en tres días, un acto por día, sin detener la pluma. Goethe, el gran autor alemán, empezó su drama Fausto cuando tenía dieciocho años y estampó los últimos versos a la edad de ochenta y dos. Ya ven ustedes: tres días en un caso, y más de veinte mil en el otro.

Otro tanto ocurre con la pintura. En los últimos años de su vida, Van Gogh pintaba tres y a veces hasta cuatro cuadros por día. Aun no se había secado el color del uno, y ya quedaba terminado el próximo. Y tal vez habría pintado cinco o diez más, si la luz del día hubiera durado más tiempo. Leonardo, en cambio, dedicaba a un solo cuadro, su Monna Lisa, dos o tres años, una sola hora o dos por día, y algunos días ninguna, porque deseaba reflexionar primero sobre cada detalle, cada matiz. Holbein y Durero trazaban bosquejos al lápiz y medían la tela con el compás antes de colocar el primer trazo de color, y necesitaban meses enteros para concluir un cuadro, que no por ello era menos perfecto que uno de Goya o de Frans Hals, quienes en pocas horas retenían de modo inolvidable la imagen de un ser humano.

Lo mismo en la música. El enorme Mesías de Händel estuvo bosquejado, compuesto, instrumentado y perfectamente acabado en el término de dieciséis días, mientras que Wagner trabajaba años y años en una ópera; un maestro de la prosa como Flaubert martillaba y limaba a veces durante horas enteras una sola frase, mientras que Balzac escribe en un solo día cuarenta páginas con tal rapidez que tiene que abreviar las palabras mientras escribe e inventar una especie de taquigrafía. Cada uno tiene su propio método, su propia rapidez, sus propias dificultades, su propia facilidad. Y no hay ley del tiempo para el artista: él mismo se crea su tiempo.

Y otra pregunta que ustedes acaso se han hecho también con alguna frecuencia: ¿Es el artista capaz de crear regular y constantemente, o le hace falta una peculiar disposición inspirada, un estado de ánimo especial? ¿Es lo creador un estado permanente en el poeta, un estado que le acompaña a través de la vida como su sombra, o no es más que un estado esporádico, que surge y desaparece cual una especie de fiebre espiritual, una como inflamación del alma? Y nuevamente sólo puedo contestarles: sí y no. En muchos artistas, lo creador es un estado permanente. Hay artistas que son absolutamente incapaces de escribir siquiera una sola línea cuando no se sienten llamados interiormente. El genio creador les sobrecoge como una tempestad sagrada y sin él son áridos como campo sin lluvia.

Hasta un músico como Ricardo Wagner sufría semejantes épocas de vacío absoluto; durante cinco años en la mitad de su vida, cuando ya había producido Tanhauser y Lohengrin, se sintió de repente incapaz de escribir un solo compás de música. Hubo de esperar cinco años, y se creía para siempre perdido. Había desesperado ya de poder jamás volver a comenzar cuando de pronto reapareció la inspiración. Llególe de la noche a la mañana. Había marchado sin sueño y sin tregua de un lugar a otro, había elaborado el proyecto de su gran tetralogía, ya tenía las palabras, pero no se atrevía a comenzar la música.

Cierta noche había llegado a Spezia y estaba tendido sobre su cama, despierto, cuando a través de la ventana abierta oía el murmullo rítmico del mar, y de repente percibió con el oído interior el motivo del Rin que fluye, el motivo que más tarde apareció en el Oro del Rin. En el término de un segundo quedó roto el en-canto. Hizo las valijas, emprendió el viaje a su casa y empezó a escribir, producir y producir, sin detenerse. Le había sobrevenido el milagro de la inspiración y no dejó la obra antes de haberle dado cima.

Pero ese milagro del estado de ánimo creador que Wagner hubo de esperar por espacio de cinco años, se produce en otros músicos día por día y no les hace falta esperarlo.

Están siempre dispuestos. Tal vez les resulte a ustedes molesto pensar o recordar que Juan Sebastián Bach entregaba sus cantatas para el oficio divino dominical semana tras semana, exactamente con la puntualidad misma con que el pastor de la misma iglesia escribía sus sermones dominicales. Haydn, Rossini, Mozart y muchos otros de los grandes músicos producían a pedido, y tal como un zapatero entrega en un día exactamente fijado un par de zapatos que le ha sido encargado, así ellos entregaban a un príncipe o a un editor en día determinado y a precio convenido de antemano, una sonata o una danza o una ópera. Pero esa regularidad, esa pedantería burguesa, esa exactitud profesional, no deben infundir a ustedes dudas con respecto al genio. Aun la paciencia puede ser genial, aun la minuciosidad y el método pueden crear lo extraordinario. Por eso repito: el método no es nada, la perfección lo es todo y resulta insensato disputar sobre cuál de aquéllos sería el mejor.

Todo camino que conduce a la perfección es acertado, y cada artista no debe ir más que por uno de esos caminos, el suyo propio. Debe ser creador y maestro de su propio arcano. Para nosotros resulta, desde luego, ventaja enorme el conocer ese camino y acechar ese secreto, pues de cada hombre sólo sabemos verdaderamente lo que es cuando le vemos y conocemos dedicado a su trabajo. No basta que en un barco, en el ferrocarril, junto a la mesa, se haya encontrado a un maestro y se haya hablado con él. Para saber cómo es, hay que haberle visto enseñando a sus alumnos. De igual modo que sólo tengo nociones acabadas de un arquitecto cuando he visto sus construcciones y hasta de un zapatero, sólo cuando he visto sus zapatos, ¡cuánto más reza todo esto para el artista que funde lo mejor, lo más esencial de su yo, en su obra! Un cuadro de Rembrandt resulta para cada uno de nosotros cien veces más impresionante si antes hemos visto los dibujos y los croquis, los esbozos correspondientes, cuando comprendemos por qué ha rechazado esto y colocado aquella figura en el medio y oscurecido aquella otra. En tal caso no sólo estamos frente a la obra concluida, sino que participamos también del secreto de su creación, compartimos algo de las horas, de los pensamientos y visiones de los grandes muertos, y en vez de solo gozar, participamos también de la dicha y del tormento de ese genio.

Ahora objetarán ustedes tal vez: ¿No es en el fondo atrevido procurar introducirse en el taller cerrado del artista? ¿No sería preferible destrozar todos sus ensayos y mostrarnos sólo la obra terminada? ¿No sería mejor que nos olvidáramos de que esas obras inmortales han sido producidas por hombres mortales y con métodos humanos, no sería mejor admirar esos cuadros, esos libros, esa música, como meteoros que se precipitan desde el cielo ignoto? ¿No deberíamos mejor olvidar que esos escritores, pintores y músicos han sido hombres, hombres con defectos humanos, pequeñas vanidades, debilidades de burgués, mezquindades, y nos situáramos mejor ante sus obras, como ante un paisaje maravilloso, sin preguntarnos como se formó? ¿No echamos a perder acaso un goce extremo y supremo cuando recordamos una y otra vez que esas obras no fueron donadas a sus creadores por Dios, sino que nacieron de su propia voluntad, de su trabajo, y que vinieron al mundo a veces en medio de la más amarga desesperación? No pienso así, pues estoy convencido de que ningún deleite artístico puede ser perfecto mientras sólo sea pasivo. Nunca comprenderemos una obra con sólo mirarla.

Donde no preguntamos, nada aprendemos, y donde no buscamos, no encontramos nada.

Ninguna obra de arte se manifiesta a primera vista en toda su grandeza y profundidad. No sólo quieren ser admiradas, sino también comprendidas. Cada obra de arte quiere ser conquistada, como una mujer, antes de ser amada, más aún, llego hasta decir que no tenemos ningún derecho moral a contemplar cómoda y tranquilamente la acción sacrosanta y más apasionada de otro hombre. Donde el artista estaba agitado y ha dado de sí lo mejor, para hacernos accesible su visión, ahí nosotros también debemos brindar lo mejor para comprenderle. Cuanto más nos esforzamos por penetrar en su misterio personal, tanto más nos acercamos al arcano de su arte. Y, créanme ustedes, cuando seguimos, aunque sea a un solo artista, humildemente, a través de todas las etapas de sus obras, ese esfuerzo nos enseña más, con respecto al carácter del arte, que cien libros y mil conferencias. Pero sobre todo, no teman ustedes que al procurar introducirnos en el misterio más íntimo de la creación artística se pierda por ello nuestro respeto por ese misterio. La belleza de las estrellas no ha sufrido mengua porque nuestros sabios hayan procurado calcular las leyes de acuerdo con las cuales aquéllas se mueven, ni la majestad del firmamento ha perdido nada de su grandeza porque procuraran medir la velocidad de los rayos con que su argentino brillo llega hasta nuestros ojos. Al contrario, esas investigaciones nos han hecho aparecer más maravillosos todavía los milagros del cielo, el sol, la luna y las estrellas. Lo mismo reza para el firmamento espiritual. Cuanto más nos esforzamos por profundizar en los misterios del arte y del espíritu, tanto más los admiramos por su inconmensurabilidad. No tengo yo noticias de deleite y satisfacción más grandes que reconocer que también le es dado al hombre crear valores imperecederos, y que eternamente quedamos unidos al Eterno mediante nuestro esfuerzo supremo en la tierra: mediante el arte.

 

LORD BYRON

EL DRAMA DE UNA GRAN EXISTENCIA 1924

 

"This man Is of no common order,

as his port And presence here denote...

his aspirations Have been be

yond the dwellers of the earth".

 

"MANFRED, Acto II"

El lunes de Pascua de 1824 truenan treinta y siete cañonazos de la gran batería de Misolonghi, todos los edificios públicos y todas las tiendas se cierran de repente por orden del príncipe Mavrocordato, y en seguida, de un extremo al otro, llena el mundo la noticia de lo ocurrido en esta miserable fortaleza griega de los pantanos: ha muerto lord Byron, el primer poeta que después de Shakespeare volvió a llevar por todo el universo el verbo inglés. Durante veinte años, una juventud entusiasta, un presente hechizado, vio en su figura orgullosa, brusca, a menudo teatral y, a veces, verdaderamente heroica, al campeón de la época, al poeta de la libertad: Rusia difundió sus ideas con Puchkine, Polonia con Mickiewicz, Francia con Víctor Hugo, Lamartine y Musset, y en Alemania se abre amoroso una vez más a esta aparición magníficamente juvenil el corazón de Goethe. La misma Inglaterra, ultrajada, escarnecida, fustigada con mil azotes y versos, se inclina ante el héroe que vuelve a la patria en un féretro, y aunque la Iglesia atranca las puertas de la abadía de Westminster al blasfemo de Caín, su muerte cruje sombríamente por todo el país como una desgracia nacional. Quizá nunca el mundo entero sintió la pérdida de un poeta con tanta unanimidad, con tal estremecimiento, y el más grande de los sobrevivientes abre una vez más su obra máxima, el Fausto, e inserta en él -"cantando con envidia su destino"-un conmovedor llanto fúnebre:

Ach! zum Erdenglück geboren,

Hoher Ahnen, grosser Kraft,

Leider! früh dir selbst verloren,

Jugendblüte weggerafft.

Scharfer Blick, die Welt zu schauen,

Mitsinn jedem Herzensdrang,

Liebesglut der besten Frauen

Und ein eigenster Gesang.

Doch du ranntest unaufhaltsam

Frei ins willenlose Netz;

So entzweitest du gewaltsam

Dich mit Sitte, mit Gesetz;

Doch zuletzt das höchste Sinnen

Gab dem reinen Mut Gewicht,

Wolltest Herrliches gewinnen,

Aber es gelang dir nicht.

 

En estas dos estrofas, que simbolizan el destino en la eternidad de la poesía, con la sombría fuga además: "¿Quién lo logra? Amarga pregunta ante la cual enmudece el destino", Goethe esculpió en negro granito la existencia de lord Byron. Esta lápida permanece, imperecedera, en el trágico paisaje del Fausto, conservando, no solamente la imagen de este ser extraordinario, sino también su obra.

Porque esta obra de lord Byron no está fundida en bronce de la misma dureza: mucho ha palidecido ya de su enceguecedor colorido; lo excelso tan predominante de su figura decayó paulatinamente y nuestra generación, nuestra época, apenas concibe ya el mágico sortilegio que irradió un día de su obra sobre el mundo, oscureciendo sin piedad el genio más noble de Shelley, el genio más puro de Keats. Lord Byron es hoy más efigie que poeta; su vida, esa vida ruidosa, dramática, a menudo hasta espectacular, es más aventurera que su palabra poética, leyenda heroica, imagen patética del poeta más que el poeta mismo.

Tenía todo el hechizo del porte; fue totalmente el poeta que sueña una juventud: aristócrata de nacimiento y de apostura, juvenilmente hermoso, atrevido y orgulloso, hirviente en aventuras, endiosado por las mujeres, rebelde ante la ley, poseía el romanticismo del levantisco contra la época; desterrado principesco, vivió en las zonas paradisíacas de Italia y Suiza y murió con un pueblo esclavizado en una guerra por la libertad. Alrededor de él se oscurecieron y brillaron negras leyendas: cuando los ingleses visitaban a Venecia, sobornaban a los gondoleros para oír hablar de sus orgías y francachelas. Hasta Goethe y Grillparzer, seres sin aventuras que envejecían en la soledad, hablan tímidamente y con secreta envidia del tremendo mito de la vida. Y dondequiera que aparezca, su figura, grande y solemne, resulta al mismo tiempo renacentista o antigua en el breve marco de la época; en el Lido todas las mañanas pasa volando montado en un potro árabe cubierto de espuma; atraviesa a nado, el primero entre los ingleses, el Helesponto; en la playa de Liorna -¡magnífico símbolo de su paganismo!-enciende la pira en que yace el cadáver de Shelley y retira de su corazón intacto la ceniza que cae. Con sirvientes, pajes y perros, viaja de castillo en castillo como chichisbeo en seguimiento de cierta condesa italiana, y descansa en la poesía toda una noche sobre la tumba de Dante; visita a los bajaes de Albania, quienes lo reciben como a un príncipe; por él se matan mujeres; todo un país lo persigue con alguaciles y leyes, pero él lo enfrenta todo, juvenilmente bello, magníficamente orgulloso e independiente, porfía en atrevidos versos contra príncipes y reyes y aun contra el Dios de la Biblia y de las Iglesias. De este modo, convierte su juventud en un solo poema heroico, del cual Harold y Don Juan son apenas un eco débil, y la juventud, cansada de los poetas meramente sentimentales, harta de los Werther y los René, que por una casera muchacha burguesa echan mano a la pistola, hastiada de los viejos ironistas y sentimentaloides, los Rousseau y los Voltaire, aburrida del mismo Goethe y de todos los poetas en bata de noche, que escriben sus obras en casa, al lado de la estufa bien caldeada, envueltos en afelpada franela y tocados con el gorro de entrecasa, esa juventud se enciende por el señor de la aventura, que vive su vida con patética audacia, arrollada por todas las retumbantes fanfarrias de la guerra y del amor. Con Byron, el mundo vuelve a ser joven: estaba cansado de ser siempre apenas burgués y prudente. Después de Napoleón, que languidecía confinado en Santa Elena, Europa no tuvo más héroes; con Byron comienza otra vez el romanticismo de la juventud, porque vive ante ella abierta y teatralmente sus más secretos ensueños y muere ante ella heroica y patéticamente de la muerte adecuada.

Esto hizo entonces tan grande a Byron; esto y su nuevo gesto original, la gran oscuridad del misterio alrededor de su naturaleza, de su persona, la trágica tiniebla del espíritu, la máscara casi vanagloriosa de dolor universal y melancolía. Antes de él, los poetas eran los abogados ideales del bien: Schiller fue apóstol de una fe libre, como Milton y Klopstock lo fueron de la fe religiosa..., todos ellos eran los miembros de una gran comunidad, los heraldos de un mundo mejor, más puro. Byron, en cambio, se envuelve dramáticamente en ropaje sombrío: sus héroes, sus metamorfosis son los corsarios, los bandidos, los hechiceros y los rebeldes, los expulsados de la sociedad, los ángeles caídos, y Caín, el primero que se rebela contra Dios, es elegido por él como su figura preferida.

Llega como el solitario, que desprecia a la humanidad, después de todos los que la amaron; su frente parece nublada por atrevidas ideas de rebelión, su alma entenebrecida por misteriosos crímenes; el dolor de milenios truena en su voz, con su voz, cuando él, desterrado de su patria, vuelve a acusar a la época con las palabras y los versos de Dante.

Con él comienza el satanismo, que Baudelaire eleva luego tan maravillosamente en la literatura, el himno a lo malo y peligroso de la carne, la proclamación del "pecado" como rebelión contra el espíritu hasta entonces sagrado, el orgullo por la revuelta del individuo y del mundo: inconscientemente, prepara o anticipa la revolución del individualismo, que un siglo más tarde encuentra su fórmula en Nietzsche. Y la juventud, la eterna levantisca, siente este impulso de libertad que vive sólo para sí, no ya para el desaparecido ideal de una libertad colectiva, común, y se embriaga en su trágica lobreguez; no puede acabar de verse en la imagen de este ángel tenebroso que Dios amó y arrojó de sus cielos. Byron vivió a Prometeo para su época, al Prometeo que Goethe y Shelley cantaron; de aquí parte la monstruosa fascinación que durante medio siglo hizo del enemigo de Dios al Dios de casi toda una juventud.

En lo hondo de este titánico espíritu de Byron no hubo tal vez nada más genuino y real que un enorme orgullo, un orgullo sin meta ni medida, que se excitaba por una nadería y no se saciaba con ningún triunfo, un orgullo que ninguna gloria aplacaba ni podía satisfacer siquiera una corona real (le había sido ofrecida por los griegos). La menor mortificación podía tornar casi físicamente infeliz al gran poeta; se cuenta que palidecía y comenzaba a temblar de insensata furia cuando una palabra cualquiera hería su vanidad, y la forma cruel, maligna, que llegaba a lo patológico de su sátira contra sus críticos (ante todo Southey, a quien él clavó en la cruz de su mofa), contra la esposa de la que se separara, contra sus enemigos políticos, revela la inflamabilidad de su egolatría; pero precisamente este orgullo, esta excitada voluntad de ser, lo engrandeció, llevando sus energías a la tensión máxima. Esto alcanzaba lo físico, o salía (sería interesante investigarlo psicoanalíticamente), en realidad, de lo corporal: supo transformar en fuerza, justamente mediante su voluntad, lo menguado de su naturaleza. Poseía hermosas manos, que le gustaba mostrar, buen porte, que mantenía esbelto con sacrificios -durante años no comió casi, para conservarlo-, pero tenía tullida una pierna y por este defecto lo ridiculizó su madre; una histérica, como lo hicieron sus colegas. Su orgullo le hizo dedicarse apasionadamente a la gimnasia; fue el mejor jinete, un brillante esgrimista; con su pie contrahecho atravesó a nado el Helesponto, como Leandro en busca de Hero. Todo lo reemplazaba con la voluntad: Mary Charworth, la amada de la juventud, había despreciado al lame boy, al muchacho cojo; no cejó hasta que diez años más tarde logró convertir en amante a la joven, ya casa-da. Siempre le atrajo el mostrar que podía hacerlo todo; por eso actuó una sola vez en el Parlamento como orador, para no poner ya más el pie en él después de su triunfo; por eso intervino en política e hizo la guerra, y por eso, realmente sólo por su orgullo, llegó a la literatura.

Me atrevo, pues, a sostener la opinión de que Byron no fue poeta en origen, sino que su labor poética fue impuesta por las circunstancias externas de su vida. En el fondo despreciaba la literatura; aun apremiado por deudas, rehusó arrogantemente aceptar alguna vez un chelín por sus versos, concedió su trato personal únicamente al gentilhombre Shelley y apretó apenas fríamente la mano que Goethe le tendía con pasión, casi servilmente. Cuando estudiante, escribió un tomito de malos versos que él mismo tituló despectivamente Horas de pereza; escribía versos a esa edad, del mismo modo que tiraba con la pistola y deslomaba caballos como jinete, por aristocrático aburrimiento y deportismo espiritual. Pero luego, cuando la "Edinburgh Review" ridiculizó estos versos, se exasperó su ambición; ante todo, contestó escribiendo con la más venenosa agudeza la sátira "Bardos ingleses y revisteros escoceses", y luego se empeñó en demostrar a la plebe intelectual que él, lord Byron, podía ser poeta: así tuvo comienzo un fervor inaudito. Un año más tarde era famoso; pero entonces le tentó la lucha con los más grandes de la época y de todo el pasado, le tentó el deseo de superar al Fausto de Goethe con el Manfredo, a Shakespeare con nuevos dramas, a la Commedia de Dante con una nueva epopeya, el Don Juan, y así comienza aquella grandiosa exaltación a modo de embriaguez, aquella furia de una voluntad poética, exclusivamente por enorme orgullo. De tal manera lanzó su alta llamarada y toda su vida, toda su titánica pasión, en el incendio de su voluntad: del orgullo y la fuerza surge este único drama de la propia quemazón poética que resplandece por encima de Europa y de la cual irradia todavía un purpúreo reflejo sobre nuestra época.

Es cierto, solamente un purpúreo reflejo aún. Porque en la poesía de lord Byron halla muy poco calor ya nuestro sentimiento íntimo: sus pasiones son, casi siempre, para nosotros apenas llamas pintadas; sus pensamientos y sus sufrimientos, un día tan estremecedores, no pasan ya de frío ruido teatral y trampas pintorescas. Todo dolor egoísta tiene poco poder sobre la época, sobre el tiempo, y cansan aquellas deliberadas tristezas, que Dante relega al Antepurgatorio, mientras que lo compasivamente trágico de Hölderlin y la mágica conmoción de Keats perduran eternamente cual melodía a través de los mundos.

Los gestos de Byron, adoptados luego por Heine, estos desordenados gestos prometeicos del poeta: "¡Oh desdichado de mí! ¡Qué mundo de sufrimientos debo llevar, como otro Atlas, sobre mis hombros!", tienen hoy sobre nuestra sensibilidad una influencia más bien penosa, y aun insulsa y antipática, y el juego contrario, el ingenio agudo que alterna crudamente con estas patéticas declamaciones, suena generalmente a vacío y superficial. Es siempre peligroso para un poeta transigir con su inteligencia y malbaratarla con agudezas: la sátira, que penetra cortante en la carne viva de lo contemporáneo, se embota rápidamente y cae en el vacío ya para la primera generación de la posteridad. Todas las estrofas, los centenares de ellas en Don Juan contra lord Castlereagh, contra Southey y los enemigos personales del momento, que entonces se encendieron en la maligna comprensión de la época y tuvieron efecto explosivo, hoy apenas son pólvora húmeda, lastre inútil. Por esta razón, de aquella gran épica, realmente no vive más que el escenario, los magníficos paisajes metafóricos, escenas aisladas, como las pintó Delacroix en su Naufragio; de la torre de Chillon, del campo de batalla de Waterloo, se recuerdan algunas estrofas plásticas; pero sólo queda el ropaje del mundo byroniano que cuelga ondeando alrededor de los personajes convertidos en títeres. La historia, aunque parezca pro-ceder con insensatez, es encarnizadamente justa al final; aparta lo artificial de lo verdadero, deja secarse despiadadamente hasta los sentimientos más ampulosos, y conserva para la vida solamente lo vivo: por eso de los sentimientos de Byron quedó únicamente lo grande de él, su orgullo.

Cuando Manfredo, en su hora última, se yergue rígidamente aun y pone en fuga a los malos espíritus para perecer libre y grande y atrevido, cuando Caín se rebela contra su Dios, la diabólica terquedad de Byron se ha inmortalizado en estas escenas y tal vez también en algunas poesías que nacieron de una íntima conmoción de su alma (como en Adiós a Inglaterra, en las Estancias a Augusta y en aquellos últimos versos magníficos en que anuncia su muerte). Estas solamente alcanzan en los siglos, monumento imperecedero del orgullo sagrado y pagano, por encima de toda su obra poética un día tan ensalzada y ahora desintegrada completamente.

Y así Byron es para nuestro sentir más figura que genio, más naturaleza heroica que poeta, un colorido poema existencial, como rara vez lo crea tan puro y dramático el gran Demiurgo, el eterno señor de los mundos. Su aparición se impone menos poéticamente que teatralmente a nuestra sensibilidad, pero este su drama es pintoresco y grande, es inolvidable, cual apenas otro en todo el siglo. Como en una tempestad, la naturaleza creadora reúne a veces en un solo hombre todas sus múltiples fuerzas en forma dramática para un breve juego heroico para que el mundo, estremecido, comprenda todas sus posibilidades.

Ese drama de un hombre fue la poesía vital de lord Byron, un magnífico exceso de acaecimiento exterior, un brillante despliegue de sentimientos terrenales, que ciega con grandes pensamientos y embriaga con su ajustada melodía, perecedero como ser y, sin embargo, inolvidable como fenómeno, de manera que hoy consideramos al poeta más como espectáculo, y su caída, como una magnífica estrofa del eterno poema heroico de la humanidad.

 

LA VIDA TRÁGICA DE MARCEL PROUST 1925

Nació hacia el final de la guerra, el 10 de julio de 1871, en París, hijo de un médico célebre, de rica y más que rica familia burguesa. Pero ni el arte del padre ni la millonaria fortuna de la madre pueden salvar su infancia: a los nueve años, el pequeño Marcel deja para siempre de ser sano. De regreso de un paseo por el Bois de Boulogne, es acometido por un espasmo asmático, y estos terribles ataques aplastaron su pecho durante toda su vida, hasta el último suspiro. Desde los nueve años, casi todo queda vedado para él: los viajes, los juegos agitados, el movimiento, el entusiasmo, todo lo que se llama infancia. Así se torna muy temprano observador, sensitivo, delicado de nervios, fácilmente irritable, un ser de increíble excitabilidad nerviosa y sensorial. Ama apasionadamente el paisaje, pero sólo rara vez puede contemplarlo y nunca en la primavera: el fino polvillo del polen, el bochorno y la fecundidad de la naturaleza punzan demasiado dolorosamente los órganos inflamables. Ama apasionadamente las flores, pero no puede acercarse a ellas. Hasta cuando un amigo entra en su habitación con un clavel en el ojal, tiene que pedirle que se deshaga de él, y una visita a un salón donde haya ramos, lo obliga a guardar cama varios días. Y por eso, algunas veces, pasea en coche cerrado, para mirar por los vidrios de las ventanillas los colores amados, las corolas que respiran. Y busca libros, libros y más libros, para leer cosas de viajes, de tierras que nunca alcanzará. Cierto día llega hasta Venecia, un par de veces ve el mar; pero cada viaje le cuesta demasiadas energías. Y así se encierra casi totalmente en París.

Tanto más delicada se torna en él la percepción de todo lo humano. El cambio de tono de un diálogo, una horquilla en el cabello de una mujer, la manera en que alguien se sienta ante una mesa y se levanta de ella, todos los adornos más finos de la existencia social se aferran con incomparable firmeza en su memoria. El pormenor más minucioso atrapa su ojo, siempre alerta entre dos parpadeos; todas las ligaduras, las vueltas, los serpenteos y las pausas de una conversación quedan en su oído inalterables, con todas sus oscilaciones. Y así, más tarde, puede fijar de una vez en su novela la conversación del conde Norpois a través de ciento cincuenta páginas, y allí no falta un solo respiro, un solo movimiento casual, una sola vacilación, una transición sola; sus ojos están despiertos, y se mueven por todos los demás órganos agotados.

En un principio, los padres lo destinaron al estudio y a la diplomacia, pero todos los proyectos fracasaron a causa de su débil salud. Al fin, no hay apremios, sus padres son ricos, su madre lo adora...; así disipa el joven sus años en sociedades y salones, lleva hasta los treinta y cinco años, en realidad, la más ridícula, la más insulsa, la más insensata existencia de holgazán que haya vivido nunca un gran artista; se agita como un snob en todas las instituciones de los ricos ociosos que forman la llamada buena sociedad; está en todas partes y en todas es bien recibido. Durante quince años, noche tras noche, se puede encontrar indefectiblemente en todos los salones, aun en los casi inaccesibles, a este hombre joven, delicado, tímido, siempre estremecido con el respeto por todo lo mundano, que constantemente charla, corteja, divierte o aburre. En todas partes se apoya en un rincón, se mezcla en una conversación; cosa extraña, hasta la alta aristocracia del barrio de Saint- Germain tolera al intruso sin nombre; y, para él, éste es su mayor triunfo. Porque el joven Marcel Proust no posee las menores cualidades en lo exterior. No es particularmente hermoso, ni particular-mente elegante, ni es noble y hasta es hijo de una hebrea. No lo autoriza tampoco su valor literario, porque su pequeño volumen Los placeres y los días, a pesar de un complaciente prefacio de Anatole France, carece de peso y de difusión.

Solamente su generosidad lo torna agradable: cubre a las mujeres de flores de precio, colma a todo el mundo con los más inesperados regalos, invita a todos, se tortura los sesos para gustar y ser simpático a los bobos más insignificantes de la sociedad. En el hotel Ritz cobró fama por sus invitaciones y sus fantásticas propinas. Da diez veces más que los millonarios norteamericanos, y cuando pone el pie en el vestíbulo, todos se quitan la gorra ante él. Sus comidas para invitados son de una fabulosa prodigalidad y el colmo de la selección culinaria: hace traer de las más diversas tiendas de la ciudad todas las especialidades: las uvas, de un mercado de la orilla del Sena; las aves, del Carlton; las primicias, directamente para él desde Niza. Y así se vincula con el tout Paris y lo compromete sin cesar con gentilezas y favores, sin solicitar nunca nada para él mismo. Pero lo que más le habilita entre esta sociedad no es su dinero, gastado alegre y pródigamente, sino su respeto casi morboso por el rito, su servil endiosamiento de la etiqueta, la increíble importancia que asigna a todo lo mundano, a todas las bufonadas de la moda. Honra como libro sagrado el Corteggiano no escrito de los usos aristocráticos: días enteros le preocupa el problema de la disposición de los invitados alrededor de una mesa, la razón por la cual la princesa X.

colocó al conde L. en un extremo y al barón R. en el otro. Cualquier chisme insignificante, cualquier escándalo momentáneo lo excita como una catástrofe que sacudiese el universo; pregunta a quince personas para informarse sobre cuál es el orden secreto en el turno de la princesa M. o por qué tal otra aristócrata recibió en su palco al señor F. Y por esta pasión, por esta manía de tomar en serio las naderías, que domina también en sus libros más tarde, él mismo conquista la categoría de maestro de ceremonias en este mundo ridículo y bullicioso. Durante quince años, un espíritu tan elevado, una de las figuras más vigorosas de nuestra época, lleva esta vida insensata entre holgazanes y advenedizos, tirado durante el día en el lecho, exhausto y febriciente, corriendo por la noche, vestido de frac, de un círculo a otro, perdiendo su tiempo en invitaciones y cartas y disposiciones, convertido en el más superfluo de los hombres en esta danza cotidiana de las vanidades; se le ve con placer en todas partes, pero en ninguna se le observa verdaderamente; es él apenas un frac y una corbata blanca entre tantas otras personas de frac y también de blanca corbata.

Apenas un solo rasgo casi imperceptible le distingue de los demás. Todas las noches, cuando llega a su casa y se acuesta, sin poder dormir, llena tarjetas y más tarjetas con apuntaciones de lo que acaba de observar, ver y oír. Poco a poco estas tarjetas forman montones que conserva en una carpeta. Y como Saint-Simon, en apariencia cortesano superficial en la corte del rey, se convierte en secreto en descriptor y juez de toda una época; todas las noches el joven Marcel Proust consigna lo vacuo y fugaz del tout Paris en noticias, apuntes y esbozos a modo de proyecto, para transformar quizá algún día lo efímero en permanente.

Ahora, un problema para el psicólogo: ¿qué es lo primario, lo esencial?, ¿Vive Marcel Proust, enfermo e inhábil para la vida, esta existencia absurda e insensata de un snob durante quince años solamente por un gozo íntimo y son esos apuntes solamente algo accesorio, parecido a un renovado saborear del placer social demasiado pronto desaparecido? ¿O frecuenta los salones únicamente como un químico su laboratorio y el botánico la pradera, a fin de ir reuniendo material para una gran obra definitiva sin llamar la atención? ¿Se disfraza o es sincero? ¿Es un camarada en la legión de los que disipan los días o solamente un espía de un reino distinto, superior? ¿Haraganea por placer o por cálculo? Esta pasión casi supersticiosa por la psicología de la etiqueta ¿es para él necesidad vital o simplemente la grandiosa simulación de un analista apasionado? Probablemente, ambas condiciones se mezclaban en él tan genialmente, en forma tan mágica, que la pura naturaleza del artista nunca hubiera llegado a exteriorizarse, si el destino, con mano dura, no lo hubiese arrancado de pronto del mundo indolente y bullicioso de la conversación y sumido en la reducida esfera de su propio mundo, fatal, oscura, sólo iluminada a momentos por una luz interior.

Porque la escena se trasforma de pronto. En 1903 muere su madre y, poco después, los médicos establecen que la enfermedad de él es incurable, y empeora constantemente.

De un solo ramalazo, Marcel Proust invierte su vida. Se encierra herméticamente en su "ermita" del bulevar Haussmann; de la noche a la mañana, el holgazán aburrido, el perezoso, se trasforma en uno de los trabajadores más encarnizados y sin descanso que admiró este siglo en la literatura. De la noche a la mañana, desde la más disipada compañía se hunde en la más absoluta soledad. Trágico cuadro el de este gran poeta: está siempre en la cama, todo el día; su cuerpo magro, consumido por la tos, sacudido por los espasmos, tiene siempre frío. En la cama, se pone tres camisas, una sobre la otra, una pechera acolchada sobre el tórax, gruesos guantes en las manos... y, sin embargo, tiene frío y más frío. En la chimenea arde el fuego, la ventana nunca se abre, porque, hasta los pocos castaños enclenques plantados casi en el asfalto, le hacen daño con su débil perfume (que ningún otro pulmón en París siente como el suyo). Ya-ce siempre como un cadáver contraído, siempre en cama; respira fatigosamente el aire espeso, viciado, envenenado por las medicinas. Sólo más tarde, por la noche, se recobra para ver un poco de luz, un poco de esplendor, su amada esfera de la elegancia, un par de rostros aristocráticos. El valet le viste a duras penas el frac, lo envuelve en telas, le cubre con un abrigo de piel el cuerpo, ya rebujado tres veces. Y así va en coche al Ritz para hablar con dos o tres personas, para ver su mundo idolatrado, para ver el lujo. Delante de la puerta le espera su fiacre, le espera toda la noche y le trae, de nuevo, muerto de cansancio, a su cama. Marcel Proust ya no frecuenta la sociedad, exceptuando una oportunidad solamente; necesita para su novela el detalle de un ademán de un noble distinguido. Y por eso se arrastra hasta un salón, sorprendiendo a todo el mundo, para observar como lleva el monóculo el duque de Sagan. Y una vez, de noche, visita a una famosa cocotte para preguntarle si conserva todavía el sombrero que lució veinte años antes en el Bois de Boulogne. Lo necesitaba para describir a Odette. Y sufre un gran desengaño, cuando oye a aquella mujer reírse de él; hacía ya mucho tiempo que lo había regalado a su sirvienta.

El coche trae a su casa desde el Ritz al hombre agotado. En la estufa siempre caldeada, cuelgan sus ropas nocturnas y sus pecheras: hace mucho que no puede llevar sobre su cuerpo ropas frías. El mucamo lo envuelve, lo acuesta. Y allí, sobre un tablero, escribe la vasta red de su novela En busca del tiempo perdido. Se han llenado ya veinte cartapacios con es-bozos; las sillas y las mesitas alrededor de su lecho y el lecho mismo están cubiertos de blancas tarjetas y hojas. Y así escribe, escribe día y noche, todas las horas que está despierto, con la fiebre en la sangre, las manos que tiemblan de frío dentro de los guantes, y escribe, escribe, escribe.

A veces, le visita algún amigo y él lo interroga curioso acerca de todas las nonadas de la sociedad; aun extinguiéndose, sigue tanteando con todos los tentáculos de la curiosidad afuera, en el mundo perdido, el mundo mundano. Azuza de un lado a otro a sus amigos como perros de caza; tienen que informarle de este y de aquel escándalo, para que él conozca hasta lo insignificante de una u otra personalidad, y cuanto le aportan lo anota con nerviosa codicia. Y la fiebre roe cada vez más quemante en él. Cada vez más decae y pasa ese pobre jirón afiebrado de humanidad que es Marcel Proust, y cada vez más se ensancha y crece la obra grandiosamente planeada, la novela o, más bien, la serie de novelas En busca del tiempo perdido.

La obra está comenzada ya en 1905; en 1912 la considera terminada. Por su extensión parece abarcar tres gruesos tomos (fueron luego no menos de diez, por las ampliaciones durante la impresión). Ahora, sin embargo, le preocupa el problema de la publicación.

Marcel Proust, cuarentón, es totalmente desconocido; no, menos aun que desconocido, es decir, tiene, en sentido literario, mala fama: Marcel Proust es el snob de los salones, el escritorzuelo mundano de quien de vez en cuando aparecen en el "Figaro" anécdotas sociales (además, el público que siempre lee mal, en lugar de Marcel Proust leyó invariablemente Marcel Prevost). No se puede esperar nada bueno de él. No puede contar, pues, con las vías directas. Por eso sus amigos tratan de facilitar la publicación por los conductos sociales. Un encumbrado aristócrata invita a André Gide, director de la Nouvelle Revue Française, y le entrega el original. Y esta revista, la misma que más tarde ganará cientos de miles de francos con tal obra, la rechaza lisa y llanamente; lo mismo hacen el Mercure de France y Ollendorf. Finalmente, encuentra a un nuevo y animoso editor, que se atreverá; pero transcurrirán aún dos años, hasta 1913, antes de que el primer tomo de la gran obra vea la luz. Y precisamente, apenas el buen éxito quiere abrir las alas, llega la guerra y se las corta.

Después de la guerra, cuando ya han aparecido cinco volúmenes, Francia comienza a señalar esta obra épica tan original de nuestra época, y comienza también Europa a señalarla con su admiración. Pero lo que la fama llama entonces ruidosamente por ese nombre de Marcel Proust, es ya hace mucho apenas un fragmento humano consumido, afiebrado, inquieto, una sombra temblorosa, un pobre enfermo, cuyas energías se contraen por entero sólo para ver la aparición de su obra. Proust, ese resto de Proust, sigue arrastrándose siempre hasta el Ritz por la noche. Allí, en la mesa tendida o en el cuarto del portero, lima las correcciones de los últimos pliegos de imprenta, porque en su casa, en su habitación, en su cama, presiente ya el sepulcro. Sólo allí, donde ve centellear una vez más su amada esfera mundana, siente una última migaja de fuerza, mientras que en casa se abate con las alas vencidas, ora matando su sensibilidad con narcóticos, ora excitándose con cafeína para un breve coloquio con los amigos o para una nueva labor.

Su enfermedad se acentúa cada día más rápidamente, y el hombre que estuvo demasiado tiempo ocioso, trabaja cada vez más fogosamente, más ávidamente, para adelantarse a la muerte. No quiere ver más a los médicos; ya lo torturaron demasiado y nunca le socorrieron. Así se defiende solo y así muere el 18 de noviembre de 1922. En los últimos días, ya totalmente invadido por la destrucción, se lanza contra lo inevitable con la única arma del artista: la observación. Analiza su propio estado físico, valerosamente despierto hasta la última hora, y estos apuntes deben servirle para volver la muerte de su héroe Bergotte, en las galeradas de corrección, más plástica, más verdadera; debe intentar establecer algunos pormenores muy íntimos, aquellos últimos pormenores que el escritor no podía conocer, que sólo el moribundo percibe. Su último movimiento es observación todavía. Y sobre la mesa de noche, embadurnada, en una tarjeta apenas legible, se encuentran las últimas palabras que escribió con la mano casi fría. Noticias acerca de un nuevo libro que le hubiera costado años de labor cuando sólo disponía de pocos minutos más. Así abofetea a la muerte: último ademán magnífico del artista, que vence el miedo a la muerte acechándola...

 

HUGO VON HOFMANNSTHAL

Oración conmemorativa para el funeral cívico en el Burgtheater de Viena 1929

 

Nuestro dolor, nuestra terrible confusión, nuestra total turbación expresaron ya en el primer segundo trágico, más elocuente y apasionadamente que toda palabra, la inmensa pérdida que hemos sufrido con la desaparición de Hugo von Hofmannsthal. El dolor, en verdad, es siempre el más sabio vaticinador de toda pérdida...; con un solo ramalazo penetrante rompe las honduras del sentimiento, que nunca aclara el pensamiento posterior y menos aun la palabra que poco a poco se recobra. En esta impresión unánime todos supimos, y lo supieron Austria entera, Alemania entera, el mundo entero, intuitivamente, que con él se nos arrebataba algo irreemplazable, pero sólo ahora comprendemos por qué su ejemplar figura de guía nunca fue para nosotros más necesaria que en la hora presente.

Porque en esta época domina un genio o un demonio, que quiere del arte sólo lo perecedero, sólo la fugitiva imagen de su propia inquietud y movilidad. Pasa indiferente y hostil delante de las grandes figuras de símbolo que quieren interpretar lo eterno, el mundo superior. Ha barrido de sus inclinaciones la poesía, y del teatro, la cohesión del discurso; reniega del pasado, de la tradición sagrada; quiere solamente el presente, el hoy que arde, a lo sumo una mirada a la jornada inmediata. Únicamente Hugo von Hofmannsthal se enfrentó solitario contra la corriente de la hora. Siguiendo a ilustres antepasados, fiel a formas que sabía son imperecederas, creyendo en aquellos signos misteriosamente alusivos que llamamos símbolos, solitario y grande, se mantuvo en el terreno alemán de la tradición clásica. Y sola-mente esta su elevada conducta hizo vacilar todavía la inquieta presión de los demás. Estuvo solo, desde que se nos fue aquel otro custodio del alto verbo, el otro gran austríaco, Rainer Maria Rilke. Y este desaparecer estelar casi simultáneo nos tocó como una advertencia, como si realmente la fe en la ley suprema del arte quisiera dejar abandonada ahora nuestra época, como si hubiera llegado para siempre, en las letras alemanas, el fin de la supremacía de la pura creación literaria indiferente a su época.

Pero meditemos su elevada significación y no nos dejemos inducir a error por las apariencias. Habrá siempre, fatalmente, tiempos que no quieran oír ni ver nada que no sea su realidad inmediata, tiempos que crean prematuramente poder renunciar a la consagración de leyes heredadas, que supongan poder evadirse de los eternos vínculos de las normas y las formas. Tiempos semejantes hubo ya a menudo en Alemania, y justamente uno de ellos correspondió al momento en que Hugo von Hofmannsthal se presentó literariamente al mundo. Fue alrededor de hace cuarenta años. La mente profética de Federico Nietzsche se había envuelto en la tiniebla, enmudeciendo así la última voz alemana que creó una gran poesía y levantó ditirámbicamente el idioma a nuevas magnificencias. En cambio, llegó una nueva generación que creyó que la lengua no necesita del cohesivo cuidado del bronce para transformarse en letra inspirada. El naturalismo pensó que era suficiente oírla de paso en la calle, en una conversación casual, y que ya estaría creado así lo más valioso. Rechazó la forma pura y elaborada de la poesía como ocioso juego de mujeres; echó de los escenarios, violentamente, el drama de líneas clásicas. Y también entonces, la época consideró colocadas en un féretro y sepultadas las obras eternas, clásicas.

Algo ocurrió entonces... algo aparentemente sin la menor importancia. En algunos periódicos minúsculos de Brünn y de Viena aparecieron unas poesías y luego unos preludios, firmados primeramente con el curioso seudónimo de "Theophil Morren", luego con "Loris" y, finalmente, descubriendo el verdadero nombre, Hugo von Hofmannsthal. Pocas poesías, cinco o diez en total, y en publicaciones desaparecidas, enterradas en seguida.

Mas como una fuerza explosiva realmente elemental sólo necesita una brizna de su energía comprimida para un sacudimiento de vastas proporciones, estas pocas poesías determinaron en brevísimo tiempo en los más vastos círculos literarios, una excitación apenas posible de medir. La influencia y la esencia de la poesía es siempre un misterio. Millones de palabras agitan con su ruido nuestro mundo cotidiano y recaen en el vacío, polvo suelto en torbellino. Pero alguna vez -raramente en todos los tiempos- ocurre que se infiltran algunas de esas palabras, de esas líneas, en un conjunto que forma una imagen que respira, que felizmente sobrevive a los labios que las crearon y a generaciones enteras que se deleitaron con ellas. Poesías acabadas de esta naturaleza aparecieron de pronto ante la época asombrada. Una nueva voz estaba resonando en el mundo superior de las letras alemanas, y se presto oído atento, hechizado, reconfortado, a la nueva melodía en devenir. Niños que todavía ocupaban los bancos escolares conocieron, amaron, endiosaron ya aquellas dulces estrofas, claras como clara mañana, del Viento primaveral, aquellos Tercetos sobre lo perecedero, que hunden oscuramente la mirada en su propia hondura musical; aprendimos de memoria las estrofas órficas de la Canción de la vida y las arias panorámicas de la Muerte del Ticiano, donde la lengua alemana lleva con ligereza verdaderamente clásica la más preciosa pompa de su riqueza. Allí -todos lo supieron en seguida- se había alcanzado la perfección, lo inolvidable eternamente en el campo de la literatura germánica, lo imperdible para la nación que vive por esa lengua. Y, respetuosamente, todo un pueblo se asombró admirado por esa maestría revelada de pronto. Había llegado un poeta, justamente en el momento en que se consideraba imposible y anticuada la creación poética de corte clásico, un poeta que sabía encerrar un universo de sentimientos en la materia más frágil y delicada.

Porque lo perfecto infunde siempre respeto, colma siempre los corazones de un estremecimiento especial, devoto y temeroso. Porque dondequiera se manifieste, en la inmaculada belleza de un rostro, en el ritmo de un cuerpo irreprochable, en el vuelo de un verso, en la melodía de una canción, siempre y dondequiera la humanidad percibe lo perfecto como si de pronto en lo terrenal la mirara el ojo de lo divino.

Mas aun esta devota admiración de lo perfecto tiene sus grados, el consuelo de lo perfecto su sublimación. Porque en todo caso el sentido claro y alerta puede encontrar lógico que la plenitud de la perfección se logre por un hombre, por un artista experimentado y maduro, como suma final y compensación de incontables años de crear. Pero siempre resulta un verdadero milagro, algo divinamente inconcebible, si lo perfecto es don de un joven, sin presciencia, educado solamente por su propia genialidad. En todos los tiempos y en todos los pueblos se consideró a estos jóvenes como la única prueba valedera de que lo poético procede de los dioses, de que la suprema labor de las artes nunca puede ser conquista y elaboración, sino sólo gracia de las alturas. Y aun nuestra época, que hace mucho tiempo huyó de lo mítico, puede llamar milagro, únicamente milagro, hoy todavía, la mágica aparición del joven Hofmannsthal. ¿Cómo comprender con sensibilidad alerta y cómo explicar ahora, después de casi cuarenta años, que un niño de dieciséis, de diecisiete años, escribiera en los bancos de un colegio de segunda enseñanza, en un cuaderno forrado de azul, ejercicios escolares de latín, de matemáticas y de alemán severamente corregidos con tinta roja por el maestro, y al mismo tiempo, con la misma mano, en una hoja igual grabara poemas imperecederos para la lengua alemana? ¿Cómo explicar que labios de niño que nunca habían rozado los labios de una mujer, "cambiaran palabras elevadas con lo nuclear, lo esencial de todas las cosas", cómo explicar que simultáneamente con su labor del bachillerato el imberbe escribiera justamente al salir de la escuela, la "Puerta" y la "Muerte", esa perdurable Muerte del Tiziano, esa pieza de profundo sentido que ostenta aún hoy intacta su belleza? Y maravillosos como el primer comienzo fueron los años de las superaciones magníficas, de la propia maestría, insistentes como una tempestad. En esta sola década de los diecisiete a los veintisiete años, en lo lírico, este único nos dio tanto como una generación entera, porque a estas primeras tentativas no, tentativas, no, porque fueron ya plenitud-, a estas primeras obras siguieron en quemante sucesión las profundas piezas del Pequeño teatro universal y del Abanico blanco, los nobles y resonantes prólogos, los coloridos y henchidos preludios, los primeros cuentos, tan clásicos a la manera de Kleist en su prosa, como aquellas poesías que hubieran sido dignas de Goethe. Y ya comenzó aquella corriente subterránea hacia el drama, hacia visiones tendidas más lejos como Boda de los Zobeid, El aventurero y la cantante, obras de la riqueza y la prodigalidad. Ningún poeta moderno, ninguno después de Goethe tal vez, creó con tal impetuosidad visionaria, con tal plenitud rumorosa y espiritualmente inebriada como Hugo von Hofmannsthal en su década lírica, ni después de Novalis y Hölderlin hubo un poeta lírico de tal envergadura en el sentido del amado de los dioses, del consagrado por la música, del ungido en realeza con el sagrado óleo de la lengua, como este joven que aquí en nuestra ciudad, en nuestra tierra, fue sembrando con su nombre en todos los dominios de la lengua alemana y en su infinidad intemporal.

Esta juventud de Hugo von Hofmannsthal fue -¡no vacilemos en pronunciar la palabra!- un milagro, un portento, un fenómeno incomparable, ultraterreno. Pero el signo de todo prodigio verdadero es su unicidad. Muy rara vez puede descender de las alturas y nunca puede permanecer sobre la tierra por mucho tiempo, para que su estremecimiento y su divinidad no se pierdan con la repetición.

Por anticipado, pues, era imposible que este estado de magia, esta embriaguez de obra en obra, durara toda una vida; esta dichosa exaltación está ligada como sangre a su elemento original, la juventud. Debía llegar fatalmente el segundo en que esta plenitud de visiones no pudiera soportarse ya por la misma alma que las creaba, porque el arrebato lírico debía ceder a una claridad ordenadora y consciente. Pero no debe entenderse por eso - tal confusión de-be rechazarse enérgicamente- que el genio que vivió y habitó en el joven Hofmannsthal y habló por su boca, lo abandonara, como ocurrió para muchos otros poetas, para Rimbaud, para Lamartine, para Uhland, que fueron poetas solamente durante un breve lapso y luego se sobrevivieron a sí mismos en un cuerpo mudado en extraño para ellos. No, no; toda la fuerza poética permaneció intacta hasta el último instante en Hugo von Hofmannsthal, y aun se iluminó y clarificó por su espiritualidad cada vez más poderosa.

Solamente aquel transporte, ese glotón exceso de los primeros años, se apagó en él con la juventud, sólo la actividad olvidada de sí mismo, el cantar y crear como por imperio de potencias ultrasensibles. Y nada honra tanto el respeto de Hofmannsthal por las leyes inmanentes y no reversibles de la edad en el arte, como el que, más tarde, nunca intentó reproducir artificialmente, con recursos del oficio, ese mágico estado de los comienzos, nunca intentó fingir una ebriedad que ya no estaba en su alma ni en su sangre. Y quien desee comprender la íntima resolución de esta renuncia y su más honda significación, debe. El autor emplea lógicamente el término alemán equivalente al bachillerato en castellano: "Matura", madurez, con lo cual haría juego el "imberbe" inmediato. El matiz se pierde en la versión.

leer aquella imperecedera página de prosa que es la imaginaria Carta de lord Chando, donde Hofmannsthal explica parecido fenómeno espiritual de inversión con maravillosa claridad psicológica. Ningún poeta se desprendió más honestamente que el Hugo von Hofmannsthal maduro y obsecuente a leyes supremas de ese milagro del joven Hugo von Hofmannsthal que él mismo fue.

Un enorme y casi trágico deber correspondió entonces al artista de treinta años. En una edad en que otros comienzan sobriamente su labor, él había creado ya lo perfecto en la poesía, lo inalcanzado hasta entonces en la prosa, lo insuperable en aquellos dramas simbólicos de ensoñación. Pero en ese momento, en cambio, el drama, la más poderosa y exigente de las formas artísticas, incitaba a la lucha; correspondía al artista imprimir a esta forma también el sagrado sello de su arte magistral. Cayó sobre él un cometido verdaderamente sobrehumano, porque justamente a un Hofmannsthal y sólo a él estaba vedado conformarse con una labor mediana. La seriedad con que Hugo von Hofmannsthal se impuso a sí mismo este duro deber -nadie conocía mejor las normas y los valores de la obra de arte-, esta labor moral, está demostrada entre nosotros, en su patria, por el lamentable hecho de que, aquí, en esta ciudad juguetona e inclinada solamente a la ligereza, apenas pudimos ver en la escena aquellas obras donde el núcleo de su voluntad creadora no puede reconocerse tan fácilmente: Regreso de Cristina y El difícil. Obras maestras en su género, no son sólo obras; en ellas el sentido, magníficamente insatisfecho, tiene de una vez como en leve juego la suprema energía y descansa en el gozo, islas sudeñas de Alción en su mundo creador más nórdico, trágico que vuela sobre todos los tiempos y sobre todas las regiones.

Pero medir su voluntad real de acción en ellas sería tan injusto como si de una sinfonía construida en cuatro movimientos se tomara solamente el del scherzo. Porque la voluntad de Hofmannsthal, apasionadamente tensa hasta el dolor, marchó desde el comienzo al encuentro de algo "fanático", de un dramático símbolo universal en el cual se reunieran todas las fuerzas y reacciones de la existencia. Este sueño de un drama realmente grande, que abarcara el mundo, de un teatro universal, acompañó a Hofmannsthal desde su primera juventud, porque ya aquella Muerte del Tiziano que sólo consideramos obra romántica y que la mayoría juzga erróneamente como un todo acabado, estaba imaginada como preludio melancólicamente dulce de una sinfonía de la vida. El niño héroe que allí, en una bien protegida esfera de belleza noblemente elegida, en el reino ultraterrenal del arte, entona con el corazón aun inmaculado el himno de la belleza, en el curso ulterior de la pieza debía descender luego a la ciudad, mezclarse con el otro mundo, y conocer lo común de la vida cotidiana, las pasiones oscuras e impuras; luego debía estallar la peste en aquella ciudad e inflamar como monstruosa antorcha todas las pasiones terrenales: el niño, a los dieciocho años, sueña ya el drama como fresco colosal, con sueño de gigante. Quedó en fragmento, como otro drama poderoso, aquella tragedia en cinco actos que se titula La mina de Falum, donde en idéntica forma la voluntad fáustica quiere rasgar en un hombre la membrana demasiado delgada intercalada entre su propio cuerpo y el universo. Apenas en el verano de su vida, que termina tarde, pero que entonces termina realmente, Hofmannsthal creó, en una construcción incesante, siempre más alta, de siete largos años, su gran drama; me refiero al misterio dramático levantado por encima de la insuficiencia escénica, ese misterio de la Torre, en el que se inserta todo un mundo de ideas, inaccesible para muchos, esta obra suya en que luchó como Jacob con el ángel y que -como a aquél- lo dejó herido.

Todavía un otoño, quizás un otoño que madura-se dorado después de tal comienzo esplendoroso y tendiente hacia cumbres siempre nuevas, después de aquellos años de madurez varonil, de dura lucha... y, acaso, a esa obra hubiera seguido otra de la madurez, acaso, hubiera entonces concluido, como Goethe, en el último envejecer con sabiduría observadora, los grandes planes dramáticos de la juventud. Mas entre esta última plenitud y nuestra apasionada espera surgió la fatalidad de su temprana muerte.

Pero mientras, con tan incesante esfuerzo, el genio creador trataba de arrancar al drama su misterio, la mano teatralmente experta ejercitábase al mismo tiempo en formas ajenas ya elaboradas. Y a esta ocupación en desarrollo debemos un inconmensurable enriquecimiento; la escena le debe un tesoro imperecedero. Porque abarcando la literatura de todos los tiempos con su mirada humanista, realmente mágica, hechizada por los tesoros, Hofmannsthal vio, justamente allí donde otros vieron solamente ruinas, el precioso metal en la piedra bruta y le extasió dedicarle su energía y volver a dar a nuestra época y a nuestro teatro obras de la literatura mundial tanto tiempo olvidadas. ¡Qué de valores, qué de eternos valores infinitos salvó de todo un pasado este su servir al drama, sacrificándose! La Electra de Eurípides estaba sepultada entre escombros filológicos; sólo la leían los profesores como texto culto; nada era para nuestro teatro, para nuestra hora. Pero ¡bastó que él tocara esta obra hundida en el ayer para que surgiera la figura de los Atridas! Saliendo de su puerta real en Misenas, entró como gigante en nuestra época y estremeció nuestro corazón con el poder de su hado. Edipo, Clitemnestra y Admeto, como ciegas estatuas de la antigüedad, que antes nos miraban fijamente, demasiado grandes para ser vivas, horrorosas y ajenas, recibieron una mirada nueva, humana, gracias a él y una vida en su boca de piedra, cuando él les dio una lengua de su lengua y la fuerza espiritual de su espíritu. O bien ahí yacía La Venecia salvada, de Otway, tirada y casi pisoteada ya en el camino de Shakespeare, un bastardo deshecho y cubierto de sangre, de una sensibilidad genial y de una insuficiencia verbal; pero él lo arrancó y lo levantó, llenándolo con el hálito bochornoso que pesa sobre los canales de Venecia, con las ardientes y tensas pasiones del Renacimiento, y se convirtió en drama, tan poderoso que muchas de sus escenas pueden nombrarse a la par de las shakesperianas. O bien ahí estaba pudriéndose un antiguo y piadoso misterio inglés, Cada uno; nadie podía decir ya exactamente quién lo escribió. Había sido representado para el pueblo, para la gente mínima, siglos antes, en las explanadas delante de las iglesias, y todos los augures literarios declararon unánimes que se trataba de una pieza superada, infantilmente burda. El tomó lo olvidado, pues, en su mano inteligente, idiomáticamente poderosa, lo templó en su fuerza dramática y lo hizo en versos magníficamente grabados, como los de Lutero y Hans Sachs. Y de pronto este Cada uno surgió de nuevo ante el mundo; dominando todos los años a millares y millares de personas, con los estremecimientos más profundos, como una de las formas dramáticas más puras y duraderas de nuestro tiempo. Era suficiente que este hechicero, este mago, tocara lo yerto y ya revivía; La dama duende de Calderón, fue rozada por él con su lenguaje y ya revoloteó juvenil de nuevo con sus encantadores juegos de palabras en las tablas conquistando a cada espectador con su insolente picardía. Todos los tiempos, todos los países, todas las formas y todas las esferas se abrían en seguida como por magia a su sensibilidad; del Oriente y de las Mil y una noches tomó el arrebato de noches pobladas de estrellas en su Boda de los Zobeid; del mundo de sortilegio de China espiritualizó el misterio en la Mujer sin sombra; y todo esto no fue simplemente ponerse máscara y cubrirse con trajes forasteros, sino penetración perfecta; su lenguaje pasaba al ritmo ajeno, su alma en su alma, como sangre en la sangre.

Con la labor prestada al drama universal, Hofmannsthal dotó de un enorme provecho a la escena alemana, no sólo en esplendor y color y pasión, sino -y es mucho más importante- que enseñó a toda nuestra época a tender la mirada hacia atrás y hacia adelante, de lo efímero de la dramática labor diaria a lo eternalmente magistral que debe sobrevivir.

Y así como no vaciló en servir a los hermanos de la poesía, tampoco rehuyó servir como el más grande en el idioma al más grande en la música también, para imprimir así a la forma casi superada de la ópera, una vez más, el sello real de lo poético. El mundo musical de nuestros días y de los días venideros le debe que hayan nacido obras maestras como Electra, Ariadna en Naxos, La mujer sin sombra, y un reconocimiento especial le debemos nosotros, le debe nuestro país, nuestra ciudad de Viena. Porque escribiendo aparentemente apenas un libreto, con El caballero de la rosa Hofmannsthal creó la más perfecta comedia austriaca que poseemos, nuestra Minna von Barnhelm de Austria, la obra verdaderamente nacional, color y temperamento, abismo y cumbre, nobleza y plebe, dulzura y alegría, todo el carácter luminosamente mezclado de la ciudad, reflejado en la más encantadora forma.

Acaso haya quien diga para empequeñecer todo esto: "¡Sí, una comedia apenas para música y viva sólo por ésta!" Pero ¿es posible imaginar una comedia verdaderamente austriaca sin música? Quítese a las obras que hasta hoy se consideraron maestras, al Pródigo de Raimund, al Campesino millonario, la canción del cepillo, la canción de la ceniza, el Brüderlein fein, quítense a Nestroy los entretenimientos animados y se los dejará romos, se les habrá quitado la sustancia más fina y delicada. Una parte del alma del austriaco es siempre música, y justamente por esto El caballero de la rosa, en su imperecedera unión de poesía y música, es el símbolo absoluto de lo que somos y hemos sido. Así se agrega a la gloria de Hofmannsthal también ésta: en su labor, que abarca el universo, dio justamente a su patria la más permanente obra escénica de la época.

¡ Cuántos hechos éstos, cuántas obras en una sola vida y aun así no la obra ni el hecho total! Porque ¡qué espíritu superior, qué pensador de amplísimo alcance, hemos perdido con Hugo von Hofmannsthal, el poeta! Esto lo revelan ante todo sus escritos en prosa. Un espíritu siempre alado, que sólo descansaba volando, que no conocía distancias y medía todos los abismos; un espíritu para el cual el elemento más alto, que otros tocan con las alas sola-mente en breves alientos temblorosos, era su verdadero y lógico hogar. Pero esta obra espiritual grandiosa no debe separarse de su obra literaria, porque estos escritos incomparables están redactados en aquella prosa azul que sólo una prosa podía glorificar en verdad: ¡la suya! En una prosa que para ocultar su propia palabra se desprende del idioma común, tan fácilmente, tan victoriosamente dominadora, como el viento en el campo cubierto de espigas; una prosa -y diré esta atrevida palabra- que desde Goethe nadie escribió ya en Alemania. En la literatura alemana nunca se habló -más aún, se poetizó- con mayor altura, desde tal visión espiritual de águila, con tan amplias alas en la conciencia universal, acerca de temas de arte, como en estos escritos en prosa. Porque este espíritu superior nunca pudo ver más que desde las alturas, ni moverse más que en los grados supremos. El mundo superior, inasible para todos nosotros, era la esfera verdadera y lógica de su alma. Por eso, el arte de nuestra época no ha perdido sólo con Hugo von Hofmannsthal a su más elocuente poeta, sino también a su juez más alto y puro. Con Hugo von Hofmannsthal ha caído la suprema instancia de la justicia normativa de nuestro mundo subvertido en sus valores, y al mismo tiempo el testigo incorruptible de la superioridad del espíritu sobre la materia o el antiespíritu, de lo perfectamente formado sobre lo caótico y sin forma. Porque éste fue el último y supremo significado de su misión sobre la tierra: dirigir otra vez la medida hacia arriba, volver a colocar en lo duradero y lo eterno una época que, como él decía con agra-do, descansa sólo en lo deleznable. Hugo von Hofmannsthal exigió y demostró con su obra que hoy es posible todavía un arte elevado, noble, que sirva a lo absoluto; y hay una gran responsabilidad en el hecho de que hayamos podido comprobarlo viviendo, en su propia existencia. Porque solamente si dejamos penetrar en nosotros mismos como energía viva el heroico amor de Hugo von Hofmannsthal por lo eterno y lo inmaculado, sólo si nos acostumbramos a volver a levantar la mirada a las esferas superiores donde él operó y donde desapareció, honraremos verdaderamente a este poeta desaparecido y sempiterno; sólo así celebraremos dignamente la memoria de Hugo von Hofmannsthal.

 

PALABRAS ANTE EL FÉRETRO DE SIGMUND FREUD

Pronunciadas el 26 de septiembre de 1939 en el Crematorio de Londres.

 

Permítanme, en presencia de este glorioso féretro, unas palabras de estremecido reconocimiento en nombre de sus amigos vieneses, austriacos y mundiales, en aquella lengua que Sigmund Freud enriqueció y ennobleció con su obra en forma tan grandiosa.

Tengamos ante todo conciencia de que los que aquí estamos reunidos por un duelo común, vivimos un momento histórico que ciertamente no nos concederá el destino por segunda vez en nuestra vida. Recordemos que para otros mortales, para casi todos los mortales, en el breve minuto en que el cuerpo se hiela, su existencia, su presencia entre nosotros, ha terminado para siempre. En cambio, para éste ante cuyo féretro estamos, para este uno y único de nuestra desconsolada época, la muerte es apenas un fenómeno fugaz y casi carente de esencia. Aquí, el desaparecer de entre nosotros no es un fin, no es una dura conclusión, sino simplemente una transición suave de lo mortal a la inmortalidad. Por lo transitorio del cuerpo que hoy perdemos dolorosamente se salva lo imperecedero de su obra, de su sustancia: los que aquí en este lugar respiramos y vivimos y hablamos y escuchamos aún, todos, todos juntos no estamos vivos en sentido espiritual ni una milésima parte siquiera de como lo está este gran muerto aquí, en su estrecho féretro terrenal.

No cuenten con que celebraré los hechos de la vida de Sigmund Freud. Ustedes conocen su obra y ¿quién no la conoce? ¿Quién de nuestra generación no la formuló íntimamente y la transformó? Ella vive, magnífico descubrimiento del alma humana, como leyenda inmortal en todos los idiomas, y esto en el más estricto sentido de la palabra, porque ¿existe acaso una lengua que pudiera no echar de menos y carecer otra vez de los conceptos y los términos que él arrancó al crepúsculo de lo subconsciente? La moral, la educación, la filosofía, las letras, la psicología, todas y todas las formas de la creación espiritual y artística y del entendimiento anímico, desde dos o tres generaciones atrás, se enriquecieron por él como por ningún otro de nuestra época; por él se revalorizaron... Aun aquellos que no saben de su obra o se niegan a reconocer sus hallazgos, aun aquellos que nunca oyeron su nombre, están inconscientemente en deuda con él y sometidos a su voluntad espiritual. Cada uno de nosotros, los hombres del siglo XX, sería distinto, sería otro, sin él en su pensamiento y su comprensión; cada uno de nosotros pensaría, juzgaría, sentiría en forma más estrecha, menos libre, más injusta si él no nos hubiera precedido en el pensar, sin aquel poderoso impulso hacia adentro que él nos dio. Y cada vez que tratemos de penetrar en el laberinto del corazón humano, su luz espiritual seguirá estando constantemente en nuestro camino... Todo lo que Sigmund Freud concibió y anticipó como inventor y guía, estará con nosotros también en el futuro; una sola cosa, un solo ser nos abandonó, el hombre mismo, el amigo precioso e irreemplazable. Yo creo que todos nosotros sin distinción, por diferentes que seamos, nada hemos deseado en nuestra juventud tan viva-mente como ver vivir en carne y sangre ante nosotros lo que Schopenhaüer llama la forma suprema de la existencia: una existencia moral, una vida heroica. Todos hemos soñado cuando niños con encontrar una vez a ese héroe espiritual, por el cual pudiéramos formarnos y crecer en sustancia, un hombre indiferente a las seducciones de la gloria y de la vanidad, un hombre de alma rebosante y responsable, entregado únicamente a su labor, una labor que a su vez no se sirve a sí misma sino a toda la humanidad. Este ilustre muerto realizó inolvidablemente con su vida aquel sueño entusiasta de nuestra infancia, aquel postulado cada vez más exigente de nuestra madurez, y con ello nos donó una dicha espiritual incomparable. Aquí, finalmente, en una época vanidosa y olvidadiza, fue el imperturbable, el buscador puro de la verdad, para quien en este mundo nada es más importante que lo absoluto, lo definitivo. Aquí estaba ante nuestros ojos, en fin, ante nuestro respetuoso corazón, el más noble, el más perfecto tipo de investigador en su eterno desacuerdo: por una parte, prudente, examinando con cuidado, reflexionando siete veces siete y dudando de sí mismo, hasta no estar seguro de un conocimiento; pero luego, apenas conquistada una convicción, defendiéndola contra la oposición de todo un mundo. Por él, nosotros y nuestra época hemos aprendido una vez más en forma ejemplar que no hay sobre la tierra valentía más admirable que la libre e independiente de un hombre del espíritu; inolvidable será para nosotros ésta su valentía de encontrar conocimientos que los demás no descubrían porque no se atrevían a encontrarlos o, en ocasiones, ni a expresarlos y confesarlos. Más él osó y osó, constantemente, solo contra todos; osó anticiparse en lo nunca hollado hasta el último día de su vida. ¡Qué ejemplo nos legó con éste su valor del alma en la eterna lucha de la humanidad por el conocimiento! Pero cuantos le conocíamos, sabemos también qué emotiva modestia personal acompañaba de cerca este valor para lo absoluto, y cómo este ser admirablemente fuerte de alma era al mismo tiempo el más comprensivo para todas las debilidades espirituales. Este doble tono profundo -la severidad del alma, la generosidad del corazón- originó al final de su vida la más perfecta armonía que pueda conquistarse en el mundo del espíritu: una pura, clara y otoñal sabiduría. Quien la experimentó en estos últimos años, se consoló en una hora de mutua confidencia de la contradicción y la locura de nuestro mundo, y, a menudo, durante esas horas, deseó que ellas fueran concedidas también a hombres jóvenes, en devenir, para que ellos, en un momento en que no podremos ya ser testimonio de la grandeza espiritual de este hombre, pudiesen decir todavía con orgullo: "He visto a un verdadero sabio, he conocido a Sigmund Freud".

Algo puede reconfortarnos en esta hora: Freud había concluido su obra y se había concluido en plenitud él mismo íntimamente. Dueño hasta del enemigo primitivo de la vida, del dolor físico, por la firmeza del espíritu, por la resistencia del alma, dueño de sí no menos contra el dolor propio, como lo fue toda la vida en la lucha contra lo que le era ajeno, ejemplar por eso como médico, como filósofo, como conocedor de sí mismo hasta el último instante amargo.

Gracias por este ejemplo, amado y venerado amigo, y gracias por tu gran vida creadora, gracias por tus acciones y tus obras, gracias por lo que fuiste y por lo que vertiste de ti en nuestras almas; gracias por los mundos que abriste para nosotros y que ahora recorremos solos, sin guía, siempre fieles a ti, siempre recordándote con respeto; tú, el amigo más precioso, tú, el maestro más amado, Sigmund Freud.

 

MATER DOLOROSA

Las cartas de la madre de Nietzsche a Overbeck.

1937

 

Esta mujer es realmente inagotable en su paciencia...

y aquí hace falta esa paciencia que sólo puede tener una madre.

PETER GAST, 1890.

 

Una tranquila y esbelta viuda de pastor en Naumburg; viste siempre de negro, va siempre sola y a menudo a la iglesia, la piadosa y sufrida mujer. La vida no fue buena con ella. Su esposo murió temprano; la hija única, la delicada y alegre Isabel, la abandonó, emigrando al Paraguay con un extraño silvicultor visionario; y su hijo predilecto, el hijo de su corazón...; ¡ay, ella suspira cuando recuerda su nombre, y en la iglesia reza por él una oración especial! ¡Cuánta alegría le proporcionó este jovencito fino, inteligente, delicado! ¡Qué orgullosa estuvo ella de su Fritz los primeros años! El mejor alumno en el Gimnasio, el preferido de todos los maestros en la Universidad, a los veinticuatro años de edad -un milagro en el mundo académico- profesor, profesor ordinario de la Universidad de Basilea, a los veinticinco, honrado con la amistad de Ricardo Wagner; todas las madres deben envidiar por ese hijo a la tranquila y modesta viuda de un pastor en Naumburg. ¡Y qué hermosos y sabios libros escribe, poco comprensibles, ciertamente, para la ingenua mujercita a la antigua -que ha leído poco fuera de libros piadosos y tal vez los clásicos-, y escribe hasta los títulos de sus obras con errores (Crepúsculo del espíritu en lugar de "Crepúsculo de los ídolos", y Zara Tustra en lugar de "Zarathustra"). Pero la gente culta de todas clases atribuye importancia a los escritos de su hijo; ¿cómo no prestaría entera fe una madre a esa alabanza? Mas de pronto una angustia salvaje, un repentino terror, destruye su alegría; primero llegó uno, luego otro para contarle que Fritz, el "Fritz de su corazón" deshonra la memoria de su piadoso padre, escribiendo libros blasfemos, horrendamente blasfemos y que se llama a sí mismo sacrílegamente "el Anticristo". Es una infamia, una vergüenza: el hijo de un pastor ultraja la doctrina cristiana y anuncia una cruzada contra la Cruz. La pobre y sencilla mujer se asusta hasta lo más hondo del alma; ha perdido al hijo, aunque viva físicamente, y, en verdad, sus cartas, las cartas de él, se tornan extrañas, a veces duras. En sus escritos, en su ser, estalla un tono salvaje, dominador; inconscientemente, oscuros presentimientos rozan a la trastornada madre, un demonio, el enemigo de Dios hecho carne debe de haberse apoderado del alma de su hijo.

Y de repente, la terrible noticia desde Basilea, en enero de 1889: ella debía acudir en seguida. Over-beck, el único amigo seguro y de la confianza especial de ella como profesor de teología, acaba de traer desde Turín al hombre mentalmente enfermo: quiere entregárselo a ella, sólo a ella, que es la madre del enloquecido, para que lo lleve a la tumba viviente, a un instituto de lunáticos. Escenas horribles que uno se niega a reproducir, se desarrollan durante el encuentro, que para el enfermo de la mente ya no es un reconocer.

Hundido en un sueño artificial con una elevada dosis de cloral y, además, en compañía de un médico y de un enfermero, se carga al enfermo Nietzsche en unión de su madre en un coche ferroviario y allí comienza su viaje hacia la última noche, la eterna noche y comienza también la información de la madre en las cartas a Overbeck, que son uno de los documentos más estremecedores de la historia del espíritu.

Terrible el viaje -un estallido de furia del de-mente contra la madre, que debe ponerse a salvo en otro compartimiento del tren-, terrible el traslado al manicomio, donde el mayor genio del siglo es encerrado en una celda por cinco marcos diarios. Para los médicos no es ciertamente tal genio, sino un simple caso de paranoia con la anotación entre paréntesis "incurable"; el director del establecimiento, a quien se quiere demostrar la importancia de Nietzsche, rehúsa en seguida leer sus obras, "ellos tienen tan poco tiempo para libros de literatura"; pocos días después, se muestra a los estudiantes de un curso un profesor Nietzsche como ejemplo magistral de paranoia, sin que uno solo saltara asustado al oír el nombre de "Nietzsche" -que entonces era tan desconocido todavía que la Enciclopedia no contiene su nombre-: Hacen andar al paciente hacia arriba y hacia abajo, y como no lo hace bastante erguido -para revelar los síntomas-, el profesor se ríe de él: "Un viejo soldado como usted debe saber marchar decorosamente". Y también se ríe de él, de esta larva del espíritu máximo de nuestra época, el loquero; le acaricia buenamente los espesos bigotes, le golpea en el hombro y abraza alegremente al hombre que cuando estaba sano, consideraba demasiado íntimo e importuno el más leve contacto. Como en Albatros, de Baudelaire, el que antes volaba libre y magnífico por el éter y ahora tiene las alas cortadas, se convirtió en mofa para los chicos y en grosera diversión para los loqueros. ("Se me arrastra a veces por la cabeza", dice en su jerga sajona al bondadoso compañero de cuarto.) "Incurable" y "debe quedar internado toda la vida", dijeron los médicos. Pero alguien no lo quiere creer; la mujer emotivamente simple, emotivamente esperanzada, emotivamente delicada; su madre. "Sólo me atormentó constantemente la idea de que los médicos tal vez no comprendían exactamente la enfermedad de mi hijo". ¿Qué son para ella estas terribles y extrañas palabras, estos diagnósticos? No, ella no cree, porque no quiere creerlo, que su hijo, el Fritz de su corazón, esté loco. Sólo que trabajó demasiado este "hijo de su alma", y sanaría pronto, si ella, la madre, pudiera cuidarlo en su casa. Los médicos titubean, vacilan mucho tiempo. Dejar en manos de una débil y anciana mujer a un enfermo mental que a veces sufre terribles ataques de furia -el mismo Peter Gast teme que Nietzsche "pueda derribar y aun asesinar a su madre durante esos ataques"-, sin cuidadores, sin medidas de precaución, parece absurdo. Pero la madre no ceja, no teme el peligro, se curva bajo la cruz que le ha sido impuesta y, finalmente, a comienzos de 1891, los médicos dan de alta -exigiendo un documento que los dispense de toda responsabilidad- a ese ser un poco más tranquilo, pero aun no curado por completo. Desde ese momento, la madre es la única persona que le cuida.

Y desde ese momento se ve a una anciana que de vez en cuando lleva por las calles y en largos paseos al enfermo, como si llevara a un enorme oso muy torpe. Para entretenerlo le recita sin interrupción poesías, que él escucha estúpidamente; le hace esquivar con habilidad a la gente, que los observa curiosa; y a los caballos que lo asustan. ("No tiemblo a los caballos", dice siempre en lugar de: "No amo a los caballos". Y se siente feliz cada vez que vuelve con él a casa, sin llamar la atención y sin que él hable fuerte (con esta expresión de un delicado disimulo llama ella los salvajes rugidos del demente). En casa es más fácil tenerlo ocupado. Si lo sienta delante del piano, el ser ausente de sí mismo fantasea largas horas en el vacío, y ella lo deja hacer, excepto cuando toca música de Wagner, porque sabe que Amfortas le excita siempre los nervios. O le da algo para leer; naturalmente, Nietzsche hace mucho ya que no sabe lo que lee, pero se calma teniendo en sus manos un diario o un libro y murmurando tontamente como si leyera. Si se le entrega un lápiz, se despierta en él el oscuro recuerdo de que un día fue escritor, y garabatea constantemente palabras ilegibles en el papel: inconscientemente, algo queda despierto todavía en él de aquél que fue poeta inmortal, músico profundo; pero ese algo no es de modo fantasmagórico más que lo mecánico de las funciones. Cuando habla, es casi siempre farfullando y "feliz por hablar", como escribe la madre; sólo de vez en cuando relampaguean, como en Hölderlin enfermo, tremendas palabras a través de las nubes de la locura, como cuando dice: "Estoy muerto porque soy tonto" o, sacudiendo salvajemente la melena: "Sumariamente muerto".

Todo esto comunica la madre al amigo en forma estremecedora. Es sincera en su sencilla narración, pero se siente que la tan sufrida mujer callase lo más amargo; que trata de imaginar ilusionada, para sí misma y para los amigos, que el verdadero estado de Nietzsche es más claro y curable; se siente que pasa de prisa por encima de sus estallidos de furia (cuando grita y "¡con qué voz!"), para contar del "buen hijo" cuyas "queridas facciones" tienen un aspecto "sumamente divertido, del todo pícaro". Y sólo en sus ahogados suspiros se adivina la enorme carga que la madre se ha impuesto, para cuidar sola a un enfermo con quien no se puede contar, para vigilarlo, lavarlo, darle de comer, vestirlo, todo ella sola sin ayuda alguna, entreteniéndole las doce horas largas, y luego, en lugar de descansar mientras él duerme, cuidar de la casa..., sacrificando un año, dos, cinco de su vida al delirio de su curación, sin una hora de libertad, sin descanso, sin pausa. "¡Oh queridos, nadie puede sospechar siquiera lo que yo sufro!", suspira a veces. Pero siempre se advierte a sí misma: "Hay que tener paciencia y confiar en la gracia y la misericordia de Dios".

Pero, al final, tampoco esta alma devota que cree en el milagro puede engañarse por más tiempo y renuncia a la ilusión tan largamente acariciada de que su hijo, el "Fritz de su corazón", pueda volver a ser un día un hombre sano, despierto, normal de espíritu.

Resignada, confiesa que "su mal será siempre para mí un misterio". Sigue cumpliendo fielmente su deber cotidiano, lo alimenta con emparedados de jamón y le acaricia las mejillas. Pero las fuerzas de Nietzsche siguen decayendo. Está cada día más cansado. Los paseos no le atraen ya, está tendido en silencio en su sillón de enfermo, dirigiendo los ojos vacíos bajo los párpados ya pesados, con fatigoso esfuerzo, hacia las personas que entran en su cuarto. Cesan las explosiones de furor; el cráter ha terminado de arder. Apáticamente se sienta o se tiende en el mirador; "en todo un mes apenas pronuncia una sola frase, físicamente contrahecho, un espectáculo que hace llorar". Pero, evidentemente, nada siente ya, ni la felicidad ni la desdicha; de modo espantoso está en "el más allá de todo". Pierde paulatinamente toda facultad de distinguir; progresa en forma terrible la disolución, "hasta del concepto de la propia persona". "Contempla largamente sus manos con la expresión de quien cree que no le pertenecen y luego, generalmente, las mete en los bolsillos del pantalón, cosa que antes nunca hacía. En esos casos, le hago colocar las manos sobre la mesa, aunque se resiste convulsamente, se las acaricio y le hago comprender que son sus manos, la derecha y la izquierda". Es en vano que la fama lo busque, que vengan extranjeros a Naumburg en peregrinación, que los amigos que en vida le desconocieron, lo visiten ahora... Es demasiado tarde. No reconoce ya a nadie; como un león moribundo, tremendo y grandioso, mira fijamente con los ojos que estallan, a amigos y parientes. Y un destino generoso evitó a la madre la pena de ver, de seguir viendo el final, lo más terrible: cómo esta inmóvil figura, cadáver viviente, yace allí en la casa años y más años, hasta que finalmente el corazón deja de latir en el cuerpo, que también va tornándose rígido.

Estremecedora tragedia: un cerebro de la más luminosa claridad, la más asombrosa plenitud del saber, unida a la más alta expresión idiomática... y un bacilo infinitesimal, que roe, asesinándolo, a este ser único, aniquilando en bestial insensibilidad la más radiosa clarividencia que ayer todavía fue energía creadora: enigma y misterio que no sólo esta suave y sencilla mujer fue incapaz de resolver y de-velar, sino que también nosotros contemplamos con horror y sin comprender. Pero es admirable cómo ella, que se encuentra confusa, ignara ante lo inexplicable, que sigue con energía inagotable, madre heroica, cumpliendo fiel y sacrificada su inútil obra, espera obrar el milagro por el amor y la humildad; este heroísmo del amor, no menos poderoso que el valor espiritual del gran rebelde, se conoce ahora indiscutiblemente, por primera vez, en sus cartas. El gesto impremeditado es siempre el más bello y el más humano; justamente de lo simple, de lo natural y realmente verdadero, brotan las emociones más puras, y así, por estas anotaciones de una mujer sencilla, sabemos más que por todos los documentos clínicos y las disertaciones cultas acerca de la caída y la pérdida de este gran espíritu de la pasada generación.

Precisamente aquella que menos comprendió tal vez sus obras, la madre piadosa, retirada del mundo y ajena a todo eso, lo describió mejor milagro del poder del amor- en su verdadera esencia.

 

TOLSTOI

Pensador religioso y social 1937

 

El 27 de junio de 1883, Turguenev, con Tolstoi, el más importante de los escritores rusos de entonces, escribió al camarada amigo una carta estremecedora, dirigida a Jasnaia Poliana. Desde unos años atrás había estado observando con extrañeza que Tolstoi, a quien él veneraba como el artista máximo de su país, abandonando la literatura, se acercaba a una "ética mística" y amenazaba perderse en ella; que él, que sabía describir como nadie a la naturaleza y al ser humano, no tenía sobre su mesa más que la Biblia y tratados teológicos.

Le acucia la preocupación de que Tolstoi, como Gogol, pueda perder sus años más decisivos de creador en especulaciones religiosas, sin sentido para el mundo.

Y por eso, enfermo de muerte, toma la pluma, más exactamente el lápiz -porque sus manos, mortal-mente cansadas, ya no pueden manejar la pluma- y se dirige al genio máximo de su patria con un tembloroso pedido. "Es el pedido sincero, el último pedido, de un moribundo", le escribe. "¡Vuelva usted a la literatura! Este es su verdadero don. Gran escritor de nuestra patria rusa, ¡escuche mi ruego!" Este grito conmovedor de un agonizante -la carta se interrumpe en la mitad y Turguenev escribe que le faltan las fuerzas- no fue contestado en seguida por Tolstoi; cuando al fin quiere responder, es demasiado tarde. Turguenev murió sin saber si su deseo había sido escuchado. Probablemente, sin embargo, le hubiera resultado difícil a Tolstoi contestar al amigo, porque no lo empujaron por ese camino de las cavilaciones y la búsqueda de Dios la vanidad y la curiosidad especulativa, sino que se sintió atraído a ello sin quererlo y aun contra su deseo. Tolstoi, que como nadie vio y percibió penetrantemente lo sensible, lo material, de este mundo, hombre de la tierra ligado a la tierra, nunca había mostrado antes, en toda su vida, inclinación a la metafísica. Nunca había sido pensador por elemental impulso o gusto de pensar; ante todo, en su arte épico le preocupó lo sensible de las cosas, no su sentido. No emprendió, pues, voluntariamente este cambio de rumbo hacia lo especulativo, sino que recibió de repente una impulsión, desde algún sitio de las tinieblas, que de pronto hace tambalear a este ser firme, fuerte y sano, que hasta ese momento ha ido por la vida erguido y dueño de sí, y le obliga a buscar, con las manos angustiosamente acalambradas, un punto de apoyo, un sostén.

Este choque interior, que Tolstoi experimentó alrededor de los cincuenta años, carece de nombre y, realmente, también de causa visible. Todo aquello que se puede llamar premisa o condición para una vida feliz, se cumplió maravillosamente en aquel mismo momento. Tolstoi está sano, físicamente fuerte como nunca, ágil de espíritu, artísticamente intacto. Como dueño de una gran posesión, no conoce cuitas materiales, goza de respeto como descendiente de una de las más nobles familias y más respeto aun como el más grande escritor en lengua rusa, famoso en todo el mundo. Su vida familiar tiene mujer e hijos- es totalmente armoniosa, y no se puede descubrir ninguna causa externa para una disconformidad cualquiera con la existencia.

Y de repente llega ese empellón desde la tiniebla. Tolstoi siente que ha chocado con algo tremendo. "La vida se detuvo y se volvió fatal." Tantea al mismo tiempo alrededor de él y pregunta qué le acaba de suceder, por qué le invade de repente esa melancolía, ese estado de angustia, por qué nada le alegra ya, nada le estremece. Siente solamente que el trabajo le repugna, que su mujer se le vuelve extraña, los hijos indiferentes. Acaba de caer sobre él un hastío de la vida, taedium vitae, y tiene que encerrar su fusil de caza en el armario para no emplearlo contra sí mismo en la desesperación. "Por primera vez reconoció claramente entonces -así describe este estado en su figura refleja, el Lewin de Ana Kareninaque en lo futuro solamente el dolor, la muerte, la eterna fatalidad esperan al hombre, a él también, y resolvió, pues, que no podría seguir viviendo así; que debía encontrar una explicación de la vida o matarse de un tiro".

No tiene sentido querer dar un nombre a esta sacudida interior, que hizo de Tolstoi un cavilador, un pensador, un maestro del vivir. Probablemente no fue más que un estado climatérico, la angustia ante la vejez, la ansiedad ante la muerte, una depresión neurasténica, que se transformaba en un estado pasajero de laxitud. Pero es connatural en el hombre de espíritu y, sobre todo, en el artista, que observe sus crisis íntimas y trate de superarlas. Al comienzo invade a Tolstoi solamente una inefable inquietud. Quiere saber lo que le ocurrió y por qué la vida, que hasta ese momento le pareció tan repleta de significado, tan rica, lozana y múltiple, de pronto se tornó para él chata y hueca. Y como en la magnífica no-vela, su Iván Ilitch, cuando siente por primera vez la garra de la muerte en su propia carne, se pregunta asustado: "Tal vez no viví como debí vivir", así comienza Tolstoi, día tras día, a preguntarse ahora acerca de su vida, acerca del sentido de su vida; buscador de la verdad y filósofo no por primitivo placer de pensar o curiosidad espiritual, sino por el instinto de la propia conservación, por desesperanza. Su pensar es, como en Pascal, filosofía ante el abismo o surgida del abismo, del gouffre, investigación de la vida por angustia ante la muerte, ante la nada. Hay una rara hoja de Tolstoi de aquellos días, una hoja de papel donde anotó las seis "desconocidas preguntas" que debe contestarse:

a) ¿Para qué vivir?

b) ¿Qué causa tiene mi existencia y la de todos?

c) ¿Qué fin tiene mi vivir y el de los demás?

d) ¿Qué significa la división, la separación entre el bien y el mal, que siento en mí, y para qué está? e) ¿Cómo debo vivir?

f) ¿Qué es la muerte... y como puedo salvarme?

 

Durante los próximos treinta años -más que lo literario-, el contestar a estas preguntas de cómo él y los otros deben vivir "correctamente", es la razón de ser y obrar de Tolstoi.

La primera etapa de esta búsqueda del "sentido de la vida" resulta enteramente lógica.

Tolstoi, que, a pesar de ocasionales posturas nihilistas, que encuentran expresión principalmente en la filosofía de la historia de Guerra y paz, nunca fue un escéptico; que pasó sus años libre de preocupaciones materia-les y morales, gozoso, trabajando; como repentino adepto de la filosofía, se dirige ante todo a las autoridades para saber su opinión acerca de por qué y para qué vivimos. Comienza a estudiar libros filosóficos, a derecha e izquierda, Schopenhauer y Platón, Kant y Pascal, para que ellos le expliquen "la razón de la vida". Pero ni los filósofos ni las ciencias le contestan. Tolstoi encuentra con cierto malestar que las opiniones de estos sabios son exactas y claras solamente cuando no se refieren a "problemas inmediatos del vivir", que en cambio se reservan toda respuesta apenas se les pide un consejo decisivo, una ayuda, y que nadie entre ellos puede explicarle lo único importante: "¿qué importancia temporal, causal y espacial tiene mi vida?" Y - segunda fase deja a los filósofos y acude a las religiones, para encontrar consuelo en ellas.

El "saber" se lo negó, lo busca, por lo tanto, en una "fe" y reza: "Señor, dame una fe y deja luego que ayude a los demás a encontrarla".

En aquellos años de íntima perturbación, Tolstoi no corre detrás de ninguna doctrina suprapersonal, no es un iniciador, un revolucionario en sentido espiritual; sólo quiere encontrar para sí mismo, para el individuo León Tolstoi caído en la duda, un camino, una meta, quiere conquistar para sí mismo la paz del alma. Sólo quiere salvarse -según sus propias palabras- del nihilismo interior, encontrar una razón para la sinrazón del destino.

No piensa entonces ni lejanamente en proclamar una nueva creencia, una nueva fe, y tampoco quiere abandonar la vieja religión heredada, alejarse del cristianismo ortodoxo.

Por el contrario, se acerca de nuevo a la Iglesia, después de haber dejado de rezar, de frecuentar los templos y prepararse a comulgar, a los dieciséis años. Se esfuerza en ser un severo creyente, observa todos los mandamientos y las normas, ayuna, va en peregrinación a los monasterios, se arrodilla delante de los íconos, discute con obispos y popes sectarios y, sobre todo, estudia el Evangelio.

Y entonces ocurre lo que les pasa a los inquietos buscadores de la verdad. Entiende que el Evangelio, con sus leyes y mandamientos, ya no se observa y que lo que enseña la Iglesia ortodoxa rusa como doctrina "verdadera" de Cristo no es ya la original y "verdadera"; con ello descubre también su primer cometido: exponer el Evangelio en su sentido real, propio, y enseñar a todos los demás este cristianismo como "una nueva concepción de la vida, no como doctrina mística". Del buscador ha surgido un confesor, del confesor un profeta y del profeta será breve el paso para llegar al zelotes. Una desesperanza personal comienza a transformarse en una doctrina autoritaria, reforma de todo el pensamiento espiritual y moral y, además, en una nueva sociología. La pregunta primitiva, tan angustiosa, de un individuo: "¿Para qué vivo y como debo vivir?", se convirtió en un postulado para la humanidad entera: "Así debéis vivir".

Por experiencia de milenios, sin embargo, la Iglesia tiene una intuición muy especial para el peligro que trae aparejada toda arbitraria explicación de los libros sagrados. Sabe que aquél que una vez comienza por acomodar su modo de vivir a la letra de la Biblia, tiene que llegar necesariamente a un conflicto con las normas de la Iglesia oficial y las leyes del Estado. Ya el primer libro de principios de Tolstoi, Mi confesión, es prohibido por la censura, el segundo, Mi fe, por el Santo Sínodo, y aunque las autoridades eclesiásticas, por respeto, sientan miedo del gran escritor, deben concluir por aplicar a Tolstoi la condenación de la Iglesia y excomulgarlo. Porque Tolstoi, rebelde hasta lo más profundo de su ser, ha comenzado a socavar todos los cimientos sobre que descansan la Iglesia, el Estado y todo el orden valedero en la época; como los valdenses, los albigenses, los anabaptistas, los predicadores rústicos de la Revolución, como todos aquellos que quisieron llevar de nuevo el cristianismo a sus formas primitivas, originales, y trataron de vivir únicamente de acuerdo con la letra de la Biblia, Tolstoi está desde ese instante irresistiblemente en camino de ser el más decidido enemigo del Estado, el ácrata anticolectivista más apasionado que conoce la época moderna. De acuerdo con su energía, su resolución, su tenacidad y lo indomable de su coraje, avanza por una parte a la manera de los grandes reformadores, como Lutero y Calvino, por la otra, en sentido sociológico, cual los anarquistas más atrevidos, como Stirner y sus discípulos. Y de pronto, la cultura moderna, la sociedad contemporánea, con todas sus razones y sus sinrazones, no tiene en el siglo XIX adversario más rencoroso y peligroso que el autor máximo de sus días y nadie que obre tan destructivamente, en el sentido de la crítica social, como él, que antes fue artísticamente el más grande de los creadores de su época.

La Iglesia y el Estado, sin embargo, conocen el peligro de estos decididos francotiradores, de estos independientes; saben que aun las investigaciones más puramente ideológicas poco a poco invaden el terreno práctico y que justamente los más honestos, los más dotados entre los reformadores del mundo, provocan la mayor confusión sobre la tierra. Saben que el cristianismo primitivo, original, tiene por meta un reino de Dios y no uno terrenal; que sus mandamientos, sus leyes en el sentido político, estatal, son en parte subversivas, en parte niegan el Estado, porque el creyente está obligado a colocar a Cristo por encima del César, el reino de Dios sobre el terrenal, y por eso debe fatalmente chocar con los deberes de los "súbditos", con la ley y la organización del Estado.

Pero Tolstoi comprende paulatinamente a qué densos y complicados problemas lo llevarían su búsqueda y su investigación. Al principio, piensa solamente en poner orden en su propia vida privada, en poner paz en su alma, tratando de adaptar, en todo lo posible, su conducta personal, individual, a las normas del Evangelio; no tiene otra intención que vivir en paz con Dios, en paz consigo mismo. Pero inconscientemente el problema primitivo: "¿Qué había de falso en mi vida?", se amplía y abarca este otro: "¿Qué hay de falso en la vida de todos nosotros?" y con esto se convierte en crítica de la época, en crítica del presente. Comienza a mirar en su derredor y descubre -lo que de modo especial en la Rusia de aquellos años no era difícil descubrir- la desigualdad de las condiciones sociales, el contraste entre pobre y rico, entre lujo y miseria; ve al lado de sus errores privados, personales, la general injusticia de sus compañeros de clase, y reconoce como su primer deber el de oponerse con todas sus fuerzas a esa injusticia.

También en esto comienza muy lentamente; mucho antes de llegar -la senda llevará siempre más adelante a este ser encarnizadamente duro, amargamente claro en su visión- a ser anarquista, a ser revolucionario elemental; se transforma en filántropo y liberal. Un lapso ocasional de residencia en Moscú, en 1881, le pone en contacto por primera vez con el problema social; en su libro "¿Qué debemos hacer?" describe en forma que estremece éste su primer encuentro con la miseria en masa de la gran ciudad. Naturalmente, en sus viajes y peregrinaciones había visto ya mil veces con sus claros ojos la pobreza; pero se trataba solamente de la pobreza aislada, individual, en los pueblos y en los campos, no de la miseria concentrada "proletarizada" de las ciudades industriales, la miseria como producto de la época, fatal fruto mecánico de una civilización mecánica: de acuerdo con su posición bíblica, Tolstoi trata de aliviar la miseria con regalos y ofrendas, con la organización de la beneficencia; mas comprende muy pronto la inutilidad de toda acción individual y que "solamente el dinero no puede bastar para transformar la trágica existencia de esta gente".

Un cambio real puede lograrse únicamente con invertir por completo todo el sistema actual de la sociedad. Y así escribe en la pared de la época las ardientes palabras de admonición: "Entre nosotros, los ricos y los pobres, se levanta un muro de falsa educación, y antes de poder ayudar a los pobres, debemos derribar este muro. Necesariamente, llegué a la conclusión de que nuestra riqueza es la verdadera causa de la miseria de los pobres".

Hay algo equivocado y falaz en el orden social presente; esto se le tornó dolorosamente claro en lo más hondo del alma y, desde este momento, Tolstoi tiene una sola meta: instruir, prevenir, educar a los hombres, para que se esfuercen en reparar voluntariamente la monstruosa injusticia que nace de la separación de los seres humanos en clases arbitrariamente diversas.

Voluntariamente y por una convicción pura-mente moral -aquí tiene sus comienzos el "tolstoianismo"-, porque Tolstoi no tiende a una revolución violenta, sino a una moral, que debe realizar esa nivelación lo más pronto que sea posible y ahorrar con ello a la humanidad la otra rebelión, la sangrienta. Una revolución desde la conciencia, una revolución por la renuncia voluntaria del rico a su riqueza, del ocioso a su ocio, y la pronta renovación de una división del trabajo en el sentido natural que Dios fija, para que nadie pueda tener una excesiva participación en el trabajo ajeno, y todos solamente iguales necesidades; desde ese instante, el lujo es para él apenas una flor venenosa en el pantano de la riqueza, y debe eliminarse en razón de la igualdad entre los seres humanos. Por esta convicción, Tolstoi inicia su lucha contra la propiedad, cien veces más encarnizado que Carlos Marx y Proudhon. "La propiedad es hoy en día la raíz de todo el mal. Es la causa del sufrimiento de aquellos que poseen y de aquellos que no poseen. Y es inevitable el choque entre aquellos que tienen por demás y aquellos que viven en la miseria".

Todo el mal comienza con la propiedad, y mientras el Estado reconozca todavía el principio de la propiedad, obra, en el sentir de Tolstoi, en forma tan anticristiana como antisocial y se torna cómplice y aun principal culpable, por cuanto, para Tolstoi, la propiedad representa una culpa frente a otros. "Estados y gobiernos están intrigando y van a la guerra por la propiedad, ora en las orillas del Rin, en las tierras africanas, ora en la China y los Balcanes; los banqueros, los comerciantes, los industriales y los terratenientes trabajan, proyectan y se atormentan y atormentan a los demás en holocausto de la propiedad.

Nuestros tribunales, nuestra policía, defienden la propiedad. Nuestras colonias penales y nuestras cárceles, todos los horrores de lo que llamamos represión del delito, existen solamente para la protección de la propiedad".

En el concepto de Tolstoi, no hay más que un encubridor único y poderoso, que apaña toda la injusticia del presente orden social, y este delincuente es el Estado. Ha sido inventado exclusivamente, en su opinión, para proteger la propiedad; sólo para este fin supo erigir su complicado sistema de fuerza, con leyes, jueces, prisiones, abogados, policías, ejércitos. Pero Tolstoi considera como la culpa más tremenda y anticristiana del Estado el alistamiento militar general y obligatorio, apenas inventado en nuestro siglo. Ninguna otra cosa le parece mayor desafío del hombre "cristiano" a los dogmas de Cristo, a los mandamientos evangélicos, que el hecho de que se adapte a la orden del Estado, acepte que le pongan un instrumento en las manos para matar a un hombre completamente desconocido, por amor de una palabra ocasional -patria, libertad, Estado-, de una palabra que, como Tolstoi sigue insistiendo siempre, sólo oculta el deliberado deseo de proteger la propiedad que no le pertenece, elevando así violentamente la idea de posesión a la de un derecho más elevado y moral. Tolstoi escribió cientos y cientos de páginas para explicar la contradicción que hay en eso de que, en el estado actual de la así llamada civilización, en la cual él sólo ve un pretexto de íntima inmoralidad se obligue a los hombres a matarse mutuamente por orden estatal contra los mandamientos de Dios y contra el íntimo mandamiento moral-, porque con ello "un hombre es colocado contra su propia voluntad en una situación que repugna a su conciencia".

De esta manera, Tolstoi -del estudioso del Evangelio ha nacido finalmente el ácrata radical- llega a la conclusión de que es deber de todo hombre que piensa moralmente, oponerse al Estado cuando le exige algo "anticristiano", el servicio militar, pues, y precisamente oponerse no con la violencia, sino con la resistencia pasiva; y llega además a la otra conclusión: que debe negarse voluntariamente a toda actividad que se funde en la utilización y explotación del trabajo ajeno. El honesto no debe pensar ni obrar patrióticamente, sino humanamente; sin cesar insiste Tolstoi en el más sagrado derecho del individuo para rechazar cosas por su íntima convicción aunque sean permitidas o aun ordenadas por la ley, para resistirse a todas las disposiciones del Estado que no reconozca como morales. Por eso aconseja al "cristiano" rehuir en todo lo posible cualquier organización e institución, no prestar servicio judicial, no aceptar ningún cargo de funcionario público, para mantener pura su alma. Constantemente incita al individuo a no dejarse intimidar por el principio antimoral y falso de la fuerza, aunque se llame fuerza del Estado, porque el Estado, en su forma actual, no es en sí más que el defensor, el abogado, el alguacil de una injusticia latente; y aún los crímenes de los anarquistas, cometidos individualmente, no le parecen tan moralmente perjudiciales como las instituciones aparentemente bien ordenadas y pretendidamente humanas de ese supremo enemigo.

"Ladrones, asaltantes, asesinos y estafadores son un ejemplo de lo que no se debe hacer y ellos despiertan en el ser humano el miedo ante el mal. Pero los hombres que efectúan actos de robo, asalto, asesinato y deshonestidad y se escudan en justificaciones religiosas, científicas, liberales, que lo hacen como terratenientes, comerciantes, industriales, invitan a los demás a imitar sus acciones y no hacen daño sólo a los que sufren directamente por esos actos, sino a miles y millones de seres humanos que ellos pervierten, al destruir en esos seres la diferencia entre el bien y el mal... Una sola sentencia capital, ejecutada por hombres que no se hallan bajo la influencia de la pasión, por hombres cultos y en buena situación, con el consentimiento y la participación de pastores de almas, desmoraliza, pervierte y bestializa a los seres humanos más que cientos y miles de asesinatos cometidos por hombres incultos de trabajo, casi siempre en los excesos de la pasión... Toda guerra, hasta la más breve, con todas las pérdidas que acompañan a la guerra, los robos, los des-manes tolerados, las depredaciones, las matanzas, con la supuesta justificación de su necesidad y justicia, con la alabanza y la magnificación de las hazañas bélicas y la simulación del cuidado por los heridos, pervierte moralmente en un año a los hombres más que los millones de robos, incendios y asesinatos que se cometen en el curso de cientos de años individualmente, bajo el influjo de la pasión".

El Estado, pues, la actual organización de la sociedad, es el responsable principal, el verdadero Anticristo, la personificación del mal, y Tolstoi lanza contra él su más enconado "Ecrasez l'infâme".

Ahora bien, cuando el Estado como campeón de la humana vida en común es sin más el "mal", la más sensible forma del Anticristo sobre la tierra, según Tolstoi, el deber más natural y lógico del "hombre cristiano" es el de huir tanto de las imposiciones como de las seducciones de este diabólico fantasma. Rusia debe ser para el cristiano libre tan indiferente como Francia o Inglaterra; no se debe pensar en naciones sino solamente desde el punto de vista estrictamente humano. Y así como Tolstoi se aparta de la Iglesia ortodoxa, se retira también espiritualmente de la sociedad estatal, cuando declara: "No puedo reconocer a Estados o Naciones, ni tomar parte en conflictos entre ellos, ni intervenir con escritos, ni servir a uno de ellos. No puedo tomar parte en ninguna de las cosas que se fundan en la distinción entre Estados, como aduanas, receptorías de rentas, fábricas de explosivos y armas o cualquier preparación para la guerra". El "hombre cristiano" no debe tratar de obtener beneficios o ventajas de instituciones estatales; no debe intentar enriquecerse bajo la protección del Estado o hacer carrera gracias a su protección. No debe invocar tribunales, utilizar productos de la industria, emplear en su vida alguna cosa que proviene del trabajo ajeno. No debe poseer bienes, debe evitar tomar dinero en sus manos, no puede usar trenes ni vehículos, ni tomar parte en elecciones o investir cargos públicos. No debe prestar juramento alguno de fidelidad ni al zar ni a otra entidad análoga cualquiera, porque debe su obediencia exclusivamente a Dios y a su palabra, como lo dicen claramente los Evangelios, y no debe admitir ningún otro juez fuera de su conciencia. El "hombre cristiano", según piensa Tolstoi -en realidad se podría escribir siempre en ese caso "el anarquista puro"-, debe negar el Estado y vivir moralmente fuera de esta institución inmoral; sola-mente esta actitud o conducta meramente pasiva, puramente negativa, apática, que acepta voluntariamente todos los sufrimientos, lo distingue básicamente del revolucionario político, que odia la organización estatal en lugar de ignorarla.

Es necesario advertir el antagonismo de principios entre Tolstoi y Lenin: con la misma severidad y decisión con que combate la organización social presente, el tolstoianismo condena también toda rebelión violenta contra la organización social, porque la revolución tiene que emplear el mal -la violencia, la fuerza- contra el mal. No se debe ni se puede combatir al demonio con Belcebú. De acuerdo con el principio íntimo y supremo de "No oponerse al mal con la fuerza", la doctrina de Tolstoi establece la resistencia pasiva e individual como la única forma permitida de lucha frente a la resistencia activa, revolucionaria. El "hombre cristiano" debe padecer y aceptar toda injusticia que le impone el Estado, sin por ello reconocerla nunca. Jamás puede emplear la violencia para combatir a la violencia, porque con su acción agresiva reconocería como válido el principio del mal y de la fuerza: el revolucionario tolstoiano nunca golpea, se deja golpear, no aspira a ninguna situación exterior de poder, pero no se deja eliminar de su íntima posición de no violencia por violencia alguna. Tiene el "poder", la facultad, no de conquistar el "Estado", sino de dejarlo a un lado como algo indiferente, insignificante, al que no pertenece moralmente y del cual nadie puede obligarle contra su conciencia a ser "súbdito".

Tolstoi, pues, traza muy claramente la línea divisoria entre su rebelión religiosa contra toda autoridad y la lucha de clases, profesional y activa. "Cuando nos encontramos los revolucionarios, a menudo nos engañamos creyendo que tenemos puntos de contacto.

Ambos gritamos: Ni Estado, ni propiedad, ni injusticia, y muchas otras ideas más. Pero hay una gran diferencia: para el cristiano no existe Estado; aquéllos, en cambio, quieren aniquilar al Estado. Para el cristiano no existe la propiedad; aquéllos quieren eliminarla.

Para el cristiano todos somos iguales; aquéllos quieren destruir la desigualdad. Los revolucionarios luchan contra los gobiernos desde afuera, el cristianismo, en cambio, no lucha en absoluto, destruye los fundamentos del Estado desde dentro". Si millares y cada vez más millares, cada uno individualmente y por convicción, no se dejan someter y prefieren dejarse exilar a Siberia, flagelar con el "knut" y echar en una cárcel, consiguen más -según Tolstoi- con su heroica pasividad que los revolucionarios con su violencia solidaria. Por esta razón, la rebelión religiosa, mediante el exacto cumplimiento de la no resistencia, se torna a la larga más peligrosa y desbaratadora para el Estado que la sedición y las conspiraciones. Para cambiar la organización del mundo, hay que transformar antes a los hombres. Lo que Tolstoi sueña, pues, es la revolución desde adentro, no la de las armas, sino la de las conciencias inconmovibles y preparadas a cualquier sufrimiento: una revolución de las almas y no de los puños.

Esta "doctrina antiestatal" de Tolstoi -se remonta uno con el pensamiento al tratado de Lutero sobre la Libertad del hombre cristiano- es en sí misma de una poderosa fuerza impulsiva. La quiebra dentro de este sistema comienza sólo cuando Tolstoi trata de invertir su postulado de autodeterminación transformándola en una doctrina positiva del Estado.

Después de todo, el hombre no vive en el vacío y más allá de su siglo; donde se acumulan en capas o clases millones de seres humanos, y profesiones, oficios y cualidades se cruzan en las relaciones cotidianas, debe encontrarse -aun eliminando al delincuente que sería el Estado- una forma de regulación en el orden existencial y con ello oponerse lo "justo" a lo que hasta ahora fue y es "injusto", el bien al mal. Y por milésima vez en la historia de la humanidad, se demuestra que en lo sociológico es mucho más difícil la construcción que la crítica. Desde el instante en que Tolstoi pasa del diagnóstico a la terapia, en que proyecta una futura comunidad humana mejor, en lugar de negar y condenar la organización social presente, sus conceptos se tornan completamente nebulosos, sus ideas, confusas. Porque en lugar de un orden estatal fijo, estable, regula-do, con autoridades y leyes y órganos ejecutivos, Tolstoi recomienda -es asombroso oír esto en labios de un conocedor de hombres, que como nadie supo investigar todos los abismos del alma terrena como recurso de cohesión para todos los encontrados intereses-, muy simplemente, "el" amor "la" fraternidad, "la" fe, "la vida en Cristo". El enorme abismo, cavado entre las clases poseedoras, culturalmente mimadas, y las carentes de bienes, puede salvarse, según Tolstoi, solamente si las clases ricas renuncian voluntariamente a sus privilegios y no siguen planteando a la vida exigencias tan grandes como hasta hoy. Los ricos deben ceder su riqueza, el intelectual perder su ambición, el artista mirar en sus obras exclusivamente a la comprensión de parte de las grandes masas, cada uno vivir solamente de su propio trabajo, sin recibir por el mismo nada más que lo necesario para esta forma primitiva de existencia.

La nivelación social -esta idea nuclear de Tolstoi- no debe realizarse desde abajo, como quieren los revolucionarios, quitando por la fuerza la propiedad a quienes la posean, sino de arriba abajo, por una concesión espontánea de los que poseen. Tolstoi comprende perfectamente que con este descenso a una vida rústica y primitiva se perderán muchos valores de nuestra civilización; trató, por lo tanto, en su obra, sobre el arte de aliviar para nosotros esa renuncia, esa pérdida, desvalorizando la labor literaria y musical de nuestros más grandes artistas, incluyendo aún a Shakespeare y Beethoven, porque no resultan lo bastante comprensibles para el pueblo. Nada le parece más importante que destruir el terrible contraste entre ricos y pobres que hoy envenena al mundo. Porque apenas se reconstituya la unidad entre los hombres mediante necesidades iguales o, más bien, mediante igual carencia de necesidades, a su entender, los malos instintos de la envidia y del odio no pueden encontrar ya su blanco. Será superfluo crear autoridades especiales y emplear la fuerza para combatirlos. El verdadero reino de Dios sobre la tierra comenzará apenas se eliminen todas las subordinaciones hacia arriba y hacia abajo, y apenas los hombres hayan aprendido otra vez a formar una sola comunidad fraternal.

Tan seductoras fueron estas teorías en un país de extremos contrastes sociales y tan poderosa era la autoridad de Tolstoi en su época, que despertaron en muchos hombres el deseo de dar realidad con-creta a esta nueva doctrina tolstoiana de la sociedad. En algunos lugares hubo gente que quiso poner a prueba la doctrina en la práctica y se fundaron colonias sobre el principio de la no-propiedad y de la eliminación de la fuerza. Pero fatalmente, estos intentos concluyeron en la desilusión y ni siquiera en su propia casa, en su propia familia, pudo imponer Tolstoi los postulados básicos del tolstoianismo. Durante años se esforzó para hacer concordar su vida privada en forma armónica con sus teorías: renunció a la caza, que le agradaba, para no matar animales; evitó en lo posible utilizar el ferrocarril; destinó el producto de sus obras a su familia o a fines de beneficencia; rechazó toda alimentación con carnes, porque presupone la muerte violenta de seres vivos. Aró él mismo los campos, vistió toscas ropas de campesino y con sus propias manos aplicó nuevas suelas a sus zapatos.

Pero no pudo vencer la oposición de la realidad contra sus ideas, y -ésta fue la más honda tragedia de su vida- donde menos lo consiguió fue justamente entre los seres humanos que estaban más cerca de él, sus familiares. Su mujer se alejó de él, sus hijos no comprendieron por qué ellos justamente, por las doctrinas de su padre, debían ser educados como mozas de establo e hijos de campesinos, sus secretarios y traductores se pelearon como cocheros borrachos por la "propiedad" de las obras de Tolstoi; ni uno solo alrededor de él consideró la vida de este magnífico pagano como algo verdaderamente cristiano y, al final, el contraste entre su convicción y la mala voluntad de su ambiente se tornó tan doloroso para él, que huyó de su casa y murió en una pequeña estación de ferrocarril, en un lecho ajeno, solitario y desengañado en sus más santas intenciones. Precisamente por la inflexibilidad de su convencimiento, por la falta de concesiones a sus ideas, su tentativa debió fracasar, esa tentativa de cambiar de golpe la organización del mundo, como siempre ocurre al pensamiento ideal en el mundo terrenal.

Con todo, sería repetición intranscendente establecer con arrogancia que el sistema conceptual religioso y social de Tolstoi era irrealizable en nuestro mundo real en conjunto, como la utopía política de Platón o el orden social de Juan Jacobo Rousseau. Y también sería ridículamente fácil descubrir que sus escritos teóricos solamente en contados pasajes aislados irradian el esplendor y la fuerza de persuasión de sus obras literarias; bastaría cotejar uno o dos de sus cuentos populares, donde desarrolla las mismas ideas, con el grito caldeado de sus escritos doctrinarios, para advertir la diferencia. En las narraciones populares, las más bellas de las cuales podrían estar al lado de las leyendas bíblicas de Job y de Ruth, es sobrio, estricto, "magnífico", ocurrente, mientras en su filosofía cae fácilmente en la vaguedad y el énfasis y, además, a menudo causa pena por su pretensión dictatorial, como si él, León Tolstoi, en 1880 años, hubiera sido el primero en leer "correctamente" el Evangelio y nadie más antes que él hubiese meditado críticamente los problemas de la comunidad humana. A menudo nos sentimos llevados a dar razón a la invocación de Turguenev, que quiso arrancar a Tolstoi de los vagos tratados ¿Qué debemos hacer? y El reino de Dios está en nosotros, y de la inútil exégesis de la Biblia, para devolverlo al reino de la creación literaria, donde él no es meramente uno de tantos pensadores, sino el maestro indiscutido, el más respetable pintor de su pueblo y aun de su siglo. Pero sería injusto no admitir los poderosos efectos, hasta históricamente universales, que el mundo debe a las teorías existenciales de Tolstoi, y no se exagera en absoluto estableciendo que ninguna obra de pensamiento de sus contemporáneos, sin excluir las de Carlos Marx y Nietzsche, lanzó sacudimientos parecidos para millones de seres humanos, aunque en direcciones completamente distintas. Como del corazón del paraíso las corrientes fluyeron en línea precisamente opuesta, las ideas de Tolstoi fecundaron justamente las más opuestas reacciones espirituales del siglo XX. Probablemente, nada le hubiera resultado tan ajeno como el bolchevismo sistemático, que plantea como primer postulado la destrucción del adversario -mientras que él exigía la igualdad por el amor-, que otorgó al Estado -el Belcebú de Tolstoi- una autoridad nunca soñada sobre el individuo, y con su concentración de toda la fuerza, su ateísmo, su colectivización e industrialización, su voluntad de elevar a las masas fuera de su insensibilidad, justamente lo contrario del tolstoiano ¡Así debéis vivir! A pesar de todo, nadie allanó más el camino entre los revolucionarios rusos del siglo XIX a Lenin y Trotski que este conde antirrevolucionario, que fue el primero en ponerse frente al zar y, perseguido por el anatema del Santo Sínodo, abandonó la Iglesia; que a golpes de hacha hizo pedazos toda autoridad constituida y colocó la igualdad social como condición previa de una nueva y mejor organización del mundo; prohibidas por la censura, sus obras, copiadas, llegaron a manos de cientos de miles de ciudadanos y convirtieron el postulado de la abolición de la propiedad en concepto universal ya en una época en que los más rencorosos revolucionarios sociales se conformaban modestamente con reformas y mejoras liberales. Ningún libro, ningún hombre, contribuyó tanto a "radicalizar" a Rusia como el radicalismo ideológico de Tolstoi, nadie supo como él incitar a sus compatriotas a no retroceder ante la osadía, la temeridad. A pesar de toda íntima oposición, le correspondería un monumento en la Plaza Roja. Porque así como Rousseau fue el vocero de la Revolución francesa, Tolstoi -probablemente contra su voluntad, como aquél otro individualista sumo- fue el prodromos, el verdadero apóstol, de la Revolución rusa y aun de la mundial.

Pero, de curiosa manera, su doctrina influyó contemporáneamente en millones de otros seres humanos en un sentido totalmente opuesto. Mientras los rusos toman lo radical de la teoría tolstoiana, en otro rincón del mundo, en la India, Gandhi, no cristiano, extrae el apostolado del cristianismo primitivo, la teoría de la resistencia pasiva, y organiza por primera vez la técnica de esa resistencia con sus trescientos millones de seres humanos. En esta lucha emplea también todas las demás armas incruentas de Tolstoi, las únicas que éste recomendó como aceptables: el abandono de la industria, el trabajo casero, la conquista de la libertad moral y política con la extremada limitación de las necesidades materiales.

Cientos de millones, pues -unos en la revolución activa de Rusia, otros en la pasiva de la India-, hicieron propias las ideas de este revolucionario de la reacción o reaccionario de la revolución y las convirtieron en realidad, aunque en un sentido que su creador hubiera rechazado o renegado.

Pero las ideas no tienen ninguna dirección en sí mismas. Sólo cuando las aferra la época, el tiempo, son arrastradas lejos, como las velas por el viento. En sí mismas, las ideas son simplemente fuerzas motoras que producen movimiento, sin saber en qué dirección lleva este movimiento, esta excitación. Es indiferente cuánto de ellas sea discutible; como, sin duda alguna, las ideas de Tolstoi maduraron la historia de la época y del mundo en las dimensiones más vastas, sus escritos teóricos, con todas sus contradicciones, pertenecen para siempre al patrimonio espiritual y social de nuestros días y pueden dar hoy todavía mucho de sí al individuo. Aquel que lucha por el pacifismo y por el pacífico entendimiento entre los hombres, difícilmente encontrará otro arsenal tan rico y sistemático de armas contra la guerra. Aquel que se rebela íntimamente contra el endiosamiento hoy en boga del Estado como la dirección supuestamente única y valedera de nuestro pensar y obrar y se niega a prestar a esta idolatría el total sacrificio de sí, se sentirá robustecido por este fuoruscito de todas las patrioterías. Cualquier estadista, cualquier sociólogo, descubrirá en la crítica fundamental de Tolstoi sobre nuestra época nociones proféticamente anticipadas; cualquier artista se sentirá estimulado por la acción ejemplar de ese vigoroso escritor que atormentó su alma para pensar para todos y por todos y luchar con la fuerza de su verbo contra la injusticia en la tierra. Es siempre un deleite el poder sentir a un artista sobresaliente como ejemplo moral también, como un ser que, en lugar de dominar gracias a su propia gloria, se convierte en servidor de la humanidad y, en su lucha por el verdadero "eros", se somete únicamente a una sola de todas las autoridades del mundo terrenal: a su propia e incorruptible conciencia.

 

EXTRAVÍO Y FIN DE PIERRE BONCHAMPS LA TRAGEDIA DE FELIPE DAUDET 1924

Este Pierre Bonchamps vivió solamente cinco días y nunca se llamó así: un nombre usurpado, detrás del cual se escondía un niño fugaz y extraviado, título de una honda tragedia que no alcanzó a develar por entero uno de los más candentes y apasionados procesos de nuestra época. Pero precisamente lo inconcebible, lo inexplicable e impenetrable de este caso convierte aquí una crisis individual y patética de la pubertad en algo típico para muchos casos ocultos. Y por eso mismo no será inútil narrar imparcialmente los hechos en su sorprendente sucesión, exacta a pesar de todo, frente a todas las descripciones políticamente demasiado ardorosas.

El 20 de noviembre de 1923, a la hora habitual de la mañana, Felipe Daudet, de catorce años y medio de edad, hijo del diputado y fanático realista León Daudet, nieto de Alfonso Daudet, se levanta, deja la habitación donde duerme en compañía de su madre y se despide como siempre, sin que nada llame la atención.

Pero en vez de tomar sus libros, se lleva un talego mísero; en lugar de ir a la escuela, donde el día antes presentó al maestro un ejercicio incorrecto de latín, va directamente a la estación de Saint-Lazare, para partir de allí hacia El Havre, y luego hacia el Canadá. Todo lo que posee se compone de escasa ropa interior y 1.700 francos, que sacó de una cómoda de sus padres. En El Havre, el fugitivo estudiante alójase en un pequeño hotel y se inscribe con el nombre de Pierre Bonchamps; desde ese instante comienza su propia vida; ya no es Felipe Daudet, el hijo de familia acomodada, bien cuidado y aun mimado, sino algo nuevo, un aventurero, un independiente, que inicia su camino por el mundo. Pero ya al primer paso en la realidad, se da de cabeza. En la agencia de navegación para el Canadá, para su desconsuelo, se entera de que los 1.700 francos no alcanzan ni de lejos para la travesía. El Felipe Daudet del día precedente aprendió a conjugar verbos griegos, sabe de César y Vercingétrix, puede calcular con logaritmos y redactar bellas composiciones, pero ¿dónde podía aprender que para marchar al Nuevo Mundo se necesita pasaporte, pasaje y documentos, que la suma que ayer le pareció fantástica al joven escolar, hoy no le basta a Pierre Bonchamps para cruzar el océano? Trastornado, vuelve al pequeño hotel; el mundo lo ha rechazado; por primera vez el concepto "el extranjero", envuelto en romanticismo, se abre para él, como un abismo de tiniebla y oquedad. En su angustia, se aferra a lo primero que se le presenta; comienza largas conversaciones con el camarero, con la camarera, que experimentan una notable simpatía por ese joven tan crecido, en cuya distracción presienten en seguida algo trágico. Por la noche, se encierra en su cuarto, lee y escribe. Al día siguiente, el 21, el segundo de su nueva existencia, asiste por la mañana temprano a la misa en la iglesia, última tentativa, acaso, para pedir a Dios un milagro; vaga luego por las calles hasta el puerto, sin meta, vuelve por la tarde otra vez al hotel, lee y escribe nuevamente, entre otras cosas, una carta que rompe en pedazos. La próxima mañana, el día 22, tercero de esta su nueva vida, se marcha, después de haber estrechado la mano de su único amigo, el camarero, diciéndole que conserve como un recuerdo los libros que deja en el cuarto.

Algo arde en el aspecto del angustiado jovencito que llama la atención de la buena gente. Cuando arreglan el cuarto desocupado, encuentran en el canasto de los papeles los trozos de una carta desgarrada. Por curiosidad combinan los fragmentos y leen asustados: "Queridos padres, perdonadme, ¡oh!, perdonadme el enorme dolor que os proporcioné. Soy un miserable, un ladrón, pero espero que mi arrepentimiento borre esta falta mía. Os devuelvo el dinero que no gasté todavía y os pido que me perdonéis. Cuando recibáis esta carta, ya no estaré con vida. Adiós, os respeto sobre todas las cosas. Vuestro desesperado hijo, Felipe." Después una breve posdata: "Abrazad por mí a Clara y a Francisco, pero nunca les digáis que fui un ladrón." Tiemblan las manos de esa buena gente. Su primer pensamiento es correr a la policía para impedir en lo posible el suicidio o advertir a los destinatarios de la carta. Pero las señas de la carta los asustan. León Daudet es temido hasta lejos de París por su agresividad, tiene mala fama por su vehemencia, es alguien que sabe odiar mortalmente; comunicarle que su hijo es un ladrón, sólo puede traer amargas consecuencias. Por ello, ocultan la carta. Y como miles de veces en este mundo nuestro, un hombre perece por la cobardía de los demás, por su angustia ante un pequeño disgusto, por inercia de espíritu.

¿Por qué huyó Felipe, por qué abandonó la casa paterna, por qué se transformó en Pierre Bonchamps? ¿Fue odio contra el padre, crisis nerviosa, temor del profesor de latín, espíritu de aventura? ¿Algunos habituales motivos patológicos de la pubertad? Ninguna carta, ninguna palabra de su diario dan una respuesta clara. Pero algo del misterioso extravío de su alma revelan ciertos apuntes que escribió la noche antes de huir, con torpe caligrafía de niño, y que luego, antes de irse de París, regaló a una persona encontrada por casualidad. Son pequeñas poesías en prosa, inspiradas evidentemente en Baudelaire y tituladas, a la manera del viejo maestro de Satanás Los perfumes malditos, poesías de casi ningún valor literario, pero asombrosamente reveladoras del extravío de la pubertad. Citaré aquí tres de estos poemitas: Hija de Nereo. "Hemos bailado juntos en una despreciable hostería de Montmartre y, desde entonces, la volví a ver a menudo. No es más que una ramera, pero ella lo sabe. No es bella, pero lo sabe. Es hija de un ex primer ministro de Rusia y, cuando esta borracha de baile y licores y amor, canta mejor que nunca cantó sirena alguna." Muchachas perdidas. "Pasé la noche con muchachas perdidas. Olvidé sus rostros, solo recuerdo sus cuerpos brutales tantas veces abrazados, pero cuerpos de mujer, sin embargo, y Villón dice: "Tan suave y puro..." Partida. "Mi alma tiembla de placer pensando en todo lo que sentiré pronto. Ante mis ojos pasan el sol de Provenza, las bellas muchachas morenas, los claros y atrevidos varones, los negros cielos del Norte y la nieve y la eterna tristeza. Todo esto lo sentiré, lo viviré, y sólo debo hacer vibrar en mí la cuerda que todos llevamos adentro y seré feliz, si esto es posible. ¡Adiós, mi vieja casa! ¡Adiós, mis padres! Nadie comprenderá por qué me marché, nadie sospechará las sensaciones que me han echado de aquí. Dos días más, y como el pájaro en su primer vuelo, me iré hacia lejanos países, hacia nuevas sensaciones...

en la aventura..." "Nadie sospechará las sensaciones que me han echado de aquí..."; este verso mínimo de niño se ha convertido en realidad y ningún procedimiento puede aclarar la tiniebla de este corazón de niño, revuelto por un tempranero viento del trópico.

Cuando estos apuntes del niño de catorce años y medio se conocieron y publicaron en el curso del proceso, León Daudet, el padre, se rebeló amargado. "¿Cómo es posible -gritaque mi hijo Felipe entregara su manuscrito a un hombre completamente extraño, cuando no nos lo enseñó siquiera a nosotros?" Este grito es tan típico de los padres como la poesía para el hijo. Ellos no pueden comprender lo más comprensible, es decir, que los niños prefieren entregar su secreto a cualquier persona extraña y no a los parientes más cercanos, y que menos se avergüenza de los ajenos que de los de su propia sangre. Precisamente porque ven siempre en el hijo a un niño, los padres permanecen ciegos, naturalmente, más tiempo que los demás ante el hombre nuevo, que crece en silencio, ante el otro yo de cada ser en desarrollo, ante el Pierre Bonchamps, el fugitivo, el aventurero, que se oculta en cada jovencito catorceañero, aunque no se llame Felipe ni Daudet. De nada sirve en esto la inteligencia o la psicología: nunca quedó demostrado más clara-mente esto que en el presente caso, porque León Daudet es, por un lado, médico culto, patólogo y discípulo de Charcot; por el otro, psicólogo de profesión, descriptor e investigador del hombre; hubiera sido, pues, predestinado a la observación como ningún otro. Pero su maestría caracterológica, esta ciencia mágica que sabe caricaturizar con trazo firme cada ser, falla precisamente en un solo caso: en su hijo. El hijo duerme en el cuarto de la madre, cerca como la respiración; sus padres hablan con él de día y de noche, pero no le han mirado una sola vez en sus años interiores. Le llaman el pequeño Felipe; para ellos es el jovencito larguirucho, alrededor de cuyos labios nace ya el bozo, un ser todavía a medio crecer, ingenuo, intacto, sin sexo, y el Pierre Bonchamps que en sus poesías sueña con prostitutas y con suaves abrazos de mujer, es para ellos todavía el niño Felipe, que a la mañana va a la escuela y compone sus ejercicios de latín. El padre, sin embargo, conoce los ataques epilépticos del hijo, no ignora la tara heredada del abuelo -Alfonso Daudet fue un enfermo de tabes-, sabe de su apasionamiento por la evasión y la aventura, porque a los doce años había huido hasta Marsella y sólo por una casualidad pudo ser reintegrado a la familia. Pero justamente aquí nada sospechan; los que lo saben todo, nada entienden del caso de esta alma de niño, y consideran la tragedia como una tonta locura juvenil...

Por eso no se preocupan demasiado, por lo me-nos, a juzgar por las apariencias.

Mientras Pierre Bonchamps vaga por las calles de El Havre, con el alma encogida de angustia, la muerte ante los ojos, mientras en París se atreve a frecuentar los círculos más peligrosos, el padre -durante todas estas cinco trágicas jornadas- escribe todos los días sus valientes editoriales sobre política y literatura. Tampoco la madre de Felipe se queda atrás, charla con la pluma sobre tres largas columnas, acerca del Arte de envejecer, con la misma espiritualidad que con los labios charlan en los salones mundanos. No realizan la menor búsqueda, no comunican nada a la policía, apenas al cuarto día desde la fuga del hijo, aparece al pie del invariable editorial del padre una breve nota: "A uno de nuestros corresponsales del Sur: Le aconsejo el inmediato regreso; es lo más simple. L. D.". En esta frase terriblemente seca y casi amenazante: "es lo más simple" siéntese toda la indolencia de la convicción paterna: "¡Bah!, ya volverá, el tonto". Ningún grito de ansiedad, ningún presentimiento del horror, ningún gesto de perdón tampoco en esto. Una vez más, también en esto, como siempre en todas las cosas, el último delito, la última culpa se llama: inercia del corazón.

Entre tanto, Pierre Bonchamps ha llegado a París de vuelta, en tercera clase, sacudido por el rápido viaje, zarandeado por caóticos pensamientos. Se encuentra otra vez en la estación, en la misma que tres días antes creyó pisar por última vez y desde la cual esperó volar hacia su propia vida; un rechazado, un fracasado ahora. ¿Adónde irá? En ningún caso a la residencia paterna ni a las de amigos de los padres; ya lo traicionaron una vez con ocasión de su primera fuga. Y llega a dar entonces una vuelta en redondo tan sorprendente y, sin embargo, tan consecuente como nunca se atrevió a imaginarla ningún novelista y como sólo la realidad, esa literata siempre suprema, la puede inventar. Pierre Bonchamps toma en la estación un automóvil de alquiler y va directamente a la redacción del periódico anarquista, es decir, a casa del enemigo más encarnizado y mortal de su padre. El hijo del jefe de los monárquicos se refugia -como Coriolano entre los volscosentre los peores enemigos del realismo. Alguna genial intuición en el afiebrado cerebro infantil llévale a la conclusión psicológicamente audaz, según la cual con nadie de todos los parisienses estará más seguro que entre los enemigos irreductibles de su padre. El automóvil se detiene y él sube a la redacción; da su falso nombre de Pierre Bonchamps, confiesa ser un anarquista ardoroso y para justificar su presencia desarrolla el plan de acuerdo con el cu-al -admírese lo monstruoso de esta audacia infantil quiere asesinar a uno de los hombres eminentes de la república burguesa, al presidente Poincaré o a... León Daudet, su propio padre.

¿Habla en serio al manifestar esta resolución? No parece inverosímil que Felipe odie al padre, aun prescindiendo de los conocidos axiomas psicoanalíticos. Tal vez esta fuga loca revela solamente una frenética antipatía al padre. Y más extraño aun es el testimonio de una carta que entrega en sobre cerrado al redactor Vidal, para el caso de que llegara a pasarle algo y que revela hasta qué punto jugara el niño con la idea del atentado político. La carta que después de su muerte llegó efectivamente al verdadero destinatario, dice: "Querida madre: Perdóname el enorme tormento que te causo, pero hace mucho que soy anarquista, sin atreverme a decirlo. Ahora me llama mi cometido y creo mi deber hacer lo que hago. Te amo mucho. Felipe".

Ni una palabra acerca del padre, contra el cual ya apunta, sin ser visible, su revólver.

¿Piensa él en serio en el plan homicida? Misterio sin respuesta. ¿Y proceden verdaderamente en serio los anarquistas que reciben en seguida amablemente al desconocido Pierre Bonchamps -todavía no sospechan a quién tienen en sus manos- por este insensato ofrecimiento, lo miman y cuidan, le prestan dinero, le proporcionan un arma, y llevando a las reuniones de la juventud ácrata al mismo jovencito a medio crecer, que ayer todavía fue devotamente a la iglesia en El Havre, y al mismo tiempo robustecen, por así decir, su muñeca? ¿Son siquiera anarquistas genuinos, verdaderos, éstos entre quienes se esconde el fugitivo estudiante de buena fe, con el corazón en los labios? De todo el proceso y no sola-mente de las afirmaciones de León Daudet se recibe la penosa impresión de que estos camaradas peligrosos para el Estado mantienen una extraña amistad con la policía; hasta surge violentamente la sospecha de que todo este Libertaire, este peligroso libelo, no es tan peligroso como quiere hacerlo creer con sus gestos. En este círculo parecen mezclarse atentados falsos y genuinos, con otros artificiales y espontáneos, tolerados en silencio, y en forma tan rara que cabe perfectamente suponer que el pobre e ingenuo joven fue a caer en una cueva policial y no en un local de acción de la anarquía. De todas maneras, le tratan como amigo, se lo pasan de mano en mano; el niño burgués mimado duerme en casa de la amante de un vagabundo, en la buhardilla, luego en una alcoba; vaga durante tres días por cabarets de ínfimo orden, sin dinero ya, y de noche, con los bolsillos vacíos, por el Mercado central, sin saber lo que ha de hacer. Estos tres últimos días de Pierre Bonchamps son una odisea trágica por todos los mares de la desesperación. Es inútil que en el proceso se citen testigos y más testigos, vendedores, chóferes; nada aclara las tinieblas de este extravío trágico de tres días en el niño, a dos o tres kilómetros de la casa de sus padres.

Alguna vez, la declaración de un testigo arroja un rayo de luz sobre una hora, sobre un minuto: se ve al escuálido joven, en un frío día de noviembre, ofrecer lo último que posee, su sobretodo, como prenda por un par de francos, se le ve dejarse pagar un miserable almuerzo en el "bistro" de los ácratas, se le ve salir trasnochado de una buhardilla ajena, se le ve subir otra vez a la redacción a visitar a sus nuevos amigos. Pero sólo se lo-gran momentos aislados, escenas y episodios, y sólo puede imaginarse lo que este pequeño fugitivo antes tan mimado debió sufrir en tal odisea.

Finalmente, el 24 de noviembre, el quinto día de su existencia como Pierre Bonchamps, lo envían a casa del librero Le Flaouter, en el bulevar Beaumarchais. Balzac no hubiera podido inventar para esta virada una figura más fantástica que este cómplice y encubridor profesional de toda oscura intriga. Porque este pequeño librero de un bulevar del suburbio reúne en su carácter de grandes mallas toda clase de extrañas funciones. Posee una diminuta biblioteca circulante (esto oficial, públicamente), luego es comerciante de libros y fotografías pornográficas (esto ocultamente), en tercer lugar actúa como anarquista y presidente de la Comisión para la amnistía (esto una vez más públicamente) y en cuarto lugar, es confidente de la policía (y esto en el mayor secreto). A este cínico individuo, a quien le recomiendan como camarada en ideas, envían los anarquistas o seudoanarquistas al pobre jovencito, que debe solicitar allí una edición de Baudelaire, pero en realidad procurarse un jou-jou, un revólver, después de confesar su intención de cometer un atentado.

Le Flaouter le escucha gentilmente, le recibe más gentilmente aun, promete buscarle el libro para esa tarde; y le invita a volver entre las tres y las cuatro.

Cuando el desgraciado joven, desesperado, por última vez Pierre Bonchamps, llega esa tarde a las cuatro, la tienda está rodeada por todas partes por agentes de la policía secreta, como si se tratara real-mente de apresar a un individuo peligroso para el país, al criminal sumo. Pero -cosa muy extraña- todos los agentes pedidos amablemente por Le Flaouter (desde aquí se tiende sobre todo el proceso una espesa penumbra) afirman que no vieron entrar ni salir al joven descrito, y nadie sabe -porque el testimonio de un perdulario como Le Flaouter no vale un ochavo- lo que allí ocurrió en ese cuarto de hora. En esta cueva terminan los hechos susceptibles de comprobación. Sólo cobra de nuevo evidencia el dato de que, veinte o veinticinco minutos más tarde, llega al hospital Lariboisière un automóvil de alquiler, en que yace, junto al revólver, un joven con un tiro en la sien. El chófer Bajot de-clara con precisión que a las cuatro y quince fue llamado en la plaza de la Bastilla por este joven, con la indicación de que lo llevara hasta el Circo Medrano.

Por el camino, en el bulevar Magenta, oyó una detonación; creyendo que hubiera estallado un neumático de su coche, bajó en seguida. Pero ya la sangre corría por el estribo y entonces se dirigió al hospital en seguida, para entregar allí al moribundo.

Contra todo esto, León Daudet afirmó cada vez con mayor violencia que su hijo, apenas los ácratas lo reconocieron como tal, fue muerto de un tiro en complicidad o aun con la ayuda de la policía en casa de Le Flaouter, y que lo colocaron moribundo en el automóvil ya apalabrado antes por la policía. Pero su acusación contra asesinos desconocidos, como otra subsiguiente contra el comisario de policía, queda sin resultado; finalmente, el chófer, molesto por los ataques de Daudet, cada vez más violentos, demanda a su acusador, y León Daudet es condenado por calumnia. Para los jurisconsultos y el público político, con este veredicto el caso de Felipe Daudet queda dilucidado y confirmado el suicidio; no en cambio para el psicólogo, pues queda indiferente ante las resoluciones de los tribunales y a quien nunca desafía el hecho notorio, sino las causas misteriosamente ligadas al mismo, aquel enredado juego que la verosimilitud se permite a menudo con la verdad. El psicólogo considera demasiado imprevisto, demasiado violento, este suicidio de Felipe, demasiado ilógicamente vulgar para el impetuoso jovencito que, desde la primera audacia de la fuga y el hurto infantil, sube cada vez más, se eleva fugazmente en cinco días desde la penumbra de un aula escolar a planes políticos fantásticos y se transforma de niño tímido y angustiado, en forma más grandiosa de lo que podría inventar una novela literaria, en un hombre heroico o, si se prefiere, en un hombre criminalmente valeroso. ¿Se aclarará algún día el excitante dramatismo de aquellas últimas horas fuera de los tribunales, en la última instancia de la certeza espiritual? ¿Se explicará alguna vez lo increíble de aquella fantástica situación de cómo el hijo del realista, convertido en proletario, en vagabundo, conspira contra su padre en un círculo de anarquistas autorizados por la policía, y luego, como si estuviera cubierto por una capa que lo torna invisible, cruza sin ser visto, en pleno día, el cordón de agentes de investigaciones que le acechan, para volver de pronto el revolver contra sí mismo? Mucho me temo que no quede mucha esperanza...

Pierre Bonchamps no puede hablar ya. Felipe, el niño, ha sido sepultado. Y la muerte posee mandíbulas duras, no suelta ningún secreto.

 

LEYENDA Y VERDAD DE BEATRICE CENCI 1926

La Historia siempre aparece primero como sustancia bruta; es el escritor o aquel otro literato anónimo que llamamos leyenda quien le otorga forma representativa. La literatura renueva lo pasado convirtiéndolo en vida permanente, la invención une a la argumentación audaz la casual yuxtaposición de la realidad, y algún tiempo después ocurre lo más singular: la leyenda proyecta su sombra sobre la realidad, y gracias a ella, sobreviven en nuestra memoria figuras que nunca vivieron así en la verdad y que solamente el poeta despierta a esa vida.

Pero, cosa extraña, cuando en alguna ocasión se comparan en un examen esas figuras ya independientes con su imagen histórica original, la leyenda con la historia, la literatura con el documento, he aquí que, a menudo, después de décadas y siglos, la personalidad verdadera vuelve a parecernos más real que la transmitida por la literatura. Los documentos acerca de Wallenstein, el proceso de Juana de Arco, plantean a la colaboración de la psicología exigencias más altas que la configuración demasiado pulida y casualmente lógica de los dramas de Schiller. Precisamente por la ausencia de todo sentimentalismo, la naturalidad desnuda de la Historia impresiona más que la forma de la tragedia con su disfraz dramático, y la materia, la lógica realista de los hechos, posee mayor influencia convincente que su elaboración literaria. Por eso hemos visto palidecer una tras otra toda una serie de esas figuras literariamente embellecidas por la firme y cuidadosa labor de los investigadores de la Historia. Y justa-mente en este momento está marchitándose una leyenda para revivir como historia: la trágica crónica de Beatrice Cenci.

En la Galería Barberini de Roma está colgado un retrato de mujer que durante dos siglos se atribuyó a Guido Reni y se consideró constantemente como retrato de Beatrice Cenci. Fue difundido en millares de copias, en colores, en grabados y fotografías, en nada inferior a la descripción de Stendhal. Esta jovencita -imagina fantasiosamente ese escritor por lo general nada romántico- representa a la desdichada, con el vestido extrañamente compuesto que se hizo preparar para su ejecución, y los "ojos muy suaves" tendrían una "asombrada expresión, como si hubieran sido sorprendidos en el momento de sus más amargas lágrimas". En realidad, el retrato muestra a una muchacha de unos dieciséis años, que mira por encima del hombro al observador, sin la menor angustia, sin el menor asombro, un rostro de inocencia, todo curiosidad solamente y amabilidad delicada, sin un solo rasgo, pues, que pueda pertenecer a una osada parricida, que dentro de pocas horas deba ser ajusticiada en presencia de todo el pueblo romano. Y, en realidad, la imagen nunca representó a Beatrice Cenci, y Guido Reni no pudo haberla pintado cuando ella vivía, por la simple razón de que -los historiadores son despiadados con la leyenda- llegó a Roma por primera vez tres años después del suplicio. Carecen de fundamento, pues, el estremecido asombro de Stendhal y la romántica tragedia de Shelley, quien la hace perecer víctima emocionante de la bestialidad paterna; la realidad, que los documentos ponen al desnudo, nos da un cuadro esencialmente distinto. Menos inocencia, menos pureza, menos romanticismo y superabundancia; en cambio infinitamente más fuerza dramática, tumulto de sentimientos, audacia heroica. Muestra al Renacimiento tal como fue en realidad: brutal y sangriento, sin escrúpulos y cruel, lucha primitiva de naturalezas desencadenadas, tragedia enorme y penetrante como aquella de la familia de los Atridas. Y en lugar de la fría novela de Stendhal, en lugar del bello drama retórico y sólo un poco dulzón de Shelley, tenemos de pronto una novela configurada por la documentación -sobria y dura como un sillar-, la historia real de esa generación infame y salvaje8.

La historia de los Cenci comienza en este caso con Francesco Cenci. Y apenas se han visto las primeras líneas de su retrato, la memoria se contrae pasmada: ¿de donde conocemos a este hombre, a este anciano bajo, vulgar, cínico, codicioso y brutal, a esta araña del placer, que comete todas las infamias imaginables, que esclaviza a sus hijos y les escamotea su herencia, que se encierra en una apartada posesión y allí se entrega al más bajo desenfreno, a este perverso demonio, asesinado finalmente por sus propios hijos, confabulados secretamente? La memoria se concentra y de pronto lo sabemos: sí, es, rasgo por rasgo, Fedor Pavlovich Karamasov, creado casi tres siglos después por Dostoiewski.

El retrato concuerda en el menor rasgo y es cosa de estremecerse ante tanta semejanza casual. También Francesco Cenci es rico, y rico solamente por inmunda explotación. También él escapa, gracias a la falta de aplicación de las leyes, al castigo por sus culpas y desvíos; pero está constantemente en conflicto con la justicia, sin que el miedo logre dominar de modo permanente su grandioso cinismo. Se le encierra en la prisión del Capitolio por asesinato y violación, y compra su libertad por cien mil escudos. Otra vez, después de idéntico crimen, se refugia en el hospital de los Incurables, de donde sale con dificultad, sí, pero por dinero, sucio y cubierto de sarna como un pordiosero, él, uno de los nobles más ricos y poderosos de la época. Se le somete a proceso, en una forma terriblemente parecida a la de Oscar Wilde, porque en su propia casa pecó con sirvientes y sucios jóvenes del arroyo; vuelve a escaparse de la hoguera gracias al soborno y a la astucia.

Como en el caso de Karamasov, se exaspera entre Francesco y sus hijos una encarnizada lucha por la herencia, que él les retiene, por el dinero, que emplea exclusivamente para el placer de someter a los demás. Exactamente como Karamasov, perseguido y amedrentado, el cruel anciano se retira por fin a una posesión alejada, en la "Petrella" y exacta-mente también como Fedor, que arranca a su hijo Aliosha del claustro y lo arrastra consigo en amarga soledad, Francesco Cenci lleva consigo, como prisioneras en su amurallado y siniestro castillo a su segunda mujer Lucrecia y a su hija Beatrice Cenci, que cuenta entonces dieciséis años.

Como prisioneras, porque la mujer y la hija no pueden ver a ningún hombre, no pueden tener trato con nadie. Las ventanas de su habitación están clavadas, no puede llegarles una sola carta, no pueden recibir ningún mensaje del mundo exterior, y cuando el inhumano llega a saber que Beatrice se ha dirigido al Papa pidiendo su liberación, cae sobre ella con un látigo y la derriba en un lago de sangre. Impide su casamiento para no darle la dote, impide su relación con los hermanos, de quienes -con razón teme lo peor. Porque sus hijos heredaron su sangre, son asesinos, lascivos, perdularios corrompidos sin temor de Dios ni de las leyes, brutales, sensualmente violentos y sin miedo. El sabe que no vacilarían en eliminarlo en la hora conveniente, como entonces se eliminaba a los enemigos en Roma: de una puñalada. Por eso el viejo demonio estaba siempre alerta. No toma un bocado de comida, una gota de vino, sin que antes los haya probado Beatrice o Lucrecia. Cierra su dormitorio, para no ser atacado mientras duerme, exactamente como Fedor Karamasov se siente invadido constantemente por sombríos presentimientos acerca de su destino y, a pesar de su total salvajismo, colmado de perruno y cobarde terror por su vida.

La historia del mundo apenas conoce escenarios tan terribles como esos tres cuartos en el pétreo castillo de la Petrella, llenos de perversidad, terror, brutalidad y horror, y no hay tal vez ninguna descripción del Renacimiento que haya mostrado con igual atrocidad la gigantesca lucha de indomables instintos en la oposición más terrible de padre e hija, de varón y mujer, de hijos y padre. Solamente el mito atrida, en sus colosales medidas y su bárbara y sombría luz, posee semejante grandiosidad horripilante de las personalidades erguidas atrevidamente en el peligro.

Pero esto no era suficiente para la leyenda. Ella necesitaba algo claro en contraste con este fondo trágico, una figura emotiva como contraparte del diabólico demonio del viejo vicioso y codicioso, un impulso conmovedor de la tragedia que se inicia; y así inventó muy pronto la leyenda de una Beatrice Cenci pura y casta. El padre cayó sobre la virgen y la deshonró, y la virtud, sacudida por la ira y la indignación, se vengó en el padre que la estupró: de esta manera elabora la leyenda la historia previa del crimen. Pero los documentos, que nunca muestran la menor simpatía o parcialidad por Francesco, ignoran totalmente este extremo crimen. Hablan de dinero robado, de humillaciones, de brutalidades, pero nunca de aquella última infamia de Francesco Cenci. En ellos, Beatrice no figura como una mártir inocente, sino -grandiosa en otro sentido- como hija cabal de su padre, audaz, resuelta a todo, aun más allá de los últimos límites naturales, sensualmente frenética y empecinada en la venganza, una mujer del Renacimiento, animosa y atrevida e irreflexivamente audaz en su arrojo. Su padre la humilló, su padre la golpeó, su padre le quitó con el encierro toda su vida: debe morir, pues ella sacrifica a esta meta todo, hasta su cuerpo.

No puede ejecutar sola este acto extremo, ni con la ayuda de la madrastra, que está de acuerdo con ella, ni siquiera entre tres, con su propio hermano además, que de lejos aprueba abiertamente el asesinato. No es posible emplear veneno, porque el padre es muy precavido. Les falta fuerza física para matar con un hacha al gigante, robustísimo aun en la vejez. Buscan, pues, a un cómplice más; Beatrice trata de hallar a un hombre, que al precio de su cuerpo, como Egisto con Agamemnón, aplique el golpe mortal. Y lo encuentra pronto. Olimpio, criado y guardián de la casa, es un hombre imponente, de cuerpo vigoroso y enorme valor, ambicioso, vanidoso: la joven no tiene, pues, que luchar mucho para seducirlo y quitárselo a la esposa, y paga por entero el precio. Por una escala de mano Olimpio llega trepando todas las noches al cuarto, al lecho de la niña; y allí elaboran el plan para eliminar al viejo demonio y aun ganan la complicidad de otro.

Y tenemos otra vez a Karamazov: del mismo modo que Fedor, en la noche, con un martillo, a una señal convenida, Francesco es atacado por los dos conjurados, después de haberle dado un soporífero. El uno le hunde el cráneo, mientras el otro mantiene apretado contra el suelo el cuerpo del gigante. Luego, arrastran el cadáver hasta la terraza de madera, que la noche antes perforaron, para dar la impresión de que el balcón, ya podrido, cedió casualmente y Francesco Cenci, casualmente también, se precipitó en el vacío. A la mañana siguiente, se encuentra el cadáver aplastado al pie de la terraza.

El arrebato concibió el plan, el arrebato lo ejecutó, pero no la reflexión. Demasiado prepotentes, demasiado orgullosas para anticiparse a la sospecha, las dos mujeres descansan en una insensata despreocupación. Ocultan a medias las ropas ensangrentadas, dejan ver el cadáver en su dormitorio a toda la ciudad, sin prevención alguna; luego, la misma tarde, lo hacen enterrar con gran prisa, como si fuera el de una bestia. Como seres típicos del Quinientos, como amos de vasallos y aristócratas orgullosas, creen innecesario ocultar nada y ser prudentes: desdeñan las charlas de la plebe, los chismes de las sirvientas, desprecian a las mujeres de los cómplices -esta inmundicia que se quita de en medio con una puñalada, si se atreviera a abrir la boca-. Intima y exteriormente, se sienten superiores a toda ley, porque poseen la riqueza, el poder de los grandes. Con palabras de triunfo, Beatrice comunica al hermano el feliz resultado del hecho; y sin advertir lo sospechoso del proceder, regala a su amante, al asesino, a Olimpio, como recompensa, el anillo con un brillante y un traje del padre asesinado, como si premiara a un criado por un acto valiente.

Pero poco a poco, el cuchicheo se agita y crece, y la mala suerte dispone que a la sazón gobierne un Papa severo. Como en el caso de Gilles de Retz y de todos los aristócratas criminales de la Edad Media y, tal vez, todavía en el caso de los ricos de los tiempos modernos, hay siempre uno para toda una generación, en quien el Estado, el poder terrenal, hace un escarmiento. La riqueza, que generalmente es un escudo protector, se convierte en ruina precisamente para el más rico, en este caso, los Cenci, porque el castigo del culpable beneficia al Estado con la confiscación de enormes bienes. El papa Clemente está resuelto por fin a tomar en serio la ley. A pesar de ello, la investigación, al comienzo, se realiza blandamente; Beatrice, su madre y su hermano son interrogados con gran prudencia y confinados apenas en sus casas. Parecería, pues, que, como siempre en estas ocasiones, el triste suceso quedará apañado con retrasos, sobornos y compromisos. Los dos testigos más importantes, los verdaderos asesinos, han huido; uno de ellos es inhallable, pero el otro, Olimpio, se atreve luego, confiado en el poder de los Cenci, a mostrarse abiertamente en Roma. Y una vez más es sólo la insensata arrogancia, la arrebatada osadía de las gentes del Renacimiento, la que trae la ruina de los nobles delincuentes. Porque como los testigos podrían llegar a ser molestos, los compromisos con esos plebeyos son desagradables y, como, además, repugna al "honor" de esta familia de asesinos que un mozo de la clase baja, Olimpio, pueda vanagloriarse de haber sido el amante de una Cenci, ellos resuelven, sin más ni más, hacerlo desaparecer. Alquilan al espadachín, que entonces era fácil encontrar, y Olimpio es secuestrado violentamente y asesinado. Y con la misma cínica despreocupación de los señores, de los amos, los valentones dejan abandonado el cadáver en la calle, desdeñando la ley, que finalmente se irrita e interviene, exasperada por tan desafiante audacia, por tanta arrogancia.

Y la ley posee en esa época una garra terrible, un arma horrorosa: el tormento. A Beatrice, a Lucrecia y al hermano, como a todos los demás complicados, se les lleva por orden del Papa a los calabozos del castillo de Sant'Angelo. Allí, en las celdas húmedas y frías de las cámaras de tortura, comienzan los horribles interrogatorios, los tormentos que destruyen los nervios; los documentos los describen, y la cuerda y el diabólico invento de la "veglia", del torniquete aplicado a los miembros, son tan crueles que los torturados confiesan prontamente. Y ahora la tragedia corre con irresistible prisa hacia el final. Recae la sentencia en los reos: pena de muerte por la espada para la madrastra y la hija, descuartizamiento del hijo parricida.

Y muy poco antes de la muerte, se descubre y pierde sus velos, a la vista de los que observan, entre tanto derrumbe en el abismo, un último secreto, sumamente embarazoso para la leyenda: Beatrice Cenci, que más tarde aparecerá como una segunda Lucrecia y será celebrada como virgen inflexible, dicta su testamento antes de la ejecución y en él instituye como herederas universales a las "Hermanas seráficas de los estigmas de San Francisco" y fija legados para una treintena de instituciones, iglesias, monasterios, hospitales, congregaciones y cárceles. Pero la disposición más extraña en este documento es un codicilo, aparentemente sin importancia, en el cual deja una gruesa suma a una amiga de confianza, para un niño determinado, que no se indicó con su nombre, quien deberá recibir ese capital, con sus intereses, cuando llegue a la edad de veinte años. La repetida mención de este niño anónimo, conocido solamente por la amiga, tanto en el testamento como en el codicilo, ya no deja ninguna duda de que la relación con Olimpio no quedó sin consecuencias y el impulso de Beatrice en eliminar a su padre se fundó también, después de todo, en el miedo de que descubriera su maternidad. Con eso tambalea y se derrumba ciertamente una gran parte -la esencial- de la leyenda, pero se revela mucho más humana, más clara y aun impresionante la tragedia interior que ocultó durante siglos enteros el castillo de la "Petrella".

El 11 de septiembre de 1599 se cumple la ejecución. Alrededor de medianoche, entran en las celdas de los condenados las escalofriantes figuras de los Confortatori, los consoladores, disfrazados, cubierta la cabeza con negras capuchas y la cara con antifaces, llevando linternas en la mano. Se conduce a los condenados lo primero a oír misa y a confesarse para comulgar; luego, sólo entonces, marchan camino de la muerte. Abren el cortejo las congregacionistas de los Estigmas, descalzas, envueltas en sacos de color ceniciento, con una gruesa soga alrededor de la cintura y colgando de ella el rosario, luego soldados y esbirros, los miembros del tribunal y la Hermandad de la Misericordia; detrás del carro de los condenados otras órdenes piadosas, cantando letanías, y numerosas masas de pueblo, de tal manera que esta ceremonia tiene casi el aspecto de un auto de fe español.

Desde todos los balcones, desde todas las ventanas, mira estremecida la gente, pero no tanto por compasión por Giácomo Cenci, a quien el verdugo arranca con tenaza enrojecida en el fuego trozos de carne del cuerpo martirizado, sino únicamente para ver a la joven, que tiene veintidós años, padeció en las torres todos los tormentos, y ahora, bella como un ángel, con un aspecto milagrosamente juvenil, es conducida al cadalso. Y apenas el verdugo acaba de cumplir su obra y el ataúd queda colocado a los pies del sangriento palco, se acercan las muchachas para coronar de flores la cabeza cortada, otras mujeres se apiñan detrás y, pronto, todo el pueblo, nobleza y plebe sin distinción, pasan juntos en una procesión enorme y colocan velas cerca del ataúd, traen flores y coronas, como si hubiera muerto una santa y no una parricida.

Porque el poder de la juventud y la belleza es tan fuerte que dondequiera la toque la muerte, crea misterio y turbación, y el mundo, contra toda realidad, se niega a creer en su culpa. En ese momento en que las primeras flores del pueblo adornan el rostro pálido para siempre, nace pujante la leyenda de Beatrice Cenci, la mártir, que vengó su honra virginal en su padre, que profanó su propia sangre. Penetra en el pueblo, se vuelve poema y tradición, se enrosca firme alrededor de los siglos; poetas y pintores la renuevan en forma cada vez más emotiva. Y ni siquiera la realidad de los documentos, que, por fin, sale a luz notablemente más verdadera y grandiosa, la podrá destruir nunca por completo.

 

LOS JARDINES EN LA GUERRA 1939

Entre tantos europeos como poseen el triste privilegio de haber vivido con los sentidos despiertos también una segunda guerra mundial, me tocó la rara situación de ver cada uno de los dos conflictos desde un frente distinto. Vi la primera lucha desde Alemania, desde Austria; la segunda desde Inglaterra. Por esta razón, el observar se torna para mí instintivamente en constante comparar, y no solamente las constelaciones de ambas, sino los dos pueblos en guerra también.

Ya el primer día sentí la inmensa diferencia. En 1914, la declaración de guerra en Viena fue una embriaguez, un éxtasis. Habíamos conocido la guerra solamente en los libros, la creíamos imposible para siempre en una época civilizada. De pronto estábamos en guerra, y como no sabíamos cuán cruel y homicida llegaría a ser, la fantasía, repentinamente excitada, estremecíase infantilmente curiosa como si se tratara de una aventura romántica. Masas enormes salían como ríos de las casas, de las tiendas, a las calles y se ordenaban en entusiasmadas columnas; de pronto aparecían banderas, sin que se supiera de donde, y músicas, y se cantaba en coro, se gritaba de alegría, jubilosamente, sin saber exactamente por qué. Los jóvenes se apiñaban en las oficinas para alistarse; sólo temían ser llamados demasiado tarde y perder la oportunidad de la gran aventura. Y, sobre todo, cada uno sentía la necesidad de hablar, de hablar de aquello que excitaba al mismo tiempo a todo el mundo. Aunque no se conocieran unos a otros, todos se hallaban en la calle; en las oficinas públicas se olvidaba la tarea, en las tiendas, el comercio; se telefoneaba sin cesar de una casa a otra, para descargar en la palabra la tensión interior; los restaurantes, los cafés de Viena, se llenaban por la noche durante semanas enteras, de parroquianos que discutían, exaltados, nerviosos, pero todos hablando y hablando constantemente, convertido cada uno en estratego, en gran maestro de ciencias económicas, en profeta.

Tal quedó para mí, inolvidable, el aspecto de la Viena de 1914. Y después, la Inglaterra de 1939, en un contraste igualmente inolvidable.

En 1939, la guerra no fue una sorpresa inesperada, sino un recelo convertido en realidad. En todos los países se la vio llegar desde el momento en que Hitler tomó el poder, cada vez más apremiante; se había hecho todo para alejarla, porque se conocían sus horrores. Por experiencia, por observación di-recta, se sabía que no era un romántico monstruo fabuloso, sino una máquina gigantesca, armada con todas las artes diabólicas de la técnica, que en su largo curso gasta todos los días enormes multitudes humanas, enormes cantidades de dinero. No cabía la ilusión. Nadie gritaba jubilosamente, todos se asustaron, todos supieron que para su patria, para el mundo, llegarían entonces años de devastación.

Se aceptó la guerra porque había que aceptarla como algo inevitable.

Así fue en 1939. Pero aunque lo sabía y esperaba esta postura estoica como la única lógica y natural, Inglaterra fue para mí una sorpresa y aprendí acerca del pueblo inglés en los días de la guerra, más que antes en largos años. La primera experiencia la tuve el primer día. Hube casualmente de realizar una diligencia en una oficina pública; el empleado estaba redactando un documento para mí, cuando de pronto se abrió la puerta y entró otro empleado, anunciando: -Alemania acaba de invadir a Polonia. Es la guerra. I have to leave at once.

Lo dijo con voz completamente tranquila, como si hiciera una comunicación oficial sin importancia. Y mientras mi corazón se detenía y -¿por qué avergonzarme?- mis dedos temblaban, el primer empleado concluyó tranquilamente el documento y me lo entregó con una leve y amable sonrisa inglesa. ¿No habría comprendido? ¿No creería en la noticia? Luego salí a la calle. Había calma completa, la gente no marchaba ni más de prisa ni más excitada. Todavía no lo saben, pensé una vez más. Si lo supieran, no podrían caminar tan tranquilos, tan concentrado cada uno en sus asuntos. Pero ya llegaron los diarios como una blanca llamarada. La gente los compraba, leía y continuaba su camino. Nada de grupos sobresaltados; en las tiendas mismas, nada de reuniones nerviosas. Y así transcurrieron todas las semanas, cada uno hizo su tarea con calma, con sosiego, ni uno solo visiblemente excitado, todos calmosamente resueltos y callados: si hubiesen faltado ciertas señales exteriores, como el oscurecimiento o la abundancia de uniformes militares, desacostumbrada en Inglaterra, nadie hubiera podido suponer por la simple conducta de la gente que aquel país estaba librando una de las guerras más difíciles y decisivas de su historia.

Esta intrepidez, precisamente en momentos de excitación, de arrebato, de nerviosismo, que estalla incontenible en las demás naciones, sigue siendo para los que no somos ingleses lo misterioso del temperamento británico. Se ha intentado muchas veces explicar psicológicamente este dominio de sí como efecto de una innata resistencia nerviosa o del sistema de educación que acostumbra ya al niño a ocultar sus sentimientos o, por lo menos, su expresión visible. Pero creo yo que se subestima un factor más profundo: la constante vinculación con la naturaleza, que transfiere invisiblemente a cada ser humano algo de su perfecta serenidad, cuando el hombre vive en permanente diálogo con ella.

Por mucho tiempo -como la mayoría-, creí que el culto y la preferencia del inglés se concretan a su casa. En realidad, en cambio, tienen por objeto su jardín. Alguien calculó recientemente en Inglaterra que en esta tierra hay tres millones y medio de jardines; casi todas las casas y aun las casitas tienen el suyo, y muchos de los habitantes de las grandes ciudades o los de la capital que moran en las casas de pisos londinenses, poseen una casa para el fin de semana, en la que ansían estar todos los días de la semana por el jardín y por las flores que allí cuidan. Por eso, millones de británicos, estos seres aparentemente tan antirrománticos, trabajan en el jardín o en el jardincito todos los fines de semana o después de su labor principal: por la tarde por la mañana, el obrero, el empleado, el ministro, el estudiante y el sacerdote toman sus utensilios de jardinería, cavan la tierra, podan los arbustos y cuidan sus flores. En esta diaria ocupación de jardinería (gardening), que no es deporte, ni trabajo, ni juego, sino todo esto junto en transición de matices, son solidarios todos los ingleses, todas las diferencias sociales desaparecen, toda distancia entre rico y pobre queda eliminada. Hasta el baronet y el duque, que da ocupación a una docena de jardineros, está ligado íntimamente con su jardín tanto como el maquinista ferroviario con el diminuto rectángulo verde detrás de su casa. Y esta hora diaria o esta media hora entre flores, plantas y frutos, entre las cosas eternas de la naturaleza, este lapso de total disociación de los acontecimientos y los negocios, me parece que origina con su poder de alivio -su relaxing- aquella maravillosa calma del inglés, que no logramos comprender o, por lo menos, alcanzar. En un mundo mudable y destructible, deben recordar todos los días que lo esencial del mundo en que vivimos, su belleza, su serenidad, no pueden ser rozadas por el desvío de las guerras y las locuras de la política; cuando comienzan el día o lo terminan, en este contacto han recibido fuerza y calma, que, sumadas en millones de seres, aparecen en toda la nación como carácter, como temperamento; estos incontables jardincitos, reducidos y modestos, que se adhieren hasta a la casa más pobre con un par de arbustos, una corona de flores y su verde servicial, son el gran paliativo de este pueblo contra la nerviosidad, la inseguridad y la parlería en voz alta. Por ellos día por día se renueva la constante tranquilidad y la permanente serenidad individual, para los no ingleses casi inconcebible, como energía de toda la nación; con ello los británicos nos proporcionan un grandioso espectáculo de firmeza espiritual, casi tan grandioso como aquel que nos brinda la naturaleza.

FIN